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Los Cuadernos de Cine BALLENAS Y - MONTANAS (La aventura de John Huston) José Ignacio Gracia Noriega · J ohn Huston es uno de los grandes ci- neastas de la aventura, uno de los mayores de toda la historia del cine; pe- ro es la suya una aventura muy perso- nal, muy peculiar, que en nada se parece a las que proponen Raoul Walsh o Henry Hathaway, luminosas y vibrantes, filmadas con la escura y el entusiasmo primitivo de un cantar de gesta. Los personajes de John Huston son más adul- tos, y en consecuencia están más cansados; tam- bién son, por lo tanto, más escépticos. Cabe ha- blar, a propósito de ellos, de una épica amarga, como la que se encuentra en muchos relatos de Jack London o de Emest Hemingway. Sus per- sonajes luchan para nada o por nada, y, por lo tanto, con el íntimo convencimiento de su aca- so; muchas veces se ha mencionado una «moral del acaso» a propósito de John Huston. Lector y admirador de Sartre, a quien encargó el guión inicial de «Freud» (que luego no pudo rodarse, a causa de su extensión), Huston sabe que la ca- sualidad no existe; el hombre es dueño de su destino. Y así, el oro de los buscadores de «El tesoro de Sierra Madre» acaba dispersándose en el viento, y la estatuilla regalada por Carlos I de España a los caballeros de Rodas de «El halcón maltés», no es otra cosa que un lsificado pája- ro de hierro; incluso el orden bárbaro y expediti- vo impuesto por el juez Roy Bean en «El juez de la horca», a la entrada de cuyo juzgado-bar figu- raban los rótulos «Law West of the Pecos», «Ice Beer» y «The Jersey Lilly», acaba desmoronán- dose con los nuevos tiempos de jueces y aboga- dos sin revólver pero endomingados. En la aventura de John Huston hay algo de talismo y de gratuidad: Acab inicia la busca grandiosa y sin sentido de la ballena blanca porque incluso si el Sol le insultase, él abotearía al Sol; y Nemrod, en «La Bibfia», construye una torre que dicen los textos sagrados que no se ha de construir, y que, ectivamente, no se cons- truye. Pero Huston sabe que todo hombre lleva dentro de sí a Moby Dick (y también a Babel), y que al cabo, en la alucinación de Acab, el Mal es Dios: «Teológicamente, 'Moby Dick' es una blasmia», dijo Huston. Pero no por eso detie- ne la empresa. Su aventura es de estirpe román- tica. Incluso el propio Huston llega a acasar, como observa Guillermo Cabrera Innte en su crítica de «Moby Dick»: «Ahora Huston ha in- 45 tentado una doble tarea, superior a la rtaleza humana; verter ese clásico americano y a la vez experimentar con el color. Ha resultado vence- dor y vencido». Pero como dice Jennir Jones en «We were Strangers» (1949): «No es deshon- roso acasar; sólo es deshonroso no intentarlo». Naturalmente, esta actitud intelectual influye en su rma de hacer cine, en su «estilo», que el propio Huston niega. «Con semejante bagaje ideológico, es casi natural que Huston no sea un técnico preciosista. Su arte está consagrado a la expresión de sus ideas concretas; de ahí, que su puesta en escena sea sobria y contenida, y, por este camino, alcance su máxima eficacia», escri- bió José Antonio Pruneda, en aquel viejo diccio- nario de directores americanos que se publicaba en «Film Ideal». Y Terence Pettigrew, en su li- bro sobre Bogart, dice de él: «Pocos directores consiguen preservar el sabor de trabajos origina- les de rma tan hábil como John Huston. Aun- . que en ocasiones se equivoca, cuando consigue dar en la diana nadie le supera a la hora de transrmar palabras en imágenes». A fin de cuentas, antes había sido guionista. El propio Huston reconoce: «Siempre he comenzado un film a partir del sentimiento prondo que éste me ha inspirado». Huston filma sentimientos y palabras con pre- cisión y sobriedad; pero este estilo directo a ve- Robert Mitchum y Deborah rr en «Heaven ows, Mr. Alli- on»

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BALLENAS Y -

MONTANAS

(La aventura de J ohn Huston)

José Ignacio Gracia Noriega

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John Huston es uno de los grandes ci­neastas de la aventura, uno de los mayores de toda la historia del cine; pe­ro es la suya una aventura muy perso-

nal, muy peculiar, que en nada se parece a las que proponen Raoul Walsh o Henry Hathaway, luminosas y vibrantes, filmadas con la frescura y el entusiasmo primitivo de un cantar de gesta. Los personajes de John Huston son más adul­tos, y en consecuencia están más cansados; tam­bién son, por lo tanto, más escépticos. Cabe ha­blar, a propósito de ellos, de una épica amarga, como la que se encuentra en muchos relatos de Jack London o de Emest Hemingway. Sus per­sonajes luchan para nada o por nada, y, por lo tanto, con el íntimo convencimiento de su fraca­so; muchas veces se ha mencionado una «moral del fracaso» a propósito de John Huston. Lector y admirador de Sartre, a quien encargó el guión inicial de «Freud» ( que luego no pudo rodarse, a causa de su extensión), Huston sabe que la ca­sualidad no existe; el hombre es dueño de su destino. Y así, el oro de los buscadores de «El tesoro de Sierra Madre» acaba dispersándose en el viento, y la estatuilla regalada por Carlos I de España a los caballeros de Rodas de «El halcón maltés», no es otra cosa que un falsificado pája­ro de hierro; incluso el orden bárbaro y expediti­vo impuesto por el juez Roy Bean en «El juez de la horca», a la entrada de cuyo juzgado-bar figu­raban los rótulos «Law West of the Pecos», «Ice Beer» y «The Jersey Lilly», acaba desmoronán­dose con los nuevos tiempos de jueces y aboga­dos sin revólver pero endomingados. En la aventura de John Huston hay algo de fatalismo y de gratuidad: Acab inicia la busca grandiosa y sin sentido de la ballena blanca porque incluso si el Sol le insultase, él abofetearía al Sol; y Nemrod, en «La Bibfia», construye una torre que dicen los textos sagrados que no se ha de construir, y que, efectivamente, no se cons­truye. Pero Huston sabe que todo hombre lleva dentro de sí a Moby Dick (y también a Babel), y que al cabo, en la alucinación de Acab, el Mal es Dios: «Teológicamente, 'Moby Dick' es una blasfemia», dijo Huston. Pero no por eso detie­ne la empresa. Su aventura es de estirpe román­tica. Incluso el propio Huston llega a fracasar, como observa Guillermo Cabrera Infante en su crítica de «Moby Dick»: «Ahora Huston ha in-

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tentado una doble tarea, superior a la fortaleza humana; verter ese clásico americano y a la vez experimentar con el color. Ha resultado vence­dor y vencido». Pero como dice Jennifer Jones en «We were Strangers» (1949): «No es deshon­roso fracasar; sólo es deshonroso no intentarlo».

Naturalmente, esta actitud intelectual influye en su forma de hacer cine, en su «estilo», que el propio Huston niega. «Con semejante bagaje ideológico, es casi natural que Huston no sea un técnico preciosista. Su arte está consagrado a la expresión de sus ideas concretas; de ahí, que su puesta en escena sea sobria y contenida, y, por este camino, alcance su máxima eficacia», escri­bió José Antonio Pruneda, en aquel viejo diccio­nario de directores americanos que se publicaba en «Film Ideal». Y Terence Pettigrew, en su li­bro sobre Bogart, dice de él: «Pocos directores consiguen preservar el sabor de trabajos origina­les de forma tan hábil como John Huston. Aun-

. que en ocasiones se equivoca, cuando consigue dar en la diana nadie le supera a la hora de transformar palabras en imágenes». A fin de cuentas, antes había sido guionista. El propio Huston reconoce: «Siempre he comenzado un film a partir del sentimiento profundo que éste me ha inspirado».

Huston filma sentimientos y palabras con pre­cisión y sobriedad; pero este estilo directo a ve-

Robert Mitchum y Deborah Kerr en «Heaven Knows, Mr. Alli­:,Son»

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ces «tiene la gracia de un verso rudo en un poe­ma antiguo», que escribió Valle-Inclán en «El embrujado», y no excluye planos de arrebatado­ra belleza, como el de Ismael, caminando por prados verdes, al comienzo de «Moby Dick», o la aparición de Joseph Wiseman en «Los que no perdonan», con su caballo quieto, su sable al cinto, su uniforme viejo, y el cansancio, el polvo

C!ark Gable.

y la sed de la venganza sobre sus hombros, o momentos de verdadera poesía (lírica), como to­do el comportamiento de Lilian Gish, en «Los que no perdonan», en las escenas anteriores al asalto de los indios, recordando que hubiera querido cultivar en su jardín flores bellas, o di­ciendo, cuando es herida de muerte, que heridas mayores se hizo en la cocina; o la gran metáfora, en «Moby Dick», cuando Acab clava en el palo mayor del «Pequod» un sol peruano, sobre el que brilla un sol alucinante en los momentos desesperados de calma chicha, en unas escenas solemnes y rituales, por medio de las cuales el film recoge toda la grandeza del texto de Melvi­lle; como escribe Cabrera Infante: «A partir de la escena en que Acab observa caer el vigía muerto y escruta las aguas que se lo tragan, la cinta se inunda del misterio del libro, como si le hubieran abierto una vía de agua, y por ella pe­netrase el extraño olor a tierra que trae sobre el lomo Moby Dick».

Acab se enfrenta a una obsesión destructiva con no menos ahínco que Trevor Howard, en

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«Las raíces del cielo», pretende salvar a los ele­fantes, también mesiánico, también en solitario. Ambos emprenden dos empresas por encima de sus posibilidades; no porque sean débiles ni du­den, sino que, al contrario, son personajes lleva­dos por una pasión gigantesca, pero superior a las fuerzas humanas; tanto abolir el Mal a través de una ballena como devolver a los elefantes al

Arthur Miller, Eli Wallach, Montgomery Clift, Marilyn Mon­roe, John Huston y C!ark Gable protagonistas de «Vidas re­beldes».

Paraíso de un Africa sin cazadores, se vuelven derrotas estrepitosas pero hermosas, por las que mereció la pena luchar, y pdrque su representa­ción y su causa fueron animales enormes y ma­jestuosos, tan majestuosos y emblemáticos co­mo la metáfora que encierran: la Ballena y el Elefante.

Aquí ya no cabe hablar de personajes, sino, con toda propiedad, de héroes. El héroe de John Huston es un individualista romántico en lucha constante y por «ganancias de nada», por utilizar el título de un libro de Hemingway. Nada puede ganar Burt Lancaster al enfrentarse a los indios que le reclaman a Audrey Hepburn, a quien te­nía por su hermana; pero cuando tres indios se acercan al rancho para parlamentar, le ordena a su hermano que mate a uno, para que no quede otra posibilidad de arreglo, para pasar el Rubi­cón de un balazo. O Katharine Hepburn y Humphrey Bogart, en «La reina de Africa», al luchar solos, y para colmo sin ginebra, contra el ejército alemán en un perdido río africano. Las empresas pueden parecer sobrehumanas, pero

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Mary Astor, Humphrey Bogart, Peter Lorre en «El halcón mal­tés»

se presentan en la pantalla a la altura del ojo del hombre; Clark Gable, en «Vidas rebeldes», lu­cha por su modo de vida, independiente y a la antigua, y, en última instancia, por sus heliotro­pos; Toulouse-Lautrec, en «Moulin Rouge», se refugia en sus logros y en sus habilidades; algu­nos -dice- tienen habilidad para ser equilibris­tas y yo la tengo para beber coñac; Geoffrey Fir­min, el Cónsul, en «Bajo el volcán», busca un modo absurdo de morir: «iQué modo más estú­pido de morir!», dice, cuando cae abatido por las balas; Freud se enfrenta a la incomprensión aca­démica ( en la escena de la primera exposición de sus doctrinas, se alteran los doctores, y uno, ataviado como Karl Marx y con su misma barba, baja a grandes zancadas el aula escalonada, y le escupe); Roy Bean, en «El juez de la horca», si­gue a una inasequible Lily Langtry, corno si fue­ra una ballena blanca inglesa y que cantara ópe­ra; en fin, John Garfield, en «We were Stran­gers», conspira en Cuba contra la dictadura de Machado y es abatido por la policía política cin­co minutos antes de que la revolución triunfe. Este último personaje es de la estirpe de Robert Jordan en «lPor quién doblan las campanas?», y aún de Harry Morgan en «Tener y no tener»; lu­cha, por puro idealismo, en un país que no es el suyo, pero por una causa que cree justa; por eso, porque se cree con razones para luchar, a punto del fracaso se desespera; cosa que en ningún momento podría sucederle al Cónsul en «Bajo el volcán» o a Clark Gable en «Vidas rebeldes». Porque los perdedores de John Huston son muy buenos perdedores; aceptan con plena deporti­vidad su fracaso. Y los que no den esta talla pierden toda dignidad, si es que alguna vez la tuvieron, como Cairo (Peter Lorre) en «El hal­cón maltés», que rompe a llorar de rabia y a in-

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sultar histéricamente a su socio Gutrnan (Syd­ney Greenstreet) cuando descubre, después de afanosa búsqueda, que el halcón es falso.

No cuenta, pues, en Huston, perder tan sólo, sino perder con dignidad, con una mueca iróni­ca o trágica, nunca resignada. Si hay conformi­dad en la derrota, ésta es cínica. Cuando el abo­gado interpretado por Louis Calhern en «La jun­gla de asfalto» se suicida, Sam Jaffe, que había planeado el robo, comenta impasible: «Fue ton­to. A él sólo le hubieran caído dos años». No le concede que se hubiera suicidado por dignidad, porque en el mundo de este viejo y curtido doc­tor centroeuropeo, la dignidad era un lujo que no podía permitirse si quería continuar permi­tiéndose el de fumar excelentes puros.

La posición de Huston puede parecer escépti­ca, nada sirve para nada. Lilian Gish ahorca a Jo­seph Wiseman en «Los que no perdonan», pero, aún así, no puede evitar que se descubra que Audrey Hepburn, a quien todos tenían por hija suya, era, en realidad, india; un hermoso códice indio explica por medio de coloreados ideogra­mas que, lunas atrás, unos cazadores llevaron a una niña india del campamento y se fueron por el río. Sin embargo, en lugar de escepticismo hay nostalgia; una nostalgia sobria y contenida, un recuerdo vago pero confortable de otro tiem­po, irremediablemente ido. Sterling Hayden, en «La jungla de asfalto», muere al llegar al campo, antes de ver los caballos; e Yvonne, en «Bajo el volcán», le había enviado al Cónsul, a raíz de su separación, una tarjeta postal que ésta ni siquie­ra había leído: «lPor qué me fui? lPor qué per­mitiste que me fuera?».

A veces, en los films de Huston, aparecen personajes que pertenecen claramente a otro tiempo, y que están como difuminados en la ne­blina; así, jinetes solitarios, de ropas raídas, que se quedan mirando desde afuera; Joseph Wise­man en «Los que no perdonan», que observa a Audrey Hepburn desde el otro lado del río, en­tre los árboles, y a quien ésta describe a Lilian Gish corno «un jinete que parece venido del viento»; o Paul Newman (Roy Bean), en «El juez de la horca», que se acerca a la ciudad para ver a su hija, y ésta le ve desde lejos, como una imagen antigua, como un sueño. La potencia del sentimiento de la derrota lleva a Huston a fal­sear esta escena; pero ya se sabe que cuando la Historia no logra la altura dramática o poética requerida por el relato, mejor es inventarla. El personaje histórico Roy Bean, que, efectivamen­te, anduvo platónica y locamente enamorado de Lily Langtry, y a quien le faltaban árboles al Oeste del río Pecos para colgar de ellos a delin­cuentes, no acabó sus días como un jinete erran­te, sino que, al contrario, murió de ochenta años, popularísimos en todo el país, en 1905. Pe­ro el tiempo de Roy Bean había pasado irreme­diablemente, y Huston quería significar esta va­riante de una derrota.

Para que un personaje no se hunda en su de-

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Audrey Hepburn, Burt Lancaster en «Los que no perdonan».

rrota ha de tener buenas dosis de estoicismo y de humor. Humphrey Bogart dice al final de «Beat the Devil»: «Este es el fin»; pero, a fin de cuentas, esta película está narrada en clave de humor. Por el contrario, Sterling Hayden inten­ta llegar a ellos; pero Clark Gable, en «Vidas re­beldes», con una mezcla de estoicismo y de hu­mor, se sobrepone. Lo mismo que Roy Bean pertenece a una estirpe de últimos románticos, que para mantener su modo de vida, individua­lista e independiente, se ve obligado a cazar ca­ballos cuya carne, convenientemente enlatada, servirá de alimento para perros; esto, evidente­mente, es una degradación; pero, como le grita a Eli Wallach, su socio: «lO es que quieres vivir de un sueldo?». La independencia y el indivi­dualismo tienen un precio alto, y sólo los ro­mánticos dan algo por nada; al final de la pelícu­la, después de haber vencido a un caballo salva­je, Gable permite a Marilyn Monroe que lo pon­ga en libertad.

No obstante, una de las consecuencias de la derrota es el escepticismo. Frank McCloud (Humphrey Bogart) se muestra neutral ante los manejos y la violencia del gangster Rocco (Ed-

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ward G. Robinson) en «Cayo Largo»; sus asun­tos no son asunto suyo. «lQué me importa a mí si Rocco vuelve a América? Por mí puede ser presidente, si quiere», le dice a Lauren Bacall, la cual, junto con su padre, Lionel Barrymore, re­presentan la tenaz oposición a Rocco, el orden familiar, burgués y democrático. En un momen­to determinado, Bogart se enfrenta a Robinson pistola en mano, pero suelta la pistola y desiste; poco después se descubre (porque intenta ser­virse de ella un policía) que estaba descargada. Bacall, que quiere vencer la neutralidad de Bo­gart, le pregunta, con un destello de esperanza, si se había dado cuenta de que la pistola no te­nía balas porque pesaba menos; pero Bogart le responde con una frase fría y cortante, aunque de doble efecto, porque sirve a la vez para pro­vocar a Robinson: «No merece la pena morir por un Rocco más o menos». Bogart se comportaba muchas veces con un negativismo, que por una parte procedía del resentimiento (así, Metrac en «Pasaje a Marsella», de Michael Curtiz) y por la otra, alcanzaba el nihilismo. No es raro, por lo tanto, que hubiera interpretado seis películas di­rigidas por Huston: «El halcón maltés», «El te­soro de Sierra Madre», «Cayo Largo», «La reina de Africa», «La burla del diablo» y «Across the Pacific». Ambos fueron, además, grandes ami­gos, y Huston dejó un estremecedor relato de la muerte de Bogart, quien, aunque vencido por el cáncer, se resistió con dignidad.

Huston necesitaba un tipo de actor para que pudiera expresar con su presencia la exacta di­mensión de su héroe; alguien como por ejemplo Errol Flyn, el viejo cazador borracho y escéptico de «Las raíces del cielo», que apoya la lucha idealista de Trevor Howard con un espíritu simi­lar el del piloto irlandés del poema de William Butler Yeats:

Sé que el destino encontraré en algún sitio, entre las nubes, alto; a aquellos que combato no los odio, ni quiero a quienes protejo.

Lo que podría ser el lema del señor feudal in­terpretado por el propio John Huston en «Paseo por el amor y la muerte»; un hombre que com­prende que algo está cambiando, que lucha al la­do de quienes se proponen forzar ese cambio, pero que sabe que ni él ni los campesinos, alia­dos eventuales, verán jamás la instauración del orden nuevo, porque la empresa es tan vasta co­mo la edificación de la torre de Babel en «La Bi­blia», y ellos ni siquiera están abriendo las zan­jas sobre las que se pongan los cimientos: «Ni por ley, ni por deber combato, / ni por los hom­bres públicos, ni por los vítores del gentío. / Un solitario impulso de placer me atrajo a este tu­multo», escribió Yeats.

Tumulto que se sumirá en el sueño. Al final de «El viejo y el mar», de Ernest Hemingway, el viejo Santiago, que ha podido arrastrar el gran pez hasta la playa aunque sólo quedara su es-

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queleto, sueña con elefantes marinos. Esta no­vela era la típica historia para Huston; pero da la sensación de que a la W arner quiso hacerlo todo al revés, encomendándosela a John Sturges y dándole el papel de Santiago a Spencer Tracy, «el peor de los actores para esta empresa», se­gún Cabrera Infante, con su «gordura, su aire

Ava Gardner.

urbano, neoyorquino», en lugar de haber busca­do a un actor más idóneo, como Bogart, W alter Huston o Walter Brennan.

Walter Huston, el padre de John Huston, que tuvo una fugaz aparición en «El halcón maltés», como el capitán Jacobi, y fue uno de los prota­gonistas de «El tesoro de Sierra Madre», hubiera sido el capitán Acab de «Moby Dick»; pero su muerte paralizó provisionalmente el proyecto, y al fin, cuando se rueda la película, en lugar de recurrir a Thomas Mitchell o a Charles Bickford, la Warner impuso a Gregory Peck, que más que a Acab se parece, en esta película, a Lincoln des­pués de haber perdido unas elecciones, según Cabrera Infante. En cierto modo, el propio John Huston era Acab; y le llega el personaje al cabo de muchos años, en «El hombre de una tierra salvaje», de Richard Serafian, al interpretar, co­mo actor, a otro capitán enloquecido que atrave­saba las Montañas Rocosas con su barco, en busca del Océano Pacífico. El velero surgía de los bosques, entre cumbres y nieve, sin duda nostálgico de mares y de ballenas. En principio, este personaje era un trasunto de Lewis y Clark, los primeros americanos que Misouri arriba al­canzaron el Pacífico (y que merecieron una esti­mulante y brillante película de aventuras, «Hori­zontes azules», de Rudolph Mate); pero la hosca y sombría presencia de Huston en el reparto de este film que pretendía ser una segunda parte,

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ahora entre nieve, de «Un hombre llamado ca­ballo», aprovechando su éxito y la presencia de Richard Harris, cambia el significado de las es­cenas en que aparece; buscando sendas en la montaña con su catalejo, Huston es Acab que interroga al mar en busca de la ballena blanca de quijada torcida y ojos azules; y tal vez se estu-

viera acordando de Nemrod cuando se propuso construir la blasfema torre de Babel. Volvemos a lo dicho por Huston sobre la gran novela de Herman Melville: «Teológicamente el libro es una blasfemia».

No habrá muchas imágenes más oníricas que la de un velero atravesando una montaña. Pero no deben excluirse los sueños; si fuera por sus sueños, muchos personajes de Huston, jamás hubieran existido. Al final de «El halcón mal­tés», a la pregunta sobre qué material es el del pájaro falsificado, Huston, en lugar de la contes­tación dada en el el texto de Dashiell Hammett, prefiere recurrir a Shakespeare: «De la estofa con la que se forjan los sueños» contesta Bogart. Roy Bean, en «El juez de la horca», sueña a Lily Langtry como si fuera un Don Quijote dispuesto a darlo todo por su Dulcinea, armado de revól­ver y viejo compendio de las leyes del Estado de Texas. Pero sin esta locura, Huston no hubiera encontrado pretexto para rodar la escena más mítica que un director le haya podido proporcio­nar a una actriz; a A va Gardner descendiendo del tren en un villorrio del Pecos, como una es­plendorosa Lily Langtry vestida de blanco. Tal vez por esto, A va Gardner se reservó el derecho de decirle a John Huston, al final de un

t!fJI!.. banquete en su honor: «John, te quiero •,.;porque eres libre». �