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29 A manera de introducción Breve historia de nuestra educación A la llegada de los conquistadores europeos en el siglo XVI, dejaron de operar las escuelas públicas de las comunidades indígenas (por ejemplo, el calmécac, el telpochcalli y el cuicacalli de los mexicas, en- tre las más conocidas); sin embargo, las civilizaciones autóctonas, aún sometidas al poder recién impuesto, siguieron ejerciendo una labor formativa tradicional, operada principal, aunque no exclusi- vamente, desde el seno de la familia, relacionada con la cosmogonía, las creencias religiosas, la medicina, la agricultura y otras labores productivas, las manifestaciones artísticas, la moral y la lengua que, después de casi 500 años, sobrevive en muchas regiones del país. Instaurado el modelo de enseñanza-aprendizaje y de desarrollo personal y social de la Nueva España, algunos miembros de las comu- nidades autóctonas y sus descendientes acudieron a escuelas creadas ex profeso para tratar de incorporarlos a la nueva cultura imperante. 1 Las escuelas novohispanas Consumada la conquista militar, el virreinato comenzó a organizar su Gobierno civil y religioso, su población, su división territorial, su régimen jurídico, su economía y su educación que, como veremos a continuación, no se agotó en los limitados propósitos de castellanizar y evangelizar, sino que alcanzó logros importantes en diferentes ám- bitos, porque si bien surgió de una raigambre medieval, al paso del 1 Bolaños Martínez, Raúl, "Primeras inquietudes en materia educativa", en Solana Morales, Fernando, Raúl Cardiel Reyes, Raúl y Raúl Bolaños Martínez (coords.), Historia de la Educación Pública en México (1876-1976), México: FCE, Secretaría de Educación Pública, 2011, p.13.

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A manera de introducción

Breve historia de nuestra educación

A la llegada de los conquistadores europeos en el siglo xvi, dejaron de operar las escuelas públicas de las comunidades indígenas (por ejemplo, el calmécac, el telpochcalli y el cuicacalli de los mexicas, en-tre las más conocidas); sin embargo, las civilizaciones autóctonas, aún sometidas al poder recién impuesto, siguieron ejerciendo una labor formativa tradicional, operada principal, aunque no exclusi-vamente, desde el seno de la familia, relacionada con la cosmogonía, las creencias religiosas, la medicina, la agricultura y otras labores productivas, las manifestaciones artísticas, la moral y la lengua que, después de casi 500 años, sobrevive en muchas regiones del país.

Instaurado el modelo de enseñanza-aprendizaje y de desarrollo personal y social de la Nueva España, algunos miembros de las comu-nidades autóctonas y sus descendientes acudieron a escuelas creadas ex profeso para tratar de incorporarlos a la nueva cultura imperante.1

Las escuelas novohispanas

Consumada la conquista militar, el virreinato comenzó a organizar su Gobierno civil y religioso, su población, su división territorial, su régimen jurídico, su economía y su educación que, como veremos a continuación, no se agotó en los limitados propósitos de castellanizar y evangelizar, sino que alcanzó logros importantes en diferentes ám-bitos, porque si bien surgió de una raigambre medieval, al paso del

1 Bolaños Martínez, Raúl, "Primeras inquietudes en materia educativa", en Solana Morales, Fernando, Raúl Cardiel Reyes, Raúl y Raúl Bolaños Martínez (coords.), Historia de la Educación Pública en México (1876-1976), México: fce, Secretaría de Educación Pública, 2011, p.13.

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tiempo fue nutriéndose con nuevos contenidos y enfoques, al grado de que muchos luchadores por la independencia se formaron en es-cuelas, institutos, colegios, universidades y demás centros de ense-ñanza creados durante los tres siglos de dominación española.

Las misiones eran comunidades unificadas bajo la guía de un sacerdote en una demarcación territorial donde se impartía “una educación ‘fundamental’, que antes de integrarse en formas su-periores o especializadas, atendió a la necesidad de la población dominada de vivir humanamente, según el modelo admitido como mínimo, en cuanto a condiciones de vida y a atributos culturales”.2

Por ende, los primeros encargados de la educación formal en la Nueva España fueron los misioneros —religiosos cultos, huma- nistas, piadosos, estudiosos de la cultura de los conquistados—, muchos de los cuales (Toribio de Benavente, Bartolomé de las Ca-sas, Bernardino de Sahagún, Vasco de Quiroga, Junípero de Serra, por ejemplo), amén de buenos maestros, eran denodados defen-sores de los indígenas.

La institución pervivió durante todo el periodo virreinal, y aun después de la Independencia hubo ministros católicos que aprove-charon algunos de sus elementos con el ánimo de servir mejor a su grey, tal como narra Ignacio Manuel Altamirano, uno de los integrantes de esta Trilogía Magisterial, en su novela Navidad en las montañas.

Pedro de Gante, franciscano, quien poco después de su llegada se instaló en Texcoco para aprender la lengua y la cultura locales, fue enviado en 1524 a Tlaxcala, donde fundó una escuela. Cuando volvió a la Ciudad de México, en 1529, erigió otro centro de ense-ñanza al que acudieron, en principio, hijos de la nobleza indígena a quienes se instruía para que, a su vez, divulgaran el conocimiento en sus comunidades. Este colegio, distinto a las misiones por su orga- nización y forma de operar, surgió como un anexo del convento de 2 Villalpando Nava, José Manuel, Historia de la educación en México, México: Porrúa, 1a ed., 2009, p. 87.

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San Francisco y fue conocido como la escuela de San José de Belén de los Naturales.

Vasco de Quiroga, acaudalado jurista español, ordenado sacer-dote en tierras americanas, fundó muy cerca de la capital novohispana el Hospital de Santa Fe, institución que proporcionaba servicios caritativos y de salud. Junto al hospital construyó un primer Co-legio de San Nicolás, donde los indígenas, niños y adultos, se ins-truían en diversas materias académicas, artes y agricultura.

Ya ungido primer obispo de Michoacán, fundó un segundo hos-pital —Santa Fe de la Laguna—, en Tzintzuntzan, y otro Colegio dedicado a San Nicolás, que posteriormente trasladó a Valladolid. Ahí, donde fue el germen de la actual Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, estudiaron a fines del siglo xviii personajes prominentes como Miguel Hidalgo y José María Morelos.

En la capital de la Nueva España también se fundaron es- cuelas para atender a niños mestizos, como el Colegio de San Juan de Letrán, y a niñas que no eran indígenas, criollas ni mes-tizas, como el Colegio de Nuestra Señora de la Caridad. De igual modo se creó una institución de estudios superiores para los indí-genas, el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco (1536), cuyo prin-cipal impulsor, Bernardino de Sahagún, fue —sin demérito de su importante labor pedagógica— uno de los máximos estudiosos del pasado indígena de México. Su obra principal en ese rubro es His-toria de las cosas de la Nueva España. El colegio, que tuvo durante varios años un sistema de autogobierno que permitía a los alumnos intervenir en su operación y en los planes de estudio, terminó sien-do una escuela elemental en el siglo xvii.

Así como los franciscanos trabajaron principalmente en el centro del territorio del virreinato, los dominicos ejercieron la-bores educativas —entre ellas la fundación de escuelas y univer-sidades— en regiones que hoy ocupan la capital del país, Puebla, Tlaxcala, Michoacán, Oaxaca, Chiapas y Yucatán; los agustinos en zonas que hoy pertenecen a Zacatecas, Jalisco y Michoacán, y los

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jesuitas en la Ciudad de México y en extensas regiones del norte y noroeste, incluidas las Californias.

Gracias a la dedicación de los frailes, respaldada con apor- taciones privadas y públicas, iniciativas gubernamentales, eclesiásticas y comunitarias, nacieron numerosas instituciones elementales y superiores, antes y después que la Real y Pontificia Universidad de México que, siendo la más conocida, no fue la única que impartió educación profesional (de ella egresaban bachilleres, licenciados y doctores —sólo varones— formados bajo el concepto escolástico y medieval de universitas).

Además de las ya mencionadas, hay que recordar el Colegio de San Luis de Predicadores (en Puebla); el Colegio de Estudios Mayores de Tiripetío (en Michoacán); una Escuela superior para contadores y jurisconsultos (en San Cristóbal de las Casas, Chia-pas); el Real Colegio Seminario (uno por cada diócesis del virrei-nato); el Colegio Mayor de Santa María de Todos los Santos; el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo; los colegios de San Bernardo y San Miguel; el Real Colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso de México (origen de la Escuela Nacional Prepara-toria); el Colegio de las Vizcaínas; la Academia de las Nobles Ar-tes de San Carlos; el Colegio de Minería; el Real Jardín Botánico; y el Colegio de San Gregorio donde, a la postre, ya en la época in-dependiente, cursaría estudios Ignacio Ramírez, “El Nigromante”.

Como casos aparte en la educación elemental de la Nueva Espa-ña debemos citar las escuelas patrióticas y las escuelas de la amiga.3 Las primeras, surgidas casi a finales del periodo virreinal —inicial-mente en Veracruz—, estaban influenciadas por la Ilustración, con orientación más secular y sostenidas por criollos que pretendían in-fundir en sus hijos el apego al terruño donde nacían el amor y el res-peto por sus congéneres y la dignidad personal. Las segundas eran atendidas por señoritas instruidas que recibían en sus casas a las 3 Villalpando Nava, José Manuel, Historia de la educación en México, México: Editorial Porrúa, 1a edición, 2009, pp. 137-141 y siguientes.

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niñas —originalmente sólo niñas— de familias conocidas (amigas) para enseñarles a leer, a escribir, a hacer cuentas y a realizar tareas entonces asignadas a las mujeres; fueron un modelo que operó en muchas partes del país hasta muy entrado el siglo xx y no se descar-ta que hoy, como mera reliquia de la historia de nuestra educación, todavía exista, en algún rincón de México, una escuela de la amiga.

En resumen, en el punto histórico de quiebre, a principios del siglo xix, convivían en México los conceptos educativos instaurados en el virreinato (escolásticos, doctrinarios, científicamente limi-tados a la fe), que se enseñaban en escuelas de todos los niveles —incluidas las atendidas por muchos particulares—, así como las nuevas ideas de una enseñanza de corte liberal, influenciada por ideas políticas, filosóficas, sociológicas y científicas procedentes de Francia y Estados Unidos, principalmente.

Aunque todavía no se denominaban lancasterianas (el con-cepto se explica más adelante), desde finales del virreinato opera-ron, tanto en la capital como en otras ciudades, escuelas de ense-ñanza mutua, y algunos ayuntamientos, entre ellos el de la Ciudad de México —uno de los primeros que renegó del orden virreinal—, fundaron escuelas municipales que sostenían con sus propios re-cursos, aplicando nuevos métodos pedagógicos.

Bases de la escuela pública en el México independiente

Este libro intenta describir el perfil biográfico de tres hombres de-dicados al magisterio, que destacaron uno tras otro, y que, como en aquellas vidas paralelas de las que habló Plutarco, se les pue-de equiparar a las grandes figuras de la época de oro en la que floreció la filosofía griega: Sócrates, Platón y Aristóteles, que en una secuencia extraordinaria fueron maestros y alumnos que transmutaron la mayéutica en idealismo, para transitar al racio-nalismo científico e influir no sólo en el quehacer humano de la

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civilización helénica —que había prosperado notablemente des-de Pericles— o en la praxis del vigoroso reinado de Alejandro Magno —que conquistó vastos territorios, los más extensos de la historia antigua—, sino hasta nuestros días.

Los personajes de los que hablaremos en esta obra son equi-parables en la construcción de los fundamentos del magisterio del México independiente, con su tríada de principios hoy con-sagrados en el artículo 3° constitucional: una educación laica, gratuita y obligatoria, la cual, con independencia del modelo no-vohispano, emergió cobijada por los principios liberales, que en distintos momentos de una presidencia intermitente prohijó el médico presidente Valentín Gómez Farías, quien a partir del mes de abril en 1833 decretó la desaparición de la Real y Pontificia Universidad del Viejo Mundo, la creación de la Biblioteca Na-cional y la Fundación del Instituto de Estadística y Geografía de la República Mexicana, fundando las bases de un nuevo régimen educativo. Así, le atañó a los tres protagonistas de este libro, hom-bres visionarios, proseguir con el establecimiento de la escuela pública mexicana en periodos subsecuentes.

Ignacio Ramírez “El Nigromante” fue el liberal que encarnó el más alto grado de los fundamentos de la educación laica que había inspirado la escuela redentora del enciclopedismo francés. Califica-do por muchos como el gran ateo del movimiento liberal y juzgado también por otros como un jacobino radical, representó el espíritu mismo de los pilares educativos plasmados en la Constitución de 1857. Asimismo, como el hombre republicano y humilde que sin lugar a dudas fue, ejerció sus funciones de ministro de Fomento con el saco y los puños raídos, porque en el periodo más crítico de la nación, la Hacienda pública no podía cubrir las dietas de la admi-nistración juarista.

Desde su célebre discurso en la Academia de Letrán, que me-reció el respaldo de su presidente vitalicio, don Andrés Quintana Roo, fue una figura central de la intelectualidad del siglo de las luces

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mexicanas. Durante la Intervención Francesa, siendo presidente de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, salvaguardó los acervos más valiosos de dicha institución, en la cual formó e insemi-nó a otra gloria del siglo xix mexicano: Ignacio Manuel Altamirano.

Altamirano nació en un paupérrimo jacal del poblado de Tix-tla, entonces estado de México, y ahora perteneciente a Guerrero. Indígena de pómulos prominentes, rostro cetrino y poseedor de un talento innato, supo como Juárez elevarse de la condición más humilde y marginal de su época a los más altos niveles de influen-cia intelectual y política, tanto en sus facetas de periodista, nove-lista y poeta, como en las de militar, legislador y diplomático de su época, pero sobre todo como maestro, a quien le tocó establecer los principios de formación magisterial: las escuelas normales que hoy son el antecedente de la profesionalización docente. Murió en la casa del marqués de Garbarino, en la ciudad de San Remo, en la antigua Via Aurelia, en donde el día de hoy, en el parque Ormond, puede verse una estatua de tres metros de bronce que mira al Adriá-tico, la cual se develó en su honor para recordarlo como efigie impe-recedera no sólo de nuestra historia, sino también como referente universal por su carácter cosmopolita, así como por haber expresado su pensamiento allende las fronteras.

Ya como presidente de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, le correspondió incorporar a dicha institución a un jo-ven virtuoso con la resistencia de los académicos de aquel enton-ces, quienes consideraban que dicho mérito sólo debía considerar a talentos consolidados y de alto prestigio. Altamirano impuso su determinación e infundió con sangre nueva al incorporar a aque-lla organización al joven Justo Sierra Méndez, quien habría de es-tablecer a lo largo de su ejemplar trayectoria las bases de lo que hoy es nuestra máxima casa de estudios: la unam.

Recientemente, mis queridos sobrinos, hijos del recordado Héctor Azar, me obsequiaron una excepcional figura de bronce denominada La Princesa de Urbino, la cual le obsequió a éste la

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nieta de don Justo Sierra Méndez, Catita Sierra, cuando asumió la Secretaría de Cultura en el estado de Puebla. Cuenta Catita que don Justo tenía dos adicciones incontrolables: la cultura helénica y las supersticiones. Esto lo mencionó la nieta porque el día que su abuelo adquirió esta pieza don Porfirio Díaz le comunicó que sería diputado al Congreso de la Unión y, desde entonces, La Princesa de Urbino lo acompañó en todas sus funciones hasta el último día de su fructífera vida. Por ello, ahora que tengo esta estatuilla que ocupa un lugar especial en mi despacho de trabajo, evoco con emo-ción el recuerdo de la trilogía magisterial que fundó las bases de la educación pública mexicana y a quienes esta generación debe hon-rar no sólo en el recuerdo, sino en el ejercicio aún incumplido de la educación para millones de niños, jóvenes y ciudadanos, que día a día ascienden los peldaños del alfabeto y la ilustración y aspiran todavía a elevar su desarrollo y dignidad.

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Ignacio Ramírez“El Nigromante”

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Trilogía magisterial40 ¶

En territorio insurgente

Familiares y amigos liberales

El padre de Ignacio Ramírez fue José Lino Ramírez Galván, hom-bre instruido en leyes, partidario y defensor del movimiento insur-gente, hijo de José Anselmo Ramírez y María Josefa Galván.

En virtud de que se dedicaba al comercio, Anselmo recorría extensas zonas de los estados de Querétaro, Michoacán y Gua-najuato, donde distribuía aperos de labranza, granos y diversos géneros. Esas andanzas que realizó con propósitos mercantiles durante las últimas décadas del siglo xviii, le permitieron trabar amistad con muchos vecinos de esas regiones, entre ellos la fa-milia de Cristóbal Hidalgo y Costilla, administrador de una finca rústica de la Hacienda Real de San Diego de Corralejo, padre de Miguel Hidalgo y Costilla.

En una obra publicada recientemente se asegura que Lino, el padre de Ignacio Ramírez, era criollo y que la madre, Ana María Guadalupe Sinforosa Calzada Ramírez, era “indígena pura”,4 por ser hija de José Cesáreo Calzada, descendiente de antiguos señores de Tlacopan, y de Joaquina Ramírez de Quiñones, de estirpe pu-répecha.

Un testigo más directo —Ignacio Manuel Altamirano— los describió así: “Los padres de Ramírez fueron D. Lino Ramírez y Doña Sinforosa Calzada, ambos queretanos de raza mestiza y no indígenas puros como han dicho algunos de sus biógrafos, sin em-bargo, la verdad es que predominaba en ellos el tipo indio”.5

4 Arellano, Emilio, Ignacio Ramírez, El Nigromante, Memorias prohibidas, Méxi-co: Editorial Planeta, 3a reimpresión, 2010, p. 22.5 Altamirano, Ignacio Manuel, Ignacio Ramírez, biografía, (Colección Testimo-nios del estado de México), Toluca, estado de México: Gobierno del estado de México, 1977, p. 23.

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Mientras que la familia paterna de Ignacio Ramírez convivió con la de Miguel Hidalgo, su familia materna —coincidencias his-tóricas— lo hizo con la de José María Morelos y Pavón:

Los padres de Joaquina Ramírez de Quiñones vivieron un tiempo en Sindurio, comarca de Valladolid. Ahí conocieron a Juana María Pavón (madre de Morelos), ya que el abuelo materno del libertador “era maestro y por las tardes, después de los rezos vespertinos, daba lecciones particulares a las señoritas de cierta posición social, entre las que se encontraba la madre de Sinforosa Calzada […].6

Lino Ramírez, ávido lector de los libros prohibidos por la je-rarquía católica de su tiempo, en los que asimiló conceptos sobre el Estado moderno y los derechos del hombre, amigo de Hidalgo y de Morelos, condiscípulo de José María Alzate, practicante de la maso-nería, financió a los insurgentes con el producto de la venta de algu-nas de sus propiedades e instaló en su casa —visitada por Hidalgo la última vez que estuvo en San Miguel— una fábrica de pólvora y municiones para abastecer a los combatientes independentistas. Lino se casó con Sinforosa Calzada en agosto de 1817 y procrearon cinco hijos: Ignacio, Wenceslao, Juan, José y Miguel Manuel.7

Este trabajo versa sobre la vida y la obra educativa del más fa-moso de los descendientes de Lino y Sinforosa (Ignacio); sin embar-go, hay que apuntar que por lo menos otros dos hijos del matrimonio tuvieron un importante desempeño público: Juan Ramírez Calzada, militar que además de luchar contra la Invasión Estadounidense de 1847 fue partícipe de la victoria mexicana contra el Ejército Francés en la célebre Batalla del Cinco de Mayo de 1862, y Miguel Manuel Ra-mírez Calzada, quien se fue a vivir a Sinaloa, intervino en la política local de aquel estado, y llegó a ser alcalde de Mazatlán.

6 Arellano, Emilio, op. cit., p. 23.7 Arellano, Emilio, op. cit., p. 22 y siguientes; y Altamirano, Ignacio Manuel, op. cit., pp. 23-25.

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El nacimiento de Ignacio Ramírez

Juan Ignacio Paulino Ramírez Calzada nació el 22 de junio de 1818, muy cerca del centro de la población de San Miguel el Alto (hoy San Miguel de Allende), provincia de Guanajuato —hoy estado—, en la misma casa donde su padre dio alojamiento a los conspira-dores y a los insurgentes e instaló una fábrica de pólvora y parque, ubicada en la calle actualmente llamada Umarán, en cuyo frente hay dos placas que rememoran el suceso: “El 22 de junio de 1818 nació en esta casa Ignacio Ramírez ‘El Nigromante’. Lo recuerda la intelectualidad mexicana. XI-IX-938”, dice una. En la otra se lee: “México entero le rinde homenaje al Sr. Lic. Don Ignacio Ramírez Calzada ‘El Nigromante’. Que su vida sirva como modelo para la juventud mexicana. San Miguel de Allende, Gto. Junio 22, 2010”.

Fue registrado y bautizado el 24 de junio de 1818 en la Pa-rroquia de San Miguel Arcángel del mismo lugar donde nació, porque en ese momento todavía se asentaban en las notarías eclesiásticas las constancias de los sacramentos y del estado civil. Eran épocas de crisis, de transición: ocho años antes, cerca de San Miguel, en Dolores, el cura Miguel Hidalgo y Costilla, amigo del padre de Ignacio Ramírez, comenzó la lucha que a la postre culminaría con la supresión del virreinato de la Nueva España y el surgimiento del Estado mexicano.

Durante ese lapso, tratando de conservar el dominio de su reino en América y partes de Asia, las cortes españolas, en me-dio de las revueltas independentistas del nuevo continente y de la imposición de un monarca francés en su territorio, promovieron una nueva Constitución que fue promulgada el 19 de marzo de 1812. La Constitución de Cádiz, en cuya elaboración participaron diputados peninsulares, americanos y asiáticos, estuvo vigente de manera intermitente en la Nueva España.

Por su parte, los insurgentes, sorteando altibajos, desencuen-tros, avances y retrocesos, desde los primeros tiempos de su lucha

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emitieron disposiciones, bandos, decretos y leyes con el propósito de ir prefigurando una nueva nación. Entre estos ordenamientos jurí-dicos destacan Los Sentimientos de la Nación, de 1813, y la Consti-tución de Apatzingán, de 1814.

Momento de transición

En 1818, año del nacimiento de Ignacio Ramírez, operaba en la mayor parte del territorio, con algunas adecuaciones, el sistema educativo virreinal. No obstante, la lectura de libros y otras publi- caciones que contenían conceptos sobre el Estado moderno, la di-visión de poderes, nuevas teorías filosóficas, jurídicas y económi-cas, así como la efervescencia política inspirada por la Revolución Francesa y la independencia de las colonias británicas de América del Norte, y sobre todo la marcada desigualdad social, habían he-cho germinar la idea de un cambio más profundo. La guerra por la independencia se acercaba a su fin. Las dos partes beligerantes, los realistas, que pugnaban por la permanencia de la dominación es-pañola, y los insurgentes, que alentaban el establecimiento de una nueva nación, trataban de dar forma jurídica a sus postulados.

Para entonces gobernaba el virrey Juan José Ruiz de Apoda-ca y Eliza quien, con poca fortuna, intentó restablecer la Cons-titución de Cádiz (promulgada en 1812, derogada en 1814 y puesta en vigor de nuevo cada que parecía útil aplicarla), que en materia educativa disponía:

Título IX. De la instrucción pública. Capítulo único

Artículo 366.- En todos los pueblos de la monarquía se esta- blecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar y el catecismo de la religión católica,

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que comprenderá también una breve exposición de las obliga- ciones civiles.

Artículo 367.- Así mismo se arreglará el número competente de universidades y de otros establecimientos de instrucción que se juzgue conveniente para la enseñanza de todas las ciencias, litera-tura y Bellas Artes.

Artículo 368.- El plan de enseñanza será uniforme en todo el reino [...].

Artículo 369.- Habrá una Dirección General de Estudios, com-puesta de personas de conocida instrucción, a cuyo cargo estará bajo la autoridad del gobierno la inspección de la enseñanza pública.

Artículo 370.- Las Cortes por medio de planes y estatutos es-peciales arreglarán lo perteneciente al objetivo de la instrucción pública.8

La Constitución gaditana, aunque fue considerada una de las más liberales de su tiempo, como se aprecia en los artículos trans-critos, mantenía el criterio monárquico y la tesis de la uniformidad de la enseñanza en todos los pueblos del reino.

En cambio, el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, mejor conocido como Constitución de Apat- zingán —cuya aplicación en las zonas dominadas por los insur-gentes fue dificultada por la guerra—, aunque reproducía algunos principios contenidos en la de Cádiz, se inspiraba más en la Revo-lución Francesa, en los Elementos Constitucionales propuestos en 1812 por Ignacio López Rayón y en los Sentimientos de la Nación presentados en Chilpancingo por José María Morelos y Pavón en 1813; contenía categorías jurídicas y políticas más propias de un régimen liberal (los ciudadanos, la división de poderes, etcé-tera) y sentaba las siguientes bases para la educación:

8 Tena Ramírez, Felipe, Leyes fundamentales de México, 1808-2005, México: Po-rrúa, 25a ed., 2008, pp. 35, 42, 43 y 102.

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Constitución de Apatzingán de 1814. Capítulo V. De la igualdad, seguridad, propiedad y libertad de los ciudadanos

Artículo 39.- La instrucción, como necesidad de todos los ciudada-nos, debe ser favorecida por la sociedad, con todo su poder.

Artículo 117.- Al Supremo Congreso pertenece exclusivamente: [...] cuidar con singular esmero de la ilustración de los pueblos.9

Para unos u otros fines, se comenzaba a esbozar la política educativa y las dos tendencias (monárquica y republicana) pervi-vieron por muchas décadas en pugna.

Tribulaciones familiares

La lucha por la emancipación de la Nueva España se había prolon-gado casi una década. Eliminados los personajes que encabezaron el movimiento en sus primeras etapas, aparentemente diluido el ánimo independentista en muchas regiones, el Ejército Insurgen-te mantenía su principal bastión en el sur, comandado por Vicente Guerrero. Ante eso, el Gobierno virreinal, tratando de evitar re-brotes de la revuelta en las zonas donde había comenzado, repri-mió a personas y grupos identificados con la sublevación.

Lino Ramírez, el padre de Ignacio Ramírez, fue una de las víctimas de esas acciones. Bajo la acusación de motín, agravios contra la Iglesia, la religión y el Gobierno, alteración del orden público y otros cargos semejantes, fue apresado y conducido a la cárcel de la Santa Inquisición de la Ciudad de México.

Mientras tanto, su esposa y sus hijos, entre ellos Ignacio, fueron internados en el Convento Real de la Concepción de San

9 Idem.

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El general Vicente Guerrero comandó el Ejército Insurgente en el sur del país.

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Miguel el Alto donde, por cierto, hoy opera el Centro Cultural "El Nigromante", erigido para honrar su memoria y su obra.

Enterados de las dificultades por las que pasaba la familia Ra-mírez, los compañeros de Lino de la logia masónica contrataron a dos abogados especialistas en causas laicas y religiosas —José María Quiles y Remigio Mateos—, quienes evitaron que fuera fusilado. Lo que no pudieron evitar fue la tortura que le infligieron para tratar de que se confesara culpable de los delitos que le imputaban. El resto de su vida sufrió secuelas de aquellos tormentos carcelarios.

Primeras letras

Lino Ramírez fue liberado y volvió con su familia a San Miguel. Ahí se enteró de los acontecimientos que condujeron a la termi-nación del movimiento iniciado en 1810: el acercamiento entre Iturbide y Guerrero para suspender las hostilidades entre rea- listas e insurgentes; la firma de los Tratados de Córdoba que die-ron cauce al nuevo Estado mexicano y, finalmente, la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821.

Instalado Iturbide en el poder, Lino Ramírez tomó partido por la causa republicana y, a la caída del Primer Imperio Mexicano, apoyó la conformación del Congreso que elaboró la Constitución federal de 1824. Había comenzado una pugna que se prolongó has-ta la segunda mitad del siglo xix: liberales contra conservadores.

A mediados de la década de los 20, la familia Ramírez Calzada sorteaba con altibajos la inestabilidad de los primeros tiempos de la Independencia de México; al buscar mejores condiciones de vida, y aprovechando la invitación para colaborar con las autori- dades del recién fundado estado de Querétaro, Lino Ramírez llevó a su esposa y a sus hijos a vivir a la capital de esa entidad. Ahí estudió

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Casa donde se firmaron los tratados del 24 de agosto de 1821 entre don Agustín de Iturbide y don

Juan de O´Donojú, Córdoba, Ver.