Borges Jorge - El Jardín de Los Senderos Que Se Bifurcan

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 LOS CUENTOS DEL VERANO EL JARDIN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN UN CUENTO DE BORGES ELEGIDO POR ISIDORO BLAISTEN <BASEFONT=4En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea , de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería ) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el v einticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañan a del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capit án Liddell Hart) provocaron esa demora -nada significativa, por  cierto-. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hoch schule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales. "... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madd en. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir  el fin de nuestros afanes y -pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo- también de nuestras vidas. Quería decir qu e Runeberg había sido arrestado, o asesinado.1 Antes que declin ara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irla ndés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y t al vez de traición, ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este mil agroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte, d e dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdament e cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrech a cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable.  A pesar de mi p adre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jard ín de Hai Feng, ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que  todas las cosas que suceden a uno precisamente, precisamente a hora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos ; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y tod o lo que realmente pasa me pasa a mí... El casi intolerable rec uerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones.  En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar  de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi  garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y  sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El homb re del preciso lugar del nuevo parte de artillería británico so bre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo trad uje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo fr ancés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticale s. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera grita r ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que est  Página 1 EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA"

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  • LOS CUENTOS DEL VERANO EL JARDIN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN UN CUENTO DE BORGES ELEGIDO POR ISIDORO BLAISTEN

  • bamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su rida oficina de Berln, examinando infinitamente peridicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorpor sin ruido, en una intil perfeccin de silencio, como si Madden ya estuviera acechndome. Algo -tal vez la mera ostentacin de probar que mis recursos eran nulos- me hizo revisar mis bolsillos. Encontr lo que saba que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de nquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves intiles del departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolv destruir inmediatamente (y que no destru), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lpiz rojo-azul, el pauelo, el revlver con una bala. Absurdamente lo empu y sopes para darme valor. Vagamente pens que un pistoletazo puede orse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La gua telefnica me dio el nombre de una nica persona capaz de transmitir la noticia: viva en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren. Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a trmino un plan que nadie no calificar de arriesgado. Yo s que fue terrible su ejecucin. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un pas brbaro, que me ha obligado a la abyeccin de ser un espa. Adems, yo s de un hombre de Inglaterra -un hombre modesto- que para m no es menos que Goethe. Arriba de una hora no habl con l, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo senta que el Jefe tena en poco a los de mi raza, a los innumerables antepasados que confluyen en m. Yo quera probarle que un amarillo poda salvar a sus ejrcitos. Adems, yo deba huir del capitn. Sus manos y su voz podan golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vest sin ruido, me dije adis en el espejo, baj, escudri la calle tranquila y sal. La estacin no distaba mucho de casa, pero juzgu preferible tomar un coche. Arg que as corra menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me senta visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Baj con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqu un pasaje para una estacin ms lejana. El tren sala dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresur; el prximo saldra a las nueve y media. No haba casi nadie en el andn. Recorr los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que lea con fervor los Anales de Tcito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconoc corri en vano hasta el lmite del andn. Era el capitn Richard Madden. Aniquilado, trmulo, me encog en la otra punta del silln, lejos del temido cristal. De esa aniquilacin pas a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeado mi duelo y que yo haba ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Arg que no era mnima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de

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  • trenes me deparaba, yo estara en la crcel, o muerto. Arg (no menos sofsticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen trmino la aventura. De esa debilidad saqu fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignar cada da a empresas ms atroces; pronto no habr sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. As proced yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel da que era tal vez el ltimo, y la difusin de la noche. El tren corra con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie grit el nombre de la estacin. Ashgrove?, les pregunt a unos chicos en el andn. Ashgrove, contestaron. Baj. Una lmpara ilustraba el andn, pero las caras de los nios quedaban en la zona de sombra. Uno me interrog: Ud. va a casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestacin, otro dijo: La casa queda lejos de aqu, pero Ud. no se perder si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arroj una moneda (la ltima), baj unos escalones de piedra y entr en el solitario camino. Este, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundan las ramas, la luna baja y circular pareca acompaarme. Por un instante, pens que Richard Madden haba penetrado de algn modo mi desesperado propsito. Muy pronto comprend que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me record que tal era el procedimiento comn para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pn, que fue gobernador de Yunnan y que renunci al poder temporal para escribir una novela que fuera todava ms populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece aos dedic a esas heterogneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesin y su novela era insensata y nadie encontr el laberinto. Bajo rboles ingleses medit en ese laberinto perdido: lo imagin inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaa, lo imagin borrado por arrozales o debajo del agua, lo imagin infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ros y provincias y reinos... Pens en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algn modo los astros. Absorto en esas ilusorias imgenes, olvid mi destino de perseguido. Me sent, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en m; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era ntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una msica aguda y como silbica se aproximaba y se alejaba en el vaivn del viento, empaada de hojas y de distancia. Pens que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros moment

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  • os de otros hombres, pero no de un pas: no de lucirnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegu as, a un alto portn herrumbrado. Entre las rejas descifr una alameda y una especie de pabelln. Comprend, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increble: la msica vena del pabelln, la msica era china. Por eso, yo la haba aceptado con plenitud, sin prestarle atencin. No recuerdo si haba una campana o un timbre o si llam golpeando las manos. El chisporroteo de la msica prosigui. Pero del fondo de la ntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tena la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traa un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abri el portn y dijo lentamente en mi idioma. -Veo que el piadoso Hsi P'ng se empea en corregir mi soledad. Usted sin duda querr ver el jardn? Reconoc el nombre de uno de nuestros cnsules y repet desconcertado: -El jardn? -El jardn de senderos que se bifurcan. Algo se agit en mi recuerdo y pronunci con incomprensible seguridad: -El jardn de mi antepasado Ts'ui Pn. -Su antepasado? Su ilustre antepasado? Adelante. El hmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconoc, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigi el Tercer Emperador de la Dinasta Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramfono giraba junto a un fnix de bronce. Recuerdo tambin un jarrn de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artfices copiaron de los alfareros de Persia... Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote haba en l y tambin de marino; despus me refiri que haba sido misionero en Tientsin "antes de aspirar a sinlogo". Nos sentamos; yo en un largo y bajo divn; l de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Comput que antes de una hora no llegara mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinacin irrevocable poda esperar. -Asombroso destino el de Ts'ui Pn -dijo Stephen Albert-. Gobernador de su provincia natal, docto en astronoma, en astrologa y en la interpretacin infatigable de los libros cannicos, ajedrecista, famoso poeta y calgrafo: todo lo abandon para componer un libro y un laberinto. Renunci a los placeres de la opresin, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudicin y se enclaustr durante trece aos en el Pabelln de la Lmpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea -un monje taosta o budista- insisti en la publicacin.

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  • -Los de la sangre de Ts'ui Pn -repliqu- seguimos execrando a ese monje. Esa publicacin fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer captulo muere el hroe, en el cuarto est vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pn, a su Laberinto... -Aqu est el Laberinto -dijo indicndome un alto escritorio laqueado. -Un laberinto de marfil! -exclam-. Un laberinto mnimo... -Un laberinto de smbolos -corrigi-. Un invisible laberinto de tiempo. A m, brbaro ingls, me ha sido deparado revelar ese misterio difano. Al cabo de ms de cien aos, los pormenores son irrecuperables, pero no es difcil conjeturar lo que sucedi. Ts'ui Pn dira una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pens que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabelln de la Lmpida Soledad se ergua en el centro de un jardn tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto fsico. Ts'ui Pn muri; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusin de la novela me sugiri que se era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solucin del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pn se haba propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito: Otra: un fragmento de una carta que descubr. Albert se levant. Me dio, por unos instantes, la espalda; abri un cajn del ureo y renegrido escritorio. Volvi con un papel antes carmes; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligrfico de Ts'ui Pn. Le con incomprensin y fervor estas palabras que con minucioso pincel redact un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardn de senderos que se bifurcan. Devolv en silencio la hoja. Albert prosigui: -Antes de exhumar esta carta, yo me haba preguntado de qu manera un libro puede ser infinito. No conjetur otro procedimiento que el de un volumen cclico, circular. Un volumen cuya ltima pgina fuera idntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Record tambin esa noche que est en el centro de las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mgica distraccin del copista), se pone a referir textualmente la historia de las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y as hasta lo infinito. Imagin tambin una obra platnica, hereditaria, trasmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un captulo o corrigiera con piadoso cuidado la pgina de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna pareca corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios captulos de Ts'ui Pn. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardn de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprend; el jardn de senderos que se bifu

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  • rcan era la novela catica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugiri la imagen de la bifurcacin en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirm esa teora. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pn, opta -simultneamente- por todas. Crea, as, diversos porvenires, diversos tiempos, que tambin proliferan y se bifurcan. De ah las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etctera. En la obra de Ts'ui Pn, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciacin incurable, leeremos unas pginas. Su rostro, en el vvido crculo de la lmpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Ley con lenta precisin dos redacciones de un mismo captulo pico. En la primera, un ejrcito marcha hacia una batalla a travs de una montaa desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejrcito atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuacin de la fiesta y logran la victoria. Yo oa con decente veneracin esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redaccin como un mandamiento secreto: As combatieron los hroes, tranquilo el admirable corazn, violenta la espada, resignados a matar y a morir. Desde ese instante, sent a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululacin. No la pululacin de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejrcitos, sino una agitacin ms inaccesible, ms ntima y que ellos de algn modo prefiguraban. Stephen Albert prosigui: -No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosmil que sacrificara trece aos a la infinita ejecucin de un experimento retrico. En su pas, la novela es un gnero subalterno; en aquel tiempo era un gnero despreciable. Ts'ui Pn fue un novelista genial, pero tambin fue un hombre de letras que sin duda no se consider un mero novelista. El testimonio de sus contemporneos proclama -y harto lo confirma su vida- sus aficiones metafsicas, msticas. La controversia filosfica usurpa buena parte de su novela. S que de todos los problemas, ninguno lo inquiet y lo trabaj como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, se es el nico problema que no figura en las pginas del J

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  • ardn. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. Cmo se explica usted esa voluntaria omisin? Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stepehn Albert me dijo: -En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, cul es la nica palabra prohibida? Reflexion un momento y repuse: -La palabra ajedrez. -Precisamente -dijo Albert-. El jardn de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parbola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recndita le prohbe la mencin de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metforas ineptas y a perfrases evidentes, es quizs el modo ms enftico de indicarla. Es el modo tortuoso que prefiri, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pn. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he credo restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicacin es obvia: El jardn de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo conceba Ts'ui Pn. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no crea en un tiempo uniforme, absoluto. Crea en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayora de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En ste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardn, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma. -En todos -articul no sin un temblor- yo agradezco y venero su recreacin del jardn de Ts'ui Pn. -No en todos -murmur con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo. Volv a sentir esa pululacin de que habl. Me pareci que el hmedo jardn que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alc los ojos y la tenue pesadilla se disip. En el amarillo y negro jardn haba un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitn Richard Madden. -El porvenir ya existe -respond-, pero yo soy su amigo. Puedo examinar de nuevo la carta? Albert se levant. Alto, abri el cajn del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo haba preparado el revlver. Dispar con sumo cuidado: Albert se desplom sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantnea: una fulminacin. Lo dems es irreal, insignificante. Madden irrumpi, me arrest

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  • . He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berln el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo le en los mismos peridicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinlogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a travs del estrpito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hall otro medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contricin y cansancio. Pinturas: Pablo Siquier1 Hiptesis odiosa y estrafalaria. El espa prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredi con una pistola automtica al portador de la orden de arresto, capitn Richard Madden. Este, en defensa propia, le caus heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor)

    Isidoro Blaisten (1933, Entre Ros)

    Redactor publicitario, periodista, fotgrafo y librero. Es autor de La felicidad, Anticonferencias, Dublin al Sur, Cerrado por melancola y Al acecho, entre otros libros de cuentos. "El jardn de senderos que se bifurcan toca el corazn de la literatura. En ocho carillas asistimos a una historia policial, una indagacin metafsica sobre el atenaceante problema del tiempo, una desmitificacin de la novela como gnero literario y la invencin de un laberinto que no est en el espacio. Borges resuelve el enigma con un crimen, su oculta y desolada nobleza, y nos muestra la salida del laberinto. La relectura constante de El jardn de senderos que se bifurcan implica para m la frecuentacin de la felicidad, porque su riqueza es eterna. En cada relectura surgen nuevas y asombrosas relaciones y la capacidad de descubrimiento es infinita. Este cuento logra un momento supremo y por su concisin ejemplar, su belleza alucinante y su maestra es uno de los mejores cuentos del mundo y permanecer para siempre por encima de modas, trivialidades, escndalos y tentaciones.

    Jorge Luis Borges (1899-1986)

    Poeta, ensayista, es figura sobresaliente de toda la literatura argentina del siglo XX. En 1914, a comienzos de la Primera Guerra Mundial, Borges fue con su familia a Ginebra donde aprendi francs y alemn. A fines de 1919, cruz a Espaa donde estableci amistad con el movimiento ultrasta espaol. Regres a Buenos Aires en 1921 y a partir de entonces, sus libros comenzaron a aparecer. Fervor de Buenos Aires es de 1923. Su biografa de Evaristo Carriego, de 1930. Historia universal de la infamia, de 1935. Luego de la muerte de su padre, en 1938, pasaron ocho aos de gran produccin literaria. Ficciones, El Aleph y otras

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  • historias y la creacin junto con Adolfo Bioy Casares de los textos de Bustos Domecq (seudnimo inventado a partir de la combinacin de apellido de sus respectivos ancestros). En 1955, Borges fue director de la Biblioteca Nacional, momento en que la ceguera lo invadi totalmente. De ese mismo ao es El libro de arena. En 1960 publica El hacedor, El libro de los seres imaginarios, en 1967, y El Informe de Brodie, en 1970.

    Pablo Siquier

    Naci en Buenos Aires en 1961. Estudi en los talleres de Araceli Vzquez Mlaga y Pablo Bobbio y en la Escuela Superior de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredn. Siquier trabaja con smbolos a partir de una fra geometra que tanto se diluye en un laberinto infinito o queda encerrada en los lmites precisos del universo del cuadro. El recurso es la repeticin sustentada en un oficio obsesivo que transforma el juego del laberinto en un lenguaje paradigmtico, como en las telas de Vasarely o en los exquisitos dibujos de Escher. El laberinto y la engaosa certeza de esas lneas trazadas sin dejar huella remiten curiosamente a la ficcin borgeana. Siquier expuso por primera vez en 1991. Obtuvo una mencin en el Premio Costantini en 1997 y fue nominado para el Premio Konex.

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