Blanco Ana María Del Río

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1 Blanco. Sucedió en el verano. Todo lo que sucede pasa en los veranos. El resto de las cosas solo pasa. Fue en las Misiones. Fueron llegando como hipopótamos, los curas balanceándose en sus pies minúsculos. Sudaban. Todos traían hábitos de lana café. No venía el flaco que había venido el verano pasado. El único flaco. Este año tocaban los gordos, uf, suspiramos mirándolos por entre las zarzamoras. Ese año descubrí los suspiros azules. La roca de la gruta, al fondo del sombrío parque estaba llena de ellos. Eran de un azul inolvidable. Y se abrían, se abrían. Corté uno y me invadió una sensación de corola, en ensanchamiento en el pecho y en la guata inexplicable. Fue tan fuerte que dejé caer la flor. Cayó sin un ruido, como caen las flores perfectas. Cerré los ojos. Algo en mí se abría también. No era solo la alegría del verano. Era otra cosa más íntima, más sombría, dentro de mí misma. Mi cuerpo había cambiado totalmente desde el verano pasado. Me di cuenta por las miradas de los inquilinos. Se había perdido para siempre la mirada con los ojos risueños, medio acariciadora suave. Ahora, mientras venía caminando con la mochila desde el cruce del teléfono, me salieron al encuentro otras miradas, duras como cuchillos y abruptas y estupefactas. Cuánto había cambiado, mi niña, se fue mi niñita, me abrazó la Gumercinda. Igual me coscacheó y me mandó a buscar cachiporras para el fuego. Solo Alberto, mi amigo del alma, el hijo de Juan Godoy, el de los ojos verdes como gato, no pareció hacer ningún distingo. Casi indiferente, como siempre. Atareado haciendo trampas para conejos. Como todos los otros años después de muchos ruegos, accedió a que le ayudara. Llegaban a la casona patronal. Donde los cuarenta primos pasábamos las vacaciones. Ahí almorzaban durante horas. Había que tenerles un almuerzo con tres platos, dónde se ha visto que la religión dé tanto hambre, rezongaba la Gumercinda, yendo y viniendo entre los cuatro fuegos prendidos a todo vapor de la inmensa cocina a leña. Salían filas de empleadas y niñas de mano con fuentes humeando. Ambrosio, el mozo, se tambaleaba bajo las fuentes de cazuela y de carne. Buscándole el lado bueno, se pone mejor la comida cuando vienen ellos, dijo Rafa. Sí, pero hay que confesarse por las Misiones y tienen olor a todo, desde ajo, dijeron todos los hombres. Era cierto. Sudaban y olían a todo. Yo era la única mujer. Me salvaba la rejilla. Pero no me libraba del aliento sofocado e hirviente de las palabras que el cura me lanzaba cada vez más cerca, ¿se ha tocado? ¿cuántas veces? ¿dónde? ¿en qué pensaba? Yo optaba por decir que sí, que había hecho todo, inventando situaciones oscuras, llenas de pelos y de calzones. Oía su respiración cada vez más rápida como una locomotora en marcha. De pronto lanzaba un bufido y tronaba la penitencia, tres avemarías y tres glorias. Yo no sabía cómo se rezaba el gloria, pero decía que sí a todo. Todo con tal de salir de ahí. Nunca tenía tiempo de preguntarle mis verdaderas dudas de fe, como por ejemplo, el cómo si la bondad de Dios era infinita, existía el infierno, y cosas de esas que nunca se podían preguntar porque en seguida te decían que no te pusieras densa o que no fueras insolente o hereje, y que por menos habían quemado gente en la Colonia. Los misioneros salían como a eso de las cinco y media de la tarde, después de la once, como trompos café, bamboleándose hacia el caserío del cerro, potreros arriba. Por el otro lado, por respeto, se hacía venir a las vacas para la ordeña. La gente los temía y se escondían en sus casas. También escondían a los niños en las cajas de guardar ropa. Los misioneros eran temibles. No pedían permiso y entraban. Comenzaban a levantar

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Cuento

Transcript of Blanco Ana María Del Río

  • 1

    Blanco.

    Sucedi en el verano. Todo lo que sucede pasa en los veranos. El resto de las cosas solo

    pasa.

    Fue en las Misiones. Fueron llegando como hipoptamos, los curas balancendose en sus

    pies minsculos. Sudaban. Todos traan hbitos de lana caf. No vena el flaco que haba

    venido el verano pasado. El nico flaco. Este ao tocaban los gordos, uf, suspiramos

    mirndolos por entre las zarzamoras.

    Ese ao descubr los suspiros azules. La roca de la gruta, al fondo del sombro parque

    estaba llena de ellos. Eran de un azul inolvidable. Y se abran, se abran. Cort uno y me

    invadi una sensacin de corola, en ensanchamiento en el pecho y en la guata inexplicable.

    Fue tan fuerte que dej caer la flor. Cay sin un ruido, como caen las flores perfectas. Cerr

    los ojos. Algo en m se abra tambin. No era solo la alegra del verano. Era otra cosa ms

    ntima, ms sombra, dentro de m misma. Mi cuerpo haba cambiado totalmente desde el

    verano pasado. Me di cuenta por las miradas de los inquilinos. Se haba perdido para

    siempre la mirada con los ojos risueos, medio acariciadora suave. Ahora, mientras vena

    caminando con la mochila desde el cruce del telfono, me salieron al encuentro otras

    miradas, duras como cuchillos y abruptas y estupefactas. Cunto haba cambiado, mi nia,

    se fue mi niita, me abraz la Gumercinda. Igual me coscache y me mand a buscar

    cachiporras para el fuego. Solo Alberto, mi amigo del alma, el hijo de Juan Godoy, el de los

    ojos verdes como gato, no pareci hacer ningn distingo. Casi indiferente, como siempre.

    Atareado haciendo trampas para conejos. Como todos los otros aos despus de muchos

    ruegos, accedi a que le ayudara.

    Llegaban a la casona patronal. Donde los cuarenta primos pasbamos las vacaciones. Ah

    almorzaban durante horas. Haba que tenerles un almuerzo con tres platos, dnde se ha

    visto que la religin d tanto hambre, rezongaba la Gumercinda, yendo y viniendo entre los

    cuatro fuegos prendidos a todo vapor de la inmensa cocina a lea. Salan filas de empleadas

    y nias de mano con fuentes humeando. Ambrosio, el mozo, se tambaleaba bajo las fuentes

    de cazuela y de carne.

    Buscndole el lado bueno, se pone mejor la comida cuando vienen ellos, dijo Rafa.

    S, pero hay que confesarse por las Misiones y tienen olor a todo, desde ajo, dijeron todos

    los hombres. Era cierto. Sudaban y olan a todo.

    Yo era la nica mujer. Me salvaba la rejilla. Pero no me libraba del aliento sofocado e

    hirviente de las palabras que el cura me lanzaba cada vez ms cerca, se ha tocado?

    cuntas veces? dnde? en qu pensaba? Yo optaba por decir que s, que haba hecho

    todo, inventando situaciones oscuras, llenas de pelos y de calzones. Oa su respiracin cada

    vez ms rpida como una locomotora en marcha. De pronto lanzaba un bufido y tronaba la

    penitencia, tres avemaras y tres glorias. Yo no saba cmo se rezaba el gloria, pero deca

    que s a todo. Todo con tal de salir de ah. Nunca tena tiempo de preguntarle mis

    verdaderas dudas de fe, como por ejemplo, el cmo si la bondad de Dios era infinita, exista

    el infierno, y cosas de esas que nunca se podan preguntar porque en seguida te decan que

    no te pusieras densa o que no fueras insolente o hereje, y que por menos haban quemado

    gente en la Colonia.

    Los misioneros salan como a eso de las cinco y media de la tarde, despus de la once,

    como trompos caf, bambolendose hacia el casero del cerro, potreros arriba. Por el otro

    lado, por respeto, se haca venir a las vacas para la ordea. La gente los tema y se

    escondan en sus casas. Tambin escondan a los nios en las cajas de guardar ropa. Los

    misioneros eran temibles. No pedan permiso y entraban. Comenzaban a levantar

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    colchones, cunta gente vive aqu?, cuntos hijos? dnde est el certificado de

    matrimonio?, daban vuelta las sbanas, las olan, conviviente?

    Era la palabra demonaca. Los misioneros hacan una sea a las tas que los acompaaban

    con unas libretas, sacaban a la gente de las casas, al hombre, a la mujer, a los nios, los

    hacan ponerse en fila de mayor a menor, en el patio, junto a las acequias ftidas a esa hora

    de la siesta, los perros con tia, mostrando su piel rosada, rascndose a toda velocidad, las

    tas anotando, nombres, edades. Al lado, una columna que deca sacramentos, marcando tickets a toda velocidad.

    Nadie tena ningn sacramento. Ni menos certificado de matrimonio. Todos eran

    convivientes.

    Bueno, como nuestros primeros padres, no ms, no s qu tanta cosa le encuentran, deca la

    Gumercinda, indignada pelando miles de papas para el pur gigante. O es que Adn y Eva

    podan presentar certificado de matrimonio?

    Pero parece que conviviente era vivir en pecado. Eso lo limpiaban los Misioneros como

    quien limpia alfombras. De a todos juntos. Hacan tres grandes grupos: los bautizos, las

    primeras comuniones y los matrimonios. Las clases eran en la gruta, cuando se iba

    poniendo el sol. Algunos convivientes tenan que asistir a las tres, con el sombrero en la

    mano, las mujeres retorciendo unos pauelitos minsculos, todos mirando para abajo.

    Consista en aprenderse unas preguntas y unas respuestas que venan en letra negrita.

    La gruta reluca. Haban barrido todas las hojas con hojas de palmera y puesto filas de filas

    de bancos, casi hasta el borde del huerto. La roca encorvada estaba llena de suspiros azules,

    que se abran escandalosamente en la sombra cerrada y verdenegra de los eucaliptos. Era un

    mundo encantado.

    Ms encantado si supieras lo que pasa con los suspiros azules, me dijo Rafa, mi primo

    mayor, con aire de mayor de edad.

    Lo persegu toda una maana por la cancha de tenis, luego por el huerto. Galop tras l toda

    una tarde por los potreros. Dmelo. Qu tienen los suspiros azules?

    Los hierves y los mueles. Te tomas el agua y ves visiones.

    Quin te lo dijo?

    Se dice el milagro pero no el santo.

    Antiptico. Te doy la cajita de carey.

    Trato hecho. Me lo dijo la Elba Chica.

    La de Juan Godoy?

    S. Me dijo que era un secreto. Que la mataran en su casa si saban que ella lo haba dicho.

    Esa noche todos los primos grandes, ya lo saban. En el atardecer de furiosos rayos naranjas

    fuimos a la gruta. Los mayores jugaban bridge en el living, mirndose capciosos. Haba

    unas empleadas y nias de mano ayudando a preparar el altar. Se hincaban cada vez que

    pasaban por el medio de la gruta. Bajo la piedra haban puesto una mesa y el mejor mantel.

    Otros manteles limpios, crujientes de almidn, cubran las partes interiores de la roca. En

    una estaba Santa Bernardita. En la cavidad de ms arriba, estaba la Virgen de Lourdes, con

    un lazo de raso celeste de verdad anudado a su cintura. Una caja inmensa de galletas,

    cubierta con servilletas de lino inmaculado hacia de Sagrario.

    Que se vayan luego, esperbamos acezantes.

    Cuando se fueron, llevaban los lirios que haban sobrado en las manos. Iban hablando.

    Parecan santas.

    Trepamos por la escalera de tijera.

    Las del alto de la roca son mejores, dijo Rafa.

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    Pusimos las flores azules en la bolsa. Se marchitaban casi altiro, arrugndose y volvindose

    de un azul casi negro.

    Las hervimos en el anafe junto al horno del pan, al lado afuera de la cocina, junto a las

    caballerizas. No haba nadie. Los empacadores de limones se haban ido. Muchos estaban

    en el saln parroquial en clases de bautizo, primera comunin y matrimonio.

    Hay dejarlas oreando y tomarse el lquido en la maana dijo Rafa.

    Pero maana es la Misa solemne con los sacramentos, dije.

    Por supuesto, dijeron mis primos burlndose. Para eso es. Ser una ceremonia interminable.

    Es la nica manera de que no nos lateemos tanto.

    Era cierto.

    No se ran, dije. Pero deber ponerme vestido para maana. Vestido blanco.

    Blan-cayradin-tevalan-vi, dijeron, rindose.

    Imbciles, dije.

    Tienes que confesarte, dijiste imprecaciones.

    Cllense estpidos. Vamos a or la Tercera Oreja arriba?, propuse.

    De todas maneras, dijeron.

    Nos peleamos las sillas junto a la inmensa radio en el saloncito del tercer piso. Se oan

    hasta las radios de Rusia. Pero los tos tenan prohibido orlas.

    Nada comunista, decan. Es el cncer del pueblo.

    Y la religin, el opio, dije.

    Me sacudieron.

    Quin te meti esas ideas en la cabeza? quin? Habla.

    Nadie. Lo o en el taller de mecnica, dije. Qu desorbitados se ponan, Dios. Sera en

    todas las familias as? Tema que s. Las de mis primos no eran muy distintas.

    Al da siguiente, en la inmensa casa, todos corren y no s por qu, todas las ventanas estn

    abiertas. Los Misioneros toman desayuno en el comedor cerrado para las personas civiles y

    terrestres. Entre nubes de vapor que salen de los inmensos jarros de caf y de leche, los

    vemos. Estn ms gordos que nunca. Parecen globos concelebrados. Tienen las caras rojas.

    Gesticulan. Se meten pedazos enteros de pan con mantequilla a las bocas. No mascan.

    Toman ms caf, ms leche.

    De pronto pasan a la pieza de billar con las persianas cerradas. Ah se vestirn. Ornamentos

    blancos. Una espuma rgida, detenida en el aire. Las empleadas han planchado y

    almidonado hasta las dos de la maana. Todas tienen ojeras.

    El resto de la casa est en caos. Nadie barri. Las camas se hacen por encima, estirando las

    colchas. Las empleadas corren. Visten a los chicos con las galas. Es la misa solemne de las

    Misiones. El vestido blanco espera sobre una silla, desmayado.

    Me lo pongo. Me peino sin agua, sujetndome el pelo con dos pinches. Calcetines. Zapatos

    de charol negro. Un poco de saliva. Listo.

    Abro el closet. Me tomo la botellita de media coca cola, con el lquido azul. Amargo. Listo.

    Me siento en una silla a esperar las visiones. Nada. No pasa nada. Era mentira. Tpico de

    Rafa, digo. Tpico.

    Voy caminando por el parque en direccin a la gruta. Veo otras figuras negro brillantes que

    se encaminan. El suelo es tan blando que parece aire. El sol de la maana lucha a brazo

    partido contra la maraa de los pinos.

    Hileras de bancos. Parecen muertos, en reposo perfecto, ordenados, laxos. Las siluetas se

    sientan sobre ellos.

  • 4

    Los tos, los abuelos, las tas. Llegan al final en un revuelo de torsos. Algunos vienen a

    caballo. Violentos. Enjaezados, estilando olor a jabn y a colonia inglesa, relucen los

    rostros como el copn. Todo reluce. Y pierde su luz al entrar en el imperio de sombra. La

    gruta, bajo los suspiros azules. Los inquilinos van entrando oscuros, pardos, solo los nios

    con chalecos rosados y vestidos verde cata. Cintas en el pelo brillan las gotas mojadas en el

    pelo como mariposas estallando en el aire y mueren al entrar bajo la gruta.

    Los hombres a la izquierda. Las mujeres a la derecha. As es en las Misiones. Siento como

    en el aire soy llevada hacia el banco de los hombres. Me siento junto a Alberto, el hijo de

    Juan Godoy, mi amigo, el que me hizo las ojotas y me regal la mejor honda del valle. Yo

    le d mi diario de vida. Mi amigo. Los tos me hacen seas furiosos. Que me salga del lado

    izquierdo. Dejo de mirarlos. Dejo de ver las caras. Todo flota suavemente rodando hacia

    una tranquilidad del corazn. Se me ensancha el vientre. Nada est apretado ni tenso en el

    cuerpo. Tengo los ojos tan pero tan separados que puedo mirar en un ngulo inmenso,

    inmenso, una risa llena de bondad me acomete, me encantan las Misiones.

    Los Misioneros comienzan su paso solemne revestidos de los ornamentos blancos, misa

    concelebrada. Los encajes tiemblan a su paso elefantisico. Sobre todo los de los hombros,

    tienen los hombros llenos de encaje.

    Vamos lentos avanzando a travs de la misa, la prdica es eterna. Lejansimo, el Misionero

    se me aleja hasta ser un punto en el horizonte de la gruta, apenas logro divisarlo, me hago

    visera con los ojos, no debo dejar que se me desaparezca.

    Avanzamos por el bautizo de todos los moros. Otra prdica, cantos con las vocales llenas

    de piedad arrastradas subiendo como enredadera las notas por los suspiros azules de la

    gruta. Luego la gran comunin. Todos los convivientes hacen la primera comunin para

    poder casarse. Mis tos, tas y parientes esperan al final, se levantan uno a uno, con los

    pasos embarazados de la piedad.

    Pasa un tiempo indecible, pasan aos, creo. Despus de miles de aos, cuando ya el bosque

    del parque ha crecido hasta enmaraarse hasta lo indecible, una empleada me hace una

    sea, con las manos rojas, que vaya, no voy a ir a comulgar?, que vaya.

    Me levanto y camino entre los bancos que no son bancos, sino muertos, con gente sentada

    arriba de ellos, voy por el aire a unos pocos centmetros del suelo, es exquisito, el sol ha

    ganado por fin la batalla, sus rayos inundan como espadas el suelo de la gruta, voy

    caminando, volando planeando por el aire. El Misionero me da la comunin. Gruesas gotas

    salinas le cubren el rostro. Se seca con los encajes del ornamento. Siento sus dedos

    inmensos entrando en mi boca con la hostia, los rechazo con la lengua, como siempre la

    hostia se me pega al paladar y se queda ah por horas, das. Me vuelvo, inicio el vuelo

    rasante hacia mi banco al final.

    Entonces veo las caras horrorizadas de las mujeres, a mi izquierda. Una empleada se

    precipita y me cubre con su chaleco. Me lo saco, extraada, qu te pasa?, me lo vuelve a

    poner, me cubre la falda, me llevan afuera. Los hombres miran sus sombreros, tosen. Hasta

    Alberto evita mirarme, Alberto, qu diablos pasa, dime, qu tengo, me sacan, me estn

    sacando de la gruta, qu pasa, el canto intenta borrar sin resultados lo que ha sucedido, a

    Dios queremos en nuestras leyes, en las escuelas y en el hogaaaaar..

    Entonces en volandas, todava a ras del suelo me llevan lejos de la misa de lo sagrado a las

    cocinas, me sacan el vestido a tirones. El aire haba dejado de ser blando y la bondad haba

    desaparecido. La ancha benevolencia que permita la ingravidez se haba evaporado junto

    con los vapores del huerto, que subieron en un humo que sala de los naranjos. Todo ahora

    era terrestre, duro, tenso y metlico. Tengo las piernas de metal. Muy apretadas, gordas.

  • 5

    Casi no las puedo mover. Un olor a metal sale por entre mis piernas, como se le ocurre,

    tpese, nia por Dios, con el chaleco, cbrase, no ve que le vino?, por Dios, nia

    descuidada. Dejo de poder remontarme levemente sobre el suelo. El suave poder de volar

    sobre las hojas en un aire blando y sutil desaparece. Todo desaparece de un golpe de palma

    roja, seca, la de la empleada sacndome el vestido.

    Una gran mancha roja se extiende por el blanco como un sol vencido, oscuro, marchito.

    Madre ma, qu bochorno, dicen todas las tas, apareciendo en la cocina. Tena que llegarle

    pero justo ahora, siempre inadecuada esta niita, bueno, quien lo hereda no lo hurta, dicen.

    Y miran a mi pap que est contra las Misiones porque son paternalistas, que no ha ido a

    misa solemne porque es radical y toma fotos de los rayos de sol en el huerto, toma fotos del

    sol en el vientre transparente de las uvas gordas como pequeos mares secretos.

    No s por qu me pongo a llorar. Recin cambiada, corro donde Alberto. Subo al magnolio

    gigante donde se encuentra preparando palos para hondas, y despus de muchos ruegos,

    accede a que le ayude.

    El sol se pone.

    Fin.