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LOS PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX GERARDO CAETANO — JOSÉ RILLA I. Introducción La reconstrucción histórica de los partidos uruguayos que aquí ofrecernos transita por dos carriles diferentes e intensamente comunicados. Por un lado, se procura narrar de manera analítica la trayectoria del sistema de partidos (establecer una secuencia, una periodificación, un encadenamiento de significaciones y conexiones); por otro, se emprende el mismo proceso pero desde un punto de vista centrado en la observación de los actores partidarios, sus tendencias internas, sus acumulaciones específicas y sus complejas tradiciones. Finalmente, será a la luz de este trayecto histórico de largo plazo;e1 de un siglo, que intentaremos evaluar las transformaciones y desafíos más recientes de la última década de los partidos del Uruguay. Cuando en 1943 Juan E. Pivel Devoto publicó la primera edición de su Historia de los Partidos Políticos en el Uruguay, el siglo XX no era ni por asomo considerado como un período merecedor de atención por parte de la historiografía. La reconstrucción piveliana llegaba hasta las postrimerías del XIX en un juego pendular que, de un lado, tenía a los partidos tradicionales como sujetos centrales de gobierno y promotores de interpretación política, y de otro, a la normativa electoral, parte inescindible de la lucha política pero también base empíricapara la acumulación de aprendizajes institucionales. Pues bien, los 60 años transcurridos desde aquella Historia insuperada y persuasiva de Pivel, más los avances ocurridos en otras zonas temáticas de la historiografía y de las ciencias sociales (una vertiente de nuestra Ciencia Política se ha construido desde el diálogo y la tensión con la Historia) deberían operar como una provocación y un estímulo para emprender esfuerzos historiográficos más ambiciosos, más modernos y complejos pero marcados por aquella misma fuerza narrativa que le dio a la obra de Pivel Devoto, por muchos años, capacidad de hacer del pensamiento partidario (de los partidos y de los políticos) un "pensamiento rememorante".

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LOS PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX

GERARDO CAETANO — JOSÉ RILLA

I. Introducción

La reconstrucción histórica de los partidos uruguayos que aquí ofrecernos transita por dos carriles diferentes e intensamente comunicados. Por un lado, se procura narrar de manera analítica la trayectoria del sistema de partidos (establecer una secuencia, una periodificación, un encadenamiento de significaciones y conexiones); por otro, se emprende el mismo proceso pero desde un punto de vista centrado en la observación de los actores partidarios, sus tendencias internas, sus acumulaciones específicas y sus complejas tradiciones. Finalmente, será a la luz de este trayecto histórico de largo plazo;e1 de un siglo, que intentaremos evaluar las transformaciones y desafíos más recientes de la última década de los partidos del Uruguay.

Cuando en 1943 Juan E. Pivel Devoto publicó la primera edición de su Historia de los Partidos Políticos en el Uruguay, el siglo XX no era ni por asomo considerado como un período merecedor de atención por parte de la historiografía. La reconstrucción piveliana llegaba hasta las postrimerías del XIX en un juego pendular que, de un lado, tenía a los partidos tradicionales como sujetos centrales de gobierno y promotores de interpretación política, y de otro, a la normativa electoral, parte inescindible de la lucha política pero también base empíricapara la acumulación de aprendizajes institucionales. Pues bien, los 60 años transcurridos desde aquella Historia insuperada y persuasiva de Pivel, más los avances ocurridos en otras zonas temáticas de la historiografía y de las ciencias sociales (una vertiente de nuestra Ciencia Política se ha construido desde el diálogo y la tensión con la Historia) deberían operar como una provocación y un estímulo para emprender esfuerzos historiográficos más ambiciosos, más modernos y complejos pero marcados por aquella misma fuerza narrativa que le dio a la obra de Pivel Devoto, por muchos años, capacidad de hacer del pensamiento partidario (de los partidos y de los políticos) un "pensamiento rememorante".

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Por mera cronología y por acopio de instrumentos de estudio, el ahora pasado siglo XX es una completa unidad dé análisis, a la que cabría incluso aplicar—no

en este lugar— todas las restricciones y relatividades que suelen aparecer cuando

se someten los hechos plenos de contingencia a la rigidez de las unidades de

medida. Pongamos sólo un ejemplo de este malestar con la cronología a partir de una pregunta de apariencia trivial: ¿cuándo comienza nuestro siglo XX? Las

guerras civiles son frontera (1896-1904); como tal, unen y separan al mismo tiempo, cierran y abren una política. Pero si las radicamos o confinamos en el

siglo XIX como su "territorio natural", podemos caer en la tentación de validar con un cómodo golpe de vista la hipótesis oculta que hace de aquel conflicto un episodio luctuoso de la Premodernidad, políticamente casi vacuo, un canto del

cisne del "país criollo" que por entonces ni siquiera barruntaba la idea democrática. Y de ser así, en consecuencia, el resto de la historia se encamina en beneficio del carácter fundacional del batllismo, fundacional de la modernidad y de la democracia de partidos, todo lo cual es harto discutible.

El final del siglo XX —entendemos aquí los años 90, una vez remontada en Uruguay yen la región la Cuesta de la restauración democrática y apenas caído en el

mundo el comunismo y disuelta la lógica de la Guerra Fría— ambientó reflexiones

acerca de los partidos políticos y consecuentemente, acei a de su historia. Más

aun, en Uruguay la acción política corrió parecida suene ala de muchos Estados contemporáneos: pérdida de centralidad, de creatividad, de representatividad. Yen cuanto a nuestro asunto más concreto, pérdida también de las relaciones fluidas y otrora más explícitas entre pasado y presente, mengua de las posibilidades de concebir

o presentar la acción política como continuidad y a la vez como ruptura de dicha

continuidad. Estas formasen lasque la posmodemidad ha comprometido y erosionado las relaciones entre pasado y presente viene reclamando nuevas historias, esto es, preguntas diferentes, nuevos relatos y nuevas fuentes para su indagación.

Los partidos uruguayos (en rigor los partidos de cualquier lugar del mundo) producen relatos históricos y organizan una narrativa que forma parte tanto de su programa denso como de su retórica política. ¿Qué relaciones guardan y deberían guardar esas narraciones "pragmáticas", hechas a medida de la acción, parciales

en tanto partidarias, con las que —igualmente valiosas— se formulan eh ámbitos

académicos y profesionales de la historia, en principio más comprometidos con

la diversidad de enfoques y de fuentes y la reflexión comparativa ajena al

provincianismo? Las relaciones no son simples ni fluidas; en algún sentido podrán remitirse a las de "el político y el científico" tal como !as exploró Max Weber

en 1919. Pero enseguida las descubriríamos más complejas: la acción

autorreflexi va de los actores políticos produce)' demanda conocimiento histórico y perspectiva temporal; la historiografía, como la Ciencia Política, es una crítica

de la acción que a su vez renueva sus preguntas a partir de ella; los partidos

encuentran y escuchan a sus narradores, los que ganan predicamento cuanto más depende la socialización partidaria de la comunicación interna, de los circuitos de reclutamiento y vínculo segmentados. Entre tanto, la producción académica

—libresca o mediática— gana influencia en los ámbitos más abiertos e indiferenciados de consumo público de significados, peno es reinterpretada, usada,

rechazada o aceptada, devuelta siempre a sus oficiantes.

***

Esta reconstrucción histórica de los partidos en el siglo XX es todavía un

programa de investigación abierto y necesariamente colectivo. Propone una

periodización que procura integrar en el relato las siguientes dimensiones, algunas

de las cuales tienen además un rendimiento comparativo:

a. la integración sistémica, es decir, históricamente, la distancia que media entre la Consideración de los partidos como actores en sí mismos (organización, liderazgo, redes, iniciativa) y su integración en un sistema de

relaciones en dos sentidos bien definidos: en tanto sistema de partidos y más en general, dentro del sistema político;

b. la relación con el Estado, que si bien es condición de la referida integración sistémica, desarrolla impactos específicos en los partidos enitanto

los hace más o menos burocráticos, permanentes, capaces de supremacía en cualquier sentido;

e. la relación con la sociedad, entendida ésta como abstracción pero

también como lugar co,ncreto donde se produce la movilidad social, la lucha de clases, la integración; en ella la política y los partidos operan como meOación y articulación de intereses, como habilitadores sde primacías o relevanci ás, como administradores de clientelas o patronazgos;

d. el desempeño electoral y la mayor o menor determinación que sobre él tiene el conjunto de normas regulatorias, ya en lo que refiere al

partido en :anto actor electoral, como al formato general-del sistema de pulidos.

Pero también, pues de otro modo se perdería su recuento, el desempeño electoral

como experiencia de aprendizaje ciudadano del cual los partidos son escuela

mayor; el electorado en tanto actor político, problemático pero stistantivo; e. la constitución y el desarrollo de, competencias gubernamentales, para

el armado de agendas de gobierno y de oposición, para la distribución y ocupación

de cargos públicos, la decisión y ejecución de políticas, todo ello en el plano interno como internacional; y

f. finalmente, aunque presente en toda esta secuencia, la dimensión que

hace de los partidos comunidades interpretativas, sostenidas en principios

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de ordenamiento cívico, en aprendizajes reconocidos como tradiciones que explican y proyectan lealtades ciudadanas, en "ideas y creencias" que comparten fondos comunes)' marcan a la vez diferencias, filiaciones, identidades al rin y al cabo.

2. La historia de los partidos uruguayos. Periodización y relato

En las páginas que siguen presentaremos una visión panorámica, por razones de espacio forzosamente general e incompleta, de algunos de los principales rasgos de la trayectoria de los partidos uruguayos durante el siglo XX, Para facilitar una lectura más ágil hemos omitido las referencias y notas bibliográficas y documentales, remitiéndonos a algunos textos anteriores de los autores así como a la reseña bibliográfica que aparece al final.

Las fronteras del siglo (1897-1910)

Aun negando a los partidos uruguayos del siglo XIX su carácter de tales —postura demasiado extrema y que pocos especialistas aceptarían hoy— resulta difícil no reconocer en aquellas comunidades políticas un conjuntade atributos. funciones y de tareas cumplidas que son efectivamente fundacionales de los partidos modernos. (Digamos de paso que no vale mucho decir que los partidos "no eran modernos" si no se dice, a la vez, qué era lo moderno de aquel Uruguay, o cuánto más lo eran la economía, las empresas, las escuelas, el ejército, los gremios). No estamos, por entonces, ante partidos de masas sufragantes, pero la elite que los conduce a la vez dirige, agrupa, sirve y usa también a una sociedad que cambia aceleradamente, incorpora inmigrantes y se mueve del campo a la ciudad, Tampoco nos hallamos ante la consistencia de un sistema de partidos, es decir, ante la articulación de actores políticos para los cuales la vinculación entre ellos y con el Estado es un factor de estabilidad y reproducción.

Sin embargo, mas allá de estas insuficiencias relativas, cabe pensar que los partidos habían hecho mucho al terminar el siglo XIX. Si aceptarnos que habían nacido en la primera mitad, demoraron treinta años en aceptarse mutuamente como actores legítimos y los siguientes treinta, paralelos a la primera modernización económica y social, para refinar sus discusiones con argumentos cada vez mejores.

En el contexto de regímenes políticos más abiertos o cerrados, con dictaduras incluso, los dirigentes gobiernan .el Estado y se distribuyen roles, pero además discuten y practican la coparticipación, la representación y sus garantías,

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la gobernabilidad, la "libertad política" —para usar la expresión del texto clásico de Justino Jiménez de Aréchaga—; hacen la crítica y la defensa de sus tradic:ones, fundan. agrupamientos y tercerías que "amortiguan" el "dualismo" colorado/ blanco (ambas expresiones son de Martín C. Martínez); impulsan la concurrencia o la abstención como comportamientos políticos eminentemente partidarios; cuentan con órganos de prensa escrita en los que, aunque todavía en círculos restringidos, debaten y comunican ideas con eficacia.

Dicho de otro modo, los partidos fueron, cada cual a su manera, la contestación a un orden oligárquico (el que podría haberse encumbrado, por ejemplo, si se proyectaban "naturalmente" las líneas del orden constitucional patricio de 1830) y luego, luctuosamente, el triunfo sobre el orden oligárquico. Cumplieron tareas de gobierno y de agregación de intereses sociales; dividieron a la opinión pública y así la constituyeron. Como en tantos países de América Latina, pudieron haberse esmerado y complacido en el armado de un mero pacto de elites (al estilo del "café con leche" a la brasileña; de la capital y las provincias a la argentina) y en cambio terminaron el siglo con un baño de sangre de importantes raíces y consecuencias políticas.

Entre 1896 y 1910 el Uruguay vive una crisis política y militar que sucede además a una crisis económica y financiera que obligó a los partidos políticos a procesar revisiones y novedades. Fue una transición cabal: de liderazgos, de estilos políticos, de contenidos doctrinarios.

La transición del partido Nacional se expresó en la crisis del liderazgo doctoral y la reemergencia del liderazgo caudi I lesco, no del todo independiente, si bien se mira, de los círculos ilustrados que acompañaron (y escribieron) las gestas del 97 y del 4. Los colorados gobernaban desde los años de Venancio Flores; con algunas de sus marcas más populares Baffle y Ordóñez dirigió una reacción enérgica contra el bordismo, fundó una prensa política con la que llevó la política a los barrios y al mismo tiempo, como patricio que era, se manejó a la perfección en la política de elite del Partido Colorado, esa "cuna de oro", como han dicho Barran y Nahuin, desde cuyo seno fue electo Presidente para el período 1903-1907. No eran pues partidos populares, pero habría que decir que los núcleos partidarios de entonces eran de todos modos grandes y estaban a punto de derramarse sobre el conjunto más amplio de la sociedad. (¿Cómo explicar si no que una reunión del Partido Nacional convocara por aquellos años —lo recuerda Pi vel— a seis mil personas llenas de entusiasmo'? ¿Qué otra cosa inferir de la existencia de una prensa escrita que editaba un diario cada cuatro personas —lo investigaron Ban -án y Nahum-1 , sacaba a la calle 100 mil ejemplares de los cuales la cuarta parte correspondía al muy.político El Día?).

Don Pepe había reputado "nefasta" a la coparticipación. Con esa convicción y con un ejército moderno puesto al servicio del gobierno aplastó la última

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revolución blanca, que era sí la del país criollo y tradicional, tanto como era la de una política que venía reclamando desde hacía tres décadas por las garantías electorales y la responsabilidad cogobernante. La crisis fue una crisis de la modernidad, pues se pugnabapor la unidad del Estado y la legitimidad del gobierno. El partido Nacional sufrió una derrota de la que solo se repondría con la elección de la Constituyente de 1916 y con los debates fundadores de la primera Carta estrictamente democrática que tuvo el Uruguay desde el año 1919. Antes de ello, en 1910, había intentado un nuevo levantamiento armado, justo en el año en que Fue sancionada la ley del doble voto simultáneo presentada al Parlamento por el presidente Williman y su ministro del Interior José Espalter.

La formación del sistema (1910-1934)

La densidad y diversidad política de este siguiente período es evidente a cualquier observador de la historia uruguaya y la única forma de "cubrirla" con una abstracción es avanzar en la consideración de la integración sistémica de los partidos políticos. Veamos solo los extremos de esta línea de tiempo.

La "amenaza" de una nueva candidatura de Baffle a la presidencia reanimó en 1910 las pretensiones de levantamiento armado del nacionalismo, finalmente

• disuadidas. -La abstención electoral del Partido Nacional permitió a una coalición • liberal-socialista llevar a la Cámara de Diputados a Pedro Díaz y Emilio Frugoni,

liberal y socialista, respectivamente, que con 910 votos (muchos de ellos probablemente aportados por colorados organizados por Manini Ríos) no sólo harían más plural el Parlamento sino que poco más tarde votarían por B ati le —electo senador por Montevideo—, para ocupar por segunda vez la Presidencia de la República.

En 1934, meses después del golpe de Estado apoyado por sectores importantes de ambos partidos tradicionales, Gabriel Terra fue electo Presidente de la República por parte de la Asamblea General Constituyente. Los cambios en la Carta Magna definieron una nueva institucionalidad, al tiempo que a lo largo de esa misma década se terminarían de establecer, por la vía de leyes y reformas constitucionales más puntuales, los cimientos de la normativa electoral conocida desde entonces como la primera "ley de lemas". Más allá del contexto y de la vocación hegemonista en la que este sistema electoral emergía, sus principios terminaron consolidando durante décadas no solo los partidos y sus fracciones entonces predominantes en la escena política sino también al sistema que ellos configuraban, con relativa independencia de la coyuntura.

Entre ambos momentos hay un cuarto de siglo especialmente productivo para la vida política y partidaria y su resultado puede incluso estilizarse al extremo de

haber alcanzado los rasgos clásicos de la formación uruguaya. Anotemos someramente algunos elementos de recíproca alimentación: la política se electoral izó a un ritmo acelerado; las elecciones y su frecuencia politizaron a la población, construyeron ciudadanía; los partidos y sus fracciones fueron organizadores, convocantes, reclutadores de recursos; completaron su rol de sujetos.gobernantes; la agenda de temas y las formas de su difusión integraron novedades temáticas y técnicas; la relación de lo partidario con lo no partidario cobró consistencia corporativa a partir de la incorporaCión de demandas sectoriales de la sociedad, entre otras muchas transformaciones de relevancia.

Pero si este es el ciclo político del primer batIlismo, que alineó y polarizó fuerzas de un lado y otro del "reformismo", también lo fue de un gran debate constitucional que culminó en la aprobación de la Carta del 19, debate de ideas y pártidos, fundador del pluralismo institucionalizado y de la expansión del sufragio, que dejaba atrás, definitivamente, los rasgos censitarios del orden político decimonónico. Con la elección de la Constituyente y el "Alto de Viera", el sistema político uruguayo había demostrado que el gobierno podía perder influencia y poder a partir del fallo de las urnas, que era capaz de respetar ese fallo y cambiar el rumbo de las políticas hasta entonces implementadas. Estamos Pues ante la presencia de un sistema de partidos completo por cuanto la durísima competencia no quebró la pauta superior de cooperación y la derrota del gobierno no arrastró a iodos los actores a la quiebra del sistema político.

La crisis expresada en el golpe de Estado de Gabriel Terra abre desde luego otro tramo de este relato, pero a diferencia de la dictadurabilitar instaurada en I 973 fue una crisis mucho más referida ala estabilidad del sistema político que del sistema de partidos propiamente dicho. No hubo aquí esos liderazgos militares y esas constelaciones antipartidistas que constituyeron la punta de lanza de la gran mayoría de los golpes de Estado que por entonces se desplegaron por casi toda América Latina. En su lugar se dio un golpe palaciego—no por ello menos repudiable en tanto quiebra de la institucionalidad legítima—, liderado por el presidente Terra con apoyos —entre otros— de fracciones partidarias.

Entre golpes de Estado: ajustes y tareas del sistema (1934-1942)

La nueva etapa está enmarcada entre el golpe de Estado de Terra dé] 31 de marzo de 1933 (y el ajuste constitucional sucesivo) con el cual se desafía buena parte de la tradición liberal y e] golpe de Estado de Alfredo Baldomir. en febrero de 1942, que sirve de punto de partida para la restauración democrática. Es el primer ciclo dictatorial del siglo y como tal define el ciclo político de los partidos, que salieron de la emergencia habiendo experimentado cambios de importancia.

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El régimen terrista reprimió a los partidos y persiguió oposiCiones políticas y sociales, Pero debía mucho a los partidos en tanto las fracciones que le dieron sustento y concurso para el ejercicio del gobierno pertenecían radical y tradicionalmente a ellos. Dicho de un modo más simple, ni el golpe, ni la Constitución de 1934 (iniciadora, para el oficialismo, de la "tercera república' y para la oposición de la "república de tercera"), ni la gestión de gobierno—novedosa en muchos campos— fueron•obra de un actor político no partidario, ajeno al sistema hasta entonces disponible; no hubo el liderazgo de fuerzas o coaliciones alternativas (como los ejércitos "asociados" a grupos económicos tan comunes en América Latina de la época) que desplazaran a las vigentes; los partidos fueron seriamente afectados en su vida interna y pública, pero pocas veces fueron impugnados de raíz (por ejemplo, desde ciertas pretensiones corporativas de escaso predicamento) como actores legítimos de gobierno.

En contrapartida, las divisiones internas preexistentes se profundizaron y operaron incluso corno marcas de identidad de las fracciones ante la ciudadanía. Las fragmentaciones se consagraron en torno a pares de notable contenido polémico: pro régimen y anti régimen, para mencionar la más gruesa o abstracta; concurrencista y abstencionista, para reconstruir el comportamiento electoral; colaboracionista e indiferente (y en un extremo, también conspirador) para comprenderla hechura de las políticas implementadas y los recursos políticos y técnicos idóneos para imponerlas y ejecutarlas; aliadófilos y nentralistas pan: mostrar algunas claves internacionales de la restauración democrática. Nada de esta dialéctica ocurrió afuera de los partidos, por más que la vida de sus asambleas estuviera vedada o restringida. Todo ello, pues, pertenece a su historia completa.

La división de batllistas y antibatllistas es desde luego mucho más antigua y compleja que el episodio terrista. Solo que la dictadura la organizó de un modo más dramátip, institucionalizado, previsible y le permitió acada sector el "cumplimiento de un rol" en el sistema. La división entre herrerismo y nacionalismo independiente también tiene raíces más lejanas, presentes tal vez en la misma tensión constitutiva de la síntesis entre "lo blanco" y "lo nacionalista". El golpe derivó—principal aunque no' únicamente— de los partidos, al tiempo que también los dividió; catalizó de fi nipio nes, estilos y liderazgos que trascendieron el período propiamente dictatorial y que resultan imprescindibles para explicar procesos posteriores tales como la lucha por el liderazgo "colorado y batllista" de Luis Batlle, la emergencia de la "catorcista" figura de Pacheco Areco a fines de los años 60,1a "tardía" victoria del Partido Nacional en 1958,o la consagración del liderazgo de Wilson Ferreira aun concebido corno transitoria —o relativa— superación del viejo pleito interno.

El presidente Baldomir a quien la indulgencia de muchos situacionistas veía como "mal menor" y como "el menos marzista" de los gobernantes oficialistas, estaba en rigor comprometido con la dictadura de Terra. Pero pudo iniciar un

giro democrático no sólo porque supo aprovechar los impactos que la política internacional derramaba en la interna sino, sobre todo, porque le fue posible hacer todo eso desde adentro de su partido y mediante una operación de desplazamiento y cambio de alianzas que era posible armar desde un seno partidario. El mismo que podía hacer algo más creíble aquella lacónica expresión con la que el general-arquitecto iniciaba la restauración: "yo amo la democracia". (Dígase de paso, para insistir con la comparación, cuánto se había quebrado en el Uruguay la tradición liberal y partidaria con la dictadura de 1973, cuando en su momento terminal el general Gregorio Alvarez se animaba a declarar en diciembre de 1984 algo definitivamente diferente y ajeno por completo a aquella tradición: que la democracia era "como los árboles, como los niños: hay que llevarlos de la mano, ponerles furores para que crezcan derechos...").

Por último, en este período marcado por golpes de Estado y transiciones se produce un avance de los mecanismos a partir de los cuales cobra mayor nitidez la división entre los "partidos tradicionales" y los "partidos de ideas", estos últimos progresivamente reconocidos ene! arco de opciones que va de la izquierda a la derecha. La división en dos subsistemas habría de madurar con el tiempo, portadora casi hasta hoy de una nomenclatura equívoca y progresivamente incorrecta (pues "tradiciones" e "ideas" todos poseían). Es expresiva, sin embargo, de un juego binario que el sistema de partidos desarrolló insti tucionalmente Los "cerrojos del bipartidismo", según la buena expresión de Juan Oddone cuando refiere a la Ley de Lemas y sus correlatos, fueron sin duda concebidos para evitar la conjunción de fuerzas opositoras nucleadas en un Frente Popular, pero en la medida que ceterminaron monopolios, autorizaciones y encuadres solo posibles "adentro del partido", contribuyeron a consolidar a "los partidos tradicionales", a volver imprudente cualquier salida a la "intemperie política" y a confinar a . los "no tradicionales" a operar desde los márgenes del sistema.

Desafío externo y alternancia (1942 - 1958)

La política internacional afectó severamente la vida de los partidos uruguayos no sólo hacia adentro (sus definiciones y prédicas, sus estilos, sus liderazgos), sino de un Modo más decisivo todavía ene! armado de opciones de gobierno y el juego de relaciones interpartidarias e intrapartidarias capaces de dar forma a alianzas de gobierno. No eran aquellos años fáciles para la indiferencia o para el silencio; todo conducía a la "toma de la palabra", siempre política. La guerra civil española (1936-1939) primeto, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) después, junto con la experiencia del nazifascismo, fueron referentes configuradores de la agenda, mucho más presentes en ella que la hegemonía

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norteamericana crecientemente incontestable en América Latina o la vigencia del totalitarismo estalinista sobreviviente hasta 1953 con la muerte del mismo dictador. Esto último hizo que muchos no vieran casi más que fervor auténtico y generosidad democrática en los actores centrales de la guerra fría y que aquellos partidos o sectores que mostraran opiniones más matizadas o claramente neutrales resultaran castigados, anatemizados, puestos también ellos en un cuadro de guerra.

Más allá de simplificaciones rápidas había razones múltiples y complejas para sostener posturas diferentes y enfrentadas. Muchas de las "convicciones" y "los intereses" (sin que esta distinción encumbre moralmente a las primeras sobre los segundos) podían hallarse bien fundados en cualquiera de las voces. Digamos ahora, en referencia a nuestro tema central, que los partidos alojaron casi todas las opiniones y fueron un ámbito pri vilegiadó (junto con el Parlamento) para su discusión y difusión. No fue necesario salir del partido ni del sistema de partidos (y tampoco se fue merecedor de sanciones y expulsiones) para expresar y practicar la aliadofilia más entusiasta e ingenua, o para reclamar neutralidad en la guerra o interpelar cancilleres a fin de evitar la instalación de bases norteamericanas.

"Durante el carnaval" del 42 —la expresión irónica es de Carlos Quijano, un escéptico inclemente de aquella transición— quedó construido el marco para la restauración democrática y batllista cuya vigencia sé prolongaría hasta que el Partido Nacional triunfó en las elecciones de 1958. La restauración batllista se afirmó a partir de tres pilares consecutivos: el "golpe bueno" de Baldomir dado el 21 de febrero de 1942 (expresión del cambio de alianzas favorecido por los alineamientos internacionales y cierta recuperación económica); la nueva Constitución aprobada semanas más tarde el 27 de marzo (que entre otras cosas liquidaba la excluyente representación del famoso Senado del "medio y medio", propia del marzisino); y las elecciones nacionales celebradas el 27 de noviembre del mismo año (que no sólo dieron un triunfo aplastante al Partido Colorado y al badlismo sino que afirmaron a este sector en el área metropolitana, con Fabini en Montevideo y Berreta en Canelones.)

En principio aquella fue la peor hora del principal caudill3 nacionalista, a la que sucede, sin embargo, un final de carrera —y de vida— coronado por el triunfo. Los tiempos del "Herrera nazi" son los de un Amézaga proaliado y proamericano. apoyado en cierto optimismo al que habilitaba la recuperación de algunas exportaciones y un empuje industrial y urbano que con los años se demostraría extraordinario.

Los partidos políticos usaron todos los recursos del sistema: el Parlamento fue ámbito de cogobiemo y control; también caja de resonancia para ventilar "implicancias" y abusos; el electorado dio señales permanentes de variación y discriminación de actores (premió a los —prestigiados por la guerra— partidos

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marxistas en 1946 con un buena e inédita votación que luego les negó; distinguió fracciones y matices adentro de los partidos; devolvió a -Herreraun cauce para su recuperación como candidato); el Estado, entendido aquí como red de empresas y burocracias, ampliado en sus funciones de acuerdo con la matriz batllista, fue también "Estado de partidos", lugar desde el cual ejecutar políticas y distribuir recursos (empleos, influencias, beneficios), armar 'coincidencias patrióticas" como la de 1948 entre el presidente Luis Batlle y Herrera.

El carácter sistémico de las relaciones entre los partidos quedó una vez más demostrado con el proceso que culmina en la sanción de una nueva Constitución cuya vigencia, luego de una gélida aprobación ciudadana, se inicia en 1952. En la vuelta del Colegiado ahora "integral" es más que visible una lógica de asociación de intereses para preservar ciertas posiciones adquiridas y evitar algunos "peligros" para la estabilidad. Se asociaban quienes desde tiendas distintas resolvían un nuevo marco institucional que los integraba al centro de la decisión: el herrerismd que con sorpresivo giro doctrinario —y desde su pragmatismo esencial— cambiaba su conversión al colegiado por un acercamiento a los núcleos del poder y del cogobierno; el batllismo de un Martínez Trueba (a quien "le tembló" la banda presidencial en el pecho) que desde la retórica de don Pepe empujaba ese mismo Colegiado para cancelar la carrera personalista de don Luis; el bipartidismo histórico de "blancos y colorados" que ensayaba y proponía un "abrazo de tradiciones" —lo decía Haedo— para obstruir caminos nuevos y defenderse dé las "inclemencias" sociales y políticas que ya estaban en puerta.

Pocos regímenes como el del Colegiado merecieron tanta crítica por su trámite moroso, su excesiva deliberación (Washington Beltrán llegó al extremo un tanto equívoco pero persuasivo de referir entonces a la "parlamentarización del poder Ejecutivo"), su propensión al reparto de.puestos, beneficios y favores y a la fraccionalización de los partidos. Con ella se explica el malestar creciente que fue ganando a muchos actores y de la que son elocuente muestra opiniones como la ya referida de Beltrán o como la de los representantes diplomáticos de la época —el belga Francis de la Barre en 1964— recientemente relevadas por Nahum y por Bal bis. Sin embargo, la vigencia del régimen colegiado entre 1952 y 1967 no coincide en absoluto con un panorama de desgobierno o —menos aun—mengua de las iniciativas y novedades.

El triunfo nacionalista de Herrera y de Nardone en 1958 pudo demostrar varias cosas a la vez: los blancos alcanzaban el gobierno en virtud de sus alianzas y reagrupamien tos; los colorados podían perder las elecciónes y el dominio del Ejecutivo; los grupos de presión (en varios sentidos el Ruralismo lo era entonces, aunque era mucho más que eso) cobraban dinamismo Y encontraban espacio para la movilización de intereses, pero rendían armas ante los partidos políticos y sus fracciones sin los cuales nada les era posible. Dicho en términos individuales,

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El Uruguay del siglo XX - Tomo II - La política

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Nardone ponía en duda y entredicho a la partidocracia uruguaya, pero sólo con Luis Batlie y Herrera en 1954 y sobre todo con Herrera en 1958, sus aspiraciones tenían alguna chance de progresar ante la ciudadanía. He allí su limitación y su inteligencia.

La crisis y caída de la partidocracia uruguaya (1958-1973)

Un balance del recorrido del sistema hasta fines dolos años cincuenta debería tornir en cuenta el hecho de que por tareas cumplidas, funciones políticas y no políticas, jerarquía o grado de determinación sobre el resto de la formación política, los partidos fueron efectivamente gobernantes y ocuparon un lugar central. De algún modo un tanto simétrico y por lo tanto simple puede afirmarse también que la crisis que culmina con el golpe de Estado del 27 de junio de 1973 es, entre otras cosas, la traducción concreta de la pérdida de esas funciones y de la tradicional centralidad de los partidos.

Se nos impone llegar hastaese punto a partir de algunas distinciones y matices. Primero: por más parentesco y co-varianza que tengan, la crisis económica no es la crisis política)) partidaria. El estancamiento productivo y tecnológico, la pérdida de competitividad, la inestabilidad financiera y monetaria, la agi taci ón social y la puja por el ingreso progresivamente deprimido —son estos los tonos más sombríos de la crisis—se instalaron claramente en la escena nacional. Pero ante la tormenta, con errores y también aciertos, los actores políticos reaccionaron, intentaron respuestas, exploraron alternativas (dicho esto Más allá del éxito o fracaso solo comprobable al final del proceso). Reaccionaron los partidos, sus líderes, sus grupos, sus técnicos (¿de dónde si no —más allá de impulsos y condicionamientos exteriores— salió la desrcgulación económica, la pasión por el diagnóstico y la planificación, las renovaciones programáticas, la emergencia de liderazgos como el de Wilson Ferreira y la unificación de las izquierdas en el Frente Amplio?); reaccionó el electorado que se movió y flotó "suavemente" y sancionó al gobierno toda vez que compareció en las urnas desde 1954. Hubo sí, dígase como contrapartida, sobre todo entre 1968 y 1973, un descaecimiento institucional del sistema político en el que y por el que los partidos•erdieron centralidad, incurrieron en deslealtad y vacilación, delegación y resignación de .funciones claves, en beneficio de actores nuevos y antidemocráticos.

Segundo: la alternancia no es sinónimo de crisis salvo en lo que esta expresión tiene de cambio, de transición, de oportunidad que se le da a lo nuevo. El Partido Colorado —en tanto partido de gobierno y del Estado por mucho tiempo— vivió su derrota come una frustración política, como una expresión de

la "crisis del país" y como la traducción de la "incomprensión ciudadana". Pero miradas las cosas en perspectiva histórica y sin restar un ápice de densidad a la coyuntura de 1958, cabe agregar que la alternancia debe ser mejor calibrada por la historiografía toda vez que se acepte que en el Uruguay el gobierno ha sido

casi siempre cogobierr.o. Esto es, entre muchas cosas, que los cargos políticos y administrativos, de dirección y de ejecución en todos sus niveles, que las leyes tramitadas en el Parlamento —las cruciales, decimos—, que las Constituciones que el país se fue dando fueron todas faenas interpartidarias, que si bien no cancelaron asimetrías y desniveles de poder se comprenden mejor a partir de la reconstrucción de las relaciones entre los partidos políticos.

La secuencia crepuscular del Uruguay Clásico es breve pero muy intensa. A la "hora herrero-rural ista" (1958 - 1962) le sucedi0 un SGOnclo momento blanco

(1962 - 1966) conducido fundamentalmente por la Unión Planea Democrática. Eran las dos opciones disponibles en el nacionalismo y largamente elaboradas en el correr del siglo. Luego, cual bisagra del período, la nueva Constitución de 1967, también fruto de acuerdo interpartidario, devolvió fortalezas al Ejecutivo unipersonal y fue expresión bastante fiel de una opinión ciudadana que en varios proyectos de reforma postulaba la vuelta a la institución presidencial. No hay evidencia de que la nueva Constitución —la misma "añorada" que sirvió de marco para volver a la democracia en 1984— fuera el factor determinante de la caída de las instituciones y el golpe de Estado que dio.naci miento a la dictadura militar. Lanueva Carta brindaba sin dudael mejor encuadre institucional para el retomo al gobierno del Partido Colorado que, aun dividido en varias fórmulas presidenciales en su oferta en los comicios de 1966, había sido ganado por un aliento eficientista y ejecutivo, del que una figura como Gestido tal vez no fuera su mejor exponente. La muerte del General ocurrida el 6 de diciembre de 1967 abrió la era pachequista que culmina con la dramática elección de 1971 en la que se expresó la novedad más rutilante del sistema político y de partidos; el surgimiento de una tercera fuerza competitiva como cl Frente Amplio.

Los principales resultados que producía el sistema y la forma en que los producía erosionaban la centralidad de los partidos y confirmaban así el carácter radical de la crisis que culmina en el golpe de Estado del 27 de junio de 1973. Vayamos más atrás en el tiempo. Uno: el ruralismo —y el momento ruralista— de "Chicotazo" amenazó las convocatorias partidarias clásicas (se sirvi ó de ellas mucho más de lo que ellas fueron servidas), las tradiciones partidarias (en nombre de cierto espíritu fundacional que incluso tentó fugazmente a Herrera) y la ciudadanía liberal desde un cierto clasismo informal (el de "botudos" contra "Ltalerudos" o el de "pueblo" contra "oligarquía"). Dos: la guerrilla —básicamente

la tupamara— que arremetió violenta y tempranamente, en 1963, contra la pacificación de la política y contra las instituciones, con el afán salvacionisi a de

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28 El Uruguay del siglo XX - Tomo II - La política

dar expresión política a,sectores que reputaba marginados de la política y dc las políticas. Tres: Pacheco Areco y el pacirequi sino, por cuanto además del acelerado

deterioro de las libertades fue aquel un nuevo momento populista que cuestionó mediaciones tradicionales (recuérdese, por ejemplo, su afirmación emblemática "estoy solo con mi pueblo")

y dio entrada más directa, en el gabinete de ministros, a los grupos de presión empresarial más poderosos_ o acuciantes. Cuatro: la aparición clara, violenta, deporte mesiánico, novedosa en Uruguay, de

las Fuerzas Armadas corno actor político dominante, presencia luego "innecesaria" desde el punto de vista militar y represivo por cuanto los tupamaros habrían de ser

derrotados antes del golpe, pero "dtil" a la hora de asegurar un relevo de los desprestigiados partidos.

Pocas veces el trayecto concreto de una biografía política resulta más expresivo de este cuadro crítico que venimos sintetizando que en el caso de Juan María Bordabeny. Hijo de Domingo, mentor de Nardone, era un producto bastante típico de la impronta ruralista; también había sido senador blanco con Etchegoyen en 1962 y candidato presidencial colorado en 1971; sucedería a Pacheco Areco en la presidencia --el mismo Pacheco luego embajador, que le dio más tarde su respaldo corno dictador en 1973—; creyó ser el jefe de la guerra contra los tupamaro's - y se mostró poseído por una convicción fanática acerca de una misión salvadora, desde una confusa doctrina antiliberal y de tono corporativista, con el afán de

• liquidara los partidos políticos como base de la democracia.

La dictadura militar, las Fuerzas Armadas y los partidos (1973-1985)

El golpe de Estado se efectuó explícitamente contra los partidos políticos, identificados por el golpisrno como los responsables directos, por acción o por omisión, de la crisis política del Uruguay. Luego de la "normalización" represiva, el gobierno de facto proscribió partidos, dirigentes y militantes (de todos los partidos, pero en particular de la izquierda) y sólo se volvería hacia ellos bien luego del plebiscito de 1980, cuando los militares comenzaron a comprender el fracaso político (comprender al Uruguay?) que había supuesto aquel intento de !egi ti mar un conjunto de acciones, algunas de ellas "fundacionales", sin el apoyo. la

i mermedi ación o la aquiescencia de los partidos.

Las Fuerzas Armadas fueron actor político (Juan Rial dice más: fueron 'partido sustituto"). En todo caso veamos algunos rasgos de su desempeño: la autonomía respecto de la sociedad civil, lograda desde una base burocrática y material; su marca estatalista tan contradictoria con las corrientes del "pri vatismo" radical que entonces avanzaba (o aprovechaba para avanzar) bajo el liderazgo de una elite tecnoburocrática fuertemente articulada con el

[...()S PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX

capital financiero transnacional, expresada por figuras como Alejandro Végh Villegas, conductor de la Política económica del régimen en 1974; el desdoblamiento difícil y desgastante entre el cumplimiento de funclones profesionales, políticas y administrativas; !aclara preeminencia de la conducción colegiada ante los intentos de hegemonía personalista o de tipo "caudillesc:o" como los que se podían comprobar contemporáneamente en Chile o Argentina; la presencia de fuertes inercias de la organización profesional militar en el desempeño de las nuevas funciones (permanencia del espíritu corporativo y de la estructura jerarquizada y burocratizada, continuidad en la exaltación de determinados valores fuertemente internalizados, etc.); un elevado y relativamente continuo grado de institucionalidad (reflejado en las rutinas de relevo o en la general pérdida de influencia dejos militares en retiro); el desarrollo de una ideología de neto corte autoritario, nutrida por configuraciones de diverso origen (doctrina de la seguridad nacional, herencia del subsistema militar, teoría neoliberal autoritaria, anticomunismo ancestral, etc.), entré otras.

Al asumir la conducción del Estado, las FF.A.A. debieron responder a los requerimientos provenientes de la propia índole de las . tareas asumidas. Este desafío propiamente político, se vio profundizado en sus alcances por el tipo de aparato estatal que se heredaba, escasamente apto para la implantación veloz de nuevos elementos y con fuertes inercias que le otorgaban cierta autonomía relativa frente a los proyectos de la nueva corporación dominante. La obligación de "hacer política" —porque de ello se trataba, lo aceptara o no el discurso militar— planteó al actor político FEAA. algunos asuntos de difícil resolución que Horacio Martorelli agrupa eficazmente en tres conjuntos de problemas: los derivados del "ejercicio efectivo de la autoridad"- (que entre otras generó la prioridad de mantener la "cohesión monolítica" interna); los vinculados con el logro de ciertas formas de "legitimación" (que intentaron pero no pudieron lograr por la vía electoral); y, por último, los asociados a la dimensión de la "representación de la autoridad" .(que dio lugar a sucesivas 'ofensivas propagandísticas de la si inbología militarista, onerosas y por lo general con escasos resultados).

El régimen militar uruguayo no logró prohijar movimientos sociales ni partidos políticos oficialistas. En este sentido se ubican fenómenos como el del fracasado intento de inducir un "nuevo sindicalismo" o la trayectoria frustrada del proyecto del "partido del proceso". Incluso, las relaciones de los militares con sus potenciales aliados sociales (en particular, sus vínculos con los grupos de presión empresariales) no siempre fueron fluidas y armónicas. Si bien existieron círculos oficialistas (variadas "camarillas" de civiles de origen blanco o colorado, vinculadas generalmente a los jerarcas militares dé mayor predicamento), el espíritu corporativo y la desconfianza propia de una estructura cerrada, llevó con frecuencia a los militares a desechar o restar importancia a algunas ofertas de apoyo (escasamente condicio-

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30 El Uruguay del siglo XX - Torno II - La poliia

nadas la mayoría de las veces) provenientes de la sociedad civil. A la hora cle la búsqueda de mínimas formas de consenso con la civilidad, esa altanera (o temen ) .a) inclinación de casta se revelaría fatal desde el punto de vista político.

Luego de tantos fracasos fundacionales, el actor político militar demostraría sin embargo pericia y ductilidad a la "hora de la salida". Muy lejos de la fácil postulación de "la vuelta a los cuarteles", en el proceso final de las negocia- ciones que desembocaría en el Pacto del Club Naval, las FF.AA. terminarían pi ir obtener de modo indirecto su legitimación Como actor político, en un hecho que no podía tener sino prolongaciones evidentes hacia la etapa democrática.

Cual paradoja de inspiración piveliana, la dictadura militar demostró una ve, más que la historia del Uruguay es asimilable a la historia de todos sus partidos políticos. El "proceso" que había comenzado con la denigración de "la política". de los políticos y de los partidos, evidenció otro fracaso al culminar su itine- rariorcon las colectividades tonificadas y relegitimadas ante la sociedad y con el partidocentrismo ratificado. Incluso el rotundo fracaso de destruirpara siempre a la izquierda como actor político competitivo, objetivo que algunos jerarcas de la dictadura llevaron al grado de obsesión, apunta en la misma dirección, más allá que se funde también en razones de otra índole, como veremos más adelante.

Ni la represión más cruel (cárcel, trato inhumano, desaparición t'orzada, proscripción, exilio.,.) ni los iniciales entusiasmos neocorporatiVistas, ni las proscripciones en bloque de las dirigencias partidarias, ni la propuesta del candidato único, ni la tentación del "partido del proceso" lograron borrar las antiguas identidades partidarias ni el "insondable" sistema de lealtades .que siempre las nutrió. Durante los primeros años, los militares sostuvieron una línea dura y "principista" contra el viejo régimen del "doble voto si multáneo",'pero tras la derrota de 1980, tal vez por permeabilidad o pertenencia relativa a la cultura política tradicional, tal vez para ampliar la representación de las minorías oficialistas o por imperio del realismo ante las nuevas circunstancias políticas, alteraron sus convicciones y terminaron defendiendo lo que tanto habían denostado. Dicho en otros términos, no fueron capaces (salvo con la por ellos mismos frustrada ambición de Bordaberry) de pensar un cambio institucional sustrayendose de los límites que imponía el paradigma uruguayo de la política. •

El triunfo del NO en noviembre de 1980 puede ser visto también –aunque no exclusivamente por cierto– como una tarea de los partidos políticos, razón por la cual el nuevo plan militar cayó en la cuenta de que nada eraposible sin su concurso. Y en su búsqueda, los militares echaron a andar una ley y un proceso electoral que terminaron asegurando su vigencia. ¿Qué otra cosa sino reforzar las iden-tidades partidarias se logró a partir de la reanimación partidaria de 1982? Piénscse en el frecuente y publicitado funcionamiento de los órganos deliberantes: las asambleas y las convenciones, que mostraron hasta la restauración de los "eSti los -

Los PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX 3 I

de cada uno de ellos. Piénsese en el ostensible esfuerzo de elaboración, actualización y discusión programática, que obligó a saldar al menos una parte de la deuda de "las tradiciones" con "las ideas". Y finalmente, tómese en cuenta lo que los partidos ganaron en consistencia y homogeneidad, en organ.ización, en explicitación y en capacidad de respuesta a la coyuntura.

Aun con las restricciones y condicionamientos del pacto del Club Naval, la elección de 1984 puso en evidencia la restauración del sistema partidario uruguayo. El "tercer partido" o el "medio partido" que era entonces la izquierda coaligada, confirmó e incrementó su presencia y caudal electoral y demostró poseer, también ella, la tradición que obviamente le faltó al nacer. La dictadura que buscó denodadamente destruirlo terminó coadyuvando indirectamente al fortalecimiento del Frente Amplio en tanto otro "partido tradicional" de la política uruguaya.

Pasado el temporal, los partidos estaban otra vez allí, sobreviviendo al gobierno que dispuso de las mayores armas para aniquilarlos. Pero si la lista de permanencias y restauraciones en el sistema partidario resultaba en verdad impresionante, tampoco faltaban novedades. En primer lugar, en ningún caso de las persistencias se podía hablar de estabilidad absoluta, sino más bien –y una vez más– de persistencias con cambio y a través del cambio. Un buen ejemplo de ello lo brindaba la clara funcionalidad restauradora de la inversión de mayorías adentro del Partido Colorado (perdieron los ganadores del 71, el eje Bordaberry - Pacheco) respectó de la continuación o confirmación de su predominio –tan histórico como relativo– en el panorama partidario.

Por su parte, los años finales del período dictatorial presenciaron también el despliegue de una serie de fenómenos y situaciones que amenazaban erigirse en desafíos para muchas de las continuidades del sistema: el proceso de hegemonización de las mayorías adentro de ambos lemas tradicionales, tendiente

cohesionarlos en términos ideológicos y por ello a simplificar como quizás nunca antes su tradicional diversidad de comportamientos en los períodos interelectorales; la confirmación de una "tercera fuerza" realmente poderosa como el Frente Amplio, que profundizó los cambios operados en el sistema de partidos luego de 1971 y consolidó una modificación de las reglas de juego tradicionales; la existencia con el Gral. Seregni de un liderazgo personalizado inédito en la izquierda, lo que vino a facilitar la integración de ésta a ciertas áreas de decisión que le eran anteriormente vedadas (en particular, las luego habituales y a veces decisivas "reuniones de cúpula"); las inciertas posibilidades de concreción de una reforma política profunda, electoral y constituciona:; por último, las diversas resonancias en el sistema político en general y en - los partidos en particular del período de la dictadura y del poder militar mismo, así como de sus notorias sobrcvivencias.

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32 33 El Uruguay del siglo XX - Tomo II - La política Los PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX

- '

Transición, restauración y reforma (1985-2000)

Los tres lustros que nos separan del fin de la dictadura no resisten abusivas simplificaciones y están todavía iinpactando de un modo directo en la convivencia política de nuestros días. Pocos discutirán, sin embargo, que los partidos y

el sistema de partidos fueron actores decisivos a lo largo de los tres procesos que nos llevan hasta el final del siglo: la transición de la dictadura a la democracia (lenta y compleja; en rigor, las primeras elecciones libres y plenamente constitucionales fueron las de 1989); la restauración de la política tradicional (funcional a la transición, recupera las formas y culturas de la política, pero también las reproduce y conserva) y la reforma del conjunto, de los partidos, del sistema de partidos y del sistema político, marcada por importantes cambios en la normativa electoral, el fincionamiento de las colectividades, las modalidades efectivas del gobierno y hasta el lugar de la política en la mentalidad colectiva.

n Actores de la transición ,)

-; Dictadura transicional no es lo mismo que transición democrática; la

_. -1.

diferencia más notoria entre ambas radica en que la iniciativa y el comando de la , acción de la transición se afirmó claramente (también en forma gradual) en los , 3

partidos políticos. La vida política recuperó el escenario más favorable a la ; visibilidad de los partidos, el electoral, y si bien se mira, la ciudadanía fue ,

convocada a las urnas en dos cruciales oportunidades antes de la primera elección , J

de 1984: en la refundacional jornada del 30 de noviembre de 1980 y en las _. elecciones internas de los partidos políticos celebradas en el año 1982. Ambas .., fueron instancias de legitimación de los partidos, de ratificación de algunos liderazgos, de emergencia de nuevos "jefes" y estilos políticos, de órganos de

- ..

prensa y de modalidades de comunicación. Y sobre todo fueron la causa y la . evidencia de que la iniciativa política había "cambiado de Mano", por más relativizaciones y límites que le impusiera la tutela militar.

Véanse tres ejemplos: uno, la intensa movilización que desde 1983 /levaron adelante algunos sectores sociales fue perdiendo capacidad de imponer su propio rumbo (su estilo, su radicalidad incluso) en la medida que lo partidario fue capturando a las organizaciones y a los movimientos; dos, todos juntos con mayor o menor "sinceridad", rindieron tributo a la Concertación Nacional Programática (CONAPRO), oportunidad para ratificar finalmente la primacía de lo partidario sobre lo social organizado (primacía de la política, en suma) y para ambientar probleMáticos desencucntros y frustraciones; tres: ya quebrado el "encantamiento' . de la primera hora democrática, vino la disidencia profunda que supuso todo el proceso de debate y aprobación de la polémica "Ley de Caducidad de la R-etensión Punitiva del Estado", finalmente consagrada en

diciembre de 1986, Recuérdese cómo la movilización social emprendida contra la impunidad desfallecía notoriamente en el recaudo de las firmas en 1987 y fue entonces cuando los partidos y fracciones de la oposición le dieron el empuje decisivo para habilitar el recurso contra la ley. (De paso cabe recordar también que la ley fue ratificada; esto es, no hubo una distancia crítica entre el pronunciamiento parlamentario orientado por los partidos políticos y la opinión ciudadana volcada en las urnas.)

Portadores de la restauración Restauración puede emplearse al menos en dos sentidos. En uno crítico, es la

vuelta a un pasado previo a una conmoción —eso había sido la Restauración posnevo lucionari a y posnapoléonica—. Se asoci a a un "pasado mejor", responde a un resorte de nostalgia y a una visión mecanicista de la historia (Si recreamos las condiciones activaremos los mismos resultados...) Es pues una expresión conservadora de las sociedades y de las políticas. El otro sentido suele ser más enaltecedor por cuanto remite y reclama la recuperación de valores de convivencia que, como la libertad, la tolerancia, el pl uralismo en el caso de la democracia, reabren de todas formas los caminos de la diversidad histórica y la mejor incertidumbre. Y bien. Uruguay navegó entre ambos sentidos de la restauración: el país vivía en 19 §4 una de las más graves crisis económicas y deterioros sociales de su historia; los paridos políticos, seducidos por los prestigios de viejas prácticas —algunos bien ganados—, se entregaron a los beneficios de su mero retorno; los partidos empujaron Y promovieron la vuelta de la-antigua institucionalidad (en ellos mismos, en los sindicatos y corporaciones, en la Universidad, en la vida cultural).

Es cierto que la distdbución de roles y responsabilidades contribuía a delinear un cuadro propicio a la restauración: El Partido Colorado, tradicional partido de gobierno y del Estado, volvía al gobierno y al Estado (aunque desde otro juego de mayorías internas); el Partido Nacional, liderado por Wilson Ferreira (muy pronto malogrado por la enfermedad, después de tanta vigilia) volvió a la oposición y al cogobiemo, vieja, práctica que pasó entonces a denominarse gobernabilidad, aunque imbuido por un nuevo "tropismo de poder" que portó Wilson Ferreira y luego Luis A. Lacal le, finalmente electo Presidente en 1989; el Frente Amplio, el más castigado polla dictadura, recuperó a su militancia y a su diligencia, vivió todas las dialécticas transicionales con gran intensidad (los viejos y los nuevos, los de afuera y los de adentro, los más reprimidos y los menos reprimidos) y desplegó las prácticas opositoras parlamentarias que el golpe de Estado no le había permitido ejercer de [llanera regular, no "dramática" y sí integradora. Así pues, además de restauración, en el caso del Frente Amplio debería pensarse en el cumplimiento de. algu nas "asignaturas pendientes" y a la postre tradicionalizadoras de su identidad. •

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Gestores de la reforma Este último registro de la restauración puede arrojamos a una idea equivocada

de inmovilismo o —peor aun— de desgobierno. No; los partidos gobernaron y cogobernaron (esto'último —también restaurador— incluso desde fórmulas más sofisticadas y explícitas como "la entonación nacional" liderada porel presidente Sanguinetti, que incluyó la novedad dela presencia de figuras frenteamplistas en los directorios de empresas públicas, la "coincidencia" liderada por el presidente Lacalle y más últimamente la "coalición" propiamente dicha liderada por el actual presidente Jorge Baffle; los partidos tomaron muy importantes posiciones y decisiones en las políticas económicas, financieras, educativas, de seguridad social; en la resolución de incorporarse al Mercosur (por unanimidad en esc caso); en los alineamientos de política internacional, en la reforma de las reglas de funcionamiento del sistema político.

Respecto a este punto cabe decir que apenas transcurridos diez años de la recuperación democrática comenzaron a ponerse en evidencia ciertos rasgos de fatiga y malestar con "la política", un fenómeno sin duda bastante generalizado en el mundo occidental contemporáneo de los años 90 y que en el Uruguay se expresó en una crítica de la política, de sus oficiantes y del sistema tradicional que los producía:La reforma constitucional de 1996 alteró profundamente laN reglas del sisterna electoral, del sistema de partidos y de la formación misma del gobierno. Si bien fue elaborada entre otras razones para frenar al Frente Amplio en su llegada al Ejecutivo como partido más grande, no deberíamos olvidar que estuvo precedida por una prédica de tonos autollagelantes de blancos y colorados, prédica según la cual los partidos "ya no gobernaban" el país, estaban ex acerbadamente fragmentados, no tenían ideas ni reunían a sus asambleas, no atraían a las nuevas generaciones de ciudadanos y votantes. Una prédica curiosamente muy similar a aquella con la que los partidos de la izquierda razonaban en los años 60, cuando criticaban a la política tradicional.

3. Identidades y tradiciones políticas: algunos ejes relevantes de las trayectorias de los partidos

En este apartado se analizan algunas claves interpretativas de las principales identidades y tradiciones políticas del Uruguay del siglo XX. Por razones de espacio se vuelve impOsible un análisis aharcativo y exhaustivo, por lo que se dará prioridad en cada caso aun determinado prisma de análisis, a través del cual echar luz sobre el conjunto partidario examinado.

Los PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX 35

El Partido Colorado: la hegemonía batllista, su significación y sus itinerarios

Coloradismo y batllismo Ha sido un tema de discusión afanosa e interminable la relación entre

coloradismo y batIlismo. Aunque para José Batlle y Ordóñez, un poco el padre de la criatura, esto nunca fue advertido como problema (nunca aceptó que se pudiera ser badlista sin ser colorado, nunca dejó de sentirse depositario de las herencias de Rivera, de la Defensa, de Flores, filiaciones sobre las que volvió en tono enfático al final de su vida, en especial luego de la derrota de 1916), muchos de sus correligionarios dentro mismo de las filas batllistas pero sobre todo para sus adversarios en el partido, el asunto no resultaba tan sencillo. Recuérdese que no casualmente todas las escisiones del partido en las primeras décadas del siglo apelaron en su nomenclatura a síMbolos e íconos de la tradición colorada (Manini Ríos y su "Partido Colorado General Fructuoso Rivera", Feliciano Viera y su "Partido Colorado Radical", Julio María Sosa y su "Partido Colorado por la Tradición", buscando así presentar al batIlismo como ajeno y rupturista. Figuras como Grauert, Zavala Muniz y más contemporáneamente Z. Michelini, A. Roballo o H. Batalla reivindicaron a menudo su condición de "batllistas y no colorados", presentando incluso esa aseveración como rasgo de identidad sectorial.

Sin embargo, resulta casi impensable comprender a cabalidad el batl lismo sin inscribirlo en una historia colorada más larga, sin filiado con los hitos y prohombres de esa tradición en el siglo XIX. A poco que se profundiza en el tema y que se lo analiza en perspectiva histórica, el batl lismo emerge desde sus "fuentes de larga duración" (como han señalado Barrán y N ahum), en pu ri d ad como la recreación moderna de la tradición colorada. Esta matriz colorada de los futuros batIlismos no sólo (aunque también) se hace visible en la continuidad casi dinástica de una saga familiar, sino ante todo en la prolongación de rasgos identificatorios muy señalados: como ha indicado Romeo Pérez, entre otros, la permanencia renovada de un "estilo de hacer" y pensar la política, una concepción estatalista en las faenas de la construcción política, una modalidad específica de proyectar la nación y de inscribirla en el mundo ("rivadaviana", cosmopolita, civilizatoria por emulación), el montevideanismo, el racionalismo (hace unos años Julio María Sanguinetti confrontaba la creciente supremacía capitalina del Frente Amplio quejándose de que "no se resignaba a cue Montevideo no fuera racional"), el centralismo, entre otras.

En puridad, entonces, la nítida primacía batIlista en el seno par:idario durante todo el siglo XX, con su dialéctica consiguiente de escisión-reabsorción (piénsese en las trayectorias de tantos rivetistas, terristas, blancoacevedistas, incluso de ciertas tensiones al respecto en el seno de la "Unión Colorada y

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Bat sta", sobre todo a partir del liderazgo de Pacheco), no colisiona con una historia que, aunque no muy hilvanada, es la historia colorada. La matriz de don Pepe .-tal vez a su pesar- parece haber sido bien prolífica y, desde ella. las "variaciones sobre un mismo tema" han resultado tantas que a esta altura no es demasiado-impertinente pensar si estamos efectivamente ante un mismo tema. ¿Será que el batliisino no es ni más ni menos que la agregación de los batilisines? ¿Cuál es la línea difusa que los pone en común y al mismo tiempo ios tensiona, los lleva a la competencia?

El "primer batllisnzo" y su impulso originario Para huir del batllicentrismo, se ha dicho con razón que el impulso

reformista de Pepe 13 at Ile descansó en la trama de proyectos y utopías que la sociedad uruguaya de fines del siglo XIX y comienzos del XX ensayó.

ante el desafío de la gran crisis del noventa y de la contestación política saravista. Fue así, aquel primer batl lismo, una interpretación del momento especial del Uruguay y del mundo que fue el 900, disponiendo además de la ventaja que suponía, para cualquier implantación política, del nacer desde el partido del gobierno y del Estado. Desde la intransigencia política tan poco dada a las incertidumbres de la democracia, el impulso reformista recorrió las esferas de una economía próspera y a la vez frágil, de la sociedad.en vías de integración, de la política de partidos... y hasta de la moral. Cambió y asustó; despertó adhesiones pero también resistencias enconadas, y tanto unas corno otras hicieron que, sobre fines del tercer lustro de batIlismo, tras la admisión de su derrota política en las urnas, el cambio social inaugurado resultara frenado. "El impulso y su freno", como el título del libro de Real de Azúa, ecuación no sólo válida para el batl lismo sino también para el Uruguay todo y para la mayor de sus utopías, la democracia.

El impulso restaurador Treinta años después, el batiliSmo de Luis Baffle se afincó cómodamente en

los umbrales del éxito de su tío; apostó mucho más a la recuperación que a su

proyección, más a lo conquistado que a lo por conquistar. Es cierto que el mundo

era definitivamente otro, en algún sentido bastante menos hospitalario, pero ello no hizo más que reafirmar el rol del Estado en el apuntalamiento de la vocación industrialista que el primer batl lismo ya contenía. De todos modos, el estatismo de los tiempos de don Luis parece emparentarse mucho más a los giros terristas en la materia (piénsese en la Política monetaria o en el dirigismo del comerclo exterior) que a los postulados del primer batl lisrno de don Pepe. La demacmcia y la libertad fueron en cambio componentes más distintivos de esta experiencia y, más aun, pasaron a ser valores de identificación nacional en una América Latina

sacudida por los popuiismos, frente a los que este batIlismo de los cuarenta y los cincuenta se presentaba -más allá de ciertos rasgos- como "saludable" excepción.

A fines de los cincuenta, ya eran bastante más visibles las debilidades y fragilidades del modelo. Con todo, a pesar de la crisis, la derrota electoral del coloradismo pareció indicar que la democracia uruguaya no estaba tan averiada como para no alojar la posibilidad de que los partídos políticos, al menos los "tradicionales", se alternaran en el gobierno. Además, tras la derrota en la urnas, aún quedaban espacios para un tercer batllismo.

"Padres" y "tiempos": ¿el impulso "parricida"? 'Al actual presidente Jorge Baffle le gusta remitir a un proverbio que dice "los

hombres se parecen tanto a su tiempo como a sus padres". (En verdad; en la versión

dada con frecuencia por el primer mandatario, el sentido del proverbio se cambia bastante, pues la formulación que él ofrece es la de que "los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres"). Más allá de psicologismos perezosos y reduccionistas, en la tensión entre ambas versiones parece encarnarse bien la dialéctica refundacional que conmovió al baúl ismo de mediados de los años 60.• Muerto don Luis pero sobre todo en medio de un contexto social, ideológico y cultural completamente diferente, a un entonces muy joven Jorge Batlie le tocó presidir una reorientación doctrinaria del partido que sin embargo no pudo desentenderse del cómo lidiar con el tópico de las herencias y de las tradiciones (en suma, qué hacer con el pasado, tan relevante como fuente de identificación ciudadana).

En un libro de Gonzalo Pereira (Los virajes de la 15, Montevideo, Gandhi, 1988) abundan los elementos de juicio como para pensar en una nueva instancia de este desarrollo. De todas formas, no parece conveniente desligar aquellos itinerarios de la 15 con los de la 14: ambos operativos concurrieron, a su manera y con radicales escisiones, a un definido vuelco del Partido Colorado y del batllismo hacia otras áreas más a la "derecha" del espectro ideológico. Naturalmente, todo ello guardaba relación bastante directa con la agudización de la crisis y con la radicalización política y social que tensaron la vida uruguaya a comienzos de los sesenta.

Por entonces, el jorgismo y el pachequismo -también la 99, Vasconcellos y Flores Mora, entre otros- se reclamaron batllistas y se disputaron la herencia. Y aunque es probable que los "parientes de primer grado" dispusieran de ventajas a la hora del reparto de los bienes, no parecen desdeñables los intentos de apropiación que hizo el pachequismo, en respuesta a los sectores marginales de la sociedad tradicional que le servían de sustento. Si el pachequismo logró más adelante ocupar aun parcialmente ese espacio de la pragmática badlista, entre

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38 Uruguay del siglo XX - Tomo II La p,ditica • o Los PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX 39

otras cosas fue porque el doctor Jorge Batl le entendió imprescinciiblc procesur una suerte de parricidio. político como eje inevitable y necesario de un aggiornamento. El emprendimiento no podía ser sino riesgoso: suponía reseiii,u - . .

• selectivamente de sus ancestros sólo algún aliento, • alguna inspiración que, con todo lo genuino que se le quiera atribuir, dejó por el camino las aristas más identificatorias de lo que podía llamarse programa batllista.

Jorge Bulle se "tiró al agua" — como él mismo declaró hace unos años a la prensa— y lo hizo con un programa "desbatIlistizador" del país, Organizado en torno a la fácil y sugerente identificación entre una sociedad abierta y Lira economía abierta. Alguien podrá decir que era éste el programa-que la matriz entusiasta del primer batllismo debía sugerir a los colorados, en un marco de grandes. cambios tecnológicos de dimensión planetaria, de importantes transformaciones en la composición del capital nacional y transnacional, de fuertes mutaciones en el funcionamiento de los mercados mundiales, de "muerte de las ideologías" y de los "falsos nacionalismos". Muchos dijeron y aun hoy podrán decir lo contrario. Las diferencias emergentes y la bifuFcación de caminos ocurrida en el seno del qui ncismo luego de la dictadura, más allá del rol decisivo de la pugna de liderazgos, tal vez expresen ciertas diferencias persistentes de aquel viraje de los sesenta.

Los últimos batllism.os y las claves de una interpretación diferente -Pueden ensayarse varias interpretaciones de este intinerario batllista pero lo

ocurrido después de la dictadura parece exigir otras lecturas. Tonificado tras los rigores' de la dictadura y la transición democrática que gobernó más que nadie. el batllismo pudo presentarse unido aunque plural detrás de la candidatura presidencial de JulilMaría Sanguinetti en 1984. La vieja .pauta según la cual los liderazgos colorados se construyen desde el Estado y sobre todo desde el ejercicio de la presidencia volvió a cumplirse en los años siguientes. La inevitable tensión de liderazgos entre el entonces presidente Sanguinetti y el histórico líder del sector, además de alojar pugnas personales y diferentes estrategias políticas, expresaba una diferencia ideológica inocultable, que en varios aspectos aludía directamente a viejos tópicos del programa batllista: el rol del Estado, el posicionamiento ante los límites y alcances del mercado, la visión del papel del empresariado, las formas del ejercicio del poder, los alineamientos y filiaciones, entre otros.

. Al cuadro emergente tras esa polarización entre la Quince y el Foro Batll ista que dominó la interna colorada de los 90, debió sumarse la etapa terminal del pachequismo y de la 99 liderada por Batalla tras su retorno en 1994. Ambos sectores, como se esperaba, no sobrevivieron a la muerte de sus líderes y terminaron dispersándose reabsorbidos por las otras fracciones partidarias. Asimismo, no parece arbitrario el registro de una competencia por la matriz

batllista que proviene desde afuera de filas del P. Colorado: la frecuente alusión a la batIlistización de la izquierda y en especial del Frente Amplio (liderado durante 25 años por un batllista confeso y orgulloso como Liber Seregni) constituye un fenómeno que se expresa de varias maneras, desde la respuesta del electorado hasta el discurso de la dirigencia (muy presente, por ejemplo, en las apelaciones históricas del actual líder, Tabaré Vázquez).

Es cierto que la memori a social frágil, fragmentaria—esa que permite inventar, por ejemplo, tanto un Baffle y Ordóñez librecambista como uno socialista—, ambienta la frivolidad política, y que resulta, por lo menos, algo frívolo que nadie reclame con énfasis la prueba de fidelidad a la matriz batIlista; a una acumulación trabajosa y socialmente labrada, más allá de sus aciertos y vacilaciones. De todos modos, el observador se ve tentado a ensayar otra lectura, guiado por otra lógica. La búsqueda de la coherencia, que es legítima porque apela a la responsabilidad, corre riesgos de ser vista comci una persecución de ortodoxias,- por cierto nada aconsejables en la Vida política democrática. En todo caso debe ser atenuada, complementada con un acercamiento al batIlismo que lo ubique más decididamente como expresión de una forma de entender la sociedad y de mirar el mundo, que lo entienda más que como una propuesta a la sociedad, como una propuesta de la sociedad uruguaya que tanto cambió a lo largo del siglo XX.

BatIlismo, sociedad y cosmo visión A lo largo de su trayectoria el batllismo ha mantenido una peculiar relación

con la sociedad uruguaya. A este respecto, Se ha insistido de modo recurrente en su rol fundacional, enfatizándose sobre la potencialidad articuladora que sus períodos de gobierno habrían tenido respecto a la evolución social del país. Se trata de una de las dimensiones de la vieja tesis del "Batilismo-creador de su tiempo" y "fundador de la democracia en el Uuruguay" (Vanger y Lindahl di xi t) que, si bien ha rodeado la praxis de los sucesivos "batIlisinos", ha sido asociada fundamentalmente con la experiencia reformista del primero, del de Batlle y Ordóñez.

Como ya hemos visto, el primer batllismo recogió en su nacimienro un conjunto de líneas estructurales de larga duración que hundían sus raíces en el siglo XIX. Enmarcado entonces en aquellos "tiempos de formación" —que para Batlle y Ordóñez imponían la construcción de "un país modelo", expresión cabal de aquel país de utopías que fue el Uruguay del novecientos—, aquel primer batllismo se convirtió en el movimiento político que desde el Estado (nada menos!) expresó más y mejor lo que ya era :a ecuación uruguaya de larga duración.

El batl lismo I uisista, por su parte, proyectado por sus gestores como una suerte de "renacimiento" de un viejo "clasicismo" uruguayo. volvió a impregnarse de lo que la sociedad uruguaya y el contexto internacional de su

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40 El Uruguay del siglo XX - Tomo II - La polItica Los PARTIDOS.POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX 41

tiempo le aportaban. En ese sentido, expresó tal vez mejor que nadie el clímax de la .euforia y del optimismo uruguayos, reforzando procesos que ya venían de atrás (muchos de ellos nacidos o consolidados en realidad en la denostada "edad media" terrista), pero que desde entonces pasaron a asociarse casi exclusivamente con su acción.

Supo asimismo interpretar, fundamentalmente en términos de convocatoria electoral, los fenómenos sociales que el "crecimiento acelerado" estaba imponiendo con fuerza (ampliación del proletariado industrial, hipertrofia burocrática, fuerte aumento de la población pasiva, entre otros), pero fracasó en anticiparse a la crisis —que muchos "profetas del pesimismo" le anunciaran—yen advertir la fragilidad del edificio construido. Incluso algunas de las variantes del "luisismo" respecto al batIlismo de don Pepe pueden ser interpretadas —en el marco de un conjunto más vasto de causas— como una nueva ratificación de esa sintonía con el mundo de su tiempo: su mayor énfasis democrático-liberal, su menor audacia social y cierto conformismo ideológico que subyacía tras su proclamada "revolución en el orden".

En su Historia Contemporánea de América Latina, Tulio Halperin Donghi escribió ya hace más de 30 años que "el batllismo no tenía programa sino para tiempos de prosperidad". A diferencia de su tío (fallecido, hasta simbólicamente, unos días antes de la quiebra de la bolsa neoyorquina en 1929), Luis Baffle sí experimentó en carne propia lo que podía significar el vendaval de una crisis general .y el desalojo abrupto del poder tras su categórica derrota electoral de I 958. Batlle y Ordóñez había vivido de cerca, a veces como estadista, el impacto de crisis internacionales (las de 1890, 1905 ó 1913, por ejemplo), pero ninguna de la profundidad estructural de las de 1929 a medi ados de los cincuenta. Ubicado entonces en el escenario del "llano", el baillismo de comienzos de los sesenta se enfrentó ante el desafío de una sociedad que estaba viviendo procesos de cambio muy virulentos, que confluían en una modificación bastante radical de algunos marcos internacionales y societales tradicionales (precisamente muchos de aquellos que el batIlismo mejor había expresado y estimulado).

Como era previsible, ante tan crítica circunstancia (que la muerte de Luis Bulle vino a agravar) el batIlismo volvió a reeditar la trama difícil de la fraccion al i zación. Los cambios ideológicos y la lejanía del Estado realimentaban el divisionismo en un partido tan habituado a su control. Una sociedad crecienternente polarizada exigía respuestas. Así comenzó a romperse la expresión más o menos unitaria de aquella vieja simbiosis entre el batllismo y la sociedad uruguaya: desde el parricidio ideológico de Jorge Batlle hasta la disidencia de Zel mar Miclielini, pasando por los intentos confusos del llamado "grupo de senadores" y por la convocatoria gestidista que epilogaría en el pachequismo (denostado corno "pachecato" incluso por muchos batll istas), todos a su tiempo

y a su modo proyectaron las bases de un nuevo pacto con la sociedad, que la tormenta política posterior habría de diferir por más de 20 años.

La encrucijada del batllismo posdictatorial volvió a replantear la centralidad del tema. El presidente Sanguinetti antes y el presidente Batlle ahora, aunque desde formas y contenidos diversos, han insistido en este tema, acicateados tal vez por la continuidad de las encuestas de opinión pública que siguen perfilando al "batIlismo'cle don Pepe" (diferenciado en la oferta del "batllismo actual") como "la ideología que prefieren los uruguayos". ¿Volverá el batIlismo, otra vez desde el Estado, a reconstruirse a imagen y semejanza de la sociedad y del mundo de su tiempo? En ese caso, ¿cuál será "la sociedad" y "el mundo" que elegirá esta vez para servirle de espejo?

Hace ya catorce años, en ocasión de las elecciones internas de 1989 que confrontaron su candidatura presidencial con la de Enrique Tango, Jorge B atl le señaló —palabras más o menos— que él Uruguay, que empezó el siglo con un Batlle, debía terminarlo con otro. Más allá del signo dinástico de la invocación (algo extraño para esta nada aristocrática "República Oriental") y de los azarosos itinerarios que tuvo que atravesar en los 90, un decenio después cuando terminaba el siglo, B atll e se convirtió en su quinto intento en Presidente de la República, precisamente el último del siglo XX. Sin embargo, no se ha reparado tanto en el hecho, sin duda más desafiante, que también es el primero del siglo XXI. El advenimiento del nuevo siglo nos sorprende discutiendo, una vez más y como vimos no sólo . dentro de filas coloradas, en torno aun exhausto batllismo, ¿Resistirá la vieja matriz otra interpretación? ¿Lo resistirá —en el doble sentido— la sociedad uruguaya? ¿El mundo de la globalización y la nueva sociedad uruguaya que ya tenemos frente a nosotros (pese a sus empeños en el disimulo de sus grandes trasformaciones) habilitarán otra vez la vieja fórmula de "vino nuevo en 'odre viejo"?

El Partido Nacional: la hegemonía herrerista y sus contestaciones

Ser "blanco" y ser "nacionalista" Aunque de modo bien distinto al origen y la tramitación política de la polaridad

coloradismo-batIlismo, también el Partido Nacional del 900 heredaba su propia dialéctica que en su caso le venía del pasado. En efecto, la pugna entre "lo blanco" y "lo nacionalista" no expresaba la tensión entre el "odre viejo" y el "vino nuevo", cl desafío de cómo la tradición incorporaba la novedad, sino el dilema no menos apasionante de cómo se producía la síntesis definitiva de dos identidades políticas diversas, dos filiaciones "rivales y hermanas", que durante el siglo XIX habían ido prolongando sus convergencias y divergencias sin concretar

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nunca su plena Unificación. En una tradición que ya se distinguía por pensar y hacer la política desde la historia, el desafío de lidiar y sintetizar el pasado. incluso desde dos formas de la memoria en algún sentido alternativas, configuraba una exigencia auténticamente refundacional.

Col los ecos muy frescos de las desavenencias entre caudillos y doctores, entre principistas y candomberos, renovadas en más de un sentido por el impulso emocional y doctrinario de las revoluciones saravistas del 97 y de14, "blancos" y "nacionalistas" no convivían buenamente, ni siquiera cuando esa lucha —como* ocurrió en más de un caso— se daba en el interior de una misma persona. La polértica persistente en torno a la figura fundacional de Oribe constituye la prueba más cabal de esa discusión resistente por profunda, que puede observarse en algunos de los primeros textos de Luis Alberto de Herrera (en "Por la Patria". por ejemplo, publicada en 1898). Pero también, la permanencia de esa escisión se expresaba políticamente en las contiendas entre los "doctores" de .los directorios pelucones de fines del siglo XIX y el ala caudillista liderada por Aparicio Saravia, o, tras el drama de Masoller, en el debate estratégico que opuso a "radicales" y "conservadores" en torno a la cuestión de la concurrencia a los comicios y las transformaciones consiguientes en el partido.

Fue precisamente Herrera (y allí radica uno de los factores que explican el arraigo de su liderazgo desde 1920, en que por primera vez le toca presidir el Directorio) el puente sintetizador entre lo "blanco" y lo "nacionalista". Lo pudo hacer desde su intuición historiográfica presente en sus textos de las décadas siguientes, pero en particular desde un aprendizaje sobre todo político, que lo convenció de que un "hijo de doctor" y doctor él mismo, para ser "hijo de la multitud" y serio en forma moderna, debía resolver y tramitar públicamente esa reconciliación con el pasado. Era también una forma de construir un relato nuevo sobre la aventura política de sus ancestros: precisamente en su texto "La raíz" ("no lo publique nunca con otro título" le dijo el caudillo a Eduardo Víctor Haedo cuando le pidió este escrito para publicar en 1939) Herrera recorre una peripecia familiar en la que discurren tragedias como el asesinato político de su tío Luis Pedro de Herrera, proyectos fusionistas. corno el que reunió a su abuelo y a su padre en la adhesión al Manifiesto de Lamas y a la Unión Liberal en 1855, afirmaciones de nítido corte principista con el registro de participaciones sucesivas en movimientos revolucionarios.

El registro de la proyección política de esa síntesis no sólo ayuda a explicar la forja del liderazgo de Herrera, sino que contribuye también a comprender mejor la profunda transformación política que llevó en pocas décadas a modernizar a I partido. En el caso del Partido Nacional, el "vino nuevo" en "odre viejo", expresión tantas veces usada por el propio Herrera, supuso una acumulación política que hizo de un partido escindido en dos (uno urbano de cuadros y notables y otro con

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un pie siempre listo en la revolución caudillesca) otro partido unificado y moderno (nacional de masas, a la vez urbano y rural, en actividad permanente, con un aceitado aparato electoral con proyección en todo el territorio, estructurado orgánicamente), Mucho más apto para las exigencias acrecidas de los nuevos tiempos.

El proyecto herrerista No resulta casual la relativa simultaneidad del arraigo de las hegemonías

batllista y herrerista en el seno de ambos partidos. Como ya había ocurrido en el siglo XIX, en su versión moderna blancos y colorados seguían configurándose en tanto componentes de un esquema binario y dialéctico, que para recrearse en los nuevos contextos requería conducciones también renovadas. Por eso él herrerismo, para afirmar su proyecto no sólo consolidó las definiciones ideológicas y doctrinarias que le venían de la historia sino que también se construyó especularmente en oposición al batIlismo, sin negar por ello la coparticipación.

En la renovación de ese viejo pleito secular entre blancos y colorados, batllistas y hcrreristas pudieron resignificar las claves del antagonismo central de la política uruguaya de entonces. Badlistas y herreristas terminan de configurar sus respectivos proyectos desde una confrontación dialéctica: ambas identidades políticas perfilan dos modalidades diferentes de posicionarse frente al legado del siglo XIX; se presentan como sintetizadores y modernizadores de las tradiciones e identidades políticas del siglo XIX en sus distintas versiones; como ha estudiado Francisco Panizza, se confrontan como dos Vías alternativas y complementarias de construcción y consolidación del imaginario liberal predominante en el Uruguay; se presentan como los principales soportes políticos de dos imaginarios nacionales también contrarios y complementarios.

Se puede decir y es cierto que el batllismo precede cronológicamente al herrerismo, qué el caudillo nacionalista nace casi 20 años después (1873) que José Baffle y Ordóñez (nacido en 1856) y que no pertenecían a la misma generación. Sin embargo, tal vez el gran mérito de Herrera haya sido precisamente saltearse los años y volver creíble una polémica que también fue personal (Herrera lo retó a duelo en varias oportunidades aunque sin suerte ). Sólo quien pudiera presentarse con éxito como un contendiente "competitivo" con don Pepe podía calar definitivamente hondo en el electorado blanqui-nacionalista.

En cuanto a sus formulaciones programáticas, como ha estudiado Carlos Zubillaga, el herrerismo afirmó con contundencia ciertos ejes de definición ideológica. Más allá de su pragmatismo táctico (con razón se ha insistido con frecuencia que tal vez antes que nada "el nerrerismo es pragmatismo"), hay una serie de ideas fuerza identificatorias: una propuesta antiestatista, claramente defensora del rol primordial del mercado y de la iniciativa privada; una

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desconfianza visceral a los impuestos (más de una vez el caudillo nacionalista convocó a la "huelga de los bolsillos cerrados") y al crecimiento del Estado; un ruralismo radical y popular; una militancia política de adhesión democrática y liberal (con las sombras de sus si inpatía.s por el fascismo y el franquismo, más coyuntural la primera, más permanente la segunda), cimentado en una visión popular de cómo hacer la política, y en un antidoctrinarismo acendrado; una afirmación de la primacía de la sociedad y de sus agentes; un recelo anteel aluvión inmigratorio (que no debía hacer a los "orientales" "huéspedes en la propia casa") y ante las políticas educativas y sociales de perfil universalista; entre otras.

Capítulo aparte merecen sus definiciones con relación al "Uruguay internacional", título no casual de uno de sus libros clave, publicado en 1912. En este punto sus ideas fundamentales están constituidas Por un firme nacionalismo orientalista, la adhesión a lo que llamó una política exterior de "círculos concéntricos" (primero el país, luego I aregión y el continente, recién después el resto), una tendencia americanista especialmente preocupada por preservar el equilibrio platense, un antiimperialismo esencialmente político y orientado a la denuncia del intervencionismo norteamericano ene! continente, a la vez que una anglofi li a manifiesta (hija tanto de su formación corno de su militancia en las gremiales agropecuarias), una simpatía no oculta por regímenes nacionalistas como el franquista y un anticomunismo férreo.

Real de Azúa ha señalado que el proyecto herrerista presentaba "pocos trazos de diferencia con la pastura doctrinaria general de su partido previa, correlativa o posterior al período de las escisiones" (básicamente los años 20). Aunque hay aspectos en los que esta aseveración resulta discutible (en materia de política exterior o de algunas políticas sociales en particular, por ejemplo), hay algo en lo que (como ya hemos señalado) el herrerismo s; fue políticamente muy novedoso en la trayectoria partidaria: en la defensa y en la promoción nada avergonzada de un tropismo y de una voluntad de poder, presente tanto en su convocatoria al electorado como en sus intentos persistentes por coparticipar en todos los niveles del gobierno y del Estado. En este aspecto el proyecto herrerista aparecía como claramente rupturista respecto a ese viejo recelo al poder y a su ejercicio, a esa vocación más opositora y fiscalizadora que caracterizara (con excepción de Oribe) a las trayectorias y perfiles partidarios desde el siglo XIX.

Las contestaciones antiherreristas: desde el "nacionalismo independiente" y Caritelli a la Unión Blanca Democrática

Un liderazgo tan arraigado y tan fuertemente personal como el de Herrera no podía sino generar reacciones contradictorias dentro de un Partido Nacional en fuerte transición como el de los años 20. La política uruguaya de todos los tiempos, pero en particular de aquel tiempo, no ambientaba hegemonías

incontestadas, como también ocurrió en el Partido Colorado con el batllismo. En el seno del nacionalismo, la contestación antiherrerista en sus comienzoelfue en algunos casos de origen prioritariamente ideológico (el Radicalismo Blanco de Lorenzo Carnelli o el nacionalismo demócrata social, del joven Carlos Quijano), pero en su mayoría tendió a reproducir con rasgos modernos el viejo pleito de doctores y caudillos. Ya en las elecciones de 1930, la "corriente doctoral" presenta dentro del lema una segunda candidatura presidencial, la de • Alfonso Lamas,' enfrentada a la de Herrera que por entonces realizaba su tercer intento (los anteriores habían sido en 1922 y 1926).

Nacía así una polaridad que por casi medio siglo marcaría a fuego el campo nacionalista, con fuertes derivaciones en el conjunto del sistema político. A diferencia de lo ocurrido con Carnelli (cuyo radicalismo ideológico y político

terminaron con su expulsión del partido, empujada por Herrara, y su transformación en la disidencia minoritaria del "Partido Blanco"), entre el "nacionalismo independiente" y el herrerismo no había mayores diferencias ideológicas salvo las ya anotadas en el capítulo anterior. .Lo que los separaba fundamentalmente —además de su "postura internacional"— era un estilo de construir la política, una referencia social diferente (más áulica y menos popular, más recostada ene! alto capital bancario y comercial yen el asesoramiento jurídico de la empresa extranjera que en las gremiales agropecuarias) y un "antipersonalismo" marcado (por más que en sus orígenes a comienzos de los años 20 se les llamó "lussichistas", en referencia al predicamento principal en el grupo de Arturo Lussich que rápidamente se opacó ante el peso de un conjunto de dirigentes que no admitía un "primas inter pares").

Desafiado en su conducción, Herrera redobló la apuesta y á pesar de que en su caso se. inhibió de empujar la hipótesis de la expulsión (la de Carnelli había impedido el triunfo nacion alista en los decisivos comicios de 1926y 1928), los acusó de debilidad frente al batll ismo ("le tienen miedo a ganar" diría por aquellos

años) y los hizo depositarios de un cúmulo interminable de motes despectivos ("ex-constitucionalistas", "áulicos consejeros", "oligarcas ilustrados", "señores sabios", "profesores en vacaciones", entre otros muchos). Luego del pacto de 1931 (que Herrera primero buscó y que al quedar afuera anatematizó para la

historia como el "pacto del chinchulín"), la bifurcación de caminos quedó consagrada en relación con la actitud de unos y otros en el proceso que epilogaría con el golpe de Estado liderado por Gabriel Terra en marzo de 1933. Primero como promotores del abstencionismo durante casi una década y luego compareciendo a las urnas en forma separada bajo el lema "Partido Nacional Independiente", protagonizaron una división en el seno del nacionalismo que prácticamente definió un cuarto de siglo de la historia política del Uruguay del siglo XX (entre 1933 y 1958, los comicios generales en el país quedaron

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reducidos en los hechos a una interna colorada) y que en algunos momentos pareció definitiva e irreversible.

Como minoría decisiva y autónoma, el "nacionalismo independiente' . operó en esos años Casi como un contrario dialéctico del otro Partido Nacional bajo hegemonía herrerista. Fue neto opositor de la "alianza marzista", copartici pante del proceso que termina con el golpe de Estado de Baldomir de febrero de 1942 (el "golpe bueno" según uno de sus principales dirigentes, Juan Andrés Ramírez, uno de cuyos principales resultados fue el de llevar a una posición marginal al herrerismden el sistema político), cogobernante en la coalición que dio soporte político a la transición de Amézaga entre 1943 y 1947. En contrapartida, quedó

• afuera de "Coincidencia Patriótica" de 1948 entre el presidente Luis Baffle y Herrera y también de la "extraña" coalición constituyente (los oficialistas afines al presidente Martínez Trueba, catorcistas, colorados no batllistas y herreristas) que posibilitó el pacto del "colegiado integral" en 1951. En el juego del cogobierno uruguayo, herreristas y "nacionalistas independientes" jugaban sus cartas y cosechaban triunfos y derrotas en forma antagónica.

Sin embargo, desde un comienzo quedó claro que con un lema aparte, el nacionalismo independiente no podía competir electoralmente con el herrerismo. Esa conciencia de marginalidad, sumada al impacto de las oportunidades abiertas a partir de las nuevas divisiones en el seno del herrerismo (el "Movimiento Popular Nacionalista" de Fernández Crespo más los vaivenes del grupo más cercano a Eduardo

Víctor Haedo) promovieron el replanteo del tema de la reunificación nacionalista en los años 50. El proceso no fue sencillo ni abrupto. Prueba de ello es que frente a los comicios de 1954 el propio "nacionalismo independiente" se dividid sobre ese particular, retornando al cobijo del viejo lema el sector de "Reconstrucción Blanca", liderado por W. Beltrán y E. Rodríguez Larreta. El detonante de la crisis:económica yla constatación del agotamiento político y programático del batllismo terminaron por confirmar el imperativo de la reconciliación de todo el campo nacionalista. Casi en forma simultánea a la concreción del acuerdo entre Herrera y Nardone, que configuraba el poderoso herrero-ruralismo, los diversos grupos del nacionalismo independiente y los herreristas disidentes liderados por Fernández Crespo convergieron en la formación de la Unión BlancaDemocrática (UBD), un instrumento renovado con el que retomar a la unidad partidariay competir con otras posibilidades con el rival de siempre. En 1958, 25 años después de la ruptura de 1933, el Partido Nacional volvía a comparecer unificado (con la excepción una vez más solitaria de

Quijano que eligió la ocasión para despedirse para siempre del partido), con sus dos clásicos bloques renovados y una competencia interna más equilibrada. Empujado

además por el contexto de crisis y el desgaste inocultable del adversario tradicional. este "nuevo" Partido Nacional cosechó una victoria espectacular que lo llevó a la cabeza del gobierno después de casi un siglo.

Los PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX 47

En sus orígenes, la UBD retomó los viejos postulados del "nacionalismo independiente", con un énfasis especial en el reclamo de una "moralización" de la función pública ("las frentes más altas, las manos más limpias"). Sin embargo, los nuevos contextos y el brío de una nueva generación de dirigentes en sus filas fueron creando las condiciones para una apertura creciente en lo ideológico a recoger propuestas e ideas de las corrientes desarrollistas y cepalinas, por entonces muy influyentes en el continente. La experiencia inédita de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE) fue especialmente impulsada y aprovechada por la UBD en su proceso de renovación ideológica. Tras el fracaso relativo del gobierno herrero ruralista, el triunfo en las elecciones generales de 1962 (unidos en la llamada "ubedoxia" con el autodenomi nado "herrerismo ortodoxo" liderado por Haedo) dio a este grupo la posibilidad de experimentar las "nuevas ideas" nada menos que desde la conducción del gobierno. Con el telón de fondo de un mundo conflictivo y cambiante, de una crisis económica persistente y del vacío (también la oportunidad) dejado en los partidos por la muerte en pocos arios de los principales líderes, la experiencia gubernativa del segundo colegiado blanco, pese a que no logró sus objetivos, dejó abierta la puerta para la consolidación de profundos cambios en la interna nacionalista de los años venideros. En clave sistémica, también el paralelo viraje ideológico del batIlismo quincista y el cambio de hegemonías en el seno del Partido Colorado ampliaban el espacio para un movimiento de reorien taci ón política e ideológica dentro del nacionalismo.

La novedad de la síntesis ferreirista No cabían dudas de que el Partido Nacional y el sistema político todo

estaban en tránsito de cambios profundos. En el caso del nacionalismo, los avatares de la experiencia en el gobierno, los incesantes movimientos de la interna (la fundación del "Movimiento Nacional de Rocha" en 1964, bajo el liderazgo de Barrios Amorín, entre otros), las alternativas también cambiantes de las ofertas electorales (muy visibles por ejemplo en los comicios de 1966) así como el contexto general de crisis y conflicto impulsaban el Camino de la renovación. El gobierno de Pacheco y la polarización desatada en especial a partir de 1968 abrieron defini:ivamente el camino para la confirmación de una nueva síntesis renovadora en el seno del nacionalismo. Como antes con Herrera, una figura especial debía personalizar el intento: entonces le tocaba el turno a Wilson Ferreira Alclunate.

Proveniente de las filas del "nacionalismo independiente" revistanclo en las ri las de la lista 400 de los Bel trán, típico representante de las ser.as de identidad de todo ese campo del partido (en 1986 le admitió en un reportaje a María Esther Gil io que nunca en su vida había visto a Herrera), Ferreira tenía, sin embarco. la

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convicción de que el éxito de su carrera pasaba por la animación de algo nuevo y no por la restauración de lo anterior. Ya en su desempeño al frente del Ministerio de Ganadería y Agricultura había demostrado empuje renovador (recuérdese su proyecto de "transformación de las estructuras agropecuarias", inspirado en las propuestas de la CIDE). Pero fue sobre todo desde el Senado y en la interpelación política de los giros autoritarios del gobierno de Pacheco que su figura alcanzó perfiles de liderazgo. Fue en ese marco que creó el "Movimiento Por la Patria", que surgía como una síntesis marcada por la novedad: en sus filas revistaban figuras de procedencias diversas (no sólo había nacionalistas independientes sino también herreristas e incluso algunas figuras con pasajes en grupos de izquierda moderada); su discurso sabía combinar los motivos de la tradición con los de la renovación; su propuesta programática apostaba al centro del espectro pero no de manera defensiva (se trataba de un centro propositivo y reformista, no reactivo, que desarrollaba propuestas de la vieja UBD pero que también incorporaba iniciativas más específicas de respuesta a la coyuntura), quería efectivamente "pelear". el gobierno y dar un "golpe de timón" a su viejo partido.

En una alianza electoral que reunió a su sector con el "Movimiento Nacional de Rocha" y con "Divisa Blanca", Ferreira compareció como candidato presidencial en las elecciones de 1971 en una fórmula que completaba Carlos Julio Pereira. Su exitoso desempeño electoral (el Partido Nacional perdió unas discutidas elecciones por apenas un 1% del electorado y en la interna duplicó los votos de su contendor, el general Aguerrondo) afirmó su liderazgo partidario, que se profundizó en los años siguientes por su firme oposición al gobierno de Bordaberry (acusando de "blancos baratos" a los correligionarios que aprobaron el llamado "pacto chico" con el entonces presidente) y sobre todo con su militancia intransigente contra el golpe de Estado de 1973 y con la dictadura militar inaugurada. Se marcaba así la "cancha" partidaria par casi dos décadas: rompiendo por primera vez de manera consistente la hegemonía herrerista, el liderazgo indiscutido y creciente de Ferreira se prolongó hasta su muerte en 1988.

Convertido en uno de los principales enemigos del régimen militar, su Figura alcanzó ribetes muy especiales durante la dictadura militar. Sin embargo, no tuvo tanto éxito en su actuación durante los difíciles trámites de la transición. Preso tras su retorno en 1984, marginado de las elecciones de noviembre de ese año. desde el mismo día de su liberación retomó con mucha fuerza las riendas de la conducción partidaria, afirmando su política de gobernabilidad para con el presidente electo, Julio Sanguinetti. En 1986, ante la amenaza anunciada de desacato por parte del cuerpo castrense en su comparecencia a la Justicia, impulsó la elaboración de la polémica "Ley de caducidad ...", para poner punto final al tema de las juicios a mili tares que habían violado los derechos humanos durante

la dictadura. Ello le valió fuertes críticas desde la izquierda y desde algunos sectores de su propio partido, al tiempo que un fuerte reconocimiento desde la dirigencia colorada y desde las figuras más representativas de la cúpula castrense de entonces, encabezada por el Tte. Gral Medina. Muy poco tiempo después cayó gravemente enfermo y murió en 1988, un año antes de la que seguramente habría sido su segunda gran oportunidad electoral.

Las trayectorias más recientes Como ya había acontecido en la historia del partido, la desaparición de un

liderazgo tan fuerte como el de Ferreira dejó el campo abierto pasa una pugna por la sucesión, acicateada en este caso por la posibilidad de competir por la alternancia en el gobierno en los comicios de 1989. Y como suele ocurrir, algunos aprovecharon mejor que otros la oportunidad. En medio de una lenta pero firme dispersión del ferreirismo dentro de los distintos sectores partidarios, el entonces senador Luis Alberto Lacalle afirmó su candidatura sobre la de los otros postulantes nacionalistas (Pereira y Zumarán) y ganó la presidencia enfrentando las candidaturas coloradas de Badle y Pacheco y la frentearnplista del Gral. Serejii.

Promotor principal del resurgimiento de un herrerismo aggiornado a la salida de la dictadura, con una relación ambivalente con el wilsonismo ("parecerse y diferenciarse" fue la pauta de su conductaen los años siguientes a 1985), con un trabajo político permanente e incansable por todo el país, Lacalle se con viró en el primer político blanco en llegar a la Presidencia de la República por eNoto popular, precisamente a la misma edad (paradojas de la historia) que tenía su abuelo en 1922, en la primera de sus siete intentonas fracasadas. Desde el gobierno impulsó con suerte diversa un paquete de reformas estructurales, simbolizadas por ejemplo con la "Ley de empresas públicas" que fue aprobada en el Parlamento y luego rechazada en el referéndum de diciembre de 1992.

Más allá dé los avatares electorales de 1994 (en los que Alberto Volonté predominó sobre el candidato oficialista en la oportunidad, Juan Andrés Ramírez) y de 1999 (en los que el propio Lacalle retomó la primacía dentro del lema en ocasión de las internas, pero perdió categóricamente en la primera vuelta de octubre, en la peor votación en la historia del nacionalismo), la situación más actual del Partido Nacional presenta algunas paradojas. En los 90 el neoherrerismo presidido por Laca!le se hizo de nuevo con la hegemonía ideológica y política del partido. La contestación exitosa de. Volonté en 1994 (que lo convirtió en el principal interlocutor y sostén del segundo gobierno de Sanguinetti) no puede ser vista en este sentido como una ruptura ideológica con la matriz herrerista renovada a la que el propio líder de "Manos a la Obra" se manifestó siempre afín. La apelación volonteísta a un herrero-ferreirismo resultó en este sentido más

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El Uruguay del siglo XX • Torno II - La política Los PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX 5 I

simb6iica que efectiva: más allá de la posibilidad cierta de esa . síntesis en el 2000, parece bastante visible que los componentes del primer polo predominaron claramente sobre el segundo en los itinerarios del partido durante la década, Sin embargo el impacto de las acusaciones de corrupción tras el ejercicio del gobierno•(que el expresidente calificó de "embestida baguala"), los conflictos que generó un liderazgo tan fuerte como el de Lacalle, el rápido agotamiento de las figuras que surgieron en estos años como alternativas, sumado a las consecuencias del cambio de reglas electorales de 1996 (aunque ha sido y es materia discutible, la candidatura presidencial única parece afectar al nacionalismo como a ningún otro partido), parecen exigir un nuevo equilibrio dentro de la ecuación partidaria. Más allá de los aspectos políticos más coyunturales, ¿hay espacio para una alternativa (en términos políticos e ideológicos) no herrerista para liderar el partido? ¿Puede darse otra síntesis novedosa como lo fue el ferreirismo en los sesenta, que renueve al partido de cara a una de las encrucijadas más difíciles de su historia? ¿Los nuevos perfiles del electorado y del sistema de partidos, la política de bloques que el crecimiento de la izquierda empuja, lo ambientan o permiten? ¿La actual mayoría herrerista tiene suficiente aliento para desde sí misma relanzar exitosamente al partido de cara a los próximos comicios? ¿O será desde las zonas de disidencia del mismo herrerismo que emergerán los líderes y las bases de un proyecto partidario alternativo?

Las izquierdas: tensiones entre la renovación y la unidad

La primera implantación No sólo las tradiciones de blancos y colorados hunden sus raíces en el siglo

XIX, También ocurre algo similar con las conientes de izquierda. En esa dirección se ubica la emergencia de los primeros sindicatos obreros y la lenta pero firme configuración originaria del movimiento sindical uruguayo, con su simbiosis entre inmigrantes y nativos, su proyección internacionalista, sus debates ideológicos, su prensa combativa, su cultura alternativa. Hijo de una industrialización trunca —al igual que en toda América Latina— y con los signos de debilidad que de ello derivaban, las luchas de ese incipiente movimiento sindical constituyeron sin embargo una denuncia de la postergada asunción por la política oficial dela cada vez más palpitante "cuestión social". Ante la represión y el desconocimiento, la lucha de los trabajadores en las últimas décadas del siglo XIX tradujo en forma especial el advenimiento de nuevos tiempos para la vida del país y vino asigniticar el arrai izo augural del horizonte originario de las izquierdas locales.

• En ese marco surgieron las primeras voces socialistas —desde algunos

barruntos del socialismo utópico hasta la primera implantación del marxismo en el país—, se desplegaron las corrientes anarquistas —inicialmente hegemónicas en,e1 movimiento sindical— y aun los cenáculos liberales y católicos comenzaron a i mpregnarse poco a poco de ciertos ecos de las nuevas ideas y problemas.

Hacia fines del siglo en 1894, con el paradigma influyente del Partido Socialista argentino de Justo, se inició el largo proceso fundacional del Partido Soc:alist a uruguayo que culminaría formalmente con la comparecencia electoral de 1910 (en coalición con el Partido Liberal), luego de atravesar las alternativas de los primeros intentos frustrados, de !a labor de los llamados "centros socialistas" y, sobre todo, a partir de . la acción de ciertas personalidades decisivas, en particular de Emilio Frugoni. Como fenómenos vinculados a este proceso, surgieron figuras y sectores con preocupaciones sociales también en el seno de los llamados "partidos tradicionales" y entre los católicos comenzó a consolidarse progresivamente una corriente —aunque minoritaria—identificada con el reformismo social, experiencia que luego culminaría con la fundación de la Unión Democrática Cristiana.

Como en el resto de América Latina, el análisis de esta primera implantación de la izquierda uruguaya promueve algunas reflexiones particulares. Así, por ejemplo, los procesos que condicionaron la emergencia de la clase obrera en el continente (la industrialización trunca, las modalidades de implantación del capitalismo periférico, las ambigüedades de los cuadros de estratificación, etc.) marcaron también a fuego a las izquierdas emergentes, consolidándose así algunos rasgos perdurables: fuerte condicionamiento internacional, primacía de la transferencia ideológica (muchas veces acrítica) sobre la perspectiva de la recepción en clave de síntesis con otras herencias posibles, atomización y divisionismo tan endémicos como crecientes, dificultades en la construcción de una concepción antiimperialista en forma, ambientación de una densa red de solidaridades que marcaron al mundo del trabajo y la cultura del trabajo, entre otras. Un buen ejemplo de ello fue la ambigüedad originaria (la que, como bien ha señalado Julio Godio, suponía una relación ambivalente con la política) de los partidos socialistas americanos, tensionados entre la búsqueda del desarrollo de un partido de clase (obrera) y el intento de convertirse al mismo tiempo en el instrumento más idóneo para implantar en estas latitudes una democracia liberal de cuño europeo, una "sociedad de ciudadanos" categóricamente distinta a la denostada "política criolla".

El "bipartidismo" de comunistas y socialistas y las otras izquierdas Ese condicionamiento muy fuerte de los fenómenos internacionales

—básicamente europeos— en la implantación de la izquierda en el Uruguay, rasgo que se repite en casi toda América Latina, puede observarse a través de múltiples l'enómenos..Citemos dos especialmente importantes:

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desencuentros sobre los encuentros, el batllismo fue sensible en ocasiones al peso de ciertas reivindicaciones sociales (aunque luego proclamó su rol anticipatorio á ellas) y a veces asumió el empuje de las iniciativas de ese "partido picana" que por entonces también era el socialismo frugonista (imbricándose las aspiraciones del "ala radical" del batllismo con el puente tendido del "programa mínimo" de los socialistas). También se desarrollaron otras formas de comunicación y colaboración coyunturales: apoyo crítico de algunos dirigentes sindicales (aunque de menor entidad real que el proclamado "anarco-batllismo", más invocado y gestual que sustantivo), votación conjunta en ciertas oportunidades con los socialistas en el seno de los Poderes Públicos, entre otrts.

Sin embargo, como hemos señalado, los desencuentros fueron mucho más frecuentes y decisivos e hicieron eclosión sobre todo en las coyunturas críticas del proceso reformista: cuando el famoso "Alto" de Viera en 1916 y en ocasión del golpe de Estado de marzo de 1933, liderado por Terra. Veamos, por ejemplo, la coyuntura golpista de 1933 y examinemos el papel jugado por las izquierdas: tres centrales sindicales irreconciliablemente enemigas, en momentos en que la crisis económica golpeaba fuerte a los trabajadores y arreciaba la ofensiva golpista del bloque conservador; debilidad del resto de los actores sociales; deterioro progresivo de los sectores disidentes de izquierda que permanecían en los "partidos tradicionales" (la Agrupación "Avanzar" de Grauert, la Agrupación Nacionalista Demócrata Social de Quijano, junto a otros sectores menores) o que actuaban aisladamente (como el Radicalismo Blanco de Camelli); marginalidad electoral y creciente debilidad política de los Partidos Socialistas y Comunistas, enfrentados además en forma muy dura y persistente.

El auge de la dispersión La dispersión de las izquierdas tuvo en las décadas de los 30y 40 múltiples

indicadores y proyecciones. Los intentos. frentistas, más o menos amplios en su proyección unificadora, fracasaron en forma recurrente: tal es el caso de la frustración del "Frente Popular" o del intento menos ambicioso de la "Concentración Democrática" en los años 30, junto a otros ejemplos.

La resistencia á los golpes de Estado o a los giros autoritarios de las políticas públicas tampoco encontró una respuesta unitaria desde las fuerzas de izquierda. Así fue, por ejemplo, durante la olvidada "Revolución de Enero" de 19350 cuando el "golpe bueno" de 1942, ocasiones que provocaron una muy fuerte polémica y un recrudecimiento en las divisiones en el seno de las fuerzas que habían luchado contra el terrismo, enfrentadas entonces respecto a los modelos de salida de la experiencia dictatorial. Por su parte, la invocada unidad del movimiento sindical se vio una y otra vez postergada: al tiempo que cada nuevo intento unificador culminaba en una nueva división, las crecientes polémicas ideológicas en el sqno

El Uruguay del siglo XX -.Tomo II - La política

la recepción del marxismo, desde la ajeni dad o como "mera ideología, sin asumir la historia y la realidad continental como el marco indispensable para la elaboración ideológica, lo que ambientó una visión muchas veces "nublada" y maniquea de los fenómenos sociales locales;

ii) la transferencia directa, sin tamices nacionales, de.divisiones y enconos provenientes del debate de la izquierda mundial (recuérdese el impacto en el Uruguay de la Revolución Rusa y de las primeras acciones de la III Internacional, que provocaron la ruptura de launidad socialista y la fundación del P. Comunista en 1921).

Este último acontecimiento se dio en el Uruguay con ribetes singulares. Como ha estudiado López D' Alessandra, la presencia influyente del ala izquierda del reformismo batl lista así como el impacto de una coyuntura de crisis económico-social, provocaron —entre otros factores— que en el Uruguay, en la pugna de socialistas y comunistas por la postura a asumir frente a las XXI tesis de Lenin prevalecieran estos últimos, a diferencia de lo ocurrido en casi el resto del mundo

2 occidental. Frugoni perdió su banca (como era tradición, en virtud del principio o del mandato imperativo había asumido dejando.su carta de renuncia firmada y o

abierta) y su grupo perdió el diario partidario ("Justicia") y la "Casa del Pueblo .. . El triunfo en el Congreso de 1921 no sólo le dio al flamante Partido Comunista estos haberes sino que le otorgó una posición mayoritaria que a los socialistas de Frugoni les costaría muchísimo disputar y revertir.

Aquellas primeras décadas del siglo XX estuvieron signadas por la aplicación de estrategias político-partidarias poco arraigadas en la realidad social uruguaya. lo que aparejó por lo general la marginalidad electoral y cierta inoperancia política y social (recuérdese a este respecto, la irreductible incompatibilidad entre la opción -clase contra clase" de los comunistas y la autorreivindica.ción socialista como "partido picana"). La fractura de 1921 en las relaciones entre los comunistas y socialistas dejó profundas y persistentes secuelas. Eran los tiempos en que, por ejemplo, los diputados comunistas Eugenio Gómez y José Lazarraga (este último vestido de overol) iban al Parlamento con el exclusivo cometido de denunciar al "poder burgués" y allí intercambiaban con el diputado socialista Frugoni acusaciones y gruesos epítetos. Piénsese, también, en lo que pudo influir ese condicionamiento externo tan fuerte para bloquear una relación más fluida con otras fuerzas progresistas locales o para dificultar procesos de renovación cabal en lo ideológico o en lo político.

Este rápido señalamiento de ajenidad nos vincula también con algunos núcleos problemáticos de otro tema fundamental:. la interacción entre esas izquierdas originarias y el impulso reformista del primer batllismo durante las primeras décadas del siglo XX. Pese a que cn su relación con las izquierdas predominaron los

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de la izquierda eran transferidas al campo de los sindicatos, con una fuerte secuela de enfrentamientos y rivalidades. Tampoco el impacto, muchas veces conmovedor y dramático, de los sucesos internacionales pudo originar experiencias unitarias perdurables que doblegaran a los factores de división: si bien la lucha antifascista o la solidaridad con la República Española generaron movimientos unificadores pluralistas y de arraigo popular, su gran influjo unitario sevio poco a poco erosionado por otros factores.

En esta etapa, el influjo de los acontecimientos internacionales y en particular el posicionamiento frente al derrotero de la URSS siguieron constituyendo factores muy relevantes para explicar los itinerarios de las fuerzas de izquierda local. Más. allá de la dependencia estricta del Partido Comunista respecto de los virajes de la III Internacional (claramente ilustrada por su reorientación frentista de 1935 o por la oscilación dramática de sus posiciones durante el transcurso de la II Guerra Mundial), también ratifican a su modo la permanencia de esa centralidad configuradora del referente externo las opciones del Partido Socialista (profundización del distanciamiento crítico de la URSS y acercamiento cada vez más fuerte al giro atlantista de la—, Internacional Socialista) o la vocación "tercerista" de varios núcleos de la "izquierda independiente" (en especial Marcha y ciertos sectores relevantes en el movimiento estudiantil universitario).

Que los intentos unificadores de los años 30 no hayan podido plasmarse en forma efectiva constituye una circunstancia reveladora, con múltiples indicios hacia el futuro. Tal vez refiere de manera indirecta a que el desafío derivado de la -dictadura terrista no era lo suficientemente vigoroso como para constituirse en un catalizador efectivo de una eventual unidad de las izquierdas, capaz de superar, o al menos postergar, la radicalidad de muchas de sus oüferencias y rivalidades. Tal vez, el estado de los debates ideológicos mundiales y la propia evolución de la URSS no daban márgenes reales (más allá de la crucialidad de la lucha antifascista y de la apuesta de la III Internacional en la perspectiva de los "frentes populares") para procesar adecuadamente las tensiones y desafíos de una construcción de cuño unitario. Tampoco existía una acumulación de aprendizajes políticos, ideológicos y hastAradicion ales de las fuerzas políticas y sociales de izquierda en el plano local como para "saltearse" semejantes problemas.

Las desavenencias respecto ala política internacional y, más específicamente, respecto al papel de la URSS, volvieron a reflejarse y aun a radicalizarse en su "traducción" a los giros de la política local. Las tensiones entre "al iadófi los" y "neutralistas" atravesaron con fuerza el espacio de la izquierda uruguaya, divisiones que hicieron eclosión en ocasión de las actitudes adoptadas ante el llamado "golpe bueno" de 1942 y la transición baldomirista. El cuadro emergente durante la

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segunda posguerra, con los impactos de la "guerra fría", los procesos en la Europa del Este y el pleno despliegue del modelo stalinista, no evidenció sino una ratificación y aun una profundización del panorama anterior.

- Los cambios de los años Soy su significación La frustración de esas décadas de dispersión, que por cierto profundizaron la

marginalidad y la inoperancia política de las fuerzas de la izquierda, llevó a que en forma paralela la aspiración unitaria comenzara a cimentarse un lugar simbólico y utópico fundamental en las aspiraciones de generaciones de dirigentes y militantes, También es cierto que muchas veces el sectarismo corría parejo con las intenciones unificadoras, e incluso las desbordaba, pero difícilmente en el horizonte de alguna de aquellas tantas izquierdas Pudiera sustentarse responsablemente una estrategia futura de persistencia sine-die de esa división. La demanda unitaria comenzó a crecer entonces fundamentalmente desde abajo, planteando a .las dirigencias de partidos y sindicatos el imperativo de cambios políticos e ideológicos que posibilitaran salir de la dispersión (que llevaba inevitablemente a la inoperancia) y habilitar caminos de acumulación más agrupados, Pero si la aspiración existía y crecía, los modelos de unificación no resultaban tan consensuales.

De todos modos, los tópicos de la unidad y de la renovación (por entonces con connotaciones muy laxas y polisémicas, incluso contradictorias con frecuencia) aparecían crecientemente imbricados aunque de modo nada simple. Sin embargo, que ese fuera el programa de algunas de las principales demandas y que el mismo estuviera alimentado tanto por los cambios en el contexto mundial como por los desafíos del ámbito local, no quiere decir que haya sido asumido de igual manera por todos, ni que los cambios radicales que la coyuntura exigía finalmente se hayan producido. Esta trayectoria de renovación, aun laxamente definida, sufrió tantos tropiezos y altibajos como el camino de la unidad. Pero fuertemente comprometidos en la tensión dialéctica de ambos procesos, las distintas corrientes y partidos de la izquierda uruguaya, pese a lo parcial e insuficiente de ciertos cambios, de cualquier manera se vieron obligados a salir de sí mismos e interpelarse más con la intemperie social, único camino posible para la lenta construcción de una nueva identidad política que con el tiempo se haría tradicional: la de una izquierda unida.

Obsérvense precisamente los comienzos de ese viraje en la historia de las izquierdas uruguayas, iniciado, no casualmente, cuando una gran crisis comenzaba adevorar los cimientos del llamado "Uruguay tradicional": el proceso de unificación sindical y sus repercusiones en los partidos y organizaciones de la izquierda política; la agitación universitaria que culminara en la consagración de la ley orgánica del 58; el cambio identificado con la figura de Vivián Trías en el Partido Socialista,

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nutrido de una relectura del país y de la región; el liderado por Rodney Arismendi en el Partido Comunista sustentado —entre otros factores— a partir de una revisión crítica de la trayectoria partidaria anterior y proyectado hacia la búsqueda de nuevas alianzas; los intentos unificadores (aun parciales) de 1962, come la Unión Popular (de efectos desastrosos para el Partido Socialista) y del FIDEL (de balance bastante más positivo para el Partido Comunista); la inflexión y el cambio de hegemonías en el interior de la vieja Unión Cívica, antecedente de la más progresista Democracia Cristiana de 1962, proceso profundizado en los años siguientes bajo el liderazgo de Juan Pablo Terra; la recreación de una vigorosa ala radical dentro del batllismo, proyectada desde la interpelación de la crisis a la ruptura de Zelmar Michel' ini y de la "99" con la matriz qui ncista, también en 1962; las transformaciones operadas en el campo difuso pero reconocible de la izquierda independiente, que bien puede encontrar una de sus referencias fundamentales en la trayectoria de Carlos Quijano y de Marcha (probadamente inoperante en términos político-electorales pero muy influyente en el campo intelectual y cultural); etc.

Balances y prospectos: la creación del Frente Amplio y su tradicionalización durante la dictadura

Desde el prisma interpretativo que habilitan los acontecimientos de este último tiempo —luego de las controversias ideológicas y políticas de las recientes décadas, la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento del llamado "socialismo real", el fracaso de la Perestroika y la implosión de la URSS, el auge y agotamiento de los modelos neoconservadores, la expansión de la globalización, entre tantos otros fenómenos internacionales— pero sin anacronismos, desde una perspectiva analítica fundada en la revisita de varios documentos de la época. esta "renovación" de la izquierda uruguaya en los 50 presenta claros y oscuros, débitos y haberes; o para decido de un modo "muy uruguayo", tuvo también ella "su impulso y su freno".

Fue tal vez más vigorosa en el campo político y en el viraje de estrategias partidarias y sociales que en el nivel más estrictamente ideológico, en el que la "desestalinización" (como en la propia URSS de Jnischev) tuvo amortiguaciones importantes, como lo demuestra la trayectoria del P. Comunista. En otros casos, como en el del socialismo, el balance del resultado político de los cambios fue bastante negativo —por decir lo menos— para los promotores de la trans fol -mación: piénsese en todas las trayectorias que cobijó y promovió el espacio socialista en los años 60 (entre las que cabe destacar a buena parte del Movimiento de Liberación Nacional con su líder fundacional, Raúl Sendic, a la cabeza) y su efecto devastador sobre los caudales políticos y electorales del partido. Sin embargo, la mayoría de esos cambios tuvo connotaciones genuinamente refundacionales y en buena medida abonó el camino del proceso de creación del Frente Amplio.

La unidad de la izquierda en 1971 fue así el producto de múltiples factores. Ya ha sido dicho que fue ambientada por un largo proceso de acumulaciones, que en forma innegable facilitó la creación de una aspiración que por entonces ostentaba un hondo arraigo. No puede haber dudas tampoco de que la crisis nacional y su derivación autoritaria, que culminará en la dictadura militar, coadyuvaron fuertemente para esa unidad, generando exigencias y desafíos que sí pudieron constituirse en el efectivo catalizador que no habían llegado a configurar los efectos locales de la crisis capitalista de 1929 y la posterior dictadura terrista. Resulta insoslayable también la importante transferencia de aprendizajes . y dinámicas unitarias provenientes de la experiencia de la unidad sindical, en la que prioritariamente (aunque con distintos alcances y protagonismos) se hallaban comprometidas todas las fuerzas de izquierda.

La creación del Frente Amplio, en cambio, no parece haber estado tan vinculada a cohdicionamientos externos favorables. Eventos como la invasión a Checoslovaquia o la expansión de experiencias foquistas en América Latina no facilitaban consensos en el debate de las izquierdas, aunque también es verdad que, por entonces, algunos ensayos .frentistas en el continente y aun en Europa hacían sentir un influjo. De todos modos, la unidad de la izquierdaen 1971 parece haber sido más hija de una larga acumulación política local que de un condicionamiento externo francamente favorable.

La "nueva" tradición fundada—valga la aparente contradicción— apenas había . tenido tiempo de desplegarse cuando sobrevino el golpe de Estado de 1973. En ese marco, la resistencia antidictatorial constituyó un desafío y hasta un examen especialmente duro para esa "novísima" tradición. Abundaron las partidas de defunción y no todas provinieron de los hombres del régimen. Finalmente la dictadura militar —que atacó en sus cimientos a las organizaciones de izquierda y apostó sistemáticamente a borrar su simple recuerdo de la conciencia pública de los uruguayos, en especial de los más jóvenes— culminó en una gran paradoja, con la vigorosa refundación de la izquierda y de su articulación unitaria, bajo el liderazgo reforzado del Gral. Seregni, preso político durante más de un decenio. Ene] marco dé un proceso complejo, que admite lógicamente muchas lecturas y perspectivas, resulta indiscutible que la permanencia y aun la profundización de la místiCa frenteamplista, que anidaba en tantas familias de uruguayos, jugó en esta empresa un papel nada menor.

Piénsese, de paso, en lo que toda resistencia al poder, más si es dictatorial, significa para la dimensión épica y estética de la política y, por ende, en el arraigo de tradiciones perdurables. En esta perspectiva, algunas preguntas no pueden resultar impertinentes. ¿No será reconocible un similar aliento entre la resistencia —no exclusiva, por cierto— de la izquierda ante la dictadura y aquellos eventos que nutrieron y fundaron el arraigo de las tradiciones blanca y colorada en el siglo

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XIX? Todo lo que la lucha antidictactorial ha significado y significa todavía para los frenteamplistas, ¿no resulta algo parangonable con lo que los blancos han "sentido" ante el recuerdo de Leandro Gómez y la Defensa de Paysandú? ¿No posee una similar potencialidad inspiradora que el elan reformista y civilista que varias generaciones "sintieron" durante décadas respecto de la acción y el pensamiento de Baffle y Ordóñez? ¿No se consolidó en ese tiempo aciago una condicithyi emocional de "comunidad de sangre" (como ha dicho Methol Ferré), una dimensión "simbólico-emocional" que acomuna más allá de las ideas, en particular cuando estas comienzan a presentar algunos problemas para cimentar caminos compartidos?

Los d'olores del crecimiento: ascenso electoral, renovación y unidad, posibilidades de gobierno

La recuperación de la unidad de la izquierda a la salida de la dictadura, lograda además con ese vigoroso impulso, permitió superar -o por lo menos postergar-los efectos de ciertas discusiones no debidamente dilucidadas en su seno. Por múltiples motivos, la radicalidad renovada del debate ideológico-que por entonces ya operaba y desafiaba con mucha fuerza en otras partes del mundo- no estuvo planteada sino hasta después de la restauración de la normalidad institucional. Sin embargo, las posiciones y definiciones adoptadas -no sin polémicas-: por la izquierda durante los años culminantes de la transición democrática dejaron también sus ?cuentas pendientes" que el arbitraje electoral de 1984- tan atípico en ciertos aspectos- no terminó de resolver.

Luego sobrevino la historia más reciente del debate interno (aunque interminable, más extenso que intenso) y la ruptura en el seno del Frente Amplio en 1988, del desmoronamiento increíblemente acelerado del "socialismo real", de la perplejidad extendida ante el impacto de estos fenómenos y el reconocimiento -tardío muchas veces-de debates y problemas que, por cierto, no podían responsablemente reputarse como nuevos. El pleito entre las "dos izquierdas", cuy as fronteras políticas no traducían bien los contornos de las polémicas de fondo como el tiempo probaría, tuvo su primera instancia electoral en los comicios de 1989. El resultado favoreció claramente al Frente Amplio ante el flamante Nuevo Espacio: no sólo lo aventajó con luz en el campo electoral sino que ganó definitivamente la importantísima lucha simbólica (desde su misma denominación hasta la forma en como encaró la campaña, los nuevoespacistas parecieron desentenderse de la honda significación de la disputa de la herencia frentista en ese plano), ganó por primera vez el gobiemo de Montevideo y proyectó nuevos I iderazgos de gran potencialidad.

Fue en ese marco que emergió Tabaré Vázquez, electo Intendente dc Montevideo pero rápidamente proyectado (por propios y ajenos) como el sucesor

"natural" del Gral. Seregni. Aunque la sucesión no fue tan "tranquila" (su liderazgo emergente fue discutido y competido por Danilo Astori), Vázquez logró progresivamente consolidar un liderazgo de nuevo cuño, muy distinto al de su antecesor y en general a los perfiles más tradicionales de la izquierda histórica, aunque muy funcional a los contextos de la nueva política surgente (ejecutivo y poco deliberativo, distante de los cánones de la representación tradicional, mediático y nada doctrinario, proclive a una comunicación directa y no mediada con el "pueblo", ambiguo en su discurso y a la vez deliberadamente seductor de sus distintos auditorios, etc.). Durante los 90, con el telón de fondo de un liderazgo cracientemente incontestado y de perfiles caudillistas (en especial luego de la renuncia de Seregni a la presidencia del Frente en 1996 Y a su aplastante victoria sobre Astori en las internas de abril de 1999)y un crecimiento electoral explosivo, el Encuentro Progresista-Frente Amplio (nombre de la coalición ampliada desde 1994), parece acercarse a la posibilidad cierta (aunque no ineluctable, como

creen algunos) de ganar el gobierno nacional. Tras 25 años del liderazgo de Seregni (convertido tras su prisión y su rol

durante la transición en una figura nacional, en una personalidad de la democracia reconocida más allá de las diferencias partidarias, disidente en varias oportunidades con la marcha de la coalición en el último lustro), el Frente Amplio y el Encuentro Progresista de Tabaré Vázquez presentan algunas novedades bastante fuertes en el marco de la historia de la izquierda uruguaya. Convertidos de hecho en una suerte de "partido popular", desde su seno se busca afirmar en la ciudadanía la referencia de la izquierda como "cultura de los pobres" y "de las clases medias", "de la solidaridad'', "del amparo al débil", de la consideración aun retórica -y discutida desde las otras tiendas partidarias- pero explícita "del

excluido". De ese modo, el escenario de las izquierdas uruguayas al final de su largo

periplo en el siglo XX perfila situaciones y desafíos absolutamente inéditos. Ya no resulta tan clara la imbricación intrínseca entre los tópicos de la renovación y de la unidad: la profundización real de la primera no parece garantizar la segunda; más bien tiende a desafiarla y a tensionarla. El proceso de "actualización ideológica", anunciado y puesto en marcha tras los últimos comicios, parece haber encontrado más escollos de los esperados y se ha detenido. A la luz de los sucesos del 2001 (en particular luego del último episodio del desenlace de las negociaciones por la ley de transformación de Ancap, en cuyo texto final le cupo decisiva participación a tres senadores frentistas, luego desautorizados), la línea dc una oposición neta y sin resquicios ante la actual coalición de gobierno parece haber ganado la partida frente a una postura opositora pero más abierta a negociar con el gobierno acuerdos puntuales sobre ternas estratégicos. Un cúmulo de acontecimientos (los últimos cambios operados en la di rigencia del Partido

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Socialista, los conflictos desatados tras el último Congreso del PIT-CNT y el consiguiente giro radical en la estrategia de la central, el aliento renovado a las iniciativas plebiscitarias en marcha sobre Ancel y Ancap, el cambio de tono en el relacionamiento de Vázquez con el Presidente Baffle, entre otros) parece también orientarse en una perspectiva bastante .más favorable para los llamados sectores "radicales" que la que se dibujaba luego de los resultados electorales de 1999. más allá del crecimiento político de la figura del actual senador Mujica que por cierto no responde a claves de radicalización. .

Cabe entonces, como en el caso de los otros dos grandes partidos, el plantear algunas interrogantes en relación con los desafíos más actuales que enfrentan las izquierdas uruguayas. ¿Podrán estas y en especial su actual líder acreditar condiciones de gobernante nacional ante la ciudadanía, sobre todo con la regla más exigente del balotaje, sin habilitar y concretar la posibilidad de pactar desde la oposición con un gobierno de distinto signo? ¿La estrategia de la confrontación, acumula tanto para ganar las próximas elecciones como para gobernar desde el día siguiente? ¿La izquierda podrá efectivamente gobernar sin cogobernar ante la agenda cada vez más compleja del país, de la región y del mundo? Esa dimensión "popular" que pretende y que reviste, ¿podrá sortear con éxito las tentaciones del "populismo" y redefinirse en clave moderna desde el ejercicio mismo del gobierno (que como auguraba Quijano, a menudo significa "descontentar")? ¿Qué significa hoy una izquierda efectivamente actualizada, renovada y moderna? ¿Cómo "atur -de modo consistente y perdurable el crecimiento electoral, la "actualización ideológica", el mantenimiento de la "unidad sin exclusiones" Y el ejercicio efectivo del gobierno? ¿De qué forma actualizar e incluso superar viejas señales: picana y desafío, testimonio y expresión, gobierno y producción de novedad?

4. 2003, atados al mástil

En los tiempos que corren América Latina parece volver dramáticamente al centro de muchas preocupaciones. Habrá de reconocerse que la transición entre dos siglos nos encuentra "mal parados", sufriendo los impactos negativos de la globalización en curso y en medio de grandes dificultades para aprovechar sus beneficios. Economías más abiertas y no siempre menos vulnerables, Estados desarticulados en sus funciones tradicionales, crisis social -el empleo, la calidad de vida, la integración social misma-con magnitudes de un deterioro a menudo sobrecogedor; política desmerecida en su especificidad, elencos dirigentes deslegi timados, peligrosos sueños de "eficacia" atada a la "unanimidad"... En el campo de las "ideas y creencias" nadie está autorizado para celebrar, ni -mucho menos- para reclamar "haber tenido razón".

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En medio de tal deterioro y perplejidad -y si logra huir tanto de los eflejos provincianos y autocomplacientes como de la autoflagelación que nos caracterizan-e I Uruguay ha de pensarse como comunidad política que tiene "algo bueno" que cultivar y ofrecer a la región. Los partidos políticos y el sistema que ellos han forjado (también por el que fueron forjados) son el eje de nuestros aprendizajes cívicos. Esto es: hacernos la política desde ellos, esperamos mucho -a veces demasiado-de ellos; pero es por ellos que transitan y se hacen posibles, a lo largo del siglo, nuestras más importantes decisiones,-aciertos y errores- que se tramitan en la escena pública. Son las instituciones políticas más robustas con que cuenta el país y es a resu I tanci a de ello que autorizan o desautorizan I i derazgos, trayectorias y cursos de acción colectiva. No son "clavel del aire", expresan bien y de un modo dialéctico-no cual mero reflejo- a una sociedad y a una cultura del arreglo y la amortiguación, con todos sus conflictos y bloqueos.

Este es un "capital" colectivo, no del todo vibrante hoy en la percepción ciudadana y en sus dirigencias, o en la conciencia histórica que es su posibilitante más inmediato o perentorio. Este relato que aquí concluye deja dos señas para el camino: los partidos armaron la república uruguaya y ella caducó toda vez que ellos declinaron sus responsabilidades y funciones; sin embargo, el "capital" no es intangible es un acto de madurez cívica pensar que todo es contestable y puede perderse.

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Una bella imagen de navegantes, muy cara a Carlos Quijano, encabezaba hace décadas su reflexión acerca del Uruguay bajo el título clásico de "Atados al mástil". Está.colmada de sugerencias: habla de un barco, de un rumbo tal vez perdido, de una tormenta; habla también de unaconvicción, de una voluntad, de un empecinamiento, de un punto de mira.

Todo viene a cuento porque el último bienio, por lo menos, parece haber sido el de "la tormenta petfecta". Aun a riesgo de las confusiones que genera el vértigo, es evidente que nada nos autoriza a pensar, luego de este largo recorrido histórico que aquí cerramos, que los partidos políticos saldrán indemnes de esta conmoción recientísima, situada entre dos siglos y de la que también ellos son expresión. Tampoco hay buenas razones para evadir una mirada desde el mástil, sitio privilegiado para observar las cosas en la emergencia.

No es del caso referir en este texto a la complejidad y diversidad de la crisis que nos ha devuelto "tro país". En carnbio sí cobra pertinencia preguntarse acerca del rol desempeñado por los partidos uruguayos en ella. Sin embargo, hay un rasgo general que conviene hacer presente: reparemos ante todo, en la doble faz de esta sis, a la vez &globalización y de legitimidad postransicion al,

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Es cierto que el relato de todas las crisis uruguayas ha buscado sus claves y hasta sus "explicaciones" (a menudo como atajo de exculpación propia) afuera de fronteras, pero, pese a muchos errores y omisiones de origen local, pocas veces como en ésta se ha encontrado el país tan violentamente sometido a tendencias y corrientes regionales y globales sobre las que no tiene el más mínimo control. Dicho de un modo menos drástico, la crisis muestra vulnerabilidad, incapacidad de dar cuenta de nuevos contextos y de las formas radicalmente diferentes en que se vienen dando la estructuración de actores y el procesamiento de conflictos en el mundo y la región. Si la crisis es de globalización, por lo menos en una parte muy considerable, está obviamente en duda y contestación la capacidad propia de producir decisiones, el lugar mismo de la política. Remite pues a una pregunta inquietante: ¿qué y cuánto, de manera razonable y responsable, se puede esperar hoy de los gobiernos que se dan las sociedades? ¿Qué capacidad anticipatori a efectiva puede hoy reclamarse a los partidos para evitar los "callejones sin salida" o, por lo menos, para configurar mapas de ruta a fin de sortearlos mejor?

La otra cara de la crisis, decimos, es de legitimidad postransicional. El Uruguay llega al siglo XXI cerrando el ciclo político que se abrió el 1° de marzo de 1985. Bien o mal, la transición democrática uruguaya terminó, lo que no equivale a dar por saldadas todas sus cuentas sino a afirmarse en la percepción de que los problemas y desafíos que hoy tiene planteados son de una naturaleza bastante diferente a laque organizó la agenda de los últimos tres lustros. El sistema político produce legitimidad —autoridad y obediencia, diría Natalio Botana— en la medida que enfrenta, reformula, se atiene y hasta resuelve una agenda que por muchas razones es nueva, es postransicional. Antes que ningún actor, los partidos deberían dar cuenta de ello en sus acciones y en sus apuestas estratégiCas.

. Si se aceptaran Y desarrollaran estas coordenadas tal vez hallaríamos un modo de repensar la historia de los partidos políticos del Uruguay en el siglo XX y someter a dura prueba la vigencia de la pauta partidocéntrica de nuestra política y partidocrática de nuestra tradición gubernativa. Es, desde luego, otro ártículo que ya no podría escribir solo el historiador.

Entretanto veamos sumariamente, desde la mirada secular que propone este texto, las señales que despiertan algunos desempeños recientes.

a) Los partidos deben ser observadós como actores de gobierno. Aun cuando la figura presidencial parece haberse despeñado con la crisis, los demás actores políticos del gobierno y la oposición —aunque en sentidos muy disímiles, actores de gobierno ambos— produjeron sus decisiones ante la debacle financiera y bancaria; en cambio, su "productividad política" ha sido casi nula ante el desastre social y la emergencia, muy pobre en la producción de acuerdos estratégicos de mediano y largo plazo y más que vacilante ante el escenario mercosuri ano al

Los PARTIDOS POLÍTICOS URUGUAYOS EN EL SIGLO XX 63

que hemos sido devueltos perentoriamente. Por cierto que las responsabilidades de estas omisiones no son iguales para todos, entre otras cosas porque sus capacidades de gobierno no fueron ni son simétricas.

b) Los partidos también deben ser observados como actores democráticos, esto es, si la crisis los confirma o los aleja de la adhesión a las reglas institucionales, si medra su fe, si los vuelve mas frívolos o inmediatistas : más demagógicos o seguidistas, si los hace más exigentes por estar ellos mismos mucho más cerca de las exigencias ciudadanas, si los hace más republicanos, en suma, en el sentido de procurar involucrar responsablemente a los demás actores. Por allí habrá de circular, además, cierta "conciencia sistémica" que los partidos deben volver a poner en forma, Es decir, la coalición entre colorados y blancos se disolvió antes de promediar este período; blancos y colorados han sido gobierno desde 1985 y saben que pueden perderlo en el próximo tramo, ¿sabrán y podrán, en ese caso, : -ecrearse como tradición autorizada ante la ciudadanía? ¿Podrán recrearse, por primera vez ambos en forma simultánea, desde un escenario eventual de oposición compartida?¿Podrá encontrar la izquierda, desde el ejercicio directo del liderazgo del gobierno nacional, las condiciones para su profundización democrática y para su renovación programática e ideológica? ¿Se harán rígidos los presuntos "dos bloques" y sólo habrá trincheras entre ellos? ¿O aparecerá un juego interpartidario más abierto, con puentes (y "pontífices" diría Real de Azúa) efectivos que transitar en ambos sentidos? ¿Se ratificará una vez más la "lealtad institucional" como un cimiento de nuestra convivencia democrática, pase lo que pase?

c) La historia de los partidos uruguayos es en algún sentido la del desarrollo de esa conciencia sistémica, jalonada por impugnaciones y aceptaciones de la coparticipación. Pero si el timón del gobierno uruguayo pasara á manos del Encuentro Progresista, unos y otros, colorados y blancos por un lado e izquierdas por otro, deberán dar muestra entonces de su talento para ensanchar de modo definitivo el viejo estatuto de la coparticipación nacido en 1872. Tal vez sea la gran prueba que le resta dar al sistema, que le permitirá dar cuenta de una historia y por la que volvería a mostrar su madurez entre los de la región. Va de suyo que una consolidación de este curso habrá de afectar a cada una de las "partes" más o menos reconocidas (partidos, bloques, familias ideológicas También nos puede salvar de cierta confusión que se instala con fuerte peso retórico toda vez que se emprende la convocatoria a "grandes acuerdos de unidad nacional" o de parecidos simulacros de unanimidad, de los que es tan fácil entrar como salir.

d) Los partidos deben ser observados como hacedores de relatos acerca del futuro y del pasado. Esto en un doble sentido: en tanto crisis de globalización,