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Página de autor en cervantesvirtual.es (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes) http://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/buerovallejo/ autor.shtml Presentación La obra del dramaturgo Antonio Buero Vallejo (1916-2000) se presenta, tras más de cincuenta años de fecundo desarrollo, como el granado fruto de uno de los más apreciables autores del teatro contemporáneo. En 1946, recién estrenada su libertad, Buero dejó los pinceles, que constituían su vocación primera, y escribió En la ardiente oscuridad, trazando las bases de una de las más singulares dramaturgias españolas del siglo XX, como lo son también las de Valle- Inclán y García Lorca; en ella se unían la voluntad de llevar a nuestros escenarios obras que hablasen al hombre de su tiempo de los problemas que lo aquejaban, por el hecho de serlo y por estar en una determinada sociedad, y el propósito de una continuada exigencia en el tratamiento de formas y estructuras. El Premio Lope de Vega que en 1949 recibía Historia de una escalera permitió su representación, en la que el público y la crítica advirtieron la presencia de unnuevo lenguaje mantenido por el autor en una treintena de obras que tuvo conseguido final en el estreno, en octubre de 1999, de Misión al pueblo desierto. Buero Vallejo, testigo lúcido de la sociedad en la que ha transcurrido su existencia, conformó una producción que ha abierto caminos transitados por muchos de los dramaturgos españoles actuales pero que trasciende nuestras fronteras y se inscribe con justicia y brillantez en la historia de la cultura y del teatro occidental. Puede por ello afirmarse que Buero ha dejado una huella indeleble en la escena de la segunda mitad del pasado siglo. Cronología (completar con la de cvc) 1916: Nace el 29 de septiembre en Guadalajara. 1926-1933: Bachillerato en su ciudad natal y en Larache (Marruecos), donde estuvo destinado temporalmente su padre. 1934-1936: Estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. Comenzada la Guerra Civil, colabora en Madrid con la Junta de Salvamento Artístico.

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Página de autor en cervantesvirtual.es (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)http://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/buerovallejo/autor.shtmlPresentaciónLa obra del dramaturgo Antonio Buero Vallejo (1916-2000) se presenta, tras más de cincuenta años de fecundo desarrollo, como el granado fruto de uno de los más apreciables autores del teatro contemporáneo. En 1946, recién estrenada su libertad, Buero dejó los pinceles, que constituían su vocación primera, y escribió En la ardiente oscuridad, trazando las bases de una de las más singulares dramaturgias españolas del siglo XX, como lo son también las de Valle-Inclán y García Lorca; en ella se unían la voluntad de llevar a nuestros escenarios obras que hablasen al hombre de su tiempo de los problemas que lo aquejaban, por el hecho de serlo y por estar en una determinada sociedad, y el propósito de una continuada exigencia en el tratamiento de formas y estructuras. El Premio Lope de Vega que en 1949 recibía Historia de una escalera permitió su representación, en la que el público y la crítica advirtieron la presencia de unnuevo lenguaje mantenido por el autor en una treintena de obras que tuvo conseguido final en el estreno, en octubre de 1999, de Misión al pueblo desierto.     Buero Vallejo, testigo lúcido de la sociedad en la que ha transcurrido su existencia, conformó una producción que ha abierto caminos transitados por muchos de los dramaturgos españoles actuales pero que trasciende nuestras fronteras y se inscribe con justicia y brillantez en la historia de la cultura y del teatro occidental. Puede por ello afirmarse que Buero ha dejado una huella indeleble en la escena de la segunda mitad del pasado siglo.

Cronología (completar con la de cvc)1916: Nace el 29 de septiembre en Guadalajara.

1926-1933: Bachillerato en su ciudad natal y en Larache (Marruecos), donde estuvo destinado temporalmente su padre.

1934-1936: Estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. Comenzada la Guerra Civil, colabora en Madrid con la Junta de Salvamento Artístico.

1937-1939: Sirve a la República en varios destinos. Escribe y dibuja en un periódico del frente y participa en actividades culturales. Llevado a juicio, es condenado a muerte.

1939-1946: La condena a la pena capital se mantiene durante ocho meses. Sufre reclusión en diversas prisiones.

1946-1948: Después de sucesivas rebajas de la condena, se le concede la libertad condicional, pero es desterrado de Madrid. Deja la pintura y comienza a escribir teatro. Presenta dos obras, En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera, al Premio Lope de Vega del Ayuntamiento de Madrid.

1949: Historia de una escalera recibe el galardón y es estrenada en el Teatro Español de Madrid el 14 de octubre de 1949. Escribe El terror inmóvil y Aventura en lo gris, y comienza La tejedora de sueños.

1950: Estreno de En la ardiente oscuridad (Teatro María Guerrero, 1 de diciembre). Versión cinematográfica de Historia de una escalera dirigida por Ignacio F. Iquino. Concluye La tejedora de sueños.

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1951: Publica En la ardiente oscuridad en la Colección Teatro de Ediciones Alfil con un «Comentario», al igual que vendrá haciendo en la primera edición de los textos de la misma colección hasta Hoy es fiesta (1957).

1952: Estreno de La tejedora de sueños (Teatro Español, 11 de enero) y de La señal que se espera (Teatro Infanta Isabel, 21 de mayo). Primer estreno en el extranjero: En la ardiente oscuridad en el Riviera Auditorium de Santa Bárbara (California) el 4 de diciembre. Escribe Casi un cuento de hadas.

1953: Estreno de Casi un cuento de hadas (Teatro Alcázar, 10 de enero) y deMadrugada (Teatro Alcázar, 9 de diciembre). Publica Casi un cuento de hadas.

1954: Prohibición de representar Aventura en lo gris, cuya publicación en la revista Teatro se permite. Estreno de Irene, o el tesoro (Teatro María Guerrero, 14 de diciembre).

1955: Publicación de Irene, o el tesoro. Concluye Hoy es fiesta, y en el diarioInformaciones aparece «Don Homobono», irónico artículo contra la censura.

1956: Estreno de Hoy es fiesta (Teatro María Guerrero, 20 de septiembre). EscribeUna extraña armonía y comienza Las cartas boca abajo.

1957: Estreno de Las cartas boca abajo (Teatro Reina Victoria, 5 de diciembre). Versión cinematográfica de Madrugada.

1958: Estreno de Un soñador para un pueblo (Teatro Español, 18 de diciembre). EnEl teatro. Enciclopedia del arte escénico aparece su ensayo sobre «La tragedia». Publica Las cartas boca abajo.

1959: Película argentina basada en En la ardiente oscuridad (en España se distribuyó en 1962 con el título Luz en la sombra). Publicación de Un soñador para un pueblo. Contrae matrimonio con la actriz Victoria Rodríguez.

1960: Nace su hijo Carlos. Escribe y estrena Las Meninas, en el Teatro Español, el 9 de diciembre, su mayor éxito de público hasta entonces.

1961: Nace su hijo Enrique. Estreno de su versión de Hamlet, príncipe de Dinamarca, de Shakespeare (Teatro Español, 15 de diciembre), y publicación de Las Meninas.

1962: Escribe El concierto de San Ovidio, estrenada en el Teatro Goya, el 16 de noviembre. Publicación de Hamlet y de El concierto de San Ovidio.

1963: Estreno de Aventura en lo gris en su versión definitiva (Teatro Club Recoletos, 1 de octubre). Participa como actor en Llanto por un bandido, de Carlos Saura. La revista Cuadernos de Ágora le dedica un monográfico, en el que publica su artículo «Sobre teatro».

1964: La doble historia del doctor Valmy es presentada dos veces a censura sin conseguir autorización para su estreno. Se publica la versión definitiva deAventura en lo gris.

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1966: Estreno de su versión de Madre Coraje y sus hijos, de Bertolt Brecht (Teatro Bellas Artes, 6 de octubre). Conferencias en diversas universidades de Estados Unidos.

1967: Estreno de El tragaluz (Teatro Bellas Artes, 7 de octubre). Participa como actor en Oscuros sueños de agosto, de Miguel Picazo. Se publica Madre Coraje, El tragaluz y La doble historia del doctor Valmy, que aparece con el texto castellano y con la versión inglesa estrenada el año siguiente en Artes Hispánicas-Hispanics Arts, de la Universidad de Indiana.

1968: Reposición de Historia de una escalera (31 de marzo). Estreno de La doble historia del doctor Valmy, prohibida en España, en el Gateway Theater de Chester, Inglaterra, el 22 de noviembre, versión inglesa. Publicación en Primer Acto deMito, libro para una ópera sobre Don quijote que no llega a estrenarse.

1969: Escribe El sueño de la razón, cuyo estreno se vio retrasado debido a la censura.

1970: Estreno de El sueño de la razón (Teatro Reina Victoria, 6 de febrero) y deLa doble historia del doctor Valmy, en español, en Vermont (Estados Unidos). Publicación de El sueño de la razón.

1971: Elegido miembro de número de la Real Academia Española para ocupar el sillón X. Miembro de la «Hispanic Society of America». Escribe Llegada de los dioses, estrenada en el Teatro Lara, 17 de septiembre, y publicada ese mismo año.

1972: Discurso de ingreso en la Real Academia Española: «García Lorca ante el esperpento» (21 de mayo). Comienza a escribir La Fundación.

1973: Publica Tres maestros ante el público, que recoge diversos ensayos. Concluye La Fundación.

1974: Se estrena La Fundación (Teatro Fígaro, 15 de enero) y se publica ese mismo año.

1975: Comienza a escribir La detonación.

1976: Publicación y estreno en España de La doble historia del doctor Valmy(Teatro Benavente, 29 de enero).

1977: Concluye La detonación, estrenada en el Teatro Bellas Artes, 20 de septiembre. Participa en Caracas en la IV Sesión Mundial del Teatro de las Naciones.

1978: Homenaje en Nueva York en una sesión extraordinaria de la Modern Language Association. Las intervenciones de los ponentes y del autor se reproducen en un monográfico de la revista Estreno (1979). Comienza a escribir Jueces en la noche.

1979: Concluye Jueces en la noche, estrenada en el Teatro Lara, 2 de octubre. En los Cuadernos de la Cátedra de Teatro de la Universidad de Murcia se publica El terror inmóvil, que había permanecido treinta años inédita.

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1980: Conferenciante en las Universidades de Friburgo, Neuchâtel y Ginebra. Publicación de Jueces en la noche. Escribe Caimán.

1981: Estreno de Caimán (Teatro Reina Victoria, 10 de septiembre). Publicación deCaimán y del cuento «Diana», escrito antes de su primer estreno. Reposición deLas cartas boca abajo (14 de octubre) en el Teatro Lavapiés, con dirección de Luis Balaguer y protagonizada por su mujer, la actriz Victoria Rodríguez, intérprete también de varias de sus obras.

1982: Estreno de su versión de El pato silvestre, de Ibsen (Teatro María Guerrero, 26 de enero).

1983: Oficial de las Palmas Académicas de Francia. Este año es el encargado de dar el pregón de las Fiestas de San Isidro de Madrid el 8 de mayo.

1984: Estreno de Diálogo secreto (Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián, 6 de agosto). Publica su libro Marginalia.

1985: Creación del Premio de Teatro Antonio Buero Vallejo por el Ayuntamiento de Guadalajara. Publicación de Diálogo secreto.

1986: Reposición de El concierto de San Ovidio (25 de abril); con ese motivo se celebra en el Teatro Español de Madrid un Seminario Internacional acerca de esa obra y una Exposición. Cuadernos El Público le dedica el monográfico Regreso a Buero Vallejo. Estreno de Lázaro en el laberinto (Teatro Maravillas, 18 de diciembre).

1987: Exposición sobre Buero en la Biblioteca Nacional. Número monográfico de la revista Anthropos. Publicación de Lázaro en el laberinto.

1988: Comienza Música cercana. Adaptación cinematográfica de Un soñador para un pueblo titulada Esquilache, dirigida por Josefina Molina.

1989: Concluye Música cercana, estrenada en el Teatro Arriaga de Bilbao, 18 de agosto. En Málaga asiste al Congreso de Literatura Española dedicado a su obra.

1990: Publica Música cercana, su versión de El pato silvestre y «Galatea», narración escrita en sus primeros años de autor.

1991: Aparece Tentativas poéticas, volumen que recoge veintiséis poemas, algunos inéditos, compuestos entre 1949 y 1991. Reposición de El sueño de la razón (16 de mayo).

1993: Publica su Libro de estampas. El volumen es presentado en Murcia, donde asiste el autor.

1994: Representación de El sueño de la razón en el Teatro Nacional María Guerrero y en el Dramatem de Estocolmo. Estreno de Las trampas del azar (Teatro Juan Bravo de Segovia, 23 de septiembre). Aparecen los dos volúmenes de su Obra Completa en la Editorial Espasa Calpe.

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1996: Jornadas de «Teatro y Filosofía» en la Universidad Complutense sobre el teatro de Buero. Se publica un número monográfico en la revista Montearabí.

1997: Reposición de El tragaluz (Teatro Lope de Vega de Sevilla, 15 de enero).

1998: Concluye Misión al pueblo desierto, su última obra. El Centro Dramático Nacional realiza un nuevo montaje de La Fundación, presentado en noviembre en el Teatro Campoamor de Oviedo y representada después en el Teatro Nacional María Guerrero y en distintos lugares de España e Hispanoamérica.

1999: Estreno de Misión al pueblo desierto (Teatro Español de Madrid, 8 de octubre).

2000: Muere el 29 de abril.

Francisco, capitán del Ejército y profesor de Cálculo en la Academia Militar de Ingenieros, era natural de Cádiz; su madre, María Cruz, de Taracena (Guadalajara). En 1911 nace su hermano Francisco y en 1926 su hermana Carmen. En Guadalajara pasa toda su infancia, salvo dos años, desde 1927 a 1928, que vivió en Larache, adonde fue destinado el padre.

Antonio Buero Vallejo nació el 29 de septiembre de 1916 en Guadalajara. Su padre, Francisco, capitán del Ejército y profesor de Cálculo en la Academia Militar de Ingenieros, era natural de Cádiz; su madre, María Cruz, de Taracena (Guadalajara). En 1911 nace su hermano Francisco y en 1926 su hermana Carmen. En Guadalajara pasa toda su infancia, salvo dos años, desde 1927 a 1928, que vivió en Larache, adonde fue destinado el padre.

     Pronto se aficionó a la lectura gracias a la completa biblioteca que poseía su padre, lo que le permitió el acceso a textos literarios y dramáticos. Aficionado a la música y a la pintura y el dibujo, desde los cuatro años dibuja incansablemente, porque quería ser pintor. De la mano paterna acude al teatro y, hacia los nueve años, en su teatrito de juguete dirige «ingenuas representaciones» en las que es también un entusiasmado actor.

     Estudia Bachillerato en Guadalajara entre los años 1926 y 1933. Siente curiosidad por la Filosofía, la Ciencia y la Política. En 1932 recibe el primer premio de un concurso literario para alumnos de Segunda Enseñanza y de Magisterio de Guadalajara por la narración El único hombre, sin editar hasta 2001 en Antonio Buero Vallejo, dramaturgo universal(1). Comienza a redactar unas Confesiones que posteriormente destruye.

     En 1934 la familia se traslada a vivir a Madrid, y allí ingresa en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Le sigue interesando la pintura, pero las lecturas son continuas, así como su asistencia al teatro. Aunque no milita en ningún partido, se acentúa su sensibilidad por la política y se siente próximo al marxismo. Al comenzar la Guerra

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Civil piensa en alistarse voluntario para ir al frente; finalmente desecha esta idea ante la oposición de su familia. En la contienda su padre es detenido y fusilado el 7 de diciembre de 1936.

     En 1937 se incorpora a un batallón de infantería. Con sus escritos y dibujos colabora en murales, en La Voz de la Sanidad, así como en otras actividades culturales. En Benicasim conoce a Miguel Hernández. Al finalizar la guerra Buero se encuentra en la Jefatura de Sanidad de Valencia, donde es recluido unos días en la plaza de toros y durante un mes en el campo de concentración de Soneja (Castellón). Es autorizado a volver a su lugar de residencia, pero con la orden de tener que presentarse a las autoridades, que nunca cumple. Comienza a trabajar en la reorganización del Partido Comunista, al cual se había afiliado durante la contienda y de cuya militancia se va alejando años después. Es detenido en mayo o junio de 1939 y condenado a muerte en un juicio sumarísimo, junto a otros compañeros, por «adhesión a la rebelión». La condena a la pena capital se mantiene durante ocho meses y, finalmente, la sentencia fue conmutada por una pena de treinta años. Pasa por diversas cárceles: en la de Conde de Toreno permanece año y medio y en ella realiza el famoso retrato de Miguel Hernández, con quien intimó mucho. En esta misma prisión ayuda a un intento de fuga que le inspiró más tarde ciertos aspectos de La Fundación. En la de Yeserías apenas estuvo mes y medio; unos tres años en El Dueso; un año en la prisión de Santa Rita. En estas cárceles escribe «notas y especulaciones, sobre todo acerca de la pintura», pero no literarias; hace retratos a muchos compañeros y sigue en su empeño de aprender el oficio pictórico.

     Del penal de Ocaña sale en libertad condicional, pero desterrado de Madrid, a comienzos de marzo de 1946, por lo que fija su residencia en Carabanchel Bajo, aunque pasa la mayor parte del día en la capital. Se hace socio del Ateneo y publica algunos dibujos en revistas para conseguir ingresos, pero su afición pictórica empieza a decaer en pro de la escritura. Refleja a través de la narrativa los pensamientos de su último año de cárcel, si bien pronto abandona ese género por el teatro. El tema de la ceguera, que siempre le había interesado, se convierte en el centro argumental de su primer drama, En la ardiente oscuridad, redactado en una semana del mes de agosto de 1946. Escribe Historia despiadada y Otro juicio de Salomón en 1948.

     Entre 1947 y 1948 compuso Historia de una escalera, inicialmente llamada La escalera, que se modificó por coincidir con el título de una obra de Eusebio García Luengo. El estreno de la obra tuvo una excelente acogida de la crítica y un inesperado éxito de público, hasta el punto que llegó a suspenderse la acostumbrada puesta en escena de Don Juan Tenorio en noviembre. De 1948 es Las palabras en la arena, única pieza bueriana en un acto, presentada al primer concurso íntimo, de los tres que se convocaron, en la tertulia del Café Lisboa; con ella lo ganó, como el de narración con «Diana». Olvidado quedó el proyecto deNos están mirando, del que Buero escribió un primer acto en 1948 ó 1949.

     Su labor como dramaturgo se amplía, y publica y estrena de forma constante sus obras en varios teatros de Madrid, incluso, como es el caso de Historia de una escalera, es llevada al cine por Ignacio F. Iquino.

      En la década de los 50 se intensifica su labor dramática: La tejedora de sueños, La señal que se espera, Casi un cuento de hadas, Madrugada, Irene, o el tesoro, Hoy es

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fiesta y su primer drama histórico, Un soñador para un pueblo, son algunas de las obras que escribe y estrena en esta década. Llegan las primeras representaciones en el extranjero, como las de Historia de una escalera, en marzo de 1950 en la Ciudad de México y la de En la ardiente oscuridad en diciembre de 1952 en Santa Bárbara, California. Se inicia una considerable y muy frecuente presencia posterior en numerosos escenarios de todo el mundo.

     La Dirección General de Cinematografía y Teatro prohíbe el estreno deAventura en lo gris en 1954. Al año siguiente aparece en el diario Informaciones«Don Homobono», irónico artículo contra la censura. También se prohíbe la representación de El puente, de Carlos Gorostiza, cuya versión había realizado Buero.

     Escribe Una extraña armonía, que no llega a estrenarse ni se publicó hasta su Obra Completa (2). En el número 1 de la revista Primer Acto aparece el artículo «El teatro de Buero Vallejo visto por Buero Vallejo». Se publica su ensayo sobre «La tragedia». En 1959, Daniel Tinayre dirige en Argentina una película basada en En la ardiente oscuridad, con ese mismo título pero modificó el final del drama, cambiando su sentido, por lo que Buero sólo permitió su distribución en España, y en 1962, con un título distinto: Luz en la sombra. En ese mismo año, 1959, se casa con la actriz Victoria Rodríguez, con la que tuvo dos hijos: Carlos, que nace al año siguiente, y un año más tarde nace Enrique, en 1961.

     En los años sesenta, consigue estrenar algunos títulos, aunque sigue teniendo bastantes problemas con la censura que había en el país Los estrenos de esta década son: El concierto de San Ovidio, Aventura en lo gris, El tragaluz, así como las versiones que realiza de Hamlet, príncipe de Dinamarca, de Shakespeare y Madre Coraje y sus hijos, de Bertolt Brecht.

     Con el estreno de Las Meninas, el 9 de diciembre de 1960, con dirección de José Tamayo, obtiene el mayor éxito de público logrado hasta entonces.

     En estos años tiene lugar la polémica del posibilismo-imposibilismo que mantuvo con Alfonso Sastre en las páginas de Primer Acto. En este año publica «Un poema y un recuerdo», temprano artículo sobre Miguel Hernández en el que rememoraba su convivencia y ofrecía un poema de Miguel en aquella etapa.

     En 1963 se le propone su incorporación al Consejo Superior de Teatro, pero Buero renuncia a ello. Encabezados por Bergamín, firma, con otros cien intelectuales, una carta dirigida al ministro de Información y Turismo solicitando explicaciones sobre el trato dado por la policía a algunos mineros asturianos. El Ministerio publica la carta en la prensa con una respuesta, y aunque no se adoptan medidas públicas contra los firmantes, hay una condena al silencio por parte de la prensa y cierto «desvío de editoriales y empresas». Buero no podrá estrenar hasta 1967 a pesar del interés de algunos empresarios porLa doble historia del doctor Valmy (escrita en 1964), que permaneció sin representarse en España hasta 1976, ya pasada la dictadura.

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«El teatro de Buero Vallejo visto por Buero Vallejo»Antonio Buero Vallejo

Reconsiderar, ahora, cuáles puedan ser los motivos de la profesión que elegí y del teatro que escribo es cosa difícil, y la contestación o contestaciones sólo podrán ser aproximadas. ¿Por qué soy dramaturgo? Responder con una vaga invocación al destino personal sería sin duda lo más simple, pero no explica nada. Sobre todo cuando recuerdo que hasta hace pocos años quise ser pintor y que lo dejé. ¿Por qué lo dejé? Invoquemos de nuevo el personal destino y todo queda resuelto. Mas no sin que esta circunstancia biográfica me lleve a la sospecha de que mi peculiar manera de realizar el destino propio sea la de equivocarme gravemente de camino. Seria sospecha; pues si creí durante tantos años de mi vida que era el de la pintura, pienso a veces que acaso el actualmente elegido pueda ser, asimismo, equivocado. Adulto ya, no es tan probable; pero cualquiera sabe si ser adulto, e incluso si dedicarse definitivamente a eso que llamamos el destino personal, no sea otra cosa que aceptar por la fuerza de la vida una limitación que mutile otras posibilidades nuestras acaso más brillantes. En el más optimista de los casos, el entusiasmo por la propia labor parece acreditar lo auténtico del camino elegido o que nos elige; pero, ante mi obra, mi entusiasmo nunca ha sido grande. Siempre me encontré insuficientemente absorto en ella, mal dispuesto para realizarla, mal definido por mi propio quehacer. Contrariamente al creador que no duda de su vocación, dudo yo, no ya de la que hoy parece mía, sino de cualquiera otra afición que pudiera acometerme o me haya acometido. Tal vez mi vocación es una especie de realización personal que desborda a toda profesión concreta; y, sería asunto de interminable discusión el establecer hasta qué punto pueda esto ser bueno o malo para cada cual. Ignoro si para mí es buena o mala cosa. Mas así creo ser, no sin inquietud.

No obstante, para calmar en parte tan grave sospecha y refugiarme en la dulce hipótesis de que nuestro destino nos elige, y nos elige bien, suelo recordar a ciertos grandes dramaturgos que también quisieron pintar y cuya magnitud conforta mi pequeñez: Ibsen o Eurípides, por ejemplo. Imagino que también alguna vez debieron formularse parecidas dudas, y lo que no me atrevo a afirmar para mí lo encuentro más claro en ellos. A saber: que quizá entre pintura y cierto tipo de drama pueda darse una relación necesaria. Trataríase entonces de una previa formación visual: de la toma de posesión del exterior del hombre y de las cosas como obligado precedente a la ulterior exploración de sus significados internos. Mas ello, sólo en cierto tipo de dramaturgia: en aquella que, por hondo que cale, no pierde contacto con la realidad fenoménica de los hechos. ¿Fui yo, antes que dramaturgo, incipiente pintor realista por esa razón? Tal vez. Y este «tal vez» puede quedar como primera contestación aproximada al porqué de mi labor actual.

Aproximada tan sólo, pues antes aún de mi larga veleidad pictórica veo en el niño que fui a un inquieto tabulador de peripecias y aventuras en los remotos juegos infantiles. Actor, pues, embrionario, y hasta declamador precoz de poesías de nuestro romancero. Y, al mismo tiempo, lector impenitente, emocionado inquiridor de razones y sentidos para cuanto se presentaba ante mis ojos. Niño teatral, pero sinceramente interesado por formarme una visión correcta de toda realidad. Y años más tarde, curioso por ello de filosofías y de ciencias, mas sin la necesaria tenacidad para cultivarlas a fondo. Parece, por consiguiente, que el teatro, en su más ancha medida, había de ganarme a través de todo ello en un momento dado. Y este «parece» sería mi segunda contestación aproximada a la cuestión que motiva las presentes líneas.

Respuestas posibles las anteriores a la pregunta de por qué escribo teatro, no agotan, sin embargo, la cuestión, aunque la enfoquen, de por qué es como es el teatro

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que escribo. La enfocan, eso sí, porque mi teatro es, naturalmente, respuesta precaria, a su vez, a esas permanentes preguntas acerca del mundo y de la vida que me acompañan. Respuesta precaria, primero, por la sospechada endeblez de las obras; después, porque toda respuesta a tales interrogantes es siempre parcial e insuficiente. Y ni siquiera respuesta, podría añadirse, pues los dramas que las abordan no encierran por lo general otra respuesta que la de seguir interrogando. Y si, a pesar de ello, se escriben, es por la esperanza de que a su través la interrogante se haga más imperiosa y clara.

Viene a ser, pues, el mío un teatro de carácter trágico. Está formado por obras que apenas pueden responder a las interrogaciones que las animan con otra cosa que con la reiteración conmovida de la pregunta; con la conmovida duda ante los problemas humanos que entrevé. Con frecuencia, llega esto en mis dramas a literal realidad: el «ritornello» de una frase clave o de una situación clave denuncian la final persistencia de las cuestiones planteadas.

Pero este habitual respeto ante las dudas finales, inherente al género trágico, desagrada a quienes no son capaces de tenerlo. Destructora, pesimista, negativa, son las mínimas calificaciones que les merece la duda trágica en la escena, y mi pobre labor ha debido también sufrirlas. Curiosas circunstancias que no cabría explicar aquí determinaron, además, que tales imputaciones fuesen más rotundas ante mis dramas que ante otros no menos sombríos, vistos igualmente en escenarios españoles. Nada diré de las reacciones favorables; son las desfavorables las que, por ánimo polémico, me ayudan a definirme mejor ahora. Desfavorable fue, y es, asimismo, aquella otra difundida hipótesis que reduce mis supuestos aciertos a dos o tres títulos, donde me limito -dicen- al ejercicio de un realismo directo, mientras considera errónea la otra presunta tendencia mía al simbolismo, el cerebralismo o la imaginación; tendencia en la que se situaría el resto de mis obras. Clasificación tan simple no resiste, creo, ante el examen más somero de mis sucesivos dramas. En el supuesto de que ambas tendencias definiesen mejor que otras los dos polos de mi teatro, las encontraríamos en cada obra bastante más mezcladas de lo que parece. Y el favor particularmente alcanzado por algún drama incurso en la que se estima equivocada, permite suponer que no es menos auténtica en mí que la otra. Opino que no hay tal tendencia doble, sino en realidad una sola que a veces se disfraza de realismo y a veces de otras cosas. Mas, cualquiera que sea su apariencia, insisto en que encierra siempre o casi siempre parecidas exploraciones. La interrogante que esas exploraciones suelen envolver no excluye, sin embargo, ni en las obras ni en su autor, convicciones muy positivas; posiciones definidas ante problemas concretos; afirmaciones, respuestas y hasta tesis parciales.

La implícita convicción, por ejemplo, de que los hombres no son necesariamente víctimas pasivas de la fatalidad, sino colectivos e individuales artífices de sus venturas y desgracias. Convicción que no se opone a la tragedia, sino que la confirma. Y que, si sabemos buscarla, advertimos en los mismos creadores del género. Mas, al tiempo, convicción que abre a las mejores posibilidades humanas una indefinida perspectiva. Pese a las reiteradas desanimadoras muestras de torpeza que nuestros semejantes nos brindan de continuo, la capacidad humana de sobreponerse a los más aciagos reveses y de vencerlos inclusive, difícilmente puede ser negada, y la tragedia misma nos ayuda a vislumbrarlo. Esa fe última late tras las dudas y los fracasos que en la escena se muestran; esa esperanza mueve a las plumas que describen las situaciones más desesperadas. Se escribe porque se espera, pese a toda duda. Pese a toda duda, creo y espero en el hombre, como espero y creo en otras cosas: en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad. Y por eso escribo de las pobres y grandes cosas del hombre; hombre yo también de un tiempo oscuro, sujeto a las más graves, pero esperanzadas interrogantes. Frente a las cuales, en estas líneas como en la obra escénica que hasta

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ahora ofrecí, solo caben las aproximadas contestaciones, las precarias respuestas que vuelven a preguntar. Y así seguirá siendo, probablemente, en mis venideros años de labor, hoy todavía tan corta. Y hoy, como mañana, digna seguramente de olvido, mas acaso no del todo inútil en el actual panorama de nuestra escena.

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Apunte autobiográficoAntonio Buero Vallejo

No voy a entrar en metódicos análisis de mi teatro. Fijaré aquí solamente el breve recordatorio de algunos de los acontecimientos y hallazgos que, a mi parecer, contribuyeron a determinar mi vocación escénica. Lejanos son bastantes de ellos, pues en la infancia está todo o casi todo. En ella está, por ejemplo, la primera lectura de una abreviada Odisea para niños, que me llevaría a leer traducciones completas años después y, aún más tarde, a elaborar La tejedora de sueños. Pero en mi niñez estuvieron, más que cualquier otra cosa, el dibujo y la pintura, abandonados al fin entre el azar y el desánimo de los años. Tan apasionada dedicación me condujo de muchacho a la Escuela de Bellas Artes. Cursé allí enseñanzas hasta que estalló la guerra civil que tantas cosas truncaría; dejó, no obstante, la pintura su huella en mis obras de madurez. Ficticios pintores han aparecido aquí o allá en ellas, y en dos de las más nombradas los no ficticios Velázquez y Goya. En opinión muy difundida, fueron motivadas estas últimas por agonías españolas del tiempo en que las escribí, expresadas mediante historias del pasado. Algo hay de ello, pero yo se que su embrión late ya en dibujos míos infantiles, donde aparece más de una vez Velázquez en líneas torpísimas y, en uno de esos croquis, situado incluso ante un gran bastidor como en el cuadro deLas Meninas. Otro dibujo curiosamente premonitorio, exhibido va en las exposiciones que me dedicaron en el Teatro Español y en la Biblioteca Nacional, presenta a Goya ante su caballete, contemplando alrededor muchas de las visiones que configuran su mundo pictórico. Lo tracé a mis quince años y, olvidadísimo cuando escribí El sueño de la razón, lo reencontré entre mis viejos papeles bastante después de estrenar la obra. Tampoco falta entre aquellos imperfectos dibujos, y también se presentó en las dos exposiciones mencionadas, otra escena casi teatral de 1934 donde los más notables personajes homéricos se agrupan, en las gradas de un peristilo griego, en torno a su creador. En lecturas primerizas de la niñez podría rastrearse asimismo sin dificultad el origen de bastantes obras mías. Del olvidado y sugestivo libro Amenidades científicas, de Vicente Vera, que mi padre poseía, procede el arpa eólica de La señal que se espera, obviamente, Casi un cuento de hadas proviene de mi infantil disfrute de los cuentos de Perrault; otros varios dramas esconden o muestran según la penetración de cada cual reminiscencias de Wells o del Quijote, que también contaron entre mis lecturas tempranas. Y tampoco carece la creación cervantina de su reflejo en dibujos adolescentes, pero el más antiguo es del todo infantil: lo realicé a mis nueve años y lo guardo en un álbum nunca exhibido.

¿Y la música? Salvo los inevitables tambores y trompetas de los chiquillos nunca llegué a tocar instrumento alguno, pero mi afición es remota. Sabido es que mi teatro usa de ella a menudo, y no como mero adorno de las situaciones sino como ingrediente dramático significativo, cuando no principalísimo. Pues bien, tampoco dejaron de asomar, en antiquísimos diseños, las veneradas efigies de Beethoven o de Mozart.

Si debo mi instintiva inclinación al arte y a las letras más cualificados a mi personal sensibilidad, la debo asimismo, en gran medida, a mi padre. Era él un ingeniero

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militar que gustaba de la literatura y de la pintura a través de espontáneas predilecciones, y en los libros y revistas de su biblioteca, nunca vetados a sus hijos, llegué muy pronto a gozar de Dumas, de Víctor Hugo, de Conan Doyle, de Maurice Leblanc y de otros, no menos que de numerosos libritos y catálogos de pintores antiguos y modernos. A veces traducía en alta voz del inglés, para mi hermano y para mí, en gratas sobremesas, La máquina del tiempo, o nos leía la reciente edición española del Nils Holgersson...

En aquellos años aurorales sentí que mi vocación era la pictórica, pero también leía incansablemente y hasta hilvanaba muy de tarde en tarde el comienzo de algún horroroso poema, por fortuna nunca terminado. Fui descubriendo hermosuras que me cautivaban: El Alcalde de Zalamea, La vida es sueño, Bécquer, el Romancero, algún inesperado diálogo de Platón que me subyugó como si fuera teatro; y no tardé en embeberme en Julio Verne, en Stevenson, en Dickens, en Swift, en Poc, en tantos otros, a los que pronto se sumaron los escritores del 98, alternados con Shaw o con Ibsen. Mi formación literaria iba creciendo así poco a poco. A ello contribuyeron, en el Instituto de mi ciudad natal, algunos inolvidables profesores. Menendezpelayista convicto era don Pedro Serrano, catedrático de Literatura, y nos reíamos a veces de aquella devoción suya; con afecto porque era ameno y sabía interesarnos. (Yo, claro, me gané mi sobresaliente.) Don José Albiñana y Mompó, de Latín, no logró aficionarnos a la asignatura lo que he lamentado después tardíamente, pero ¡cuántas ventanas supo abrirnos en las charlas a que su ingenuidad cedía fácilmente ante nuestras astutas instancias! El auxiliar de la misma disciplina, un cura de mente abierta llamado don Claudio Pizarro, estrechó relaciones con varios de nosotros, que nos congregábamos en su casa para discurrir de mil cosas o de escritores muertos y vivos. Vera, de Dibujo; Vergara, de Geografía e Historia; uno o dos más, fueron asimismo eficaces orientadores. Don Emilio Guinea, de Ciencias Naturales, loco por la Botánica, devotísimo de Baroja y pintor de acuarelas, me brindó entonces una amistad que ha durado hasta su reciente fallecimiento. Si los planes de estudio eran algo deficientes, tuvimos la compensación de estos humanos e ilusionados maestros. Entretanto y con algunas lecturas iniciales de Ortega y de Unamuno entre ellas, cómo no que los años completarían, fui adentrándome en esa aventura íntima que es la Filosofía. Y al tiempo, en la curiosidad por la ciencia: otra forma de la misma aventura interior para los que no nos entregamos al cultivo de ninguna materia científica. Mi padre sí lo había hecho: era profesor de cálculo en la Academia de Ingenieros. Desde pequeñín y durante muchos años he visto el grabado de Sir Isaac Newton colgado en la pared sobre su mesa de trabajo y, ante mi pregunta, de mi padre recibí la primera noción de la importancia de este sabio. Tendría yo diez u once años cuando le oí someras explicaciones acerca de cómo la teoría de Einstein jugaba con el tiempo y el espacio. Aquello me interesó tanto que, desde entonces, no he dejado de procurar informarme, con la apasionada y reverente ignorancia de un profano irremediable y forzosamente reducido a leer las vulgarizaciones escritas por físicos, biólogos o astrónomos, de cuanto se especula y se descubre acerca de los enigmas del cosmos y del hombre.

¿Qué diré del teatro? Sorprende considerar como la vocación definitiva nos trabaja también desde la niñez sin que reparemos en ello. El pintorcete que yo era había obtenido ya de los Reyes Magos, hacia sus nueve años, uno de aquellos preciosos teatritos de juguete, tan bobalicones en los libretos de sus comedias como en cantadores por su ingeniosa construcción y sus bellísimos decorados. Ayudado por mi hermano Paco o por amigos, dirigí en él ingenuas representaciones y ahuequé voces diversas para los menudos personajes de cartulina que me tocaban en el reparto. Pero en la biblioteca paterna tampoco faltaban ¡y en qué cantidad! textos teatrales. Aficionadísimo a la

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escena, papá nos llevaba a sus hijos a las funciones de las compañías que recalaban en las ferias de Guadalajara y, además, adquiría y encuadernaba algunas de las colecciones populares de aquellos tiempos: «la novela teatral» (significativo título que invitaba a entender el teatro como algo apto para ser leído), «Los contemporáneos», «El Teatro», «El Teatro Moderno», «Comedias»... (No coleccionó mi padre «La Farsa» y nunca he sabido la causa de tal omisión.) Desordenadamente leía yo cientos de aquellas obras, pues no sólo me gustaba divertirme con aquel teatro infantil a que me he referido sino leer comedias para mayores; síntoma, creo, del autor que llevaba dentro sin saberlo. De cómo esta vocación, ignorada por mí entonces, iba edificándose irónicamente a espaldas del pintor en ciernes se creía ser, podría escribir más páginas; recuerdo mi afición a recitar poemas, con no poco tino según decían y sin cantarineos, que tal vez me habría llevado con los años a la profesión de actor si no hubiera sido por mi corta capacidad de simultanear varias dedicaciones cultivando todas a fondo. Y hacia el teatro me encaminé ya a mis catorce y quince años, con pertinaz inconsciencia, a través de otros juegos que quiero recordar.

Por supuesto que había jugado antes, como cualquier niño, a encarnar personajes predilectos: «Yo era...» decía, «Y yo era...» decían otros chavales al comenzar nuestra fabulación. La peripecia se desenvolvía entonces, a veces, en barrios enteros de la ciudad, ante la sonrisa de las personas que nos veían correr y chillar. Pero pronto nos reunimos, varios amigos del Instituto, a jugar diariamente en casa de uno de ellos. Y después de algunos juegos elementales guerras de barquitos o entre diminutos soldados que nosotros mismos pintábamos fuimos desplegando paulatinamente crecientes esbozos de un «teatro total» o de cine en vivo. Nunca olvidaré aquellas singulares distracciones, con las que fuimos perfectamente felices. La preparación de cada uno de los juegos consumía bastantes días y no era lo menos divertido. Cada cual dibujaba y, coloreaba numerosos personajes: muñecos planos con peana o de otras formas y tamaños según cada juego. Construíamos al tiempo, con cartón o dibujando en planta la disposición y amueblado de las habitaciones sobre tacos de madera que formaban casas y calles, los distintos escenarios. Todo aquello se desplegaba en el cuarto de nuestro amigo y aun en la terraza contigua... Después, y hasta que empezábamos a soñar con la preparación del juego siguiente, desarrollábamos durante muchas tardes fantásticas historias tan imprevisibles como la vida misma. Pues si cada uno premeditaba parte de ellas para sus personajes, las aportaciones de todos se combinaban entre sí en insospechadas incidencias y el complejo argumento se iba enriqueciendo al hilo de los días. Eran verdaderas «creaciones colectivas» sin más público que nosotros mismos: a las personas mayores no se les permitía el acceso. Así nos entretuvimos ¿por cuanto tiempo?, ¿tal vez más de un año? con las más heteróclitas invenciones: la época de los mosqueteros, Napoleón y la suya, el mundo antiguo de griegos, romanos, egipcios y persas en disparatado sincronismo, el de una corte húngara dieciochesca colmada de intrigas y misterios, la encantada comarca de las hadas y los gnomos, los viajes interplaneratios cada jugador tenía su planeta y hasta el sol estaba habitado, por dentro la vida futura... No puedo recordar todas las fantasías lúdicas que ideamos; pero comprendo que, en mi caso, al menos jugaba ya al teatro, más libre. Éramos directores, actores, figurinistas, decoradores e improvisadores de diálogos; movíamos con las manos aquellas incontables figuritas, pero no veíamos nuestras manos. Fuimos, lo he dicho en otra ocasión, emocionados demiurgos.

Con esos juegos irrepetibles me despedí de mi adolescencia. El grupo se iba dispersando; nuevas amistades se contraían; preocupaciones adultas sustituían a las anteriores ensoñaciones. Empecé a comprender cómo aquellos entretenimientos habían sido el privilegio de chicos favorecidos por el relativo desahogo de nuestra modesta

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clase media y que el mundo no era, ni mucho menos, tan paradisíaco. La inquietud social y política me acercó al marxismo. Ingresaba así en la vida verdadera, con sus responsabilidades, sus luchas y sus peligros, y ello me llevó a la cárcel al terminar la guerra civil. Me sentenciaron a muerte, condena conmutada más tarde. Pasé años en diversos penales. Como Gorki, podría decir que esos años y lugares fueron también, en buena medida, «mis universidades». En el trance de elegir profesión yo había optado por la pintura y no por una carrera universitaria, lo que acarreó deficiencias en mi formación que sólo en parte he podido remediar a través de voraces lecturas. Pero las otras «universidades» a que he aludido también me formaron, y acaso los núcleos más consistentes de mi teatro posterior procedan de la experiencia y la reflexión en ellas acumuladas. Entregado en las prisiones a un trabajo político nunca interrumpido, no dejé, sin embargo, de dibujar retratos y de leer cuanto pude. Algunos pedíamos libros a nuestras familias y nos los pasábamos. Dábamos clases, o las recibíamos, de materias diversas. Si había biblioteca en la cárcel podíamos sacar de ella libros; así leí en El Dueso, entre otras obras, varios tomos de laHistoria Universal de la Universidad de Cambridge y unas cuantas novelas de Galdós. Alucinado por el 98 y por corrientes literarias posteriores, lo había leído poquísimo antes de la guerra y con desfavorables prejuicios. En el penal vine a descubrir, con verdadero pasmo, su grandeza.

Había ganado yo, a mis catorce o quince años, un premiecillo literario convocado entre estudiantes arriacenses al que me presenté sólo por divertirme. Quizá para cualquiera, menos para mí, habría estado claro que yo iba para escritor de creación tanto al menos como para pintor. Pero yo ni lo pensaba siquiera; tampoco seguí escribiendo. No lo empecé a pensar hasta mi último año de cautiverio, e incluso imaginé entonces, cuando un compañero de prisión me habló del colegio donde se había educado un hermano suyo ciego, algo del posible argumento de la primera obra que escribí más tarde. En libertad condicional desde 1946, me puse a escribirla y a enfrentarme de nuevo con la pintura al óleo. Me hice socio del Ateneo, trabajé en su biblioteca para sacar adelante algún mísero encarguillo editorial, asistí con asiduidad a la inolvidable tertulia sabatina del Café de Lisboa, asomé por alguna otra del Gijón, me engolfé en la literatura y en el teatro. En 1949 el poeta Garciasol, amigo entrañable de toda la vida, me convenció de que me presentase al nuevamente convocado Premio Lope de Vega y lo obtuve. Se inició así una actividad dramática llena de dificultades y altibajos, mas no exenta de resonancia y éxitos. Pormenorizar todo ello desbordaría los límites de este escrito. He vivido, desde aquel año hasta hoy, mi intransferible búsqueda de logros escénicos y de personales formas teatrales, dentro de la denodada aventura de los escritores españoles del interior resueltos a crear una literatura crítica y renovadora sin dejarse falsificar o anular por el franquismo lo que muchos, por desgracia, no pudieron evitar, ni por tantos menosprecios sistemáticos de dentro y de fuera. Hablen otros de los resultados.

De la infancia procede, ciertamente, casi todo; pero también me he sentido estimulado, para mi realización artística, por los acuciantes conflictos propios o ajenos y por las tremendas experiencias de nuestro país y de nuestro siglo. Pues no todo lo que mueva la creación literaria está ni debe estar en la infancia.

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Antonio Buero Vallejo. Teatro y compromisoJerónimo López Mozo

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En la madrugada del 29 de abril murió, a los ochenta y tres años, Antonio Buero Vallejo. Se cerraban cincuenta años de vida dedicada al teatro, los que separan el estreno, en 1949, de Historia de una escalera y el de Misión al pueblo desierto a finales de 1999. Se trata, sin duda, del autor español más significado de la segunda mitad del siglo XX. Pocos lo cuestionan, pero es llamativo que el mismo día de su desaparición, en esa hora habitualmente reservada a los elogios y al silencio de los enemigos, en un diario se afirmara que Buero, lo supiera él o no, fue durante mucho tiempo la coartada con la que el sistema represivo franquista se justificó a sí mismo y, en relación a su obra, que posee una significación histórica superior a su alcance meramente estético. Juicios severos que abrían, para algunos prematuramente, el debate sobre el teatro de Buero y el alcance de su compromiso. Debate tan inevitable como necesario que, una vez dado el pistoletazo de salida, bueno es que no se demore.

Respecto a su labor creativa, algunos críticos han sido severos con la obra escrita tras la muerte de Franco. Por ser la más reciente y, en consecuencia, la más conocida por las nuevas generaciones de espectadores, no sería sorprendente que su producción anterior quedara eclipsada por esa valoración negativa. Sería grave que tal cosa sucediera, porque cuatro o cinco de las obras que estrenó durante el franquismo son avales suficientes para ocupar un lugar privilegiado en la historia de nuestro teatro. No me refiero a Historia de una escalera, que sigue siendo la más citada, pero que está lejos de figurar entre las más representativas del autor. Su importancia, que no es pequeña, radica en que introdujo en los escenarios españoles una temática social que hasta entonces había estado ausente de ellos. Pero el mismo Buero, que tanto debió a su estreno, siempre ha mostrado sus preferencias por En la ardiente oscuridad, redactada, en su primera versión, con anterioridad y en la que ya aparecía el tema de la ceguera, al que volvería con posterioridad. Buero siguió caminos bien distintos al que podía intuirse en aquella obra primeriza. Un soñador para un pueblo, Las Meninas, El concierto de San Ovidio y El sueño de la razón son jalones que le llevó a inspirarse en nuestra historia para reflexionar sobre su tiempo. También transitó por nuestro pasado inmediato, alumbrando dos obras esenciales dos obras esenciales: El tragaluz y La Fundación. La reposición de la última, durante la pasada temporada, en el Centro Dramático Nacional, bajo la dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente, supuso, para numerosos espectadores, el descubrimiento de un autor de cuya obra esencial sabían muy poco. Volviendo a su teatro más reciente, no creo que deba ser despachado dando por buenos ni la prudencia o el aplauso ciego de sus incondicionales, ni, en el terreno contrario, el rechazo que ha suscitado en diversos medios culturales.

Algo debemos decir del compromiso social y político de Buero. Se ha dicho que, cuando nació su vocación teatral, venía de la muerte, cosa cierta si se tiene en cuenta que la guerra civil dejó dolorosas huellas en él y que, durante los primeros años de la dictadura, estuvo condenado a muerte. El sorprendente éxito de Historia de una escalera le abrió las puertas del teatro español, de modo que casi todas sus obras fueron estrenadas, no sin ciertas dificultades en algunos casos, pero, desde luego, menores que las padecidas por otros dramaturgos opuesto, como él, al régimen franquista. El diferente trato recibido fue atribuido a una estrategia posibilista que no todos aceptaban. Al frente del rechazo a cualquier forma de pacto se puso Alfonso Sastre, quien mantuvo, en 1960, una agria polémica con Buero. Para éste, era mejor hablar, aunque fuera con sordina, que callarse o irse de España, como hicieron otros. De acuerdo con ello, pretendía, e hizo lo posible porque así fuera, que sus obras llegaran al público. Lo consiguió sin recibir excesivo daño de la censura, que sólo prohibió La doble historia del doctor Valmy. Muchos sospecharon que tras el aparente trato de favor recibido por Buero se ocultaba un pacto con la dictadura o una claudicación. Nada menos cierto.

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Otra cosa es que el prestigio adquirido por el autor le hiciera menos vulnerable a la presión del poder que cualquier otro autor. Pero quizás las cosas no fueran tan simples.

Buena parte del teatro de oposición escrito en aquellos años abogaba por un cambio de sistema político. El objetivo, apenas disimulado, era provocar la caída del franquismo. Sin embargo, el teatro de Buero no planteaba esa cuestión. Como ciudadano deseaba, qué duda cabe, que tal cosa sucediera. Pero como dramaturgo, su temática era otra. Mariano de Paco, especialista en la obra bueriana, ha destacado su preocupación por los problemas del hombre de nuestro tiempo, individual y socialmente considerado. Buero no buscaba, en su teatro, el enfrentamiento con un sistema político, sino un diálogo abierto con la sociedad española. La dictadura podía tolerar esta suerte de discurso y hasta alentarlo, sobre todo en sus años postreros, desde las instancias más reformistas del régimen. Lo que no consentía era el ataque frontal a las instituciones, ni las proclamas rupturistas.

La llegada de la democracia no provocó cambios profundos en el teatro de Buero. Siguió ahondando en el análisis del comportamiento del hombre actual poniendo especial atención en mantener el equilibrio entre drama individual y trasfondo político. Frente a los que le acusan de falta de compromiso o de deliberada ambigüedad estamos los que, por su trayectoria intelectual y humana, le consideramos como una referencia obligada para explicar la realidad, a menudo desagradable, con más sombras que luces, de la vida de nuestro país durante el último medio siglo.

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(La iniciación de una dramaturgia)

Martha T. HalseyThe Pennsylvania State University

Reflejo de un sentir dolorido ante la realidad nacional fue Historia de una escalera, el primer drama estrenado de Antonio Buero Vallejo, el dramaturgo contemporáneo que más ha hecho por revitalizar el teatro de su país. Honrado testimonio y dura crítica de la sociedad española de su época, este drama marcó la restauración de la tragedia en los escenarios de la posguerra.

Por su importancia intrínseca e histórica, se alzan dentro de la trayectoria del teatro español del siglo veinte tres figuras: Valle, Lorca y Buero Vallejo. No deja de ser significante que los tres encauzan su teatro por los senderos de la tragedia. El propio Buero ha apuntado que para expresar la realidad total del hombre -tanto universal como español- es la tragedia el género más auténtico por ser el más moral y positivo. Sin los escapes líricos de Lorca ni la estética deformante de Valle, Buero creó, en su primer drama, una tragedia austera y desnuda que, con propósito purificador ético y social, mostró, por primera vez en el escenario, la realidad desgarrada de la posguerra española.

Buero Vallejo, el gran trágico del teatro español contemporáneo, empezó tarde la carrera de dramaturgo. Hombre abnegado, se había apartado de su primera vocación de pintor para luchar, en el ejército

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republicano, por la misma causa que sirve en su obra dramática: la causa de la libertad del hombre. Al terminar la guerra, le esperaron siete años de prisión y sólo en 1949 empezó su carrera de dramaturgo. En este año recibió por Historia de una escalera el Lope de Vega, primer premio teatral importante de la posguerra. Estrenado el drama en el Teatro Español, tal fue su éxito que obligó a suspender, por primera vez en la historia de aquel teatro, nada menos que Don Juan Tenorio, el drama que lo había de seguir.

Fue estrenado Historia de una escalera durante un momento en que el teatro extranjero contaba con dramaturgos de la altura de O'Neill, Pirandello, Sartre y Camus. Sin embargo, era este momento una etapa de mediocridad o «crisis» para el teatro español, dominado entonces por obras conformistas, evasivas o idealizadoras de supuestas glorias nacionales pasadas. Obras, en fin, que coincidían en ocultar o evadirse de la realidad y que producían un divorcio entre el teatro y el momento histórico que vivía el país.

Con Historia de una escalera, se inauguró un teatro de compromiso ético y social. Sin ser portavoz de ninguna ideología política previa, por primera vez en la posguerra española, un dramaturgo se ahonda en los problemas de su sociedad y adopta ante ellos una postura radical mente crítica. Drama social es Historia de una escalera pero exento de todo partidismo por creer su autor que el único compromiso del dramaturgo debe ser con la verdad. Pinta la obra las esperanzas e ilusiones perdidas de varias familias que habitan una casa de vecindad madrileña a lo largo de treinta años. Drama de hombres corrientes, vulgares, que, dejándose vencer por sus circunstancias, pasan treinta años subiendo y bajando la misma escalera, su tema es tan universal   -5-   como español. Bajo la superficie costumbrista de la obra se desliza una auténtica tragedia.

Fue este drama el arranque de una carrera ejemplar. Hombre independiente, Buero ha quedado firme en sus convicciones morales y artísticas, sin hacer concesiones, luchando con una censura que trataba de coartarle la libertad y despreciando el fácil éxito económico. Ni se marchó al extranjero para montar el número de mártir sin posibilidades de carrera ni se quedó callado bajo el pretexto de que bajo una dictadura era inútil tratar de decir las verdades que tenían que decirse. Se quedó en su puesto luchando por darle al país el teatro que necesitaba.

En 1950, con En la ardiente oscuridad, su segundo drama estrenado, confirmó su calidad de dramaturgo. Era su primer drama escrito y uno de sus predilectos por llevar dentro inquietudes íntimas que reaparecerían en todo su teatro. Por ejemplo, la necesidad de enfrentarse con la realidad, por dolorosa que sea, y no vivir en la ceguera. Sólo aceptando la verdad, cree Buero, pero sin conformarse con ella puede el hombre superar sus insuficiencias y ser libre. Drama sobre todo metafísico, tiene En la ardiente oscuridad, sin embargo, graves implicaciones sociales. En este drama usó el dramaturgo por primera vez uno de los efectos de participación psíquica o de inmersión -el apagón del tercer acto- que iba a constituir una de las aportaciones formales más significantes de su teatro.

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A En la ardiente oscuridad le siguieron La tejedora de sueños, Irene o el tesoro y otros dramas en que se dejaba ver una realidad soñada, ideal, que contrastaba fuertemente con la dura realidad de este mundo actual que el dramaturgo sueña tanto con transformar.

En 1956, se estrenó uno de los dramas claves de Buero Vallejo. Hoy es fiesta obtuvo, en 1959, el premio Fundación Juan March, además de otros premios de concesión automática. Hombre modesto, indiferente ante los honores, nunca quiso Buero presentarse a nuevos premios después del Lope de Vega, este último muy útil para un novel, sobre todo un recién salido de prisión. Como Historia de una escalera, Hoy es fiesta aborda el problema de España desde una perspectiva decididamente crítica. Muestra la inautenticidad de las esperanzas de unos vecinos, cifradas todas en las profecías de una pobre echadora de cartas o en la lotería. Ocurre un indeterminado día de fiesta cuando se reúnen todos en la azotea a esperar el sorteo.

En Hoy es fiesta se funde el tema social de Historia de una escalera con el tema metafísico o espiritual de En la ardiente oscuridad, logrando esa unidad que caracteriza el teatro bueriano. Partiendo de una visión directa, testimonial, del vivir colectivo español de hoy, Hoy es fiesta adquiere una visión universal, y hace que el espectador experimente el sentir trágico de la historia. España como problema ha sido siempre el tema unificador del teatro de Buero. Partiendo de lo español, sin embargo, llega a lo universal. Con sus dramas, intenta que el espectador se conmueva y reflexione al presentarle interrogantes sin solución. Buen pedagogo, Buero Vallejo sin duda hubiera sido tan buen profesor como dramaturgo.

Auténticos en ética y estética, estos primeros dramas de Buero, como todos los suyos, son obras serias que revelan a un dramaturgo que ha meditado mucho las implicaciones de la historia. Intentan ser, como Buero ha afirmado en muchas ocasiones, dramas de búsqueda, de esperanzadas interrogantes. En ellos, busca el dramaturgo los fundamentos de un posible optimismo que no se base en ilusiones ni cegueras. Son dramas que se orientan hacia transformaciones positivas por creer su autor que la sociedad es perfectible y que la tragedia humana es abierta, y no cerrada.

Como hombre y como dramaturgo, Buero Vallejo se ha esforzado por aportar su grano de arena para moldear un mundo más justo. Con su obra profesional y con su vida personal -cosas en realidad inseparables- ha hecho todo lo posible por mejorar la vida de su país en el momento crítico en que le ha tocado vivir. Realista lúcido e intransigente, es, a la vez, soñador -como muchos de sus protagonistas, por ejemplo Ignacio de su primer drama escrito. Y no resulta paradójico esto, porque quizá sólo el que tenga valor para encararse con las más negras realidades se atreva a soñar con lo que parece imposible. Dramaturgo soñador pero también consciente luchador por un mundo mejor se ha mostrado siempre Antonio Buero Vallejo desde el primer momento de su carrera.

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La «historia» de Historia de una escaleraRobert L. Nicholas

University of Wisconsin-MadisonDesde un principio, se consideró la escalera el elemento

dramático central de la historia que encierra el primer drama de Antonio Buero Vallejo. En el prólogo a la primera edición Alfredo Marquerie declara que el personaje más importante de la pieza, aunque «inmóvil y mudo», es la escalera, pues actúa como testigo de nacimientos y muertes, amores y odios, esperanzas y desilusiones de los personajes2. Buero mismo, en la «Palabra final» de esa edición, sigue la pista señalada por Marqueríe, y acepta la denominación de la escalera como el «verdadero protagonista». Agrega: «Esto es: la entidad patética constituida por el retorno, la fugacidad y el cambio de las cosas humanas -tiempo-, sobre la yerta sordidez de un estrecho escenario casi inmutable-espacio».3 García Pavón también le da la razón a Marqueríe, y añade que la escalera es, además, el «símbolo de la inmovilidad de nuestra organización social».4 E instigado a su vez por las palabras de García Pavón, Ruiz Ramón ve la escalera también como «signo de la inmovilidad personal».5 Dos actitudes parecen arrancar de ese principio: una que subraya lo personal, y otra que destaca el aspecto social. No obstante, las dos actitudes parten, básicamente, de la escalera misma, como símbolo temporal.

Se podría preguntar qué nueva idea es posible añadir a lo dicho. ¿No es la «historia», formulada como parte del título del drama, un elemento demasiado obvio ya? ¿Queda por decir algo importante o relevante sobre el tema? Pese a las dificultades y peligros inherentes en un asunto tan conocido, es todavía posible, creemos, sugerir nuevas dimensiones.

Hay que reconocer que en esta historia convergen diferentes «historias»: 1) la de la guerra civil cuyos efectos se sobreentienden, aunque no se enuncien abiertamente, 2) la generacional que se repite a través de los años, 3) la individual que se encara con la inevitabilidad existencial, y 4) la de la escalera misma, permanencia amenazante. Nosotros hemos de comenzar con la penúltima, o sea, la vital, pues es ésa, a pesar de la sempiterna presencia de la escalera, la que consideramos fundamental. Creemos coincidir en esto con Ricardo Doménech, quien se refiere al drama como la «histeria de una frustración. De una frustración individual y de una frustración colectiva».6

La trayectoria vital de los diversos protagonistas tiene un enfoque histórico, pues nos presenta tres generaciones en tres actos que corresponden a distintos momentos históricos. En el planteamiento inicial del segundo y del tercer actos se alude a las muertes que han ocurrido desde el acto anterior, y, así, las varias historias individuales van entrelazándose en un continuo vivir, envejecer y morir. Pero tal continuidad no salta a la vista, pues los tres actos no tienen un verdadero desarrollo orgánico. Cada uno es como un nuevo comienzo. Lo que lógicamente ha de esperarse en los

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dos últimos no ocurre. En el primero Fernando y Carmina es declaran su amor, pero en el segundo, diez años después, Fernando está casado con Elvira. Y entre el segundo y tercero no han pasado otros diez años, como se esperaría, sino veinte. Así, pues, nos sorprende ver a Paca tan vieja, a una tercera generación ya crecida, y la introducción de nuevos personajes (el joven y el señor). Se podría decir que cada acto consiste en un ambiente de rutina y monotonía, en una como «tranche de vie» más o menos autónoma. Y, sin embargo,   -18-   cada acto cobra un sentido más general, más trascendental, al yuxtaponerse a los otros. Sólo entones la rutina cotidiana, a causa de repetirse año tras año y en contraste con «la fugacidad... de las cosas humanas», cobra un sentimiento de angustia que resulta del inevitable absurdo de la existencia. Su carga simbólica se hace cada vez más agobiante al añadir otros quehaceres, es decir, al destacar su «historia».

Al mismo tiempo, una fuerza integradora surge desde dentro de la acción dramática que supera la calidad provisional inherente en cada acto. Los actos primero y último sugieren ecos y resonancias temporales que van más allá del drama mismo. Al principio Fernando, aludiendo a un pasado anterior al drama, se queja de su suerte: «¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años... sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos... ¡Y hace ya diez años!»7 Y al final los hijos planean un futuro que sólo puede proyectarse. Es como si los quehaceres cotidianos existieran antes de comenzado y después de terminado el drama. Y estos quehaceres son siempre los mismos; su naturaleza fundamental no cambia de una generación a otra. Así, a pesar de los «saltos» históricos, vistos y sugeridos, surge de una manera implícita un continuo histórico, o mejor dicho, intrahistórico, puesto que lo vital aquí consiste en los mismos denominadores humanos evocados tantas veces por Unamuno. Por lo tanto, la estructura dramática de cada acto marca una continuidad intrahistórica y, simultáneamente, un presente existencial. Dicho de otro modo, Historia de una escalera es, al mismo tiempo, un drama social (colectivo) y existencial (personal).

La síntesis del pasado hecho actual y del presente hecho histórico también le llega al espectador español a través de la tradición popular del sainete de que se nutre, en parte, el drama. Esta tradición da realidad histórica a los personajes, por vía de su lenguaje y su circunstancia social, pues podría decirse que el sainete es, en cierto sentido, la intrahistoria española escenificada. Quizá sea por esto que el espectador español suele sentir una relación muy especial con la tradición sainetesca o costumbrista. En el prólogo a El género chico, Antonio Valencia explica cómo en el sainete «...no se sabe si la naturaleza imitaba al arte y la realidad a lo teatral»8. La verdadera y supuesta «españolidad» de estos tipos y su lenguaje, implícita siempre en ellos, crea cierta familiaridad entre espectadores y espectáculo que, a su vez, provoca una natural propensión a identificarse con la realidad del drama.9Además, y esto es lo

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importante, tal identificación se proyecta más allá de la actualidad, pues los tipos costumbristas encarnan la propia historia del ente hispánico. El pasado literario de los pasos, entremeses y sainetes está presente en ellos en todo momento. Su realidad actual es importante, pero las resonancias histórico-culturales que evoca lo son aún más.

Al dotar a estas figuras arquetípicas de rasgos sociales y personales a la vez, el dramaturgo logra intensificar y ensancharlos dramáticamente. Gracias a su realidad simbólica, tienen existencia (historia) fuera de la obra, antes y después de aparecer en escena. Y en ello se insinúa una crítica social, pues obliga al público a especular si las condiciones que producen tales tipos han de existir para siempre.

Los personajes del sainete son humildes y sufren privaciones, pero en un ambiente escénico tradicionalmente desprovisto de trascendencia. Los personajes de Historia de una escalera, por el contrario, asumen dimensiones trágicas. Una penosa situación económica domina su existencia y la hace casi imposible. Además-y aquí enlaza lo generacional-, los hijos, quienes están a punto de repetir los errores de sus padres, reclaman una solución colectiva, un desarrollo orgánico que haga frente al problema vital y le dé una solución. Por lo tanto, Historia de una escalera sugiere comentarios sobre la naturaleza humana -la necesidad de existir con un presente esperanzado y un futuro posible. Pero, estos individuos también tienen que asumir la responsabilidad de sus decisiones. Son inevitablemente víctimas de sí mismos. El sainete contribuye la creación de su circunstancia social e histórica, pero es Buero quien provee el «yo» -la esencia individual que da un sentido profundo al drama. El conflicto básico de éste podría describirse, por consiguiente, como una lucha entre el «yo» y su «circunstancia».

Al concederles un verdadero sentido trágico a las Pacas y a los Pepes de la tradición popular, Historia de una escalera cobró, en 1949, un hondo patetismo desconocido hasta entonces. Vista desde la perspectiva de hoy, hay sin duda menos novedad en el uso de materia tan tradicional. Y es verdad que algún que otro anticipo de la «transfiguración» moderna del sainete, cómo lo llama Fernández Almagro,10 ya se podía ver en Salinas, Azorín y, en especial, en Valle-Inclán, pero esperaba a Buero Vallejo para fundir esa forma tradicional con el espíritu crítico de posguerra. El que otros dramaturgos -los más serios de nuestros días- le hayan seguido por este cauce, confirma el valor dramático de tal aventura y la importancia histórica y artística del primer estreno de Buero Vallejo.

Volviendo a considerar hoy esta obra y comparándola con sus dramas posteriores, nos impresiona más que nunca la integración total de elementos escénicos y perspectivas histórico culturales que representa. Con una técnica sorprendente en un dramaturgo novel, Buero sintetiza las diferentes dimensiones de la existencia humana mediante personajes, acciones y escenario.

La escalera, ahora podemos reconocer, es como un denominador común que une las diferentes historias humanas. En el desarrollo temporal del drama, la escalera resulta ser una verdadera

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realidad física -compañera y obstáculo- para los inquilinos. En el ámbito personal de la casa, la escalera casi logra convertirse en otro «personaje», pero no sólo como abstracción que pesa fatalmente sobre el destino de los personajes humanos, sino como otro ser «humano» también afectado y amenazado por el fluir irremediable del tiempo.11 A la larga la escalera se humaniza, se hace un aspecto entrañable de la vida cotidiana de estas gentes. Esto se ve en el tercer acto cuando la escalera, a pesar de los pequeños intentos de modernización, también tiene historia. Paca, ya vieja, acaricia la barandilla y monologa cariñosamente con la escalera al subir, una expresión de afecto que queda contrastada unas escenas después con el maltrato que la escalera recibe de su nieta. La abuela entonces aconseja a ésta que respete las cosas viejas. Así, pues, Buero une vidas y escenario con todo cálculo, aunque muchas veces sólo con leves sugerencias, pero el resultado nos parece perfectamente natural, nada rebuscado como sucede en alguna que otra obra suya posterior.

La escalera, como las vidas que la rodean, es un aspecto integral de esa experiencia humana que, en el fondo, no cambia. Por consiguiente, la escalera no sólo motiva, sino que comparte, simbólicamente, la historia vital del drama. Además, el aspecto temporal hace resaltar la humanidad de sus criaturas y de su ambiente, y la «historia» -conjunción de las diferentes historias- surge precisamente de esa humanidad, nunca a expensas de ella.

Lectura sociológica de Historia de una escalera

Luis Iglesias FeijooUniversidad de Santiago de Compostela

A los treinta años del estreno de la primera obra de Buero Vallejo conviene atender ya a un aspecto que casi siempre se ha pasado por alto: sus resonancias sociales e históricas, no todas explícitas. Quizá proceda también aclarar desde el principio que aquí no seguiremos ningún dogma o escuela sociológica concreta y que, desde luego, nos alejaremos voluntariamente de una cómoda tendencia, mal incluida dentro de la sociología de la literatura, que consiste en averiguar a priori la clase social a que pertenece un escritor para, a partir de ella, definir mecánicamente su obra y clasificarla en el apartado oportuno; esto, en todo caso, sería sociología de los literatos. El presente trabajo se sitúa, en cambio, ante la obra en sí, el texto teatral -no sólo el lingüístico, naturalmente- y pretende observar el nudo de relaciones sociales que se crea entre los personajes, el origen de sus enfrentamientos y la posible relación de éstos con las tensiones clasistas de ese

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microcosmos construido en escena. Por supuesto, no se pretende con ello confundir el orbe artístico del teatro con las realidades de la vida humana y sus leyes, ni se predica ningún tipo de homología entre uno y otras. La crítica ha insistido tanto en años recientes sobre la falacia de tomar por reales los sentimientos de los personajes, que hoy es poco menos que pecado nefando incurrir en tal ingenuidad, o extrapolar circunstancias de los textos a la vida. «Hamlet and Macbeth exist only as words on a printed page. They have no con sciousness.»12 Una toma de postura similar, aunque independiente, adopta Genette al subrayar que los sentimientos de los seres inventados «ne sont pas des sentiments réels, mais des sentiments de fiction, et de langage: c'est-à-dire des sentiments qu'épuise la totalité des énoncés par lesquels le récit lessignifie».13

Esto no tiene por qué implicar una deshumanización de la obra literaria o teatral, ante la que el lector o espectador participa emocionalmente y se preocupa por los personajes como personas; pero Booth, que lo reconoce, añade: «It is of course true that our desires concerning the fate of such imagined people differ markedly from our desires in real life».14 En la misma línea se mueve Susan Sontag15, y ya Ortega y Gasset, a quien, por cierto, remite esta escritora, había considerado un error común que el público teatral tomase los problemas de los personajes «como si fuesen casos reales de la vida», ante lo que proponía una fórmula, muchas veces mal interpretada: «Alegrarse o sufrir con los destinos humanos que, tal vez, la obra de arte nos refiere o presenta, es cosa muy diferente del verdadero goce artístico. Más aún: esa ocupación con lo humano de la obra es, en principio, incompatible con la estricta fruición estética».16 Y, añadiríamos, lo es con cualquier planteamiento riguroso del arte; la distanciación brechtiana, por ejemplo, exige posturas similares.

Teniendo presentes estas ideas, y sin necesidad de tomar por seres reales a los de ficción, ni perder de vista la configuración autónoma de la obra, la cual o se sostiene por sí, o no hay quien la sostenga, vamos a examinar las relaciones sociológicas del universo inventado, así como también, dentro de lo que un crítico semiológico incluiría en la pragmática, analizaremos las referencias que dentro de la obra se hacen a la realidad, con la atención despierta para no pasar por alto que el autor puede haber utilizado sutilmente esas referencias para sugerir cosas que no procedía quizá mostrar más a las claras.

Historia de una escalera, por su situación en el teatro de pos guerra, no sólo representó la consagración de su creador, sino también el punto de partida en la regeneración de la escena española y el gozne que la engarzaba con la producción anterior a 1936. No obstante, es curioso observar que raras veces se selecciona esta obra entre las más destacadas del escritor; él mismo ha tendido siempre en los inicios de su carrera a resaltar la presunta mayor importancia de En la ardiente oscuridad, mientras que en los últimos años se inclinaba por las más recientes. Sin olvidar, desde luego, el desarrollo progresivo de la dramaturgia bueriana y la complejidad y riqueza

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crecientes de sus producciones de madurez, sería injusto relegar aquella primera obra y pasar por alto su cuidadosísima construcción escénica o su eficaz economía de recursos en la creación de caracteres. 17No   -20-   faltarán quienes la consideren menos rica de ideas o de sugerencias que muchas de las obras posteriores del dramaturgo, pero, como se verá luego, algunos de los temas abordados, quizás oscuramente intuidos por el público, distan mucho de ser evidentes a primera vista.

La obra trata de una serie de seres que viven en el último piso de una casa de vecinos. Esta comunidad está aparentemente situada en un mismo nivel social, por lo que García Pavón se refiere a «la clase social única de los agonistas».18 Sin embargo, conforme el diálogo se desarrolla, empiezan a advertirse detalles anómalos, que no tienen importancia por sí mismos, pero que la adquieren cuando se los ve encaminados en una misma dirección. En principio, parece que las cuatro familias que conviven allí se desenvuelven mal; la acotación inicial insiste en dar datos inequívocos sobre la pobreza del inmueble: «casa modesta de vecindad», barrandilla «muy pobre», «sucia ventana», «polvorienta bombilla».19 De la pobreza común se destacan muy pronto D. Manuel y Elvira, cuya desahogada situación queda indicada en el cuadro inicial por varias circunstancias: su recibo de la luz es más elevado que ningún otro (ellos son dos, pero gastan casi tres veces más que la familia de Generosa, de cuatro personas), lo pagan sin problemas, rutinariamente, y pueden abonar también el recibo de Doña Asunción; una acotación (27) destaca sus trajes como denotadores de mayor riqueza, y no se olvide que las acotaciones son simplemente indicadores que deben ser convertidos en signos visuales o acústicos para el espectador. Hacia el final del acto primero se aludirá brevemente al origen de la posición de D. Manuel: era un oficinista y montó una agencia para «sacar permisos, certificados...», a base de sus «relaciones» y de «tanta triquiñuela», como dice Paca con su habitual desgarro (58-59). Está claro, pues, que D. Manuel pertenece a la clase que, con Marx, llamamos pequeña burguesía, porque no es propietaria de los medios de producción, ni participa di rectamente en ésta: «Muchísima gente que no produce mercancías para la venta con ganancia es esencial para la industria capitalista y consume parte de sus ingresos; por ejemplo, contables, oficinistas, secretarias, abogados, delineantes, ingenieros, vendedores, etc.»20

El pago de la luz permite descubrir también que Fernando, pese a no poder sufragar su coste, gasta mucho, pues siendo solos él y su madre, su cuenta es más elevada que la de Generosa (cuatro personas) y casi tanto como la de Paca (cinco). Del gasto de la electricidad -asunto que el autor subraya al volver luego sobre él (55)- se obtiene, en suma, una primera conclusión: la evidente desproporción que hay entre lo que gastan por persona D. Manuel y Fernando frente a las otras dos familias. El emparejamiento de estos dos personajes, sobre el que inciden también los deseos que Elvira tiene de casarse con el joven, se vuelve a dar en otros pequeños detalles, como son los tratamientos. Así, sólo don Manuel y doña

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Asunción reciben este trato de respeto, no ya por parte del autor, sino de todos los vecinos, mientras que siempre se emplea «señora Generosa» o «señor Gregorio» al dirigirse o referirse a éstos. Igualmente, mientras Elvira tutea a su padre, le llama «papá» e incluso usa un mimoso «papaíto», y Fernando tutea a su madre, en cambio los tres hijos de Paca y Carmina utilizan «usted», «padre» y «madre», más respetuosos o distanciadores.

¿Qué quiere decir esto? Cuando Beinhauer en su estudio sobre el español hablado advertía que «a los padres, tíos, tías y parientes políticos se les trata muy a menudo en tercera persona», Sobejano tenía que añadir en nota: «Este uso se ha ido perdiendo casi del todo en las ciudades y sólo subsiste entre las gentes del campo».21 Pero el primer acto de Historia de una escalera está situado treinta años antes del «hoy» de su estreno, es decir, hacia 1917-1919, y en ese lapso de tiempo se ha dado una notable evolución en el uso, muy comentada por los estudiosos: «ya por aquellos años de antes de 1936 eran evidentes los avances del tuteo», escribe Dámaso Alonso, pero ya antes Andrés Bello advertía que en sus días «lo propio en el diálogo familiar seria usted o tú».22 Ha existido, pues, una ininterrumpida corriente a favor del tuteo, que se origina en el siglo pasado y gana terreno poco a poco en el tiempo y en el espacio social, a través de un recorrido de arriba abajo por la pirámide clasista. La última gramática académica habla muy claro del tema: «Se ha atenuado bastante la costumbre antigua de que el niño y el adolescente y hasta el hombre maduro hablen a sus padres y abuelos de usted, costumbre que hoy subsiste de manera parcial, aunque probablemente sólo en el campo y en sectores del mundo obrero en la ciudad».23

La literatura, y en especial el teatro, preocupados por acomodarse a los usos de la realidad, han ido dejando constancia de tal evolución, como puede verse en una rápida muestra. Si la moratiniana Paquita de El sí de las niñas llama «mamá» a doña Irene y la trata, no obstante, de «usted» (véase el principio del acto II), Larra aludía ya a la costumbre de los avanzados caballeritos y damiselas a la moda que en su tiempo defendía que «padre ymadre eran cosa de brutos, y que a papá y mamá se les debía tratar de tú»,24 lo que ya hace la Consuelo de López de Ayala. Es curioso que Galdós, tan atento siempre a los pequeños -y a los grandes- detalles de la vida, presente en Fortunata y Jacinta el uso de «usted» por parte de Juanito Santa Cruz hacia su madre al principio, para pasar tiempo después en la historia al tuteo, como si el cambio hubiese llegado a su clase social por aquellos años.25 Por su parte, Leopoldo Alas en La Regenta mantiene el «usted» y el «madre» del Magistral a la suya, mientras Paquito, el marquesito, usa «papá» y «mamá». Ya en nuestro siglo, Juan, en Los semidioses, de Federico Oliver, trata a los suyos de «padre», «madre» y «ustedes», y en el medio rural, la Acacia de La malquerida usa con su madre el «usted», como luego las hijas de Bernarda Alba hacen con ésta. Es Benavente quien, por los años en que se sitúa precisamente el primer acto de la obra de Buero, da en Una pobre mujer (1920) testimonio muy claro

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de la división social que existía entonces en el trato; mientras una de las familias protagonistas, que vive en una «casa modesta de clase media», emplea el tuteo de hijos a padres, la otra familia, muy pobre, usa el «usted».26

En resumen, la diferencia en el trato que mantienen los personajes de Historia de una escalera, sin dejar de ser reflejo de los usos sociales vigentes en la realidad, se convierte en signo de una división social en el universo de la obra, desatendida por la crítica. Los miembros de la pequeña burguesía permiten ya el tuteo en familia, a imitación de las costumbres de la burguesía que, a su vez, había seguido en su día las de la aristocracia. En cambio, el mundo obrero aún no ha comenzado a hacerlo. Ahora bien, esto supone la inclusión en la pequeña burguesía no sólo de D. Manuel, sino también de Fernando. ¿Es ello acertado? Sin ninguna duda. El carácter de trabajador asalariado que le caracteriza no debe inducir al error de suponerle un proletario. Está claro que, aparte de las dos clases fundamentales de la sociedad capitalista moderna -burguesía y proletariado-, existen otras, de las que nos interesa esa clase intermedia que es la pequeña burguesía, cuyas características han sido objeto de un análisis fundamental por parte de Nicos Poulantzas. Para él, es principio básico que el salario no puede definir a la clase obrera, lo que ya está muy claramente en Marx: «Si tout   -21-   ouvrier est salarié, tout salarié n'est pas forcément un ouvrier, car tout salarié n'est pas forcément travailleur productif».27 En concreto, no es trabajador productivo, esto es, miembro del proletariado, quien pertenezca a la esfera de circulación del capital o de la mercancía, como los asalariados del comercio o de la banca, que forman parte de la llamada «nueva pequeña burguesía».28

Pues bien, Fernando es precisamente empleado de una papelería, un «dependiente», según dice Urbano (38); ocupa, pues, el escalón más bajo de la pequeña burguesía, el más cercano a la clase obrera, con la que su fracción puede ocasionalmente establecer alianzas, sin que por ello desaparezcan las barreras de clase. Pero para distinguir las fronteras entre éstas, a las determinaciones económicas deben sumarse las relaciones políticas e ideológicas; podemos ver así que en Fernando se dan, como en perfecto muestrario, todos los elementos característicos de la ideología pequeño-burguesa. En su largo diálogo con Urbano en el acto inicial a parecen sucesivamente el individualismo («-¿Y quieres hacerlo solo? -Solo», 42), la insolidaridad («¿Qué tengo yo que ver con los demás?», 39), el mito de la promoción social («Sólo quiero subir», 39), la despreocupación o el temor larvado por los cambios revolucionarios (no quiere sindicarse, 38).29 Oscuramente, tiene ante sí el ejemplo de D. Manuel, el que sí ha subido, como parte de esa minoría de la pequeña burguesía que consigue desplazarse hacia arriba, lo que la ideología de su clase presentará como el ascenso de los «mejores» o los «más capaces». Por ello, cuando en el acto segundo el joven aparece casado con la hija de D. Manuel, no hay motivo para ninguna sorpresa; su carácter abúlico le ha llevado al camino aparentemente más corto para promocionarse y, echando al olvido sus promesas a

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Carmina, se casa con la hija y heredera de quien ha logrado lo que él quería, «subir», lo que no deja de serle luego reprochado por ella: «¡Claro, el señor contaba con el suegro!» (74). En concreto, los sueños que enuncia ante Carmina al final del primer acto prueban que se propone seguir los pasos de su futuro padre político: quiere hacerse delineante, aparejador, ingeniero... Releamos la anterior cita sobre las profesiones no productoras y hallaremos que éstas están allí enumeradas, pues, en efecto, se trata tan sólo de sectores más elevados de la misma clase pequeñoburguesa hacia los que Fernando desea trepar.

Urbano, en cambio, es miembro de la clase obrera sin ninguna duda; la primera acotación sobre él lo define: «un proletario» (37). Como las acotaciones no se leen al espectador, éste recibe otros signos: visuales -el «azul mahón» que viste- o lingüísticos: la «fábrica» por la que le pregunta su amigo (38); su condición de «obrero» es afirmada por él casi con rabia en momento posterior (85). Es un sindicalista que trata infructuosamente de convencer a su convecino. Por todo ello, el enfrentamiento entre los dos jóvenes es algo más que una mera disputa de la edad o la riña por conquistar a una misma chica. Por el contrario, y sin negar estos aspectos, también presentes, existe ahí un enfrentamiento clasista entre proletariado y pequeña burguesía; sólo a esta luz pueden entenderse las ilusiones de Urbano, consciente de la inutilidad del esfuerzo individual por sí mismo («los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua», 39) y partidario por eso de la lucha colectiva. Él no cree en la subida individual; está de vuelta de lo que se ha llamado teóricamente «l'inanité de la problematique bourgeoise de la mobilité sociale».30 -encarnada en Fernando-, pues el ascenso de unos cuantos individuos supone y exige la persistencia de la estructura social injusta, la división en proletariado y burguesía, cada uno con su lugar correspondiente. Es decir, esto implica el mantenimiento de la sociedad dividida en clases. Urbano, de algún modo, parece pensar en la desaparición de esa estructuración social o, lo que es lo mismo, intuye una sociedad sin clases. Así puede en tenderse esta frase suya: «Si yo llego, llegaremos todos» (41).

En suma, Urbano tiene conciencia de clase y Fernando, no; al rehuir su participación en la lucha sindical, éste actúa como perfecto representante de su clase, la cual, como ya vio Marx, pretende superar precisamente la «contraposición de clases». Lukács comenta al respecto: «Por eso rehuirá todas las decisiones importantes de la sociedad... Sus propias finalidades, que existen exclusivamente en su consciencia, se convertirán siempre e inevitablemente en formas puramente 'ideológicas', cada vez más vacías, cada vez más aisladas de la acción social».31 Estas palabras podrían tomarse como un diagnóstico de la situación de Fernando, de su irresolución y, pasado el tiempo, de su cobardía, lo que veremos luego.

Este enfrentamiento clasista no está estentóreamente expuesto en la obra. No podía estarlo. Pero se encuentra siempre latente y explota en el momento oportuno. Conviene precisar, antes de

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examinar esto, que nada hay en Urbano de identificación con cualquier tipo de «héroe positivo». Desde sus comienzos Buero está muy lejos del maniqueísmo y, si del conjunto de su teatro cabe deducir una condena global de toda explotación del hombre por el hombre,32 no construye nunca universos dramáticos divididos en buenos y malos, en unos que tienen la razón y otros que carecen de ella. Urbano es un ser humano más bien mediocre, con varios aspectos negativos: vanas amenazas contra Pepe, falta de confianza... En el acto segundo conseguirá que Carmina acepte ser su esposa, pero elige para declararse el momento más inoportuno, cuando ella acaba de enterrar a su padre, y él no parece querer pensar que su aceptación puede ser para la joven sólo el único modo de evitar la miseria en el futuro. En ese preciso momento, también él piensa en subir, si bien es notable que no se le ocurra soñar con abandonar su clase (85-86).

En el acto tercero la situación de los dos muchachos, ahora ya maduros, se ha igualado mucho. Han pasado ya a «nuestra época» (105), y la acotación que los menciona ahora es tajante en su definición: «Socialmente, su aspecto no ha cambiado: son dos viejos matrimonios, de obrero uno y el otro de empleado» (108). Su penuria económica es muy parecida; pronto se sabrá que Fernando ni siquiera el día del cumpleaños de su hijo puede comprar unos pasteles; pero en esto cabe observar un fenómeno ya previsto en el siglo pasado por Marx y que se ha ido cumpliendo inexorablemente: la paulatina proletarización de las capas medias, o, visto de otro modo, la igualación de salarios entre clases productivas y no productivas. Poulantzas anota precisamente la existencia de una «tendance à la réduction des écarts entre salaires 'moyens' ouvriers et salaires 'moyens' petits-bourgeois, amorcée déjà... avec la Première Guerre mondiale et entre les deux guerres».33 Fernando no sólo no ha subido, sino que ha visto aumentar las estrecheces de su ilusionada juventud; el mito de la movilidad social ha revelado su falacia: nunca fue tan mito como en su tiempo y en su país, aherrojado en una estructura aparentemente inmutable.

Pero, ¿y si Fernando no hubiese sido un «gandul», como le llaman vanas veces? Desde luego, es del todo improcedente jugar a los futuribles con los personajes de ficción (¡Ah, si Edipo no hubiera coincidido con Layo en el cruce de caminos...!), pero dentro de la obra misma Urbano dibuja el sombrío panorama que le esperaba: trabajar diez horas, buscar luego encargos particulares, acostarse a las tres, ahorrar de la comida, del vestido,   -22-   del tabaco, todo para, al cabo, rematar «solicitando cualquier miserable empleo para no morirte de hambre» (40). No es, pues, un problema de vagancia. La obra sugiere la existencia de una responsabilidad social, la de una estructura económica injusta y una división en clases que impide la plena realización humana. Se rechaza por tanto la ideología del desclasamiento, así como el mito del self-made man. Pasan los años y todos siguen aprisionados por un sistema, tan omnipresente como imperceptible en la vida diaria. No se puede ignorar la insinceridad sentimental de los dos jóvenes, que existe y sobre la que escribe

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Borel, pero no puede aceptarse sin más su definición de la obra como «drama de amor, el drama del amor frustrado».34 Es bastante más.

Ya Doménech advirtió que entre el segundo y el tercer acto, de acuerdo con la cronología interna, ha tenido lugar la guerra civil.35 Sólo así cobra sentido el fracaso de los ideales societarios de Urbano, al que sólo se hacen vagas alusiones. Sin embargo, aunque el autor no quiso ser muy explícito, había indicado con alguna mayor claridad sus causas; cuando Fernando echa en cara al antiguo amigo su fracaso con el sindicato, que iba a arreglar las cosas para todos, Urbano respondía: «Si, hasta para vosotros los cobardes que nos habéis fallado», frase sustituida por otra más anodina a causa de la censura.36 Urbano ha sido derrotado, pero la superioridad de sus ideales parece clara: él quería una sociedad mejor para todos, no sólo para sí, y con ello inicia la serie de personajes de Buero volcados a los demás; recuérdense Silverio (Hoy es fiesta) o Mario (El tragaluz). El fracaso de Urbano tiene otra faceta, la sentimental, debida a su insinceridad en el matrimonio, pues no ha atendido a la entidad real de los sentimientos de Carmina, pero en el otro plano han sido otras las razones, muy poderosas, que le han vencido. De lo cual no puede deducirse, como alguien ha hecho, que la obra signifique la derrota inexorable de todo proyecto de transformación social;37 más bien, hay que entender que el proyecto concreto de Urbano, situado en coincidencia con el incubado con esperanza por muchos miles hacia 1917-1919, ése sí había fracasado. Cosa que, en 1949, sabían muy bien el autor y los espectadores sin necesidad de mayores aclaraciones.

De su derrota había culpables concretos, y uno está señalado en la obra: la defección de la clase pequeño-burguesa. Quizá proceda recordar aquí que, según Trosky, el fascismo, al tomar el poder, produce la anulación de las organizaciones del proletariado, al que, además, quiere dejar «desalentado y resignado», palabras muy adecuadas al Urbano del último acto. Aunque nada concreto se dice de la actitud definitiva de Fernando en el tiempo implícito entre los dos últimos actos, las palabras de Urbano nos hacen suponer su fidelidad al comportamiento de su clase; no se olvide que el fascismo se origina en un «movimiento típicamente pequeño-burgués, mezcla de reminiscencias ideológicas y de resentimiento psicológico», unidos a «una profunda hostilidad con respecto al movimiento obrero organizado»,38 circunstancias presentes en diversos momentos en sus palabras. Su egoísmo individualista es el que triunfará en la sociedad que se trasluce fugazmente al principio del último acto, en que aparecen dos nuevos inquilinos, oficinistas anónimos y bien trajeados, que se han trasladado a la casa, amplia, aunque vieja (nos la imaginamos trasunto de tantas que, con el paso del tiempo, se han deteriorado, pero conservan una situación urbana envidiable). Estos nuevos vecinos muestran una total insolidaridad; las otras familias, para ellos, «son unos indeseables». Los valores por los que se rigen están claros: «¿Es que mi dinero vale menos que el de ellos?» (107). Son gentes hechas a la nueva sociedad, que sueñan con los últimos modelos de coche. Su individualismo insolidario será condenado a

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partir de aquí en todas las obras del autor, quien, hablando en una ocasión del protagonista de Hoy es fiesta, de actitud en parte no lejana a la de Fernando, escribía: «Que Silverio padece un serio defecto social, es evidente... Esta es la miseria individualista».39 El futuro de los hijos en esta sociedad no se promete muy halagüeño. Fernandito repite las mismas cosas que había dicho su padre y corre el riesgo de reincidir en sus errores..., pero ésa sería ya otra historia, de la que nada se sabe.

Alguna vez se ha presentado como incoherente la mezcla en un mismo edificio de «les rentiers, les ouvriers et les hommes d'affaires, les nouveaux pauvres et les nouveaux riches».40 Sin embargo, esta mezcla de clases dista mucho de ser insólita en la realidad, sino que, por el contrario, es algo perfectamente conocido. Ya en el siglo XVIII, al no aumentar ciudades como Madrid el número de edificios y sí, en cambio, la población, se estableció«une promiscuité extraordinaire et non seulement une promiscuité, mais une coexistence de toutes les classes sociales».41 Se trata de la tradicional estratificación vertical, que relega a los más pobres a sótanos y pisos más altos de los edificios, como ocurre en nuestro drama. Desde el XIX, las clases tienden a aislarse por barrios, pero la promiscuidad no desapareció. Galdós presenta en Fortunata una casa madrileña de vecindad, visitada por Jacinta y Guillermina. Tenía dos patios, el posterior «mucho más feo, sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por albergue de familias distinguidas. Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se llama capas».42 La convivencia no ha desaparecido hoy, pues los centros urbanos comprenden los arrabales de hace medio siglo, por lo que la coincidencia de los antiguos moradores, de clase inferior y en retroceso, y los nuevos, casi siempre miembros de la burguesía que desplazan sin cesar a los otros, sigue existiendo.

Para terminar, es posible preguntarse si, además de a la presencia/ausencia de la guerra entre los dos últimos actos, el autor ha querido aludir en la obra a alguna otra fecha o zona de fechas históricas. La obra se escribió en 1947 y se estrenó a los dos años. Aunque en el texto publicado no se señala año alguno, el programa de mano concretaba el desarrollo de los tres actos en 1919, 1929 y 1949, según advierte el autor (152). Si atendemos al año de redacción, queda muy claro que aquél ha querido cubrir el período temporal vivido por él, pues contaba 30 años en ese momento. Además, la elección de 1917-1919 para el primer acto no parece casual. En torno al primero de esos años se da en la sociedad española el «momento en el que el cambio cualitativo deja de ser incipiente para convertirse en rasgo global determinante de la totalidad social».43 Este mismo historiador sitúa entonces el desarrollo de la moderna lucha de clases, por «la conciencia obrera y de clase de las masas obreras». Vicens Vives, que fecha en 1917 la explosión de la crisis española contemporánea, sitúa ahí «la pleamar de la agitación obrerista. Al aumento del precio de la vida, los trabajadores

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responden afiliándose en masa a los sindicatos que acogen decididamente sus reivindicaciones. Este es el momento desbordante de la C.N.T., que planteó la lucha en el terreno de la absoluta solidaridad entre los obreros».44

Varios puntos son importantes en este párrafo. El alza de la vida es tema reiterado en Historia de una escalera y se convierte en obsesivo para Generosa, a la cual oímos varias veces recitar su penosa salmodia: «¡Dios mío! ¡Cada vez más caro! No sé   -23-   cómo vamos a poder vivir». Al respecto Tuñón analiza el «alza espectacular» de los precios en el período 1915-1918, «en proporciones astronómicas».45 En segundo lugar, la que Vicens llama afiliación «en masa» se corresponde con lo que dice Urbano: «la gente se sindica a toda prisa» (38). Se conoce bien el aumento vertiginoso de los efectivos de los sindicatos en aquellos años: la UGT pasó de 76.304 afiliados en 1916 a 160.480 en 1919. En el mismo período, la CNT saltó de 30.000 a 700.000 miembros.46 Urbano alude en concreto como motivo de movilización de los obreros a «la última huelga de metalúrgicos»», lo que nos sitúa con precisión con el referente histórico de 1917, no sólo porque se diesen entonces huelgas en ese sector, que las hubo, y varias,47 sino, sobre todo, porque en agosto de ese año se produce la conocida huelga general, que llevaría a prisión a todo su comité organizador (entre otros, Largo Caballero y Besteiro) y que marca el inicio de una época en la historia del país. La alusión a los metalúrgicos puede, de esta forma, ser interpretada como un eufemismo significativo, que alude por medio de una sinécdoque al desarrollo del movimiento de reivindicaciones obreras.

En fin, la mención por Vicens de la CNT puede provocar la pregunta de a qué sindicato se afilia Urbano. Sin duda, es difícil deducirlo de las escasísimas alusiones que se dan, pero la misma ausencia de toda referencia política, si es que no procede de un deseo de evitar dificultades, podría sugerir la CNT: «Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Esa es nuestra palabra» (39). Los términos de Urbano parecen, en efecto, insistir en esa solidaridad, que es el nombre que toma la Federación de Barcelona en 1907, el de su publicación periódica y, en suma, el término usado, aunque no en exclusiva, por teóricos anarquistas.48

Por todo lo visto, la omnipresente escalera que conforma el único marco visual del escenario durante todo el drama puede ser, en su persistente evidencia a lo largo de los años de la historia, el símbolo de la perduración de una situación social que aprisiona a todos aquellos seres y les impide liberarse. Pero la idéntica desventura final de los dos protagonistas masculinos, por muy penosa que sea para ambos, no debe ocultar la diferente entidad de sus proyectos y de la causa de sus fracasos. Si Urbano hubiera llegado, todos lo habrían hecho con él y su frustración es, por ello, una frustración colectiva. Fernando, al fallar en sus propósitos solitarios, hace que no llegue nadie, pues su falta de apoyo coadyuvó también a la derrota de su amigo de juventud. De ahí la implícita condena de su

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individualismo pequeño-burgués y, por elevación, la de un sistema que fomenta la idea del medro personal y la salvación egoísta e insolidaria de cada uno por sí. Y, de rechazo, surge también aquí por primera vez la idea bueriana de la responsabilidad de cada hombre: la defección de Fernando es un elemento más en la derrota de los planes de Urbano. ¿Qué hubiera pasado si su postura -la de su clase- hubiese sido otra? Esta es, con palabras de El tragaluz, «la importancia infinita del caso singular». Sobre esta dialéctica entre individuo y colectividad ha escrito Buero Vallejo todo su teatro.

Buero Vallejo, maestro de espectadores

Por Pablo d´Ors

Debatí mucho con mis estudiantes de la Complutense, allá en el 2002, qué obra de

Buero Vallejo trabajar con vistas a poder escribir «a su estilo», que era el propósito de

nuestro taller de escritura escénica. Como no podía ser menos, la primera propuesta

fue Historia de una escalera, por el punto y aparte que supuso en la trayectoria del

teatro español. Acto seguido se propuso La detonación, primera obra que el maestro

escribió en la democracia y donde se reflexiona sobre el acto creador, algo que entonces

nos importaba mucho. Sonaron también Las Meninas, El tragaluz, Música cercana, El

sueño de la razón y, por supuesto, La Fundación, que es para muchos su mejor obra. La

segunda pieza que obtuvo más votos fue Jueces en la noche, la historia de un peligroso

fascista falsamente convertido en demócrata, puesta en escena un año después de que

fuera aprobada nuestra Constitución. Todo aquel repaso de la producción del mayor

dramaturgo de la segunda parte del XX fue riquísimo. Sin embargo, contra lo esperado,

terminamos por inclinarnos por sus primeras piezas, las que Buero presentó al Lope de

Vega allá en el 49: En la ardiente oscuridad y El concierto de san Ovidio. En ellas,

auténtico embrión de todo lo que vendría después, resuenan la culpa, la condena y el

miedo, que sin ningún género de duda constituyen el universo temático de este autor.

José María Rodero (Ignacio) y Adolfo Marsillach (Carlos), en una escena de la

producción española de En la ardiente oscuridad, estrenada en el Teatro María

Guerrero (Madrid) el 1 de diciembre de 1950

Culpa porque aquel joven militante que fue Buero ha tenido que preguntarse si no pudo

hacer algo más por su padre, fusilado en el 36, tal vez en Paracuellos. Condena porque

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él mismo sería detenido, encarcelado y, tras un juicio sumarísimo, condenado a morir

por «adhesión a la rebelión». Miedo a la tortura, en fin, y ello aun después de 

conmutársele la máxima pena. «Yo reivindico el derecho, y quizá hasta el deber —

declaró el escritor—, de una dramaturgia que hable de la culpabilidad y el miedo. Todos

nos sentimos culpables y todos tenemos miedo». Sí, la muerte del padre, la lucha cainita

de la Guerra Civil y las culpas propias de la condición humana constituyen las primeras

preocupaciones de este dramaturgo, cuyo imaginario nutriente se condensa en esa

década horrorosa que fue la del 36 al 46. «Las vivencias de la guerra y de la cárcel me

han acompañado siempre. No me han abandonado, y pienso que por fortuna para mi

teatro», declaró Buero en una entrevista a Ignacio Amestoy, uno de sus discípulos más

destacados. Así que este Premio Cervantes nace a la escritura montado en ese jinete

apocalíptico que es la guerra. Y es así como se concibe a sí mismo: «El escritor ha de

estar en situación siempre, como un militar en una batalla».

De esta tríada temática, creo que Buero elegiría el miedo, un miedo que intentó 

contagiar a sus espectadores. De hecho, en una de las representaciones de La

Fundación, en Buenos Aires, algunos espectadores —aquellos que estuvieron a punto

de sufrir su propia desaparición durante la etapa militar— no aguantaron la tensión de la

obra y tuvieron que abandonar la sala. Esa implicación era precisamente lo que Buero

persiguió siempre: «Hallar nuevas maneras de englobar al público en el espectáculo fue

una de mis más tempranas preocupaciones y ha inquietado varias de mis obras».

Claro que podríamos decir que la España y Europa que hoy vivimos poco tienen en

común con las que a Buero le tocó vivir. Al fin y al cabo, él soportó una monarquía

exhausta, una república traumática, una guerra fratricida, una insoportable dictadura y

una larga transición. Sin embargo, el teatro de Buero ha ahondado en la existencia

española, por lo que, aun tratando sobre todas estas circunstancias, las trasciende y

sublima. No en balde, enLázaro en el laberinto, al referirse a la España de la transición,

un personaje puede exclamar: «Las espadas siguen en alto». En efecto, «el teatro debe

punzarnos en el pecho y ser espejo inquietador, aunque sea deformante».

Los estudiosos y especialistas de la dramaturgia bueriana han destacado la expresión

ambigua, así como el carácter metafórico de las situaciones que se plantean, algo que no

debe entenderse únicamente como estratagemas para burlar la censura. Junto a estas

maneras alusivas y elusivas, indirectas, se insiste hoy en que la modernidad de este

autor, su actualidad, es escénica más que literaria, puesto que, al igual que Iglesias

Feijoo, él no concebía textos, sino espectáculos. Quizá por ello, más que maestro de

dramaturgos, Buero ha sido maestro de espectadores: unos espectadores que han estado

pendientes de todos sus estrenos, desde aquella emblemática Historia de una

escalera hasta su definitiva Misión al pueblo desierto. No hay de qué extrañarse. En una

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conmovedora despedida de Diálogo secreto, un personaje, Fabio, le pregunta a otro:

«¿Tú crees en algo todavía?» «Te diré en lo que aún creo, para que te rías», se le

responde. «Yo creo en el pueblo». La preocupación ética…: el magisterio bueriano.

Por mi parte me quedo con lo que le confesó a Amestoy poco antes de estrenar Caimán:

«Hay algo que este escritor frente a sí mismo tiene que reconocer: no estoy satisfecho

de mis obras».