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CANTARES DE GESTA

CANTAR DEL MIO CID CHANSON DE ROLAND

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CANTAR DEL MIO CID (Anónimo)

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CANTAR PRIMERO Destierro del Cid

Falta la primera hoja del códice del Cantar, que se suple con el siguiente relato tomado de la Crónica de los veinte reyes:

Envió el rey don Alfonso a Ruy Díaz mío Cid por las parias que le tenían que dar los reyes de Córdoba y de Sevilla cada año. Almutamiz, rey de Sevilla, y Almudafar, rey de Granada, eran en aquella sazón muy enemigos y se odiaban a muerte. Y estaban entonces con Almudafar, rey de Granada, unos ricos hombres que le ayudaban: el conde García Ordóñez y Fortún Sánchez, el yerno del rey don García de Navarra, y Lope Sánchez, y cada uno de estos ricos hombres con su poder ayudaban a Almudafar, y luego fueron contra Almutamiz, rey de Sevilla.

Ruy Díaz el Cid, cuando supo que así venían contra el rey de Sevilla, que era vasallo y pechero del rey don Alfonso, su señor, lo tomó muy a mal y le pesó mucho; y envió a todos cartas de ruego para que no viniesen contra el rey de Sevilla ni le destruyeran su tierra, por la obligación que tenían con el rey don Alfonso (y les decía que si, a pesar de todo, querían hacerlo, supiesen que no podría estarse el rey Alfonso sin ayudar a su vasallo, puesto que era pechero suyo). El rey de Granada y los ricos hombres no atendieron en nada a las cartas del Cid, y fueron todos con mucha fuerza y destruyeron al rey de Sevilla toda la tierra hasta el castillo de Cabra.

Cuando aquello vio Ruy Díaz reunió todas las fuerzas que pudo de cristianos y de moros, y fue contra el rey de Granada para echarlo de la tierra del rey de Sevilla. Y el rey de Granada y los ricos hombres que estaban con él, cuando supieron que iba con ese ánimo, le mandaron a decir que no se marcharían de la tierra porque él lo quisiera. Ruy Díaz, cuando aquello oyó, pensó que no estaría bien el no acometerlos y fue contra ellos y luchó con ellos en el campo, y duró la batalla campal desde la hora de tercia hasta la de mediodía, y fue grande la mortandad que allí hubo de moros y de cristianos en la parte del rey de Granada, y vencióles el Cid y les hizo huir del campo. Y cogió prisionero el Cid en esta batalla al conde García Ordóñez y le arranchó un mechón de la barba y a otros muchos caballeros y a innumerables guerreros de a pie. Y los tuvo el Cid presos tres días, y luego los soltó a todos. Después de haberlos cogido prisioneros mandó a los suyos recoger los bienes y las riquezas que quedaron en el campo, y luego se volvió con toda su compaña y con todas sus riquezas adonde estaba Almutamiz, rey de Sevilla, y dio a él y a todos sus moros todas las riquezas que reconocieron como suyas y aún de las demás que quisieron tomar. Y de allí en adelante llamaron moros y cristianos a este Ruy Díaz de Vivar el Cid Campeador, que quiere decir batallador.

Almutamiz le dio entonces muchos buenos regalos y las parias que había ido a cobrar. Y tornóse el Cid con todas sus parias hacia el rey don Alfonso, su señor. El rey le recibió muy bien, se puso muy contento y se declaró satisfecho de cuanto el Cid hiciera allá. Por esto le tuvieron muchos envidia y le buscaron mucho daño y le enemistaron con el rey.

El rey, como estaba muy sañudo y entrado en ira contra él, dio crédito a lo que hablaban contra el Cid y le mandó decir por su carta que saliese del reino. El Cid, después que hubo leído la carta real, aunque le causó gran pesar, no quiso hacer otra cosa, porque sólo le quedaban de plazo nueve días para salir de todo el reino.

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CANTAR PRIMERO Destierro del Cid

Tirada 1 1. El Cid convoca a sus vasallos; éstos se destierran con él. Adiós del Cid a Vivar. (Envió a buscar a todos sus parientes y vasallos, y les dijo cómo el rey le mandaba salir de todas sus tierras y no le daba de plazo más que nueve días y que quería saber quiénes de ellos querían ir con él y quiénes quedarse.) A los que conmigo vengan que Dios les dé muy buen pago; también a los que se quedan contentos quiero dejarlos. Habló entonces Álvar Fáñez, del Cid era primo hermano: "Con vos nos iremos, Cid, por yermos y por poblados; no os hemos de faltar mientras que salud tengamos, y gastaremos con vos nuestras mulas y caballos y todos nuestros dineros y los vestidos de paño, siempre querremos serviros como leales vasallos." Aprobación dieron todos a lo que ha dicho don Álvaro. Mucho que agradece el Cid aquello que ellos hablaron. El Cid sale de Vivar, a Burgos va encaminado, allí deja sus palacios yermos y desheredados. Los ojos de Mío Cid mucho llanto van llorando; hacia atrás vuelve la vista y se quedaba mirándolos. Vio como estaban las puertas abiertas y sin candados, vacías quedan las perchas ni con pieles ni con mantos, sin halcones de cazar y sin azores mudados. Y habló, como siempre habla, tan justo tan mesurado: "¡Bendito seas, Dios mío, Padre que estás en lo alto! Contra mí tramaron esto mis enemigos malvados". 2 Agüeros en el camino de Burgos Ya aguijan a los caballos, ya les soltaron las riendas. Cuando salen de Vivar ven la corneja a la diestra, pero al ir a entrar en Burgos la llevaban a su izquierda. Movió Mío Cid los hombros y sacudió la cabeza: "¡Ánimo, Álvar Fáñez, ánimo, de nuestra tierra nos echan, pero cargados de honra hemos de volver a ella! " 3 El Cid entra en Burgos Ya por la ciudad de Burgos el Cid Ruy Díaz entró.

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Sesenta pendones lleva detrás el Campeador. Todos salían a verle, niño, mujer y varón, a las ventanas de Burgos mucha gente se asomó. ¡Cuántos ojos que lloraban de grande que era el dolor! Y de los labios de todos sale la misma razón: "¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!" 4 Nadie hospeda al Cid. Sólo una niña le dirige la palabra para mandarle alejarse. El Cid se ve obligado a acampar fuera de la población, en la glera. De grado le albergarían, pero ninguno lo osaba, que a Ruy Díaz de Vivar le tiene el rey mucha saña. La noche pasada a Burgos llevaron una real carta con severas prevenciones y fuertemente sellada mandando que a Mío Cid nadie le diese posada, que si alguno se la da sepa lo que le esperaba: sus haberes perdería, más los ojos de la cara, y además se perdería salvación de cuerpo y alma. Gran dolor tienen en Burgos todas las gentes cristianas de Mío Cid se escondían: no pueden decirle nada. Se dirige Mío Cid adonde siempre paraba; cuando a la puerta llegó se la encuentra bien cerrada. Por miedo del rey Alfonso acordaron los de casa que como el Cid no la rompa no se la abrirán por nada. La gente de Mío Cid a grandes voces llamaba, los de dentro no querían contestar una palabra. Mío Cid picó el caballo, a la puerta se acercaba, el pie sacó del estribo, y con él gran golpe daba, pero no se abrió la puerta, que estaba muy bien cerrada. La niña de nueve años muy cerca del Cid se para: "Campeador que en bendita hora ceñiste la espada, el rey lo ha vedado, anoche a Burgos llegó su carta, con severas prevenciones y fuertemente sellada. No nos atrevemos, Cid, a darte asilo por nada, porque si no perderíamos los haberes y las casas, perderíamos también los ojos de nuestras caras. Cid, en el mal de nosotros vos no vais ganando nada. Seguid y que os proteja Dios con sus virtudes santas." Esto le dijo la niña y se volvió hacia su casa. Bien claro ha visto Ruy Díaz que del rey no espere gracia. De allí se aparta, por Burgos a buen paso atravesaba, a Santa María llega, del caballo descabalga, las rodillas hinca en tierra y de corazón rogaba. Cuando acabó su oración el Cid otra vez cabalga, de las murallas salió, el río Arlanzón cruzaba. Junto a Burgos, esa villa, en el arenal posaba, las tiendas mandó plantar y del caballo se baja. Mío Cid el de Vivar que en buen hora ciñó espada

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en un arenal posó, que nadie le abre su casa. Pero en torno suyo hay guerreros que le acompañan. Así acampó Mío Cid cual si anduviera en montaña. Prohibido tiene el rey que en Burgos le vendan nada de todas aquellas cosas que le sirvan de vianda. No se atreven a venderle ni la ración más menguada. 5 Martín Antolínez viene de Burgos a proveer de víveres al Cid. El buen Martín Antolínez, aquel burgalés cumplido, a Mío Cid y a los suyos los surte de pan y vino; no lo compró, que lo trajo de lo que tenía él mismo; comida también les dio que comer en el camino. Muy contento que se puso el Campeador cumplido y los demás caballeros que marchan a su servicio. Habló Martín Antolínez, escuchad bien lo que ha dicho: "Mío Cid Campeador que en tan buen hora ha nacido, descansemos esta noche y mañana ¡de camino! porque he de ser acusado, Cid, por haberos servido y en la cólera del rey también me veré metido. Si logro escapar con vos, Campeador, sano y vivo, el rey más tarde o temprano me ha de querer por amigo; las cosas que aquí me dejo en muy poco las estimo." Tirada 6 El Cid, emprobrecido, acude a la astucia de Martín Antolínez. Las arcas de arena. Habla entonces Mío Cid, que en buen hora ciñó espada: "¡Oh buen Martín Antolínez, el de la valiente lanza!" Si Dios me da vida he de doblaros la soldada. Ahora ya tengo gastado todo mi oro y mi plata, bien veis, Martín Antolínez, que ya no me queda nada. Plata y oro necesito para toda mi compaña, No me lo darán de grado, lo he de sacar por las malas. Martín, con vuestro consejo hacer quisiera dos arcas, Las llenaremos de arena por que sean muy pesadas, bien guarnecidas de oro y de clavos adornadas. 7 Las arcas destinadas para obtener dinero de dos judíos burgaleses. Bermejo ha de ser el cuero y los clavos bien dorados. Buscadme a Raquel y Vidas, decid que voy desterrado por el rey y que aquí en Burgos el comprar me está vedado. Que mis bienes pesan mucho y no podría llevármelos,

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yo por lo que sea justo se los dejaré empeñados. Que me juzgue el Creador, y que me juzguen sus santos, no puedo hacer otra cosa, muy a la fuerza lo hago. 8 Martín Antolínez vuelve a Burgos en busca de los judíos. A lo que el Cid le mandó, Martín Antolínez marcha, atraviesa todo Burgos, en la judería entraba, por Vidas y por Raquel con gran prisa preguntaba. 9 Trato de Martín Antolínez con los judíos. Éstos van a la tienda del Cid. Cargan con las arcas de arena. A los judíos encuentra cuando estaban ocupados en contar esas riquezas que entre los dos se ganaron. Les saluda el burgalés, muy atento y muy taimado: "¿Cómo estáis, Raquel y Vidas, amigos míos tan caros? En secreto yo querría hablar con los dos un rato". No le hicieron esperar; en un rincón se apartaron. "Mis buenos Raquel y Vidas, vengan, vengan esas manos, guardadme bien el secreto, sea a moro o a cristiano, que os tengo que hacer ricos y nada habrá de faltaros. De cobrar parias a moros el rey al Cid le ha encargado, grandes riquezas cogió, y caudales muy preciados, pero luego se quedó con lo que valía algo, y por eso se ve ahora de tanto mal acusado. En dos arcas muy repletas tiene oro fino guardado. Ya sabéis que don Alfonso de nuestra tierra le ha echado, aquí se deja heredades, y sus casas y palacios, no puede llevar las arcas, que le costaría caro, el Campeador querría dejarlas en vuestras manos empeñadas, y que, en cambio, les deis dinero prestado. Coged las arcas del Cid, ponedlas a buen recaudo, pero eso tiene que ser con juramento prestado que no las habéis de abrir en lo que queda de año." Raquel y Vidas están un rato cuchicheando: "En este negocio hemos de sacar nosotros algo. Cuando el Cid cobró las parias, mucho dinero ha ganado, de allá de tierra de moros gran riqueza se ha sacado. Quien muchos caudales lleva nunca duerme descansado. Quedémonos con las arcas, buen negocio haremos ambos, pondremos este tesoro donde nadie pueda hallarlo. Pero queremos saber qué nos pide el Cid en cambio y qué ganancia tendremos nosotros por este año." Dice Martín Antolínez, muy prudente y muy taimado: "Muy razonable será Mío Cid en este trato: poco os ha de pedir por dejar su haber en salvo.

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Muchos hombres se le juntan y todos necesitados, el Cid tiene menester ahora de seiscientos marcos." Dijeron Raquel y Vidas: "Se los daremos de grado". "El Cid tiene mucha prisa, la noche se va acercando, necesitamos tener pronto los seiscientos marcos". Dijeron Raque y Vidas: "No se hacen así los tratos, sino cogiendo primero, cuando se ha cogido dando". Dijo Martín Antolínez: "No tengo ningún reparo, venid conmigo, que sepa el Cid lo que se ha ajustado y, como es justo, después nosotros os ayudamos a traer aquí las arcas y ponerlas a resguardo, con tal sigilo que en Burgos no se entere ser humano". Dijeron Raquel y Vidas: "Conformes los dos estamos. En cuanto traigan las arcas tendréis los seiscientos marcos". El buen Martín Antolínez muy de prisa ha cabalgado, van con él Raquel y Vidas, tan satisfechos del trato. No quieren pasar el puente, por el agua atravesaron para que no lo supiera en Burgos ningún cristiano. Aquí veis cómo a la tienda del famoso Cid llegaron; al entrar fueron los dos a besar al Cid las manos. Sonrióse Mío Cid, y así comenzara a hablarlos: "Sí, don Raquel y don Vidas, ya me habíais olvidado. Yo me marcho de Castilla porque el rey me ha desterrado. De aquello que yo ganare habrá de tocaros algo, y nada os faltará, mientras que viváis, a ambos". Entonces Raquel y Vidas van besarles las manos. Martín Antolínez tiene el trato bien ajustado de que por aquellas arcas les darán seiscientos marcos, bien se las han de guardar hasta el cabo de aquel año, y prometido tenían y así lo habían jurado, que si las abrieran antes queden por perjuros malos y no les dé en interés don Rodrigo ni un ochavo. Dijo Martín Antolínez: "Raquel y Vidas, lleváos las dos arcas cuanto antes y ponedlas a resguardo, yo con vosotros iré para que me deis los marcos, que ha de salir Mío Cid antes de que cante el gallo." ¡Que alegres que se ponían cuando los cofres cargaron! Forzudos son, mas cargarlos les costó mucho trabajo. Ya se alegran los judíos en los dineros pensando, para el resto de sus días por muy ricos se juzgaron. 10 Despedida de los judíos y el Cid. Martín Antolínez se va con los judíos a Burgos. Raquel coge a Mío Cid la mano para besarla: "Campeador, el que en buena hora se ciñó la espada, hoy de Castilla os vais para las tierras extrañas. Vuestra suerte así lo quiere, grandes son vuestras ganancias. Una piel morisca quiero de rico color de grana,

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humildemente os pido me la traigáis regalada." "Concedido, dijo el Cid, la piel os será mandada, si no, la descontaréis de lo que valen las arcas". Los cofres de Mío Cid los judíos se llevaban, el buen Martín Antolínez por Burgos los acompaña. Así con muy gran secreto llegaron a su morada. Tendieron un cobertor por el suelo de la cámara y encima de él una sábana de tela de hilo muy blanca. Contó Don Martín de un golpe trescientos marcos de plata, con la cuenta le bastó, sin pesarlos los tomaba, los otros trescientos marcos en otro se los pagaban. Cinco escuderos traía y los cinco llevan carga. Cuando acabó Don Martín, a los judíos hablaba: "En vuestras manos, Raquel y Vidas, están las arcas mucho ganáis, bien merezco que me deis para unas calzas". 11 El Cid, provisto de dinero por Martín Antolínez, se dispone a marchar. Entonces Raquel y Vidas allí a un lado se apartaron: "En verdad que esta ganancia él es quien nos la ha buscado." Dicen: "Martín Antolínez, burgalés bien afamado, merecido lo tenéis, os daremos buen regalo, calzas os podréis comprar, buena piel y rico manto. La donación os hacemos, don Martín, de treinta marcos, y bien los habréis merecido si nos guardáis este trato, que vos sois el fiador de aquello que hemos pactado." Lo agradece don Martín, recibe los treinta marcos, de su casa quiere irse, ya se despide de ambos. Por Burgos atravesó, el Arlanzón ha pasado, encamínase a la tienda de Mío Cid bienhadado. Ruy Díaz le ha recibido, abiertos ambos los brazos: "Ya estás aquí, don Martín Antolínez, fiel vasallo, Dios quiera que llegue el día en que pueda darte algo." "Aquí estoy, Campeador, y buena ayuda os traigo, para vos seiscientos marcos, y para mí treinta he sacado. Mandad recoger la tienda y a toda prisa partamos; que en San Pedro e Cardeña nos coja el cantar del gallo. Veremos a vuestra esposa, esa prudente hijadalgo. Muy corta sea la estancia, de Castilla no salgamos, así es menester, que el plazo del destierro va expirando." 12 El Cid monta a caballo y se despide de la catedral de Burgos, prometiendo mil misas al altar de la Virgen. Esto dicho, manda el Cid alzar su tienda en seguida. El Cid y todos los suyos cabalgan a mucha prisa. La cara de su caballo vuelve hacia Santa María alza la mano derecha y la cara se santigua:

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"A ti lo agradezco, Dios, que el cielo y la tierra guías; que con vos en deuda quedo de haceros cantar mil misas". Hoy a Castilla abandono, del rey me arroja la ira: ¡quién sabe si he de volver en los días de mi vida! Que vuestro poder me valga al marcharme de Castilla, y que él me ayude y me acorra de noche como de día. Si así lo hacéis, Virgen Santa, y si la suerte me auxilia a vuestro altar mandaré muchas cosas y muy ricas, que con Vos en deuda quedo de haceros cantar mil misas." 13 Martín Antolínez se vuelve a la ciudad. Con mucho dolor se arranca el Campeador de allá. Las riendas soltaron todos, empiezan a cabalgar, Dijo Martín Antolínez, aquel burgalés leal: "Vuelvo a Burgos, que a mi esposa despacio tengo que hablar y advertir a los de casa de lo que en mi ausencia harán. Si el rey me quita mis bienes poco se me importará. Con vos estaré otra vez cuando el sol quiera rayar." 14 El Cid va a Cardeña a despedirse de su familia. Don Martín se torna a Burgos, su camino el Cid siguió, llegar quería a Cardeña, el caballo espoleó y con él los caballeros que de su compaña son. Aprisa cantan los gallos y quebrar quiere el albor del día, cuando a San Pedro llega el buen Campeador. Estaba el abad don Sancho muy buen cristiano de Dios, rezando a San Pedro apóstol y a Cristo Nuestro Señor: "Tú, que eres guía de todos, guíame al Campeador." 15 Los monjes de Cardeña reciben al Cid. Jimena y sus hijas llegan ante el desterrado. A la puerta llaman; todos saben que el Cid ha llegado. ¡Dios, qué alegre que se ha puesto ese buen abad don Sancho! Con luces y con candelas los monjes salen al patio. "Gracias a Dios, Mío Cid, le dijo el abad don Sancho, puesto que os tengo aquí, por mí seréis hospedado." Esto le contesta entonces Mío Cid el bienhadado: "Contento, de vos estoy y agradecido, don Sancho, prepararé la comida mía y la de mis vasallos. Hoy que salgo de esta tierra os daré cincuenta marcos, si Dios me concede vida os he de dar otro tanto. No quiero que el monasterio por mí sufra ningún gasto.

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Para mi esposa Jimena os entrego aquí cien marcos; a ella, a sus hijas y damas podréis servir este año. Dos hijas niñas os dejo, tomadlas a vuestro amparo. A vos os las encomiendo en mi ausencia, abad don Sancho, en ellas y en mi mujer ponedme todo cuidado. Si ese dinero se acaba o si os faltare algo, dadles lo que necesiten, abad, así os lo mando. Por un marco que gastéis, asl conveto daré cuatro." Así se lo prometió el abad de muy buen grado. Ved aquí a doña Jimena, con sus hijas va llegando, a cada una de las niñas la lleva una dama en brazos. Doña Jimena ante el Cid las dos rodillas ha hincado. Llanto tenía en los ojos, quísole besar las manos. Le dice: "Graciias os pido, Mío Cid el bienhadado. Por calumnias de malsines del reino vais desterrado." 16 Jimena lamenta el desamparo en que queda la niñez de sus hijas. El Cid espera llegar a casarlas honradamente. "¡Merced os pido, buen Cid, noble barba tan crecida! Aquí ante vos me tenéis, Mío Cid, y a vuestras hijas, de muy poca edad las dos y todavía tan niñas. Conmigo vienen también las damas que nos servían. Bien veo, Campeador, que preparáis vuestra ida; tenemos que separarnos estando los dos en vida. ¡Decidnos lo que hay que hacer, oh Cid, por Santa María!" Las dos manos inclinó el de la barba crecida, a sus dos niñitas coge, en sus brazos las subía, al corazón se las llega, de tanto que las quería. Llanto le asoma a los ojos y muy fuerte que suspira. "Es verdad, doña Jimena, esposa honrada y bendita, tanto cariño os tengo como tengo al alma mía. Tenemos que separarnos, ya los veis, los dos en vida; a vos os toca quedaros, a mi me toca la ida. ¡Quiera Dios y con Él quiera la Santa Virgen María que con estas manos pueda aún casar nuestras hijas y que me puede ventura y algunos días de vida para poderos servir, mujer honrada y bendita!" 17 Un centenar de castellanos se juntan en Burgos para irse con el Cid. ¡Qué gran comida le hicieron al buen Cid Campeador! Las campanas de San Pedro tañían a gran clamor. Por las tierras de Castilla iba corriendo el pregón de que se va de la tierra Mío Cid Campeador. ¡Cuántos dejaron su casa, su tierra o su posesión! En aquel día en la puente que pasa el río Arlanzón

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júntanse muchos guerreros, mas de ciento quince son. Todos iban en demanda del buen Cid Campeador. Llega Martín Antolínez, con ellos se reunió, y se van para San Pedro en donde está su señor. 18 Los cien castellanos llegan a Cardeña y se hacen vasallos del Cid. Éste dispone seguir su camino por la mañana. Los maitines en Cardeña. Oración de Jimena. Adiós del Cid a su familia. Últimos encargos al abad de Cardeña. El Cid camina al destierro; hace noche después de pasar el Duero. Cuando supo que venían Mío Cid el de Vivar y que su compaña crece, con que más fuerza tendrá, aprisa monta a caballo, y a recibirlos se va. ¡Cómo se sonríe el Cid cuando ya a su vista están! Van acercándose todos para su mano besar. Habló entonces Mío Cid con palabras de verdad: "Yo ruego a nuestro Señor y Padre Espiritual que a los que por mí dejáis vuestra casa y heredad antes de morir os pueda con otros bienes pagar, que lo que perdéis, doblado os lo pudierais cobrar". Muy contento estaba el Cid porque se le juntan más y muy contentos los hombres que al destierro con él van. Del plazo de nueve días seis están pasados ya y nada más que tres días les quedaban por pasar. Mandado tenía el rey a Mío Cid vigilar, por que si, pasado el plazo, en sus reinos aún está ni por oro ni por plata se pueda el Cid escapar. Ya se va acabando el día, la noche quería entrar, a todos sus caballeros el Cid los manda juntar. "Oídme, varones, y que esto no os sirva de pesar, poco tengo pero quiero a todos su parte dar. Ahora fijáos muy bien en lo que voy a mandar: quiero que al amanecer, cuando el gallo cantará, sin perder tiempo mandéis los caballos ensillar. A maitines en San Pedro ya tañerá el buen abad y él nos rezará la misa de la Santa Trinidad. En cuanto acabe la misa echemos a cabalgar, el plazo ya viene cerca, mucho tenemos que andar". Así como el Cid lo manda sus caballeros harán. Pasándose va la noche, viene la mañana ya, cantan los segundos gallos, y comienzan a ensillar. Tañe el abad a maitines, mucha prisa que se dan. Mío Cid y su mujer para la iglesia se van. Echóse doña Jimena en las gradas del altar y a Dios reza, lo mejor que ella sabía rezar, por que a Mío Cid le guarde el Señor de todo mal.

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"A Ti, Señor glorioso, Padre que en el cielo estás: hiciste el cielo y la tierra, al tercero día el mar, luna y estrellas hiciste y el sol para calentar, en Santa María madre fuiste Tú carne a tomar y en Belén te apareciste conforme a tu voluntad. Pastores te glorifican, laudos te van a cantar, llegan tres reyes de Arabia que te vienen a adorar y que se llaman Melchor y Gaspar y Baltasar, oro, incienso y mirra ofrecen con toda su voluntad. A Jonás salvaste Tú cuando se cayó en el mar, a Daniel, de los leones también le fuiste a salvar, en Roma la salvación llevaste a San Sebastián, libraste a Santa Susana de aquel falso criminal; por nuestra tierra quisiste treinta y dos años andar enseñándonos milagros que nunca se han de olvidar, hiciste vino del agua, de la piedra hiciste pan, a Lázaro resucitas, porque así es tu voluntad: dejaste que te prendieran, luego te dejas llevar al Gólgota y en la cruz te dejas crucificar; de tu cruz a cada lado sendos ladrones están; entra el uno en paraíso, pero el otro no entrará; desde la cruz gran milagro hiciste, Padre eternal: Longinos, el ciego aquél, que no vio la luz jamás, con su lanza en el costado te hiere y te hace sangrar, va la sangre lanza abajo, sus manos hubo de untar, alza las manos Longinos, y se las lleva a la faz, abre los ojos y a todas las parte se pone a mirar; desde entonces creyó en Ti, se salvó de todo mal. De la tumba en que te ponen supiste resucitar, a los infiernos bajaste porque fue tu voluntad, rompes sus puertas y sacas a muchos santos de allá. Rey de los reyes Tú eres, Padre de la humanidad, en Ti creo, a Ti te adoro con toda mi voluntad y a San pedro ahora le pido que a Ti me ayude a rogar por el Cid Campeador, que Dios le guarde de mal. Y que si hoy nos separamos vivos nos vuelva a juntar." Ya la oracion se termina, la misa acabada está, de la iglesia salieron y prepáranse a marchar. El Cid a doña Jimena un abrazo le fue a dar y doña Jimena al Cid la mano le va a besar; no sabía ella qué hacerse más que llorar y llorar. A sus dos niñas el Cid mucho las vuelve a mirar. "A Dios os entrego, hijas, nos hemos de separar y sólo Dios sabe cuándo nos volvamos a juntar." Mucho que lloraban todos, nunca visteis más llorar; como la uña de la carne así apartándose van. Mío Cid con sus vasallos se dispone a cabalgar, la cabeza va volviendo a ver si todos están. Habló Minaya Álvar Fáñez, bien oiréis lo que dirá: "Cid, en buena hora nacido, ¿vuestro ánimo dónde está?

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Pensemos en ir andando y déjese lo demás, todos los duelos de hoy en gozo se tornarán, y Dios que nos dio las almas su consejo nos dará. Al abad don Sancho vuelve de nuevo a recomendar que atienda a doña Jimena y a las damas que allí están, a las dos hijas del Cid que en San Pedro han de quedar; sepa el abad que por ello buen premio recibirá. Ya don Sancho se volvía, Álvar Fáñez le fue a hablar: "Si veis venir a más gente para buscarnos, abad, les diréis que el rastro sigan y marchen a buen andar, sea en yermo o en poblado ya nos podrán alcanzar". Sueltan entonces las riendas, empiezan a cabalgar, que el plazo para salir iba acabándose ya. Mio Cid aquella noche duerme en Espinaz de Can; de todas partes guerreros se le vienen a juntar. Otro día de mañana empiezan a cabalgar. De su tierra va saliendo el Campeador leal, San Esteban deja a un lado, aquella buena ciudad. Por Alcubilla pasó, Castila se acaba ya, la calzada de Quinea luego hubieron de pasar, por Navas de Palos van el río Duero a cruzar y el Cid en la Figueruela descanso manda tomar. De todas partes guerreros se le vienen a juntar. 19 Última noche que el Cid duerme en Castilla. Un ángel consuela al desterrado. En cuanto que fue de noche el Cid a dormir se echó, le cogió un sueño tan dulce que muy pronto se durmió. El arcángel San Gabriel a él vino en una visión: "Cabalgad, Cid -le decía-, cabalgad, Campeador, que nunca tan en buena hora ha cabalgado varón, bien irán las cosas vuestras mientras vida os dé Dios." Mío Cid al despertar la cara se santiguó. 20 El Cid acampa en la frontera de Castilla. El Cid, después de signarse, a Dios se fue a encomendar mucho contento tenía del sueño que fue a soñar. Otro día de mañana empiezan a cabalgar, último día es del plazo, un día queda no más. En la sierra de Miedes acampan a descansar, a la derecha de Atienza, que es tierra de moros ya. 21 Recuento de las gentes del Cid. Todavía era de día, no se había puesto el sol,

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revistar quiere a su gente Mío Cid Campeador; sin contar a los de a pie, gente de mucho valor, lleva el Cid trescientas lanzas cada cual con su pendón. Tirada 22 El Cid entra en el reino moro de Toledo tributario del rey Alfonso. "En cuanto sea temprano, cebada a las bestias dad. Luego que coma el que quiera y los que no a cabalgar. Esa sierra tan bravía la tenemos que pasar y a la noche ya las tierras del rey quedarán atrás. Luego el que quiera buscarnos dar con nosotros podrá". De noche pasan la sierra, llega la mañana ya y por esa loma abajo empiezan a caminar. En medio del alto bosque que allí en la montaña está manda acampar Mío Cid y pienso a las bestias dar. Dice a sus hombres que aquella noche tendrían que andar y ellos, tan buenos vasallos, por muy contentos se dan que todo lo que les mande su señor ellos lo harán. Antes del anochecer empiezan a cabalgar para que no les descubran quiere el Cid de noche andar. Toda la noche anduvieron, ningún reposo se dan. Al lugar de Castejón, que junto a Henares está, Mío Cid una emboscada les quería preparar. 23 Plan de campaña. Castejón cae en poder del Cid por sorpresa. Algara contra Alcalá. Toda la noche emboscados el Cid y los suyos pasan, que así se lo aconsejó Álvar Fáñez de Minaya. "Cid Campeador que en buena hora ceñiste la espada, ya que a Castejón tenemos tendida buena celada, vos os quedaréis aquí con cien hombres a la zaga y yo haré una correría con doscientos en vanguardia; con Dios y con vuestra suerte será la empresa ganada." Díjole el Campeador: "Muy bien hablaste, Minaya. Corred la tierra sin miedo, por valor no quede nada. ~ Hasta más abajo de Hita llegad, y a Guadalajara hasta la misma Alcalá acérquense las vanguardias, la riqueza de esa tierra que de botín se la traigan y que por miedo a los moros no vayan a dejar nada. Y con los otros cien hombres me quedaré aquí a la zaga; de amparo nos servirá Castejón, por mí guardada. Si a los que corréis la tierra alguna cosa os pasa un aviso mandaréis en seguida a retaguardia.

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Del socorro que os lleve se ha de hablar en toda España". Va nombrando a los guerreros que en la correría marchan y a los otros que se quedan allí con él a la zaga. Rompen albores del día y se acerca la mañana. Va saliendo el sol. ¡Dios mío, qué hermoso que despuntaba! Las gentes de Castejón ya todas se levantaban, las puertas de la ciudad abren y afuera se marchan, camino de sus trabajos, de las tierras que labraban. Todos se van y las puertas abiertas se las dejaban. Es muy poca aquella gente que en Castejón se quedara y la que está por los campos anda muy desparramada. Sale el Cid del escondite que le sirve de emboscada, sin tropiezo a Castejón entero la vuelta daba. Moros y moras que encuentra a todos los apresaba y a los ganados aquellos que por el contorno andan. Mío Cid Campeador hacia la puerta cabalga: cuando se ven asaltados los hombres que la guardaban, mucho miedo que tuvieron, déjanla desamparada. De la ciudad por las puertas ya el Campeador se entraba. En la mano Mío Cid desnuda lleva la espada y a quince mató, de moros que a su paso se encontrara. A Castejón ha ganado con todo el oro y la plata. Ya cargados del botín sus caballeros llegaban, déjanselo a Mío Cid, que no lo aprecian en nada. Mientras iban los doscientos tres hombres de la vanguardia corriendo tierras sin miedo y mucho las saqueaban. Hasta Alcalá se pasea la bandera de Minaya y desde allí dan la vuelta otra vez con la ganancia por río Henares arriba y junto a Guadalajara. De la correría aquella mucho botín se llevaban tanto ganado de ovejas, tanto ganado de vacas, tantas ropas de valor, tantas riquezas sin tasa. Muy orgullosa se yergue la bandera de Minaya y no hay nadie que se atreva a atacarlos por la espalda. Con rico botín volvía esa valiente compaña. Miradlos ya en Castejón donde Mío Cid estaba. El Campeador guardado deja el castillo y cabalga, a recibirlos salía, le acompaña su mesnada y con los brazos abiertos acoge el Cid a Minaya. "¿Estáis aquí ya, Álvar Fáñez, el de la atrevida lanza? En vos puse con razón, al mandaros, mi esperanza. El botín mío y el vuestro júntense, y de la ganancia os daré la quinta parte, si vos la queréis Minaya." 24

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Minaya no acepta parte alguna en el botín y hace un voto solemne. "Mucho que os lo agradezco, Campeador afamado: de este quinto del botín, que ponéis entre mis manos por contento se daría hasta Alfonso el Castellano. Pero yo os lo devuelvo, Mío Cid, en paz estamos. Quiero prometer a Dios, a Aquél que está allí en lo alto, que mientras yo no me harte, montado en mi buen caballo, de lidiar bien con los moros y vencerlos en el campo, hiriéndolos con la lanza, poniendo a la espada mano, mientras no vea la sangre chorrearme codo abajo estando delante el Cid, ese guerrero afamado, ni tomará ni un dinero del Campeador mi mano. Ya me quedaré con algo si es que algo bueno os gano, pero todo esto de ahora para vos, buen Cid, guardadlo." 25 El Cid vende su quinto a los moros. No quiere lidiar con el rey Alfonso. Las riquezas del botín están ya todas juntadas. Ha pensado Mío Cid, que en buen hora ciñó espada, que acaso el rey don Alfonso tras él mande sus compañas y que a atacarle vendrían todas las reales mesnadas. Las riquezas del botín manda repartir sin falta y que los repartidores su recibo a todos hagan. Los caballeros del Cid muy buena porción alcanzan: le dieron a cada cual unos cien marcos de plata, y a los peones les toca la mitad justa y sin falta. Pero allí a nadie podía venderla ni regalarla, ni quiere llevar cautivos Mío Cid en su campaña. Con gente de Castejón habló, y a Guadalajara e Hita manda a preguntar por cuánto se la compraban, aunque muy poco le diesen por toda aquella ganancia. Ofreciéronle los moros sus tres mil marcos de plata. Del botín la quinta parte a Mío Cid se le guarda. Mío Cid aquella oferta muy gustoso la aceptaba. Al tercer día el dinero le fue entregado sin falta. Pensó entonces Mío Cid que él y toda su compaña en un castillo tan chico no pueden tener morada, defenderlo sí podrán, mas les faltaría el agua. "Vencidos están los moros, la paz con ellos firmada, el rey Alfonso atacarnos podría con su mesnada. Dejar quiero a Castejón, óiganme todos, Minaya. 26 El Cid marcha a tierras de Zaragoza, dependientes del rey moro de Valencia. Esto que voy a decir no os dé que pensar mal:

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por más tiempo en Castejón no nos podemos quedar; está cerca el rey Alfonso y aquí a buscarnos vendrá. Mas no asolaré el castillo, que se lo quiero dejar a cien moros y a cien moras a quien daré libertad, y así por lo que les quito no podrán de mí hablar mal. Pagados estáis ya todos, nadie queda por pagar, mañana al romper el día otra vez a cabalgar, que con mi rey don Alfonso no querría yo luchar". Aquello que dice el Cid mucho agrada a los demás, del castillo que tomaron todos muy ricos se van y los moros y las moras bendiciéndolos están. Marchan Henares arriba lo más que pueden andar, las Alcarrias han pasado y cabalgan más allá, por esas cuevas de Anguita ahora los veréis pasar, cruzan el río y se entran por el campo de Taranz, caminan por esas tierras lo más que puedan andar. Entre Fariza y Cetina Mío Cid iba a albergar buen botín iba cogiendo por la tierra donde va. No pueden saber los moros qué intenciones llevará. Al otro día cabalga Mío Cid el de Vivar, Alhama ya la ha pasado, Hoz del río abajo va, y ya a Bubierca y a Ateca se las ha dejado atrás y por fin junto a Alcocer Mío Cid ha ido a posar, en un otero redondo y fuerte van a acampar, cerca está el Jalón, el agua no se la podrán quitar. Aquel pueblo de Alcocer piensa Mío Cid tomar. 27 El Cid acampa sobre Alcocer. Todo el otero ha ocupado, allí sus tiendas armaba; unas las pone en la sierra, otras junto al río planta. Mío Cid Campeador que en buen hora ciñó espada alrededor del otero y muy cerca ya del agua hacer un foso muy hondo a sus varones mandaba, así no podrán los moros sorprenderlos a mansalva y además les da a entender que el Cid allí se quedaba. 28 Temor de los moros. Por todas aquellas tierras fue la noticia volando de que el Cid Campeador junto a Alcocer ha acampado que a tierra de moros vino y deja la de cristianos; los campos que estaban cerca no se atreven a labrarlos. Muy alegres que se ponen Mío Cid y sus vasallos; el castillo de Alcocer tributo les ha pagado. Tirada 29

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El Campeador toma a Alcocer mediante un ardid. Esa gente de Alcocer al Cid ya le daba parias y los de Terrer y Ateca también ya se las pagaban a los de Calatayud esto muy mal les sentaba. Allí Mío Cid estuvo por más de quince semanas. Cuando ve el Campeador que Alcocer no se entregaba un ardid se le ha ocurrido y fue a hacerlo sin tardanza: las tiendas manda quitar, deja una sola plantada, y se va Jalón abajo, con bandera desplegada, todos con loriga puesta y ceñidas las espadas: taimado es el Cid y quiere tenderles una celada. Los de Alcocer que lo vieron ¡Dios y cómo se alababan! "Ya se le ha acabado al Cid todo el pan y la cebada. Cargados van con las tiendas, una sola queda alzada. A guisa de derrotado el Campeador se marcha, vamos a asaltarle ahora, sacaremos gran ganancia, que, si no, los de Terrer para ellos han de tomarla, y si cogen el botín no querrán cedernos nada; las parias que nos cobró hoy las volverá dobladas." Para salir de Alcocer mucha prisa que se daban. Cuando el Cid ya los vio fuera hace como que se escapa. Jalón abajo corría, muy en desorden andaba. Decían los de Alcocer: "¡Ay, que el botín se nos marcha!" Ya todos, grandes y chicos, a salir se apresuraban, con el ansia de coger, de lo demás se olvidaban: abiertas dejan las puertas, nadie se queda a guardarlas. Mío Cid Campeador hacia atrás volvió la cara, vio que entre ellos y el castillo un gran espacio quedaba, manda volver la bandera y a gran prisa espoleaban. "¡Heridlos, mis caballeros, sin temor, el Cid gritaba, que con la ayuda de Cristo nuestra será la ganancia!" Ya vuelven todos revueltos por medio de la llanada. ¡Dios, qué grande era el gozo de todos esa mañana ! Mío Cid con Álvar Fáñez adelante cabalgaba, tienen muy buenos caballos que a su voluntad andaban, ya entre el castillo y los moros los dos guerreros entraban. Los vasallos de Mío Cid sin piedad sus golpes daban, en poco más de un momento a trescientos moros matan. Con muy grandes alaridos los que estan en emboscada para adelante salían, hacia el castillo tornaban, con las espadas desnudas a la puerta se paraban. Ya van llegando los suyos, la batalla está ganada. Ved cómo el Cid conquistó Alcocer por esta maña. 30 La seña del Cid ondea sobre Alcocer Pedro Bermúdez llegó con la bandera en la mano y en el castillo la planta, allá en el sitio mas alto.

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Habla entonces Mío Cid, Ruy Díaz el bienhadado: "Gracias al Señor del cielo, gracias a todos sus santos, mejor vivienda tendremos ahora dueños y caballos. 31 Clemencia del Cid con los moros Prestadme oído, Álvar Fáñez y los demás caballeros: al tomar este castillo un gran botín hemos hecho; muertos los moros están, con vida a muy pocos veo. Estos moros y estas moras no hemos de poder venderlos, con cortarles la cabeza poca cosa ganaremos, nosotros somos los amos, sigan ellos en el pueblo, viviremos en sus casas y de ellos nos serviremos." 32 El rey de Valencia quiere recobrar a Alcocer. Envía un ejército contra el Cid Mío Cid con sus ganancias allí en Alcocer está; la tienda que en el otero dejara manda quitar. A los de Ateca y Terrer el triunfo dio gran pesar y a los de Calatayud también pesándoles va. Al rey de Valencia entonces con un mensaje se van, dícenle que ese que llaman el Cid Ruy Díaz de Vivar, por ira del rey Alfonso, de Castilla echado está, que fue a acampar a Alcocer, bien defendido lugar, y que por una emboscada el castillo es suyo ya. "Si no vienes a ayudarnos, Teca y Terrer perderás, perderás Calatayud, que ya no podrá escapar, y allá a orillas del Jalón ha de irte todo muy mal, y al otro lado, en Siloca, lo mismo te pasará.'' Cuando lo oyó el rey Tamín siente profundo pesar. "Tres buenos emires veo aquí en torno mío estar. Sin tardar, dos de vosotros os marcharéis para allá con tres mil moros que lleven buenas armas de luchar. Con los que hay en la frontera, que bien os ayudarán, coged vivo a ese cristiano y conducídmelo acá. Puesto que se entró en mis tierras reparación me dará." Ya cabalgan tres mil moros, ya se echan a caminar aquella noche en Segorbe se quedan a reposar. Otro día de mañana empiezan a cabalgar, y la noche aquella en Celfa se paran a descansar. A los moros de frontera los han mandado llamar, de todas partes acuden a juntarse muchos más. Por fin salieron de Celfa, la que llaman de Canal, anduvieron todo el día, ningún reposo se dan, y a Calatayud llegaron esa noche a descansar. Por todas aquellas tierras muchos pregoneros van y gente muy numerosa se les venía a juntar.

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Los emires Galve y Fáriz al frente de ellos están, al buen Cid Rodrigo Díaz a Alcocer van a cercar. 33 Fáriz y Galve cercan al Cid en Alcocer Ya han acampado los moros, sus tiendas allí las plantan; sus fuerzas iban creciendo, muchas gentes hay juntadas. Centinelas avanzados de los moros se destacan y armados hasta los dientes de día y de noche andan. Muchos son los centinelas y mucha la hueste armada. A Mío Cid y los suyos ya les han cortado el agua, las mesnadas de Ruy Díaz salir quieren a batalla, el que en buen hora nació muy firme se lo vedaba. Tuvieron así cercado al Cid más de tres semanas. 34 Consejo del Cid con los suyos. Preparativos secretos. El Cid sale a batalla campal contra Fáriz y Galve. Pedro Bermúdez hiere los primeros golpes. Al cabo de tres semanas cuando la cuarta va a entrar, Mío Cid de sus guerreros consejo quiere tomar: "El agua nos la han quitado, puede faltarnos el pan y escaparnos por la noche no nos lo consentirán. Muy grandes sus fuerzas son para con ellos luchar, decidme vos, caballeros, qué es lo que hacerse podrá". Habla el primero Minaya, caballero de fiar: "De Castilla la gentil nos desterraron acá, si no luchamos con moros no tendremos nuestro pan. Seiscientos somos nosotros y aún creo que algunos más, no nos queda otro remedio, por Dios que en el cielo está: en cuanto amanezca el día vayámoslos a atacar". Díjole el Campeador: "Así quería oír hablar ya sabía yo, Minaya, que os habríais de honrar". A los moros y a las moras afuera los manda echar para que el intento suyo no lo vayan a contar. Por el día y por la noche se empiezan a preparar. Otro día de mañana cuando el sol quiere apuntar, armado está Mío Cid y aquellos que con él van. El Campeador habló lo que ahora me oiréis contar: "Todos nos saldremos fuera, ninguno aquí quedará, tan sólo estos dos peones que la puerta han de guardar. Si morimos en el campo al castillo nos traerán, si ganamos la batalla gran botín nos tocará. Vos, Pedro Bermúdez esta bandera mía tomad; como sois bravos la habréis de llevar con lealtad, mas no os adelantéis sin que me lo oigáis mandar". Al Cid le besó la mano, la bandera fue a tomar.

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Abren las puertas y afuera del castillo salen ya. Las avanzadas al verlos al campamento se van. ¡Qué prisa se dan los moros! Todos se empiezan a armar. Del ruido de los tambores la tierra se va a quebrar. Viérais allí a tanto moro armarse y en lucha entrar. Al frente de todos ellos dos grandes banderas van, y los pendones mas chicos ¿quién los podría contar? En las filas de los moros empieza el avance ya, con Mío Cid y los suyos se querían encontrar. Dijo el Cid: "Estáos todos quedos en este lugar; que nadie salga de filas sin que me lo oiga mandar". Aquel buen Pedro Bermúdez no puede aguantarse más, bandera en mano comienza su caballo a espolear. "¡Que el Creador nos asista, Cid Campeador leal! En medio de aquella tropa voy la bandera a llevar, los que deben defenderla ya me la defenderán". Dijo entonces Mío Cid: "¡No lo hagáis, por caridad!" Repuso Pedro Bermúdez: "Tal como digo se hará". Su caballo espoleó y entra donde había más. Los moros ya la bandera le quieren arrebatar, hiérenle, más la loriga no se la pueden quebrar. Dijo entonces Mío Cid- "¡Valedle, por caridad!" 35 Los del Cid acometen para socorrer a Pedro Bermúdez Embrazaron los escudos delante del corazón, las lanzas ponen en ristre envueltas con su pendón, todos inclinan las caras por encima del arzón y arrancan contra los moros con muy bravo corazón. A grandes voces decía el que en buen hora nació: "¡Heridlos, mis caballeros, por amor del Creador, aquí está el Cid, don Rodrigo Díaz el Campeador!" Todos caen sobre el grupo donde Bermúdez entró. Éranse trescientas lanzas, cada cual con su pendón. Cada guerrero del Cid a un enemigo mató, al revolver para atrás otros tantos muertos son. 36 Destrozan las haces enemigas Allí vierais tantas lanzas, todas subir y bajar, allí vierais tanta adarga romper y agujerear, las mallas de las lorigas allí vierais quebrantar y tantos pendones blancos que rojos de sangre están y tantos buenos caballos que sin sus jinetes van. A Santiago y a Mahoma todo se vuelve invocar. Por aquel campo caídos, en un poco de lugar de moros muertos había unos mil trescientos ya.

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37 Mención de los principales caballeros cristianos ¡Qué bien que estaba luchando sobre su dorado arzón don Rodrigo de Vivar, ese buen Campeador! Están con él Álvar Fáñez, el que Zurita mandó el buen Martín Antolínez, ese burgalés de pro, Muño Gustioz que en la misma casa del Cid se crió, Martín Muñoz el que estuvo mandando Montemayor, ÁIvar Salvadórez y el buen Álvar Alvaroz, ese Galindo Garcíaz, buen guerrero de Aragón, y el sobrino de Rodrigo por nombre Félez Muñoz. Con ellos la tropa entera del Cid en la lucha entró a socorrer la bandera y a su Cid Campeador. 38 Minaya, en peligro. El Cid hiere a Fáriz Al buen Minaya Álvar Fáñez le mataron el caballo pero a socorrerle fueron las mesnadas de cristianos. La lanza tiene quebrada, a la espada metió mano, aunque luchaba de pie buenos tajos iba dando. Ya le ha visto Mío Cid Ruy Díaz el Castellano, se va para un jefe moro que tenía buen caballo y con la mano derecha descárgale fuerte tajo, por la cintura le corta y le echa en medio del campo. Al buen Minaya Álvar Fáñez le fue a ofrecer el caballo. "Cabalgad en él, Minaya, que vos sois mi diestro brazo. Hoy de todo vuestro apoyo me veo necesitado; muy firmes están los moros, no ceden aún el campo: es menester que otra vez fuertes les arremetamos". Montó a caballo Minaya, y con su espada en la mano por entre las fuerzas moras muy bravo siguió luchando. Enemigos que él alcanza la vida les va quitando. Mientras tanto Mío Cid de Vivar el bienhadado al emir Fáriz tres tajos con la espada le ha tirado le fallan los dos primeros, el tercero le ha acertado; ya por la loriga abajo va la sangre destilando, vuelve grupas el emir para escaparse del campo. Por aquel golpe del Cid la batalla se ha ganado. 39 Galve, herido, y los moros, derrotados. El buen Martín Antolínez un buen tajo a Galve da,

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los rubíes de su yelmo los parte por la mitad, la lanza atraviesa el yelmo, a la carne fue a llegar; el rey moro el otro golpe ya no lo quiso esperar. Los reyes Fáriz y Galve derrotados están ya. ¡Qué buen día que fue aquel, Dios, para la cristiandad! Por una y por otra parte los moros huyendo van. Los hombres de Mío Cid los querían alcanzar, el rey Fáriz en Terrera se ha llegado a refugiar, pero a Galve no quisieron abrirle la puerta allá; a Calatayud entonces a toda prisa se va. Pero el Cid Campeador le persigue sin parar y va detrás del rey moro hasta la misma ciudad. 40 Minaya ve cumplido su voto. Botín de la batalla. El Cid dispone un presente para el rey. Al buen Minaya Álvar Fáñez bueno le salió el caballo, de esos moros enemigos ha matado a treinta y cuatro; de tajos que dio su espada muy sangriento lleva el brazo: por más abajo del codo va la sangre chorreando. Dijo Álvar Fáñez: "Ahora ya contento me he quedado, a Castilla las noticias en seguida irán llegando de que en batalla campal victoria el Cid ha ganado". Muchos moros yacen muertos; pocos con vida dejaron, que al perseguirlos sin tregua alcance les fueron dando. Van volviendo los guerreros de Mío Cid bienhadado; andaba el Campeador montado en su buen caballo, la cofia lleva fruncida, su hermosa barba mostrando, echada atrás la capucha y con la espada en la mano. A sus guerreros miraba, que ya se van acercando. "Gracias al Dios de los cielos, Aquél que está allí en alto, porque batalla tan grande nosotros la hemos ganado". El campamento morisco los del Cid le saquearon, armas, escudos, riquezas muy grandes se han encontrado. Los hombres de Mío Cid que en el campamento entraron se encuentran, de los moriscos, con quinientos diez caballos. ¡Gran alegría que andaba por entre aquellos cristianos! Al ir a contar sus bajas tan sólo quince faltaron. Tanto oro y tanta plata no saben dónde guardarlo enriquecidos están todos aquellos cristianos con aquel botín tan grande que se habían encontrado. Los moros que los servían al castillo se tornaron y aún mandó el Campeador que les regalaran algo. Gran gozo tiene Ruy Díaz, con él todos sus vasallos. Repartir manda el dinero y aquellos bienes ganados, en su quinta parte al Cid tocáronle cien caballos. ¡Dios, y qué bien que pagó Mío Cid a su vasallos, a los que luchan a pie y a los que luchan montados!

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Muy bien que lo arregla todo Mío Cid el bienhadado, los hombres que van con él satisfechos se quedaron. "Oídme, Álvar Fáñez Minaya, vos que sois mi diestro brazo: de todas esas riquezas que el Creador nos ha dado cuanto para vos queráis cogedlo con vuestra mano. Para que se sepa allí, quiero a Castilla mandaros con nuevas de esta batalla que a moros hemos ganado. Al rey don Alfonso, al rey que de Castilla me ha echado quiero hacerle donación de treinta buenos caballos, cada uno con su silla, todos muy bien enfrenados, todos con sendas espadas de los arzones colgando". Dijo Minaya Álvar Fáñez: "Yo lo haré de muy buen grado". Tirada 41 El Cid cumple su oferta a la catedral de Burgos "Aquí tenéis, Álvar Fáñez, oro bueno y plata fina esa alta bota con ello la llenaréis hasta arriba, en Santa María de Burgos por mí pagaréis mil misas y lo que os sobre dadlo a mi mujer y a mis hijas, que recen mucho por mí en las noches y en los días que si Dios vida me diere han de llegar a ser ricas". 42 Minaya parte para Castilla Muy contento está Álvar Fáñez de aquello que el Cid ha hablado. Los hombres que con él marchan ya los tenía contados. A las bestias dan cebada, la noche se había entrado. Mío Cid habla a los suyos, que a todos los ha juntado. 43 Despedida "¿Os vais a marchar, Minaya, a Castilla la gentil? A todos nuestros amigos muy bien les podéis decir que Dios nos quiso valer y vencimos en la lid. Acaso cuando volváis aún nos encontréis aquí; si no, hasta donde os digan que estamos debéis seguir. Por la espada y por la lanza nos ganamos el vivir, si no, en esta tierra pobre no podremos resistir y creo yo que tendremos al fin que marchar de aquí". 44 El Cid vende Alcocer a los moros. Todo está ya preparado, al alba salió Minaya

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Mío Cid Campeador queda allí con su mesnada. Estéril y pobre es aquella tierra tan mala. Todos los días al Cid Campeador le espiaban los moros de la frontera con otras gentes extrañas. El rey Fáriz ya está bueno, con él de consejos andan. Entre los moros de Ateca y los que en Terrer moraban y los de Calatayud, villa más rica, preparan un convenio y por escrito lo ponen en una carta: "Que Alcocer les venda el Cid por tres mil marcos de plata". 45 Venta de Alcocer (Repetición) Mío Cid el de Vivar ya tiene Alcocer vendido mucho pagó a los vasallos que al destierro le han seguido. Caballeros y peones, a todos los hace ricos, no hay ya un pobre entre los hombres que marchan a su servicio. Quien a buen señor le sirve, siempre vive en paraíso. 46 Abandono de Alcocer. - Buenos agüeros.-El Cid se asienta en el Poyo, sobre Monreal Cuando iba el Cid el castillo de Alcocer a abandonar moros y moras cautivos se empezaron a quejar. "Te vas, Mío Cid, contigo nuestras oraciones van. Mucho agradecemos todos lo que nos quisiste dar" Cuando sale de Alcocer Mío Cid el de Vivar aquellos moros y moras empezaron a llorar. Se despliega la bandera, el Campeador se va. Por río Jalón abajo se empiezan a encaminar, pájaros de buen agüero entonces vieron volar. Mucho en Terrer se alegraron, en Calatayud aún más, pero en Alcocer les pesa: con el Cid no estaban mal. Mientras tanto Mío Cid seguía su cabalgar, por fin acampó en un cerro que está sobre Monte Real, Alto y grande el cerro era, al mirarle asombro da, por ninguno de sus lados se le podría asaltar. A la ciudad de Daroca tributo le hace pagar, lo mismo a la de Molina que del otro lado está, y la tercera a Teruel, que está puesta más acá; ya tiene el Cid en su mano a Celfa la del Canal. 47 Minaya llega ante el rey. Éste perdona a Minaya, pero no al Cid ¡A Mío Cid de Vivar, téngale Dios en su gracia! A Castilla se ha marchado Álvar Fáñez de Minaya

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y ya los treinta caballos al rey se los presentaba; al verlos buena sonrisa le viene al rey a la cara. "¿Quién te ha dado esos caballos, por Dios del cielo, Minaya?" "Mío Cid Campeador, que en buen hora ciñó espada. Después que le desterrasteis Alcocer ganó por maña, y de esto al rey de Valencia un mensaje le llegaba: manda que le pongan cerco y que le corten el agua. El Cid sale del castillo, en campo abierto luchaba, venció a dos emires moros en aquella gran batalla. Cuantiosos, señor, han sido el botín y la ganancia, a vos, gran rey, Mío Cid este regalo os manda, dice que los pies os besa, os besa las manos ambas y que le tengáis merced, así el Creador os valga." Díjole entonces el rey: "Aún muy poco tiempo pasa para que hombre desterrado, que del rey perdió la gracia pueda volver a acogérsele al cabo de tres semanas. Pero por venir de moros tomo lo que me regala y me alegro de que el Cid logre tan buena ganancia. Y sobre todo lo dicho, os perdono a vos, Minaya, vuestros honores y tierras otra vez os sean dadas, a vuestro gusto salid y entrad, que estáis en mi gracia; mas del Cid Campeador no puedo deciros nada". 48 El rey permite a los castellanos irse con el Cid "Minaya, con todo esto algo me queda que hablar: de todos estos mis reinos podrán, si quieren, marchar hombres buenos y valientes y a Mío Cid ayudar. Libres los dejo, y prometo no confiscar su heredad". El buen Minaya Álvar Fáñez las manos le fue a besar: "Gracias os doy, rey Alfonso, nuestro señor natural; esto concedéis ahora, otra vez cederéis mas. Siempre nos contentaremos, rey, con vuestra voluntad". Díjole el rey: "Álvar Fáñez, de esto ya no hay más que hablar. Marchad libre por Castilla, todos os dejen andar, y sin temor a castigo, al Cid iréis a buscar". 49 Correrías del Cid desde el Poyo. Minaya con doscientos castellanos, se reúne al Cid Hablemos ahora de aquél que en buen hora ciñó espada. Ya sabéis que en una altura muy elevada acampaba, y mientras que dure el mundo, con gente mora o cristiana, el cerro de Mío Cid llamarán a esa montaña. Desde allí el Campeador muchas tierras saqueaba, todo el valle del Martín buenos tributos le paga. Hasta el mismo Zaragoza noticias del Cid llegaban, no les da gusto a los moros, firmemente les pesaba.

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Allí estuvo Mío Cid por más de quince semanas: cuando vio el Campeador que se tardaba Minaya, con todos los que le siguen de noche se puso en marcha; el cerro y el campamento abandonados dejaba y más allá de Teruel el Campeador pasaba, hasta pinares de Tévar a descansar no se para. Todas las tierras aquellas mucho que las saqueaba y ya también Zaragoza la tiene sujeta a parias. Después de hacer todo esto, al cabo de tres semanas ya ha llegado de Castilla Álvar Fáñez de Minaya; trae doscientos caballeros que todos ciñen espada y no se pueden contar los de a pie que le acompañan. Cuando ha visto Mío Cid aparecer a Minaya al correr de su caballo va a abrazarlo sin tardanza, en la boca le besó y en los ojos de la cara. Minaya le cuenta todo, no quiere encubrirle nada. La faz del Campeador sonrisas la iluminaban. "Gracias al Dios de los cielos, gracias a sus fuerzas santas, mientras que vida tengáis a mí me ira bien, Minaya". 50 Alegría de los desterrados al recibir noticias de Castilla ¡Dios, qué alegre que se puso la hueste de desterrados porque Minaya Álvar Fáñez ya de Castilla ha llegado, porque les trae noticias de sus parientes y hermanos y de aquellas compañeras que en su casa se dejaron! 51 Alegría del Cid (Serie gemela) ¡Dios, qué alegre que se puso el de la barba crecida de que allí en Burgos pagara Álvar Fáñez las mil misas y de que noticias traiga de su mujer y sus hijas! ¡Qué contento estaba el Cid y qué grande su alegría! " Álvar Fáñez, ojalá viváis aún muchos días. Más valéis vos que yo no. ¡Qué misión tan bien cumplida!" 52 El Cid corre tierras de Alcañiz Pero no perdía el tiempo Mío Cid el bienhadado: a doscientos caballeros escógelos por su mano y a correr aquellos campos muy de noche se marcharon. Esas tierras de Alcañiz yermas las iban dejando, por esos alrededores todo lo van saqueando. A su punto de partida al tercer día tornaron. 53

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Escarmiento de los moros Pronto corrió la noticia por aquellas tierras todas, gentes de Monzón y Huesca estaban muy pesarosas; pero de que dieran parias se alegran en Zaragoza porque ellos de Mío Cid no temen ninguna cosa. 54 El Cid abandona el Poyo. Corre tierras amparadas por el conde de Barcelona Con todo el botín aquel al Cerro tornando van, todos iban muy alegres porque han hecho buen ganar. Muy contento está Álvar Fáñez, el Cid muy contento está. Su proyecto dice el Cid, ya no lo puede callar: "Oíd, caballeros, ahora, voy a hablaros de verdad: el que no cambia de sitio perder puede, no ganar, así que al amanecer echemos a cabalgar, el campamento se deje y sigamos más allá". Se mudó entonces el Cid hasta el puerto de Alucat desde allí se alarga a Huesca y luego hasta Montalbán. En aquella correría diez días fueron a echar. Por todas aquellas partes la nueva corriendo va de que el Cid, el desterrado, está haciendo mucho mal. 55 Amenazas del conde de Barcelona Esos mensajes corrieron por aquellas tierras todas, por fin llega la noticia al conde de Barcelona de que Mío Cid Ruy Díaz le corre su tierra toda; mucho pesar le causó, por grave afrenta lo toma. 56 El Cid trata en vano de calmar al conde El conde era fanfarrón y dijo una vanidad: "¡Grandes daños me está haciendo Mío Cid el de Vivar. Aquí en mi corte Rodrigo gran agravio me hizo ya porque me hirió a mi sobrino, sin quererlo reparar. Ahora saquea las tierras que bajo mi amparo están sin que yo le desafíe ni haya roto su amistad. Puesto que él busca pelea yo se la iré a demandar". Muy grandes fuerzas tenía, a prisa llegando van, entre moros y cristianos muchos se juntan allá y por fin marchan en busca de Mío Cid de Vivar. Tres días con sus tres noches hubieron de caminar y a Mío Cid alcanzaron allá en Tévar, el pinar. Tantos son, que sin esfuerzo creen que le cogerán. Con el gran botín que lleva Mío Cid el de Vivar

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de una alta sierra desciende, al valle llegando está. Un mensajero del conde don Ramón le va a avisar. Mío Cid, cuando le oyó, este mensaje le da: "Decid al conde que esto no debe tomarlo a mal, de lo suyo nada llevo, déjeme marchar en paz". A lo cual repuso el conde: "Eso no será verdad. Lo de ahora y lo de antes todo me lo pagará y ya sabrá el desterrado a quién se atrevió a ultrajar". Se ha tornado el mandadero a toda velocidad. Entonces muy bien comprende Mío Cid el de Vivar que batalla con el conde ya no la puede evitar. 57 Arenga del Cid a los suyos "Mis caballeros, poned a resguardo la ganancia, luego a prisa preparáos, armáos de todas armas, porque el conde don Ramón nos quiere dar gran batalla, de moros y de cristianos mucha gente le acompaña, no nos dejarán tranquilos, si no es por lucha, por nada. Ya que tras nosotros viene, aquí sea la batalla: cinchad bien a los caballos y armáos de todas armas: ellos vienen cuesta abajo, sólo llevan puestas calzas, traen malas sillas coceras y las cinchas aflojadas; nosotros sillas gallegas y botas sobre las calzas. Con sólo cien caballeros venceremos sus mesnadas, antes que lleguen al llano atáquenlos nuestras lanzas, por cada uno herido tres sillas se irán vaciadas. Verá Ramón Berenguer a quién quería dar caza hoy en el pinar de Tévar por quitarle su ganancia". 58 El Cid vence la batalla Gana la espada Colada Todos están ya dispuestos, cuando el Cid así hubo hablado, las armas bien empuñadas, bien firmes en los caballos. Allá por la cuesta abajo ven las fuerzas de los francos y en el hondo de la cuesta, y ya muy cerca del llano, mandó que los atacaran Mío Cid el bienhadado. Sus caballeros la orden cumplieron de muy buen grado; los pendones y las lanzas bien los iban empleando, hieren a unos, y a otros los arrojan del caballo. Ya ha ganado la batalla Mío Cid el bienhadado, allí al conde don Ramón por prisionero ha tomado, ganó la espada Colada que vale más de mil marcos. 59 El conde de Barcelona, prisionero. Quiere dejarse morir de hambre

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Así ganó esta batalla, a gran honra de sus barbas. Cogió al conde don Ramón y a su tienda le llevaba, a hombres de su confianza los mandó que le guardaran. Le deja allí, y de la tienda al Campeador se marcha; por todas partes los suyos a juntársele llegaban. Muy contento que está el Cid, muy grandes son las ganancias. A Mío Cid don Rodrigo gran comida le preparan; pero el conde don Ramón no hacía caso de nada, los manjares le traían, delante se los plantaban, él no los quiere comer y todos los desdeñaba. "No he de comer un bocado por todo el oro de España, antes perderé mi cuerpo y condenaré mi alma, ya que tales malcalzados me vencieron en batalla". 60 El Cid promete al conde la libertad Mío Cid Campeador bien oiréis lo que ahora dijo: "Comed, conde, de este pan, bebed, conde, de este vino de cautiverio saldréis si hacéis lo que yo os digo, si no, en todos nuestros días no veréis ningún ser vivo". 61 Negativa del conde "Comed, comed, don Rodrigo, tranquilo podéis estar, pero yo no comeré, el hambre me matará". Hasta pasados tres días no se vuelve el conde atrás. Mientras ellos sé reparten lo que hubieron de ganar no logran que coma el conde ni una migaja de pan. 62 El Cid reitera al conde su promesa Pone en libertad al conde y le despide Dijo entonces Mío Cid: "Conde, habéis de comer algo, que si no queréis comer nunca más veréis cristianos, mas si coméis a mi gusto, como os tengo mandado, a vos, conde don Ramón, y a dos de estos fijosdalgo de prisión os soltaré y saldréis de entre mis manos. Al oírlo don Ramón mucho que se fue alegrando. "Si vos, don Rodrigo, hacéis eso que me habéis hablado, por el resto de mi vida quedaré maravillado". "Pues comed, conde, comed, y cuando hayáis acabado a vos y a dos caballeros la libertad he de daros. Mas, de lo que habéis perdido y yo ganado en el campo sabed, conde, que no pienso devolveros ni un ochavo, que mucha falta nos hace y andamos necesitados. Cogiendo de vos y de otros hemos de irnos ayudando,

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y nos durará esta vida lo que quiera el Padre Santo, que eso le toca al que el rey fuera de su reino ha echado". Alégrase el conde y pide el agua para las manos, ya se la ponen delante, diéronsela sin retraso. Con esos dos caballeros por Mío Cid designados, comiendo iba el conde y come don Ramón de muy buen grado. Sentado está junto a él Mío Cid el bienhadado: "Conde, si no coméis bien como os tengo mandado, aún os quedaréis conmigo, no habremos de separarnos". Dijo el conde: "Comeré, Mío Cid, de muy buen grado". Él y los dos caballeros, a comer se apresuraron; contento se pone el Cid, que allí los está mirando, de ver que el conde Ramón trabajo daba a las manos. "Cid, si así lo permitís, ya quisiéramos marcharnos a prisa cabalgaremos si nos dan nuestros caballos; desde el día que fui conde no comí tan de buen grado, el sabor de esta comida de mí no será olvidado". Tres palafrenes le dieron, los tres muy bien ensillados, danles buenas vestiduras, ricas pieles, ricos mantos. Entre los dos caballeros el conde se ha colocado. Hasta el fin del campamento con ellos va el Castellano: "Ya os vais, conde Ramón, franco os vais, pues sois franco, agradecido os quedo por lo que me habéis dejado. Si acaso os da la idea, conde, de querer vengarlo y me venís a buscar, mandadme antes un recado: o me llevaré lo vuestro o vos de lo mío algo". "Quedáos tranquilo, Cid, de ese peligro estáis salvo; eso por pago lo dejo por lo que queda de año. Y de venir a buscaros, ni siquiera hay que pensarlo". 63 El conde se ausenta receloso Riqueza de los desterrados El conde picó el caballo y ya comenzaba a andar, volviendo va la cabeza para mirar hacia atrás. Miedo tiene porque cree que el Cid se arrepentirá; por todo el oro del mundo Mío Cid no haría tal, deslealtades así no las hizo el Cid jamás. El conde ya se ha marchado, da la vuelta el de Vivar, juntóse con sus mesnadas y muy alegre que está por el botín que de aquella batalla les quedará: tan ricos son que no pueden ni su riqueza contar.

FIN DEL CANTAR PRIMERO

CANTAR SEGUNDO Bodas de las hijas del Cid

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Tirada 64 El Cid se dirige contra tierras de Valencia Aquí se empieza el poema de Mío Cid el de Vivar. Ya ha poblado Mío Cid aquel puerto de Alucat, se aleja de Zaragoza y de las tierras de allá, atrás se ha dejado Huesca y el campo de Montalbán de cara a la mar salada ahora quiere guerrear: por Oriente sale el sol y él hacia esa parte irá. A Jérica gana el Cid, después Onda y Almenar, y las tierras de Burriana conquistadas quedan ya. 65 Toma de Murviedro Ayudóle el Creador, el Señor que está en el cielo, y con su favor el Cid pudo tomar a Murviedro. Bien claro ha visto que Dios siempre le va socorriendo. En la ciudad de Valencia ha cundido mucho miedo. 66 Los moros valencianos cercan al Cid. Éste reúne sus gentes Arenga Aquello a los de Valencia muy poco gusto les da. En consejo se reúnen y al Cid fueron a cercar. Marcharon toda la noche; cuando el alba fue a rayar, allí cerca de Murviedro sus tiendas van a plantar. El Campeador al verlos se empieza a maravillar: "¡Alabado sea Dios, Señor espiritual! Nos metimos en sus tierras, les hacemos mucho mal, el vino suyo bebemos y nos comemos su pan. Con buen derecho lo hacen si nos vienen a cercar, como no sea con lucha esto no se arreglará. Salgan mensajes a aquéllos que nos deben ayudar, los unos vayan a Jérica y los otros a Alucat, desde allí pasen a Onda y después hasta Almenar, que las gentes de Burriana se vengan ya para acá. Pronto tiene que empezarse esta batalla campal. Nuestro provecho en Dios fío que con ella crecerá". Al pasar el tercer día todos juntados están. Mío Cid el bienhadado entonces empieza a hablar: "Sálveos el Creador, mesnadas, y ahora escuchad: después de que nos salimos de la limpia cristiandad -y no fue por nuestro gusto, no se pudo remediar--, gracias a Dios nuestras cosas siempre hacia adelante van. Hoy las gentes de Valencia nos han venido a cercar;

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si en estas tierras nosotros nos quisiéramos quedar, muy firmemente a estos moros tenemos que escarmentar". 67 Fin de la arenga del Cid "Cuando se pase la noche y ya venga la mañana, tenedme bien preparados los caballos y las armas; entonces iremos todos a atacar a su mesnada. Hombres desterrados somos, estamos en tierra extraña, en la lucha se ha de ver quién merece la soldada". 68 Minaya da el plan de batalla El Cid vence otra lid campal Toma de Cebolla Oíd ahora lo que el bueno de Álvar Fáñez quiso hablar: "Mío Cid, lo que habéis dicho como os place se hará, dadme a mí cien caballeros, no os quiero pedir más, vos con los otros que quedan de frente iréis a atacar. Heridlos sin compasión, atacad sin vacilar, que yo con los otros ciento por otro lado iré a entrar y fío en el Dios del cielo que el triunfo nuestro será". Muy bien le parece al Cid lo que Minaya fue a hablar. La mañana ya llegó y se empezaron a armar, sabe cada cual el puesto que en la batalla tendrá. Con el alba Mío Cid contra los moros se va: "Por Jesucristo y Santiago que allá en los cielos están, atacad, mis caballeros, a esos moros de verdad. Aquí está Rodrigo Díaz, aquí está el Cid de Vivar". Viérais allí tanta tienda romper y desbaratar ; los postes los arrancaban, se empiezan a derrumbar. Pero los moros son muchos y se quieren recobrar. Minaya por otro lado ya los venía a atacar; los moros, mal que les pese, por derrotados se dan, a uña de caballo escapan los que pueden escapar. A dos emires mataron en la caza que les dan y hasta la misma Valencia van los cristianos detrás. Grandes ganancias ha hecho Mío Cid el de Vivar, todo aquel campo saquean, luego se vuelven atrás. Con las ganancias que llevan en Murviedro entraban ya, una alegría muy grande se corre por el lugar. A Cebolla toman luego y tierras de más acá. Miedo tienen en Valencia, no saben lo que se harán; ya va haciendo mucho ruido la fama del de Vivar. 69 Correrías del Cid al sur de Valencia A la otra parte del mar también se corre su fama.

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Muy alegre estaba el Cid, muy alegres sus compañas, porque Dios les ayudó y ganaron la batalla. Sus batidores envía, por la noche iban de marcha, hasta Cullera se acercan, después suben hasta Játiva, y luego camino abajo hasta Denia se acercaban. Por todas aquellas costas mucho a los moros quebrantan. Conquistan Peña Cadiella con sus salidas y entradas. 70 El Cid en Peña Cadiella Cuando el Cid Campeador conquistó Peña Cadiella, gran disgusto fue cundiendo por Játiva y por Cullera ya no pueden recatar su dolor los de Valencia. 71 Conquista de toda la región de Valencia Por esas tierras de moros, apresando y conquistando, durante el día durmiendo, por las noches a caballo, en ganar aquellas villas pasa Mío Cid tres años. 72 El Cid asedia a Valencia Pregona a los cristianos la guerra Esos moros de Valencia escarmentados están, no se atreven a salir ni quieren irle a buscar, todas sus huertas las tala, hacíales mucho mal, y esos tres años seguidos el Cid los deja sin pan. Quéjanse los de Valencia, no saben lo que se harán, porque de ninguna parte su pan podían sacar. Padre a hijo, hijo a padre, ningún amparo se dan, ni de amigo para amigo se podían consolar. Muy mala cuita es, señores, el tener mengua de pan. A las mujeres y niños de hambre se les ve finar, el dolor tienen delante, no se pueden remediar. Por el gran rey de Marruecos entonces quieren mandar, pero con los almohades empeñado en guerra está, ningún amparo les dio y no los quiso ayudar. Al Cid, cuando se enteró, mucha alegría le da; de noche deja Murviedro y se pone a cabalgar, a Mío Cid le amanece en tierras de Monreal. Por Aragón y Navarra pregones mandaba echar y hasta tierras de Castilla mensajeros suyos van. Quien quiera dejar trabajos y ganarse buen caudal, con el Cid vaya, que tiene deseos de guerrear, y cercar quiere a Valencia por darla a la Cristiandad. 73 Repítese el pregón

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(Serie gemela) "Quien quiera venir conmigo para cercar a Valencia -de voluntad ha de ser, pero ninguno por fuerza- les esperaré tres días allá en Canal de la Celfa". 74 Gentes que acuden al pregón Cerco y entrega de Valencia Esto dijo Mío Cid, el Campeador leal, tórnase para Murviedro que ganada tiene ya. Mucho corren los pregones y por todas partes van; al sabor de la ganancia no quieren quedarse atrás; mucha gente se le acoge de la buena cristiandad. Por todas partes noticias del Cid fueron a sonar, muchos se juntan al Cid y muy pocos se le van. Creciendo va la grandeza de Mío Cid de Vivar. Al ver junta tanta gente ya se empezaba a alegrar. El Campeador entonces ya no quiso esperar más, a Valencia se encamina y sobre Valencia da. Bien la cercó Mío Cid, ni un resquicio fue a dejar: viérais allí a Mío Cid arriba y abajo andar. Un plazo dio por si alguien venirles quiere a ayudar. Aquel cerco de Valencia nueve mese puesto está; cuando el décimo llegó la tuvieron que entregar. Por toda aquella comarca grandes alegrías van cuando el Cid ganó a Valencia y cuando entró en la ciudad. Los que luchaban a pie hoy son caballeros ya, y el oro y plata ganados ¿quién los podría contar? Ricos son todos los hombres que con Mío Cid están. El quinto de la ganancia el Cid lo manda tomar en dineros acuñados treinta mil marcos le dan y además le tocan bienes que no se pueden contar. ¡Qué alegres se ponen todos, qué alegre el Cid de Vivar, cuando en alto del alcázar su enseña vieron plantar! 75 El rey de Sevilla quiere recobrar Valencia En reposo estaba el Cid ya con todas sus compañas, cuando a aquel rey de Sevilla la noticia le llegaba de que tomaron Valencia y que ninguno la ampara; a atacarlos vino entonces con treinta mil hombres de armas. Allí cerca de la huerta libraron los dos batalla, derrótalos Mío Cid el de la crecida barba. Ha legado la pelea hasta muy cerca de Játiva, al ir a pasar el Júcar ya van en derrota franca, cuando cruzaron el río sin querer bebían agua. Aquel gran rey de Sevilla con tres heridas escapa. A Valencia torna el Cid con toda aquella ganancia.

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Buen botín fue el de Valencia al ser la ciudad tomada, pero de esta gran victoria provecho más grande sacan. Le tocaron, al que menos, unos cien marcos de plata. Las cosas de Mío Cid ya véis lo bien que marchaban. 76 El Cid deja su barba intonsa Riqueza de los del Cid Mucha alegría cundió entre todos los cristianos que en esa guerra acompaña a Mío Cid bienhadado. Ya le crecía la barba, mucho se le va alargando, que había dicho Rodrigo cuando salió desterrado: "Por amor del rey Alfonso, que de su tierra me ha echado, no entre en mi barba tijera, ni un pelo sea cortado y que hablen de esta promesa todos, moros y cristianos". El Campeador está en Valencia descansando, con él Minaya, que no se separa de su lado. Sus vasallos más antiguos de riqueza están cargados. A todos los que al salir del reino le acompañaron el Cid casas y heredades en Valencia les ha dado. La bondad de Mío Cid ya la van ellos probando. Y los que después vinieron también reciben buen pago. Comprende el Cid que ahora éstos, con lo que habían ganado, si se pudiesen marchar lo harían de muy buen grado. Y esto manda Mío Cid, de Minaya aconsejado: que a cualquier hombre de aquéllos que con él ganaron algo, que de él no se despidiese declarándose vasallo, le prendan en donde puedan y donde sea alcanzado y su riqueza le quiten y en horca sea colgado. Ya se queda todo esto por el Cid bien arreglado, y con Minaya Álvar Fáñez se seguía aconsejando: "Si os parece, Minaya, querría hacer un estado de los hombres que aquí están y algo conmigo ganaron: los pondremos por escrito y todos serán contados, si alguno quiere ocultarse o si de menos le echamos tendrá que volver su parte a estos mis buenos vasallos que me guardan a Valencia por sus murallas rondando". A lo cual dijo Minaya: "Es consejo muy sensato". 77 Recuento de la gente del Cid Éste dispone nuevo presente para el rey Manda a todos que a la Corte se le vengan a juntar y cuando están reunidos lista les hizo pasar: tres mil seiscientos tenía Mío Cid el de Vivar. Sonríe el Campeador, de tan alegre que está: "A Dios y a Santa María gracias, Minaya, hay que dar. Con mucho menos salimos de mis tierras de Vivar, ahora tenemos riquezas y aún hemos de tener más.

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Si así os place, Minaya, y no os parece mal, mandaros quiero a Castilla donde está nuestra heredad. A nuestro rey don Alfonso, que es mi señor natural, de estas ganancias que hemos conquistado por acá darle quiero cien caballos, ídselos vos a llevar, por mí besadle la mano, y con empeño rogad que a mi mujer y a mis hijas, que allí en Castilla están, si a tanto alcanza su gracia, me las deje ya sacar. Ya mandaré yo por ellas, sabed cómo eso se hará: a la mujer y a las hijas de Rodrigo el de Vivar se irá a buscar con tal pompa que a gran honra llegarán hasta estas tierras extrañas que hemos podido ganar". Entonces dijo Minaya: "De muy buena voluntad". Por orden del Cid cien hombres con Álvar Fáñez irán que en el viaje le sirvan conforme a su voluntad. Cuando de hablar acabaron se empiezan a preparar. A San Pedro de Cardeña mil marcos manda llevar y de ellos que den quinientos a don Sancho, el buen abad. 78 Don Jerónimo llega a Valencia Cuando con estas noticias todos se están alegrando de tierras de por Oriente un gran clérigo ha llegado: el obispo don Jerónimo era por nombre llamado. Mucho entendía de letras, es en todo muy sensato, lo mismo a pie que a caballo era guerrero esforzado. Al Cid mayores provechos él quería irle buscando, suspirando está por verle luchar con moros en campo: y dice que si se hartan de lidiar y herir sus manos nunca tendría ningún cristiano que lamentarlo. Cuando lo oyó Mío Cid, muy satisfecho así ha hablado: ''Oídme, Minaya Álvar Fáñez, por Aquel que está en lo alto, siempre que Dios nos ayude bien es que lo agradezcamos; en la tierra de Valencia fundar quiero un obispado, se lo daré a don Jerónimo, buen caballero cristiano. En Castilla también esto, Minaya, podréis contarlo". 79 Don Jerónimo hecho obispo Mucho le gustó a Álvar Fáñez lo que dice don Rodrigo. A este bueno don Jerónimo ya le nombraron obispo. Danle por sede Valencia, donde puede ser muy rico. ¡Dios entre aquellos cristianos había gran regocijo de que en tierras de Valencia tuviesen señor obispo! Ya la Minaya muy alegre despidióse y ha partido. Tirada 80

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Minaya se dirige a Carrión Estas tierras de Valencia tranquilas están y en paz cuando Minaya Álvar Fáñez para Castilla se va. Los altos de su viaje no os los quiero contar. Preguntó por don Alfonso, dónde le podría hallar; dícenle que a Sahagún el rey marchó poco ha, que fuese para Carrión donde le puede encontrar. A Minaya estas noticias gran alegría le dan y llevando sus presentes ya se dirige hacia allá. 81 Minaya saluda al rey Don Alfonso el castellano de misa estaba saliendo. He aquí a Minaya Álvar Fáñez cómo llega tan apuesto, las dos rodillas ha hincado delante de todo el pueblo, y a los pies del rey Alfonso púsose con mucho duelo, las dos manos le besaba, y empezó a hablar, tan discreto: 82 Discurso de Minaya al rey Envidia de Garci Ordóñez El Rey perdona a la familia del Cid Los infantes de Carrión codician las riquezas del Cid "Merced, nuestro rey Alfonso, por amor del Creador. Estas manos os las besa Mío Cid el luchador, que le hagáis merced os pide, válgaos el Creador. Los pies os besa y las manos cual cumple a tan gran señor. Vos, rey, le habéis desterrado, le quitasteis vuestro amor, pero aunque está en tierra extraña el Cid su deber cumplió, a esos pueblos que se llaman Jérica y Onda ganó, Almenar ha conquistado, Murviedro, que es aún mayor, a Cebolla gana luego y el pueblo de Castejón, Peña Cadiella, la villa que está en un fuerte peñón; con todas estas ciudades ya de Valencia es señor. Obispo hizo por su mano Mío Cid Campeador, cinco batallas campales libra y todas las gano. Grandes fueron las ganancias que le ha dado el Creador, aquí tenéis las señales, la verdad os digo yo. Estos cien gruesos caballos buenos corredores son, de ricos frenos y sillas todos llevan guarnición, Mío Cid, señor, os ruega que los toméis para vos, que es siempre vuestro vasallo y os tiene por señor". Alzó la mano derecha el rey y se santiguó: "De estas ganancias tan grandes que logró el Campeador, por San Isidro bendito, me alegro de corazón, me alegro de las hazañas que hace el Cid Campeador y recibo estos caballos que me manda en donación". Se alegró el rey, pero al conde Garci Ordóñez le pesó:

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"Parece que en tierra mora ya no hay hombres de valor cuando tanto hace y deshace Mío Cid Campeador". Dijo el rey: "Conde García, no sigáis hablando, no; de todos modos el Cid mejor me sirve que vos". Entonces habla Minaya, el esforzado varón: "Merced os demanda el Cid, que si os place, señor, a su esposa y a sus hijas deis vuestro permiso vos para salir del convento en donde el Cid las dejó e ir a Valencia a juntarse con el Cid Campeador". Entonces contesta el rey: "Pláceme de corazón. Mientras vayan por mis reinos les daré manutención; guárdenlas todos de mal, de ofrenta y de deshonor. Cuando a la frontera lleguen esas damas cuidad vos de servirlas cual se debe, e igual el Campeador. Ahora, guardias y mesnadas, escuchad con atención: No quiero que pierda nada Mío Cid Campeador, a todos los caballeros que le tienen por señor lo que yo les confisqué hoy se lo devuelvo yo, aunque sigan con el Cid no pierdan su posesión, seguros estén de daño o mal en toda ocasión; esto lo hago por que siempre sirvan bien a su señor". Álvar Fáñez de Minaya al rey las manos besó. Sonriese don Alfonso. ¡Dios, qué hermosamente habló! "Aquellos que quieran irse con el Cid Campeador venia les doy, váyanse en gracia del Creador. Más ganaremos con esto que con otro desamor". Oíd lo que hablan aparte los infantes de Carrión: "Mucho cunden las hazañas de este Cid Campeador, en casarnos con sus hijas ganaríamos los dos, pero vergüenza tenemos de decirlo, porque no es el suyo buen linaje para condes de Carrión". A nadie se lo dijeron y así la cosa quedó. Álvar Fáñez de Minaya del buen rey se despidió. "¿Os vais ya, Minaya? Id en gracia del Creador. Un oficial de palacio quiero que vaya con vos. Si os lleváis a las damas, sírvanlas a su sabor, hasta el confín de Medina las guarde mi protección, desde allí en adelante la del Cid Campeador". Ya se despide Minaya, de la corte se marchó. 83 Minaya va a Cardeña por doña Jimena Más castellanos se prestan a ir a Valencia Minaya en Burgos Promete a los judíos buen pago de la deuda del Cid Minaya vuelve a Cardeña y parte con Jimena Pedro Bermúdez parte de Valencia para recibir a Jimena En Molina se le une Abengalbón Encuentran a Minaya en Medinaceli Los infantes de Carrión ya decididos están,

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cuando se marcha Álvar Fáñez vanle un rato a acompañar: "Vos que tan bueno sois siempre hacednos hoy la bondad de llevar nuestros saludos a Mío Cid el de Vivar. Con nosotros como amigos puede Mío Cid contar". Dijo Minaya. "Ese encargo nunca me puede pesar". Minaya su marcha sigue, los infantes vuelven ya. Encamínase a San Pedro donde las damás están. ¡Qué gozo tan grande tienen cuando le ven asomar! Ya se ha apeado Minaya, a San Pedro va a rezar, cuando acabó la oración hacia las damas se va: "Humíllome a vos, señora, que Dios os guarde de mal, que también a vuestras hijas las quiera el Señor guardar. Os saluda Mío Cid, desde allí donde él está, riqueza y salud tenía cuando yo le fui a dejar. Por gracia del rey Alfonso ya quedáis en libertad de veniros a Valencia, que ahora es nuestra heredad. Si os ve el Campeador las tres sanas y sin mal, todo le será alegría, no le quedará un pesar". Contestó doña Jimena: "Si Dios quiere, así será. Por mandato de Álvar Fáñez tres caballeros se van con mensaje a Mío Cid, a Valencia, donde está. "Decid al Campeador, a quien Dios guarde de mal, que a su mujer y a sus hijas concede el rey libertad, mientras vayan por sus reinos provisiones les dará. Que dentro de quince días, si Dios nos guarda de mal, su mujer con las dos niñas y yo estaremos allá, y además estas señoras que compañía les dan". Idos son los caballeros lo mandado cumplirán, en San Pedro de Cardeña Minaya se quedará. Vierais allí caballeros de todas partes llegar, irse quieren a Valencia con Mío Cid de Vivar. A Álvar Fáñez le pedían que los quisiera ayudar y Minaya contestaba: "Yo lo haré de voluntad". Sesenta y cinco a caballo ya se fueron a juntar, más cien que tiene Minaya, que se trajera de allá; las damas en su viaje buena compaña tendrán. Quinientos marcos le dio Álvar Fáñez al abad y los otros ya veréis en qué los quiso emplear: Minaya a doña Jimena, a sus hijas y además a todas aquellas damas que acompañándolas van, con esos quinientos marcos tiene pensado comprar las mejores vestiduras que en Burgos pueda encontrar, con palafrenes y mulas que sean buen de mirar. Cuando en la ciudad de Burgos las compras hechas están y aquel bueno de Minaya a San Pedro vuelve ya, he aquí que Raquel y Vidas a sus pies vanse a arrojar: "Merced, merced, Álvar Fáñez, caballero de fiar, si Mío Cid no nos paga, nuestra ruina esto será, al interés renunciamos si nos vuelve el capital". "Yo lo hablaré con el Cid si Dios me lleva hasta allá, por lo que vos le ayudasteis buena merced os dará".

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Dijeron: "Quiéralo así la divina voluntad, si no, de Burgos saldremos y le iremos a buscar". El buen Minaya Álvar Fáñez para San Pedro se va; muchas gentes se le acogen, se preparan a marchar, a la hora de despedirse gran duelo tuvo el abad: "Adiós, Minaya Álvar Fáñez, el Creador os valdrá, de parte mía las manos al Campeador besad, que de este monasterio nunca se quiera olvidar, con su amparo este convento medre por siempre jamás, que si el Cid así lo hace en honra suya será". Dijo Minaya: "He de hacerlo con muy buena voluntad". Allí todos se despiden y empiezan a cabalgar, con ellos va el palatino que los tiene que guardar. Por todas las tierras reales mucha comida les dan. De San Pedro hasta Medina cinco días tardarán. A Álvar Fáñez y a las damas en Medina tenéis ya. De los que el mensaje llevan ahora pasemos a hablar: cuando de él se hubo enterado Mío Cid el de Vivar, le plugo de corazón, gran alegría le da, y así como oiréis ahora, así comenzaba a hablar: "Quien buen mandadero envía tal razón debe esperar. Tú, Muño Gustioz, y tú, Pedro Bermúdez, marchad, con don Martín Antolínez, ese burgalés leal. Vaya también don Jerónimo, sacerdote de fiar, y cien hombres bien armados por si hubiera que luchar. Por tierras de Albarracín primero debéis pasar, después seguid a Molina que está puesta más allá. Abengalbón que la tiene es moro amigo y de paz; con otros cien caballeros él os acompañará, y subiendo hacia Medina, lo mas que podáis andar, a mi mujer y a mis hijas, que con Minaya vendrán por lo que a mí me dijeron, allí podréis encontrar. Entonces con grandes honras conducídmelas acá. Yo me quedaré en Valencia, que mucho me fue a costar y gran locura sería dejarla sin amparar. Yo me quedaré en Valencia, que Valencia es mi heredad." Cuando el Cid esto hubo dicho empiezan a cabalgar y todo el tiempo que pueden anduvieron sin parar. Albarracín lo pasaron, en Fronchales están ya, al día siguiente llegan a Molina a descansar. Aquel moro Abengalbón, cuando supo a lo que van, muy bien que los recibió y muy contento que está: "¿Sois vosotros los vasallos de mi amigo natural? Sabed que vuestra llegada gran alegría me da". Ese buen Muño Gustioz habló sin más esperar: . "De parte de Mío Cid os queremos saludar, cien caballeros de escolta os manda el Cid preparar, que su mujer y sus hijas en Medinaceli están, quiere que vayáis por ellas y se las traigáis acá, y que hasta Valencia de ellas no os queráis separar". Dijo Abengalbón: "Lo haré de muy buena voluntad".

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Una gran comida a todos aquella noche les da y a la mañana siguiente empiezan a cabalgar, ciento sólo le pidieron pero él con doscientos va. La sierra bravía y alta ya se la dejan atrás, luego cruzan la llanura de la Mata de Taranz, mucha confianza tienen, sin ningún recelo van, por el valle de Arbujuelo ya se aprestan a bajar. Allí en Medina Álvar Fáñez con gran precaución está, al ver venir gente armada gran sospecha le fue a dar, envía dos caballeros que averigüen la verdad; sin perder tiempo partieron, de muy buena gana van, uno se queda con ellos, otro se vuelve a avisar: "Son fuerzas de Mío Cid que nos vienen a buscar. Ved aquí a Pedro Bermúdez que se quiere adelantar, Muño Gustioz, vuestro buen amigo, viene detrás, luego Martín Antolínez, el de Burgos natural, el obispo don Jerónimo, ese clérigo leal. El alcaide Abengalbón con sus fuerzas también va, por dar gusto a Mío Cid que mucho le quiere honrar. Todos forman una tropa, en seguida llegarán". Dijo Minaya: "A caballo. Los iremos a encontrar". Muy de prisa que montaron, no se querían tardar; cien caballeros salían, todos de muy buen mirar, en caballos muy hermosos con cubiertas de cendal y petral de cascabeles; con escudo al cuello van, sendas lanzas en las manos, con su pendón cada cual. Quiere Minaya que vean cómo se sabe portar y como trata a las damas que a Castilla fue a buscar. Los primeros batidores a llegar empiezan ya, las armas toman, ce ponen con las armas a jugar. Por allí junto a Jalón grandes alegrías van. Los otros ante Minaya se iban todos a humillar. Luego, el moro Abengalbón, que mirándoles está, con gesto muy sonriente a Minaya fue a abrazar, según la costumbre mora, beso en el hombro le da. "Dichoso el día, Minaya, en que os vengo a encontrar. A esas damas traéis vos que honra nos vienen a dar, a las dos hijas del Cid, a su esposa tan leal. Tal es la suerte del Cid y todos le hemos de honrar, aunque poco le quisiéramos no se le puede hacer mal, se quedará con lo nuestro, sea por guerra o por paz. Por muy torpe tengo yo al que no ve esta verdad'. 84 Los viajeros descansan en Medina Parten de Medina a Molina Llegan cerca de Valencia Al oírle sonrió Álvar Fáñez de Minaya: "Bien lo veo, Abengalbón, que sois amigo sin tacha; si Dios me lleva hasta el Cid, y le ve otra vez mi alma,

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lo que hicisteis por nosotros no se quedará sin paga. Vámonos ya a descansar, ]a cena está preparada". Contéstale Abengalbón: "Mucho me place aceptarla, y antes que pasen tres días la devolveré doblada". En Medinaceli entran, los atendía Minaya; todos quedan muy contentos de la cena que tomaran. Al oficial de palacio despedirse ya mandaban. Honrado quedará el Cid, que allá en Valencia se estaba, de aquellos ricos festines que en Medina aderezaran. Todo lo costea el rey y nada pagó Minaya. Pasada está ya la noche, ha venido la mañana, todos oyeron la misa y en seguida cabalgaban. De Medinaceli salen, el río Jalón pasaban, por el Arbujuelo arriba muy de prisa espoleaban, la llanura de la Mata de Taranz atravesaban, llegan por fin a Molina, la que Abengalbón mandaba. El obispo don Jerónimo, el buen cristiano sin tacha, por de día y por de noche a las tres damas guardaba, con un caballo a su diestra y otro detrás con sus armas. Álvar Fáñez de Minaya a su lado le acompaña. Ya se entran en Molina, villa rica y bien poblada. Allí el moro Abengalbón les sirve y nada les falta. De todo lo que quisieron no echaron de menos nada, y las mismas herraduras el moro las costeaba. A las damas y a Minaya ¡Dios. cuánto que los honraba! Otro día de mañana en seguida cabalgaban, hasta la misma Valencia el moro los acompaña, de lo suyo iba gastando, de ellos no tomaba nada. Y con estas alegrías y estas noticias tan gratas ya están cerca de Valencia, a tres leguas mal contadas. A Mío Cid de Vivar, que en buen hora ciñó espada, hasta dentro de Valencia un aviso le mandaban. Tirada 85 El Cid envía gentes al encuentro de los viajeros Alegre se puso el Cid como nunca más ni tanto, de aquello que más quería la noticia le ha llegado. A doscientos caballeros que salgan les ha mandado a recibir a Minaya y a las damas hijasdalgo. Él se estará allí en Valencia guardándola y vigilando, sabe muy bien que Álvar Fáñez ya traera todo cuidado. 86 Don Jerónimo se adelanta a Valencia para preparar una procesión El Cid cabalga al encuentro de Jimena Entran todos en la ciudad Todos estos caballeros ya reciben a Minaya,

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a las damas, a las niñas y a los que acompañan. Mandó Mío Cid a aquellos servidores es de su casa, que guarden bien el alcázar y las otras torres altas y que vigilen las puertas con sus salidas y entradas. Manda traer a Babieca, poco ha que le ganara del rey moro de Sevilla en aquella gran batalla, aún no sabe Mío Cid, que en buen hora ciñó espada, si será buen corredor y si muy en seco para. A la puerta de Valencia, donde bien a salvo estaba, ante su mujer e hijas quería jugar las armas. Con grandes honras de todos son recibidas las damas, el obispo don Jerónimo el primero se adelanta, de su caballo se apea, a la capilla marchaba y con los que allí encontró, que preparados estaban, con sobrepelliz vestida y con las cruces de plata, van a esperar a las damas y a aquel bueno de Minaya. Mío Cid el bienhadado se retrasaba: túnica de seda viste, muy crecida trae la barba, ya le ensillan a Babieca, muy bien que le enjaezaban, se monta en él Mío Cid y armas de palo tomaba. En el nombrado Babieca el Campeador cabalga, arranca a correr y dio una carrera tan rauda que todos los que le vieron maravillados estaban. Desde aquel día Babieca fue famoso en toda España. Al acabar la carrera ya Mío Cid descabalga, y va adonde su mujer y sus dos hijas estaban. Al verle doña Jimena a los pies se le arrojaba: "Merced, Cid, que en buen hora fuiste a ceñirte la espada. Sacado me habéis, oh Cid, de muchas vergüenzas malas: aquí me tenéis, señor, vuestras hijas me acompañan, para Dios y para vos son buenas y bien criadas". A la madre y a las hijas mucho el Cid las abrazaba y del gozo que tenían todos los cuatro lloraban. Esas mesnadas del Cid muy jubilosas estaban, jugaban a juegos de armas y tablados derribaban. Oíd lo que dijo Rodrigo, que en buen hora ciñó espada: "Vos, doña Jimena mía, querida mujer y honrada, y las dos hijas que son mi corazón y mi alma, en la ciudad de Valencia conmigo haced vuestra entrada, en esta hermosa heredad que para vos fue ganada". Allí la madre y las hijas las dos manos le besaban y en medio de grandes honras las tres en Valencia entraban. 87 Las dueñas contemplan a Valencia desde el alcázar Con Mío Cid al alcázar su esposa y sus hijas van, cuando llegaron las sube hasta el más alto lugar. Vierais allí ojos tan bellos a todas partes mirar: a sus pies ven a Valencia, cómo yace la ciudad, y allá por el otro lado tienen a la vista el mar.

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Miran la huerta, tan grande y tan frondosa que está, y todas las otras cosas placenteras de mirar. Alzan entonces las manos, que a Dios querían rezar, por lo bueno y por lo grande de aquella hermosa heredad. Mío Cid y sus mesnadas todos contentos están. El invierno ya se ha ido y marzo quería entrar. Noticias os daré ahora del otro lado del mar y del rey moro Yusuf que allí en Marruecos está. 88 El rey de Marruecos viene a cercar a Valencia Pésale al rey de Marruecos el triunfo de don Rodrigo: "En mis tierras y heredades muy firme que se ha metido y se lo agradece todo a su Señor Jesucristo". Entonces el de Marruecos llamar a sus fuerzas hizo y cincuenta veces mil guerreros ha reunido. Ya se entraron por el mar, en las barcas van metidos, se encaminan a Valencia en busca de don Rodrigo. Arribaron ya las naves, ellos a tierra han salido. 89 Ya llegaron a Valencia del Cid tan buena conquista, allí plantaron sus tiendas esas gentes descreídas. Por fin al Campeador le ]legan estas noticias. 90 Alegría del Cid al ver las huestes de Marruecos Temor de Jimena "¡Loado sea el Creador y Padre Espiritual! Los bienes que yo poseo todos ahí delante están, con afán gané a Valencia, la tengo por heredad, como no sea por muerte no la puedo yo dejar. A Dios y a Santa María gracias les tengo que dar porque a mi mujer e hijas conmigo las tengo acá. La suerte viene a buscarme del otro lado del mar, tendré que vestir las armas, que no lo puedo dejar, y mi mujer y mis hijas ahora me verán luchar. Verán en tierras extrañas lo difícil que es estar, harto verán por sus ojos cómo hay que ganar el pan". A su mujer y a sus hijas al alcázar súbelas. "Por Dios, Mío Cid, ¿qué es ese campamento que allí está?" "Jimena, mujer honrada, que eso no os dé pesar, para nosotros riqueza maravillosa será. Apenas llegada y ya regalos os quieren dar, para casar a las hijas aquí os traen el ajuar". "Gracias os doy, Mío Cid, y al Padre Espiritual". "Mujer, en este palacio y en esta torre quedad: no sintáis ningún pavor porque me veáis luchar, que Dios y Santa María favorecerme querrán

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y el corazón se me crece porque estáis aquí detrás. Con la ayuda del Señor la batalla he de ganar". 91 El Cid esfuerza a su mujer y a sus hijas Los moros invaden la huerta de Valencia Izadas están las tiendas; ya rompe el primer albor, en las huestes de los moros a prisa suena el tambor. Contento está Mío Cid. Dijo: "¡Qué buen día es hoy!" Pero a su mujer del miedo le estalla el corazón y las hijas y las damas también sienten gran pavor, que en lo que tienen de vida no oyeran tal retemblor. Acaricióse la barba el buen Cid Campeador: "De esto saldremos ganando, no tengáis más miedo, no, porque antes de quince días, si así place al Creador, esos tambores morunos en mi poder tendré yo; mandaré que os los muestren y así veréis cómo son. Don Jerónimo irá luego a colgar tanto tambor en el templo de la Virgen, madre de Nuestro Señor." Éste es el voto que hizo Mío Cid Campeador. Las damas van alegrándose y ya pierden el pavor. Esos moros de Marruecos, que muy corredores son, se iban metiendo en la huerta sin sentir ningún temor. 92 Espolonada de los cristianos Los ha visto el centinela y empieza a tañer la esquila, prestas están las mesnadas de la gente de Ruy Díaz. Con muchas ganas se arman y ya salen de la villa. Donde se topan con moros acométenlos aína, y de las huertas aquellas los echan con gran mancilla. Más de quinientos mataron los del Cid en este día. 93 Plan de batalla Hasta el mismo campamento van los cristianos detrás, harto han hecho ya aquel día y se empiezan a tornar. El buen Álvar Salvadórez cautivo se queda allá. Con el Cid se van volviendo los que comen de su pan. Vio lo que han hecho, pero ellos se lo cuentan, además. Al gran Cid Campeador mucha alegría le da: "Mis caballeros, oídme, esto aquí no ha de quedar, si hoy ha sido día bueno, mañana mejor será, cuando vaya a amanecer todos armados estad, el obispo don Jerónimo la absolución nos dará, la misa nos dirá luego, y entonces a cabalgar. No puede ser de otro modo, los iremos a atacar en el nombre de Santiago y del Señor Celestial.

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Más vale que les ganemos que ellos nos quiten el pan". Álvar Fáñez de Minaya allí también quiso hablar: "Si así lo queréis, buen Cid, a mí mandadme algo más, ciento treinta caballeros, dadme, bravos en lidiar; atacad vos por un lado, los míos por otro irán, en una o en otra parte, o en ambas, Dios nos valdrá". Entonces contesta el Cid: "De muy buena voluntad". 94 El Cid concede al obispo las primeras heridas El día saliendo va y ya la noche es entrada, no tardan en prepararse aquellas gentes cristianas. Por segunda vez se oían los gallos antes del alba; el obispo don Jerónimo una misa les cantaba, cuando la misa acabó buena absolución les daba. "El que en la lucha muriere peleando cara a cara de sus pecados le absuelvo y Dios cogerá su alma. A vos, Cid Campeador, que en buen hora ciñó espada, una misa os acabo de cantar esta mañana, y en cambio pediros quiero que me otorguéis una gracia, y es que los primeros golpes sean dados por mi espada". Díjole el Campeador: "Aquí os queda otorgada". 95 Los cristianos salen a batalla Derrota de Yusuf Botín extraordinario El Cid saluda a su mujer y sus hijas Dota a las dueñas de Jimena Reparto del botín Ya todos muy bien armados salen por Torres de Cuarto; Mío Cid a sus vasallos bien los iba aleccionando. Hombres de gran confianza en las puertas se dejaron, monta entonces Mío Cid en Babieca, su caballo, que de todas guarniciones iba muy bien preparado. Han salido de Valencia, ya la bandera sacaron, son cuatro mil menos treinta los que el Cid lleva a su lado y a cincuenta mil de moros sin miedo van a atacarlos. Minaya con Álvar Álvaroz éntrase por otro lado, y plúgole al Creador que pudiera derrotarlos. El Cid hiere con la lanza, luego a la espada echa mano, a tantos moros mató que no pueden ser contados, le va por el codo abajo mucha sangre chorreando. Al rey Yusuf de Marruecos tres golpes le ha descargado, pero el moro se le escapa a todo andar del caballo y se le mete en Cullera, castillo muy bien armado; hasta allí le sigue el Cid por ver si puede alcanzarlo, con otros que le acompañan de aquellos buenos vasallos. Desde Cullera se vuelve Mío Cid el bienhadado,

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muy alegre del botín tan grande que han capturado. Ve cuánto vale Babieca, de la cabeza hasta el rabo. La ganancia de aquel día toda por suya ha quedado. De aquellos cincuenta mil moros que habían contado, no pudieron escaparse nada más que ciento cuatro. Las mesnadas de Ruy Díaz saquearon todo el campo, entre la plata y el oro recogieron tres mil marcos, y lo demás del botín no podían ni contarlo. Alegre está Mío Cid, muy alegres sus vasallos de que Dios les ayudara a aquella victoria en campo. Después que al rey de Marruecos así hubieron derrotado, dejóse el Cid a Álvar Fáñez de todo aquello cuidando y con sus cien caballeros en Valencia ya se ha entrado. La cofia lleva caída, el yelmo se lo ha quitado, así entró sobre Babieca y con la espada en la mano. Recíbenlo allí las damas que le estaban esperando, ante ellas para, tiró de las riendas al caballo: "Ante vos me humillo, damas, gran honor os he ganado, vos me guardabais Valencia y yo vencía en el campo. Esto Dios lo quiso así, y con Él todos sus santos, cuando por venir vosotras tal ganancia nos han dado. Ved esta espada sangrienta, ved sudoroso el caballo, es así como se vence a los moros en el campo. Rogad a Dios que os viva todavía algunos años y muchos os besarán, en vasallaje las manos". Esto dijo Mío Cid, luego bajo del caballo. Cuando ya estuvo en el suelo y le ven descabalgado, las damas y las dos niñas, la esposa que vale tanto, ante el Cid Campeador las dos rodillas hincaron. Vuestras somos y Dios quiera que aún nos viváis muchos años". Volvieron con él las damas y entran todos en palacio. Con el Cid van a sentarse en muy preciosos escaños: "Mi mujer doña Jimena, ya que así lo habéis rogado a las damas que trajisteis y os han servido tanto quiero casar con algunos de estos mis buenos vasallos; a cada una de ellas le daré doscientos marcos y que sepan en Castilla que sirvieron a buen amo. De casar a vuestras hijas ya se hablará más despacio". Allí todas se levantan, van a besarle las manos y una alegría muy grande corrió por todo el palacio. Tal como lo dijo el Cid así lo llevan a cabo. El buen Minaya Álvar Fáñez seguía afuera en el campo con los hombres que reparten, escribiendo y recontando: de tiendas y ricas armas y de vestidos preciados no se puede ni pensar los muchos que se encontraron. Ahora quisiera deciros del botín lo mas granado: y es que no pueden ni echar cuenta de tantos caballos que andan con ricos arreos y no hay quien quiera tomarlos; los moros de aquella tierra se sacaron también algo; y además de todo esto a Mío Cid bienhadado de los mejores que cogen le tocaron mil caballos.

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Cuando al partir la ganancia al Cid le tocaron tantos es que los demás quedaban, también ellos, bien pagados. ¡Y qué de tiendas lujosas con postes bien trabajados se sacaron del botín Mío Cid y sus vasallos! La tienda del rey de moros, la más rica que encontraron, dos postes la sostenían que de oro están labrados. Mío Cid Campeador a todos los ha mandado que allí la dejen plantada y no la toque cristiano: "Tal tienda que como ésta de Marruecos ha pasado enviarla quiero al rey don Alfonso el Castellano. Así verá que es muy cierto que el Cid va medrando algo". Todas aquellas riquezas en Valencia las entraron. El obispo don Jerónimo, sacerdote muy honrado, cuando acabo de lidiar con los moros a dos manos, no podía echar la cuenta de tantos como ha matado. Botín de mucha valía le tocara en el reparto y a más el Cid Don Rodrigo de Vivar, el bienhadado, de la quinta parte suya el diezmo le ha regalado. 96 Gozo de los cristianos El Cid envía nuevo presente al rey En Valencia están alegres todas las gentes cristianas, tantos dineros tenían, tantos caballos y armas. Doña Jimena y sus hijas alegres también estaban y aquellas damas que ya se tenían por casadas. El bueno de Mío Cid no perdía tiempo en nada: "¿En dónde estáis, grande hombre? Venid para acá, Minaya. La ganancia que os toca os la tenéis bien ganada, y a más de mi quinta parte os digo con toda el alma que toméis lo que quisiereis: con lo que quede me basta. Mañana al romper el día habéis de marchar sin falta, con caballos de esta quinta que me tocó en la ganancia, todos con sillas y frenos, todos con sendas espadas; por amor de mi mujer y mis hijas adoradas, por habérmelas mandado a donde e]las deseaban, estos doscientos caballos al rey el Cid le regala, que no piense don Alfonso mal del que en Valencia manda". Ordena a Pedro Bermúdez que se marche con Minaya. Otro día de mañana muy a prisa cabalgaban con doscientos caballeros que llevan en su compaña; dirán al rey que Mío Cid ambas manos le besaba, que de esta lid que Rodrigo de Vivar tiene ganada, doscientos buenos caballos en regalo se los manda, que siempre le servirá mientras que viva su alma. Tirada 97 Minaya lleva el presente a Castilla

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Salidos son de Valencia y ya empezaron a andar. Muchas riquezas llevaban, bien tienen que vigilar. Andan de día y de noche, ningún reposo se dan, la sierra que parte el reino la tienen pasada ya, y por el rey don Alfonso empiezan a preguntar. 98 Minaya llega a Valladolid Aquellas sierras y montes, aquellos ríos pasaban, llegan a Valladolid, donde el rey Alfonso estaba. Aviso le mandan Pedro Bermúdez y el buen Minaya de que envíe a recibir a toda aquella compaña que Mío Cid de Valencia con sus regalos le manda. 99 El rey sale a recibir a los del Cid Envidia de Garci Ordóñez Alegre se puso el rey como nunca visteis tanto, mandó cabalgar a prisa a todos sus fijosdalgo, y el rey fue de los primeros que montaron a caballo por recibir los mensajes que le manda el bienhadado. Los infantes de Carrión también allí se encontraron y ese conde don García, del Cid enemigo malo. Aquello a los unos place y a los otros va pesando. A la vista tienen ya a los del Cid bienhadado, un ejército parecen, no semejan enviados, el rey don Alfonso al verlos estábase santiguando. Minaya y Pedro Bermúdez son los primeros llegados, los dos echaron pie a tierra, se apean de los caballos. Delante del rey Alfonso, con los hinojos hincados, los dos besaron el suelo, los pies al rey le besaron. "Merced, merced, rey Alfonso señor nuestro tan honrado, en nombre de Mío Cid este suelo y pies besamos, a vos tiene por señor, llámase vuestro vasallo. Mucho aprecia Mío Cid la honra que le habéis dado. Pocos días ha, señor, que una batalla ha ganado contra ese rey de Marruecos que rey Yusuf es llamado: a cincuenta mil guerreros los ha vencido en el campo, inmensas son las ganancias que en la lucha se sacaron, en ricos se han convertido allí todos sus vasallos; estos caballos os manda, rey, y os besa las manos". Dijo entonces don Alfonso: "Recíbolos de buen grado. Agradezco a Mío Cid este don que me ha enviado. Espero que llegue el día en que por mí sea premiado". Esto a muchos les plació y besáronle las manos. Al conde García Gómez mucho aquello le ha pesado, él y diez parientes suyos allí a un lado se apartaron.

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"Es maravilla del Cid que su honra crezca tanto; con la honra que él se gana estamos muy afrentados. ¡Qué fácilmente que vence reyes moros en el campo, como si estuvieran muertos él les quita sus caballos! Raro sería si de esto no nos viniera algún daño". 100 El rey muéstrase benévolo hacia el Cid Entonces estas palabras fue el rey Alfonso a decir: "A Dios y a San Isidoro agradezco este gentil don de doscientos caballos que me envía Mío Cid. Mientras que mi reino dure mejor me podrá servir. A vos, Minaya, y a vos, Bermúdez, que estáis aquí, mandaré que se os dé ricamente de vestir, y todas las buenas armas que vos quisiereis pedir, por que lleguéis más apuestos delante de Mío Cid. Tres caballos os regalo, podéis cogerlos de aquí. Contento estoy y ya oigo una voz dentro de mí que me dice que estas cosas han de parar en buen fin". 101 Los infantes de Carrión piensan casar con las hijas del Cid Ya le besaron las manos y se entran a descansar, manda el rey darles de aquello de que hayan necesidad. Ahora de los dos infantes de Carrión os quiero habla; en pláticas reservadas y misteriosas están. "La prosperidad del Cid muy para adelante va, le pediremos sus hijas para con ellas casar, se crecerá nuestra honra y así podremos medrar". Y allí con estas razones al rey Alfonso se van. 102 Los infantes logran que el rey trate el casamiento El rey pide vistas con el Cid Minaya vuelve a Valencia y entera al Cid de todo El Cid fija el lugar de las vistas "Esta merced os pedimos, a vos, el rey y señor: queremos, si esta demanda tiene vuestra aprobación, que nos pidáis a las hijas de Mío Cid Campeador, casar queremos con ellas, honra será de los dos". El rey Alfonso un gran rato meditando se quedó: "Yo he echado de esta mi tierra al buen Cid Campeador, trabajé yo por su mal y él por mi bien trabajó, y no sé si el casamiento querrá aceptármelo o no, mas ya que vos lo queréis hablemos de la cuestión". A Álvar Fáñez de Minaya y a Bermúdez, a esos dos mensajeros de Ruy Díaz, el rey entonces llamó, y a un aposento cercano con ellos dos se apartó.

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"Minaya y Pedro Bermúdez, escuchad esta razón: Muy bien que me está sirviendo Mío Cid Campeador, y como él se lo merece le concederé perdón; que venga a verse conmigo, si gusta, vuestro señor. Otras novedades hay en esta mi corte, y son que don Diego y don Fernando, los infantes de Carrión, con las hijas de Mío Cid quieren casarse los dos. Llevad vos este mensaje, que así os lo ruego yo, decídselo de mi parte al buen Cid Campeador. A honra lo habrá de tomar, que irá ganando en honor, si por bodas emparienta con infantes de Carrión". Habla Minaya, a Bermúdez muy bien que le pareció: "Al Cid se lo rogaremos cual lo habéis mandado vos y después el Cid que haga lo que tenga por mejor". " Decid a Rodrigo Díaz el que en buenhora nació que en sitio que a él le convenga podremos vernos los dos y en el lugar que designe será nuestra reunión. En aquello que yo pueda ayudarle quiero yo". Los mensajeros del Cid al rey le dicen adiós, y Minaya con los suyos hacia Valencia marchó. Cuando supo que venía, el buen Cid Campeador a prisa monta a caballo, a recibirlos salió, sonreía Mío Cid y mucho los abrazó. Dijo Rodrigo: "Álvar Fáñez, Pedro Bermúdez, ¿sois vos? En pocas tierras se encuentran varones como estos dos. ¿Cuáles noticias me manda don Alfonso, mi señor? ¿Está contento de mí? ¿No quiso aceptarme el don?" Dijo Minaya: "Lo acepta con alma y con corazón. Muy satisfecho se queda y os vuelve a su favor". Dijo Mío Cid entonces: "Gracias, gracias, Creador". Y luego los mensajeros le transmiten la razón de que le rogaba Alfonso, rey de Castilla y León, de que a sus hijas las casase con infantes de Carrión, que con eso habrá de honrarse y de subir en honor; así lo aconseja el rey con el alma y corazón. Cuando lo oyó Mío Cid, aquel buen Campeador, un rato muy dilatado pensativo se quedó: "Mucho le agradezco esto a Cristo, Nuestro Señor: echado fui de la tierra, me quitaron el honor, con gran trabajo gané esto que poseo yo. Agradezco a Dios que el rey me haya vuelto a su favor y que me pida mis hijas para los dos de Carrión. Minaya, Pedro Bermúdez, decidme vosotros dos de estas bodas proyectadas cuál sea vuestra opinión". "A nosotros nos parece lo que os parezca a vos". Dijo el Cid: "De gran linaje vienen esos de Carrión, andan siempre con la corte, muy orgullosos que son; estas bodas, en verdad, no me gustarían, no, pero si el rey lo aconseja, él que vale más que nos, bien podemos en secreto discutir esa cuestión, y que Dios el de los cielos nos inspire lo mejor".

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"Además de todo esto, Alfonso, vuestro señor, dijo que querría veros en donde os plazca a vos: de veros tiene deseo y tornaros su favor, luego vos decidiréis lo que convenga mejor". Contestó entonces el Cid: "Pláceme de corazón". Entonces dijo Minaya: "El rey Alfonso mandó que el lugar de la entrevista sea escogido por vos". "Si así lo ordenara el rey, dijo allí el Campeador, hasta donde él estuviera iría a buscarle yo para honrarle cual se debe a nuestro rey y señor. Pero ya que así lo quiere acéptole yo el honor y a orillas del río Tajo, ese que es río mayor, podemos entrevistarnos cuando quiera mi señor". Ya están escritas las cartas, el Cid muy bien las selló; con dos caballeros suyos a prisa las envió: lo que quiera el rey Alfonso eso hará el Campeador. 103 El rey fija plazo para las vistas Dispónese con los suyos para ir a ellas Por fin, a aquel rey honrado le presentaron las cartas, cuando las vio don Alfonso de corazón se alegraba. "Saludadme a Mío Cid, que en buen hora ciñó espada: celébrese la entrevista al cumplirse tres semanas; si yo vivo para entonces me encontraré allí sin falta". Los mensajeros del Cid ya sin tardar se tornaban. De una parte y de otra parte a las vistas se preparan. ¿Quién vio nunca por Castilla tanta mula bien preciada, tanto hermoso palafrén de buen aire y buena marcha, caballos tan bien criados y corredores sin tacha, tanto vistoso pendón encajado en buenas astas, escudos que en medio llevan guarnición de oro y de plata, cendales de Alejandría, tantos mantos, pieles tantas? Provisiones abundantes el rey enviar mandaba a orilla del Tajo, donde la entrevista se prepara. Un séquito numeroso al rey Alfonso acompaña. Los infantes de Carrión con gran alegría andan, mucho compran, unas cosas las deben y otras las pagan, porque con aquella bodas ellos ya se figuraban que tendrán cuanto quisieran de oro y plata. El monarca don Alfonso muy de prisa cabalgaba con condes y ricos hombres y con muy grandes mesnadas. Los infantes de Carrión su buen séquito llevaban. Leoneses y gallegos al rey Alfonso acompañan y no se pueden contar las mesnadas castellanas. Allí soltaron las riendas, para la entrevista marchan. Tirada 104 El Cid y los suyos se disponen para ir a las vistas

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Parten de Valencia El rey y el Cid se avistan a orillas del Tajo. Perdón solemne dado por el rey al Cid Convites El rey pide al Cid sus hijas para los infantes El Cid confía sus hijas al rey y éste las casa Las vistas acaban Regalos del Cid a los que se despiden El rey entrega los infantes al Cid Allá dentro de Valencia, Mío Cid Campeador, sin demora a la entrevista muy bien que se preparó. Tanta buena mula, tanto palafrén de condición, muy buenas armas y mucho buen caballo corredor y tantos mantos y pieles y capas de gran valor. La gente chicos y grandes, vestidos van de color. Álvar Fáñez y el buen Pedro Bermúdez aquellos son, Martín Muñoz es el otro que mandó a Montemayor, con el Martín Antolínez, ese burgalés de pro, el obispo don Jerónimo, clérigo de lo mejor, Álvar Salvadórez y el buen Álvar Álvaroz, el valiente caballero que llaman Muño Gustioz y ese Galindo García el que vino de Aragón. Todos éstos se preparan a ir con el Campeador, y los demás caballeros que vasallos suyos son. Al buen Álvar Salvadórez y a Galindo el de Aragón, a éstos les ha encomendado Mío Cid Campeador que le guarden a Valencia con alma y con corazón, y que los demás estén bajo el mando de ellos dos. De las puertas del alcázar esto Mío Cid mandó: ni de día ni de noche no las abra nadie, no. Dentro se queda su esposa, quedan sus hijas las dos, en las que Cid tiene puestos el alma y corazón, y todas aquellas damas que sus servidoras son. Ha dispuesto Mío Cid como prudente varón que no salgan del alcázar esas damas mientras no haya tornado a Valencia el que en buen hora nació. Espuelas pican y el Cid con los suyos se marchó, caballos de armas llevaban que muy corredores son, Mío Cid se los ganara, no se los dieron por don. El Cid va para las vistas que con el rey concertó. Un día antes que llegue Mío Cid, el rey llegó. Cuando vieron que venía ese buen Campeador, a recibirle salieron con grandes muestras de honor. Al verlos adelantarse, el que en buen hora nació a todos sus caballeros que parasen los mandó, menos a unos pocos de ellos que quiere de corazón; con esos quince vasallos del caballo se apeó, cual lo tenía pensado, el que en buen hora nació. De rodillas se echa al suelo, las manos en él clavó, aquellas yerbas del campo con sus dientes las mordió

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y del gozo que tenía el llanto se le saltó. Así rinde acatamiento a Alfonso, rey de León. Ante los pies del monarca de esta manera cayó, no le gusta al rey Alfonso verle en tal humillación: "Levantáos, levantáos, mi buen Cid Campeador, besar mis manos os dejo, pero besar los pies no, si no lo hiciereis así, no os vuelvo mi favor". Con las rodillas hincadas seguía el Campeador: "Merced os pido, buen rey, vos, mi natural señor, que ante vos arrodillado me devolváis vuestro amor, y puedan oírlo todos los que están alrededor". Dijo el rey: "Así lo haré con alma y con corazón, aquí os perdono, Cid, y os vuelvo mi favor, desde hoy en todo mi reino acogida os doy yo". Habló entonces Mío Cid, fue a decir esta razón: "Gracias, el perdón acepto, Alfonso, rey y señor, al cielo le doy las gracias y después del cielo a vos, y a todas estas mesnadas que están aquí alrededor". Con las rodillas hincadas las dos manos le besó, se levanta y en la boca al rey otro beso dio. Todos los que están allí se alegran de corazón. Sólo al conde Garci Ordóñez y a Álvar Díaz les pesó. Habla entonces Mío Cid, fue a decir esta razón: "Mucho que se lo agradezco al gran Padre Creador, porque me ha vuelto su gracia don Alfonso, mi señor, ahora de día y de noche tendré la ayuda de Dios; que seáis mi huésped, os ruego, si así os place, señor". Dijo el rey: "Hacerlo así no sería justo, no, vos acabáis de llegar, y anoche he llegado yo; hoy habéis de ser mi huésped, Mío Cid Campeador, y ya mañana se hará lo que más os plaza a vos". Bésale la mano el Cid, a su demanda cedió. Entonces le saludaron los infantes de Carrión: "Os saludamos ¡oh Cid, que en tan buen hora nació! en todo lo que podamos amigos somos los dos". Repuso allí Mío Cid: "¡Quiéralo así el Creador!" Al en buenhora nacido Mío Cid Campeador, el rey, aquel día entero, por su huésped le tomó. No se harta de estar con él, le quiere de corazón, mucho le mira la barba que tan larga le creció. A todos los que allí están el Cid los maravilló. El día ya va pasando y ya la noche se entró. Otro día de mañana muy claro salía el sol. Mío Cid el de Vivar a los suyos ordenó que preparasen cocina para tantos como son; muy satisfechos quedaron de Mío Cid Campeador, tenían mucha alegría y todos acordes son en que no han hecho en tres años una comida mejor. Otro día de mañana, así como sale el sol, el obispo don Jerónimo una misa les cantó.

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A la salida de misa el rey a todos juntó: "Infanzones y mesnadas, condes, oíd con atención el ruego que voy a hacer a Mío Cid Campeador, que sea para su bien ojalá lo quiera Dios. Vuestras hijas, Cid, os pido, doña Elvira y doña Sol, para que casen con ellas los infantes de Carrión. Me parece el casamiento honroso para los dos, los infantes os las piden y les recomiendo yo. Y pido a todos aquellos que están presentes y son vasallos vuestros o míos, que rueguen en mi favor. Dádnoslas, pues, Mío Cid, y que os ampare Dios". "No querría yo casarlas, repuso el Campeador, que no tienen mucha edad, las dos muy pequeñas son. De mucho renombre gozan los infantes de Carrión, buenos son para mis hijas y aún quizá para mejor. Yo di vida a estas dos niñas, pero las criasteis vos; a lo que mandéis estamos, rey Alfonso, ellas y yo. Aquí están, en vuestras manos, doña Elvira y doña Sol, dadlas a quien vos queráis, que siempre será en mi honor". "Gracias, dijo el rey, a todos los de esta corte y a vos". Entonces se levantaron los infantes de Carrión y van a besar las manos al que en buenhora nació. Allí cambian sus espadas con el Cid Campeador en prenda de pacto. Luego el rey don Alfonso habló: "Gracias, Cid, a ti, tan bueno y preferido de Dios, por darme vuestras dos hijas para infantes de Carrión. En mi mano yo las tomo, doña Elvira y doña Sol, y por esposos les doy los infantes de Carrión. A vuestras hijas las caso, la licencia me dais vos, que en vuestro provecho sea, ojalá lo quiera Dios. Aquí tenéis, Mío Cid, los infantes de Carrión, yo me vuelvo desde aquí, con vos irán ellos dos. Trescientos marcos de plata en ayuda les doy yo, que los gasten en las bodas o en lo que quisiereis vos. Cuando hayáis llegado todos a Valencia la mayor vuestras hijas y los yernos, que ya vuestros hijos son. haced de ellos cual os plazca, Mío Cid Campeador". Recíbelos Mío Cid, al rey las manos besó: "Mucho que os lo agradezco, como a mi rey y señor, vos me casáis a mis hijas, no soy quien las casa yo". La palabra está empeñada, las promesas dadas son, al otro día de mañana, en cuanto saliere el sol, cada cual se tornará allí de donde salió. Grandes cosas hizo entonces Mío Cid Campeador, vierais allí gruesas mulas, palafrenes de valor, tantas buenas vestiduras que de mucho coste son, todo aquello de regalo el Cid Ruy Díaz lo dio a aquellos que se lo piden, y a nadie dijo que no. Sesenta de sus caballos regala el Campeador. Muy contentos se van todos de aquella gran reunión, tenían que separarse, que ya la noche llegó.

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El rey a los dos infantes de la mano los cogió, y así se los fue a entregar a Mío Cid Campeador. "Aquí tenéis vuestros hijos, pues que yernos vuestros son: desde hoy como queráis, Mío Cid, mandadlos vos; que os sirvan como padre y os guarden como señor". "Mucho lo agradezco, rey. Quiero aceptar vuestro don. Dios que en los cielos está os dé muy buen galardón". 105 El Cid no quiere entregar las hijas por sí mismo Minaya será representante del rey "Ahora una merced os pido, a vos mi rey natural: ya que casáis a mis hijas según vuestra voluntad, nombrad vos quien las entregue, mis manos no las darán y los infantes de eso no se podrán alabar". Respondió el rey: "Este buen Álvar Fáñez lo será. Cogedlas y a los infantes se las iréis a entregar tal como lo hago yo ahora, cual si fuese de verdad, en todas las velaciones las tenéis que apadrinar, cuando volvamos a vernos todo se me ha de contar". Dijo Álvar Fáñez: "Señor, pláceme de voluntad". 106 El Cid se despide del rey Regalos Todas las cosas se hicieron como se habían pensado. Dijo el Cid: "Rey don Alfonso, señor mío tan honrado, en recuerdo de estas vistas, quered aceptarme algo. Traigo treinta palafrenes, todos bien enjaezados, treinta caballos ligeros, todos muy bien ensillados, aceptadlos y dejadme, señor, besaros las manos". "Mío Cid, me tenéis ya de tanto obsequio colmado. Estos caballos acepto que vos me habéis regalado, y que quiera el Creador y con Él todos los santos que ese placer que me dais os sea muy bien premiado. Cid Ruy Díaz de Vivar, vos mucho me habéis honrado, me servís muy bien y estoy contento de tal vasallo. Si Dios me da vida, Cid, yo os premiaré con algo. Al Señor os encomiendo, de esta entrevista me marcho y Dios quiera dar buen fin a lo que aquí concertamos". 107 Muchos del rey se van con el Cid a Valencia Los infantes acompañados por Pedro Bermúdez En su caballo Babieca el Cid Ruy Díaz montó: "Aquí lo quiero decir ante mi rey y señor: quien desee ir a las bodas o recibir algún don

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puede venirse conmigo, no habrá de perderlo, no". De su señor don Alfonso el Cid ya se despidió, no quiere que le acompañe, de él allí se separó. Vierais allí caballeros, y muy apuestos que son, besar las manos al rey Alfonso en señal de adiós. "Concedednos vuestra gracia y dadnos vuestro perdón, al mando del Cid nos vamos a Valencia la mayor. Veremos las bodas de los infantes de Carrión y de las hijas del Cid doña Elvira y doña Sol". Mucho que le place al rey y a todos permiso dio, crece el séquito del Cid, pero el del rey se amenguó, mucha gente es la que va con Mío Cid Campeador. Para Valencia caminan la que en buenhora ganó. A don Diego y don Fernando por compañía les dio al buen don Pedro Bermúdez, al buen don Muño Gutioz; no tiene el Cid en su casa un caballero mejor. Ellos así irán sabiendo cómo son los de Carrión. Con ellos va Ansur González, bullanguero y hablador, muy largo de lengua era y no tanto de valor. Muchas honras hacen a los infantes de Carrión. Ya los tenéis en Valencia, la que Mío Cid ganó. Y cuando más se acercaron su alegría era mayor. A don Pedro y a don Muño les dice el Campeador: "Que tengan un buen albergue los infantes de Carrión y vos quedáos con ellos, que así os lo mando yo. Cuando venga la mañana y en cuanto que apunte el sol a sus esposas verán, doña Elvira y doña Sol." 108 El Cid anuncia a Jimena el casamiento Al llegar la noche todos se marcharon a sus casas, Mío Cid Campeador en el alcázar entraba, Doña Jimena y sus hijas allí dentro le esperaban "¿Sois vos, Cid Campeador, que en buenhora ciñó espada? Por muchos años os vean los ojos de nuestras caras". "Gracias a nuestro Señor aquí estoy, mujer honrada, conmigo traigo dos yernos que gran honra nos deparan: agradecédmelo, hijas, porque estáis muy bien casadas". 109 Doña Jimena y las hijas se muestran satisfechas Allí le besan las manos su mujer y sus dos hijas y todas las otras damas de quien ellas se servían. "Gracias a Dios y a vos gracias, Cid, de la barba crecida, cosas que vos decidáis son cosas bien decididas. Nada les ha de faltar, mientras viváis, a mis hijas". "Padre, cuando nos caséis seremos las dos muy ricas". 110

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El Cid recela del casamiento "Mi mujer, doña Jimena, sea lo que quiera Dios. A vos os digo, hijas mías, doña Elvira y doña Sol, que con este casamiento ganaremos en honor, pero sabed que estas bodas no las he arreglado yo: os ha pedido y rogado don Alfonso, mi señor. Lo hizo con tanta firmeza, tan de todo corazón, que a aquello que me pedía no supe decir que no. Así en sus manos os puse, hijas mías, a las dos. Pero de verdad os digo: él os casa, que no yo". 111 Preparativos de las bodas Presentación de los infantes Minaya entrega las esposas a los infantes Bendiciones y misa Fiestas durante quince días Las bodas acaban, regalos a los convidados El juglar se despide de sus oyentes Entonces se comenzó a adornar todo el palacio, los suelos y las paredes con tapices los taparon, telas de púrpura y seda y muchos paños preciados. ¡Cuánto gusto os daría comer en aquel palacio! Los caballeros del Cid todos se fueron juntando. Van entonces a buscar a don Diego y don Fernando: ya cabalgan los infantes, caminan para palacio con muy buenas vestiduras, ricamente ataviados. ¡Qué bien y con qué humildad e el alcázar entraron! Los recibe Mío Cid, con el todo sus vasallos. Al Cid y a doña Jimena los infantes saludaron; luego fueron a sentarse en un magnífico escaño. Todos los de Mío Cid, prudentes y mesurados, tenían puesta la vista en su señor bienhadado. El Campeador Ruy Díaz entonces se ha levantado: "Ya que tenemos que hacerlo, no hay para qué retardarlo: venid acá, buen Minaya, a quien tanto quiero y amo, aquí tenéis mis dos hijas, póngolas en vuestras manos. Sabéis que con don Alfonso en hacerlo así quedamos, en nada quiero faltar a lo que está concertado: dárselas a los infantes de Carrión con vuestras manos, que la bendición reciban y esto se vaya acabando". Álvar Fáñez contestó: "Yo lo haré de muy buen grado". Las dos se ponen en pie, él las cogió de la mano, y a los de Carrión, Minaya así entonces les va hablando: "Ante Álvar Fáñez estáis presentes los dos hermanos; por mano del rey Alfonso, que me lo tiene mandado, estas damas os entrego -y son las dos hijasdalgo-, tomadlas vos por mujeres para honra y bien de los cuatro". Recíbenlas los infantes de corazón y buen grado, al Cid y a doña Jimena les van a besar la mano.

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Cuando hubieron hecho esto se salieron del palacio, todos a Santa María de prisa se encaminaron. El obispo don Jerónimo revistióse apresurado y en la puerta de la iglesia ya los estaba esperando, bendiciones les echó, la misa les ha cantado. Cuando salen de la iglesia cabalgan a muy buen paso, al arenal de Valencia todos los del Cid marcharon. ¡Dios, qué bien que juegan armas Ruy Díaz y sus vasallos! El que en buenhora nació tres veces mudó el caballo. Satisfecho se halla el Cid de lo que estaba mirando. Buenos jinetes allí los de Carrión se mostraron. Con las damas se volvieron y ya en Valencia han entrado, muy ricas bodas se hacen en el hermoso palacio. Al otro día el Cid manda que planten siete tablados y, antes de comer, las tablas de los siete derribaron. Quince días bien cumplidos aquellas bodas duraron y al cabo de ellas empiezan a marcharse los hidalgos. Ruy Díaz el de Vivar, Mío Cid el bienhadado, entre mulas, palafrenes y corredores caballos lo menos un centenar de bestias ha regalado y además muchos vestidos y ricas pieles y mantos, y dinero de oro y plata que no es posible contarlo. También se ponen de acuerdo de Mío Cid los vasallos y a todos los invitados hicieron buenos regalos. Al que algo quiere llevarse bien que le llenan las manos; ricos vuelven a Castilla los que a las bodas llegaron. Ya todos aquellos huéspedes de Valencia van marchando, despídense de Ruy Díaz, Mío Cid el bienhadado, despídense de las damas y de todos los hidalgos, muy satisfechos se marchan del Cid y de sus vasallos. Agradecidos hablaban de lo bien que les trataron. También están muy alegres don Diego y don Fernando, los infantes de Carrión, hijos del conde Gonzalo. Ya han regresado a Castilla los huéspedes invitados, Mío Cid y sus dos yernos en Valencia se han quedado. Allí moran los infantes muy cerca de los dos años, en Valencia todo el mundo hacíales agasajos. Muy contento estaba el Cid, muy contentos sus vasallos. Ojalá quiera la Virgen María y el Padre Santo que salgan bien estas bodas al que así las ha casado. Las coplas de este cantar aquí se van acabando. Que Dios creador os valga y con Él todos sus santos.

FIN DEL CANTAR SEGUNDO

CANTAR TERCERO La afrenta de Corpes

Tirada 112 Suéltase el león del Cid Miedo de los infantes de Carrión

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El Cid amansa al león Vergüenza de los infantes Estaba el Cid con los suyos en Valencia la mayor y con él ambos sus yernos, los infantes de Carrión. Acostado en un escaño dormía el Campeador, ahora veréis qué sorpresa mala les aconteció. De su jaula se ha escapado, y andaba suelto el león, al saberlo por la corte un gran espanto cundió. Embrazan sus mantos las gentes del Campeador y rodean el escaño protegiendo a su señor. Pero Fernando González, el infante de Carrión, no encuentra dónde meterse, todo cerrado lo halló, metióse bajo el escaño, tan grande era su terror. El otro, Diego González, por la puerta se escapó gritando con grandes: "No volveré a ver Carrión." Detrás de una gruesa viga metióse con gran pavor y, de allí túnica y manto todos sucios los sacó. Estando en esto despierta el que en buen hora nació y ve cercado el escaño suyo por tanto varón. "¿Qué es esto, decid, mesnadas? ¿Qué hacéis aquí alrededor?" "Un gran susto nos ha dado, señor honrado, el león." Se incorpora Mío Cid y presto se levantó, y sin quitarse ni el manto se dirige hacia el león: la fiera cuando le ve mucho se atemorizó, baja ante el Cid la cabeza, por tierra la cara hincó. El Campeador entonces por el cuello le cogió, como quien lleva un caballo en la jaula lo metió. Maravilláronse todos de aquel caso del león y el grupo de caballeros a la corte se volvió. Mío Cid por sus yernos pregunta y no los halló, aunque los está llamando no responde ni una voz. Cuando al fin los encontraron, el rostro traen sin color tanta broma y tanta risa nunca en la corte se vio, tuvo que imponer silencio Mío Cid Campeador. Avergonzados estaban los infantes de Carrión, gran pesadumbre tenían de aquello que les pasó. 113 El rey Búcar de Marruecos ataca a Valencia Así estaban los infantes dolidos de gran pesar, cuando fuerzas de Marruecos Valencia quieren cercar. Allí en el campo de Cuarto van los moros a acampar, cincuenta mil tiendas grandes allí plantadas están. Mandábalos el rey Búcar, de quien habréis oído hablar. 114 Los infantes temen la batalla El Cid los reprende.

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Al Cid y a todos los suyos gran contento les entró, van a tener más ganancias y dan las gracias a Dios. Pero mucho lo sintieron los infantes de Carrión, y al ver tanta tienda mora muy poco gusto les dio. Entonces los dos hermanos se apartaron a un rincón: "Calculamos las ganancias, pero los peligros no. Ahora aquí en esta batalla tendremos que entrar los dos, me parece que ya nunca volveremos a Carrión y que enviudarán las hijas de Mío Cid Campeador." Aunque hablaban en secreto, los oye Muño Gustioz y fue a contarlo en seguida a Rodrigo su señor. "Ahí tenéis a vuestros yernos. De tan valientes que son al ir a entrar en batalla echan de menos Carrión. Idlos vos a consolar, por amor del Creador, que no entren en la batalla y se estén en paz los dos. Con vos nos basta a nosotros y ya nos valdrá el Señor." Mío Cid el de Vivar muy sonriente salió: "Dios os guarde, yernos míos, los infantes de Carrión, mis hijas en vuestros brazos están, más blancas que el sol. Yo suspiro por batallas y vosotros por Carrión. Quedáos aquí en Valencia, holgad a vuestro sabor, que de luchar con los moros ya entiendo bastante yo y a derrotarlos me atrevo con merced del Creador." 115 Mensaje de Búcar Espolonada de los cristianos Cobardía del infante Fernando

(Laguna el manuscrito: cincuenta versos que se suplen con el texto de la "Crónica de veinte reyes.") Generosidad de Pedro Bermúdez Cuando estaban hablando de esto envió el rey Búcar al Cid que le dejase Valencia y se marchase en paz; que, si no, le pagaría todo lo que había hecho. El Cid dijo a aquél que trajera el mensaje: "Id a decir a Búcar, a aquel hijo de enemigos, que antes de tres días ya le daré yo lo que pide." Al día siguiente mandó el Cid que se armasen todos los suyos y salió contra los moros. Los infantes de Carrión le pidieron entonces atacar en primer lugar, y cuando el Cid ya tuvo formadas sus filas, don Fernando, uno de los infantes, se adelantó para ir a atacar a un moro llamado Aladraf. El moro, cuando le vio, arrancó también contra él, y el infante, con el gran miedo que le infundió el moro, volvió riendas y huyó, y ni siquiera se atrevió a esperarle. Pedro Bermúdez, que iba junto a él, cuando vio aquello fue a atacar el moro, luchó con él y le mató. Luego cogió el caballo del moro y se fue tras el infante que iba huyendo, y díjole: "Don Fernando, tomad este caballo y decid a todos que vos matasteis al moro, su dueño, y yo lo atestiguaré." El infante le dijo: "Don Pedro, mucho os agradezco lo que decís."

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"Ojalá llegue algún día en que esto pueda ser pagado." Allí el infante y don Pedro los dos juntos se tornaron. Don Pedro dice que es cierto lo que cuenta don Fernando. Mucho le ha gustado el Cid y también a sus vasallos. "Todavía creo yo, si quiere el que está en lo alto, que luchando en campo abierto mis dos yernos serán bravos". Así hablaba el Cid, y mientras las fuerzas se iban juntando y en las huestes de los moros los tambores van sonando; por maravilla lo tienen muchos que aquellos cristianos que nunca vieran tambores porque son recién llegados. Más que todos se asombraban don Diego y don Fernando; si atendieran a su gusto de allí se habrían marchado. Oíd ahora lo que habló Mío Cid el bienhadado: "Ven acá, Pedro Bermúdez, tú, mi sobrino tan caro, cuídame tú de don Diego, cuídame de don Fernando, que los dos son yernos míos y cosa que mucho amo. Los moros, si Dios ayuda, no han de quedar en el campo." 116 Pedro Bermúdez se desentiende de los infantes Minaya y don Jerónimo piden el primer puesto en la batalla "Yo os digo, Mío Cid, y espero esa caridad, que este día los infantes por ayo no me tendrán, acompáñelos quien quiera, que a mí poco se me dan. Yo en vanguardia con los míos los moros iré a atacar y vos con los vuestros, Cid, aquí a retaguardia estad, y si hubiere algún peligro ya me vendréis a ayudar." El buen Minaya Álvar Fáñez entonces se fué a acercar: "Escuchad lo que os digo, Cid Campeador leal, esta batalla de ahora el Señor es quien la hará, vos gozáis de su favor, y con vos ha de luchar. Decidnos a cada uno dónde tiene que atacar y todos su obligación cual vos mandéis cumplirán. Con Dios y con vuestra suerte veamos lo que va a pasar." Mío Cid dijo: "No hay prisa, tengamos tranquilidad." Llega entonces don Jerónimo, muy armado que está, delante de Mío Cid se fue el obispo a parar: "Hoy os he dicho la misa de la Santa Trinidad; si he salido de mi tierra y aquí os vine a buscar es por ganas que tenía de algunos moros matar, honrar quiero yo mis armas y mi orden sacerdotal y ser en esta batalla quien primero atacará. Traigo yo pendón y armas que de lejos se verán, si así place al Creador hoy las querría ensayar, porque así mi corazón tranquilo se quedará, y vos, Mío Cid, por eso aún me estimaríais más. Si ese favor no me hacéis de aquí me quiero marchar" Dijo entonces Mío Cid: "Tal como queréis se hará, allí estan los moros, id vuestras armas a probar, de aquí veremos nosotros qué tal pelea el abad."

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117 El obispo rompe la batalla El Cid acomete Invade el campamento de los moros El obispo don Jerónimo hizo una buena arrancada y fue a atacar a los moros allí donde ellos acampan. Por la suerte que tenía y por lo que Dios le amaba de sus dos golpes primeros dos enemigos mataba. Ya tiene rota la lanza y metió mano a la espada. ¡Cómo se esfuerza el obispo, Dios mío, qué bien luchaba! A dos mató con la lanza y ahora cinco con la espada. Pero son muchos los moros y en derredor le cercaban, muy grandes golpes le dieron, pero la armadura aguanta. Mío Cid el bienhadado los ojos en él clavaba, por fin embraza el escudo, baja el astil de la lanza y espolea a su Babieca, el caballo que bien anda: ya va a atacar a los moros con el corazón y el alma. Entre las filas primeras el Campeador se entraba, a siete tira por tierra, y a otros cuatro los mataba. Así empieza la victoria que aquel día fue lograda. Mío Cid con sus vasallos detrás de los moros anda. Vierais romper tantas cuerdas y quebrar tantas estacas y con sus labrados postes tiendas que se desplomaban. Los del Cid a los de Búcar fuera de sus tiendas lanzan. 118 Los cristianos persiguen al enemigo El Cid alcanza y mata a Búcar Gana la espada Tizón De sus tiendas les arrojan y persiguiéndoles van: Vierais allí tantos brazos con sus lorigas cortar, tantas cabezas con yelmo por aquel campo rodar y los caballos sin amo correr de aquí para allá. Aquella persecución siete millas fue a durar. Mío Cid a aquel rey Búcar a los alcances le va: "Vuélvete, Búcar, decía, viniste de allende el mar y al Cid de la barba grande cara a cara has de mirar, los dos, hemos de besarnos, pactaremos amistad." Repuso Búcar: "¡Que Dios confunda a un amigo tal! Espada tienes en mano y te veo espolear, se me figura que quieres en mí tu espada ensayar. Mas si no cae mi caballo y ningún tropiezo da, no te juntarás conmigo como no sea en el mar." Responde entonces el Cid: "Esto no será verdad." Buen caballo tiene Búcar, grandes saltos le hace dar, pero Babieca el del Cid a los alcances le va. Mío Cid alcanza a Búcar a tres brazas de la mar, alza su espada Colada, un fuerte golpe le da,

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los carbunclos de su yelmo todos se los fue a arrancar, luego el yelmo y la cabeza le parte por la mitad, hasta la misma cintura la espada fue a penetrar. El Cid ha matado a Búcar aquel rey de allende el mar, ganó la espada Tizona, mil marcos de oro valdrá. Batalla maravillosa y grande supo ganar. Aquí se honró Mío Cid y cuantos con él están. 119 Los del Cid vuelven del alcance El Cid, satisfecho de sus yernos; ellos, avergonzados Ganancias de la victoria Con las ganancias que han hecho a Valencia iban tornando; cada cual va recogiendo lo que encuentra por el campo. Por fin a las tiendas llegan con su señor bienhadado. Mío Cid Rodrigo Díaz, Campeador afamado: viene con sus dos espadas, las dos que él estima tanto, por el campo de batalla al correr de su caballo; la cara trae descubierta, capucha y yelmo quitados, la cofia a medio poner sobre el pelo descansando. Ya por todas partes van llegando sus vasallos. El Campeador entonces algo ve que le ha gustado, alza la vista y se queda hacia adelante mirando: por allí ha visto venir a don Diego y don Fernando los infantes de Carrión, hijos del conde Gonzalo. Alégrase Mío Cid, sonriente les ha hablado: "¿Sois vosotros, yernos míos? Por hijos os tengo a ambos, ya sé que estáis muy contentos de lo bien que habéis luchado, a Carrión mandaré yo mensajeros a contarlo, también dirán que al rey Búcar la batalla le ganamos. Fío en Dios nuestro Señor y fío en todos sus santos que de esta victoria todos saldremos muy bien pagados." Álvar Fáñez de Minaya en este instante ha llegado, escudo al cuello, con mucha señal de espada marcado; de los golpes de las lanzas Minaya no hacía caso y aquellos que se los dieron con ninguno le acertaron. Le va por el codo abajo mucha sangre chorreando, arriba de veinte moros Minaya había matado: "Gracias a Nuestro Señor, el Padre que está en lo alto, y a vos gracias, Mío Cid de Vivar el bienhadado. A su rey Búcar matasteis, la batalla les ganamos, para vos son estos bienes y para vuestros vasallos. También vuestros yernos, Cid, hoy aquí se han señalado, están hartos de lidiar con los moros en el campo." Dijo el Cid: "Contento estoy de que así se hayan portado, si hoy ya son buenos, mañana aún habrán de ser bravos." De verdad lo dijo el Cid y ellos lo toman a escarnio. Todas aquellas ganancias a Valencia ya han llegado, alegre está Mío Cid como todos sus vasallos, a cada cual le tocó de ración seiscientos marcos.

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Los yernos de Mío Cid aquel dinero tomaron que les toca del botín y lo ponen a recaudo, creen que en todos sus días ya nada habrá de faltarlos. Todo el mundo allí en Valencia iba muy bien arreado, comía a su placer y llevaba buenos mantos. Gran alegría que tienen Mío Cid y sus vasallos. 120 El Cid, satisfecho de su victoria y de sus yernos (Repetición) Gran día fue aquel en la corte del Campeador, la batalla la ganaron y él al rey Búcar mató. Alza Mío Cid la mano, la barba se acarició: "Gracias a Cristo que es de todo el mundo Señor, hoy por fin he visto eso que tanto quería yo, y es que mis yernos lucharon conmigo en campo los dos. He de mandar mensajeros a que cuenten en Carrión que nos son de gran provecho y pelean con valor." Tirada 121 Reparto del botín Muy grandes son las ganancias del Cid y de sus vasallos, a más de lo que tenían lo que ahora les ha tocado. Mandó Mío Cid Ruy Díaz de Vivar el bienhadado que de aquel botín tan grande que en la batalla ganaron a cada cual se le dé lo que es justo en el reparto y que el quinto que a él le toca tampoco fuese olvidado. Todos lo hicieron así y muy cuerdos se mostraron. De su quinta parte tocan al Cid seiscientos caballos y acémilas de otras clases y muchos camellos, tantos que de los muchos que había no fue posible contarlos. 122 El Cid, en el colmo de su gloria, medita dominar a Marruecos Los infantes, ricos y honrados en la corte del Cid Tales ganancias ha hecho Mío Cid Campeador: "Gracias a Dios de los cielos y de este mundo Señor, ahora me sobra riqueza, antes todo me faltó, tengo bienes, oro y tierras, heredades de valor, y a mis hijas las casé con infantes de Carrión, gano todas las batallas por gracia del Creador y moros como cristianos de mí tienen gran pavor. Por Marruecos, donde están las mezquitas, va la voz de que una noche a asaltarlos llegará el Campeador. Ellos así se lo temen, pero no lo pienso yo: no tengo que ir a buscarlos, en Valencia estoy mejor, que ellos me darán tributo si así lo quisiera Dios,

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y a mí me lo pagarán o a quien les designe yo. Muy grandes gozos tenían en Valencia la mayor todas aquellas mesnadas de Mío Cid Campeador por la victoria en que habían luchado de corazón; también los yernos del Cid contentos están los dos, valía cinco mil marcos la parte que les tocó: por muy ricos se tenían los infantes de Carrión. Todos van hacia la corte de Mío Cid Campeador, allí estaba don Jerónimo, aquel obispo de pro, Álvar Fáñez de Minaya, caballero luchador, y otros muchos que en su casa el Campeador crió. Cuando entraron en la corte los infantes de Carrión fue a recibirlos Minaya en nombre de su señor: "Venid acá; mis parientes, honra ganamos por vos." De verlos llegar se alegra Mío Cid Campeador: "Yernos míos, aquí está mi mujer, dama de pro, aquí están ambas mis hijas, doña Elvira y doña Sol: que os abracen, infantes, y os sirvan de corazón. Gracias a Santa María, madre de Nuestro Señor, de estos casamientos vuestros iréis ganando en honor. Buenos mensajes irán a las tierras de Carrión." 123 Vanidad de los infantes Burlas de que ellos son objeto Entonces empieza a hablar el infante don Fernando: "Gracias a Dios Creador, y a vos, Mío Cid honrado, tantos bienes poseemos que no pueden ser contados, por vos ganamos en honra y por vos hemos luchado, a los moros que vencimos allí en el campo y matamos a aquel rey que los mandaba, Búcar, un traidor probado. Pensad, Cid, en vuestras cosas, lo nuestro está en buenas manos." Los vasallos de Mío Cid sonríen al escucharlos: que en perseguir unos, otros en luchar, se señalaron y en ninguna parte vieron a don Diego y don Fernando. Por todas aquellas burlas que en la corte les gastaron, y porque siempre con risas los están escarmentando, los infantes de Carrión tienen pensamientos malos. Se fueron a hablar aparte, bien se ve que son hermanos. Pero aquello que ellos traman no queremos ni escucharlo. "Vámonos para Carrión, ya hace mucho que aquí estamos, son tan crecidos los bienes que aquí no hemos ganado que aunque viviéramos mucho no podríamos gastarlos." 124 Los infantes deciden afrentar a las hijas del Cid Piden al Cid sus mujeres para llevarlas a Carrión EI Cid accede Ajuar que da a sus hijas Los infantes dispónense a marchar

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Las hijas despídense del padre "Pidamos nuestras mujeres a este Cid Campeador. Diremos que las llevamos a heredades de Carrión para que vean allí las tierras que nuestras son. Saquémoslas del amparo de Mío Cid Campeador, y por el camino haremos lo que nos plazca a los dos antes que nos pidan cuentas por aquello del león. De gran linaje venimos, somos condes de Carrión. Muchos bienes nos llevamos que valen mucho valor, escarnio haremos a las hijas del Campeador. Con estos bienes seremos ya ricos hombres los dos: podremos casar con hija de rey o de emperador. De gran linaje venimos, somos condes de Carrión; escarnio haremos a las hijas del Campeador antes que nos pidan cuentas por aquello del león." Después de puestos de acuerdo a la corte van los dos, hicieron callar a todos, Fernán González habló: "Nuestro Señor os bendiga, Mío Cid Campeador, pedimos a vuestra esposa, pedimos primero a vos y a Minaya y a los otros que están aquí alrededor que nos den nuestras mujeres, esposas por bendición, para llevarlas a aquellas tierras nuestras de Carrión: de lo que en arras les dimos tomaran ya posesión y así verán vuestras hijas las tierras que nuestras son, y que han de ser de los hijos que nos nazcan a los dos." No receló ningún mal Mío Cid Campeador: "Llevadlas y de algo mío yo les haré donación; vosotros disteis por arras unas villas de Carrión, yo quiero darles ahora tres mil marcos de valor, y mulas y palafrenes que de buena talla son y unos veloces caballos de montar para los dos y trajes y vestiduras de oro y seda en profusión. Os daré mis dos espadas, Colada y Tizona; no olvidéis que las gané en el campo, a lo varón si os entrego a mis hijas por hijos os tengo yo. Para allá os me lleváis las telas de corazón. Que sepan allí en Castilla y en Galicia y en León con qué riqueza tan grande hoy os despido a los dos. Servid bien a mis dos hijas, que vuestras mujeres son, que si las sirviereis bién os daré buen galardón." A todo dicen que sí los infantes de Carrión. Sus hijas les ha entregado Mío Cid Campeador, y empiezan a recibir lo que el Cid les regaló. Cuando ya estuvieron hartos de recibir tanto don mandan cargar las acémilas los infantes de Carrión. Mucho rebullicio había por Valencia la mayor, cada cual sus armas coge, en su caballo montó por despedir a las hijas del Cid, que van a Carrión. Iba a comenzar la marcha la despedida llegó. Entonces las dos hermanas doña Elvira y doña Sol

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van a hincarse de rodillas ante el Cid Campeador: "Merced os pedimos, padre, válgaos el Creador, vos nos habéis engendrado, nuestra madre nos parió, señor y señora nuestros, estáis delante los dos. Ahora, padre, nos mandáis a las tierras de Carrión y fuerza nos es cumplir aquello que mandáis vos. Así merced os pedimos, nuestro buen padre y señor, que mandéis noticias vuestras a las tierras de Carrión." Las abraza y en la boca las besa el Cid a las dos. 125 Jimena despide a sus hijas El Cid cabalga para despedir a los viajeros Agüeros malos Esos abrazos y besos la madre dobles los daba: "Id con Dios, dijo, hijas mías y que el Creador os vaga, el amor de vuestro padre y el mío os acompañan. Id a Carrión, que tenéis allí heredades y casas; me parece a mí, hijas mías, que os tengo bien casadas." A su padre y a su madre las dos manos besaban, les dan el Cid y su esposa su bendición y su gracia. Ya don Rodrigo y los suyos a cabalgar empezaban, llevan muy ricos vestidos, muchos caballos y armas. Los infantes de Carrión dejan Valencia la clara, adiós dijeron a sus compañeros y a las damas. Por la puerta de Valencia salen corriendo las armas, alegre va Mío Cid y aquellos que le acompañan. Pero ha visto en los agüeros Mío Cid bien a las claras que aquellos dos casamientos han de tener una tacha. Mas no puede arrepentirse, que ya casadas estaban. 126 El Cid envía con sus hijas a Félez Muñoz Último adiós. El Cid torna a Valencia Los viajeros llegan a Molina Abengalbón les acompaña a Medina Los infantes piensan matar a Abengalbón "¿Dónde estás, sobrino mío, dónde estás, Félez Muñoz? Primo de mis hijas eres, quiéreslas de corazón; mando que vayas con ellas hasta el mismo Carrión, que veas las heredades que para mis hijas son y que con esa noticia vuelvas al Campeador." Félez Muñoz le contesta: "Con alma y con corazón." El buen Minaya Álvar Fáñez ante Mío Cid paró: "Mío Cid, volvamos ya a Valencia la mayor, que si así nos lo permite Nuestro Padre y Creador un día iremos a verlas a esas tierras de Carrión." "A Dios os encomendamos, doña Elvira y doña Sol; portáos como sabéis que a mí me gusta las dos."

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Allí añadieron los yernos:. "Ojalá lo quiera Dios." Grandes sentimientos hubo en esa separación: el padre con las dos hijas lloraba de corazón, igual hacen los vasallos de Mío Cid Campeador. "Escucha sobrino mío, escucha Félez Muñoz, que descanséis en Molina una noche quiero yo por saludar a mi amigo el buen moro Abengalbón; que reciba a mis dos yernos como él sepa mejor; dile que envío a mis hijas allá a tierras de Carrión; en lo que ellas necesiten, que las sirva a su sabor, y que luego hasta Medina las acompañe a las dos. Por todo lo que él hiciere le daré buen galardón." Como la uña de la carne el Cid de allí se arrancó. Ya vuelve para Valencia el que en buenhora nació y siguen por su camino los infantes de Carrión. Al llegar a Albarracín todo el mundo descansó, al otro día de prisa cabalgan los de Carrión, ya llegaron a Molina, que es del moro Abengalbón. El moro cuando lo supo se alegra de corazón y con muchos alborozos a recibirlos salió. ¡Qué bien que los sirve en todo aquello que se ofreció: Al otro día con ellos el buen moro cabalgó y doscientos caballeros que a acompañarlos mandó. Ya atravesaron la sierra, la que llaman de Luzón, el valle del Arbujuelo pasan, y junto al Jalón en lo que Ansarera llaman el descanso se tomó. A las dos hijas del Cid regalos el moro dio y dos hermosos caballos ofrece a los de Carrión. Lo hace todo por cariño a Mío Cid Campeador. Cuando ven tantas riquezas como el buen moro sacó allí entre los dos hermanos urdieron una traición. "Cuando dejemos a las hijas del Campeador si pudiéramos matar a este moro Abengalbón esas riquezas que él tiene serían para los dos. Tan seguro lo tendremos como aquello de Carrión y no podrá exigirnos nada el Cid Campeador." Mientras que estaban urdiendo los infantes su traición un moro que el castellano sabía los entendió y sin guardar el secreto se lo dice a Abengalbón. "No te fíes de esos hombres, yo te lo digo, señor, que tu muerte están tramando los infantes de Carrión." 127 Abengalbón se despide amenazando a los infantes Ese buen de Abengalbón, moro valiente y leal, con doscientos caballeros jugando las armas va; delante de los infantes por fin se viene a parar, esto que les dice el moro mucho gusto no les da: "Si no fuera por respeto a Mío Cid de Vivar, haría yo con vosotros algo que diese que hablar:

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devolvería sus hijas al Campeador leal y vosotros a Carrión no tornaríais jamás." 128 El moro se torna a Molina, presintiendo la desgracia de las hijas del Cid Los viajeros entran en el reino de Castilla Duermen en el robledo de Corpes A la mañana quédanse solos los infantes con sus mujeres y se preparan a maltratarlas. Ruegos inútiles de doña Sol Crueldad de los infantes "Decidme: ¿qué os he hecho, infantes de Carrión? Yo sin malicia os sirvo, vos tramáis mi perdición. De vosotros me separo, gente mala y de traición. Con vuestro permiso marcho, doña Elvira y doña Sol, poco me importa la fama de infantes de Carrión. Quiera Dios, y así lo mande, Él que de todo es Señor, que de estas bodas resulte contento el Campeador." Esto les ha dicho el moro y para atrás se tornó. Iban jugando las armas cuando pasan el Jalón, como hombre de buen seso a Molina se volvió. Ya se marchan de Ansarera los infantes de Carrión, de día y de noche andan, no se dan descanso, no, dejan a la izquierda Atienza, un fortísimo peñón, ya la gran sierra de Miedes detrás de ellos se quedó y por esos montes Claros cabalgan más y mejor. A un lado dejan a Griza, la que Álamos pobló, y las cuevas donde a Elfa este Álamos encerró. San Esteban de Gormaz allá a la diestra se vio. En el robledal de Corpes entraron los de Carrión, las ramas tocan las nubes, muy altos los montes son y muchas bestias feroces rondaban alrededor. Con una fuente se encuentran y un pradillo de verdor. Mandaron plantar las tiendas los infantes de Carrión y esa noche en aquel sitio todo el mundo descansó. Con sus mujeres en brazos señas les dieron de amor. ¡Pero qué mal se lo cumplen en cuanto que sale el sol! Mandan cargar las acémilas con su rica cargazón, mandan plegar esa tienda que anoche los albergó. Sigan todos adelante, que luego irán ellos dos: esto es lo que mandaron los infantes de Carrión. No se quede nadie atrás, sea mujer o varón, menos las esposas de ellos, doña Elvira y doña Sol, porque quieren solazarse con ellas a su sabor. Quédanse solos los cuatro, todo el mundo se marchó. Tanta maldad meditaron los infantes de Carrión. "Escuchadnos bien, esposas, doña Elvira y doña Sol: vais a ser escarnecidas en estos montes las dos, nos marcharemos dejándoos aquí a vosotras, y no tendréis parte en nuestras tierras del condado de Carrión. Luego con estas noticias irán al Campeador

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y quedaremos vengados por aquello del león." Allí los mantos y pieles les quitaron a las dos, sólo camisa y brial sobre el cuerpo les quedó. Espuelas llevan calzadas los traidores de Carrión, cogen en las manos cinchas que fuertes y duras son. Cuando esto vieron las damas así hablaba doña Sol: "Vos, don Diego y don Fernando, os lo rogamos por Dios, sendas espadas tenéis de buen filo tajador, de nombre las dos espadas, Colada y Tizona, son. Cortadnos ya las cabezas, seamos mártires las dos, así moros y cristianos siempre hablarán de esta acción, que esto que hacéis con nosotras no lo merecemos, no. No hagáis esta mala hazaña, por Cristo nuestro Señor, si nos ultrajáis caerá la vergüenza sobre vos, y en juicio o en corte han de pediros la razón." Las damas mucho rogaron, mas de nada les sirvió; empezaron a azotarlas los infantes de Carrión, con las cinchas corredizas les pegan sin compasión, hiérenlas con las espuelas donde sientan mas dolor, y les rasgan las camisas y las carnes a las dos, sobre las telas de seda limpia la sangre asomó. Las hijas del Cid lo sienten en lo hondo del corazón. ¡Oh, qué ventura tan grande si quisiera el Creador que asomase por allí Mío Cid Campeador! Desfallecidas se quedan, tan fuertes los golpes son, los briales y camisas mucha sangre los cubrió. Bien se hartaron de pegar los infantes de Carrión, esforzándose por ver quién les pegaba mejor. Ya no podían hablar doña Elvira y doña Sol. 129 Los infantes abandonan a sus mujeres (Serie gemela) Lleváronse los infantes los mantos y pieles finas y desmayadas las dejan, en briales y camisas, entre las aves del monte y tantas fieras malignas. Por muertas se las dejaron, por muertas, que no por vivas. ¡Qué suerte si ahora asomase el Campeador Ruy Díaz! Tirada 130 Los infantes se alaban de su cobardía "Los infantes de Carrión por muertas se las dejaron Ni la una ni la otra darse podían amparo Los de Carrión por aquellos montes se van alabando: "Ya de aquellos casamientos estamos muy bien vengados, no debimos por mancebas siquiera, haberlas tomado, porque para esposas nuestras son de linaje muy bajo. La deshonra del león ya se va vengando."

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131 Félez Muñoz sospecha de los infantes Vuelve atrás en busca de las hijas del Cid Las reanima y las lleva en su caballo a San Esteban de Gormaz Llega al Cid la noticia de su deshonra Minaya va a San Esteban a recoger las dueñas Entrevista de Minaya con sus primas Así alabándose iban los infantes de Carrión. Pero ahora quiero hablaros del buen Félez Muñoz, aquel sobrino de Ruy Díaz el Campeador. Él también con los demás hacia adelante siguió, pero iba de mala gana, corazonada le entró, de los otros se separa, allí a un lado se quedó y en la espesura del monte se esconde Félez Muñoz: esperará allí a sus primas, hijas del Campeador, o verá qué es lo que han hecho con ellas los de Carrión. Ya los ha visto venir y lo que hablaban oyó, no sospechan los infantes que está por alrededor, que si ellos le hubieran visto, no escapara vivo, no. Los caballos espolean y ya se alejan los dos. El rastro que ellos dejaron lo sigue Félez Muñoz y por fin a sus dos primas desmayadas encontró. Llamándolas: "Primas, primas", del caballo se apeó, lo ata por la rienda a un árbol, hacia ellas se dirigió. "Primas mías, primas mías, doña Elvira y doña Sol, muy mala hazaña que hicieron los infantes de Carrión. Su castigo han de llevar por la voluntad de Dios." Las acorre y en su acuerdo ya van volviendo las dos: de tan traspuestas que estaban aún no tenían ni voz. Partíansele las telas de dentro del corazón al decirles: "Primas, primas, doña Elvira y doña Sol, despertad, que aún es de día, primas, por amor de Dios, ya pronto va a anochecer y me da mucho temor, no nos coman estas fieras que andan por alrededor." . Ya volvían en su acuerdo doña Elvira y doña Sol, abren los ojos y ven al bueno Félez Muñoz: "Primas mías, tened ánimo, por amor del Creador. En cuanto me echen de menos los infantes de Carrión en seguida en busca mía saldrán en persecución y aquí moriremos todos si no nos socorre Dios." Entonces con mucho duelo empieza a hablar doña Sol: "Todo os lo pagará Mío Cid Campeador, dános ahora un poco de agua, por amor del Creador." Entonces con el sombrero que lleva Félez Muñoz -nuevo y recién estrenado de Valencia le sacó- de la fuente coge agua y a sus primas se la dio: muy lastimadas estaban y de beber las hartó. Se alzan del suelo y se sientan, que él así se lo rogó. Animos les iba dando, les alivia el corazón;

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por fin las dos se esforzaron, en sus brazos las cogió y en seguida a su caballo las sube Félez Muñoz; con el manto que llevaba a sus dos primas cubrió, al caballo por la rienda coge y de allí las sacó. Por aquellos robledales que tan solitarios son van los tres; cuando salieran ya se había puesto el sol. A aguas del Duero llegaron, y entonces Félez Muñoz en Torres de Doña Urraca a sus dos primas dejó, y él solo hasta San Esteban de Gormaz continuó: A Diego Téllez, vasallo de Álvar Fáñez se encontró, cuando oye lo que pasaba pésale de corazón, busca allí cabalgaduras y vestidos de valor y se vuelve adonde estaban doña Elvira y doña Sol; entonces a San Esteban de Gormaz trajo las dos y como él mejor sabia con gran honra las sirvió. Las gentes de San Esteban de Gormaz honradas son, al saber lo que pasaba les pesó de corazón, tributo ofrecen a las hijas del Campeador. Allí se quedaron ellas hasta encontrarse mejor. Mientras, se iban alabando los infantes de Carrión. Por todas aquellas tierras la noticia se corrió, al bueno del rey Alfonso pésale de corazón. Por fin mensajeros llegan a Valencia la mayor; cuando le dan la noticia a Mío Cid Campeador durante un rato muy largo pensativo se quedó y luego alzando la mano, la barba se acarició. "¡Alabado sea siempre Cristo, del mundo Señor! ¡Buena honra que me han dado los infantes de Carrión! Lo juro por esta barba que jamás nadie mesó: no se saldrán con las suyas los infantes de Carrión, a mis dos hijas muy bien tengo que casarlas yo. El Cid y toda su corte tenían mucho dolor Álvar Fáñez lo sentía con el alma y corazón. Con el buen Pedro Bermúdez ya Minaya cabalgó, y con Martín Antolínez, ese burgalés de pro. A doscientos caballeros con ellos el Cid mandó. Que anduviesen día y noche su señor les ordenó y que traigan a sus hijas a Valencia la mayor. Prisa se dan a cumplir lo que manda su señor, de día y noche cabalgan, no toman reposo, no. Por fin llegan a Gormaz, castillo de gran valor, y allí, por sólo una noche, el descanso se tomó. Entonces a San Esteban ya la noticia llegó de que se acerca Minaya a buscarlas a las dos. La gente de San Esteban, como muy buenos que son a Minaya y a los suyos muy bien que los recibió; de vino, trigo y viandas tributo les ofreció. Minaya, . aunque no lo acepta, agradecido quedó. "Muchas gracias quiero daros, varones de discreción por vuestra ayuda y respeto en eso que nos pasó, mucho que os lo agradece desde allí el Campeador

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y asimismo desde aquí mucho lo agradezco yo. ¡Por el Dios que está en los cielos, que tendréis buen galardón!" Lo que Minaya les dijo les da gran satisfacción y al descanso de la noche toda el mundo se marchó. A sus dos primas fue a ver Minaya, el noble varón, sus miradas le clavaron doña Elvira y doña Sol: "Con tanto gozo os vemos como al mismo Creador. Agradecédselo a Él si estamos vivas las dos. Cuando hayamos descansado en Valencia la mayor ya os iremos contando la pena que nos pasó". 132 Minaya y sus primas parten de San Esteban El Cid sale a recibirlos Álvar Fáñez y las damas llorando los tres están. Entonces Pedro Bermúdez así les empieza a hablar: "Doña Elvira y doña Sol, no tengáis cuidado ya, sanas y vivas estáis y libres de todo mal, si buena boda perdisteis, mejor la podréis ganar. Ya ha de venir algún día que os podamos vengar". Esa noche descansaron, que alegres de verse están; otro día de mañana empiezan a cabalgar. Aquellos varones de San Esteban de Gormaz a despedirlos salieron y entreteniéndolos van hasta Río Amor; de allí se volvieron para atrás. Minaya con las dos damas su camino seguirá. La Alcoceba cruzan, dejan a la derecha Gormaz y luego por donde dicen Vadorrey van a pasar; en el pueblo de Berlanga se quedan a descansar, otro día de mañana echaron de nuevo a andar. En Medina se pararon esa noche a reposar y a otro día hasta Molina en una jornada van. El buen moro Abengalbón alégrase de verdad y a recibirlos salía de muy buena voluntad. Por amor de Mío Cid una gran cena les da. Y de aquí para Valencia en derechura se van. Al que en buen hora nació ya la noticia le dan, a prisa monta a caballo, a recibirlos saldrá, iba jugando las armas de lo gozoso que está. Mío Cid Campeador a sus hijas fue a abrazar, las besa, ya se sonríe, ahora oiréis lo que dirá: "¡Sois vosotras, hijas mías! ¡Que Dios os guarde del mal! Acepté yo vuestras bodas por no saberme negar. Mas espero del Señor que allá en los cielos está que otra vez mejor casadas vuestro padre os verá. De mis yernos de Carrión Dios me tiene que vengar". A Mío Cid sus dos hijas las manos van a besar. Jugando todos las armas se entraron en la ciudad. ¡Qué gozo tan grande tuvo su madre al verlas llegar! No quiere perder el tiempo Mío Cid el de Vivar,

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con sus fieles caballeros hablando en secreto está, a Alfonso rey de Castilla mensajes piensa enviar. 133 El Cid envía a Muño Gustioz que pida al rey justicia Muño habla al rey en Sahagún, y le expone su mensaje El rey promete reparación "¡Aquí estás, Muño Gustioz, tú mi vasallo de pro? ¿Muño Gustioz que en buenhora en mi casa se crió? A Alfonso, rey de Castilla, irás con esta misión: en mi nombre bésale la mano de corazón, que vasallo suyo soy y él es mi rey y señor; la deshonra que me han hecho los infantes de Carrión que la sienta él como suya en el alma y corazón, él fue quien casó a mis hijas, porque no se las di yo. Ahora que las abandonan con ese gran deshonor, la deshonra que a nosotros nos tocara de esa acción, sea poca o sea mucha, es toda de mi señor. Lleváronse los infantes riquezas que mías son, esta afrenta se me añade a aquel otro deshonor. Que los cite el rey a juntas o a cortes deseo yo; páguenme lo que me han hecho los infantes de Carrión, que llevo un rencor muy grande dentro de mi corazón". Esto dijo y en seguida cabalga Muño Gustioz. A dos caballeros manda con él el Campeador y a escuderos que en su casa de Vivar el Cid crió. Mucho corren, atrás dejan a Valencia la mayor, ni de día ni de noche no se dan reposo, no. Muño Gustioz a su rey en Sahagún encontró: rey es de toda Castilla, de las sierras de León, de Asturias con la ciudad de Oviedo San Salvador, y en Galicia hasta Santiago de todo es rey y señor, todo los condes gallegos tributarios suyos son. Aquel buen Muño Gutioz, apenas descabalgó fue a humillarse ante los santos y a rezar al Creador. Al palacio donde estaba la corte se dirigió con sus caballeros que le tratan como a señor. En cuanto entraron, el rey de Castilla y de León a Muño Gustioz ha visto y al punto le conoció; levántase don Alfonso, muy bien que les recibió. Delante del rey Alfonso las dos rodillas hincó el mensajero del Cid y al rey los pies le besó. "¡Merced, oh rey, a quien tantos reinos le dicen señor!" Los pies y manos os besa Mío Cid Campeador, él vuestro vasallo es y os tiene por señor. A sus hijas las casasteis con infantes de Carrión, casaron con gente alta, porque lo queríais vos. Ahora ya sabéis la honra que a nosotros nos tocó y cómo nos afrentaron los infantes de Carrión: azotaron a las hijas de Mío Cid Campeador

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y en el robledal de Corpes las dejaron a las dos azotadas y desnudas, en tan grande deshonor, allí entre las bestias fieras y los pájaros de Dios. Ahora ya están con su padre, en Valencia la mayor. Por esto el Cid os suplica como vasallo a señor que a juntas, cortes o vistas llaméis a los de Carrión, que si afrentado está él vuestra afrenta es aún mayor. Que toméis parte en ese duelo desea el Campeador y que le den los infantes debida reparación". Muy callado y pensativo un rato el rey se quedó: "Verdad te digo que esto pésame de corazón en eso que tú me has dicho veo que tienes razón; yo fui quien casó a sus hijas con infantes de Carrión, por su provecho lo hice, que su bien quería yo. ¡Ojalá que tales bodas no se hicieran nunca, no! Tanto como Mío Cid pésame de corazón, les mantendré en su derecho, por que así me valga Dios. Nunca había yo creído que le hicieran tal acción. Que corran mis pregoneros por mis reinos mando yo, que en la ciudad de Toledo convoquen a reunión de cortes, y a todos llamen, al conde y al infanzón; allí mandaré que acudan los infantes de Carrión y que justicia le hagan a Mío Cid Campeador. No ha de quedar resentido si puedo evitarlo yo". 134 El rey convoca corte en Toledo "Vos, Muño Gustioz, decidle a Mío Cid bienhadado que se puede preparar a venir con sus vasallos a Toledo y que le doy siete semanas de plazo. Por amor de Mío Cid esas cortes yo las hago. Saludádmelos a todos y que esperen confiados que esto que ahora les ocurre aún acabará en honrarlos." Muño Gustioz se despide y a Mío Cid ha tornado. El rey, como había dicho, por suyo toma el cuidado; no quería perder tiempo don Alfonso el Castellano, manda que salgan sus órdenes para León y Santiago, a Portugal y Galicia mensajeros ha mandado, a la gente de Carrión y a todos los castellanos: sepan que cortes reúne en Toledo el rey honrado, que al cumplir siete semanas allí estuviesen juntados, y al que no venga a la corte no le tendrá por vasallo. Así por todos sus reinos todo lo van preparando para que saliera bien lo que el rey tiene mandado. 135 Los de Carrión ruegan en vano al rey que desista de la corte Reúnese la corte El Cid llega el postrero El rey sale a su encuentro

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Muy pesarosos están los infantes de Carrión por las cortes que en Toledo don Alfonso convocó; tienen miedo de que vaya Mío Cid Campeador. Con sus parientes hablaron, y al rey rogaron los dos que les dispense el deber de ir a aquella reunión. Dijo el rey: "No le he de hacer, por gracia del Creador, porque a esas cortes vendrá Mío Cid Campeador, reparación le debéis, que agravio tiene de vos. Quien no obedezca y no vaya a las cortes mando yo que se salga de mis reinos y que pierda mi favor". Ya ven que tienen que hacerlo los infantes de Carrión. Entonces con sus parientes celebraron reunión y aquel conde García en esa junta se halló: es enemigo del Cid, siempre daño le buscó, éste es el que a los infantes de Carrión aconsejó. Ya iban todos a la corte, porque el plazo se cumplió: Don Alfonso el Castellano de los primeros llegó, el buen conde don Enrique, el buen conde don Ramón -este conde padre fue de aquel buen emperador-, después el conde don Froila y el buen conde don Birbón. De todos aquellos reinos fue mucho sabio varón, de las tierras de Castilla se encuentra allí lo mejor. Allí está el conde García, al cual Crespo de Grañón llaman todos, Álvar Díaz, ese que en Oca mandó, Azur González, Gonzalo Ansúrez el de León, y Pero Ansúrez, parientes todos de los de Carrión. Diego y Fernando en Toledo estaban también los dos con un gran bando de gente que allí les acompañó; maltratar a Mío Cid era su mala intención. De todas partes del reino mucha gente se juntó, pero aún no había llegado el que en buenhora nació y aquella tardanza al rey le tiene de mal humor. Al quinto día por fin a la corte el Cid llegó; a Álvar Fáñez de Minaya adelantarse mandó para que bese las manos en su nombre a su señor y le diga que esa noche llegará el Campeador. Cuando lo oye don Alfonso se alegra de corazón, con un buen golpe de gente el monarca cabalgó y ha salido a recibir al que en buenhora nació. Los atavíos del Cid y los suyos ricos son y el séquito que traía es digno de tal señor. En cuanto divisa al rey de Castilla y de León de su caballo se apea Mío Cid Campeador, ante el rey quiere humillarse y honrarle como señor. Don Alfonso, que lo ve, en seguida le atajó: "Mío Cid, por San Isidro, no me hagáis humillación, montad a caballo, Cid, me disgustaréis si no. Hoy tenemos que besarnos con alma y con corazón, que de eso que a vos os duele yo también tengo dolor. ¡Que os den honra las cortes, ojalá lo quiera Dios!"

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"Amén", dijo Mío Cid, ese buen Campeador; y al rey primero en la mano, luego en la boca besó. "¡Alabado sea el cielo, porque os veo, señor! Ante vos me humillo, rey, ante el conde don Ramón, ante el conde don Enrique y caballeros de pro. Dios guarde a nuestros amigos y más que a ninguno a vos. Mi mujer doña Jimena -que es dama de condición- os ruega, igual que mis hijas, doña Elvira y doña Sol, que os doláis con nosotros de aquella afrenta, señor". Dijo el rey: "Mucho me pesa, eso bien lo sabe Dios". 136 El Cid no entra en Toledo Celebra vigilia en San Servando Don Alfonso hacia Toledo quería volverse ya; pero el Cid aquella noche no quiso el Tajo pasar. "Merced os pido, señor, a quien Dios libre de mal, entrad vos, rey don Alfonso, en Toledo, la ciudad, en San Servando me quiero yo con los míos quedar, que muchas de mis compañas esta noche llegarán. La noche la velaré rezando en este lugar y mañana al ser de día entraré en esa ciudad y antes de comer el Cid ante la corte estará". Le contesta don Alfonso: "Pláceme de voluntad". El rey de Castilla entonces en Toledo se fue a entrar y el Cid en aquel castillo de San Servando se está. Manda que enciendan candelas y las lleven al altar, quiere velar en aquel paraje de santidad, a Dios estarse rogando, con Él en secreto hablar. Álvar Fáñez de Minaya y los otros que allí están cuando vino la mañana dispuestos se encuentran ya. 137 Preparación del Cid en San Servando para ir a la corte El Cid va a Toledo y entra en la corte El rey le ofrece asiento en su escaño El Cid rehúsa El rey abre la sesión Proclama la paz entre los litigantes El Cid expone su demanda Reclama Colada y Tizón Los de Carrión entregan las espadas El Cid las da a Pedro Bermúdez y a Martín Antolínez Segunda demanda del Cid El ajuar de sus hijas. Los infantes hallan dificultad para el pago Dicen maitines y prima, del día al primer albor, y la misa se ha acabado antes de que salga el sol; todos los del Cid hicieron ofrendas de gran valor.

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"Vos, Álvar Fáñez Minaya, que sois mi brazo mejor, y el obispo don Jerónimo conmigo vendréis los dos. Vengan además don Pedro Bermúdez, Muño Gustioz, el buen Martín Antolínez, que es un burgalés de pro, Álvar Salvadórez y el buen Álvar Álvaroz, Martín Muñoz, el vasallo que en tan buen punto nació, y además mi buen sobrino que llaman Félez Muñoz. También me llevo a Mal Anda, que es hombre muy sabidor, y a don Galindo García, ese bueno de Aragón. Y complétese hasta ciento con los que mejores son. Sobre túnicas mullidas armaduras de valor vestid, ponéos lorigas que reluzcan como el sol; y encima de ellas las pieles y armiños, todo blancor; que no se vean las armas. apretad bien el cordón, bajo los mantos espadas de buen filo tajador, que de esta manera quiero ir ante las cortes yo para pedirles derecho y exponerles mi razón. Si algún desmán me buscasen los infantes de Carrión, donde tenga esos cien hombres podré estarme sin pavor". Allí respondieron todos: "Bien nos parece, señor" . Y se vistieron conforme les mandó el Campeador. No tarda mucho en vestirse el que en buenhora nació: en calzas de muy buen paño sus dos piernas las metió, pónese encima zapatos que tienen mucha labor. Camisa de hilo se viste, tan blanca era como el sol, de buen oro y buena plata todas las presillas son, muy bien se le ajusta al puño, porque él así lo encargó. Rico brial de brocado encima se colocó, de sus labores de oro bien relucía el fulgor, y luego una piel bermeja, doradas sus franjas son, que siempre llevaba puesta Mío Cid Campeador. Los cabellos con un lienzo de hilo fino se cubrió, tejido estaba con oro, hecho con mucho primor: así quiere defenderse el pelo el Campeador; larga tenía la barba, se la ató con un cordón, para que nadie le ofenda tomaba esa precaución. Cubierto va con un manto que era de mucho valor, a todos los que lo vean les causará admiración. Con esos cien caballeros que prepararse mandó cabalga el Cid; del castillo de San Servando salió. Así va para las cortes aquel buen Campeador. Del caballo se ha apeado allí en la puerta exterior; el Cid con todos los suyos con gran dignidad entró, él iba en medio de todos y los ciento alrededor. Al ver entrar en la corte al que en buenhora nació, el rey Alfonso, que estaba sentado, se levantó; y aquel conde don Enrique y aquel conde don Ramón y los demás de la corte hacen como su señor, con gran honra recibieron al que en buenhora nació. No se quiso levantar ese conde de Grañón ni aquellos otros que forman el partido de Carrión.

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Al Cid el rey don Alfonso de las manos le cogió "Sentáos aquí conmigo, Ruy Díaz Campeador, aquí en este mismo escaño de que vos me hicisteis don, aunque a algunos pese, más que nosotros valéis vos". Gracias le da muy rendidas el que Valencia ganó: "Sentáos en vuestro escaño, que vos sois rey y señor; aquí a un lado con los míos deseo quedarme yo". Lo que dijo el Cid al rey le place de corazón. En escaño torneado ya Mío Cid se sentó, esos ciento que le guardan se ponen alrededor. Todos los que hay en la corte miran al Campeador, y aquellas barbas tan luengas cogidas en el cordón; bien se le ve en la apostura que es un cumplido varón. De vergüenza no podían mirarlo los de Carrión. Don Alfonso de Castilla entonces se levantó: "Oídme, mesnadas, y a todos os ampare el Creador. Desde que soy rey no he hecho todavía más que dos cortes, las unas en Burgos y las otras en Carrión, las terceras en Toledo he venido a hacerlas yo por amor de Mío Cid el que en buenhora nació, para que le hagan justicia los infantes de Carrión; como todos sabéis ya, le hicieron gran deshonor. Que sean jueces los condes don Enrique y don Ramón y los condes que del bando de los infantes no son. Muy entendidos sois todos, fijad bien vuestra atención y haced justicia, que cosas injustas no mando yo. Los bandos de las dos partes que se estén en paz los dos, pues juro por San Isidro que a todo alborotador he de arrojarlo del reino y perderá mi favor. Yo siempre estaré del lado del que tenga la razón. Ahora que haga su demanda Mío Cid Campeador y veremos qué responden los infantes de Carrión". El Cid besa al rey la mano y luego se levantó: "Mucho que os agradezco, como a mi rey y señor, que por amor hacia mí a cortes llamarais vos. He aquí lo que pido a los infantes de Carrión: porque a mis hijas dejaron no siento yo deshonor, el rey verá lo que hace, que es el rey quien las casó; pero al llevárselas ellos de Valencia la mayor, como quería a mis yernos con alma y con corazón les di Colada y Tizona, mis espadas, esas dos espadas que yo gané como las gana un varón, porque con ellas se honrasen y os sirviesen a vos. A mis hijas las dejaron en el robledal; si no querían ya de lo mío y si perdieron mi amor, que me vuelvan las espadas, que yernos míos no son. Dicen entonces los jueces: "Está muy puesto en razón". Dijo el conde don García: "Démosle contestación". A hablar fueron en secreto los infantes de Carrión con sus parientes y el bando que allí les acompañó. A toda prisa lo tratan, deciden ya una razón:

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"Por sus hijas no nos pide cuentas el Campeador, lo tenemos que tomar esto como gran favor. Si ahí acaba su demanda podemos darle las dos espadas; cuando las tenga se irá de la corte y no tendrá ya ningún derecho ese Cid Campeador". Esto dicho, todo el bando a la corte se volvió: "Merced, merced, rey Alfonso, vos que sois nuestro señor, no lo podemos negar, sus dos espadas nos dio; ya que tanto las desea y pide el Campeador devolvérselas queremos estando delante vos". Allí Colada y Tizona sacaron los de Carrión, las dos espadas entregan en manos de su señor, al desenvainarlas todo en la corte relumbró, los pomos y gavilanes de oro purísimo son. A todos los hombres buenos maravilla les causó. El rey llama a Mío Cid y ambas espadas le dio, las toma el Campeador y la mano al rey besó, luego se vuelve al escaño de donde se levantó. En las manos las tenía, mirándolas se quedo, bien las conoce, no pueden cambiarlas por otras, no. Todo el cuerpo se le alegra, sonríe de corazón. Entonces alza la mano, la barba se acarició: "Yo juro por estas barbas, éstas que nadie mesó, que os iremos vengando, doña Elvira y doña Sol". A su sobrino don Pedro por su nombre le llamó el Cid, y alargando el brazo la Tizona le entregó: "Tomadla, sobrino mío. que va ganando en señor". Luego a Martín Antolínez, ese burgalés de pro, llama el Cid, su brazo tiende y Colada le entregó: "Martín Antolínez sois vasallo de lo mejor, tomadme vos esta espada, que la gané a buen señor, a Ramón Berenguer de Barcelona la mayor. Para que me la cuidéis muy bien os la entrego yo. Sé que si algo os ocurre, o si se ofrece sazón, sabréis ganaros con ella, don Martín, honra y valor". Al Cid la mano le besa y la espada recibió. Entonces se puso en pie Mío Cid Campeador. "Gracias al Señor del cielo y gracias a vos, señor, en esto de las espadas ya estoy satisfecho yo, pero otra queja me queda contra infantes de Carrión. Cuando a mis hijas sacaron de Valencia la mayor, en oro y plata entregué tres mil marcos a los dos; esa acción me la pagaron ellos con su mala acción, devuélvanme mis dineros, que ya mis yernos no son". ¡Dios, y como se quejaron los infantes de Carrión! Dijo el conde don Ramón: "Contestad que sí o que no". Entonces así responden los infantes de Carrión: "Ya le dimos sus espadas a Mío Cid Campeador, para que más no pidiese; su demanda ya acabó". Ahora oiréis lo que contesta ese conde don Ramón: "Fallamos, si así le place a nuestro rey y señor,

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que a la demanda del Cid debéis dar satisfacción". Dijo entonces don Alfonso: "Así lo confirmo yo". Allí vuelve a levantarse Mío Cid Campeador: "De todo el dinero aquel que os he entregado yo, decid si lo devolvéis o dadme de ello razón". A hablar aparte se fueron los infantes de Carrión, pero no encuentran escape, que muchos dineros son, y se los gastaron todos los infantes de Carrión. Ya se vuelven a la corte y dicen está razón: "Mucho nos está apremiado el que Valencia ganó; ya que tiene tanto empeño del dinero que nos dio le pagaremos en tierras del condado de Carrión". Dicen entonces los jueces, al oír esta confesión: "Si así lo quisiere el Cid, no le diremos no, pero en nuestro parecer tenemos por muy mejor que aquí mismo su dinero volváis al Campeador". Al oír estas palabras el rey don Alfonso habló: "Muy bien sabemos nosotros lo que toca a esta razón y cosa justa demanda Mío Cid Campeador. De esos dichos tres mil marcos doscientos los tengo yo, me los dieron por regalo de boda los de Carrión. Dárselos quiero, que están hoy arruinados los dos, entréguenselos al Cid, el que en buenhora nació; si ellos tienen que pagar no quiero el dinero yo". El infante don Fernando así entonces contestó: "Dinero no lo tenemos ya ninguno de los dos". Ahora oiréis lo que dirá el buen conde don Ramón: "El dinero de oro y plata os lo habéis gastado vos; sentencia damos nosotros aquí ante el rey y señor que lo paguen en especies y acepte el Campeador". Ya ven que no hay más remedio que pagar los de Carrión. Vierais allí traer tanto buen caballo corredor, tantas mulas bien criadas, palafrenes de valor, y tantas buenas espadas con muy rica guarnición. Los de la corte lo tasan y el Cid así lo aceptó. Sin contar esos doscientos marcos que el rey le ofreció mucho pagan los infantes al que en buenhora nació. De lo ajeno les prestaron, que lo suyo no bastó. Esta vez muy mal burlados escapan los de Carrión. 138 Acabada su demanda civil, el Cid propone el reto Las cosas dadas en pago Mío Cid las tiene ya, a sus hombres las entrega, ellos las custodiarán. Pero cuando esto se acaba aún queda una cosa más. "Merced, mi rey y señor, por amor de caridad: la queja mayor de todas no se me puede olvidar. Que me oiga la corte entera y se duela con mi mal: los infantes de Carrión me quisieron deshonrar, sin retarlos a combate no los puedo yo dejar".

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Tirada 139 Inculpa de menos-valer a los infantes "Decidme, ¿qué os he hecho, infantes de Carrión? ¿Cuándo de burlas o veras, ofenderos pude yo? Ante el juicio de la corte hoy pido reparación. ¿Para qué me desgarrasteis las telas del corazón? Al marcharos de Valencia yo os entregué mis dos hijas con buenas riquezas y con el debido honor. Si no las queríais ya, canes de mala traición, ¿por qué fuisteis a sacarlas de Valencia la mayor? ¿Por qué las heristeis luego con cincha y con espolón? En el robledal quedaron doña Elvira y doña Sol a la merced de las fieras y las aves del Señor. Estáis, por haberlo hecho, llenos de infamia los dos. Ahora que juzgue esta corte si no dais satisfacción". 140 Altercado entre Garci Ordóñez y el Cid Allí el conde don García de su escaño se levanta: "Merced, mi rey y señor, el mejor de toda España. Para estas cortes solemnes el Cid avezado estaba. Tanto la dejó crecer que muy luenga trae la barba, los unos le tienen miedo, a los otros los espanta. Los infantes de Carrión son de una sangre muy alta, no los merecen las hijas del Cid ni cual barraganas. Por esposas verdaderas ¿quién quiso que las tomaran? Conforme a derecho hicieron, están bien abandonadas, todo eso que dice el Cid Ruy Díaz no vale nada". El Campeador entonces se ha echado mano a las barbas: "Alabado sea Dios que en cielo y en tierra manda; son largas, porque con mucho regalo fueron criadas. Conde, ¿qué es lo que tenéis que echar en cara a mi barba? Desde el día que nació con regalo fue criada, ningún hijo de mujer se atrevió nunca a tocarla, ni me la han mesado hijos de moras ni de cristianas como yo mesé la vuestra en el castillo de Cabra. Cabra cogí, y a vos, conde, bien os cogí de la barba, y no hubo rapaz allí que de ella no os tirara; de la que yo os arranqué aún se os nota la falta, aquí la traigo conmigo en esta bolsa guardada". 141 Fernando rechaza la tacha de menos-valer El infante don Fernando entonces se levantó y dando muy altas voces ahora oiréis lo que allí habló: "Mío Cid, dejad ahora, dejad esa alegación,

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todo ese dinero vuestro aquí ya se os pagó. Que no crezca más el pleito que hay entre nosotros dos. De familia ilustre somos los infantes de Carrión, hemos de casar con hija de rey o de emperador y no nos pertenecían hijas de simple infanzón. A vuestras hijas dejamos con derecho y con razón, y hoy valemos más que antes, no menos, Campeador". 142 El Cid incita a Pedro Bermúdez al reto En el buen Pedro Bermúdez el Cid posa su mirada: "Habla ahora, Pedro el mudo, tú varón que tanto callas. Que si ellas son hijas mías, de ti son primas hermanas, lo que me digan a mí a ti te hiere en la cara, si yo soy quien les contesto no podrás entrar en armas". 143 Pedro Bermúdez reta a Fernando El buen Pedro Bermúdez entonces empieza a hablar, se le trababa la lengua, con las palabras no da, pero cuando se soltó ya no la sabe parar: "Vuestras costumbres, oh Cid, bien conocidas me están, en las cortes siempre el mudo me habéis querido llamar. Bien sabéis, Campeador, que en eso no puedo más, mas si hay que hacer algo digo que por mí no quedará. Mientes, infante Fernando en eso que fuiste a hablar, gracias al Campeador valías tu mucho más. Ahora tus mañas y tretas aquí las voy contar: recuerda cuando en Valencia tuvimos que pelear; el honor de ser primero le pediste al Cid leal, al primer moro que viste le querías atacar, pero antes de que se acerque ya te echabas a escapar. Si no estoy yo allí, Fernando, hubieras salido mal; arranco en busca del moro y tú te quedas atrás, a mis primeras lanzadas el moro vencido está, el caballo le quité, a ti te lo fui a entregar, hasta este día de hoy no se lo dije a mortal. De aquella muerte del moro ante el Cid y los demás como de proeza tuya bien te supiste alabar, y todos te lo creyeron, que ignoraban la verdad. En ti aunque seas hermoso, lo cobarde puede más. Fernando, lengua sin manos, ¿cómo te atreves a hablar? 144 Prosigue el reto de Pedro Bermúdez Díme, Fernando González, contéstame a esta razón: ¿No te acuerdas de Valencia, de aquel lance del león, cuando estaba el Cid dormido y la fiera se soltó?

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¿No te acuerdas, dí, Fernando, qué hiciste con el pavor? Meterte bajo el escaño de Mío Cid Campeador, allí te entraste, Fernando, mucho has perdido en valor. El escaño rodeamos guardando a nuestro señor, hasta que fue a despertarse el que Valencia ganó, se levanta del escaño, se encamina hacia el león, la fiera dobla la testa, a Mío Cid aguardó, se dejó coger del cuello, en la jaula le metió. Cuando se vuelve a la cámara el buen Cid Campeador vio que todos sus vasallos estaban alrededor; por sus dos yernos pregunta, pero a ninguno encontró. A ti, en persona, te reto porque eres malo y traidor, delante del rey Alfonso quiero sostenerlo yo por las dos hijas del Cid, doña Elvira y doña Sol. Porque allí os las dejasteis, hoy menos valéis los dos y aunque varones seáis y ellas dos mujeres son, de todas maneras ellas valen mucho más que vos. Y cuando sea la lucha, si lo quiere el Creador te venceré y tú tendrás que confesarte traidor. De todo lo que ahora he dicho, la verdad defiendo yo". Entre el infante y don Pedro así quedó la razón. 145 Diego desecha la inculpación de menos-valer Habla allí Diego González. Escuchad bien lo que dijo: "Familia de condes somos, y de linaje más limpio. ¡Ojalá estos casamientos nunca se hubieran cumplido por no emparentar así con Mío Cid don Rodrigo! De abandonar a sus hijas aún no nos arrepentimos mientras que les quede vida les quedarán los suspiros, y en cara les echarán la afrenta que les hicimos. En contra del más valiente sostendré lo que ahora digo: que por haberlas dejado muy honrados nos sentimos". 146 Martín Antolínez reta a Diego González El buen Martín Antolínez allí se fue a levantar: "Alevoso, calla, calla, eres boca sin verdad. Aquel lance del león no se te debe olvidar, por la puerta te saliste, muy escapado, al corral y allí te fuiste a meter tras la viga del lagar; de sucios no te sirvieron ya ni el manto ni el brial. Yo en la lid lo mantendré, así no se quedará: aunque a las hijas del Cid las fuisteis a abandonar, vosotros menos valéis, ellas valen mucho más. Cuando se acabe la lucha por tu boca lo dirás, que eres traidor y embustero y no dijiste verdad".

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147 Asur González entra en la corte La disputa de estos dos en ese punto ha quedado, cuando he aquí que Asur González vino a entrar por el palacio, manto de armiño llevaba, su brial iba arrastrando, muy encarnado venía, que está recién almorzado. En las palabras que habló muy poco seso ha mostrado. 148 Asur insulta al Cid "Oh, señores de la corte, ¿cuándo se oyó cosa tal? ¡Que ganamos en nobleza por Mío Cid el de Vivar! Váyase ya al río Ubierna, sus molinos a arreglar y a cobrarse él las moliendas como acostumbrado está. ¿Pero quién le manda a él con los de Carrión casar?" 149 Muño Gustioz reta a Asur González Mensajeros de Navarra y de Aragón piden al Cid sus hijas para los hijos de los reyes Don Alfonso otorga el nuevo casamiento Minaya reta a los de Carrión Gómez Peláez acepta el reto, pero el rey no fija plazo sino a los que antes retaron El rey amparará a los tres lidiadores del Cid El Cid ofrece dones de despedida a todos (Laguna. Prosa de la Crónica de veinte reyes). El rey sale de Toledo con el Cid Manda a éste a correr su caballo Muño Gustioz se levanta y estas palabras habló: "Calla, Asur González, que eres malo, alevoso y traidor. Primero de todo almuerzas, luego vas a la oración y los que besas bien sienten de tu comida el olor. Nunca dices la verdad ni al amigo ni al señor, para todos eres falso, y aún más para el Creador. En tu amistad yo no quiero tener ninguna porción. Y ya te haré confesar que eres cual te digo yo". Dijo el rey Alfonso: "Esta disputa ya se acabó, los que se han desafiado lucharán, sálveme Dios". Apenas han acabado de hablar de aquella cuestión entraron dos caballeros, toda la corte los vio: Ojarra, Íñigo Jiménez son los nombres de los dos. El infante de Navarra al primero le envió, el otro era un enviado del infante de Aragón. Besan las manos al rey de Castilla y de León,

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y en nombre de los infantes pídenle al Campeador sus hijas para ser reinas en Navarra y Aragón, por esposas las querían, tiénenlo por gran honor. Cuando acabaron, la corte escuchando se quedó. Allí entonces se levanta Mío Cid Campeador: "Merced, merced, rey Alfonso, vos sois mi rey y señor. Esto que ahora pasa mucho lo agradezco al Creador, que a mis hijas me las pidan de Navarra y de Aragón. Vos, rey Alfonso, a mis hijas las casasteis, que yo no, en vuestras manos, oh rey, vuelvo a poner a las dos; sin vuestro mandato, rey honrado, nada haré yo". Se levanta el rey y a todos que se callaran mandó. "Os ruego, Cid de Vivar, prudente Campeador, que aceptéis el casamiento y quiero otorgarlo yo. Que queden en estas cortes arregladas ya las dos bodas, que os han de dar, Mío Cid tierra y honor". Levantóse Mío Cid, al rey las manos besó: "Si a vos os agrada así, yo lo concedo, señor". Entonces contesta el rey: "Dios os dé buen galardón. Ojarra, Ínigo Jiménez, escuchadme bien los dos: en honrado casamiento ahora os otorgo yo las hijas de Mío Cid, doña Elvira y doña Sol, para aquellos dos infantes de Navarra y Aragón, que sus mujeres legítimas las hagan con todo honor". Allí Ojarra se levanta, la mano del rey besó, Íñigo Jiménez hace lo mismo, y luego los dos besaron las de Rodrigo Díaz el Campeador. Ya están hechas las promesas, juramentos dados son de que todo se ha de hacer cual se ha dicho o aún mejor. De los que había en la corte mucha gente se alegró, pero no estaban contentos los infantes de Carrión. El buen Minaya Álvar Fáñez entonces se levantó: "Merced yo os pido ahora, como a mi rey y señor. Y no le pese que hable a Mío Cid Campeador, que en estas cortes a todos he oído decir su razón, y ahora quisiera decir ésta que he pensado yo". A eso le contesta el rey: "Pláceme de corazón, ya podéis hablar, Minaya, lo que os cuadre mejor". "A la corte yo le pido que me oiga con atención: muy gran queja tengo de los infantes de Carrión. En nombre del rey Alfonso mis dos primas les di yo, por esposas las tomaron, esposas por bendición, grandes riquezas les dio Mío Cid Campeador, ellos las abandonaron, con todo nuestro dolor. Por malos y por traidores ahora aquí os reto yo. De la familia de los Vani-Gómez sois los dos, de ese linaje salieron condes de prez y valor, mas bien sabemos que hoy de muy malas mañas son. Muy agradecido estoy a nuestro Dios Creador porque piden a mis primas doña Elvira y doña Sol para esposas los infantes de Navarra y Aragón.

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Como mujeres legítimas las teníais antes vos, ahora besaréis las manos, cual señoras, a las dos y las tendréis que servir, mal que os pese el corazón. Loado sea el rey Alfonso, alabado el Creador, que así va creciendo en honra Mío Cid Campeador. En todas vuestras acciones sois tal como digo yo, si hubiere aquí quien responda o quien dijere que no, aquí está Álvar Fáñez, que es valiente como el mejor". Acaba Minaya y Gómez Pelayo se levantó: "¿Qué vale lo que habéis dicho, Minaya, en esa razón? Muchos hay en esta corte tan valientes como vos, y si hay alguien que lo niegue mal daño le anuncio yo. Si salimos bien de ésta, porque así lo quiere Dios, ya después iremos viendo todo lo que aquí se habló". Dijo entonces don Alfonso: "Acabe esta discusión; que ninguna de las partes haga más alegación. Mañana será el combate, en cuanto que salga el sol, de estos tres con estos tres, porque tres los retos son". Entonces se levantaron los infantes de Carrión: "Mañana no puede ser, dadnos, rey, plazo mayor, nuestras armas y caballos los tiene el Campeador, y antes tendremos que ir a las tierras de Carrión" Don Alfonso se volvió hacia el Cid Campeador: "Rodrigo, sea esta lucha, en sitio que mandéis vos". Dijo entonces Mío Cid: "Eso no lo haré, señor, antes volveré a Valencia que ir a tierras de Carrión". Le repuso don Alfonso: "Sea así, Campeador. Dadme vuestros caballeros bien armados, Cid, que yo conmigo los llevaré y seré su protector. Esos caballeros vuestros os garantizo que no han de sufrir atropello de conde ni de infanzón. Aquí en las cortes el plazo os señalo a ellos y a vos, que a cabo de tres semanas en las vegas de Carrión tenga lugar el combate estando delante yo. Quien no acuda en ese plazo pierda toda su razón: se declarará vencido y quedará por traidor". Se dan por notificados los infantes de Carrión. Mío Cid el de Vivar las manos al rey besó: "Mis tres caballeros en vuestras manos pongo yo, aquí os los encomiendo como a mi rey y señor. Todos van bien preparados para cumplir su misión. Vuelvan con honra a Valencia, por amor del Creador". Entonces repuso el rey: "Ojalá lo quiera Dios". Allí se quita el capillo Mío Cid Campeador, la cofia de hilo que lleva era blanca como el sol, ya se soltaba la barba desatándose el cordón. En la corte todo el mundo de mirarle no se hartó. Va hacia el conde don Enrique y hacia el conde don Ramón, mucho que los ha abrazado, les ruega de corazón que de sus riquezas tomen las que quisieren los dos. Igual hace con los otros que del bando suyo son:

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lo que quisieren tomar a todos les ofreció; unos hubo que aceptaron, otros dijeron que no. Aquellos doscientos marcos al rey se los perdonó y además cuanto le gusta Mío Cid le regaló. "Merced, rey Alfonso, os pido, por amor del Creador. Ahora que todas las cosas ya las arreglasteis vos, os beso las manos, quiero con vuestra gracia, señor, volverme para Valencia, con afán la gané yo". (Falta una hoja en el manuscrito. Se suple con un pasaje en prosa de la Crónica de veinte reyes.) Entonces mandó dar el Cid, a los enviados de los infantes de Navarra y Aragón, bestias y todo aquello de que hubieran menester, y los despidió. El rey don Alfonso cabalgó con todos los varones ilustres de su corte para salir acompañando al Cid, que se salía ya fuera de la villa. Y cuando llegaron a Zocodover, díjole el Rey: "Don Rodrigo debíais hacer arrancar ahora a ese caballo del que tan bien he oído hablar". El Cid sonrió y dijo: Señor, aquí en vuestra corte hay muchos varones ilustres y con disposición para hacer eso, mandadlos a ellos que corran con sus caballos. Y el rey le dijo: "Cid, es cierto lo que decís; pero preferiría yo que hiciérais correr ese caballo, por complacerme". Tirada 150 El rey admira a Babieca, pero no lo acepta en don. Últimos encargos del Cid a sus tres lidiadores Tórnase el Cid a Valencia El rey en Carrión Llega el plazo de la lid Los de Carrión pretenden excluir de la lid a Colada y Tizón Los del Cid piden al rey amparo y salen al campo de la lid El rey designa fieles del campo y amonesta a los de Carrión Los fieles preparan la lid Primera acometida Pedro Bermúdez vence a Fernando El Cid entonces espoleó el caballo y le hizo correr tan de firme que todos se maravillaron de aquella carrera. Don Alfonso alza la mano, la cara se santiguó: "Por San Isidro lo juro, San Isidro el de León, que en las tierras de Castilla no hay otro tan buen varón". Mío Cid en el caballo adelante se llegó, ha ido a besarle la mano a su buen rey y señor: "Me mandaste cabalgar Babieca, el buen corredor, caballo así no le tienen moros ni cristianos, no. En regalo os le ofrezco, mandad cogerle, señor". Dijo entonces don Alfonso: "Eso no lo quiero yo, que si tomo ese caballo no tendrá tan buen señor: un caballo como éste cumple a un varón como vos, para derrotar a moros y hacer la persecución.

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Al que quitárosle quiera, no le valga el Creador, por vos y por el caballo, honrado me tengo yo". Entonces se despidieron y la corte se marchó. A los que van a luchar el Cid les amonestó. "Martín Antolínez, Pedro Bermúdez vosotros dos oíd, tú, Muño Gustioz, mi buen vasallo de pro: estad firmes en la lucha, como cumple a buen varón, que buenas noticias vuestras en Valencia tenga yo". Dijo Martín Antolínez: "¿Por qué lo decís, señor? Todo queda a nuestro cargo, cumpliremos la misión: quizá os hablen de muertos, pero de vencidos no" Mucha alegría le da al que en buenhora nació. De los que eran sus amigos de todos se despidió. Para Valencia va el Cid, el rey va para Carrión. Aquel plazo de las tres semanas ya se cumplió. A su tiempo se presentan los tres del Campeador, van a cumplir el encargo que les diera su señor, los ampara don Alfonso, rey de Castilla y León. Dos días esperan a los infantes de Carrión; llegan bien provistos de armas y caballos; con los dos vienen todos sus parientes y entre todos se acordó que intenten llevar aparte a los del Campeador y matarlos en el campo deshonrando a su señor. Muy mal propósito era, y ninguno lo emprendió por el miedo que les daba don Alfonso, el de León. Los del Cid velan las armas y rezan al Creador; ya se ha pasado la noche y apunta el primer albor; de ricos hombres allí un buen golpe se juntó, que quieren ver esta lucha en las vegas de Carrión. Y el más alto de entre todos, don Alfonso, el de León, que defenderá el derecho, pero la injusticia no. Ya se vestían las armas los del buen Campeador, dispuestos están los tres, que son de un mismo señor. En otro lugar se armaban los infantes de Carrión, su pariente Garci Ordóñez muchos consejos les dio. Tras mucho hablar entre sí, al rey pidieron los dos que Colada y que Tizona no entren en lucha, y que no púdiesen lidiar con ellas los del Cid Campeador; se arrepentían de haberlas devuelto los de Carrión. Así lo piden al rey; pero no se lo aprobó: "Allí en la corte ninguna espada se exceptuó. Bien os servirán las vuestras, si buenas espadas son, igual servirán las suyas a los del Campeador. Salid al campo de lucha, infantes de Carrión, menester es que luchéis como lucha un buen varón, que no ha de quedar la cosa por los del Campeador. Si saliereis bien del campo ganaréis un gran honor, pero si fuereis vencidos no me culpéis a mí, no, porque todo el mundo sabe que esto buscasteis vos". Ya se iban arrepintiendo los infantes de su acción, por deshacerlo darían todo lo que hay en Carrión.

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Armados estaba ya los tres del Campeador, entonces el rey Alfonso a verlos bien se acercó; oiréis lo que dicen a don Alfonso, el de León: "Os pedimos al besaros la mano, rey y señor, que entre nosotros y ellos el fiel juez lo seáis vos, valednos si es en derecho, pero si es injusto, no. Aquí tienen su partido los infantes de Carrión, quien sabe si habrán pensado alguna maquinación. En vuestras manos, oh rey, nos puso nuestro señor, defendednos en justicia por amor del Creador". Dijo el rey: "Así lo haré con alma y con corazón". Trae los caballos, muy buenos y corredores que son, las sillas las santiguar, por que los ayude Dios, al cuello llevan escudos con dorada guarnición en el centro; empuñan lanzas de buen hierro tajador, las tres lanzas que sacaron todas llevan su pendón. Muchos buenos caballeros andan allí alrededor. Salen al campo que con mojones se señaló. Estaban ya convenidos los tres del Campeador, cada cual a un enemigo para atacarle escogió. Estaban al otro lado los infantes de Carrión; iban bien acompañados, que mucha familia son. Nombra el rey jueces que digan lo que es justo y lo que no, con los que luchan les manda que no tengan discusión. Cuando estaban en el campo, el rey don Alfonso habló: "Oíd lo que voy a deciros, infantes de Carrión: debió esta lucha en Toledo ser, mas no quisisteis vos, por eso a estos caballeros de Mío Cid Campeador bajo mi guarda los traje a estas tierras de Carrión. Luchad conforme a derecho, no queráis la sinrazón, que si alguien quiere injusticia, para vedarlo estoy yo, y no le iría muy bien en Castilla ni en León". ¡Que pesarosos estaban los infantes de Carrión! Con los dos jueces el rey los mojones señaló que cierran el campo; todos se apartan alrededor. Bien explicado les queda a todos los seis que son que está vencido quien salga del campo que se marcó. La gente despeja el campo, hacia atrás se retiró, a seis lanzas de distancia de la raya se quedó. Ya les sortean el campo, ya les partían el sol, salen los jueces, los bandos frente a frente están los dos. Arremeten los del Cid contra los tres de Carrión, arremeten los infantes a los del Campeador. Cada uno al adversario que le tocaba atendió. Embrazaban los escudos delante del corazón, bajan las lanzas, envuelta cada cual en su pendón, las caras las inclinaron por encima del arpón, a los caballos los pican con la espuela, y pareció que todo el suelo temblaba cuando el ataque empezó. Cada cual en su adversario tiene puesta la atención. Se juntan los tres del Cid con esos tres de Carrión,

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ya los tenían por muertos los que están alrededor. Ese buen Pedro Bermúdez, el que primero retó con aquel Fernán González cara a cara se juntó, los escudos se golpean ambos sin ningún pavor. El de Carrión a don Pedro su escudo le traspasó, pero le ha dado en vacío, la carne no le alcanzó, y por dos sitios el asta de su lanza se quebró. El golpe aguanta don Pedro, ni siquiera se inclinó, él ha recibido el golpe, mas con otro contestó. Por la guarnición del centro el escudo le horadó, todo lo pasa la lanza, que nada se resistió. En el pecho se le clava, muy cerca del corazón; la loriga en tres dobleces lleva puesta el de Carrión, se rompen los dos primeros, el último resistió, pero tan fuerte fue el golpe que dio el del Campeador, que con túnica y camisa la loriga se le entró en la carne; por la boca mucha sangre le salió. Se le rompieron las cinchas, ninguna le aprovechó, y el caballo, por la cola, en tierra le derribó. Por muerto le da la gente que estaba allí alrededor; clavada tiene en el cuerpo la lanza; don Pedro echó mano a la espada, y el otro, que a Tizona conoció, no espera el golpe y confiesa: "Por vencido me doy yo". Se lo otorgaron los jueces y don Pedro le dejó. 151 Martín Antolínez vence a Diego Martín y Diego González se acometen con las lanzas, tan fuertes fueron los golpes que se les quebraron ambas. El buen Martín Antolínez echa mano de la espada, todo el campo relumbró, era tan limpia y tan clara. A su enemigo dio un golpe que de través bien le alcanza, el casco que lleva encima a un lado le derribaba y las correas del yelmo del golpe quedan cortadas; el acero hasta la cofia y la capucha llegaba, y todo, capucha y cofia, con la espada se lo arranca, el pelo le va rozando, hasta la carne se entraba, trozos del yelmo y la cofia por aquel campo rodaban. Cuando descarga este tajo la tan preciosa Colada comprende Diego González que con vida no se escapa, tira riendas al caballo para que vuelva la cara, la espada lleva en la mano, mas no se atreve a emplearla. El buen don Martín entonces le arremete con la espada, un golpe le dio de plano, que de filo no le alcanza. Allí oyerais al infante las grandes voces que daba: "Váleme, Señor glorioso, líbrame ya de esta espada". El caballo refrenó, por escapar de Colada, fuera del campo le lleva, don Martín dentro quedaba. "Don Martín, venid acá, el rey Alfonso gritaba, por todo lo que habéis hecho la lid está bien ganada".

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Y aquello que dice el rey los jueces lo confirmaban. 152 Muño Gustioz vence a Asur González El padre de los infantes declara vencida la lid Los del Cid vuelven cautelosamente a Valencia Alegría del Cid Segundos matrimonios de sus hijas El juglar acaba su poema Quiero contaros ahora algo de Muño Gustioz, y con ese Asur González cómo se las arregló. Muy grandes golpes se dieron en los escudos los dos. Asur González, que era muy forzudo y de valor, el escudo le traspasa al buen don Muño Gustioz; tras de pasarle el escudo la armadura le quebró, mas no le coge la carne, la lanza en vacío dio. Cuando este golpe recibe, otro da Muño Gustioz, por la guarnición del centro el escudo le partió, no se pudo resguardar, la armadura le rompió, le hiere a un lado del cuerpo, que no junto al corazón, por la carne se le ha entrado la lanza con el pendón, al otro lado del cuerpo más de un palmo le asomó, un tirón le dio a la lanza, de la silla le movió y al ir a sacar la lanza en tierra le derribó: rojos han salido el asta y la punta y el pendón. Que estaba herido de muerte todo el mundo se creyó: Muño recobra la lanza y a rematarla marchó, pero el padre del infante grita: "No le hiráis, por Dios, vencido ha sido en el campo, esta lucha se acabó". Los jueces dicen: "Así lo hemos oído los dos". Que despejaran el campo el rey Alfonso mandó, las armas que allí quedaron él para si las tomó. Se van como muy honrados los tres del Campeador, que ya han ganado esta lucha, por gracia del Creador. Muy grandes son los pesares por las tierras de Carrión. A los del Cid que de noche salgan el rey les mandó para que no les asalten ni tengan ningún temor. De día y noche marchaban, que muy diligentes son, ya los tenéis en Valencia con el Cid Campeador: por malos dejaron a los infantes de Carrión, bien cumplieron el mandato que les diera su señor. ¡Cuánto se alegra de aquello Mío Cid Campeador! Envilecidos se quedan los infantes de Carrión. Quien a damas escarnece y así abandona a traición, que otro tanto le acontezca o alguna cosa peor. Pero dejemos ya a esos infantes de Carrión, muy pesarosos están de sus castigos los dos. Hablemos ahora de este que en tan buenhora nació. ¡Qué grandes eran los gozos en Valencia la mayor, por honrados que quedaron los tres del Campeador!

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La barba se acariciaba don Rodrigo, su señor: "Gracias al rey de los cielos mis hijas vengadas son, ya están limpias de la afrenta esas tierras de Carrión. Casaré, pese a quien pese, ya sin vergüenza a las dos". Ya comenzaron los tratos con Navarra y Aragón, y todos tuvieron junta con Alfonso, el de León. Sus casamientos hicieron doña Elvira y doña Sol, los primeros fueron grandes pero éstos son aún mejor, y a mayor honra se casan que con esos de Carrión. Ved cómo crece en honores el que en buenhora nació, que son sus hijas señoras de Navarra y Aragón. Esos dos reyes de España ya parientes suyos son, y a todos les toca honra por el Cid Campeador. Pasó de este mundo el Cid, el que a Valencia ganó: en días de Pascua ha muerto, Cristo le dé su perdón. También perdone a nosotros, al justo y al pecador. Éstas fueron las hazañas de Mío Cid Campeador: en llegando a este lugar se ha acabado esta canción.

FIN DE LA AFRENTA DE CORPES

FIN DEL POEMA DE MÍO CID

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CHANSON DE ROLAND

(Anónimo)

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I

EL REY CARLOS, nuestro emperador, el Grande, siete años enteros

permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un solo castillo

le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad, salvo Zaragoza, que está en

una montaña. La tiene el rey Marsil, que a Dios no quiere. Sirve a Mahoma y le

reza a Apolo. No podrá remediarlo: lo alcanzará el infortunio.

II

EL REY MARSIL se encuentra en Zaragoza. Se ha ido hacia un vergel, bajo

la sombra. En una terraza de mármoles azules se reclina; son más de veinte mil

en torno a él. Llama a sus condes y a sus duques:

—Oíd, señores, qué azote nos abruma. El emperador Carlos, de Francia, la

dulce, a nuestro país viene, a confundirnos. No tengo ejército que pueda darle

batalla; para vencer a su gente, no es de talla la mía. Aconsejadme, pues,

hombres juiciosos, ¡guardadme de la muerte y la deshonra!

No hay infiel que conteste una palabra, salvo Blancandrín, del castillo de Vallehondo.

III

ENTRE los infieles, Blancandrín es juicioso: por su valor, buen caballero; por

su nobleza, buen consejero de su señor. Le dice al rey:

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—¡Nada temáis! Enviad a Carlos, orgulloso y altivo, palabras de servicio fiel

y de gran amistad. Le daréis osos, y leones y perros, setecientos camellos y mil

azores mudados, cuatrocientas muías, cargadas de oro y plata y cincuenta carros,

con los que podrá formar un cortejo: con largueza pagará así a sus mercenarios.

Mandadle decir que combatió bastante en esta tierra; que a Aquisgrán, en

Francia, debería volverse, que allí lo seguiréis, en la fiesta de San Miguel, que

recibiréis la ley de los cristianos; que os convertiréis en su vasallo, para honra y

para bien. ¿Quiere rehenes?, pues bien, mandémosle diez o veinte, para darle

confianza. Enviemos a los hijos de nuestras esposas: así perezca, yo le entregaré

el mío. Más vale que caigan sus cabezas y no perdamos nosotros libertad y

señorío, hasta vernos reducidos a mendigar.

IV

PROSIGUE Blancandrín:

—Por esta diestra mía, y por la barba que flota al viento sobre mi pecho, al

momento veréis deshacerse el ejército del adversario. Los francos regresarán a

Francia: es su país. Cuando cada uno de ellos se encuentre nuevamente en su

más caro feudo, y Carlos en Aquisgrán, su capilla, tendrá, para San Miguel, una

gran corte. Llegará la fiesta, vencerá el plazo: el rey no tendrá de nosotros

palabra ni noticia. Es orgulloso, y cruel su corazón: mandará cortar las cabezas

de nuestros rehenes. ¡Más vale que así mueran ellos antes de perder nosotros la

bella y clara España, y padecer los quebrantos de la desdicha!

Los infieles dicen:

—Quizá tenga razón.

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V

EL REY MARSIL ha escuchado a sus consejeros. Llama a Clarín de

Balaguer, Estamarín y su par Eudropín, y a Priamón y Guarlan el Barbudo, y a

Machiner y su tío Maheu, y a Jouner y a Malbián de Ultramar, y a Blancandrín,

para hablar en su nombre. Entre los más felones, toma a diez aparte y les dice:

—Señores barones, iréis hacia Carlos. Está ante la ciudad de Cordres, a la que

ha puesto sitio. Llevaréis en las manos ramas de olivo, en señal de paz y

humildad. Si gracias a vuestra habilidad, podéis llegar a un acuerdo con él, os

daré oro y plata a profusión, tierras y feudos a la medida de vuestros deseos.

—¡Nos colmáis con ello! —dicen los infieles.

VI

EL REY MARSIL ha escuchado a sus consejeros. Dice a sus hombres:

—Señores, partiréis. Llevaréis en las manos ramas de olivo, y le diréis al rey

Carlomagno que por su Dios tenga clemencia; que no verá pasar este primer mes

sin que yo esté junto a él con mil de mis fieles; que recibiré la ley cristiana y me

convertiré en su deudor con todo amor y toda fe. ¿Quiere rehenes? Pues, en

verdad, los tendrá.

—Con ello obtendréis un buen acuerdo —dice Blancandrín.

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VII

MARSIL manda traer diez mulas blancas, que le había enviado el rey de

Adalia. Son de oro sus frenos; las sillas tienen incrustaciones de plata. Los

mensajeros montan; llevan en las manos ramas de olivo. Van hacia Carlos, que

en Francia tiene su feudo. No podrá remediarlo Carlos: lo engañarán.

VIII

EL EMPERADOR se muestra alegre; está de buen humor, pues ya conquistó

Cordres. Ha destruido sus murallas y ha abatido las torres con sus catapultas. Sus

caballeros han hallado gran botín: oro, plata y preciosas armaduras. Ni un solo

infiel quedó en la villa: todos murieron o fueron bautizados.

El emperador se halla en un gran vergel: junto a él, están Rolando y Oliveros,

el duque Sansón y el altivo Anseís, Godofredo de Anjeo, gonfalonero del rey, y

también Garín y Gerer, y con ellos muchos más: son quince mil de Francia, la

dulce. Los caballeros se sientan sobre blancas alfombras de seda; los más

juiciosos y los ancianos juegan a las tablas y al ajedrez para distraerse, y los

ágiles mancebos esgrimen sus espadas. Bajo un pino, cerca de una encina, se

alza un trono de oro puro todo él: allí se sienta el rey que domina a Francia, la

dulce. Su barba es blanca, y floridas sus sienes; su cuerpo es hermoso, su porte

altivo: no hay necesidad de señalarlo al que lo busque. Y los mensajeros echan

pie a tierra y lo saludan con amor y respeto.

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IX

BLANCANDRÍN es el primero en hablar. Dícele al rey: —¡Os saludo en

nombre del glorioso Dios que debemos adorar! Oíd lo que os manda decir el

valeroso rey Marsil. Se ha instruido en la ley salvadora; por ello quiere daros

riquezas a profusión, osos y leones, perros que se pueden llevar con correa,

setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientas mulas, cargadas de oro

y plata, cincuenta carros con los que formaréis un cortejo, y colmados de tantos

besantes de oro fino que podréis pagar con largueza a vuestros mercenarios.

Durante largo tiempo permanecisteis en esta tierra. A Aquisgrán, en Francia, os

convendría regresar. Allí os seguirá, os lo promete, mi señor.

El emperador alza las manos hacia Dios, inclina la cabeza y se pone a meditar.

X

EL EMPERADOR mantiene inclinada la cabeza. Jamás fueron apresuradas

sus palabras: tal es su costumbre, sólo habla cuando le viene en gana. Cuando

por fin se yergue, resplandece de orgullo su rostro.

—Habéis hablado muy bien —contesta a los mensajeros—. Mas el rey Marsil

es mi gran enemigo. ¿Qué garantía tendré yo sobre las palabras que acabáis de

pronunciar?

—Tendréis rehenes —replica el sarraceno—. Diez, quince o veinte. Así deba

perecer, pondré con ellos a un hijo mío, y recibiréis, según creo, otros de mayor

alcurnia. Cuando os encontréis en vuestro soberbio palacio, durante la gran fiesta

de San Miguel del Peligro, estará junto a vos mi señor, os lo asegura. Allí, en

vuestras fuentes, que Dios hizo para vos, quiere recibir el bautismo.

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Responde Carlos:

—Quizá pueda alcanzar aún la salvación.

XI

LA TARDE es hermosa y luce claro el sol. Carlos ordena que las diez mulas

sean conducidas al establo y hace levantar una tienda en el gran vergel. Allí dará

albergue a los diez mensajeros; doce sargentos cuidan con esmero de su servicio.

Reposan esa noche hasta que despunta el claro día. El emperador se ha levantado

temprano; ha escuchado misa y maitines. Se ha retirado bajo un pino y manda

llamar a sus barones para hacerse aconsejar: en toda circunstancia, quiere que

sus guías sean los de Francia.

XII

EL EMPERADOR Se halla bajo un pino; ha llamado a sus barones para

escuchar su consejo; el duque Ogier y el arzobispo Turpín, Ricardo el Viejo y su

sobrino Enrique, y también el animoso conde de Gascuña Acelino, Tibaldo de

Reims y su primo Milón. Vienen asimismo Gerer y Garín; y con ellos el conde

Rolando y Oliveros, el noble y denodado; son más de mil los guerreros de

Francia; también se halla Ganelón, el que había de traicionarlos. Da comienzo

entonces el consejo que debía acarrear terrible infortunio.

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XIII

—SEÑORES barones —dice el emperador Carlos—, el rey Marsil me ha

enviado sus mensajeros. Desea darme de sus riquezas a profusión: osos y leones,

perros amaestrados para que se les pueda llevar con correa, setecientos camellos

y mil azores a punto de ser mudados, cuatrocientas muías cargadas de oro de

Arabia y además cincuenta carros. Pero me pide que me retire a Francia: dice

que me seguirá a Aquisgrán, a mi palacio, y que recibirá nuestra ley, la más

santa, según confiesa; será cristiano, tendrá sus tierras como vasallo mío. Pero

ignoro cuál es el fondo de su corazón.

—Desconfiemos —dicen los franceses.

XIV

EL EMPERADOR ha expresado su pensamiento. El conde Rolando, que no

está de acuerdo, al momento se yergue para contrariarlo. Le dice al rey:

—¡Desdichado de vos, si creéis las palabras de Marsil! Son ya siete años

enteros los que llevamos en España. He conquistado para vos Noples y

Comibles; he tomado Valtierra y las tierras de Pina, Balaguer, Tudela y Sevil.

Entonces el rey Marsil llevó a cabo una gran traición: envió a quince de sus

infieles hacia vos, llevaban todos una rama de olivo en la mano y os dijeron las

mismas palabras que ahora. Pedisteis consejo a vuestros franceses. A fe que os lo

dieron muy insensato: enviasteis al infiel a dos de vuestros condes, uno era

Basan y el otro. Basilio; cerca de Altamira, en pleno monte, cortó sus cabezas.

¡Continuad la guerra como la emprendisteis! Conducid a Zaragoza a la flor de

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vuestro ejército; ponedle sitio, así deba durar toda vuestra vida, y vengad

aquellos que el traidor mandó matar.

XV

EL EMPERADOR mantiene inclinada la cabeza. Alisa su barba y manosea su

mostacho; ni aprueba a su sobrino, ni lo regaña: nada responde. Los franceses

guardan silencio, excepto Ganelón. Se pone de pie, e irguiendo el cuerpo, se

presenta ante Carlos. Con gran altivez comienza a hablar, y dice al rey:

—¡Ay de vos si escucháis al villano, sea yo, o cualquier otro, que no os

aconsejara para vuestro bien! Cuando el rey Marsil os manda decir que se

convertirá en vuestro vasallo, juntas las manos, y que recibirá toda España como

un don de vuestra gracia, y que además acatará la ley que nosotros observamos,

aquel que os aconseje que desechemos semejante acuerdo en poco aprecia,

señor, nuestra vida. No debe prevalecer un consejo de orgullo. ¡Dejemos a los

locos, atengámonos a los juiciosos!

XVI

ENTONCES se adelanta Naimón; no existe mejor vasallo en toda la corte. Le

dice al rey:

—Habéis oído la respuesta de Ganelón; es muy sensata, sólo os resta ponerla

en práctica. El rey Marsil ha perdido la guerra: le habéis tomado todos sus

castillos; con vuestras catapultas habéis destrozado sus murallas; habéis

incendiado sus ciudades y vencido a sus hombres. Hoy, cuando os pide que le

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otorguéis clemencia, sería pecado causarle más desdichas. Puesto que quiere

entregaros rehenes como garantía, no debéis prolongar esta gran guerra.

—¡El duque tiene razón! —dicen los franceses.

XVII

—SEÑORES barones, ¿a quién hemos de enviar a Zaragoza, hacia el rey

Marsil? -—pregunta Carlos. El duque Naimón responde al punto:

—Iré yo, con vuestra venia: entregadme, pues, el guante y el bastón.

—Sois hombre de buen consejo —dice el rey-—; por mis barbas que no os

alejaréis de mi lado tan pronto. ¡Regresad a vuestro sitio, que nadie os pidió

nada!

XVIII

—SEÑORES barones, ¿a quién podríamos enviar al sarraceno que es dueño

de Zaragoza?

—Muy bien podría ser yo —contesta Rolando.

—Por cierto que no iréis —dice el conde Oliveros—. Vuestro corazón es

violento y altivo, llegaríais a las manos, mucho me temo. Si el rey lo desea,

podría ir yo.

—¡Callaos ambos! —interrumpe el rey—. Ni vos, ni él, pondréis allí los pies.

Por mis barbas, que veis aquí blancas, ¡ay del que me nombre a alguno de los

doce pares!

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Los franceses guardan silencio, intimidados.

XIX

TURPÍN DE REIMS se ha incorporado; sale de la fila y dice al rey:

—¡Dejad tranquilos a vuestros francos! Siete años permanecisteis en este país:

han soportado muchas penas aquí, muchas fatigas. Mas dadme, señor, el guante

y el bastón, e iré hacia el sarraceno de España: tengo ganas de ver cómo está

hecho.

—¡Id y sentaos sobre esa alfombra blanca! ¡No volváis a tomar la palabra

sobre este asunto, a menos que os lo ordene yo! —replica, irritado, el emperador.

XX

—CABALLEROS francos —dice el emperador Carlos—, elegidme a un

barón de mis dominios que pueda llevar a Marsil mi mensaje.

Rolando exclama:

—Que sea Ganelón, mi padrastro. Dicen los franceses:

—Por cierto que es el hombre indicado; no podríais enviar a ninguno más

sensato.

Y el conde Ganelón se siente penetrado por la angustia. Retira de su cuello las

amplias pieles de marta, descubriendo su brial de seda. Sus ojos son veros, su

rostro altivo; noble es su cuerpo y su pecho amplio: tan hermoso se muestra que

todos sus pares lo contemplan. Ganelón se encara con Rolando:

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—¡Insensato! ¿Cuál es el motivo de tu frenesí? Todos aquí saben que soy tu

padrastro, y sin embargo, me has señalado para ir al encuentro de Marsil. ¡Si

Dios permite que regrese de esta empresa, te causaré males que durarán hasta el

fin de tus días!

—Son ésas palabras dictadas por el orgullo y la demencia —replica

Rolando—. Bien saben todos que no me cuido de amenazas; mas para hacerse

cargo de un mensaje se necesita tener juicio. Si lo desea el rey, estoy dispuesto:

iré en vuestro lugar.

XXI

—¡No HARÁS TAL! —responde Ganelón—. Ni eres tú vasallo mío, ni soy

yo tu señor. Carlos me ordena que cumpla su servicio: iré, pues, a Zaragoza,

donde está Marsil; mas antes de haberse apaciguado en mí la gran cólera que me

invade, habré hecho una de las mías.

Al escuchar tales palabras, Rolando comienza a reír.

XXII

AL ADVERTIR Ganelón la burla de Rolando, lo invade tal despecho que está

a punto de estallar de rabia; poco le falta para perder el juicio.

—Mal os quiero, a vos que habéis hecho recaer sobre mí esta elección injusta

—le dice el conde—. Buen emperador, heme dispuesto; quiero llevar a cabo

vuestra orden.

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XXIII

—¡IRÉ A ZARAGOZA! Es necesario, bien lo sé. Quien pone allí los pies, no

ha de regresar. Recordad, por sobre todas las cosas, que vuestra hermana es mi

esposa. Me ha dado un hijo, el más hermoso que existe. Su nombre es Balduino

—añade—, ha de ser un hombre valeroso. A él dejo en herencia mis tierras y mis

feudos. Tomadlo bajo vuestra protección, pues nunca volverán a contemplarlo

mis ojos.

—Muy tierno tenéis el corazón —contesta Carlos—. Fuerza os es partir,

puesto que asi lo ordeno.

XXIV

DICE EL rey:

—Acercaos, Ganelón, y recibid el guante y el bastón. Bien lo habéis oído: la

elección de los francos ha recaído sobre vos.

—Señor —replica Ganelón—, ¡todo fue por causa de Rolando! Toda mi vida

le guardaré rencor, y también a Oliveros, por ser su amigo. En cuanto a los doce

pares, que tanto lo quieren, aquí mismo los desafío, señor, ante vuestros ojos.

—Sois demasiado iracundo —observa el rey—. Verdad es que iréis, puesto

que es mi mandato.

—Tal haré, mas sin ninguna garantía, como les sucedió a Basilio y a su

hermano Basan.

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XXV EL EMPERADOR le entrega el guante, aquel que lleva en la mano derecha.

Mas el conde Ganelón hubiera deseado hallarse a muchas leguas. Cuando se

decide a tomarlo, el guante cae a tierra. Los franceses dicen:

—¡Dios! ¿Qué augurio es ése? Grandes males habrá de acarrearnos esta

empresa.

—Caballeros —dice Ganelón—, ¡ya tendréis noticias de ello!

XXVI

—SEÑOR —prosigue Ganelón—, dadme vuestra venia para partir. Ya que

debo marchar, nada ha de retardarme. Y responde el rey:

—¡Id en nombre de Jesús y con mi venia! Lo absuelve con su mano diestra y

traza sobre él el signo de la cruz. Luego le entrega el bastón y el breve.

XXVII

EL CONDE Ganelón se dirige hacia su campamento. Adorna su persona con

los mejores aderezos que puede hallar. En sus pies, coloca espuelas de oro y ciñe

a su costado su espada Murglés. Monta sobre Techebrún, su corcel, cuyo estribo

le sostiene su tío Guinemer. Entonces hubierais visto llorar a muchos caballeros,

que se lamentaban :

—¡Lástima grande de vuestro valor! Largo tiempo pertenecisteis a la corte del

rey, donde se os tenía por noble vasallo. Ni siquiera Carlos podrá proteger ni

salvar al que os señaló para esta misión. No, el conde Rolando no tendría que

haber pensado en vos: vuestra estirpe es demasiado ilustre.

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Y luego añaden:

—¡Señor, llevadnos con vos!

—¡No lo permita Dios, nuestro Señor! Más vale que yo solo muera, para que

vivan tantos buenos caballeros. A Francia, la dulce, habréis de regresar, señores.

Saludad a mi esposa de mi parte, a Pinabel, par y amigo mío y a mi hijo

Balduino ... Brindadle vuestra ayuda y reconocedlo como vuestro señor —

responde Ganelón. Y emprende el camino.

XXVIII

CABALGA Ganelón bajo los altos olivares, hasta dar alcance a los

mensajeros sarracenos. Y he aquí que Blancandrín demora largo tiempo a su

lado: ambos conversan con gran astucia. Blancandrín exclama:

—¡Qué hombre tan maravilloso es Carlos! Conquistó Apulia y toda Calabria;

ha cruzado el mar salado, obteniendo para San Pedro el tributo de Inglaterra. ¿Qué más ha de encontrar aquí, en nuestro país?

—Tal es su gusto —responde Ganelón—. Jamás alcanzará hombre alguno su

valía.

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XXIX

—SON LOS francos hombres de gran nobleza —observa Blancandrín—. Mas

causan graves males a su señor esos duques y esos condes que en tal manera lo

aconsejan: lo agotan y lo pierden, y con él a los que lo rodean.

Replica Ganelón:

—Eso no reza con nadie, que yo sepa, si no es con Rolando, a quien le habrá

de pesar algún día. La otra mañana, hallábase sentado a la sombra el emperador.

Llegó su sobrino, cubierto con su loriga, trayendo el botín que había conquistado

en Carcasona. Tenía en la mano una espléndida manzana. "Tomad, mi buen

señor", díjole a su tío, "os ofrezco como presente las coronas de todos los reyes".

Su orgullo habrá de perderlo, pues todos los días se brinda a la muerte como

presa. ¡Venga quien lo mate! Gozaríamos entonces de una paz completa.

XXX

—¡BIEN SE merece el odio Rolando —dice Blancandrín—, pues ambiciona

someter a su dominio a todas las naciones y pretende apoderarse de todas las

tierras! Mas, ¿quiénes habrán de respaldarlo en tales empresas?

—¡Los franceses! Tanto lo aman que jamás podrán abandonarlo. Les da oro y

plata en abundancia, mulas y corceles, telas de seda y armaduras. Al mismo

emperador le regala cuanto desea: habrá de conquistarle estas tierras hasta

Oriente.

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XXXI

TANTO cabalgaron juntos Ganelón y Blancandrín que llegan a hacerse una

promesa mutua, jurando cumplirla sobre su fe: buscar el modo de que muera

Rolando. Tanto cabalgaron por caminos y senderos que pusieron finalmente pie

a tierra en Zaragoza, bajo un tejo. A la sombra de un pino se alza un trono,

cubierto de seda de Alejandría. Ahí se sienta el rey que tiene a toda España bajo

su dominio, rodeado de veinte mil sarracenos. Todos guardan silencio, ansiosos

por escuchar las nuevas. Y he aquí que se aproximan Ganelón y Blancandrín.

XXXII

BLANCANDRÍN se presenta ante Marsil; lleva de la mano al conde Ganelón.

Dice, dirigiéndose al rey:

—¡Salud, en nombre de Mahoma y de Apolo, cuyas santas leyes observamos!

Dimos parte a Carlos de vuestro mensaje. Alzó ambas manos hacia los cielos y

alabó a su Dios, sin responder cosa alguna. Mas os envía uno de sus nobles

barones, éste que aquí veis, y que todos consideran en Francia como ilustre

caballero. Él os dirá si tendremos paz o no.

—¡Que hable —responde Marsil—, lo escucharemos!

XXXIII

MAS EL CONDE Ganelón había estado pensándolo mucho. Comienza

desplegando grandes artes, cual hombre versado en el discurso. Dícele al rey:

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—¡Salud, en nombre del glorioso Dios que debemos adorar! He aquí lo que os

manda decir Carlomagno, el esforzado: recibid la santa ley cristiana, y él habrá

de entregaros como feudo la mitad de España. Si no os place aceptar este

acuerdo, se os tomará cautivo, y encadenado de viva fuerza, seréis conducido a

Aquisgrán; allí se os juzgará y pondráse fin a vuestra vida: vuestra .muerte será

vil y ultrajante.

Se estremece el rey Marsil. En la mano tiene un dardo, emplumado de oro: su

deseo es herir, pero lo retienen.

XXXIV

EL REY MARSIL ha mudado de color y apresta su jabalina. Al verlo

Ganelón, lleva la mano a su espada, desenvainándola la largura de dos dedos.

Dice, dirigiéndose a ella:

—Muy bella eres, y muy clara. ¡No en vano te llevé tan largo tiempo en la real

corte! No habrá de decir el emperador de Francia que sucumbí solo en tierra

extraña sin que los más valientes te hayan comprado a tu precio. —¡Impidamos

el combate! —dicen los infieles.

XXXV

TANTOS han sido los ruegos de los más ilustres sarracenos que Marsil ha

vuelto a sentarse en su trono. Dice el califa:

—Nos hubierais dejado en mala postura, pretendiendo herir al francés; más os

valía escuchar y comprender.

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—Señor —dice Ganelón—, son éstas cosas que debo por fuerza soportar. Pero

no dejaría de trasmitiros, por todo el oro que hizo Dios, y por todas las riquezas

de este país, lo que Carlos, el poderoso rey, os manda decir por mi boca, si es

que me dais lugar, considerándoos como a mortal enemigo.

Lo cubre un manto de marta cebellina, forrado de seda de Alejandría. Lo hace

a un lado y Blancandrín lo recibe en sus manos; mas se guarda muy bien de

soltar su espada. En su puño derecho, la mantiene sujeta por el dorado pomo. Y

dicen los infieles:

—¡Es noble barón!

XXXVI

Ganelón avanza hacia el rey y le dice:

—Os irritáis sin motivo, ya que Carlos, que reina en Francia, os manda decir

esto: recibid la ley de los cristianos, os entregará como feudo la mitad de España.

La otra mitad será para Rolando, su sobrino: de ese modo habréis de compartir

con un altivo señor. Si no os place aceptar este acuerdo, vendrá el rey a poner

sitio a Zaragoza: se os tomará cautivo y de viva fuerza se os cargará de

ligaduras; seréis conducido derechamente a Aquisgrán y no tendréis para el

camino palafrén ni corcel, mulo ni mula, para poder cabalgar; se os arrojará

sobre mala bestia de carga. Una vez allí, luego de juzgaros, se os cortará la

cabeza. He aquí el breve que os envía nuestro emperador.

Se lo entrega al infiel, con la mano diestra.

XXXVII

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MARSIL palidece de ira. Rompe el sello, tira la cera, mira el breve y lee lo

que lleva escrito:

—Carlos, el rey que tiene a Francia bajo su dominio, me dice que traiga a mi

memoria el dolor y la cólera que lo invadieron cuando corté las cabezas de

Basan y su hermano Basilio, en los montes de Altamira. Si quiero preservar mi

vida, es preciso que le envíe a mi tío, el califa; de otro modo, jamás gozaré de su

favor.

Entonces toma la palabra el hijo de Marsil:

—Ganelón ha hablado como un loco —le dice al rey—. Ha llegado demasiado

lejos: no tiene derecho a la vida. Entregádmelo, y yo haré justicia.

Al oír estas palabras Ganelón, blande su espada, corre hacia un pino y toma

apoyo en su tronco.

XXXVIII

MARSIL se ha retirado en el vergel. Ha llevado consigo a los mejores de

entre sus vasallos. Con ellos va Blancandrín, el de la cabellera encanecida, y

Jurfaret, su hijo y heredero, y el califa, su tío y fiel amigo. Blancandrín dice:

—Llamad al francés: me ha jurado sobre su fe servirnos.

—Traedlo, entonces —responde Marsil.

Y Blancandrín, tomándolo de la mano diestra, lo conduce por el vergel hasta

donde se halla el rey. Allí conciertan entre todos la infame traición.

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XXXIX

—BUEN CABALLERO Ganelón —dícele Marsil—, os traté con alguna

ligereza cuando cegado por la cólera, estuve a punto de heriros. Ofrezco en

prenda de mi palabra estas pieles de marta cebellina, cuyo precio vale más de

quinientas libras: mañana, antes de la caída del sol, os habré pagado una buena

multa.

—No la rechazo —responde Ganelón—. ¡Que Dios os recompense, si le

place!

XL

—Ganelón —dice Marsil—, sabed que, en verdad, me siento impulsado a

apreciaros en alto grado. Deseo que me habléis de Carlomagno. Es ya muy viejo,

ha cumplido su tiempo; según mi parecer, debe tener más de doscientos años.

Por tantas tierras ha llevado su cuerpo, tantas estocadas ha recibido su escudo,

tantos opulentos reyes se vieron por su culpa convertidos en mendigos, ¿cuándo

estará harto de guerrear?

—Carlos no es cual vos pensáis —responde Ganelón—. No hay hombre que

al verlo y al aprender a conocerlo, no diga: "el emperador es un valiente". No

podrían mis palabras alabarlo y ensalzarlo lo suficiente: hay en él más honor y

más virtudes de las que puedo expresar. ¿Quién podría describir su inmenso

valor? ¡Tanta nobleza hace Dios resplandecer en su persona! Preferiría morir

antes que faltar a sus barones.

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XLI

—BUEN MOTIVO tengo para maravillarme —añade el infiel—. Carlomagno

es viejo y blanca su cabeza; en mi opinión, debe tener más de doscientos años;

por tantas tierras ha llevado a la lucha su cuerpo, ha recibido tantos tajos y

lanzazos, tantos opulentos reyes se han convertido por su culpa en mendigos,

¿cuándo se cansará de guerrear?

—Nunca —responde Ganelón—, mientras viva su sobrino. No hay hombre

más valeroso que Rolando bajo el firmamento. Y también es varón esforzado su

amigo Oliveros. Y los doce pares, que tanto ama Carlos, forman su vanguardia

con veinte mil caballeros. Carlos está bien seguro, no teme a ningún ser viviente.

XLII

—ME MARAVILLA en gran manera —repite el sarraceno—. Carlomagno

tiene el cabello blanco; calculo que debe tener doscientos años, si no más; por

tantas tierras ha llevado sus conquistas; tantos golpes de lanzas penetrantes

recibió, tantos opulentos reyes fueron muertos y vencidos por él en la batalla,

¿cuándo se cansará por fin de guerrear?

—Nunca —dice Ganelón—, mientras viva Rolando.

No hay ninguno tan valeroso como él desde aquí hasta el Oriente. Y también

su compañero Oliveros es varón esforzado. Y los doce pares, que tanto ama

Carlos, forman su vanguardia con veinte mil franceses. Carlos está bien seguro;

no teme a ningún ser viviente.

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XLIII

—BUEN CABALLERO Ganelón —dice el rey Marsil—, tengo un ejército

tan brioso como nunca lo veréis; puedo contar con cuatrocientos mil caballeros:

¿podré combatir a Carlos y sus franceses?

—¡Eso se dice pronto! Vuestras mesnadas se perderían en masa. ¡Desechad

las locuras; ateneos a vuestro juicio! Enviad al emperador tantos regalos que

todos los franceses queden maravillados. Con sólo mandarle veinte rehenes, al

punto veréis al rey regresar a Francia, la dulce. Dejará su retaguardia a sus

espaldas. Con ella quedará, supongo, su sobrino, el conde Rolando y también el

animoso y cortés Oliveros: pueden darse por muertos los dos condes, si

encuentro quien atienda a mis consejos. Carlos verá quebrantarse su orgullo; por

siempre perderá el deseo de contender nuevamente con vos.

XLIV

—BUEN CABALLERO Ganelón, ¿de qué medio puedo valerme para que Rolando perezca?

—Os lo voy a decir —responde Ganelón—. Partirá el rey hacia los mejores

puertos de Cize; dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará el

poderoso conde Rolando y Oliveros, en quien tanto confía éste, al mando de

veinte mil franceses. Enviadle cien mil de los vuestros para darles la primera

batalla. Las huestes de Francia hallarán gran quebranto, aunque también habrán

de sufrir los vuestros, no lo niego. Mas entablad luego la segunda batalla: ya sea

en la una o en la otra, no habrá de salvarse Rolando. Habréis llevado a cabo,

entonces, una gran proeza y nunca en vuestra vida volveréis a tener guerra.

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XLV

—AQUEL QUE logre la muerte de Rolando, habrá privado a Carlos del brazo

derecho de su cuerpo. Sonará la hora de los magníficos ejércitos. No reunirá ya

Carlos tan numerosas mesnadas. ¡Hallará el reposo la Tierra de los Padres!

Al oír Marsil estas palabras, besa a Ganelón en el cuello; luego [ordena que le

traigan sus tesoros].

XLVI

—Los CONSEJOS se van en humo —dice Marsil— Juradme que traicionaréis

a Rolando.

—¡Sea, según vuestro deseo! —responde Ganelón. Sobre las reliquias de su

espada Murglés, jura la traición; y su acción es vil.

XLVII

HABÍA AHÍ un asiento, todo de marfil. El rey hace traer un libro: en él está

escrita la ley de Mahoma y de Tervagán. Y el sarraceno de España jura que si

encuentra a Rolando en la retaguardia, habrá de combatirlo con toda su gente, y

que si de él depende, el conde hallará la muerte en esa acción.

—¡Así se cumplan vuestros deseos! —responde Ganelón.

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XLVIII

SE ACERCA entonces un infiel, Valdabrún, presentándose ante el rey Marsil.

Con faz risueña, dícele a Ganelón:

—Tomad mi espada, nadie posee otra mejor; su pomo tan sólo vale más de

mil escudos. Os la doy en prenda de amistad, buen caballero, y vos nos

ayudaréis a encontrar en la retaguardia al animoso Rolando.

—Así será —responde el conde Ganelón. Luego se besan en la cara y en la

barba.

XLIX

—LUEGO SE acerca otro infiel, Climonn. Con faz risueña, le dice a Ganelón:

—Tomad mi yelmo, jamás vi otro más rico, y ayudadnos contra el marqués

Rolando, de tal guisa que podamos afrentarlo.

—Así será —responde Ganelón. Y se besan en la boca y la mejilla.

L

VIENE entonces la reina Abraima, y le dice al conde: —Mucho os aprecio,

caballero, pues mi señor y sus hombres os tienen gran afecto. Quiero enviarle a

vuestra esposa dos collares: son de oro puro, incrustados de amatistas y jacintos;

valen más que todas las riquezas de Roma, nunca los poseyó tan bellos vuestro

emperador. El conde los toma y los guarda en su faldriquera.

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LI

EL REY llama a Malduit, su tesorero, y le pregunta:

—¿Están preparados ya los presentes para Carlos?

—Sí, señor —responde—, de inmejorable manera: setecientos camellos

cargados de oro y plata y veinte rehenes, de los más nobles que existen bajo el

firmamento.

LII

MARSIL posa su mano en el hombro de Ganelón, diciendo le:

—Muy valiente sois, y muy juicioso. Por esa ley, que tenéis por sacrosanta,

¡guardaos de apartar vuestro corazón de nuestra causa! Deseo ofreceros riquezas

a profusión, diez mulos cargados con el oro más fino de Arabia; todos los años

habrá de renovarse este regalo. Tomad: he aquí las llaves de esta gran ciudad;

presentad al rey Carlos sus innumerables tesoros; luego, haced que Rolando

quede a retaguardia. Si logro hallarlo en algún puerto o desfiladero, lo combatiré

hasta la muerte.

Responde Ganelón:

—Me parece que he demorado demasiado.

Y montando en su caballo, emprende el camino.

LIII

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EL EMPERADOR se acerca nuevamente a sus dominios. Ha llegado a la villa

de Gulina, que el conde Rolando había tomado y destruido; a partir de ese día,

permaneció desierta por espacio de cien años. El rey espera noticias de Ganelón

y el tributo de la vasta tierra de España.

Al alba, cuando comienza a despuntar la aurora, el conde Ganelón llega al

campamento.

LIV

EL EMPERADOR ha abandonado temprano su lecho. Ha escuchado misa y

maitines, y se mantiene erguido sobre la hierba verde, delante de su tienda. A su

lado está Rolando, y el esforzado Oliveros, el duque Maimón y muchos otros.

He aquí que llega Ganelón, el conde villano y perjuro, y comienza a hablar con

gran astucia:

—¡Dios os salve! —le dice al rey—. He aquí las llaves de Zaragoza, y un

espléndido tesoro, y veinte rehenes: ponedlos a buen recaudo. El valeroso rey

Marsil me ha mandado deciros que si no os entrega al califa, no debéis por ello

censurarlo, pues con mis propios ojos he visto cuatrocientos mil hombres en

armas, cubiertos con sus cotas y llevando muchos de ellos el yelmo atado y

ceñidas las espadas con pomo de oro nielado, que acompañaban al califa allende

el mar. Huían de Marsil a causa de la ley cristiana que no deseaban recibir ni

guardar. No se habían alejado cuatro leguas de la costa, cuando los

sorprendieron el viento y la tormenta: todos perecieron ahogados, no volveréis a

ver ninguno de ellos. De hallarse vivo el califa, yo os lo hubiera traído. En

cuanto al rey sarraceno, tened por cierto, señor, que no veréis tocar a su fin este

primer mes sin que él os haya dado alcance en el reino de Francia: recibirá la ley

que vos observáis;

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juntas las manos, se convertirá en vuestro vasallo; por vuestra voluntad

aceptará el reino de España.

—¡Alabado sea Dios! —exclama el rey—. Ya que tan bien me habéis servido,

obtendréis gran recompensa.

A través del ejército, resuenan mil clarines. Los francos alzan el campamento,

cargan los mulos y se encaminan hacia Francia, la dulce.

LV

CARLOMAGNO ha devastado España; tomó sus castillos y violó sus

ciudades. Él mismo dice que toca a su fin la guerra. Hacia Francia, la dulce,

cabalga el emperador. El conde Rolando ata el gonfalón a su lanza; desde una

altura, la eleva hacia el firmamento: a esta señal, los francos establecen sus

campamentos por toda la región. Mientras tanto, a través de los anchos valles,

cabalgan los infieles, cubiertos con sus cotas, atado el yelmo, con el escudo al

cuello y la espada ceñida, y con las lanzas enristradas. Al llegar a la cima de

unos montes, hacen alto en una espesura. Son cuatrocientos mil, esperando el

alba. ¡Dios! ¡Qué dolor que no lo sepan los franceses!

LVI

HUYE EL DÍA, la noche se ha hecho oscura. Carlos, el poderoso emperador,

reposa. Ha tenido un sueño: hallábase en los más grandes puertos de Cize;

sostenían sus manos su lanza de fresno. El conde Ganelón se la arrebataba y tan

violentamente la blandía que hasta el cielo volaban las astillas.

Carlos duerme; no se ha despertado.

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LVII

DESPUÉS de esta visión, lo asedia otra. Sueña que está en Francia, en

Aquisgrán, su capilla. Una bestia cruel le muerde el brazo derecho. Del lado de

las Ardenas, ve llegar un leopardo, que con gran osadía se arroja sobre su

cuerpo. Del fondo de la sala surge un lebrel que corre hacia Carlos, galopando y

brincando; de una dentellada, parte al primer animal la oreja derecha y entabla

feroz combate con el leopardo. Y los franceses dicen: "¡Qué terrible batalla!"

¿Quién de los dos vencerá? Nadie lo sabe.

Carlos duerme, no se ha despertado.

LVIII

PASA LA noche íntegra, el alba despunta clara. El emperador cabalga

gallardamente entre las filas del ejercito.

—Señores barones —dice el emperador Carlos—, he aquí los puertos y los

estrechos desfiladeros: elegidme el hombre que deba quedar a retaguardia.

—Ha de ser Rolando, mi hijastro —responde Ganelón—, no hay barón que le

iguale en fiereza.

Óyelo el rey y lo mira duramente. Luego le dice:

—Sois un demonio. Un odio mortal posee vuestro cuerpo. ¿Quién, entonces,

habrá de mandar mi vanguardia?

—Ogier de Dinamarca —responde Ganelón—; no tenéis barón que mejor que

él pueda hacerlo.

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LIX

EL CONDE Rolando ha oído pronunciar su nombre. Habla entonces como

cumplido caballero:

—Señor padrastro; buenos motivos tengo para estimaros: me habéis elegido

para mandar la retaguardia. Carlos, el rey que es dueño de Francia, no habrá de

perder palafrén ni corcel, mulo ni mula para cabalgar, ni tampoco caballo de silla

ni de carga que no haya sido defendido con la espada.

—Bien sé que decís verdad —responde Ganelón.

LX

CUANDO Rolando oye que habrá de mandar la retaguardia, se encara, airado,

con su padrastro:

—¡Ah, truhán! ¡Mal hombre, de vil estirpe! ¿Habías creído que yo dejaría

caer a tierra el guante, como hiciste tú con el bastón, ante Carlos?

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LXI

—NOBLE emperador —dice el barón Rolando—, dadme el arco que lleváis

en el puño. Nadie me reprochará, creo, haberlo dejado caer, como hizo Ganelón

con el bastón que recibió en su mano diestra.

El emperador mantiene la cabeza gacha. Alisa su barba y retuerce su

mostacho. Y no puede contener el llanto.

LXII

ACÉRCASE entonces Naimón: no hay mejor vasallo en toda la corte.

—Ya lo habéis oído —le dice al rey—, la cólera invade al conde Rolando. Ya

ha sido señalado para mandar la retaguardia, ninguno de vuestros barones puede

cambiar la elección. ¡Entregadle el arco que habéis tendido y hallad quien pueda

valerle!

El rey le da el arco y Rolando lo recibe.

LXIII

DICE EL emperador a su sobrino Rolando:

—Buen caballero, sobrino mío, os ofrezco la mitad de mis mesnadas. Bien lo

sabéis. Conservadlas con vos, serán vuestra salvación.

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—Nada de eso haré —responde el conde—. ¡Dios me confunda, si desmiento

mi estirpe! Quedarán conmigo veinte mil animosos franceses. Cruzad vos los

puertos con toda tranquilidad. Haríais mal en temer a nadie, estando vivo yo.

LXIV

EL CONDE Rolando ha montado su corcel. Hacia él se dirige su compañero,

Oliveros. Llegan luego Garin y el esforzado conde Gerer, y Otón y Berenguer, e

igualmente Astor y el gallardo Anseís. Y también se le acercan Gerardo de

Rosellón, el viejo, y el opulento duque Gaiferos.

—¡Por mi testa —exclama el arzobispo— que he de acompañaros!

—¡Y yo iré con vos! —dice el conde Gualterio—; soy leal a Rolando, y no he

de faltarle.

Y todos ellos eligen los veinte mil caballeros que habrán de acompañarlos.

LXV

EL CONDE Rolando llama a Gualterio de Ulmo y le dice:

—Tomad mil franceses, de Francia, nuestra tierra, y ocupad las cumbres y los

desfiladeros, para que el emperador no pierda a uno solo de los hombres que lo

acompañan.

—Así he de hacerlo, por vos —responde Gualterio.

Con mil franceses de Francia, que es su patria, Gualterio sale de las filas y

alcanza los desfiladeros y las alturas. Ninguno descenderá, para conocer las más

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penosas nuevas, antes de que se hayan desenvainado innumerables espadas. Ese

mismo día, entablaron una dura batalla con el rey Almaris, del país de Balferna.

LXVI

ALTOS SON los montes y tenebrosas las quebradas, sombrías las rocas,

siniestras las gargantas. Los franceses las cruzan ese mismo día, con grandes

fatigas. Desde quince leguas de distancia, se oye el ruido de la marcha de las

tropas. Cuando llegan a la Tierra de los Padres y avistan Gascuña, dominio de su

señor, hacen memoria de sus feudos, de las jóvenes de su patria y de sus nobles

esposas. Ni uno de ellos deja de verter lágrimas de enternecimiento. Más aún

que los otros, se siente pleno de angustia Carlos: ha dejado en los puertos de

España a su sobrino. Lo invade el pesar y no puede contener el llanto.

LXVII

HAN QUEDADO en España los doce pares; y con ellos veinte mil franceses

que no conocen el miedo ni temen a la muerte. El emperador retorna a Francia;

esconde su angustia bajo su manto. A su lado cabalga el duque Naimón, quien le

dice:

—¿Qué puede causaros tan grande cuita? Responde Carlos:

—Quien me hace tal pregunta, me ofende. Tan grande es mi dolor que no

puedo ocultarlo. Ganelón habrá de destruir a Francia. Esta noche un ángel me

otorgó esta visión: Ganelón rompía mi lanza entre mis manos, y he aquí que ha

elegido a mi sobrino para mandar la retaguardia. Lo he dejado en tierra extraña.

¡Dios!, si lo pierdo, nunca hallaré quien pueda reemplazarlo.

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LXVIII

LLORA Carlomagno, no puede contenerse.

Cien mil franceses se entristecen por él y temen por Rolando, invadidos por

extraña angustia. Ganelón, el villano, lo ha traicionado: ha recibido del rey

sarraceno grandes regalos, oro y plata, ciclatones y paños de seda, mulos y

corceles, y camellos y leones. Marsil ha mandado por toda España a barones,

condes, vizcondes, duques y emires, almocadenes e hijos de caudillos. Reúne en

tres días cuatrocientos mil guerreros y por toda Zaragoza resuenan sus tambores.

En la torre más alta, se coloca a Mahoma y todos los infieles lo adoran y le

rezan. Luego, a marchas forzadas, cabalgan todos a través de la Cerdaña; cruzan

los valles, pasan los montes: al fin columbran los gonfalones de las gentes de

Francia. La retaguardia de los doce compañeros no dejará de aceptar la batalla.

LXIX

EL SOBRINO de Marsil, tocando con un palo el mulo que monta, se adelanta

y le dice a su tío con semblante risueño:

—Buen rey y señor mío, ¡os he servido por espacio de largos años! ¡Y por

todo salario, recibí penas y quebrantos! ¡Peleé en tantas batallas y tantas gané!

Dadme un feudo: la honra de llevar contra Rolando el primer ataque. Perecerá

por mi afilada pica. Si me asiste Mahoma, habré de libertar todas las comarcas

de España, desde los puertos hasta Durestante. Desfallecerá Carlos, los franceses

se rendirán y en vuestra vida no volveréis a tener guerra.

El rey Marsil le entrega, pues, el guante.

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LXX

EL SOBRINO de Marsil alza el guante en el puño y se dirige a su tío con

altivas palabras:

—Buen rey y señor mío: me habéis hecho gran don. Elegidme ahora doce de

vuestros barones, que con ellos habré de combatir a los doce pares.

Falsarón, hermano del rey Marsil, es el primero en responder:

—Sobrino, buen caballero, iremos, pues, vos y yo y por cierto que daremos

batalla a la retaguardia del gran ejército de Carlos. ¡Está escrito: perecerán por

nuestras manos!

LXXI

POR OTRO lado llega el rey Corsablín. Es oriundo de Berbería y conocedor

de las artes maléficas. Habla como cumplido barón: ni por todo el oro de Dios

consentiría en cometer una villanía.

Se acerca también al galope Malprimís de Brigantia: son tan ligeros sus pies

que aventajaría a un corcel a la carrera. Con voz sonora, grita ante Marsil:

—Estaré presente en Roncesvalles. Si allí encuentro a Rolando, bien sabré

derrotarlo.

LXXII

UN NOBLE de Balaguer se halla entre ellos. Su cuerpo se muestra lleno de

gallardía y su rostro es abierto y esforzado. Una vez montado en su corcel y

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cubierto con su armadura, tiene muy buena estampa. Su valor le ha granjeado

gran fama: ¡qué noble barón, si cristiano fuera!

Ante Marsil, exclama:

—He de ir a Roncesvalles, a jugar mi vida. Si encuentro a Rolando, bien

muerto está, y muerto también Oliveros y los doce pares, y muertos todos los

franceses, para su gran duelo y afrenta. Carlos el grande es ya un anciano y

chochea; desfallecerá y abandonará la guerra. España quedará en nuestro poder,

libertada. El rey Marsil le da rendidas gracias.

LXXIII

OTRO JEFE se encuentra allí, oriundo de Moriana: no hay otro más felón en

toda España. Ante Marsil, hace también su vanidoso discurso:

—A Roncesvalles habré de conducir a mis mesnadas: son veinte mil hombres

armados de escudos y lanzas. Si encuentro a Rolando en mi camino, dadlo por

muerto: lo juro por mi fe. Y todos los días habrá de lamentarlo Carlos.

LXXIV

POR OTRO lado, se acerca Turgis de Tortosa: tiene título de conde, y la

ciudad le pertenece. Anhela que mala muerte alcance a los franceses. Junto a los

demás, se presenta ante el rey Marsil y le dice:

—¡Nada temáis! Más vale Mahoma que San Pedro de Roma: si vos lo servís,

vuestro ha de quedar el honor del campo. Iré a buscar a Rolando en

Roncesvalles; nadie podrá valerle para evitar la muerte. Ved cuan buena y larga

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es mi espada: quiero esgrimirla contra Durandarte. ¿Cuál de las dos habrá de

vencer? Pronto tendréis nuevas de ello. Perecerán los franceses, si contra

nosotros emprenden la lucha. Dolor y afrenta alcanzarán a Carlos el Viejo.

Nunca más llevará corona en esta tierra.

LXXV

LLEGA DE otro lugar Escremis de Valtierra. Es sarraceno y Valtierra es su

feudo. Entre la multitud, su voz clama ante Marsil:

—Para afrentar el orgullo, iré yo a Roncesvalles. Si hallo a Rolando, habrá de

perder allí mismo su cabeza, e igual sucederá a Oliveros, el que manda entre los

demás. La muerte ha marcado ya a los doce pares. Perecerán todos los franceses

y Francia quedará vacía. No quedarán ya buenos vasallos para servir a Carlos.

LXXVI

Y HE AQUÍ que se aproximan por otro costado dos sarracenos: Estorgán y su

compañero Estramariz, ambos villanos y traidores reconocidos. A ellos se dirige

Marsil:

—¡Señores, avanzad! Iréis a Roncesvalles, cruzando los desfiladeros, y

ayudaréis a conducir mis mesnadas.

—Obedeceremos vuestro mandato —responden—. Atacaremos a Rolando y a

Oliveros; no tendrán los doce pares quien les valga ante la muerte. Son buenas y

tajantes nuestras espadas: rojas habrá de tornarlas la cálida sangre. Perecerán los

franceses y Carlos derramará su llanto; os devolveremos la Tierra de los Padres.

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Creedlo, señor; en verdad habréis de verlo: os entregaremos al propio

emperador.

LXXVII

CORRIENDO se acerca Margaris de Sevilla. A él pertenece la tierra hasta

Cazmarina. Su donosura le granjea el favor de todas las damas; ni una sola deja

de solazarse al verlo, ni de sonreírle amablemente. No hay entre los infieles

mejor caballero. Se acerca por entre el gentío e interpela al rey, cubriendo su voz

todas las demás:

—¡Nada temáis! A Roncesvalles iré para matar a Rolando; no logrará salvar la

vida, al igual que Oliveros. Quedaron aquí los doce pares para recibir el martirio.

He aquí la espada que me envió el emir de Primes; es de oro su pomo. Os lo

juro, habré de templarla en sangre carmesí. Perecerán los franceses y Francia

será ultrajada. Carlos el Viejo, el de la barba florida, sufrirá por ello cada día

pesar y cólera. Antes de que transcurra un año, contaremos a Francia entre

nuestro botín y podremos conciliar el sueño en el burgo de San Dionisio.

El rey sarraceno se inclina ante él profundamente.

LXXVIII

POR OTRO lado acude Chernublo de Monegros. Su cabellera flotante arrastra

por tas suelos. Es para él juego de niños, cuando está de humor para ello, llevar

largamente la carga de cuatro mulos enalbardados. Se dice que en su país el sol

no luce nunca, no puede crecer el trigo, no cae lluvia ni se forma rocío; todas las

piedras son negras. Algunos dicen que allí moran los diablos.

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—He ceñido mi buena espada —dice Chernublo—. He de teñirla de rojo en

Roracesvalles. Si se cruza en mi camino el valeroso Rolando sin que yo lo

ataque, no creáis nunca más en mi palabra. Con mi espada conquistaré a

Durandarte. Perecerán los franceses, y Francia quedará desierta.

Al escuchar tales razones, reúnense los doce pares. Llevan con ellos a cien mil

sarracenos que arden en deseos de combatir y aprietan el paso. Y todos juntos se

dirigen hacia un bosquecillo de abetos para armarse.

LXXIX

ÁRMANSE los infieles con sus cotas sarracenas, casi todas con triple espesor

de mallas, atan sus excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus espadas de acero

vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y gonfalones blancos, azules y

bermejos. Abandonando sus mulos y palafrenes, han montado sus corceles y

cabalgan en apretadas filas. El día luce claro y brilla el sol: resplandecen todas

las armaduras. Para realzar tal belleza, resuenan mil clarines. Tal es el

zafarrancho que llega a oídos de los franceses. Y dice el conde Oliveros:

—Señor compañero, puede ser que nos topemos con los sarracenos.

—¡Ah! ¡Así lo permita Dios! —responde Rolando—. Aquí habremos de

resistir, por nuestro rey. Es preciso sufrir por él las mayores fatigas, soportar los

grandes calores y los grandes fríos, y perder la piel y aun el pelo. ¡Cuiden todos

de asestar violentas estocadas, para que no se cante de nosotros afrentosa

canción! Mala es la causa de los infieles y con los cristianos está el derecho.

¡Nunca contarán de mí acción que no sea ejemplar!

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LXXX

OLIVEROS ha subido a una colina. Mira hacía su derecha, y ve avanzar las

huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al punto a Rolando,

su compañero y le dice:

—¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo brillar tantas

cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en grave aprieto a

nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo traidor que ante el emperador

nos eligió.

—¡Callad, Oliveros —responde Rolando—; es mi padrastro y no quiero que

digáis ni una palabra más acerca de él!

LXXXI

OLIVEROS ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte

el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud.

Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos,

y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas.

Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan

numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente

conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se

acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.

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LXXXII

—HE VISTO a los infieles —dice Oliveros—. Jamás hombre alguno

contempló tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están ante

nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca armadura;

relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis de dar una batalla

como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista! ¡Resistid

firmemente, para que no puedan vencernos!

Los franceses exclaman:

—¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte, ninguno de nosotros habrá de

faltaros!

LXXXIII

DICE Oliveros:

—Muy crecido es el número de los sarracenos y escaso me parece el de

nuestros franceses. Rolando, mi compañero, tocad vuestro olifante: Carlos lo

escuchará y volverá el ejército.

—Locura fuera —responde Rolando—. Perdería por ello mi renombre en

Francia, la dulce. Muy pronto habré de asestar recios golpes con Durandarte.

Sangrará su hoja hasta el oro del pomo. Los viles sarracenos vinieron a los

puertos para labrar su infortunio. Os lo juro: a todos les espera la muerte.

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LXXXIV

—¡ROLANDO, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos habrá de oírlo y

volverá con el ejército; podrá socorrernos con todos sus barones.

—¡No permita Dios que por mi culpa sean menoscabados mis parientes y que

Francia, la dulce, arrostre el desprecio! —replica Rolando—. ¡Más bien habré de

dar recios golpes con Durandarte, mi buena espada que llevo ceñida al costado!

Veréis su hoja cubierta de sangre. Los felones sarracenos se han reunido para

desdicha suya. Os lo juro: todos ellos están señalados para la muerte.

LXXXV

—¡ROLANDO, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos, que está

cruzando los puertos, habrá de oírlo. Os lo juro: volverán los franceses.

—¡No plegué a Dios que jamás hombre vivo pueda decir que por causa de los

infieles toqué mi olifante! —responde Rolando—. Nunca escucharán mis deudos

tal reproche. Cuando se entable la feroz batalla, mil y setecientos golpes habré

de asestar y veréis ensangrentarse el acero de Durandarte. Los franceses son

denodados y pelearán valientemente; no escaparán a la muerte los de España.

LXXXVI

—¿POR QUÉ habrían de menoscabarnos? —insiste Oliveros—. He

contemplado a los sarracenos de España: son tantos que cubren montes y valles,

colinas y llanuras. ¡Poderosos son los ejércitos de esta turba extranjera y muy

reducido el nuestro!

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Y responde Rolando:

—¡Ello me enardece más! ¡No plegué al Dios de los cielos ni a sus ángeles

que por mi culpa pierda Francia su valer! ¡Antes prefiero la muerte a soportar el

escarnio! ¡Cuanto más recios sean nuestros golpes, más habrá de querernos el

emperador!

LXXXVII

ROLANDO es esforzado y Oliveros juicioso. Ambos ostentan asombroso

denuedo. Una vez armados y montados en sus corceles, jamás esquivarían una

batalla por temor a la muerte. Los dos condes son valerosos y nobles sus

palabras.

Los felones sarracenos cabalgan furiosamente.

—Ved, Rolando, cuán numerosos son —dice Oliveros—. ¡Muy cerca están ya

de nosotros, pero Carlos se halla demasiado lejos! No os habéis dignado tocar

vuestro olifante. Si el rey estuviera aquí, no nos amenazaría tal peligro. Mirad a

vuestras espaldas, hacia los puertos de España; podrán ver vuestros ojos un

ejercito digno de compasión: quien se encuentre hoy a retaguardia, nunca más

podrá volver a hacerlo.

—¡No pronunciéis tan locas palabras! ¡Malhaya el corazón que se ablande en

el pecho! En este lugar resistiremos firmemente. Por nuestra cuenta correrán los

lances y refriegas.

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LXXXVIII

CUANDO advierte Rolando que está por entablarse la batalla, ostenta más

coraje que un león o leopardo. Interpela a los franceses y a Oliveros:

—Señor compañero, amigo: ¡contened semejante lenguaje! El emperador que

nos dejó sus franceses ha elegido a estos veinte mil: sabía que no hay ningún

cobarde entre ellos. Es menester soportar grandes fatigas por su señor, sufrir

fuertes calores y crudos fríos, y también perder la sangre y las carnes. Herid con

vuestra lanza, que yo habré de hacerlo con Durandarte, la buena espada que me

dio el rey. Si vengo a morir, podrá decir el que la conquiste: "Ésta fue la espada

de un noble vasallo."

LXXXIX

POR OTRO lado, he aquí que se acerca el arzobispo Turpín. Espolea a su

caballo y sube por la pendiente de una colina. Interpela a los franceses y les echa

un sermón:

—Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí: Por nuestro rey debemos

morir. ¡Prestad vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la lucha; podéis

tener esa seguridad pues con vuestros propios ojos habéis visto a los infieles.

Confesad vuestras culpas y rogad que Dios os perdone; os daré mi absolución

para salvar vuestras almas.

Si vinierais a morir, seréis santos mártires y los sitiales más altos del paraíso

serán para vosotros.

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Bajan del caballo los franceses y se prosternan en la tierra. El arzobispo les da

su bendición en nombre de Dios y como penitencia les ordena que hieran bien al

enemigo.

XC

SE YERGUEN los franceses y se ponen de pie. Están bien absueltos, libres de

todas sus culpas y el arzobispo los ha bendecido en nombre de Dios. Luego

montan nuevamente en sus ligeros corceles. Están armados como conviene a

caballeros y todos ellos se muestran bien aprestados para el combate.

El conde Rolando llama a Oliveros:

—Señor compañero, bien hablasteis al decir que Ganelón nos había

traicionado. Recibió como salario oro, riquezas y dineros. ¡Séale dado vengarnos

al emperador! El rey Marsil nos compró como quien compra en un mercado,

¡pero esa mercancía, sólo habrá de obtenerla por el acero!

XCI

PASA ROLANDO por los puertos de España cabalgando a Briador, su rápido

corcel. Se halla cubierto de su coraza que realza su figura y blande

denodadamente su lanza. Hacia los cielos endereza la punta; un gonfalón todo

blanco está atado al hierro y las franjas le azotan las manos. Noble es su

apostura, risueño y claro su rostro. Le sigue su compañero, y los caballeros de

Francia lo proclaman su baluarte. Su mirada se dirige amenazadoramente hacia

los sarracenos y luego humilde y mansa hacia los franceses, a los que dice con

gran cortesía estas palabras:

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—Señores barones, ¡despacio, cabalgad al paso! Estos infieles van en busca

de su martirio. Antes de que caiga la noche habremos ganado un botín tan bello

como suntuoso: nunca rey de Francia conquistó otro igual.

Y al tiempo que así hablaba, topáronse los dos ejércitos.

XCII

DICE Oliveros:

—No me impulsa el ánimo a discursos. No os dignasteis tocar vuestro

olifante, y Carlos no está aquí para sosteneros. Ni una palabra sabe de esto, el

esforzado rey, y no es suya la culpa, como tampoco merecen reproche alguno

todos estos valientes. ¡Así pues, cabalgad con todo vuestro denuedo contra esas

huestes! Señores barones, ¡manteneos firmemente en la contienda! En nombre

de Dios os exhorto a bien herir. ¡Golpe dado por golpe recibido! Y no olvidemos

la divisa de Carlos.

Al oír tales palabras, los francos claman el grito de guerra:

—¡Montjoie!

Quien así los hubiera escuchado gritar, tendría memoria de un magnífico

denuedo. Luego cabalgan, ¡Dios, cuán fieramente!; para llegar antes, clavan las

espuelas y comienzan a herir pues, ¿qué otra cosa les queda por hacer? Los

sarracenos los reciben sin miedo. Y he aquí que se trenzan en combate moros y

franceses.

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XCIII

EL SOBRINO de Marsil, llamado Aelrot, cabalga el primero ante el ejército y

va diciendo a nuestros franceses palabras afrentosas:

—Francos felones, hoy habréis de combatir contra los nuestros. Aquel que os

tenía bajo su custodia os traicionó. ¡Insensato el rey que os dejó en los

desfiladeros! ¡Perderá su prestigio en este día Francia, la dulce, y Carlomagno el

brazo diestro de su cuerpo!

Cuando esto escucha Rolando, ¡Dios, lo invade gran cuita! Clava espuelas a

su corcel, deja rienda suelta a sus bríos y corre a herir a Aelrot con todas sus

fuerzas. Le rompe el escudo y le desgarra la cota, le abre el pecho, destrozándole

los huesos y le quebranta el espinazo. Le arranca el alma con su lanza y la tira

afuera. Hunde violentamente el hierro, estremeciendo al cuerpo; con el asta lo

derriba muerto del caballo y al caer se le parte la nuca en dos mitades. No por

ello deja Rolando de hablarle de esta guisa:

—No, hijo de siervo, no está loco Carlos, y jamás amó la traición. Dejarnos en

los desfiladeros fue en él valentía. No habrá de perder en este día su prestigio

Francia, la dulce. ¡Herid, franceses, fue nuestro el primer golpe! ¡Con nosotros

está el derecho y el error acompaña a estos felones!

XCIV

UN DUQUE, llamado Falsarón, se encuentra allí. Es hermano del rey Marsil y

posee las tierras de Datan y de Abirón. No existe peor truhán bajo los cielos. Es

tan amplia su frente que puede medirse medio pie entre sus dos ojos. Cuando ve

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muerto a su sobrino, lo invade gran duelo. Sale de entre la multitud, retando al

primero que encuentra, clama el grito de guerra de los infieles y lanza a los

franceses palabras injuriosas:

—¡En este día, Francia, la dulce, perderá su honor!

Oliveros lo oye y lo invade gran irritación. Clava las doradas espuelas en su

montura y corre a herirlo como barón de buena ley. Le rompe el escudo, le

desgarra la cota; le hunde en el cuerpo las franjas de su gonfalón y con el asta de

la lanza lo arranca de los arzones y lo derriba muerto. Mira en el suelo al traidor

que yace y le dice entonces fieramente:

—No me cuido de tus bravatas, hijo de siervo. ¡Atacad, franceses, que hoy

habremos de vencer! Y grita la divisa de Carlos:

—¡Montjoie!

XCV

UN REY, llamado Corsablín, se encuentra allí. Es oriundo de Berbería, una

lejana comarca.

—Bien podemos entablar esta batalla —les grita a los demás sarracenos—:

son muy pocos los franceses y tenemos derecho a menoscabarlos. No será Carlos

quien salve a uno solo. Ha llegado para ellos el día de su muerte.

El arzobispo Turpín lo ha oído muy bien. No existe bajo el firmamento otro

hombre a quien más odie. Clava sus espuelas de oro fino y lo acomete con

violencia. Ya le ha roto el escudo, destrozándole la cota, la le ha hundido en el

cuerpo su larga lanza. Con fuerza la empuja, sacudiéndola en las carnes del infiel

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hasta hacerlo vacilar; luego, con el asta, lo derriba muerto en el camino. Mirando

hacia atrás, ve al felón caído y no deja de decirle unas palabras:

—Infiel, hijo de siervo, ¡cuán falsamente habéis hablado! Siempre podrá

auxiliarnos mi señor Carlos; no está el huir en el ánimo de nuestros franceses, y

todos vuestros compañeros habrán de quedar inmóviles por nuestra mano. Oíd

esta nueva: preciso es que halléis aquí la muerte. ¡Acometed, franceses! ¡No

flaquee ninguno! ¡Es nuestro este primer golpe, a Dios gracias!

Y grita Turpín para quedar dueño del campo:

—¡Montjoie!

XCVI

Y Garín acomete a Malprimís de Brigantia. El buen escudo del infiel de nada

le vale. Garín le rompe la bloca de cristal y la mitad cae a tierra. Le desgarra la

cota hasta la carne y le hunde su buena pica en el cuerpo. El sarraceno se

desploma como una masa. Satanás se lleva su alma.

XCVII

SU COMPAÑERO Gerer ataca al emir. Le destroza la coraza, le desmalla la

cota y en las entrañas le hunde su buena pica; apoya con fuerza, hasta que el

hierro le atraviesa el cuerpo y con el asta lo derriba muerto en el campo.

—¡Qué magnífica batalla! —dice Oliveros.

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XCVIII

EL DUQUE Sansón acomete al jefe moro. Le rompe el escudo que ostenta

adornos de oro y florones. De nada le sirve su buena coraza. Le atraviesa el

corazón, el hígado y el pulmón y lo derriba muerto, ¡haya de llorarlo quien

quiera!

—¡Este golpe es de un valiente! —exclama el arzobispo.

XCIX

Y ANSEÍS deja rienda suelta a su corcel y corre a atacar a Turgis de Tortosa.

Le quiebra el escudo bajo la dorada bloca, desgarra de arriba abajo su doble cota

y le hunde en el cuerpo el hierro de su buena pica. Empuja con fuerza y sale la

punta por la espalda del adversario; ton el asta lo derriba muerto sobre el campo.

— ¡Ese golpe es de un valiente! —dice Rolando.

C

Y ANGKLEROS, el Gascón, de Burdeos, espolea a su caballo, suelta las

riendas y acomete a Escremis de Valtierra. Le quiebra el escudo que lleva al

cuello, descoyunta sus partes, le rompe el ventalle de la armadura y lo hiere en el

pecho, bajo la garganta; con el asta, lo derriba muerto de su silla. Luego le dice:

—¡Heos perdido!

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CI

Y OTÓN golpea a un infiel, Estorgán, en el borde superior de su escudo, de

tal suerte que le desgarra los cuarteles de blanco y bermellón; le rompe las partes

de su coraza, le hunde en el cuerpo su afilada pica y lo derriba muerto sobre su

rápido corcel. Luego le dice: —¡Buscad quien os valga!

CII

Y BERENGUER hiere a Estramariz. Le rompe el escudo, le desgarra la

loriga, a través del cuerpo le hunde su poderosa pica; entre mil sarracenos lo

derriba muerto. De los doce pares, diez. hallaron la muerte; ya sólo quedan vivos

dos: Chernublo y el conde Margaris.

CIII

MARGARIS es un cumplido caballero, de gran donosura y firmeza, ágil y

ligero. Espoleando a su caballo corre a herir a Oliveros. Le rompe su escudo bajo

la bloca de oro puro. A lo largo de sus costados endereza su pica, mas Dios

guarda a Oliveros: su cuerpo no ha sido tocado. El asta se quiebra, mas él no fue

derribado. Margaris pasa a su lado sin que nadie le estorbe; hace sonar su trompa

para reunir a los suyos.

CIV

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EL COMBATE es magnífico, la lucha se torna general. El conde Rolando no

preserva su persona. Hiere con su pica mientras le dura el asta; después de

quince golpes la ha roto, destrozándola completamente. Entonces desnuda a

Durandarte, su buena espada. Espolea a su caballo y acomete a Chernublo. Le

parte el yelmo en el que centellean los carbunclos, le desgarra la cofia junto con

el cuero cabelludo, le hiende el rostro entre los dos ojos y la cota blanca de

menudas mallas, y el tronco hasta la horcajadura. A través de la silla, con

incrustaciones de oro, la espada se hunde en el caballo. Le parte el espinazo sin

buscar la juntura y lo derriba muerto con su jinete sobre la abundante hierba del

prado. Luego le dice:

— ¡Hijo de siervo! ¡En mala hora os pusisteis en camino! No será Mahoma

quien os preste su ayuda. ¡Un truhán como vos no habría de ganar una batalla!

CV

EL CONDE Rolando cabalga por todo el campo. Enarbola a Durandarte,

afilada y tajante. Gran matanza provoca entre los sarracenos. ¡Si lo hubierais

visto arrojar muerto sobre muerto y derramar en charcos la clara sangre!

Cubiertos de ella están sus dos brazos y su cota, y su buen corcel tiene rojos el

pescuezo y el lomo. No le va en zaga Oliveros, ni los doce pares, ni los francos

que hieren con redoblado ardor.

Mueren los infieles, algunos desfallecen. Y el arzobispo exclama:

—¡Benditos sean nuestros barones! ¡Montjoie! Es el grito de guerra de

Carlomagno.

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CVI

OLIVEROS cabalga a través del caos reinante en el campo. El asta de su

lanza se ha quebrado y sólo le queda un pedazo. Va a herir a un infiel, Malón. Le

rompe el escudo, guarnecido de oro y de florones, fuera de la cabeza le hace

saltar los dos ojos y se le derraman los sesos hasta los pies. Y entre los

innumerables cadáveres lo derriba muerto. Después mata a Turgis y Esturgoz.

Pero el asta se le ha roto y la madera se astilla hasta sus puños.

—Compañero, ¿qué hacéis? —le dice Rolando—. En una batalla como ésta,

de poco me serviría un palo. Sólo valen aquí el hierro y el acero. ¿Dónde está,

pues, vuestra espada, cuyo nombre es Altaclara? Tiene guarnición de oro y su

pomo es de cristal.

—No he podido aún desenvainarla —respóndele Oliveros—, ¡tan ocupado me

hallaba!

CVII

Mi SEÑOR Oliveros desnuda su buena espada, a instancias de su compañero

Rolando y como noble caballero, le muestra el uso que de ella hace. Hiere a un

infiel, Justino de Valherrado. En dos mitades le divide la cabeza, hendiendo el

cuerpo y la acerada cota, la rica montura de oro en la que se engastan las piedras

preciosas y aun el cuerpo del caballo, al que parte el espinazo. Jinete y corcel

caen sin vida en el prado ante él. Y exclama Rolando:

—¡Ahora os reconozco, hermano! ¡Por golpes como ése nos quiere el

emperador!

Por todas partes estalla el mismo grito:

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CVIII

EL CONDE Garín monta el caballo Sorel, y el de su compañero Gerer tiene

por nombre Paso-de-Ciervo. Ambos sueltan las riendas, espolean a sus corceles

y van a herir a un infiel, Timocel, el uno sobre el escudo y el otro sobre la

coraza. Las dos picas se rompen en el cuerpo. Lo derriban muerto en un campo.

¿Cuál de los dos llegó antes? Nunca lo oí decir, y no lo sé.

El arzobispo Turpín ha matado a Siglorel, el hechicero que había estado ya en

los infiernos: merced a un sortilegio de Júpiter logro tal empresa.

—¡He aquí a uno que merecía morir por nuestra mano! —dice Turpín.

Y responde Rolando:

—¡Vencido está, el hijo de siervo! ¡Oliveros, hermano mío, tales lances me

son gratos!

CIX

LA BATALLA se ha tornado encarnizada. Francos y sarracenos cambian

golpes que es maravilla verlos. El uno ataca y el otro se defiende. ¡Tantas astas

se han roto, ensangrentadas! ¡Tantos gonfalones yacen desgarrados y tantas

enseñas! ¡Son tantos los buenos franceses que han perdido sus jóvenes vidas!

Jamás volverán a ver a sus madres ni a sus esposas, ni a las huestes de Francia

que los aguardan en los desfiladeros. Llorará por ello, y gemirá Carlomagno;

mas ¿de qué le valdrán sus lamentaciones? Nadie podrá socorrerlos. Mala faena

le hizo Ganelón, el día en que se fue a Zaragoza para vender a sus fieles. Por

haber llevado a cabo tal acción, perdió los miembros de su cuerpo y aun la vida

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en Aquisgrán, donde fue juzgado y condenado a la horca, pereciendo con él

treinta de sus parientes que no se esperaban esta muerte.

CX

LA BATALLA es prodigiosa y dura. Rolando hiere sin descanso, y con él

Oliveros. El arzobispo dio ya más de mil golpes y no le van en zaga los doce

pares, ni los franceses que juntos atacan. Por centenas y miles mueren los

paganos. Quien no se da a la fuga, no hallará luego escapatoria: quiéralo o no,

dejará allí su vida. Los francos van perdiendo su mejores puntales. No volverán a

ver a sus padres y parientes, ni a Carlomagno que los espera en los desfiladeros.

En Francia se levanta una extraña tormenta, una tempestad cargada de truenos y

de viento, de lluvia y granizo, desmesuradamente. Caen los rayos uno tras otro,

en rápida sucesión, y se estremece la tierra. Desde San Miguel del Peligro hasta

los Santos, desde Besanzón hasta el puerto de Wissant, no hay una casa que no

tenga las paredes resquebrajadas. Espesas tinieblas sobrevienen en pleno

mediodía; ninguna claridad, salvo cuando se raja el cielo. A todo el que lo ve,

invade el espanto. Algunos dicen:

—¡Esto es la consumación de los tiempos, ha llegado el fin del mundo!

Pero ellos nada saben, no son ciertas sus palabras: es un inmenso duelo por la

muerte de Rolando.

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CXI

Los FRANCESES han combatido con entereza, firmemente. Han perecido

multitudes de infieles, por millares. Apenas lograron salvarse dos sobre los cien

mil que se habían juntado. Y dice el arzobispo:

—¡Valerosos son nuestros guerreros! Nadie los tuvo mejores bajo el

firmamento. Está escrito en los Anales de Francia que nuestro emperador tiene

buenos vasallos.

Recorren el campo, en busca de los suyos; lloran su duelo y su compasión por

sus parientes, de todo corazón.

con todo afecto. Contra ellos se adelanta, entre tanto, el numeroso ejército del

rey Marsil.

CXII

VIENE Marsil a lo largo de un valle, con el poderoso ejército que ha juntado.

Puede contar con veinte cuerpos de tropa que ha formado en batalla. Centellean

los yelmos de oro, incrustados de pedrería, y también los escudos, y las lorigas

recamadas. Siete mil clarines pregonan la carga, resuena el clamor por toda la

región. Dice Rolando:

—Oliveros, mi compañero y hermano, Ganelón, el villano, ha jurado nuestra

muerte. No ha de quedar oculta su traición; tomará el emperador ejemplar

venganza. Vamos a entablar una batalla áspera y violenta; jamás habrá visto

hombre alguno encuentro semejante. Blandiré a Durandarte, mi espada, y vos,

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compañero, heriréis con Altaclara. ¡Por cuántas tierras las hemos llevado!

¡Cuántas batallas nos fueron por ellas favorables! ¡No habrán de cantarlas en

afrentosa canción!

CXIII

CONTEMPLA Marsil el martirio de los suyos. Hace sonar sus cuernos y sus

trompas, luego cabalga con la flor de su poderoso ejército. Entre los primeros

galopa un sarraceno. Abismo: no hay otro más felón en la turba. Está lleno de

vicios y de crímenes, y no cree en Dios, el hijo de Santa María. Es tan negro

como la pez derretida, y más que todo el oro de Galicia lo tientan la traición y la

matanza. Nunca lo vio alguno jugar ni reír. Pero es valeroso y temerario y por

ello es grato al felón rey Marsil. Enarbola un dragón, en torno al cual se reúnen

las huestes sarracenas. Mal había de quererlo el arzobispo, y desde el instante en

que lo ve, sólo tiene el deseo de matarlo.

—Gran herejía ostenta ese pagano —dícese por lo bajo—. Mucho mejor será

que corra a matarlo: jamás gusté de cobardía ni cobarde.

CXIV

EL ARZOBISPO comienza la batalla. Monta el caballo que tomó a Gresalle,

un rey al que había matado en Dinamarca. El corcel es de los buenos, muy

rápido; tiene ligeros los cascos, las piernas delgadas, el muslo corto y ancha la

grupa; sus flancos son largos y alto su espinazo. Su cola es blanca, amarillas sus

crines, las orejas son pequeñas y tiene la cabeza leonada. Ningún otro corcel

puede igualarlo a la carrera. ¡Con qué denuedo lo espolea el arzobispo! Acomete

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a Abismo, nadie podrá impedírselo. Corre a golpearle sobre su escudo mágico,

en el que se engastan piedras preciosas, amatistas y topacios, y centellean los

carbunclos: un demonio lo había donado al emir Califa, en el Val Metas, y éste

lo ha obsequiado a Abismo. Hiere Turpín, sin miramientos; después de su

acometida, no creo que el escudo valga ya un mal dinero. Atraviesa al sarraceno

de parte a parte y lo derriba muerto sobre la tierra desnuda. Y dicen los

franceses:

—¡Admirable denuedo! ¡Nadie habrá de escarnecer la cruz mientras la tenga

en sus manos el arzobispo!

CXV

OBSERVAN los franceses la numerosa hueste de los infieles: por todo el

campo van apareciendo más soldados. Ocurre que llamen a Oliveros y a

Rolando, y a los doce pares, para que les presten su ayuda. Entonces les dice su

parecer el arzobispo:

—Señores barones: no penséis mal. Por Dios os suplico que no os deis a la

fuga, para que ningún valiente pueda cantar de vosotros afrentosa canción.

Mejor nos vale morir combatiendo. Pronto, según nos parece prometido, llegará

nuestro fin, no viviremos más allá de este día; pero una cosa os puedo asegurar:

abiertas de par en par están para vosotros las puertas del santo Paraíso; allí os

sentaréis junto a los Inocentes.

Al oír tales palabras, siéntense los francos tan confortados, que ni uno solo

deja de gritar:

—¡Montjoie!

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CXVI

HAY ALLÍ un moro, de Zaragoza (la mitad de la villa le pertenece); su

nombre es Climorín, y no es hombre de ley. Él es quien recibió el juramento del

conde Ganelón, y luego de besarlo en la boca en señal de amistad, le hizo don de

su yelmo y de su carbunclo. Él afrentará a la Tierra de los Padres, dice, y al

emperador arrebatará su corona. Monta en su corcel Barbamosca, que es más

ligero que el gavilán o la golondrina. Lo espolea con fuerza, le suelta las riendas

y acomete a Angeleros de Gascuña. Ni el escudo ni la coraza le son de alguna

garantía. El infiel le hunde en el cuerpo la punta de su lanza; apoya con fuerza, el

hierro lo traspasa de parte a parte; con el asta lo derriba de espaldas en el campo,

gritando:

—¡Estos engendros están hechos para ser destruidos! ¡Herid, sarracenos, para

romper las filas! Los franceses exclaman:

—¡Dios! ¡Qué valiente perdemos!

CXVII

EL CONDE Rolando llama a Oliveros y le dice:

—Señor compañero, ha muerto Angeleros; no teníamos caballero más

valiente.

—¡Dios me conceda vengarlo! —responde el conde.

Clava en su corcel las espuelas de oro puro. Blande Altaclara, cuyo acero

chorrea sangre; con todas sus fuerzas acomete al infiel. Sacude la hoja en la

herida y se desploma el sarraceno; los demonios se llevan su alma. Luego mata

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al duque Alfayén, corta la cabeza a Escababi y desarzona a siete moros; nunca

más volverán éstos a prestar su brazo en la batalla. Rolando exclama:

—¡Gran enojo invade a mi compañero! Bien vale su precio junto a mí. Por

tales lances más nos quiere Carlos. Y con sonora voz, añade:

—¡Al ataque, caballeros!

CXVIII

POR OTRO lado se acerca un infiel, Valdabrón, quien fue armado caballero

por el rey Marsil. Es dueño en el mar de cuatrocientos bajeles, y no hay un

marinero que no invoque su nombre. Por traición conquistó Jerusalén y violó el

templo de Salomón, matando delante de las fuentes al patriarca. Él fue quien,

luego de recibir el juramento del conde Ganelón, le hizo entrega de su espada y

de mil monedas. Tiene por montura al caballo llamado Gramimundo, más veloz

que el halcón. Clava en él sus agudas espuelas y embiste a Sansón, el opulento

duque. Le parte el escudo, le rompe la cota y le hunde en la carne las franjas de

su oriflama. Con el asta lo arranca de la silla y lo derriba muerto, gritando:

—¡Matad, sarracenos, que será fácil la victoria!

Y dicen los franceses:

—¡Dios! ¡Qué duelo por este barón!

CXIX

SABED QUE cuando el conde Rolando ve muerto a Sansón, se siente

invadido por hondo pesar. Espolea su corcel y persigue al infiel con todos sus

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bríos. Enarbola a Durandarte, más valiosa que el oro puro. Ya lo embiste, el

denodado, y golpea con todas sus fuerzas el yelmo incrustado de piedras

preciosas. Le parte la cabeza, la loriga y el tronco, y la silla guarnecida y aun el

lomo del caballo hiende profundamente. Luego, ¡alábelo quien quiera, o hágale

reproche!, a los dos mata.

—¡Cruel es para nosotros este lance! —dicen los infieles.

Y Rolando responde:

—No han de serme gratos los vuestros. ¡Con vosotros va el orgullo y la

sinrazón!

CXX

HAY ALLÍ un africano, oriundo de África: Malquidán es su nombre, hijo del

rey Malquid. Llevan sus armas incrustaciones de oro y relampaguean al sol, por

sobre todas las demás. El caballo que monta se llama Saltoperdido; no hay otro

que pueda igualarlo a la carrera. Acomete a Anseís y le asesta un mandoble

sobre el escudo, partiéndole los cuarteles de bermellón y de azur. Le desgarra los

paños de su cota y le hunde en el cuerpo su pica, hierro y madera. Muerto está el

conde, terminó su tiempo.

—Lástima de vos, barón —exclaman los franceses.

CXXI

VA POR EL campo Turpín, el arzobispo. Jamás cantó misa tonsurado alguno

que llevara a cabo tales hazañas por su mano. Dícele al infiel:

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—¡Así te envíe Dios todos los males! Has matado a uno caro a mi corazón.

Azuza a su buen corcel y asesta sobre el escudo toledano del sarraceno golpe

tal que lo derriba muerto sobre la hierba verde.

CXXII

ANDA POR otra parte un infiel, Grandonio, hijo de Capuel, rey de

Capadocia. Cabalga en un corcel llamado Marmorio, más rápido que el vuelo de

las aves. Le suelta las riendas, clava las espuelas y corre a herir a Garín con todo

su ánimo. Le parte su escudo bermejo, desprendiéndoselo del cuello. Después le

abre la cota, le hunde en la carne su oriflama azul y lo derriba muerto sobre una

alta roca. De tal guisa mata también a Gerer, a Berenguer y a Guido de San

Antonio, corriendo a herir después al opulento duque Austori, quien tenía su

feudo en Valeria y Envers, sobre el Ródano, y que halla la muerte por su mano.

Regocíjanse los infieles, al tiempo que murmuran los franceses:

—¡Qué infortunio para los nuestros!

CXXIII

ENARBOLA su espada tinta en sangre el conde Rolando. Bien ha llegado a

sus oídos que los francos pierden ánimo y tan grande es su pesar que parécele

que se le desgarra el corazón. Le dice al infiel:

—¡Así te envíe Dios todos los males! ¡Mataste a uno que habrá de costarte

muy caro!

Espolea su corcel: ¿quién vencerá? He aquí que han trenzado ya combate.

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CXXIV

ERA GRANDONIO valiente y denodado, temible y atrevido en la batalla. Se

ha cruzado Rolando en su camino. Jamás lo ha visto: no obstante lo reconoce al

punto por su altivo rostro, su porte gallardo, su mirada y su actitud; siente temor,

no puede defenderse. Intenta huir, pero en vano. El conde le asesta tan

prodigioso golpe que le raja todo el yelmo hasta el nasal, le parte la nariz, la

boca y los dientes, el tronco todo y la cota de fuertes mallas, y la montura

dorada, desde la perilla hasta el borde de plata, y aun el lomo del caballo hiere

profundamente. Nada puede impedirlo: a los dos ha dado muerte y se lamentan

por ello todos los de España.

—¡Bien pelea nuestro protector! —dicen los francos.

CXXV

LA BATALLA se torna prodigiosa y precipitada. Los franceses combaten con

vigor y coraje. Cortan puños, costados, espaldas, desgarran las ropas hasta la

carne viva y chorrea la sangre en claros hilos sobre la hierba verde. ¡Tierra de los

Padres, Mahoma te maldiga! ¡Entre todos los pueblos es más audaz el tuyo! Y

no hay un sarraceno que no grite:

— ¡Rey Marsil, a caballo! ¡Necesitamos tu ayuda!

CXXVI

MARAVILLOSA y grande es la batalla. Hieren los francos con sus bruñidas

picas. ¡Hubieseis visto tanto dolor, tantos hombres muertos, heridos,

ensangrentados! Yacen los unos sobre los otros, vuelta la faz hacia el cielo o

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contra la tierra. No pueden resistir tal quebranto los sarracenos: quiéranlo o no,

abandonan el campo. Y los francos los persiguen con todos sus bríos.

CXXVII

EL CONDE Rolando llama a Oliveros y le dice:

—Señor compañero, confesadlo: el arzobispo es muy cumplido caballero; no

lo hay mejor bajo el firmamento; bien, hiere con la lanza y con la pica.

— ¡Prestémosle, pues, nuestro brazo! —responde Oliveros.

A tales palabras han reanudado el combate los francos. Los golpes son recios,

violento el combate. Grande es el desamparo de los cristianos. ¡Cuán bello

habría sido ver a Rolando y a Oliveros asestar tajantes mandobles con sus

espadas! El arzobispo lidia con su pica. Pueden calcularse en cuatro mil los que

hallaron la muerte por ellos, pues cuenta la Gesta que está escrito su número en

las cartas y los breves. Resistieron firmemente los cuatro primeros asaltos, pero

el quinto les infligió gran quebranto. Muchos caballeros franceses perecieron;

sólo quedan sesenta que Dios ha guardado. Antes de morir, habrán de venderse

muy caro.

CXXVIII

CONTEMPLA el conde Rolando la gran mortandad de los suyos y llama a Oliveros, su amigo:

— ¡Buen señor, querido compañero, por Dios!, ¿qué os parece? ¡Ved cuántos

bravos yacen por tierra! ¡Buen motivo tenemos para apiadarnos de Francia, la

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dulce y bella! ¡Cuan desierta quedará, vacía de tales barones! Ah, rey amigo,

¿por qué no estáis aquí? ¿Qué podríamos hacer, hermano Oliveros? ¿Cómo darle

noticias de nosotros?

Responde Oliveros:

—¿Cómo. No lo sé. Ello podría dar lugar a que se nos afrentase, ¡y antes

prefiero morir!

CXXIX

ROLANDO dice:

—Tocaré el olifante. Llegará a oídos de Carlos, que está pasando los puertos.

Os lo juro, retornarán los francos. Responde Oliveros:

—¡Fuera para todos vuestros parientes gran deshonor y oprobio y pesara

sobre ellos esta afrenta durante toda la vida! Cuando yo os lo aconsejé, nada

hicisteis. Hacedlo ahora, mas no será por indicación mía. ¡No fuera propio de un

valiente tocar el cuerno! ¡Ya vuestros dos brazos tenéis cubiertos de sangre!

—¡Buenos golpes he dado! —dice el conde.

CXXX

—¡DURA ES nuestra batalla! —dice Rolando—. Tocaré mi cuerno y el rey

Carlos lo escuchará.

—¡No sería propio de un valiente! —dice Oliveros—. Cuando yo os lo

aconsejé, compañero, no os dignasteis escucharme. Si el rey hubiese estado aquí

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no sufriéramos quebranto alguno. Los que ahora yacen no merecen reproche. Por

mis barbas, que si me es dado retornar junto a Alda, mi gentil hermana, ¡jamás

habréis de reposar en sus brazos!

CXXXI

—¿POR QUÉ contra mí volvéis vuestra cólera? —dice Rolando.

Y responde Oliveros.

—Compañero, vuestra es la culpa, pues valor sensato y locura son dos cosas

distintas, y más vale mesura que soberbia. Si tantos franceses murieron, fue por

vuestra ligereza. Nunca más volveremos a servir a Carlos. Si me hubierais

escuchado, habría retornado mi señor; la batalla estaría ganada y muerto o

prisionero el rey Marsil. En mala hora, Rolando, contemplamos vuestro

denuedo. Carlos el Grande, que no tendrá su par hasta el juicio final, no volverá

a recibir nuestra ayuda. Vais a morir y Francia será por ello afrentada. Hoy toca

a su fin nuestro leal compañerismo: antes de esta noche habremos de separarnos,

y nos será muy duro.

CXXXII

ÓYELOS disputar el arzobispo, y clavando en su corcel las espuelas de oro

puro, va hacia ellos y les hace reproche:

—¡Señor Rolando, y vos, señor Oliveros, por Dios os ruego que pongáis fin a

esta querella! Tocar el cuerno no podría ya salvarnos, mas tocadlo de todos

modos, será mucho mejor. Vendrá el rey y podrá vengarnos: no habrán de

retornar alegres los de España. Nuestros franceses echarán aquí pie a tierra y nos

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encontrarán muertos y mutilados; nos pondrán en ataúdes, nos cargarán en

acémilas y nos lloraran, llenos de dolor y piedad. Nos darán sepultura en atrios

de iglesias y no seremos pasto de los lobos, los cerdos y los perros.

—¡Bien hablasteis, señor! —responde Rolando.

CXXXIII

ROLANDO lleva el olifante a sus labios. Lo emboca bien y sopla con todas

sus fuerzas. Los montes son altos y larga la voz del cuerno; a treinta leguas se

escucha prolongarse su sonido. Carlos lo oye, y como él todos sus guerreros.

Exclama el rey:

—¡Han trenzado combate los nuestros!

Y Ganelón responde, llevándole la contraria:

—Si otro fuera quien tal dijese, ciertamente se le tacharía de gran embustero.

CXXXIV

EL CONDE Rolando, con esfuerzo y grandes espasmos, toca dolorosamente

su olifante. Por su boca brota la sangre clara, y se ha roto su sien. El sonido del

cuerno se difunde a lo lejos. Carlos, que cruza los puertos, lo ha oído. El duque

Naimón escucha y como él todos los francos. Y exclama el rey:

—¡Es el olifante de Rolando! ¡No lo tocaría si no estuviese en trance de

batalla!

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—¡No hay tal batalla! —responde Ganelón—. Sois ya viejo, vuestras sienes

están blancas y floridas; por vuestras palabras parecéis un niño. Bien conocéis el

gran orgullo de Rolando: es maravilla que lo haya tolerado Dios tanto tiempo.

¿No ha llegado, pues, a conquistar Noples sin esperar vuestras órdenes? Los

sarracenos hicieron una salida y presentaron batalla a Rolando, el buen vasallo.

Para borrar las huellas del encuentro, éste mandó inundar los prados cubiertos de

sangre. Por una sola liebre se pasa el día tocando el olifante. Hoy será algún

juego que lleva a cabo entre sus pares. ¿Quién bajo el firmamento se atrevería a

ofrecerle batalla? Cabalguemos, pues. ¿Por qué detenernos? Lejos, frente a

nosotros, está aún la Tierra de los Padres.

CXXXV

EL CONDE Rolando tiene la boca ensangrentada. Se le ha roto la sien. Toca

su olifante dolorosamente, con angustia. Carlos lo oye, y como él todos los

franceses. Y dice el rey:

—¡Largo aliento tiene este olifante!

—¡Es que un valiente se emplea en ello! —responde el duque Naimón—.

Estoy seguro de que ha trenzado batalla. El mismo que lo traicionó intenta ahora

que faltéis a vuestro deber. Tomad las armas, clamad vuestro grito de guerra y

corred en auxilio de vuestra buena mesnada. Harto lo oís: es Rolando que pierde

esperanzas.

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CXXXVI

EL EMPERADOR manda tocar sus olifantes. Los franceses echan pie a tierra

y se arman con sus cotas, sus yelmos y sus espadas recamadas de oro. Tienen

escudos bien labrados, largas y fuertes picas y gonfalones blancos, rojos y

azules. Todos los barones del ejército cabalgan en sus corceles y clavan espuelas

durante el paso de los desfiladeros. Y van diciéndose los unos a los otros:

—Si cuando veamos a Rolando está aún con vida, ¡qué recios golpes daremos

con él!

Mas, ¿de qué sirven las palabras? Llegarán demasiado tarde.

CXXXVII

AVANZA el día, resplandece la tarde. Las armaduras centellean bajo el sol.

Fulguran las cotas y los yelmos, y los escudos que llevan flores pintadas, y las

picas y los dorados gonfalones. El emperador cabalga invadido de cólera, y los

franceses pesarosos e iracundos. Todos vierten doloroso llanto, todos sienten

gran angustia por Rolando. El rey ha mandado prender al conde Ganelón y lo ha

entregado a los cocineros de su corte. Llama a Besgón, el jefe de éstos y le dice;

—Guárdame bien a este felón: ha traicionado a mis mesnadas.

Recíbelo Besgón bajo su vigilancia y lo hace custodiar por cien pinches de su

cocina; los hay de los mejores y también de los peores. Le arrancan los pelos de

la barba y de los mostachos, cuatro veces cada uno lo golpean con el puño, lo

apalean con varas y bastones y le ponen alrededor del cuello una cadena, como a

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un oso. Luego lo cargan con gran menoscabo sobre un mulo, guardándolo de

esta suerte hasta el día en que habrán de devolverlo a Carlos.

CXXXVIII

ALTAS y tenebrosas son las cumbres, los valles profundos y violentas las

aguas. Resuenan los clarines por todas partes y responden juntos al olifante. El

emperador cabalga irritado y los franceses pesarosos e iracundos. Ni uno solo

deja de llorar y lamentarse. Ruegan a Dios que preserve a Rolando hasta que

lleguen al campo de batalla todos juntos: entonces, con él, combatirán. Mas, ¿de

qué sirven las súplicas? En nada habrán de valerles: han tardado demasiado, no

podrán llegar a tiempo.

CXXXIX

CABALGA el rey Carlos lleno de enojo. Su barba blanca se esparce sobre su

loriga. Todos los barones de Francia clavan con fuerza las espuelas. Ni uno hay

que no se lamente por no estar junto a Rolando, el capitán, cuando enfrenta a los

sarracenos de España. Tal es su quebranto que no creen que sobreviva. ¡Dios!

¡Que barones son los sesenta que aún lo acompañan! Jamás los tuvo mejores

ningún rey o capitán.

CXL

MIRA ROLANDO hacia los montes y las colinas. Contemplan sus ojos a

tantos de los de Francia que yacen muertos, y los llora como cumplido caballero:

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—¡Señores barones, así Dios os tenga en su gracia! ¡Que otorgue a todas

vuestras almas el paraíso! ¡Que las reciba entre las santas flores! Jamás vi

vasallos mejores que vosotros. ¡Cuán largamente me habéis servido, luchando

sin descanso, conquistando para Carlos extensos países! Para su mal os ha

mantenido el emperador. ¡Tierra de Francia, eres un dulce país, mas el peor

azote te ha desolado en este día! Barones franceses, os veo morir por mí, y no

me es dado defenderos ni salvaros: ¡así os ayude Dios, quien jamás dijo mentira!

Hermano Oliveros, no os habré de faltar. Me matará el dolor, si no muero por

otra causa. ¡Señor compañero, volvamos al combate!

CXLI

EL CONDE Rolando ha retornado a la batalla. Enarbola a Durandarte, y lucha

como valiente. Ha descuartizado a Faldrón de Puy y a otros veinticuatro

enemigos, de entre los más nobles. Jamás hombre alguno deseará con tanto

ahínco tomar venganza. Así como el ciervo corre ante los perros, así huyen de

Rolando los infieles. Y dice el arzobispo:

—¡He aquí algo bueno! Así debe mostrarse un caballero, portador de buenas

armas y jinete en buen caballo: fuerte y altivo en la batalla, o de otro modo no

vale cuatro ochavos. ¡Mejor fuera que se metiera a monje en un monasterio para

rogar todos los días por nuestros pecados!

Y responde Rolando:

— ¡Herid, no les hagáis merced!

A tales palabras reanudan el combate los franceses. Mas los cristianos

sufrieron grandes pérdidas.

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CXLII

AL SABER que en tal batalla no habrán de hacerse prisioneros, todos se

defienden con fiereza. Por ello los franceses se tornan más audaces que leones.

He aquí que hacia ellos viene, como verdadero barón, el rey Marsil. Cabalga en

un corcel al que llama Gañún. Clava fuertemente las espuelas y corre a herir a

Bevón, señor de las tierras de Dijón y de Beaune. Le rompe el escudo, le

desgarra la cota y sin que sea menester dar otro golpe, lo derriba muerto. Luego

mata a Ivon y a Ivores; y con ellos a Gerardo de Rosellón. El conde Rolando no

anda lejos, y le dice al infiel:

—¡Dios te maldiga! ¡Tan injustamente has dado muerte a mis compañeros!

Antes de que nos separemos habrás de pagarlo, y conocerás el nombre de mi

espada.

Como cumplido barón lo acomete y le corta la muñeca derecha. Luego le

rebana la cabeza a Jurfaret el Blondo, hijo de Marsil.

Los infieles claman:

—¡Ayúdanos, Mahoma! ¡Dioses nuestros, vengadnos de Carlos! A esta tierra

ha traído tales felones que así deban morir, no abandonarán el campo. —Y

dícense los unos a los otros—: ¡Huyamos, pues!

Y vanse cien mil: llámelos quien quiera, no retornarán.

CXLIII

MAS, ¿DE QUÉ sirve su desbandada? Si ha huido Marsil, ha quedado su tío

Marganice, que es dueño de Cartago, Alfrere, Garmalia y Etiopía, una tierra

maldita: su señorío abarca la raza de los negros. Tienen éstos grande la nariz y

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amplias las orejas, y se encuentran allí juntos más de cincuenta mil. Dejan la

rienda suelta a sus corceles y arremeten con furia y audacia, al tiempo que

claman el grito de guerra de los infieles.

Y dice entonces Rolando:

—Recibiremos aquí nuestro martirio, y bien veo ahora que nos queda poco

tiempo de vida. ¡Mas caiga ¡a deshonra sobre el que no se haya vendido a alto

precio! ¡Herid, señores, con vuestros bruñidos aceros y disputad vuestros

muertos y vuestras vidas para que Francia, la dulce, no sea menoscabada por

nuestra causa! Cuando llegue a este campo Carlomagno, mi señor, y vea que

cuenta dimos de los sarracenos, y encuentre quince infieles muertos por cada

uno de nosotros, por cierto que no dejara de bendecirnos.

CXLIV

AL VER Rolando a la turba maldita, mas negra que la tinta y que solo los

dientes tiene blancos, dice:

—En verdad, ahora lo sé: hoy será el día de nuestra muerte. ¡Atacad,

franceses, que yo vuelvo al combate! Y añade Oliveros:

—¡Maldito sea el más lerdo!

A tales voces, arremeten los francos contra la multitud.

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CXLV

CUANDO los infieles ven que los franceses son pocos, se enorgullecen y se

alientan los unos a los otros, diciéndose:

—¡Es que va la injusticia con el emperador!

Marganice monta su caballo alazano. Le clava fuertemente las espuelas

doradas y hiere a Oliveros por detrás, en plena espalda. Desgarrando la brillante

loriga, la pica se ha hundido en el cuerpo y luego de atravesar el pecho aparece

por delante. Y dice Marganice:

—¡Recio golpe recibisteis! El rey Carlomagno os dejó en los puertos para

vuestra desdicha. Si nos causó muchos males, no tiene ya motivo para ufanarse:

sólo con vos, bien he vengado a los nuestros.

CXLVI

OLIVEROS siente que está herido de muerte. Enarbola a Altaclara, de

bruñido acero y golpea a Marganice sobre el yelmo puntiagudo, de oro todo él.

Hace saltar por tierra sus florones y sus cristales y le parte la cabeza hasta los

dientes. Sacude la hoja en la herida y lo derriba muerto, diciéndole:

—¡Maldito seas, infiel! No digo que Carlos nada haya perdido; pero al menos

no podrás retornar a tu reino para vanagloriarte ante ninguna mujer o dama de

haberme despojado de un mal ochavo ni de haber causado perjuicio a mí, ni a

nadie en el mundo.

Después llama a Rolando para que le preste ayuda.

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CXLVII

SIENTE Oliveros que lo han herido de muerte. Nunca llevará a cabo

venganza suficiente. En lo más compacto de la turba, acomete como verdadero

barón. Hace pedazos escudos y picas, pies y puños, monturas y espinazos. Quien

lo hubiera visto descuartizar infieles, amontonar los muertos sobre los muertos,

tendría memoria de un buen caballero. No hay cuidado de que olvide la

contraseña de Carlos y lanza su grito, alto y claro:

—¡Montjoie!

Luego llama a Rolando, su par y amigo: y le dice:

—Señor compañero, venid a mi lado, muy cerca, ¡con gran dolor habremos de

separarnos en este día!

CXLVIII

ROLANDO mira el semblante de Oliveros: lo ve desencajado, pálido, sin

color. Corre su clara sangre a los costados de su cuerpo y van cayendo los

coágulos a tierra.

—¡Dios! —exclama el conde—, ¡no sé qué hacer! Señor compañero, ¡lástima

grande de vuestro denuedo! Nadie habrá de igualaros jamás. ¡Ah, dulce Francia!

¡Cuan desierta quedarás sin tus mejores vasallos, humillada y vencida! ¡Gran

daño sufrirá el emperador!

Y con estas palabras, se desmaya sobre su corcel.

CXLIX

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HE AQUÍ a Rolando sin conocimiento sobre su montura y a Oliveros

mortalmente herido. Perdió tanta sangre que se han empañado sus ojos: ya no ve,

ni de lejos ni de cerca, para reconocer a nadie. Al aproximarse a su compañero,

lo golpea sobre el yelmo cubierto de oro y de piedras preciosas, y se lo parte

hasta el nasal, mas sin herirle la cabeza. Ante la acometida, Rolando vuelve

hacia él sus ojos y le pregunta con dulzura y afecto:

—Señor compañero, ¿sabéis lo que estáis haciendo? ¡Soy yo, Rolando, aquel

que tanto os ama! ¡Nunca recibí vuestro reto!

—Oigo ahora vuestra voz —responde Oliveros—. Mas no os ven mis ojos:

¡plegué a Dios, nuestro Señor, no apartar de vos los suyos! Os he herido,

perdonádmelo.

—No me habéis causado daño —responde Rolando—. Os perdono aquí y ante

Dios.

A estas palabras, se inclinan el uno hacia el otro. Y así se separan, con gran

afecto.

CL

SIENTE Oliveros la angustia de la muerte. Se le ponen en blanco los ojos, va

perdiendo el oído y se apaga su vista. Baja del caballo y se recuesta sobre la

tierra. En alta voz hace acto de contrición, juntas y alzadas al cielo ambas manos,

rogando a Dios que le otorgue el paraíso, que bendiga a Carlos y a Francia, la

dulce, y a Rolando, su compañero, por sobre todos los hombres. Le flaquea el

corazón, se le desprende el yelmo y todo su cuerpo se abate contra la tierra. Ha

muerto el conde, no ha demorado por más tiempo su partida; el esforzado

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Rolando llora por él y se lamenta; nunca os será dado ver en la tierra hombre

más dolorido.

CLI

VE ROLANDO que ha muerto su amigo, y que yace con el rostro contra el

suelo. Con gran dulzura, le dirige palabras de adiós:

—¡Señor compañero, lástima grande de vuestra intrepidez! Días y años nos

vieron juntos: jamás me causasteis daño alguno, ni yo a vos. Ahora que os veo

muerto, me es ya dolor vivir.

A estas palabras, el marqués pierde el sentido sobre su corcel, cuyo nombre es

Briador. Sus estribos de oro fino lo mantienen derecho en la silla: por

dondequiera que se incline, no podrá caer.

CLII

ANTES DE volver en sí y reanimarse Rolando, recobrándose de su desmayo,

lo alcanza un gran infortunio: han muerto los franceses, a todos ha perdido,

menos al arzobispo y a Gualterio de Ulmo. Gualterio bajó de los montes y contra

los de España peleó reciamente. Sus hombres han muerto, vencidos por los

infieles. Quiéralo o no, debe darse a la fuga hacia los valles, invocando la ayuda

de Rolando:

—¡Ah, gentil conde, valiente caballero! ¿Dónde estás? ¡Nunca tuve miedo

cuando estuviste a mi lado! Soy yo, Gualterio, el que conquistó Monteagudo; yo,

el sobrino de Droón, viejo y canoso. Entre todos tus hombres, me querías por mi

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valor. Está mi lanza quebrada y traspasado mi escudo, y desgarradas las mallas

de mi cota... Voy a morir, pero me he vendido a alto precio.

Han llegado a oídos de Rolando las últimas palabras. Espolea a su corcel y a

toda brida corre hacia Gualterio.

CLIII

EL DOLOR y la cólera embargan a Rolando. En lo más compacto de la turba

emprende la lidia. Veinte de los de España derriba muertos, Gualterio seis y

cinco el arzobispo.

Y dicen los infieles:

—¡Qué felonía contemplamos! ¡Cuidad, señores, de que no escapen vivos! ¡Traidor el que no corra a atacarlos y cobarde el que les permita la huida!

Prorrumpen entonces en gritos y alaridos y de todas partes retornan al asalto.

CLIV

NOBLE guerrero es el conde Rolando, Gualterio de Ulmo cumplido caballero

y el arzobispo hombre de probado valor. Ninguno de los tres quiere faltar a los

otros dos. En lo más recio de la lid, acometen a los infieles. Mil sarracenos han

echado pie a tierra; a caballo son cuarenta millares. Miradlos: ¡no osan

aproximarse! Desde lejos les arrojan lanzas y picas, flechas, dardos y venablos. .

. A los primeros golpes matan a Gualterio. A Turpín de Reims le traspasan el

escudo y le parten el yelmo, hiriéndolo en la cabeza; desgarran las mallas de su

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cota y atraviesan su cuerpo cuatro picas. Su caballo es muerto bajo él. ¡Lástima

grande que haya caído el arzobispo!

CLV

CUANDO Turpín de Reims se ve derribado del caballo, y con el cuerpo

traspasado por cuatro picas, rápidamente se incorpora, el intrépido. Busca a

Rolando con los ojos, corre hacia él y le dice tan sólo:

—No estoy vencido. ¡Mientras vive, un valiente no se rinde!

Desenvaina a Almaza, su espada de bruñido acero, y en lo más apretado de las

filas, asesta más de mil mandobles. Luego, Carlos dirá que a nadie dio cuartel,

pues hallará a su alrededor cuatrocientos sarracenos, heridos los unos, otros

traspasados de uno a otro costado y algunos con las cabezas cortadas. Así reza

en la Gesta; así lo relata aquel que presenció la batalla: el barón Gil, que Dios

favorece con sus milagros y que escribió antaño la crónica en el monasterio de

Laon. Quien estas cosas ignora, nada entiende de esta historia.

CLVI

EL CONDE Rolando pelea noblemente, mas su cuerpo está empapado de

sudor, ardiente; siente en su cabeza un dolor violento: al hacer resonar su

olifante, se rompieron sus sienes. Pero quiere saber si ha de llegar Carlos. Toma

el cuerno y lo toca, pero es débil el sonido. El emperador se detiene y escucha:

—¡Señores! —exclama—, ¡gran infortunio nos alcanza! En este día, Rolando,

mi sobrino, habrá de dejarnos. La voz de su olifante me dice que le resta poca

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vida. ¡Quien quiera valerle, clave espuelas a su corcel! ¡Tocad vuestros clarines,

todos cuantos haya en este ejército!

Resuenan sesenta mil clarines, y tan alto que retumban las cumbres y

responden las hondonadas. Óyenlos los infieles, y no se sienten movidos a risa.

—Muy pronto nos dará alcance Carlomagno —dícense los unos a los otros.

CLVII

—¡RETORNA el emperador! —dicen los infieles—, escuchad los clarines de

las huestes de Francia. Si vuelve Carlos, grandes males nos alcanzarán. Si

Rolando sobrevive, recomenzará la guerra; España, nuestra tierra, está perdida.

Júntanse cuatrocientos, cubiertos con sus yelmos, de los que se estiman

óptimos en las batallas y llevan contra Rolando un asalto duro y violento. Recia

tarea le espera al conde.

CLVIII

CUANDO los ve venir, el conde se siente más fuerte, más fiero y ardoroso.

No cederá el terreno mientras le quede vida. Va jinete en el corcel llamado

Briador. Le clava las espuelas de oro fino y arrojándose en lo más compacto de

las filas, a todos acomete. Con él está el arzobispo Turpín. Los infieles se dicen

entre sí:

—Amigo, ¡vamonos de aquí! Hemos escuchado los clarines de los franceses: ¡Carlos retorna, el poderoso rey!

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CLIX

NUNCA el conde Rolando sintió inclinación por un cobarde, ni un soberbio,

ni un malvado, ni tampoco por un caballero que no fuera guerrero irreprochable.

Llama, pues, al arzobispo Turpín:

—Señor —le dice—, estáis a pie y yo monto un caballo. Por afecto hacia vos,

resistiré firmemente en este lugar. Juntos quedaremos aquí para bien o para mal;

no os abandonaré por ningún hombre, hecho de carne. Vamos a devolver a los

infieles esta acometida. Los más recios mandobles serán los de Durandarte.

Y responde el arzobispo:

—¡Malhaya quien afloje en la lid! ¡Retorna Carlos, quien habrá de vengarnos!

CLX

—¡EN MALA hora nacimos! —dicen los sarracenos—. ¡Que día de dolor

despunto para nosotros! Hemos perdido a nuestros señores y a nuestros pares.

Retorna Carlos, el valiente, con su poderoso ejército. Ya se oye el claro sonido

de los clarines de Francia; gran clamor levantan al gritar: "¡Montjoie!" Tan fiera

intrepidez anima al conde Rolando que ningún hombre hecho de carne habrá de

vencerlo jamás. Arrojemos contra él nuestras jabalinas y abandonémosle el

campo.

Y disparan en efecto dardos y jabalinas innumerables, picas, lanzas y flechas

emplumadas. Rompen y taladran su escudo, y desgarran las mallas de su cota,

mas no alcanzan a herir su cuerpo. Empero, Briador ha recibido treinta heridas y

se desploma sin vida bajo el conde. Huyen los moros, dejándole libre el campo.

Queda solo el conde Rolando, desmontado.

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CLXI

HUYEN Los infieles, llenos de pesar y enojo. Hacia España apresuran el

paso, con gran trabajo. El conde Rolando no puede darles caza: ha perdido a

Briador. su corcel. Le plazca o no, allí se queda, desmontado. Acude hacia el

arzobispo Turpín para auxiliarlo. Le desata de la cabeza su yelmo guarnecido de

oro y le quita su cota, blanca y ligera. Toma su brial y lo corta en bandas que

luego introduce en las terribles heridas. Después lo estrecha entre sus brazos,

contra su pecho; sobre la verde hierba lo recuesta con gran suavidad. Y le ruega

quedamente:

—Ah, gentil señor, dadme vuestra venia; he aquí muertos a los compañeros

que tan caros nos fueron, no debemos abandonarlos. Quiero ir a buscarlos y a

reconocerlos, para depositarlos todos juntos en una fila ante vos.

Responde el arzobispo:

—¡Id, pues, y volved! Vuestro es el campo, ¡a Dios gracias!, vuestro y mío.

CLXII

PARTE Rolando. A través del campo se encamina, solo. Por valles y montes

va buscando. [Halla entonces a Ivon e Ivores, y luego a Angeleros, el Gascón.]

Después encuentra a Garín y a su compañero Gerer, y también a Berenguer y a

Otón. Descubre allí a Anseís y a Sansón, y más tarde halla a Gerardo el Viejo, de

Rosellón. Uno a uno los alza en sus brazos, el esforzado, y cargado con ellos

regresa junto al arzobispo. Ante sus rodillas los ha alineado. Prorrumpe en llanto

Turpín, no puede contenerse. Levanta la mano para bendecirlos y les dice luego:

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—¡Lástima de vosotros, señores! ¡Que Dios, el glorioso acoja todas vuestras

almas! ¡Que las recueste en el paraíso sobre las flores santas! ¡Cuán angustiosa,

a mi vez, se me presenta la muerte! Nunca más verán mis ojos al poderoso

emperador.

CLXIII

PARTE nuevamente Rolando, recorriendo el campo en sus búsquedas.

Encuentra a su compañero Oliveros y lo estrecha contra su pecho, fuertemente

abrazado. Como puede, regresa junto al arzobispo. Recuesta a Oliveros al lado

de los demás, sobre un escudo, y el arzobispo lo absuelve, trazando sobre él la

señal de la cruz. Redoblan entonces el dolor y la piedad, y exclama Rolando:

—Oliveros, gentil compañero, hijo erais del duque Ra-niero, soberano de la

marca del Val de Runer. Para quebrar una lanza y romper los escudos, para

vencer y humillar a los soberbios, para sostener y aconsejar a los hombres de

bien, ¡no hubo en toda la tierra adalid que os aventajara!

CLXIV

CUANDO EL conde Rolando ve muertos a sus pares y a Oliveros, a quien

tanto amaba, se enternece y prorrumpe en llanto. Su semblante pierde el color.

Tan grande es su duelo que no pueden sostenerlo sus piernas: quiéralo o no, cao

por tierra privado de sentido.

—¡Lástima de vos, barón! —dice el arzobispo.

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CLXV

AL CONTEMPLAR desmayado a Rolando, un dolor, el más profundo que

jamás haya sentido, invade al arzobispo. Extiende la mano y toma el olifante.

Hay una corriente de agua en Roncesvalles: quiere llegar hasta ella y traerle un

poco a Rolando. Se aleja a pasos cortos, vacilantes. Tan débil se encuentra que

no puede avanzar. Flaquean sus fuerzas, ha perdido demasiada sangre; en menos

tiempo del que necesita para atravesar un arpende de tierra, le falla el corazón y

cae de cabeza. La muerte lo oprime con dureza.

CLXVI

EL CONDE Rolando recobra el conocimiento y se incorpora, mas padece

crueles sufrimientos. Mira hacia arriba y hacia abajo: sobre la hierba verde, más

allá de sus compañeros ve que yace en el suelo el noble barón, el arzobispo, que

Dios había enviado entre los hombres para representarlo. Hace el arzobispo su

acto de contrición, vuelve los ojos al cielo y, juntando sus manos, las eleva:

ruega a Dios que le otorgue el paraíso. Ya se muere, el guerrero de Carlos. Fue

durante toda su vida su adalid contra los infieles, por sus recias batallas y sus

sermones admirables. ¡Así le otorgue Dios su santa bendición!

CLXVII

EL CONDE Rolando ve al arzobispo caído en tierra. Ve derramarse por el

suelo sus entrañas, fuera del cuerpo, y gotear sus sesos por la frente. Bien en el

medio del pecho le ha cruzado las manos blancas, tan bellas. Rolando comienza

a lamentarse sobre él, según la ley de su tierra:

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—¡Ah!, gentil señor, caballero de buena raza, en esta hora te encomiendo al

Todopoderoso del cielo. Jamás habrá quien mejor lo sirva. Jamás, desde los

apóstoles, hubo profeta como vos para amparar la ley y atraer a los hombres.

¡Que no sufra vuestra alma privación alguna! ¡Que le sean abiertas las puertas

del paraíso!

CLXVIII

SIENTE Rolando que se aproxima su muerte. Por los oídos se le derraman los

sesos. Ruega a Dios por sus pares, para que los llame a Él; y luego, por sí

mismo, invoca al ángel Gabriel. Toma el olifante, para que nadie pueda hacerle

reproche, y con la otra mano se aferra a Durandarte, su espada. A través de un

barbecho, se encamina hacia España, recorriendo poco más que el alcance de un

tiro de ballesta. Trepa por un altozano. Allí, bajo dos hermosos árboles, hay

cuatro gradas de mármol. Cae de espaldas sobre la hierba verde. Y se desmaya

nuevamente, porque está próximo su fin.

CLXIX

ALTAS SON las cumbres y grandes los árboles. Hay allí cuatro gradas,

hechas de mármol, que relucen. Sobre la verde hierba el conde Rolando ha caído

desmayado. Y he aquí que un sarraceno no cesa de vigilarlo; ha simulado estar

muerto y yace entre los demás, con el cuerpo y el rostro manchados de sangre.

Se yergue sobre sus pies y se aproxima corriendo. Es gallardo y robusto, y de

gran valor; su orgullo lo empuja a cometer la locura que lo perderá. Toma en sus

brazos a Rolando, su cuerpo y sus armas y dice estas palabras:

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—¡Vencido está el sobrino de Carlos! ¡Esta espada a Arabia me la he de

llevar!

Al sentirlo forcejear, el conde vuelve un poco en sí.

CLXX

ROLANDO siente que lo quieren despojar de su espada. Abre los ojos y

exclama:

—¡Tú no eres de los nuestros, que yo sepa!

Tiene aún en la mano el olifante, que no ha querido soltar; con él golpea al

infiel sobre su yelmo adornado con pedrerías y recamado de oro. Rompe el

acero, el cráneo y los huesos, hace rodar fuera de la cabeza los dos ojos y ante

sus pies lo derriba muerto. Después le dice:

—Infiel, hijo de siervo, ¿cómo tuviste bastante osadía para apoderarte de mí,

fuera o no tu derecho? ¡Todo aquel que te lo oyera decir te tendría por loco! He

aquí quebrado el pabellón de mi olifante; el oro y el cristal se han desprendido.

CLXXI

ROLANDO siente que se le nubla la vista. Se incorpora, poniendo en ello

todo su esfuerzo. Su rostro ha perdido el color. Tiene ante él una roca parda; da

contra ella diez golpes, lleno de dolor y encono. Gime el acero, mas no se rompe

ni se mella.

—¡Ah! —exclama el conde—. ¡Socórreme, Santa María! ¡Ah, Durandarte, mi

buena Durandarte, lástima de vos! Voy a morir, y dejaréis de estar a mi cuidado.

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¡He ganado por vos tantas batallas campales, por vos he conquistado tantos

anchos territorios que ahora domina Carlos, el de la barba blanca! ¡No caeréis

jamás en las manos de un hombre que ante su semejante pueda darse a la fuga!

Durante largo tiempo pertenecisteis a un buen vasallo; jamás habrá espada que

os valga en Francia, la Santa.

CLXXII

HIERE ROLANDO las gradas de sardónice. Gime el acero, mas no se astilla

ni se mella. Al ver el conde que no puede quebrarla, comienza a lamentarse para

sí:

—¡Ah, Durandarte, qué bella eres, qué clara y brillante! ¡Cómo luces y

centelleas al sol! Hallábase Carlos en los valles de Moriana cuando le ordenó

Dios por intermedio de un ángel que te donase a uno de sus condes capitanes:

entonces te ciñó a mi lado, el rey grande y gentil. Por ti conquisté el Anjeo y la

Bretaña, por ti me apoderé del Poitou y del Maine. Gracias a ti lo hice dueño de

la franca Normandía, de Provenza y Aquitania, de Lombardía y de toda la

Romana. Por ti vencí en Baviera, conquisté Flandes y Borgoña, y la Apulia toda;

y también Constantinopla, de la que recibió pleitesía, y Sajonia, donde es amo y

señor. Por ti domeñé Escocia e Inglaterra, su cámara, según él decía. Por ti gané

cuantas comarcas posee Carlos, el de la barba blanca. Por esta espada siento

dolor y lástima. ¡Antes morir que dejársela a los infieles! ¡Dios, Padre nuestro,

no permitáis que Francia sufra tal menoscabo!

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CLXXIII

HIERE ROLANDO la parda roca, y la quiebra de un modo que no os podría

decir. Rechina la espada, mas no se astilla ni se parte, y rebota hacia los cielos.

Cuando advierte el conde que no podrá romperla, la plañe, para sí, con gran

dulzura:

—¡Ah, Durandarte, qué bella eres, y qué santa! Tu pomo de oro rebosa de

reliquias: un diente de San Pedro, sangre de San Basilio, cabellos de monseñor

San Dionisio y un pedazo del manto de Santa María. No es justicia que caigas en

poder de los infieles; cristianos han de ser los que te sirvan. ¡Plegué a Dios que

nunca vengas a manos de un cobarde! Tantas anchurosas tierras he conquistado

contigo para Carlos, el de la barba florida. Por ellas alcanzó el emperador

poderío y riqueza.

CLXXIV

SIENTE Rolando que la muerte arrebata todo su cuerpo: de su cabeza

desciende hasta el corazón. Corre apresurado a guarecerse bajo un pino, y se

tiende de bruces sobre la verde hierba. Debajo de él pone su espada y su olifante.

Vuelve la faz hacia las huestes infieles, pues quiere que Carlos y los suyos digan

que ha muerto vencedor, el gentil conde. Débil e insistentemente, golpea su

pecho, diciendo su acto de contrición. Por sus pecados, tiende hacia Dios su

guante.

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CLXXV

ROLANDO siente que ha llegado su última hora. Está recostado sobre un

abrupto altozano, con el rostro vuelto hacia España. Con una de sus manos se

golpea el pecho:

—¡Dios, por tu gracia, mea culpa por todos los pecados, grandes y leves, que

cometí desde el día de mi nacimiento hasta éste, en que me ves aquí postrado! él.

Enarbola hacia Dios el guante derecho. Los ángeles del cielo descienden hasta

CLXXVI

RECOSTADO bajo un pino está el conde Rolando, vuelto hacia España su

rostro. Muchas cosas le vienen a la memoria: las tierras que ha conquistado el

valiente de Francia, la dulce; los hombres de su linaje; Carlomagno, su señor,

que lo mantenía. Llora por ello y suspira, no puede contenerse. Mas no quiere

echarse a sí mismo en olvido; golpea su pecho e invoca la gracia de Dios:

—¡Padre verdadero, que jamás dijo mentira, Tú que resucitaste a Lázaro de

entre los muertos, Tú que salvaste a Daniel de los leones, salva también mi alma

de todos los peligros, por los pecados que cometí en mi vida!

A Dios ha ofrecido su guante derecho: en su mano lo ha recibido San Gabriel.

Sobre el brazo reclina la cabeza; juntas las manos, ha llegado a su fin. Dios le

envía su ángel Querubín y San Miguel del Peligro, y con ellos está San Gabriel.

Al paraíso se remontan llevando el alma del conde.

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CLXXVII

HA MUERTO Rolando; Dios ha recibido su alma en los cielos. El emperador

llega a Roncesvalles. No hay ruta ni sendero, ni un palmo ni un pie de terreno

libre donde no yazca un franco o un infiel. Y exclama Carlos:

—¿Dónde estáis, gentil sobrino? ¿Dónde está el arzobispo? ¿Qué fue del

conde Oliveros? ¿Dónde está Garín, y Gerer, su compañero? ¿Dónde están Otón

y el conde Berenguer, dónde Ivon e Ivores, tan caros a mi corazón? ¿Qué ha sido

del gascón Angeleros? ¿Y el duque Sansón? ¿Y el valeroso Anseís? ¿Dónde está

Gerardo de Rosellón, el Viejo? ¿Dónde están los doce pares que aquí dejé?

¿De qué le sirve llamarlos, si ninguno le ha de responder?

—¡Dios! —dice el rey—. ¡Buenos motivos tengo para lamentarme! ¿Por qué

no habré estado aquí desde el comienzo de la batalla?

Y se mesa la barba, como hombre invadido por la angustia. Lloran sus

barones y caballeros; veinte mil francos caen por tierra sin sentido. El duque

Naimón siente por ello gran piedad.

CLXXVIII

NO HAY BARÓN ni caballero que, lleno de lástima, no derrame doloroso

llanto. Lloran a sus hijos, sus hermanos, sus sobrinos y sus amigos, y también a

sus señores; muchos se han desmayado. Como hombre juicioso, el duque

Naimón es el primero que le dice al emperador:

—Mirad hacia adelante, a dos leguas de nosotros; podréis ver elevarse

grandes polvaredas por los caminos, de tan numerosa como es la turba sarracena.

¡Cabalgad, pues! ¡Vengad este dolor!

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—¡Ah, Dios! —exclama Carlos—. ¡Cuán lejos están ya! ¡Otorgadme mi

derecho, concededme una merced! ¡Me han arrebatado la flor de Francia, la

dulce!

Llama a Atón y a Gebuino, a Tibaldo de Reims y al conde Milón, y les dice:

—Montad guardia en el campo de batalla, por los montes y las quebradas.

Dejad tendidos a los muertos, tal como están. ¡Que no se acerque a ellos león ni

bestia alguna! ¡Que no los toque escudero ni lacayo! Permanezcan así, os lo

ordeno, hasta que Dios nos permita retornar a este campo!

Y ellos responden con dulzura y afecto:

—Asi lo haremos, buen emperador, amado soberano. Y junto a ellos

conservan a mil de sus caballeros.

CLXXIX

EL EMPERADOR hace sonar los clarines, luego cabalga, el esforzado, a la

cabeza de su gran ejército. Los de España se ven forzados a volver la espalda, y

los otros les dan caza sostenidos por un mismo afán. Cuando el emperador ve

declinar la tarde, se apea del caballo en un prado, sobre la verde hierba: se

prosterna en el suelo y ruega a Dios nuestro Señor que, para favorecerlo, detenga

el curso del sol, que se demore la noche y se alargue el día. Entonces se le

aparece un ángel, el mismo que acostumbra hablarle, y con gran prisa le ordena:

—Carlos, a caballo; no habrá de faltarte la luz. Has perdido a la flor de Francia, y Dios lo sabe. ¡Podrás tomar venganza de la turba criminal!

Tales son sus palabras, y el emperador monta de nuevo.

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CLXXX

PARA CARLOMAGNO, hizo Dios un gran milagro: detiénese el sol y queda

inmóvil. Huyen los infieles y los francos los persiguen en recia acometida.

Finalmente les dan alcance en el Valle Tenebroso y los rechazan

arrolladoramente hacia Zaragoza, descargando sobre ellos, con todo su ánimo,

mortíferos mandobles. Les han cortado las rutas y los caminos más anchos. Ante

ellos tienen el Ebro; profundas son sus aguas, temibles y violentas. No hay en

sus márgenes lancha, barcaza o almadía. Invocan los infieles a uno de sus dioses,

Tervagán, y luego se precipitan al agua, mas nadie habrá de protegerlos. Los que

llevan yelmo y loriga son los que más pesan, y se hunden en gran número; otros

van flotando a la deriva; los más afortunados tragan grandes cantidades de agua,

hasta que finalmente perecen todos ahogados, con gran angustia. Y exclaman los

franceses:

—¡Lástima grande vuestra muerte, Rolando!

CLXXXI

CUANDO VE Carlos que han muerto todos los infieles, los unos por el hierro

y la mayoría ahogados, y el rico botín que han recogido sus caballeros, echa pie

a tierra, el rey gentil, y postrado en el suelo da gracias a Dios. Cuando se

incorpora, se ha puesto ya el sol. Y dice el emperador:

—Es hora de establecer nuestro campamento; para volver a Roncesvalles es

ya muy tarde. Nuestros caballos están rendidos y maltrechos. Quitadles las sillas

y los frenos y dejadlos refrescarse en estos prados.

—Bien dijisteis, señor —responden los francos.

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CLXXXII

EL EMPERADOR Carlos ha establecido su campamento. Desmontan los

franceses en el país desierto, desensillan a sus corceles y les quitan de la cabeza

los frenos dorados. Los dejan sueltos por los prados, donde hallarán hierba

fresca a profusión; no pueden recibir otros cuidados. Los más extenuados

duermen tendidos en el suelo. Esa noche no se monta guardia en el campo.

CLXXXIII

EL EMPERADOR se ha recostado en un prado. Junto a su cabeza coloca su

fuerte pica, el esforzado. No ha querido esa noche desarmarse; conserva su

blanca cota bruñida, y mantiene atado su yelmo de oro incrustado de piedras

preciosas, y ciñe su costado su espada Joyosa, que jamás tuvo su par: cambia de

color treinta veces por día. Sabemos bien lo que aconteció con la lanza que hirió

a Nuestro Señor en la cruz: Carlos posee la punta, por la gracia de Dios, y la ha

hecho engastar en el pomo de oro; a causa de este honor y esta merced, ha

recibido la espada el nombre de Joyosa. No deben echarlo en olvido los barones

de Francia: de ahí tomaron su grito de guerra: "¡Montjoie!" y por ello ningún

pueblo puede ofrecerles resistencia. :

CLXXXIV

CLARA ES la noche y rutilante la luna. Carlos está recostado, mas lo invade

gran duelo por Rolando, y pesa en su corazón la muerte de Oliveros, de los doce

pares y de los franceses: en Roncesvalles los ha dejado muertos y

ensangrentados. Llora y se lamenta, sin poder contenerse, y suplica a Dios que

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salve sus almas. Está exhausto y es inmenso su dolor. Se duerme, no puede más.

Por toda la pradera reposan los francos. Ningún caballo puede mantenerse en

pie; el que quiere hierba, debe pacer echado. Mucho aprendió quien sufrió gran

dolor.

CLXXXV

CARLOS duerme, como un hombre atormentado por profundo pesar. Dios le

manda a San Gabriel, encargándole velar sobre el emperador. Toda la noche, el

ángel permanece a su cabecera. Por una visión, le anuncia que habrá de librar

una batalla, y se la muestra bajo funestos augurios. Carlos alza la vista hacia el

firmamento: contempla en él truenos y vendavales, granizadas, borrascas y

tempestades prodigiosas, un aparato de fuegos y centellas que se abate, de

repente, sobre su ejército. Se inflaman las lanzas de fresno y de manzano, y los

escudos hasta sus blocas de oro puro. Estallan las astas de las afiladas picas y se

retuercen las cotas y los yelmos de acero. Carlos ve a sus cabalgaduras en gran

cuita. Aparecen después osos y leopardos que se aprestan a devorarlos,

serpientes y reptiles, dragones y demonios. Y hay allí más de treinta mil grifos

que se arrojan sobre los franceses, al tiempo que éstos gritan:

—¡Acórrenos, Carlomagno!

Dolor y piedad conmueven al rey; quiere ir hacia ellos, mas no puede.

Entonces sale de una selva un gran león, lleno de rabia, de altivez y de audacia, y

desafiando a su persona, lo ataca. Ambos ruedan cuerpo a cuerpo en la lucha,

mas no puede distinguir Carlos cuál de los dos está debajo o encima. Y no se ha

despertado el emperador.

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CLXXXVI

DESPUÉS de esta visión, otra lo asalta: hállase en Francia, en Aquisgrán,

sobre una grada y tiene a un oso atado por dos cadenas. Del lado de la Ardena ve

llegar a treinta osos, hablando todos ellos como hombres.

—Señor —le decían—, ¡devolvédnoslo! No es justicia que lo retengáis por

más tiempo. Es pariente nuestro, le debemos nuestra ayuda.

Desde su palacio, acude prestamente un lebrel. Sobre la hierba verde, ataca al

oso más grande entre los demás. Contempla el rey un combate maravilloso; mas

no sabe cuál es el vencedor y cuál el vencido. He aquí lo que el ángel de Dios ha

mostrado al barón. Carlos duerme hasta la mañana, cuando luce claro el día.

CLXXXVII

HUYE HACIA Zaragoza el rey Marsil. Echa pie a tierra bajo un olivo, a la

sombra, y confía a sus hombres su espada, su yelmo y su coraza. Se tiende sobre

la hierba verde, miserablemente. Ha perdido su mano derecha, cercenada de un

tajo; tanta sangre derrama por la herida, que se desmaya de angustia. Ante él,

gime y llora su esposa Abraima, lamentándose, a gritos. Con ella, son más de

veinte mil los que maldicen a Carlos y a Francia, la dulce. Corren hacia una

cripta, donde está la efigie de Apolo, y lo increpan, ultrajándolo con viles

palabras:

—¡Ah, dios maligno! ¿Por qué permites semejante agravio? ¿Por qué has

consentido la ruina de nuestro rey? ¡Mal pagas a los que te sirven con

abnegación! Después lo despojan de su cetro y de su corona [y lo cuelgan por las

manos de una columna]. Por tierra, ante sus pies, lo derriban, y con gruesos

palos lo golpean y quebrantan. Luego le arrancan a Tervagán, su carbunclo, y

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arrojan a Mahoma en un foso, para que lo muerdan y lo pisoteen los cerdos y los

perros.

CLXXXVIII

HA VUELTO en sí Marsil, después de su desmayo. Se hace llevar a su

aposento abovedado; hay allí pinturas y signos trazados con diversos colores. Y

la reina Abraima vierte lágrimas sobre él y se mesa los cabellos.

—¡Desdichada de mí! —murmura, y exclama luego en voz alta—: ¡Ah,

Zaragoza! ¡Cuan desierta quedas al perder al rey gentil que en su feudo te tenía!

Gran felonía cometieron nuestros dioses, que lo desampararon esta mañana en la

batalla. ¡El emir pasará por un cobarde si no acude a luchar contra esa intrépida

turba, esos valientes orgullosos que en nada estiman sus vidas! Esforzado y

pleno de soberbia es el emperador de la barba florida: si le presenta batalla el

emir, no habrá de rehuirla. ¡Gran duelo es que no haya ninguno para darle

muerte!

CLXXXIX

EL EMPERADOR, merced a su gran poderío, siete años enteros permaneció

en España. Castillos y ciudades conquistó en gran número. El rey Marsil se

esfuerza por resistirle. Desde el primer año mandó sellar sus breves, requiriendo

la ayuda del emir de Babilonia, Baligán: un anciano cargado de días que vivió

más que Virgilio y que Homero. Acude a Zaragoza a socorrer a Marsil: si tal no

hace, el rey renegará de sus dioses y de todos los ídolos que venera; observará la

ley cristiana y tratará la paz con Carlomagno.

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Mas el emir está lejos, ha tardado mucho. Lanzo su llamamiento a los pueblos

de cuarenta reinos; ha hecho preparar sus grandes naves, embarcaciones ligeras y

falúas, sus galeras y bajeles. Cerca de Alejandría, hay un puerto junto al mar: allí

reúne toda su flota. Es en mayo, en los primeros días del estío, cuando se hacen

u la mar todas sus tropas.

CXC

PODEROSOS son los ejércitos de esa raza odiada. Los infieles navegan a

toda vela, reman y gobiernan el timón.

En la punta de los mástiles y de las altas proas, brillan numerosos carbunclos

y linternas; tal resplandor arrojan desde la altura en la noche, que el mar se halla

embellecido. Al aproximarse a la tierra de España, toda la costa centellea de

luces. La noticia llega hasta Marsil.

CXCI

LAS HUESTES sarracenas no detienen un instante su travesía. Dejan el mar y

se adentran en las aguas dulces. Pasan ante Marbrisa y Marbrosa, y remontan el

Ebro con todas sus naves. Innumerables linternas y carbunclos centellean,

brindándoles gran claridad durante toda la noche. De madrugada, llegan a

Zaragoza.

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CXCII

EL DÍA luce claro, y brilla el sol. El emir ha descendido de su bajel. A su

derecha avanza Espanelis, y diecisiete reyes forman su cortejo; luego vienen

condes y duques, cuyo número ignoro. Bajo un laurel, en medio de una

explanada, se recubre la hierba verde con una alfombra de seda blanca y se

dispone allí un trono, todo él de marfil. En él toma asiento Baligán, el sarraceno,

y todos los demás quedan de pie. El soberano es el primero en tomar la palabra:

—¡Oidme, libres y valerosos caballeros! El rey Carlos, emperador de los

francos, no tiene derecho a comer si no es por mi orden. A través de toda España

me ha combatido en recia guerra, y ahora he de ir a presentarle batalla en

Francia, la dulce. No cejaré durante toda mi vida hasta que él no reciba la muerte

o se declare vencido.

En garantía de sus palabras, golpea con su guante diestro su rodilla.

CXCIII

PUESTO QUE tal ha dicho, se promete firmemente que no dejará de ir, por

todo el oro que hay bajo los cielos, a Aquisgrán, donde tiene Carlos sus cortes.

Sus hombres lo elogian y lo aconsejan en igual forma. Llama entonces el emir a

dos de sus caballeros; Clarifán es el uno y el otro Clariano.

—Sois hijos del rey Maltrayén —les dice—, aquel que gustosamente solía

prestarse para llevar mensajes. Os ordeno que vayáis a Zaragoza, para anunciarle

de mi parte al rey Marsil que acudo en su ayuda contra los franceses. Si la

ocasión se me presenta, libraré una gran batalla. En fe de mis palabras,

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entregadle plegado este guante adornado con oro, para que se lo ponga en su

mano diestra. Llevadle también esta varita de oro puro, y decidle que venga a mi

para reconocer su feudo. He de ir a Francia, a hacerle la guerra a Carlos. Si no

implora mi merced, rendido a mis plantas, y no reniega de la fe cristiana, le

quitaré de la cabeza la corona.

—Bien dijisteis, señor —responden los infieles.

CXCIV

— ¡BARONES, cabalgad! —ordena Baligán—. ¡Que lleve uno de vosotros el

guante y el otro el bastón!

—¡Así lo haremos, amado señor! —responden ellos.

Tanto cabalgan que al fin llegan a Zaragoza. Pasan bajo diez puertas,

atraviesan cuatro puentes y recorren las calles donde se cruzan con los

burgueses. Al aproximarse a la parte alta de la ciudad, llega hasta ellos un fuerte

rumor desde el palacio. Encuentran allí reunida a la turba sarracena, llorando, en

medio de un gran clamoreo y sumida en profundo duelo; los infieles añoran a

sus dioses, Tervagán, Mahoma y Apolo, y se dicen entre sí:

— ¡Pobres de nosotros! ¿Qué haremos ahora? ¡Un terrible azote nos abruma!

Hemos perdido al rey Marsil: el conde Rolando le cercenó ayer la mano diestra;

y tampoco está a nuestro lado Jurfaret el Blondo. ¡Toda España será por siempre

dominada!

Los dos mensajeros echan pie a tierra junto a las gradas.

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CXCV

DEJAN AMBOS los caballos bajo un olivo; dos sarracenos los toman de las

riendas. Los mensajeros se agarran de sus mantos y suben luego a lo más alto del

palacio. Cuando penetran en el aposento abovedado, hacen por amistad un

saludo inoportuno:

—¡Que Mahoma y Tervagán, que en sus manos nos tienen, y Apolo, nuestro

señor, salven al rey y guarden a la reina!

—¡Oigo palabras muy insensatas! —exclama Abraima—. Esos dioses que

invocáis, nuestros dioses, nos han desamparado. En Roncesvalles hicieron tristes

milagros: dejaron exterminar a nuestros caballeros y mi señor, que aquí veis, fue

abandonado por ellos en la lid. Ha perdido la mano derecha; Rolando, el

poderoso conde, fue quien se la cortó. ¡Extenderá Carlos su señorío por toda

España! ¿Qué será de mí, desdichada? ¡Ay!, ¿no habrá nadie, pues, que me dé

muerte?

CXCVI

CLARIANO responde:

—Señora, ¡no pronunciéis tan vanas palabras! Somos mensajeros de Baligán,

el sarraceno. Él promete socorrer a Marsil, y en prenda de ello le envía su guante

y su bastón. Tenemos en el Ebro cuatro mil lanchones, bajeles, barcazas y

rápidas galeras, y tantas naves que no puedo hacer su cuenta. El emir es fuerte y

poderoso. Irá a Francia, en busca de Carlomagno. Está en su ánimo darle muerte

o avasallarlo.

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—¿Por qué ir tan lejos? —exclama Abraima—. Podéis topar a los franceses

más cerca de aquí. Son ya siete años los que lleva el emperador en este país; es

intrépido y buen adversario; antes moriría que huir de un campo de batalla. No

hay bajo el cielo rey a quien tema más de lo que se temería a una criatura.

¡Carlos no recela de hombre viviente!

CXCVII

—¡BASTA! —dice el rey Marsil; y añade, hablando a los mensajeros—:

Señores, dirigios a mí. Ya lo veis, la muerte me acongoja, y no tengo hijo ni hija,

ni heredero. Tenía uno, y me lo mataron ayer noche. Decidle a mi señor que

venga a verme. El emir tiene derechos sobre la tierra de España. Se la devuelvo

en franquía, si la quiere, ¡pero que la defienda contra los franceses! Le daré

también un buen consejo, en cuanto a Carlomagno: dentro de un mes será

prisionero del emir. Le llevaréis las llaves de Zaragoza, y le diréis que si da fe a

mis palabras, así sucederá.

—Bien hablasteis, señor —responden ellos.

CXCVIII

—CARLOS, el emperador, ha dado muerte a mis hombres —prosigue

Marsil—; asoló mis tierras, forzó y violó mis ciudades. Esta noche se detuvo a

orillas del Ebro; está a siete leguas de aquí, las he contado. Decidle al emir que

conduzca a ese lugar su ejército. Por vuestro intermedio le mando este mensaje:

¡que presente batalla al momento!

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Les hace entrega de las llaves de Zaragoza. Los mensajeros se inclinan ambos,

piden licencia y se disponen a regresar.

CXCIX

Los DOS mensajeros han montado sus corceles. Abandonan la ciudad con

premura y vanse hacia el emir presa de gran ansiedad. Le presentan las llaves de

la ciudad de Zaragoza, y dice Baligán:

—¿Qué nuevas me traéis? ¿Dónde está Marsil, a quien mandé comparecer

ante mí?

—Está herido de muerte —responde Clariano—. Encontrábase ayer el

emperador en el paso de los desfiladeros, porque deseaba regresar a Francia, la

dulce. Había formado una retaguardia digna de él, ya que con ella se quedó el

conde Rolando, su sobrino, y Oliveros y los doce pares, y veinte mil hombres de

Francia, todos ellos caballeros. Presentóles batalla el valeroso rey Marsil, y

vinieron a encontrarse él y Rolando. Éste le infirió tal golpe con su espada

Durandarte, que le separó del cuerpo la mano derecha. También dio muerte a su

hijo, que Marsil tanto amaba, y a los barones que con él estaban. Retiróse Marsil

huyendo, incapaz de resistirle y el emperador lo ha perseguido con gran

violencia. El rey os ruega que le prestéis ayuda; os devuelve en franquía el reino

de España.

Quédase pensativo Baligán. Es tan grande su duelo que casi se vuelve loco.

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CC

—SEÑOR EMIR —dice Clariano—, ayer en Roncesvalles se libró una

batalla. Rolando halló la muerte, y con él el conde Oliveros, y los doce pares que

tanto amaba Carlos; veinte mil de sus franceses perecieron. El rey Marsil perdió

la mano diestra y el emperador le ha dado caza con violencia: no queda en esta

tierra un caballero que no haya sido muerto por el hierro o se haya ahogado en el

Ebro. Los franceses han acampado en sus riberas: se encuentran en esta comarca

tan cerca de nosotros que, si vos lo queréis, muy dura ha de serles la retirada.

La mirada de Baligán se torna altanera; su corazón rebosa de alegría y

entusiasmo. Se yergue en su trono y exclama:

—¡Barones, apresuraos! ¡Dejad las naves y cabalgad vuestros corceles! Si el

viejo Carlomagno no se da a la fuga, el rey Marsil tendrá pronto venganza: ¡por

la mano que perdió le entregaré la cabeza del emperador!

CCI

Los INFIELES de Arabia han abandonado sus navíos, y van jinetes en los

corceles y los mulos. Dieron ya comienzo a su cabalgata; ¿qué otra cosa podrían

hacer? El emir, que a todos ha puesto en movimiento, llama a Gemalfín, uno de

sus fieles:

—A ti confío el mando de todas mis huestes —le dice, y monta después en su

caballo bayo. Cuatro duques lo acompañan. Tanto cabalga que al fin avista

Zaragoza. Echa pie a tierra en un zaguán de mármol y cuatro condes le sujetan el

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estribo. Por las gradas sube hasta el palacio, y Abraima corre a recibirlo,

diciéndole:

—¡Desdichada de mí! ¡En mala hora nací, señor, que he perdido a mi rey con

tal menoscabo!

Cae a los pies del emir, que la levanta, y suben ambos a la cámara, llenos de

aflicción.

CCII

CUANDO el rey Marsil distingue a Baligán, llama a dos sarracenos de España

y les ordena:

—Tomadme en vuestros brazos e incorporadme.

Con su mano izquierda toma uno de sus guantes y dice:

—Señor rey, emir, os devuelvo todas mis tierras, y Zaragoza, con el feudo que

de ella depende. He venido a mi perdición, y conmigo he perdido a todo mi

pueblo.

—Gran pesadumbre siento por ello —responde el emir—; mas no puedo

demorar por más tiempo junto a vos: sé que Carlos no me esperará. No obstante,

acepto vuestro guante.

Abismado en su dolor, se aleja llorando. Desciende las gradas del palacio,

monta su corcel y retorna hacia sus huestes hincando espuelas. Cabalga con tal

premura que deja atrás a los otros, y grita a cada instante:

—¡Adelante, sarracenos! ¡Ya apresuran su huida los francos!

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CCIII

DE MADRUGADA, al primer albor del día, Carlos, el emperador, se ha

despertado. San Gabriel, que por mandato de Dios lo guarda, alza la mano y

traza sobre él el signo de la cruz. El rey se yergue, se despoja de todas sus armas

y como él, todos los de su ejército se desarman a su vez. Después montan en sus

corceles y con gran brío, cabalgan por las largas huellas y los anchos caminos.

Van a contemplar la prodigiosa catástrofe de Roncesvalles, donde tuvo lugar la

batalla.

CCIV

CARLOMAGNO ha llegado a Roncesvalles, y vierte llanto por los muertos

que allí encuentra.

—Señores —dice a sus franceses—, id al paso, porque es necesario que me

adelante a vosotros, por mi sobrino, que anhelo encontrar. Estaba yo en

Aquisgrán, el día de una fiesta solemne, cuando mis valerosos caballeros se

vanagloriaban de recios asaltos y grandes batallas que más tarde llevarían a

cabo. Entonces oí decir a Rolando que si había de hallar la muerte en un reino

extranjero, se adelantaría a sus hombres y sus pares en terreno enemigo, y se lo

encontraría con la faz vuelta hacia el adversario: así habría muerto victorioso, el

esforzado.

Un poco más lejos de lo que se puede arrojar un palo, separándose de los

demás, el emperador sube a un collado.

CCV

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MIENTRAS va Carlos en busca de su sobrino, ¡tantas hierbas del prado y

tantas flores encuentra enrojecidas por la sangre de nuestros barones! La piedad

lo invade, y no puede contener las lágrimas. Llega finalmente a la sombra de dos

árboles. Sobre tres rocas reconoce los golpes de Rolando y entre la hierba verde

contempla a su sobrino que yace. ¿Quién se asombrará, si se estremece de dolor?

Baja del caballo, acude corriendo. Entre sus manos toma el cuerpo... Tanto lo

abruma la angustia que sobre él se desmaya.

CCVI

HA VUELTO en sí el emperador. El duque Naimón, el conde Acelino,

Godofredo de Anjeo y su hermano Thierry lo toman en sus brazos, lo incorporan

bajo un pino. Carlos mira a tierra y ve a su sobrino tendido. Con gran dulzura,

dice sobre él su lamento:

—¡Rolando, amigo mío! ¡Que Dios te haga merced! Jamás hombre alguno

conoció un caballero que como tú entablara las grandes batallas y lograse la

victoria. Mi prestigio comienza a declinar.

No puede contenerse Carlos por más tiempo, y pierde el sentido.

CCVII

EL EMPERADOR ha vuelto de su desmayo. Cuatro de sus barones lo

sostienen en sus manos. Mira a tierra, y ve a su sobrino tendido. Su cuerpo sigue

siendo hermoso, pero ha perdido el color; han girado en las órbitas sus ojos, y

los invaden las tinieblas. Con amor y fe, Carlos dice sobre él su lamento;

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—¡Rolando, amigo mío. ¡Que Dios coloque tu alma entre las flores, en el

paraíso, junto a los que disfrutan de la gloria! ¡Mal señor fue el que a España te

llevó! No habrá de despuntar un día en que por ti no sufra. ¡Cómo van a decaer

mí fuerza y mis bríos! Ya no habrá nadie para defender mi honor; me parece no

tener ya ni un solo amigo bajo el cielo. ¡Entre los parientes que conmigo quedan,

ninguno tiene tu valor!

A puñados se arranca los cabellos. Cien mil franceses sienten tan agudo dolor

que ni uno solo deja de derramar lágrimas.

CCVIII

—ROLANDO, amigo mío, a Francia tornaré. Cuando llegue a Laon, mi

dominio privado, de muchos remos acudirán vasallos extranjeros y me

preguntarán: "¿dónde está el conde capitán?" Yo les responderé que halló la

muerte en España. Ya mi reino estará siempre marcado por el dolor, y no viviré

un día sin llorar y gemir.

CCIX

—¡ROLANDO, amigo mío, valiente, gallarda juventud! Cuando me encuentre

en Aquisgrán, mi dominio, vendrán los vasallos a conocer las nuevas. Yo se las

diré, extrañas y penosas: "¡Ha muerto mi sobrino, aquel que conquistó para mí

tantos territorios!" Contra mí se alzarán en rebelión los sajones, los húngaros y

los búlgaros, y tantos otros pueblos malditos; los romanos y los de Apulia, y

todos los de Palermo, los de África y los de Califerna. Comenzarán entonces mis

penas y calamidades. ¿Quién conducirá mis huestes con tal denuedo, ahora que

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ha muerto aquel que siempre las guió? ¡Ah, Francia, cuan desolada quedas! ¡Es

tan grande mi duelo que más quisiera estar muerto!

El emperador mesa su barba blanca y con ambas manos se arranca los cabellos

de la cabeza! Cien mil franceses quedan por tierra sin sentido.

CCX

—¡ROLANDO, amigo mío, que Dios se apiade de ti! ¡Que acoja tu alma en el

paraíso! ¡Aquel que te dio muerte, a Francia dejó desamparada! ¡Tan agudo es

mi dolor que quisiera morir! ¡Ay, mis caballeros, que por mí perdisteis la vida!

¡Plegué a Dios, el hijo de María Santísima, que antes de alcanzar los grandes

puertos de Cize, mi alma se separe de mi cuerpo en este día, para ser colocada

entre vuestras almas, y mi carne sepultada con la vuestra!

Llora y se mesa la barba blanca. Y dice el duque Naimón:

—¡Grande es la angustia de Carlos!

CCXI

—SEÑOR emperador —dice Godofredo de Anjeo—, ¡no deis rienda suelta a

este dolor! Haced buscar por todo el campo los nuestros, a quienes los de España

dieron muerte en la lid. Ordenad que se les dé sepultura en una misma fosa.

Y responde el rey:

—Tocad vuestro olifante, para que la orden sea dada.

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CCXII

GODOFREDO DE ANJEO ha tocado su olifante. Echan pie a tierra los

franceses, tal corno lo ha dispuesto Carlos. Al momento llevan a una fosa común

a todos los amigos que encuentran muertos. En el ejército hay obispos y abades

en gran número, monjes, canónigos y sacerdotes tonsurados; ellos les dan la

absolución en nombre de Dios y los bendicen. Queman después mirra y tomillo,

inciensan los cuerpos con esmero y los entierran con todos los honores. Luego

los dejan: ¿qué más podrían hacer por ellos ahora?

CCXIII

EL EMPERADOR hace preparar a Rolando, a Oliveros y al arzobispo Turpín

para la sepultura. Ante sus ojos, manda abrir a los tres y ordena que se recojan

sus corazones en un cendal de seda y se guarden en un ataúd de mármol blanco.

Luego toman los cuerpos de los tres barones y los envuelven en pieles de ciervo,

no sin antes haberlos lavado con aromas y vino. El rey llama a Tibaldo y

Gebuino, al conde Milón y a Atón, el marqués, y les dice:

—Llevadlos en tres carros.

Los tres están bien cubiertos con lienzos de seda de Calada.

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CCXIV

EL EMPERADOR se dispone a regresar, y he aquí que ante él surge la

vanguardia de los sarracenos. De la tropa más cercana se destacan dos

mensajeros que, en nombre del emir, le anuncian la batalla:

—Rey soberbio, no habrás de retornar tan pronto. ¡Mira como tras de ti

cabalga Baligán! Poderosos son los ejércitos que trae consigo de Arabia. ¡Antes

de la noche pondremos a prueba tu valor!

Carlos, el rey, lleva la mano a su barba y queda pensativo, recordando su

duelo y todo lo que perdió. Pasea sobre sus mesnadas una mirada llena de fiereza

y exclama con voz fuerte y clara:

—¡Barones franceses! ¡A caballo y a las armas!

CCXV

EL EMPERADOR se arma el primero. Con gran premura reviste su cota, se

anuda el yelmo y ciñe Joyosa, cuyo centelleo ni el mismo sol puede apagar.

Suspende de su cuello un escudo de Biterna, y toma su pica, enarbolándola.

Monta después en Tencedor, su buen corcel, que conquistó en los vados de

Marsona cuando desarzonó y derribó muerto a Malpalín de Narbona. Suelta las

riendas a su montura, le hinca repetidamente las espuelas y se lanza al galope a

la vista de cien mil hombres. E invoca a Dios y al apóstol de Roma.

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CCXVI

POR TODO el campo, los de Francia echan pie a tierra; son más de cien mil

los que se arman a la vez. Tienen equipos a su gusto, sus corceles son briosos y

lucidas sus armas. Saltan gallardamente sobre sus monturas. Si llega la hora, se

prometen librar batalla. Ondean los gonfalones hasta tocar los yelmos. Al

contemplar Carlos tan cabal prestancia, llama a Jocerán de Provenza, al duque

Naimón y a Antelmo de Maguncia, diciéndoles:

—Podemos contar con estos valientes. ¡Insensato el que entre ellos sienta

algún temor! Si no renuncian a la lucha los árabes, espero cobrarme muy cara la

muerte de Rolando.

Y responde el duque Naimón:

—¡Así lo quiera Dios!

CCXVII

CARLOS llama a Rabel y Guinemán y les dice:

—Señores, os lo ordeno, tomad los puestos de Rolando y Oliveros: lleve uno

de vosotros la espada y el otro el olifante. Cabalgad los primeros, delante de los

demás, y con vosotros quince mil franceses, todos ellos bachilleres y de los más

valientes entre nuestros valientes. Otros tantos habrán de seguiros, al mando de

Gebuino y Lorenzo: El duque Naimón y Jocerán, el conde, disponen los dos

cuerpos de batalla en arrogante formación. Cuando llegue la hora, muy dura

habrá de ser la contienda.

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CCXVIII

Los DOS primeros cuerpos de batalla se constituyen de franceses. Más tarde

se establece el tercero, compuesto de vasallos de Baviera: se estima su número

en veinte mil caballeros. Nunca por su lado habrá de ceder la línea de combate.

Excepto los de Francia, que conquistan los reinos, no hay gente bajo el cielo que

Carlos quiera más. El conde Ogier el Danés, buen guerrero, será su jefe, porque

es muy gallarda la tropa.

CCXIX

CUENTA ya Carlos, el emperador, con tres cuerpos de batalla. El duque

Naimón forma entonces el cuarto con barones de gran denuedo: son oriundos de

Alemania y se calcula su número en veinte mil. Poseen buenos corceles y

magníficas armas. Jamás por miedo a morir retrocederán un paso. Herman,

duque de Tracia, será su guía; antes prefiere la muerte a cometer una villanía.

CCXX

EL DUQUE Naimón y Jocerán, el conde, disponen que el quinto cuerpo de

batalla esté compuesto por normandos. Todos los franceses estiman su número

en veinte millares. Tienen bellas armas y buenos corceles ligeros; antes morirán

que rendirse. No hay bajo el cielo pueblo que más valga para la lid. Ricardo el

Viejo los conducirá y habrá de dar recios golpes con su afilada pica.

CCXXI

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EL SEXTO cuerpo está integrado por bretones. Reúnense allí treinta mil

caballeros, que galopan como cumplidos barones: llevan pintadas las astas de sus

lanzas y ondean en la punta los gonfalones. El señor que los manda tiene por

nombre Eudes. Llama al conde Nevelón, a Tibaldo de Reims y al marqués Atón,

diciéndoles:

—Conducid mi mesnada, os dejo ese honor.

CCXXII

YA TIENE formados el emperador seis cuerpos de batalla. El duque Naimón

establece entonces el séptimo, con gente del Poitou y barones de Auvernia.

Habrá allí unos cuarenta mil caballeros. Tienen buenos corceles y magníficas

armas. Se reúnen aparte en un valle, al pie de una colina y Carlos los bendice

con su mano diestra. Jocerán y Gaucelmo habrán de mandarlos.

CCXXIII

EN CUANTO al octavo cuerpo de batalla, Naimón lo ha formado con

flamencos y con barones de Frisia; son más de cuarenta mil caballeros. Allí

donde ellos se encuentren, jamás decaerá el combate. Y dice el rey:

—Buen servicio me habrán de hacer éstos.

Reinaldo y Aimón de Galicia los conducirán como nobles caballeros.

CCXXIV

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NAIMÓN y Jocerán han formado con valientes el noveno cuerpo de batalla.

Son caballeros de Lorena y Borgoña, y hay allí unos cincuenta mil bien

contados, con el yelmo atado y vestidos con la cota. Tienen fuertes picas, de asta

corta. Si los árabes no rehuyen la lucha, hallarán en ellos recios adversarios,

cuando arremetan. Los guiará Thierry, duque de Argona.

CCXXV

BARONES de Francia integran el décimo cuerpo de batalla. Hay allí cien mil

de nuestros mejores capitanes. Gallarda es su figura, su porte altivo; son floridas

sus sienes y blancas sus barbas. Los cubren armaduras y cotas de doble malla, y

ciñen espadas de Francia y de España. Sus bien cincelados escudos están

adornados con innumerables marcas. Han montado a caballo y piden combatir a

los gritos de ¡Montjoie! Con éstos va Carlomagno. Godofredo de Anjeo es

portador del oriflama. Había pertenecido a San Pedro y se llamaba Romano, mas

cambió su nombre por el de Montjoie.

CCXXVI

EL EMPERADOR baja de su caballo. Sobre la hierba se prosterna, la faz

contra la tierra. Vuélvela luego hacia el sol naciente e invoca a Dios de todo

corazón:

—¡Padre Verdadero! Defiéndeme en este día, Tú que salvaste a Jonás del

vientre de la ballena, Tú que perdonaste al rey de Nínive y libraste a Daniel del

horrible suplicio en la fosa de los leones, Tú que protegiste a los tres niños en el

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horno ardiente. ¡Válgame tu amor en este día! ¡Si te place, concédeme por tu

gracia que pueda vengar a mi sobrino Rolando!

Terminada su oración, yérguese Carlos y traza sobre su frente el signo que

fortalece. Vuelve luego a montar su rápido corcel, cuyo estribo le han sujetado

Naimón y Jocerán. Toma su escudo y su tajante pica. Su cuerpo es noble,

gallarda y airosa su apostura. Tiene el rostro claro y sereno. Seguidamente,

cabalga, firme sobre los estribos. Al frente y a retaguardia suenan los clarines;

más agudo que los otros, se eleva el sonido del olifante. Y lloran los de Francia

por la ausencia de Rolando.

CCXXVII

GALLARDAMENTE cabalga el emperador. Su barba le cubre el pecho, fuera

de la cota. Por amor a él imítanle los demás: así habrán de reconocerse los cien

mil franceses de su cuerpo de batalla. Salvan los montes y las cumbres rocosas,

los valles profundos y los siniestros desfiladeros. Dejan atrás los puertos y las

comarcas salvajes. Penetran en España y toman posición en una planicie.

Retornan hacia Baligán sus enviados. Un sirio le dice el mensaje:

—Hemos visto a Carlos, el rey soberbio. Orgullosos son sus hombres y no

habrán de faltarle. Armaos al punto: libraréis batalla.

—Espléndida se anuncia —dice Baligán—. ¡Haced sonar vuestros clarines

para que lo sepan mis sarracenos!

CCXXVIII

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POR TODO el ejército hacen resonar los tambores y las bocinas, y el toque

agudo y claro de los olifantes. Desmontan los infieles para armarse. No desea el

emir mostrarse lento: se cubre con su cota de faldones bruñidos y ata su yelmo

guarnecido de oro y de pedrerías. Después ciñe su espada a su costado izquierdo;

en su vanidad, le ha encontrado nombre. Como ha oído hablar de la espada de

Carlos, él llama a la suya Preciosa; tal es su grito de guerra en las batallas, y lo

hace corear por sus caballeros. Suspende después a su cuello uno de sus escudos,

grande y ancho; la bloca es de oro con los bordes de cristal; la-correa es de buen

paño de seda bordado de círculos. Enarbola su pica, que llama Maltet; el asta es

tan gruesa como una maza, el hierro sería carga suficiente para un mulo.

Baligán monta sobre su caballo; Márcules de Ultramar le ha sujetado el

estribo. Tiene el esforzado muy grande la horcajadura, las caderas estrechas y

anchos los costados; amplio y bien modelado el pecho, robustos los hombros,

muy clara la tez y altanero el semblante. Su cabello ensortijado es tan blanco

como flor de primavera, y muchas veces ha probado su denuedo. ¡Dios!, ¡qué

barón,. si cristiano fuera! El emir azuza su corcel: brota clara la sangre bajo la

espuela. Se lanza al galope y salta un fosa cuya anchura puede calcularse en

cincuenta pies. Los infieles exclaman:

—¡Para defender las fronteras está hecho este varón! ¡No hay francés que al

pretender combatirlo no pierda, quiéralo o no, su vida! ¡Muy loco está Carlos si

no ha batido en retirada!

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CCXXIX

EL EMIR tiene el aspecto de un verdadero barón. Como flor blanca es su

barba. Es doctor muy sabio en su ley. y se muestra soberbio e intrépido en la lid.

Su hijo Malprimís es también cumplido caballero. Es de alta estatura y fuerte;

tiene la traza de sus antepasados.

—¡Vamos, pues, señor! ¡Adelante! —le dice al padre—. ¡Mucho me

sorprenderá que topemos con Carlos! Y responde Baligán:

—Lo encontraremos, porque es muy valiente. Muchas crónicas dicen de él

grandes alabanzas. Pero ya no tiene a su sobrino Rolando, no bastarán sus

fuerzas para enfrentarnos.

CCXXX

Y AÑADE Baligán:

—Malprimís, hijo gentil, el otro día hallaron la muerte Rolando, el buen

vasallo, y Oliveros, el valeroso y noble.

y con ellos los doce pares que tanto amaba Carlos. Fueron muertos veinte mil

combatientes de los de Francia. A todos los demás no les otorgo el valor de un

guante. En verdad, regresa el emperador: me lo anunció el sirio, mi mensajero.

Diez grandes cuerpos de batalla se encaminan hacia aquí. El que toca el olifante

es de gran bravura. Su compañero le responde con un cuerno de sonido claro, y

ambos cabalgan los primeros; con ellos van quince mil franceses de los

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bachilleres que Carlos llama sus hijos. Tras de éstos, otros tantos se aproximan,

que muy gallardamente combatirán.

—Un don os pido —dice Malprimís—: ¡otorgadme que sea yo quien dé el

primer golpe!

CCXXXI

—MALPRIMÍS, hijo mío —responde Baligán—, os concedo lo que me

habéis pedido. Al momento acometeréis a los franceses. Llevaréis con vos a

Torleu, el rey persa y Dapamor, otro rey leude. Si lográis echar por tierra su

inmenso orgullo, os daré una parte de mí reino, desde el Jordán hasta

Valmarqués.

—¡Gracias os sean dadas, señor! —responde Malprimís.

Se adelanta, recibe el don, la tierra que fue del rey Florián. En mala hora la

acepta: nunca había de verla. Nunca será investido de este feudo ni llegará a

poseerlo.

CCXXXII

CABALGA el emir entre las filas de sus huestes. Su hijo, el de la alta estatura,

lo sigue. Al momento, el rey Torleu y el rey Dapamor establecen treinta cuerpos

de batalla; el número de caballeros es asombroso: el menor escuadrón cuenta con

cincuenta mil. Forman el primero los de Butrinto, y el segundo los de Misnia, de

grandes cabezas; les crecen en el espinazo, a lo largo de la espalda, cerdas como

tienen los puercos. El tercero está compuesto de nubios y de blos, y el cuarto de

brucios y de esclavones, y el quinto de sármatas y serbios, y el sexto de armenios

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y moros. Forman el séptimo los de Jericó, el octavo los de Nigricia, el noveno

los kurdos y el décimo los de Balida la Fuerte. Es una raza que jamás persiguió

el bien. Jura el emir, con todos los juramentos que conoce, por los milagros de

Mahoma y por su cuerpo:

—¡Muy loco está Carlos de Francia, que hacia nosotros cabalga! Si no la

rehuye, tendrá la batalla. Jamás volverá a ostentar la corona de oro.

CCXXXIII

ORGANIZAN después otros diez escuadrones de combate. Está compuesto el

primero de feos cananeos, que vinieron de Valfuida a campo traviesa; el segundo

de turcos, el tercero de persas y el cuarto de petchenecos. Forman el quinto los

soltras y los ávaros, el sexto los ormaleses y los egeos, el séptimo los del pueblo

de Samuel, el octavo los de Brusa, el noveno los de Clavers y el décimo los de

Occián la Desierta: componen una turba que jamás sirvió a Dios. Nunca oiréis

hablar de peores felones. Tienen la piel tan dura como el hierro, y por eso no

necesitan loriga ni yelmo. Son recios y porfiados en la lucha.

CCXXXIV

HA ORGANIZADO el emir otros diez cuerpos de batalla. El primero está

formado de gigantes de Malprosa, el segundo de hunos y el tercero de húngaros;

el cuarto se compone de los de Baldisa la Luenga, el quinto de los de Valpenosa

y el sexto de los de Marosa. El séptimo lo integran lituanos y astrimonios, el

octavo los de Argólide, el noveno los de Clarbona y el décimo los de Fronda, de

luengas barbas. Es una turba que jamás quiso a Dios. Los anales de los francos

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enumeran de esta guisa treinta cuerpos de ejército. Imponentes son las huestes,

en las que pregonan las bocinas. Los infieles cabalgan con denuedo.

CCXXXV

EL EMIR es señor de gran poderío. Hace llevar ante él su dragón, el

estandarte de Tervagán y de Mahoma, y una imagen de Apolo, el felón. Diez

cananeos cabalgan escoltándolos; en voz alta van sermoneando de esta suerte:

—¡Aquel que de nuestros dioses espere la salvación, que los sirva y los adore

con todo respeto!

Los infieles inclinan la cabeza; sus yelmos centelleantes se humillan hasta

tierra.

Y dicen los franceses:

—¡Truhanes, muy pronto habrá de llegaros la muerte! ¡Que este día siembre

la confusión entre vosotros! ¡Vos, Dios nuestro, defended a Carlos! ¡Que su

nombre quede vencedor de esta batalla!

CCXXXVI

EL EMIR es un jefe de mucho juicio. Llama a su hijo y a los dos reyes y les

dice:

—Señores barones, cabalgaréis al frente. Habréis de tomar el mando de todos

mis cuerpos de ejército, pero quiero conservar a mi lado tres de ellos, entre los

mejores: el primero de turcos, el segundo de ormaleses y el tercero de gigantes

de Malprosa. Junto a mí estarán los de Occián; ellos acometerán a Carlos y a los

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franceses. Si el emperador viene a justar conmigo, le separaré la cabeza de los

hombros. ¡Créalo bien! No habrá de caberle otra suerte.

CCXXXVII

GRANDES son los ejércitos, gallardos los cuerpos de batalla. No hay entre

franceses y moros ni monte ni valle, ni collado, ni selva ni bosque que pueda

disimular una hueste: se contemplan frente a frente, sobre la tierra llana.

Y dice Baligán:

— ¡Adelante, mis sarracenos! ¡Cabalgad para buscar la lucha!

Amborio de Oliferna es portador de la insignia. Al verla, los infieles claman

"¡Preciosa!", que es su grito de guerra.

Y dicen los franceses:

—¡Sea este día el de vuestra perdición! —Y añaden luego, con voz potente—: ¡Montjoie!

El emperador hace tocar los clarines, y el olifante, que a todos conforta. Los

infieles dicen:

—Magnifico es el ejército de Carlos. Será una batalla de gran violencia y

reciedumbre.

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CCXXXVIII

ANCHUROSO es el llano y a lo lejos se extiende la comarca. Centellean los

yelmos de oro guarnecidos de piedras preciosas, y los escudos y las cotas

bruñidas, y las picas y los gonfalones atados a los hierros. Pregonan los clarines;

sus voces son muy claras, y muy agudas las notas del olifante.

El emir llama a su hermano Canabeu, el rey de Floredea dueño de las tierras

hasta Valsevré. Le muestra los cuerpos de ejército de Carlos y le dice:

—¡Ved el orgullo de Francia, la celebrada! El emperador cabalga lleno de

soberbia. Forma la retaguardia con esos ancianos que ostentan sobre las

armaduras sus barbas tan blancas como nieve sobre hielo. Éstos darán recios

golpes con sus espadas y sus lanzas. Tendremos una batalla dura y encarnizada;

nunca se verá otra semejante.

Al frente de sus mesnadas, más lejos de lo que se podría arrojar una vara

pelada, cabalga Baligán, gritando:

—¡Vamos, sarracenos, que yo os señalaré el camino! Enarbola su pica, cuya

punta dirige hacia Carlos.

CCXXXIX

CARLOS EL GRANDE, cuando ve el emir y el dragón, la enseña y el

estandarte, y cuán poderosa es la hueste de los árabes, y cómo cubren toda la

comarca menos el terreno en que se mantiene, exclama con sonora voz, el rey de

Francia:

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—Barones francos, sois buenos vasallos; ¡en tantas grandes batallas habéis

lidiado! Ved los infieles: son felones y cobardes. Su ley no vale un dinero. Si

esta turba es numerosa, ¿qué nos importa, señores? Aquel que no quiera

seguirme al instante, ¡que se vaya!

Después clava las espuelas en su corcel. Tencedor da cuatro brincos y dicen

los franceses:

—¡Este rey es un bravo! ¡Cabalgad, barones, ninguno de nosotros habrá de

faltarle!

CCXL

El. DÍA ES claro y centellea el sol. Magníficos son los ejércitos, poderosos

los cuerpos de batalla. Los de vanguardia se acometen. El conde Rabel y el

conde Guinemán dejan sueltas las riendas a sus ligeros corceles y clavan con

fuerza las espuelas en sus costados. Los francos arremeten entonces al galope y

corren a herir con sus tajantes picas.

CCXLI

EL CONDE RABEL es intrépido caballero, Azuza su corcel con las espuelas

de oro fino y ataca a Torleu, el rey persa: ni el escudo ni la cota resisten el golpe.

Le hunde en las carnes su pica dorada y lo derriba muerto sobre unos arbustos.

Los franceses exclaman:

—¡Dios nos ayude! ¡Con Carlos está el derecho, no debemos faltarle!

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CCXLI I

LUCHA Guinemán contra un rey leude. Le parte la adarga, pintada de flores;

después le rompe la cota, le hunde en la carne todo el gonfalón y, lloren por ello

o se rían, lo derriba muerto. Al contemplar la hazaña, gritan los de Francia:

—¡Herid, barones, no demoréis! ¡La razón está con Carlos contra la turba

maldita! ¡Dios nos ha elegido para defender el juicio verdadero!

CCXLIII

MALPRIMÍS es jinete de un corcel todo blanco. Se arroja en la multitud de

los franceses, y corre de uno a otro dando recios mandobles y derribando muerto

sobre muerto. Baligán es el primero en gritar:

—¡Ah, mis barones, largo tiempo os he mantenido! Mirad a mi hijo: ¡se

esfuerza por topar con Carlos! ¡A cuántos caballeros ha desafiado con sus armas!

¡Es vano buscar adalid mas valeroso que él! ¡Prestadle el socorro de vuestras

tajantes picas!

A tales palabras, arremeten los infieles, repartiendo recios golpes: grande es la

matanza. La batalla es prodigiosa y ruda: ni antes ni después se vio otra más

violenta.

CCXLIV

GRANDES SON los ejércitos, intrépidas las huestes. Todos los cuerpos de

batalla han trenzado la lucha. Los infieles atacan con singular denuedo. ¡Dios!

¡Cuántas astas partidas en dos, cuántos escudos rotos, cuántas cotas desgarradas!

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La tierra está cubierta de despojos. ¡Ah, la hierba del prado, tan verde, tan

delicada!... El emir arenga a sus hombres:

—¡Arremeted, barones, sobre esta turba cristiana!

La batalla es dura y porfiada. Ni antes ni después se vio ninguna de tamaña

reciedumbre. No tendrá tregua hasta la noche.

CCXLV

EL EMIR incita a los suyos:

—¡Herid, sarracenos, que sólo para eso estáis aquí! ¡Os daré nobles y bellas

mujeres, os haré dueños de feudos, de dominios y de tierras!

Y responden los infieles:

—Es nuestro deber hacerlo.

A fuerza de repetir los ataques, numerosas picas se quiebran; y he aquí que se

desenvainan entonces más de cien mil alfanjes. La contienda se ha tornado

dolorosa y horrible; el que se halla entre los adversarios sabe lo que es una

batalla.

CCXLVI

EL EMPERADOR exhorta a sus franceses:

—Señores barones, mucho os estimo, tengo fe en vosotros. ¡Hartas batallas

por mí librasteis, conquistasteis muchos reinos y destronasteis monarcas! Lo

reconozco, y os debo por ello, en galardón, mi cuerpo, mis tierras y mis riquezas.

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Vengad a vuestros hijos, vuestros hermanos y vuestros herederos, que en

Roncesvalles hallaron la muerte el otro día. Bien lo sabéis: la razón está conmigo

contra los infieles.

Y responden los francos:

—¡Bien decís, señor!

Son veinte mil los que en torno a el juran todos a una, por su fe, no faltarle ni

en la muerte ni en la angustia. Para ello, sabrán emplear cada uno su lanza. Al

momento, acometen con sus espadas. La batalla es prodigiosa y encarnizada.

CCXLVII

MALPRIMIS cabalga por todo el campo, haciendo gran matanza entre los de

Francia. El duque Naimón lo mira con fiereza y lo acomete con gran denuedo.

Le rompe el brocal de su escudo, le desgarra los dos faldones de su cota, le

hunde en la carne todo su gonfalón amarillo y lo derriba muerto entre los que

yacen innumerables.

CCXLVIII

EL REY CANABEU, hermano del emir, clava fuertemente las espuelas en su

corcel. Ha desnudado su espada, cuyo pomo es de cristal. Golpea a Naimón

sobre el yelmo; se lo parte en dos mitades, cortando cinco lazos con su espada de

acero. De nada le sirve el capacete; le hiende la cofia hasta la carne y cae por

tierra un pedazo. El golpe fue rudo, el duque está como fulminado. Va a caer,

mas Dios le ayuda. Con ambos brazos se aferra al pescuezo de su montura. Si el

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infiel lo vuelve a herir. Hallará la muerte el noble vasallo. Para prestarle socorro

se acerca Carlos de Francia.

CCXLIX

GRAN ANGUSTIA oprime al duque Naimón. Y lo amenaza el infiel con

repetir al instante su golpe. Carlos le dice:

—¡Truhán, en mala hora atacaste a ese hombre!

En su intrepidez, acude a herirlo. Rompe el escudo del infiel y se lo aplasta

contra el corazón; le parte el ventalle de su armadura y lo derriba muerto: la silla

queda vacía.

CCL

CARLOMAGNO, el rey, está penetrado de dolor al contemplar a Naimón

herido ante sus ojos y viendo cómo se derrama la clara sangre sobre la hierba

verde. E inclinándose sobre él, le dice:

—Gentil duque Naimón, cabalgad a mi lado. Ya pereció el truhán que os

acosaba. El cuerpo le traspasé con mi pica.

Y responde el duque:

—Señor, en vos confío; si sobrevivo, nada perderéis.

Después, con todo afecto y toda fe, cabalgan juntos, y con ellos veinte mil

franceses. Ni uno de éstos deja de cortar y herir.

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CCLI

EL EMIR cabalga por el campo. Acude a herir al conde Guinemán. Contra el

corazón le aplasta su escudo blanco, destroza los faldones de su cota, le abre en

dos el pecho y lo derriba muerto de su rápida montura. Después da muerte a

Gebuino y Lorenzo y a Ricardo el Viejo, señor de los normandos. Los infieles

exclaman:

—¡Bien demuestra Preciosa su valía! ¡Atacad, sarracenos, que hay quien vele

por nosotros!

CCLII

¡Qué BELLO es contemplar a los caballeros de Arabia, los de Occián, de

Argólide y Vasconia cuando acometen con sus picas! Y por su parte, no piensan

los francos en romper sus filas. Muchos contendientes de ambos bandos han

hallado ya la muerte. Hasta la noche persiste el fragor de la batalla. ¡Qué

estragos ha causado entre los barones de Francia! ¡Cuántos duelos habrá antes de

que tome fin!

CCLIII

FRANCESES y moros luchan a cual más. ¡Cuántas astas, cuántas bruñidas

picas se han quebrado! Aquel que viera estos escudos destrozados, que

escuchara resonar las blancas lorigas y rechinar las rodelas contra los yelmos,

aquel que viera desplomarse tantos caballeros y morir tantos hombres, aullando,

sobre la tierra, tendría memoria de un gran dolor. Muy dura es de sostener esta

batalla. El emir invoca a Apolo, a Tervagán y también a Mahoma:

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—Mis señores dioses: largo tiempo fui vuestro siervo. ¡De oro puro haré

esculpir todas vuestras imágenes!

Ante él se presenta uno de sus fieles, Gemalfín, portador de malas nuevas:

—Baligán, señor —le dice—, un gran infortunio se ha abatido sobre vos:

habéis perdido a vuestro hijo Malprimís. Y Canabeu, vuestro hermano, ha sido

muerto. Dos .franceses tuvieron la suerte de vencerlos. Creo que uno de los dos

es el emperador: es un barón de elevada estatura, cuya prestancia es propia de un

paladín; tiene la barba blanca como flor de abril.

El emir baja la cabeza, cargada del yelmo. Se le ensombrece el rostro y es tan

agudo su dolor que se siente morir. Y llama a Jangleu de Ultramar.

CCLIV

DICE EL emir:

—Jangleu, acercaos. Sois hombre valeroso y de juicio cabal: siempre acudí a

vos en busca de consejo. ¿Qué pensáis de árabes y franceses? ¿Obtendremos el

triunfo en esta batalla?

—Hallasteis la muerte, Baligán —le es respondido—; vuestros dioses ya no

han de protegeros. Carlos es altivo y esforzados sus hombres. Jamás vi turba tan

intrépida en el combate. Mas llamad en vuestra ayuda a los barones de Occián,

turcos, árabes y gigantes. ¡Sea lo que fuere, no demoréis un instante!

CCLV

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EL EMIR ha extendido sobre su coraza su barba blanca como la flor del

espino. Sea lo que fuere, no es su deseo ocultarse. Lleva a sus labios una bocina

de timbre claro y la hace sonar con tal fuerza que el toque llega a oídos de sus

sarracenos: por todo el campo se reagrupan sus huestes. Los de Occián rebuznan

y relinchan, los de Argólide aúllan como perros. ¡Con qué intrepidez desafían a

los franceses! Arremeten en las filas más compactas, las quebrantan y dispersan.

Y después de su acometida, quedan siete mil muertos sobre el terreno.

CCLVI

EL CONDE Ogier no supo jamás lo que era cobardía. Nunca cubrió una cota

más cumplido caballero. Cuando ve quebrantados los cuerpos de ejército

francos, llama a Thierry, el duque de Argona, a Godofredo de Anjeo y al conde

Jocerán. Con gran fiereza exhorta a Carlos:

—¡Ved —le dice— cómo perecen vuestros hombres a manos de los infieles!

¡Dios no permita que ostenten vuestras sienes la corona si no los acometéis al

punto para vengar vuestra deshonra!

Nadie responde una sola palabra. Todos clavan con fuerza las espuelas, lanzan

a la carrera sus corceles y acuden a herir al enemigo dondequiera que lo

encuentren.

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CCLVII

CARLOMAGNO, el rey, asesta prodigiosos mandobles. Y con él, Naimón el

duque, Ogier el Danés y Godofredo de Anjeo que es portador del estandarte. Y

entre todos sobresale por su bravura mi señor Ogier el Danés. Espolea su corcel,

lo lanza con gran brío y acude a herir al que lleva el dragón, con fuerza tal que al

instante derriba ante sí a Amborio, con el dragón y la enseña del rey. Contempla

Baligán cómo cae su gonfalón y se abate el estandarte de Mahoma. Entonces

comienza a comprender el emir que el error lo acompaña y que el derecho va

con Carlomagno. Los infieles de Arabia se aprestan a la retirada. El emperador

exhorta a sus franceses:

—¡Decid, barones, por Dios, si habréis de socorrerme! Y los francos

responden:

—¿Por qué preguntarlo? ¡Felón es quien no luche a porfía!

CCLVIII

DECLINA el día y ya se acerca el crepúsculo. Francos e infieles combaten

con sus espadas. Los que han hecho enfrentarse estos ejércitos son ambos

valerosos. No echan a olvido su divisa:

—¡Preciosa! —exclama el emir.

Y Carlos le responde con su célebre grito de guerra:

—¡Montjoie!

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Los dos se reconocen por sus voces altas y claras. En medio del campo se

topan y se desafían, cambiando recios golpes de pica sobre sus adargas

adornadas con círculos. Ambos parten la del adversario por debajo de los anchos

brazales; los faldones de las dos cotas se desgarran, pero los combatientes no

reciben herida en su carne. Se rompen las cinchas, resbalan las sillas y caen

ambos reyes. En el suelo, se incorporan con presteza y desnudan intrépidamente

sus espadas. Nadie habrá de interponerse en este combate; no podrá tener

término hasta que no perezca uno de los dos hombres.

CCLIX

CARLOS, el de la dulce Francia, es de singular bravura, y el emir no le

tiembla ni se atemoriza. Enarbolan sus espadas desnudas y descargan sobre sus

escudos recias estocadas. Parten los cueros y las maderas, que son dobles; los

clavos se desprenden, los brazales vuelan en pedazos. Después, a cuerpo limpio,

se golpean sobre sus corazas. De sus yelmos claros salen chispas. No ha de

terminar esta lucha sin que uno de los dos reconozca su error.

CCLX

DICE EL emir:

—¡Carlos, vuelve en ti! ¡Resígnate a mostrarme tu arrepentimiento! En

verdad, has dado muerte a mi hijo y es gran injusticia que quieras despojarme de

mi tierra. Conviértete en mi vasallo y ríndeme pleitesía, y ven después conmigo

a Oriente para servirme.

Y responde Carlos:

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—A fe que sería cometer gran villanía. No debo otorgar a un infiel ni paz ni

amor. Acepta la ley que nos rebeló Dios, la ley cristiana: de este modo te amaré

al instante. Después confiesa y sirve al rey Todopoderoso.

—¡Mal sermón me estás predicando! —dice Baligán. Y seguidamente

reanudan su lucha con la espada.

CCLXI

EL EMIR es de gran vigor. Hiere a Carlomagno sobre su yelmo de acero

oscuro, lo quiebra sobre su cabeza y lo hiende. La hoja penetra hasta la cabellera

y corta un palmo entero de carne, o más; el hueso queda al descubierto. Carlos se

tambalea y por poco cae a tierra. Pero Dios no quiere que sea muerto ni vencido.

San Gabriel retorna hacia él y le pregunta:

—Rey magno, ¿qué haces?

CCLXII

CUANDO Carlos escucha la santa voz del ángel, desecha todo temor; sabe

que no habrá de perecer. Al momento recobra vigor y discernimiento. Golpea al

emir con la espada de Francia. Le parte el yelmo, en el que fulguran las gemas,

le abre el cráneo, derramándole los sesos y, luego de hendirle la cabeza toda

hasta la barba blanca, lo derriba muerto sin esperanza.

—¡Montjoie! —grita después, para reunir a sus hombres. Al oírlo, acude el

duque Naimón; sujeta a Tencedor y el monarca lo monta nuevamente. Los

infieles se dan a la fuga. Dios no quiere que puedan resistir. Al fin alcanzaron los

franceses la anhelada meta.

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CCLXIII

HUYEN LOS infieles, porque tal es el deseo de Dios. Los francos les dan

caza, conducidos por el emperador, y éste les dice:

—Señores, vengad vuestros duelos, dad rienda suelta a vuestra ira;

esclarézcanse vuestros corazones porque esta mañana he visto vuestros ojos

llenos de lágrimas.

Los francos responden:

—¡Así hemos de hacerlo, señor!

Todos asestan recios mandobles, tantos como pueden. Muy pocos infieles

habrán de escapar, de entre los que allí se encuentran.

CCLXIV

EL CALOR es sofocante, y se levantan nubes de polvo. Huyen los infieles,

acosados por los franceses. La caza no termina hasta Zaragoza.

Abraima ha subido a lo alto de su torre, y con ella están los monjes y

sacerdotes de la falsa ley, que nunca fue grata a Dios: no fueron ordenados ni

ostentan tonsura. Cuando contempla la singular derrota de los árabes, exclama

en alta voz:

— ¡Mahoma, acórrenos! ¡Ah, rey gentil, vencidos han sido nuestros hombres!

El emir fue muerto, ¡y cuan afrentosamente!

Cuando la oye Marsil, se vuelve hacia la pared; sus ojos derraman llanto y

deja caer su cabeza. Ha muerto de dolor, cargando con sus pecados. Y los

demonios se llevan su alma.

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CCLXV

HAN PERECIDO los infieles, y Carlos es vencedor de la batalla. Ha

derribado la puerta de Zaragoza: sabe que nadie habrá de defender la ciudad.

Toma posesión de ella, sus tropas la invaden: por derecho de conquista, allí

pernoctarán sus soldados. El rey de la barba blanca se muestra pleno de orgullo.

Abraima le ha rendido las diez torres mayores y las cincuenta pequeñas. Aquel

que obtiene la ayuda de Dios lleva a buen término sus empresas.

CCLXVI

PASA EL día; es ya noche cerrada. Luce clara la luna y fulguran las estrellas.

El emperador ha tomado Zaragoza. Mil franceses han sido encargados de

reconocer a fondo la ciudad, sus sinagogas y sus mezquitas. Con mazas de hierro

y grandes hachas destrozan las imágenes y todos los ídolos: no perdurará allí

ningún maleficio ni sortilegio. El rey cree en Dios; quiere servirlo debidamente,

y sus obispos bendicen las aguas. Hace llevar a los infieles hasta el baptisterio; si

alguno resiste ante Carlos, el rey lo manda colgar, o le da muerte por el fuego o

el acero. Más de cien mil se vuelven verdaderos cristianos por el bautismo,

excepto la reina, que será conducida a Francia, la dulce, en cautiverio: el rey

quiere que se convierta por amor.

CCLXVII

LA NOCHE pasa, despunta el claro día. En las torres de Zaragoza, Carlos ha

dejado una guarnición. Son mil caballeros de probado valor los que guardan la

plaza en nombre del emperador. El monarca monta su corcel; todos sus hombres

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lo imitan, y también Abraima, que lleva en cautiverio; mas tan sólo bien quiere

hacerle. Ya retornan, henchidos de orgullo y alegría. Ocupan Narbona por la

fuerza y prosiguen su camino. Carlos llega a Burdeos; sobre el altar del barón

San Severino, deposita el olifante, repleto de oro y de monedas: los peregrinos

que allí van pueden verlo aún. Cruza el Girona en las grandes naves que allí

encuentra. Hasta Valle ha llevado a su sobrino, y a Oliveros, su noble

compañero, y al arzobispo, que fue juicioso y denodado. En blancos ataúdes

mandó colocar los tres paladines; allí, en San Román, yacen los valientes. Los

francos los encomiendan a Dios y a sus santos.

Por valles y montes avanza Carlos; hasta Aquisgrán no quiere detenerse.

Tanto cabalga que al fin desmonta en el atrio. En cuanto llega a su real palacio,

envía mensajeros a sus jueces, con orden de presentarse ante él. Llama a los

bávaros, los sajones, loreneses y frisones, y también a los alemanes, los

borgoñones, los del Poitou, Normandía y Bretaña, y los de Francia, que entre

todos descuellan por su prudencia. Entonces da comienzo el juicio de Ganelón.

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CCLXVIII

HA RETORNADO de España el emperador. Llega a Aquisgrán, el mejor

dominio de Francia. Sube al palacio y penetra en la sala. Y he aquí que sale a

recibirlo Alda, una doncella de gran belleza. Dícele al rey:

—¿Dónde está Rolando, el adalid, que juró tomarme por esposa?

Carlos se siente pleno de dolor y pesadumbre. Llora y se mesa la barba blanca,

y responde:

—¡Hermana, amiga querida! ¿Por quién preguntas? Por un muerto. Mas yo

haré por ti el mejor cambio: Luis será tu prometido. No sé qué decirte que más

pueda agradarte. Es mi hijo; él será el heredero de mis dominios.

—Singulares son vuestras palabras —responde Alda—. ¡No plegué a Dios, ni

a sus santos ni a sus ángeles, que sobreviva a Rolando!

Pierde el color y cae a los pies de Carlomagno. Ha muerto al instante; ¡Dios se

apiade de su alma! Los barones franceses no escatiman por ella llanto y

lamentaciones.

CCLXIX

ALDA, la bella, ha llegado a su fin. El rey cree que se ha desmayado, y llora

conmovido. La toma de las manos, la levanta. Mas la cabeza se inclina sobre los

hombros. Cuando ve Carlos que está muerta, llama al punto a cuatro condesas.

La llevan a un convento de monjas y la velan toda la noche, hasta el alba. Junto a

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un altar, la entierran con gran pompa. El rey le ha hecho grandes honras

fúnebres.

CCLXX

EL EMPERADOR retorna a Aquisgrán. Ganelón, el vil, cargado de cadenas

de hierro, está en la ciudad, ante el palacio. Los siervos lo han atado a un poste;

le aprisionan las manos con correas de cuero de gamo y lo apalean fuertemente

con estacas y bastones. No ha merecido otra suerte. Con gran sufrimiento, espera

su juicio.

CCLXXI

ESTÁ ESCRITO en la Gesta antigua que Carlos mandó venir a sus vasallos

de todos los países. Están reunidos en Aquisgrán, en la capilla. Es el gran día de

una fiesta solemne, la del barón San Silvestre, al decir de muchos. Entonces da

comienzo el juicio, y he aquí lo que acaeció al traidor Ganelón. El emperador lo

ha hecho arrastrar ante él.

CCLXXII

—SEÑORES barones —dice Carlomagno, el rey—; juzgadme a Ganelón

según derecho. Él me siguió con el ejército hasta España: me ha arrebatado

veinte mil de mis franceses, y mi sobrino, que nunca más veréis, y Oliveros, el

esforzado y cortés; ha traicionado a los doce pares por dinero.

Dice Ganelón:

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—¡Caiga la deshonra sobre mí, si trato de ocultarlo! Rolando me perjudicó en

mi oro y en mis bienes, y por eso busqué su muerte y su ruina. Mas no concedo

que exista en ello la menor traición.

—Habremos consejo —responden los francos.

CCLXXIII

ANTE EL rey, permanece erguido Ganelón. Tiene gallardo el cuerpo y de

buen color el semblante; si fuera leal, se lo tomaría por un caballero. Mira a los

de Francia, a todos los jueces y a treinta de sus parientes que responden por él;

después grita con voz alta y fuerte:

—¡Por el amor de Dios, barones, escuchadme! Con el ejército, señores, seguí

al emperador. Lo servía con buena fe y amor. Rolando, su sobrino, me tomó

aversión y me condenó a la muerte y al dolor. Fui enviado como mensajero al

rey Marsil, mas por mi habilidad logré salvarme. Desafié al valeroso Rolando y

a Oliveros, y a todos sus compañeros: Carlos y sus nobles barones escucharon

mis palabras. ¡Tomé venganza, mas no traicioné!

—Habremos consejo —responden los francos.

CCLXXIV

Ganelón ve que ha dado comienzo su gran juicio. Treinta de sus parientes

están allí, con él. A uno de ellos recurren todos los demás; es Pinabel, del castillo

de Sórnese. Discurre bien y sabe decir sus razones como conviene. Es valeroso

cuando se trata de defender sus armas. Dícele Ganelón:

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—¡Amigo, arrancadme a la muerte! ¡Apartadme de este juicio!

—Pronto estaréis salvado —responde Pinabel—. Si hay un francés que juzgue

que merecéis la horca, pónganos frente a frente en el campo el emperador: mi

espada de acero le dará el mentís.

Ganelón, el conde, se inclina a sus pies.

CCLXXV

BÁVAROS y sajones han entrado en consejo, y también los del Poitou, de

Normandía y de Francia. Hay allí gran número de alemanes y germanos; los de

Auvernia son los más corteses. Bajan la voz a causa de Pinabel y se dicen los

unos a los otros:

—Conviene dejar así las cosas. Suspendamos el juicio y roguemos al rey que

absuelva por esta vez a Ganelón; que éste lo sirva en el futuro con toda lealtad y

todo amor. Rolando está muerto, nunca más lo verán nuestros ojos; ni oro ni

riquezas podrán devolvérnoslo. ¡Gran locura cometería quien quisiera combatir!

Ni uno solo de los presentes deja de aprobarlo, excepto Thierry, el hermano de

monseñor Godofredo.

CCLXXVI

HACIA Carlomagno vuelven sus barones, y dicen al rey:

—Señor, os lo suplicamos, absolved al conde Ganelón.

¡Que os sirva en el futuro con todo amor y toda lealtad!

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Perdonadle la vida, porque es muy noble señor. Ni oro ni riquezas habrían de

devolveros a Rolando.

Y les responde el rey:

—Sois unos felones.

CCLXXVII

CUANDO VE Carlos que todos le han fallado, baja la cabeza, presa de dolor,

y exclama:

—¡Desdichado de mí!

Mas he aquí que ante él se presenta un caballero, Thierry, hermano de

Godofredo, un duque angevino. Tiene delgado el cuerpo, menudo y esbelto; los

cabellos negros, y moreno el rostro. No es demasiado alto, pero tampoco de

corta estatura. Dice cortésmente al emperador:

—Buen rey y señor, no os apenéis de ese modo. Os he servido durante largos

años, bien lo sabéis. Por fidelidad al ejemplo que me dieron mis antepasados, es

mi deber sostener la acusación en este juicio. Aun si Rolando hubiera

perjudicado a Ganelón, hallábase a vuestro servicio: eso debía bastar para su

salvaguardia. Felonía cometió Ganelón al traicionarlo: contra vos se mostró

perjuro y vil. Por esto juzgo yo que merece la horca y la muerte, y su cuerpo

debe ser tratado como el de un felón que traicionó. Sí tiene un pariente que me

quiera desmentir, quiero defender al instante mí juicio con esta espada que llevo

ceñida.

—Bien dijisteis —exclaman los francos.

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CCLXXVIII

ANTE EL rey avanza Pinabel. Es alto y robusto, de gran valor y agilidad; el

que reciba un golpe de él, habrá llegado a su fin. Dícele al rey:

—Señor, es ésta vuestra audiencia: ¡ordenad, pues, que no se haga tanto ruido!

Veo aquí presente a Thierry, que ha dado su juicio. Yo deseo desmentirlo y

combatiré contra él.

Le entrega al rey, en el puño, un guante de piel de ciervo; es el de la mano

derecha.

El emperador responde:

—Exijo buenos rehenes.

Treinta parientes se ofrecen en leal garantía.

—Os pondré a vos en libertad bajo caución —dice el rey a Pinabel.

Coloca bajo severa guardia a los rehenes hasta que se haga justicia.

CCLXXIX

AL VER Thierry que habrá de combatir, presenta a Carlos su guante derecho.

El emperador lo pone en libertad bajo caución, y luego hace disponer cuatro

bancos en la plaza. En ellos toman asiento los que habrán de enfrentarse. Al

juicio de todos, se han desafiado según las reglas. Ogier de Dinamarca es el que

ha acordado el doble reto. Después piden los adversarios sus caballos y sus

armas.

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CCLXXX

PUESTO QUE están dispuestos a contender, ambos se confiesan, y son

absueltos y bendecidos. Escuchan sus misas y reciben la comunión. Dejan a las

iglesias cuantiosas ofrendas. Después, los dos vuelven ante Carlos. Han calzado

sus espuelas, se cubren con sus blancas lorigas, fuertes y ligeras y se atan sus

claros yelmos. Ciñen sus espadas, cuyas empuñaduras son de oro puro, cuelgan

de sus cuellos los escudos acuartelados, toman en el puño diestro sus tajantes

picas y se acomodan en las sillas de sus rápidos corceles. Entonces vierten llanto

cien mil caballeros, que por amor a Rolando, se apiadan de Thierry. Mas Dios

sabe bien cómo terminará esto.

CCLXXXI

BAJO AQUISGRÁN, es muy espaciosa la pradera; allí habrán de enfrentarse

los dos barones. Ambos son animosos y de gran denuedo, y sus corceles se

muestran ligeros y briosos. Los espolean con fuerza y dejan sueltas las riendas.

Con todo ímpetu corren al ataque. Los escudos se rompen y vuelan en pedazos;

se desgarran las lorigas, estallan las cinchas. Las monturas resbalan y caen por

tierra las sillas. Y cien mil hombres lloran al contemplarlos.

CCLXXXII

Los DOS caballeros han dado contra el suelo. Prestamente se incorporan

sobre sus pies. Pinabel es robusto, ágil y ligero. Se provocan el uno al otro; ya no

tienen sus corceles. Con sus espadas guarnecidas de oro puro, se golpean

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repetidamente los yelmos de acero. Son tan recios los mandobles que terminan

por partirlos. Gran angustia oprime a los caballeros franceses. Y Carlos exclama:

—¡Ah, Dios mío! ¡Haced que resplandezca el derecho!

CCLXXXIII

PINABEL dice:

—¡Date por vencido, Thierry! Seré tu vasallo con toda lealtad y todo amor; a

tu antojo te colmare de mis riquezas, ¡mas logra un acuerdo entre el rey y

Ganelón!

—No tardará mi decisión —responde Thierry—. ¡Quede yo deshonrado si

consiento en ello! ¡Que en este día señale Dios el derecho entre nosotros!

CCLXXXIV

DICE Thierry:

—Pinabel, muy denodado eres; te muestras alto y robusto, tus miembros están

bien modelados y tus pares conocen todos tu valor: ¡renuncia a esta contienda!

Te reconciliaré con Carlomagno. En cuanto a Ganelón, se le hará justicia, ¡y en

forma tal que se hablará de ella hasta el fin de los días!

—¡No plegué a Dios, nuestro Señor! —responde Pinabel—. Quiero sostener a

todos mis parientes. No me rendiré a ningún hombre vivo. ¡Prefiero morir a

merecer tal reproche!

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Y recomienzan a herir con sus espadas los yelmos incrustados de oro. Al cielo

brotan las claras centellas. Nadie podría separarlos. No puede terminar este

combate sin la muerte de un hombre.

CCLXXXV

PINABEL de Sorence ostenta gran denuedo. Hiere a Thierry sobre el yelmo

de Provenza. Saltan chispas, la hierba se enciende. Le presenta la punta de su

hoja de acero, que se desliza por su frente y por su rostro. La mejilla derecha

quedó ensangrentada. Le hiende la cota hasta más abajo del vientre. Dios lo

protege. Pinabel no lo ha derribado muerto.

CCLXXXVI

ADVIERTE Thierry que está herido en el rostro. Su sangre se derrama clara

sobre la hierba del prado. Golpea a Pinabel sobre su yelmo de acero bruñido, lo

parte y lo hiende hasta el nasal. Hace derramarse los sesos del cráneo; sacude la

hoja en la herida y lo derriba muerto. Por este lance obtiene la victoria en la

batalla. Los franceses gritan: —¡Dios hizo un milagro! Es justicia que Ganelón

sea ahorcado, y con él los parientes que han respondido por él.

CCLXXXVII

CUANDO Thierry hubo ganado la pelea, viene hacia él el emperador Carlos.

Cuatro de sus barones lo acompañan: el duque Naimón, Ogier de Dinamarca,

Godofredo de Anjeo y Guillermo de Blaye. El rey ha estrechado a Thierry entre

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sus brazos. Con las anchas píeles de marta de su manto, le enjuga el rostro;

después lo arroja y se cubre con otro. Con grandes cuidados desarman al

caballero. Lo izan en una mula árabe y lo llevan alegremente y con gran aparato.

Retornan a Aquisgrán los barones y echan pie a tierra en la plaza. Entonces da

comienzo la ejecución de los otros.

CCLXXXVIII

LLAMA Carlos a sus duques y a sus condes, y les dice: —¿Qué me aconsejáis

hacer con los que he retenido?

Habían venido a las cortes para defender a Ganelón, y se han entregado como

rehenes de Pinabel.

—Ninguno tiene derecho a la vida —responden los francos.

El rey llama a Basbrún, un veedor a su servicio, y le dice:

—Ve y ahorca a esos del árbol maldito. Por esta barba de pelos encanecidos,

si se escapa uno solo, hallarás muerte y perdición.

—¿Qué otra cosa podría hacer? —responde Basbrún. Con cien sargentos, los

arrastra a viva fuerza; son treinta los que perecieron por la horca.

El que traiciona pierde a los otros consigo.

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CCLXXXIX

ENTONCES se retiran bávaros y alemanes, potevinos, bretones y normandos.

Todos están de acuerdo, y los franceses los primeros, en que Ganelón debe

perecer en medio de terrible angustia.

Se traen cuatro corceles, y a ellos se atan los pies y manos de Ganelón. Los

caballos son veloces y briosos. Ante ellos, cuatro sargentos los azuzan hacia un

arroyo que atraviesa el campo. Ganelón ha llegado a su perdición. Todos sus

nervios se distienden, todos los miembros de su cuerpo se desgarran; sobre la

hierba verde se derrama clara su sangre. Ha hallado Ganelón la muerte que

merece un felón probado. Cuando un hombre traiciona a otro, no es justo que

saque de ello vanidad.

CCXC

CUANDO HUBO tomado venganza el emperador, llama a sus obispos de

Francia, de Baviera y Alemania, y les dice:

—Mora en mi casa una noble prisionera. Ha escuchado tantos sermones y

parábolas, que desea creer en Dios y pide hacerse cristiana. Bautizadla, para que

vaya a Dios su alma.

—Encontradle madrinas —responden ellos.

En las fuentes de Aquisgrán es bautizada la reina de España; le han puesto por

nombre Juliana. Cristiana se ha hecho por verdadero conocimiento de la santa

ley.

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CCXCI

CUANDO hizo justicia el emperador y apaciguó su gran enojo, convirtió a

Abraima al cristianismo.

Huye el día, la noche se torna oscura. El rey se ha retirado a su aposento

abovedado. Por mandato de Dios, San Gabriel viene a decirle:

—¡Carlos, alza tus ejércitos por todo tu imperio! Irás de viva fuerza a la tierra

de Bira a socorrer al rey Viviano en su ciudad de Orfa a la que han puesto sitio

los infieles. ¡Allí te llaman y te invocan los cristianos!

El emperador hubiera deseado no ir.

—¡Dios! —exclama—. ¡Cuántos sinsabores trae mi vida! Brotan lágrimas de

sus ojos y se mesa su barba blanca.

Ci falt la geste que Turoldus declinet.

(Aquí termina la gesta que Turoldo firma.)

F I N