Biografía de Ramón Amaya Amador

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Biografía de Ramón Amaya Amador Ramón Amaya Amador nació en el municipio de Olanchito, Yoro, el 29 de abril de 1916, siendo sus padres Isabel Amaya y Guillermo R. Amador. Falleciendo trágicamente en Checoslovaquia en 1966, dejando a su paso una estela de obras publicadas e inéditas. Después de trabajar como peón en los campos bananeros de la costa norte inició su carrera de cuentista y su narración “La nochebuena del campeño Juan Blas” salió a luz pública en el número 15 de la revista ANC, órgano de la Asociación Nacional de Cronistas, editada en Tegucigalpa y correspondiente al 31 de diciembre de 1939. Ramón Amaya Amador, narrador y periodista, es uno de los más prolíficos escritores del país y quien tiene más obras publicadas: Prisión Verde, Amanecer, El Señor de la Sierra, Los brujos de Ilamatepeque, Constructores, Destacamento Rojo, Operación Gorila, Cipotes, Con la misma herradura, Bajo el signo de la paz, El camino de mayo, Jacinta Peralta, Cuentos Completos y Biografía de un machete permaneciendo inéditos casi veinte libros más. Ramón Amaya Amador inició su vida periodística en 1941 como redactor, primero, y como jefe de redacción, después, del periódico El Atlántico, de La Ceiba, fundado y dirigido por Ángel Moya Posas. Posteriormente, el 8 de octubre de 1943, Ramón Amaya Amador fundó en Olanchito, con Dionisio Romero Narváez, el semanario Alerta, contando con la valiosa colaboración de su compañero Pablo Magín Romero. El escritor abandonó su patria en 1944 debido a la persecusión del cariato, radicándose en Guatemala, en donde trabajó como editorialista de Nuestro Diario, durante el régimen democrático del doctor Juan José Arévalo, entregando también sus colaboraciones al Diario de Centro América, El Popular Progresista y Mediodía. A la caída del gobierno de Jacobo Arbenz Guzmán, nuestro compatriota se asiló en la sede de la Embajada Argentina, viajando a aquella nación del sur. En Buenos Aires laboró en la editorial “Ariel” y en Sarmiento, un periódico de educación popular, editado en la ciudad de Córdoba. El 19 de mayo de 1957, Ramón Amaya Amador retornó a Honduras, acompañado de su esposa Regina Arminda Funes, originaria de Córdoba, Argentina; en ese año ingresó a la redacción del diario El Cronista, de Alejandro Valladares, y fundó en Tegucigalpa, con Luis Manuel Zúniga, la revista Vistazo. El Círculo Literario Hondureño le rindió un homenaje en el Paraninfo de la Universidad Nacional Autónoma en Tegucigalpa el 11 de noviembre de 1958, interviniendo en el acto el rector Lisandro Gálvez y los estudiantes universitarios Rafael Leiva Vivas, J. Delmer Urbizo y Oscar Acosta. En esa oportunidad, Ramón Amaya Amador leyó un extenso discurso de agradecimiento en el que afirmaba que era la primera vez que en su patria recibía una honrosa

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Biografía de Ramón Amaya Amador

Ramón Amaya Amador nació en el municipio de Olanchito, Yoro, el 29 de abril de 1916, siendo sus padres Isabel Amaya y Guillermo R. Amador. Falleciendo trágicamente en Checoslovaquia en 1966, dejando a su paso una estela de obras publicadas e inéditas.

Después de trabajar como peón en los campos bananeros de la costa norte inició su carrera de cuentista y su narración “La nochebuena del campeño Juan Blas” salió a luz pública en el número 15 de la revista ANC, órgano de la Asociación Nacional de Cronistas, editada en Tegucigalpa y correspondiente al 31 de diciembre de 1939.

Ramón Amaya Amador, narrador y periodista, es uno de los más prolíficos escritores del país y quien tiene más obras publicadas: Prisión Verde, Amanecer, El Señor de la Sierra, Los brujos de Ilamatepeque, Constructores, Destacamento Rojo, Operación Gorila, Cipotes, Con la misma herradura, Bajo el signo de la paz, El camino de mayo, Jacinta Peralta, Cuentos Completos y Biografía de un machete permaneciendo inéditos casi veinte libros más.

Ramón Amaya Amador inició su vida periodística en 1941 como redactor, primero, y como jefe de redacción, después, del periódico El Atlántico, de La Ceiba, fundado y dirigido por Ángel Moya Posas. Posteriormente, el 8 de octubre de 1943, Ramón Amaya Amador fundó en Olanchito, con Dionisio Romero Narváez, el semanario Alerta, contando con la valiosa colaboración de su compañero Pablo Magín Romero.

El escritor abandonó su patria en 1944 debido a la persecusión del cariato, radicándose en Guatemala, en donde trabajó como editorialista de Nuestro Diario, durante el régimen democrático del doctor Juan José Arévalo, entregando también sus colaboraciones al Diario de Centro América, El Popular Progresista y Mediodía. A la caída del gobierno de Jacobo Arbenz Guzmán, nuestro compatriota se asiló en la sede de la Embajada Argentina, viajando a aquella nación del sur. En Buenos Aires laboró en la editorial “Ariel” y en Sarmiento, un periódico de educación popular, editado en la ciudad de Córdoba.

El 19 de mayo de 1957, Ramón Amaya Amador retornó a Honduras, acompañado de su esposa Regina Arminda Funes, originaria de Córdoba, Argentina; en ese año ingresó a la redacción del diario El Cronista, de Alejandro Valladares, y fundó en Tegucigalpa, con Luis Manuel Zúniga, la revista Vistazo.

El Círculo Literario Hondureño le rindió un homenaje en el Paraninfo de la Universidad Nacional Autónoma en Tegucigalpa el 11 de noviembre de 1958, interviniendo en el acto el rector Lisandro Gálvez y los estudiantes universitarios Rafael Leiva Vivas, J. Delmer Urbizo y Oscar Acosta.

En esa oportunidad, Ramón Amaya Amador leyó un extenso discurso de agradecimiento en el que afirmaba que era la primera vez que en su patria recibía una honrosa distinción por sus trabajos en las letras y en la cultura. Este documento puede considerarse como su testamento literario.

El 19 de abril de 1959 abandonó Tegucigalpa junto a su esposa Arminda y sus pequeños hijos: Aixa Ixchel y Carlos Raúl, para radicarse en Praga, Checoslovaquia, integrando la plana de redacción de la revista Problemas de la Paz y el Socialismo.

El 24 de noviembre de 1966, en las cercanías de Bratislava, se accidentó el avión soviético Ilushyn-18, de la línea aérea búlgara Tabso, pereciendo todos sus ocupantes, entre ellos Ramón Amaya Amador y tres compañeros de trabajo en la revista que hemos mencionado: el brasileño Pedro Motta Lima, el argentino Alberto Ferrari y el japonés Sigho Kadzito.

Once años después y tras arduas gestiones iniciadas por el poeta hondureño Oscar Acosta (en ese entonces Embajador de Honduras en España) y que duraron cuatro años, se logró la repatriación de los restos mortales de Ramón Amaya Amador los que fueron enviados de Checoslovaquia a Madrid y luego trasladados a Tegucigalpa

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en septiembre de 1977, permaneciendo la urna con las cenizas de Amaya Amador en la Sección Colección Hondureña de la Biblioteca de la UNAH.

La comisión encargada del traslado estaba integrada por Oscar Acosta; Rigoberto Paredes, Jefe del Departamento de Letras y Lenguas de la Universidad Nacional de Autónoma de Honduras; Héctor Hernández, Presidente del Sindicato de Trabajadores de la UNAH; Alejandro Gutiérrez, Secretario General de la Federación de Estudiantes Universitarios de Honduras, y Livio Ramírez Lozano, Agregado Cultural de la Embajada de Honduras en Madrid.

Sin embargo, la repatriación de los restos no impidió que durante casi una década más, sus obras fueran perseguidas. Debieron transcurrir otros catorce años para que el archivo principal con las obras inéditas de Ramón Amaya Amador escritas en su largo exilio pudiera regresar a Honduras.

En abril de 1991, en un acto solemne en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, el Presidente de la República, Lic. Rafaél Leonardo Callejas, recibió a nombre del pueblo de Honduras, más de veinte títulos inéditos que fueron repatriados desde la Casa de las Américas, La Habana, Cuba a donde fueron llevados desde Praga, Checoslovaquia.

Esta vez las gestiones iniciadas por Carlos Amaya Fúnez, hijo del escritor, fueron respaldadas por una comisión integrada por Oswaldo Martínez y Neptalí Orellana de Radio Progreso, Juan Ramón Durán, Director de la Escuela de Periodismo de la UNAH, David Romero de Diario Tiempo, Adelma Argueta, Diario La Prensa y el Dr. Víctor Ramos; quienes lograron el apoyo del gobierno de la República para agilizar y facilitar el traslado de las obras.

Ocho años después, y treinta y dos después de muerto, su pueblo y su gente se movilizaron para llevar a su definitiva morada las cenizas del notable escritor de Olanchito.

Una comisión de olanchitos presidida por el Prof. Esaú Juárez González e integrada por el Prof. Fabio Bernardino Cárcamo, Director de la Casa de la Cultura de Olanchito, Juan Carlos Medina, Vicepresidente del Sindicato Unificado de Trabajadores de la Standard Fruit Company; José Luis Bardales Cano; Rony Javier Cruz; Gustavo Sosa Martínez; Fernando Mac Lean; Geovana Spears; Santiago Manzanares; Raúl Cortes y Eduardo Manuel Cruz Martínez; organizó el retorno que tuvo lugar el 19 de mayo de 1999.

Desde 1966 se ha escrito mucho sobre la vida y obra de Ramón Amaya Amador, entre los que podemos mencionar a Dionisio Romero Narváez, el Prólogo de Longino Becerra aparecido en la 2ª edición de Prisión Verde, el ensayo biográfico de Max Sorto Batres, publicado por el Ministerio de Cultura y Turismo en 1990, y la extensa y documentada biografía realizada por su paisano Juan Ramón Martínez, que apareció bajo el sello de la Editorial Universitaria de la UNAH en 1995.

Bibliografía

Prisión Verde (1945) Amanecer (1947) El indio Sánchez (1948) Bajo el signo de la Paz (1953) Constructures (1957) El señor de la sierra (1957) Los brujos de Ilamatepeque (1958) Memorias de un canalla (1958) Biografía de un machete (1959) Destacamento rojo (1960) El camino de mayo (1963) Cipotes (1963) Con la misma herradura (1963)

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Jacinta Peralta (1964) Operación gorila (1965) Morazaneida (1966) Hasta ahora solo un volumen de cinco editado

o Los rebeldes de la villa de San Miguel 1964-1966

Inéditos

La molienda (1944) La india del amor derrotado (1955) Fronteras de caoba (1956) Memorias de un canalla (1959) Buscadores de botijas (1961) Un aprendiz de mesías (1961) Tierras bravas del coyol o cinchonero (1962) El hombre embotellado (1965) Tierra santa (1965) Morazaneida (1966) Hasta ahora solo un volumen de cinco editado

o El Sombrero de Juncoo La Pa y la Sangreo Sombras de la Montañao La Última Orden

Cipotes: Prólogo 1ª EdiciónLongino Becerra

egucigalpa, D. C., 12 de marzo de 1981

Esta obra de Ramón Amaya-Amador fue escrita, definitivamente en Praga durante el año 1963. Sin embargo, los materiales básicos de la misma fueron elaborados por el autor en el corto período que estuvo en Honduras después de su regreso del exilio, o sea en 1956-1959. El tema le fue sugerido por las conversaciones que, a su paso por el Parque Central, rumbo a la redacción de El Cronista, tenía frecuentemente con los lustrabotas que permanecen en dicha plaza. La obra, por lo tanto, recoge la dolorosa y agitada vida de ese pequeño mundo que tiene como centro la estatua en bronce del mártir de la unidad de Centroamérica, y cuyos límites son la catedral metropolitana, dos agencias bancarias y varios comercios de algún talante. Por supuesto, en el libro también intervienen otros escenarios, como las calles de Comayagüela, el barrio Casamata, el Parque Herrera y el Parque La Libertad, pero ello solamente es en seguimiento de los Protagonistas en sus correrías de excomulgados sociales.

Inicialmente la obra fue escrita con el nombre de Cipotes, vocablo de indiscutible prosapia criolla, cuyo significado no es necesario recordar. Tal denominación responde, naturalmente, al hecho de que el libro describe los ires y venires de varios lustrabotas, compinches todos de uno de los personajes centrales de la novela: el pillastre Folofo Cueto, profesional también del betún y de la tira de franela. Pero Ramón Amaya-Amador, considerando que dicha denominación restringía el ámbito geográfico de la obra, le cambió ese título y le puso Huellas Descalzas por las Aceras. Con tal nombre, un tanto descriptivo, envió el libro al Concurso Casa, en La Habana, el año 1964, sin que los doctos jurados repararan mucho en la historia de unos niños hondureños convertidos prematuramente en hombres. Por eso la presente edición se hace con el primer título, pues consideramos que esta obra no está dirigida a un público extranjero, sino a nuestro pueblo, lo que torna innecesario sacrificar los hondureñismos.

Esta novela, como todas las de Ramón Amaya-Amador, no es un ensayo estetizante. En la misma no se encontraran esfuerzos por crear un lenguaje novedoso, al estilo del que emplea el cubano Carpentier o el peruano Salazar Bondy. Todo lo contrario. El autor trabaja aquí con un vocabulario coloquial: el que se escucha

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en los mercados, las calles y los hogares más humildes de Honduras. Pero Amaya-Amador hace eso, no porque se proponga elevar a una jerarquía estética dicho lenguaje, sino simple y sencillamente porque cuenta los hechos tal como éstos se dieron en la realidad, con el objeto de que sean conocidos así y no de otra manera. Los hechos, por lo tanto, no son utilizados como pretextos para comunicar propósitos que son única y exclusivamente del autor. En esta novela, como en la mayor parte de las que escribió el célebre hijo de Olanchito, los hechos valen por sí mismos y no son llamados a desempeñar el modesto papel de sirvientes de la docta creación literaria.

Tampoco hay en la obra ninguna novedad en cuanto a forma y estructura, al estilo de Lezama Lima o Cortázar. Amaya-Amador no era un académico de las letras. Los ejercicios formales no figuraron jamás en sus preocupaciones de escritor. Por eso, si bien se mira, sus obras son algo así como rápidos cronicones sobre los hechos vividos personalmente o los conocidos en el contacto estrecho con los hombres, las mujeres y los niños de nuestra Patria. Para él lo importante no era cómo relatar sucesos reales o verosímiles, sino los sucesos mismos. ¿Con qué propósito? Simple y sencillamente para fijarlos como vivencias del pueblo al que perteneció y de la época en que le tocó vivir. Si alguna definición literaria se puede formular acerca de Ramón Amaya-Amador, ninguna quizá le corresponda mejor que la de "cronista literario del pueblo hondureño".

Como hemos dicho, Cipotes es la crónica de la vida azarosa de los lustrabotas del Parque Central, sin más pretensiones que dejar constancia de una realidad existente en Honduras a lo largo de un determinado período de su evolución histórica. De esa manera, en un porvenir no muy lejano, cuando, por el advenimiento de una verdadera revolución social, hechos como los descritos sólo sean un triste recuerdo, las nuevas generaciones podrán conocer el pasado doloroso de donde proceden. Se trata, pues, de algo así como de una fotografía o una pintura sobre el drama de los niños que lustran zapatos en la Plaza Morazán, trabajo que aún ejercen, pero que dejarán indudablemente de hacerlo cuando el pueblo hondureño, dirigido por su clase obrera, imponga un nuevo orden social. Precisamente uno de los personajes de la obra, afirma indignado: "¡Maldita injusticia, que nos ahoga por todas partes! ¡No es posible que esto sea eterno! ¡La quebraremos!"

El libro de Amaya-Amador nos pinta un hecho brutal, frecuentemente olvidado en la sociedad donde vivimos: los niños que se dedican a ese trabajo van a él no porque lo deseen o porque les agrade arrodillarse frente a quienes llevan zapatos lujosos, mientras ellos andan con los pies desnudos. En realidad, como dice el autor: "dentro de cada caja de lustrar zapatos hay una tragedia humana". En efecto, por lo general se trata de familias que pierden el padre, bien porque muere en un accidente de trabajo, en una riña callejera o porque simplemente abandona el hogar. A partir de ese momento, los niños ya no pueden ir a la escuela y deben incorporarse a cualquier actividad para aportar algunos centavos a la casa. Lustrar zapatos, por el hecho de que no requiere músculos adultos, se vuelve así el refugio de estas víctimas del sistema. Esa es precisamente la historia de Folofo y Catica Cueto, contada sin sombra de circunloquios. Por supuesto, el relato es brutal, pues ¿quién no sabe a cuántos peligros se expone una pareja de niños huérfanos en una sociedad donde impera la ley de la selva?

Pero sí al autor le interesa el relato de este dolor humano por el relato mismo, ello no es óbice para que aquí y allá engarce mensajes de carácter político y ético. Sin embargo, esto lo hace de pasada, sin dejarse atrapar por el deseo de convertir su obra en un manual de concientización política. Para el caso, Amaya-Amador nos describe las conversaciones que se escuchan en los autobuses cuando éstos se encaminan hacia los barrios periféricos de la capital. En uno de tales diálogos, alguien afirma cosas como éstas: "¡Son papadas! Para mí son iguales los "colorados" y los "azules". Eso que te ha pasado no es nuevo. Siguen los mismos métodos de engaño, de explotación, de montarse en los humildes". Esas eran las opiniones del autor y bien pudo aprovechar este libro para insistir más en sus puntos de vista políticos. Sin embargo, no lo hizo, lo cual es una clara demostración de que había alcanzado plena madurez en su oficio de escritor.

Lo importante para Ramón Amaya-Amador, en este libro, no es, pues, el mensaje explícito, sino las reflexiones que el relato mismo es capaz de sugerir en el público. Por eso toda la obra no es otra cosa que la presentación de múltiples y variadas escenas de la vida en el Parque Central, en las calles de la ciudad o en la penumbra humosa de los tugurios capitalinos. Hay cuadros alegres, como cuando los niños se divierten a su manera, olvidándose de que no han comido ese día. Pero también hay escenas brutales, como el estupro que un viejo de alma perversa trata de llevar a cabo en la persona de la huérfana Catica. Y hay, asimismo, escenas

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verdaderamente sórdidas, como la que describe la habitación de unos depravados sexuales a la que fue conducido Folofo por un perillán muy ducho en la vida de los bajos fondos. Todo eso es puesto ante los ojos del lector para que conozca lo que es la sociedad hondureña bajo el régimen de la sacrosanta propiedad privada y, conociéndolo, reflexione con seriedad sobre un destino mejor.

La obra misma sugiere la ruta que puede seguirse para lograr este cambio necesario e imperioso. En efecto, mientras los lustrabotas y todos los subhombres vinculados a ellos, son descritos en su impotencia histórica, los obreros aparecen como el destacamento que organiza la gran batalla por la justicia social. A causa de ello, la alianza de los "Marginados" con los proletarios surge como la vía magna de la liberación de unos y otros. Así lo confirma todo el relato, pues cuando Folofo y Catica se encontraban sin más vínculo social que sus amigos de la Plaza Morazán, eran víctimas de toda clase de atropellos. Pero al ponerse en contacto con una familia obrera "la familia pinos" no sólo pudieron hacerles frente a las hostilidades de que eran objeto, sino que también le encontraron una perspectiva firme a sus vidas. No es casual que la obra termine con los preparativos de una huelga en la fábrica donde trabaja Roque Pinos y que los dos niños, antes pertenecientes al submundo de los lustrabotas, ahora se comprometan a participar en una batalla de clase que se propone "arrancarle un mendrugo a la canalla".