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CAPITULO IPRIMEROS PASOS

(1811-1820)

A pocos kilómetros de Savona, sobre una ligera elevación de la costa, surge el pueblo de Albisola Marina. Cuenta aproximadamente dos mil habitantes, en su casi totalidad dedicados a la alfarería de vajilla y mayólicas, para la cual se presta especialmente la naturaleza del suelo. Estos productos son llevados para la venta a diversas partes de Italia y al extranjero.

En los comienzos del siglo XIX encontramos entre los alfareros albisolenses a Bartolomé Rossello, hombre de recta conciencia, trabajador asiduo, que gozó en los primeros tiempos discreto bienestar; después, habiéndole ido mal en los negocios y aumentado la familia, agotáronse sus limitados recursos; pero, gracias al ininterrumpido trabajo y a una inteligente economía, encontró los medios de vida para sí y para los suyos.

Habitaba una casa que no era ni señoril ni mísera, situada en el lado occidental del pueblo. Construcción severa, de tres pisos, cuya altura descollaba entre las demás y permitía gozar la encantadora vista del mar.

En la planta baja, destinada a la industria, estaba el taller donde fabricaba la vajilla, el horno que servía para cocerla y el depósito que usaban para conservarla (1)

Este era el pequeño reino de Bartolomé Rossello. A su lado, la esposa fiel, María Dedone, mujer de ánimo viril y de gran corazón, cuya vida es una tácita e ininterrumpida inmolación al deber, le ayuda en las pequeñas obligaciones de su ejercicio; y todos los sábados, llenando una cesta con las nuevas y sonoras vajillas, se la coloca sobre la cabeza para llevarlas a los clientes de Savona. Durante el camino, de más de una hora, descansa de trecho en trecho, y… va rezando el Rosario.

Si con esta continua actividad, los dos cónyuges lograban proveer de pan a su numerosa familia, mejor sabían alimentarla espiritualmente mediante una sana educación y cristianos ejemplos. Era una verdadera familia patriarcal donde imperaba la oración y la rigurosa observancia de las prácticas religiosas. En los días festivos cesaba todo trabajo; la familia en pleno asistía a las funciones parroquiales; y al anochecer, el padre solía discretamente preguntar a sus hijos acerca de lo aprendido del Evangelio y Catecismo. Todos los días, después del toque de oración, se reunían para el rezo del Rosario en común. Una vez, el hijo mayor, de veintidós años, se permitió llegar cuando ya se concluía el Rosario; por ello recibió tal reprimenda del padre, que no le quedaron ganas de reincidir.

Bartolomé Rossello y María Dedone tuvieron nueve hijos. Dos murieron en tierna edad. La cuarta entre los hijos y primera de las cuatro hermanas fue nuestra biografiada, de la que vamos en seguida a hablar.

Nació el 27 de mayo de 1811. El mismo día de su nacimiento fue bautizada, porque la piadosa madre no quería demorar en hacer cristianos a sus hijos. Le fueron impuestos los nombres de Jerónima y Benita; le quedó este último, porque los padres prefirieron llamarla con ése que sonaba a bendición.

¿Habrá sido esto, presagio de que la niña sería una bendición para ellos, para la Iglesia, para la patria y para todo el mundo? Ya que los Santos no nacen tales sino que llegan a serlo, no queremos decir que pruebas extraordinarias señalasen la infancia de Benita. Sin embargo, los ardientes mediodías suelen ser precedidos por límpidas auroras; y hay un alborear de santidad que no es raro comience bastante temprano. Por tal motivo, encontramos también en los primeros años de Benita, las pequeñas y laudables pruebas de cordura, indicios y promesas de un santo porvenir.

1 De esta casa, el Instituto de la Misericordia ha podido adquirir una parte. El Canónigo Juan Tortarolo, de Savona, hizo colocar en ella una lápida que recuerda el lugar donde nación la Santa Madre.

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Su niñez se distingue por un singular cariño a la casa paterna. Prefería entretenerse entre las paredes domésticas, bajo la mirada de la madre, con gran satisfacción por parte de ésta, que toleraba gustosa la algarabía y el alboroto de sus hijos, con tal de no perderlos jamás de vista. Era vivaz como las demás niñas; pero a la vivacidad iba unido un no sé qué de juicioso, que comúnmente los niños no suelen tener. Interrumpía frecuentemente las diversiones para dedicarse a los pequeños quehaceres que la madre le encargaba. Y éstos los ejecutaba con garbo de mujercita, y hasta con ciertas previsiones de economía y ajustes de precisión, que indicaba cómo tenía ya conciencia del cumplimiento del deber.

Este mismo trato benévolo y obsequioso usaba también con los hermanos y hermanas. Cuando llegaba la ocasión no vacilaba en reprenderlos; pero cuando tenía una fruta, la repartía entre todos. Porque una de las manifestaciones de su carecer fue: la ausencia absoluta de egoísmo, unida a un deseo de ayudar y alegrar a los demás.

Y ahora bien, en esta niñita que amaba el retiro y el orden, el placer de trabajar y de hacer bien al prójimo ¿quién no ve diseñarse los primeros rasgos de aquélla que dará a su espíritu tanta robustez y que derramará tantos beneficios sobre la sociedad?

Fue a la escuela a los siete años; a una escuela dirigida por una buena maestra del pueblo, que matizaba las clases con fervientes oraciones, y en cuyo plan de estudios las principales materias de enseñanza, por no decir las únicas, eran el Catecismo y la Historia Sagrada.

Benita fue una alumna diligente. También aquí sentía ya la responsabilidad del deber. A su inteligencia, poco común, unía la aplicación en el estudio y la solicitud en seguir atentamente las explicaciones de la maestra. Fue así como muy pronto aprendió de memoria todo el catecismo. Los relatos de la Historia Bíblica y los ejemplos de los Santos, a los que recurría con frecuencia la maestra para interesar al numeroso e inquieto alumnado, excitaban especialmente su fantasía.

Benita estaba pendiente de sus labios, retenía hasta las más pequeñas circunstancias de los hechos; y luego, en su casa, en las tranquilas veladas familiares, repetía aquellas narraciones sin omitir ninguna de las aplicaciones morales que había hecho la maestra. Quedaba satisfecho hasta su padre, hombre exigente y austero, que a pesar de ello, escuchaba amablemente las vivaces descripciones de su hija y a menudo la estimulaba diciéndole: “¡Muy bien! ¡Muy bien!, maestrita”.

En la escuela, además de leer y escribir, aprendió a coser, a bordar y especialmente a hacer encajes al bolillo, arte que entonces florecía en el mundo femenino de Albisola. También en esto adquirió una sorprendente habilidad porque su carácter no le permitía solamente aprender algo, sino que en todo anhelaba llegar a la perfección.

En la escuela, Benita, con el estudio de la Doctrina Cristiana y de la Historia Sagrada, conoció más a Dios y empezó a orar mejor y a cumplir con miras más sobrenaturales las humildes tareas de su condición. Considerando lo que esta niña fue más tarde ¿no podemos decir que realmente le enseñaron lo único necesario para fundamentar una Obra de Dios?

Pero había también otro lugar en el que Benita daba de sí buenas pruebas: el Templo. La piedad, que ya se entreabría en su alma infantil, la ponía ávida de concurrir a las funciones religiosas, por lo que importunaba constantemente a la mamá a fin de que la llevase a la Iglesia. Allí permanecía de rodillas, con las manos juntas; y, por piadosa curiosidad, le interesaban los ritos, las ceremonias, los adornos, las luces, los cantos; y al salir ¡cuántas preguntas hacía a la madre, sobre cuanto había visto y oído!

Comenzó temprano a confesarse, porque temprano comenzó también a creerse pecadora. Parece que de este Sacramento su alma obtuvo un fruto y una satisfacción especial, porque acudía a él con tanta frecuencia que en el pueblo era considerada como

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“la niña que más se confesaba”; con lo cual hacían el mejor elogio a la Confesión, ya que “la niña que más se confesaba” era la mejor de todas.

¿Entonces, no se divertía nunca y estaba siempre encerrada entre las paredes domésticas, como una solitaria? ¡No! También había para ella diversiones y entretenimientos con sus compañeras; pero, hasta en tales ocasiones, Benita se comportaba en forma distinta a las demás. Tenía sus momentos de recreación; no podemos concebir una niña sin ellos. Pero, por pasatiempo, en lugar de entretenerse con juguetes y muñecas, se acercaba a la mesa de su padre y bajo la mirada del mismo, que fabricaba vajilla, ella por su cuenta modelaba la blanda creta para formar casitas y figuras y -¡cosa singular!- todas esas diminutas construcciones parecía conventos y las figuras semejaban monjitas.

Otras veces, edificaba altaritos que adornaba con estampas, de las cuales tenía una gran variedad, y delante de ellas se arrodillaba para rezar oraciones.

Poco a poco formó también el grupo de compañeras, que eran naturalmente sus coetáneas, parientes o vecinas. Y a veces, con el permiso de sus padres, salía con ellas a pasear por la playa y se entregaba allí al placer de la carrera y del juego, fortificándose física y moralmente bajo los rayos del sol y las brisas del mar.

También aquí presentaba rasgos particulares. En ciertos momentos, después de haber jugado, reunía a su alrededor a las compañeras y las invitaba a rezar juntas el Rosario, ya para las almas del purgatorio, ya por la conversión de los pecadores. Otras veces, sentada sobre la arena, con una autoridad que todos le reconocían, preguntaba la lección de catecismo explicada esa mañana por la maestra, y la hacía repetir en coro hasta que todas la memorizasen. A veces, en la vigilia de alguna fiesta, lanzaba y corroboraba la idea de irse a confesar en masa; y dicho y hecho, se ponía a la cabeza de la comitiva y marchaban a la Iglesia. En las tardes de fiesta, la cita tenía lugar en las cercanías de la Capillita de Nuestra Señora de la Misericordia. Situada en el confín del pueblo, donde las encantadoras jovencitas corrían y saltaban alegremente; y luego finalizaban la diversión a los pies de María, cantando en alta voz las Letanías Lauretanas y cánticos sagrados.

En una ocasión, la pequeña capitana se distinguió tanto que dio lugar a que hablasen mucho de ella. Fue un día en que gran parte de la población de Albisola se dirigió en peregrinación al Santuario de la Misericordia, en Savona, dejando en casa a los niños porque o podían someterse a las fatigas del viaje. Entre los peregrinos, figuraban los padres de Benita; ella, como todos los pequeños, quedó excluída del número. Tanto Benita como sus compañeras, sintieron mucha pena y hasta pensaron que era una injusticia que se les privara de la peregrinación por el solo motivo de tener piernitas cortas. ¿Qué hizo entonces? Llegada la tarde, reunió a niñas y niños y los arengó así: “¿Los grandes nos eliminaron de la procesión? Hagamos una nosotros. Si no tenemos fuerzas para llegar hasta el Santuario de Savona, tendremos para ir, al menos, hasta nuestra Capillita. ¡Vamos! ¡Vamos!”

Dicho esto, ordenó a los pequeños de dos en dos, tomó una caña, fijó en ella un delantal y, levantando solemnemente aquella especie de estandarte, inició la marcha, seguida por el numeroso grupo de minúsculos peregrinos. En la Capilla rezaron durante largo rato. Luego, siempre en orden, la singular procesión entró por las calles, cantando bien alto las Letanías. Cuando se oyeron esas voces, voló por el pueblo la noticia de que la peregrinación ya regresaba del Santuario; y el sacristán se apresuró a repicar alegremente para saludar su llegada.

Es de imaginarse el asombro y la hilaridad de la gente, llamada por el tañido de las campanas, cuando se percató de que no salían a recibir a los peregrinos de vuelta, sino al pelotón de los pequeños que venía de la Capillita.

Así revelaba Benita, inconscientemente, sus tendencias y el predominio del sentimiento religioso en su alma infantil.

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Un atento observador habría recogido otras pruebas. En efecto, la timidez y el disgusto que sentía en todo contacto con extraños, el innato horror a todo subterfugio y mentira, el desagrado que manifestaba al recibir una alabanza y el pesar que sentía al ser reprendida, indicaban muy bien la extrema delicadeza de su corazón y cómo se iba educando en el temor de Dios.

Otros motivos permitían deducir futuras actitudes de su vida. Se conmovía fácilmente por las miserias ajenas. Su familia no vivía con desahogo; sin embargo, el pan destinado a los pobres no faltaba nunca. Si encontraba un niño necesitado y le era posible socorrerlo, “hacía una gran fiesta” porque dejaba consolada a un alma!

Durante algún tiempo, y a título de caridad, la casa Rossello hospedó a dos niñitos de otra familia. Benita se constituyó en “madrecita” de los pobres niños y hasta de noche se levantaba en puntas de pie para ver si dormían tranquilamente.

Hizo aún más. Había en su barrio un grupo de niñas que no eran sólo compañeras suyas sino amigas. Estas, como ella, amaban el retiro y la oración. Mutuamente abrían sus corazones sosteniendo conversaciones espirituales. Benita les narraba lo que leía en los viejos libros de su casa, casi a diario, sobre uno u otro campeón de la penitencia y del desierto. Poco a poco, bajo los auspicios de Benita, fuese formando entre esas almas ingenuas un ideal que culminaba en este propósito: huir del mundo e ir a vivir en el silencio y en la contemplación. El ideal ponía tensos sus espíritus a lo menos por una hora, mas no impedía que durmiesen su plácido sueño. Sin embargo, llegó el día en que no se conformaron ya con discutir y hacer proyectos sino que se decidieron a obrar. Era necesario partir. Partir, llevando solamente el Crucifijo para plantarlo sobre una roca, en el desierto… Muy bien: todas de acuerdo. Tenían necesidad, ante todo, de poseer un Crucifijo.

El adaptado a ese fin no debía ser ni tan grande como para llevarlo sobre los hombros, no tan pequeño como para colgarlo del cuello. Una de ellas había visto uno, en la alcoba de la maestra. Bastaba descolgarlo de allá, porque perteneciendo a la maestra podía creerse que estuviera a disposición de las alumnas. Algunas, entre las que no faltaba Benita, aprovecharon el momento en que la maestra estaba en el escritorio, para introducirse en su alcoba y llevarse el deseado Crucifijo.

Pero… ahora éste abría los pálidos labios (por lo menos, así les pareció a las niñas) y acerbamente las reprendía: No es lícito tomar lo ajeno, aunque sea un Crucifijo… Quien lo hace, es un ladrón… Ellas habían robado… y, por consiguiente, habían pecado…

Las pobrecitas se miraron confundidas. ¡Habían robado!... ¡habían pecado!... Pues bien; para quien ha pecado no hay más que un remedio: correr a confesarse. Las ladroncillas, con un nudo en la garganta y con el ánimo turbado, fueron en busca del confesor. Éste, después de escucharlas, pudo fácilmente absolverlas, pero no sin imponerles la obligación, inevitable cuando media el hurto, de restituir.

La restitución se hizo de inmediato. Pero, por cierto, tan duro deber, cumplido entre una buena dosis de humillación y la consiguiente reprimenda de la maestra, hizo desaparecer en todas, la precoz vocación al desierto. Sin embargo, a pesar de la travesura, aquel ramillete de niñas, siempre primeras en la clase, siempre juntas en la Iglesia, siempre unidas en las oraciones y en los cantos, fue en breve admirado por todo el pueblo. Simpatizaban sobre todo, con la capitana del grupo, con Benita, que iba entrando ya en los diez años…

De aspecto agradable, de un candor que se traslucía en sus pupilas y se reflejaba en su frente, de una prudencia prematura en el hablar, afectuosa y cordial en sus maneras, todos la amaban.

Benita era el gozo de su padres, que, con sabiduría cristiana se abstenían de elogiarla; pero que forzosamente debían sentir predilección por ella. También la

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admiraban y querían, muchos de los vecinos, algunos de los cuales después de largos años, evocaban con emoción la promisoria niñez de la pequeña albisolesa.

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CAPITULO IIPROMISORIA JUVENTUD

(1821 – 1830)

Cumplidos los diez años (así era la costumbre, entonces), hizo su Primera Comunión. Aquel acto grandioso hubo de confortar en gran manera su alma, puesto que esa fecha quedó indeleble en su corazón. Frecuentemente, para estimular su vida espiritual y también la de otros, revivía, con el recuerdo, las suaves emociones de aquella hora feliz.

Su virtud fue luego encauzándose mejor: abandonó ciertas formas pueriles, para transformarse en más seria y ordenada.

Su virtud apareció como fruto de un íntimo programa. Casi todos los días, desde las primeras horas, se la veía en la Iglesia: comúnmente colocábase cerca del altar de la Dolorosa y allí permanecía durante largo rato, leyendo y orando, sin ceder nunca a curiosidades y divagaciones, sin demostrara cansancio ni sentir tedio.

Ya sabía apreciar la majestad del templo y la solemnidad de los momentos en que el alma se acerca más a Dios. Sus miradas se fijaban especialmente en el Tabernáculo que encerraba para ella el Tesoro de su vida, desde el cual descendían a su espíritu místicas voces y hacia el que su corazón se elevaba con ternura. Muchos, deteniendo en ella su mirada, decían: “esa niñita ora como un ángel”.

Le gustaba sobre todo la oración colectiva. Cada vez se iba revelando mejor la candidata al apostolado. Sentía una gran satisfacción cuando llevaba a comulgar a sus amigas, cuando iba con ellas a visitar el Santísimo Sacramento o rezaba, en su compañía, el Rosario. Le parecía, como era en realidad, que su oración se multiplicaba tanto más, cuantos más eran los labios que oraban con ella.

Quiso formar parte de la Asociación de Hijas de María, entre las que se distinguió, porque su carecer, que no le permitía asumir títulos sólo “ad honorem”, la hizo diligentísima en el cumplimiento de aquella piadosa regla, lo mismo que en las exigencias que sobre esto tenía para con sus compañeras. Por su comportamiento ejemplar fue elegida para llevar el estandarte de la Asociación, en las procesiones públicas: procesiones en las que toda Albisola se complacía y edificaba viendo aquél ejército blanco que abría, recitando salmos, el cortejo sagrado, precedido por la porta-estandarte Benita, siempre en actitud recogida, serena y firme, con los ojos bajos y el paso lento y grave.

En la familia era la madrecita. El padre y la madre, ocupados en trabajar la creta para ganar lo necesario, le encargaban a ella los quehaceres domésticos. Y así, estaba siempre en actividad: cocinaba, arreglaba las habitaciones, lavaba, cosía y se afanaba para que sus hermanitos se aplicasen a sus pequeños deberes y fuesen a la escuela limpios y ordenados.

A pesar de todos sus quehaceres, conservaba una encantadora tranquilidad de espíritu, tarareando a veces con su linda voz, alabanzas a la Santísima Virgen, entre las que prefería una popular que empieza:

“¡Oh bella esperanza mía,dulce amor mío, María!...”

Un testigo ocular sintetizó los años juveniles de Benita, (aludiendo sin duda a lo que se acaba de decir) en esta simple frase: “No levantaba jamás la voz sino para cantar alabanzas a la Virgen”.

Pero, otros signos daban a entender a las claras que su virtud se fortificaba más y más y que su alma tendía a elevarse y progresar. Lejos, toda vanidad. Ninguna afectación en su persona. Modesta en el vestir y en el tocado, inspiraba algunas sonrisas que no la apenaban en absoluto.

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Ajena a toda vulgaridad y ligereza de lenguaje, jamás permitía esas chanzas que, sin ser indignas, tienen algo de liviandad o malicia; por lo cual, amonestaba a sus compañeras si les oía dichos o alusiones profanas: “¡Callad! ¡Me ofendéis! ¡No quiero oír semejantes expresiones!”. Y con viril energía se rebelaba contra ellas, cualquiera fuese su condición o edad, si en su presencia se permitían palabras equívocas, de dudosa interpretación moral. A este propósito, su Párroco le había enseñado un verso de Dante que ella, para su uso, arregló así: “Con los villanos, es ser cortés, mostrarse villano”. ¡Con qué satisfacción saboreaba este verso! ¡Y cómo sabía, llegando la ocasión, repeler con golpes dantescos y calificar con picantes epítetos a los malvados e imprudentes charlatanes!

Así los cándidos ojos de Benita se abrían; pero no como los de otras de su misma edad, para correr atolondradas tras las fatuidades de la vida, sino para precaverse y huir prudentemente de ellas. Se dio cuenta de que el mundo comenzaba a ocuparse de su persona y esto le fue motivo de turbación; disgustada, trató de sustraerse a las miradas ajenas.

Aquella niña, que encantada había precedido las procesiones parroquiales llevando el estandarte de las Hijas de María, repentinamente renunciaba aquel honor y ocupaba humildemente un puesto entre las últimas filas. ¿Por qué? Porque había advertido que, llevándolo, no sólo corría riesgo de excitar su vanidad, sino que se exponía a las miradas y comentarios de los demás. ¿Y cómo podía ser que un acto religioso le sirviera para lucimiento de su persona y para dar pábulo a la curiosidad mundana? ¡Esto, ni por sueños! En consecuencia, enérgicamente resulte esconderse entre la multitud, donde inadvertidamente pueda rezar con más recogimiento y devoción.

Este gesto, de gran significación en una joven de quince años, marca el exponente de la lucha librada contra las inclinaciones de la naturaleza y los atractivos del mundo.

Benita comprendía además, que llevaba en su corazón tesoros inestimables y que debía recurrir a medios más enérgicos para custodiarlos. Un día, encontrándose en la habitación de su maestra, que admitía siempre en su intimidad a la buena jovencita, descubrió por casualidad una cadenita de penitencia. Benita se sorprendió a la vista de aquel objeto, preguntándose cómo aquella mujer que tantas veces la había invitado a la oración, no la incitase nunca a la penitencia, y dedujo que ciertas cosas se hacen, pero se tienen ocultas, para que sean conocidas sólo por Dios.

Resolvió imitarla. Fue a la casa de un herrero y le encargó una cadenita con puntas, advirtiéndole que de aquel encargo nadie debía enterarse, ni siquiera sus padres. ¿No supo el herrero comprenderla? ¿No quiso conformarla? Sucedió que el codiciado objeto de penitencia no llegó. Benita no se desanimó por ello, antes bien se esforzó tanto, hasta que al fin consiguió un cilicio que usó en lugar de la cadenita.

¿Lo llevó por mucho tiempo? Hasta que la conciencia le advirtió que en ciertas cuestiones debe intervenir el confesor, el cual, enterado del caso y considerando que un celo excesivo podría perjudicarla en tan temprana edad, se lo prohibió al instante.

Pero si el herrero y el confesor estaban de acuerdo para contener sus ardores de penitencia, ninguno podía prohibirle que avivase las llamas de su corazón y apresurase su ascensión hacia Dios.

Sus ideales iban definiéndose. No le urgía más la veleidad de huir al desierto; pero el deseo de apartarse del mundo para tender mejor a los intereses del alma lo tenía siempre y se hacía cada vez más intenso.

Le parecía que una especial vocación sonaba hasta en su nombre. ¿No llevaba en efecto, el nombre de San Benito, el patriarca de los monjes, uno de los grandes Fundadores de la vida religiosa? ¿No era éste un indicio de que ella debía considerarse como llamada a tal vida? En efecto, todos aquellos que le dirigían la palabra parecían

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decirle: ¿Qué haces? ¿Por qué tardas? ¿No vas?... En los momentos en que concedía algún vuelo a la fantasía, especialmente en ciertos atardeceres, cuando desde la costa nativa dirigía la mirada larga y serena sobre el mar encendido por los rayos del sol que se ponía, y percibía las naves que lentamente pasaban, exhalaba hondos suspiros exclamando: “¡Oh! ¡si pudiese yo desembarcar en tierras lejanas y anunciar a tantos infieles la verdad del Evangelio!... Yo sería feliz si…” Y se detenía, como si fuese un acto de presunción augurarse, además de la vida de apóstol, la muerte del mártir; pero decía lo bastante para dar a entender cómo la aguijoneaba el deseo de trabajar y sufrir por la gloria de Dios.

Esperaba con ansias el momento de saber dónde ir, cómo ir, cuándo ir. ¿Quién se lo diría? Lo ignoraba; pero, por cierto, Dios se lo haría conocer claramente. Mientras tanto, del ideal de vida contemplativa había pasado al de vida activa. Poco a poco, desvanecidos los sueños, los vuelos de la imaginación y la poesía, se llamaba a reflexión sobre aquello que debía constituir su ideal y que era, precisamente, el que Dios quería.

Caminaba por las vías de la piedad y de la austeridad; y con el correr de los años, también sus relaciones con el mundo exterior se habían restringido. Sus amigas habían disminuído en número; quedaban pocas y escogidas: sólo las que más compartían sus ideas y su modo de vivir. Entre éstas, Paulina, la pobre renguita, a la que su buena amiga hacía de bastón; la otra Paulina que, para gozar de la amistad de Benita, tenía que trasladarse desde la vecina villa Stella Sanmartino; y sus dos primas: Ángela y Dominga Pescio, de Albisola Superior, que la amaban por el parentesco que las unía y la admiraban por su extraordinaria virtud.

Con estas cuatro, y alguna más, dábase cita frecuentemente para conversar con libertad sobre intereses espirituales y confiarse sus proyectos respecto al porvenir.

Periódicamente, la piadosa comitiva se encaminaba a Savona, donde habían encontrado un Religioso Capuchino, el Padre Ángel, que dirigía admirablemente sus almas. Y eran viajes de alegría y de entusiasmo. Benita, durante el camino, que era de seis kilómetros, realizaba un hermoso acto de caridad, conduciendo del brazo a la renguita Paulina, no sin gran esfuerzo, pues ésta, cansada a poco de andar, se apoyaba totalmente en Benita, que con semejante carga seguía viaje hasta el final. Llegadas a la colina de Las Ninfas, el punto más alto del camino, se detenían algo, para descansar, y más aún para contemplar, de uno y otro lado, el hermoso y variante espectáculo de la ribera del mar. ¡Cómo se encantaban las piadosas jovencitas, a la vista de la playa, que parecía, en sus innúmeras sinuosidades, huir vertiginosa hacia el horizonte, llevándose los pueblitos de la costa que, como pequeñas manchas blanquecinas, surgían acá y allá! ¡Y qué cuadro maravilloso ofrecían las plantaciones de pinos y los olivares que poblaban las escarpadas pendientes, semejando curvas de mantos grises que se perdían en el inmenso mar!

Y, sobre todo ¡cómo se enardecía Benita, cuyos sentimientos eran más vivaces y vibraban ante la magnificencia de la naturaleza, que le hacía escalar alturas y subir hasta el Creador! Era entonces cuando, de su corazón a sus labios subía la exclamación entusiasta y ferviente: “¡Qué bello debe ser Dios, que ha sabido crear cosas tan magníficas!” Inconscientemente, el alma de la jovencita armonizaba con la de San Agustín para quien el universo era un “gran poema”.

Siguiendo su itinerario, se aproximaban a la antigua y ruinosa abadía de la Cartuja (“la Certosa”) y saludaban, con algunas preces, la Cruz, de la que habían quedado, sobre el arco de entrada, algunos rastros.

Y allí, reflorecían las consideraciones sobre las dulzuras de la soledad y la dicha de los que logran alcanzarla. ¡Qué felices se hubieran sentido todas ellas, incluso la renguita, si las hubiesen aceptado, en medio de esas almas escogidas! Por supuesto,

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vivirían bajo la dirección de Benita, que daba siempre la nota más alta entre las aspirantes a la vida monástica…

Terminadas en Savona las diligencias espirituales, volvían a sus casas con el ánimo alegre, no sólo por la paz encontrada en la recepción del Sacramento, sino también por el alivio que la sonrisa de la naturaleza y la intimidad de la buena compañía les había proporcionado.

Benita, por su parte, conservaba por largo tiempo y saboreaba a solas el bienestar moral alcanzado en aquella peregrinación; y a medida que transcurrían los días, era cada vez más ardiente el deseo de definir su suerte y entregarse por entero a Dios.

En ciertos momentos, por falta de indicaciones precisas y de medios para más eficaces resoluciones, pasaba por su imaginación la idea de aliarse con las amigas y dirigirse a las autoridades competentes ara pedirles acceso a la desierta abadía de Certosa: la restaurarían de la mejor manera posible, para luego fundar en ella una nueva Comunidad.

Tuvo valor hasta para presentarse ante un insigne sacerdote de Albisola al cual expuso vivamente el proyecto, en su nombre y en el de sus compañeras, pidiéndole consejo y ayuda. El sacerdote le preguntó: “¡Por qué motivo os queréis ir a vivir en la soledad?”

“Para orar y hacernos santas”.- “Optima idea. Pero tenéis también una boca. ¿Qué llevaríais a la mesa?”Benita desencajó sus ojos, frente a su interlocutor. ¡Cómo! Ella hablaba del alma

¿y él, de la boca? ¿Lo que para ella constituía una cuestión radical, los demás lo miraban como una cuestión de estómago?

Respondió con energía:“Tenemos buenas manos. Trabajaremos.”El sacerdote admiró su valor; pero meneó la cabeza y dijo: “Esperad; hay

tiempo. Si son rosas, florecerán. Si verdaderamente Dios os llama a la religión, no le faltarán medios para dároslo a conocer y sabrá hacer valer Su Voluntad”.

¡No! No la animaban demasiado… Nunca faltarán duchas frías para sus entusiasmos… Sin embargo no se desalentó, antes bien, se dispuso a esperar que se declarase la Divina Voluntad.

Mientras tanto, nadie podía impedirle ser monja en su casa. Allí, sus obligaciones de familia eran compatibles con cierta libertad de acción, libertad que ella aprovecharía para someterse a una severa disciplina.

Se fijó entonces una regla de vida íntima tan ingeniosa, que realmente despierta admiración y excita el aplauso.

Pensó ante todo en colocarse bajo el manto de la Virgen. Se entregó por completo a sus brazos maternales, se inscribió en las Congregaciones del Carmen, de la Dolorosa y de la Inmaculada, sometiéndose a todas las obligaciones, dispuesta a cumplir estrictamente todos los deberes.

Parece que de tales observancias recababa buenos frutos para su alma, puesto que frecuentemente hablaba de esta devoción recomendando su eficacia.

A la devoción a María Santísima asoció otra, que debía formar la característica de su vida: la de San José. La suave figura del Santo Patriarca la atraía; y de El, de sus glorias y de sus bondades se deleitaba, ocupándose, llena de admiración.

Pensó que un Santo denominado el Justo porque reunía todas las virtudes, sería el Patrono ideal para ella que, precisamente, necesitaba adquirir todas las virtudes; y que así como podía aprenderlo todo de El, también tendría en El un recurso para obtenerlo todo.

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Y desde entonces comenzó a propagar su devoción; y a varias personas, sobre todo a padres de familia atribulados física o moralmente, sugirió como expediente infalible el recurso a San José.

No bastaba. Suponiendo que Dios quisiera ocupar un lugar en su vida, era preciso que ella entrara en relaciones más estrechas con El. Se entregó, pues, a una metódica meditación, tomando como asuntos principales de la misma, la Pasión de Nuestro Señor y las grandes verdades sobre el fin del hombre y la vida futura.

No quería distraerse: trataba de emular a los Santos en la contemplación; fijaba su mente en Dios sin apartarla de El… ¿No habían ellos acaso adquirido a buen precio su recogimiento? ¿No los había visto con frecuencia pintados sobre las viejas telas, con las rodillas en tierra y los ojos fijos sobre el cráneo de algún muerto? Pues bien; también debía, con medios semejantes, estimular los propios sentidos y el propio corazón. Quiso poner manos a la obra… Pasando por delante de la Capillita del cementerio había visto, en un ángulo, algunos cráneos que debían ser enterrados. Fuese hasta allí y pidió uno al guardián, el cual, después de muchas resistencias, terminó por dárselo. Ella lo tomó sin ningún temor, lo besó religiosamente, corrió a su casa y lo puso sobre una mesita, al lado de su cama. Desde entonces, aquel cráneo iba a ser su fiel consejero; y como artículo indispensable de su mobiliario, la seguiría doquier, hablándole con saludable elocuencia, hasta el último de sus días.

Es de notar en Benita este continuo llamado a la muerte, a quien consideraba como la excelente maestra de su vida.

En una libretita transcribió varias sentencias tomadas de San Agustín, de San Jerónimo, de San Gregorio y de San Bernardo. Y bien, todas estas sentencias se referían a la muerte; y ella recurría a este momento del todo decisivo para valorar rectamente las cosas humanas, para saber a tiempo morir a sí misma y para tener siempre pronta y adornada la veste nupcial. ¡Oh! Cuán cierto es, que esta santidad incipiente tenía el carácter de una santidad consumada!

Evidentemente, Benita trataba de formarse, con todos estos medios, una clausura en el mundo. Este no la dejaba ir; y ella trataba de eludirlo, permaneciendo en él.

Con el fin de sitiarse por todas partes, se ligó con nuevos vínculos: entró y profesó en la Tercera Orden de San Francisco; y, para imitar mejor la vida claustral, estableció horas en que se retiraba a su aposento y allí, entregada a la mortificación, oraba con los brazos extendidos o postrada sobre guijarros y con la frente apoyada en la tierra.

Verdaderamente, en cuanto a fervor y a rigor consigo misma, toda buena Religiosa hubiera podido envidiarla.

Pero si la gracia y la paz triunfaban en su corazón, no así la alegría que hubiera debido inundar su juventud sana y recogida; al contrario, una leve nube de tristeza vagaba sobre su frente. Tenía diecinueve años, la rodeaba el afecto de los suyos y la estima de todo el pueblo, veía ante sí un proficuo porvenir y, sin embargo, no era feliz. Le faltaba algo, que para ella era mucho y era todo. Le faltaba la enorme satisfacción de no poseer nada y de ser toda enteramente del Señor. Le faltaba, en fin, aquella mejor parte que era el sueño dorado de su alma y que ella expresaba muy bien a sus amigas, al decirles: “Mirad. Tengo un solo deseo: evitar todo pecado, ser útil a mi prójimo y llegar a ser santa”. Con estas palabras trazaba las líneas de su programa de vida.

Mientras tanto, la paloma retenida forzosamente, debía contener sus ansias y reducir su vuelo. Por más que aspirase a las alturas, no podía permanecer ajena a las vicisitudes de la tierra. Los problemas financieros del hogar eran de solución cada vez más difícil, el comercio de su padre languidecía y las rentas no alcanzaban a cubrir los gastos de la familia. Benita, siempre prudente y previsora, comprendió que debía mitigar las privaciones de los suyos. Buscó y obtuvo trabajo de aguja y de crochet, en casa de una parienta, Susana Prato; y entró en un período de intensa actividad: trabajo

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en casa y fuera de ella, trabajo santificado con paciencia y caridad, y sublimado con frecuentes jaculatorias que, lejos de interrumpirlo, lo hacían cada vez más meritorio.

En aquel entonces, para su consuelo, creó esta expresión que debía ser el lema de su vida, esa frase que brotaba de su corazón más que de sus labios, ya la recitara a modo de oración, ya la cantara a modo de estribillo: “El corazón a Dios y las manos al trabajo”.

Esta nueva ocupación puede, en verdad, considerarse como un leve cambio en la vida de Benita; pero, para aquel Dios que dispone con sabiduría sus planes y a veces los hace depender de mínimas circunstancias, no fue así, sino que se sirvió de estos contratiempos para abrir una senda por la que El quería encaminarla a la meta.

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CAPITULO IIIEN CASA DE LA FAMILIA MONLEONE

Orando y trabajando, Benita Rossello, había entrado y avanzado en los bellos años de la juventud. Sin ansias y sin abatimientos esperaba la señal de Dios que le indicara dónde debía recogerse. No le extrañaba que tardase en llegar. ¿Qué derechos y qué méritos tenía, para que Dios la prefiriese?

Pero, una cosa era cierta: que ella sería toda de Dios, sin género de duda. Sobre este punto, no admitía ninguna vacilación. Dejaba por lo tanto establecido, que no participaría de la vida mundana; y, un día, impuso silencio a una coetánea que tuvo la simpleza de hablarle de matrimonio, proponiéndole un óptimo partido. Por eso, que ella juzgó imprudencia, no le guardó rencor; pero eso sí, conservó un recuerdo tan desagradable del asunto, que no podía pensar en él sin sentir disgusto.

De pronto, en cambio de la señal del Cielo, le llegó una voz de Savona. La señora Ángela Monleone, oriunda de Albisola, pidió a su amiga Susana Prato, una joven de confianza para encargarle el gobierno de su casa. Esta joven debía ser seria, educada, de conducta íntegra y de aptitudes para el trabajo, ya que se la buscaba para atender al esposo de la mencionada señora, desde largo tiempo enfermo, y ejercer una especie de superintendencia sobre las personas de servicio y, de un modo especial, alegrar a esos buenos y ancianos cónyuges que, privados de hijos, sentían necesidad de verdadero afecto. Como se ve, exigían no pocas cualidades en la requerida persona; y Susana Prato se preguntaba dónde podría encontrarla. De pronto, se acordó de Benita. ¿Quién mejor que ella, tan piadosa, tan dócil y tan prudente, respondería a este fin? Le habló, y, con la intención de prestar óptimo servicio tanto a su amiga la señora Monleone como a la joven parienta, le aconsejó aceptase.

Benita presentó la cuestión de sus padres. Estos, considerando que las hijas menores eran capaces de desempeñar los quehaceres domésticos y que, por otra parte, debían permitir que la mayor tuviese más contacto con la realidad de la vida, le dieron el consentimiento. Benita, muda por la emoción, se despidió de los suyos y partió para Savona. ¿Iba allí para realizar su ideal de consagrarse a Dios? No. Solamente para ser la personas de confianza en el seno de una buena familia. Sin embargo, había acogido la invitación porque creía ver en ella un anticipo del llamado de Dios. Entraba en una casa de costumbres austeras, donde desempeñaría oficios semejantes a los monacales, y esperaba que la vida de ciudad le proporcionara, más fácilmente que la de su pueblo natal, la realización de sus aspiraciones.

Al entrar Benita en la casa Monleone pensó que comenzaba su vida religiosa. En su corazón hizo las promesas que sustituían a los sagrados votos. Su programa: custodiar con sumo cuidado el candor de su alma, prohibiéndose todo pasatiempo y toda compañía un tanto peligrosa, considerándose ya como consagrada a Dios; practicar la obediencia, sometiéndose no sólo a las órdenes sino también a los deseos de los señores Monleone; respecto a la pobreza, observarla exactamente como persona religiosa que nada posee y nada quiere poseer, rechazar todo estipendio, no pretender ninguna retribución, conformándose con sólo alimentos y vestido.

Con Benita entró, pues, en la casa Monleone, un rayo de sol. Llevó la juventud, la serenidad, la vida. Los esposos encontraron en ella a la hija atenta y cariñosa que sus corazones anhelaban. Consciente de la labor importante que cumplía en aquella casa, quiso y supo aprovechar tan felices circunstancias para ventaja espiritual de sí misma y de los demás.

Gozando de libertad, se fijó un horario que le permitiese emplear el tiempo del modo más económico y meritorio posible. Madrugaba, para ir a la próxima Iglesia de los Padres Carmelitas; y lo primero, allí, era entregarse a la meditación; luego, oía la Santa Misa y se acercaba a recibir la Sagrada Comunión. Creía haber puesto en salvo la

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jornada si la comenzaba con Nuestro Señor. Hasta en los rigores del invierno era fiel a este método que le permitía hacer “su provisión”.

Vuelta a casa, empezaba su solícita asistencia a Don Inocencio Monleone. El pobrecito tenía necesidad de mil cuidados, porque los graves achaques y una persistente debilidad le impedían el movimiento de los miembros. Benita fue la mejor enfermera que pudiera desear, porque la caridad la inducía a prestar al enfermo hasta los más humildes servicios; y al suministrarle los medicamentos y pociones lo hacía siempre con una delicadeza y una gracia incomparables.

Tal vez sin pensar en ello, sirviendo al señor Monleone, Benita se iniciaba cara cuando, siendo religiosa, sirviese a los pobres y numerosos enfermos en los hospitales.

Se comportó junto al señor Monleone como lo hubiera hecho una religiosa, porque no se limitaba a suministrarle tisanas y medicinas sino que realizaba en su alma una verdadera y eficaz obra misional, escogiendo los momentos oportunos para abrirse paso y llegar a su corazón de cristiano, insinuarle sentimientos de piedad y resignación e inducirlo a unir sus propios sufrimientos a los de Jesús, Salvador nuestro. Por todo lo cual, bien podía decir que su enfermera tenía para con él, cuidados “que le llegaban al alma”.

Los momentos en que el enfermo dormía, Benita se dedicaba a los quehaceres de casa. No tenía ningún oficio; no era ni camarera ni cocinera ni lavandera; pero, llevada de su caridad y espíritu de sacrificio, hacía un poco de todo, para aliviar a los demás en sus tareas.

La señora de Monleone no estaba de acuerdo con este proceder de Benita; y por eso, al sorprenderla barriendo las habitaciones o lavando vajilla, no vacilaba en demostrarle, con movimientos de cabeza, su desconformidad y disgusto; pero como le respondía con una sonrisa tan amable, la señora terminaba por irse y dejarla en libertad. Fue precisamente esta fraternal actividad de Benita, la que le allanó el desempeño de su cargo; porque, el lugar privilegiado que ocupaba en la familia Monleone, habría podido fácilmente provocar envidias y malevolencias; en cambio, con su caritativo proceder, se granjeó el afecto sincero de todos.

Hija del pueblo, adquirió, no obstante, por estudios y por aptitudes personales, trato y modales señoriles que no dejaron de apreciar cuantos frecuentaban la casa Monleone. Se admiraban de esta joven que los recibía y los invitaba a entrar, con tan exquisita delicadeza. Pero de ahí no pasaba, porque si bien le rogaban casi siempre que tomara parte en las conversaciones, jamás quiso intervenir: prefería, a las charlas de salón, su trabajo y su soledad, que le permitían ocuparse de sí misma y permanecer en coloquios con Dios. Por otra parte, si a los demás les sobraba tiempo para conversar, a ella apenas le alcanzaba para desempeñar sus propios deberes.

Al atardecer, volvía a la Iglesia para tener una última entrevista con les “Amigos de su alma”: Jesús Sacramentado, la Santísima Virgen y San José.

Le quedaban momentos libres, en las horas de la tarde y en las veladas nocturnas; pero jamás se consideró dueña de los mismos sino que se los daba a Dios, ocupándolos en reparar ornamentos sagrados, y hacer flores para la Iglesia de los Carmelitas: ¡dulce ocupación!, ya que cada puntada en estas prendas de culto, le parecía darlas en la vestidura nupcial que, para unirse con el Esposo Divino, espiritualmente preparaba.

En una sola cosa no logró conformar a los señores Monleone: lo referente al tocado. Querían que se arreglase con elegancia ay según los postulados de la moda corriente, mientras ella prefería vestidos decorosos y austeros. Por tal causa, surgieron desacuerdos entre ambas partes; pero, se colige fácilmente que esas discusiones motivaban luego nuevas alabanzas para Benita.

Pasó varios meses de vida serena en la casa Monleone. El enfermo mejoró lentamente; y después de un año, pudo considerarse curado. ¿Fue el resultado de las

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atenciones de Benita? Ciertamente contribuyeron, sus solícitos cuidados; y especialmente el alivio moral que supo infundir en el ánimo del enfermo.

Ahora, habiendo cesado para ella el oficio de enfermera, desaparecía también el motivo que la llevara a dicha casa y, por consiguiente, debía pensar en dejarla. Mas no quisieron separarse de una joven que daba tan buenos ejemplos y los colmaba de amabilidades; y comenzaron a trabajar para retenerla. ¿Qué? ¿Quería partir?... ¿Volver al pueblo?... ¿No estaba bien con ellos? ¿Podía abandonarlos tan fácilmente? Si se quedaba, la tendrían como hija y su situación sería ventajosa.

Pero ¿qué sabían ellos del ideal que la joven acariciaba en su corazón? Benita se ruborizó, se puso a deliberar y luego decidió poner en claro su situación: Apreciaba todas las ventajas que le proponían; pero, compromisos anteriores le prohibían aceptarlas. Se había prometido a Dios: quería hacerse Religiosa.

Lo había declarado: quería hacerse religiosa…Los valientes adversarios que luchaban por su bien, comprendieron sus palabras.

¡Oh, entonces era fácil entenderse! ¿Quién le prohibía hacerse monja? ¿No había vivido como tal, desde que entró en aquella casa? ¿No se encontraba como en una especie de monasterio? ¿No había podido cumplir cómodamente todas las prácticas religiosas? Podía continuar viviendo en la misma forma; y, hasta adaptar la regla a su voluntad; pero, no debía partir.

¡Ah! La hospitalaria casa Monleone no bastaba a Benita. Sentía que Dios le pedía una cosa bien distinta a eso de encerrar su vida en un cómodo departamento y limitar su acción a acompañar a dos buenas personas. Un campo más vasto se abría a su celo: la esperaban los niños, los pobres, los enfermos; ignorantes pecadores y pueblos y ciudades y continentes… ¿Cómo podía encadenarse a una pequeña familia de Savona? Por lo tanto, sin revelar sus ideales, repetía cándidamente que no podía aceptar la invitación.

El austero don Inocencio dióse cuenta de que por ninguno de esos medios conseguiría retenerla y… habituado a los negocios, pensó que podría convencerla apelando al interés pecuniario. ¿Se le daba algún sueldo? Absolutamente nada. Y entonces, ¿no era lógico que una joven de más de veinte años y con las habilidades de Benita se cansase de un servicio enteramente gratuito? Opinando así, Monleone envolvía a Benita en su propio criterio comercial; y, sin pretenderlo tal vez, la culpaba de interesada, como si el asunto “vocación” fuese un pretexto; pero él creyó haber dado con la verdad y se persuadió de que para vencer la resistencia de Benita tenía que llegar a ofrecimientos que le fueran ventajosos. Llamóla, pues, y le dijo: “Benita, si consientes en permanecer con nosotros, te daré una magnífica recompensa. Y en cuanto al pasado, te lo retribuiré ahora mismo”. Diciendo esto, le ponía en la mano una cuantiosa suma.

Benita rechazó instintivamente el dinero y respondió: “Yo no puedo prometerle nada para el porvenir, porque creo que Dios me quiere en otra parte; no hable pues usted de estipendios. Tampoco acepto lo que me ofrece por los servicios prestados, porque sé muy bien que nada merezco por ellos y porque he sido recompensada en demasía con el afecto prodigado por ustedes”.

El señor Monleone quedó contrariado y más aún, mortificado. Las palabras de la jovencita lo confundían. Y fue entonces cuando, como para tranquilizarlo, Benita tomó de aquella suma dos escudos y sonriendo dijo: “Bien, cancelemos la deuda; dos escudos la saldan totalmente, ya que ellos son suficientes para dar a usted la seguridad de haber cumplido con ella y a mí la convicción de haber recibido demasiado”.

El señor Monleone quedó admirado; pero no podía admitir tan heroico desinterés ni siquiera en Benita y por ello insistió en ofrecerle un brillante porvenir, tendiendo a apartarla de sus ideas; le habló detalladamente de los proyectos hechos entre él y su esposa, todos en su favor; ya que siendo ricos y faltos de hijos, la reconocerían como tal y la harían su heredera si permanecía con ellos.

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Todavía trataban de detenerla con los bienes terrenos, mientras ella no quería otra herencia que Dios solo. Su respuesta fue una verdadera negativa: “Yo no estaré conforme mientras no sea religiosa”.

Don Inocencio no insistió. Se conformó con obtener de ella la promesa de que no los abandonaría hasta el momento de entrar en religión, confiado tal vez en que durante ese tiempo cambiaría de parecer.

Benita lo prometió con agrado.Rara fue la situación en que luego se encontró la joven. Quería irse y no sabía

adónde. No podía prometer quedarse en casa de los Monleone y sin embargo, continuaba viviendo en ella.

Algunas veces en aquella casa la miraban de reojo y murmuraban: “La que habla de irse se queda… Ya veréis que no se irá”…

Sintiendo Benita lo incómodo de su situación y no recibiendo por otra parte aviso alguno del cielo, se creyó obligada a ir ella misma en busca de la Voluntad de Dios. Dirigióse entonces a un Instituto dedicado a la enseñanza de la juventud y pidió ser admitida. Reconocieron sus óptimas cualidades, pero la absoluta falta de dote era un obstáculo para ser aceptada. Benita recibió un rudo golpe con esto. Rogó, sin embargo, para que se hiciese con ella una excepción; pero todo fue inútil…

Había cuereado estudios tan limitados que no podía pensar en alistarse entre las Hermanas dedicadas a la enseñanza y por eso pidió encarecidamente que la recibieran como conversa: se adaptaba a todo, con tal de estar en la casa de Dios.

Pero tampoco esto le fue concedido porque creyeron que su salud no resistiría el pesado y duro oficio de las Hermanas legas. Benita no servía para nada; sólo debía humillarse.

Los Monleone comentaban el fracaso de esta tentativa con la acostumbrada frase: “Se ve claramente que el Señor te quiere aquí con nosotros”.

¿Qué debía hacer entonces esta alma para salir de tal situación y emprender su camino? Someterse a aquello que sella el verdadero temple: la prueba.

* * *

El negocio paterno de Albisola continuaba en decadencia. Bartolomé Rossello multiplicaba la actividad para sostenerlo; pero, sea por mala fortuna u otra razón, el caso es que los negocios se restringían poco a poco y las mercaderías se amontonaban en el depósito. Entonces tuvo una idea: abrir en Savona un despacho y enviar allí la mercadería que no tenía salida en Albisola. Así lo hizo.

Alquiló un piso bajo en una calle poco transitada y allí expuso los productos de su industria. Al frente del negocio quedó su esposa, persona capaz, prudente y cortés en el trato.

Desde que la señora de Rossello se instaló en Savona, los encuentros con su hija fueron frecuentísimos, con alegría y consuelo de ambas.

Algunos días, Benita iba a ayudar a su madre durante unas horas. Si en honor a la verdad debe decirse que obtenía éxito en su trabajo, tampoco debe ocultarse que las actividades comerciales no le daban mayor satisfacción. ¡No había en ella pasta de comerciante!... El tener que tratar con toda clase de personas, el hablar siempre sobre asuntos pecuniarios, con los inevitables panegíricos de las mercancías y el regatear los precios, eran cosas que le producían malestar a Benita, cuyo espíritu armonizaba bastante con el de San Francisco cuando vendía las telas de Pedro Bernardone. Mas se consolaba, pensando que esa tarea era eventual.

En efecto, la sucursal de Savona tuvo vida efímera.A principios de 1832, apenas comenzaba a encaminarse dando esperanzas de

mejoramiento económico en la familia Rossello, la pobre señora que lo dirigía se sintió

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presa de una repentina enfermedad. Transportada con urgencia al hospital, tuvo tiempo de recibir los Santos Sacramentos y pocas horas después expiraba en brazos de Benita que había acudido a su cabecera.

No sería ésta la única desventura. Pocos meses después, el segundo de los hijos, Luis Baltasar, atacado por una violenta enfermedad bajaba a la tumba en la flor de sus veinticinco años (30 de octubre de 1832). Y como las desgracias llegan con más frecuencia que las alegrías, enfermóse también una de las hijas, Josefina, cuyo mal se prolongó hasta el 25 de enero de 1834, día en que fue a reunirse con su madre y su hermano: tenía diecisiete años.

Estas muertes tuvieron consecuencias irreparables.Don Bartolomé Rossello, no sabiendo a quién confiar el negocio de Savona,

tuvo que cerrarlo y, por consiguiente, afrontar la situación de la familia.Por otra parte, era de presumirse: la inesperada pérdida de la esposa y de los dos

hijos y el acrecentamiento de las fatigas a las que tuvo que someterse, alteraron su salud, y el dos de diciembre de 1834 terminaba también él su trabajosa existencia.

Figurémonos la aflicción de Benita en aquel doloroso período: el tener que acudir a Albisola a cada noticia de enfermedad, la extenuante asistencia a los enfermos, las penosas alternativas del mal, las angustias indescriptibles de las muertes y sepulturas. Pesaba sobre ella la obligación de dar valor a los demás de la familia; pero, como es lógico suponer, en las horas de soledad se consumía en lágrimas y luego volvía a Savona con una herida cada vez más honda en su corazón…

¿Era acaso de extrañar que también ella cayera enferma hasta hacer temer por su propia vida?

Mientras tanto, estas desventuras eran para Benita motivo de meditación. La vida, ¿qué era la vida, que se tronchaba de un momento a otro, sin tener para nada en cuenta el vigor de la edad, ni las exigencias familiares y sociales? ¿Valía la pena desvelarse por ella, vivirla como los mundanos, buscar las comodidades, como si no tuviera uno que dejar nunca la tierra? ¡Oh! ¡no! Hay que juzgarla en su entidad, mirarla como un viaje a la eterna vida, como un medio que hay que explotar para alcanzar el gran fin!...

Y… ¡cuánto dolor! Benita había comprendido el lúgubre tañido de los repiques fúnebres, había sentido la fría bofetada que da el ala de la muerte cuando arrebata los seres más queridos…: la madre, el padre, un hermano y una hermana ¡en breve lapso de dos años!... Había momentos en que creía soñar; la sucesión de aquellos golpes de muerte la habían hecho entrar en un estado tal de temor, que todas las mañanas se preguntaba: ¿Pasará este día sin que llegue alguna mala noticia?

¡Qué recurso, apoyo y consuelo no fueron para ella en esta circunstancia los sentimientos de fe de los que había sabido nutrir su alma! Al encontrarse huérfana en la tierra, instintivamente cayó a los pies de la Virgen y exclamó: “¡Vos seréis siempre mi Madre y yo seré siempre vuestra hija: como a hija miradme, protegedme, salvadme!”

Pero, otra persona se adelantaba con derechos de madre: la señora Monleone. La buena señora osó esperar que el tumulto de las pruebas hiciese apagar en Benita los entusiasmos religiosos y se alejase de éstos con criterio más favorable a sus propósitos. ¿No era necesario subsistir con nuevos vínculos aquellos que la muerte había destruido? ¿Nuevos padres no debían suceder a los ya perdidos? ¿No había llegado la hora de aceptar el ofrecimiento que antes le hicieran de vivir definitivamente en su casa?

No, Benita no estaba de acuerdo; pues, partiendo de idénticos motivos, llegaba a conclusiones completamente opuestas. ¿Qué le decían sus múltiples desgracias? Que Dios pensaba en ella y que trabajaba para ella, que iba poco a poco rompiendo los vínculos que la unían a las criaturas, para tenerla a su disposición.

¿Podría ella contraer nuevos vínculos, cuando Dios tan rudamente la arrancaba de los viejos? Por otra parte, la familia de Albisola, si bien reducida en número,

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conservaba fraternidad de espíritu y de brazos; los varones actuaban con entusiasmo en el comercio de su difunto padre, y las niñas, de las cuales la menor contaba más de quince años, reemplazaban a la madre en los quehaceres domésticos. Por lo tanto, podían prescindir de la ayuda de Benita. ¿Los esposos Monleone no podían también prescindir de ella?

Por el contrario, contaban el tiempo transcurrido en su compañía y consideraban que hacía tres, cinco o seis años que Benita hablaba de irse y no obstante, permanecía con ellos; por lo cual llegaban a la conclusión de que seguiría diciendo lo mismo, sin partir jamás… El proceder de la joven era para ellos un anhelo que confundían con un capricho; pero, en atención a su conducta ejemplar, se lo perdonaban todo.

Salvo los momentos en que la obligaban a hacer sus declaraciones sobre dichos puntos, conservaba siempre con ellos una amabilidad y docilidad incomparables.

Benita estaba tranquila porque debía estarlo. ¿No le correspondía a Dios fijarle la hora? ¿No era entonces su deber esperar pacientemente? La inquietud y el malhumor ¿no significarían una rebelión contra Dios?... ¡Oh! Según su parecer, la Voluntad Divina debía cumplirse sin que ella interpusiese la prisa y los ímpetus! Dios quería encontrarla pronta a marchar, porque antes la había encontrado paciente en la espera. Paz, pues, con todos –aun con los Monleone- y atención a la señal de Dios.

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CAPITULO IVA LA OBRA

1837

Desde hacía cuatro años, gobernaba la diócesis de Savona Monseñor Agustín De Mari. Pertenecía a una noble familia genovesa. Verdadero señor por su porte y por su trato, era, al mismo tiempo, el más amable y el más querido de los Pastores, por su inmensa caridad, que lo hacía descender y fraternizar con su pueblo. Contaba apenas cuarenta años de edad y ya era por todos venerado.

Un día le acaeció un incidente que abrió paso a Benita Rossello. Según su costumbre, había salido a dar un paseo vespertino. Avanzaba lentamente bajo los árboles, contestando con amabilidad el devoto saludo de los fieles, entreteniéndose con los niños que salían de todas partes para besarle la mano y pedirle la bendición, cuando en un recodo del camino divisó un grupo de niñas desaliñadas, atrevidas en el gesto, que, vociferando, se apostrofaban en términos demasiado libres e incorrectos. Se acercó a ellas Su Excelencia, llamó a la que parecía ser capitana de las demás, y, paternalmente la reprendió por sus modales y expresiones. La niña levantó los hombros, lanzó una insolente carcajada e impertérrita huyó.

El buen Obispo, herido en su corazón por aquel mal comportamiento, tomó el camino de regreso a palacio, sumido en la penosa consideración del triste episodio:

¿Tan deplorable espectáculo ofrecía aún su grey? El, que contemplaba sus iglesias repletas de fieles, que recibía sus homenajes y cumplimientos, ¿sospechaba que la inmoralidad se albergase a dos pasos del palacio episcopal, especialmente entre la niñez femenina, anticipo de la mujer de mañana, de cuya decadencia moral está pendiente la ruina de la familia y de la sociedad?

Todo el resto del día pasó el piadoso Obispo abismado en estas dolorosas reflexiones; y por la noche, reunido con sus familiares, en medio de la conversación brotó de su alma afligida esta frase de varón apostólico: “¡Ah! Es necesario lanzarse en medio del pueblo, recoger las almas, instruirlas y llevarlas a Dios”.

¿Quién tendría el cristiano valor de hacer todo esto? ¿Dónde estaba aquella alma generosa que fuese en busca de las vagabundas ovejitas y no temiera afrontar riesgos y fatigas con tal de salvarlas?

Por disposición divina, el desahogo del Pastor llegó a oídos de Benita y golpeó en su corazón como llamado de Dios que la invitaba a la obra. Su vocación, que desde hacía tiempo quería definirse, se determinaba ahora ante el grito angustioso del Obispo.

Al creerse llamada para intervenir personalmente en la causa exclamó: “Heme aquí”.

¿Ella?... Pero ¿quién era ella para que solicitasen su cooperación? ¿Qué títulos podía presentar al Pastor para decirle que quería responder a su llamado? ¿Tenía acaso la cultura y la virtud que se requerían para una misión semejante?

Estos fueron los pensamientos que se agolparon a su mente apenas hubo lanzado aquella exclamación. Pero ¿y si Dios la llamaba, quién podía hacer objeciones? Si Dios era quien elegía ese instrumento inútil, ¿tendría acaso el instrumento derecho para esconderse? ¡De ninguna manera!... Dios lo haría todo. ¡Adelante, pues! Y, sin titubear, Benita concretó su propósito. Ante todo, pidió y obtuvo el parecer favorable de su confesor; pero nada habló de ello con nadie. Intuyó que le harían una oposición tenaz, amplia en argumentos humanos; y juzgando que tal oposición habría ella de vencerla mejor con obras que con palabras, prefirió callar.

Superando toda timidez, resolvió ponerse en comunicación directa con el Obispo. Estaba segura de que una confidencia íntima con el que representaba a Dios como intérprete de Su Santísima Voluntad, decidiría la cuestión y ella saldría de aquella entrevista con su porvenir definido.

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Una mañana, después de haber recibido la Sagrada Comunión, se encomendó a su Ángel Custodio y fuese al palacio episcopal.

Su corazón era presa del temor; pero, a decir verdad, la esperanza superaba ese sentimiento.

¡Cuidado con las duchas frías, Benita!... Y he aquí el primer contratiempo: aquel día el señor Obispo estaba ausente. Desilusión y pena para Benita que ve frustrarse su proyecto.

Sin embargo, el anciano sacerdote que la recibe en la antesala tiene un trato cortés que le inspira confianza. ¿Quién será? ¿El Vicario o el Secretario?... Sea quien fuere, si la apariencia responde a la realidad, él podría darle algún consejo útil y tal vez serle un buen intercesor ante el Obispo.

Cobra entonces valor y le expone ardorosamente su proyecto. El sacerdote, impasible, escucha su vivaz exposición; y luego, con la misma clama responde: “Si he entendido bien, queréis fundar una nueva comunidad religiosa. ¿Puede haber algo mejor? Pero decidme, ¿contáis con los medios necesarios para mantener a una comunidad?

¡Zas! Siempre la misma canción.Cada vez que ella levantaba la bandera de la caridad le enarbolaban enfrente la

de una cuestión pecuniaria. Pero ¿era posible que, mientras ella hablaba de trabajar, de orar, de educar y de salvar, otros no supiesen hablar más que de comer?

Se había propuesto callar, ¿por qué, pues, había faltado a su propósito? Lo cumpliría en adelante, reservando para sí las propias ideas y dejando a los demás sus objeciones. Mientras tanto, murmuraba un: “Dios proveerá”, saluda luego con deferencia a su interlocutor y se va. La sigue él un momento con la mirada, y reflexionando sobre lo que había oído dice para sí: “¿Esta es una santa o es una loca?”

Y cree que se trata más de una loca que de una santa.Benita sale confundida. Aquello no era precisamente un fracaso, porque su

interlocutor no tenía facultad ni para hacer ni para deshacer; pero es lo cierto, que sobre sus ardorosos proyectos caía una especie de baño frío, en pleno invierno.

Al día siguiente, cruza de nuevo el umbral de la sede metropolitana, resuelta a poner fin al asunto. Es hora de ver si el Cielo le prepara una misión, como ella cree, o sí acaricia sueños imposibles, como sospechan los demás. El Obispo, auténtico representante de Dios, hará conocer la verdad.

Monseñor De Mari la recibe paternalmente, la hace sentar frente a él y la invita a hablar. Comienza ella, con el corazón agitado y la voz entrecortada por la emoción; pero la mirada benigna y alentadora del Pastor calma poco a poco su inquietud, y la palabra se vuelve firme y fluida. Termina por abrirle su alma, en un gesto de entusiasmo y de candor: le manifiesta que ha sufrido mucho por la afrenta inferida recientemente a la dignidad de su Obispo, por niñas atrevidas e insolentes; que su amargo lamento la ha conmovido; y que, escuchando el llamado que Su Excelencia hace a las almas generosas para trabajar en la salvación de la juventud, se presenta para saber si el Pastor quiere admitirla entre las que respondan a los anhelos de su paternal corazón. Desde pequeña ha sentido el deseo de entregarse a Dios y de trabajar por el prójimo; pero no había llegado a nada hasta el presente, por faltarle una señal clara de su vocación. Ahora, una voz interior le dice que éste es el momento propicio para iniciar su obra.

Siempre aspiró a formar una Comunidad dedicada a educar a las hijas del pueblo; pero no pudo definir por sí misma si su proyecto era oportuno y factible. El Obispo debía hablar, dar su fallo y ella, hija de obediencia, se inclinaría a su palabra como a la voz de Dios.

Monseñor escuchaba atentamente. Sin duda, presentaba la joven un proyecto atrevido, cuya magnitud acaso ni siquiera alcanzaba; pero, oyendo y estudiándola, comprendía que estaba en presencia de un alma bella y ardiente, sin vanidad, y que a

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pesar de tener poca instrucción, poseía un cúmulo de luces sobrenaturales y de buena voluntad.

Había en su palabra, algo de convencida y de convincente, que parecía tener el apoyo de una fuerza superior. Se sentía, por lo tanto, inclinado a acoger su ofrecimiento; pero antes pensó someterla a un severo examen. Quiso saber quién era, de dónde venía, qué hacía, qué tenor de vida había llevado en su pueblo natal y en la casa Monleone. Sondeó su vocación: comprendió que, ni cálculos, ni desilusiones, ni motivos humanos la impelían a la vida religiosa sino únicamente el deseo de santificarse a sí misma y a los demás. Poco a poco, descubrió en ella sólidos indicios de piedad, de celo, de humildad, de abandono a la Divina Providencia.

¡Cosa singular! El Obispo no tocaba ningún punto de orden económico o gastronómico, tan importante para los demás… Esto produjo gran satisfacción en Benita que creía que los motivos morales deben prevalecer sobre los materiales, y que siempre éstos deben resolverse con dependencia de aquéllos, para cumplir el Divino Querer.

La entrevista entre Monseñor De Mari y Benita concluyó con estas palabras de Su Excelencia: “Hija, ¡a la obra! Busca compañeras que compartan tu ideal; y entonces pensaremos en proveeros de casa. Yo os ayudaré”. Luego bendijo efusivamente a la joven y la despidió.

Benita salió transfigurada. En la antesala vio al sacerdote que el día anterior la había atendido. No le dirigió ni una palabra; pero le habló bastante, con la alegría que brillaba en su rostro.

Bajó las escaleras y anduvo por la calle como con alas en los pies y el alma en éxtasis…

¡Atención, hija, con las duchas, todavía!...En efecto, aún le quedaba la entrevista con la señora Monleone. Esta, por la

reciente muerte de su marido, se hallaba muy lejos de imaginar que Benita quisiese abandonarla; y como hacía tiempo que no mencionaba para nada sus proyectos, la buena señora creía que los había sepultado.

En situación tan dolorosa, ¿cómo se las arreglaría para tratar sus asuntos?Benita preveía la tempestad, ¿pero, si Dios la llamaba, si el Obispo la exhortaba,

podía dar marcha atrás por satisfacer a la señora Monleone?Reflexionando así, cobró valor y, con el modo más suave que pudo, le reveló su

intención de dejar la casa y entregarse a la vida religiosa.Comenzó la señora a desesperarse. ¿Qué decía Benita? ¿Qué novedad era

aquella? La pobre señora, en el paroxismo de su dolor, llamaba “novedad” a una noticia que conocía desde hacía siete años. ¿Por qué quería dejarla? ¿Sola en el mundo, sin su marido, sería posible que también Benita quisiese privarla de su compañía? ¿Tendría valor para separarse de ella en tales circunstancias? ¿Qué mal le había hecho para que la tratase así?

Benita procuraba calmarla con palabras suaves, declarando que ella obedecía a la Voluntad de Dios y a su propia vocación. Pero las frases delicadas de la joven no apaciguaban a la señora de Monleone, porque la veía al mismo tiempo mantenerse firme en su resolución. Y por tal insistencia, la buena señora pasaba del dolor al despecho. ¿Por qué hablaba de la vocación y de la Voluntad Divina? ¿Qué derechos tenía para creerse llamada por Dios? ¿No sería un capricho, el suyo? ¿Por qué creía ser ella la elegida para fundar una Obra? ¿En qué fundamentaba su resolución y con qué medios contaba para realizarla? ¿No se arriesgaba, al emprenderla sin bases, con la posibilidad de fallar a corto plazo y de aparecer ante el mundo como una fracasada?

La señora Monleone había expuesto estas razones cientos de veces; pero ahora Benita estaba en condiciones de refutarlas con mayor firmeza:

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Conocía su debilidad, por sí sola no valía nada, nada, y no llegaría a nada. Pero estaba de por medio la palabra y la invitación autorizada del Obispo, que equivalía a un seguro porvenir. Ella no podía, ciertamente, prever lo venidero; ignoraba si llegaría a la meta o se tendría que detener durante el viaje; pero, si no empezaba la marcha, iba contra su propia conciencia y contra la Voluntad de Dios. Por lo tanto, rogaba a la buena señora que la perdonase por la pena que le ocasionaba, asegurándole que jamás olvidaría su bondad ni las innumerables gentilezas que había tenido para con ella. ¡Ay! Aquel recuerdo de las gentilezas del pasado, con que Benita pretendía apaciguar el ánimo de la señora, fue motivo de mayor exasperación.

¡Qué! ¿Tenía en cuenta las atenciones recibidas, y así las pagaba? ¿Comenzaba a entregarse a Dios, incurriendo en la ingratitud para con quien tantos beneficios le había hecho? ¡Pues bien! Podía irse, ya que así lo quería; pero que supiera que la hora de los beneficios había terminado. Si se hubiera quedado, con otras recompensas tenía dispuesto favorecerla. ¡Que distinto porvenir le preparaba ella, ya que pensaba asignarle una pingüe herencia! Ahora, en cambio, revocaba sus buenos propósitos. ¡No le asignaría ni un céntimo!...

Al llegar a este punto, Benita comenzó a sentirse cómoda. Cuando querían intimidarla con el espantajo de los daños y de las desventajas materiales no hacían más que animarla.

Ciertamente que hubiera necesitado dinero; y nadie mejor que ella para destinarlo a fines nobles y caritativos; pero si se lo ponían en balanza con menoscabo de la Voluntad de dios y del bien de su alma, nadie tampoco como ella habría sabido despreciarlo.

Por eso, al oir que para seguir su vocación debía perder una herencia terrena, sonrió y dijo: “Señora, usted ha sido demasiado buena al querer darme parte de sus bienes; y no tengo palabras para agradecérselo. Pero, teniendo que elegir entre su herencia y la de Dios, debo renunciar a la suya para no perder la de Dios. Por otra parte, si usted cree que debe cambiar disposiciones en lo que a mí se refiere, puede hacerlo con todo derecho y en la seguridad de no causarme ningún daño. Señora, déjeme ir y dígame que me perdona el disgusto que involuntariamente le ocasiono”.

La señora Monleone no contestó. Benita continuó: “Y al irme, no me niegue su bendición”.

La señora le dio la espalda y Benita partió sin la bendición.¡Por fin era libre! Había obtenido del mundo el pasaporte, aunque no

espontáneo, para cumplir su misión. Debía, pues, poner manos a la obra. ¿A qué obra? Ella la veía en una forma confusa; mas la sentía ya, en su corazón. Se daba perfecta cuenta de que, para realizar con eficacia la acción educadora, debía comenzar por instruirse y multiplicarse a sí misma; luego, abrir casas, fundar asilos y escuelas, y después la misión caritativa podía extenderse a los enfermos y a los pobres. ¡Pero, de cuántas energías, de cuántos brazos, de cuántos medios debía disponer para acometer semejante empresa!

Y para crear lo inexistente estaba sola, sola y pobre, con el único apoyo de su Obispo, el cual, dadas las necesidades de la diócesis, podía socorrerla más en lo espiritual que en lo material. Sí, precisamente la situación era propicia para que pudieran nacer las obras de Dios.

Confiando en la ayuda divina, Benita se entrega al trabajo. Comienza por ir en busca de colegas. Recuerda las buenas amigas que como ella soñaban con la huída al desierto o con la vida monacal.

Las reúne y les dice que ha llegado el momento de llevar a la práctica, al menos en parte, sus ideales; y les habla con tal elocuencia y calor que las más íntimas, Ángela y Dominga Pescio, sus primas, y Paulina Barla, de Stella, se declaran dispuestas a

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seguirla. Quisiera formar parte del grupo, también Paulina (la renguita); pero su defecto físico no se lo permite, y queda por ello desconsolada.

Benita advierte a sus amigas que deben estar listas para reunírsele en Savona. Mientras tanto, las exhorta a orar para atraer las bendiciones del Cielo sobre la incipiente Comunidad. Luego vuelve a Savona y comunica al señor Obispo que las primeras reclutas esperan sus órdenes.

Monseñor De Mari se da cuenta de que la joven Rossello es persona que no conoce dilaciones y entonces, a su vez, toma las oportunas providencias.

Como se trata de una fundación religiosa, designa al Canónigo Juan Bautista Ghigliazza para que la dirija espiritualmente y para que redacte una especie de reglamento. A los señores José Nervi y Juan Bautista Pico les pide se encarguen de la parte administrativa.

Estas buenas personas piensan, ante todo, en proveer de casa a la futura Comunidad religiosa; y, ya que el fin educativo que la misma se propone exige que goce de cierta libertad y que no se aleje del centro de la población, alquilan una casita, perteneciente a la “Commenda de Malta”, situada en el extremo oriental de la ciudad, sobre un callejón expuesto a todos los vientos y llamado, por tal motivo, “Callejón del Viento” (Vico del Vento).

Hemos dicho una casita; pero lo tanto, reducida, no lujosa, como convenía al Instituto que estaba por nacer; con la única ventaja de mirar hacia el campo y de abrir su puerta sobre uno de los barrios más populosos de Savona.

Con esto, la sede estaba preparada y Benita podía ya invitar a sus compañeras: “Venid al encuentro del Señor”.

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CAPITULO VAPARECE LA FAMILIA RELIGIOSA

(1837 – 1839) Desde la mañana de aquel diez de agosto de 1837, Benita Rossello, las hermanas

Angela y Dominga Pescio y Paulina Barla se apresuraban alegremente a arreglar su humilde vivienda del Callejón del Viento, preparándola para la hora de “Vísperas” en que debían hacer la entrada oficial.

Cada cual trabajaba cuanto podía, tratando de superar a las demás. Intercalaban jaculatorias, limpiaban, lavaban, sacudían y disponían los muebles.

El moblaje era modestísimo. En las habitaciones, un sencillo colchón de chala, que por falta de cama colocaban sobre el desnudo pavimento. A la cabecera del jergón, una imagen sagrada y al lado, una silla de paja.

La sala, que por el momento debía servir de oratorio y de laborerio, tenía en una pared un Crucifijo y en la otra una repisa con la imagen de la Virgen de la Misericordia; en el centro, una mesa, y sobre ella, una lámpara de latón, al aceite, y algunos libros piadosos.

En la cocina, los utensilios más estrictamente necesarios; y en un rincón, una bolsa con papas, que representaba toda la riqueza y toda la pobreza del nuevo Instituto.

Y sin embargo, Benita no tenía a menos en llamar “nuestro Convento” a una casa tan escasamente provista.

El señor Nervi les ofreció, a mediodía, un almuerzo que para ellas fue el de la despedida del mundo.

De allí, al atardecer, las cuatro jóvenes se dirigieron a la sede donde las esperaban: el director espiritual, los protectores y un pequeño núcleo de señoras bienhechoras. La ceremonia de ingreso fue breve. Oraron en común delante de la imagen de María; luego, el Canónigo Ghigliazza leyó el reglamento provisorio, compilado por orden del señor Obispo; para la disciplina interna de la Comunidad se asignaron los cargos y Angela Pescio fue designada Superiora. Fue elegida ella porque, como lo declarara la misma Benita, “tenía un natural muy bueno y amable” y “se adaptaba más, por su saber y prudencia”. En realidad, porque, además de las mencionadas cualidades, era la mayor en edad y por consiguiente, tratándose de un superiorato provisorio, era lógico que le fuese conferido a ella.

Benita, que era la iniciadora de la Obra, vigilábase en sus procederes para que ninguno de ellos significase una preeminencia: hermosa prueba de humildad, en la cual podemos ver la razón de los hechos que sucedieron luego.

Por otra parte, Benita no había quedado sin cargos: era simultáneamente Vicaria, Ecónoma y Maestra de Novicias. Supongamos que el primero de estos cargos fuese relativamente fácil; pero no lo era así en verdad, el de ecónoma, dada la extrema penuria en que se debatía la naciente comunidad. Hay que tener en cuenta que las cuatro que la integraban poseían solamente un escudo regalado por el Obispo, quien al entregárselo les había dicho: “Podría daros algo más; pero me parece que atenuaría aquel espíritu de pobreza que Dios quiere que sea vuestro dulce patrimonio”.

Importante, sobre todo, era el oficio de maestra de novicias, porque éstas llegarían muy pronto y era necesario imprimir en ellas el espíritu que debía ser la característica del nuevo Instituto. He aquí por qué la Providencia disponía que Benita fuese la primera Maestra de Novicias.

En efecto, apenas plasmadas las primeras concurrentes, su tarea estaba cumplida; y entonces asumía el cargo que por derecho le correspondía: el de Superiora.

Entraron entonces las cuatro en un período de soledad y de recogimiento.

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Jóvenes, apenas salidas del mundo, en vísperas de iniciar una ardua misión en bien del prójimo, tenían necesidad de prepararse y adquirir una rica provisión interior, alma de todo apostolado, y que sería su sostén en la generosas inmolación de sí mismas.

Justamente, el Obispo les había dicho: “Pensad primero en vosotras; luego pensaréis en los demás”.

Comenzaron, pues, una vida de retiro, sujeta a horario, y de lleno se entregaron a la oración. Como no tenían libros, contemplaban el mejor de los libros: el Crucifijo. Para meditar mejor la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, que era su tema favorito, quisieron tener ante sus ojos un Cristo muerto; y como no poseían dinero, pensaron vender las trenzas de su cabellera y, con el producto, adquirir la deseada imagen. Así lo hicieron.

Alternaban la oración con el trabajo. Trabajaban asiduamente, para cumplir un deber ante Dios y para sostener su vida. No eran de cuna rica; pero tampoco habían probado nunca una pobreza como la actual.

Se mostraban agradecidas a varias familias que las favorecían proporcionándoles trabajo de bordado y costura; y, por las señoras que benévolamente se unían a ellas para ayudarlas y guiarlas en ciertas manualidades menos conocidas, sentían especial gratitud. Entre éstas, recordaremos a doña Tersa Nervi y a doña Juana Ghigliazza, que pusieron al servicio de las cuatro principiantes su tiempo y su experiencia y, según la atestación de Benita, las trataron siempre “como las madres tratan a sus hijas predilectas”.

Con estas ocupaciones y con alguna ayuda del señor Obispo y de los bienhechores, tenían con qué sustentarse. Modesto sustento, en verdad; porque las comidas consistían en sopa y pan; y si algunas veces se agregaba a esto la pitanza, sólo era de verdura y fruta. Sólo lo necesario. No tenían derecho a más.

Pero, sobre sus escasos alimentos, sobre sus duros descansos, sobre sus vidas ocultas y mortificadas, sobre sus constantes trabajos, sobre su silencio, sobre su pobreza, aleteaba un espíritu de alegría y de paz que superaba con creces todo sufrimiento.

Las cuatro jóvenes era felices. Habían alcanzado la meta y gustado los consuelos de la nueva vida sin sentir su peso. Esto contribuía a fundir en uno sus corazones, a ayudarse mutuamente, a prodigarse, con reciprocidad y mucho entusiasmo.

Si alguna vez escaseaba el pan, surgía de inmediato en todas el empeño de escoger para sí la porción menor: la misma penuria de bienes y de comodidades terrenales tendía a consolidar entre ellas los vínculos de la caridad.

Y el mundo comenzó a golpear con artejos malignos las paredes de aquel retiro. Era tan pequeña y tan oscura aquella casa, que realmente debería haber pasado inadvertida; pero el tierno brote se iba a transformar en un gran árbol y, por consiguiente, dar qué hacer al demonio y recibir sus zarpazos. Las malas lenguas comenzaron a vociferar así: ¿Qué hacen esas cuatro recluídas? ¿Por qué no se han quedado en sus casas a ayudar a sus padres? ¿Para qué se preparan ahora? ¿Qué esperan? ¿Creen cambiar el curso del mundo? ¡Ah! el pobre señor Obispo gasta lo que no tiene para mantener a esas ociosas!...

Estas fueron las primeras murmuraciones con respecto a las cuatro recluídas, murmuraciones que llegaban también a sus oídos vertiendo gotas amargas sobre su felicidad.

Por otra parte, comprendían que la dicha no podía ser duradera. Benita tuvo que sufrir por razón de dos jóvenes savonesas que entraron como postulantes y que manifestaron buena voluntad más con palabras que con hechos, pues se quejaron de las estrecheces que, para las demás, eran motivo de alegría; de modo que se hicieron eco de lo que se decía en contra de la nueva Comunidad.

Benita, sin detenerse en lo que pudieran pensar sus compañeras, se empeñó en despedirlas lo consiguió. Se comenzaba, pues, con una doble desilusión. La pequeña

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Comunidad, tan necesitada de empezar a ampliarse, ¿renunciaba a las primeras adquisiciones? Sí. Benita aplicaba desde ya el criterio, que luego le sería habitual, de querer “pocas, pero buenas”.

Además, pensaba que un bello gesto de firmeza, cumplido oportunamente, podría merecer las bendiciones de Dios. En efecto, apenas despedidas las dos jóvenes, aparecieron Catalina Brignole y María Malabava; aquélla, de Genova, ésta de Varazze, que querían ser acogidas como novicias. Fueron aceptadas; y Benita, que las tuvo bajo su tutela, pudo bien pronto afirmar que “estaban dotadas de muy buenas cualidades” y que la pequeña familia religiosa podía ya considerarse constituida no de cuatro miembros sino de seis.

Pasaron así dos meses de oración, de trabajo y de gozo, después de los cuales, mientras las murmuraciones continuaban aconsejándoles volver al mundo, el Obispo resolvía admitirlas a la Toma de Hábito y con esto apartarlas para siempre del mismo.

Era el día 22 de octubre de 1837, consagrado en la diócesis de Savona a Nuestra Señora de la Paz, cuando tomaron el Hábito. ¡Feliz augurio aquél!, ya que todos los acontecimientos más solemnes de la vida de Benita debían coincidir con una fiesta de la Virgen.

Cumplíanse exactamente diez años desde que se había inscripto en la Tercera Orden de San Francisco. Ella misma nos dejó descripta aquella ceremonia; y la vivacidad con que lo hizo nos hace sentir la alegría que debió experimentar.

Para “el gran día” (así los llamó Benita) fue transformada, decorada y adornada con flores la pequeña sala del convento. El Obispo celebró la Santa Misa.

Asistieron: el director espiritual, varios sacerdotes y religiosos, y finalmente, los protectores y protectoras.

Las cuatro, postradas en el medio, con las manos juntas, parecían transfiguradas.Después de la Misa, el Obispo bendijo los Hábitos. Las jóvenes se retiraron para

vestirlo, mientras los sacerdotes cantaban las preces de costumbre.Cuando volvieron, con los hábitos religiosos ya puestos, todas las miradas se

posaron sobre ellas; pero ellas no vieron a nadie.Benita conversaba consigo misma. Al pensar que su nueva divisa indicaba un

cambio interior, se repetía en su corazón:“Heme aquí, muerta al mundo y entregada a Cristo”. Parecía que el buen Obispo

hubiera leído en su corazón tales sentimientos, cuando en el paternal sermón que hizo a las nuevas vestidas les decía así: “Revestíos de Cristo: es ésta la hora de vuestra transfiguración. No sois vosotras las que vivís, es Jesús quien vive en vosotras. ¡Adelante! Pues con la divisa que indica vuestra unión a Cristo, sois sus Esposas; sedlo de un modo perfecto, para la gloria de Dios, para decoro de vuestro Instituto y para mérito vuestro… Llevad a Jesús a todas partes: esté El en vuestras palabras, en vuestras obras, en vuestras personas. ¡Oh! Esposas de Cristo… ¡Oh! Imitadoras de Cristo… ¡Pensad vuestra fortuna y vuestra responsabilidad!”

El canto del Te Deum cerró la función. Luego se dieron entre ellas el beso de paz y recibieron las felicitaciones de los presentes. ¿No debían festejarlo también en la mesa?

En ese gran día, la ecónoma Benita logró comprar veinte céntimos de ciruelas; en lo demás pensó el Obispo, quien mandó del Palacio Episcopal una cesta con diversos comestibles.

El Hábito de nuestras novicias tenía algo de religioso y algo de seglar: era un vestido de lana, oscuro, con una cinta a los costados para llevar el rosario, un pañuelo azul oscuro, que se cruzaba a la altura del pecho; un crucifijo sobre el corazón; una cofia en la cabeza; y para salir de casa, el amplio velo que por mucho tiempo fue la característica de las mujeres de Liguria. Así también en el traje exterior demostraban las humildes normas a las que se sujetaban en la nueva Comunidad. Con el vestido,

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cambiaron también el nombre. Todas tomaron el de María, que vendría a ser el de familia y que pasaría a todas aquellas que quisieran compartir sus Reglas. Además, cada una le agregó otro nombre especial, sugerido por su particular devoción. La Superiora Angela Pescio se llamó María Agustina. Su hermana Dominga, María Juana, y Paulina Barla, María Teresa. En cuanto a Benita, ¿quién podía ponerlo en duda?, por su singular devoción a San José –que databa de sus primeros años y que duraría hasta su último suspiro- tomó el nombre de María Josefa.

Con este nombre de religión que ella amaba tanto, la denominaremos en adelante. Dióse también el título al nuevo Instituto; fue llamado: “Instituto de las Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia”.

Este título, mientras honraba lo que hay de más bello y maternal en María, es decir: la bondad y la piedad, era también un homenaje a la Virgen tan amada de los savoneses, venerada en el célebre Santuario, y que sería por consiguiente, la buena abogada de la naciente Comunidad.

Además era necesario precisar cuál sería el fin de esta Comunidad: no había nacido ni debía vivir y trabajar sino para cumplir obras de misericordia. Muy pronto, estuvieron en condiciones de realizar su programa. Curioso e interesante resulta, recorrer estos principios del Instituto.

Apenas cuatro Hermanas (podemos ya llamarlas así), más las dos jóvenes que habían entrado hacía poco, y que por consiguiente no vestían aún de religiosas. Ninguna de ellas poseía títulos de enseñanza, ni siquiera una cultura superior. El local era estrecho y sin muebles. ¿Qué obra educativa podían desarrollar en tal situación? Sin embargo, suplía estas deficiencias, la buena voluntad y la bendición de Dios, por eso la obra tomó enseguida un giro consolador.

Concurrieron las niñas del vecindario, de humilde y de desahogada posición; las primeras eran acogidas gratuitamente; las segundas, pagaban una pequeña contribución. Varios padres quisieron que sus hijas fueran recibidas y tenidas en pensión: se escuchó el pedido y se abrió un pequeño internado para niñas de buenas costumbres. No bastaba esto sin embargo. Comenzaron entonces a aparecer las normas que debían ser fundamentales para la Institución. ¿Se daba lugar a las ricas y no se pensaba en las pobres? ¿No debían preocuparse muy especialmente de éstas, las Hijas de la Misericordia? La obra incipiente debía fijar bien su dirección. Dicho y hecho. Al lado del internado para las niñas ricas se abre otro para las pobres, con el propósito de preferir entre éstas a las que lo eran más, a las huérfanas y a las abandonadas: las pensiones de las primeras serían el sostén de las segundas; y las Hermanas, quedando pobrísimas, realizarían una doble tarea educativa. Y así, dentro de estrechas paredes y con tan reducido número de educadoras, había ya dos escuelas y dos internados, cada uno con su programa de estudio y de trabajo. Se sobre entiende que al principio de cada programa estaba la enseñanza más importante de todas: la de la Religión.

Aquellas seis Hermanas trabajaban intensamente. Sin embargo, como si no bastara, cuando el señor Obispo se dio cuenta de la alegría y del ardor que las animaba, las invitó a enseñar el Catecismo en las distintas parroquias de la ciudad, y ellas aceptaron espontáneamente. No descansaban durante la semana, ni tampoco en los días de fiesta.

Y así sucedió lo que se preveía: aquel trabajo extenuante debilitó a la pequeña Comunidad y algunas enfermaron. Fue un período crítico; pero que debía quedar en los recuerdos del Instituto como un luminoso ejemplo, porque la prueba no hizo decaer los ánimos: las sanas duplicaron sus energías para poder mantener los compromisos contraídos, y el alegre sacrifico de las unas y la dulce paciencia de las otras, unidos a aquel espíritu de caridad que las animaba, contribuyeron a disminuir el peso de la prueba y a reintegrarlas a sus tareas.

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La Madre María Josefa no se enfermó; no tuvo tiempo para ello porque estuvo ocupadísima.

Había obtenido la dirección de las niñas pobres. Se la había ganado sorteándola amablemente con la Superiora, que la quería para sí. Pero como antes de fiarse de la suerte se había encomendado a San José, dedujo una vez más que ella debía ser “la Hermana de los pobres” y que a ellos debía dedicarles su vida y sus pensamientos.

El lector habrá entendido que la parte que le tocó, precisamente porque se trataba de jóvenes que tenían mayor necesidad de instrucción y de educación, le imponía un aumento de trabajo y de paciencia. Ella cargaba además con una ocupación que las otras no tenían: era Maestra de Novicias. Los ejemplos de virtud, el trabajo, la modestia, la afabilidad, habían creado buena fama a las Hijas de la Misericordia; a las dos novicias ya nombradas se agregó una tercera, Francisca Piceda. La Madre María Josefa se dedicó por entero a aquellas tres que deberían ser los modelos de una larguísima fila: imprimió en ellas un espíritu robusto y las formó en la disciplina y en la sumisión y las exhortó a entregarse con aquella pronta y alegre disposición que no conoce obstáculos y que mientras hace llevadero el sacrificio lo torna a la vez mucho más meritorio. Tuvo la alegría de verse plenamente correspondida, de modo que también aquellas tres tomaron a su tiempo el Hábito religioso, y junto a las cuatro fundadoras trabajaron con ardor.

Y he aquí que, apenas vistieron las componentes de este segundo grupo, otras dos jóvenes llamaban a la puerta solicitando ser admitidas en la Comunidad. Bienvenidas y bien acogidas también éstas. La Madre María Josefa comenzó con ellas su escuela, con la misma energía de su parte, y con la misma correspondencia de parte de ellas. De manera que la Institución, que no contaba aún dos años de vida, era ya una promesa. Las niñas que se instruían en la “Casita de la Commenda” llegaban a un centenar, y la familia religiosa se componía de nueve Hermanas.

Ciertamente, no se había llegado aún a la extensión y al número deseado; pero sobraba la vida y la buena voluntad para extender aquella obra.

Ya se veía en ella el sello de las obras de Dios, que comienzan por pasos lentos y no se detienen jamás. Podían, pues, estar contentas. Y en verdad, contento estaba el Obispo que vigilaba asiduamente la Institución que él llamaba “un poco suya” no solamente porque le llevaba sus ahorros, sino porque sentía realmente por ella un afecto paternal. Y resolvió coronar los ardientes deseos de sus Hijas admitiéndolas a la profesión religiosa. Esta tuvo lugar el dos de agosto de 1839, fiesta de Nuestra Señora de los Ángeles, porque no hubiese sido fiesta para las Hijas si no hubiese sido fiesta de la Madre. La ceremonia se realizó en la Capilla del Palacio Episcopal. Estaban presentes varios eclesiásticos, los protectores y los administradores. Fue una doble ceremonia: primero tomaron el Hábito religioso las dos Postulantes; luego, las otras siente, postradas a los pies del Obispo, pronunciaron la fórmula que las consagraba a la pobreza, a la castidad y a la obediencia. Al rito conmovedor se agregó, emocionada, la paternal palabra del Obispo: el piadoso Pastor se congratulaba con las Hijas, del acto de generosidad que habían realizado; las exhortaba a continuar su misión con la misma buena voluntad con que la habían comenzado y a no temer los obstáculos que surgieran en el camino. Y concluía: “En cualquier circunstancia o peligro, mantened sereno y fuerte vuestro corazón. Sois pocas y pobres, ¡no importa! Si alguno os preguntara con qué apoyos contáis, responded tranquilamente, que tenéis un Dios en el Cielo y un Obispo en la tierra…”

Renunciamos a describir el gozo de Sor María Josefa y de sus cohermanas, en aquel día. ¡Qué felices eran, en la total entrega de sí mismas a Dios! Y ¡cómo se sentían libres del mundo, al haberse unido para siempre a Jesús!

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Agreguemos, que también en esta ocasión tuvieron en la mesa algo distinto de lo acostumbrado. Se entiende que fue por delicadeza del buen Obispo, que contribuyó generosamente a la fiesta de sus hijas, enviando a su criado con todo bien de Dios.

* * *

La Profesión Religiosa, así como dilató el corazón de nuestras Hermanas, dio también nuevo impulso a la Institución.

La “Casa de Commenda” era del todo insuficiente. Las cien niñas hormigueaban en ella como las abejas en la colmena, mientras otras solicitaban ingreso. Era necesario que la Casa se agrandara, porque no se nace para quedar pequeños: o se crece o se muere. La obra de las Hijas de la Misericordia no podía morir; luego, debía crecer. Pero no debían abandonar aquel lugar que había sido la cuna. Siempre, el lugar del nacimiento tiene un atractivo que lo hace el más querido de todos y, por ende, es penoso dejarlo. Nuestras Hermanas no podían desprenderse de la casita de “Commenda” porque encerraba los más dulces recuerdos de su vida y porque habían sabido utilizarla industriándose en todas formas: uniendo, seccionando, agregando, construyendo. No habían podido ensanchar las paredes, claro está; pero sí adaptar a las necesidades de la religiosa familia todo corredor, todo rincón. Antes que alejarse de un lugar por tantos títulos precioso para ellas, preferían ampliarlo y permanecer ahí. Y la Providencia accedió a sus deseos.

A pocos pasos de la casita, se levantaba otra: un edificio bien aereado y asoleado, perteneciente a la marquesa Brignole Balbi, de Génova. Entre ambas casas era fácil establecer una comunicación y hacer de las dos, prácticamente, una sola. Deseaban adquirir, o por lo menos, alquilar ese local.

Informado el señor Obispo, se interesó e hizo tanto que al fin obtuvo que la marquesa, no dispuesta a vender, consintiese en alquilarlo.

Y en el verano de 1840, las Hijas de la Misericordia ocuparon la nueva residencia, que se llamó “Casa Madre”, aunque conservando la “Casa de Commenda”. En ambas sedes, unidas, se ubicaron con mayor comodidad.

Poco tiempo después de la Profesión, otra joven entraba a formar parte de la Comunidad. ¡Se progresaba, pues!

Cierto día, la Madre María Josefa fue llamada al locutorio y se encontró frente a su hermana Ana María, llegada de Albisola.

“Ana María, ¿por qué has venido? ¿Qué deseas?”, le preguntó.“Quiero estar contigo” fue la respuesta.La Santa tendió los brazos a su hermana, a la sazón de veinte años, la estrechó

afectuosamente contra su corazón y le dijo: “Ven. Nos haremos santas”.

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CAPITULO VIHE AQUÍ LA MADRE

(1840 – 1842)

El Instituto de las Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia se extendía, al ubicarse con mayor desahogo en la doble residencia, y entraba en un período de trabajo ordenado que garantizaba su estabilidad.

Numerosas eran, en efecto, las alumnas externas, y selectas las dos secciones de internas, especialmente la de niñas pobres y huérfanas que, por el modesto uniforme, eran llamadas familiarmente “las hijas del hábito” y que constituían la carga y el honor particular de la Madre María Josefa.

Se hacía, pues, necesario, recurrir a otro sistema. Los cargos de la Comunidad eran todavía provisorios, tal como fueran distribuidos al abrirse la Casa de la “Commenda”. Los caminos del derecho se imponían ahora; era tiempo que se expresase la libre voluntad de las Hermanas y, Monseñor De Mari, de acuerdo con el director espiritual, dispuso que se hiciesen elecciones en regla. Estas tuvieron lugar con toda solemnidad bajo la presidencia del mismo Director; y después de haber invocado la ayuda divina, todas las Hermanas Profesas, que eran entonces siete, presentaron sus esquelas en secreto. Se hizo el escrutinio y resultó elegida la Madre María Josefa, mientras Sor María Agustina, que había sido Superiora, pasaba a ser Vicaria y Maestra de Novicias. Una, alegre por haber depuesto el grave cargo; la otra, asombrada de que la hubieran asignado a ella.

¿Cómo explicar tan inesperado cambio, cuando en el nombramiento de Sor María Agustina para Superiora, nadie, ni la autoridad eclesiástica, ni las Hermanas, ni los protectores, ni otro alguno tuvo algo que objetar?

En su humildad, podía sorprenderse la Madre María Josefa al saber que había sido elegida Superiora; pero evidentemente había intervenido la mano de la Providencia Divina. En efecto, podía no ser Superiora mientras se trataba de un Instituto provisorio; pero si éste tomaba posición estable, a ella le correspondía guiar el timón, pues lo había ideado y querido; debía, por lo tanto, gobernarlo y llevarlo a la perfección. De los ardores de su corazón había brotado y en los ardores de su corazón debía agrandarse y madurar sus frutos.

Elegirla Superiora había sido para sus compañeras la cosa más lógica, el sueño mejor y la realidad más querida. Durante tres años, la habían visto trabajar, habían conocido su espíritu infatigable, bondadoso y enérgico, capaz de todo sacrificio y siempre rebosante de viva piedad. Por este conjunto de dotes espirituales y morales, la habían juzgado la más apta para poner al frente del Instituto y cargar con esa responsabilidad. Y así sucedió. Ella será la piedra angular de la Obra, conservando el cargo hasta la muerte. Por ocho lustros nadie habrá de sustituirla. Por Regla, cada seis años cesará en el cargo y todas las veces suplicará con lágrimas que la libren de él; pero, todas las veces las Hermanas la confirmarán triunfalmente por unanimidad de votos menos uno: el suyo.

Todo esto, por era Voluntad de Dios que su Obra viviese y arraigase en ella. La Madre María Josefa al actuar como Superiora, tomaba ciertas disposiciones que indicaban el espíritu con que asumía el nuevo cargo. Ofrecióse a Dios, dispuesta a trabajar y a sufrir como a El le agradase, y pidióle en cambio Su divina ayuda para sí y para su Obra. Temerosa de que las diversas tareas del cargo disipasen su espíritu y el frecuente contacto con personas de afuera disminuyese el fervor de su vida religiosa, llamó a una Hermana y le impuso la obligación de advertirla cada vez que descubriese algo reprensible en ella, sobre todo si llegaba a entretenerse demasiado en el locutorio. Que entonces golpease sin temor la puerta y la llamase, para recordarle que, si el tiempo es breve y precioso, lo es especialmente para una Superiora…

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¿Hubieran podido faltar celestiales bendiciones a su cargo de Superiora, inaugurado con un gesto tan hermoso de humildad?

Así armada de valor y con tan excelente preparación espiritual para un proficuo apostolado, entregábase a la obra.

A tiempo proveyó Dios, al poner en tan vigorosas manos el gobierno del Instituto y la Comunidad, puesto que una durísima prueba se aproximaba.

En los primeros días de diciembre de 1840, Monseñor De Mari, el Cofundador, el Padre de las Hijas de la Misericordia, víctima de una violenta enfermedad, en el vigor de sus cuarenta y cinco años, era llevado a la tumba. ¡Qué luto para Savona!

Muy pocas veces un Obispo recibió el tributo de tantas lágrimas como vertieron por este Pastor sus diocesanos. En sólo ocho años, los había conquistado a todos con la indecible bondad de su corazón y la imponderable largueza de sus limosnas.

Pero nadie lo lloró tanto como las Hijas de la Misericordia. Acababan de perder al Jefe de la Familia Religiosa, al que había bautizado al Instituto, al que lo había realmente ayudado y protegido en la inexperiencia de la primera edad. Sufrían, pues, un luto de familia; tanto más que el excelente Pastor, hasta en los últimos momentos de su vida quiso darles luna prueba tangible de su predilección, consignando en su testamento (hecho cuatro días antes de su muerte) que legaba a las Hijas de la Misericordia una propiedad de que era dueño, en Millesimo, cuyo rendimiento alcanzaba a unas novecientas liras anuales.

No ignoraba el buen Obispo que las Hijas de la Misericordia no estaban en condiciones legales de heredar; pero, cercano a la muerte, como estaba, se apresuró a dejar constancia de su voluntad, presumiendo que ellas se ocuparían después de ponerse en condiciones de poder recibir la herencia.

Agreguemos que, entre las Hermanas, ninguna sintió tanto la desaparición del amado Pastor como la Madre María Josefa. Ella era la primera ovejita que se presentara a sus pies, al oir su llamado, en aquel día inolvidable; la que, en medio de la indiferencia de todos, había sido por él comprendida, consolada y encaminada; la que, como ninguna otra, había podido admirar los tesoros de fe, de celo y de caridad que encerraba su paternal corazón. Además, el peso del superiorato cargaba sobre ella, hacía pocos meses; y, si un pensamiento la animaba en su duro cargo, era precisamente, el de tener un fiel sostén en las luces y benevolencia de su Obispo. ¡Y ése su sostén se había ahora desplomado!

¡Sí! La familia religiosa de la Misericordia tenía motivos más que suficientes para afligirse por la muerte de Monseñor De Mari, ya que su desaparición marcaba el principio de una serie interminable de disgustos y contrariedades para el Instituto.

Hemos nombrado y alabado a los protectores de nuestras Hermanas. Todos muy buena gente, mientras su acción se limita a proteger; pero ¡ay! Cuando tratan de ingerirse en el orden interno de una obra y darle directivas! Es lo que sucedió en el Instituto de la Misericordia: llegó un momento en que, protectores y protectoras, en vez de ayudar pecuniariamente, pretendieron inmiscuirse en la aceptación de las jóvenes, en las distribuciones del horario, en el orden de las clases, en la designación de cargos. Y entonces, la prudente firmeza de la Madre se puso de manifiesto: por una parte, demostró siempre a estas personas la deferencia y respeto que, como bienhechoras, tenían derecho a esperar; y, por otra, se opuso con dignidad a sus ilógicas ingerencias, haciéndoles comprender, con palabras y con hechos, que no les permitiría ejercer jurisdicción en lo que no tenían atribuciones para ello. ¡Caso notable! Esta especie de desacuerdo entre ambas partes no fue causa, nunca, de que se alejaran de las Hijas de la Misericordia ni protectores ni protectoras. A veces, lamentaban no ser escuchados; pero, no obstante, seguían prodigando derroches de caridad a la benéfica Institución; con lo cual, a las claras ponían de manifiesto que, en el fondo, estaban concordes con las razones y aprobaban la obra de la Superiora y de las Hermanas. Tampoco la Madre tuvo

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jamás el más mínimo resentimiento para con ninguno de ellos; al contrario: cuando recordaba los primeros años del Instituto, exaltaba siempre la bondad y la generosidad de los protectores, llamándolos “padres cariñosos”, sin mencionar para nada las disensiones habidas. Los disgustos, más o menos graves, que le ocasionaron, supo ella transformarlos en méritos; de modo que no tenía motivo alguno de lamentarse.

La muerte del señor Obispo había vuelto a abrir paso a las maledicencias y hostilidades de los primeros tiempos, que él con su autoridad, había sabido acallar.

Los que, sin comprender las obras de caridad y celo, habían saludado con murmuraciones el surgir de la Institución, levantaban de nuevo la voz en contra de ella. Decían que ese grupo de jóvenes, todas fuertes y robustas, pasaban la vida holgazaneando en un extremo de la ciudad y que, con unas pocas lecciones que daban, reunían dinero no sólo para comer sin también para adquirir casas. Verdad, indudablemente, esto último, pero no menos cierto que las Hermanas enseñaban gratuitamente a casi todas las niñas y, con la entrada de las pocas que pagaban, mantenían el internado de las pobres.

Desgraciadamente, no eran sólo los que no entendían sino, los más furiosos, los que no querían entender, quienes atacaban al Instituto. Personas, más aún, personajes investidos de autoridad y, también eclesiásticos, consideraban deficiente y por lo tanto inútil, la obra de la Madre Rossello y de sus Hijas; decían que le faltaba fundamento, porque carecía de fondos; y no le daban ni dos meses de existencia después de haber muerto quien con sus limosnas, día tras día, le aseguraba la vida.

Por fidelidad a la historia y para que se vea el género de conflictos que tuvo que soportar el Instituto, diremos que, ente los adversarios figuraba el mismo Vicario Capitular: un santo hombre, austero y a la antigua, que tenía la idea de que la Iglesia Católica no necesitaba para vivir, a las Hijas de la Misericordia y por consiguiente éstas debían desaparecer. No quería saber nada de Casas religiosas si no eran con rejas; y para él, las Hermanas debían solamente salmodiar en el coro. Por lo tanto, ¿qué Comunidad religiosa era ésa que se permitía dar acceso al público y dejar que en su Casa las niñas corriesen, jugasen y cantasen como bandadas de pájaros, y cuyas Hermanas salían y volvían sin velo sobre los ojos y con un vestido semejante a las mujeres del mundo?

Claro está que el Vicario Capitular obraba con perfectísima buena fe al combatir al naciente Instituto y no aprobarlo, creyendo dar con ello gloria a Dios; pero, afortunadamente, entre sus incumbencias no figuraba la de poder suprimir una Comunidad Religiosa, de modo que no había por qué temer.

Estas, que podrían llamarse “guerrillas”, no mermaban la confianza y la fe de la Madre; pero sí, le daban algo que pensar. Consideraba que su Obra era todavía demasiado joven y que, si alguna prueba convenía para darle solidez, una ráfaga violenta podría también destrozarla. Tenía, pues, alerta a su Familia Religiosa: “Nosotras cumplamos con nuestro deber –decíales-. Comportémonos de tal modo que toda acusación resulte inconsistente. Nuestro deber es orar y trabajar; que Dios esté contento de nosotras. Basta que El nos apruebe; poco importará entonces que nos reprueben los hombres”.

Entre tanto, se dirigía a Dios para expresarle las íntimas disposiciones de su corazón: “Señor: paréceme que hasta ahora he hecho todo lo que he podido por esta Obra, porque deseo que ella vida; pero si Vos queréis de otro modo, si preferís verla destruída, muy bien: yo también lo deseo y lo prefiero. ¡Cúmplase Vuestra Santísima Voluntad!”

Además de las habladurías, insinuaciones y desaprobaciones, otra espina punzaba en ese período el alma de la Madre. El difunto Obispo había sido no sólo Padre sino también bienhechor, que con sus constantes larguezas suplía muchas necesidades del Instituto. Ahora, desaparecidos esos subsidios con los que podía hacer frente en las horas precarias, llegaba la escasez sin tener la relativa ayuda y, por consiguiente, eran

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momentos de verdaderos apuros. La Madre se ocupó entonces de iniciar los trámites para poder recibir la herencia dejada por el finado Obispo en su testamento. Era imprescindible que el Instituto adquiriese personería jurídica y fuese legalmente reconocido por el Gobierno. Apremiada por la necesidad, recurrió a todos los medios para lograrlo; impulsó a la acción al Director, a los protectores, a otros personajes de Savona y de Génova, y, provista de todas las recomendaciones, hizo la petición al rey Carlos Alberto. Este acogió benignamente la instancia y con decreto del 12 de junio de 1841, aprobó el Instituto, declarándolo benéfico y concediéndole la posesión legítima del susodicho legado.

La Madre se alegró por aquel acontecimiento que reportaba dos ventajas: le ponía en las manos una renta anual próxima a mil francos, que en aquellos tiempos podía considerarse notable; y, lo que más importaba, el Instituto obtenía, con dicha aprobación, un refuerzo moral y un decreto laudatorio, puesto que el mismo Gobierno reconocía su utilidad. ¡Qué asombro habrá producido entre aquellos que lo despreciaban como inútil!

Pero había otro asunto muy importante –como que interesaba sobremanera a su Obra- que la Madre esperaba con ansias ver resuelto: la designación del nuevo Obispo de Savona. ¿Sobre quién recaería? ¿Con qué ojos miraría el nuevo electo a las Hijas de la Misericordia? ¿Heredaría los paternales sentimientos de su predecesor o adoptaría la opinión del Vicario Capitular?

La situación del Instituto era inquietante, ya que no era posible que desarrollase su acción en un ambiente hostil.

Desde un tiempo atrás, venía pasándolo entre choques y ataques; y sus raíces, débiles aún, sólo podrían profundizar con la benévola acogida del nuevo Pastor. Era pues indispensable que fuese amigo del Instituto, porque si llegaba a ser indiferente, su ruina era segura.

Por eso, en la Familia de la Misericordia se elevaba ferviente súplica cotidiana al Espíritu Santo, para que mandase un Obispo en quien Savona viera reproducidas las virtudes del sabio y buen Pastor Monseñor De Mari y el Instituto de la Misericordia recuperase al llorado e inolvidable Padre.

Un año después, fue elegido obispo de Savona Monseñor Alejandro Octaviano Riccardi, Conde Di Netro, que hizo su entrada solemne el 15 de mayo de 1842, fiesta, ese año, de Pentecostés.

Tenía treinta y cinco años; paso ágil y franco como el de un militar; en su persona y trato conservaba rasgos de aristócrata, como que en el Piamonte, de donde venía, había ocupado el cargo de Limosnero, en la corte del rey Carlos Alberto. Su presencia inspiraba respeto. Enviado de Dios, rico en dotes de Padre y Pastor, fue poco a poco utilizando esas bellas prendas en el ejercicio de su ferviente apostolado, reteniéndolas en un principio, a fin de que no produjesen un efecto efímero. Era, pues, persona que, a primera vista, parecía se limitara a una tácita reserva; pero que pronto, saliendo de la misma, se llegaba a las almas para inflamarlas en las llamas de su propio celo. En suma: anteponía, al acto de abrir los tesoros de su corazón, la investigación de la persona. He aquí por qué Monseñor Riccardi, que entraba en Savona sin un excesivo estallido de entusiasmo, después de veinticinco años de Obispado tenía, en las manos y en el corazón, toda la diócesis; y su promoción de Savona a Turín fue sentida y llorada como duelo público. Todos vieron en El al hombre que trabajara con más fecundidad y menos apariencia.

De ellos tuvieron más tarde incontables pruebas las Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia.

Pocos días después de la llegada, las Hermanas le hicieron una visita de homenaje. Las recibió gentilmente, las interrogó sobre su Obra, las exhortó a perseverar y las bendijo. Pocas palabras, sin cumplidos, pero suaves. Volvieron a casa un tanto

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desconcertadas. Meneaban la cabeza sin ocultar su desilusión. Sólo la Madre no compartía el pesimismo de las demás. “Esperad y veréis”, les decía. Por su parte, ella había comprendido que el Prelado se preparaba silenciosamente a la obra, sin promesas ni palabras. Era, por consiguiente, necesario esperar.

Mientras tanto, el pueblo comenzó a advertir el plan de vida del nuevo Obispo: no tenía el fasto de su antecesor: ningún coche a la puerta, para ser trasladado a las funciones: vestía humildemente; se redujo a un solo servidor y desterró los banquetes. Por el contrario, se prodigaba distribuyendo a los pobres cuanto poseía.

Después de algunos meses, la Madre volvió a visitarlo. Quería confirmar sus primeras impresiones; y pudo hacerlo. Le pareció revivir la hora inolvidable pasada delante de Monseñor De Mari cuando éste había fijado su vocación. Monseñor Riccardi requirió menudas informaciones acerca de la marcha del Instituto, de las escuelas, de las alumnas, y hasta quiso saber algo sobre la vida íntima de la Comunidad, el espíritu de las Hermanas, la observancia de la Regla; indagó los proyectos que tenía para bien de la Obra y en particular, cuáles eran sus deseos o propósitos a fin de que su Familia Religiosa arraigase en mayor vitalidad cada día.

Terminó, opinando sobre estas cosas, tomando nota y prometiendo interesarse de todo. Al despedirse de la Madre le aseguró que en todo momento, para cualquier ayuda, moral y material, podía y debía contar con él; y, con acentos de padre, la bendijo a ella y a su Comunidad.

La Madre volvió a su casa con el alma inundada de alegría y de reconocimiento. Reunió a las Hermanas y les dijo: “Agradezcamos al Señor la gracia que nos ha concedido. Hemos recuperado, en el nuevo Obispo, al inolvidable Monseñor De Mari. Tenemos un nuevo Padre”.

CAPITULO VII

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LA MADRE EN LA PRUEBA(1842 – 1846)

Monseñor Riccardi no había hecho promesas en vano. Comenzó a ocuparse de la familia de la Misericordia que, nacida poco tiempo atrás, necesitaba aún sus cuidados; y de la cual esperaba óptimos servicios para su diócesis.

Pidió el Reglamento, hasta entonces demasiado suscinto y redactado en forma provisoria, y aseguró que le daría estabilidad definitiva.

Entre tanto, mientras el Pastor observaba a sus Hijas en las faenas diarias, deducía las oportunas providencias que debía tomar en beneficio de todos.

La Madre se permitió llamar la atención del Obispo sobre el Hábito que vestían, que dejaba algo que desear en lo referente a la austeridad religiosa. Y el Pastor prometió preocuparse tanto de las cosas espirituales como de las temporales.

Las Hermanas, bajo la mirada benigna y alentadora del Padre, duplicaron el fervor.

Eran once Profesas; y siete, entre Novicias y Postulantes. Parecía que la familia religiosa estuviera ya en condiciones de abrir los brazos… Y he aquí que, desde Varazze, llega una invitación. Allí se necesitaban tres Hermanas: dos para el cuidado de los enfermos del hospital y la tercera para abrir una escuela gratuita de niñas del pueblo. Habían hecho el llamado a varias Comunidades y en todas partes encontraron la puerta cerrada… porque el trabajo era demasiado y la recompensa, mezquina. Finalmente pensaron en el Instituto de las Hijas de la Misericordia que, por haber nacido hacía poco tiempo, tendría menos pretensiones que los demás. Hablaron con uno de los protectores y éste, creyéndose autorizado, respondió: “¡Oh!, ¡sí! La buena Superiora aceptará porque las Hijas de la Misericordia viven con cuarenta céntimos por día”.

Ese protector procedió sin tino, pues, aun admitiendo que tuviese la buena voluntad de elogiar a las Hermanas, lo cierto es que, para cumplir bien su cargo, no debiera haber comprometido el trabajo de las mismas en tales condiciones. Cuando habló con la Madre, ésta no se opuso porque, tratándose de acuerdos donde entraban en juego los intereses de las almas, la cuestión financiera pasaba a segundo plano.

Luego, presentó la propuesta al señor Obispo, consultó a la Comunidad, y después de la aprobación de aquél y la adhesión de ésta, terminó por aceptar.

Al firmar el Contrato, le mejoraron un poco las condiciones: por cada una de las Hermanas del Hospital abonarían doscientos francos al año y, por tanto, la entrada diaria ascendía a cincuenta céntimos. A la Hermana de la Escuela le asignaron trescientas liras anuales, correspondiéndole así diariamente noventa y dos céntimos. Por la suma total de una lira y noventa y dos céntimos diarios, la administración del hospital y la municipalidad tenían bajo su dependencia y desde todo punto de vista abusaban de la generosidad de tres Hermanas de la Misericordia.

En verdad, mirando materialmente la cosa, ambas entidades habían sabido buscar su propio interés mejor que la Madre el suyo propio. Tanto más aún si se tiene en cuenta que, comprendiendo ella que tres Hermanas eran pocas para atender la escuela y el hospital, y que además era necesario proveer a las otras exigencias de la pequeña Comunidad, agregó una cuarta, y ésta completamente a sus expensas. Abundaba en prodigalidades, a favor de quienes abusaban de la bondad de su corazón. ¡Oh, ciertamente que tratando con la Madre nadie salía jamás perdiendo!

El día 10 de Septiembre de 1842, en un coche expresamente mandado desde Varazze, las cuatro Hermanas, entre las que figuraba Ana María Rossello, llamada Sor María Angélica, partieron de Savona. Las acompañaba la Madre misma, que personalmente debía introducirlas y alojarlas en la nueva casa. Durante el viaje dio a cada una los oportunos consejos para el mejor cumplimiento del propio oficio.

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Llevaba consigo una pequeña estatua de San José. Ya que El era el Patrono de la Comunidad, debía tomar bajo su especial tutela a aquel primer grupo de Hermanas que iniciaban su apostolado junto a los enfermos; y era obvio que viajase con ellas y con ellas entrase en la nueva casa.

En Varazze fueron recibidas por una selecta representación del pueblo entre los que se contaban el Alcalde y el personal administrativo del hospital, en pleno, con excepción del médico que estaba de turno con los enfermos.

Al día siguiente, las cuatro Hermanas ocupaban ya sus puestos: dos dirigían el gobierno del hospital y atendían a los enfermos; las otras dos, enseñaban en la nueva escuela.

La Madre se detuvo en Varazze. Le interesaba que la primera Casa filial hiciese honor a la Casa Madre en cuanto a sólida disciplina y vigoroso apostolado. Permaneció, pues, al lado de sus Hijas, con el fin de adiestrarlas en sus tareas, especialmente a las dos del hospital, que eran nuevas en aquellas actividades. Y lo hizo, terciando con ellas en todo. ¿Quién vió jamás una enfermera solícita e inteligente como la Madre General de las Hijas de la Misericordia? Siempre vigilaba a los enfermos, especialmente a los más fastidiosos y necesitados; se dirigía a ellos con los sentimientos que sintetiza esta frase suya: “Asistamos a Nuestro Señor en la persona de los enfermos”. Estaba siempre pronta y dispuesta para suministrar remedios y alimentos; atenta para prestar el más humilde servicio, hasta el de curar las llagas más repugnantes, con docilidad de criada y caridad de Hermana. Recordando la sublime misión de la Religiosa, se detenía junto a los pacientes para animarlos con sentimientos de fe e inducirlos a valorizar sus dolores mediante el santo abandono a la Voluntad de Dios. Después, saliendo de la enfermería, era frecuente verla entrar en la cocina y ayudar a lavar los platos; y cuando las Hermanas querían impedírselo respondía: “Dejadme hacer; a lo menos sé lavar platos”.

¿Podían las Hijas dejar partir a su Madre, que constituía para ellas tan valiosa ayuda y que con su admirable virtud sostenía sus almas?

Pero otros motivos también retenían a la Madre en Varazze. Veía que se necesitaba no sólo su trabajo sino también su autoridad; y que sus Hermanas, además de ser ayudadas y edificadas, debían ser protegidas. Cuando se trataba de defender a sus Hijas, ella ocupaba su puesto y encaraba el asunto con valentía.

Hemos nombrado al médico del Hospital y lo nombramos como al hombre 2que al llegar las Hermanas a Varazze brillaba por su ausencia. Porque él las detestaba.

Había intrigado hasta lo inverosímil para que no fuesen llamadas y habiendo fallado en sus tentativas no quiso en modo alguno hacerse presente a su llegada.

Cuando ellas iniciaron su obra en el hospital, comenzó a combatirlas con la intención de cansarlas y hacerles emprender el camino de regreso. El pobre doctor, que en lo referente a ciencia médica no pasaba de lo común, sobresalía en cambio en lo tocante a irreligión y cinismo. Se denominaba volteriano, título del cual se jactaba como si le hiciese crecer muchos codos; se burlaba de los sacerdotes y de los sacramentos; parodiaba himnos sagrados y lanzaba a derecha e izquierda frases de la Sagrada Escritura arregladas a su modo. El laicismo era su religión, aun dentro del hospital.

Estaba acostumbrado a ver sufrir y morir; para él, la humanidad debía afrontar los dolores y la muerte burlándose del destino y del más allá, sin tener en cuenta para nada las consolaciones religiosas; se entiende que él filosofaba así sobre los dolores ajenos, mas no sobre los propios.

Probablemente influía otro motivo: odiaba a las Hermanas porque, asumiendo el gobierno y el servicio del hospital, eliminaban arbitrariedades y desórdenes y se hacían cargo de la parte económica de la casa, con lo cual perdía él su libertad de hacer y deshacer.

Es de imaginar la pena y hasta el temor de las pobres Hermanas, que por razones de oficio debían encontrarse continuamente con él. Las miraba de arriba abajo; y si no

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hubiesen estado convencidas de ser personas de poco valer, no hubiese faltado quien se lo recordase ya que el señor doctor murmuraba de ellas con los enfermos y con los empleados; y en su presencia, faltando a la buena educación, pronunciaba palabras o frases equívocas con el solo fin de hacerlas sonrojar. También tuvo la osadía de redactar un memorial en el cual enumeraba todas las imputaciones y las faltas que decía haber encontrado en el nuevo servicio del hospital y que él exageraba hasta considerarlas delitos. Este memorial lo presentó a la administración pidiendo que se tomasen medidas en contra de las Hermanas.

La administración le contestó recordándole que su tarea se limitaba a curar a los enfermos y que no debía inmiscuirse en lo que no era de su incumbencia. Entonces su encono se hizo extensivo a la Administración: decía que las Hermanas la habían hechizado.

Pero, entre las Hijas de la Misericordia, una le inspiraba respeto y le ponía freno: era la Madre. Cuando ella aparecía, el hombre silenciaba sus furias. Sin duda debía sentir por ella más odio que por las demás, ya que era la única que lo atemorizaba. Influía en esto su dignidad de Superiora; pero aún más su virtud personal. No podía culparla de nada, pues ella exigía después de haber dado; y daba con cortesía y serenidad. Su firmeza iba acompañada de una humilde dulzura y, en fin, sabía ocupar dignísimamente su lugar de religiosa y conseguía que el fiero volteriano ocupase también el suyo. “He aquí cómo debemos comportarnos –decía a las Hermanas-. No hay motivo de entristecerse. En los días en que el señor doctor está más endemoniado, mostrémonos nosotras más contentas, porque nos da ocasión de merecer más”.

Por lo tanto, las cuatro Hermanas de Varazze se sentían amparadas y consoladas con la presencia de la Madre, frente al enemigo rencoroso y vengativo. Por esta causa continuaban reteniéndola, no obstante las insistencias de Savona para que regresase. Había además otra razón de peso que la obligaba a prolongar su permanencia en Varazze. Como ya dijimos, el Obispo se había propuesto dar una Regla definitiva a las Hijas de la Misericordia y la tarea se la había confiado al Padre Inocencio Rosciano, Carmelita, residente en aquella época, en Varazze. Necesitaba este religioso entrevistarse a menudo con la Madre para pedirle sugerencias y aclaraciones, pues, a pesar de ser versadísimo y muy docto en teología y derecho, sobre muchos puntos prácticos le eran utilísimas las luces y experiencias de la Madre. Debía equiparse espiritualmente un Instituto de vida mixta y, por otra parte, era urgente definir la fisonomía del mismo, que contaba con muchos adversarios. Corrían tiempos en que el anticlericalismo callejero se envalentonaba pidiendo a gritos la expatriación de las Congregaciones religiosas; y no faltaban los desleales que imputaban a la obra de las Hijas de la Misericordia ser apéndice de algunas de las Ordenes más perseguidas, con el intento de envolverla también a ella, en los procedimientos sectarios que queríanle aplicasen a las mismas.

La Madre debía poner las cosas en su lugar.Su Instituto no estaba ligado a ningún otro. No compartía ni las glorias ni los

triunfos de los demás y no debía, por consiguiente, correr su riesgo. Su Instituto era niño, frágil, pero tenía su fin y había elegido su determinado campo de acción; debía, pues, seguir su propio destino y responder solamente de sí. Quería que todo esto apareciese bien claro y se consignara en las Constituciones. Y precisamente, para guiar la pluma del Padre Inocencio sobre este punto, continuaba en Varazze.

Mientras tanto, la pequeña Comunidad se consolidaba, siguiendo los ejemplos de la Madre. Allí se vivía la plenitud de actividad y de observancia regular. Reinaba una excepcional armonía y todos, a excepción del mencionado médico, la apreciaban. La Administración del Hospital, la Municipalidad y la población entera estaban muy satisfechos y demostraban a las Hermanas el más vivo reconocimiento. Ya se hablaba de abrir una nueva escuela y de implantar un asilo que, naturalmente, se confiarían a las

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Hijas de la Misericordia; y se solicitaba a la Madre que preparase Hermanas. Contenta por los frutos que recogía y por los que el futuro le dejaba entrever, la Madre iba postergando de una semana para otra su retorno a Savona.

Pero de pronto se vió obligada a partir, porque las Hermanas de Savona pasaban grandes angustias. Las que quedaron, después de la partida del grupo para Varazze, se repartieron alegremente los distintos cargos y tareas; y para probar que durante la ausencia de la Madre la Comunidad no perdía su ritmo habitual, hicieron un trabajo que bien podría calificarse de excesivo.

Y sucedió lo que era de esperarse: las Hermanas, tan extenuadas, no resistieron los rigores del invierno; y primero una, después otra, luego las demás, se vieron precisadas a guardar cama. Entonces fue cuando, avisada la Madre de lo que ocurría, se trasladó inmediatamente a Savona y encontró a su Familia verdaderamente desolada. De toda la Comunidad, compuesta por trece Hermanas, quedaban en pie apenas cuatro, que debían atender las clases de internas y externas, los oficios de la Casa y a las Hermanas enfermas.

La Madre sintió remordimiento de haber dejado a sus Hijas en tales condiciones. Lamentó que no le hubiesen informado antes y les reprochó maternalmente el no haber sabido cuidar la propia salud.

Con su valentía habitual, tomó inmediatamente las disposiciones que las circunstancias exigían. Envió a la Vicaria Sor María Agustina a Varazze para que hiciese de Superiora. Llamó a las tres Hermanas que todavía se mantenían en pie y les dio estas órdenes categóricas: no debían atender en adelante a otra cosa que a dar clase y vigilar a las niñas; de lo restante, se haría cargo ella. Y entonces, como es fácil suponer, entró en un período de trabajo extraordinario, pues debía asistir a las enfermas, gobernar la Casa, atender la despensa y la cocina. Fue al mismo tiempo Superiora, ecónoma, enfermera, cocinera y portera; no tuvo un minuto de descanso, ni de día ni de noche.

Las Hermanas que se ocupaban de las clases aprovechaban cualquier momento libre, para correr en su ayuda. Pero les decía: “Pensad en vuestras cosas, que en las mías pienso yo”. Todas las noches le pedían permiso para velar a las enfermas y ella respondía invariablemente: “No, velo yo. Vosotras dais clase todo el día, ¿cómo quereís que os haba pasar la noche sin dormir? Caeríais también enfermas. No quiero tener más remordimientos. Id a dormir; Dios me da fuerzas y no temo nada”.

No; no temía la pobre Madre. El amor a sus Hijas le hacía liviano y fácil todo sacrificio; pero la tribulación podía agravarse y llegar a debilitar también su invicto valor, porque, las pruebas que vienen de Dios se juzgan en su verdadero valer y dejan en el alma una serenidad tal que permite llevarlas con arrojo: si Dios hiere, cumple los designios de Su Sabiduría infinita y sus golpes son siempre golpes de misericordia; pero las cosas cambian cuando son los hombres los que nos someten a prueba: por el origen de donde parten y por el modo con que lastiman, dejan una amargura tal que las hace crueles y pesadísimas. Esto fue lo que aconteció a la Madre.

Los díceres y calumnias que marchitaban un tanto su floreciente Obra y que, merced a la aprobación del Gobierno y a la paternal acogida del nuevo Obispo se habían acallado mucho, encontraban ahora nuevo incentivo en la enfermedad que atacó simultáneamente a varias Hermanas. Los enemigos llegaron al colmo en sus habladurías y en su acostumbrada insolencia. Los mismos que las acusaban, años atrás, de holgazanas, ahora decían que pretendían hacer demasiado, que en ese Instituto no había orden y que “era así como debía terminar”… “¿Por qué tantas Hermanas enfermas? Era evidente que porque no se les daba de comer y en cambio se las obligaba a trabajar brutalmente. ¿Era ésa una Familia Religiosa?... No. Era una agrupación de mujeres que esa fanática explotaba para su comodidad… ¿Qué hacía la autoridad eclesiástica? ¿Por qué el Obispo no mandaba a paseo a Superiora y Hermanas? ¿Por qué los padres no se

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llevaban por fuerza a sus hijas, arrancándolas de una casa donde lentamente se las mataba?”

¿Acaso pasaban hambre las Hijas de la Misericordia? No. Es cierto que vivían en la pobreza; pero en esa pobreza que no concede nada de superfluo sin dejar faltar nunca lo necesario. Se alimentaban de sopa, pan, papas, verdura, fruta; la carne aparecía de vez en cuando en la mesa y el pan era, en ocasiones, de salvado, y otras, sustituído por la polenta. Las Hermanas, provenientes casi todas de familias humildes, preferían esa comida a otros manjares exquisitos. Sin duda, podía haber sido mejor, y en efecto, más tarde mejoró; pero nunca fue deficiente.

Para aclarar más esto, conviene recordar que en los primeros tiempos el Instituto se debatía en medio de verdaderas estrecheces. No poseía renta fija, ni las Hermanas tenían dote. Las entradas eran mínimas: se reducían a alguna que otra ofrenda de los Protectores y a los pocos céntimos diarios que dejaban las cuarenta alumnas pagas. Con tan poco dinero tenían que vivir más de cien personas y proveer a las distintas necesidades de una Comunidad y de una casa de educación. Agreguemos que las Hermanas de entonces, encendidas en un espíritu de sacrificio sin precedentes, eran capaces de aumentar la propia incomodidad y de trabajar hasta comprometer la salud, aunque para ello las reprendiera la buena Madre.

En tales condiciones y frente a estas heroicas obras de Dios, ¿qué derecho tenía la gente para censurar? No teniendo ninguno, debieran en cambio haber cumplido con un deber: tender la mano generosamente para hacerles menos difícil la situación. Por otra parte, si a pesar de las estrecheces y persecuciones, el Instituto continuaba viviendo, era prueba evidente de que la Mano de Dios obraba en él. Si se hubiese tratado de la especulación de una mujer ilusa, ¿cómo creían los malévolos que habría podido subsistir?

La suave piedad, la unión, el espíritu de renuncia, que animaba a las humildes Hermanas y que la extrema pobreza evidenciaba cada vez más ¿no eran una prueba segura de que Dios lo protegía?

Piénsese en el estado de ánimo de la Madre. Ella afontó la situación con su habitual energía, atendiendo a las sanas y a las enfermas y haciéndose cargo de todo el Instituto; pero su pena aumentó enormemente cuando se encontró entre una silbatina de murmuraciones. Aun contra esto quiso reaccionar. Sostuvo, por lo tanto, el valor de las Hermanas haciéndoles considerar el lado meritorio de la lucha:

“No temáis, el demonio se enfurece porque le infundís miedo; luego, su rabia es el mejor elogio vuestro”. En suma, no estaban abandonadas, ni combatían por sí solas: “¡Arriba los corazones!, vivamos de fe; hay para nosotras una Providencia en el cielo y un Obispo en la tierra; me parece que tenemos bastante!”

Mientras tanto, dispuso que se respondiese a aquellos insultos con la paciencia, con el perdón, con la caridad: los otros podían vomitar su odio; las Hermanas sólo debían destilar amor. Y así, la pobrísima Comunidad continuó sus cotidianas distribuciones a los pobres, y la Madre pudo, con su propia mano, dar el pan a quien el día anterior había gritado contra ella.

Pero también sus fuerzas tenían un límite. Sucedió que las fatigas de dentro y las griterías de fuera terminaron por postrarla. Comenzó a tener temores, muy propios de una Madre de religiosas. ¿Si también ella se enfermase? ¿Si a fuerza de denigrar al Instituto lograsen alarmar a alguna autoridad? ¿Si sus Hijas, presionadas por el pueblo o por la voluntad de los familiares, abandonasen la Comunidad? Muy pronto su febril imaginación perfiló la posibilidad y el peligro de que su obra, tan promisoria hasta entonces, terminase en la ruina.

Quiso inclinar la frente y repetir el “Fiat”; pero la venció la angustia y el desaliento. Y un día, mientras subía las escaleras para visitar a sus enfermas, oyó que desde la calle algunos vociferaban contra la que hacía pasar hambre a sus Hermanas, se

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sintió entonces desfallecer y se desplomó pesadamente. Trató de levantarse, pero cayó de nuevo. Entonces, apoyada sobre un escalón, estalló en un copioso llanto y entre sollozos exhaló todo el dolor de su corazón: “¡Ah, Señor, ten piedad de mi!... ¡No!, ten piedad de mis Hijas. Mantenedlas firmes en medio de tantas dificultades…, haz que resistan las asechanzas del mal, que jamás se aparten de Ti, ni de mí…”

Se produjo entonces una escena conmovedora. Al llanto de la Madre respondió una exclamación unánime de la Comunidad: de todas partes las Hermanas, sanas y enfermas, acudieron precipitadamente, la rodearon con ternura de hijas, la sostuvieron entre sus brazos y respondieron a sus preocupaciones con una protesta que proclamaba la firmeza de su vocación y la estima y cariño que les profesaban. “Madre –le dijeron- somos vuestras y estamos con vos. Aunque tengamos que padecer y morir, padeceremos y moriremos aquí, con vos. Renunciamos al mundo por venir acá; y de aquí no nos sacarán ni a golpes de bastón”. Protesta sincera y enérgica, que reanimó a la afligida Madre y la hizo exclamar, levantando al cielo sus ojos inundados aún de lágrimas: “¡Gracias Señor!”

Poco después, la enfermedad dejó libres a sus víctimas y las Hermanas, una tras otra, recobraron la salud y volvieron a sus tareas.

Aquella indigna vocería no logró infligir el más leve rasguño al Instituto pero clavó, sí, múltiples espinas en el corazón de la Madre y ciñó su frente con muchas piedras preciosas.

Para templar su espíritu se recogió a hacer Ejercicios Espirituales, en los que formuló propósitos que indican el fervor con que su alma anhelaba la perfección y marchaba hacia la cumbre.

Helos aquí:“¡Dios y yo sola en este mundo! Para conseguir este fin, haré todo lo que

humanamente pueda, no perdonando sacrificio alguno. Imitaré a la piedra que, atraída por la gravedad, destruye o aparta todo lo que se opone a su paso para llegar a su centro. Así yo, para llegar a mi centro que es Dios, para ser toda de Dios, quiero desasirme, apartarme de todo lo que impida mi acercamiento a El, aun de las cosas más inocentes y santas y poder, desde este momento, decir con toda verdad: ¡Adiós, criaturas! ¡Adiós, gustos espirituales! ¡Adiós, para siempre, para siempre!

“Jesús mío, aceptadme. Por vuestra misericordia haced que muera antes que faltar al cumplimiento de mi palabra.

“Veré siempre a Dios dentro de mí. Al volver los ojos al cielo, a los montes, a los prados, a las plantas, a las flores, al mar; que no sea sino para contemplar en ellos la belleza de mi Dios y para agradecerle continuamente la gracia que me otorga de vivir entre estas inocentes criaturas, yo que merezco la compañía del demonio…”

- “Desde hoy en adelante, el ocio será mi más grande enemigo; mi vida estará enteramente ocupada en el servicio de Dios y en la ayuda del prójimo; en especial, de las niñas pobres y de mis Hermanas; y en los oficios más bajos de la Casa”.

- “Quiero dedicarme enteramente a cultivar mi interior de tal modo que ninguna persona del mundo pueda darse cuenta si estoy triste o alegre, favorecida o calumniada, fervorosa en la oración o en aridez espiritual; y, teniendo por necesidad que hablar de mis penas, lo haré de tal modo que sea poco compadecida, buscando en cambio en todas las ocasiones, la abyección y el desprecio…”

- “Penitencias, mortificaciones externas haré solamente aquellas que me conceda la caridad del confesor: pero quiero amargar tanto mi interior que viva continuamente crucificada…”

“Seré la última del Instituto, sufriré en silencio cuando me juzguen siniestramente, hablaré bien de todos y a todos perdonaré siempre…”

- “Todos los miércoles del año, además de no comer fruta, me ejercitaré en los trabajos de la cocina, en honor de San José…”

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Su alma se fortificaba; pero no su cuerpo. La Madre había tenido que afrontar una doble prueba y, pasado el período en que la necesidad la había galvanizado, se sintió físicamente deprimida. Las enfermas se habían sanado y ella, que no había estado enferma, quedó con la salud completamente quebrantada. Tenía treinta y tres años; su complexión robusta aparentaba una salud perfecta, cuando en realidad no era así.

A mediados de 1843 sufrió una hepatitis aguda; pero no tuvo tiempo para atenderse, y exceptuando los pocos días en que los dolores la inmovilizaron, continuó el trabajo y el régimen cotidiano.

En la primavera de 1844 apareció de nuevo el mal y esta vez con síntomas alarmantes de gravedad. Fue confirmada la enfermedad y tratada por un eminente médico; según los criterios de entonces, con sangría.

Pero las que le practicaron –unas quince- no produjeron el resultado que se esperaba; y el médico, buen amigo de la casa, comenzó a inquietarse y a manifestar algunos temores: no obstante creyó oportuno continuar la cura indicada. Y la Madre, a quien no le importaba ni vivir ni morir porque sólo deseaba cumplir la Voluntad de Dios, se sometía dócilmente a la dolorosa intervención.

Después de la décimo quinta sangría, comenzó a sentir los penosos efectos: cada extracción de sangre la dejaba completamente extenuada.

Pasadas las diecinueve sangrías, la paciente titubeaba en presentar el brazo y pedía que no le hiciesen la vigésima.

Se acercó entonces su director espiritual, el canónigo Ghigliazza y le dijo: “Madre, el médico ha dado órdenes. ¿Quiere Ud. que no se tengan en cuenta? ¿No conoce el mérito de la obediencia? Ríndase por amor de Dios.”

La Madre respondió: “Tiene razón”.Y sonriendo ofreció el brazo a la lanceta del cirujano. Poco a poco, a fuerza de

cuidados, mejoró bastante. En los primeros días del mes de julio abandonó el lecho y comenzó a dar algunos pasos; pero se arrastraba fatigosamente, un tanto encorvada e inclinada hacia un lado. Estaba extremadamente débil y se imponía una larga convalecencia antes de reintegrarse al trabajo. Fue entonces cuando Monseñor Riccardi, la verla en tales condiciones, le dijo: “Madre, Ud. no está bien. Necesita descanso. Le ofrezco la casa episcopal de Noli. Trasládese allá con una compañera. Olvide los trabajos de su casa; procure curarse y estar alegre, ya recobrará la salud”.

La Madre recibió con alegría el ofrecimiento del Obispo; en primer lugar porque para ella sus palabras eran órdenes y por otra parte, porque sentía necesidad de restablecerse. Llamó a la Vicaria, que se encontraba en Varazze, para confiarle el gobierno de la casa y nombró Superiora de Varazze a su hermana Sor María Angélica, joven que apenas contaba veinticuatro años; pero formada en la escuela de su hermana mayor y como ella, rica en virtudes y en juicio. El día 15 de julio, en compañía de una Hermana, se dirigió a Noli: y allí lentamente recobró la salud. En aquella tranquila sede, entre los encantos del cielo, del mar y de las colinas, libre de toda preocupación, volvió a su espíritu la calma; sus ojos encontraron el sueño y sus miembros reconquistaron el vigor. Después de algunas semanas le parecía haber realizado los ensueños de su juventud, cuando buscaba anhelante la vida cenobítica y deseaba entregarse a la contemplación de Dios.

En efecto, desde lo alto de la colina, sobre la cual se elevaba la cada episcopal, mientras bebía las auras del mar, su espíritu meditaba, pasando fácilmente de las maravillas de la naturaleza a las maravillas del Creador.

Pero hacia fines de agosto le llegó una tristísima noticia: había fallecido en la Casa Madre, Sor María Juana, de veinticinco años de edad, la más joven de sus primeras compañeras de religión y que por su capacidad y celo era una verdadera columna del Instituto. Este golpe fue nocivo a su convalecencia. Imaginándose la aflicción de la Comunidad, quería partir inmediatamente para Savona; pero su director

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espiritual se lo prohibió. Quedóse entonces a continuar la cura, que por aquella dolorosa noticia y por intermitentes recrudecimientos del mal, avanzaba muy despacio. Recién a principios de octubre se sintió bastante restablecida, como para volver al deseado nido de Savona.

Presintió el dolor que probaría al encontrar, a su regreso, disminución en su familia religiosa, tan querida. Sin embargo, al llegar, la recibieron con santo alborozo cinco Hermanitas más, que habían ingresado al Instituto durante los cien días de ausencia.

* * *

Aquel triste período se cerró con un doble acontecimiento que coronaba los ardientes deseos de la Madre: las Hijas de la Misericordia tenían sus Constituciones y tomaban el nuevo Hábito religioso.

El Padre Inocencio había trabajado mucho sobre el primer Reglamento. Lo había ampliado, adaptado a la índole especial del Instituto siguiendo fielmente las sugerencias del Obispo, que quiso, por el aprecio que sentía a la obra de la Madre, inspirar directamente las Constituciones. La redacción dio bastante trabajo, porque el Canónigo Ghigliazza, director espiritual y autor del primer Reglamento, no consintió ciertas modificaciones introducidas por el Padre Inocencio y aprobadas por el Obispo. Divergencias explicables, en las que ninguno tenía nada de culpa; pero que provocaron la dimisión del director espiritual.

Fue sustituído por el sacerdote Jerónimo Benedetti, que llegó a ser más tarde Canónigo y Rector del Seminario diocesano.

Durante estas controversias, la Madre demostró suma prudencia: esperó con perfecta ecuanimidad las disposiciones de los Superiores, supo inclinarse devotamente ante quien venía a dirigir sus pasos y demostrar gratitud y reconocimiento al que la había protegido y guiado hasta entonces.

El día catorce de febrero de 1846, el señor Obispo envió a la Madre la nueva Regla, acompañada de una carta que produjo en el corazón de la Santa Fundadora profundo regocijo. En ella saludaba a las Hijas de la Misericordia como a una escogida y preciosa porción de su grey, por la cual “había hecho meditaciones de paz y concebido pensamientos de amor, desde el primer momento que había llegado a la diócesis, y por la que presentaba todos los días, en el Santo Sacrificio del altar, sus súplicas a Dios. Desembarazado ya de los asuntos urgentes de su ministerio, quiso ocuparse únicamente de sus Hijas, a quines veía tan activas, vigilantes y deseosas de avanzar por los caminos de la virtud y de la perfección. Por tanto, para hacerles conocer cómo el bien de ellas constituía el tierno objeto de sus desvelos, les presentaba la Regla por él diligentemente revisada, asegurándoles que, si la observaban, merecerían las bendiciones del cielo y serían cada vez más amadas en su corazón”.

Las Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia tenían, pues, las normas que fijaban su fisonomía y les aseguraban la vida. Durante algún tiempo las observarían en prueba y luego el Obispo las confirmaría definitivamente. Acerca de estas Reglas queremos solamente hacer notar que precisaban en especial dos cosas: el fin y el espíritu del Instituto.

Las Hermanas entraban en el Instituto con el grande y único fin de santificarse a sí mismas; obligadas estaban, pues, a colocarse en primera línea, ya que el primer apostolado debían ejercerlo consigo mismas, porque así lo establece el orden señalado por Dios.

Se dedicaban a los demás, pero siempre tratando de avanzar en la propia santificación. Su misión era doble: la educación de la juventud femenina y la asistencia de los enfermos en los hospitales.

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La asistencia a los enfermos, determinaba el campo sobre el cual se debía ejercitar la caridad de las Hermanas; y la educación abarcaba a toda la juventud femenina; pero de un modo especial a las huérfanas y abandonadas, que constituían el privilegio del Instituto y de las que debía siempre ocuparse para respetar el sentido de su fundación.

Como se ve, el Instituto se formaba con fines caritativos y santos y se consagraba a una vida de trabajo y pobreza. Por lo demás, la Regla declaraba explícitamente que en el Instituto debía reinar ambiente de familia.

Repetidas veces encarece a las Superioras que traten a las Hermanas con maternales cuidados, que vigilen la salud de todas, que las provean abundantemente de lo necesario, que procuren crearles un ambiente apto para mantener sereno el espíritu.

Además recomienda a las Hermanas confiarse a la Superiora en toda circunstancia, comunicarle sus penas y no vacilar en manifestarle sus defectos externos. Todas estas disposiciones tienden a mantener una perfecta unión en el Instituto, a hacer de todos los corazones un solo corazón, para vivir, para amarse y para santificarse todas juntas.

Y con la Regla, que daba a las Hermanas la forma interna, el cariñoso Pastor les concedía también el nuevo Hábito. Madre e Hijas lo habían deseado desde largo tiempo atrás, porque el que vestían no se diferenciaba casi de las vestimentas del siglo y por eso alguna vez sucedía que las jóvenes preferían entrar en otros Institutos.

El Hábito nuevo era el que todavía llevan las Hijas de la Misericordia: túnica de lana negra, blanca venda alrededor de la frente y por griñón, doble velo que cae desde la cabeza sobre la espalda, amplio modestín blanco que desciende en forma semicircular sobre el pecho y alrededor de la cintura un cordón de lana negra, del cual pende el rosario con la medalla de Nuestra Señora de la Misericordia. Con la nueva divisa, austera y decorosa, las Hijas de la Misericordia aparecían ante el mundo con aspecto de verdaderas religiosas y según la frase de la Madre llevaban finalmente “la librea de esposas de Cristo”.

La Familia de la Misericordia ha aumentado: cuenta ya con treinta y cinco religiosas. Muchos golpean a sus puertas para invitarlas a realizar nuevas tareas, invitación que ellas gustosamente aceptan, ya que se lo permite el aumento de vocaciones.

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CAPITULO VIIILA FAMILIA RELIGIOSA SE EXTIENDE

La lozana florescencia de la obra de la Santa, indica que Dios la quería y le echaba su bendición, puesto que, obras privadas de recursos humanos, que desafían las tempestades y que con vientos adversos se dilatan y producen frutos abundantes, significan que Dios nutre sus raíces.

En los comienzos de 1846 moría en Savona la señora Margarita Ferro Franceri y dejaba un legado de más de cien mil liras para abrir una escuela destinada a las niñas del pueblo. Probablemente, este piadoso gesto de la donante, provenía de una sugerencia nacida frente al ejemplo del difunto Monseñor De Mari, que tanto se preocupó de la instrucción popular. Y como las Hijas de la Misericordia se especializaban en este género de enseñanza, la Comisión ejecutiva se dirigió a la Madre Rossello para que se hiciese cargo de la escuela.

“Muy bien –respondió- es nuestro pan”, e hizo gustar a las Hermanas aquel pan, que era un poco duro, ya que para trasladarse del Instituto a la plaza San Francisco, donde tenía su sede la escuela, debían atravesar cuatro veces las calles de la ciudad.

La donante había dispuesto las cosas con verdadera largueza, porque las alumnas debían ser provistas gratuitamente de libros, papel, plumas, agujas e hilo, y además cada año, obsequiadas con un vestido nuevo. Por este motivo, lógicamente, dicha escuela fue muy concurrida.

Ocurrió, pues, que las alumnas que en la escuela de “la Commenda” recibían enseñanza también gratuita, comenzaban a desertar para volcarse en la de Franceri, donde por añadidura se les daba una porción de cosas útiles y hermosas. La Madre halló modo de industriarse para evitar que se creara una situación enojosa: de acuerdo con la Comisión de la escuela Franceri, hizo trasladar ésta, de la plaza San Francisco a la Casa de la Commenda. Se obtuvieron así varias ventajas: asegurar el alumnado para la propia escuela, casi despoblada últimamente; suprimir las idas y venidas de las Hermanas y ahorrar a la Administración Franceri el alquiler del local.

Allí siguieron funcionando las clases casi treinta años, es decir, hasta que la necesidad de mayor espacio indujo a la misma Madre a trasladar la escuela a otra parte (Calle Quarda).

Pero ¿trabajaban exclusivamente como maestras las Hijas de la Misericordia? No. A principios de 1847, la congregación de Caridad, de Savona, debiendo hacer frente a necesidades apremiantes de la población y socorrer a una gran cantidad de pobres, pidió ayuda a la Madre, que, por supuesto, dispuesta como siempre a hacer obras de caridad, aceptó gustosamente lo que le encomendaban y aun solicitó nuevas tareas.

“Os mandaremos tela para que hagáis jergones”, le respondieron.Y la Madre: “Muy bien; creo que seremos capaces”.Durante varios meses, la casi totalidad de las Hermanas se ocupó en cortar tela y

coser jergones que luego la misma Madre distribuía entre los más necesitados.Mientras estaban entregadas a este trabajo, llegó una carta del abogado Juan

Bautista Garbarino, alcalde de Sassello, en la que pedía Hermanas para la Escuela y el Hospital. Hasta allá habían llegado noticias del éxito con que las Hijas de la Misericordia se desempeñaban en Varazze: de ahí la preferencia por ellas.

La Madre, satisfecha y contenta, más que por la benévola apreciación, porque se abría un nuevo campo a las actividades del Instituto, acogió la demanda.

El 29 de abril, ella misma, acompañada por tres Hermanas, después de largo viaje a lomo de mula, llegaban a la plaza de Sassello, donde fueron recibidas por el Párroco, el Alcalde, los Administradores y la población, que les hicieron una recepción triunfal.

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La Madre, como acostumbraba, se quedó un tiempo con sus Hijas para adiestrarlas en los nuevos oficios; y, como se encontraba en la diócesis de Acqui, escribió al Obispo de la misma, Monseñor Contratto, presentándole el homenaje de sus Hijas, poniéndolas a sus órdenes y pidiendo para ellas su protección. La carta fue muy del agrado de Su Excelencia, pues a raíz de ella invitó a la Madre a que lo visitase. Aceptó y fue hospedada gentilmente por él mismo durante varios días. Al despedirla le dijo: “Os daré siempre todo lo que me pidiereis, excepto la autorización para confesar”.

Después de permanecer unos días más en Sassello, regresó la Madre a Savona. Volvía, forjando en su mente proyectos de ampliación para la Casa Madre.

Entendía bien que, en su Familia religiosa, había “levadura santa”: lo revelaba la doble fundación de Varazze y Sassello y más aún la afluencia de jóvenes que solicitaban ingreso al Noviciado. Se necesitaba espacio para poder extenderse. La Casa Madre era muy pequeña, había que agrandarla, y, para poder disponer de ella, era preciso adquirirla en propiedad ¿pero, cómo llegar a esto? La Marquesa Brignoli Balbi estaba animada de buenas intenciones y la hubiera cedido por doce mil quinientos francos; pero, según los planes de la Madre, era preciso que ella les vendiese la casa sin pretender el pago al contado. De este modo la Madre podría tomar posesión de la misma y emplear el poco dinero que tenía en ampliar y embellecer el local, dejando el pago de la compra para más adelante.

Gracias a la recíproca buena voluntad se llegó a un acuerdo: la Madre adquiriría la casa por la suma convenida; pero mediante el pago de cómodas cuotas anuales durante sesenta años, después de los cuales los sobrevivientes tendrían liquidada la deuda. De este modo, la Congregación, sin desembolsar por el momento un centavo, fue dueña de la propiedad. Era necesario ampliarla y tenía el proyecto de triplicar el edificio construyendo sobre el terreno que lo rodeaba; pero la cuestión económica obstaculizaba siempre el cumplimiento de sus magníficos planes. Buscó entonces otra solución: en lugar de hacer construcciones nuevas, pensó en adquirir una casa vieja. Allí, al lado de la Casa Madre precisamente, había una, perteneciente al marqués Carlos Monte Sisto: con poco gasto podía ser agregada al Instituto y con esto se obtendría la tan deseada ampliación. Sondeó el estado de las cosas, movilizó intermediarios, hizo ofertas al dueño del inmueble y las reforzó con fervientes plegarias. Por fin, logró comprarla por diez mil liras.

La Casa Madre contaba, pues, tres edificios que, en conjunto no formaban, ciertamente, un todo muy homogéneo y por consiguiente no exento de incomodidades; pero la pobre Madre, obligada a hacer mucho disponiendo de poco, considerábase feliz por haber llegado a tal punto; y entre tanto, como ocurre siempre en esta vida terrenal, a las alegrías y a los éxitos sucedían penas y angustias.

El quince de noviembre de 1846 moría en Varazze la Superiora del Hospital, Sor María Angélica. Enferma desde hacía mucho tiempo, aunque siempre entregada de lleno a su oficio, había caído al fin, rendida a la fatiga, con la sonrisa en los labios, a los veintisiete años de edad. La Madre la lloró amargamente, porque era su hermana carnal y porque con ella desaparecía la incomparable Religiosa que, en medio de graves dificultades, guiara a la Comunidad de Varazze con un acierto nada común.

Por otra parte, las condiciones sociales del momento preparaban nuevas cruces. Eran tiempos tempestuosos. So pretexto de amor patrio, se maniobraba sórdidamente contra la Iglesia. Las sectas no vacilaban en burlarse del Papa y del Clero, presentándolos como enemigos de los que había que defenderse y, mejor aún, desembarazarse. Doquier se notaba en el pueblo un espíritu rebelde. Ese encono, sutilmente cultivado, salía ahora a luz y se manifestaba en demostraciones públicas agresivas y en toda suerte de improperios.

¿Puede creerse que aquellas hostilidades repercutirían también en las obras del Instituto de la Misericordia? No por cierto directamente en las Hermanas, pues, como

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sucede siempre con los buenos en tiempo de persecución, ganaron espiritualmente, aumentando más y más en fervor, en medio de la adversidad; pero sí, en el pequeño mundo estudiantil, que se exaltó en forma extraordinaria. Vociferaciones contra sacerdotes y monjas resonaban por todos lados; y, quiérase o no, a todos contagiaba un poco, incluso a los pequeños. No podemos exceptuar ni siquiera a las niñas y jovencitas que frecuentaban las escuelas de la Misericordia; aun ellas, si no osaron gritar: ¡abajo!, demostraron, en su mal comportamiento, en su actitud de rebeldía y aires de petulancia, que estaban inficionadas de sentimientos revolucionarios. Es notable que el espíritu de insubordinación penetrara hasta en las que menos contacto tenían con el mundo, las internas; y entre éstas, las huérfanas y abandonadas, las que más beneficios recibieran y que, por esto mismo, era de esperar fueran fieles y permanecieran adictas y respetuosas para con las Hermanas. ¡Vaya a saber! Tal vez la misma soledad las exasperaba y daba lugar a que se confabulasen y esparcieran la semilla de rebelión entre ellas mismas. Desafiaban a las Hermanas, considerándolas por poco como enemigas, protestaban que no debían consumir su juventud entre los muros de un colegio y que querían libertad. Muchas se fueron; y las que quedaron eran tan pocas, que la Madre decidió despedirlas, en vista de lo difícil que era corregirlas. Así, pues, el internado de las pobres rebeldes quedó disuelto, con gran pena de la Madre que tanto se había afanado y sufrido por esas niñas, sus predilectas precisamente porque carecían de todo apoyo y estaban expuestas a todo peligro. Obró así, obligada por las circunstancias. Su corazón maternal hubo de dejar para más adelante, para tiempos mejores, el cumplimiento de su gran deseo: reunirlas de nuevo en aquel asilo abierto para ellas.

Y así, entre las alternativas de hablar de las gentes y los sufrimientos y temores, pasaron los años 1847 y 1848, durante los cuales la Madre y las Hijas de la Misericordia continuaron su benéfica actividad interna, limitándose a cerrar las ventanas para no oir los rumores de la tempestad. ¿Quién diría que en aquellos dos años, en los que tanto se asaeteó a la Religión, el Instituto engrosaría sus filas con el ingreso de veinte novicias? He aquí lo que se había logrado con la persecución: dilatarlo y enfervorizarlo.

Se comprende también, que ni los aplausos ni los vituperios remedian en lo más mínimo los males de la sociedad; tal es así, que el año 1849 surge entre graves necesidades económicas y se ve a las muchedumbres, reunidas no sólo para gritar contra el extranjero, sino también para pedir pan. Fueron muchas las Administraciones y pueblos que tuvieron que valerse de ciertos recursos para hacer frente a la miseria pública; entre ellas, la Municipalidad de Savona, que invirtió una fuerte suma en la instalación de cocinas gratuitas. Para mayor garantía de que todo se hiciese con rectitud, la Municipalidad llamó a las Hijas de la Misericordia, que fueron en masa a cocinar y a distribuir alimentos. Entre ellas, en primera línea y más solícita que ninguna, la Madre.

Mientras tanto, lentamente, iban desapareciendo los humores belicosos. Las alumnas del Instituto recobraban la calma; porque no era gente ésta para vivir en medio de hostilidades y porque las rachas malas pasan pronto en la edad juvenil. La Madre abría de nuevo las ventanas para respirar un poco de aire menos cargado de microbios revolucionarios. Conocedora, sin embargo, de los tiempos y previendo el desarrollo que podrían tomar los acontecimientos, pensó en equipar su Instituto de todo lo necesario con el fin de satisfacer cualquier exigencia, de tal modo que, si a alguien se le ocurriera hostilizarlo, se pudiera decir que lo hacía sin razón.

Habiéndose abierto en Savona una “Escuela de método”, para completar la formación de las maestras, quiso también que sus Hermanas la frecuentasen; y en el año 1850 eran veintisiete las Hijas de la Misericordia que se perfeccionaban en dicha escuela.

Recobrada un tanto la tranquilidad, la Madre vuelve a pensar en el arreglo de la Casa Matriz que, a pesar de las anexiones realizadas, resultaba siempre insuficiente. Esperaba que los tiempos más serenos fueran también económicamente favorables y,

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por su parte, trataba de dosificar sus gastos para poder estar en condiciones de hacer otros nuevos. Tenía ya algunos ahorros, cuando he aquí que de Diano Marina se la pide un contingente de Hermanas para destinarlas a la enseñanza en las escuelas comunales y a la asistencia de los enfermos en el Hospital Arduino, ya que ejercían funciones similares en Varazze y en Sassello.

¿Podría rehusar la demanda? Jamás: había llegado el momento de responder con los hechos a las contumelias de los tontos y de los perversos. Y enseguida preparó el grupo que debía enviar; y en ello invirtió casi todo sus ahorros.

Apenas hubo instalado las Hermanas en Diano Marina, llegaron nuevos y múltiples pedidos desde Finalmarina: pedían Hermanas para las escuelas pública sy privadas, otras para el asilo, y rogaban que se tuviese prontas a algunas más para el Hospital de Ruffini; por el momento se necesitaban ocho Hermanas; pero al poco tiempo llegaron a ser diez y doce. La Madre acogió el pedido como un favor: envió enseguida un primer grupo, luego preparó otro y, en menos de dos años, había en Finalmarina diecisiete Hermanas.

Pero sucedía una cosa singular. Por cada una de estas fundaciones la Madre agotaba sus economías y el Instituto parecía despoblado de Hermanas, y al día siguiente se encontraba en condiciones de aceptar nuevos pedidos y de fundar nuevas casas.

Así, apenas había provisto a Diano Marina y a Finalmarina, llegaron al mismo tiempo pedidos de Hermanas desde Diano Castello y desde Spigno Monferrato; en una y otra parte para encomendarles las escuelas y los hospitales. La Madre sonrió al enterarse de la dobel demanda, dio gracias a Dios que miraba con tanta benignidad a su Familia Religiosa, y respondió afirmativamente a ambas invitaciones. Llamó a las Hermanas, apelando al espíritu de sacrificio que debía ser el fundamento de su Instituto: todas se pusieron a su disposición. Escogió los grupos y los mandó.

Tenía valor, porque Dios y los hombres la alentaban.En ese tiempo, con el corazón herido por la pérdida de Sor María Agustina, su

primera Superiora y su primera Vicaria, con los ojos puestos en las seis casas de las cuales ella era responsable, pensó de nuevo en arreglar la Casa Madre, aunque no poseía medios materiales.

Pero se le presentó una magnífica ocasión. ¿Quién ha olvidado a la señora Ángela Monleone que tanto se había disgustado con la Madre cuando se hizo religiosa? Nosotros no hemos dicho cómo se calmó su cólera; pero quizá el lector lo haya adivinado ya. La misma Madre, contribuyó a mitigársela: como lo había prometido solemnemente al separarse de ella, continuó siempre tratándola con cariño y benevolencia. Siendo Hermana primero y Superiora luego, nunca dejó pasa una semana sin ir a visitarla: eran visitas filiales en las que la piadosa señora se conmovía hasta llorar, ya que en medio de sus crecientes achaques constituía su único consuelo.

Naturalmente, se desdijo del propósito de desheredarla; por el contrario, testó a su favor; y al morir, en 1851, la dejó heredera de todos sus bienes. La fortuna debía alcanzar a setenta mil liras; pero entre gastos legales, impuestos y gravámenes de culto, se redujo a treinta mil. A pesar de ello, la Madre se consideró rica.

E inmediatamente se iniciaron los trabajos.¡Abajo! la vieja Capilla, insuficiente ya para las actuales cuarenta Hermanas y

setenta educandas. ¡Abajo la casa de Monte Sisto con sus estrechos locales! En su lugar, hizo construir los cimientos de una hermosa Iglesia que sirviera, no sólo para la Comunidad sino también para la población; y al lado del edificio existente hizo levantar uno nuevo, en el que instaló dormitorios, enfermería y refectorio.

Fueron dos años de intenso trabajo, durante los cuales tuvo que invertir, además de las treinta mil liras de la señora Monleone, otras setenta mil, que reunió pidiendo a diestra y sinistra. Hasta a Su Majestad el Rey solicitó ayuda y le llegó, junto con una elogiosa carta respecto a la Obra caritativa que realizaba.

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Todo quedó felizmente terminado en 1854. La nueva Iglesia fue dedicada a Nuestra Señora de la Misericordia, cuya imagen se entronizó en el altar mayor. Dicha imagen, bella, artística y valiosa por sus recuerdos históricos en esa comarca, supo hallarla ingeniosamente la Madre. Sabiendo que en la sala de los Ancianos, en la Municipalidad, había una estatua de mármol de Nuestra Señora de la Misericordia, que no recibía culto alguno, se la pidió al Alcalde. Este señor elevó la petición al Concejo y, “en vista de la benemérita acción de la Superiora e Hijas de la Misericordia”, no hubo dificultad en cederla de inmediato. Pasó, pues, a la Iglesia de la Comunidad, donde iba a recibir homenajes y ser honrada por Hermanas y niñas, con sus cánticos y oraciones.

La Capilla contaba también con dos altares más: el primero -¿quién va a dudarlo?- dedicado a San José; el segundo, al otro Patrono: San Juan Bautista.

En la fiesta de la Natividad de María, Monseñor Riccardi bendijo solemnemente la nueva Iglesia. Tres días duraron los cultos, que atrajeron numerosa afluencia de fieles de la ciudad.

¡Singular vicisitud! En medio de los triunfos de ese memorable mes de setiembre, la muerte llamó a las puertas del Instituto y se llevó a cinco o seis Hermanas.

Hacemos referencia a este hecho, porque parecía haberse establecido una especie de costumbre de que, en las proximidades de las fiestas de la Santísima Virgen, debía partir de esta tierra una Hija de la Misericordia. Se diría que la Madre del Cielo esperaba siempre estas oportunidades para distribuir premios entre las Hijas de la Misericordia.

La Madre no había terminado aún de salir de aquellas difíciles circunstancias cuando recibe simultáneamente dos pedidos de Hermanas, uno para una nueva fundación y otro para reforzar una antigua. Aquél, provenía de Génova, donde los Marqueses Cattaneo habían fundado un asilo para jóvenes arrepentidas y querían confiar su dirección a las Hijas de la Misericordia; éste, de Spigno Monferrato, donde ya se habían enviado Hermanas para las escuelas comunales y el Hospital y se necesitaban otras para el asilo. La Madre estaba empobrecida como nunca; además, la hoz de la muerte había diezmado a sus Hijas; pero a pesar de ello, no osó rehusar las invitaciones.

Encontró las cuatro Hermanas para enviar a Génova y las dos para Spigno, mas resultaron insuficientes y hubo de ingeniarse para aumentar el número.

No tardaron en sobrevenirle otras preocupaciones. El cólera serpenteaba en Liguria y se temía que, de un momento a otro, apareciese en Savona. Ahora bien, en el supuesto caso de que la peste llegase, la Madre quería que sus Hijas ocupasen el puesto que la caridad, en tales circunstancias, imponía a las Religiosas; y a ese fin comunicó, por circular, a todas las Casas, que estuviesen listas y se adelantasen a ofrecer sus servicios a las autoridades locales. Por lo que a ella respecta, púsose, con todo su Instituto, a disposición del alcalde de Savona. Este agradeció mucho el ofrecimiento; pero no pudo aceptarlo porque la Comisión Sanitaria se había puesto ya de acuerdo anteriormente, con las Vicentinas. En cambio, en los pueblos donde el cólera se extendió: Varazze, Finalmarina, Diano Marina, Diano Castello, Sasello, las Hijas de la Misericordia cumplieron su deber con tal valor que les atrajo admiración y elogios de todos.

En Diano Marina, las Hermanas se disputaban la gracia de encerrarse en el lazareto y hubieron de echar suertes para decidir quiénes serían las privilegiadas. A todos los oficios piadosos se prestaban con maravillosa caridad, hasta el de cargar en sus brazos los cadáveres y transportarlos a la cámara mortuoria.

En Diano Castello se abrió un lazareto, al que se unió el hospital existente, pues todos los internados fueron presa del morbo. Hubo entonces que dividir las fuerzas; pero las Hermanas supieron multiplicar sus energías en tal grado, que alcanzaron a atender a ambos.

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En Sassello, la violencia del mal hizo rebasar dos lazaretos y diseminó enfermos también en muchas casas particulares. Las abnegadas Hermanas se hicieron cargo de la asistencia pública y privada de los apestados; y cuando ya no podían más de fatiga, llegaron cuatro Hermanas de Savona para ayudarlas, y permanecieron allí hasta la desaparición de la peste. Todas estas valientes Hijas de la Misericordia desafiaron a la muerte en toda forma; y la muerte las respetó. En Sassello, estuvo a punto de morir la jovencita Sor María Rosalía y ya se le había administrado la Santa Unción y dispuesto el ataúd, cuando recobró las fuerzas y fue mejorando por completo. Dios tiene sus miras especiales y nuestra hora debe coincidir con la Suya.

Al año siguiente, se temía la reaparición del cólera y la Madre estaba dispuesta al combate; pero no fue así sino que sobrevinieron penurias económicas en todo el país y cayeron muchos en la miseria. Para socorrer a los pobres necesitados se constituyó en Savona un gran comité de beneficencia, presidido por el mismo señor Obispo; y las distribuidoras de los alimentos y ropas recogidos fueron las Hijas de la Misericordia, dirigidas por la Madre. Se desempeñaron en la tarea, con tanta exactitud y esmero, que el señor Obispo, el Alcalde y el Comité les expresaron su más vivo reconocimiento. No así la sociedad, que parecía quisiera preparar una recompensa bien diferente. En el ambiente flotaba un espíritu de hostilidad contra la Iglesia y relampagueaba la amenaza de leyes contrarias a los Religiosos. Dichas leyes las venía preparando una corriente que, por la ruidosa propaganda –y por la tímida oposición que encontraba-, aparecía como vocero de la opinión pública, siendo así que, en el fondo, sólo contados cabecillas la apoyaban. Se aspiraba a la unidad de Italia y a su independencia de todo poder extranjero; y para lograrlo, creían necesario combatir a los Religiosos. ¡Caso original!: se buscaba la unión y, para unirse, se hostilizaban unos a otros…

La Madre veía con claridad esos acontecimientos y tomaba las oportunas providencias para salvaguardar su Instituto. Este era joven; pero ya había cosechado méritos en diversos campos; tenía una misión altamente social y caritativa y se asentaba únicamente sobre la rica pobreza del Evangelio. Se imponía, pues, informar de esto a las autoridades gubernativas para que el Instituto fuese juzgado por lo que era y valía, y se le diese la aprobación que le permitiera vivir, trabajar y hacer el bien.

A este fin, se buscaron todos los testimonios favorables posibles. Primero, los protectores interesados en la causa expusieron la multiforme actividad del Instituto, tan ventajosa para el pueblo, y la perfecta sumisión del mismo a las leyes del Estado. Luego hubo plebiscito de Alcaldes, en el que manifestaron más explíciamente la abnegación de las Hijas de la Misericordia. El Alcalde de Savona las elogiaba calurosamente por el ardor con que se entregaban a todas las obras de caridad. Domingo Arduino, Alcalde de Diano Marina, exaltaba la “actividad infatigable y la caridad” con que las Hermanas enseñaban en las escuelas y “el provecho” que sacaban las alumnas; citaba “la satisfacción pública” por la manera con que asistían a los enfermos, y la heroicidad que habían demostrado en la época del cólera, prestando a los atacados “todo género de servicios, aun aquellos más repugnantes”.

El Alcalde de Sassello declaraba que las Hermanas gozaban “de la simpatía y buena reputación del pueblo” y que, desde que ellas se encontraban allí, él había notado “un verdadero mejoramiento en la formación cívica y moral de sus habitantes”.

El más entusiasta de todos era el Obispo Monseñor Riccardi que hacía resaltar de un modo especial la actuación de ellas en todos los comités de beneficencia y el ardor con que servían y socorrían a los necesitados.

Haciendo uso de todos estos testimonios, la Madre compiló un memorial que presentó al Real Gobierno, alentando la confianza de que éste miraría benignamente a un Instituto que no tenía otro fin, más que la instrucción de las niñas pobres y la asistencia de los pobres enfermos, y cuyas Hermanas sólo gravaban a las

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Administraciones locales con la mínima obligación de sesenta o setenta céntimos diarios.

Y, firme en su derecho y confiada en la Providencia, esperaba.Algunos le aconsejaban amainar velas y renunciar a otras fundaciones para

evitar encuentros y no herir susceptibilidades.¿Podía aceptar tales consejos de prudencia? ¡No! Precisamente ahora no, pues

era llamada desde la ribera oriental: el municipio de Nervi solicitaba cuatro Hermanas para la escuela de varones y para la de niñas. No vaciló en aceptar; preparó las cuatro Religiosas y el día 17 de octubre de 1856 las acompañó ella misma a Nervi, donde permaneció ocho días para organizar la nueva casa. En honor de la población de Nervi, debemos consignar que acogió a las Hermanas con alegría y respeto y que enseguida fue conquistada por la cordial actividad de las mismas. Bien pronto se abrió allí también un floreciente internado con clases particulares, taller de costura y un asilo infantil repleto de niños. Más tarde, se hicieron cargo de la atención de enfermos a domicilio y finalmente del hospital civil. Al principio fueron cuatro y luego llegaron a treinta Hermanas y aún más.

De oriente pasó a occidente, pues no había terminado la Madre de Proveer a Nervi cuando ya debía pensar en San Remo. Ambas ciudades, así como se disputaban la primacía por la benignidad del clima, parecía ahora que quisieran rivalizar por la obra de las Hijas de la Misericordia; y la Madre, que se había mostrado benévola con Nervi, no podía serlo menos con San Remo. El 6 de noviembre de 1856, envió pues, seis Hermanas: tres para asumir la docencia en la escuela pública y tres para la dirección del asilo; pero éste progresó tan rápidamente que hubo necesidad de mandar refuerzos, a fin de que seis Hermanas se pudieran dedicar exclusivamente al asilo.

También el pueblo de San Remo amó vivamente a las Hijas de la Misericordia, máxime cuando los días de fiesta las veía distribuirse en las distintas Iglesias y ayudar al Párroco en la enseñanza del Catecismo.

¿Había llegado acaso la hora en que la Madre diese tregua a la extensión de sus obras? Todavía no. Pasados apenas unos meses desde las susodichas fundaciones, recibió una carta del Arcipreste de Voltri, don Benedicto Quartino, en la que le pedía nada menos que diez Hermanas, seis para la escuela y cuatro para el hospital de aquella ciudad. Aquí, a decir verdad, tuvo que detenerse a calcular y revisar sus filas, ya bastante mermadas; pero después de haber vuelto a mirar y a contar, concluyó por aceptar la propuesta y, aunque cansada por estos trajines, el diez de abril de 1858 se ponía ella misma a la vanguardia del nuevo contingente para acompañarlo a Voltri.

También allí las Hijas de la Misericordia encontraron terreno propicio para el desarrollo de sus obras. Muy pronto se necesitaron más Hermanas para el asilo infantil y poco a poco llegaron al número de veinticinco.

Y, notemos de paso, que en los viajes periódicos que la Madre hacía para inspeccionar las casas, siempre prefería detenerse en Voltri. ¿Sabéis por qué? Porque allí se usaban todavía los cubiertos de madera, indicio de aquella pobreza que, según ella, constituía la salvaguardia de las comunidades religiosas.

Hemos visto ya los conspicuos frutos de su actividad y todavía nos quedan por ver otros más sobresalientes aún. Pero, a esta altura es necesario detenerse para realzar la figura de un distinguido colaborador de la Madre, el cual, si hasta aquí la había ayudado mucho, en adelante la ayudará muchísimo más.

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CAPITULO IXEL CELESTIAL PATRONO

La Madre no trabajaba sola. Tenía un colaborador sobre quien se apoyaba con ilimitada confianza; y a decir verdad, El la protegía y ayudaba de un modo extraordinario. Este misterioso colaborador era San José. Siguiendo las tareas de la Madre hemos entrevisto, varias veces ya, el paternal perfil de su Santo Protector; pero ahora él asume un papel de capital importancia en la obra de la Sierva de Dios.

Dediquemos, pues, algunas páginas para poner de relieve la alianza que se estableció entre el ilustre Patriarca y la Santa Fundadora del Instituto de la Misericordia, y tendremos así la clave para entender mejor los hechos que narraremos a continuación.

* * *

La Madre Rossello fue una de las almas que más comprendió la eminente personalidad de San José. El gran Patriarca, tan envuelto en la sombra del misterio, fue el Santo que ella mejor conoció y más estimó, por lo que fue su devota más convencida, ardiente y entusiasta.

Desde jovencita sintió por El una grandísima devoción y tuvo oportunidad de experimentar en sí misma y en los demás la eficacia de su patrocinio. Al abandonar el siglo, llevó consigo esta piadosa devoción, y orientó su vida hacia San José, de quien tomó hasta el nombre.

Ante todo, estableció con él pactos íntimos: puso en sus manos el propio corazón y la propia persona e hizo de él, de su grandeza y de sus privilegios, la asidua meditación y aliento de su alma.

Con especial complacencia se detenía a considerar los significados de su nombre. Aquel “filius accrescens”, “hijo de gracia que creció hasta transformarse en el Padre Putativo del Hombre-Dios”, ¡qué dulces reflexiones y qué saludables propósitos no despertaba en su alma, al contemplar tan insignes privilegios! ¿No debía también ella, a semejanza de San José, crecer siempre en virtud y ascender continuamente para conseguir el amor y la posesión de su Dios? ¿Y su Familia Religiosa no estaba también destinada a convertirse en una gran familia y, sobre todo, obligada a encaminarse con firme paso hacia la perfección?

Además, ¡qué tema de meditación, el de los privilegios que le fueron concedidos para ser Esposo de María y Padre nutricio de Jesús! ¿Ese varón justo que fuera Jefe de la Sagrada Familia, no tomaría también bajo su tutela a la Familia Religiosa que se había formado bajo el manto de la Madre de Misericordia?

Madre e Hijas, ¿a quién mejor podían confiarse sino al que tenía en sus manos el corazón del Rey y de la Reina del Cielo y, por lo tanto, era en cierto modo omnipotente?

Por la dignidad eminente de San José, por su bondad paternal y por el ascendiente de que gozaba delante de Dios, él debía guardar a la Madre y a las Hijas; y, ya que por muchos títulos, la Santísima Virgen era la principal Patrona del Instituto, a él le tocaba ser segundo en jerarquía.

Por lo tanto, San José era el Amigo, el Consejero, el Gerente, el Intercesor, el Refugio, el Plenipotenciario, una especie de Director Supremo de cada alma y de lo referente a intereses morales y económicos de toda la Comunidad. Y la Madre, por su parte, lo trataba con tanta familiaridad que sólo se explica por el encendido afecto que le profesaba y la ilimitada confianza que ponía en él. ¿No lo llamaba con un título que no está comprendido entre los ya mencionados y que es más dulce que todos ellos? ¿No era él “su padre”? Sí, “padre”: el más querido de los nombres; ése, que fuera del padre terrenal se da solamente a Dios, ella lo daba también a San José, porque todo lo que

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dicho nombre encierra de autoridad, de soberanía y de bondad lo encontraba en San José; y no podía expresar la gran reverencia y reconocimiento que rebosaba su alma sino llamándolo dulcemente con el nombre de “Padre”. Se sentía tan realmente su hija, que él no podía ser para ella sino su padre.

Creemos que el regalo más grato que le hicieron durante su vida fue el de una estatua de San José, con la expresa indicación de colocarla en su cuarto. La ubicó en un lugar de preferencia y de tal modo que dominase toda la habitación. Y no entraba en su alcoba sin inclinarse ante la efigie, ni salía jamás de ella sin repetir el saludo. Y en el tiempo que pasaba allí orando, leyendo, escribiendo o trabajando, ¡cuántas tiernas miradas dirigía al querido Protector y con qué letanía de “Padre mío” lo invocaba!

Cuando tenía alguna preocupación o sentía temores acerca de la marcha de las Casas y de las Hermanas o maduraba algún proyecto de caridad, poníase a conversar con su Patrono y, sencillamente, descendía a los menores detalles de casos particulares y explicábale sus dificultades, sus temores, sus puntos de vista; se encomendaba a él y discutía e insistía y hasta llegaba a entristecerse si el Santo no le daba una clara respuesta. Y cuando parecíale que el amado Protector le daba su beneplácito sobre algún asunto, deponía sin más toda preocupación; y, aunque hubiera tenido en contra suya a todo el mundo, aunque se hallase en la imposibilidad de resolver la cuestión, permanecía completamente tranquila, porque quien debía pensar en ello era San José; a El le tocaba sacarla de apuro.

* * *

Naturalmente, quiso inculcar a su Comunidad esta devoción que tan hondo arraigo tenía en su vida. Sobreabundando las pruebas de cuán eficaz recurso constituía para ella el Santo, ansiaba que lo fuera para todas. Por consiguiente, el mes de marzo, dedicado a San José, fue para las Hijas de la Misericordia el mes sagrado por excelencia. Todos los días, mañana y tarde, realizaban especiales prácticas en su honor y el 19 de marzo se convirtió en la gran fiesta íntima de familia. Al aproximarse esa fecha, la Madre escribía invariablemente a todas las Casas exhortando a sus Hijas a disponerse a celebrarla con solemnidad en el rito y con fervientes plegarias, determinando las intenciones especiales con que debían dirigir al Santo los homenajes. La festividad de San José coincidía ex profeso con el onomástico de la Madre; de modo que, a los motivos de fe, se unían los del corazón: circunstancia que hacía vibrar de fervor y santo regocijo a toda la Familia Religiosa.

Pero para honrar a San José no bastaba el mes de marzo. ¿No reconoced la Iglesia un especial derecho de San José sobre el día Miércoles? Por lo tanto, la Madre dispuso que todos los miércoles del año, tanto en la Casa Madre como en las filiales, se celebrasen piadosas prácticas en su honor. Así respondía, como siempre, a los sentimientos de la Iglesia y además desahogaba su piedad particular.

Uno de los primeros deberes de sus Hijas era el de aprender el himno a San José “Te Joseph celebrent”. Debían, no sólo saberlo de memoria, sino estudiarlo y entenderlo a fondo. Tenían también que saberlo cantar y cantarlo todas juntas.

Todo el Instituto estaba bajo su custodia; por consiguiente, en todas las escuelas, en todas las salas, en todos los dormitorios pendía la imagen del buen Guardián. Luego, cada nueva fundación se ponía bajo la tutela de San José. Antes de fundar una Casa, la Madre iba a ver al escultor Antonio Brilla, que tenía su taller al lado del Instituto, para encargarle la estatuita de San José. La Madre era la mejor clienta del buen escultor porque entre las estatuas de San José y de Nuestra Señora de la Misericordia le daba trabajo gran parte del año. Generalmente ella misma, cuando acompañaba a las Hermanas al nuevo destino, llevaba consigo la sagrada efigie, pues la consideraba el

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objeto más importante de todo el equipaje. El debía santificar el viaje, bendecir la llegada, inaugurar la fundación y atraer sobre ella los favores del Cielo.

Una vez que había llegado a destino, buscaba para la sagrada imagen un puesto de honor y delante de ella las recién venidas recitaban la primera oración. Se entiende que todas las Comunidades debían honrar a San José como procurador y ecónomo y todas las Superioras locales, por iniciación de la Madre, tenían que recurrir a él siempre y muy especialmente en aquellos momentos en que carecían de toda ayuda humana: el Santo proveedor lo arreglaría todo.

La Madre, que sentía los influjos de la protección de San José sobre su obra, quiso ligarla a él con vínculos imperecederos: dispuso que todas las Madres Generales, siguiendo su ejemplo, se agregasen el nombre del Santo. Por consiguiente, el Instituto, personificado en la Madre, adquiría una especie de carácter josefino: San José estaba puesto en el timón del Instituto y se establecía la costumbre de aunar la fiesta de San José y la de la Madre General, fiesta que solía promover saludable fervor en la Comunidad.

Además, adonde quiera que fuesen sus Hijas debían llevar consigo la devoción a San José; y la primera condición para aceptar nuevas fundaciones era que la autoridad competente garantizase a las Hermanas plena libertad para celebrar solemnemente la fiesta de San José: tan convencida estaba de que la integridad de su Familia religiosa dependía de la devoción al Santo.

Realmente, en cualquier apuro del Instituto, los ojos de la Madre y de las Hijas se volvían instintivamente a San José. Cuando las necesidades eran más urgentes, se “asediaba” al Patrono; la primera era la Madre, que se levantaba de noche y se postraba ante el altar del Santo y allí oraba hasta el amanecer; luego, por turno, seguían las Hermanas, las novicias, las postulantes y por último, las alumnas internas y externas. En los momentos más difíciles “asaltaban” al querido Protector; entonces se movilizaba a toda la Familia religiosa que, en procesión, llegaba hasta el altar del Santo, precedida por una niña, portadora de una carta en la que la Madre había escrito de su puño y letra los pedidos que le interesaban. La pequeña dejaba la súplica a los pies de la imagen y toda la Comunidad pedía en voz alta la intercesión del Santo Patrono.

Y había un asunto especial sobre el que la Madre no temía importunarlo: el de las vocaciones. Si él era el proveedor del Instituto, debía sobre todo poblar el noviciado, del cual dependía la vitalidad de la Congregación. Por eso cuando le pedían nuevas fundaciones y escaseaban las Hermanas, ella reunía a su Familia religiosa, y le decía: “Vayamos a San José, roguémosle que nos mande Hijas, no doctas ni ricas, sino de buen espíritu, amigas de la obediencia, de la pobreza, de la humildad y deseosas de servir a Dios”.

A este propósito es digno anotar que, según ella, no se podía ser verdadera Hija de la Misericordia, si no se hacía el pacto de ser verdaderamente devota de San José; por eso con frecuencia repetía a las postulantes: “quien no tiene devoción a San José, no merece tomar el santo Hábito”.

Mas si la confianza de la Madre era ilimitada, tenía para ello sobrados motivos. Los hechos decían que su confianza se apoyaba en sólidos fundamentos, ya que cuando todos los otros medios le fallaban, siempre permanecía firme el recurso a San José; y era infalible que al ponerlo de abogado o de intermediario, tuviese siempre efectos sorprendentes.

En la solemnidad del 19 de marzo, tributaba al Santo toda suerte de homenajes y él recompensaba a su devota enviándole muchos dones de Dios. En efecto: aquel día se alineaban a la puerta del Instituto, bolsas de harina, de nueces, de legumbres, trozos de tela, paquetes de pan dulce y bizcochos; y la Madre, al llegar la noche, examinando todo aquello decía: “Nuestro ecónomo ha cumplido su tarea”.

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Muchas veces, cuando se acercaba la época de la Vestición religiosa y no sabía cómo afrontar los gastos, confiaba a San José el afán de pensar en sus necesidades. E invariablemente para el día establecido, las postulantes, cualquiera fuese su número, se hallaban provistas completamente.

Una vez, durante el verano, debido a la persistente sequía, llegó a faltar agua en el pozo de la casa. Este era un gran inconveniente porque, o debían dejar que se marchitara el jardín y el huerto y renunciar a hacer el lavado, o bien ir a buscar agua al “pozo del Duomo2 donde se vendía a un tanto el balde. La Madre estaba realmente preocupada: ¡No faltaba nada más que tener que gastar diez o quince liras diarias en la compra del agua!... Pero, de pronto tuvo una inspiración: “¡Oh! ¿y dónde estoy dejando a San José? El, que sabía descubrir los manantiales en el desierto para apagar la sed de Jesús y María ¿no nos proveerá también a nosotras? Y enseguida ordenó rezar a San José e hizo colocar una medalla con su imagen en el aljibe seco. Al día siguiente el sol era más fuerte que de costumbre y alguna Hermana comenzó a menear la cabeza y a manifestar sus dudas. Pero, por la noche, cayó un verdadero diluvio que refrigeró el jardín y el huerto e hizo desbordar los pozos. En los días subsiguientes el sol brillaba y ardía implacable; pero la Madre tenía ya el remedio: “echemos a San José en el pozo”. Y esta vez bastó la intención para que el tiempo emprendiese su curso regular.

En otra ocasión, una Hermana tropezó y al caer se hirió en la espina dorsal. Fue puesta en cama donde entre agudísimos dolores yacía imposibilitada. El médico, frunciendo el entrecejo y mirando con severidad, repetía: “¡Es un caso serio! ¡Estas cosas son largas!” Pero la Madre dijo para sí: “¿Qué es cosa seria y larga? Yo necesito que esta Hermana se haga cargo de su oficio. ¡Que provea San José!” Y mientras exhortaba a la Comunidad a orar, encendía la lámpara del Santo y con el aceite de la misma hacía unciones a la enferma. Pocos días después, el asunto largo y serio quedaba alegremente liquidado y la Hermana retornaba a sus tareas.

¿Qué maravilla, pues, que la Madre Rossello, disponiendo de semejante taumaturga colaboración, tuviese ánimo para cualquier empresa?

Si alguna, temerosa de verla embarcarse en asuntos que parecían demasiado pesados para sus espaldas, le decía: “¡Pero, cómo! ¿Usted se atreve a tanto?”, ella con franqueza le contestaba: “Somos dos los que trabajamos. Yo hago lo poco que puedo; el resto, aquello que yo no alcanzo, lo hace San José”.

Por los hechos que hemos referido y por los que narraremos aún, tanto en la Comunidad como fuera de ella, se hizo corriente esta frase: “San José no niega jamás nada a la Madre General”.

¿Qué más? La mediación de San José, de que la Madre se valía para alcanzarlo todo del Señor, comenzó también a ser eficaz para otros que apelaban al nombre del Santo a fin de obtener de ella lo que querían.

He aquí que una joven, bastante delicada de salud, se presenta a la Madre pidiendo ser admitida entre sus Hijas. La Madre, que siempre había aceptado sin titubear, esta vez dijo y repitió, que no. ¿Qué hizo, entonces, la pobrecita? Por una repentina inspiración, se volvió hacia la imagen y prorrumpió: “¡Oh, querido San José! ¡Dile a la Madre que me reciba!” Y entonces la Madre, después de haber mirado amablemente a la joven, le dijo: “Me habéis tocado el punto débil. ¡Entrad!”

Y enseguida se supo en todas partes que, quien pedía a la Madre algo en nombre de San José, invariablemente se lo otorgaba. Por eso es que, cuando se trataba de admitir Postulantes o educandas que ofrecían alguna dificultad, o cuando se le planteaban asuntos de engorrosa solución, iban a proponérselos en el día de San José y se anticipaban la seguridad de obtenerlo todo en tal día, pues su caridad no conocía límites cuando ensalzaba la bondad de San José para con ella.

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Está de más decir que la Madre trataba de difundir por todas partes esta devoción, de la que vivía y hacía vivir a su Comunidad. Hubiese querido que todo el mundo gustase la dulzura de la protección de San José; y que tanto en la vida como en la hora de la muerte se confiase en Aquél a quien Dios había encomendado el Corazón de María y la vida de Jesús.

Por ello, a todos los que llegaban al Instituto, les insinuaba con buen modo y con discreción, el afecto a San José y les recomendaba recurrieran a él; y antes de partir les daba una estampa o una medalla de su celestial Patrono. Era digna de escucharse la ardorosa exhortación que hacía a las alumnas para que se pusiesen bajo la protección del Santo y para que llevasen a sus hogares dicha devoción y en él la cultivasen.

Poco después del año 1860, en la “Tipografía de la Inmaculada Concepción” de Módena, comenzó a publicarse el periódico mensual “El devoto de San José”, tendiente a popularizar la figura del Santo y a difundir su culto. La Madre lo leyó con alegría, trató de darlo a conocer y le buscó suscriptores.

Al poco tiempo colaboraba en dicho periódico el Padre Francisco Martinengo, misionero, savonense, gran admirador de la Madre, cuyo nombre citaremos con agrado en las páginas siguientes. El, con su pluma vigorosa y rica en colorido, hablaba casi exclusivamente de la Madre María Josefa, de su obra y de sus relaciones con San José. Y precisamente en uno de sus escritos encontramos lo que sigue: “Tenemos aquí en Savona una persona original, aún más, extraordinaria, la cual tiene en su corazón tanta fe y amor al Esposo de María, que con ellos se podría proveer a una ciudad entera. Esta persona es la Madre María Josefa Rossello, Fundadora y Superiora General de las Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia. Es necesario escucharla y verla cuando habla de San José; su rostro se enciende y dice cosas bellísimas. Los mismos sacerdotes y religiosos que la escuchan quedan boquiabiertos y cuando ella ha terminado dicen: ¡Oh! Si fuese un hombre, si fuese un sacerdote. ¡Qué bien quedaría sobre un púlpito!... Si la Madre Rossello siente tanto fervor por el Padre putativo de Jesús, sabemos que tiene sus por qué. En efecto, habiendo ella recurrido en muchísimas necesidades a su Patrocinio, certifica que jamás quedó defraudada en su confianza y que tendría que escribir varios volúmenes quien quisiese narrar todas las gracias que le ha obtenido”.

La misma Madre, de vez en cuando enviaba cartas al “Devoto” par hacer conocer los continuos favores que el Santo le dispensaba y para expresar un público reconocimiento a su celestial Bienhechor. A veces quería que ese himno de gratitud fuese compuesto por alguna Hermana más o menos lista para versificar…

En una ocasión, incluyó un soneto de una Hija de la Misericordia que ella definió falto de todo, menos de sinceridad y afecto.

Helo aquí:

O! quali a Te, cui pose il Divino FiglioDistributor delle sue grazie elette,

laudi potranno offrir da questo esiliole umili figlie dal tuo amor protette?

A Te tutto dobbiam: da ogni periglioTu ne scampi pietoso: e si riflette

In noi l’alta pietà del tuo bel ciglioQueanto più grave é il duol da cui siam strette.

Tu ne scorgi a virtù: tu ne avvalori,e ne provi nel pianto: e tu la nostraindigenza quaggiù, Padre, ristori.

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Ma deh! Mentre ai tuoi piedi umil si prostraGrata questa famiglia ai tuoi favori

Al sen ne stringi e Padre a noi ti mostra.

La publicación del “Devoto” hizo conocer por todas partes a la Madre como una poderosa mediadora para con San José; por tal motivo, enfermos y necesitados de varias partes de Italia, se dirigieron a ella “que tanto influía sobre el corazón del Santo”, para que los encomendase. Recordamos, entre ellos, a Pedro Curti, de Varallo, que le escribió: “Veo que Usted tiene mucha confianza en el Esposo Purísimo de la Virgen Inmaculada y que este buen Patriarca no se niega jamás a darle lo que le pide!”

* * *

Con lo que antecede, se ha dicho sucintamente, la singular devoción de la Madre Rossello a San José; y se evidencia que ella era una atenta y fiel discípula de la Iglesia, pues en esta época surgía un saludable movimiento en pro de la devoción a San José. Jefe de dicho movimiento fue el Sumo Pontífice Pío IX que, en 1856 aprobara la piadosa práctica del “Culto perpetuo” al Santo; que, pública y privadamente, indicaba la devoción a San José como la más valiosa contraposición a los crecientes ataques a la Iglesia; que, en 1863, en la Canonización de los veintiséis mártires japoneses, invocó el Patrocinio de San José aun antes que el de San Pedro y San Pablo; que, en suma, quería que San José ocupase, en el culto de los fieles, su lugar junto a Jesús y María, como en justicia le corresponde.

Surgieron así en todas partes, Asociaciones y Congregaciones; florecieron piadosas prácticas y ejercicios en honor del Santo; y luego, un aumento de amor y veneración hacia él, que tuvo su sanción en el decreto del 8 de diciembre de 1870, en que Su Santidad Pío IX proclamó a San José Patrono de la Iglesia Universal.

Pues bien, entre los más conspicuos campeones de este resurgimiento en honor a San José, nos es grato inscribir a Santa María Josefa Rossello.

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CAPITULO XUNA ARRISGADA INSTITUCIÓN: LA DIVINA PROVIDENCIA

(1858 – 1861)

El alma sensible e infatigable de la Madre proyectaba, desde hacía tiempo, la creación de una nueva obra, porque n podía contentarse con sólo compadecerse de los males y necesidades de la sociedad: se sentía irresistiblemente impulsada a remediarlos.

Tenía siempre presente aquel internado que había abierto en los comienzos del Instituto y que luego, por lo difícil de los tiempos, se había visto en la necesidad de disolver. No había olvidado nunca a aquellas pobres niñas huérfanas o abandonadas, que estuvieron bajo el cuidado de su maternal corazón de religiosa; y a veces, al recordarlas, sentía tristeza no exenta de un poco de remordimiento: “No tendría que haber dejado escapar de mis manos tan preciosa porción”, se decía. ¿Qué importaba que las niñas ahora se agolpasen a la puerta de las escuelas del Instituto, si otras vagabundean por no tener parientes, o como si no los tuviesen, se criaban groseras, incultas, atrevidas, expuestas a todas las insidias y peligros del mundo? ¿Quién se ocupaba de éstas, que por la edad, el sexo, la condición, eran las más necesitadas? Ella, que se había preocupado por los niños de los asilos y por los enfermos de los hospitales ¿no debía hacerlo por estas jovencitas hacia las cuales satanás tendía sus garras? ¿No era especialmente para esto que Monseñor De Mari la llamara? ¡Ah, sí! Debía volver a ocuparse de esas pobrecitas si quería estar en paz con su conciencia.

Pero ¿qué hacer? Aún no lo veía. Como siempre, recurrió a la intercesión de la Santísima Virgen y de San José, para que le indicasen el modo y le procurasen los medios.

Y las Hermanas la oían con frecuencia hablar de este asunto e insistir sobe la necesidad de recoger a esas pobres niñas, no sólo para darles unas horas de clase sino para retenerlas lo más que fuese posible; y así, a la vez que instruirlas, encaminarlas al bien. Si alguna Hermana objetaba que la estrechez con que se desenvolvía el Instituto no permitía nuevos gastos, ella vivamente replicaba: “Es verdad, somos pobres; pero existe la Providencia; y yo, con Su ayuda, soy capaz de lanzarme a cualquier empresa. Tratándose de gastos para ganar almas, ni yo, ni vosotras retrocederemos. Si no se puede comer más que pan y sopa, ¡bendito sea Dios!; y si esto también llegara a faltar, iremos, felices y contentas, a pedir limosna”. Al oírla hablar así, las Hermanas, que conocían bien su carácter, se decían mutuamente: “veréis que de un momento a otro, la Madre pone manos a la obra”. Y así fue.

En el verano de 1858, mientras las agitaciones políticas y religiosas y los rumores de guerra sacudían las poblaciones de Italia, ella, como si reinase la paz en todas partes, convertía en realidad la obra ideada y sostenida con fervor. En primer lugar, buscó un local. Se presentó al escultor Antonio Brilla, que tenía su taller junto a la casa del Instituto y le pidió dos habitaciones, de las que él podía fácilmente privarse. Y Brilla, que tenía en la Madre una buena clienta y conocía sus fines caritativos, se las alquiló por ochenta francos al año.

Se dirigió entonces a una señora de Savona que se ocupaba de las jóvenes y le rogó que le mandara diez o doce, a condición de que fuesen huérfanas o abandonadas, no pudiesen pagar y tuviesen necesidad de ser educadas e instruídas. La señora, casi enseguida, le mandó dieciocho. La Madre las alojó como pudo; les fijó un horario determinando tiempo para la oración, el estudio, el trabajo y las recreaciones. Para éstas, abrió el huerto de la Casa Madre, cediendo buena parte de él. La sala de recibo la convirtió en comedor donde se les proporcionaba pan y sopa a discreción. Al caer la tarde, rezaban el Rosario; y después de una sencilla pero abundante cena, las mandaba a su casa.

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¿Los resultados? Escasos. Eso de volver a casa era perjudicial. La obra de regeneración que la Madre realizaba con tanta fatiga y tanto sacrifico, desaparecía al contacto habitual con el mundo. Las niñas, que al retirarse por la noche llevaban tan buenos propósitos, volvían a la mañana siguiente, casi en su totalidad, mal dispuestas. Algunas concurrían unos días o pocas semanas y luego se alejaban para no volver más.

“He comprendido, dijo tristemente la Madre. Creí deber comenzar por poco y ahora veo que debía comenzar por mucho. Es necesario abrir una casa a propósito para el fin que se persigue; de lo contrario, nunca llegaremos a algo”. ¿Una nueva Casa? –dijo, sorprendida, alguna Hermana. ¿De dónde sacaremos dinero?

“¿Quién lo sabe? La Santísima Virgen y San José pensarán en ello. ¿No sabéis que nos hemos encontrado en casos perores que éste? Éramos cuatro las Hermanas que dimos comienzo al Instituto, en una casita alquilada y con sólo cinco liras. Muchos profetizaron nuestro fin a breve plazo. Ahora han pasado veinte años y henos aquí con una linda Casa Madre y quince filiales. Tened en cuenta esto: con Dios, se comienza y se prospera; así es que yo no abrigo temores de ninguna especie en las actuales circunstancias. Y os comunico que, no bien encuentre una casa que convenga a mi fin, la compro; la compro en nombre de San José, y la llamaré “Casa de la Divina Providencia”.

En aquellos días se hallaba en peligro de muerte una morenita, llevada hacía poco tiempo al Instituto por el Padre Nicolás Olivieri. Cuando ya estaba por morir, la Madre se le acercó y le dijo: “Pequeña, tú debes hacerme una comisión, ¿me oyes?” La morenita hizo señas que sí. “Apenas llegues al Cielo, te presentas a María y a San José y les dices que debo comprar una casa para las niñas pobres como tú y que no teniendo dinero cuento con la ayuda de Ellos. ¿Me has entendido? ¿Lo harás?”

Con voz apenas perceptible la niña respondió: “Sí, Madre”.La pequeña murió; y dos días después, un desconocido se presentaba ante la adre

y le dejaba una buena oferta para sus obras.La Madre exclamó: “Se ve que la morenita ha llevado bien el mensaje. El asunto

va adelante”. Y enseguida trató de reunir una suma de dinero que le permitiera comenzar la obra. Decidió ir a Génova, donde contaba con algunas almas generosas. Partió una mañana, en diligencia, bajo un diluvio de agua que, desgraciadamente, produjo graves daños en el territorio savonense. Llevaba consigo solamente un paquete de hojitas de una novena en honor de Nuestra Señora de la Misericordia.

Durante el camino, trabó conversación con un joven y culto sacerdote, de modales distinguidos, le habló de sus asuntos y le contó el motivo de su viaje. Ese sacerdote era el Padre Francisco Martinengo, Religioso Lazarista. Se interesó vivamente, prometió a la Madre apoyar totalmente su proyecto y empezó de inmediato ofreciéndole un escudo a cambio de una de las novenitas. Pronto tuvo oportunidad de referir sus impresiones sobre aquella primera entrevista con la Madre Rossello: “Yo consideré siempre este encuentro como una gracia del Señor, el cual me abrió el camino para secundarla en sus obras de caridad, con todas mis fuerzas”.

La Madre se detuvo en Voltri para saludar a sus Hijas, que desde algunos meses atrás se habían encargado de la escuela y del hospital; de allí pasó a Génova; y después de haber golpeado a varias puertas, volvía a Savona con algunos miles de liras. Una bagatela, para la obra de anhelaba; pero el resto lo iba a hacer San José, al cual se dirigía ahora con cierto derecho y podía hablarle en serio: “Querido Santo, que fuisteis el Tutor del pobre Jesús, sed el proveedor de tantas pobres jóvenes. Yo he hecho mi parte; haced Vos la vuestra”.

Y como se acercaba el mes de marzo, agregó: “Quedamos de acuerdo en que la cuestión debe resolverse en vuestro mes”.

Y he aquí que a fines de febrero, conversando con un buen señor de Savona, vino a saber una gran noticia: los marqueses Lamba Doria estaban por vender un

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palacio suyo, situado a un kilómetro de la ciudad, sobre el camino que conduce al Santuario de Nuestra Señora de la Misericordia; y aquel señor era justamente el encargado de la venta. La Madre, en un transporte de alegría y decisión exclamó: “¡Lo compro yo!”. El señor sonrió, detuvo un momento su mirada sobre su interlocutora y le dijo: “¡Se necesitarán no menos de treinta mil liras!...”

-“Y bien –continuó la Madre- guarde silencio. Por ahora no lo ofrezca a nadie. Espere hasta mañana. Mañana, Dios mediante, volveremos a hablar de esto”.

Y corrió a los pies de Monseñor Riccardi, le magnificó la hermosa oportunidad que se presentaba y le pidió su beneplácito para comprar. El Obispo la miró con un gesto entre serio y burlón a la vez. Luego, no obstante la estima y afecto que le profesaba, respondió: “No. No lo permito. Tú hablas de comprar. Esto es fácil; lo difícil es pagar. ¿Quién paga?”

“¡San José!”, prorrumpió la Madre“Ya tienes tú a tu disposición a San José… ¡Vamos! No se debe tentar a la

Providencia”. Y la despidió.La Madre partió apenadísima y no podía tranquilizarse. No comprendía cómo su

Obispo pudiese poner obstáculos a aquello que su Santo quería. Volvió, pues, al mediador y: “Escuche –le dijo-; hágame usted un favor. El señor Obispo hace algunas objeciones que no son insuperables. Usted personalmente preséntese a él y háblele de mi propósito; y verá cómo lo atiende”. El buen señor se dejó persuadir, y fue a ver a Monseñor. Apenas el Obispo supo de qué se trataba, levantando la voz replicó: “¿Qué es lo que quiere esta bendita criatura? ¿Pretende comprar sin dinero?”

Entonces el perspicaz intermediario, desempeñando admirablemente su oficio, dejó que el Prelado se desahogara; luego, discretamente, y aun valorando las razones prudenciales del señor Obispo, comenzó a encomiar la acción benemérita de la Madre, sus grandes Obras, surgidas de la nada; y, por otra parte, la circunstancia especial que se presentaba de adquirir un palacio cuya buena ubicación y el estar provisto de jardín y Capilla, lo hacían perfectamente adaptable al fin que se proponía. Enseguida, en un gesto terminante, añadió: “después de todo, si a su debido tiempo no puede pagar, será ella sola la que haga el triste papel, devolviendo a los marqueses su propiedad”. Mas, a pesar de todo, no cejó en su intento; acumuló tantas y tantas razones que al fin el Obispo concluyó diciendo: “Bueno, bueno. Basta. Iremos a ver esa casa y después se decidirá”.

Al día siguiente, muy temprano, la Madre se encaminó hacia el palacio en compañía del mediador, para esperar al señor Obispo; y he aquí que al entrar al vestíbulo vió un nicho y dentro de él una imagen de la Virgen de la Misericordia. “¡Oh Virgen querida!, exclamó tendiendo los brazos hacia la Divina Madre. Vos sois la Guardiana de esta casa; pues bien, Vos no os la dejaréis escapar”.

Poco después llegaba el señor Obispo. La Madre, apresuradamente y le dijo: “La Virgen me ha dicho que esta casa es Suya y que es necesario comprarla”.

Y el Obispo:“¿Ah! ¿Ya estáis de acuerdo? Pues, si la Virgen ha dicho que sí, no seré yo

quien diga que no”.Visitaron todo el edificio, vieron que realmente se prestaba para ser la sede de la

nueva institución y decidieron comprarlo. Enseguida se hizo el contrato: los marqueses Lamba Doria vendían a la Madre María Josefa su propiedad, por veinticinco mil liras, de las cuales quince mil debían pagarse al cabo de dos años y el resto después de cuatro, más el cinco por ciento de interés.

Antes de salir de esa casa, aprovechando un instante en que quedó sola, se arrodilló la Madre y agradeció fervorosamente a la Virgen de la Misericordia y a San José.

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Inmediatamente llamó a albañiles y carpinteros para las indispensables reparaciones; hizo restaurar la Capillita, encargó a Brilla, con destino a ésta, una hermosa estatua de Nuestra Señora de la Misericordia; y se entiende que en estos trabajos gastó todos sus ahorros.

Algunos meses después, en el frontispicio del palacio Doria se leía: “Casa de la Providencia”; y sobre la puerta de entrada apareció la pintura del Buen Pastor en actitud de acoger las ovejitas, expresando así la santa y piadosa finalidad a que se destinaba la nueva institución.

El 10 de mayo de 1859 se inauguró la casa. La fiesta constó de dos partes. En la primera, Monseñor Riccardi celebró la Santa Misa, bendijo los locales y, a continuación, predicó a la pequeña Comunidad, compuesta por la Madre, que rebosaba de alegría, por siete Hermanas Y siete niñas que formaban el primer núcleo de la familia. En la segunda, más conmovedor aún, actuó en primer término la Madre. Una vez que se retiró el señor Obispo, condujo a Hermanas y niñas a la Capilla; luego, acompañada por una niñita portadora de un pequeño pliego, se acercó al altar, subió hasta cerca de la estatua de la Virgen de la Misericordia, tomó el pliego en sus manos, lo puso dentro de un corazón de plata que suspendió del cuello de la imagen y, dirigiéndose después a los presentes, dijo: “Nadie leerá esta carta mientras yo viva. En ella están enumeradas las gracias que esta casa necesita. Toda vez que entréis a la Capilla y dirijáis la mirada a este corazón, rogad según las intenciones que en él están contenidas”. Su orden fue respetada. Después de su muerte, se abrió el corazón de plata y se leyó el escrito. Era la oración de una madre a la Madre del Cielo, una ardiente súplica a María para que velase benignamente sobre el humilde rebaño que se congregaba a sus plantas, para que liberara a esas almas del contagio del mundo y las hiciera objeto de amor a las miradas de Jesús, para que alcanzase siempre el perdón de sus culpas a las que habitaran esa Casa y les obtuviese el abandono a la Santa Voluntad de Dios; en fin, que multiplicara esas hijas y, con el pan del alma, les diese el del cuerpo. Pedía también la bendición para el Papa, el Obispo, todos los bienhechores; y finalmente para sí la gracia de vivir y morir trabajando en la salvación de las almas…

¡Qué invención singular fue ésa! ¡Qué misteriosa importancia asumió ese corazón pendiente del cuello de la Virgen María! ¡Qué estímulo eficaz para excitar la fe y la piedad! Hermanas y niñas se preguntaban siempre: ¿Qué habrá allá adentro? Y la única respuesta era ésta: “¡Silencio! Ahí están escritos los pactos entre la Madre y la Santísima Virgen ;se piden las cosas más hermosas y mejores para nosotras; ¡oremos!”

Y de esta manera comenzaba la dura y a la vez dulce preocupación de la “Casa de la Providencia”. Detengámonos por lo menos unos instantes a contemplar a nuestra Santa en esta tarea: y tendremos idea exacta de sus criterios de educadora.

Todos los días, iba, desde la Casa Madre a la de la Providencia, para vigilar las clases y los oficios, para mantener la disciplina, para aconsejar y dar valor; pero iba también para otro género de trabajo: porque para transportar muebles, limpiar habitaciones a cocinar, no había quien rivalizase con ella. Trabajaba gustosa y con alegría viendo que su obra tomaba un feliz incremento.

Quería ella misma en persona recibir a las niñas que golpeaban a la puerta, y el recibimiento era un cuadro conmovedor. Abrazaba con maternal ternura a la recién venida, aunque estuviese sucia o andrajosa; le lavaba las manos y la cara; y mientras tanto le hacía preguntas sobre los parientes, sobre sus conocimientos religiosos, sobre la conducta observada hasta entonces. Luego la conducía a la Capilla, delante de la Virgen de la Misericordia y le decía: “Esa es la Mamá del Cielo; roguémosle”. Después de todo esto, la presentaba a la comunidad y la admitía entre las compañeras.

Todos los días quería verlas a todas y a cada una en particular. Se informaba de sus progresos; confortaba, daba regalos o caricias, advertía y si era necesario reprendía;

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y todas las rodeaban, porque, aunque las hubiera corregido o castigado, era siempre para ellas la más amada de la Madre.

Quería que estuviesen recogidas y devotas en la Iglesia, atentas en la clase, pero alegres en el recreo. Les decía: “Divertíos por Dios, que también el saltar y el jugar es meritorio para vuestra alma”.

¿Había indóciles o tercas? A éstas buscaba con mayor solicitud. ¡Cuánta paciencia con ellas! Repetía advertencias, trataba de hacer desaparecerlos defectos, sin que la obstinación hiciese jamás disminuir su constancia. En algunos momentos, cuando veía que su advertencias eran inútiles, ella, que conocía bien los misteriosos recursos del apostolado, reunía en torno suyo a estas rebeldes y como si les concediese un privilegio las llevaba a orar ante el Santísimo Sacramento. Y así, poco a poco, con el ejemplo, con las exhortaciones, con mucha bondad, con escasas reprimendas y con algunas lágrimas, lograba someter, calmar, transformar en mansas ovejitas, a aquellas niñas indóciles. ¡Qué consuelo experimentaba su corazón cuando veía encaminadas al bien y en seguro, esas almas expuestas otrora a una funesta ruina!

Pero no eran sólo consolaciones sino también angustias las que le causaba esa Casa. ¿Quién puede expresar las congojas que sufrió para proveerla? El período inicial fue de verdadera lucha. Los muebles, camas, utensilios, la lencería, que no eran estrictamente necesarios en la Casa Madre, se enviaron a la “Divina Providencia”. Escribió a las casas filiales para que mandaran a las huerfanitas los pequeños ahorros y todo lo que les fuese superfluo; deliberadamente dispuso que todas las miradas del Instituto convergiesen hacia aquella Casa para que, concurriendo todas a su incremento, participaran de las bendiciones que debía atraer del Cielo. Pidió retazos de tela y artículos de almacén a los negociantes de Savona, y con mayor insistencia tendió la mano a muchos bienhechores. Todos sus esfuerzos sirvieron para sostener la obra, pero no para sacarla de su miseria; cada niña tenía su camita; pero no todas tuvieron su silla ni dos sábanas; todas pudieron alimentarse de polenta, a la que algunas veces se agregaba un poco de queso; pero no tenían mesas a las que pudieran sentarse; se arreglaban como mejor podían, tomando el alimento en una escudilla, de pie, sin ninguna comodidad. Para vestirlas, toda tela era buena, y no se necesitaban modelos de hechura. El problema más serio fue el de proveerlas de zapatos. Sólo la mitad de las internadas pudo tenerlos, lo que obligó a dividirlas en dos grupos los domingos, para ir a Misa. Las más, calzadas, iban a la ciudad; las otras, con zuecos o descalzas, al solitario Convento de los Capuchinos. Poco a poco, las cosas mejoraron. En el invierno, fue posible, gracias a limosnas recibidas en dinero, adquirir zapatos para todas y hasta vestido uniforme, que las hacía casi elegantes. Entonces la próvida Madre no dudó presentarlas en la ciudad y llevarlas a tomar parte en las Procesiones del Corpus Christi. A este fin, las dotó de un estandarte que ostentaba la imagen de Nuestra Señora de la Misericordia y las adiestró en los cánticos eucarísticos. Cuando se habló del sitio que debían ocupar, dijo: “Dadles aunque sea el último lugar, con tal de que acompañen al Señor en el Santísimo Sacramento”.

Más tarde, permitió que las niñas intervinieran en los acompañamientos fúnebres; concesión que daba a las exequias una nota de piadosa melancolía y –lo que es más loable- las vivificaba espiritualmente con cantos y preces cristianas que son un verdadero y valioso sufragio para los difuntos.

Para dar a las niñas una educación completa y también para que la Comunidad tuviese una pequeña entrada económica, las aplicó al trabajo. Todas debían saber algo. Si alguna no deba resultado para labores finas de costura o bordado, se la destinaba a los telares o hacer medias o hilar o remendar, pues había razones que disminuían las entradas producidas por el trabajo: eran éstas, por una parte las enfermizas que no estaban en condiciones de realizar ninguna tarea; por otra, los ávidos parientes que se llevaban a las jóvenes en cuanto habían practicado un poco; y no faltaban tampoco

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comerciantes voraces que, sobre encargos al por mayor concedían sólo algunos centésimos de ganancia. Estos abusos indignaban al buen Padre Martinengo que se había convertido en un gran cooperador de la Madre y en papá de la Casa de la Providencia; pero la Santa, en cambio, se conformaba, porque con poco podía hacerse más que con nada.

No faltaron otras pruebas, debido en parte al género mismo de la institución. Los que habían predicho centenares de veces la quiebra de la Misericordia, preveían ahora con igual seguridad el fracaso de “la Providencia”. Era gente necia, que había explotado a las niñas y odiaba a quien se las quitara de entre las manos. Furiosos, por haber perdido la presa, rondaban de noche alrededor de la Casa, gritando y amenazando. La Madre, haciendo tranquilamente cerrar las ventanas, decía: “Cuando os canséis de gritar, terminaréis. Si el diablo rabia, buena señal”.

Y mientras tanto, entre miserias, dificultades y también consolaciones, el número de las asiladas crecía. Eran ya cuarenta: todas hijas del pueblo, huérfanas de padre o madre, o abandonadas por éstos; todas en condiciones tales que, sin la intervención de la Madre, habrían caído seguramente en el vicio.

- “Madre, no acepte muchas jóvenes. Recuerde que todavía tiene que pagar la casa”, le decía el Padre Martinengo, para moderar su celo.

Y ella, golpeándose la frente con la mano, respondía:“Tiene razón. Debo pensarlo. Ahora pongo punto final”.Pero, el punto no era final. El ruego de una madre o el pedido de un Párroco o la

recomendación de un bienhechor o la necesidad urgente de salvar un alma, le hacía siempre olvidar las promesas y reabrir nuevamente la puerta.

El Padre Martinengo terminó por dejarla hacer: “He comprendido –se dijo- que mi deber es solamente ayudarla; no, limitar su caridad”.

La Madre pensaba que, dentro de poco, debía satisfacer su compromiso; pero ¿podía angustiarse porque se viera pobre y endeudada? Faltaban todavía algunos meses para la fecha del vencimiento. Pues bien: un instrumento de la Providencia, como ella se consideraba, debía pensar sólo en las necesidades del momento presente y de ningún modo preocuparse por las venideras. Llegado el día prefijado para pagar el saldo, de alguna manera Dios iba a suministrar los medios… Podía, pues, por de pronto, desentenderse del futuro; y si la ocasión se presentaba, continuar con sus generosos y habituales procederes de caridad.

A pesar de que la preocupaban las necesidades de la “Casa de la Providencia” y la apremiaba el pago de la deuda, pensaba tranquilamente en nuevas fundaciones. Aceptó la escuela y el asilo de la Comuna de Strevi; accedió a los deseos de la de San Hilario, enviando, para la escuela de niñas, cuatro Hermanas y no dos, como habían pedido; satisfizo a Portomaurizio y Tagggia, destinando a cada uno de los respectivos asilos, tres Hermanas; y, en los primeros días de 1861, reforzó el contingente del hospital de Albisola, donde, por amor a su pueblo natal, admitió sólo una pequeñísima retribución.

Además, en 1860 la Comunidad aumentó en número por el ingreso de veinticinco Novicias. Ya que Dios se mostraba tan benévolo, ¿no debía ella ser generosa con los demás? Habéis de saber también un extraño caso ocurrido en la administración de la Madre, por aquel entonces. ¿Quién pudo jamás explicar los resultados del último balance? ¡Sí, el curioso balance! Todos los registros de la casa, llevados con regularidad, acusaban un déficit de treinta y un mil liras; todas las verificaciones practicadas concordaban con dicha suma. Pero lo cierto es que en los hechos, la deuda de los acreedores llegaba sólo a seis mil liras; y con ellas, la Madre la cancelaba totalmente.

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¿Cómo pudo ser esto? Fue un misterio que la Comunidad comentó largamente. La explicación más obvia es: o que secretarias y revisores de cuentas cometieron un error, o que San José –y es lo más seguro- se encargó de pagar.

Había llegado el mes de enero de 1861 y para el 8 de marzo, según lo pactado, debían abonarse quince mil liras a los marqueses Doria. Naturalmente, no las tenía y era preciso ingeniarse para conseguirlas; y como no podía esperarlas de los medios humanos, recurrió a los celestiales. Pensó que el 23 de enero se celebraba ese año la fiesta de los Desposorios de María Santísima con San José y que era un día muy oportuno para recurrir al Corazón de Ambos; por eso, el día 14 ordenó una gran novena, a la que asistieron todas las Hermanas, alumnas y asiladas de la Casa Madre y de la Providencia. Para hacerla más eficaz, dispuso que oraran alternativamente las siete educandas más pequeñas. Y el recurso, según la Madre, debía producir efecto infalible. Tan convencida estaba, que, cuando el sacerdote Don Nicolás Tissoni le preguntó cómo se libraría de la deuda, vivamente le respondió: “No sé. Debe resolverlo San José. ¿Cree Ud. que la Virgen y San José dejarán pasar sus Esponsales sin hacerme el regalo de bodas?”

¡Pero los Esponsales pasaron y el regalo no llegó! Entonces, el mismo sacerdote, con cierto aire irónico le preguntó: “¿Y dónde está el regalo?”

Y la Madre: “Pero nosotras no debemos fijar los minutos a San José. Probablemente lo está buscando”.

En efecto, el día siguiente llegó una carta en la que le rogaban fuese inmediatamente a Génova, donde un tal señor Rolla, anciano enfermísimo, la esperaba para hacerle una donación a favor de las hijas de “la Providencia”. “¡Oh, San José bendito –exclamó la Madre- cuán cierto es que Vos siempre me escucháis y que siempre me escucharéis!”

Y enseguida se fue a Génova, al domicilio del señor Rolla, a quien encontró moribundo. El pobrecito, con voz débil y conmovida saludó respetuosamente a la Fundadora de la Providencia; y llamando a su secretario le dictó una orden de seis mil liras a favor de la Madre. Pero estaba tan extenuado, que para hacerle firmar el documento tuvieron que llevarle la mano y conformarse con que hiciera un garabato; mientras esto acontecía, la Madre rezaba en su interior: “Señor, dadle fuerzas para que pueda, por lo menos, poner su firma”. Instantes después, el señor Rolla moría.

De inmediato le entregaron las seis mil liras. Visitando luego a varias familias reunió una discreta suma; otras cinco mil, le prestaron los señores Cataldi: tenía lo suficiente. El 8 de marzo ponía en manos de los marqueses Lamba-Doria lo pactado: quince mil liras. No, San José no permitía que la Madre faltase a sus compromisos.

¿Qué miedo podía tener esta alma tan poderosamente protegida? ¿Esas continuas ayudas de o alto no le estaban diciendo que podía acelerar la marcha y extender tranquilamente su obra? Por lo cual, apenas hecho el ajuste susodicho –y aunque siempre apremiada por las necesidades de la Casa Madre y de la Providencia-, no temió abrir otra filial en Mele para las escuelas comunales y reforzar la floreciente comunidad de San Remo, con el envío de más Hermanas. Poco después, a pedido del Consejo Comunal, mandó otro núcleo a Cogoleto para dirigir escuela y hospital, fundación ésta que pronto se afirmó vigorosamente y que tan copiosos frutos produjo en el futuro. Por último, destinó seis Hermanas a Cario Montenotte, en la diócesis de Acqui, donde les confiaron el hospital y las escuelas comunales; y otras cuatro a San Remo para la leprosería. Sí, continuaba la estrechez; pero, en pleno progreso.

El Instituto contaba con doscientas Hermanas; y cincuenta y tres habían ya volado al Paraíso. Tenía fundados, y sostenía, dieciocho establecimientos en las seis diócesis de Savona, Génova, Albenga, Ventimiglia, Acqui y Mondoví.

Dios la bendecía copiosamente.

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CAPITULO XIMIENTRAS LA CASA DE LA PROVIDENCIA SE CONSOLIDA Y SE DUPLICA

(1861-1864)

Y también la Casa de la Divina Providencia debía prosperar. Por basarse en la pobreza y en la humildad y por tener fines tan importantes desde el punto de vista social y moral, tenía todo derecho a progresar. Dos obstáculos le impedían, sin embargo, adelantar a grandes pasos: la deuda de diez mil libras que aún restaba pagar a los Marqueses Lamba-Doria y que era preciso saldar y la otra deuda cotidiana, mayor aún que la anterior, del mantenimiento de las niñas.

Todo quedaría solucionado si San José le remitiese un bono por valor de veinticinco mil liras…

¿Acaso no era San José capaz de tanto? Sin duda que sí, ya que él fue quien inspiró al Padre Martinengo el proyecto de una rifa-bazar. La propuesta fue recibida con poquísimo entusiasmo porque se opinaba que suelen ser muy escasos los beneficios de este género de recursos. En una reunión celebrada con asistencia del señor Obispo, para constituir una Comisión ad hoc, un abogado savonés, bastante perito en esta materia, calculó que solamente se sacarían en limpio, de cuatro a cinco mil liras. ¿Valía la pena hacer tanto gasto? El Padre Martinengo esperaba, en cambio, sacar doce mil liras. Sea como fuere, entre aprobaciones, dudas y temores, el proyecto fue aceptado. La Madre eligió un número de Hermanas para preparar el bazar y mandó solicitudes a todas partes para pedir ofertas y dones. Encontró calurosa adhesión: todas las Casas filiales aportaron algo; las familias nobles de Génova, los parientes de Monseñor Riccardi de Turín, hicieron llegar cajas con objetos de todas clases; la familia real mandó su regalo y hasta el Sumo Pontífice Pío IX, a quien se pidió bendijera la iniciativa, tuvo la delicadeza de enviar un precioso cofrecito que constituyó, por cierto, el principal atractivo. El bazar llegó a ocupar varias salas de la Casa Madre. Dió una entrada de veintiocho mil liras que, deducidos los gastos, se redujeron a veinticinco mil. Era el bono que la Madre esperaba de San José…

Con esa suma abonó el saldo final que debía a los Marqueses Lamba-Doria y todas las otras cuentas pendientes; y quedó así sin deudas…; pero también sin dinero; vale decir, en la mejor situación en que una persona de fe y valor, como la Madre, podía disponerse a extender su Obra.

Lo primero fue aumentar el número de asiladas: de cuarenta que eran, a sesenta y luego a setenta. Este rápido acrecentamiento alarmó al Padre Martinengo que se creyó obligado a rogarle no acepase más. ¡Pero, qué! A los pocos días, eran ochenta; y veinte las Hermanas consagradas a su instrucción y formación.

¿Preveía, esa Santa Religiosa, las consecuencias de tal proceder? ¿No se daba cuenta de que la Casa era ya demasiado estrecha para tan numerosa población escolar? ¿Cómo se las arreglaría ahora? ¡Oh! Sí, todo lo había previsto: y, frente a tales estrecheces e incomodidades, deducía la necesidad de una ampliación. ¡Claro!: se gastaba más que antes, por el crecido número de niñas; y se imponía un desembolso mayor para ampliar el edificio. Así lo exigía la fuerza de los acontecimientos y así también lo quería la lógica y la gran fe de la Madre.

Entre tanto, la Comuna de Prá ofreció la escuela de niñas, y allá envió la Santa Fundadora un grupo de Hermanas. Esta filial la fundó con particular alegría porque descubrió allí un campo de acción maravilloso; y efectivamente, muy pronto dio tales frutos que, sobre agregar más Hermanas y clases, abrió un taller para jóvenes obreras, exclusivamente.

A propósito de esta Casa múltiple de Prá, citemos un detalle interesante: la Madre demostró siempre algo de predilección por ella, debido a que la Superiora siempre hablaba bien de sus súbditas y éstas no tenían sino elogios para su Superiora.

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¡Felices las Comunidades donde Madre e Hijas forman un solo corazón y encuentran siempre motivos para alabarse mutuamente!

A principios de febrero de 1863, la Madre resolvió iniciar el ensanche del edificio de “la Providencia”.

Pero ¿para qué pensar en construir en el antiguo edificio, si sólo se podía levantar una pobre habitación más? Quería un nuevo brazo, de tres pisos, y de tales dimensiones que pudiese instalarse, en la planta baja, un amplio comedor y en los pisos superiores dos grandes dormitorios. Espacio, aire, luz, he aquí lo que quería para sus queridas niñas.

Se comenzaron los trabajos bajo la dirección de la Madre, que continuamente vigilaba e impartía órdenes como si fuese el arquitecto. Pero, un día no apareció; y, al siguiente, tampoco. ¿Qué había sucedido? La incansable, no pudiendo resistir a la fatiga, se había rendido.

La enfermedad, en continuo avance, sin tratamiento para detenerla, encontró la manera de herirla seriamente y confinarla al lecho. Primero fue un ataque al corazón; luego apareció, en forma azás amenazadora, la hidropesía. Después de algunas semanas que no trajeron ninguna ventaja sobre el mal, el médico que la atendía no ocultó sus temores. Las Hermanas, afligidísimas, pensaron en la necesidad de una consulta; y la Madre se enteró de su propósito. “Dejad en paz a los médicos –les dijo-. Me curará San José, si él lo cree conveniente”. A pesar de ello, preocupadas las Hermanas por el curso del mal, sostuvieron su opinión y se llamó a consulta a dos insignes médicos de Savona y uno de Génova. La respuesta, si bien daba esperanzas, no ocultaba sin embargo la gravedad; y las Hermanas quedaron sumidas en la más viva aflicción. Viéndolas así, la enferma las animó: “¿No os había dicho, que los médicos no encontrarán remedio para mí? ¡Vamos! Reuníos todas y comenzad una Novena a San José. El sabrá curarme mejor que los médicos”.

La obedecieron de inmediato. La invitación se transmitió a todas las Casas y el Instituto entero de la Misericordia fue movilizado para orar a San José en pro de la salud de la Madre Fundadora.

Efectivamente, el Santo fue el mejor médico. Al poco tiempo la paciente mejoró y para el dos de mayo, fiesta del Patrocinio de San José, ese año, pudo presentarse en el comedor, acogida entre aplausos de júbilo por Hermanas y educandas.

Como aún estaba convaleciente, Monseñor Riccardi le ordenó ir a Génova para someterse a un tratamiento especial y restablecerse por completo. Fue; y se hospedó en el Retiro Cattaneo, entre sus Hijas. Allí, con discreta fidelidad, se sometió al tratamiento que tanto interesaba al señor Obispo; pero, sobre todo, el absoluto reposo de cuarenta días y los solícitos cuidados de sus Hijas contribuyeron a que recobrara la salud; aunque, desgraciadamente, su curación no fue completa.

Su corazón ya estaba herido y cada año, al llegar el invierno, se resentiría más o menos de la dolencia que más tarde había de conducirla a la tumba.

Cuando regresó a Savona encontró la nueva edificación muy adelantada; y si la forzosa ausencia le había ahorrado la molestia de tratar y discutir con los empresarios y obreros, otro asunto enfadoso la estaba aguardando allí: una deuda que ascendía a veinte mil liras, y todos los fondos tan agotados, que el buen Padre Francisco Martinengo que había dirigido la obra en su lugar, fue a su encuentro agitando los brazos con desesperación, rogándole suspendiera temporariamente los trabajos para evitar una quiebra.

“¿Una quiebra? –exclamó la Madre, mirando con asombro a su colaborador-. ¿Cree Ud. que se puede quebrar cuando se está apoyado en la Providencia de Dios y en el Patrocinio de San José? ¡Animo! ¡Roguemos y verá!” Y fue así, porque ¡el Padre Martinengo vió, de veras! Después de unas horas se encontraba, él mismo, con una acaudalada matrona que, desabrochando su brazalete de brillantes lo ponía en manos del

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Padre para que lo convirtiese en dinero, a favor del edificio de la Providencia. Después de esto, reprochándose su incredulidad, decíase a sí mismo: “¡Ah! ¡es Madre me hace comprender muchas cosas!”

Y en cuanto a la deuda, la Santa Fundadora supo hallar el camino más directo para cancelarla. Tomó la pluma y, a pesar de no ser gran letrada, escribió sin rodeos a San José. En esa carta, fechada el 10 de marzo de 1864, aunque reconociéndose “miserable e indigna de obtener gracias”, suplicaba ante todo a su querido Santo le concediera a Ella y a sus Hijas “un corazón contrito y humilde, y una confianza ilimitada en la Divina Providencia”. Luego exponía las dificultadas del Instituto y depositaba a sus pies la lista de las graves deudas que lo oprimían, para que las reconociera como Suyas y las saldase. “Pagadlas Vos, ¡oh querido Padre! Vuestro Hijo es infinitamente rico y vuestra Esposa, Emperatriz. Rogadles encarecidamente que me las paguen y decidles que todas estas deudas las he contraído para dar de comer a los pobres necesitados y a las pobres Religiosas que trabajan en la viña del Señor!...” Luego pedía bendiciones para el Santo Padre, para el Obispo, para los Religiosos y para las Hijas de la Misericordia; y, con respecto a Ella, se limitaba a rogar al Santo quisiera “enseñarle a hacer bien la oración y a amar a Jesús y María”.

Cualquiera entrevé, por esta carta, la santa sencillez de la Madre, que de esta manera recurría al patrocinio de los Santos; pero el hecho es que San José la escuchó, porque en pocos meses reunió la suma adeudada y canceló su cuenta.

Desde entonces, anexados los nuevos locales, la familia pudo alojarse más cómodamente. Sin embargo, subsistía otra urgente necesidad, dado que, si la casa había sido ampliada, la Capilla era la misma capillita doméstica de los Lamba Doria, capaz de dar cabida, a lo sumo, a cuarenta personas. Por eso, las ciento y más moradoras de “la Providencia” debían amontonarse con grandísima molestia, para entrar en ella; y en las fiestas, cuando se agregaba la concurrencia del público, Hermanas y niñas se veían obligadas a hacinarse en una tribuna detrás del altar o en la pequeña sacristía o en una diminuta habitación contigua a la Capilla. No era éste un inconveniente sin importancia para una Comunidad religiosa y un internado de jovencitas.

El Padre Francisco Martinengo sufría mucho por esto; y, cobrando valor, a imitación de los esclarecidos ejemplos de la Madre, repetía frecuentemente: “¡Oh, si pudiésemos edificar una nueva Capilla!”. Y un día, la Madre respondió: “Edifiquemos. Pero será preciso que asuma Ud. la tarea de dirigir la construcción. Entiéndase con San José, porque yo…” ¿Qué quería decir esta frase suspensiva…? El Padre Francisco Martinengo tuvo la explicación pocos días después, cuando la Madre lo invitó a hacer una visita a la “Providencia”.

¿Qué vió? Un verdadero enjambre humano. En los últimos meses, la Madre había aceptado pedido tras pedido y había llegado a cien las asiladas. ¡Ay de mí! También los nuevos locales resultaban chicos, por lo que en cada hueco aparecía una niñita; y a pesar de los vastos dormitorios, las camas obstruían ahora los corredores; y, hasta en el refectorio, habían tenido que colocar armarios y telares.

¡Hum! –exclamaba el Padre-: así no se puede vivir: se necesita un local más amplio para estas niñas”.

“Es lo mismo que digo yo –respondió la Madre- hay que remediar esta situación. Entonces, piense Ud. en agrandar la Capilla de la Providencia y yo pensaré en ampliar o duplicar la casa”. Y los dos campeones se lanzaron a su respectivo trabajo.

El Padre Martinengo supo ingeniarse para reunir el dinero necesario. Como era diestro en el manejo de la pluma, inició una especie de campaña en el “Devoto de San José” de Módena. Con palabras vibrantes hizo una llamada a las jóvenes de los Institutos de Italia, invitando a todas y a cada una a hacer la insignificante donación de una lira en beneficio de sus hermanas de la Providencia. Describía minuciosamente, con ese fin, la incomodidad en que las pobrecitas debían estar, ubicándose aquí y allá para

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poder oír la Santa Misa y cumplir sus deberes religiosos. Y respondieron al llamado ciento treinta Institutos. Enviaron en total la suma de tres mil ochocientas liras. Al mismo tiempo obtuvo que el “Devoto” abriera, a favor de la obra ya citada, suscripciones públicas y él acicateaba, prometiendo algunos interesantes artículos para cuando se hubiese llegado a una cantidad determinada.

De esta manera reunió una discreta suma y los trabajos fueron iniciados, trabajos que, a decir verdad, se complicaron y se prolongaron más allá de toda previsión. Porque, por razones de espacio, se convino que la nueva capilla ocupara en parte el lugar de locales preexistentes, los cuales, justamente, estaban ocupados por los telares, que n se podían suprimir ni transportar. Por lo tanto tuvieron que comenzar por edificar un amplio salón de noventa metros cuadrados de superficie para los telares; y en el espacio ya disponible, más una parte del jardín, levantaron una hermosa Iglesia capaz de contener más de doscientas personas.

¡Qué trabajo el del pobre Padre Martinengo! A menudo le faltaba dinero y acudía al “Devoto” para pedir ayuda, y tocaba fuerte la diana para que lo oyeran los sordos y caminaba con la linterna para descubrir algún rico “capaz de hacer algún disparate”, esto es, de darle el dinero necesario para terminar la obra. Y suplicaba a San José golpeara a todas las puertas como lo hiciera otrora en Belén; pero de tal modo que no lo rechazaran, como allí lo habían hecho. ¿Y acaso no era San José quien pedía en su lugar? ¿Quién descubría en Savona a las buenas señoras que pagaron el pavimento de la nueva iglesia?, y ¿quién sugirió a Monseñor Riccardi el magnífico obsequio de los grandes ventanales? ¿Quién le hizo encontrar al bienhechor que regaló los mármoles para el presbiterio y al que donó el juego completo de candelabros y floreros para el altar? ¿No fue San José, acaso?

Cuando San José parecía estar cansado de pedir y escatimaba los suministros, el buen Padre Martinengo se dirigía a la Madre como a último recurso. Esta, invariablemente respondía que no tenía nada; pero luego volvía a acudir a San José con su acostumbrado estribillo: “¡San José, ayudadnos!”. Y parece que el Santo, ante las instancias de la Madre se tornaba generoso, porque el día siguiente ella se encontraba en condiciones de satisfacer más o menos a los pedidos del Padre Martinengo.

Y finalmente, después de tenaces esfuerzos la iglesita quedaba terminada y aun embellecida con algunas decoraciones y pinturas. Como sello de la obra pusieron en los pilares dos lápidas: en una se recordaba la contribución de los Institutos italianos y la caridad de todos los amigos; en la otra, las Hijas de la Providencia prometían una Comunión anual por los bienhechores vivos y difuntos, Comunión que se haría el día de San Vicente de Paúl en reconocimiento al Padre Martinengo que tanto había trabajado.

Y mientras este Padre se afanaba en la construcción de la Capilla, ¿qué hacía la Madre? Pensaba en lo demás: ampliar, o mejor dicho, duplicar la casa de la Providencia. ¿Otra Providencia, entonces? Precisamente: otra que fuese anexo o sucursal de aquélla y se rigiese por sus mismos métodos.

Proyectaba fundarla en Albisola. Allí estaban ya sus Hijas, a cargo del Hospital, desde 1861; pero quería establecer, en su pueblo natal, algo más valioso: precisamente un duplicado de la tan amada “Providencia”. Ya había hecho sus planes. A lo largo de la calle principal del pueblo existía una linda casa, que la Madre miró con interés y se propuso adquirir; o, más bien, considerándola como suya hablaba de reparaciones y modificaciones de la misma y casi hasta calculaba el número de niñas y de Hermanas que podrían albergarse allí. Pero el hecho es que era aún propiedad ajena y nada menos que del señor Francisco Biancardi, residente en Alassio, de quien se sabía que no estaba dispuesto a enajenarla a ningún precio.

La Madre comenzó por consultarlo con San José, en la oración; y, obtenido su beneplácito, trató con el señor Biancardi mediante una persona amiga, que sólo logró obtener una rotunda negativa. Entonces dirigióse personalmente, con toda la santa y

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vivaz elocuencia de que era capaz. Le habló de las pobres niñas de “la Providencia” que tenían extrema necesidad de vivir más cómodamente; y de muchas otras que esperaban ansiosas ser recibidas en ese albergue; le dijo que haría una gran obra de caridad contribuyendo a la salvación de muchas almas que estaban en peligro y, en fin, qu3e él no perdería nada, porque ella le pagaría rigurosamente lo que pidiera y, aunque él exigiera algo más de su valor, por el cariño a su propiedad, estaba dispuesta a pagárselo. El señor Biancardi escuchó con deferencia, admiró la bondad de la obra, hizo elogios al celo de la Madre; pero se mantuvo en la negativa, hasta el fin.

Al verlo partir, la Madre recurrió a su habitual expediente. “¡San José, síguelo y convéncelo!” rogaba, apoyándose en su Protector.

Y hubiérase dicho que, en verdad San José le seguía los pasos y no dejaba de importunarlo, porque el buen hombre, a medida que se acercaba a su casa sentía acrecentarse en su interior una especie de remordimiento. Las palabras de la Madre resonaban en sus oídos, insinuantes, suplicantes; y se asombraba ahora, al pensar cómo pudo haberla dejado con un seco y frío rechazo.

Llegó a su casa, presa de la más viva agitación. Llamó a su única hija, con quien y para quien vivía, y le narró lo acaecido. La joven, que era un alma noble y piadosa, escuchó todo y luego díjole: “Papá: ¿por qué le contestaste que no? Yo le habría dicho que sí. Más aún. Escúchame. Tratándose de una obra tan caritativa, yo sería de opinión que se rebajase el precio”.

Evidentemente: también el corazón de la hija había sido conmovido por San José.

Papá Biancardi no dijo palabra. Se acostó; pero no pudo conciliar el sueño; le era imposible alejar el pensamiento de la conversación sostenida con la Madre y se reprochaba el no haber accedido al ruego de una Religiosa que le suplicaba por amor a Dios. Para poderse dormir le fue preciso hacer un nuevo pacto y prometer que contentaría a la Religiosa y a la hija. Al día siguiente, muy temprano, emprendía de nuevo el camino a Savona, se presentaba a la Madre y sin preámbulos le decía: “Tome la casa y déme por ella lo que quiera”. Y cuando la Madre, sorprendida, le ofrecía lo que, a su parecer, era equitativo, él replicaba: “Esto me lo han ofrecido también otros. Ud. déme algunos miles menos”. E inmediatamente se estipuló el contrato.

La Madre ya estaba por mandar albañiles para refeccionar la casa, cuando nuevos acontecimientos impidieron la iniciación de los trabajos.

* * *

Pero antes de hablar de la fundación de esta segunda “Providencia”, nos detenemos todavía un momento en la primera, para respirar a pleno pulmón su buena atmósfera y dar algunos detalles que definen la fisonomía moral de nuestra Santa, ilustran sobre su figura, alma de esta Providencia, y comprueban cómo era extraordinariamente protegida y guiada por la Mano de Dios.

Y he aquí las ciento dos asiladas, todas entre diez y veinte años, rebosantes de alegría, flores frescas del jardín cultivado por la Santa Madre. Las cinco últimas que entraron, deben dar gracias al Cielo por ello, porque la Madre tuvo que luchar para aceptarlas… Se presentaron juntas y, dado la falta de lugar, las Hermanas instaron para que las rechazase. Pero la Madre levantó la voz como para dar una orden y dijo: “Recibámoslas; y, enseguida. Es menester practicar la caridad en las horas más álgidas, cuando más cuesta, cuando más sacrificios impone, porque es entonces cuando más vale y más mérito tiene”.

Casi todas las asiladas tienen una triste historia que tratan de ocultar, que sólo la Madre conoce en todos sus detalles, porque todas, sin exclusión de ninguna, se confían a ella como hijas candorosas a su madre.

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Una de esas jóvenes tiene una malísima madrastra, que la echó de su casa con la consigna de no volver más. La pobrecita lloró amargamente, detrás de la puerta, antes de partir, para enternecer a aquella despiadada mujer; pero todo fue inútil. Desde entonces comenzó su peregrinaje de miseria: de día, vagaba por las plazas, miraba de soslayo a los que pasaban a su lado y, si descubría en ellos algún sentimiento de piedad, les tendía tímidamente la mano; llegado el atardecer, se refugiaba en algún pórtico y allí pasaba la noche. Varios meses así, de vida errante, la redujeron a un esqueleto y a sentirse, la pobrecita, más muerte que viva. Finalmente, golpeó a las puertas de la “Providencia”. Estas se le abrieron de par en par y allí revivió, física y moralmente.

Otra, acompañaba siempre a su padre, viejo mendigo, algo lelo. El pobre hombre, ni sabía ni podía prodigar cuidados a la niña. Los dos estaban hambrientos; él, desesperado, blasfemaba; y la pequeña languidecía visiblemente, día tras día. Por fin se logró el ingreso del padre en un asilo; a la hija la llevaron a la “Providencia”. Llegó allí en un estado tal de agotamiento que se temió por su vida; y se le administraron los Sacramentos; pero los tiernos y asiduos cuidados de las Hermanas la vigorizaron y, poco a poco, recuperó totalmente la salud.

He aquí otra: educada en un garito, estaba a punto de emprender la vida viciosa de su hermana mayor, cuando su madre, arrepentida de haber permitido la ruina de la primera, quiso por lo menos salvar a la segunda y la llevó a la “Providencia”.

Poco tiempo después murió la madre; y entonces, la hermana mayor, acompañada de una pariente, fue al Instituto a reclamar a la hermanita, para favorecer con su presencia, los intereses del garito. Naturalmente, la Madre Rossello se negó a entregarla; pero como las dos mujeres se encolerizaron y alegraron sus derechos, hizo llamar a la niña, y en su presencia le preguntó si quería irse con ellas. La pequeña contestó que no. ¡Habría que haber oído a aquellas dos furias infernales!... “¡Ah!, ¿dices que no? ¿Qué te crees? ¿Eres acaso dueña de hacer lo que quieres? ¿No sabes que podemos llevarte a la fuerza?”. Y prosiguieron: “O nos sigues, o renuncias para siempre a nosotras, que en adelante haremos cuenta que has muerto”… La niña debía decidirse…; pero la chiquilla ya estaba decidida, y por eso repitió su negativa y, echándose en brazos de la Santa Madre, exclamó: “Yo tengo aquí una madre que no me abandonará jamás y tengo Otra en el Cielo, que siempre pensará en mí”. Entonces, las dos mujerzuelas se retiraron derrotadas, lanzando a diestra y siniestra improperios de toda clase.

Otra, es el documento viviente de una lección y de una conversión. Está ocupando el lugar de una hermana suya. Escuchad el hecho: Esta última había sido puesta en la Providencia por orden del Juez, que quería librarla de las manos de su padre, un pillo borrachón. Después de tres años, se obstinó el hombre en sacarla de allí; y porque las Hermanas, que lo conocían bien, se la negaron, hizo, según expresión vulgar, “el diablo a cuatro”: rompió, a pedradas, los vidrios de la Casa y tanto insistió ante el Juez, que logró arrancarle la autorización de llevarse a su hija. Las Hermanas instaban a la Madre para que denunciase a aquel energúmeno a la Policía y se opusiese legalmente a su pedido. Pero ella aconsejó calmarse y dejar correr las insolencias de aquel hombre. Después, como si hubiese tenido una intuición profética, llamó al desgraciado y le entregó la niña, diciéndole: “He aquí a vuestra hija; pero, mirad que yo confío su alma a vuestra responsabilidad… Y tú, hijita, doquiera te encuentres, procura conservarte en gracia de Dios”. La niña respondió: “Sí, Madre. Yo pido al Señor que, antes de ofenderlo, me lleve Consigo al Cielo”.

Partieron ambos; pero, apenas llegaron a su casa, la niña cayó enferma, y, tres días después, murió. Fue éste un golpe durísimo para aquel hombre. Se culpó causante de esa muerte, se arrepintió amargamente de lo que había hecho, y para evitar nuevos males, tomó a la otra hijita y corrió a la “Providencia” para entregársela a la Madre. “Dios me quitó la primera –le dijo-, pero aquí os traigo la segunda. Criadla virtuoso

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como a la otra y rogad por este desventurado que está decidido a entrar por los rectos senderos de la moralidad cristiana”.

La Madre hizo luego notar a sus cohermanas: ¿Veis? Nosotras fuimos generosas con ese infeliz y he aquí que nuestra caridad ha producido buenos frutos: un ángel en el Cielo, un pecador convertido y una nueva hijita entre nosotras.”

No en vano la Madre había querido que esta Casa, fundada con tantas fatigas, estuviese bajo los auspicios de la Divina Providencia y llevase este nombre. En realidad, Dios en Su Providencia y llevase este nombre. En realidad, Dios en Su Providencia infinita, la tomó bajo Su tutela y mil veces la protegió y la ayudó de la manera que El acostumbraba hacer4lo, es decir, en forma imprevista y singular. Citemos algunos hechos que confirman esta Divina intervención.

Cierto día, no había en Casa ni víveres ni dinero. Abrieron la cajita expuesta a la beneficencia pública y la encontraron completamente vacía. “Pues bien –dijo la Madre- vayamos todas a rezar”. Rogaron durante un tiempo discreto y luego ordenó que volvieran a abrir la cajita. Esta se había enriquecido con dos céntimos y… dos botones… “¡Ah! –dijo la Madre- ¡hemos rezado muy poco, o si no, no hemos rezado bien! Especialmente estos dos botones prueban que nuestra oración no merece más. ¡Volvamos a la carga!”. Y fueron a orar con más fervor. Después, reabrieron la cajita y había ochenta liras, en oro. “¿Veis cómo la Providencia nos escucha?, exclamó la Madre.

En otra ocasión, durante el invierno, las niñas reclamaban, además de alimento, calzado, para protegerse de los rigores del frío; y la ecónoma no sabía cómo proveer a ambas necesidades. En tan crítica situación, fueron en busca de la Madre que, por especiales circunstancias, hacía unos días que no salía de la Casa Madre. Se trasladó a la “Providencia”, se informó del caso y luego dijo: “¿No sabéis cómo proceder en tales circunstancias? Venid y rezad”. Todas fueron a la Capilla, rezaron el Rosario y otras oraciones. Hacía una media hora que estaban orando, cuando oyen que un carro se acerca y se detiene frente a la puerta; y enseguida, un fuerte aldabonazo. La portera va abrir y se encuentra con un hombre que descarga mercancías, mientras las va enumerando: “dos bolsas de harina…, otra de porotos…, una cesta de nueces…, un rollo de cincuenta kilos de cuero nuevo”. La portera, asombrada, fue a dar aviso. Acudió la ecónoma con algunas Hermanas más, sin pérdida de tiempo; pero en el preciso instante en que llegaban a la puerta, el carretero dio un latigazo y partió velozmente, de modo que ellas sólo pudieron ver el carro que se alejaba en precipitada huída. Todas, al contemplar la abundante mercadería, se preguntaban: “¿Quién la ha mandado?” Y la Madre dio la respuesta: “¡Demos gracias a la Divina Providencia!”.

Testigo de estos favores de la Providencia de Dios era la mencionada Ecónoma, a la que le ocurrían las cosas más extrañas. A veces se encontraba en situaciones dificilísimas; y, a la mañana siguiente, o esa misma noche, salía de ellas, sin poder explicarse cómo. También sabía de casos maravillosos, la despensera. Según ella, los artículos de primera necesidad estaban sujetos a una especie de multiplicación. Sucedía esto especialmente con el aceite, cuyo recipiente, cuando estaba completamente vacío seguía aún destilando durante días y, hasta semanas.

El lector habrá comprendido que la obra de la Divina Providencia en pro de esta afortunada Casa, debió unirse con la protección de San José. El era el Agente y la Garantía de la Providencia; y así como la Madre podía dirigir sus peticiones al Santo para que las presentara a la Providencia, la Providencia podía confiar sus favores al mismo Santo para que se los concediese a la Madre. ¿Era acaso en vano que ella había querido que esta Casa, además de llevar el título de la “Providencia”, fuese puesta bajo la tutela de San José? Teniendo esta Casa especialísimas necesidades, no había mejor Protector que Aquél que tenía particular ascendiente sobre la Providencia de Dios.

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En realidad, la Madre, no sólo confía a San José el destino de esa Casa sino que somete a su parecer hasta los mínimos detalles en lo referente a la misma, y quiere y espera la opinión del Santo como si estuviera obligado a dársela y como si de la misma dependiera su modo de proceder.

¿Cuántas jóvenes debe aceptar en la “Providencia”? San José lo dirá, para tranquilidad del buen Padre Martinengo.

¿Cuáles debe aceptar y cuáles rechazar? Lo indicará San José.¿Qué forma y qué color debe tener el uniforme de esas niñas? Lo declarará San

José.Y en los momentos angustiosos, cuando tantas voces piden que se disminuya el

número de asiladas, ¿cómo se comportará la Madre? Escuchará lo que diga San José, que fácilmente será lo contrario de otros.

¡Ah, sí! El Celestial Patrono reconoce que la “Casa de la Providencia” le fue confiada en modo especial; por eso, hace sentir su protección en forma particularísima.

En el recuerdo de las Hermanas y de las jóvenes quedó grabado el siguiente episodio:

Hubo una época, tristemente repetida con frecuencia, en que esta Casa comía su pan diario sin poderlo pagar. El panadero advirtió, un día, que su crédito llegaba a una respetable suma y exigió que se le abonase. Pero es más fácil comer el pan que pagarlo… ¿Con qué lo iban a pagar, si les faltaba en absoluto el dinero?

Como era costumbre en circunstancias análogas, se rezó un Triduo a San José para que hiciese llover el socorro; pero el Triduo pasó sin que cayera la llovizna salvadora… Entonces se comenzó una Novena. Pero, si las Hermanas y las jóvenes podían andar de triduo en novena, no se conformaba con ello el panadero que, con el continuo aumento de su crédito, veía cada vez más difícil y más lejano el pago de la deuda. Se presentó, pues, a la ecónoma de la “Providencia” y le declaró que, desde el día siguiente, no suministraría más pan si no se saldaba la cuenta.

Ahora, la situación se ponía seria. Todas, en la Casa, repetían, a modo de estribillo, la jaculatoria aprendida de labios de la Madre: “¡San José, ayudadnos Vos!”…, “¡San José, ayudadnos Vos!”… Y he aquí que la misma tarde, a hora ya muy avanzada, se oyó un fuerte golpe en la puerta de calle. ¿Quién sería el importuno que molestaba a la Comunidad, en hora tan insólita? Las Hermanas, olvidadas de que estaban pidiendo ayuda a San José y de que para El todas las horas son buenas, se atemorizaron; sin embargo, armadas luego de valor, bajaron, en grupo, a abrir. ¡Oh! ¡no era el caso de asustarse tanto, ni de ir a la portería en pelotón! El que había golpeado era un hombrecito vivaz, vestido de cazador, enteramente desconocido, que saludaba a prisa a las Hermanas, pedía disculpa por la molestia, sacaba enseguida un envoltorio de la faltriquera y rogaba que fuese entregado a la Madre General. Luego, repitiendo el cortés saludo, partía sin tardanza.

¿Qué contendría aquel pequeño paquete, de discreto peso? Las Hermanas hicieron mil conjeturas; pero se respetó la consigna y, al día siguiente, el misterioso envoltorio fue llevado a la Madre General. Ella lo abrió… y… ¡oh gozosa sorpresa!, estaba lleno de monedas de oro. ¡Ahora podría pagar al panadero y aún le sobraba un excedente!...

La Madre, haciendo sonar varias veces aquellas monedas, decía: “¿Veis, hijas mías, cómo San José nos ha provisto como El sabe hacerlo?”

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CAPÍTULO XII¡ADELANTE, ENTRE ESPINAS Y LUCHAS!

(1864 – 1867)

Volvían los días singularmente borrascosos para la Iglesia. La Madre presentía nuevos peligros y nuevas pruebas para su Obra. Ya en aquellos tiempos, ninguna Comunidad religiosa podía vivir tranquila, a causa de las frecuentes amenazas de supresión.

Mas la Madre General de la Misericordia tenía un motivo más para temer; porque además de la necesidades económicas en que se debatía el Instituto había también adversarios locales siempre dispuestos a lanzar invectivas y levantarse en contra, en la primera ocasión. La Madre pensó asegurarse, para sus nobles fines, los más valiosos apoyos, es decir, los del Cielo. Exhortó, pues, a las Hermanas y educandas que intensificaran la oración con el exclusivo propósito de ponerse a salvo de esos “inminentes peligros”. Luego, como testimonio tangible de los beneficios recibidos y con el fin de solicitar nuevos auxilios, determinó poner, mediante un acto solemne, a su Instituto en manos de la Santísima Virgen y de San José, confiando que los dos Patronos defenderían siempre una Obra a Ellos consagrada. Y en el verano de 1864 quiso que las estatuas de Ambos entraran solemne y oficialmente en la Casa Madre y estuviesen allí permanentemente, como en su propia morada. En consecuencia, colocó en el vestíbulo dos bellas y grandes estatuas del escultor Brilla, que si bien podían pecar de formalismo, expresaban ciertamente ideas geniales y oportunas. A la derecha, la Virgen de la Misericordia en actitud de aparecer a Antonio Botta; frente a ella, San José, sosteniendo en brazos al Niño Jesús y a sus pies, de rodillas, la misma Madre Rossello. Esta, con una mano le presenta las llaves del Instituto y parece decirle: “Esta Casa es vuestra; pensad Vos en ella”, y con la otra, se dispone a ofrecerle el propio corazón, gesto que expresa en unos versos que, grabados al pie del grupo escultórico dicen así: “Giuseppe, questo cuor non è più mio. Prendilo o Padre, e per me dàllo a Dio”. Que al traducirlos, leemos: “José, este corazón ya no es mío. Tómalo, oh Padre, y por mí dalo a Dios”.

Después de esto, dispuso y ordenó una serie de triduos y novenas extraordinarias y finalmente, en un día que debió ser muy grato a San José, el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción de su Purísima Esposa, se dirigió con toda la Comunidad hasta el altar del Santo Patriarca y le presentó una súplica firmada por ella y escrita de su puño y letra. En dicha carta denunciaba la tempestad que se cernía sobre el Instituto, para defenderse de la cual contaba sólo con el apoyo de su Patrocinio y con el poderoso ascendiente que tenía sobre los Corazones de Jesús y de María. ¡Ah! Sí, buen Padre –decíale- Vos todo lo podéis yo siento hoy aumentar en mi corazón la confianza que invariablemente tuve en vuestro Patrocinio. Sois el Guardián, el Protector, el Padre de todo el Instituto y debéis salvarlo. Al entregaros las llaves de esta Casa, de la que sois Patrono, os ofrezco y os consagro, en unión con todas mis Hijas, nuestras almas, nuestros corazones, nuestros cuerpos, nuestras Casas, las alumnas de nuestros Colegios y las pobres niñas de la Providencia; y por último, todos nuestros bienhechores. Aceptadnos y albergadnos bajo el manto de vuestra poderosa protección…”

Esta súplica, que había sido escrita en particulares circunstancias, pero cuyo contenido era oportuno para todos los tiempos, debía, por orden suya –orden que se cumple hasta el presente- repetirse cada año el día 8 de diciembre.

Después de esto, la Madre se tranquilizó plenamente. También las luchas servían para progresar y ella estaba dispuesta a sacar provecho de todo. De ahí que, cuando alguna Hermana le manifestaba sus aprensiones para el futuro, le respondiese con tono persuasivo: “El mundo podrá quitarnos los bienes, las casas, la libertad, y aun este Hábito, pero nadie podrá arrancarnos a Dios del corazón”.

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Entre tanto, surgía una nueva dificultad, hija de aquellos tiempos: se promulgaba una ley prohibitiva para enseñar a quien no tuviera título habilitante. Esta ley, que tendía precisamente a expulsar de las cátedras a los religiosos y religiosas, o por lo menos a hacer difícil su actuación como docentes, venía a perturbar en distintas a la Comunidad. Obligaba a las Hermanas más jóvenes, recién llegadas al Instituto, y por lo tanto en el período más importante de su formación espiritual, a distraerse y ocuparse en materias ajenas a su vocación, a frecuentar lugares públicos, a tener que vérselas con profesores y examinadores cuyos nervios, excitados por el anticlericalismo en boga, podían hacer que se mostrasen no sólo ásperos en el trato sino también parciales en sus juicios.

¿Además, no podía, acaso, constituir un peligro ese diploma? Quiérase o no, éste daba a la Hermana un valor personal y un recurso que en ciertos momentos podía ser una tentación para su humildad, su humildad, su obediencia y su vocación. ¿Quién no sabe que, también para las almas consagradas a Dios, llegan días de prueba y de abatimiento que pueden hacer sentir nostalgias del mundo? Ahora bien ¿la Hermana que atravesara tal situación, no podía acaso sentirse tentada de volver al mundo, ya que tenía asegurado el medio de ganarse el pan?

Sin embargo, la Madre, aunque consciente de aquellos peligros, estimó necesario someterse a las disposiciones del Gobierno. Se trataba nada menos que de conservar el derecho a la enseñanza de la juventud y de mantenerse siempre en condiciones de cumplir con esta benéfica misión que constituía el fin del Instituto.

Frente a tantas ventajas, era necesario dejar de lado las prevenciones y someterse a toda ley que no fuese pecado. Dispuso entonces que sus Hermanas concurriesen a los cursos y se presentasen a examen y obtuviese cada una su diploma, con el cual, por lo menos no les estorbarían la enseñanza y, aun cuando cambiaran las administraciones públicas, ellas gozarían de una especie de inamovilidad.

En cuanto a los peligros que podían sobrevenir, trabajó como pudo para eliminarlos en su totalidad o, por lo menos, atenuarlos.

Vigilaba a las que aspiraban al diploma y a las que ya lo poseían; las reunía con frecuencia y les hablaba a unas y a otras, de la vanidad de los títulos y distinciones humanas y les recordaba que Dios posa su mirada tanto sobre las diplomadas como sobre las que no lo son, que escudriña los corazones, que a todas pide el fervor de las buenas obras y la humildad, y que delante de Él puede valer más la sencilla conversa que la presuntuosa maestra. Y mediante su vigilancia y exhortaciones, logró formar maestras diplomadas como el Gobierno exigía y conservar Religiosas íntegras, de alta vida sobrenatural.

También en esta circunstancia el Cielo dio pruebas de la protección especial que le acordaba. Citemos un episodio:

Hubo un director de escuelas (sacerdote apóstata, lo cual explica su ardiente espíritu anticlerical) que, más rígido que la misma ley, convocó a las Hermanas que dependían de él y les impuso un plazo perentorio, de molesta disyuntiva: o rendían el examen dentro de determinados días o renunciaban a la escuela. En su actitud había un motivo personal: él sería uno de los examinadores y pensaba reprobarlas, como fácilmente se podía deducir por su habitual comportamiento con las Religiosas. A una de ellas, que tenía por nombre Romana, cada vez que la encontraba le dirigía este cumplimiento:

“¡Qué nombre odioso el vuestro! ¿Quiere decir que estáis de parte del Papa?”En aquella situación, la Madre y las Hermanas recurrieron a San José para que

interviniera en el asunto y vigilara al encolerizado director: y así sucedió. No se sabe cómo, dicho sujeto no apareció ni por la derecha ni por la izquierda el día del examen, y las veinte Hermanas que se presentaron obtuvieron triunfalmente su diploma. No obstante las dificultades y peligros, la Madre no creía tener que restringir su actividad ni

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esperar que se modificaran los acontecimientos. El árbol tenía un vigor que le venía de Dios y ella no podía de ninguna manera interceptarlo.

Y quizás, hasta los mismos hombres habrían trepidado, antes de pronunciarse en contra de una obra que estaba en plena floración.

En un año pues, fundaba cuatro casas nuevas.A fines de 1864 mandaba tres Hermanas a la “Obra de la Piadosa Causa”, de

Génova: debían vigilar y servir a un grupo de pobres ancianos.En octubre de 1865 establecía una casa en San Vicente de Favale, en el valle de

Fontana Buona. Esta fue una pequeña residencia al principio, porque pidieron Hermanas sólo para la escuela privada Polleri; pero el buen manejo de la misma hizo que la Administración Comunal pidiese otras para la escuela pública de niñas y luego también para la de varones.

Una vez más se justificaba la advertencia que la Madre hacía siempre a sus Hijas al enviarlas a cualquier parte: “Id, cumplid bien con vuestro deber, haceos estimar y amar para que, por vuestro medio, crezca el aprecio y el amor al Instituto; y así nuestra Obra se extenderá siempre más”.

El 27 de diciembre estipulaba contrato con Pietra Ligure. Aquí, a decir verdad, las negociaciones fueron dificultosas porque los reclamos de la Madre, si bien de poca importancia, eran rechazados. Finalmente, para llegar a una conclusión, la Madre preguntó si en ese pueblo se solían festejar a San José. Al saber que no, insistió para que se comenzase a hacerlo; y, obtenida la promesa, zanjó toda dificultad y llegó al acuerdo.

Por no haberse cumplido algunos de los pactos establecidos, aquella Casa se encontró durante algún tiempo una crítica situación que llevó a la Madre a pensar en suprimirla. Pero, ¿qué hizo entonces el Párroco de Pietra Ligure? Recurrió a este expediente: celebró una solemne Novena a Nuestra Señora de la Misericordia, con lo cual recuperó la gracia de la Madre y obtuvo que la Comunidad permaneciera allí. Esta creció tanto que no sólo asumió la dirección del asilo, sino también la de las escuelas comunales y por último el cuidado del hospital.

Buen éxito, pues; pero para que la Comunidad no se enorgulleciera, Dios providencialmente permitía que la cruz se intercalara entre las satisfacciones. Y la cruz, desgraciadamente, no consistía sólo en la preocupación que le ocasionaba una obra tan difundida ya, o en el temor a la ley que pudiese destruirla, sino en algo mucho más molesto y doloroso que gravitaba sobre sus espaldas.

Ya hablamos de la muerte, cuya hoz segaba con frecuencia en el campo de la Misericordia, y dijimos también que ella solía rondar especialmente en las proximidades de las fiestas de la Virgen.

Sí; casi todos los meses salían cortejos fúnebres de la Casa Madre; y eran muchos, demasiados, ya. ¡Qué aflicción para la pobre Madre, que veía partir a sus Hijas casi siempre en el vigor de la juventud y que, a veces, parecían insustituibles en los puestos de confianza que ocupaban! ¡Oh! Cuántas veces la sorprendían con lágrimas en los ojos y la oían manifestar la amargura de su corazón: “He aquí que mis Hijas se van una tras otra, mientras voy quedando yo con mis miserias y pecados. ¡Señor, tened piedad de nosotras! Vos que lo podéis todo, haced que estas dolorosas pérdidas se tornen en bendiciones para nuestro Instituto”. Y aquella mujer de fe, que veían en todo la mano de la Providencia, sabía descubrir el divino querer hasta en ese número apreciable de muertes: “Yo veo en esto un indicio favorable para nosotras; opino que Dios nos prueba y nos purifica porque tiene grandes designios sobre nuestro Instituto”.

El mal hubiera sido menor si estas muertes hubieran producido a la Madre solamente la pena que suele ocasionar la separación de las personas queridas; pero Dios permitió que estos tristes acontecimientos fueran a caer en manos de sus enemigos como un arma ofensiva, y que, por consiguiente, además de la angustia para su corazón, sobreviniese un levantamiento y una persecución en contra suya y del Instituto.

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Se comenzó a decir que la muerte segaba en el campo de la Misericordia mientras respetaba a los otros Institutos. Los enemigos malévolos de siempre, que acechaban toda oportunidad para molestar a la Madre e impedir su obra, vieron en aquellas muertes una consecuencia lógica de la culpabilidad de la Fundadora, y como tal la propalaron, con lujo de detalles inventados por su imaginación diabólica.

Decían y repetían que la Madre, por avaricia, comprometía la salud de las Hermanas forzándolas a excesivo trabajo y dándoles escaso alimento, y que una vez que habían perdido la salud, no las atendía como era necesario y les escatimaba aun las medicinas. Agregaban que, también por sórdida avaricia, obligaba a las sanas a que vistiesen las ropas de las difuntas y a que durmieran en los mismos lechos, exponiéndolas al contagio de las enfermedades causantes de tantas pérdidas. Pero eso no era todo. Hubo malvados que sobrepasaron todo límite en la calumnia, afirmando que la Madre se cansaba de aquellas enfermas que tardaban en morir y les aceleraba la hora final suministrándoles ciertas drogas. Como se ve, eran imputaciones que podían llevar a la pobre Madre a la cárcel. No faltó tampoco el periódico local que, por odio sectario y para aumentar el tiraje, hiciera una acérrima campaña en contra de la Superiora General de la Misericordia y de su Obra, recogiendo todas las acusaciones de que eran objeto y presentándolas con todos los pormenores que el odio infernal podía sugerir.

La crítica mordaz subió de tono y se extendió hasta interesar a toda la población. Las autoridades se alarmaron y en primer lugar Monseñor Riccardi que, como Obispo, y por la predilección que tuvo siempre por el Instituto, quiso comprobar la veracidad de esos comentarios y abrió, al efecto, una rigurosa investigación. A la acusada no le fue difícil justificarse plenamente.

Eran falsos los rumores de que a las Hermanas se las oprimiera de trabajo y se les racionara el alimento. Trabajaban de acuerdo con el horario establecido para las Religiosas y según lo sugería el propio celo; pero precisamente, porque costaba menos el mantenerlas sanas que el curarlas estando enfermas, y también para que pudieran trabajar con agrado, la Madre vigilaba siempre para que las comidas fueran abundantes y sustanciosas.

Falsos eran también los rumores de que a las enfermas no se les prestaban los cuidados debidos. Ahí estaban, para desmentir la acusación, la espaciosa enfermería de la Casa Madre, la bien provista farmacia anexa a ella y los expertos médicos que atendían a las enfermas.

Falsos asimismo, los rumores de que los vestidos de las enfermas pasaban a las sanas. Existía una disposición terminante que mandaba destruir irremisiblemente todo lo que había pertenecido a las enfermas y pudiera ser vehículo de infección. Y la orden se respetaba al pie de la letra.

Si todos los años morían en la Casa Madre diez o doce Hermanas, había que tener en cuenta una circunstancia muy importante. Distribuidas en las diversas Casas, eran en ese entonces setecientas Religiosas; y cuando atacaba a cualquiera de ellas una larga enfermedad, se la trasportaba a la Casa Madre porque allí se le podían prodigar mejores cuidados. ¿Era de extrañarse, pues, que en aquel pequeño hospital doméstico ocurriesen frecuentes defunciones? Venían a morir allí, las que hubieran fallecido en cualquier otro lugar. He aquí el por qué de tantas muertes.

La investigación llevada a cabo imparcialmente por el señor Obispo, se cerraba a favor de la Madre. Pero hubo un punto sobre el cual le pareció a Monseñor Riccardi que la conducta de la Madre no estaba inmune de censura. Por las investigaciones realizadas dedujo que abría las puertas del Noviciado con demasiada facilidad, aceptando jóvenes de precaria salud. El buen Obispo llamó a la Fundadora y le pidió explicaciones al respecto. Ella inclinó la cabeza y admitió el reproche sin excusarse; y luego dijo: “Sí. A veces he recibido alguna joven de escasa salud; más aún: confieso que he recibido a

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varias. Pero ¡qué quiere, Excelencia! No creí hacer mal con ello… Veía estas jóvenes de óptimo espíritu, tan deseosas de abandonar el mundo y consagrarse a Dios…, que me parecía una crueldad el rechazarlas y más aún hacerles saber que la carencia de salud las hacía inhábiles para el servicio de Dios… Yo me daba cuenta de que sus días eran contados, ¿pero qué iba a hacer? Morirían pronto, tanto si venían a nuestra Casa como si permanecían en la suya. Además, pensaba que estando aquí ellas satisfacían sus ardientes deseos de consagrarse a Dios, pronunciaban los Votos religiosos y desde la celda se iban al Cielo para estar junto a los ángeles protectores de nuestro Instituto… ¿He cometido acaso alguna falta, con este proceder, o he violado alguna ley, haciéndome rea de un delito? Dígamelo claramente Vuestra Excelencia; y luego, déme órdenes, que yo obedeceré”.

El señor Obispo la escuchó paternalmente, luego le tendió la mano y le dijo: “Vete en paz y que Dios te bendiga”.

Absuelta por su Obispo, se llamó a silencio, despreocupándose de la furiosa tempestad que rugía fuera, sostenida por el mencionado periódico que vociferaba contra ella; y, renunciando heroicamente a toda defensa personal, cargó con el reproche de “faltar a su deber” que las gentes amigas de dentro y de fuera le hacían; y… fuerte y serena, con la mirada puesta en Dios, ni las súplicas ni las censuras cambiaron sus procederes. “Todo es poco –decía a sus Hijas- todo es poco. Hagamos el bien y dejemos que lluevan las persecuciones. ¿No recordáis lo que Jesucristo nos ha dicho: que del mundo sólo podemos esperar contradicciones?”

Y a otros, respondía: “Observad bien: la campaña no es tanto contra el Instituto como contra mi persona. Dejemos entonces que siga su marcha. Pueda ser que yo merezca lo que me está sucediendo: ¡Bendito sea Dios en todo y siempre!”

Y no quiso saber nada de represalias contra el diario difamador.A este respecto, hubo un buen señor de Savona que pidió se llevara el asunto a

los tribunales, ofreciéndose a pagar todos los gastos del pleito. La Madre agradeció cortésmente, y luego agregó: “¡No! Dios conoce mi inocencia. Yo pongo mi causa en Sus manos. No tengo necesidad de una justicia humana cuando puedo apelar a la Justicia Divina”.

Ahora bien, ¿quién podrá calcular cuánto afligió el corazón de la pobre Madre, esa tempestad que debía prolongarse durante muchos meses? ¿A ella, que sacrificaba su propia vida por las Hermanas, no debía esperarle una recompensa mejor que ese diluvio de insultos? Y sin embargo, ni sus fuerzas ni su paciencia se debilitaron; ni se detuvo en lo más mínimo su actividad. ¿Sabeís qué hacía esta Santa Madre mientras sobre ella llovían las contumelias y esperaba que se decidiese la suerte de su Familia Religiosa? Daba oídos al pedido de Varazze, enviando un grupo de Hermanas para atender el asilo y las clases públicas, tanto el pueblo como de la sucursal de Solaro; y aceptaba también, en Badia Tiglietto, la escuela y el asilo-patronato de los marqueses Raggi. Además, estudiaba la fundación de la segunda “Providencia” en Albisola y comenzaba a temer que la casa de Biancardi, adquirida el año anterior, no fuese ya suficiente para contener tantas niñas. Nada se había modificado aún en dicha casa; pero en su mente la veía ya restaurada, embellecida y ampliada.

Al saber que un tal señor Grosso ponía en venta una casucha contigua, se apresuró a hacerle propuestas y comprarla. De esta manera, la que podía perder sus bienes al día siguiente, no dudaba en aumentar el número de sus propiedades, porque sabía que San José era copropietario y… ¡contaba con él!

Para remate de males, poníase finalmente en vigencia la ley que suprimía las Congregaciones “ociosas”.

Es sabido que esta ley hizo su aparición en 1855, más en teoría que en la práctica ya que pocos ostracismos había efectuado; y por ello era considerada como un ejemplo de moderación; pero, la verdad era que se había presentado con ese carácter de timidez

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y prudencia, no porque lo tuviera sino porque, de otro modo, los tiempos no dispuestos aún para recibirla, la hubieran rechazado abiertamente. Ahora, después de diez años de propaganda anticlerical, la opinión pública estaba mejor preparada para aceptarla y la ley podía aparecer con sanciones más radicales. En efecto, la nueva ley del 7 de julio de 1866 quitaba personería, no sólo a las corporaciones de vida contemplativa sino también a muchas de vida activa, especialmente a las dedicadas a la enseñanza. Reconocía, sin embargo, de utilidad pública a las Congregaciones dedicadas al ejercicio de la caridad; entre éstas estaba comprendido el Instituto de Nuestra Señora de la Misericordia. ¡Cómo se alegró la Santa Madre! ¡Qué oportunamente contribuyó este reconocimiento oficial de su Obra, a confortar su alma en aquellos momentos en que tantas espinas la punzaban! Por eso quiso, ante todo, dar gracias solemnemente al Señor, a la Virgen Santísima y a San José; y luego, expresar su viva gratitud al senador savonés señor Santiago Astengo, que había defendido valientemente al Instituto haciendo resaltar su benéfica acción social.

¡Por fin terminaba la pesadilla que, desde hacía años, oprimía el corazón de la Santa Fundadora! Su Instituto podía continuar tranquilamente la obra caritativa y dilatarla. Si ninguna Congregación merecía ser tachada de inútil, pocas en realidad podían gloriarse de prestar los beneficios que prodigaba el Instituto de la Misericordia, viviendo sólo y exclusivamente para socorrer y educar a las hijas del pueblo y para asistir a los enfermos.

Y ahora que el Instituto tenía la seguridad de poder subsistir y trabajar, Monseñor Riccardi, que tanto lo amaba, hizo una revisión de las Reglas, les dio forma definitiva, las confirmó y ordenó que entraran en pleno vigor, disponiendo en primer término la aplicación del artículo de la misma que fijaba un período de seis años para el cargo de Madre General: prudente y sabia disposición, porque el cumplimiento de este punto fundamental llevaría con autoridad a la observancia de los otros.

Desde hace veintiséis años, la Madre Rossello ocupaba el cargo de Superiora General; pero, en verdad, era Superiora, más de hecho que de derecho, porque su elección se remontaba a los días en que el Instituto era una pequeña y única Casa. Por otra parte, el peso de la responsabilidad iba aumentando tanto año tras año, que tenía razón al querer que, a lo menos por algún tiempo, recayese sobre otros hombros. Por primera vez, todas las Superioras y Delegadas de las distintas Casas se reunieron en Savona para un Capítulo General. Antes de emitir su voto, pudieron escuchar la ardiente súplica de la Madre que les rogaba encarecidamente la libraran de su cargo. Mas todas estuvieron contestes en afirmar que, para llevar ese yugo, no había persona más apta que ella; y unánimemente la confirmaron en su cargo de Madre General. Ante aquel plebiscito que indicaba la Voluntad de Dios, la Madre volvió a inclinar la cabeza, declarando estar contenta con una sola cosa: la admirable armonía de sentimientos con que la llevaban de nuevo al generalato, de la cual deducía la unión espiritual que reinaba entre sus Hermanas y que le daba pie para presagiar hermosas esperanzas sobre su Instituto, porque la caridad debía ser el fundamento principal de su vida.

* * *

Vuelve ahora a dirigir sus pensamientos a Albisola donde debía fundar la segunda “Providencia”. ¿No surgiría algún inconveniente que la detuviera en su propósito? Dios lo sabía.

Fuese, pues, allá y se aprestó para el arreglo de la casa comprada a Biancardi. Ella misma fue el arquitecto. Muy grato y de buen augurio le resultó, saber que en esa casa había nacido el Venerable Fernando Isola, franciscano martirizado por los turcos en Scutari, de Albania, en 1648; pero, a pesar de recuerdo tan santo que hubiera querido conservar, de la edificación antigua sólo dejó, por fuerza mayor, las paredes, porque el

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interior lo hizo demoler y reconstruir para uso de la Comunidad. En la planta baja levantó una bonita y pequeña Capilla, con un único altar, dedicado a Nuestra Señora de la Misericordia; y la estatua de San José la puso en un nicho sobre la puerta de entrada, con una inscripción que lo declaraba dueño de la Casa: “Es tan bueno –dijo la Madre- que se conformará con estar de guardia sobre la puerta”.

Cuando los trabajos tocaban ya a su fin, y la Madre pensaba en fijar día para la inauguración, Su Santidad Pío IX, en el Consistorio del 2 de febrero de 1867, disponía el traslado de Monseñor Riccardi a la sede arzobispal de Turín. ¡Una nube venía a oscurecer de nuevo, el cielo radiante de la pobre Madre!

Savona volvió a enlutarse como en los días en que perdió a Monseñor De Mari. Si hubiera muerto el buen Obispo, que desde hacía veinticinco años tenía en sus manos el corazón de los savoneses y cuya amabilidad lo había hecho querer tantísimo de su pueblo, no lo habrían llorado más de lo que lo lloraron al conocer la noticia.

¡Y cuánto hizo el piadoso Pastor, que ya frisaba en los sesenta años y cuya salud se hallaba muy resentida, para sustraerse a la honorífica promoción! Suplicó al Santo Padre, al Rey, se encomendó a las oraciones de las almas buenas y prometió públicas obras de culto. Todo fue inútil: debió bajar la cabeza y consumar su sacrificio.

¿Pero quién lloró más amargamente que la Madre Rossello, que perdía el apoyo y guía de su alma? Nadie como ella, había conocido la gran bondad del amado Pastor; nadie como ella, gozó de sus directivas, de sus palabras, de su consejo, de su ayuda y de su aliento; ella y su Instituto dependían de él como de un padre de familia.

¡Y qué triste fue aquel 19 de marzo en que Monseñor Riccardi llegó a la Casa Madre para despedirse! Quiso hablar a la Comunidad; pero los sollozos que ahogaron sus primeras palabras, lo conmovieron vivamente y tuvo que interrumpir su discurso. Con la Madre se entretuvo largo rato, haciéndole paternales advertencias pidiéndole que fuese a visitarlo a Turín.

Su partida la dejó visiblemente postrada. En los días siguientes se le oyó exclamar con frecuencia: “¡Cuánto debemos sufrir en este mundo!”

Es cierto que su fe vivísima veía también en este acontecimiento la mano de Dios, y lo consideraba un bien para sí misma y para sus Hermanas, a las que decía: “El Señor nos lo ha dado, el Señor nos lo ha quitado. ¡Bendito sea su Santo Nombre! Quiere desprendernos de todo. Veía tal vez, que nosotras contábamos mucho con él y nos ha quitado el apoyo humano para que miremos más arriba, para que miremos al Cielo… Y yo, yo misma, debo ser la primera en entender estas cosas; por eso, si me veis sufrir mucho, compadecedme; son miserias humanas… Sí, yo, mejor que nadie, debo procurar comprender que Dios quiere ser mi único apoyo y que para encontrar a Dios no hay necesidad de ir a Turín…” Pero si bien es cierto que el alma de la Madre sabía sacar provecho de aquella pena, es igualmente cierto que la sintió amargamente; tanto, que por algunos meses dió tregua a su actividad; y, hasta retardó la apertura de la “Providencia” de Albisola.

En agosto, tras reiteradas invitaciones de Monseñor Riccardi, fue a visitarlo a Turín. La hospedó en el palacio episcopal, la sentó a su mesa y personalmente la llevó a visitar varias Comunidades Religiosas. ¡Qué alegría la de la Santa Madre! ¡Cómo gustaba platicar con él; y cuánta fuerza y alivio moral le produjeron esas santas conversaciones, comparables a unos ejercicios espirituales!

Permaneció en Turín una semana; y cuando partió, fue un verdadero placer para el señor Obispo oir los elogios que las Comunidades, edificadas de su virtud, hacían de la Madre.

Regresó a su Casa, donde desgraciadamente la esperaba una nueva herida, otra pérdida dolorosísima: también el Padre Francisco Martinengo abandonaba Savona, llamado por sus Superiores para confiarle la dirección del Colegio de Scarnafigi, cerca de Turín. Este segundo desprendimiento sirvió para mitigar un tanto el dolor del

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primero; pero ahora eran dos en vez de uno; y tras los dos, el corazón de la Madre tenía ocasión de consumirse hasta la saciedad y de suspirar repitiendo desde lo más íntimo del alma y cada vez con mayor mérito el “Fiat, Domine!”

Poco a poco, aquel espíritu grande se rehabilitó. Debía sufrir, mas no debía desanimarse. ¿Qué le enseñaban, en conclusión, el Obispo y el sacerdote que habían inclinado la frente ante la Voluntad de Dios y partido para emprender mayores trabajos? ¡Ah!... bien claro la aleccionaban a dar tregua a sus sentimientos de dolor, para escuchar el alerta del deber y continuar la obra de caridad que Dios le confiara. Rehecha en su espíritu y en sus energías físicas, se ocupó en las tareas de apertura de la nueva “Providencia” de Albisola, que fue inaugurada el 21 de noviembre de aquel penoso año 1867.

Llegado el día, muy de madrugada, siete jóvenes elegidas por la Madre con anterioridad, abandonaron la “Providencia” de Savona en compañía de dos Hermanas y se dirigieron a Albisola, llevando cada una su pequeño equipaje y un pan en el bolsillo. Iban tristes, por haber dejado la Casa querida que les había abierto las puertas para ponerlas en los brazos de la Madre cuando el mundo las hacía sufrir; pero caminaban resignadas y confortadas porque esa misma Madre les había dicho que representaban ellas los siete gozos y los siete dolores de San José y que imitaban perfectamente al Santo cuando, de noche, a una señal del Ángel, tomó a Jesús y a María y huyó a Egipto. Por otra parte, venían de una casa de San José e iban a otra Casa de San José; y esto las animaba.

Llegadas a Albisola, fueron recibidas como reinas, por la Madre, que las había precedido; y después de haber oído Misa y comulgado, tomaron posesión de la nueva sede.

Así nació esta otra “Providencia” donde las siete jóvenes, piedra fundamental del día primero, se duplicaron, se triplicaron, se multiplicaron, de tal suerte que bien pronto el problema de siempre apareció en busca de solución, pues la casa resultaba pequeña para albergarlas. No había transcurrido un mes de la inauguración cuando ya la Madre estaba de vuelta en Albisola, llamaba a los albañiles, quienes rompiendo las paredes y abriendo pasajes, anexaban a la misma casa de Biancardi, la de Grosso, que había comprado poco tiempo antes. Con esto, las moradoras de la nueva “Providencia” pudieron llegar a cuarenta, al cabo del primer año.

Y, para cerrar este agitado período con una señal de reconocimiento, la Madre organizó una gran peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de la Misericordia, en la que participaron las Hermanas de la Casa Madre, las “Providencias” de Savona y Albisola, las Novicias y Postulantes, las alumnas y las huérfanas. Las siguió personalmente la Madre. Allí, el nuevo Obispo de Savona, Monseñor Cerrutti, celebró una Misa solemne. A la tarde, en campo abierto, se les sirvió a todas una merienda y luego, entre cantos y oraciones, emprendieron el regreso a sus respectivas Casas.

La Madre, que de buena gana hubiera dividido su tiempo entre las dos “Providencias”, nervio de sus trabajos y de sus esperanzas y fruto el más conspicuo de su caridad, sólo pudo dedicarles, de vez en cuando, unas cortas visitas porque su presencia era necesarísima en la Casa Madre, donde nuevas obras reclamaban su atención, como de costumbre. No había madurado una, cuando ya despuntaba otra en aquella cabeza y en aquel corazón magnánimo que sólo buscaba el bien de los demás y la gloria de Dios.

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CAPITULO XIIIOBRAS QUE SE ANUNCIAN Y OBRAS QUE SE INICIAN

(1868 – 1870)

Cierto día le preguntaron a la Madre si mandaría a sus Hijas también fuera de Italia y respondió: “Las mandaría también a la China y al Japón, si la Providencia así lo quisiese”.

Se había olvidado de nombrar América. Ahora bien, por un giro providencial de los acontecimientos, justamente América, no mencionada por ella, debía ser la primera tierra extranjera que le tendiera su mano pidiendo ayuda.

Durante el año 1867, el cólera se había ensañado en la ciudad de Buenos Aires y desgraciadamente muchos enfermos sucumbieron, por falta de cuidados, víctimas de tan terrible flagelo.

Las autoridades eclesiásticas y civiles se habían preocupado vivamente y, de común acuerdo, decidieron llamar de Europa un grupo de Hermanas que se encargaran del cuidado de enfermos a domicilio.

El Arzobispo debía buscar las Religiosas aptas para ese fin; el Gobierno proveería los medios para el viaje, alojamiento y manutención.

Ahora bien: el Arzobispo se dirigió a varias Comunidades de Francia y ninguna pudo acceder a su pedido. Lamentando el hecho con Don Juan Bautista Gazzolo, Presidente –entonces- de la Universidad de Buenos Aires, preguntóle éste:

“¿Por qué no ha hecho el pedido a Italia?”Y el Arzobispo, a su vea:“¿Conoce Usted algún Instituto italiano al que pueda yo dirigirme?”Ciertamente. Gazzolo conocía varios. Excelente católico y genovés, en sus viajes

por Italia tuvo oportunidad de visitar varias veces Savona y apreciar allí la obra benéfica de las Hijas de la Misericordia y constatar el espíritu de disciplina y caridad que las animaba. Bien contento de poder proponérselas al Arzobispo, en la seguridad de que ellas responderían plenamente a sus deseos, no vaciló en recomendárselas. El Prelado aceptó gustoso la indicación y prometió ocuparse inmediatamente de ese asunto.

Pero ¿qué hacía la insigne Fundadora, mientras su Instituto, a la distancia de seis mil millas, era objeto de alabanzas y proposiciones? Proyectaba, nada menos que organizar un pequeño Seminario… Sí, entre sus empresas encontramos también ésta.

Desde hacía mucho tiempo, pensaba en una Institución de esta índole. Esta alma grande, intuía de una manera extraordinaria las necesidades de su tiempo, y haciendo suyas las ansias y aspiraciones de la Santa Iglesia se sintió impulsada a prestar ayuda a las vocaciones eclesiásticas, muy combatidas entonces, por el ambiente antirreligioso y por las precarias condiciones económicas a que estaba expuesto el Clero, debido a las leyes de supresión.

Pero la Madre le urgían también otras dos miras: una, de orden personal, porque nada había más excelente y venerable, a los ojos de su fe, que la santidad de los Ministros del Señor y, por ende, todos sus esfuerzos debían tender a procurarla. Las otra, llamémosla así, era de orden familiar: quería que hubiese Sacerdotes ligados al Instituto por particulares vínculos de gratitud y que, encontrándose en condiciones de conocer su espíritu, pudieran, en el momento oportuno, cultivarlo y acrecentarlo. Y como –según su costumbre –ejecutaba la obra poniendo en práctica la teoría, pensó que para realizar su ideal era necesario erigir un pequeño Seminario.

Estudió en secreto el plan, durante largo tiempo. Mientras tanto, guardaba muebles y ropas que podían servir para la proyectada institución; y cuatro años antes de llevarla a cabo, aceptó una Postulante de cuarenta y cuatro años, destinada al cargo de cocinera de los futuros clérigos.

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Tenía ya la opinión favorable de varias personas insignes, como el Director Espiritual del Instituto y el Padre Inocencio; pero, naturalmente, más le interesaba saber qué juicio formulaba al respecto el señor Obispo, que por aquel entonces era aún Monseñor Riccardi. Cierto día se presentó ante él; y con ese gesto tímido y suplicante, que le era habitual cuando traía entre manos alguna propuesta audaz, le dio a conocer su pensamiento y le habló de la futura obra.

Su Excelencia la escuchó, mostrando repetidas veces su disentimiento; y luego le preguntó:

“¿Cómo andas de dinero?”“Regular, como de costumbre” –contestó la Madre.“¿Y entonces?, ¿no sabes cómo sostener las obras en marcha y quieres

emprender otra nueva y tan costosa? Abandona tu idea. Cuando Dios quera que la realices te lo hará saber, proporcionándote los medios oportunos”.

La Madre, un tanto cabizbaja, abandonó el palacio episcopal.No era la primera vez que el Obispo, su buen Obispo, comenzaba por darle una

negativa para terminar luego otorgándole su pleno consentimiento. Esperaba que también ahora ocurriese lo mismo. En efecto, algunos meses después, volvía a presentarse ante él; pero en mejores condiciones, pues contaba con una suma de dinero de varios centenares de francos. Díjole que, confiada, esperaba su consentimiento, porque, si no poseyendo nada, Dios proveía a sus huerfanitas, con mayor razón tendería Su Providencia sobre los clérigos, para los cuales le había facilitado ya algo. Y el señor Obispo, admirado de su gran fe, no sólo le dio su aprobación sino también su aporte pecuniario, diciéndole:

“Toma, vete; y haz como Dios te inspire.”Poco después, Monseñor Riccardi partía para Turín y en el momento de

despedirse le entregaba otra suma de dinero, con la explícita declaración: “Esto es para tus clérigos”.

En la primavera de 1868, de regreso de una breve estada en Bogliasco, donde sus Hijas tenían a su cargo la escuela comunal, se aprestó a fundar la nueva Institución. Adquirió una casa y otras pequeñas dependencias, a pocos pasos de la Casa Madre. Hizo construir un comedor, un dormitorio y algunas salas de estudio; arregló todo de la mejor manera posible, y el pequeño Seminario, que podía alojar doce clérigos, se llamó “Pequeña Casa de los Clérigos”.

No tenía Capilla; pero podían acudir a la Iglesia de la Casa Madre, que distaba pocos metros.

Cuando se terminaron los trabajos de refacción, la deuda contraída llegaba a veinte mil francos.

Estaba la Madre ocupada en los detalles de organización de la Casa cuando, el 3 de agosto, recibe una carta de Monseñor Escalada, Arzobispo de Buenos Aires, pidiéndole, en nombre del Gobierno, sesenta Hermanas para la asistencia de los enfermos. El corazón de la Madre se estremeció. ¡América se dirigía a ella y le pedía un señalado favor! Reunió a sus Consejeras, les habló de la demanda americana y, por su parte, opinó que era preciso aceptar inmediatamente, agradeciendo a la Divina Providencia por el vastísimo campo que abría al humilde Instituto de la Misericordia. Las Consejeras aceptaron su opinión unánimemente; y la Madre respondió a Monseñor Escalada con una carta que sin duda debió edificarlo y hacerle comprender qué espíritu animaba a esta Religiosa y qué miras caritativas la guiaban. En esa carta le decía que estaba dispuesta a enviar enseguida veinticuatro Hermanas, no con el fin de lucrar, sino únicamente para asistir a sus hermanos y por consiguiente no tendrían otra pretensión que la indispensable de los medios para poder vivir; acerca de éstos, dejaba que el mismo señor Arzobispo se entendiera con el Gobierno, segura de que cualquier cosa que Su Excelencia hiciera, estaría bien hecha.

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Mientras esperaba la señal de partida, eligió las veinticuatro Hermanas entre las muchas que se ofrecían a tal fin y les ordenó que estuviesen prontas.

Pero pasaron dos y tres meses y no llegaba ninguna señal. ¿Qué sería aquello? La Madre no lograba explicarse esta demora.

Encontraba, no obstante, en qué emplear aquella larga espera; no le faltaba nunca qué hacer, porque habitualmente tenía demasiadas cosas que atender. Ahora se entregaba por entero a la organización de la “Casa de los Clérigos”.

A este propósito, buscaba ante todo un piadoso experto Director y lo encontró en Don Pedro Tarigo, Cura párroco de San Juan. Vaciló mucho éste, antes de aceptar; pero cuando se resolvió a ello, se dedicó con vivo celo, consciente de la responsabilidad que asumía al guiar almas por el camino del Santuario. Luego, entre los varios jovencitos que demostraban vocación eclesiástica y que solicitaban ser admitidos, eligió cinco que le parecieron ser una promesa para el futuro; y finalmente, el día 12 de abril de 1869 abría la “Pequeña Casa de los Clérigos”.

En colaboración con don Tarigo redactó un breve reglamento interno adaptado a las circunstancias, en el que establecía el tiempo de oración, de recreo, de estudio y de clases. Algunas asignaturas las dictaba el mismo Padre Tarigo; otras lecciones las recibían en el Colegio Noble, dirigido por los Sacerdotes de la Misión.

Y la pequeña Casa bien pronto colmó su capacidad de doce seminaristas y se encauzó con paso tan firme que hizo concebir las más bellas esperanzas.

Su Santa Fundadora estaba muy contenta. Ella misma vino a ser la Madre de los pequeños levitas. Para su corazón empezó una nueva, pero dulce serie de preocupaciones. Informó a todas las Casas, de la Institución recientemente iniciada y les recomendó que la ayudaran, espiritual y materialmente, como lo habían hecho con las dos “Providencias”.

Visitaba con frecuencia a sus clérigos y ellos se le acercaban, rodeándola con filial confianza. Sentábanse entonces, y ella también, puesta en medio; y les dirigía fervorosas platiquitas sobre temas muy saludables: Que adquiriesen sólidas convicciones; que se sometieran a la disciplina y se ejercitaran en el renunciamiento propio; que se preparasen para ser sacerdotes dispuestos al trabajo y a la lucha e incluso a prestar los más humildes servicios en los hospitales. ¿Se sentían capaces de seguir en pos de ese ideal? ¡Bien! ¡Adelante, entonces!, con la bendición de Dios, que no les iba a faltar. ¿No se consideraban capaces? No había en ello nada malo. Podían volver a sus casas para vivir como buenos cristianos, que Dios también los bendeciría…

Para formar su corazón, recalcábales el deber de mostrarse agradecidos con sus bienhechores; y sobre todo, procuraba aficionarlos al Instituto, haciéndoles notar los sacrificios que éste se imponía para darles educación eclesiástica.

Y, hasta de noche, la buena Madre pensaba en sus hijos y temía por ellos. En sus vigilias, abría la ventana, escrutaban sus ojos la “Pequeña Casa” y los alrededores, y viéndola quieta y silenciosas se retiraba, segura de que sus hijos reposaban en buena salud y en los brazos del Señor.

Cuando a la mañana siguiente los volvía a ver en la Iglesia, asistiendo a las sagradas funciones y acercándose a la Santa Comunión con tanto recogimiento, se regocijaba como la madre que ve asegurado el bienestar de su familia; y rogaba a Dios para que, a la abundante florescencia, correspondiesen ubérrimos frutos.

Mientras tanto, un mes después de la apertura de la Pequeña Casa, llegaba la tan esperada carta de América; pero, ¡ay!, en lugar de fijar la partida de las Hermanas, según lo convenido, venía a retractarla. Monseñor Escalada advertía a la Madre que había cambiado el Gobierno de la República que el actual comenzaba poniendo en práctica sus principios liberales, rechazando los compromisos del anterior y negándose a dar a las Hermanas el correspondiente subsidio. Por lo que, con el corazón dolorido, el santo Obispo agradecía a la Madre la bondad con que había acogido su invitación; y

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librándola de todo compromiso actual, auguraba tiempos mejores en los que pudiese recabar nuevamente su colaboración.

La Madre levantó los ojos al cielo y exclamó:“Paciencia y esperemos”.Y mientras las Hermanas consideraban el asunto terminado, ella continuaba

aguardando. El corazón le decía que la Providencia de Dios no era un juguete en las manos de los hombre sy que, por consiguiente, no tardaría en tomar represalias.

En el otoño de aquel mismo año, después de haber fundado una escuela privada en Génova, de acompañar a varias Hermanas a Piave de Teco para asumir la dirección del Asilo y del hospital, y a otras a la Colina de San Remo para dirigir la escuela y el asilo, se apresuró a volver a Savona donde esperaba recibir alguna buena noticia.

Y no se engañaba.En el mes de diciembre, el Arzobispo de Buenos Aires escribía al Obispo de

Savona y éste, a su vez, trasmitía a la Madre el contenido: se trataba de un nuevo acontecimiento. Había fallecido, en Buenos Aires, la señora Pascualina Amat, dejando un rico legado al Arzobispo para que, a gusto suyo, lo invirtiese en una obra de caridad. El Arzobispo había pensado destinarlo, como subsidio, a las Hijas de la Misericordia, a fin de que se establecieran en dicha ciudad y pudieran cumplir la obra que les fuera ofrecida y que el Gobierno rechazara propiciar. Por ahora se limitaba simplemente a anunciar el caso; lo restante lo trataría personalmente con el Obispo de Savona, en Roma, donde se encontrarían ambos con motivo del Concilio Vaticano.

La Madre agradeció a la Divina Providencia, que siempre le prestaba ayuda para salvar los inconvenientes y se dedicó a los preparativos de la futura expedición.

Durante ese período tuvo dos satisfacciones.Desde hacía tiempo, anhelaba establecer en Roma su familia religiosa. Le

parecía que, esparcido por tantas regiones, le faltaba algo a su Instituto mientras no estuviese representado a la sombra de San Pedro. Por eso, invitada por un Comité de Damas a asumir la dirección de un asilo de penitentes, aceptó al instante; y en enero de 1870 envió cuatro Hermanas. Las mandó solas porque era pleno invierno y la aprisionaban las preocupaciones: pero aseguró que pronto las visitaría en persona.

Sí, deseaba vivamente ir a Roma, donde nunca había estado. Lo deseaba para poder postrarse ante el Cristo viviente, uno de los grandes amores de su alma, y también para tener oportunidad de encontrarse con el Arzobispo de Buenos Aires y hablar sobre la proyectada expedición. En efecto, a fines de mayo salió del puerto de Génova, en el mismo buque que llevaba al Concilio Vaticano al Obispo de Savona; y el 10 de junio entraba en Roma.

Nada diremos de los ingenuos y santos transportes que embargaron su corazón en los días en que permaneció en la Ciudad Eterna, ni de la veneración con que visitó los grandes monumentos del Cristianismo, ni del fervor de sus oraciones en la penumbra de las basílicas romanas, especialmente ante la Confesión de San Pedro.

Llegó por fin el día inolvidable en que, con otras Hermanas, fue recibida en audiencia por el Sumo Pontífice. La Madre cayó a los pies de Pío IX como ante una visión sobrehumana. Velados sus ojos por lágrimas de la más viva emoción y subyugada por la imponencia de la blanca figura, a duras penas pudo ver la mano que el Santo Padre le tendía y que ella cubrió de besos.

Se rehizo cuando el Papa, benignamente, le preguntó por su Instituto y sus obras; y quedó encantada cuando Su Santidad, después de haber escuchado el breve relato, le dijo: “¡Oh!: si yo os hubiese conocido antes, os hubiera confiado un establecimiento de caridad que abrí en Senigallia, mi pueblo natal”… Después la Madre pidió la bendición para sí, para las Hermanas, para las hijas de la Providencia, para sus obras, para sus bienhechores; y el Papa, levantando solemnemente la mano, dijo: “¡Sí, que Dios os bendiga a todos!”.

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La Madre quedó fuera de sí, presa de tanta felicidad.Se detuvo todavía un tiempo en Roma y quiso asistir a todas las funciones que le

daban oportunidad de volver a ver al Sumo Pontífice. Cada vez, al regresar, enardecíase narrando a sus cohermanas las impresiones recibidas y repetía: “Si la vista del Vicario de Cristo nos llena de tanto gozo ¿qué será el Cielo, donde veremos al mismo Jesucristo?”

Estando en Roma pudo entrevistarse con el Arzobispo de Buenos Aires y concertar la ida de las Hijas de la Misericordia a su diócesis. El acuerdo era definitivo. Los pequeños detalles serían arreglados después, porque Monseñor Escalada permanecería en Roma mientras durara el Concilio.

A fines de junio, la Madre volvía a Savona para participar a sus Hijas las santas impresiones que había recibido en la Ciudad Eterna e impartir las últimas disposiciones respecto a la expedición.

¿Era por fin llegada la hora de realizarla? Todavía no. Monseñor Escalada se había puesto de acuerdo con la Madre y conversado sobre el particular con Monseñor Cerrutti, cuando, a mediados de julio, una violenta enfermedad lo atacó en Roma mismo y lo llevó a la tumba. La empresa de América quedaba, pues, frustrada una vez más.

Y hemos de decir que, para las Hermanas, el fracaso era definitivo, porque –según ellas- aquí no había intervenido la mano del hombre sino, evidentemente, la mano de Dios, llevándose al factor principal. Casi, casi… deducían que era Voluntad de Dios que el Instituto no traspusiese los confines de Italia. Pero la Madre no participaba de semejante parecer y decía: “Procurad no interpretar los designios de la Providencia a vuestro modo. Yo creo que Ella dispone así las cosas, no tanto para obstaculizar nuestra obra como para que seamos santas; no estamos aún bien preparadas y nos da plazo y ocasión para que nos preparemos: ésta es la realidad. Están de por medio nuestros defectos y quizá mis pecados. Enmendémonos, roguemos, y veréis que el Instituto plantará sus tiendas también en países americanos. Por otra parte, si el que más favorecía la empresa se ha ido al Paraíso, ¿no podrá desde allá patrocinarla, como y mejor aún que cuando vivía en la tierra? Lo repito: estoy segura de que, tarde o temprano, se allanarán las dificultades y, a su debido tiempo, el proyecto se llevará a cabo”.

Mientras tanto, prescribió especiales oraciones a fin de conocer la Voluntad de Dios al respecto; y para arribar a buen término recurrió a su intermediario, San José. También esta vez, como acostumbraba hacerlo frente a problemas que comprometían gravemente al Instituto, quiso invocar la ayuda del Santo llevando ante él a toda la Comunidad y poniendo a sus pies un pliego sellado, sobre el que había escrito, de su puño y letra, estas palabras: “A San José, para entregar inmediatamente en manos de Jesús y María”. El contenido era una súplica (que fue leía después de muerta la Santa) en la que hacía tres pedidos a su queridísimo Padre San José: que les obtuviese, a ella y a sus Hermanas, no sólo un acrecentamiento de las virtudes teologales sino también los dones de la paz y unión de corazones y ese espíritu de misericordia que debía ser característico del Instituto; que le hiciese conocer claramente las disposiciones de Dios respecto a la empresa de América y otras que se anunciaban; y por último, que tuviese presente las grandes deudas de que estaba cargada. Que para inducir a Jesús y María a acudir en su ayuda, no dejase de recordarles las obras que pesaban sobre ella, esto es, la Casa Madre, donde se formaban las buenas Hermanas; las dos “Providencias”, con sus huerfanitas y las “Casa de los Clérigos”; obras todas, cuya finalidad era procurar la salud de las almas que costaron la Sangre de Jesús y acerbos dolores a María…

Suspendida, por el momento, la cuestión de América, y, según sus miras, puesta en vías de obtener legítima solución, pasó a ocuparse de otros asuntos que aguardaban su cumplimiento.

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En agosto de 1870 pudo satisfacer los deseos de la Municipalidad de Ovada que pedía tres Hermanas para la escuela. Envió cuatro, y casi inmediatamente tuvo que reforazar el número, debido a nuevas exigencias.

Al mismo tiempo, aceptaba en Portomaurizio el Hospicio Provincial de Alienados; y, acogiendo también la petición de Castelnuovo Scrivia, de la diócesis de Tortona, enviaba tres Hermanas para regentear el Hospital.

Dos meses después, llenaba los deseos de Millesimo enviando cinco Hermanas. Un fértil campo de apostolado se abría allí: al numeroso asilo fueron destinadas tres Hermanas; otra se hizo cargo de la clase para niñas y la quinta, de una clase mixta. Bien cargadas de trabajo, todas; pero sus fatigas fueron recompensadas con magníficos frutos en las almas.

En Magliano Sabino fundó otra casa, merced a la influencia del inolvidable Monseñor Riccardi, a quien nada podía negar la Madre. Estando Monseñor en Roma, encontróse con el Cardenal Billio que andaba en busca de una Comunidad religiosa para Magliano y, sin titubear, le hizo el más caluroso elogio de la Madre Rossello y de las Hijas de la Misericordia. El Cardenal inmediatamente les ofreció nada menos que tres obras: escuela, asilo y hospital. La Madre mandó en seguida diez Hermanas; y muy pronto tuvo que agregar cuatro más para atender el Seminario. Fue en esta oportunidad que la Madre, al despedir a las Hermanas, les dirigió aquella memorable exhortación: “Id vosotras también. Explicad cuando exigen los programas; pero recordad que nuestro principal empeño está fuera de todo otro programa: salvar las almas de las jóvenes”.

Esta fundación, en Magliano, fue singularmente querida de la Madre, por ser la segunda en los Estados Pontificios, porque desarrolló muy pronto gran actividad y, sobre todo, porque fue el último regalo, el póstumo, de Monseñor Riccardi al Instituto de la Misericordia.

Ya algo quebrantada al salir de Savona, la salud de Monseñor Riccardi empeoró por las graves fatigas que le impuso la visita de la vasta arquidiócesis de Turín, en sede vacante hacía varios años. En setiembre de 1869, un ataque al corazón lo condujo a las puertas de la muerte; algo restablecido, escribió a la Madre, en un tono que trasparentaba la calma de un santo: “Yo creía tener que pasar al otro mundo, y Dios me dio una tranquilidad que no sé cómo explicártela: me era indiferente vivir o morir. Las innumerables preces que por mí se elevaron, obtuvieron del Señor que accediera a los deseos de mis pobres diocesanos, que más no pudieran hacer a favor mío. Ahora puede decirse que he resucitado. ¡Quién sabe cuánto tiempo tendré que estar todavía en este mundo! ¡Quién sabe qué dispondrá el Señor de mí! Sé que vosotras habéis rogado mucho por mí, y os quedo agradecidísimo. Por caridad, continuad rezando, a fin de que esta prolongación de mi vida sea provechosa para la salud de mi alma…”

Poco después, para descansar, partió en viaje a Roma, de donde lo llamaron para formar parte de la Comisión encargada de estudiar las propuestas de los Padres del Concilio. Esto lo tenía ocupado aun fuera de las sesiones ordinarias y extraordinarias.

Allí, con todo, se repuso de sus sofocaciones. Volvió a Turín para Pascua de 1870 y a Roma no fue más. El verano lo pasó entre las alternativas de su enfermedad: unos días, bien; otros, mal. El 10 de octubre escribió a la Madre una carta que parecía la del adiós. Decíale: “Querrás noticias de mi salud. Pues bien, te las daré: es siempre precaria; desde hace un mes, no salgo de casa y quizás cuando salga sea para emprender camino a la eternidad. En Turín y en la diócesis entera se ruega por mí; pero el Señor no quiere escuchar las plegarias. Yo estoy indiferente. Confío en la bondad y misericordia de Dios”.

No tardó en morir, poco tiempo después, en la paz de los justos.La Madre sintió esta pérdida como la de un amigo, de un hermano, de un padre

que verdaderamente había dejado en el Instituto de la Misericordia parte de su corazón;

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porque, aun estando lejos, había continuado asistiéndolo con las luces de su prudencia y las prodigalidades de su exquisita caridad.

La muerte de este insigne bienhechor no fue la única tribulación que pesó, por aquel tiempo, sobre el corazón de la Santa Madre.

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CAPITULO XIVDE UN GRAN DISGUSTO A UNA TERCERA “PROVIDENCIA”

Desde 1867 era Obispo de Savona Monseñor Juan Bautista Cerrutti. Oriundo de Varazze, donde pasara un tiempo como simple sacerdote y luego como canónigo, había ascendido a Vicario General de Alatri; después, en tiempos borrascosos, Pío IX lo envió a Senigallia como Vicario General también; más tarde, como administrador de la diócesis de Pésaro y delegado apostólico de Orvieto; finalmente, sucesor de Monseñor Riccardi en la sede episcopal de Savona.

Era de vasta cultura, activo, generoso con los pobres; velaba sobre la disciplina del clero y los intereses de la Religión.

Ya hemos visto cómo trabajó, en varias ocasiones, a favor del Instituto de la Misericordia; sin embargo, no podemos ocultar que a veces adoptó ciertos procederes que causaron amargura a la Madre Rossello. No hubo culpabilidad ni de una ni de otra parte. No hay que buscar culpas donde es indiscutible la buena fe, sino ver en ello disposiciones de la Divina Providencia, que permite diversidad de pareceres hasta entre los buenos amigos, para que unos y otros tengan ocasión de merecer.

Probablemente influyera sobre él, antes de ser Obispo, la opinión de aquella pequeña parte del clero savonés que siempre tuvo sus recelos para con el Instituto de la Misericordia y que encontraba en sus Obras, argumentos para murmurar de él, más que para alabarlo. Al principio, el Obispo adoptó una actitud en consonancia con sus prejuicios, esto es, ni hostil ni recelosa, pero sí un tanto reservada y que daba a entender, no que lo desaprobase, sino que hubiera querido ver en él algo distinto, para apreciarlo mejor.

Por esto, llegado a Savona, quiso investigar personalmente las causas que explicaran la incomprensión de los que encontraban tantos defectos en la Madre y veían tantos inconvenientes en el Instituto; y a ese fin anunció su visita a la Comunidad, para una fecha determinada, comunicando a la Madre que sometería a interrogatorio a las Hermanas. La Madre hizo saber a sus Hijas la resolución del señor Obispo y les advirtió que todas debían decir enteramente la verdad y penetrarse bien de que era una obligación de conciencia. El Obispo fue, interrogó, examinó; y después de la encuesta llamó a la Madre y le dijo; en tono muy cordial: “¿Sabéis? ¡Todas os quieren bien!”

La indagación fue, pues, favorable a la Madre y al Instituto. Sin embargo, manifestó sus reparos sobre ciertos puntos de la Regla, dando a entender que hubiera querido introducir algunas modificaciones en ella. Esto apenó a la Madre, no porque no reconociese que tenía derecho a hacerlas sino porque esas Constituciones habían sido aprobadas por su predecesor; y una larga experiencia demostraba que eran perfectamente aptas para la índole del Instituto. Pero las correcciones no llegaron a efectuarse.

Al año siguiente, el Obispo fue a Turín, para la exposición del Santo Sudario. Allí, Monseñor Riccardi, que tan bien conocía y tanto amaba al Instituto, tuvo oportunidad de darle indicaciones y consejos; de modo que a su regreso, no dijo palabra sobre la amenaza de reforma.

Supieron aprovechar ese estado de ánimo del Obispo los que no contemporizaban con las actividades de la Santa Madre; y no les pareció cierto tener ocasión propicia para levantar armas contra ella cuando abrió la “Pequeña Casa de los Clérigos”, porque podía entonces interpretarse como celo su malquerencia…

¿Qué quería ahora, con la fundación de un Seminario privado? ¡Oh! Evidentemente, pretendía asemejarse a Santa Teresa, que después de haber fundado Comunidades de mujeres, fundaba de hombres. Y era claro que, para remedar perfectamente a la Santa, intentaba también ella ciertas reformas. Por lo visto, tenía un

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concepto tal del clero, que juzgaba necesaria una depuración que sólo su mano podía realizar, creando el pequeño cenáculo de donde procedería para los restantes…

Era mejor que pensase en sus Hermanas, que lo necesitaban, y dejarse en paz al clero!... Además, ¿no tenía ya Savona su Seminario Episcopal? Este otro, pequeño, particular, que forzosamente estaría siempre destinado a una vida raquítica y anémica ¿para qué servir sino para estorbar a aquél? ¿Para qué dividir las fuerzas diocesanas y pedir subvenciones para dos, cuando costaba conseguirlas para uno?... Si quería ella ocuparse de encaminar jovencitos al sacerdocio ¿por qué no los hacía ingresar al Seminario Episcopal? ¿Y su ánimo hostil no se manifestaba claramente en el hecho de mandar a clase a sus clérigos, no al Seminario sino al Colegio de los Misioneros de San Vicente de Paul? ¿Qué decir y qué pensar entonces sino que era una caprichosa y una entrometida?

¿Sería preciso demostrar que todas estas imputaciones no tenían ni sombra de fundamento?

¿La Madre quería introducir una reforma en el Clero? ¿A qué empeñarse en refutar a los parlanchines y querer encontrar fines ocultos allí donde todo era límpido y manifiesto? No: Dios le concedía la gracia de conocerse suficientemente y de saber valorar las propias fuerzas; y en vez de las veleidades de la reforma, El le comunicaba los ardores de la caridad. Ella, que trabajaba por muchos otros fines, sentía necesidad de prestar una ayuda también al Clero; esto era todo. Por otra parte, ¿qué reforma se podría intentar con una Institución que los mismos adversarios tildaban de raquítica y anémica?

¿Quería acaso fundar un Seminario que estorbara al Episcopal?Nada de eso. Lo que ellos llamaban un contra-altar, no debía ser sino un

pequeño anexo o dependencia del Seminario.La Madre veía los obstáculos de todo género con que los enemigos de la Iglesia

embarazaban la entrada al Seminario, y se aplicaba, cuanto se lo permitieran sus medios, a la tarea de facilitarla.

¿Qué agravio infiere al Seminario quien, privadamente, a costa de muchas molestias y gastos, procura cultivar alguna vocación sacerdotal?

Y que con su “Pequeña Casa” hiciera difícil conseguir socorros para el Seminario ¿podían decirlo en serio? La beneficencia no se deja monopolizar por el que llega último ¿No lo está proclamando, la multiplicidad de Obras en el seno de la Iglesia Católica? ¿Cómo se podrá jamás negar carta de ciudadanía a una obra buena, por el solo hecho de que haya otras similares? Al contrario, ¿no son las muchas Instituciones buenas, las que concurren a extender y acrecentar la caridad pública?

Le reprochaban que no pusiera a los jóvenes en el Seminario. Claro está que, al obrar así, tenía sus fines; pero no eran, ciertamente, los que sus detractores insinuaban. La Madre deseaba que algunos seminaristas se formaran a la sombra del Instituto de la Misericordia para que le cobrasen estima y amor; y, una vez ordenados sacerdotes –y siempre bajo la dependencia de sus Superiores- fuesen “especializados”, por así decirlo, para cultivar su espíritu religioso genuino.

Dado las ventajas espirituales que reportan a las Comunidades religiosas los sabios Directores y los buenos Confesores, no es de extrañar que la Madre, tan activa y completa ejecutora de todo bello ideal, concretara el modo de formarlos para la suya.

¿Por qué mandara a sus clérigos a recibir lecciones de los Sacerdotes de la Misión y no al Seminario, hay que lanzar imprecaciones contra la Madre? No olvidemos que en aquel entonces, era Don Francisco Martinengo el gran consejero del Instituto de la Misericordia y que, de cerca o de lejos, daba sus pareceres, recibidos siempre como órdenes. Ahora bien, si él, como Sacerdote de la Misión, para evitar enredos, o a título de pura caridad, prefiriese admitir entre las filas de sus propios colegiales a los pocos clérigos de la “Pequeña Casa”, ¿qué culpa tenía la Madre? Quizás

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el padre Martinengo creyó obrar con prudencia al disponer que los clérigos de la Misericordia se sentaran más bien entre sus alumnos que no en los bancos del Seminario, dado que existía cierta tirantez entre éste y la “Pequeña Casa”. Así se evitaba cualquier inconveniente que la proximidad hubiera podido provocar.

En consecuencia, los malvados buscaban pretextos, linterna en mano, al acumular acusaciones sobre la cabeza de la Madre; pero asumían la actitud de paladines del Seminario y, por consiguiente, de defensores de la mejor parte. Esa fue la base de su trabajo junto al Obispo para insinuarle tomara providencias acerca de la reciente fundación de la Madre.

A decir verdad, hasta ahora no había denotado Su Excelencia ningún recelo respeto a la “Pequeña Casa”; al contrario, ya había asistido una vez a una Vestición clerical. Pero, frente a tantas imputaciones, a las que se agregaba su propio estado de ánimo que se mantenía aún receloso, no tardó en compartir el modo de ver de sus consejeros respecto al Instituto y, sin tomar medidas radicales, es decir, sin llegar a suprimir la “Pequeña Casa”, como deseaban los adversarios, su proceder, en lo sucesivo, fue un contraste con el de su predecesor, que la había bendecido y que continuaba ayudándola desde Turín. Se lamentó de su fundación como de un duplicado inútil; y para contentar a los detractores, y al mismo tiempo amonestar a la Madre, ordenó que los estudiantes más aventajados pasasen al Seminario.

¡Cuánto sufrió la Madre por aquella determinación que, en un abrir y cerrar de ojos, echaba por tierra sus afanes y sus esperanzas! Ni siquiera la pena que sentía por ciertos clérigos que desertaban, después de haber comido de su pan durante largo tiempo, podía parangonarse con la que le proporcionaba esta selección hecha por orden de la autoridad.

Sin embargo, inclinó la cabeza ante la voluntad ajena; y en el círculo de sus Hermanas comentó el hecho con estas palabras: “El señor Obispo me ha quitado a mis hijos. ¡Paciencia! Se ve que yo no era digna de tenerlos conmigo”. Pero con las más íntimas desahogaba la angustia de su corazón: “¡Cuánto me aflige esta lucha! Porque, cuando es el mundo el que levanta tempestades contra mí, puedo soportarlas con valor, sabiendo que me las proporciona un malvado; pero aquí los adversarios son los buenos, los sacerdotes, y aun el Obispo. ¿Por qué he de encontrar tantas dificultades allí donde debiera encontrar fuerza y apoyo?”

Y se afligía más, porque la medida adoptada por el Prelado le parecía un anuncio de lo que haría después.

¿Continuaría, pues, llevándose a sus clérigos? ¿Se los dejaría sólo un tiempo para adiestrarlos y luego los haría pasar al Seminario? ¿Entonces, para qué serviría su “Casa” y a dónde habría ido a parar el fin por el que fue fundada?

Persona de acción, amiga de las situaciones claras, quiso conocer a fondo los asuntos; y un día en que el señor Obispo fue a la Casa Madre (no se crea que los asuntos de que se habla, llegasen nunca a crear una separación entre el Pastor y el Instituto), le pidió una audiencia a solas, para abrirle su corazón. Obtenida, le habló con toda sinceridad y firmeza:

“Excelencia: tengo necesidad de dilucidar esta enojosa cuestión de la “Casa de los Clérigos”, porque no puedo continuar en una situación en la que parece faltarme el beneplácito de mi Superior. Créame; no he fundado esta casa por capricho o por miras humanas y mucho menos por veleidad de reformas. Protesto contra estas interpretaciones de mi obra, porque son absolutamente contrarias a la verdad. He abierto la “Pequeña Casa” únicamente para que algunos jovencitos pobres, carentes de medios materiales, pudieran seguir su vocación sacerdotal; no he tenido otro fin que prestar ayuda a las necesidades espirituales de la diócesis y de mi Instituto; y no la abría sino cuando tuve, no sólo el permiso, sino también el estímulo y la ayuda de Monseñor

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Riccardi; porque lo que no está en perfecta unión de inteligencia con mis superiores, nada vale para mí.

No puedo decirle cuánto me costó y me cuesta esta Institución, en preocupaciones, en dinero y en penas: todo esto es parte de mi sacrificio, que valerosamente acepto. Pero lo que me oprime y me abate es la hostilidad, a mi parecer injustificada, con que persiguen a esta pobre Casa. ¿Por qué, personas piadosas y apreciados sacerdotes deben mirar de reojo una obra que se propone formar buenos sacerdotes? ¿Por qué atacarla, desde el momento que su objetivo es procurar que logren realizar un ideal que supera sus posibilidades? ¿Por qué suscitar contra ella una campaña tan turbulenta que hizo decidir a Su Excelencia a tomar medidas tan graves como la de quitarme los mejores clérigos? Monseñor, le ruego me perdone y me escuche: yo que no puedo dudar de la rectitud de su conciencia, apelo a su bondad y a su justicia para que se digne definir de una vez esta enojosa situación. No merezco que mi Casa subsista; si Su Excelencia cree que debe morir, que muera. Ya se ha llevado algunos clérigos; si quiere también los demás, puede retirarlos. Yo tenía la convicción de que ésta era una obra de Dios; creía tener de ello indicios ciertos; y pensaba que nadie iba a destruir lo que Dios había edificado. Pero Dios me hace conocer Su Voluntad por medio de mis Superiores; por lo tanto, es Su Excelencia quien debe decidir. Si me impone cerrar la Casa, la cerraré”.

La Madre había hablado, conmovida, pero clara y enérgicamente, como el acusado que, sabiéndose inocente, defiende impertérrito la propia causa. El Obispo escuchó con calma, atento, esbozando una leve sonrisa, dejando adivinar que oía los cargos que se le hacían, pero sin resentirse en lo más mínimo. La dejó desahogarse sin interrumpirla en ningún momento. Cuando el agridulce sermón llegó a su fin, acentuó la sonrisa y moviendo paternalmente la cabeza, le dijo: “¡Muy bien! ¿Sabéis que me habéis hecho un florido sermón?” Palabras que atestiguaban no haber en el Prelado irritación alguna. Además, le manifestó que se había explicado claramente y que él había comprendido bien las razones que le expuso. “Pues bien, seguid adelante –añadió- continuad vuestra obra, conservad los clérigos que tenéis y si os place, recibid otros. Es una buena Institución y por lo tanto yo no pondré ningún obstáculo”.

La Madre salió vencedora en su entrevista. Quedó contenta; pero sin hacer manifestaciones ruidosas. Al contrario; estaba persuadida de que, para bien de la “Casa” le convenía adoptar la actitud casi de derrotada, para hacer enmudecer a sus opositores; y, en aquella especie de tregua, poder continuar discretamente su buena obra. De otro modo, hubieran vuelto a empezar los choques y las conjuraciones y entonces sí sobrevendría la ruina definitiva.

Conservó los que tenía en la “Pequeña Casa”; pero no aceptó otros; y a quienes insistían en que abriera la puerta a nuevos candidatos, contestaba invariablemente con una frase que explicaba muchas cosas: “Esperemos tiempos mejores”.

Entre luchas, llegó el año 1870 en que la muerte arrebató al primer Director, don Pedro Tarigo. Su sucesor, el joven sacerdote don Juan Bautista Maglio, con habilidad nada común, guió a la levítica familia, en aquellas difíciles situaciones, hasta el año 1879 en que, por fin despuntaron verdaderamente los “tiempos mejores”.

El nuevo Obispo de Savona, Monseñor José Boraggini, desde el primer encuentro con la Madre le dio su total beneplácito y la más amplia libertad para su obra, mostrándose muy contento, y admirado a la vez, de que invirtiera dinero y no ahorrara fatigas para proveer de buenos sacerdotes a su diócesis.

Entonces la “Pequeña Casa de los Clérigos”, bajo la dirección del Canónigo Vicente Galleano, volvió a tomar su ritmo. Nuevos candidatos entraron a poblarla, tres de los primeros se ordenaron sacerdotes y ejercieron su sagrado ministerio en servicio de la diócesis y del Instituto de la Misericordia. Esta fue una de las últimas satisfacciones de la Santa Madre y el primer fruto eximio de esa tan perseguida

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Institución, de la que muchas veces se le oyó decir: “¡Me ha costado más disgustos esta Pequeña Casa, que todo el Instituto!”

* * *

¿Pero, aquella dura y penosa lucha por el pequeño seminario, podía acaso obstaculizar la actividad de esa alma grande? ¡Jamás! Batallaba y sufría por un lado y al mismo tiempo trabajaba y fructificaba por otro. No sucedía nunca que su benéfico trabajo la librase de penas; pero… muy pocas veces éstas la distraían del trabajo. Por cuya razón la Comunidad continuó pacíficamente su desarrollo.

De América, absoluto silencio. La expedición dos veces preparada y dos veces suspendida, parecía haber fracasado para siempre; tal era a lo menos la opinión corriente en el Instituto. Sólo la Madre nutría todavía una esperanza. En efecto, siempre hacía rezar a ese fin y en sus conversaciones se le escapaba con frecuencia la frase: “Iremos a América”… Perduraba en ella la persuasión de que, algún día, se iban a reanudar las gestiones interrumpidas. Ahora bien, cuando una convicción se arraigaba en su espíritu, ya fuese por una intuición particular, o por una especie de inspiración sobrenatural, era un hecho que, tarde o temprano, se vería la realización.

Mientras tanto sus casas se extendían por distintas partes de la Liguria.No teniendo ella otras miras que el bien de las almas, poco le importaba que los

pedidos proviniesen de una ciudad o de un pueblo, de grandes centros o de humildes aldeas, de la encantadora Costa Azul o de más allá de los Apeninos: todos los lugares eran campo propicio para arar y sembrar, a todas partes podían y debían ir sus Hijas.

Así, a fines de 1871 las manó a Alpicella, en el alto valle del Teiro. Le habían pedido una sola, pues bastaba para la escuela de niñas; y mandó tres, contentándose con el estipendio que le correspondía a una. Porque a ellos no les interesaba nada más que tener una maestra, pero la Madre no les podía mandar una maestra sin constituir una pequeña Comunidad, y como el estipendio de una no basaba para las tres, suplió ella misma lo que faltaba.

El 1º de enero de 1872 aceptó establecer otra Comunidad en Canale de Alba. Envió allí tres Hermanas: una se haría cargo de la escuela comunal, las otras dos asumirían la dirección y el servicio del Hospital. Rápidamente el número de Hermanas debió duplicarse, primero porque la escuela tomaba un notable incremento y segundo, porque ellas se hicieron cargo también del “Regio Hospicio de Huerfanitas”.

Cinco días después, de Dolcedo hacían idéntica solicitud: al principio, tres Hermanas para la escuela y el hospital; y luego, tres más. Porque, salvo rarísimas excepciones, la llegada de las Hijas de la Misericordia en medio de una población indicaba un aumento de escuelas y de asilos, y por eso, generalmente, mientras escogía las Hermanas para una expedición, la Madre debía anotar las de refuerzo…

En la primavera del mismo año, un comité de personas piadosas presidido por el Párroco, llamaba a las Hermanas a Giustenice de San Lorenzo. Se trataba de implantar una escuela privada y por consiguiente ellas tendrían que vivir de las pequeñas contribuciones de las alumnas. La Madre aceptó, y mandó en seguida dos Hermanas, a las que agregó muy pronto una tercera. Y la escuela, a pesar de los pobres recursos, prosperó tanto que, después de cuatro años, la Municipalidad quiso tomarla bajo su tutela para oficializarla y encargarse de los gastos.

En otoño, finalmente, las Hijas de la Misericordia se establecían en Portofino. Eran tres, e iban únicamente para ocuparse de los niños del asilo. Pero también aquí regía la ley del progreso; bien pronto la Comuna, al ver el buen resultado que daban las Hermanas, pedía otras tres para la escuela de niñas y a continuación les encomendaba también la de varones. Estaba segura de haber contribuído de la mejor manera a la educación de la juventud del pueblo, al confiarla al Instituto de la Misericordia. Así, en

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1872 la Madre, a pesar de los no pocos disgustos que le procuraban las dos “Providencias”, la “Casa de los Clérigos” y tantos otros asuntos, enriquecía al Instituto con la fundación de cuatro Casas.

Y otro tanto hacía en 1873.En el mes de marzo, sus Hijas, en número de cuatro, entraban en Scurtabó, junto

a Varese Ligure. Habían pedido una Hermana para la escuela mixta y le pagarían setecientas liras anuales. Citamos este sueldo, porque fue uno de los más elevados que tocó a una Hija de la Misericordia, y para poner de manifiesto una vez más los generosos criterios que regulaban la conducta de la Madre: porque, en general, las administraciones comunales y de los hospitales, so pretexto del desfavorable saldo de los balances, regateaban mucho sobre los honorarios de las Hermanas, y entre los motivos por los cuales las preferían a las personas laicas estaba también éste de que las obtenían con pactos más ventajosos. Demás está decir que tales administraciones, para conseguir el servicio de las Hermanas, ahorrándose así buenos centenares de liras, ponían por delante el bien de las almas; y la Madre, que sólo esto buscaba, concluía por aceptar cualquier condición pecuniaria.

Un mes después, la población de San Miguel de Giustenice solicitaba a su vez, dos maestras; y la Madre complacía este pedido enviando tres Hermanas en vez de dos.

En mayo tuvo lugar una nueva fundación, acerca de la cual han quedado algunos detalles que enaltecen y subrayan el desinterés de la Madre y su amor a las almas de las niñas pobres. Dos buenos señores, los hermanos Migone, invitaron a las Hijas de la Misericordia a abrir en Quinto al Mare una Escuela gratuita para niñas pobres. Estos dos señores proveerían por su cuenta al alquiler del local y alojamiento de las Hermanas; pero éstas no tendrían sueldo alguno. Tan precarias condiciones no acobardaron en absoluto a la Madre sino, por el contrario, la espolearon a favor de la Obra, pues, antes de aceptar, se había enterado de que la invitación había sido rechazada anteriormente por otra Comunidad, porque esas Religiosas no querían encargarse de la Escuela de niñas pobres sino abrir un Colegio de niñas ricas. Y por eso, decididamente contestó: “Acepto; porque yo mando a mis Hermanas, no para ganar dinero sino para salvar las almas”.

Como de costumbre, acompañó ella misma la expedición y permaneció con las Hermanas hasta que la Casa se organizó lo suficiente. Ya a punto de partir, vio a la más joven de las Hermanas un poco triste; la llamó aparte, inquirió el motivo de su tristeza y, al conocer que su abatimiento provenía de reconocerse incapaz de cumplir sus deberes de maestra, le dijo con gesto maternal: “¿Pero, hija, recién ahora se da cuenta que no sirve para nada? Yo hace mucho tiempo que lo sabía. Pero, ánimo, hija, ánimo. Entiéndase con Dios, de quien es Ud. débil instrumento, y comience en Su Nombre la tarea y verá cómo continúa y termina espléndidamente”.

“Estas palabras, pronunciadas con una gravedad y una dulzura inigualables –decía después la Hermana- me dieron un impulso tal, que todavía saboreo sus efectos”. Y la última recomendación a la nueva Comunidad fue ésta: “Os dejo, hijas mías, pobres entre los pobres; ayudaos mutuamente con el trabajo de vuestras manos y tendréis, no sólo para vivir sino también para ahorrar…”

¡Verdadera profecía! Pues esta Casa, fundada sobre tanta pobreza, tendrá para subvenir a todas sus necesidades y además, de tanto en tanto, ¡podrá pasar subsidios a las dos “Providencias” y a la “Casa de los Clérigos”!

Al volver la Madre, de Quinto, permaneció brevemente en Savona donde tuvo que beber algunas gotas amarguísimas con la muerte repentina del Director Espiritual y, después de dos días, lo mismo con dos de las Hermanas que más la secundaban en su labor. Pero, mujer grande, mientras inclinaba la frente al Querer divino repitiendo sin cesar su “¡Fiat!”, preparaba nuevos refuerzos para Pra, donde se les ofrecía a las Hermanas la dirección del Asilo.

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¿No dijimos que esta Casa de Pra era para la Madre la “Casa de la caridad perfecta” por la gran unión que existía entre las Hermanas y su Superiora? En efecto, lo probaba también los frutos que producía. Ahora, la perfección que reinaban en la Comunidad se trasparentaba hasta en el número: entre Superiora y súbditas, ya sumaban doce.

En el año 1874, accedía la Madre a los deseos de la Municipalidad de Pontedecimo, en Polcevera, enviando cinco Hermanas para las Escuelas comunales de niñas; fundación que el pueblo miraba con profunda simpatía y que, en breve, sería una obra floreciente y de gran provenir.

También en 1874, Camogli confiaba a las Hijas de la Misericordia el Hospital y el Asilo. De lo estipulado en el Contrato se deduce una prueba más de la facilidad con que la Madre accedía a los pedidos y cómo, en lugar de estipendio, se conformaba con tributos de toda clase. Así como las Administraciones de las mencionadas Obras multiplicaban los pretextos para negar a las Hermanas la debida remuneración, así ella se disponía pacientemente a obtener de una, la contribución de carbón, de aceite, de medicinas; de otra, la comida para el almuerzo, un poco de vino, y tres veces por semana un trocito de carne para el puchero; porque, con tal de que sus Hijas fuesen provistas de lo estrictamente necesario, la forma cómo esto llegase no le interesaba.

Al volver de Camogli aprovechaba las circunstancias para una fundación más importante, gracias especialmente a la generosidad del sacerdote César Queirolo, cura párroco de Vado.

Un día, la Madre conversaba con este sacerdote, buen amigo del Instituto y óptimo cliente del taller de labores de la Casa Madre, y se detenía describiéndole detalladamente las condiciones de la “Providencia” de Savona donde las huerfanitas eran numerosas, y muchas de ellas de salud precaria y necesitadas, por consiguiente, de especiales cuidados. De pronto el sacerdote la interrumpió para decirle:

“Mándelas a veranear, Madre”.Ella se sonrió, como si escuchara una broma. Pero él replicó:“Hablo en serio. Escuche: en el territorio de Légino, en un lugar ameno, poseo

una casa bastante cómoda, provista de capilla y rodeada de mucha arboleda. Vista espléndida, mucho sol y buen aire. Puede mandar allí a alguna Hermana con aquellas hijas de la Providencia que requieren cuidados. He aquí que ya tenemos lugar de veraneo”.

La Madre miró a su interlocutor con aire de reproche. “¡Oh! ¿dice Usted en serio estas cosas? Pero, ¿qué cree entonces? ¿Qué las Hijas de la Misericordia pueden permitirse el lujo de un veraneo? ¿Nosotras, que apenas tenemos para el pan cotidiano, podremos gastar en alquiler de pequeñas quintas?”

Y el Párroco, con clama:“¿Quién ha hablado de alquileres? Yo le ofrezco la casa y la quinta sin que tenga

Usted que desembolsar ni un centavo. Más aún: si le place, además del local, cedo gratuitamente también los muebles. ¿Está contenta ahora?”

La Madre se había tranquilizado. El asunto, así, cambiaba de aspecto y merecía ser tomado en consideración.

Acostumbrada a no encontrar fácilmente fortunas de la tierra y, sobre todo, a no aventurarse a nuevas empresas sin haber implorado consejos y ayuda divina, respondió al munífico sacerdote:

“Le agradezco vivamente su ofrecimiento. Pero, si no le es molesto, concédame un poco de tiempo para deliberar. Sabe Ud. que siempre conviene entenderse con Aquel de arriba. Haré una novena al Espíritu Santo…”

“¡Muy bien! También dos. Pasaré otra vez y volveremos a hablar del asunto” –dijo D. Queirolo.

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La Madre hizo la novena, consultó a sus consejeras, y después de haber obtenido pleno consentimiento de ambas partes, se volvió a entrevistar con el buen Cura Párroco y se pusieron de acuerdo perfectamente.

Le fue fácil aprontar la casa porque ya estaba amueblada. Y en el primavera de 1875, con tres Hermanas y una docena de niñas, inauguraba en Légino la nueva residencia, la cual no resultó en verdad una simple casa de descanso para los meses estivales, sino una tercera y permanente “Providencia”, donde rápidamente las Hermanas, de tres aumentaron a diez, y las niñas, de diez pasaron a ser treinta, tantas cuantas la casa podía contener.

Ya hemos observado que nadie salía perdiendo al hacer contratos con la Madre, y esta vez tampoco. Por las ventajas obtenidas al pactar con el sacerdote, ella supo corresponder adecuadamente.

Porque, habiéndose enterado de que él hubiera agradecido que las Hermanas instruyesen un poco a las niñas de la campaña circundante, la Madre quiso enseguida contentarlo y a tal efecto adaptó un local para clase y envió desde Savona una Hermana maestra.

Y en otra ocasión, recogido de labios del sacerdote el deseo de que las familias de los alrededores pudiesen oír Misa en la Capilla de la Casa, la Madre lo satisfizo también, encargándose de conseguir para todas las fiestas una Misa más. Por lo que esta tercera “Providencia”, si proporcionaba un oportuno desahogo para la “Providencia” de Savona, resultaba también, por mérito suyo, un centro benéfico para toda la población.

Don César Queirolo reconocía estas ventajas y el sacrificio con que la Madre las procuraba y prometía que, tarde o temprano, tomaría medidas para que ella se encontrara en condiciones de poder continuarlas…

Y la Madre estaba segura de que cumpliría su promesa, porque le constaba que él no faltaba nunca a la palabra empeñada.

Pero entretanto la actividad de la Madre se hallaba absorbida por otras incumbencias.

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CAPITULO XVALLENDE LOS MARES

(1875)

Don Juan Bautista Gazzolo, a quien ya conocimos como Presidente de la Universidad de Buenos Aires, y que tanto se había interesado para que las Hijas de la Misericordia fuesen a América, ocupaba desde hacía algunos años el cargo de Cónsul de la República Argentina en Savona. A fines de enero de 1875 recibía de Buenos Aires un sobre que llevaba el sello Arzobispal y contenía tres cartas, una para él, otra para el Obispo de Savona y la tercera para la Madre General de las Hijas de la Misericordia.

Las tres cartas provenían de una misma persona y concordaban en pedir una sola cosa. El Arzobispo de Buenos Aires, Monseñor Federico Aneyros, retomando las gestiones interrumpidas por la muerte de su antecesor, volvía a pedir para su diócesis a las Hijas de la Misericordia. Pedía veinte, treinta, cincuenta, en fin, cuantas pudiese mandar y rogaba vivamente al Cónsul, al Obispo y a la Madre quisieran acoger su pedido y apresurasen el arribo de la expedición.

La madre no se había engañado. No se engañaba jamás en sus previsiones y en sus esperanzas. De acuerdo con el Obispo y el Cónsul respondió inmediatamente, aceptando el pedido y prometiendo enviar por el momento quince Hermanas. El Arzobispo acusó recibo en el mes de junio y envió unos trece mil francos para los gastos del viaje. Esta vez todo marchaba viento en popa. Era la hora del Señor.

Sin embargo, tampoco en esta ocasión faltaron las contrariedades, porque por este tiempo, la misma Madre, durante uno de sus acostumbrados viajes de inspección a las Casas de la Liguria, se enfermó en Pontedecimo. Trasportada a Savona, le diagnosticaron una recrudescencia de su mal de corazón.

Fue necesario un mes de absoluto reposo y de tratamiento enérgico, no para que se curase completamente, sino para que pudiese pasar de la cama al sillón; y a ella le bastó el poder sustituir aquélla por éste para ilusionarse de estar suficientemente repuesta y aplicarse a los preparativos de la expedición.

Se convino que partiesen en noviembre, junto con un grupo de Hijos de Don Bosco que a su vez zarpaban para Sud América, capitaneados por el héroe de las Misiones Salesianas, Don Juan Cagliero, entonces simple Sacerdote y muy pronto Obispo y Cardenal. Con esto, las Hermanas, además de la fortuna de la buena compañía, tendrían la de asistir a Misa durante el viaje, que entonces duraba veinticinco días o más. La expedición era de una importancia tal que exigía algunos meses de preparación.

Es increíble la actividad que Juan Bautista Gazzolo desplegó en aquel verano. Si hubiera sido el Procurador de las Hijas de la Misericordia y de la Pía Sociedad Salesiana no habría podido hacer más de lo que hizo, animado por el celo de su religión y por el amor a su patria. Quiso él, en persona, llevar a buen término los numerosos trámites inherentes a la expedición y además, pensando que los viajeros y viajeras eran todos novicios en cruzar el mar y que, por consiguiente, para ambos sería muy útil la presencia de un amigo, decidió acompañarlos en la travesía.

Entre tanto, comenzó por ser el profesor de lengua castellana. Obtuvo de la Madre y de Don Bosco que las Hermanas y los Religiosos designados para la expedición se reuniesen por algún tiempo en Varazze, en sus respectivas casas filiales; y él, todos los días, por la mañana y por la tarde, impartía a Sacerdotes y Hermanas los primeros elementos de la lengua del Cid y de Santa Teresa: grata tarea que cumplía con mucho gusto porque, a decir verdad, sus discípulos prestaban mucha atención.

Don Bosco quiso que sus Hijos antes de partir fuesen a Roma para postrarse a los pies del Papa y recibir la bendición. La Madre, que quería tener a sus Hijas junto a sí hasta el último momento para dar término al equipo espiritual, decidió enviar una

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súplica al Papa; y siguiendo los consejos del Sr. Gazzolo, dispuso que la Superiora de la Casa de Roma se presentara en su nombre a la audiencia, leyera la súplica y pidiera la bendición papal para las Hermanas que debían partir.

Por influencia de dicho Cónsul, los Salesianos y las Hermanas de la Casa de Roma obtuvieron una audiencia extraordinaria de Pío IX, en el día solemne de Todos los Santos.

El mismo Sr. Gazzolo los presentó.El Papa se entretuvo primero, afablemente, con los hijos de Don Bosco; después,

con las Hermanas. La Superiora leyó la súplica en la que la Madre ponía de manifiesto los sentimientos de su filial devoción y pedía, para sí y para sus Hijas que debían partir, la apostólica bendición.

El Papa escuchó atentamente la lectura; luego, las informaciones que le dio el señor Gazzolo acerca del motivo de la expedición; y, al saber que él los acompañaría en el viaje, elogió su generosa caridad, le encargó que dijera al Arzobispo que el mismo Papa se las encomendaba a su corazón, y agregó una exhortación que no sólo indicaba la sabiduría del que hablaba sino que ampliaba los fines por los cuales debían cruzar los mares.

“Diréis al Arzobispo de Buenos Aires que las emplee en la asistencia de los enfermos a domicilio; pero que las destine a la educación de las niñas, porque aun en América, si queremos hacer un poco de bien, debemos comenzar por cultivar a la juventud”. Luego bendijo con efusión a la Madre General, a las Hermanas presentes, a las viajeras y al buen Cónsul Gazzolo, a quien encargó el oficio de “ángel guardián”.

Faltaban dos semanas para la partida.Fueron aquellos, días de emociones e inquietudes para la Casa Madre y

especialmente para la Santa, que procuraba preparar su corazón para una despedida que, demás está decir, la contristaba y hacía sufrir inmensamente.

Había preparado todo con maternal afecto. Había escrito al Arzobispo de Buenos Aires suplicándole que tuviera especial cuidado de sus pobres Hijas que debían estar tan lejos del Instituto, y con palabras que revelan toda la delicadeza de la Religiosa y de la Madre, las encomendaba a él para que las proveyese de un buen confesor que en lo posible fuese un Padre de la Compañía de Jesús.

Abierta a todos os sentimientos humanitarios, concedió a las quince Hermanas algunos días para que fuesen a saludar a su familia. Les recomendó calurosamente que se mostraran serenas y se comportaran de tal manera que inspirasen envidia y no compasión.

Cuando regresaron a la Casa Madre, dispuso que se recogiesen en un breve retiro espiritual; y para que estos Ejercicios resultaran eficaces invitó al celosísimo Canónigo Felipe Allegro, más tarde Obispo de Albenga, para que los predicase.

Luego conversó con cada una en particular y quiso que se diesen perfecta cuenta de lo que iban a hacer; que considerasen el paso que iban a dar; que pensasen que se separaban de la patria, de los parientes, de las co hermanas, de todos, y emprendían un vuelo, del cual probablemente no retornarían. Que reflexionaran mucho sobre su sacrificio, porque después de haberlo meditado bien lo afrontarían más valerosamente. Que supieran que iban por propia voluntad, ya que ella no las obligaba, y que hasta ese momento, si alguna quería quedarse, aun cuando hubiera pedido ir y hubiera sido designada para ello, podía hacerlo. ¿Qué alguna no se sentía más con fuerzas para ir? Que lo dijera francamente. Sería sustituida sin dificultad y habría usado de uno de sus derechos.

Pero si estaban dispuestas a partir, fuesen alegremente y con el corazón lleno de reconocimiento hacia Dios, porque en verdad revelaban buen espíritu y cumplían una misión nobilísima.

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Luego dirigió a todas sus últimas palabras: “Vosotras no vais allá con el mezquino ideal de muchos, que emigran a América para hacer dinero; vosotras vais para salvar almas. También allá seréis las Hijas de Nuestra Señora de la Misericordia: recordadlo. Permaneced fieles a la Santa Regla y conservad intacto el espíritu de nuestro Instituto. Evitad, en cuanto os sea posible, todo contacto con el mundo. Amad la pobreza, porque también en América podréis ser perfectas pobres. Obedeced a vuestra Superiora. Soportad con ánimo esforzado los sufrimientos y las tribulaciones. Respetaos, amaos, vivid en aquella unión de corazones que hace ligero todo sacrificio… En tierra extranjera podrían llegar a faltaros muchas cosas espirituales y temporales; no temáis, confiad en Dios. El os proveerá aun a costa de milagros… ¿Queréis tres buenos consejos? Aquí los tenéis: los pecados, al confesor; las necesidades, a la Superiora; las penas, a Jesús. Si os atenéis a estas indicaciones, seréis felices. Hijas mías, os aseguro que os acompañaría gustosa; pero, estoy vieja y cansada y debo permanecer en casa. No os extrañéis si oís temblar mi voz y si veis algunas lágrimas en mis ojos: al fin, soy madre y no lo sería si no me afligiera vuestra partida que, os lo aseguro, me quita diez años de vida. Pero, ¡ánimo! si el Señor así lo quiere, también lo quiero yo y estoy contenta de separarme de vosotras. Y vosotras, rogad por mí. Escribidme pronto, escribidme largo, escribidme lo más seguido que podáis; os doy con anticipación el más amplio permiso…

Y escuchad: todo irá bien, tengo la certeza, porque es evidente que Dios está con vosotras. Pero si contra toda previsión, los acontecimientos tomaran otro curso y vosotras tuvierais que volver a la patria, no temáis: yo estoy siempre aquí pronta para recibiros con los brazos abiertos…”Quién podrá decir la impresión que aquellas palabras debían producir en el ánimo de las Hermanas, por tantos motivos propensas ya a la emoción?

En los últimos días de su permanencia en Savona, dispuso que fueran al Santuario de la Misericordia para saludar a la Titular del Instituto e invocar su protección para el inminente viaje.

El día 12 de noviembre se llevó a cabo el acto de despedida. Monseñor Cerrutti que decididamente había apoyado la expedición, quiso, con sus propias manos, distribuir la Comunión y dirigió paternales exhortaciones a las Hermanas que partían y a las que se quedaban.

Luego tuvo lugar la escena de la separación. La Madre, que procuraba darse valor, abrazó y besó primero a Sor Claudia Terratti que había sido designada Superiora de la expedición, y luego, una por una, a las demás, diciéndoles al oído a todas una palabra de cariño. Después, Sor María Sabina Caroggio, Superiora de la Casa Madre, para terminar con una situación que podía ser peligrosa para el corazón de la Madre, llevóse consigo al grupo y rápidamente partieron. La misma noche llegaron a Génova y se hospedaron en el Retiro Cattaneo, acogidas con entusiasmo por las Hermanas y por las educandas.

A la mañana siguiente hicieron una piadosa peregrinación a la Iglesia de la Superba y una visita de homenaje al Arzobispo de Génova, Monseñor Magnasco, quien les formuló cordiales augurios y les aseguró que recogerían abundante mies porque iban en nombre del Señor.

La mañana del día 14, fijada para la partida, se reunieron en la Iglesia de San Jorge, donde las Hermanas del Retiro Cattaneo les habían preparado una agradable sorpresa. La Iglesia rebosaba de público y el altar de Nuestra Señora de la Misericordia era un cielo de luces y flores: para honrar a las Hijas se honraba a la Madre. El Cura Párrroco en persona celebró la Santa Misa, en medio de música y canto; y durante la misma, dijo unas palabras magnificando el acto de generosidad que ellas cumplían y poniendo de relieve la incomparable utilidad que prestaban a la Religión y a la Patria.

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A las 10, se dirigieron al puerto, donde estaba anclado el “Savoye”. Al subir al barco, fueron recibidas alegremente por los Padres Salesianos, que las habían precedido, y por el incansable Cónsul Gazzolo que entretanto había dispuesto muchas cosas para bien de las Hermanas.

Por atención suya y por la generosidad del Arzobispo de Buenos Aires que pagaba el viaje, estaba preparado para las Hermanas un compartimiento en primera clase, con sala y camarotes separados y con mesa para ellas; en la sala había un altarcito para la celebración de la Misa y hasta un pequeño confesionario, que, dada la presencia de sacerdotes en la nave, podía ser útil. Las Hermanas, estando en su compartimiento podían casi creer que se encontraban en Comunidad. Su pobreza podía sentirse incómoda en medio de aquel bienestar de que gozaban en primera clase; pero sabían que aquellas comodidades durarían pocas semanas y que serían depuestas sobre un campo de arduas fatigas.

A mediodía, “papá Gazzolo” quiso que los misioneros y las Hermanas almorzaran juntos, con el fin de dar una festiva inauguración al viaje y para que los unos y las otras estuviesen prontos para recibir una última visita muy querida: la de Don Bosco, el cual en efecto, llegaba a bordo al finalizar el almuerzo. Es imposible decir con qué dulce entusiasmo fue rodeado por sus hijos y por las Hermanas. Les habló a aquéllos, recordándoles lo que la Pía Sociedad Salesiana esperaba de los primeros apóstoles que mandaba a tierras extranjeras; y a éstas, exhortándolas a cumplir con perfecta alegría su sacrificio y confiándolas de un modo especial a la tutela paternal del que capitaneaba el ejército misionero, Don Juan Cagliero.

A las tres de la tarde, el “Savoye” se alejaba del muelle. De pie sobre la cubierta, las Hermanas, nublados los ojos por las lágrimas, saludaban a las personas queridas que habían permanecido en tierra, entre las cuales estaban Don Bosco, la Superiora de la Casa Madre, Sor Sabina Caroggio y la del Retiro Cattaneo. Luego contestaron con los pañuelos al cálido saludo que las Hermanas y las educandas enviaban desde el susodicho Retiro. Después, al salir del puerto, daban el adiós a la bella ciudad que, poco a poco, se iba perdiendo a sus ojos, y cuyos ventanales brillaban bajo los rayos del sol que se ponía.

En fin, cuando la nave pasaba a la altura de Savona, estaban todas de pie, con la mirada dirigida hacia su ciudad para presentarse todavía una vez más a los ojos de la Madre que, según lo convenido, debía encontrarse en la terraza del Instituto a fin de darles el último adiós. Estaba, en efecto, y provista de gemelos; pero, en vano Madre e hijas intentaron verse, pues una cortina de vapores crepusculares presentó a Savona a la vista de las Hermanas, apenas como una pálida mancha; y a los anteojos de la Madre les fue permitido dejar entrever sólo la silueta del barco, sin poder divisar a ninguna persona. Mas si los ojos no se vieron, se encontraron los corazones, que allí, acariciados por la brisa del atardecer, se despidieron conmovidos y se auguraron todo bien. Poco después, cuando las Hermanas descendieron a sus camarotes y la Madre a su celda, se unieron en una recíproca plegaria a los pies de Jesús Crucificado.

El viaje, que dada la poca velocidad de los vapores de entonces duró varias semanas, fue próspero en todos los aspectos. El mar parecía darse cuenta de la preciosa carga que llevaba y se mantuvo sereno y plácido como una balsa de aceite. Las Hermanas sabían perfectamente a qué atribuir el motivo de aquella bonanza: “Nos ha bendecido: el Papa, nuestro Obispo, nuestra Madre, el Arzobispo de Génova, Don Bosco; con tantas bendiciones, ¿cómo podría el mar mostrarse airado?”

Y fue un viaje que, por obra de los misioneros y de las Hermanas, asumió cierto carácter de peregrinación. La sala especial concedida a las Hermanas se transformó en Capilla; allí todos los días oían la Misa celebrada por un Padre Salesiano, recibían la Sagrada Comunión y luego, durante el día iban para meditar, para leer y para rezar en común. Además, en los días de fiesta había gran solemnidad: la nave izaba todas las

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banderas, el altar era llevado a cubierta y la Santa Misa se oficiaba en presencia de los setecientos pasajeros. ¡Qué sublime espectáculo el del Santo Sacrificio ofrecido sobre una pequeña isla flotante en la inmensa extensión del océano! ¡Qué conmovedoras ceremonias ésas, besadas por el sol naciente, realzadas por la música y los cantos religiosos, desarrolladas ante la devota atención de todos los pasajeros, mientras oficiales y marineros cumplían silenciosamente su oficio respectivo y el mismo capitán guiaba el timón para evitar cualquier brusquedad de movimiento de la nave!

Mientras tanto, ya durante el viaje se iniciaba la acción apostólica. Salesianos y Hermanas, animados por ese espíritu que no conoce dilaciones ni lentitudes, comenzaron a ejercer a bordo el ministerio que tendrían que cumplir en tierra, improvisando clases de catecismo para niños y niñas y extendiendo, a veces, la enseñanza a grupos adultos que sabían menos que los mismos pequeños.

El viaje, en un vapor que en aquellos tiempos era de los más veloces, duró un mes exacto y no acusó sino las pequeñas peripecias normales en toda travesía, que molestaron, más que a nadie a las Hermanas, pues cruzaban por primera vez el mar.

El 14 de diciembre, el “Savoye” echaba anclas en la rada de Buenos Aires, a algunas millas de la ciudad.

Enseguida vieron acercarse un vaporcito que llevaba a bordo a Monseñor Ceccarelli, Párroco de San Nicolás de los Arroyos, comisionado por el Arzobispo de Buenos Aires para recibir a los Misioneros y a las Hermanas y conducirlos a tierra.

Unos y otras, desembarcaron en medio de las ovaciones del pasaje y de la tripulación, que agradecían el celo y demás virtudes con que los habían edificado.

Las Hermanas, acompañadas por el mencionado Monseñor, se dirigieron a la casa que el Arzobispo había puesto a su disposición: era una hermosa y amplia residencia, bien amueblada y dispuesta con cierta elegancia, donde no faltaban espejos. Estos eran para ellas objetos inútiles y por eso, haciendo girar el cristal hacia la pared y pegando sobre el reverso una imagen sagrada, obviaron el inconveniente.

Todas estaban ocupadas en ir y venir, en abrir y vaciar baúles y en acomodar utensilios, cuando el mismo Arzobispo se presenta a la puerta. Al punto las quince Hermanas se dirigieron a su encuentro y se echaron a sus pies; él las saludó llamándolas hijas y, sentándose amorosamente en medio de ellas, se informó de su salud, pidió noticias de la Madre General, les agradeció el haber venido desde tan lejos, les aseguró su total protección y quiso que le prometiesen que en cualquier circunstancia recurrirían a él como a un padre. ¡Qué profunda alegría produjo en las Hermanas aquel primer encuentro con su Pastor y cómo se animaron para ponerse enseguida a trabajar!

Entre tanto, el infatigable Gazzolo se hacía su heraldo por toda la ciudad. Publicaba en los diarios su llegada y el fin que las traía. Hacía presente a las Autoridades gubernativas y civiles las aptitudes y méritos de las Hermanas.

Y fue así que enseguida varias familias acudieron a ellas; bastó que las viesen actuar con el candor de sus costumbres, con el ardor de su caridad y con la alegría del sacrificio, para que conquistasen las simpatías de todos y se asegurasen plenamente su posición.

Y con la obra transplantada a América se verificó lo que tantas veces se había verificado en Italia: un rápido desarrollo.

NO habían pasado tres meses y ya se había puesto en práctica el consejo dado por Pío IX, que era el de educar particularmente a la juventud: en la misma ciudad de Buenos Aires se abría un Colegio para jóvenes de familias acomodadas. La Institución respondía a una verdadera necesidad local, y por consiguiente, en el día de la inauguración contaba ya con treinta alumnas.

Por este mismo tiempo las Hermanas salían de la Capital.El primero en solicitarlas fue Monseñor Ceccarelli, que era el que las había ido a

recibir en el vaporcito, razón por la cual alegó tener una especie de derecho en su

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demanda. Párroco de San Nicolás de los Arroyos, lleno de ardiente celo por su rebaño, trabajaba con el fin de establecer en su parroquia un Colegio Salesiano y, en vísperas de conseguirlo, quiso también a las Hijas de la Misericordia, por las cuales, desde el primer encuentro, sintió gran admiración. Allí fueron las Hermanas, después de cuatro meses de su arribo a América, acompañadas por Don Cagliero que se dirigía a San Nicolás para la inauguración del Colegio. Y el celoso Párroco confió a las Hijas de la Misericordia cuantas actividades pudo: primero, asumieron el gobierno del hospital; después, pasaron a dirigir una casa de penitentes; más tarde, abrieron un Colegio para niñas de condición acomodada; en fin, adoptando en suelo americano los criterios de la Madre General, fundaron una Casa para huérfanas y abandonadas, fiel reproducción de la “Providencia” de Savona.

Y bien pronto las Hijas de la Misericordia extendieron su campo de acción. Llevaban consigo el secreto de la victoria, que consistía en cumplir las recomendaciones dadas por la Madre, es decir, en aceptar en seguida cualquier obra, adaptarse a cualquier condición económica y vivir en santa alegría en medio de su trabajo y de sus sacrificios. En suma, el Instituto se propagaba en América por las mismas razones que se había propagado en Italia.

Por lo que, en los pocos años que sobrevivió la Madre, sus Hijas abrieron escuelas e internados y asumieron la dirección de hospitales, no sólo en Buenos Aires y San Nicolás, sino también en Flores, Mercedes, San Lorenzo, Rosario y estaban en vísperas de instalarse en otros lugares.

* * *

Desde aquella tarde en que, desde la terraza de la Casa Madre, la Santa Fundadora había intentado en vano ver a sus Hijas a través del anteojo, no las había perdido de vista ni un instante; las seguía con un instrumento más apto que el anteojo: el corazón.

Su pensamiento estaba siempre con ellas. Todos los días se ingeniaba para averiguar el grado de latitud en que se encontraban. Como es de suponer, había movilizado todas las Casas del Instituto para que rogaran por el grupo de Hermanas que atravesaban los mares.

Con lágrimas en los ojos leyó la primera carta escrita desde América para relatar la buena travesía y el feliz arribo; la llevó triunfante a la Comunidad, y luego corrió a los pies del Tabernáculo para desahogar la alegría que rebosaba en su corazón. Más contenta se puso todavía cuando el mismo Arzobispo de Buenos Aires le escribió, hablándole de la acogida hecha a sus Hijas y de la solicitud con que había provisto a su bienestar espiritual, designándoles como confesor ordinario a su mismo secretario y como extraordinario a un excelente Padre de la Compañía de Jesús.

Y su alegría creció más aún, cuando las Hermanas comenzaron a hablarle de sus trabajos, de los frutos abundantes que recogían, de la buena reputación que iban conquistando entre el pueblo argentino y de los múltiples pedidos que les hacían de todas partes, pedidos a los que la Madre, en su inagotable caridad, aconsejaba responder afirmativamente; y para que se encontraran en condiciones de hacerlo, preparaba expediciones de refuerzo, sometiéndose gustosa a los enormes gastos que éstas ocasionaban.

Y he aquí una nueva preocupación, muy querida de la Madre, aunque la inmensa labor: la de sus Hijas de América.

La distancia parecía haber acrecentado su afecto, y por consiguiente (ella misma lo atestigua), sus plegarias más fervientes eran para las Hijas lejanas.

Estaba cierta de que había mandado Hijas bien fortalecidas en la virtud, pero ¿no podían concurrir mil circunstancias a desmoronar su espíritu? ¿El encontrarse en un

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mundo nuevo y la falta de un contralor directo, no podían ocasionar algún relajamiento en la disciplina?

Por eso les dirigía frecuentes y vibrantes exhortaciones para que ellas mismas se vigilasen, y especialmente para que sus miradas y sus corazones estuviesen siempre dirigidos hacia Savona, cuna del Instituto, desde donde les llegarían los consejos y los ejemplos que las conservarían dignas Hijas de la Misericordia.

Y por eso, de vez encunado, llamaba a una de sus secretarias, a aquélla que con más destreza manejaba la pluma, y: “Tomad una hoja de papel, una hoja doble de papel de oficio, y escribid las cuatro páginas, porque a América no se deben mandar cartas inútiles; y escribid de un extremo al otro de cada página, porque dejar mucho margen es contra la pobreza. Y escribid a las co hermanas de América diciéndoles que se amen mutuamente… Proseguid recomendándoles que relean bien los puntos de la Regla y los observen concienzudamente…, inculcadles que cultiven y gusten la vida de comunidad y que quieran siempre mucho a la Casa Madre…; insistid en que no descuiden la oración y en que trabajen puramente por amor a Dios y para salvar almas. A ver, leed. ¡Muy bien! Falta sólo ese toque de afecto maternal que vos no podéis poner; pero lo demás está todo dicho. Y mirad, una carta igual a ésta quisiera yo mandar a cada una de mis Hijas de América; y os digo más: ¡ojalá pudiese mandársela todos los días!”

Si alguien de Savona estaba por partir para América y se le ofrecía para cualquier recado, llamaba a la secretaria y le daba estas órdenes: “Distribuid papel de carta a todas las Hermanas que saben manejar la pluma, para que cada una escriba a alguna de las Hermanas de allá. Ya que tenemos quien gentilmente nos haga de cartero, enviemos un paquete, más aún, una bolsa de cartas. Así también de América se verán obligadas a contestar…

De esta mutua y nutrida correspondencia yo espero mucho para conservar la unión entre las Hermanas que están en Italia y las que están en América; y para que toda la familia religiosa forme siempre un solo corazón”.

Se conservan aún varias cartas dirigidas por ella a Superioras y Hermanas de América y en todas se manifiesta su intento de mantener vinculados los corazones de sus Hijas de uno y otro continente. A cada Hermana recordaba por su nombre, pedía noticias de la salud y progresos de todas, una por una; discretamente indicaba a las Superioras las cualidades características de las distintas súbidtas y les sugería el modo más oportuno de dirigirlas y aplicarlas a las ocupaciones más convenientes para cada cual; advertía las impresiones más o menos favorables que producían a las Hermanas de Italia sus cartas, y hasta indicaba a cuáles debían escribir, en qué forma y sobre qué temas.

El temor y la solicitud por la porción predilecta de ultramar le hacía asumir un tono de voz en el que se mezclaban, de una manera singular, la autoridad y la austeridad; como si temiese que la distancia atenuase su voz y por eso tratara de reforzarla. En consecuencia, recordaba a las Casas de América la obligación de colaborar con la Casa Madre y ayudarla en las necesidades generales del Instituto; denunciaba los gastos que las frecuentes expediciones le imponían, en viajes y pasaportes; y no silenciaba que, para proveer a América, debía despoblar las Casas de Italia y rehusar óptimas ofertas. Pues bien: no debían dejarla sola en medio de tantas dificultades. Que las Superioras tuviesen presente este deber; y para estar en condiciones de cumplirlo, procurasen hacer alguna economía, no hacer regalos “a lo americano” y cuidarse de abrir Casas o Colegios de puro lujo, que sólo servirían de peso al Instituto.

Con la misma lacónica claridad pasaba a otras advertencias. Las Superioras no debían limitarse a darle relaciones vagas sobre el desarrollo de las Obras, sino descender a particularidades, porque los pequeños detalles la iluminaban tanto –y aún más- que los grandes. Superioras y Hermanas, debían comportarse con los de afuera en la forma

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más edificantes; conservar buenas relaciones con los otros Institutos religiosos masculinos y femeninos; y, lo mejor de todo, estar siempre sobre sí, vigilarse, controlarse. Respetar mucho a los sacerdotes, máxime al confesor; pero con ellos, ninguna relación fuera de las necesarias o de verdadera conveniencia, y a éste tratar únicamente en el Sagrado Tribunal, y aun ahí, sólo de los asuntos del alma; evitar las relaciones con las personas respetables del lugar o de la colonia italiana, aunque fuese el mismo Cónsul o su esposa; cortesía con todos, pero nada más. Con tales cautelas evitarían el riesgo de cometer indiscreciones o, por lo menos, no perderían el tiempo; que si alguno se presentase con demasiada frecuencia, buscando en toda forma la manera de introducirse entre ellas, le hiciesen comprender que sus minutos eran contados y por consiguiente que con delicadeza y urbanidad lo despidieran…

Tales enseñanzas, que reflejaban la sabiduría y el afecto de una madre solícita del bien de sus Hijas, ¿podían dejar de producir sus frutos?

Y los frutos maduraron bien pronto porque, merced a este trabajo asiduo de consejo y de exhortación ejercitado por la Madre lejana, las Comunidades de la Argentina y Uruguay crecieron observantes y robustas y llegaron a ser la edificación del pueblo y de las autoridades, emulando a aquellas que la Madre vigilaba y aleccionaba de cerca, en las Casas de Italia.

Con esta otra ventaja: que las piadosas jóvenes argentinas y las niñas educadas en los Colegios de las Hijas de la Misericordia comenzaron a sentir atracción por este Instituto y un buen número de ellas pidieron vestir el Santo Hábito, engrosando así las filas y multiplicando brazos para el desarrollo de las diversas Obras.

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CAPITULO XVIULTIMAS FATIGAS, ENTRE GRAVES ANGUSTIAS

(1875-1879)

Después del ataque al corazón, sufrido a mediados de 1875, en plenos preparativos de la expedición a América, la Madre no se repuso más. Entraba en el período del declive definitivo, que debía prolongarse aún cinco años y, por diversas causas, convertirse en una continua y perfecta inmolación.

Primeramente, por los sufrimientos físicos, ya que la enfermedad, con todas las molestias que le son inherentes, la dominaba ahora por completo: asma, alteraciones en la respiración, palpitaciones dolorosas, falta de fuerzas, insomnio, inapetencia, y a esto se añadía hinchazón y llagas en las piernas y una úlcera penosísima en el pie derecho. Reducida a tales extremos, hubo de resignarse a permanecer en su pieza, breves pasos por los corredores próximos, del brazo de alguna Hermana; y cuando llegaba la mala estación, sus dolencias recrudecían en tal forma que ni en el sillón hallaba descanso y debía forzosamente guardar cama durante semanas y meses.

Aumentaba su sufrimiento, el verse reducida a tan mísero estado. Ella, la fiel cumplidora del deber y de la observancia; ella, que había estado siempre en actividad y para quien la acción era vida y júbilo a tal punto que en labios de todos corría la frase de que “la Madre no podía jamás estarse quieta” debía ahora renunciar a los ejercicios comunes, a levantarse por la mañana, a su variada y ardiente labor; y de todos estos deberes despedirse, por orden de los médicos, del Confesor y del Obispo, triple mandato que la persuadían de la gravedad de su mal, dejándole no obstante el temor de las almas delicadas: ser carga para su Instituto y escándalo de inobservancia para sus Hermanas.

Y conviene decir que procuraba reparar esto y se ingeniaba por participar de la vida de Comunidad lo más que podía; desde su aislamiento se unía a las plegarias y piadosos ejercicios de las Hermanas. Todas las mañanas (esto no se lo pudo impedir nadie) mientras le quedaron fuerzas, se arrastraba por las escaleras para tener el gozo de recibir la Santa Comunión junto a sus Hijas. Más tarde, cuando ya le fue imposible bajar la escalera, se apoyaba en un bastón y, paso a paso, lentamente entraba a la pieza contigua a la secretaría, donde se abría una tribuna que daba a la Capilla y desde allí oía la Santa Misa y a esa tribuna volvía varias veces durante el día para entretenerse con Jesús Sacramentado.

Sin embargo, también ese poco que lograba hacer terminaba por aumentar sus angustias, porque la llevaba a comparar lo mucho que debía poner por obra con lo poquísimo que, según ella, realizaba.

Le sobrevino una tercera cruz y ésta fue un regalo que le hizo la misericordia de Dios para que pudiese santificarse más. La cercaron temores y ansiedades por su vida pasada; y allí donde todos admiraban el vigor de su fe, el esplendor de sus obras y la floración de sus méritos, ella no veía más que deficiencias, deméritos y responsabilidades.

Sí. Un pasado que era doloroso recordar y que además parecía tener una respuesta y una confirmación en la hora presente, en que todo era oscuridad a su alrededor; y su pobre alma agonizaba en una desoladora aridez espiritual. Dios se había convertido en un ser extraño para ella; lo buscaba y lo llamaba con toda su alma; pero El no se hacía sentir, y sus oraciones se reducían, según su frase, a un “masticar estopa”; porque, si apartaba la mirada del pasado y del presente para fijarla en el porvenir, su pena se aumentaba. Era la postrer purificación de la pobre Madre.

La muerte se iba acercando; la anunciaban inexorablemente los latidos fatigosos de su corazón. Y la que siempre había mirado a la muerte con alegre confianza, ahora le tenía miedo, porque al morir debía comparecer ante le tribunal de Dios, y no podía presentarse con méritos si su vida no había rendido más que deméritos… De este modo,

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pasado, presente y futuro concurrían a apenar su espíritu con una desazón y congoja que no conocían tregua ni alivio. Si alguna Hermana iba a consolarla, salía afligidísima al ver la inutilidad de sus esfuerzos; y el mismo sacerdote, después de haber recurrido a las más convincentes razones para esclarecer y pacificar su alma, se retiraba levantando los ojos al Cielo y suspirando: “Adoremos los juicios de Dios”.

¿De dónde y por qué esta situación moral?La respuesta: Dios tenía ante Sí a una sierva fiel y trabajaba para perfeccionarla

mucho más. La llevaba a su fin, sometiéndola a angustias, a abandonos y a aquellos expedientes de su divina bondad que, teniendo al alma en trabajo y en desolación, la ponen en condiciones de merecer muchísimo y le ofrecen además motivos de arrepentimiento y de humildad que aceleran, de una manera y otra, la obra de purificación, santificadora y meritoria.

* * *

No creamos, sin embargo, que comenzase para la Madre un período de ocio. Todo lo contrario. Se le quitó la libertad de ir y venir, de observar horarios y de cumplir las más pesadas tareas de la Comunidad; pero la perfecta lucidez de su mente y su natural laboriosidad le permitían aún una serie de ejercicios que podían considerarse entre los más importantes para el Instituto y que para ella constituían una continua y ardua ocupación. Es verdad que en un principio pidió ser exonerada del cargo de Superiora General, aduciendo el motivo de sentirse próxima a morir y de tener necesidad de atender mejor a los cuidados de su propia alma; pero como su demanda no fue escuchada, hizo todo lo posible para continuar siendo Madre, no sólo de nombre, sino también de hecho. Encerró muy bien en el corazón sus penas para que de ninguna manera se reflejaran en su frente: dio a Sor María Sabina Caroggio, su primer Consejera, y Superiora de la Casa Madre, el encargo de representarla en los asuntos de la Comunidad y ante los extraños; el resto, es decir, el gobierno del Instituto, le quedó a ella; y así, continuó atendiendo a las Hermanas, manteniendo correspondencia con las Casas filiales, revisando las cuentas de caja, asignando oficios y estipulando contratos para nuevas fundaciones. En suma, retuvo la parte principal, abandonando las cosas oficiales y decorativas.

Durante el año 1876 su mirada se dirigió especialmente a América, donde su obra se extendía, y se ocupó de un modo particular en preparar expediciones de refuerzo, que con insistencia eran pedidas desde allá.

Notemos de pasada, la no leve dificultad que implicaba el preparar tales expediciones, porque para poder disponer de diez Hermanas, sucedía con frecuencia tener que movilizar veinte o treinta. Ahora bien, esta tarea era competencia especial de la Madre, porque no había otra que, como ella, conociese la índole y las cualidades de cada Hermana y, por consiguiente, supiese asignarle el lugar que más le convenía.

Pero, no por mirar a América perdía de vista Italia; en efecto, aquel mismo año aumentaba la floreciente Comunidad de San Remo, agregando una escuela-internado, que ya sea por el orden o por la eficacia de la enseñanza ganó enseguida mucha estima en la ciudad.

Además recordemos que, en el mismo año, como fruto de sus complicados males tuvo un absceso en el costado derecho, que obligó a una intervención quirúrgica. Los médicos trataron de evitarla porque el estado de su corazón no permitía el uso de cloroformo; pero ella dijo: “operadme despierta; veréis que no os estorbaré”. En efecto, fijó su mirada en San José y soportó la operación sin proferir un solo quejido.

El año siguiente contó con una pérdida y una adquisición.

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Perdió, mejor dicho se retiró del Asilo de Penitentes, de Roma, que sus Hijas regenteaban desde principios de 1870, porque el comité de Damas Romanas para sostenimiento del asilo, pretendía ingerirse en la reglamentación interna, entorpeciendo la acción de las Hermanas. La Madre General, en nombre de sus Hijas, denunció el inconveniente, pidiendo fuese remediado. No se atendió el reclamo; y entonces, a pesar de querer particularmente a esa Casa por hallarse en la Ciudad Eterna, centro de la Cristiandad, ordenó el retiro de las Hermanas. Si siempre tuvo consideración y tolerancia para establecer y conservar las obras, fue con la mira principalísima de desplegar un proficuo apostolado; no quería absolutamente Casas de puro lujo o infructuosas; y si alguna acaso resultaba tal, prefería suprimirla.

Lo contrario sucedió en Stella Sanmartino, cuyos habitantes envidiaban, hacía tiempo, las instituciones que la Madre implantara en el vecino pueblo de Albisola. Tuvieron la satisfacción de que las Hijas de la Misericordia se hicieran cargo, ese año, de la escuela comunal y de que llegaran a más de lo convenido, abriendo también un pequeño Colegio.

¿Descanso?... Ni América agotaba los recursos de la Madre, ni la enfermedad disminuía su enérgica voluntad de trabajar.

Datan de 1878 tres nuevas fundaciones:La primera en Quarto al Mare, con el Asilo Infantil y una escuela privada, con

talleres especiales para las jóvenes del pueblo. La segunda, en Cánepa, diócesis de Génova, donde querían abrir una escuela mixta, para sostener una sola maestra; pero la Madre mandó la maestra y dos Hermanas más, porque en realidad había trabajo para tres. La tercera, en Neirone, en el valle de Lavagna, donde el pedido fue hecho con sin igual parsimonia, y… la Madre proveyó con sin igual largueza.

¿Y acaso este nuevo año no debía traerle alguna tribulación especial?Recordemos, sólo de paso, que en ese año entraron ladrones en la Casa Madre y

que, si bien se los descubrió infraganti, alcanzaron a herir a una Hermana y ocasionaron un espanto que fue duradero, como es de suponer, en una comunidad femenina. Sin embargo, la tal visita de esos intrusos no fue del todo infructuosa, en el sentido de que la Madre hizo rezar mucho por la conversión de esos malandrines.

Además, en esa misma época, el demonio intentó derribar una obra que, desde hacía tres años, daba benéficos frutos: nos referimos a la “Providencia” de Légino. Dijimos ya, anteriormente, que esa obra la sostenía el Arcipreste de Vado, el Padre César Queirolo. En su testamento dispuso que, en cumplimiento de la promesa hecha, la casa y villa de Légino quedaran siempre en usufructo para las Hijas de la Misericordia; pero, a su muerte, acaecida el 15 de abril de ese año, los herederos pretendieron apoderarse de una y otra. Las Hermanas alegaron sus derechos y ellos los suyos, promoviéndose una serie de desavenencias que no terminaron sino tres años después de fallecida la Madre, cuando su sucesora se vio precisada a retirar de allí a las Hermanas y cerrar esa “Providencia”.

Pero, en cambio de la obra que amenazaba derrumbarse, la Santa Madre meditaba realizar otra no menos necesaria.

Ella, que había ayudado a multitud de personas, no podía dejar de ocuparse de las pobres jóvenes caídas en culpa y necesitadas de rehabilitación; y se lo reprochaba a menudo a sí misma: “¡Pensaste en muchas almas; y has descuidado a las que tienen más necesidad!”

Mayor reproche se hizo a sí misma el día en que un suceso muy desagradable conmovió, en Savona, a los buenos. Se había abierto una casa, por desgracia tolerada por la ley; pero que hacía llorar, por el daño y escándalo que sembraba en la ciudad. Refirieron a la Madre que un padre degenerado, con fines de lucro, había inducido a su hija a ir a aquel lugar de perdición, llevándola él mismo. ¡Nunca deploró tanto la Madre, como en esta circunstancia, la pesantez de sus piernas enfermas! Ciertamente, en otros

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tiempos habría revolucionado a medio mundo. Pero ni siquiera ahora, a pesar de estar inmovilizada en su habitación, se dio por vencida. Mandó cartas a diestra y siniestra, hizo que hablaran a aquél que estaba dispuesto a vender el alma de su hija, le hizo dar tanto dinero cuanto necesitaba y se industrió de tal modo que el mismo día fue a retirar a su hija y se la llevó a su casa.

Y esta vez la ovejita se había salvado; pero, desgraciadamente, por una que escapaba del peligro, otras, muchas otras, se perdían o yacían perdidas. ¿No urgía correr en su socorro? ¿Había almas que reclamaran más compasión que éstas?

Pero, ¿cómo salvarlas?A decir verdad, algunas de estas infelices, cansadas de sus desórdenes, habían ya

golpeado a la puerta de la “Providencia”; pero la Madre, si bien les hacía dar alimento, siempre las había rechazado lacónicamente. Gesto de prudencia, porque, quién sabe cuántos daños morales podría haber ocasionado a la Comunidad una mezcolanza tal. Para estas mujeres, caídas en el vicio, era necesaria una institución apropósito, donde, separadas del mundo y con el poderoso auxilio de la oración y del trabajo, enmendasen su pasado y se rehabilitasen ante Dios.

Sí: la Madre debía fundar este retiro. Dios se lo inspiraba; mas ¿cómo lograr esa realización en condiciones de salud tan precarias? Dios, que quería la Obra, le nadó un colaborador en el Padre Capuchino Fray Filomeno de la Coronata. Un día que dicho Padre la oyó hablar vivamente acerca de la necesidad de dicha Institución, lamentándose de no poder ocuparse personalmente de ello, tuvo una repentina inspiración y le dijo:

“Madre, me pongo a sus órdenes. ¿Qué es lo que usted necesita?”“No poca cosa, ¿sabe?... ¡Hay que conseguir dinero, comprar casa,

amueblarla!...”“Está bien. Ud. ponga sus oraciones, que yo pondré mis pasos y mis fatigas; y, si

el tercero que interviene es Dios, todo se logrará perfectamente”.La Madre, bajando la voz, replicó:“Sí, yo rogaré; pero como ahora me cuesta tanto elevar mi oración al Señor,

ordenaré a las Hermanas y a las hijas de la “Providencia” que lo hagan con fervor. Y esta vez, las oraciones serán dirigidas al Sacratísimo Corazón de Jesús que fue siempre tan compasivo con las almas pecadoras; y con Su infalible ayuda, la empresa resultará”:

Y el Padre Filomeno se puso en campaña: recorrió la Liguria, perorando con calurosa elocuencia y encarando tan bien la causa de la Madre al recoger ofertas, que un tiempo después se presentaba y le hacía entrega de un paquete con más de veinte mil liras. La Madre, al verlo, exclamó: “¡Santa Providencia de Dios! ¡Qué buen recaudador es Ud.!”

Y dándole gracias con mucha efusión, prosiguió:“Pues bien: ahora que se ha recogido el dinero no falta más que comprar la casa.

Y ante todo hay que encontrarla. Se entiende que debe ser una casa adaptada al fin que perseguimos, situada en un lugar conveniente; no en medio del tumulto de la ciudad, porque sus moradoras necesitarán paz y recogimiento; no muy distante de la Casa Madre para que nos sea fácil ocuparnos de ella: una casa espaciosa, bien aireada, rodeada de jardín para la recreación…”

El buen Padre la escuchaba sonriendo mientras ella enumeraba las cualidades que debía tener el proyectado retiro; luego respondió:

“He comprendido: Ud. habla de estas cosas conmigo para que yo procure realizarlas; ¿no es así?”

“Precisamente: ha leído mi pensamiento. Pero Ud., amado Padre, está ya encaminado; Dios que le ha hecho encontrar el dinero para la compra, le hará encontrar también la casa que debemos comprar”.

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“Justo. Tiene Ud. razón. Cada uno entonces vuelva a ocupar su puesto; yo me pongo nuevamente a buscar, y Ud. se pone otra vez a orar”.

Cuando el religioso hubo partido, la Madre llamó a su Consejera Sor María Sabina y le dijo:

“Está por comenzar el mes de junio; recomendad a las Hermanas que procuren celebrarlo con especial fervor, porque el Sagrado Corazón tiene que hacernos una gracia muy grande. Aún más; oídme: ordenad que todos los días se ofrezca una Santa Misa y se hagan las Comuniones según mi intención…”

Y la gracia no tardó en llegar. Apenas había comenzado el mes, cuando el Padre Filomeno volvió a presentarse: había encontrado una casa con todos los requisitos y se podía adquirir por veinticuatro mil liras. La Madre no vaciló un instante, y el 11 de junio, primer día de la novena al Sagrado Corazón, firmaba el contrato por el cual resultaba propietaria…

Y ya se prestaba a arreglar la casa cuando sobrevino una enojosa cuestión.Acababa de aparecer una ley del gobierno según la cual, en el programa para las

escuelas femeninas, se introducía la gimnasia; y en virtud de la misma ley, las Hermanas estaban obligadas a rendir examen de educación física so pena de suspensión en la enseñanza.

Esta disposición encontró mucha resistencia en la Madre, y su primer impulso fue no admitirla. Ella aprobaba la gimnasia para los muchachos que están hechos para el movimiento y la acción y que deben prepararse para servir a la Patria; pero, ¿por qué imponerla a las niñas, destinadas a la casa y a los apacibles quehaceres domésticos? ¿No era ésta una novedad que tendía a menoscabar su pudor? ¿Y por qué todas las maestras, aun aquellas que enseñaban otras materias, debían adquirir diploma de gimnasia? ¿Era acaso indispensable para revelar idoneidad en el magisterio? ¿Y, con qué derecho se imponía la gimnasia, mientras el estudio del Catecismo quedaba en segundo plano? ¿Importaba más, el aprendizaje del salto y del baile, que el de la Doctrina Cristiana, que enseñaba a vivir bien para salvar el alma?

Pero comprendía que todas sus buenas razones no resolvían nada y que era forzoso obedecer a las leyes si no quería que las Hermanas fuesen despedidas de las escuelas. Por lo tanto, se resignó y procuró superar la cuestión del mejor modo posible. Durante las vacaciones estivales, en septiembre, invitó a todas las Hermanas maestras de las Casas a concurrir a la Casa Madre para un curso acelerado de gimnasia, al cual ella misma quiso dar iniciativas, reuniendo a su alrededor a las Hermanas y hablándoles en este tono:

“Vosotras y yo estamos aquí para tratar de gimnasia: vosotras que tenéis un deseo muy distinto al de saltar; y yo que tengo las piernas casi paralizadas. Así quiere el mundo, el cual parece decidido a no dejarnos nunca en paz… Pues bien: tengamos paciencia y hagamos también un poco de gimnasia, teniendo en cuenta el daño que nos acarrearía el rechazarla… Por lo demás, si nosotras no sabemos apreciar las grandes ventajas que otros le atribuyen, no es menos cierto que admitimos que la gimnasia se puede practicar sin sombra de pecado: y entonces no tenemos por qué horrorizarnos de ella ni mirarla como cosa prohibida. Muy de otra manera os aconsejaría si lo impuesto traicionase la conciencia; en ese caso responderíamos que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres, y emprenderíamos el camino del desierto antes de pactar contra los deberes prescriptos…

Recordad, empero, que nosotras podemos tomar del mundo algo de lo que le pertenece; pero debemos siempre terminar dándole algo de lo nuestro. Por lo tanto, que la gimnasia que impone el mundo nos haga aprender otra, para nuestra utilidad: gimnasia espiritual para adueñarnos de los corazones y llevarlos a Dios. Tened en cuenta entonces que, si debéis enseñar un poco de gimnasia, deberéis enseñar mucho más de catecismo y de moral cristiana, porque la juventud femenina no sólo debe ser

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instruida en muchas cosas sino que debe crecer modesta y laboriosa en el temor de Dios. ¿No es así? ¿Para qué sirven todas las ciencias si falta la de la salvación? ¿Qué utilidad aportaría la enseñanza de la gramática si no enseñásemos a salvar el alma? Por esto, adaptémonos a las prescripciones de la ley, aun cuando nos sean gravosas a vosotras y a mí: Dios ve el sacrificio que hacemos y sabrá recompensarlo, volviendo fecundo nuestro apostolado.”

Después de lo cual, allí, en la Casa Madre, bajo la dirección de buenos maestros, se desarrolló el curso que terminó habilitando a todas las Hermanas para enseñar gimnasia.

Entre estas vicisitudes terminaba el año 1879, en el cual, no vayamos a creer que la Madre estuviese ocupada solamente en la gimnasia y el asilo de Penitentes: en efecto, en dicho año agregó al Instituto tres nuevas fundaciones; esto, para desmentir su habitual frase: “Estoy siempre clavada en un sillón y, a decir verdad, no sirvo ya para nada”. Despachó favorablemente el pedido de la población de Potinvrea, aldehuela del valle del Erro en la diócesis de Acqui, enviando tres Hermanas para dirigir la escuela de niñas. Mandó otras cuatro a Pieve di Sori, en la diócesis de Génova, donde pusieron a su cuidado los niños del asilo, más las dos escuelas privadas de varones y mujeres; por lo cual casi toda la juventud de dicho pueblo se encontró en manos de las Hijas de la Misericordia. Y en mayor número enviaba Hermanas a Loano, donde enseguida tuvieron que dirigir las principales instituciones de la ciudad, vale decir, la escuela, el asilo y el hospital.

¿Descansar? ¿Tomar un definitivo y necesario reposo? ¡Oh! No, no podía. Los ataques de asma se hacían cada vez más frecuentes, la hinchazón de las piernas había llegado a tal punto que, mantenerse un momento en pie, le resultaba un martirio: pero precisamente porque el día llegaba a su ocaso debía apresurarse; y sobre todo, llevar a buen término aquella Casa de Penitentes, que para su conciencia constituía una obligación impostergable.

¿Pero, no era ella el arquitecto de su Instituto? ¿No se había especializado en arreglar y adaptar locales para comunidades religiosas? ¿No debía hacer lo mismo para la nueva institución? Ciertamente: también esta vez debía cumplir su parte.

Y entonces, dos meses solamente antes de su muerte, en un día en que los dolores le conceden breve tregua, un coche se detiene a la puerta del Instituto; y la Madre, con la ayuda de varias Hermanas, desciende las escaleras y, casi llevada en andas por diez brazos, ocupa su lugar en él. En breves momentos llegó al sitio designado, donde los mismos brazos la bajaron de la carroza y la transportaron hasta el umbral de la casa adquirida. Allí la esperaba el Padre Filomeno; y ella, haciendo las veces de ingeniero, siempre sostenida por brazos amigos, tuvo el valor de dar unas vueltas alrededor de la Casa, visitar el interior y hablar con el Padre sobre los trabajos que debían realizarse: había que levantar un piso sobre la casa vieja, edificar a un costado un nuevo brazo, y… acá se podía construir la capilla, y allá debía abrirse el taller de costura, y en otro lugar el refectorio y el dormitorio. He aquí que “el ingeniero” había visto y había decidido y se podía descansar tranquilamente en su parecer, porque, dados los fines y las condiciones, era difícil pensar en algo mejor.

Se convino que el Padre Filomeno se haría cargo de la dirección de los trabajos del edificio y que la Madre proveería de todo lo necesario. Y ambos se entregaron a su respectiva tarea, no disimulando que tenían prisa en empezar y en concluir…

El Padre Filomeno buscó los albañiles, que comenzaron a demoler y a edificar. Los gastos de refacción se elevaban en el presupuesto a veinticinco mil liras; pero él, golpeando con frecuencia a la puerta de los grandes proveedores, y obteniendo gratuitamente ladrillos, cal, maderas y otros materiales, consiguió reducirlos a menos de quince mil liras.

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Y ya la nueva casa estaba preparada: la Madre había indicado qué muebles, utensilios y ropas debían llevarse allá; había designado las Hermanas y tomado el nombre de algunas jóvenes que deseaban ser acogidas, y hasta se había puesto de acuerdo con la Curia Episcopal respecto al sacerdote que debía hacerse cargo de la dirección espiritual de la nueva Obra… Mas, ¡ay!, sería inaugurada el 1º de enero del siguiente año 1881, y la Madre asistiría desde el Cielo. Empero, si ella no estaba en la tierra cuando la Casa de los Penitentes fue abierta, es innegable que mereció ser saludada como Fundadora de la misma, ya que fue ella quien la ideó y la preparó…

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CAPITULO XVIILA MADRE ROSSELLO

EL PADRE NICOLAS OLIVIERIEL PADRE BLAS VERRI

La unión de estos tres nombres nos habla de otra empresa a que se dedicó la Madre; empresa que no sólo admiró y alabó, o favoreció con algunas limosnas, sino que hizo entrar en su programa de acción; a la que consagró pensamientos, tiempo y dinero, y de la cual debemos hablar separadamente si no queremos dejar en la oscuridad una de las actividades relevantes de esta gran mujer.

El Padre Nicolás Olivieri había nacido en Voltaggio, diócesis de Génova, en 1792. Era sobrino segundo de San Juan Bautista De Rossi, con quien tenía de común la frágil salud física y la fuerte fibra del espíritu. Leyendo los anales de la Propagación de la Fe –publicación que puede considerarse como “piedra milenaria en la historia de la literatura apologética y edificante”-, sintió el deseo de redimir a los esclavos; y después de haber adquirido algunos, por medio de los italianos que residían en el Cario, implantó la Obra del Rescate de las Morenitas sirviéndose de la ayuda inteligente del genovés Pablo Cerrutti, entonces Cónsul del Piamonte en Alejandría de Egipto. Obra de profunda caridad evangélica, que se apoyaba casi enteramente sobre las débiles espaldas de Don Nicolás, y -¡extraño sostén de las Obras del Señor!-, sobre las de su sirvienta Magdalena Bisio, que viajaba silenciosa a su lado con una perfecta dedicación a la causa de Dios.

¿Cómo dirigía esta Obra el Padre Olivieri? Recorría Italia, Francia, Austria, Baviera, presentándose a los Obispos, a los Párrocos, a los Institutos y a las casas particulares pidiendo subsidios para el rescate de esclavos. Luego, enriquecido con veinte o treinta mil francos, zarpaba con Nena (sobrenombre de Magdalena) para Egipto, donde Pablo Cerrutti le tenía preparadas las esclavas que rescatara, o él mismo iba al mercado para adquirirlas. Luego volvía a partir con las comitivas de veinte o treinta y hasta sesenta jóvenes redimidas, y desembarcaba en Livorno o en Marsella, para recorrer de nuevo las mencionadas naciones, conduciendo a su negro séquito y dejando poco a poco a las morenitas en los Institutos católicos.

En 1855 por primera vez fue a Savona a pedir limosna para su Obra. Según su costumbre se presentó ante todo al Obispo, Monseñor Riccardi, que lo acogió caritativamente, lo benefició y le hizo la recomendación de no irse de Savona sin haber visitado a la Fundadora de las Hijas de la Misericordia “… que lo entenderá maravillosamente y le dará una buena mano”. Don Olivieri no se lo hizo repetir dos veces; voló enseguida en busca de la Madre y se entretuvo durante algunas horas conversando sobre la Obra del Rescate. Ya conocía ella, por la fama, al misionero y su Obra; pero ahora; al oir la descripción de los horrores de la esclavitud, los viajes penosos que el Padre Olivieri y su sirvienta emprendían a Egipto, su llegada a los mercados del Cairo, donde los esclavos estaban alineados como los bueyes en la feria, el transporte de las morenitas a Europa, su entrega a los Institutos religiosos y los buenos frutos que se recababan de su educación, sobremanera admirada, rogó al misionero la inscribiera sin más trámite entre sus colaboradoras. Y al momento demostró prácticamente su buena voluntad, dando al sacerdote una copiosa limosna, y haciéndole prometer dos cosas: primero, que en su próximo viaje a Egipto adquiriría para ella no menos de tres morenitas; y segundo, que cada vez que pasaran por Savona, tanto él como sus acompañantes, debían hospedarse en la Casa Madre de la Misericordia.

Desde aquel día la Obra del Rescate tuvo su lugar en las oraciones de la Madre, como una de las más meritorias; y en todas las Casas del Instituto estableció la costumbre de hacer colectas para la misma Obra, colectas que en algunos lugares se hacían mediante cuotas voluntarias de cinco centavos semanales; más allá, colocando

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una cesta con objetos que se rifaban a favor de la Obra; y en otras partes disponiendo que, toda desobediencia o capricho debía repararse dando cinco centavos para las morenitas del Padre Olivieri; y con este último expediente, en ciertas casas y en ciertos tiempos, se obtenía un excelente resultado. Hay un detalle que indica la maternal piedad con que se interesó por las morenitas: ella misma, con sus propias manos, quiso confeccionar los trajes que debían vestir las tres que había encargado al Padre Olivieri. Este, en enero de 1856, volvía de su décimo viaje y, cumpliendo con la promesa, llevaba a Savona las tres niñas. Ni el Padre Olivieri, ni Magdalena, ni las negritas, soñaban siquiera con la cordial acogida que les dispensarían la Madre y sus Hermanas; aquél fue un día lleno de ese entusiasmo que ella experimentaba en las grandes ocasiones. Cedió al misionero su propia habitación, y quiso que Nena fuese tratada como una señora; lo que ocasionó a ésta gran confusión, pues en cuanto a atenciones, no sabía hacerlas ni tampoco recibirlas, porque bien pocas le habían prodigado en la vida. ¡Y qué cuidados para con las morenitas, a pesar de que no tenían nada de atrayente ni desde el punto de vista estético ni del higiénico! La Madre las estrechó contra su corazón, las besó repetidas veces, luego las lavó, las peinó y, finalmente, después de haberles puesto el trajecito confeccionado por ella misma desde hacía mucho tiempo, las presentó a la Comunidad.

La más pequeña de las tres morenas, que había llegado en un estado de absoluto agotamiento, fue bautizada y al poco tiempo murió. Las otras dos pudieron recibir una instrucción religiosa más amplia y el 2 de agosto de 1857 fueron solemnemente bautizadas en la Iglesia de la Misericordia, por Monseñor Alejandro Riccardi. Tuvieron como madrinas a las hermanas del mismo Obispo y una de las morenitas fue llamada Alejandrina, nombre que parece haberle sido de buen augurio, porque creció fuerte y vivaz y tuvo la singular dicha de permanecer hasta su muerte en el Instituto, al lado de la Madre, que merced a su inagotable paciencia logró eliminar sus caprichos y las asperezas de su carácter y hacerle adquirir una sólida formación espiritual.

Desde entonces, la Misericordia de Savona quedó constituida en centro de reparto de las morenitas que, de día en día, iban en aumento, con gran regocijo de la Madre que les dio en su corazón lugar preferente. La llegada de estas niñas significaba para ella una fiesta que repercutía en toda la Comunidad.

Por lo general, en uno de los primeros días después de su arribo, hacía preparar vehículos y llevaba a las recién venidas al Santuario de Mater Misericordiae. Allí, rezaba el Rosario en medio de las morenitas, con un tono conmovedor, que todos podían apreciar.

Dispuso que se les impartiese una esmerada educación, designando una Hermana que las guiase, vigilándolas a toda hora. Con muchísima frecuencia aparecía entre ellas, y se informaba de su salud, conducta, estado de ánimo. A las mejor dotadas, destinábalas al estudio de la música y el canto. Se preocupaba de tal modo, que dispuso la colocación de la mesa a ellas designada, en el centro del comedor, con el fin de observarlas continuamente durante las comidas; y si notaba que alguna no comía, llevada de tristeza o malestar o capricho, se levantaba, se acercaba y -¡oh Santa Madre!- tan bondadosamente insistía, hasta convencer a la pequeña de que aquello de alimentarse era un deber que imprescindiblemente hay que cumplir.

Una de las primeras veces que la Madre trató con el Padre Olivieri acerca de las morenitas, se le escaparon estas palabras: “Le ruego que, en lo posible, me las traiga sanas y de agradable aspecto”. El Padre Olivieri le echó una mirada bastante severa y respondió: “¡Oh! hija mía, hay que mirar únicamente al alma”. Estas palabras produjeron una saludable impresión en el corazón de la Madre que, ante tal advertencia, inclinó la cabeza, comprendiendo que había mezclado motivos humanos donde sólo debía imperar la caridad de Cristo. Y se arrepintió y se enmendó y adoptó un criterio diametralmente opuesto, tan en armonía con el pensamiento del Padre Olivieri que, cada

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vez que le encargaba nuevas morenitas, agregaba: “Quedamos de acuerdo en que me traerá aquellas que en otra parte no serían fácilmente aceptadas; las enfermas, las ciegas, las rengas; en suma, las defectuosas de toda clase serán de mi jurisdicción; y para éstas yo tendré siempre un lugar.” La propuesta resultaba muy oportuna para el Padre Olivieri; y la tenía muy presente, pues al encontrarse en las plazas del Cairo y de Tantah, y pactar con los comerciantes de esclavos, separaba las más defectuosas diciendo: “¡Estas son para la Madre de la Misericordia!”

En un tormentoso día de febrero de 1857, durante un furioso huracán de viento, lluvia y nieve, el Padre Olivieri golpeaba a la puerta de la Casa Madre con Nena y algunas morenitas.

Carecía de paraguas (el último lo había vendido hacía poco tiempo para comprar pan) y por consiguiente recibía la tempestad como el Cielo la mandaba; en cuanto a su comitiva, creía protegerla extendiendo su capa sobre Nena y las negritas.

La Madre corrió a su encuentro y los introdujo en la sala y, como estaban empapados, los proveyó de ropa para que se cambiaran. Para el Padre Olivieri, mandó buscar una sotana del seminario; y para Nena y las morenitas acudió a la ropería de la Casa. Entre tanto, hizo traer alimentos para que los pobrecitos se repusieran. Después, se dispuso a arreglar las ropas que se habían quitado, y al darse cuenta que pululaba toda clase de parásitos, los hizo echar en una caldera y hervir largo rato; una vez extendidos y secos se encargó ella misma de remendarlos. Durante estos trabajos daba lecciones a las Hermanas que la ayudaban:

“Veamos en este Sacerdote y en esta pobre mujer a los héroes del Señor. Observad qué vida llevan y qué sacrificios hacen a fin de ganar almas para Dios. ¿Y nosotras, Hermanas? ¿Dónde están nuestros sacrificios? ¿Qué figura hacemos nosotras junto a estos campeones? ¡Ah!, ¡aprendamos!

Hemos hablado de estas cosas para que se sepa qué humildes oficios imponía la caridad a la Madre. Recordemos, sin embargo, que su celo no terminaba aquí, porque además de los servicios enumerados, además de recibir y mantener gratuitamente a las morenitas, era capaz también de sacar buena parte de sus escasos ahorros y dársela al Misionero: “Este hombre de Dios –decía- es más pobre y sabe invertir el dinero mejor que nosotras; la Providencia sabrá recompensar la ayuda que le prestamos para la Obra tan eminentemente evangélica del Rescate.”

¿Ha intuído el lector los diversos motivos por los cuales la Madre tenía tanta simpatía y favorecía con todas sus fuerzas esta obra? Ciertamente el primer móvil fue el de proveer a la salud espiritual de las pobres esclavas. Luego, el de conquistar para su Instituto nuevos derechos a las bendiciones del Cielo: ¡que vinieran no más las pobres hijas africanas!, pues aunque los sufrimientos, la incuria o los trabajos hubiesen comprometido su salud, ellas traían siempre a esta Casa la buena fortuna, porque, o mejoraban, y entonces eran las prendas y los heraldos vivientes de la Providencia, o morían, y en ese caso, desde el Cielo velaban, cual ángeles protectores.

Pero por otro motivo la Madre quería tener la sección de las niñas morenas: era porque servían de enseñanza a las blancas. La vista de aquellas pobres jóvenes llegadas de los lugares más solitarios de África y rescatadas merced al heroísmo de la caridad, eran un continuo recordar a sus hermanas cristianas, la multitud de almas que yacían aún en las sombras de la muerte y esperaban la redención de Cristo. Su sola presencia ¿no les inculcaba la obligación de orar y de tender la mano a favor de las esclavas? ¿No era también una tácita invitación para que ellas, favorecidas por Dios con tantos bienes, sirvieran de buen ejemplo a las pobrecitas? A veces, cuando alguna blanca se mostraba caprichosa, resultaba eficaz decirle: “¿Ves? la pequeña morena es mejor que tú…”

He aquí por qué quería que una media docena de morenas habitaran en la Casa Madre, unas diez en la “Providencia” de Savona, y tres o cuatro en la de Albisola; aquellas morenitas eran una salvaguardia, una lección.

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La Madre y el Padre Olivieri se vieron por última vez a fines de 1863.El Padre venía desde Marsella, con un grupo de morenos y morenas; aquéllos los

conducía a Nápoles para el Padre Ludovico de Casoria; éstas debía distribuirlas en los distintos Institutos de Italia. El Padre Olivieri llegó a Savona en un estado que inspiraba compasión. La Madre lo confortó, tratando con exquisita caridad también a sus acompañantes. Después de un rato, el Padre, agradecido, saludó a la Madre, con lágrimas en los ojos, y partió. Luego de haber atravesado el umbral y caminado algunos pasos, se dio vuelta, alzó los ojos al Cielo, levantó la diestra hacia la Casa que siempre había sido tan hospitalaria, y trazó una gran señal de la Cruz, bendiciéndola. La Madre, que lo observaba desde una ventana, inclinó la cabeza para recibir aquella suprema bendición; y viendo a aquel santo varón, que era sólo piel y huesos, avanzar con paso vacilante, murmuró enseguida: “¡Amado Padre, no te volveremos a ver más!”

Mas ya se asomaba en lontananza el continuador de la Obra, señalado por la Providencia Divina: el Padre Blas Verri.

Había conocido al Padre Olivieri en Milán, hacia el año 1850, y enseguida lo siguió como colaborador, enviándole de tanto en tanto, algunos miles de francos acompañados de cartas en las que se firmaba “siervo inútil2 porque, pudiendo mandarle dinero, no podía aún prestarle su brazo. Finalmente, en 1857, siguiendo el consejo de Don Bosco y después de haber pasado una noche ante el Tabernáculo, se puso al lado del Padre Olivieri y partió a Egipto con él, inaugurando así sus viajes apostólicos, justamente cuando éste los cerraba.

Mientras vivió el Padre Olivieri, lo tuvo de compañero en sus viajes entre Italia y Egipto; fundó en este país un colegio para moras y desde allí le enviaba, de cuando en cuando, pequeños grupos que aquél recibía y llevaba a destino.

A la muerte del Padre Olivieri, ocurrida en Marsella el 25 de octubre de 1864, el Padre Verri se hizo cargo de la Obra del Rescate, reteniendo la colaboración de la fiel Nena y de otra persona que, desde hacía un tiempo, participaba de sus fatigas misioneras y que ahora mencionaremos también ene estas páginas: Josefina Ranzani. Era una maestra de la comuna de Parabiago, cerca de Rho; pero en lugar de ocuparse de los niños del pueblo, había preferido trabajar junto a los pequeños negros de Africa. Leyendo varias historias de moras se despertó en ella el deseo de dedicarse a los esclavos: era una especie de Padre Verri, en traje femenino.

Un día en que el Padre Olivieri y el Padre Verri pasaban por Rho, fue a buscarlos a Casa de los Oblatos y les pidió su permiso y bendición para entrar con las Hermanas Franciscanas que dirigían el Colegio de moras en el Cairo. No obtuvo precisamente lo que solicitaba; pero sí, algo similar. Considerando ambos que la pobre Nena envejecía y se imposibilitaba para prestar servicio como antes, le propusieron viajar en su compañía y entrar como cuarto miembro en la Obra del Rescate: quedaría en Europa; pero trabajando y mereciendo como si estuviese en el Cairo. Josefina Ranzani aceptó y se unió a los tres. En 1867, tres años después de la muerte del Padre Olivieri, fallecía repentinamente la intrépida Nena, en la Casa de las Dominicas de Charpennes; y entonces la Obra se apoyó enteramente en el Padre Verri y en Josefina Ranzani, que habían heredado la abnegación de sus antecesores y supieron lograr idénticos resultados.

Y se adivina que continuaran frecuentando la Misericordia de Savona y que la Madre Rossello tuviese para con ellos las mismas atenciones y la misma solicitud que había desplegado con sus predecesores.

¡Cuánta admiración sentía la Madre por el Padre Blas Verri, al verlo consagrar con tanto gusto su ardiente juventud a una obra tan ardua! Alguna vez, confidencialmente le había dicho a Josefina Ranzani:

“Para mí, el Padre Verri es un santo. ¡Qué devoción me inspira sólo el verlo y oir su Misa! ¿Nunca lo habéis visto en éxtasis?”

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Cuando el Padre llegaba a la Casa Madre, la cordial hospitalidad lo retemplaba moral y físicamente; y la Madre jamás olvidaba decirle: “Vea: recuerde que yo estaré siempre a sus órdenes. Cuando Ud. se siente cansado y anciano, venga acá; en nuestra “Casa de los Clerigos” vivirá en pensión, ya que la tiene bien merecida. Hará de papá a nuestros jovencitos, a los que infundirá un poco de su celo apostólico”. A lo cual el Padre Verri, en tren de broma solía responder: “¿Cuándo sea muy viejo, más que padre, no pareceré abuelo?”

Por su parte, él sentía hacia la Madre la misma veneración. Notaba que era un alma abierta a los grandes ideales y capaz de magníficas obras, que respondía perfectamente a la suya en el afán de querer convertir a todo el mundo.

Así, pues, al llegar a Savona se alojaba tranquilamente en la “Casa de los Clérigos” y con ellos, ora jugaba, ora conversaba con un fervor que encendía en llamas cada corazón; pero prefería sobre todo, hablar confidencialmente con la Madre, para edificarse de su virtud y proveerse de entusiasmo para su propia misión. ¡Cuántas cartas le escribió, rebosantes de admiración y reconocimiento! Hubieran sido documentos precisos para iluminar las santas relaciones de estos dos apóstoles de Dios; pero, como contenían elogios que la Madre rehuía, las hizo desaparecer a todas. Su humildad le dictó este proceder.

Más oportunidad de experimentar la bondad de la Madre tuvo Josefina Ranzani. Se encontraron por vez primera en 1866, en ocasión de conducir, con el Padre Verri, un grupo de morenitas a Italia central. Desde el primer momento, por la forma solícita con que fue acogida, Josefina tuvo la impresión de vérselas “con una Religiosa de gran corazón y con un alma muy querida de Dios”. Su aprecio fue creciendo a medida que la trataba. Mientras, rodeada de morenitas, recorría Josefina el jardín en ese mismo día, se le acercó la Madre y, poniéndole amorosamente una mano sobre el hombre, le dijo: “Josefina, quiero decirte una cosa que tal vez te cause placer: trabaja no más en esta Obra de tanto mérito y no temas por tu porvenir, porque cuando no tengas más fuerzas para continuar en ella, podrás venirte a la Misericordia y quedarte hasta la muerte con nosotras. Desde ahora te acepto gustosa”.

Josefina Ranzani se sintió halagada por esas palabras; pero como siempre sentía en su corazón la vocación religiosa, respondió:

“Madre, me regocija mucho su ofrecimiento; pero, escúcheme: para encontrarme bien en su Instituto necesitaría estar vestida de Hermana, que fue siempre mi ideal, porque el ser acogida como extraña y tener que vivir al lado de personas consagradas sin poder participar de sus ejercicios, me daría mucha pena. Mas si avanzo en años, si envejezco, ¿quién me querrá com Religiosa?”

La Madre , sin titubeos, le dijo:“Contigo haré una excepción a la Regla: aunque tengas sesenta años serás

recibida como Religiosa en nuestro Instituto”.Josefina Ranzani partió contentísima al pensar que sus deseos se veían

realizados y que algún día sería Hija de la Misericordia.Pero, poco a poco, con el correr de los años, una nube ensombreció el horizonte

que la palabra de la Madre había despejado. ¿Si ésta llegase a morir?... ¿Su sucesora conservaría los mismos sentimientos y cumpliría la promesa? ¿Y ella, Josefina, debía esperar hasta los sesenta años para ser Religiosa? ¿Quién le aseguraba que llegaría a esa edad? A decir verdad, había una solución muy fácil: abandonar la Obra del Rescate y pasar enseguida al Noviciado de la Misericordia; pero no podía tomar esa resolución porque el Padre Verri sufriría mucho y porque ella tenía que cumplir una tarea importante entre las morenitas. Así que no sabía cómo arreglárselas para estar en una parte y pertenecer a la otra.

Transcurrieron así, diez años. En mayo de 1876, viajando en un coche, a Savona, con cinco morenitas, mientras rezaba el Rosario tuvo de pronto una inspiración: ¿Por

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qué no pedirle a la Madre, que la aceptara en Religión, si bien dejándola todavía en la Obra del Rescate?... Acarició este pensamiento durante todo el viaje; y, llegada a Savona, decidió manifestárselo a la Madre.

Ciertamente, hay que confesar que su demanda era audaz. Contaba ya cuarenta y seis años y no poseía un centavo para dote. Si continuaba trabajando con el Padre Verri, no podría cumplir ninguna de las obligaciones de las Hijas de la Misericordia, incluso las observancias de la Comunidad. Se daba cuenta perfecta de la anormalidad de tal situación; y por eso, al encontrarse frente a la Madre, no sabía cómo exponer su ardiente deseo, porque las palabras se resistían a llegar hasta sus labios. La Madre trató de ayudarla:

“Josefina: yo veo que tienes algo que decirme. Habla francamente; dime qué es lo que deseas.”

Alentada por ese trato cariñoso, Josefina logró finalmente hablar:“¡Oh! Madre, yo recuerdo siempre la promesa gratísima que Ud. me hizo de

recibirme más adelante en religión; pero me atormenta mucho la espera… ¿No podría Ud. anticipar el cumplimiento de la misma? ¿No podría acogerme desde ahora en el número de sus Hijas y al mismo tiempo dejarme entre mis morenitas a las que me parece puedo todavía ser útil? Se entiende que mientras permanezca en esta misión, que me obliga a viajar por los distintos pueblos, iría vestida de seglar como ahora me ve…”

La Madre la escuchó sin dar muestras de sorpresa y respondió: “Muy bien: estamos de acuerdo. La obra de misericordia que tú cumples desde hace mucho tiempo, te da derecho a ser sin más Hija de la Misericordia. Ven también con nosotras, para bien tuyo y nuestro. Así, ponemos en común los méritos: nosotras participaremos de tu santa Obra y tú aseguras muchos sufragios y misas para después de tu muerte. Falta sólo que yo obtenga el beneplácito del señor Obispo y tú el del Padre Verri.

Al día siguiente se obtenían ambos consentimientos y la Madre entregaba a la favorecida el libro de las Reglas diciéndole: “Léelo atentamente, espero que te agradará”.

Josefina se despidió con el ánimo rebosante de admiración por la incomparable bondad de la Madre que, en condiciones tan singulares, sin hacer la más mínima objeción la había acogido como novicia. Llevó las morenitas a su destino y en el mes de agosto regresó a Savona, donde asistió a un breve curso de ejercicios espirituales, y finalmente, el día de San Agustín, 28 de agosto, vistió el Santo Hábito y pronunció sus votos religiosos.

Luego, en traje de seglar, continuó sus viajes con el Padre Verri; pero desde aquel momento como Hija de la Misericordia. La primera en considerarla y tratarla como a tal fue la misma Madre, porque cue3ndo pasaba por Savona la recibía, la abrazaba siempre como a Hermana y quería saber qué cosas le ocurrían o qué desaba, para proveerla como acostumbraba hacerlo con las demás Hermanas. Y con mucha razón, Sor Ranzani podía afirmar que aquellos encuentros le daban oportunidad para conocer la profunda virtud de la piadosa Madre. Quería que su hija le contara todos los detalles de sus viajes, y cuando ésta manifestaba haber visitado al Santo Padre Pío IX o haber visto a la Bernardita de Lourdes, o haber hablado con los pastores de la Salette, la Madre, que justamente vivía la hora penosa de la aridez espiritual, juntaba las manos y exclamaba con tristeza: “¡He aquí cuántos santos tiene la tierra actualmente, mientras yo soy tan malvada! Hermana: si vuelve a ver a estas grandes almas, encomiéndeme a sus oracines, para que Dios tenga piedad de mí”.

Josefina Ranzani quedó como Hermana peregrina durante otros ocho años; en octubre de 1884, el Padre Verri, acabado por las fatigas y las privaciones, entregaba a Dios su apostólica alma en una habitación del Cottolengo de Turín y con él moría también la obra del Rescate. Y entonces, Sor Ranzani podía finalmente satisfacer sus anhelos y, para otros trabajos y otras misiones, no menos arduas, recogerse para siempre

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en el nido abierto providencialmente por la Madre, que desde hacía cuatro años había volado al Cielo.

Tales son las relaciones que la Madre tuvo con los personajes de la Obra del Rescate y que hemos querido evocar para que también las morenitas del Padre Olivieri y del Padre Verri levantasen su voz para exaltar la magnanimidad y la dulzura de su maternal corazón.

¿Cuántas morenas rescató la Madre? Varias veces se le hizo la pregunta y ella invariablemente respondió: “No sé, nunca las he contado; sé que he recibido muchas. Por lo demás, las contará el Señor”. No era sin embargo muy difícil contarlas; y cuando se considere que, entre el P. Olivieri y el P. Verri, trajeron de Africa cerca de mil quinientas morenas que distribuyeron entre los Institutos de media Europa, se pondrá de relieve la generosa colaboración de la Madre Rossello que, por sí sola, recibió más de cien.

Terminaremos estos relatos refiriendo dos episodios que muestran la gran caridad con que las morenitas eran recibidas en la Casa Madre de Savona y cómo, coronadas de virtudes, partían desde allí a la eternidad.

En una ocasión, el P. Verri y Josefina llegaron a Savona con diez morenas, todas defectuosas y enfermizas. La Madre, que ya tenía algunas en la Casa Madre y once en la Providencia, había resuelto por aquella vez no aceptar otras; pero luego, recordando que era el mes de junio, se decidió a recibir una “para hacer un regalo al Corazón de Jesús”. Y habiendo ofrecido este don al Corazón de Jesús le pareció que debía ofrecer otro al Corazón de María, y por lo tanto recibió a la segunda.

El Padre Verri sonreía entre sí al contemplar la escena y guiñaba el ojo a su ayudante, como para decirle: “Fíjate qué va a suceder”. En efecto, de entre el negro grupo saltó una morenita que gritó: “Yo me llamo Josefina; recíbame por amor a San José”. ¿Podía la Madre dejar de aceptarla si invocaba el nombre de San José?...

Pero cuando hubo recibido tres, se acordó de las cinco llagas de Nuestro Señor y por amor a ellas, recibió cinco. Después de lo cual recordó los siete dolores de la Virgen y de San José, y en honor a ellos, llegó a siete.

Pero cuando quedaban solamente tres, la escena fue conmovedora: todas las morenitas, como si se hubieran puesto de acuerdo, se echaron llorando a sus pies y en coro le pidieron que acogiera también a las otras tres. “Sí, sí –prorrumpió la Madre-, me quedaré con las diez; y terminemos”.

Empero, ahora se adelantó el Padre Verri y dijo: “Madre, déjeme por lo menos dos; tengo que ir a Alemania y necesito que me acompañen para que mi gira sea más provechosa a la Obra. Quédese con las ocho más enfermizas, que ni siquiera pueden viajar y deme las dos más robustas. Así ambos quedaremos contentos: yo llevo las dos que necesito y Ud. se queda con las ocho que le pertenecen. Que si no encuentro dónde colocarlas, no tema: también a éstas se las traeré gustoso”.

El acuerdo quedó terminado y en verdad la Madre pudo sentirse orgullosa del grupo que le había tocado, porque una era tísica y al poco tiempo murió; otra era tuerta, a la tercera le faltaba un pie, otra era renga, a otra le faltaba una oreja… ¡Oh caridad de Cristo! Y era tras estas criaturas, desecho de la humanidad, que iba en busca la Madre Josefa y con las cuales se deleitaba como si fuesen el mejor ornamento de la Comunidad!

Mas ella tenía razón de recibir estos despojos del mundo, porque al calor de sus cuidados maternales y mediante la paciente educación, el alma de la morenita crecía en la gracia divina y se abrasaba y se unía a Dios con amor nada común.

En 1866 la Comunidad entera se conmovía ante la muerte de Teresita, una de las primeras morenas que el Padre Olivieri había llevado al Instituto. Tenía unos doce años y era la más querida de todas por su índole vivaz e ingenua. Casi todos los días, el Padre

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Francisco Martinengo, que residía entonces en Savona, iba a visitarla. Pero si acaso dejaba pasar un día sin ir, al siguiente ella lo saludaba diciéndole:

“¡Cuánto tiempo hace que no lo veo, Padre!”Luego, cuando se iba, ella insistía en repetirle: “Mañana volverá, ¿no es cierto?”Ninguna otra niña, aunque de noble cuna y exquisitamente educada, tuvo nunca

sentimientos tan delicados como los de esta negrita. No temía la muerte, no obstante saber que se le acercaba, y hablaba de ella como de un viaje anhelado. En medio de sus agudos dolores, conservaba una inalterable paciencia. Bebía ávidamente las palabras de quien le hablaba de Dios y su felicidad consistía en recibir con frecuencia a Jesús Sacramentado.

Amaba vivamente a las Hermanas que la colmaban de atenciones y especialmente a la Madre. Esta le dijo un día: “Teresa, ¿qué preferirías?, ¿haber vivido largos años felizmente en tu país, lejos de Jesús, morir aquí, en la flor de la juventud y en el amor de Jesús?” Y ella, con viveza respondió: “¡Prefiero morir aquí!”

A veces, en medio de la agudeza de sus dolores, se le escapaba algún quejido; pero apenas recobrada, pedía perdón públicamente. Cuando los dolores se intensificaron mucho, se volvió a S. José, y con un hilo de voz dijo: “Si queréis, podéis librarme”.

En realidad los sufrimientos se clamaron, pero perduró la fiebre que, poco a poco, la consumió.

Finalmente, un ligero acceso de tos la apagó, mientras sonriente escuchaba al sacerdote que le hablaba de los ángeles y del Paraíso.

CAPITULO XVIIIVIDA INTIMA

La vida de la Madre Rossello ha quedado revelada a nuestros ojos, en toda su grandeza externa. Tiempo es ya de conocer la vida íntima de la Sierva del Señor, que es

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la que descubre mejor las energías de un alma y donde se encuentran las manifestaciones y los argumentos más claros de la santidad.

Y ante todo hablemos de sus relaciones con Dios, que en los Santos son siempre las mejor cultivadas.

La piedad de la Madre no es acto de un momento ni aliento de un capricho, ni conoce sentimentalismo alguno; es fruto de la reflexión y, por consiguiente, es practicada siempre como el más natural y sacrosanto de los deberes. Dios es el centro de su vida, el Unico que debe ocupar sus pensamientos y a quien debe dedicar sus acciones.

Su programa es siempre aquel compendiado en la vieja fórmula que ella repita con frecuencia: “Dios, alma, eternidad; lo demás es nada”.

Por lo tanto su mirada está dirigida a lo alto. Para ella carecen completamente de importancia los cálculos y las consideraciones humanas y sólo da valor a las cosas que se refieren a la gloria de Dios, y a su propia y a la ajena santificación.

Por eso su vida fue vida de fe, de esa fe fuerte y viril, de la cual está convencida que necesitan de un modo especial ella y sus Hermanas. Así lo denotan sus palabras: “Las Hijas de la Misericordia, abandonadas a la Providencia, necesitan vivir esa fe que, en ocasiones, traslada los montes”.

Fe que ella demuestra y exige en momentos y circunstancias en que, precisamente por parecer poco importantes, prueban cómo la sentía y a traducía en sus obras. Por ejemplo, ved cómo hace la señal de la cruz, ¡qué amplia, solemne y devota!... Y observad que con igual perfección quiere que la hagan los demás; porque un día, al enviar a una Hermana joven a su nuevo destino y darse cuenta de que hace distraídamente la señal de la Cruz, la detiene y le dice: “¿A quién mando yo a trabajar? ¿A una muñeca que no sabe las cosas más elementales de la religión? Acérquese –le dice-, yo le enseñaré”. Y lentamente, con un gesto mezcla de reproche y e fe, se lleva la mano a la frente y hace con gran reverencia la señal de la Cruz.

Considerad también su genuflexión: es profunda y recogida, como quien ve a Dios ante el cual se postra. Y también respecto a este precipitado acto de adoración, vigila a la Comunidad y reprocha negligencias. “Si los Ángeles adoran con la frente inclinada hasta el suelo, ¿por qué no hemos de hacer lo mismo nosotros? ¿Tememos lastimarnos las rodillas si hacemos correctamente la genuflexión?” Y a la novicia que vacila al doblar la rodilla le dice con energía: “¡Ah!, ¿no recordáis acaso cómo se hace la genuflexión? Me parece que se hace así…” Y para enseñarle, la hace ella misma devotamente.

¿No prueba también sus profundos sentimientos de piedad, su amor por el culto exterior, el que en las fiestas de Comunidad la Iglesia de la Misericordia parezca un pedazo de Cielo?

¿No testifican estos mismos sentimientos aquellas sentencias que hacía fijar en las paredes de la Casa, con las que recuerda la presencia de Dios, dando, a la par, lecciones espirituales y aquella precaución que tenía de estar siempre en condiciones de ganar las indulgencias y procurar que la Comunidad estuviese también dispuesta para lograrlas? ¿No se pone aquí de relieve el alma que vive de fe y que atiende únicamente a los bienes celestiales?

Se comprende su fe vigorosa, porque su alma se alimenta y arde de amor; y su mirada fija en lo alto, porque su corazón vibra por Dios. He aquí una sentencia que da a sus Hermanas y a sí misma como divisa: “Obrar, sufrir y callar, por amor a Dios”. Estar en el amor de Dios; y en este amor no permanecer como principiante o aficionado sino subir continuamente y ascender, no obstante algunas dificultades. ¿Hay algún sentimiento que tienda a dilatarse como el amor?

“Es necesario imitar a los buenos cazadores que, después de cada disparo certero, guardan la presa y siguen cazando; nunca están conformes. Tanta es la fuerza de

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la pasión. Así debe obrar en nosotras el amor de Dios: debe hacernos soportar todo y superar todo y no permitirnos jamás decir: ¡basta! Por eso no testamos bien cuando, teniendo que padecer algo por la causa de Dios, mostramos tal disgusto que parece vamos al encuentro de la muerte o que debemos dar la vuelta al mundo…”

¿Y hasta qué punto deberá crecer este amor?A decir verdad, ella no fija límite, porque a este respecto hace una explícita

declaración: “Yo tendría una pena grande si supiera que Santa Teresa amaba a Dios más que yo”.

Esta fe vigorosa y esta llama de amor daban a su alma una filial e ilimitada confianza en Dios. ¿Entre Dios, que es el Amor, y ella que ama al Amor, puede haber otro clima que el de una afectuosa familiaridad?

¿El amor no aleja todo temor? Por consiguiente, Dios es siempre para ella el Amigo y el Padre, y o sabe encontrarlo sino bajo estos aspectos.

Por tal motivo se subleva contra toda excesiva rigidez y nos deja un ejemplo memorable, con ocasión de un curso de ejercicios espirituales, predicados por dos Sacerdotes que estaban ciertamente influenciados todavía por la doctrina jansenista. Estos insistían más sobre la justicia que sobre la bondad de Dios y mostraban muy difícil el camino de la salvación, con lo que dejaron consternada a toda la Comunidad. La Madre comprendió que aquel estado de ánimo no era el más propicio para recabar fruto del retiro espiritual. ¿Qué hizo entonces? Contrapuso el remedio mediante reuniones realizadas fuera de la Capilla, en las que, atenuando las austeridades de los misioneros, oponía a los rigores de la justicia divina los triunfos de la divina misericordia, magnificándolos; y sucedió que las almas, sacudidas por una parte por el tono austero de los misioneros y por la otra tranquilizadas por las exhortaciones maternales, terminaron maravillosamente su curso de ejercicios.

Esta asu fe en la bondad de dios no permite jamás que se entregue al desalient6o: sufre persecuciones, disgustos y penas espirituales de toda clase; pero su alma reposa siempre serenamente en Dios. Inculca y difunde en torno suyo el valor, precisamente porque sabe que esa arma, llevada en cada mano, se convierte en el gran recurso para salvar cualquier situación. “¿Perder el ánimo? ¡Jamás! Ni por las miserias, ni por las tentaciones, y ni siquiera por las caídas. Dios nos conoce y es Padre. Si Él, como Padre, nos tiende la mano para levantarnos, ¿rehusaremos nosotros tomarnos de esa mano misericordiosa? Al dolor de nuestras culpas unamos la firme esperanza en Dios y estaremos encarriladas… ¿No nos dice nada la experiencia? ¿Cada vez que volvemos a encauzarnos o que encomendamos a Dios nuestra miseria, no sentimos rebosar de nuevo vigor nuestro espíritu? En cuanto a mí, soy vieja y, desgraciadamente, siempre en lucha; pero si confío en Dios, encuentro en todo momento Su infaltable ayuda”.

Reconoce que toma a su cargo muchos compromisos con medios exiguos; pero espera llevarlos a feliz término, no por sus méritos o con sus solas fuerzas, sino “por las plegarias de la Comunidad”. Está persuadida de que dios sostiene a la Madre por la oración de las Hijas; como también de que Dios interviene en todas sus iniciativas, porque El no puede faltar en las buenas empresas. Y si alguna vez Dios le negara Su ayuda, sería ésa una prueba evidente de que El no quiere esa Obra, y entonces desistiría tranquilamente de su propósito. Porque ella quiere muchas cosas; pero quiere sobre todo lo que Dios quiere; y así como avanza alegremente cuando Dios aprueba, así también se detiene o retrocede cuando El desaprueba.

La defensa y la protección del Instituto la ha puesto únicamente en Dios.En las tempestades que, de cuando en cuando, sacuden su Obra, y en las

hostilidades que se dirigen contra su persona, renuncia a todos los apoyos humanos, porque Dios le basta.

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En varias épocas, la muerte le lleva Hermanas jóvenes, que con cuidados y gastos había preparado para trabajos importantes y que parecían insustituibles; y ella, con entera resignación, inclina la frente y suspira. “Fiat voluntas tua”.

En los comienzos de la Obra, agobiada como estaba de fatigas, obedeció a autorizadas indicaciones y eligió una Hermana para que la ayudara en sus tareas. Dicha Hermana murió al poco tiempo. Eligió una segunda, que no tardó en seguir el camino de la anterior. Entonces dijo: “¿Puedo yo hacer morir a las Hermanas para procurarme comodidad? Dios me da a entender que El solo quiere ser mi ayuda; me abandono, pues, a El”.

A las frecuentes exhortaciones de las Hermanas y de otras personas, para que se limitara en sus obras de celo, responde invariablemente: “¿Y qué? ¿No somos acaso aliados de la Providencia? ¿Ha dejado alguna vez que nos faltaran los medios? ¿Desconfiar de Ella, no es afrentarla y deshonrarla?”

En ciertos momentos, cuando sus Casas están repletas de internadas y los acreedores no la dejan en paz, teme en verdad pecar de audacia, y entonces formula propósitos que repite en alta voz: “No acepto más huérfanas, no recibo más moras”. Pero en la primera ocasión olvida todos sus propósitos y recibe a las unas y a las otras basándose en este argumento: “¿No es Dios quien las manda? Entonces, El proveerá”.

Pero una vez, finalmente se rindió a las insistencias de aquella buena Superiora de la “Providencia”, que desde hacía tiempo no sabía cómo saciar el hambre de las niñas, y le concedió despedir un pequeño número. ¡Nunca lo hubiese hecho! Pasó toda la noche en vela, angustiada por remordimientos de conciencia, como si hubiese cometido un delito; y, para colmo de medida como supremo reproche, he aquí que al día siguiente, bien temprano, golpea a la puerta un desconocido y deja una generosa ofrenda. La Madre se apresura a mandar una contraorden, y dice: “¡Qué mal me he portado, desconfiando de la Providencia!”

Notemos un pequeño detalle que pone de relieve su completo abandono en Dios: no permitió jamás que sus Hijas pidieran limosna, ni siquiera para la paupérrima “Casa de la Providencia”, porque todo el instituto está confiado a la caridad del Padre Celestial y El sabrá mandar ayuda sin ir a pedir limosna…

¿No había dicho Dios a la Madre como a Santa Margarita María: “Piensa tú en Mí, que yo pensaré en ti…?”

Un día, Monseñor Riccardi le escribió:“Dime, Madre mía, ¿cómo haces para alimentar a tanta gente?”Ella le respondió:“Yo reúno la gente. El Padre Celestial se encarga de alimentarla.”

* * *

Podemos deducir su intimidad con Dios, del fervor y la constancia con que se entrega a la oración.

Puede sufrir aridez, y especialmente en los últimos años la oración puede llegar a ser lo que ella dice claramente con la frase: “Un masticar estopa”; pero no cesa nunca de orar. “Todo llega por la oración” –exclama; y está tan convencida de su necesidad y de su omnipotencia que no sería capaz de mover un dedo sin el apoyo de la oración, porque sabe que su gesto sería ineficaz.

La Madre es siempre la primera en ir a la oración: por eso, las Hermanas que e levantan temprano, antes del alba, para lavar o para cocer el pan, la divisan ya en la tribuna, entregada a la oración.

Prefiere, sobre todo, la oración mental porque sumerge su alma en la luz y en el amor de Dios: repite por su cuenta lo que han dicho todos los maestros de la vida espiritual: “El cristiano sin meditación es un pájaro privado de aire y un pez fuera del

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agua”. En tal forma ha adquirido el hábito de la reflexión que cada circunstancia le ofrece materia para meditar. Un canto de los pájaros la impulsa a entonar ella también sus alabanzas al Autor de la naturaleza. El gusano de seda, que se fabrica la tumba para convertirse en mariposa, le hace bendecir la abnegación y las renuncias, de las cuales deben surgir las más altas glorificaciones. Cuando visita la Casa de Taggia dice a las Hermanas: “Mirad estos olivos que se extienden frondosos ante nuestros ojos. ¡Qué magnífico tema de meditación! ¿No veis debajo de ellos al mismo Jesús, bañado en sangre, oprimido por el peso de nuestras ingratitudes? ¡Ah, mirando desde esta terraza, asomándoos por estas ventanas, paseando por este jardín, sabed trasladaros en espíritu a Getsemaní y entreteneros con Jesús agonizante!”.

En fin, sea que medite o rece, ella siempre está en profundo recogimiento. Durante las oraciones comunes, permanece de rodillas, con el rostro escondido entre las manos o con los ojos fijos en el altar; y por más que se prolongue la oración, nunca da señal de cansancio o de tedio. Permanece inmóvil: no advierte rumores, ni existen causas externas que logren interesarla; no ve quién va o viene. A tanto llega que, un día, algunos pilluelos entran en la Iglesia y corretean en todas direcciones, y ella no se da cuenta del hecho.

¡Qué ferviente es su oración! No va acompañada de suspiros, pero sí de la diligente consideración de quien sabe que cumple la más importante de las acciones. Es evidente su atención a cada palabra. En la Casa Madre, doscientas Hermanas rezan al mismo tiempo; pero bajo la dirección de la Madre las doscientas voces se unifican y despiertan tanta devoción que dejan edificados a cuantos las oyen. Ella pronuncia el “Pater” y el “Ave María” tan claramente “que se podrían escribir” y estas oraciones, aunque muy conocidas, en sus labios adquieren la expresión de un alma que ve, que siente, que gusta, que arde y que clama.

Es de creer que sus oraciones le cuestan algunos esfuerzos, a juzgar por aquellas palabras que dirige a las cohermanas: “¡Oh, si lográramos decir bien tan sólo un Avemaría!”, que indican suficientemente cuánto trabajo le cuesta el recogimiento; mas no es maravilla que tenga también momentos de mucha consolación, ya que un día, creyéndose sola ante Dios, se le oyó esta frase reveladora: “Orar, ¡qué delicia!” Ni es extraño tampoco, que de la oración recabe un fervor que le dura mucho tiempo y que, durante todo el día, en las más variadas circunstancias, continúa revelándose por piadosas invocaciones y ardientes jaculatorias. Tampoco es para maravillarse que, cuando ora, de su impecable compostura y del tono de su voz dimanen un ardor que inflama a los presentes. Son muchas las Hermanas que afirman sentirse enfervorizadas solamente al verla u oírla rezar junto a ellas. Más de una, al contemplara en oración, exclama. “Ahora se abren los diques de la Providencia!”; y el Canónigo Ambrosio Daffra, de Tortona (después, obispo de Ventimiglia) confiesa haber guardado durante la vida el recuerdo de la impresión que le produjo verla salir de la oración con el rostro todo encendido.

No hay duda de que la eficacia de su plegaria se siente a su alrededor. Las cohermanas cuentan con su oración como con una potencia irresistible. Todo es fácil cuando la Madre pone el apoyo de su oración: no temen asumir ocupaciones difíciles y se disponen a hacer cualquier trabajo, porque la Madre ruega por ellas; y las Hermanas jóvenes, que por las múltiples ocupaciones no han podido prepararse para los exámenes y que, por consiguiente, están seguras del fracaso que les aguarda, van a la prueba sostenidas por la plegaria de la Madre y obtienen espléndidos resultados.

Su plegaria es, no sólo el momento de su encuentro con Dios, sino también el de recoger espiritualmente a su alrededor a su familia religiosa. Cuando ora delante del Santísimo Sacramento, ve a todas las Hermanas esparcidas en las distintas Casas de Italia y de América; las ve en sus oficios, ve lo que hacen y cómo lo hacen, y de tal

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modo que, saliendo de la oración, se halla en condiciones de escribir a ésta o a aquélla, para alabarla o para reprenderla.

Súplica, himno, ofrecimiento: he aquí lo que es la oración, para la Madre Rossello; lo cual muestra la alta calidad de su plegaria, aun cuando ésta se considere en sus manifestaciones inmediatas, esto es, en las “devociones”.

Todas ellas, legítimas y ordenadas, como debe ser para quien se embebe del verdadero espíritu de la Iglesia.

Ante todo, es muy devota de la Santísima Trinidad, cuyas Personas sabe bien que habitan en su alma, por la gracia, y con las cuales, según lo que debe decir o pedir, tiene coloquios frecuentes. A propósito de esto discurre con sus Hermanas, a las que, con personal y práctica teología ilumina en el sublime dogma y les demuestra que la devoción no puede ser fuerte y meritoria si no se arraiga en el misterio que es el centro mismo de la Religión. Por su parte, nombrando a la Santísima Trinidad y diciendo el Gloria Patri, hace una reverencia tan profunda que el Canónigo Nicolás Roggeri, al verla una sola vez en esa actitud, la definió sin más “una santa”.

Después de la Santísima Trinidad, su devoción se dirige a Jesucristo, el Hombre Dios, que hizo a todos los hombres sus hermanos e hijos adoptivos de Dios. De la soberana grandeza de Jesús, ella hace su asiduo alimento. Su deber y su vida es unirse al Divino Modelo, para imitar Sus virtudes y resultar así una copia perfecta. Adora a Jesucristo y lo honra en todos los misterios de Su Persona y bajo todos los aspectos con los cuales se digna presentarse a nuestro amor.

Para la Madre no hay meditaciones más queridas que las que tratan de los sufrimientos de Jesús. Para atraer también a otras almas a la sombra del Calvario, expone en los corredores de la Casa Madre, imágenes de la Pasión; y sobre un descanso de la escalera del Noviciado, hace colocar un Ecce Homo, para que las Novicias, al subir y bajar, se habitúen a besar los pies del Salvador: porque ¿cómo podrá templar mejor las almas que sumergiéndolas en la púrpura de Jesús?

¡Y qué excelente lección se aprende en el Crucifijo! El da las más elevadas nociones sobre los derechos divinos y sobre los propios deberes, las mejores directivas para el tiempo y para la eternidad. El Crucifijo dirá especialmente a la Hija de la Misericordia cómo debe ella pasar su vida acá en la tierra haciendo el bien, aun cuando pueda tocarle en suerte ser crucificada por sus mismos beneficiados.

Cultiva la devoción al Sagrado Corazón como una salvaguardia para la Comunidad. El primer viernes de cada mes y durante todo el mes de junio, hay solemnes funciones en la Iglesia de la Misericordia, con el fin de reparar las ofensas que se comenten en el mundo entero; y a dichas funciones asiste gente de toda la ciudad. Por eso corresponde también a la Madre Rossello el mérito de haber difundido y consolidado en Savona el culto al Sagrado Corazón de Jesús.

¡Y qué ardores por Jesús Eucarístico!Allá tienen lugar las entrevistas de Tú a tú. Sus cohermanas definen su

compostura delante del Santísimo Sacramento con estas palabras: “Está con Jesús”. Sí, está con Jesús; le habla y espera la respuesta.

Cuando privadamente pasa delante del Tabernáculo, se arrodilla, junta las manos, inclina la cabeza casi hasta tocar el suelo y se queda así algunos minutos como el Ángel de la adoración.

Para ella no hay otro lugar al que su corazón esté más aferrado y donde se conforte que junto al altar del Santísimo Sacramento. Y suele decir. “Todos van a los santuarios a satisfacer su devoción; delante del Tabernáculo, con los ojos cerrados, se ven cosas más bellas aún”.

Todos los días tiene una hora determinada para sus coloquios con Jesús Sacramentado. Con frecuencia las múltiples ocupaciones parecerían dispensarla de aquel convenio; pero ella procura no faltar, justamente porque está agobiada de trabajos:

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¿dónde tomar aliento para resolver tantos asuntos si no precisamente en las citas con su Dios?

Se entiende que, si todos los días dedica una hora entera para Jesús, no hay una hora del día en la que no trate con El, porque a cada momento, estando sana o enferma, se asoma a la tribuna que da al altar y manda, por lo menos, un saludo al Divino Huésped. ¡Con cuánta razón se colocó, en la misma, una placa que recuerda cómo la Fundadora de la Misericordia iba allí a nutrir de amor su corazón y a adquirir el arrojo necesario para el sacrificio y para el heroísmo!

¡Y qué apostolado ejerce a favor de la Eucaristía! ¡Es uno de los temas favoritos en las conversaciones que sostiene con sus Hermanas; y es imposible que no esté encendida en ese amor desde que les habla con tal entusiasmo! Invita a las Hermanas y a las educandas a contemplar los millones de ángeles que inclinan la frente ante el Santísimo Sacramento: “Pedid que os hagan un lugarcito entre ellos, uníos a ellos, y haced lo que ellos hacen: adorad con ellos. Haced que Jesús os hable; escuchadlo cuando os diga que os envolváis en el candor de la pureza, que imitéis su amor al sacrificio, que aprendáis de El a obedecer perfectamente. Escuchadlo: saborearéis el Paraíso en la tierra”.

Tenemos otras pruebas de este Eucarístico apostolado, en lo siguiente: cada vez que se trata de abrir una nueva Casa exige, ante todo, la garantía de que en la misma pueda conservarse el Santísimo Sacramento; y cuando en Savona se iba en busca de una Iglesia para implantar en ella la Adoración perpetua, la Madre se apresura a ofrecer la propia, por la sencilla razón de que allí, entre Hermanas, novicias, postulantes y educandas hay un regimiento dispuesto para la adoración.

Pero su encendido amor a la Eucaristía tiene también otras manifestaciones.Todos los días asiste a Misa con un fervor extraordinario. No solamente sigue y

medita el Sagrado Misterio sino que participa de él y lo vive. Adora a Dios en el altar y quisiera que su presencia eucarística durara indefinidamente. Y se conserva una frase que demuestra cómo vive su alma mientras asiste al Santo Sacrificio: “¡Yo no comprendo cómo una Hermana pueda distraerse al escuchar la Santa Misa!”

Pero el gran momento es para ella el de la Comunión. La compostura y el respeto con que se acerca a la Sagrada Mesa indican un alma que rebosa de fe y que tiende enteramente hacia Dios. Las Hermanas afirman que para prepararse a la Comunión resulta más eficaz contemplar el recogimiento de la Madre que leer libros de piedad.

Se duele de cierto resto de jansenismo que quisiera limitar la Comunión a algunos días de la semana; por su parte, interpretando el verdadero sentir de la Iglesia, comulga diariamente y, para quitar todo temor a sus cohermanas, en 1869 obtiene de Monseñor Cerrutti una licencia para la Comunión cotidiana de todas las Hijas de la Misericordia. ¡Y con qué júbilo acoge al año siguiente el Decreto de la Santa Sede que acuerda e inculca a toda la cristiandad la Comunión diaria!

Considera aquel día como “un día de bendición” y enseguida reúne a la Comunidad para comunicarle la fausta noticia, para cantar con ella un Te Deum de acción de gracias y recomendar a todas el vivir habitualmente en tal estado de santidad que merezcan acercarse cada día al Sagrado Banquete.

No deja de comulgar por más que la prueben los temores y la aridez espiritual, la cual no es ni descuido ni negligencia, sino un sufrimiento. Ahora bien, ¿aconsejan acaso las penas alejarse de Jesús…? Al contrario, nos exhortan a acercarnos a El cada vez más.

Quiere también comulgar cuando es presa de malestar o de enfermedad. Mientras tiene un poquitito de fuerzas se acerca por sí misma al comulgatorio; algunas veces va y vuelve sosteniéndose en los bancos de la Capilla, y otras, al llegar a su lugar tiene que sentarse, casi desvanecida. Cuando no puede bajar más con la Comunidad,

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comulga en la Tribuna anexa a la Iglesia y cuando ya no puede levantarse espera que le llevan a Jesús a la cama. Y recordemos que en esa época no existía aún la providencial disposición de la Iglesia que dispensa del ayuno a los enfermos cuya dolencia los tiene postrados más de un mes, por lo que ella observa diariamente el ayuno para poder comulgar. Ahora nos damos cuenta de lo penosa que le resultaría esta observancia, ya que por el género de su enfermedad estaba sujeta a una sed abrasadora. Pero era para ella una felicidad inmensa poder alimentarse de su Dios: cualquier incomodidad se imponía gustosa, con tal de gozar de esa dicha.

De su amor a la Santísima Virgen nunca diremos bastante; tanto emerge de lo que ya dijimos. Pero agregaremos algunos detalles que lo hacen resaltar más.

Conviene saber que en honor de María ella ayuna todos los sábados del año y que, como pequeña pero singular devoción, lleva siempre consigo una estatuita de la Virgen, estatuita que la Madre considera un tesoro y de la que no se separaría por nada del mundo.

Todas las mañanas, cualesquiera sean los asuntos que la ocupen, encuentra tiempo para rezar la coronita de la Dolorosa con el fin de consolar al Corazón de María por las culpas de tantos hijos ingratos; por lo que se infiere, una vez más, la grandeza de su alma reparadora.

Ha introducido para sí y para sus Hermanas la costumbre de rezar un Avemaría antes de salir de casa, porque espera que de este modo podrán volver del mundo sin haber perdido ni una pizca de recogimiento. ¿Y por qué, a pesar del gasto, ha querido colocar en el vestíbulo de la Casa Madre la hermosa y grande estatua de Nuestra Señora de la Misericordia? Ciertamente para que la Virgen fuera la guardiana de la Casa, pero también para que las Hermanas y todas las personas que entraran en ella tuvieran ocasión de honrar e invocar a la Reina Celestial.

Quiere que las novenas a María Santísima engan como sello especial el rezo cotidiano del Rosario entero; y porque de día le falta materialmente el tiempo, se pone de acuerdo con algunas Hermanas más diligentes, y con ellas desciende a la Capilla antes de levantarse la Comunidad. ¡Y qué rosario el suyo! ¡Qué ciento cincuenta Avemarías sonoras, intensas, ternísimas! Evidentemente, la Madre se asocia al Arcángel Gabriel para honrar a la Virgen.

Pero hay algo más: en mayo, para obsequiar a María manda por turno a todas las Hermanas en peregrinación al Santuario de la Misericordia. El primer acta que debe realizar toda postulante que entra al Instituto es pasar por la Capilla y consagrarse a la Santísima Virgen. Uno de los medios más eficaces para alcanzar favores para sí y para su obra es el de poner la súplica en manos de una pequeña educanda o de una morenita y mandar a la inocente mensajera a los pies de María. ¿Y quién no sabe que su gran devoción a San José se debe en parte a María, ya que lo honra, precisamente porque honrándolo da gusto a su virginal Esposa?

Una vez, recibe un hermosísimo rosario con cuentas de oro, enviado por un hermano suyo, desde Montevideo. Piensa que para rezar el rosario no se necesita semejante joya que desdice mucho, por su parte, entre los dedos de quien ha hecho voto de pobreza y por eso resulte desprenderse. ¿Qué hará con él? ¿Un regalo a la Virgen?... Mientras está deliberando, he aquí que llega el Padre Verri, quien al enterarse del asunto aprueba sin más la determinación; y el mismo día, ambos llevan el don al Santuario de la Misericordia. ¿No tiene ella necesidad de dinero para sus obras? ¿No tiene necesidad también el P. Verri para las morenitas? Y sin embargo, están de acuerdo en donarlo a la Virgen, porque hay que reconocer los derechos de la Reina y porque los grandes necesitados se proveen bien a sí mismos privándose de lo más precioso que tienen.

En la vigilia de una solemnidad de la Virgen dice a una Hermana que está en su compañía: “Hoy la Virgen está bellísima, más bella que nunca, y no cesa de sonreír…” La llegada de algunas personas le impidió continuar; pero aquellas palabras, en labios

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de quien es tan ajena a hablar de sí misma y de sus cosas, persuade a la Hermana de que aquel día la Virgen le ha concedido a la Madre gracias especialísimas.

Venera singularmente a su Ángel Custodio, al cual en todas las circunstancias del día dirige la palabra con dulce confianza, segura de que él está siempre dispuesto a favorecerla. Y hace una activísima propaganda en pro de la devoción a los Ángeles Custodios. Recomienda a las Hermanas inculcarla en las escuelas y en los asilos, porque no podrán hacer favor más grande a las niñas que el de encenderlas en el amor a su Ángel.

Cuando las envía a nuevas fundaciones les encarga también que primeramente se encomienden al Ángel Custodio de aquella parroquia; será ésa una buena táctica para la conquista de los habitantes; y que, en los casos más difíciles de su misión, para ganar a las almas más reacias, recuerden que el acudir a sus Ángeles de la Guarda será argumento decisivo.

Como ya hemos consagrado un capítulo anterior a la devoción de la Madre a su insigne Patrono y Colaborador San José, pasamos, sin más, al segundo Protector que es San Juan Bautista.

En esta devoción de la Madre no hay nada de casual o de menor importancia. Tiene la Santa Fundadora loables motivos para confiar su Instituto al patrocinio de San Juan Bautista. El primero: la general veneración de que el Santo goza en toda la Liguria, donde no existe Iglesia que no tenga un altar levantado en su honor, ni Casa donde no se exponga su imagen. Pues bien, la Madre Rossello es hija de su tierra y ama y conserva las tradiciones religiosas. El segundo motivo, particular, es la específica santidad del Precursor, que puede inspirar a la Hija de la Misericordia un gran amor a la vida de recogimiento y un santo fervor para abrazar la vida de sacrificio.

Motivos similares la inducen a querer entre sus principales Amigos al mártir San Lorenzo: es otro de los campeones mejore para sugerir a las almas religiosas que, para realizar su ardua misión, han menester una grna dosis de fuerzas espirituales.

Agreguemos que la Madre es también muy devota de San Francisco de Asís porque le urge imitar sus seráficos ardores y su amor sin igual a la pobreza. Y, si os place saberlo, profesa también gran ternura a San José de Calasanz. ¿Sabéis por qué? Porque cumplió una obra muy semejante a la del Instituto de la Misericordia y porque este Santo, en vida, tuvo predilección por Savona, de donde eran oriundos doce jóvenes a quienes recibió en su Congregación de las Escuelas Pías.

Y con lo dicho, hemos recogido algunas chispitas de la íntima y sólida piedad de la Santa Madre.

Pero hablaremos luego mejor de los frutos que ella produjo.

CAPITULO XIXAPOSTOLADO FECUNDO

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Las almas que aman a Dios se sienten necesidad de entregarse al apostolado. No se concibe un amor sin obras y mucho menos el amor de Dios.

A esta clase de almas pertenece la Madre Rossello.Una óptima señal del ardor con que está unida a Dios y abraza su causa la

tenemos ya en la solicitud con que cuida su conciencia y en el instintivo horror que siente por el pecado. Posee la delicadeza de las grandes almas que han hecho suyos los intereses de Dios y que se estremecen por todo lo que lo ofende.

Por lo tanto, de la misma manera que tiene presente a Dios para amarlo, tiene también presente el mal para combatirlo, y en su pensamiento están continuamente los pecadores, para los cuales nunca cesa de implorar la Divina Misericordia.

Siente vivamente los atentados contra los derechos de la Iglesia, los insultos que se infieren a la Religión, los estragos que ocasiona la mala prensa, especialmente la que pervierte a Savona; y aquella alma fuerte que o conoce turbaciones, que no tiene en cuenta los agravios que le hacen, se apena y gime pensando en tantas ofensas infligidas a Dios. Un día una hermana, al entrar en su habitación y sorprenderla en actitud de enjugarse las lágrimas, le pregunta solícita: “¿Qué tiene, Madre?”

Y se oyó responder:“¡Se cometen tantos pecados!... ¿Cómo queréis que no llore?”Y le explicó también por qué ella se apenaba tanto por las culpas de la

humanidad.“Si yo sufro tanto por los pecados que se cometen, ¿quién puede decir cuán

grande es el dolor de Jesús?”Así que no es ninguna maravilla que, entre sus plegarias, dé una singular

importancia al acto de contrición y que lo recite con tal sentimiento de dolor que impresiona a cuantos rezan con ella.

Pero no se conforma con vivir ella sola en constante actitud de expiación: siendo muchísimos los pecadores, deben ser también muchos los reparadores. En consecuencia, exhorta reiteradamente a la Comunidad a llorar por los pecadores del mundo y declara que “aquella Hermana que al hacer por la noche el examen, pudiera gloriarse de haber impedido una falta, aunque mínima”, podría tener la seguridad de haber vivido una jornada envidiable, rica en méritos para la eternidad.

He aquí sus más cálidas recomendaciones a las Hermanas que parten para realizar las distintas Obras: “Preocupáos sobre todo de alejar a las almas del pecado”, y es esta exhortación, la más frecuente que hace a sus Hijas, para que den a sus acciones mayor eficacia: “Huid del pecado –les dice-, aun de la sombra del pecado; conserváos en gracia y tendréis con vosotras el mejor exponente para lograr éxito en todo.”

* * *

Su gran actividad es también preludio de su ferviente apostolado.La impresión más profunda que se recibe recorriendo la vida de la Madre

Rossello es la de admirar en ella una figura incansable.En su existencia jamás se da tregua, ni tampoco descansa durante el día.Se levanta a las cuatro de la mañana, es decir, una hora antes que las demás.

Necesita esa anticipación para disponer de tiempo en las incumbencias de la Comunidad y para satisfacer las exigencias de su propia devoción. Y a fin de que esta singularidad no provoque comentarios, todas saben que ha obtenido la debida autorización del Obispo.

Y ella es apta para todo: para dirigir escuelas y hospitales, para educar a los pequeños e instruir a los adultos, para ejercer los oficios de maestra, de enfermera, de secretaria, de ecónoma, y hasta para cocinar y lavar, y, si es necesario, no vacila en manejar la azada en el huerto, ni empuñar la brocha del pintor.

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Y ejecuta estas cosas con tal desenvoltura y habilidad, como si tuviera una larga experiencia; y al mismo tiempo con tal exactitud y atención, como si cumpliese con un deber.

Y en cuanto a la actividad, como la posee en alto grado, insiste para que las demás sean también activas.

¡Cómo combate la pereza y cómo persigue a los caracteres remolones! ¡Oh!, en ciertos momentos, cuando le parece que la causa de Dios o del prójimo exigen ímpetu y esfuerzo, ¡cómo quisiera ella comunicar a todas las demás una centella del propio fuego!

“¡Vamos! ¡Vamos! ¿qué hacemos nosotras? San José trabajó toda la vida, Jesús manejó los instrumentos de trabajo, María Santísima ejecutaba siempre los quehaceres domésticos, ¿y nosotras tendremos fastidio al trabajo?”

Y no hay nada más opuesto a la índole de su Instituto que la pereza y la lentitud: “Recordad que nosotras hemos venido aquí para trabajar, no para disfrutar una vida cómoda; quien ama tal vida, que no venga a buscarla en nuestro Instituto. Trabajemos además para desmentir al mundo que nos acusa precisamente de abandonar nuestra casa para entregarnos a una vida tranquila”.

¿Y qué? ¿Acaso las que entran al Instituto se eximen de las leyes universales del trabajo? “Oración y trabajo: he aquí el pan cotidiano de las Hijas de la Misericordia” ¿Pueden ellas tener algún privilegio? ¡No! “Las Hijas de la Misericordia deben cumplir continuamente el gran precepto dado por Dios desde el principio: “Comerás el pan con el sudor de tu frente”. Por lo que, para alguna más lerda o indolente, lanza la dura admonición de San Pablo:

“¡Quién no trabaja, no come!”¡A trabajar, pues! ¡Qué hermoso ejemplo de ella misma, cuando por asuntos

urgentes sacrifica el sueño, los recreos y hasta sus devociones particulares, y cuando por turno manda a descansar a sus colaboradoras mientras ella se queda siempre continuando la tarea!

¡A trabajar! Pensando en las ventajas espirituales que reporta el trabajo: “Trabajar es una cosa santa: estar ocupado quiere decir estar alejado de la culpa y conservar mejor la unión con Dios”.

¡A trabajar!... siempre en la presencia de Dios y enderezando todo a su mayor gloria; así, aun las tareas manuales se convertirán en flor de plegaria.

¡A trabajar! Alegremente, con la espontaneidad y el gozo que redobla el mérito; y, entreviendo la urgencia o la oportunidad de un trabajo, lanzarse a él sin esperar la orden.

¿Y con qué fines deben trabajar? Sus tareas son tan nobles y elevadas que sólo pueden ser retribuidas con recompensas celestiales. “No trabajéis nunca por fines humanos o para que los hombres digan que sois excelentes maestras y que cumplís bien vuestro deber. Trabajad con espíritu de fe y por amor a Dios”.

¿Y hasta cuándo deberán trabajar?“Trabajemos hasta que la edad y la salud nos lo permitan. Llegará,

desgraciadamente, la época de la imposibilidad. ¡Ojalá podamos entonces reposar sobre laureles!”

Aunque en realidad la mejor suerte sería que, a pesar del avance de los años y de los inevitables achaques, se pudiese de alguna manera trabajar siempre: “Sí, trabajar siempre, ‘usque ad mortem’. En el combate no llega nunca la hora de abandonar las armas. Las Hijas de la Misericordia encontrarán el reposo del cuerpo en la tumba, y el del alma, en el seno de Dios”.

A esta vigorosa actividad debemos el haberla visto dando vida a tan variadas instituciones y abriendo tantas Casas en Italia y en América; y a la misma se debe

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también el que todas las buenas iniciativas contaran con su apoyo y que su celo no dejase pasar ninguna ocasión de hacer el bien.

¿Qué es lo que no hace por difundir el catecismo, y por que se enseñe bien?Como en su tiempo se emprende la guerra sistemática en contra del mismo, ella

siente haber recibido una misión especial para defenderlo y que dicha misión es fundamental para su Instituto. Mientras hay quienes discuten si el catecismo puede entrar en un programa escolar o qué lugar le corresponde, ella afirma que “es la ciencia principal”, la gran materia, la más importante, la que no sólo abastece la mente de conocimientos sino que forma para la vida. Por eso, lo que recomienda con más instancia a sus Hermanas es: “Haced aprender el catecismo. Las primeras verdades enseñadas al niño influirán sobre toda su existencia: por consiguiente, una vida entera depende de vosotras. No lo olvidéis”.

No importa que los tiempos sean hostiles. “Es necesario enseñar el catecismo en las escuelas, a cualquier precio; nosotras no estamos para otra cosa. ¿Llegarán a prohibirlo algún día? Pues bien, lo enseñaremos a escondidas; nosotras no podemos dejar de cumplir con nuestro deber”.

Entre tanto ella misma, con el beneplácito del Obispo y con verdadera satisfacción de los párrocos, va a catequizar a los niños en las iglesias de Savona. Luego, en todas partes donde abre nuevas Casas, ordena que sus Hermanas colaboren en los oratorios festivos, no para asumir cargos de directoras sino para enseñar a los niños y niñas la doctrina cristiana.

Y para adiestrar a sus Hijas en tal misión, he aquí que implanta esta enseñanza ante todo en el Noviciado. Cualquiera sea la edad de las postulantes o de las novicias, cualquiera el grado de cultura, todos los días tendrán una clase de catecismo y la clase dura una hora. Y asiste la misma Madre, porque ésa es la lección que más le interesa; y en algunos momentos toma la palabra para ilustrar o aclarar, e interroga a ésta o aquélla para ver si han comprendido.

¿No habrá infundido ella misma a sus Hijas la mejor energía didáctica cuando las haya encendido en el amor y en la importancia del catecismo?

Pero recurre también a otras industrias en pro de la buena causa.Donde quiera y como quiera la reclame el amor del prójimo, ella estará siempre

presente. Ha hecho imprimir en carteles y fijar en los talleres de costura, en las clases, en los dormitorios, en la enfermería, todas las “Obras de Misericordia”, y dice: “Ahí quedan escritas, Hijas mías, pero nosotras debemos practicarlas”.

En efecto, ¿a qué obra buena no presta ella su ayuda? Los Padres Carmelitas de la Parroquia de San Pedro y el señor Cura de la parroquia de la Catedral le piden que se encargue de lavar, remendar y planchar la ropa blanca de la iglesia: acepta el doble encargo y lo encomienda a la Casa Madre que lo hará gratuitamente, como quien cumple un deber de familia.

Un día el Padre Luis Persoglio vino a pedirle “un pequeño favor”; él, en su gran bondad, había tomado bajo su protección a tres pobres criaturas, dos niñas árabes y una circasiana; ahora necesitaba encontrar un Instituto que las acogiera y se encargara de su educación… La Madre no lo dejó terminar: “Tráigalas acá; las agregaremos al grupo de las morenitas”.

La Casa Madre suele comprar bolsas de trigo que manda al molino para obtener harina. Un buen día, se desencadena un temporal, el río crece repentinamente e invade el molino, arrasando con toda la mercadería, incluso la de las Hermanas. La Madre, no sólo no tiene en cuenta el propio daño sino que, atendiendo a la difícil situación pecuniaria del pobre hombre, recibe gratuitamente a una hija del molinero y la retiene durante varios años en el Internado de la Misericordia.

La Municipalidad de Arenzano ruega encarecidamente a la Madre que le envíe Hermanas para que se encarguen de la dirección de la escuela comunal. Ella responde

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categóricamente que no. ¿Sabéis por qué? Porque allí están dedicadas a la enseñanza dos señoritas que con su trabajo mantienen a su padre y a sí mismas y que, por otra parte, observan una conducta irreprensible y cumplen laudablemente su deber. ¿Podría ella perturbar esa situación reduciendo a las jóvenes a la miseria? ¡Jamás!

¿Y no sabéis que la bondad de su corazón no se detiene en el prójimo, sino que llega aun hasta los seres irracionales? Da pruebas de ello el día en que, por las calles de Voltri, se encuentra con un hombre que castiga atrozmente a su asno; se le acerca animosa y le dice enérgicamente: “¡No golpeéis más a este pobre animal!” –y pronuncia estas palabras con tal autoridad que aquél se confunde y se excusa.

Su amor a la pobreza y a la economía, que le prohíbe malgastar un céntimo, le permite sin embargo subvenir generosamente a las necesidades del prójimo.

Obreros privados de su trabajo, se le presentan en busca de empleo; y ella encuentra siempre el modo de ocuparlos; y si están en verdadera necesidad, hasta les anticipa el salario. Albañiles, peones, cocheros, changadores, se prestan gustosamente al trabajo en las Casas del Instituto porque saben que hay orden de la Madre de contratarlos con generosidad.

Además, tiene una lista de familias pobres para las que es la Madre una verdadera providencia. A ésta, manda diariamente pan y fiambre; a aquélla, le procura prendas de vestir; a la otra, de vez en cuando le paga la deuda contraída con el panadero; a familias pobres vergonzantes, que ocultan sus propias necesidades, las ayuda por intermedio de una piadosa señorita, María Constante, a quien le han enseñado a practicar la caridad de tal manera que constituya un placer, más para quien la hace que para el que la recibe.

Atiende a otros hogares también, en los que hay personas enfermas. A éstas, va ella misma a visitar y a servir; les lleva paquetes de ropa blanca y les paga el médico y las medicinas. A las niñas que frecuentan sus clases les pide datos sobre sus padres; y si tiene noticias de que se encuentran en penosa situación económica, no sólo les reduce o condona la pensión sino que no vacila en enviarles ayuda.

¡Cuántas veces, conversando con sus Hijas, exalta el amor al prójimo y les repite que, para socorrer a los pobres y a los enfermos, hay que estar dispuestas a afrontar cualquier fatiga y humillación, aun a pedir limosna!

¿Hay acaso súplica alguna que ella no atienda? ¿Quién no sabe cómo los mendigos se aprovechan de su bondad? Todos los que llaman a la puerta, reciben pan o dinero; y, si son viejos o enfermizos, les añade su buena ración de sopa. Hay un hombrecito que pasa con frecuencia bajo sus ventanas, haciendo sonar el organillo, porque está seguro de recibir siempre una moneda.

Un día, una pobre mujer se presenta a pedir un par de zapatos. La Madre, a falta de otros, se quita los propios y se los da, pidiéndole perdón porque son usados y están gastados.

En otra ocasión, sorprende a la Hermana portera en el momento en que despacha a un pobre hombre, advirtiéndole que debe pasar a otra hora. “¿Qué estáis haciendo? –le dice-. ¿Queréis que el pobre se gane dos veces un trozo de pan?”

Sí; ama a los pobrecitos, para quienes daría, según afirma, hasta el último centavo; y ellos, por su parte, le están muy agradecidos. Hay que ver cuántos y con qué cordialidad rodean y aclaman a su bienhechora, en el Santuario de la Misericordia, cuando ella va hasta allá.

Pero hay una caridad para con el prójimo, que depende menos del bolsillo que del corazón, porque va a reconfortar más el alma que el cuerpo; y, precisamente por ser la que procura mayor bien a sus hermanos, es de ella que los Santos han dejado los mayores ejemplos.

Esta caridad la practica también perfectamente la Madre Rossello.

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Sobre este punto, es ya significativo el odio que siente y manifiesta contra cualquier atentado a la fama y a la virtud ajena. No hay peligro de que salga jamás de su boca una expresión poco benévola hacia el prójimo. ¡Y que una parte de este mismo prójimo haya sido tan poco benévolo con ella!...

Quiere que sus Hijas observen ese mismo proceder caritativo; y las pone en guardia contra todo género de detracción: “Una sola palabra, un solo gesto –les advierte- pueden arrojar sombra sobre el prójimo; y aun algunas veces el mismo silencio, cuando es preciso hablar en defensa del prójimo, puede serle nocivo. Tened, por tanto, cuidado al hablar y al callar!” Y los que hablan con ella, si van dispuestos a cortar el paño ajeno, se ven obligados a enfundar sus tijeras, porque apenas comienzan a tratar de los ausentes les obliga a callar y desvía la conversación por caminos de caridad; se creería –y con razón- murmuradora, si permitiese murmurar a los demás, en su presencia.

Pero si le desagrada que el prójimo sea maltratado, le place muchísimo que se tenga con él ese trato cortés y delicado, que lleva a Dios. A las Hermanas que se quejan o lamentan de la escasa práctica cristiana de sus parientes, les recomienda mantener con ellos correspondencia, no haciéndoles prédicas que los irriten, sino ligándolos a sí con los hilos de la caridad; y, cuando los tengan en sus manos, procurar ponerlos en las de Cristo.

Sus Hijas deben habituarse a mirar al prójimo a la luz que viene de lo alto: “En los niños del Asilo está el Niño Jesús, en los enfermos que sufren en el Hospital está Jesús Crucificado: Acá y allá encontraremos siempre ocasión de ver a Jesús”. Qué reflexionen que Dios las ha elegido para una gran misión: “la Hija de la Misericordia no debe ir sola al Paraíso, sino acompañada de los niños y enfermos en beneficio de los cuales ejerció su obra: pensad por consiguiente qué importante es esta Obra y qué bien debéis cumplirla”.

El Cardenal Alfonso Mistrangelo, que de pequeño gozó de las atenciones de la Madre, ha descripto la manera con que ella trataba a los niños:

“Sentía por nosotros, los niños, un afecto muy particular y no dejaba nunca de recomendarnos en todas las ocasiones la piedad, la oración, la devoción a la Virgen y a San José”.

Insiste especialmente para que sus Hermanas se revistan de entrañas de caridad para con los enfermos confiados a sus cuidados y se guarden a más no poder de manifestar esa especie de indiferencia que desgraciadamente adoptan con facilidad quienes asisten habitualmente a escenas de dolor. Que no se acostumbren al sufrimiento ajeno, porque perderían el mérito de su sacrificio. El nervio de la verdadera caridad no consiste en velar junto al lecho del enfermo o en suministrarle las medicinas, sino en sufrir con quien sufre y llorar con quien llora. Dura y penosa misión, sin duda; pero la Religiosa, no es una mercenaria o una sirvienta, sino una hermana, una consoladora, una salvadora. Que recuerden a Santa Catalina de Génova en medio de los enfermos del gran hospital de la ciudad, y sigan sus ejemplos: “Sed ángeles junto al lecho de los enfermos. Si éstos os ven buenas, humildes, pacientes, ¡oh!, cómo aceptarán gustosamente vuestros consejos de resignación y de conformidad con la Voluntad de Dios. Id: ponéos de acuerdo con su Ángel Custodio; éste se posará en vuestro oído como ya lo hizo con San Camilo de Lelis, y os sugerirá las palabras que debéis decir a los enfermos”.

Junto a la miseria física encontrarán también la miseria moral; enfermos con el alma mucho más llagada que el cuerpo: pues bien, también con ellos deberán adoptar caritativas normas. En el ejercicio de su misión deben personificar la imparcialidad; sin embargo preferirán a éstos, porque un alma en pecado es peor que todos los males del cuerpo.

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“Encontraréis enfermos sin educación, groseros, respondones e intratables. Consideradlos como a los mejores amigos, porque en realidad os enriquecen a la vista de Dios. Si pagan con insultos vuestras atenciones, respondedles rodeándolos de los más fraternales cuidados y de la más exquisita caridad”.

Sí; el amor al prójimo debe llegar hasta el heroísmo, de lo cual nos da ejemplo la misma Madre… Un día, a la hora del almuerzo no aparece en el comedor. Debía ocurrir por cierto algo muy urgente, para que ella, fiel observante de la Regla, faltase a un acto de Comunidad. Van a buscarla y la encuentran en la portería, arremangada, provista de un peine y de un cepillo y dispuesta a cumplir una obra de higiene con una pobre mujer que estaba atacada de sarna y llena de parásitos. ¿No tenía derecho de retardar el almuerzo para efectuar obra semejante? ¿Y aquel día no agradeció más y no se puso más contenta por este acto de caridad que por el mismo almuerzo?

Pero la caridad no conoce límites; ella hace por el prójimo todo lo que puede, y luego desea, augura y ruega por lo que no puede.

Escuchad estas palabras de la Santa: “¿Qué es lo que hace la Hija de la Misericordia? Enseña a cien niñas mientras

debería enseñar a cien mil. Atiende a algunos enfermos mientras debería asistir a millones. Pero, ¿puede ella abandonar a todos estos a los que no se puede dedicar? ¡NO! Porque tiene el medio de ayudarlos y debe hacerlo. ¿Cómo? Orando por ellos, orando por todos, haciendo llegar su oración a todos los lugares, extendiéndola a toda la gran familia humana. Sea amplia y generosa en sus pedidos; ruegue para que todo el mundo glorifique a su Creador y Señor. Dios tiene en cuenta también nuestros deseos, y la oración puede arrancarle insignes favores; y entonces, la Hermana, la humilde y desconocida Hermana, cumple un apostolado que alcanza a todo el mundo”.

Como siempre, también en esto ella es la primera en cumplir lo que aconseja a las demás, y reza diariamente por los paganos, por los herejes, por los pecadores. En sus últimos años, obligada a deponer su actividad, se conmueve al pensar en tantos pueblos infieles, y como no puede hacer por ellos otra cosa, ofrece sus dolores y su forzosa quietud para que sean fecundas las fatigas de los Misioneros; y desde se celda clama al Señor: “¡Envía obreros a tu mies!”

Ha quedado el recuerdo de dos ejemplos de celo ejercido personalmente en pro de las almas y de las victorias que obtuvo:

Un día le rogaron quisiera aceptar como educanda, en la Casa Madre, a una joven protestante. Contra el parecer de varias Hermanas, consintió en admitirla, y declaró que tomaría a la joven bajo su cuidado especial. No se alarmó al saber que era de índole difícil y que tenía parientes muy reacios. Fue a su encuentro y, con esa maternal bondad que desbordaba de su corazón, la estuvo instruyendo como es debido, le hizo conocer y gustar las inenarrables bellezas de nuestra Santa Religión, y, al cabo de unos años, el Obispo de Savona recibía en la Capilla de la Misericordia, la abjuración de la joven convertida.

En otra ocasión, tuvo noticias de que un pobrecito infeliz, del pueblo de Lavagnola, condenado a muerte por varios delitos, se hallaba en vísperas de la ejecución y rehusaba obstinadamente confesarse. La Madre creyó debía movilizar a toda la Comunidad para impetrar la salvación de esa alma. Ante el Santísimo Expuesto, con permiso extraordinario, durante toda la noche hasta la hora de la ejecución, dispuso que, Hermanas y educandas, por turno, rogaran por esa alma. ¡Cuál no fue su júbilo cuando se enteró de que el desventurado había pedido en los últimos momentos el sacerdote y se había confesado!

¿Qué más? La caridad cristiana es tan grande que traspasa los límites humanos y avanza aun hasta el otro mundo. ¿No hay acaso necesitados también allá? Ciertamente: las almas del Purgatorio. Pues bien, la Madre quiere que la caridad abrace también a éstas; y lo declara con enérgicas expresiones: “Dadme más bien sólo un poco de

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polenta, antes que obligarme a retardar ni siquiera una hora los sufragios por las Hermanas difuntas”. Sí; decididamente, rogar por las Almas del Purgatorio, imitar a la Iglesia, que las tiene siempre presentes en sus maternales súplicas y, si es posible, ayudarlas con el “acto heroico” que aplica a ellas los propios méritos: he aquí su programa. Y mientras ofrece la limosna del sufragio, comprendiendo la necesidad de esas almas, les tiende la mano confiadamente, como a amigas de Dios, pidiéndoles, no para sí sino para los demás, los beneficios del Cielo.

Por consiguiente, la caridad de la Madre no tiene límites porque posee todos los caracteres de la caridad de Cristo; se extiende a todos y a todo; cree todo, espera todo, sufre todo; a todas partes lleva la benignidad y la paciencia. Pero, no os maravilléis: ella ha bebido abundantemente en el Corazón de Jesús.

CAPITULO XXLAS JOYAS DEL ALMA

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Hasta ahora hemos considerado a la Madre Rossello en sus relaciones directas con Dios y con el prójimo, es decir, principalmente en el ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad. Ahora diremos algo sobre las virtudes que le confieren su fisonomía moral y que, dada su importancia básica, tanto contribuyeron a hacer meritoria y santa su vida.

Notemos, ante todo, que estas virtudes dominaron de tal modo su corazón, que puede decirse que la Madre se transformó en una personificación viviente de las mismas. Ningún esfuerzo se notaba en su ejercicio. Se veía que tenían profundo arraigo en su ser; sin que esto signifique que las hubiese adquirido sin vencerse, sino que había sabido habituar su alma a la práctica de ellas.

Era evidente el suave influjo de estas virtudes sobre su persona. Bastaba verla, para experimentar un sentimiento de veneración hacia ella. Su porte, naturalmente digno; sus ojos, en los que resplandecía la bondad, unida a cierta fuerza de penetración; sus palabras, mezcla de unción, de gravedad y de dulzura, ejercían un gran poder de atracción; y quienquiera la tratase, sentía la impresión de estar ante un alma adornada de cualidades extraordinarias.

Las Hijas de la Misericordia, al contemplar a su Madre Fundadora, recordaban lo que San Francisco de Sales decía de Santa Juana Francisca de Chantal: que Dios, al formar aquella alma, no había olvidado nada de lo que podía contribuir a asemejarla más a El.

Digamos ahora algo de cada virtud de nuestra Santa.

* * *

Es circunspecta en su proceder. Posee esa sabia prudencia que destierra toda mira humana y que procura en todo hacer lo mejor y lo más que se pueda.

¡Que profunda sabiduría encierran esas breves palabras que, muchas veces, dirigía a sus Hijas, trazándoles programa de vida! “Vivid como si de un momento a otro hubiéseis de morir: así viviréis siempre santamente. Vivid como si jamás debiérais morir: así estaréis siempre dispuestas a aprender nuevas cosas útiles y a trabajar por el Instituto con renovado entusiasmo”.

Es la prudencia la que la impulsa a consultar con Nuestro Señor en la oración y a pedir el parecer a sus cohermanas, antes de aprestarse a una Obra; y sólo cuando se convence de que redundará en gloria de Dios y bien de las almas, se decide a ejecutarla. Puede parecer intrépida, osada, en sus empresas; imprudente, jamás. Es prudente, porque no confiere cargos u oficios a las Hermanas sin pedir, con insistencia, previas luces a lo Alto; y porque no hace uso de su poder arbitrariamente sino rigiéndose por las normas de cordura y discreción, pues no ignora que un Superior que confía cargos y ocupaciones a la ligera, es responsable de los desaciertos con que pueden ser ejecutados y de los fracasos que quizá se deriven.

Otro detalle de su prudencia: la senda espiritual que tanto ella como sus Hermanas deben recorrer, está trazada de acuerdo a la índole del Instituto; y toda Hermana, a no ser por especial vocación, puede ahorrarse el trabajo de programar su propia perfección. No deben seguir caminos ocultos, que son los del demonio, sino los límpidos y claros, que son los de Dios; y, en suma, serán perfectas cuando cumplan santamente los actos comunes. Una Hermana que quisiera dedicarse a una vida excesivamente contemplativa, se habría equivocado entrando en el Instituto de la Misericordia y haría bien en salir de él. Porque si hacen mal las Hermanas que se retardan en la senda de la perfección, hacen también mal aquellas que quieren recorrerla a su capricho.

Y he aquí las sabias normas que la prudente Madre emplea en su gobierno.

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Aunque está siempre dispuesta a hablar bien de todas las Hermanas, no prodiga sin embargo elogios personales a ninguna de ellas, por más que alguna vez pudieran merecerlos. Porque tratándose de religiosas, cree que las beneméritas deben contentarse con el testimonio de la propia conciencia, y además, porque es difícil dosificar la alabanza: la liberalidad en alabar hoy, puede crear dificultades para reprochar mañana.

¿Y hay algo que recomiende más a sus hijas que la discreción y la prudencia? Ellas deben tener ojos y no ver; oídos y no escuchar; lengua y no hablar. Esta discreción deben tenerla con todos, aun con los mejores, porque sucede que con excesivas expansiones se ponen de relieve los propios defectos, los cuales llegan a ser conocidos del público, no por curiosidad ajena sino por propia indiscreción. ¡Oh! bendito locutorio, que la Hermana abandona para siempre al dar su adiós al mundo y por el que, ese mismo mundo despreciado, intenta volver a ella! ¡Ojalá se le pudiera cerrar! Pero, no pudiendo hacerlo, que se reduzca, por lo menos a lo imprescindible.

Que sean cautas aun en el celo: “Edificad a todos, pero en materia de religión no os metáis a discutir con nadie. Las discusiones no son para vosotras”. Hay que saber eludirlas con los seglares, ya sean maestros, administradores, empleados, o personal de ayuda. Las Hermanas deben mostrarse deferentes con todos, pero en las conversaciones limitarse a lo estrictamente indispensable.

“Decid lo necesario; después, despedíos con urbanidad; así se impedirán las charlas y las críticas; dejaréis edificado al prójimo y habréis conservado vuestro decoro”. Y a este propósito se atreve también a dar consejos sobre asuntos muy delicados: “Pocas palabras aun con el confesor, para no hacerle perder tiempo. Llevar a él solamente los pecados, y éstos también con laudable brevedad. Creo poder asegurar que una Hermana que se atenga a estas normas no tendrá de qué arrepentirse. Hablo por experiencia”. Es que ella hace confesiones que normalmente no duran más de cinco minutos y sale siempre con la conciencia tranquila.

Establece también las buenas relaciones con las otras comunidades. Quiere muchísimo a sus Hijas; pero este afecto no le impide considerar a la suya, la mínima de las Congregaciones, la cual, por pura benignidad de Dios, ocupa su lugarcito en la tierra para hacer bien a las almas.

Por lo regular no funda Casas en los pueblos donde ya hay otras Hermanas; pero si esto llega a suceder, o bien se trata de grandes centros en los que pueden alojarse varias familias religiosas, da entonces a sus Hijas normas estrictas: que sean deferentes con todas, siendo siempre las primeras en saludar, pero que no introduzcan la costumbre de visitarse con ninguna Comunidad, para evitar egoísmos; y donde otras Hermanas tengan obras similares, estén atentas para no establecer comparaciones y por ello, no interesarse en lo que las otras hacen o dicen, porque esto sería llevar la mezquindad a las cosas de Dios y proceder con una estrechez de espíritu que alejaría ciertamente las bendiciones del Señor. “En todas partes y siempre, ocupémonos únicamente de nosotras y cumplamos nuestro deber en la presencia de Dios”.

Un punto sobre el cual se muestra singularmente sagaz es el de los cuentos y referencias, que –bien sabemos todos- son una fuente de discordias para la vida de comunidad.

Sus Hermanas sabían que, según su sentir, eso de llevar y traer noticias, siempre tiene algo de culpa; y que las palabras que se oyen, no sólo no deben pasar de una casa a otra, pero ni siquiera de una habitación a otra; que no es propio de personas consagradas a Dios andar en procura de novedades y hacer las veces de “boletín noticioso”.

Ella es la primera en no admitir referencias. La Hermana que corre a contarle la falta de una cohermana es recibida con una reprimenda: “Pensad en vos”. Si la falta es cierta e importante, no deja de reprender a la culpable; pero tampoco omite la oportuna amonestación a quien se la refirió; y sobre tal asunto habla claro: “La lengua en su puesto; no me vengáis a referir cuentos de ésta o de aquella Hermana, porque yo seré

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más indulgente con la culpable que con la relatora. No quiero cuentos, no quiero censuras. Cuando yo os interrogue sobre alguna, haré más caso de vuestro silencio que de vuestras afirmaciones en contra de la Hermana.”

¿Puede expresar en forma más enérgica en qué concepto tiene las denuncias?Con Todi, ha sido tachada de imprudente, especialmente en dos circunstancias:Queriendo preparar un grupo de Hermanas para obtener el diploma de maestras,

y no encontrándose en condiciones de costear profesores de afuera, confió la tarea a dos sacerdotes recién salidos de la Pequeña Casa de los Clérigos, y relativamente, demasiado jóvenes. De esto se mostraron escandalizados algunos por demás celosos y terminaron llevando la información al Obispo, Monseñor Cerrutti, el cual prohibió a dichos sacerdotes continuar la enseñanza. Ambos obedecieron de inmediato; pero la Madre quedó por esto afligida, no sólo por la injusta sospecha recaída sobre tan dignísimas personas, sino también por la complicación financiera que le traía. Pero la cosa debía terminarse muy bien. El Obispo, favorablemente impresionado por la presteza con que los dos sacerdotes habían obedecido, e informado del modo correctísimo con que habían enseñado, dejó sin efecto su determinación y permitió que los sacerdotes reanudaran sus tareas docentes con las Hermanas. Este hecho nos prueba que la Madre obró con toda prudencia.

Un día la Madre presentaba al Canónigo Nicolás Roggero una religiosa muy joven, con quien estaba conversando, y le decía: “¿Ve esta Hermanita? Estoy por hacer de ella una Superiora”.

El canónigo se mostró estupefacto y respondió: “Madre, temo que haga un despropósito; ¿manda gobernar a otros, a quién no es capaz de gobernarse a sí misma?”

La Hermanita sonrió al oír aquella frase que no era para ella un cumplimiento, y tranquilamente se retiró. Entonces la Madre dijo: “Sé que puedo mandarla y que hará las cosas bien”. Respondió el Canónigo: “No lo dudo; también yo he comprendido que es un sujeto del que se puede fiar; me lo ha dicho el modo con que acaba de comportarse”.

Las predicciones de la Madre se cumplieron perfectamente, como lo testimonió el mismo sacerdote: “Esta Superiora, nombrada como tal en la flor de la edad, vivió muchos años, siempre amada y estimada de cuantos la conocieron”.

¿Quién no hubiera aconsejado lo contrario a la Madre, al verla tomar tal decisión? Pero la prudencia de las personas piadosas no se puede siempre medir con la medida común. Su perspicacia va tan lejos que deja miopes a los mismos prudentes.

* * *

La Justicia, virtud que da a cada uno lo que corresponde, dirige todas las acciones de nuestra biografiada.

Reconoce que su primer deber es para con Dios, por las gracias innúmeras que El le ha hecho y los deméritos de que ella se ha cargado en cambio. Deuda grande, inmensa, que podrá pagar únicamente sacando a manos llenas del océano de la Misericordia Divina. ¡Y sus pecados! Están siempre delante de sus ojos ¡y cuántas veces al día no pedirá perdón!

Practica la justicia en todas las cosas.Es singular en el modo de sentir sus obligaciones, de proveer a las mismas y de

satisfacerlas. Siempre escasa de medios por la multiplicidad de sus Obras, es no obstante puntualísima en retribuir a los operarios y a los servidores del Instituto.

Tendría remordimientos si retardara los pagos o si retuviera lo ganado, porque le parecería que eso era especular con el sudor de los otros.

Contrae deudas, pero al tiempo oportuno las paga siempre. También el Instituto debe cobrar de los Municipios, de las Administraciones, de los clientes privados; pues bien, si se quiere que los otros cumplan sus deberes, comiéncese por cumplir el propio:

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“Si queremos que los demás sean puntuales con nosotras, comencemos nosotras por ser puntuales con los demás”.

Por otra parte, todos cuantos a ella le han hecho bien tiene derecho a recibir el bien, pues considera que así debe ser: recibir y dar.

La Hija de la Misericordia abunde siempre en reconocimiento, sepa pagar con esta moneda cuando no pueda con otra. Por eso en las Constituciones se pone una acotación para inculcar la gratitud hacia los bienhechores y se establece que, a su muerte, se celebren Misas o funerales; por eso, las niñas de los asilos y las recogidas en las varias “Providencias” deben cada día hacer oración por quienes las socorren; por eso, en los días en que llegan a la Casa bolsas de harina, canastos de fruta o piezas de género, pone en exposición estos regalos para que sus Hijas, viendo los beneficios recibidos de personas caritativas, reaviven la gratitud.

Y si se quiere otra prueba de su exquisito sentido de justicia, conviene saber que, cada día, ofrece una oración al Señor por los directores espirituales y por los confesores de todas sus Casas y que, además, a ejemplo de Santa Teresa invita a participar en esto a toda la Comunidad. De ese modo trata de retribuir a quienes contribuyen a alimentar el buen espíritu del Instituto.

La justicia la lleva también a rendir continuo homenaje a la verdad, que ocupa, entre todos los bienes, el primer lugar. La Madre se empeña en hacerla triunfar siempre y en alabarla calurosamente, aun a costa de parecer, a veces, demasiado cortante.

Un testigo de su vida, dice: “En sus palabras y en sus obras se transparenta su conciencia delicadísima. Era ella la lealtad y la delicadeza en persona; dotes estas que manifestaba hasta en cosas mínimas”.

Su hablar era afable, espontáneo, franco y muy preciso, pues sus palabras expresaban, ni más ni menos que lo que debía decir. Así afirman los que declaran que: “Todos podían estar seguros de sus palabras; no había en ellas reticencias, como no había restricciones en su pensamiento. El sí, era sí; el no, era no”. ¿Cómo extrañarse entonces, de que con este proceder abierto y sincero conquistase la estima de todos y, según informan varios testigos, “fuese una delicia el vivir y tratar con ella”?

Por esta rectitud de juicio y de trato se explica su repugnancia a todo cuanto involucrase desviación de la justicia. Detestaba la mentira, como culpa y como vileza; cada falta de lealtad aparecía a sus ojos singularmente grave, por oponerse diametralmente a su carácter transparente y recto.

Igual detestación siente por quien se desdice o falta a su palabra. Ella no comprende esta disminución de la propia dignidad, y por su parte recuerda y mantiene cada promesa, aunque sea de un regalito a las morenas o a las niñas del asilo.

¿Quién puede decir cómo se yergue contra la hipocresía y la adulación?No sólo detesta estos dos vicios, sino que les abre una especie de persecución.“¿Estar alrededor de alguno y hacerse estimable a sus ojos para conseguir alguna

gracia? ¿Fingir buscar el bien de la Comunidad o practicar la virtud, y buscar con ello su propio interés? Todo esto es engaño, mentira, traición. Se engañará así a los hombres; pero no a Dios.”

Si se percata de que alguien la buscaba con estos motivos ambiguos, alzaba la voz y daba una reprensión tan fuerte que quitaba las ganas de repetir la prueba.

Notemos también su gran imparcialidad.No concede privilegios, in inflige destierros, y está bien atenta para que ningún

movimiento de simpatía o de antipatía influya sobre su conducta; a este respecto las alumnas y las postulantes tienen tanta entrada con ella como la Vicaria y la Maestra de Novicias. Sin embargo, para precisar todo, es necesario agregar que se imparcialidad tiene siempre un tono optimista en cuanto que, por naturaleza, propende a creer buenas a sus Hermanas y a decir generalmente bien de todas.

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Cuando un día el P. Querubín, Carmelita, la oyó elogiar a esta y a aquella Hermana, dijo después: “Recuerdo a una made que tenía doce hijas, algunas de las cuales eran bastante feas; pero ella las llamaba invariablemente sus doce estrellas. Ud. se asemeja, precisamente, a esa madre”.

Y a Monseñor Riccardi, que se sorprendía porque jamás le hablaba de las faltas de sus Hermanas, le respondió: “Es verdad; pero vea: defectos tenemos todas, y yo sé que la Hermana que me diera algún disgusto sería la primera en mostrarse apenada y arrepentida”.

¿Podía entonces la Madre referir afuera aquello de lo que ellas mismas eran las primeras en retractarse?

* * *

La fortaleza que reina en su alma y la impele a obrar y sufrir, es otra virtud donde se manifiesta el carácter de la Madre. Toda su Obra y toda su vida están dominadas por esta nota de firme energía; energía que se revela en el valor con que emprende tantos trabajos y luchas de todo género. Es el alma que ha sabido llegar a su fin y se mantiene siempre en perfecto equilibrio. Nada es capaz de turbarla. De ahí ese aspecto tranquilo y sereno que le es habitual, por más agitadas y tempestuosas que sean las vicisitudes por las que atraviesa. Diríase que siempre está en la gloria; pero aun en ésta es moderada, discreta, como debe serlo quien tiene dominio de sus sentimientos y señorío sobre sus pasiones.

Sabe alejar los escrúpulos y los abatimientos. En los últimos años de su vida la encontraremos bien probada, pero jamás desalentada.

Sabe sobreponerse a las penas físicas y morales, no tenerlas en cuenta; y, estando enferma, trabajar como si estuviese sana. Algo más se necesitaría para abatir a un alma que descansa en Dios… Ella pone en práctica lo que frecuentemente exhorta a las demás: “Una Hermana valiente debe sufrir cualquier cosa y seguir tirando el carro”…

El dolor, las contrariedades, los insultos, las persecuciones, le dan motivo de íntima complacencia porque la asemejan a Cristo, por Quien y para Quien vive, trabaja y se inmola. ¿No es ése el secreto de que esté siempre dispuesta a sonreír?

Las Hermanas que llegan a Savona, de las diversas Casas, encuentran a la Madre invariablemente de buen humor; siempre son recibidas con los brazos abiertos y con expansiones de alegría; muy lejos están de sospechar las contrariedades por las que está pasando y mucho les cuesta admitirlas cuando ella misma, después, se las comunica.

Es esta fortaleza la que la mantiene firme en el cumplimiento del deber. Visto el camino que debe seguir, nadie la puede desviar, ni con ruegos ni con amenazas. La prudencia la hace reflexionar antes de decidirse; pero una vez decidida, sostiene su resolución con toda energía. Un día, el Municipio de un pueblo de la “Riviera” le escribe para pedirle una Hermana determinada. Después de pensarlo bien, responde que no. Entonces el síndico va a Savona a repetir personalmente el pedido y perora largo tiempo aduciendo un sinnúmero de argumentos; pero la Madre, no sólo sostiene su negativa, sino que le da tales razones que el señor aquel concluye por convencerse. Por eso, sin duda, al salir el síndico, desilusionado por haber sido defraudadas sus pretensiones, dice a la Hermana que lo acompaña a la puerta: “Tenéis una Madre que vale por muchos predicadores; yo me llevo en el alma cuanto me ha dicho. ¡Qué firmeza!”

Su fortaleza es invicta cuando se trata de la virtud especial de la paciencia. La Madre tiene disciplinados los nervios; testigos que la trataron de cerca aseguran que no sabía impacientarse, ni por lo poco ni por lo mucho.

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Considerad: ser Cabeza de una numerosa familia religiosa, tener que tratar con caracteres tan diversos, llevar de la mano lo mismo a las jóvenes que a las ancianas y dispensar sus atenciones por igual a las sanas que a las enfermizas; tener que enterarse de las necesidades de las Religiosas y de las alumnas, de las Hermanas enfermas de esa y de las otras Casas; además, los inevitables encuentros con consejeros no buscados, con intrusos, con pretenciosos; luego, las vicisitudes interiores, las penas, las dudas, las tinieblas, por culpa del diablo o por permisión de Dios… Ahora decid si no es admirable una persona que, llevando por naturaleza un carácter fogoso, pasa por tales circunstancias y ¡no sabe impacientarse jamás, jamás!

En las frecuentes enfermedades y los consiguientes estados de postración, inclina dócilmente la cabeza y se contenta con decir al Señor: “Sí queréis que trabaje, Dios mío, dadme salud.”

Al recibir de improviso la noticia de la muerte de un hermano que vivía en América, exhala un grito de dolor, pero instantáneamente levanta los ojos al cielo y dice: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó. ¡Bendito sea Su Santo Nombre!”

En las vejaciones y persecuciones del mundo, ve disposición de Dios y no se venga, antes bien, se abandona confiadamente en manos de Aquel que la purifica; y ruega por los que la afligen.

Y así, no hay cruces, contrariedades y molestias, por más continuas y mordaces que sean, que logren jamás alterarla. Porque todas estas aflicciones las atenúa hermosamente atribuyéndolas a inadvertencias, a momentáneos caprichos, y las considera cosas tan pequeñas que, peor sería que ella se resintiera por eso, que el haberlas los otros cometido. Además, ¿no sabéis que todo cuanto la hace sufrir es para ella un premio? ¿Podría, entonces, quejarse de los premios?

Diríase que hay momentos en que su paciencia parece excesiva. Citemos a este propósito el caso, testificado por varias personas, de una Hermana atacada de neurastenia, que se volvió rara e intratable y volcaba contra la Madre su malhumor, llegando hasta rebelarse e injuriarla. Pues bien; la Madre nunca vió en ella mala voluntad sino que lo atribuyó a la enfermedad nerviosa y siempre tuvo suaves palabras y buen trato con dicha Hermana. La Comunidad la instaba que la enviase a su casa, como las Constituciones lo permitían; peor no quiso. Sólo cuando el Consejo reunido decidió fuera licenciada, se sometió a sus deliberaciones; pero sintiéndolo y conservando siempre una especie de remordimiento por haber perdido una fuente de méritos.

Es también una de las virtudes que más recomendaba a las Hermanas: la paciencia.

¿Llegan las pruebas y el duelo para las Hijas de la Misericordia? La Madre exclama:

“Adoremos el querer de Dios y acatemos Sus divinas disposiciones, aunque sea penoso para nosotras”.

¿El mundo se obstina en criticar?: “Haced el bien y dejad que digan”.¿Hay, entre las educandas, criaturas díscolas y pertinaces?: “Sed pacientes,

pacíficas, mansas; sufrid y esperad. Con la paciencia lograréis corregirlas y mejorarlas. Se trata de almas; almas que cuestan la Sangre de Cristo. Por ganarlas ¡bien podemos imponernos sacrificios y fatigas!”

¿Reciben ingratitudes, ocurren sucesos desagradables, son niñas atrevidas que se escapan y luego insultan por la calle a las Hermanas, o arrojan piedras contra las ventanas?: “Callad, tened paciencia, rogad por esas ingratas que así pagan nuestras fatigas”.

Si las cruces son del tal género que se hacen demasiado pesadas, piensa que es entonces cuando conviene portarse con mayor serenidad. “El mérito de una cruz desmerece mucho, para una Hermana, cuando sólo se reduce a aceptar de buen grado

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una comida mal condimentada o un café falto de azúcar; es necesario prepararse para cruces más meritorias…”

A cualquier Hermana que se queja porque Dios la tiene enferma y la obliga a no hacer nada mientras podría ocuparse en tantos trabajos…, le responde: “¿Acaso es trabajo solamente el dar clase, atender a los enfermos en los hospitales, escribir, rezar, meditar? ¿Sólo de este modo se sirve a Dios y se cumple Su Voluntad? ¿No es mayor sometimiento al Divino Querer, estar inmóvil, sufriendo y aceptando, en suma, lo que más contraría nuestra voluntad? Por otra parte, ¿no es Dios el Escultor que se propone hacer de nosotros una fiel imagen Suya? ¿Acaso el escalpelo no debe hundirse, para grabar? ¡Bienaventurada el alma que permanece quieta bajo su filo y deja tranquilamente que el Artífice Divino la limpie, la pula, la afine!”

Para inflamar a sus Hermanas en el amor a la virtud de la paciencia, solía citar el ejemplo de Sócrates que, primero oyó en silencio los rezongos de su mujer, y luego, al recibir sobre sí la descarga de un vaso de agua sucia, se contentó con responder4: “Jantipa mía, es verdad indiscutible que, después de los relámpagos, cae la lluvia”.

Con más agrado aún, recordaba los ejemplos de Cristo Nuestro Señor, que desde lo alto de la Cruz extendió Sus brazos para estrechar en ellos a todo el mundo, incluso a los judíos que lo crucificaron.

Repetía con frecuencia una frase concluyente en esta materia: “Un disgusto más en esta tierra, es una perla más para la corona del Cielo”.

* * *

Otra joya fulgidísima adorna el alma de la Santa Madre: la virtud de la penitencia, de la que tienen mucha necesidad los pecadores y que, en cambio, practican en más alto grado las personas piadosas.

Y nuestra heroína es penitente. Comenzó a serlo desde su primera juventud. Qué quiere expiar, no lo sabemos. ¿Querrá purgar en sí faltas ajenas, o aquello de que se cree culpable, o expía con el fin de no pecar jamás, es decir, de no hacer lo que nunca hizo?

Es inflexible en la observancia de los ayunos; y así, cumple con todos los que impone la Santa Iglesia, y además con los que le impone su particular piedad y devoción a la Virgen y a San José. Los observa durante toda la vida, y no se dispensa de ellos sino cuando está de por medio la prohibición del médico o del confesor.

Su penitencia no se reduce sólo a ayunar, sino también a ser parquísima en la alimentación.

Para las Hermanas se podrán hacer excepciones y, en efecto, se hacen; pero con ella, no. Bebe vino que no es otra cosa que agua coloreada con unas gotas de vino. Es de notar también que aun estas pequeñas porciones las disminuye, unas veces mandándolas a las enfermas, y otras, a las niñas de la Providencia. Por este motivo las Hermanas se quejan de su excesiva frugalidad y le piden que atienda un poco más a su salud.

Una vez, atacada de fuerte resfrío, concluye por aceptar un paquetito de pastillas; pero oyendo que una Hermana tosía como ella, se las dio, enseguida.

En tiempos normales no probaba gota de líquido fuera de las comidas; y eso que por su misma constitución y los males físicos que padecía, era atormentada por grandísima sed.

Jamás la oyeron lamentarse ni hacer observación alguna sobre los alimentos que le presentaban. Siempre son buenos cuando son los de la Comunidad; y muestra desagrado cuando, visitando especialmente sus Casas, le sirven algún plato más delicado.

Y qué pavor muestra el día en que, encontrándose enferma en la Casa Madre, le presentan un plato de espárragos. Levanta la voz y dice: “Llevadlos lejos; no es éste

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alimento para mí”. Y sólo se consigue que los pruebe diciéndole que son regalados y que debe comerlos en homenaje al dador.

Parca en las comidas, lo es también en el descanso y en el sueño. Una vez se acostó tardísimo por tener que atender incumbencias de la Comunidad, pero a las cuatro de la mañana ya estaba en pie.

Era la primera en levantarse y la última en acostarse, y expresa claramente la razón: “Los Superiores deben ser los primeros en dar buen ejemplo”.

Aunque se mantiene discreta con respecto a la mortificación exterior, practica e inculca muy mucho la espiritual, esa que no azota los miembros pero que frena los sentidos y domina las malas tendencias de la voluntad. Penitencias espirituales que tienen sobre las otras la ventaja de poderse practicar en toda edad y con cualquier temperamento, y por consiguiente evitan los aniquilamientos o enfermedades que pueden seguirse de las penitencias corporales.

Y cuando se trata de esto se muestra bien explícita. A una Hermana que a toda costa quería darse disciplina le dijo lacónicamente: “Probad de mortificar el espíritu yt adelantaréis mucho más por los caminos de la virtud”.

Las Hermanas de una ciudad de la “Riviera”, bajo la dirección de la Superiora local, se habían entregado a un rígido ascetismo y usaban muchos medios de mortificación corporal, de tal modo que la salud se resentía. La Madre, informada de lo que hacían, allá se fue; y apenas llegada oye a la Superiora ponderar a una Hermana que tiene la habilidad de rezar desde la mañana hasta la noche. Entonces, sin cumplimientos de ninguna clase: “¡Malo! Me imagino que la Hermana de la cocina no tendrá tiempo para rezar desde la mañana hasta la noche, ¿y entonces, ésta, no será una buena Religiosa?” Y enseguida hace notar justamente la imprudencia de aquella mortificación, obligando a presentar los instrumentos de penitencia, y, reunidos en un cofrecito, los pone a los pies de San José, donde se conservaron por largo tiempo. Y sobre este argumento dio enseguida la lección a las otras. “Santificaos con juicio; no como estas inexpertas Hermanas que quisieran ir al Cielo por medio de las maceraciones y de la contemplación, y después tendrán que sostenerles la vida a fuerza de sopitas, porque la furia de la mortificación les habrá arruinado el estómago. A vosotras no os corresponde hacer penitencias corporales; os corresponde el ejercicio de la caridad, trabajar para el prójimo, sufrir y callar cuando tenéis razón y negar vuestra propia voluntad”.

Así, las Hijas de la Misericordia podrán resultar hasta flor de penitentes, sin vestir cilicio. El modelo que deberán imitar lo tienen ante los ojos: aquella Madre que, renunciando a las grandes mortificaciones exteriores, pero no dándose jamás tregua en las mortificaciones del espíritu, andaba a pasos de gigante por los caminos de la perfección.

No; no llevaba cadenillas, pero jamás aflojaba en la vigilancia de sí misma; de sus labios no salían palabras inútiles o frívolas; era capaz de pasar entre las flores del jardín reteniendo la respiración para no gozar del perfume, y por el contrario, sabía muyh bien aplicar el olfato para recoger las repugnantes exhalaciones de la enfermería, sin cuidarse en absoluto de las rebeliones de la naturaleza.

Cuán cierto es que la penitencia de la Madre Rossello, por mantenerse especialmente en esta esfera, no debió ser ni demasiado fácil, ni de escaso mérito.

CAPITULO XXILA MADRE

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Por más de cuarenta años la Madre María Josefa fue la cabeza que rigió al Instituto. Quiere decir esto que el cargo de Madre absorbió el nervio de su actividad y de su vida y fue el campo en el cual se pudo probar mejor su valor y su virtud. He aquí por qué, para poder colocar su figura en plenitud de luz, debemos hacer conocer algunos datos que la muestran bajo el aspecto dulce de Madre.

Y primeramente hablaremos de su maternal bondad, de esa bondad que va unida naturalmente al concepto de madre y sin la cual ni se comprende a la madre, ni se es madre.

Si nuestra Santa tiene el privilegio de ser tantos años Madre General es precisamente por eso: por su gran bondad. En ella desaparece la Superiora para dar lugar preferentemente a la Madre. Esta bondad, para decir lo cierto, nace menos de su naturaleza que de su voluntad, ya que naturalmente era muy inclinada a la severidad, pero sabe dominarse y atemperarse tanto que irradia de sí una encantadora dulzura. Seguramente, si hubiese podido seguir los ideales de su juventud, habría sido una rígida enclaustrada; pero por que Dios la pone a la cabeza del Instituto de la Misericordia se convierte en la incomparable Madre. Y agreguemos que es bastante rigurosa en pedir la observancia de la Santa Regla; pero sabe cumplir su oficio en forma tan bella que la misericordia tiene siempre su puesto sobre la justicia; aun cuando debe hacerse temer, sabe hacerse amar.

Antes de tratar acerca de las amables relaciones entre Madre e Hijas, nos detendremos un instante a considerar cómo acoge y prepara a las que deberán ser sus Hijas, esto es, cómo trata a las postulantes y novicias.

Acepta jóvenes de todas las clases sociales. Su familia religiosa es preferentemente hija del pueblo y, aunque las postulantes vengan en su mayor parte de él, jamás rechaza a aquellas de alta condición intelectual.

Justo es que precisemos, al llegar aquí, el porqué de cierto temor que muestra al aceptar jóvenes de gran ingenio o de familias adineradas: responde a que habitualmente descubre en ellas algo de superficialidad, suficiencia o ligereza. Por eso, al tratar de la admisión de éstas, “Me causan miedo” –suele decir- y al recibirlas, con acento dulce y maternal, pero firme y grave, habla así: “Mirad que aquí comeréis pobremente y trabajaréis mucho”. Por el contrario, cuando se le presenta una candidata pobre, pero bien dispuesta, que no se destaca por su inteligencia, ni por su porte distinguido o señoril, sino que pide y suplica ser admitida, con sencillez y humildad, entonces la Madre la recibe con los brazos abiertos, cerrando fácilmente un ojo sobre el límite de la edad y con frecuencia uno y otro para la falta de dote que, aunque esté prescripto por las Constituciones, es cosa cierta que, en aquellos tiempos primeros del Instituto, la Madre derogó esto muchas veces, recordando con dolor lo que hubo de sufrir en su juventud, cuando por carencia de dote, le cerraron las puertas de un monasterio. “Yo creía –dirá entonces- que para hacerse religiosa sólo se requería amar a Dios, ser humilde y obediente y… en cambio, me hablan de dinero…” Más tarde, Superiora General, repetirá en cada caso análogo, de frente a aquella hora de pesar: “No; esto no me agrada… no me agrada… y yo no lo haré”. Así dice y así produce. El dote tendrá el último lugar entre los requisitos de admisión. Jamás permitió que por falta de él se rechazara una vocación; propósito éste que mantuvo vigoroso y firme durante toda la vida. “¿Las postulantes no traen dote? –solía decir-. No importa. Las religiosas se forman con virtud, no con dinero”.

Un día le presentaron una joven buenísima, cuya única riqueza era el pobre traje que vestía. La interroga:

“¿Quién eres tú?”Y la joven, con encomiable sinceridad: “Una joven pobrísima, Madre”.“Muy bien, quiere decir que eres rica como yo. Ven.”

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Otra vez, el Padre Luis Persoglio le recomienda dos jóvenes muy buenas, pero privadas de dote: “Me basta saber que son buenas: tráigalas enseguida”, le responde.

¿Qué perderá el Instituto por las dotes que falten? Puede suceder que se pierda algún dinero, pero en cambio se ganan buenos sujetos que traen actividad y fervor; y para su intereses valen menos los dotes que la virtud.

“Si la joven es virtuosa, al rechazarla temería que el Señor castigase al Instituto; por eso yo la acepto, aunque no tenga ni un ochavo.”

Y no sólo exceptúa la edad, no sólo perdona los dotes, sino que renuncia a pedirles ajuar y, algunas veces, pasa sobre el requisito que es de capital importancia: la cuestión salud.

La realización de un ideal como el de la vocación religiosa es para ella tan hermoso acontecimiento, que la obliga a hacer todas las concesiones posibles para que un alma lo pueda lograr; por eso, cuando para la entrada en religión no hay otro obstáculo que el de la mala salud, está pronta a “hacer la vista gorda”; aún a costa (ya lo sabemos) de tener que comparecer delante de los Superiores a dar razón de ello. Se excusa con una frase que no es un pretexto, sino un argumento. “Si el Señor la quiere, ¿deberé yo rechazarla?”

Cuando las jóvenes llegan al Instituto, las confía al cuidado de la Madre Maestra, y se reserva para sí la delicada tarea de darles las directivas para el espíritu.

Sus frecuentes conferencias con las postulantes y novicias tienen un carácter de austeridad que revela a la Madre que quiere dar una formación sólida. Bien sabe que de este tiempo de preparación depende toda la vida religiosa. Les advierte que deben dejar todo ideal poético o pequeñas miras egoístas, y, para que tengan un concepto exacto de sus propios deberes, aun los más pequeños o comunes, las habitúa a santiguarse bien y a hacer con devoción la genuflexión.

Les dice a todas, que abran bien los ojos y que procuren darse cuenta exacta del porvenir que les espera.

¿En qué cosas deberán pensar las postulantes y las novicias? “He aquí que os hablo claro; ninguna ha sido traída a esta Casa por la fuerza; habéis venido por vuestra libre voluntad. ¿A qué vinisteis, entonces? ¿A buscar una vida cómoda? ¡Ah! la vida cómoda no se va a buscar a un monasterio… Escuchad: vosotras pasaréis la vida en un hospital, o en un asilo, o en una cocina, o quizá tendida sobre un lecho de dolor. Os espera, pues, una especie de martirio. No será un martirio de sangre; pero sí del alma. No será el golpe de la espada que truca la vida misma o traspasa el corazón; pero sí será la cabeza inclinada constantemente bajo el yugo de la obediencia y el corazón estrechado por el cumplimiento del deber. Martirio más lento; pero que tendrá, por su duración, el mérito que acaso le falta en intensidad. ¿Os agrada esta perspectiva? ¿No? Entonces os habéis equivocado al venir aquí; volveos pues; la puerta está abierta… Pero si sabéis aceptar el don de Jesús y manteneros bien unidas a El, ¡qué felicidad constituirá para vosotras este martirio y cómo sabréis afrontarlo con la sonrisa en los labios!”

Deben tener un justo concepto del estado que quieren abrazar; y después, trabajar para adquirir las virtudes que tal estado exige.

Ante todo se debe ser piadosa. La piedad es indispensable en una aspirante a la vida religiosa; debe ser, sin embargo, una piedad seria y viril, como la de que ella misma da el ejemplo. ¡Ay! ¡si fuese un tanto fingida!: “Mala raíz tendría vuestra virtud si fuese practicada sólo porque la Madre os observa o, porque si faltáis, la Maestra os reprende”.

Es por esto que desea que la piedad sea sólida; y esto exige, no solamente a aquellas que se duermen durante la meditación o que les resulta fatigoso rezar el rosario, sino también a aquellas que para evitar que las manden a trabajar o les den algún oficio, se pasarían el día entero en la Capilla.

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“Jesús quiere renunciamientos y generosidad; no viene a recoger suspiros o rocío de lágrimas o a ver cuellos torcidos: rezar, trabajar, sufrir, es lo que nos corresponde.

Quiere ser honrado con la oración y servido con el sudor de la frente y la fatiga de los miembros.”

Y vuelve sobre los cuellos torcidos; y una vez, para ejemplo de todas, hace retornar a su familia a una postulante que tendía mucho a “hacerse la beata”.

“No nos conviene esta clase de gente: nosotras tenemos necesidad de personas que trabajen para la gloria de Dios y el bien de las almas”:

Notemos cómo, a fin de encaminar la piedad de sus Hijas, es solícita en hacerlas inscribir en las cofradías del Carmen, de la Dolorosa y de la Inmaculada: recuerda siempre que estas devociones alegraron y fortalecieron su propia juventud y por eso se esmera en enriquecer la de otras con idénticas ventajas.

A todas las quiere sumisas. Es tal la misión de las Hijas de la Misericordia que, para abrazarla y cumplirla con eficacia, se necesita que el alma esté libre de egoísmos y se pierda completamente de vista a sí misma.

La Madre trata especialmente de quebrantar el amor propio, al cual considera como la más grave amenaza para el estado religioso; emplea todas sus energías para conseguirlo y si no lo logra, retira a la incorregible del Instituto, porque grande es el obstáculo que el amor propio ocasiona a las almas. ¿No dijimos que las Hijas de la Misericordia, no teniendo prescriptas penitencias corporales y siendo regidas por una Regla suave, están por eso mismo obligadas a afrontar o padecer un martirio que sea de todos los días? Pues bien; sólo la observancia perfecta de la Regla, sólo la renuncia completa y el total abandono en manos de Dios y de los Superiores pueden proporcionarles este martirio o hacerlas aptas para él.

Corrijan, pues, la dureza de carácter y adopten las formas delicadas de la caridad.

¿Cómo podrían ostentar el título de la Misericordia, las que faltasen a la caridad? Exige, entonces, un trabajo especial de refinamiento para pulir y suavizar el carácter; y prolonga el tiempo de prueba a la que conserva resabios de acritud o aspereza.

Con igual ardor exige llaneza y sinceridad en el trato y en las palabras. No pronostica bien de quien piensa de un modo y habla de otro, o conscientemente disfraza o altera los hechos.

¡Qué vivero de desinteligencias, de choques, de habladurías, de chismes no habría en una familia religiosa donde se encontrase alguna de las tales!

Por este motivo, a semejantes novicias, o consigue conducirlas a la enmienda o las declara inhábiles para el Instituto.

Tampoco pierde de vista a las escrupulosas y taciturnas. De aquéllas tiene cuidado como de enfermas y emplea dulzura y energía para curarlas; de éstas, hace de cuenta que son terribles incógnitas que admitidas en la familia religiosa podrían, un día, dar dolorosas sorpresas; por eso les dice: “Hasta que no os oiga hablar y hasta que no os vea reír, no profesaréis”.

He aquí con qué desenvuelta facilidad, aproximándose el tiempo de la Vestición o de la Profesión, habla a las candidatas: “Y bien: ¿estáis preparadas? ¿A qué punto habéis llegado en la escuela de la virtud? ¿Tenéis aún algo vuestro? ¿Habéis adquirido otra índole? ¿Habéis dejado aquella ligereza y aquel amor propio por el cual, tal vez. Avisadas o amonestadas de algún defecto, os limitasteis a llorar o a fruncir el entrecejo o quizá dejásteis de comer, de modo que la Maestra se vió obligada a preguntaros el por qué de vuestro ayuno? ¡Vamos! ¿Habéis desistido de vuestras miserias?

Someteos a una norma de seriedad que os haga ejemplares en todo: dóciles, caritativas y prontas en la observancia. Os lo repito por la centésima vez: haced de cuenta que no tenéis ojos, ni oídos, ni lengua; porque si queréis curiosear todo lo que pasa alrededor vuestro, si queréis recoger todo lo que llega a vuestros oídos y rumiarlo

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después, si queréis hablar de todo aquello que veis y oís, os encontraréis seguramente entre un turbión de juicios temerarios, de maledicencias y de murmuraciones, que turbarán hasta en lo más íntimo vuestra vida religiosa”.

¿Estas maneras evidentemente enérgicas, no debían tener como consecuencia despoblar el Noviciado? Por el contrario, se comprobó que las aspirantes llovían de todas partes de Italia y el Noviciado de la Misericordia fue un triunfo. ¿Por qué? Porque la mano que obra con energía es mano santa y porque la mano que sacude y lima, termina siempre por acariciar.

Sus exhortaciones tienen siempre una conclusión suave. A los reclamos y a las advertencias siguen, invariablemente, los alientos y las seguridades de buen resultado:

“Tened corazón, tened un gran corazón, no os apoquéis por las dificultades, pensad en la recompensa. Todo lo que cuesta a nuestra débil naturaleza, es moneda que sirve para comparar el boleto de entrada al reino de los Cielos. Con buena voluntad se consigue todo; haced todo lo que podáis, Dios hará el resto. Vivid alegres, cantaréis victorias”.

Y postulantes y novicias, conmovidas y atraídas por su bondad, se inflaman y avanzan…

* * *

…Y luego, cuando estas jóvenes preparadas con tanto cuidado, se convierten finalmente en sus Hijas, las esconde en su corazón y las circunda de todo su maternal afecto.

Este afecto maternal le da una viva solicitud por la salud y el bienestar físico de sus Hijas. Como Santa Teresa, vendería hasta los objetos sagrados para proveer a las necesidades de la Comunidad y “resplandece de gozo” cuando desde su puesto, en el refectorio, extendiendo su mirada sobre las mesas de las Hermanas y de las educandas, ve que se reparte abundante alimento, y, cuando visitando sus Casas, oye decir que todas tienen buen apetito. Y ella que tanto teme el aumento de gastos, se siente contenta cuando aquél se debe al mayor consumo de comestibles. Ha dado a su Instituto nobilísimos fines; ¿pero cómo se cumplirían si faltasen brazos o si éstos estuviesen extenuados? Justamente es por esto que tiene sumo cuidado de la salud de sus Hijas. Por lo mismo, hace un estudio especial para distribuir oficios y cargos según la capacidad, la fuerza, la edad, y la índole de cada una de las Hermanas; por eso también es rígida en la observancia del ayuno propio y muy fácil para dispensar a las otras, a las que se contenta con recomendarles que en vez del estómago, hagan ayunar a la lengua. Exhorta a las Hermanas jóvenes a estudiar para obtener el diploma de maestras; pero ante todo les encarga velar por su propia salud y que antes dejen perder aquéllos que resentir ésta, porque en el Instituto hay trabajo también para las que no tienen diploma, mientras que ningún oficio puede darse a las enfermas; por esto aconseja a todas las Superioras tener cuidados especiales con las Hermanas de constitución delicada y que a todas provean de un alimento sano y abundante, para que de esta manera atiendan bien a sus trabajos; y sobre este propósito desciende a detalles prácticos, como los siguientes que da a la Superiora de Para, y en ella a todas las Superioras. “Cuidad de dar buen trato a las Hermanas, hacedlas comer bien, que tengan todos los días su buen caldo y buena sopa y beban un poco de vino puro; los domingos y en otras fiestas y aun cualquier día de la semana preparen una comida de pollo, porque, hablando toda la mañana en la clase, tienen necesidad de sostenerse. Me disgustaría mucho que las Superioras racionasen en aquello que es necesario, y por traerme un poco de dinero hicieran sufrir a las Hermanas”.

Saben las Administraciones Municipales y de los Hospitales con qué providencial tutela vigila a sus Hijas y con qué energía hace valer sus derechos. Se

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adapta a los mínimos estipendios, porque una juiciosa economía puede hacer que uno se arregle aun con lo poco; pero en cambio exige que las Hermanas sean provistas de un alojamiento higiénico, que sea abrigado en invierno, y que tengan algún descanso en verano. Y del cumplimiento de tales pactos hace depender la existencia de sus Casas. He aquí por qué no firma jamás contratos para asilos, escuelas u hospitales. Deja libre a las administraciones para dar el despido a sus Hermanas en cualquier momento que no estén contentos, pero se reserva también ella la libertad de desligare de la administración cuando no esté muy conforme con sus procederes.

¿Esta libertad que estima en tanto, le será dañosa al Instituto? No lo cree.Citemos algunos hechos que confirman su firmeza.Le llegan noticias de que en una pequeña ciudad de la ribera oriental, sus Hijas

no reciben el tratamiento al que tienen derecho. A las Hermanas del Asilo se les niega una semana de vacaciones en verano; a las del Hospital se las obliga a dormir todas en una estrecha pieza, a tomar el alimento en la cocina de los enfermos y a prestar servicios que se le deben ahorrar a una Religiosa. Las Madre protesta enérgicamente ante la respectiva Administración y “para el bienestar de sus Hijas” pide que sean quitados los inconvenientes. No recibe respuesta alguna. Entonces advierte a aquellos señores que, si dentro de breve plazo no se provee, retirará a las Hermanas. Ante la tergiversación en las respuestas termina toda indulgencia y ordena a sus Hijas dejar inmediatamente el asilo y el hospital y volver a la Casa Madre: abandono que los tranquilos administradores no se esperaban. Estos se vieron entonces en la necesidad de reunirse con urgencia y suplicar a la Madre que, por amor a Dios y a la Patria, revocara su determinación, declarándose prontos a cumplir todas sus exigencias.

Otra vez, llegó a saber que en un pueblo del mediodía de Italia, el asilo y la escuela eran escasamente frecuentados, por negligencia de la autoridad civil que no las apoyaba como debiera. ¿Qué hace la Madre? Escribe al Síndico de aquel lugar declarándole que retirará a las Hermanas. Este responde con protestas de alabanza y le ruega que reconsidere su modo de pensar; pero ella, que no hace caso de cumplimientos, repite el reclamo; y sólo cuando el Síndico, con reiteradas cartas, asegura que la Obra de las Hijas de la Misericordia será justamente apreciada y apoyada, deja sin efecto por el momento su determinación y las Hermanas quedan, para hacer una nueva prueba.

En otros dos lugares ve que sus Hermanas, a causa de la poco benévola acogida de cierta autoridad del pueblo, no llegan a obtener de su Obra todo el resultado que querrían y podrían. Sin culpar a nadie, retira a las Hermanas con el legítimo motivo de mandarlas a otra parte. ¿A qué permanecer en un lugar donde se obstaculiza la acción, pudiendo útilmente trabajar en otro lado sin ocasionar molestia a nadie?

En otro pueblo de la “Riviera” las Hermanas tienen una escuela en la que se fatigan mucho sin conseguir de la autoridad local la debida atención.

La Madre decide retirarlas. Entonces se entera que la autoridad, dispuesta a parar el golpe, ha hecho comunal tal escuela; razón por la que sería perjudicial el retiro de las Hermanas, que perderían un puesto fijo de maestra. Y bien, ¿qué importa eso? Mantiene la orden. Debe salvar algo más que un puesto de maestra: a ella le importa sobre todo el bien de sus Hijas.

Es evidente que se toma mayor interés aún, por su bien espiritual.Se preocupa de que a todas llegue alivio y consuelo; y adopta un suave gesto,

eminentemente maternal y a propósito para abrir y elevar los corazones. Exclama de continuo: “Servite Domino in laetitia”; y conserva, en cuanto puede, un ambiente de alegría a su alrededor. De ahí que se suscite un gran deseo de ver a la Madre, un ansia de oírla, convirtiéndose en placer el entretenerse a su lado. Todas quieren acercarse a ella. Educandas, Novicias y Hermanas fingen motivos para visitarla y, cuando lo consiguen, procuran prolongar la conversación lo más que pueden.

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Es un gusto pasar delante de su puerta y verla en su mesa de trabajo. Un fortuito encuentro con ella, por las escaleras o corredores, es la más bella fortuna que se puede desear, porque eso significa gozarse ante una visión que dilata y conforta el ánimo.

No pasa día en que no recuerde a todas sus Hijas en su plegaria.Hace una oración especial por aquellas de las que más espera y también por

aquellas de las cuales más teme.No puede ver Hermanas solitarias y melancólicas. Las llama, se insinúa con

industria en su espíritu y posee un arte inigualable para disipar la tristeza… ¡Quiere que siempre sonrían sus Hijas! La alegría debe ser la atmósfera que las restaure después de las rudas ocupaciones; y por eso la procura en todas partes. Permite las distracciones inocentes, los paseos, los cantos, las músicas, las recitaciones, las fiestas académicas, las representaciones teatrales; porque de todo pueden sacar la fortaleza que mejora el espíritu.

En todo momento está al lado de ellas para protegerlas.Madre e Hijas forman un solo corazón; ella se defiende a sí misma, al defender a

sus Hijas. Por lo tanto, si las han hecho blanco de la maledicencia o de las vejaciones, que no pierdan ni por un instante la calma ni tampoco el apetito: porque la Madre está con todas, y, con la Madre y las Hijas está siempre Dios.

A las Hermanas que parten de la Casa Madre les recomienda vivamente que se mantengan unidas a ella por medio de cartas. Los largos silencios le desagradan. El proverbio “ninguna nueva, buena nueva” no la conforma.

Las buenas Hijas deben tener siempre algo que decir a la Madre.Por su cuenta, a pesar de sus ocupaciones, responde a todas, y les ruega que

recuerden y amen la Casa Madre en la que vivieron los años más bellos de su vocación, donde fueron admitidas a ser Esposas de Cristo, donde serán recibidas benignamente si se hallaren enfermas, como si estuvieran sanas. “¡Buena señal es, que las palomas al andar dispersas, miren al nido!” Con esto quiere la Santa significar a sus Hijas que, si el amor a su Familia Religiosa es vivo en ellas, será también amada e intensamente mantenida la observancia de la Santa Regla.

¡Y con qué transportes de alegría acoge a las Hermanas que vuelven a la Casa Madre, despedidas arbitrariamente por cualquier Administración!

Les dice entonces: “Si no sois buenas para los otros, sois buenas para mí” y con el fin de recompensar en ellas los sufrimientos soportados, les da oficios o cargos de confianza.

Aun cuando alguna vez deba despedir a alguna postulante o novicia, sabe hacerlo con tal delicadeza que la joven conservará siempre un dulce recuerdo de la bondad maternal de la Madre.

Pero, finalmente, el nervio de sus atenciones está reservado a una porción predilecta de su familia: las enfermas. Hace cuanto puede para que sus Hijas se conserven en buena salud; pero, si alguna la pierde, entonces se prodiga a ella con el ardor de una madre que parece olvidar a sus hijos sanos para ocuparse de los enfermos.

En las Hermanas enfermas ve las “columnas” de su Obra, la magnífica reserva que completa la fatiga de las sanas y las hace salir victoriosas. Dice: “Estas pobrecitas que nada pueden, son las columnas de mi Instituto”.

La alta idea que tiene de la función reparadora e impetratoria de la enfermedad, el pensamiento de que las enfe4rmas son directamente probadas por el amor de Dios, hace que las mire con una especie de reverencia. Por eso, de la enfermería ha hecho un santuario, con un altar en el centro y una pila de agua bendita en la puerta de entrada, como en la Iglesia donde se conserva Jesús Sacramentado. Y en verdad, aun en la enfermería está Jesús, viviendo en todos los corazones que sufren.

Todo es miramiento para las pobrecitas: “que estén rodeadas de comodidades y sean satisfechos cada uno de sus deseos”. Dice a la despensera: “Guardaos de hacerlas

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sufrir. Cueste lo que costare, nada debe faltar a las enfermas”. Y a la enfermera: “Jamás os mostréis cansada; tened siempre un rostro alegre, para que las enfermas tengan siempre valor para pediros cuanto se les ocurra”.

Va cada tarde, sin falta, a visitar la enfermería. Se entretiene afablemente con todas, pero especialmente con las atacadas de larga e incurable enfermedad: son las más venerables porque dan mayor señal del trabajo de Dios en ellas. ¡Y pensar que alguna se enfermó apenas entrada en religión y por la buena asistencia de la Madre vivió más de treinta años! ¡Cuánto martirio por parte de la Hijas y cuánto amor por parte de la Madre!

Cuando ella anda enferma, particularmente en los últimos años de su vida, manda a la Vicaria o a otra Hermana a visitar a las enfermas; pero no se acuesta o no se duerme hasta que no le dicen que todo está en orden y que las enfermitas le mandan las buenas noches.

Queda contenta cuando ve que otras Hermanas, antes del descanso, visitan a las enfermas. Aún más; es la primera en invitarlas a practicar esta obra de misericordia; pero con la condición de que también ellas consideren la enfermería como un Sagrario. Que vayan, sí; pero con reverencia; que traten amablemente a las enfermas; pero cuidando de que su conversación no las disipe, sino que las deje edificadas, con el espíritu sereno, y mejor dispuestas a llevar con mérito su cruz.

Así, la bondad de la Madre María Josefa abraza a todo el Instituto y llega a cada una de sus Hijas para rodearla de cuidado y proveerla de todo bien: bondad pronta y alegre, generosa y constante, sin que el peso de los años ni el aumento de las penas y de las desilusiones lleguen a disminuirla en lo más mínimo. Puede, alguna vez, unirse con la firmeza, precisamente por ser verdadera bondad; pero, de todos modos sobreabunda en su corazón y de él desborda exuberante, tal como se verifica en el Corazón de Dios, donde la bondad tiene predominio sobre los demás atributos.

CAPITULO XXIITODAVIA LA MADRE

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Así como las buenas madres se preocupan de enriquecer la inteligencia de sus hijos con nuevos conocimientos que ensanchen los horizontes de la vida y los robustezcan en la doctrina y en la práctica cristiana, así la Madre Rossello aprovecha todas las ocasiones para dar a sus Hijas espirituales advertencias e instrucciones, con la intención de hacer cada vez más intensa y vigorosa la vida sobrenatural de cada una de ellas.

¿Podremos dejar que se pierdan estas piadosas lecciones de la Madre? ¡No!, ¡de ninguna manera! ¡Están tan llenas de sabiduría y son moralmente tan educadoras! Por eso trataremos de recordarlas brevemente aquí, donde estamos precisamente ocupándonos de su métodos maternales. Y, teniendo en cuenta su oportunidad, a nadie deberá desagradarle que en algún punto se repitan cosas ya mencionadas.

Nuestra heroína, precisamente porque es Madre de una Comunidad, sabe que le incumbe el deber de instruir a sus Hijas. Por eso habla y con frecuencia platica con ellas; unas veces, las reúne especialmente; otras, llega al laborerio; otras, hace un círculo en las horas de recreo; en ocasiones, se dirige a las profesas; otras, a las novicias; ya es su palabra común para todas, ya sólo para algunas en particular; pero a la totalidad amaestra, enciende y espolea a la perfección.

Lo que volcamos en estas páginas es sólo lo que sus Hijas retuvieron; parte mínima, por cierto, considerando lo muchísimo que dijo.

¿Predica entonces, nuestra Madre? No. No sabe, no puede, no debe. Solamente platica familiarmente y hace consideraciones; pero el efecto que obtiene es mejor que si discurseara con todas las normas del arte. Ella trasfunde, al hablar, la unción y el sentimiento que es propio de los santos y que es la primera cualidad para llegar a los corazones. En algunos momentos cita pasajes del Evangelio, que ella ha meditado perfectamente; y los lee y comenta sin profundidad exegética, pero con un juicio y acierto, y tan geniales aplicaciones, que los que la escuchan quedan admirados. Otras veces introduce algunas breves anécdotas y ameniza el tema para alegrar los espíritus. Y es un hecho que sus enseñanzas penetran el alma de sus Hijas, que encuentran en ello un jugoso alimento. Una Hermana dice: “Yo me inflamaba más con las instrucciones de la Madre que con mi meditación”. Otra vez: “Me hace más impresión la palabra de nuestra Madre que la de algunos predicadores”.

En su mayoría, las instrucciones de la Madre versan sobre temas obligados. La mente en Dios. –Las relaciones con los Superiores. –La caridad fraterna. –La aceptación de los sacrificios… Evidentemente, son los puntos que más importa recordar a las personas religiosas y son también los que a una Madre sabia, como la biografiada, le interesan más para atraer la atención de sus queridas Hijas.

Las incita a una siempre mayor unión con Dios. Lo que deben ser íntimamente, dedúzcanlo de esto: que son llamadas y son, en realidad, Esposas de Jesús. “Yo quisiera arrastrar la lengua por el suelo durante el tiempo de mi vida antes que llegar a saber que una de mis Hijas no se comporta como verdadera Esposa de Jesús”. Pero, ¿cómo puede suponerse que una Esposa de Jesús viva en la tibieza y retarde su paso por los caminos del cielo? “No se debe ser santa a medias; es necesario mirar alto, mucho más alto”.

Todo pide su santificación: el Señor que las ha sacado precisamente del mundo para darles un puesto de honor; el Instituto “que triunfa más si tiene pocas y buenas que teniendo muchas y mediocres”; el mundo mismo, “que cree que todas las Hermanas son santas”. ¡Ay!, ¡por lo tanto, si le diéramos un desmentido!; ¡nuestra obra toda se perdería!

Los dos grandes medios de santificación los tienen las manos: oración y trabajo. Hay que darse a entrambos, porque si uno se descuida, el otro queda comprometido; separarlos, equivale a arruinar las mejores empresas y perder el tiempo. Y así les dice:

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“Trabajad como si todo dependiese de vuestra actividad; rezad como si ésta nada valiese y todo debierais esperarlo de la aprobación y bendición de Dios”.

Para afianzarse y adelantar en perfección, sepan recogerse frecuentemente dentro de sí mismas y reflexionar acerca de ciertos puntos fundamentales:

“Pensad en la gracia de la vocación, en la dignidad que con ella habéis alcanzado, en la obligación de conservar y acrecentar esa dignidad. ¿Qué fuisteis en el pasado? ¿Qué sois ahora? ¿Qué debéis ser? ¡Qué materia ésta para una meditación práctica!”

Cuídense sin embargo, de un peligro en que pueden caer fácilmente los que trabajan por el prójimo: “Tened cuidado de no ser solamente canales por los que la virtud pasa a los otros. Primero conquistadla vosotras, sed fuetes; y después comunicadla a los demás. Haced provisión. A este fin, tened ante la vista verdaderos modelos de virtud (que los hay también entre vosotras) y, como las abejas, tomad de cada cual la virtud que necesitéis”.

¡De cuántos y variados modos insiste y vuelve a insistir sobre este refuerzo del espíritu! Cada cosa, cada circunstancia, le da motivo para una lección o aviso a propósito: ¿las Hermanas se afanan preparándose para los exámenes? Ella saca una consecuencia: “¡Tanta fatiga para presentarse a examen ante un profesor! ¿qué no deberemos hacer para prepararnos al examen supremo delante de Dios?” ¿Vuelven contentas del examen, por el feliz resultado obtenido? Deja caer una pequeña ducha fría, diciendo a todas: “Habéis respondido bien a los profesores; ¿responderíais igualmente bien si os interrogase sobre un punto cualquiera de la Doctrina Cristiana, por ejemplo, qué es pecado?” Otras veces las sorprende en medio de sus ocupaciones; y “¿Pensáis vosotras por Quién trabajáis? ¿Esta ocupación es toda para el Señor?” Ya cita el ejemplo de los santos, “los más hábiles de todos”, porque sabían reunir las dos cualidades más contrarias: aprovechar todas las ocasiones para atesorar méritos y al mismo tiempo tener la convicción de ser los peores de entre los hombres. Otras veces exhorta a sus Hijas a despojarse de toda confianza en sí mismas para ponerla únicamente en el Señor: “No os fiéis de vuestras fuerzas, descansad sólo en Dios: vale más un poco de amor de Dios que todas nuestras habilidades”. He aquí el modo de viajar bien hacia el cielo: “Hacerlo entre dos Ángeles: el Ángel Custodio y el confesor… Proceder dócil y diestramente es el modo de evitar el Purgatorio, yendo directamente hacia el Cielo”.

¿Esta actividad espiritual deberá durar toda la vida? Sí, pero en esto es necesario entenderse bien: “Cada día cuidad de eliminar toda escoria y de hacer todas las cosas con rectitud, y perseverar siempre de esta manera. Pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Por cincuenta años? No, no; sólo hasta la noche y así toda la vida. Hay que ser operarios del día. Porque nosotros debemos vivir el presente y es superfluo imaginarnos vivir cincuenta años cuando puede suceder que esta noche o mañana se acabe la jornada de nuestra vida”.

De otro asunto trata gustosamente con sus Hijas: de las relaciones que deben mantenerse entre Superioras y súbditas, sobre lo cual habla libremente a éstas y a aquéllas.

Las Superioras procuren rodear su autoridad de mucha discreción; hagan un continuo ejercicio de humildad; muéstrense prontas y sean las primeras en recibir una advertencia con aquella docilidad con que quisieran que sus súbditas recibiesen las suyas. Por regla general, las súbditas tendrán para con su respectiva Superiora el mismo comportamiento que ella tenga con sus Superiores Mayores.

Sean luz y fuego. Son éstos los que deciden el éxito o el fracaso de una obra. Tendrán tribulaciones y dolores. Es justo. También los tuvo Jesús. El beneficiaba a todos y recibió la cruz… ¿Por qué se quejan de esta o aquella circunstancia? Quien tiene el cargo de Superiora debe aceptar sus espinas; los Superiores que cumplen con su

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deber es seguro que tendrán sus cruces y sufrirán mucho. Miren a Dios, sirvan a Dios solo y no busquen otras satisfacciones.

Una cosa que especialmente pide a las Superioras es: que por el bien del Instituto y por la importancia que lleva anejo el cargo de Superiora, cuiden del mañana de las propias Hermanas, observen a aquéllas que presentan cualidades para futuras superioras y discretamente las ayuden para buen éxito.

Las Hermanas tengan para con sus propias Superioras respeto y afecto y sobre todo, confianza. Usen con ella de esa familiaridad que oportunamente negarán a cualquier otra. Háganlo por sentimiento de humildad y también para recibir de ella los consejos y los consuelos que necesiten: “Tened confianza en vuestra Superiora, ¿cómo va a conocer vuestras necesidades si vosotras no se las manifestáis?”

Recurran a ella especialmente en ciertos momentos en los que la virtud puede encontrar sus peligros; una oportuna y franca declaración puede liquidar en un instante situaciones que de otro modo se harían embarazosas. “En cualquier dificultad o lucha en que se encontréis, confiaos a vuestra Superiora; abridle libremente vuestro corazón y ponedla al corriente de todo. ¿Teméis quizá que ella pierda la buena opinión que de vosotras tenía? No la perderá; al contrario, os amará más que antes y, quizá, viendo vuestro humilde recurso a ella, pondrá en vosotras la confianza que antes no tenía.”

¡Y cuánto no recomienda y advierte y ruega, para que se observe la caridad fraterna!

“¡Fuera! Todo aquello que es un tropiezo para esta virtud, de la que depende la paz de la Comunidad”. Fuera, groserías, apatías, antipatías y también simpatías. Destierro a la charlatanería y a aquel hablar por lo bajo que, italianizando una enérgica palabra genovesa llama: “moscardonear”. Cuántas veces la oyen exclamar: “¡Oh si pudiese abolir las murmuraciones!” Cuántas veces repite aquel aviso: “La lengua en su puesto y antes de hablar, pensadlo dos o tres veces”. ¡Cuántas veces se industria para describir con vivos colores las ventajas de la mutua comprensión y tolerancia! Entre religiosas, no compadecerse es uno de los defectos que más ofende a Dios, pues perdonándonos El tanto a nosotros, muy bien puede exigir que nosotros perdonemos alguna cosa a los demás.

¿Y de qué modo hemos de conservar esta caridad fraterna? Helo aquí: pasar sobre ciertas palabras o sobre ciertas posturas indiferentes o provocativas del prójimo; descuidarse de lo que hacen los demás para ocuparse solamente de lo propio: “La Hija de la Misericordia, si quiere vivir en paz con todos, debe atender únicamente a sí misma y dejar que los otros se arreglen con su propia conciencia”: pensar que no se tiene nunca tanta razón, como por ejemplo, cuando nos imputan una culpa que no tenemos. “Las ofensas es mejor recibirlas que hacerlas”. Pero, después de todo, ¿quién habla de ofensas? ¿No es cosa extraña que una persona religiosa busque tantas razones? Por eso la perspicaz Madre, a las que son fáciles en disgustarse por las ofensas que les hacen, responde algo bruscamente: “Hasta ahora no habéis perdido ni un poquito de piel y sin embargo la caridad debe llegar hasta perderla toda, hasta ahí. Y después, antes de exigir caridad a los demás, cuidemos de tenerla nosotros”.

Feliz la Comunidad en la cual, de todos los corazones se forma un solo corazón. “La unión da fuerza para sufrirlo todo”.

Para la Madre, esta caridad es la razón por la que vive y prospera el Instituto, el cual se hará honor a sí mismo mientras conserve esta armonía de corazones. Sucedió que alguien se congratulaba un día con ella por los buenos resultados de su Obra y le presentaba augurios de continuos progresos. La interrumpió con estas enérgicas palabras: “Yo rogaré a Dios que bendiga al Instituto mientras éste mantenga el espíritu de caridad; pero si este espíritu llegase a disminuir, rogaré al Señor que lo destruya”.

Por tanto, cada vez que personalmente o por escrito trata con sus Hermanas, toca siempre este tema. Si habla, es inevitable que antes o después insista en esta

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recomendación: “Amáos, rogad las unas por las otras; toleráos recíprocamente vuestros defectos; si veis a una Hermana afligida, consoladla; si veis a una Hermana cansada, ayudadla”. En cada una de sus cartas el párrafo más largo, el más vibrante, el más ardiente, diremos, el más sentido, es para exhortar a la huída del malhumor, del puntillo de honra y a estimular la unión de los corazones. Invita –y aun da órdenes a las Superioras locales- para que intervengan enérgicamente cada vez que se trate de salvar o restablecer la paz en la familia.

Algo particular: inculca de una manera especial que se tengan miramientos y atenciones con las Hermanas que llegan de otra Casa. No hay extrañas entre las Hijas de la Misericordia, sino que cada una de ellas, en cualquier Casa, debe sentirse como en la suya.

Una vez, en Savona, entró en el laborerio una Hermana que venía de una Casa filial, muy apartada. Las Hermanas, atentas al trabajo, no hicieron caso a la recién llegada; sólo la Madre le salió al encuentro festivamente, le hizo los oportunos cumplimientos y luego la mandó al refectorio para reponerse.

Y apenas salió la Hermana, la Madre tomó la palabra:“¡Cómo! ¿a una Hermana que llega de lejos no se le dice nada?”Y dio ahí mismo una de sus más severas reprensiones, que parece impresionó

muchísimo, porque cuando retornó la Hermana al laborerio, todas la rodearon para darle el abrazo y el beso fraterno.

Igual solicitud adopta para estimular a sus Hijas a negar la propia voluntad y poner buena cara a las pruebas de la vida, que es otro punto substancial para llegar a la santidad: “Las Hijas de la Misericordia deben ser como la arcilla en manos del alfarero y ajustarse dócilmente a cualquier molde”.

¿No saben qué cosa es la vida religiosa? Piensen:“¿Qué seguidoras de Cristo, qué flor de religiosas serían si no quisieran sufrir

nada?”Tengan siempre pocas pretensiones, pues contentándose con poco estarán

siempre alegres… Estén en el oficio que se les ha asignado, sin mirar al que hacen las otras; cualquiera sea el puesto, es siempre un puesto regio.

“¿Creéis que si os pusieran en otro oficio las cosas irían mejor? ¡Oh! ¡la envidia del oficio de otros! Esta envidia hace que no se ganen los méritos de los otros y se pierdan los propios. Dios pide la santidad no en la obra sino en quien la ejecuta. Vuestras obras, aunque sean pequeñas y oscuras, si las hacéis con perfección bastarán para santificaros”.

¿Alguna se lamenta de encontrar tantas cruces en la Religión, de encontrar aún más de las que hubiese hallado en el mundo? ¡Qué maravilla! “¿No sabéis que la divisa de una Esposa de Jesucristo no puede ser otra que la cruz? Enfermedades, contradicciones, tentaciones, escrúpulos, desolaciones, aridez sin fin, he aquí las compañeras del alma amante de Jesucristo, porque la atmósfera de estas almas no puede ser otra que la del Calvario, donde entre el turbión de los más atroces dolores expira la Víctima del humano rescate.”

Suframos, pues, y suframos con la calma y la discreción que agrega valor al sufrimiento: “Sabed sufrir alguna cosa sin que todos lo sepan. Cuando recibáis cualquier disgusto, no corráis enseguida a desahogaros unas con otras. No. Buscad primero a Jesús, desahogaos con El y ofrecedle vuestra pena”.

Después de todas las instrucciones de la Madre María Josefa, se llega al mismo feliz término, porque concluye siempre elevando las almas, mostrándoles fácil el camino del Cielo e infundiéndoles plena confianza en Dios para lograr buen éxito. A cualquier Hermanita que se queja de su inexperiencia e ineptitud le quita los temores con esta broma: “¡Vamos! Dios que hizo hablar a la burra de Balaam sabrá ayudaros también a vos”. Y en general, a cuantas temen fatigarse sin resultado: “No os

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atemoricéis por los malos sucesos, por las desilusiones; ¿no se triunfó aquí?, se triunfará allí; ¿no se llegó en el presente?, se llegará en el futuro; vuestras fatigas llevarán siempre su fruto. ¿Las niñas que debéis educar parecen hacerse sordas a vuestras enseñanzas? No temáis; creciendo, con los años, recordarán vuestras lecciones y las pondrán en práctica.

¿Qué ni de pequeñas, ni de grandes quieren tener en cuenta vuestras enseñanzas? Y bien; pensad que Dios lo ha visto todo y os lo pagará todo. Dios no recompensa lo que los otros han recibido de nosotras, sino lo que nosotras hemos hecho por ellos”.

* * *

Pero otro trabajo le incumbe a la buena Madre: el de vigilar asiduamente a su familia religiosa; y, dado que alguna falte, llamarla al deber y corregirla.

Una y otra cosa cumple egregiamente.Confiesa que por sí y por sus Hermanas tiene una obligación especial de

vigilarse a sí misma. “¿Cuándo la nave viaja con más cautela que nunca? Cuando va más cargada de mercaderías preciosas. Así, la religiosa que sabe que lleva consigo un precioso tesoro, está bien atenta para no perderlo”. ¿Y no es también una táctica de madre vigilante aquella su costumbre de acercarse a una u otra Hermana, durante el día y formularle esta pregunta: “¿os acordáis bien del Evangelio que se leyó esta mañana? ¿Podríais decirme de qué trataba la meditación?”

Se comprende cómo estas preguntas resultasen a menudo embarazosas para las Hermanas y las tuviesen alertas en la lectura y meditación de la mañana, para saber responder, si fueren interrogadas entre día.

¡Qué convencida está de que basta una nonada para herir irreparablemente un corazón! Y, por consiguiente, ¡cómo se empeña en custodiar celosamente las almas encomendadas a ella y a sus Hijas! He ahí por qué prohíbe a las Hermanas todo género de ocupaciones durante los recreos de las alumnas: en ese tiempo no deben dedicarse sino a las niñas que se les confían, y nada debe distraerlas de esa importantísima obligación.

He ahí por qué pide a los mismos padres de las niñas que sean sus colaboradores en la obra de la educación.

¡Ay si ellos tuviesen poco interés por sus hijas, si en el seno del hogar no conservasen la cristiana reserva o tuviesen un lenguaje o trato incorrecto o dejasen a la vista figuras o libros perniciosos! Entonces sí que destruirían sistemáticamente todo lo que ella y sus Hermanas iban edificando con tanta fatiga y serían los primeros en traicionar a sus propios hijos.

Su numerosa Familia Religiosa la tiene siempre en una especie de ansiedad. Quisiera tener todos los días noticias de cada una de las Casas; pero no siendo posible esto, suplica con las manos juntas a las Superioras y Vicarias locales la informen frecuentemente de todas, connotas particulares, enterándola especialmente sobre si reina la paz entre las Hermanas y si está en vigor la observancia de la Santa Regla: tiene el derecho de saberlo, porque tiene el deber de vigilar. Es de notar que esta continua vigilancia le da tal conocimiento de las cosas y de las personas, que la ponen en condiciones, aun a gran distancia, de poder tomar o sugerir providencias como si estuviese en el mismo lugar.

Se comprende en fin que las referencias no le bastan y por eso va, año tras año, a visitar las Casas del Instituto, llevando a todas la alegría de su presencia y de su sonrisa; pero sobre todo, examinando, informándose, eliminando inconvenientes, y dejando en todas partes avisos y consejos para una actividad cada vez más intensa de las Casas y de las Hermanas.

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Que si después de esto, cualquier Hija, no obstante todas sus atenciones, llegase a faltar a sus deberes, entonces hela ahí cumpliendo su otro oficio maternal: el de la corrección, en la que adopta los criterios de Madre perspicaz, que son necesarios para rehabilitar y orientar con eficacia.

Ante todo, es verdad que ella sufre al tener que corregir, porque tratándose de personas religiosas le parece que debería usar más dulzura que severidad; por lo tanto, les recomienda a las Hermanas que hagan lo posible para alivianarle la carga de la corrección.

No es, sin embargo, fácil en admitir sin más ni más las acusaciones, precisamente porque, de personas religiosas se presume más lo bueno que lo malo.

Por esto es que, advertida de faltas o transgresiones de Regla, hace primero las oportunas indagaciones para cerciorarse de la verdad, y encontrada la culpa, reflexiona todavía sobre sí es de tal género que pueda pasarse por alto, siguiendo el consejo de San Bernardo, según el cual, un superior debe ver todo, disimular mucho y castigar poco. Pero cuando la culpa existe y no puede ignorarla, entonces hace uso de la corrección. Y sabe aplicarla del modo más eficaz. La dosifica según las diversas índoles: es más resuelta con los caracteres duros y altivos, más blanda con los tímidos. Distingue también si la falta proviene de inexperiencia o de negligencia o de mala voluntad, y proporciona la corrección de acuerdo con la importancia de la culpa. No conoce parcialidad de ningún género; sin embargo tiene mucho cuidado de no ejercer con la corregida una especia de persecución; pero por otra parte, no descuida el corregir las faltas, por temor de que esa impunidad le sea perjudicial a la culpable.

Reprende con mucha franqueza porque, encontrándose frente a frente la Madre y la Hija, juzga necesario hablar claro. A estas normas que frecuentemente recomienda aun a las Hermanas, ella es fidelísima; de este modo evita el defecto, bastante común en algunas personas, de acomodar y entonar la reprensión de acuerdo con el propio estado de ánimo y con el propio humor, olvidando que quien determina la clase y la dosis de la medicina no debe hacerlo según su condición sino según aquélla en que se halla el enfermo.

¿Queremos verla un instante en el momento de aplicar la corrección?Para ciertas clases de faltas más comunes y cuando desea que el aviso dado a

una sirva también a las otras, hace el llamado en público, en términos generales, hablando en plural y usando el “nosotras”, como si ella fuese la primera que tuviese necesidad de tal reclamo.

Para las correcciones individuales, la experiencia le ha sugerido una manera particular. Algunas veces le basta una mirada que hace bajar la cabeza a la culpable. Otras, le es suficiente reprobar con un meneo de cabeza. En algunos casos, el mismo silencio, un saludo frío, la supresión de una gentileza, son advertencias que hieren y conmueven a maravilla. Otras veces, en cambio, toma la palabra y la emplea con energía.

¿Una Hermana se queja de que las educandas obran por capricho? “No nos extrañemos –dice la Madre-. Las educandas han sido puestas aquí, precisamente para ser corregidas”. ¿Alguna maestra acusa fácilmente a sus alumnas? Y ella: “¿No será nuestra soberbia la que nos hace incapaces de soportar los defectos de los otros?”

En la “Providencia” las Hermanas desesperan por algunas incorregibles: “¿Las niñas son malas?... Las hemos recogido precisamente porque son malas. Trabajemos, oremos, sanrifiquémonos. Si nosotras, y yo por la primera, fuésemos santas, veríais que, poco a poco, se harían santas también ellas”.

A alguna Hermanita, reprensible por desatenciones o ligerezas, le dice: “Venga acá, buena alhaja”. Esta introducción medio chistosa da confianza a la Hermana, porque fue ganada a buen precio; pero esto no la librará de la corrección.

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A alguna muy lerda y muy rústica, sin irritarse por tales cualidades: “¡Es necesario despertarse! –le dice-, acordáos que no hay santos tontos”. Para alguna Hermana demasiado susceptible y de difícil trato, aconseja: “Hablar menos con ella; y hablar mucho de ella al Señor”.

Y llega también el momento de la corrección solemne cara a cara, frente a frente, hecha con ciertas formalidades y con sus buenas sentencias. Y en esto, es admirable cómo sabe conciliar bondad y severidad.

Recibe con buenas maneras a la supuesta culpable, la interroga con dignidad y no admite rodeos y tergiversaciones; quiere respuestas precisas. No acepta disculpas. No se obstina en su opinión. Si aquélla se demuestra inocente, la Madr4e está dispuesta a reconocerla como tal, y la abraza maternalmente. Pero, si es culpable, inútilmente se ingenia en pasar por inocente, porque lee límpidamente en su cara la verdad. Endurecida en la culpa, la reprocha con términos enérgicos, pero elimina por completo de sus expresiones, la pasión; no hay nada de seco, de autoritario, de despreciativo, de vindicativo.

Todos admiten que la Madre cumple con su deber y que lo cumple con pena porque no puede hacerlo de otro modo. Cierto es que exige que la culpable entre en sí misma, reconozca su falta, la deplore y prometa la enmienda –que tal es el fin de la corrección-; pero la caridad que pone en todos estos procederes obtiene precisamente el resultado de conmover sin desanimar, de humillar sin envilecer.

Corresponde manifestar que sus correcciones resultan particularmente severas cuando alguna Hermana falta a la caridad con las niñas que debe educar, o con los enfermos que está obligada a cuidar. Estas culpas, que atacan a los dos fines principales del Instituto, asumen una especial gravedad y por eso amonesta a la Hermana más enérgicamente, poniendo en la reprensión algunas consideraciones de orden espiritual, que, para la conciencia de una religiosa, deben revestir singular importancia. He aquí un pequeño ensayo de tales correcciones: “¿Por qué no sabemos frenarnos mejor? ¿Por qué no nos comportamos mejor con nuestro prójimo? Todas tenemos defectos, aún después de muchos años de religión, ¿será maravilla que los tengan aquellos que viven en el mundo y no se hay obligado a la perfección? ¡Ah! demasiado soberbias somos nosotras, nos buscamos en todo a nosotras mismas y por eso no podemos soportar nada.

Aprendamos de Jesucristo con qué paciencia, con qué humildad, con qué dulzura ha amado a las almas. Mirémoslo a El y a las almas que le cuestan Su Sangre y aprenderemos el modo de trabajar”.

Aun cuando la reprensión sea severa, no debe dejar disgusto de ninguna clase: es la buena Madre que reprocha porque ama. Por consiguiente, luego que ha amonestado o reprochado o levantado la voz, baja gradualmente el tono, se torna serena y suave y pasa a consolar y a dar ánimo. Por lo que, esta parte pacificadora y restauradora la torna tan apreciable y grata, que no sólo hace olvidar la corrección sino que la hace deseable. Por esta razón las educandas no alcanzan a desagradarse de sus propias faltas, ya que les traen el regalo de una reprensión de la Madre; y alguna vez son capaces hasta de improvisar un desorden para gustar la alegría de una de sus correcciones. A propósito de esto, citaremos el caso de una jovencita rebelde y testaruda, que cientos de veces recibió reprensión de la Madre y después de cien reprensiones exclamaba: “¡Qué santa Madre es ésta! Yo no comprendo cómo puede todavía quererme y acariciarme”.

Observemos que la Madre impone siempre penitencias o castigos de índole moral. No cree en la eficacia de las penas corporales, como separaciones o forzada abstinencia, que son por lo demás irritantes y que pueden ser aun nocivas para la salud. Prefiere penitencias que rompan o abatan el amor propio y que, mientras infligen una saludable mortificación, disponen al mismo tiempo el ánimo para ser mejor. Apenas se resuelve alguna vez a suprimir la fruta o las confituras a cualquier niña que, pecando de glotonería, se encuentra en estado de sentir mejor el castigo; y más frecuentemente

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aplica tal método para corregir a una morenita caprichosa, porque es ésta la única pena que infunde temor a la rebelde africana.

Notemos asimismo cómo la prudente Madre se propone siempre sacar de todo la mayor ventaja espiritual; procura que la corrección sirva, no sólo a quien la recibe, sino también a quien la hace. Sí. El arduo deber materno le proporciona un gran ejercicio de humildad; quizá más grande para ella que para la persona corregida. Porque mientras advierte y reprocha, se confunde pensando que ella, la última entre todas, debe alzar la voz sobre las demás; y, a imitación de San Vicente de Paul, protesta que las reprensiones que hace a los otros las merecería mucho más ella misma. Por esto, al despedir afablemente a la persona reprendida no omite encomendarse a sus oraciones; y cuando llega a su pieza se arrodilla en su reclinatorio y murmura: “Esta es la verdad; todas son mejores que yo”.

* * *

Tocaría ahora tratar de un deber que corresponde a las Madres: el del buen ejemplo; pero en la semblanza de la Madre Rossello se trató de este argumento desde la primera página del libro hasta aquí, y se seguirá tratando hasta el final.

CAPITULO XXIIILA RELIGIOSA

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De la figura imponente de la Madre Rossello nos resta considerar un importantísimo aspecto: el de la religiosa. La Religión formó su estado; fue el fondo de su vida y la base sobre la cual levantó el edificio de su santificación. ¿Quién sino una persona consagrada a Dios y libre de los vínculos del mundo podía pensar en hacer surgir tal número de obras para la gloria divina y el bien de la sociedad?

* * *

Digamos algo de la “Religiosa”, que debiendo como tal cumplir especiales deberes, tiene ancho campo para practicar especiales virtudes.

Para ella, la vida religiosa, como fue el ansia de su juventud, así fue la gloria y la alegría de su existencia. ¿Con qué palabras define el estado religioso? Un “paraíso terrestre” en el que las Hermanas deben vivir y trabajar alegremente para ascender, de virtud en virtud, hasta llegar al paraíso celestial. “Mucho hemos dado al Señor consagrándole la libertad y la vida; pero mucho más recibiremos de nuestro Divino Remunerador”.

Y que sus Hijas recuerden siempre ésta su condición de Religiosas, que forma todo su decoro y tanto valoriza sus acciones: “Pensad con frecuencia que sois Religiosas y sabed que esta cualidad debe estar por encima de la de maestra, enfermera o cualquier ot5ra. Todas éstas son inferiores con respecto a aquélla y no valen nada si no están sostenidas por aquélla. Y pensad que si no sois buenas Religiosas ejecutaréis mediocremente aun la otra parte, porque como una buena Religiosa es buena para todo, así una Hermana que deja que desear como tal, no es buena para nada”.

Es observantísima de la Regla, en la que está el nervio de la vida religiosa. Pero no sólo la observa sino que la ama. La ama porque le parece que ha brotado del Corazón de Jesús y que la misma Santísima Virgen la ha traído al Instituto; consecuentemente, invita a las Hermanas a aceptarla como un don insigne de Nuestra Señora de la Misericordia.

Porque mucho lo estima, besa el libro de la Regla como sagrado código sobre el que debe modelarse su vida y fundamentarse el mayor o menor grado de su gloria eterna; y repite siempre a sus cohermanas: “Las Reglas son nuestro Evangelio, sobre el que seremos juzgadas”. Es preciso que la observancia reine en cada Casa, porque es cuestión de vida o muerte para la misma.

Las primeras en observarlas serán siempre las Superioras; aún más: su Superiorato consista especialmente en esto: en ser para todas sus Hermanas ejemplo de fidelidad a la Regla. Y, Superioras y súbditas cuiden la observancia, cumplan, por amor a Dios, para honor del Instituto, para adelantar espiritualmente y… un poquito también para consolar el corazón de la Madre, porque se ve que es cosa que la aflige y apesadumbra el conocer las infracciones de la Regla:

“Estas infracciones yo las sentiré aun después de muerta”. No quería que se aflojara en la observancia ni siquiera por ciertos miramientos debidos a la propia salud; por eso, a algunas que por debilidad de estómago o de piernas renunciaban a las obras comunes, les dice: “Esto no está bien; fortificaos, tomad también un bocadito fuera de hora, pero en cuanto os esa posible, ponéos en condiciones de observar la Regla”.

Y saben las postulantes y las novicias y las Hermanas jóvenes, de su entusiasmo por la vida religiosa. ¡Con qué facilidad, a estas hijitas recién venidas a la Religión, las invade la nostalgia de la familia que han abandonado y atraviesan horas de honda tristeza! Entonces, he aquí la sabia Madre que alegremente se presenta en medio de ellas, las reúne en su derredor y exclama: “¡Vamos! ¡Arriba los corazones! Creedme a mí; yo puedo aseguraros la gran felicidad que se experimenta observando una Regla, renunciando a la tierra; también vosotras lo probaréis. Aquí, seréis las palomas al abrigo

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de las seducciones y de los atractivos del mundo. Dad gracias al Señor que os ha procurado tanta fortuna y os ha querido sus Esposas…”

Y esto diciendo, besa como una cosa sagrada las paredes que la apartan del indo y exclama: “He aquí, para mí, el lugar del refugio y el arca de la salvación”, y, naturalmente, todas las demás, movidas por su palabra y por su ejemplo, besan a su vez la sagrada morada que las acoge, y protestan que en ella quedarán toda la vida, hasta la muerte.

¡Y qué santos y dulces vínculos son para su alma, los votos religiosos! Son el sello que Jesús grabó en su corazón para significarle el total derecho que tiene sobre ella; son el regalo de bodas, la joya con la cual El la adornó en aquel día feliz en que puso su suerte en Sus divinas manos.

La alegría más grande de su vida religiosa responde precisamente al instante en que emitió los tres votos y se entregó a Cristo para llegar a la plena libertad de espíritu; y vuelve siempre sobre su buena ventura, para regocijarse delante de Dios y mantenerse en la dignidad que le impone.

“¡Los Votos! ¿Resultarán un peso para alguna? Más bien, ellos nos abrevian y facilitan admirablemente el camino que lleva al Cielo; nos arrancan del mundo, nos ahorran el trabajo de pensar en nosotras, en nuestras cosas, en nuestras familias. Nos hacen vivir, por consiguiente, aquí, con más perfección, nos abrevian el purgatorio y nos procuran más bello paraíso”.

¡Otro, que peso! Al contrario, son la más poderosa ayuda para elevarnos hasta Dios. “Mirad –exclama- los pájaros que se levantan y revolotean por el cielo. ¿Quién los lleva tan alto? Las alas. Así la Religiosa tiene sus alas constituidas por los Votos. Si ella se olvida que las tiene o las deja inertes, permanece en la tierra o da apenas algunos aleteos. Cuanto más fervorosamente sabe impulsarlas, tanto más directa y rápidamente vuela hacia el cielo”.

He aquí con qué términos, claramente reconoce y canta su feliz condición. “¡Cuánto reconocimiento no debo yo al Señor por haberme llamado a la vida religiosa! ¿No debo darle las gracias por haberme así facilitado el camino que conduce a la felicidad, por haberme llamado a esta Religión donde se vive con más pureza, se cae más raramente, se resurge más prontamente, se procede con más cautela, se duerme con más tranquilidad, se reciben gracias más abundantes, se muere con mayor paz, se es beneficiada con sufragios más copiosos, y se merece mayor premio eterno? Y pensar que, a esta felicísima suerte ha querido Dios ligarme con un triple vínculo, que por tantas y tan pródigas prerrogativas sería difícil romper!” No es, pues, nada extraño que la renovación anual de Votos fuera para ella una gran fiesta y que esa ocasión marcara siempre un ascenso en su fervor de Religiosa.

Pero es tan observante de la Regla que no podemos nosotros contentarnos con estas referencias generales.

Por eso hablaremos particularmente de su escrupulosa fidelidad, al tratar de cada voto.

* * *

La pobreza, que pone a la criatura en su justo valor frente a Dios, es estimada y cuidada por nuestra heroína como la más preciosa riqueza. He aquí cómo habla de ella: “La pobreza es la divisa de nuestro Instituto: ha nacido en la extrema pobreza y debe vivir y prosperar en la pobreza. Porque así deben ser las obras de Dios. Las cosas humanas tienen por base el dinero y los bienes terrenos; no así las cosas de Dios, que, debiendo manifestar únicamente su poder, se apoyan sobre poco y nada”.

Esta pobreza no consiste en ser pobre. ¡Cuántos, que nada tienen, sufren por fuerza su condición de pobres, y por avaricia de dinero desmerecen tanto como aquellos

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que lo despilfarran! Consiste primeramente en el desprendimiento de todo. Es verdadero pobre quien no sólo renuncia a los bienes de la tierra, sino también al deseo de poseerlos. ¡Cómo se estudia la Madre María Josefa para tener este verdadero espíritu de pobreza! Mira a Jesús, que fue el primer pobre y que proclama bienaventurados a los pobres, y quiere imitarlo a la perfección. Exclama frecuentemente: “Todo es vanidad”. Y verdaderamente, todo es vanidad, porque no existe, para ella, nada que tenga valor y, aún más, no sólo no vale nada la nada, sino que valen nada las nonadas , lo cual quiere decir mucho…

Expliquémonos: Ella no solamente está desprendida de todo aquello que puede representar una propiedad, sino también de ciertas cosas pequeñas a las cuales el corazón se apega con frecuencia como a las grandes. No tiene especial cariño ni por un mueble, ni por un libro, ni por una estampa, ni por alguna comodidad o costumbre. En todas estas cosas ve otros tantos pequeños ídolos que quieren disputarse su corazón y por eso los persigue enérgicamente. Pronta siempre a inculcar en sus Hermanas igual desprendimiento, quiere ante todo que, a quienes se lo exhorta frecuentemente con palabras, al menos una vez, se lo demuestren con los actos; por eso, en sus últimos tiempos, para una salida de Ejercicios Espirituales, ordena a las Hermanas que le lleven a su pieza todos los objetos a que sientan alguna afición, haciendo de ellos un sacrificio sobre el altar de la pobreza. “Así –dice ella- al presentarse ante Dios, podré decir que he hecho de mi parte todo lo posible para la observancia de la santa Pobreza”.

Pero el no tener y el no querer tener no es aún toda la pobreza: aconseja además aceptar las incomodidades que a ésta son inherentes: “No nos hemos hecho religiosas para que nada nos falte, sino para vivir en la estrechez. Los efectos de la pobreza debemos sentirlos todas, las jóvenes y las ancianas; las sanas y las enfermas: de otro modo, ¿qué religiosa sería aquella que no quisiese sufrir penurias de ninguna clase? Al contario, quien vive en el estado religioso con toda perfección, debe necesariamente experimentar sus consecuencias. ¿Sabéis cuándo podremos, con verdad, llamarnos pobres? Cuando, yendo a la mesa no encontremos qué comer, queriendo reposar no tengamos una cama donde acostarnos. Si esto llegase a ocurrir, seríamos entonces verdaderas Esposas del Rey de los pobres”.

Cuando hay alguna Hermana que se queja de cualquier deficiencia, dice:”Para ser gente que ha hecho voto de vivir pobre, estamos demasiado bien”.

Y ella cree ver un signo especial de la gracia de Dios allí donde reina la pobreza. “Las pobreza –dice- es la fortaleza de las Casas religiosas; aquéllas Comunidades en las que hace sentir más su dominio, son las más queridas de Dios, las más bendecidas, las verdaderas Casas Religiosas”.

Y he aquí por qué, visitando las Casas filiales, se muestra alegre de encontrarlas pobres. Al pasar por los desnudos corredores y por las salas desprovistas de tapicería, asegura que se percibe el olor de la pobreza y que en medio de esa fragancia hay un dulce bienestar… De donde venimos a saber que aun la pobreza tiene su fragancia: pero es necesario el olfato refinado de la Madre Rossello para distinguirla.

Estas ventajas de la pobreza las obtiene ante todo para sí misma, porque es, de corazón y de hecho, pobrísima.

Su pieza es una verdadera celda. Contiene una cama de hierro con simple jergón, un crucifijo, un cuadro de la Inmaculada, la estatua de San José, una mesita y pocas sillas. Sólo en la última enfermedad toleró que al jergón se le agregara un colchón de lana y que le llevasen a su pieza, después de muchas instancias, un sillón. Un solo hábito, porque dos podrían dar idea de riqueza; y aquel único, llevado hasta que era viejísimo y arreglado con muchos remiendos, con los cuales resultaba más hermoso, según ella.

La ropa blanca más grosera y más gastada era para su uso. El ser Superiora le concede cierta autoridad, de la cual se sirve sólo para hacer las selecciones que más le

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agradan. Su tohalla se distingue por lo grosera y por lo remendada, mejor se diría que es repasador de platos. El pañuelo consta de varias piezas reunidas una con otra y ella se encarga de remendarlo… Come en un plato de arcilla procedente de su tierra: Albisola; y usa cuchara y tenedor de madera. Aquella escudilla de café con leche que bebe cada día, fraternizando con las Hermanas y sin sentarse jamás, recuerda claramente la refección del obrero, que satisface la necesidad de la vida y que no tiene tiempo que perder…

Empero, notemos que la amiga de la pobreza, aquella a quien las cosas viejas y despreciables atraen, cultiva sin embargo con gran cuidado el orden y la limpieza. Se puede, se debe ser pobre, pero la higiene y el decoro deben siempre ser respetados. Por eso, sobre el hábito de la Madre veréis siempre composturas y remiendos, pero jamás un polvillo, ni el más mínimo vestigio de negligencia, porque junto a la pobreza debe estar el aseo, dos virtudes que han de hacerse compañía y que en ella se dan cita recíprocamente.

Por lo demás, pide a sus Hijas que imiten a San Francisco de Sales que era “un Santo limpio y lleno de decoro”.

Como verdadera pobre, ama la economía. Habría tenido remordimientos de desperdiciar un pedacito de tela y de papel o una migaja de pan: con el Voto ha entregado todo a Dios y ella es solamente una depositaria; y por consiguiente, cuanto tiene entre manos debe celosamente custodiarlo.

¿Se puede hacer algún ahorro? Que se haga siempre. ¡Con cuántas buenas obras puede ser devuelto! Por eso sus cartas, si no son dirigidas a personas de miramientos, tienen menos margen, porque quitándole el margen se emplean menos pliegos de papel. No se dejen de usar los cepillos y las escobas hasta que no resulten absolutamente inútiles para su oficio, y no se use jabón donde puede substituirse el mismo por aserrín o salvado.

¿Simplezas éstas? ¡Oh! ¡pero qué bien define esto el espíritu preciso y observantísimo de la Madre Rossello!

En homenaje a la pobreza, renuncia voluntariamente a toda comodidad, máxime si se trata de satisfacer la necesidad de otros.

¿Se encuentra de paso alguna Hermana en la Casa Madre y hay que alojarla? Que la pongan no más en su pieza. ¿Las hermanas ancianas no están a gusto en el laborerio común? Que vayan a trabajar a su pieza. ¿Viene esto a quitarle su libertad personal? Muy bien; habiendo renunciado a todo, no tiene derecho a nada más.

El amor a la pobreza la hace enemiga de la singularidad.Va diciendo que las cosas vistosas y elegantes no son para las Hijas de la

Misericordia. Le desagrada que alguna Hermana alegue frecuentes necesidades y pida especiales tratamientos; le parece que comienza a volverse “señora” en parangón con los primeros días del Instituto en los cuales apenas se tenía lo necesario. “¡Oh, los áureos tiempos de entonces! ¡Cómo nos sentíamos ricas en medio de la extrema pobreza!” Pero para ella, que después de todo es la Madre, ni una distinción; no un ajuar diverso de las otras, no un bocado particular en la mesa: éste es su querer. Y de este modo procede, sin desistir jamás. Aun estando enferma quiere sujetarse a la Regla común. Cuando, al visitar las Casas, las respectivas Superioras se esmeran en agasajarla, no le agrada ser objeto de un recibimiento que considera para ella demasiado señoril y prefiere que hagan de cuenta que una desconocida está de paso. Se siente feliz cuando llega ahí donde le ponen escudilla o cubierto de madera o de estaño: allí está contenta porque se encuentra en el sagrado reino de la pobreza.

Y por fin, la pobreza la pone en pugna con el dinero.¡Cuánta necesidad tiene de dinero! ¡Cómo va en su busca para fundar y

desarrollar sus obras! Pero si va a buscarlo es para gastarlo, es para destruirlo. No quiere ni siquiera tenerlo entre las manos y por esto ha designado una Hermana que lo

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administre. Sabiendo el poder que él ejerce, se inquieta por las Hermanas que vienen de familias adineradas; teme que quieran esquivar las fatigas o que asuman aires de vanidad; por esto las observa y llama más que a las otras.

Y si bien es cierto que pide y acepta con agradecimiento el dinero, no sufre su dominio, ya que en la ocasión sabe renunciar aun a aquello que le pertenece.

Algunas veces, piadosos bienhechores hicieron legados o dejaron herencias para el Instituto, mas porque los herederos impugnaron los testamentos, la Madre, para evitar complicaciones, terminó siempre por renunciar a su derecho o por llegar a conclusiones que anularon todas sus ventajas.

En 1861, el señor Pablo Castello, de Savona, lega al Instituto un millar de liras y objetos artísticos de valor. Pero un hermano, que gana la vida arreglando dientes, trabaja, lucha, para hacer borrar o raspar el legado y ella, por compasión, le cede el dinero y los objetos.

En 1863, un sacerdote de Spigno deja al Instituto la mitad de sus bienes, valuados en diez mil liras. La Madre, reconocida, hace celebrar enseguida un funeral por tan generoso bienhechor. Pero los parientes se ingeniaron en tal forma, que no dieron ni un cobre; y cargó ella con los gastos del funeral.

Más pingüe herencia le correspondió según el testamento de don Nicolás Moreno, de Mállare: setenta mil liras. Pero aquí, precisamente por la importancia del legado, surgió más encarnizada la oposición. La Madre tentó llegar a un arreglo; mas fue en vano; recién después de muerta, pudo el Instituto llegar a una transacción: se le entregaron trece mil quinientas liras, con la obligación de dos aniversarios completos en memoria del testador y a abrir un asilo infantil en Mállare.

¡Oh pobreza!, nadie jamás te ha temido tanto y huído de ti, como te ha amado y buscado esta Santa.

* * *

¿Deberemos emplear muchas palabras para decir su amor a la pureza?Pensemos, que ninguna acusación o chisme se propuso jamás culparla acerca de

esta virtud, a pesar de que no faltaron envidiosos que murmurasen contra ella ni malvados que, analizando su persona y su obra, nada desearon tanto como encontrar un pretexto que diera pie al ataque. Pero la verdad es: que, ante su conducta cristalina, se vieron forzados, a pesar suyo, a deponer las armas de la maledicencia y de la calumnia.

Su figura aparece –y es- una flor de pureza. El candor de su alma se trasparenta en la suave y plácida luminosidad de su mirada, en la atmósfera de sencillez e ingenuidad que rodea a su persona; más aún, en el freno que pone a sus sentidos y a sus gustos, en el sumo recato con que vela sobre sí, hasta repugnarle revelar al médico un hormigueo que le molesta en una rodilla, en el continente compuestísimo que observa en público y en privado y que no descuida ni siquiera en las recreaciones. Todo esto, además de ser un homenaje a la virtud angélica, indica el estudio asiduo para custodiarla y acrecentar su esplendor. ¿Y qué es ese instintivo estremecimiento que siente, si ve o advierte un desgarrón de la pureza? ¿Por qué de sus labios no sale jamás una palabra sobre asuntos mundanales? ¿Por qué, si otros quieren enterarla de semejantes cosas, ella demuestra enseguida su desagrado y es capaz de cortar aun bruscamente la conversación? ¿Por qué, la misma familiaridad que concede a sus Hermanas, va unida siempre a una prudente reserva? ¿No son todos éstos, detalles que nos revelan su estima por la pureza? Demasiado exquisita y delicada es esta virtud y no hay cautela que sea excesiva para defenderla.

Ciertamente que no es insensible la Madre, ni la gracia la ha hecho de tal modo vencedora que la haga inmune en el combate; pero es instructiva y edificante la forma en que habla de la tentación: “¿Podríamos no tener tentaciones? No, porque Jesús, el

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Santo de los Santos, sufrió los asaltos del tentador; y, por otra parte, las tentaciones son la piedra de toque para juzgar nuestro valor. Por consiguiente, la Hija de la Misericordia no puede estar exenta de las acometidas del demonio. ¿Pero debemos acaso asustarnos? Nada de eso, porque, aunque graves y molestas, nos son muy útiles, puesto que por su medio el alma es oportunamente humillada y amaestrada. Nuestro único deber es vivir alertas. En lo posible, descubrir la tentación cuando todavía rumorea desde lejos, y cerrarle la entrada de tal modo que no llegue a ocupar ni una fibra de nuestro corazón. Enseguida, recurrir fervorosamente al Señor. En esa forma, la atentación nos acarreará mérito y se convertirá en provecho para el alma”.

Por su parte, esa custodia sobre la fantasía y sobre las propias tendencias, ese estudio para trocar en mérito la tentación, jamás decayeron ni cesaron. Comenzados cuando siendo jovencita debió guardar su candor entre los peligros del mundo, los continuó durante toda la vida. Cada día hace oración especial para salvaguardar su pureza; y es de sus últimos meses esta significativa salida: “Tiemblo siempre por mí; y no ceso de encomendar al Señor y a la Santísima Virgen mi debilidad, porque al presentarme ante Jesús quisiera vestir el ropaje más cándido que le sea posible llevar a una pobre, pero amante Esposa suya”.

Si la vemos siempre combatiendo, podemos afirmar que el hábito de la victoria le ha dado tal calma que en ella la práctica de una virtud en sí difícil, aparece como la cosa más natural.

Se comprende que, mientras cultiva su propio lirio, atiende también a cultivar el de los otros. Aún más: en el fondo, su misión y su vida no son sino para triunfo de la pureza. Así que, si está dedicada a la juventud y ha abierto Casas para recogerla, si ha fundado escuelas y asilos, ¿no ha sido acaso para arrancar almas de las garras del lobo, y conservar o volver a dar, a todas, el adorno de la santa pureza?

Pero aparte de esta propaganda por la pureza, que va unida a su misión, otra propaganda especial y práctica ejerce continuamente en torno de sí.

A las Hermanas les inculca la santa ambición de conservar el puesto de honor que han tomado delante del cielo y toda la dignidad de reinas que tendrán en él. Se han consagrado al servicio de Dios: ellas son ángeles de la tierra; se lo recuerda bien, a fin de alentarlas y para que las reinas estén atentas en no convertirse en esclavas. A este propósito, cuando evoca a los Santos y rememora sus oportunas lecciones, suele preferentemente citar aquellos que resplandecieron por la pureza.

Desciende a indicar las normas más útiles para la custodia de esta virtud. Primeramente, el recurso a Dios: “Si queréis conservaros angelicales, no dejéis la oración”. Luego recomienda vivir ocultas en la Casa de Dios, sin cuidarse del mundo. “Amad el recogimiento, sed extrañas a todo y no os asoméis ni siquiera a las ventanas, porque el aire que entra por ellas está apestado para las Hermanas”. Con brevísima frase indica el porte que deben tener para guardar la modestia: “Tened los ojos bajos y decid pocas palabras”; y nadie ose tacharlas de exagerada si veda a sus Hijas pasar vacaciones cerca de la propia familia y si exhortando a las educandas, a las Novicias y a las Hermanas les advierte que se tengan mutuo respeto y se abstengan aun de tomarse de las manos: tiene mucha experiencia en esta materia y no nos es lícito dudar de la oportunidad de sus disposiciones.

Enviando a las Hermanas a cualquier obra, da a todas esta advertencia: “Id; no os mando entre ángeles. Sabido es que los ángeles no necesitan de las Hijas de la Misericordia. Defendéos vosotras mismas de todo peligro y acrecentad en los niños y niñas el amor a la pureza.”

¡Y qué sabias, y cómo le salen del corazón las últimas recomendaciones que hace a las que parten!: “Sed prudentes, reservadas, modestas. Vuestro porte sea una lección para todos; evitad entrar en conversaciones o disputas que no os pertenezcan. Todo en vosotras revele la dignidad de Esposas de Cristo. ¡Las que estáis destinadas a

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las escuelas, a los asilos, a los hospitales, qué vehículos de pureza debéis ser! Sed en todas partes apariciones angelicales. Sientan todos la misteriosa atracción del candor virginal embellecido por la caridad y la benevolencia, y sobre vuestros pasos triunfará Jesús”.

Recomienda sobre todo, como medio infalible para salvar la pureza, la gurda del corazón. No desmenuzar afectos tan preciosos.

Estén atentas para que no nazcan afecciones entre Hermanas. Aún más: sean cautas en las conversaciones con extraños. Frecuentar el trato con los seglares y traer a la memoria asuntos demasiado in oportunos, es volver al mundo del que se ha huído.

¿Alguna ha tenido quizá la veleidad de ir al mundo para convertirlo? ¡Hay de mí! Es más fácil que el mundo le dé a la Hermana sus costumbres y no que el mundo las tome de ella; el cual se edificará más de ver a la Religiosa en su retiro que de verla en medio de las conversaciones.

No concedan jamás familiaridad y no la acepten de nadie; y si alguien, alguna vez osare adelantarse con algún cumplimiento menos ortodoxo, sepan tranquilamente darle su merecido y volverle la espalda.

Y también podría suceder, desgraciadamente, que el corazón se sintiese turbado por cualquier principio de afecto desordenado. He aquí cómo amaestra acerca de esta posible eventualidad. “Sí, dada la debilidad humana y las muchas ocasiones que se encuentran en el cumplimiento de nuestra misión, llegase a suceder que un día asomase su cabecita una afección no santa; si comenzáseis entonces a divagar en vuestra oración, por ir tras el fantasma; o acaso un pensamiento del mundo comienza a aferrarse en medio de vuestras ocupaciones; o quizá la compañía de una persona comienza a atraeros más que la de otra… ¡Cuidado!... puede suceder que caigais en el peligro. Tal vez ha nacido recién la viborita que mañana podrá heriros y envenenaros la vida. ¡Cuántas caídas, cuántas vocaciones perdidas, por falta de vigilancia del corazón!... Y entonces detenéos, aseguráos: tomad de frente la situación: escudriñad el alma… buscad el origen del nuevo afecto y si lo juzgáis sospechoso corred inmediatamente al refugio, confiáos a quien debéis, rezad, llorad a los pies de Jesús; desarraigad sin piedad la yerba maligna. Os aseguro que quedaréis contentas de no haberos tenido lástima”.

Así la buena Madre sugiere a las otras el cuidado y las atenciones que tiene de sí misma; y, con el fulgor del propio lirio, hace más cándidos y fúlgidos los lirios de su jardín.

* * *

Fundadora y Superiora perpetua de un Instituto, parece que debía tener pocas ocasiones para practicar la obediencia; pero, si es verdad que más debe mandar que obedecer, es también verdad, que no quiere privarse del todo del mérito de la obediencia. Aún más: en realidad sabe mandar bien porque a su vez sabe obedecer bien.

He aquí cómo se recuerda a sí misma el deber y la necesidad de obedecer:“¿De qué me serviría repetirle a Dios que lo amo con todo el corazón, si no

tuviese una perfecta obediencia a sus quereres? ¿Qué otra cosa me repite mi Dios, desde la cuna hasta la cruz, sino el deber de la obediencia? ¿Qué dominio tendría sobre mí misma si no supiese inclinar la frente al mandato de Dios y de mis Superiores? ¿Qué victoria sobre mis pasiones podría prometerme si yo fuese una rebelde a los otros?”

Por tanto, quiere ante todo, ser “esclava de la voluntad de Dios”. Después, para que la Divina Voluntad se manifieste a ella por medio de los Superiores, es obedientísima a todos aquellos que representan autoridad; atiende como a oráculo, la voz del Papa; se inclina a los quereres del Obispo; acepta órdenes y consejos de los directores del Instituto y de su conciencia.

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Cada una de sus empresas debe ser discutida y aprobada por la Superioridad; va o se queda, obra o espera, dispuesta a emprender todo y a dejar todo, según el aviso de quien está sobre ella. Puede suceder que alguna autoridad tome disposiciones menos benéficas para la Madre y para el Instituto; y bien: sufrirá en su corazón, pero se someterá inmediatamente a tales mandatos.

Acude a su deber con aquella presteza que da el primer mérito a la obediencia. La campanilla de la Comunidad propaga sus sonidos con varios repiqueteos, pero para la obediente Madre no hay más que un repique; al primer tañido ya está en movimiento. Todo retardo lo tiene por una infracción.

La obligación del silencio le prohíbe toda conversación y toda charla, y esto no sólo el que rige en varias horas del día, sino el riguroso desde las veintiuna hasta las siete de la mañana. Si sucede que, en aquel tiempo, alguna Hermana distraída e ingenua, le da las buenas noches, o los buenos días, le responde sólo con una sonrisa o se lo devuelve con una voz suavísima, como para advertirle que hubiera sido mejor callar. En la noche de una fiesta de la Comunidad, a ruego de las Hermanas se la indujo a alargar un poco el recreo acostumbrado. Pues bien, de esta licencia tuvo tal remordimiento que al día siguiente reunió a toda la Comunidad y pidió perdón.

Si como Superiora tiene más motivos de mandar que de obedecer, quiere entonces tener el mérito de la sumisión poniendo buen rostro y accediendo con agrado a los deseos ajenos. Esto practica especialmente en sus relaciones con las Consejeras, las que pueden expresarle libremente sus pareceres, seguras de que van a ser tenidos en consideración. Y esto mismo practica aun con todas las Hermanas de la sala de labor, donde es un hecho que acepta sus sugerencias y que se somete con una rapidez y un agrado que realmente indican el gozo de su alma en sujetarse a las mismas.

Naturalmente, esta Madre, que es hija de obediencia, sabe también exigir la obediencia de sus Hijas: más, porque ellas tienen el deber de obedecer, que no porque tenga ella el derecho de mandar. ¡Y cómo sabe compendiar bien las razones que ilustran este deber! “Cada una ocupe su lugar; las súbditas obedezcan en todo y las Madres tengan esa bondad que hace fácil la obediencia: a éstas el saber mandar, como a aquéllas el saber obedecer. ¡Qué vigorosa disciplina no debe haber en una Casa donde la Madre precede con la lámpara de la perfecta observancia, esto es, ella es la primera obediente! Pero, ¿y si la Superiora no supiese mandar como la buena madre? ¿O bien, no fuese la madre? ¿Acaso entonces le sería lícito a una Religiosa no obedecerle? ¡Ah! ¡no! Prescindid de la persona de la Superiora; pensad que ella representa siempre la autoridad de Dios y que Dios manda por ella y que vosotras obedecéis a El… Si, por ejemplo, yo por mis defectos no fuese obedecida, ¿qué sucedería? ¿Qué capitán sería yo y qué obras podría hacer a favor de las almas si no pudiese manejar a mis Hermanas del modo que Dios me inspira?... ¡Ay de nosotras por lo tanto, si en nuestro Instituto disminuyese la obediencia! Mejor sería que se desplomase. Y mirad que yo, viva o muerta, no dejaría de rogar para que así fuera”.

Esta obediencia debe ser la obediencia verdadera y firme y debe practicarse aun, y especialmente, cuando imponga sacrificios: “Las Hermanas deben estar siempre dispuestas para lo que se les mande. Prontas a partir, aun de improviso, para cualquier destino; como San José, que, recibida la orden de ir a Egipto, no pidió razones ni buscó pretextos para obedecer. Prontas a asumir cualquier oficio. Prontas a cortar o interrumpir cualquier ocupación o recreo y a agregar una sobrecarga, a andar cuando debieran descansar, a callar cuando les asiste el derecho de hablar… Y obedecer siempre con rectitud de intención, esto es, por amor de Dios y no para que los superiores nos vean y nos tengan en cuenta.”

Obedezcan aun cuando el mandato parezca imponer una cosa de menor perfección. No pretendan estar rezando cuando la orden indica recrearse y no quieran

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ayunar cuando se manda comer, porque por hacer aquello que parece más perfecto se arriesga a hacer lo que tiene más de propia voluntad.

Una vez, a una Hermana ocupada en la Enfermería y cargada de trabajo, le ordenó que tomase una copita de vino puro, al día. Por razones de economía, la Hermana se lamentaba y buscaba modo de sustraerse a esa orden; entonces la Madre le hizo llenar una botella de vino.

Y, finalmente, las Hijas de la Misericordia miren a la Santa Madre que inspiró la Regla, que se la asimiló y supo vivirla ejemplarmente. Ella es “libro viviente de la Regla”; es la primera Superiora y la primera observante y la primera obediente. Mírenla a Ella, sigan sus ejemplos, y las Hijas “cantarán victoria”, como la Madre.

* * *

En el equipo de los Santos no puede faltar la humildad, que es la aprobación, más aún, la prueba perentoria de la verdadera santidad, pues no se puede ser grande en la presencia de Dios si no se es pequeño a los propios ojos.

La Madre María Josefa se ve y se siente pequeña, especialmente cuando frente a las gracias recibidas de Dios coloca su deficiente correspondencia. Entonces oculta su cabeza y exclama: “¡Qué gran pecadora soy!” Y también: “Soy una sierva inútil. ¡Quién sabe cuántas cosas buenas hubiera hecho otra, en mi lugar!”

Cree que el argumento más claro de que el Instituto es Obra de Dios consiste: en que al fundarlo ha estado ella; y que no obstante tener en sus manos el timón sigue viviendo y progresando. Pues si el árbol resiste a la carcoma que lo roe –y que piensa es ella- ¿no es evidente que quien lo sostiene es Dios?

De las pruebas que afligen a la Iglesia, de los flagelos que hieren a Italia, y en particular a Savona, ve una causa en sus pecados. En ella especialmente hay que buscar el motivo de las cruces y hostilidades de todo género de que ha sido blanco el Instituto, porque si en él hay un Jonás que atrae los castigos de Dios –sépalo todo el mundo- ese Jonás es, justamente, su Fundadora.

Por otra parte, sabe humillarse frente a los que le dicen el mal como frente a los que le dicen el bien. Aquellos que le dicen el mal tienen toda la razón; los que le dicen el bien, como ese santo Arzobispo de Turín que le escribe siempre elogiándola, están en un piadoso error; y su elogio revela que son buenos ellos, no que ella lo sea.

De este humilde sentir de sí misma proviene esa igualdad de carácter que ninguna cosa puede jamás turbar. Porque está muerto, o a lo menos dominado, su amor propio, no encuentra motivo de exaltarse en los buenos sucesos, ni de deprimirse en los malos. De ahí sus palabras: “Dios conoce mi recta intención. Si permitiera que mi obra cayese, yo me conformaría. El tendrá siempre en cuenta mi buena voluntad”. De esta raíz procede su gran cautela en proferir juicio sobre personas y acontecimientos. Se siente demasiado falible para osar constituirse en juez.

Su humildad se revela claramente en ciertas confesiones donde se percibe el gemido de su alma. Se le oye repetir: “Si Dios no pone Su mano sobre mi cabeza, las hago de todas clases”. Otras veces, en igual tono exclama: “¡Señor, que mis pecados no echen a perder Tu obra!”

Cuando escribe a sus Hermanas de América: “Rogad mucho, para que yo desde lejos no comprometa, con mis pecados, vuestra obra”.

Si un trabajo le sale bien: “No soy yo quien ha hecho esta obra, es el Señor. Yo no soy capaz sino de arruinar la Obra de Dios”.

Al sobrevenir un obstáculo o una contrariedad: “El Señor permite esto para humillarme, yo tengo necesidad de ello”.

Al fin de un retiro espiritual, en el penúltimo año de su vida, por sus achaques se ve obligada a exceptuarse de los deberes comunes; convoca luego junto a sí a todas las

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Hermanas y esta vez, en lugar de la acostumbrada platiquita para dar las advertencias de circunstancia, se arrodilla en medio de ellas y dice: “Yo soy el deshonor del Instituto y doy malos ejemplos a todas; perdonadme”. Y bastó con esto, porque la predicación estaba hecha. En los últimos meses solía decir a las Hermanas: “Vosotras hacéis obra, mientras yo no hago más que hablar”.

Y en los postreros días de una vida pasada por entero en el cumplimiento de su santa misión, se pregunta, a sí misma, con dolor: “¿Dónde está el bien que yo he hecho?”

Los encomios, que realmente no le faltan, le causan miedo. Replica, reprende de inmediato a cualquier Hermana que ingenuamente dice algo por admiración o elogio de su Obra. Llama “emboscadas y trampas” a los actos o entretenimientos académicos en los que se ponen de relieve sus méritos y se la alaba. Y mientras los elogios resuenan, ella permanece con la cabeza baja diciéndose a sí misma: “Oye, tizón del infierno”.

Y realmente misterioso le resulta el que las Hermanas la confirmen de nuevo, siempre, para el cargo de Superiora General.

¿Por qué? Tan escasa de méritos, tan llena de defectos, tan inhábil para despachar los trabajos de la Comunidad, ¿cómo puede ser deseada para este puesto? ¿Por qué los Superiores no le permiten oponerse a la elección o renunciar? ¿Esto no dice claramente que Dios quiere probar al Instituto? ¿Y por qué ocurre tal cosa, sino porque las Hermanas adquieren así muchos méritos de paciencia y buscan la santificación, no obstante el poco buen ejemplo de su Superiora Mayor?

Y estos humildes sentimientos los demuestra prácticamente en su tenor de vida.Hemos dicho que durante los recreos tiene expresamente edificantes

conversaciones. Debemos agregar que, mientras conversa, maneja las agujas de tejer, hace medias o remienda ropa blanca. No es difícil sorprenderla sacudiendo los muebles o barriendo la Casa o la Capilla. Todos los miércoles, mientras conservó fuerzas, honró a San José ayudando en la cocina a avivar y mantener el fuego, a preparar los alimentos, a lavar la vajilla. Y a quien se maravillaba, le respondía que la Superiora debe preceder con el buen ejemplo, y que después de todo, no hay ocupación que no sea excelente y noble.

¿Sabéis cuál es la conclusión más frecuente de las vivas y maternales instrucciones que da a sus Hermanas? La siguiente:

“¡Pobre de mí, que predico a las otras mientras tengo tanta y tanta necesidad de que me prediquen a mi! Rogad para que Dios use misericordia conmigo”. ¿Y sabéis por qué, cuando quiere obtener especiales favores de Dios, se une a la oración de cualquier Hermana? Para poder decir que se le concedió la gracia por la oración de aquélla y no por la suya.

Y, cuando Párrocos u Obispos o Prefectos o algún Presidente de República, le manda su caluroso homenaje, ¿sabéis cómo lo acepta? Ruborizándose, confundida, y preguntándose cómo los hombres pueden decir bien de su persona, de la cual Dios tiene tantos motivos de queja.

Una vez le sucedió una curiosa aventura.Era en tiempo de Ejercicios Espirituales y, naturalmente, queriendo que todo

marchase en orden, cargaba ella con muchos trabajos y andaba siempre en movimiento, para evitar a la Comunidad todo motivo de distracción. Sucedió que su actividad chocó al predicador, el cual, no conociéndola, la apostrofó como a una Hermana sin espíritu que amaba más andar vagando por la casa que meditar.

Y bien: ¿creéis que ella le diera sus razones? Nada de eso. Se sonrojó y, despacito, despacito, se retiró, contentándose con ofrecer su humillación al Señor, por el buen éxito de los Ejercicios Espirituales.

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Quiere revestir al Instituto y a sus Hermanas de ese amor al ocultamiento y a la humildad, persuadida de que ésta es la atmósfera propicia para que uno y otras aprovechen delante de Dios.

Así como no se atribuye ningún valor a si misma, tampoco lo da a la obra salida de sus manos. Al primer grupo de Hermanas que parte para América presenta su saludo con estas palabras: “Id, pobre comitiva. En medio de Congregaciones que abrasan con su fervor la América, ¿cómo os manejaréis vosotras y qué figura haréis, si sois pobres de espíritu religioso?

Reputaría inútil toda instrucción a las Hermanas, si no les recalcara la práctica de la humildad, que es la salvaguardia de toda virtud.

Al enviarlas a distintas Casas les recomienda siempre a todas: “Trabajad por la gloria de Dios; tened muy en cuenta lo poco; desead los oficios más modestos”.

Que tengan siempre fija la idea de su propia insuficiencia: “No confiéis en vosotras mismas, porque aunque seáis hábiles, solas, daréis siempre poco. Confiad en Dios. Con El, lo podréis todo”. Tiene una frase singular para indicar cómo deben huir de toda vanidad: “No quiero ver en vuestro hábito ni manchas, ni afectación; pero si debiese suceder, preferiría ver en ellos una mancha que no una afectación”.

Sabemos ya, cómo quería defender a sus Hijas de persecuciones y calumnias; pero mucho más quería defenderlas de la admiración y de las alabanzas; más peligrosas éstas que aquéllas: “Hijas mías, cuando oigo que os alaban, tiemblo por vosotras y por mí”. Siempre benigna, apacible con todos, se torna de pronto severa con las que muestran complacencia por los éxitos alcanzados, y no pierde de vista muy especialmente a aquéllas que, por sus cualidades o aptitudes, reciben cumplimientos del mundo. “¡Oh! esas Hermanas más instruidas, esas maestritas a quienes las Autoridades Civiles les sacan el sombrero… ¡Ay de mi! Temo por su humildad y por su espíritu religioso”. Y para contrabalancear los cumplimientos de los otros, refuerza su control y menudea observaciones.

Le chocan y la incomodan especialmente los elogios que aparecen en los periódicos. Esa forma reclamística le es sumamente antipática. Le parece que todas las personas y todas las obras van a profanarse al ocupar un lugar en los artículos de los diarios. “Yo me espanto siempre, cuando oigo que alaban a cualquier Hermana, máxime si su nombre está en los diarios; haga Dios que estas alabanzas humanas no tomen, en todo o en parte, su sitio a las mercedes celestiales”.

Un día leyó en un folleto un elogio de las obras realizadas por las Hijas de la Misericordia de Savona y exclamó: “¡Humo, humo, humo! No hemos hecho más que nuestro deber. Busquemos solamente agradar a Dios y no, merecer las alabanzas de los hombres”. Otra vez, a una Hermana que había rendido un brillante examen y lo publicaba el diario exaltando el hecho, la Madre le arranca la hoja de las manos, diciéndole: “Id a esconderos entre los carbones y consideráos como la escoba de la Casa. Cuidad que el amor propio no os robe el poco bien que habéis hecho.”

Hasta el óptimo Padre Luis Persoglio tuvo que experimentar el modo especial de sentir de nuestra Madre en esta materia. Sucedió que un día se presentó a la Madre trayéndole un diario en el que había escrito, él mismo, una amplia y lucida relación del Instituto; y la Santa, en vez de agradecer y cumplimentarlo por esa obra, se aflige y se queja vivamente del mal servicio que le ha prestado.

¡Oh! rechacen los elogios del mundo; preferibles son sus reproches: “Mejor es, que cuando una Hermana ha cumplido exactamente su deber, oiga que le dicen que no sirve más y la arrinconen entre los trastos viejos. Entonces, cuando los hombres no saben ya alabar, tanto más grande y seguro es el premio que le prepara Dios.”

Sí; éste es el intento y el trabajo continuo de la Madre Rossello: reducirse, empequeñecerse, demolerse, arrojarse en tierra, porque le parece que ése es su lugar: pero, ¿fue acaso nunca más grande que cuando se hizo más pequeña?

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CAPITULO XXIVLAS ALABANZAS DE LOS HOMBRES Y LOS DONES DE DIOS

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No muere la palabra de Cristo, que asegura la exaltación a quien practica la verdadera humildad. Exaltación que puede muy bien comenzar aquí mismo y a la cual concurren los hombres y Dios; los hombres, tributando alabanzas; Dios, dando liberalmente especiales favores que son una parte de la gloria que le seguirá en el Cielo.

Veamos ahora cómo esta buena fama entre los hombres y estos dones de Dios, que resultan las pruebas más luminosas de santidad, adornaron a la Santa Madre. Sus virtudes personales y el continuo acrecentamiento de sus obras en bien de las almas, fue creando poco a poco, alrededor de su figura, una aureola que atraía las miradas y le conquistaba estima.

Se entiende que las primeras en admirar y alabar fueron las Hermanas que se embebieron de su espíritu, y las educandas y las asiladas que vivieron de su pan y se formaron junto a sus incomparables ejemplos. Pero además de éstas, otra multitud eleva el aplauso y lo endereza hacia la Madre María Josefa.

Ahora y a vence ella en toda la línea, y entre loa adversarios no quedan sino aquellos de mala fe, esto es, los enemigos declarados del bien y que no se convertirán ni siquiera viendo resucitar a los muertos. Alrededor suyo, habla su presencia; lejos de ella, hablan sus obras: aquellas tres Casas de la Providencia, donde se protege a centenares de huerfanitas, las numerosas escuelas y asilos diseminados por Italia y por América, los numerosos hospitales donde prestan su piadosa caridad las Hijas de la Misericordia, las muchas casas particulares donde hacen oficio de enfermeras, todas al unísono alzan el grito de gratitud hacia la que tanta obra de caridad ha realizado y sostiene. Y es de notar que la admiración va dirigida a ella, no sólo como a organizadora de buenas empresas, no sólo como a insigne educadora y benemérita del estudio y de las obras de beneficencia social, sino como a un alma singularmente bendecida por Dios; en suma, como a una santa –por lo cual hablamos de admiración, pero debiéramos mejor decir: veneración.

Veneración bastante difundida, porque en todas partes donde se instalan las Hijas de la Misericordia, muy breve la autoridad Eclesiástica y Civil y la población no pueden menos que mostrarse agradecidos a las Religiosas que desempeñan con tanta eficacia sus oficios, y por consiguiente, a la Madre que las ha mandado, y que, siempre que puede, se llega a visitarlas, para nutrirlas con su fervor y acelerar el ritmo de su caritativo oficio. Veneración que no deja de ser manifestada ni aun por sujetos de otra ideología, como administradores, profesionales, maestros, empleados, que no hacen ningún misterio de su anticlericalismo; pero que ante una figura de tal temple, actividad y sacrificio, se ven obligados a bajar la cabeza y rendirle homenaje.

Veneración intensa, en ocasiones demostrada aun clamorosamente, con ruidoso recibimiento de aplausos, como cuando fue a Mele, cerca de Voltri, donde el pueblo sembró de flores su camino: curiosa escena en que la gente aclama, vitorea y aplaude jubilosa, mientras la festejada pasa sobre las flores confundida, y con la cabeza baja como si fuese una condenada.

Pero en este gran coro de elogios sobresalen algunas voces que nosotros debemos recoger, porque por su misma autoridad, llevan a la virtud de la Madre María Josefa la más valiosa confirmación.

El primero en aprobar y alabar es el Obispo de Savona, cuyo testimonio nadie puede poner en duda.

Monseñor Agustín De Mari intuye inmediatamente el valor moral de esta alma y le basta un coloquio para comprender que el espíritu y de Dios está en ella. Por eso la pone a la cabeza de la obra de educación y restauración que quiere él en Savona, en pro de la juventud; y aunque la muerte trunca rápidamente sus días, tiene tiempo, sin embargo, de convencerse –y pude afirmarlo públicamente- de que, con esta Religiosa, ha descendido sobre su diócesis un ángel del Cielo.

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Mayor campo para edificarse de ella y para rendir homenaje a su virtud tiene su sucesor, Monseñor Alejandro Riccardi.

En los veinticinco años de su Episcopado, trata familiarmente con el Instituto de la Misericordia; lo conceptúa una obra inspirada por la Providencia para subvenir a las necesidades de su tiempo, y admira y exalta a su Fundadora por la energía de ánimo y por el arrojo con que trabaja por la buena causa.

Quedan de él, que fue promovido después al Arzobispado de Turín, una serie de cartas dirigidas a la Madre, de las cuales es lícito recoger testimonios, vivaces y precisos, en honor de la misma. Son cartas escritas en medio del cúmulo de sus ocupaciones y de las fatigas de visitas pastorales, escritas evidentemente de prisa, porque se cuida más de decir muchas cosas que de decirlas bien; pero son cristalinas, adornadas de un impagable candor y de un cierto tono humorístico que es una delicia leerlas.

Monseñor Alejandro Riccardi es casi el San Francisco de Sales de la Madre Rossello.

¡Qué fraterna y santa afección entre los dos! El la llama a veces su “óptima Hermana”, otras: “mi buena hija”, otras: “mi amada Madre”. La pone al corriente de sus vicisitudes, le describe su laborioso ministerio en medio del entusiasmo del pueblo piamontés; y ella le responde uniéndose a los aplausos de éste, pero al mismo tiempo reprendiéndole por aquella excesiva actividad que puede comprometer su precaria salud.

Sí; ella le hace “peluca con flecos” porque se juega la vida y, también, porque alguna vez tarda en escribirle. De lo que él se excusa, asegurándole que sus sentimientos permanecen inmutables… No dude; en él “hallará siempre al padre y al hijo, y uno y otro tienen un corazón sincero, ardiente apasionado, sólo que el uno y el otro están siempre ocupados, cargados, sobrecargados como si fuesen indispensables a la humanidad…” En cuanto a los reproches, él los recibe también con agrado. “Los reproches de una mamá son siempre respetables”. Y como alguno de ellos son hechos con razón y otros sin ella, pide perdón por los que son justos y se resigna cuando son inmerecidos. Que si por un año entero consigue no merecer reprimenda alguna, entonces a fin de año “piensa que la Madre lo querrá más y aceptará con más agrado los cordiales, sinceros y afectuosos augurios del hijo que, humildemente arrodillado a los pies de la buena Mamá, besándole la querida mano, implora la maternal bendición”.

Sin embargo, algunas veces es la Madre la que hace esperar sus noticias. Entonces él se toma la revancha: se lamenta de haber sido dejado “con los dientes secos”, y pregunta jocosamente: “¿Habremos tal vez llegado a tal punto que, lejos de la vista, estemos también lejos del corazón?”

¡Cómo ha quedado unido al Instituto el santo Obispo! Otras Hermanas excelentes ha encontrado en Turín; pero él lleva siempre en el corazón “las queridas Hijas de Savona”. Dice en una carta a la Madre Rossello: “¡Oh hija mía, cuántas veces estoy entre vosotras! ¡Cuántas veces hablo de vosotras! ¡Cuántas veces os encomiendo al Señor!”

Escribiendo a la Madre, manda saludos también para las demás Hermanas que se dispensa nombrar, porque “debería comenzar en la puerta y terminar en el cielo raso”.

En 1869, a mediados de marzo, se encuentra en Roma para el Concilio Vaticano, y acordándose cómo en tiempos pasados solía ir para la fiesta de San José a la Iglesia de la Misericordia, le escribe así a la Madre: “El día de San José, a las cuatro y media de la tarde, me encontraré en espíritu entre vosotras y cantaré y ayudaré a cantar:

Madre dulce, Madre míaTen de nosotros piedad…”

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Notemos que, su afecto por el Instituto, lo lleva siempre a participar en sus vicisitudes: desde Turín él dirige, sugiere, aconseja y favorece los intereses con una prontitud que no tiene para los suyos. Ruega por su incremento todos los días y tiene un recuerdo especial para las Hermanas que deben rendir examen; y en sufragio de cada Hermana que muere aplica la Misa y envía condolencias: “¡Oh! Mis hijas. ¡Cómo están ávidas de irse al Paraíso!” Y hace algo más. Para Navidad, para las funciones de las Cuarenta Horas y para otras circunstancias, manda ofrendas que no son jamás menos de cien francos y que, alguna vez, llegan a quinientos; y envía otras sumas para trabajos urgentes, o regala telas y pañuelos para las huerfanitas de la Providencia y encarga encajes y bordados para su Capilla y para su casa, y, cada año, paga ciento veinte escudos como subsidio de dos niñas que él colocó en el Instituto.

En fin, el afecto paterno, fraterno y filial que siente por la Madre María Josefa, va unido al respeto y a la veneración que como a una Santa le profesa. Extraño es que sus cartas no tomen jamás aire de sermón ni pasen a dar preceptos o advertencias. Si él tiene tanta reserva en esto, es precisamente porque, frente a ella, pretende que debe hacer más de alumno que de maestro. Al respecto se expresa bastante claramente, cuando no duda en llamarla “su ángel” y cuando retirándose a Bra para los ejercicios espirituales le escribe: “De esta vuelta, si tú ruegas, espero hacerme bueno”.

Y aún es más explícito cuando cierra una carta así: “Dios te bendiga siempre y multiplique con gracia las obras que tu caritativo y generoso corazón emprende”.

Perdónesenos si nos hemos alargado citando testimonios de Monseñor Riccardi; tienen ellos un sabor tal, que nos dolería referirlos de un modo demasiado suscinto. Ahora nos apresuraremos algo más.

Recordemos también a su sucesor Monseñor Juan Bautista Cerrutti. Dijimos que, acerca de algunos puntos, se le vió disentir con la Madre Rossello; pero no obstante las divergencias, continuó demostrando gran estima por su virtud. Así fue cómo, al bendecir la primera expedición de Hermanas que partió para América, les aseguró que tendrían un próspero viaje porque las acompañarían las oraciones de una santa.

Monseñor Escalada, Arzobispo de Buenos Aires, inició los trámites para llevar a su diócesis a las Hijas de la Misericordia, porque de la sabiduría de la Madre dedujo la prudencia y la piedad de las Hijas; y estaba seguro de tener un elemento excelente en las Hijas de tal Fundadora.

Monseñor Aneiros, sucesor del mencionado Arzobispo, continuó dichas tramitaciones, en homenaje a su antecesor; pero también, porque encontrándose en Italia, tuvo ocasión de conocer a la Madre Rossello, justipreciar en la entrevista todo el valor moral de esta Religiosa y deducir las obras de apostolado que podrían esperarse de una Institución por ella dirigida.

Gran devoto de la Santa Fundadora y de su Obra fue también otro Obispo de Savona, Monseñor José Boraggini. Para él, las Hijas de la Misericordia constituían “la Familia predilecta” porque su Madre había sabido formarla en el espíritu de sacrificio y de generosidad; y también porque ese espíritu ellas lo habían conservado inalterable.

¿Y qué decir de Monseñor Modesto Contratto, Obispo de Acqui, que alguna vez quiso darse el gusto de hospedar en su palacio episcopal a la Sierva de Dios, porque, del trato que con ella tenía, sacaba algunas normas útiles para su ministerio?

Aquel incomparable hombre de ciencia y de prudencia, el Canónigo Eduardo José Rosaz, anhelando fundar un Instituto Femenino para la juventud, va a pie desde Susa hasta Savona, sólo para pedir a la Madre Rossello luz y consejo, como también la colaboración de alguna de sus Hermanas; porque está seguro de proveer óptimamente a sus futuras Hijas infundiendo en ellas el espíritu de las Hijas de la Misericordia.

¡Caso curioso!: un día, Eduardo José Rosaz, ya Obispo de Susa, se encontró con un sacerdote savonés, uno de los pocos que se mantenían ceñudos con la Madre. Después de algunos cumplimientos, al darse cuenta con quién tenía el honor de hablar,

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le dijo: “¡oh! ¿Vuestra Excelencia es el Obispo de Susa? ¿Entonces quiere decir que pertenece a su clero aquel torpe Canónigo que hace tiempo fue por sus propios pies a pedir las Hermanas de la Madre Rossello?” A lo cual el Obispo, con adorable simplicidad, respondió: “Aquel torpe Canónigo soy yo”.

Es de figurarse cómo quedó de confundido el interpelante.Alfonso Mistrangelo, futuro Arzobispo de Florencia y Cardenal, siendo niño,

frecuenta la Iglesia de la Misericordia como monaguillo. Y he aquí lo que declara: “La primera impresión que, siendo aún niño, tuve respecto a la Madre Rossello fue que era una santa. Niño como era, me parecía ver en sus ojos algo que me revelaba la santidad de su alma”. Además, asegura que en su familia no se hacía más que exaltar la virtud de esta Madre; que sus hermanas, que frecuentaban el Colegio de la Misericordia, referían cosas admirables; que él mismo, primero siendo seminarista y luego novicio de los Escolapios, había oído siempre encomiar su virtud y su conspicua obra de apostolado, y que él, toda su vida, había conservado inalterable la convicción de su preclara santidad.

Y el ilustre Escolapio Padre Juan Bautista Garassini, Rector del Colegio de Carcare, se inclina ante la Madre María Josefa como ante un alma superior; va frecuentemente a pedirle consejo como a una maestra. Un día fue, llevando consigo al ya nombrado Alfonso Mistrangelo, el cual refiere que: “Llegada a cierto punto la conversación, el Padre Garassini le pregunta a la Madre: “¿Cómo tiene Ud. Madre, tanta abundancia de vocaciones para sus obras, mientras nosotros los Escolapios nos fatigamos para reunir algunos novicios?”. La Madre calla: pero el buen Padre comprende que algo quiere decir y repite la pregunta. Entonces ella, sonriendo dulcemente: “¡Es de veras que quiere que se lo diga? Me parece que los Escolapios son demasiados doctos y demasiado exigentes al hacer la selección. Vea: años atrás, se me presentó una joven enana y raquítica y algo contrahecha y poco grata a la vista. Me rogaba que la aceptara en la Comunidad, sin ocultarme que había llamado ya, en vano, en otros monasterios. Yo tuve compasión de ella, luché contra la oposición de mis Asistentes que querían rechazarla, y la acepté. Hoy Sor María Constancia es la Directora del Colegio, amada y respetada por todas las educandas, y trabaja por diez. Querido Padre, conviene confiar en la Providencia”.

El Padre Garassini y su joven cohermano admiraron la respuesta de la Madre Rossello; y luego, aunque defendiendo su propio modo de pensar, admitieron que también la Santa tenía razones de sobra.

Otro Escolapio, el Padre José Mallarini, gran director y conocedor de las almas, afirma no haber encontrado jamás una persona más equilibrada que la Madre María Josefa. Cada vez que tenía necesidad de oraciones se apresuraba a pedírselas a ella. En 1865 (ante la inminencia de la supresión), va a entrevistarla y le manifiesta sus temores. Ella le dice: “Padre, el mundo puede quitarnos todo, pero nadie podrá arrancarnos a Dios”. Estas palabras impresionaron de tal modo al Religioso que, mientras bajaba las escaleras se iba preguntando a sí mismo: “¿He hablado, simplemente con una Hermana o con una Santa?”

El carmelita Padre Santa Cruz, salvado de una grave enfermedad, para apresurar su convalecencia no pide a su Superior el permiso para una residencia en el campo, sino para poder visitar frecuentemente a la Madre María Josefa, ya que sus palabras son para él un verdadero restaurador físico y moral.

No es menor la estima que le profesa el Padre Capuchino Filomeno de la Coronata, que no mide tiempo ni dinero para asistirla y ayudarla en su apostolado, y que vierte sobre la prudencia de la Madre el siguiente elogio: “Es una mujer que sería capaz de regir un Estado”.

Pero la lista no está todavía terminada. Le toca el turno a dos jesuitas: El P. Luis Barone se siente feliz de poder predicar los Ejercicios a las Hijas de la Misericordia de Savona, porque ahí predica, junto con él, el ejemplo eficaz de la Madre. El Padre Luis

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Persoglio, el inolvidable y querido Jesuita genovés que tiene un sentido especial para descubrir e indicar las perlas, cada vez que pasa por Savona se concede “un placer y un deber de saludar a la Madre Rossello”. Por todas partes hace las más calurosas recomendaciones del Instituto de las Hijas de la Misericordia, porque allá “tienen una Madre inspirada por Dios” y afirma, textualmente: “En las muchas veces que traté con la Madre Rossello tuvo ocasión de admirar en ella, todo un carácter de celo y de confianza en Dios, unido a la simplicidad y a la humildad.”

Otros dos valiosos testimonios los encontramos entre los Misioneros de San Vicente de Paul. El Padre Ludovico Pirotti, Superior del Colegio Brignole-Sale de Génova, encamina varias jóvenes al Instituto de la Misericordia, seguro de que en la Madre Rossello encontrarán un modelo insuperable de perfección.

Y ahora, una vez más, citemos al Padre Francisco Martinengo: él es todo un admirador del orden que la Madre María Josefa mantiene en el Instituto; la apoya, la conseja, la guía; afirma que va con frecuencia al Instituto de la Misericordia, y declara explícitamente el motivo: “Voy para edificarme de esta Santa Fundadora”.

Pero, ¿acaso de este cúmulo de elogios que envuelve a la Madre, está ausente el clero secular? ¡Nunca! Más aún: es tan larga la letanía de los sacerdotes que se hacen panegiristas de ella, que debo limitarme a entresacar algunos nombres.

Recuerdo, ante todo, el Canónigo Cristóbal Astengo. Asiste éste al nacimiento del Instituto y es uno de los primeros directores espirituales. Explica a las Hermanas las homilías dominicales y da pláticas para la novena de Mater Misericordiae, homilías y pláticas que hace imprimir y ofrece como un homenaje a la Madre y a las Hijas.

Por medio de un hermano suyo, administrador del Marqués De Mari, consigue que las Obras de la Misericordia caigan en gracia a este gentilhombre; y, como consecuencia, obtiene que muchas carradas de castañas y de papas, provenientes de sus posesiones del Cairo, lleguen a las puertas del Instituto.

He aquí ahora a tres Canónigos: Nicolás Roggeri, que anota y conserva las pruebas de virtud que paso a paso da la Madre, como entreviendo ya que sus memorias servirían para la causa de beatificación. Vicente Rosso, tan persuadido de su santidad que no se maravillaría si la viese hacer milagros. Angel Bertolotto, para quien la Madre María Josefa, tanto en el gobierno de sí misma como en el del Instituto, aparece como una mujer extraordinaria

Y también hay párrocos y sacerdotes que quieren acompañar personalmente a las postulantes al Instituto para tener la fortuna de encontrarse con la Santa Fundadora, entre los cuales deben distinguirse D. Pablo De Lucchi, Párroco de Arenzano, y D. Cristóbal Repetto, de San Sivo, en Génova, que, con preferencia encaminan al Instituto de la Misericordia a las jóvenes parroquianas que desean hacerse religiosas, porque saben que las ponen bajo la guía de una santa.

Y basta este plebiscito para decir qué fama de santidad circunda la figura y la vida de la Madre María Josefa Rossello.

* * *

Pero hay otra cosa que demuestra aún mejor la heroica virtud de la Fundadora de las Hijas de la Misericordia: son los dones de Dios. Dones gratuitos que Dios concede a pocos, esto es, a sus predilectos, y que a nuestra Santa se los dio con sorprendente liberalidad.

A primera vista se deduce que fue objeto de los divinos carismas. Por más que se muestre siempre familiar y amable, tanto cuando conversa alegremente con las Hermanas como cuando se confunde entre las educandas o asiste a sus fiestas, jamás cesa de imponer un sentimiento íntimo de reverencia. En la dulce Madre, se transparenta siempre la santa.

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Ya conocemos su prudente discernimiento y la fuerza especial que hay en su autoridad; pero algo queda por saber. Las Novicias declaran que la vocación más atormentada se salva y se refuerza bajo su cuidado maternal. Las mamás que, apenadas acompañan a las postulantes al Instituto, se tranquilizan al encontrarse con la piadosa Madre; y luego se retiran consoladas porque saben que han dejado a sus hijas en buenas manos.

El viejo escultor Brilla, amigo de la Casa, encontrándose enfermo durante varios meses, manifiesta el deseo de recibir una visita de la Madre; y dice: “Estoy seguro que su presencia y su palabra me harán sanar”. Ella va, se entretiene afablemente con él, le sugiere algún remedio eficaz, y el enfermo recobra vigor y salud.

¿Qué importa que se lamente de la aridez de sus plegarias? Mientras tanto, en la pequeña tribuna en la que se recoge para orar, resuenan frecuentemente los gemidos, las aspiraciones y las exclamaciones de una santa.

Algunas veces permanece tan absorta en la adoración que parece extática, y las Hermanas deben llamarla y aun moverla para que vuelva en sí.

Tiene una mirada particularmente aguda para leer en los corazones. Al punto comprende si quien le habla es sincero o no. Al primer encuentro con las postulantes sabe señalar a aquéllas que andarán con pie de plomo; y, después de la primera entrevista, está en condiciones de presentarse a la Madre Maestra e indicarle a cuáles tendrá necesidad de vigilar y de cuáles podrá fiarse completamente.

Tiene igual perspicacia para conocer el estado de las almas. Como a otros Santos, Dios le ha dado una exquisita sensibilidad para registrar las vibraciones del espíritu de los demás; le basta ver u oír para saber si su prójimo está moralmente rico o pobre. Por eso, frecuentemente, del modo con que una Hermana se comporta en los trabajos del día, acierta a decir si la misma se acercó o no, esa mañana, a comulgar.

Esta introspección le sirve especialmente para comprender las penas y las cruces de sus Hijas. No se le escapa ninguna, por más oculta y por más sigilosamente escondida que esté. Y entonces llama a la Hermana apenada y maternalmente la induce a confiarle su aflicción; y si aquélla se rehúsa, ella misma es capaz de arrancársela, con tal abundancia de detalles que mayores no tendría si esta pena se hubiese manifestado ante sus ojos. Y enseguida sabe sugerir los consejos y decir las palabras que derraman suave bálsamo sobre todos los dolores.

La larga práctica y una singular ilustración de parte de Dios, le dan una ciencia singularmente conjetural que difícilmente está sujeta a error.

Por lo cual, algunas de sus determinaciones parecen golpes de escena. A veces se muestra irrevocable en su resolución de despedir a jóvenes que, según el parecer de sus Hermanas, serían valiosas adquisiciones para el Instituto; en cambio, abre las puertas a otras que, según los juicios de las demás, debían ser absolutamente rechazadas. Ya toma a una Hermana apenas salida del Noviciado y la hace Superiora de la Casa de Mele; sus Consejeras se espantan de esta resolución y dicen: “¿Qué hará aquella Superiora improvisada, como un pollito en la estopa?”. Ella responde: “Dejadla ir”. Y la Superiora improvisada, que parece un pollito en la estopa, pasará pronto a ser Maestra de Novicias y luego saldrá electa Madre General.

Una vez, está por abrir una Casa donde las Hermanas encontrarán contactos peligrosos. Todos le aconsejan que mande la más anciana y experimentada. No; ella elige a la más joven de edad y religión, diciendo: “Veréis que sabrá cumplir con su deber”. Y de hecho, la joven Superiora gobierna de un modo admirable. Otra vez, llama a unas Hermanas carentes de todo diploma, ignorantes en cuestiones de clase, y les dice: “Pasad al escritorio y enseñad”.

Estas aducen su incapacidad, y la Madre les dice: “Obedeced, haréis milagros”. Obedecen y hacen realmente milagros, porque sus alumnas llevan la palma sobre las

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otras. De donde se deduce que no sólo tiene especial intuición para dar órdenes, sino que sabe, además, en los casos necesarios, comunicar la fuerza para ejecutarlas.

Citemos todavía el caso de una persona que dio que hablar a toda la Liguria. En un pueblo de la ribera occidental había una hija de aldeanos de la que se referían cosas extraordinarias. Rezaba con insólito fervor. No podía leer o pronunciar el nombre de Dios sin quedar presa de una turbación de la que se acusaba como de una necedad. Era muy trabajadora; y después de haber cumplido su tarea ayudaba también a los otros. Frecuentaba mucho a la Iglesia, donde no mostraba ninguna singularidad; por el contrario, se distinguía por su gran devoción. Enseñaba el catecismo a los niños con una lucidez y una unción que cualquier sacerdote le habría tenido envidia. Decíase además, que por momentos entraba en éxtasis y que los viernes le aparecían estigmas en las manos y en los pies. La fama de estas cosas se difundía por todas partes y el pueblo comenzaba a ocuparse de esta joven como de una santa. Entonces Monseñor Salvador Magnasco, Arzobispo de Génova, quiso apurar los hechos, y para saber la verdad confió a la que llamaban “extática” a la Madre Rossello para que le probase el espíritu. Esta la puso entre las postulantes y la sometió a prueba… Después de algún tiempo estuvo en condiciones de dar la respuesta. Verdaderamente Dios había concedido a dicha joven muchos favores y ésta había comenzado a responder generosamente; pero, cuando algunas piadosas señoras la rodearon de atenciones y ella sintió la primera ráfaga de los cumplimientos, decayeron su simplicidad y su humildad, y la abundancia de los favores divinos se detuvo. Con esto, nada de extraordinario quedaba en la joven. Monseñor Magnasco hizo suyas las conclusiones de la sabia Madre, y el asunto de la extática quedó definitivamente sepultado.

Pero, ¿qué puede escapar a la mirada aguda que da a la Sierva de Dios, la pureza de su corazón? Parece traspasar los muros y salvar las distancias… Es un hecho, que las Novicias le atribuyen una especie de ubicuidad, y susurran entre sí que, aun cuando no las ve, sabe perfectamente cuanto ocurre en el Noviciado. Necesariamente tienen que ser los propios ángeles los que se lo refieren. Una Hermana que asistía a un enfermo a domicilio, una noche tuvo necesidad de salir de la casa para conseguir hielo; pero cediendo a la tentación se compró una mazapán, por cuenta propia. De esta infracción a la Regla buscaba justificarse ante su propia conciencia diciéndose a sí misma que lo necesitaba para quitarse la sed y que, después de todo, no daba escándalo de ninguna clase porque se comía el dulce prohibido mientras subía las escaleras, sin ser vista de nadie. Pero, a la mañana siguiente, al entrar al Instituto, la Madre la llamó a su lado y sin preámbulos le preguntó: “¿Por qué anoche habéis caído en la tentación?”

La Hermana procuró mostrar que no entendía y respondió: “¿Cuál?”. Entonces la Madre, en tono austero y burlón, le dijo: “¿Era agradable el mazapán?...”

Pero un punto sobre el cual da la mejor prueba de su clarividencia es el de las vocaciones, máxime tratándose de vocaciones para su Instituto. La candidata que va a acrecentar su Familia puede hallarse todavía en ciernes; ella la ve presente, la indica ya. Un día, acercóse a un papá venido al Instituto para la Vestición de una de sus hijas, y le preguntó: “Buen hombre, ¿tenéis otras hijas?”. “Sí, otras dos”. “Y bien; también a ellas las traeréis aquí”. El buen hombre hizo un gesto de incredulidad, y le respondió: “Conténtese con ésta”.

Antes que la Santa Madre muriese, la segunda entraba en el Instituto, y diez años después de su muerte entraba también la tercera; entonces aquel padre con un gesto de aflicción dijo: “¡Oh la Madre Rossello! ¡leía realmente el porvenir!”

Otra vez, viajaba en carruaje y tenía cerca suyo un hombre con una niña de pocos años. Después de un trecho, mira fijamente a la niña, le hace una caricia en la cabeza y dice al padre: “Esta niña será Hermana”.

“Nada hay imposible en este mundo, pero por ahora… ¿quién lo sabe?” responde el papá. Y la Madre: “Hasta haremos de ella una Superiora”. Y sucedió que la

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niña aquella vistió y profesó entre las Hijas de la Misericordia; y la Sana Madre tuvo aún tiempo para mandarla como Superiora a Stella San Martino. Y despidiéndola le decía: “Prometí a vuestro padre, en el carruaje, que os haría Superiora; ¿veis cómo cumplo la promesa?”

Otra vez, prevé y predice.Cuando soñó que una joven hebrea se convertía y se hacía Hija de la

Misericordia, ella fue la primera en no hacer caso de este sueño; pero después de trece años, cuando la ex hebrea ingresaba en la Comunidad, pudo exclamar: “He aquí mi sueño realizado”. Y cuando una mamá poco avisada, llega a reclamar a una hija suya que hacía tiempo estaba en el Noviciado, y a fuerza de ruegos y lágrimas la induce a salir, la Santa Madre termina por cedérsela, pero al entregar a la joven, dice a la madre: “Esta hija os hará llorar”. ¡Oh! realmente fue así. ¡Cuántas lágrimas le costó a la pobre madre! Porque la ex novicia, una vez en el mundo, hizo todos sus caprichos, convirtiéndose en la cruz de la familia y después de varias peripecias tuvieron que encerrarla en un manicomio.

Y finalmente tenemos aquí otra predicción que más bien podríamos llamar profecía. Varias veces se expresó así: “Cuando haya visto subir al altar a tres de mis Clérigos, moriré”. Toda la Comunidad retuvo la profecía por tratarse de un asunto demasiado doloroso; y más tarde fue testigo de su cumplimiento.

CAPITULO XXVEL FIN

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(1880)

La vida de la Madre Rossello llegaba a su término. Su robusta contextura debía al fin ceder ante el mal inexorable que la venía minando desde años atrás y que en los cuatro últimos la golpeaba sin piedad.

Ya no era joven: contaba ahora sesenta y nueve años. A principios de 1880 fue obligada a guardar cama por el asma y la sofocación.

De cuando en cuando logró levantarse y emprender algún trabajo; pero la mejoría era de tal género que las Hermanas no podían hacerse muchas ilusiones y ninguna se hacía ella misma a este respecto.

La buena Madre, que veía írsele la vida, parecía sentir redoblado el amor por sus Hijas y de nada se interesaba tanto como de las alegres noticias que le llevaban sobre los progresos del Instituto. Por aquellos días recibe con los brazos abiertos a Sor María Eufemia, Provincial de América, llegada a Italia para referirle los prósperos acontecimientos de esas Casas lejanas y también para pedirle refuerzo para nuevas fundaciones. ¡Cuántas preguntas sobre las vicisitudes de allá! ¡Cómo quería saber minuciosamente sobre el oficio, salud, fatigas, estado de ánimo y de virtud de cada una de sus Hijas! Y estando la Provincial en condiciones de responder sobre cada uno de estos aspectos satisfactoriamente ¡cómo se conmovía la Madre y con qué efusión daba gracias al Señor!

Y he aquí que llega la fiesta de San José, la querida fiesta en que las Superioras locales solían concurrir a la Casa Generalicia para presentar augurios y votos a la venerada Madre. Aquel año fue un desborde de Superioras, porque todas, sabiéndola mal de salud, querían acudir a su lado. Las recibió en su propia habitación y al tender amorosamente la mano a cada una les dijo, con gesto sonriente: “Es la última vez que os molestáis por mí”. Lo mismo repitió a toda la Comunidad reunida en la sala de recreo: “Es la última vez que celebramos juntas la fiesta de nuestro Santo Patrono”. Y como por aquí y por allá resonasen protestas, y de muchas partes le lloviesen calurosos augurios de larga vida, invitó al silencio y continuó: “No. Dentro de poco, no estaré más en medio de vosotras; pero sabed que en espíritu volveré. Y si vivís siempre en recíproca estima y caridad fraterna, quedaré siempre aquí para consolarme con vosotras”.Unas semanas después, la Madre tenía motivo para renovar su predicción, pues habiendo muerto la Superiora de Varazze, Sor María Teresa, una de sus cuatro primeras colegas en la fundación del Instituto, y quedando sólo ella como sobreviviente de aquella primera hora, exclamaba: “Ahora me toca a mí”.

En esos días supo, de labios de Sor María Eufemia, que en la enfermería de Buenos Aires yacían postradas algunas Hermanas. Enseguida escribió a la Superiora Sor María Domitila recomendándoselas vivamente y exhortando a las enfermas a sobrellevar los sufrimientos con tanta resignación y serenidad que les sirvieran de purgatorio; que se animasen, pensando en la feliz suerte que les aguardaría si “apenas terminada su carrera mortal, fueran recibidas en el amoroso abrazo del Esposo Celestial, para no separarse de El nunca jamás”.

Llegaba ya mayo con sus perfumes y sus tibias brisas, trayéndole un resurgimiento de vida. En los días, pues, en que se hallaba más animada, hacíase acompañar a la cercana sala de trabajo y sentábase en medio de sus Hijas, encantadas de tenerla entre ellas; y la Madre, con un acento en que vibraban el afecto y la emoción, dirigía la palabra a todas, pedía noticia de todo y proseguía su obra maternal, exhortando, instruyendo, estimulando.

En un suave atardecer de aquel mes, ayudada por dos enfermeras, pudo bajar al jardín y sentarse entre las plantas en flor. Bien pronto la noticia corrió por el laborerio, noviciado, enfermería, y en un santiamén gran parte de la Comunidad la rodeaba, besándole la mano y haciéndole fiesta. Ella, ante todo, dirigió su palabra a las

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enfermizas y convalecientes, exhortándolas a aceptar las penas de manos de Dios y a ofrecerlas a El, en reparación de los pecados que se comenten en el mundo y por las necesidades de la Iglesia; que tuviesen paciencia, para vivir en paz; que ya habían experimentado era mejor sufrir con Jesús y con la Iglesia que gozar con el mundo… Luego, extendió su plática a todas las presentes, invitándolas a caminar con paso firme en el breve viaje a la eternidad, a no temer las incomodidades y fatigas, a seguir el ejemplo de las cohermanas de América, que últimamente, en un rústico hospital, habían asistido a los atacados de viruela negra, no teniendo para descansar más que una dura tabla puesta sobre el húmedo suelo: he ahí la manera hermosa de servir a Dios y al prójimo y de hacer buena provisión para el Cielo… Y después de haber hablado a las demás, la humilde Madre, con la frente baja, hacíase la plática a sí misma: “¡Pobre de mí! Os doy advertencias y avisos a vosotras, olvidándome de que debiera pensar primeramente en mí. Perdonadme; soy yo quien tiene mayor necesidad de paciencia. Pedid por mí. Hacedlo, por amor a Dios, pues tengo extrema necesidad”.

¿Y acaso se desentendía de los trabajos de la Comunidad? No: de ningún modo. No había cuestión de alguna importancia que no fuese definida por ella o para la cual no diese al menos su consejo. Tanto es esto verdad que, a mediados de julio, habiendo faltado Superiora para una Casa de la Providencia, repasaba el elenco de Hermanas de Italia para encontrar una substituta; y no encontrándola, iba a buscarla a América; y enseguida escribía a la Superiora de Buenos Aires, Sor María Domitila, para que se la mandase cuanto antes.

Ahora ya sus cartas respiraban una ternura especial; se leía en ellas el dolor de la Madre que siente tener que dejar muy pronto a su amada Familia. Escribiendo a la mencionada Superiora, le aseguraba tener presentes en su mente y corazón a aquellas Hijas lejanas, más que si las tuviese cerca; pedía la gracia de sus oraciones, por un motivo que declaraba abiertamente: “Me encomiendo, porque avanzando en edad y aumentando las incomodidades, me parece que estoy muy próxima a mi fin” y significaba cómo toda su vida tendía a la de más allá. “Démonos ánimo pensando que después de esta breve vida de miserias, el Señor por su misericordia nos llevará a su Cielo, donde no habrá más separaciones, ni penas, ni dolores de ninguna clase y nos encontraremos contentas de haber sufrido por amor a Dios y de habernos sacrificado por su gloria”.

Este afecto más íntimo por sus Hermanas parece que le hacía aún más viva la idea de sus deberes maternales; próxima ya a no ser más Madre, sentía la necesidad de serlo en mayor grado y de agregar intensidad a su obra maternal.

Por eso el 19 de julio, día que le era particularmente querido por estar consagrado al campeón de la caridad, San Vicente de Paul, tomando la pluma con trémula mano, escribió una carta que debía ser su testamento espiritual. La carta estaba dirigida a las Hermanas de América; pero es evidente que en la intención de la Mare debía ser un memorial para toda su Familia. Daremos aquí sólo un brevísimo resumen…

“… Las Hijas de la Misericordia deben primeramente vivir en mutua caridad: amándose no por motivos humanos, sino mirando a Dios. Es indispensable para esto el sacrificio, pues la caridad no vive sino a costa de resignación, de tolerancia, de silencio. ¿Puede ser esto gravoso? Pero no nos hemos consagrado a Dios sino para sacrificarnos y, por otra parte, el Esposo Celestial está siempre pronto a darnos el auxilio necesario.

“… A la caridad agreguen la obediencia. Obedezcan por amor a Dios y a sus Superiores; y también, para honrar el Hábito que visten. Condúzcanse con nobleza frente a todos. Pórtense de tal modo con el mundo que éste se vea obligado, a pesar suyo, a respetarlas. Cumplan con sus deberes francamente y sin humanos respetos. Sirviendo a los enfermos en casas particulares, compórtense como si estuvieran en la

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Iglesia. Sean ángeles de consuelo junto al lecho de los enfermos, sean ángeles tutelares en medio del mundo de los pequeños.

“… Reine la máxima confianza entre Hijas y Superioras; con esto se acrecentará la fortaleza para superar las dificultades y los peligros.

“… Tales exhortaciones querría repetirlas diariamente a todas las Hermanas; ellas podrían, empero, recordarlas, releyendo frecuentemente esta carta que será quizás la última que recibirán de su Madre.

“… Si no podrá ya verlas más sobre esta tierra, abriga la esperanza de que se encontrará con todas en el cielo”.

Tres días después, se embarcaba Sor María Eufemia para América, llevando consigo quince Hermanas que la Madre había elegido expresamente entre las jóvenes para que les fuese más fácil aclimatarse en aquellas tierras; y para que pudiesen aportar un impulso más eficaz a aquellas prometientes obras.

Esta separación fue otro golpe para su salud y llegó a anular la leve mejoría que la estación le había traído.

En agosto guardó cama por algunos días.Una tarde, apoyada en una almohada, estaba mirando a una Hermana, que con

prolijidad le remendaba el hábito de invierno.Después de un rato, la llamó por su nombre, y: “Dejad ese trabajo: este invierno

no tendré necesidad de él” –le dijo- y volviéndose a la Superiora Sor María Sabina: “Le dejaré la cruz a Ud.”, añadió.

Otra vez, la nueva Superiora de Varazze entra a su pieza y le dice: “Tengo dos jovencitas que quiero traer para que las acepte entre las postulantes, ¿cuándo puedo venir con ellas?” Y la Madre, después de algunos minutos de silencio: “¿Vosotras hacéis fiesta para el 7 de diciembre, en Varazze?” le pregunta. “Sí, Madre, es la fiesta de San Ambrosio, titular de la parroquia”. “Y bien, ese día venid a Savona, os lo recomiendo”. ¿Quién puede creerlo? La invitaba para que recogiera su último suspiro.

Mientras tanto, se cumplía otro acontecimiento que hubiera sido muy alegre, a no estar unido a una inquietante predicción: la Casa de los Clérigos daba a la Iglesia el tercer sacerdote, don Angel Acquarone; y el pobre sacerdote, al subir al altar lloraba sin consuelo pensando que su primera Misa debía señalar la partida de la Madre, de este mundo.

Sí, ella tiene también que morir; pero, en la espera del cumplimiento de este deber no puede descuidar los otros; y la Fundadora del Instituto de la Misericordia lo será hasta el fin. Así pues, en septiembre, con su acostumbrada prudencia, dirige y estipula las condiciones para mandar Hermanas al Seminario de Albenga. Era la última Casa aceptada por la Madre, la número sesenta y ocho en la lista de las fundaciones.

¿Pero a qué insistir sobre la desnuda crónica de los últimos meses de la Madre Rossello? Mejor es edificarnos del modo con que santifica su enfermedad y la convierte en una mina de la que saca méritos a manos llenas.

Está a la espera de la llamada del Esposo. No sólo la acepta resignada, sino que la desea con ansias. ¿Qué se hace en el mundo, cuando no se está ya en condiciones de trabajar, ni para sí ni para los demás; y en cambio, se convierte en molestia para todos? Declara, pues, que ahora comprende mejor por qué San Pablo pide ser desatado de los lazos del cuerpo. Otras veces, le es más querido San Agustín por aquel suspiro: “Señor, muera de una vez para poder verte”; o, con San Bernardo, aguarda la muerte como la libertadora de todos los peligros y de todos los males. Ya se alegra como el agricultor que contempla la mies madura y se prepara a segarla, como el navegante que se acerca al puerto, o como el desterrado que está por entrar a la Patria, donde le esperan parientes y amigos.

Y su ánimo permanece invencible. El valor que la asistió en el pasado la acompañará hasta el fin. ¿Por qué las Hermanas dejan ver con frecuencia lágrimas en

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los ojos? ¿Qué ayuda puede darles ya?... ¡Ea! Confórtense; desde el cielo, adonde por la bondad de Dios y por mérito de la oración de todas espera llegar pronto, las ayudará mejor que tirada sobre una cama o sobre una poltrona.

¿Y por qué, de vez en cuando el enemigo de las almas tienta inquietarla mostrándole la terribilidad de los juicios divinos? Sí, si ella se mira a sí misma, encuentra muchos motivos de confusión; mas, si mira a Dios no puede temblar, porque El debe ser Juez, pero no puede dejar de ser Padre, y como tal, deberá tener piedad de sus miserias. ¿Ese Jesús que la juzgará, no tiene en su Humanidad cinco llagas que son cinco voces que hablan en su favor? Y además, ¿aquél San José que se levanta al pie de su cama, no se ha constituido en su abogado en vida y en muerte? ¿Puede faltarle la victoria bajo tan buen protector?

Es ella un ejemplo admirable de paciencia. Su manojo de mirra deberá tener buen peso, desde el momento que sufre del corazón, de los riñones, del hígado, tiene una gran llaga en el pie derecho y en las piernas hinchadas padece una tortura tal como si multitud de hormigas las invadieran y picaran. Pero ¿cómo podrá quejarse de estos sufrimientos, que son regalo de Dios? Sea pues que esté tendida en el lecho o recostada en el sillón, ofrece siempre sus penalidades al Señor, por la salvación de las almas y por el bien del Instituto; y en sus labios no se dibuja más que su habitual sonrisa. Manifiesta bien a las claras su disposición interna cuando, a quien la consuela, responde: “Bendito sea Dios que así lo quiere. Si al Señor le agrada, yo estoy dispuesta a permanecer así hasta el día del Juicio”. Si alguna vez la tribulación se hace más violenta y tienta abatir sus energías, entonces acude a San José, entra en vivo coloquio con El, se hace narrar sus penas por los caminos de Belén y de Egipto, le confía las suyas propias, le pide, no la curación de sus dolores, sino la gracia de llevarlos con mérito; y repite centenares de veces seguidas: “San José, ayudadme Vos”. Conversando así con este amable Santo se reconfortan su corazón y sus miembros.

Se duele de no poder hacer largas oraciones; pero en realidad, por medio de jaculatorias hace continua oración. Sor María Amalia, que vela de noche, afirma: “Duerme poco y ora siempre”. Atormentada habitualmente por la sed, soporta hasta lo inverosímil para poder comulgar; después, viendo que algunas veces se verá obligada a privarse, obtiene, por Rescripto Pontificio, la dispensa del ayuno para dos Comuniones semanales. Sus Comuniones debieron ser de veras edificantes, porque hubo una Hermana, María Cipriana, que entraba furtivamente en la pieza de la Madre cuando le llevaban la Santísima Eucaristía, sólo para edificarle viendo el fervor con que comulgaba.

Y aún en estas dolorosas condiciones, sigue siendo siempre la Religiosa de la observancia y de la mortificación.

¿Quieren que venza la repugnancia que siente por la comida? Pues bien; se resigna a tomar cualquier alimento, con la condición de que le lleven el de la Comunidad. Cuando la enfermera se empeña en darle un cordial o un refresco, entonces se excusa, diciendo: “¿A qué tantos miramientos conmigo? Debemos amar las privaciones y la mortificación”. Por otra parte, la enfermera de la Casa Madre no tuvo jamás una enferma tan dócil como ésta; la Superiora General reconoce tener actualmente en ella una Hermana que le es superior, y se somete pacíficamente a todas sus prescripciones. “Así -dice- mereceré obedeciendo lo que no puedo merecer trabajando”.

¡Y qué espectáculo conmovedor no debe ser para las Religiosas la actitud humildísima en la cual se mantiene siempre la pobre enferma!

Ella, que se prepara tan magnífica corona, se encomienda a cada momento a unas y a otras para que rueguen por su salvación y termina el pedido agregando: “¡He cometido tantos pecados!” Y cuando ve a sus queridas Hijas afanándose en cuidarla y con tanto gusto disputarse la tarea de velarla y de servirla, siente una especie de

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remordimiento, le parece no merecer ese interés y les dice: “¿Por qué perdéis vuestro tiempo junto a mi? Id más bien a rezar por los pecadores y así rogaréis sobre todo por mí”.

Pero, si despide afablemente de su lado a las Hermanas cuando éstas quieren ocuparse de ella, las llama cada vez que ella debe ocuparse de sus Hijas. Frecuentemente las quiere tener en torno a su lecho para dirigirles oportunas exhortaciones, especialmente la de incitarlas a ser responsables y a trabajar por amor a Dios, mientras tuvieran fuerzas.

Y ella, que ha pasado toda su vida en una estupenda actividad, no invita a las Hermanas a emular sus pretéritas arduas fatigas, sino a mirarse en su inacción presente.

No esperen trabajar cuando sean ancianas, ¿qué se puede hacer en la vejez…? Claramente lo ven en ella que ha venido a ser el escándalo de la Comunidad por su forzada inercia… ¿Quién podrá decir la ola de bienestar moral que pasa por el Instituto de las Hijas de la Misericordia con este ejemplo y enseñanza de la Santa Madre? Verdaderamente que aquella su pobre pieza se convirtió en una escuela de perfección. Jamás la Madre trabajó tanto por la santificación de su Familia como cuando creía hacer absolutamente nada… menos que nada.

* * *A fines de octubre, empeoró sensiblemente; se la veía disminuida y encorvada

en forma impresionante. Con el caer de las hojas se extinguían sus últimas fuerzas. Y… con una tranquilidad que causaba estupor al P. Filomeno de la Coronata, continuaba viendo en todo esto la aproximación de su fin.

A la Superiora de Quinto, que vino a pedirle normas sobre asuntos relacionados con la administración de esa Casa, le dio oportunas indicaciones, agregando, sin embargo: “Regulaos así por algunos meses; después… haced lo que os digan los Superiores”. Con estas frases hacía comprender perfectamente, que su gobierno no se alargaría más allá de unos cortos meses. A la Superiora de la Providencia de Savona, que le recordaba la necesidad de proveer de ropas de abrigo a las huérfanas para el próximo invierno, respondía: “Proveerá a todo, mi sucesora”. En conocimiento de que la Superiora de Puerto Maurizio trabajaba una alfombra para obsequiársela en las fiestas de Navidad, quiere verla, y le dice: “Os agradezco, pero vuestro regalo lo ofreceréis no a mí, sino a otra Superiora”.

Sin embargo, el 10 de noviembre, escribía aún una carta a su querida Sor María Domitila, Supriora de Buenos Aires. Fue ésta la última que escribió su mano. En ella dice de sí, sólo que estaba “discretamente bien”, y pasa enseguida a hacer recomendaciones a las Hermanas y a dar noticias sobre ciertos asuntos políticos de Italia, de los que tenía muchos temores, por el cariz anticlerical que iban asumiendo; no obstante, acerca de los mismos se confiaba completamente a la misericordia de Dios “que todo lo dispone para nuestro bien”.

Pero otro asunto, de orden interno, llevaba muy en el corazón: el Noviciado, con sus cuarenta postulantes, la mitad de las cuales debía vestir en el próximo febrero. Ella no asistiría ya a esa fiesta, pero le importaba mucho que se preparasen convenientemente. Las reclama, ordena que se las traigan, las quiere a las cuarenta en torno suyo. Era el 21 de noviembre, dedicado a la Presentación de María Santísima en el Templo.

¡Piadosa y conmovedora escena! Un conjunto de jovencitas, que se aprietan en la diminuta alcoba, mientras la Madre desde su lecho, sostenida por un montón de almohadas, les dirige la palabra, animándola de tanto en tanto con algún gesto de su mano descarnada y trasparente. Habla como de costumbre, no de cosas nuevas, sino diciendo las viejas con nueva unción y haciéndolas solemnes por la singular

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circunstancia de ir dejando sus postreras energías, en el corazón de su Familia Religiosa.

¡Felices las postulantes que fueron designadas en aquella noche inolvidable para recibir el Hábito religioso!

… No alegrarse, empero –dice la Madre- de esto, ni creer haber alcanzado el ápice de la perfección. ¿Sabían acaso ellas qué se necesita para ser verdaderas Hijas de la Misericordia? Debían negarse con frecuencia y, si la ocasión se presentaba, estar prontas a dar también la vida por el prójimo…, pisotear el amor a sí mismas y la propia voluntad; trabajar y obedecer, no para agradar a la Superiora o a la Maestra, sino únicamente para agradar a Dios a quien se han consagrado.

… Amarse recíprocamente, amarse con aquel amor generoso que impele a ir prestando servicios y ayuda, aun cuando éstos no sean solicitados. ¿Recordaban las bellas cualidades que –según San Pablo- tiene la caridad? Y bien; esta caridad debían tenerla todas. Sin ella, habrían obtenido sólo y apenas, el nombre de religiosas.

… Trabajasen con energía, disponiéndose a hacer cualquier cosa, sin malhumor ni murmuraciones. Orasen a su tiempo; y no creyesen que era una perfección ir a rezar, cuando urgiese hacer otra cosa a favor del prójimo o del propio Instituto.

Durante los recreos, riesen y se divirtieran alegre y santamente, bajo la mirada de Dios.

… Pensasen en sus obligaciones y procurasen no inmiscuirse en los asuntos de los demás. Al ver algún defecto de una Hermana, no quisieran divulgarlo por toda la Casa.

… Fuesen humildes, de tal modo que se les pudiese hacer una observación sin verlas luego enfadadas o entristecidas. Imitasen a los Santos que se regocijaban con las humillaciones. Aducía un ejemplo: muchos años atrás, cuando ella era Maestra de Novicias, había una que necesitaba un peine, y por no ir a pedírselo a la Maestra, se lo hacía prestar. Y bien; ¿sabían cómo la había tratado? La obligó durante varios días a arrodillarse en pública recreación y a decirle en voz alta: “Maestra, tenga la caridad de darme un peine”. Y fue así como la novicia llegó a dominar su amor propio.

¿Estaban ellas contentas de seguir esta vida de recogimiento y de mortificación?... ¿Sí? Pues que vistiesen entonces el Santo Hábito y siguiesen adelante con la bendición de Dios.

Estas reflexiones en las que la Madre revela su encendido ideal de perfección religiosa, fueron para las postulantes de saludable empuje, pero el pobre corazón de la enferma, que debía en todo momento economizar fuerzas y evitar emociones, se sintió desfallecer. En la noche siguiente tuvo un acceso de asma que la atrasó bastante. Con todo, a la mañana bajó del lecho y se trasladó a la tribuna para asistir a la Santa Misa, pero el mal pudo más que la buena voluntad de la Madre, ya que vencida por un nuevo ataque, dijo a sus Hermanas: “Me siento mal. Ayúdenme a llegar a la cama”.

Se llamó enseguida a los médicos, quienes le encontraron el corazón extremadamente debilitado, estando acordes en afirmar, a pesar de la gravedad comprobada, que, de cumplirse con exactitud las debidas prescripciones, posiblemente se superaría la crisis, por esta vez. La Madre había escuchado el diagnóstico de los facultativos y, cuando éstos se hubieron retirado, sonriendo amablemente, dijo: “¡Ah, los médicos… los médicos… ellos dan fácilmente una esperanza, pero el mal que tengo dentro… ese mal, lo siento yo sola…!”

Y verdaderamente, la enferma entraba en el período de indiscutible y máxima gravedad; gravedad que se manifestaba en una obstinada somnolencia, extraña en ella que padecía largos insomnios de noche. Pero la vivacidad con que reaccionaba al oír la campana llamando a la oración común y el fervor, visible a todas, de sus devociones particulares, ayudaban a las Hermanas a participar del optimismo de los médicos y a esperar, si no a verla sana, por lo menos conservarla todavía largo tiempo. De esta

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esperanza se lamentaba ella dulcemente diciendo: “Nadie cree en la gravedad de mi mal; pero yo sé cómo estoy. Van a esperar a que no comprenda nada para darme la Extremaunción”.

Había comenzado la novena de la Inmaculada Concepción. La enferma presentía que no iba a celebrar esta fiesta en la tierra; pero queriendo hacer santamente la novena pidió confesarse y que le trajesen el Santo Viático. Este le fue llevado solemnemente entre la más intensa emoción de la Comunidad. Cuando vió entrar a Jesús en su pieza, le tendió ardientemente los brazos y su frente se inundó de un resplandor que todas las presentes tuvieron la oportunidad de contemplar. Una vez recibida la Comunión, con los brazos cruzados sobre el pecho, mantuvo un largo coloquio con su Dios, ofreciéndole alegremente el sacrificio de su vida. Volvió a instar que le diesen la Extremaunción, y aun esta vez, no obstante la evidencia del peligro, fue vana la insistencia.

El 4 de diciembre, en un momento de mejoría, recordó a sus huérfanas predilectas. Llamó a la Superiora de la Providencia y le preguntó si había suficientes provisiones en la despensa, para los meses de invierno. Y sabiendo que todo estaba previsto, se mostró contenta y le encargó que llevase a aquellas buenas hijitas su saludo.

Menos feliz fue el día siguiente. Estaba muy abatida. Volvía aprobar las inquietudes morales que la torturaban desde hacía años y que en esos días parecían haberse desvanecido. Evidentemente, Dios permitía de nuevo esa prueba para la suprema purificación de su alma. ¡Oh! Qué tristes resonaron en el corazón de aquellas dos Hermanas que la asistían, las palabras de la Madre: “¿Qué hacéis junto a mí? Ocupad mejor, Hijas queridas, vuestro tiempo. Escuchadme: Id a la Capilla y delante del Santísimo Sacramento, rezad por la conversión de los pecadores y especialmente pedid a Dios por mí, para que me dé la gracia de una buena y santa muerte…”

El 6 de diciembre pareció más aliviada. En su incansable caridad, vuelve a pensar en los demás. En efecto, se acuerda de cierta señora, a quien ella acostumbra favorecer. Hace llamar a la Superiora Sabina y le dice: “No quiero que, por ocuparos de mí, os olvidéis de aquella pobrecita; sabed que está muy enferma y que se encuentra en grave necesidad. Mandadle algún socorro”.

Pero, hacia el atardecer, de improviso, da un lamento: “Me siento desfallecer” –dice.

Las Hermanas, ansiosas de darle vida, corrieron a traerle una sopita. La Madre, siempre complaciente, hace reverentemente la señal de la cruz, alarga la mano… toma una cuchara… pero las fuerzas la abandonan… tiembla… la cuchara rueda por el suelo… y ella cerrando los ojos cae desvanecida sobre las almohadas.

La Superiora llama enseguida al sacerdote, quien al encontrarla tan grave se apresura a administrarle la Santa Unción.

Y… ¡cosa admirable!... Aun privada de los sentidos, mientras le administraban el Sacramento se hizo la señal de la cruz, acaso en fuerza de la costumbre de repetirla, acaso también, Dios lo sabe, como intuición de su alma que tantas veces había reclamado la Extremaunción. Vuelta en sí y enterada de que, en total inconciencia, le habían dado el postrero de los Sacramentos, poniendo de manifiesto toda la pena de su alma, dijo al Padre Director y a la Superiora Sabina: “He aquí que ha sucedido lo que tantas veces temí. A fuerza de hacerme esperar, me habéis hecho administrar este Sacramento, cuando nada comprendía”. Y la piadosa enferma se miraba con veneración las manos ungidas por los Santos Oleos, y se concentraba en sí misma como si alcanzase con retardo los frutos del precioso Sacramento.

Hacia la media noche pidió recibir la Sagrada Comunión. Al preguntarle si quería reconciliarse antes, respondió: “Gracias; no tengo nada más que decir”… ¡Qué magnífica tranquilidad de conciencia!... ¡En el momento supremo de presentarse ante el Divino Juez, poder renunciar al inestimable recurso de la absolución, por no tener de qué acusarse!

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Despuntaba el día 7 de diciembre, vigilia de la Inmaculada Concepción de María. Era el alba que otras veces surgiera como precursora de grandes alegrías espirituales para el Instituto de la Misericordia y que ahora se alzaba triste, como un mensaje de muerte.

Apenas aparecidas las primeras horas del día, en la Capillita de la Providencia se expuso el Santísimo Sacramento, y Hermanas y niñas fueron sucediéndose en la oración. No se dio tregua alguna ante Jesús Eucarístico; se le quería arrancar la gracia de la salud para la Madre; se anhelaba que El dejase aún en el destierro a la que ya había madurado para el Cielo.

La enferma entró en un letargo. Bastaba, sin embargo, llamarla para que abriese los ojos y respondiese. La asistía el Canónigo José Pizzardo y el Director Vicente Galleano.

Por momentos, se hacía lentamente la señal de la cruz, mientras sus labios se movían musitando una oración.

Cada vez que salía de ese sopor, su mirada iba en busca del Crucifijo y de la estatua de San José. Varias veces se le oyó decir muy quedo, pero distintamente: “Jesús mío, misericordia”. “San José, querido Padre, ruega por mí”. Indicio inequívoco de que su alma continuaba sin interrupción unida a Dios.

En cierto momento, vió junto a su cama a la Superiora de Varazze, que según su promesa debía llegar el 7 de diciembre trayendo dos postulantes. La Madre no le dijo palabra; pero la miró largamente con ternura, como para agradecerle su venida y darle a entender que por algo le había señalado precisamente aquel día para su viaje a Savona. Había llegado a tiempo para cumplir un filial deber: el de recoger el último aliento materno.

El sopor crecía. Sus miembros se debilitaban cada vez más… ¡Pobre Madre! Parecía reconcentrar las postreras energías para dar a su Dios todo su amor.

Tenía necesidad de silencio. Con voz apenas perceptible dijo al Director espiritual, que se apresuraba a sugerirle piadosas jaculatorias: “AHORA BASTA”.

Su alma se encontraba en disposiciones bellísimas para la partida de este mundo, pero no obstante, sus labios tornaban a intervalos a repetir, como en un suspiro tenue, su suprema entrega: “SEÑOR EN VUESTRAS MANOS ENCOMIENDO MI ESPIRITU”.

Entró en la agonía.La Superiora local, la Vicaria, las Superiras de otras Casas, postradas en torno a

su lecho rogaban ininterrumpidamente, por ella; por la puerta era un continuo asomarse de Hermanas, que, dando una mirada a la moribunda, se retiraban enjugándose las lágrimas. En un ángulo de la pieza, una morenita, la más afecta a la Madre, se deshacía en llanto; se intentó sacarla de la habitación, pero no fue posible moverla de allí. No era una sola: eran las africanas, que en número sin número acogiera la Madre en su gran caridad, personificadas en aquella negrita, las que tributaban el homenaje póstumo de su gratitud y se apiñaban a su lado para darle, en sus lágrimas, toda la ternura de sus sencillos y amantes corazones.

La agonía duró toda la tarde, hasta que a las nueve de la noche la Madre MARIA JOSEFA ROSSELLO, plácidamente entregó su espíritu al Señor.

Habían comenzado ya las primeras vísperas de la Inmaculada. La gran fiesta estaba abierta.

Había vivido en la tierra, sesenta y nueve años, seis meses y diez días.

* * *

¡Cómo se ha tornado vacío, triste y silencioso el Instituto de la Misericordia al verse privado de la que lo alegraba con su presencia y engrandecía con su autoridad!

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¡Y… cuánto llanto… cuánto dolor… cuánto luto… junto al cuerpo rígido de la Madre muerta!

Vestida con el Hábito religioso fue colocada sobre un lecho de flores; las manos cruzadas sostenían el rosario y el crucifijo, sus compañeros inseparables. Mostraba su semblante tanta placidez que, más que muerta parecía dormida.

Las Hermanas se disputaban el honor de velarla y no cesaban de besarle el hábito, las manos y la frente.

El Obispo de Savona, Monseñor José Boraggini, avisado de inmediato, fue en persona al Instituto, y, arrodillándose junto a los restos, oró largo rato; después convocó a las Hermanas y les hizo una emocionante plática en la que encomió las grandes virtudes de la Madre y la presentó a todas como modelo de altísima perfección, a la que debían imitar.

Mientras tanto, la noticia cundía y de todas partes de la ciudad llegaban numerosísimas personas al Instituto de la Misericordia para contemplar por última vez el semblante de la querida Fundadora.

Sacerdotes y laicos, ricos y pobres, grandes y pequeños, se postraban con sentimientos de veneración y, de todos los labios salía idéntica frase: “¡¡Era verdaderamente una santa!!”

Y en seguida sed empezó a pedir recuerdos y reliquias. Al efecto se destinaron dos Hermanas para tocar a los restos, con medallas y rosarios que presentaban los fieles. Y entre ellos no faltó quien se atreviera a cortarle un pedacito del hábito. Saquearon hasta el jergón que fue dividido y subdividido, como precioso recuerdo, por las Hermanas y las personas más devotas de la Madre.

El cadáver quedó expuesto tres días, y ante él pasaron los visitantes en un doloroso e ininterrumpido desfile.

Dada la estrechez de la Iglesia de la Misericordia, las exequias fueron celebradas en la Parroquia de San Juan, resultando imponentes por el gran concurso de pueblo.

Espectáculo conmovedor en extremo, el del entierro. Modesto como había deseado la Santa y como convenía a una religiosa; pero acompañado por centenares de Hermanas procedentes de toda la Liguria, y por doscientas huérfanas de las tres Providencias, que llorando y rezando devotamente seguían el fúnebre cortejo, camino del cementerio.

Una larga y doble fila de sacerdotes, miembros de Comunidades religiosas e inmensa multitud de pueblo, abundante en pobres beneficiados que rendían su postrer homenaje de gratitud, avanzaba, silenciosa y devota al compás del triste redoblar de las campanas. El féretro, cruzando las calles de Savona, conducía a la Madre que tantas veces las recorriera en vida dejando en su huella el ejemplo de sus excelsas virtudes y que hoy, llevada por sus muchos admiradores, llegaba a la mansión de los que descansan en la paz de Cristo esperando el alba bellísima de la resurrección de los muertos.

A la que tantas simpatías despertara al caminar la senda del trabajo y del dolor, a la que tan heroicamente se diera al prójimo enfermo para cuidarlo, asistirlo y compartir sus insomnios, al niño huérfano o abandonado para brindarle un hogar, a la niñez africana para hacerle conocer y gustar las caricias de una madre, al clero para ayudarlo en toda eventualidad, al aspirante, al sacerdote pobre y sin recursos, para brindarle una escuela con su familia conventual en miniatura, a las jóvenes arrepentidas para recogerlas haciéndoles gustar la paz de una conciencia en gracia, a los muertos para acompañarlos a la tumba, a los grandes y pequeños para enseñarles el catecismo, a los que sufrían necesidades para cubrirlos con el manto sin orillas de su exquisita caridad y a todos para llevarlos a Dios con sus sacrificios, su piedad y su oración…, no podían ni debían faltarle los sufragios con que la Santa Iglesia sigue a sus fieles hijos por las sendas desconocidas de ultratumba. Por eso, los solemnes funerales que, empezados en

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Italia y terminados en la Argentina, se multiplicaron por doquier, congregaron en la Catedral de Savona, lo mismo que en la Parroquia de San Juan, en la propia Iglesia de la Casa Madre, y demás templos de las ciudades donde las Hijas de la Misericordia regenteaban obras, incluso en la Iglesia Catedral de Buenos Aires y otros templos de la Provincia, nutrida concurrencia de amigos y admiradores de aquella que, a ejemplo del Maestro Divino, pasara por la tierra haciendo el bien.

Al finalizar este Capítulo, daremos, a manera de información, ya que también el detalle interesa a quienes mucho amaron a esta Madre, que el cadáver no fue inhumado en el Cementerio de Savona sino transitoriamente en un lugar reservado, cedido ad honorem por la Municipalidad, porque la falta de tiempo impidió el trámite, siempre largo, de los permisos necesarios para darle sepultura en la Casa Madre, como todas las Hermanas lo deseaban.

Permaneció, pues, en este Cementerio, hasta 1887, año en que, obtenido finalmente el despacho favorable de lo solicitado seis años atrás, el cuerpo de la Santa fue reverentemente conducido a la Casa Madre de aquel Instituto de la Misericordia que, para la gloria de Dios y salvación de las almas, fundara en el año 1837.

En medio del amplio jardín, se abrió una tumba a modo de capilla, sencilla y austera, pero sugestiva, hermosa y atrayente.

Allí, custodiada por dos altos cipreses que parecían indicar el Cielo donde el alma de la Madre reinaba, y rodeada de flores, símbolo de sus virtudes, la Madre continuaba silenciosamente su obra de extraordinario empuje y era, para sus Hijas, defensa y dirección, al recordarles con su cercanía las maternales enseñanzas de otrora, impregnadas de celestial amor.

CAPITULO XXVIHACIA LA GLORIA

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La memoria de la Madre Rossello ha perdurado como una bendición. Por las obras realizadas entre el pueblo, debía seguir viviendo como un astro

bienhechor, y, por las verdaderas y sólidas virtudes que practicó durante su vida, permanecer como luz ejemplar de santidad.

Porque la Providencia suele tratar de esta manera a sus elegidos: hacer que vivan después de muertos y sean tanto más grandes, cuanto más trabajaron para empequeñecerse, en su paso por la tierra.

El cadáver yacía aún en el Cementerio local, y ya era objeto de una intensa veneración; veneración que creció cuando los restos fueron trasladados al jardín del Instituto. A las Hijas de la Misericordia les parecía que la buena Madre había vuelto nuevamente a su lado. Cada día, a cada momento, volaban a la tumba marmórea, donde sentían que la Madre las esperaba. Todas aseguraban experimentar un recogimiento nuevo en aquel lugar y, mientras instintivamente les repelía rezar por su eterno descanso, veíanse como forzadas a encomendarse a ella. Tan convencidas estaban de hallarse en presencia de una moradora del Cielo.

La Comunidad entera, en los momentos de mayor necesidad de luces o de ayuda, se daba cita en el sepulcro de la Madre. En general, en cualquier urgencia, era unánime y espontánea la invitación: “Vamos a rogarle a la Madre…”

A toda postulante que entraba al Noviciado se la conducía ante todo a la tumba de la Madre Fundadora. Era costumbre, en las vísperas de la Vestición y de la profesión, que toda la Comunidad se reuniese allí para rezar.

Como la venerada tumba estaba situada frente a la enfermería, las Hermanas cuyo mal les impedía salir de allí, se asomaban por las ventanas para saludarla y encomendarse a ella. Los primeros pasos que permitía la convalecencia y los últimos que concedía la enfermedad, eran para acercarse al sepulcro de la Madre; y todas estuvieron siempre contestes en afirmar que sacaban refuerzos de paciencia y de consuelo de Aquélla que tanto había luchado y sufrido en la tierra.

Las Hermanas diseminadas por las Casas de Italia y de América, nada envidiaban tanto a las de la Casa Madre como la suerte de tener consigo los restos de la Fundadora; por eso apreciaban y guardaban como reliquia una hoja o una flor que hubiese crecido en los caneros que circundaban la fúnebre Capillita; por eso, si llegaban a Savona, su primer pensamiento era correr a la amada tumba y desahogar la plenitud de su filial afecto.

Partía de allí un misterioso llamado, al que no podían resistir, que las impulsaba a satisfacer un deber sagrado y al mismo tiempo a llenar una afectuosa necesidad.

Pero la veneración se extendía aun fuera del Instituto. Personas de toda clase social exaltaban las virtudes de la Fundadora de la Misericordia. Muchos acudían a la Casa Madre pidiendo el favor de poder orar sobre la tumba; muchos dejaban exvotos, que las Hermanas, por respeto a las leyes eclesiásticas, retiraban, pero que eran prueba de la estima que se tenía de su santidad.

Entre los visitantes citaremos al menos a los más ilustres: Los Obispos de América en cuyas diócesis actuaban las Hijas de la Misericordia, yendo a Italia se sentían obligados a llegar hasta Savona, únicamente para conocer el Instituto donde la Madre trabajó en vida y postrarse sobre la tumba en que reposaba después de muerta; porque, a través de las Hijas habían podido formarse una idea de la grandiosidad de la Madre.

A acrecentar más y más la fama de su santidad contribuyó la “Vida” escrita con el brío y unción con que sabía hacerlo el Padre Francisco Martinengo, y publicada en 1884; pero mucho más aún, la admirable expansión del Instituto. Los excelentes frutos indicaban la bondad del árbol, y éstos eran copiosos. En poco tiempo, las Hijas de la Misericordia se habían difundido en veinte diócesis de Italia, siete de América del Sur y

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eran solicitadas en muchas más. Se imponían a la admiración de todos, por la ejemplaridad religiosa unida a una inteligente adaptación a los tiempos; por la seriedad de sus métodos educativos, por el entusiasmo y la alegría con que daban cumplimiento a sus penosos deberes; elogios que no podían tributarse a las Hijas sin que recayesen en la Madre de quien habían aprendido a ser así y a proceder en esa forma.

Muy pronto se consiguieron gracias y favores por su intercesión. ¿Qué testimonio más autorizado que el de los hechos que comprueban un poder extraordinario?

Sor María Rosario, de Buenos Aires, fue declarada tuberculosa, por tres médicos. Una hermana le aplicó sobre el pulmón enfermo tres pensamientos que florecieron sobre la tumba de la Madre Fundadora. Al momento cesaron los dolores, la tos, la fatiga, y comenzó la mejoría que, rápidamente, resultó curación perfecta.

Sor María de la Purificación: también ella residente en Buenos Aires, enferma de cálculos, había sufrido ya dos operaciones y, como empeorarse, se imponía una tercera. La Superiora se opuso a esto, alegando que la Madre Fundadora se ocuparía de evitársela; que recurriese fervorosamente a ella.

La Hermana obedeció, invocó con gran fe a la Sierva de Dios y ésta acudió tan solícita que, al instante, se encontró libre de su mal y plenamente restablecida. La relación del hecho está comprobada por el médico de cabecera.

Sor María Constante de la Dolorosa tuvo una caída, lesionándose la espina dorsal; dos meses después se levantó, pero no estaba bien. Con frecuencia sentía dolores agudos durante los cuales perdía el uso de la palabra y de la vista y quedaba extenuada. Los médicos concluyeron por declararla incurable. Después de ocho años de esto, habiendo acudido a la intercesión de la Madre Fundadora recuperó completamente la salud y continuó sus ocupaciones.

La madre de esta Religiosa, atacada de anemia cerebral, cayó en un estado de postración extrema, física y moral. Perdió la memoria, se entorpeció la razón y no fue más dueña de sí misma. Se desesperaba poder salvarla, cuando de improviso, en la noche del 20 de junio de 1891 recuperó perfectamente la salud. A esa hora su hija, en Savona, orando y llorando ante la tumba de la Madre Fundadora, pedía insistentemente la curación de su madre. El milagro estaba hecho.

Sor María Eufemia, Provincial de América, obligada a someterse a una intervención quirúrgica, bebió un sorbo de agua que contenía hilachas del hábito de la Madre Fundadora y desde ese momento preciso comenzó la mejoría que terminó en completa curación.

Sor María Gertrudis, fue toda actividad hasta los treinta años. En esa época se manifestaron los síntomas de tuberculosis, acompañados de indicios de enajenación mental que la ponía inquieta y despreocupada de su propia salud, hasta el extremo de buscar las corrientes de aire e ir a arrancar pastos bajo la lluvia. Tentó fugarse desde Puerto Mauricio, donde estaba, haciéndose llevar a la estación del ferrocarril que conduce a San Remo, porque –decía ella- quería ir a juntar dinero para la Beatificación de la Madre Fundadora. Calcúlese el dolor de su óptima Superiora, Sor María Georgina Pinelli, cuando los médicos le dijeron que debía iniciar los trámites para internarla en un manicomio. No, no; esto no debía suceder; la Santa Fundadora evitaría a la Comunidad semejante pena. Se acudió a su intercesión mediante una novena que dio como resultado tranquilizar a la pobre enferma y hacerla entrar en el proceso normal de sus facultades mentales.

Fue entonces cuando se hizo una segunda novena, con la cual se obtuvo una completa victoria, pues la tuberculosis sanó radicalmente y la Hermana recuperó en breve tiempo el brío y actividad de antes. El doctor Angel Novella, que después de la curación la revisó cuidadosamente, declaró: “Estos pulmones parecen haber sido renovados”, y agregó estas significativas palabras: “Noventa y nueve por ciento, con

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enfermedad análoga, sucumben. Yo no dudo en creer que esta curación es sobrenatural”.

Sor María del Espíritu Santo, religiosa del Colegio de La Plata, se enfermó de tuberculosis renal y llegó a tal grado de debilidad que no toleraba ni un vaso de leche; le sobrevinieron varias hemorragias acompañadas de altísima fiebre que hicieron perder las últimas esperanzas.

Le fueron administrados el Viático y la Extremaunción. Una última consulta de médicos declaró que “no había nada que hacer” y el médico de la Casa, que la observaba continuamente, dijo: “se necesitaría un milagro para salvar a esta Hermana”. Y bien: se tentó alcanzar el milagro. Empezaron una novena a la Madre Fundadora unida a otra del Fundador de los Padres del Corazón de Jesús, gran taumaturgo; pero después de una, dos y tres novenas, la enferma empeoraba. Luego se empezó una cuarta novena y esta vez exclusivamente a la Madre Fundadora, sin intervención de ningún otro Santo, y además se pedía que “el milagro se obrara instantáneamente”. El resultado, en los primero días de la novena, fue un nuevo acceso de fiebre, que llegó a los cuarenta y un grados; pero el último día, la enferma exclamó en voz alta, de improviso: “Siento que estoy bien”. Se llamó inmediatamente al médico, quien pensó fuera para extender el certificado de defunción.

¡Cuál no sería su asombro al entrar en la Casa y ver venir a su encuentro, sonriendo, a la misma Hermana que el día antes había dejado moribunda y para la que traía en el bolsillo el visto bueno para la sepultura! Con referencia al hecho, se expresó: “es un caso fenomenal, es un hecho extraordinario y sorprendente”, expresiones que dicen mucho, a pesar de la extrema cautela que encierran.

Al seño Julio Cerretti, de Castelnuovo Scrivia, reducido a sus últimos días por apendicitis purulenta y otros graves disturbios de las vísceras, fuele aconsejado pedir la gracia a la Sierva de Dios, mediante el rezo de tres avemarías y la jaculatoria “Madre de Misericordia, rogad por nosotros”.

Rezó las Avemarías; pero, en su ingenuidad, cambió la jaculatoria por esta: “Madre Fundadora, ora pro nobis”. Sin embargo se ve que la Santísima Virgen no se ofendió por el cambio, ya que después de cinco días dejaba el hospital, completamente curado.

Magdalena Lanfranconi estaba gravísima por una pulmonía aguda, complicada con su estado próximo a ser madre. Su esposo, médico, requirió la consulta de cuatro colegas de fama, los cuales pronosticaron que se trataba de un caso desesperante. Las Hermanas de la Misericordia vinculadas a la familia, mandaron a la enferma una imagen de la Madre Fundadora e hicieron rezar a los niños del asilo y a los alumnos del Colegio para pedir su curación; y la obtuvieron. De pronto la enferma se encontró fuera de peligro y la niña nacida en esta circunstancia fue llamada “la hija del milagro”.

Serafina Lavezzari –de Castelnuovo Scrivia- tenía una niñita de tres años, que fue atacada de meningitis. Viendo que la ciencia no encontraba ningún remedio, pidió ayuda a la Sierva de Dios, la cual hizo lo que no pudo hacer aquélla, y la niña sanó.

Pero no creamos que el poder de la Santa Madre se limite a curar enfermedades del cuerpo; ella responde a cualquier pedido, socorre en cualquier necesidad: En el Hospital de Corrientes –República Argentina- había un soldado muy lleno de enfermedades y que, por añadidura, estaba arrestado. Este sujeto concibió un odio inexplicable contra Sor María Marcela, encargada de la sala. A cada momento la insultaba y la amenazaba. La Superiora no quiso por nada privarse del trabajo inteligente de esta Hermana; la retuvo en su puesto y, para su defensa, la confió a la custodia de la Madre Fundadora. Pues bien: en los tres años que Sor Marcela tuvo que vérselas con aquel empedernido, oyó de continuo sus insultos, pero jamás experimentó daño alguno.

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Gastón N…, desde niño había estado al cuidado de las Hermanas. Al llegar a la juventud, derrochó en el desorden los tesoros de salvación adquiridos junto a ellas, y agonizaba ahora, a los treinta años, rechazando los Sacramentos. En tal circunstancia era necesario rezar para que este infeliz muriese cristianamente. Se le avisó a la Hermana que lo había conocido y dirigido en su niñez y ésta encomendó la salvación de su alma a la Madre Rossello para que interviniese por este desgraciado ante María Santísima y San José. Tres días después, supo que Gastón había muerto; pero también, que había recibido con fervor los Santos Sacramentos…

En uno de los Colegios de la Argentina, dieciocho alumnas normalistas debían dar examen ante un tribunal de profesores muy exigentes y temibles. ¿Cómo se prepararon? Bebiendo una infusión de flores crecidas junto a la tumba de la Santa Madre. Esta bebida sostuvo su valor de tal manera que las dieciocho dieron la prueba con excelente resultado.

Una pobre señora se encomendó a la Sierva de Dios para que hiciese valer sus razones ante un primo, atrevido y altanero, que le usurpaba una casita y que, ante las protestas de la dueña contestaba que, en vez de casita le daría unos azotes. Parece que la Madre Rossello tomó cartas en la defensa de la pobre mujer porque el “buena pieza”, después de unos días se presentó a su prima pidiéndole disculpa y prometiéndole restituir, y darle además una retribución a cuenta del alquiler que le adeudaba.

Dado la fama de santidad, siempre en aumento, y su intervención de taumaturga en los casos más diversos y desesperados, era natural que surgiese la idea de ver a la Sierva de Dios elevada al honor de los altares. Por lo tanto, el Fraile Menor, Padre Francisco María Paolini, elegido Postulador de la Causa, por la Madre General Sor María Amable Gavina, presentó un petitorio a la Curia Episcopal de Savona para que instruyera el Proceso informativo sobre la heroicidad de virtudes de la Sierva de Dios. El Proceso se abrió el 23 de enero de 1913 y se cerró el 3 de junio de 1918. Otro Proceso se abrió, a pedido del Obispo de Savona, en la Curia Episcopal de La Plata (República Argentina) para recabar las declaraciones de las Hermanas que vivían en dicho país y para indagar los hechos extraordinarios acaecidos allí, por intercesión de la Madre Rossello.

Entre uno y otro Proceso se oyeron cincuenta y cinco testimonios, de los cuales unos cuarenta habían conocido personalmente a la Madre y con sus propios ojos la habían seguido en su camino ascensional de santidad; y los restantes, los habían recogidote viva voz, de sus contemporáneos.

Mientras tanto, como es norma en las Causas de Beatificación, se procedió al reconocimiento del cadáver. Tuvo lugar el 15 de noviembre de 1917, estando presente el Obispo de Savona, Monseñor Salvador Scatti, varios sacerdotes, muchas Hermanas, y el médico perito Dr. José Spotorno. La Madre María Josefa apareció en estado de completa rigidez, pero incorrupta, con el semblante sereno como si durmiese; ni un deterioro se notaba en el hábito, ni un hedor exhalaba su cadáver.

¿Quién puede imaginar la alegría de las Hijas al volver a ver a la Madre, y verla con las mismas facciones con que le dieron el último adiós?

Puesto en un nuevo ataúd, el cadáver fue llevado procesionalmente a la Iglesia de la Casa Madre y colocado a la derecha del Altar mayor.

Si: la Sierva de Dios se dirigía hacia la gloria, convenía que los amigos y devotos le abriesen el camino.

Insignes personajes levantaron la voz para que su Causa llegase al Supremo Tribunal de Roma; citemos los Cardenales Pío Tomás Boggiani, Agustín Richerlmi y Alfonso María Mistrangelo para quien la beatificación de la Madre Rossello habría constituído “una de las alegrías más vivas y más santas de su vida”; los Arzobispos de Génova, de Lanciano, de Chieti, de Vercelli, de Buenos Aires, de Montevideo; los Obispos de Savona, Acqui, Arezzo, Mondoví, Pontremoli, Chiavari, Massa Carrara,

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Saluzzo, Albenga, Ventimiglia, Belluno, La Plata, San Juan de Cuyo, Santa Fe, Corrientes; los Obispos titulares de Sinope, Tricala, Sinide; los Prepósitos Generales de los Escolapios, Jesuitas y Frailes Menores; todas las Familias religiosas residentes en Savona, hasta una parte de la Municipalidad de Savona (la mayoría de la cual no era del todo católica) ensalzó a la Fundadora de la Misericordia y elevó una súplica a la Santa Sede para que se dignaes concederle los honores supremos, “para decoro de la Iglesia, bien de las almas y honor de la ciudad de Savona”.

Una noble contribución a la Causa de la Madre Rossello aportó también el Canónigo Felipe Noberasco, con un volumen de casi ochocientas páginas, en el cual, con agudeza histórica, con intesa admiración y con caluroso afecto hizo revivir el espíritu y el apostolado de la Santa Fundadora.

Y en fin, recordemos que ella misma continuaba propagando su causa del modo más persuasivo, es decir, colmando de favores extraordinarios a sus devotos. Y también de ellos citaremos a lo menos los más recientes.

Año 1919. –Buenos Aires es víctima de un movimiento revolucionario que se descarga en asaltos a las iglesias y casas religiosas. ¿Quién protegerá al Colegio de Belgrano, dirigido por las Hijas de la Misericordia y floreciente, con sus setecientas alumnas?

La Santa Fundadora. –Se coloca su imagen sobre todas las puertas, como guardiana del Colegio; y bajo tal centinela pasa la tempestad sin que ni las Hermanas ni las alumnas sufran el menor inconveniente.

Año 1920. –María de Montano, enferma de un tumor al hígado, es llevada al hospital en condiciones de mucha gravedad. Se ha confesado ya y ha recibido la Exremaunción; la Comunión no, porque el vómito no se lo permite. La Hermana que la asiste, conmovida por sus sufrimientos y pro el llanto de los suyos, la exhorta a rezar a la Madre Rossello y le hace beber una poción que contiene una reliquia de la misma. La enferma toma la bebida y duerme durante tres horas. Cuando se despierta está sana.

Año 1929. –El niño Juan Gerini, de Gazzelli (Imperia), atacado desde hacía dos mese de una infección diftérica, es llevado al hospital donde se le aplican inyecciones de suero antidiftérico en altas dosis, pero inútilmente. Empeora siempre. Aparecen sudores fríos, el pulso sube a 170 pulsaciones, sobreviene la parálisis bronquial y el colapso… Una consulta médica declara el caso “humanamente desesperado e incurable”.

Entonces la Hermana del hospital y la familia del enfermo comienzan una novena de oraciones a la Sierva de Dios. Al tercer día empieza a mejorar, y en otros pocos días más se obtiene la curación definitiva. Esto certifica el Dr. Juan De Carolas, director del hospital.

Año 1930. –El 14 de julio, la niña Ana María entra en el Colegio de Puerto Mauricio para tomar aires de mar. Una semana después enferma de peritonitis. Dos médicos la dan por perdida. Se la conforta con los auxilios religiosos, administrándosele a la vez cuatro sacramentos, es decir: la primera confesión, la primera comunión, la confirmación y la extremaunción. Entre tanto se ruega por ella a la Santa Madre.

A la mañana siguiente se leen en su rostro los signos de la muerte, cuando, de pronto, pide bajarse de la cama. La Hermana, para complacerla, la levanta y la pone en brazos del papá que está a su lado; pero ella se escapa de los brazos del padre para ponerse a jugar: ¡está sana!

Año 1931. –Abraham Guffanti, de sesenta y nueve años, se enferma de parálisis. Durante un mes se arrastra como puede, hasta que la debilidad cardíaca que sobreviene al pobrecito, lo precipita hacia el fin. Pero una hija suya es Religiosa de la Misericordia y ella suplica ardientemente a su Madre Fundadora para obtener la curación y, por fin, vence. El enfermo experimenta una repentina mejoría que sigue en aumento hasta llegar a la completa salud.

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El mismo año, en el Hospital de Casilda (República Argentina), un niño: Víctor Higo Felizia, después de una operación sufrida es atacado de meningitis. El pequeño está a punto de morir; el mismo doctor que lo asiste asegura que sólo un milagro de Dios podría salvarlo. La Hermana enfermera y la mamá del niño se unen para rogar a la Madre Fundadora les obtenga el milagro. Y lo consiguen: a los pocos días, el enfermito mejora y, en breve, sana perfectamente. Los médicos del hospital lo llaman después “el resucitado”.

Año 1932. –La Señora María Parodi, mientras está lavando la ropa blanca se clava una aguja que le penetra y desaparece en la mano. ¡Es de figurarse el espanto de la pobrecita! Ya se hablaba de intervención quirúrgica; pero la piadosa señora se pone a rogar con fervor y confianza a la Madre Rossello. Al día siguiente, la aguja aflora espontáneamente a la superficie de la mano y extraerla resulta un sencillo juego.

Año 1933. –En el Instituto de la Dolorosa, cerca de Génova, la joven Josefina Zunini se enferma gravísimamente de bronconeumonía. En breve se notan síntomas de parálisis bronco cardíaca. El doctor opina que es caso perdido. Toda la Comunidad, apenada, se pone a rogar fervorosamente a la Madre Fundadora para que obtenga del Corazón de Jesús, la curación de la enferma. ¿Y qué sucede? Nos lo dice el mismo médico Dr. Adolfo Merlini: “Al día siguiente, con gran sorpresa mía, encuentro, no sólo aún con vida a la paciente que yo declarara no había de pasar la noche, sino en condiciones generales y locales que obligaban a declararla fuera de peligro”.

De esta manera, el mismo Dios, obrando milagros por medio de Su Sierva, iba preparando la glorificación de la que tanto trabajó por El en esta tierra.

Todos los documentos que testifican su virtud heroica y que día a día fueron aumentando sus folios con el relato de nuevas gracias, obtenidas por su intercesión, unidos a aquellos que expresan el ansia ardiente del alma de las Hijas y de los muchos admiradores y devotos, fueron depositados a los pies del Sumo Pontífice.

Finalmente, el 15 de julio de 1924, a instancias del R. P. Antonio Santarelli y a propuesta del Emmo. Cardenal Rafael Scapinelli, la Sagrada Congregación de Ritos firmaba la Introducción de la Causa; y ocho días después, el Santo Padre Pío XI ratificaba la deliberación.

* * *

El día de San José de 1936, y precisamente al cumplirse el cuarto centenario de la gloriosa aparición de la Santísima Virgen de la Misericordia, en el Valle del Letimbro, Savona, Su Santidad Pío XI, en la sala del Consistorio, rodeado de su noble Antecámara Eclesiástica y Laica, en pleno, estando presentes la Madre General de las Hijas de la Misericordia María Vicenzina Vattuone, con su Consejo y veinticuatro Superioras de Casas filiales, ordenaba la lectura del Decreto proclamando las VIRTUDES HEROICAS de la MADRE MARIA JOSEFA ROSSELLO.

En aquella circunstancia, Su Excelencia Monseñor José Pizzardo, Arzobispo Titular de Nicea, hijo de Savona, dirigía al Santo Padre una vibrante alocución al poner de manifiesto la gratitud de su Pueblo natal y de la Familia Religiosa de la Misericordia por el alto honor que para todos significaba aquella proclamación.

Con fogoso gesto y con trazos escultóricos esbozó en dicha ocasión la figura gigantesca de la Madre Rossello que, con los ojos clavados en el Cielo para contemplarlo y las manos dirigidas a la tierra para obrar, aparecía como la personificación auténtica de la verdadera santidad, mientras pronosticaba la infalible victoria que la Iglesia ha de obtener en el mundo por medio de sus Santos. Su Santidad respondió a esa alocución con un magnífico discurso. Expresó el gozo de su corazón al poder hacer felices a los hijos de Savona y a las Hijas de la Misericordia. Enseguida recordó la virtud característica de la Sierva de Dios, o sea, su insigne caridad, practicada

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con los más pobres y más abandonados, y aprendida y sacada de Jesucristo a Quien sabía ver, viviente, en todos los infelices.

La esperanza de las Hijas de la Misericordia se hacía cada vez más positiva.Ahora, la Causa de la Madre marchaba a pasos agigantados.Al Decreto de heroicidad de las virtudes siguió la discusión de los milagros

obrados por Dios mediante su intercesión. Eran dos milagrosas curaciones obtenidas por dos Hijas de la Misericordia. Los referimos en pocas líneas.

Primer milagro:Sor María del Espíritu Santo, maestra en el Colegio de La Plata, había tenido dos

vómitos de sangre, uno a los dieciséis y otro a los veintitrés años, le había quedado una salud muy delicada. En 1907, a la edad de treintaidós años, comenzó a decaer de un modo impresionante. Siendo objeto de asiduos cuidados, experimenta algún mejoramiento, hasta que, a fines de 1909, le sobrevinieron fuertes dolores de riñones e intestino, acompañados de fiebre. Fue trasportada, enseguida al Hospital Rivadavia, de Buenos Aires, y atendida por el Dr. José María Caballero que después de varias visitas la declaró atacada de tuberculosis renal de avanzada gravedad y sentenció “que no había nada más que hacer, porque el estado de la enferma no permitía operación alguna”. En tales circunstancias fue llevada de vuelta al Colegio, donde siguió empeorando gradualmente.

El 19 de junio de 1911 recibió el Santo Viático; y poco después, ella misma pidió y recibió los Santos Oleos. Continuó así por una semana, con fiebre que subía de pronto de los 37 a los 42 grados y con dolores que no le daban tregua. Los médicos la visitaban asiduamente, maravillados de tanta resistencia y repetían: “Sólo un milagro podrá salvarla”.

Cuando parecía perdida toda esperanza; cuando, por añadirse nuevas complicaciones, preveían el inminente fin “se asiste a una verdadera resurrección: Sor María se levanta del lecho, tiene la sensación de bienestar; los dolores desaparecen, el rostro pálido y contraído por los sufrimientos presenta un aspecto de buena salud; retornan el apetito y las fuerzas. El día siguiente a la curación, Sor María reanuda la vida de Comunidad… y desde entonces ha estado siempre bien y los médicos que la han visitado han declarado que está curada”.

¿Qué había sucedido? La enfermera y sus cohermanas habían recurrido a su Madre Fundadora y empezando una novena para recabar de Ella la curación. La Madre había respondido al llamado y en el mismo momento en que terminaba la novena la moribunda se encontraba perfectamente curada.

Segundo milagro:El segundo milagro acaece en agosto de 1929. Sor María Paulina Daneri, desde

hace dos años enferma de conjuntivitis purulenta, para hacerse curaciones en los ojos tiene sobre sus rodillas un recipiente lleno de agua hirviendo, que se le vuelca encima.

El doctor Rafael Sacchi, llamado con urgencia, le encuentra quemaduras de primero, segundo y tercer grados; y mientras él la somete a las curaciones que el caso requiere, ella y sus cohermanas inician enseguida fervorosas plegarias a la Madre Rossello para que la salve.

Durante dos días, la infortunada, además del ardor de las quemaduras, siente inapetencia, náuseas y vómitos. Al tercer día cae en un estado de abatimiento; el pulso se hace corto y rápido, la piel se enfría y aparece la nefritis. Luego sube la fiebre y la enferma, por momentos, no conoce.

Al sexto día, sus condiciones generales son tan graves que el doctor la visita cuatro veces y a la noche diagnostica que no llegará al día siguiente. Sin embargo, a las dos de la madrugada la Hermana se duerme profundamente y cuando la despiertan, por la mañana, está totalmente curada. ¡Cuál no fue el estupor del médico cuando se encontró delante de ella, que lo recibe sonriendo! El mismo le sacó las vendas y vió que

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habían desaparecido todas las huellas de las lesiones y la piel rehecha y vuelta a su consistencia y color normales. Y, otra maravilla más: constató que la enferma estaba curada, no sólo de las quemaduras sino también del mal a la vista que, desde hacía años, la aquejaba.

Los dos hechos prodigiosos, examinados por tres Congregaciones y juzgados en base a todos los requisitos de la ciencia, fueron aprobados por el Sumo Pontífice el 1º de abril de 1938.

Y ahora sonaba, para la Madre María Josefa Rossello, la hora de la gloria.El 10 de mayo de 1938, Su Santidad Pío XI declaraba poderse proceder con

seguridad a la Beatificación de la Madre María Josefa Rossello, con lo cual el camino de los altares quedaba ya abierto para la humilde Sierva de Dios; y el 6 de noviembre del mismo año, en la Basílica Vaticana, entre el júbilo inmenso de las Hijas de la Misericordia llegadas a Roma desde apartadas regiones, tenía lugar la apoteosis de la Beatificación.

El mismo día de la Beatificación, obraba un milagro, a favor del señor Pedro Molinari, en San Biagio in Cima, curándolo instantánea y perfectamente, de meningitis encéfalo influenzal; y el 1º de marzo de 1939, en Noli, otra curación, en igual forma, a la señora Teresa Rocchi de De Negri, diabética, atacada de gangrena y hallándose ya en estado de coma. Aprobados ambos milagros, para la Canonización, tuvo ésta lugar en Roma, por el Sumo Pontífice Pío XII, el 12 de junio de 1949, domingo en que la Iglesia celebraba, ese año, la fiesta de la Santísima Trinidad.

* * *

Inclinémonos ante la figura de esta Santa. Es de una incomparable belleza y debe quedar como un ejemplo.

La ha definido bien, en su declaración, el ilustre Ministro de Estado, Pablo Boselli: “Mujer nacida del pueblo, de espíritu elevado, de energía ligur, la cual, con los ojos puestos en el Cielo, con ingenio naturalmente apto para emprender con vigor, para gobernar con sagacidad muchas y grandes cosas, y para fundir muchas almas en una sola, imprimió indeleblemente en su Instituto el sello de su ardor, de su voluntad y de su actividad”.

- Miró a lo alto.Para ella, toda luz, toda fuerza, todo valor, venían de arriba. Se entregó a Dios

como al único sostén que le daba ser, vivir y obrar; y con El y en El y por El vivió y obró, desde la infancia hasta la muerte.

El gran fin propuesto al hombre, ella lo persiguió con todas sus fuerzas. Conocía a su Dios porque lo hacía objeto de continuas meditaciones y en El encontró el único alimento para su espíritu y el único amor para su corazón. Lo amó, porque hizo suya la Voluntad de El y nada estimó más que los dones de Su gracia y de Su bondad. Lo sirvió, porque a El dedicó su tiempo y su pensamiento y sus fatigas y su vida entera.

Y para conocerlo mejor y para amarlo más intensamente y para servirlo con mayor devoción, se hizo su prisionera con los Votos religiosos y se transformó por ellos en cosa Suya, en propiedad Suya y se entregó en Sus manos, para que El tuviese todo derecho sobre ella y pudiera disponer de todos los instantes de su existencia. Dios fue todo para ella; y ella no vió nunca nada fuera de Dios.

Al amor de Dios unió el amor del prójimo.Sintió la santa fraternidad de Cristo y el imperativo de llevar a Dios las almas de

sus hermanos.Y para acudir eficazmente en socorro de los demás, se creó una Familia a

propósito, es decir, reunió en torno a sí cientos y miles de Hermanas, a las que infundió

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su ideal y dio su temple, habituándolas a la renuncia y al sacrificio, y así formó una legión de voluntarias, dispuesta, a la primera señal suya, para la acción y la conquista.

Por el número de miserias, multiplicóse el de sus actividades: su palestra fue, la clase más necesitada, los pequeños, los pobres, los huérfanos. Aceptó la enseñanza en las escuelas comunales; luego, abrió colegios, para poder socorrer, con la ayuda de éstos, a los abandonados.

Su Familia religiosa, fundada en privaciones y pobreza, progresó siempre, porque no se desvió ni un ápice del ideal que ella le había señalado. Así, la divina asistencia que protegiera primeramente a la Madre, continuó dispensándola el Señor a las Hijas.

Y esa alma grande, tan llena de amor a Dios y al prójimo, no contaba sino con un enemigo: ¡ella misma! Veía en sí, el enemigo que debía combatir sin tregua, como que podía echarle a perder la causa de Dios y del prójimo, y comprometer su suerte espiritual.

Por eso, constantemente velaba sobre sí, negándose y sacrificándose en todo.Se hizo pobre, renunciando a los bienes y comodidades terrenales y haciendo de

la pobreza su gran tesoro.Se consumió en una actividad sin límites, porque, con Santa Teresa, opinaba que

aquí en la tierra no vale la pena vivir sino a condición de padecer e inmolarse continuamente: la única razón de preferir la vida es la de vivir entre trabajos y sufrimientos.

Se humilló hasta atribuirse faltas que no tenía, hasta admitir que todas las culpas de otros podían imputársele, hasta pensar que la maldad ajena tenía toda razón –y quizás también mérito- al dirigirse contra ella; hasta rogar ser considerada como un trapo o una nada.

¡Oh! ¡Bendita sea!¡Bendita sea, por las sonrisas que dirigió a los niños, por el ansia con que buscó

a los huérfanos, por el amor con que se ocupó de la juventud, por los consuelos que dio a los pobres y a los enfermos!

¡Bendita sea, porque nos dejó esa dulce figura de la Hija de la Misericordia, a quien ella hizo heredera de su espíritu y de su corazón, y que, por todas las latitudes, va irradiando, con la propia virtud, la de su Santa Madre!

¡Bendita sea, porque, a un mundo egoísta y ávido de placeres, le ha demostrado lo que puede la verdadera caridad, y le ha ofrecido en sí misma el ejemplo más completo de austeridad y de mortificación!

¡Bendita sea, por la sabiduría en comprender los tiempos y hacerse campeona de la más variada acción católica, porque así indicó el remedio infalible para difundir por todas partes el reino de Dios!

¡Bendita sea, en fin, por el himno inmortal que elevó, con su vida y obras, a la Religión de Cristo, de la que fue tan digna hija y a la cual tan preclaro honor rindió.

A. M. D. G.

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PáginaCAPITULO I. Primeros Pasos………………………………………………………………....2CAPITULO II. Promisoria juventud…………………………………………………………..7CAPITULO III. En casa de la familia Monleone…………………………………………….13CAPITULO IV. A la obra……………………………………………………………………19CAPITULO V. Aparece la Familia Religiosa………………………………………………..24CAPITULO VI. He aquí la Madre…………………………………………………………...30CAPITULO VII. La Madre en la prueba………………………………………………..........35CAPITULO VIII. La Familia Religiosa se extiende…………………………………………44CAPITULO IX. El Celestial Patrono………………………………………………………...51CAPITULO X. Una arriesgada institución: la “Divina Providencia”………………………..57CAPITULO XI. Mientras la Casa de la “Providencia” se consolida y se duplica…………..64CAPITULO XII. ¡Adelante, entre espinas y luchas!...............................................................72CAPITULO XIII. Obras que se anuncian y obras que se inician……………………………80CAPITULO XIV. De un gran disgusto a una tercera “Providencia”………………………..87CAPITULO XV. Allende los mares…………………………………………………………95CAPITULO XVI. Ultimas fatigas, entre graves angustias…………………………………103CAPTIULO XVII. La Madre Rossello, el Padre Nicolás Olivieri y el Padre Blas Verri…..110CAPITULO XVIII. Vida íntima……………………………………………………………118CAPITULO XIX. Apostolado fecundo…………………………………………………….126CAPITULO XX. Las joyas del alma……………………………………………………….133CAPITULO XXI. La Madre………………………………………………………………..141CAPITULO XXII. Todavía la Madre………………………………………………………148CAPITULO XXIII. La Religiosa…………………………………………………………...156CAPITULO XXIV. Las alabanzas de los hombres y los dones de Dios…………………...168CAPITULO XXV. El fin…………………………………………………………………...176CAPITULO XXVI. Hacia la gloria…………………………………………………………186

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