Cabeza de Angel

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CABEZA DE ÁNGEL (Cuentos) Copyright ©2008 Juan Pablo Vásquez All rights reserved. www.cbhbooks.com Managing Editors: Estela Serafini and Manuel Alemán Designer: Ricardo Potes Published in the United States by CBH Books. CBH Books is a division of Cambridge BrickHouse, Inc. Cambridge BrickHouse, Inc. 60 Island Street Lawrence, MA 01840 U.S.A. No part of this book may be reproduced or utilized in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording, or by any information storage and retrieval system without permission in writing from the publisher. Library of Congress Catalog No. [TK] ISBN 978-1-59835-087-6 First Edition Printed in Canada 10 9 8 7 6 5 4 3 2 1 Índice

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Cuentos en Español

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CABEZA DE ÁNGEL(Cuentos)

Copyright ©2008 Juan Pablo Vásquez

All rights reserved.

www.cbhbooks.com

Managing Editors: Estela Serafini and Manuel Alemán

Designer: Ricardo Potes

Published in the United States by CBH Books.

CBH Books is a division of Cambridge BrickHouse, Inc.

Cambridge BrickHouse, Inc.

60 Island Street

Lawrence, MA 01840

U.S.A.

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without permission in writing from the publisher.

Library of Congress Catalog No. [TK]

ISBN 978-1-59835-087-6

First Edition

Printed in Canada

10 9 8 7 6 5 4 3 2 1

Índice

Dite..............................................................11Cabeza de ángel ....................................................39

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El emperador ................................................53El pergamino de los Ku........................................ 55Los Nephilim ....................................................... 61

A mis padres,

Anaís Ch. Durán

y

Edwin Vásquez E.

Dedicatoria

Esta obra está dedicada a las mariposas vendadas que caminan solas en los bulevares, a las madres divididas y a los padres ausentes, a los que perdieron entre sus recuerdos un boceto inconcluso o un poema alicaído de sus apuntes del pasado, a aquellos que se sienten ofendidos por las miradas furtivas de este mundo bastardo y a los que desean cambiarlo.

A las mujeres que intentaron una vez amarme y a las que se dejaron amar, a las contradictorias decisiones que rompen esperanzas y a los hombres que ayudan a crearlas cada día del año, a los que se fueron sin decir adiós y que nunca van a volver, a los que se sienten incomprendidos, al bueno y al malo, al blanco y al negro, a Bonnie and Clyde y, finalmente, al más pecador de todos, el pobre diablo que dice encontrarse bien y se engaña tratando de creerlo.

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DITE

01

Al entrar en tu habitación, imagina unas manos expectantes de humedades rosa en los recodos de tu cama. Solo tendrás que fingir mi ausencia mientras te quitas las sandalias, los anillos, la faja, la blusa, y junto al resto de las prendas de vestir, tu pasajera vergüenza a perder el pudor. Después te acercarás, entrarás desnuda a la cama, y al besarnos, le pondrás fin a mi tonto juego que tanto te divierte. Entonces, sin apenas sospecharlo, empieza un viaje en el que somos sus únicos testigos, una aventura en la que, tú a tu modo, yo al mío, descubrimos fantásticos mundos. ¡Tierra a la vista! ¡Euroamérica! ¡Asiáfrica! ¡Paraíso mágico de elefantes alados, tigres de fuego y delfines de luz!

Más allá del bagaje ultramarino, la redondez del planeta, junto con el lento navegar de la barca que hasta hace unos segundos era tu cama, nos permitirá ver a la distancia las primeras palmeras continentales. Al llegar a

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tierra nos divertiremos jugando con cangrejos inquietos de colores vivaces sobre piedras floridas, o si lo deseas, podemos volar entre bandadas de papagayos, gaviotas, perdices o pájaros verdes. En síntesis, un nuevo mundo de sensaciones al contemplar y palpar nuestras formas desnudas.

Pero eso es solo una parte. Las cortas palabras se escurren de los labios con suavidad de aguamiel, mi ombligo, sobre el tuyo, susurra silentes caricias; nuestras manos se sujetan por instantes reconociéndose, y luego, cómplices, se sueltan con el pretexto de buscar otras regiones más hacia el sur. Ahora estoy dentro de ti y todo marcha de maravilla con el ritmo cadencioso de nuestras caderas. Tú, mi bella princesa, tienes los ojos cerrados y puedo verte concentrada en escuchar lo que mi piel le susurra a tu piel.

Sin embargo, algo pasa. Es como si el lado de mi embarcación chocara otra vez contra el mismo banco de niebla que me impide seguir tu ritmo. Frustrado, compruebo que de nada sirve soñar con percibir la pureza del aire marino, el aroma de las flores, la suavidad del marfil, si el resultado es el mismo esfuerzo inervado que me relega a la categoría de un maniquí. ¿Qué me pasa? ¿Qué está mal conmigo? ¿Acaso no merezco ser feliz? Entonces, como su fuera un pesado bulto, caigo sin voluntad por la popa al mar. Con el agua hasta el cuello, después de ver cómo la barca se convierte en una diáfana estela, oigo terribles sonidos detrás de mí. Giro y veo a cientos, tal vez miles de hombres contrahechos presa de tiburones enloquecidos por el olor a sangre.

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Codazos, patadas, llantos sempiternos, extremidades mutiladas flotan por doquier. Aunque nado con todas mis fuerzas en sentido contrario, olas pérfidas me conducen al interior de ese mare mágnum. Las enormes fauces aparecen y desaparecen por todas partes con la precisión de una infalible máquina de muerte. Prisionero de un terror abominable pierdo la fe, estoy seguro de que en cualquier momento me sumaré a las múltiples víctimas, pero sin apenas creerlo, las mismas olas que me arrastraron antes, son las que me alejan de allí.

Este mundo es tan surrealista que me cuesta trabajo creer lo que ven mis ojos. Un horizonte galvanizado es el telón de fondo de un cielo azul cobalto. En lo alto, un sol negro de medio día despide lenguas de fuego y es reflejado con violencia por el proceloso mar. Fuertes vientos golpean mi rostro. A pesar de esta terrible alucinación de la que por más que lo intento no puedo librarme, tú sigues haciendo el amor con los ojos cerrados sin percatarte de lo que pasa dentro de mí. ¡Cómo me gustaría tener tu paz! ¡Cómo me gustaría corresponder con mis pensamientos y actos al amor que sientes por mí!

02

En alta mar divisé una isla y con mis últimas fuerzas pude nadar hasta la playa. Estaba exhausto, sin embargo, descansar no era una alternativa. Le quedaban pocas horas al día, y para empeorar la situación, la borrascosa brisa marina amenazaba con convertirse en

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tempestad. Necesitaba encontrar pronto un refugio. Escudriñé la extensa playa en busca de algún cono pajizo o algún tipo de asentamiento, pero fue infructuoso.

Con la intención de encontrar alguna cueva, me interné en el paisaje insular. Caminé sobre un corredor natural de tierra rojiza; lo irregular del suelo y lo agreste de la vegetación dificultaban mis pasos. Valiéndome de pies, manos y hasta de dientes, escalé, para luego descender, una escabrosa colina. En la parte más baja de esa depresión corría un río serpenteante de color turquesa.

Tengo algunos conocimientos de geografía. Por ejemplo, observar hacia dónde se dirige el más pequeño riachuelo, así como averiguar la cuenca fluvial a la que pertenece, me permite formar una relación entre montañas y valles que probablemente señale la ruta hacia algún tipo de civilización. Intenté poner a prueba mis conocimientos, pero fueron inútiles en este mundo extraño.

Nada parecía tener sentido, daba la impresión de que estaba en ciernes. Los peces confundían los límites de su elemento y hacían repetidos intentos para cruzar a la tierra, las bestias no sabían qué cosas les hacía bien, ciertos árboles crecían al revés, las aves no confiaban en la sustentación que les daba el aire, el cauce de los ríos no viajaba por las partes más bajas y los volcanes aún retumbaban la tierra.

Me sumergí en el río y tomé varios tragos de agua dulce. También aproveché para remover de mi cuerpo sal, la arena, las hojas y el lodo. Sin demora vadeé a la margen opuesta y escalé una empinada pared de

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piedra. Cuando llegué a la cima, caí de rodillas por lo que alcancé a ver en ese momento. Sobre un ancho valle, las formas arquitectónicas de un conjunto agrupado sin orden aparente formaban un todo indivisible. Era un laberinto de dimensiones colosales.

En ese momento la lluvia empezó a caer, sus gotas eran tan grandes como cantos rodados. Me volví, el sol estaba a punto de ocultarse bajo la línea del mar. Sin perder tiempo corrí desesperado tierra abajo hasta llegar a un pedregón al pie del laberinto. Los gruesos muros de negra piedra triplicaban mi altura. Flanqueé su circunferencia para buscar un acceso; después de varios merodeos avisté un bucle sin puerta.

El sitio al que ingresé no tenía techo —aún estaba al capricho de la lluvia—, era un conjunto claustrofóbico de circunferencias compuestas por sinuosos muros ortogonales, perpendiculares, divergentes y convergentes entre sí. Para no lastimarme en la oscuridad anteponía mis manos a la altura de la cabeza, pero eso no impedía que tropezara contra piedras y troncos.

Pasé en esos intrincados pasadizos hasta poco antes del alba, cuando topé con una abertura que daba a un espacio abierto. Recuerdo que la sensación de libertad fue tan grandiosa como una bocanada de aire después de estar atrapado bajo el agua. Corrí sobre el pavimento hasta llegar a un lóbrego zaguán. El lugar estaba seco y parecía seguro, me replegué sobre mí mismo en el suelo, después no recuerdo nada más, excepto, sí… eso sí… las amargas lágrimas que bañaban la losa contra mi rostro.

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03

Cerca del medio día abrí los ojos, apenas estuve completamente despierto di un vistazo a mi alrededor. Afuera había una plaza, gran variedad de árboles crecían en su interior; no hace falta mencionar que comí de todos los frutos a mi alcance. En lo alto, el sol brillaba con una fuerza dócil y sonaba el canto de los pájaros. Sin duda el clima era muy diferente del de ayer.

Del lado interior del zaguán advertí una puerta. Era una pesada plancha de roble con herrumbrados goznes y aldabas de hierro forjado. Halé el mecanismo e ingresé en la parte más sombría del laberinto.

Con precaución descendí por una larga escalera soportada por arcos de piedra, un lado descansaba junto a un muro de mampostería cubierto por salitre, el otro ni siquiera tenía baranda. Con un manto de lana abandonado en un nicho hice una toga y me la entallé con una cuerda a la cintura.

Luego de un rato noté un rumor. Al acercarme hasta su fuente el confuso sonido tomó forma definida y percaté ayes y penetrantes alaridos que manaban de una cripta. La semiabierta losa de granito tenía esculpida la terrible leyenda: “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate”

El saber que esa compuerta anidaba demonios rubicundos, ángeles rebeldes, rostros desfigurados por eternos padecimientos, energúmenos y el resto de los desalumbrados del Infierno, me aterrorizó a tal grado que salí corriendo de allí.

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Aunque mi prioridad era salir del laberinto, pasé semanas enteras observando cada perspectiva, cada ángulo, cada reflejo de luz; estaba atrapado por su singular arquitectura. Me gustaba especular sobre su construcción, era como si sus fundadores hubieran cavilado hasta el paroxismo y finalmente llegado a la conclusión de que el azar era la mejor guía. El laberinto era un monumento magnífico a la improvisación.

Las recámaras, galerías y habitaciones estaban al capricho de la intemperie, los muros eran demasiado gruesos o demasiado delgados, las ventanas detenían la luz y las fuentes dejaban pasar el agua. A pesar de que, en apariencia, el laberinto carecía de lógica, por momentos me parecía descubrir que tal vez sí la tenía, pero más allá de cualquier entendimiento.

Como imaginarán, por vagar sin rumbo en una especie de sueño, terminé perdido. Después de debatirme entre secundar la ruta tomada días atrás o cambiarla ante los interminables tumbos de ciego, el abatimiento se apoderó de mí a tal punto que llegué al convencimiento de que para salir del laberinto era necesaria una voluntad extra humana. Se precisaba destruir muros, cavar túneles o construirse unas alas para poder volar.

Pedestre, de la única forma que podía, era imposible. El laberinto era un lugar desventurado en el que no podía

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permanecer, pero tampoco podía abandonar. Cansado de sentirme igual a un buey que gira en torno a la rueda con los ojos vendados, me abandoné a mi suerte. Más perdido en mis pasos que en el propio laberinto, una tarde tropecé con las bibliotecas.

05

No puedo afirmar que el paso por las bibliotecas fuera feliz, tampoco me atrevería a decir lo contrario. En lo sucesivo las noches no fueron más tibias, ni los días menos calurosos. No obstante, fue un periodo para distraerme de mis desgracias.

Una parte de las bibliotecas estaba compuesta por observatorios. De noche escudriñaba la bóveda celeste y me maravillaba ante su grandeza. Con dedicación estudié astronomía y llegué a predecir las órbitas de los planetas.

Luego tuve ciertos acercamientos con la astrología, pero perdí el interés al no concretar ninguna de sus conjeturas, como si mañana llovería a tal hora, o si me tropezaría con equis objeto en tal lugar.

Las bibliotecas estaban formadas por un conjunto de edificios ordenados en forma de semicírculo. En el centro había una plaza en la que descansaba una escalera truncada de siete escalones. En la base de la parte más alta había un mosaico de piedra formado por dos circunferencias concéntricas. El círculo más pequeño era negro y el exterior, con el

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doble de radio, era blanco. Observé ese conjunto con curiosidad y me di a la tarea de buscar su significado. Empecé con las escaleras y compilé todo lo que se refiere al número siete.

Siete son las murallas de las virtudes morales, civiles y especulativas, los mares, los días de la semana, las horas que Adán y Eva estuvieron en el Paraíso, las estrellas que componen la Osa Mayor, las cabezas del monstruo apocalíptico, los dones del espíritu, las virtudes, los sacramentos, los pecados capitales y hasta cierto juego de cartas.

Luego, la investigación terminó abruptamente cuando le tocó el turno a los círculos. Salvo una breve alusión a una recámara blanca en un palacio chino en el que existe un símbolo igual en dimensión, forma y color, no había nada más.

Entonces me entristecí, abrazaba la ilusión de que, si descubría el significado de ese simbolismo, me sería otorgado el conocimiento de las bibliotecas. “¡Qué ingenuo!”, pensé. “Esperar semejante tontería era como creer en la máquina Luliana y su aplicación metódica del azar en la resolución de cualquier problema, o en los aparatos móviles cuyos diseños despiertan la imaginación de los mancebos, o en las teorías metafísicas y teológicas que suelen declarar quiénes somos y qué cosa es el mundo”.

En los observatorios, el tiempo pasaba más rápido que en el resto de las bibliotecas. Los libros de astrología y una fogata eran lo único que necesitaba para llenar esas horas de distracción. Una noche, cuando solo

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quedaban unos cuantos tizones, oí un ruidito de pisadas. Me asomé y vi un gato atigrado.

—¡Ejem! —Carraspeó el gato atigrado con aire de importancia. ¿Quién eres?

—Nadie —respondí con sequedad y en contraste a la gracia y seguridad demostrada por el gato atigrado.

—¿Cómo que nadie? —Volvió a preguntar el gato atigrado con una ligera sonrisa en el rostro. La sonrisa no era de burla, más bien de sorpresa ante mi tosquedad casi infantil. A pesar de darme cuenta de mi falta de madurez continué actuando igual y volví el rostro sin responder.

—Sabes muchacho —dijo el gato atigrado—, con esa actitud podrás sobrevivir en la soledad del laberinto, pero cuando salgas al mundo exterior, si es que lo logras, te aseguro por las siete vidas de mi santa madre, que no vas a llegar muy lejos. Eres demasiado orgulloso y eso no es bueno para ti, ni para nadie.

—No te conozco —agregó el gato atigrado—, pero puedo ver que has hecho una fogata grandiosa. Por otro lado, ignoro qué tan larga ha sido tu temporada en el laberinto, pero a juzgar por tu ubicación ha sido bastante, y no solo estás vivo, sino en una sola pieza. Permíteme felicitarte. ¡Bravo! —e hizo una ligera reverencia. El gato atigrado caminó entre las cosas de mi pequeño campamento, dio un respetuoso y ligero vistazo a mis cuadernos y continuó sus observaciones—: Y si estos apuntes de astrología son tuyos, no solo eres hábil y astuto, sino muy inteligente.

El gato atigrado tenía razón, reflexioné. También me consideraba en alguna medida

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hábil, astuto e inteligente, pero mi gran defecto era que carecía de las herramientas para demostrarle mis talentos al mundo. Era como si los dones que tenía fueran opacados por una timidez que lo único que hacía era distanciarme de los demás irremediablemente.

—Yo sé que no me lo estás preguntado —agregó—, y si sigo esa misma línea de pensamiento, tampoco sé por qué te lo estoy diciendo. Pero bajo el riesgo de caerte mal te voy a decir lo siguiente: Sin importar lo mucho o poco que lleguemos a tener en esta vida, debemos ser generosos y no apocados. Yo, por ejemplo, apenas supe que estabas aquí vine a verte. ¿Por qué? Porque el simple hecho de que existas me responsabiliza a compartir lo poco que tengo contigo.

Si bien no tengo ningún bien material que pudiera interesarte, tengo un pequeño regalo que estoy seguro vas a apreciar el resto de tu vida. A pesar de que mi postura denotaba desinterés, mis oídos ponían atención a cada una de sus palabras.

—Y ese regalo es este. Si quieres ser alguien representativo —continuó el gato atigrado—, tener valía, primero debes hacerte una pregunta muy importante.

Entonces el gato atigrado se pudo frente a mí, y me espetó.

—Esa pregunta es: ¿Qué es lo que quieres?

Cuando dijo eso nuestras miradas se cruzaron por un instante. En la mía hubo sorpresa, en los suyos certeza.

—¡Sí! En apariencia es una pregunta sencilla, cualquiera podría despreciarla, de hecho la mayoría lo hace —continuó el gato atigrado

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—, pero es sumamente poderosa. Imagino que te estarás preguntado por qué. Muy fácil. Primero, esa pregunta pone orden a tus pensamientos, te da paz mental. Una vez que hayas llegado a ese estado, sabrás cuál sentimiento seguir, y será como una pequeña semilla que germinará en tu corazón. Si no dudas, ese sentimiento crecerá, será tan fuerte que guiará tus pasos. De esa forma podrás hacer cualquier cosa, ir a cualquier lugar, amasar la riqueza que quieras, hacerte acompañar por personas que te quieren y estiman. Así de sencillo. ¿Qué te parece?

Las palabras y la disposición del gato atigrado habían sido de apoyo hacia mí. En correspondencia al menos debía mostrarme confiado y abierto, pero fiel a mi terquedad increpé:

—¡Y qué tal si no me interesa!

El gato atigrado esperaba cualquier respuesta excepto esa. Decepcionado por mi mezquindad dijo:

—¡Nada! Eso mismo… nada —y se fue.

En ese momento me sentí un genuino pusilánime.

Recapacité y exclamé: —¡Ha sido sin querer! ¡Perdóname!

¡Regresa por favor!

El gato atigrado solo respondió con un gruñido mientras se perdía en la noche.

06

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Reflexioné largo y tendido sobre las palabras del gato atigrado. En secreto, siempre había acariciado el deseo de ser alguien en la vida, de marcar una diferencia en el mundo, pero desconocía que una sencilla pregunta fuera el primer paso. El gato atigrado había dicho que el preguntarme qué era lo que deseaba, le pondría orden a mis pensamientos; y en efecto, así fue.

Para terminar de aclarar mis pensamientos decidí adoctrinarme en filosofía. En su esencia, la filosofía no procura el dualismo entre el alma y el cuerpo, en vez de eso, asiste al alma a convivir con el cuerpo. ¡Grandioso! Aunque estaba satisfecho con ese razonamiento, no estaba del todo convencido. ¿Cómo hago eso posible? ¿Cuáles son los mecanismos que debo manipular para lograrlo? ¿Cómo puedo llevarlo a la práctica de una forma efectiva y sostenida? Los libros de filosofía están plagados de parrafadas alucinantes sobre el qué, el cuándo, el dónde y el quién, pero no mencionan el cómo.

Confundido por la falta de pragmatismo de la filosofía, no sabía si meditar o rebelarme. ¿Qué postura debía tomar? ¿Debía preparar mi mente y cuerpo con la respectiva disciplina de un atleta y un monje? ¿O debía ser todo improperios, uñas y dientes? O más difícil aún, buscar un punto intermedio entre ambos extremos. Pero, ¿Cuál era el centro si desconocía mi verdadera dimensión?

De repente, por mis inútiles ansias de querer abarcarlo todo, había quedado atrás el poco sosiego que la pregunta del gato atigrado me había dado. De día vagaba sin rumbo, de noche sufría de insomnio. Trataba de

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imaginar cuánto tiempo me tomaría satisfacer mis deseos. ¿Acaso toda la vida? ¿La mitad? ¿Un tercio?

¿Tres cuartos? ¿Y en verdad debía resolver mis conflictos internos antes de enfrentarme al mundo? ¿Quién podía afirmarlo? ¿Quién podía negarlo?

Recordé haber leído que la verdadera sabiduría, más que saberlo todo, es adaptarse al mundo. Pero, aunque conocía esa reflexión, no la comprendía, y peor aún, no la sentía en el corazón. Enfurecido por esa carencia humana tan básica, quería destruir todo a mí alrededor.

Miré en retrospectiva mi vida. Durante los momentos más críticos, el sentido común me evadía, las emociones tomaban el control, sucumbía ante la ambición y las falsas pretensiones. ¡Estaba harto de extraviarme en los funerales de mis deseos!

Para poner fin a mis fracasos, ¿qué debía hacer? ¿A quién podía recurrir? ¿En quién podía confiar? Estaba claro que no podía confiar en mí mismo, mis reveses no eran carta de recomendación. ¿Acaso debía buscar a otras personas?, pero no conocía a nadie (o al menos no quería admitirlo) que fuera apenas mejor que yo. ¿Dios era, acaso, la respuesta…?

¡Un momento! ¿En qué momento Dios entró en escena? ¿Y por qué con tanta trascendencia como para confiarle mis deseos? Es acaso que solo creemos en Dios para evadirnos de nuestros errores? ¿A lo mejor mi alma estaba enferma? Tal vez desvariaba al creer que Dios es la respuesta de todo. Que las respuestas que tanto necesitaba están afuera, en un ser

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imaginario, y no adentro, en un ser real que es el único depositario de las consecuencias de sus actos.

Siempre he creído que Dios ha sabido explotar los complejos e inseguridades de los hombres. Su egoísta deseo es convertir a la raza humana en su adorador. En el fondo, teme a los hombres; sabe que somos poderosos.

Según Hegel, el pecado original no es el final, sino el comienzo de una historia de éxitos. No solo estaba de acuerdo con él, sino que me atrevía a extender su pensamiento: “y el desafuero contra Dios es la culminación de ese éxito”.

Los días siguientes anduve envuelto en una especie de embriaguez. Miraba la luna con ojos de loco, probablemente llenos de significación, pero incomprensibles.

Ese hereje razonamiento resonaba en mi mente como si fuera un tropel de caballos desbocados. Al final me pregunté ¿Por qué no soy yo el autor de ese desafuero? Tenía miedo por lo injuriosas que sonaban mis palabras, y aunque traté con ahínco de recuperar la compostura, me fue imposible. Ahora tenía un propósito, y a pesar de su insensatez, estaba convencido hasta la médula de su razón.

Había leído, no recuerdo bien si en el Apocalipsis de Baruc, que solo las criaturas celestiales y Dios son portadores del conocimiento universal; y los demonios, al ser ángeles caídos, debían tener ese conocimiento también. Sabía con exactitud dónde localizar a esa estirpe y partí hacia allá con una determinación nunca antes

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experimentada. Tal vez ellos podrían ayudarme.

07

¿Cuánto tiempo había estado en el laberinto dando vueltas sin ningún resultado? Lo desconocía. No obstante, me daba la impresión de que era un tiempo distendido en el que semanas, meses, o incluso años, eran inútiles para medirlo, necesitaba de una unidad de tiempo alternativa.

Descendí bajo la cripta con cierta precaución, no quería caer por la humedad y los cortos escalones. Durante el recorrido por las esferas exteriores del Infierno, donde son castigados los pecados menores relacionados con la incontinencia, los lamentos irritaban mis sentidos. En un caos desordenado por la angustia alcancé a ver almas laxas de ojos duros que no me prestaron ninguna atención. Una cienosa vereda me condujo en cónica espiral a Dite, la ciudad del Infierno.

En las afueras de sus muros, y tras vadear una pequeña colina, me topé con tres demonios: Scarmillove, Malacoda y Malebranche.

Para mi contrariedad, no tenían piel de lagarto ni uñas de bestia destripadora ni caras de réprobos u ojos entornados carentes de compasión; sino que tenían el aspecto de hombres seniles de hermosos cuerpos, piel gris y barbas descuidadas.

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Me pareció sorprenderlos porque estaban de espaldas y en cuclillas. Después me percaté de que jugaban “zara”, una especie de juego de azar con tres dados primitivos. A pesar de su benigno aspecto, el inesperado encuentro me estremeció. Al tomar conciencia de mí, los tres se voltearon y, ya de pie, discutieron en voz baja mientras me miraban de reojo. Entonces Malebranche, que tenía un aspecto bonachón, dijo en forma actuada, algo bufona:

—Es evidente que este no tiene cuerpo ficticio.

—Será que “nuestro amigo” habrá perdido el camino —replicó Malacoda, que tenía la contextura más delgada y espigada de los tres.

Después de esa corta intervención callaron y me miraron en espera de que dijera o hiciera algo. Como no sabía cómo comportarme en presencia de demonios, lo único apropiado que se me ocurrió fue exclamar con el brazo levantado y el puño cerrado:

—¡Pape Satán, pape Satán!

—¡Aleluya! ¡Aleluya! —respondió, irónico, Malebranche, al tiempo que imitaba mi movimiento, mientras los otros dos soltaban la risa.

La verdad no creo que mi presencia les hubiera causado gran impresión. Solo se limitaron a explicarme que dada mi condición de hombre, para acceder a

Dite debía pasar una prueba. En la montaña mágica del Purgatorio había un puesto de peaje con un ogro que lo administraba. Sin dote de dinero debía burlarlo, cruzar el puesto y devolverme a Dite por la bifurcación

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que bien conduce al sendero que desemboca al Purgatorio, o llega de nuevo a Dite. Si tenía suerte, ellos me estarían esperando para autorizar mi pase a la ciudad.

Partí. Cuando llegué al puesto de peaje, la situación me recordó un refrán chino: “Con un solo hombre que defienda un paso de montaña, diez mil hombres no podrán pasar.” Las probabilidades estaban en mi contra. El infame ogro era el doble de mi estatura, el triple de mi peso y está de más decir que ocupaba un lugar ventajoso. Estaba claro que para vencerlo debía valerme de toda mi astucia.

Por algún tiempo, agazapado detrás de unas piedras, estudié su comportamiento para idear una estrategia. Noté que el ogro tenía el sueño pesado y cerca de la caseta había un frondoso árbol. Una noche, apenas el ogro cerró los ojos, me escondí en la copa del árbol y esperé pacientemente. Al día siguiente el ogro se despertó temprano como de costumbre. Al no tener mucho que hacer, caminaba de aquí para allá y de allá para acá, paramatar el tiempo.

Cuando apoyó su hombro contra el árbol salté sobre él y le tapé sus ojos con mis manos para desorientarlo. El ogro sacudió con fuerza su cuerpo, giraba para un lado y para el otro, entonces saqué una filosa piedra que portaba en el cinturón y lo herí en el ano.

El ogro saltó, maldijo en una lengua ininteligible y lloró de dolor, pero no pudo alcanzarme mientras cruzaba su puesto a toda velocidad.

—Puedes pasar —dijo Malacoda, que tenía ojos de milenario patriarca celta, cuando me vio llegar a Dite.

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Para que los demonios no dudaran de mi prueba, les mostré un rollito de olivo que solo crece en el lado opuesto de la montaña mágica, pero estaban tan complacidos que no se molestaron en comprobar su veracidad. Estaban seguros de mi éxito.

De esa experiencia solo agregaré una cosa. Al verme, sentí que la actitud de los demonios cambió. Ya no me miraban con desgano, sino con una importancia inusual.

08

Antes de ingresar a Dite, con la cabeza inclinada, como quien manifiesta gran respeto, me propuse averiguar los asuntos que me habían llevado hasta allí. Deseaba saber cómo llegar a la Casa del Señor, y de ser posible, los peligros en el camino, que sin duda debían ser muchos. A falta de un mapa, mi única opción era valerme de los demonios, pero no quería confiarles mi intención porque desconocía cómo lo tomarían. Era imperioso actuar con sigilo para no levantar sospechas. Además, tenía presente mi condición desventajosa ante esos seres que, a pesar de mostrarse complacidos por mi triunfo, por su naturaleza demoníaca, podían violentarse si no les hacía sentir respetados. Con cautela, pregunté cosas que supuse les interesaría hablar, como así sucedió.

—¿Es cierto que ustedes conocen más de lo que a los hombres les está permitido?

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—Sí —respondió Malebranche—, pero también hay muchas otras cosas que a nosotros nos está prohibido conocer.

—Eso quiere decir que ustedes no son omniscientes —concluí.

—No, omnisapiente, solo Dios —aclaró Malacoda—.

En realidad el deseo de abarcar todo el conocimiento fue el motivo de nuestro destierro. En un principio el Infierno fue creado para apartar a los ángeles que deseaban ser como su Creador, el Mal nos venció. Después ustedes fueron expulsados del Paraíso por la misma razón. Me sentí aliviado por la forma sin reservas en que se expresaban. No obstante, todavía contenía el aliento y prestaba atención no solo a sus palabras, sino a sus gestos. Hice una tercera pregunta valiéndome de su agrado.

—Entonces, ¿cuál es la verdad más inmutable que conocen?

—Bueno, resulta un tanto difícil responder eso

—dijo esta vez Malebranche, mientras rascaba su cabeza—. Para mí, no existe lo bueno y lo malo en forma decantada, tal maniqueísmo es una ilusión. Lo que existe es lo malo inherente a lo bueno, y viceversa.

Me quedé perplejo por su sabiduría y sencillez. Sus palabras despertaron mi interés a tal grado que olvidé la doble intención de mis preguntas. Formulé entusiasmado:

—¿Qué es lo que nos previene de caer en los errores de esa verdad?

—Nada… —respondió Malebranche con una sacudida de hombros—. Sin embargo, esa

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situación no tiene nada de malo ni ha de preocupar a nadie. Existe un remedio para resarcir a cualquier criatura de caer no solamente en ese error, sino en cualquier otro. Ese remedio es el amor —y agregó después de una breve pausa en la que me miró con sus profundos ojos color violeta—. Sabes, el amor es una fuerza universal, está en todos lados, depende de cada criatura reconocerla o negarla.

Esa respuesta me conmovió a tal punto que me hizo recordar a mi bella princesa y lo mucho que la quería. No sabía qué decir, me sentí desarmado por los sentimientos que hacía mucho no revivía; tuve que improvisar la siguiente pregunta.

—¿Hasta qué punto debemos buscar la perfección? —pregunté con temor de que les molestara ese tema.

—La perfección de los ángeles, demonios, incluso la de Dios, no es comparable a la de los hombres, que por mucho tiempo ha sido mal entendida —respondió Malacoda—. El máximo grado de perfección que puede alcanzar un hombre es aceptarse a sí mismo. Punto.

Así de sencillo, pero al mismo tiempo, así de difícil. Para aceptarnos, cualquiera que sea nuestra condición, primero debemos perdonarnos. Todos cargamos nuestra propia cruz, incluso Dios. Te sorprenderá saber que SUS lágrimas tienen el mismo sabor salado que las tuyas. Debemos aprender a perdonarnos; sin perdón no hay aceptación, sin perdón tan solo somos criaturas degolladas por nuestra ascética mano.

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—Una vez alcanzada esa aceptación de la que hablas, respetado Malacoda, ¿sobreviene la felicidad? —pregunté.

—¡Qué! ¡La felicidad! ¡Ay Dios! ¡Dichosa palabra tan trágica! Mejor no hablar de ella. Es muy subjetiva, se escurre de las manos como un puñado de arena. Sabes, he observado a los hombres por siglos y he llegado a la conclusión de que la mayoría desconoce que son felices, incluso siéndolo. Si, por broma, una deidad les diera una revelación que dijera qué es la felicidad, muchos se amargarían tratando de alcanzarla. La felicidad no es algo que pueda leerse en un libro, que el médico prescriba, que el psicólogo diagnostique, sino algo que despierta pasiones, y eso es tan variado como los peces en el mar.

—Ya veo —lo cual dije en forma displicente, como si me hubiera regañado con dulzura.

—Dime una cosa —preguntó Malebranche—:

¿Cuántas personas desconocen quiénes son en realidad, por temor a verse sin tapujos?

—Pocas —respondí.

—Sí, pocas… ¿y sabes la razón? Los hombres no lo hacen por falta de tiempo o desconocimiento. Lo hacen por un temor profundo y primitivo. De esa forma ellos mismos son el primer obstáculo para descubrir su grandeza. Para llegar a la aceptación que conlleva al perdón, y posteriormente a la felicidad, cualquiera que sea la forma en que se manifieste, primero hay que saber quién es uno. Para dar ese paso, hay que tener el valor de mirar la propia alma y observar lo que encierra.

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De repente esas palabras me hicieron comprender que para ser feliz por cumplir mis deseos no necesitaba ningún desafuero. Me di cuenta de que había actuado con imprudencia en las bibliotecas. En vez de tomarme el tiempo necesario para descubrir las cosas que me hacen feliz, me precipité. Tan solo era un hombre que todavía no había encontrado su lugar en el mundo. Estaba tan conmovido por mi error, que deseaba llorar, pero no me lo permití por estar en presencia de los demonios.

Por extraño que pareciera (me refiero a mi condición de hombre de carne y hueso) deseaba asentarme por un tiempo en el Infierno.

Al verme ensimismado, Malacoda sugirió que entráramos a Dite y fuéramos a una taberna: deseaba tomar algo.

Dite era singularmente lúgubre. Las pocas criaturas que pude ver, no estaban en parques o zonas abiertas, sino que preferían departir en rincones y callejones. Existía un implícito sentimiento de notoriedad del que nadie quería ser objeto. Incluso nuestra ruta hacia la taberna no la hicimos por el medio de la calle, como suele suceder, sino que los demonios escogieron el lado más oscuro.

Una vez acomodados en duros asientos, el cantinero trajo una bebida fortísima de color café. A los demonios les calentó el pecho, a mí me afectó al punto de perder la conciencia.

09

Cuando desperté, estaba en un sucio rincón de la taberna, acostado sobre una cama de

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paja. Padecía un terrible malestar. Los tres demonios estaban en el mismo lugar que recordaba antes de desmayarme mientras tomaban, charlaban y reían a carcajadas.

Cuando Malebranche me vio incorporado, me invitó a que me les uniera. Sudaba frío, apenas podía poner atención a la conversación de los demonios. Le pedí al cantinero algún remedio para aliviarme, una infusión, un laxante, pero no tenían. Estaba preocupado por mi condición, pero lo estaba aún más por Scarmillove. Después de que Malebranche y Malacoda habían hablado profusamente, él aún permanecía distante, como estudiándome.

Quería saber cuáles eran sus pensamientos pero no podía hacerle una pregunta directa, sin duda adivinaría mis intenciones. Aún me mantenía cauto, después de todo eran demonios y no se habían ganado ese título gratis.

Entonces, como adivinando mis pensamientos, Scarmillove se dirigió hacia mí con sus ladinos ojos y dijo:

—Oye muchacho, sabemos cuál es la voluntad que te trae aquí.

Me quedé frío. No tanto por sus palabras, que ya de por sí eran preocupantes, sino por la forma de expresarlas. Scarmillove no tenía la voz melodiosa de sus compañeros, sino de bucanero. Los otros dos lo miraban sin decir nada. Presentí que los tres buscaban lo mismo y que, adrede, habían provocado mi desmayo para ponerse de acuerdo.

Continuó:

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—Sabes… te estábamos esperando… siempre te hemos esperado… sabíamos que pronto llegarías.

Cuando superaste la prueba del ogro eso nos convenció de que eras el indicado… el que nos liberará de este mundo de tinieblas… —hizo una pausa para sorber un gran trago, y continuó—: Existe una famosa leyenda en el Infierno. Habla de la llegada de un hombre con la intención de destruir a Dios y que con el apoyo de los demonios lo logrará. ¿Quieres inscribir tu nombre en la historia, verdad? ¿Incluso, tú quieres ser la historia misma? ¡Oh poderoso hombre! ¡Héroe de la humanidad y del Infierno! Veo tu deseo en la expresión de tus ojos ¡El hombre que mató a Dios! ¡Que lo destruyó!

Mi malestar empeoró al punto que veía las cosas borrosas, sentía una debilidad en todo el cuerpo.

A pesar de querer prestar atención a las palabras de Scarmillove, las escuchaba como en una especie de trance hipnótico.

—Cuando lo logres —continuó Scarmillove en tono persuasivo— habrá que abolir todas las religiones y hacer una sola que se base en el hombre y no en Dios, ese hombre debe ser, como lo proclama Pitágoras, la medida de todo, el alfa y el omega. ¡Tú, querido amigo, eres ese hombre!

Por lo visto, de nada había servido mi exceso de precaución. Ellos siempre habían estado de acuerdo con la intención que me había llevado al Infierno, y que hasta hace poco me había dejado de importar. Sin embargo, no sé de qué forma las palabras de Scarmillove renovaron ese interés y lo hicieron crecer como la espuma. Entonces olvidé, por unos

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instantes, mi indisposición y sin la prudencia que caracterizaba mi tono pregunté:

—¿Puede un hombre destruir a Dios?

—Es posible que Dios sea inmortal —arguyó Scarmillove—, pero no eterno en su existencia. En Creta existe la leyenda de la muerte de Zeus, incluso es conocido el lugar de su tumba. Los hombres, a diferencia del resto de las criaturas de la creación, son los únicos con el poder de destruir a Dios… y Él lo sabe bien. Tarde o temprano está destinado a ser esclavo de los hombres o morir si se niega a hacerlo.

—¿Y por qué ningún demonio ha intentado destruirlo? —pregunté con el mismo aplomo de la pregunta anterior.

—No nos es posible —respondió esta vez Malacoda—, nuestra naturaleza lo impide. Verás, estamos hechos del mismo material que Dios, materias afines no pueden destruirse sin sufrir un terrible castigo del Universo.

—Sin embargo, podemos ayudarte —dijo Malebranche—.

Ansiamos nuestra redención y la presencia de Dios lo impide.

—¿Y en qué pueden ayudarme?

—Conocemos un atajo a la Gran Mansión —se apresuró a decir Malacoda—, el barquero te puede conducir y tomar a Dios por sorpresa… lo único que tienes que hacer es aceptar nuestra ayuda.

Este era el momento más decisivo de mi vida. Tomar el riesgo de destruir a Dios y tomar responsabilidad de todas sus repercusiones, o renunciar a todas las cosas

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en que hasta ese momento creía. Entonces recordé lo mucho que había sufrido y al único que se me ocurría culpar era a Dios.

Acepté.

10

Del Aqueronte brotaba un vaho que flotaba sobre la superficie. Los acantilados de ambos lados estaban en continuo derrumbe y provocaban ecos estremecedores.

El barquero del Infierno nos esperaba en el esquife.

—Hacia la Alta Nombradía… —me pareció que exclamaron al unísono los tres demonios—, conoces bien el atajo que evita al Purgatorio.

Con un malestar físico que empeoraba minuto a minuto, subí a la barcaza y partí con una espada que Malebranche me había entregado.

Contrario a lo que llegué a pensar una vez, los demonios ya no me parecían sabios señores, sino una partida de oportunistas. Sin embargo, quizá por aquel licor que bien pudo haber sido una pócima maligna o hechizo que debilitaba mi conciencia, no me importó. Lo único que quería era hacer brotar sangre en todas las esquinas del Cielo.

Me sentía muy mal. En el viaje creo haber vomitado media docena de veces acodado tardíamente sobre la proa. Con dificultad, me volví hacia el barquero en espera de al menos cierta compasión, unas palabras de

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apoyo, algo que me reconfortara un poco, pero su presencia fornida de armadura vacía no se conmovió.

Al internarnos en el río del Infierno, la oscuridad era tal que no veía nada. Atrás habían quedado los retumbos y las luces de Dite; lo único que escuchaba era el sonido seco del remo. Desconocía por dónde íbamos y el método del barquero para averiguarlo.

Después de cuatro o cinco horas de viaje el agotamiento empeoró mi condición. Cuando llegamos a la postrera orilla del Cielo, una radiante luz blanquecina iluminó todo a su alrededor. Mis pobres ojos, acostumbrados por tanto tiempo a las tinieblas, no soportaron tanta claridad. Como consecuencia, un terrible dolor de cabeza afectó mi orientación junto con el poco consuelo que me quedaba. Aparcado en la orilla, el barquero ni siquiera dijo adiós, y solo esperó a que yo saltara para irse.

—¡Oh, grandísimo hijo de puta! —le espeté con un grito que por mi condición era apenas audible. No creo que llegara a escucharlo, y si lo escuchó, imagino que no le importó.

A pesar de que en mi fuero interno aún recordaba las palabras de Scarmillove, por mi lamentable condición, no llegué muy lejos. Como pude, me recosté contra un tronco hueco cubierto de suave musgo para recuperarme, pero no mejoré mucho.

Un grupo de ángeles que por casualidad pasaba por esos parajes notó mi presencia y, sorprendidos, se acercaron. Nunca antes habían visto a un hombre de carne y hueso en el cielo, solo a sus santas ánimas.

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A mi lado notaron la espada, los símbolos satánicos en la empuñadura delataban mi herejía. No hubo un ángel que no se apiadara de mi grandísima estupidez; lo aprecié en la forma en que me miraban y movían sus cabezas como diciendo: “¡Pobre idiota!”. Discutieron por breves instantes, no estaban muy seguros de lo que debían hacer conmigo. Al final me llevaron con cuidado a cuestas hasta la presencia del Altísimo, que habitaba en un valle con un gran lago en el centro.

El simple hecho de estar en SU presencia, curó mi padecimiento. El aspecto de Dios no tenía forma humana o representación similar, sino que su aspecto era el de una majestuosa ballena. Ante su vasta presencia, abismado en la contemplación de su gloria, me di cuenta de mi gravísimo error. Ante ÉL, era menos que un punto: una minúscula sombra lejos del sol. No pude resistir y estallé en llanto.

La espada cayó de mis manos y se partió en varios pedazos. En ese momento, mi único consuelo era su perdón. Envuelto en llanto imploré con total sinceridad: “¡Si Tú, Señor de señores, en tu infinita misericordia, puedes perdonar a este pecador después de semejante ofensa, concédemelo, por favor, te lo pagaré con mi arrepentimiento!”. Entonces miré sus grandes ojos negros y pude ver la forma más bella de expresar perdón: a través de SUS lágrimas que caían a mis pies.

En el reflejo de ese laguito de lágrimas que iba formándose alcancé a verme de una forma que nunca antes lo había hecho: sin orgullos, sin tapujos, sin pretextos, sin miedos y sin excusas. Simplemente era un

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hombre como cualquier otro, un hombre cuya fragilidad no le permite librar la muerte, un hombre que sufre, se enferma, ama, odia, ríe, tiene equivocaciones y, de vez en cuando, aciertos.

Recuperé la compostura, respiré profundo y limpié mis lágrimas. Guiado por un instinto que no puedo explicar, tomé uno de los pedazos de la espada y se lo di a uno de los ángeles, el más cercano.

Nos miramos a los ojos con pleno conocimiento de lo que iba a pasar, y con un fulminante movimiento me hirió de muerte en la parte baja del pecho. Exánime, caí sobre mi espalda con los ojos cerrados.

Siempre supuse que la muerte estaba llena de dolor… pero no es así. En la agonía que precede a la muerte lo único que pude sentir fue paz y discernimiento.

Comprendí muchas cosas sobre mí: por qué era tan embustero, tan conflictivo, tan distante con los demás, tan detestable algunas veces. Si este estado de dulce quietud era la muerte, entonces quería estar así por el resto de la eternidad, pero de un tirón fui expulsado.

Abrí los ojos y no pude creer dónde me encontraba.

Estaba de nuevo en la cama con mi bella princesa, en el instante antes de caer por la popa al mar. Esa “pequeña muerte”, además de liberarme de mis tapujos, disipaba la niebla que por tantas noches me había llenado de frustración, al tiempo que sentía un fugaz placer en mi cuerpo.

Después, ya no supe más… creo que dormí hasta la mañana siguiente. Es curioso,

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cuando desperté, el mundo no me pareció diferente al del día anterior, pero después, noté algo sorprendente, ¡tenía colores!

Nunca había visto al mundo de esa manera. Lo que antes llamaba colores, eran simples variaciones del gris. Ahora mi vida no solo era luminosa, sino que tenía a mi lado a mi bella princesa para compartir la alegría que eso me producía.

San José, Costa Rica

Enero 2002

CABEZA DE ÁNGEL

Es curioso, ahora que me parece tener todo el tiempo del mundo, recuerdo aquella mañana invernal de una forma totalmente diferente a como creí que sucedió lo que hoy me tiene aquí encerrado. Estaba estudiando para mi último examen de graduación, cuando fui interrumpido por Brodie Spencer, quien acababa de llegar a mi apartamento en la calle Belderberg, en Bonn, cerca del Kennedybrücke, a decirme algo que me resultó escalofriante. Azorado y perplejo exclamé:

—¡Te has vuelto loco!

En cambio, Brodie Spencer, con su acostumbrada cordialidad, aunque algo sorprendido por mi súbita —y ahora que lo veo en retrospectiva—, desproporcionada reacción, jaló una silla mientras observaba mi cara con la más extraña expresión bovina, y dijo:

—No hay por qué sorprenderse tanto, Mario, ¡Deja esa cara, por favor…! ¡Sí! ¡Así es!

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¡Encontré una cabeza de ángel! —y se sentó en el lado opuesto de la mesa del comedor que estaba cubierta de libros de leyes, y agregó—: ¡La tengo aquí conmigo guardada en el bolso!

Soy una persona propensa a la credulidad. Ese es mi defecto capital. El hecho de pensar que en la habitación hubiera una cabeza decapitada, sin importar de quién fuera, me despertaba un pánico enorme. La imaginaba de la peor forma, un horrible trozo descuartizado con tendones y manchas de sangre; la boca torcida y los ojos desorbitados.

Aunque parecían remotas, existían dos posibilidades que podían darle otro sentido a esa insólita situación. La primera era que Brodie Spencer hubiera perdido un tornillo. Lo conocía desde que fuimos compañeros en el kínder de la escuela Humboldt hasta que nos graduamos de abogados en la Universidad de Costa Rica; siempre fue conocido como una persona centrada, inteligente y de gran sentido común, por lo que me costaba trabajo creer en esa posibilidad. La segunda, que estuviera gastándome una broma pesada (conocía muy bien mi sensibilidad respecto a cualquier tipo de mutilación), pero la charlatanería en él nunca tuvo lugar.

—La tengo guardada en mi bolso… —reiteró—, la tienes que ver…

Contrario a mi reacción, él se veía animado, como si nos encontráramos ante un grandioso hallazgo, aunque en ese momento no sonaba tan emocionado como al principio, supongo que mi desazón lo desanimó, y agregó:

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—Déjame explicarte cómo pasó… Yo venía hacia acá y crucé el parque infantil… no había nadie en ese momento… tú lo conoces… el que usa la gente para acortar camino… y de repente sentí caer algo del cielo a unos cuantos metros de distancia —en ese punto sus palabras retomaron con facilidad la emoción inicial—. Cuando recogí el objeto lo escudriñé con cuidado; estaba tibio a pesar del frío, además tenía una levedad fuera de lo común para un objeto de su tamaño, aunque no tanta como para estar hueco.

Mientras hablaba, miré de reojo el bolso que descansaba en el suelo, a su lado. Era el mismo bolso desgarbado que lo acompañaba a cualquier lugar, pero no tenía el aspecto usual moldeado por cuadernos y libros, sino que presentaba un abultamiento similar al dado por un balón de fútbol u objeto semejante.

—De primera impresión me pareció una cabeza de estatua griega mutilada, pero al tenerla entre mis manos resultó ser infinitamente más hermosa. Entonces fue cuando me di cuenta de que era una cabeza de ángel. Aunque… en realidad… no sé por qué digo eso… Nunca he visto una… —dijo con cierta duda, pero luego afirmó con convicción— ¡Pero lo es! ¡De eso, estoy seguro, no puede ser otra cosa!

¡Dios mío! ¡Qué miserable me siento ahora, en la soledad de estas cuatro paredes acolchadas del Psiquiátrico, cuando recuerdo a Brodie Spencer sentado en la salita de aquel apartamento en Alemania!

Sin detenerme un segundo a meditar en sus palabras, sin lograr calmarme un poco, me

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encontraba a punto de sufrir un ataque de pánico. Pese a mi estado, vislumbré una idea que me sacaría de ese predicamento: escudriñar el bolso. Pero no pude. Anticipar que vería una cabeza descuartizada fue suficiente para paralizarme. Antes de que pudiera percatarlo, Brodie Spencer salió con el bolso a cuestas, enfadado por mi reacción, supongo.

Afuera había dejado de nevar, una luz opaca iluminaba los edificios de apartamentos. Eran cerca de las diez de la mañana. Un aire turbio congelaba los pulmones de los transeúntes. Las orillas del Rhin, no lejos de mi apartamento ni del de Brodie, estaban fangosas y llenas de frágiles retazos de nieve.

Aquella visita había sido lo más surrealista que había experimentado en toda mi vida. De no haber sido por la delgada capa de nieve que había caído de los hombros de Brodie Spencer, y que en ese momento se estaba derritiendo en el piso, jamás hubiera creído que ese episodio había sucedido en realidad.

Brodie Spencer era hijo del abogado de origen inglés John Phillip Spencer. Su madre Beatriz Minotre, criolla descendiente de inmigrantes italianos radicados en el sur del país, era una mujer hermosa, alta, de cabellos dorados y dientes perfectos. A la edad de quince años, acompañada por una tía, fue enviada a San José para convertirse en dama de sociedad.

En una fiesta de navidad conoció al que dos años después sería su esposo. Juntos criaron a tres hijos, Brodie, el mayor, Catalina y Ana. La relación entre Brodie Spencer y su padre era difícil en muchos aspectos. El señor

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Spencer, que había llegado al país a la edad de diez años cuando sus padres fueron atraídos por la bonanza cafetalera, era un hombre distante, rígido, autoritario y con ideas ortodoxas con respecto a la crianza de sus hijos. Para huir de ese martirio, Brodie buscó refugio en los libros.

Lo que empezó como una distracción, con los años terminó siendo una pasión que lo condujo a escribir varios poemarios inéditos. Brodie Spencer tenía un talento excepcional para escribir poesía, pero fue cuestión de tiempo para darse cuenta que debía abandonar ese “ridículo” sueño.

En perjuicio del rendimiento de sus estudios, escribir era tan apasionante que consumía la mayor parte de su tiempo. Para un joven en su posición, y máxime con un padre tan dominante, era un lujo que no podía darse.

Los dos años y medio de nuestra estadía en Alemania como estudiantes de posgrado con beca del DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico, por sus siglas en alemán), habían sido muy duros. Adecuar el idioma, adaptarnos a otra cultura, acostumbrarnos a la indiferencia de los europeos, y soportar el invierno (una prueba extrema para cualquier centroamericano habituado al trópico), hacían que las largas horas de estudio fueran la parte divertida.

Aunque en realidad exagero un poco… Alemania no fue tan mala después de todo. Aparte de que las ciudades de Bonn y Colonia eran grandiosas, el resto de los estudiantes, en su mayoría alemanes, un par de chilenos y un “che”, una vez que los conocimos mejor nos dimos cuenta que eran gente “pura vida”, como decimos los ticos. Por lo general,

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los fines de semana durante la noche, salíamos a los bares a tomar cerveza y conquistar mujeres.

A pesar de que la camaradería del grupo alcanzaba niveles de hermandad, el último año Brodie Spencer se apartó sin excusas ni explicaciones e hizo nuevos amigos en otras facultades: pintores, músicos, escritores; gente bohemia para la que el arte representaba una parte importante en sus vidas. Sin embargo, no descuidó los estudios; ya fuera en su apartamento o en el mío, nos reuníamos los fines de semana a estudiar largas horas.

Como era de esperar, Brodie Spencer volvió a escribir poesía y había logrado cierta notoriedad entre el círculo de escritores de la universität. A pesar de que no lo veía tanto como antes, me sentía contento por él. Por fin había encontrado un lugar en el que escribir, y el resto de las cosas que conformaban su mundo, podían convivir sin ninguna interferencia.

No obstante algo me inquietaba. Para todos es sabido que el inconsciente es impredecible y capaz de traicionarnos de las formas más misteriosas. Toda su vida Brodie Spencer había sido bombardeado con los rígidos preceptos de su padre. Encontraba difícil que solo un año fuera suficiente para que la vida que había llevado en Alemania fuera compatible con la que le esperaba al otro lado del Atlántico.

Al día siguiente del incidente de la cabeza decapitada, un par de policías llegaron a mi apartamento.

De la forma más amable posible me solicitaron que los acompañara a la morgue

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para identificar el cuerpo de un joven que, según sus investigaciones, era conocido mío y respondía al nombre de Brodie Spencer.

A pesar de que el prestigio de la policía alemana trasciende fronteras, estaba seguro de que habían cometido un gravísimo error. Luego de un breve interrogatorio para comprobar mi cercanía con Brodie

Spencer, fui llevado a la morgue. Sobre la plancha de acero inoxidable de la cámara de refrigeración vi el joven y azulado cuerpo de mi amigo. Entré en shock, todavía no podía creer que Brodie Spencer estuviera muerto.

La investigación judicial, apoyada en el informe de peritaje forense, había concluido que la víctima, Brodie Spencer, ciudadano con doble nacionalidad: inglesa y costarricense; tez blanca, ojos azules, veintiséis años de edad, 1,70 metros de altura; situación en Alemania: estudiante de posgrado; había muerto ahogado cerca de la diez de la noche en las aguas del Rhin.

La policía había descartado el asesinato. Brodie carecía de enemigos. Su cuerpo, a excepción de una contusión en la parte posterior de la cabeza, no tenía signos de violencia; además, portaba su billetera y reloj. Las causas apuntaban a un accidente. Brodie resbaló (aunque pudo también tropezar) y se golpeó con fuerza su cabeza contra el filo del margen del río, perdió la conciencia y se ahogó. Entre las pertenencias no figuraba el bolso, detalle que, ahora que lo pienso bien, en su momento no presté atención.

Me encontraba devastado y para empeorar la situación, debía llamar a los Spencer para

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darles la noticia. El señor John Phillipe, doña Beatriz y Ana

Spencer llegaron tres días después. Apenas hablaron, con lágrimas en sus ojos recogieron el cuerpo de Brodie, todas sus pertenencias y regresaron tan pronto como llegaron. Su partida coincidió con la entrega del resultado de mi último examen. Aprobado. La graduación sería dentro de quince días pero mi intención no era quedarme, sino partir lo antes posible para asistir al funeral. Dirigí una carta sencilla y emotiva al Decano de la Facultad de Leyes y accedió a excusarme y enviarme el título a Costa Rica.

Mientras alistaba el equipaje, tocaron el timbre de mi apartamento. Era fräulein Ingrid, la administradora del edificio de apartamentos de Brodie. La había visto en incontables ocasiones y la conocía bien. Era una mujer simpática y servicial, algo gruesa, entrada en los cuarenta y de cabello rubio pajizo. En un suave alemán me contó que la noche de su muerte, Brodie llegó al edificio cerca de las nueve y media, pero contrario a su costumbre no subió a su apartamento, sino que salió de nuevo. En el pasillo se toparon y Brodie le pidió que le guardara el bolso un momento mientras regresaba. Pero por la razón que usted y yo conocemos —dijo la teutona mientras sus ojos se enrojecían—, nunca lo hizo.

Cuando los Spencer llegaron al apartamento de Brodie a recoger sus pertenencias frau Ingrid estaba tan conmovida, sobre todo por el dolor de doña

Beatriz, que olvidó entregarles el bolso. Entonces recordó mi dirección y decidió venir

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a preguntar si yo podía hacerlo llegar a la familia de Brodie.

Me encontraba en un predicamento. A pesar de que el terror helaba mi sangre, no quería que frau Ingrid me viera en ese estado, el orgullo de persona letrada ante una persona sencilla me lo impedía. Controlé mi respiración y flujo de energía; con un esfuerzo supremo tomé el bolso y lo metí en una de las maletas.

El viaje de regreso me pareció una serie de fotografías en blanco y negro. El aeropuerto Köln-Bonn, el avión, escala en Milán, luego trasbordo en Nueva York y por último el aeropuerto Juan Santamaría. Después, otra serie, pero más breve, en medio de las caras felices de ojos enrojecidos de mis padres, las ingenuas preguntas de mis hermanos menores y los comentarios ligeros de mis amigos. Poco a poco las imágenes empezaron a correr con fluidez y la calidez del terruño les dio color.

Ya no me sentía descompuesto, como partido en fragmentos en los que las grietas no se notan por estar debajo de la piel, sino repuesto y de una sola pieza. Entonces me di cuenta de lo afortunado que era. Tenía un posgrado en Derecho Internacional a la edad de veintiséis años; era cuestión de tiempo para recibir ofertas de las mejores firmas de abogados del país. Además, entre los asistentes estaba Lorena, la mujer que había sido mi novia desde el colegio y a la que le había prometido que nos casaríamos cuando regresara.

Tenía el cuerpo adolorido por las siete horas de viaje, estaba cansado a más no poder. Para empeorar la situación, el cambio de los

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usos horarios confundía mi reloj biológico. Pero no me importó, quería ir al entierro que sería oficializado a las 10:00 a. m., o sea, en poco menos de una hora.

*****

Mi compañero, en Dademburt y De la Torre, era un abogado de gran experiencia, una persona disciplinada y con un profundo amor por el trabajo, agradable y bien educado. Los demás abogados de la firma estaban cortados más o menos con la misma tijera. Sobra decir que mi adaptación fue rápida y sin inconvenientes.

Para entonces, Lorena y yo estábamos comprometidos y el matrimonio sería el 12 de marzo. Después del trabajo recogía a Lorena en mi BMW, serie 3, último modelo, regalo de mis padres, e íbamos a mi nuevo apartamento en San Pedro de Montes de Oca.

El lugar era un completo desastre; toda clase de libros, correspondencia, revistas, periódicos viejos, ropa sucia, zapatos, maletas sin abrir y utensilios de cocina estaban esparcidos por doquier. Generalmente no soy desordenado; es más, me aprecio de ser una persona con un gran sentido del orden. Supongo que la independencia económica que era algo a lo que me estaba adaptando, junto a mi realización a través del trabajo que encontraba fascinante, y el reconocimiento de las personas cuando sabían que tenía un posgrado en Alemania, hacían que me diera ese tipo de libertades.

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Un sábado, Lorena llegó con la firme determinación de ordenar el apartamento. A mi parecer era algo completamente innecesario, pero también, a mi entender, esas cosas son importantes para las mujeres. A pesar de que me tomó por sorpresa no discutí, y más bien la ayudé mientras recordaba el consejo que mi abuelo le había transmitido a mi padre y él a su vez a mí: “En cosas del hogar, a tu mujer di siempre sí con una sonrisa en la cara”. La labor se extendió hasta cerca de las nueve de la noche. Si mal no recuerdo Lorena estaba en la habitación de invitados, yo en la cocina, cuando la oí preguntar:

—¿Dónde pongo este bolso?

—¿Cuál?

—El azul.

Me quedé sin habla. De pronto comprendí la necesidad de desorden, que con el paso del tiempo y mi despreocupación por otras preocupaciones, lo había olvidado. Entonces le pedí a Lorena, tratando de que la voz no se me quebrara, que lo guardara en el clóset. No puedo explicar la serie de eventos que sucedieron a partir de ese momento hasta el día de ayer.

Sin percatarme, no le di mucha importancia, pero esa misma noche se dio el primero. Me sentía indispuesto, extraño, pero sin ningún síntoma físico que denotara el tipo de indisposición; pensé que era un ligero dolor de cabeza. No quise que Lorena se quedara conmigo a pesar de que nuestra costumbre era pasar juntos los sábados. Inventé una excusa cualquiera y fui a dejarla a su casa.

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Como poseído por una fuerza maligna, en una suerte de sonambulismo, mi humor cambió radicalmente. Me volví frío y distante. Los primeros en notarlo fueron mis amigos a los que no volví a llamar. Luego siguieron mis padres y Lorena, a la que abandoné sin ninguna explicación. A los compañeros del trabajo les resultaba odioso; fue cuestión de tiempo para que me despidieran, cosa que efectivamente sucedió al cabo de un mes.

Usted se preguntará por qué no hice nada para salir de esa situación. ¡Créanme que lo intenté! Pensé deshacerme del bolso, perderlo, quemarlo, regalarlo al primer indigente que pasara, pero no me avergüenza confesar que no pude abrir la puerta del clóset donde reposaba.

De noche los monstruos de mis pesadillas gritaban unheimlich y despertaba bañado en sudor. Era presa de un horror indescriptible, incluso me parecía que la estancia que contenía el maldito bolso trascendía los dominios físicos del clóset y se propagaba por todo el apartamento.

Para alejarme de su influencia en vano evitaba estar en ese lugar lo más posible, y solo lo hacía en las madrugadas después de frecuentar mugrientos bares y burdeles de tercera categoría. Verme en esa situación me daba un asco terrible hacia mí mismo.

Un profundo sentimiento depresivo me impulsó una noche que deambulaba por la ciudad a detener mi automóvil cerca de un puente y lanzarme al vacío.

Para mi fortuna, unos peatones me vieron saltar y llamaron al 911.

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La oscuridad y mi mal tino me hicieron caer sobre un manto de arena y no sobre una roca, o en la profundidad del río. Los bomberos y paramédicos estaban sorprendidos; salvo unas cuantas contusiones, me encontraba bien.

El juez declaró demencia temporal por uso indebido de tranquilizantes, antidepresivos y alcohol, además de una falta excesiva de horas de sueño. Por mi propia seguridad, mis padres me internaron en un sanatorio, pero debido a que mi evolución fue rápida me dieron de alta al cabo de dos semanas. Físicamente estaba bien, recobré varios kilos, las ojeras desaparecieron y de nuevo vestía ropa limpia.

Daba la impresión de que me había recuperado, pero mi estado mental aún menguaba. Por estúpido orgullo, torpeza del espíritu o cobardía, no había compartido con nadie la abominación del que era objeto.

Ignoraba qué hacer, qué rumbo tomar, hacia dónde dirigirme. Recordé las palabras de mis padres en sus diarias visitas al sanatorio. Con lágrimas en los ojos (pero esta vez por otro motivo diferente al del aeropuerto), me invitaron a quedarme un tiempo en su casa, que no me preocupara por perder el apartamento, ellos pagarían las mensualidades mientras me recuperaba. Por su parte, Lorena me pidió que nos casáramos. Con lágrimas en los ojos dijo que me amaba, que me cuidaría toda la vida si fuera necesario y que ¡Ay Dios! —siento ganas de llorar al evocarlo— cualquier daño que me hiciera, se lo hacía a ella también.

Todos esos factores me llenaron de una confusa mezcla de valor y vergüenza. Solo

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existía una forma de no caer más bajo, de salvarme y de salvar a mis seres queridos, y era ir por el bolso de Brodie y enfrentarme a lo que descansaba en su oscuro interior.

Tomé el primer taxi y me dirigí a mi apartamento.

Cuando entré, seguí hasta la habitación, abrí la puerta del clóset y ahí estaba el bolso tal como lo recordaba la última vez que lo vi. Las manos me temblaban, pero no me importó. ¡Estaba determinado! Lo tomé y deslicé la cremallera. Al mirar en el interior con ojos ávidos no pude creer lo que estaba viendo y empecé a reír desenfrenadamente, enloquecido, fuera de mí, en una histeria que a falta de una mejor expresión, diré que me doblegaba como si fuera una estampida de hormigas carnívoras por todo mi cuerpo.

Lo siguiente que recuerdo son algunas imágenes desordenadas. La curiosidad de los propietarios de los otros apartamentos, un niño en bicicleta aparcado en la esquina como testigo de la inusual escena, un par de hombres vestidos de blanco que me ponían una camisa de fuerza. Desde ayer estoy internado en el Hospital Psiquiátrico Manuel Antonio Chapuí.

Como dije al principio, ahora tengo todo el tiempo del mundo. Supongo que es un buen inicio para empezar mi recuperación ahora que sé lo que había dentro del bolso.

Imagino que usted quiere saber lo que vi. Pues bien, amigo, le diré que sí, efectivamente, había una cabeza dentro del bolso, pero no con el terrible aspecto que me la imaginaba, sino como la describió

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Brodie Spencer. Su aspecto es difícil de describir, así como el sentimiento que transmitía. La cabeza de ángel tenía una belleza celestial, el hecho de estar en su presencia le daba un sentido mágico a la realidad. Cuando me percaté de eso, sin siquiera pensarlo, solo pude actuar como un loco de atar. No por haber perdido los estribos, sino porque esa fue la única forma de canalizar dos emociones diametralmente opuestas e igual de intensas. Felicidad y tristeza. Felicidad por lo que contemplaba y palpaba, tristeza por la ignorancia que me había impedido ver la cabeza de ángel como la había visto mi difunto amigo, y tener que sufrir esta penosa aventura para descubrirlo.

EL EMPERADOR

La idea que obsesionaba al emperador era construir la ciudad más hermosa que hubiera existido jamás. Sin importar que estuviera enfermo, cumpliera años, o cualquier fecha importante que tuviera lugar, el emperador nunca guardaba descanso. Incluso hubo un tiempo de tormenta; aun así, el ritmo de las obras nunca aminoró.

El emperador gobernó su reino igual que un exigente jinete que galopa sobre su mejor caballo en tiempo de guerra. Cuando murió, había construido la ciudad más hermosa del mundo. Un día después, todos sus súbditos murieron por agotamiento. La ciudad quedó vacía.

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EL PERGAMINO DE LOS KU

I

Un día de verano llegó a Xia-yang un pergamino salpicado de negra sangre. Hablaba de los Ku, reino mítico hasta entonces reservado al imaginario chino. Con inusuales detalles describía su cuantiosa riqueza, el tipo y alcance de sus armas, y señalaba los flancos débiles de sus murallas. Un mapa mostraba la ubicación del reino en la lejana montaña mágica Juilishan.

En el palacio, incautos rumores cargados de codicia catalogaron el hallazgo de invaluable. Para mantener el orden, altos oficiales

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prohibieron cualquier comentario hasta comprobar la veracidad del pergamino.

Bajo estrictas medidas, so pena de muerte, una junta de nobles fue convocada para hacer la verificación. Sin embargo, el manuscrito contenía un peligroso poder que nadie advertía: despertaba la ambición en el corazón de los hombres.

En menos de una semana, las cabezas de cada uno de los nobles rodaron con sangre en sus laxas bocas. La codicia fue tal que enloqueció sus mentes y los volvió incautos. Antes de que la incertidumbre continuara, el rey intervino y llamó a Fu Jian, el hombre más poderoso del Senado.

Desde el momento que Fu Jian estuvo en presencia del pergamino presintió la maldad que encerraba, pero subestimó su poder y sin preverlo terminó doblegado por su voluntad. De la recámara elegida para la verificación, al cabo de una semana, emergió otro Fu Jian con otra moral muy diferente a la que solía tener y sin dejar dudas en los presentes legitimó el pergamino.

II

Para entonces, el Año Nuevo era recibido con gran regocijo; fuegos artificiales rojos, verdes y amarillos iluminaban las noches del palacio. La noticia del pergamino había ocasionado las reacciones más diversas entre los concurrentes habituales del palacio, pero la

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opinión que suscitaba más interés era la del general Han Xi. Esa noche, ante una multitud de destacados políticos y súbditos, estuvo dispuesto a emplear las fuerzas armadas para conquistar el reino de los Ku y anexar sus riquezas, siempre y cuando el rey lo autorizara. Sentado en una almohadilla de cuero, en medio de un pululante séquito de cortesanos, el rey le otorgó su apoyo.

III

Xia-yang era una ciudad floreciente, su mayor orgullo eran los dragones. En tiempos de guerra habían servido de poderosa fuerza destructora. Gracias a ellos Xia-yang pasó de ser un grupo tribal sumido en continuas batallas en busca de la supremacía —cosa que el hambre, las enfermedades, guerras internas y traiciones impedían—, a ser la primera fuerza hegemónica de Asia.

Los ciudadanos de Xia-yang habíamos pasado quince años en completa paz. En mi caso, yo, Pang Xuan, tuve la suerte de que el nuevo llamado a la guerra coincidiera con mis veintiún años.

IV

Instalados en barracas, los sargentos preguntaron nuestras anteriores ocupaciones. La idea era asignarnos a un puesto militar acorde con nuestras facultades, al final del entrenamiento militar. Debido a mi formación académica, aprendiz del historiador Ssú-Ma Ch´ien, fui asignado a

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un puesto administrativo de poca relevancia: escriba. Sin embargo, mi innato talento para redactar, me hizo destacar hasta que llegué a la jefatura de mi departamento.

El general Han Xi leyó mis informes y quiso conocerme. Luego, por la forma de manejarme ante él, le agradé, y me ascendió a cronista de batalla. Nunca imaginé semejante honor. Además, el puesto requería de otra responsabilidad no menos importante: albacea del pergamino de los Ku.

V

Tras un fuerte sonido de caracola rompieron a sonar los tambores. Un cuerpo de cien mil hombres armados marchó hacia la montaña Juilishan. A pesar de nuestra extensa preparación, fuimos barridos por los primeros embates de la naturaleza.

Temporales de granizo mataron a los soldados menos aptos y a la mitad del ganado. La escasez de alimento obligó a saquear los poblados que aparecieron en nuestro camino. La incesante lluvia hizo que los tramos medio e inferior del río Amarillo inundaran las llanuras centrales; el nivel del agua nos tapó hasta el cogote y muchos hombres se ahogaron. Desalentados, mantuvimos la marcha hasta vislumbrar la cumbre nevada de Juilishan.

En el ascenso, los dragones fueron víctimas de un extraño hongo alojado en la piel, similar en color y textura al liquen sobre la piedra. En pocos días todos murieron. Con rapidez, tuvimos que dejar atrás esos

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páramos; el fuerte olor a podredumbre lo obligaba.

En marcha forzada hacia los picos nevados el ejército no podía cargar su fardo y, en ocasiones, ni siquiera caminar. Quemados por el hielo, enceguecidos por la nieve, regimientos enteros fueron aplastados por avalanchas.

Cuando, según el mapa, estábamos cerca del reino de los Ku, acampamos. Para entonces, menos de la tercera parte del ejército había sobrevivido.

VI

Sin tiempo que perder, el general Han Xi reunió a sus oficiales para indicarles la estrategia de ataque. El plan era sencillo y efectivo a la vez; por ser montañoso el terreno escogido para la batalla —especial para la defensa—, debíamos hacer salir a los Ku de sus murallas y atacarlos en una emboscada.

El general Han Xi desconocía la ubicación exacta del reino de los Ku, entonces para averiguarlo, envió a un explorador. Este no regresó. Contrariado, envió a diez de sus mejores soldados de élite, pero ellos tampoco regresaron. Al cabo de dos días llegó la sombra de lo que había sido un guerrero valiente, el único sobreviviente de los diez.

No podía hablar, tenía la mirada perdida y aunque no mostraba heridas visibles, respiraba con dificultad.

En la espuela de su caballo colgaba un enmohecido escudo de armas. Por los

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grabados de bajo relieve y la extraña escritura, se deducía que pertenecía a un ejército de otras latitudes.

La situación era desesperada. No teníamos más tiempo que perder, el agua y las provisiones escaseaban, y para mayor contrariedad, el sobreviviente se suicidó con la daga de un soldado en el instante en que vio postrarse el sol bajo la línea del horizonte. Sin otras posibilidades, el general Han Xi ordenó mover el ejército como un solo pero articulado bloque armado. A la vanguardia los arqueros, luego los soldados a pie con sus sargentos, y en la retaguardia los oficiales a caballo.

Cuando llegamos hasta donde el mapa indicaba la ubicación del reino de los Ku no había nada allí, salvo una planicie tapizada por los ennegrecidos restos de cientos de ejércitos de otras naciones y otras épocas.

Nadie dijo una palabra. Con tristeza comprendimos que habíamos sido víctimas de un milenario ardid para internarnos en las montañas mágicas y ser víctimas de los kacizz, criaturas mencionadas solo en libros de magia negra y hechicería; pequeños, múltiples, traicioneros, de ojos luminosos, que atacan en grupo apenas cae el velo nocturno. El general Han Xi de furia y vergüenza se suicidó.

VII

Una parte de los soldados siguió los pasos del general, el resto, como en mi caso, aún no salíamos del asombro. Mi mente perdida en la belleza de ese paraje pensó mil cosas

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diferentes, todas sin orden. Cerca de llegar a la locura, y de igual forma que lo hubiera hecho otro albacea del pergamino, pero de otra época, de otro ejército, empecé a reproducir el pergamino de los Ku las veces que pude.

La idea de que la maldición del pergamino se perpetuara y yo fuera el delgado eslabón que ponía en marcha todo de nuevo en un intrincado mecanismo del destino, me atraía hasta el delirio.

Empieza a oscurecer, el paisaje es presa de un silencio estrangulante. Entre la maleza veo esos terribles pares de puntos luminosos, empiezan a moverse en forma sigilosa a ras del suelo hasta alcanzar a sus víctimas.

El espectáculo es perturbador: los desesperados gritos, el olor a sangre, la terrible expresión de los rostros. Los siento detrás de mí, soy el próximo.

LOS NEPHILIM

Soy un anciano que agoniza en su lecho de muerte; quizá cualquier joven que escuche mis últimas palabras, las encuentre insignificantes. No lo culpo, yo en su lugar tal vez hubiera creído lo mismo, pero no es así.

Siendo apenas un niño, mi padre me enseñó un montículo de escombros fuera de los muros de Babilonia; últimos vestigios de la

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Torre de Babel. Años después comprendí que aquella era la tierra de Shinar, lugar en el que mi familia, por una obstinación paterna de orden religioso, fue condenada a vivir en la miseria.

De acuerdo con el Sanerín, todo el que pasa por allí olvida lo que sabe, sin embargo, esa no fue mi suerte. El origen de los Nephilim fue anterior a la construcción de aquellos remotos cimientos. Durante mi juventud, en mis tiempos de mercenario, entre cenizas de papiro salvadas de las chamuscadas ruinas de la Biblioteca de Alejandría, pude rescatar un apócrifo documento que versaba más o menos así:

A propósito de épocas anteriores a profetas y reyes, la consigna que guiaba a los Nephilim, seres magníficos que llegaron con clamores de furia, puños alzados, estandartes y escudos galopantes a Canaán, tierra escogida por Dios para fundar el reino de Israel, su pueblo, nunca fue trasmitida por el Yavista a solicitud expresa y bajo pena de muerte del cobarde y despreciable rey Salomón.

Aquellos ángeles caídos en desgracia por sus apetencias hacia las hijas menores de Lamac, hijo de Matusalén, de no ser por su obstinación a dejarse morir, hubieran sido exterminados en las tempestuosas aguas del Diluvio Universal.

Aferrados a troncos estuvieron a la deriva hasta que aparecieron las primeras puntas de las montañas. Allí encontraron refugio

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mientras mascullaban insultos y blasfemias con el puño blandido al cielo; crecieron, multiplicaron su número y, después de errar por desiertos en medio de una escasez que hasta entonces les era extraña, marcharon sobre sus caballos con la convicción de crear un nuevo orden sobre la faz del mundo.

El odio que colmaba sus corazones, acrecentado por los largos años de soledad, era su única guía. Aunque desconocían cómo iban a llevar a cabo su misión, pronto comprendieron que la religión de los pueblos contemporáneos les daba ventaja.

Según la concepción del signo de la Alianza, promovido por las fuerzas supremas, el Diluvio Universal había tratado de erradicar el Mal del mundo cual si fuera plaga rastrera (una utopía, ya que el origen del Mal no se encuentra en los reptiles, pájaros, animales, sino en el corazón de los hombres), y mientras los incipientes pueblos del Eufrates y del Tigris crecían con preceptos de bondad y nobleza, los Nephilim tan solo se dejaban guiar por su perversidad.

Bajo el paso aniquilador de los Nephilim, la sangre de hombres, mujeres, ancianos y niños manaba al capricho de sus espadas. Toda muralla, a su paso, fue reducida a un manojo de piedras.

De noche, al abrigo de las tiendas y con los rostros iluminados por las fogatas, los más ancianos de los Nephilim aprovechaban el lapso que precede al sueño para narrar otra

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vez, y dejar impreso con tinta indeleble en la mente de las generaciones más jóvenes, la génesis de su desgracia.

La historia se remontaba a cuando Yahvé le ordenó a Noé, hombre justo a quién le había ganado cariño, construir un arca de ciprés calafateada con brea por dentro y por fuera, para salvar siete parejas de cada especie.

Al extenderse las primeras lluvias de manera inusual, los Nephilim sospecharon que algo nefasto pasaba. Bajaron de las montañas, donde movidos por un distanciamiento hacia los hombres y sus flaquezas, habían construido sus ciudades. A pesar de las súplicas y el llanto de sus mujeres y niños, Noé se negó a abrir las puertas del arca.

¿Por qué debían morir los Nephilim? Si bien entre la estirpe decadente de los hombres hubo uno que fue la excepción por la belleza de su alma: Noé; los Nephilim, en cambio, desde sus orígenes rondaron la tierra y por sus proezas físicas fueron considerados héroes. ¿Con qué fundamentos fue tomada esa sentencia? ¿Acaso fue por el hecho de ser malos, o poderosos? Y más importante aún, ¿dicha sentencia fue mandato de Dios, o la decisión fue tomada por Noé, el hombre justo?

Los Nephilim eran una raza poderosa que había aprendido a convivir con los hombres, pero no a su mismo nivel. Eso, al patriarca Noé y a su pueblo, les molestaba. El propósito del Diluvio Universal era que los hombres retomaran el papel perdido por

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Adán ante las especies del Paraíso y convertirlas en sus súbditos. Siendo ese el caso, los Nephilim no encajaban en ese plan divino. Eso significaba que Noé fue solo el gustoso ejecutor del plan de Dios.

Rara vez a una raza le costaría tan caro resistir la voluntad de Dios. Ese día, cuando los Nephilim preparaban su ataque, la estrategia de los israelitas, atrincherados en su ciudad, en clara desventaja, era mantener la fe sin mostrar sedición. Sabían muy bien que Dios estaba de su parte y obraría un milagro.

El movimiento de las filas de los Nephilim era agitado y ordenado. Llevaban tanto tiempo soñando con destruir las tierras de Canaán, que saberlas a unas cuantas leguas de distancia les hacía pensar y actuar rápido, aunque sin perder la calma.

Desde Israel fue observada una nube de polvo que se levantaba sobre la aridez del desierto. Hordas de guerreros fuertemente pertrechados eran guiados por Ovreuc, general astuto y despiadado, quien portaba la enseña con el flamante signo del nuevo orden. El general vociferaba consignas a sus soldados, clavaba las espuelas en los costados de su caballo y, frenético, le soltaba el freno.

Antes de que la primera flecha fuera lanzada por el bravío ejército de los Nephilim, Dios, al

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ver en peligro a su pueblo, desoyó su promesa de no volver a castigar a ningún pueblo sobre la faz de la tierra, y transformó a los Nephilim en cuervos.

Los clamores callaron al unísono, los puños alzados desaparecieron, los estandartes, escudos y espadas cayeron al suelo, las bestias desaceleraron su galope al sentirse liberadas del peso de sus jinetes.

Aunque la mayoría de los Nephilim buscaron exilio en los campos, otros se negaron a renunciar a su venganza. Actualmente ellos habitan las ciudades del mundo sin renunciar a dominarlas algún día.

San José, Costa Rica

Octubre 2008

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De la presente edición:

Cabeza de ángel

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(Cuentos)

por Juan Pablo Vásquez

producida por la casa editorial CBH Books

(Massachusetts, Estados Unidos)

e impresa en Canadá, año 2008.

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