Borges - Cuentos

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HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA - Jorge Luis Borges(1899–1986) Historia universal de la infamia (1936) A Enrique Amorim A MI, TAN luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion de Rosendo. Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño. La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz. Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas: —Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista. Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo. En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio. ¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras: —Rosendo, creo que lo estarás precisando. A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio. —De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:

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Hombre de la esquina rosada - Jorge Luis Borges(18991986)Historia universal de la infamia (1936)

A Enrique Amorim

A mi, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conoc, y eso que stos no eran sus barrios porque el saba tallar ms bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batera. Arriba de tres veces no lo trat, y sas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidar, como que en ella vino la Lujanera porque s a dormir en mi rancho y Rosendo Jurez dej, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer se nombre, pero Rosendo Jurez el Pegador, era de los que pisaban ms fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicols Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Saba llegar de lo ms paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas tambin; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copibamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustr la verdadera condicion de Rosendo. Parece cuento, pero la historia de esa noche rarsima empez por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y se era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendicin de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soled juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recin despus lo supimos. Los muchachos estbamos dende temprao en el saln de Julia, que era un galpn de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que ust lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergenza, y por el barullo tambin. La Julia, aunque de humilde color, era de lo ms conciente y formal, as que no faltaban msicantes, gen beberaje y compaeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se muri, seor, y digo que hay aos en que ni pienso en ella, pero haba que verla en sus das, con esos ojos. Verla, no daba sueo. La caa, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montn que yo trataba de sentir como una amist: la cosa es que yo estaba lo ms feliz. Me toc una compaera muy seguidora, que iba como adivinndome la intencin. El tango haca su volunt con nosotros y nos arriaba y nos perda y nos ordenaba y nos volva a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueo, cuando de golpe me pareci crecida la msica, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez ms cercano. Despus, la brisa que la trajo tir por otro rumbo, y volv a atender a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autorid, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz. Para nosotros no era todava Francisco Real, pero s un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me golpe la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encaj la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estir los brazos y me hizo a un lado, como despidindose de un estorbo. Me dej agachado detrs, todava con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Sigui como si tal cosa, adelante. Sigui, siempre ms alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros puro italianaje mirn se abrieron como abanico, apurados. La cosa no dur. En el montn siguiente ya estaba el Ingls esperndolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmi con un planazo que tena listo. Jue ver se planazo y jue venrsele ya todos al humo. El establecimiento tena ms de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, despus, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como rindose de l. Tambin, como reservndolo pa Rosendo, que no se haba movido para eso de la par del fondo, en la que haca espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro despus. El Corralero fue empujado hasta l, firme y ensangrentado, con se viento de chamuchina pifiadora detrs. Silbando, chicoteado, escupido, recin habl cuando se enfrent con Rosendo. Entonces lo mir y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas: Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ah unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me ensee a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista. Dijo esas cosas y no le quit los ojos de encima. Ahora le reluca un cuchilln en la mano derecha, que en fija lo haba trado en la manga. Alrededor se haban ido abriendo los que empujaron, y todos los mirbamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violn, acataba ese rumbo. En eso, oigo que se desplazaban atrs, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que seran la barra del Corralero. El ms viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelant para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubri con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio. Qu le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Segua callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no s si lo escupi o si se le cay de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del saln no nos alcanzo lo que dijo. Volvi Francisco Real a desafiarlo y l a negarse. Entonces, el ms muchacho de los forasteros silb. La Lujanera lo mir aborrecindolo y se abri paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le meti la mano en el pecho y le sac el cuchillo desenvainado y se lo di con estas palabras: Rosendo, creo que lo estars precisando.A la altura del techo haba una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibi Rosendo el cuchillo y lo fili como si no lo reconociera. Se empin de golpe hacia atrs y vol el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sent como un frio.De asco no te carneo dijo el otro, y alz, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendi y le ech los brazos al cuello y lo mir con esos ojos y le dijo con ira: Dejalo a se, que nos hizo creer que era un hombre.Francisco Real se qued perplejo un espacio y luego la abraz como para siempre y les grit a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los dems de la diversin, que bailaramos. La milonga corri como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudindola. Llegaron a la puerta y grito: Vayan abriendo cancha, seores, que la llevo dormida! Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango. Deb ponerme colorao de vergenza. D unas vueltitas con alguna mujer y la plant de golpe. Invent que era por el calor y por la apretura y jui orillando la par hasta salir. Linda la noche, para quien? A la vuelta del callejn estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran as, como si ni pa recoger changangos sirviramos. Me di coraje de sentir que no ramos naides. Un manotn a mi clavel de atrs de la oreja y lo tir a un charquito y me qued un espacio mirndolo, como para no pensar en ms nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el da siguiente, yo me quera salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurra solo del barrio.Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezong al pasar, no s si para desahogarse, o ajeno. Agarr el lado ms oscuro, el del Maldonado; no lo volv a ver ms. Me qued mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ah abajo, un caballo dormido, el callejn de tierra, los hornos y pens que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no ms? Sent despus que no, que el barrio cuanto ms aporriao, ms obligacin de ser guapo. Basura? La milonga dle loquiar, y dle bochinchar en las casas, y traa olor a madreselvas el viento. Linda al udo la noche. Haba de estrellas como para marearse mirndolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a m no me representaba nada el asunto, pero la cobarda de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me queran dejar. Hasta de una mujer para esa noche se haba podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pens, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qu lado agarraron. Muy lejos no podan estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta. Cuando alcanc a volver, segua como si tal cosa el bailongo.Hacindome el chiquito, me entrever en el montn, y vi que alguno de los nuestros haba rajado y que los norteros tangueaban junto con los dems. Codazos y encontrones no haba, pero si recelo y decencia. La msica parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decan esta boca es ma.Yo esperaba algo, pero no lo que sucedi.Ajuera oimos una mujer que lloraba y despus la voz que ya conocamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, dicindole: Entr, m'hija y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.Abr te digo, abr gaucha arrastrada, abr, perra! se abri en eso la puerta tembleque, y entr la Lujanera, sola. Entr mandada, como si viniera arrendola alguno.La est mandando un nima dijo el Ingls.Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entr, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, di unos pasos marcados alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con l, lo acost de espaldas y le acomod el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punz que antes no le oserv, porque lo tap la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caa y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntndose con la cara y ella consigui hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa pualada y que ella jura que no sabe quin es y que no es Rosendo. Ouin le iba a creer? El hombre a nuestros pies se mora. Yo pens que no le haba temblado el pulso al que lo arregl. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpe, la Julia haba estao cebando unos mates y el mate di Ia vuelta redonda y volvo a mi mano, antes que falleciera. Tpenme la cara, dijo despacio, cuando no pudo ms. Slo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agona. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altsima. Se muri abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dej de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tena ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de ms coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batera hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perd el odio.Para morir no se precisa ms que estar vivo dijo una del montn, y otra, pensativa tambin: Tanta soberbia el hombre, y no sirve ms que pa juntar moscas.Entonces los norteros jueron dicindose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte despus.Lo mat la mujer.Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvid que tena que prudenciar y me les atraves como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sent que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna: Fijensn en las manos de esa mujer. Que pulso ni que corazn va a tener para clavar una pualada?Aad, medio desganado de guapo: Quin iba a soar que el finao, que asegn dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como ste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida despus?El cuero no le pidi biaba a ninguno.En eso iba creciendo en la soled un ruido de jinetes. Era la polica. Quien ms, quien menos, todos tendran su razn para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarn ustedes aquella ventana alargada por la que pas en un brillo el pual. Por ah paso despus el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tena lo aligeraron esas manos y alguno le hach un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, seor, que as se le animaban a un pobre dijunto indefenso, despus que lo arregl otro ms hombre. Un envin y el agua torrentosa y sufrida se lo llev. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vsceras, porque prefer no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovech el apuro para salir. Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violn le saba sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de andubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Arda en la ventana una lucecita, que se apag en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volv a sacar el cuchillo corto y filoso que yo saba cargar aqu, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegu otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

Pierre Menard, autor del Quijote - Jorge Luis Borges(El jardn de senderos que se bifurcan (1941;Ficciones, 1944)A Silvina Ocampo

La obra visible que ha dejado este novelista es de fcil y breve enumeracin. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catlogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideracin de inferir a sus deplorables lectores si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos autnticos de Menard han visto con alarma ese catlogo y aun con cierta tristeza. Dirase que ayer nos reunimos ante el mrmol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empaar su Memoria... Decididamente, una breve rectificacin es inevitable. Me consta que es muy fcil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirn mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las lneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espritus ms finos del principado de Mnaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, despus de su reciente boda con el filntropo internacional Simn Kautzsch, tan calumniado, ay!, por las vctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado a la veracidad y a la muerte (tales son sus palabras) la seoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplcito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes. He dicho que la obra visible de Menard es fcilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen: a) Un soneto simbolista que apareci dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (nmeros de marzo y octubre de 1899). b) Una monografa sobre la posibilidad de construir un vocabulario potico de conceptos que no fueran sinnimos o perfrasis de los que informan el lenguaje comn, sino objetos ideales creados por una convencin y esencialmente destinados a las necesidades poticas (Nmes, 1901). c) Una monografa sobre ciertas conexiones o afinidades del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nmes, 1903). d) Una monografa sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nmes, 1904). e) Un artculo tcnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovacin. f) Una monografa sobre el Ars Magna Generalis de Ramn Llull (Nmes, 1906). g) Una traduccin con prlogo y notas del Libro de la invencin liberal y arte del juego del axedrez de Ruy Lpez de Segura (Pars, 1907). h) Los borradores de una monografa sobre la lgica simblica de George Boole. i) Un examen de las leyes mtricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de SaintSimon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909). j) Una rplica a Luc Durtain (que haba negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909). k) Una traduccin manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des prcieux. l) Un prefacio al catlogo de la exposicin de litografas de Carolus Hourcade (Nmes, 1914). m) La obra Les Problmes d'un problme (Pars, 1917) que discute en orden cronolgico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epgrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los captulos dedicados a Russell y a Descartes. n) Un obstinado anlisis de las costumbres sintcticas de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard recuerdo declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crtica. o) Una transposicin en alejandrinos del Cimetire marin, de Paul Valry (N.R.F., enero de 1928). p) Una invectiva contra Paul Valry, en las Hojas para la supresin de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre parntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinin sobre Valry. ste as lo entendi y la amistad antigua de los dos no corri peligro.) q) Una definicin de la condesa de Bagnoregio, en el victorioso volumen la locucin es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar al mundo y a Italia una autntica efigie de su persona, tan expuesta (en razn misma de su belleza y de su actuacin) a interpretaciones errneas o apresuradas. r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934). s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuacin.[1] Hasta aqu (sin otra omisin que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o vido, lbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronolgico. Paso ahora a la otra: la subterrnea, la interminablemente heroica, la impar. Tambin, ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la ms significativa de nuestro tiempo, consta de los captulos noveno y trigsimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del captulo veintids. Yo s que tal afirmacin parece un dislate; justificar ese dislate es el objeto primordial de esta nota.[2] Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filolgico de Novalis el que lleva el nmero 2005 en la edicin de Dresden que esboza el tema de la total identificacin con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebire o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales intiles, slo aptos deca para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las pocas son iguales o de que son distintas. Ms interesante, aunque de ejecucin contradictoria y superficial, le pareca el famoso propsito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarn, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedic su vida a escribir un Quijote contemporneo, calumnian su clara memoria. No quera componer otro Quijote lo cual es fcil sino el Quijote. Intil agregar que no encar nunca una transcripcin mecnica del original; no se propona copiarlo. Su admirable ambicin era producir unas pginas que coincidieran palabra por palabra y lnea por lnea con las de Miguel de Cervantes. Mi propsito es meramente asombroso, me escribi el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. El trmino final de una demostracin teolgica o metafsica el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales no es menos anterior y comn que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filsofos publican en agradables volmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas. En efecto, no queda un solo borrador que atestige ese trabajo de aos. El mtodo inicial que imagin era relativamente sencillo. Conocer bien el espaol, recuperar la fe catlica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los aos de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudi ese procedimiento (s que logr un manejo bastante fiel del espaol del siglo diecisiete) pero lo descart por fcil. Ms bien por imposible! dir el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a trmino, ste era el menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareci una disminucin. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareci menos arduo por consiguiente, menos interesante que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a travs de las experiencias de Pierre Menard. (Esa conviccin, dicho sea de paso, le hizo excluir el prlogo autobiogrfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prlogo hubiera sido crear otro personaje Cervantes pero tambin hubiera significado presentar el Quijote en funcin de ese personaje y no de Menard. ste, naturalmente, se neg a esa facilidad.) Mi empresa no es difcil, esencialmente leo en otro lugar de la carta. Me bastara ser inmortal para llevarla a cabo. Confesar que suelo imaginar que la termin y que leo el Quijote todo el Quijote como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el captulo xxvi no ensayado nunca por l reconoc el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ros, la dolorosa y hmida Eco. Esa conjuncin eficaz de un adjetivo moral y otro fsico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

Where a malignant and a turbaned Turk...

Por qu precisamente el Quijote? dir nuestro lector. Esa preferencia, en un espaol, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nmes, devoto esencialmente de Poe, que engendr a Baudelaire, que engendr a Mallarm, que engendr a Valry, que engendr a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. El Quijote, aclara Menard, me interesa profundamente, pero no me parece cmo lo dir? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjeccin de Edgar Allan Poe:

Ah, bear in mind this garden was enchanted!

o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me s capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histrica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautologa. A los doce o trece aos lo le, tal vez ntegramente. Despus, he reledo con atencin algunos captulos, aquellos que no intentar por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto ms difcil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehus la colaboracin del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invencin. Yo he contrado el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontnea. Mi solitario juego est gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicolgico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto original y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilacin... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congnita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos aos, cargados de complejsimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote. A pesar de esos tres obstculos, el fragmentario Quijote de Menard es ms sutil que el de Cervantes. ste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su pas; Menard elige como realidad la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. Qu espaoladas no habra aconsejado esa eleccin a Maurice Barrs o al doctor Rodrguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitaneras ni conquistadores ni msticos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdn indica un sentido nuevo de la novela histrica. Ese desdn condena a Salammb, inapelablemente. No menos asombroso es considerar captulos aislados. Por ejemplo, examinemos el xxxviii de la primera parte, que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras. Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje anlogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. Pero que el don Quijote de Pierre Menard hombre contemporneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell reincida en esas nebulosas sofisteras! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y tpica subordinacin del autor a la psicologa del hroe; otros (nada perspicazmente) una transcripcin del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretacin (que juzgo irrefutable) no s si me atrever a aadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hbito resignado o irnico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por l. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valry en la efmera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idnticos, pero el segundo es casi infinitamente ms rico. (Ms ambiguo, dirn sus detractores; pero la ambigedad es una riqueza.) Es una revelacin cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. ste, por ejemplo, escribi (Don Quijote, primera parte, noveno captulo):... la verdad, cuya madre es la historia, mula del tiempo, depsito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el ingenio lego Cervantes, esa enumeracin es un mero elogio retrico de la historia. Menard, en cambio, escribe:... la verdad, cuya madre es la historia, mula del tiempo, depsito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporneo de William James, no define la historia como una indagacin de la realidad sino como su origen. La verdad histrica, para l, no es lo que sucedi; es lo que juzgamos que sucedi. Las clusulas finales ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir son descaradamente pragmticas. Tambin es vvido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard extranjero al fin adolece de alguna afectacin. No as el del precursor, que maneja con desenfado el espaol corriente de su poca. No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente intil. Una doctrina es al principio una descripcin verosmil del universo; giran los aos y es un mero captulo cuando no un prrafo o un nombre de la historia de la filosofa. En la literatura, esa caducidad es an ms notoria. El Quijote me dijo Menard fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasin de brindis patritico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensin y quiz la peor. Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisin que de ellas deriv Pierre Menard. Resolvi adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometi una empresa complejsima y de antemano ftil. Dedic sus escrpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplic los borradores; corrigi tenazmente y desgarr miles de pginas manuscritas.[3] No permiti que fueran examinadas por nadie y cuid que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas. He reflexionado que es lcito ver en el Quijote final una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros Tenues pero no indescifrables de la previa escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, slo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podra exhumar y resucitar esas Troyas... Pensar, analizar, inventar (me escribi tambin) no son actos anmalos, son la normal respiracin de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa funcin, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrdulo estupor que el doctor universalis pens, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo ser. Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una tcnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la tcnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones errneas. Esa tcnica de aplicacin infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa tcnica puebla de aventura los libros ms calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Cline o a James Joyce la Imitacin de Cristo no es una suficiente renovacin de esos tenues avisos espirituales?Nmes, 1939[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versin literal de la versin literal que hizo Quevedo de la Introduction la vie dvote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.[2] Tuve tambin el propsito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero cmo atreverme a competir con las pginas ureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lpiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares smbolos tipogrficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nmes; sola llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.

Tln, Uqbar, Orbis Tertius - Jorge Luis Borges(El jardn de senderos que se bifurcan (1941;Ficciones, 1944)

I

Debo a la conjuncin de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Meja; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917) y es una reimpresin literal, pero tambin morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo har unos cinco aos. Bioy Casares haba cenado conmigo esa noche y nos demor una vasta polmica sobre la ejecucin de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores a muy pocos lectores la adivinacin de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares record que uno de los heresiarcas de Uqbar haba declarado que los espejos y la cpula son abominables, porque multiplican el nmero de los hombres. Le pregunt el origen de esa memorable sentencia y me contest que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artculo sobre Uqbar. La quinta (que habamos alquilado amueblada) posea un ejemplar de esa obra. En las ltimas pginas del volumen XLVI dimos con un artculo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrog los tomos del ndice. Agot en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una regin del Irak o del Asia Menor. Confieso que asent con alguna incomodidad. Conjetur que ese pas indocumentado y ese heresiarca annimo eran una ficcin improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleci mi duda.Al da siguiente, Bioy me llam desde Buenos Aires. Me dijo que tena a la vista el artculo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero s la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idnticas a las repetidas por l, aunque tal vez literariamente inferiores. l haba recordado: Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia deca: Para uno de esos gnsticos, el visible universo era una ilusin o (ms precisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are hateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustara ver ese artculo. A los pocos das lo trajo. Lo cual me sorprendi, porque los escrupulosos ndices cartogrficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsa cartula y en el lomo, la indicacin alfabtica (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 pginas constaba de 921. Esas cuatro pginas adicionales comprendan al artculo sobre Uqbar; no previsto (como habr advertido el lector) por la indicacin alfabtica. Comprobamos despus que no hay otra diferencia entre los volmenes. Los dos (segn creo haber indicado) son reimpresiones de la dcima Encyclopaedia Britannica. Bioy haba adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.os y crteres y cadenas de esa misma regin. Lemos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldn y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la pgina 918. En la seccin histrica (pgina 920) supimos que a raz de las persecuciones religiosas del siglo XIII, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todava sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La seccin idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carcter fantstico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referan jams a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tln... La bibliografa enumeraba cuatro volmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874 figura en los catlogos de librera de Bernard Quaritch[1]. El primero, Lesbare und lesenswerthe Benerkungen ber das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andre. El hecho es significativo; un par de aos despus, di con ese nombre en las inesperadas pginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un telogo alemn que a principios del siglo XVII describi la imaginaria comunidad de la Rosa - Cruz que otros luego fundaron, a imitacin de lo prefigurado por l.Lemos con algn cuidado el artculo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el nico sorprendente. El resto pareca muy verosmil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geogrfica, slo reconocimos tres Jorasn, Armenia, Erzerum, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres histricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado ms bien como una metfora. La nota pareca precisar las fronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ros y crteres y cadenas de esa misma regin. Lemos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldn y el delta del Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la pgina 918. En la seccin histrica (pgina 920) supimos que a raz de las persecuciones religiosas del siglo XIII, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todava sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La seccin idioma y literatura era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carcter fantstico y que sus epopeyas y sus leyendas no se referan jams a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tln... La bibliografa enumeraba cuatro volmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero -Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874- figura en los catlogos de librera de Bernard Quaritch . El primero, Lesbare und lesenswerthe Benerkungen ber das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andre. El hecho es significativo; un par de aos despus, di con ese nombre en las inesperadas pginas de De Quincey (Writings, decimotercero volumen) y supe que era el de un telogo alemn que a principios del siglo XVII describi la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitacin de lo prefigurado por l.Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catlogos, anuarios de sociedades geogrficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie haba estado nunca en Uqbar. El ndice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al da siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo haba referido el asunto) advirti en una librera de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedia... Entr e interrog el volumen XXVI. Naturalmente, no dio con el menor indicio de Uqbar.

II

Algn recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogu, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeci de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba rectangular haba sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos aos iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografas que nos mostr) un reloj de sol y unos robles. Mi padre haba estrechado con l (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el dilogo. Solan ejercer un intercambio de libros y de peridicos; solan batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeraron (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no s qu tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agreg que ese trabajo le haba sido encargado por un noruego: en Ro Grande do Sul. Ocho aos que lo conocamos y no haba mencionado nunca su estada en esa regin... Hablamos de vida pastoril, de capangas. de la etimologa brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todava pronuncian gacho) y nada ms se dijo Dios me perdone de funciones duodecimales. En setiembre de 1937 (no estbamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe muri de la rotura de un aneurisma. Das antes, haba recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dej en el bar, donde meses despus lo encontr. Me puse a hojearlo y sent un vrtigo asombrado y ligero que no describir, porque sta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tln y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es ms dulce el agua en los cntaros; si esas puertas se abrieran, no sentira lo que en esa tarde sent. El libro estaba redactado en ingls y lo integraban 1001 pginas. En el amarillo lomo de cuero le estas curiosas palabras que la falsa cartula repeta: A First Encyclopaedia of Tln. Vol. XI. Hlaer to Jangr, No haba indicacin de fecha ni de lugar. En la primera pgina y en una hoja de papel de seda que cubra una de las lminas en colores haba estampado un valo azul con esta inscripcin: Orbis Tertius. Haca dos aos que yo haba descubierto en un tomo de cierta enciclopedia prctica una somera descripcin de un falso pas; ahora me deparaba el azar algo ms precioso y ms arduo. Ahora tena en las manos un vasto fragmento metdico de la historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologas y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pjaros y sus peces, con su lgebra y su fuego, con su controversia teolgica y metafsica. Todo ello articulado, coherente, sin visible propsito doctrinal o tono pardico.En el onceno tomo de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Nstor Ibarra, en un artculo ya clsico de la N. R F., ha negado que existen esos alteres; Ezequiel Martnez Estrada y Drieu La Rochelle han refutado, quiz victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las pesquisas ms diligentes han sido estriles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dos Amricas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de ndole policial, propone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generacin de tlnistas puede bastar. Ese arriesgado cmputo nos retrae al problema fundamental: Quines inventaron a Tln? El plural es inevitable, porque la hiptesis de un solo inventor de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia ha sido descartada unnimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrnomos, de bilogos, de ingenieros, de metafsicos, de poetas, de qumicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de gemetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invencin y menos los capaces de subordinar la invencin a un riguroso plan sistemtico. Ese plan es tan vasto que la contribucin de cada escritor es infinitesimal. Al principio se crey que Tln era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginacin; ahora se sabe que es un cosmos y las ntimas leves que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Bsteme recordar que las contradicciones aparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lcido y tan justo es el orden que se ha observado en l. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso, la zoologa v la topografa de Tln; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atencin de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.Hume not para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor rplica y no causan la menor conviccin. Ese dictamen es del todo verdico en su aplicacin a la tierra; del todo falso en Tln. Las naciones de ese planeta son congnitamente idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje la religin, las letras, la metafsica presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterognea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay sustantivos en el conjetural Ursprache de Tln, de la que proceden los idiomas actuales y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos) monosilbicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sera en espaol lunecer o lunar. Surgi la luna sobre el ro se dice hlr u fang axaxaxas ml o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrs duraderofluir luneci. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lun. Upward, bebind the onstreaming it mooned.)Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la clula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilbico. El sustantivo se forma por acumulacin de adjetivos. No se dice luna: se dice areo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue del cielo o cualquier otra agregacin. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, segn las necesidades poticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos trminos, uno de carcter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pjaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trmulo que se ve con los ojos cerrados, la sensacin de quien se deja llevar por un ro y tambin por el sueo. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es prcticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto potico creado por el autor. El hecho de que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradjicamente, que sea interminable su nmero. Los idiomas del hemisferio boreal de Tln poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos ms.No es exagerado afirmar que la cultura clsica de Tln comprende una sola disciplina: la psicologa. Las otras estn subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensin y del pensamiento; nadie comprendera en Tln la yuxtaposicin del primero (que slo es tpico de ciertos estados) y del segundo que es un sinnimo perfecto del cosmos. Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial perdure en el tiempo. La percepcin de una humareda en el horizonte y despus del campo incendiado y despus del cigarro a medio apagar que produjo la quemazn es considerada un ejemplo de asociacin de ideas.Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculacin, en Tln, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo id est, de clasificarlo importa un falseo. De ello cabra deducir que no hay ciencias en Tln ni siquiera razonamientos. La paradjica verdad es que existen, en casi innumerable nmero. Con las filosofas acontece lo que acontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofa sea de antemano un juego dialctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafsicos de Tln no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafsica es una rama de la literatura fantstica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinacin de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase todos los aspectos es rechazable, porque supone la imposible adicin del instante presente y de los pretritos. Tampoco es lcito el plural los pretritos, porque supone otra operacin imposible... Una de las escuelas de Tln llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente[2].Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo y en ellas nuestras vidas y el ms tenue detalle de nuestras vidas es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografas en las que no valen todos los smbolos y que slo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aqu, estamos despiertos en otro lado y que as cada hombre es dos hombres.Entre las doctrinas de Tln, ninguna ha merecido tanto escndalo como el materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undcimo siglo[3] ide el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tln al de las aporas eleticas. De ese razonamiento especioso hay muchas versiones, que varan el nmero de monedas y el nmero de hallazgos; he aqu la ms comn:El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del mircoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de maana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quera deducir de esa historia la realidad id est la continuidad de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes Es lgico pensar que han existido siquiera de algn modo secreto, de comprensin vedada a los hombres en todos los momentos de esos tres plazos.El lenguaje de Tln se resista a formular esa paradoja, los ms no la entendieron Los defensores del sentido comn se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la ancdota Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neolgicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una peticin de principio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las ltimas. Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, mircoles, lluvia) slo tiene un valor metafrico. Denunciaron la prfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del mircoles. que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipottico de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. No sera ridculo interrogaron pretender que ese dolor, es el mismo?[4] Dijeron que al heresiarca no lo mova sino el blasfematorio propsito de atribuir la divina categora de ser a unas simples monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no; Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habra que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.Increblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien aos de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradicin ortodoxa, formul una hiptesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que stos son los rganos y mscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese pantesmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicolgica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.La geometra de Tln comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la tctil. La ltima corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometra visual es la superficie, no el punto. Esta geometra desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmtica es la nocin de nmeros indefinidos. Acentan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemticos simbolizan por > y por