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Esta traducción fue hecha sin fines de lucro.

Es una traducción de fans para fans.

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Staff Moderadora

Mel Cipriano

Traductoras

Val_17 Verito

Beatrix Dey

Liz Holland

Miry GPE Valentine Rose

Liillyana Julieyrr

Vani Daniela

Agrafojo Ivy Walker

florbarbero ElyCasdel

Mel Markham Cynthia

Delaney

Kellyco sashas4

CamShaaw Jasiel Odair

Mire Janira

Niki Bells767

Snow Q Zafiro

Mary Haynes Lorena

Katita

CrisCras Lilizita15

Annie D Aleja E

Juli NnancyC

Noelle Dannygonzal

Jeyly Carstairs Sandry

Anty Vanessa

Farrow

Aimetz Volkov Gabriela♡

Sofía Belikov

Mary Mel Cipriano

Correctoras

Key

florbarbero Miry GPE

Emmie

Alexa Colton *Andreina F*

Sofía Belikov Laurita PI

ElyCasdel CrisCras

Aimetz Volkov

Karool Shaw Daniela Agrafojo

Mel Markham

Esperanza Adriana Tate

Mire itxi

Jasiel Odair LucindaMaddox

Val_17

Dannygonzal SammyD

Niki

Amélie. Verito

Michelle♡

Lectura Final

Juli

Diseño

July

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Indice Sinopsis

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Epílogo

Sweet

Sobre la autora

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Sinopsis Estaba perdido y solo. Entonces la encontró. Y el futuro parecía más

frágil que nunca. Cuando era un niño, Landon Lucas Maxfield creía que su

vida era perfecta y anhelaba un futuro lleno de promesas, hasta que una tragedia rompió su familia y lo hizo dudar de todo lo que creía. Lo único

que quería era dejar atrás el pasado. Cuando conoció a Jacqueline Wallace, su deseo de ser todo lo que ella necesitaba fue tan fácil… Tan fácil

como podría ser para un hombre que aprendió que el alma es quebrantable y que todo lo que deseas puede ser arrancado en menos de un latido del corazón.

Contours of the Heart #2

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1 Traducido por Val_17

Corregido por Key

Landon Ocho años atrás…

Me desperté de un salto, gritando.

—¡Enfermera! —exclamó alguien—. ¡Enfermera! —Un rostro se

inclinó sobre mí. Cindy Heller, la mejor amiga de mamá—. Landon, cariño, está bien. Estás a salvo. Shhh, estás a salvo.

¿A salvo? ¿Dónde?

Sentí sus dedos fríos sobre mi brazo y traté de concentrarme, mientras sus ojos enrojecidos se llenaban de lágrimas. Se mordía el labio

inferior tan fuerte que quedó sin color y tembloroso. Todo su rostro estaba arrugado, como un papel que se aprieta y luego se vuelve a alisar.

Su esposo, Charles, apareció a su lado, deslizando un brazo por su espalda para acercarla. Se desplomó contra él como si no pudiera estar

derecha sin su refuerzo.

Su otra mano se sentía cálida en la parte superior de la mía, luego, envolviéndola. —Estás a salvo, hijo. Tu papá está en camino. —Su voz

sonaba ronca, y sus ojos se veían rojos—. Él estará aquí pronto.

Una enfermera se materializó al otro lado de la cama con una jeringa

enorme, pero antes de que pudiera alejarme, la metió en una bolsa suspendida de un soporte metálico. Un cordón transparente se extendía

desde la parte inferior de la bolsa enrollado hasta abajo. Supe que estaba unido a mí cuando sentí lo que acababa de inyectarle, como si hubiera recibido un disparo con un arma tranquilizante.

Arma.

Mamá.

—¡Mamá! —dije, pero mi boca no cooperó y mis ojos seguían tratando de cerrarse—. ¡Mamá! ¡Mamá!

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Cindy no pudo morder su labio lo suficientemente fuerte como para

ahogar el sollozo que se le escapó. Las lágrimas se desbordaron y bajaron por sus mejillas. Ya no podía sentir su toque, y ella se giró hacia el pecho

de su esposo y se cubrió la boca con las manos, demasiado tarde para ahogar otro sollozo.

La presión de la mano de Charles disminuyó poco a poco mientras

todo se volvía más borroso. —Landon, duérmete. Tu padre estará aquí tan pronto como pueda. Estoy aquí. No voy a dejarte.

Su rostro se puso cada vez menos visible, hasta desvanecerse por completo, y no pude mantener los ojos abiertos.

¡Mamá! Grité su nombre en mi cabeza: ¡Mamá! Mamá… mamá…

Pero ya sabía que no me escucharía, ni aunque mi voz fuera tan fuerte como un motor de reacción.

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Lucas En un auditorio de ciento ochenta y nueve estudiantes, es raro que

uno de ellos destaque el primer día, pero no sin precedentes. Cuando uno se separa de la manada al principio, es por lo general a causa de algo

negativo. Como hacer preguntas estúpidas. Hablar durante la conferencia, y recibir la mirada de odio de la profesora. Olor corporal excesivo. Ronquidos audibles.

O mi anatema personal: ser un imbécil a la moda.

Así que no me sorprendió mucho cuando noté a un tipo así durante

la primera semana del semestre de otoño. Típico rey de su secundaria —acostumbrado a los arrastrados aduladores. Todavía esperándolo, aún

obteniéndolo. Chico de fraternidad. Ropa casual pero pudiente, corte de pelo costoso, sonrisa engreída, dientes perfectos y la requerida novia bonita. Posibles carreras: economía, ciencias políticas, finanzas.

Me molestó a la vista. Lo juzgaba, seguro —pero no es como si mi opinión importara. Prestó atención en clase e hizo preguntas competentes,

por lo que era improbable que necesitara tutorías, aunque eso no le impidió presentarse a las sesiones de estudio que yo administraba para el

Dr. Heller tres veces a la semana. A menudo, los estudiantes más brillantes formaban la mayor parte del grupo.

El primer semestre hice enseñanza suplementaria —el otoño

pasado— y presté mucha atención durante las conferencias de Heller. Saqué excelente en su clase, pero pasó un año desde que lo tomé, y

economía no es un campo inactivo. No quería que un estudiante me preguntara algo en una sesión de tutoría que no pudiera responder. Para

el tercer semestre —mi cuarto en esa clase— no necesitaba estar ahí, pero la asistencia a clases era parte del trabajo de tutorías, y era dinero fácil.

Así que allí me encontraba sentado; muy aburrido en la última fila,

trabajando en las asignaciones de mis cursos avanzados, esbozando ideas para proyectos de diseño, manteniendo un oído en la conferencia así

podría seguir el tema durante mis sesiones, e ignorando decididamente mi desagrado sin sentido por el engreído estudiante de segundo año sentado

en el centro de la clase con su accesorio de novia.

Pero para el final de esa primera semana, mi atención se desviaba hacia ella.

Desde la infancia, dibujar ha sido un desvío reconfortante, y a veces un escape. Mi madre era una artista, y no sé si ella percibió que yo tenía

una habilidad natural para ello o si se trataba de una habilidad aprendida por su estímulo temprano y un montón de práctica. Todo lo que sabía era

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que cuando tenía cinco o seis años, el papel y lápiz eran mi manera de

relacionarme con el mundo. Mi forma personal de meditación.

Una vez que empecé la universidad, la mayoría de mis dibujos

fueron mecánicos o de carácter arquitectónico —probablemente inevitable, dados mis estudios de ingeniería mecánica. Pero hasta en mi tiempo libre, rara vez esbozaba cuerpos o caras. Tenía pocas ganas de hacerlo.

Hasta ella.

Entrando y saliendo de clases, su novio a veces tomaba su mano.

Pero era como si estuviera sosteniendo una correa, no la mano de una chica que le importaba. Antes de clases, él hablaba de fútbol, política,

música y detalles de la fraternidad, como reclutar miembros nuevos o las próximas fiestas con otros tipos como él y chicos que querían serlo. Las chicas cercanas le otorgaban miradas de reojo que pretendía ignorar.

De alguna manera, mientras se preocupaba por todo y todos a su alrededor excepto ella, de repente yo no podía ver nada más. Era hermosa,

claro, pero en una universidad con treinta mil estudiantes de licenciatura, apenas era fascinante. Si no fuera por mi molestia inicial con su novio,

podría nunca haberla notado.

Una vez que noté cuán a menudo se desviaba mi mirada hacia ella, luché conscientemente contra la inclinación —pero fue inútil. No había

nada en la habitación tan interesante como esta chica. Lo que me fascinó en primer lugar fueron sus manos. Específicamente, sus dedos.

En clases, se sentaba junto a él, con una sonrisa débil, a veces conversando en voz baja con él u otras personas cercanas. No parecía

infeliz, pero en ocasiones, sus ojos lucían casi vacíos, como si su mente estuviera en otra parte. Durante esos momentos, sin embargo, sus manos —sus dedos— interpretaban.

Al principio, pensé que tenía un tic nervioso, como la hija de los Heller, Carlie, que nunca dejó de moverse desde el día en que nació. Carlie

siempre daba golpecitos con una uña o un pie, moviendo una rodilla, hablando. Lo único que hacía con calma, era acariciar a Francis, mi gato.

Sin embargo, esta chica no daba golpecitos con los dedos de manera inquieta. Sus movimientos eran metódicos. Sincronizados. Sentado lo

bastante lejos a la izquierda de ella para estudiar su perfil, la vi sacudir su barbilla, tan sutilmente que era casi indetectable, y en algún momento, me di cuenta que cuando su expresión era lejana y sus dedos se movían,

escuchaba la música. Estaba tocando música.

Era la cosa más mágica que le vi hacer a alguien.

De acuerdo a la lista de asientos de Heller —recibido con el resto de mis materiales de apoyo para las tutorías del semestre— el nombre del

imbécil era Kennedy, asumiendo que leía los garabatos de su impresión

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correctamente. Sentado en el sofá de mi apartamento, revisando el gráfico,

murmuré—: De ninguna jodida manera. —Cuando leí el nombre de ella, cuidadosamente impreso en el asiento junto al suyo: Jackie.

¿Jackie y Kennedy?

No podría salir con ella debido a su nombre. Nadie podía ser tan superficial.

Recordé esta mañana al final de la clase. Él le tendió su tarea y dijo—: Oye, nena, ¿llevarías esto a la parte delantera con la tuya? Gracias.

—Lanzándole una sonrisa para que fuera, se giró para continuar algún debate sobre si debería o no considerar los ritos de iniciación mientras ella

colocaba su papel en la cima del suyo, rodando los ojos mientras bajaba los escalones al frente de la sala de clases.

Sí. Podía ser absolutamente superficial.

Toqué con un dedo su nombre. Cada letra que imprimió era redondeada, femenina. Incluso la “i” tenía una ligera curva y el palito

desviado. El punto sobre la “i” era un punto. No un círculo abierto. No un pequeño corazón. Y también rodó los ojos después de su: Oye, nena. Tal

vez ella no estaba irremediablemente atrapada en su red.

¿Qué demonios pensaba? Esta chica era una estudiante en la clase

que yo tutelaba. Se hallaba fuera de los límites, al menos por el resto del semestre. Lo cual era un tiempo malditamente largo, considerando que acababa de entrar en la segunda semana de clases.

Y además del hecho de que no podía tocarla aunque estuviera disponible… lo cual no era así.

Me pregunté cuánto tiempo habían estado saliendo. De acuerdo a la hoja, ambos eran estudiantes de segundo año. Entonces, en el peor de los

casos: tenían algo hace un año.

Así que hice lo que haría cualquier acosador normal. La busqué en línea y encontré su perfil bloqueado. Maldición.

Pero el de él estaba muy abierto.

Kennedy Moore. En una relación con Jackie Wallace. Sin ningún

aniversario en la lista, pero había fotos etiquetadas de ella —no sólo del año pasado, sino que antes de eso. Comencé a buscar, molestándome cada

vez más sin motivo.

El verano antes de la universidad. La graduación de la secundaria. El baile de graduación. Esquí en las vacaciones de primavera. Una fiesta

sorpresa en su décimo octavo cumpleaños. Una foto a la distancia de una orquesta con más intérpretes que toda la población de mi escuela

secundaria. Un primer plano del traje que ella usaba en esa orquesta más un gorro de Santa —pero ningún instrumento en sus manos, así que no

estaba seguro de lo que tocaba.

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Acción de gracias con su familia. Los dos haciendo muecas con sus

amigos en un campo de fútbol justo afuera de una secundaria que apestaba a suburbio adinerado. El receso del verano anterior. Baile de

primer año. Otra navidad.

La foto más antigua de ella con él fue tomada en un carnaval de otoño hace casi tres años.

Habían estado juntos por tres años. Tres años. Ni siquiera podía pensarlo.

Un aullido en mi puerta marcó el regreso de Francis de cualquier problema en que se metió entre la cena y el sueño. Como cualquier buen

compañero doméstico, puse mi portátil a un lado y lo dejé entrar. Cuando abrí la puerta, se sentó en la alfombra, lamiéndose una pata.

—Vamos, entra —dije—. No voy a enfriar todo el vecindario.

Se encogió en una posición erguida, estirándose perezosamente y se precipitó al apartamento mientras movía la puerta. Justo antes de

cerrarla, escuché—: ¡Lucas! —Y la abrí.

Carlie se encontraba a medio camino de las escaleras de madera que

conducía a mi apartamento sobre la cochera de los Heller. Era tarde. Ella desarrolló un incómodo enamoramiento por mí la primavera pasada, lo

que pensé que se terminó hace un mes, después de que fingí no darme cuenta de sus prolongadas miradas y risitas excesivas. La conocía desde que nació, así que ella y sus hermanos eran como primos o parientes para

mí, especialmente considerando que no tenía ninguno. También era cinco años menor —una niña. Lo último que quería hacer era lastimarla.

Me moví, tapando por completo la puerta. —Oye, Carlie. ¿No debes estar en la cama?

Arrugó la nariz y frunció el ceño, insultada. —Tengo dieciséis, no seis años. Demonios. —Cuando llegó al último escalón y se paró en el semicírculo de luz sobre el pequeño rellano, me di cuenta de que tenía un

plato en su mano—. Hice galletas. Pensé que podrías querer algunas.

—Genial. Gracias. —Tomé el plato, pero no se movió.

Arrastró un pie y metió las manos en los bolsillos traseros de sus pantalones cortos. —¿Lucas?

—¿Sí? —dije, pensando: Oh, mierda.

—¿Alguna vez vas a… tener una novia? O tienes una, ¿pero no la traes por aquí? O hay, ya sabes, algo que aún no has revelado…

Ahogué una risa. —Si estás a punto de preguntar si necesito salir del armario, la respuesta es no. Lo habría hecho hace mucho tiempo. —

Esa pregunta era, extrañamente, mucho más fácil de contestar que la otra.

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—Me imaginé que tendrías una. Quiero decir, eres un tipo al que no

le importa ser controversial.

Enarqué una ceja. —¿Debido al aro en el labio?

Asintió. —Y los tatuajes. —Sus ojos se ampliaron al darse cuenta de lo que acababa de decir—. Quiero decir, obviamente, tienes tus razones para esos. La mayoría de ellos… —Cerró los ojos—. Dios, soy tan estúpida.

Lo siento…

—Está bien, Carlie. No te preocupes. —Mis dientes rasparon la

franja de metal que rodeaba mi labio inferior, mientras luchaba por mantener mis ojos en los tatuajes que rodeaban mis muñecas—. Gracias

por las galletas.

Suspiró. —Sí. No hay problema. Buenas noches, Lucas.

Evitó la pregunta de la novia, yo también suspiré. —Buenas noches.

Carlie era la única Heller que nunca tuvo un problema para recordar llamarme Lucas. Cuando me fui de casa para la universidad hace tres

años, quería cambiar todo, empezando por mi nombre. Mi madre me dio su apellido de soltera —Lucas— como segundo nombre. Supuse que un

montón de personas se daban a conocer por sus segundos nombres, y además, no debía hacer ningún procedimiento legal para utilizarlo.

Mi papá se negó a llamarme Lucas, pero como decidiera llamarme,

difícilmente importaba. Ya no vivía con él, y cuando me fui de casa, apenas nos hablábamos. Los padres de Carlie y sus dos hermanos lo recordaban

esporádicamente, pero lo intentaban. Fui Landon por más de dieciocho años, así que por lo general lo dejaba pasar sin corregirlos. Viejos hábitos,

bla, bla, bla.

Sin embargo, desde ese momento, yo era Lucas para cualquier persona nueva. Quería hacer que Landon desapareciera para siempre. Que

fuera inexistente.

Debí haber sabido que no sería tan fácil.

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2 Traducido por Verito

Corregido por florbarbero

Landon Desde jardín de infantes, fui a una pequeña escuela privada en las

afueras de Washington DC. Usábamos uniformes: las niñas; blusas blancas con botones perlados, faldas escocesas plisadas y chaquetas de

punto, los niños; camisas blancas almidonadas, pantalones bien planchados y blazers. Nuestros profesores favoritos hacían la vista gorda a

las bufandas no autorizadas y cordones coloridos, e ignoraron cuando olvidábamos usar los cardiganes y chaquetas. Los instructores estrictos nos quitaban las cosas de contrabando y rodaban los ojos cuando

argumentábamos que las pulseras de cáñamo y los cintillos brillantes eran expresiones de libertad individual.

Victor Evans fue suspendido la primavera pasada cuando se rehusó a quitarse un collar de perro Bottega Veneta, afirmando que usarlo era su

derecho, de acuerdo a la Primera Enmienda y que técnicamente no iba contra las reglas. La administración tomó medidas luego de eso.

Todos lucíamos iguales superficialmente, pero durante las dos

semanas que estuve fuera de clases, cambié completamente bajo mi piel, que es donde cuentan los cambios. Fui probado y fallé. Hice una promesa

que no cumplí. No importaba si por fuera era idéntico. Ya no era uno de ellos.

Se me permitió hacer el trabajo que perdí, como si me hubiese ido por un caso severo de gripe, pero las consideraciones especiales no terminaron ahí. Los profesores que antes me castigaban, ahora daban

golpecitos a mi hombro y me decían que me tomara mi tiempo con el trabajo de clases. Me dieron calificaciones altas que no gané en ensayos

pobremente escritos, tiempo extra para trabajos de laboratorio incompletos, y la posibilidad de repetir exámenes desaprobados.

Luego se encontraban mis compañeros, algunos de los cuales me conocían desde que teníamos cinco años. Todos ellos murmuraban condolencias, pero no tenían ni idea de qué decir después. Nadie me pidió

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ayuda en las tareas de algebra o me invitó a jugar videojuegos. Los chicos

ya no empujaban mis libros de mi escritorio cuando no miraba ni me molestaban cuando mi equipo favorito de futbol recibía una patada en el

trasero por los Pieles Rojas. Las bromas sexuales paraban a la mitad de la oración cuando me acercaba.

Todos me miraban: en clases, en el pasillo, en las asambleas, en el

almuerzo. Cotilleaban tras sus manos, negando con sus cabezas, me observaban como si no pudiese notarlo. Como si fuese una figura de cera

de mí antiguo yo —realista, pero espeluznante.

Nadie me miraba a los ojos. Como si tener una madre muerta fuese

algo contagioso.

Un día muy caluroso, me enrollé las mangas en la clase del señor Ferguson, historia de Estados Unidos, sin pensarlo. Escuché el susurro

acusador, moviéndose de persona en persona, demasiado tarde.

—¿Sus muñecas? —siseó Susie Gamin antes de que alguien la

callara.

Bajarme las mangas y abrochar los botones de nuevo no hizo

ninguna diferencia. Las palabras eran una avalancha de rocas cayendo. Imparables.

Al día siguiente, usé un reloj con una correa gruesa en mi muñeca,

aunque mi piel aún se hallaba irritada en carne viva. Apilé pulseras de silicona en mi muñeca derecha, prohibidas incondicionalmente por el

director la primavera pasada. Se convirtieron en parte de mi uniforme.

Nadie me hizo sacármelas. Nadie las mencionó. Pero todos miraban,

con ganas de echar un vistazo a lo que se encontraba debajo.

Cosas que dejé de hacer:

Hockey. Comencé a jugar cuando tenía seis, un poco después de

asistir a mi primer juego de los Capitals con mi papá. Mamá no se encontraba muy emocionaba, pero lo toleraba, quizás porque era un punto

de unión entre mi padre y yo. Quizás porque me encantaba demasiado jugar. Aunque era diestro en cada otra situación, algo pasó cuando até mis

patines y tomé mi posición a la izquierda. Enviando un disco a la meta, era ambidiestro. Mientras respiraba, cambiaba de posiciones para colocar un

disco desde la esquina, o asustaba a mis oponentes cambiando de manos en el medio de una jugada, metiendo goles antes de que se recuperaran. Mi selecto equipo no ganó todas las veces, pero llegamos a las finales el

último año. Comencé el octavo grado seguro de que este sería el año en que nos llevaríamos el trofeo de campeones a casa. Como si eso fuese lo

más importante que podría pasarme.

Participación en clases. No levanté la mano. Jamás fui llamado. Fue

bastante simple.

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Dormir. Todavía dormía, un poco. Pero me despertaba mucho. Tenía

pesadillas, pero no comunes. Muy a menudo, soñaba que caía. Desde el cielo. De un edificio, un puente, un acantilado. Mis brazos aleteaban y mis

piernas pateaban inútilmente. A veces, soñaba con osos y tiburones y dinosaurios carnívoros. A veces, soñaba con ahogarme. Algo era constante: siempre me encontraba solo.

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Lucas En los días calurosos, extrañaba tener la playa justo fuera de mi

puerta. Aunque el aire estuviera saturado de humedad y la arena fuera irregular y estuviera cubierta de hierba, el golfo siempre se hallaba ahí,

con las frías olas chocando contra la cosa como un murmullo insinuante.

Por los pasados tres años, he vivido a cuatro horas del mar. Si tenía el deseo de sumergir mi cuerpo en agua, tenía dos opciones: la piscina de

los Heller o el lago. Existía un poco de soledad en ambas.

El lago permanecía perpetuamente lleno de turistas y lugareños por

igual, y las amigas de Carlie seguían pasando el rato en la casa casi a diario, descansando en las tumbonas de la piscina mientras pasaba el

verano. Lo último que necesitaba era una pandilla de chicas menores de edad tratando de atrapar mi atención, porque era el único hombre que no era padre en la vecindad. Cole fue el objeto de interés de ellas todo el

verano, para disgusto de su hermana. Pero hace dos semanas se fue, para seguir los pasos de su madre en Duke, y Caleb sólo tenía once años,

demasiado joven para ellas, como lo eran ellas para mí.

No percibían la correlación.

Volverme progresivamente más pálido durante los pasados años, hacía que mi tinta se destacara más. Comencé con patrones complejos alrededor de mis muñecas, que luego se convirtieron en mangas,

compuestas principalmente por mis propios diseños. Combinados con el aro en el labio y el largo cabello oscuro, me parecía más a un chico que se

nutre de la música depresiva y oscura que al adolescente que vivía en la playa que era en la época en que obtuve los tatuajes y los aros.

En la secundaria, lucía múltiples aros —uno en la oreja, una barra a través de una ceja y un anillo en el pezón— además del aro del labio. Papá

los odiaba, y el director tradicionalista de mi secundaria alegó que eran signos de desviación y una conducta antisocial. No me molesté en discutir.

Una vez que dejé mi hogar, me los quité todos menos el del borde de

mi labio, el más visible.

Me imaginé que Heller podría preguntarme “¿Por qué dejarte ese?”

pero nunca lo hizo. Quizás sabía la respuesta sin que tuviese que decirla en voz alta, que me encontraba categóricamente en mal estado y muy lejos

de preocuparme por encajar. Para la gente común, el aro de mi labio indicaba lo opuesto a la accesibilidad. Era una barrera auto-erigida, y

servía como advertencia de que el dolor no me detendría, que incluso era bienvenido.

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***

Las clases se habían desarrollado por dos semanas. Contra mi mejor

juicio —lo que quedaba de él— estudié a Jackie Wallace. Su cabello café caía en ondas suaves varios centímetros más allá de sus hombros, a menos de que se lo retorciera en un moño con un lazo o un clip, o se

hiciera una cola de caballo que la hacía lucir de la edad de Carlie. Tenía grandes ojos azules, como un cielo despejado. Sus cejas se hallaban

fruncidas profundamente cuando se encontraba molesta o concentrada, y arqueadas en reposo, lo que me hacía preguntarme qué hacían cuando se

sorprendía. Altura promedio. Delgada, pero aun así curvilínea.

Sus uñas eran cortas y no las pintaba. Nunca la vi mordisquearlas, así que decidí que debía mantenerlas cortas intencionalmente, ya que eran

mejores para dirigir esas sinfonías en su cabeza y simular los movimientos instrumentales con sus manos. Quería ponerme audífonos y enchufarlos a

ella y saber que escuchaba cuando sus dedos se movían. Incluso tenía curiosidad de saber qué instrumento tocaba, aunque apenas sabía la

diferencia entre un violonchelo y una viola.

Existe esta falacia de que si eres un artista, eres creativo y artístico en todo. Es real para algunas personas —como mi madre— pero no para

todos. Cuando era más joven, la gente se sentía confundida de que no tocara ningún instrumento, ni pintara, ni escribiera poesía. Pero soy un

artista en sólo un sentido. Dibujando. Eso es todo. Incluso mis tatuajes son resultado de bocetos en lápiz y papel transferidos desde mi cuaderno a

la tinta del artista tatuador, inyectados bajo mi piel.

Después de absorber un capítulo adormecedor de mentes, sobre calibración de sensores para mediciones de laboratorio, devolví mi libro de

texto a la mochila y saqué mi cuaderno de dibujo. Quedaban quince minutos de la clase de Heller. Mis ojos se desviaron hacia Jackie Wallace,

sentada varias filas más abajo, con la barbilla en la mano. Sin intención, mi mano comenzó a dibujarla. Las rudimentarias líneas se encontraban

allí antes de que supiera qué hacía. No podía capturar sus dedos en movimiento dentro de los confines de una hoja de papel, así que la atrapé prestando atención a la lectura, o aparentándolo.

—Aquellos que no piensen en economía, deberían preguntarse “¿Por qué debo gastar mi tiempo estudiando economía?” —dijo Heller. Suspiré,

sabiendo qué seguía. Me sabía toda su rutina al derecho y al revés—. Porque cuando estén presentando un formulario de desempleo, al menos

sabrán por qué.

Unos predecibles gemidos se elevaron por la audiencia interesada. Admito que me contuve de rodar los ojos, debido al hecho de que ahora

llevaba cuatro semestres familiarizado con esta perorata. Pero Jackie

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sonrió, sólo la esquina de su boca visible desde mi asiento en el fondo,

junto con el arco ascendente de su mejilla.

Entonces, le gustaban los chistes malos.

Y su novio fue uno de los que gimió.

***

Esta tarde sería mi primera sesión de tutoría del semestre. A dos

semanas de comenzar cualquier semestre, la mayoría de los estudiantes siguen llenos de optimismo, aunque ya se estén quedando atrás. Era

posible que hoy sólo tuviera un puñado de estudiantes... o ninguno.

En mi primer semestre como tutor de Heller, apareció una persona: la compañera de habitación de alguien con quien me acosté dos semanas

antes. Apenas podía recordar a la chica con quien pasé un par de horas, pero reconocí a la compañera instantáneamente, porque tenía un tablón

de anuncios enorme lleno de selfies exhibicionistas sobre su cama. Me… distraían. Era como ser observado por espectadores medio desnudos. Me

encontré preguntándome —durante el momento más incomodo posible—, qué hacía durante el Fin de Semana de Padres. ¿Ponía pósters de la tabla periódica y Albert Einstein sobre ellas?

Así que durante mi primera sesión de tutoría, dibujé diagramas en una pizarra blanca mientras explicaba la diferencia entre desplazamiento a

la baja y decrecimiento de la demanda a una estudiante. Una estudiante que era ajena al hecho de vi su galería de selfies en topless. No pude

mirarla a los ojos, ni a ningún lado, durante toda la hora, lo que fue muy incomodo ya que era la única otra persona en la habitación.

Hoy tenía cuatro estudiantes, todos sorprendidos de ser los únicos

asistentes de una clase tan grande. Ninguno fue Kennedy Moore ni Jackie Wallace. Me sentí aliviado y decepcionado, y no tenía derecho a sentir

ninguna de las dos cosas.

—Este es mi tercer semestre haciendo tutorías para el Dr. Heller —

dije, frente a ellos. Cuatro pares de ojos me miraban absortos en sus asientos de primera fila del pequeño salón de clases—. El año pasado, todas las personas que vinieron a sesiones suplementarias dos a tres veces

a la semana el semestre entero, obtuvieron una A o una B en la clase.

Ojos se abrieron, impresionados. Claramente, yo producía milagros.

¿La verdad? Los asistentes regulares a las sesiones eran los triunfadores, aquellos que sólo se perdían una clase por una cirugía de

emergencia o cuando alguien moría. Ellos hacían la lectura asignada y los cuestionarios opcionales. Lo transformaban en crédito extra. Su educación era la prioridad, y la mayoría de ellos podrían haber tenido una A sin mí.

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Sin embargo, los datos estadísticos me aseguraban el trabajo, así

que los usaba.

Cada semana, asignaba sesiones de al menos quince horas de

clases, haciendo guías de trabajo y proveyendo asistencia individual, ya sea en el campus o a través de correo electrónico. Aquellas horas pagaban una cuarta parte de mi matrícula. Ser el tutor de Heller no era tan

lucrativo como mi Trabajo Uno: ser un agente de orden en el estacionamiento para el departamento de policía del campus, o el Trabajo

Dos: trabajar en el mostrador del Starbucks del campus, pero sin duda, era menos estresante que los dos anteriores.

Bueno.

Hasta ella.

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3 Traducido por Beatrix

Corregido por Miry GPE

Landon Papá no pareció notar que dejé el hockey. No notó mi separación de

mis amigos o el colapso de mi vida social. Sólo dispuso que un coche me recogiera de la escuela todos los días porque me detuve a preguntarle

cómo volvería a casa antes de salir de su coche el primer día que regresé.

Sus Ray-Ban escondían sus ojos, así que no tuve que presenciar la

agonía que quemaba a través de ellos cada vez que se daba cuenta que mamá se fue, que ella no podía hacer las cosas que siempre hizo. Cosas que alguien tenía que hacer en su lugar. Como recogerme en mi escuela

privada, porque la casa se hallaba a veinticinco minutos en coche o un viaje en metro que nunca tomé solo, seguido por una caminata de varias

manzanas.

En mi boca se encontraban las palabras: tomaré el metro, tengo trece

años, puedo hacerlo, cuando contestó—: Voy a… llamar a un coche para llevarte a casa. ¿Saldrás a las tres?

—Tres y media —dije, cargando mi mochila en los hombros y salí, construyendo la ira. Sentí que me fracturaba profundamente, tratando de contenerla.

Las mañanas eran todavía frescas, no lo suficiente frías como para ver tu aliento. Los niños que ya habían llegado, se encontraban pasando el

rato en frente, a la espera de la primera campana mientras los demás salían de los coches de sus padres. Nadie se apresuraba para entrar. Las

cabezas giraron, mirándome. Los padres, también, sin alejarse de la acera. Todo el mundo se ralentizó, observando. Sentí sus ojos como docenas de diminutos reflectores.

—¿Landon?

Me giré hacia la voz de mi padre, con la esperanza irracional de que

me diría que regresara al coche. Que me llevaría de vuelta a casa. Que me llevaría a trabajar con él. Cualquier cosa menos dejarme aquí.

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No quería estar aquí. No quería hacer esto.

—¿Tienes tu llave de la casa?

Asentí.

—Tendré un coche aquí a las tres y media. Estaré en casa pronto. Cinco y media, como máximo. —Su mandíbula se endureció—. Cierra la puerta cuando llegues a casa. —Y comprueba las ventanas.

Asentí de nuevo y cerré la puerta del pasajero. Me miró a través del cristal y de nuevo, surgió el deseo loco de que no me dejaría aquí y me

agarró por el cuello. Levantó una mano y se alejó.

Así que nunca le recordé acerca de la práctica de hockey. Sólo lo

dejé pasar.

Cuando mi entrenador, me llamó, le dije que renunciaba. Sugirió que el continuar con las rutinas anteriores sería bueno para mí. Me dijo

que podía volver a mi ritmo, crear un respaldo. Dijo que el equipo se encontraba listo para apoyarme, que algunos de los chicos hablaron de

calcomanías con las iniciales de mamá pegadas a nuestros cascos o cosidas sobre las mangas de nuestras camisas. Me mantuve fríamente al

otro extremo de la línea, a la espera de que se diera cuenta que no iba a discutir, pero tampoco iría.

No sé si papá siguió pagando o si ellos dejaron de facturar, y no me

importaba.

Antes había una chica que me gustaba. (Ahora todo era o antes o

después). El nombre de la chica de antes era Yesenia. No la vi desde el último día del séptimo grado, pero le envié mensajes de texto un par de

veces durante el verano y fuimos amigos en línea, usando comentarios enigmáticos en las redes sociales, lo cual es como coquetear con señales.

Linda foto. Jaja impresionante. Ojos bonitos. Este último era de ella, un comentario de una docena sobre una foto que mamá me tomó en la playa

del abuelo, de pie en el atardecer.

El suyo fue el único comentario que importaba. También fue lo más valiente que nos dijimos el uno al otro.

Crecí durante el verano. Algo bueno, porque Yesenia y yo tuvimos la misma altura en séptimo grado, y está esta cosa con las chicas y la altura

—quieren llevar tacones y no ser más altas que el chico. Aumenté casi ocho centímetros y tenía esperanzas de más. Papá medía más de un metro

ochenta. Igual que mis abuelos.

La única hija de un embajador de El Salvador, Yesenia, era hermosa y oscura, con pelo corto y negro sedoso, enormes ojos marrones que me

miraban desde el otro lado las aulas y las mesas del almuerzo. Vivía en una casa de piedra rojiza en Dupont Circle. Hablé con mamá para que me

dejara conducir yo solo el auto hasta su casa dos semanas antes, pero aún

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no tenía el valor suficiente para preguntarle a Yesenia si podía ir a su

casa.

Esa segunda semana de clases, me las arreglé para encontrarla sin

su pandilla de amigas, un hecho poco habitual con niñas de trece años. —Oye, ¿quieres ir a ver una película el sábado? —Solté la invitación y ella parpadeó, esperando que notara esos casi ocho centímetros. Era la chica

más alta en nuestro grado. Algunos chicos tenían que levantar la mirada hacia ella—. ¿Conmigo? —Me preparé cuando no respondió de inmediato.

—Um... —Jugueteó con los libros en sus brazos y mi corazón se aceleró, maldición, maldición, maldición, hasta que dijo—: Todavía no estoy

autorizada a salir con chicos.

Eh. Ahora me tocó a mí inquietarme.

—¿Pero tal vez... podrías venir a ver una película en mi casa? —Titubeó, como si pensara que tal vez la rechazaría.

Me sentí como si fuera sumergido de cabeza en agua fría, sacado de

un tirón y luego besado, pero sólo asentí, aparentando indiferencia. Le pedí salir a una chica. No es gran cosa. —Sí, claro. Te mandaré un

mensaje de texto.

Sus amigas aparecieron al final del pasillo, llamándola y mirándome

con curiosidad. —Hola, Landon —dijo una de ellas.

Le devolví el saludo con una sonrisa y me giré, con las manos en los bolsillos, pronunciando sí, sí, SÍ en voz baja, como si acabara de disparar

un disco a la meta y anotara gol directamente al pasar la rodilla acolchada del arquero. El sábado se hallaba a sólo cinco días de distancia.

Veinticuatro horas más tarde, mi vida se desplazó a después.

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Lucas —Eres. Un. ¡Estúpido!

Apreté los labios en una línea delgada y luché para contener la réplica que pasó por mi cerebro: Guau. Algo que nunca he oído.

Continué llenando la multa de aparcamiento, agradeciendo que el registro casi terminara.

Compadecía a las personas cuyos contadores se agotaban antes de que regresaran al coche. Compadecía a la gente estacionada en lotes etiquetados ambiguamente. No compadecía a una estudiante que aparca

directamente bajo una señal de APARCAMIENTO DE LA FACULTAD.

Cuando ella se dio cuenta que su aspecto e insulto predecible no me

motivaban a dejar de escribir ni a levantar la vista, intentó una táctica diferente. —¿Vamos, por favoooor? ¡Sólo estuve allí como diez minutos! ¡Lo

juro!

Ajá.

Arranqué la multa y la extendí hacia ella. Se cruzó de brazos y me miró. Encogiéndome de hombros, saqué un sobre, introduje la multa en el interior, y coloqué el sobre bajo su limpiaparabrisas.

Al darme la vuelta para volver al carro que conduzco de lote a lote por el campus, gritó—: ¡Hijo de Puta, culo de mono!

Eso, por otra parte, es nuevo. Bien jugado, Srta. Mini Cooper Azul.

Hombre, no me encontraba seguro de que me pagaban lo suficiente

para compensar este tipo de abuso. Era evidente que no lo hacía por el prestigio. Por esto, metí mi pelo bajo una gorra de poliéster azul marino,

que hacía que la cima de mi cabeza se sintiese como si se hallara en llamas cuando permanecía de pie bajo el sol demasiado tiempo en los días calurosos, los cuales abarcan el setenta por ciento del año. Sustituí el aro

del labio —la perforación por suerte curada hace años—, con un retenedor transparente por el tiempo que duraban mis turnos. Llevaba un uniforme

que era lo contrario de cualquier otra cosa en mi armario.

Por supuesto, estas tres cosas evitaban que cada estudiante que he

multado —incluso en un par de casos, gente con la que me sentaba al lado en clase— me reconociera mientras me encontraba en el proceso de arruinar su día.

—¡Disculpa! ¡Yu-juu!

Por lo general, este es el tipo de llamado usado por la abuela de

alguien, pero era mi profesor de termodinámica de la primavera pasada.

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Demonios. Guardé en el bolsillo el block de multas, orando que no fuera

Señor Flamante Mercedes, a quien acababa de multar por aparcar sobre dos espacios en la parte trasera del lote. No habría pensado que el Dr. Aziz

fuera capaz de ser un estúpido, pero la gente era extraña frente al volante. Sus personalidades podrían transformarse de ciudadanos estables y sanos a idiotas por carretera.

—¿Sí, señor? —respondí, preparándome.

—¡Necesito subirme! —Jadeaba como si hubiera corrido a través de

un campo de fútbol.

—Oh. Claro. Suba. ¿Dónde está su coche? —Ignoré a la chica en el

Mini Cooper que me mostraba el dedo medio mientras gritaba a nuestro lado.

A pesar de que no hizo ningún comentario, el Dr. Aziz no se hallaba

muy habituado al gesto que para mí era tan rutinario. Con cejas elevadas, se subió al asiento del copiloto y se aferró con ambas manos, después de

tener que buscar el cinturón de seguridad que no existía. —Dos filas más —señaló—. El Taurus verde.

Reduje la velocidad para evitar arrojarlo por el lado abierto del carrito mientras hacía un giro en U al final de la fila, reflejando que mi usual encarnación antisocial tendría menos posibilidades de ser tirado que

en medio de un aparcamiento. Yo era un blanco andante, que patrullaba el campus en este maldito traje.

Una vez que pude poner en marcha su coche, quité los cables y bajé el capó. —Asegúrese de cargar o reemplazar la batería, esta caja

proporciona un puente, no una carga. —Sabía que mi profesor de ingeniería no necesitaba este consejo... pero supuse que yo era irreconocible.

Error.

—Sí, sí, señor Maxfield, creo que estoy bastante familiarizado con la

carga automática. —Se rió, todavía jadeando un poco—. Creo que este es un encuentro afortunado. Esta mañana estuve revisando mentalmente

antiguos alumnos. Voy a contactar a un puñado de ellos, para invitarlos a aplicar para un proyecto de investigación que inicia el próximo semestre. Nuestro objetivo es el desarrollo de materiales blandos duraderos para

sustituir a los normalmente dañados por las fuerzas termodinámicas, tales como los utilizados en la administración de fármacos y la ingeniería de

tejidos.

Sabía todo acerca del proyecto de investigación propuesto por el Dr.

Aziz, que se había debatido animadamente en la reunión de Tau Beta Pi el mes pasado, con el tipo de entusiasmo que sólo pueden suministrar un montón de nerds de ingeniería honorables de la sociedad.

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—Usted es de último año, ¿verdad?

Levanté las cejas y asentí, pero me hallaba demasiado aturdido para responder.

—Mmm. Principalmente nos interesan estudiantes de tercero, ya que permanecerán aquí por más tiempo. —Se rió entre dientes antes de fruncir los labios, mirándome—. Sin embargo, el equipo fundador de un proyecto

es fundamental, y creo que podría ser una ventaja, si a usted le interesa. La posición se reflejará como un curso de proyectos especiales, en su

expediente académico, y hemos recibido una subvención, por lo que somos capaces de ofrecer un pequeño salario a los que resulten elegidos.

Mierda. Me sacudí de mi estupor. —Estoy interesado.

—Bien, bien. Envíeme un correo electrónico esta noche, y voy a enviar la solicitud oficial. Me veo en la obligación de informar a los

solicitantes que no están garantizados los lugares en el equipo. Van a ser muy buscados, me imagino. —No bromeaba. Algunos de mis compañeros

considerarían empujarme hacia el tráfico para asegurar uno—. Pero... —Sonrió con complicidad—… creo que usted sería un mejor candidato.

***

Cuando Heller aplicó a la clase su primer examen, tuve un día libre. En lugar de dormir como un estudiante universitario normal, me inscribí

estúpidamente para un turno extra en la policía del campus. Era como si no tuviera ni idea de cómo relajarme y no hacer nada. Entre trabajos

remunerados, trabajos voluntarios y estudiar, trabajaba todo el maldito tiempo.

Los cielos se abrieron cerca de las siete de la mañana, inundando el

área con una tormenta sorpresa, justo a tiempo para anular la salida del sol, así que mendigué un aventón con Heller en lugar de soportar un viaje

húmedo y miserable a la escuela en mi moto Sportster. Después de ayudar a cargar una caja de libros de su coche a su oficina y acordar una hora

para irnos al final del día, me dirigí a la salida lateral.

El sol surgió en los pocos minutos que estuve dentro, concediendo un breve respiro de la lluvia, aunque los árboles y las salientes de los

edificios todavía lanzaban gotas gordas a los estudiantes que caminaban penosamente a través de los charcos y saltaban encima de los arroyos en

miniatura. Considerando la acumulación de nubes grises visibles, sabía que el resplandor solar tendría una duración de cinco minutos como

mucho, y esperaba poder llegar al edificio de la policía del campus antes del próximo aguacero.

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Si la lluvia se mantenía, tal como dijeron todos los pronósticos, me

encontraría atascado en el interior, contestando teléfonos y archivando montones de carpetas en la pared de archivadores del departamento en

lugar de emitir citaciones de estacionamiento. El teniente Fairfield siempre se hallaba atrasado con los archivos. Estaba convencido de que nunca archivó nada. Simplemente esperaba a los días de lluvia y descargaba la

tarea de adormecerme la mente. Extrañamente, preferiría desafiar a estudiantes furiosos y al personal en lugar de estar atrapado en el interior

durante todo el día.

Y no voy a ver a Jackie Wallace en todo el día.

Deseaba que mi cerebro se callara. Deslicé mis gafas de sol y sostuve la puerta abierta para un trío de chicas que me ignoró, continuando su conversación como si yo fuera un sirviente o un robot, instalado allí con el

propósito de abrir la puerta para ellas. Maldito uniforme.

Entonces la vi, chapoteando en los charcos de agua en las botas de

lluvia cubiertas de contornos de margaritas amarillas. Permanecí de pie como una estatua, todavía con la puerta entreabierta, a pesar de que se

encontraba a metros de distancia y no me notó, ni a cualquier persona a su alrededor. Sabía que estaría entrando por esta puerta. Tenía un

examen de economía en aproximadamente un minuto. Kennedy Moore no se hallaba a la vista.

La mochila amenazaba con deslizarse por su brazo, y se la enganchó

a su hombro mientras ella batallaba con un paraguas poco cooperativo, el cual hacía juego con sus botas. Su agitado lenguaje corporal y el hecho de

que nunca llegó tarde a clase, ni sin su novio, me dijeron que se le hizo tarde esta mañana. Su paraguas se negaba a cerrarse. —Maldita sea —

murmuró, dándole un apretón mientras presionaba el botón de retroceso en varias ocasiones.

Se plegó un momento antes de que levantara la mirada para verme

sostener la puerta.

Su cabello estaba húmedo. No llevaba maquillaje, pero las puntas de

sus pestañas estaban de punta, claramente fue atrapada en la lluvia en el camino de su dormitorio o del coche. La combinación de su piel húmeda,

su cercanía y el aliento que tomé mirándola a sus hermosos ojos casi me derribó. Olía a madreselva, un aroma que conocía bien. Mi madre había cubierto una pared con una vid en la pequeña casita del patio trasero que

hizo en su estudio de arte. Cada verano, las flores en forma de trompeta infundían el interior con su olor dulce, sobre todo cuando se abrían las

ventanas. Mientras mamá trabajaba en proyectos para la galería en el otoño, me senté encima de la mesa llena de vetas, dibujando personajes de

videojuegos o molestando o desmontando las entrañas de un aparato sin funcionar que me dio papá.

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Una sonrisa atónita apareció en el rostro de Jackie mientras me

miraba, sustituyendo a la mueca que le dio a su caprichoso paraguas. —Gracias —dijo, pasando a través de la puerta abierta.

—De nada —respondí pero ya se hallaba corriendo. Hacia la clase donde yo era tutor. Hacia el novio que no la merecía.

No me permití querer algo tan imposible en un tiempo muy largo.

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4 Traducido por Deydra B. & Mel Cipriano

Corregido por Emmie

Landon Horas después de que papá me trajera a casa del hospital, él perdió

el control, usando una navaja para rasgar y quitar la alfombra manchada

de sangre de la habitación, hasta llegar a los cimientos. Sin una máscara sobre sus ojos o nariz, conectó la lijadora y fregó el suelo hasta que la

madera se hundió y quedó como un tazón en el centro de la habitación. El aserrín flotaba desde la puerta como humo, cubriendo la habitación y todo

en ella, incluido mi papá.

Me senté en el pasillo de espaldas a la pared y tapándome los oídos con las manos, enfermo del sonido de su dolor y rabia, las ásperas

lágrimas y los rugidos mezclados con la estrepitosa lijadora, todo era inútil porque nada la traería de vuelta. Cuando el motor se detuvo, me arrastré

hasta el umbral y eché un vistazo. Se arrodilló, llorando y tosiendo, la odiada mancha era más tenue, pero seguía visible bajo la quieta lijadora.

El día del funeral, desperté por el sonido de sus pisadas en el pasillo afuera de mi puerta, caminando de un lado a otro. Mi habitación se encontraba a oscuras antes del amanecer, y yo yacía inmóvil, casi sin

respirar, identificando el chirrido de perchas moviéndose y el arrastre de los cajones al abrirse y cerrarse antes de que pasara junto a mi cuarto y

volviera de nuevo, una y otra vez. Una hora después, la puerta de su habitación se cerró de golpe.

Se mudó al pequeño cuarto de invitados de la planta baja. Por acuerdo tácito, después de eso, ninguno de los dos entró a su habitación sellada y atormentada.

Cindy pasaba un montón para vernos a papá y a mí, trayendo comida o limpiando. Por lo general, Charles venía con ella, o Cole; quien

decía todas las cosas equivocadas, a pesar de que era lo mismo que decían los demás.

—Lamento lo de tu mamá —dijo anoche, sentados lado a lado en mi cama, con los controles de juego en las manos.

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Asentí, mirando fijamente la pantalla en donde conducíamos por

una calle famosa, pero no podía recordar cuál, derribando botes de basura, árboles, otros autos y el ocasional peatón animado. Trataba de no

golpear a la gente. Cole parecía pedir eso, sobre todo cuando andaba cerca su hermanita, Carlie, porque se asustaba cuando lo hacía.

—¡Le pegaste a un niño! ¡Acabas de golpear a un niño a propósito! —

diría ella cuando su auto saltara la acera y atropellara a un niño en patineta.

Perdoné a Cole por golpear a la gente deliberadamente, y por decir lo que decía todo el mundo, porque él tenía diez años, y porque me trataba

igual que siempre. Era la única persona que conocía que hizo eso.

Un murmullo de voces me sacó de mi cuarto y bajé las escaleras un sábado por la mañana. Cindy y papá se sentaron en la mesa de la cocina,

con unas tazas de café entre ellos. Sus voces resonaban en la habitación y se derramaban por el pasillo, tan silenciosos como eran. Antes de escuchar

lo que decían, sabía que discutían sobre mí.

—Ray, él necesita orientación.

Cindy siempre bromeaba que canjearía felizmente a sus dos hermanas por mi mamá, que era su “verdadera” hermana. Como una tía entrometida que me había conocido toda la vida, siempre me trató como si

en parte pudiera criarme.

Por un largo momento, papá no contestó, y luego dijo—: Landon es

imaginativo, lo sabes. Dibuja todo el maldito tiempo. No creo que un par de dibujos sean motivo de un psiquiatra...

—Ray, he visto a tu hijo, su hijo, desde que tomó por primera vez un lápiz. Claro que estoy familiarizada con la manera en la que se expresa

artísticamente. Pero esto es... diferente. Es perturbador, violento...

—¿Qué demonios esperas? —siseó, y fue el turno de ella para quedarse callada. Suspiró—. Lo siento, Cin. Pero… lidiaremos con ello de

nuestra propia manera. No queremos hablar sobre eso. Cuando pienso en esa noche… —Su voz se rompe—. No quiero hacerle hablar de ello.

Escuché lo que no dijo. Que no quiere oír lo que yo tenía que decir sobre esa noche.

Pero tenía razón. No quería hablar de eso.

—Está retraído, Ray. Apenas habla. —Su voz sonó ahogada por las lágrimas.

—Tiene trece años. El ser retraído es normal a los trece.

—Si era así antes, estaría de acuerdo. Pero no. Él era feliz y

comunicativo. Verlo con Rose me dio la esperanza de tener hijos que aún platicaran y se rieran conmigo, y me dieran un beso cuando se hicieran

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adolescentes. Este no es un comportamiento normal para Landon, con

trece años o no.

Mi padre suspiró de nuevo. —Su madre está muerta. ¿Cómo puede

ser normal otra vez?

Bufó, y supe que ella había comenzado a llorar suavemente.

—No puedo discutir más de esto —dijo él—. Aprecio tu ayuda, y la

de Charles, pero simplemente no puedo...

—¿Y si encuentro un terapeuta para él? ¿Y si yo lo llevo? Y no tienes

que estar involucrado, hasta que quieras...

—No. Todavía... no. Dale tiempo.

—Pero...

—Cindy. —Esa era su voz de terminé aquí. Estaba muy familiarizado

con eso. Cuando quería algo que mis padres no querían que tuviera, papá siempre era el que entregaba el “no” final, y así era como lo decía. Landon,

y ese ceño fruncido. No tenía sentido discutir una vez que obtenía eso.

***

Antes de que naciera, los Maxfield y los Heller empezaron a celebrar

juntos acción de gracias. Lo hacían cada año; a través de las asignaciones post-doctorado en costas opuestas, la aceptación de Charles para una

posición de profesor asistente en Georgetown, y la decisión de mi padre de tomar su doctorado y trabajar para el gobierno, en lugar de para alguna universidad. Después de que yo llegara, mantuvieron la tradición,

poniendo veinte minutos de distancia entre ellos en Arlington y Alexandria, ambos dentro de la carretera principal.

Se suponía que este año sería con nosotros. En cambio, mi papá y yo fuimos a su casa, cada uno en silencio, odiando y soportando los

estúpidos villancicos de navidad en la radio. Ninguno de los dos se movió para cambiar de estación.

Mi madre amaba los días festivos; todos. Para ella, ninguno era

arruinado por demasiada publicidad o comercialización. Hacía galletas en forma de corazón en febrero, se asombraba con los fuegos artificiales en

julio, y cantaba en el momento que comenzaban a sonar los villancicos, sin importar cuántas semanas faltaran para el veinticinco de diciembre.

Nunca escucharía su voz de nuevo. Mi estómago se revolvió y mi mandíbula se apretó, mi cuerpo lanzando una protesta contra la comida que íbamos a tener. Sin ella.

Me senté en el asiento delantero con una tarta de calabaza de la tienda en mi regazo y una lata de crema batida dentro de una bolsa a mis

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pies. Habíamos quemado los bordes de la corteza, y papá quitó las partes

ennegrecidas, dejando la tarta como si las ardillas hubieran irrumpido en la casa y lo hubieran probado. Tenía que ser la contribución más mediocre

que los Maxfield habían hecho alguna vez para la cena de Acción de Gracias.

Era lo bastante inteligente como para mantener este pensamiento

para mí.

La comida fue soportable, pero sombría y bastante silenciosa hasta

que Caleb, que tenía casi cuatro años y todavía consideraba los cubiertos algo opcional, clavó su dedo en la crema batida y el relleno de calabaza y

luego lo sacó.

—Caleb, tenedor —dijo Cindy suavemente, por cuarta o quinta ocasión desde que empezamos a comer. Rodó los ojos cuando Cole lo

imitó—. Cole —dijo menos dulcemente. No pude evitar sonreír cuando los dos hermanos metieron los dedos llenos de tarta en sus bocas. Carlie soltó

una carcajada.

—¿Qué? —le preguntó Cole a su madre, fingiendo inocencia y

chupando desvergonzadamente la crema batida de su dedo.

Riendo, Caleb copió a su hermano mayor. —Ajá, ¿qué? —Luego, por

alguna inexplicable razón, echó un vistazo a la mesa, sacó el pegajoso dedo de su boca, y balbuceó—: ¿Dónde está Gose? —Todos se quedaron inmóviles, y sus ojos se llenaron de lágrimas—: ¿Dónde está Gose? —

gimoteó, como si acabara de descubrir que cuando tus padres te dicen que alguien se ha ido al cielo, esa persona nunca, nunca va a volver.

Toda la comida en mi estómago traidor subió al mismo tiempo. Salté de la silla y corrí al baño de visitas; el recuerdo de esa noche

condenándome. Los sonidos que nunca olvidaría. Los gritos inútiles que lancé hasta que no pude hacer nada más que decir su nombre con tono áspero, hasta que las lágrimas se detuvieron porque literalmente no podía

producirlas. El hijo inútil que había sido cuando ella me necesitaba.

Vomité todo lo que comí, ahogándome en sollozos cuando no quedó

nada más en mi estómago.

Un mes después, papá dejó su trabajo, vendió nuestra casa y nos

mudamos a la Costa del Golfo, a la casa de mi abuelo, el último lugar en el que pretendí vivir de nuevo.

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Lucas Cenaba con los Heller una vez a la semana, o algo así. Siempre que

Charles hacía barbacoa o Cindy una enorme cacerola de lasaña. Los Heller siempre trataban de hacerme sentir que pertenecía allí, como si yo fuera

uno de ellos. Podía fingir, por una o dos horas, que yo era su hijo, su hermano mayor.

Entonces volvía a la realidad, donde no tenía ninguna conexión con

nadie, excepto con un hombre que vivía a cientos de kilómetros de distancia y no podía mirarme a los ojos porque era un recordatorio de la

noche en que perdió a la única persona que había amado.

Sabía cómo cocinar, pero nunca fui más allá de una gama básica de

alimentos, la mayoría de los cuales aprendí de mi abuelo. Él había sido un hombre sencillo, con gustos sencillos, y por un momento, no había querido otra cosa que ser como él.

Durante las comidas con los Heller, me armaba de valor para las inevitables preguntas, casi disimuladas, especialmente de Cindy, líneas de

interrogatorio sutil que su hija asumió recientemente. Me pregunté si Carlie fue enviada el mes pasado a averiguar si yo era secretamente gay o

simplemente un soltero eterno. Ella era la hija de su madre, interfiriendo en donde creía que era necesario, y a menudo demasiado incómodamente cerca del objetivo.

No podría estar molesto con ellos por tratar de sacarme información, pero por lo general, había poco y nada que contar. Iba a la escuela y

trabajaba. A veces, iba al centro a escuchar alguna banda local. Asistía a las reuniones mensuales de Tau Beta Pi. Estudiaba y trabajaba un poco

más.

Desde luego, no iba a mencionar a Jackie Wallace, estudiante de Charles, y mía, que pasó de ser el motivo de mi atención durante la clase,

a robar mis fantasías conscientes e inconscientes.

Aquella mañana, mi alarma a todo volumen interrumpió un sueño

sobre ella. Un detallado, vívido y poco ético sueño.

Ella no tenía idea de quién era, pero ese hecho no impidió que mi

mente imaginara que sí lo hacía. No detuvo la decepción cuando me desperté completamente y recordé lo que era y no real.

Deliberadamente llegando tarde a economía, me deslicé en mi

asiento, saqué mi programa y me obligué a leer (y releer y releer) una sección sobre funciones de transferencia, para no verla meter un mechón

de pelo detrás de la oreja o acariciar sus dedos a través de su muslo a un ritmo mensurable que me volvía progresivamente loco.

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Definitivamente no pasaba nada en mi vida que pudiera mencionar

en la conversación de la cena.

Luego me di cuenta que no estaba en el orden del día, lo que me

parecía bien hasta que recordé por qué. Carlie, que siempre fue una chica delgada a pesar de su buen apetito, hurgaba en su comida con el tenedor y no comía casi nada. Cindy siempre le hacía un plato pequeño, separado,

de lasaña sin carne, en deferencia a la negativa de su hija a comer “cualquier cosa con una cara”. Era la comida favorita de Carlie, pero ella

no estaba comiendo.

Una mirada de preocupación pasó entre sus padres, y me pregunté

qué diablos ocurría.

—¿Cómo fue la práctica de voleibol, Carlie? ¿Algo más acerca de pasar al equipo universitario? —preguntó Heller en un tono que indicaba

que todo sucedía con normalidad.

Los ojos de Carlie se llenaron de lágrimas. —He terminado —dijo,

empujando a medias su cena apenas tocada, y alejándose. La puerta de su dormitorio se cerró de golpe, pero la madera fina no podría bloquear el

sonido de sus sollozos.

—Me gustaría patearle a ese culo punk —gruñó su padre.

Los ojos de Caleb se agrandaron. Siempre le recordaban que no

debía decir culo.

—Entiendo el sentimiento, créeme, pero ¿qué resolvería eso? —Cindy

puso su plato en la encimera de granito y se volvió hacia la escalera que conducía a la habitación de su hija.

—Me haría sentir condenadamente mejor —murmuró Heller.

Los gemidos lastimeros de Carlie se hicieron más fuertes cuando

Cindy abrió la puerta de arriba, y los tres hicimos una mueca.

—¿Una separación? —supuse. Obviamente, no se trataba del voleibol. Ni siquiera sabía que ella salía con alguien, a menos que…—. ¿El

tipo del baile de bienvenida?

Él asintió. —La dejó por una de sus amigas, nada menos. Angustia

por dos.

Ese pequeño cabrón engreído. Yo sólo lo había visto una vez, cuando

recogió a Carlie para el baile. Había deslizado una orquídea en su muñeca y posado para las fotografías. Lucía engreído al lado de la ingenuidad de ojos abiertos de Carlie. Inevitablemente, me recordó a Kennedy Moore... lo

que me hizo pensar en Jackie Wallace. Maldita sea.

—Brutal —observó Caleb con la boca llena de fideos—. Te ayudo a

patearle el culo, papá. Podemos romperle las bolas.

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Heller carraspeó. —No dejes que tu madre te oiga decir eso, o ambos

recibiremos patadas en el culo. —Sus palabras lo amonestaron con suavidad, pero le ofreció un puño cerrado en solidaridad, y Caleb rió por lo

bajo, chocándolo.

Siempre definí a los celos como la codicia de lo que alguien más tiene. Como cuando deseaba a la novia de Kennedy Moore. Había una sola

de ellas. Si era mía, no podía ser suya.

Así que no sabía cómo llamar a cómo se sentía ver a Charles con sus

hijos o con Carlie. Una forma de celos, supuse. Pero todos lo compartían como padre, y también compartían a su madre. Si yo hubiera nacido un

niño Heller, ninguno hubiera perdido a un padre.

Nunca envidiaron mi relación con sus padres, y yo estaba más agradecido por ello de lo que podía expresar. Sin embargo, a pesar de que

a menudo todos fingíamos que era parte de su familia, Cindy no era mi madre y Charles no era mi padre. Ninguno de ellos podría ocupar el lugar

de lo que yo ya no tenía, por mucho que se esforzaran para llenar esos vacíos.

Arriba, el llanto se calmó. Lloriqueos apenas audibles eran todo lo que podíamos oír entre los murmullos empáticos de Cindy y las respuestas amortiguadas de su hija. Caleb se rió por otra de las opiniones de Charles

relativas al ex de Carlie, que sería prudente no mostrarse cerca de los hombres Heller de nuevo si quería mantener sus bolas intactas.

Llevé mi plato al fregadero, y aplasté la envidia que no tenía derecho a sentir con la única arma en mi mano: la vergüenza.

Eres el hombre de la casa mientras estoy fuera. Cuida de tu madre.

***

Nunca culpé a nadie por querer ser parte de un grupo. Sólo porque

me rehusaba a las fraternidades y otras organizaciones del campus, a excepción de aquellas con potencial, no pretendía que otras personas

sintieran lo mismo, y estaba bien con ello.

Sin embargo, algunos en este campus no parecían poder vestirse en la mañana sin el escudo de su fraternidad o hermandad cosido o pegado a

alguna prenda. La chica que habla con Kennedy Moore antes de la clase era una de ellos. Se veía como una bonita muñeca, pero siempre llevaba

una camiseta, pantalones de chándal, pantalones cortos, chaqueta o zapatos con las letras de su hermandad de manera destacada. Esa

mañana era una gorra de béisbol con las letras y una elegante cola de caballo detrás.

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Ella se inclinó para decirle algo, poniendo una mano en su

antebrazo, y echó una mirada sobre sus compañeros de clase en las inmediaciones. La mirada de Moore se deslizó hacia mí y todos los demás,

así que supuse que buscaba a Jackie. Él la vio justo después que yo. En tanto se acercaba, ella reía con un amigo al otro lado del pasillo, fuera del alcance de mi oído.

Se quitó la mano de la chica de hermandad de su brazo, pero se aferró a un grado más que inapropiado. Había visto a esta chica hablando

con Jackie. Tal vez ellas no eran amigas cercanas, pero tenía que saber que lo que hacía estaba fuera de línea. Al acercarme, su conversación se

hizo audible.

—Vamos, Ivy —dijo Moore, mirando hacia Jackie otra vez—. Sabes que tengo novia. —Había una nota de pesar en su voz. Arrepentimiento.

Hijo de puta.

La chica miró de reojo a Jackie y de regreso, antes de pestañearle. —

Ojalá no fuera así.

Tan mal como pensaba del tipo y por mucho que creyera que no era

digno de la chica que no podía sacar de mi cabeza, esperaba que él me sorprendiera y dijera algo para desestimar explícitamente a esa chica mal

educada.

Pero no. Sus ojos la observaron de la cabeza a los pies, y murmuró—: Sabes que eres demasiado dulce para mí. Yo puedo ser un poco idiota.

Sus ojos brillaban. —Mmm. ¿Me lo prometes?1

Me volví bruscamente hacia el salón de clases y dejé caer mi mochila

en el suelo. No es asunto mío. Apreté los puños y los aflojé, quería golpearlo. ¿Cómo podía ese bastardo con suerte tener una chica como

Jackie comprometida con él y no viendo a nadie más, dejar pasar ese tipo de sugerencia?

Cinco minutos más tarde, él y Jackie entraron en el salón de clases juntos, Moore con la mano en la parte baja de su espalda, a medida que avanzaban por las escaleras hacia sus asientos. Ivy se deslizó en su silla, a

una docena de asientos de distancia y una fila frente a ellos, con la mirada demorándose en Moore. Cuando Jackie giró para agarrar su libro de texto,

él se volvió para sonreír por encima del hombro. La expresión de Ivy cambió a una rápida y dulce sonrisa cuando sus ojos se conectaron.

Volví mi mirada al cuaderno de dibujo en el escritorio frente a mí, tirando el lápiz detrás de la oreja. Sombreando la ilustración de un hombre que vi andando en skate esa mañana. Hice todo lo posible para

1 Juego de palabras. Kennedy usa la palabra “dick”, usualmente usada para referirse a

un idiota, pero que en realidad significa “polla”. Por eso la respuesta de Ivy.

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convencerme de lo que sabía que era cierto: el corazón de Jackie Wallace

no era mío, por lo tanto no debía defender o protegerlo contra amigos traicioneros o novios desleales. Nada acerca de ella, de hecho, era mi

asunto.

Pasé un par de páginas, de vuelta al segundo dibujo que me permití hacer de ella, durante un día lluvioso en mi turno en el archivo. Oyendo

sus suaves gracias en mi cabeza toda la mañana, recordando su sonrisa, no fui capaz de desterrar su rostro de mi mente, hasta que lo plasmé en

papel. Incluso entonces, no podía olvidar su mirada azul brillante, tan cerca, o la expresión amable que pocas veces recibí de un estudiante al

usar ese maldito uniforme.

Volví al skater sin terminar, pero minutos más tarde, cometí el error de mirar por la pendiente de escritorios a donde se encontraba sentada

tres días a la semana, sin saber que yo la miraba. Sin darse cuenta de mi continua batalla interna para no hacerlo. Sin darse cuenta de mí.

Sus dedos acariciaron métricamente el lado de su pierna: uno, dos, tres, uno, dos, tres, y me imaginé que si yo fuera el que estaba sentado a

su lado, abriría mi mano y le dejaría rastrear la música que oía en mi piel.

Entonces Moore se acercó y puso su mano sobre la de ella, deteniéndola. Basta, articuló. Lo siento, respondió, consciente de sí misma

y cerrando la mano en su regazo.

Mis dientes se apretaron y me concentré en respirar lentamente por

la nariz. Estúpido, estúpido bastardo. Era bueno que tuviera una sesión de boxeo programada para esa noche. Necesitaba golpear algo. Duro.

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5 Traducido por Liz Holland & Miry GPE

Corregido por Alexa Colton

Landon El hecho de que mi abuelo y mi padre no se llevaran entre sí era

raro, porque eran como la misma persona que ha nacido con treinta años de diferencia. Nunca me di cuenta de eso antes de que nos mudáramos

con el abuelo. Tal vez porque mi padre hizo todo lo posible para escapar de quien él había sido, o lo que podría haber sido. Creció aquí, en esta casa,

en esta playa, pero él no tenía acento de mi abuelo, o cualquier acento en absoluto, la verdad. Como si hubiera trabajado para eliminarlo.

El abuelo dejó la escuela a los catorce años para trabajar en el barco

de pesca con su padre, pero mi padre terminó la escuela secundaria, se fue de casa para la universidad a los dieciocho años, y no la dejó hasta que

tuvo un doctorado en economía. La gente de la ciudad parecía saber de papá, pero él no vivió aquí por más de veinte años, y cada vez que

visitamos, no había pasado el rato con ninguno de ellos. Esas personas se mantenían a distancia ahora y él mantenía la suya, pasando sus días en el barco con el abuelo. Me los imaginaba por ahí, todo el día, sin decir nada a

los demás, y me pregunté si así seríamos mi padre y yo. Si esa era la forma en que ya estábamos.

Regaló sus agradables trajes antes de mudarnos; todos menos uno. Dejamos nuestros muebles y electrónica, vajilla, utensilios de cocina y la

biblioteca de las finanzas y la economía y los libros de contabilidad. Traje la mayor parte de mi ropa, mis videojuegos, algunos libros y todos mis blocs de dibujo —cualquier cosa que yo quería que fuera mío— pero sólo lo

que entrara en el coche. Cindy metió en una caja todos los libros de recuerdos y fotos enmarcadas, y envolvió pinturas de mamá con papel

marrón y un montón de cinta de embalaje. Ella y Charles llevaron algunos de ellos a su casa.

Cada vez que visitamos antes al abuelo, era verano. Había dormido en un saco de dormir en el pórtico o en el sofá viejo, de rancio olor en su sala de estar, que en realidad era la única habitación de la casa, además

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de la cocina, dos dormitorios y un baño. Realmente no pensaba en dónde

iba a dormir hasta que llegamos allí, dos días antes de navidad.

Un árbol de navidad falso de casi un metro de altura se hallaba

posado en una mesa destartalada en una ventana de la esquina, luciendo tan patético y poco festivo como era posible. Tenía bombillas multicolores que no parpadeaban. Los únicos adornos eran un par de bastones de

caramelo reales, aún en sus envoltorios de celofán, y enganchados sobre las ramas, una docena de campanas brillantes recubiertas de plata

brillante y ocho fotos de la escuela de mí, desde el jardín de infantes hasta el séptimo grado.

No había estrellas. Ningún ángel. Nada en la parte superior de todos. Ni regalos debajo. Sólo el soporte de plástico, sentado desnudo en la madera.

Nuestros árboles siempre han sido altos y frescos, elegidos en una granja de árboles de navidad a más de treinta kilómetros fuera de la

ciudad. Mamá y papá siempre me dejaron elegir el árbol, y luego papá pagaba al agricultor de árboles antes de cortarlo y atarlo al techo de

nuestro coche, donde podría pasar el rato sobre el parabrisas delantero y empujarlo desde la parte de atrás como un cohete montado en el techo. El año pasado, el árbol que elegí fue tan alto que papá tuvo que subir a la

cima de la escalera para rodear las ramas superiores con luces blancas centelleantes y agregar la estrella.

La falda del árbol que utilizaba mamá parecía un tapiz: adornado con galones dorados y bordados con palabras de oro como: Noel y Feliz

Navidad y Jo Jo Jo. Siempre había un montón de regalos en la cima de la misma, y la mayoría de ellos decían Landon.

Me malcriaba, y aunque yo había estado un poco consciente de la realidad, no parecía importar, porque todos los chicos que conocía eran iguales.

El abuelo agarró una maleta de mano y volvió a caminar hacia la cocina. Ese fue el momento en que me pregunté donde estaría mi

habitación.

Abrió la puerta de la despensa. Sólo que no era más la despensa. Los

estantes inferiores fueron retirados, y un doble colchón y el marco estaban de alguna manera, imposiblemente, acomodados en el interior de pared a pared. Desde el techo, una lámpara colgaba de una cadena, un tipo de tres

bombillas que normalmente se encuentra sobre una mesa de cocina. Reconocí que había, de hecho, colgado sobre la mesa de la cocina la última

vez que estuve aquí, meses antes. El cofre más compacto y estrecho del mundo quedó embutido en la esquina de entrada. Tenía que cerrar la

puerta de la despensa para abrir cualquiera de los cajones. No había ninguna ventana.

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Me convertí en Harry Potter. Excepto que tenía trece años y no era

mago y mi destino, el que fuera, no daba lugar a ningún propósito profundo.

—Límpialo o no, lo que tú quieras. Es sólo para dormir y guardar tus cosas. No estás obligado a permanecer aquí. —La gente tan vieja como el abuelo olvidaba muchas cosas, obviamente. Si él se hubiera acordado de

ser un adolescente, habría sabido que vivimos en nuestras habitaciones.

El abuelo era de sentido común, mamá siempre dijo—: Él es como

su papá. Ellos ven el mundo en blanco y negro.

—¿Por qué están siempre enfadados con el otro? —le pregunté.

—No están enfadados de verdad, sólo en un desacuerdo sobre lo que es negro y lo que es blanco. El problema es que están luchando por algo en el medio.

Papá creía que el abuelo se decepcionó de él por irse, en lugar de quedarse y trabajar en el barco. Yo no estaba tan seguro. Tal vez el abuelo

sólo quería que se le permitiera hacer lo que quisiera con su vida, en vez de ser juzgado por una educación insuficiente.

—¿Así que están luchando por las cosas de color gris?

—Sí, pero más como… los colores. Los tonos grises de las fotos en blanco y negro son las cosas de color en la vida real: la hierba verde, una

bufanda de color rosa, una rosa amarilla. Creo que a veces no entienden hasta qué punto se cae en el medio. Que nunca será blanco o negro. —

Sonrió—. Tal vez están desafiados artísticamente. Como yo estoy desafiada matemáticamente. ¿Sabes?

Asentí. Pero yo estaba cómodo con los dos, así que no entendía.

***

Tumbado en mi nueva cama, me quedé mirando las tres bombillas

de imitación de llama de la única instalación de luz en mi habitación microscópica. El interruptor se hallaba en una cuerda que colgaba de la

pared junto a la puerta. El aparato y los brazos eran una especie de latón oxidado, pero tan corroído que no podía decir lo que debía parecer. Tal vez el metal fue brillante una vez… como hace cincuenta años. Probablemente,

el latón no se hizo para que estuviera tan cerca del océano y nunca pulido.

Estiré los brazos a cada lado y toqué las paredes, y luego los estiré

detrás de mi espalda y toqué la tercera pared. La cuarta pared era sobre todo la puerta de la despensa, con un poco de cartón de yeso alrededor y

por encima de ella.

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Subiendo en mis rodillas, tanteé uno de los estantes de poca

profundidad que el abuelo dejó pegado a la pared y agarré mi iPod de su nuevo hogar junto a una pila de mis cuadernos de dibujo. Hace unos

meses, estos estantes guardaban mercancías y conservas enlatadas y cajas de cereal y macarrones con queso. Había habido una canasta de papas junto a la puerta que el abuelo llamó tubérculos, y al lado, una

cesta de cebollas que todavía podía oler a pesar de que fueron trasladados a otro lugar, a un cajón en la cocina, supuse.

Metí mis auriculares y marqué a una lista de reproducción de una nueva banda que acababa de descubrir antes de salir de Alexandria. Eran

locales, y sonaban un poco en las estaciones de la universidad. Pensé que podría ir a verlos, en vivo. Ahora, a menos que se hicieran muy famosos y comenzaran a viajar, yo nunca los vería. Incluso si comenzaban las giras,

nunca vendrían aquí. Nadie venía aquí.

No estaba seguro de lo que pasó con las cajas de adornos y

decoraciones que mamá arrastraba todos los años desde el armario del sótano: los filamentos de las luces, la guirnalda verde que puede ser

girada, medias de terciopelo y el calendario en sus pequeñas ventanas con bisagras.

No esperaba ningún regalo, pero el abuelo me dio una navaja con

mango de nácar con una hoja de más de mi dedo medio. Se veía viejo, pero bien cuidado y afilado. Papá, después de fallar al recordar comprarme un

regalo en un día de fiesta importante, me entregó unos billetes, y los metí en la cartera sin mirarlos. —Gracias —le dije a cada uno de ellos, y luego

el abuelo sacó una antigua plancha de gofres de un gabinete y una caja de mezcla para gofres y jarra de plástico de miel de un armario alto.

La primera navidad sin mamá.

***

Crecí un poco más desde el verano, pero no había estado de compras

para conseguir ropa nueva. No tenía un corte de pelo. Honestamente, en cierto modo me olvidé de cómo me veía hasta el primer día tuve que ir a una nueva escuela.

En esta ciudad, había una escuela primaria, una intermedia y una secundaria, todas alojadas en la misma dirección. Algo así como la escuela

privada de casa, o la que solía serlo. La mayoría de los niños aquí se conocían de todas sus vidas. Los recién llegados eran sospechosos hasta

que hacían amigos o se convertían en parias. Yo lo sabía, pero aun así, no pensaba en la forma en que se aplicaría a mí, hasta que lo hizo.

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Mis camisetas todavía me quedaban bien, pero mis vaqueros no. Los

zapatos apretaban mis dedos de los pies. La chaqueta North Face me iba pequeña, y las mangas de mis sudaderas eran demasiado cortas. Las tiré

por mis brazos hasta que los puños de punto quedaron muy estirados y permanecieron de esa manera.

Todos los días me puse mi reloj y mis pulseras de goma, aliviado de

que no estuvieran prohibidas aquí, porque mis maestros decidieron con rapidez que yo era un delincuente. Ellos no cambiaron las reglas por el

chico nuevo introvertido e inestable con la ropa mal ajustada, el pelo demasiado largo y sin deseos de participar en la clase.

Los otros chicos, en su mayoría, estuvieron de acuerdo con los profesores.

En la clase, tomé cualquier asiento que el profesor me indicaba y

hacía tan poco como fue posible. En los pasillos, me mantuve cerca de las paredes de los armarios, con los ojos fijos en el suelo, ignorando cualquier

insulto o empujones “accidentales”. A veces me imaginaba reaccionando. Me acordé de las peleas y empujones que tuvimos en la pista de hielo, la

adrenalina de poner a un oponente de cara contra la pared de acrílico cuando hería a un compañero de equipo o hablaba demasiada basura. No hay patines ni hielo bajo mis pies, podía romper narices y desarticular los

hombros antes de que la mayoría de estos chicos supieran qué les golpeó.

Pero entonces ellos sabrían, que me importaba lo que me hacían. Así

que no me molesté.

En el almuerzo, fui condenado a la mesa de parias con un par de

chicos de mi clase, Rick y Boyce, y una niña de séptimo grado, Pearl, que se sentó y leyó mientras se escondía detrás de una cabeza llena de pelo oscuro desaliñado, y gafas. Ninguno de ellos intentaba hablar conmigo,

pero tampoco lanzaban restos de comida ni comentarios de odio, así que me comí mi almuerzo, tan silencioso como era el resto de los días, y luego

saqué mi cuaderno de dibujo y me incliné sobre él. Aprendí a mantener mi mochila conmigo todo el día. Los casilleros no eran seguros, a pesar de que

todo el mundo fue advertido de guardar sus combinaciones. Los códigos supuestamente confidenciales de esas cerraduras incorporadas se habían extendido desde hace mucho tiempo por el cuerpo estudiantil.

En mi decimocuarto cumpleaños, padecí dos semanas en una nueva escuela, y tenía cuatro meses por delante. El próximo otoño, me movería a

la escuela secundaria. No tenía ilusiones de una mejora. A veces, me paraba en los tablones resistidos del pórtico trasero del abuelo y miraba

hacia el agua, preguntándome cuánto tiempo me costaría ahogarme, y qué se sentiría

Al igual que la navidad, me desperté seguro de no tener regalos. No

estaba seguro de si papá o el abuelo lo recordarían, pero yo no iba a recordárselo.

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Jalé la puerta de mi habitación de la despensa para abrirla, y me

recibió el olor de la fritura de cerdo y canela. Casi todas las mañanas, cuando me levantaba, papá y el abuelo ya se habían ido. Emergería de mi

capullo, me prepararía en el cuarto de baño que todos compartíamos e iría a la escuela. Enero era frío aquí, pero nada como lo que yo acostumbraba. El abuelo se rió cuando le pregunté si alguna vez nevaba. —Una vez en

una luna azul —dijo—. No contengas la respiración ni el parpadeo.

Echaba de menos los cambios estacionales y el blanco cubriendo la

ventana, pero no extrañaba caminar a través de ella cuando se acababa la novedad, ni la molestia del viento al traspasar la ropa y hacer que mi ojos

se aguaran para evitar que se congelaran.

Papá se fue, pero el abuelo se encontraba en la cocina, deslizando salchichas y tostadas francesas en dos platos. En general, comía cereales

fríos o calentaba un paquete de harina de avena, para no perder el tiempo de murmurar más allá de un “gracias” apenas despierto antes de agarrar

un tenedor y devorarlo.

—Pensé que hoy podíamos ir a Thrifty Sense —dijo, y levantó la

mirada, con la boca llena de pan tostado y jarabe—. Te ves como un espantapájaros en esos pantalones cortos. A menos que sea alguna clase de nueva moda de los de tu edad. No estoy muy al corriente de las

tendencias. —Dejó su plato al otro lado del mío y elevó una ceja, esperando.

Negué con la cabeza mientras confirmaba qué día era en mi mente. Jueves. —Pero, ¿y la escuela?

Hizo un gesto con la mano. —Bah. Pueden estar un día sin ti. —En realidad, todos los días—. Voy a llamar para decir que estás enfermo.

Tenemos que hacer unas compras de cumpleaños. —Comimos unos bocados en silencio y añadió—: ¿Supongo que no te inclinas por un corte de pelo de cumpleaños?

Negué con la cabeza otra vez, luchando con la sonrisa que apareció en el borde de mi boca.

Resopló un largo suspiro. —Eso pensaba. —Pasando una mano por sus cabellos cortos y canosos, añadió—: Si lo tuviera, seguro que también

haría alarde de él.

Volví a casa con varios pares de pantalones vaqueros desgastados y pantalones cargo, dos pares de zapatillas de deporte y botas occidentales

maltratadas, y una sudadera con capucha negra desteñida. Nada costó más de cinco dólares. Todo equipado.

Papá fue y vino mientras nos encontrábamos fuera, dejando una cajita en la cama que contenía una docena de lápices de carbón de buena

calidad en diferentes grados de dureza, dos gomas de borrar, un bloque de lijado y un sacapuntas. Reconocí el estuche; perteneció a mamá. Debajo,

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había un nuevo cuaderno de dibujo con las páginas perforadas, del tipo

que mamá me dio para los dibujos que quería eliminar de la almohadilla y la pantalla.

Saqué mi cuaderno de bocetos hecho jirones de mi mochila y la abrí en un dibujo de una gaviota sentada en el casco del barco del abuelo. Me pasé el resto de mi cumpleaños probando los lápices, recreando el simple

dibujo y sombreado hasta que la gaviota parecía un poco siniestra, más como el cuervo de Edgar Allan Poe de un poema que leí en inglés el pasado

otoño, mi primera semana de regreso.

El cuervo atormentaba a un tipo que se volvía loco por la muerte de

alguien a quien amaba. Todo el mundo tenía que escribir un breve ensayo de análisis del poema, pero mi maestro, mirando a un punto justo entre mis ojos, me dio permiso para elegir otra cosa, aunque lo no pedí.

Elegí un poema de Emily Dickinson sobre el equilibrio que mantiene la vida entre las cosas malas y buenas. Había tenido trece años de buenas.

Me pregunté si iba a sobrevivir a los trece de mal necesario para pagar por ellos.

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Lucas Una semana o dos en cualquier semestre, la asistencia global de la

clase cae, especialmente en los grandes cursos de introducción como historia o economía. Este semestre no fue diferente. A menos que se

programara una prueba o examen, el aula exhibía un patrón siempre cambiante de asientos vacíos. Pero Jackie y su novio, lo admito a regañadientes, no faltaron a clase. Ni una sola vez en las primeras ocho

semanas.

Lo cual hizo su primera desaparición notoria, y la segunda —el muy

próximo período de clase— significativa.

Durante un descanso de los deberes, comprobé el estado de la red

social de Kennedy Moore, el cual ahora declara: soltero. El perfil de Jackie ya no existía —o lo desactivó temporalmente.

Mierda. Ellos habían roto.

Me sentí como un completo idiota por la sorpresiva y directa alegría que me dio, pero la culpa no me impidió hacer una hipótesis sobre un

paso más: ella dejó de venir a clase. Tal vez tenía la intención de abandonar economía... y en ese momento ya no sería una estudiante de la

clase a la que daba tutorías.

Para su tercera ausencia, Moore coqueteaba abiertamente con las

chicas que lo adularon en las últimas semanas. La siguiente semana, Jackie perdió la mitad del período. Esperé por una actualización del estado que viniera a través del sistema, diciéndome que ella dejó oficialmente el

curso, pero nunca sucedió. Si se olvidaba de dejarlo oficialmente a finales de mes, obtendría una F al final del semestre.

Sabía condenadamente bien que no era mi responsabilidad ni mi preocupación... pero no quería que reprobara una clase, además de lo que

sea que el imbécil le hizo por terminar su relación de tres años. Pero después de más de una semana de escanear y descartar a todas las chicas en el campus remotamente parecidas a Jackie Wallace, empecé a creer que

nunca volvería a verla.

***

Francis me dio una mirada de ¿Cómo llegó eso ahí? mientras alzaba su trasero de mi teléfono zumbando.

Era Joseph, uno de los técnicos de mantenimiento a tiempo

completo en la universidad que me marcaba un ocasional ingreso extra,

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haciendo pequeños trabajos en el campus —usualmente un contrato de

trabajo legítimo, a veces efectivo por debajo de la mesa. No era exigente; tomaría cualquiera. —Hola, hombre.

—Amiiiigo... ¿ocupado esta noche? —Drogado.

Negué con la cabeza. Joseph se encariñó con sus fármacos recreativos, especialmente al final de una semana de mierda de hacer

frente a algunos de los más condescendientes académicos, administrativos agobiados o jefes prepotentes.

—Sólo estudiando. ¿Qué pasa?

Francis tomó ventaja de mi distracción, dejando caer su mullido,

cuerpo de siete kilos en la cima de mi libro de texto y en la mitad de mis notas de clase. Lo empujé sin entusiasmo y robó mi pluma del sofá en venganza.

—¿En una noche de viernes? Amigo, tienes que parar esa mierda. —Esta era una afirmación frecuente de Joseph. Él sabía que yo no

cambiaría, y sentía como si tuviera que repetir su objeción de vez en cuando—. ¿Cuándo vas a vivir un poco?

—Tan pronto me gradúe, hombre —prometí—. Tan pronto me gradúe.

Suspirando profundamente, volvió al propósito de su llamada. —Tengo una pequeña... propuesta para ti.

Si tuviera un mejor amigo, probablemente lo sería Joseph. Lo más

raro de nuestra amistad era el hecho de que teníamos sólo dos cosas en común. Primero, nuestros gustos casi idénticos en música y segundo, una

afinidad para compartimentar nuestras vidas, algo que hacíamos con la misma compulsión.

Después de que me detectó solo en varios espectáculos la primavera pasada, se acercó y me tendió la mano. —Oye, hombre, Joseph Dill. ¿No

trabajas en el campus?

—Sí. —Mientras nos dimos la mano, traté de reconocerlo. No era un

compañero de clase en ingeniería, pero parecía un poco joven para ser profesor. ¿Uno de los estudiantes un poco mayores de una de las clases de

Heller, tal vez?

—Policía del campus, ¿cierto? —Su tono no era despectivo, pero tampoco era elogioso.

Maldije ese trabajo por millonésima vez, aunque esas diez horas a la semana pagaban lo suficiente como para cubrir casi la mitad de mi

matrícula. —Oh, uh, en realidad no —dije—. Sólo extiendo multas de

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estacionamiento. Es una posición trabajo-estudio. Pero aun así tengo que

llevar el estúpido uniforme.

—Ah. —Asintió, evaluándome—. Así que... eres estudiante.

A pesar de que habitamos el mismo pequeño reino, en general el personal de mantenimiento y jardinería no interactuaban con los estudiantes. Hizo un gesto hacia sí mismo después de una mínima pausa,

pasando por esa frontera invisible. —Mantenimiento del edificio. —Sonrió—. Pensé en comprarte una cerveza y preguntar ¿qué hacen un par

de chicos ardientes como nosotros yendo solos a conciertos?

Sonreí, pero abruptamente se me ocurrió que Joseph podría

encontrarse interesado en más que una conversación, porque mi gaydar se hallaba retumbando.

—Tienes la edad, ¿cierto? —preguntó.

—Uh, sí... —Elevé mi muñeca con la cinta roja, me dije que esto no sería diferente de rechazar a una chica cuando no estaba interesado ni con

el estado de ánimo, algo que hice con la suficiente frecuencia en los tres años previos.

—Genial. —Después de pagar por dos cervezas, me entregó una y golpeó suavemente los cuellos antes de tomar un trago largo.

Le di las gracias con cautela, pues no quería desanimarlo antes de

que hiciera una pregunta.

Cogió la etiqueta de su botella, llegando a una conclusión. —Bueno,

mi novio es un chico del teatro musical. Y joder si no preferiría ser perseguido por zombis hambrientos que ser obligado a soportar Rent de

nuevo. No tiene problema para conseguir a un amigo que vaya a esa mierda con él, gracias a Cristo. No tengo la misma suerte con mis gustos musicales entre nuestro círculo de amigos, ¿sabes? —Me miró entonces, a

la espera de, ya sea, una confirmación o una respuesta prejuiciosa.

Aliviado, sonreí al pensar en este hombre, quien parecía que se

encontraría más a gusto en un bar de moteros que en un espectáculo de Broadway. Poco después de este pensamiento, un recuerdo enterrado se

empujó a la superficie —mi padre, incómodo, de pie junto a mamá en una de sus exhibiciones en la galería, sosteniendo una copa alargada de champán. Papá era un tipo de ver deportes bebiendo whiskey en las rocas,

no un entusiasta del arte. Pero amó y apoyó a mi madre.

—No lo sé, pero puedo imaginarlo —dije.

La boca de Joseph formó una media sonrisa, y nos volvimos amigos desde entonces.

—De acuerdo —dije ahora—. Saca la proposición.

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—Tú, uh, tienes experiencia arreglando sistemas de aire

acondicionado, ¿cierto?

—¿Sip? —Mi último año de preparatoria trabajé para Electrónica &

Aires Acondicionados Hendrickson, asistiendo al viejo señor H. en cientos de llamadas de mantenimiento y reparaciones, pero nunca estuve a cargo de diagnosticar un problema. Después de un año de trabajar con él,

bromeó diciendo que aprendí lo suficiente como para ser peligroso, lo cual resume mi nivel de experiencia perfectamente.

—Aquí está el tema. Acabo de recibir una llamada fuera de turno para arreglar el aire acondicionado en una de las casas de fraternidad. Y

amigo, olvidé completamente que me encontraba de guardia este fin de semana... y estoy fumado.

Sonreí. —No me digas.

—Sip... No hay forma de que debiera operar maquinaria pesada. Como. Mi camioneta.

—Eso es indudablemente cierto.

—Así que pensé que tú podrías ir a hacer el trabajo, y yo te pago;

consigo horas extras por esta mierda. De esta manera, no me atrapan drogado en el trabajo, tú haces algo de dinero extra y todo el mundo feliz.

Ir a una casa de fraternidad para identificar y reparar un problema de un gran aparato que podría no ser capaz de arreglar, no era exactamente una mejora a permanecer sentado solo en mi apartamento. —

Eh. No tengo las herramientas y el equipo...

—Ven, toma mi camión, tiene todo lo que necesitas en la caja. Esos

idiotas no te pedirán identificación. Sólo quieren su aire acondicionado arreglado. ¿Por qué la emergencia?, no lo sé. Hay como veinticuatro grados

fuera. Probablemente tienen fiesta o algo.

Suspiré. No quería que Joseph condujera en ese estado ni que lo despidieran por ir a hacer una reparación en el campus mientras se

hallaba drogado y paranoico. Además, siempre podría necesitar efectivo extra. —Muy bien, hombre. ¿Cuándo?

—Eh. ¿Ahora?

La usurpación incluía el uso de una de las camisas oficiales de

Joseph del personal de mantenimiento —su nombre cosido en letra color azul marino en un rectángulo blanco en el lado izquierdo de mi pecho.

—Probablemente necesitan gas refrigerante o una reparación del

cableado. —Palmeó mi hombro y dejó las llaves de su camioneta en mi mano—. Llámame si no sabes cómo continuar. Estoy drogado, no

comatoso.

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***

Él tenía razón acerca de todo —los chicos se preparaban para una

fiesta, y nadie parpadeó en mi dirección cuando aparecí en una de sus camisas. Un chico abrió la puerta y me mostró que al ajustar el termostato no cambiaba la temperatura de la casa. Por suerte, Joseph también acertó

con respecto a que era un problema simple de cableado. La unidad tenía cerca de veinte años y debería ser sustituida en breve, pero aún no.

—Oh, hombre, genial. —D.J., el vicepresidente de la fraternidad, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, exhalando un suspiro de

alivio—. Gastamos bastante en esta fiesta. Se supone que debería ser agradable mañana, pero nunca se sabe por aquí.

—Es verdad. —Cargué las herramientas en la caja.

—Gracias por venir, Joseph. —Me tomó unos segundos más de lo que debía darme cuenta de que hablaba conmigo.

—Oh, seguro.

En la puerta, me ofreció un billete de veinte doblado.

Sacudí la mano. —No hay problema, hombre. Todo es parte del trabajo. —El verdadero Joseph me pagaba cincuenta dólares por hacer

una hora de trabajo, y me sentía bastante preocupado haciendo todo esto.

Las cejas de D.J. se unieron brevemente, ya que no debía estar acostumbrado a que un trabajador de cuello azul rechazara una propina.

—Vale, bien, si estás libre mañana por la noche, vamos a tener una fiesta de Halloween.

No jodas, pensé. Toda la casa estaba adornada con telarañas de imitación, luces negras y todo el mobiliario fue empujado hacia las

paredes, haciendo espacio para bailar o socializar en el centro de la sala principal.

—Es técnicamente para los estudiantes, pero es obvio que no eres

viejo, y ésta no es una fraternidad exclusiva, así que ven si estás libre.

Con esfuerzo, me mantuve sonriendo. —Sí, claro. Gracias... —Pero

no, gracias.

Luego levanté la mirada y vi a Kennedy Moore al otro lado de la

habitación, hablando con otro chico. Fue entonces cuando me di cuenta —esta era su fraternidad. Jackie podría venir a esta fiesta, a pesar de que

hayan roto.

Bueno, maldición. Supongo que iría a una fiesta de fraternidad.

***

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Vi a Jackie en el momento en que entró por la puerta. Incluso con la oscuridad y la aglomeración de cuerpos, nunca la perdí de vista entre la

multitud por mucho tiempo. Vestía de rojo. Brillante, y reluciente color rojo. Colocada en lo alto de su cabeza se encontraba una diadema mostrando dos puntiagudos cuernos rojos. Una delgada cola terminada en

punta se hallaba en la parte trasera de su falda, y se balanceaba detrás de ella mientras caminaba o bailaba.

Sus piernas estaban lisas y desnudas, y parecían más largas de lo habitual. Geometría sugería que su falda corta y los tacones rojos tan altos

eran los responsables de ese efecto, pero ninguna matemática podría disminuir mi reacción visceral de verla otra vez —especialmente en un disfraz ardiente que hacía explotar la cabeza. Ese disfraz en esta chica era

fascinante para más hombres que sólo yo, como lo demostró la cantidad que la invitaron a bailar. Ella no lo notó o no le importó, porque nueve de

cada diez veces, se negó sacudiendo la cabeza.

Ella y su ex —y me encontraba seguro, ahora, que este era el caso—

se mantuvieron aparte, como si estuvieran polarizados. Él tenía su corte a un lado de la habitación, y ella hizo notables esfuerzos para ignorarlo desde el otro.

Diseñé y descarté dos docenas de frases de entrada.

Oye, Te he observado en clase de economía, y —no pude dejar de

notar— que dejaste de asistir hace un par de semanas. Espero que estés pensando en darte de baja, porque de ese modo no violaré las reglas del

campus sin mencionar la ética personal cuando te invite a salir. Brillante. Y no es del todo espeluznante.

Creo que el rojo se acaba de convertir en mi color favorito.

Lamentable.

Te puedo decir la raíz cuadrada de cualquier número en diez

segundos. Así que, ¿cuál es tu número? Agh.

Nunca he querido tanto ir al infierno. No.

¿Hace calor aquí, o eres sólo tú? Jesucristo, no.

Una pareja en la pista de baile divertía a todos con una

demostración de un borracho baile erótico exagerado —la única vez que vi a Jackie sonreír en más o menos la hora que la estuve observando. Mi

visión hacia ella fue bloqueada cuando una chica con orejas de gato y bigotes pintados a lápiz se detuvo justo en frente de mí, mirando sobre el borde de su vaso. Cuando alcé una ceja, ella dijo—: ¿Estás en mi clase de

economía?

Uno de los bailarines del baile erótico tropezó con ella, haciendo que

derramara su bebida en su propia cara. Se tambaleó hacia delante y tomé

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su brazo para evitar que fuera directamente al suelo. Se volvió y gritó—:

Atrás, basura —a la chica del baile, a pesar de que fue el hombre quien la empujó.

Cuando se giró de nuevo hacia mí, se disipó la burla fea. Sonrió con gracia, como si los últimos diez segundos no hubieran sucedido. Aterrador.

—¿Qué decía? —Se acercó más y solté su brazo—. Oh, sí. Economía.

Con… no recuerdo su nombre... —Chasqueó los dedos un par de veces, tratando de recordar, mientras miraba por encima de su cabeza a Jackie,

bailando con un chico que llevaba una capa larga y oscura. Él se rió de algo que dijo ella, mostrando sus colmillos de plástico blanco. Al menos

una docena de vampiros se encontraban presentes esta noche.

—¿El señor Keller? —dijo Chica economía.

—Dr. Heller —suministré.

Volvió a sonreír. —Sí, es él. —Me dio un golpecito en el pecho con una uña plata metálico—. Te sientas en la última fila. No prestas atención.

Vaya. Tengo que liberarme de esta conversación. —En realidad soy el instructor suplementario para esa clase.

—¿El quién de qué?

Bajé la mirada, frunciendo los labios. Cristo. —El tutor.

—Ooooh... —Luego me dijo su nombre, el cual olvidé de inmediato, y se lanzó a un monólogo sobre la enemistad en relación con la chica que la empujó. No conocía a ninguno de ellos, y no me podría haber importado

menos su disputa mortal, la cual se refería a un chico o a un par de zapatos, no pude definir cuál en mi estado de me importa una mierda.

Cuando visiblemente localicé a Jackie de nuevo, tenía su bolso al hombro y se dirigía hacia la puerta trasera al estacionamiento compartido

por varias de las casas de fraternidad. Vine a la fiesta con la esperanza de verla, aunque no era quien para acosarla así. Fue bueno que no la invitara a bailar ni hablara con ella. Podía irme ahora, no pasaba nada. Sólo

seguirla por la puerta e ir a casa.

Excepto que estacioné mi moto en un pequeño espacio entre un par

de coches enfrente. No tenía motivos para salir por la puerta trasera.

El chico vampiro también miró la puerta trasera. Colgó la capa sobre

una silla y escupió los colmillos de plástico, guardándolos en su bolsillo delantero. Sin apresurarse, salió justo detrás de Jackie, pero tampoco

perdió el tiempo —como si tuviera que irse a algún lugar. O a encontrarse con alguien.

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6 Traducido por Valentine Rose

Corregido por *Andreina F*

Landon El trozo de madera en el escritorio decía “Señora Sally Ingram”, con

una letra negra situada en un pulido azófar de plata. Sonaba como un buen nombre para mí, y ella parecía genial desde la distancia durante la

asamblea de orientación obligatoria la semana pasada. Genial era lo primero que parecía ser la directora de mi secundaria, y no lo era.

Me encogí en la silla de vinilo frente a su gran escritorio. La cima de este era un sólido bloque de madera que parecía haber sido construida con la específica finalidad de impedir que alguien se lanzara contra él con

facilidad. No podía imaginar cómo incluso entraron un escritorio de este tamaño a esta oficina. Debió haber entrado en piezas, porque era seguro

que no pudo haber entrado por la puerta.

La señora Ingram se deslizó por el archivador abierto, desplazando

hojas como si yo no estuviera ahí, esperando descubrir por qué fui llamado a la oficina de la directora en mi primer día de clases. Sus lentes descansaban al final de su nariz, como la manera en la que papá usaba los

suyos cuando leía y actualizaba los libros, la única concesión de su carrera previa que he visto desde que nos mudamos aquí hace ocho meses.

Al principio, hubo discusiones y acusaciones, mi padre criticando sobre la falta de sentido de negocios del abuelo, planeando o llevando los

registros con la empresa pesquera que lo apoyó durante décadas… lo cuál era el razonamiento del abuelo. Al final, llegaron a algún tipo de acuerdo, y mi padre se encargó de cada aspecto financiero del negocio. Mientras

consignaba números en los libros de contabilidad o los transfería a su ordenador, papá aún farfullaba maldiciones o tiraba sus lentes y agarraba

el puente de su nariz como si su frustración pudiera desencadenar una hemorragia cerebral. Pero ordenó la “oficina”, que consistía en una

despensa apiñada en el pasillo entre el área de la sala de estar y la cocina (la cual tenía libros en lugar de platos), y la mesa construida de la cocina… y arriba colgaba una bombilla. El espacio de trabajo era un largo camino

desde la oficina de papá en Washington o su despacho en Alexandria.

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La señora Ingram se aclaró la garganta y acomodó sus lentes,

observándome. Sus ojos estaban juntos y oscuros. La dibujaría como un dragón: pequeños y redondos ojos de reptil observando a su presa, y

atrapándolo en el suelo, sin palabras y tenso como para huir. Este era el primer día de escuela. Aún no pude haber hecho nada para hacerla enojar. No es que haya intentado hacer enojar a alguien. Sólo quería estar solo, y

en su mayor parte, me las arreglé para que fuera así.

—Landon Maxfield —dijo mi apellido como si fuera algo baboso, y no

pude evitar la resistencia de forzar mis ojos a entrecerrarse. Maxfield era el apellido de mi abuelo, y no me gustaba que alguien lo insultara. Se apoyó

en sus codos y entrelazó los dedos—. He escuchado de ti, y creí que debíamos volvernos cercanos, ya que ahora estás en mi casa.

Parpadeé. Escuchó de mí… ¿De quién? ¿Y qué habían dicho?

—Come verás, te precede tu nocivo comienzo académico en esta escuela ejemplar. —Sus dedos golpeaban la madera, como si estuviéramos

teniendo una simple conversación constructiva de primer día—. Y tengo un hábito, como directora de esta escuela, de poner atención a todas las

posibles… deficiencias, antes de que estos defectos se transmitan al resto del cuerpo estudiantil. Un poco de sublime control dañino, por así decirlo.

¿Entiendes? —Me dio una sonrisa burlona, presionando los labios tensamente, y apenas doblándolos en las esquinas.

Dudaba de si esperaba que siguiera cada cosa que acababa de decir.

Pero su léxico indulgente no era competencia para mi antigua educación, y los cultos padres que me criaron. Deseé no haber seguido lo que había

dicho. Deseé no saber qué pensaba. Mis latidos resonaban en mis oídos, y hundí las uñas en mis palmas para detener las lágrimas de rabia antes

que se acumularan. Los ojos llorosos me harían ver vulnerable.

—Cree que... contaminaré a los otros estudiantes. —Mi voz arañó mi garganta al salir, traicionando la emoción que intenté suprimir, pero no

pareció notarlo. Se encontraba bastante sorprendida.

Sus ojos se agrandaron, pero no argumentó. Era la mujer más

aterradora que había conocido. Sus manos se aplanaron en el escritorio. —Bueno, no continuemos. Simplemente me aseguro de que entiendes la idea

de tolerancia cero, señor Maxfield. —Apreté los dientes. Se puso de pie, por lo que yo también lo hice. No quería que bajara la mirada para

observarme—. Simplemente siga las reglas mientras esté en mi casa… o será expulsado, señor.

¿Mi primer día de escuela, y estoy siendo amenazado con expulsión?

Decidí no darle más información sobre qué podía o no seguir. Ella era el tipo de persona que disparaba, y después hacía las preguntas. Si las

hacía.

Asentí una vez, un movimiento de mi cabeza, y me dejó salir.

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Habían sido trescientos treinta y nueve días desde que mi madre

murió.

Se sintió como si fueron años. Se sintió como si fueron horas.

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Lucas Me quedé quieto, mis ojos en la puerta trasera, mientras mi

conciencia y una obsesión que no podía controlar comenzaron a tener una batalla en mi cabeza.

Esta podría ser mi única oportunidad para incluso hablar con Jackie Wallace. No la había visto —dentro o fuera del campus— en ningún momento desde que dejó de venir a clases.

¿Qué demonios le diría?

Y entonces había un chico que la seguía afuera. Ella claramente lo

conocía. Tal vez decidieron encontrarse, lejos de las miradas indiscretas. O él esperaba una oportunidad con ella, y a diferencia de mi, la tomó… en

vez de gastar su tiempo con absurdas discusiones internas.

Tal vez ella decidió irse antes, y también él, sin ninguna relación entre ellos.

O tal vez simplemente yo gastaba valiosos segundos haciendo nada.

Mi adolescente interno se enfurecía más ante mi resistencia. Baja

ese vaso rancio de mierda, síguela afuera y di algo… cualquier cosa, maldita sea.

El primer pensamiento: podría decirle que era el tutor en clases, y noté que se perdió varios días de clases, incluyendo las de medio periodo,

pero que no las reprobó. Justo después de arrastrarla a un estacionamiento oscuro. Tendría suerte si no me pegaba primero un rodillazo en las bolas, y hacía las preguntas después.

Sin embargo, la última fecha de entrega fue hace tres días. La podría salvar de una mala nota en su expediente, como si no fuera nada. Sacando

mi culo de la pared, abandoné la supuesta conversación que tenía con la lastimera chica semi-borracha en medio de su rabieta.

Caminando directamente a la puerta trasera, me dije que si Jackie Wallace y el estúpido vampiro comenzaban a ponerse cariñosos —o peor—,

daría la vuelta, subiría a mi motocicleta y olvidaría su existencia.

Seguro que lo harás. Todos esos meticulosos detalles que has pasado analizando y quemando tu cerebro te disolverán. No es un gran problema.

Cállate.

Por unos cuantos segundos, tuve miedo de haberla perdido. Hubo

alerta de tormenta y el viento soplaba las nubes que se juntaban, profundizándolas en sombras, provocando que las zonas iluminadas

fueran poco frecuentes y breves. La localicé por su brillante teléfono. Le

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enviaba mensajes a alguien, serpenteando por los autos y camiones al otro

extremo del estacionamiento. Su amigo vampiro se hallaba en medio de ambos, y se aseguró de parecer como si estuviera siguiéndola. Sin

embargo, no le advirtió, el imbécil. La asustaría completamente si salía de la nada.

Respiré profundamente, arrastrando los pies, y empecé a caminar en

su dirección, preparado para dar la vuelta en cualquier momento.

¿Probabilidad de que estaba a punto de arrepentirme de esto el resto

de la noche? Noventa y cinco por ciento.

En la última hilera, abrió la puerta de una brillante camioneta

oscura. Interesante. No la habría imaginado conduciendo una camioneta. Quizá un pequeño auto deportivo, o un descapotable. Su amigo vino detrás de ella y ambos se movieron al espacio al otro lado de la puerta abierta. No

podía ver a ninguno con claridad, y tenía ningún deseo de verlos revisar las amígdalas del otro.

Tiempo de dar la vuelta. Excepto que, el hecho de que él nunca le advirtiera, me molestó. A lo mejor, creyó que era divertido asustar a las

mujeres en un estacionamiento desierto. O peor…

Ella gritó. Una vez, interrumpida abruptamente.

Me detuve. Y entonces corrí.

Raramente dejaba que mi temperamento se deslizara en los pasados tres o cuatro años, porque sé muy bien las grandes consecuencias de

hacerlo. Pero cuando vi su cuerpo encima de ella en el asiento y escucharla sollozar, rogándole que parase, me volví loco. Ninguna cantidad

de autocontrol me hubiera frenado, asumiendo que estuviera dispuesto a calmarme.

Bueno, no lo estaba.

Agarrándolo de su camiseta con mis dos puños, lo saqué de la camioneta. Se encontraba un poco bebido. Beber hacía a los idiotas

pensar: soy genial. Puedo conducir; no hay problema. Sólo lo suficiente de arrastrar una palabra aquí o allá. Sólo lo suficiente para hacerlo inefectivo

en una pelea contra cualquiera que sabía lo que hacía.

Yo sabía qué hacía.

Iba a matarlo, y me preocuparía de las consecuencias más tarde. Esta no era una opinión o una esperanza. Era un hecho. Era hombre muerto.

Mis primeros puñetazos fueron, de algún modo, una sorpresa total para él. Su cabeza se echó para atrás, mientras yacía ahí, desconcertado

por como el depredador se convirtió en la presa en cosa de dos segundos.

Pelea conmigo, imbécil. Adelante. Pelea conmigo, joder.

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Finalmente, tiró un puñetazo, pero me eché hacia atrás, lo cual le

hizo perder el equilibrio como resultado. Lo golpeé dos veces más, mis brazos calentándose por la adrenalina que corría por mi torrente

sanguíneo. Un rayo de luz de luna alumbró la escena en blanco y negro por una fracción de segundo. La sangre salía de su nariz, oscura y gratamente abundante. Sangra, imbécil.

Se limpió la boca con su antebrazo, viendo el resultado. Con un rugido corto, inclinó su cabeza, y corrió en mi dirección.

Le lancé un golpe con la derecha, justo debajo de su barbilla. Un codazo en la cabeza con la izquierda. Sorprendido, se estrelló contra la

camioneta, rebotando; el alcohol lo hacía tan estúpido para caer o correr. Se agitó hacia mí y agarré sus hombros, y le proporcioné un rodillazo desconcertante en la mandíbula.

Tenía suerte. Pude haberle aplastado la tráquea. Se estrelló, arrojando los brazos sobre su cabeza y empujando las rodillas en su

pecho.

Levántate, levántate, levántate. Comencé a inclinarme para sacudirlo

y golpearlo de nuevo, pero un sonido suave irrumpió la niebla de rabia.

Levanté la mirada y miré directo a la camioneta, donde Jackie se

encogía de miedo contra la puerta, elevando y bajando su pecho con cortos y superficiales respiros.

Era una cosita aterrada, retrocediendo de él. De mí, quizá. Sabía que

no que era capaz de sentir el ritmo de sus latidos, de oler su pánico, pero juro que hice ambos. Mis puños estaban cubiertos por la sangre de su

atacante. Limpié el reverso de mis manos en mis vaqueros, caminando con cautela a la puerta, sin movimientos repentinos.

Sus ojos se abrieron, pero no movió ningún músculo.

—¿Estás bien? —Fueron las primeras palabras que le dije a la chica que he observado, bosquejado y después deseado, y con la que he soñado.

No respondió ni asintió. Shock… se hallaba en estado de shock.

Muy lentamente, saqué el teléfono de mi bolsillo. —Voy a llamar al

911. —Aún no respondía. Antes de marcar, pregunté si necesitaba asistencia médica o simplemente a la policía. No sabía qué le hizo en los

segundos que me tomó cruzar el estacionamiento. Todavía tenía puestos sus vaqueros, sin embargo, desabrochados… pero él tenía manos. Otra niebla roja amenazó con aparecer. Lo quería muerto, no sólo llorando y

sangrando a mis pies.

—No los llames —dijo. Su voz era tan suave y diminuta que apenas

pude escuchar las palabras.

Creí que no querría una ambulancia. Pero no, puso en claro que no

quería que llamase a la policía.

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Incrédulo, pregunté—: Estoy equivocado, o este chico trató de

violarte, ¿y me dices que no llame a la policía? —Se encogió, y quería sacarla de la camioneta y sacudirla—. ¿O interrumpí algo que no debí?

Maldito sea mi temperamento. Maldito sea. ¿POR QUÉ dije eso?

Sus ojos brillaron con lágrimas, y quise darme un puñetazo. Me forcé a calmar mi respiración. Tenía que calmarme. Por ella. Por ella.

Sacudiendo la cabeza, me dijo que sólo quería ir a casa. Mi cerebro hizo un listado de cien razones de por qué debería discutir con ella, pero

he estado en el campus lo suficiente para saber cómo saldría. La fraternidad podría bajarle rangos. Alguien juraría que fue voluntariamente.

Era una mujer despechada, intentando lastimar a la fraternidad de su ex. Era una mentirosa, una calientapollas, una puta. La administración no

querría dejarlo en el campus. Él no había triunfado, por lo que sería un “él dijo, ella dijo”. Tirón de orejas para él. Exilio social para ella.

Testificaría… pero tenía un antecedente menor por ataque, y

acababa golpear a un chico. Un inteligente abogado me hubiese arrestado por atacarlo a él, descartando cualquier cosa que podría contribuir.

El pedazo de mierda en el suelo se volteó y maldijo, rodé mis hombros y respiré lentamente —inhalo, exhalo, inhalo, exhalo— intentando

convencerme de no aplastar su cabeza con mi sólida suela de la bota. No ha sangrado lo suficiente para satisfacer a mi monstruo interno.

Era algo cercano.

Ella respiró a la par conmigo, y me concentré en sus suaves respiros. Temblaba, pero no lloraba. Si comenzaba a hacerlo, no sabía qué

haría.

—De acuerdo. Te llevaré —dije.

Sin un golpeteo entre mis palabras y las suyas, dijo que no, que se iría sola.

¿Cuántas impresiones podría aguantar en una noche? Al parecer, estaba a punto de descubrirlo.

Como si fuera a permitirle irse sola. Claro. Me agaché, y tomé las

llaves de los objetos esparcidos en el suelo. Su bolso se hallaba a su lado, tirado ahí, sin duda, cuando ese imbécil tiró su rostro contra la camioneta.

MIERDA. Nunca he querido que alguien saltara hacia mí, y me lanzara un puñetazo. Quería una excusa —cualquier tipo de excusa— para

terminar con él.

Acercándose, tendió su mano para obtener las llaves. Miré fijamente

sus delgados dedos. Los que he observado desde la distancia por semanas. Temblaban.

—No puedo dejarte conducir —dije.

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Aquellas palabras la confundieron. Reiteré mis justificaciones: el

notable hecho de que temblaba, suficiente razón por sí sola. No sabía si se encontraba lesionada. Y asumí que probablemente había estado bebiendo,

sin embargo, no vi una botella ni una copa en su mano.

—No —dijo, frunciendo el ceño, y su tono era de indignidad—. Soy el conductor designado.

No debí haber mirado sobre mi hombro y de vuelta, preguntándole por quién, exactamente, estaba designada. No debí haberla regañado por

caminar sola por un estacionamiento sin prestar atención al resto, a pesar de que estas cosas eran ciertas. No debí haber sobrentendido que había

actuado irresponsablemente, lo que era lo mismo que decirle que era responsable por el ataque.

Sabía quién era responsable. Yacía en un montón de sangre a mis

pies, gimiendo como si a alguno de nosotros debería importarnos.

—Entonces, ¿es mi culpa que me atacaran? —Jadeó furiosa—. ¿Es

mi culpa que no pueda caminar de una casa hasta mi camioneta sin que uno de los tuyos trate de violarme?

Uno de los tuyos.

—¿“Uno de los tuyos”? ¿Me comparas con ese pedazo de mierda? —

Señalé al chico que noqueé en el suelo; mientras la indignación salía a la superficie como una reacción química, instantánea e imparable—. No soy como él. —Escuché mis palabras abrir paso al espacio entre nosotros;

hostil y defensivo. Cuando las escupí, sus ojos se deslizaron a mi boca, y al aro en ella. Vi el miedo que intentó tragar antes de que pudiera verlo.

Mi enojo no era por ella. Su miedo no debería ser por mí. Pero yo lo provocaba.

Tendió la mano y pidió sus llaves otra vez, con la voz quebrada a media oración, pero me miró los ojos determinadamente. Me sentía estupefacto por la valentía en su rostro. Y aquí me encontraba yo, otro

hombre intentando intimidarla para hacer algo que no quería.

Uno de los tuyos.

Se equivocaba, pero no del todo. La sensación que me abordó por esa comprensión no fue placentera.

—¿Vives en el campus? —pregunté, seguido por la amabilidad en mi voz que merecía. Esta era su elección, no mía. Salvarla no me daba el derecho a decidir por ella. Podría conducir al campus sin mí, a pesar de

que preferiría que no lo hiciera—. Déjame llevarte —la persuadí—. Puedo regresar caminando, y conseguir un aventón luego.

El alivio me invadió cuando se rindió y asintió. Mientras recogía sus pertenencias del suelo de la camioneta, la ayudé, devolviendo sus cosas a

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su bolso, sintiendo una injustificada punzada de celos cuando le tendí un

paquete de condón.

Como si le hubiera tendido un escorpión en lugar de un inofensivo

cuadrado de celofán, retiró su mano y dijo que no era de ella.

Así que, ¿él creyó que se mantendría “seguro” de evidencia?

No te voltees. No lo mires.

Ignorando la advertencia de mi mente, miré atrás para asegurarme de que seguía en el suelo. Y así era. Puede que haya murmurado algo

sobre su intento de esconder la evidencia, lo que me hacía desear que me hubiera dejado llamar a la policía, porque un intento como ese podría

apuntar a la intriga de que estaba completamente consiente. No estoy seguro si lo dije en voz alta. Si lo había hecho, ella no respondió. Guardé el condón en mi bolsillo, preguntándome si podría usarse contra una

ralladora, porque intentaría ese pequeño experimento cuando llegase a casa.

En mi imaginación, él estaría usándolo en ese instante.

Subí a su camioneta, cerré la puerta y volteé la llave en el encendido.

—¿Estás segura de no llamar a la policía? —Determinado como me sentía para dejar que esta sea su decisión, tuve que preguntar una vez más.

Miró fijamente a la casa y a la fiesta, silenciosa por un minuto. —

Estoy segura —dijo.

Asentí y salí del estacionamiento, los focos delanteros mostrando los

daños que le había hecho a su atacante. No fue suficiente. Me obligué en mantener el coche en reversa. Hubiera preferido seguir adelante y

aplastarlo bajo los neumáticos.

Han sido años desde que sentí este nivel de violencia corriendo por mis venas.

Mirando fijamente la calle, fingí una falsa compostura para forzarme a calmarme, sabiendo que serviría, pero de manera lenta. En el cruce, le

pregunté el número de su residencia y giré a la derecha cuando me lo dijo, su voz más débil y temblorosa, ahora que el peligro era pasado.

Le di la mayor privacidad que pude, manteniéndola periféricamente en la mira mientras se esforzaba para recuperarse. Se abrazó a sí misma como si estuviera congelándose, a pesar de que la noche era más perfecta

de lo que octubre debía ser. Un poco cálida, incluso. Se estremecía, su cuerpo dejando de lado la necesidad de defenderse mientras su mente no

podía olvidar la infamia que acababa de experimentar.

Quería atravesar la cabina y tocarla. No lo hice.

Pudo haber sido mucho peor.

Pero nunca, jamás le diría eso.

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En el estacionamiento de su residencia, estacioné y bloqueé la

camioneta, tendiéndole las llaves y acompañándola hacia la entrada. Luché por mantener mis manos lejos de ella. Quería consolarla, pero el

toque de un extraño era lo último que necesitaba. Aunque me era familiar —única y fascinante—, yo era un desconocido para ella.

Ni siquiera sabía mi nombre.

Le pedí su identificación en la puerta, dándome cuenta que le costaba deslizar la tarjeta por la manera en que temblaba su cuerpo. Me

pregunté si la acompañaría hasta su dormitorio, o si eso se sentiría como una amenaza. Era un milagro que se haya permitido confiar en mí tan

rápido.

Entonces ella jadeó cuando me entregó la tarjeta, sus ojos puestos en mis nudillos. —Oh, Dios mío. Estás sangrando.

—Nah. No es mi sangre —dije. Como si eso fuera confortante. Jesús.

Deslicé la tarjeta, y se la entregué, mirando su rostro, ahora visible

bajo la luz del techo en el recibidor. Mis ojos tocaron lo que mis dedos no podían, trazando las visibles marcas de sus lágrimas, los rastros de rímel

bajo sus ojos. Quería alisar las angustiadas arrugas de su frente con mi pulgar, jalarla al círculo de mis brazos y presionar su rostro en mi pecho, dejando que mis latidos la calmaran.

—¿Estás segura de qué te encuentras bien? —pregunté, y sus ojos se humedecieron instantáneamente. Mis manos se convirtieron en puños a

mis lados. No la toques.

—Sí. Bien —dijo, alejando su mirada de la mía. Era una mentirosa

terrible.

Le contaría a una amiga qué pasó. Una compañera de cuarto, quizá.

Alguien conocido y de confianza. No podía ser su confidente y lo sabía. Cumplí mi propósito, y simplemente deseé haberlo cumplido mucho mejor. Más rápido. Estaría enojado conmigo por una eternidad por mi duda

inicial en seguirla esta noche.

Pregunté si podía llamar a alguien por ella, y negó con la cabeza,

rodeándome y evitando cautelosamente cualquier contacto físico, incluso un roce de tela. Otra prueba más de mi anonimato.

La observé caminar hacia las escaleras, sus tacones sonando contra los azulejos, la brillante y dividida cola balanceándose ilógicamente detrás de ella, sin importar cuán rígidamente se moviera en ese momento. Los

cuernos de su traje habían desaparecido hacía tiempo.

—¿Jackie? —dije, cuidadosamente sin querer sorprenderla. Se giró,

con la mano en el pasamano, esperando—. No fue tu culpa.

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Se mordió el labio, aguantándose, y asintió una vez antes de agarrar

el pasamano y subir corriendo las escaleras. Me volteé y me fui, seguro de que esas cuatro palabras serían lo último que le diría a Jackie Wallace.

Eran unas buenas últimas palabras.

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7 Traducido por Liillyana& Julieyrr

Corregido por Sofía Belikov

Landon Boyce Wynn, el anterior ocupante de la mesa de los marginados de

la escuela media, se convirtió en mi enemigo. Si le hubiera llamado así, no habría tenido ni idea de lo que quería decir, y me habría llamado idiota y/o

amenazado con patearme el trasero. En otras palabras, lo mismo que pasaba cuando no le respondía.

Contrariamente a algunas de las cosas que les gustaba decir a los adultos, responderles a los matones —si no puedes con ellos— les daba poder, porque sabían que te importaba. No tenía intenciones de hacer eso.

La directora Ingram me amenazó con su tolerancia cero, y Wynn podría patearme el trasero, además de conseguir que me expulsaran. Era alto e

interesado, fanfarroneando por ser uno de los alumnos de segundo ciclo, y porque se rumoreaba que tenía acceso a drogas, alcohol y piezas de autos

robados. Además, no los amenazaba a ellos. Sólo se metía con los que sabía que eran más pequeños o débiles.

O sea yo.

No había una mesa para los marginados en la cafetería de la secundaria, por lo que elegir dónde sentarse requería una decisión

improvisada, a dos segundos después de pagar. Un movimiento en falso podría ser fatal.

En los días malos, los leprosos sociales comían en el patio, y cuando el clima era bueno, nos quedábamos adentro, dejándole las mesas y bancos a tipos como Clark Richards, el hijo menor de un diseñador que mi

abuelo odiaba, y chicas como Melody Dover, la popular novia rubia de Clark.

En lo que respectaba al clima, no había muchos días malos por aquí —con ocasionales lluvias o vientos, granizos y amenazas de tornado. Por lo

demás, era cálido y soleado, incluso en invierno… lo que significaba que pasaba la mayor parte de los períodos de almuerzo en el interior. Los

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lugares más seguros se hallaban en los extremos vacíos de mesas en las

que nadie semi-popular o como Wynn se sentaban.

Pero eso no impedía que te encontraran cuando buscaban divertirse.

Ejemplo 1: Era sorprendentemente fácil para alguien lanzar una bandeja de comida desde una mesa de la cafetería —botándola al suelo estrepitosamente y enviando los alimentos en todas las direcciones— sin

ralentizar el paso o actuar como si no tuviera algo que ver con ello.

Elegí un sándwich sospechosamente conservado y envuelto en papel

aluminio y una botella de agua en la fila, en vez de una bandeja de comida caliente.

Ejemplo 2: El que inventó los vestuarios —donde varias hileras de metal sólido y bloques de concreto bloquean lo que pase en la parte de atrás de la vista del entrenador— era un idiota. Gracias a una emboscada,

perdí un par de zapatillas de segunda mano y mis vaqueros estilo militar clásicos. Ya que no era lo suficientemente pirado como para identificar a

los idiotas, la solución del entrenador era que escogiera algo para usar del barril de cosas perdidas, que soltaba un hedor que sugería que algo había

muerto y actualmente se descomponía.

Olía como verdadera mierda durante el último período, cada chica cerca arrugaba la nariz y arrastraba su escritorio tan lejos de mí como era

posible, mientras que los chicos hacían brillantes observaciones como—: Apestas, Maxfield. Trata de decirle a tu entrenador que te bañe de vez en

cuando. —Etcétera.

Me quité la ropa tan pronto como llegué a casa y la lancé a la

hoguera en la parte trasera después de darme una hirviente ducha.

Tomé prestados cinco dólares de papá y le pedí al abuelo que me llevara a la tienda de reventa, donde encontré un par de zapatillas Vans de

mi talla que lucían como nuevas. Costaban siete dólares.

—Sé dónde vives —dijo el abuelo, pasándome los dos dólares extra.

***

Dejé de cambiarme ropa para educación física, ganándome sanciones a diario hasta que el entrenador Peterson se dio cuenta de que

no surtía ningún efecto castigarme.

Pero tenía tres clases con Wynn: educación física, geografía, y taller

mecánico.

—¡Lávense las manos! —gritó el señor Silva, su estruendosa voz

resonó por encima del ruido de los motores, las fresadoras, y las conversaciones sobre autos y piezas de auto, chicas y partes de chicas.

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Lo que la mayoría de los chicos decía era inofensivo. Incluso si todo

un pueblo lleno de madres amenazara con lavar nuestras bocas con el jabón abrasivo con el que solíamos quitarnos las pegajosas manchas de

aceite y grasa de las manos y brazos, sólo eran conversaciones.

Aunque a veces esas palabras no se sentían sólo como frases o expresiones. Se sentían como recuerdos y pesadillas, incluso cuando hacía

lo mejor que podía por evitarlas. Mis manos se apretaron en grasientos puños mientras me ponía en la fila para los lavabos, cautivo por el

intercambio que se producía a mis espaldas, en el que Boyce Wynn jugaba el rol mayor.

—Amigo, sus tetas son como dos jugosas sandías. —Su voz trepó por mi nuca, y me imaginé los gestos que sabía que hacía.

—Sí, se lo haría —dijo su amigo, y ambos se rieron—. Pero no se

abre de piernas.

—Todavía, Thompson. Todavía. Le enseñaré a hacerlo.

Mirando fijamente hacia delante, mi visión se nubló en los bordes.

—Claro que sí. Ya desearías, idiota. No te daría ni la hora del día.

—¿Quién necesita la hora del día? La hora de la noche, hombre. En la oscuridad, estará rogando por más.

Su amigo se rió. —Amigo, en serio, ella estará, como, “no”. Además, no es así de caliente.

—Nah, hombre, ¿estás loco? Me la violaría tan rápido…

Antes de pensarlo, me giré, plantando mi puño apretado directo en la esquina de la boca de Boyce Wynn. Su cabeza cayó hacia atrás con el

impacto y sus ojos se ampliaron con sorpresa. Por instinto, sabía que tenía que detenerme, pero de repente había un círculo de chicos gritando—:

¡Pelea! ¡Pelea! —Y mis miembros se congelaron mientras todo su cuerpo avanzaba, preparándose para golpearme en el suelo de cemento.

Antes de que alguno pudiera moverse, Silva nos cogió de los brazos, separándonos e inmovilizándolos. —¿Qué diablos hacen, idiotas? ¿Quieren que los echen?

No aparté los ojos de Wynn, y él me miró en respuesta con asesinato en sus ojos. Un hilillo de sangre destellaba en la esquina de su labio.

—¿Qué sucedió, Wynn? —gruñó, sacudiéndolo. Nuestro profesor era una masa de ciento quince kilógramos de enojo.

Los ojos de Wynn se estrecharon, mirándome furiosamente, y pareció llegar a alguna clase de conclusión. Encogió su hombro libre,

indiferente. —Nada, señor Silva. Todo está bien.

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Silva trasladó su mirada hacia mí, y Wynn levantó lentamente su

mano libre para limpiar la sangre en su rostro con un nudillo. La adrenalina envió un escalofrío a través de mí.

—Y usted… ¿Maxfield? ¿Esa también es su historia? ¿Qué sucedió aquí?

Negué con la cabeza una vez, e imité a Wynn. —Nada. Todo está

bien.

Silva apretó los dientes y rodó los ojos hacia el techo corrugado,

como si Dios pudiera aparecer y decirle qué hacer con nosotros.

Tiró de nuestros brazos una vez más, casi sacándolo de sus

articulaciones. —No habrá más peleas. En. Mi. Taller. ¿Entendido, hombres? —Escupió la palabra hombres como si fuéramos todo menos

eso.

Asentimos, pero no nos soltó. —¿Necesito hablar con Bud sobre los problemas que estás causando? —le preguntó a Wynn, que negó con la

cabeza, ampliando los ojos. Sea quien sea Bud, su nombre le inspiraba miedo al tipo que aterrorizaba a la mayoría del cuerpo estudiantil.

La campana sonó, y nuestra audiencia se reunió con retraso en los lavabos de aluminio de gran tamaño. Silva nos soltó, pero no se movió,

cruzando sus musculosos brazos sobre su corpulento pecho, y haciendo hoyos en la parte trasera de nuestras cabezas mientras nos lavábamos. Cogí mi mochila del cubículo y caminé hacia la puerta lateral mientras

Wynn salía por la delantera con sus dos amigos.

Mi escape era temporal. Lo tenía claro.

***

En un esfuerzo de torturar a sus estudiantes, mi profesora de geografía anunció un proyecto grupal tan pronto como regresamos de las

vacaciones de invierno —durante la cual todos los que se quedaron en el pueblo para navidad disfrutaron de una inesperada nevada cubriendo la

playa, las palmeras, los resorts y los botes de pesca.

En Alexandria, el invierno comenzó antes de navidad y continuó

hasta marzo —con sorpresivos episodios de lluvia, granizo y de vez en cuando nieve; pilas de ella se araban en las esquinas de los aparcamientos, cambiando de blanco a gris si se dejaba derretir en vez de

ser demolida por camiones y transportada lejos. Para febrero, todos se sentían cansados de quitar las escarchas de los parabrisas, cansados de

recoger la nieve de las aceras y entradas, cansados de despertar con el vibrar de los camiones o los quitanieves, cansados de la constante y fría

humedad.

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Aquí, la nieve era como un espolvoreo. Cualquier mensurable

cuantificación de ella inspiraba incredulidad. Quince centímetros se consideraba un milagro. Las personas caminaban por allí haciendo

sonidos de asombro, y negando con la cabeza. Los padres enviaban a sus hijos afuera para que hicieran hombres de nieve y ángeles con calcetines en las manos, porque nadie tenía guantes ni mitones.

—Teniendo en cuenta nuestro “Milagro Navideño”, vamos a formar grupos milagrosamente y examinar el efecto de los cambios climáticos en el

medio ambiente y las personas. —El tono de la señora Dumont sonaba demasiado alegre para el segundo período del primer día a nuestro regreso.

Nadie quería estar allí, y ninguna cantidad de entusiasmo cambiaría nuestra opinión después de dos semanas de dormir y no hacer nada—.

Debido al interés que mostraron para enseñarles a las personas cómo adaptarse a cambios inesperados, vamos a coger un papelito del sombrero y formar parejas. —Sonrió, como si eso mejoraría la tarea.

Al unísono, todos gemimos. Sin perturbarse, le extendió una gorra volteada con la mascota de la escuela —sorpresa, era un pez— a Melody

Dover, que sacó un pedazo de papel y se la pasó a la chica detrás de ella. Desde el último asiento en la fila de Melody, observé la gorra al acercarse.

Saqué una F. Apropiado.

Cuando la gorra alcanzó la última fila, Dumont habló por encima del escándalo de voces. —¡Encuentren a su pareja, y muevan los asientos! ¡Se

sentarán con su pareja por las primeras tres semanas de clases de este semestre, al final de la cual presentarán sus proyectos a toda la clase!

Tienes que estar bromeando. Sólo había tenido una presentación, y fue el verano pasado, donde saqué un cero. Las presentaciones orales eran

dolorosas tanto para las personas que las hacían como para los que la presenciaban.

Consideré levantarme y salir de la sala. Entonces oí—: Vale, ¿qué

encantadora señorita tiene una F? —Desde el lado opuesto de la habitación, y no pude moverme.

Boyce. Wynn.

Oh. Maldita sea.

Se levantó y comenzó a quitarle los pedazos de papel a los estudiantes para descubrir quién era su pareja. —¿Tienes la F? ¿Quién

rayos tiene la F?

—Señor Wynn —dijo la señora Dumont, frunciendo el ceño.

Se encogió de hombros. —No puedo encontrar a mi compañero,

señora Dumont. —Sus ojos destellaron hacia Melody, que hizo una mueca—. ¿Eres tú? —Le arrebató el papel de la mano mientras ella se

quejaba.

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—No. —Le quitó el papel, levantando la barbilla—. Me tocó Clark.

Su novio ya se encontraba sentado junto a ella. Ni siquiera tuvieron que moverse de sus asientos para trabajar juntos. Así que mientras yo me

encontraba estancado con el idiota de Boyce Wynn, el privilegiado Clark Richards haría el trabajo con su atractiva novia. Naturalmente.

—Oh, no, no, no, eso no funcionará. —La señora Dumont se acercó rápidamente, sus ojos en Melody—. No puede estar emparejada con su… eh, amigo. ¡Quiero que todos experimentemos un cambio de cultura y

ambiente! ¡Difusión de traslado y todo! —Mientras los tres trataban de descubrir que quería decir, agarró los pedazos de papel de Boyce y Melody

y los intercambió—. Eso es todo. Ahora, Clark trabajará con Boyce. ¡Entregaré las asignaciones para el proyecto en un momento! —Parecía

pensar que esto tranquilizaría a Clark por haber cambiado a su novia por un monstruoso compañero matón.

—¿Qué…? —Frunció el ceño, apretando la mandíbula—. ¿Por qué

Mel y yo no podemos trabajar juntos?

La señora Dumont sonrió con benevolencia y palmeó su hombro. —

Ahora, ¿quién tiene la F? —dijo, ignorando por completo su pregunta.

Levanté la mano unos cuantos centímetros por encima de mi

escritorio, sin decir una palabra. Cuatro pares de ojos me encontraron. Sólo la señora Dumont sonrió. —Ven aquí, Landon. Puedes ocupar el asiento de Clark por las siguientes tres semanas.

Por la mirada en el rostro de Clark, bien podría haber dicho: “Puede follar a la novia de Clark por las siguientes tres semanas”.

—Pero qué jodida suerte, Richards —dijo Boyce, acorralándome en la esquina con una mirada imperturbable. De alguna forma, ser emparejado

involuntariamente con la novia de algún chico tenía que ver conmigo.

Me colgué la mochila al hombro y caminé hacia la isla, sintiéndome como si estuviera siendo llevado a la horca en vez de ser forzado a

completar un proyecto con una chica con la que fantaseé más de una vez. Mientras Dumont entregaba los paquetes, Melody sacó un cuaderno de

espiral y comenzó a dividir nuestras responsabilidades —escribió Melody a la izquierda, Landon en la derecha, ambos subrayados. Trazó una gruesa

línea en el medio, usando el borde de su cuaderno para hacerla derecha.

—Haré los mapas —ofrecí en voz baja.

Presionó sus labios y alzó la cabeza, claramente irritada. Genial.

Comenzó a escribir mapas bajo mi nombre y se detuvo a medio

camino, volteándose para nivelar sus grandes y pálidos ojos verdes con los míos. —¿Tú… dibujas? Porque puedo hacerlos, si quieres.

Le sostuve la mirada. —Sí.

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Cuando no agregué nada más, rodó los ojos y murmuró—: Bien. Es

mejor que saque una buena nota en esto.

Intercambiamos números de teléfonos y direcciones, aunque dejó

bastante claro que no pretendía poner un pie fuera de la escuela o de la casa de sus padres conmigo. La enorme mansión de los Dover se encontraba a unas cuantas manzanas de la playa en la que se hallaba la

casa de mi abuelo. —Oh, sí. Maxfield. Clark dijo… —Se calló, seguro que debido a mi expresión sombría.

Clark era hijo de John Richards, nuestro constructor más grande de monstruosidades residenciales y condominios vacacionales. Había estado

acosando a mi abuelo para que vendiera su excelente propiedad frente al mar desde siempre. Las cosas se salieron de control hace unos años, me contó el abuelo, cuando Richards trató de ir a la ciudad para invocar un

dominio inminente, declarando que la “casucha” del abuelo era un engendro, y que su pescadería era una fachada. En medio de la reunión en

la ciudad, el abuelo le dijo dónde podía meterse su opinión. Los intentos de intimidación disminuyeron desde que papá se hizo cargo de las finanzas

de la pescadería Maxfield, pero la hostilidad era tan potente como siempre.

Melody se aclaró la garganta delicadamente. —Eh. Llámame esta noche, después de que llegue a casa de las clases de baile.

Clases de baile. ¿Qué usaban las chicas como Melody para las clases de baile? Imágenes espontáneas se colaron en mi imaginación. Retorcí una

de las bandas en mi muñeca. —De acuerdo.

—¿A las ocho?

—De acuerdo —repetí.

Rodó los ojos. De nuevo. La campana sonó y caminó rápidamente hacia la salida junto a Clark, que me dio una mirada entrecerrada

mientras ponía un brazo en sus hombros. Boyce se puso detrás de él y me empujó contra el escritorio. —Anormal —dijo—. Richards te matará si la

tocas.

No tenía intención de tocarla. Lo divertido era cómo esa amenaza me

hizo querer hacerlo.

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Lucas Supongo que mi cerebro se reinició durante las cuatro horas de

sueño que por fin obtuve, porque recordé la alucinación que no fui capaz de recordar desde la noche del sábado.

Si Jackie no iba a clases, iba a reprobarla, y tenía un día para hacerlo, porque mañana era la última fecha de entrega de pregrado.

Las probabilidades de que hoy pudiera encontrármela otra vez, eran

escasas. Sólo tenía una opción, podría enviarle un correo como tutor de la clase, como un recordatorio cortés, informando de la fecha de entrega.

Estimado estudiante: es posible que desee hacerse cargo de este importante asunto, pista, pista.

No importaba el que nadie más en la universidad recibiera ese tipo de advertencia individualizada y terrible. La administración no creía en el

envío de muchas alertas específicas, menos por dejar de venir a los cursos. Preferían incluirlos en las páginas web de los requisitos del departamento, o ponerlos en algún lugar de la documentación de inscripción que se

enviaba a todo el mundo y que nadie leía, justo antes de hacer clic en el botón que decía: Estoy de acuerdo.

Todos creían que los estudiantes eran responsables de sus propias maniobras de programación. Porque eran adultos. Técnicamente.

Señorita Wallace:

Soy el tutor del curso de introducción a la economía del doctor Heller, al cual parece que ha dejado de asistir, de acuerdo a los registros de

asistencia y al hecho de que no estuvo presente durante la mitad de la semana pasada. Como tal, quería recordarle que los estudiantes no se

excluyen automáticamente por falta de asistencia, sino que deben iniciar el proceso de retiro por sí solos. Los formularios e instrucciones para retirarse

están disponibles en línea; he incluido los enlaces abajo.

Tenga en cuenta que la última fecha de entrega es MAÑANA.

L. Maxfield.

Hice clic en guardar y cerré mi portátil, planeando enviarlo más tarde, después de añadir los enlaces. Tenía que pasar por Starbucks antes

de la clase para entregar una copia de mi tarjeta de renovación de comerciante de alimentos, o no se me permitiría trabajar mi turno esa

tarde. Seguro ella también tenía otras clases esta mañana. Tenía tiempo.

***

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—Oye, Lucas —dijo Gwen, limpiando una pequeña mancha de café molido de la encimera de granito. Gwen tenía una sonrisa de lunes por la

mañana que nadie podía replicar, ciertamente no nuestra compañera de trabajo, Eva, que casi nunca sonreía—. Vendrás a trabajar esta tarde, ¿no?

Asentí, tomando una taza de café. —En cuanto salga de mi sesión de tutoría. Termina a las dos.

—¡Eres un encanto! —Sonrió, siguiéndome a la parte trasera—. Llegaré a tiempo para que puedas llegar a tu clase de laboratorio.

No pude evitar sonreír mientras metía la fotocopia en mi archivo y dejaba una nota para que el gerente viera que lo hice.

—Tenemos que encontrarte una chica —dijo Gwen de la nada. Me

atraganté con el sorbo de café que acababa de tomar y me palmeó en la espalda.

—Eh… —balbuceé antes de poder hablar—. Gracias, pero estoy bien.

Una de sus pálidas cejas se arqueó, diciéndome sin palabras lo que

pensaba de esa declaración. —Eres un buen tipo, Lucas. —Debía haber puesto una expresión de incredulidad porque negó con la cabeza—. Confía en mí. Soy una experta en lo que respecta a idiotas, y tú no eres uno.

***

Kennedy Moore se encontraba en su posición habitual como centro

de atención, riendo, y sin saber lo que pasó hace dos días su ex novia de tres años. Me pregunté si incluso era amigo del chico que ni siquiera podía imaginarme sin tener que hacer formas de taekwondo en mi cabeza para

calmarme.

Me deslicé en el asiento de la fila de atrás y saqué un libro de texto,

preparándome para estudiar para un examen de mi clase de las once. Mientras esperaba a que llegara Heller y que se sentaran y callaran Moore

y sus amigos, dibujé algo violento en el margen de mi libro. A menudo me preguntaba lo que pensaban las personas que acababan con mis libros de texto cuando volteaban la página y se encontraban uno de mis garabatos.

Por lo general, no eran más que diseños, el producto de una ensoñación momentánea. A veces, eran ilustraciones personales para material

impreso. Raramente, muy raramente, incluían caras o partes del cuerpo.

Heller entró por la puerta, sacándome de mi meditación sin sentido.

Desde que Jackie dejó de venir, la clase se volvió increíblemente aburrida. Me sabía la materia al revés y al derecho. Me sabía todas las bromas y

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anécdotas humorísticas de Heller. Los toques personales que incorporaba

en sus conferencias lo hacían un profesor impresionante, pero aun así, tres veces era suficiente para la mayoría de ellos, la cuarta ya bordeaba la

tortura.

—Cuando todo el mundo tome asiento, empezaremos la clase —dijo. Desde mi punto de vista, todos se encontraban sentados, pero claramente

se dirigía a alguien con esa declaración…

Oh, Dios. La miré fijamente. No podía hacer nada más que mirarla

fijamente.

Jackie, con mejillas encendidas, los ojos muy abiertos y fijos en

Heller, se hallaba a metros de mí, justo en la puerta trasera de la sala. De pronto, como si la hubieran empujado por la espalda, se precipitó tres filas más abajo, deslizándose en el único asiento vacío… a excepción del que se

encontraba a mi lado. Que le habría servido más.

Tal vez no lo vio. O a mí.

Tal vez sí lo vio.

¿Qué hacía aquí?

Menos mal que pasé por esta conferencia tres veces, y podría recordarla tranquilamente para mi sesión de más tarde, porque no pude concentrarme en una sola palabra de lo que dijo Heller en los cincuenta

minutos. Todo sonaba como un montón de bla-bla-bla, y chasquidos de líneas en la pizarra. A Jackie no parecía irle mejor, aunque asumí que su

falta de atención se debía a razones completamente diferentes a la conmoción que sentí yo al verla. No era capaz de levantar la mirada sin ver

la parte posterior de la cabeza de su ex, lo que la dejaba mirando fijamente el pizarrón —tanto si Heller escribía o hacía diagramas o gráficos en él— o a la página en blanco de su cuaderno de espiral, que permaneció sin llenar

toda la conferencia.

Se encontraba aquí para retirarse, pensé, al fin relajándome. Eso es

lo que iba a hacer: abandonar la clase. Llegó demasiado tarde como para hablar con Heller antes de que comenzara, por lo que se quedó para hacer

que firmara el recibo de baja después de que terminara. Reforzando mi conclusión, dio un paso hacia el frente al final de la clase (una vez que su

ex pasó por el pasillo central, sin notarla). Después de un intercambio tranquilo con Heller, ella esperó a que hablara con otros dos estudiantes y luego lo siguió hasta la puerta.

Debí haberme sentido aliviado. Ya no tendría la necesidad de asumir ninguna responsabilidad adicional por ella. Tampoco de enviar el correo

electrónico que escribí esa mañana.

Ni de volver a verla.

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Entonces, ¿por qué me sentía como si estuviera dándome por

vencido con algo irremplazable si le dejaba salir de mi vida?

La respuesta era sólo otra pregunta. ¿Qué otra opción tenía?

***

Como en la fiesta de Halloween, la vi en el momento en que entró, posicionándose al final de la fila. Era una fuerza invisible, atrayendo algo

igualmente escondido dentro de mí. Me preguntaba cómo nos las arreglamos para crear este campo magnético entre nosotros, y si ella

sentía el tirón de energía mientras acercaba. Tal vez sólo lo sentía yo.

Se encontraba con la pelirroja que reconocí vagamente de la fiesta, a la cual habían llegado juntas: Jackie con su traje de diabla sexy, y su

amiga vestida como un lobo; uno que constaba de orejas crespas, una cola gruesa, y un maillot ceñido… y gafas de abuela sobre la punta de la nariz.

No entendí el traje hasta que un chico alto, sin camisa, en pantalones vaqueros y una capa roja con capucha, se acercó corriendo, la levantó y la

llevó a la pista de baile.

Cuando llovía, la gente optaba por no salir de la escuela entre clases, o del centro de estudiantes situado en Starbucks. El final de la fila avanzó

por el pasillo, serpenteando entre dos pantallas y pasando por la zona de estar minúscula donde cada asiento se hallaba ocupado. La fila no

mostraba signos de disminuir. No tenía tiempo para distraerme, pero aun así, observé a Jackie y a su amiga acercándose, un paso a la vez.

Su amiga se salió de la fila para comprobar la espera y decidió que era demasiado larga. Pensé que ambas se irían, pero envolvió a Jackie en un abrazo y se fue sola.

Jackie no me notó, pero no era como si estuviera centrada en algo. Su mirada vacía vagaba sobre los otros clientes, o quedaba fija en la

ventana. Su boca se encontraba en una línea fina, su expresión pensativa era un contraste con la sonrisa de aquel día lluvioso en mi cuaderno de

bocetos. Verla hacía que mi corazón doliera, como si el órgano se hubiera ligado a su estado emocional antes de centrarse en su tarea principal: mantenerme vivo. Miró su teléfono y se desplazó por sus mensajes, o

alguna página web durante un minuto o dos, antes de seguir mirando sin un rumbo definido, arrastrando los pies hacia adelante, justo detrás de un

tipo que bloqueaba su vista de mí, por lo que me sentía agradecido. Sabía instintivamente que si levantaba la vista y me veía ahora, se daría la vuelta

e iría.

Finalmente, el tipo frente a ella pidió su orden, pagó y caminó hacia la zona de espera.

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—Siguiente —dije suavemente, sacándola de su meditación.

Sus labios se separaron, pero lo que se encontraba a punto de decir se disolvió en algo no dicho. Un rubor se encendió bajo su piel. Sostuve su

mirada, la cual noté —ahora que miraba a tan poca distancia— que lucía un poco enrojecida, como si hubiera llorado recientemente. De seguro Heller no la habría hecho llorar. Por más idiota que sabía que podía llegar

a ser cuando era necesario, no me lo imaginaba haciéndola llorar porque quisiera dejar la clase.

Mi corazón se apretó de nuevo, en sintonía con ella. Siempre estaría asociado a esa noche en su mente. Nada eliminaría ese hecho. La asustaba

o la hacía recordarla —de cualquier manera, quería escapar de ello. ¿Cómo podría culparla?

La chica detrás de ella se aclaró la garganta, impaciente.

—¿Estás lista para hacer tu pedido? —La saqué de su ensoñación con esa pregunta, trayéndola de regreso a donde nos hallábamos. Se

acabó. Me habría gustado que pudiera leer mis pensamientos. Él no está aquí. No estamos allí.

Me dijo su orden, su voz un murmullo distorsionado que de alguna manera entendí. Lo imprimí en su taza, junto con su nombre, y se lo pasé

a Eva. Se me ocurrió que el sábado por la noche la llamé Jackie, cuando no tenía motivos para saber su nombre, pero no había razón para fingir no saberlo ahora.

Cuando levanté la vista, la encontré mirando fijamente mi mano derecha, todavía envuelta en una ligera capa de gasa. La mayor parte de la

sangre del sábado por la noche le pertenecía a él, como le dije, pero no toda. Una vez que llegué a casa y me limpié, me di cuenta de lo mucho que

lo golpeé debido a la división en mi piel en ambos conjuntos de nudillos. Las lesiones fueron gratificantes. La prueba de que no me había contenido. No era de extrañar que se hubiera quedado en el suelo.

Registré su bebida y me entregó su tarjeta, la que utilicé para meterla en la residencia de estudiantes. La chica sonriente bajo esa

armadura no se parecía en nada a la chica con las otras expresiones que le había visto utilizar en los últimos días.

—¿Te encuentras bien hoy? —le pregunté, sin reconocer el significado críptico hasta que las palabras colgaban entre nosotros. Maldita sea.

—Estoy bien —dijo, su voz todavía titubeante.

Cuando tomó la tarjeta y el recibo, mis dedos rozaron los suyos por

voluntad propia. Apartó la mano como si la hubiera quemado, y recordé que la noche del sábado se aseguró de que no nos tocáramos cuando pasó

junto a mí para entrar a su dormitorio.

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¿Temía ser tocada por mí, o era así con todos los hombres?

Quería ser el único que la relajara y descifrara, mostrarle la gentileza y el respeto que no recibió a manos de su posible violador o, francamente,

su ex.

Nunca sería el hombre para ella, y era todo un idiota por siquiera desearlo.

—Gracias —dijo, sus ojos confundidos y cautelosos.

La chica detrás de ella se inclinó demasiado cerca, diciéndome su

orden por encima del hombro de Jackie, aunque aún no se la pedía. Jackie rehuyó el contacto físico. Reprimiendo una réplica a la imbécil impaciente,

y tomando su orden, me recordé que me encontraba en el trabajo, que estábamos muy ocupados, y por mucho que quisiera que desaparecieran todos, no podía hacer nada.

Nuestros ojos se encontraron una vez más antes de que fuera engullida por la multitud al otro lado del mostrador, donde Eva hacía su

magia con una velocidad maníaca, y miraba con ira a cualquier persona que se quejara sobre el tiempo de espera. Cuando Jackie cogió su bebida,

se fue sin mirar atrás, y empecé a preguntarme cuántas veces la perdería de vista y cuál sería la última vez que lo hiciera.

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8 Traducido por Vani

Corregido por Laurita PI

Landon El día empezó como la mierda y a partir de ahí fue cuesta abajo. Me

encontraba a mitad de camino a la escuela cuando la mañana húmeda se transformó en una tormenta inesperada. En un minuto, sentí mi ropa

como trapos calurosos y húmedos en el aire pegajoso, y al minuto siguiente, apareció una masa de nubes, se abrió y lanzó la lluvia el resto

de mi estúpido camino a la escuela.

Cuando empujé las puertas dobles, me maldije por no haber regresado a casa apenas comenzó a llover. No podría estar más empapado

desde los pies a la cabeza ni aunque saltado al océano con zapatos y todo. Las puntas de mi pelo goteaban, como un grifo que no cerraba. Las gotas

se convirtieron en ríos chorreando desde el dobladillo de mi sudadera empapada y de mis pantalones vaqueros a mis zapatillas. Chapoteaban

mientras yo avanzaba con dificultad por el pasillo.

Le eché la culpa a mi mal juicio y sí, deseo de ir a la escuela —una primicia en el último año y medio— por Melody Dover.

Las primeras dos semanas de nuestro proyecto, sólo trabajamos juntos en clase. Y por juntos, quiero decir que nos sentamos uno al lado

del otro. Apenas nos hablamos, no es que podía culparla sólo a ella.

Yo tenía un celular, pero no una computadora, por lo que ella había

escrito PowerPoint debajo de su nombre. Mientras leíamos en forma individual sobre los patrones del clima y la distribución geográfica, empecé a dibujar los mapas y ella buscó imágenes en internet. Al final, tuvimos

que reunirnos para comenzar a combinar nuestras secciones individuales, trabajar en la parte escrita y la práctica de la presentación.

Anoche, ella me invitó a regañadientes a su casa. Me duché y me cambié de ropa antes de salir por la playa. El viento era frío y seco, y

convirtió mi pelo todavía húmedo en mechones enredados. Agitó las páginas de mi cuaderno de dibujo que utilicé para los bocetos topográficos,

amenazando con romperlo en pedazos y arrojar mi trabajo al agua. Me

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encogí dentro mi sudadera con capucha, bloqueé el cuaderno de dibujo

con mi brazo y metí las manos en los bolsillos; odiaba a la señora Dumont, a Melody Dover y a cualquier imbécil que decidió que geografía debía ser

parte del plan de estudios de noveno grado.

Melody abrió la puerta con una sudadera rosa y medias blancas difusas.

—Oye. ¿Quieres una Coca Cola o algo así? —Sin esperar respuesta, empujó la puerta que se cerró detrás de mí y se adentró a la casa.

La seguí, admirando la palabra ROSA escrita en su trasero. Arqueé una ceja ante la etiqueta redundante mientras echaba un vistazo a sus

caderas delgadas, balanceándose suavemente y atrayéndome cerca hasta que me di cuenta que habíamos entrado a una cocina brillante del tamaño de toda la casa de mi abuelo. Se agachó para agarrar dos refrescos fríos

del estante inferior de una nevera enorme y me detuve, mirando fijamente. ROSA era mi nueva palabra favorita.

Conduciéndome hacia la encimera de granito, me entregó una lata y apoyó su perfecto culo en un taburete tapizado de cuero. Volviendo la

computadora hacia mí, señaló el taburete de al lado y me senté, tratando de cambiar de marcha. Geografía sonaba menos atractiva que antes. No

pensé que eso fuera posible.

Dijo unas palabras, y no las entendí. El viento debió haber revuelto mi cerebro. El viento, o la palabra rosa. —¿Landon?

—¿Eh?

—Vamos a ver tus mapas. —Su tono decía que no le entusiasmaba

la perspectiva. Abrí el cuaderno de bocetos en el primer mapa. Su boca se abrió—. Oh, Dios mío.

—¿Qué?

Pestañeó y volvió a mirar la página. —Vaya. Eres... ¿un artista?

Me encogí de hombros, lanzando un suspiro de alivio.

Giró otra a página. —Oh, Dios mío —repitió—. Son increíbles. ¿Estas figuras son personas diminutas? ¿Y árboles? Guau. —Pasó lentamente por

el resto de ellos, hasta que llegó a una página en blanco. Luego hizo algo que no esperé. Regresó a la parte frontal del cuaderno y lo abrió.

Me estiré, dispuesto a arrebatárselo bruscamente, pero temeroso de que examinara los bocetos que nunca compartí con nadie más. —Uh, esos

son todos los mapas...

Su boca quedó un poco abierta de nuevo y sacudió la cabeza, como si no pudiera creer lo que veía. Sentí el calor en mi cara cuando su dedo

tocó un boceto detallado de una gaviota limpiando sus plumas, y luego uno de mi abuelo, durmiendo en su silla favorita.

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Regresé mi mano a mi regazo y esperé mientras examinaba cada

dibujo, hasta que llegó al primer mapa.

—Deberías dibujarme.

Parpadeé y me aclaré la garganta, ella enrojeció ligeramente. —Eh. Por supuesto.

—¿Quién es este? —dijo una voz de mujer, sorprendiéndonos. Nos

apartamos y casi caigo del taburete.

La mandíbula de Melody se apretó pero su voz era pasiva. —Este es

Landon, mamá... ¿mi compañero en el proyecto de geografía?

La mirada de su madre se deslizó hacia mí, y era muy consciente de

mi ropa reciclada, de mi enmarañado cabello, del barato reloj con bandas de cuero en mi muñeca y del pañuelo gris descolorido que envolví en la otra. —Ah, ¿sí? —Arqueó una ceja mientras sus ojos, del mismo verde

pálido que los de su hija, volvieron a Melody—. Pensé que Clark estaba en tu clase de geografía.

—La señora Dumont asignó los compañeros. —Un poco de rebeldía. También una excusa; no es mi culpa ni elección que él sea mi compañero.

—Mmm —dijo su madre—. Bien. Hazme saber si necesitas algo. Estaré en mi oficina al final del pasillo. —Girándose, desapareció por una puerta que pudimos ver desde la esquina.

Melody rodó los ojos, pero esta vez, a mí no. —Lo juro por Dios, es un dolor en el trasero. Los padres apestan.

Sonreí, ella me devolvió la sonrisa y mi corazón tartamudeó. Maldita sea. Tan bonita. Tan fuera de mi alcance. Tan novia de otro tipo.

Trabajamos en el proyecto por dos horas, tiempo durante el cual se envió mensajes de textos con Clark en cinco ocasiones y fue llamada por

dos amigos. También fuimos espiados por su madre cada quince o veinte minutos. Por último, me acompañó hasta la puerta y miró por encima del

hombro mientras subía la cremallera de mi sudadera. —Así que tal vez... ¿iré hasta tu casa la próxima vez? —Su voz era suave. Este desafío debía ser un secreto entre nosotros—. Mamá no puede revisarnos cada cinco allí.

¿A menos que tu mamá sea peor? Aunque dudo que sea posible.

Tragué saliva y sacudí la cabeza. —No. Es decir, sí, puedes venir.

¿Acababa de invitar a Melody Dover a mi casa, donde no tenía ninguna habitación real? ¿Era un imbécil? Sí y sí. Pero no podía

retractarme. Y tampoco sacarme de la cabeza la imagen de ella en mi habitación; la cual tenía una cama y nada más.

***

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Esta mañana, la primera vez que la alarma sonó en mi celular, salté de la cama. La repentina tormenta aceleró mi ritmo ya apresurado cuando

entré por la puerta; así que llegué temprano, diez minutos antes de la primera campana. A los estudiantes no se les permitía estar dentro del edificio hasta el primer timbre, pero llovía, y se verían como idiotas si nos

hacían esperar afuera.

Mis zapatos chirriaron contra el suelo, haciendo eco en los pasillos

casi vacíos, y sabía sin mirar hacia atrás, que probablemente dejaba un rastro de huellas acuosas. Mis pisadas eran lo suficiente fuertes para no

oír a nadie acercarse detrás de mí, y me distraje tanto pensando en el segundo período de geografía que se silenciaron mis instintos habituales de auto-preservación.

—¿Tomaste un baño en el océano, Maxfield, o simplemente te hiciste pis encima?

No paré ni giré, pero tampoco corrí. Algo en los animales rabiosos y en los idiotas hambrientos de poder les hace perseguir lo que corren.

Agarró mi mochila y casi me la saqué de mis hombros para seguir mi camino, pero algo no me dejaba someterme tanto. Giré para enfrentarme a él y, por supuesto, lo acompañaban dos amigos. Se encontraba casi tan

empapado como yo.

—¿Qué es lo que quieres, Wynn? —Sonaba más tranquilo de lo que

me sentía. Mi corazón latía con fuerza, pero no temblaba visiblemente.

—¿Qué quiero? —Se acercó más, la correa de mi mochila seguía

atrapada en su puño, los músculos de su cuello abultados y sus fosas nasales dilatadas como un toro a punto de atacar—. Quiero hacerte pagar por ese truquito en el taller mecánico. Quiero traerte dolor, hacerte

sangrar y llorar como la perra que eres.

Entrecerré los ojos. Diablos. —Puedes ser capaz de hacerme sangrar,

pero nunca de hacerme llorar. El llanto es para cobardes que no pueden defenderse sin ayuda de sus perras. —Señalé con la barbilla a sus

compañeros, y se molestaron. Uno de ellos gruñó.

Entonces, un profesor dobló la esquina. Frenó, como si evaluara los

detalles de la escena desde la distancia antes de juzgar lo que ocurría.

Wynn soltó la correa y bufó. —Voy a estar vigilándote, cara de culo. No siempre habrá alguien para salvarte de lo que mereces. —Golpeó mi

hombro al pasar.

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Lucas Revisé mi correo electrónico, sin esperar nada importante. Sobre

todo, planeaba quitar el borrador a Jackie sobre dejar la clase, ya que no era necesario. Borré ese mensaje, pero no por la razón esperada.

Dos correos electrónicos destacaron de la otra media docena, como si hubieran sido resaltados. Uno era de Heller, asunto: Jacqueline Wallace. El otro... era de JWallace.

Abrí el de Heller.

Landon:

La estudiante anteriormente mencionada está matriculada en la sección de economía que enseñas. Se perdió un par de semanas de clase,

incluyendo, por desgracia, a los exámenes parciales. Tiene la intención de salvar su curso, y con ese fin, voy a permitir que sustituya las pruebas, con un proyecto de investigación (información adjunta). Le he dado tu correo

electrónico y le dije que debe ponerse en contacto contigo para empezar. Antes que tu sentido de la justicia entre en marcha, tienes que saber que el

proyecto requerirá de un poco más de trabajo que el examen perdido, así que no escaparás fácilmente. (Yo tampoco, ya que cuando termine voy a

tener que calificar la maldita cosa. Al parecer, ella sufrió algo comparable a los problemas recientes de Carlie, sin embargo, después de ver la autodestrucción de mi hija un poco antes de que regresara por fin a la

superficie, he renovado la simpatía por los estudiantes emocionalmente angustiados). Me imagino que necesitará tutoría individual para ponerse al

día con el nuevo material antes del tercer examen. Si no puede hacer lo que le he pedido, simplemente recibirá la nota que se haya ganado al final del

semestre. Te pido que la ayudes en la medida en que se extiendan tus deberes como tutor, pero debe completar el trabajo sola. Espero que le dé la prioridad a su carrera académica en vez de a algún idiota en el futuro.

CH.

Volví a leer el correo electrónico de Heller. Dos veces.

Ella y Moore habían roto, pero no dejó la clase.

Ya no era la novia de Moore, pero todavía era mi estudiante.

Esta tarde, cuando me vio al otro lado del mostrador en Starbucks casi salió corriendo, lo que no indicaba que tuviera conciencia de que el

tipo que le dio una paliza a su agresor la noche del sábado también era el tutor de su clase de economía. Mi dirección de correo electrónico era un ambiguo LMaxfield.

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—Hijo de puta —le dije a Francis, ganándome un bostezo combinado

con un maullido.

No debía importarme. No debía importarme.

Pero me importaba.

Estimado señor Maxfield:

El Dr. Heller me dijo que me contactara con usted en relación a un proyecto de investigación para macroeconomía que quiere que yo complete. Me perdí dos semanas de clases después de una ruptura inesperada, lo que

significa que también perdí los exámenes parciales. Sin embargo, sé que no es excusa para saltarme clases. Voy a hacer todo lo posible para completar

el proyecto y ponerme al día con el nuevo material. Por favor, hágame saber si está disponible y la información adicional que necesita de mí.

Gracias,

Jacqueline Wallace.

Contesté de inmediato, informándole que no necesitaba conocer las

razones por las que faltó a las clases, y le sugerí cuándo y dónde podíamos encontrarnos.

Cosas que no debería haber hecho en mi respuesta, pero hice: 1) Parecía un idiota. Un insensible, un gran imbécil. 2) A quién no le

importaba que su corazón estuviera roto por un verdadero idiota. 3) Firmé como LM. 4) Parecía un idiota.

Cerré mi computadora y me paseé por el apartamento, ganándome

una mirada asesina de mi gato, que seguramente nunca tuvo problemas con las chicas, porque aceptó que él era un idiota autónomo que se negaba

a apegarse emocionalmente. Yo aspiré a eso desde que tenía dieciséis años, y pensé que era casi un experto.

Deteniéndome de golpe, me di cuenta que me deslicé hasta la mitad de la madriguera del conejo antes de saber que estaba cayendo. No sólo quería a esta chica. Me preocupaba por ella. El sábado quise destruir a ese

tipo, quería golpearlo hasta que nunca se levantara, y si ella no hubiera hecho ruido en el camión, podría haberlo hecho.

Maldito infierno.

Me senté de nuevo y volví a abrir la computadora. Minutos más

tarde, sonó la alerta de la bandeja de entrada.

La hice enojar. Era evidente. Me dijo que enseñaba en la escuela

intermedia, pero no que era tutora. Luego escribió: Estoy segura de que puedo ponerme al día en el curso normal yo sola. Se despidió como

Jacqueline, no Jackie.

Agarrando pantalones cortos y una camiseta, evalué y reevalué cada matiz de su mensaje, buscando una apertura; un lugar para cambiar de

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rumbo. Mis pensamientos eran un revoltijo, até los cordones de mis

zapatillas para correr y corrí escaleras abajo. Golpearía el pavimento bajo mis pies hasta que la eliminara de mi mente o encontrara una solución.

No podía decirle mediante un correo electrónico que yo era el chico de la noche del sábado. Ella le tenía miedo a ese tipo, pero me necesitaba para pasar economía. Lo sabría tan pronto como nos encontráramos, por

supuesto. Mi única esperanza era convencerla, como el tutor de la clase, que podía confiar en mí.

En lugar de señorita Wallace, puse Jacqueline, sugerí una hora de reunión y añadí una posdata: ¿Qué enseñas?

Su siguiente correo me pateó el trasero, porque empezó con Landon. Debió saberlo por Heller. Nadie más en la escuela me llamaba por el

nombre que descarté cuando me fui de casa a los dieciocho años. Mierda.

Me concentré en el resto del mensaje, donde me enteré que ella

tocaba el contrabajo. El pensamiento de sus dedos mágicos creando música de un instrumento de más o menos mi altura hizo que mi cuerpo se tensara.

Necesitaba otra carrera y una ducha mucho más fría que la reciente.

Después de descubrir que nuestros horarios no coordinaban con

facilidad, e interesado en no asustarla o apartarla completamente —por lo menos, eso es lo que me dije— me ofrecí a, por el momento, enviarle

información vía correo electrónico y llevar a cabo nuestras tutorías en línea.

No le dije que prefería ser llamado Lucas, no Landon. No le dije que

estuve observándola, con cautela, por más de dos meses. No le dije que era el tipo que presenció el ataque y también el que lo detuvo. No le dije que

era el hombre cuyo contacto la hizo estremecerse, incluso a través de un mostrador en Starbucks, dos días más tarde.

Conversamos por correo electrónico durante el próximo par de días. Le envié el manual de Heller, aclarando un par de cosas donde él usaba mucha jerga para un estudiante del primer semestre. Bromeamos con

respecto a los sistemas de trueque en la universidad donde la cerveza es el pago para ayudar con la mudanza a los amigos. Esperaba impaciente su

nombre en la bandeja de entrada: JWallace; y luego vino la mañana del miércoles, y la realidad se estrelló a mi alrededor, con firmeza, y justo en el

blanco.

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Traducido por Daniela Agrafojo & Ivy Walker

Corregido por ElyCasdel

Landon Estaría solo cuando viniera Melody, porque papá y el abuelo tenían

una cita en la ciudad para ver al contador del abuelo, a quien papá se

refería como estafador y timador, cuando no lo llamaba de alguna manera aún más insultante.

—¡He estado viendo a Bob desde que estabas en pañales! —gruñó el abuelo esta mañana.

—Entonces ha tenido varias décadas para hojear su parte de tus

ganancias —disparó papá—. Es momento de cortarlo.

—¡No voy a hacer tal cosa! Tal vez si hubieras estado por aquí,

sabrías que la mayoría de las personas no son criminales del tipo que conociste en Washington. —En lo que respectaba al abuelo, Washington

era “un pozo negro lleno de negocios turbios”, y el hecho de que su hijo escogiera vivir y trabajar allí, lo corrompió. No me quedé para escuchar la

respuesta. Me encontraba bastante seguro de que ya había presenciado ese argumento. Muchas veces.

Agarré una barra de proteínas después de ingerir un poco de jugo de

naranja del cartón mientras ellos se encontraban demasiado ocupados uno contra otro para darse cuenta de que me dirigía a la escuela. Buscando a

Wynn o sus amigos matones a medida que me acercaba, casi me detuve mientras cruzaba frente a la escuela primaria. Un niño pequeño esperaba

afuera a que su mamá lo recogiera, pero calculó mal el borde de la acera y se tropezó hacia adelante, cayendo de plano sobre su cara. Su cabeza rebotó en el pavimento y su madre gritó su nombre. Corrí directo hacia allí

y caí sobre una rodilla, levantándolo mientras inhalaba aire para el grito que iba a soltar. Brotaba sangre de su nariz y se raspó la punta, pero se

veía bastante intacto, considerando la caída. Sin herida en la frente. Sin dientes en el suelo.

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—¡OhporDios, Tyler, OhporDios! —dijo su madre, corriendo hasta

nosotros con los ojos enormes y sacando pañuelos de papel de su bolso. Puso un pañuelo contra su nariz, lo que liberó el grito para el que me

preparé. Los pulmones del niño, sin duda, funcionaban bien—. ¡Tanta sangre! Oh Dios, ¡debí estacionar más cerca! —dijo, temblando y llorando, las lágrimas bajaban por su cara.

—Eh, creo que su nariz está rota, puede que no quiera presionar tan fuerte en el puente.

Ella alejó el fajo de pañuelos, con manos temblorosas. —Pe… pero la sangre…

Tomé un par de pañuelos y los presioné bajo la nariz del chico.

—Sostenlos ahí, amigo. —Me miró, pero obedeció, disminuyendo los sollozos lentamente—. Vas a estar bien. Me rompí la nariz hace unos años,

jugando al hockey. Esa pista era un desastre sangriento y casi le causé un infarto a mi mamá, pero estuvo bien. No fue para tanto.

El chico alcanzó a su madre, quien lo sostuvo cerca.

—Gracias —dijo ella—. Tu madre debe estar muy orgullosa de ti. No

muchos chicos de tu edad habrían hecho eso.

Asentí y me puse de pie, murmurando—: No hay problema.

El resto del día se sintió sin incidentes, lo que consistió en esquivar

a Boyce Wynn y evitar mirar a Melody Dover en clase, a pesar de que ella susurró que se acercaría después de la escuela. Dudando de los susurros

y el secreteo —éramos compañeros de proyecto después de todo—, miré a su novio. Él miró desde el otro lado del salón, y Wynn sonrió como si

supiera algo que yo no. No era una expresión que quisiera ver en él.

***

Justo antes de las cuatro, Melody tocó en mi puerta principal.

La dejé entrar, tenso por la consciencia de cómo debía ver el lugar denominado una choza, monstruosidad y peor, por el papá de su novio.

Seguro sus padres se sentían de la misma manera. Y sus amigos.

Esparcí mis materiales de proyecto sobre la mesa de la cocina con la esperanza de que no preguntara por mi habitación, pero ese plan estalló.

—¿En dónde está tu habitación? —preguntó, justo después de que le ofrecí una gaseosa y me siguió a la cocina para tomarla. Joder, pensé, abriendo

la puerta de la despensa y preparándome para el ridículo—. ¡Vaya! —Sus ojos se abrieron—. ¡Esto es tan pequeño! Y… acogedor…

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Saltó sobre el borde de mi cama, y mi corazón hizo un ruido sordo.

Melody Dover está sentada en mi cama. Sus ojos vagaron sobre mis libros de texto y mis novelas, apiladas en las estanterías. Se dio la vuelta para

estudiar la pared opuesta, medio cubierta por dibujos como aquellos que vio hace dos noches, pero mejores.

—Esto es lo más genial del mundo. Es como una… cueva del artista.

—Sonrió—. ¿Podemos trabajar aquí? —Sin esperar mi respuesta, se pasó por la cabeza el bolso de su computadora portátil y se arrastró hacia la

cabecera de la cama.

—Uh, seguro…

Cuando papá y el abuelo volvieron a casa, nos encontrábamos sentados lado a lado contra un montón de almohadas, trabajando en la página de citas. Discutían, como si continuaran justo donde los dejé esta

mañana, como una película en pausa. Mi cara ardió cuando se detuvieron fuera de mi puerta y se asomaron con idénticas expresiones de asombro.

Por lo que se sintió como una eternidad, ninguno dijo una palabra.

—Voy a preparar la cena —dijo el abuelo después, dándose la vuelta.

Papá gruñó y giró en la dirección contraria.

La pálida mirada de Melody se desplazó desde la puerta vacía hacia mí. —Entonces, ¿tu mamá…?

Sacudí la cabeza. —Ella… murió.

—Oh. Eso es terrible. ¿Fue reciente? ¿Es la razón de que te mudaras

aquí?

Asentí, reacio a contestar o hacer contacto visual o hablar. Mis

manos eran puños en mi regazo. Por favor, no preguntes.

Casi salté cuando colocó la mano en mi brazo, sobre las muñequeras

que usaba hoy. Sus dedos rozaron la parte superior de mi mano. —Lo siento.

Como todos, se disculpaba por el hecho de que yo perdí a mi madre.

No podía decir “está bien”. Porque no era así, y nunca lo estaría.

Pero no podía habitar en la pérdida de mi madre con la suave mano

de Melody sobre la mía, sus uñas pintadas de azul eléctrico metálico, como los autos deportivos. No podía pensar en nada más que el lugar donde

descansaba su mano, y su proximidad a otras partes despiertas de mí. Inclinando los dedos, rozó el dorso de mi mano con sus uñas y a pocos centímetros de distancia, mi cuerpo respondió, endureciéndose feroz. Recé

por que ella no pudiera verlo. Tenía miedo de moverme.

—¿Se va a quedar a cenar? —dijo el abuelo desde la puerta, y ambos

saltamos, apartando nuestras manos. El portátil rebotó en su regazo.

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—Oh, no, gracias. Tengo que volver a casa pronto. —Su cara era tan

roja como la mía.

Luego, su novio le envió un mensaje preguntándole en dónde se

encontraba, y mintió diciéndole que en casa.

—En serio lamento lo de tu mamá, Landon. —Se inclinó y besó mi mejilla, y todo mi cuerpo se incendió. Era incómodo y sorprendente,

paralizándome como un dardo venenoso, llenándome de llamaradas y ascuas. No podía pensar bien. Se deslizó hacia los pies de la cama y metió

su portátil en el bolso. En silencio, la seguí hasta la puerta principal, su beso era una marca en el lado de mi cara.

***

La pelea, cuando llegó, fue rápida, sucia y sin ningún profesor de testigo. Llovía de nuevo durante el almuerzo, y no me encontraba de

humor para ser desterrado, así que tuve la fantástica idea de pasar el rato en la computadora de la biblioteca y echarle un vistazo a la presentación

de PowerPoint que había hecho Melody. Nuestra presentación era en dos días.

Rodeé una esquina y ahí se encontraba, con un pelotón, uno de los

cuales era Clark Richards. El idiota principal de Wynn, Rick Thompson, actuaba como vigía.

—Oye, Maxfield. Es hora de pagar tus deudas —dijo Wynn, tan fríamente como si entregara un reporte de clima. Entonces, su puño voló

hacia mi cara, casi en cámara lenta, al igual que mis movimientos. No pude retroceder con suficiente rapidez como para evadir el golpe, y me dio en la mandíbula. Mis dientes se sacudieron y fuegos artificiales estallaron

detrás de mis ojos.

Me tambaleé hacia atrás y me siguió. —Me golpeaste en la tienda,

hijo de puta. Eso no estuvo nada bien. Intenta golpearme, ahora que estoy prestando atención.

Tuve suerte y bloqueé el siguiente golpe, pero cuando lanzó un brazo alrededor de mi cuello y me tiró hacia abajo en una llave de cabeza, sabía que iba a compensar la falta. Retorciéndome de su agarre, me di la vuelta

y golpeé mi puño derecho en su barbilla y mi puño izquierdo en su riñón, determinado a no hacer fácil ese pago. Otro movimiento de lucha libre de

él y yo me hallaba hundido en la mierda de nuevo. Golpeó el lado de mi cabeza y luego me dio un puñetazo en el estómago.

—¿Cuál es el problema, niño de mamá? Rarito “pedazo de mierda” inútil. —Mis oídos sonaban y sus burlas se volvieron casi inteligibles, pero continuó dispensándolas como si buscara un botón de pánico—. Papi

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nunca te enseñó a pelear, ¿eh? ¿Es un marica como tú? —No podía

girarme a una posición derecha para agarrarlo o lanzarle un puñetazo, y perdí la cuenta de cuántos me dio él—. Tal vez tu mamá necesita un

hombre de verdad. Tal vez debo hacerle una pequeña visita.

Y ahí estaba.

Con un rugido, lancé los brazos, rompiendo su agarre, y entonces

enganché un pie detrás de su tobillo y lo lancé al suelo. Saltando sobre él, no me molesté en mantenerlo inmóvil antes de comenzar a usar ambos

puños para golpearlo una y otra vez. No podía ver. Los sonidos se habían apagado. Sólo podía sentir la rabia, y eso ahogó todo lo demás. Golpeando

su cara y el lado de su cabeza repetidamente, mis puños se entumecieron. Quería golpearlo de plano, pero su duro cráneo me lo impidió. Lo agarré por el cabello y golpeé la parte posterior de su cabeza contra el suelo.

Me resistió con un rugido propio, balanceándose bruscamente, un ojo ya morado y medio cerrado. Rodé y me puse de pie, respirando

pesadamente, pero antes de poder lanzarme otra vez, Thompson siseó—: ¡Profesores!

Noté que nuestro altercado ganó audiencia. Compañeros estudiantes nos rodeaban, ocultándonos inadvertidamente de la vista. Ambos nos pusimos de pie, mirándonos, enderezándonos lentamente, con las manos

tensas, pero a nuestros costados.

—¿Qué pasa aquí? —dijo la señora Powell, abriéndose camino en la

multitud—. ¡Pelear es una ofensa de expulsión!

El señor Zamora separó a los espectadores y se quedó de pie detrás

de ella cuando Wynn, con su cara maltratada, como se sentía la mía, dijo sin expresión—: No peleábamos.

Entrecerrando los ojos, Zamora apuntó al final del pasillo. —A la

oficina de la directora. Ahora.

Traté de preocuparme por la expulsión, pero no podía. A decir

verdad, tomó cada pizca de autocontrol que tuve caminar tranquilamente a la oficina en lugar de saltar sobre Wynn y hacerlo morder el polvo.

Minutos después, mi cuerpo empezó a doler. Mi cara dolía. Mis oídos zumbaban. Mi abdomen se sentía como si hubiera hecho abdominales por cuatro horas seguidas. Mi visión borrosa era debido a la sangre en mi ojo,

que empezó a aclararse mientras parpadeaba. Luché contra las náuseas mientras Ingram nos miraba desde el otro lado de su enorme escritorio,

donde ni una sola carpeta o mensaje de la recepcionista se atrevía a estar desordenado. En la superficie, el chico junto a mí se veía indiferente a la

amenaza sentada a unos metros de nosotros, pero sus manos se clavaban en los brazos de la silla.

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—Hay cero tolerancia en esta escuela para las peleas. —Hizo una

pausa, dejando que asimiláramos las palabras. Mis sudorosas manos manchadas de sangre se presionaron en mis muslos y agarré con fuerza,

recordándome guardar silencio—. ¿Asumo que ambos están conscientes de esta política?

Asentí. El idiota a mi lado se encogió de hombros.

—¿Señor Wynn, acaba de encogerse de hombros en respuesta a mi pregunta señalada educadamente? ¿Tal vez necesita que la declare en

términos más… comprensibles?

—No, gracias. —Oh, hombre. Este tipo era incluso más idiota de lo

que imaginé.

Los ojos de Ingram se estrecharon aún más, lo cual no creí posible. —¿Perdón?

—No, señora —murmuró.

—¿”No, señora”, no lo acabo de observar encogerse de hombros, o

“no, señora”, no está enterado de la política? —preguntó, sabiendo muy bien lo que quiso decir, pero tratando de lograr que dijera o hiciera algo

con consecuencias de expulsión.

—No, señora, no necesito que lo establezca en términos más

comprensibles. Sí, señora, entiendo su política. Pero no peleaba.

Tomó todo lo que tenía para no quedar boquiabierto. Si pensaba que

iba a tomar solo la culpa por esta mierda, podía pensarlo de nuevo. Quería convertir ese ojo negro en un conjunto combinado, aunque la intuición se elevó lo suficiente como para avisarme que esa reacción conseguiría mi

expulsión sin duda: algo que ese imbécil quiso durante todo el año.

Su boca se arrugó como la de alguien después de chupar un limón.

—No... peleabas. —Su tono despectivo llevaba una advertencia clara. De alguna manera, sabía que Wynn no iba a prestarle atención—. Entonces,

¿por qué toda la sangre y los moretones? —Se inclinó hacia delante, sus labios extendiéndose en el inicio de una sonrisa.

—Me caí por las escaleras.

Su mirada debió haberlo convertido en hielo. —Vives en un remolque.

—No dije que estuviera en casa.

Su mirada pasó hacia mí. —¿Y usted?

—Él también se cayó por las escaleras. —Cristo en una galleta, como diría el abuelo, Wynn respondía por los dos. Estaba tan jodido—. Ambos lo

hicimos. Fue épico. Seguro que ya está en YouTube.

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Sus ojos no se movieron de mí. —¿Señor Maxfield? ¿Le importaría

decir la verdad?

No importa lo que pensaba de Wynn, Ingram no se hallaba de mi

lado y lo sabía. Tomé un respiro. —Creo que fuimos empujados.

Sus ojos se abrieron. —¿Por quién?

—No lo sé. Se encontraban detrás de nosotros.

Hubo un largo silencio mientras se dio cuenta que ninguno de los dos estábamos dispuestos a acusar al otro para beneficiarla. —Espero que

ambos… —Hizo una pausa para endurecer su ya apretada mandíbula—… sigan mis reglas mientras están en mi casa. Si encuentro a un profesor

que diga que fueron testigos de un solo golpe lanzado por cualquiera de ustedes, ¡voy a echarlos a las calle sin un momento de duda! ¿Me…

captan?

Me mordí el interior de la mejilla para no reírme, primero porque no

tenía ni una duda de que no quería nada más que librarse de los dos, lo cual no era divertido, y segundo; mi labio se dividiría en dos y dolería mucho si apenas sonreía. Pero una mujer de mediana edad, diciéndonos

“¿me captan?” ¿Qué demonios?

Wynn se tocó la barbilla y dijo—: Esto me suena familiar... ¿Ha

pensado en hacer un folleto?

Tosí para ocultar una risa con el puño e hice una mueca de dolor.

Hijo de puta. Mi corazón latía tan rápido como cuando le di con mi puño en su cara.

Su cara se puso morada y lo único que pude pensar era que el

dragón iba a escupir fuego. —Fuera. Voy a llamar a sus padres. Están suspendidos por una semana completa. Siéntense afuera de la oficina

hasta que los llame. No. Hablen.

En voz baja, Wynn murmuró—: Mierda.

Por suerte, no lo escuchó por encima de mi—: Sí, señora.

Nos levantamos y salimos de su oficina, sentándonos en las sillas

duras del vestíbulo que no hizo nada por mi dolor de espalda. Tenía la esperanza de que Wynn estuviera aun más herido que yo. Mirando al mostrador de la entrada de la oficina principal, dejamos una silla vacía

entre nosotros.

No sabía lo que haría o diría papá. Ya apenas me hablaba.

—¿Maxfield?

Sorpresa, sorpresa, Wynn desafió la orden de no hablar antes de que

pasara el primer minuto. Lo ignoré.

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—Lamento lo que dije. Ya sabes, lo de tu madre. —Como si

necesitara la aclaración.

Rascando una mancha de sangre seca en mis pantalones, me

pregunté si era mía o suya.

—Fue un comentario estúpido.

Lo miré, confuso. —Sí, lo fue.

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Lucas Casi comencé a pensar en mí mismo como dos personas diferentes,

al menos cuando se refería a Jacqueline. Era el tipo que había estado fascinado por ella durante semanas y se ganó lamentablemente su miedo

al salvarla de un ataque, y el tipo que era lo opuesto a una amenaza: intercambiando bromas e historias mediante correos electrónicos mientras la ayudaba a ponerse al día en clase.

Por un lado, quería que supiera que era tanto el tutor de la clase y el chico de la noche del sábado. Sobre todo, sin embargo, deseaba poder ser

otra persona por completo. Alguien sin restricción por una sensible línea ética, y alguien que no estuviera atado a posiblemente la peor noche de su

vida.

En lugar de entrar en el salón de clases cuando llegué, me apoyé en la pared del pasillo y esperé a que apareciera. Sin pretender serlo, era

testigo renuente de algunas bromas entre Kennedy Moore e Ivy. Apoyados en la pared junto a la puerta, intercambiando números de teléfono e

imágenes de contacto. Ella se rió todo el tiempo. ¿Este era el tipo de chica que este tipo pensaba podría reemplazar a Jacqueline? Había un montón

de mujeres inteligentes en este campus, incluidas chicas de la hermandad, si eso era lo suyo, ¿pero esta chica?

No.

Alejé la mirada, y fue entonces cuando noté a Jacqueline, de pie en medio del pasillo, mirándolos. Desde su postura fija y el dolor en su rostro,

sus motivaciones para saltarse dos semanas de clase eran demasiado claras. No sólo terminó su relación sin previo aviso, sino que no perdía

ningún momento para seguir adelante. Sólo un masoquista querría ver eso en acción.

Un idiota tropezó con ella entonces, y me aparté de la pared cuando la mochila se deslizó por su brazo y cayó al suelo. Se enderezó, inclinándose hacia abajo para recogerla. Sus ojos se dispararon hacia los

míos y quería nada más que protegerla de todas las lesiones o molestias que pudiera encontrar.

Imposible, eso lo sabía.

—La caballerosidad no está muerta realmente, ya sabes —dije,

deslizando la mochila en su hombro.

—¿Oh? —Sus mejillas se tiñeron de rosa. Esta mañana hacía mucho frío, pero deduje que su rubor era debido a la vergüenza, no al leve frío de

noviembre.

—No, ese chico sólo es un idiota.

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Levanté la barbilla hacia el imbécil que se tropezó con ella sin

siquiera una disculpa apropiada y no pude evitar mirar al idiota de su ex, antes de regresar a ella. —¿Estás bien?

En sus ojos, vi el reconocimiento de esta pregunta recurrente, y me odié por recordarle constantemente esa noche, aunque fuera la último que quería hacer.

Tal vez no podía evitar ser recordada, sin importar lo que dijera o hiciera. No necesitaba algo para desencadenar mis pesadillas personales,

después de todo. Venían de forma indiscriminada, sin importar lo que hiciera para evitarlas.

—Sí, bien. —Su voz era un susurro cuando miró hacia la puerta. Moore y su aspirante a conquista ya entraron, y se movió para seguir a sus compañeros de clase—. Gracias.

Su agradecimiento me recordó al día lluvioso en el que le sostuve la puerta. La primera vez que la vi de cerca, mirado a los ojos, y admitido a

mí mismo que la quería.

Maldita sea.

No miró hacia atrás ni se dio cuenta que entré en el aula detrás de ella. Mientras Heller cubría la pizarra con nuevo material, me recosté en el asiento desde la última fila y la observé tomar notas; su ceño fruncido y el

lenguaje corporal en general gritaban que no entendía nada. No debía desear que necesitara a Landon Maxfield, pero sabía que me enviaría un

correo electrónico más tarde, y ya anticipaba las preguntas que quería hacerle.

Luego, inclinándose para meter la mano en su mochila, me miró directamente.

Así que, sabía que me encontraba en la clase y donde me sentaba.

Debió haberme visto el lunes antes que yo a ella. Debió haber optado por no sentarse a mi lado. Prefirió tomar un asiento que requería pasar por

encima de las piernas extendidas de un tipo que dormía en clase al menos una vez a la semana.

Pero conocía mi ubicación, y era lo bastante curiosa como para mirar hacia atrás. Intenté mantener mi expresión nivelada, pero el borde de mi boca se curvó en una sonrisa, a pesar de que luché contra ello. Giró

la cara hacia adelante, y no miró hacia atrás de nuevo.

Cuando Heller dio por terminado el día, salí rápidamente por la

parte trasera, mientras que Jacqueline hojeó su libreta y se volvió hacia el chico a su lado.

Antes de que pudiera escapar del edificio, me detuvo una estudiante. Estuvo en la clase de Heller la primavera pasada, pero la dejó. Se registró para volver a intentarlo, pero no le iba mejor en este semestre. Nunca fue a

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las sesiones de tutoría, y la única vez que pidió tutoría individual, quiso

reunirse fuera del campus. Me negué, como se nos instruyó.

—¿Así que podemos vernos en mi apartamento? —preguntó, como si

no hubiéramos tenido esta misma conversación unos meses antes.

Suspiré. —Nop. Lo siento. Sólo tutoría en el campus, reglas de la universidad.

Tomando un mechón de su pelo largo y enrollándolo alrededor de su dedo, hizo un mohín con su labio inferior. Ese acto debe de funcionar en

algunos chicos, o sus padres, pero tuvo el efecto contrario en mí. Mi teléfono sonó en el bolsillo delantero de mis pantalones de mezclilla.

Jacqueline todavía no salió del salón de clases, y quería irme del edificio antes de que saliera. Eso probablemente ya no iba a suceder.

—¿Así que es una cosa de tutoría en grupo? ¿Y dura una hora?

Ese cabello que se enrollaba apretadamente alrededor de su dedo, y la chica frente a mí que se balanceaba de un pie al otro, era un añadido a

mi molestia. Quería agarrarle de los hombros y hacerla que se mantuviera quieta durante los treinta segundos más que le daba a este intercambio. —

Sí. De una a dos.

Preguntó qué haría después de la sesión de tutoría. Como si supiera que no iba a ser su tutor fuera de la escuela... pero tal vez estaría

dispuesto a enredarme con ella. Jesús. Cristo.

—Trabajar.

—Siempre estás trabajando, Lucas.

No recordaba nunca haber tenido la sensación real de alguien

observándome, así que no me encontraba seguro de si eso era lo que pasaba. Tal vez no era más que el hecho de que sabía que podía estar allí.

Pero juraría que mi piel se calentó, mis músculos se contrajeron y mi respiración se aceleró. No pude evitar levantar la mirada y centrarme en Jacqueline Wallace en la multitud de personas que pasaban por el pasillo,

como si supiera exactamente dónde encontrarla. Como si fuera la única otra persona en ese pasillo.

Se hallaba tan cerca que la alcanzaría con sólo cuatro pasos. Sabía que escuchó mi nombre. Ahora pensaba que era Lucas, mientras le

enviaba correos electrónicos a Landon. No había ninguna razón para que conciliara a los dos. En esa fracción de segundo, me sentí completamente

aliviado, luego disgustado conmigo mismo y luego dividido. Una vez más.

Antes de que pudiera moverme, se dio la vuelta y desapareció en el flujo de gente, y juro que la sentí irse.

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Traducido por florbarbero & ElyCasdel

Corregido por CrisCras

Landon Me acerqué a la casa de Melody para darle los mapas que dibujé y la

página de citas que terminé. No tomé en cuenta el aspecto de mi cara

antes de irme. A pesar de que me duché para sacarme la sangre y el abuelo me envolvió con un par de vendas, mi labio permanecía hinchado y

cortado. Los moretones estarían allí por un tiempo.

Su hermano mayor abrió la puerta. Lo reconocí de la escuela. Era de último año y se hallaba en el consejo estudiantil. Era popular.

—¿Quién diablos eres?

—Evan —dijo la voz de una mujer, y el rostro de su madre apareció

detrás de él con el ceño fruncido.

—Oh… Dios. Landon, ¿verdad? ¿Qué… qué quieres?

Evan no se movió. Se quedó mirándome, mientras su madre se movía a su lado como si ambos me bloquearan la entrada. Lo hacían.

—Yo, eh, traía esto para Melody. Para la presentación. —No pensé en

esto tampoco. No le envié un mensaje de texto para decirle que iba a venir. Quería explicarle en persona que no quería decepcionarla. Que la única

razón por la que esto —la suspensión— me molestó, era eso.

La frente de la señora Dover se arrugó. —¿Y no pudiste simplemente

llevarlo a clase?

Negué con la cabeza, deslizando la mirada por encima de su hombro. —Yo… no voy a estar en la escuela el viernes.

—Ya veo. —Suspiró como si no esperara algo diferente de alguien como yo. Extendió la mano—. Me aseguraré de que los reciba.

Tragué saliva y la miré a los ojos. —¿Podría verla? También tendrá que hacer mi parte de la presentación. Debemos hablar de ello.

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Su hijo cruzó los brazos sobre el pecho, mientras que la mano de

ella quedó tendida, esperando a que le entregara lo que traje. —No lo creo. —Su sonrisa estaba llena de la bondad más falsa que vi. Su voz era de

hielo. No dijo nada más.

Le entregué la carpeta y me fui.

***

Para el momento en que volví a la escuela una semana después, todos habían regresado a sus asientos habituales en la geografía del

mundo. Clark Richards me sonrió desde su silla junto a Melody. Ella no me miró en lo más mínimo. Las presentaciones fueron hechas, y con Boyce Wynn recibimos ceros. La señora Dumont nos tomó un examen sorpresa

para “compensar” el desaprobado, pero sin ningún conocimiento de la materia ni oportunidad de estudiar, fui bombardeado. Nos ubicó en el

pasillo, sentados en el suelo a ambos lados de la puerta, para hacerlo.

No debíamos hablar. Por supuesto, Wynn rompió esa orden como si

fuera una sugerencia que podía optar seguir o no.

—Oye, Maxfield. Haremos una hoguera esta noche, a lo largo de la ensenada. El hermano mayor de Rick, lo llamamos el Thompson mayor,

consiguió algo de hierba extra en un negocio, y le está pagando a Rick para hacer sus tareas. Con hierba. —Se rió entre dientes.

Lo miré y fruncí el ceño, como diciendo ¿Y?

—Vamos a juntarnos alrededor de las once. Una vez que se cierre el

resto de este pueblo perdedor, así nadie nos verá para denunciarlo. —Los moretones en su cara eran similares a los míos. De coloración amarillenta. Casi desapareciendo. Su ojo permanecía un poco jodido, como mi labio. Me

preguntaba si esta invitación era una especie de truco.

—¿Ahora somos amigos o algo así? —pregunté, mirándolo con

escepticismo.

Se encogió de hombros. —Sí, por qué no. Tú, uh, sabes que Richards

me pagó para hacerlo, ¿verdad?

Un millón de pensamientos desordenados pasaron por mi cabeza. —No.

Sonrió. —Sí, se enteró de que tenías a su pequeño culito en tu casa, y cuando él le envió un mensaje, ella le dijo que se encontraba en casa. Se

imaginó que te aprovechaste de esa mierda o estabas a punto.

—Así que te pagó para atacarme…

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—El tipo es un idiota rico, ¿verdad? Tomé su dinero felizmente. La

verdad, sin embargo, ya me tenías un poco enojado. Tengo que reconocerlo eso, hombre. —Inclinó la cabeza, pensando—. Ese día en la tienda, cuando

dije eso de Brittney Loper justo antes de que me dieras un puñetazo… ¿Te gusta ella o algo?

Mirando el suelo, sacudí la cabeza. —No. En realidad no la conozco.

—No conocía a nadie. Pensé que estaba conociendo a Melody, pero eso fue una ilusión patética.

—Entonces, ¿por qué, amigo?

Mi corazón latía con fuerza. Tenía que decirlo. Se quedó atascado en

mi garganta, pero me obligué a hacerlo, murmurando torpemente hacia el pasillo vacío—: Dijiste que ibas a violarla.

—¿Qué? —Frunció el ceño, confundido—. Eso es sólo una expresión, no significa nada…

—Significa algo. —Me quedé mirándolo—. Es una… una especie de…

palabra detonadora para mí.

—No me digas —dijo, y miré al suelo entre mis rodillas—. Bueno. ¿Lo

siento? Voy a recordar que esa la palabra te vuelve loco, hombre.

No tenía ni idea.

Me fui de casa cerca de la medianoche, después de que papá y el abuelo dormían profundamente, lo que eliminaba la necesidad de explicar a dónde iba. El aire era lo suficientemente frío como para que pudiera ver

mi aliento formando humo delante de mí y encrespándose sobre mi hombro con cada paso que daba hacia la playa. La ensenada no se hallaba

muy lejos, y era imposible llegar sin atravesar los patios privados o playas. Una razón más para que el papá de Clark Richardson quisiera la

propiedad frente al mar del abuelo.

Cuando doblé una parte sobresaliente de la roca, oí—: Maxfiiiieeeeld —y apareció la hoguera, que era más como una fogata, seguramente para

eludir la atención de las autoridades locales. Sin embargo, menos de una docena de personas se encontraban a su alrededor, por lo que su tamaño

era adecuado. Surgiendo de la arena, Wynn chocó los cinco con mi mano y golpeó los nudillos como si fuéramos hermanos de toda la vida, y dejé

escapar un suspiro. No era una emboscada. No me di cuenta de que eso es lo que esperaba hasta que no sucedió.

La luna permanecía en fase cuarto creciente, el cielo despejado, y mis ojos se ajustaron completamente a la penumbra durante la caminata. Reconocí a algunas de las personas allí; como Thompson, que reía como

una hiena y se golpeaba su muslo por algo que dijo uno de los otros chicos.

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También había chicas, y algunas, me observaban con curiosidad. O

tal vez se encontraban tan drogadas que yo podría ser cualquier persona o cosa.

Wynn pasó un brazo por encima de mi hombro. —¿Todo el mundo conoce a Maxfield?

Thompson hizo una seña con su barbilla en mi dirección. —Hola. —

Como si no hubiera incitado a Boyce Wynn para darme una paliza hace poco más de una semana.

—Vamos, siéntate junto a nosotros —dijo una de las chicas. Ella y su amiga, Brittney Loper, la de las tetas del tamaño de sandías, se

acurrucaban dentro de una gran manta, que parecía más bien un edredón que quitó de una de sus camas. Era floreado y aterciopelado y olía a marihuana, pero probablemente era porque todo olía a marihuana. El

aroma dulce y potente flotaba sobre toda la escena, mientras una nube de humo flotaba y se dispersaba. Me pregunté si incluso era necesario fumar

un porro para drogarme.

Las chicas se apartaron, invitándome a sentarme entre ellas.

Cuando lo hice, se acurrucaron cerca a ambos lados, con un suspiro contento y tiraron la manta sobre nosotros tres. Mi sudadera con capucha era un horno de pronto. Abrí la cremallera, y la chica a mi derecha me

ayudó a sacármela. —Oh, eres tan cálido. —Sus manos acariciaron mi antebrazo y se deslizaron por el interior de la manga de mi camiseta. Me

agarró el bíceps e hice una nota mental para comenzar a hacer flexiones hasta agotarme todos los días, no sólo tres o cuatro veces a la semana.

—Soy Holly. —Se apretó más y me ofreció el porro, el cual tomé.

—Landon —dije.

—Mmmm —dijo Brittney, como si mi nombre fuera algo apetitoso. Presionó su pecho contra mi brazo y mi cuerpo respondió como si supiera por experiencia qué hacer a continuación. No era así.

Observé a Thompson succionar su porro y repetí sus movimientos, después de lo cual tosí como si se me estuviera ahogando un pulmón. O

como si estuviera muriendo.

—Cálmate, Landon —dijo Holly—. No tienes que chupar todo de una

sola vez.

—Eso es lo que dijo él —bromeó el chico al lado de nosotros, y la sangre en mi cuerpo no sabía si debía calentar mi cara o continuar

endureciendo mi polla.

—Eso quisieras —dijo Holly, sonando más divertida que insultada, y

el chico se dio unas palmaditas en su regazo invitándola. Negó con la cabeza—. Estoy bien aquí —dijo mientras me miraba, en tanto los

mechones oscuros de su cabello flotaban debido a una ligera ráfaga de

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viento, y un mechón suelto se pegó a mi boca. Pasó sus dedos por mi labio

inferior, liberándolo.

Estaba duro.

Puse el porro en mis labios y succioné de una forma más mesurada y cuidadosa, devolviéndole la mirada.

—Ahí tienes —me animó, tomándolo de nuevo, colocando su boca

donde acababa de estar la mía y succionó un poco más profundo que yo, antes de pasárselo a Brittney.

Durante la siguiente media hora, los tres realizamos succiones lentas, mientras sus manos vagaban por mis brazos, pecho y espalda. Y

presionaban ocasionalmente mi muslo. A menos que sostuviera el porro, mis dedos se hundían en la arena detrás de mí, porque no confiaba en lo que quería hacer con mis manos.

En algún momento durante esa media hora, Holly se inclinó y presionó su boca contra la mía, justo cuando empezaba a sentir que la

tierra debajo de mí era una almohada grande, suave, fuerte y todo se silenció; la conversación y la risa alrededor, las estrellas en torno al cielo,

el cercano choque de las olas en la arena. Entre succiones, le devolví el beso, con la esperanza de estar haciendo un trabajo creíble. Humedecí mi labio inferior, abrí la boca y acaricié mi lengua con la de ella. Agarrando

mis hombros, ella se echó hacia atrás y me jaló hacia abajo, sobre la parte superior de ella. Brittney suspiró y abandonó la manta, arrojándola por

encima de nuestras cabezas mientras nuestras piernas se enredaban, y no tuve conocimiento o preocupación de dónde me hallaba después de eso.

***

Varias horas más tarde, entré tropezando a casa, me comí todas las sobras de la nevera, caí en la cama y tuve abrasadores sueños sucios

acerca de las manos y la boca de Holly sobre mí. Apagué la alarma de mi teléfono cuando me alertó de que era un día de la semana y la hora de

levantarse. Nunca me salté la escuela, así que sentí una punzada de culpabilidad. Pero me encontraba demasiado cansado como para hacer una mierda, y me dije que era sólo por esta vez.

Falsificando una nota de papá, me presenté para el tercer período. No quería perderme taller mecánico, la única clase que disfrutaba. Antes

del almuerzo, Wynn y Thompson me atraparon en el pasillo. —Oye, Maxfield, vamos. El Thompson mayor dijo que podíamos apiñarnos en la

parte trasera de su camioneta. Vamos a Whataburger para el almuerzo, bebé.

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Después de las últimas doce horas, salir de la escuela para el

almuerzo —algo que sólo se les permitía hacer a los estudiantes de último año— sería la menor de mis transgresiones. El hermano mayor de

Thompson, Randy, y dos de sus mejores amigos se encontraban en la cabina del camión, apretados hombro a hombro, mientras que con Boyce y Rick nos agarrábamos de la parte exterior como si nos fuera la vida en ello,

tratando de lucir bien y fingiendo que no volaríamos hacia nuestra muerte si Randy tuviera que pisar el freno por cualquier razón.

—Hombre, todavía me muero de hambre —dijo Rick minutos más tarde, devorando su hamburguesa y papas fritas grandes.

—Apuesto a que Maxfield necesita algún combustible después de que Holly consiguiera hacerlo suyo —dijo Boyce. Se rieron de mi expresión con los labios apretados—. Amigo, a Holly le gusta iniciar a los nuevos. Es

como lo suyo. Todos hemos estado allí, si me entiendes.

Ah.

—Sí, Holly es genial. Simplemente no te enamores de ella. —Rick metió un puñado de papas fritas en su boca y siguió hablando—: Odia eso.

Si no eres sentimental, será tu pequeña encantadora de serpientes por un tiempo, hombre.

Ambos se rieron a carcajadas mientras me recomponía. —Bien hecho, hombre —le dijo Boyce a Rick.

***

Las fiestas de hogueras eran cada fin de semana, y a veces durante la semana, con un grupo cambiante de regulares y forasteros. Los fines de

semana eran más salvajes, pero nada mejor que las vacaciones de primavera para la locura. Sin prestar atención a lo que dijeron los chicos, me uní un poco a Holly, aunque en la escuela, ella actuaba como si

fuéramos sólo amigos y nada más.

En la playa, sin embargo, y drogada, se convirtió en mi primera vez

para todo.

Luego llegaron las vacaciones de primavera. Había nuevos chicos en

toda la playa, y todos encima de Holly. Su deserción me dolió, pero me recordé que lo que teníamos no era una relación.

—Holly es quién atrae a los clientes del Thompson mayor; ella es

como… una trampa para turistas —explicó Boyce.

Mi mandíbula se endureció, pero Rick se rió. —Hombre… en serio.

Te lo dijimos. A Holly sólo le importa ella. No le gusta la mierda cursi del compromiso. Si quieres una sustituta, mira a tu alrededor. —Obedecí,

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echando un vistazo a las decenas de chicas en bikinis, bailando alrededor

del fuego, todas borrachas o drogadas o a punto de estarlo. Más de una, me envió miradas prometedoras—. Pon tus nuevas habilidades en

práctica.

Entonces vi a Melody, encaramada en una roca alta. Sola. Clark permanecía a seis metros de ella, con un cigarrillo en una mano y una

cerveza en la otra. Hablaba con un grupo de chicos, de espaldas a ella.

—Oh, hombre… Esa no —gimió Boyce, pero ya era demasiado tarde.

Ya me movía hacia ella.

Cuando me subí a la roca, sus labios se vinieron abajo. Echó un

vistazo a su novio, que no le prestaba atención, y yo realicé un rápido y discreto examen de ella. Piernas suaves y pálidas a luz de la luna, que se extendían desde el dobladillo de sus pantalones cortos color azul, y llevaba

un pequeño bikini debajo de su camiseta blanca fina. Su cabello rubio caía por la espalda en una trenza, y rizos sueltos flotaban alrededor de su cara.

Era un misterio para mí cómo podía ignorarla Clark Richards.

Me senté junto a ella, nos miramos y escuchamos lo que decían

justo debajo.

—Parecías un poco aburrida por aquí —dije al fin—. ¿Quieres ir a dar un paseo?

Sus ojos recorrieron a Clark, que se mantenía de espaldas a ella. Asintió. —Muy bien.

Tomé su mano para ayudarla a bajar, y la solté una vez que tocó la arena. Comprobé por encima de mi hombro, pero nadie nos siguió.

Caminamos por la playa, y no tomó mucho tiempo antes de que no pudiéramos oír la fiesta. Paseando por delante de mi casa, terminamos frente a la de ella. Caminó hacia el patio lateral, donde se hallaba una

estructura de madera desgastada que nunca noté.

—Genial.

Giró el pestillo y tiró de la manija de la cuerda del puente levadizo y entramos en la casa. Tenía una escalera hacia una plataforma que llegaba

al ras de mi cabeza, pero no tenía techo. —Evany yo solíamos jugar a los indios y vaqueros con los niños del vecindario, o al héroe que luchaba con un dragón por la princesa encarcelada. —Subió, y la seguí.

—¿Quién era el dragón?

Sonrió y se sentó, metiendo mechones de pelo detrás de las orejas y

llevando las rodillas contra su pecho. —Era imaginario. Sin embargo, a veces quería ser el dragón. O el héroe. Pero Evan no me lo permitía.

Me senté junto a ella y me tumbé hacia atrás, con las manos detrás de la cabeza. —Eso parece entendible. No tengo una hermana, así que no sé cómo funciona. Pero si quieres ser un dragón, deberías poder ser un

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dragón. —Pensé en Carlie Heller, quien a los diez haría de un dragón rudo,

y que habría pateado a su hermano de doce años de edad, literalmente, fuera de las paredes del castillo, si sugiriera que ella representara a una

princesa. A menos que la princesa esgrimiera una espada.

Melody miró hacia las estrellas. —Sí, bueno. Básicamente, Evan siempre fue el clon de papá, incluso cuando éramos pequeños. Se salían

con la suya. Siempre. —Hizo una pausa, suspirando, y quería pasar los dedos por su cabello y liberar su trenza. Guiar su boca a la mía y besarla y

hacerla olvidar al chico condescendiente que la trataba como una mierda—. Mi mamá es una mujer fuerte con todos excepto con papá —dijo luego—.

Ella dice que así debe ser un matrimonio. Es dar y recibir, pero si hay un desacuerdo real, el esposo toma la decisión.

Pensé en mis padres y su relación. Mi padre nunca fue expresivo,

pero sí completamente devoto de mi madre. Ella podría pedirle lo que fuera, y él se lo daría, o lo intentaría. Lo que quieras, Rose. ¿Cuántas veces

en trece años y medio escuché eso?

Sabe que nunca le pediré nada que lo dañe, porque lo amo, me dijo

mamá una vez. Confío en él de la misma manera, porque sé que también me ama.

—¿O el hermano mayor? —le pregunté a Melody, recostada a mi lado.

—O el hermano mayor —concedió—. O el papá.

Más claramente que antes, podía ver cómo Clark Richards encajaba en esta imagen. —En otras palabras, el hombre.

Se encogió de hombros, mirándome. —Supongo.

Le fruncí el ceño. Mi madre era la persona más generosa que he

conocido, pero nunca hubiera tolerado que alguien tomara decisiones por ella, sólo por ser su esposo. O novio. —Eso no me parece correcto.

Sonrió. —Tal vez no. Pero ya no importa. No tengo que ser la

princesa de nadie si no quiero. Puedes preguntarle a mi mamá, escupo fuego si no consigo lo que quiero.

Ella no se daba cuenta. Era la princesa cautiva de su novio. Nunca sería el dragón ni el héroe de esta historia. Esos roles ya se encontraban

ocupados.

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Lucas Como esperaba, Jacqueline me envió por correo una solicitud de

ayuda extra para ponerse al corriente. Me agradeció por traducir las instrucciones del Dr. Heller, lo cual podía ser inentendible. Sus

estudiantes de posgrado podían seguirlo, pero a menudo perdía a algunos de pregrado. Por eso me tenía a mí.

Corregí su suposición de que me especializaba en economía, adjunté

varias hojas de trabajo que creé para las sesiones a las que no pudo asistir y terminé por preguntarle cómo estuvo su orquesta estudiantil. Luego

añadí: Por cierto, tu ex es obviamente un idiota, y presioné enviar.

¿Qué diablos pretendía al hacer eso? Era más que inapropiado decir

eso sobre cualquier estudiante —en un correo, nada menos— a otro estudiante. Aunque fuera verdad.

Inhalé con alivio cuando, en su respuesta, no se refirió a eso como inapropiado, aunque parecía creer que ayudarla era una molestia para mí.

Quería convencerla de su error respecto a esa impresión. Pasó mucho tiempo desde que sentí esa especie de anticipación que te detenía la respiración mientras esperaba a que su nombre apareciera en mi bandeja

de entrada o a verla en clase. Era lo opuesto a una molestia, infiltrándose en mis sueños y robándome mis deseos de vigilia.

Me habló de sus dos estudiantes de primero, que la arrinconaron en privado para preguntarle quién era su preferido. Me reí fuerte ante su

respuesta a ambos: Eres tú, por supuesto —y su pregunta para mí—, ¿Eso estuvo mal?

Cuando le reenvié las hojas de trabajo, señalando sus errores

menores, confesé que, a los catorce años, una universitaria que toca el bajo me hubiera dejado sin habla. Cerré los ojos y la imaginé tal como era

ahora, además del desastre que solía ser yo a los catorce, necesitando simplemente que alguien me viera. Me habría enamorado de ella de

inmediato.

Y en el caso de que te lo estés preguntando… sí, eres mi favorita;

añadí al final del mensaje.

Coquetear era completamente inapropiado, pero no me importaba. Quería que Landon se la ganara, para que cuando descubriera quién era,

me perdonara por formar parte de aquella noche.

Esto estaba condenado. Pero no podía detenerme ahora ni aunque lo

intentara.

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***

Los turnos de la tarde del viernes fueron muy monótonos; pasaron

diez minutos desde que tuvimos un cliente. Sólo trabajaban dos personas en el mostrador. Si Gwen hubiera estado ahí, habría agradecido escuchar anécdotas con respecto a sus hijos saliéndole los dientes o gateando, o los

cólicos por centésima vez, sólo para terminar con mi aburrimiento. Sin embargo, me encontraba trabajando con Eve, que enviaba mensajes sin

descanso, haciendo planes para el fin de semana y dejándome mucho tiempo para pensar profundamente en mi dilema sobre Jacqueline

Wallace.

Absorbidas en la conversación, dos chicas llegaron al mostrador vacío. Reconocí a una de ellas como la pelirroja que vino con Jacqueline el

lunes, luego la abrazó y se alejó rápidamente antes de que llegaran al frente de la fila.

Por sus camisas con letras griegas, deduje que eran de alguna hermandad. A pesar de que asistió a la fiesta y de su novio de fraternidad,

no hubiera pensado en relacionar a Jacqueline con eso, pero era muy posible que estuviera en una. No es que yo saliera mucho con el grupo como para saber quién era o no parte de ello. O que me importara.

Hasta ahora.

Eve se acercó mientras yo limpiaba el bote de café descafeinado y

escuchaba inadvertidamente a escondidas el objeto de su conversación.

—… si Kennedy no fuera un pobre estúpido.

—¿Qué van a querer? —dijo Eve, sin un rastro de amabilidad.

—No es del todo horrible, digo, al menos primero rompió con ella —contraatacó la castaña antes de responderle a Eve—. Dos tés helados de

limón.

Mi compañera de trabajo presionó los botones de la registradora y

les dio su total. Con dilataciones de 6mm en los lóbulos de sus orejas y más perforaciones y tatuajes de lo que vi en una chica en años, Eve no era

una fan de las chicas de fraternidad. No estoy seguro que tuviera una razón. Si la tenía, no la compartió conmigo. Imaginé que nos llevábamos bien porque ella asumió, como la mayoría de las personas, que mi propia

perforación visible y mis tatuajes significaban que era igual de antisocial. Supongo que eso era cierto… pero sucedía que tenía una debilidad por una

chica socialmente activa.

Me pregunté qué haría Eve si le gustara a un chico guapo de

fraternidad y se acercara demasiado.

Como que lo apuñalaría con una barra de pesas y luego preguntaría.

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—Siento discrepar —dijo la pelirroja—. Es un completo idiota. Lo vi

bastante seguido, a pesar de que ella no. Él tomó el camino largo porque, en su mente, romper con ella antes de estar con otra, lo disculpaba por

toda la responsabilidad de romperle el corazón. Estuvieron juntos durante casi tres años, Maggie. Ni siquiera puedo comprender estar con alguien

tanto tiempo.

Maggie suspiró. —En serio. He estado con Will por tres semanas, y si no estuviera dotado como un…

—Tu tarjeta —intervino Eve como si le asqueara, y yo escapé de esa imagen mental demasiado clara de Will, quien quiera que fuera. Gracias a

Cristo.

—… estaría aburrida. Digo, es más dulce que el chocolate, pero,

cuando comienza a hablar. Zzzz.

La amiga de Jacqueline se rió. —Dios, eres una perra.

Saqué la limonada de la nevera mientras Eve ponía jarabe en un

batidor.

—Sí, sí. Las chicas lindas no terminan nunca. Hablando de eso, ¿qué

vamos a hacer con Jacqueline?

Su amiga suspiró. —Aaah. Bueno, la semana pasada se fue

temprano de la fiesta, así que fue un error grave, pero probablemente fue porque Kennedy tonteaba con Harper enfrente de ella, quien ha andado

detrás de él desde la primavera pasada; estoy segura de que presumió de habérselo follado. Dios. Nunca debí llevar a J a esa maldita fiesta…

Eve deslizó sus bebidas por el mostrador, rodando los ojos, lo que

pasó desapercibido. Poniendo pajillas en las tapas, se giraron para irse, inmersas en su conspiración.

—Deberíamos vestirla como un postre y llevarla a un lugar donde no estará Kennedy, así vuelve a pasarla bien.

Cuando la pelirroja sugirió un club conocido por poner estruendosa música basura, escuchada de más en cada estación existente de los 40 principales, sabía que yo alcanzaría un nuevo nivel de idiotez personal,

porque iba a ir. Tenía que verla en terreno neutral, y me encontraba decidido a soportar casi lo que fuera para hacer que pasara. Incluso la

música pop.

Hoy apenas la vi en clase, intentando luchar contra la atracción que

sentí desde semanas antes de convertirme en el chico que la salvó de ser violada en un estacionamiento. Fui su salvador esa noche, sí, pero también testigo de la humillación que debió sentir. Me encontraba ligado a

aquella noche, un inevitable recordatorio de ello.

Sin duda me veía así, como quedó claro el lunes por la mirada de

susto en sus grandes ojos y su cara sonrojada cuando le pregunté si se

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encontraba lista para ordenar. Se hizo evidente en su rápido, “estoy bien”,

cuando se lo pregunté. Y la forma en que sacudió la mano cuando le di la tarjeta y mis dedos rozaron los suyos.

Pero luego, el miércoles me miró en clase, y revivió la esperanza que sabía que debía desalentar. Era un resplandor opaco en el hoyo de mi corazón; y de algún modo, esta chica fue hecha para mí. Yo fui hecho para

ser suyo.

Lo inteligente habría sido escapar, pero en lo que concernía a ella,

era inútil todo pensamiento lógico. Me encontraba lleno de deseos irracionales de ser y tener lo que ya nunca podría.

Quería estar completo.

***

Mientras la observaba desde la distancia cuando sus amigas ponían

bebidas en su mano y la alentaban a bailar con cualquier chico que se atreviera a preguntarle, sospechaba que no les habló sobre esa noche. La

trajeron aquí y la empujaban a los brazos de un chico nuevo para que superara su ruptura, no para que se recuperara del asalto. Sonriendo y haciendo tontos movimientos de baile, le sacaban sonrisas, y me

encontraba encantado de ver la felicidad en su rostro, sin importar qué la puso ahí.

Sabía que debía dejarla en paz. Era un cebo que no podía resistir, aunque ella no tuviera forma de saberlo. No había forma de estar al tanto

de que observé su relación desmoronarse desde una distancia segura. No había forma de que supiera que me encontraba tan atraído por su sentido del humor y la inteligencia que revelaba en nuestros intercambios de

correos electrónicos como de esos cautivantes movimientos que hacían sus dedos cuando su mente se hallaba en la música y no en lo que sucedía a

su alrededor.

Su ex la reprendió una vez por su falta de atención a una algarabía

que él escupía, y quise golpearlo en la garganta. Que maldito idiota era por haberla tenido durante tanto tiempo y de alguna manera, nunca haberla visto.

Terminé mi cerveza y dejé desocupado mi asiento en la barra, indeciso. No quería traicionar la confianza de Charles en mí. Este no era

mi ambiente, así que no podía negar el conocimiento de que me encontraba aquí por ella, ignorando deliberadamente del hecho de que era

mi estudiante. Me mantendría en el borde del club y saldría por la puerta. O me quedaría para saludar e irme.

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Caminé detrás de ella, notando que era más alta con sus botas de

tacón. Aun así, la sobrepasaba. Al pasar un dedo por su piel suave, supe que toda pretensión de luchar contra esta atracción se encontraba

suspendida, al menos en estos precisos momentos. Noté vagamente a sus amigas, observándome, pero no pude apartar la mirada de su hombro desnudo el tiempo suficiente como para reconocerlas.

Jacqueline se giró, y mis ojos fueron atraídos directamente al escote profundo de su top. Santo. Infierno. Volví mi mirada apresuradamente de

regreso a su rostro.

Con las cejas elevadas ante mi rápida pero descarada inspección de

su pecho, pareció contener el aliento y me permití ser atrapado por su mirada magnética. Quería su confianza. No la merecía, pero la quería. Este no era el momento para desviarse por el postre.

Seguía sin liberar la respiración, mientras yo recordaba todo nuestro intercambio de correos electrónicos: la cómica admisión de que sus amigos

usaban su camión a cambio de cerveza, y la forma en que hablaba de sus estudiantes, chicos que debían de estar enamorándose locamente durante

cada sesión de música. No pude contener la estúpida sonrisa que se formó en mi rostro, pero no era quién compartía esos intercambios con ella.

Vaya forma de no ser aterrador, idiota.

Me acerqué, intentando tomarme un momento para recomponerme, además de evitar gritar el “hola” que pretendía antes de irme. En lugar de

expresar un saludo inocente, me encontré ahogándome en su esencia, el delicado olor a madreselva que se grabó en mi sentido del olfato ese día

lluvioso hace semanas. Tan dulce. Mi cuerpo se tensó, y con un enorme esfuerzo, murmuré en su oído—: ¿Bailas conmigo?

Me alejé. Mirándola. No se movió hasta que su amiga le clavó un dedo en la espalda y le dio un firme empujón en mi dirección. Estiró la mano hacia adelante cuando yo extendí mi brazo para tomarla, y la llevé a

la pista de baile, diciéndome: Sólo un baile. Sólo uno.

Sí. Eso tampoco pasó.

La música de esa primera canción era fuerte, pero lenta. Durante todo el tiempo que la estuve mirando, ella rechazó invitaciones para bailar

lento. Se estremecía por el toque de cada chico, casi inconscientemente, pero ninguno parecía notarlo. Tal vez el alcohol debilitaba sus sentidos. Más probablemente, simplemente no sentían su ansiedad, y aunque lo

hubieran hecho, no habrían conocido la causa de ello. No sabían lo que le pasó como yo. Además, los años de artes marciales me entrenaron para

discernir las más simples reacciones físicas. Las suyas eran claras para mí, como sus orígenes.

Odiaba el miedo que ese idiota le infringió, y quería disiparlo.

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Mientras bailábamos, tomé gentilmente sus dos manos, y las puse

detrás de su espalda. Sus pechos rozaban el mío y tomó cada pedacito de mi voluntad contenerme para no acercarla más. Con los ojos cerrados, se

movía perfectamente conmigo. Ganarme ese fragmento de confianza de su parte, sólo me hacía quererla más.

Se balanceó, probablemente más afectada por el tequila barato en la

media docena de margaritas que le dieron sus amigas que por estar en el círculo de mis brazos. Cuando le solté las manos para agarrar su cuerpo

más firmemente, se aferró a mis brazos como si se estuviera cayendo. Avanzando lentamente hacia arriba, esas manos trazaron un lento camino

para encontrarse detrás de mi cuello, y esperé que sus ojos se abrieran. Su barbilla se levantó, pero sus ojos permanecieron cerrados hasta que se hallaba completamente presionada contra mí, y luego los abrió y me miró.

Tragó, como si convocara coraje y se acercó más, con curiosidad en sus ojos incautos y el ceño ligeramente fruncido. No me reconocía, un

hecho demostrado por su pregunta—: ¿Ah… Así que, ¿cuál es tu especialidad?

Ah, mierda.

No me encontraba listo para que acabara esta fantasía —y lo haría tan pronto como le dijera que era el chico al que le mandaba correos toda

la semana—, su tutor, quien no debía tocarla así, sin mencionar las formas en que quería tocarla realmente.

—¿Realmente quieres hablar sobre eso? —pregunté, sabiendo que no quería. Era sólo una apertura para más. Algo que no podía darle.

—¿Entonces de qué quieres hablar?

Esto es lo que obtenías cuando te mostrabas engreído por lo apegado que estabas a tus principios y a comportarte adecuadamente. Chocabas

directamente con lo único que no podías tener, sólo porque se cruzaba en tu camino mientras te enfocabas en tu integridad todopoderosa.

Jacqueline Wallace no era mía ni podía tenerla, y no debía descubrir ni satisfacer sus necesidades.

—¿Si no hablamos? —dije, deseando un poco de tiempo con ella, sin ser arruinados por los secretos entre nosotros.

—No sé a lo que te refieres —dijo, con las mejillas enrojecidas. Pero

no me soltó. Y no se alejó.

La atraje más cerca y me incliné para inhalar su esencia de nuevo,

grabándola en mi memoria más profundamente. —Sí, lo sabes. —Respiré, rozando la piel justo por detrás de su oreja con mi labio. Jadeó de forma

gratificadora, y no pude decidir si esa reacción era la más encantadora o la más injusta que hubiera escuchado—. Vamos a bailar —dije, conteniendo el aliento y esperando su respuesta.

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Asintió una vez mientras comenzaba otra canción.

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Traducido por Mel Markham & Cynthia Delaney

Corregido por Aimetz Volkov

Landon Cuando empecé a acumular detenciones por tardanzas debido a

quedarme dormido y mis calificaciones empezaron a bajar, no sucedieron

las consecuencias que yo esperaba. Pensé que papá intentaría castigarme o gritarme. Pensé que habría preparado una conferencia de padres con

Ingram o me quitaría la mesada. Pero nada cambió.

A veces el abuelo me gruñía, pero la mayoría de sus quejas eran cuando no recogía mis cosas o no echaba una mano en las tareas

rutinarias, así que aprendí a utilizar la lavadora y ayudar a cocinar, y me quedé con la mayor parte de mi mierda metida en mi habitación.

En la cena, una noche, el abuelo dijo—: Necesitas aprender una vocación, hijo. Bien podría ser la pesca, lo que con el golfo sería tan útil y

todo.

Mientras él depositaba una cucharada llena de papas en su plato, papá frunció el ceño, pero no lo contradijo, lo cual era extraño. Entonces

cuando llegó el verano, fui reclutado para trabajar con Ramona, nombrada por mi abuela. Era horrible levantarse temprano, porque la mayoría de las

noches salía de fiesta en la playa con los chicos y regresaba tarde a casa, ya sin molestarme en escabullirme para entrar o salir. Sólo tenía tres o

cuatro horas de sueño antes de que el abuelo me despertara, lo cual hacía con una sartén y una cuchara cuando fallaba mi alarma. Nada hace tanto eco como una sartén de metal en una habitación pequeña sin ventanas.

Papá nunca se tomó un día libre. Gradualmente convertía el negocio de pesca comercial del abuelo en viajes de excursiones de pesca y visitas

guiadas, estableciendo un sitio web patético con fotos de turistas ricos frente a Ramona, mostrando lo que atraparon; tipos dispuesto a pagar

cientos de dólares para pasar un día bebiendo y siendo señalados a un bote con un palo conectado cuando sea que algún pobre pez mordiera el

anzuelo. Durante todo el verano y en el otoño, transportamos pescadores

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experimentados y principiantes hasta los mejores lugares para lanzar las

líneas para una red de pesca y la bahía o pescadilla en alta mar —padres e hijos o parejas que se unían o pasaban el día juntas atrapadas y enojadas

con el otro, ejecutivos de élite que vinieron solos o traían los clientes VIP, chicos de fraternidad que bebieron, maldijeron y se quemaron más con el sol de lo que pescaron.

Yo le ponía la carnada a los anzuelos, llenaba los tanques y los suministros, limpiaba y destripaba a los peces, limpiaba la cubierta y

tomaba fotos. Para el final del verano, me encontraba más oscuro, más duro y al menos dos centímetros más alto que mi abuelo, a menos que el

cabello blanco con canas sobre su cabeza contara como altura. (Él decía que sí).

El abuelo casi se volvía loco cuando papá agregaba cruceros al

atardecer para parejas, recorridos de avistamientos de delfines para familias y excursiones para ver grullas blancas para grupos de ancianitas.

Pero el dinero aumentó, y la carga de trabajo era más fácil, sobre todo conmigo trabajando gratis, por lo que no había mucho para que

protestara.

***

—Estuve pensando.

Temía que Boyce estuviera a punto de volverse filosófico, y me encontraba demasiado cansado para esa mierda. Sólo había tenido una

cerveza antes de casi dormirme mientras me besaba con una chica sexy que se iría mañana, así que decidí dejar de beber antes de terminar de cara en la arena. Boyce era el único que se solidarizaba con el hecho de

que éramos los únicos de nuestro grupo que trabajábamos mucho durante el día. Yo en el bote, él en la cochera de su padre. Llevábamos sillas de

playa harapientas hasta el oleaje para escapar de los otros, que podían ser unos idiotas molestos, especialmente cuando estaban drogados y nosotros

no.

—Peligroso, Wynn.

—Ja. Ja.

Me enfoqué en las frías olas chapoteando en mis pies, el incesante zumbido adormecedor y el estallido del agua rodando. La marea seguía

acercándose. Si nos quedábamos aquí, tendríamos el agua por la cintura para la media noche.

—Pensaba que nunca te vi con las muñecas descubiertas.

Intenté no reaccionar, pero mis manos se aferraron a los brazos de aluminio de la silla. Tan bronceado como estaba, mis muñecas se hallaban

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tan blancas como mi trasero —nunca vieron el sol. Jamás. Las envolví con

pañuelos y muñequeras o el reloj que rara vez usaba. Nadie de aquí notó el hecho de que todas esas cosas enmascaraban algo más. Al menos, asumí

que no.

Giré la cabeza para mirarlo. —¿Y?

Masticó un pedacito de piel seca en su labio. —Pensé que tal vez

podías hacerte tatuajes para cubrir, ya sabes, lo que estés… escondiendo. —Se encogió de hombros, cerrando los ojos.

Miré el reflejo de la luna en el agua y sentí mi insignificancia hasta mi núcleo. Nada era lo suficientemente importante como para luchar por

ello, nada salvo la necesidad de mantener mi pasado bien en el fondo para no sentirlo. No había nada más que hacer con ello. Ninguna otra forma de evitarlo.

Nunca consideré su idea, lo que parecía anormalmente ingenioso para Boyce. —¿No hay que tener dieciocho años?

Se rió por lo bajo. —No, hombre… ¿no me conoces para nada? Conozco a una chica que lo haría.

—No lo sé. Quizás.

Se encogió de hombros. —Házmelo saber. Arreglaré una cita.

***

Su nombre era Arianna, y estaba en la mitad de sus veinte. Un brazo era una manga en tinta de colores, y el otro, sólo tenía dos líneas escritas

en la cara interna de su brazo que decía: Nuevos comienzos son a menudo disfrazados de terminaciones dolorosas ~ Lao Tzu. Llegamos una hora

después de que cerrara el estudio, siendo que no era lo suficientemente grande para conseguir un tatuaje sin autorización de los padres.

—Si quieres el tatuaje para cubrir de cierta forma las cicatrices,

como una pantalla de humo, entonces se entintará la cicatriz. Pero también podrías incluir las cicatrices en el diseño, dejarlas dentro de los

espacios negativos. Estarían ocultas a plena vista... como camuflaje. —Examinó mis muñecas, girándolas arriba y abajo, y pasando los dedos por

las cicatrices desfiguradas. Me sentí nauseabundo y expuesto, pero no podía moverme. Boyce se encontraba inusualmente callado—. También podríamos tatuar alrededor de ellas. Hacerlo lucir como una muñequera.

Asentí, gustándome la idea. Miramos algunos diseños de un cuaderno de recortes antes de sacar una hoja de papel de mi bolsillo

trasero. —Um. Dibujé un par de ideas… no sé si las puedes usar.

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Desdobló el dibujo y sonrió. —Absolutamente puedo hacer esto, si es

lo que quieres.

Asentí.

Dibujó y transfirió los dos dibujos a mis muñecas —uno para la derecha, uno para la izquierda—, luego alistó el equipo y se colocó guantes de látex. Dolió mucho, pero fue un dolor soportable. Boyce estaba tan

asqueado —asumí que por la sangre, aunque la que estuvo en sus puños hace unos meses atrás no le molestó—, que ella le ordenó que se fuera a

sentar en el área de espera hasta que termináramos.

—Entonces, ¿por qué haces esto? —Apreté los dientes mientras ella

trabajaba en el hueso en el costado de mi muñeca, e intenté no pensar en la aguja apuñalándome una y otra vez—. Para mí, significan algo. —Sabía que Boyce la puso al corriente. Ella ni pestañeó cuando me quité los

pañuelos.

Sus ojos no se apartaron de su trabajo. —Porque tener la habilidad

de hacer que mi piel sea mía de nuevo salvó mi vida. —Limpió la sangre y examinó la tinta que acababa de llenar. Sus ojos encontraron los míos—.

Algunos pueden empezar a sanar el daño que las personas nos hicieron al escapar de la situación, pero otros necesitamos más que eso. Los tatuajes hacen declaraciones que necesitan ser hechas. O esconder cosas que no

son el asunto de nadie. Tus cicatrices son heridas de batalla, pero tú nos las ves de esa forma. Todavía. —Volvió la máquina a la vida con su pie.

Sentí el pinchazo ardiente de la aguja cuando comenzó otro enlace. —Esta tinta hará que tu piel sea tuya de nuevo. Tal vez algún día, verás

que tu piel no eres tú. Es sólo el envase mientras estás aquí. —Hizo una pausa cuando sentí escalofríos—. Eres un alma vieja, Landon. Lo bastante vieja como para tomar esta decisión. Justo como yo.

Fui a casa con vendajes en las muñecas e instrucciones de cuidado estrictas. —Esto es como una herida —me advirtió—. No la expongas al

sol.

***

Por el resto del mes, las mantuve ocultas, como siempre. Cuando el

sol tocó la piel desnuda de mis muñecas por primera vez en casi dos años, me sentí desnudo. Las reacciones de la mayoría de las personas que

conocía fueron una variación de “Geniales tatuajes, hombre”. Algunas personas asumieron que los había tenido ocultos bajo los pañuelos todo el

tiempo, lo cual me hacía reír. Sí. Los tatuajes son lo que estuve ocultando.

Las chicas pensaban que eran sexys. A veces preguntaban—:

¿Dolió?

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Me encogería de hombros. —Un poco.

Papá y el abuelo tuvieron la misma reacción: un rápido parpadeo hacia la tinta cuando la notaron. Un gruñido de desaprobación. Ninguna

palabra.

Mi siguiente tatuaje no cubrió una cicatriz, no una visible. Arianna puso una rosa justo sobre mi corazón. No necesitaba añadirle su nombre,

Rosemary Lucas Maxfield, para decir a quién conmemoraba. Papá tampoco necesitaba su nombre. Su cara se pintó con manchas violetas la primera

vez que entró en la cocina y me vio en mi traje de baño y sin camisa. Miró fijamente el tatuaje, todavía nuevo y brillante con medicación, y sus puños

se cerraron. Golpeando la parte trasera de la puerta, no dijo otra palabra al respecto hasta un par de semanas después, cuando nos encontrábamos en el bote.

Le había puesto la carnada a un niño. Tenía diez años más o menos y lucía como si fuera a desmayarse si tenía que hacerlo él mismo. Pobre

chico. Seguramente preferiría estar construyendo castillos de arena o sorbiendo un raspado en la playa que pescando con su padre y su tío. En

su lugar, estaría atrapado en este bote todo el día. Sabía cómo se sentía.

Cuando me giré para abrir otra cubeta de carnada, papá dijo, en voz baja—: Es ilegal que consigas esos sin el consentimiento de tus padres. Lo

comprobé. —Miró fijamente a donde un pétalo rojo asomaba por el cuello de mi remera blanca.

Esperé, en silencio, hasta que sus ojos, de un plateado fantasmal en el sol, encontraran los míos. —Es mi piel, papá. ¿Vas a decirme que soy

muy joven para marcarla a propósito?

Se estremeció y se alejó. —Maldición, Landon —murmuró, pero no

dijo nada más. Cada pocos meses, agregaba algo nuevo. Llamas negras lamiendo mis deltoides, siguiendo las líneas afiladas de mis bíceps. Una cruz gótica entre mis omóplatos por mi ascendencia católica materna con

el Salmo 23 escrito a su alrededor. Mamá no fue una devota completa a la religión, pero tenía una espiritualidad innata que ahora envidiaba, y

asistimos a misa lo suficientemente seguido como para que yo tenga una idea de lo que era. Me pregunté si me traería paz pensar en ella estando en

el cielo, en lugar de la tierra.

Probablemente no.

En el segundo aniversario del día en que la enterramos, me perforé

la ceja. Papá arremetió satisfactoriamente, mientras que mi abuelo parecía desconcertado por que alguien pudiera atravesar una parte del cuerpo de

forma deliberada. —¡He tenido suficientes anzuelos en varias partes de mi anatomía como para no querer hacerme un agujero a propósito! —Él tenía

una cicatriz en el ojo donde un anzuelo en el final de la caña de un principiante casi lo deja ciego—. ¡Un centímetro más y me habría sacado el

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ojo de la cuenca! —Le gustaba contar la historia, y la oí suficientes veces

como para casi dejar de poner una cara muy aprensiva en las imágenes.

Llegando el otoño, los Heller se encontraban de repente más cerca,

porque Charles aceptó un puesto de titular en la Universidad estatal —a poco más de cuatrocientos kilómetros tierra adentro. Mientras que su nuevo lugar no eran los veinte minutos a los que estábamos

acostumbrados cuando vivíamos todos en Virginia, no era una distancia imposible para un viaje de fin de semana. Excepto para papá, quien se

negó a conducir por cuatro horas para ver a su mejor amigo en el mundo. Su excusa era el trabajo, como siempre.

Deduje entonces que la gente nunca cambia. Papá podría haber renunciado a su empleo en un banco importante, pero cuando dejó Washington, trajo su personalidad adicta al trabajo con él.

Aunque la posición de profesor era un paso hacia adelante para la carrera de Heller, Cindy tenía que buscar otro trabajo, y Cole y Carlie

tendrían que ir a una nueva escuela y hacer nuevos amigos en el vecindario. Sabía que aceptaron con nosotros en mente, pero papá cerró

los ojos ante el sacrificio que hicieron todos. Por él. Por mí.

Su silencio parecía culparlos por lo que había ocurrido, aunque tal vez se lo recordaba sólo estar cerca nuestro. Tal vez mi presencia —de la

cual no podía deshacerse tan fácilmente—, también se lo recordaba.

Yo no necesitaba un recordatorio. Sabía a quién culpar por la

pérdida de mamá. A mí, y a nadie más.

Papá se retiró de acción de gracias en casa de los Heller —gran

sorpresa. Siendo que tenía quince años y no poseía un coche, me llevó a la estación de autobús antes del amanecer. Podría haberme negado a tomar el autobús, sólo, simplemente para ser un idiota, pero eso habría sido una

rebelión sin sentido. Quería ir, incluso si tenía que abordar un autobús con una colección de degenerados que me miraron una vez y concluyeron

que era el chico más amenazante a bordo. El lado positivo: nadie se sentó a mi lado.

El autobús se detuvo en cuatro ciudades de mierda para levantar más pasajeros antes de llegar a San Antonio, donde me cambié a un autobús de mierda igual con un grupo parecido de perdedores. El viaje

entero habría sido de menos de cuatro horas en coche, directo, sin paradas. En su lugar, después de seis horas, llegué a la estación que olía

como la combinación de restos de casas mal llevadas y áreas de Washington DC, a las que mis amigos y yo teníamos prohibido

aventurarnos por cuenta propia. Charles me esperaba para recogerme.

—Feliz día del Pavo, hijo —dijo Charles, envolviéndome en un abrazo fácil que apretó mi corazón con una sola y abrupta percatación… mi padre

no me había tocado desde el funeral. Incluso entonces, recordé aferrarme a

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él, desatando mi dolor en el pecho sólido, pero no recordaba que llegara a

mí a propósito.

Nunca pronunció una palabra de culpa, pero tampoco de disculpas.

Permaneciendo en el abrazo de Charles un poco más de lo cómodo para limpiar la humedad de mis ojos, metí la culpabilidad sin fin en mi mente y deseaba que se callara, sólo por hoy. Por una hora, incluso. Unos

minutos.

—Vas a tener la altura de Ray, creo —dijo Charles, retrocediendo

para tomar mis hombros con sus manos e inspeccionarme. Crecí desde la última vez que lo vi; nos quedamos frente a frente—. Lo favoreces un poco,

también… pero tienes el cabello oscuro de Rose. —Levantó una ceja—. Y muchos de esos.

Charles fue un militar antes de ir a la Universidad. Nunca había

visto un cabello en su cabeza que sea más largo que dos centímetros. Si incluso llegaba a acercarse a eso, bromeaba diciendo que se parecía a un

maldito hippie e iba a cortarse el cabello. Le divertía demasiado acosarnos a Cole y a mí por el largo de nuestro cabello cuando tenía la oportunidad.

—Te da celos que tengamos cabello —le dijo Cole con inteligencia a su padre la última vez que él se quejó de que no podía diferenciarlo de Carlie. Lancé leche por la nariz.

Mis padres conocieron a los Heller en Duke. Papá y Charles estaban en camino para el doctorado en economía —a un mundo de distancia de

Cindy y mi madre, quienes eran estudiantes y mejores amigas. Ninguno de ellos hubiera conocido a sus futuros cónyuges si no fuera por la decisión

de mi madre a dar un paseo por una tertulia de estudiantes del doctorado celebrada por su padre, un distinguido profesor de economía y miembro del comité de la tesis de Charles y papá.

Tenía ocho o nueve años la primera vez que oí la historia, pero el relato me recordó cuando tuve mi primer enamoramiento verdadero,

Yesenia, en octavo grado. Amor y destino de repente se convertieron en cosas esenciales para comprender.

—Vi a tu papá desde la ventana de mi habitación y pensé en lo lindo que era. —Mamá se rió cuando rodé los ojos. No podía imaginar a mi padre siendo lindo alguna vez.

—Estaba harta de la pretensión de los chicos artistas con los que salía normalmente, y pensé que alguien como mi padre podría encajar

mejor conmigo. Siempre escuchó mis opiniones y me habló como si tuviera un cerebro propio, y también me malcrió. Pero sus estudiantes eran todos

tan cerebritos e raros… hasta que conocí a tu padre. Pensé que si podía conseguir su atención, podría hacer que hablara conmigo. Por supuesto,

entonces se enamoraría de mí y me pediría salir. —Sus ojos se arrugaron en las esquinas, recordando—. Debo haber intentado una docena de

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atuendos antes de escoger uno. Luego bajé campante por las escaleras y

atravesé despreocupadamente la sala de estar en mi camino hacia la cocina. Mi pequeño plan inteligente funcionó, por supuesto, pero yo era

bastante linda en ese entonces.

Esta vez, yo fui el que se rió, pero mi madre era hermosa. Había veces en que atrapaba a mi padre mirándola como si no pudiera creer que

ella se encontraba de pie en su cocina o en la sala de su casa. Como si no pudiera ser real, pero lo era y en cierta forma, le pertenecía.

—Me siguió a la cocina para rellenar su vaso de té helado. —Asintió ante mi expresión confundida. No le podía pagar a papá para que tomara

té helado—. No me enteré hasta después que odiaba el té helado. Él se inclinó contra el mostrador, viéndome hacer un emparedado. “¿Así que eres la hija del Dr. Lucas?” Me preguntó, y con una cara perfectamente

convencional, le dije: “No. Sólo di vueltas por la calle para hacerme un emparedado”. Me giré para verlo a los ojos y darle una sonrisa, y casi dejo

de respirar, porque tenía los ojos más hermosos que hubiera visto alguna vez.

Yo tenía los ojos de mi padre —claros y grises como la lluvia—, por lo que este cumplido era para mí. Todavía no sabía que también heredé su altura, sus habilidades analíticas y la forma hermética en la que podía

desaparecer en sí mismo.

—Entonces, Charles entró en la cocina. Tu papá lo miró, pero sonrió

y dijo: “¡Tú debes ser la hija del Dr. Lucas! Soy Charles Heller, uno de sus muchos discípulos” Uno de ellos me preguntó lo que hice, y dije yo era un

estudiante universitario en Duke. “¿Qué carrera?” preguntó tu papá, y le dije: “Arte”. Y entonces, Landon, él casi evita que nazcas.

Esperé, aturdido. No había escuchado esa parte de la historia.

—Él farfulló, “¿Arte?” y me preguntó lo que iba a hacer con tal título sin valor.

Mi boca se abrió.

—¿Bien? Quise golpearlo en su hermosa y arrogante cara. Pero en su

lugar, le dije que iba a hacer el mundo más hermoso… ¡Obvio! Le hice saber lo poco impresionada que estaba de como él iba a “hacer dinero”.

Pisoteé por las escaleras, escupiendo clavos y determinada a nunca mirar a uno de los estudiantes de mi padre de nuevo, sin importar cuan lindo

fuera. Incluso olvidé tomar mi emparedado.

El resto de la historia era familiar: una invitación impulsiva —por Charles para un encuentro casual—, a su primera galería de exhibición.

Su mejor amiga, Cindy, se encontraba allí como apoyo, en caso de que Raymond Maxfield fuera insufrible. Pero mi padre era lo opuesto de

insufrible. Apreciando su trabajo, él estaba asombrado. Mi madre siempre

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alegaba que fueron sus pinturas y no su encanto, su belleza o su descaro

lo que lo hizo enamorarse de ella.

Él siempre insistió que, definitivamente, fue su descaro.

Yo sabía la verdad. Se enamoró por todas esas cosas, y cuando ella murió, fue como si alguien hubiera extinguido el sol, y él no tuviera nada más a la órbita.

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Lucas Horas después de que llegué a casa del club la noche del sábado,

aún no podía parar de pensar sobre sostener a Jacqueline, como se había amoldado a mí, soportada por mis brazos. Sus ojos, azules oscuros en el

humo espeso del club. Como tragaba nerviosa. Sus preguntas balbuceadas. Como si todos los demás hubieran desaparecido el momento en que la puse cerca, no olí la mezcla de sudor y perfume de la multitud de

personas que nos rodeaban… sino su dulce esencia. No podía oír la música, los gritos o las risas. Sólo era consciente del ritmo, golpeando

vigorosamente, mientras la sangre desgarraba un circuito sin fin a través de mi cuerpo.

Una vez en casa, me acosté en la cama y miré sin ver hacia el cielo mientras mi imaginación corría desenfrenada. La imaginé tendida encima de mí, de rodillas a horcajadas, su cuerpo encontrando mis mesuradas

embestidas, su boca abierta acariciando mi lengua. Mis manos amasaban mis muslos y cada nervio de mi cuerpo ardía. Sentí su suave y desnuda

piel. Su pelo sedoso rozando los lados de mi cara. Su confianza completa.

Puse una almohada sobre mi cara y gemí, sabiendo que nada de lo

que hiciera ahora aliviaría la presión construida de lo que sería una maldita representación inferior de lo que quería. No podía tenerla, por muchas razones. Estaba fuera de los límites, como una estudiante de mi

clase —lo que ella no sabía. Salía de una ruptura después de tres años de relación. Yo era testimonio de una humillación que nadie debería soportar,

y se sentía asustada de mí.

Pero tal vez, ahora, no tanto, murmuró mi mente.

No pude contener la emoción que me atravesó, así que le dejé seguir su curso.

Luego lo terminé y me di esa liberación de segunda clase para que pudiera dormir.

***

El domingo por la noche, Joseph y yo nos encontramos en un bar en el distrito de almacenes para ver a una incipiente banda alternativa de

Dallas que nos gustó a ambos. A pesar de que anoche apenas dormí y esa tarde invertí dos horas de entrenamiento en Dojang2, estaba electrizado y

2 Dojang es un término usado en artes marciales coreanas, como el taekwondo, Kuk Sool

Won, y hapkido, que hace referencia a una sala de entrenamiento formal.

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extrañamente contemplativo; dos cosas que usualmente puedo distribuir

en una buena sesión de entrenamiento.

El Maestro Lau accedió a entrenar conmigo, y ya que no había nadie

más allí, me dio una paliza. Para un hombre pequeño, era el más grande hijo de puta que conocí. En una exposición de entrenamiento, lo vi —en dos movimientos— poner a un oponente igualmente entrenado pero más

grande en una llave de estrangulamiento, que podía causarle pérdida de conocimiento a un adversario en la vida real. O, romper su tráquea.

El atacante de Jacqueline no tenía idea de cuan afortunado era de que me encontrara a un par de niveles abajo de estar permitido de

aprender ese movimiento.

—Amigo, ya no estás en Kansas. —La voz de Joseph rompió mi ensueño.

Sonreí. —Nunca he estado en Kansas, en realidad.

Sacudió la cabeza. —¿Qué, o en quién, estás pensando? Nunca te he

visto tan distraído. Te he preguntado tres veces si vas a ir a casa para acción de gracias y al parecer me estás ignorando a propósito. O sólo no

escuchabas nada.

Sacudiendo la cabeza, suspiré. —Lo siento, hombre. Sí, me voy a

casa. ¿Tú?

Negó con la cabeza y tomó el resto de tequila. —Voy a casa con Eliott. Su madre me ama. —Torció los labios mientras apoyaba un codo en

la barra y me miraba—. La mía… no.

Joseph ya insinuó el rechazo de su familia, pero nunca lo expresé

rotundamente. No sabía que decir.

—Así que… ¿no eres bienvenido a llevar a Eliott a casa contigo?

—No, hombre. No soy bienvenido en casa, punto. Es una zona no permitida para maricones.

—Jesús. Eso apesta.

Se encogió de hombros. —Es así. A la familia de Eliott le parece bien que seamos una pareja… su mamá nos prepara una habitación de

invitados que competiría con cualquier pensión con desayuno, pero han tenido que lidiar con que él lleve a casa a un chico trabajador. Todos ellos

son educados y mierda, una familia completa. Su hermana pequeña está en la maldita escuela de medicina. Cuando los conocí, lo único que les dijo era donde yo trabajaba. Imagina su sorpresa cuando descubrieron que me

quedaba con la plomería del campus en vez de enseñar historia o matemática o, ya sabes, estudios de la mujer. —Se rió—. No me puedo

tomar un descanso, hombre. Soy demasiado gay para ser intolerante y demasiado intolerante para ser gay.

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A pesar de lo que mi papá pensaba de mí, y de que todo lo que hacía

lo enojaba, incluso a propósito, nunca me dijo que no era bienvenido para volver a casa. Sabía sin pensar, que podía mudarme a casa ahora si quería

hacerlo. No lo haría. Pero podía.

La banda subió al escenario, y Joseph y yo disfrutamos del sonido que no era ni pop o teatro musical, unas cuantas copas, y más de algunas

miradas atentas de chicas.

—Síp —dijo, arqueando una ceja a un trío bullicioso de alumnas que

seguían mirándonos. Con las manos detrás del cuello, hizo resaltar los músculos cubiertos por las mangas de su camiseta blanca—. Aún lo tengo,

a pesar de que no quiero.

Riendo, sacudí la cabeza y le hice una seña al camarero para una ronda más. Nunca coqueteaba con una chica cuando estaba con Joseph,

pero sabía que la tierra se movió bajo mis pies cuando encontré que no tenía ni la más mínima curiosidad por saber si esas chicas eran lindas.

Había sólo una posible razón para tal desinterés.

No podía dejar de pensar en cómo tener otra vez a Jacqueline

Wallace en el círculo de mis brazos, contra viento y marea. Estaba muy familiarizado con ambos.

***

El lunes por la mañana, tenía una leve resaca y una empañada perspectiva. Cada vez que veía a Charles, me sentía culpable. Cada vez que

pensaba en Jacqueline, me sentía más culpable. No me envió un correo el fin de semana. Tenía lo que se sentía como una premonición con respecto a que ella averiguara que era Landon, y me dije a mí mismo, de nuevo, que

tenía que ponerle fin a esto. Ahora.

Se sentó en el asiento a mi lado.

Me encontraba tan tenso que no dije nada. Sólo miraba.

—Oye —dijo, sacándome de mi estupor. Temiendo que se cumpliera

mi corazonada, me centré en la sutil y burlona sonrisa en la esquina de su boca.

—Hola —respondí, abriendo mi libro para proteger el dibujo en el

que trabajaba.

—Así que, sólo se me ocurrió que no me acordé de tu nombre la otra

noche. —Se encontraba nerviosa. Furiosa no. Nerviosa—. Margaritas de más, supongo.

Está es tu oportunidad. Sentado en la clase de economía, que mejor lugar para aclarar la… confusión sobre tu nombre.

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La miré a sus grandes ojos azules y dije—: Es Lucas. Y no creo que

te lo diera.

Maldita sea.

Heller llegó, golpeando y maldiciendo mientras atravesaba la puerta bajo el podio, y la sonrisa de Jacqueline creció un poco más. —Así que... bueno, ¿me llamaste Jackie, antes? —dijo—. En realidad voy por

Jacqueline ahora.

¿La llamé Jackie? Cuando… oh. Esa noche. —Está bien —respondí.

—Encantada de conocerte, Lucas. —Sonrió antes de apresurarse a su asiento mientras Heller arreglaba sus notas.

No volteó a mirarme en toda la clase, aunque parecía distraída, dada la manera en que se retorcía en su asiento, al menos hablaba con el chico a su lado. Ambos rieron suavemente un par de veces, y no pude evitar mi

sonrisa. Era la primera vez que la escuché reír —pero ya estaba conectado a ella. Sentí el sonido de su risa hasta mis botas y de regreso. Quería

hacerla reír, algo que sin duda Landon habría hecho.

Tan absurdo como era, tenía celos de mí mismo. Ella respondía las

burlas de los correos de Landon con sus propias bromas. Cuando le dijo que era un estudiante de ingeniería, ella respondió: No me extraña que

parezcas tan inteligente. Palabras coquetas para decirle a un tutor. Cuidadosas y posiblemente inofensivas palabras… pero coquetas.

Maldición. Me sentía celoso de Landon. De todas las reacciones estúpidas que podía tener en este momento, esa era la más ridícula.

Al final de la clase, se levantó de su asiento y corrió hacia la puerta

antes de que pudiera cargar mi mochila. Un impulso primitivo y depredador me instó a perseguirla, como si ese fuera el reflejo más sensato

a su salida. Conscientemente, deslicé más lento mis libros y cuadernos en mi mochila, atónito.

Me volvía loco. Y me encantaba. Dios, me encontraba en problemas.

***

Accedí a tomar un par de horas del turno de Ron para que pudiera

reunirse con un profesor de arquitectura que sólo tenía horas de oficina una vez a la semana. Y cambié el turno del control de estacionamiento de

esta tarde, después de la sesión del grupo de tutoría y dos horas de mi proyecto en equipo. No tendría tiempo para estudiar hasta las diez de la noche. Este día, exceptuando el hecho de que Jacqueline iniciara esa

conversación de un minuto, iba a ser horrible.

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Miré mi teléfono en medio de los pedidos. Media hora para irnos, y

nos hallábamos ocupados. Los dos botes se agotaban. Tan pronto como hubo una pausa en la fila, cerré mi caja registradora. Justo a tiempo,

también, porque un grupo de estudiantes apareció y se unió a la fila de Eve.

—Eve… voy a conseguirme un café. Hay que aprovechar.

—Sácame una botella de vodka mientras estás en ello —respondió. Eve era gruñona cuando estábamos ocupados. Aproximadamente, era el

noventa por ciento de las veces.

—¡Toma una para mí también, Lucas! —La administradora de

ingeniería mecánica era la siguiente en la fila. De piel oscura y pelo blanco, Vickie Payton era un asistente organizacional para profesores, una valiosa fuente de información del campus para los estudiantes, y un hombro en el

que llorar para todos.

—Un poco temprano, ¿no, señora Payton? —Reí, retrocediendo por la

puerta.

—Inscripción de primavera —respondió con una sonrisa—. Oh Dios.

—Ah. —Le guiñé un ojo—. Dos vodkas y una bolsa de Kenyan en camino.

—Ojalá —murmuró Eve, tomando la orden de la señora Payton.

Traje la bolsa y la abrí. La fila había aumentado, pero Eve —cuya apatía hacia la gente, por suerte, no obstaculizaba su capacidad—, tenía

todo bajo control. Sin pensarlo, escaneé la hilera, buscando a Jacqueline. Durante dos semanas, se perdió clases, por lo que buscarla en el campus

se convirtió en algo inculcado, algo que hacía siempre que entraba a una habitación donde tendría la más pequeña posibilidad de encontrarla.

La posibilidad de que apareciera aquí era más probable. A pesar de

ese hecho, seguía perplejo ante la vista de ella. Mis ojos la recorrieron, lentamente, devorando cada detalle como si fuera la última comida que

quería consumir y saborear completamente.

Se encontraba de nuevo con su amiga, quien me miraba. Jacqueline

estaba decidida a no mirarme. Pero hablaban animadamente, y ella se veía tan sonrojada que podía ver las manchas rosas de sus mejillas desde tres

metros de distancia. Con esfuerzo, volví a hacer el café, pero el bello de mis brazos se erizó. Todo mi cuerpo era consciente de sus ojos en mí.

Mis antebrazos eran totalmente visibles, y ella no todavía no había

visto mis tatuajes. Esa noche, en su camioneta, miró el aro en mi labio y supe que era una de esas chicas que huían de los chicos como yo en un

principio. Me veía como un chico que tomó una mala elección de vida. Por su modo de vestir, sabía que era una “niña bien”, al igual que sus amigas.

Y su ex. Diablos, si alguien me pusiera al lado de ese idiota que la atacó y

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preguntaba a la población cual era el violador, obviamente yo obtendría

más votos.

Aun así, ella me miraba ahora. En la pista de baile la noche del

sábado, estuvo en mis brazos como si se sintiera segura, contra todo buen juicio. Se sentía confundida, pero curiosa. Interesada. Percibí esa verdad en la boca del estómago, y era apretada e inquietante. Quería su atención.

Toda su atención. Y tenía la intención de conseguirla.

Abrí el café y volteé a la caja registradora al lado de Eve sin levantar

la mirada. Tan pronto como Eve recibió al chico delante de Jacqueline, alcé la vista para encontrar la suya. —¿Siguiente? —Parpadeó como si la

hubiera atrapado haciendo algo malo, pero se acercó—. Jacqueline —dije, como si no la hubiera notado—. ¿Americano hoy, o algo más?

Le sorprendió que recordara lo que pidió hace una semana. Haría

una lista felizmente de sus gustos y disgustos. Todos. Desde como tomaba su café, a como le gustaba ser besada, de qué forma acariciarla para

hacerla temblar de pies a cabeza.

Asintió. Agarré un vaso y un marcador, pero saqué el expreso y le

hice la bebida yo mismo.

Eve me levantó una ceja perforada, porque sabía lo que acababa de hacer. —¿Acostumbras a repartir tu número a chicas de hermandad? —

murmuró—. Patético.

—Siempre hay una primera vez para todo.

Sacudiendo la cabeza, secó las válvulas del expreso y llenó una taza grande. —No, en realidad no la hay.

Me encogí de hombros. —Es cierto. ¿Es aceptable si no es una chica de hermandad?

Sus labios se torcieron, y me dio la sensación de que hacía un gran esfuerzo para no sonreír. —No. Pero es menos inaceptable.

En tanto Eve y yo tomábamos las órdenes y comenzábamos a

reducir la fila, no me permití observar a Jacqueline mientras cruzaba a los condimentos para conseguir tres azucares y un chorrito de leche. Sabía

exactamente donde se hallaba, cada segundo, pero la ignoré hasta que cruzó la puerta, hasta el punto de que no podía ver nada más.

—Oh, querido Dios. Alguien está enamorado —rió Eve, lo que hizo que el chico al otro lado del mostrador le sonriera.

Él usaba una camiseta Pike.

—¿Qué? —espetó, mirándolo.

La sonrisa del chico desapareció, y alzó las manos. —Nada… sólo…

una linda risa. Eso es todo.

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Rodó los ojos y se giró para agarrar una nueva caja de leche de soya,

ignorándolo.

Cuando él me miró, con sus cejas arqueadas, me encogí de hombros.

No sabía la historia de la chica, pero tenía una barrera de explosivos que no se podía cruzar. Apenas era cortés conmigo la mitad del tiempo, pero le gustaba.

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12 Traducido por Kellyco & sashas4

Corregido por Karool Shaw

Landon Cuando comenzó el semestre de primavera, me encontré en el cuarto

periodo de biología con Melody Dover y Pearl Frank; quien había sido Pearl Torres, compañera que ocupaba la mesa de los perdedores en el almuerzo,

cuando yo me encontraba en octavo grado y ella, en séptimo. Luego su mamá se casó con el Dr. Thomas Frank, un cirujano local importante y el

soltero más terco y mujeriego de la ciudad… hasta que encontró su pareja con Esmeralda Torres, quien quería un gran diamante en su dedo y a una hija asentada de por vida.

Obtuvo ambos.

Pearl, la cual fue una chica nerd y tímida cuando la conocí, tomó un

par de cursos en la escuela de verano para saltarse noveno grado, tuvo un cambio de imagen y un montón de ropa de marca, por lo que regresó en

décimo grado más sexy y rica que nunca.

Melody no perdió tiempo al convertir a Pearl en su nueva mejor amiga.

Ellas intercambiaron al menos una mirada eufórica en el momento en que fueron asignadas a la única mesa de laboratorio medio vacía: la de

Boyce y mía.

—¿Por qué están en biología este período? ¿Fueron echadas por ser

demasiado sexys en clase?

Las dos rodaron los ojos, yo sacudí la cabeza y empecé a hacer una marca negra en la mesa, tratando de no sonreír. Él estuvo loco por Pearl al

minuto en que la notó en el pasillo el septiembre pasado. Qué lástima que no le haya puesto ninguna atención en la secundaria, cuando ella no tenía

amigos. Ahora le devolvía el favor.

—No, idiota —dijo Melody, inclinando la cabeza hacia él—. Estamos

en el equipo de danza, el cual se encuentra en el último periodo. El

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semestre pasado teníamos biología en ese momento, así que tuvimos que

intercambiar. Qué suerte la nuestra.

Su mirada aterrizó sobre mí, haciendo un inventario de los tatuajes

que se asomaban sobre la camiseta de mangas, la barra que atravesaba mi ceja y el aro en mi oreja. En medio de un segundo, nuestras miradas se encontraron antes de que ella la apartara.

—Jesús, Dover, no tienes que ser hostil. —Boyce río entre dientes.

Lo fulminó con la mirada, renegando al ser llamada por su apellido,

supuse, especialmente por Boyce, que me admitió que la llamó Vagabunda Dover durante la escuela primaria. Quemándose cada vez que cruzaba un

puente, nuestra amistad era como un desajuste de su falta de habilidad con las personas.

Nuestra mesa se situaba en el fondo del salón. Boyce y yo estábamos

inclinados contra la pared y un banquillo al final de las dos piernas en desafío a la política de la clase. El señor Quinn no notó la infracción o no

le importaba enfrentarse a nosotros. Melody y Pearl miraban al frente de la clase, dejando sus cuadernos y bolsas en la mesa, vulnerables a la

inspección de Boyce.

Las chicas escribieron atrás y enfrente del cuaderno de Melody, y cuando nos dieron la espalda, Boyce acercó el cuaderno hacia nosotros

para leerlo.

—Déjalo, amigo —susurré—. Qué demonios. —Lo moví para ponerlo

en su lugar, pero lo retuvo con un codo en alto, bloqueándome.

Sus ojos se ampliaron, apuntando a la letra femenina que reconocí

como la de Melody. Sacudí la cabeza, y elevó las cejas. —Mira, amigo. En serio.

Revisé la página y leí: ¿¿Soy sólo yo, o Landon Maxfield se encuentra increíblemente CALIENTE este año?? Maldito. INFIERNO.

Pero tú tienes a CLARK, escribió Pearl abajo de esa declaración.

Melody respondió: Puedo mirar, ¿o no? Intercambia sillas conmigo. Quiero sentarme enfrente de él.

Le di un vistazo a la parte trasera de la cabeza de Melody, su sedoso cabello rubio caía lacio y abundante por su espalda hasta rozar la mesa.

Hoy cubría sus orejas, escondiendo un lado de su cara. Permanecía en forma diagonal enfrente de mí. Pearl debió haber sacudido la cabeza,

ceñuda, en algún momento de esta conversación escrita, probablemente aquí. No había una respuesta suya en el cuaderno.

Mierda, Pearl. ¿Qué tipo de aguafiestas eres? Escribió Melody.

La que quiere evitarte un gran error. Obvio. Respondió Pearl.

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Giré el cuaderno y lo empujé nuevamente en su sitio. Mientras mis

pensamientos daban vueltas, Boyce pretendía agarrar su pene y rascarlo, completando con una expresión de éxtasis. Le di un golpe en el brazo y su

silla se desequilibró y se deslizó debajo de él, cayendo al suelo y convirtiéndonos en el centro de atención. Se puso de pie e intentó empujarme, pero atraje mi silla hacia adelante y alcancé a agarrarla.

—El señor Wynn ha decidido demostrar que pasa cuando alguien viola las reglas de la clase con respecto a mantener firmes y seguras en el

suelo las cuatros patas de las sillas del laboratorio. —El señor Quinn suspiró sonoramente. El resto de la clase soltó una risa mientras Boyce

enderezaba su silla y se sentaba, con el ceño fruncido.

—Qué ridículo —murmuró Melody.

—¿Necesita asistencia médica, señor Wynn? —insistió, disfrutando

el momento de interés y popularidad que su lectura nunca generaba.

—No, señor. Mi culo, y otras partes importantes, funcionan bien. Es

que está increíblemente caliente aquí. Maldito infierno. —La clase estalló en risas y el señor Quinn trató de restaurar el orden.

Melody estrechó sus pálidos ojos hacia él, y un segundo después, lo comprendió. Su mirada se fijó en mí y sus labios se abrieron al mismo tiempo que su cara se tornó roja. Observé sus brillantes labios rosas y

luego, sus ojos. Agarró su cuaderno, lo cerró de golpe y lo volteó con sus manos.

Golpeé a Boyce, tirando su silla de nuevo, y Quinn nos envió a la oficina con pases amarillos que podrían terminar en detención.

—Jesús, Wynn. —Aparté el cabello de mis ojos mientras dejaba la clase.

—¿Qué? ¿No quieres saber lo que piensa de ti tu pedazo de culo

favorito…?

Me volteé y lo estampé contra un casillero y él levantó las manos. —

Jódeme. Hermano, no pierdas tu mierda por una chica como ella…

—¿Y Pearl Frank es diferente? —respondí, volviéndome para ir hacia

la oficina… e Ingram, que sin duda, estaría emocionada de vernos a ambos.

Suspiró y me siguió, nuestras botas hacían eco en el pasillo vacío. —

Soy realista, hombre. Simplemente quiero acostarme con ella. Sé que no tendré más que eso.

Rodé los ojos. —Oh, pero acostarte con ella es posible.

Sonrió. —Diablos, sí. Soy Boyce Maldito Wynn. Todo es posible.

No pude contener mi risa mientras abría la puerta de la oficina. Él ni siquiera escuchó lo que acababa de decir. En un instante, insistía en que

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todas las chicas como Melody y Pearl eran un buen polvo, y al siguiente,

cualquier cosa era posible.

Lo guardé para más tarde.

***

—¿No estás cerca de tener dieciséis? —me dijo el abuelo, la noche antes de mi cumpleaños.

—Sí, abuelo. —Esperé por el remate. Con él, casi siempre había un remate para esta clase de preguntas.

—No sé si esperabas un vestido rosado con volantes o algo que combine con ese arete. —Rió de sí mismo y sonreí.

—El rosado no es mi color. Pero gracias.

Me enseñó su arma secreta en la caja de brownies; hacerlo con un huevo menos.

—Tu abuela nunca pudo descubrir por qué mis brownies salían mejores que los de ella —dijo y se rió.

—¿Se lo ocultaste a la abuela? —La madre de mi papá murió cuando él estaba en la secundaria, por lo que nunca la conocí.

—Demonios, sí. ¡Lo hice! Ella siempre intentó sacármelo, Dios, la

amaba. —Sus ojos se volvieron vidriosos, rememorando. Me quedé con el tazón y mezclé los ingredientes, dándole un momento de privacidad.

Mientras revolvía, él se inclinó más cerca—. Las chicas aman el chocolate. Nunca lo olvides, niño. Si puedes proveer chocolate casero, todo es mejor.

Sin duda este secreto puede mantenerte lejos de la casa del perro. Grábate mis palabras.

—Abuelo, este no es casero.

Se aclaró la garganta. —Casi. —Puse la mezcla de crema en el pan que él me hizo untar con mis propias manos, lo cual fue repugnante—.

Esa mantequilla está crujiente. Ponla en todas las esquinas —dijo.

Una vez que estuvieron horneándose, él preguntó—: ¿De qué

hablábamos? Oh, sí. Tu avanzada edad. —Soltó una risita y rodé los ojos cuando no miraba. Seguía esperando el remate—. Pensé que mañana podríamos empezar a enseñarte a manejar. —Quedé boquiabierto. Cuando

no respondí, dijo—: A menos que no desees hacerlo.

—¡Quiero hacerlo! —respondí, saliendo de mi estupor—. Es sólo…

No pensé que tú y papá podrían…

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—No te emociones tanto. No hay un coche detrás de esta propuesta.

Sólo mi vieja camioneta Ford, cuando no la esté usando. Me imagino que querrás ir a una cita o algo, siempre y cuando no sea con Boyce Wynn. Tú

puedes conseguir a alguien mejor que él. —Rió otra vez, y esta vez, me uní a él, sacudiendo la cabeza.

—Gracias, abuelo. Eso sería grandioso.

Arrastró los pies hacia la encimera y sacó un manual de conducción del cajón al lado de los cubiertos, lleno de secretos esta noche. —Empieza

a aprender las reglas, y yo me encargaré de que desocupen las carreteras secundarias este fin de semana. —Sonrió y me dio una palmadita en el

hombro, abandonando la cocina.

Entré a mi habitación, desplomándome en la cama y abrí el libro, estando pendiente de la alarma de los brownies.

***

El señor Quinn se paseó de mesa en mesa, asignando enfermedades.

—Cada grupo estará identificado por la causa de su enfermedad; genética, viral, bacterial, por producto químico, etc. Quiero saber si hay métodos de prevención, si hay tratamientos conocidos o discutidos, y si es o no

contagioso.

La mesa de al lado fue asignada ántrax. Nosotros, intolerancia a la

lactosa.

—¿Qué clase de maldita…?

—Señor Wynn, le agradecería que guardara su lenguaje deficiente para sí mismo.

—Pero, señor Quinn, ¿intolerancia a la lactosa? ¿Qué clase de

enfermedad es esa? ¿Las personas van directo al baño por tomar leche? —La clase estalló en aullidos mientras Melody lo miraba con un propósito

homicida, y Pearl se cubría los ojos, colocando los codos en la mesa y suspirando. La cara de nuestro maestro se arrugó con exasperación. Como

era de esperar, nada de eso detenía a mi amigo—. Se deja de tomar leche... ¡y problema resuelto! No podemos tener algo como, no sé, ¿el ébola?

Quinn se volvió hacia el frente cuando sonó la campana. —Empiecen

la investigación esta noche, ¡y mañana estarán listos para debatir los hallazgos con su equipo! —exclamó por encima del bullicio mientras todos

nos dirigíamos a almorzar.

—¿Cómo puedes ser amigo de ese idiota? —preguntó Melody cuando

nos abríamos camino hacia la salida.

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Me encogí de hombros y le sonreí, agarrando el borde de la puerta y

abriéndola. —¿Es entretenido?

Cedió con una inclinación de cabeza. —Si tú te entretienes con un

completo idiota. —Comenzó a devolverme la sonrisa, pero desapareció cuando su novio le puso un brazo sobre los hombros al momento en que entramos al pasillo. Usualmente, la esperaba después de clase.

—Hola, bebé. —Me fijó la mirada—. Hola, emo raro. ¿Ya tienes un aro en el pene?

—Clark —jadeó Melody mientras entrábamos al flujo de estudiantes; la mayoría de nosotros ansiosos por escapar del campus por media hora.

—¿Por qué te fascina tanto mi pene, Richards? —pregunté.

Se volvió y miró sobre mi hombro, donde sabía que se hallaba Boyce. —Jódete, raro —dijo, dirigiendo a Melody hacia el aparcamiento.

—Creo que Richards necesita un nuevo repertorio. —Observé el balanceo de las caderas de Melody y el brazo de su novio alrededor de su

cuello como un collar.

—¿Ah? —Boyce arqueó una ceja—. Sabes que les está comprado a

los Thompson, ¿cierto?

Me reí. —Perfecto. Así que es tanto un hipócrita como un imbécil.

—Amigo. Pude haberte dicho eso hace años. —Chocó el puño con un

amigo sobre la cabeza de unas chicas mientras yo miraba a Melody y Clark desaparecer por la puerta más lejana—. ¿Te dije que trató de pagarme otra

vez para que te golpeara?

Me detuve, y un estudiante de primer año chocó conmigo y cayó

sobre su trasero. Le tomé la mano y lo ayudé a ponerse de pie, suponiendo que tenía todos sus libros de texto en la mochila. Pesaba dos veces más de lo que debería.

—¿Qué le dijiste? —le pregunté a Boyce, mientras el chico de primer año me agradeció tartamudeando y se alejó.

Boyce sonrió, con una ceja levantada. —Le dije que se fuera a la mierda, por supuesto.

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Lucas Jacqueline no me escribió ni llamó, por lo que llegué a la conclusión

de que o (a) no vio el número en su vaso o (b) lo vio y no se interesó en hablarme.

Considerando que dio voluntariamente su nombre y pidió el mío, no pensaba que fuera indiferente.

Le mandó un correo a Landon, pero su mensaje era relacionado con

la economía. O al menos eso parecía en la superficie. Mencionó que saldría con amigos el sábado. Cuando contesté, me referí a ese comentario: Espero

que hayas disfrutado la noche. Una salida nocturna sobre la que yo sabía todo. Ella no le diría a Landon nada más sobre su noche del sábado, por

supuesto... pero deseaba que lo hiciera. Con cada intercambio, cavaba un agujero más grande, pero no podía parar.

Entonces, hice alusión a su ruptura y el hecho de que no quise ser rudo actuando como si no quisiese saber los detalles. Entre líneas, instaba, cuéntame, pero no esperaba que ella respondiera esa directa no

escrita, para revelar una parte tan desprotegida de sí misma.

Con un párrafo, puso todo a mis pies, la cantidad de tiempo que

estuvieron juntos. El hecho de que lo siguió aquí a la escuela, en vez de audicionar para un prestigioso programa de música que quedaba muy

lejos. La manera en que se culpaba, completamente, por ser estúpida. Por creer en él.

Pensaba que se encontraba atrapada en algún lugar al que no era destinada a estar en consecuencia de esa decisión.

No era un creyente de la suerte o los poderes superiores, tanto como

lo pretendía. Tenía fe en tomar la responsabilidad, y claramente, también lo hacía esta chica. Pero no podía culparla por seguir a alguien al que amó

por tres años, indicaba una lealtad por la que no se daba crédito. Si creía en la responsabilidad, entonces lo que mejor era que tomara el control

nuevamente. Que sea dueña de la decisión que tomara. Sacarle el mejor provecho.

Y se lo dije.

***

El miércoles, llegó a clase temprano, y tomé una decisión impulsiva,

todo lo que parecía ser capaz de hacer en lo que se refería a Jacqueline Wallace. Me deslicé en el asiento al lado de ella y dije su nombre. Se

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sorprendió un poco cuando levantó la mirada, esperando al chico que se

sentaba normalmente aquí. No obstante no se inclinó lejos de mí.

—Supongo que no te diste cuenta del número de teléfono en tu taza

de café —dije.

—Me di cuenta. —Su voz era suave para una réplica tan listilla y había curiosidad sincera en su firme mirada.

A cambio, le pedí su número y me preguntó si necesitaba ayuda con economía. Casi me ahogué, tendido entre un familiar sentimiento de culpa

y entretenido por la absurda esquina en la que me arrinconó. ¿Necesitas ayuda en economía? Me pregunté por qué lo pensaría, dudando, durante

dos segundos si lo sabía y me estaba tomando el pelo.

Si era así, lo merecía completamente.

—Supongo que no es asunto mío —dijo, ofendida.

Necesitaba alejar la conversación de esta línea de pensamiento. Me incliné más cerca y le dije la verdad; que quería su número por algo que no

tenía nada que ver con la economía.

Tomó su teléfono y me envió un mensaje de texto: Hola.

Su compañero de clase se acercó, esperando su asiento. (Benjamin Teague, según su hoja de inscripción). Busqué su dirección en el campus,

horario, cursos y cualquier posibilidad de notas disciplinarias; no había ninguna. Parecía inofensivo, dejando a un lado su apego por las camisetas de camaradas, y la hacía reír, lo que era tanto un punto a su favor como

una razón para querer golpearle.

Dejé el asiento, conteniendo una sonrisa idiota. No me llamó... pero

guardó mi número en su teléfono.

Y ahora me dio el suyo.

Casi al final de la clase, levanté la mirada para atraparla mirándome, por primera vez. No le presté mucha atención a la lectura, porque me encontraba inmerso en elaborar y esbozar diseño de ingeniería

de tejidos alternativos para el proyecto de investigación del Dr. Aziz en el próximo semestre. Sólo pensamientos de Jacqueline podrían atravesar mi

entusiasmo después de que ayer recibí el email del Dr., diciéndome que fui aceptado. Trabajaría con dos de los mejores miembros del profesorado de

ingeniería de la universidad, y mi semestre final de tutoría sería pagado por la subvención del proyecto. Todavía seguiría dando clases para Heller y trabajaría el turno ocasional en el aparcamiento, pero podría renunciar a

la cafetería, lo que me quitaba quince horas de mi semana.

Durante los segundos en los que Jacqueline y yo nos miramos, la

voz de Heller disminuyó y los demás en la clase desaparecieron. No podía volver al proyecto de Aziz, ni recuperar la masa de ideas que giraban en mi

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mente hace un minuto. Mi pasado se evaporó. Mis planes de futuro se

pusieron borrosos. Cada célula de mi cuerpo era consciente sólo de ella.

Sabía que podía tener cuidado con ella. Su confianza sería difícil de

ganar, porque temía salir lastimada de nuevo, pero podía ganarla. Sabía, debido a estos pocos segundos de miradas y a la vez que la sostuve, que respondería a mí, debajo de mí. Que podía llevar a su cuerpo a niveles de

placer que posiblemente ella no recibió de parte de su narcisista ex, sin importar el tiempo que estuvieron juntos.

Y entonces no podría ofrecerle nada más. Al final de este año —sólo en unos meses—, tenía intención de tomar un trabajo en algún sitio muy

lejos. Para escapar del estado, y mi padre. Para construir una carrera y una vida por mi cuenta, sin lazos emocionales. Al menos, no por mucho tiempo.

Deseaba a esta chica, pero no me enamoraría de ella.

Ella se merecía a alguien con el corazón completo. Merecía a alguien

honesto y leal.

Y yo no era ese hombre, sin importar cuánto quisiera serlo.

***

Landon:

Vamos a hacer fajitas de carne mañana por la noche, ven si estás

libre. El viernes por la mañana, voy a dar un cuestionario sobre el Índice de Precios de Consumo, en caso de que el jueves quieras trabajar en eso en tu

hoja de ejercicios. El cuestionario debería tomar unos quince o veinte minutos de clase, así que siéntete libre de tomar una taza de café antes y llegar tarde.

CH.

Jacqueline y yo no trabajamos en IPC, así que tan pronto como creé

la hoja de ejercicios, se la envié por correo. Y le pregunté su interpretación de “predestinado” en relación a su decisión de seguir a Kennedy Moore a la

universidad: ¿Puedes probar que hubieras estado mejor en otro sitio?

Le pregunté su especialidad, cuestionándome si dejó la música del todo y esperando que no.

Su respuesta, educación musical, fue un alivio, pero lamentaba ese dicho sobre enseñar, como si eso le impidiera llevarlo a cabo. No podía ver

la correlación. Pobre del que intentara decirle a Heller que él no ejercía la economía porque la enseñaba. Se llenaría los oídos sobre cómo él realizó

investigaciones para revistas científicas respetadas, permaneció vigente en

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los acontecimientos económicos mundiales y participó en conferencias

económicas influyentes.

Añadí una posdata, ordenándole hacer la hoja de ejercicios antes del

viernes.

Me contestó y me llamó esclavista.

Cerré mi portátil y fui a correr, pero no redujo el efecto incontrolable

de sus pequeñas respuestas impertinentes. Me paseé por el apartamento durante media hora antes de agarrar mi teléfono y detenerme en su

número. Empujando las dudas a un lado, le envié un mensaje: Hola. :)

Contestó lo mismo. Le pregunté qué hacía y opiné sobre su

desaparición rápida al final de la clase. Le dije que fuera al Starbucks el viernes por la tarde, cuando por lo general, se encontraba muerto, y añadí: ¿Americano, a cuenta de la casa?

Ella estuvo de acuerdo, y tuve un momento de euforia seguido por el deseo de golpearme hasta ser una masa sangrienta.

—¿Por qué simplemente te sentaste ahí y me dejaste hacer esto? —le pregunté a Francis.

Me dio una mirada felina inmutable.

—Al menos podrías haber intentado pararme.

Se lamió una pata, la pasó por su cara y se quedó mirándome de nuevo.

—¿Así es como empieza la esquizofrenia? Primero, hablándole a una

chica como si fuera dos chicos diferentes, y luego a mi gato. Esto es muy malo.

—Miiaauu —me respondió, plegándose a sí mismo en un círculo.

Cuando Charles y Cindy hacían barbacoa o fajitas, no necesita

preguntar a qué hora era la cena, sólo esperaba a que el olor de la carne a la parrilla impregnara mi apartamento.

Agarré el plato de brownies que preparé y me dirigí allí.

La conversación en la cena era sobre Cole, que llegaría en un par de semanas para su primera visita a casa desde Duke, sólo para ser metido

en un coche con nosotros y dirigirnos a la costa. Si Raymond Maxfield no podía venir para acción de gracias, ésta iría a él.

—Cole será un idiota cascarrabias y apestoso, ¿tres horas en un avión y después cuatro en un coche? ¡Uy! —protestó Carlie.

—Tiene dieciocho años —dijo Charles—. Dormirá.

—Buena idea. Drógalo —dijo Carlie, alcanzando una patata de maíz de tres centímetros con guacamole—. Por favor. —Su apetito regresó un

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poco después de haber superado su ruptura. Durante el postre, sus

padres intercambiaron una sonrisa cuando agarró un brownie—. Mmmm. Son como el sexo en una nube —comentó, chupándose un dedo, y la cara

de su padre se convirtió en piedra.

—Carlie Heller —dijo Cindy—, matarás a tu padre con declaraciones como esas.

—¿Qué? Papá, estoy yendo hacia la edad adulta —dijo mientras masticaba—. Estás con universitarios todo el día. ¡Me encuentro a menos

de dos años de eso! Sé realista. No puedo ser una niña para siempre.

Los ojos de Caleb se movieron una y otra vez entre su hermana y sus

padres. Él no fue el centro de la conversación ni una vez durante toda la comida. Como el bebé de la familia, eso era equivalente a la invisibilidad. —Stephen Safford besó a una serpiente —dijo.

—Espero que eso no sea un eufemismo, porque sería un asco —dijo Carlie.

—¿Qué es un eufe...?

—¿La serpiente de clase de ciencias? —preguntó Cindy, centrándose

en su niño más pequeño. Caleb asintió—. ¿Y cómo pasó eso?

—Dale Gallagher lo retó.

—Ah. —Ella miraba a Charles al otro lado de la mesa—. Bueno, lo lamento mucho por los padres de Stephen Stafford.

Caleb frunció el ceño. —¿Por qué? Seguramente no les dijo que besó

a una serpiente.

—Sigo teniendo imágenes mentales y trato de comer, muchas gracias

—murmuró Carlie, arrugando la nariz.

—Dale Gallagher tuvo que pagarle cinco dólares por hacerlo.

—Supongo que también tenemos que sentirlo por los padres de Dale Gallagher —dijo Charles, arqueando una ceja preocupada a Carlie—. Si es lo suficientemente tonto para pagarle a alguien por besar a un reptil.

Cuando me mudé al apartamento sobre la cochera de los Gallagher, no sabía que esperar —desde cuánta interacción tendría con ellos hasta

como se vería el apartamento. Nadie vivió ahí desde que se mudaron. Ellos sólo lo usaban como un almacenamiento adicional. Pero me imaginé que

como sea que se viera, sería mejor que dormir en una despensa.

Carlie corrió a la camioneta cuando Charles y yo condujimos aquí. Fue un bebé prematuro, así que siempre era pequeña para su edad. Cerca

de mi cuerpo de dieciocho años, ella nunca pareció más pequeña. Aun así, casi me derribó cuando se lanzó hacia mí, con los ojos tan abiertos como

un niñito en una mañana de navidad.

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—Landon, ¡tienes que venir a ver! —Agarró mi mano y me jaló por la

entrada. Luego de cuatro horas de conducir, me encontraba listo para un baño, una comida y una siesta, además tenía un coche lleno de mierda

para descargar, pero nada paraba a una Carlie llena de energía.

Sus hermanos y padres nos siguieron por las escaleras, donde Carlie me enseñó un llavero con una sola llave amarrada. El logo del llavero era

el de la universidad donde sería, increíblemente, un estudiante oficial en el tiempo de una semana. Mientras ella rebotada de puntillas, desbloqueé la

puerta y encontré un apartamento escasamente amueblado. No esperaba muebles. Ni paredes recién pintadas, ni cortinas recién instaladas, platos

en los gabinetes, toallas en el cuarto de baño. Una pared del dormitorio se hallaba cubierta de corcho, lista para los dibujos que quisiera clavar allí. Las sábanas estaban apiladas a los pies de una cama con plataforma.

Con esfuerzo, me forcé a tragar. No podía volverme para mirarlos. No podía hablar. Era demasiado.

Me acerqué a la ventana y torcí la varilla, abriendo las persianas e inundando la habitación con luz. La vista desde mi habitación eran copas

de árboles, densas hojas de encinas, y el cielo. La vista desde el salón sería el patio, la piscina y la casa de los Heller. A pocos metros de distancia.

Charles y los tres chicos desaparecieron sin que me diera cuenta, y

Cindy se acercó para quedarse a mi lado mientras yo miraba, sin ver, por la ventana. —Me alegra tanto que estés aquí, Landon —dijo, apoyando la

mano en mi espalda—. Charles y yo nos sentimos orgullosos de lo que has hecho solo para que esto ocurra.

Los Heller eran como una familia para mí. Siempre lo fueron y siempre lo serían. Pero eran sólo eso, como una familia. No eran la mía de verdad.

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13 Traducido por CamShaaw & Jasiel Odair

Corregido por Daniela Agrafojo

Landon —La rana está muerta. No puede hacerte daño.

Melody pestañeó a través de un enorme par de anteojos. —Esa cosa es repugnante. No voy a tocarla. —El delantal de laboratorio de talla única

para todos le llegaba hasta las rodillas y la envolvía por completo. Ella mantuvo los antebrazos hacia arriba, los codos doblados para evitar que

los guantes se cayeran de sus pequeñas manos. Se parecía a una niña jugando a ser enfermera en la sala de operaciones.

No pienses en sus manos.

Elevé una ceja, la que tenía la barra que miraba la semana pasada, cuando Pearl chasqueó los dedos delante de la cara de Melody para llamar

su atención. —¿Le habrías dicho eso a Pearl? —pregunté.

Se encogió de hombros, con los ojos en mi ceja. Su suéter verde

oscuro se veía tan suave como su cabello. El color oscurecía el borde de sus iris y contrastaba fuertemente con los mechones pálidos que caían sobre su hombro. —Sí —dijo ella.

No pienses en sus ojos. Ni en su cabello.

Suspiré. —De acuerdo. Yo diseccionaré. Tú fija y etiqueta.

Sacó su regordete labio inferior en un puchero que debería lucir ridículo en una chica de dieciséis años. Dios. Maldición.

Me sentía agradecido por el pesado delantal de lona que llevaba puesto. Y la gran mesa entre nosotros.

—Bien. Yo diseccionaré y fijaré… ¿y tú etiquetas?

Tomó un bolígrafo y sonrió… dándome un refuerzo positivo por ceder tan fácilmente. —¿Qué es lo primero?

Como una rata de laboratorio, piqué para descubrir dónde escondió la palanca. Empujé una y otra vez para tener esa sonrisa dirigida a mí.

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—Uh… Bueno, vamos a ver… —Revisé la pagina de instrucciones—.

Um. En primer lugar, se supone que debemos determinar el sexo.

Melody atrapó su brillante labio inferior con sus dientes rectos e

impecablemente blancos, y sentí esa mordedura —como si estuviera hecho de una sola terminación nerviosa— concentrada en un lugar. Mi polla se retorció como una bandera atrapada en una repentina ráfaga de viento.

Jesús, ¿Qué tengo? ¿Once?

Maldito Boyce y su estúpida mononucleosis. Maldita Pearl y la suya,

también. Llevaban ausentes una semana. Sin la presencia amortiguadora de Pearl o Boyce para irritar a Melody cada cinco segundos, empezamos a

hablar todos los días como no lo hicimos en más de un año. Desde el condenado proyecto de geografía. Desde que su novio le pagó a Boyce para que me golpeara.

Melody se inclinó sobre la bandeja de disección y se quedó mirando la pobre rana muerta, que parecía haber muerto bailando, con la nariz en

el aire y las manos abiertas. —No veo una cosita. ¿Es una chica?

Me eché a reír. —Las ranas no tienen cositas externas.

Frunció el ceño y se cubrió la nariz con su mano enguantada para bloquear el olor del líquido para embalsamar. —Entonces, ¿cómo diablos se supone que lo sabremos?

Miré la hoja de nuevo. —Aquí dice que el varón tiene la almohadilla del pulgar más amplia.

Con las cabezas juntas, miramos a la rana por un largo rato.

—¡Por favor, él no va a hacerlo con el pulgar! —dijo.

Oh. Dios. Mío. La miré fijamente. Se sonrojó y se rió, y luego los dos nos reíamos y el señor Quinn frunció el ceño en nuestra dirección. Al

parecer, la disección no debía divertida.

—Vamos a saltar esa parte por ahora —dije.

No pienses en tu maldito pulgar tampoco, por el jodido amor de Dios.

Melody escribió diminutas etiquetas y metió los pasadores a través de ellas mientras yo cortaba el tronco rígido de la rana y señalaba los

órganos internos. Nos acostumbramos al formaldehído y ella hizo cada vez menos protestas. Comenzó a pegar los pasadores en las partes que yo

quitaba, pero se negó a recoger el bisturí o las pinzas, a menos que el señor Quinn estuviera haciendo rondas para confirmar que todo el mundo participara.

—Ahh, todo es tan pequeño —dijo con total seriedad. Como si las partes internas de un anfibio de quince centímetros de largo pudieran ser

de otra forma. Miró el diagrama y volvió a la rana—. Ooh, ¿esas son sus nuececitas? —Tomó el alfiler con la etiqueta testículos.

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Me reí entre dientes. —Sí. Esas cosas son sus nueces. Felicidades,

tenemos un chico.

Frunció el ceño. —Así que no tiene una… —Su voz se desvaneció

mientras mi cerebro llenaba el espacio en blanco: polla, pene, erección, falo, bestia. Esa última era designación de Boyce.

—Eh. No. —Atrapado entre el arrepentimiento y el intenso alivio de que Boyce no estuviera aquí, leí la hoja, parafraseando—. El macho fertiliza los huevos por…. —Mierda—. Uh… subiendo encima de la hembra,

envolviendo sus patas delanteras alrededor de ella, y chorreando esperma sobre los huevos, que después pone la hembra.

Nos miramos a través de dos juegos de lentes. Me sorprendió que los míos aún no se hubieran empañado.

—Un poco feo para él, ¿eh? —dijo.

No pienses en poner los brazos alrededor de Melody Dover. Desde atrás.

Jesucristo.

***

Con Boyce enfermo, volví a caminar hacia y desde la escuela. Su reconstruido Trans Am podría haber sido una fea y ruidosa trampa mortal, pero eran ruedas. Me encontraba a cuatro meses y un par de horas de

distancia de mi licencia. El abuelo y yo localizábamos tierras vacías y carreteras mínimamente pavimentadas cada domingo por la tarde o por la

noche para practicar, tomando el transbordador para llegar allí. Él estaba a punto de determinar que yo me hallaba listo para conducir en un camino

real.

Escondí mi rostro para rodar los ojos, y claro que no lo conté que Boyce me dejaba conducir el Trans Am cada vez que tomaba demasiadas

cervezas o demasiadas caladas de una pipa o un cigarrillo de marihuana y yo me encontraba relativamente sobrio. Seguro me habría arrancado mi

permiso en ese momento, y nunca me hubiera puesto solo al volante de ese viejo Ford.

Sólo había una razón por la que quería esa camioneta.

Como si Melody quisiera montar ese pedazo de mierda oxidada en lugar del blanco Jeep de Clark Richards, el que consiguió por su decimo

sexto cumpleaños, hace un año. Lo escuché presumiendo de lo que Melody hizo con él en el asiento trasero de ese Jeep, y sus palabras me hicieron

enfurecerme y ponerme increíblemente duro. Furioso, porque él no debía

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compartir esa mierda con un manojo de idiotas en una fogata en la playa.

Duro, porque quería que ella hiciera esas cosas conmigo.

Por patear el brazo de un cactus cuando entré al patio, se me clavó

una espina afilada en la punta de mis Vans negras. —¡Ay! ¡Mierda!

Fue entonces cuando noté la camioneta del abuelo aparcada junto a la casa. Junto con el SUV de papá.

La puerta principal estaba desbloqueada, aunque podría haber sido que el abuelo lo haya olvidado. Papá y él discutían una y otra vez por la

seguridad y por dejar la casa abierta; el abuelo insistía en que él nunca bloqueó la maldita casa en todos sus malditos años viviendo allí, y papá

reclamaba que ya no era el año 1950.

Cuando algunos forasteros irrumpieron en la cochera de Wynn y robaron un montón de herramientas, el abuelo cedió, malhumorado. Sin

embargo a veces se le olvidaba bloquearla.

—¿Abuelo? —exclamé, cerrando la puerta detrás de mí.

El interior de la casa se hallaba a oscuras, incluso tras la brillante tarde despejada en el exterior, y después de haberme quitado los lentes de

sol. Al principio, no registré que papá se encontraba sentado en el borde del sofá, con las manos entrelazadas entre sus rodillas. Miraba la raída alfombra bajo sus pies.

Casi nunca se encontraba en casa a estas horas de la tarde, y si era así, trabajaba en la mesa, no se sentaba en el sofá. Fruncí el ceño. —

¿Papá?

No movió ni un músculo. No me miró. —Ven y siéntate, Landon.

Mi corazón dio un vuelco, el ritmo intensificándose lentamente como el sonido de un motor al calentarse.

—¿Dónde está el abuelo? —Dejé caer mi mochila en el suelo, pero no

me senté—. ¿Papá?

Entonces, levantó la vista hacia mí. Sus ojos se veían secos, pero

rojos. —Tu abuelo tuvo un ataque al corazón en el barco esta mañana…

—¿Qué? ¿Dónde está, en el hospital? ¿Se encuentra bien?

Papá sacudió la cabeza. —No, hijo. —Su voz era suave y tranquila. Me sentí como si me hubiera golpeado con las palabras inflexibles, agudas e irrevocables—. Fue un ataque fuerte. Partió rápidamente…

—No. —Me aparté de él, tragando gruesas lágrimas—. Maldita sea, NO. —Retirándome a mi habitación, cerré la puerta con fuerza y no salí

hasta que papá se fue a la cama.

Descalzo, me dirigí a la habitación del abuelo, iluminada con la luz

de la luna que entraba por las cortinas entreabiertas. Pasé los dedos por

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los objetos que descansaban sobre su mesa de noche: los anteojos de

lectura plegables sobre una Biblia encuadernada en piel y una copia de Leaves of Grass, un vaso lleno hasta la mitad de agua, un reloj Timex con

el frente rayado. Sobre la cómoda, había una pila de camisas dobladas y una foto descolorida de mi abuela, sosteniendo un bebé… a mi papá. El marco estaba viejo, deteriorado y torcido en una esquina.

En la cocina, tomé un recipiente de macarrones fríos y queso de la nevera y lo comí sin calentarlo.

El funeral fue breve y asistieron pocos: papá, un grupo de veteranos y algunos otros pescadores que el abuelo conocía y que fueron amigos y

vecinos, y yo. Papá llevaba el único traje que conservaba, todavía nítido y perfectamente adaptado, a pesar de que le quedaba un poco más flojo que la última vez que lo usó, en el funeral de mamá. Había perdido peso. Se

volvió más musculoso, pero también delgado. Yo no tenía un traje, y no tuve tiempo de conseguir uno, así que usé una camiseta negra y vaqueros

negros a juego.

Fue enterrado al lado de una mujer que murió treinta años antes

que él. Ramona Delilah Maxfield, amada esposa y madre, decía su lápida. Me preguntaba qué ordenó papá para el tallado en la lápida de mi abuelo,

pero no se lo pregunté.

Al día siguiente, mi padre me dio dos cosas de mi abuelo: un pesado colgante de latón con un símbolo celta que supuestamente representaba el

nombre Maxfield antes del siglo XII, y la llave de la vieja camioneta Ford.

Trasladé el símbolo, ampliado, a un boceto. Le pediría a Arianna que

me lo tatuara en mi costado, al borde de mi caja torácica. Deslicé la llave del Ford en el llavero que contenía la llave de mi casa y una brújula.

Conservé la camioneta que quería, un símbolo de herencia de mil años de edad, una receta secreta para brownies, una navaja de bolsillo y recuerdos de mi abuelo que nunca hubiera tenido sin la pérdida de mi

madre.

No podía darle sentido a estas cosas o su valor para mí, cuando cada

una de ellas se relacionaba con la perdida de algo que no quise perder.

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Lucas Llegué cuando Heller recogía los cuestionarios. Cuando me deslicé

en mi asiento, pidió verme después de clases.

—Sí, señor —respondí, tratando de evitar que mi mirada se deslizara

hacia Jacqueline, quien escuchaba a escondidas sin mucha sutileza, con la cabeza inclinada y la barbilla sobre su hombro. Mi respiración se hizo superficial, sabiendo que él podía decir una sola oración, diablos, una

palabra —Landon—, que le diría quién era yo.

Quería que supiera.

Y a la vez no.

Ella no miró de nuevo en mi dirección hasta el final de la clase,

cuando me moví hacia el frente. Mientras Heller respondía la pregunta de un estudiante, tomé la oportunidad de buscar a Jacqueline en la masa de

estudiantes que salían, pero ella continuaba en su asiento. Mirándome.

Sus ojos se veían oscuros, debido a la distancia entre nosotros y las sombras de las luces del techo. No podía ver el azul perfecto. No podía oler

su dulce aroma. No se reía, ni siquiera sonreía. No era más que una chica bonita.

Pero yo no podía ver a nadie más.

—¿Listo? —preguntó Heller, metiendo las notas de la clase en su

portafolio.

Arranqué mi atención de Jacqueline. —Sí. Claro. Listo.

Arqueó una ceja hacia mí, y lo seguí desde la habitación.

—¿Seguro que no trabajabas demasiado, hijo? Últimamente pareces un poco preocupado.

No sabía ni la mitad.

Este no era mi día.

En primer lugar, Gwen llegó con un mal humor del que jamás fui testigo. Era como una persona completamente diferente. Era como Eve.

Quien también trabajaba en el turno de la tarde.

No tenía ni idea de cuándo o si aparecería Jacqueline, pero yo sabía —como Landon— que los viernes por la tarde era cuando programaba sus

clases de música de secundaria. Podría estar aquí en cualquier momento o no venir. Cuando Heller apareció, pidió un café y se sentó en una esquina,

recé egoístamente para que tirara su bebida y se fuera a casa.

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Sacó el periódico Wall Street Journal y empezó a leer la primera

página.

Ni cinco minutos más tarde, oí el familiar y apenas cortés saludo de

Eve—: ¿Puedo ayudarte? —Levanté la mirada para ver a Jacqueline, mordiéndose el labio, como si reconsiderara su decisión de detenerse.

—Yo me encargo, Eve —dije, dando un paso hacia el mostrador.

Cuando preparé su café y me negué a dejarle que pagara, mis compañeras continuaron frunciéndole el ceño, aunque no podía imaginar

ni un sólo motivo. Eligió una de las mesas en el lado opuesto a Heller y sacó su ordenador portátil.

—¿Qué demonios? —le pregunté a Gwen, entrando en su campo de visión—. ¿Por qué la miras como si trataras de reducirla a cenizas?

Se cruzó de brazos y me miró. —Por favor, dime que no te gusta esa

chica, Lucas.

Lancé una mirada hacia Heller, que no se movió excepto para pasar

la página de su periódico. —¿Qué quieres decir? ¿De dónde sacaste eso?

Presionó sus labios, haciendo una mueca. —Eres más transparente

de lo que piensas. Y también, pensamos que está jugando contigo.

—¿Qué? —Gracias a Dios no había clientes en la caja registradora, y

Jacqueline se hallaba muy lejos como para oír esta conversación alocada.

—Es cierto —susurró Eve, apareciendo junto a Gwen—. Sus amigas vinieron otra vez el otro día, ¿sabes a cuales me refiero? ¿Las chicas de

hermandad? —Sus palabras dijeron chicas de hermandad. Su tono dijo prostitutas infestadas de enfermedades. Buen Dios. Le di cinco segundos

para que llegara a un argumento que pudiera desmentir.

Asentí una vez.

—Bueno, no pude oír todo lo que decían debido a la maldita olla de vapor, pero escuché tu nombre, su nombre, y el hecho de que te está

usando para ser su... —hizo comillas en el aire—… fase de chico malo. Nunca he oído nada tan jodidamente patético.

Levanté las cejas. Fase de chico malo. Claro. —Las dos están locas.

Eve se cruzó de brazos. —Um, no. No lo estamos. Están tramando todo el asunto y ella les sigue la corriente. Se supone que eres como, un

rebote para ayudarla a superar a otro tipo. Así que, por un millón de dólares y la oportunidad de avanzar a la siguiente ronda: ¿Te gusta o sólo

quieres follarla?

Se quedaron allí, hombro a hombro, como locas.

Rebote.

—No es asunto suyo.

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—Claro que sí. —Eve me golpeó el pecho con una uña pintada de

negro—. Eres nuestro amigo, y no vamos a dejar que una zorra engreída juegue contigo.

Mi mandíbula se apretó. —No hablen sobre ella de esa manera.

Se miraron entre sí.

—Mierda —dijo Gwen.

Y Eve dijo—: Bueno, joder.

Después de una hora, Jacqueline y Heller se fueron, con minutos de

diferencia. Antes de salir, él la detuvo en la mesa, diciéndole lo contento que se encontraba de que se estuviera poniendo al día, lo que sólo sabía yo

porque ese era el tema que quiso hablar conmigo esta mañana después de clase.

Luego se acercó al mostrador para hablar conmigo sobre ella —en

tanto nos observaba—, y recordé un viejo dicho que a mi abuelo le gustaba citar: Oh, qué red enmarañada tejemos cuando practicamos para engañar.

Conseguí una muestra de lo que significaba enmarañado.

El resto de la tarde estuvo tan muerta que nuestro director preguntó

si alguien quería irse a casa, y me ofrecí. Eve y Gwen compartieron otra mirada mordaz. Nunca había solicitado irme.

Gwen me siguió hasta la parte de atrás y me detuvo mientras me ponía mi chaqueta. —¿Lucas?

Girándome, suspiré. —¿Sí?

Con los labios fruncidos, puso la mano en mi brazo. —Sé que Eve puede ser un poco dura...

Sonreí. —¿En serio? No me di cuenta.

Sus ojos se arrugaron en las esquinas cuando sonrió, y la Gwen que

conocía reapareció. —Pero los dos nos preocupamos por ti. No queremos verte sufrir.

Me subí la cremallera de la chaqueta hasta la mitad del pecho, un

suave cuero color chocolate oscuro que no habría sido capaz de pagar por mi cuenta. Charles y Cindy me lo dieron por mi cumpleaños en mi primer

año. Entonces, estaba un poco sobredimensionada. Ahora, se ajustaba perfectamente. —Soy grande, Gwen. Puedo cuidarme solo. Lo he hecho

desde hace mucho tiempo.

—Sí, lo sé. Sólo... ten cuidado. Hay cosas que no valen la pena, así puedas sobrevivir o no.

Nunca dijo mucho sobre el padre de su bebé, pero supe que hablaba por experiencia. Apenas podía comparar a Jacqueline Wallace con un tipo

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que poco hombre y muy egoísta como para ser un padre. Pero lo que sabía

de Jacqueline, no me correspondía contar.

—Gracias, Gwen. Tendré cuidado —le dije.

Absoluta mentira.

***

Hice un sándwich cuando llegué a casa, compartiendo rebanadas de

pavo con Francis, mientras recordaba el día en que apareció hace tres años. Apenas llevaba un mes en el apartamento cuando Francis se mudó,

sin haber sido invitado. Incluso con los Heller viviendo al otro lado del patio, tenía una inesperada sensación de aislamiento. Mi padre y yo no hablábamos a menudo cuando vivía con él, pero estaba allí, en la casa. No

era tanto el hablar lo que extrañaba, sino la presencia de otra persona.

—¿Qué opinas? —le pregunté, lanzando una última rebanada de

pavo en su cuenco—. ¿Debo ser su chico malo? Sin duda estoy calificado para el papel. —Cogí mi teléfono y busqué su información de contacto—.

Habla ahora o calla para siempre.

Terminó su pavo y se encaminó al baño.

—Ese es un acuerdo tácito —dije, escribiéndole un mensaje a

Jacqueline para disculparme por no despedirme esta tarde.

Supongo que estabas ocupado con el Dr. Heller, respondió ella.

No tenía ni idea del eufemismo que era eso.

Le dije que quería dibujarla. Mientras esperaba su respuesta, miré la

pantalla. ¿Quieres un chico malo, Jacqueline? Pensé. Vamos, entonces. Ponme a prueba.

Bien, dijo.

Le dije que terminaría en un par de horas y conseguí su número de habitación.

Se lo envió por correo electrónico a Landon —irónicamente, durante la hora que estuvo sentada en Starbucks—, agradeciéndole por insistirle

en hacer la hoja de ejercicios. Estaba noventa y nueve por ciento seguro de que aprobó el examen que Heller dio esta mañana, tenía ganas de enviarle

un correo electrónico, pero no lo hice. Ella no escucharía de Landon esta noche.

Era muy fácil entrar en su edificio. Un sencillo “Oye, hombre, sostén la puerta” a uno de sus compañeros residentes fue todo lo que necesité. Tomé de nuevo la escalera a su piso, todo mi cuerpo ardiendo.

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No había mentido. Quería dibujarla. Posiblemente, eso es todo lo que

haría. Esta noche.

Llamé a la puerta con suavidad, ignorando a los otros estudiantes en

el pasillo. No respondió, y no podía escuchar ningún movimiento dentro de su habitación. Pero cuando volví a llamar, abrió la puerta como si hubiera estado de pie justo al otro lado, debatiendo si debía dejarme entrar o no.

Su suéter era de un azul más claro que sus ojos, acentuándolos aún más. El tejido suave rogaba que lo acariciaran, sumergiéndose en una

cautelosa V en el centro y siguiendo sus curvas sin adherirse a ellas. Me prometí responder a esa súplica.

Entrar a su cuarto —la puerta cerrándose con fuerza detrás de mí—, era como cerrar una puerta en mi conciencia. Sin embargo, eso no impidió que tocara desde el interior de mi cráneo, un recordatorio amortiguado

pero incesante de que esta chica era una estudiante en la clase de Heller. Además, estaba superando una ruptura, que la dejaba vulnerable de un

modo... y a mí de otro.

Peor aún, no tenía ni idea de mi conflicto. Arrojé mi bloc de dibujo

en su cama.

Con las manos en mis bolsillos, fingí fascinación con la decoración de la habitación y sentí su mirada deslizarse sobre mí, desde las botas

gastadas en mis pies a la anodina sudadera con capucha y el anillo en el labio. En parte playero, en parte campesino sureño y por otra parte, una

fachada perfeccionada de no te metas conmigo. No me parecía en nada a su sofisticado ex novio, pero podría haberlo sido, una vez hace mucho tiempo.

En ese entonces no pensaba en lo que usaba, o cuánto costaba. La etiqueta Kennedy Moore y sus hermanos de clase media alta no habrían

impresionado a mis compañeros de secundaria, cuyos padres eran personas influyentes, senadores y presidentes de asociaciones de varios millones de dólares.

Nunca estaría intimidado por un niño que alardeaba del dinero de sus padres; sabía lo rápido que podría desaparecer todo, y más, cuando no

era tuyo. Esta era una verdad que aprendí a la fuerza: si querías algo de la vida, tenías que depender de ti mismo para lograrlo. Y para mantenerlo.

Mientras la mirada de Jacqueline se deslizaba por mi cara, seguí mi inspección de su dormitorio, mientras que en mi cabeza, visualizaba la expresión distraída que a veces usaba durante las conferencias de Heller:

ojos desenfocados e inmóviles, dedos golpeando contra su pierna o su escritorio, arrancando hilos invisibles.

Me sentí atraído por ella durante semanas, pero mantuve mi distancia hasta la noche en que me convertí en su protector. Como el

proverbio chino que dice que si salvas una vida, eres responsable de esa persona para siempre, no me parecía dejarla sola y seguir adelante. No

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cuando no creía por un segundo que tuviera las herramientas para

protegerse. Tal vez no salvé la vida de Jacqueline esa noche, pero sí de algo que habría robado un pedazo de su alma. Me sentía consumido por

cuidarla, y para hacerlo de manera eficaz, tenía que conocerla mejor.

Al menos, esa era la historia que me decía.

Atrapé su mirada con la mía cuando me di vuelta, y dejé que pasara

hasta los altavoces pequeños en su escritorio. Escuchaba una banda que vi el mes pasado. Le pregunté si fue al espectáculo, y, sorprendentemente,

asintió. No la había visto allí, pero entonces, no la conocía para buscarla. Le di una excusa sobre el alcohol y la oscuridad. Si hubiera sabido que ella

se encontraba allí, ninguna cantidad de cerveza u oscuridad me habría impedido buscarla.

Era mejor no revelar eso.

Me quité la gorra y sudadera con capucha, para arrojarlas sobre la cama y traté de componer mi expresión antes de girarme hacia ella.

Seguramente estuvo allí con su novio, de todos modos, mientras yo había ido con Joseph.

—¿Dónde me quieres? —preguntó, y mi mente se blanqueó por un momento y luego se llenó con imágenes que no podía decir. Ella se sonrojó, como si las hubiese escuchado de todos modos, y abrió los labios, incapaz

de hacerse cargo de la pregunta coqueta que obviamente, no pretendía decir como una táctica de seducción.

Me aclaré la garganta y le sugerí la cama, haciendo coincidir su doble sentido con el mío. Empujando mi sudadera y gorra de encima del

edredón mientras se sentaba, les recordé a mis hormonas resucitadas que había un millón de razones por las que Jacqueline Wallace no era para mí, empezando por el hecho de que, básicamente, le mentía acerca de quién

era realmente, y terminando con el conocimiento de que chicas como ella no se enamoraban de chicos como yo.

Pero no tenía que enamorarse, ¿cierto? De mí, el chico de los barrios bajos. Su fase de chico malo. Su rebote. Que Dios me ayude, me

encontraba demasiado dispuesto.

Me miró con sus ojos grandes y aprehensivos, y quise calmarla,

suavizarla con mis manos. En cambio, me encontré diciéndole que no tenía que hacerlo si no quería. Esperé a que liberara esa respiración contenida y me dijera que esto era un error. Una parte de mí esperaba

esas palabras, porque entonces podría dar marcha atrás antes de cometer el error monumental de comprometer mi integridad en demasiadas formas

para contar.

Pero no me iría a menos que me lo pidiera. No mientras mi cabeza

estuviera llena de nada más que el deseo de acercarme a ella.

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—Yo quiero —dijo suavemente, su cuerpo todavía rígido, como uno

de mis modelos de madera, flexible en las articulaciones, pero inflexible de otra manera. Su declaración no correspondía con su postura, pero no

sabía cuál de los dos era válido, su cuerpo o sus palabras.

—¿Qué posición sería la más cómoda para ti? —pregunté, y ella se sonrojó de nuevo, mucho más que hace un momento.

Me mordí el labio y me alejé, poniendo mi culo en el suelo a varios metros de ella, con la espalda contra la única sección en blanco de la

pared de su habitación. Abriendo mi bloc contra mis rodillas, tomé una respiración lenta por mi nariz y me maldije por enviar ese mensaje. A

pesar de que mi petición para dibujarla no era un truco, esta proximidad privada era poco menos que un infierno. En un momento de emoción, me di cuenta de que la quería más de lo que nunca quise a nadie. Este deseo

había estado construyéndose por semanas, y lo pasé por alto, porque ella tenía novio, porque era una estudiante en una clase donde yo era tutor,

porque era imposible, inalcanzable, una fantasía y nada más.

Luego estaba esa noche —una noche que debió aterrorizarla—, pero

que pudo ser mucho peor. Mi mano agarró el lápiz. No me podía dar crédito por salvarla y luego tomarla como premio, no con falsos pretextos, no cuando ella nunca podría ser mía.

Pero entonces, ella también tenía falsos pretextos, ¿verdad? Podía darle lo que quería.

Le dije que se recostara sobre su estómago y me mirara la cara, y obedeció.

—¿Así?

Asentí, y la cabeza me daba vueltas. Maldita sea, ¿qué me hice a mí mismo? Tenía que tocarla.

Inmóvil, vio como tiré la libreta y el lápiz a un lado, poniéndome de rodillas y cerrando la distancia entre nosotros. Cerró los ojos cuando pasé

mis dedos por su pelo, revelando la curva de su mandíbula. Una diminuta y solitaria peca se hizo visible justo debajo de su barbilla, y me obligué a

no pasar un dedo sobre ella. Abrió los ojos, y me pregunté si podía ver la batalla que se libraba dentro de mi cráneo y bajo la superficie de mi piel.

Ambos nos quedamos en silencio mientras la dibujaba. Sabía que

ella me miraba, aunque no podía ver el dibujo. Sentí su mirada, pero no se la devolví. Minutos después, sus ojos se cerraron y se quedó muy quieta.

Terminé el dibujo y no me hallaba seguro de qué hacer. Levantándome otra vez, me acerqué a la cama, me senté sobre los talones y la observé

durante varios minutos. Su respiración era profunda y regular. Puse el papel y el lápiz a un lado y me esforcé para no tocarla.

—¿Quedándote dormida? —susurré al final, y sus ojos se abrieron.

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—No —dijo, aunque sabía que se equivocaba.

No la corregí. Me preguntó si terminé y me oí decirle que quería hacer otro. Cuando estuvo de acuerdo, le pedí que se colocara de espalda.

Ella obedeció. Le dije que la acomodaría, y asintió. Mi corazón volvió la vida como si estuviera despertando de un largo año en coma. Todo era brillante y detallado. Crudo y sensible. La deseaba tanto que dolía.

Al principio, pensé en acomodarla como si hubiera caído del cielo y aterrizado sobre su espalda, un ángel arrastrado a la tierra por su corazón

roto. Pero cuando tomé su muñeca y doblé su brazo por encima de la cabeza, me la imaginé en mi cama. Con el corazón desbocado, moví su

brazo opuesto, primero al estómago, y luego por encima de la cabeza, con el otro. Crucé sus muñecas y la imaginé riendo y retándome a atarla, resplandeciente como un recuerdo. Maldita sea.

Tenía que dejar de tocarla o iba a volverme loco, así que la dibujé como se encontraba, concentrándome en las líneas y ángulos, sombras y

reflejos. Mi pulso se calmó a un ritmo constante. Mi respiración volvió a la normalidad.

Mi mirada se trasladó a su cara. A sus ojos. Que se encontraban muy abiertos, mirándome.

Sus pequeñas manos, todavía obedientemente cruzadas por encima

de la cabeza, se apretaron en puños y luego se relajaron. El pulso en su garganta vibraba. Su pecho subía y bajaba rápidamente. Me hallaba

perdido en el azul infinito de sus ojos. Parecía casi asustada, lo que me enojó, aunque no con ella.

—¿Jacqueline?

—¿Sí?

—La noche que nos conocimos… —No soy él. Yo no soy él—. No soy

como ese tipo.

—Sé e…

Puse un dedo sobre su boca suave y llena, silenciando sus palabras.

—Así que no quiero que te sientas presionada. O Abrumada. —

Incluso en medio de mi duplicidad, quería decir las palabras, necesitaba que confiara en mí. También deseaba besarla más de lo que quería seguir

respirando.

—Pero, sí. Absolutamente quiero besarte, ahora. Mucho.

Me sentía temeroso, porque sabía que diría que no. Le demostraría

que podía ser alguien de confianza. Arrastré un dedo de sus labios a su garganta, bajando al centro de su pecho, y esperé su no.

Pero no lo dijo.

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Su voz fue un poco más que un suspiro. —Está bien.

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14 Traducido por Mire & Janira

Corregido por Mel Markham

Landon La primera vez que conduje, no fue como siempre soñé. Me imaginé

manejando con Boyce una noche de sábado. Recogiendo a alguna chica

desconocida para ver una película o conseguir una hamburguesa. Yendo a la tienda a comprar leche por pedido del abuelo.

En su lugar, manejé hacia el muelle y agarré el transbordador que

funcionaba las veinticuatro horas, como hicimos muchas veces el abuelo y yo, pero nunca fui el que manejó el camión hacia la rampa. Conduje hasta

el cementerio, perdido en llevar las flores y dándome cuenta cuando llegué, que sólo tenía una vaga idea de dónde lo enterraron. Hace setenta y dos

horas. El día fue un borrón. No se sentía real.

Encontré la lápida de mi abuela y el montículo de tierra nueva al lado de ella.

Hace una semana, conducía por un camino de regreso no lejos de aquí, con el abuelo en el asiento del pasajero. Él me decía que aprendió a

conducir a los catorce años, cuando dejó la escuela para trabajar con su padre y hermano mayor. —Estuve malditamente cerca de arruinar los

engranajes de ese viejo Dodge antes de aprender a manejarlo —había dicho, riéndose ante el recuerdo.

Traté de recordar lo último que nos dijimos, pero no pude. Seguro

fue algo relacionado con la cena, tareas, o el clima.

Ahora que me encontraba a los pies de ese montículo de tierra, no

sabía qué hacer. ¿Debía hablar con él? ¿Llorar? No se encontraba allí. No me escucharía. Así que estas cosas parecían más allá de lo inútil, a menos

que yo quisiera oírme hablar, y no era el caso.

El cementerio se encontraba con algunos visitantes solitarios, como yo, y una gran reunión de servicio funerario. Bajo una gran carpa que

albergaba un montón de arreglos florales, gente amontonada, presentando sus respetos mientras se sentaban en las sillas plegables acolchadas. Sea

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quien sea el que haya muerto, tenía dinero. Eché un vistazo a los coches

que bordeaban el camino cerca de la reunión, reconociendo las insignias, Cadillac, Mercedes, Audi, incluso un Jag... y un brillante Jeep blanco de

Clark Richards.

Qué demonios.

Escaneando a los asistentes, lo encontré fácilmente en la primera

fila. Su cabello rubio oscuro estaba peinado hacia atrás y vestía un traje negro, camisa blanca y una corbata rojo oscuro. Melody se sentó a su

izquierda, vestida de negro y apoyándose en él. El brazo de él enganchado alrededor de su hombro, su cara impasible. Incluso a la distancia, la

tristeza y la postura encorvada de ella era evidente. Sus hombros vibraron, y aunque no pude ver su cara o sus lágrimas, sentí su dolor como un puñetazo en el estómago.

Su hermano mayor, Evan, se hallaba a su derecha. Reconocí a su madre, junto a Evan. El hombre junto a la señora Dover probablemente

era su esposo. Se encontraba presente la principal familia, pero todos en la primera fila. Habían perdido a un familiar cercano.

Consideré la tierra a mis pies. Polvo contra polvo. Mi garganta se apretó. —Adiós, abuelo. Gracias por el camión.

***

Esa noche, en la cama, le envié un mensaje Melody: ¿Estás bien? Estuve en el cementerio y te vi.

Respondió: Mi abuela murió el viernes. Su funeral fue hoy. Odio a mi familia. Todo lo que les importa es el dinero.

Eso es una mierda, dije.

Treinta minutos pasaron antes de que respondiera: Estoy en el fuerte. Tenía que salir y mirar las estrellas. Puedes venir si quieres.

Está bien. Apreté enviar y agarré mi sudadera del perchero en la parte posterior de mi puerta.

Papá entrecerró los ojos desde la mesa donde esparció libros de contabilidad y pilas de archivos, notando las botas en mis pies y la

capucha sobre mi cabeza. No dijo nada, pero me di cuenta de la decepción por su mandíbula tensa antes de que diera la vuelta y saliera por la puerta principal. Si él supuso que la muerte de mi abuelo me convertiría en un

ciudadano modelo, no me conocía en absoluto.

No había casi nada de viento, lo cual era raro en marzo. Más cálido

que antes, también. Cuando me metí en el fuerte, me saqué la capucha, subiendo la escalera y quedándome sin aliento al ver a Melody, sentada

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contra una pared; su mitad inferior envuelta en una manta, su mitad

superior en un delgado polo con tiras.

—Hola —le dije.

—Hola. —Su voz era áspera, como una vieja grabación. Había llorado mucho y hace poco.

Me senté a su lado, lo suficientemente cerca como para tocarnos,

pero sin hacerlo. Sabía por experiencia qué no tenía que decir, “lo siento”. No porque hubiera algo malo o falta de sinceridad en la frase, sino porque

no había una buena respuesta para ello.

—¿Cómo era tu abuela? —le pregunté.

Su boca se levantó en las esquinas, a duras penas. Descansó un lado de su cara en las rodillas y me miró. —Era luchadora. Pertinaz. Mis padres odiaban eso. No creían que ella fuera prudente, eso es lo que se

decían. No era delicada, discreta y fácil de callar. Ellos sólo querían que se callara, pero nadie podía ordenarle porque ella administraba el dinero.

Eso no parecía propio de una mujer que instaría a Melody que dejara que un hermano mayor o novio la dirigieran.

—Tenía un montón de nietos, pero yo era su favorita —dijo—. Ella me lo dijo.

Reflejé su ligera sonrisa. —Yo era el único nieto de mi abuelo, así

que supongo que era su favorito por defecto.

—Aunque hubiera tenido una docena de nietos, estoy segura de que

habrías sido su favorito —dijo.

Mi corazón se apretó. —¿Por qué piensas eso?

Nos encontrábamos sentados en la oscuridad, a un pie de distancia. Cada parte de mí quería estar físicamente más cerca de ella, y ahora atraía mi corazón. —Bueno... eres inteligente, determinado y te preocupas por la

gente.

Mis labios se abrieron. —¿Crees que soy inteligente?

Asintió, con el rostro todavía presionado contra su rodilla. —Sé que lo eres. Sin embargo, lo escondes. ¿A causa de gente como Boyce?

Levanté un hombro, una rodilla arriba y la otra pierna tendida. La parte inferior de mi bota se encontraba a medio camino de la pared de enfrente. Este fuerte se hizo para alguien de seis años. —No. Boyce no me

molesta con cosas como esa. —Sólo me molesta por querer a una chica que no puedo tener—. No le veo el sentido a la escuela, calificaciones, todo eso.

Mi abuelo dejó la escuela cuando era dos años más joven que yo, y mi papá tiene un doctorado en economía, pero ¿qué diferencia hubo? Ambos

terminaron trabajando en un barco.

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Parpadeó. —¿Tu papá tiene un doctorado? Entonces por qué está,

quiero decir, por qué no hace algo más...

Apreté los labios y volteé la cabeza para ver su desliz con respecto a

este conocimiento, algo que no compartí con nadie más, ni siquiera con Boyce. —¿Más prestigioso? ¿O algo que hace más dinero?

Se encogió de hombros, avergonzada por la pregunta de mala

educación, pero aun así, curiosa.

—Lo hizo. Luego mi madre... murió. —Me quedé mirando el cielo—.

Y nos mudamos aquí. Y lo que aprendió o hizo antes sólo fue una gran jodida pérdida de tiempo.

—Entonces, ¿no quieres ir a la universidad?

—No lo sé. Quiero decir, no sabría cómo pagarla si lo hiciera.

Sentí el ardor en mi cara y me alegré por la oscuridad. Esta era

Melody Dover, por el amor de Dios, y la falta de dinero era una debilidad para las personas como ella. Débil era lo último que quería parecer ante

Melody.

—Tal vez podrías conseguir una beca.

No quería decirle que ya estropeé eso. Mi promedio de notas no inspiraría admiración en las instituciones de enseñanza superior. Seguro no sería admitido, lo que me dejaba sólo con un oportunismo.

Metí la mano en mi pelo para apartarlo de mi cara, y ella extendió la mano para trazar el tatuaje en el dorso de mi muñeca con un dedo. Bajé

mi mano, lentamente, y la puse entre nosotros. —Me gusta esto —dijo, pasando una mano sobre mis tríceps, siguiendo a lo largo del corte de mis

bíceps y bajo la manga de mi camiseta—. Y esto.

—Gracias. —Mis cuerdas vocales me fallaron, y la palabra fue un susurro. Nuestros ojos se encontraron, iluminados sólo por las estrellas y

la luna.

Regresó su mano a su regazo. —Gracias por los mensajes de texto de

esta noche, Landon. Y por venir. No quería estar sola después de este día lleno de mierda. Pearl tiene su toque de queda a las diez, y supongo que

Clark está dormido, ya que nunca me respondió.

Sabía a ciencia cierta que Clark Richards cerraba un acuerdo con Thompson esta noche y, actualmente, se drogaba en el otro lado de la

ciudad. —No hay problema.

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Lucas Ella estaba de acuerdo.

Dejé caer la almohadilla hacia el piso de Jacqueline y la presioné contra el colchón, con cuidado, pero sin vacilar, tracé las pálidas venas en

sus muñecas con las puntas de mis dedos. Su pulso vibraba bajo las yemas de mis dedos, marcando casi el doble de segundos en un minuto. Mis dedos siguieron aquellos senderos azules hasta que se desvanecieron

en la curva de sus codos, su piel demasiado frágil y suave para ser real.

—Eres tan hermosa. —Pude haber dicho las palabras en voz alta o

dentro de mi cabeza. No estaba seguro.

Mis labios se cerraron sobre los de ella, con más cuidado de lo que

nunca besé a nadie. Me aterrorizaba asustarla. Con miedo de que se retire y nunca confíe en mí de nuevo. Con miedo de que me compare con ese imbécil que le hizo daño, que la habría lastimado mucho más.

Lo aparté de mi mente como si lo hubiese empujado desde un acantilado. Él no era parte de esto. No lo dejaría entrar.

Rocé mi lengua a lo largo de la unión de sus labios —una indagación tranquila y una promesa de retirarme, si era necesario. Pero cuando abrió

la boca, mi sangre se encendió, rodando por debajo de mis tatuajes como pequeños listones de fuego. Su lengua tocó la mía… una conexión que imaginé que no sería permitida, una que incitó más dolor. Deslicé mi

lengua por la suya, y suspiró y tembló debajo de mí.

Puse una mano sobre sus muñecas y la otra en su cintura, como si

pudiera estudiarla en este momento. Explorarla era de repente todo lo que debía hacer en esta vida. Cuando succioné su regordete labio inferior, tan

insoportablemente dulce, contuvo el aliento. Mi lengua se impulsó dentro de su boca, más fuerte, buscando más de ella, sus manos se convirtieron en puños debajo de la mía. La solté de inmediato, por temor a asustarla

con la intensidad de lo que sentía, y rezaba que no lo hubiera hecho, pero sus ojos se abrieron y no leí nada más que asombro.

Puse sus manos alrededor de mi cuello y me senté, llevándola sobre mi regazo mientras sus manos se enrollaban en mi cabello y Dios, ella

podría haberme pedido cualquier cosa en ese momento y se lo concedería.

Su cabeza encajó en mi mano mientras incliné su espalda, ladeando

su barbilla para besar esa peca que noté mientras dibujaba. Mis labios se movieron más abajo, lentamente, y todo mi cuerpo se encontraba en alerta ante cualquier señal de que fuera demasiado para ella. Su pecho subía y

bajaba, el suave jadeo de cada respiración resonaba en la habitación, mezclándose con la mía por encima de la música de su portátil que se

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desvaneció en el fondo. Conocía las canciones, pero no podía decirlas ni

interesarme por cuáles eran, mientras mi mano libre vagaba por debajo de su suéter.

Levantando su suéter, rocé sus costillas con mis codiciosos dedos hasta la sedosa tela de su sujetador. Su respiración se aceleró, aventando mi cabello mientras yo pasaba la lengua por la curva de su piel desnuda,

justo por encima de la copa.

El diminuto broche se encontraba en la parte delantera. Una presión

entre el pulgar y el dedo índice, seguido de un desliz de medio centímetro podría abrirlo, pero mi cerebro prevaleció. Sería demasiado. Mi conciencia

susurró desde el otro lado de la puerta que me engañaba a mí mismo con esta pretensión mental de galantería. Toda esta noche fue demasiado lejos,

y lo sabía condenadamente bien.

Debería irme, pensé.

Y entonces ella se rió. No era una risa, sino una risita ahogada,

resonando en la habitación en el momento más extraño posible.

—¿Cosquillas? —le pregunté, porque no podía imaginar otra razón

para que se ría en tal momento. Se mordió el labio, muy fuerte. Quería objetar que se lastimaba una parte de sí misma que yo me preparaba para

adorar durante la próxima hora. Había soñado con sus labios, su boca, su lengua, y no quería que pusiera a ninguno fuera de juego. Negó con la cabeza, y miré fijamente su exuberante boca y pregunté—: ¿Estás segura?

Porque es eso... o encuentras mis técnicas de seducción... chistosas.

Se rió otra vez, cubriéndose tardíamente la boca.

No iba a dejar que se salga con la suya ocultándome esos labios. En voz alta, reflexioné sobre la idea de hacerle cosquillas, sólo para disipar su

histeria, y sus ojos se abrieron.

—Por favor, no —suplicó, como si fuera a hacerlo. Con cualquier

dedo que acariciara su cuerpo, sería una forma completamente diferente de caricias, y estaría condenado si se reía de nuevo, tan adorable y extraño como fuera.

Alejando la mano de sus labios, la puse sobre mi corazón y capturé su boca con la mía… sin darle tiempo para sentir ansiedad, sin darme

ningún tiempo para deliberar. Gimió suavemente, volviéndome loco.

Bajé su suéter, pero no necesitaba verla para sentirla, y mi

imaginación llenó cada vacío visual. Acaricié la suave piel de su abdomen, avanzando hacia el norte, con pereza —cinco centímetros hacia arriba y dos hacia atrás, mi mano, por fin tomó un pecho, lleno y perfecto. Jadeó

cuando mi pulgar rozó su pezón y sentí que se endurecía al instante a través de la fina tela del sujetador. Lo pellizqué suavemente, deleitándome

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con su capacidad de respuesta, antes de prestar la misma atención a su

otro pecho.

Podría dibujarla sólo gracias al tacto, sin ver su cuerpo desnudo.

Tendría aréolas del tamaño de monedas de veinticinco centavos, suponía —pezones color rosa tirando hacia mi boca si la arqueaba más sobre mi brazo y lamía cada uno de ellos, a la vez que soplaba suavemente la

superficie de su piel.

Dios. Maldita sea.

Como si leyera mi mente, gimió de nuevo, abriendo más la boca y mi lengua entró profundamente, explorando cada centímetro de su caliente

boquita, acariciando su lengua rítmicamente. Gruñendo de placer cuando succionó la mía, apreté mi brazo a su alrededor, ejerciendo hasta el último gramo de fuerza de voluntad para evitar tirarla a horcajadas sobre mi

regazo, quitarle el suéter, sacarle su sostén y succionarla en mi boca mientras moldeaba su caliente núcleo sobre mi muy dura y demasiado

deseosa erección. Sería una exquisita tortura.

Ella ronroneó en mis brazos, entregándose al besarme, sin pensar,

estoy seguro, que yo imaginaba mucho más que estos calientes e intensos besos. Acaricié su cuello con mis dedos, como poniendo mi mano en una vía y sintiendo el estruendo de un tren que no podía ver pero se acercaba

rápidamente. Abandoné sus labios momentáneamente y succioné suaves besitos a lo largo de la parte frontal de su cuello, no lo bastante fuertes

como para dejar marcas, pero sí para dejarla aturdida. Lo suficiente como para darle una muestra de lo que podría hacerle sentir.

Deslizando mi mano alrededor de la base de su columna vertebral y acercándola más, me burlé con mis dedos en la parte de atrás de sus pantalones mientras regresé mi boca a la suya, besándola de lento y suave

a lento y profundo, de lento y profundo a rápido y tierno, de rápido y tierno a duro y profundo… enloqueciéndola poco a poco.

Su mano masajeó y presionó. Mi piel ardió y mis músculos saltaron bajo su palma como si se prepararan para cumplir sus órdenes, fueran

cuales fueran. Sólo estaba a cargo porque me lo permitió. Mi mando fue una ilusión. Si ella decía que me detuviese, lo haría. Si se inclinara a mi oído y dijese “Tómame, ahora”, lo haría, sabiendo que era muy pronto y

sería un error. Haría lo que pidiera, como sea que lo pidiera. Sería su chico malo, si es eso lo que quería ella. Si eso es lo que necesitaba.

Quería hacerlo especial para ella. Muy especial. Pero esta vez no. Todavía no. Acostados en su estrecho colchón, sin quitar una sola de sus

ropas, nos conduje tan al borde de la locura. Un toque e iríamos al límite. Su postura lánguida y parpados pesados me dijeron que se encontraba dócil y borracha de besos. Ella seguiría mi guía.

—Debería irme —susurré.

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Su frente se arrugó. —¿Quieres irte?

No, bonita. Quiero pegarte a este colchón y complacerte en todos los sentidos malditamente posibles durante el resto de la noche.

—Dije que debería irme. —Presioné un beso en la comisura de su boca. Sus labios estaban hinchados y húmedos, y si no dejaba de mirarlos, no iba a poder salir de aquí. Moviéndome a su otra oreja, dije—: Deber no

es lo mismo que querer.

Suspiró en respuesta. —Entonces, ¿puedo ver los dibujos?

—Mmm, seguro. —Mi cuerpo protestó por la separación cuando me levanté para incorporarme, tomando su mano y jalándola también. Si

hubiera permanecido tendida allí, con su cabello alrededor de su rostro, su ropa ladeada, mi poco autocontrol se iría por la ventana. Con fuerza.

Cogí el cuaderno de dibujo y me senté a su lado en el borde de la cama.

Le mostré los dos bocetos, sin perfeccionar y necesitados de ajustes.

A pesar de eso, ella parecía impresionada. Le dije que seguramente los reharía en carboncillo y los colgaría en la pared de mi dormitorio. Su

respuesta fue de asombro cómico, especialmente cuando añadí—: ¿Quién no querría despertar con esto? —Me mordí el interior de mi mejilla para

mantener mi expresión en blanco.

Me di cuenta demasiado tarde que no lavé mis manos después de dibujarla y antes de tocarla. Ya que le quité el suéter, ella estaría cubierta

con manchas grises, como si la hubiese marcado como mía. Mi cuerpo se tensó en respuesta a ese pensamiento. Me apoyé en la puerta, la ayudé a

ponerse de pie y la acerqué a mí, para besarla por última vez. Cuando se puso de puntillas y se presionó contra mí, sabía que tenía cinco segundos

antes de ponerla de espaldas en medio de la cama.

—Me tengo que ir ahora, o no me voy a ir —gemí.

No dijo nada; no un “sí, vete” pero tampoco objetó mi partida.

Descarté lo que vi en sus ojos, un momento de vacilación que me dijo que podía ser más que el rebote que sus amigas querían que fuera. Lo imaginé,

sin duda. Le besé la frente y la punta de su nariz, pero no su tentadora, exquisita boca, y murmuré—: Hasta luego.

Me fui de su habitación, con los pensamientos desordenados y mi cuerpo al borde desenfreno.

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15 Traducido por Niki & Bells767

Corregido por Esperanza

Landon Al haber crecido en una pequeña escuela privada, sabía algo de las

ciudades pequeñas. La forma en que nada permanece en secreto. En que éstos se extendían como un reguero de pólvora. Y que el fuego no se

extingue hasta que uno más grande lo consume.

Durante las vacaciones de primavera, cuatro chicas de la

universidad alquilaron una casa en la playa, una propiedad Richards. El padre de Clark le envió a entregar las llaves a su llegada. Lo que se decía era que fue con un par de sus amigos del equipo de béisbol universitario, y

que no se habían ido por una hora. Podría no ser importante, pero luego regresaron esa noche con otro tipo. Y nadie se fue hasta la mañana

siguiente.

Por lo menos, uno de esos tipos no pudo resistirse a jactarse de la

supuesta orgía, no es que nadie pudiera culparlo por hablar. ¿Jugar Strip Poker con chupitos de tequila y universitarias, dos chicos y dos chicas acomodados en cada dormitorio y múltiples cambios de pareja? La mayoría

de los chicos van a hablar. Y hablar. Y hablar.

Algunos no se contentan con parar allí. Quieren tomar fotos y vídeos

como prueba y enviarlos a sus amigos, por lo general cuando están muy borrachos o drogados como para darse cuenta de que un compañero con

una novia duradera se encontraba en uno de esos videos. En el que una chica casi desnuda está sentada a horcajadas a ambos lados en una silla, moviéndose y gimiendo de tal manera que no se requiere imaginación para

saber lo que está pasando.

Al día siguiente, Boyce y yo vimos el video temprano.

Melody ya lo había visto para el momento en que Clark fue a su casa la noche siguiente. Hubo una gran pelea, y su madre amenazó con llamar

a su papá si él no se calmaba y se iba. Casi volcó su Jeep al final de su entrada, descascarando una gran capa de pintura y dejando un conjunto paralelo de rayas de caucho.

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Quería golpearlo cuando apareció en una de las fogatas, abriéndose

paso en la arena tres horas más tarde, actuando como si perder a Melody fuera poco más que una molestia menor. Boyce me dijo que antes, Clark

folló a vacacionistas sin ser atrapado. —Algunos hombres piensan que no cuenta si es con una chica a corto plazo. Es una follada pasajera. —Como para ilustrar esa afirmación, Clark se emparejó con una chica desconocida

cinco minutos después. Ésta parecía de trece años y con los ojos abiertos como un venado bebé.

—Vaya, amigo. Mira —dijo Boyce, haciendo un gesto con su cigarrillo.

Melody se acercaba, flanqueada por Pearl, que llevaba una caja de cartón. Marchando hacia la lumbre vacilante, Melody metió las manos en la caja que llevaba su amiga y llovieron pedazos de fotos y lo que parecía

ser piezas de oso de peluche sobre la cabeza de Clark.

—¿Qué mierda, Melody? —dijo Clark, poniéndose de pie y dejando

caer en la arena a la sorprendida chica sobre su regazo. Se arrastró lejos como un cangrejo.

—¡Bastardo infiel! —Sacó un brazalete de oro de la caja y lo arrojó a sus pies. Lo golpeó en el tobillo y se tambaleó hacia el agua, rodando.

—¡Esos son diamantes, zorra psicópata! —gritó él, saltando para

agarrarlo.

—¡No puedes comprarme! —dijo en respuesta.

—¿Quién querría? —gruñó, y ella se echó a llorar, alejándose a los tropiezos. Pearl le tiró la caja vacía en la cabeza; se agachó y pasó por

encima de su hombro, y siguió a su amiga.

Tiré de la cuerda a la puerta del fuerte, escuchando atentamente. Me

pareció oír un sollozo apenas audible, pero podría haber sido una brisa. —¿Melody? —susurré.

Su rostro apareció desde arriba, con el cabello iluminado por la luz

de la luna, como un halo alrededor de toda su cabeza. Entrecerró los ojos y dijo—: Oh… Landon. ¿Qué haces aquí? —hipó. Pasaron más de dos horas

desde la escena en la playa, pero seguía llorando.

—Sólo vine a ver cómo estás. ¿Puedo subir?

Asintió. —Claro.

Nos sentamos en silencio hasta que ella se acercó más y apoyó la cabeza en mi hombro. —La mitad de mis amigos dicen que exageré y la

otra, quiere ayudarme a ocultar su cuerpo. No sé qué creer.

Sacudí la cabeza. —¿Reaccionaste de forma exagerada? ¿Porque él te

engañó?

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Llevó sus rodillas al pecho, curvándose en mí, y puse mi brazo a su

alrededor. —Se acercó y se disculpó —dijo—. Él dijo que sólo fue allí por sus amigos y los otros chicos no están en una relación. Dijo que las chicas

como yo nunca debemos saber de ese tipo de cosas. Que estaba borracho y fue un error.

—¿Y le creíste?

—Obviamente no, o no hubiera desgarrado el relleno de Beauregard.

Solté un bufido. —¿Beauregard?

Se rió, e hipó de nuevo cuando los dos nos empezamos a reír. En algún momento, sin embargo, sus risas se convirtieron en sollozos, y se

derrumbó en mi pecho. —¿Por qué tendría sexo con una zorra cuando me tiene a mí? ¿Por qué?

Pensé que no quería que intentara responderle. También sospeché

que nada ni nadie sería suficiente para un tipo como Clark Richards. Como su padre, él nunca iba a estar contento con lo que tenía. Sólo veía lo

que le faltaba. Y se sentía con derecho a ello.

Ella se tranquilizó después de unos minutos, inhalando un par de

respiraciones profundas y estremecedoras. —¿Cómo supiste que estaría aquí?

—Cuando te envié un mensaje y no me respondiste, lo supuse.

Inclinó la cabeza hacia atrás y me miró. —Eres un buen tipo, Landon.

No lo soy, vino el pensamiento automático.

Se acercó más, con los ojos abiertos, y presionó sus labios con los

míos. Sólo un roce, tentando y probando. Se apartó unos centímetros, y nuestra respiración se mezclaba. Me incliné hacia delante, un centímetro a

la vez, y no retrocedió. La besé como ella me besó, con cautela, despacio, solamente labios, y ninguno de nosotros cerró los ojos.

—¿Melody? —Nos apartamos rápidamente; la voz de su madre se oía

cerca, justo fuera de los muros del fuerte.

Me acosté sobre mi espalda mientras ella se puso de rodillas, con la

mano presionada en el medio de mi pecho y sintiendo los latidos de mi corazón. —¿Sí, mamá?

Su madre suspiró, exasperada. —Ven adentro. No puedes estar aquí sola. No es seguro. —Melody bajó la mirada hacia mí cuando su madre continuó—: Además, Clark está preguntando por ti, en el teléfono fijo, ya

que no respondes a tu celular.

Levantó la barbilla. —¿Le dijiste que se comiera su mierda?

—Melody Ann Do…

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—¿Sabes lo que hizo, mamá? ¿Cuán humillada me siento?

Otro suspiro. —Ven adentro, Melody.

—Sí, señora. —Se volvió para bajar por las escaleras y susurró—:

Espera cinco minutos antes de irte. Y gracias.

***

Iba a trabajar con papá al día siguiente. Le reservó a una familia de

cuatro personas una excursión de pesca y turismo todo el día. Estaban de pie en la boca del muelle cuando llegamos papá y yo. Una chica, de mi

edad, tenía el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho. Otra, de la edad de Carlie, rebotaba de un pie a otro, sonrojada de la emoción.

—Mierda —dije en voz baja, sintiéndome ya de mal humor.

—Guárdate tu mal humor —dijo papá, dándoles una mirada cortés a los cuatro. Él no era extrovertido, así que eso no fue una transformación

de la noche a la mañana, pero en las excursiones de pesca se comportaba de forma educada y paciente, incluso a la hora de explicar y demostrar las

mismas cosas un millón de veces.

No supe nada de Melody, pero eso no fue una sorpresa. Sólo pasaron ocho horas desde que salté de la plataforma de su fuerte y me dirigí a

casa, tan embobado por el beso que casi no pude dormir.

Pero no tendría servicio móvil hasta que regresáramos al muelle esta

noche, además de tener que lidiar con una adolescente perra y otra más joven hiperactiva. Predije un día largo y miserable.

Tuve razón, pero no necesariamente por las razones que asumí. La chica escuchó mis instrucciones e hizo la mayor captura que habíamos tenido durante todo el año, aunque atrapar un pez grande se trata más

que nada de la suerte y posicionamiento del barco, no de la habilidad del individuo con la caña de pescar. Nadie mencionó esa mierda. El lema de

papá era: “Nuestro trabajo es asegurarnos de que el cliente piense que todo es obra suya”. Él le ayudó con el carrete mientras sus padres

vitoreaban.

La chica mayor salió del coche de sus padres cuando salí de la camioneta, tirando de sus pendientes, jugueteando con las cuerdas de sus

pantalones cortos y con su cabello, levantándolo y luego dejándolo caer. Esa mierda continuó durante todo el día. Se pegó a mí, también, haciendo

preguntas estúpidas sobre mis tatuajes —lo que no acostumbro a explicarle a nadie, y menos a los extraños al azar— y usando esas

consultas como una excusa para tocarme. Me preguntó que hacían para divertirse los chicos que vivían aquí, mirándome como si esperara que la

invitara a hacer eso y era en serio. Lo más incómodo de todo: me tomó

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fotos con su teléfono. Sospeché que las enviaba o publicaba y me sentí

extrañamente violado.

Ese barco se sentía más limitado que nunca, y pensé en la gente de

los botes salvavidas de emergencia, estancados en el mar durante días. Abandonaría el barco después de contemplar, seriamente, empujarla por la borda.

Tan pronto como atracamos en el muelle y mis pies tocaron tierra, encendí mi teléfono. Tenía un mensaje de Melody, preguntando si estaría

ocupado. Lo envió hace horas. Chocando mi puño con la niña e ignorando a la acosadora sexual, le exclamé a los padres—: ¡Gran pesca, chicos! —

Luego me metí en el asiento delantero de la camioneta.

Yo: Oye. Estuve en el barco durante todo el día. Trabajando. Sin servicio hasta ahora. Acabo de llegar.

Melody: Tenía miedo de que estuvieras molesto por lo que hice.

Yo: ¿Qué?

Melody: El beso.

Yo: Estoy lo contrario a molesto, sea lo que sea. ¿Esta noche en

el fuerte?

Melody: No puedo. Me quedaré a dormir con Pearl. ¿Mañana trabajas?

Yo: No. Papá se irá todo el día. Ven aquí.

Melody: Bien.

***

Tan pronto como papá se marchó a la mañana siguiente, limpié el baño, la cocina y enderecé y guardé montones de ropa que por lo general

estaba empujada a un lado de mi cama o dobladas al azar en los estantes. Hice mi cama.

El golpe de Melody fue seguro. Tranquilo. Nervioso, me froté las palmas por mis pantalones cortos descoloridos y respiré antes de abrir la

puerta.

—Hola —le dije, haciéndole pasar y bloqueando la puerta detrás de ella.

—Hola —dijo, metiendo un largo mechón de cabello detrás de su oreja.

Me siguió hasta la cocina, donde bebimos refrescos y preparamos sándwiches que mordisqueamos pero no comimos. Apenas nos hablamos.

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Se aclaró la garganta. —Una vez me dijiste que me dibujarías.

¿Quieres hacer eso?

Asentí. —Claro. —Pusimos los platos en el fregadero, abrí la puerta

de la despensa y encendí la lámpara de techo—. ¿Adónde quieres…?

—Ahí está bien —dijo—. Si te parece bien.

Esperé que ella no esperara una respuesta, porque cada jodida cosa

de este día me parecía bien.

Se quitó las sandalias y se subió a la cama. Cogí mi libreta y lápices

y ella se recostó en sus codos. —Entonces, ¿me vas a ubicar, o tengo que hacer una pose, así, o qué?

De ninguna manera podía tocarla y luego dibujar. —Ponte cómoda. Me llevará un rato. No quieres quedarte en una posición incómoda. —Como la de ahora, en las que sus tetas perfectas luchaban contra su

camiseta ajustada, creando espacios entre los botones y levantando el dobladillo para mostrar una porción de piel curtida por encima de sus

pantalones cortos.

Se dio la vuelta para arreglar las almohadas en la cabecera de la

cama mientras yo sentaba contra la pared. Yacía de lado, medio sentada, medio recostada en el montón de almohadas, con el cabello cayendo en ondas a lo largo de la superficie como una cascada de oro. Tirando de una

pierna en un ángulo, enderezó la otra hasta que nuestros dedos se tocaron. Esperé hasta que se quedara quieta. Con los ojos en los míos, se

desabrochó los dos primeros botones de la camisa, mostrando su sujetador de encaje blanco debajo.

—¿Esto está bien? —preguntó con voz trémula y suave.

Mis manos temblaron. Mierda. Tomé una bocanada de aire, y luego otra, recuperando algo de auto-control. —Perfecto —dije, y ella sonrió.

Ninguno habló. No había sonidos aparte de un carraspeo ocasional y el rasguño de mi lápiz. Sus pies acariciaron los míos cuando se movió, y

los presioné por instinto. Al final, miré el boceto y luego se lo pasé.

—Oh, Dios mío. —Miró del bloc a mí y luego de vuelta a él—. Sabía

que eras bueno… pero esto… es asombroso. —Se examinó a sí misma, estirando las piernas y evaluando las diferencias—. Sin embargo no me veo así en la vida real. Esto es hermoso.

Tomé el bloc de su mano y lo puse en la repisa más baja, justo sobre nuestras cabezas. —Créeme. Te ves mejor. —Me moví cerca de ella.

Sin encontrar mis ojos, trazó mis tatuajes, su toque no se parecía en nada al innecesario de la chica de ayer, quien parecía creer que tocarme

era parte del trato por el cual pagó su padre.

—¿Quieres besarme de nuevo? —preguntó. Seguía sin mirarme.

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Me incliné sobre ella, poniendo una mano justo bajo su blusa en su

cintura desnuda y esperé a que elevara sus ojos a los míos. Repitiendo el beso cuidadoso y experimental que compartimos hace dos días,

mantuvimos los ojos abiertos, el toque de nuestros labios aparentemente poco entusiasta. Luego su mano se retorció en mi camiseta y me jaló hacia abajo. Mi rodilla se deslizó entre sus piernas y no pude esconder la gran

longitud presionada en su muslo. Cerró los ojos y abrió la boca, y no perdí tiempo sopesando las variables porque era imposible pensar. Metí mi

lengua dentro de su boca, cerré los ojos y mis manos vagaron por todo lo que podía alcanzar.

Solté los últimos tres botones de su blusa y nos reacomodamos, intentando mantener nuestras bocas fusionadas mientras se la sacaba. Mi camisa se unió a su blusa a los pies de la cama. Cuando se estiró para

desabrochar su sujetador, la miré, consumiéndola con ansias. Me estiré para bajar las correas por sus brazos, y ella se estremeció mientras mis

pulgares trazaban sus curvas. Sus extremidades de bailarina, ágiles y atléticas, contrastaban con la flexible abundancia de sus pechos. Tirando

el sujetador al final de la cama, me acosté y la puse sobre mí, lo suficientemente alto como para lamer sus pezones mientras ahuecaba su trasero para mantenerla cerca. Con los brazos rectos, se sujetó sobre mí.

Cuando sus gemidos se convirtieron en llantos aturdidos, succioné un pezón dentro de mi boca y gritó y se sacudió contra mí. Rodando hasta

que mi cadera golpeó la pared, la arrastré debajo de mí en el angosto colchón, empujando un muslo entre sus piernas y presionando. Ella me

agarró los brazos y me besó salvajemente.

Luego deslizó la mano dentro de mis pantalones cortos, y me levanté lo necesario para darle acceso, perdido en el suave y cálido agarre de su

palma y dedos. Apoyándome en un codo, la atraje conmigo y puse mi mano bajo el frente de sus pantaloncitos. —Jesucristo, Melody —jadeé,

deslizando mis dedos dentro de ella tan fácilmente. Se vino segundos después, estremeciéndose contra mí, y la seguí.

Volviendo a la realidad, sacamos lentamente las manos del interior de la ropa del otro. Tomé mi camiseta y la usé para limpiar su mano y luego la mía. Quería lamer los dedos que metí dentro de ella, quería

conocer como sabía, pero en ese momento me sentía extrañamente tímido. Nos envolví en mi edredón, la atraje cerca y nos quedamos mirándonos el

uno al otro hasta que nos quedamos dormidos.

Cuando desperté se había ido. Se llevó el dibujo con ella.

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Lucas No le mandé un correo a Jacqueline hasta la tarde del sábado,

cuatro oraciones cortas, instructivas, no de coqueteo. Ella respondió del mismo modo, pero referidas a mi fin de semana. No pude evitar contarle

que fue buen, especialmente el viernes.

¿Cómo estuvo el tuyo? Pregunté.

Tres palabras sobresalían de su respuesta corta. Bien, solitario y productivo.

Todos necesitamos nuestros momentos de soledad, pero esta chica

nunca debería estar sola.

Saqué una hoja de papel y mis lápices de carbón, elegí la pose de

reclinada totalmente sobre su espalda, con los brazos bajo su cabeza. Mientras rehacía sus esbeltas extremidades, cada línea sobre el papel

evocaba los besos y caricias que dejaron a mi cuerpo ansiando más de ella. Hice las sombras bajo sus pechos con mi dedo, recordando su suave piel y la forma en que me permitió tocarla. A pesar de mi necesidad de mantener

un muro entre nosotros, se derrumbaba más rápido de lo que podía reconstruirlo.

En mi habitación, clavé el dibujo a la pared, sobre mi almohada.

***

El miércoles, para el final de economía, mi deseo de contarle a

Jacqueline la verdad sobre quién era se enfrentaba con mi deseo de continuar el juego que empezamos, en el cual yo era el mercenario sexual

que la ayudaba a volver a disfrutar. Parecía el escenario ideal; yo lograba estar con la primera chica que llamaba mi atención en años y ella llegaba a

abrir sus alas, olvidándose de su prepotente ex y reclamando la posesión de su propio cuerpo.

Silencié la voz en mi cabeza que me decía que nada de eso era suficiente.

Jacqueline también parecía estar teniendo dudas, no le mandó un

correo a Landon ni me mandó un mensaje en toda la semana. No vino al Starbucks y sólo me miró en clases un par de veces. El viernes, su ex se

acercó a ella al final de la clase. Él le sonrió, con una mano en su bolsillo, confiado en su encanto.

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No pude ver la cara de ella mientras hablaban, aunque su postura

parecía tensa. Quería sacar esa sonrisa petulante de la cara de él, así que dejé la sala antes de que hiciera o dijera algo estúpido.

***

El viernes en la tarde recibí un correo de Ralph Watts, el asistente principal de la policía del campus. Watts era responsable por el patrocinio

de las lecciones de defensa personal que ofrecía el departamento cada semestre. El pasado otoño, después de ver el folleto en nuestro tablón de

anuncios y preguntarle al respecto, me envió al programa de entrenamiento y certificación. Ya he sido voluntario para ayudar dos veces, consintiendo el ser golpeado y pateado por estudiantes femeninas y del

personal que sacrifican tres sábados por la mañana para aprender auto-defensa básica.

Lucas:

Se suponía que el Sargento Netterson asistiría a la próxima clase de

auto-defensa, pero se rompió la clavícula anoche en una escalada. Sé que es poco tiempo de aviso, pero si puedes ir, te necesito, empezando mañana en la mañana. Más otras dos sesiones después de las vacaciones de acción de

gracias, si puedes hacerlas. Si sólo puedes ir mañana, igual sería una ayuda enorme. Házmelo saber lo antes posible.

Gracias,

R. Watts.

Por una vez, no tenía el turno de diez a tres en Starbucks. Le escribí a Watts diciéndoles que sí podía, para los tres sábados.

También tenía un correo de Jacqueline. Nada de coqueteo, sólo su

informe de investigación para Heller, el cual prometí revisar antes de que ella lo entregara.

No podía estar molesto, cuando no quería que ella coqueteara con Landon… ¿Verdad? Le respondí, diciéndole que lo revisaría y lo tendría

para ella el domingo.

Unos minutos después, Lucas recibió un mensaje de ella: ¿Hice

algo mal?

Caminé por el apartamento antes de responderle que sólo estuve un poco ocupado y le agregué un casual: ¿Qué pasa? Tan indiferente, cuando

sentía todo menos indiferencia en lo que concernía a esta chica. En vez de aparentar desprecio, replicó con curiosidad sobre los dibujos a carboncillo

que dije que haría de sus bocetos. Le dije que hice uno y quería que lo viera. Ella respondió que le gustaría eso.

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Entonces le dije que estaba fuera y que hablaría con ella más tarde.

—Maldición —murmuré, lanzando mi teléfono al mesón y yendo al sofá. Presioné mis manos en mis ojos, pero no podía olvidar su hermosa

rendición en mis brazos una semana atrás. Ella confía en mí. No había triunfo en ese conocimiento porque le daba la encarnación de señales cruzadas, por no mencionar que lo hacía como dos personas diferentes.

—Soy un estúpido mentiroso —le dije a Francis, quien bostezó.

***

Parado en una fría sala del edificio de actividades, un sábado a las nueve de la mañana, lo último que esperaba era ver a Jacqueline Wallace. Mientras el Sargento Don Ellsworth dirigía a nuestros doce asistentes para

inscribirse y Watts repartía los paquetes, yo ataba mis zapatos de taekwondo de baja estatura y ponía el relleno. Me detuve cuando reconocí

la cabeza roja de la amiga de Jacqueline pasando por la puerta y cuando Jacqueline entró tras ella.

Consideré sugerirle el curso, pero no creía que ya estuviese lista, sobre todo si no le contó a nadie lo que pasó esa noche. Si asistía demasiado pronto y se sentía intimidada o agobiada, quizá no volvería.

Pero debió haberle contado a su amiga, quien no se movió más lejos de treinta centímetros de ella, manteniendo una mano tranquilizadora

sobre su omóplato o guiándola firmemente por el codo cuando ella lucía lista para salir corriendo por la puerta. Jacqueline se encontraba lista para

correr cuando levantó la mirada y me vio al lado del Teniente Watts. Sus ojos se desplazaron de mí al paquete que apretaba en sus manos, y le susurró algo a su amiga. Con una mano en su pierna, su amiga le susurró

también.

Watts comenzó su discurso tranquilizador de apertura, en el que se

presentó a sí mismo, y luego al musculoso Ellsworth y a mí en su manera usual—: Este tipo endeble a mi izquierda es el Sargento Don, y el feo es

Lucas, uno de nuestros oficiales de vigilancia del estacionamiento. —Mientras todos reían, él los felicitó por renunciar a un sábado en la mañana para ir a la sesión y luego dio un resumen del programa de tres

semanas.

Después de que lo fundamental fuera discutido, comenzamos con

coreografías, demostrando ataques y bloqueos, así las mujeres podrían tener una idea de los movimientos que les enseñaríamos. En cámara lenta,

Ellsworth hizo los golpes y yo me defendía, mientras Watts detallaba los puntos débiles del atacante, algunos obvios, como la ingle, otros no, como el centro del antebrazo. Recalcó la meta del atacado: escapar.

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Todos comenzaron a practicar movimientos individuales en parejas,

mientras los tres nos paseábamos para asegurarnos que los ejecutaban correctamente. Ya que no quería estresarla más, dejé que Ellsworth

tomara el lado de la habitación en el que se encontraba Jacqueline, pero sus pantalones de yoga y su camiseta blanca estaban continuamente en mi visión periférica. Busqué signos de angustia muy común en los

asistentes sobrevivientes. Sabía cuál era el escenario que desencadenaría recuerdos de su ataque, y temí por su aproximación.

Gracias a su amiga, cuyo nombre era Erin, ella lo hizo bien con los ataques de mano, gritando “¡No!” con cada uno, como enseñamos, y

sonriendo cuando hizo el bloqueo golpe de martillo.

Finalmente llegamos al último movimiento de defensa del día. No podía evaluar su reacción mientras lo demostrábamos, pero una vez que el

grupo se separó en parejas de nuevo, su postura rígida, sus ojos amplios y el superficial movimiento de su pecho fueron claros indicadores de pánico.

Erin tomó su mano mientras hablaban en tono bajo y las cabezas juntas. Jaqueline sacudió la cabeza pero no soltó su agarre a muerte de la mano

de su amiga. Susurraron más, y luego se movieron a la colchoneta.

Erin se acostó sobre su estómago y Jacqueline se arrodilló sobre ella. Sus manos temblaban cuando representaba el ataque. En vez de

cambiar roles, mantuvieron sus posiciones e hicieron el movimiento dos veces más. Incapaz de apartar mi mirada de ellas, apenas observé al par

que debía monitorear. Cuando cambiaron lugares, sentí su pánico desde el otro lado de la habitación y temí que pudiera estar hiperventilando y se

desmayara.

Vamos, Jacqueline, rogaba mi mente. Puedes hacerlo.

Una explosión de orgullo me recorrió cuando logró los movimientos,

actuándolos precisamente a pesar de su angustia. Cuando se levantaron más tarde, Erin la felicitó con un abrazo, y di un suspiro de alivio, incluso

cuando Jacqueline no miró en mi dirección en los últimos minutos de clases o cuando salió por la puerta.

No quería que su miedo o mi presencia le impidieran volver. Quería asegurarme de que eso no pasara.

***

Esa noche, antes que pudiese convencerme de no hacerlo, le mandé un mensaje, preguntándole si todavía quería ver el bosquejo. Contestó que

sí, así que le dije que se recogiera el cabello y usara algo cómodo, y luego salté sobre mi Harley y fui a recogerla.

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Fuera de su dormitorio, me incliné sobre la motocicleta y miré la

puerta. La gente iba y venía alrededor mío, pero no pude prestarle atención a ninguno. Cuando ella salió, fui golpeado de nuevo por nuestras

diferencias. He hecho suficiente dinero ya para comprar en tiendas que no sean de segunda mano, pero mi estilo no cambió mucho. Esta chica era una combinación de ropa clásica y moderna pero cara; eran una segunda

piel que usaba cómodamente. Redujo la velocidad, buscándome mientras se ponía un pequeño abrigo negro que podría haber salido de un filme de

1960, el tipo que mi madre habría amado.

No le costó mucho encontrarme.

Sus pasos flaquearon y me pregunté por qué. Quería arrastrarla a mí y besarla como si no nos hubiésemos detenido desde la última vez. Quería eliminar el término que sus amigas usaban para mí, su fase de

chico malo, un intrascendente período de tiempo entre dos etapas sensibles y válidas: Kennedy Moore y lo que sea que venga después.

—Supongo que esta es la razón de las directrices del cabello —dijo, inspeccionando el casco que le pasé como si fuese una cosa compleja,

alienígena. Nunca estuvo en una motocicleta, un hecho que en cierto modo me encendía. Como si necesitara ayuda con eso.

Me miró mientras yo ponía el casco en su cabeza, ajustando las correas. Me entretuve en el proceso, devorando mentalmente los suaves labios que todavía podía saborear y mirando fijamente sus ojos, profundos

y azules como el océano.

El cuidado que tomé en la conducción la asustó, supuse, ya que

enterró la cara en mi espalda y se aferró a mi costado como si la fuesen a tirar a Oklahoma de lo contrario, no es que me quejara.

Para cuando llegamos, sus manos estaban congeladas, así que tomé una de ellas y luego la otra entre las mías, frotando gradualmente el calor en ellas. Me pregunté cómo tocaba un instrumento del tamaño de un

contrabajo con unas manos tan pequeñas, pero me mordí los labios justo antes de decirlo en voz alta.

Ella sólo le contó a Landon sobre el instrumento que tocaba.

Prolongando mi viaje de culpa, me preguntó si mis padres vivían en

la casa al otro lado del jardín. —No. Alquilo el apartamento —dije mientras subíamos los escalones y abría la puerta.

Francis no parecía impresionado ni preocupado de que trajera a

alguien conmigo a casa. Él simplemente fue desde el sofá hacia afuera, como si me diera unos pocos momentos de privacidad. Jacqueline se rió de

su nombre, diciendo que se parecía más a un Max o un Rey. Le expliqué que mi gato tenía suficiente complejo de superioridad sin que le diera un

nombre masculino.

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—Los nombres son importantes —dijo, desabrochándose lentamente

su abrigo.

Un frío corrió por mi espalda ante sus palabras y el posible doble

significado detrás de ellas, pero desapareció con el hipnótico movimiento de sus pequeños dedos, sacando botones por los hoyos a un ritmo que se llevó afortunadamente todo lo que ocupaba mi mente y afectó directamente

a mi ritmo cardíaco. Cuando por fin liberó el último botón, mi paciencia estaba en llamas. Deslicé los pulgares por sus hombros, sacando el abrigo

gentilmente por sus brazos.

—Suave —susurré.

—Es cachemira —susurró, como si se lo hubiese preguntado.

Quería presionarla cerca, pasar mis manos por su suéter y besarla hasta dejarla sin aliento. Pasar la lengua por el estrecho arco de su oreja,

rodear su linda cara con mis manos y saborear su boca de cereza. Sus ojos se dilataron un poco en el cuarto apenas iluminado y se quedó viéndome,

esperando. Cada musculo de mi cuerpo se tensó, deseándola. Pero tenía algo más importante que decirle y lo solté antes de que perdiera los nervios

y la alcanzara a ella, condenando las buenas intenciones.

—Tenía un motivo ulterior para traerte hasta aquí.

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16 Traducido por Snowsmily & Zafiro

Corregido por Adriana Tate

Landon A los que no nos gustan las multitudes, fuimos consentidos después

de los últimos meses de clima tranquilo de invierno y menos turistas. Pero durante las vacaciones de primavera, no existe tal cosa como una playa

desierta por aquí.

Después de apenas graduarse el año pasado, el estudiante de último

año, Thompson, comenzó a involucrarse en una mierda intensa —venderla y consumirla— mientras Rick tomaba lentamente control sobre la hierba, cápsulas y pequeñas píldoras moradas del negocio de su hermano mayor.

Su subsistencia dependía de compradores, así que las multitudes eran buenas.

—Los idiotas fuman por medio de la mitad de sus ganancias, hombre —dijo Boyce. Desde una de las rocas que daba a la playa,

observábamos a Rick deambular por la multitud de cuerpos. Vendía un buen momento en una bolsita, y el negocio progresaba.

—O las regala. —Como para ilustrar mi punto, Brittney Loper lo rodeó con los brazos desde atrás, presionando su pecho en su espalda y hablándole al oído. Sin detener su conversación con un par de clientes

potenciales, la atrajo hacia el frente con un brazo y trasfirió una bolsita del bolsillo de su sudadera, hasta el bolsillo delantero de los vaqueros de ella

con la otra.

Ella se inclinó hacia él y lo besó mientras los dos chicos se miraban

entre sí. Uno dijo algo, Rick negó con la cabeza y giró a Brittney, envolviendo un brazo alrededor de sus costillas. Los chicos miraron su gran escote. Extendió una mano y ambos la estrecharon. Efectivo y

bolsitas se cambiaban de manos, y Brittney se alejaba por la playa entre los dos forasteros.

—Hombre, las chicas viven peligrosamente —dijo Boyce, dándole una última calada a su cigarrillo.

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—Verdaderamente. —Me empiné el resto de mi cerveza y mordisqueé

la comisura de mi labio. Después de un minuto, añadí—: Estoy pensando en perforarme la lengua.

Él fingió estremecerse. —Mierda, Maxfield, ¿por qué demonios harías eso?

Boyce no tenía ninguna perforación y sólo un tatuaje, Semper Fi

arriba de un emblema de un Águila, un Globo terráqueo y un Ancla en su hombro, en memoria de su único hermano, un Soldado de la Marina, que

falleció en Iraq. —No sabía lo mucho que odiaba las agujas hasta ese momento. Arden mucho —me dijo una vez—. Si no lo hubiera hecho por

Brent, le habría dicho a Arianna que parara en la maldita cabeza del pájaro.

—Escuché que un aro en la lengua hace sentir mejor a la chica

cuando le das sexo oral —le respondí.

Arqueó una ceja, con su cerveza a medio camino de la boca. —¿Es

eso entonces? —Tomó un sorbo—. Aun así. Tal vez si me hiciera sentir mejor a mí…

Me encogí de hombros, sonriendo con suficiencia. —Si es mejor para ella, es mejor para mí.

Me echó un vistazo. —Eso suena sospechosamente a que te estás follando a alguien que te importa, Maxfield. —No dije nada, y después de un par de segundos, gruñó, echando la cabeza hacia atrás—. Oh,

hombre… ¿En serio? Mierda. ¿Por qué nunca escuchas a la voz de la razón?3 —Gruñí por su juego de palabras y negué con la cabeza, mientras

él suspiraba—. Sabes que cuándo soy el que habla con sentido, estás jodido. —Escaneó la multitud—. ¿Entonces dónde está?

—En Houston por un par de noches. Ella y su mamá van de compras cada año durante las vacaciones de primavera.

Boyce dejó caer la colilla de su cigarrillo en su botella vacía. —

Cuídate. Sabes que Richard es un gran imbécil.

—No creo que le importe una mierda.

—¿Ella? Quizá no. Pero si le importa una mierda las apariencias, y no le agrada perder.

—A mí tampoco. —Mi teléfono vibró y abrí un mensaje de Melody, seguido con dos fotos en un espejo de camerinos con conjuntos de encaje: uno negro y uno rojo. Me recosté en la roca, mirando—. Santa, santa

mierda.

3 En el original Boyce of reason, que es un juego de palabras por la similitud al

pronunciar Boyce y Voice, ya que voice en español es voz.

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Melody: Comprando lencería. ¿Este? ¿O este?

Yo: AMBOS. CUALQUIERA DE LOS DOS. ¿Es una pregunta con trampa?

Melody: Usaré uno el viernes, si todavía quieres salir.

Yo: A) Por supuesto que quiero salir. B) No puedes salir en eso, a menos que quieras que mate al primer chico que te toque.

Melody: Debajo de mi ropa, tonto. Tú sabrás, pero nadie más lo hará. ;)

Yo: No resistiré hasta la cena.

—¿Qué? ¿Te envía mensajes sexuales? —preguntó, alcanzando mi

teléfono—. Déjame ver.

Lo metí en mi bolsillo. —Nop. Es todo mío.

—Bastardo afortunado.

Negué con la cabeza. Sentándome. —¿Pensé que ustedes no podían soportarse?

Extendiendo los brazos, preguntó—: ¿Quién tiene que soportarla para apreciar su desnudez?

Entrecerré los ojos. —Será mejor que esperes que eso nunca suceda.

Elevó las manos. —De acuerdo, mantendré mis pantalones puestos.

Tomé una respiración profunda, con la mano en mi teléfono dentro

de mi bolsillo. Mis dedos picaban por abrir esas fotos y estudiar cada detalle. Meticulosamente. —Necesito una cerveza o cinco.

Boyce saltó a la arena. —En ello, hermano. Vamos.

***

Los padres de Melody estuvieron menos que encantados de verme en

la puerta el viernes para recogerla, o al viejo Ford F-100 de color azul y blanco al final de su curvado paseo de grava. Vestía botas, vaqueros y una

camisa al estilo del oeste, que tomé de las cosas del abuelo antes de que papá regalara el resto. La camisa era azul claro, muy suave y mucho más

vieja que yo. Tenía una rasgadura, así que rodé las mangas hasta mis codos. Me olvidé de los tatuajes hasta que su mamá se concentró en ellos dos segundos después de abrir la puerta… una vez que sus ojos

abandonaron mi camioneta.

Tocando el collar en su garganta como si pudiera arrancarlo y salir

corriendo por la puerta, habló a través de dientes apretados—: Landon. Hola. Melody estará lista en un minuto.

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Su padre fue menos sutil. Un mirada en mi dirección, y se giró hacia

su esposa. —Barb, ¿puedo verte en la cocina?

—Espera aquí, por favor —me dijo. Yo asentí.

Melody bajó las escaleras un momento después usando un vestido corto veraniego con botas, y mi boca se secó, inmediatamente imaginando esas cosas rojas de lencería que prometió llevar debajo. Conocía cada

detalle de ellas excepto cómo se sentía al tocarlas, porque miré esas fotos durante tantas horas que sólo faltaba grabarlas en mis retinas.

—Oh, linda camisa vitange —dijo Melody, pasando una mano por mi pecho. Mi cuerpo respondió a su toque, todo se contrajo a la vez. Estaba

jodido con esta chica.

Podíamos escuchar la discusión de sus padres en la cocina. —¿Apruebas que salga con ese chico Maxfield? —dijo su padre.

—Por supuesto que no…

—¿Qué demonios pensabas? ¿Qué sucedió con Clark?

La respuesta de su madre fue inaudible.

Melody puso los ojos en blanco. —Dios. Vámonos de aquí.

No discutí.

Tomamos el transbordador y condujimos hasta un restaurante peruano de mariscos para comer ceviche y tacos de pescado.

—¿Así que te gusta trabajar en autos? —preguntó Melody, bebiendo de su té helado.

Había pasado el rato con Boyce un par de veces cuando trabajaba en el taller de su papá. A él le gustaba la grasa debajo de las uñas, el olor del

cansancio y ensuciarse las manos mientras se adentraba en las extrañas de la máquina debajo del capó. Ese no era yo. —Más o menos, pero no. Podría ser genial diseñar autos. Quiero decir, me gusta descubrir cómo

funcionan las cosas mecánicas, pero sólo porque puedo usar el conocimiento para construir algo más. Una vez que sé cómo todo está

conectado, ya no es tan fascinante. Cuando era niño, desarmaba las cosas todo el tiempo… radios, relojes, tostadoras, el timbre de la puerta…

Se rió. —¿Un timbre?

—Sí. Enfurecí a mi madre con eso. Lo armé de nuevo, pero dijo que

siempre sonaba como un alce herido después de eso.

Sonrió. —Así que eso son algunos de los dibujos en tu pared. Las cosas mecánicas. Pensé que tal vez te gustaba el steampunk o algo así.

—Es genial en la ficción. —Me encogí de hombros—. Pero me gusta más diseñar nuevas tecnologías.

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Tomó mi mano y trazó el tatuaje en mi muñeca derecha. —¿Y qué

hay de tus tatuajes? ¿Qué significan? —Cuando comenzó a girar mi mano, en su lugar entrelacé mis dedos con los suyos. No me sentía preparado

para que descubriera esas cicatrices ocultas.

—Suficientes preguntas sobre mí. ¿Qué hay de ti? ¿Qué te gusta hacer? —Arqueé una ceja y me incliné más cerca—. Además de enviarme

fotos que me enloquecen por dos días seguidos.

Con los labios presionados, sonrió y miró a la mesa, encogiéndose de

un sólo hombro desnudo, y revolviendo con un dedo la piscina de condensación. —No lo sé. Me gusta la moda. Ser parte del escuadrón de

baile. —Me echó un vistazo y mordisqueó su labio inferior—. ¿Como que me gusta la historia? ¿La historia del arte?

Asentí. —Eso es genial.

Pareció dudar. —¿Eso crees?

—Sí… pero no debería importar lo que piense. —Apreté la mano que

sostenía—. Si te gusta, te gusta. ¿Quieres especializarte en eso cuando vayas a la universidad?

Suspiró. —Tal vez. Pero mis padres esperan que sea algo como una contadora o una doctora. Se emocionaron mucho cuando Pearl y yo nos hicimos mejores amigas, porque Pearl quería ir a la escuela de medicina.

Pero no soy como ella.

No pude evitar la sonrisa que se cruzó por mi rostro.

—¿Qué? —Frunció el ceño y comenzó a retirar la mano.

Apreté mis dedos con más fuerza y sonreí. —¡Nada! Sólo recordaba

lo emocionada que estuviste cuando le hiciste la autopsia a la rana. No. Creo que la escuela de medicina podría no estar en tu futuro.

Puso los ojos en blanco y suspiró. —De verdad. No podía importarme

menos cortar esa cosa, y Pearl se molestó tanto por estar enferma ese día porque se lo perdió. Aunque tú lo hiciste bien.

Me encogí de hombros. —Sólo tenía interés en cómo funcionaba la cosa por dentro.

—¿Cómo el timbre y el radio?

Asintiendo, dije—: Hablando de radios… ¿quieres ir a aparcar en algún lugar y escuchar música?

Dejando la ventana abierta para que pudiéramos escuchar la radio, saqué dos sacos de dormir, una sábana y una almohada de la caja de

herramientas en la caja de la camioneta.

—¿El cementerio, eh? —Miró los alrededores mientras nuestros ojos

se ajustaban a la escasa luz de luna y el cielo lleno de estrellas—. Es un

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poco espeluznante aquí. Como si tal vez todos los fantasmas estuvieran

espiándonos.

La observé a través del flequillo de mi cabello. —Las playas están

llenas de turistas borrachos. Nadie va a molestarnos aquí. A menos que te importe que esos fantasmas me miren besándote.

Frunció los labios y sonrió. —Supongo que eso no me importa

mucho. —Se quitó las botas y se subió a la caja de la camioneta, y yo la imité.

Cinco minutos más tarde, me senté sobre mis talones, lamentando el hecho de que no hubiera ensayado esto en casa. Los bordes de la caja de

la camioneta traspasaban las pobres capas de tela. Fue hecha para acarrear cosas, no para besuquearse. —No es la superficie más cómoda… —No existía forma de que pudiera acostarla en esto. Maldición.

—Está bien.

Negué con la cabeza. —No lo está.

Atrayendo mi pecho hasta que me recosté, se acomodó a mi lado, en sus rodillas. —Claro que sí.

Decidí no discutir, especialmente cuando desabotonó mi camisa, no toda a la vez, sino uno a la vez, deslizando sus manos sobre mis pectorales, trazando el tatuaje de la rosa antes de moverse a mis

abdominales, los cuales se endurecieron… como cada otra parte de mi cuerpo.

Desató la tira del vestido en su hombro. La tela se deslizó hacia abajo para revelar el encaje rojo con el que soñé, dormí y desperté, desde

que me envió esas fotos. Mientras el vestido caía a su cintura, agradecí por la luna llena y el cielo despejado. Me elevé en un codo y extendí un dedo hacia la línea sombreada de la piel apenas cubierta por el encaje.

—¿Puedo tocarte aquí? —pregunté, mirándola a los ojos. Asintió—. ¿Y aquí? —Me senté de nuevo, moviendo las manos a su cintura y bajando

suavemente el vestido hasta sus caderas. Cuando asintió de nuevo, su respiración se volvió irregular.

Se incorporó y el vestido cayó a sus pies. Mi boca se secó mientras lo pateaba detrás de ella. El sujetador rojo de copa push-up transparente, y las bragas no ocultaban nada. Incluso en la media oscuridad, era mejor

que las fotos en mi teléfono. Poniéndose de rodillas, me empujó hacia atrás de nuevo, poniéndose a horcadas sobre mí. Mis manos agarraron sus

muslos.

—¿Todavía crees que es muy incómodo? —preguntó.

—Um. No. Creo que bien podría estar acostado en brasas calientes y no darme cuenta. Una pequeña sábana llena de bultos de metal no es

nada.

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Una de las tiras de su sujetador cayó por cuenta propia, y extendí la

mano para bajar la otra. Sus tetas se encontraban cerca de desbordarse de las escasas copas. —Mierda —dije.

Se inclinó y bajó la cremallera de mis vaqueros. —Sí.

Dejamos puestas las cosas de encaje. Sentí el suave rasgar de ellas contra mi pecho cuando se inclinó para besarme. Las sentí contra mis

palmas en su trasero, con las puntas de mis dedos cuando toqué la piel desnuda debajo de ellas. Y luego no pude sentir nada más que nuestra

unión. Gimió mi nombre minutos después, mientras acomodaba mis caderas para encontrar las suyas y fue como si hubiera fuegos artificiales

a nuestro alrededor.

—Creo que me estoy enamorando de ti, Melody —le susurré, cuando se quedó dormida, con su oído presionado contra el tatuaje de la rosa

sobre mi corazón.

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Lucas Mi motivo oculto aterrorizó tanto a Jacqueline como me temía.

Quería mostrarle el movimiento de defensa terrestre aquí, donde nadie miraba —el que esta mañana no pudo hacer sin temblar— y enseñarle a

hacerlo sin pensarlo dos veces.

Saber que podía hacerlo, le daría poder. Si hubiera podido hacer este movimiento esa noche y escapar de esa camioneta, él podría haber estado

demasiado borracho como para perseguirla. Si yo no hubiera estado allí, le habría dado la oportunidad de alejarse de él.

Todavía no podía pensar en verlo encima de ella sin que el rojo bordeara mi visión, seguido de la aplastante culpa por no seguirlo apenas

dejó la fiesta. Permití que la inseguridad por mi deseo, obstaculizara mi percepción de que algo estaba erróneo con él. Un error monumental. Juré

que no lo haría de nuevo.

Concéntrate.

—Confía en mí, Jacqueline. Funciona. ¿Vas a dejar que te enseñe?

—Sostuve sus manos entre las mías, se habían puesto frías otra vez, y vi un enjambre de emociones en su cara. La principal era miedo, y rezaba

para que su temor derivara de esos recuerdos, y no de mí. Si no podía confiar en mí, no podría llegar a ella. No podría ayudarla. Confía en mí.

Asintió, con la más mínima inclinación de su cabeza.

La llevé a un espacio vacío de mi sala de estar, poniéndome de rodillas con ella y manteniendo nuestros ojos conectados. Si la leía mal...

no podía pensar en las consecuencias. Conocía a esta chica. Confiaba en mis instintos que me decían que esto estaba bien. —Acuéstate. Sobre tu

estómago —le dije, y obedeció.

Le recordé todo lo que dijo en clase el teniente Watts, sabiendo que

se perdió algo de ello cuando se evadió mentalmente. La vi hacerlo. —La clave está en salir del lugar —dije, y asintió.

Le pregunté si recordaba los movimientos, y cerró los ojos y meneó

la cabeza, como si estuviera avergonzada. Respiré profundo y me obligué a aflojar los puños. Mi rabia por la degradación forzada no la ayudaría, y eso

era todo lo que importaba. Si esto iba a funcionar, tendría que pasar por ello varias veces. Tenía que ser una respuesta programada que su cuerpo

ejecutara simplemente, sin pensarlo mucho.

—Si te encuentras en esta posición, querrás hacer estos

movimientos de forma automática, sin perder tiempo ni energía tratando de quitártelo de encima.

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Cuando se puso rígida, le pregunté—: ¿Qué? —Busqué cuál de mis

palabras pudo causarle esa respuesta, y quedé con las manos vacías.

—Ese es su nombre. Buck4 —dijo, con voz bajita.

Luché otra vez por controlarme, y sabía que sería mejor si nunca me topaba con Buck en el campus o en cualquier otro lugar. Existía una alta probabilidad de que él no sobreviviera al encuentro. —Me acordaré de eso.

El movimiento era uno de apalancamiento, respaldado por simple física; algo muy claro para mí, pero no necesariamente para la mayoría.

Desalojar a un adversario más grande y más fuerte significaba primero alterar su apalancamiento. Le pedí que realizara el movimiento sin mi peso

sobre ella, y luego le sugerí que lo probara conmigo encima, prometiendo que con sólo decírmelo, la soltaría.

Claramente sentía pánico, ya que sus hombros subían y bajaban debajo de mis manos. Cerró los ojos para ocultar las lágrimas que ya había notado. Maldición, quería matar a ese hijo de puta.

Tuve cuidado siempre, pero aumenté la presión a medida que ganó confianza, hasta que al final puse todo mi peso sobre ella. Se puso

nerviosa y empujó hacia arriba con las caderas en vez de rodar a un lado, lo que momentos antes hizo perfectamente. Le recordé que combatiera con

esa inclinación. —Sí. De acuerdo. —Su voz era notablemente más fuerte, y me aferré a eso.

—¿Lista para intentarlo de verdad? —pregunté, mirándola de cerca.

Asintió—. No te voy a hacer daño, pero sentirás la fuerza más que antes. Será rápido y duro, ¿segura que estás lista para eso? —Asintió otra vez. Su

pulso palpitaba, justo debajo de la oreja y yo rogaba que pudiera hacerlo. Tenía que saber que podía. Ella tenía que saber que podía.

Agarré sus hombros y la empujé hacia abajo, y un brazo se disparó sobre su cabeza, pero no pudo sacar el otro debajo de ella. Luchó, y esperé

su señal de rendición, pero no llegó. En su lugar, cambió los brazos, moviendo el que se encontraba debajo de ella por encima de la cabeza y empujando el suelo con su brazo libre, impulsándome fuera.

Me acosté de lado, sorprendido y riendo. —¡Mierda! ¡Me intercambiaste de lado!

Sonrió, y mi mirada se movió a sus labios.

Error.

Le dije que aquí es cuando debía levantarse y correr, pero no se dio por aludida.

4 En el original Lucas anteriormente dice: “To buck him off”.

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—¿Pero no me perseguirá? —preguntó, y le di la respuesta que Watts

siempre daba, que la mayoría de los violadores no quieren perseguir a un objetivo que huye gritando. No quieren un reto. Sabía por experiencia que

ese tipo Buck, probablemente, no era uno de esos, pero no se le diría. Con toda probabilidad, ya lo sabía.

—Se suponía que te mostraría tu retrato, creo —le dije, tomando su

mano mientras yacíamos en nuestros lados, uno frente al otro.

En una pequeña voz, preguntó en broma—: ¿Así no va a parecer que

me trajiste hasta aquí con pretextos completamente falsos?

Admití que quería que viera el dibujo al carboncillo, pero ese hecho

era secundario. Le pregunté si se sentía más confiada, y dijo—: Sí.

Su mano agarró la mía. Mi pulgar descansaba sobre su muñeca, y me tranquilizó el ritmo constante de sus latidos. La expresión de sus ojos,

la fe y la expectación, era demasiado fuerte como para ignorarla. Llevé mi mano libre a su cara. —Tenía otro motivo oculto para traerte aquí. —Lenta

y cuidadosamente, me incliné hacia ella, mirándola a los ojos, midiendo su respuesta.

Cuando mis labios tocaron los suyos, cerró los ojos, regresándome el beso y separando los labios, invitándome a entrar. Con suavidad, acaricié su lengua con la mía. Explorar su boca era todo lo que quería hacer,

chupar su labio inferior lleno, tan dulce, y luego el superior, trazando la curva en forma de corazón con mi lengua, antes de sumergirla de nuevo en

el interior y provocarla entre sus dientes.

Jadeó, y solté su mano para acurrucarla en mi hombro, rozando sus

caderas con mis manos y manteniéndola cerca. No había ni un milímetro de espacio entre nosotros, pero no podía tenerla lo suficientemente cerca. Acaricié su cadera y se apretó contra mí, mientras mis dedos serpenteaban

a través de la base de su columna.

Sentí su mano sobre la piel desnuda de mi abdomen, justo antes de

que se apoyara en un codo y pidiera ver mis tatuajes.

Cuando descubrí que desabotonó mi camiseta de franela sin mi

conocimiento, me reí suavemente y sus mejillas se sonrojaron de un color rosáceo. Me saqué por encima de la cabeza la delgada camiseta térmica que tenía puesta y la arrojé a un lado también, reclinándome y dejando

que sus ojos y dedos vieran detenidamente la tinta debajo de mi piel.

Mis primeros tatuajes —aquellos que circundan mis muñecas—

tenían siete años. Añadí algunos desde entonces, pero no muchos desde que me fui de casa, y nada en el último par de años. Los artistas del

tatuaje son como los médicos. Tienes que confiar en ellos, no sólo en su habilidad con la aguja, sino en su capacidad de leerte, personalmente. Para saber lo que necesitas y lo que no. Nunca encontré a nadie en quien

confiara tanto como en Arianna.

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Esperé preguntas que no vinieron, como si Jacqueline supiera que

eran más que arte corporal para mí. Como si supiera que su significado para mí era más profundo que la tinta.

Por último, sus dedos rozaron ligeramente el vello debajo de mi ombligo y me encontraba inmediatamente listo para responder a ese toque, una respuesta a la que ella podría no haber tenido intención de invitarme.

Me senté. —Tu turno, creo. —Quería quitarle ese suéter. Quería que mis dedos vagaran sobre ella, explorando.

Frunció el ceño. —No tengo tatuajes.

Gran sorpresa, Jacqueline. Sonreí. No tenía ni idea de a qué me

refería, y francamente no iba a explicárselo mientras descansaba en el piso de mi sala de estar. —Me lo imaginé. ¿Te gustaría ver el dibujo ahora?

Las emociones que pasaban por su rostro eran increíblemente

legibles: confusión en la frente ligeramente arrugada, deseo en sus ojos dilatados. También había un toque de indignación, pero no tenía la certeza

de por qué. Cuando se estiró y tomó mi mano con un agarre seguro, una cosa era certera. Me aceptó como el chico malo que sus amigas querían

que tuviera, y sería un idiota para luchar contra ello.

La llevé a mi habitación y encendí una lámpara mientras examinaba la habitación y mi muro lleno de bocetos. No traje muchas chicas a este

apartamento, y mucho menos a mi cama, y cuando lo hacía no me molesté en encender la lámpara. Conocía la habitación por el tacto, la ubicación de

las estanterías y el escritorio. La mesa de noche donde guardaba lápices de dibujo y un pequeño cuaderno de bocetos, gafas para la lectura nocturna o

estudiar, y condones. Por último, la cama, donde todo lo que se requería era encontrar el centro de ella. Oscuridad negra como el carbón; yo las dirigía, ellas me seguían.

O simplemente nunca dejábamos el sofá.

Eso no era para Jacqueline.

—Son increíbles —murmuró y esperé, observando cómo sus ojos estudiaban el muro y permitiéndole encontrar su boceto, ya que sabía que

lo buscaba. Cuando lo divisó, se sentó, mirando. Me senté a su lado, muy consciente de que ya me hallaba medio desnudo.

Se volteó y me miró, y nunca quise tanto leer la mente de alguien. Tu

turno, Jacqueline, pensé, preguntándome qué tan lejos quería que llegara. No quería ir un centímetro más allá. Ni parar un centímetro antes de

tiempo.

Me incliné para pasar la punta de mi lengua por su oreja, siguiendo

la curva y chupando el pendiente de diamante en mi boca. Mi lengua presionó contra la base y corrió suavemente sobre la carne detrás de la

oreja, y ella gimió suavemente. Aparté hacia un lado su cabello con mi

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nariz y le besé el cuello, lamiendo su piel ligeramente después de cada

beso, cada vez más bajo hasta que me encontré con el amplio escote de su suéter.

Poniendo una rodilla en el suelo, le saqué las botas, luego regresé a la cama y me quité las mías. La levanté directamente al centro del colchón, elevándome sobre ella y esperando hasta que abriera los ojos. Parpadeó

lentamente, levantando una mano y agarrando mi brazo, drogada con mis besos y anhelando más. Exactamente como la quería.

—Dime que pare, cada vez que lo quieras. ¿Entiendes?

Asintió.

Le pregunté si quería parar, y agradecí a Dios cuando negó con la cabeza. Se aferró a mis dos brazos cuando metí la lengua en su boca, desenredándome cuando la chupó aún más profundo. Me aparté sólo lo

suficiente como para sacarle el jersey por la cabeza y tirarlo, luego volví a pasar mis dedos y boca sobre el bello arco de sus pechos por encima del

satén negro de su sujetador.

Su mano en mi hombro me inmovilizó y me sacudí internamente.

Para.

Retrocedí, pero antes de que pudiera interpretar lo que necesitaba,

se sentó y deslizó una pierna al otro lado de mi cadera y se inclinó sobre mí, contra mí, y la acosté para besarla, reconfortándola con mis manos sobre sus hombros y bajando por su espalda. Se meció contra mí y no

hubo nada que contuviera el gemido que produjo ese movimiento, un rugido ronco dentro de mi pecho que provocó ella. Con la boca inclinada y

abierta, fomentando besos intensos y alucinantes, se balanceó otra vez hacia delante, y mis dedos encontraron y liberaron los ganchos de su

sujetador y llevé las correas hacia abajo. Agarrando su cintura, la levanté un poco más y chupé un pezón en mi boca. Maldición, era más dulce que cualquier cosa que hubiese probado en mi vida.

Sus brazos temblaron mientras jadeaba con satisfacción, y la hice rodar debajo de mí, deslizando mi lengua sobre el otro seno, provocándole

al pezón una dura protuberancia antes de chuparlo profundamente. Mis dedos se bifurcaban en su cabello en la nuca, sosteniendo su boca para

besarla mientras acariciaba su costado con la otra mano y regresaba mi boca a la suya. Cuando se arqueó contra mí, desabotoné sus vaqueros y agarré la cremallera entre mis dedos.

Rompiendo el beso, exclamó—: Espera. —Y me quedé inmóvil, mirándola. Jadeaba, mirándome, y un pliegue de preocupación arrugaba

su frente.

—¿Qué pare? —le pregunté, y asintió, atrapando su labio hinchado

en la boca—. ¿Dejo todo o solamente no voy más lejos?

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Se detuvo antes de contestar, y quería decirle lo lejos que iría para

darle exactamente lo que necesitaba… que haría, o no haría, lo que sea que quisiera de mí.

Su respuesta fue casi inaudible. —Sólo... sólo no vayas más lejos.

Mi cuerpo se preparó para una batalla de restricción, pero mi mente se regocijó. —Hecho. —La acerqué de vuelta a mis brazos y mantuve mis

manos y boca por encima de la cintura o por encima de sus vaqueros, sujetando sus caderas para arrastrarla a lo largo de mi muslo, creando

golpes de fricción y empleando los beneficios de la gravedad. No le importó nada de eso.

La giré sobre su estómago y moví su cabello a un lado para besarle la nuca, y ella suspiró, relajándose. Los suaves cabellos le hacían cosquillas a mi nariz y sonreí, pasando mi lengua por la pequeña subida

de cada vértebra, moviéndome más abajo mientras me arrodillaba sobre ella, masajeando con largos trazos de mis manos, sobre sus caderas y

muslos, sus pantorrillas y la parte posterior. Apreté su cadera y se rió, entonces presioné un beso en la mitad de la espalda y le di la vuelta,

chupando un pezón dentro de mi boca. Su risa se interrumpió y hundió las manos en mi cabello y me abrazó, temblando.

Deslizándome a su lado, no tuve que convencerla de seguirme, se dio

la vuelta conmigo, junto a mí, sumergiendo su rodilla entre mis piernas mientras nos besábamos. Mi mano avanzó lentamente desde la cadera

hasta el muslo, incitándola y rogando suficiente espacio para hundirse entre nosotros. Se movió y deslicé los dedos entre sus piernas. —¿Está

bien? —le pregunté, y asintió y se presionó contra mí, apretando sus pequeños dedos alrededor de mi bíceps.

Acaricié la tela de sus vaqueros con la punta de mis dedos y gimió

en respuesta. Vamos, nena, insté en silencio y me incliné para besarla, atrayendo su boca y hundiéndome en ella. El calor irradiaba de su cuerpo

contra mi mano, y sabía que su imaginación llenaba los espacios en blanco mientras mi lengua empujaba en su cálida boca y mis dedos

encontraban el lugar exacto para orbitar en suaves y calculados círculos, la presión exacta que la haría caer sobre el borde.

Cuando cayó, apartó su boca de la mía, amortiguando sus gritos en

mi hombro y arañando mis brazos. Su respiración desaceleró y se suavizó, y se estremeció por última vez mientras retiraba mi mano.

Momentos después, tocó con sus dedos el botón de mis vaqueros. Sin levantar la mirada, dijo—: Debería, eh...

Incliné su barbilla y miré a esas profundidades azules. —Déjame algo para esperar —susurré, besándola suavemente.

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17 Traducido por Mary Haynes & Lorena

Corregido por Mire

Landon —Eres sólo un rebote —dijo Clark Richards, el lunes por la mañana,

justo antes de que sonara la campana de aula—. ¿No lo entiendes, Maxfield? Sí, lo jodí, pero recapacité. Ella es mía. Las chicas como Melody

no se quedan con tipos como tú, fenómeno.

Tipos como tú.

Bajo su brazo, Melody se quedó mirando las baldosas del pasillo y no dijo nada. Ninguna explicación. Ningún nos vemos. Nada.

—¿Quieres que le dé una paliza? —preguntó Boyce cuando tiré un

bote de basura de metal en el baño de hombres, diez minutos después de que abollara una puerta de un casillero casi derribándola de sus bisagras.

Agarrando el borde del lavabo y jurando que no volvería a llorar ni vomitar ni a gritar las obscenidades que rodaban por mi cerebro, negué

con la cabeza, una vez. Clark Richards se comportaba como el idiota que siempre fue.

Melody fue a la que dejé entrar. Si alguien debería ser golpeado,

tendría que ser yo.

***

Me desperté en mi cama al día siguiente sin tener idea de cómo llegué allí. Mi teléfono se encontraba muerto, así que no sabía qué hora era, pero había luz bajo la puerta de la despensa y la casa se hallaba en

silencio. El día anterior en la escuela era un borrón, y la noche, en blanco. Cerré los ojos y me concentré.

Boyce y yo faltamos al taller y nos dirigimos a la playa, que todavía se encontraba llena de los restos de los vacacionistas de primavera,

envolturas, bolsas de plástico, latas, la toalla de playa abandonada o la

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parte superior del bikini. El cielo estaba gris claro. Parcialmente nublado.

Nos sentamos en la roca cerca de uno de nuestros habituales lugares de reunión y miramos por encima del agua.

Barcos motorizados pasaban por mi línea de visión, pero mis ojos no seguían nada. Una familia con una manta, cesta de picnic y una hielera se plantaron en un lugar cerca del agua. El hermano y la hermana eran del

mismo tamaño, gemelos, tal vez. Edad preescolar. Seguían retándose entre sí a sumergirse en el agua fría. Cada uno corriendo un par de vueltas,

intentándolo. Ninguno llegó más allá de sus tobillos antes de alejarse y salir como si hubiera cubos de hielo en el agua.

—Mi oferta de patearle el culo sigue en pie, hombre. —Boyce dio una calada a su cigarrillo.

Negué. —Ella no vale la pena. —Las palabras no eran ciertas. Lo

sabía, pero no importaba, así que no las corregí.

No podía entender lo que quiso de mí. ¿Era sólo un ardid para darle

celos? ¿Para recuperarlo? ¿Quería escapar de su vida, pero no fue lo suficiente valiente como para hacerlo realmente? O tal vez era más sencillo

que eso. Tal vez imaginé algo entre nosotros, y nunca fui lo bastante bueno para ella. Era un relleno, nada más.

—¿Sigues pensando en perforar tu lengua? —preguntó Boyce. El

humo de su cigarrillo se despejó repentinamente en una ráfaga que levantó mi pelo y lo dejó caer hacia adelante. Lo sacudí de mis ojos. El pelo corto

tipo militar de Boyce no se movió.

Los niños pequeños que se encontraban junto al agua arrojaron sus

manos al aire y chillaron, persiguiéndose el uno al otro en círculos. Era difícil creer que alguna vez fui así de pequeño. Así de joven. Así de feliz y despistado. Tenían dolor por delante. Corazones rotos. Pérdida. Ellos no lo

sabían y no quería que lo supieran, pero al mismo tiempo, odiaba que yo no lo hubiera sabido. Tomé todo por sentado, a mi madre, mis amigos en

Alexandria, jugar al hockey. Soñé con el futuro, porque eso es lo que la gente te persuade a hacer cuando eres un niño, pero que digan que puedes

planear es la mentira más grande de todas. La realidad es que no tienes ni puta idea de lo que viene y tampoco ellos.

Hace unas semanas, el abuelo me enseñaba a conducir en las tardes

de domingo. Se hallaba allí cada noche para hacer la cena y amortiguar la desolación amarga entre papá y yo. Ayer, pensé que me encontraba

enamorado de Melody Dover. Ahora él se había ido, y también cualquier cosa ingenua e ignorante que sentí por ella. Y debería haberlo sabido. Me

sentí como el más imbécil porque debí saberlo.

—Joder, no —le respondí a Boyce y me bebí lo último de mi soda—. El labio, creo.

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Boyce hizo una mueca de horror. El tipo no le tenía miedo a nada,

excepto a las agujas. Era algo muy gracioso.

Lo señalé. —Es por eso mismo. Cualquiera que lo mire tendrá esa

reacción.

—Así que... ¿lo haces para decirle a todos que eres certificable y te gusta el dolor?

—Está bien. —Ofrecí mi lata vacía y dejó caer la colilla de cigarrillo en ella. Boyce se hallaba inexplicablemente en contra de la basura, un

extraño y singular vestigio de sus días como explorador. Antes de que su madre abandonara esta ciudad; a su padre, a su hermano y a él. Antes de

que su padre comenzara a usar a sus hijos como sacos de boxeo, y cosas como los exploradores ya no eran una opción.

—Uh. Tiene sentido de un forma extraña. Me gusta.

Le llegó un mensaje de Rick, que se llevó suficiente de la mercancía de la semana pasada para hacer una fiesta esta noche de forma gratuita.

—Thompson tiene muchísimo éxtasis y hierba. Dice que llevemos cerveza. ¿Te anotas?

—Claro que sí. Por qué no.

Era un misterio cómo Boyce tecleaba algo coherente con sus pulgares de Neanderthal, pero volaban sobre la superficie de su teléfono.

—Listo. Tenemos un par de horas para matar. Vamos por tu camioneta del estacionamiento y a conseguir algo de comida.

Me olvidé de la camioneta. Se hallaba sola en el estacionamiento de la escuela cuando llegamos, con FENÓMENO grabado con una llave en la

puerta del conductor.

—Eso es todo —dijo Boyce, mirándolo—. Voy a patear su trasero.

No me importaba lo que me hiciera o me dijera Clark Richards, pero mi camioneta era una extensión de mi abuelo, y él le faltó el respeto. —Haz que lo inviten esta noche, Wynn.

Boyce tenía una sonrisa maligna que era demasiado familiar en mi bóveda de memorias de noveno grado. No me habría sorprendido si le

brotaran cuernos y un bigote de villano junto con ellos.

—Así es, Maxfield —dijo, moviendo los pulgares, mandándole

mensajes a alguien—. Dalo por hecho.

***

De acuerdo con el espejo del baño, tuve una noche terrible. Ojo

negro. Nariz hinchada. Mandíbula magullada. El reloj de pared de la

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cocina decía que era temprano por la tarde, así que la escuela estaba

descartada oficialmente. Conecté mi teléfono, tomé una Coca-Cola, empecé el café y, mientras se hacía, fui a tomar una ducha.

Mis costillas también se encontraban doloridas y magulladas, y mis nudillos raspados en carne viva. Me unté pomada en todo lo que todavía sangraba después del jabón y agua, antes de ponerme pantalones de

chándal gris oscuro y una camiseta de béisbol roja y blanca. Todo el tiempo haciendo una mueca por el dolor en mi costado. Las respiraciones

profundas eran una agonía y toser era peor. Pesaba en la posibilidad de una costilla rota. Con la cabeza en mis manos junto a la mesa de la

cocina, miré a mi taza vacía y traté de recordar cómo conseguí esa lesión.

Cuando fuimos a comprar cerveza, nuestro vendedor habitual había salido. La mujer del otro lado del mostrador no estaba dispuesta a darnos

el beneficio de la duda de que éramos más viejos de lo que parecíamos. —Lárguense —dijo, lanzando las doce latas de Bud Light de su lado del

mostrador. Su boca no se movió de su línea horizontal de descontento.

En su lugar, agarramos una botella de Jim Beam del armario de Bud

Wynn.

—¿Estás seguro de esto? —le pregunté a Boyce, quien sería el que pagaría por ella, de una manera u otra.

Se encogió de hombros. —Tal vez se olvide de que la tenía.

Arqueé una ceja. —De acuerdo. —Su padre era un mal alcohólico. Y

nunca olvidaba nada.

Mateo Vega, uno de los amigos de Boyce, fue el primero en darnos la

bienvenida cuando llegamos a la playa. Los tres intercambiamos saludos, Vega inclinó la barbilla cuando Boyce preguntó si Richards se encontraba allí. —Sí, hombre. Lo vi hace cinco minutos. —Le preguntó algo más que

no pude oír, aunque estaba bastante seguro de que tenía que ver con si su novia se coló o no. Vega negó con la cabeza una vez—. Pero trajo a un par

de hermanos del equipo —advirtió.

—Entendido —dijo Boyce.

Le entregamos la botella a Thompson y obtuvimos suficiente mierda para estar jodidos seriamente. —No quiero estar drogado hasta que encuentre a Richards —dije, sin saber hasta que dije las palabras que

necesitaba golpearlo, y no quería que nada apagara la rabia.

Diez minutos más tarde, obtuve mi deseo. Richards se encontraba

sentado en una nevera portátil con un vaso azul en la mano. Una vez que lo vi, no vi nada más. Ni a sus amigos, ni a los míos.

Boyce: ¿Estás despierto?

Yo: Sí. Trato de recordar lo de anoche. ¿Estás en la escuela?

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Boyce: Sí. Tampoco vino Richards. Hombre, lo golpeaste con

fuerza. Sabía que eras capaz pero… mierda.

Yo: ¿Tengo alguna posibilidad de tener una costilla rota?

Boyce: Mierda. Quizá. Voy después de la escuela.

Me serví otra taza de café y abrí la puerta de la habitación del abuelo. Ya olía a humedad. La luz del sol se filtraba a través de los

pequeños huecos en las antiguas persianas de metal, que se hallaban un poco oxidadas en algunos lugares donde se raspó la pintura. Las motas de

polvo flotaban en las vigas, perturbadas y revueltas de mi entrada. El mobiliario se encontraba desnudo, sin sábanas en la cama o vasos en la

mesita de noche. Papá apiló unas cuantas cajas con libros contra una pared. Los años fueron etiquetados con su letra irregular.

No se me ocurrió que podía pedir cambiarme a esta habitación en

lugar de permanecer en la despensa. Evidentemente, tampoco se le había ocurrido a papá.

Me senté en el borde de la cama desnuda y bebí una segunda taza de café, aclarando mi cabeza poco a poco. Después de mi pelea con Boyce,

el abuelo me enseñó la forma correcta de hacer un puño y lanzar un golpe.

Anoche aceché directamente a Richards y lo jalé hacia arriba,

agarrando su camisa con ambos puños. Dejó caer su vaso y se soltó, tropezando un paso atrás. Si sus amigos se movieron para defenderlo,

Boyce y Mateo los convencieron para quedarse fuera. Nadie interfirió.

—Pe-pero ¿qué coño, Maxfield?

Me acerqué y me incliné en su espacio. —Eres un puto cobarde, Richards.

Se irguió, echándole un vistazo al público reunido, y se rió. —Qué

pasa, fenómeno, ¿molesto porque mi novia no quiere chuparte la polla? —Me empujó con ambas manos, o lo intentó.

Sentí que mi media sonrisa burlona tomaba su lugar. —Oh, ella la chupó bien.

Sus ojos se ensancharon y lanzó un puño que rebotó en mi mandíbula. Me eché hacia atrás y le di un puñetazo en la boca, sus dientes rasparon mis nudillos. Trató de darme un golpe en el cuerpo, pero

lo bloqueé con un codo y le di un golpe bajo en el intestino, y dio un puf satisfactorio. Nos separamos, rodeándonos entre sí.

—Eres un mal perdedor, fenómeno —dijo jadeando—. Tienes que aprender a no meterte entre un tipo y lo que le pertenece. —Repitió el

golpe a la mandíbula con el mismo resultado de rebote.

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Me reí, sonando sarcástico. —¿Crees que esto es por Melody? —No

esperaba la lanza de dolor que me atravesó al decir su nombre. Se aprovechó de mi pausa y consiguió un mejor golpe. Mi nariz crujió y vi las

estrellas. Se movió para otro golpe, pero lo esquivé y me empujé contra él, tirándolo completamente en la arena.

—Por supuesto que se trata de Melody —dijo. Rodamos y nos dimos

puñetazos entre sí un par de veces más, cada uno dando suficientes golpes sólidos como para sacar sangre—. Quieres lo que no puedes tener y para lo

que nunca vas a ser suficiente.

Tan pronto como estuvimos de pie, me balanceé demasiado y fallé.

Me derribó y aterricé en la hielera, pero lo llevé conmigo y usé su impulso para arrojarlo por encima de mi cabeza. Antes de que pudiera levantarse,

me lancé sobre él y le di un puñetazo en dos ocasiones.

—Ella no me importa una mierda, imbécil engreído de mierda. —Le pegué una vez más y sus ojos se desenfocaron. Antes de poder noquearle,

sentí unas manos levantándome y apartándome mientras él luchaba por levantarse con la ayuda de sus amigos. Agarrándome el costado y

jadeando respiraciones cortas, lo cual generaba un dolor punzante, le señalé con el dedo—. Pero tocas mi camioneta de nuevo y te mato.

Cuando Boyce apareció, trajo, de todas las personas a, Pearl. No tenía ni idea de que se hablaban. —No seré una doctora hasta dentro de

diez años, lo sabes —dijo, mirando a Boyce—. Él debería ir a urgencias. No veo el problema. No es como si tuviese puñaladas por la iniciación en una banda.

Él suspiró. —Estás aquí. ¿Puedes mirar?

—De acuerdo. —Rodó los ojos y se giró hacia mí—. Túmbate en el

sofá.

Después de presionar en varios lugares, dolorosos pero no

insoportable, y escuchar a mis pulmones con un estetoscopio prestado de la cómoda de su padrastro, dijo que no pensaba que nada más estuviese herido. —Es posible que te hayas fracturado una costilla, pero no hay

tratamiento para eso. Sólo tiene que curarse. Tardará seis semanas. Nada de pelear o juegos bruscos. —Le frunció el ceño a Boyce.

—¿Qué? Yo no lo hice. ¿Y no deberíamos sujetarlo con esparadrapo?

—Estoy segura de que le alentaste. Y no. —Me miró—. Respira

profundamente lo más a menudo posible y tose varias veces al día, para asegurarnos de que tus pulmones están bien. —Girándose hacia Boyce,

guardó el estetoscopio en su bolso y dijo—: Al atarle se evitaría que hiciese eso. Podría venirle bien una bolsa de hielo para el dolor, puedes hacer una de bolsa Ziploc y hielo, picado, si es posible.

Boyce dijo—: Voy a ello. —Saludó, y se dirigió a la cocina.

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—Gracias por venir —dije, todavía confuso. Pearl y Boyce nunca

hablaron en la escuela a menos de que se requiriese en biología, y aunque era evidente que él la deseaba, ella nunca pareció en lo más mínimo

interesada. Además, acababa de pegarle al novio de su mejor amiga.

Mientras Boyce cavaba hielo del congelador, ella se sentó junto a mí en el sofá, sus ojos oscuros al mismo nivel que los míos. —Para que

conste, me equivoqué con Clark. Es un idiota, y no puedo creer que volviera con él. —Suspiró y miró por la ventana de enfrente—. Él es el

demonio que ella conoce, supongo.

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Lucas Cuando dejé a Jacqueline en su dormitorio, no le presté atención a

nada que no fuera ella. Al menos hasta que llegó a las escaleras, donde su ex se hallaba en lo alto y su mirada se movió entre nosotros dos. Ella no lo

vio hasta que casi se choca con él.

No me moví, salvo para cruzar los brazos y ver su lenguaje corporal de cerca, y el de ella.

Mientras hablaban, él continuó dándome miradas ocasionales sobre su cabeza hasta que al final, ella se giró y me hizo un gesto, como para

decirme que se encontraba bien. No me fui, porque su lenguaje corporal —las manos en sus caderas mientras hablaban y luego brazos cruzados a la

defensiva—, decía que se sentía agitada. Se encontraban muy lejos de mí como para entender las palabras, pero el tono de sus voces se elevó lo suficiente como para escucharlo. El tono de ella era furioso y el de él,

apaciguador.

La conocía lo suficiente como para saber que la voz apaciguadora no

sería bienvenida.

Oí dos palabras claramente: “Es Jacqueline”. Con esto, ella descruzó

los brazos y empuñó sus manos a los lados.

Él se acercó un paso y ella no se movió, pero cuando levantó la

mano hacia su cara y ella retrocedió, me bajé de la moto y subí. Ella pasó la tarjeta y entró por la puerta, y él la siguió. Agarré la puerta justo antes de que se cerrase, al mismo tiempo que Jacqueline se volvía hacia él, con

la boca abierta. Se detuvo cuando me vio.

—¿Estás bien, Jacqueline? —pregunté, dando un paso a su lado,

mientras la examinaba en busca de signos de agresión.

Él rezumaba condescendencia por encima de todo y aumentó

cuando me reconoció como el hombre que reparó el aire acondicionado de su fraternidad. —¿Qué pensaría administración de ti husmeando alrededor de los estudiantes? —se burló, y tuve que tomar cada onza de autocontrol

que poseía para no reaccionar.

Me volví hacia Jacqueline, ignorándole, lo único que chicos como él

no podían soportar fácilmente, y la única respuesta a la que yo podía darle rienda suelta.

Ella me dijo que estaba bien y deslizó la mirada a la audiencia reunida que noté recién. Algo en esta chica hacía que todo lo demás desapareciera para mí. A veces eso era ideal, mientras que otras, podía ser

peligroso.

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Entonces Kennedy Moore me señaló y dijo justo lo incorrecto. —

¿Estás enganchándote con este tipo, también?

—¿También? —preguntó ella con una voz muy vulnerable, y quise

darle un puñetazo en la boca de él para detener las palabras horribles antes de que las dijera.

—Además de Buck —dijo.

Ella abrió boca, pero lo que iba a decir salió sin sonido.

Moore le agarró el brazo y comenzó a arrastrarla lejos, y sin pensarlo

dos veces, le retorcí la muñeca y aparté su mano de ella. Quería romperla.

—¿Qué carajo? —dijo engreídamente, y supe en ese momento que él

no terminó con ella. Creyó que podía tenerla otra vez, o quizás sabía que podía.

Pero Jacqueline apretó la mandíbula, le puso la mano en el brazo, y

le dijo que se marchase. Él discutió, subrayando su creencia de que yo era el hombre de mantenimiento, lo cual no podía refutar sin colocar a Joseph

en peligro de perder su puesto.

—Él es un estudiante, Kennedy —dijo bruscamente. Él dijo que iban

a hablar la próxima semana, cuando estuviesen en casa. Ella no contestó y mantuvo su expresión ilegible.

Sabía que el comentario sobre Buck la puso nerviosa, pero no por los motivos que pretendía él, que le habló como si debiese preocuparse por una mala reputación, lo cual era basura. La idea de que la gente pudiese

estar rumoreando que ella se enrolló con el imbécil que la atacó, me hacía querer encontrarlo y golpearlo una vez más.

Moore me miró como si pudiese intimidarme. Esperaba que no fuese estúpido, porque derribarlo me costaría menos que su a colega violador.

Parecía pensar que su resentimiento era amenazante, pero su postura era desentrenada y lo dejaba completamente abierto. Dos golpes y estaría en el

suelo. Seguramente él no estuvo nunca en una verdadera pelea. Sostuve su mirada hasta que se giró y salió por la puerta.

Jacqueline me tocó, y mi cuerpo se relajó. Se burló de mis múltiples

trabajos, y le dije que lo de mantenimiento era inusual y que las clases de auto-defensa eran un trabajo voluntario.

—¿Creo que deberíamos añadir uno más, eh? —dijo, y me tensé, pensando en tutor de economía mientras luchaba por mantener una

expresión en blanco—. ¿Defensa personal de Jacqueline Wallace? —dijo. Me relajé entre el alivio y la decepción. No quería decírselo, pero quería que lo supiese—. ¿Otro empleo voluntario, Lucas? —Se inclinó más cerca,

juguetona e hipnotizándome con esos ojos—. ¿Cómo tienes tiempo para estudiar? ¿O algo de diversión?

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Extendí la mano y la atraje hacia mí. Maldita sea, esta chica me

hacía desear. —Hay algunas cosas para las que haré tiempo, Jacqueline —susurré, besándole el cuello; el espacio sensible cerca de su oreja la hizo

estremecerse cuando apenas puse mis labios. Tarareó suavemente cuando lamí y chupé la piel delicada, teniendo cuidado de no arruinarla con un

moretón. Era una chica sensual pero privada. Las marcas sólo serían bienvenidas donde estuviesen escondidas para todos, menos para ella.

Por ahora, la besé y la liberé.

***

Le mandé un correo electrónico a Jacqueline con mis notas de su

trabajo de investigación, a pesar de que se encontraba al día, pensaba que debería seguir mandándole las hojas de trabajo de las dos últimas semanas de clase. También le hice saber que me iba a casa el miércoles,

donde no había Wi-Fi, así que estaría inalcanzable virtualmente. Como Landon.

Si el abuelo pudiese verme ahora, sacudiría la cabeza y suspiraría profundamente. Y si pudiese alcanzarme, me golpearía la oreja y me diría

diez sinónimos de idiota.

Contestó para decirme que sus padres se iban a esquiar, pero que se

iría a casa igualmente y estaría sola. En todos los escenarios que imaginé, esta chica teniendo padres que harían algo tan inconsciente no estaba en ellos.

Iba a tener un paseo en la camioneta de los Heller para las cuatro horas de travesía hasta la costa. Alquilaron una casa en la playa y

planeaban tener la cena de acción de gracias allí. Me quedaría con papá y tendría unos pocos días de silencio, excepto por la cena que tendríamos

con Charles y Cindy, Carlie y Caleb.

Cole encontró una novia en Duke y para las primeras vacaciones, decidió ir a la casa de ella en Florida, en lugar de venir a casa. Su padre le

atosigó durante una semana con respecto a las suegras y ser azotado con preguntas como, “¿Dónde estás certificado?” Cole negó con vehemencia el

matrimonio inminente o la familia política mientras Heller se partía de risa por cada mensaje de su hijo mayor.

Deseaba poder contárselo a Jacqueline.

***

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Como era de esperarse, el altercado con Kennedy Moore renovó mi

antagonismo y subió de nivel. La clase del lunes fue una tortura, entre los intentos fallidos de ignorarle o al menos resistirme a mandarle insultos

telepáticos a la parte trasera de su cabeza. Cuando se giró y sonrió a Jacqueline al final de la clase, dejé el salón antes de bajar las escaleras y hacer un hueco en su sonrisa digna de anuncio.

Apoyado en la pared junto a la puerta de escape de Jacqueline, la vi salir con el chico que se sienta a su lado en clase. Él asistió a una o dos de

mis clases al principio del semestre, hace tres meses. Ambos parecieron verme al mismo tiempo, y mientras se acercaban, podría haber jurado que

hablaban de mí. Después de desearle buenas vacaciones, él se dirigió hacia la salida contraria y examiné la cara de Jacqueline en busca de signos de que le hubiera dicho que era el tutor de la clase. Su expresión

era confusa mientras me miraba y su frente tenía una pequeña arruga. Incapaz de leerla, empecé a andar mientras ella me pasaba, abriendo la

puerta mientras salíamos. Me rozó con el codo y su olor ahora reconocible revivieron mis recuerdos de la noche del sábado.

—¿Puedo verte esta noche? —pregunté.

—Mañana tengo una prueba de astronomía —dijo. Iba a estudiar con compañeros de clase toda la tarde. No era algo extraño, excepto por la

pausa que lo hizo parecer más una excusa que un motivo.

Perseguido por una sensación persistente de exposición, escaneé la

masa de gente, buscando la fuente. La intuición me dijo que se hallaba justo a mi lado, pero eso tenía que ser incorrecto. —¿Mañana por la

noche?

—Tengo un ensayo de grupo mañana —dijo, y aumentó el zumbido en mis oídos. Habló sobre perderse la práctica el domingo por la mañana y

de preparar su bajo para las vacaciones, pero mi cerebro vaciló, cuando comprendió que eso era terreno familiar para Landon, no para Lucas.

Me dirigía de cabeza hacia un muro de cemento, y ya había golpeado esa pared, fuertemente. No necesitaba sentir el condenado crujido de todo

al destrozarse para saber cómo se sentiría. Necesitaba estas vacaciones, las olas en la orilla y la silenciosa presencia de mi padre. Necesitaba ver si podía romper esta obsesión.

Mirándola a los ojos, le pedí que me mandara un mensaje si sus planes cambiaban. Con cada partícula de fuerza de voluntad que poseía,

dije—: Hasta luego, Jacqueline. —Y me alejé sin tocarla ni besarla para despedirme.

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18 Traducido por Katita & Jasiel Odair

Corregido por Itxi

Landon Pensé que golpear a Clark Richards me haría sentir mejor, y fue así.

Se sentía demasiado bien, si existe tal cosa. Cada golpe que di, e incluso los que recibí, adormecieron y transformaron al bicho raro patético que fui,

dando vida a un hijo de puta insensible.

Mi pelea con Boyce el año pasado fue una tontería, pero golpear la

cara de Richards fue el momento decisivo. Encontré algo mejor que la combinación de marihuana y éxtasis, mejor que el alcohol, mejor que el sexo para sofocar las voces en mi cabeza… ya que incluso cuando las

cosas funcionaban, y a veces lo hacían, la voz que oía seguía siendo la mía y nunca dejaría que me olvidara completamente. Nunca.

—Sólo estaré fuera tres días —dijo papá, acunándole la cara—. Veremos a Charles y Cindy este fin de semana, ¿verdad? Planearemos ese

viaje de navidad a Río que han insistido desde hace años.

Ella le puso mala cara con una mueca falsa. —Oh, insistimos, ¿eh? Tal vez puedas simplemente quedarte en casa, señor Grinch.

Él deslizó las manos por sus hombros hacia los codos, aflojando sus brazos cruzados y acercando sus manos al pecho antes de arrastrarla

hacia sí e inclinar su barbilla. —No puedes dejarme atrás, Rosie —murmuró—, después de anoche no. —Se inclinó para besarla como si yo

no estuviera sentado a unos seis metros.

—Dios, consigan una habitación. —Agarré el mando, mirando a la pantalla resueltamente y mi patinador saltaba sobre los espacios entre los

edificios, por las paredes y se deslizaba por las escaleras mecánicas, cosas que me matarían en la vida real. Traté de cerrar mi ojo izquierdo para no

ver a mis padres, que se hallaban de pie junto a la puerta, dándose su larga despedida mientras se succionaban la boca.

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—Por eso compramos la consola y la televisión para tu habitación,

hijo. Así tu madre y yo podemos disfrutar de… —sonrió—, el resto de la casa.

Presioné pausa y me recosté en los cojines del sofá, con las manos sobre los ojos. —Oh, hombre. ¿En serio?

Mamá se rió. —Deje de burlarte de él.

—No puedo. Es demasiado fácil —dijo papá.

Suspirando, ajustó su corbata perfectamente recta. —En realidad,

pensé que deberíamos visitar a tu padre en navidad. Él siempre está solo, Ray…

La relación de mi padre con el suyo era la definición de complicado. —Él elige estar solo. Le gusta.

—Pero, cariño, es tan feliz cuando lo visitamos. Adora a Landon, y

no va a estar ahí para siempre.

Los padres de mi madre tenían unos cuarenta y pocos años cuando

nació ella; un bebé sorpresa mucho después de que aceptaron la idea de no tener hijos. Profesores prominentes en los campos de análisis, mimaron

a su hija curiosamente artística; sus palabras. Murieron, cuando yo tenía cinco o seis años. Mamá los extrañaba mucho, pero yo apenas recordaba a mi abuela, y no podía recordar a mi abuelo para nada.

El abuelo —el padre de papá— era el único que me quedaba.

—Sólo cree que por fin consiguió a un ingenuo que se hiciera cargo

del negocio familiar Maxfield —dijo, citándolo—, porque a Landon le gusta salir en el barco con él. Además, lo vimos hace un par de meses, en julio.

—A pesar de estas afirmaciones, escuché la rendición de su voz, dejándose llevar por lo que quería mamá. Casi siempre lo hacía—. Cuando me escapé

de esa ciudad, nunca tuve la intención de volver. Y me haces ir todos los veranos. ¿Y ahora en navidad?

—Porque es lo correcto. Y porque ya no eres un joven malhumorado

de dieciocho años, sino un hombre hecho y derecho.

La besó de nuevo, envolvió los brazos alrededor de ella y gruñó. —

Maldición, seguro que lo soy.

—Hay menores en la habitación. Justo aquí. En el sofá. Después de

haber dañado su inocencia. Por sus propios padres.

—Ve a prepararte para la escuela, bebé —dijo mamá, llamándome como sólo se limitaba a decir delante de papá o cuando estábamos solos.

Los chicos de trece años no pueden dejar que sus madres le digan ese tipo de mierda delante de amigos o del público en general.

Apagué el juego y mis padres continuaban besándose.

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—Con mucho gusto. —Me tapé los ojos con las manos mientras los

pasaba.

—Dale un abrazo de despedida a tu padre.

Hice un giro de ciento ochenta grados en la base de la escalera y me apoyé en él para un rápido abrazo. Palmeó mi hombro y me miró, todavía unos centímetros más alto, aunque iba a alcanzarlo.

El otro día alcé a mamá sólo para probar que podía, y ella gritó y se rió. —¡Antes te cambiaba el pañal!

Hice una mueca. —Mamá, ¿en serio, quieres evocar ese recuerdo de mi infancia?

Me dio un codazo en el pecho y enarcó una ceja. —¿A menos que quieras que mencione como te alimenté?

La bajé. —Oh, no. Qué asco.

—Hazlo bien en la escuela y practica mucho para ese partido de este domingo contra los engreídos de Annandale —dijo papá—. ¡Vuelvo el

jueves! —Me alborotó el pelo, algo que hacía sólo porque sabía que yo lo odiaba.

Me aparté de debajo de su mano. —Bueno uso de engreído, viejo. Tu vocabulario está mejorando.

Sonrió. —Muy bien, grandote. —Tomó mis hombros y me miró a los ojos—. Eres el hombre de la casa mientras estoy fuera. Cuida de tu madre.

—Está bien, papá. Lo haré. —Me despedí y corrí escaleras arriba,

pensando en el partido de este fin de semana, y en Yesenia, que planeaba invitarla a salir antes del final del día, si podía ser lo suficiente hombre

como para hacerlo.

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Lucas La temperatura en la playa era de veintiún grados, el promedio para

esta época del año. Los Heller me dejaron donde papá, antes de dirigirse a su casa de vacaciones con un pavo descongelado y una caja llena de

patatas, judías verdes, pan rallado y arándanos. —Nos vemos mañana —dijo Cindy—. Comeremos alrededor de la una. Y si el pavo todavía no está hecho, estaremos bebiendo.

Boyce: ¿Estás aquí?

Yo: Sí. Dame un par de horas.

Dejé caer mi bolsa de lona en la cama. La habitación nunca me pareció más pequeña. Era como un capullo. Broté de él y volé hace más de

tres años, y ahora era sólo un lugar reducido, familiar y extraño a la vez.

La pared en blanco tenía agujeros de chincheta, y los estantes se

encontraban prácticamente vacíos. Papá no movió la lámpara a la cocina, por lo tanto todavía colgaba cerca del techo, proyectando su luz indirecta sobre el espacio. Unos viejos libros de texto se hallaban apilados en un

estante, junto con la Biblia del abuelo y un directorio de la secundaria. A diferencia de la última vez que vine, también había un sobre. Contenía una

docena de fotos instantáneas que nunca vi.

Una, fue tomada en mi primer día de octavo grado, después de que

me bajé del coche con mi nuevo uniforme. Cada pieza de vestir que me iba bien hace tres meses, ya me quedaba pequeña. Sonreí a la cámara —a mi madre— mientras un chico en la acera, detrás de mí, sacaba la lengua.

Tyrell. Odiado o amado por todos los profesores, era uno de los tipos más divertidos que conocí. En el fondo, cerca del edificio, hablaban un trío de

chicas. Una de ellas, se hallaba frente a la cámara: ojos oscuros y el pelo negro recogido en una coleta. Yesenia. Seguramente ahora se encontraba a

punto de entrar en la escuela de derecho, o comenzar una pasantía en contabilidad o solicitar los programas de maestría en cine o sociología. No sabía lo suficiente como para conocer sus intereses o ambiciones, más allá

de su interés por mí. A los trece años, eso era todo lo que importaba.

Pasé las otras fotos, haciendo una pausa en una de mamá pintando,

y otra de nosotros dos haciendo el payaso en el patio trasero. El dolor me apretó el centro de mi pecho y las puse lejos para estudiarlas más tarde,

pensando que papá debe de haberlas dejado aquí para mí. Tal vez estas imágenes estaban en una tarjeta de memoria de una cámara vieja que, por fin, comprobó antes de tirarla a la basura.

En la cocina, había una bolsa de espinacas en la nevera y un plato de frutas en la mesa. No sabía si papá decidió comer sano, o dejaba lo que

yo quería comer mientras me encontraba en casa.

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—¿Cómo va la escuela? —preguntó, sacando una cerveza de la

nevera; tenía el pelo mojado por la ducha. Había estado en el barco antes de que llegáramos, por supuesto. Supuse que mañana se tomaría el día

libre, pero tenía miedo de preguntar. Si no era así, heriría los sentimientos de Cindy.

—Bien. Me anoté en un equipo de investigación para el próximo

semestre. Un proyecto con uno de mis profesores del año pasado. Hay una beca.

Se sentó en la mesa pequeña y antigua, con el barniz desgastado por el tiempo y la madera arañada. —Felicitaciones. Por lo tanto, ¿ingeniería

de investigación? ¿Diseño de coches de carrera?

Torcí la boca. Mis intereses no eran sólo los autos de carrera como en la escuela secundaria, no es que él lo supiera. Este intercambio debía

ser la conversación más larga con respecto a mis metas académicas que tuvimos desde que murió mamá. —No, materiales suaves y duraderos.

Algo relacionado con lo médico. Cosas para ser utilizadas en la ingeniería de tejidos.

Elevó las cejas. —Ah... Interesante. —Miró por la ventana junto a la mesa, la cual tenía la mejor vista del golfo, excepto por la vista desde la habitación del abuelo, donde no vivía nadie. Iba a salir de la habitación

para ducharme y desempacar las pocas cosas que traje, cuando me preguntó—: ¿Planes para la cena?

—Yo, eh, saldré con Boyce en un rato. —Tomé una cerveza de la nevera y abrí la tapa con el borde de la navaja sin abrirla.

—¿Todavía tienes tu llave?

—Sí.

Asintió, sin dejar de mirar a la ventana y nos sumimos en nuestro

silencio habitual.

***

Boyce y yo elegimos una cabina cerca de una ventana. Sólo había un bar medio decente en esta ciudad, y nos encontrábamos allí. Era muy ruidoso y con mucho humo, y echaba de menos los garitos de playa. Él

dijo que, actualmente, fueron invadidos por punks de secundaria. Tuvimos que reírnos, porque, no hace mucho tiempo, éramos esos punks.

—¿Todavía tienes la Sportster? —preguntó. En los últimos meses antes de irme de la ciudad, los dos reconstruimos la Harley mal cuidada

que su padre aceptó como pago por las reparaciones de uno de sus compañeros de copas. Cuando necesité vender la camioneta para pagar mi

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primer semestre de la matrícula universitaria, Boyce le convenció para

vendérmela barata.

—Sip. La tendré durante unos cuantos meses más, hasta que me

gradúe. —Pensé en los brazos de Jacqueline a mi alrededor, con las manos entrelazadas sobre mi abdomen. Su pecho apretándose contra mi espalda. Sus muslos separándose alrededor de mis caderas—. Quizá la mantenga

después de comprar un coche.

La camarera trajo nuestras bebidas y una cesta de varias cosas

fritas. Boyce escogió un aguacate rebozado y lo deslizó en la salsa. —¿Has visto a Pearl últimamente?

Negué con la cabeza. —En estos meses no. Ella andaba bien, creo que ahora está aplicando a las escuelas de medicina. Tú tienes más posibilidades que yo de encontrarte con ella. Hay, como, catorce veces más

estudiantes allí que residentes aquí, y sé que a menudo visita a sus padres.

—Es verdad. —Tomó un sorbo de tequila.

—Por lo tanto, ¿la has visto?

Su boca se levantó en un lado. —Algunas veces.

Negué con la cabeza, sonriendo. —Ustedes dos tienen una relación extraña, Wynn. Uno de estos días vas a tener que decirme al respecto.

—Como quieras, hombre —dijo, desestimando el tema de Pearl Frank—. ¿Una nueva aventura para ti? ¿Tríos? ¿Parte de una orgía? ¿Una

profesora que te acose sexualmente? —Movió las cejas, esperanzado.

Pasé los dientes sobre el aro en el labio y sacudí la cabeza, riendo. —

Sabes que estoy estudiando o trabajando todo el tiempo.

—Sí, hombre, tus ciento y un empleos. No puedes decirme que no tienes momentos de tetas y culos sólo para romper la monotonía. —Miró

detrás de nosotros a la creciente multitud—. Eres demasiado exigente o te sugeriría una o dos de las chicas de este bar. ¿Qué pasa con ese trabajo de

tutor? ¿Alguna chica atractiva que necesite una demostración de oferta y demanda de cerca? —Me quedé mirando mi cerveza durante un segundo, y

él dio una palmada en la mesa y se inclinó más cerca—. Maxfield, hijo de...

Puse la cabeza en mis manos. —Me encuentro cerca de conseguir algo. O intentándolo.

Se quedó en silencio durante unos cinco segundos. —¿Eres tutor de una de esas estudiantes?

No me jodas. ¿Cómo sabía eso? Pero Boyce siempre sabía. Asentí.

—Hmm. Conociéndote, eso apesta. ¿Y si fuera yo? Habría acabado

con esa mierda. Menos mal que nunca voy a ser tutor de nadie. Ni jefe. —Bebió lo último de su tequila e hizo una seña a la camarera para otra

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ronda—. Mira, necesito ser contratado por una chica caliente, así puedo

ser el que está siendo acosado.

En un destello, me imaginé a Jacqueline y a mí intercambiando

posiciones; si ella fuera la tutora y yo el estudiante. Si hubiera sido un bajista del último año de la secundaria para una tutora universitaria... todos los músculos de mi cuerpo se contrajeron y endurecieron. Maldita

sea, la seduciría tan rápido como girara la cabeza.

La camarera trajo nuestra segunda ronda y Boyce se rió y chocó su

copa con mi vaso de cerveza. —Por lo que sea que estés pensando, amigo. Esa es la mirada de un hombre que va a conseguir lo que quiere. ¿Puedo

ayudarte en algo?

Sacudí la cabeza, sorprendido por la intensidad de aquellos minutos

de fantasía.

Eso era todo, por supuesto. Una fantasía.

Dos semanas más de clases de economía. Dos más de auto-defensa.

Terminado.

***

Anoche cuando Boyce me llevó, vi la señal cambiada del Bait & Tackle; que añadió “Coffee & Wi-Fi” a su nombre. Podía imaginarme al viejo Joe pintando solo la ampliación, que es exactamente como se veía.

Pensé en comprobar mi correo electrónico para ver si Jacqueline me escribió. A Landon.

Una vez que pensé en ella; sola en casa y sus padres esquiando con el perro, no pude evitar preocuparme. Me recordé que en estas vacaciones

viajamos en direcciones opuestas. Ella fue cuatro horas hacia el norte, mientras que yo, cuatro horas al sur. Si se encontraba en problemas, no podía hacer nada al respecto.

Si se encontraba bien, podía relajarme. Todo lo que tenía que hacer era comprobarla.

Sin embargo, hace tres días la dejé de pie en frente del edificio de artes lingüísticas, cuando tomé la decisión de suspender este deseo, al

menos durante el receso. Si le enviaba un mensaje, todo empezaría otra vez. No sería justo para ninguno de nosotros.

Entonces Caleb se quedó dormido en mi cama después de comer por

lo menos un kilo de pavo y dobles raciones de todo lo demás. Papá, Charles y Cindy veían un partido de fútbol y no podían concentrarse en

nada más, y Carlie se quejó, dos veces. —Estoy tan aburridaaaaaa.

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Con mis convicciones evaporizadas, me ofrecí como voluntario para

acompañar a Carlie en una exploración por la ciudad. Su padre me cedió felizmente las llaves de su camioneta. Bajamos las ventanas y me sometí a

colocar una estación de pop a cambio de parar en el Bait & Tackle & Coffee & Wi-Fi.

—Eso es un trabalenguas —dijo Carlie, arqueando una ceja con un

tipo de superioridad que sólo puede una chica de dieciséis años. Una vez dentro, dijo—: Este lugar es como un set de teatro. ¿Estas sillas floreadas

son de verdad? —Y su dictamen del café—: Dios. Huele como a pescado.

Miró los estantes de recuerdos cuando yo me conecté y me encontré

con una docena de correos electrónicos inútiles, pero nada de Jacqueline. Landon no tenía ninguna excusa plausible para escribirle. No tenía

ninguna hoja de trabajo para enviarle. Ninguna próxima prueba. Así que describí el nuevo y mejorado Bait & Tackle, y coloqué mi firma habitual, LM, añadí un informal: ¿Te encierras y pones alarmas en tu casa cada

noche, cierto? No quiero sonar insultante, pero dijiste que ibas a estar sola en la casa.

Me entretuve durante quince minutos, pero no me respondió.

Carlie, luego de sus observaciones sobre la decoración, compró una

camiseta rosa brillante que tenía escrito Bait a través del pecho —cosa que su madre probablemente la confiscaría inmediatamente— y una bola de

nieve que contenía “nieve” color arena y una pequeña réplica del original, Bait & Tackles, sin café y Wi-Fi.

—Vamos, Lucas, sentémonos en la playa —dijo—. Si hay chicos

guapos de mi edad en esta ciudad, sin duda no están aquí. —Decidí no informarle que era poco probable que, en mi presencia, los chicos guapos

de su edad se acerquen a ella.

Seis horas más tarde, la pantalla de mi teléfono proyectaba una luz

verdosa. Mi fuerza de voluntad se agotó.

Yo: ¿Cuándo regresarás al campus?

Jacqueline respondió segundos más tarde: Probablemente el

domingo. ¿Tú?

Respiré aliviado. Se encontraba bien. Le dije que regresaría el

sábado, y de la nada añadí: Necesito dibujarte de nuevo, luego le dije que cuando volviera me mandara un mensaje.

***

El viernes, papá y yo llevamos en el barco a Charles y a Caleb, mientras Carlie y Cindy se sentaron en el pórtico rentado, bebiendo

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daiquiris vírgenes y leyendo. Cuando volvimos, papá me prestó la

camioneta y me dirigí a Bait & Tackle. Jacqueline le respondió el correo electrónico a Landon después de que hablamos por mensajes. Mi sonrisa

sobre el hecho de que ella usaba el sistema de seguridad todas las noches no duró mucho.

Pasé el día en la casa de mi ex, escribió. Quiere verme el sábado para

hablar. Podía adivinar qué clase de charla quería tener él. Cerré el portátil sin responder.

Cuando Caleb anunció que tenía que hacer un esquema del proyecto para la feria de ciencias del lunes, y no eligió un tema, los Heller

decidieron regresar la mañana del sábado. De todos modos, papá reservó un tour de pesca durante todo el día, así que nos despedimos antes del

amanecer, y yo volví a casa al mediodía.

Abrí el correo de Jacqueline de nuevo, imaginando que podría pasar la tarde —si no la noche— con Kennedy Moore. Él la trató como si fuera

prescindible y reemplazable, cuando no era así. Ella era más fuerte de lo que creía, pero su relación con él la hacía más débil. Aceptó el futuro que

su ex tenía para ella. Siguió los sueños de él, y no los propios. Lo dejó cambiar su nombre, y quién sabía qué más.

Hice un clic en responder, y le dije que parecía que él quería volver con ella. Entonces pregunté: ¿Tú qué quieres? Me pregunté si alguna vez

alguien se lo preguntó.

Los Heller salieron a cenar y al cine, seguido de una procesión de luces de navidad en las colinas en el extremo sur de la ciudad que se

llenaban de grandes mansiones decoradas por profesionales. Me retiré a lavar la ropa, diciéndome que quería estar solo. Hice una marinada de

limón para el pargo colorado que atrapé ayer, lo metí en la nevera y me fui a correr. Jacqueline Wallace era en un ciclo permanente en mi mente. La

idea de que esté con Moore despertaba una parte violenta de mí que pensé que se hallaba enterrada. Tenía sentido luchar para protegerla, pero no podía darle una paliza a alguien porque ella lo escogió por encima de mí.

Joder, si no quería hacerlo.

Joseph: ¿Sobreviste hoy? ¿Qué tal los Cowboys?

No estoy autorizado a decirle eso otra vez a Elliott, bajo la penalidad de algo llamado “Pisando Fuerte” —que por cierto, no es mi tipo de

perversión—, reproduciéndose todo el camino a casa de Cleveland.

Es un maldito largo viaje.

Yo: Sobreviví. Vamos los Cowboys. Tu novio te está controlando,

amigo.

Joseph: Dímelo a mí. Soy jodidamente sometido. :P

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Cuando el teléfono sonó de nuevo, asumí que era más de Joseph,

pero no. Era Jacqueline, diciendo: Ya estoy de regreso.

Así que por supuesto, la invité a cenar.

Preparar mi propia comida era algo que hice durante tanto tiempo, que no me pareció extraño. Era un niño que jugaba de asistente culinario con mi madre, para quien la cocina era una forma de arte. Cuando murió

el abuelo, yo cocinaba para mi papá y para mí por necesidad. Era eso o una dieta constante de pan tostado, pescado y huevos. Hubiéramos

contraído escorbuto5 antes de que yo saliera de la escuela secundaria.

Cocinar para alguien más que yo, se convirtió en algo raro. Vivía

solo, y Carlie había estado hace unos meses; por lo general no recibía a nadie más. No tenía tiempo para un círculo de amigos, y no tenía citas. Apenas me relacionaba con la gente.

Invitar a alguien para una comida casera presume de confianza culinaria y fomenta un nivel de expectativas, pero yo no era chef. Evitaba

las recetas gourmet y todo con pasos complejos. Me preparaba comidas sencillas en formas modestas.

No tenía ni idea de lo que a Jacqueline le gustaba o no.

—Nunca he tenido a un chico cocinando para mí —dijo, inclinando los codos hacia el lado opuesto de la barra, viéndome cortar verduras y

esparcir vinagreta de albahaca sobre ellos. Su falta de experiencia con los universitarios que cocinaban era un buen presagio para el pargo y patatas

al horno. Una vez que todo se hallaba en el horno, puse el contador y la llevé al sofá.

Quería saber a qué conclusiones llegaron ella y su ex, pero no se lo pregunté. Estaba aquí, y no podía pensar en que regresara con él.

Tomando su mágica mano en la mía, examiné cada milímetro de

ella. Tracé las líneas de su palma, los valles sensibles entre los dedos y las marcas arqueadas en las yemas de cada una. Mantenía las uñas cortas

para poder tocar el bajo, para presionar y puntear las cuerdas sin ningún impedimento.

Landon lo sabe. Lucas no.

Tenía que decirle. Tenía que decírselo, pronto.

Trayéndola a mi regazo, la apoyé en los cojines para inclinar su

cabeza hacia atrás y besarle el cuello, hirviendo de necesidad cuando ella tragó, trazando el camino de esos pequeños músculos temblorosos con mi

lengua mientras su pulso y su respiración se aceleraban. Desabroché la blusa blanca; un botón, luego dos, siguiendo el camino de cada centímetro

5 Enfermedad por carencia de vitamina C en la alimentación.

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de territorio recién adquirido con mis labios, deteniéndome en la parte

superior de su sujetador. Si lo desabrochaba, nuestra cena sería reducida al hollín.

Una de sus manos estaba atrapada entre nosotros, extendida contra mi pecho. Su mano libre se apoderó de mi bíceps, la tela de punto grueso agrupada bajo su palma. Cuando mi lengua comenzó a acariciar las

curvas visibles entre sus pechos, ella frotó mi brazo como un gatito y también ronroneó como uno. Su peso era perfecto, su cadera redondeada

se presionaba contra mi regazo. Luché para cerrar la puerta de mis pensamientos alborotados; en cómo se sentiría su cuerpo desnudo y suave

en mis manos. Quería girarla, sentir su calor presionarse contra mí…

El cronómetro empezó a pitar, y Francis sumó su maullido ansioso a la alarma.

Nunca en mi vida había estado tan excitado y voluntariamente dispuesto a morir de hambre.

—Es hora de comer. —Esas palabras descargaron otra oleada de pensamientos temerarios y desinhibidos con respecto al precioso cuerpo de

Jacqueline.

Su gemido confundido y frustrado era un tipo de música alucinante para mis oídos, un estribillo que me decía, claramente, que me quería. Lo

que sabe de ti, aclaró mi cerebro. Ni siquiera poseído por la lujuria, podía romper con mi conciencia.

Durante la cena, mencioné que cocinaba para papá y para mí antes de irme para la universidad.

—¿Tú cocinabas? ¿No tu mamá o papá? —Su mirada era firme con las cejas ligeramente arrugadas.

—Mi mamá murió cuando tenía trece años. —Intenté minimizar el hecho de que yo cocinaba después de eso, así me aseguraba de que papá y yo comiéramos algo además de tostadas y pescado.

—Lo siento. —Su simpatía genuina apareció en la preocupación tranquila de su voz, y me sentí arrastrado por deseos contradictorios,

seguido por mi autocontrol característico en lo que concernía al tema de mi madre, o a contarle todo. Como de costumbre, las palabras se hallaban

bloqueadas en mi garganta. Asentí y no dije nada.

Mientras comíamos, Francis consumió su peso corporal en pargo y después maulló para que lo dejara salir. Al cerrar la puerta tras de él, me

imaginé que necesitaría un trote alrededor de la vecindad en lugar de una expedición de caza.

Regresé a la mesa y agarré la mano de Jacqueline. Se levantó y me siguió a mi cama, donde nos tumbamos, con los ojos fijos, como si hacerlo

fuera un viejo hábito. La toqué, para confirmar que era real y no una cruel

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creación de mi corazón. Su piel era tan suave y su rostro era más hermoso

cada vez que la veía. Me asustaba muchísimo, pero no podía quedarme lejos de ella.

Desabroché el resto de su blusa, poco a poco, con los ojos fijos en los de ella, listo para detenerme cuando me lo indicara, independientemente de lo que hicimos antes. Ella tragó, con nerviosismo, cuando descubrí la

curva de su hombro y me incliné para tocarla con mis labios. Su aliento se sentía cálido en mi oído, y metió las manos frías debajo de mi camisa,

deslizando las palmas por mi abdomen y vagando más arriba. No podía quitarme la camisa con la suficiente rapidez.

Deslizando una pierna entre las de ella, apreté mi muslo contra su firmeza y conduje mi lengua en su boca dulce, y cuando se quedó sin aliento, mi necesidad de ella anuló mi necesidad de oxígeno. Me premió

con un gemido sutil y se arqueó contra mí, deslizando las manos por mi piel, acariciando el poema inscrito en mi costado que al fin entendí por

completo. Mi cerebro era un derroche de miseria y miedo. Nunca me sentí tan aterrorizado de mis propios deseos, porque iban mucho más allá de su

cuerpo. Mi corazón tembló, mi alma se curvó alrededor de ella para protegerla y mi mente se esforzó para determinar el cálculo lógico que pudiera hacerla mía. Tenía tantas ganas ser suyo, más de lo que quería

poseerla, cuando sabía condenadamente bien que no era posible.

Se movió por encima de mí, dejando caer su pelo sobre sus hombros

y las puntas sedosas rozaron mi barbilla. Con movimientos apreciativos de mis dedos, la blusa y el sujetador desaparecieron. Empujé a un lado mis

reservas por esos momentos efímeros y de rendición, adorándola con súplicas murmuradas y caricias suaves. Supe que las terminaciones nerviosas de mi piel se multiplicaron la semana anterior, porque cada

lugar en el que me tocaba con la boca o los dedos, me quemaba.

Ya que no planeaba sobrepasar los límites de Jacqueline, las horas

que pasamos en mi cama eran más calientes de lo que jamás imaginé que era posible, y besarla era una satisfacción sensorial y lujosa. Una vez que

mi cuerpo aceptó esto, me demoré más con cada toque de mi lengua, persuadiéndola junto con mi boca y sujetando sus manos sobre el colchón para que no me pudiese tocarme. Se arqueaba y se retorcía debajo de mí,

enrollando sus piernas alrededor de mi cadera, diciéndome con cada gemido y estremecimiento que su cuerpo era el instrumento que yo sabía

cómo tocar, y muy bien.

Cuando por fin solté sus manos, metió los dedos en mi pelo mientras

la besaba por el pecho y en el vientre, girando mi lengua en su ombligo y agarrándola con fuerza entre la cintura y las caderas, como debatiéndome si debía quitar sus pantalones vaqueros. Clavó sus uñas sobre mis

hombros y supe que si tocaba el botón justo debajo de mi barbilla, me diría que sí. Cada toque provocativo de sus dedos, labios, lengua, y cada

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sonido que hacía, construía tanto mi deseo y mi satisfacción, que no tenía

ningún sentido lógico, pero no me importó.

Lentamente, volví a sus labios, presionando mi peso en ella y

atendiendo a cada parte de su cuerpo que reclamaba mi atención en el camino. Se estremeció y se aferró a mí cuando me separé de ella y nos coloqué de lado. —Debería llevarte.

Escondida en mi pecho, sus dedos se entrelazaron con los míos, y aunque ella asintió, apretó su agarre en mi mano y no se movió un

centímetro de su posición en mis brazos durante varios minutos. Sentí un deseo imperioso de preservar el momento, como si fueran los últimos

granos que pasan por del cuello de un reloj de arena, y lo único que quería hacer era volcarlo de lado durante unos preciosos segundos más.

Nos vestimos sin hablarnos, y le abroché la blusa, demorándome

deliberadamente en cada botón, y luego me incliné para besarla por última vez.

Me hallaba a punto de traer a la vida la Harley cuando Charles salió de la parte trasera de la casa con una bolsa de basura. No podía moverme,

trazando con mi mirada sus pasos de la puerta a la basura, y de nuevo a la puerta. Deseé que entrara sin voltearse, pero sabía que no lo haría. Con su mano en el pomo de la puerta, giró y me miró directamente. Directo a

Jacqueline.

—¿Landon? ¿Jacqueline? —preguntó, como si no diera crédito a sus

propios ojos. O simplemente quiso que Dios estuviese equivocado. Suspiró y me dijo que cuando regresara lo encontrara en la cocina. Asentí una vez,

y regresó a su casa.

Jacqueline no dijo nada. No sabía si estaba sorprendida o si sintió este inminente final, como yo. El viaje de diez minutos a su dormitorio

pareció de diez segundos, pero fue suficiente para darme cuenta de la verdad acerca de mi doble personalidad y Jacqueline: ella ya lo sabía.

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19 Traducido por CrisCras & Lilizita15

Corregido por Jasiel Odair

Landon Después de las vacaciones de primavera, mi absentismo escolar

alcanzó nuevos niveles de “me importa una mierda”. El señor Quinn se sentía decepcionado de mí —me lo dijo cada vez que me daba un suspenso

o algo cercano— suspendiendo exámenes o enviándome a detención por saltarme clases. Pero había algunos días que simplemente no me sentaría

en una mesa enfrente de Melody Dover.

Saltarse clases normalmente da lugar a la suspensión, debido a que en la escuela pública, un cuerpo presente se considera que gasta dinero

del Estado. Exiliado a una habitación apartada, te dan una tonelada de trabajo de mierda que nadie puede obligarte a hacer. Una secretaria de la

oficina te hace de niñera. Tienes permitido dormir todo el día, aunque ocasionalmente te zarandean por el hombro y te dicen que no te duermas.

Todo esto, por supuesto, es por tu propio bien.

La última vez que me sentenció a la suspensión escolar, Ingram me informó que una ausencia más sin justificar daría como resultado mi

expulsión, e incluso una ausencia justificada tendría como resultado que fuera retenido un año en vez de ser promovido al siguiente grado. De

ninguna jodida manera quería quedarme atascado allí durante un año extra. En el último mes de escuela, tuve que acudir a cada clase, lo cual

era una mierda. Pasé por los pelos, habría dicho el abuelo.

Trabajé para mi padre en el barco, pero él me dio dinero en efectivo que no equivalía ni al salario mínimo, así que lo complementé con un

segundo empleo. Rick Thompson había llegado a ser uno de los chicos más cotizados de la ciudad. Su popularidad se debía a dos cosas: drogas y

chicas, a las que él llamaba favores de la fiesta; que atraían los negocios y eran pagadas en drogas. Gracias a los tipos de las fraternidades,

adolescentes que buscaban algo poco natural para hacer en sus vacaciones familiares, y hombres crecidos que eran los suficientemente estúpidos

como para sentirse atraídos por niñas de la escuela secundaria, Thompson hacía una cantidad seria de dinero.

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Empezó a permitir las líneas de crédito de los lugareños. Ahora y

entonces, alguien se metía demasiado profundo o revendía en su territorio sin darle una comisión.

Ahí es donde entrábamos Boyce y yo.

Boyce dejó de meterse con chicas y chicos más pequeños, aunque eso tenía poco que ver con que se hubiera vuelto más perspicaz. Lo

primero conseguía que follara a menudo —un incentivo obvio; y lo segundo era debido únicamente al hecho de que a mí no me gustaba. Su anterior

reputación de matón le precedía, y después de mi transformación en Hulk durante la pelea con Richards, el beneficio añadido de la inestabilidad

mental me hacía casi tan amenazante como mi mejor amigo. Por suerte, Thompson no tenía muchos problemas, así que la mayoría de las veces sólo estábamos allí para asegurarnos de que la gente hiciera lo que él

quería: pagarle.

A cambio, él nos pagaba. A veces en drogas, a veces en dinero. Todo

lo que teníamos que hacer para estar en su nómina era ser intimidantes y dar alguna paliza ocasional a algún imbécil. Boyce, más grande que yo,

por lo general se encargaba de la primera. Yo manejaba la segunda —y lo disfrutaba.

—No tienes que estar allí —dije—. No necesitamos que jodidamente

te desmayes o alguna mierda.

Boyce lanzó las manos al aire, como si no hubiera hecho sonidos de

náuseas mientras Arianna alineaba la enorme aguja curva. —Si no quieres que me quede, no me quedaré —dijo.

Miré fijamente su cara más pálida de lo normal con una directa expresión en blanco.

Él rodó los ojos y volvió al frente.

Cinco minutos más tarde, tenía un anillo a través de mi labio.

—Sexy, ho-ooombre —canturreó Boyce mientras yo pagaba. Él

estaba bien una vez que se apartaban las agujas.

—¿Quieres uno, Wynn? Yo pago.

—Jo-oooder, no-ooo —canturreó, añadiendo un movimiento de baile meciendo las caderas—. Mi atractivo sexual es una ganancia de Wynn sin tener agujeros en mi piii-eel.

Arianna sacudió la cabeza y me tendió el cambio.

—Oh, Dios. Para —dije.

—¿Ves lo que hice allí? —preguntó, sin arrepentimiento.

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Lucas —Ya lo sabías, ¿verdad? —No podía mirarla.

—Sí.

Quería saber desde cuándo lo sabía y cómo lo descubrió, pero

ninguna de esas cosas era importante. Me obligué a enfrentar su ira. —¿Por qué no dijiste nada?

—¿Por qué no lo hiciste tú?

No podía culparla. No podía responderle.

Ella quería saber cómo era posible que usara dos nombres.

—Landon es mi primer nombre, Lucas es el segundo. Uso Lucas... ahora. Pero Charles, el Dr. Heller, me ha conocido durante mucho tiempo.

Él todavía me llama Landon. —Mi garganta se estrechó cuando busqué las palabras para explicar por qué hice ese cambio, así que no dije nada. Lo

importante es que pude habérselo dicho y no lo hice.

—Me mentiste. —Sus ojos despedían fuego azul.

Me aparté un paso de la moto y agarré sus hombros, desesperado

por hacerle ver que nunca tuve la intención de herirla. Insistí en que yo no me llamaba Landon a mí mismo —que fue su suposición, pero, Jesucristo,

si esa no era la excusa más inútil que había dicho jamás. Todo el tiempo supe que ella creía que era cierto y no corregí sus percepciones.

Se encogió de hombros para librarse de mi agarre y la miré a los ojos. La traición que vi allí me desgarró. Tenía que dejarla ir.

—Tienes razón, esto fue mi culpa. Y lo siento. —Me temblaban las manos y las apreté a mis costados. Me armé de valor y tomé una bocanada de aire—. Te quería, y esto no podía suceder como Landon. Cualquier cosa

entre nosotros es contra las reglas, y las rompí.

Tenía que hacer esto bien con Charles… en primer lugar, por la

inviolabilidad de su nota. Ella hizo el trabajo, y no podía permitir que fuera castigada por mi engaño. Mi deseo de restaurar la confianza del hombre

que fue mi salvador en mis horas más oscuras era secundario. No podía considerar, ahora, qué haría si hubiera perdido esa confianza por completo.

—Así que se terminó —dijo, y volví a mí mismo.

—Sí —respondí, desangrándome a sus pies. Me zumbaban los oídos.

Sabía que había dicho la palabra, pero no podía oírla.

Ella sí lo hizo.

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Se dio la vuelta para entrar, y cuando desapareció, fui a casa para

enfrentar las consecuencias de lo que hice.

Te quería… te quería… te quería. Oí el estribillo de mis palabras

durante todo el camino, como un disco de vinilo rallado, repitiéndose. Y luego las de ella: Así que se terminó… terminó… terminó.

Era casi la una de la mañana cuando me deslicé por la puerta trasera. Heller se encontraba sentado en la mesa de la cocina con una taza de té, su cuaderno de calificaciones y el trabajo de Jacqueline. La única

luz provenía de la estufa y la pequeña lámpara sobre la mesa. El resto de la casa se hallaba en silencio.

Me senté enfrente de él y esperé. En todas las ocasiones en que me vi obligado a esperar en el escritorio de un profesor frustrado o de mi

mezquina directora, nunca sentí este remordimiento hasta los huesos, o esta exhaustiva decepción conmigo mismo.

Tan pronto como me senté, preguntó—: ¿La ayudaste a elaborar este

trabajo?

Negué con la cabeza. —Le ofrecí fuentes de investigación y comprobé

sus conclusiones y citas. Pero ella escribió el trabajo.

—Lo mismo que habrías hecho por cualquier persona a la que yo te

hubiera asignado para este proyecto.

Suspiré. —Sí, pero…

—Hijo, déjame ayudarte a desengancharte de dónde pueda. —Hizo

una mueca, conectando nuestros ojos—. Si le hubiera asignado este trabajo a otro estudiante de la clase, ¿le habrías dado la misma ayuda?

Asentí. —Sí.

—¿Ella te pidió alguna ventaja adicional o algún tipo de revisión de

notas debido a que ustedes dos estaban… involucrados? —Sus ojos no dejaron los míos.

Me lamí los labios, y chupé el aro en el interior de mi boca. —Ella…

no sabía que yo era el tutor de la clase.

Su ceño se intensificó y me miró de soslayo, confundido.

—Conocí a Jacqueline fuera de clase, antes de que le asignaras el trabajo de recuperación y le dieras mi dirección de correo electrónico. Ella

me conoció como Lucas, pero tú me llamaste Landon. Nunca la conocí en persona como su tutor; realizamos todo mediante correos electrónicos, debido a que nuestros horarios no nos permitían reunirnos.

Arqueó una ceja y mi rostro se calentó.

—Um, durante horarios diurnos regulares.

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—Así que no sabías que estaba en la clase, hasta que te pedí que la

ayudaras a ponerse al día.

—Lo sabía.

Suspiró. —Ella creyó que estabas en clase, pero nunca supo que eras el profesor.

Asentí.

Él se quitó los lentes y cerró los ojos, exhalando un suspiro. —Entonces tú organizaste esta doble relación, mintiéndole acerca de quién

eras. Y ella no sabía hasta esta noche.

—Correcto. —Tragué, pero la culpa no lo dejó bajar tan fácilmente.

Ya no tenía intención de seguir mintiendo esta noche, pero esta mentira protegía a Jacqueline. No sabía porque ella no me confrontó una vez que lo supo o sospechó. Ni siquiera sabía por cuánto tiempo lo supo. Pero no se

vería bien que ella lo supiera y continuara con la relación.

No tenía opción, pero protegerla se convirtió en una necesidad, como

respirar.

—Landon… —Ondeo una mano y se corrigió—. Lucas, ¿por qué?

¿Cuántas veces me hice esa pregunta? —Al principio, fue porque ella se asustó de mí… como Lucas. Pero como Landon no. A través del correo

electrónico, ella me tomó como tú me presentaste, un alumno del último año con conocimientos que podía ayudarla a ponerse al día en clase. Ella era divertida e inteligente, y como Landon, yo no… —Fruncí el ceño hacia

mis manos—. No la asustaba.

Se aclaró la garganta. —No contradigo tus sentimientos… pero ella

no parecía asustada de ti hace unos minutos.

Mis labios se presionaron en una línea plana.

—¿Te gustaría confesar algo más, antes de que tome una decisión acerca de esto?

Mierda, pensé, mientras una indiscreción más aparecía dentro de mi cabeza. —El cuestionario, no le dije al respecto… pero pude haberle dado a entender que tú darías uno.

Se cubrió los ojos con las manos y suspiró. —Está bien. Hablaré con ella el lunes…

—Charles. —Me incliné sobre la mesa, apretando las manos enfrente de mí como suplicando—. Es mi error. Todo esto. Ella no hizo nada malo,

se esforzó para estar al día. Escribió ese trabajo sin ayuda, como querías. Si ella hubiera tenido algún problema para hacerlo, podría haber estado

tentado a cruzar la línea para ayudarla. Pero ese no fue el caso. Por favor, no la castigues por mi mal criterio.

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Ladeó la cabeza, mirando suavemente. —Te gusta mucho esta chica,

¿no es así?

Di un rápido asentimiento.

—La pusiste en una mala situación, hijo. Si no te conociera de toda la vida… podría estar tomando una decisión disciplinaria para los dos, basado en como luce esta situación. Frecuentemente las apariencias llevan

más peso que la verdad, pero creo que ya lo sabes. —Suspiró de nuevo, poniendo una palma sobre mis manos entrelazadas—. Bueno. ¿Puedo

confiar en que se limitarán a interacciones de tutoría apropiadas durante las últimas semanas del semestre? Necesito tu palabra.

Asentí de nuevo y mis ojos ardían. No era digno de su perdón. —Sí. Lo prometo. Lamento decepcionarte, Charles. Y a ella.

Le dio una palmadita a mi mano antes de recoger los papeles. —

Admitiré que a menudo me equivoco con las mujeres, pero me parece que mentir para posponer problemas es una mala idea. Las mentiras tienen

una manera de complicarlo todo, o volver para morderte en las bolas, como diría Caleb.

Reímos entre dientes. —Supongo que estoy de acuerdo con Caleb en eso.

—Sí, ahora es muy inteligente. Dale un año o dos. Una vez que le

llegue la pubertad, enviará la mitad de sus células cerebrales por un tubo.

***

No miré a Jacqueline el lunes cuando entró a clase. Y si podía evitarlo, no la miraría durante toda la clase. Tampoco cuando Heller dijo—: Señorita Wallace, por favor véame un momento después de la clase.

Sin embargo, Benjamin Teague me miró sobre el hombro. Un momento después, se inclinó cerca de Jacqueline, ladeó la cabeza en mi

dirección e hizo una pregunta. Ella agitó la cabeza, pero no se giró.

Seguí enviándole las hojas de trabajo, pero mis correos se limitaban

a: Nueva hoja de trabajo adjunta, LM.

Ella no contestó; no esperaba que lo hiciera. No la vi entrar ni salir

de clases, excepto para notar que Moore la acompañó fuera y también la siguió desde el edificio. Ella no me miró, y no podía culparla.

Me permití algunas evaluaciones espontaneas de ella durante la

clase del miércoles y viernes. Puso toda su atención a las lecturas sin estar inquieta ni mirar sobre su hombro. Sus manos permanecieron inmóviles,

excepto para tomar notas. Ella parecía un ser encantado, que de repente descubrió que se dirigía hacia la Tierra y fue despojada de sus poderes

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mágicos, cuando nada podría estar más lejos de la verdad. Ella había

puesto amor en el corazón de un hombre cuya alma fue congelada durante años, anestesiado por soportar demasiado dolor y culpa.

***

Jacqueline y Erin fueron a la fila de Ellsworth cuando llegó el momento de practicar patadas. No la vi, pero estaba en sintonía con ella.

Podía escuchar su voz por encima de todas, a pesar de que no hablaba más fuerte que nadie más, gritando “¡No!” cuando clavaba un golpe de

rodilla o patada, o reía con sus amigos.

Cuando Watts anunció un descanso, no pude frenarme en buscarla, mientras ella bebía agua. Levantó la mirada, conectando nuestros ojos, y

todo lo demás desapareció. Allí sólo estaba Jacqueline, parada en el otro lado de la habitación, sus ojos un cielo nublado y su rostro ruborizado por

el esfuerzo. Atrapar su mirada en ese momento fue como mirar por una ventana y ver una puesta de sol: inadvertida, impresionante, algo de una

sola vez.

Erin tomó su brazo y la dirigió fuera, hacia el pasillo del vestidor de mujeres o la fuente de agua, y yo me sacudí de mi estupor para ayudar a

Ellsworth a colocar el equipo para las siguientes rondas de ejercicios y luego pusimos el relleno.

—Asegúrate de que esa mierda esté bien rellena —me recordó él—. Fairfield fue golpeado en los genitales el otoño pasado. Le enseñamos a

estas chicas a no contenerse y ellas no lo hacen. Creo que no pudo estar parado durante quince minutos, pobre bastardo. Me reí hasta llorar, por supuesto.

Cuando se pidió orden, las mujeres se separaron en dos grupos, preparadas para el ataque del abrazo de oso, que era tal como sonaba.

Luego Watts dijo—: Don, Lucas, ustedes dos intercámbiense y mezclen las tácticas de los atacantes.

Eso envió a Jacqueline a mi fila, donde me ofrecí a demostrar el movimiento —una serie de posibles defensas al ser agarrado en un abrazo de cuerpo completo. No era de extrañar que ella luciera asustada y lista

para hacer una carrera hacia la puerta. No me sentía diferente. Tendría mis brazos alrededor de su cuerpo, en frente de todos, en los próximos

minutos.

Expliqué los movimientos; cabezazo, un golpe contra la espinilla,

pisotón en el empeine, codazo al abdomen, y el que siempre era el favorito de la clase, la cortadora de césped. Watts vino y me usó para demostrarlo.

—Lleven la mano hacia atrás y agarren la mercancía, torciendo y tirando

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como si estuvieran encendiendo una podadora. —Él terminó con—:

¡Brrrrrruuuummm!

Las mujeres rieron a carcajadas, y yo me mordí el labio y seguro

enrojecí cuando Watts les pidió que por favor escenificaran ese movimiento sin hacerlo completamente, para garantizar que Ellsworth y yo pudiéramos ser padres en el futuro.

Una por una, las seis mujeres de mi fila tomaron su turno enfrente de las otras mientras yo me acercaba por detrás y las agarraba, apretando

mis brazos y fijando los de ellas. Usaban cualquier defensa que quisieran, y, al final, la mayoría hacía una copia de la podadora, incluso agregando el

efecto de sonido. La amiga de Jacqueline, Erin, representó cada defensa, a toda potencia. Sonreí, imaginando a su atacante en el piso, rogando para alejarse de ella. Su grupo aclamó cuando ella preguntó, completamente

seria, si debería patearlo antes de irse.

Me agradaba esta chica.

Por último, fue el turno de Jacqueline. Yo sabía que sus nervios eran por mi culpa, y estaba determinado a que no estuviera en desventaja por

eso. Ella necesitaba aprender esos movimientos. Necesitaba sentir el poder al hacerlos. Necesitaba confiar en sí misma, y mi trabajo era darle eso.

Cuando mis brazos la rodearon, se congeló. Maldición. Mi culpa, mi

culpa, mi culpa.

—Golpéame, Jacqueline —le pedí suavemente—. Codo.

Ella obedeció.

—Bien. Písame. Cabezazo. —La guié silenciosamente, y ella siguió—.

La cortadora de césped. —Hizo el movimiento, sin el efecto de sonido que emplearon las otras.

La solté y ella se dirigió hacia su grupo, quienes la animaban como si hubiera ganado una medalla en un evento olímpico. Erin la envolvió en un abrazo protector, y decidí que ella era la amiga más digna que podría

tener mi chica.

Mi chica.

El abrazo de oso de frente me dejó boquiabierto. Incluso con el relleno, la audiencia y el objetivo detrás de la interacción, la miré a los

ojos, alejada por pocos centímetros, y sentí mi deseo por ella como una patada en el estómago. Por suerte, mi cuerpo se puso en piloto automático e imitó el asalto frontal de cuerpo completo, y ella hizo los movimientos de

defensa sin indicaciones, todo en sintonía con las voces entusiasmadas de su grupo gritando indicaciones y palabras de aliento.

Una semana más de clases de economía.

Un módulo más de autodefensa.

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Y se acabó.

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20 Traducido por Annie D. & Aleja E

Corregido por LucindaMaddox

Landon —Mira, Standish, este es el trato… —Boyce a veces sonaba como un

padre sufrido, lo que en cierto modo, era mucho más malvado. Les hacía pensar a las personas que las cosas no eran tan serias—. Te has metido en

una mierda profunda, amigo.

Puse los ojos en blanco, crucé los brazos sobre el pecho y apoyé la

cadera contra el lavado roto.

Eddie Standish enfrentó a Boyce pero me miró de reojo sin girarse hacia mí, como un pájaro. La mejor forma de rastrear donde estaba… sin

mirarme a los ojos. —Sólo necesito un poco más de tiempo, ¿sabes?

—Ah —dijo Boyce, frunciendo los labios—. Ves, ese es el problema.

Tu tiempo… como que se terminó.

Standish parpadeó y su rostro palideció. Jesús, esperaba que no

llorara. Odiaba cuando lloraban. —¿Se acabó? ¿A qué te refieres con, se acabó? Todos me conocen. Thompson me conoce, ¿Puedo, algo así, como

tener una extensión? —Se alejó y pasó las manos por su cabello, jalándolo, pero cuando se acercó, era como si se hubiera puesto una máscara—. Vamos, Wynn. No seas un patán. —Una máscara arrogante y superioridad

de “estoy a punto de recibir una paliza”.

Wynn me miró. ¿Está haciendo lo que creo?

Me encogí de hombros. Sí, hombre.

Un estudiante de un año inferior abrió la puerta del baño, luego nos

observó a los tres y retrocedió con los ojos amplios.

Wynn inclinó la cabeza y caminó hacia Standish. —Así que yo soy el

patán, ¿no? No el chico que tiene doscientos… ¿Son doscientos, Maxfield?

—Sip.

—Doscientos dólares en deuda por la mierda que él cambió por

coños. —Boyce se rió, y Standish también. Idiota—. Puedo hacer un

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comentario aquí sobre el hecho que Maxfield y yo no tenemos que pagar

por coños… nunca. Podría comentar cuan triste y patético es que a) tengas que pagar para conseguir sexo o que b) al hacer eso reduce el campo de

chicas que estarían con un chico gratis, pero no lo haré.

Boyce miró fijamente a sus pies y golpeteó suavemente su mentón, lo que significaba que estaba a punto de volverse filosófico. Joder. Tengo

que ir a una clase.

—No tengo nada en contra de una chica que disfruta de su cuerpo

del mismo modo en que disfruto del mío, a pesar de que hay una diferencia entre ser un mujeriego, como yo, y ser un prostituto. —Miró a

Standish—. No las juzgo. Una chica debe hacer… etcétera, etcétera. Pero chicos como tú, ¿que sólo lo obtienen cuando pagan? Eso es simplemente

trágico. Por eso es un poco cómico, cuando quieres dar vuelta las cosas y me llamas patán a mí.

Hubo una pausa mientras Standish lo asimilaba. —No le doy a esas

perras nada de mi mierda, hombre —dijo, riendo nerviosamente, como si fuéramos unidos—. Simplemente les digo que lo haré, luego voy y las follo.

¿Qué van a decir? ¿Gritar que las violaron? Son adictas y putas. —Miró entre nosotros, tragando—. Yo… uh, cambié la mayoría de la mierda por

un carburador.

—Ojalá no hubieras dicho eso —dije, con voz baja.

—Standish, amigo… Primero, ¿cambiar una cantidad substancial de mierda por partes de autos? Eso es traficar, imbécil. En el territorio de los Thompson. —Boyce me miró—. ¿Y con respecto a lo otro? Te acabas de

joder tú solo, hombre. Mi amigo Maxfield tiene problemas con la palabra V.

Observé mientras Standish se esforzaba para recordar qué palabra

con V dijo. —P-pero, no puedes violar a una puta drogadicta…

No terminó su oración. En realidad no quise tumbarle un diente…

eso fue un extra. Mi intención era motivarlo para que se pusiera creativo en conseguirle los doscientos dólares a Thompson, pero también que no pudiera hablar ni comer normalmente durante un mes. Listo y listo.

Él pagó al día siguiente, Boyce escuchó que empeñó el Rolex de su padre, y aunque ya era muy delgado, perdió diez kilos con la dieta líquida

en la que estuvo por seis semanas.

La complicación vino del hecho de que nos encontrábamos en la

propiedad de la escuela cuando Standish adquirió su motivación. Aunque preferíamos mantener estas confrontaciones fuera del campus, él se había

escabullido durante días. Pero la escuela era obligatoria, y no es difícil encontrar a alguien cuando el cuerpo estudiantil se compone de menos de doscientas personas. Averiguamos su horario e ideamos una emboscada;

Boyce deslizó un brazo alrededor de sus hombros y reía como si fueran compañeros, mientras lo dirigía al baño sin salida.

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El desafortunado accidente de Standish nos colocó otra vez en el

radar de Ingram. Fuimos llamamos a su oficina. Boyce supuso que nos delató el estudiante más chico, porque estaba bastante seguro de que

Standish preferiría cagarse encima antes de delatarnos.

—Excepto por ese comportamiento suyo de Jekyll y Hyde6… tal vez él es así de tonto —dije.

—¿Hyde y quién? —Boyce frunció el ceño—. Es un libro, ¿verdad? Olvídalo. Sólo niégalo.

—De acuerdo.

Fuimos situados en las mismas sillas que ocupamos hace dos años,

después de la infame pelea del pasillo que nadie nunca admitió. Ingram entrecerró los ojos, sin pestañear. —Me parece interesante que ustedes dos hayan sido vistos con Edward Standish justo antes de que saliera de esta

escuela con su diente delantero en la mano, una boca llena de sangre, y años de cara ortodoncia destruida.

Boyce simuló un ataque de tos improvisado para esconder la risa. Si había una cosa que Boyce Wynn no podía hacer bien —además de leer y

comprender— era pretender que no se reía cuando ese era el caso. Me concentré en mantener una expresión en blanco. No podía expulsarnos por

darle un paliza a un chico que juró que nosotros no tuvimos nada que ver, y cuando extrañamente, su testigo también se retractó. Estaba seguro que Boyce estaba detrás de eso, pero no pregunté.

***

Estuvimos en el agua por dos horas antes de que la chica con el

bikini de rayas rojo y blanco se dignara a hablarme. Me hizo pensar en un caliente caramelo de menta. Pretencioso, pero caliente. Sin embargo, no iba a ponerme exigente con respecto a la actitud, porque una chica linda

en el barco era extraño. Por lo menos, eso hacía que la vista fuera mejor que sólo kilómetros de agua, la línea costera y peces.

—Los chicos que son emos o góticos, o lo que sea en mi escuela son mucho más… pálidos que tú. Y mucho menos musculosos. Pensé que la

apariencia anémica era parte de su estilo de vida. O como sea.

Entrecerré un ojo para mirarla. Se acercó a mi lado mientras yo preparaba la carnada en la caña. Hoy íbamos a pescar en lo profundo.

6 Personajes de una novela, donde se representa el trastorno psiquiátrico que hace que una misma persona tenga dos o más identidades o personalidades con características

opuestas entre sí.

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—¿Estilo de vida? —Reí—. No tengo el tiempo para establecer una

filosofía. —Hubiera añadido “cariño”, si no fuera la hija de un cliente—. Sólo soy lo que soy.

—¿Y qué es eso? —Tenía un aspecto travieso en sus ojos que no noté las primeras dos horas de este viaje. Pero entonces, ella pasó ese tiempo trabajando en un bronceado detrás de lentes de sol oscuros que ahora se

hallaban en su cabeza mientras trataba de ignorar a sus padres, quienes intercambiaban disimulados y no tan disimulados insultos en la parte de

atrás del barco.

Una sonrisa levantó un lado de mi boca. —¿Qué quieres que sea?

Puso los ojos en blanco. —¿Esa frase funciona con las chicas de por aquí?

Pasé la punta de mi lengua sobre mi aro en el labio y me arrodillé

para abrir el balde con la carnada, un movimiento que exhibía esos músculos que notó ella. —Sip.

Levantó una ceja. —¿Que más funciona con ellas?

Miré por encima del hombro, donde mi papá se encontraba en el

timón y, por el momento, no me miraba mal. —¿Por qué no te enseño a colocar la carnada en el anzuelo y a sostener la caña mientras hablamos más sobre eso? —La observé por encima de mis lentes de sol—. Si quieres

la respuesta a esa pregunta, puede ser que tome algo de tiempo mientras detallo la información.

Cuando me levanté, ella se movió en frente de mí, pasando su pie por las irregularidades de la cubierta. Hoy había turbulencias y hubiera

sido mejor ir a la bahía, pero su papá quería pescar en mar abierto.

—Sé todo acerca de chicos malos, señuelos y anzuelos de carnada...

—Colocó las manos juntas sobre la baranda, mirando al agua. Desde mi posición por encima de su hombro, ella acababa de presionar una perfecta cantidad de escote, casi sacando sus pechos de su pequeño bikini. Sin

duda, señuelos—… Y sostener cañas… ¿Cuál era tu nombre?

—Landon.

—Mucho gusto, Landon. Soy Chastity.

Sabía su nombre, habiendo prestado atención a sus padres, cuando

se presentaron antes de prepararnos para esta excursión. Antes quedó claro que sus padres iban a pasar el día sobre la garganta del otro, siseando comentarios o ignorándose entre sí. Diablos, su mamá coqueteó

con mi papá. No que él le prestara algo de atención.

—Chastity.

Escuchamos las palabras saber sobre eso, puta e imbécil por encima del sonido de las olas y gaviotas. Mi papá se alejaba como le era posible,

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considerando que todos nos encontrábamos atrapados en este bote de diez

metros. Chastity y yo estábamos atrapados en el medio.

—¿Tus padres tienen problemas? —pregunté.

—Mi papá y madrastra. Y sí. Lo acusa de engañarla. Conociendo a mi papá... es posible. No hablemos de ellos. Son aburridos y quiero tener algo de diversión en estas estúpidas vacaciones. Y Landon, me pareces

divertido. —Hizo un movimiento con la caña, agarrándola y presionando su cadera en mí.

—Así que, Chastity7… ¿Es un nombre apropiado o equivocado?

Rió suavemente y apoyó un hombro sobre mi pecho, deslizando las

manos por la caña. —Eso lo sé yo, y tú...

—Oh, no te preocupes. Estoy con plenas intenciones de descubrirlo.

—Eres un engreído hijo de puta, ¿cierto?

Le sonreí. —Prefiero confiado hijo de puta… pero sí. Entonces ¿qué dirías que harás esta noche?

—Mmm… ¿qué hay de ti?

***

A pesar de lo que le dije a Chastity sobre las frases y las chicas locales, rara vez me acostaba con ellas. Querían citas, bailes escolares y

relaciones… y yo no podría haber estado menos interesado. La mayoría de las chicas con las que salía aquí eran temporales. Las conocía en la playa, o en Bait & Tackle, o algún lugar de la ciudad. Nos enganchábamos en sus

condominios rentados, cuartos de hoteles o en la playa, si estaba oscuro y si se hallaban dispuestas.

Chastity era un juego —pero no uno en público, oscuro o no, y en ninguna parte cerca de sus padres. Cuando la recogí, dijo que los había

convencido de que se encontraría con unos amigos de su escuela en Fayetteville. —Les dije que me dejarían a la media noche, después de freír pescado y s’mores en la playa.

No podía creer que lo creyeran.

—Llévame a tu casa —alentó después de que nos besamos y

caminamos por la playa con una docena de otras personas—. Puedo ser muy callada. Lo prometo.

7 Referencia al nombre de Chastity que significa castidad, pureza.

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Entonces hice algo nuevo, metí a una chica en mi casa. Eran las diez

más o menos, pero papá se despertaba temprano y también apagaba las luces temprano. Su dormitorio se hallaba al final del pasillo desde mi

despensa. Deambulamos por la sala de estar oscura y por la cocina, evadiendo cada tabla chillona.

Una vez que llegamos a mi dormitorio, cerré la puerta y ella

susurró—: Mierda, esto es pequeño. ¿Es esto.... una despensa?

Encendí la lamparilla que instalé en la pared y apagué las luces del

techo. Pateé mis maltratados zapatos de muelle al lado de los de ella.

—¿Quieres hablar sobre mi dormitorio, o…?

—Sólo pensé que todo era más grande en…

Me quité mi camisa y su boca cayó abierta. Me incliné para besarla, levanté su top por encima de su cabeza y quité el nudo en la base de su

cuello, desanudando el bikini color verde menta y tomando sus tetas en mis manos. Ella se dirigió a la cama y la seguí.

—¿Decías? —dije, y sacudió su cabeza, jalándome encima de ella.

***

Despertamos alrededor de la una de la mañana, lo cual hubiera sido

bastante malo porque ya se retrasó en su hora de llegada y tenía llamadas perdidas, mensajes de voz y de textos hasta el tope en su teléfono —el cual

puso en silencio.

Pero la razón por la que nos despertamos era por papá. No tenía idea

de por qué decidió abrir la puerta de mi dormitorio, si él lo hizo antes, no lo sabía. Tal vez comprobaba si me encontraba en casa por alguna razón.

Pero Cristo, cinco segundos después, todos estamos completamente despiertos.

—Landon Lucas Maxfield, ¿qué mierda haces? —gritó, y luego se dio

la vuelta, porque Chastity se sentó y continuaba desnuda en la parte delantera—. ¡Joder, Jesucristo! ¿Asumo que sus padres no saben que ella

está aquí?

Me aclaré la garganta mientras agarrábamos nuestras ropas y nos la

colocábamos, incómodos y atrapados entre mi cama pequeña y mi papá, que bloqueaba la puerta. —No, papá, no saben.

—¿Saben que está contigo?

Le miré. Sacudió la cabeza. —No, papá, no lo saben.

—Llévala al hotel. Inmediatamente. Maldición, Landon, maldición.

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Eso era lo máximo que lo escuché maldecir en una frase en toda mi

vida. Mientras lo pasábamos, los músculos de su garganta se veían tensos y su rostro era pura furia.

La dejé en la entrada del hotel. Ella le escribió a su papá que apagó su teléfono accidentalmente. Cuando aparecimos, él esperaba dentro del vestíbulo, con el ceño fruncido.

—Mierda —dije.

—Me encargaré. Se merece lo que le haga. Créeme. —Se dio la vuelta

y se inclinó para besarme—. Gracias por hacer este viaje mucho mejor de lo que creí. Hay un chico melancólico en mi clase de literatura con algunas

perforaciones. Siempre pensé que era algo espeluznante, pero tal vez ahora le dé una oportunidad. —Sonrió y salió.

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Lucas El domingo por la tarde, le envié a Jacqueline la última hoja de

trabajo, junto con mi mensaje estándar: Nueva hoja de trabajo adjunta, LM. Quería decir mucho más, pero lo que más deseaba no podía reducirse

a palabras.

Cerca de las diez de la noche, sonó mi celular. El rostro de

Jacqueline llenó la pantalla, con una foto que tomé de ella en este sofá. Me sonreía como si tuviera un secreto.

No nos hemos comunicamos, aparte de las interacciones en la clase

de autodefensa de ayer, en más de una semana. Más importante aún, nunca antes me llamó.

Cuando contesté, dijo—: Te necesito.

Me puse de pie, dejando caer mi bolígrafo y libro en el sofá junto a

Francis y me dirigí a mi habitación. —¿Dónde estás? —Lancé a un lado mis botas de cordones y tomé mis Nocona, que tenía desde los diecisiete años, el único calzado nuevo que compré en la escuela secundaria.

—En mi habitación.

Metí los pies en las botas y tomé mi sudadera de camino hacia la

puerta. —Estaré allí en diez minutos.

Su respuesta, antes de colgar, fue un susurro—: Gracias.

Subí a su dormitorio con la misma facilidad que lo hice la última vez, tomando dos escalones a la vez y golpeé suavemente a la puerta. Un temblor me atravesó. No tenía ni idea de lo que esperaba en el otro lado de

esta puerta, pero sea lo que sea que ella necesitara que fuera, estaba listo para serlo.

Abrió la puerta, pero no completamente. Cuando me miró, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Jacqueline, que…

—Lo hizo de nuevo, Lucas, y es mi culpa.

—¿QUE?

—Shhh. —Sacudió la cabeza, puso la mano sobre mi brazo y revisó el pasillo vacío. Oí voces desde el interior de su habitación en el mismo

momento en que me dijo en voz baja—. A otra chica. De una fiesta de anoche. Ella está aquí. Erin y yo no sabemos qué hacer. —Tragó—. Es una

estudiante de primer año. Está tan molesta y asustada, y no sabía a quién más llamar. Lo siento.

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Acuné su cara con una mano. —No vuelvas a pedir disculpas por

llamarme para pedir ayuda. Voy a hacer lo que necesites. ¿Podrá hablar conmigo?

Asintió. —Creo que sí. Erin le dijo que enseñas clases de defensa personal y eres policía del campus. Mentiras piadosas, pero se encuentra tan asustada...

—Entiendo. —Respiré tranquilo y me recompuse—: ¿Cómo se llama?

—Mindi.

La compañera de cuarto de Jacqueline se sentó en su cama, con un brazo firmemente alrededor de una chica que me recordó a Carlie; cabello

rubio pálido, cara en forma de corazón, cada gesto pequeño y delicado, a excepción de sus enormes ojos. Pero nunca vi a Carlie así.

—Hola, Mindi. Soy Lucas. —Me acerqué a ella lentamente.

—N-no pareces un oficial de p-policía —tartamudeó, entre respiraciones temblorosas y con la voz interrumpida por el llanto.

Aro en el labio, cabello bastante largo, una sudadera, no lucía como el hombre más digno de confianza, y desde luego no parecía un oficial. Me

puse de cuclillas delante de ella, pero no demasiado cerca. —En realidad soy un estudiante. Pero tengo un trabajo con el departamento de policía.

Pareció aceptar esto.

—Tenemos que ir a un hospital para que puedas ver a un terapeuta, a un médico y presentar una denuncia. —Sus ojos se llenaron de lágrimas,

y continué—: Tendrás que ser muy valiente para hacer esas cosas, pero Erin y Jacqueline creen que puedes hacerlo, y yo también.

—Por supuesto —dijo Erin, sosteniéndole la mano—. Y no te voy a dejar ni por un minuto.

Mindi sorbió por la nariz y se secó los ojos con el dorso de las

manos. —Muy bien. —Su voz era aguda, como la de un niño.

—¿Tus padres están cerca? —le pregunté, luchando por aflojar la

mandíbula. Podría tener vidrio molido entre mis dientes.

Sacudió la cabeza. —Se encuentran en Pennsylvania. Pero no puedo

llamarlos. No puedo. —Su histeria se intensificó con cada palabra—. Van a estar muy molestos de que haya bebido.

—No tienes que llamarlos todavía —le dije—. Pero no hay manera de

que se enojen contigo. —Esperaba que esto fuera cierto. Si se tratara de Carlie, o Jacqueline... mejor no iría por ese camino en este momento. Tomé

otra respiración para tranquilizarme—. Puedes hablar con el terapeuta sobre cómo decirles, ¿de acuerdo?

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Asintió, imitando la respiración profunda, temblando y apretando la

mano de Erin.

—¿Entonces deberíamos ir al hospital, Lucas? —preguntó Erin—.

Podemos ir en mi coche.

—¿Tú estarás allí? —preguntó Mindi, con la voz ronca. Debe haber llorado durante la mayor parte del día. Recordé a Jacqueline la noche de la

fiesta de Halloween. Las lágrimas en sus ojos. Su apretón de manos. Si supiera dónde vivía ese imbécil, estaría muerto al final de la noche.

Le eché un vistazo a Erin y asintió. —Si así lo quieres —le contesté. Mindi asintió. Quince minutos más tarde, los cuatro entramos en la sala

de emergencia, y me di cuenta de lo difícil que es contarlo.

Puse mi expresión de póquer cuando comenzaron a salir los detalles de la fiesta de anoche. Fue un gran evento, una fiesta formal de multi-

fraternidades, con la asistencia de Buck y Kennedy Moore… y también de Jacqueline. Ella no pertenecía a la hermandad, así que no era necesario

que vaya, no se esperaba su presencia ahí.

—Erin me necesitaba como una mediadora con su ex —murmuró

desde el asiento trasero, en el camino. No le pregunté por qué fue.

Una vez que estuvimos solos en la sala de espera, tenía que saber si

Buck se le acercó a ella. —Así que, ¿habló contigo? ¿Ayer? —No la miré ni etiqueté la pregunta con un nombre. Estaba seguro de que sabía a qué me refería.

—Síp. Me invitó a bailar.

Permanecí inmóvil y no pude mirarla. No me enfadé con ella. Pero

pensar en ella cerca de él sin mi presencia, me asustó mucho. Por último, levanté mi mirada hacia ella.

—Le dije que no —dijo, como si tuviera la culpa de algo. Como si aplacara los celos, cuando lo único que sentía era miedo y una necesidad

de protegerla incondicional y completa.

—Jacqueline —hablé bajo, obligándome a aflojar mi mandíbula—. Está tomando todo mi control estar aquí sentado en este momento y

esperar a que la justicia se haga cargo de esto, en lugar de cazarlo yo mismo y joderlo hasta la mierda. No te estoy culpando a ti, ni a ella.

Ninguna de las dos pidió lo que él hizo, no hay tal cosa como pedirlo. Eso es un puto argumento de los psicópatas y estúpidos. ¿De acuerdo?

Sin decir nada, asintió, y me pregunté si él aceptó su negativa. Mi temperamento se hallaba en peligro de estallar. Lo sentía, torciéndose y estirándose, mientras trataba de liberarse, prometiendo castigo y venganza

que yo no tenía derecho a impartir. Sólo podía contenerlo.

Me dijo que su ex se encontraba con ella, y notó su incomodidad.

Ella le contó lo que pasó esa noche. —Estaba más enojado de lo que lo he

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visto en mi vida. Llevó a Buck afuera y habló con él, le dijo que se

mantuviera alejado de mí… lo que probablemente lo hizo sentir débil, y es por eso que…. —Sus palabras se desvanecieron.

Jacqueline pensó que el resentimiento de Buck por la reprimenda de Moore era el motivo por el qué violó a Mindi. La triste verdad era que, eso era posible —los tipos como él son débiles que actúan cuando se sienten

impotentes—, pero lo que Jacqueline no entendía era que sus acciones no eran culpa de nadie más que de él.

—¿Qué acabo de decir? —le dije—. Esto no es tu culpa.

Me hubiera gustado que me creyera.

***

A menos que Francis hubiese aprendido a poner en puño sus patas, había alguien en mi puerta a la una y cuarto de la mañana. Con un bate

de béisbol en la mano, eché un vistazo por la mirilla. Y entonces coloqué de nuevo el bate en la esquina, desbloqueando y abriendo la puerta.

—¿Jacqueline? ¿Por qué…? —La traje adentro y cerré la puerta—. ¿Qué pasa?

Levantó la vista hacia mí, con los ojos muy abiertos y asustados, y

mi corazón casi dejó de latir.

—Sólo quería decirte que… te extraño —espetó con la voz frenética,

casi sin aliento—. Y tal vez suena ridículo, ya que apenas nos conocemos, pero entre los correos electrónicos y mensajes de texto y… todo lo demás,

sentí como si lo hiciéramos. Que lo hacemos. Y te echo de menos… no sé de qué otra manera decirlo, pero los echo de menos a los dos.

¿La angustia de su rostro era... porque me extrañaba?

Ella no debería estar aquí. Heller se encontraba justo al otro lado del patio. Le prometí que me comportaría de modo apropiado con ella por el

resto del semestre, pero el deseo que me invadió era absolutamente inapropiado. Era fuego, posesión, adoración, necesidad, hambre, sed y una

esperanza insoportable e imposible. No podía soportar la idea de que me dejara durante cinco minutos, y mucho menos para siempre. No podía

tenerla, pero la quería, y mucho.

Su fase de chico malo. Su rebote.

Lo sentí como un fallo físico e interno… la fracción de segundo en

que mi control se rompió. Cuando ya no me importaba lo que podía perder aparte de este momento, porque no soportaría perder lo que tenía justo en

frente de mí.

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—Al carajo —dije, empujándola hacia la puerta y acorralándola con

mis brazos, presionando su boca con la mía y besándola como si pudiera envolverla por completo y evitar que se rompa.

Me aparté lo suficiente para despojarle su abrigo y arrastrarla hasta el sofá, a mi regazo, con mis manos detrás de sus rodillas, colocándolas a cada lado de mis caderas y jalándola a ella hacia mí. Mi mano izquierda la

presionaba más cerca en tanto mi derecha sostenía su hermoso rostro, y la besé. Quería besarla para siempre. Hacerle el amor toda la noche. Follarla

hasta que me pertenezca solamente a mí y a nadie más, sin importarme las consecuencias, las cuales eran muchas.

Tiré mis gafas que usaba a estas horas de la noche, sin preocuparme por si llegaban a la mesa o volaban por la habitación. Me arranqué la camiseta y luego quité la de ella suavemente, mis manos temblaban con

una suavidad que tuve que forzar. Cuando deslicé mis manos a los lados, se acurrucó más cerca, pasó los brazos alrededor de mi cuello y colocó las

manos en mi cabello. Besé un lado de su boca, su suspiro contenía un pequeño y suave gemido, y me escondí debajo de su barbilla, besando y

chupando la piel frágil de su hermosa garganta, el origen de los sonidos apasionados y las palabras confusas que pronunciaba cuando su cabeza cayó hacia atrás.

Puse especial atención a la peca singular que me enloquecía —era como una pequeña pista, puesta ahí para que la encuentre—, el comienzo

de un mapa del tesoro. Pasé la lengua a través de ella, y se apretó contra mí, agarrando mi cabello con las manos. Las fantasías explotaron en mi

mente, demasiado buenas y perfectas. La quería, así, todo de ella.

Todo con suavidad.

Luego de quitarle el sujetador, acuné sus pechos y jugué con ellos, haciendo movimientos circulares en cada pezón y rozando debajo con mis pulgares. Ella se inclinó para besarme, atrayendo mi lengua en su boca y

acariciándola con la suya. Deslizó su mano de mi pecho hasta el estómago, hacia el nudo atado en la parte delantera de mis pantalones de pijama de

franela, que era suave, fino y no podía ocultar lo que mi cuerpo quería de ella.

Pero había hecho una promesa. Hice una promesa.

Mis manos se deslizaron de su cabello a su nuca y presioné mi frente en su hombro, con los ojos cerrados. —Dime que me detenga —

respiré.

—No quiero que te detengas —susurró, su aliento en mi oído, con la

tentación encarnada.

Por un momento, dejé que sus palabras melosas me absolvieran de

la promesa que quería romper, la ética que quería destrozar, el corazón que dejaría que ella abriera… el mío. Nos giré hacia un lado, desabroché

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sus vaqueros y deslicé mis dedos hacia abajo y dentro de ella, curvándolos

y presionándolos mientras ella jadeaba mi nombre y se aferraba a mi brazo como si nunca quisiera soltarme…

Podría hacer que me ame. Podría ser el próximo hombre para ella...

Ah, sabía que no debía creer eso.

—Jacqueline. Detenme —le rogué, incapaz de dejarla ir.

—No te detengas —repitió, besándome, y me lancé por tierra firme cuando lo que más quería era hundirme dentro de ella. Abrió la boca,

besándome, insinuando lo que podría ser mío si me dejaba llevar.

Lo prometí.

Cinco segundos. Podría arrojar sus vaqueros y tomarla justo en el sofá. —Di que me detenga, por favor. —Tres segundos. La llevaría a mi habitación, la recostaría en mi cama y comenzaría con mi boca en su

muslo—. Por favor. —Un segundo. Traicionaría la confianza de la persona que nunca renunció a mí.

—Detente —dijo.

Gracias, le dije. O quería decirle, antes de dormirme, abrazándola.

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21 Traducido por Juli & NnancyC

Corregido por Val_17

Landon Cuando se ponía el sol, descendía la temperatura y desaparecía la

claridad, las fiestas de vacaciones de primera se animaban.

La pelirroja que se encontraba a horcajadas en mi regazo le dio la

última calada al porro que habíamos compartido y las cenizas quemaron la punta de su dedo índice y el pulgar. —¡Ay! —Su voz era un chillido ratonil.

Dejó caer el último pedacito en la arena, donde se apagó y desapareció.

—¡Oye! —Fruncí el ceño, entrecerrando los ojos hacia abajo desde mi posición sobre un trozo de madera rota y tanteé con el pie el área como un

idiota. Lo último que quería era encontrar un porro posiblemente encendido con mi maldito pie.

—¿Qué? De todos modos ya casi se acababa. —Su voz petulante era chillona pero yo sabía condenadamente bien que no había estado lo

suficientemente acabado para tirarlo.

Empecé a replicar, pero cuando levanté la vista, ella chupó su pulgar lesionado. El porro casi acabado salió de mi mente y mis pensamientos se

desviaron hacia otros deseos. Acercándola más, llevé su dedo índice a mi boca, succionando suavemente mientras ella chupaba el pulgar al lado,

con los ojos entrecerrados, tan drogada como yo. Mi mandíbula descansaba en la palma de su mano y chupé más fuerte cuando clavó sus

dedos afilados en mi mejilla. Quería sentir esas uñas en mi espalda y no quería esperar ni moverme. Una pelea corta y ruidosa con mi papá acerca de otra ronda de clases fallidas, la larga y extrañamente caliente tarde y la

hierba me dejó débil y despreocupado, pero caliente. Abriendo los labios, pasé la lengua por la V entre el dedo en mi boca y el pulgar en la suya.

Cerró los ojos.

Bajé una parte de su bikini, liberando una teta. Sus ojos se

abrieron, pero no se apartó. Si no le importaba esto, vería lo dispuesta que estaba de hacérmelo allí, a seis metros de la hoguera y de las dos docenas

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de gente bebiendo, fumando y/o emparejándose a su alrededor. Con un

poco de suerte, estaba tan despreocupada y cachonda como yo.

Soltándole el dedo, con un débil pop, agaché la cabeza y atraje su

pezón en mi boca. Se arqueó hacia mí, jadeando y olvidando su pulgar quemado. Llevando la mano entre nosotros, moví a un lado la entrepierna de su bikini. Ella abrió la boca de nuevo, deslizando los brazos alrededor

de mis hombros como bandas, antes de decir las palabras mágicas. —Oh, Dios… sí. Ahora. Ahora.

Demonios, sí. Ni siquiera la besé todavía. Tal vez no lo haría. Un polvo sin besos —esa sería una primera vez, pensé— y siempre buscaba

primicias. Eran pocas y distantes entre sí.

Fue entonces cuando escuché gritar a Amber Thompson.

Seguro que era su habitual grito para llamar la atención, y estaba decidido a no hacerle caso. Había un temblequeo de pánico que no oí

antes, pero ella probablemente tenía un delirio paranoico provocado por su hermano idiota al pasarle un porro. Una niña flaquita de catorce años de edad no debería fumar hierba. No sabían cómo racionar. La misma

cantidad que me hacía estar listo para follar a esta chica en mi regazo, encontrar algo para comer y luego caer en un misericordioso sueño sin

sueños, podría asustarla hasta enloquecer.

Acababa de abrir un condón —el único que tenía— cuando escuché

otro grito.

El maldito hermano inútil de Amber. Con una lata de cerveza en una mano y un porro en la otra, era visible en la luz del fuego, tropezando de

un lado a otro, riendo con otros dos chicos.

La chica en mi regazo gimió y se apretó contra mí. Agarrando el

condón en un puño y una gruesa cola de caballo de pelo rojo suave en la otra, grité—: ¡Oye, Thompson!

Rick miró a su alrededor una vez antes de volver a su conversación. —Mierda, hombre —le dije y luego volví a intentarlo—. ¡Thompson, imbécil! —Esta vez sólo se sacudió en la dirección opuesta, hacia el otro lado a un

metro de las llamas.

—¿Por qué estás gritando? —se quejó la pelirroja.

Entonces oí a Amber por tercera vez, pero ahora, su voz sonaba cargada de miedo y más lejos. Ni una maldita persona le prestaba

atención, excepto yo.

Poniéndome de pie, alejé a la chica caliente y flexible de mi regazo y le entregué el condón. La empujé suavemente para que se sentara y sus

manos fueron directamente al cordón de mis pantalones cortos. En ese instante, sabía que ella pensaba que yo quería que me hiciera una

mamada antes de follarla, y estaba totalmente preparada para ello.

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A la mierda esta noche.

Agarrándole los hombros con firmeza, le dije—: Ahora vuelvo. —Su labio se curvó ligeramente y parpadeó, confundida. No podía culparla.

Incluso drogado, era plenamente consciente de que acababa de decir lo más estúpido que pronuncié nunca.

Amber gritó de nuevo, gracias a Dios no sonaba más lejos que hace

unos segundos y me di la vuelta y eché a correr hacia su voz, lejos de la hoguera, lejos de mi apuesta segura para pasar la noche, maldiciendo a

Rick Thompson y mi conciencia.

Lejos de la luz del fuego, mis ojos comprometidos se ajustaron

lentamente para distinguir dos figuras, besándose. Genial, pensé. Jodidamente genial. Había abandonado a la chica más sexy que conocí en

la semana para correr por la playa y descubrir que la hermanita de Thompson era una gritona mientras se besaba. A continuación, la figura más pequeña se apartó, la más grande se abalanzó y la cubrió, y los dos

cayeron en la arena. Eso no era un grito de “házmelo”, era un grito de “quítate de encima”.

Fui hacia ellos, maldiciendo a la marihuana que me hacía zigzaguear por la maldita arena. Lo último de lo que fui plenamente consciente, era

levantar al chico desde el suelo con la mano izquierda y balancear el puño derecho directamente en el lado de su cara. El impacto inicial de mi puño en su pómulo dolió y se sentía increíble. Cuando no cayó de inmediato, lo

golpeé de nuevo. Y otra vez. Y otra vez. Hasta que la euforia y la rabia se reunieron y se dispararon, y en cierto modo me cegó.

***

Rompí la mayoría de los vasos sanguíneos en la parte superior de mi mano y me fracturé un par de nudillos. Ni siquiera sabía que podía ocurrir

eso. Mi mano derecha se veía y se sentía horrible y estaba entablillado. Aparte de eso, no tenía ningún moretón.

El otro chico sufrió una conmoción cerebral que rayó el coma durante un par de horas. Podría haberlo matado. Podría haberlo matado y

no podía recordar hacerlo.

Lo que sí recordaba era las esposas. El asiento trasero de un auto patrulla. Ser detenido en la estación. Una celda de la cárcel, que olía a

sudor y orina, pero por suerte sólo la ocupaba yo. Porque no estaba en el reformatorio. Los chicos de diecisiete años eran procesados como adultos,

por lo que iban a la cárcel regular. Cuando se me pasó la euforia de la hierba y la pelea, empecé a temblar y no podía parar.

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—¡Maxfield! —gritó un oficial un momento más tarde y levanté la

cabeza—. Se pagó la fianza. Vamos, mueve tu culo de ahí, a menos que quieras quedarte.

Me levanté del banquillo.

Esperaba ver a papá. Y así fue, pero Charles Heller se encontraba a su lado. Olvidé que vinieron de visita en las vacaciones de primavera. No

los vi mucho mientras estaban aquí. No me hice el tiempo.

En el asiento de atrás en el camino a casa, no hice el menor ruido.

Los tres permanecimos en un silencio mortal. En lugar de dejarnos y volver a su hotel, Heller siguió dentro a papá.

—Necesito una ducha —murmuré y nadie se opuso.

Cuando cerré el grifo del agua, oí sus voces a través de la puerta de madera fina.

—Lo estás perdiendo, Ray. —Hubo una pausa y contuve la respiración—. Eres mi amigo y te quiero, y porque te quiero, te voy a decir

la verdad. Lo has jodido desde el principio. Cindy te rogó que lo metieras en terapia y decidiste no hacerlo. Te suplicamos que no lo alejaras de sus

amigos —de nosotros— ni lo trasladaras al otro extremo del país, pero no escuchaste. Él estaba en una escuela preparatoria privada y ahora está… dejando pasar todo. La pelea de esta noche no fue la primera, ¿verdad? Y

las drogas, también debe haber involucrado alcohol. Está utilizando cada método de escape que puede. Debido a lo que tú hiciste.

Papá murmuró algo.

—Ya lo sé. Pero no es suficiente. Él necesita una meta. Tiene que ver

que es digno. —Otra pausa. Tragué saliva y me picaban los ojos. La voz de Heller bajó y no podía oír lo que decía. Salí del baño, con una toalla alrededor de mi cintura, y no los miré —sentados a la mesa de la cocina—

antes de encerrarme en mi despensa.

Me puse un par de pantalones cortos deportivos, el cual me costó el

triple ponerme usando una sola mano. Significaba algo saber que Charles Heller se preocupaba por mí. No cambiaba nada, pero significaba algo.

Una meta. Dijo que necesitaba una meta. Tal vez llegó el momento de rendirme con la escuela —mi mandíbula se apretó ante la idea de darle esa satisfacción a Ingram— para trabajar en el barco. Si no terminaba en

la cárcel por el ataque. Sabía lo suficiente acerca de la libertad bajo fianza como para saber que era libre hasta que me dieran una fecha para el

juicio.

Es curioso, que de todas las peleas en las que estuve, me atraparan

en la que tenía buenas intenciones. Si Amber se negaba a declarar, estaba jodido. El chico al que casi maté era un niño rico de universidad. Anoche había mostrado suficiente dinero para ponerle duro el pene a Thompson…

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comprando reservas de todo lo que teníamos y entregándolo a sus amigos

como dulces de Halloween. Chicos de su edad que se vestían como él y conducían Range Rovers no venían solos con ese dinero.

Se cumplió tu deseo, abuelo, pensé. El barco iba a ser mi salvador. Mi futuro. Mi salida. Era mejor que la cárcel. Cerré los ojos. Mejor que la

cárcel. Vaya, eso es jodido.

Al segundo en que mi cabeza tocó la almohada, me quedé dormido.

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Lucas No me pude resistir a captar los ojos de Jacqueline por sólo un

momento cuando entró en el salón de clases.

Su sonrisa era tímida, insegura, y después de anoche, no podía

culparla. Cuando desperté para encontrarla marchándose, la acompañé hasta su camioneta y le di un beso de despedida. Observando aquellos faros traseros desvanecerse, sabía que podía darle lo que quisiera, una vez

que fuera libre de las restricciones de ser su tutor. Sería lo que ella necesitaba, y luego la dejaría ir.

Porque estaba enamorado de ella.

Al final de la clase, la rubia que había estado interesada en Kennedy

Moore el semestre anterior, me preguntaba sobre mi sesión de repaso. No podía recordar su nombre. —Es el jueves, a la hora habitual —contesté, observando a Jacqueline mientras guardaba sus cosas. Le hablaba a ese

chico Benjamin, quien lanzó una mirada en mi dirección, ella rodó los ojos y me miró, también.

Obtuve una respuesta definitiva de cuánto él sabía sobre lo que pasaba entre Jacqueline y yo cuando pestañeó y, mientras dejaba su fila,

dijo—: Voy a tomar Tutores Calientes por 200 dólares, Alex. —Jacqueline se sonrojó por completo mientras él tarareaba la melodía de Jeopardy!,

subiendo los escalones hacia la salida. Me sonrió ampliamente antes de desaparecer.

Ninguno de nosotros habló hasta que estuvimos afuera.

—¿Él, um, sabe? ¿Acerca de…? —Rocé el aro con mis dientes mientras me contaba cómo fue que lo descubrió su compañero de clase.

—Él se había fijado en nosotros… mirándonos uno al otro. Y me preguntó si yo iba a tus sesiones de tutoría. —Se encogió de hombros,

como si lo hubiera superado.

Podía imaginar esa conversación y cómo debió sentirse, después de la traición de Moore, que le mintieran otra vez. —Dios. Lo siento mucho. —

Pero las palabras no podían compensar las mentiras, y lo sabía.

Caminamos hacia su clase de español, en silencio y arropados con

nuestras chaquetas. Mis viejos amigos en Alexandria se reirían y dirían que este día soleado, el último del otoño era ideal para usar pantalones

cortos.

—Te noté en la primera semana —dije luego. Como una riada

después de una tormenta inesperada de verano, confesé todo; observarla en clase y catalogar sus tics, desde colocarse el cabello detrás de la oreja

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izquierda hasta sus dedos musicales. Le conté sobre el día lluvioso: su

gracias, su sonrisa, y cómo me afectaron aquellas dos cosas. Le conté sobre mis celos por Moore, antes de que siquiera me conociera.

—Y luego, la fiesta de Halloween.

Se puso tensa. Nunca discutimos lo sucedido esa noche, mi punto de vista de eso.

Admití que la observé irse. Que vi a Buck seguirla. —Pensé que tal vez… tal vez ustedes dos habían decidido salir temprano juntos, sin que

nadie lo supiera. Encontrarse afuera o algo así. —Mi corazón latió con fuerza debajo de mis costillas, revelándole este error; el hecho de que me

quedé dentro, debatiendo si debía seguirla, mientras que un violador la perseguía a través del estacionamiento.

Como sospechaba, Buck era más que un tipo que ella conocía por su

nombre. Era alguien que veía como un amigo. —Es el mejor amigo del novio de mi compañera de cuarto —dijo, en su voz no había condena por

mí o por mi reacción demasiado lenta esa noche. De mi niñez, recordaba el gesto simbólico de absolución del sacerdote, y sentí que ella me lo otorgó.

En el mismo instante, notamos que ya no nos encontrábamos rodeados por multitudes de estudiantes. Se pasó la hora, llegaría tarde a su clase. —Tengo una A. Realmente no necesito la revisión —dijo. Yo tenía

una hora antes de mi siguiente clase. Me quedé mirando sus labios enrojecidos por el frío, corriendo precipitadamente hacia un territorio

inapropiado. Quería besarla, justo aquí en medio del campus.

—Nunca me dibujaste otra vez —dijo. Se lamió los labios, sólo un

pequeño roce de la punta de su lengua, y por algún milagro, aparté la mirada de golpe en lugar de empujarla a los arbustos y tomar posesión de esa boca.

—Café —dije.

***

Rara vez pasaba por el Starbucks del centro de estudiantes como un cliente. Había una fila, pero Gwen y Ron eran una maquinaria bien

engrasada.

—Lucas. —Gwen sonrió tensa, rehusándose a mirar directamente a Jaqueline. No le alegraba que sus palabras sabias hubieran caído en oídos

sordos, sin duda.

—Hola, Gwen. Un par de cafés americanos. Y no creo que hayas

conocido a Jacqueline.

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Como una lechuza, Gwen giró la cabeza para echarle un vistazo. —

Es un gusto conocerte —dijo entre dientes apretados.

Jacqueline sonrió, como si mi compañera de trabajo normalmente

dulce no estuviera plagada con frialdad. —Es un gusto conocerte, Gwen. ¡Me encanta tu manicura, es tan linda!

Las uñas de Gwen se hallaban pintadas como obsequios de navidad

envueltos, multicolores. Parecían un poco horrorosas para mí. Pero ella giró sus grandes y oscuros ojos hacia Jacqueline, acentuando la similitud

a una lechuza. —Oh. Gracias. Las hice yo misma.

—¿Tú las hiciste? —Jacqueline tendió una palma y Gwen puso la

mano izquierda en la suya para una inspección más cercana mientras marcaba nuestra orden y pasaba mi tarjeta con su derecha—. ¡Estoy tan celosa! Ni siquiera puedo pintarme las mías de un color sin hacer un

desastre. Además, toco el contrabajo, así que debo mantener mis uñas demasiado cortas como para hacer cualquier cosa divertida con ellas.

Gracias a Dios, pensé.

—¡Ahh, eso apesta! —dijo Gwen, convencida. Me sentí impresionado.

También me alegraba que Eve no estuviera trabajando, porque desconfiaba de los cumplidos hasta el punto de considerarlos un ataque.

Una vez sentados a una mesa en la esquina, Jacqueline sacó a relucir el hecho de que yo usaba lentes, provocando una legión de reflexiones inapropiadas, cortesía de mi memoria cruel, vívidamente

detallada de las razones por las que arrojé aquellos lentes.

No quiero que te detengas.

—Podría dibujarte ahora —dije, y saqué mi bloc de dibujo de la mochila como si fuera un chaleco salvavidas, destinado a salvarme de

ahogarme. Deslicé el lápiz detrás de mi oreja, balanceando el bloc en mi rodilla cruzada y me recosté para mirarla. Se sonrojó como si pudiera leer mis pensamientos.

Lee esto, Jacqueline. Mi lápiz se movió por la página, e imaginé mis dedos al deslizarse por su piel. Observé su pecho elevarse y descender,

como anoche. Ella miró mis manos mientras interpretaban las curvas de su cuerpo y las convertían en líneas y sombras sobre el papel.

Imaginé estirándola sobre mi cama, cruzando sus muñecas sobre su cabeza, como se veía en el dibujo en mi pared. Pasaría las puntas de mis dedos sobre ella, sin aplicar presión. Sólo caricias suaves, elevando los

diminutos vellos invisibles, entrenando su cuerpo para reconocer mi toque. Para elevarse para encontrarlo. Ella murmuraría profundo en su garganta,

como lo hizo anoche, agitada, especialmente cuando mis dedos rozaran sus muslos, comenzando en sus rodillas y ascendiendo.

Demonios. Esbozarla era una idea terrible.

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—¿En qué estás pensando? —pregunté, en un intento de distraerme.

—La secundaria —contestó.

De acuerdo. Eso funcionó. Podría también haberme arrojado su café.

Asumí que pensaba en Moore hasta que dijo—: No estaba pensando en él.

Preguntó cómo fue la secundaria para mí, y vi aquellos años en una serie de destellos; la amistad inesperada de Boyce, el rechazo de Melody, el

dolor de perder a mi abuelo, papá y su silencio, las peleas, las chicas anónimas, y Arianna, transformando mis cicatrices y piel en una narración

de pérdida. Cambié mi nombre cuando me fui de la casa, pero no podía desconectarme tan fácilmente de quien había sido.

—Muy diferente de lo que fue para ti, me imagino —dije. Me preguntó cómo, y le conté lo primero que se me vino a la mente; nunca tuve novia. Ella parecía escéptica, pero tampoco podía entender al chico

que fui. Los festejos y folladas indiferentes, la desesperanza. En un par de oraciones, le conté sobre Amber y esa última pelea, cuando la ira se

apoderó de mi cerebro y de mis puños, y tuve una laguna mental. Le conté sobre el arresto. Sobre Charles, y el escape que me ofreció.

—Es como un ángel de la guarda para ti.

—Ni te imaginas —dije.

***

Le envié a Jacqueline la revisión dos días antes de la entrega en mi sesión, después de debatir si al hacerlo cruzaría otra línea ética. Era un

favoritismo evidente. Pero ¿qué bien hacía aceptar mi chico-malo interno si no podía tener favoritos?

Me respondió y dijo que se sentía raro recibir correos de economía de

mi parte, como si Landon y yo fuéramos dos personas diferentes. Admitió que casi recomendó a Landon como un tutor para Lucas, quien parecía un

holgazán, que nunca prestaba atención en clase y se saltaba exámenes. Me alegro que no me contara esto en persona, porque me reí a carcajadas.

Ella y Mindi fueron a la estación de policía para realizar informes y presentar cargos contra Buck, nombre legal: Theodore Boucker III, lo que descubrí cuando fui contactado por el detective. Di mi historia de su

agresión sexual a Jacqueline y nuestra pelea. Buck le informó a toda su fraternidad y a quien quisiera escucharlo que tuvo sexo consentido con

Jacqueline en su camioneta, y fue asaltado por “matones indigentes” después de que ella se marchó en su auto, aunque falló en reportar la

agresión en el campus o la policía.

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Mañana era mi última clase con Jacqueline. Su final de economía

era la próxima semana, y los dormitorios comunitarios cerrarían por el receso de invierno la semana después de eso.

Me envió un mensaje: Y después del examen final del próximo miércoles, ¿entonces qué?

Hice clic en la pantalla encendiéndola y apagándola. ¿Entonces qué?

¿Ella ni siquiera sabía cómo funcionaba la cosa de chico-malo? No había un entonces qué. Lo comprobé demasiadas veces con muchísimas chicas

para recordar. Besuqueo y luego fin, o mamada y luego fin, o follar y luego fin.

A diferencia de todo el mundo antes y después, adoraría y saborearía a Jacqueline Wallace cuando se corriera en mi cama. Sería una primera

vez para mí. Hacer el amor y luego terminado.

Al final, le contesté el mensaje: Navidades. Hay cosas que no sabes sobre mí. Me dije a mí mismo que no te mentiría otra vez, pero no

estoy listo para sacarlo todo. No sé si puedo. Lo siento.

No esperé una respuesta. No conseguí una.

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22 Traducido por Mary & Vani

Corregido por Dannygonzal

Landon Me desperté con el olor a café. Extraño, porque papá casi siempre se

iba para el momento en el que despertaba. No podría imaginar que hubiera cancelado las excursiones programadas para discutir sobre mi arresto, ya

que nunca le quedaba mal a sus clientes.

Salí para encontrar a Charles Heller sentado en la mesa de la cocina,

sin papá a la vista. Tenía un bloc de notas frente a él, junto a su computadora portátil y un directorio telefónico local. Se recostó y me miró mientras entraba a la cocina.

—Landon, me gustaría hablar contigo, si estás dispuesto. Traje panecillos tostados y encendí una olla de café fresco. Te daré un par de

minutos para que despiertes, y luego conversaremos. ¿De acuerdo?

Frunciendo el ceño, asentí y me dirigí al baño, buscando algunos

medicamentos de venta libre para el dolor en el gabinete que hay encima del lavabo. Apenas pude abrir la tapa a prueba de niños. Mi mano se encontraba tan hinchada que parecía como si le perteneciera a un

personaje de dibujos animados, y dolía muchísimo. Todo era raro sin usarla, desde cepillarme los dientes hasta lograr colocarme y quitarme la

ropa. Me puse una camisa y unos pantalones cortos, con los que me rendí y dejé desatados.

Después de acomodarme en el banco frente a Heller, me pasó un panecillo lleno de queso crema y una taza de café negro. Se quitó sus lentes para leer y me observó, su mirada expuesta y persistente, buscando

mi cara, mis ojos. No estaba acostumbrado a tal evaluación cercana de alguien que no se preocupaba una mierda por mí. Sabía que lo decepcioné.

La vergüenza era un derrumbamiento, tan rápido y avasallador que me enterraba antes de que pudiera huir.

Mi mirada cayó a la taza en mis manos, luché por no romperme en mil pedazos y esperé por lo que tenía que decirme.

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—Tengo una propuesta, y eres libre de aceptarla o no —empezó—. Lo

que voy a ofrecerte no es un regalo. Es un desafío. Si no quieres tomarlo, nadie puede obligarte, y nadie tratará de hacerlo. ¿Entiendes?

No entendía, pero asentí, en silencio.

—He escrito una lista de lo que quiero para ti. Y junto a eso, lo que haré, si haces estas cosas lo mejor que puedas. —Empujó el bloc de notas

hacia mí, y lo miré mientras narraba—: Primero; la escuela. Quiero que empieces a ir a clase, todos los días, todas las clases. Quiero que des lo

mejor de ti, porque deseo que vayas a la universidad. El próximo año tendrás que inscribirte en algunos cursos universitarios, para prepararte,

y tendrás que esforzarte para subir tu promedio de notas, porque te has cavado un gran agujero, Landon.

Me pregunté si él tenía alguna idea de lo mal que estaba. No podía

decirle.

—Segundo; conseguir un trabajo. Cualquier trabajo. Algo que te dé

un salario, no el dinero de tu papá. Algo que te dé experiencia trabajando para alguien más. Tercero; deja las drogas y el alcohol. Las drogas, en su

totalidad. El alcohol, bueno, sería un hipócrita si te dijera que me jures que no volverás a tocar una cerveza hasta que tengas veintiún años. Pero quiero que lo intentes, y que te mantengas controlado. Y por último, quiero

que te inscribas en taekwondo. Si vas a pelear, tienes que saber hacerlo bien, aprenderás las razones para meterte en ellas, y lo más importante,

las razones para evitarlas.

Tragué, y mi primer pensamiento fue que seguramente no podría

hacerlo todo. Esto no era un desafío. Era imposible.

Pero quería hacerlo. Quería.

—Si estás de acuerdo con estas cosas, esto es lo que haré a cambio:

pagaré por las clases de artes marciales. Cuando era joven, ellas salvaron mi trasero y me centraron, y creo que harán lo mismo por ti. Segundo, voy

a tirar cada maldita cuerda que pueda para lograr que te inscribas a la prueba en la universidad. —Mis ojos se fijaron en los suyos. Él trabajaba

para la mejor universidad del Estado—. A parte de eso —continuó—, hay universidades comunitarias. Tenemos una excelente. Haz un año con las notas más altas y podrás transferirte. De igual forma, Cindy y yo queremos

que vengas a vivir con nosotros. Hay un apartamento sobre la cochera acumulando un montón de basura que no necesitamos. Deberás conseguir

un trabajo para pagar la matrícula, pero el alojamiento estará cubierto.

»Esta mañana hice un par de llamadas. Encontré un gimnasio

respetable como a veinte minutos de distancia. Si aceptas mi desafío, te inscribiríamos hoy. Como aceptación, necesitaré tu firma al final de esta lista. —Colocó un bolígrafo encima del bloc de notas y se puso de pie—.

Desayuna y piénsalo. Voy a despedirme de Cindy y a los niños, regresan

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hoy en casa. Regresaré en un rato. —Colocando una mano en mi hombro,

dijo—: También hice una llamada a la policía por tu caso de agresión. Tu papá y yo veremos qué podemos hacer al respecto, dependiendo de lo que

decidas aquí.

Él no podía saber lo asustado que me sentí y lo desolado que me encontré, sentando en esa celda. Lo miré para agradecerle todo lo que dijo,

y no pude hablar. Sólo asentí. Palmeó mi hombro y se fue.

Firmé esa hoja de papel antes de que hubiera pasado un minuto.

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Lucas Cuando llegué para economía la mañana del miércoles, Jacqueline

hablaba con Moore en el pasillo. La posición rígida de sus hombros transmitía la frustración, y su tono lo confirmó. —Nunca se me ocurrió

que él haría eso.

Jacqueline me vio por encima del hombro mientras me movía para

pararme junto a ella. —¿Estás bien? —pregunté.

—Estoy bien —dijo, asintiendo. Miré a Moore antes de girarme para entrar al salón de clase.

Me reconoció y se puso a unir piezas antes de que estuviera fuera del alcance del oído. —¿Ese tipo está en nuestra clase? ¿Y qué diablos fue

esa mirada?

Él no querría saber qué fue esa mirada, o que yo era más que capaz

de respaldarla.

Cuando los dos entraron, cinco minutos más tarde, Jacqueline no miró en mi dirección. Heller empezó su lectura. Moore me pasó, con una

expresión seria, y Jacqueline se deslizó en su asiento, tranquila. Tomé una respiración con calma.

***

Esta tarde, Jacqueline y Mindi planearon presentar órdenes de restricción temporales. Me ofrecí a cambiar mi turno para acompañarla,

pero ella me dijo que los padres de Mindi las cuidarían a las dos. —Erin dice que podrían retirarla de forma permanente.

Deseé por enésima vez haber matado a ese bastardo cuando tuve la oportunidad.

Observé a mi respiración que salía como si fuera humo y anhelé un cigarrillo por primera vez en mucho tiempo. Solía fumar mientras bebía, y quizás era eso lo que quería realmente. Algo que adormeciera esto. Ver por

lo que esa chica —sólo dos años mayor que Carlie—, tuvo que pasar para reportar lo que le sucedió, fue increíble. Tenía el apoyo de sus padres y el

respaldo de su hermandad, pero la única vez que la vi desde entonces, aún se veía vacía.

Jacqueline no le contó a sus padres. Después de su desaparición durante las vacaciones de acción de gracias, podía imaginar bien por qué.

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Cuando llegamos a su edificio, se giró para enfrentarme. A pesar de

mis pensamientos sombríos treinta segundos antes, le sonreí a su rostro adorable, apenas visible por una gorra tejida, un abrigo con capucha y una

extraña bufanda envuelta muchas veces alrededor de su cuello, tan arriba que le cubría la boca.

Toqué su rostro con mi dedo congelado, acariciando la línea de su

mandíbula y metiéndolo dentro de esa ridícula bufanda, para revelar sus labios llenos. —Me gustaría verte, antes de que te vayas a casa —dije.

Ella me recordó su presentación individual de esta noche, el recital al que tenía que asistir el viernes y su actuación en grupo la noche del

sábado. Me convencí completamente de que los estudiantes de música tenían más obligaciones fuera de clase que cualquier otro estudiante.

—Puedo verte mañana por la noche, si tú quieres —dijo.

Oh, quería, definitivamente. Asentí. —Quiero.

Sus ojos eran imposiblemente grandes y azules, sus labios rosados y

oscuros rogaban ser besados. Quiero besarte, Jacqueline, pensé. Aquí, en este momento, frente a Dios y todo el mundo. Ella me dejaría. Podía verlo en

sus ojos. Para salvarnos a los dos, coloqué la bufanda en su lugar. —Te ves como una momia parcial. Como si alguien se hubiese interrumpido

mientras te cubría.

—Tal vez le di un golpe de martillo-puño y su nariz sangró antes de que pudiese terminar con toda esa cosa horrible de momia —dijo, y me reí.

Cuando se inclinó hacia mí, no pude resistirme a besarle la frente, inhalando sin pensar. Maldición.

—¿Me mandarás un mensaje cuando termines esta tarde? —le dije, dando un paso atrás.

***

Jacqueline: Todo listo. Ya fue presentada la orden de restricción. Él no puede acercarse ni a trescientos metros de

nosotras.

Yo: Bien.

Jacqueline: Me dirijo a mi presentación individual. ¡Deséame suerte!

Yo: No la necesitas. Tienes dedos mágicos, ¿recuerdas?

Jacqueline: :)

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***

Siempre tocaba la puerta trasera de la casa de los Heller antes de

entrar. Charles y Cindy nunca fueron tan demostrativos como mis padres, pero nunca se podía estar demasiado seguro. No quería traumatizarnos a todos, sorprendiéndolos en ausencia de sus hijos, cuando ellos pensaban

que se encontraban solos.

Heller abrió la puerta. —Landon, ¿todo bien?

Landon. Suspiré. —Sí. Muy bien. Quería hablar contigo sobre… Jacqueline.

Arqueó las cejas, y luego sonrió. —Pasa. Sólo preparo mis exámenes finales para la próxima semana. Mis estudiantes de postgrado me odiarán

cuando terminen. —Se frotó las palmas, demasiado entretenido por ese pensamiento. Los universitarios casi siempre amaban a Heller. Los de postgrado pensaban que eran Satanás, pero los que eran orientados por él,

lo conocían bien.

Nos sentamos a la mesa de la cocina con un par de cervezas.

—Dos cosas. Una, necesito contarte sobre mi relación con ella…

Él se preparó. —De acuerdo.

—Te conté que la conocí como Lucas, antes de convertirme en su tutor. Lo que no te dije fue cómo nos conocimos. —Inhalé—. La atacaron, fuera de una fiesta de fraternidad, en el campus. Yo… lo detuve. Ella no

quiso denunciarlo.

—Jesucristo. —Puso su computador portátil a un lado y apoyó los

codos en las libretas de notas esparcidas sobre la mesa—. ¿Fue atacada por otro estudiante?

Asentí.

—¿Por qué no querría denunciarlo? Él es, sin duda, peligroso…

—Yo… no acabó.

Se quedó en silencio, con el ceño fruncido.

—Charles, lo detuve antes… antes de que llegara a un nivel en que

ella pudiera probarlo, físicamente. No hubo moretones y… —apreté los dientes—… tampoco penetración. El chico es un miembro de la fraternidad

de su ex. Sabes cómo pueden ser ellos, nadie creería que él lo hizo, o de todas formas, harían campañas para desprestigiarla. No podía obligarla a

hacerlo, y honestamente, no lo intenté mucho. Así que quizás es mi culpa. Quizá tuve la esperanza de disuadirlo al golpearlo de tal manera. No fue así.

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—Oh, Dios. Lo hizo de nuevo. —Sus palabras eran una declaración,

no una pregunta.

—Sí. Violó a otra chica.

—¿Qué de…?

—Ella lo denunció, y Jacqueline también. Y yo.

—¿Lo expulsaron? —Sus ojos brillaban—. No quiero que ese

desgraciado ande merodeando en mi escuela.

Mis labios se curvaron. —Se rumora que la administración lo dejará

quedarse durante la semana de exámenes, si va al campus solamente para eso, y un miembro de su fraternidad lo acompaña todo el tiempo.

—Eso es basura…

—Inocente hasta que se demuestre que es culpable, Charles.

—Lo sé. Lo sé. —Suspiró pesadamente, tan frustrado como yo lo estuve—. Es que pienso en Carlie, y eso me pone jodidamente furioso. —Se puso de pie.

Pasé un dedo por la cicatriz en mi muñeca izquierda, y ninguno de los dos habló por un rato.

—Jacqueline y la otra estudiante presentaron órdenes de restricción temporal. No puede estar a menos de trescientos metros de ellas, dentro o

fuera de la escuela, ni contactarlas de ninguna manera.

Asintió, y yo sabía lo que pensaba: No era suficiente. Pero era algo.

—¿Dijiste que eran dos cosas? —incitó.

Chupé el aro de mi labio, y él se dio cuenta. Tenía que decirle algo imperdonable. No podía dejar de molestar con la maldita cosa cuando me

sentía ansioso. Tomé una respiración profunda. —Quiero ver si la... em, ¿la restricción estudiante/tutor puede quitarse ahora? Queremos salir

mañana en la noche. Después de que le dé mi revisión. El sentido de mis funciones como tutor está en cierto modo acabado...

Arqueó una ceja. —Hmm. ¿Ella vive en la zona, o dejará el campus durante las vacaciones de invierno?

—Lo dejará.

—Ah, bueno. Te sugiero que no salgan en público hasta después del examen de la próxima semana. Pero un poco a escondidas, sí. —Me dio

una sonrisa torcida—. Supongo que son capaces de eso.

Él pensó que Jacqueline iba a convertirse en mi novia, o que ya lo

era. Por otra parte, se veía muy emocionado ante la perspectiva. No tuve el valor para corregirle.

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***

Jacqueline se veía nerviosa durante la cena. Preparé pasta, lo que

pareció impresionarla de nuevo, pero imaginé que sus nervios eran por lo que sucedió la última vez. No habría una repetición, pero no podía decirle eso sin sonar como un idiota. Oye, ¿recuerdas que quise parar la última

vez? Bueno, esta vez, no voy a parar hasta que termines gritando mi nombre.

Sí, no.

Después de llevar nuestros platos al lavavajillas, la acerqué más y

fingí darle una lección improvisada de autodefensa, tomando sus manos y fijándolas en su espalda. —¿Cómo podrías deshacerte de esta prisión, Jacqueline?

Me dijo, en voz baja, que no quería liberarse.

—Pero si tuvieras que hacerlo. ¿Cómo lo harías? —insistí. Cerró los

ojos y me dio respuestas reales: golpear la ingle, pisar fuerte el empeine.

—¿Y si te beso y tú no quieres?

Esperaba que usara algo que aprendió en la clase, tal vez un choque de cabezas. Pero no. Dijo que me mordería, y mierda, casi perdí el control.

La besé, con cuidado, un poco esperando a que me mordiera. En su lugar, pasó la lengua por el interior de mi labio y el aro, y la puse sobre el mostrador para que estuviera por encima de mí. Envolviendo los brazos y

piernas a mi alrededor, empujó su pequeña lengua en mi boca. Chupé su lengua más profundamente, la acaricié con la mía, mordiéndola cuando se

retiró.

—Santa mierda —suspiró. La aparté de la encimera y la llevé a mi

cama, acostándola en el centro y besándola hasta dejarla sin aliento. Le quité el suéter y ella desabrochó mi camisa mientras volvía a besarla. Cuando toqué la cremallera de sus pantalones con un dedo, dijo—: Sí.

Le dije que no intenté esto con nadie importante en mucho tiempo, ella entendió mal y pensó que le decía que no había tenido sexo con nadie.

Casi me reí, pero no tenía nada de gracioso. —Pero no con nadie que me importe o… conozca —modifiqué—. Cosas de una sola vez. Eso es todo. —

Me preocupaba que se disgustara por eso. Tres años con Kennedy Moore… era bastante seguro de que ella llegó hasta allí con él. Pero me di cuenta de que había una buena probabilidad de que él hubiera estado con más.

—¿Esa es toda la historia?

—No es que hubiera cientos de chicas. —Sentí que debía cruzar los

dedos detrás de mi espalda—. Hubo muchas antes, en el instituto, no tantas desde que estoy aquí. —Eso era cierto.

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Apoyado encima de ella, me quedé mirándola fijamente cuando me

dijo que quería esto. Que me quería. —Por favor, no me pidas decirte que te detengas —añadió.

No debía preocuparse por eso. Mi única preocupación era llevar las cosas lo suficientemente lentas como para complacerla. Quería que se sintiera hermosa y deseada, y plena, intensa y completamente satisfecha.

Bajé sus pantalones por sus piernas y los saqué, permitiendo que mis ojos pasaran por su hermoso cuerpo mientras me quitaba la camisa y

mis pantalones. Pasé los dedos por su cuerpo, ligeramente; la curva de sus pechos sobre un sujetador de encaje rosa, el huequito ovalado de su

ombligo por encima del encaje a juego, —y no mucho más— debajo de eso. Era tan increíblemente caliente, tocándome, trazando las líneas de mis bíceps y hombros, deslizando las palmas por mis abdominales, sacando su

lengua para humedecerse los labios.

Agarré un condón del cajón de la mesa de noche, pero cuando volví a

posicionarme sobre ella, se encontraba temblando. Sabía que no era por el frío, a pesar de que cuando se lo pregunté, le echó la culpa a eso. Se veía

tensa, casi con pánico, y no reconocí el motivo. Recé para que tuviera más que ver con la falta de experiencia que con lo que le pasó esa noche. La

inexperiencia podía remediarse. No sabía cómo combatir el temor o miedo que llamaban a los ecos de algo tan angustiante como lo que le pasó.

Podía parar. Podía abrazarla. Si no disminuía su miedo, haría eso.

Me senté de nuevo y saqué la colcha debajo de ella. Las sábanas se encontraban frescas, aumentando sus temblores hasta que volví a subir el

edredón para ponerlo sobre nosotros. Me acosté encima de ella, besándola suavemente y calentándola con mi cuerpo. Sentí a sus músculos aflojarse

bajo mis dedos, su respiración salía más rápida, pero más profunda. Tomé su boca lentamente, suavemente, sosteniendo su cabeza con las manos, persuadiéndola de volver al estado cálido como cuando dejamos la cocina.

Se acurrucó debajo de mí, confiada, cálida y relajada.

—¿Mejor? —pregunté, y me respondió que sí—. Sabes que puedes

decirlo. No quiero presionarte.

Me incliné para besarla de nuevo y se abrió para mí, enredando su

lengua con la mía, lamiendo mis labios, succionando suavemente mi aro y empujando sus dedos en mi cabello, sosteniendo mi cabeza en el ángulo

en que me quería. Cuando me arañó desde mis omóplatos a mis caderas con sus uñas cortas y, mientras nos besábamos, sumergió los dedos bajo el elástico de mis calzoncillos, supe que estaba lista, pero mantuve un

ritmo lento, intentando apaciguar todos sus deseos. Desabroché su sujetador y lo tiré, deslicé sus bragas por las piernas, me quité los

calzoncillos y puse el condón en su lugar, pero nunca dejamos de besarnos.

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Con una mano en su cadera, me incliné hacia ella, abriendo su boca

con un beso profundo y penetrante mientras me impulsaba dentro de ella y me quedaba el tiempo suficiente para que pudiéramos sentir la conexión

por completo. Cálida y apretada, ella era perfecta para mí. Por supuesto. La besé en la barbilla, la mandíbula, el borde de la línea del cabello justo al lado de su oreja. —Hermosa —murmuré, retirándome y regresando.

Mientras acariciaba el interior de su boca, le dije sin palabras cuánto la amaba.

Jadeó, metiendo los dedos en mi pelo y agarrándolo, chupando mi lengua, enrollando una pierna a mi alrededor y aplanando su otro pie en el

colchón para poder arquearse y encontrarse con mis embestidas cuando comencé a mecerme dentro de ella.

Me estremecí encima de ella —tan bueno, tan bueno—, moviéndome

con ella, deslizando mi mano por su cuerpo suave y acariciando. Cuando tomé su pecho en mi mano y me incliné para chupar su pezón, murmuró

mi nombre, retorciéndose y gimiendo en voz baja, necesitando esto, necesitándome.

Rodé sobre mi espalda, llevándola conmigo, con las manos en su cintura, presionándola hacia abajo cuando yo me impulsaba hacia arriba,

guiándola hasta que se hizo cargo y estableció el ritmo necesario, con las rodillas apretadas contra mis caderas y sus brazos temblorosos. Su cabello caía a nuestro alrededor mientras mis manos se deslizaban hasta sus

muslos y por debajo de la cortina de su pelo sedoso. Seguí la curva de sus pechos con mi lengua, rozando la parte inferior suavemente, los contornos

exteriores, la línea pectoral hasta el centro. Tarareó tan profundamente en su garganta, que lo sentí en mi mejilla presionada a su pecho.

—Vamos, Jacqueline —susurré—. Vamos, cariño. —Gimió de nuevo, frustrada, como si no estuviera muy segura de qué hacer, así que la puse debajo de mí, apoyé sus manos sobre el colchón a ambos lados de su

cabeza, y embestí dentro de ella.

—Oh, Dios —jadeó, curvando sus dedos sobre los míos—. Lucas —

gimió, con los ojos cerrados.

—Estoy aquí —dije, inclinándome para besarla mientras se tensaba

y convulsionaba.

La seguí, nunca más satisfecho en mi vida.

***

Acurrucada bajo el edredón, no podía ver nada de su cuerpo debajo del hombro desnudo, aunque no me resultaba difícil sentirla. Era cálida y

suave, acomodada en mis brazos y nuestras piernas enredadas. Traté de

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centrarme en las partes que podía ver, características que conocía tan bien

como los patrones incrustados debajo de mi piel. Decidí que sus ojos eran mi parte favorita. También eran los más difíciles de capturar en el papel.

Era imposible ilustrar las facetas multicolores y el modo en el que me miraba. O tal vez su boca... toqué sus labios y ella se quedó mirando, esperando.

Era tan injusto lo mucho que la deseaba. La besé y removí la colcha hasta su cintura. Los hombres son criaturas visuales, al igual que los

artistas, por lo que el deseo de ver su piel desnuda era doble. Maldición, era tan hermosa. —Quiero dibujarte así —dije, y traté de no reírme cuando

me preguntó, en broma, si terminaría en la pared. Nunca lograría dormir si lo hiciera. La tendría en mi cama, repitiendo lo que acabábamos de hacer, o usaría mi muy vívida imaginación para imaginarla allí.

—He hecho algunos dibujos tuyos que no van a la pared —dije. Ups.

Quiso verlos, por supuesto. Pasé las puntas de mis dedos por su

pecho antes de acercarla más. —¿Ahora? —pregunté. Por favor, ahora no.

Cedió, creo que curiosa, y me moví encima de ella y desaparecí bajo

las sábanas.

Besé su esternón hacia abajo, progresando lentamente. Jadeó y sus

dedos se fundieron en mi pelo y apretó cuando pasé por su ombligo y seguí adelante. Me moví a un lado, besando el muslo superior e interior, inhalando su dulce aroma, soplando suavemente como para mostrarle el

recorrido que mi lengua pretendía tomar. En sus pequeñas manos, mi cabello negro y largo se transformaba en algo que nunca había sido…

controlado.

Guíame, Jacqueline. Muéstrame hacia dónde quieres que vaya.

Lo hizo.

***

Me puse mis calzoncillos antes de dejarle a Francis su comida para

que nos dejara en paz. Serví un vaso de leche y puse unas porciones de bizcocho de chocolate en un plato, entregándoselo a Jacqueline cuando

volví a la habitación poco iluminada.

Sostuvo la sábana sobre sus pechos, lo que era divertido y atractivo a la vez, teniendo en cuenta las últimas horas. Después de encender la

lámpara de escritorio, tomé mi cuaderno de dibujo y me metí en la cama detrás de ella, instándola a que se recostara contra mi pecho. Sus caderas

desnudas se presionaron contra lo que sería, en un futuro no muy lejano, una erección sólida y exigente. Por el momento, quería ronronear de

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alegría, o gruñir, o lo que fuera que hacían los chicos cuando se cumplía

con todas sus necesidades.

Mordisqueó un bizcocho mientras revisaba los bocetos que hice este

semestre: los edificios del campus con una arquitectura notable, dibujos mecánicos, paisajes y la gente que me pareció interesante. Al momento en que apareció el boceto que hice de ella el día lluvioso, se había terminado

dos bizcochos de chocolate y empezaba con el tercero.

Miré el techo. Bien hecho, abuelo. Ahora aparta tus ojos.

Le pregunté si le molestaba que la hubiera estado observando antes de conocernos, pero parecía pensar que ella era una más de los extraños

interesantes que dibujé.

—No sé si eso me hace sentir mejor o peor —dije.

Se apoyó en mi brazo. —No me molestó que no me dijeras que eras

Landon. La única razón por la cual me enojé fue porque pensé que jugabas conmigo, pero era todo lo contrario a eso. —Me tocó la cara mientras la

sábana caía un poco más—. Nunca podría tener miedo de ti —susurró.

Transferí el plato con bizcochos a la mesa de noche y ella se volteó

hacia mí, a horcajadas sobre mi regazo. En tanto la tocaba, besaba y chupaba sus pechos, y ella pasaba sus dedos mágicos por mi pelo y mi piel, mi cuerpo se despertó completamente.

—Debo poner... um —susurró, y asentí. Se apoyó en la mesita de noche y volvió con un cuadrado de celofán—. ¿Puedo... o eso también

es...?

—Dios, sí… por favor. —Una chica nunca me puso un condón.

Supuse que, por la manera en que sus pequeños dedos fríos lo colocaron de forma experta, en este momento yo era el inexperto. Y oh, Dios, estaba

de acuerdo con eso.

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23 Traducido por Mary & Noelle

Corregido por SammyD

Landon Conseguir un trabajo de medio tiempo era más problemático de lo

que creí. En un pueblito, con un asalto bien conocido en mi pasado reciente, los gerentes no se entusiasmaban con la oportunidad de tenerme

en la nómina.

Tocando fondo, pedí una entrevista en el último lugar de comida

rápida que querría trabar y aun así, escuché—: Puedes completar esto, pero ahora no estamos contratando. —Era casi verano, la temporada más ocupada del año para los negocios en esta una ciudad costera. No me

contrataban a mí. Miré a la camisa de manga corta de vestir del gerente y la corbata de poliéster mientras agarraba la hoja que me tendió, la cual me

tomaría cinco minutos en llenar. Para nada.

—¿No eres tú el hijo de Ray? ¿El nieto de Edmundo?

Me giré para encontrar a uno de los viejos cascarrabias de la cuidad, mirándome. No se encontraba a menudo por aquí. Este era más corto y ancho que yo, con un traje de lona de color rojo que se asemejaba a las

ropas de la prisión, salvo por la estampa de Hendrickson Electric & A C en el pecho. Echó a la basura la bandeja de envoltorios y envases de cartón

arrugado y se volvió.

—Sí, señor. —Extendí una mano—. Landon Maxfield

Sacudió mi mano con un apretón fuerte. —W.W. Hendrickson —dijo, pero debido a su acento local, las iniciales parecieron más cortas—. Necesitas un trabajo, ¿no? No quieres trabajar en este lugar de mierda. —

Le lanzó una mirada al gerente, que enrojeció—. Sin ofender, Billy.

Tenía el presentimiento de que Bill Zuckerman ya no usaba el Billy

desde los últimos veinte años. Se aclaró la garganta y se esforzó, aunque sin éxito, para no fruncir el ceño. —Uh, no me ofende, señor Hendrickson.

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—Umm —dijo Hendrickson—. Ven un minuto, Landon. Vamos a

hablar —mencionó y lo seguí—. Trabajas en el barco con tu papá, ¿cierto? —Caminamos hasta su camioneta y apoyó un codo en el lado de la cabina.

Asentí. —Sí, señor. Pero planeo ir a la universidad en poco más de un año, y necesito experiencia laboral con una referencia.

—Planeas largarte de la cuidad como lo hizo tu padre, ¿no? —

preguntó, pero no pude detectar malicia en su tono.

—Sí, señor. Planeo estudiar ingeniería.

Elevó sus cejas pobladas. —Ah, eso es algo sensato que vale la pena estudiar. Nunca entendí como tu padre necesitaba tanta instrucción para

estudiar algo hecho de engaños.

Apreté mis labios, sabiendo que no debía tratar de explicar los varios títulos de economía de mi padre a hombres como el señor Hendrickson.

—Voy a ir al grano. Necesito un nuevo asistente. Antes de que aceptes, debes saber que quizá recibirás una o dos descargas eléctricas

antes de que aprendas qué cables debes evitar. Te enviaré a la oscuridad, a áticos de cincuenta grados donde sudarás sin parar, las fibras de vidrio

se te meterán en las rodillas y el culo, y quizá algún bicho se escabulla por tus pies. —Rió, un resoplido casi silencioso a través de su nariz—. Tenía un asistente que fue a limpiar el techo de un cliente por una comadreja. Se

cayó en el medio de la sala de estar, por suerte.

¿Por suerte? —Um, de acuerdo. —No sabía que decir o preguntar.

—El pago es unos dólares más que el salario mínimo. No puedes beber, fumar, ni tener relaciones sospechosas con las hijas de los clientes,

siento que debo aclararlo, ya que eres parecido a tu padre y también, ya he pasado por eso.

Mi cara se calentó.

—¿Asumo que sabes todo sobre computadoras y cosas parecidas? —Asentí y dijo—: Bien, podría venirme bien ayuda con mis libros allí. Debo

llegar al siglo XXI antes de que se acabe. ¿Qué opinas?

Conseguí un trabajo, pensé.

***

—Bueno, señor Maxfield. Aquí estamos, el comienzo del último año. Debo admitir que nunca pensé que llegarías tan lejos.

Miré a mi directora y pensé: No me digas. Sobre todo cuando hiciste todo lo posible para hacerlo realidad. Sin embargo, las pelotas de latón que

tuvo para citarme a su oficina y decirme esto a la cara, no podía significar

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nada bueno. Ella creía que se encontraba por encima de todo y todos, y

dentro de los confines de esta escuela, tenía razón.

Nueve meses, me dije. Nueve meses y saldría de aquí. Ni siquiera me

detendría para sacarme la tierra de mis botas.

Así que no dije nada. Sin embargo, respondí a su mirada malvada con una severa propia. Estudiaba un pedazo de papel con mi horario

impreso. —Veo que te has inscrito a cálculo y física. —Me mira a través de los lentes situados en el puente de la nariz—. Qué... ambicioso de tu parte.

—Labios presionados, cejas elevadas, pestañas bajas… toda su expresión demostraba el escepticismo de que yo fuese capaz del cambio que empecé

en las últimas semanas del año anterior.

Quería quitar de un golpe esos lentes y la condescendencia de su

cara.

En vez de responder, repetí mi mantra en silencio; los principios que aprendí en el primer mes de artes marciales, la primavera pasada: cortesía,

integridad, perseverancia, autocontrol, espíritu indomable. A menudo, las funciones de estos se difuminaban, porque una se vinculaba con las otras.

Si fallaba una, podía fallar todas. ¿Qué bien podría traer la integridad si no tenía autocontrol?

Así que me senté allí, esperando que Ingram acabara conmigo.

No se hallaba del todo convencida con mi silencio, eso era más que

evidente. Sus labios delgados se curvaron. —Tengo entendido que uno de nuestros estudiantes estrella te ayudó a pasar tus clases la primavera pasada.

Ah. Pearl.

Además del día en que revisó mi pulmón perforado, Pearl Frank y yo ni siquiera hablábamos sin la presencia de Melody o para tener esa charla

típica de salón como puedes superar esto. Casi no respondí cuando la primavera pasada me tocó el brazo en la librería y preguntó—: Landon, ¿te encuentras bien?

Con sólo seis semanas de escuela restantes para aprender las cosas en las que fallé durante treinta semanas, y añadiendo el nuevo material,

sentía que me hundía. Pero no me encontraba dispuesto a confesarle eso a la mejor amiga de Melody, que también era la persona más inteligente en

mi clase.

Parpadeé y rodé los hombros, mientras estiraba mi cuello. —Sí, bien. —Estuve en una posición tensa durante toda la hora en la sala de estudio,

mirando a una sección en mi libro de química.

Arrugó la frente y señaló al libro abierto. —¿Por qué miras eso? Las

últimas seis semanas, estudiamos la ley de Dalton.

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Cerré el libro, frunciendo el ceño y poniéndome de pie. —Sí, bueno,

no lo entendí entonces, y tampoco ahora. —Suavicé mi mueca y me encogí de hombros—. No es importante.

Pearl parecía un poco perdida. —Pero lo estudias ahora porque...

Tragué. No quería decirlo en voz alta; que hacía un intento de último momento para alterar mi futuro. Que me asustaba no poder hacerlo.

—Si quieres, puedo enviarte mis notas de las últimas seis semanas, y puedes hacerme preguntas. —Sus ojos oscuros lucían preocupados, sin

lástima.

Asentí. —De acuerdo.

—No tengas miedo de pedirle ayuda a tus profesores, también. Son sólo personas, sabes. —Arqueé una ceja y sonrió—. Bueno, la mayoría.

Durante las próximas semanas, me salvó de fallar en mi tercer año

de secundaria, no sólo en química, también en literatura y pre-cálculo. Gracias a su ayuda, mi cerebro despertó de tres años de hibernación.

—¿Pearl Frank? —apuntó la señora Ingram, como si yo no pudiese

recordar las clases o quién las dio. No estaba seguro de como lo supo, pero me encontraba malditamente seguro de que no iba a preguntarle.

—Sí —respondí.

Ahora, ella me odiaba. En los primeros meses de taekwondo, me hice más consciente de los indicios, cuando alguien pasaba desde la irritación a

la furia. Después de todo, era necesario para la defensa reconocer el nivel de probabilidad de que alguien pudiera perder la paciencia. Sus

indicaciones físicas eran menores, pero se hallaban allí.

—Tengo entendido que fuiste arrestado la primavera pasada por una agresión. Por suerte, se acordó la libertad condicional. —Por suerte, no era

lo que ella quería decir.

No dije nada.

Pearl me dijo una vez que Ingram era el tipo de líder que creía en que menos es más. —Es un poco brillante y engañoso a la vez. Eliminan a los

estudiantes de calificaciones más bajas, empleados con los registros de servicios malos, etcétera; lo cual sube la puntuación global o ranking de la

organización.

Por último, Ingram rompió con su profesionalismo y me fulminó con la mirada. —¿Por qué no me responde, señor Maxfield?

Arqueé una ceja. —Usted no me está haciendo preguntas.

Sus ojos brillaron. —Voy a ser clara. No sé a qué estás jugando, o

cuáles son tus asuntos con la señorita Frank, pero no quiero que pierda

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su valioso tiempo por tus tonterías. No creo ni por dos segundos que tú

tengas la ética de trabajo esencial ni los conocimientos interpersonales y básicos necesarios para representar a esta escuela y sus estándares

educativos ejemplares.

Me mordí el labio para evitar corregirla. De acuerdo con el estado, su escuela se encontraba lejos de ser ejemplar.

Dejé de escucharla mientras balbuceaba sobre mi falta de integridad y habilidades de razonamiento y respeto a la autoridad. Es curioso cómo la

gente que despotricaba acerca de la falta de respeto de otras personas, por lo general, no se encontraban dispuestos a ofrecer lo mismo a cambio.

Cuando terminó, me zumbaban los oídos. —¿Nos comprendemos, jovencito? —Claramente esperaba una respuesta a más que esa pregunta, o una reacción violenta. Estaba condenada a ser decepcionada.

—Creo que sí. ¿Hemos terminado aquí, señora Ingram? —Me puse de pie, creando una sombra amplia sobre su escritorio, ya que la ventana

orientada al este quedó detrás de mí—. Tengo que ir a clase. A menos que quiera hacerme llegar tarde en mi primer día. —En el momento justo, sonó

la primera campana.

Se puso de pie, pero aun así estiró su cuello para mirarme. Alcancé la imponente altura de mi padre en el verano, pero ella no se preocupaba

por esos centímetros más alto. Deslicé una mano en mi bolsillo delantero y cambié mi peso a un lado; eso era lo más cercano a una tregua que le

daría. Ya no tenía catorce años, y esta mujer no iba a destrozarme las posibilidades de salir de esta ciudad e ir a la universidad.

—Puedes retirarte. Pero te estaré observando.

Ajá, pensé, volteándome y saliendo sin una respuesta.

Me preguntaba por qué alguien como ella ejercería una carrera en educación, pero no pregunté. Nadie era lógico. Nada tiene sentido al final. Algunas veces tienes que olvidar las explicaciones y excusas y dejar atrás a

las personas y lugares, porque de otra forma te arrastrarán hacia abajo.

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Lucas La mañana del sábado, habían pasado treinta horas y algo desde

que vi a Jacqueline. El sargento Ellsworth y yo nos preparábamos en el vestuario para el último módulo. Se suponía que debíamos llegar a mitad

de la clase, porque hoy cumpliríamos con un sólo propósito: “atacantes”, lo cual hacía necesario una distancia emocional de la “victimas”.

Al entrar al salón, mis ojos fueron a Jacqueline de inmediato. Igual

que los otros, usaba todo el equipo de protección. Se parecían a una tribu de mini luchadores de sumo. Cuando ella me vio, bajó rápidamente las

pestañas y se mordió el labio, y fui golpeado con una recolección gráfica de las horas que pasamos en mi cama. Por el aspecto de su sonrisa tímida, a

ella también le pasó.

Distancia emocional. Claro.

Deseé, demasiado tarde, haberle pedido a Jacqueline que evitara ir contra mí. Podíamos practicar defensas, pero esto era diferente. Como los atacantes, Ellsworth y yo haríamos comentarios audibles. Buscaríamos

aperturas para atacar. No soltaríamos a una “víctima” a menos que dieran adecuadamente un golpe de defensa… y ambos fuimos entrenados para

juzgar ese punto.

Esta sección era inquietante para mí. Fingir ser un depredador

sexual, siempre me hacía anhelar una ducha caliente después.

Tan pronto como las mujeres acabaron la revisión de movimientos con Watts, se hallaban listas para hacer lo que Jacqueline me dijo que su

amiga Erin denominaba una grave patada a los huevos.

—Sólo se entusiasma porque puede practicarlo sin herir a los chicos,

debido al relleno —dijo mientras nos vestíamos, así podía llevarla de vuelta a su dormitorio el pasado jueves en la noche.

—Ajá —dije inexpresivo, y se rió.

Mientras se ponía los guantes, apartó la mirada de la mía y dijo—: Erin fue la primera persona a la que le dije. —Su voz era suave—. Ojalá le

hubiera dicho antes.

Incliné su barbilla y la acerqué a mí. —No hay manera correcta o

incorrecta de ser un sobreviviente, Jacqueline. No hay un guión. —Tragó y asintió, no del todo convencida, debido a Mindi—. Sobreviviste, y ella lo

hará también.

Yo fui el primero. Mientras me dirigía a la colchoneta, sentí los ojos de Jacqueline en mí, y recé para que no fuésemos emparejados. Vickie fue

la primera voluntaria, y me pateó el trasero de la mejor forma. Habría

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esperado que Erin fuera la primera o segunda en dar un paso delante,

pero se quedó atrás con Jacqueline, quien parecía no tener prisa. Durante los turnos de Ellsworth, las observé a las dos apoyar a sus compañeras de

clase, Erin gritaba sugerencias: “¡Cabezazo! ¡Cortadora de césped! ¡Patéalo! ¡Patéalo más fuerte!”, mientras Jacqueline vitoreaba y aplaudía.

Al final, Erin apretó la mano de Jacqueline y se adelantó para pelear con Ellsworth, dejando sólo a Jacqueline y a otra mujer extremadamente tímida que trabajaba en el Centro de Salud. Ellsworth le echó un vistazo a

Erin y murmuró—: Si ésta me patea las pelotas hasta la garganta, me la debes, amigo. No estoy tan seguro de confiar en el relleno con ella.

Si la “victima” daba un buen golpe, con suerte, no íbamos a sentirlo. En mis clases de entrenamiento, nos decían que encontráramos nuestros

actores internos. Aun así, cuando Erin golpeó a Ellsworth en los genitales con una patada de barrido perfecta y él se cayó directamente al suelo, me sentía un poquito preocupado. Onces voces gritaron—: ¡Corre! —Pero Erin

tenía su propia actriz interna. Después de alejarse de su pecho, se dio la vuelta y le dio dos patadas antes de correr a la zona segura, donde saltaba

como si hubiera ganado el campeonato de peso pesado.

Ellsworth se puso de pie y me dio un pulgar hacia arriba. Ufff.

Fui a la colchoneta y esperé. Gail del Centro de Salud se acercó, tan nerviosa que temblaba. A estas alturas, alguien podría estar tentado a

decirle que no tenía que hacerlo. Pero llegó tan lejos. Era momento de probarse a sí misma que aprendió algo. Watts le dio instrucciones calmas, al principio, animándola a golpear más fuerte. Fui fácil con ella, pero

mientras lanzaba golpes y patadas, y era vitoreada por sus compañeras, me pateó, golpeó y gritó más fuerte. Cuando terminó, lloraba y sonreía,

rodeada y felicitada por las otras.

Para mí, nada se comparaba con ver a Jacqueline. Sin dirección,

ejecutó una serie de movimientos y los modificaba, sin importar donde aterrizaban. En un momento dado, quedó atrapada en un abrazo de oso frontal, hasta que Erin gritó—: ¡Testículos! —lo suficientemente fuerte para

ser escuchado en un país vecino, y Jacqueline levantó su rodilla, con fuerza. Ellsworth fue directo al suelo. Ella corrió a la zona de seguridad,

donde Erin la abordó con un abrazo entusiasta. Me sentía tan orgulloso, y le rogaba a Dios que ella nunca necesitara utilizar nada de lo que acababa

de aprender.

***

El domingo por la tarde, Jacqueline y yo nos tomamos un descanso

de estudiar para los exámenes finales. Llené los termos con café y nos dirigimos hacia el lago. Quería dibujar a piragüistas y Jacqueline insistía

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en que eran certificablemente insanos por estar fuera en el lago con estas

temperaturas. Se acurrucó a mi lado en el banco, envuelta de pies a cabeza y todavía temblando. Vestía mi sudadera, pero no los guantes, y me

quité mi chaqueta de cuero, porque no la necesitaba.

Le dije que una blandengue por ser tan cobarde respecto al clima frío, y me dio un puñetazo en el hombro. Lo vi venir y podría haberlo

bloqueado, pero no lo hice. —¡Ay, cielos, me retracto! Eres dura como una roca. Chica mala. —La atraje más cerca para hacerle entrar en calor.

—Puedo lanzar un puño formidable. —Sus palabras, murmuradas en mi pecho, eran casi inaudibles.

—Lo haces. —Llevé su cara hacia la mía—. En realidad estoy un poco asustado de ti. —Mis palabras juguetonas eran más ciertas de lo que ella sabía.

—Yo no quiero que te asustes de mí. —Sus palabras salieron con pequeñas bocanadas de aliento, y la besé hasta que su nariz se calentó

contra mi mejilla.

***

Fuimos a mi apartamento, donde me recordó mi petición de hace

unas semanas, de que me dejara algo para anticipar. —Así que, ¿lo has estado… anticipando? —preguntó. Nuestras ropas estaban torcidas, pero

no fuimos más allá de una intensa sesión de besos en mi sofá con Francis como público aburrido.

¿Había estado anticipando sus manos y boca sobre mí? Eh... sí.

Miró mi labio —el aro totalmente succionado dentro de mi boca— y una sonrisa se extendió por su cara. Me dio un beso antes de deslizarse de

mi regazo hasta sus rodillas, entre mis piernas. Mientras desabrochaba y bajaba la cremallera de mis pantalones vaqueros, estaba bastante seguro

de que era un sueño. No quería moverme y correr el riesgo de despertarme, pero no pude evitar recorrer su suave cabello con mis dedos, así podría

tocarla y ver cada cosa que hacía.

Cuando sacó la punta de la lengua y la pasó desde base hasta la punta, cerré los ojos por un momento, volviéndome loco de éxtasis. Se

inclinó para mordisquearme con los dientes, me acarició con los dedos y luego con su lengua. Gemí, y aparentemente esa era la respuesta correcta.

Cuando su boca cálida se cerró sobre mí, ¡Santa Madre de Dios!, mi cabeza cayó hacia atrás en el sofá y cerré los ojos de nuevo, con mis manos aún

en su pelo y las palmas contra sus pómulos. Y entonces, tarareó… una nota larga y baja.

—Jodido infierno, Jacqueline —jadeé.

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Esta vez, no dejó que la detuviera.

***

Me envió un mensaje el miércoles por la tarde: Final de economía: PWNED. Si ella sabía ese término de videojuegos o memes de gato, no me

importaba. Era demasiado lindo.

Todo gracias a mí, ¿cierto? Le respondí el mensaje.

No, por ese chico Landon, respondió. Me reí en voz alta, ganando una ceja elevada de Eve, con quien trabajaba un doble turno. Gwen y Ron

tenían hoy dos finales cada uno, y nosotros no, así que acordamos trabajar prácticamente todo el día, junto con nuestro gerente.

—Necesito algo caliente y dulce. —Reconocí la voz de Joseph,

dándole la orden a Eve. Se frotaba las manos en sus guantes sin dedos, tratando de calentarlas. Su abrigo era el de la universidad y mostraba su

nombre. Su gorra de lana, calada hasta las orejas, lucía nuestra mascota.

Ella lo miró. —Voy a necesitar el nombre de su bebida deseada,

señor. —Largaba veneno. Esto iba a ser divertido. O doloroso. De cualquier manera, no me atreví a intervenir y detenerlo.

Joseph rara vez entraba en la tienda de café, insistiendo en que era

el combo completo: caro y demasiado comercializado.

Miró a Eve al otro lado del mostrador. —¿Recomendaciones? No

estoy familiarizado con todas las bebidas asombrosas que tienen. Como he dicho, quiero algo caliente y dulce. Sin embargo, no estoy seguro de que

seas la indicada para dármelo.

—¿En serio? ¿Esa es tu frase?

Subió las cejas y torció la boca. —Cariño, si deseas una frase, no vas a conseguirla de mí. Estás muy, muy lejos de ser mi tipo.

Ella farfulló, furiosa. —Oh, ¿así que “quiero algo caliente y dulce”

significa “nada”?

—Um, no. —Sus ojos eran glaciales—. Significa que me gustaría una

bebida caliente, lo contrario a una fría, y me gustaría algo dulce, como con jarabe. Joder. ¿Tienes un compañero de trabajo o algo a quien pueda darle

mi orden? —Echó un vistazo y me vio, con los labios apretados—. Lucas, maldita sea, tráeme algo —miró a Eve—, caliente y dulce.

—¿Mocha con caramelo suena bien?

Sonriendo, dijo—: Diablos, suena perfecto. —Su sonrisa desapareció

cuando volvió a mirar a Eve, a pesar de que aún me hablaba a mí—: Y gracias por tu profesionalidad. —Hice la bebida mientras él le tendía un

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billete y Eve le cobraba en silencio—. Nos vemos la semana entrante en ese

espectáculo Review Air —dijo, tomando el vaso—. La hermana de Elliott vendrá para una visita la semana próxima, por cierto. Si quieres unirte a

nosotros para la cena, puedo presumir de mi único amigo inteligente.

—Por supuesto. —Me eché a reír—. Suena bien, Joseph.

Cuando se hubo ido, Eve me miró fijamente y dijo, sin inflexión—:

Es gay, ¿verdad?

—Sí.

—Y te quedaste allí y me dejaste hacer una idiota de mí misma…

—Eve, no todo se trata de ti. —Le di golpecitos en la nariz con el

dedo para aliviar las palabras duras—. Tal vez debes darte cuenta de eso. —Me volví para lavar las jarras antes que la próxima ola de clientes raros apareciera.

Suspiró, pero no respondió.

Mi teléfono sonó con un mensaje más de Jacqueline, que tenía tres

exámenes más entre hoy y el sábado:

¿Comida china el sábado? Necesito algo caliente y picante

para celebrar el final del semestre. Kung-pao, ¿tal vez? *Guiño*

Tras el intercambio anterior entre Joseph y Eve, me reí en voz alta otra vez. Jacqueline y yo teníamos planes para celebrar en su habitación

de la residencia, después de que Erin se fuera para las vacaciones de invierno.

Yo: Creo que puedo darte algo caliente y picante.

Jacqueline: *abanicándome* Sí por favor.

***

—Entonces, ¿cómo llegaste a tocar el bajo? —le pregunté, buscando brócoli en mi caja de cartón. Nos encontrábamos sentados junto al otro en

el piso de la sala dormitorio de Jacqueline, con las espaldas contra su cama.

—Por medio de la liga más pequeña de fútbol —respondió. Hice una mueca cuando me la imaginé en un uniforme de fútbol, y se rió—. Uno de nuestros bajistas se quebró la clavícula en un juego, y nuestro profesor de

orquesta rogó para que uno de los violinistas cambiara. Me ofrecí. Además tenía la ventaja de que a mi madre no le gustaba.

—Así que la relación con tu madre… ¿No es tan buena, supongo?

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Suspiró. —En realidad, le conté sobre Buck. Todo. Y lloró. Nunca

llora. Quería venir aquí. —Frunció el ceño—. Le dije que me encontraba bien, que era fuerte, y me di cuenta de que es cierto. —Apoyó la cabeza

contra la cama, con la cara vuelta hacia mí—. Gracias a Erin y a ti.

Mi mente sugirió que no alababa ningún rasgo de chico malo.

Le di golpecitos a mi sombrero imaginario. —Feliz de estar a su servicio, señora.

Sonrió. —Me va a pedir una cita con su terapeuta. Al principio

acepté porque le daba algo para hacer, una forma de ayudar. Pero cuando lo pensé, me alegré. Quiero hablar con alguien sobre lo sucedido. Alguien

que me puede ayudar a lidiar con todo.

Nuestros rostros se hallaban a centímetros de distancia, y juraría

que ella parecía triste por mí. Tal vez porque yo no tenía una madre. —Eso es impresionante. Me alegra que puedas contar con tu madre.

No quería que esta noche fuera hacia esta dirección. Tenía tan poco

tiempo con ella.

—¿Qué hay de ti? ¿Cómo te decidiste a estudiar ingeniería? Es decir,

podrías haberte especializado en arte.

Me encogí de hombros. —Puedo dibujar cuando quiera. Me calma,

siempre lo ha hecho. Pero no quiero hacerlo por nadie más que por mí. En cuanto al arte en general, en realidad no soy pintor, escultor ni nada más. En cambio reducir mis intereses en ingeniería era difícil. Quería hacerlo

todo.

Sonrió. —Entonces, ¿cómo elegiste?

—Bueno, habilidad y oportunidad. No consideraba seguir una ruta médica. Creí que estaría diseñando coches o inventando cosas futuristas

como aerodeslizadores. Pero se presentó la oportunidad cuando el Dr. Aziz me pidió que aplicara, así que aquí estoy.

Busqué en mi iTunes, la lista de reproducción que quería que oyera

y le entregué los auriculares. Como era de esperarse, tenía una sintonía emocional con la música como nadie que hubiera conocido, una gama de

sentimientos se reflejó en sus ojos mientras me miraba y escuchaba. Me incliné para besarla, y luego la recogí, la acosté en la cama y me tendí a su

lado, con un brazo debajo de su cabeza y el otro sobre su abdomen.

Cuando rocé su oreja con un dedo, se quitó un auricular y me lo entregó. Marqué una canción que descubrí justo antes de que obtuviera mi

último tatuaje, cuatro líneas ahora inscritas en mi costado, un poema compuesto por mi madre artista para el hombre analítico que la amaba. La

canción provocó el recuerdo de sus palabras, así que busqué su cuaderno de poesía en el ático la siguiente vez que estuve en casa. Copié las líneas y

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se lo llevé a Arianna y, hace dos años, añadí el poema al lienzo de mi

cuerpo.

El amor no es la ausencia de la lógica,

Si no la lógica examinada y recalculada,

Calentada y curvada para adaptarse,

Dentro de los contornos del corazón.

Nuestras manos comenzaron a desviarse hacia el otro; mis dedos se deslizaron bajo su camisa mientras la besaba. Me advirtió que Erin podía

regresar en cualquier momento, al parecer, su compañera de habitación aún no se fue para las vacaciones de invierno. Debido a algo relacionado

con un novio que trataba de recuperarla.

—¿Por qué terminaron? —pregunté.

Acuné su pecho, a punto de buscar el broche. ¿Al frente o atrás esta

vez?

—Por mí —dijo, y me congelé—. No así. Chaz era... el mejor amigo de

Buck. —Todo su cuerpo se puso rígido con sólo decir su nombre, y la acerqué más.

Se suponía que Buck se había ido, y no estaría de vuelta el próximo semestre, sin duda no si Charles tenía algo que ver con eso. Conocía a alguien en el comité de disciplina, y estaba bastante seguro de que iba a

pedir todos los favores que pudiera.

—Nunca te conté acerca de las escaleras, ¿cierto? —dijo Jacqueline.

Me puse tan tenso como ella. —No.

Tragó saliva. —Hace aproximadamente un mes, todas las lavadoras

en mi piso se encontraban llenas, así que bajé al segundo piso para ver si tenían alguna libre. —Su voz era tan bajita que no podría cambiarme de posición y seguir oyéndola—. Cuando regresaba, Buck me pilló en el hueco

de la escalera. Me amenazó con... —Tragó de nuevo, con fuerza, y dejó el espacio en blanco para que lo llenara mi mente—. Así que le dije: “Mi

habitación”. Pensé que si podía meterlo en el pasillo, la gente estaría allí y me escucharían decirle que se fuera y tendría que irse.

La sostenía con demasiada fuerza. Lo notaba, pero mis músculos se solidificaron. No podía aflojar mi agarre sobre ella.

—Se encontraban cinco personas en la sala. Le dije que se fuera. Se

puso furioso cuando descubrió lo que hice. Hizo que pareciera como si nosotros lo hubiésemos hecho en las escaleras. Y por las miradas de las

caras de todo el mundo en el pasillo… después de las historias que circularon… ellos le creyeron.

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No llegó a su habitación. Pero puso sus manos sobre ella. Y le dio

miedo. Otra vez.

Sentí la rabia por protegerla y una impotencia atroz, y no sabía qué

hacer al respecto. No quería hacerle daño a Jacqueline, ni asustarla, pero no sabía qué hacer con el enojo que surgió en mi interior, amenazando con desbordarse.

La empujé sobre su espalda y le di un beso, presionando una rodilla entre sus piernas. Sentí su lucha y mi cerebro gritaba: ¡Qué diablos haces!

Traté de echarme hacia atrás pero sus manos, liberadas de entre nosotros, se enredaron en mi pelo y me sujetaban con fuerza. Luego abrió la boca,

llevándome dentro y devolviéndome el beso con la misma intensidad.

Me estremecí, la amaba, la amaba tanto que apenas podía respirar.

Me pregunté si así debía sentirse amar a alguien o si me encontraba muy jodido e incapaz de amar correctamente, porque lo único que sentía era esta necesidad insana e imposible de llenar, este agujero negro y vacío

dentro de mi alma. Me hacía añicos en sus manos, derrumbándome a la nada.

Debía parar. Tenía que parar con esto. Le di lo que quería, lo que necesitaba… y me encontraba en pedazos a sus pies. ¿Cómo no lo veía? Ya

no podía continuar con este juego. Tenía que salvar lo poco que quedaba de mí.

Quería desnudarla y poseerla por última vez. Extender sus piernas y

adorarla. Hacerla gritar mi nombre y temblar debajo de mí. Quería fingir, una noche más, que podía pertenecerle. Que podía ser mía. Me acosté

encima de ella, besándola, y sabía que no iba a suceder. Su compañera de cuarto regresaría en cualquier momento, y estaba bien. No se podía llenar

el espacio que quería que ella llenara.

Desaceleramos, acostándonos lado a lado, y empecé a pensar en mis frases de salida. Luego preguntó sobre los Heller y mis padres, así que me

volví sobre mi espalda y respondí a sus preguntas.

Y entonces… —¿Cómo era tu madre?

—Jacqueline… —dije, al tiempo que la llave de Erin entraba en la cerradura.

Me levanté cuando entró ella, y Jacqueline me siguió. Erin trató de fingir que debía lavar ropa, pero dije—: Ya me iba. —Até mis botas negras de trabajo y deseaba haberme puesto mis viejas Noconas para que pudiera

simplemente meter mis pies y listo.

—¿Mañana? —dijo Jacqueline en la puerta, abrazándose.

Me subí la cremallera de mi chaqueta y dije—: Son oficialmente las vacaciones de invierno. Probablemente debemos utilizar ese tiempo para

tomar un descanso de nosotros también.

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Retrocedió, aturdida. Me preguntó por qué y le respondí con toda

lógica, sin emociones: que se iba de la ciudad y yo también, por lo menos durante unos días la semana de navidad. Ella todavía tenía que empacar,

y Charles necesitaba ayuda con las notas, la cual era pura mierda, pero ella no tenía ninguna manera de verificarlo y yo lo sabía.

Le dije que me hiciera saber cuándo regresase a la ciudad y me

incliné para besarla; un beso rápido y casto. Nada de lo que se merecía. Nada de lo que yo sentía. Me despedí y me fui.

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Traducido por Dannygonzal & JeylyCarstairs

Corregido por Niki

Landon Sabía que no era el único estudiante sin un computador, pero se

sintió de esa forma. Normalmente iniciaba sesión en la biblioteca, o

durante mi programa de laboratorio, o en la de Hendrickson. Sin embargo, hoy no tenía laboratorio ni horas de trabajo, así que usé el computador

prehistórico de la cochera de los Wynn.

—Cómprate ya un portátil económico —urgió Boyce—. Trabajas todo

el maldito tiempo, por lo que sé que tienes el dinero, y te aseguro que sé que ya no te estás fumando ni inyectándote.

Después de abrir el sitio donde esperaba que aparecieran por fin los

resultados de mi examen de admisión, esperé a que el computador hiciera ruido mientras abría la página de ingreso, donde escribí mi contraseña.

Boyce miraba a su padre por la ventana de vidrio laminado, sucio con huellas de dedos, grabada con los mordiscos de Scotch, manchas de quién

sabe qué y décadas sin que nadie lo limpiase apropiadamente.

—Ahorro para la matrícula. —Le di la excusa que usaba cada vez que me rehusaba a gastar mi dinero en algo—. Y yo nunca me inyecté.

—Sí, sí. —Apretó mi bíceps—. Tus grandes, duros y vigorosos brazos están reservados sólo para las agujas de tatuajes.

Me encogí de hombros. —Cállate, hombre…

Los casi inalcanzables resultados eran mi única esperanza de pasar

mi lamentable trasero a una universidad, más allá del patético promedio de notas que podía subir apenas. Ni un 4.0 directo sería suficiente este

año. Usé cada examen previo que fuera gratis en internet y cada guía de estudio de la biblioteca durante los últimos ocho o nueve meses. Si mis resultados en este maldito examen de ingreso no eran ridículamente altos,

estaba jodido y no existiría ninguna cuerda que Heller pudiera jalar para cambiar eso.

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Le di a entrar, la pantalla destelló varias veces, y luego los vi: los

números que determinaban mi futuro. Me recosté en la silla, mirando fijo, mientras mi ritmo cardiaco aumentaba la velocidad.

Lo hice.

—¿Noventa y ocho por ciento? —Boyce frunció el ceño y se rió a carcajadas—. ¿Eso significa lo que creo? Mierda, hombre. Sabía que eras

un cerebrito, pero mierda. —Agarró mis hombros y los sacudió, riendo. Él era la única persona, aparte de Heller, que sabía lo mucho que quería esta

salida. Lo mucho que la necesitaba—. Amigo, lo lograste.

Asentí, todavía estupefacto.

—Oh, hombre. —Me empujó—. Esto es horrible. Voy a quedar atascado en esta basura de pueblo mientras tú sales corriendo y follas a

montones de chicas universitarias.

Sacudí la cabeza y sonreí. Dejé que se enfocara en la única parte de

la universidad que podría haberlo atraído.

Con retraso, escuchamos la puerta de un camión cerrarse. —Mierda —dijimos al unísono.

La campana de la puerta tintineó justo después de que limpié el historial, apagué el computador y salté de la silla, pero el papá de Boyce

no era un completo idiota.

—Imbéciles, ¿viendo otra vez pornografía en mi computador? —rugió,

sin ni siquiera esperar a que la puerta se cerrara detrás de él. El cabello fino en su cabeza se erizó, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

Técnicamente, sólo una vez vimos pornografía en su computador,

aunque seguro que Boyce todavía lo hacía cuando podía. Llegamos a un acuerdo tácito de que verlo juntos era demasiado raro.

—Buscábamos los resultados del examen de ingreso a la universidad —dijo Boyce, siguiendo los movimientos de su padre. Ni siquiera sabía que

él podía poner esas palabras juntas.

—Mentirosos de mierda —gruñó el señor Wynn, lanzándose. Nos quitamos de su camino y Boyce esquivó el sustancioso puño que voló

hacia su cabeza, con poco entusiasmo, del modo en que mueves la mano para espantar una mosca. Su papá nos maldijo todo el camino hasta la

puerta.

Boyce y yo nos hicimos amigos debido a los padres defectuosos y las

madres ausentes, pero esos paralelismos eran reales hasta cierto punto. Su padre era un maldito abusivo, cuando el mío era callado y distante. Su madre dejó a su padre y a sus dos hijos, cuando él era demasiado joven

como para recordarla. Nunca parecía culparla por su abandono. Si fuera ella, también me habría deshecho de él, era todo lo que siempre decía al

respecto.

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—Hora de celebrar, mi amigo. —Me guió hacia el coche mientras su

padre lo seguía desde la puerta de la tienda.

—¡Terminas de trabajar a las seis! —vociferó, ignorado el hecho que

él cerraba durante dos horas a media tarde para visitar a la “novia” en el pueblo de al lado, una persona que Boyce y yo no creíamos que existiera. Se hallaba más allá de nuestro poder de imaginación el hecho de que una

mujer pudiera encontrar atractivo a Bud Wynn—. Inútiles pedazos de…

Azotamos las puertas para callar la diatriba familiar y Boyce giró la

llave, encendiendo la radio, mientras yo aceptaba a regañadientes la sólida realidad del silencio de mi padre.

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Lucas Jacqueline se iría a su casa en dos días. El espacio entre nosotros se

hallaba magnetizado, no podía pensar en otra manera de describirlo. En las últimas veinte horas, luché cada segundo por traerla hacia mí. Sabía

exactamente dónde se encontraba y quería que estuviera aquí. Esperaba que una vez que se fuera y estuviera lejos de mí, conseguiría descansar.

Carlie y Caleb se hallaban en mi apartamento, jugando videojuegos.

Estaban en esa zona, en la que la escuela los libera por dos semanas y no se hace nada excepto comer, dormir hasta tarde y recibir tantos regalos

como puedes —porque a los dieciséis y once años, no puedes ver que todo es más que eso. Piensas que puedes… pero no es así.

No puedo decir que sus perspectivas fueran contagiosas, pero era divertido mirar.

Hubo un golpe en la puerta, pero no esperaba a nadie. Antes de que

pudiera pensar, Carlie se levantó y le quitó el cerrojo a la puerta.

—¿Quién es, Carlie? —Me levanté de un salto, en busca del bate—.

No sólo abras la puerta…

—Es una chica —dijo, rodando sus grandes ojos oscuros.

¿Una chica? ¿Qué chica? Carlie abrió la puerta completamente. —¿Jacqueline? —dije innecesariamente, porque por supuesto que era ella,

apareciendo después de que me despedí—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Se volteó para bajar las escaleras y sin pensar la alcancé y sujeté su brazo. Su fuerza hizo que se balanceara en el aire. La agarré con las dos

manos y la jalé hacia mi pecho, mi corazón deteniéndose, reiniciando, acelerando y luego golpeando como una locomotora de tren. Cuando se

retorció como si quisiera soltarse, recordé a la linda chica que abrió mi puerta.

—Ella es Carlie Heller —murmuré, inclinándome a su oído—. Su hermano Caleb está dentro, también. Estamos jugando videojuegos.

Se meció contra mí, profesando en mi pecho disculpas innecesarias.

Arrepentimiento era lo último que podía sentir, sosteniéndola en mis brazos. —Tal vez no deberías haber venido sin decirme, pero no puedo

lamentar el verte.

La confundí. Eso era bastante obvio. Le di una excusa inverosímil,

diciendo que trataba de protegerla con esta separación, y mi cerebro dijo mentiroso, mientras ella me decía que no tenía sentido.

—A menos… que tú no quieras —dijo.

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¿A menos que no quiera? Todo mi cuerpo se preparó para rebelarse si

seguía dejando que piense que no la quería. Pasé las manos por mi pelo.

—¡Brrr! ¿Van a entrar o qué? —dijo Carlie detrás de mí—. Porque

voy a cerrar la puerta.

Jacqueline tiritaba de frío, y yo me encontraba descalzo y de pie afuera a mitad de diciembre. Agarré su mano con la mía y la llevé adentro,

rehusándome a considerar la sonrisa de cien vatios de Carlie. Ella regresó a su esquina del sofá, en donde Francis se permitió ser alzado y puesto de

nuevo en una posición en la que cualquiera en el mundo conseguiría un siseo y un rasguño.

Caleb, que refutaba la interrupción porque había estado pateando el trasero de Carlie y el mío, hizo un comentario arisco y obtuvo un codazo de su hermana mientras yo colocaba a Jacqueline en mi esquina del sofá.

Después de hacer las presentaciones, me senté en el suelo frente a ella y me pregunté qué demonios debía hacer ahora. Era territorio inexplorado.

Le daba todas las razones para dejarlo, y ella no lo hacía.

Unos minutos después, Carlie, determinó que todo iba acorde a sus

caprichos románticos, así que me guiñó un ojo y apuró a su hermano a salir por el patio, así él quisiera ir o no. Cerré la puerta detrás de ellos y me giré para apoyarme contra ella.

—Así que, ¿pensé que nos tomaríamos un descanso? —dije.

—Tú dijiste que nos tomaríamos un descanso. —Aún se veía irritada.

Le recordé que debía irse el martes por la mañana —después de todo, el descanso era decreto universitario—, y ella cedió.

Miré el piso, sabiendo condenadamente bien lo que era para ella. Tenía que decirle. Tenía que sacarlo, porque entendió todo mal. Me protegí

demasiado bien. Tan bien que ella no podía ver la verdad.

—No es que no te quiero. Mentí, antes, cuando te dije que te estaba protegiendo. —Levanté la mirada a la suya mientras permanecía sentada,

en silencio, aún acurrucada en la esquina de mi sofá. Tan imposible, tan hermosa—. Me estoy protegiendo a mí mismo. —Mis palmas se presionaron

contra la puerta y me obligué a sacar lo que me asustaba, y el deseo que aguardaba con calma, esperando a que me aplastara—. No quiero ser el

segundo, Jacqueline.

Sus pensamientos eran legibles, incluso desde esta distancia. Ella no estaba segura de cómo lo supe, pero lo vio. Esperé a que tratara de

explicar que se preocupaba por mí, porque yo sabía que era así. Esperé a que argumentara que no se encontraba lista, que declarara que me daba lo

que podía, que me preguntara por qué no podía estar satisfecho con eso.

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—¿Entonces por qué estás asumiendo ese papel? —dijo en cambio,

levantándose y cruzando la alfombra, con los ojos en los míos, firmes—. Tampoco es lo que quiero.

Acepté su cuerpo, metiéndose en mi espacio como si lo hiciera en mi corazón. Ella hizo pedazos la pared entre nosotros, hasta que colapsó y se volvió polvo a mis pies.

—¿Qué voy a hacer contigo? —pregunté, acunando su rostro con mis palmas, y ella dijo que podía pensar en un par de cosas. Poco dispuesto a

esperar para descubrir qué eran esas cosas, la levanté y la llevé a mi cama.

Me encantaban sus tontas botas peludas. Desaparecieron.

Me encantaba su top de punto con remolinos rosa y blanco, como una puesta de sol en acuarela que mi madre pintó en la playa del abuelo

cuando era muy pequeño. También desapareció.

Me encantaban sus pantalones vaqueros ceñidos que abrazaban sus

curvas y no se deslizaban fácilmente por sus caderas; debían ser jalados mientras ella se contoneaba. Tiré. Se contoneó. También desaparecieron.

Su sujetador y sus bragas, que eran suaves como la seda y hacían juego con el tono cremoso de su piel. Cierre al frente. Sujetador fuera. El último pedazo de tela que cubría una parte suya que quería probar pronto.

Bragas, fuera.

Yacía desnuda en el centro de mi cama y yo completamente vestido,

pero descalzo. Me levante, mirándola fijamente, prolongando el momento. Se retorció, su pecho subía y bajaba, sus manos apretaban el edredón

debajo de ella.

Tiré la manga larga de mi remera, sin prisas. Se retorció aún más mientras yo deslizaba las mangas por mis brazos, flexionándolos. Retiré el

cabello de mi cara y tomé una respiración calculada, como un ligero golpe en el freno. Lento. Más lento. Mis pantalones gastados; no los usaba fuera,

porque siempre parecían amenazar a la desintegración espontanea. Rotos en tres o cuatro lugares, deteriorados en los dobladillos, las costuras y la

cintura, que colgaban en los huesos de la cadera. Desabotoné un botón. Dos.

El pecho de Jacqueline subía y bajaba, una y otra vez, sus senos un

exuberante puñado que quería sentir contra mi pecho, mis palmas, los dedos de mis manos y mi cara mientras chupaba esos pezones duros.

Como si lo hubiera dicho en voz alta, gimió suavemente.

—Pronto, cariño —susurré.

En el tercer botón, podría haber bajado los pantalones… estaban lo suficiente flojos. Hice una pausa. Jadeó. Cuarto botón. Bajé los pantalones y me los quité. Sus ojos recorrieron todo mi cuerpo. Se lamió los labios. Sí.

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Apretó las manos, sus puños cerrados a los costados. Inquieta, levantó la

rodilla.

Bóxers abajo y fuera.

Comenzó a levantarse, pero la señale y sacudí la cabeza. Quédate. Ahí. Interpretando la orden silenciosa en mis ojos, se recostó, mordiéndose

el labio.

Tomé mi cartera del escritorio detrás de mí y saqué el condón, deslizándolo sobre mí. Una rodilla en la cama. Su piel suave era un festín,

y quería devorarlo. Abrió las piernas, lo suficiente para darme la bienvenida. Quería deslizar la punta de mi lengua desde el tobillo hasta su

muslo, lamiendo y trazando un camino tortuoso y sin prisa. Quería saborearla, pero eso tendría que esperar, porque tenía que poseerla. Ahora.

Me arrastré hacia adelante, mi cuerpo temblaba con anticipación, así como el suyo.

Cuando me coloqué encima de ella, se estiró para alcanzarme y me

detuve para mirarla a los ojos, luego me impulsé en su interior, por completo. Sus brazos rodearon mis hombros y dedos jalaron el cabello en

mi nuca mientras ella gritaba. Deslizando mi lengua en su boca, la besé, conteniéndome. Mía, pensé. Tuya, respondió su cuerpo. Comencé a

moverme y ella me sostuvo con fuerza, tarareando y gimiendo, gritando y llevándome a su interior, al sitio que quería. Se vino segundos después y

hundí mi lengua en su boca, acariciándola profundamente y tomando su placer, haciéndolo mío. Gruñí su nombre, estremeciéndome y la arrastré conmigo mientras me derrumbaba a su lado.

Te amo, pensé, pero no escuché nada a cambio.

Sus dedos se movieron sobre los pétalos tatuados sobre mi corazón.

—El nombre de mi madre era Rosemary. Pero prefería Rose. —Me quedé mirando el techo.

—¿Lo hiciste en su memoria?

Asentí contra la almohada. —Sí. Y el poema en mi lado izquierdo. Ella lo escribió. Para mi padre.

Sus dedos trazaron el poema, y me estremecí.—¿Era poeta?

—A veces. —El rostro de mi madre me sonrió, un recuerdo que no

podía ubicar. Me aferraba a todo lo que pudiera de ella—. Por lo general, era una pintora.

Jacqueline hizo un comentario sobre los genes de artista y partes de ingeniería que me componían, y me reí de esta ilustración, preguntando en

voz alta cuales eran las partes de ingeniería.

Me preguntó si tenía alguna de las pinturas de mamá. Le dije que unas estaban colgadas en la casa de los Heller, ya que eran unidos. Tal

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vez, se las mostraría. Otras en el depósito en el ático de los Heller o en el

de papá.

Empezó a hacerme preguntas sobre su amistad, y al principio pensé

que era simplemente curiosidad por la larga relación entre los Heller y los Maxfield.

—Todos eran muy cercanos; antes.

Antes era una palabra simple, y nunca expresaría todo lo que perdí cuando mi vida se dividió en dos, lanzándome en un después del que

nunca escaparía. No podría traspasar el telón, nunca, y ver a mi madre como era. Tocarla. Escuchar su voz del modo en que debió haber sido.

—Lucas, tengo que decirte algo —dijo Jacqueline, con un tono de inquietud en su voz. Giré la cabeza, observando su rostro mientras me

decía que sintió curiosidad y buscó el obituario de mi madre por internet.

Sabía muy bien lo que encontró. La pesadilla de la que nunca podría despertar. Mi corazón se puso frío como una piedra y apenas podía

respirar. —¿Encontraste la respuesta?

—Sí —susurró.

Compasión. Es lo que vi en sus ojos. Me recosté, y mis ojos ardían mientras pensaba en los artículos de prensa que debe haber leído. Me

pregunté si examinó cuidadosamente los hechos para ver mi parte. Mi culpa.

Me preparé, tratando de asumirlo. Nadie además de los Heller y papá

conocía los detalles. Nunca hablé con nadie. Ni siquiera podía soportar el pensar en ello, ¿cómo podría hablarlo?

Entonces escuché lo que acababa de decir; que habló con Charles.

—¿Qué?

—Lucas, lo siento si invadí tu privacidad…

—¿Si? ¿Por qué hablarías con él? ¿No fueron los morbosos detalles lo

suficientemente repugnantes para ti? ¿O personalmente suficientes? —Salí disparado de la cama y me coloqué los pantalones vaqueros, mi voz era como el hielo o una navaja, cortando en mi piel. Mis muñecas quemaban.

No sabía que le dije y que no… los detalles que nunca pronunciaba en voz alta. No importaba. Ella los conocía todos.

Me senté y puse la cabeza entre mis manos, luchando por respirar, reviviéndolo. Por favor, dios, no…

Un ruido lejano me despertó, pero me di vuelta sobre mi espalda, pateando la sabana. Estaba acalorado, pero demasiado perezoso como

para levantarme y encender el ventilador del techo. Me acosté de lado,

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mirando por la ventana hacia el patio trasero, pensando en Yesenia y el

próximo fin de semana. Tomaría su mano. Quizá la besaría, si podía estar con ella a solas. Si me dejaba.

Dios, hacía calor. Me recosté sobre mi espalda. Para hacer diez grados se sentía como un horno. Agotaba la comida y energía como una llama al consumir oxígeno. ¡Nos vas a dejar en la ruina para cuando tengas

quince años! dijo mi madre cuando me vio acabar con las sobras que pretendía recalentar para nuestra cena. En lugar de eso, pedimos comida

a domicilio. Ella no quiso todo lo suyo, así que me lo terminé, también.

Oí el ruido de nuevo. Seguramente mamá se encontraba arriba. A

veces, cuando papá se iba, ella merodeaba por la casa, extrañándolo. Debería comprobarla… Mi reloj marcaba las cuatro y once de la mañana.

Puf. Vería a Yesenia dentro de cuatro horas. Podría levantarme temprano, llegar a la escuela antes de tiempo. Quizá la vería sin todas sus amigas

que reían nerviosamente, y podríamos hablar de… algo. Como mi próximo juego. Tal vez querría venir a verme jugar alguna vez.

Me giré justo cuando alguien se inclinó sobre mí. ¿Papá? Pero él se

hallaba fuera de la ciudad.

Me sacaron de un tirón de la cama y tropecé. Algo fue metido en mi

boca cuando la abrí para gritar, por lo que me atraganté y no podía hacer un sonido ni escupirlo. Me sacudí y pataleé pero no podía liberarme. No

podía mover las muñecas. Fui empujado sobre mis rodillas a los pies de la cama, y luego él se fue. Traté de levantarme, correr, agarrar mi teléfono para llamar a emergencias, pero me encontraba atrapado.

Tenía las muñecas atadas. Me torcí para arañar y aflojar la atadura, pero estaba muy apretada. Plástico. Era de plástico. Jalé contra la

restricción, pero no se movió. Traté de girar las manos para ver si podía doblarlas o torcerlas para liberarlas, como Houdini, pero el plástico sólo

cortaba mis muñecas. Mis manos eran demasiado grandes. Mamá decía que mis manos y pies eran igual de grandes a los pies de un cachorro que sería un perro descomunal.

Desde su habitación al final del pasillo, mi madre gritó. Me congelé. Dijo mi nombre. —¡Landon! —Se produjo un estruendo, un ruido sordo y

yo luchaba con más fuerza, sin importarme si dolía. No podía responderle. No podía decirle que ya iba. Mi lengua empujó contra la tela en mi boca.

—¿Qué hiciste con él? ¿Qué hiciste con él? ¡LANDON!

Hubo más palabras, el sonido de una bofetada; una mano abierta

contra la piel desnuda, más gritos y los escuché todos pero no se registraron porque había un zumbido en mis oídos, mi sangre se movía con un sonido silbante y mi corazón latía con fuerza. Ella lloraba. —Oh,

Dios. Dios. No lo hagas. No. ¡No, no, no, no, no! —gritaba—. ¡No! ¡No, no, no! —lloraba—. Landon… —Tiré con más fuerza, llevando la cama conmigo

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hasta la puerta, mientras apoyaba los pies contra el piso y presionaba las

piernas. La cama chocó con la cómoda, instalada contra la pared. No podía sentir mis manos.

No pude oírla más. No podía oírla. El trapo en mi boca se salió por fin. —¡Mamá! ¡MAMÁ! —grité—. ¡No la toques! ¡MAMÁ! —Mis muñecas se sentían en llamas. ¿Por qué no era lo suficiente fuerte como para romper

esas estúpidas bandas de plástico? Grité hasta que mi voz salía ronca y seguí gritando.

Un disparo.

Dejé de respirar. Mis miembros temblaban. Mi pecho se estremecía.

No podía escuchar nada más allá de los latidos de mi corazón. Mi sangre. Mis ingestas bruscas. Mi llanto inútil —Mamá… Mami…

Vomité. Me desmayé. Salió el sol. Mis muñecas y brazos se hallaban

cubiertos de sangre. Los amarres de plásticos en mis muñecas también. Toda era de color marrón, seco y picaba.

Llamé a mi madre, pero ya grité demasiado. Un chirrido fue lo único que salió de mi garganta. Inútil. Era un inútil. Un maldito, maldito inútil.

Eres el hombre de la casa mientras estoy fuera. Cuida de tu madre.

—¿Quieres que me vaya? —dijo.

—Sí —respondí.

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25 Traducido por Sandry, Anty & Vanessa Farrow

Corregido por Amélie.

Landon Cuarenta y tres fue el número de personas que se graduó en mi

clase.

Ese número podría haber sido fácilmente cuarenta y dos. Yo era uno

de los previstos para abandonar desde el primer día de la preparatoria. Antes de eso, en esta ciudad, quizá, no había tal cosa como un nuevo

comienzo; soportábamos nuestras historias año a año, como si las listas de deficiencias se fijaran de nuestras camisas. La única razón por la que atravesé ese suelo del gimnasio con un sombrero y un traje, fue por el

hombre de la tercera fila de las gradas, sentado al lado de mi padre.

Mis compañeros y yo nos encontrábamos en fila junto a la puerta

lateral mientras nuestra banda, menos los miembros de alto rango, tocaban la música de la ceremonia. Sentados en un grupo a juego con

color azul intenso, nos movíamos nerviosamente mientras la señora Ingram, nuestra estimada directora, nos aseguraba nuestros radiantes y brillantes futuros. Yo sabía que ella era una mentirosa, al igual que sus

afirmaciones optimistas. Me quedé mirando las dos líneas verticales entre sus ojos, permanentes desde hace décadas de miradas hostiles hacia los

estudiantes inaceptables. Estas líneas hicieron que su sonrisa de discurso de graduación pareciera siniestra.

Muchos de mis compañeros de clase con el cerebro lavado, esos que sacaron calificaciones casi perfectas desde que aprendieron a escribir sus nombres, pensaban que se saltarían la universidad en otoño y además

tendrían éxito, tan fácilmente. Tontos ilusos. Mis cursos de octavo grado de preparatoria en la escuela eran más difíciles que casi cualquier cosa

que se nos exigía aquí. Entrar en una buena escuela no era ganar la lotería. Era ganar el derecho de poner a trabajar tu culo por los próximos

cuatro años.

Como mejor alumna, Pearl relató el discurso esperado sobre las oportunidades, opciones y hacer del mundo un lugar mejor; ella utilizó esa

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frase de verdad: Haz del mundo un lugar mejor. Como una de los “top ten”

de nuestra clase —cuatro personas—, se ganó la admisión automática a la universidad estatal a su elección, mientras que yo apenas conseguí una

admisión de prueba a la misma escuela que eligió ella. Me gustaba Pearl más que la mayoría de la gente sentada alrededor mío, y no tenía ninguna duda que ella sabía cómo trabajar mucho. Sólo esperaba que no estuviera

apostando para mejorar el mundo.

En la segunda página del programa de inicio, mi nombre se hallaba

en la lista al fondo de la primera columna. Mi apellido estaba en el punto medio alfabético de mi clase, estudiante número veintidós de cuarenta y

tres. La ubicación era apropiada. Según la opinión de casi todos, yo era alguien del montón. Mediocre. Excepcional no, pero tampoco un completo fracaso, aunque algunos, como la directora Ingram, creían que eso estaba

por verse.

Cuando dijeron mi nombre, crucé el desgastado suelo de roble frente

a la banda, mirando por encima del hombro de la directora al pez gigante, nuestra célebre mascota, representada en minucioso detalle en la pared

del fondo. En forma de mascota, su expresión se suponía que tenía aspecto agresivo, decidido a ganar, pero en serio, sólo parecía un estúpido pez cabreado.

Había estado decidido a cruzar el escenario sosteniendo la mirada a la perra que hizo de mi vida un infierno desde hace casi cuatro años. Para

demostrarle que no me destrozó, ya sea o no cierto.

Entonces, por encima de los aplausos obligatorios y de la multitud

ruidosa, oí el grito de Cole de “LANDOOON”, el grito alegre de Carlie y el penetrante silbido de Caleb.

—Él ha practicado toda la puta semana, amigo —me dijo Cole esta mañana cuando Caleb demostró su nueva habilidad ensordecedora menos de cinco minutos después de que llegara los Heller—. La única razón por la

que mamá no le ha amordazado es porque es un niño pequeño. Si hubiera sido yo, sería historia.

El mandato de la directora sobre mí se acabó. Después de este momento, ella no podía tocarme.

Cogí el diploma enrollado con una mano y sacudí su mano fría con la otra, ya que recibimos instrucciones para hacerlo. Me quedé mirando a la cámara, ignorando la solicitud del fotógrafo para que sonría. Un flash

cegador más tarde, le solté la mano, marchándome sin ni siquiera hacer contacto visual.

Ella ya no importaba.

Cuando me desplomé en el asiento plegable de metal entre Brittney

Loper y PK Miller, eché una mirada furtiva a mis compañeros de clase. De los cuarenta y tres, treinta y uno estarían yéndose a la universidad en tres

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meses. Algunos podrían probar el béisbol o la pista o las animadoras, y

descubrirían que aún no eran lo suficientemente buenos como para una universidad de segunda. Algunos se imaginaban en el gobierno estudiantil

en los campus donde habían llegado como uno de los miles don nadie. Serían uno de los cientos de estudiantes de primer año durante la semana de iniciación a las fraternidades, desesperados por un grupo de

compañeros definido.

Algunos podrían entenderlo y aprender a sobrevivir. Algunos podrían

fallar y otros regresarían a esta ciudad con el rabo entre las piernas.

Yo, desde luego, no iba a ser uno de esos.

Doce de mis compañeros de graduación planeaban permanecer aquí, aceptar o mantener puestos de trabajo en la pesca, el comercio, el turismo o las drogas. Se casarían y quedarían embarazadas, preferiblemente en ese

orden, pero no necesariamente.

Sus engendros asistirían a las escuelas que les formaron en la edad

adulta después de trece años sin nada que mostrar excepto un diploma casi sin valor. Dentro de diez años, tal vez cinco, algunos de ellos se

preguntaran para qué diablos iban a la escuela, por que se esforzaron en álgebra, gimnasia, literatura y la banda. Querrían una respuesta, pero no había una.

—Maxfield. —Boyce Wynn me lanzó una lata de la nevera, mojada por el hielo derretido. El suyo fue el último nombre llamado esta tarde, el

último diploma que Ingram presentó con resentimiento. Él se quedaría aquí, fingiendo que este abismo era el océano, esta ciudad su reino. Iba a

trabajar para su padre en la cochera, andar de fiesta en la playa o conducir a la ciudad para un cambio ocasional de rutina... No mucho cambiaría para Boyce.

—Oye, Wynn.

Me tomó de la mano y se inclinó hacia adelante hasta que nuestros

hombros chocaran —un saludo ritual y muy diferente a los días en que nos golpeábamos mutuamente—, y luego convertidos en amigos. Mi mejilla

todavía mostraba una cicatriz por el golpe sólido de su puño, y él llevaba una cicatriz gemela en la esquina de su ojo por mi puño.

—Estamos fuera, amigo. —Alzó la lata hacia el cielo, como si corriera

hacia atrás con un balón, elogiando a Dios por un milagroso touchdown. La bajó y tomó un trago largo—. Somos libres. Que le jodan a esta escuela.

Que le jodan a Ingram. Que le jodan a ese pez.

Las risas de unos testigos se oyeron más fuerte, chicos más jóvenes

que aún les quedaban uno o dos años para irse. Uno de ellos repitió, “Que le jodan a ese pez”, y se rió disimuladamente. Traté de no imaginar el posible graffiti.

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Boyce miró por la playa hasta el borde exterior del círculo. —Y que le

jodan a las perras, hombre —agregó, en voz más baja. Sabía dónde dirigía su mirada, y a quién. Él era una de las pocas personas que conocían la

verdadera historia de Landon Maxfield y Melody Dover.

El tiempo puede ser un idiota selectivo con respecto a lo rápido que se cura algo. Hace dos años, sentía una punzada de humillación cada vez

que escuchaba su nombre o la miraba. Yo no perdoné, y mucho menos, olvidé, pero para el momento en que Clark Richards la dejó para siempre

—la noche antes de que él saliera de la ciudad para la universidad hace nueve meses—, ya no me importaba una mierda.

—Mierda. —Boyce se hizo eco de mi último pensamiento y maldijo a la arena bajo nuestros pies, lo bastante alto para que yo lo oyera—. Pearl y Melody se dirigen hacia aquí. —Pearl Frank seguía siendo el demonio

personal de Boyce.

Asentí una vez, agradecido por la advertencia.

—Hola, Landon. —El acento azucarado de Melody y los dedos de su mano al trazar mi brazo desnudo, me provocó un estremecimiento. ¿Cómo

fue posible que alguna vez esas dos cosas se sintieran como aire en mis pulmones?

Eché un vistazo a su cara y me bebí la mitad de la cerveza antes de

contestar. —Señorita Dover.

Se rió y puso una mano pequeña y suave en mi antebrazo, como si

mis palabras fueran tímidas en lugar de despectivas, como si me animara a seguir. Me pregunté si se olvidó de lo que significaba eso para mí. Me

quedé observando a sus pálidos ojos verdes y ella me devolvió la mirada a través de gruesas pestañas, alejando su mano lentamente.

Se abrazó a sí misma, a pesar de que hacía calor, y su posición

invitaba a una inspección más cercana. Llevaba un bikini negro con un pareo transparente haciéndose pasar por un vestido de verano. Su cabello

rubio derramado con imperfección calculada debido a las ondas creadas en un salón de belleza, y que utilizó en la graduación. Los aros de oro en

sus orejas y la pulsera de oro en su muñeca mostrando diamantes diminutos enviaron un mensaje de hasta qué punto ella estaba fuera de mi liga.

No es que yo necesitara esas pistas. Ella entregó el mensaje en toda su claridad, hace dos años, y yo aprendí. Duramente.

—Vamos a dar una fiesta de graduación espontánea en la piscina de Pearl dentro de media hora —dijo Melody, después de una comunicación

silenciosa entre las chicas—. Sus padres se han ido a Italia después de la graduación, por lo que no van a estar ahí. Si quieren venir, sería genial. PK y Joey van a llevar vodka. Lleven lo que quieran.

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Melody se presionó lo suficiente cerca para que yo sintiera el calor de

su piel perfectamente tonificada y aspiré su olor todavía familiar, algo picante y floral, artificial. Esta vez, acarició mi pecho desnudo y rozó mi

anillo en el pezón con su pulgar.

—¿Una fiesta en la piscina? —Señalé con la lata—. Tenemos una playa, en caso de que no se hayan dado cuenta. Una fogata encendida,

cerveza en mano. ¿Qué íbamos a querer con una piscina?

—Es una fiesta privada. Sólo unas pocas personas. —Arrugó la nariz

hacia algunos chicos más jóvenes que se tiraban pedos peligrosamente cerca del fuego, donde se producía un debate acerca de si los pedos eran

gases. La probabilidad de que algún idiota se quemara era bastante real—. Solamente graduados.

Mientras bebía sorbos de su vaso y sacudía la cabeza, Pearl observó también a los jóvenes con la sombra de una sonrisa en su rostro. Boyce

deslizó la mirada de Pearl a mí y levantó una ceja, haciéndome saber que estaría más que feliz de aceptar este giro de los acontecimientos. Me encogí de hombros. ¿Por qué no?

—Muy bien —le dijo él a Pearl—. Estaremos allí en un rato. Que no empiece la fiesta sin nosotros.

Melody puso los ojos, pero Boyce no se dio cuenta y, en todo caso, no habría importado. El pobre desgraciado sólo tenía ojos para Pearl.

***

La caravana que Boyce compartía con su padre parecía inclinarse hacia la cochera, como si la destruida casa móvil se cayera en un estado

de embriaguez y ya no pudiera permanecer de pie de forma independiente. Dos de las tres ventanas de su dormitorio estaban abiertas a centímetros

de la pared exterior de ladrillo de la tienda, así que era plausible la idea de que el remolque requiera el apoyo del edificio.

Una vez dentro, fuimos inmediatamente a la derecha en un intento de evitar al señor Wynn, que se encontraba instalado en frente de la pantalla plana, ocupando la mayor parte de la pared de la “sala de estar”.

Como era de esperarse, no apareció para la graduación de su hijo. El padre de Boyce: borracho por la tarde, con resaca por la mañana, irascible

y sobrio durante todo el día, y otra vez lo mismo. Muy confiable.

—¿Qu-ué mierda hacen en casa durante el partido? —gritó él, sin

moverse de su silla andrajosa, que era donde terminaba durmiendo la mayoría de las veces. Boyce, me confesó una vez que luchó contra el impulso de incendiarlo una docena de veces.

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Las amenazas de Bud Wynn ahora eran mayormente desatendidas.

Hace un año, Boyce se golpeó la espalda durante una paliza, y desde entonces, su padre se ha comportado todo refunfuñón, pero sin mostrar

los dientes. Ahora con dieciocho años, probablemente podría matarlo, y ambos lo sabían. Esto creó una tregua que yo nunca entendería.

Después de guardar en una bolsa la suficiente mierda para un delito

menor, pero sin llegar a uno grave, regresamos al Trans Am de mi mejor amigo y fuimos a la mansión Frank en el otro lado de la ciudad.

—Hoy lo haré —anunció Boyce, presionando los botones del estéreo como si estuviera programando un cohete.

—¿A qué te refieres?

—Esta noche. Yo. Pearl. Me lanzo. Lo que equivale a sus muslos abiertos y yo entre ellos. —Cuando no respondí, me miró—. ¿Qué?

Me mordí el aro en el labio, odiando tener que decirle esto. Odiando que prefiriera no decirlo, menos a mi mejor amigo. —Sólo asegúrate de que

es lo que ella, ya sabes…

—Landon, mierda, amigo. —Se sacó la gorra de béisbol, negó con la

cabeza y se la puso de nuevo hacia atrás. Resopló y no apartó la mirada del camino—. ¿No me conoces? No es que tenga una ética real, ya sabes —sonrió—, pero digo, te escucho. Te he escuchado. Lo entiendo. No sé cuál

es tu perjuicio y seguro que no quiero saberlo. Pero en caso de que folle a esa arrogante, cerebrito y... —Se interrumpió, incapaz de decirle a Pearl

algo que no era—. Ella va a estar rogándolo primero, o no voy a tocarla. ¿Vale?

Frunció el ceño en mi dirección y asentí, satisfecho.

Yo no le habría dicho mi perjuicio si él lo hubiera preguntado. Pero

nunca lo hizo.

Mi mente se desplazó a Melody. Si me rogara ahora, ¿estaría con ella?

La respuesta fue un tranquilo y decisivo susurro. No.

—Oye, ¿Wynn? Déjame en la playa, hombre.

Bajó la música. —¿No quieres ir? —Negué con la cabeza y suspiró—. Claro, hombre. ¿Quién necesita una piscina cuando tenemos el maldito

océano?

—No te pido que renuncies a tu última oportunidad para echarle un

polvo a Pearl.

El borde de su boca se curvó en una sonrisa socarrona y arqueó una ceja. —Oh, no me estoy dando por vencido. Si sus padres se fueron de la

ciudad hoy, no estarán en por lo menos una semana.

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—Amigo, acabamos de graduarnos, y ella se va a ir a la universidad

en un par de meses. Has tenido tres años…

—Nunca digas nunca, Maxfield. Eso es lo bueno de ser un hijo de

puta testarudo. Nunca me doy por vencido, maldita sea. —Nos reímos al tiempo que giró junto a una zanja amplia y subió el estéreo, dando marcha atrás, regresando a la playa.

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Lucas El silencio nunca es completo. Algo relacionado con el oído humano,

esforzándose por escuchar. Incluso cuando parece no haber nada, hay una frecuencia, un zumbido. Al igual que un satélite, en busca de señales de

vida donde no hay ninguna.

La voz de mi padre desapareció. Cuida de tu madre. La voz de mi

madre desapareció. ¡Landon! Mis ahogadas bocanadas de aire, ásperas y ruidosas, se calmaron. Inhalé. Exhalé irregularmente. Tragué. Tomé otra respiración. Escuché cada una de estas acciones dentro de mi propia

cabeza.

Entonces oí un maullido. Francis saltó sobre la cama y se dirigió

directamente a mí. Golpeó mi bíceps con la cima de su cabeza y dejé que mis manos cayeran desde donde agarraban los lados de mi cara. Mis

antebrazos descansaban sobre mis rodillas y los codos se clavaban en mis muslos. Él me golpeó de nuevo, con fuerza, como si estuviera tratando de arrearme, y me senté.

Descalzo. Pantalones vaqueros viejos. Sin camisa. Cama.

Jacqueline.

Me giré, pero ella se fue. Las frazadas eran un mar de sábanas, mantas y almohadas que resistieron a la tormenta. Una muy buena. Y

entonces ella me dijo lo que había hecho. El dolor perforó el centro de mi pecho y apreté los ojos con fuerza, presionando los dedos contra ellos. No iría allí de nuevo.

¿Quieres que me vaya?

Mis ojos se abrieron. Oh, Dios. Dije que sí.

Me puse de pie y encontré mi camiseta al revés en el suelo. La puse del lado correcto y la coloqué por encima de la cabeza, luego agarré los

calcetines, las botas y metí mis pies en ellos. Cogí mi chaqueta del respaldo de una silla de la cocina y mis llaves del mostrador.

Podía arreglar esto. Lo arreglaría.

Me encogí dentro de la chaqueta y me dirigí hacia la puerta y bajé las escaleras. Entrar en su dormitorio no sería tan fácil esta vez; había tan

poca gente por aquí. Casi todo el mundo abandonó el campus tan pronto como terminaron los finales. La llamaría cuando llegara allí. Tendría que

convencerla de dejarme entrar en el edificio. Pediría disculpas. Imploraría si era necesario. De rodillas.

Le pedí a Dios que contestara. Si no lo hacía, acamparía en la parte trasera de su camioneta.

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Iba a pasar una pierna por encima de mi moto cuando oí pasos en la

carretera. Jacqueline, corriendo hacia mí, pero ella no me vio. Miraba a la parte inferior de las escaleras de mi apartamento. Con su nombre en mi

boca, me moví para interceptarla… entonces ella se cayó y vi a Buck, con el puño alrededor de su cabello. Oh, mierda no.

Se cayó encima de ella, pero lo empujó a su lado, desequilibrándolo.

Mientras se alejaba, él la siguió.

Lo agarré justo cuando la alcanzó, lo lancé lejos y me instalé entre

ellos. Eché un vistazo a Jacqueline y vi sangre en su pecho. Un círculo enorme y oscuro, como una herida por un disparo, aflorando, fatal. Joder

no, joder no, joder no… pero ella se arrastraba hacia atrás sobre sus manos y sus ojos se hallaban muy abiertos. Si hubiera recibido un disparo o la

hubiesen apuñalado allí, no se estaría moviendo.

Cuando él se levantó, vi sangre bajo su nariz. Ella lo hizo sangrar.

Yo lo haría sangrar más.

Mis ojos casi se habían acostumbrado a la oscuridad, pero los Heller tenían detectores de movimiento, y los nuestros, activaron uno de ellos. Se

encendió un foquito tenue para nuestra escena de pelea.

Los ojos oscuros de Buck lucían centrados e inquebrantables, sin

alcohol que estropeara su coordinación. Trató de rodearme, como si yo lo fuera a dejar acercarse a ella otra vez. Me moví con él, enfrentándolo,

consciente de Jacqueline y su ubicación. La sentía detrás de mí como si fuera parte de mi cuerpo. Carne de mi carne. Sangre de mi sangre.

—Voy a reventarte ese labio de par en par, chico emo —dijo—. No

voy a joderla esta vez. Estoy sobrio como una piedra y voy a patearte el trasero antes de follar a tu pequeña zorra, una vez más.

Palabras débiles de parte de un hombre débil. Él no sabía que ya estaba muerto. —Te equivocas, Buck.

Me quité la chaqueta, subí las mangas, y dio el primer golpe. Lo bloqueé. Repitió el movimiento —porque este idiota no aprendió— y lo bloqueé de nuevo. Se abalanzó sobre mí e intentó uno de sus predecibles

movimientos de lucha libre.

Golpe al riñón. Azote en la oreja con la mano abierta.

Se tambaleó y señaló a Jacqueline. —Perra. Crees que eres demasiado buena para mí, pero no eres más que una puta.

Apenas contuve mi temperamento. Buck quería romperlo, porque la gente olvida lo que hace cuando le dan rienda suelta a su temperamento.

Cometen los errores críticos y estúpidos que no pretenden. El mío permanecería enjaulado hasta que lo tuviera a él derribado y desorientado.

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Cuando trató de agarrarme de nuevo, lo sujeté y le torcí el brazo, con

el objetivo de dislocar su hombro. Se giró, así que no acabé de sacarlo de lugar, pero conseguí mi primer satisfactorio puñetazo a la mandíbula. Tan

pronto como su cabeza giró, consiguió otro en la boca. Parpadeó, mirando, buscando un sitio expuesto. No iba a pasar.

Enfurecido, rugió lo suficientemente fuerte como para despertar a

todo el vecindario y salió disparado hacia mí. Cuando nos caímos, logró un par de buenos golpes antes de que girara, apoderándome de él, y usara su

propio movimiento hacia delante para que aterrice de cabeza. Increíble la cantidad de chicos que son jodidamente torpes para ver lo que viene.

No perdí tiempo admirando mi obra. Mientras que sacudía la cabeza, tratando de aclararse después de aterrizar en la cima de su cráneo, lo derribé —por desgracia, no fue en el concreto, sino en el césped— y lo

golpeé. Pensé en el terror en los ojos de Jacqueline. Su cabello atrapado en el puño de él. Mi nombre —Landon— la última palabra que dijo mi madre.

Le pegué de nuevo. Una y otra vez. Y no iba a parar.

Algo me levantó, apartándome. No. NO. Luché para liberarme y fue a

un segundo de hacerlo, cuando las palabras se abrieron paso—: Detente. Ella está a salvo. Está a salvo, hijo.

Charles. Dejé de resistirme y aflojó la banda apretada de sus brazos, pero los mantuvo, sosteniéndome cuando comencé a temblar. Buck no se

movía.

Me volví para encontrar a Jacqueline, pero sabía exactamente donde se encontraba. Charles me soltó y me tambaleé hacia ella, luego caí de

rodillas a su lado, mientras me temblaba todo el cuerpo. Sus ojos seguían bien abiertos, su hermoso rostro con moretones, la sangre manchaba su

barbilla y mejillas.

Acuné su mandíbula rápidamente descolorida. Se estremeció y alejé

la mano. Tenía miedo de mí. De lo que acababa de suceder, de nuevo. Fallé en mantenerla a salvo.

Entonces se puso de sus rodillas. —Por favor, tócame. Necesito que

me toques.

Me estiré y la recogí con cuidado, sentándome y acunándola en mi

regazo, dentro del círculo de mis brazos. Su camisa se le pegó al pecho. —¿Su sangre? —verifiqué —. ¿De su nariz?

Se apoyó en mi pecho y asintió, mirándose con repulsión.

Era una guerrera, cubierta con la sangre de su enemigo. Quería golpearme el pecho con orgullo, y ella también debería. —Buena chica.

Dios, eres tan jodidamente increíble.

Tiró de la camisa, aterrorizada. —La quiero fuera. La quiero fuera.

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—Sí. Pronto —le prometí, tocando su cara y evitando el lugar

magullado.

Le pedí perdón por alejarla, mientras mi corazón seguía golpeando

con fuerza debajo de su oreja. Apenas podía oírme yo mismo. Si nunca me absolvía, no podía culparla.

—Lo siento por verla de esa forma —dijo —. No sabía…

—Shh, nena... ahora no. Sólo déjame abrazarte. —Se estremeció. Mi chaqueta quedó cerca en la hierba. La envolví con ella y la acerqué más,

dejando que mi cuerpo se tranquilice.

Llegó la policía y una ambulancia. Cargaron a Buck, en una camilla,

a la parte posterior, lo que significaba que no estaba muerto. Charles nos llamó para que declaráramos al oficial que hablaba con él, y me levanté lentamente, poniendo de pie a Jacqueline. Los dos estábamos inestables,

aferrándonos el uno al otro.

Cindy, Carlie y Caleb se hallaban acurrucados en la esquina de la

casa, con abrigos y mantas sobre los pijamas. Vecinos estaban de pie en sus patios o mirando por las ventanas que mostraban árboles de navidad

iluminados. Luces de navidad alegres brillaban junto con las luces del coche patrulla y de la ambulancia.

Charles le contó a la policía acerca de la orden de restricción de

Jacqueline en contra de Buck, y dijo que yo era su novio sin una sola vacilación. Respaldando todo lo que dijo él, incluyendo el comentario del

novio, Jacqueline apoyó la espalda contra mi pecho, sostuvo mis brazos alrededor de su cintura y le dio el informe; cómo Buck la metió en el

camión y cerró la puerta detrás de ellos. Cómo ella utilizó los movimientos que aprendió en el curso de defensa personal para escaparse.

Apreté mis brazos a su alrededor, y me sentí enfermo. No podía

escuchar los detalles. Quería tirar a Buck de esa camilla y terminar el trabajo.

Cuando la policía y los paramédicos se fueron, quedamos rodeados por los Heller. Ofrecieron sus suministros de primeros auxilios, tazas de té

y comida, pero les aseguré que tenía todas esas cosas, y que cuidaría bien de ella. Charles y Cindy me abrazaron sin reparos, envolviendo también a Jacqueline, tal vez porque yo no iba a dejar que se alejara más de unos

centímetros de mí.

Cuando abrimos la puerta del apartamento, Francis salió, haciendo

una pausa en el rellano. —Gracias —murmuré, palmeándolo una vez antes de que él vagara por las escaleras y volviera a su vagabundeo nocturno.

En el baño, inspeccioné el rostro de Jacqueline, la miré a los ojos, y le pregunté si él la golpeó. Yo apenas podía pronunciar las palabras. Ella sacudió la cabeza y dijo que sólo le había agarrado muy fuerte.

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—El lugar donde lo cabeceé debe dolerle más. —Se rozó la frente con

los dedos.

—Estoy tan orgulloso de ti. Quiero que me lo cuentes, cuando

puedas... y cuando pueda pararme a escuchar. Todavía estoy muy enojado en este momento. —Estuve allí cuando ella dio su informe, pero no podía soportar escuchar los detalles. Sus manos sobre su cuerpo. El dolor que le

infringió.

La desnudé con cuidado y gentilmente, un tipo diferente de lentitud

que horas antes. Su camisa, el sujetador y mi camisa, todos se fueron a la basura. La metí bajo la ducha caliente. Ella era perfectamente capaz de

hacer sola estas cosas, pero pareció entender que yo lo necesitaba. La enjaboné y besé cada moretón y lugar dañado, odiando que hubiera sido herida. Apoyé los brazos sobre las baldosas y cerré los ojos cuando ella

hizo lo mismo por mí.

Los músculos de sus brazos se encontraban adoloridos, así que la

envolví en una toalla de baño y la puse en el borde de la bañera. Mientras secaba su cabello, desenredándolo con mis dedos y absorbiendo el agua de

cada mechón con una toalla, me dijo que la última vez que alguien secó su cabello por ella fue cuando se rompió el brazo en sexto grado, al caer de un árbol. Sonrió y me reí; dos cosas maravillosamente incongruentes con esta

noche.

—Creo que había un niño y un desafío involucrados —dijo.

Chico afortunado.

Pero no tan afortunado como yo.

Me puse en cuclillas delante de ella y le pedí que, al menos por esta noche, se quedara conmigo. Me tocó la cara, mirándome a los ojos. Los suyos se encontraban preocupados y llenos de compasión. Ya se enteró de

lo que le pasó a mi madre, pero debía confesarle el resto. No podía seguir con ella bajo falsos pretextos. Necesitaba que supiera todo.

—Lo último que mi padre me dijo, antes de irse, fue: “Eres el hombre de la casa mientras estoy fuera. Cuida de tu madre”. —Tragué, o traté de

hacerlo. Me dolía la garganta, en mi intento de contener las lágrimas que no iban a permanecer reprimidas. Las sentí con más fuerza cuando las de ella se derramaron por su rostro—. No la protegí. No pude salvarla.

Me acercó y me abrazó y, con mi cara enterrada en su corazón, perdí el control.

Minutos más tarde, dijo—: Me quedaré esta noche. ¿Podrías hacer algo por mí, también?

Tomé una respiración profunda; era incapaz de negarle nada. —Sí. Cualquier cosa que necesites.

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—¿Vienes conmigo al concierto de Harrison mañana por la noche?

Es mi favorito de octavo grado, y le prometí que iría.

Accedí a su petición, demasiado cansado como para preguntarle qué

tramaba, porque ya la conocía bastante bien como para mirarla a los ojos y saber cuando tramaba algo. No me importaba. Haría lo que me pidiera.

***

Había pasado mucho tiempo desde que estuve en el interior de un auditorio de la escuela.

Los niños de la orquesta eran todos más o menos del tamaño de Caleb, a pesar de que él habría estado en el extremo pequeño de la escala. En un modo humorístico, los chicos lucían insufribles y arrogantes en sus

esmóquines negros, mientras se inclinaban sobre los asientos del auditorio para coquetear con las chicas, todas con vestidos largos de color púrpura.

—¡Señorita Wallace! —gritó desde el seno del grupo un niño rubio, vestido de esmoquin, y saludó con entusiasmo hasta que se fijó en mí. Sus

oscuros ojos se abrieron como platos. Jacqueline le devolvió el saludo, pero él parecía destruido por ver el amor de su vida sentado junto a un hombre. No podía culparlo.

—Supongo que es un enamorado más tuyo —dije, mordiéndome los labios y manteniendo mi expresión uniforme. Si a Jacqueline le agradaba

este niño, no quería menospreciarlo al reírme de su respuesta sombría a la realidad de que la señorita Wallace estaba comprometida. Fue tomada. Y,

si tenía algo que decir al respecto, sería tomada de nuevo en un par de horas.

—¿Qué? Todos se enamoran de mí. Soy una sexy chica universitaria ¿Recuerdas? —Se echó a reír.

Me incliné un poco más cerca para decirle lo sexy que era y pedirle

que esta noche se quedara conmigo otra vez.

—Temí que no me lo pidieras —dijo. Chica tonta.

Harrison era un chico valiente, al darle a mi chica una docena de rosas después del concierto. Cuando se las pasó, se veía muy avergonzado,

sonrojándose hasta combinar con las flores, pero yo admiraba su valentía a pesar de ese miedo.

Luego de darle las gracias, ella levantó el ramo de flores hacia su

cara e inhaló felizmente. Le dijo que la hizo sentir orgullosa esta noche y él se irguió, hinchándose como un pez globo.

Radiante, él dijo—: Eso es por toda tu ayuda. —Ella sonrió.

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—Tú hiciste todo el trabajo, y lo pusiste en práctica.

Hacía declaraciones similares a estudiantes agradecidos que creían que sólo pasaron economía por mí.

—Eres genial, hombre. Me gustaría poder tocar un instrumento —añadí.

Los ojos del muchacho me evaluaron, y luché con el impulso infantil

de decirle que en realidad no quería hacerlo. —Gracias —dijo, y me dio una mirada inquisitiva—. ¿Te dolió? ¿Tu labio?

Me encogí de hombros. —No mucho. Sin embargo dije una variedad de palabras de cinco letras.

—Genial. —Sonrió.

Jacqueline sabía cómo elegir a sus favoritos.

Yo también.

***

Llenamos su camioneta con todo lo que llevaría a casa para las

vacaciones de invierno y ella entregó la llave del dormitorio. Iba a pasar su última noche en la ciudad conmigo.

—No quiero ir a casa. Pero si no voy, vendrán a buscarme. —Usando

una de mis camisetas, se encontraba de pie cepillándose los dientes en el lavabo de mi baño. Se enjuagó la boca y me miró en el espejo—. Lo que

ocurrió ayer fue el colmo para mamá. No la vi tan molesta ni cuando me caí del árbol.

Mis brazos se deslizaron a su alrededor. —Estaré aquí, esperándote. Lo prometo. Vuelve antes, si quieres, y quédate aquí conmigo hasta que los dormitorios se abran. Pero ve, dale una oportunidad.

Me miró directamente en el espejo, sabiendo la carta que usaba, sin importar que tan furtivamente lo hiciera. —¿Y tú también le darás una

oportunidad a tu padre?

Tramposa, Jacqueline.

Hice una mueca, mirándola fijamente a los ojos, en nuestro reflejo. —Sí. Lo haré.

Suspiró, poniendo mala cara. —Ahora que me has intimidado para

dejarte, ¿puedo tener mi despedida adecuada?

Con las cejas arqueadas, coloqué las manos en la cintura de esa

camiseta y murmuré—: Diablos, sí. —Me vi en el espejo, llevando la camisa hacia arriba y sobre su cabeza, luego acuné sus hermosos pechos en mis

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manos, burlándome de los pezones con los pulgares. Bajé una mano para

cubrir su abdomen, deslizándola hacia su ropa interior y pasando el encaje directamente. Abrió la boca cuando la acaricié y su cabeza cayó hacia

atrás, sobre mi hombro, pero no cerró los ojos. Tan hermosa. Me encantaba ver su respuesta a mis caricias. Nunca me cansaba de esto.

Extendió una mano detrás de sus caderas, cerrando sus dedos en

torno a mí. Gruñí, impulsándome hacia su mano mientras presionaba su cuerpo más cerca del mío. Me incliné para besarle el cuello, cerrando los

ojos y respirándola. —¿Lista para la cama?

—Cama, sofá, mesa de la cocina, lo que sea que tengas en mente...

—respondió, y yo gemí.

Cuando recobré el equilibrio necesario para abrir los ojos, vi que se oscurecieron a un gris azulado de un cielo lluvioso, en contraste con los

suyos azul oscuro de verano. El espejo del cuarto de baño se convirtió en el vídeo interactivo más caliente. —Muy bien —dije, deslizando mis dedos

dentro de ella—, vamos a empezar aquí, nena.

—Mmm... —dijo, con los ojos cerrados.

***

Ambos agotados, ella se encontraba rodeada por mis brazos. Lavabo, marcado. Silla de escritorio, marcada. Sofá, marcado por dos. Sin embargo

visualicé despertarme con ella en esta cama en unas pocas horas, y decidí que quedaba otra despedida pendiente.

Continuaba despierta, con los ojos fijos en los míos. Mmm.

—¿Qué piensas de Harrison? —preguntó.

—Parece un buen chico.

—Lo es. —Siguió sus dedos con la mirada, mientras acariciaban debajo de mi mandíbula.

La arrastré más cerca y le pregunté de qué se trataba esto. —¿Me dejarás por Harrison, Jacqueline?

Esperaba que pusiera los ojos y se riera, pero en lugar de eso, me miró fijamente. —Si Harrison hubiera estado en el estacionamiento esa

noche, en lugar de ti, ¿crees que él hubiera querido ayudarme?

El estacionamiento. Con Buck.

—Si alguien le hubiera dicho que me vigilara —insistió—, ¿crees que

alguien siquiera lo culparía por no ser capaz de detener lo que habría ocurrido esa noche?

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Mis pulmones se contrajeron. —Sé lo que estás tratando de decir…

Aunque temblaba en mis brazos, ella no dejaría que me librara de esto tan fácilmente. —No, Lucas. Estás escuchándolo, pero no lo sabes. No

hay manera de que tu padre realmente espere eso de ti. No hay manera de que él siquiera se recuerde diciéndote eso a ti. Se culpa a sí mismo, y tú te culpas a ti mismo, pero ninguno de los dos tiene la culpa. —Sus ojos se

llenaron de lágrimas, pero no me dejaban ir.

La abracé como si estuviera cayéndome de la faz de la tierra, y no

pudiera respirar; sin gravedad, ni oxígeno. —Nunca olvidaré su voz esa noche. ¿Cómo puedo no culparme? —Mis ojos se pusieron vidriosos con

lágrimas, mientras que las de ella se derramaban.

Su mano derecha seguía en mi cara. Presionada entre nosotros, su mano izquierda agarró la mía, afianzándome. Sus lágrimas mojaban la

almohada mientras ella me hacía ver al chico que fui una vez. Nunca le pregunté a mi padre si me culpó; simplemente lo supuse. Pero Jacqueline

tenía razón con respecto a él; se encontraba atrapado en el dolor perpetuo, culpándose a sí mismo cuando nadie más lo hizo. Y yo seguí su ejemplo.

—¿Qué es lo que me has dicho una y otra vez? No fue tu culpa —dijo.

Me dijo que debía hablar con alguien que me ayudara a perdonarme.

Sólo quería hablar con ella, pero no podía pedírselo. Cindy sugirió terapia un centenar de veces, jurando que la ayudó a llorar la pérdida de su mejor

amiga, pero era un experto en insistir que me sentía bien.

Estoy bien. Estoy muy bien.

Pero no me sentía bien. Todo lo contrario. Esa noche me hizo añicos. Me amurallé a mí mismo para no romperme más, pero ninguna defensa puede protegerte de todo dolor posible. Seguía siendo tan frágil como todos

los demás, incluida la chica en mis brazos. Pero podía tener esperanza. Y podía amar. Y tal vez, podía sanar.

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26 Traducido por Aimetz Volkov & Gabriela♡

Corregido por Verito

Landon Hace mucho tiempo no le temía a nada.

Estaba aterrado, pero no iba a demostrarlo. Esto no era nada. Nada.

—¿Estás listo, Landon? —preguntó Heller y asentí.

Todas mis pertenencias se hallaban apiladas en la parte trasera de su camioneta. No tenía más equipaje que una bolsa de lona y una mochila,

así que la mayoría de mi ropa había sido apilada en grandes bolsas negras de plástico como la basura que eran. Conseguí unas cajas vacías del Bait & Tackle para mis libros y mis cuadernos de dibujo. Apestaban a pescado.

Lo que significaba que el interior del carro de Heller y todo dentro de él, olería a pescado para cuando estuviéramos ocho kilómetros lejos de la

maldita costa.

Esto merecía la pena. Adiós y buena suerte. No quería volver nunca.

Sosteniendo su taza “Pescador, de cabo a rabo”, papá se encontraba de pie en el pórtico delantero —cada pieza de madera compuesta por toda la flacidez, curtida y toda esa mierda. Era un milagro que cualquier cosa

hecha de madera pudiera sobrevivir aquí, y sin embargo, este lugar había durado, de alguna manera, durante décadas; desafiando el viento, lluvia,

tormentas tropicales y la implacable agua salada que impregnaba toda la ciudad, con su aroma salobre, día tras día.

De niño, cuando este lugar era la casa de mi abuelo, me encantaban las visitas anuales de verano que papá aborrecía, pero que mamá exigía. —Es tu padre —le decía—. Es abuelo de Landon. La familia es importante,

Ray.

Ahora, papá se quedaba y yo me iba.

Dentro de la deteriorada casa en la playa, las olas del golfo eran audibles en todos los momentos del día y la noche. Cuando era pequeño,

pasar tiempo aquí era como vivir en una casa del árbol o en una carpa del

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patio durante una semana; careciendo de la mayoría de las comodidades

del hogar, pero tan distinto a mi vida real, que parecía increíble y mística. Vivir sin lujos, al estilo isla desierta.

Después de un día de explorar la costa y el sol ardiente, extendería una de las toallas que mamá compraba antes de nuestras vacaciones y dejaba en casa de mi abuelo. Las toallas de baño suaves eran lo suficiente

como para dar cabida a todo mi cuerpo de la niñez y lo suficientemente amplias para almacenar y ordenar las conchas que recopilé durante los

largos y calientes días en la playa, que era todo menos la costa blanca que les dejaba imaginar a mis amigos en Alexandria.

Mientras miraba la enorme extensión de cielo oscuro y las miles de estrellas destellando como si se estuviesen comunicando entre sí, soñaba con quien sería al crecer. Me gustaba dibujar, pero era bueno con las

matemáticas; de esos que serían etiquetados como un nerd si no fuera por mis habilidades en la pista de hielo. Podría ser un artista, un científico, un

jugador de hockey profesional. Rodeado de esa aparente infinidad de cielo, arena y mar, pensaba que mis decisiones eran muy abiertas.

Qué maldito ingenuo había sido.

Esas toallas de baño eran igual a todo lo demás en este lugar, ahora. Desgastado. Reutilizado. Lo más parecido a inútil cómo es posible sin serlo

del todo.

Papá parecía mayor que su edad. Tenía poco menos de cincuenta

años —un poco más joven que Heller—, pero parecía una buena década más viejo.

El sol y el agua salada provocan eso.

Ser un cabrón sin corazón y reservado también.

Demasiado lejos, Landon. Demasiado lejos.

Bien.

Y lo mismo pasa con el duelo.

Me vio cargar mi mierda en el vehículo de su mejor amigo, como si reasignar a otra persona sus obligaciones paternales fuera normal para un

padre —como el día en que su único hijo se iba de casa a la universidad. Pero ya lo estuvo haciendo durante un tiempo. Había dependido de mí fallar, moverme o encontrar un modo de no terminar conmigo desde que

tenía trece años. Cinco años de sobrevivir el día a día. De elegir levantarme o no. Ir a la escuela o no. Que me importara algo, alguien o no.

Heller me dio una oportunidad de irme y estoy más que seguro que no iba a pedir disculpas por haberla tomado.

—Dale un abrazo de despedida a tu padre, Landon —murmuró Heller mientras cerrábamos la puerta del auto.

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—Pero él no… nosotros…

—Inténtalo. Confía en mí.

Resoplé antes de girar y regresar a los escalones de la entrada.

—Adiós, papá —dije las palabras obedientemente, algo que hice en nombre de Heller, nada más. Él puso su taza en la barandilla. Dejando sus manos vacías.

Iba a dejarlo en su silencio y soledad, y de repente me pregunté qué tan diferente habría sido este momento si mi madre estuviera viva. Ella

habría llorado, envuelto los brazos alrededor de mi cuello mientras me agachaba para abrazar y besarla, luego me diría que estaba orgullosa de

mí, me haría prometer llamarla, que volvería a casa pronto y le contaría todo. Yo habría llorado, abrazándola.

En nombre de la única mujer de que los dos amamos, coloqué los

brazos alrededor de mi padre, y sin palabras, puso sus brazos alrededor de mí.

Miré por el espejo lateral, viendo cada vez más pequeño al pueblo. Los objetos frente a un espejo están más cerca de lo que parecen. A pesar

de una curiosidad inquieta, no miraría atrás para ver si esto era cierto. Ese pueblo de mierda y los años que viví ahí, estarían fuera de la vista en cinco minutos y borrados de mi subconsciente tan pronto como pudiera.

—Pon lo que quieras en la radio —dijo Heller, y mi atención volvió hacia adelante—, mientras no sea nada de esa basura chillona con la que

Cole maltrata sus oídos. No puedo soportar esa contaminación acústica que llama música.

Su hijo mayor tenía quince años. Cuando pasábamos tiempo juntos, copiaba mi vestimenta y el tipo de música que me gustaba, siguiéndome e imitando lo que sea que dijera o hiciera; no siempre era una gran idea, lo

admitiré. Su actitud en la vida parecía ser: Si algo irritaba a sus padres, era lo indicado para él.

Parpadeé, como si me sorprendiera. —¿Qué, Bullet for My Valentine no? ¿Slipknot tampoco?

Me reí del ceño fruncido de Heller, seguro de que él no creía ni le importaba si esos eran los nombres reales de las bandas. Esa fue toda la respuesta que recibí, además de su habitual suspiro estoico. Conecté mi

iPod en la consola de música y marqué una lista que preparé anoche, titulada jódete y adiós. Por respeto a mi compañero de viaje, las pistas

eran mucho menos violentas de lo que implicaba el título. Podría compartir la actitud de Cole cuando se trataba de mi propio padre, pero no de él.

No veía a menudo a los niños de Heller; aunque eso cambiaría, ya que iba a vivir en su patio trasero. Literalmente. Mi nuevo hogar sería la

habitación sobre la cochera que fue el almacenamiento de cajas de libros,

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decoraciones navideñas, equipo de ejercicio y muebles antiguos. Mis

recuerdos de ese lugar eran vagos. Cuando visité a los Heller, dormí en un colchón de aire en la habitación de Cole. Ya que cada maldita vez, papá se

echaba atrás en el último minuto, simplemente me metía en un bus con mi bolso y estrictas instrucciones de no hacer nada estúpido durante mi estancia allí.

Ya no era un niño, y esto no era una visita de una semana. Era un estudiante universitario que necesitaba un lugar donde vivir durante

cuatro años. Un adulto legal que no podía pagar una residencia ni un apartamento junto con la matrícula. Heller me dijo que iba a pagarle el

alquiler, sin embargo no era mucho. Reconocía la caridad cuando la veía, pero por una vez en mi patética vida, me aferraba a ella con ambas manos, como si fuera el extremo de una cuerda de rescate.

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Lucas —Me quedo con el primer par de horas y tú puedes tomar las dos

últimas. —Jacqueline deslizó sus gafas de sol oscuras sobre sus ojos y me sonrió desde el lado del conductor de la camioneta—. Pero no habrá

siestas, o podríamos terminar en medio de El Paso. Y te necesito para que me guíes.

Cuando retrocedió su camioneta por el camino, me despedí de Carlie

y Charles, deslizando mis gafas de sol en su lugar. —Eso es una carretera completamente diferente. —Me reí—. No eres tan mala.

Sacudió la cabeza y suspiró. —En serio. No tientes a la suerte. Lo lamentarás. Quizá terminamos perdidos y conduciendo sin rumbo durante

todas nuestras vacaciones de primavera.

Cuando me detuve a considerar el hecho de que Jacqueline se iba

conmigo a la casa en la costa, cambiarlo por conducir sin rumbo durante una semana no sonaba tan mal. Negué con la cabeza. —Supongo que debería haberte conseguido un nuevo GPS para tu cumpleaños.

Ella arrugó la nariz. —Parece un regalo sensato.

—Ah, claro, se me olvidó… no hacemos regalos sensatos.

Me contó que sus padres siempre se compraron entre sí (y a ella) regalos tristemente pragmáticos, pero acabaron tocando fondo: al comprar

sus propios regalos. —Mamá se compró un nuevo Stair Master y papá una parrilla —me dijo cuándo hablamos la noche de navidad—. Es una gran parrilla con quemadores laterales y cajones de calentamiento y, a quién le

importa, porque cielo santo, ¿comprarte tu propio regalo de navidad?

No le dije que parecía una gran idea para mí. Si creía que los regalos

prácticos no eran adecuados, entonces estaba destinado para una vida de impracticabilidad. Adelante con eso.

Ambos tuvimos nuestros cumpleaños en los últimos dos meses. Su

regalo para mí: conducir un Porsche 911 durante un día. Masivamente insensato. Heller y Joseph se pusieron muy celosos. Le envié una imagen a

Boyce y me respondió: Al diablo el código de hermanos. Robaré a tu mujer. Estás advertido.

Para el cumpleaños de Jacqueline, elegí una de las acuarelas de mi

madre —un horizonte lluvioso de Paris— que hallé en el ático de reservas de papá cuando me encontraba allí durante las vacaciones de invierno. La

enmarqué para ella. Permaneció muy callada después de abrirlo, mientras las lágrimas corrían por su rostro. Me sentía seguro de que mi aptitud

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para dar regalos acababa de arruinarse, y nunca más deberían permitirme

elegir un regalo para alguien.

Luego se lanzó a mis brazos y una hora más tarde, metí los dedos en

su cabello y la besé. —Espera —dije—. Mi próximo cumpleaños es dentro de once meses. ¿Cómo fue que simplemente sucedió?

Jacqueline se encontraba acurrucada y dormida en el asiento del pasajero, mientras yo me enfrentaba al hecho de que estábamos a quince

minutos de la costa. Que llevaba a mi novia a casa, donde se reuniría con mi padre poco comunicativo y mi mejor amigo de la escuela secundaria

frecuentemente inapropiado. Y oh diablos, ¿dormiríamos en la despensa? Mierda. Debería haber reservado una habitación de hotel.

—Mmm... —Se despertó lentamente, bostezando, desplegando sus piernas y extendiendo los brazos, luego se incorporó, parpadeando—. ¿Ya llegamos?

Asentí. —Casi.

***

Había una fila para el transbordador. Bienvenido a las vacaciones de primavera en una playa de la costa barata. Dónde traje de visita a mi novia de tres meses. Una sensación de pesadez se alojó en la boca de mi

estómago, como si me hubiera tragado una barra de hierro. Si ella no se hubiese despertado en ese momento, podría haber dado una vuelta antes

de abordar. Un hombre vestido con un chaleco anaranjado nos señaló el transbordador de la izquierda, así que pasamos por la rampa y seguimos.

Desembarcamos al otro lado, quedando a cinco minutos de casa, tal vez diez, debido al aumento del tráfico turístico que infundía dinero en esta comunidad después de los meses lentos de invierno.

Para mí, no había nada inusual ni extraordinario sobre este lugar, pero Jacqueline se sentó derecha, asimilando todo con sus ojos bien

abiertos; los murales de los edificios recubiertos, pintados en colores alegres, las tiendas y comensales turísticos, las calles pavimentadas que se

mezclaban en kilómetros sin bordillos, el agua y los barcos casi siempre visibles un poco más allá.

—¡Palmeras! —Sonrió—. Son tan lindas.

Arqueé una ceja.

—Es decir, comparadas a cómo se ven en, digamos, Los Angeles, allí

son altas y delgadas. Estas de aquí parecen saber que no hay muchos edificios altos ni colinas con la cuales competir. Son…

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—¿Atrofiadas?

Se echó a reír. —Lindas.

Después de unas cuantas vueltas reflexivas, aparqué en el camino

de grava al frente de la casa del abuelo; ahora de papá. Tragando, me volví a Jacqueline. —No sé cómo será contigo. Es decir, él no va a ser grosero ni nada. Siempre ha sido amable con los clientes, y estoy seguro de que va a

ser el peor…

—Lucas. —Tomó mi mano y la apretó—. Él estará bien. No espero

abrazos ni una fiesta de bienvenida. Él es un tipo tranquilo, como tú. Lo entiendo.

Fruncí el ceño. ¿Cómo yo?

Volteó y besó el dorso de mi mano, riendo como si pudiera leer mi mente… y probablemente, podía.

Llevé la mano izquierda a su nuca, acercándola más al tiempo que nos inclinábamos encima del compartimiento. Introduje mis dedos en su

pelo, la besé, y se calmó el temor que invadía en mi mente. Ella vino aquí conmigo porque lo deseaba. Ya habíamos hablado de mi padre; ella estaba

preparada. Gracias a mis sesiones de terapia semanales, comencé a llegar a un acuerdo con el modo en que él lidió con su dolor, a pesar de que no fue lo ideal para ninguno de nosotros.

Quizá papá no desplegaba la alfombra roja, pero sería gentil. Boyce podría ser un imbécil, pero ella probablemente le adoraría. Y la cama de la

despensa no era más pequeña que la de su dormitorio; uno de mis lugares favoritos en el mundo.

—Gracias —dije.

Con nuestras frentes presionadas juntas, observé los dedos de su mano libre mientras trazaban los patrones de tinta en mi brazo. Ladeó la

cabeza y me besó, burlándose mi aro con la lengua. Le encantaba jugar con él cuando nos besábamos, y se enfadó cuando le dije que tendría que

quitarlo una vez que empezara las entrevistas de trabajo.

—De nada. —Respiró contra mis labios.

Nuestros ojos se encontraron y levanté la mano para acariciarle la cara. Te amo, le dije en silencio. Me hallaba listo para decírselo, pero no

estaba seguro de cómo. Era algo que nunca le dije a una chica. No era algo que sentí alguna vez, realmente no. Así no. Ahora parecía tonto que haya pensado alguna vez que podría amar a Melody Dover. Lo que sentí por ella

fue real, pero era como estar de pie en el primer peldaño de una escalera, comparado con estarlo a medio camino de la cima.

Cuando llamé, papá apareció en la puerta mosquitera con lo más parecido a una sonrisa de lo que le vi en años. —Hijo —dijo, tomando una

de las valijas de mi mano—. Adelante.

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Las ventanas se hallaban abiertas, y todo el lugar quedó impregnado

con el aroma salobre del golfo al otro lado de la arena. Papá puso una capa de pintura fresca de color marfil en las paredes y muebles de madera, y

levantó las alfombras viejas para revelar los pisos de madera maltratados que, de alguna manera, parecían cien veces mejor. Una de las pinturas de mamá se encontraba colgada por encima del sofá. Lo miraba fijamente,

cuando dijo—: Debes ser Jacqueline. —Todavía sostenía mi mano.

—Sí. Es un placer conocerlo, señor Maxfield.

Con esfuerzo, me aparté del cuadro y vi como mi padre sacudió la mano de mi novia y le mostró una casi-sonrisa, de nuevo. —Llámame Ray,

por favor. Me alegra que hayas venido con Landon, uh... Lucas.

Eso era nuevo.

Recogió las dos valijas y se fue... ¿a su habitación? Jacqueline lo

siguió, mirando a los muebles escasos pero limpios del mismo modo en que examinó la ciudad mientras conducíamos; registrando los detalles sin

perderse nada. Doblé la esquina hacia la habitación de papá, pero ya no era más suya. La cama del abuelo se hallaba ubicada contra la pared del

fondo, al lado de su mesa de noche y una lámpara nueva. La cómoda en frente. Había ropa de cama nueva, y las paredes eran el indicio más simple de color azul. Otra de las pinturas de mamá colgaba sobre la cama, y un

espejo suspendido por una cuerda colgada sobre la cómoda.

Papá dejó las valijas en el suelo junto a la cama. —Supuse que los

dos necesitarían su propio espacio... cuando vinieran. Fui a la habitación de tu abuelo hace unas semanas. Ahora puedo echarle un vistazo al golfo

a primera hora, averiguar cómo será la navegación durante el día.

—¡Qué hermosa habitación! —dijo Jacqueline, observando por la ventana al grupo de palmeras gordas junto a la casa. La playa era visible

en la distancia—. Me encanta. Esta es una de las pinturas de tu esposa, ¿no? —Ella se acercó para examinarlo, y seguí mirando a mi padre.

—Sí, lo es —respondió él. Volviéndose hacia mí, dijo—: Después de que rebuscaste entre sus cosas en navidad, decidí que ella habría estado

triste al pensar que sus pinturas estaban envueltas en un ático en vez de algún lugar donde puedan ser vistas. —Presionó los labios—. Bien. Los dejaré descansar por el viaje. ¿Supongo que tienen planes esta noche?

Negué con la cabeza. —Esta noche no. Nos encontraremos con Boyce mañana.

Él asintió. —Voy a ver qué tengo para la cena, si quieren comer aquí. Hay varios kilos de salmones, atrapados ayer. Podríamos hacer algo con

eso.

—Sí. Claro. Suena bien.

Asintió otra vez y salió, cerrando la puerta detrás de él.

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Me senté en la cama. —Mierda. Nunca hablamos de mamá... frases

que comienzan con ella habría estado...

Jacqueline se recostó boca abajo y yo, frente a ella, dibujando con

mi dedo patrones invisibles en su espalda.

***

En la cena, los tres hablamos sobre mi graduación inminente y el

proyecto de investigación con el Dr. Aziz, que alteró toda mi manera de pensar acerca de lo que aprendí en los últimos cuatro años, enviándolo en

una dirección inesperada.

Tu madre se habría sentido orgullosa, había dicho él, y Jacqueline

agarró mi mano debajo de la mesa recién barnizada, porque sabía el peso de esas palabras.

Ahora, nos encontrábamos acostados en la cama, en la habitación

que mis padres compartían cada vez que visitamos este lugar durante mis primeros trece años. Papá regresó a la habitación del abuelo, y la pintó de

un color verde espuma de mar. Allí, colgó otro conjunto de pinturas de mamá.

La despensa conservaba nuevamente los alimentos, junto con pilas ordenadas de cajas de almacenamiento que alojaban los archivos antiguos. Los agujeros en la pared fueron pintados de nuevo. La lámpara de tres

puntas había sido reemplazada con un accesorio normal de techo. Me reí entre dientes, de pie en ese rincón cómodo cuando papá me mandó a

buscar un diente de ajo. Me sentía seguro, y fui afectado por la idea de que siempre me había sentido a salvo allí. De algún modo, mientras que todo lo

demás se fue al infierno, allí las cosas eran más simples.

—Gracias por traerme aquí. —Jacqueline se volteó hacia mí en la oscuridad; sus ojos reflejaban la luz tenue de la luna desde la ventana. El

sonido vibrante de las olas se filtraba por la ventana como un latido del corazón, lento y suave.

—Gracias por venir conmigo.

Se acercó más. —No vas a decirme dónde estás solicitando puestos

de trabajo, ¿verdad?

—Nop. Y sabes por qué.

—Quieres que me transfiera al mejor programa de música posible,

sin tener en cuenta dónde estarás —recitó; su tono era un audible giro de ojos—. Pero... no puedo soportar la idea de que en seis meses, cinco meses,

podríamos estar en lados opuestos del país.

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No tenía intención de poner distancia entre nosotros durante los

próximos dos años, pero no le diría mi plan hasta que se concretara. Se requería demasiada suerte, y no quería decepcionarla. Tracé la línea del

cabello de su sien hasta el lado de la mandíbula y tomé su cara entre mis manos. —No vas a perderme. Pero no voy a hacerte lo que hizo él. Tienes sueños, y quiero que lo sigas. Necesito que los sigas. Porque... —Inhalé—.

Te amo, Jacqueline Wallace.

Con los ojos llenos de lágrimas, tragó saliva. —Te amo, Landon

Lucas Maxfield.

Mi corazón se agrandó y me incliné sobre ella, besándola, amándola,

reclamándola. En sus palabras formales, escuché el eco de mi futuro, uno del que estaba tan seguro de que ninguna distancia me habría intimidado: Te acepto a ti, Landon Lucas Maxfield...

La suerte podría ser ganada y creada. Podría ser descubierta. Podría ser recuperada. Después de todo, conocí a esta chica. Encontré mi futuro.

Encontré el perdón. Mi madre habría estado feliz por mí. Por primera vez en mucho tiempo, no me siento culpable por eso.

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Epilogo

Traducido por Sofía Belikov

Corregido por Michelle♡

Jacqueline fue invitada a transferirse a tres de los cinco programas

de música a los que aplicó, pero cuando recibió la carta de aceptación de Oberlin, no importó ninguna de las otras. Diez segundos después de

meterse en su correo, se levantó de un salto de mi sofá, chillando y mandando a Francis bajo la cama. Una vez que estuve seguro de que era

un chillido de extrema felicidad y no de vi una araña del tamaño de mi mano, abrí los brazos y saltó en ellos.

—Felicidades, cariño —murmuré contra sus labios, encantado con lo

emocionada que se veía.

Le envió un mensaje a Erin. Llamó a sus padres. Le escribió un

correo a su director de orquesta de la secundaria.

Y luego calculó la distancia que habría entre nosotros cuando se

mudara, si yo me quedaba aquí. Dos firmas de diseño en el pueblo me perseguían activamente y andaba considerándolas seriamente. Tuve suerte con una segunda entrevista para una increíble posición que se

especializaba en semiconductor en robótica; un trabajo de diseño tan genial que no podría haberlo imaginado hace cuatro años, cuando todas

mis energías se centraron en entrar a la universidad.

La llevé a celebrar y me rehusé a discutir los kilómetros, horas y

años por delante. —Esta noche no —repetí hasta que se tranquilizó. Si teníamos que estar separados por dos años, entonces lo estaríamos. Pero

la admisión de Jacqueline en Oberlin me dio una nueva meta.

En diciembre, tuve una cena con Joseph, Elliott y la hermana menor de éste último, Reni, que se encontraba de visita desde Cleveland, donde

era estudiante de tercer año en la escuela de medicina en Case Western. Sus intentos obvios de hacer de casamenteros no funcionaron, pero

hicieron que nos ganáramos el respeto del otro. Fascinada con los detalles del proyecto de búsqueda del que sería parte por los siguientes cinco

meses, ella me contó sobre uno de sus mentores, cuyo campo de búsqueda era la bioingeniería.

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Cuando le envié un correo preguntándole sobre posibles trabajos, le

pasó mi currículo a ese profesor. Era uno de los tres fundadores de una pequeña empresa de bioingeniería en Cleveland. Uno de los otros, conocía

al Dr. Aziz, por lo que puso su nombre en mi lista de referencias. Una semana más tarde, recibí una llamada y una petición para aplicar.

La suerte había hecho lo suyo. El resto dependía de mí.

—¿Por qué no me dices a dónde vas a ir para esta entrevista? —Por cuarenta y cinco minutos, Jacqueline trató de sacarme información entre

las pausas comerciales de la película de zombis que veíamos—. ¿No se supone que nos contaríamos todo? —Su tono meloso y expresión seria,

que incluía amplios ojos azules mirando directamente a los míos, casi me hicieron sucumbir. Era buena en esto.

—Buen intento. —Sonreí, y frunció el ceño.

—Le preguntaré a Cindy.

—Por eso tampoco le dije.

Ante eso, golpeó el piso con el pie, lo que me hizo reír hasta que me presionó contra la esquina del sofá y dijo—: Me encanta cuando ríes. Eres

tan hermoso. —Envolvió los brazos alrededor de mi cuello y tiró de mi cuello, acercándome para un beso.

Sacudí la cabeza y tracé sus labios con mi lengua antes de besarla.

Mientras me acomodaba para besarla hasta la inconsciencia, le susurré—: Los halagos no te llevarán a ninguna parte… pero, por favor, por favor,

sigue intentándolo.

***

Mi fiesta de graduación consistió en una barbacoa en el patio de los

Heller. Después de no ir a casa por casi ocho años, papá se tomó tres días libres para ir a la ceremonia. Su aparición fue también un acto de fe para

sus mejores amigos. Al verlos a los tres juntos, esperaba que este fin de semana fuera el comienzo de un nuevo hábito para él.

Aún no le conté a nadie de mis planes futuros, pero Charles, Cindy y papá sabían de las ofertas que recibí, y esa mañana en el desayuno, cuando les dije que tomé una decisión, intercambiaron miradas llenas de

conocimiento. Sin embargo, tenía que contárselo a una persona antes de hacerles saber mi decisión final, y esa persona se encontraba de pie en mi

cocina, metiendo los restos de la barbacoa en el refrigerador.

—Acepté un trabajo el viernes —dije, y apenas respondió. Me

pregunté qué pasaba por su cabeza hasta que levantó la mirada por fin,

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incapaz de reorganizar más los pequeños contenedores. Mi valiente chica

apenas contenía las lágrimas.

Le llevé al sofá y la atraje a mis brazos. —Es una nueva empresa,

tiene menos de diez empleados. Los fundadores son investigadores de cardiología desarrollando formas no invasivas de esquematizar la actividad cardiográfica, para ayudar con diagnósticos y tratamientos para los

problemas al corazón. También quieren desarrollar mejores aparatos de invasión, y querían alguien con conocimientos básicos sobre materiales

suaves y duraderos.

El pliegue entre sus cejas me dijo que la había perdido. Así que le

dije la paga, la cual sería complementada con beneficios de acciones. —Si la compañía mejora, y así será, los empleados también. Comienzo la semana después del cuatro de julio.

Levantó la mirada, tratando de sonreír, pero no me engañó ni por un segundo. Sabía lo que pensaba; mil novecientos kilómetros de distancia.

Tomé una bocanada de aire. —Entonces, mi única pregunta es si quiero vivir en Oberlin y viajar a Cleveland o vivir en Cleveland y viajar a

Oberlin. —La observé cambiar de expresiones mientras procesaba lo que acababa de decirle. Sus ojos se ampliaron y llenaron de lágrimas. Su boca

cayó abierta y murmuró algo que sonó como ¿Qué?—. Oh, ¿no te conté esa parte? La compañía está en Cleveland. —A media hora de Oberlin.

Estaríamos separados por seis semanas entre cuando me mudara a

Ohio y cuando lo hiciera ella, pero empujé ese pensamiento a un lado mientras se metía entre mis brazos. Hoy era mi celebración, y la llevé a mi

habitación para mostrarle todas las formas en las que planeaba celebrar.

***

Las seis semanas de separación fueron un infierno.

Una vez que aterrizó mi vuelo, me sentía listo para romper la ventana para salir del avión y el aeropuerto y entrar a la camioneta de

Jacqueline.

Después de almorzar con sus padres, nos fuimos en un viaje de dos

días a Ohio. Planeábamos detenernos por la noche en Kentucky, conducir la mayor parte de mañana, y encontrarnos con el camión de mudanza en su nuevo dormitorio mañana por la tarde.

Como siempre, todo y todos los demás desaparecieron cuando la vi. Se bajó de la camioneta y me encontró frente a ella, llevando un vestido

blanco con un diáfano cardigán de manga corta sobre él, desabotonado. Mi bolso chocó contra el suelo y la atraje para un abrazo. —¿Me extrañaste?

—pregunté; nuestros labios a menos de un centímetro. Con una mano en

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la base de su columna, la acerqué más mientras que la otra se deslizaba

bajo su suéter para encontrar su piel desnuda.

Su pequeño vestido no tenía espalda. Mierda, iba a ser un largo día;

ni siquiera era de tarde y ya me imaginaba cerrando y bloqueando la puerta de nuestra habitación de hotel esta noche.

—Bésame y descubre cuánto. —Se puso de puntillas; sus ojos llenos

de travesura mientras las puntas de mis dedos se deslizaban por sus omóplatos.

Llevándola de espaldas hacia el lado del pasajero y presionándola contra la puerta de la camioneta, deseé desatar esas pequeñas tiras de su

nuca, y ella lo sabía.

Lo que no sabía, era que yo también tenía algo de tortura que impartir.

Cerrando el último centímetro, capturé su boca en la mía. Tracé sus labios llenos con la punta de mi lengua y apenas entré en su interior

mientras nos besábamos.

—Mmh… —gimió, sacando su lengua para juguetear con mi labio

superior antes de chupar la mía en su boca. Profundicé el beso poco a poco mientras nuestras lenguas se enredaban, y de repente, se alejó. Sus pies cayeron contra el suelo y sus manos se aferraron a los bíceps bajo las

mangas de mi camisa mientras levantaba la mirada hacia mí, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Lucas?

—¿Mmh?

Miró mi boca. —¿Tú…? ¿Eso es…?

—¿Te gusta? —pregunté, y tembló visiblemente de pies a cabeza—. Sabía que extrañabas el aro en mi labio. Me imaginé que necesitabas algo

más con qué jugar cuando nos besamos.

Asintiendo, dijo—: Déjame ver.

Obedientemente, abrí la boca y miró la pequeña bola que se encontraba en el centro de mi lengua. —Oh… Oh, Dios… —Se lamió ese

dulce labio inferior mientras sus ojos se movían hacia los míos—. ¿Es verdad lo que dicen sobre eso?

Alcé una esquina de mi boca y levanté una ceja. —Supongo que lo

descubriremos esta noche, ¿no? —La besé de nuevo, metiendo mi lengua completamente en su boca. Gimió; una súplica impaciente y acelerada.

Rompí el beso, curvando mi mano alrededor de su cuello y susurré en su oído—: Así que, dime, ¿cuánto quieres que dure esta fase de chico malo?

Porque estoy haciendo todo lo que puedo para prolongarlo.

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Inhaló bruscamente y presionó su rostro contra mi hombro. —Oh,

Dios. No puedo creer que sepas sobre eso.

Alcé su barbilla. Su rostro lucía rosado.

—¿Cómo lo hago, Jacqueline? ¿Estoy completando cada deseo de chico malo, o hay algo que me he pasado por alto? Puedo tener un trabajo estable y estar loca y profundamente enamorado de mi novia… —La besé

mientras se aferraba a mí—. Pero tengo una imaginación retorcida.

Solía haber un punto de separación entre el antes y el después. De

un lado, yacía todo lo bueno y hermoso; un sueño que no podía ser tocado en los momentos de vigilia. Los recuerdos de mi madre se encontraban

atrapados allí, y luchaba por olvidarlos porque no hacían más que lastimarme y condenarme. Al otro lado, estaba la lucha. La resistencia.

Mí después era una cruda realidad, y sólo podía sobrevivirla.

Entonces, llegó Jacqueline. Este amor. Esta curación. Esta nueva

realidad donde el antes y el después ya no se hallaban separados por una desavenencia solitaria. Donde cada momento era un recuerdo tangible y una promesa de lo que venía. Cada momento era un antes y un después.

Cada momento era un ahora para ser vivido; y aprovecharía cada uno,

comenzando por este segundo, con la chica en mis brazos.

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Sweet

Él es el amor de su vida, pero no lo sabe.

Ella es su único momento de sacrificio en una

vida de supervivencia.

Él fue dañado y salvaje, pero es resistente.

Ella siempre ha sido obediente. Ahora está inquieta.

En casa durante el verano entre la universidad y la escuela de medicina, Pearl Torres Frank sabe dos cosas: Boyce Wynn es la encarnación

de todo lo que debe alejarse, y hacia todo lo que quiere correr. Rebelde y ruidoso. No se

preocupa por la opinión que la sociedad tiene de él. Apasionado. Fuerte. Peligroso.

Y un atributo más que esconde a todos, menos a ella: Dulce.

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Sobre la autora

La lectura fue uno de sus primeros amores, y la escritura vino después. Webber escribía poesía

romántica triste en la escuela secundaria y escribió su primera novela, hasta la mitad,

cuando tenía 19 años, la cual fue destruida accidentalmente cuando la metió en la

trituradora en el trabajo. Tammara Webber es adicta al café y yogur congelado de Cherry Garcia. Le encanta comprar pendientes, ya que

éstos siempre quedan a la perfección, incluso cuando se le “olvida” hacer ejercicio. Es una

romántica esperanzada que ama las novelas con finales felices, porque hay bastantes finales

tristes en la vida real.