Belén Adsuara Alonso

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Belén Adsuara Alonso

El reflejo de Arabelle

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© de la obra: Belén Adsuara Alonso

© de la corrección: Estefanía Carmona (Jacaranda Servicios Editoriales) y Gonnhe

© de la ilustración de cubierta: Katia Meraki

© del diseño gráfico de cubierta e interiores: Gonnhe

© de la fotografía de autora: José Mª Adsuara Rueda

© de la presente edición: Roomie Ediciones

www.roomieediciones.com

RoomieEdiciones

Impreso en España / Printed in Spain

ISBN: 978-84-120764-7-9

Depósito legal:

Thema / IBIC:

Atención: esta información puede contener datos relevantes sobre la trama.

Acoso escolar; ansiedad; depresión; duelo; lgtbifobia; maltrato familiar y psicológico; racismo.

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transforma-

ción de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo

excepción prevista por ley.

AVISO DE CONTENIDO SENSIBLE

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A quienes se sienten y sienten diferente;quienes sienten que no encajan,

quienes se han sentido de menospor no ser de más.

No estáis solas.

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No todos los días duelen igual. Hoy es uno de los que más.Cuando tienes una vida como la mía, hay mucha gente que de re-

pente se acerca y te promete que va a estar ahí para todo, que puedes llamarlos si necesitas algo, que cuentas con ellos para cualquier cosa. A veces es más fácil pillar a un mentiroso que a un cojo, y la realidad se retuerce sola cuando llega la primera noche y descubres lo muchísimo que la echas de menos. Te dijiste que no llorarías más, que tenías que ser fuerte; fuerte por las dos, un ejemplo de fortaleza a seguir. Pero nadie te recuerda que llorar también está bien, que es necesario y sano, y que por algún lado tendrán que salir todos esos sentimientos arre-molinados y anudados en la garganta que no dejan escapar las palabras adecuadas cuando intentas pedirle a alguien que se quede contigo.

Ya no hay tantos abrazos cuando pasan los primeros meses. Al cumplir el año, toda la gente que aseguró estar ahí va desapareciendo, y también lo hacen tus ganas de recordarlo cada vez que necesitas que alguien te abrace.

Siete años después, solo es una fecha más y eres la única que la recuerda con dolor al escuchar los gritos retumbar en tu cabeza, las visiones de todo aquello que no viste ni supiste interpretar, las risas que se esfumaron con el primer jarrón roto y los sueños que resultaron ser

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esquirlas punzantes, clavadas entre las costillas de alguien tan valiente que hasta la vida decidió que era un peligro porque se comería el miedo de los demás y sería demasiado aburrido. Quizá por eso quiso llevárse-la. Quizá por eso nos condenó a las dos, sin ella.

Cuando la gente se olvida y eres la única que aún recuerda el brillo de sus ojos cada vez que tu hermana le regalaba con toda la ilusión del mundo el último dibujo que había hecho, también eres la encargada de inmortalizar todo lo que fue y lo que nunca será, todo lo que podía haber sido y nunca tuvo la oportunidad, por mucho que la mereciera.

La persona que nos la arrebató no merecía su corazón, aquel que tantas veces he visto envolver y cuidar hasta el más mínimo detalle para no recibir ni un mísero «gracias».

Todo se llenó de adioses.«Ya no te necesito, adiós».«No me haces más falta, adiós».«Este no es tu lugar, adiós».«Adiós, adiós».«Adiós».«Te quiero, pero adiós».Yo conocía bien el rostro del monstruo, aunque lo que nunca ima-

giné fue que sería el plato principal y habitual de mis pesadillas durante los próximos años. A veces, no es algo que puedas intuir; otras, vas re-cibiendo pequeñas señales. No sueles esperar conocer tan bien los ojos, la sonrisa, las muecas, los gestos, los gritos, los golpes… de la persona que acabará con tu vida.

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Isabelle¿Alguna vez has sentido que no terminas de encajar?, ¿que, en un mun-do que pide a gritos piezas de puzle con forma de pico, tú eres una re-donda? Es la única expresión que he encontrado para definirlo, y puede que ni siquiera sea mía.

Las únicas que rompemos el cuadro de aparente perfección que son los Engels-Loewe somos Enid y yo, así que… sí. Mi hermana y yo rompemos desde vajillas y jarrones valiosos hasta costumbres de una familia que ni siquiera fue la nuestra en un principio.

Puede que quizá tenga que explicarme un poquito mejor. Imagína-te un cuadro; uno famoso, si quieres: de Van Gogh, Picasso, Monet… Ahora añade dos manchurrones oscuros justo en el centro. Toda la pin-tura, y el arte de alrededor, es la luz que desprenden ellos, y las manchas somos Enid y yo. Lo único que hacemos es destacar y llamar la aten-ción más de la cuenta, gritar mucho y callar poco, reír alto y llorar en silencio para no molestar. La verdad es que nunca quisimos esto, pero la vida no tiene un manual de instrucciones ni nadie te avisa con antela-ción de lo que va a ocurrir, de que tu existencia se verá alterada porque un ser impresentable lo decidió así por puro egoísmo y capricho, por falta de educación (de la buena) y una ideología muy de hace dos siglos arraigada en la cabeza.

de calderos de bruja

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Nadie te dice que vas a tener que crecer antes de tiempo, y las noti-cias se te clavan en el corazón sin anestesia previa.

Pero tienes que seguir adelante. Siempre hacia delante; siempre siempre siempre. No importa si la cuesta es muy empinada, no importa si quieres pararte a respirar ni si lo único que te apetece es hacerte una bolita en la esquina y llorar hasta que amanezca de nuevo. Tú sigue ade-lante, que solo así se superan las cosas. Nadie te habla de la importancia de descansar cuando lo necesitas, de aprender de una piedra antes de que otra nueva se presente y te dé los buenos días (o las buenas noches), ni de que llorar no es tan malo como lo pintan; de que estamos hechos de carne y hueso aunque muchos se empeñen en aparentar que son de acero, con todo ese revoltijo de pensamientos camuflados bajo una coraza que por nada del mundo echarán abajo.

Nadie nos habló de la importancia de cuidarnos a nosotras mis-mas hasta que llegamos con maletas de más y esperanzas de menos a la familia Engels-Loewe para quedarnos, aunque supongo que ellos ya sabían que ese «hasta que alguien pueda hacerse cargo de nosotras» no llegaría nunca.

A pesar de ensuciarlo todo, ser un pelín insoportables y que tanto Lisbeth como Werner se hubieran encontrado de repente con tres hijas en vez de solo una (luego llegó August), nos quieren mucho y muy bien. A veces me descubro a mí misma sentada en la repisa de la ventana sonrien-do mientras pienso en ellos, y mi cara se retuerce en una mueca al recor-dar que quizá la estoy traicionando a ella, que la estoy cambiando por una familia más nueva y menos rota, más de cumplir sueños que de dejarlos marchar, más de segundas oportunidades que de primeras y únicas. A veces no sé si soy yo el verdadero monstruo que habita debajo de la cama

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por no echar tanto de menos como solía hacerlo, por haberme deshecho de uno de los saquitos que cargaba a la espalda, y por sentirme más libre.

Entonces me acuerdo de mi hermana, y de esa sonrisa de plástico que la acompaña siempre, y se me pasa. A ella sí que le debo un poqui-tín de más.

—Deberías cuidar de ella —me susurra Goethe; yo no quiero apar-tar la mirada de esa farola que parpadea entre todas las demás—. Ya sabes, quedarte con ella esta noche.

—Va a cumplir quince años, ya es mayor.—Por eso mismo. Se cree mayor y te necesita más que nunca.Claro, qué tonta. Creo que todavía no te he hablado de Goethe, mi

«hermana», aunque la primera vez que me dirigí a ella así nos resultó tan raro que prometimos no volver a hacerlo. Es la hija mayor de Lisbe-th y Werner, la chica que habla con los girasoles y adora tener la música demasiado alta aunque comparta habitación conmigo y ya me sepa las canciones de memoria.

La quiero muchísimo y sus abrazos son los mejores, sobre todo los de las noches que no puedo dormir porque soy un río de lágrimas que nadie sabe calmar. Pero también odio cuando tiene razón y adivina lo que le pasa a mi hermana pequeña antes que yo.

—Puedo dormir sola esta noche, Isa. No voy a echarte tanto de menos.—Es verdad, nunca me echas de menos —concedo con una sonri-

sa—. Ni siquiera cuando se cuela una araña en la habitación y empiezas a gritar.

Goethe suelta una risita apagada y se remueve entre las sábanas. La lamparita de estrellas proyecta una bóveda celeste al completo en el techo, las paredes y prácticamente cualquier superficie de la habitación.

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—Vamos, yo estaría dispuesta a tener a August entre los brazos has-ta que se durmiese si algún día lo necesita, aunque babee.

Goethe me mira con esos ojazos tan enormes, que casi me comen la primera vez que los vi, y crispa una sonrisa que se acaba tragando.

—Es tu hermana —insiste.—Y si supieras el olor que sale de su habitación y llega hasta el pa-

sillo, te lo pensarías dos veces.El suelo está demasiado frío y un escalofrío me recorre desde los

pies cuando los dejo caer de la repisa. A tientas, me pongo los calcetines de lana de El Grinch que me regaló Lisbeth por mi último cumpleaños y avanzo hacia la puerta.

—Si ves una sombra sospechosa, avísame y vendré armada con la zapatilla voladora.

Goethe se ríe, aunque yo ya no sé si es porque de verdad le resulta gracioso o porque la pastilla ha empezado a hacer efecto y está dema-siado cansada como para decir algo más.

—No me esperes despierta.—Tranquila, no iba a hacerlo.

Hay niñas que se mueren de ganas por encontrar una casita de muñecas debajo del árbol la mañana de Navidad. A otras les va más el rollo de los calderos de bruja. Mi hermana es del segundo grupo.

Cualquier persona que hubiera entrado en la habitación de Enid sin conocerla habría gritado y corrido en dirección contraria con las manos en alto o habría hecho el símbolo de la cruz con los dedos para

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intentar sacar al supuesto demonio que la domina por dentro. No hay ninguna otra opción válida.

Desde que murió mamá, casi no reconozco a mi hermana, y a decir verdad no sé si eso me gusta o no. Solía ser una niña un poco capricho-sa y gritona, con las mejillas siempre encendidas de tanto llorar o enfa-darse, el ceño y los labios fruncidos y los brazos casi permanentemente en jarras. Era bastante irritable, y mi madre y yo le recalcábamos a me-nudo su parecido con Gruñón, uno de los enanitos de Blancanieves. Eso hacía que se enfadase todavía más. Cuando se iba a dormir, escuchá-bamos la maravillosa música oculta entre los gritos de mi hermana du-rante el día: el silencio. Entonces nos sentábamos en el sofá a descansar, con el único ruidito del tictac del reloj, y mamá me acariciaba la nariz hasta que los ojos se me cerraban.

Enid y yo tuvimos nuestros más y nuestros menos. Nos tiramos del pelo, yo rompí algunos de sus dibujos (sin querer) y ella descabezó mis muñecas. Era un auténtico torbellino que lo dejaba todo patas arriba y no podía tocar nada sin que se hiciera añicos, aunque también era la típica criatura que se derretía con un abrazo y un beso de buenas noches en la frente.

No era mala, solo necesitaba más atención que los demás niños.Pero desde que murió mamá, Enid ya no es Enid. En cuarto curso,

convenció a Lisbeth para que la matricularan en una Hauptschule, el colegio con menor nivel académico, que alcanza hasta noveno; cuando terminó, insistió en que podía seguir aprendiendo en casa con vídeos de YouTube, que podía leer libros y que no le hacía falta socializar. De-dicaría su vida a intentar encontrar algo para sentirse menos sola. Para sentirse acompañada. Para sentir a mamá más cerca.

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Enid nunca pudo despedirse de mamá.Yo no me atrevo a decirle que nunca podrá hacerlo.Y así, entre un mejunje de palabras nunca dichas, mezcladas con

sonrisas cansadas y abrazos, solo nos tenemos la una a la otra. Con nuestros más y nuestros menos. A veces más de más y otras más de menos.

—No necesitaba que vinieses.En cuanto cierro la puerta y me doy media vuelta lo primero con

lo que me encuentro es el rostro pecoso de mi hermana. Suelta una risa cantarina que no me gusta un pelo, y yo intento que no se me note de-masiado; soy muy mala para estas cosas y dudo muchísimo que lo haya conseguido, pero de ilusiones se vive.

—Goethe me ha dicho que tenía que venir a hacerte compañía. Compañía —repito, separando muy bien las sílabas—. Y también que te cante una nana, te ponga un chupete en la boca y te acune hasta que cierres esos ojitos. Así que, venga, no tengo toda la noche.

—Eh, que no es mi culpa que Dahlia no haya venido hoy. Puedo encargarme de esto yo solita, no voy a tirarme ácido por la cabeza.

Me cruzo de brazos mientras ella se dirige al caldero, rebosante de un líquido violáceo que no me da muy buena espina. En realidad, nada de lo que hay en esta habitación me inspira confianza. Los escalofríos me recorren todo el cuerpo, pero aunque lo hayamos intentado ya va-rias veces… Enid no va a dejar de ser su nueva versión de sí misma.

—No vas a volver a tirarte ácido por la cabeza, querrás decir. Y es un precioso detalle por tu parte, no quiero pasarme otra noche en ur-gencias contigo solo porque leíste en un libro que eso te ayudaría a hablar con mamá.

nuncanunca

nunca

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—Los libros son sabios.—Tú deberías ser más sabia que ellos y saber que eso no está bien.

¡Que yo a tu edad solo tenía crisis existenciales y daba de comer a los patos del parque!

Enid remueve el contenido del caldero por enésima vez y un olor nauseabundo inunda la habitación. Tengo que taparme la nariz para poder respirar, aunque parezca mentira.

—No todas tenemos una vida tan interesante como la tuya, supon-go. Seguro que dar de comer a los patos te cura la estupidez.

Yo a veces también me pregunto cómo la aguanto. Es más fácil con-forme pasa el tiempo, cuando te acostumbras y te das cuenta de que no puedes hacer que vuelva a ser un bebé adorable por arte de magia.

—De dar de comer a los patos aprendí que no hay que ofrecerles trozos pequeños de pan. Los muy tontos te muerden los dedos sin que te des cuenta.

Paseo la mirada por la habitación y me da tiempo a distinguir las formas del humo que desprende el caldero antes de que se desvanez-can por completo en el aire. ¿Recuerdas las escenas de conjuros de las películas? Algunas te cuentan una leyenda, te advierten de un peligro o simplemente buscan entretenerte un rato. Yo no consigo interpretar las figuras que se dibujan entre las cuatro paredes y el techo de la habi-tación, y no le doy tanta importancia hasta que el rostro de Enid se en-ciende con un color rosado. Toda ella parece un dibujito animado rosa.

—A que no adivinas lo que acabo de conseguir.—Has conseguido que el líquido morado se convierta en rosa, ¡qué

bien! Ya podemos irnos a dormir.—No del todo…

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Enid se acerca uno de los botes de pintura del suelo con el pie y, sin dejar de remover con una de las manos, se agacha a recogerlo con la otra. Creo que nunca antes se me había pasado por la cabeza la posibili-dad de que mi hermana pudiese tirar los pinceles al suelo desnudo con tanta rabia, pero lo hace como si el resto de días del año no se preocu-pase por la posición perfecta de cada uno de los pelillos.

Con un cuidado casi sacado de libro, rellena el bote hasta que em-pieza a rebosar. Le brillan muchísimo los ojos cuando recoge entre las manos la última flor de mandrágora que le queda viva en el macetero de la mesita de noche. Vierte el mejunje como si fuese agua y le diese vida en vez de arrebatársela poco a poco.

No es la primera vez que Enid hace algo parecido con alguien (con-migo) delante, pero la verdad es que sorprende casi como el primer día. Aunque en esta ocasión no obtiene un resultado muy diferente al resto.

La tierra burbujea durante unos instantes y toda la flor se enciende de una forma un poco extraña. Es como si de repente la recorriesen venas rosadas palpitantes que crecen desde las raíces hasta los extremos de los pétalos, y luego nada. Un apagón, unas palabras mal formuladas, una receta que no es seguida al dedillo, y el intento acaba en desastre, igual que todos los demás.

La flor estalla en mil pedazos, parecida a una bomba que ha consu-mido su tiempo de reloj, y la habitación queda repleta de tripas de plan-tas: tallos rotos y torcidos colgando de la lámpara, pétalos troceados hasta dentro del camisón de mi hermana y savia hasta en las pestañas. Estaría bien empapelar las paredes de la habitación por si se repite.

La cara de mi hermana es un poema.—¡No puede ser!

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Intento acercarme con cuidado de no manchar mis calcetines con toda la porquería esparcida por el suelo, pero es un poco imposible.

—¡He estado muy cerca!—Seguro que ha sido un fallo tonto, a la próxima…—Pero ¡es que lo he medido todo, Isa! ¡Todo! Y ha acabado como

siempre.Los dibujos de las paredes tienen capas y capas de savia sucia y pe-

gajosa pringándolos, deshaciendo la acuarela y manchando el carbon-cillo. Creo que empiezo a darme cuenta de toda la luz que desprendía la habitación, mi hermana incluida, hasta ahora. El caldero humeante se ha apagado y el brillo de los ojos de Enid se ha fundido tan rápido como la farola de la esquina que se ve desde mi ventana si me pongo de puntillas.

—Oye —murmuro—. No lo has hecho tan mal. Lo has intentado, cada vez estás más cerca y…

—No es suficiente si no consigo contactar con mamá. Se me están acabando los libros de la biblioteca, la paciencia y… no me quedan flo-res de mandrágora.

Esbozo una pequeña sonrisa y le paso un brazo por encima de los hombros, pegándola a mí. Enid es la única persona de este mundo ca-paz de cambiar mi estado de ánimo en cuestión de dos segundos, un intento fallido y una planta reventada; capaz de hacer que pierda horas de sueño por ver cómo prueba una vez más uno de sus trucos y que no me importe; capaz de sacarme de quicio con un par de frases bien elegi-das, pero también de presionar el interruptor que enciende las estrellas la noche más oscura de todas, la que no tiene luna y en la que necesito que me acunen un poco para conciliar el sueño.

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—Mañana mismo te consigo más.Ya no sé ni para qué me molesto en seguir buscando excusas para

poner solución a lo de mamá.No la tiene.No la va a tener por mucho que me coma la cabeza.—Y mamá te quiere muchísimo.—Nunca me lo dijo.—Claro que te lo dijo, lo que pasa es que no te acuerdas. Eras muy

pequeña.—Para ti es fácil decirlo, recuerdas hasta el olor del champú de su

pelo cuando salía de la bañera.Ladeo la cabeza y dejo olvidado un beso en esa mejilla empapada

de color y de agua salada en la que no he reparado hasta ahora.—Si te sirve de algo, olía muy parecido a ti. Aunque ahora apestes a

cenizas y sueños rotos.Enid sonríe y le tiemblan los labios, como si algo en toda su expre-

sión luchase por mantener el gesto del llanto en vez de dejar que los atisbos de felicidad asomen por los poros.

—Siempre haces lo mismo.—¿Ah, sí?—Te metes conmigo y me dices que no voy a conseguir nada, que

lo que intento es imposible. Me lo repites hasta que te ignoro y luego compruebo que tienes razón.

—Ah, claro, pero te apuesto lo que quieras a que si no te dijese que no puedes cada vez que me paso por aquí, no lo intentarías con tanta cabezonería. Te conozco como si fueras mi hermana, por mucho que te fastidie.

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Enid siempre me ha recordado a un pajarillo asustado que no ex-tiende sus alas porque le da miedo volar. Sabe que está en una jaula y también que la puerta está abierta; sabe que las dos estamos en ella y que es la que tiene más probabilidades de salir, con todas esas ideas de bombero por delante. Puede que le asuste la posibilidad de encontrarse el viento en contra, aves más grandes que le tapen el sol y la sobrevuelen sin dejar que le ilumine el camino. Puede que tenga miedo de todo lo que no conoce. Yo soy la encargada de empujarla hasta el borde para que se atreva a saltar, porque al parecer soy la única que ve que es ca-paz, pero ella nunca lo hace. Siempre deja la cabeza girada, mirando el interior de la jaula con esos ojos tan abiertos en los que solo se pueden adivinar tinieblas. Tinieblas y poco más.

—Una palmadita en la espalda de vez en cuando no me vendría nada mal.

—Las palmaditas te las estoy dando ahora, así que no te quejes tanto.

Hay quien dice que los huesos de los pájaros solo están rellenos de aire y de nada, y que por eso vuelan tanto y tan alto. Yo creo que los de mi hermana están rellenos de pesar, promesas inconclusas y sueños casi imposibles de cumplir.

—Entonces, ¿te vas a quedar conmigo esta noche?—No lo sé. ¿Quieres que me quede contigo esta noche?Se encoge de hombros, y no por nada llevo compartiendo la exis-

tencia con ella catorce años. Eso es un sí.—Creo que alguien necesita un abrazo.Y antes de que termine de extender el que me queda libre, Enid

elimina la distancia que nos separa y tiene pinta de que no me va a

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soltar hasta que amanezca de nuevo. A veces me parece que tengo una hermana lapa, pero la quiero igual.

Creo que esta noche las dos nos necesitamos de más; necesitamos querernos más y juntar todos esos pedazos de alma que se nos han ido cayendo con el paso de los minutos y el tictac del segundero del reloj de cuco recogido en una de las paredes.

La noche se tiñe de sueños perdidos en la inmesidad de la bóveda celeste, de estrellas con brazos de pico; en la luna demasiado llena, que también estalla y deja de existir durante una noche camuflada por los nubarrones negros que no quieren verla ni en pintura; en sonrisas mar-chitas y abrazos. Abrazos y calderos de bruja.

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IsabelleUno de los pasatiempos favoritos de August es jugar al escondite mien-tras su padre intenta vestirlo para ir al colegio. Cuando vives en la fami-lia Engels-Loewe, te acostumbras muy rápido a ver un niño en calzon-cillos que se atraganta entre carcajadas corriendo del pasillo a la cocina y de la cocina al pasillo, aunque te pille buscando el mando del televisor o preparándote el tazón de cereales. Una de las cosas que no nos dijeron cuando pasamos a formar parte de esto fue que las risas estarían asegu-radas todos los días, pero tampoco es que alguien vaya a morir por un poquito de sobredosis de diversión diaria.

—No le digas a papá que estoy aquí —balbucea el pequeño entre sonrisas y demasiada saliva mientras se esconde debajo de mi silla.

Yo le doy un bocado a mi tostada y sello mis labios con los dedos, cerrando el candado con llave en la comisura y lanzándola después por la ventana.

Son las siete de la mañana y deberíamos darnos un poco más de prisa si queremos coger el autobús que nos lleva al instituto, pero yo sigo con mi pijama de unicornios y cero intención de sustituirlo por un conjunto más aceptado para salir de casa. Hace mucho frío, para qué negarlo, aunque tampoco puedo quedarme toda la mañana pegada al tazón de leche calentito intentando que mis manos entren en calor.

encajar en los cánonesestá sobrevalorado

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Goethe opina lo mismo, con las legañas todavía sin lavar.—Podríamos… No sé. No ir a clase hoy —bosteza, y la galleta se le

sumerge en la taza de chocolate—. ¡Es que es muy pronto!August suelta un chillido en cuanto Werner lo encuentra y vuelve

a salir corriendo en dirección a la puerta del pasillo entre risas e hipos. Quién fuera él para tener semejante energía a estas horas de la mañana, y quién fuera niño para tener tan pocas preocupaciones.

La noche no ha sido nada fácil, con las pesadillas de Enid des-pertándome cada dos por tres cuando por fin conseguía conciliar el sueño. Me he sentido observada por todos esos retratos, colgados con chinchetas en la pared, que miraban a ningún punto en parti-cular de la habitación. He pasado calor cada vez que Enid se tapaba hasta las cejas, y en consecuencia a mí también, y frío cuando se deshacía de los edredones a patadas. Lo primero que he visto en el espejo esta mañana han sido las dos ojeras que vestían mis ojos de luto; el luto por las horas de sueño perdidas y por todas las que vendrán, en las que tendré que luchar por no dejarme caer encima de los libros.

—Hemos quedado con Caleb y Trevor para ir al río después de clases —le recuerdo, y a ella se le abren mucho los ojos—. Si los deja-mos solos otra vez en Historia, nos van a matar, y Caleb estará toda la semana ignorándonos en las puestas en común del trabajo. Ade-más…, deberías intentar atender algo. Lo llevas un poquitín mal.

Goethe niega con la cabeza, como restándole importancia, y se ter-mina de un sorbo el chocolate que le queda en la taza.

—No lo llevo tan mal.—Entonces quiero ver ese sobresaliente a final de curso.

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—Bueno… Un notable —rebate con una expresión en la carita que me deja adivinar que está casi del todo convencida de que no llega-rá—. Un aprobado. Dejémoslo en un aprobado.

—Tendrás que empezar por Historia —le digo mientras recojo la mesa—. Y luego todas las demás.

Goethe es una de esas personas que se esfuerzan un montonazo por sacar adelante su futuro, sus notas y su graduado. Pongamos que alguien de media tiene que estudiar dos horas diarias para aprobar decentemente un examen, pues Goethe necesitaría unas cinco. Quizá sea porque siem-pre está en las nubes, con ideas de escenario revoloteando por la mente, preguntándose qué juego de luces podría utilizar en su próxima sesión de fotos o cómo hacer que sus girasoles crezcan más rápido si por la noche duermen y son tan vagos que no levantan ni la cabeza, como ella.

Hace unos años me perseguía casi a todas partes e intentaba hacer lo mismo que yo en el momento exacto en el que lo hacía, por si así conseguía destacar un poco más en el ámbito escolar. Durante unas semanas, tuve una réplica de mí misma en casa, y lo único que le faltó fue ir al baño conmigo.

A pesar de todo eso, solo consiguió aprobar por los pelos; aunque, eso sí, todas las asignaturas del curso.

Hay veces que acabo de estudiar y me la encuentro en su escritorio, con el humo saliéndole por las orejas, sin siquiera despegar la mirada del libro de texto, y entonces me siento un poco como una mami orgu-llosa. De tanto cosechar, algún día tendrá que recoger algo, y no creo que tarde mucho más en llegar.

—Hablando de Historia… ¿Me dejas los deberes en el bus? Es que ayer se me olvidó hacerlos porque estuve estudiando Matemáticas y…

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Vale, olvídalo. Puede que todavía falte más de lo que creo para que llegue ese día. Lo único que me queda es seguir encima de ella hasta que pueda hacerlo todo solita.

—Te los dejo si te vistes ya, que vamos a llegar tarde.

La primera vez que le pregunté a mi padre por qué no era tan alta como la luna, me dijo que tenía que impulsarme más en el columpio. La pri-mera vez que llegué a la luna no estaba en el balancín, sino en un árbol una tarde de verano, comiéndome todas las galletas con pepitas de cho-colate en la casita que habíamos construido entre las ramas, y la luna era tan grande y estaba tan cerca del suelo que pude alcanzarla solo con estirar el brazo.

Y estaba fría.Ahora el sol me calienta las mejillas y me hace entrecerrar los ojos

mientras sonrío para que Goethe se sienta un poco más escuchada.Aunque la verdad es que lo único que oigo es mi voz taladrándome

la cabeza. ¿Nunca te ha pasado que tienes miedo por algo que ni siquie-ra sabes si va a ocurrir? A mí me aterran las películas de terror, las cu-carachas y los payasos que sonríen hasta que se les caen las comisuras, pero te estoy hablando de otro tipo de temor, uno superior, y no es el típico cosquilleo en el estómago al saber que tienes examen de Matemá-ticas a primera hora y que quizá no hayas estudiado lo suficiente.

Te hablo del miedo a perder a alguien. No, no de manera literal, sino de… que alguien deje de ser la persona que tú conoces de la noche a la mañana, o poco a poco. Muy poco a poco.

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Tampoco te asustes, que hoy todo está bien. August ha correteado su media hora diaria por los pasillos, Goethe se ha quejado porque no quiere ir al instituto y se ha pasado todo el trayecto en autobús son-riendo mientras copiaba mis deberes de Historia, Enid todavía no se ha bebido ningún líquido sospechoso y tanto mi cara como el resto de miembros de mi cuerpo seguían en su lugar esta mañana cuando me he mirado en el espejo. Ahora no lo sé, puede que mi nariz esté en mi frente y no me haya dado cuenta, pero no creo que sea el caso.

Solo nos separa una manzana del instituto y, como siempre, no hago más que reparar en los rostros grises que nos rodean. Estudiantes frustrados porque no van a conseguir la media que quieren o necesitan, adultos con sueños estrellados y ancianos que se preocupan más por mirar al suelo para no tropezar que por fijarse en el maravilloso y sor-prendente cielo despejado que tenemos hoy.

Luego estamos Goethe y yo. Goethe sería algo así como la luz de los rayos de sol que ciega a todos, y yo la planta que necesita estar a su lado para vivir y contagiarse un poco de esa viveza; aunque me gustan más las flores, así que imagíname con una flor rosa en lo alto del tallo.

La cosa es que no sabes si todo va a cambiar, si el mundo tal y como lo conoces dejará de existir mañana mismo; si involucionaremos en vez de evolucionar o si en unas horas una sonrisa morirá porque no podrá más y estallará en lágrimas. Las personas nos rompemos con más faci-lidad de lo que parece.

Mamá me decía que pienso mucho antes de dormir, y todavía más cuando veo que el sol sale por la mañana y me ilumina las pecas. Yo solo creo que la gente se preocupa demasiado poco y no cuida lo que tiene aquí y ahora, porque no sabe si todo va a estar igual cuando se

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acueste y se levante otra vez. Porque nadie te asegura que vayas a estar a salvo siempre. Nadie te dice que todo va a estar bien. .

Aunque, si te soy sincera, a mí me basta con tener a Goethe a mi lado siempre. Es el ser más puro que ha visto esta sociedad desgastada, y no merece nada malo. Yo me aseguraré de que no le pase nada malo.

Estamos a un semáforo en rojo de distancia de la calle del instituto y no tiene intención de ponerse en verde. Los coches tampoco quieren dejarnos pasar y noto cómo Goethe empieza a impacientarse a mi lado y mira el reloj de muñeca más de lo que le gustaría.

—Te dije que teníamos que salir pronto de casa.—No por salir más rápido el autobús va a llegar antes.—No, pero si no hiciéramos esperar al autobús, no se retrasaría.

Vamos, no pasa nada, todavía quedan quince minutos para que suene el timbre y…

El monigote cambia a verde y Goethe deja de escucharme para aligerar el paso y cruzar la calle a la velocidad de la luz. Yo suelto una carcajada y veo que ella tiene otra dibujada en cuanto consigo alcan-zarla, que me mira y que también sonríe, albergando en las pupilas todas esas estrellas que una noche cayeron del cielo para quedarse ahí dormidas.

—No sé tú, pero a mí me gustaría coger sitio en primera fila. Si de normal no me entero de mucho, imagínate al fondo de la clase. ¡Ten-drías que dejarme los deberes de todas las asignaturas!

¿De verdad esa es su excusa para correr en vez de caminar?, ¿coger sitio en primera fila en clase? Venga ya, si todos sabemos que suele estar libre: nadie quiere tener los ojos de la profesora clavados en las retinas durante cinco horas. Salvo que seas Goethe, claro; entonces te encanta-

Siempre

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rá y harás que me siente a tu lado para sufrir la misma tortura que tú. Esta niña me cuesta un poco de criar.

—Oye, ¿tú crees que el examen será fácil?—Es Tanja. —Entorno los ojos—. ¿Cuándo has visto un examen

fácil de esa mujer? Porque yo creo que se los dejó en la prehistoria.—En ese caso tienes que sentarte muy cerquita de mi pupitre y es-

cribir los números muy grandes, ¿vale? ¡Y acuérdate de hacer los cua-tros y los nueves distintos!

Creo que hoy estoy teniendo un mal día.No es porque hayamos salido tarde de casa y casi hayamos perdido

el autobús; no es porque me haya acordado de mi padre mientras veía salir el sol de entre los edificios ni porque el examen de Matemáticas haya sido realmente difícil y no tenga muchas esperanzas puestas en una buena nota. Hay días que son así, sin más. Hay días que duelen más que otros. Hoy no es uno de los más dolorosos, pero sí uno de esos que no te dejan indiferente, de los que molestan y se hacen notar en cada pequeño detalle que no te gusta, que te cuesta y que querrías cambiar.

Hoy es uno de esos en los que solo te apetece sentarte en la cama con un buen libro entre las manos y la música bajita de fondo. Si llueve, más que mejor.

Siento mucho si no es lo que esperabas, pero también soy humana y no puedo estar contenta siempre. Tengo días malos, grises, negros, como quieras llamarlo, y aunque estorban muchísimo no van a dejar de existir porque lo quiera así.

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Creía que ir al río era el mejor de los planes que podría tener esta tarde, que así descansaría y me dejaría acariciar por las plantas y el so-nido de las piedras al impactar contra el agua. Además, a Goethe se la ve demasiado ilusionada con la idea de quedar otra vez los cuatro y retomar aquellas tardes con el atardecer fundiéndose sobre nuestras cabezas a la orilla del río Elba.

—¿Y cómo está tu hermano?Caleb tiene las mejillas sonrosadas y los rizos le caen sobre la frente,

desordenados, como muelles balanceándose de un lado a otro. Él y Goe-the suelen adelantarse bastante, pero Caleb tiende a subir tanto el tono de voz que se le escucha aunque estemos cuatro metros detrás de ellos.

Trevor y yo siempre hemos sido más de caminar despacio —por eso no alcanzamos a oír la respuesta de Goethe— y reparar en las fachadas de los edificios: las nuevas y las más antiguas, las que apenas acaban de nacer y las que cargan con años de historias a sus espaldas; más de silencios y risas sueltas, de hablar de cosas imposibles y de divagar mu-chísimo acerca de lo que se escapa de nuestras mentes, lo que no quere-mos admitir y lo que muy pocos se plantean.

—Oye, Isa, ¿y qué hay de tu hermana?Salvo hoy. Creo que Trevor se ha dado cuenta de que estoy respon-

diendo a todas sus preguntas con un amago de risa o una palabra seca, la mirada perdida y los pasos demasiado automáticos como para darles algo de vida.

—¿Hum? Ah, sí, ahí sigue, intentando hablar con mamá.—Ya… ¿Y por qué no la invitas un día a que venga a pasar la tarde

con nosotros? Seguro que le caemos bien, y prometo no decir ninguna barbaridad.

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Trevor consigue sacarme una pequeña carcajada que ni siquiera se cree. ¿Caleb y él, hablando de cosas cuerdas sin decir nada que se salga de contexto? En ninguno de mis sueños ha ocurrido eso, y dudo mu-chísimo que se llegue a dar el caso algún día.

—Solo digo que le vendría bien despejarse un poco, y si ni siquiera va a clase…, podríamos tratar de animarla.

—Lo que le pasa a Enid no es culpa suya, ni mía ni tuya ni de nadie.Me muerdo el labio. Claro que sé quién es el responsable de que

mi hermana se haya encerrado día y noche en su habitación con libros de brujas y brebajes y conjuros y hechizos hasta caer rendida, solo que todavía no me lo creo. Hay una línea muy fina que separa la realidad de la ficción, y todo lo que pasó fue surrealista.

—Pero al menos se sentirá mejor. Vamos, Isa, a nadie le gusta ha-blar con muertos.

Y que esas palabras estén aquí de nuevo hace que se me clave una espina entre las costillas. Cojo todo el aire que puedo y lo dejo dentro de los pulmones, como si el espacio que ahora llena dejaran de llenarlo otras cosas.

—Claro, se lo propondré. Gracias.Madre mía, creo que se me está notando demasiado, pero te prome-

to que yo no soy así. Te prometo que río muchísimo, a veces hasta que me entra dolor de barriga y me caigo de espaldas al suelo y no puedo respirar; lloro de la risa y se me iluminan las mejillas con mucha faci-lidad, lo que resalta todas las pecas que me cubren la cara. Te prometo que hago muchas tonterías, que me brillan los ojos de la ilusión y que disfruto como una enana con los pastelitos, sobre todo con los que lleva Caleb ahora mismo en la bolsa con mucho cuidado de no romperlos.

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A veces canto y bailo incluso la música que pone Goethe, y digo mu-chas bobadas de las que luego nos reímos. Me encanta tumbarme en la hierba y ver cómo anochece, cómo los primeros puntitos intermitentes de luz aparecen en el firmamento, y adoro contarlos una y otra vez y darme cuenta de que a cada minuto que pasa hay más. Me encanta ser siempre la que cuenta más.

Te prometo que yo no soy así, pero si hay algo que me da muchísi-ma rabia es no ser capaz de darlo todo de mí misma solo porque el día haya amanecido gris. Para mí; para mí y para nadie más. La impotencia me corroe las entrañas mientras me pregunto qué me pasa, por qué estoy a medio gas o ni siquiera a un tercio, por qué hay días que no puedo ser yo. Por qué hay días que un disfraz de monstruo espantoso me ha devorado y me ha consumido a niveles insospechados y por qué no puedo fingir, por qué ya no.

Hay días que son así sin ningún motivo, y eso es lo que más rabia da: saber que no es por nada en especial, que no puedes solucionarlo porque no hay nada que arreglar, solo esperar a que se acabe y desear tener más suerte la próxima vez que te levantes.

Odio sentirme así y saber que igual no puedo cambiarlo. Y me due-le por Trevor y Caleb, por Goethe…, porque ellos no merecen esto. Aunque yo tampoco.

La ciudad se tiñe de los colores típicos del atardecer y los edificios dejan de tener los suyos habituales para vestirse de tonalidades más del matiz del fuego.

—¿Seguro que estás bien?Pestañeo y veo que Trevor lleva mirándome un rato, y también que

yo no le he hecho ni puñetero caso. Me restriego un ojo para eliminar

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pruebas de cansancio, pero cada vuelta pica más y más, así que cuando retiro la mano se me ha quedado rojo.

—Sí, no te preocupes. —En el fondo, no es tan mentira como pare-ce—. Mira, ya hemos llegado.

—¡Ojalá pudiese casarme con un río, porque sería este sin lugar a dudas! —Ese al que acabas de oír es Caleb, con sus idas de olla habitua-les; se le suele ir demasiado la pinza, pero aquí lo queremos igual.

—Yo creo que alguien se sentiría muy ofendido si lo dejas por un puñado de piedras y agua —apunta Goethe, y cuando todos nos diri-gimos hacia Trevor, este tiene las mejillas sonrosadas y ha empezado a peinarse un mechón de pelo.

No tardarás mucho en darte cuenta de que son, probablemente, una de las parejas más bonitas que has visto en toda tu vida.

Goethe es la primera en descalzarse, coger su cámara (una Leica M2 que perteneció a su abuela) y correr por las rocas hasta llegar al agua, donde se asegura de que no le cubre más allá de los tobillos. Ca-leb y Trevor empiezan a montar el pequeño picnic, que ya es tradición, en una de las zonas más llanas; sacan la bollería, los pastelitos, algunos cartones de zumo, galletas… Y yo me siento.

No estoy tan cerca de la orilla como me gustaría, pero la verdad es que no me hace falta mojarme los calcetines de Quasimodo para divertirme tanto como Goethe. Además, aquí tampoco se está tan mal.

Al río lo envuelve esa aura mágica que tienen todos los lugares de ensueño del mundo mundial. Si es la primera vez que lo visitas, hará que quieras inmortalizar cada pequeño momento, cada pedazo de tie-rra, cada piedra y cada metro cuadrado de agua que fluye entre las dos orillas. Admirarás con la boca abierta cada trocito de paisaje, respirarás

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aire puro y te lo guardarás en los pulmones durante unos segundos, quizá minutos, para que deje un poquito de toda esa serenidad implan-tada en ti. Querrás fotografiar, reír, jugar, chapotear, compartir y contar historias de amor, terror y experiencias que te marcaron en un pasado no muy lejano; hablar de ti y de los demás. Querrás vivir y vivirás por conocer lugares mágicos, uno detrás de otro, hasta que poco a poco dejen de serlo.

Ese es el peligro de visitar tanto un lugar, que la magia pasa de estar fuera a estar dentro de ti, y entonces no puedes evitar la sensación de cuando pisaste las mismas piedras y reíste salpicando en las mismas aguas. Cuando visitas muchas veces un lugar mágico, eres tú la magia que lo llena y lo complementa, que le da un sentido y una razón de ser, que lo viste de historias ya enterradas y otras aún por nacer.

Cuando visitas el mismo lugar con las mismas personas un día tras otro, se convierte en algo especial. Puede que en parte por eso me sienta un poquito más viva.

—¡Isa! ¡Si no vienes, vamos a comernos todos los pastelitos!Cualquier ser humano que se aprecie se levantaría y correría a la

velocidad de la luz por unos bollos de chocolate, especialmente si son de esos que se deshacen en la boca.

—¡Eh, ni hablar!Las personas, a veces, son más mágicas que los lugares.—Venga, proponedme una canción. —Caleb saca la guitarra de su

funda, la misma que tiene pegatinas con purpurina en la caja, y empie-za a afinarla—. Hoy me siento inspirado.

—¿Cualquiera?—Cualquiera.

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A Goethe le brillan todavía más los ojos, si es eso posible, aunque creo que también corre por cuenta del reflejo del atardecer en el agua del río.

—¿En cualquier idioma?—No nos pasemos, que ya sabéis lo mal que voy en clase. Pero a

una facilita en inglés no os voy a decir que no.Todos guardamos silencio y lo único que se escucha es el rumiar de

la mente de Goethe trabajando, cosa que no pasa muy a menudo (a no ser que haya algún examen cerca o algo la atormente de verdad).

—Aunque, si queréis, también podemos dormir.Trevor es el único que está tumbado sobre el tacto frío y duro de

las piedras, y por tanto el único que abre un ojo en dirección a Caleb cuando pilla la indirecta.

—No, qué va, es que me gusta más escucharte así. Puedo imaginar-te y parar el atardecer justo en el punto que quiero.

Me giro a tiempo para ver a Goethe enarcar una ceja y entornar los ojos con una cara bastante divertida. Esta chica ya de por sí es un poco meme.

—Vale ya, Romeo, que te acabas de poner demasiado empalagoso.—Pero si solo he dicho…—Romeo necesitaría una Julieta, Goethe —remarco, sabiendo que

me va a poner la misma cara de antes—. Búscate otro ejemplo.—¿Para qué quiere Romeo una Julieta si puede tener un Romeo 2.0,

el doble de guapo que el anterior?—¡¿Me acabas de llamar feo?!—Solo he dicho que no eres tan guapo como Caleb, de ahí saca

conclusiones tú solito.

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—¿Podéis dejarlo ya y decirme qué maldita canción queréis que toque? A este paso se nos va a ir la luz.

Goethe intenta tragarse la risa, pero no le sale y acaba soltando una bastante disimulada. A veces es como una niña pequeña a la que hay que pararle los pies, porque, si no, te aseguro que habría sido capaz de marcarse un teatro modernizado de Romeo y Julieta —o, según ella, Romeo y Romeo 2.0— aquí mismo. Lo que es reírnos, nos habríamos reído bastante.

—¿Nunca os habéis parado a pensar —empieza Trevor de nuevo, y a Goethe le falta bufar— la suerte de tenernos los unos a los otros? ¿Quién iba a pensar que un grupo tan variopinto pudiera encajar tan bien?

Yo ni siquiera lo pienso y sonrío. Creo que en el punto en el que estoy no podría imaginarme mi vida sin ellos tres, sin todo lo que lleva-mos a las espaldas y lo que nos queda si miramos hacia delante de vez en cuando, porque no me imagino mejor compañía que ellos. Aunque hayamos recibido comentarios feos por el color de piel de Goethe, la relación entre Caleb y Trevor y mi pelo rojo como el fuego, somos la mejor obra de arte que existe. Le pese a quien le pese.

Me limito a asentir y a callarme de nuevo. Últimamente, encajar en los cánones parece un poco sobrevalorado.

—Ya… ¿Y por qué no? —se le escapa a Goethe entre sonrisas. Des-pués se gira hacia Caleb y dice—: Que sea Love of my life, ¡de Queen!

Mierda.Podría haber sido cualquier canción del mundo, pero parece ser

que en los días malos todos los elementos del universo se juntan para ponerse en tu contra y recordarte que no por mucho respirar aire fresco

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y reunirte una tarde con tus amigos las cosas van a mejorar. Creo que necesito rascar un poco más entre las nubes para poder ver el sol, aun-que también puede que ya sea demasiado tarde.

—Has dado en el clavo con todo mi repertorio de Queen.A Caleb le brillan los ojos, e incluso le destellean con las últimas

luces del atardecer, cuando se pasa la correa de la guitarra por detrás de la cabeza. Yo siempre he pensado que no la necesita, que el instrumento se sujeta muy bien entre toda la música envolvente y la voz y el ambien-te de ensueño que se crea alrededor. Aun así, él nunca se separa de esa banda con dibujos de Los Pitufos.

—Damas y caballero, están ustedes a punto de presenciar una obra de arte, y no es por echarme flores, pero esta canción me sale especial-mente bien.

—Será por todas las veces que la has practicado —tose Goethe.Caleb le dirige una mirada asesina.—Como iba diciendo, tomen asiento y préstenme sus oídos, les ase-

guro que cuidaré bien de ellos.Nadie va a cuidar bien de mí.Mi amigo toca los primeros acordes y la melodía nos envuelve

como si de repente todo el lugar nos perteneciese a nosotros, como si el río nos estuviese esperando y sus aguas se hubieran detenido durante escasos minutos para escuchar cantar al chico de la guitarra. Siempre que Caleb toca, todo se detiene, y solemos bromear con que lo quere-mos bien cerca si el fin del mundo llega algún día y nosotros seguimos con vida para verlo.

Nada de eso importa cuando el nudo que tengo en la garganta se hace más y más grande sin que pueda evitarlo.

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No es que esté frustrada por cualquier lío amoroso que haya tenido en mi vida (inexistentes, por cierto) ni porque la melodía me recuerde a algún chico. O chica. (La verdad es que eso tampoco me he parado a pensarlo). Es solo que… esa canción sonaba todas las tardes cuando volvía de clase.

Solía estar acompañada del olor de la comida que mi madre prepa-raba para nosotras y para él, y si me esfuerzo un poco todavía puedo verla cortando la zanahoria en rodajas mientras tararea la letra más para sí que para que el mundo la escuche. Nunca llegué a decirle que tenía una voz bonita.

Love of my life era la historia de mi madre, su vida, su canción, y dejó tantos recuerdos inyectados en ella que me es imposible escuchar-la sin ponerme a llorar.

Y me doy cuenta cuando las primeras lágrimas se me amontonan entre las pestañas y luchan por salir.

Todo es borroso.Y el nudo crece y crece.Mis párpados no aguantan el peso del agua y empieza a caer.Primero una gota.Luego otra.Nadie se da cuenta, así que al principio no pasa nada.Estos son los recuerdos que no deberían doler tanto, pero lo hacen.

No debería doler tanto después de siete años.Los días malos, a veces, también se encargan de recordarte aquello

que te cambió la vida para siempre.No volveré a ser la misma.Enid tampoco.

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Mamá ya no está.Y de mi padre no quiero hablar.Aprieto los puños sobre mis muslos y Goethe abre los ojos.

Creo que no hace falta decirte que lo primero que ve es a mí con la mirada fija en ninguna parte, los labios temblorosos y las lágri-mas transparentes limpiando la oscuridad que lleva bañando mi piel todo el día.

—¿Isa?—No —consigo articular.Quiero que la música siga sonando, que Trevor siga mirando

a Caleb como si fuese lo más bonito que existe y que el chico de la guitarra no se despiste ni se equivoque de acordes por mi culpa. Quiero que la chica de los ojos brillantes siga sonriendo y escuchando la música.

Pero yo también quiero ser capaz de sonreír y escucharla.—¿Necesitas dar una vuelta? —me susurra, tan bajito que es

imposible que los otros dos lo hayan escuchado.—Estoy bien.—Estás llorando.—Solo es un día tonto, ya se me pasará.—Los días tontos tienen la misma importancia que los bue-

nos, si no más.Niego con la cabeza. No debería darle la misma importancia

a un día malo que a uno bueno, y menos cuando soy más que consciente de que hoy no soy mi mejor versión; que se me ha at-ragantado un cúmulo de situaciones que ha decidido cruzarse sin preguntar y que no es nada más importante que eso.

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Que mañana me levantaré y estaré bien.Que reiré, cantaré, jugaré con August y seguramente haga

Skype con Caleb para estudiar alguna asignatura que los dos llevemos atrasada.

Y todo estará bien, porque lo único bueno que tienen los días malos es que se acaban en algún momento.

—¿Necesitas alguna cosa?—Voy a dar una vuelta yo sola.Cuando me levanto, Trevor alza la cabeza y a Caleb le pasa

tres cuartos de lo mismo, sin dejar de tocar.—Va a dar una vuelta —dice Goethe un poco más alto—. Sola.Trevor asiente y me sonríe, aunque yo no soy capaz ni de mi-

rarlo a la cara con estos dos regueros surcándome las mejillas.La verdad es que no voy a dar una vuelta, y ni siquiera voy a

quedarme cerca del río y de ellos. En otras circunstancias, quizá no habría sido tan mentirosa. Sé que si hubiera dicho la verdad, me hubiese tocado estar acompañada todo el camino, y lo único que necesito es estar un rato sola, conmigo misma y nadie más.

Solo quiero irme a casa.

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