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João Gilberto Noll Bandoleros Traducción de Claudia Solans Adriana Hidalgo editora

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João Gilberto Noll

Bandoleros

Traducción de Claudia Solans

Adriana Hidalgo editora

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narrativas

Título original: BandoleirosTraducción: Claudia Solans

Editor:Fabián Lebenglik

Diseño de cubierta e interiores:Eduardo Stupía y Gabriela Di Giuseppe

© João Gilberto Noll, 2007© Adriana Hidalgo editora S.A., 2007

Córdoba 836 - P. 13 - Of. 1301(1054) Buenos Aires

e-mail: [email protected]

ISBN: 978-987-1156-66-5

Impreso en ArgentinaPrinted in Argentina

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escritode la editorial. Todos los derechos reservados.

Noll, João GilbertoBandoleros. - 1ª.ed.Buenos Aires : Adriana Hidalgo editora, 2007.184 p. ; 19x13 cm. - (Narrativas)Traducido por: Claudia Solans

ISBN 978-987-1156-66-5

1. Narrativa brasileña. I. Solans, Claudia, trad. II. TítuloCDD B869.3

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João está frente a mí. Pálido. Pregunta si no quiero hacer café. Digo que sí.

Traigo las tazas. Le pregunto si está bien de azúcar. Oímos “September song”, de Willie Nelson. Fue la única cosa que traje de mis pocos días en los Estados Unidos. Un disco de Willie Nelson.

João parece agarrar algo en el aire y sonríe. Le toco el brazo, cae la noche, y le digo que ahora tiene que ir a dormir.

Cuando cubro a João con la sábana, sólo hasta la cin-tura porque el verano está terrible en Porto Alegre; cuan-do cubro a João veo que se está yendo.

Llevo a João en brazos hasta el auto y minutos des-pués moriría, dentro del auto. En medio de un embote-llamiento.

He’s gone –le dijo la enfermera al chico, hijo del muer-to, en un viejo filme americano. Le había contado esa es-cena a João la noche anterior. Describí el jarrón con rosas rojas al lado de la cabecera. La enfermera pelirroja. Y el chico apretando el gorro para no llorar.

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João padecía una enfermedad desconocida. Perdía las fuerzas y el movimiento, el sistema nervioso se iba dete-riorando.

Supe la noticia el día que llegué de los Estados Unidos. João vivía en Río. Yo, en Porto Alegre. Éramos viejos ami-gos desde mucho antes de que João se fuera para Río.

Todavía estoy en el Galeão, recién llegado de los Es-tados Unidos, y me cuenta que se va a morir. Me quedo algunos días en Río con João.

João no tiene parientes. Incluso bromeábamos con que la suya era la familia más diezmada del planeta. En-tonces traje a João para Porto Alegre. Para que muriera junto a mí. Murió en unos días.

Tiempo después de que João muriera, Ada llegó de los Estados Unidos. Para que viviéramos tenebrosamente las últimas puñaladas de nuestro matrimonio. ¿Matrimonio? –valga, ante la falta de otro término. Hace días Ada dijo que se iba a vivir para siempre a una playa de pescadores en Santa Catarina. Ayer recibí una carta de ella diciendo que está enamorada de un pescador de origen alemán. El pescador le enseña a pescar todas las mañanas.

Abro los ojos y el día clareó. Veo la carta de Ada abier-ta en el piso del cuarto. No sé por qué motivo dejé ayer la carta en el piso.

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Oigo sonar el teléfono. Pienso si es Ada, si pasó algo.En el teléfono, una voz de hombre habla en inglés.

Sólo que el tipo o está borracho o está loco. No entiendo nada de lo que dice. Puro balbuceo. Pero suficiente como para saber que la voz es de habla inglesa. Y, más precisa-mente, americana.

Pero no entiendo nada de lo que el tipo dice. Lo único que entiendo con nitidez es: a la tarde estaré ahí.

Cuelgo el teléfono. Voy hasta la ventana para ver si en aquel teléfono público no hay un gringo loco o borracho. En la calle no hay nadie. El teléfono vuelve a sonar.

No sé si me dio miedo o qué. Sólo sé que comencé a ponerme los zapatos, una necesidad loca de salir.

Mientras bajaba las escaleras del edificio oía el teléfo-no sonando sin parar.

Al pisar la vereda me di cuenta de que estaba con la misma ropa desde hacía más de un mes. No me sacaba la ropa ni para dormir. Estaba hecho polvo porque mi último libro, Sol macabro, no había vendido nada. Algu-nos críticos destacaron la novela en el panorama del año. Pero yo no tenía lectores.

Y los últimos tiempos con Ada fueron duros, pensé. Y estaba harto de vivir de traducciones.

La noche anterior, escuchando “September song”, de Willie Nelson, oí un ruido y tuve la sensación de que João estaba ahí en el departamento. Pero João no estaba, y fue una triste noche de dolor.

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Entre la vigilia y el sueño imaginaba alrededor de mí una escama impenetrable. Aunque yo pasara mis últimos años excavando esa escama y lo lograra, ni siquiera João estaría esperándome del otro lado.

Me recosté en la pared del edificio y pensé en fulano, en mengano, en mí. Los seres especiales que habíamos pensa-do ser en la juventud, todos unos perfectos fracasados. El hongo atómico no barrería del planeta nada especial.

Sería muy probable incluso que yo quisiera desinte-grarme en el mundo sideral. Allá tendría por lo menos el calor de los dioses para calentarme.

Mientras tanto un cierto vértigo me permitía ver con ma-yor claridad: el poste todavía iluminado, el Gordini abando-nado desde hace mucho, la piedra suelta del asfalto.

El día se me mostraba en sus ignorados elementos, y yo me iría a caminar.

Fue cuando se oyó un grito. De repente pasó por la esqui-na un grupo de chicos gritando obscenidades. Como si vi-nieran borrachos y drogados de una trasnochada de aquéllas.

También escupían espumantes frases imperativas, co-sas como ¡AL ATAQUE!

Pensé en lo que sería de mí si yo fuese el objeto del ata-que. Pero la banda ni siquiera me veía. Pasaba por la esquina, viviendo de ese vocifero y nada más le llamaba la atención. Me quedara al acecho o no, con miedo del ataque, el gru-po de chicos seguiría, sin haber notado mi presencia.

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Ahora lo único que oía era un gallo que cantaba. Un gallo, pensé. Y comencé a caminar.

Lo primero que vi en el camino fue un árbol que a Ada le gustaba mucho. Ella solía detenerse, tocar el tronco y quedarse desgranando sus conocimientos sobre aquella especie. Nunca conseguí recordar el nombre del árbol. Tal vez porque en la calle yo vivía apurado y me irritaba tener que esperar a Ada, que desgranaba sus co-nocimientos botánicos.

Miré el árbol y me sentí aliviado. Finalmente Ada ha-bía encontrado a otro hombre. Y con un detalle tranqui-lizador: pescaba con él todas las mañanas. Me desconecté del árbol para concluir que no habría otras mujeres en mi historia. Los últimos tiempos con Ada me habían de-jado una especie de absceso en el pensamiento, que me ocupaba todo el tiempo. No podía imaginarme teniendo a una mujer en los brazos si el absceso estaba ahí y me exigía tiempo completo. ¿Cómo mantener así, no digo una mujer, sino una simple erección? El malestar en el pensamiento latía con exclusividad.

Salía de mis absorbentes traducciones y me recostaba en el sofá. Ada andaba de acá para allá por el departa-mento y yo pensaba si ella lograba darse cuenta de mi deseo de simplemente no hacer nada. Era ese absceso el que me ocupaba todo el tiempo. Para evadirme un poco llegué a pensar si yo no estaba entrando en un ZEN. Donde reinara la paz, donde simplemente nada se hace.

Pero Ada sí se daba cuenta. Y eso la condujo a una

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gran desesperación. Justamente en la época en que ella comienza a recuperarse considerablemente de su período infernal en los Estados Unidos.

Silbé cualquier cosa y crucé la calle. Crucé la calle pateando una lata. Confieso que me gustó no tener ya mujer alguna a mi lado. Además, hacía mucho que con Ada no sentía que estaba con una mujer. A decir verdad, mucho antes de su época en los Estados Unidos. Hacía mucho que convivía con ese absceso. Sólo que ahora se había agravado de un modo insoportable, y Ada terminó enfilando para la playa de Santa Catarina.

Pensé en tomar café. Un café ahora no vendría nada mal, y estoy en un buen día. Sin mujer.

Casi patinando en una mierda de perro pensé que en este día no quería encontrarme con nadie. Ya había visto a demasiada gente. Triste, pensé: nadie parece creer que nunca estuvimos tan mal.

Y entré en un bar a tomar café. Me recosté en la barra y me pregunté qué día de la semana era aquél. Me daba vergüenza preguntarle al chico porque, por el poco mo-vimiento en las calles, sospechaba seriamente que era do-mingo. Y es muy extraño que alguien desconozca que está en una mañana de domingo. Cualquier otro día se puede. Pero si uno no sabe que está en un domingo, confiesa su ignorancia, parece que bebió, enloqueció –un vagabundo peligroso. Es un día en el que casi nadie trabaja fuera de su casa, y entonces resulta imposible no saberlo.

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Aun así, junté coraje y le pregunté al chico. Sí, era domingo. Tomé un trago de café y, contrariamente a lo que pensaba, el chico no parecía haberse impresionado con mi pregunta. Siguió llenando la taza del caballero a mi lado y después comenzó a pasar un trapo por la barra. Mejor, pensé, mirando la taza ya vacía. Que el domingo fuera de los buenos, nadie.

Pagué, salí del bar, fui bajo un árbol torcido sobre un auto y encendí un cigarrillo. Podría hacer de todo –o nada, mi Dios, nada–: quedarme allí en la sombra de la vereda, fumando, ya que me exigían una duración sin fin. Histéricos, pensé, unido sólo a la brasa del cigarrillo.

Terminé el cigarrillo y admití que ahora haría otra cosa. Miré la hora en una vidriera de relojes y de un salto estaba frente a un bar medio fulero que solía frecuentar, ahí en la Salgado Filho. Estaba abierto y entré. Me senté con los codos sobre la mesa y le dije a la moza: un coñac Dreher. Vendrán más, ya verás. El Dreher ya estaba en mi mano. Vacié el vaso sin hacer una pausa. Como un rudo valiente en un saloon. ¿No dijiste que vendrían más, mi querida?

Y más y más. Porque era mi oportunidad: de quedar-me callado, tomando en un domingo por la mañana. Quería pasar por lo menos veinticuatro horas fuera del juego. No pertenecer ni a nadie ni a hecho alguno, puro bebedor de Dreher. Me pregunté si todas las grandes bo-rracheras no partían de una idea como ésa.

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Pero que se jodan las grandes borracheras. No quería preocuparme por ninguna otra cuestión.

Y la vida siempre tiene trampas preparadas. En eso se me apareció el pequeño poeta. Me vio tomando, vino apurado y preguntó: ¿TÚ? La primera impresión que tuve fue que tenía que zafarme porque no reconocía al chico en absoluto. Que fuera de esas rápidas confusiones que ocurren por ahí.

Entonces el chico gritó: ¿TÚ? Me tomé el Dreher de un trago mientras pensaba qué actitud tomar. ¿Le diría: este soy yo, muchacho? O, de lo contrario: olvídate, éste que está aquí no es más que un espejismo.

El chico ya estaba sentado frente a mí. Y, créanme, lloraba. Cuando vi ese llanto sospeché que el chico po-dría ser quien era. Lo que quiero decir: el chico podría haberme reconocido realmente.

O mejor aun: que yo estaba reconociendo al chico. Al final, no interesa mucho saber quién estaba reconocien-do a quién. El hecho es que las personas se buscan llenas de heridas y se eluden con una conversación. Piensan que de conversación en conversación se va aguantando hasta morir.

Era el caso del chico: quería conversar conmigo por-que lloraba. Y yo quería un domingo, y no oía nada. Hasta sentía un cierto dolor en los oídos, algo así como enormes masas presionando mis tímpanos. Realmente, la diferencia entre escuchar y oír es infinita. Yo no estaba

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oyendo. ¿Pero cómo dejar de escuchar, yo, siempre tan sensible a los sonidos?

Ahora, ver, no veía nada. Ni siquiera mirar –digo, a la muchachita que me trae otro Dreher–. Miro el vaso con el dorado diluido del Dreher, y reconozco que él cumple la honrada misión de opacarme del resto.

Pero no todo sale como uno quiere. La incomodidad que los ruidos me producían en los oídos era grande, y necesité prestar un minuto de atención al chico para ver si lograba terminar rapidito con aquella historia.

Le diría que todo bien, OK, pero que no continuara porque yo estaba solo allí, con mi quinto Dreher. Pero el chico hablaba tanto que era poco probable que yo tuviera alguna oportunidad.

Se acordaba de que un día había venido a buscarme. Con sus poemas en la mano. Su veneración por mis libros realmente en aquel momento me hizo sentir un santo. Y el chico me contó algo: que era un poeta suicida. Que ya no tenía fuerzas para la poesía en un país como el nuestro. Iba a cometer el único acto político posible: el poema suicidio.

Quiero luchar el año entero por un verso. Pero soy un fugitivo de mi familia y no quiero empleos, y el hambre sólo hasta cierto punto representa una vigilia. Enseguida se transforma en raquitismo espiritual, y ése no retrocede.

Los poemas que te traigo llegan hasta ese punto. Aho-ra mi vida promete una decadencia inevitable, en plena flor de la edad.

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¿Para qué esperar hasta el fin? Te dejo mi poesía y me retiro. Había escrito esos poemas recluido en la casa de un amigo en Torres, sin un centavo. Las musas le habían dejado infecciones, gusanos y hasta una extraña idiotez en la mirada.

Eso ocurrió hace meses. Ada llegó hasta la puerta, vio al chico allí conmigo, creo que justamente en el instante en que él me entregaba sus originales, y puso una dramá-tica expresión de incredulidad.

En aquella época ella era capaz de todo para salvar eso que se llamaba “nuestra relación”. Se las arregló entonces para acercarse al pequeño poeta y, en un abrir y cerrar de ojos, se metió en la cama con él. Era su manera de patalear, de no admitir que las cosas fueran así entre nosotros dos.

Gritaba orgías desde el cuarto. Conjeturé que era una llamada para mí, yo, que me había quedado en el escrito-rio, junto al cuarto, royendo el hueso de la última página de mi Sol macabro.

¿Acaso no tenía razón? En cuanto puse el punto final de la novela, Ada apareció desnuda, pidiendo que fuera. Yo estaba extenuado por el libro, que me había tragado en los últimos meses. Pero ella, desnuda, allí, se mostraba tan suplicante que no parecía que yo fuese a tener fuerzas para oponerme, y fui.

Entré con ella en el cuarto oscuro. El cuarto olía mal. El chico estaba allí, estirado sobre la cama, desnudo e impotente. Ada me pidió que lo tocara. Le toqué la cara

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y sentí una espinilla. Saqué la mano y, de hecho, había una excreción.

Ada volvió a acostarse con el chico una vez más. Salió del cuarto con las ojeras más profundas. Lloraba y andu-vo vagando así por el departamento el día entero.

A la noche le llevé a la boca un pedazo de queso. El chico todavía estaba ahí, mirando. No le ofrecí nada. Dejé al pequeño poeta mirando.

Rápidamente se me había revelado como un fastidio. Allí hacía su poesía ingenuamente dolorida, hasta con algunos toques genuinos. Pero su estado presuicida era tan martirizante que de sólo mirarlo se me ponía la boca ácida.

Y lo peor es que pensaba postergar algo que realmente parecía estar al borde de ocurrir. ¿Cómo no pensar que aquel chico ya estaba con un pie en la tumba?

El poeta suicida era efectivamente insoportable: al con-trario de los sollozos de hoy en esa mesa del bar, en aquella época hablaba con susurros –movía los labios sin claridad, como alguien que se pierde en el medio de una historia y ya no tiene semántica suficiente para explicar el extravío.

El pequeño poeta me repetía que había nacido en Bra-silia. Vivió allí hasta que vino a buscarme con sus poe-mas. Y se quedó por aquí. Confesaba que había dejado Brasilia para encontrarme, a mí, ese escritor que lo había llevado a la exasperación de la poesía.

Hijo de militar. Respondí que ya conocía esa historia hasta el hartazgo. El pequeño poeta no se perturbó: le

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parecía natural que yo estuviera al tanto de todo. Y des-pués sus datos biográficos sólo entraban en brevísimos pasajes: no mostraba el menor interés por su oscura in-triga –sólo se interesaba por el arte de morir.

Pero a pesar de todo, el pequeño poeta tenía la ficha limpia en el libro de las ocurrencias suicidas. Una vez quiso vivir sólo la representación de un acto suicida: se derramó un frasco entero de ketchup por el cuerpo y se acostó desnudo en la bañera con el quepis del padre y las Armas de la República sobre el pecho. Y pegó un enorme grito. No había trancado la puerta a propósito y el padre y la madre corrieron al baño, le tomaron el pulso y escu-charon su corazón.

Fue internado en una clínica para drogadictos. Durante la estadía, para completo espanto de sus padres, los exáme-nes clínicos no acusaron en el chico tenor tóxico alguno.

El problema en el pequeño poeta era la falta de ganas de comer. Es decir, el hambre por necesidad que lo ataca-ba ahora venía de una antigua vocación. Otro faquir.

Llamé al dueño del bar. Le dije que se llevaran inme-diatamente a aquel chico de allí. A la fuerza, de ser nece-sario. Era un mal elemento que entraba sólo para armar confusión, si no cosas peores. Y ya estaba completamente borracho. Había venido a contarme una cosa escabrosa entre él y la hermana.

El dueño del bar se dirigió al pequeño poeta y le dijo que sería bueno ir retirando los pies de allí. El pequeño

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poeta se levantó y dijo, mirándome, que hoy mismo vol-veríamos a encontrarnos en algún lugar. Le respondí que fuera en paz, que si todo andaba bien, hoy mismo nos encontraríamos en el infierno, OK.

Pero yo veía al pequeño poeta que se alejaba sin nin-gún temor de un nuevo encuentro entre nosotros dos. A partir de ese domingo yo comenzaría a vivir fuera del juego. No habría pequeño poeta que pudiera conmigo.

Y era necesario que yo también partiera, allá se iba la mañana. Pagué la cuenta y salí a caminar.

Extraño que bajo ese sol me viniera a la memoria la ca-lle más sombría. Consideré si no estaba con problemas de piel, una enfermedad que me aislara de los rayos solares.

La idea me disgustó, no por ser inmune al sol, sino por sentir una depresión horrible ante la amenaza de que mi piel se deteriorase.

Porque si hay algo que puedo decir en voz alta es eso: siempre me sentí muy bien en mi piel, no me puedo quejar. Mi piel tiene hasta ahora algo de infantil que de algún modo me ayuda a vivir. Es como si yo pasara la mano sobre mí desde mucho tiempo atrás.

Pero incluso teniendo en la memoria la calle más som-bría, verifiqué que el sol lo bañaba todo. Sólo un hilo de sombra en el borde de la vereda a la izquierda. Atravesé la calle y fui junto a la pared de la vereda a la izquierda. Metí las manos en los bolsillos y pensé qué buen escandinavo podría haber sido. Vivir en el disfraz de las sombras, sin

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el peligro de encontrar pequeños poetas. ¿No era un buen programa de domingo? Caminar en la bruma, acompa-ñado sólo por un fantasma.

En eso se me apareció el Parque de la Redención. Por la luz, un suntuoso mediodía. ¿Cuánto estuve en aquel bar? Ni siquiera alcancé a ver el amanecer y ya estaba delante del mediodía. Qué difícil es alcanzar la velocidad del día, murmuré. Siempre se me adelanta.

Y resolví sentarme allí, en aquel banco escondido bajo el sauce llorón. Creo que nadie me vio. El domingo, promediando ¿y qué quedó de la mañana? Transpiro un poco, y el llorón me rodea.

Es ahí, en la leve sombra, que aparece una criatura. ¿Será que vino a descansar del sol y éste es su escondrijo?

No pensé que incluso aquí encontraría a otro más.Y es bueno que lo diga: no soy devoto de las criaturas.

Aunque ésta no tenga habla, ya comenzó a expeler unas risitas balbuceantes. Por lo que aparenta, va por el mis-mo camino que los otros: se sientan frente a nosotros en mesas de bares y hablan –hablan y lloran.

Miro a la criatura pero finjo que no la veo, que estoy ciego. El problema es que una criatura normal no tiene experiencias con ciegos. Hasta ahora sólo vio gente mi-rándola, tocando, besando, sacudiendo, apretando…

Esta criatura parece ser así, todavía no vio a un ciego. Debe de estar pensando que mi actitud es sólo otra ma-nera de ver. Continúa riendo y balbuceando.

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Y ahora viene y arremete contra mi pecho. Mis ma-nos, caídas en el banco, no esbozan ninguna reacción. No tengo la vocación humana de esta criatura. Padezco de un instinto más primario: el de no querer a esa cria-tura aquí.

Es verdad, ésta por lo menos no habla. Sólo sabe emi-tir risitas balbuceantes. Pero si no estuviese arremetiendo contra mi tórax sería mucho mejor. ¿Por qué no se limi-ta a mirar? Yo hasta podría hacer las caras más variadas. Como un inesperado clown escondido en la sombra. ¿La criatura perdería la paciencia y se me vendría encima, pegando trompadas y puntapiés?

Pobre bloque de carne, pensé: sólo tiene la repetición.Pero, dulce sorpresa: esta criatura me mira. Firme a los

ojos. Me quedo pensando hasta cuándo aguantará. De repente puede surgir el ruido de un abejorro y se deshace en procura del ruido.

Esta criatura, como todas las criaturas, babea. Produ-ce saliva y no sabe retenerla. Mientras me mira, segrego un poco de saliva hasta el borde del labio. Como nunca, temo el ruido del abejorro. Pasa esto: miro a una criatura que me mira. Ningún vago suspiro, nada.

Y se curva, golpea el pasto, se quiere acostar. Y se acues-ta. Ríe, y apunta hacia una flor, casi encima de mi cabeza.

Oigo la voz de una mujer llamando a su nene. Es la madre… Una bella mujer que arrastra partes del llanto y le dice a la criatura que su nene la asustó mucho, no debe esconderse nunca más.

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La mujer me ignora solemnemente. Sólo tiene ojos y palabras para su nene. Y con su nene alzado, desaparece de la escena. Era una bella mujer.

Podría, entonces, volver al bar. Más dosis de Dreher me esperan. Me siento en la misma mesa. Tomo del fondo del bolsillo la flor aplastada y la pongo sobre el mantel. La joven me trae mi Dreher y dice que luego, más hacia la no-che, va a comenzar el ensayo de un show. Sólo un ensayo, usted continúa pagando sólo por el coñac, sin problema.

Se apagan las luces y el bar no tiene ventanas. Se en-ciende el spot sobre el cuerpo de la mujer. Comienza a cantar un éxito de Nora Ney. Y es la misma mujer del Parque de la Redención. La reconozco con tanta natura-lidad que hasta es extraña. Está cantando, sin el hijo.

Hasta los lánguidos acordes finales. Pido dos vasos más de Dreher. Uno de ellos se lo ofreceré a la bella que acaba de cantar. Arrebatado –pero sin decir una sola pa-labra– alzo los vasos en una invitación. Como si esperara insospechados sortilegios en respuesta a la extravagancia de un parrandero frente a una hembra.

Tomo la flor y la estrujo un poco más. En mi mano se convierte en un trapito. La mujer canta una segunda canción. En lo oscuro, donde estoy, nadie puede verme.

Noto algún movimiento en la mesa de al lado. En-ciendo un fósforo: el mismo chico del Parque de la Re-dención, mirándome. Grito, llamando a la joven que sirve la mesa. Viene el dueño del bar con una linterna

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y con una cómica cara de enojo. Le digo al hombre que sólo quiero pagar.

Me escabullo por entre las mesas, fugitivo.

De repente, la luz del sol. Pienso en un abanico bajo aquella pérgola. Me quedaría allí debajo pensando en cualquier cosa toda la tarde. Sólo que hoy todo cuidado es poco: la sombra doliente, cada cosa me retiene en su dominio, y yo quiero caminar.

Quiero caminar como si no aceptase nada. Fuese pura oposición. Venga acá, doctor, acompáñeme por este solar, confiéseme algo: ¿alguna vez estuvo totalmente satisfecho? ¿Digamos cuarenta y ocho horas sólo en el bienestar? Entonces, explíqueme, ¿por qué no toma una decisión drástica, ahora? Hay varias. ¿Qué tal una que nos saque del juego, eh?

Miro de frente hacia el sol: quiero borrar a este presu-mido que me acompaña y que no pasa de ser un cobarde.

Sí, estoy ciego por el sol. En el resplandor sólo veo a un hombre que está viniendo –parece Carlitos–. Me siento en la escalinata de un edificio público y escondo los ojos en la mano.

Dentro de mi mano permanece el mismo hombre, más grande. Con la misma ropa que yo vestí un día. Me miré demoradamente en el espejo. Ada dijo que yo estaba bien.

Tuve ganas de adormecerme, allí, en la escalinata del edificio público. Pero Ada había traído a sus alumnos,

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necesitaba resistirme al sueño. Era una clase práctica de historia en nuestra casa –invención intempestiva de Ada– y yo me había disfrazado de obrero brasileño. Y no sé si fue por mis enormes botines sin cordones, que el primer colegial que entró gritó: mirá, Carlitos.

Los colegiales se sentaron en el piso, a mi alrededor. En aquella época Ada era socióloga. Después se inclinó, meteórica, hacia el teatro. E intentó muchas otras cosas hasta caer en los brazos del pescador alemán. Pero allí ha-bló como socióloga. Dijo que no confundieran a nuestro infeliz aquí con una figura lírica.

Pidió que mientras tanto olvidaran al dulce vagabun-do. Ahora bien, dijo ella, firme: vinimos para conocer a la saqueada mano de obra de las Multinacionales. Al obrero bra-si-le-ño. Y firme, completó: este espejismo de Carli-tos no pasa de ser la vieja fascinación de la clase media por el excedente, el di-fe-ren-te. ¿No discutimos ayer la mano de obra excedente?

Así es, eso fue ayer. Justamente lo que es Carlitos, expul-sado de las fábricas de allá, su País Industrializado. Quedó afuera, sobró. Hoy vamos a tomar al obrero, al brasileño.

Compuse una boca desalentada, nada realista. Brecht estaba de moda. Los colegiales no comprendieron la in-tención y se rieron.

No podían saber que Ada estaba anticipando: seremos todos mano de obra excedente de aquí a diez años; ¡no todavía! Los colegiales se reían de mi boca desalentada, nada realista.

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Para ser sincero, yo tampoco estaba preocupado por los excedentes como para pesar debidamente las palabras de Ada. Me había quedado flirteando con una de las co-legialas. Le guiñé el ojo. Ella me miraba fijo, sin parar.

Y se estaba revelando una diabólica en germen, pre-guntó: ¿Ada, te parece que Carlitos no se ríe porque no tiene todos los dientes?

Me puse coloradito. Tan ruborizado como podría es-tarlo un compañerito del colegio. Ada estaba tan ocupada con su clase práctica de historia que no tenía cómo notar mi flirteo con la alumna atrevidita, ni mucho menos mi rubor.

Ada decía: hija mía, ¿por qué esta mórbida atracción por el vagabundo cuando yo estoy aquí queriendo dar el obrero brasileño?

La diabólica en germen me sonrió. Ella sentada en el piso y yo de pie con la cabeza inclinada sobre el hombro, más para Mater Dolorosa que para Carlitos –en el medio del círculo de los colegiales–. Ella sentada en el piso, do-blando la cabeza sobre las rodillas altas, y no usaba ropa interior. Ada no podía notarlo.

En esa época Ada daba clases en una escuela pública y experimental. Por entonces sostenía una moderna des-fachatez con sus alumnos. Lo que no duró mucho. Una mañana entraron a los palos en la escuela. La directora y Ada y otros profesores no sólo fueron exonerados sino que también entraron en fila al coche celular que los llevó

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a un tiempo de incomunicación. Y con más palos encima.Ada nunca más olvidó esa mañana. Salió de la prisión,

continuó un tiempo más incomunicada por cuenta pro-pia. Un bello día, un bello día nomás, abrió la ventana del cuarto y dijo que iba a entrar en una troupe de teatro experimental. Apenas entró, se sintió descolocada.

Hoy, aprende a pescar.

Mientras Ada pesca yo estoy aquí mirando a la chica que me mira sin ropa interior. ¿Por dónde andará?, me pregunto. Las chicas crecen y desaparecen, dejándonos la pregunta: ¿qué fin tuvo la desgraciadita? ¿Se casó? ¿Murió? ¿Es secretaria bilingüe? ¿Abogada? ¿Monja? ¿Prostituta desempleada?

Y yo todavía vestido de Carlitos. Sólo que ahora todos se han ido. La chica y yo solos en la penumbra.

Veo que estoy de jeans. Me saco los jeans y todos los accesorios de Carlitos. Me quedo en pantalón corto. Ex-tiendo el jean en el alféizar de la ventana. Queda allí. Al oscurecer el día, está allí. Como el trascendente jean del cuadro de Bill Track. Se supera a sí mismo porque está sin la carga del uso, existe por sí solo. Un jean más grande que la función que le ordenaron.

Mientras tanto está extendido en el antepecho sin nin-guna ilusión: en la vida cotidiana aprendió que en cual-quier momento puedo ir allí, tomarlo, vestirlo otra vez.

Yo ahora era un Carlitos de pantalón corto. La chica sonreía sin ropa interior. Sentada en el piso. Sonreí tam-

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bién. Y de pantalón corto salí caminando por la calle. Dejando allá en la penumbra el jean en el alféizar y a la chica sin ropa interior.

***

Me extrañó que en la calle todavía fuera de día. Escupí en la vereda. Argumenté que en Porto Alegre en el verano los días eran muy largos. Abrí la mano con la llave del departamento y pregunté si no era mejor tirarla en la al-cantarilla abierta a mis pies. Por lo menos, hasta que Ada volviera de Salvador, el departamento quedaría guardado en la penumbra con un jean y una chica.

Idiota, dije reflejándome en la alcantarilla. Me incliné y tiré la llave ahí dentro. La llave se hundió en un instan-te. Y casi que me fui junto con ella. Por tontería, no sé –caí de lado en los bordes de la alcantarilla. Parecía que una fiebre me inundaba el cerebro. Que iba a entrar en convulsión.

Lo espantoso fue que no sentí miedo. Era un buen modo de ver la duración del día: en espasmos. En una revoltosa oscuridad.

Alguna alma bondadosa que pasara intentaría, cier-tamente, abreviar mi ataque. Me pasaría una toalla, me daría agua, me devolvería a la claridad del sol.

Me dije a mí mismo que evitara la convulsión por todos los medios. No importa, todos quieren la fantasía