BAJO EL PUENTE de Teseo Fournier

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LLEGADAS, CRUCE, MIGRACIÓN

Me siento en una banca afuera de la estacion de Greyhound de Laredo, Texas, el calor es insoportable y el humo del cigarro que prendi es espeso como crema dentro mis pulmones.

Un tipo que cruzo el puente conmigo termina su cigarro y camina unos pasos hacia el cenicero de metal que esta junto a la puerta corrediza automatica, muy atentamente coloca ahi la coli-lla antes de entrar al aire acondicionado de la estacion.

Miro a mi alrededor. Dos policias locales pasan en su patrulla con los vidrios arriba, cuatro hombres que caminan por la ban-queta se codean uno a otro por la presencia del coche patrulla y aceleran el paso. Sus botas, pantalones Wrangler, hebillas con craneos de vaca y otra con una hoja de mariguana, sus camisas vaqueras con un potro bronco relinchando y sus sombreros de fieltro cafe los hacen parecer integrantes de una banda o indocu-mentados. A sus espaldas llevan bolsas negras de basura.

Termino el cigarro y acomodandolo entre mis dedos lo impul-so con el medio a un par de metros, en direccion al asfalto. Una pick up Mazda B3000 con placas de Sinaloa le pasa por encima.

Frente a mi, un senor de bigote grueso abre la reja de su negocio, un lugar de grabadoras, microondas y televisores. Otro muchacho, joven, le ayuda y el le dice algo, el muchacho agacha la cabeza y continua con las otras rejas.

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Algunos centroamericanos solos, caminan por un lado y otro de la calle, se dejan notar por sus rasgos mayas y su sospecho-sa y mal combinada ropa vaquera. No soy experto, pero se pue-de diferenciar la actitud de un ranchero y la de un campesino.

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Yo soy de la Ciudad de Mexico, de por si soy un gringo en mi pais, y aqui nadie me voltea a ver.

Tengo el pelo semilargo y barba de varios dias, una mochi-la grande y ergonomica se para a mi lado como un fiel perro de plastico naranja con negro, uso botas Dr Martens y pantalones militares verdes con bolsillos cargo, una camiseta blanca sudada y sucia y mis lentes oscuros de pasta que se abrazan a mi cara como un antifaz de carnaval, mi iPod se esconde en el bolsillo trasero de mis pantalones y en los audifonos escucho con una sonrisa a Reverend Horton, Bales of Cocaine.

Soy joven y de clase media… Nada me importa.En la estacion veo a los mojados que se pasean nerviosos, se

sientan y se levantan, se checan los bolsillos para ver si aun tie-nen ahi sus miseros ahorros o la direccion del primo o la tia o el que los contratara cuando lleguen a las Carolinas, a la Florida o aqui mismo, en Texas.

Prendo otro cigarro y protegido por mis lentes veo a un hombre que intenta hablar con la senora que vende los boletos del Greyhound.

Que groseria, pienso. Greyhound sabe que la mayor parte de la gente que viene a esta estacion no habla ingles, pero meten a esta pobre mujer que se ha hecho racista a fuerza de no compren-der y carga la frustracion de tener tan gran barrera para cumplir

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su trabajo que a duras penas le da para alimentar a sus hijos, y que seguro ve a los inmigrantes como una amenaza a su empleo o al de su marido, si es que aun conserva a este.

El inmigrante no logra nada, hasta que por fin solo dice San Anton tratando de darle un tono infantil en ingles, y lo logra, o la senorita se aburre de torturarlo.

Por fin se hace la transaccion y el muchacho saca un pequeno fajo de billetes arrugados como Kleenex de una bolsa del pan-talon vaquero.

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Laredo no tiene nada. Tiendas, polleros, camionetas de Migra-cion, vendedores de autos son duenos del pueblo y la triste ave-nida central se corta como tantas otras que cumparten su origen en el pueblo que desemboca en Nuevo Laredo, Tamaulipas.

Me paro en la fila esperando entrar al camion. Toda la fila esta compuesta de mexicanos o centroamericanos que se hacen pasar por mexicanos para que cuando los deporten no los manden tan lejos, la mayoria son campesinos en busca de tierras que trabajar.

El chofer negro nos habla en un ingles rapido y agresivo, como sabiendo que sus palabras no importan, sino su tono.

Alguien prende un cigarro y el conductor se detiene hus-meando como un sabueso al momento que se percata del olor. La mano derecha con la palma extendida hacia el pecho del pasaje-ro al que le tocaba subir en la linea detiene su paso para entrar al camion, y la izquierda sujeta los arranques de boletos.

—No, no, no no, no, no —dice moviendo los boletos en abanico.

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—No, no, no, no, no —repite apuntandole con el indice dere-cho y, senalando el cigarro en la boca, hace un movimiento hacia el suelo.

El joven lo reta con los ojos por debajo de su gorra John Dee-re y tira el cigarro sin dejar de mirarlo fijamente.

El conductor hace un chasquido con los labios y pisa el ciga-rro con sus zapatos recien pulidos, de un brillo militar.

Parado en la linea, me entretengo viendo a los dos cargado-res mexicanos que suben cajas de carton amarradas con mecates, bolsas de red y huacales.

Mi mochila poco a poco se pierde tras cajas y bultos anuda-dos y bolsas de red de colores.

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Por fin es mi turno y entrego mi boleto al negro, sin verme a los ojos o decirme gracias me regresa la mitad mientras me-canicamente me indica step in abriendo y cerrando sobre su palma los dedos de la mano derecha. Step in.

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ENTRADAS, AMIGOS, NOTICIAS

Ya en Austin, tomo un taxi a la Cuarta y Guadalupe, le pido que vaya por Congress, que es la calle que llega al capitolio. En el camino el taxista haitiano no tiene interes en platicar conmigo y sube el volumen a su radio, en el que escucha un

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programa sobre Dios y los pecados y la tentacion que trae estar lejos de casa, en un frances americano tal vez peor que el de Montreal.

Pienso en los pobres diablos que se quedaron atras en el segundo chequeo migratorio antes de San Antonio. Entre ellos el muchacho del cigarro, que bajo asustado como si nunca fuera-mos a verlo de nuevo, perdiendo quien sabe que, o a punto de ser sorprendido con algo ilegal.

Seguramente el conductor sonrio cuando migracion lo bajo.Llegamos a la calle y saco mi mochila de la cajuela.El taxista me desea un buen dia y yo camino hacia el cafe

Ruta Maya.El dia esta ardiendo, la temperatura se acerca a los cuaren-

ta centigrados y la humedad es insoportable, la terraza del Ruta Maya esta llena de gente que toma cafe helado en grandes vasos de litro y medio. Junto a la puerta, la estacion de autoservicio con leche, media crema, azucar mascabado, azucar refinada, Splenda, NutraSweet, jarabe simple, servilletas, popotes y palitos de made-ra de pino para revolver, esta donde la recuerdo. En realidad, todo esta igual a como lo recuerdo y esto es reconfortante.

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Ali salta la barra y me abraza, tirando un latte helado sobre una rebanada de pastel de zanahoria a la cual le ponia copiosas cantidades de crema batida. El latte, afortunadamente helado, cae sobre la barra y para en la mano de un sorprendido cliente que tuvo que dar un salto atras para evitar que Ali lo derribara tambien.

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Ali es la barista y manager del Ruta Maya y la novia de mi amigo Gary.

—Ali, ¡que gusto verte de nuevo! —le digo mientras nos abrazamos efusivamente.

—¡Hey, no puedo creer que ya estes de vuelta! Dime que te quedas un buen tiempo esta vez, tienes que hablar con Gary y hacerlo entrar en razon. Ya son meses que no estoy con el, pero no se quiere salir de la casa.

—¿Como, ya no estan juntos?—Bueno, como te lo explico, no estamos juntos, pero el muy

cabron no ha sacado nada de la casa, dice que tiene otra casa, pero nunca duerme ahi, ni se ha llevado su ropa ni nada. Me tienes que ayudar, yo se que a ti si te escucha.

—Ali… —le digo senalando con los ojos a los clientes que parece haber olvidado por completo.

Nos reimos un poco volteando a ver la cola que se ha forma-do pero en la que, educadamente, nadie hace ningun comentario.

Me pregunta si quiero algo de tomar. Pido un americano de 22 onzas helado pensando en cinco segundos de jarabe simple y una pulgada y media de espacio para llenarlo con media crema, pero en cuanto Ali gira sobre sus talones para caminar esta vez alrededor de la barra, recuerdo la cantina irlandesa que esta justo al lado y la idea de una Bitters bien fria, como sirven aqui toda la cerveza, me quita las ganas de cafe.

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Ali aprovecha la inercia que ya ha creado para pasarme mi cafe saltando la cola, que ahora es de por lo menos ocho personas.

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Tomo el cafe, que Ali no me quiere cobrar, y deposito los tres dolares en el frasco de las propinas que dice Si no dejas pro-pina, hoy no como. Esta escrito a mano con letra estilizada y decorado con simbolos de amor y paz, estrellas y cometas.

—Tan pronto este mas desocupada salgo para que me plati-ques como has estado y llamamos a Gary para que se cague en los pantalones. ¿Cuanto tiempo te quedas?

—No se, un par de semanas.—¿Vienes de Nueva York?—No, vengo con todos los mojados en un camion del sur.Ali me sonrie conspirativamente y me muestra sus hermosos

dientes y esos labios que se estiran y revelan la blanca perfeccion que comparten como obsesion todos los gringos, independien-temente de su raza o credo.

Afuera el calor me golpea de nuevo. Me recargo en el baran-dal esperando a que una mesa se desocupe. Sorbo lentamen-te mi cafe.

Texas. Costillas BBQ y pancakes servidos en un plato que podria hacer de charola en otros paises, cuatro muffins de maiz, papas fritas o pure y una risible porcion de tristes vegetales sobre-hervidos.

Las pick up se pasean por la soleada calle Cuarta con sus con-ductores y pasajeros, hombres y mujeres cebados por la buena y copiosa comida, y veo de nuevo las sucias calles de Nuevo Lare-do, con su gente miserable y los bicitaxis que preguntan si quie-res pastillas, medicinas o morritas, recordando las sucias calles de Tijuana y los verdes valles de la Alta California.

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Territorios perdidos y envidiados por unas empenosas Chi-huahua o Sonora que desearian pertenecer a este pais donde el trabajo es orgullo y las cosas funcionan.

Mi abuelo, un ingeniero civil del Reino Unido, llego a Chi-huahua a principios del siglo xx para comprar tierras en la zona de Meoqui y Delicias, usando un prestamo de inversionistas obtenido con la promesa de que los Estados Unidos invadirian Mexico de nuevo para tomar los estados del norte, especialmen-te Chihuahua por su agricultura y recursos de agua.

Sin embargo, los Marines nunca llegaron al pueblo y mi abue-lo murio ahi con su esposa tarahumara, a la que compro en la sie-rra a sus tiernos diez anos y que le dio mas de cinco hijos y cuatro hijas, una de ellas mi madre.

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Horas despues, reconozco a lo lejos la Ford Pick Up Super Duty F-250 de Gary, que desde que dobla la esquina deja es-cuchar su poderosa maquina a diesel parandose a mas de dos metros sobre el asfalto, acompanando al rugir del motor las pesadas herramientas electricas que usa para construir sets de cine en el departamento de carpinteria de Universal Studios.

Gary no se sorprende, me descubre viendolo mientras se esta-ciona y pretende no reconocerme o mantiene su cool. Sale de la pick up apoyando su enorme cuerpo sobre el descanso y baja una mochila de lona.

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Sube las escaleras con lentes oscuros y el unico reconocimien-to que hace es dirigirse hacia mi mesa.

—¿Te conto Ali que estaba aqui?—No, pero no me sorprende. Siempre he sabido que te vere

de vez en cuando el resto de mi vida.Dejo mi vaso de plastico transparente con los restos de los

hielos derretidos hace mucho ya y mezclados con lo que quedo del cafe con media crema dandole un acuoso color cajeta, y nos metemos al bar irlandes.

Platicamos largo rato. Su vida iba bien, termino dos peliculas en el ano y tenia otra en puerta, El Alamo. Con expresion seria se baja los lentes de sol y con sus cansados ojos azules me ve fija-mente y me pregunta: “¿Recuerdas El Alamo?”

—Tan claro como San Jacinto.—Por eso me caes bien, no tienes lealtades mas que conti-

go mismo.

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Gary sufria por su rompimiento con Ali, siendo un hijo de mi-litares nacido en Berlin en una base norteamericana, educado protestante y con un amor incondicional a sus dos hijas menores. Muy en sus adentros, estoy seguro que envidiaba esa vida mono-tona y asexual de la hipocrita clase media y poder vivir el resto de sus dias cuidando de estas ninas y fingiendo un amor publico con su esposa. Pero Ali ni era su esposa ni aceptaria esto. Ella, crecida en una comuna hippy a las afueras de Nuevo Mexico, estudiante en la Universidad de Texas, no parecia necesitar de nadie ni de nada, y por mas cientos de miles de dolares que Gary

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ganara al ano en Universal, Ali parecia contenta con el apoyo del gobierno a madres que estudian y guardaba un as bajo la manga, forzar a Gary a pagar ayuda financiera para las dos ninas. Ame-naza que volaba en las discusiones de la pareja.

—Los hijos de las flores son unos hijos de puta. Esta mujer me puede quitar todo lo que tengo, pero al final, lo unico que quiero es tener a mis hijas, asi que me la llevo bien con ella.

—¿Donde vives ahora?—Rente un estudio no muy lejos de las chicas, pero me que-

do en casa la mayor parte del tiempo; el estudio es solo en caso de que Ali y yo nos peleemos y yo tenga que salir exiliado por unos dias. Te dejaria quedarte ahi, pero creo que prefieres estar en casa, ¿no es asi?

—Claro, ya sabes que tu casa es mi casa.Kaya y Molly crecian salvajes y sin ninos alrededor. Ali deci-

dio darles ella misma educacion en casa y librarlas asi de los anos de la propaganda escolar que forma los primeros traumas y adic-ciones de los ninos de este pais. Deja tambien que las ninas tomen decisiones sobre su alimentacion y preferencias, haciendo de la casa un club infantil y de los adultos simples accesorios al servi-cio de ellas, que algunas veces, cuando es estrictamente necesa-rio, hacen sentir su estatus de adultos.

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Gary me dice que la litera de las ninas esta en la sala porque hace unos meses les dio por moverla y asi se quedo, pero puedo usar la recamara de las ninas, que esta desocupada, aparte de la catastrofe de munecas y coches de plastico rosas que la satura.

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Austin seguia igual, una mezcla entre la California de los sesen-ta y una pelicula de ocho milimetros de Wim Wenders.

Jovenes sin trabajo pero con dinero suficiente para viajar y hacer teatro, tener coches que parecian carisimos dentro de su rango utilitario de coches para viajar.

Grandes caravanas se organizaban con el pretexto de llevar bicicletas a Chiapas o equipo medico descontinuado a Cuba.

No era raro escuchar conversaciones que referian experien-cias en Malasia o Centroamerica.

Eran contrabandistas y luchadores sociales, rebeldes y edu-cados, tenian todas las ventajas. La burbuja del dot com inyecto muchisimo dinero a la juventud de Austin y este oasis en medio de Texas utilizo a su favor, como es el verdadero espiritu de este pais, su ya creada fama y libertad adquirida como capital del esta-do y pululada por jovenes estudiantes e hijos junkies de petrole-ros de Dallas.

Camine por Lavaca hasta Cesar Chavez, doblando a la izquier-da y llegando a Congress para cruzar el puente de los murciela-gos.

El sol caia como plomo sobre los coches, las banquetas, los edificios y sobre mi.

Nadie camina en esta Texas, podrias andar todo un dia y solo encontrarias en las banquetas a la gente que sale a tirar su basura o a los que encienden diez minutos antes su auto para que el aire acondicionado este perfecto al momento de abordar para par-tir a la tienda de donas mas cercana o al merendero de cincuen-ta millones de calorias.

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Encendi un churro que traia conmigo desde San Miguel Allen-de para retar mi observacion de que en verdad nadie camina-ba y llegue hasta el puente de los dichosos murcielagos, me sente y contemple el rio que llaman lago de Austin. Con los pies col-gando, el sol y mi churro, me senti como un nino, con una vista completa del capitolio texano a tan solo siete u ocho cuadras.

Apague lo que quedaba del churro y lo guarde en mi bol-sa de tabaco.

Habia una fiesta en la noche, pero por el momento nada que hacer. Solo tomar cafe gratis en Ruta Maya y ver las pick up circular.

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Nos organizamos afuera de Ruta Maya, Gary al volante de su Ford Pick Up Super Duty F-250 y Ali, que aunque ya no sea su no-via o algo asi, sigue siendo la madre de sus hijas, toma el asiento junto a el. Sarah, la hermana de Ali, pide ventana y yo quedo contento con viajar en la cama de la camioneta, recargado en la caja de herramientas Delta de aluminio, con las piernas estiradas.

Prendo un cigarro que acabo de liar con una mezcla de Gau-loises y Drum que compre en la tabaqueria de Ruta Maya y dejo que el tibio viento de Texas me despeine. Gary abre la ventani-lla trasera, suena musica de Sonic Youth, el album de Goo, y Kim nos dice que su amiga Goo usa calzones verdes.

La casa, segun me explica Gary, queda pasando las vias, en el lado mexicano de Austin, donde las rentas son mucho mas bara-tas, justo lo que cualquier artista busca.

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—¡Hey, hombre! ¿Vas bien alla atras?—Si, bastante comodo, gracias —grito sobre el viento.Ali dice que es injusto y estupido que ellos tengan que usar

cinturon por ir enfrente y va nerviosa porque solo hay dos cin-turones en la cabina.

—Es una ley estupida, en ese caso deberian prohibir viajar en la parte de atras de las pick up a la gente —grito apoyando a Ali.

—Si, pero los unicos que viajan en la parte de atras son los mexicanos.

Todos reimos con la broma de Gary y las chicas voltean son-riendo, pero nerviosas por si me he ofendido.

—¡Gary! Eres un grosero. Se bueno.

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—¿Grosero? Pero si no tiene sentimientos, miralo.De nuevo reimos y volteo a ver los grandes puentes y la auto-

pista decorada con las luces de los autos que vienen detras, como un enorme rio navideno disenado por una vieja extravagante.

Prefiero ir aca atras, pienso mientras veo pasar a una rubia en un Mazda MX5 Eunos Roadster convertible y rojo.

La fiesta es en la casa/taller de un grupo de jovenes artistas que hacen herreria, entramos por un callejon sin luz, pero tam-bores y risas y el sonido del ingles se mezclan con las radios, gri-tos y televisoras en espanol de las casas de alrededor.

La puerta es de pesado metal y esta completamente abierta, dejando ver un tejado que va todo alrededor del patio central, en medio del cual hay una fogata de proporciones casi ceremo-niales, y a su alrededor mujeres bailando freneticamente en una

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mezcla de baile africano, belly, hawaiano y chaman de television exorcizado.

Todas traen vestidos holgados de los colores de la tierra, pul-seras, miles y miles de pulseras, camisas de manta hindu que dejan ver de vez en cuando sus jovenes y libres senos y el cabello anu-dado en rastas que bailan como grandes y largas serpientes, seme-jan Medusas con fondo de fuego.

El acido que me regalo Ali antes de salir de Ruta Maya comienza a darme escalofrios y a hacerme salivar mientras ten-sa mi quijada, todo se siente tan confuso y bien, y sin saber por que me meto en el circulo de las mujeres y todo pasa en circu-los de colores y sonidos de risas, tambores, maracas, algun dijeri-du, panderos y castanuelas.

La casa es simple, pero con una disposicion peculiar: cuartos que han salido de la nada, el tejado que le da la vuelta y las antor-chas de tiki que me hacen pensar que estamos dentro de una cueva primigenia en algun antiguo ritual de fecundidad y guerra, preparandonos para ganar con sangre el derecho a la procreacion.

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Sonrio y me siento en casa, me siento comodo y bailo en el cir-culo pagano imitando a las jovenes y preciosas Medusas como un Perseo hipocrita y libidinoso.

Desde el frenesi de la danza es el mejor lugar para ver la fies-ta, bailando en circulos con vista panoramica de 360 grados en una locura circular de colores y sombras, pero el circulo se cor-ta de improviso cuando dos hombres con el pecho desnudo, car-gando grandes troncos, llegan aullando y riendo, empujando con

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la energia de sus cuerpos a todos y nos paramos para ver como tiran los troncos al corazon de la hoguera y como las chispas vue-lan queriendo salir y muriendo en el intento como diminutas luciernagas suicidas.

Las chicas gritan y se excitan y miro sus rostros deformados con sudor y ojeras imposibles viendose intermitente e histericamente una a la otra con el resplandor rojo y amarillo, dejandolas en som-bras veces y en un fulgurante resplandor que me ciega y juega con el acido que ya comienza a hacer estragos en mi cerebro.

Camino atontado por el patio y no logro recuperar mi vision, todo son brillos y sensaciones que se confunden.

Mis pasos inseguros van por tierra y mis botas se comienzan a llenar de polvo.

Me encuentro de frente con Paul, a quien conoci en San Miguel Allende, mientras giro la tapa de una Blue Moon que no tengo idea de como consegui. Paul me relata que ha esta-do viviendo en el sur, en Chiapas en algun lado, y que su nuevo nombre es Tzol, que segun me intenta explicar es un numero y una resonancia, como un numero musical y matematico, y yo le insisto que es el nombre del calendario maya, Tzol’kin, que com-partian varias culturas. Pero Paul no escucha o tal vez no he dicho nada y conscientemente me quedo mudo mientras lo veo a los ojos, unos grandes y martirizados ojos azules.

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Comienzo a verlo como a uno de esos Cristos crucificados en alguna iglesia de Chiapas, veo su corona de espinas con sangre y esos ojos que solo expresan dolor y comprension, lo puedo ver

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caminar por las calles de San Cristobal con su camisa y pantalon de manta, sus huaraches y su tallado de jade colgado del cuello con un mecate de canamo.

Un verdadero extrano para las calles de San Cristobal fuera de la temporada de turistas. Pero tan conocido. ¿Cuantas indias y ladinas no han tenido un orgasmo religioso viendolo a los ojos mientras las penetra este guero que se cree resonancia y calendario maya?

Paul, ahora Tzol o lo que sea, me saca de mis pensamientos tocandome el hombro y preguntando si estoy bien.

Mi cerveza esta en el piso. La botella rota y el liquido alrede-dor de mis zapatos, como si estuviera suspendido sobre un hoyo negro de caricatura.

Comenzamos a reir y sin poder dejar de reir le pido disculpas y le digo que estoy muy intenso mientras me alejo doblandome con mis carcajadas, dejandolo ahi, junto al hoyo negro de cerve-za que no logro tragarme, asi como yo no me trago que Tzol sea resonancia magnetica o lo que putas pretenda ser.

Ninos sobreeducados e ignorantes, gente que al leer dos libros tiene al mundo en su falta de imaginacion.

La fiesta alrededor sube de volumen y el ruido de los tambo-res, conchas y semillas junto con las risas y las conversaciones se funde con mi risa en el estomago y rio mas y mas, hasta el pun-to en que me comienzo a preocupar de no poder parar nunca y morir de kuru como los Fores de Papua-Nueva Guinea.

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Pero para mi sorpresa y alivio, la risa cambia a llanto y me sien-to mucho mejor, como el dia en que sali de casa dejando atras la

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cocina destrozada, con sangre en las manos, en la ropa, escuchan-do el silencio que se hace cuando dejamos de existir.

Me tambaleo hasta una silla cubierta por una piel de vaca y me echo a llorar acurrucado en ella hasta que me quedo dormi-do escuchando la fiesta, los tambores, las risas, la gente y el olor a copal de la piel de vaca, que me hace feliz como cuando era nino.

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Despierto en confusion. El olor de la fogata es tibio y el sol de Texas ya pega con toda su intensidad sobre los cuerpos de algu-nos hippies que quedaron tirados por todo el piso, como en un ataque terrorista a un ashram.

Me incorporo y me limpio el sudor de la cara, me duele la espalda y tengo el brazo izquierdo dormido, colgando a mi cos-tado, muerto.

Un hippy/vaquero toma cafe recargado en el marco de una de las puertas del enorme complejo estudio/comuna. Me salu-da indiferente, solo levanta su taza hacia si y baja la cabeza sin ser grosero pero tampoco invitante. Lo ignoro y volteo a ver de nue-vo a los hippies tirados bajo el sol.

Mi cerebro hila las imagenes de anoche y reconozco la puerta de salida, el callejon y por fin un barrio completamente descono-cido del que solo se que esta del otro lado de las vias.

Casas con jardin enfrente, jardin trasero, garage en sus 130 metros cuadrados, dos decadentes pisos con aparatos de aire acondicionado barrigones que recordando a los anos setenta se asoman por las ventanas abiertas despidiendo gases letales, todo

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lleno de basura y viejos sentados en el porche viendome cami-nar con pasos inseguros.

Chatarras en espera de ser reparadas ensucian la calle y jove-nes latinos y negros hablan con brazos y gritos en las banque-tas a pesar del calor, con paliacates negros con blanco y gorras de algun equipo de beisbol o futbol o lo que sea, con camisas vein-te tallas demasiado grandes y tenis de cientos de dolares, colla-res de oro, relojes, dientes enjoyados, tatuajes incomprensibles en esa piel afrolatina.

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No reconozco nada, no es Mexico, es Texas, es Austin.A lo lejos veo una muralla, que en realidad es un desnivel

interminable para las vias del tren.Cruzo las vias y me encuentro con la interestatal 35. Los

puentes y desniveles se presentan sin fin frente a mi, mas efec-tivos que cualquier frontera resguardada por veloces piezas de metal que van a sus permitidos 120 kilometros por hora.

Camino por el lado de la autopista sintiendo las miradas ato-nitas de los automovilistas y esperando que ninguna patrulla pase con uno de esos robocops enormes y arios.

Texas no fue hecha para caminarse y Austin no es la excepcion.Pero a lo lejos, muy a lo lejos, veo un puente que podria

dejarme pasar al otro lado de la autopista, una promesa que me acercaria mas a un bagel de salmon con alcaparras y un enorme cafe helado con media crema.

Mientras, lo que queda del acido en mi sistema me hace sentir que todo esta bien, que todo esta mal, pero no importa.

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