Becquer, gustavo adolfo cartas desde mi celda

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Gustavo Adolfo Bécquer Desde mi celda Cartas literarias TOMO I Carta primera Monasterio de Veruela, 1864. Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos, al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre de ver y hallar de continuo. En el fondo de

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Gustavo Adolfo Bécquer

Desde mi celdaCartas literarias

TOMO I

Carta primera

Monasterio de Veruela, 1864.

Queridos amigos: Heme aquí transportado de la nochea la mañana a miescondido valle de Veruela; heme aquí instalado denuevo en el oscurorincón del cual salí por un momento para tener elgusto de estrecharos lamano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlarun poco y recordar lasagradables, aunque inquietas horas de mi antiguavida. Cuando se deja unaciudad por otra, particularmente hoy, que todos losgrandes centros depoblación se parecen, apenas se percibe elaislamiento en que nosencontramos, antojándosenos, al ver la identidad delos edificios, lostrajes y las costumbres, que al volver la primeraesquina vamos a hallarla casa a que concurríamos, las personas queestimábamos, las gentes aquienes teníamos costumbre de ver y hallar decontinuo. En el fondo de

este valle, cuya melancólica belleza impresionaprofundamente, cuyo eternosilencio agrada y sobrecoge a la vez; diríase, porel contrario, que losmontes que lo cierran como un valladar inaccesibleme separan por completodel mundo. ¡Tan notable es el contraste de cuanto seofrece a mis ojos;tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre lamultitud de nuevasideas y sensaciones los recuerdos de las cosas másrecientes!Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso, en laredacción, en elteatro Real, en La Iberia; hoy, sonándome aún en eloído la última frasede una discusión ardiente la última palabra de unartículo de fondo, elpostrer acorde de un andante, el confuso rumor decien conversacionesdistintas, sentado a la lumbre de un campestre hogardonde arde un troncode carrasca que salta y cruje antes de consumirse,saboreo en silencio mitaza de café, único exceso que en estas soledades mepermito sin que turbela honda calma que me rodea otro ruido que el delviento que gime a lolargo de las desiertas ruinas y el agua que lame losaltos muros delmonasterio o corre subterránea atravesando susclaustros sombríos ymedrosos. Una muchacha con su zagalejo corto ynaranjado, su corpiñooscuro, su camisa blanca y cerrada, sobre la quebrillan dos gruesos hilosde cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcasatadas con un listónnegro, que sube cruzándose caprichosamente hasta lamitad de la pierna, va

y viene cantando a media voz por la cocina, atiza lalumbre del hogar,tapa y destapa los pucheros donde se condimenta lafutura cena, y disponeel agua hirviente, negra y amarga que me mira bebercon asombro. A estasalturas, y mientras dura el frío, la cocina es elestrado, el gabinete yel estudio.Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota lalluvia los vidriosdel balcón de mi celda, corro a buscar la claridadrojiza y alegre de lallama, y allí, teniendo a mis pies al perro, que seenrosca junto a lalumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de lacocina las mil chispas deoro con que se abrillantan las cacerolas y lostrastos de la espetera, alreflejo del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido lalectura de una escenade La Tempestad, de Shakespeare, o del Caín, deByron, para oír el ruidodel agua que hierve a borbotones, coronándose deespuma y levantando consus penachos de vapor. azul y ligero la tapadera demetal que golpea losbordes de la vajilla! Un mes hace que falto de aquíy todo se encuentra lomismo que antes de marcharme. El temeroso respeto deestos criados haciatodo lo que me pertenece, no puede menos de traermea la imaginación lasirreverentes limpiezas, los temibles y frecuentesarreglos de cuarto demis patronas de Madrid. Sobre aquella tabla,cubiertos de polvo, pero conlas mismas señales y colocados en el orden que yolos tenía, están aún mislibros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo lacartera de dibujo; en

un rincón veo la escopeta, compañera inseparable demis filosóficasexcursiones, con la cual he andado mucho, he pensadobastante y no hematado casi nada. Después de apurar mi taza de café,y mientras mirodanzar las llamas violadas, rojas y amarillas através del humo delcigarro que se extiende ante mis ojos como una gasaazul, he pensado unpoco sobre qué escribiría a ustedes para ElContemporáneo, ya que me hecomprometido a contribuir con una gota de agua, afin de llenar ese océanosin fondo, ese abismo de cuartillas que se llamaperiódico, especie detonel que, como al de las Danaidas, siempre se leestá echando original ysiempre está vacío. Las únicas ideas que me hanquedado como flotando enla memoria y sueltas de la masa general que haoscurecido y embotado elcansancio del viaje, se refieren a los detalles deéste, que carecen en síde interés, que en otras mil ocasiones he podidoestudiar, pero que nunca,como ahora, se han ofrecido a mi imaginación enconjunto y contrastandoentre sí de un modo tan extraordinario y patente.Los diversos medios de locomoción de que he tenidoque servirme parallegar hasta aquí, me han recordado épocas y escenastan distintas, quealgunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo,trazados por pluma másavezada que la mía a esta clase de estudiosbastarían a bosquejar uncurioso cuadro de costumbres.Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeñosaco de noche,

después de haberme despedido de ustedes llegué a laestación delferrocarril a punto de montar en el tren. Previo unligero saludo decabeza dirigido a las pocas personas que de antemanose encontraban en elcoche y que habían de ser mis compañeros de viaje,me acomodé en unrincón, esperando el momento de partir, que no debíade tardar mucho, ajuzgar por la precipitación de los rezagados, el iry venir de los guardasde la vía y el incesante golpear de las portezuelas.La locomotoraarrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como uncaballo de razaimpaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda quelo detiene en elhipódromo. De cuando en cuando una pequeñaoscilación hacía crujir lascoyunturas de acero del monstruo; por último sonó lacampana, el cochehizo un brusco movimiento de delante atrás y deatrás adelante, y aquellaespecie de culebra negra y monstruosa partióarrastrándose por el suelo alo largo de los raíles y arrojando silbidosestridentes que resonaban deuna manera particular en el silencio de la noche. Laprimera sensación quese experimenta al arrancar un tren es siempreinsoportable. Aquel confusorechinar de ejes, aquel crujir de vidriosestremecidos, aquel fragor deferretería ambulante, igual aunque en grado máximo,al que produce unsimón desvencijado al rodar por una calle malempedrada, crispa losnervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismoaturdimiento hay algo de

la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginosoque tiene todo logrande; pero como quiera que aunque mezclado conalgo que place, hay muchoque incomoda, también es cierto que hasta que pasanalgunos minutos y lacontinuación de las impresiones embota lasensibilidad, no se puede decirque se pertenece uno a sí mismo por completo.Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuandopude enterarme delo que había a mi alrededor, empecé a pasar revistaa mis compañeros decoche; ellos, por su parte, creo que hacían algo porel estilo, pues conmás o menos disimulo todos comenzamos a mirarnosunos a otros de los piesa la cabeza.Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muypocas personas. Enel asiento que hacia frente al que yo me habíacolocado, y sentada de modoque los pliegues de su amplia y elegante falda deseda me cubrían casi lospies, iba una joven como de diez y seis a diez ysiete años, la cual, ajuzgar por la distinción de su fisonomía y ese no séqué aristocrático quese siente y no puede explicarse, debía de pertenecera una clase elevada.Acompañábala un aya, pues tal me pareció una señoramuy atildada yfruncida que ocupaba el asiento inmediato, y que decuando en cuando ledirigía la palabra en francés para preguntarle cómose sentía, quénecesitaba, o advertirle de qué manera estaría máscómoda. La edad deaquella señora y el interés que se tomaba por lajoven, pudieran hacer

creer que era su madre; pero, a pesar de todo, yonotaba en su solicitudalgo de afectado y mercenario, que fue el dato deque desde luego tuve encuenta para clasificarla.Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y medioenterrado entre losalmohadones de un rincón, como viajero avezado a lasnoches deferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casitodos los ingleses,pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nadamás acabado y completoque su traje de touriste; nada más curioso que susmil cachivaches deviaje, todos blancos y relucientes; aquí la mantaescocesa, sujeta con sushebillas de acero; allá el paraguas y el bastón consu funda de vaqueta,terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa depiel de Rusia. Cuandovolví los ojos para mirarle, el inglés, desde todolo alto de sudeslumbradora corbata blanca, paseaba una miradaolímpica sobre nosotros,y luego que su pupila verde, dilatada y redonda, sehubo empapado bien enlos objetos, entornó nuevamente los párpados, demodo que, heridas por laluz que caía de lo alto, sus pestañas largas yrubias se me antojaban aveces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo unaremolacha, pues no aotra cosa podía compararse su nariz. Formandocontraste con este seco yestirado gentleman, que, una vez entornados los ojosy bien acomodado ensu rincón, permanecía inmóvil como una esfinge degranito, en el extremoopuesto del coche, y ya poniéndose de pie, yaagachándose para colocar una

enorme sombrerera debajo del asiento, o recostándosealternativamente deun lado y de otro, como el que siente un dolor agudoy de ningún modo seencuentra bien, bullía sin cesar un señor de unoscuarenta años,saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, alo que pude colegir porsus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos aZaragoza, de dondenunca había salido sino a la capital de suprovincia, hasta que, conocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamientode que formaba parte,había estado últimamente en la corte como cosa de unmes.Todo esto y mucho más, se lo dijo él solo sin quenadie se lopreguntara, porque el bueno del hombre era de lo másexpansivo con que hetopado en mi vida, mostrando tal afán por enredarconversación sobrecualquier cosa, que no perdonaba coyuntura.Primero suplicó al inglés le hiciese el favor decolocar un cestitocon dos botellas en la bolsa del coche que tenía máspróxima; el inglésentreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sincontestar una solapalabra a las expresivas frases con que leagradeciera el obsequio. Deseguida se dirigió a la joven para preguntarle si laseñora que laacompañaba era su mamá. La joven le contestó que nocon una desdeñosasobriedad de palabras. Después se encaró conmigo,deseando saber siseguiría hasta Pamplona: satisfice esta pregunta, yél, tomando pie de micontestación, dijo que se quedaba en Tudela; y apropósito de esto, habló

de mil cosas diferentes y todas a cual de menosimportancia, sobre todopara los que le escuchábamos. Cansado de sudesesperante monólogo oagotados los recursos de su imaginación, nuestrobuen hombre, que por lovisto se fastidiaba a más no poder dentro de aquellaatmósfera glacial yafectada, tan de buen tono entre personas que no seconocen, comenzó apoco, sin duda para distraer su aburrimiento, unaserie de maniobras acual más inconvenientes y originales. Primero cantóun rato a media vozalguna de las habaneras que había oído en Madrid ala criada de la casa depupilos; después comenzó a atravesar el coche de unextremo a otro, dandoaquí al inglés con el codo o pisando allí el extremodel traje de lasseñoras para asomarse a las ventanillas de amboslados; por último, y éstafue la broma más pesada, dio en la flor de bajar loscristales en cada unade las estaciones para leer en alta voz el nombredel pueblo, pedir agua opreguntar los minutos que se detendría el tren. Enunas y otras, ya nosencontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche sehabía entrado fría,anubarrada y desagradable; de modo que cada vez quese abría una de lasportezuelas, se estaba en peligro inminente de cogerun catarro. Elinglés, que hubo de comprenderlo así, se envolviósilenciosamente en sumagnífica manta escocesa; la joven, por consejo delaya, que se lo dijo enalta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de otracosa, me levanté el

cuello del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entrelos hombros. Nuestrohombre sin embargo, prosiguió impertérritopracticando la misma peligrosaoperación tantas veces cuantas paraba el tren, hastaque al cabo, no sé sicansado de este ejercicio o advertido de la escenamuda de arropamientogeneral que se repetía tantas veces cuantas él abríala ventanilla, cerrócon aire de visible mal humor los cristales,tornando a echarse en surincón donde a los pocos minutos roncaba como unbendito, amenazandoaplastarme la nariz con la coronilla en uno deaquellos bruscos vaivenesque de cuando en cuando le hacían salir sobresaltadode su modorra pararestregarse los ojos, mirar el reloj y volverse adormir de nuevo. El pesode las altas horas de la noche comenzaba a dejarsesentir. En el vangónreinaba un silencio profundo, interrumpido sólo porel eterno y férreocrujir del tren y algún que otro resoplido denuestro amodorradocompañero, que alternaba en esta tarea con lamáquina.El inglés se durmió también; pero se durmió grave ydignamente sinmover pie ni mano, como si a pesar del letargo quele embargaba tuviese laconciencia de su posición. El aya comenzó a cabecearun poco, acabando porbajar el velo de su capota oscura y dormirse enestilo semiserio.Quedamos, pues, desvelados como las vírgenesprudentes de la parábola, tansólo la joven y yo. A decir verdad, yo también mehubiera rendido al peso

del aturdimiento y a las fatigas de la vigilia sihubiese tenido laseguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud,si no tan grave comola del inmóvil gentleman, al menos no tan grotescacomo la del buenregidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra deuna cabezada, oraroncando como un órgano o balbuceando palabrasininteligibles, ofrecía elespectáculo más chistoso que imaginarse puede. Paradespabilarme un pocoresolví dirigir la palabra a la joven; pero por unaparte temía cometeruna indiscreción, mientras por otra; y no era estolo menos parapermanecer callado, no sabía como empezar. Entoncesvolví los ojos, quehabía tenido clavados en ella con algunainsistencia, y me entretuve enver pasar a través de los cristales, y sobre unafaja de terreno oscuro ymonótono, ya las blancas nubes de humo y de chispasque se quedaban alpaso de la locomotora rozando la tierra y comosuspendidas e inmóviles, yalos palos del telégrafo, que parecían perseguirse yquerer alcanzarse unosa otros lanzados a una carrera fantástica. Noobstante, la aproximación deaquella mujer hermosa que yo sentía aun sin mirarla,el roce de su faldade seda que tocaba a mis pies y crujía a cada uno desus movimientos, elsopor vertiginoso del incesante ruido, la languidezdel cansancio, lamisteriosa embriaguez de las altas horas de lanoche, que pesan de unamanera tan particular sobre el espíritu, comenzarona influir en miimaginación, ya sobreexcitada extrañamente.

Estaba despierto, pero mis ideas iban poco a pocotomando esa formaextravagante de los ensueños de la mañana, historiassin principio ni fin,cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo deenojosa claridad yvuelven a soldarse apenas se corren las cortinas dellecho. La vista se mefatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscuracomo un mar de asfalto,la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya sedeprimía, imitando elmovimiento de las olas. De cuando en cuando dejabacaer la cabeza sobre elpecho, rompía el hilo de las historiasextraordinarias que iba fingiendoen la mente y entornaba los ojos; pero apenas losvolvía a abrirencontraba siempre delante de ellos a aquella mujer,y tornaba a mirar porlos cristales; y tornaba a soñar imposibles. Yo heoído decir a muchos, yaun la experiencia me ha enseñado un poco, que hayhoras peligrosas, horaslentas y cargadas de extraños pensamientos y de unavoluptuosa pesadez,contra la que es imposible defenderse: en esashoras, como cuando nosturban la cabeza los vapores del vino, los sonidosse debilitan y pareceque se oyen muy distantes, los objetos se ven comovelados por una gasaazul, y el deseo presta audacia al espíritu, querecobra para sí todas lasfuerzas que pierde la materia. Las horas de lamadrugada, esas horas quedeben tener más minutos que las demás, esas horas enque entre el caos dela noche comienza a forjarse el día siguiente, enque el sueño se despide

con su última visión y la luz se anuncia con ráfagasde claridad incierta,son sin duda alguna, las que en más alto gradoreúnen semejantescondiciones. Yo no sé el tiempo que trascurriómientras a la vez dormía yvelaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas delas fantásticas ideasque cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólorecuerdo cosasdesasidas y sin sentido, como esas notas sueltas deuna música lejana quetrae el viento a intervalos en ráfagas sonoras: loque sí puedo asegurares que gradualmente se fueron embotando missentidos, hasta el punto quecuando un gran estremecimiento, una bocanada de airefrío y la voz delguarda de la vía me anunciaron que estaba en Tudela,no supe explicarmecómo me encontraba tan pronto en el término de laprimera parte de miperegrinación.Era completamente de día, y por la ventanilla delcoche, que habíaabierto de par en par el señor gordo, entraban a lavez el sol rojizo y elaire fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonésque por lo que podíacolegirse no veía la hora de dejar tan pocoagradable reunión, apenas seconvenció de que estábamos en Tudela, torciose lacapa al hombro, cogió enuna mano su sombrerera monstruo, en la otra elcesto, y saltó al andén conuna agilidad que nadie hubiera sospechado en susaños y en su gordura. Yotorné asimismo el pequeño saco, que era todo miequipaje; dirigí unaúltima mirada a aquella mujer a quien acaso novolvería a ver más y que

había sido la heroína de mi novela de una noche, ydespués de saludar amis compañeros, salí del vagón buscando a un chicoque llevase aquel bultoy me condujese a una fonda cualquiera.Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de ciudad, yel paradoradonde me condujo mi guía, una posada con ribetes defonda. Senteme yalmorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue grancosa, la mesa y elservicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a lanavarra que seencuentra al frente del establecimiento. Aún nohabía tomado los postres,cuando el campanilleo de las colleras, loschasquidos del látigo y lasvoces del zagal que enganchaba las mulas, meanunciaron que el coche deTarazona iba a salir muy pronto. Acabé deprisa ycorriendo de tomar unataza de café bastante malo y clarito por más señas,y ya se oían losgritos de ¡al coche, al coche! unidos a lasdespedidas en alta voz, al iry venir de los que colocaban los equipajes en labaca, y las advertenciasmezcladas de interjecciones del mayoral, que dirigíalas maniobras desdeel pescante como un piloto desde la popa de subuque.La decoración había cambiado por completo, y nuevosy característicospersonajes se encontraban en escena. En primertérmino, y unos recostadoscontra la pared, otros sentados en los marmolillosde las esquinas oagrupados en derredor del coche, veíanse hastaquince o veinte desocupadosdel lugar para quienes el espectáculo de unadiligencia que entra o sale

es todavía un gran acontecimiento. Al pie delestribo algunos muchachos,desarrapados y sucios, abrían con gran oficiosidadlas portezuelas,pidiendo indirectamente una limosna, y en elinterior del ómnibus, pueséste era propiamente el nombre que debiera darse alvehículo que iba aconducirnos a Tarazona, comenzaban a ocupar susasientos los viajeros. Yofui uno de los primeros en colocarme en mi sitio allado de las dosmujeres, madre e hija, naturales de un pueblocercano, y que venían deZaragoza, a donde, según me dijeron, habían ido acumplir no sé qué voto ala Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojosretozones, y de la madrese conservaba todo lo que a los cuarenta y pico deaños puede conservarsede una buena moza. Tras mí entró un estudiante delseminario, a quien nohubo de parecer saco de paja la muchacha, puesviendo que no podíasentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo,se compuso de modo queen aquellas estrecheces se tocasen rodilla conrodilla. Siguieron alestudiante otros dos individuos del sexo feo, de loscuales el primeroparecía militar en situación de reemplazo, y elsegundo uno de esos pobresempleados de poco sueldo, a quienes a cada instantetrasiega el ministeriode una provincia a otra. Ya estábamos todos, y cadauno en su lugarcorrespondiente, y dándonos el parabién porqueíbamos a estar un pocoholgados, cuando apareció en la portezuela, y comoun retrato dentro de su

moldura, la cabeza de un clérigo entrado en edad,pero guapote, y de buencolor, al que acompañaba una ama o dueña, como poraquí es costumbrellamarles, que en punto a cecina de mujer era de lomejor conservado yapetitoso a la vista que yo he encontrado de algúntiempo a esta parte.Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada delos nuevoscompañeros, siendo de los segundos el escolar, elcual encontró ocasión deencajarse más estrechamente con su vecina deasiento, mientras hacía unsitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumenque había deocuparlo, aunque grande por la buena voluntad conque se le ofrecía.Sentose el ama, acomodose el clérigo, y ya nosdisponíamos a partir,cuando, como llovido del cielo o salido de losprofundos, hete aquí que senos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril,con su imprescindiblecesto y su monstruosa sombrerera. Referir lascuchufletas, lasinterjecciones, las risas y los murmullos que seoyeron a su llegada,sería asunto imposible, como tampoco es fácilrecordar las maniobras decada uno de los viajeros para impedir que seacomodase a su lado. Peroaquél era el elemento de nuestro hombre gordo: allídonde se reía, seempujaba, y unos manoteando, otros impasibles, todoshablaban a un tiempo,se encontraba el buen regidor como el pez en el aguao el pájaro en elaire. A las cuchufletas respondía con chanzas; a lasinterjecciones,

encogiéndose de hombros, y a los envites de codos,con codazos, de maneraque a los pocos minutos ya estaba sentado y enconversación con todos,como si los conociese de antigua fecha. En estopartió el coche,comenzando ese continuo vaivén al compás del trotede las mulas, lascampanillas del caballo delantero, el saltar de loscristales, elrevolotear de los visillos y los chasquidos dellátigo del mayoral, queconstituyen el fondo de armonía de una diligencia enmarcha. Las torres deTudela desaparecieron detrás de una loma bordada deviñedos y olivares.Nuestro hombre gordo, apenas se vio engolfado caminoadelante y encompañía tan franca, alegre y de su gusto,desenvainó del cesto unabotella y la merienda correspondiente para echar untrago. Dada la señaldel combate, el fuego se hizo general en toda lalínea, y unos de lafiambrera de hoja de lata, otros de un canastillo odel número de unperiódico, cada cual sacó su indispansable tortillade huevos con variedadde tropezones. Primero la botella, y cuando ésta sehubo apurado, una botade media azumbre del seminarista, comenzaron a andara la ronda por elcoche. Las mujeres, aunque se excusaban tenazmente,tuvieron quehumedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejandoel cuidado de lasmulas al delantero, sentose de medio ganchete en elpescante y formó partedel corro, no siendo de los más parcos en el beber;yo, aunque con nada

había contribuido al festín, también tuve queempinar el codo más de loque acostumbro.A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje; demodo que con elaturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, eltropezón de codos yrodillas, las risotadas de éstos, el gritar deaquéllos, las palabritas amedia voz de los de más allá, un poco de solenfilado a los ojos por lasventanillas y un bastante de polvo del quelevantaban las mulas, las treshoras de camino que hay desde Tarazona a Tudelapasaron entre gloria ypurgatorio, ni tan largas que me dieran lugar adesesperarme, ni tanbreves que no viera con gusto el término de misegunda jornada.En Tarazona nos apeamos del coche entre una doblefila de curiosos,pobres y chiquillos. Despedímonos cordialmente losunos de los otros,volví a encargar a un chicuelo de la conducción demi equipaje y meencaminé al azar por aquellas calles estrechas,torcidas y oscuras,perdiendo de vista, tal vez para siempre, a mifamoso regidor, que habíaempezado por fastidiarme, concluyendo al fin porhacerme feliz con sueterno buen humor, su incansable charla y suinquietud increíble en unapersona de su edad y su volumen. Tarazona es unaciudad pequeña y antigua;más lejos del movimiento que Tudela, no se nota enella el mismo adelanto,pero tiene un carácter más original y artístico.Cruzando sus calles conarquillos y retablos, con caserones de piedra llenosde escudos y timbres

heráldicos, con altas rejas de hierro de laborexquisita y extraña, haymomentos en que se cree uno transportado a Toledo,la ciudad histórica porexcelencia.Al fin, después de haber discurrido un rato poraquel laberinto decalles, llegamos a la posada, que posada era contodos los accidentes y elcarácter de tal el sitio a que me condujo mi guía.Figúrense ustedes unmedio punto de piedra carcomida y tostada en cuyaclave luce un escudo conun casco que en vez de plumas tiene en la cimera unapomposa mata dejaramagos amarillos, nacida entre las hendiduras delos sillares; junto alblasón de los que fueron un día señores de aquellacasa solariega, hay unpalo, con una tabla en la punta a guisa debanderola, en que se lee congrandes letras de almagre el título delestablecimiento; el nudoso yretorcido tronco de una parra que comienza aretoñar, cubre de hojasverdes, transparentes e inquietas, un ventanuquilloabierto en el fondo deuna antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros decolores; a los ladosdel portal sirven de asiento algunos trozos decolumnas, sustentados porrimeros de ladrillos o capiteles rotos y casiocultos entre las yerbas quecrecen al pie del muro, en el cual, entre remiendosy parches dediferentes épocas, unos blancos y brillantes aún,otros con oscurasmanchas de ese barniz particular de los años, se venalgunas estaquillasde madera clavadas en las hendiduras. Tal se ofrecióa mis ojos el

exterior de la posada; el interior no parecía menospintoresco.A la derecha, y perdiéndose en la media luz quepenetraba de lacalle, veíase una multitud de arcos chatos y macizosque se cruzaban entresí, dejando espacio en sus huecos a una larga filade pesebres, formadosde tablas mal unidas al pie de los postes, ydiseminados por el suelo,tropezábase aquí con las enjalmas de una caballería,allá con unos cuantospellejos de vino o gruesas sacas de lana, sobre lasque merendaban,sentados en corro y con el jarro en primer lugar,algunos arrieros ytrajinantes.En el fondo, y caracoleando, pegada a los muros osujeta conpuntales, subía a las habitaciones interiores unaescalerilla empinada yestrecha, en cuyo hueco, y revolviendo un haz depaja, picoteaban losgranos perdidos hasta una media docena de gallinas;la parte de laizquierda, a la que daba paso un arco apuntado yruinoso, dejaba ver unrincón de la cocina iluminado por el resplandorrojizo y alegre del hogar,en donde formaban un gracioso grupo la posadera,mujer frescota y de buentemple, aunque entrada en años, una muchachavivaracha y despierta como dequince a diez y seis, y cuatro o cinco chicuelosrubios y tiznados, aménde un enorme gato rucio y dos o tres perros que sehabían dormido al amorde la lumbre.Después de dar un vistazo a la posada, hice presenteal posadero el

objeto que en su busca me traía, el cual estabareducido a que me pusieseen contacto con alguien que me quisiera ceder unacaballería paratrasladarme a Veruela, punto al que no se puedellegar de otro modo.Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unoshombres que habíanvenido a vender carbón de Purujosa y se tornaban devacío, y héteme aquíotra vez en marcha y camino del Moncayo, atalajadoen una mula como en losbuenos tiempos de la Inquisición y del absoluto.Cuando me vi en mitad delcamino, entre aquellas subidas y bajadas tanescabrosas, rodeado de loscaborneros, que marchaban a pie a mi lado cantandouna canción monótona yeterna; delante de mis ojos la senda, que parecíauna culebra blancuzca einterminable que se alejaba enroscándose por entrelas rocas,desapareciendo aquí y tornando a aparecer más allá,y a un lado y otro loshorizontes inmóviles y siempre los mismos,figurábaseme que hacía un añome había despedido de ustedes, que Madrid se habíaquedado en el otro cabodel mundo, que el ferrocarril que vuela, dejandoatrás las estaciones ylos pueblos, salvando los ríos y horadando lasmontañas, era un sueño dela imaginación o un presentimiento de lo futuro.Como la verdad es que yofácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto meencontré bien con miúltima manera de caminar, y dejando ir a la mula asu paso lento yuniforme, eché a volar la fantasía por los espaciosimaginarios, para que

se ocupase en la calma y en la frescura sombría delos sotos de álamos quebordan el camino, en la luminosa serenidad delcielo, o saltase, comosalta el ligero montañés, de peñasco en peñasco, porentre las quiebrasdel terreno, ora envolviéndose como en una gasa deplata en la nube queviene rastrera, ora mirando con vertiginosa emociónel fondo de losprecipicios por donde va el agua, unas veces ligera,espumosa y brillante,y otras sin ruido, sombría y profunda.Como quiera que cuando se viaja así, la imaginacióndesasida de lamateria tiene espacio y lugar para correr volar yjuguetear como una locapor donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado delespíritu, que es elque lo percibe todo, sigue impávido su camino hechoun bruto y atalajadocomo un pellejo de aceite, sin darse cuenta de símismo, ni saber si secansa o no. En esta disposición de ánimo anduvimosno sé cuántas horas,porque ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuandoun airecilloagradable, aunque un poco fuerte, me anunció quehabíamos llegado a la másalta de las cumbres que por la parte de Tarazonarodean el valle, términode mis peregrinaciones. Allí, después de habermeapeado de la caballeríapara seguir a pie el poco camino que me faltaba,pude exclamar como losCruzados a la vista de la ciudad santa:Ecco apparir Gerusalem si vedeEn efecto, en el fondo del melancólico y silenciosovalle, al pie delas últimas ondulaciones del Moncayo, que levantabasus aéreas cumbres

coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entreel follaje oscuro desus verdes alamedas y heridas por la última luz delsol poniente, vi lasvetustas murallas y las puntiagudas torres delmonasterio, en donde yainstalado en una celda, y haciendo una vida mitadpor mitad literaria ycampestre, espera vuestro compañero y amigo recobrarla salud, si Dios esservido de ello, y ayudaros a soportar la pesadacarga del periódico encuanto la enfermedad y su natural propensión a lavagancia se lo permitan.

Carta segunda

Queridos amigos: Si me vieran ustedes en algunasocasiones con lapluma en la mano y el papel delante, buscando unasunto cualquiera paraemborronar catorce o quince cuartillas, tendríanlástima de mí. Gracias aDios que no tengo la perniciosa, cuanto feacostumbre, de morderme lasuñas es caso de esterilidad, pues hasta tal punto meencuentro apurado eirresoluto en estos trances, que ya sería cosa dehaberme comido laprimera falange de los dedos. Y no es precisamenteporque se hayan agotadode tal modo mis ideas, que registrando en el fondode la imaginación, endonde andan enmarañadas e indecisas, no pudiesetopar con alguna ytraerla, a ser preciso, por la oreja, como dómine delugar a muchachotravieso. Pero no basta tener una idea; es necesariodespojarla de suextraña manera de ser, vestirla un poco al uso paraque esté presentable,aderezarla y condimentarla, en fin, a propósito,para el paladar de loslectores de un periódico, político por añadidura. Yaquí está lo espinosodel caso, aquí la gran dificultad.Entre los pensamientos que antes ocupaban miimaginación y los queaquí han engendrado la soledad y el retiro, se hatrabado una luchatitánica, hasta que, por último, vencidos losprimeros por el número y laintensidad de sus contrarios, han ido a refugiarseno sé dónde, porque yo

los llamo y no me contestan, los busco y no parecen.Ahora bien: lo que sesiente y se piensa aquí en armonía con la profundacalma y el melancólicorecogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar uneco en los que viven enese torbellino de intereses opuestos, de pasionessobreexcitadas, deluchas continuas que se llama la Corte?Yo juzgo de la impresión que pueden hacer ideas quenacen y sedesarrollan en la austera soledad de estosclaustros, por la que a su vezme producen las que ahí hierven y de las cualesdiariamente me trae ElContemporáneo como un abrasado soplo. Al periódicoque todas las mañanasencontramos en Madrid sobre la mesa del comedor o enel gabinete deestudio, se le recibe como a un amigo de confianzaque viene a charlar unrato, mientras se hace hora de almorzar con laventaja de que sisaboreamos un veguero, mientras él nos refiere,comentándola, la historiadel día de ayer, ni siquiera hay necesidad deofrecerle otro, como alamigo. Y esa historia de ayer que nos refiere, hastacierto punto lahistoria de nuestros cálculos, de nuestras simpatíaso de nuestrosintereses; de modo que su lenguaje apasionado, susfrases palpitantes,suelen hablar a un tiempo a nuestra cabeza, anuestro corazón y a nuestrobolsillo: en unas ocasiones repite lo que ya hemospensado, y nos complacehallarle acorde con nuestro modo de ver; otras nosdice la última palabrade algo que comenzábamos a adivinar, o nos da eltema en armonía con las

vibraciones de nuestra inteligencia para proseguirpensando. Taníntimamente está enlazada su vida intelectual con lanuestra; tan una esla atmósfera en que se agitan nuestras pasiones ylas suyas. Aquí, por elcontrario, todo parece conspirar a un fin diverso.El periódico llega alos muros de este retiro como uno de esos círculosque se abren en el aguacuando se arroja una piedra, y que poco a poco sevan debilitando a medidaque se alejan del punto de donde partieron, hastaque vienen a morir en laorilla con un rumor apenas perceptible. El estado denuestra imaginación,la soledad que nos rodea, hasta los accidenteslocales parecen contribuira que sus palabras suenen de otro modo en el oído.Juzgad si no por lo quea mí me sucede.Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer,salgo al caminoque pasa por delante de las puertas del monasteriopara aguardar alconductor de la correspondencia que me trae losperiódicos de Madrid.Frente al arco que da entrada al primer recinto dela abadía, se extiendeuna larga alameda de chopos tan altos que, cuandoagita las ramas elviento de la tarde, sus copas se unen y forman unainmensa bóveda deverdura. Por ambos lados del camino, y saltando ycayendo con un murmulloapacible por entre las retorcidas raíces de losárboles, corren dosarroyos de agua cristalina y transparente, fría comola hoja de una espaday delgada como su filo. El terreno sobre el cualflotan las sombras de los

chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas,está a trechoscubierto de una yerba alta, espesa y finísima, entrela que nacen tantasmargaritas blancas, que semejan a primera vista esalluvia de flores conque alfombran el suelo los árboles frutales en lostemplados días deabril. En los ribazos, y entre los zarzales y losjuncos del arroyo;crecen las violetas silvestres, que, aunque casiocultas entre susrastreras hojas, se anuncian a gran distancia con suintenso perfume; y,por último, también cerca del agua y formando comoun segundo término,déjase ver por entre los huecos que quedan de troncoa tronco una doblefila de nogales corpulentos con sus copas redondas,compactas y oscuras.Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en unpunto en quevarios olmos dibujan un círculo pequeño, enlazandoentre sí sus espesasramas, que recuerdan, al tocarse en la altura, lacúpula de un santuario;sobre una escalinata formada de grandes sillares degranito, por entrecuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos ylas flores trepadoras,se levanta gentil, artística y alta, casi como losárboles, una cruz demármol, que, merced a su color, es conocida en estascercanías por la Cruznegra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío queeste lugar. Por unextremo del camino limita la vista el monasterio consus arcos ojivales,sus torres puntiagudas y sus muros almenados eimponentes; por el otro,

las ruinas de una pequeña ermita se levantan al piede una eminenciasembrada de tomillos y romeros en flor. Allí,sentado al pie de la cruz, yteniendo en las manos un libro que casi nunca leo, yque muchas veces dejoolvidado en las gradas de piedra, estoy una o dos ya veces hasta cuatrohoras aguardando el periódico. De cuando en cuandoveo atravesar a lolejos una de esas figuras aisladas que se colocan enun paisaje para hacersentir mejor la soledad del sitio. Otras veces,exaltada la imaginación,creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscurodel follaje, a losmonjes blancos que van y vienen silenciososalrededor de su abadía, o auna muchacha de la aldea que pasa por ventura al piede la cruz con unmanojo de flores en el halda, se arrodilla unmomento y deja un lirio azulsobre los peldaños. Luego, un suspiro que seconfunde con el rumor de lashojas; después..., ¡qué sé yo!..., escenas sueltasde no sé qué historiaque yo he oído o que inventaré algún día; personajesfantásticos, que,unos tras otros; van pasando ante mi vista, y de loscuales cada uno medice una palabra o me sugiere una idea: ideas ypalabras que más tardegerminarán en mi cerebro y acaso den fruto en elporvenir.La aproximación del correo viene siempre ainterrumpir una de estasmaravillosas historias. En el profundo silencio queme rodea, el lejanorumor de los pasos de su caballo que cada vez sepercibe más distinto, lo

anuncia a larga distancia; por fin llega a dondeestoy, saca el periódicode la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, melo entrega, y despuésde cambiar algunas palabras o un saludo, desaparecepor el extremo opuestodel camino que trajo.Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundohe vivido con suvida febril y apasionada, El Contemporáneo no espara mí un papel comootro cualquiera, sino que sus columnas son ustedestodos, mis amigos, miscompañeros de esperanzas o desengaños, de reveses ode triunfos, desatisfacciones o de amarguras. La primera impresiónque siento, pues, alrecibirle, es siempre una impresión de alegría, comola que se experimentaal romper la cubierta de una carta en cuyo sobrehemos visto una letraquerida, o como cuando en un país extranjero seestrecha la mano de uncompatriota y se oye hablar el idioma nativo. Hastael olor particular delpapel húmedo y la tinta de imprenta, olorespecialísimo que por un momentoviene a sustituir el perfume de las flores que aquíse respira por todaspartes, parece que hiere la memoria del olfato,memoria extraña y viva queindudablemente existe, y me trae un pedazo de miantigua vida; de aquellainquietud, de aquella actividad, de aquella fiebrefecunda del periodismo.Recuerdo el incesante golpear y crujir de la máquinaque multiplicaba pormiles las palabras que acabábamos de escribir y quesalían aún palpitandode la pluma; recuerdo el afán de las últimas horasde redacción, cuando la

noche va de vencida y el original escasea; recuerdo,en fin, las veces quenos ha sorprendido el día corrigiendo un artículo oescribiendo unanoticia última sin hacer más caso de las poéticasbellezas de la alboradaque de la carabina de Ambrosio. En Madrid, y paranosotros en particular,ni sale ni se pone el sol: se apaga o se enciende laluz, y es por laúnica cosa que lo advertimos.Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo apasar la vista porsus renglones hasta que gradualmente me voyengolfando en su lectura, y yani veo ni oigo nada de lo que se agita a mialrededor. El viento siguesuspirando entre las copas de los árboles, el aguasonriendo a mis pies, ylas golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasansobre mi cabeza; peroyo, cada vez más absorto y embebido con las nuevasideas que comienzan adespertarse a medida que me hieren las frases deldiario, me juzgotransportado a otros sitios y a otros días. Parécemeasistir de nuevo a laCámara, oír los discursos ardientes, atravesar lospasillos del Congreso,donde entre el animado cuchicheo de los grupos seforman las futurascrisis; y luego veo las secretarias de losministerios en donde se hace lapolítica oficial; las redacciones donde hierven lasideas que han de caeral día siguiente como la piedra en el lago, y loscírculos de la opiniónpública que comienzan en el casino, siguen en lasmesas de los cafés yacaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo aseguir con interés

las polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el rotohilo de las intrigas,y ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de laspasiones violentas, lainquieta ambición, el ansia de algo más perfecto, elafán de hallar laverdad escondida a los ojos humanos, tornan a vibrarnuevamente y aencontrar en mi alma un eco profundo. «El DiarioEspañol, El Pensamiento oLa Iberia, hablan de esto, afirman aquello o nieganlo de más allá», diceEl Contemporáneo; y yo sin saber apenas dónde estoy,tiendo las manos paracogerlos, creyendo que están allí a mi alcance, comosi me encontrarasentado a le mesa de la redacción.Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, quepasan por mi cabezacomo una nube de tronada, se desvanecen apenasnacidos. Aún no he acabadode leer las primeras columnas del periódico, cuandoel último reflejo delsol, que dobla lentamente la cumbre del Moncayo,desaparece de la más altade las torres del monasterio, en cuya cruz de metalllamea un momentoantes de extinguirse. Las sombras de los montesbajan a la carrera y seextienden por la llanura; la luna comienza adibujarse en el Oriente comoun círculo de cristal que transparenta el cielo, yla alameda se envuelveen la indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposiblecontinuar leyendo. Aúnse ven por una parte y entre los huecos de las ramaschispazos rojizos delsol poniente, y por la otra una claridad violada yfría. Poco a pococomienzo a percibir otra vez, semejante a unaarmonía confusa, el ruido de

las hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro ycontinuado, a cuyocompás vago y suave vuelven a ordenarse las ideas yse van moviendo conmás lentitud en una danza cadenciosa, que languideceal par de la música,hasta que por último se aguzan unas tras otras comoesos puntos de luzapenas perceptibles que de pequeños nosentreteníamos en ver morir en laspavesas de un papel quemado. La imaginaciónentonces, ligera y diáfana; semece y flota al rumor del agua, que la arrulla comouna madre arrulla a unniño. La campana del monasterio, la única que haquedado colgada en suruinosa torre bizantina, comienza a tocar laoración, y una cerca, otralejos, éstas con una vibración metálica y aguda,aquéllas con un tañidosordo y triste, les responden las otras campanas delos lugares delSomontano. De estos pequeños lugares, unos están enlas puntas de lasrocas colgados como el nido de una águila, y otrosmedio escondidos en lasondulaciones del monte o en lo más profundo de losvalles. Parece unaarmonía que a la vez baja del cielo y sube de latierra, y se confunde yflota en el espacio, mezclándose al último rumor deldía que muere elprimer suspiro de la noche que nace.Ya todo pasó, Madrid, la política, las luchasardientes, las miseriashumanas, las pasiones, las contrariedades, losdeseos, todo se ha ahogadoen aquella música divina. Mi alma está ya tan serenacomo el agua inmóvily profunda. La fe en algo más grande, en un destinofuturo y desconocido,

más allá de esta vida, la fe de la eternidad, enfin, aspiraciónabsorbente, única e inmensa, mata esa fe al pormenor que pudiéramosllamar personal, la fe en el mañana, especie deaguijón que espolea losespíritus irresolutos, y que tanto se necesita paraluchar y vivir yalcanzar cualquier cosa en la tierra.Absorto en estos pensamientos doblo el periódico yme dirijo a mihabitación. Cruzo la sombría calle de árboles yllego a la primera cercadel monasterio, cuya dantellada silueta se destacapor oscuro sobre elcielo en un todo semejante a la de un castillofeudal; atravieso el patiode armas con sus arcos redondos y timbrados, susbastiones llenos desaeteras y coronados de almenas puntiagudas, de lascuales algunas yacenen el foso, medio ocultas entre los jaramagos y losespinos. Entre doscubos de muralla, altos, negros e imponentes, sealza la torre que da pasoal interior; una cruz clavada en la punta indica elcarácter religioso deaquel edificio, cuyas enormes puertas de hierro ymuros fortísimos, másparece que deberían guardar soldados que monjes.Pero apenas las puertas se abren rechinando sobresus goznesenmohecidos, la abadía aparece con todo su carácter.Una larga fila deolmos, entre los que se elevan algunos cipreses,deja ver en el fondo laiglesia bizantina con su portada semicircular llenade extrañasesculturas, por la derecha se extiende la remendadatapia de un huerto,

por encima de la cual asoman las copas de losárboles, y a la izquierda sedescubre el palacio abacial, severo y majestuoso enmedio de su sencillez.Desde este primer recinto se pasa al inmediato porun arco de medio punto,después del cual se encuentra el sitio donde en otrotiempo estuvo elenterramiento de los monjes. Un arroyuelo, que luegodesaparece y se oyegemir por debajo de tierra, corre al pie de tres ocuatro árboles viejos ynudosos: a un lado se descubre el molino medioagazapado entre unasruinas, y más allá, oscura como la boca de unacueva, la portadamonumental del claustro con sus pilastrasplaterescas llenas dehojarascas, bichos, ángeles, cariátides y dragonesde granito quesostienen emblemas de la Orden, mitras y escudos.Siempre que atravieso este recinto cuando la nochese aproxima ycomienza a influir en la imaginación con su altosilencio y susalucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco apoco las sendasabiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas,como temeroso de queal ruido de mis pasos despierte en sus fosas ylevante la cabeza alguno delos monjes que duermen allí el sueño de laeternidad. Por último, entro enel claustro; donde ya reina una oscuridad profunda:la llama del fósforoque enciendo para atravesarlo vacila agitada por elaire, y los círculosde luz que despide luchan trabajosamente con lastinieblas. Sin embargo, asu incierto resplandor, pueden distinguirse laslargas series de ojivas,

festoneadas de hojas de trébol, por entre las queasoman, con una muecamuda y horrible, esas mil fantásticas y caprichosascreaciones de laimaginación que el arte misterioso de la Edad Mediadejó grabadas en elgranito de sus basílicas: aquí un endriago que seretuerce por una columnay saca su deforme cabeza por entre la hojarasca delcapitel; allí un ángelque lucha con un demonio y entre los dos soportan larecaída de un arcoque se apunta al muro; más lejos, y sombreadas porel batiente oscuro dellucillo que las contiene, las urnas de piedra dondebien con la mano en elmontante o revestidas de la cogulla, se ven lasestatuas de los guerrerosy abades más ilustres que han patrocinado estemonasterio o lo hanenriquecido con sus dones.Los diferentes y extraordinarios objetos que unostras otros vanhiriendo la imaginación, la impresionan de unamanera tan particular, quecuando, después de haber discurrido por aquellospatios sombríos, aquellasalamedas misteriosas y aquellos claustros imponentespenetro al fin en micelda y desdoblo otra vez El Contemporáneo paraproseguir su lectura,paréceme que está escrito en un idioma que noentiendo. Bailes, modas, elestreno de una comedía, un libro nuevo, un cantanteextraordinario, unacomida en la embajada de Rusia, la compañía dePrice, la muerte de unpersonaje, los clownes, los banquetes políticos, lamúsica, todo revuelto:una obra de caridad con un crimen, un suicidio conuna boda, un entierro

con una función de toros extraordinaria.A esta distancia y en este lugar me parece mentiraque existe aún esemundo que yo conocía, el mundo del Congreso y lasredacciones, del casinoy de los teatros, del Suizo y de la FuenteCastellana, y que existe talcomo yo le dejé, rabiando y divirtiéndose, hoy enuna broma, mañana en unfuneral, todos deprisa, todos cosechando esperanzasy decepciones, todoscorriendo detrás de una cosa que no alcanzan nunca,hasta que corriendoden en uno de esos lazos silenciosos que nos vatendiendo la muerte, ydesaparezcan como por escotillón con una gacetillapor epitafio.Cuando me asaltan estas ideas, en vano hagoesfuerzos por templarmecomo ustedes y entrar a compás de la danza. No oigola música que lleva atodos envueltos como en un torbellino; no veo en esaagitación continua,en ese ir y venir, más que lo que ve el que mira unbaile desde lejos; unapantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces,terrible otras.Ustedes, sin embargo, quieren que escriba algunacosa, que lleve miparte en la sinfonía general, aun a riesgo de salirdesafinado. Sea, ysirva esto de introducción y preludio: quiere decirque si alguno de mislectores ha sentido otra vez algo de lo que yosiento ahora, mis palabrasle llevarán el recuerdo de más tranquilos días, comoel perfume de unparaíso distante; y los que no, tendrán en cuenta miespecial posiciónpara tolerar que de cuando en cuando rompa con unanota desacorde la

armonía de un periódico político.

Carta tercera

Queridos amigos: Hace dos o tres días, andando a lacasualidad porentre estos montes, y habiéndome alejado más de loque acostumbro en mispaseos matinales, acerté a descubrir casi ocultoentre las quiebras delterreno y fuera de todo camino un pueblecillo, cuyasituación, por extremopintoresca, me agradó tanto que no pude por menos deaproximarme a él paraexaminarlo a mis anchas. Ni aun pregunté su nombre;y si mañana o el otroquisiera buscarlo por su situación en el mapa, creoque no lo encontraría:tan pequeño es y tan olvidado parece entre lasásperas sinuosidades delMoncayo. Figúrense ustedes, en el declive de unamontaña inmensa y sobreuna roca que parece servirle de pedestal, uncastillo del que sólo quedanen pie la torre del homenaje y algunos lienzos demuro carcomidos ymusgosos: agrupadas alrededor de este esqueleto defortaleza, cual siquisiesen todavía dormir seguras a su sombra como enla edad de hierro enque debió de alzarse, se ven algunas casas, pequeñasheredades con susbardales de heno, sus tejados rojizos, y suschimeneas desiguales ypuntiagudas, por cima de las que se eleva elcampanario de la parroquiacon su reloj de sol, su esquiloncillo que llama a laprimera misa, y sugallo de hoja de lata que gira en lo alto de laveleta a merced de los

vientos.Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza elvalleserpenteando por entre los cuadros de los trigos,verdes y tirantes comoel paño de una mesa de billar, sube dando vueltas alos amontonadospedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta elpunto en que unpilarote de ladrillos con una cruz en el remateseñala la entrada. Sucedecon estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se venen lontananza tantaslíneas caprichosas, tantas chimeneas arrojandopilares de humo azul,tantos árboles y peñas y accidentes artísticos, loque con otras muchascosas del mundo, en que todo es cuestión de ladistancia a que se miran; yla mayor parte de las veces, cuando se llega aellos, la poesía seconvierte en prosa. Ya en la cruz de la entrada, loque pude descubrir delinterior del lugar no me pareció, en efecto, querespondía ni con mucho asu perspectiva; de modo que, no queriendoarriesgarme por sus estrechas,sucias y empinadas callejas, comencé a costearlo, yme dirigí a unareducida llanura que se descubre a su espalda,dominada sólo por laiglesia y el castillo. Allí, en unos campos detrigo, y junto a dos o tresnogales aislados que comenzaban a cubrirse de hojas,está lo que por suespecial situación y la pobre cruz de palo enclavadasobre la puerta,colegí que sería el cementerio. Desde muy niñoconcebí, y todavíaconservo, una instintiva aversión a los camposantosde las grandes

poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas dehuecos, como laestantería de una tienda de géneros de ultramarinos;aquellas calles deárboles raquíticos, simétricas y enarenadas, comolas avenidas de unparque inglés; aquella triste parodia de jardín conflores sin perfume yverdura sin alegría, me oprimen el corazón y mecrispan los nervios. Elafán de embellecer grotesca y artificialmente lamuerte, me trae a lamemoria a esos niños de los barrios bajos, a quienesdespués de expirarembadurnan la cara con arrebol, de modo que, entreel cerco violado de losojos, la intensa palidez de las sienes y el rabiosocarmín de lasmejillas, resulta una mueca horrible.Por el contrario, en más de una aldea he visto uncementerio chico,abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardossilvestres, y me hacausado una impresión siempre melancólica, esverdad, pero mucho mássuave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellosvastos almacenes de lamuerte, siempre hay algo de esa repugnante actividaddel tráfico; latierra, constantemente removida, deja ver fosasprofundas que parecenaguardar su presa con hambre. Aquí nichos vacíos, alos que no falta másque un letrero: «Esta casa se alquila»; allí huesosque se retrasan en elpago de su habitación, y son arrojados qué sé yoadónde para dejar lugar aotros; y lápidas con filetes de relumbrones, ydécimas y coronas de floresde trapo, y siemprevivas de comerciantes de objetosfúnebres. En estos

escondidos rincones, último albergue de losignorados campesinos, hay unaprofunda calma: nadie turba su santo recogimiento, ydespués de envolverseen su ligera capa de tierra, sin tener siquieraencima el peso de unalosa, deben de dormir mejor y más sosegados.Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco,logré abrir lacarcomida y casi deshecha puerta del pequeñocementerio que por casualidadhabía encontrado en mi camino, y éste se ofreció ami vista, no pude menosde confiarme nuevamente en mis ideas. Es imposibleni aun concebir unsitio más agreste, más solitario y más triste, conuna agradable tristeza,que aquél. Nada habla allí de la muerte con eselenguaje enfático ypomposo de los epitafios; nada la recuerda de modoque horrorice con elrepugnante espectáculo de sus atavíos y despojos.Cuatro lienzos de tapiahumilde, compuestos de arena amasada conpiedrecillas de colores,ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos demusgo en los ángulos,cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosavegetación de estepaís, abandonada a sí misma, despliega sussilvestres galas con un lujo yuna hermosura imponderables. Al pie de las tapias ypor entre susrendijas, crecen la hiedra y esas campanillas decolor de rosa pálido quesuben sosteniéndose en las asperezas del muro hastatrepar a los bardalesde heno, por donde se cruzan y se mecen como unaflotante guirnalda deverdura. La espesa y fina hierba que cubre elterreno y marca con suave

claroscuro todas sus ondulaciones, produce el efectode un tapiz bordadode esas mil florecillas cuyos poéticos nombresignora la ciencia, y sólopodrían decir las muchachas del lugar que en lastardes de mayo las cogenen el halda para engalanar el retablo de la Virgen.Allí, en medio de algunas espigas cuya simienteacaso trajo el airede las eras cercanas, se columpian las amapolas consus cuatro hojaspurpúreas y descompuestas; las margaritas blancas ymenudas, cuyos pétalosarrancan uno a uno los amantes, semejan copos denieve que el calor no hapodido derretir, contrastando con los dragoncilloscorales y esasestrellas de cinco rayos amarillas e inodoras quellaman de los muertos,las cuales crecen salpicadas en los camposantosentre las ortigas, lasrosas de los espinos, los cardos silvestres y lasalcachoferas puntiagudasy frondosas. Una brisa pura y agradable mueve lasflores, que se balanceancon lentitud, y las altas yerbas, que se inclinan ylevantan a su empujecomo las pequeñas olas de un mar verde y agitado. Elsol resbalasuavemente sobre los objetos, los ilumina o lostransparenta, aumentandola intensidad y la brillantez de sus tintas, yparece que los dibuja conun perfil de oro para que destaquen entre sí con máslimpieza. Algunasmariposas revolotean de acá para allá haciendo en elaire esos girosextraños que fatigan1a vista, que inútilmente seempeña en seguir su vuelotortuoso; y mientras las abejas estrechan suscírculos zumbando alrededor

de los cálices llenos de perfumada miel, y lospardillos picotean losinsectos que pululan por el bardal de la tapia, unalagartija asoma sucabeza triangular y aplastada y sus ojos pequeños yvivos por entre sushendiduras, y huye temerosa a guarecerse en suescondite al menormovimiento.Después que hube abarcado con una mirada el conjuntode aquel cuadro,imposible de reproducir con frases siempredescoloridas y pobres, me sentéen un pedrusco, lleno de esa emoción sin ideas queexperimentamos siempreque una cosa cualquiera nos impresiona profundamentey parece que nossobrecoge por su novedad o su hermosura. En esosinstantes rapidísimos enque la sensación fecunda la inteligencia, y allá enel fondo del cerebrotiene lugar la misteriosa concepción de lospensamientos que han de surgiralgún día evocados por la memoria, nada se piensa,nada se razona: lossentidos todos parecen ocupados en recibir y guardarla impresión queanalizarán más tarde.Sintiendo aún las vibraciones de esta primerasacudida del alma, quela sumerge en un agradable sopor, estuve, pues,largo tiempo, hasta quegradualmente comenzaron a extinguirse, y poco a pocofueron levantándoselas ideas relativas. Estas ideas, que ya han cruzadootras veces por laimaginación y duermen olvidadas en alguno de susrincones, son siempre lasprimeras en acudir cuando se toca su resortemisterioso. No sé si a todos

les habrá pasado igualmente: pero a mí me hasucedido con bastantefrecuencia preocuparme en ciertos momentos con laidea de la muerte; ypensar largo rato y concebir deseos y formular votosacerca de ladestinación futura, no sólo de mi espíritu, sino demis despojos mortales.En cuanto al alma, dicho se está siempre he deseadose encaminase alCielo. Con el destino que darían a mi cuerpo es conlo que más hebatallado, y acerca de lo cual he echado más amenudo a volar la fantasía.En aquel punto en que todas aquellas viejas locurasde mi imaginaciónsalieron en tropel de los desvanes de la cabezadonde tengo arrinconados,como trastos inútiles, los pensamientos extraños,las ambiciones absurdasy las historias imposibles de la adolescencia,ilusiones rosadas que, comolos trajes antiguos, se han ajado ya y se han puestode color de ala demosca con los años, fue cuando pude apreciarsonriendo al compararlasentre sí, la candidez de mis aspiraciones juveniles.En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir queconduce al conventode San Jerónimo, hay cerca del agua una especie deremanso que fertilizaun valle en miniatura formado por el corte naturalde la ribera, que enaquel lugar es bien alta y tiene un rápido declive.Dos o tres álamosblancos, corpulentos y frondosos, entretejiendo suscopas, defienden aquelsitio de los rayos del Sol, que rara vez logradeslizarse entre las ramas,cuyas hojas producen un ruido manso y agradablecuando el viento las agita

y las hace parecer ya plateadas, ya verdes: segúndel lado que las empuja.Un sauce baña sus raíces en la corriente del río,hacia el que se inclinacomo agobiado de un peso invisible, y a su alrededorcrecen multitud dejuncos y de esos lirios amarillos y grandes quenacen espontáneos al bordede los arroyos y las fuentes.Cuando yo tenía catorce o quince años, y mi almaestaba henchida dedeseos sin nombre, de pensamientos puros y de esaesperanza sin límitesque es la más preciada joya de la juventud; cuandoyo me juzgaba poeta;cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñasfábulas del mundoclásico, y Rioja en sus silvas a las flores, Herreraen sus tiernaselegías y todos mis cantores sevillanos, diosespenates de mi especialliteratura, me hablaban de continuo del Betismajestuoso, el río de lasninfas, de las náyades y los poetas, que corre alOcéano escapándose de unánfora de cristal, coronado de espadañas y laureles,¡cuántos días,absorto en la contemplación de mis sueños de niño,fui a sentarme en suribera, y allí, donde los álamos me protegían con susombra, daba riendasuelta a mis pensamientos y forjaba una de esashistorias imposibles enlas que hasta el esqueleto de la muerte se vestía amis ojos con galasfascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces unavida independiente ydichosa, semejante a la del pájaro, que nace paracantar y Dios le procurade comer; soñaba esa vida tranquila del poeta queirradia con suave luz de

una en otra generación; soñaba que la ciudad que mevio nacer seenorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo albrillante catálogo de susilustres hijos; y cuando la muerte pusiera untérmino a mi existencia, mecolocasen para dormir el sueño de oro de lainmortalidad a la orilla delBetis, al que yo habría cantado en odas magníficas,y en aquel mismo puntodonde iba tantas veces a oír el suave murmullo desus ondas. Una piedrablanca con una cruz y mi nombre, serían todo elmonumento.Los álamos blancos, balanceándose día y noche sobremi sepultura,parecerían rezar por mi alma con el susurro de sushojas plateadas yverdes, entre las que vendrían a refugiarse lospájaros para cantar alamanecer un himno alegre a la resurrección delespíritu a regiones másserenas; el sauce, cubriendo aquel lugar de unaflotante sombra, leprestaría su vaga tristeza, inclinándose yderramando en derredor susramas desmayadas y flexibles como para proteger yacariciar mis despojos;y hasta el río, que en las horas de creciente casivendría a besar elborde de la losa cercada de juncos, arrullaría misueño con una músicaagradable. Pasado algún tiempo, y después que lalosa comenzara a cubrirsede manchas de musgo, una mata de campanillas, deesas campanillas azulescon un disco de carmín en el fondo que tanto megustaban, crecería a sulado enredándose por entre sus grietas y vistiéndolacon sus hojas anchas

y transparentes, que no sé por qué misterio tienenla forma de un corazón:los insectos de oro con alas de luz, cuyo zumbidoconvida a dormir en lacalurosa siesta, vendrían a revolotear en torno desus cálices; para leermi nombre, ya borroso por la acción de la humedad ylos años, seríapreciso descorrer un cortinaje de verdura. Pero¿para qué leer mi nombre?¿Quién no sabría que yo descansaba allí? Algúndesconocido admirador demis versos plantaría un laurel que descollandoaltivo entre los otrosárboles, hablase a todos de mi gloria; y ya unamujer enamorada que hallóen mis cantares un rasgo de esos extraños fenómenosdel amor que sólo lasmujeres saben sentir y los poetas descifrar, ya unjoven que se sintióinflamado con el sacro fuego que hervía en mi mente,y a quien mispalabras revelaron nuevos mundos de la inteligencia,hasta entonces paraél ignotos, o un extranjero que vino a Sevillallamado por la fama de subelleza y los recuerdos que en ella dejaron sushijos, echaría una florsobre mi tumba, contemplándola un instante contierna emoción, con nobleenvidia o respetuosa curiosidad; a la mañana, lasgotas del rocíoresbalarían como lágrimas sobre su superficie.Después de remontado el Sol, sus rayos la dorarían,penetrando talvez en la tierra y abrigando con su dulce calor milhuesos. En la tarde ya la hora en que las aguas del Guadalquivir copiantemblando el horizontede fuego, la árabe torre y los muros romanos de mihermosa ciudad, los que

siguen la corriente del río en un ligero bote quedeja en pos una inquietalínea de oro, dirían al ver aquel rincón de verduradonde la piedrablanqueada al pie de los árboles: «allí duerme elpoeta». Y cuando él granBetis dilatarse sus riberas hasta los montes; cuandosus alteradas ondascubriendo el pequeño valle, subiese hasta la mitaddel tronco de losálamos, las ninfas que viven ocultas en el fondo desus palacios, diáfanosy transparentes, vendrían a agruparse alrededor demi tumba: yo sentiríala frescura y el rumor del agua agitada por susjuegos; sorprendería elsecreto de sus misteriosos amores; sentiría tal vezla ligera huella desus pies de nieve al resbalar sobre el mármol en unadanza cadenciosa,oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente seoyen las palabras ylos sonidos de una manera confusa, el armonioso corode sus vocesjuveniles y las notas de sus liras de cristal.Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y a tanpoco se limitabanentonces mis deseos! Pasados algunos años, luego quehube salido de miciudad querida; después de mis ideas tomaron poco apoco otro rumbo, y laimaginación, cansada ya de idilios, de ninfas, depoesías y de flores,comenzó a remontarse a épocas distantes,complaciéndose en vestir con susgalas las dramáticas escenas de la historia,fingiendo un marco de oropara cada uno de sus cuadros y haciendo un pedestalpara cada uno de suspersonajes volví a soñar, y, como en las comedias demagia, nuevas

decoraciones de fantasía sustituyeron a las antiguasy la vara mágica deldeseo hizo posible en la mente nuevos absurdos.¡Cuántas veces, después de haber discurrido por lasanchurosas navesde alguna de nuestras inmensas catedrales góticas, ode habermesorprendido la noche en uno de esos imponentes yseveros claustros denuestras históricas abadías, he vuelto a sentirinflamada mi alma con laidea de la gloria, pero una gloria más ruidosa yardiente que la delpoeta! Yo hubiera querido ser un rayo de la guerra,haber influidopoderosamente en los destinos de mi patria, haberdejado en sus leyes ysus costumbres la profunda huella de mi paso; que minombre resonaseunido, y como personificándola, a alguna de susgrandes revoluciones, yluego, satisfecha mi sed de triunfos y de estrépito,caer en un combate,oyendo como el último rumor del mundo el agudoclamor de la trompetería demis valerosas huestes para ser conducido sobre elpavés, envuelto en lospliegues de mi destrozada bandera, emblema de cienvictorias, a encontrarla paz del sepulcro en el fondo de uno de esosclaustros santos, dondeviven el eterno silencio y al que los siglos prestansu majestad y sucolor misterioso e indefinible. Una airosa ojiva,erizada de hojasrevueltas y puntiagudas, por entre las cuales seenroscaran, asomando sudeforme cabeza, por aquí un grifo, por allá uno deesos monstruos alados,engendro de la imaginación del artífice, bañaría enoscura sombra mi

sepulcro: a su alrededor, y debajo de caladosdoseletes, los santospatriarcas, los bienaventurados y los mártires consus miembros de hierroy sus emblemáticos atributos, pareceríansantificarle con su presencia.Dos guerreros inmóviles y vestidos de su fantásticay blanca armaduravelarían día y noche de hinojos a sus costados; ymientras que mi estatuade alabastro riquísimo y transparente, con arreos debatallar, la espadasobre el pecho y un león a los pies, dormiríamajestuosa sobre el túmulo,los ángeles que envueltos en largas túnicas y con undedo en los labios,sostuviesen el cojín sobre que descansaba mi cabeza,parecerían llamar consus plegarias a las santas visiones de oro quellenan el desconocido sueñode la muerte de los justos, defendiéndome con susalas de los terrores yde las angustias de una pesadilla eterna.En los huecos de la urna y entre un sinnúmero dearcos con caireles ygrumos de hojas de trébol, rosetas caladas, haces decolumnillas y esaslargas procesiones de plañideras que, envueltas ensus mantos de piedra,andan, al parecer, en torno del monumento llorandocon llanto sin gemidos,se verían mis escudos triangulares soportados, porreyes de armas con susbirretes y sus blasonadas casullas, y en loscuarteles, realzados convivos colores, merced a un hábil iluminador, lasbandas de oro, lasestrellas, los veros y los motes heráldicos cor unalarga inscripción enesa letra gótica, estrecha y puntiaguda, donde elcurioso, lleno de hondo

respeto, leería con pena, y casi descifrándolos, minombre, mis títulos ymi gloria. Allí, rodeado de esa atmósfera demajestad que envuelve a todolo grande, sin que turbara mi reposo más que elagudo chillido de una deesas aves nocturnas de ojos redondos y fosfóricosque acaso viniera aanidar entre los huecos del arco, viviría todo loque vive un recuerdohistórico y glorioso unido a una magnífica obra dearte; y en la noche,cuando un furtivo rayo de luna dibujase en elpavimento del claustro losseveros perfiles de las ojivas; cuando sólo seoyesen los gemidos del aireextendiéndose de eco en eco por sus inmensasbóvedas; después de haberseperdido la última vibración de la campana que tocala queda, mi estatua,en la que habría algo de lo que yo fui, un poco deese soplo que anima elbarro encadenado por un fenómeno incomprensible algranito, ¡quién sabe sise levantarla de su lecho de piedra para discurrirpor entre aquellasgigantes arcadas con los otros guerreros quetendrían su sepultura porallí cerca, con los prelados revestidos de sus capaspluviales y susmitras, y esas damas de largo brial y plegagadosmonjiles que, hermosasaun en la muerte, duermen sobre las urnas de mármolen los más oscurosángulos de los templos!...Desde que, impresionada la imaginación por la vagamelancolía o laimponente hermosura de un lugar cualquiera, selanzaba a construir confantásticos materiales uno de esos poéticosrecintos, último albergue de

mis mortales despojos, hasta el punto aquel en que,sentado al pie de lahumilde tapia del cementerio de una aldea oscura,parecía como que sereposaba mi espíritu en su honda calma y se abríanmis ojos a la luz de larealidad de las cosas, ¡qué revolución tan radical yprofunda no se hahecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestadessilenciosas no han pasadopor mi frente; cuántas ilusiones no se han secado enmi alma; a cuántashistorias de poesía no les he hallado una repugnantevulgaridad en elúltimo capítulo! Mi corazón, a semejanza de nuestroGlobo, era como unamasa incandescente y líquida, que poco a poco se vaenfriando yendureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lomás profundo, perorara vez sale a la superficie. Las palabras amor,gloria, poesía no mesuenan al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!...Seguramente que deseovivir, porque la vida, tomándola tal como es sinexageraciones ni engaños,no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuroy dichoso en cuantoes posible, sin deseos, sin inquietudes, sinambiciones, con esa felicidadde la planta que tiene a la mañana su gota de rocíoy su rayo de sol;después un poco de tierra echada con respeto y queno apisonen y pateenlos que sepultan por oficio; un poco de tierrablanda y floja que noahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestrey alguna yerba que mecubra con su manto de raíces, y, por último, untapial que sirva para queno aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos.

He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser uncomparsa en lainmensa comedia de la Humanidad; y concluido mipapel de hacer bulto,meterme entre bastidores sin que me silben ni meaplaudan, sin que nadiese dé cuenta siquiera de mi salida.No obstante esta profunda indiferencia, se meresiste el pensar quepodrían meterme preso en un ataúd formado con lascuatro tablas de uncajón de azúcar en uno de los huecos de laestantería de una sacramental,para esperar allí la trompeta del Juicio, comoempapelado, detrás de unalápida con una redondilla elogiando mis virtudesdomésticas e indicandoprecisamente, el día y la hora de mi nacimiento y demi muerte. Estaprofunda e instintiva preocupación ha sobrevivido,no sin asombro por miparte, a casi todas las que he ido abandonando en elcurso de los años,pero, al paso que voy, probablemente mañana noexistirá tampoco; yentonces me será tan igual que me coloquen debajo deuna pirámide egipcia,como que me aten una cuerda a los pies y me echen aun barranco como a unperro.Ello es que cada día voy creyendo más que de lo quevale, de lo quees algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.

Carta cuarta

Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí semantenía revuelto ymudable, ha sufrido últimamente una nueva einesperada variación, cosa, ala verdad, poco extraña a estas alturas, donde laproximidad del Moncayonos tiene de continuo como a los espectadores de unacomedia de magia,embobados y suspensos con el rápido mudar de lasdecoraciones y de lasescenas. A las alternativas de frío y de calor, deaires y de bochorno deuna primavera, que en cuanto a desigual y caprichosanada tiene queenvidiar a la que disfrutan ustedes en la coronadavilla, ha sucedido untiempo constante, sereno y templapo. Merced a estascircunstancias y aencontrarme bastante mejor de las dolencias que,cuando no meimposibilitan del todo, me quitan por lo menos elgusto para las largasexpediciones, he podido dar una gran vuelta porestos contornos y visitarlos pintorescos lugares del Somontano. Fuera delcamino, ya trepando deroca en roca, ya siguiendo el curso de alguna huellao las profundidadesde una cañada, he vagado tres o cuatro días de unpunto a otro por dondeme llamaban el atractivo de la novedad, un sitioinexplorado, una sendaquebrada, una punta al parecer inaccesible.No pueden ustedes figurarse el botín de ideas eimpresiones que, para

enriquecer la imaginación, he recogido en estavuelta por un país virgenaún y refractario a las innovaciones civilizadoras.Al volver almonasterio, después de haberme detenido aquí pararecoger una tradiciónoscura de boca de una aldeana, allá para apuntar losfabulosos datos sobreel origen de un lugar o la fundación de un castillo,trazar ligeramentecon el lápiz al contorno de una casuca medio árabe,medio bizantina, unrecuerdo de las costumbres o un tipo perfecto de loshabitantes, no hepodido menos de recordar el antiguo y manoseadosímil de las abejas queandan revoloteando de flor en flor y vuelven a sucolmena cargadas demiel. Los escritores y los artistas debían hacer confrecuencia algo deesto mismo. Sólo así podríamos recoger la últimapalabra de una época quese va, de la que sólo quedan hoy algunos rastros enlos más apartadosrincones de nuestras provincias, y de la que apenasrestará mañana unrecuerdo confuso.Yo tengo fe en el porvenir: me complazco en asistirmentalmente a esainmensa e irresistible invasión de las nuevas ideasque van transformandopoco a poco la faz de la Humanidad, que merced a susextraordinariasinvenciones fomentan el comercio de la inteligencia,estrechan el vínculode los países, fortificando el espíritu de lasgrandes nacionalidades, yborrando, por decirlo así, las preocupaciones y lasdistancias, hacen caerunas tras otras las barreras que separan a lospueblos. No obstante, sea

cuestión de poesía, sea que es inherente a lanaturaleza frágil del hombresimpatizar con lo que parece y volver los ojos concierta tristecomplacencia hacia lo que ya no existe, ello es queen el fondo de mi almaconsagro como una especie de culto, una veneraciónprofunda a todo lo quepertenece al pasado, y las poéticas tradiciones, lasderruidas fortalezas,los antiguos usos de nuestra vieja España, tienenpara mí todo eseindefinible encanto, esa vaguedad misteriosa de lapuesta del sol de undía espléndido, cuyas horas, llenas de emociones,vuelven a pasar por lamemoria vestidas de colores y de luz, antes desepultarse en las tinieblasen que se han de perder para siempre.Cuando no se conocen ciertos períodos de la Historiamás que por laincompleta y descarnada relación de losenciclopedistas, o por algunosrestos diseminados como los huesos de un cadáver, nopudiendo apreciarciertas figuras desasidas del verdadero fondo delcuadro en que estabancolocadas, suele juzgarse de todo lo que fue con unsentimiento dedesdeñosa lástima o un espíritu de aversiónintransigente; pero si sepenetra, merced a un estudio concienzudo, en algunosde sus misterios, sise ven los resortes de aquella gran máquina que hoyjuzgamos absurda alencontrarla rota, si, merced a un supremo esfuerzode la fantasía ayudadapor la erudición y el conocimiento de la época, seconsigue condensar enla mente algo de aquella atmósfera de arte, deentusiasmo, de virilidad y

de fe, el ánimo se siente sobrecogido ante elespectáculo de su múltipleorganización, en que las partes relacionadas entresí correspondíanperfectamente al todo, y en que los usos, las leyes,las ideas y lasaspiraciones se encontraban en una armoníamaravillosa. No es esto decirque yo desee para mí ni para nadie la vuelta deaquellos tiempos. Lo queha sido no tiene razón de ser nuevamente, y no será.Lo único que yo desearía es un poco de respetuosaatención paraaquellas edades, un poco de justicia para los quelentamente vinieronpreparando el camino por donde hemos llegado hastaaquí, y cuya obracolosal quedará acaso olvidada por nuestraingratitud e incuria. La mismacerteza que tengo de que nada de lo que desaparecióha de volver, y que enla lucha de las ideas, las nuevas han herido demuerte a las antiguas, mehace mirar cuanto con ellas le relaciona con algo deesa piedad que sientehacia el vencido un vencedor generoso. En estesentimiento hay también unpoco de egoísmo. La vida de una nación, a semejanzade la del hombre,parece como que se dilata con la memoria de lascosas que fueron y amedida que es más viva y más completa su imagen, esmás real esa segundaexistencia del espíritu en lo pasado, existenciapreferible y más positivatal vez que la del punto presente. Ni de lo que estásiendo ni de lo queserá, puede aprovecharse la inteligencia para susaltas especulaciones:¿qué nos resta, pues, de nuestro dominio absoluto,sino la sombra de lo

que ha sido? Por eso al contemplar los destrozoscausados por laignorancia, el vandalismo o la envidia durantenuestras últimas guerras;al ver todo lo que en objetos dignos de estimación,en costumbrespeculiares y primitivos recuerdos de otras épocas,se ha extraviado ypuesto en desuso de sesenta años a esta parte; loque las exigencias de lanueva manera de ser social trastornan y desencajan;lo que las necesidadesy las aspiraciones crecientes desechan u olvidan, unsentimiento deprofundo dolor se apodera de mi alma, y no puedomenos de culpar eldescuido o el desdén de lo que a fines del siglopasado pudieron aúnrecoger para transmitírnoslas íntegras las últimaspalabras de latradición nacional, estudiando detenidamente nuestravieja España, cuandoaún estaban de pie los monumentos testigos de susglorias, cuando aún enlas costumbres y en la vida interna quedaban huellasperceptibles de sucarácter.Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin embargo,¿quién sabe sinuestros hijos a su vez nos envidiarán a nosotros,doliéndose de nuestraignorancia o nuestra culpable apatía paratrasmitirles siquiera untrasunto de lo que fue un tiempo su patria? ¿Quiénsabe si, cuando con losaños todo haya desaparecido, tendrán las futurasgeneraciones quecontentarse y satisfacer su ansia de conocer elpasado con las ideas más omenos aproximadas de algún nuevo Cuvier de laarqueología, que partiendo

de algún mutilado resto o una vaga tradición loreconstruyahipotéticamente? Porque no hay duda: el prosaicorasero de la civilizaciónva igualándolo todo. Un irresistible y misteriosoimpulso tiende aunificar los pueblos con los pueblos, las provinciascon las provincias,las naciones con las naciones, y quién sabe si lasrazas con las razas. Amedida que la palabra vuela por los hilostelegráficos, que el ferrocarrilse extiende, la industria se acrecienta y elespíritu cosmopolita de lacivilización invade nuestro país, van desapareciendode él sus rasgoscaracterísticos, sus costumbres inmemoriales, sustrajes pintorescos y susrancias ideas. A la inflexible línea recta, sueñodorado de todas laspoblaciones de alguna importancia, se sacrifican lascaprichosas revueltasde nuestros barrios moriscos, tan llenos decarácter, de misterio y defresca sombra: de un retablo al que vivía unida unatradición, no quedaaquí más que el nombre escrito en el azulejo de unabocacalle; a unpalacio histórico con sus arcos redondos y sus murosblasonados, sustituyemás allá una manzana de casas a la moderna; lasciudades, no cabiendo yadentro de su antiguo perímetro, rompen el cinturónde fortalezas que lasciñe, y una tras otras vienen al suelo las murallasfenicias, romanas,godas o árabes.¿Dónde están los canceles y las celosías morunas?¿Dónde los pasillosembovedados, los aleros salientes de maderaslabradas, los balcones con su

guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas devidrio, los muros delos jardines por donde rebosa la verdura, lasencrucijadas medrosas, loscarasoles de las tafurerías y los espaciosos atriosde los templos? Elalbañil, armado de su impacable piqueta, arrasa losángulos caprichosos,tira los puntiagudos tejados o demuele los moriscosmiradores, y mientrasel brochista roba a los muros el artístico color quele han dado lossiglos, embadurnándolos de cal y almagra, elarquitecto los embellece a sumodo con carteles de yeso y cariátides de escayola,dejándolos másvistosos que una caja de dulces franceses. Nobusquéis ya los cosos dondejustaban los galanes, las piadosas ermitas alberguede los peregrinos, oel castillo hospitalario para el que llamaba de paza sus puertas. Lasalmenas caen unas tras otras de lo alto de los murosy van cegando losfosos; de la picota feudal sólo queda un trozo degranito informe, y elarado abre un profundo surco en el patio de armas.El traje característicodel labriego comienza a parecer un disfraz fuera delrincón de suprovincia: las fiestas peculiares de cada poblacióncomienzan aencontrarse, ridículas o del mal gusto por los másilustrados, y losantiguos usos caen en olvido, la tradición se rompey todo lo que no esnuevo se menosprecia.Estas innovaciones tienen su razón de ser, y portanto no seré yoquién las anatematice. Aunque me entristece elespectáculo de esa

progresiva destrucción de cuanto trae a la memoriaépocas que, si enefecto no lo fueron, sólo por no existir ya nosparecen mejores, yodejaría al tiempo seguir su curso y completar susinevitablesrevoluciones, como dejamos a nuestras mujeres o anuestras hijas quearrinconen en un desván los trastos viejos denuestros padres parasustituirlos con muebles modernos y de más buentono; pero ya que hallegado la hora de la gran transformación, ya que lasociedad animada deun nuevo espíritu se apresura a revestirse de unanueva forma, debíamosguardar, merced al esfuerzo de nuestros escritores ynuestros artistas, laimagen de todo eso que va a desaparecer, como seguarda después que muereel retrato de una persona querida. Mañana, al verlotodo constituido deuna manera diversa, al saber que nada de lo queexiste existía hacealgunos siglos, se preguntarán los que vengan detrásde nosotros de quémodo vivían sus padres, y nadie sabrá responderles;y no conociendociertos pormenores de localidad, ciertas costumbres,el influjo dedeterminadas ideas en el espíritu de una generación,que tan perfectamentereflejaran sus adelantos y sus aspiraciones, leeránla Historia sinsaberla explicar; y verán moverse a nuestros héroesnacionales con laestupefacción con que los muchachos ven moverse auna marioneta sin saberlos resortes a que obedece.A mí me hace gracia observar cómo se afanan lossabios, qué grandes

cuestiones enredan y con qué exquisita diligencia seprocuran los datosacerca de las más insignificantes particularidadesde la vida doméstica delos egipcios o los griegos, en tanto que se ignoranlos más curiosospormenores de nuestras costumbres propias; cómo seremontan y se pierdende inducción en inducción, por entre el laberinto delas lenguascaldaicas, sajonas o sánscritas, en busca del origende las palabras, entanto que se olvidan de investigar algo másinteresante: el origen de lasideas.En otros países más adelantados que el nuestro, ydonde, porconsiguiente, el ansia de las innovaciones lo hatrastornado todo másprofundamente, se deja ya sentir la reacción ensentido favorable a estegénero de estudios; y aunque tarde, para que sustrabajos den el fruto quese debió esperar, la Edad Media y los períodoshistóricos que más de cercase encadenan con el momento actual, comienzan a serestudiados ycomprendidos. Nosotros esperaremos regularmente aque se haya borrado laúltima huella para empezar a buscarla. Los esfuerzosaislados de algún queotro admirador de esas cosas, poco o casi nadapueden hacer. Nuestrosviajeros son en muy corto número, y por lo regularno es su país el campode sus observaciones. Aunque así no fuese, unaexcursión por lascapitales, hoy que en su gran mayoría están ligadascon la gran red devías férreas, escasamente lograría llenar el objetode los que desean

hacer un estudio de esta índole. Es preciso salir delos caminostrillados, vagar al acaso de un lugar en otro,dormir medianamente y nocomer mejor; es preciso fe y verdadero entusiasmopor la idea que sepersigue para ir a buscar los tipos originales, lascostumbres primitivasy los puntos verdaderamente artísticos a losrincones donde su oscuridadles sirve de salvaguardia, y de donde poco a pocolos van desalojando lainvasora corriente de la novedad y los adelantos dela civilización. Todoslos días vemos a los Gobiernos emplear grandes sumasen enviar gentes queno sin peligros y dificultades recogen en lejanospaíses, bichitos,florecitas y conchas.Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos, no dejode conocer laverdadera importancia que tienen las cienciasnaturales; pero la cienciamoral, ¿por qué ha de dejarse en un inexplicableabandono? ¿Por qué almismo tiempo que se recogen los huesos de un animalantediluviano no sehan de recoger las ideas de otros siglos traducidasen objetos de arte yusos extraños, diseminados acá y allá como losfragmentos de un colosohecho mil pedazos? Este inmenso botín deimpresiones, de pequeñosdetalles, de joyas extraviadas, de trajespintorescos, de costumbrescaracterísticas animadas y revestidas de esa vidaque presta a cuanto tocauna pluma inteligente o un lápiz diestro, ¿no creenustedes, como yo, quesería de grande utilidad para los estudiosparticulares y verdaderamente

filosóficos de un período cualquiera de la Historia?Verdad que nuestrofuerte no es la Historia. Si algo hemos de saber eneste punto casisiempre se ha de tomar algún extranjero el trabajode decírnoslo del modoque a él mejor le parece. Pero ¿por qué no se ha deabrir este ancho campoa nuestros escritores, facilitándoles el estudio ydespertando yfomentando su afición? Hartos estamos de ver enobras dramáticas, ennovelas que se llaman históricas y cuadros quellenan nuestrasexposiciones, asuntos localizados en este o el otroperíodo de un siglocualquiera, y que, cuando más, tienen de ellos uncarácter muy dudoso ysusceptible de severa crítica, si los críticos a suvez no supieran eneste punto lo mismo o menos que los autores yartistas a quienes han dejuzgar.Las colecciones de trajes y muebles de otros países,los detalles queacerca de costumbres de remotos tiempos se hallan enlas novelas de otrasnaciones, o lo poco o mucho que nuestros pensionadosaprenden relativo aotros tipos históricos y otras épocas, nunca sonidénticos ni tienen unsello especial; son las únicas fuentes donde bebe suerudición y forma suconciencia artística la mayoría. Para remediar estemal, muchos mediospodrían proponerse más o menos eficaces, pero que alfin darían algúnresultado ventajoso. No es mi ánimo, ni he pensadolo suficiente sobre lamateria, el trazar un plan detallado y minuciosoque, como la mayor parte

de los que se trazan, no llegue a realizarse nunca.No obstante, en esta ola otra forma, bien pensionándolos, bien adquiriendosus estudios ocoadyuvando a que se diesen a luz, el Gobierno debíafomentar laorganización periódica de algunas expedicionesartísticas a nuestrasprovincias. Estas expediciones, compuestas de gruposde un pintor, unarquitecto y un literato, seguramente recogeríanpreciosos materiales paraobras de grande entidad. Unos y otros se ayudaríanen sus observacionesmutuamente, ganarían en esa fraternidad artística,en ese comercio deideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sustrabajos reunidosserían un verdadero arsenal de datos, ideas ydescripciones útiles paratodo género de estudios.Además de la ventaja inmediata que reportaría estaespecie deinventario artístico e histórico de todos los restosde nuestra pasadagrandeza, ¿qué inmensos frutos no daría más tardeesa semilla deimpresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada enel alma de lageneración joven, donde iría germinando paradesarrollarse tal vez en loporvenir? Ya que el impulso de nuestra civilización,de nuestrascostumbres, de nuestras artes y de nuestraliteratura viene delExtranjero, ¿por qué no se ha de procurarmodificarlo poco a poco,haciéndolo más propio y más característico con esalevadura nacional?...Como introducción al rápido bosquejo de uno de esostipos originales

de nuestro país, que he podido estudiar en misúltimas correrías, comencéa apuntar de pasada y a manera de introducciónalgunas reflexiones acercade la utilidad de este género de estudios. Sin sabercómo ni por dónde, lapluma ha ido corriendo, y me hallo ahora con quepara introducción es estomuy largo, si bien ni por sus dimensiones y suinterés parece bastantepara formar artículo de por sí. De todos modos, allávan estas cuartillas,valgan por lo que valieren: que si alguien de másconocimientos eimportancia, una vez apuntada la idea, la desarrollay prepara la opiniónpara que fructifique, no serán perdidas del todo.Yo, entretanto, voy atrazar un tipo bastante original y que desconfío depoder reproducir. Yaque no de otro modo, y aunque poco valga,contribuiré al éxito de lapredicación con el ejemplo.

TOMO II

Carta quinta

Queridos amigos: Entre los muchos sitios pintorescosy llenos decarácter que se encuentran en la antigua ciudad deTarazona, la plaza delMercado es sin duda alguna el más original y dignode estudio. Parece queno ha pasado para ella el tiempo que todo lodestruye o altera. Al verseen mitad de aquel espacio de forma irregular ycerrado por lienzos deedificios a cual más caprichoso y vetusto, nadiediría que nos hallamos enpleno siglo XIX, siglo amante de la novedad porexcelencia, sigloaficionado hasta la exageración a lo flamante, lolimpio y lo uniforme.Hay cosas que son más para vistas que paratrasladadas al lienzo, siquierael que lo intente sea un artista consumado, y estaplaza es una de ellas.Adonde no alcanza, pues, ni la paleta del pintor consus infinitosrecursos, ¿cómo podrá llegar mi pluma sin más mediosque la palabra, tanpobre, tan insuficiente para dar idea de lo que estodo un efecto delíneas, de claroscuro, de combinación de colores, dedetalles que se

ofrecen juntos a la vista, de rumores y sonidos quese perciben a la vez,de grupos que se forman y se deshacen, de movimientoque no cesa, de luzque hiere, de ruido que aturde, de vida, en fin, consus múltiplesmanifestaciones, imposibles de sorprender con susinfinitos accidentes niaun merced a la cámara fotográfica? Cuando seacomete la difícil empresade descomponer esa extraña armonía de la forma, elcolor y el sonido;cuando se intenta dar a conocer sus pormenores,enumerando unas tras otraslas partes del todo; la atención se fatiga, eldiscurso se embrolla y sepierde por completo la idea de la íntima relaciónque estas cosas tienenentre sí, el valor que mutuamente se prestan alofrecerse reunidas a lamirada del espectador, para producir el efecto delconjunto, que es, a nodudarlo, su mayor atractivo.Renuncio, pues, a describir el panorama del mercadocon sus extensossoportales, formados de arcos macizos y redondossobre los que gravitanesas construcciones voladas tan propias del sigloXVI, llenas detragaluces circulares; de rejas de hierro labradas amartillo, de balconesimposibles de todas formas y tamaños, de alerospuntiagudos y de canes demadera, ya medio podrida y cubierta de polvo, quedeja ver a trechos elcostoso entalle, muestra de su primitivo esplendor.Los mil y mil accidentes pintorescos que a la vezcautivan el ánimo yllaman la vista como reclamando la prioridad de ladescripción; las dobles

hileras de casuquillas de extraño contorno yextravagantes proporciones,éstas altas y estrechas como un castillo, aquéllaschatas y agazapadasentre el ángulo de un templo y los muros de unpalacio como una verruga deargamasa y escombros; los recortados lienzos deedificios con un remiendomoderno, un trozo de piedra que acusa su antigüedad,un escudo de pizarraque oculta casi el rótulo de una mercería, unretablillo con una imagen dela Purísima y su farol ahumado y diminuto, o elretorcido tronco de unavid que sale del interior por un agujero practicadoen la pared y subehasta sombrear con un toldo de verdura el alféizarde un ajimez árabe,confundidos y entremezclados en mi memoria con elrecuerdo de lamonumental fachada de la casa-ayuntamiento, con susfiguras colosales degranito, sus molduras de hojarasca, sus frisos pordonde se extiende unalarga y muda procesión de guerreros de piedra,precedidos de timbales yclarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos yfuertes y sus blasonessoportados por ángeles y grifos rampantes, forman enmi cabeza un caos tandifícil de desembrollar en este momento, que siustedes con su imaginaciónno hacen en él la luz y lo ordenan, y colocan a sugusto todas estas cosasque yo arrojo a granel sobre las cuartillas, lasfiguras de mi cuadro sequedarán sin fondo, los actores de mi comedia seagitarán en un escenariosin decoración ni acompañamiento.Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos datos ycomo mejor les

plazca, el mercado de Tarazona: figúrense ustedesque ven por aquí cajonesformados de tablas y esteras, tenduchos levantadosde improviso conestacas y lienzos, mesillas cojas y contrahechas,bancos largos y oscuros,y por allá cestos de frutas que ruedan hasta elarroyo, montones dehortalizas frescas y verdes, rimeros de panesblancos y rubios, trozos decarne que cuelgan de garfios de hierro, tenderentesde ollas, pucheros yplatos, guirnaldas de telas de colorines, pañuelosde tintas rabiosas,zapatos de cordobán y alpargatas de cáñamo queengalanan los soportales,sujetos con cordeles de columna a columna, yfigúrense ustedes circulandopor medio de ese pintoresco cúmulo de objetos,producto de la atrasadaagricultura y la pobre industria de este rincón deEspaña, una multitudabigarrada de gentes que van y vienen en todasdirecciones, paisanos consus mantas de rayas, sus pañuelos rojos unidos a lassienes, su fajamorada y su calzón estrecho, mujeres de los lugarescircunvecinos consayas azules, verdes, encarnadas y amarillas; poreste lado un señorantiguo, de los que ya sólo aquí se encuentran, consu calzón corto, sumedia de lana oscura y su sombrero de copa; poraquél un estudiante consus manteos y su tricornio, que recuerdan los buenostiempos de Salamanca,y chiquillos que corren y vocean, caballerías quecruzan, vendedores quepregonan, una interjección característica por acá,los desaforados gritos

de los que disputan y riñen, todo envuelto yconfundido con ese rumor sinnombre que se escapa de las reuniones populares,donde todos hablan, semueven y hacen ruido a la vez, mientras se codean,avanzan, retroceden,empujan o resisten, llevados por el oleaje de lamultitud.La primera vez que tuve ocasión de presenciar esteespectáculo llenode animación y de vida, perdido entre los numerososgrupos que llenaban laplaza de un extremo a otro, apenas pude darme cuentaexacta de lo quesucedía a mi alrededor. La novedad de los tipos, lostrajes y lascostumbres; el extraño aspecto de los edificios ylas tiendecillas,encajonadas unas entre dos pilares de mármol, otrasbajo un arco severo eimponente, o levantadas al aire libre sobre tres ocuatro palitroques;hasta el pronunciado y especial acento de los quevoceaban pregonando susmercancías, nuevo completamente para mí, eran causamás que bastante aproducirme ese aturdimiento que hace imposible lapercepción detallada deun objeto cualquiera. Mis miradas, vagando de unpunto a otro sin cesar unmomento, no tenían ni voluntad propia para fijarseen un sitio. Así estuvecerca de una hora cruzando en todos sentidos laplaza, a la que, por serdía de fiesta y uno de los más clásicos de mercado,había acudido másgente que de costumbre, cuando en uno de susextremos y cerca de unafuente donde unos lavaban las verduras, otrosrecogían agua en un cacharro

o daban de beber a sus caballerías, distinguí ungrupo de muchachas que,en su original y airoso atavío, en sus maneras yhasta en su particularmodo de expresarse, conocí que sería de alguno delos pueblos de lasinmediaciones de Tarazona, donde más puras yprimitivas se conservan lasantiguas costumbres y ciertos tipos del Alto Aragón.En efecto, aquellasmuchachas, cuya fisonomía especial, cuyadesenvoltura varonil, cuyolenguaje mezclado de las más enérgicasinterjecciones, contrastaba de unmodo notable con la expresión de ingenua sencillezde sus rostros, con suextremada juventud y con la inocencia que descubrena través del somerobarniz de malicia de su alegre dicharacheo, sedistinguían tanto de lasotras mujeres de las aldeas y lugares de loscontornos que, como ellas,vienen al mercado de la ciudad, que desde luego sedespertó en mí la ideade hacer un estudio más detenido de sus costumbres,enterándome del puntode que procedían y el género de tráfico en que seocupaban.So pretexto de ajustar una carga de leña de lasvarias que teníansobre algunos borriquillos pequeños, huesosos ylanudos, trabéconversación con una de las que me parecieron másjuiciosas y formales,mientras las otras nos aturdían con sus voces, susrisotadas o suschistes, pues es tal la fama de alegres y decidorasque tienen entre lasgentes de la ciudad, que no hay seminaristadesocupado o zumbón que al

pasar no les diga alguna cosa, seguro de que no hade faltarles unaocurrencia oportuna y picante para responderles.Mi conversación, en la que por incidencia toqué doso tres puntos delos que deseaba aclarar, fue por lo tanto todo loinsuficiente que, dadaslas condiciones del sitio y de mis interlocutoras,se podía presumir.Supe, no obstante, que eran de Añón, pueblecito quedista unas tres horasde camino de Tarazona y que, en mis paseos,alrededor de esta abadía, hetenido ocasión de ver varias veces muy en lontananzay casi oculto por lasgigantescas ondulaciones del Moncayo, en cuya ásperafalda tiene suasiento, y que su ocupación diaria consistía en ir yvenir desde su aldeaa la ciudad, donde traían un pequeño comercio con laleña que en granabundancia les suministran los montes, entre loscuales viven. Estasnoticias, aunque vulgares, escasas y unidas a lasque después pudeadquirir por el dueño del parador en que estuve losdos o tres días quepermanecí en Tarazona, en aquella ocasión sólosirvieron para avivar mideseo de conocer más a fondo las costumbres de estetipo particular demujeres, en las que desde luego llaman la atenciónsus rasgos de bellezanada comunes y su aire resuelto y gracioso.Esto aconteció hará cosa de tres o cuatro meses, enel intervalo delos cuales, todas las mañanas, antes de salir elsol, y confundiéndose conla algarabía de los pájaros, llegaban hasta micelda, sacándome a veces de

mi sueño, las voces alegres y sonoras, aunque untanto desgarradas, deesas mismas muchachas que, mordiendo un tarugo depan negro, cantando agrito herido, e interrumpiendo su canción paraarrear el borriquillo enque conducen la carga de leña, atraviesan impávidascon fríos y calores,con nieves o tormentas, las tres leguas mortales deprecipicios y alturasque hay desde su lugar a Tarazona. Últimamente, comoya dije a ustedes enmi anterior, el tiempo y mis dolencias, poniéndosede acuerdo para dar unpunto de reposo, el uno en sus continuas variacionesy las otras en susdiarias incomodidades, me han permitido satisfaceren parte la curiosidad,visitando los lugares del Somontano, entre los quese encuentra Añón, sinduda alguna el más original por sus costumbres y elmás pintoresco por susalrededores y posición topográfica. En mi cortavisita a este lugar, meexpliqué perfectamente por qué en el aire y en lafisonomía de lasañoneras hay algo extraordinario, algo que lasparticulariza y distinguede entre todas las mujeres del país. Sus costumbres,su educación especialy su género de vida, son, en efecto, diversos de losde aquellos pueblos.Añón, que en otra época perteneció a los caballerosde San Juan, cuyaOrden mantiene aún en él un priorato, está situadosobre una altura en elpunto en que comienza el áspero bosque de carrascasque cubre como unasábana de verdura la base del monte.Cuando lo tenían por sí los caballeros de la Ordenhospitalaria,

debió de ser lugar fuerte y cerrado; hoy sólo quedancomo testigos de supasado esplendor las colosales ruinas de un castillode inmensasproporciones y algunos lienzos de muro que ya seesconden, ya aparecen porentre los rojizos tejados de las casas que seagrupan en derredor de estosdespojos. Cada uno de los pueblos de estas cercaníastiene una reducidallanura propia para el cultivo, sólo Añón,encaramado sobre sus rocas; sinel recurso siquiera del monte, que ya no lepertenece, sin otras tierraspara sembrar que los pequeños remansos que formanuna de sus laderas quese degrada en ásperos escalones, necesita apelar asu genio y a un trabajorudo y peligroso para sostenerse. Yo no sabré decira ustedes si estoproviene de que los hombres se ocupaban de muyantiguo en el servicio delos caballeros, por lo cual tenían abandonadas suscasas al dominio de lasmujeres, o de otra causa cualquiera que yo no me hepodido explicar; elloes que en este pueblo hay algo de lo que nosrefieren las fábulas de lasamazonas o de lo que habrán ustedes tenido ocasiónde ver en la Isla deSan Balandrán.No es esto decir que el sexo feo y fuerte deje deserlo tanto cuantoes necesario para justificar ampliamente estosapelativos; pero lapoblación femenina se agita tan en primer término,desempeña un papel tanactivo en la vida pública, trabaja y va y viene deun punto a otro con talresolución y desenfado, que puede asegurarse queella es la que da el

carácter al lugar y la que lo hace conocido y famosoen veinte leguas a laredonda. En la plaza de Tarazona, teatro de sushabilidades, en loscaminos que atraviesa cantando, en el monte, a dondeva a buscarfurtivamente su mercancía, en las fiestas del lugar,en cualquier parteque se encuentre, si una vez se ha visto a unaañonera, es imposibleconfundirla con las demás aldeanas.La escasa comunicación que tienen estos pueblecillosentre sí es elorigen de las radicales diferencias que se notan aprimera vista entre loshabitantes, aún de los más próximos. Dentro del tipoaragonés, que es elgeneral a todos ellos, hay infinitos matices quecaracterizan a cadaregión de la provincia, a cada aldea de por sí. Eltipo de las añoneras esuno, con muy leves alteraciones; su traje, idéntico;sus costumbres y suíndole, las mismas siempre.Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle, enel brío con quecaminan, en la elasticidad de sus músculos, en laprontitud de todos susmovimientos, revelan la fuerza de que están dotadasy la resolución de suánimo. Sus facciones, curtidas por el viento y elsol, ofrecen rasgosperfectamente regulares, mezclándose en ellas conextraña armonía lavolubilidad y ese no sé qué imposible de definir queconstituye la gracia,con esa leve expresión de la osadía que dilataimperceptiblemente la narizy pliega el labio en ademán desdeñoso. Nada máspintoresco y sencillo a la

vez que su traje. Un apretador de colores vivos lesciñe la cintura y dejaver la camisa, blanca como la nieve, que se pliegaen derredor del cuello,sobre el que se levanta erguida, morena y varonil,la cabeza coronada decabellos oscuros y abundantes. Una saya corta,airosa y encarnada oamarilla, les llega justamente hasta el punto de lapierna en que se atanlas abarcas con un listón negro, que subeserpenteando sobre la media azulhasta bastante más arriba del tobillo.Acostumbradas casi desde que nacen a saltar de rocaen roca por entrelas quebraduras del monte, su pie adquiere esafirmeza peculiar de todoslos habitantes de las montañas, hasta el punto deque algunas veces damiedo cuando se las mira atravesar un senderoestrecho que bordea unbarranco, emparejadas con el borriquillo que conducela leña, y saltandode una piedra en otra de las que costean el camino.Así andan las leguas,tal vez en ayunas, pero siempre riendo, siemprecantando, siempre de humorpara cambiar una cuchufleta con sus compañeros deviaje. Y no hay miedo deque su cabeza vacile al atravesar un sitiopeligroso, o su ligero paso seacorte al llegar a lo último de la penosa jornada;su vista tiene algo dela fijeza e intensidad de la del águila, acasoporque como ella se haacostumbrado a medir indiferente los abismos; susmiembros endurecidos conla costumbre del trabajo, soportan las fatigas másrudas sin que elcansancio los entorpezca un instante.

Sólo de este modo les es posible vivir en medio dela miseria que lasagobia. Cuando la noche es más oscura; cuando lanieve borra hasta laslindes de los senderos, cuando supone que losguardas de los montes delEstado no se atreverán a aventurarse por aquellasbrechas profundas yaquellos bosques de árboles intrincados y sombríos,entonces la añonera,desafiando todos los peligros, adivinando lassendas, sufriendo eltemporal, escuchando por uno y otro lado losaullidos de los lobos, salefurtivamente de su lugar. Más bien que baja, puededecirse que sedescuelga de roca en roca hasta el último valle quelo separa del Moncayo;armada del hacha penetra en el laberinto decarrascas oscuras, a cuyo pienacen espinos y zarzas en montón, y descargandorudos golpes con unafuerza y una agilidad inconcebibles, hace su acopiode leña, que despuésoculta para conducirla poco a poco, primero a sucasa y más tarde aTarazona, donde recibe por su trabajo material, porlos peligros queafronta y las fatigas que sufre, seis o siete realesa lo sumo.Francamente hablando, hay en este mundodesigualdades que asustan.¿Quién puede sospechar que a la misma hora en quenuestras grandesdamas de la corte se agrupan en el peristilo delteatro Real, envueltas ensus calientes y vistosos albornoces, y esperan elcarruaje que ha deconducirlas sobre blandos almohadones de seda a supalacio, otras mujeres,

hermosas quizás como ellas, como ellas débiles alnacer, sacuden de cuandoen cuando la cabeza de un lado a otro para esparcirla nieve que se lesamontona encima, en tanto que rodeadas de oscuridadprofunda, de peligrosy de sobresaltos, hacen resonar el bosque con elcrujido de los troncosque caen derribados a los golpes del hacha?Grandes, inmensas desigualdades existen, no cabeduda; pero tambiénes cierto que todas tienen su compensación. Yo hevisto levantarse agitadoy dejar escapar un comprimido sollozo a más de unpecho cubierto de levegasa y seda; yo he visto más de una altiva frenteinclinarse triste y sincolor como agobiada bajo el peso de su espléndidadiadema de pedrería; encambio, hoy como ayer, sigue despertándome el alegrecanto de las añonerasque pasan por delante de las puertas del monasteriopara dirigirse aTarazona; mañana como hoy, si salgo al camino o voya buscarlas almercado, las encontraré riendo y en continua broma,felices con sus seisreales, satisfechas, porque llevarán un pan negro asu familia, ufanas conla satisfacción de que a ellas se deben la burdasaya que visten y elbocado de pan que comen.Dios, aunque invisible, tiene siempre una manotendida para levantarpor un extremo la carga que abruma al pobre. Si no,¿quién subiría laáspera cumbre de la vida con el pesado fardo de lamiseria al hombro?

Carta sexta

Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres años, talvez leeríanustedes en los periódicos de Zaragoza la relación deun crimen que tuvolugar en uno de los pueblecillos de estos contornos.Tratábase delasesinato de una pobre vieja a quien sus convecinosacusaban de bruja.Últimamente, y por una coincidencia extraña, hetenido ocasión de conocerlos detalles y la historia circunstanciada de unhecho que se comprendeapenas en mitad de un siglo tan despreocupado comoel nuestro.Ya estaba para acabar el día. El cielo, que desde elamanecer semantuvo cubierto y nebuloso, comenzaba a oscurecersea medida que el Sol,que antes transparentaba su luz a través de lasnieblas, ibadebilitándose, cuando, con la esperanza de ver sufamoso castillo comotérmino y remate de mi artística expedición, dejé aLitago paraencaminarme a Trasmoz, pueblo del que me separa unadistancia de trescuartos de hora por el camino más corto. Como decostumbre, yexponiéndome, a trueque de examinar a mi gusto losparajes más ásperos yaccidentados, a las fatigas y la incomodidad deperder el camino por entreaquellas zarzas y peñascales, tomé el más difícil,el más dudoso y máslargo, y lo perdí en efecto, a pesar de lasminuciosas instrucciones de

que me pertreché a la salida del lugar.Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso del monte,llevando deldiestro la caballería por entre sendas casiimpracticables, ora por lascumbres para descubrir la salida del laberinto, orapor las honduras conla idea de cortar terreno, anduve vagando al azar unbuen espacio detarde, hasta que, por último, en el fondo de unacortadura tropecé con unpastor, el cual abrevaba su ganado en el riachueloque, después dedeslizarse sobre un cauce de piedras de mil colores,salta y se retuerceallí con un ruido particular que se oye a grandistancia, en medio delprofundo silencio de la Naturaleza que en aquelpunto y a aquella horaparece muda o dormida.Pregunté al pastor el camino del pueblo, el cual,según mis cuentas,no debía de distar mucho del sitio en que nosencontrábamos, pues, aunquesin senda fija, yo había procurado adelantar siempreen la dirección queme habían indicado. Satisfizo el buen hombre mipregunta lo mejor quepudo, y ya me disponía a proseguir mi azarosajornada, subiendo con pies ymanos y tirando de la caballería como Dios me daba aentender, por entreunos pedruscos erizados de matorrales y puntas,cuando el pastor, que meveía subir desde lejos, me dio una gran vozadvirtiéndome que no tomara lasenda de la tía Casca, si quería llegar sano y salvoa la cumbre. Laverdad era que el camino, que equivocadamente habíatomado, se hacía cada

vez más áspero y difícil, y que por una parte lasombra que ya arrojabanlas altísimas rocas, que parecían suspendidas sobremi cabeza, y por otrael ruido vertiginoso del agua que corría profunda amis pies, y de la quecomenzaba a elevarse una niebla inquieta y azul, quese extendía por lacortadura borrando los objetos y los colores,parecían contribuir a turbarla vista y conmover el ánimo con una sensación depenoso malestar quevulgarmente podría llamarse preludio de miedo. Volvípies atrás, bajé denuevo hasta donde se encontraba el pastor, ymientras seguíamos juntos poruna trocha que se dirigía al pueblo, adonde tambiéniba a pasar la nochemi improvisado guía, no pude menos de preguntarlecon alguna insistenciapor qué, aparte de las dificultades que ofrecía elascenso, era tanpeligroso subir a la cumbre por la senda que llamóde la tía Casca.-Porque antes de terminar la senda -me dijo con eltono más naturaldel mundo- tendríais que costear el precipicio a quecayó la maldita brujaque le da su nombre, y en el cual se cuenta que andapenando el alma que,después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo hanquerido para suya.-¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido, aunque,a decir verdad,ya me esperaba una contestación de esta o parecidaclase-. Y ¿en quédiantres se entretiene el alma de esa pobre viejapor estos andurriales?-En acosar y perseguir a los infelices pastores quese arriesgan por

esa parte del monte, ya haciendo ruido entre lasmatas, como si fuese unlobo, ya dando quejidos lastimeros como de criatura,o acurrucándose enlas quiebras de las rocas que están en el fondo delprecipicio, desdedonde llama con su mano amarilla y seca a los quevan por el borde, lesclava la mirada de sus ojos de búho, y cuando elvértigo comienza adesvanecer su cabeza, da un gran salto, se lesagarra a los pies y pugnahasta despeñarlos en la sima... ¡Ah, maldita bruja!-exclamó después de unmomento el pastor tendiendo el puño crispado hacialas rocas, comoamenazándola-; ¡ah, maldita bruja!, muchas hicisteen vida y ni aun muertahemos logrado que nos dejes en paz; pero no haycuidado, que a ti y a tuendiablada raza de hechiceras os hemos de aplastaruna a una, como avíboras.-Por lo que veo -insistí, después que hubo concluidosu extravaganteimprecación-, está usted muy al corriente de lasfechorías de esa mujer.Por ventura, ¿alcanzó usted a conocerla? Porque nome parece de tanta edadcomo para haber vivido en el tiempo en que lasbrujas andaban todavía porel mundo.Al oír estas palabras el pastor, que caminabadelante de mí paramostrarme la senda, se detuvo un poco, y fijando enlos míos susasombrados ojos, como para conocer si me burlaba,exclamó con un acento debuena fe pasmosa: -¡Que no le parezco a usted deedad bastante para

haberla conocido! Pues ¿y si yo le dijera que nohace aún tres añoscabales que con estos mismos ojos, que se ha decomer la tierra, la vicaer por lo alto de ese derrumbadero, dejando encada uno de los peñascosy de las zarzas un jirón de vestido o de carne,hasta que llegó al fondo,donde se quedó aplastada como un sapo que se cogedebajo del pie?-Entonces -respondí asombrado a mi vez de lacredulidad de aquelpobre hombre- daré crédito a lo que usted dice, sinobjetar palabra;aunque a mí se me había figurado -añadí recalcandoestas últimas frasespara ver el efecto que le hacían- que todo eso delas brujas y loshechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañasde las aldeas.-Eso dicen los señores de la ciudad, porque a ellosno les molestan;y, fundados en que todo es puro cuento, echaron apresidio a algunosinfelices que nos hicieron un bien de caridad a lagente del Somontano,despeñando a esa mala mujer.-¿Conque no cayó casualmente ella, sino que lahicieron rodar quequieras que no? ¡A ver, a ver! Cuénteme usted cómopasó eso, porque debede ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidady el asombrosuficiente, para que el buen hombre no maliciase quesólo queríadistraerme un rato oyendo sus sandeces; pues es deadvertir que hasta queno me refirió los pormenores del suceso no hicememoria de que, en efecto,yo había leído en los periódicos de provincia unacosa semejante. El

pastor, convencido, por las muestras de interés conque me disponía aescuchar su relato, de que yo no era uno de esosseñores de la ciudad,dispuesto a tratar de majaderías su historia,levantó la mano en direccióna uno de los picachos de la cumbre, y comenzó así,señalándome una de lasrocas que se destacaba oscura e imponente sobre elfondo gris del cielo,que el Sol, al ponerse tras las nubes, teñía dealgunos cambiantesrojizos.-¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parececortado a pico y porentre cuyas peñas crecen las aliagas y los zarzales?Me parece que sucedióayer. Yo estaba algunos doscientos pasos caminoatrás de donde nosencontramos en este momento: próximamente sería lamisma hora, cuando creíescuchar unos alaridos distantes, y llantos eimprecaciones que seentremezclaban con voces varoniles y coléricas, queya se oían por unlado, ya por otro, como de pastores que persiguen unlobo por entre loszarzales. El Sol, según digo, estaba al ponerse, ypor detrás de la alturase descubría un jirón del cielo, rojo y encendidocomo la grana, sobre elque vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante aun esqueleto que seescapa de su fosa, envuelto aún en los jirones delsudario, a una viejahorrible, en la que conocí a la tía Casca. La tíaCasca era famosa entodos estos contornos, y me bastó distinguir susgreñas blancuzcas que seenredaban alrededor de su frente como culebras, susformas extravagantes,

su cuerpo encorvado y sus brazos disformes, que sedestacaban angulosos yoscuros sobre el fondo de fuego del horizonte, parareconocer en ella a labruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde delprecipicio, se detuvo uninstante sin saber qué partido tomar. Las voces delos que parecíanperseguirla sonaban cada vez más cerca, y de cuandoen cuando se la veíahacer una contorsión, encogerse o dar un brinco paraevitar los cantazosque la arrojaban. Sin duda, no traía el bote de susendiablados untos,porque, a traerlo, seguro que habría atravesado alvuelo la cortadura,dejando a sus perseguidores burlados y jadeantescomo lebreles que pierdenla pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que deuna vez pagara todassus maldades!... Llegaron los mozos que venían en suseguimiento, y lacumbre se coronó de gentes, éstos con piedras en lasmanos, aquéllos congarrotes, los de más allá con cuchillos. Entoncescomenzó una cosahorrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndosesin huida, se arrojóal suelo, se arrastró por la tierra besando los piesde los unos,abrazándose a las rodillas de los otros, implorandoen su ayuda a laVirgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en sucondenada boca como unablasfemia. Pero los mozos, así hacían caso de suslamentos como yo de lalluvia cuando estoy bajo techado. -Yo soy una pobrevieja que no ha hechodaño a nadie; no tengo hijos ni parientes que mevengan a amparar:

¡perdonadme, tened compasión de mí! -aullaba labruja; y uno de los mozos,que con la una mano la había asido de las greñas,mientras tenía en laotra la navaja que procuraba abrir con los dientes,le contestaba rugiendode cólera: ¡Ah, bruja de Lucifer, ya es tarde paralamentaciones, ya teconocemos todos! -Tú hiciste un mal a mi mulo, quedesde entonces no quisoprobar bocado, y murió de hambre dejándome en lamiseria! -decía uno. -¡Túhas hecho mal de ojo a mi hijo, y lo sacas de lacuna y lo azotas por lasnoches! -añadía el otro; y cada cual exclamaba porsu lado: -¡Tú hasechado una suerte a mi hermana! ¡Tú has ligado a minovia! ¡Tú hasemponzoñado la yerba! ¡Tú has embrujado al puebloentero!Yo permanecía inmóvil en el mismo punto en que mehabía sorprendidoaquel clamoreo infernal, y no acertaba a mover pieni mano, pendiente delresultado de aquella lucha.La voz de la tía Casca, aguda y estridente, dominabael tumulto detodas las otras voces que se reunían para acusarla,dándole en el rostrocon sus delitos, y siempre gimiendo, siempresollozando, seguía poniendo aDios y a los santos patronos del lugar por testigosde su inocencia.Por último, viendo perdida toda esperanza, pidiócomo última mercedque la dejasen un instante implorar del Cielo, antesde morir, el perdónde sus culpas, y, de rodillas al borde de lacortadura como estaba, lavieja inclinó la cabeza, juntó las manos y comenzó amurmurar entre

dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles:palabras que yo nopodía oír por la distancia que me separaba de ella,pero que ni los mismosque estaban a su lado lograron entender. Unosaseguraban que hablaba enlatín, otros que en una lengua salvaje ydesconocida, no faltando quienpudo comprender que en efecto rezaba, aunquediciendo las oraciones alrevés, como es costumbre de estas malas mujeres.En este punto se detuvo el pastor un momento, tendióa su alrededoruna mirada, y prosiguió así:-¿Siente usted este profundo silencio que reina entodo el monte, queno suena un guijarro, que no se mueve una hoja, queel aire está inmóvil ypesa sobre los hombros y parece que aplasta? ¿Veusted esos jirones deniebla oscura que se deslizan poco a poco a lo largode la inmensapendiente del Moncayo, como si sus cavidades nobastaran a contenerlos?¿Los ve usted cómo se adelantan mudos y conlentitud, como una legiónaérea que se mueve por un impulso invisible? Elmismo silencio de muertehabía entonces, el mismo aspecto extraño y temerosoofrecía la niebla dela tarde, arremolinada en las lejanas cumbres, todoel tiempo que duróaquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso contoda franqueza: llegué atener miedo. ¿Quién sabía si la bruja aprovechabaaquellos instantes parahacer uno de esos terrible conjuros que sacan a losmuertos de sussepulturas, estremecen el fondo de los abismos ytraen a la superficie de

la tierra, obedientes a sus imprecaciones, hasta alos más rebeldesespíritus infernales? La vieja rezaba, rezaba sinparar; los mozospermanecían en tanto inmóviles, cual si estuviesenencadenados por unsortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzandoy envolviendo laspeñas, en derredor de las cuales fingían mil figurasextrañas, como demonstruos deformes, cocodrilos rojos y negros,bultos colosales de mujeresenvueltas en paños blancos, y listas largas de vaporque, heridas por laúltima luz del crepúsculo, semejaban inmensasserpientes de colores.Fija la mirada en aquel fantástico ejército de nubesque parecíacorrer al asalto de la peña sobre cuyo pico iba amorir la bruja, yoestaba esperando por instantes cuándo se abrían sussenos para abortar ala diabólica multitud de espíritus malignos,comenzando una lucha horribleal borde del derrumbadero, entre los que estabanallí para hacer justiciaen la bruja y los demonios que, en pago de susmuchos servicios, vinierana ayudarla en aquel amargo trance.-Y, por fin -exclamé interrumpiendo el animadocuento de miinterlocutor e impaciente ya por conocer eldesenlace-, ¿en qué acabó todoello? ¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que, pormuchos conjuros querecitara la bruja y muchas señales que usted vieseen las nubes y encuanto le rodeaba, los espíritus malignos semantendrían quietecitos cadacual en su agujero sin mezclarse para nada en lascosas de la tierra. ¿No

fue así?-Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación labruja no acertaracon la fórmula o, lo que yo más creo, por serviernes, día en que murióNuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado aún lasvísperas; durante lasque los malos no tienen poder alguno, ello es que,viendo que no concluíannunca con su endiablada monserga, un mozo le dijoque acabase, ylevantando en alto el cuchillo, se dispuso aherirla. La vieja entonces,tan humilde, tan hipocritona hasta aquel punto, sepuso de pie con unmovimiento tan rápido como el de una culebraenroscada a la que se pisa ydespliega sus anillos irguiéndose llena de cólera. -¡Oh!, no; ¡no quieromorir, no quiero morir -decía-; dejadme u os morderélas manos con que mesujetáis!... Pero aún no había pronunciado estaspalabras, abalanzándose asus perseguidores, fuera de sí, con las greñassueltas, los ojosinyectados de sangre y la hedionda boca entreabierta y llena de espuma,cuando la oí arrojar un alarido espantoso, llevarse,por dos o tres veceslas manos al costado con grande precipitación,mirárselas y volvérselas amirar maquinalmente, y, por último, dando tres ocuatro pasos vacilantescomo si estuviese borracha, la vi caer alderrumbadero. Uno de los mozos aquien la bruja hechizó a una hermana, la máshermosa, la más buena dellugar, la había herido de muerte en el momento enque sintió que leclavaba en el brazo sus dientes negros ypuntiagudos. ¿Pero cree usted que

acabó ahí la cosa? Nada menos que eso; la vieja deLucifer tenía sietevidas como los gatos. Cayó por un derrumbadero dondecualquiera otro aquien se le resbalase un pie no pararía hasta lo máshondo, y ella, sinembargo, tal vez porque el diablo le quitó el golpeo porque los haraposde las sayas la enredaron en los zarzales, quedósuspendida de uno de lospicos que erizan la cortadura, barajándose yretorciéndose allí como unreptil colgado por la cola. ¡Dios, cómo blasfemaba!¡Qué imprecaciones tanhorribles salían de su boca! Se estremecían lascarnes y se ponían depunta los cabellos sólo de oírla... Los mozosseguían desde lo alto todassus grotescas evoluciones, esperando el instante enque se desgarraría elúltimo jirón de la saya a que estaba sujeta, yrodaría dando tumbos depico en pico hasta el fondo del barranco; pero ella,con el ansia de lamuerte y sin cesar de proferir, ora horriblesblasfemias, ora palabrassantas mezcladas de maldiciones, se enroscaba enderredor de losmatorrales; sus dedos largos, huesosos ysangrientos, se agarraban comotenazas a las hendiduras de las rocas, de modo queayudándose de lasrodillas, de los dientes, de los pies y de lasmanos, quizás hubieseconseguido subir hasta el borde, si algunos de losque la contemplaban yque llegaron a temerlo así, no hubiesen levantado enalto una piedragruesa, con la que le dieron tal cantazo en elpecho, que piedra y bruja

bajaron a la vez saltando de escalón en escalón porentre aquellas puntascalcáreas, afiladas como cuchillos, hasta dar porúltimo, en ese arroyoque se ve en lo más profundo del valle... Una vezallí, la brujapermaneció un largo rato inmóvil, con la carahundida entre el légamo y elfango del arroyo que corría enrojecido con lasangre; después, poco apoco, comenzó como a volver en sí y a agitarseconvulsivamente. El aguacenagosa y sangrienta saltaba en derredor batida porsus manos, que de vezen cuando se levantaban en el aire crispadas yhorribles, no sé siimplorando piedad o amenazando aún en las últimasansias... Así estuvoalgún tiempo removiéndose y queriendo inúltimentesacar la cabeza fuera dela corriente buscando un poco de aire, hasta que alfin se desplomómuerta; muerta del todo, pues los que la habíamosvisto caer y conocíamosde lo que es capaz una hechicera tan astuta como latía Casca no apartamosde ella los ojos hasta que, completamente entrada lanoche, la oscuridadnos impidió distinguirla, y en todo ese tiempo nomovió pie ni mano; demodo que si la herida y los golpes no fueronbastantes a acabarla, esseguro que se ahogó en el riachuelo cuyas aguastantas veces habíaembrujado en vida para hacer morir nuestras reses. -¡Quien en mal anda, enmal acaba! -exclamamos después de mirar una últimavez al fondo oscuro deldespeñadero; y santiguándonos santamente y pidiendoa Dios nos ayudase en

todas las ocasiones, como en aquella, contra eldiablo y y los suyos,emprendimos con bastante despacio la vuelta alpueblo, en cuyadesvencijada torre las campanas llamaban a laoración a los vecinosdevotos.Cuando el pastor terminó su relato, llegábamosprecisamente a lacumbre más cercana al pueblo, desde donde se ofrecióa mi vista elcastillo oscuro e imponente con su alta torre delhomenaje, de la que sóloqueda en pie un lienzo de muro con dos saeteras, quetransparentaban laluz y parecían los ojos de un fantasma. En aquelcastillo, que tiene porcimiento la pizarra negra de que está formado elmonte, y cuyas vetustasmurallas, hechas de pedruscos enormes, parecen obrasde titanes, es famaque las brujas de los contornos tienen sus nocturnosconciliábulos.La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa. LaLuna se dejaba vera intervalos por entre los jirones de las nubes quevolaban en derredornuestro, rozando casi con la tierra, y las campanasde Trasmoz dejaban oírlentamente el toque de oraciones, como al final dela horrible historiaque me acababan de referir.Ahora que estoy en mi celda tranquilo, escribiendopara ustedes larelación de estas impresiones extrañas, no puedomenos de maravillarme ydolerme de que las viejas supersticiones tengantodavía tan hondas raícesentre las gentes de las aldeas, que den lugar asucesos semejantes; pero,

¿por qué no he de confesarlo, sonándome aún lasúltimas palabras deaquella temerosa relación, teniendo junto a mí aaquel hombre que de tanbuena fe imploraba la protección divina para llevara cabo crímenesespantosos, viendo a mis pies el abismo negro yprofundo en donde serevolvía el agua entre las tinieblas, imitandogemidos y lamentos, y enlontananza el castillo tradicional, coronado dealmenas oscuras, queparecían fantasmas asomadas a los muros, sentí unaimpresión angustiosa,mis cabellos se erizaron involuntariamente, y larazón, dominada por lafantasía, a la que todo ayudaba, el sitio, la hora yel silencio de lanoche, vaciló un punto, y casi creí que las absurdasconsejas de lasbrujerías y los maleficios pudieran ser posibles.Postdata.- Al terminar esta carta y cuando ya medisponía a escribirel sobre, la muchacha que me sirve y que haconcluido en este instante dearreglar los trebejos de la cocina y de apagar lalumbre, armada de unenorme candil de hierro, se ha colocado junto a mimesa a esperar, comotiene de costumbre siempre que me ve escribir denoche, que le entregue lacarta que ella a su vez dará mañana al correo, elcual baja de Añón aTarazona al romper el día. Sabiendo que es de unlugar inmediato a Trasmozy que en este último pueblo tiene gran parte de sufamilia, me ha ocurridopreguntarle si conoció a la tía Casca y si sabealguna particularidad desus hechizos, famosos en todo el Somontano. Nopueden ustedes figurarse la

cara que ha puesto al oír el nombre de la bruja, nila expresión demedrosa inquietud con que ha vuelto la vista a sualrededor, procurandoiluminar con el candil los rincones oscuros de lacelda, antes deresponderme. Después de practicada esta operación, ycon voz baja yalterada, sin contestar a mi interpelación, me hapreguntado a su vez:-¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?-No, chica -le respondí-; pero ¿a qué conduce saberel día de lasemana?-Porque si es viernes, no puedo despegar los labiossobre ese asunto.Los viernes, en memoria de que nuestro SeñorJesucristo murió en semejantedía, no pueden las brujas hacer mal a nadie; pero encambio oyen desde sucasa cuanto se dice de ellas, aunque sea al oído yen el último rincón delmundo.-Tranquilízate por ese lado, pues a lo que yo puedocolegir de laproximidad del último domingo, todo lo más,andaremos por el martes o elmiércoles.-No es esto decir que yo le tenga miedo a la bruja,pues de los míossólo a mi hermana la mayor, al pequeñico y a mipadre puede hacerles mal.-¡Calle!, ¿y en qué consiste el privilegio?-En que al echarnos el agua no se equivocó el curani dejó olvidadaninguna palabra del Credo.-¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura talvez?-¡Quia! No, señor: el cura no se acordaría. Se lohemos preguntado aun cedazo.

-Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ¿Ycómo se entra enconversación con un cedazo? Porque eso debe de sercurioso.-Verá usted...: después de las doce de la noche,pues las brujas quelo quisieran impedir no tienen poder sino desde lasocho hasta esa hora,se toma el cedazo, se hacen sobre él tres cruces conla mano izquierda, ysuspendiéndole en el aire, cogido por el aro con laspuntas de unastijeras, se le pregunta. Si se ha olvidado algunapalabra del Credo, davueltas por sí sólo, y si no, se está quietico,quietico, como la hoja enel árbol cuando no se mueve una paja de aire.-Según eso, ¿tú estás completamente tranquila de queno han deembrujarte?-Lo que es por mí, completamente; pero sin embargo,mirando por losde la casa, cuido siempre de hacer antes de dormiruna cruz en el hogarcon las tenazas para que no entren por la chimenea,y tampoco se me olvidaponer la escoba en la puerta con el palo en elsuelo.-¡Ah!, vamos; ¿conque la escoba que encuentroalgunas mañanas a lapuerta de mi habitación con las palmas hacia arribay que me ha hechopensar que era uno de tus frecuentes olvidos, noestaba allí sin sumisterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: siya mataron a la brujay, una vez muerta, su alma no puede salir delprecipicio donde porpermisión divina anda penando, ¿contra quien tomasesas precauciones?

-¡Toma, toma! Mataron a una; pero como que son unafamilia entera yverdadera, que desde hace un siglo o dos vienenheredando el unto de unasen otras, se acabó con una tía Casca, pero queda suhermana, y cuandoacaben con ésta, que acabarán también, le sucederásu hija, que aún esmoza y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.-Según lo que veo, ¿esa es una dinastía secular debrujas que sevienen sucediendo regularmente por la línea femeninadesde los tiempos másremotos?-Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle esque acerca deestas mujeres se cuenta en el pueblo una historiamuy particular, que yohe oído referir algunas veces en las noches deinvierno.-Pues vaya, deja ese candil en el suelo, acerca unasilla y refiéremeesa historia, que yo me parezco a los niños en misaficiones.-Es que esto no es cuento.-O historia, como tú quieras -añadí por último, paratranquilizarlarespecto a la entera fe con que sería acogida larelación por mi parte.La muchacha, después de colgar el candil en unclavo, y de pie a unarespetuosa distancia de la mesa, por no querersentarse, a pesar de misinstancias, me ha referido la historia de las brujasde Trasmoz, historiaoriginal que yo a mi vez contaré a ustedes otro día,pues ahora voy aacostarme con la cabeza llena de brujas, hechiceríasy conjuros, perotranquilo, porque, al dirigirme a mi alcoba, hevisto el escobón junto a

la puerta haciéndome la guardia, más tieso y formalque un alabardero endía de ceremonia.

Carta séptima

Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi últimacarta referirles, talcomo me la contaron, la maravillosa historia de lasbrujas de Trasmoz.Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y vade cuento.Desde tiempo inmemorial, es artículo de fe entre lasgentes delSomontano que Trasmoz es la corte y punto de cita delas brujas másimportantes de la comarca. Su castillo, como lostradicionales campos deBarahona y el valle famoso de Zugarramurdi,pertenece a la categoría deconventículo de primer orden y lugar clásico paralas grandes fiestasnocturnas de las amazonas de escobón, los sapos concollareta y toda laabigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo yjefe. Acerca de lafundación de este castillo, cuyas colosales ruinas,cuyas torres oscuras ydentelladas, patios sombríos y profundos fosos,parecen, en efecto dignaescena de tan diabólicos personajes, se refiere unatradición muy antigua.Parece que en tiempo de los moros, época que paranuestros campesinoscorresponde a las edades mitológicas y fabulosas dela Historia, pasó elrey por las cercanías del sitio en que ahora sehalla Trasmoz; y viendocon maravilla un punto como aquél, donde gracias ala altura, las rápidaspendientes y los cortes a plomo de la roca, podía elhombre, ayudado de la

Naturaleza, hacer un lugar fuerte e inexpugnable, degrande utilidad porencontrarse próximo a la raya fronteriza, exclamóvolviéndose a los queiban en su seguimiento, y tendiendo la mano endirección de la cumbre:-De buena gana tendría allí un castillo.Oyole un pobre viejo, que apoyado en un báculo decaminante y conunas miserables alforjillas al hombro pasaba a lasazón por el mismositio, y adelantándose hasta salirle al encuentro ya riesgo de seratropellado por la comitiva real, detuvo por labrida el caballo de suseñor y le dijo estas solas palabras:-Si me lo dais en alcaidía perpetua, yo mecomprometo a llevarosmañana a vuestro palacio sus llaves de oro.Rieron grandemente el rey y los suyos de laextravagante proposicióndel mendigo, de modo que arrojándole una pequeñapieza de plata al suelo,a manera de limosna, contestole el soberano con airede zumba:-Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas yun pedazo de pancon que desayunaros, señor alcaide de la improvisadafortaleza de Trasmoz,y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un lado dela senda, tocó elijar de su corcel con el acicate, y se alejó seguidode sus capitanes,cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro,resonaban yresplandecían al compás del galope, mal ocultas porlos blancos yflotantes alquiceles.-¿Luego me confirmáis en la alcaidía? -añadió elpobre viejo, en

tanto que se bajaba para recoger la moneda, ydirigiéndose en alta vozhacia los que ya apenas se distinguían entre la nubede polvo quelevantaban los caballos, un punto detenidos, alarrancar de nuevo.-Seguramente -díjole el rey desde lejos y cuando yaiba a doblar unade las vueltas del monte-; pero con la condición deque esta nochelevantarás el castillo y mañana irás a Tarazona aentregarme las llaves.Satisfecho el pobrete con la contestación del rey,alzó, como digo,la moneda del suelo, besóla con muestras dehumildad; y, después de atarlaen un pico del guiñapo blancuzco que le servía deturbante, se dirigiópoco a poco hacia la aldehuela de Trasmoz. Componíanentonces este lugarquince o veinte casuquillas sucias y miserables,refugio de algunospastores que llevaban a pacer sus ganados alMoncayo. Pasito a pasito,aquí cae, allí tropieza, como el que camina agobiadodel doble peso de laedad y de una larga jornada, llegó al fin nuestrohombre al pueblo, ycomprando, según se lo había dicho el rey, unmendrugo de pan y tres ocuatro cebollas blancas, jugosas y relucientes,sentose a comerlas a laorilla de un arroyo, en el cual los vecinos teníancostumbre de venir ahacer sus abluciones de la tarde, y en donde, unavez instalado, comenzó adespachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo susdescarnadasmandíbulas, de las que pendían unas barbillasblancas y claruchas, con tal

priesa, que, en efecto, parecía no habersedesayunado en todo lo que ibade día, que no era poco, pues el Sol comenzaba atrasmontar las cumbres.Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a laorilla del arroyodando buena cuenta con gentil apetito de su frugalcomida, cuando llegóhasta el borde del agua uno de los pastores dellugar, hizo susacostumbradas zalemas, vuelto hacia el Oriente, yconcluida estaoperación, comenzó a lavarse las manos y el rostromurmurando sus rezos dela tarde. Tras éste vinieron otros cuantos, hastacinco o seis, y cuandotodos hubieron concluido de rezar y remojarse elcogote, llamólos el viejoy les dijo:-Veo con gusto que sois buenos musulmanes y que nilas ordinariasocupaciones, ni las fatigas de vuestros ejerciciosos distraen de lassantas ceremonias que a sus fieles dejó encomendadasel Profeta. Elverdadero creyente tarde o temprano, alcanza elpremio: unos lo recogen enla tierra, otros en el paraíso, no faltando aquienes se les da en ambaspartes, y de estos seréis vosotros.Los pastores, que durante la arenga no habíanapartado un punto susojos del mendigo, pues por tal le juzgaron al ver sumal pelaje, y peordesayuno, se miraban entre sí, después de concluido,como no comprendiendoadónde iría a parar aquella introducción si no era apedir una limosna;pero, con grande asombro de los circunstantes,prosiguió de este modo sudiscurso:

-He aquí que yo vengo de una tierra lejana a buscarservidores lealespara la guarda y custodia de un famoso castillo. Yome he sentado al bordede las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido,a la sombra de laspalmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, yhe visto uno trasotros venir muchos hombres a hacer las ablucionescon sus aguas, éstos pormera limpieza, aquéllos por hacer lo mismo quetodos, los más por dar elespectáculo de una piedad de fórmula. Después os hevisto en estassoledades, lejos de las miradas del mundo, atentossólo al ojo que velasobre las acciones de los mortales, cumplir connuestros ritos, impulsadospor la conciencia de un deber, y he dicho para mí: -He aquí hombres fielesa su religión; igualmente lo serán a su palabra. Dehoy más no vagaréispor los montes con nieves y fríos para comer unpedazo de pan negro; en lamagnífica fortaleza de que os hablo, tendréisalimento abundante y vidaholgada. Tú cuidarás de la atalaya, atento siempre alas señales de loscorredores del campo, y pronto a encender la hogueraque brilla en lassombras, como el penacho de fuego del casco de unarcángel. Tú cuidarásdel rastrillo y del puente; tú darás vueltas cadatres horas alrededor delas torres, por entre la barbacana y el muro. A tite encargaré de lascaballerizas; bajo la guarda de ése estarán losdepósitos de materiales deguerra, y, por último, aquel otro correrá con losalmacenes de víveres.

Los pastores, de cada vez más asombrados ysuspensos, no sabían quéjuicio formar del improvisado protector que lacasualidad les deparaba; yaunque su aspecto miserable no convenía del todobien con sus generosasofertas, no faltó alguno que le preguntase entredudoso y crédulo:-¿Dónde está ese castillo? Si no se halla muy lejosde estos lugaresentre cuyas peñas estamos acostumbrados a vivir, y alos que tenemos elamor que todo hombre tiene a la tierra que le vionacer, yo, por mi parte,aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo quecomo yo todos los que seencuentran presentes.-Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí -respondió el viejoimpasible-; cuando el Sol se esconde por detrás delas cumbres delMoncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.-¿Y cómo puede ser eso -dijo entonces el pastor-, sipor aquí no haycastillo ni fortaleza alguna, y la primera sombraque envuelve nuestrolugar es la del cabezo del monte en cuya falda se halevantado?-Pues en ese cabezo se halla, porque allí están laspiedras, y dondeestán las piedras está el castillo, como está lagallina en el huevo y laespiga en el grano -insistió el extraño personaje, aquien susinterlocutores, irresolutos hasta aquel punto, nodudaron en calificar deloco de remate.-¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esafortaleza famosa?-exclamó, entre las carcajadas de sus compañeros,otro de los pastores-.

Porque a tal castillo, tal alcaide.-Yo lo soy -tornó a contestar el viejo, siempre conla misma calma, ymirando a sus risueños oyentes con una sonrisaparticular-. ¿No os parezcodigno de tan honroso cargo?-¡Nada menos que eso! -se apresuraron a responderle-. Pero el Sol hadoblado las cumbres, la sombra de vuestro castilloenvuelve ya en suspliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temidoalcaide de lainvisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar lanoche a cubierto, ospodemos ofrecer un poco de paja en el establo denuestras ovejas; sipreferís quedaros al raso, que Alá os tenga en susanta guarda, el Profetaos colme de sus beneficios y los arcángeles de lanoche velen a vuestroalrededor con sus espadas encendidas!Acompañando estas palabras, dichas en tono deburlesca solemnidad,con profundos y humildes saludos, los pastorestomaron el camino de supueblo, riendo a carcajadas de la original aventura.Nuestro buen hombreno se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sinoque, después de acabarcon mucho despacio su merienda, tomó en el hueco dela mano algunos sorbosde agua limpia y transparente del arroyo, limpiosecon el revés la boca,sacudió las migajas de pan de la túnica y, echándoseotra vez lasalforjillas al hombro y apoyándose en su nudosobáculo, emprendió de nuevoel camino adelante, en la misma dirección que susfuturos sirvientes.La noche comenzaba, en efecto, a entrarse fría yoscura. De pico a

pico de la elevada cresta del Moncayo se extendíanlargas bandas de nubescolor de plomo, que, arrolladas hasta a aquelmomento por la influenciadel Sol, parecían haber esperado a que se ocultasepara comenzar aremoverse con lentitud, como esos monstruos deformesque produce el mar yque se arrastran trabajosamente en las playasdesiertas. El anchohorizonte que se descubría desde las alturas, ibapoco a poco palideciendoy pasando del rojo al violado por un punto, mientrasque por el contrarioasomaba la Luna redonda, encendida, grande, como unescudo de batallar, ypor el dilatado espacio del cielo las estrellasaparecían unas tras otras,amortiguada su luz, por la del astro de la noche.Nuestro buen viejo, que parecía conocerperfectamente el país, puesnunca vacilaba al escoger las sendas que más prontohabían de conducirleal término de su peregrinación, dejó a un lado laaldea, y siempresubiendo con bastante fatiga por entre los enormespeñascos y las espesascarrascas, que entonces como ahora cubrían la ásperapendiente del monte,llegó por último a la cumbre cuando las sombras sehabían apoderado porcompleto de la Tierra, y la Luna, que se dejaba vera intervalos por entrelas oscuras nubes, se había remontado a la primeraregión del cielo.Cualquiera otro hombre, impresionado por la soledaddel sitio, el profundosilencio de la Naturaleza y el fantástico panoramade las sinuosidades delMoncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecíanlas olas de un mar

inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse porentre aquellosmatorrales, adonde en mitad del día, apenas osabanllegar los pastores;pero el héroe de nuestra relación, que, como yahabrán sospechado ustedes,y si no lo han sospechado lo verán claro másadelante, debía de ser unmagicazo de tomo y lomo, no satisfecho con habertrepado a la eminencia,se encaramó en la punta de la más elevada roca, ydesde aquél aéreoasiento comenzó a pasear la vista a su alrededor,con la misma firmeza queel águila, cuyo nido pende de un peñasco al bordedel abismo, contemplasin temor el fondo.Después que se hubo reposado un instante de lasfatigas del camino,sacó de las alforjillas un estuche de formaparticular y extraña, unlibrote muy carcomido y viejo, y un cabo de velaverde, corto y a medioconsumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesososen uno de losextremos del estuche, que parecía de metal y era amodo de linterna, y amedida que frotaba, veíase como una lumbre sinclaridad, azulada, medrosae inquieta, hasta que por último brotó una llama yse hizo luz: conaquella luz encendió el cabo de vela verde, a cuyoescaso resplandor, y nosin haberse calado antes unas disformes antiparrasredondas, comenzó ahojear el libro, que para mayor comodidad habíapuesto delante de sí sobreuna de las peñas. Según que el nigromante ibapasando las hojas del libro,llenas de caracteres árabes, caldeos y siriacostrazados con tinta azul,

negra, roja y violada, y de figuras y signosmisteriosos, murmuraba entredientes frases ininteligibles, y, parando de ciertoen cierto tiempo lalectura, repetía un estribillo singular con unaespecie de salmodialúgubre, que acompañaba hiriendo la tierra con elpie y agitando la manoque le dejaba libre el cuidado de la vela, como sise dirigiese a algunapersona.Concluida la primera parte de su mágica letanía, enla que, unos trasotros, había ido llamando por sus nombres, que yo nopodré repetir, atodos los espíritus del aire y de la tierra, delfuego y de las aguas,comenzó a percibirse en derredor un ruido extraño,un rumor de alasinvisibles que se agitaban a la vez, y murmullos yconfusos, como demuchas gentes que se hablasen al oído. En los díasrevueltos del otoño, ycuando las nubes, amontonadas en el horizonte,parecen amenazar con unalluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo,formando un oscurotriángulo, con un ruido semejante. Mas lo particulardel caso era que allía nadie se veía, y aun cuando se percibiese elaleteo cada vez máspróximo, y el aire agitado moviera en derredor lashojas de los árboles, yel rumor de las palabras dichas en voz baja sehiciese gradualmente másdistinto, todo semejaba cosa de ilusión o ensueño.Paseó el mágico lamirada en todas direcciones para contemplar a losque sólo a sus ojosparecían visibles y, satisfecho sin duda delresultado de su primera

operación, volvió a la interrumpida lectura. Apenassu voz temblona,cascada y un poco nasal comenzó a dejarse oírpronunciando las enrevesadaspalabras del libro, se hizo en torno un silencio tanprofundo, que noparecía sino que la Tierra, los astros y los geniosde la noche estabanpendientes de los labios del nigromante, que orahablaba con frases dulcesy de suave inflexión, como quien suplica, ora conacento áspero, enérgicoy breve, como quien manda. Así leyó largo rato,hasta que al concluir laúltima hoja se produjo un murmullo en el invisibleauditorio, semejante alque forman en los templos las confusas voces de losfieles cuando acabadauna oración, todos contestan amén en mil diapasonesdistintos. El viejo,que a medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicosconjuros había idoexaltándose y cobrando una energía y un vigorsobrenaturales, cerró ellibro con un gran golpe, dio un soplo a la velaverde y, despojándose delas antiparras redondas, se puso de pie sobre laaltísima peña dondeestuvo sentado y desde donde se dominaban lasinfinitas ondulaciones de lafalda del Moncayo; con los valles, las rocas y losabismos que laquiebran. Allí, de pie, con la cabeza erguida y losbrazos extendidos, eluno al Oriente y el otro al Occidente, alzó la voz yexclamó dirigiéndosea la infinita muchedumbre de seres invisibles ymisteriosos que,encadenados a su palabra por la fuerza de losconjuros, esperaban sumisossus órdenes:

-¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotrosque sabéis horadarlas rocas y abatir los troncos más corpulentos,agitaos y obedecedme!Primero suave, como cuando levanta el vuelo unabanda de palomas;después más fuerte, como cuando azota el mástil deun buque una vela hechajirones, oyose el ruido de las alas al plegarse ydesplegarse con unaprontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo,creciendo, hasta quellegó a hacerse espantoso, como el de un huracándesencadenado. El agua delos torrentes próximos saltaba y se retorcía en elcauce, espumarajeando eirguiéndose como una culebra furiosa; el aire,agitado y terrible, zumbabaen los huecos de las peñas, levantaba remolinos depolvo y de hojas secas,y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copasde los árboles. Nadamás extraño y horrible que aquella tempestadcircunscrita a un punto,mientras la Luna se remontaba tranquila y silenciosapor el cielo, y lasaéreas lejanas cumbres de la cordillera parecíanbañadas de un sereno yluminoso vapor. Las rocas crujían como si susgrietas se dilatasen, eimpulsadas de una fuerza oculta e interioramenazaban volar hechas milpedazos. Los troncos más corpulentos arrojabangemidos y chasqueaban,próximos a hendirse, como si un súbitodesenvolvimiento de sus fibrasfuese a rajar la endurecida corteza. Al cabo, ydespués de sentirsesacudido el monte por tres veces, las piedras sedesencajaron y los

árboles se partieron, y árboles y piedras comenzarona saltar por losaires en furioso torbellino, cayendo semejantes auna lluvia espesa, en ellugar que de antemano señaló el nigromante a susservidores. Los colosalestroncos y los inmensos témpanos de granito y pizarraoscura, que eran comoarrojados al azar, caían, no obstante, unos sobreotros con admirableorden, e iban formando una cerca altísima a manerade bastión, queel aguade los torrentes, arrastrando arenas, menudaspiedrecillas y cal de sualveolo, se encargaba de completar, llenando lashendiduras con unaargamasa indestructible.-La obra adelanta. ¡Ánimo!, ¡ánimo! -murmuró elviejo-; aprovechemoslos instantes, que la noche es corta, y prontocantará el gallo trompetadel día.Y, esto diciendo, se inclinó hacia el borde de unasima profunda,abierta al impulso de las convulsiones de lamontaña, y como dirigiéndosea otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:-Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros queconocéis lostesoros de metal de sus entrañas y circuláis por suscaminos subterráneoscon los mares de lava encendida y ardiente, agitaosy cumplid mis órdenes.Aún no había expirado el eco de la última palabradel conjuro, cuandose comenzó a oír un rumor sordo y continuo como elde un trueno lejano,rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hastaque se hizo semejanteal que produce un escuadrón de jinetes que cruza algalope el puente de

una fortaleza, y entonces retumba el golpear delcasco de los caballos,crujen los maderos, rechinan las cadenas y resuena,metálico y sonoro, elchoque de las armaduras, de las lanzas y losescudos. A medida que elruido tomaba mayores proporciones, veíase salir porlas grietas de lasrocas un resplandor vivo y brillante, como el quedespide una fraguaardiendo, y de eco en eco se repetía por lasconcavidades del monte elfragor de millares de martillos que caían con unestrépito espantoso sobrelos yunques, en donde los gnomos trabajan el hierrode las minas,fabricando puertas, rastrillos, armas y toda laferretería indispensablepara la seguridad y complemento de la futurafortaleza. Aquello era untumulto imposible de describir; un desquiciamientogeneral y horroroso:por un lado rebramaba el aire arrancando las rocas,que se hacinaban conestruendo en la cúspide del monte; por otro mugía eltorrente, mezclandosus bramidos con el crujir de los árboles que setronchaban y el golpearincesante de los martillos, que caían alternadossobre los yunques, comollevando el compás en aquella diabólica sinfonía.Los habitantes de la aldea, despertados de improvisopor tan infernaly asordadora baraúnda, no osaban siquiera asomarseal tragaluz de suschozas para descubrir la causa del extrañoterremoto, no faltando algunosque, poseídos de terror creyeron llegado el instanteen que, próxima ladestrucción del mundo, había de bajar la muerte aenseñorearse de su

imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobreun corcel fantástico yamarillo, tal como en sus revelaciones la pinta elProfeta.Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer,en que los gallosde la aldea comenzaron a sacudir las plumas y asaludar el día próximo consu canto sonoro y estridente. A esta sazón, el rey,que se volvía a sucorte haciendo pequeñas jornadas, y queaccidentalmente había dormido enTarazona, bien porque de suyo fuese madrugador ydespabilado, bien porqueextrañase la habitación, que todo cabe, en loposible, saltaba de la camalisto como él solo, y después de poner en un piecomo las grullas a suservidumbre, se dirigía a los jardines de palacio.Aún no había pasado unahora desde que vagaba al azar por el intrincadolaberinto de sus alamedas,departiendo con uno de sus capitanes todo loamigablemente que puededepartir un rey, moro por añadidura, con uno de sussúbditos, cuando llegóhasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágilde los corredores dela frontera, y le dijo, previas las salutaciones decostumbre:-Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucedeuna cosaextraordinaria. Sobre la cumbre del monte deTrasmoz, y donde ayer no seencontraban más que rocas y matorrales, hemosdescubierto al amanecer uncastillo tan alto, tan grande y tan fuerte como noexiste ningún otro entodos vuestros estados. En un principio dudamos deltestimonio de nuestros

ojos, creyendo que tal vez fingía la mole la nieblaarremolinada sobre lasalturas; pero después ha salido el Sol, la niebla seha deshecho, y elcastillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante,dominando loscontornos con su altísima atalaya.Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro conel mendigo de lasalforjas, todo fue una cosa misma; y reunir estasdos ideas y lanzar unamirada amenazadora e interrogante a los que estabana su lado tampoco fuecuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabesospechaba que alguno desus emires, conocedores del diálogo del díaanterior, se había permitidodarle una broma sin precedentes en los anales de laetiqueta musulmana,pues con acento de mal disimulado enojo exclamó,jugando con el pomo de sualfanje de una manera particular, como solía hacerlocuando estaba a puntode estallar su cólera:-¡Pronto, mi caballo más ligero, y a Trasmoz quejuro por mis barbasy las del Profeta que, si es cuento el mensaje delos corredores, dondedebiera estar el castillo he de poner una picotapara los que lo haninventado!Esto dijo el rey, y minutos después, no corría,volaba camino deTrasmoz seguido de sus capitanes. Antes de llegar alo que se llama elSomontano, que es una reunión de valles y alturasque van subiendogradualmente hasta llegar al pie de la cordilleraque domina el Moncayo,coronado de nieblas y de nubes como el gigante ycolosal monarca de estos

montes, hay viniendo de Tarazona, una gran eminenciaque lo oculta a lavista hasta que se llega a su cumbre. Tocaba el reycasi a la cúspide deesta altura, conocida hoy por la Ciezma, cuando, congran asombro suyo yde los que le seguían, vio venir a su encuentro alviejecito de lasalforjas, con la misma túnica raída y remendada deldía anterior, el mismoturbante, hecho jirones y sucio, y el propio báculo,tosco y fuerte, enque se apoyaba, mientras él, en son de burla,después de haber oído surisible propuesta, le arrojó una moneda para quecomprase pan y cebollas.Detúvose el rey delante del viejo, y éste,postrándose de hinojos y sindar lugar a que le preguntara cosa alguna, sacó delas alforjas, envueltasen un paño de púrpura, dos llaves de oro, de laboradmirable y exquisita,diciendo al mismo tiempo que las presentaba a susoberano:-Señor, yo he cumplido ya mi palabra; a vos tocasacar airosa de suempeño la vuestra.-Pero ¿no es fábula lo del castillo? -preguntó elrey entre recelosoy suspenso, y fijando alternativamente la mirada, yaen las magníficasllaves que por su materia y su inconcebible trabajovalían de por sí untesoro, ya en el viejecito, a cuyo aspecto miserablese renovaba en suánimo el deseo de socorrerle con una limosna.-Dad algunos pasos más y lo veréis -respondió elalcaide; pues, unavez cumplida su promesa y siendo la que le habíanempeñado palabra de rey,

que al menos en estas historias tiene fama deinquebrantable, por talpodemos considerarle desde aquel punto. Dio algunospasos más el soberano;llegó a lo más alto de la Ciezma, y, en efecto, elcastillo de Trasmozapareció a sus ojos, no tal como hoy se ofrecería alos de ustedes, si poracaso tuvieran la humorada de venir a verlo, sinotal como fue en loantiguo, con sus cinco torres gigantes, su atalayaesbelta, sus fososprofundos, sus puertas chapeadas de hierro,fortísimas y enormes, supuente levadizo y sus muros coronados de almenaspuntiagudas.Al llegar a este punto de mi carta, advierto que,sin querer, hefaltado a la promesa que hice en la anterior yratifiqué al tomar hoy lapluma para escribir a ustedes. Prometí contarles lahistoria de la brujade Trasmoz y sin saber cómo les he relatado en sulugar la del castillo.Con estos cuentos sucede lo que con las cerezas: sinpensarlo, salen unasenredadas en otras. ¿Qué le hemos de hacer? Consejapor conseja, allá vala primera que se ha enredado en el pico de lapluma; merced a ella yteniendo presente su diabólico origen, comprenderánustedes por qué lasbrujas, cuya historia quedo siempre comprometido acontarles, tienen unamarcada predilección por las ruinas de este castilloy se encuentran en élcomo en su casa.

Carta octava

Queridos amigos: En una de mis cartas anterioresdije a ustedes enqué ocasión y por quién me fue referida la estupendahistoria de lasbrujas, que a mi vez he prometido repetirles. Lamuchacha que se encuentraa mi servicio, tipo perfecto del país, con suapretador verde, su sayaroja y sus medias azules, había colgado el candil enun ángulo de mihabitación, débilmente alumbrada, aun con esteaditamento de luz, por unalamparilla, a cuyo escaso resplandor escribo. Lasdiez de la nocheacababan de sonar en el antiguo reloj de pared,único resto del mobiliariode los frailes, y solamente se oían, con brevesintervalos de silencio,profundo, esos ruidos apenas perceptibles y propiosde un edificiodeshabitado e inmenso, que producen el aire quegime, los techos quecrujen, las puertas que rechinan y los animaluchosde toda calaña quevagan a su placer por los sótanos, las bóvedas y lasgalerías delmonasterio, cuando después de contarme la leyendaque corre más válidaacerca de la fundación del castillo, y que yaconocen ustedes, prosiguiósu relato, no sin haber hecho antes un momento depausa para calcular elefecto que la primera parte de la historia me habíaproducido, y lacantidad de fe con que podía contar en su oyentepara la segunda.

He aquí la historia, poco más o menos, tal como mela refirió micriada, aunque sin giros extraños y sin locucionespintorescas ycaracterísticas del país, que ni yo puedo recordar,ni, caso que lasrecordase, ustedes podrían entender.Ya había pasado el castillo de Trasmoz a poder delos cristianos, yéstos a su vez, terminadas las continuas guerras deAragón y Castilla,habían concluido por abandonarle, cuando es fama quehubo en el lugar uncura tan exacto en el cumplimiento de sus deberes,tan humilde con susinferiores y tan lleno de ardiente caridad para conlos infelices, que sunombre, al que iba unido una intachable reputaciónde virtud, llegó ahacerse conocido y venerado en todos los pueblos dela comarca.Muchos y muy señalados beneficios debían loshabitantes de Trasmoz ala inagotable bondad del buen cura, que ni paradisfrutar de una canonjía,con que en repetidas ocasiones le brindó el obispode Tarazona, quisoabandonarlos; pero el mayor sin duda fue ellibertarlos, merced a sussantas plegarias y poderosos exorcismos, de laincómoda vecindad de lasbrujas, que desde los lugares más remotos del reinovenían a reunirseciertas noches del año en las ruinas del castillo,que, quizás por debersu fundación a un nigromante, miraban como cosapropia y lugar el másaparente para sus nocturnas zambras y diabólicosconjuros. Como quieraque, antes de aquella época, muchos otros exorcistashabían intentado

desalojar de allí a los espíritus infernales, y susrezos y susaspersiones fueron inútiles, la fama de mosén Gil ellimosnero (que poreste nombre era conocido nuestro cura) se hizo tantomás grande cuanto másdifícil e imposible se juzgó hasta entonces dar cimaa la empresa que élhabía acometido y llevado a cabo con feliz éxito,gracias a la poderosaintercesión de sus plegarias y al mérito de susbuenas obras. Supopularidad y el respeto que los campesinos leprofesaban, iban, pues,creciendo a medida que la edad, cortando, pordecirlo así, los últimoslazos que pudieran ligarle a las cosas terrestres,acendraba sus virtudesy el generoso desprendimiento con que siempre dio alos pobres hasta loque él había de menester para sí; de modo que,cuando el venerablesacerdote, cargado de años y de achaques, salía adar una vueltecita porel porche de su humilde iglesia, era de ver como loschicuelos corríandesde lejos para venir a besarle la mano, loshombres se descubríanrespetuosamente y las mujeres llegaban a pedirle subendición,considerándose dichosa la que podía alcanzar comoreliquia y amuletocontra los maleficios un jirón de su raída sotana.Así vivía en paz ysatisfecho con su suerte el bueno de mosén Gil; mascomo no hay felicidadcompleta en el mundo, y el diablo anda de continuobuscando ocasión dehacer mal a sus enemigos, éste, sin duda, dispusoque por muerte de una

hermana menor, viuda y pobre, viniese a parar a casadel caritativo curauna sobrina que él recibió con los brazos abiertos,y a la cual consideródesde aquel punto como apoyo providencial deparadopor la bondad divinapara consuelo de su vejez.Dorotea, que así se llamaba la heroína de estaverídica historia,contaba escasamente dieciocho abriles; parecíaeducada en un santo temorde Dios, un poco encogida en sus modales, melosa enel hablar y humilde enpresencia de extraños, como todas las sobrinas delos curas que yo heconocido hasta ahora; pero tanto como la que más, omás que ninguna,preciada del atractivo de sus ojos negros ytraidores, y amiga deemperejilarse y componerse. Esta afición a lostrapos, según nosotros loshombres solemos decir, tan general en las muchachasde todas las clases yde todos los siglos, y que en Dorotea predominabaexclusivamente sobre lasdemás aficiones, era causa continua de domésticosdisturbios entre lasobrina y el tío, que contando con muy pocosrecursos en su pobre curatode aldea, y siempre en la mayor estrechez a causa desu largueza para conlos infelices, según él decía con una ingenuidadadmirable, andaba desdeque recibió las primeras órdenes procurando hacerseun manteo nuevo, y aúnno había encontrado ocasión oportuna. De vez encuando las discusiones aque daban lugar las peticiones de la sobrina solíanagriarse, y ésta leechaba en cara las muchas necesidades a que estabansujetos, y la desnudez

en que ambos se veían por dar a los pobres no sólolo superfluo, sinohasta lo necesario. Mosén Gil entonces, echando manode los másdeslumbradores argumentos de su cristiana oratoria,después de repetir quecuanto a los pobres se da a Dios se presta,acostumbraba a decirle que ñose apurase por una saya de más o de menos para loscuatro días que se hande estar en este valle de lágrimas y miserias, puesmientras mássufrimientos sobrellevase con resignación y másdesnuda anduviese por amorhacia el prójimo, más pronto iría, no ya a lahoguera que se enciende losdomingos en la plaza del lugar, y emperejilada conuna mezquina saya depaño rojo, franjada de vellorí, sino a gozar delParaíso eterno, danzandoen torno de la lumbre inextinguible, y vestida de lagracia divina, que esel más hermoso de todos los vestidos imaginables.Pero váyale usted conestas evangélicas filosofías a una muchacha dedieciocho años, amiga deparecer bien, aficionada de perifollos, con susribetes de envidiosa y conunas vecinas en la casa de enfrente que hoy estrenanun apretadoramarillo, mañana un jubón negro y el otro una sayaazul turquí con unasfranjas rojas que deslumbran la vista y llaman laatención de los mozos atres cuartos de hora de distancia.El bueno de mosén Gil podía considerar perdido susermón, aunque nopredicase en desierto, pues Dorotea, aunque calladay no convencida,seguía mirando de mal ojo a los pobres quecontinuamente asediaban la

puerta de su tío, y prefiriendo un buen jubón y unasagujetas azules delas que miraba suspirando en la calle de Botigas,cuando por casualidadiba a Tarazona, a todos los adornos y galas que enun futuro, más o menoscercano, pudieran prometerle en el Paraíso en cambiode su presenteresignación y desprendimiento.En este estado las cosas, una tarde, víspera del díadel santopatrono del lugar, y mientras el cura se ocupaba enla iglesia en tenerlotodo dispuesto para la función que iba a verificarsea la mañanasiguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa a lapuerta de su casa.Unas mucho, otras poco, todas las muchachas delpueblo habían traído algode Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile dela hoguera, enparticular sus vecinas, que, sin duda con intenciónde aumentar sudespecho, habían tenido el cuidado de sentarse en elportal a coserse lassayas nuevas y arreglar los dijes que les habíanferiado sus padres. Sóloella, la más guapa y la más presumida también, noparticipaba de esaalegre agitación, esa prisa de costura, ese animadoaturdimiento quepreludian entre las jóvenes, así en las aldeas comoen las ciudades, laaproximación de una solemnidad por largo tiempoesperada. Pero, digo mal,también Dorotea tenía aquella noche su quehacerextraordinario; mosén Gille había dicho que amasase para el día siguienteveinte panes más que losde costumbre, a fin de distribuírselos a los pobres,después de concluida

la misa.Sentada estaba, pues, a la pmerta de su casa lamalhumorada sobrinadel cura, barajando en su imaginación mildesagradables pensamientos,cuando acertó a pasar por la calle una vieja muyllena de jirones y deandrajos que, agobiada por el peso de la edad,caminaba apoyándose en unpalito.-Hija mía -exclamó al llegar junto a Dorotea, con untono compungidoy doliente-: ¿me quieres dar una limosnita, que Dioste lo pagará conusura en su santa gloria?Estas palabras, tan naturales en los que imploran lacaridad pública,que son como una fórmula consagrada por el tiempo yla costumbre, enaquella ocasión, y pronunciadas por aquella mujer,cuyos ojillos verdes ypequeños parecían reír con una expresión diabólica,mientras el labioarticulaba su acento más plañidero y lastimoso,sonaron en el oído deDoretea como un sarcasmo horrible, trayéndole a lamemoria las magníficaspromesas para más allá de la muerte con que mosénGil solía responder asus exigencias continuas. Su primer impulso fueechar enhoramala a lavieja; pero conteniéndose, por respetos a ser sucasa la del cura dellugar, se limitó a volverla la espalda con un gestode desagrado y malhumor bastante signifitativo. La vieja, a quienantes parecía complacerque no afligir esta repulsa, aproximose más a lajoven y, procurandodulcificar todo lo posible su voz de carracadestemplada, prosiguió de

este modo, sonriendo siempre con sus ojillosverdosos, como sonreiría laserpiente que sedujo a Eva en el Paraíso:-Hermosa niña, si no por el amor de Dios, por eltuyo propio, dameuna limosna. Yo sirvo a un señor que no se limita arecompensar a los quehacen bien a los suyos en la otra vida, sino que lesda en ésta cuantoambicionan. Primero te pedí por el que tú conoces;ahora torno ademandarte socorro por el que yo reverencio.-¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy de humorpara oírdisparates -dijo Dorotea, que juzgó loca ochocheando a la haraposa viejaque le hablaba de un modo para ella incomprensible.Y sin volver siquierael rostro, al despedirla tan bruscamente, hizoademán de entrarse en elinterior de la casa; pero su interlocutora, que noparecía dispuesta aceder con tanta facilidad en su empeño, asiéndola dela saya la detuvo uninstante, y tornó a decirle:-Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te equivocas,porque no sólosé bien lo que yo hablo, sino lo que tú piensas,como conozco igualmentela ocasión de tus pesares.Y cual si su corazón fuese un libro y éste estuvieraabierto ante susojos, repitió a la sobrina del cura, que no acertabaa volver en sí de suasombro, cuantas ideas habían pasado por su mente,al comparar su tristesituación con la de las otras muchachas del pueblo.-Mas no te apures -continuó la astuta arpía despuésde darle estaprueba de su maravillosa perspicacia-; no te apures:hay un señor tan

poderoso como el de mosén Gil, y en cuyo nombre mehe acercado a hablarteso pretexto de pedir una limosna; un señor que nosólo no exigesacrificios penosos de los que le sirven, sino quese esmera y complace ensecundar todos sus deseos; alegre como un juglar,rico como todos losjudíos de la tierra juntos y sabio hasta el extremode conocer los másignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio seafanan los hombres.Las que le adoran viven en una continua zambra,tienen cuantas joyas ydijes desean, y poseen filtros de una virtud tal,que con ellos llevan acabo cosas sobrenaturales; se hacen obedecer de losespíritus, del Sol yde la Luna, de los peñascos, de los montes y de lasolas del mar, einfunden el amor o el aborrecimiento en quien mejorles cuadra. Si quieresser de los suyos, si quieres gozar de cuantoambicionas, a muy poca costapuedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres hermosa,tú eres audaz, tú nohas nacido para consumirte al lado de un viejoachacoso e impertinente,que al fin te dejará sola en el mundo y sumida en lamiseria, merced a sucaridad extravagante.Dorotea, que al principio se prestó de mala voluntada oír laspalabras de la vieja, fue poco a poco interesándoseen aquella halagüeñapintura del brillante porvenir, que podía ofrecerle,y aunque sindesplegar los labios, con una mirada entre crédula ydudosa, pareciópreguntarle en que consistía lo que debiera hacerpara alcanzar aquello

que tanto deseaba. La vieja entonces, sacando unabotija verde que traíaoculta entre el harapiento delantal, le dijo:-Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama una pilade agua bendita dela que todas las noches, antes de acostarse, arrojaalgunas gotas,pronunciando una oración, por la ventana que dafrente al castillo. Sisustituyes aquella agua con ésta, y después deapagado el hogar dejas lastenazas envueltas en las cenizas, yo vendré a vertepor la chimenea altoque de ánimas, y el señor a quien obedezco, y queen muestra de sugenerosidad te envía este anillo, te dará cuantodesees.Esto diciendo, le entregó la botija, no sin haberlepuesto antes enel dedo de la misma mano con que la tomara un anillode oro, con unapiedra hermosa sobre toda ponderación.La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacera la vieja,permanecía aún irresoluta y más suspensa queconvencida de sus razones;pero tanto le dijo sobre el asunto y con tan vivoscolores supo pintarleel triunfo de su amor propio ajado, cuando al díasiguiente, merced a laobediencia, lograse ir a la hoguera de la plazavestida con un lujodesconocido, que al fin cedió a sus sugestionesprometiendo obedecerla enun todo.Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con ella laoscuridad y lashoras aparentes para los misterios y los conjuros, yya mosén Gil, sincaer en la cuenta de la sustitución del agua con unbrebaje maldito, había

hecho sus inútiles aspersiones y dormía con el sueñoreposado de losángeles, cuando Dorotea, después de apagar la lumbredel hogar y poner,según fórmula, las tenazas entre las cenizas, sesentó a esperar a labruja, pues bruja y no otra cosa podía ser la viejamiserable que disponíade joyas de tanto valor como el anillo y visitaba asus amigos a taleshoras y entrando por la chimenea.Los habitantes de la aldea de Trasmoz dormíanasimismo como lirones,excepto algunas muchachas que velaban, cosiendo susvestidos para el díasiguiente. Las campanas de la iglesia dieron al finel toque de ánimas, ysus golpes lentos y acompasados se perdierondilatándose en las ráfagasdel aire para ir a expirar entre las ruinas delcastillo. Dorotea, quehasta aquel momento, y una vez adoptada suresolución, había conservado lafirmeza y sangre fría suficientes para obedecer lasórdenes de la bruja,no pudo menos de turbarse y fijar los ojos coninquietud en el cañón de lachimenea por donde había de verla aparecer de unmodo tan extraordinario.No se hizo esperar mucho, y apenas se perdió el ecode la últimacampanada, cayó de golpe entre la ceniza en forma degato gris y haciendoun ruido extraño y particular de estos animalitos,cuando con la colalevantada y el cuerpo hecho un arco, van y vienen deun lado a otroacariciándose con nuestras piernas. Tras el gatogris cayó otro rubio, ydespués otro negro, más otro de los que llamanmoriscos, y hasta catorce o

quince de diferentes dimensiones y color, revueltoscon una multitud desapillos verdes y tripudos con un cascabel alcuello, y una a manera decasaquilla roja. Una vez juntos los gatos,comenzaron a ir y venir por lacocina, saltando de un lado a otro; éstos por losvasares, entre lospucheros y las fuentes, aquéllos por el ala de lachimenea, los de másallá revolcándose entre la ceniza y levantando unagran polvareda,mientras que los sapillos, haciendo sonar sucascabel, se ponían de pie alborde de las marmitas, daban volteretas en el aire ohacían equilibrios ydislocaciones pasmosas, como los clownes de nuestroscircos ecuestres. Porúltimo, el gato gris, que parecía el jefe de labanda, en cuyos ojillosverdosos y fosforescentes había creído reconocer lasobrina del cura losde la vieja que le habló por la tarde, levantándosesobre las patastraseras en la silla en que se encontraba subido,dirigió la palabra enestos términos.-Has cumplido lo que prometiste, y aquí nos tienes atus órdenes. Siquieres vernos en nuestra primitiva forma y quecomencemos a ayudarte afraguar las galas para las fiestas y a amasar lospanes que te haencargado tu tío, haz tres veces la señal de la cruzcon la mano izquierdainvocando a la trinidad de los infiernos: Belcebú,Astarot y Belial.Dorotea, aunque temblando, hizo punto por punto loque se le decía, ylos gatos se convirtieron en otras tantas mujeres,de las cuales, unas

comenzaron a cortar y otras a coser telas de milcolores, a cual másvistoso y llamativo, hilvanando y concluyendo sayasy jubones a todaprisa, en tanto que los sapillos, diseminados poraquí y por allá, conunas herramientas diminutas y brillantes, fabricabanpendientes defiligrana de oro para las orejas, anillos conpiedras preciosas para losdedos, o armados de su tirapié y su lezna enminiatura, cosían unaszapatillas de tafilete, tan monas y tan bienacabadas, que merecían calzarel pie de una hada. Todo era animación y movimientoen derredor deDorotea; hasta la llama del candil que alumbrabaaquella escenaextravagante parecía danzar alegre en su piquera dehierro,chisporroteando y plegando y volviendo a desplegarsu abanico de luz, quese proyectaba en los muros en círculos movibles, oraoscuros, orabrillantes. Esto se prolongó hasta rayar el día, enque el bulliciosorepique de las campanas de la parroquia echadas avuelo en honor del santopatrono del lugar, y el agudo canto de los gallos,anunciaron el alba alos habitantes de la aldea. Pasó el día entrefiestas y regocijos. MosénGil, sin sospechar la parte que las brujas habíantomado en suelaboración, repartió, terminada la misa, sus panesentre los pobres; lasmuchachas bailaron en las eras al son de la gaita yel tamboril, luciendolos dijes y las galas que habían traído de Tarazona,y ¡cosa particular!,

Dorotea, aunque al parecer fatigada de haber pasadola noche en claroamasando el pan de la limosna, como pequeño asombrode su tío, ni se quejóde su suerte, ni hizo alto en las bandas de mozas ymozos que pasabanemperejilados por sus puertas, mientras ellapermanecía aburrida y sola ensu casa.Al fin llegó la hoche, que a la sobrina del curapareció tardar másque otras veces. Mosén Gil se metió en su cama altoque de oraciones,según tenía de costumbre, y la gente joven del lugarencendió la hogueraen la plaza donde debía continuar el baile: Dorotea,entonces,aprovechando el sueño de su tío, se adornóapresuradamente con loshermosos vestidos, presente de las brujas, púsoselos pendientes defiligrana de oro, cuyas piedras blancas y luminosassemejaban sobre susfrescas mejillas gotas de rocío sobre un melocotóndorado, y, con suszapatillas de tafilete y un anillo en cada dedo, sedirigió al punto enque los mozos y las mozas bailaban al son deltamboril y las vihuelas, alresplandor del fuego; cuyas lenguas rojas, coronadasde chispas de milcolores, se levantaban por cima de los tejados delas casas, arrojando alo lejos las prolongadas sombras de las chimeneas yla torre del lugar.Figúrense ustedes el efecto que su apariciónproduciría. Sus rivales enhermosura, que hasta allí la habían superado enlujo, quedaron oscurecidasy arrinconadas; los hombres se disputaban el honorde alcanzar una mirada

de sus ojos, y las mujeres se mordían los labios dedespecho. Como lehabían anunciado las brujas, el triunfo de suvanidad no podía ser másgrande.Pasaron las fiestas del santo, y anque Dorotea tuvobuen cuidado deguardar sus joyas y sus vestidos en el fondo delarca, durante un mes nose habló en el pueblo de otro asunto.-¡Vaya! ¡Vaya! -decían sus feligreses a Mosén Gil-:tenéis a vuestrasobrina hecha un pimpollo de oro. ¡Qué lujo! ¡Quiénhabía de creer que,después de dar lo que dais en limosnas, aún osquedaba para esos rumbos!Pero mosén Gil, que era la bondad misma y que nisiquiera podíafigurarse la verdad de lo que pasaba, creyendo quequerían embromarle,aludiendo a la pobreza y la humildad en el vestir deDorotea, impropias dela sobrina de un cura, personaje de primer orden enlos pueblos, selimitaba a contestar sonriendo y como para seguir labroma:-¿Qué queréis? Donde lo hay, se luce.Las galas de Dorotea hacían entretanto su efecto.Desde aquella noche en adelante no faltaronenramadas en susventanas, música en sus puertas y rondadores en lasesquinas. Estasrondas, estos cantares y estos ramos tuvieron el finque era natural, y alos dos meses la sobrina del cura se casaba con unode los mozos mejoracomodados del pueblo; el cual para que nada faltasea su triunfo, hastala famosa noche en que se presentó en la hoguera,había sido novio de una

de aquellas vecinas que tanto la hicieron rabiar enotras ocasiones,sentándose a coser sus vestidos en el portal de lacalle. Sólo el pobremosén Gil perdió desde aquella época para siempre ellatín de susexorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Lasbrujas, con grande asombrosuyo y de sus feligreses, tornaron a aposentarse enel castillo; sobre losganados cayeron plagas sin cuento; las jóvenes dellugar se veían atacadasde enfermedades incomprensibles; los niños eranazotados por las noches ensus cunas, y los sábados, después que la campana dela iglesia dejaba oírel toque de ánimas, unas sonando panderos, otrasañafiles o castañuelas, ytodas a caballo sobre sus escobas, los habitantes deTrasmoz veían pasaruna banda de viejas, espesa como las grullas, queiban a celebrar susendiablados ritos a la sombra de los muros y de laruinosa atalaya quecorona la cumbre del monte.Después de oír esta historia, he tenido ocasión deconocer a la tíaCasca, hermana de la otra Casca famosa, cuyo trágicofin he referido austedes, y vástago de la dinastía de brujas deTrasmoz que comienza en lasobrina de mosén Gil y acabará no se sabe cuándo nidónde. Por más que, aldecir de los revolucionarios furibundos, ha llegadola hora final de lasdinastías seculares, ésta, a juzgar por el estado enque se hallan losespíritus en el país, promete prolongarse aún mucho,pues teniendo encuenta que la que vive no será para largo en razón asu avanzada edad, ya

comienza a decirse que la hija despunta en el oficioy que una netezuelatiene indudables disposiciones; tan arraigada estáentre estas gentes lacreencia de que de una en otra lo vienen heredando.Verdad es que, como yacreo haber dicho antes de ahora, hay aquí en cuantoa uno le rodea un nosé qué de agreste, misterioso y grande queimpresiona profundamente elánimo y lo predispone a creer en lo sobre-natural.De mí puedo asegurarles que no he podido ver a laactual bruja sinsentir un estremecimiento involuntario, como si, enefecto, la coléricamirada que me lanzó, observando la curiosidadimpertinente con que espiabasus acciones, hubiera podido hacerme daño. La vihace pocos días, ya muyavanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, alque se alcanza desdeun pedrusco enorme de los que sirven de cimiento yapoyo a las casas deTrasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no lo querránustedes creer, perohasta tiene sus barbillas blancuzcas y su narizcorva, de rigor en lasbrujas de todas las consejas.Estaba encogida y acurrucada junto al hogar entre unsinnúmero detrastos viejos, pucherillos, cántaros, marmitas ycacerolas de cobre, enlas que la luz de la llama parecía centuplicarse consus brillantes yfantásticos reflejos. Al calor de la lumbre hervíayo no sé qué en uncacharro, que de tiempo en tiempo removía la viejacon una cuchara. Talvez sería un guiso de patatas para la cena; peroimpresionado a su vista,

y presente aún la relación que me habían hecho desus antecesoras, no pudemenos de recordar, oyendo el continuo hervidero delguiso, aquel pistoinfernal, aquella horrible cosa sin nombre de lasbrujas del Macbeth deShakespeare.

Carta novena

A la señorita doña M. L. A.

Apreciable amiga: Al enviarle una copia exacta,quizás la única quede ella se ha sacado hasta hoy, prometí a ustedreferirle la peregrinahistoria de la imagen, en honor de la cual unpríncipe poderoso levantó elmonasterio, desde una de cuyas celdas he escrito miscartas anteriores.Es una historia que, aunque transmitida hastanosotros por documentosde aquel siglo y testificada aún por la presencia deun monumentomaterial, prodigio del arte, elevado en suconmemoración, no quisieraentregarla al frío y severo análisis de la críticafilosófica, piedra detoque a cuya prueba se someten hoy día todas lasverdades.A esa terrible crítica, que, alentada con algunosruidosos triunfos,comenzó negando las tradiciones gloriosas y loshéroes nacionales, y haacabado por negar hasta el carácter divino de Jesús,¿qué concepto lepodría merecer ésta, que desde luego calificaría deconseja de niños?Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas líneas enletras de molde,porque la mía es mala, y sólo así le será posibleentenderme; por lodemás, yo las escribo para usted, para ustedexclusivamente, porque sé quelas delicadas flores de la tradición sólo puedetocarlas la mano de la

piedad, y sólo a ésta le es dado aspirar sureligioso perfume sinmarchitar sus hojas.En el valle de Veruela, y como a una media hora dedistancia de sufamoso monasterio, hay, al fin de una larga alamedade chopos que seextiende por la falda del monte, un grueso pilar deargamasa y ladrillo.En la mitad más alta de este pilar, cubierto ya demusgo, merced a lacontinuada acción de las lluvias, y al que los añoshan prestado su coloroscuro e indefinible, se ve una especie de nicho queen su tiempo debió decontener una imagen, y sobre el cónico capitel quelo remata, el asta dehierro de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Alpie crecen y exhalanun penetrante y campesino perfume, entre unaalfombra de menudas yerbas,las aliagas espinosas y amarillas, los altos romerosde flores azules, yotra gran porción de plantas olorosas y saludables.Un arroyo de aguacristalina corre allí con un ruido apacible, mediooculto entre el espesofestón de juncos y lirios blancos que dibuja susorillas, y, en el verano,las ramas de los chopos, agitadas por el aire quecontinuamente sopla dela parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra.Llaman a este sitio LaAparecida, porque en él aconteció, hará próximamenteunos siete siglos, elsuceso que dio origen a la fundación del célebremonasterio de la Ordendel Cister, conocido con el nombre de Santa María deVeruela.Refiere un antiguo códice, y es tradición constanteen el país, que,

después, de haber renunciado a la corona que leofrecieron los aragoneses,a poco de ocurrida la muerte de Don Alonso, en ladesgraciada empresa deFraga, Don Pedro Atares, uno de los más poderososmagnates de aquellaépoca, se retiró al castillo de Borja, del que eraseñor, y donde encompañía de algunos de sus leales servidores, y comodescanso de lascontinuas inquietudes, de las luchas palaciegas ydel batallar de loscampos, decidió pasar el resto de sus días entregadoal ejercicio de lacaza, ocupación favorita de aquellos rudos yvalientes caballeros, quesólo hallaban gusto durante la paz en lo que tanpropiamente se ha llamadosimulacro e imagen de la guerra.El valle en que está situado el monasterio, quedista tres leguasescasas de la ciudad de Borja, y la falda delMoncayo, que pertenece aAragón, eran entonces parte de su dilatado señorío;y como quiera que delos pueblecillos que ahora se ven salpicados aquí yallá por entre lasquiebras del terreno, no existían más que lasatalayas y algunasmiserables casucas, abrigo de pastores, que lastierras no se habíanroturado, ni las crecientes necesidades de lapoblación habían hecho caeral golpe del hacha los añosísimos árboles que locubrían, el valle deVeruela, con sus bosques de encinas y carrascasseculares, y susintrincados laberintos de vegetación virgen ylozana, ofrecía seguroabrigo a los ciervos y jabalíes, que vagaban poraquellas soledades en

número prodigioso.Aconteció una vez que, habiendo salido el señor deBorja, rodeado desus más hábiles ballesteros, sus pajes y susojeadores, a recorrer estaparte de sus dominios, en busca de la caza en queera tan abundante,sobrevino la tarde sin que, cosa verdaderamenteextraordinaria, dadas lascondiciones del sitio, encontrasen una sola piezaque llevar a la vueltade la jornada como trofeo de la expedición.Dábase a todos los diablos Don Pedro Atares, y, apesar de su naturalprudencia, juraba y perjuraba que había de colgar deuna encina a loscazadores furtivos, causa, sin duda, de laincomprensible escasez de resesque por vez primera notaba en sus cotos; los perrosgruñían cansados depermanecer tantas horas ociosos atados a la traílla;los ojeadores roncosde vocear en balde, volvían a reunirse a los mohínosballesteros, y todosse disponían a tomar la vuelta del castillo parasalir de lo más espesodel carrascal antes que la noche cerrase, tan oscuray tormentosa como loauguraban las nubes suspendidas sobre la cumbre delvecino Moncayo, cuandode repente una cierva, que parecía haber estadooyendo la conversación delos cazadores, oculta por el follaje, salió porentre las matas máscercanas, y, como burlándose de ellos, desapareció asu vista para ir aperderse entre el laberinto del monte. No eraaquélla seguramente la horamás a propósito para darle caza, pues la oscuridaddel crepúsculo,

aumentada por la sombra de las nubes que poco a pocoiban entoldando elcielo, se hacía cada vez más densa; pero el señor deBorja, a quiendesesperaba la idea de volverse con las manos vacíasde tan largaexcursión, sin hacer alto en las observaciones delos más experimentados,dio apresuradamente la orden de arrancar en suseguimiento, y, mandando alos ojeadores por un lado y a los ballesteros porotro, salió a bridasuelta y seguido de sus pajes, a quienes pronto dejórezagados en la furiade su carrera tras la imprudente res que de aquelmodo parecía habervenido a burlársele en sus barbas.Como era de suponer, la cierva se perdió en lo másintrincado delmonte, y a la media hora de correr en busca suya,cada cual en unadirección diferente, así don Pedro Atares, que sehabía quedadocompletamente solo, como los menos conocedores deterreno de su comitiva,se encontraron perdidos en la espesura. En esteintervalo cerró la noche,y la tormenta, que durante toda la tarde se estuvoamasando en la cumbredel Moncayo, comenzó a descender lentamente por lafalda y a tronar y arelampaguear, cruzando las llanuras como unmajestuoso paseo. Los que lashan presenciado pueden sólo figurarse toda laterrible majestad de lasrepentinas tempestades que estallan a aquellaaltura, donde los truenos,repercutidos por las concavidades de las peñas, lasardientesexhalaciones, atraídas por la frondosidad de losárboles, y el espeso

turbión de granizo congelado por las corrientes deaire frío e impetuoso,sobrecogen el ánimo hasta el punto de hacernos creerque los montes sedesquician, que la tierra va a abrirse debajo de lospies, o que el cielo,que cada vez parece estar más bajo y más pesado, nosoprime como con unacapa de plomo. Don Pedro Atares, sólo y perdido enaquellas inmensassoledades, conoció tarde su imprudencia y en vano seesforzaba para reuniren torno suyo a su dispersa comitiva; el ruido de latempestad que cadavez se hacía mayor, ahogaba sus voces.Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso, comenzabaa desfallecerante la perspectiva de una noche eterna, perdido enaquellas soledades yexpuesto al furor de los desencadenados elementos;ya su noblecabalgadura, aterrorizada y medrosa, se negaba aproseguir adelante,inmóvil y como clavada en la tierra, cuando,dirigiendo sus ojos al cielo,dejó escapar involuntariamante de sus labios unapiadosa oración a laVirgen, a quien el cristiano caballero teníacostumbte de invocar en losmás duros trances de la guerra, y que en más de unaocasión le había dadola victoria.La Madre de Dios oyó sus palabras y descendió a latierra paraprotegerle. Yo quisiera tener la fuerza deimaginación bastante parapoderme figurar cómo fue aquello. Yo he vistopintadas por nuestros másgrandes artistas algunas de esas místicas escenas;yo he visto, y usted

habrá visto también, a la misteriosa luz de lagótica catedral de Sevilla;uno de esos colosales lienzos en que Murillo, elpintor de las santasvisiones, ha intentado fijar para pasmo de loshombres un rayo de esadiáfana atmósfera en que nadan los ángeles como enun océano de luminosovapor; pero allí es necesaria la intensidad de lassombras en un punto delcuadro para dar mayor realce a aquel en que seentreabren las nubes comouna explosión de claridad; allí, pasada la primeraimpresión del momento,se ve el arte luchando con sus limitados recursospara dar idea de loimposible.Yo me figuro algo más, algo que no se puede decircon palabras nitraducir con sonidos o con colores. Me figuro unesplendor vivísimo quetodo lo rodea; todo lo abrillanta, que, por decirloasí, se compenetra entodos los objetos y los hace aparecer como decristal, y en su focoardiente lo que pudiéramos llamar la luz dentro dela luz. Me figuro comose iría descomponiendo el temeroso fragor de latormenta en notas largas ysuavísimas, en acordes distintos, en rumor de alas,en armonías extrañasde cítaras y salterios; me figuro ramas inmóviles,el viento suspendido, yla tierra, estremecida de gozo, con un temblorligerísimo al sentirsehollada otra vez por la divina planta de la Madre desu Hacedor, absorta,atónita y muda, sostenerla por un instante sobre sushombros. Me figuro,en fin, todos los esplendores del cielo y de la latierra reunidos en un

solo esplendor, todas las armonías en una solaarmonía, y en mitad deaquel foco de luz y de sonidos, la celestial Señora,resplandeciendo comouna llama más viva que las otras resplandece entrelas llamas de unahoguera, como dentro de nuestro sol brillaría otrosol más brillante.Tal debió de aparecer la Madre de Dios a los ojosdel piadosocaballero, que bajando de su cabalgadura ypostrándose hasta tocar elsucio con la frente, no osó levantarlos mientras laceleste visión lehablaba, ordenándole que en aquel lugar erigiese untemplo en honra ygloria suya.El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz secomenzó adebilitar como la de un astro que se eclipsa; laarmonía se apagó,temblando sus notas en el aire, como el eco de unamúsica lejana, y donPedro Atares lleno de un estupor indecible, corrió atocar con sus labiosel punto en que había puesto sus pies la Virgen.Pero ¡cuál no sería suasombro al encontrar en él una milagrosa imagen,testimonio real de aquelprodigio, prenda sagrada que, para eterna memoria detan señalado favor,le dejaba al desaparecer la celestial Señora!A esta sazón, aquellos de sus servidores que habíanlogrado reunirsey que, después de haber encendido algunas teas,recorrían el monte entodas direcciones, haciendo señales con las trompasde ojeo a fin deencontrar a su señor por entre aquellas intrincadasrevueltas, donde era

de temer le hubiera acontecido una desgracia,llegaron al sitio en queacababa de tener lugar la maravillosa aparición.Reunida, pues, lacomitiva y conocedores todos del suceso,improvisáronse unas andas con lasramas de los árboles, y en piadosa procesión,conduciendo los caballos deldiestro e iluminándola con el rojizo resplandor delas teas, llevaronconsigo la milagrosa imagen hasta Borja, en cuyohistórico castilloentraron al mediar la noche.Como puede presumirse, don Pedro Atares no dejópasar mucho tiemposin realizar el deseo que había manifestado laVirgen. Merced a susfabulosas riquezas, se allanaron todas lasdificultades que parecíanoponerse a su erección, y el suntuoso monasterio consu magnífica iglesia,semejante a una catedral, sus claustros imponentes ysus almenados muros,levantose como por encanto en medio de aquellassoledades.San Bernardo en persona vino a establecer en él lacomunidad de suRegla y asistir a la traslación de la milagrosaimagen desde el castillode Borja, donde había estado custodiada, hasta sumagnífico templo, deVeruela, a cuya solemne congregación asistieron seisprelados y estuvieronpresentes muchos magnates y príncipes poderosos,amigos y deudos de suilustre fundador, don Pedro Atares, el cual, paraeterna memoria delseñalado favor que había obtenido de la Virgen,mandó colocar una cruz yla copia de su divina imagen en el mismo lugar enque la había visto

descender del cielo. Este lugar es el mismo de quehe hablado a usted alprincipio de esta carta, y que todavía se conoce conel nombre de LaAparecida.Yo oí por primera vez referir la historia, que a mivez he contado,al pie del humilde pilar que la recuerda, y antes dehaber visto elmonasterio que ocultaban aún a mis ojos las altasalamedas de árboles,entre cuyas copas se esconden sus puntiagudastorres.Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla decuriosidad yveneración traspasaría luego los umbrales de aquelimponente recinto,maravilla del arte cristiano; que guarda aún en suseno la misteriosaescultura, objeto de ardiente devoción por tantossiglos, y a la quenuestros antepasados, de una generación en otra, hantributadosucesivamente las honras más señaladas y grandes.Allí, día y noche, yhasta hace poco, ardían delante del altar en que seencontraba la imagen,sobre un escabel de oro, doce lámparas de plata quebrillaban, meciéndoselentamente, entre las sombras del templo, como unaconstelación deestrellas; allí los piadosos monjes, vestidos de susblancos hábitos,entonaban a todas horas sus alabanzas en un cantograve y solemne, que seconfundían con los amplios acordes del órgano; allílos hombres de armasdel monasterio, mitad templo, mitad fortaleza; lospajes del poderoso abady sus innumerables servidores la saludaban conruidosas aclamaciones de

júbilo, como a la hermosa castellana de aquelcastillo, cuando en los díasclásicos, la sacaban un momento por sus patios,coronados de almenas, bajoun palio de tisú y pedrería.Al penetrar en aquel anchuroso recinto, ahora mudo ysolitario, alver las almenas de sus altas torres caídas por elsuelo, la hiedraserpenteando por las hendiduras de sus muros, y lasortigas y losjaramagos que crecen en montón por todas partes, seapodera del alma unaprofunda sensación de involuntaria tristeza. Lasenormes puertas de hierrode la torre se abren rechinando sobre susenmohecidos goznes con unlamento agudo, siempre que un curioso viene a turbaraquel alto silencio,y dejan ver el interior de la abadía con sus callesde cipreses, suiglesia bizantina en el fondo y el severo palacio delos abades. Peroaquella otra gran puerta del templo, tan llena desímbolos incomprensiblesy de esculturas extrañas, en cuyos sillares handejado impresos artíficesde la Edad Media los signos misteriosos de sumasónica hermandad; aquellagran puerta que se colgaba un tiempo de tapices y seabría de par en paren las grandes solemnidades, no volverá a abrirse;ni volverá a entrar porella la multitud de los fieles, convocados al son delas campanas quevolteaban alegres y ruidosas en la elevada torre.Para penetrar hoy en eltemplo es preciso cruzar nuevos patios, tanextensos, tan ruinosos y tantristes como el primero, internarse en el claustroprocesional, sombrío y

húmedo como un sótano, y, dejando a un lado lastumbas en que descansanlos hijos del fundador, llegar hasta un pequeño arcoque apenas si enmitad del día se distingue entre las sombras eternasde aquellos medrosospasadizos, y donde una losa negra, sin inscripción ycon una espadagroseramente esculpida, señala el humilde lugar enque el famoso Don PedroAtares quiso que reposasen sus huesos.Figúrese usted una iglesia tan grande y tanimponente como la másimponente y más grande de nuestras catedrales. En unrincón, sobre unmagnífico pedestal labrado de figuras caprichosas yformando el másextraño contraste, una pequeña jofaina de loza de lamás basta de Valenciahace las veces de pila para el agua bendita; de lasrobustas bóvedascuelgan aún las cadenas de metal que sostuvieron laslámparas, que ya handesaparecido; en los pilares se ven las estacas ylas anillas de hierro deque pendían las colgaduras de terciopelo franjado deoro, de las que sóloqueda la memoria; entre dos arcos existe todavía elhueco que ocupaba elórgano; no hay vidrios en las ojivas que dan paso ala luz; no hay altaresen las capillas, el coro está hecho pedazos; elaire, que penetra sindificultad por todas partes, gime por los ángulosdel templo, y los pasosresuenan de un modo tan particular que parece que seanda por el interiorde una inmensa tumba.Allí, sobre un mezquino altar, hecho de losdespedazados restos de

otros altares, recogidos por alguna mano piadosa, yalumbrado por unalamparilla de cristal con más agua que aceite, cuyaluz chisporroteapróxima a extinguirse, se descubre la santa imagen,objeto de tantaveneración en otras edades, a la sombra de cuyoaltar duermen el sueño dela muerte tantos próceres ilustres, a la puerta decuyo monasterio dejó suespada como en señal de vasallaje un monarcaespañol, que atraído por lafama de sus milagros, vino a rendirle, en época nomuy remota, el tributode sus oraciones. De tanto esplendor, de tantagrandeza, de tantos días deexaltación y de gloria, sólo queda ya un recuerdo enlas antiguas crónicasdel país, y una piadosa tradición entre loscampesinos que de cuando encuando atraviesan con temor los medrosos claustrosdel monasterio para ira arrodillarse ante Nuestra Señora de Veruelas, quepara ellos, así en laépoca de su grandeza como en la de su abandono, esla santa protectora desu escondido valle.En cuanto a mí, puedo asegurar a usted que en aqueltemplo,abandonado y desnudo, rodeado de tumbas silenciosas,donde descansanilustres próceres, sin descubrir, al pie del ara quela sostiene, más quelas mudas e inmóviles figuras de los abades muertos,esculpidasgroseramente sobre las losas sepulcrales delpavimento de la capilla, lamilagrosa imagen, cuya historia conocía de antemano,me infundió más hondorespeto, me pareció más hermosa, más rodeada de unaatmósfera de

solemnidad y grandeza indefinibles que otras muchasque había visto antesen retablos churriguerescos, muy cargadas de joyasridículas, muyalumbradas de luces en forma de pirámides y deestrellas, muy engalanadascon profusión de flores de papel y de trapo.A usted y a todo el que sienta en su alma laverdadera poesía de lareligión, creo que le sucedería lo mismo.

FIN