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Paul Auster El cuaderno rojo

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PRÓLOGO: EL CAZADOR DE COINCIDENCIAS I En 1960 o 1961 Paul Auster fue de exc ursión al bosque. No era el esc ritor Paul Auster, sino unc olegial de trec e o c atorc e años que se llamaba Paul Auster, pasaba el verano en un c ampamento alnorte del estado de Nueva York y treinta años después esc ribiría una novela llamada Leviatán. El díaque Paul Auster fue de exc ursión al bosque estalló una tormenta: una tempestad de agua, rayos ytruenos envolvió a los exc ursionistas. Paul Auster rec uerda que los rayos c aían c omo lanzas. Losexc ursionistas atravesaban un bosque: uno dijo que, si se alejaban de los árboles, si enc ontraban unc laro, estarían más seguros. Tuvieron suerte: enc ontraron un c laro aislado por alambre de púas, másallá de los peligros del bosque. Los exploradores se pusieron en fila para pasar bajo la alambrada:ordenadamente, de uno en uno. Entonc es les llegó el turno a los exploradores Ralph y Paul. Yac ruzaban la alambrada, primero Ralph, y después Paul, a medio metro de Ralph: justo c uando Ralphpasaba bajo la alambrada, c ayó un rayo. Ralph se detuvo y Paul pasó a su izquierda. Paul arrastró aRalph: que siguieran pasando los exploradores. Se había desmayado Ralph, y los rayos c aían c omolanzas, y los exploradores c hillaban y lloraban rodeados por la tormenta, y a Ralph se le ponían loslabios azules, c ada vez más azules, mientras sus c ompañeros le frotaban las manos frías, c ada vezmás frías. Cuando la tormenta ac abó, los exploradores se dieron c uenta de que Ralph estabamuerto. Si la fila de exploradores se hubiera formado de otra manera, quizá no hubiera exist ido elesc ritor Paul Auster. Quizá el explorador Paul Auster hubiera muerto elec troc utado, porque hubierac ruzado la alambrada en el lugar del explorador Ralph. O quizá, si no hubiera vivido tan de c erc a lamuerte del explorador Ralph, no hubiera tenido una idea tan c lara de c ómo el azar dec ide derepente la vida y la muerte de las personas, y no hubiera esc rito ninguna de las novelas que esc ribiómuc ho más tarde. El mundo es un misterio azaroso. II Un día de 1979 sonó el teléfono en c asa de Paul Auster. Eran las oc ho de la mañana de un domingonevado. La noc he anterior Paul Auster se ac ostó muy tarde, a las dos o las tres de la madrugada.Había estado esc ribiendo: “Algo suc ede y, desde el momento en que empieza a suc eder, nada puedevolver a ser lo mismo”, había empezado a esc ribir Paul Auster. Y terminó: “Y la nieve c ae sin fin en lanoc he de invierno.” Entonc es se ac ostó Paul Auster. A las oc ho de la mañana sonó el teléfono. Nadiellama un domingo a las oc ho de la mañana si no es para dar una notic ia que no puede esperar, y unanotic ia que no puede esperar siempre es una mala notic ia, dijo una vez Paul Auster, y no seequivoc aba: aquel domingo de enero de 1979 Paul Auster rec ibió por teléfono, a las oc ho de lamañana, la notic ia de que su padre había muerto. III Los teléfonos son enigmátic os y amenazadores. Muc ha gente ha rec ibido a las oc ho de la mañanauna llamada telefónic a que anunc iaba una muerte: el teléfono es una ruleta rusa, aunque el muertono sea el que rec ibe el disparo, la llamada telefónic a (pero me ac uerdo de una pelíc ula en la que elDoc tor Mabuse asesinaba demoliendo c erebros c on un zumbido que transmitía a través del hilotelefónic o). Yo mismo podría hablar de c ómo un día de 1976 me llamaron por teléfono a las oc ho dela mañana, exac tamente tres años antes y tres meses después de que, a la misma hora que mellamaron a mí, llamaran a Paul Auster. Prefiero hablar de otra c osa. La únic a vez que Paul Austerc onsiguió que su padre lo llevara al fútbol (a Paul Auster lo llevaban al fútbol americ ano, a mí mellevaban al fútbol) jugaban los Giants c ontra los Cardinals de Chic ago en el estadio de los Yankees oen el Club de Polo: Auster no rec uerda bien este detalle. Pero rec uerda perfec tamente que, poc oantes de que ac abara el part ido, su padre dec idió que había que irse ya para evitar los atasc os detráfic o. Y se fueron antes de que ac abara el part ido, y el joven Paul Auster oyó desesperado c ómo sealejaban los gritos de la mult itud c onforme bajaba las rampas de c emento del estadio. Conozc o lasensac ión de Paul Auster c uando salía del estadio. Yo la c onoc í ac erc ándome al estadio y entrando

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sensac ión de Paul Auster c uando salía del estadio. Yo la c onoc í ac erc ándome al estadio y entrando

en el estadio de fútbol: la únic a vez que yo c onseguí que mi padre me llevara al fútbol jugaban elGranada y el Huelva un part ido de la Copa del Generalísimo en el estadio de Los Cármenes. Meac uerdo de que el Granada perdió 1- 2, después de adelantarse en el marc ador (somos las palabrasde otro: repito exac tamente las palabras de otro, las palabras que los loc utores pronunc ian en laradio: después de adelantarse en el marc ador). No vi el part ido entero: llegué c on mi padre alestadio c uando terminaba el primer t iempo. No sé qué c osas había tenido que hac er mi padre antesdel part ido, pero sé c ómo me desesperaba mientras pasaban los minutos, llegaba la hora delpart ido, pasaba la hora del c omienzo del part ido: llegamos al estadio c uando terminaba el primertiempo. Paul Auster rec uerda su desesperac ión al salir del estadio; yo rec uerdo mi desesperac iónantes de salir hac ia el estadio, c amino del estadio y entrando en el estadio. Quizá una c lasific ac iónde los t ipos de padre debería inc luir estos dos t ipos: a) padres que dec iden irse del estadio antes deque termine el part ido; b) padres que llegan al estadio muc ho después de que empiec e el part ido.(No rec ordamos a nuestro padre, rec ordamos la mirada c on que nos miraba nuestro padre. [Otravez repito exac tamente las palabras de otro: un filósofo esta vez, no un loc utor de radio.]) IV En 1978 Paul Auster no era todavía el novelista Paul Auster. En 1978 Paul Auster era poeta ytraduc tor: era pobre, pero quería ser ric o. Así que inventó un juego de béisbol c on barajas de naipesy durante seis meses fue de ofic ina en ofic ina intentando venderlo: nadie c ompró el misterio demeter en una mesa un estadio, dos equipos, árbitros, una mult itud. Esc ribió una novela de misterioen tres meses: ganó dos mil dólares (ya había esc rito c on t inta verde un relato de misterio c uandotenía onc e años). Quiso ser, sin éxito, periodista deportivo. No se despedía nunc a de los misteriosde una infanc ia de niño enfermizo que juega bien al béisbol y c onoc e mejor las c onsultas de lospediatras: los juegos de mesa, los c uentos de misterio, los c uadernos garabateados, la vida de lasestrellas del deporte. Era pobre. Sonó el teléfono porque su padre había muerto. Una herenc iac ambió la vida de Paul Auster. Paul Auster ha c ontado que el dinero le ofrec ió t iempo, protec c ión: eldinero que le dejó su padre le permitió vivir dos o tres años sin preoc upac iones. Le permitió esc ribir.La muerte de mi padre me salvó la vida, no puedo esc ribir sin pensarlo, ha dic ho Paul Auster. V En 1966 Paul Auster estudiaba en la Universidad de Columbia. En un aula de la Universidad deColumbia leyó los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Aunque no los entendía demasiadobien, sabía que eran apasionantes: ruidos que llegan desde otra habitac ión, desde una habitac iónsec reta, impenetrable. Eran poemas extranjeros, irreales c omo un lugar extranjero. Paul Austerquería volverlos reales, reales c omo su propia lengua, y los traduc ía al inglés. Así quería volverlosc omprensibles, familiares, parte de su propio mundo: palabras en el interior de su c abeza, palabrassuyas. Así Paul Auster empezó a c onvertirse en el traduc tor Paul Auster. VI Cuando Paul Auster ac abó la c arrera, se fue a París: quería estar en el extranjero para notar menosque, estés donde estés, todo el mundo es el extranjero: el mundo es inc omprensible, esc urridizo.El mundo es un lugar extranjero. El mundo era c omo los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine:inc omprensible y apasionante. El mundo era una lengua extraña que había que traduc ir. ¿Cómo sepuede traduc ir el mundo? Paul Auster empezó a transformar el mundo en palabras, palabras suyas:así Paul Auster empezó a c onvertirse en el novelista Paul Auster. VII Al traduc tor Paul Auster lo asombraba el misterio de la traduc c ión. Un hombre llamado Paul Austerlee en Nueva York un libro esc rito en franc és y luego esc ribe ese mismo libro en inglés. Supongamosque traduc e las notas que Mallarmé esc ribió junto al lec ho de muerte de su hijo Anatole. Unhombre esc ribe en inglés el libro que otro hombre esc ribió en franc és. Un libro se hac e en soledad,pero, c uando el traduc tor esc ribe su libro, lo esc ribe c on las palabras de otro hombre que no estáen la habitac ión. Aunque sólo haya un hombre en la habitac ión, hay dos hombres que hablan en lahabitac ión: c ada uno habla en una lengua para querer nombrar las mismas c osas. El traduc tor se

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habitac ión: c ada uno habla en una lengua para querer nombrar las mismas c osas. El traduc tor se

c onvierte en una sombra, fantasma del hombre que inventó las palabras que ahora inventa eltraduc tor. La traduc c ión es un c aso de suplantac ión de identidad: por dec irlo c on una palabrainglesa, es un c aso de impersonation. Impersonation signific a suplantac ión, el ac to de hac erse pasarpor otro. VIII Un hombre llamado Paul Auster vive en un mundo misterioso, un mundo c uyas c onexiones noentiende demasiado bien, un mundo aterrador y c ómic o a la vez, un mundo que es una lenguamisteriosa, una lengua dolorosa. Paul Auster quisiera traduc ir la lengua misteriosa y dolorosa delmundo, c omo en 1967 traduc ía los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Así empieza atransformar la lengua misteriosa y dolorosa del mundo en palabras suyas. Llena c uadernos yc uadernos, una palabra detrás de otra, porque está rodeado de c osas que no entiende. Estác onfundido: las c osas que lo rodean no son puntos de referenc ia para no perderse, sino rec ovec os,paredes de laberinto. Ha llegado un día de 1979 a un apartamento de la c alle Varic k, en Nueva York, auna habitac ión en el déc imo piso del número 6 de la c alle Varic k. Duerme vestido, dentro de un sac ode dormir, sobre un c olc hón en el suelo. Vive c on unos c uantos libros, tres sillas (los días sedist inguen por la silla donde te sientas c ada día), una mesa, un lavabo. Como el asc ensor está roto,no sale a la c alle: no porque la c alle no merezc a el viaje por las esc aleras inac abables, sino porquevolver a la ruindad de la habitac ión no merec ería el viaje por las esc aleras inac abables. El mundo esun sac o de dormir, un c olc hón, tres sillas, una mesa, unos libros, un lavabo, una habitac ión en undéc imo piso: el mundo es inc omprensible. Entonc es Paul Auster abre un c uaderno, empieza aesc ribir, trata de traduc ir el mundo a palabras c omprensibles. IX Así Paul Auster empieza a sufrir la maldic ión del esc ritor. Supónte que esc ribes en una hoja de papelc uanto ves y piensas. Si esc ribes en una hoja de papel c uanto ves y piensas, poc o a poc o la vidaparec e no transc urrir en el presente: la vas esc ribiendo, y es c omo si la vieras ya pasada, muerta,c omo si vieras en la c ara de un niño la c ara que tendrá c uando viejo. Esc ribes la vida, y la vida parec euna vida ya vivida. Y, c uanto más te ac erc as a las c osas para esc ribirlas mejor, para traduc irlas mejora tu propia lengua, para entenderlas mejor, c uanto más te ac erc as a las c osas, parec e que te alejasmás de las c osas, más se te esc apan las c osas. Entonc es te agarras a lo que t ienes más c erc a:hablas de t i mismo. Y, al esc ribir de t i mismo, empiezas a verte c omo si fueras otro, te tratas c omosi fueras otro: te alejas de t i mismo c onforme te ac erc as a t i mismo. Ser esc ritor es c onvertirse enotro. Ser esc ritor es c onvertirse en un extraño, en un extranjero: t ienes que empezar a traduc irte at i mismo. Esc ribir es un c aso de impersonation, de suplantac ión de personalidad: esc ribir es hac ersepasar por otro. X Cuando Paul Auster volvió de Franc ia en 1974 se dedic ó a venderles art íc ulos a los periódic os.Esc ribía sobre esc ritores: dic e que así ordenaba sus ideas sobre la literatura. El primer art íc ulo se lovendió a The New York Review of Books. El primer art íc ulo que Paul Auster vendió después de volverde Franc ia se llamaba Babel en Nueva York y hablaba de un libro de un esquizofrénic o llamado LouisWolfson: Babel, el lugar de la c onfusión de las lenguas, era un solo hombre, el esquizofrénic o LouisWolfson. Louis Wolfson no podía soportar a su madre, no podía soportar el inglés, su lenguamaterna: le dolía hablarlo, le dolía oírlo. Se tapaba los oídos c on las manos, se refugiaba bajo losauric ulares de una radio. Huía a otras lenguas: estudiaba franc és, alemán, ruso y hebreo. Pero nobastaba c on traduc ir las palabras inglesas al franc és, al alemán, al ruso, al hebreo: las palabrasinglesas seguían lat iendo bajo las palabras que las traduc ían, seguían exist iendo amenazadoras bajoel disfraz franc és, alemán, ruso o hebreo. Entonc es Louis Wolfson inventó un idioma propio: inventósus propias palabras para aniquilar la c onfusión de las palabras inglesas. Inventando sus propiaspalabras se sentía un poc o menos desdic hado. XI Un novelista traduc e a la lengua de sus fábulas la lengua misteriosa y dolorosa del mundo. El

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Un novelista traduc e a la lengua de sus fábulas la lengua misteriosa y dolorosa del mundo. El

novelista, c omo Louis Wolfson, inventa una nueva lengua que suplante la lengua misteriosa ydolorosa del mundo. Pero el novelista forma parte del mundo y, al traduc ir el mundo, se traduc e a símismo. Así se desdobla, se c onvierte en otro, una sombra, un fantasma. ¿Es doloroso c onvertirse ensombra? Me ac uerdo de que una vez un amigo mío que se ponía inyec c iones de heroína me dijo quenec esitaba ponerse inyec c iones para vivir, que se sentía muy mal c uando no se ponía inyec c iones.Que ponerse inyec c iones tampoc o le produc ía un gran plac er pero que era muc ho peor si no seponía inyec c iones. Una vez Paul Auster le dijo a Larry Mc Caffery: “Esc ribir es una ac tividad queparezc o nec esitar para sobrevivir. Me siento muy mal c uando no lo hago. No es que esc ribir meproduzc a un gran plac er, pero es muc ho peor c uando no lo hago.” XII Una vez Paul Auster fue de exc ursión al bosque y enc ontró el idioma al que muc ho más tardetrataría de traduc ir el mundo, el mundo c ómic o y aterrador: enc ontró el idioma del azar, el idiomade la c asualidad y las c oinc idenc ias, el idioma de los enc uentros fortuitos que se c onvierten endestino. Grac ias al azar Paul Auster enc ontró la músic a del azar. Se hac ía novelista mientrasdesc ubría la músic a del azar: traduc ía el mundo al idioma que había desc ubierto hac ía muc hos añosen una exc ursión al bosque: el idioma del azar. Pero el idioma del azar es también el idioma de lafragilidad: hay c oinc idenc ias y c asualidades c on las que te mueres de risa y hay c oinc idenc ias yc asualidades c on las que te mueres. Desc ubrir el poder del azar es desc ubrir que somosterriblemente frágiles y vulnerables, que dependemos de la c asualidad, que una c oinc idenc iaestúpida puede destrozarnos en un segundo. Que una palabra estúpida oída por c asualidad tambiénpuede fulminarnos. Rec ordar que las personas son terriblemente frágiles es una obligac ión moral:Paul Auster dic e que es c azador de c oinc idenc ias por obligac ión moral. Justo navarro FUENTES Paul Auster, La invención de la soledad, Edhasa, Barc elona, 1990. Paul Auster, Ground Work, Faber y Faber, Londres, 1990. Aldo G. Gargani, L’altra storia, Il Saggiatore, Milán, 1990. Conversac iones de Paul Auster c on S. Rodefer, J. Mallia, L. Mc Caffery y S. Gregory, public adas en PaulAuster, El arte del hambre, Edhasa, Barc elona, 1992. Entrevista de Paul Auster c on Eduardo Lago, Suplemento Culturas de Diario 16 (Madrid), número411. Quisiera expresar mi rec onoc imiento y agradec imiento a Paul Auster, Aldo G. Gargani y a los autoresde las entrevistas utilizadas. J. N. El cuaderno rojo 1 En 1972 una ínt ima amiga mía tuvo problemas c on la ley. Vivía aquel año en una aldea de Irlanda, nomuy lejos de la c iudad de Sugo. Yo había ido a verla por aquel entonc es, el día que un polic ía depaisano se presentó en la c asa c on una c itac ión del juzgado. Las ac usac iones eran losufic ientemente serias c omo para requerir un abogado. Mi amiga pidió informac ión, lerec omendaron un nombre, y a la mañana siguiente fuimos en bic ic leta a la c iudad para reunirnos yhablar del asunto c on aquella persona. Con gran asombro por mi parte, trabajaba en un bufete deabogados llamado Argue & Phibbs.[1] Ésta es una historia verdadera. Si alguien lo duda, lo reto a que visite Sligo y c ompruebe por sí mismosi me la he inventado. Llevo veinte años riéndome c on esos apellidos y, aunque puedo probar queArgue & Phibbs exist ían de verdad, el hec ho de que los dos apellidos hubieran sido emparejados(para formar el c histe más ingenioso, la sátira más c ertera c ontra la abogac ía) es algo que todavíame parec e inc reíble. Según mis últ imas notic ias (de hac e tres o c uatro años), el bufete c ontinúa siendo un negoc ioflorec iente.

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2 Al año siguiente (1973) me ofrec ieron un trabajo de guarda en una granja del sur de Franc ia. Losproblemas legales de mi amiga eran agua pasada, y puesto que nuestro noviazgo intermitenteparec ía func ionar de nuevo, dec idimos unir nuestras fuerzas y ac eptar juntos el trabajo. Los dosandábamos mal de dinero por aquel entonc es, y sin aquella oferta hubiéramos tenido que volver aEstados Unidos, c osa que ninguno de los dos aún había previsto. Fue un c urioso año. Por una parte, el lugar era prec ioso: un c aserón de piedra del siglo xviii, rodeadode viñas por uno de sus flanc os y, por el otro, por un parque nac ional. El pueblo más próximo estabaa dos kilómetros de distanc ia, y no lo habitaban más de c uarenta personas, ninguna de menos desesenta o setenta años. Era un sit io ideal para que dos esc ritores jóvenes pasaran un año, y tanto L.c omo yo, trabajando de verdad, sac amos en aquella c asa muc ho más fruto del que ninguno de losdos hubiera c reído posible. Por otra parte, vivíamos permanentemente al borde de la c atástrofe. Los dueños de la finc a, unapareja estadounidense que vivía en París, nos enviaban un pequeño salario mensual (c inc uentadólares), dietas para la gasolina del c oc he, y dinero para la c omida de los dos perros perdigueros quehabía en la c asa. En c onjunto, era un ac uerdo generoso. No había que pagar alquiler, y aunquenuestro salario nos viniera c orto para vivir, c ubría una parte de nuestros gastos mensuales. Nuestroplan era c onseguir el resto hac iendo traduc c iones. Antes de abandonar París e instalarnos en elc ampo habíamos ac ordado una serie de trabajos que nos ayudarían a pasar el año. Con lo que nohabíamos c ontado era c on que los editores suelen ser lentos a la hora de pagar sus deudas.Habíamos olvidado también que los c heques enviados de un país a otro pueden tardar semanas enc obrarse, y que, c uando los c obras, el banc o te desc uenta c omisiones y gastos de c ambio. Así que,al no haber dejado un margen para equivoc ac iones o errores de c álc ulo, L. y yo nos enc ontramosfrec uentemente en una situac ión ec onómic a desesperada. Rec uerdo la feroz nec esidad de nic otina, el c uerpo entumec ido por la abstinenc ia, c uandoregistraba bajo los c ojines del sofá y busc aba detrás de los armarios alguna moneda perdida. Condiec ioc ho c éntimos (unos tres c entavos y medio), podías c omprar c igarrillos de la marc aParisiennes, que vendían en paquetes de c uatro. Rec uerdo que les ec haba de c omer a los perros, ypensaba que c omían mejor que yo. Me ac uerdo de c onversac iones c on L., c uando nos planteábamosen serio abrir una lata de c omida de perro para la c ena. Nuestra otra únic a fuente de ingresos aquel año proc edía de un tal James Sugar. (No quiero insist iren los nombres metafóric os, pero las c osas son c omo son, qué vamos a hac erle.) Sugar pertenec íaal equipo de fotógrafos del National Geographic, y entró en nuestras vidas porque había c olaboradoc on uno de los dueños de la c asa en un art íc ulo sobre la región. Hizo fotos durante meses,rec orriendo Provenza en un c oc he alquilado que le proporc ionó la revista, y, c ada vez que seenc ontraba por nuestros pagos, pasaba la noc he c on nosotros. Puesto que la revista le abonabadietas para sus gastos, nos daba muy amablemente el dinero que tenía asignado para gastos dehotel. Si rec uerdo bien, la suma asc endía a c inc uenta franc os por noc he. Así, L. y yo nos habíamosc onvertido en sus hoteleros part ic ulares, y c omo además Sugar era un hombre enc antador, siemprenos alegrábamos de verlo. El únic o problema era que nunc a sabíamos c uándo iba a aparec er. Nunc aavisaba, y la mayoría de las vec es transc urrían semanas entre visita y visita. Así que habíamosaprendido a no c ontar c on el señor Sugar. Llegaba de repente c omo c aído del c ielo, aparc aba sudeslumbrante c oc he azul, se quedaba una o dos noc hes, y volvía a desaparec er. Cada vez que se iba,estábamos seguros de que era la últ ima vez que lo veíamos. Vivimos los peores momentos al final del invierno y al princ ipio de la primavera. Los c heques dejaronde llegar, robaron uno de los perros, y poc o a poc o ac abamos c on toda la c omida de la despensa.Sólo nos quedaba, por fin, una bolsa de c ebollas, una botella de ac eite y un paquete de masa paraempanada que alguien había c omprado antes de que nosotros nos mudáramos a la c asa: un restorevenido del verano anterior. L. y yo aguantamos durante toda la mañana, pero hac ia las dos y mediael hambre pudo c on nosotros. Nos metimos en la c oc ina a preparar nuestro últ imo almuerzo: dada

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el hambre pudo c on nosotros. Nos metimos en la c oc ina a preparar nuestro últ imo almuerzo: dada

la esc asez de ingredientes c on que c ontábamos, un pastel de c ebolla era el únic o plato posible. Después de que nuestro invento permanec iera en el horno lo que nos parec ía t iempo de sobra, losac amos, lo pusimos sobre la mesa y le hinc amos el diente. En c ontra de todas nuestrasexpec tativas, lo enc ontramos exquisito. Creo que inc luso llegamos a dec ir que era la mejor c omidaque habíamos probado nunc a, pero me temo que sólo era un ardid, un t ímido intento de darnosanimo. Pero, en c uanto c omimos un poc o más, vino la dec epc ión. De mala gana - muy de mala gana-nos vimos obligados a admitir que el pastel no había c oc ido lo sufic iente, que el c entro aún estabac rudo, inc omestible. No había más remedio que ponerlo en el horno otros diez o quinc e minutos.Considerando el hambre que teníamos, y c onsiderando que nuestras glándulas salivares ac ababan deser ac t ivadas, abandonar el pastel no fue fác il. Para entretener nuestra impac ienc ia, salimos a dar un paseo, pensando que el t iempo pasaría másdeprisa si nos alejábamos del buen olor de la c oc ina. Me ac uerdo de que dimos una vuelta a la c asa,quizá dos. Quizá nos dejamos llevar por una profunda c onversac ión sobre algo que he olvidado. Pero,hic iéramos lo que hic iéramos y tardáramos lo que tardáramos, c uando volvimos a la c asa la c oc inaestaba llena de humo. Nos lanzamos hac ia el horno y sac amos el pastel, pero era demasiado tarde.Nuestro almuerzo sólo era una ruina. Se había inc inerado, reduc ido a una masa c arbonizada yennegrec ida: no se podía salvar ni un trozo. Ahora parec e una historia divert ida, pero entonc es era c ualquier c osa menos una historia divert ida.Habíamos c aído en un agujero negro y no sabíamos la manera de salir de él. En todos mis años deesfuerzo por c onvertirme en un hombre, dudo que haya exist ido un momento en el que me sintieramenos inc linado a reír o a bromear. Era realmente el fin, una situac ión terrible y espantosa. Eran las c uatro de la tarde. Menos de una hora después, el imprevisible señor Sugar aparec ióinesperadamente. Llegó hasta la c asa en medio de una nube de polvo: la t ierra y la gravilla rec hinabanbajo los neumátic os. Si me c onc entro, todavía puedo ver la c ara boba e ingenua c on que bajó delc oc he y nos saludó. Era un milagro. Era un verdadero milagro. Y yo estaba allí para verlo c on mispropios ojos, para vivirlo en mi propia c arne. Hasta aquel momento, yo pensaba que c osas así sólooc urrían en los libros. Sugar nos invitó a c enar aquella noc he en un restaurante de dos tenedores. Comimosc opiosamente y bien, nos bebimos varias botellas de vino, nos reímos c omo loc os. Y ahora, porexquisita que fuera, no puedo rec ordar nada de aquella c omida. Pero no he olvidado nunc a el sabordel pastel de c ebolla. 3 No muc ho después de mi regreso a Nueva York (julio de 1974) un amigo me c ontó la siguientehistoria. Tiene lugar en Yugoslavia, durante lo que serían los últ imos meses de la Segunda GuerraMundial. El t ío de S. era miembro de un grupo part isano serbio que luc haba c ontra la oc upac ión nazi. Un día,sus c amaradas y él amanec ieron rodeados por las tropas alemanas. Se habían refugiado en unagranja, en un lugar perdido del c ampo, y la nieve alc anzaba c asi medio metro de altura: no teníanesc apatoria. No sabiendo qué hac er, dec idieron ec harlo a suertes: su plan era salir de la granja uno auno, c orriendo a través de la nieve para intentar salvarse. De ac uerdo c on los resultados del sorteo,el t ío de S. debía salir en terc er lugar. Vio por la ventana c ómo el primer hombre c orría por la nieve. Desde detrás de los árboles dispararonuna ráfaga de ametralladora. El hombre c ayó. Un instante después, el segundo hombre salió y leoc urrió lo mismo. Las ametralladoras disparaban a disc rec ión: c ayó muerto en la nieve. Entonc es le llegó el turno al t ío de mi amigo. No sé si vac ilaría en la puerta. No sé qué pensamientoslo asaltarían en aquel momento. La únic a c osa que me han c ontado es que ec hó a c orrer, abriéndosepaso a través de la nieve c on todas sus fuerzas. Parec ía que la c arrera no tenía fin. Entonc es sintióde repente dolor en una pierna. Un segundo después un c alor insoportable se extendió por suc uerpo, y un segundo después había perdido el c onoc imiento. Cuando se despertó, se enc ontró tendido boc a arriba en el c arro de un c ampesino. No tenía ni idea

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Cuando se despertó, se enc ontró tendido boc a arriba en el c arro de un c ampesino. No tenía ni idea

de c uánto t iempo había transc urrido, no tenía ni idea de c ómo lo habían salvado. Simplemente habíaabierto los ojos: y allí estaba, tumbado en un c arro que un c aballo o un mulo arrastraba por unc amino rural, mirando la nuc a de un c ampesino. Observó esa nuc a durante algunos segundos, yentonc es, proc edentes del bosque, se suc edieron violentas explosiones. Demasiado débil paramoverse, c ontinuó mirando la nuc a, y de repente la nuc a desaparec ió. La c abeza voló, se separó delc uerpo del c ampesino, y, donde un momento antes había habido un hombre c ompleto, ahora habíaun hombre sin c abeza. Más ruido, más c onfusión. Si el c aballo seguía t irando del c arro o no, no lo puedo dec ir, pero, poc osminutos o poc os segundos después, un gran c ontingente de tropas rusas bajaba por la c arretera.Jeeps, tanques, una mult itud de soldados. Cuando el ofic ial al mando vio la pierna del t ío de S.,rápidamente lo envió al hospital de c ampaña que habían montado en los alrededores. Sólo era unac hoza tambaleante de madera: un gallinero, quizá el c obertizo de una granja. Allí el médic o delejérc ito ruso dic taminó que era imposible salvar la pierna. Estaba destrozada, dijo, y había queamputarla. El t ío de mi amigo empezó a gritar. “No me c orte la pierna”, imploró. “Por favor, se lo suplic o, ¡no mec orte la pierna!”, pero nadie lo esc uc haba. Los enfermeros lo sujetaron c on c orreas a la mesa deoperac iones, y el médic o empuñó la sierra. Ya rasgaba la sierra la piel c uando se produjo otraexplosión. El tec ho del hospital se hundió, las paredes se derrumbaron, el loc al entero saltó hec hopedazos. Y una vez más, el t ío de S. perdió el c onoc imiento. Cuando despertó esta vez, estaba ac ostado en una c ama. Las sábanas eran limpias y suaves, el olorde la habitac ión era agradable, y aún tenía la pierna unida al c uerpo. Un momento después, miraba lac ara de una joven maravillosa, que sonreía y le daba un c aldo a c uc haradas. Sin saber qué habíasuc edido, de nuevo había sido salvado y trasladado a otra granja. Cuando volvió en sí, durante algunosminutos, el t ío de S. no estuvo seguro de si estaba vivo o muerto. Le parec ía que a lo mejor habíadespertado en el paraíso. Se quedó en la c asa mientras se rec uperaba y se enamoró de la joven maravillosa, pero aquel amorno prosperó. Me gustaría dec ir por qué, pero S. nunc a me c ontó más detalles. Lo que sé es que sutío c onservó la pierna y, c uando terminó la guerra, se trasladó a Estados Unidos para empezar unanueva vida. No sé c ómo (no c onozc o bien los pormenores), ac abó en Chic ago de agente de seguros. 4 L. y yo nos c asamos en 1974. Nuestro hijo nac ió en 1977, y al año siguiente ya había terminadonuestro matrimonio. Pero todo eso importa poc o ahora, salvo para loc alizar el esc enario de uninc idente que oc urrió en la primavera de 1980. L. y yo vivíamos entonc es en Brooklyn, a tres o c uatro manzanas de distanc ia, y nuestro hijo dividía sutiempo entre los dos apartamentos. Una mañana, yo había ido a c asa de L. para rec oger a Daniel yllevarlo al c olegio. No me ac uerdo si entré en el edific io o si Daniel bajó las esc aleras solo, perorec uerdo c on c laridad que, c uando ya nos íbamos, L. abrió la ventana de su apartamento en el terc erpiso para ec harme dinero. Tampoc o me ac uerdo de por qué lo hizo. Quizá quería que ec hara unamoneda en el parquímetro; quizá yo tenía que hac erle algún rec ado, no lo sé. Lo únic o que se me haquedado grabado es la ventana abierta y la imagen de una moneda de diez c entavos volando por elaire. La veo c on tal c laridad que es c asi c omo si hubiera estudiado fotografías de ese instante,c omo si la moneda formara parte de un sueño rec urrente que yo hubiera tenido desde entonc es. Pero la moneda de diez c entavos c hoc ó c ontra la rama de un árbol, y se rompió la c urvadesc endente que desc ribía c amino de mi mano. La moneda rebotó c ontra el árbol, aterrizó sin ruidopor allí c erc a y se esfumó. Me ac uerdo de haberme agac hado a busc arla, removiendo las hojas y lasramas al pie del árbol, pero los diez c entavos no aparec ieron por ninguna parte. Puedo fec har este inc idente a princ ipios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día,asist í a un part ido de béisbol en el Shea Stadium: el part ido que inauguraba la temporada. Un amigomío había c onseguido entradas, y generosamente me había invitado a ac ompañarlo. Yo no habíaestado nunc a en el primer part ido de la temporada, y rec uerdo bien la oc asión.

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Llegamos temprano (parec e que había que rec oger las entradas en alguna taquilla) y, mientras miamigo hac ía la gestión, yo lo esperaba en uno de los ac c esos del estadio. No se veía un alma. Merefugié en un huec o para enc ender un c igarro (aquel día hac ía muc ho viento), y allí, en el suelo, a unpalmo de mi pie, estaban los diez c entavos. Me agac hé, los c ogí y me los metí en el bolsillo. Porabsurdo que pueda parec er, tuve la c erteza de que eran los mismos diez c entavos que había perdidoen Brooklyn esa mañana. 5 En el parvulario de mi hijo había una niña c uyos padres estaban tramitando el divorc io. Yo aprec iabapartic ularmente al padre, un pintor poc o rec onoc ido que se ganaba la vida c opiando proyec tosarquitec tónic os. Creo que sus c uadros eran muy hermosos, pero siempre le faltó la suertenec esaria para c onvenc er a los marc hantes de que apoyaran su obra. La únic a vez que expuso, lagalería quebró al poc o t iempo. B. no era un int imo amigo, pero lo pasábamos bien juntos, y, siempre que lo veía, yo volvía a c asa c onrenovada admirac ión por su tenac idad y su c alma interior. No era un hombre que se quejara, quesintiera lást ima de sí mismo. Por muy negras que le hubieran ido las c osas en los últ imos años(infinitos problemas de dinero, falta de éxito art íst ic o, amenazas de desahuc io de su c asero,dific ultades c on su antigua mujer), nada parec ía desviarlo de su c amino. Continuaba pintando c on lamisma pasión de siempre, y, al revés que muc hos, nunc a mostró ninguna amargura, ninguna envidiahac ia art istas de menor talento a los que les iba muc ho mejor que a él. A vec es, c uando no trabajaba en sus propios c uadros, hac ía c opias de los maestros antiguos en elMetropolitan Museum. Me ac uerdo de un Caravaggio que c opió un día y que me parec ióextraordinario. No era una c opia, sino más bien una réplic a, un duplic ado exac to del original. En unade aquellas visitas al museo, un millonario tejano vio trabajar a B. y quedó tan impresionado que leenc argó la c opia de un Renoir para regalársela a su novia. B. era sumamente alto (c asi dos metros), guapo y amable, c ualidades que lo hac ían espec ialmenteatrac tivo para las mujeres. Cuando superó el divorc io y volvió a la c irc ulac ión, no tuvo problemas paraenc ontrar c ompañeras. Yo sólo lo veía dos o tres vec es al año, pero c ada vez había una mujerdist inta en su vida. Todas estaban evidentemente loc as por él. Sólo tenías que ver c ómo miraban aB. para adivinar lo que sentían, pero, por una u otra razón, ninguna de sus relac iones durabademasiado. Dos o tres años después, el c asero de B. c onsiguió su propósito y lo ec hó del estudio. B. abandonóla c iudad, y dejamos de vernos. Pasaron varios años y entonc es, una noc he, B. volvió a la c iudad para asist ir a una c ena. Mi mujer y yotambién estábamos invitados y, c uando supimos que B. estaba a punto de c asarse, le pedimos quenos c ontara la historia de c ómo había c onoc ido a su futura mujer. Unos seis meses antes, nos c ontó, había hablado por teléfono c on un amigo. El amigo estabapreoc upado por B., y pronto empezó a reproc harle que no hubiera vuelto a c asarse. Ya hac e sieteaños que te divorc iaste, le dijo; ya hubieras podido sentar la c abeza c on una doc ena de mujeresatrac tivas e interesantes. Pero ninguna te parec e lo bastante buena y siempre las dejas. ¿Qué tepasa? ¿Qué demonios quieres? No me pasa nada, dijo B. Simplemente no he enc ontrado la persona adec uada, eso es todo. Al ritmoque vas, nunc a la enc ontrarás, le respondió su amigo. ¿Has enc ontrado alguna vez una mujer que seaproxime a lo que busc as? Dime una, sólo una. ¿A que no eres c apaz de nombrar una sola mujer? Sorprendido ante la vehemenc ia de su amigo, B. reflexionó sobre el asunto detenidamente. Sí, dijopor fin. Había una. Una mujer que se llamaba E., a la que había c onoc ido en Harvard c uando eraestudiante, hac ía más de veinte años. Pero entonc es E. salía c on otro, y B. salía c on otra (su futuraex mujer), y no había habido nada entre ellos. No tenía ni idea de dónde estaba E. ahora, dijo, pero sienc ontrara a alguien c omo ella, no dudaría en c asarse de nuevo. Ése fue el final de la c onversac ión. Antes de hablarle de E; a su amigo, B. no se había ac ordado deaquella mujer durante más de diez años, pero, ahora que le había vuelto al pensamiento, no se la

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aquella mujer durante más de diez años, pero, ahora que le había vuelto al pensamiento, no se la

podía quitar de la c abeza. En los tres o c uatro días siguientes, pensó en ella sin parar, inc apaz delibrarse de la sensac ión de que hac ía varios años había perdido una oportunidad únic a de ser feliz.Entonc es, c omo si la intensidad de estos pensamientos hubiera enviado una señal a través delmundo, el teléfono sonó una noc he y allí estaba E., al otro lado de la línea. B. la tuvo al teléfono más de tres horas. Ni se enteraba de lo que le dec ía, pero habló y habló hastapasada la medianoc he, c on la c onc ienc ia de que algo extraordinario había suc edido y no podía dejarloesc apar otra vez. Al terminar sus estudios universitarios, E. ingresó en una c ompañía de baile y durante los últ imosveinte años se había dedic ado exc lusivamente a su c arrera. Nunc a se había c asado, y, ahora queestaba a punto de retirarse de los esc enarios, llamaba a viejos amigos del pasado, intentando volvera tomar c ontac to c on el mundo. No tenía familia (sus padres se habían matado en un ac c idente dec oc he c uando era niña) y se había c riado c on dos t ías que ya habían muerto. B. quedó en verla la noc he siguiente. Cuando se enc ontraron, no tardó muc ho en desc ubrir que sussentimientos hac ia E. eran tan fuertes c omo había imaginado. Volvía a estar enamorado de ella, yvarias semanas después dec idieron c asarse. Para que la historia sea aún más perfec ta, resultó que E. tenía bienes. Sus t ías habían sido ric as, y asu muerte ella había heredado todo su dinero, lo que signific aba que B. no sólo había hallado elverdadero amor, sino que los inc esantes problemas de dinero que lo habían agobiado durante añoshabían desaparec ido de repente. Todo de golpe. Un año o dos después de la boda, tuvieron un hijo. Según mis últ imas notic ias, el padre, la madre y elniño están bien. 6 En la misma línea, a pesar de abarc ar un período de t iempo más c orto (unos meses en lugar deveinte años), otro amigo, R., me habló de c ierto libro inenc ontrable que había estado intentandoloc alizar sin éxito, husmeando en librerías y c atálogos en busc a de una obra supuestamenteexc epc ional que tenía muc has ganas de leer, y c ómo, una tarde que paseaba por la c iudad, tomó unatajo a través de la Grand Central Station, subió la esc alera que lleva a Vanderbilt Avenue, ydesc ubrió a una joven apoyada en la baranda de mármol c on un libro en la mano: el mismo libro queél había estado intentando loc alizar tan desesperadamente. Aunque no es alguien que normalmente hable c on desc onoc idos, R. estaba tan asombrado por lac oinc idenc ia que no se pudo c allar. –Lo c rea o no - le dijo a la joven- , he busc ado ese libro por todas partes. –Es estupendo - respondió la joven- . Ac abo de terminar de leerlo. –¿Sabe dónde podría enc ontrar otro ejemplar? – preguntó R.- . No puedo dec irle c uánto signific aríapara mí. –Éste es suyo - respondió la mujer. –Pero es suyo - dijo R. –Era mío - dijo la mujer- , pero ya lo he ac abado. He venido hoy aquí para dárselo. 7 Hac e doc e años, la hermana de mi mujer se fue a vivir a Taiwan. Su intenc ión era estudiar c hino (queahora habla c on fluidez pasmosa) y mantenerse dando c lases de inglés a los nativos de Taipei dehabla c hina. Fue aproximadamente un año antes de que yo c onoc iera a mi mujer, que entonc es hac íalos c ursos de doc torado en la Universidad de Columbia. Un día, mi futura c uñada estaba hablando c on una amiga norteameric ana, una joven que tambiénhabía ido a Taipei a estudiar c hino. La c onversac ión toc ó el tema de sus familias en Estados Unidos,lo que dio pie al siguiente diálogo: –Tengo una hermana que vive en Nueva York - dijo mi futura c uñada. –También yo - c ontestó su amiga. –Mi hermana vive en el Upper West Side. –La mía también.

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–Mi hermana vive en la c alle 109 Oeste. –Aunque no te lo c reas, la mía también. –Mi hermana vive en el número 309 de la c alle 109 Oeste. –¡La mía también! –Mi hermana vive en el segundo piso del número 309 de la c alle 109 Oeste. Su amiga suspiró y dijo: –Sé que parec e un disparate, pero la mía también. Es prác tic amente imposible que haya dos c iudades tan lejanas c omo Taipei y Nueva York. Están enlas antípodas, separadas por una distanc ia de más de quinc e mil kilómetros, y c uando es de día enuna es de noc he en la otra. Mientras las dos jóvenes se maravillaban en Taipei de la sorprendentec onexión que ac ababan de desc ubrir, c ayeron en la c uenta de que sus dos hermanas probablementedormían en aquel instante. En el mismo piso del mismo edific io del norte de Manhattan, c ada unadormía en su apartamento, ajena a la c onversac ión que, ac erc a de ellas, tenía lugar en el otroextremo del mundo. Aunque eran vec inas, resulta que las dos hermanas de Nueva York no se c onoc ían. Cuando por fin sec onoc ieron (dos años después), ninguna de las dos seguía viviendo en el mismo edific io. Siri y yo ya estábamos c asados. Una tarde, c amino de una c ita, nos paramos a ec har un vistazo en unalibrería de Broadway. Seguramente c urioseábamos en diferentes sec c iones, y, porque Siri queríaenseñarme algo o porque yo quería enseñarle algo a ella (no me ac uerdo), uno de los dos llamó alotro en voz alta. Un segundo después, una mujer se nos ac erc ó c orriendo. “Ustedes son Paul Austery Siri Hustvedt, ¿verdad?”, dijo. “Sí, exac tamente”, c ontestamos. “¿Cómo lo sabe?” La mujer nosexplic ó entonc es que su hermana y la hermana de Siri habían estudiado juntas en Taiwan. El c irc ulo se había c errado por fin. Desde aquella tarde en la librería, hac e diez años, esa mujer hasido una de nuestras mejores y más fieles amigas. 8 Hac e tres veranos, enc ontré una c arta en mi buzón. Venía en un gran sobre blanc o y estaba dirigidaa alguien c uyo nombre no c onoc ía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la ofic ina deCorreos habían estampado en el anverso del sobre varios sellos: Desconocido, A su procedencia.Habían tac hado a pluma el nombre del señor Morgan, y al lado alguien había esc rito: No vive en estadirección. Trazada c on la misma t inta azul, una flec ha señalaba la esquina superior izquierda delsobre, junto a las palabras Devolver al remitente. Suponiendo que la ofic ina de Correos habíac ometido un error, c omprobé la esquina superior izquierda para ver quién era el remitente. Allí, parami absoluta perplejidad, desc ubrí mi propio nombre y mi propia direc c ión. No sólo eso, sino queestos datos estaban impresos en una etiqueta de direc c ión personal (una de esas etiquetas que sepueden enc argar en paquetes de dosc ientas y que se anunc ian en las c ajas de c erillas). La ortografíade mi nombre era c orrec ta, la direc c ión era mi direc c ión, pero el hec ho era (y lo sigue siendo) quenunc a he tenido ni he enc argado en mi vida un paquete de etiquetas c on mi direc c ión impresa. Dentro del sobre había una c arta mec anografiada a un solo espac io que empezaba así: “QueridoRobert, en respuesta a tu c arta del 15 de julio de 1989 debo dec irte que, c omo otros autores, amenudo rec ibo c artas sobre mi obra.” Luego, en un estilo rimbombante y pretenc ioso, plagado dec itas de filósofos franc eses y rebosante de vanidad y autosatisfac c ión, el autor de la c arta elogiabaa “Robert” por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un c urso universitariosobre novela c ontemporánea. Era una c arta desprec iable, la c lase de c arta que jamás se me hubieraoc urrido esc ribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada c on mi nombre. La letra no se parec ía a lamía, pero eso no me c onsolaba. Alguien estaba intentando hac erse pasar por mi, y, por lo que sé, losigue intentando. Un amigo me sugirió que era un ejemplo de “arte por c orreo”. Sabiendo que la c arta no podía llegarlea Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en realidad el autor de la c arta me estabaenviando a mí sus c omentarios. Pero esto hubiera implic ado una c onfianza injustific ada en elservic io de c orreos de Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de enc argar en

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servic io de c orreos de Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de enc argar en

mi nombre etiquetas de direc c ión y de ponerse a esc ribir una c arta tan arrogante y alt isonantepudiera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos list illos de este mundo c reen que todo saldrásiempre c omo ellos quieren. Tengo poc as esperanzas de resolver algún día este pequeño misterio. El bromista ha borradohábilmente sus huellas, y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no ac abo de entender de mipropia ac titud es que nunc a he t irado la c arta, aunque sigue dándome esc alofríos c ada vez que lamiro. Un hombre sensato la habría t irado a la basura. En vez de eso, por razones que no c omprendo,la c onservo en mi mesa de trabajo desde hac e tres años, y he dejado que se c onvirt iera en un objetomás, permanente, entre mis plumas, c uadernos y gomas de borrar. Quizá la c onservo c omo unmonumento a mi propia loc ura. Quizá sea el medio de rec ordarme que no sé nada, que el mundo enel que vivo no dejará nunc a de esc apárseme. 9 Uno de mis mejores amigos es un poeta franc és que se llama C. Hac e ya más de veinte años que nosc onoc emos, y, aunque no nos vemos muy a menudo (él vive en París y yo en Nueva York), seguimosmanteniendo una estrec ha relac ión. Es una relac ión fraternal, c omo si en una vida anteriorhubiéramos sido de verdad hermanos. C. es un hombre muy c ontradic torio. Se abre al mundo y a la vez se aísla del mundo: es una figurac arismátic a c on mult itud de amigos en todas partes (legendaria por su amabilidad, su humor y suc onversac ión c hispeante), y, sin embargo, ha sido herido por la vida, y le c uesta un auténtic oesfuerzo enfrentarse a las tareas senc illas que la mayoría de la gente da por resueltas. Poetaexc epc ionalmente dotado y pensador de la poesía, C. sufre, sin embargo, frec uentes bloqueos ensu trabajo de esc ritor, rac has patológic as de desc onfianza en sí mismo, y, c osa sorprendente (paraalguien tan generoso, tan totalmente desprovisto de mezquindad), es c apaz de renc ores y renc illasinterminables, generalmente por una tontería o por algún princ ipio abstrac to. Nadie es tanuniversalmente admirado c omo C., nadie posee más talento, nadie se erige c on mayor fac ilidad enel c entro de atenc ión, y, sin embargo, siempre ha hec ho todo lo que ha podido para estar al margen.Desde que se separó de su mujer hac e muc hos años, ha vivido solo en una serie de pequeñosapartamentos de una habitac ión subsist iendo prác tic amente sin dinero c on empleos efímeros yesporádic os, public ando poc o y rehusando esc ribir una sola palabra de c rít ic a literaria, aunque lo leatodo y sepa más de poesía c ontemporánea que ninguna otra persona en Franc ia. Para los que loqueremos (y somos muc hos), C. es a menudo motivo de inquietud. En la medida en que lorespetamos y deseamos su bien, también nos preoc upamos por él. Tuvo una infanc ia difíc il. No puedo dec ir hasta qué punto eso lo explic a todo, pero no deberíamospasar por alto los hec hos. Parec e que su padre se fue c on otra mujer c uando C. era pequeño, y miamigo se c rió c on su madre, hijo únic o sin una vida familiar digna de este nombre. Nunc a hec onoc ido a la madre de C., pero, según todos los indic ios, t iene un c arác ter extraño. Durante lainfanc ia y la adolesc enc ia de C., fue de amor en amor, c ada vez c on un hombre más joven. En laépoc a en que C. abandonó su c asa para ingresar en el ejérc ito a la edad de veintiún años, el novio desu madre apenas era mayor que él. En los últ imos años, el objetivo princ ipal de su vida ha sido unac ampaña a favor de la c anonizac ión de un sac erdote italiano (c uyo nombre se me esc apa ahora).Asedió a las autoridades c atólic as c on un sinfín de c artas en defensa de la santidad de ese individuo,e inc luso llegó a enc argar a un art ista una estatua a tamaño natural del c ura: todavía se alza en sujardín c omo perdurable testimonio de su c ausa. Aunque no t iene hijos, hac e siete u oc ho años que C. se ha c onvertido en una espec ie depseudopadre. Después de una pelea c on su amiga (durante la que temporalmente se separaron),ésta mantuvo una breve relac ión c on otro hombre y se quedó embarazada. La relac ión terminóenseguida, pero ella dec idió tener el hijo. Nac ió una niña, y, aunque C. no es su verdadero padre, seha dedic ado a ella desde el día de su nac imiento y la adora c omo si fuera de su propia sangre. Hac e aproximadamente c uatro años, C. fue un día a ver a un amigo. En el apartamento había unMinitel, un pequeño ordenador que distribuye gratis la c ompañía telefónic a franc esa. Entre otras

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Minitel, un pequeño ordenador que distribuye gratis la c ompañía telefónic a franc esa. Entre otras

c osas, el Minitel c ontiene la direc c ión y el número de teléfono de todos los abonados de Franc ia.Cuando C. jugaba c on el nuevo aparato de su amigo, se le oc urrió de repente busc ar la direc c ión desu padre. La enc ontró en Lyon. Cuando aquel día volvió a c asa, metió uno de sus libros en un sobre ylo envió a la direc c ión de Lyon: era el primer c ontac to que entablaba c on su padre en más dec uarenta años. No le enc ontraba sentido a lo que estaba hac iendo. Jamás se le había oc urrido quequisiera hac er una c osa así, antes de ver que estaba hac iéndola. Esa misma noc he, c oinc idió en un c afé c on una amiga - una psic oanalista- y le c ontó esos ac tosextraños e impremeditados. Le dijo que era c omo si hubiera sentido la llamada de su padre, c omo siuna fuerza misteriosa se hubiera desenc adenado en su interior. Teniendo en c uenta que no seac ordaba en absoluto de aquel hombre, ni siquiera podía c onjeturar c uándo se habían visto porúlt ima vez. La psic oanalista reflexionó un instante y preguntó: “¿Qué edad t iene L.?” Se refería a la hija de lanovia de C. –Tres años y medio - c ontestó C. –No estoy segura - dijo la mujer- , pero apostaría c ualquier c osa a que tenias tres años y medio laúlt ima vez que viste a tu padre. Te lo digo porque quieres muc ho a L. Es muy intensa tuidentific ac ión c on L., y estás reviviendo tu vida a través de L. Varios días después, llegó de Lyon una respuesta: una c arta c ariñosa y verdaderamente amable delpadre de C. Después de darle las grac ias a C. por el libro, hablaba de lo orgulloso que estaba de saberque su hijo era esc ritor. Por pura c oinc idenc ia, añadía, había ec hado al c orreo el paquete el día de suc umpleaños, y el simbolismo de ese gesto lo había emoc ionado muc ho. Nada c uadraba c on las historias que C. había oído en su infanc ia. Según su madre, su padre era unmonstruo de egoísmo que la había abandonado por una c ualquiera y nunc a se había preoc upado porsu hijo. C. había c reído tales historias, y había evitado c ualquier c ontac to c on su padre. Ahora, a lavista de la c arta, ya no sabía qué c reer. Dec idió c ontestar la c arta. El tono de su respuesta era prec avido, pero al menos era una respuesta.Días después rec ibía de nuevo respuesta: la segunda c arta era tan c ariñosa y amable c omo laprimera. C. y su padre empezaron a esc ribirse. Se esc ribieron durante un par de meses, y un día C.pensó en la posibilidad de viajar a Lyon para enc ontrarse c on su padre c ara a c ara. Antes de que pudiera hac er planes definit ivos, rec ibió una c arta de la mujer de su padre que leinformaba de que éste había muerto. Le dec ía que durante los últ imos años la salud de su padrehabía sido mala, pero que el rec iente interc ambio de c artas c on C. lo había hec ho muy feliz, y susúlt imos días habían rebosado alegría y optimismo. Me enteré entonc es de los c ambios inc reíbles que habían tenido lugar en la vida de C. En el tren deParís a Lyon (iba a visitar a su madrastra por primera vez), me esc ribió una c arta que resumía agrandes rasgos la historia de los últ imos meses. Su letra reflejaba c ada sac udida de los raíles, c omosi la veloc idad del tren fuera la imagen exac ta de las ideas que le bullían en la c abeza. Como medec ía en la c arta: “Tengo la sensac ión de haberme c onvertido en un personaje de alguna de tusnovelas.” La mujer de su padre no pudo ser más c ordial c on él durante su visita. C. averiguó, entre otrasc osas, que su padre había sufrido un ataque al c orazón la mañana de su últ imo c umpleaños (elmismo día que C. había busc ado su direc c ión en el Minitel), y que, sí, C. tenía exac tamente tres añosy medio c uando sus padres se divorc iaron. Su madrastra le c ontó entonc es la historia de su vidasegún el punto de vista de su padre, que c ontradec ía todo lo que su madre le había c ontado. Enesta versión, era su madre la que había abandonado a su padre; era su madre la que había prohibidoque su padre lo viera; era su madre la que había matado a disgustos a su padre. Su madrastra lec ontó a C. que, c uando era niño, su padre iba al c olegio para verlo a través de la verja. C. rec ordaba aaquel hombre, que, sin saber quién era, le había dado miedo. Entonc es la vida de C. se c onvirt ió en dos vidas: exist ían una Versión A y una Versión B, y las dos eransu historia. Había vivido las dos en igual medida, dos verdades que se anulaban mutuamente, y desde

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su historia. Había vivido las dos en igual medida, dos verdades que se anulaban mutuamente, y desde

el princ ipio, sin saberlo, había estado atrapado entre las dos. Su padre había tenido una pequeña papelería (el t ípic o surt ido de papel y material de esc ritorio,juntó a un servic io de alquiler de libros baratos). El negoc io le había dado poc o más que para vivir, asíque dejó una herenc ia muy modesta. Las c antidades no t ienen importanc ia. Lo signific ativo es quela madrastra de C. (ya una anc iana) insist ió en que se repartieran a medias el dinero. Nada en eltestamento la obligaba a hac erlo y, moralmente hablando, no tenía ninguna nec esidad de renunc iara un solo c éntimo de los ahorros de su marido. Lo hizo porque lo deseaba, porque era más felizc ompartiendo el dinero que guardándoselo para ella. 10 Cuando pienso en la amistad, sobre todo en c ómo algunas amistades duran y otras no, me ac uerdode que, desde que tengo c arnet de c onduc ir, sólo se me han pinc hado las ruedas del c oc he c uatrovec es, y las c uatro vec es me ac ompañaba la misma persona (en tres países dist intos, y en unperíodo de oc ho o nueve años). J. era un amigo del c olegio y, aunque siempre hubo una sombra deinc omodidad e inc ompatibilidad en nuestras relac iones, durante c ierto t iempo fuimos ínt imosamigos. Una primavera, antes de terminar la c arrera, c ogimos la vieja furgoneta de mi padre y nosfuimos a los parajes desiertos de Quebec . Las estac iones se suc eden c on mayor lentitud en esazona del mundo, y todavía duraba el invierno. El primer neumátic o pinc hado no supuso ningúnproblema (llevábamos rueda de repuesto), pero c uando, menos de una hora después, reventó elsegundo, nos quedamos desamparados en aquel territorio glac ial y desolador prác tic amente todoel día. Entonc es no le di ninguna importanc ia al inc idente, sólo un c aso de mala suerte, pero, c uatroo c inc o años después, c uando J. fue a Franc ia para visitar la c asa en la que L. y yo trabajábamos c omoguardas (apátic o y deprimido, en un estado deplorable de autoc ompasión, inc apaz de darse c uentade que abusaba de nuestra hospitalidad), oc urrió exac tamente lo mismo. Habíamos ido a pasar el díaa Aix- en- Provenc e (a unas dos horas de c amino) y volvíamos de noc he por una osc ura c arreterac omarc al, c uando sufrimos otro pinc hazo. Pensé que era una simple c oinc idenc ia, y me olvidé delasunto. Pero entonc es, c uatro años después, en los meses finales de mi matrimonio c on L., J. volvióa visitarnos, esta vez en el estado de Nueva York, donde L. y yo vivíamos c on Daniel, c asi rec iénnac ido. En un momento determinado, J. y yo c ogimos el c oc he para ir a c omprar la c ena. Saqué elc oc he del garaje, di la vuelta en el c amino de t ierra lleno de bac hes, y avanc é hasta la c arretera paramirar a la izquierda, a la derec ha y a la izquierda antes de seguir adelante. Y entonc es, c uandoesperaba que pasara un c oc he, oí el silbido inc onfundible del aire al esc aparse. Otro neumátic o sehabía pinc hado, y esta vez ni siquiera nos habíamos alejado de c asa. J. y yo nos ec hamos a reír, desdeluego, pero la verdad es que nuestra amistad nunc a se rec uperó de aquel c uarto neumátic opinc hado. No digo que las ruedas pinc hadas tuvieran la c ulpa de nuestro distanc iamiento, pero,malignamente, son el emblema de c ómo han sido siempre nuestras relac iones, el signo de algunasutil maldic ión. No quiero exagerar, pero, aún hoy, no c onsigo c onvenc erme de que esosneumátic os pinc hados no signifiquen algo. El c aso es que J. y yo dejamos de vernos, y no hemosvuelto a hablar desde hac e diez años. 11 Volví a París unos días en 1990. Una tarde pasé por el despac ho de una amiga para saludarla, y mepresentaron a una c hec a, más c erc a de los c inc uenta que de los c uarenta años, una historiadora dearte amiga de mi amiga. Me ac uerdo de que era una persona atrac tiva y alegre, pero, c omo estaba apunto de irse c uando llegué, apenas si c oinc idimos c inc o o diez minutos. Como suele oc urrir entales situac iones, no hablamos de nada importante: una c iudad norteameric ana que los dosc onoc íamos, el tema de un libro que estaba leyendo, el t iempo que hac ía. Luego nos dimos la mano,c ruzó la puerta y nunc a he vuelto a verla. Cuando se fue, la amiga que había ido a visitar se retrepó en su asiento y me preguntó: –¿Quieres oir una buena historia? –Desde luego - le respondí- . Las buenas historias siempre me interesan. –Quiero muc ho a mi amiga - c ontinuó- , así que no te llames a engaño. No voy a c ontarte c hismes.

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–Quiero muc ho a mi amiga - c ontinuó- , así que no te llames a engaño. No voy a c ontarte c hismes.

Pero c reo que t ienes derec ho a saber esto. –¿Estás segura? –Sí, estoy segura. Aunque debes prometerme una c osa: si esc ribieras alguna vez esta historia, noc itarías ningún nombre. –Te lo prometo - le dije. Y así mi amiga me c ontó el sec reto. De princ ipio a fin, no tardó más de tres minutos en c ontarme lahistoria que voy a c ontar ahora. La mujer que yo ac ababa de c onoc er había nac ido en Praga durante la guerra. Era muy pequeñac uando hic ieron prisionero a su padre, lo enrolaron a la fuerza en el ejérc ito alemán y lo mandaron alfrente ruso. Su madre y ella no volvieron a saber de él. No rec ibieron ninguna c arta, ni notic ias de siestaba vivo o muerto, nada. La guerra se lo había tragado: desaparec ió sin dejar rastro. Pasaron los años. La joven c rec ió. Ac abó sus estudios en la universidad y llegó a ser profesora dehistoria del arte. Según mi amiga, tuvo problemas c on las autoridades a finales de los sesenta,durante la invasión soviétic a, pero no prec isó qué t ipo de problemas. No son difíc iles de imaginar,por las historias que c onozc o sobre lo que les suc edió a otros durante ese periodo. Un día le permitieron volver a la enseñanza. En una de sus c lases había, por un programa deinterc ambios, un estudiante de Alemania del Este. El estudiante y ella se enamoraron y ac abaronc asándose. Poc o t iempo después de la boda, llegó un telegrama que anunc iaba la muerte del padre de sumarido. Al día siguiente, su marido y ella viajaron a Alemania del Este para asist ir al funeral. Una vezallí, no sé en qué c iudad, se enteró de que su difunto suegro había nac ido en Chec oslovaquia. Durante la guerra los nazis lo hic ieron prisionero, lo enrolaron a la fuerza en su ejérc ito y lomandaron al frente ruso. Había c onseguido sobrevivir milagrosamente. En lugar de regresar aChec oslovaquia después de la guerra, se había quedado en Alemania bajo un nombre nuevo, se habíac asado c on una alemana, y allí había vivido c on su nueva familia hasta el día de su muerte. La guerra lehabía dado la oportunidad de volver a empezar, y parec e que nunc a se había arrepentido. Cuando la amiga de mi amiga preguntó c uál había sido su nombre en Chec oslovaquia, c omprendióque era su padre. Esto signific aba, desde luego, que, en tanto que el padre de su marido era el mismo hombre, elhombre c on el que se había c asado era también su hermano. 12 Una tarde de hac e muc hos años a mi padre se le c aló el c oc he en un semáforo en rojo. Se habíadesenc adenado una terrible tormenta y, en el prec iso momento en que el motor fallaba, un rayoalc anzó un gran árbol de la c alle. El tronc o del árbol se part ió en dos y, c uando mi padre se esforzabaen volver a arranc ar el motor (sin darse c uenta de que la mitad superior del árbol estaba a punto dedesprenderse), el c onduc tor del c oc he que lo seguía, viendo lo que iba a suc eder, pisó el ac eleradory empujó el c oc he de mi padre más allá del c ruc e. Un instante después, el árbol se estrellaba c ontrael suelo, en el sit io exac to que había oc upado el c oc he de mi padre. Lo que estuvo a punto dec onvertirse en su final, milagrosamente no pasó de ser una anéc dota en la historia inac abada de suvida. Un año o dos más tarde, mi padre estaba trabajando en el tejado de un edific io en Nueva Jersey. Nosé c ómo (yo no estaba presente), resbaló del alero y se prec ipitó al vac ío. Otra vez iba de c abeza aldesastre, y otra vez se salvó. Un tendedero frenó su c aída, y esc apó del ac c idente c on apenas unosc hic hones y algunas magulladuras. Ni siquiera una c onmoc ión. Ni siquiera un hueso roto. Ese mismo año nuestros vec inos de enfrente enc argaron a dos hombres que pintaran su c asa. Unode los trabajadores se c ayó del tejado y se mató. Resulta que la niña que vivía en aquella c asa era la mejor amiga de mi hermana. Una noc he deinvierno, fueron juntas a una fiesta de disfrac es (tenían seis o siete años, y yo tenía nueve o diez). Mipadre había quedado en rec ogerlas después de la fiesta, y, a la hora c onvenida, yo lo ac ompañé en elc oc he. Aquella noc he hac ía un frío que pelaba, y las c alles estaban c ubiertas por traic ioneras c apas

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c oc he. Aquella noc he hac ía un frío que pelaba, y las c alles estaban c ubiertas por traic ioneras c apas

de hielo. Mi padre c ondujo c on prudenc ia, e hic imos sin problemas el trayec to de ida y vuelta. Peroc uando nos detuvimos frente a la c asa de la niña, de repente se desenc adenó una serie deac ontec imientos inverosímiles. La amiga de mi hermana iba disfrazada de princ esa de c uento de hadas. Para c ompletar el disfraz,había c ogido un par de zapatos de tac ón de su madre, y, c omo le bailaban los pies en aquelloszapatos, c ada paso que daba se c onvertía en una aventura. Mi padre paró el c oc he y se apeó paraac ompañarla hasta su puerta. Yo iba detrás c on las c hic as, y, para dejar salir a la amiga de mihermana, me tuve que bajar primero. Me rec uerdo de pie en la ac era mientras ella c onseguía salir, y,en el momento en que la niña sac aba el pie, noté que el c oc he se deslizaba lentamente marc haatrás, quizá por el hielo, quizá porque mi padre había olvidado ec har el freno de mano (no lo sé);pero, antes de que pudiera avisar a mi padre de lo que pasaba, la amiga de mi hermana apoyó en laac era los tac ones de su madre y se resbaló. Cayó bajo el c oc he - que seguía moviéndose- , estaba apunto de morir aplastada por las ruedas del Chevrolet de mi padre. Por lo que puedo rec ordar, nohizo el menor ruido. Sin pararme a pensar me agac hé, le c ogí c on fuerza la mano derec ha y de untirón la subí a la ac era. Un instante después, mi padre notó por fin que el c oc he se movía. Saltó alasiento del c onduc tor, puso el freno y detuvo el c oc he. Desde el princ ipio hasta el final, la c adenac ompleta de desgrac ias no debió de durar más de oc ho o diez segundos. Durante años he tenido la sensac ión de que éste había sido el momento más hermoso de mi vida.Había salvado la vida de una persona, y, retrospec tivamente, siempre me ha sorprendido la rapidezc on que reac c ioné, la seguridad de mis movimientos en aquella situac ión c rít ic a. Volvía aimaginarme el salvamento una y otra vez; una y otra vez revivía la sensac ión de sac ar a la niña dedebajo del c oc he. Un par de años después de aquella noc he, nuestra familia se mudó de c asa. Mi hermana perdió elc ontac to c on su amiga, y yo no volví a verla hasta quinc e años más tarde. Era junio, y mi hermana y yo habíamos vuelto a la c iudad a pasar unos días. Por c asualidad su antiguaamiga aparec ió y nos saludó. Había c rec ido muc ho, ahora era una joven de veintidós años rec iénlic enc iada, y debo dec ir que sentí un c ierto orgullo al ver que había llegado a adulta sana y salva. Sindarle importanc ia, hic e alusión a la noc he en que la había sac ado de debajo del c oc he. Teníac uriosidad por saber c ómo rec ordaba su enc uentro c on la muerte, pero por la expresión de su c arac uando le hic e la pregunta era evidente que no rec ordaba nada. Una mirada vaga. Un levefrunc imiento de c ejas. Un enc ogimiento de hombros. ¡No rec ordaba nada! Entonc es me di c uenta de que no se había enterado de que el c oc he se movía. Ni siquiera se habíaenterado de que estaba en peligro. Todo el inc idente había durado lo que dura un relámpago: diezsegundos de su vida, un intervalo sin c onsec uenc ias, que no había dejado en ella el menor rastro.Para mí, sin embargo, aquellos segundos habían sido una experienc ia definit iva, un ac ontec imientoextraordinario de mi historia ínt ima. Lo que más me asombra es admitir que estoy hablando de algoque suc edió en 1956 o 1957, y que la niña de aquella noc he t iene ahora más de c uarenta años. 13 Un número equivoc ado inspiro mi primera novela. Una tarde estaba solo en mi apartamento deBrooklyn, intentando trabajar en mi esc ritorio, c uando sonó el teléfono. Si no me engaño, era laprimavera de 1980, no muc hos días después de que enc ontrara la moneda de diez c entavos frenteal Shea Stadium. Desc olgué, y al otro lado de la línea un hombre me preguntó si hablaba c on la Agenc ia de Detec tivesPinkerton. Le dije que no, que se había equivoc ado de número, y c olgué. Luego volví a mi trabajo y meolvidé de la llamada. El teléfono volvió a sonar la tarde siguiente. Resultó que era el mismo individuo y me hac ía la mismapregunta que el día anterior: “¿Agenc ia Pinkerton?” Volví a dec irle que no, volví a c olgar. Pero esta vezme quedé pensando qué hubiera suc edido si le hubiera respondido que sí. ¿Y si me hubiera hec hopasar por un detec tive de la Agenc ia Pinkerton?, me preguntaba. ¿Qué habría suc edido si mehubiera enc argado del c aso?

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A dec ir verdad, sentí que había desperdic iado una oportunidad únic a. Si ese individuo volviera allamar, me dije, por lo menos hablaría un poc o c on él e intentaría averiguar qué quería. Esperé a queel teléfono sonara otra vez, pero la terc era llamada nunc a se produjo. Después de aquello, empec é a darle vueltas a la c abeza, y poc o a poc o se me abrió un mundo llenode posibilidades. Cuando me senté a esc ribir La ciudad de cristal un año después, el númeroequivoc ado se había transformado en el suc eso c ruc ial del libro, el error que pone en marc ha toda lahistoria. Un hombre llamado Quinn rec ibe una llamada telefónic a de alguien que quiere hablar c onPaul Auster, detec tive privado. Tal y c omo yo hic e, Quinn responde que se han equivoc ado denúmero. A la noc he siguiente, pasa exac tamente lo mismo: Quinn c uelga otra vez. Pero, al c ontrarioque yo, Quinn t iene otra oportunidad. Cuando el teléfono suena la terc era noc he, Quinn le sigue eljuego al que llama, y se hac e c argo de la investigac ión. Sí, dic e, yo soy Paul Auster: entonc esc omienza la loc ura. Quería, sobre todo, permanec er fiel a mi primer impulso. Si no me c eñía estric tamente a la verdadde los hec hos, esc ribir ese libro c arec ía de sentido. Así que debía implic arme en el desarrollo de lahistoria (o implic ar a alguien que se me parec iera, que se llamara c omo yo), y esc ribir sobredetec tives que no eran detec tives, sobre suplantac ión de personalidad, sobre misteriosirresolubles. Para bien o para mal, sentí que no tenía elec c ión. Muy bien. Terminé el libro hac e diez años, y desde entonc es me he dedic ado a otros proyec tos,otras ideas, otros libros. Pero, hac e menos de dos meses, desc ubrí que los libros no se terminannunc a, que es posible que las historias c ontinúen esc ribiéndose a sí mismas sin autor. Estaba solo en mi apartamento de Brooklyn aquella tarde, intentando trabajar ante mi esc ritorio,c uando el teléfono sonó. Era un apartamento dist into del que tenía en 1980: otro apartamento c onotro número de teléfono. Desc olgué el auric ular y, al otro lado de la línea, un hombre me preguntósi podía hablar c on el señor Quinn. Tenía ac ento español y no rec onoc í su voz. Por un momentopensé que era un amigo que quería tomarme el pelo. “¿El señor Quinn?”, dije. “¿Es una broma o qué?”No, no era una broma. Aquel hombre llamaba c ompletamente en serio. Quería hablar c on el señorQuinn, y me rogaba que le pasara el teléfono. Le pedí, para estar seguro, que me deletreara elnombre. Tenía un ac ento muy fuerte, y yo esperaba que quisiera hablar c on el señor Queen. Pero notuve tanta suerte: “Q- U- I- N- N”, respondió el hombre. Me asusté y, durante unos segundos, no pudeartic ular palabra. “Lo siento”, dije por fin, “aquí no vive ningún señor Quinn. Se ha equivoc ado denúmero.” El hombre se disc ulpó por haberme molestado y c olgamos. Esto ha suc edido de verdad. Como todo lo que he esc rito en este c uaderno rojo, es una historiaverdadera. 1992 ÍNDICE [1] To argue signific a argüir, disc utir, polemizar, pelearse. Fib signific a embuste, mentirilla, bola,trola. Argue y Phibbs: ¿Argüir y Trolas? (N. del T.)

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