Cándida

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Cándida visita a su abuela que vive en un pueblo lejano. Lo que al principio parecían unas típicas vacaciones como cualquier otra, cambia cuando Cándida se encuentra con unos amigos muy especiales y una abuela divertida e ingeniosa, llena de buen humor y picardía.

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ra sábado y hacía más calor que nunca. Nos pusimos a jugar con la manguera. Mis primos y yo. La abuela se asomó al patio, se mojó las manos y se refrescó el cuello. Luego, tomó ella misma la manguera para lanzarnos el chorro fuerte y frío. De vez en cuando, también apuntaba al gallinero y se alborotaban las gallinas, los pollos y el gallo. Como el chorro nos parecía poco, llenamos un balde y nos lo dejábamos caer encimade un solo golpe. Después hicimos competencias para ver quién podía atravesar el patio desde el fondo con el balde lleno de agua sin derramarla. Primero fue Nancy y cuando venía por la mitad, Rafael le gritó:– ¡Gorda! ¡Gorda!

La muerta

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Y como Nancy es gorda detesta que le digan gorda. Se puso bravísima, miró a Rafael con rabia y derramó un chorro de agua.– Apenas se me cayeron unas gotas -dijo con los cachetes rojitos-. Vamos a ver qué tal les va a ustedes.Rafael se apuró demasiado y botó más agua que Nancy.Después fue mi turno. Llené el balde y me concentré para no botar ni una gota. Caminé rápido y sujeté el balde con fuerza. Cuando ya iba por la mitad, cerca de la mata de mamey, mi abuela dijo:– Justo por allí es que sale la muerta.Tropecé, boté más de la mitad del agua y perdí la competencia.La abuela dijo que ella pondría la penitencia. Pero que la iba a pensar primero y nos la diría después de cenar.

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Nos secamos y nos cambiamos de ropa. Ya el sol se estaba escondiendo. Mi abuela sacó su silla frente a la casa y se puso a ver pasar la gente. Nosotros hicimos lo mismo reclinando la silla contra la pared igual que la abuela.– Adiós, vieja Edecia -le decía la gente.– Adiós, pues -contestábamos todos.Cuando oscureció, guardamos las sillas y cenamos. Estábamos por el postre, comiendo jalea de mango, cuando mi abuela dijo:– Ya tengo la penitencia.A esa hora, se me había olvidado y creo que también a mis primos, porque los dos levan-taron la vista sorprendidos y gritaron:– ¡Sí, abuela! ¡La penitencia! ¡La penitencia!Yo me quedé callada.– La penitencia, Cándida, es la siguiente: debes ir hasta el fondo del patio, regresar caminando, pararte bajo la mata de mamey y gritar bien duro “¡Yo no le tengo miedo a la muerta!”.

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El corazón me dio un brinco en el pecho.– No, abuela -fue lo único que pude decir.– Esa es la penitencia -dijo mi abuela y se puso a recoger la mesa- y más vale que la cumplas ahora antes de que se haga más tarde. Yo voy fregando los platos mientras tanto y desde la cocina te escucharé si gritas bien duro.

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Miré a mis primos y ellos estaban felices, riendo. Me llevaron a rastras hasta el patio. Rafael me jaló hasta el fondo y luego se devolvió corriendo hasta donde estaba Nancy. Me quedé sola, temblando, viendo a lo lejos la luz de la ventana de la cocina y escuchando las voces de mis primos:– Ya, Cándida, vente ya.Pero no podía moverme. Estaba pegada a mis pies y mis pies estaban pegados a la tierra del patio. Todo estaba oscuro, negro, bajo los mangos y las palmeras.– ¡Cándida! ¿Qué te pasa? ¡Vente ya!Solas, mis piernas se movieron. Un paso, y otro más. Poco a poco pude ir más rápido. Me orientaba por la luz de la cocina, allá, demasiado lejos. Me detuve para tomar aire y poder gritar “no le tengo miedo a la muerta”, pero sentí un murmullo, un movimiento entre las hojas. El corazón se me detuvo.

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Quise gritar y no me salió la voz. De repente, una mano fría me asió el tobillo.No sé si me desmayé o qué. Sé que sentí cómo se me erizaban los pelos de la cabeza y sin saber cómo, corriendo, volando, ya estaba al lado de mis primos. Entonces escuché la risa, la risa de mi abuela que venía del patio, detrás de mí.– Cándida, chica, si soy yo. La muerta soy yo -decía entre carcajadas.Cuando pude respirar bien y me di cuenta de que había sido mi abuela la que me había agarrado el tobillo, la odié con todas mis fuerzas.Mis primos se apretaban la barriga de tanto reírse. A mí me dolía el corazón y sentía los ojos calientes de las ganas de llorar. Pero no lloré. Me fui muy tiesa caminando hasta justo debajo de la mata de mamey y grité:

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– ¡NO LE TENGO MIEDO A LA MUERTA!Y era verdad. Ya no le tenía miedo a la muerta ni a nada.

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