Aubrey y Maturin 05 - Isla Desolacion - Ptrick O'Brien

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Aubrey y Maturin 05 -Isla Desolación

Sobrecubierta

NoneTags: General Interest

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Isla DesolaciónPatrick O'Brian

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Para Mary con amorNOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLAÉste es el quinto relato de la más

apasionante serie de novelas históricasmarítimas jamás publicada; por considerarlo deindudable interés, aunque los lectores quedeseen prescindir de ello pueden perfectamentehacerlo, se incluye un archivo adicional con unamplio y detallado Glosario de términos marinos

Se ha mantenido el sistema de medidas de laArmada real inglesa, como forma habitual deexpresión de terminología náutica.

1 yarda = 0,9144 metros1 pie = 0,3048 metros – 1 m = 3,28084 pies1 cable =120 brazas = 185,19 metros1 pulgada = 2,54 centímetros – 1 cm = 0,3937

pulg.1 libra = 0,45359 kilogramos – 1 kg =

2,20462 lib.1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.

CAPÍTULO 1La sala de desayuno era la habitación más

alegre de Ashgrove Cottage, y a pesar de quelos constructores habían arruinado el jardín con

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montañas de arena, cal viva y ladrillos, y a pesarde que las paredes de la nueva ala de la casa,donde esta sala se encontraba, todavía olían ayeso, el sol entraba en ella a raudales haciendobrillar las fuentes de plata e iluminando la cara deSophie Aubrey, sentada allí, esperando a suesposo. Su cara era extraordinariamentehermosa, y las arrugas que la pobreza de otrotiempo provocó casi habían desaparecido, perosu expresión denotaba cierta angustia. Sophieera la esposa de un marino, y el Almirantazgo, enun gesto bondadoso, le permitía disfrutar de lacompañía de su esposo durante un periodo detiempo muy largo, ya que le había otorgado aéste (en contra de su voluntad) el mando delServicio de guardacostas local enreconocimiento a los servicios prestados en elocéano índico, pero ella sabía que aquel periodoestaba tocando a su fin.

La angustia se transformó en satisfaccióncuando oyó los pasos de él. La puerta se abrió yun rayo de sol iluminó el radiante rostro delcapitán Aubrey, un rostro rubicundo donde sedestacaban unos brillantes ojos azules, y ella,

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como si él lo llevara escrito en la frente, tuvo lacerteza de que había comprado el caballo quetanto deseaba.

–¡Ah, estás ahí, cariño! – exclamó él y luegole dio un beso y se sentó en una butaca situada asu lado, una amplia butaca que crujió bajo supeso.

–Capitán Aubrey -dijo ella-, me temo que elbacon se ha enfriado.

–Primero una taza de café y después todo elbacon del mundo -dijo él y empezó a levantar lastapas con la mano que tenía libre-. ¡Oh, Sophie,esto es Fiddler's Green[1]! Huevos, bacon,chuletas, arenques ahumados, riñones, pan…¿Cómo está el diente?

Se refería a su hijo George, cuyos gritosprovocaban la inquietud de la familia desde hacíaalgún tiempo.

–¡Ya le ha salido! – respondió la señoraAubrey-. Le salió durante la noche y ahora estámuy bien, el pobre angelito. Le verás despuésdel desayuno, Jack.

Jack se rió satisfecho y, después de unapausa, dijo con un tono grave:

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–Cabalgué hasta la oficina de Horridge estamañana para meterles prisa. Horridge no estaba,pero el aparejador me dijo que no teníanpensado venir a nuestra casa este mes. Pareceque no toda la cal está apagada, y aunque loestuviera, no podrían hacer nada porque elcarpintero está enfermo y, además, todavía noles han entregado las tuberías.

–¡Tonterías! – exclamó Sophie-. Ayer ungrupo de sus hombres estuvo colocando tuberíasen casa del almirante Haré. Mamá les vio cuandopasaba por allí en el coche y le iba a hablar aHorridge, pero él se escondió detrás de un árbol.Los constructores son tipos extraños eirresponsables. Seguro que te sentiste muydecepcionado, cariño.

–Bueno, debo confesar que me enfadé unpoco. Además, tenía el estómago vacío… Perocomo ya estaba allí, me fui al establo de Carroll ycompré la potranca. Logré que me rebajara elprecio a cuarenta guineas. Es un gran ahorro,¿sabes?, porque, además de los potrillos quetenga, se entrenará con Hautboy y Whiskers yhará que den lo mejor de sí. Apuesto cincuenta

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contra uno a que podré llevar a Hautboy acompetir en Worral.

–Estoy ansiosa por verla -dijo Sophie con elcorazón encogido.

Le desagradaban la mayoría de los caballos,excepto los que eran muy mansos, y sobre todole desagradaban esos caballos de carrera,aunque descendían de Flying Childers y elmismísimo Darley Arabian por la rama de OldBald Peg. Le desagradaban por muchasrazones, pero conseguía ocultar sus sentimientosmejor que su esposo, que alegre y locuaz y conuna mirada ansiosa continuó:

–La traerán esta mañana. Lo único que no megusta es el suelo del nuevo establo… Si hubierahabido algunos días soleados y un fuerte vientodel noreste, se habría secado del todo. No haynada peor para los cascos de un caballo que lahumedad. ¿Cómo está tu madre esta mañana?

–Se siente bastante bien, gracias, Jack.Todavía le duele un poco la cabeza, pero secomió un par de huevos y un cuenco de gachas.Bajará con los niños. Está muy nerviosa por elreconocimiento que van a hacerle los médicos y

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se vistió antes que de costumbre.–¿Qué será lo que retrasa a Bonden? –

preguntó Jack, mirando hacia el reloj magistral,un reloj astronómico que tenía detrás.

–Tal vez se haya caído otra vez -dijo Sophie.–Killick le hubiera levantado. No, no, me

apuesto diez contra uno a que están hablandosobre sus conocimientos de equitación en el barBrown Bear, los muy tontos.

Bonden era el timonel del capitán Aubrey yKillick su despensero, y le acompañaban en unamisión tras otra siempre que era posible. Amboshabían empezado a navegar desde los primerosaños de su vida (en realidad, Bonden habíanacido entre dos cañones de la cubierta baja dela Indefatigable) y si bien eran excelentesmarineros de barcos de guerra, ninguno de losdos era muy buen jinete. Sin embargo, todospensaban que lo más correcto era que lacorrespondencia dirigida al oficial al mando delServicio de guardacostas la recogiera un jinete,por eso ambos atravesaban diariamente losdowns[2] en una jaca fuerte y rechoncha, muyconveniente porque estaba a poca altura del

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suelo.Fuerte y rechoncha era también la señora

Williams, la suegra del capitán Aubrey, que entróen ese momento seguida por una niñera con elbebé y un marinero con una sola pierna queprecedía a dos niñas pequeñas. La mayoría delos sirvientes de Ashgrove Cottage eranmarineros, y esto se debía en parte a la enormedificultad de convencer a las sirvientas de quepermanecieran allí, al alcance de la afiladalengua de la señora Williams, y en parte a queellos, acostumbrados desde hacía tiempo a lasreprimendas del contramaestre y sus ayudantes,no daban importancia a sus ataques. De todosmodos, éstos eran mucho menos virulentosporque ellos eran hombres y porque dejaban ellugar como un barco de recreo del Rey.Posiblemente las líneas rectas que dividían eljardín y las que los arbustos formaban no eran delgusto de todos, ni tampoco las piedras pintadasde blanco que bordeaban los senderos, pero noera posible que un ama de casa no se sintieraimpresionada al ver el brillo de los suelos, quelos marineros frotaban con arena, fregaban y

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secaban todos los días antes del amanecer, o elde las cacerolas de cobre en la inmaculadacocina, o el de los cristales de las ventanasrepintadas constantemente.

–Buenos días, señora -dijo Jack, poniéndosede pie-. Espero que se encuentre bien.

–Buenos días, comodoro, mejor dicho,capitán. Ya sabe usted que no me quejo nunca,pero tengo aquí una lista -dijo, agitando un papeldonde estaban escritos todos sus síntomas- queasombrará a los médicos. Espero que elpeluquero llegue antes que ellos. Pero nohablemos más de mí… Aquí tiene a su hijo,comodoro, mejor dicho, capitán. Le ha salido elprimer diente.

Tocó con el codo a la niñera para que seadelantara y Jack observó aquel rostro humanoextremadamente pequeño, sonrosado y alegreenvuelto en lana. George esbozó una sonrisa yluego se rió, dejando a la vista el diente. Jackintrodujo el dedo índice en aquella envoltura ydijo:

–¿Cómo estás? Muy bien, seguro.Estupendamente. ¡Ja, ja!

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El niño le miró asustado y asombrado a la vezy la niñera retrocedió.

–¿Por qué habla usted tan alto, señorAubrey? – preguntó la señora Williamslanzándole una mirada de reproche.

Sophie cogió al niño en brazos y le susurró:–Vamos, vamos, angelito mío.Las mujeres se reunieron en torno a George y

comentaron que los niños tenían el oído muysensible, que una fuerte palmada podía afectarloy que los varones eran mucho más delicados quelas hembras.

Jack tuvo un momentáneo e indigno ataquede celos al ver que las mujeres (sobre todoSophie), como tontas, mostraban su amor y sudevoción por la pequeña criatura, pero apenashabía tenido tiempo de avergonzarse de ello y depensar: «He sido la reina del carnaval durantedemasiado tiempo», cuando Amos Dray, antiguoayudante del contramaestre en la Surprise -unafragata de Su Majestad- quien antes de perder lapierna se encargaba de dar latigazos, y era lapersona que lo hacía de la forma másconcienzuda y menos parcial en toda la flota, se

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puso la mano alrededor de la boca y susurró convoz grave y potente:

–Colóquense en la raya, pequeñas.Las dos gemelas con cara de pudín y con

delantales limpios avanzaron hasta una marcaque había en la alfombra. Entonces, en voz alta ycon un tono muy agudo, dijeron a la vez:

–Buenos días, señor.–Buenos días, Charlotte. Buenos días, Fanny

-dijo su padre y se inclinó hacia delante parabesarlas hasta que sus calzones crujieron-.¡Vaya! Tienes un chichón en la frente, Fanny.

–No soy Fanny -dijo Charlotte, frunciendo elentrecejo-. Soy Charlotte.

–Pero tienes puesto un delantal azul -dijoJack.

–Porque Fanny se puso el mío. Y me pegócon la zapatilla, la… tonta -dijo Charlotte,conteniendo su furia con dificultad.

Jack miró asustado hacia la señora Williamsy Sophie, pero ellas estaban arrullando al niñotodavía. Casi al mismo tiempo Bonden trajo lacorrespondencia. Dejó en el suelo la bolsa que lacontenía, una bolsa de cuero negro con una placa

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de latón con el nombre de Ashgrove Cottagegrabado, en el momento en que los niños, suabuela y los sirvientes salían de la habitación, yse excusó por llegar tarde diciendo que aquel díatenía lugar el mercado allí abajo. Era un mercadode caballos y ganado.

–Seguro que estaba muy lleno.–Abarrotado, señor. Pero encontré al señor

Meiklejohn y le dije que usted no iría a su oficinahasta el sábado.

Bonden vaciló. Entonces Jack le miróinquisitivamente y él continuó:

–La verdad es que Killick hizo una compra,una compra legal, y me pidió que fuera el primeroen decírselo, Su Señoría.

–¿Ah, sí? – preguntó Jack abriendo la bolsa-.Un jamelgo, seguramente. Le deseo que lesaque provecho. Puede dejarlo en el establoviejo.

–No es exactamente un jamelgo, señor,aunque estaba atada con un cabestro. Si mepermite decirlo, tiene dos piernas y una falda. Esuna esposa, señor.

–¿Para qué demonios quiere una esposa? –

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preguntó Jack asombrado.–Bueno, señor -respondió Bonden

enrojeciendo y apartando la vista de Sophie-, nolo sé muy bien, pero se compró una legalmente.Parece que ella y su esposo no estaban deacuerdo, por eso él la llevó al mercado atada conun cabestro. Y Killick la compró legalmente:depositó las monedas a la vista de todos y dio unapretón de manos. Había tres para escoger.

–¡Pero no se puede vender a una esposa…!¡Eso es tratar a las mujeres como si fueranganado! – exclamó Sophie-. ¡Qué vergüenza!¡Eso es una barbaridad, Jack!

–Parece un poco raro, pero es unacostumbre, ¿sabes?, una costumbre muy vieja.

–Pero, indudablemente, no permitirás algotan horrible, capitán Aubrey.

–Bueno, por lo que se refiere a eso, noquisiera ir en contra de la costumbre ni delderecho consuetudinario, a menos que existieraalgún impedimento o, como dicen, algún aspectoilegítimo. ¿Qué sería de la Armada si nosiguiéramos las costumbres? Hazle pasar.

–Bueno, Killick… -dijo cuando tuvo frente a él

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a la pareja formada por su despensero, unhombre de mediana edad, feo, alto y delgado,con un aspecto más extraño de lo habitualdebido a la vergüenza que sentía, y una joven deojos negros muy vivaracha, un auténtico placerpara cualquier marinero-. Bueno, Killick, esperoque no vayas al matrimonio de forma precipitada,sin pensarlo bien. El matrimonio es algo muyserio.

–¡Oh, no, señor! Lo he pensado bien. Lo hepensado durante casi veinte minutos. Había trespara escoger, y ésta -dijo, mirandocariñosamente a su adquisición- era la mejor delgrupo.

–Pero, Killick, ahora que lo pienso, tenías unaesposa en Mahón. Me lavaba las camisas. Nodebes cometer bigamia, ¿sabes? Eso esinfringir la ley. Tenías una esposa en Mahón.

–Tenía dos, Su Señoría; la otra estaba enWapping Dock. Pero no eran fijas, ni concertificado… usted ya me entiende, señor. No lashabía comprado legalmente, con el cabestro enla mano.

–Bueno -dijo Jack-, supongo que querrás

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incluirla en la servidumbre, pero primero tendrásque presentarte ante el párroco. Vete enseguidaa la rectoría.

–Sí, sí, señor -dijo Killick-. A la rectoría.–¡Oh, Sophie, qué problema! – exclamó Jack

cuando ambos se quedaron solos otra vez yabrió la bolsa-. Para mí hay una del Almirantazgo,otra del Comité de ayuda a los enfermos yheridos y una que parece de Charles Yorke… Sí,éste es su sello. Para Stephen hay dos, quequedan a tu cuidado.

–Quisiera poder estar al cuidado de él,pobrecillo -dijo Sophie, mirándolas-. Tambiénéstas son de Diana.

Dejó las cartas en una mesita, junto a otradonde aparecía escrito «Stephen Maturin, doctoren medicina» con la misma letra de rasgospronunciados, y se quedó mirándolas en silencio.

Diana Villiers era una prima de Sophie unpoco más joven que ella y de naturaleza muchomás apasionada. Tenía el pelo negro y los ojosde un intenso color azul, y algunos preferían subelleza a la que poseía la señora Aubrey. En unperiodo en que Sophie y Jack estaban

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separados, mucho antes de su matrimonio, tantoJack como Stephen Maturin habían hecho cuantoestaba a su alcance por ganarse el favor deDiana, y como resultado de ello Jack casi habíaarruinado su carrera y su compromisomatrimonial. Ya Stephen, que pensaba que ellaiba a casarse con él por fin, su marcha aAmérica bajo la protección de un tal señorJohnson le había herido profundamente, tanprofundamente que casi había perdido las ganasde vivir. Stephen había pensado que Diana iba acasarse con él porque, a pesar de que la razón ledecía que una mujer de sus relaciones, subelleza, su orgullo y su ambición no era unapareja adecuada para el hijo ilegítimo de unoficial irlandés al servicio de Su Majestad el Reycatólico y una dama catalana, para un hombrecorriente y de baja estatura cuyo único cargoostensible era el de cirujano naval, a pesar detodo eso, estaba perdidamente enamorado deella y su corazón había vencido a su razón,causándole un gran daño.

–Incluso antes de enterarnos de que ellaestaba en Inglaterra, sabía que el pobre Stephen

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le daba vueltas en la cabeza a alguna idea -dijoSophie.

Hubiera añadido cuáles eran lasinsignificantes pruebas que tenía de ello (unanueva peluca, nuevas chaquetas y una docena deexcelentes camisas de batista), pero sentía porStephen un cariño fraternal como el que pocoshermanos han recibido y no podía soportar laidea de que hiciera el ridículo.

–Jack -continuó-, ¿por qué no le buscas unbuen sirviente a Stephen? Ni siquiera en lospeores momentos Killick te hubiera dejado llevaruna camisa durante quince días ni las mediasdisparejas ni esa horrible chaqueta vieja. ¿Porqué nunca ha tenido a su lado a un hombre deconfianza?

Jack sabía muy bien por qué Stephen nuncahabía tenido un mismo sirviente durante ciertotiempo ni a nadie que se familiarizara con suscostumbres, sino que se había contentado con laayuda esporádica de infantes de marina o degrumetes, preferiblemente iletrados, o de algúnmiembro de la guardia de popa poco inteligente.Es que el doctor Maturin, además de ser cirujano

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naval, era uno de los más apreciados espías delAlmirantazgo, y el secreto era fundamental paraproteger su vida y la de sus numerosos contactosen la vasta área dominada por Bonaparte y,sobre todo, para realizar su trabajo.Inevitablemente, Jack se había enterado de esomientras prestaban servicio juntos, pero no teníaintención de decírselo a nadie, ni siquiera aSophie, y le respondió que si bien conconstancia se podía convencer a una manada detercas mulas, nada, por mucho esfuerzo que sehiciera, persuadiría a Stephen de que seapartara del camino escogido.

–Diana podría persuadirle fácilmente -dijoSophie.

Su rostro no parecía acostumbrado a teneruna expresión iracunda, sin embargo, reflejabaahora una serie de sentimientos violentos:indignación por lo que le ocurría a Stephen,disgusto porque volvía a aparecer aquellacomplicación y la desaprobación e incluso loscelos propios de una mujer de un moderadodeseo sexual por otra que era totalmenteopuesta. Pero todos esos sentimientos eran

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atemperados por el deseo de no pensar ni hablardescortésmente.

–Seguro que podría -dijo Jack-. Y si con ellole hiciera feliz de nuevo, bendeciría ese día. Huboun tiempo -miró por la ventana hacia el exterior-en que creía que era mi deber como amigo…, enque creía que manteniéndoles separados estabahaciendo lo correcto. Pensaba que ella eramalvada, diabólica, destructiva y que sería suruina. Pero ahora no sé… Tal vez uno no debainterferir nunca en estas cosas, pues sondemasiado delicadas. No obstante, si uno ve aun hombre con los ojos vendados que va a caeren un pozo… Actué con la mejor intención, segúnmis propias ideas, aunque quizá mis ideas noeran muy brillantes.

–Estoy segura de que hiciste bien -dijoSophie, tocándole el hombro para consolarle-.Después de todo, ella demostró ser una…bueno…, ¿cómo decirlo?… una mujer liviana.

–Bueno, por lo que se refiere a eso -dijoJack-, mientras más viejo soy menos creo enesas sutilezas. Las personas difieren mucho,incluidas las mujeres. Hay mujeres que dan a

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estas cosas el mismo valor que los hombres,mujeres para las cuales el hecho de acostarsecon un hombre carece de importancia y es algoque no cambia su esencia, podría decirse, queno las convierte en putas. Perdóname por usaresa palabra, cariño.

–¿Quieres decir que hay hombres que no danimportancia al hecho de faltar a unmandamiento? – preguntó su esposa sin hacercaso de su observación.

–Me parece que he entrado en un terrenopeligroso -dijo Jack-. Lo que quiero decir es…Sé muy bien lo que quiero decir, pero no aciertoa expresarlo con palabras. Stephen podríaexpresarlo mucho mejor…, podría explicarlo conclaridad.

–No creo que ni Stephen ni ningún otrohombre pueda explicarme con claridad por quéincumplir las promesas que se hacen en elmatrimonio no tiene importancia.

En ese momento un horrible animal aparecióentre los cascotes que habían dejado losconstructores, un animal pequeño y de colorplomizo que parecía un poni sin orejas, y sobre él

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iba un hombrecillo con una gran caja cuadrada.–Ahí está el peluquero -anunció Jack-. Llega

condenadamente…, extremadamente tarde. Tumadre tendrá que rizarse el pelo después de laconsulta, porque los médicos tienen previstoestar aquí dentro de diez minutos y sir Jamessuele llegar con la exactitud de un reloj.

–Ni siquiera el hecho de que la casa seestuviera quemando induciría a mamá aaparecer aquí mal peinada- dijo Sophie-. Habráque enseñarles el jardín. Y, de todos modos,seguramente Stephen llegará tarde.

–Podría ponerse un sombrero -dijo Jack.–Por supuesto que va a ponerse un sombrero

-dijo Sophie con una expresión compasiva-.Sería imposible que recibiera sin sombrero aunos caballeros desconocidos. No obstante, éstedebe cubrir su pelo bien peinado.

La razón por la cual esos caballeros acudíana Ashgrove Cottage para pasar consulta era elestado de salud de la señora Williams. Hacíaalgún tiempo, a la señora Williams le habíanextirpado un tumor benigno, y había resistido laoperación con una entereza que asombraba al

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doctor Maturin, a pesar de que estabaacostumbrado a ver el coraje y la resignación delos marineros. Pero desde entonces se sentíadeprimida, y había esperanza de que aquelloseminentes doctores, por su enorme prestigio,pudieran persuadirla de que tomara las aguas enBath, Matlock Wells o más al norte.

Sir James viajaba en el coche del doctorLettsome, de modo que ambos llegaron juntos, yambos declinaron la invitación del capitán Aubreypara ver el jardín. Entonces a Jack le llamaronpara que fuera a recibir al tratante de caballoscon la nueva potranca y les dejó allí, con unabotella frente a ellos.

Los médicos se habían fijado en las alas quele estaban añadiendo a Ashgrove Cottage, en lacochera para dos coches, en la larga hilera deestablos, en la brillante cúpula de la torre delobservatorio que se encontraba a ciertadistancia, y ahora, con una mirada experta,trataban de valorar el lujo que había en aquellasala: muebles nuevos, de madera maciza,cuadros de Pocock y otros prestigiosos pintoresdonde estaban representados barcos y batallas

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navales, y un retrato del capitán Aubrey pintadopor Beeche y en el que aparecía con el uniformede capitán de navío y con la cinta roja de la ordende Bath cruzando su ancho pecho, mirandosonriente hacia una bomba de mortero queestallaba. También se veía en ese cuadro elescudo de armas de la familia Aubrey, al cual lehabían añadido dos honorables emblemas, doscabezas de moros, pues recientemente Jackhabía sumado Reunión y Mauricio a lasposesiones de su rey y éste le estabaagradecido, y como en el colegio de heraldistasconocían muy poco esas posesiones, les habíaparecido que los moros eran apropiados pararepresentarlas. Los médicos miraban a sualrededor mientras bebían el vino a sorbos, y conevidente satisfacción hacían un cálculo de sushonorarios.

–Permítame servirle otro vaso, estimadocolega -dijo sir James.

–Es usted muy amable -dijo el doctorLettsome-. Es un excelente vino de Madeira.Parece que el capitán ha sido muy afortunadopor lo que se refiere a los botines.

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–Dicen que en Reunión recuperó dos o tresbarcos de los que hacen el comercio con India.

–¿Dónde está Reunión?–Bueno, es la isla que solían llamar Bourbon,

¿sabe? Se encuentra en las proximidades deMauricio.

–¿Ah, sí? – preguntó el doctor Lettsome.Entonces empezaron a hablar de su paciente.

Dijeron que era recomendable el sulfato de hierropor su efecto tonificante…, el cólquico teníamuchos efectos secundarios cuando seadministraba en dosis muy grandes…, lavaleriana ya se había usado mucho…, elembarazo era muy importante en casos comoése y en casi todos los demás…, valía la penaprobar con sanguijuelas detrás de las orejas…,había que tener en cuenta los lenitivos y el efectoque producían en el bazo…, almohadas rellenasde frutos del lúpulo desecados…, baños fríosdespués de beber una pinta de agua enayunas…, dieta ligera…, poción negra… Eldoctor Lettsome dijo que había obtenido un buenresultado usando opio en algunos casossimilares.

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–La adormidera puede convertir a una fieraen una rosa -dijo.

Le gustó la frase, y en voz más alta y con tonograndilocuente dijo:

–A una fiera la adormidera puede convertirlaen una rosa.

Pero sir James, con expresión sombría,replicó:

–La adormidera está muy bien en el lugaradecuado. Y cuando pienso en su consumoexcesivo, en el peligro de adicción, en el riesgode que el paciente se convierta en un esclavo,me parece que el lugar adecuado para ella es eljardín. Conozco a un hombre muy inteligente quela consumió en exceso en forma de tintura deopio, de láudano, y se habituó a una dosis nadamenos que de dieciocho mil gotas diarias, comola mitad de esta botella. Logró dejar el hábito,pero durante una reciente crisis de sus negocios,recurrió de nuevo a ese bálsamo. Aunque nunca,por decirlo así, se ha emborrachado con el opio,sé de buena fuente que tampoco está sobriodesde hace más de quince días y que… ¡Ah,doctor Maturin! – exclamó al abrirse la puerta-.

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¿Cómo está usted? Creo que ya conoce anuestro colega Lettsome.

–Servidor de ustedes, caballeros -dijoStephen-. Espero que no hayan estadoesperando por mí.

Dijeron que no y añadieron que su pacienteaún no estaba preparada para recibirles.¿Podrían tentar al doctor Maturin con un vaso deaquel excelente vino de Madeira? El doctorMaturin contestó que sí y mientras lo bebíacomentó que los cadáveres habían aumentadode precio de manera asombrosa. Esa mismamañana había regateado para comprar uno porel que unos sinvergüenzas pedían cuatroguineas… ¡Un cadáver de provincia a un preciode Londres! Les había dicho que su avariciaaniquilaría la ciencia y a la vez su propio negocio,pero había hablado en vano. No obstante, estabamuy satisfecho con el cadáver, pues era uno delos pocos cadáveres femeninos que había vistocon una calcificación casi total de la aponeurosisde las palmas de las manos y, además, pordecirlo así, fresco, pero como sólo le interesabansus manos, quería saber si alguno de sus

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colegas deseaba compartirlo.–Me complace mucho poder darle a mis

alumnos un hígado fresco -dijo sir James-. Lometeremos dentro del portaequipajes.

Al acabar de decir eso se puso de pie, puesla puerta se había abierto y había entrado laseñora Williams con un fuerte olor a peloquemado.

La consulta siguió su lento curso, y Stephen,sentado aparte, pensaba que aquellos médicosserios y atentos se merecían sus honorarios, pormuy exorbitantes que fueran. Observó queambos tenían un don natural para el aspectohistriónico de la medicina, un don que él noposeía, y se sorprendió de su habilidad parahacer hablar a la señora Williams. También sesorprendió de que, a pesar de su presencia en lahabitación, la señora dijera tantas mentiras,como que era «una viuda sin hogar» y que notenía deseos de aparecer en público desde «ladegradación» de su yerno.

No era una viuda sin hogar. La hipoteca deMapes, su enorme casa, se había acabado depagar con el botín conseguido en Mauricio, pero

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ella prefería alquilarla. Y por lo que se refería a suyerno, había estado al mando de una escuadraen el océano índico con el cargo temporal decomodoro, pero en cuanto la campaña habíafinalizado, en cuanto la escuadra se habíadisgregado, como era lógico, había vuelto a sersimplemente capitán, pero eso no era unadegradación. A la señora Williams le habíanexplicado todo eso una y otra vez, y, sin duda,había entendido los aspectos elementales.Obviamente, el hecho de que aquella mujerfuerte, estúpida y dominante dijera de nuevoesas cosas en su presencia, consciente de queél sabía que sus palabras eran falsas, era unaprueba evidente de que intentaba inspirar lástimao quizás obtener aprobación.

Con el tiempo la señora Williams enronquecióy la actitud de sir James se hizo más autoritaria.La inminencia de la comida era ya indudable ySophie entraba y salía precipitadamente. Y porfin la consulta terminó.

Stephen fue a buscar a Jack a los establos yse encontró con él a mitad de camino, entre lashumeantes montañas de cal.

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–¡Stephen! ¡Qué alegría verte! – exclamóponiéndole las dos manos sobre los hombros ymirándole con gran afecto-. ¿Cómo estás?

–Lo hemos logrado -dijo Stephen-. Sir Jamesha sido tajante: la paciente tiene que ir aScarborough o no podremos responder de lo quele ocurra. Viajará al cuidado de un ayudante deldoctor Lettsome.

–Bueno, me alegra que la señora esté tanbien cuidada -dijo Jack sonriente-. Ven a ver miúltima adquisición.

–Verdaderamente es un hermoso animal -dijoStephen mientras ambos observaban cómo lapotranca era llevada de un lado a otro-. Unahermosa potranca, tal vez demasiado hermosa,incluso llamativa. Es un poco cerrada decorvejones y por el hecho de tener el troncopequeño probablemente tenga la grupa estrecha.Tiene la vista y el oído poco ejercitados. ¿Puedomontarla?

–No tendrás tiempo -respondió Jack, mirandosu reloj-. Enseguida sonará la campanaanunciando la comida. ¿Verdad que es unmagnífico animal? (Miró hacia atrás con

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admiración mientras apartaba rápidamente aStephen de allí.) Está hecho para ganar en Oaks.

–No soy un entendido en caballos -dijoStephen-, pero te ruego que no arriesgues tudinero con esa potranca hasta que no la hayasobservado durante más de seis meses.

–¡Oh, mucho antes ya estaré navegando! –exclamó Jack-. Y espero que tú también, si tusasuntos te lo permiten. Tenemos que corrercomo liebres… Tengo estupendas noticias… Tecontaré todo cuando los médicos se vayan.

Las liebres corrieron torpemente, jadeando.–Tu equipaje está en tu antigua habitación,

por supuesto -dijo Jack y luego corrió escalerasarriba para cambiarse de chaqueta y reapareciócuando el reloj daba la primera campanada quemarcaba la hora.

–Una de las cosas que me gustan de laArmada -dijo sir James cuando iba por la mitaddel primer plato- es que enseña a darle al tiempola importancia debida. Entre marineros, unhombre siempre sabe cuándo se va a sentar a lamesa y los órganos del aparato digestivoagradecen esa puntualidad.

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«Me gustaría que un hombre también supierasiempre cuándo se va a levantar de la mesa»,pensó Jack aproximadamente dos horasdespués, cuando los órganos de sir Jamestodavía mostraban gratitud por recibir oporto ynueces. Ardía en deseos de decirle a Stephenque tenía una nueva misión y que le gustaría queviajara con él una vez más si era posible, ytambién ardía en deseos de compartir con suamigo el secreto de cómo hacerseinmensamente rico y de escuchar lo que éstequisiera contarle de sus asuntos, no de aquéllosque habían ocupado su atención durante sureciente ausencia -porque respecto a esosStephen no era más locuaz que una tumba- sinode los relacionados con Diana Villiers y lascartas que últimamente le habían subido a suhabitación. Sin embargo, en voz alta dijo:

–Vamos Stephen, eso no es justo. La botellase ha quedado ahí.

Aunque Jack había hablado muy alto y convoz muy clara, hasta que no repitió esas palabrasStephen no hizo ningún movimiento. Entoncessalió de sus meditaciones, miró a su alrededor y

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empujó la botella hacia delante, y los médicos lemiraron atentamente, con la cabeza ladeada.Jack, cuyos ojos estaban más acostumbrados averle, no observó ningún cambio notable.Stephen no estaba mucho más pálido ni taciturnode lo habitual, aunque parecía un poco mássoñador. A pesar de todo, Jack se alegróenormemente cuando los doctores sedisculparon por no quedarse a tomar el té yllamaron a su lacayo. Luego, conducidos porStephen, fueron a la cochera con una sierra y,después de un horrible intervalo, metieron unbulto envuelto en un sudario en la parte traseradel coche (donde habían llevado muchos otros,tantos que el lacayo y los caballos teníanexperiencia en materia de resurrección).Entonces reaparecieron, se embolsaron sushonorarios, se despidieron y se marcharon.

Sophie se encontraba sola en el salón, dondeestaban la tetera y la cafetera, cuando Jack yStephen fueron a reunirse con ella por fin.

–¿Le has hablado a Stephen del barco? –preguntó ella.

–Todavía no, cariño -respondió Jack-, pero

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estaba a punto de hacerlo. ¿Te acuerdas delLeopard, Stephen?

–¿El viejo y horrible Leopard?–¡Eres un tipo terrible! Primero criticas a mi

nueva potranca, que tiene mayores posibilidadesde ganar en Oaks que todos los caballos que hevisto en mi vida. Y permíteme decirte, queridoStephen, con la debida humildad, que soy lapersona que más entiende de caballos en laArmada…

–No lo dudo, amigo mío… He visto muchoscaballos marinos…`¡Ja, ja! Sí, hay que llamarloscaballos porque tienen casi cuatro patas y noestán emparentados con ningún otro miembrodel reino animal.

A Stephen le encantó su ocurrencia y duranteun corto intervalo emitió un sonido chillón, el másparecido a la risa que era capaz de emitir, yluego dijo:

–En Oaks… ¡Ya, ya…!–Bueno -dijo Jack-, y ahora me dices «el viejo

y horrible Leopard». Es cierto que era algo lentoy estaba desvencijado cuando estaba bajo elmando de Tom Andrews, pero en el astillero se

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ocuparon de hacerle toda clase de reparaciones.Le pusieron barras diagonales, según la idea deSnodgrass, nuevos sobretrancaniles, todas lascurvas[3] de hierro, según la idea de Roberts…,bueno, no me extenderé en detalles. El caso esque ahora es el mejor navío de cincuentacañones a flote, sin exceptuar el Grampus. ¡Y esel mejor de cuarta clase[4] de la Armada!

Probablemente era el mejor navío de cuartaclase de la Armada, pero, como Jack sabía muybien, los navíos de cuarta clase eran escasos ytendían a desaparecer, y hacía más de mediosiglo que los habían excluido de la línea debatalla. Además, el Leopard nunca había sido undestacado representante del grupo. Jack conocíasus defectos como cualquier otro hombre y sabíaque en 1776 había sido diseñado y construido amedias, que, lamentablemente, habíapermanecido en esa situación, pudriéndose a laintemperie, diez años más o menos, y quedespués lo habían llevado a Sheerness, dondehabía sido botado por fin en 1790, comenzandoasí su mediocre carrera. Pero había seguido lasreparaciones con atención y celo profesional y, a

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pesar de que sabía que no sería nunca unaexcelente embarcación, tenía la seguridad deque estaba en buenas condiciones para navegar.En realidad, no le gustaba el navío en sí mismosino su destino, pues anhelaba conocer otrosmares y las islas Molucas.

–El Leopard tenía muchas cubiertas, si norecuerdo mal -dijo Stephen.

–¡Oh, sí! Es un navío de cuarta clase, así quetiene dos puentes. Y es muy espacioso, casi tanespacioso como un navío de línea. Dispondrásde todo el espacio del mundo, Stephen. Noiremos apretados como en una fragata. Tengoque admitir que por primera vez el Almirantazgoha sido generoso conmigo.

–Creo que deberían haberte dado un navío deprimera clase y un título de nobleza -dijo Sophie.

Jack miró hacia ella sonriendo dulcemente ycontinuó:

–Me dieron a escoger entre el Ajax, un nuevonavío de setenta y cuatro cañones que está en elastillero, y el Leopard. El navío de setenta ycuatro cañones será una embarcaciónextraordinaria, el mejor navío de setenta y cuatro

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cañones que uno pueda desear, pero significa elMediterráneo y estar a las órdenes de Harte, yhoy por hoy en el Mediterráneo no hayposibilidades de conseguir honores, ni tampocofortuna.

También en esas palabras de Jack habíacierta falsedad, pues aunque era cierto que enaquella fase de la guerra había muy pocas cosaspara un marino en el Mediterráneo, la presenciadel almirante Harte era más importante paraJack de lo que había dado a entender. En otrotiempo, Jack había convertido en un cornudo alalmirante, un hombre sin escrúpulos y vengativoque no dudaría en destruirle si podía. A lo largode su carrera naval, Jack había hecho muchosamigos en la Armada, pero, sorprendentemente,a pesar de ser un hombre amistoso, había hechotambién un gran número de enemigos. Unos leenvidiaban por su éxito, otros (los de más rangoque él) le habían considerado demasiadoindependiente e incluso rebelde en su juventud,otros estaban en contra de sus ideas políticas (élodiaba a los Whighs) y otros le guardaban rencorpor el mismo motivo que Harte o porque se

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imaginaban que lo tenían.–Tienes todos los honores que un hombre

puede desear, Jack: unas heridas horribles ymucho dinero -dijo Sophie.

–Si Nelson hubiera pensado como tú, cariño,se habría retirado después de la batalla de SaintVincent y la acción de guerra del Nilo no habríatenido lugar. ¿Y entonces qué habría sido deJack Aubrey? Habría sido un simple tenientehasta el fin de sus días. No, no, en la carrera deun hombre los honores nunca son bastantes. Y,en verdad, creo que el dinero nunca es bastantetampoco. Pero el Leopard tiene como destino lasIndias Orientales, donde no hay probabilidadesde que tengan lugar muchos combates -miró aSophie- pues el motivo de ir hasta allí essimplemente la extraña situación que existe enBotany Bay. El Leopard se dirigirá al sur ytendremos que cambiar ese estado de cosas yluego reunimos con el almirante Drury en lasinmediaciones de Penang, anotando nuestrasobservaciones respecto a la velocidad. Stephen,piensa en las oportunidades que tendrás enmiles de millas de costas y aguas casi

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desconocidas. En la costa podrán ver el uombatlos que tengan interés en él, pues a pesar de queéste no será un tranquilo viaje de exploración,estoy seguro de que habrá tiempo para ver eluombat o el canguro cuando tengamos queobservar algún fondeadero importante. Seguroque encontraremos islas desconocidas y habráque establecer su posición, y aproximadamenteen los ciento cincuenta grados este y los veintegrados sur podremos ver un eclipse total sillegamos a tiempo. Piensa en las aves, Stephen,en los insectos, en los casuarios…, ¡y sobre todoen el lobo de Tasmania! Nunca se le ha ofrecidouna oportunidad mejor a un amante de lanaturaleza desde los tiempos de Cook y JosephBanks.

–Parece que será un viaje maravilloso -dijoStephen-. Por otra parte, siempre he queridoconocer Nueva Holanda. Su fauna esextraordinaria: monotremas, marsupiales… Pero,dime, ¿cuál es ese estado de cosas, esa extrañasituación de Botany Bay a la que te has referido?

–¿Te acuerdas de Bligh, el que fue en buscadel árbol del pan?

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–No.–Por supuesto que te acuerdas, Stephen. Fue

enviado a Tahití en el Bounty antes de la guerrapara recoger árboles del pan y llevarlos a lasAntillas.

–¡Ah, sí! Iba con él un excelente botánico,David Nelson, un joven que prometía mucho.Casualmente, el otro día estuve leyendo su obrasobre las bromeliáceas.

–Entonces seguro que te acordarás de quesus hombres se amotinaron y tomaron el mandodel barco.

–Sí, lo recuerdo vagamente. Prefirieron losencantos de las tahitianas a sus obligaciones.Pero él sobrevivió, ¿no es cierto?

–Sí, gracias a que es un extraordinariomarino. Le abandonaron con muy poca comida ydiecinueve hombres en una barca de seis remosque, con tanto peso, se hundió hasta la borda, yél la llevó a Timor, recorriendo casi cuatro milmillas. ¡Fue una gran hazaña! Pero parece queno tiene mucha suerte con sus subordinados…Hace algún tiempo le nombraron gobernador deNueva Gales del Sur y se tienen noticias de que

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los oficiales bajo su mando volvieron asublevarse, le depusieron y le encerraron enprisión. La mayoría de ellos pertenecen alEjército, me parece. Al Almirantazgo no le hagustado eso, como podrás imaginarte, y enviaránun oficial con experiencia suficiente paracontrolar la situación e instalar de nuevo a Bligh otraerle a Inglaterra, según el criterio de éste.

–¿Cómo es el señor Bligh?–No le conozco, pero sé que navegó con

Cook como oficial de derrota. Luego le dieron elmando de un barco, lo que equivalía a uno deesos raros ascensos de oficiales de categoríainferior, probablemente como premio por susvastos conocimientos de náutica. Actuó bien enCamperdown, pasando el Director, un navío desetenta y cuatro cañones, entre los barcos delínea holandeses y situándose junto al almiranteque estaba al mando de ellos… Una batallasangrienta como nadie sería capaz de imaginar.También actuó bien en Copenhagen y fueespecialmente mencionado por Nelson.

–Tal vez éste sea uno de esos casos en queun hombre es corrompido por el poder.

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–Posiblemente sea así. No puedo decirtemuchas cosas sobre él, pero conozco unapersona que sí puede. ¿Te acuerdas de PeterHeywood?

–¿Peter Heywood? ¿Un capitán de navío quecomió con nosotros en la Lively? ¿El caballero aquien Killick le echó encima la salsa de frutahirviendo y a quien tuve que curarle unaquemadura de no poca importancia?

–Ese mismo -respondió Jack.–¿Cómo es posible que estuviera hirviendo la

salsa de fruta? – preguntó Sophie.–El comandante del puerto estaba con

nosotros, y, como siempre dice que si la salsa defruta no está hirviendo no merece la penacomerla, pusimos un hornillo justo detrás delescotillón de la cabina. Sí, es ése, el únicocapitán de navío de la Armada que ha sidocondenado a muerte por participar en un motín.Era guardiamarina de Bligh en el Bounty y unode los pocos tripulantes que fueron capturados.

–¿Cómo es posible que cometiera un actotan violento? – inquirió Stephen-. Me pareció uncaballero bonachón y pacífico. Recibió con la

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debida humildad las críticas del comandante delpuerto por haber derramado la salsa y soportó elcalor de ésta con una fortaleza espartana, poreso nunca le hubiera creído capaz de actuar demanera irreflexiva. Tal vez lo hizo por lapetulancia de la juventud o por un repentinohastío o por un secreto amorío.

–Nunca se lo he preguntado -dijo Jack-. Todolo que sé es que él y otros cuatro hombres fueroncondenados a la horca. Yo era cadete en elTonnant y vi cómo subían a tres de ellos hasta unpeñol del Brunswick con un gorro de dormirtapándoles los ojos. Pero el Rey dijo que eraabsurdo ahorcar al joven Peter Heywood, así quefue perdonado. Poco después Dick el Negro, osea, el almirante Howe, que siempre le habíatenido simpatía, le nombró para un nuevo cargo.Nunca llegué a conocer los pormenores de lo queocurrió, aunque Heywood y yo fuimoscompañeros de tripulación en el Fox. Un juicioante un consejo de guerra es un tema delicado…¡Y sobre todo un juicio como ése! Pero, porsupuesto, podremos hacerle preguntas sobreBligh cuando venga a casa el jueves y así

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sabremos con qué tipo de persona vamos atratar, lo cual es importante. En cualquier caso, leharé preguntas sobre esos mares, que conocebien porque naufragó en el estrecho Endeavour.Además, quiero que me hable de lascaracterísticas del Leopard, ya que fue sucapitán en 1805… o tal vez en 1806.

Con su agudo oído, Sophie pudo escuchar unlejano grito, un grito que ahora se oía másdébilmente que antes de que se hubieranampliado los límites de Ashgrove Cottage, peroun grito al fin y al cabo.

–Jack, debes enseñarle a Stephen elinvernadero de naranjos. Stephen sabe muchode naranjos -dijo Sophie mientras salíaapresuradamente de la habitación.

–Así lo haré -dijo Jack-, Pero, primero… ¿Teapetece un poco más de café, Stephen? Haymucho en la cafetera. Primero déjame contarteun plan más interesante. Piensa en el bosquedonde anidan los halcones abejeros.

–¡Ah, sí, los halcones abejeros! – exclamóStephen y su rostro se iluminó de repente-. Hetraído una cabina desmontable para ellos.

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–¿Para qué les hace falta una cabinadesmontable? Tienen un nido muy respetable.

–Es una cabina portátil. Pienso ponerla a laorilla del bosque y luego desplazarla poco a pocohasta llegar a la montaña desde la que se divisael árbol. Me sentaré allí cómodamente, sin servisto, protegido contra las inclemencias deltiempo, y observaré los progresos de sueconomía doméstica. Tiene alas abatibles y todotipo de detalles apropiados para la observación.

–Bueno, recuerdo que te enseñé los pozos delas minas que explotaban los romanos, demuchas millas de extensión y muy peligrosas,pero, ¿sabes qué extraían de ellas los romanos?

–Plomo.–¿Y sabes de qué son los terrones que

forman esas colinas? Justamente en una de ellaspiensas poner tu cabina.

–De escoria.–Bueno, Stephen -dijo Jack, inclinándose

hacia delante y mirándole con perspicacia-, porprimera vez voy a decirte algo que no sabes. Esaescoria está llena de plomo y, lo que es másimportante, ese plomo contiene plata. Con el

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método de fundición de los romanos no selograba extraer todo, ni siquiera con trozos decaliza del tamaño de tu brazo, así que está ahí.Hay miles y miles de toneladas de valiosaescoria esperando para ser transformadasmediante el nuevo método de Kimber.

–¿El nuevo método de Kimber?–Sí. Seguro que has oído hablar de Kimber…

Es un tipo muy brillante. Su método consiste en lalixiviación con determinadas sustancias químicasy posteriormente la copelación según principiosdescubiertos por él. Se pierde el plomo y seobtiene la plata pura. El procedimiento esefectivo incluso cuando sólo hay una parte deplomo por ciento treinta y siete de escoria y unaparte de plata por más de diez mil de escoria, yen casi cien muestras de escoria recogidas alazar se encontró una media de diecisiete partes.

–Estoy asombrado. No sabía que losromanos extraían plata de Gran Bretaña.

–Yo tampoco, pero esto lo demuestra -dijo yabrió la puerta de un aparador que estaba junto aun banco y luego, tambaleándose, trajo ungalápago de plomo sobre el cual había un lingote

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de plata de cuatro pulgadas de largo-. Y esto noes más que el resultado de una simple prueba enla que se emplearon sólo unas pocas carretadasde escoria. Kimber colocó un pequeño horno enel antiguo establo y vi con mis propios ojos cómoesto salía. Quisiera que hubieras estado allí.

–Yo también -dijo Stephen.–Desde luego, será necesario un

considerable desembolso de dinero paracaminos, construcciones, hornos apropiados yotras cosas. Había pensado usar las dotes de lasniñas, pero parece que no se pueden tocar porcausa de los asesores financieros y tienen quequedarse invertidas en fondos del Estado y de laArmada al cinco por ciento, a pesar de que hedemostrado matemáticamente que surendimiento será un séptimo del que podríaobtenerse, incluso teniendo en cuenta la muestramenos valiosa. No pienso poner esto enfuncionamiento a ritmo pleno hasta que tenga laposibilidad de pasar en tierra varios añosseguidos.

–¿Crees que existe esa posibilidad?–¡Oh, sí! A menos que sea herido o

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sorprendido haciendo algo muy malo, llegaré aalmirante dentro de cinco añosaproximadamente, o incluso podría llegar antessi esos viejos del principio de la lista no seaferraran tanto a la vida, y puesto que a unalmirante le es más difícil encontrar trabajo que aun capitán, tendré tiempo de formar una cuadra yexplotar la mina. A pesar de todo, quieroempezar, aunque sea modestamente, sólo paraque las cosas vayan funcionando y para ahorraruna buena cantidad de dinero. Por suerte,Kimber es muy moderado en sus demandas y,además, me permitirá usar su patente ysupervisará los trabajos.

–¿A cambio de un salario?–Sí, más la cuarta parte de las ganancias. Un

salario realmente bajo, y eso es muy generosopor su parte, porque el príncipe Kaunitz no cesade rogarle que se haga cargo de sus minas deTransilvania y le ofrece diez guineas diarias y untercio de las ganancias. Además, Kimber meenseñó un montón de cartas de hombresimportantes de Alemania y Austria. Pero no teimagines que es uno de esos proyectistas

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visionarios y fanfarrones que prometen el oro y elmoro, no, no. Es un tipo honesto yextremadamente escrupuloso. Me dijo confranqueza que posiblemente tendremos pérdidasdurante todo un año, y eso lo comprendo muybien, pero me muero de ganas de empezar.

–Sin duda, eso no significa que vas amolestar a los halcones abejeros, ¿verdad,Jack?

–No debes preocuparte por ellos. Todavíafalta mucho, pues Kimber necesita tiempo ydinero para perfeccionar su método y haceralgunos experimentos. Seguramente ya habránsalido del cascarón y habrán volado cuandoencendamos los hornos. Pero además de eso,Stephen, además de eso, estarás en el caminoque lleva a la riqueza, pues a pesar de queKimber es reacio a admitir a muchos socios, lehice prometer que te dejaría entrar en «la plantabaja», como dice él.

–Lo siento, Jack, pero lo que tengo estáinvertido en España, inmovilizado. En realidad,estoy tan escaso de dinero en Inglaterra quetenía la intención de pedirte que me prestaras…,

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vamos a ver… -consultó un papel-, setecientasochenta libras.

Después, cuando Jack regresó con una letrade cambio librada contra su banco, dijo:

–Gracias. Te estoy muy agradecido, Jack.–Te ruego que no me des las gracias de

palabra ni con el pensamiento -dijo Jack-. Seríamuy extraño que tú y yo nos diéramos lasgracias. A propósito, está librada contra unbanco de Londres, pero durante estos díaspuedo darte oro, pues hay mucho en casa.

–No, no, amigo mío. Esto es para un asuntoaparte. Por lo que a mí respecta, me encuentrotan bien como mi mejor amigo puede desear.

Su mejor amigo le miró inquisitivamente:Stephen no parecía encontrarse en buen estadode ánimo ni tampoco en buen estado físico,parecía triste, molesto y cansado.

–¿Te apetecería un paseo a caballo? –preguntó-. Estoy citado en Craddock con unoshombres que prometieron que me dejaríantomarme la revancha.

–Me encantaría -respondió Stephen.A pesar de su intento de mostrar entusiasmo,

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tenía una expresión tan melancólica que Jack nopudo evitar decirle:

–Stephen, si te ocurre algo… Si puedoservirte de ayuda, ya sabes…

–No, no, Jack. Eres muy amable.Ciertamente, estoy un poco deprimido, pero meavergüenza que se note tanto. Murió uno de mispacientes en Londres y no estoy totalmenteseguro de que no fuera por culpa mía. Meremuerde la conciencia y lo siento muchísimo porél, pues era un joven prometedor. Además, enLondres encontré a Diana Villiers.

–¡Ah, es eso! – exclamó Jack contrariado.Hubo una pausa, durante la cual los caballos

fueron llevados hasta la puerta y Stephen Maturinreflexionó sobre la tercera causa de su aflicción:el hecho de haber dejado en un coche, pordescuido, una carpeta con documentosconfidenciales. Y luego Jack añadió:

–Dijiste Villiers, no Johnson.–Sí -dijo Stephen, montándose en el caballo-.

Parece que ese caballero ya tenía una esposa enAmérica y que la nulidad del matrimonio, o lo queexiste en aquel lugar, no se podía conseguir.

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Hablar de Diana Villiers era embarazosopara ambos, y después de haber recorrido ciertadistancia, Jack trató de desviar el curso de suspensamientos diciendo:

–Nadie pensaría que es necesaria algunahabilidad para jugar al Van John[5] ¿verdad?Desde luego que no. Y, sin embargo, esos tiposme despluman cada vez que echamos unapartida. Tú solías hacer lo mismo cuandojugábamos al juego de los cientos, pero eso eramuy distinto.

Stephen no respondió. Inclinado haciadelante, con una expresión ansiosa en el rostro yla mirada fija, hacía correr cada vez más a sucaballo por las despobladas colinas, como siestuviera huyendo. Y así, pasando sobre laespesa hierba a veces a medio galope y otras agalope tendido, llegaron a la cima de la colinaPortsdown, y Stephen refrenó el caballo antes deiniciar el descenso por la empinada pendiente.Permanecieron allí un rato, rodeados por el olorde los caballos y del cuero, contemplando elpuerto, Spithead, la isla y el lejano canal. Habíabarcos de guerra amarrados, barcos de guerra

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que iban y venían y un enorme convoy echandoanclas frente a Selsey Bill.

Se miraron sonrientes. Jack tuvo elpresentimiento de que Stephen iba a decirle algomuy importante, pero el presentimiento era falso.Stephen sólo le recordó que Sophie les habíapedido que le llevaran pescado de Holland,incluyendo tres platijas para los niños.

Craddock ya estaba iluminado cuando ledejaron los caballos al mozo de cuadra. Jackcondujo a Stephen hasta la sala de juego,pasando bajo una serie de magníficoscandelabros, y le dio una moneda de dieciochopeniques a un hombre que estaba sentado trasuna pequeña mesa próxima a la puerta.

–Confiemos en que el juego valga la pena -dijo, mirando a su alrededor.

Craddock era frecuentado por oficiales ricos,caballeros provincianos, abogados, funcionariosdel Gobierno y otros civiles, y entre estos últimosJack vio a los hombres que buscaba.

–Ahí están -dijo-, hablando con el almiranteSnape. El de la peluca grande es el juez Wray. Elotro es su primo, Andrew Wray un hombre muy

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importante en Whitehall, que pasa la mayoría deltiempo aquí por asuntos relacionados con elMinisterio de Marina. Creo que ya han separadonuestra mesa, pues veo a Carroll ya preparado,esperando a que terminen de hablar con elalmirante. Es ese tipo alto con una chaqueta azulceleste y pantalones blancos. Ahí tienes a unhombre que realmente entiende de caballos. Susestablos están después de pasar Horndean.

–¿Caballos de carrera?–¡Sí, por supuesto! Su abuelo era el

propietario de Opto, así que lo lleva en la sangre.¿Te apetece echar una partida? Aquí jugamossegún la versión francesa del juego.

–No, pero me sentaré a tu lado, si no teimporta.

–Me alegra mucho, porque así me darás unpoco de tu suerte. Tú siempre eres afortunado enel juego de cartas. Ahora tengo que ir almostrador a comprar algunas fichas.

Mientras Jack estaba ausente, Stephen sepaseó por la habitación. Muchas mesas yaestaban ocupadas, y en algunas, en silencio ycon concentración, se jugaban partidas del

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científico whist, pero él tenía la sensación de quela noche aún no había comenzado realmente.Encontró a algunos conocidos de la Armada, yuno de ellos, el capitán Dundas, le dijo:

–Espero que esta tarde él demuestre quesigue siendo Jack el Afortunado, porque laúltima vez que estuve aquí…

–¡Ah, estás aquí, Heneage! – exclamó Jack alllegar a su lado-. ¿Quieres unirte a nosotros?Tenemos una mesa para jugar al Van John.

–No, Jack. Los pobres que cobramos mediapaga no podemos hacer las mismas cosas quelos nabobs[6] como tú.

–Entonces, vamos, Stephen. Ya van asentarse -dijo y condujo a Stephen al otroextremo de la sala-. Juez Wray, permítamepresentarle al doctor Maturin, un íntimo amigo.Señor Wray. Señor Carroll. Señor Jenyns.

Se hicieron inclinaciones de cabeza unos aotros, dijeron frases corteses y se sentaronalrededor del amplio tapete verde. El jueztrasladaba la reserva judicial a la vida socialhasta tal punto que Stephen no notó en él másque su vanidad. Andrew Wray, su primo, era un

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poco más joven y, obviamente, mucho másinteligente. Había trabajado a las órdenes de losprincipales políticos que eran altos cargos delAlmirantazgo y, por lo que Stephen había oído,estuvo relacionado con los departamentosencargados de los nombramientos y de laadministración de fondos. Jenyns, un hombre decara ancha y pálida, que había heredado unaenorme fábrica de cerveza, llamaba poco laatención. Pero Carroll era una persona muchomás interesante. Era tan alto como Jack, peromenos fornido. Tenía la cara larga como la de uncaballo, pero un caballo dotado de gran viveza einteligencia. Mientras barajaba las cartas, que sedeslizaban obedientes entre sus dedos, clavó enStephen sus expresivos ojos azules, tan azulescomo los de Jack, y en su rostro apareció unasonrisa triunfante que obligaba a responder conotra.

Cada uno robó una carta y al señor Wray letocó repartirlas. Stephen no conocía bien aquellaversión del juego, aunque sus reglas eran comolas de un juego infantil y estaban suficientementeclaras. Durante un rato le divirtieron los gritos:

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«¡Decenas imaginarias!» «¡Rouge et noir!»«¡Simpatía y antipatía!» «¡Solo y en compañía!»«¡Reloj!» También se distrajo observando susrostros. La altivez del juez dejó paso a unadisimulada satisfacción, y ésta fue reemplazadapor la rabia, que expresó haciendo una horriblemueca con la boca. Su primo mostraba unadeliberada indiferencia, pero de vez en cuando letraicionaba el brillo de sus ojos. Carroll estaballeno de vitalidad y entusiasmo, y su mirada lerecordaba a Stephen la de Jack cuando iba aentablar un combate con su barco. Jack parecíallevarse bien con todos, incluso con el flemáticoJenyns, y daba la impresión de que les conocíadesde hacía muchos años, pero eso no era muysignificativo, pues, por ser un hombre abierto yamistoso, siempre se avenía con quienes leacompañaban, y Stephen sabía que incluso sellevaba bien con caballeros provincianos quesólo hablaban de bueyes. No había dinero sobrela mesa, sólo fichas. Éstas se movían de un lugara otro, pero todavía sin una tendenciadeterminada, y puesto que Stephen no sabía loque representaban, rápidamente perdió el

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interés que tenía en ellas. La forma de algunasde las fichas le hizo recordar el pescado queSophie había encargado y se marchósilenciosamente. Avanzó por la concurrida callemayor, pasó el George y llegó hasta Holland,donde compró un par de hermosas lampreas (supescado favorito) y las platijas. Con todo esobajó hasta la playa, donde los tripulantes delMentor, que habían acabado de recibir su paga,estaban cantando y gritando alrededor de unahoguera junto con gran cantidad de aquellasrollizas jóvenes que eran llamadas salvajes, y conchulos, aprendices holgazanes y rateros. Lahoguera proyectaba hacia arriba un rojoresplandor a través del aire de la noche,acentuando la oscuridad. Muy por encima de ellapodían verse las aturdidas gaviotas, cuyas alashabían tomado un color rosado, y en medio delas llamas estaba la efigie del primer oficial delMentor.

–Compañero -le susurró Stephen al oído a unmarinero absorto al cual una «salvaje» le estabarobando descaradamente-, cuidado con la bolsa.

Pero mientras decía esto sintió que tiraban

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fuertemente del paquete que tenía bajo el brazo.Las lampreas y las platijas se esfumaron y unveloz pillete de apenas tres pies de alturadesapareció entre la muchedumbre. Stephenvolvió a la tienda, en la que no pudo encontrarmás que un salmón a un precio muy alto y un parde platijas con la piel arrugada. Su olor se hizomás fuerte a medida que se calentaron con elcalor de su pecho y Stephen dejó el paquetedonde estaban los caballos antes de volver a suasiento. Todo parecía estar como lo habíadejado, excepto que el montón de fichas de Jackse había reducido tanto que ahora era muypequeño. Todavía gritaban: «¡Paga ladiferencia!» y «¡Antipatía!», pero era evidenteque existía mayor tensión. Jenyns tenía muchomás sudor en su cara ancha y pálida, Carrollestaba tan excitado que parecía electrizado y losdos Wray estaban más reservados y cautelosos.Al robar una carta, Jack hizo caer una de lasfichas que le quedaban, un pez de madreperla.Stephen la recogió y Jack le dijo:

–Gracias, Stephen, esto es un poni.–Más bien parece un pez -dijo Stephen.

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–Eso en nuestra jerga quiere decir«veinticinco libras» -dijo Carroll, sonriéndole.

–¿Ah, sí? – dijo Stephen, dándose cuenta deque se jugaban cantidades de dinero mucho másgrandes de lo que imaginaba.

Entonces observó el estúpido juego con unaatención mucho mayor y muy pronto empezó apensar en que era extraño que Jack perdieratanto y con tanta frecuencia. Andrew Wray yCarroll eran los principales ganadores y el juezparecía estar más o menos igual que cuandohabía empezado. Tanto Jack como Jenynshabían perdido mucho, y apenas media horadespués que Stephen había regresado pidieronnuevas fichas. En esa media hora, Stephen sehabía convencido de que algo extraño ocurría.Algo impedía que se cumpliera la ley deprobabilidades. No sabía lo que era, pero estabaseguro de que si podía descubrir aquel códigolograría probar que era real la colusión cuyaexistencia presentía. Dejó caer un pañuelo, locual le permitió observarles los pies, un medio decomunicación muy utilizado, pero sus pies no leindicaron nada. Entonces, ¿cuál era el pacto?

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¿Entre quiénes era? ¿Realmente estaba Jenynsperdiendo tanto como parecía o era un hombremás astuto de lo que aparentaba? Era fácil veruna gran complicación y exagerar las cosas enasuntos de ese tipo, sin embargo, en cienciasnaturales y en el espionaje, una buena regla eraanalizar lo obvio primero y resolver las partesmás fáciles del problema. El juez tenía lacostumbre de tamborilear con los dedos en lamesa, lo mismo que su sobrino, y eso erabastante normal. Pero… ¿No estaba AndrewWray tamborileando de una determinadamanera? Aquel no se parecía mucho al habitualmovimiento rítmico que hace un hombre cuandosigue una melodía con variaciones. ¿Seequivocaba al pensar que Carroll, con su miradaaguda y ambiciosa como la de un pirata,observaba atentamente esos movimientos?Puesto que no era capaz de llegar a unaconclusión, empezó a caminar alrededor de lamesa y se detuvo detrás de Wray y de Carrollpara establecer una posible relación entre eltamborileo y las cartas que tenían. Pero esto nole sirvió de mucho. Apenas había acabado de

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colocarse allí cuando Wray mandó a buscarsándwiches y media pinta de jerez, así que eltamborileo cesó, pues si una mano sujeta unsándwich, obviamente no puede moverse. Noobstante, cuando llegó el vino, la ley deprobabilidades se cumplió, a Jack le cambió lasuerte, pudo recuperar una moderada cantidad ycuando se levantó era un poco más rico quecuando se había sentado.

Jack no se mostró petulante, pero Stephensabía que interiormente se sentía muy satisfecho.Por otra parte, todos aquellos caballerosparecían haber jugado por gusto, ya que nodejaban traslucir ninguna emoción.

–Me has traído suerte, Stephen -dijo cuandose montaron en los caballos-. Has puesto fin a lahorrible serie de cartas que he tenido durantetantas semanas, la peor que he visto en mi vida.

–También te he traído un salmón y un par deplatijas.

–¡El pescado de Sophie! – exclamó Jack-.¡Dios mío! ¡Se me había olvidado por completo!Gracias, Stephen. Eres un amigo como sólo hayuno entre mil.

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Atravesaron Cosham en silencio, esquivandoa marineros borrachos, soldados borrachos ymujeres borrachas. Stephen sabía que Jackhabía saneado su economía gracias a laoperación Mauricio. Incluso descontando la partedel almirante, los honorarios del procurador y lorecibido por los funcionarios corruptos, losbarcos mercantes recuperados, con todaprobabilidad, bastaban para colocarle entre losprimeros puestos de la lista de capitanes quehabían conseguido grandes botines. Aun así…Cuando dejaron atrás las casas, dijo:

–Debería decirte algunas de esas cosasdesagradables que se supone que noscorresponde decir a los amigos, pero comorecientemente te he pedido una gran suma dedinero, no puedo hacer una apología del ahorro,ni siquiera de la prudencia, con la honestidad y laconvicción suficientes. Por eso me guardaré laspalabras y me contentaré con señalar que, aldecir de muchos, lord Anson, cuya fortuna tenía lamisma procedencia que la tuya, dio la vuelta almundo pero no quedó atrapado en el mundo.

–Entiendo lo que quieres decir -dijo Jack-.

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Crees que ellos son unos estafadores y yo untonto.

–No afirmo nada, sólo digo que yo en tu lugarno volvería a jugar con esos hombres.

–¡Vamos, Stephen! ¡Mira que pensar eso deun juez y de un alto funcionario del Gobierno!

–No estoy haciendo una acusación, aunque situviera pruebas en vez de sospechasúnicamente, el hecho de que un hombre fuerajuez no tendría mucha importancia. No hay dudade que es inapropiado y mezquino hablar mal decualquier colectivo, pero da la casualidad de quetodos los jueces que he conocido han sidodesdeñosos, y pienso que eso no sólo se debe ala mala influencia de su autoridad sino también ala de su justificada indignación. Quienes juzgan ysentencian a los delincuentes les tratan con talseveridad que parecería excesiva en un arcángely es totalmente inapropiada en un pecador quejuzga a otro que, además no puede defenderse.A diario muestran su indignación y sonaplaudidos públicamente. Recuerdo a un juezque literalmente echaba espuma por la bocacuando condenaba al destierro a un

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desafortunado muchacho por haber realizado elacto carnal con una honrada joven de singularbelleza. Sin embargo, él era un hombre dado alos placeres sensuales, un libertino, undepravado y un asiduo aunque discreto visitantedel establecimiento de Mamá Abbott, en la calleDover. Y recuerdo que otro, en cuya casa yohabía bebido vino, té y coñac de contrabando, ledecía furioso a un contrabandista que lasociedad debía protegerse de hombresmalvados como él y sus cómplices. No es miintención llamar a ese juez amigo tuyo estafador,pero tal vez su respetabilidad no sea más queuna pantalla.

–Bueno, tendré cuidado con ellos -dijo Jack-.Tenemos otra cita la próxima semana, peromantendré los ojos muy abiertos. Es una cuestióndelicada… No sería conveniente ofender aAndrew Wray…

Empezaron a subir la colina y oyeron elgraznido de un chotacabras que estaba posadoen la horca de la cima. Después de recorrermedia milla, Jack dijo:

–No puedo creer eso de él. Es un hombre

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muy importante en la City, entre otras cosas.Entiende de inversiones y una vez me dijo que sicompraba acciones de banco obtendría grandesbeneficios antes de que terminara el mes.Entonces el señor Perceval hizo unasdeclaraciones y algunos ganaron miles de libras.Pero no soy tan tonto como para eso, Stephen.La inversión en valores y acciones es como eljuego, así que prefiero seguir con lo que conozcobien: barcos y caballos.

–Y extraer plata de las minas.–Eso es completamente distinto -replicó

Jack-. Se lo digo siempre a Sophie: los Lowtherno sabían nada del carbón cuando fueencontrado en sus tierras y sólo tuvieron queescuchar a los expertos, asegurarse de que setomaran las medidas necesarias y contratar a uncapataz para convertirse en la familia más ricadel norte, con uno de sus miembros, que tiene eltítulo de lord, actualmente en el Almirantazgo, yDios sabe cuántos más en el Parlamento. Peroella no soporta al pobre Kimber, aunque es unhombre muy amable y cortés, y dice que es unfalso proyectista. Fuimos al teatro la última vez

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que estuvimos en la ciudad, y un tipo que estabaallí, en el escenario, dijo que no sabía por qué,pero cada vez que estaba en desacuerdo con sumujer daba la casualidad de que era ella la queestaba equivocada, y aunque todo el mundo serió y aplaudió, pensé que había expresado muybien la idea. Le susurré al oído a Sophie:«¡Carbón!», pero ella se reía con tantas ganasque no se dio cuenta de lo que quería decir.

Entonces suspiró y, con un tono muy distinto,dijo:

–¡Oh, Stephen! ¡Mira cómo brilla Arturo! Esesa estrella de color naranja. Mañana soplará elviento del suroeste con mucha fuerza o me dejode llamar Jack. Es un viento húmedo, ¿sabes?

En la casa les esperaba el caldo, y Sophie,sonrosada y soñolienta, cumpliendo con su deberde esposa, se lo sirvió. Mientras Stephen setomaba el suyo, Jack salió de la habitación yregresó con una maqueta de un hermoso barco.

–Mira lo que ha hecho Moses Jenkins, elescultor del astillero. Esto es lo que yo llamoarte… No tiene ni comparación con Fidias. Loreconoces, ¿verdad?

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Stephen se inclinó y observó la parte delbarco que estaba por encima de la línea deflotación. El mascarón de proa, una mujer con unvestido largo y amplio que parecía levantarmisteriosamente la tapa de una fuente o tocar elcímbalo, le era familiar, pero hasta que no vio unvoluminoso perro amarillo con manchas queestaba justo detrás, cerca de la borda, norecordó el nombre del barco.

–El viejo y horrible Leopard.–Exactamente -dijo Jack satisfecho,

mirándole con afecto-. Temía que latransformación de la popa te confundiera, pero lohas reconocido enseguida. Es el nuevo Leopard.Aquí están las barras diagonales, ¿ves? Éstasson las curvas de hierro de Roberts. Y todo estoque está por detrás del alcázar se ha rehecho. Loúnico que no me gusta mucho es el nuevocodaste. Está hecho a escala. Las cubiertasdonde están los cañones miden ciento cuarenta yseis pies y cinco pulgadas, la quilla ciento veintepies y tres cuartos de pulgada, los baos cuarentapies y ocho pulgadas, y el arqueo, según nuestrométodo, es de mil cincuenta y seis toneladas. ¡Es

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la embarcación ideal para un largo viaje! Tieneun calado pequeño, de quince pies y ochopulgadas solamente, aunque la bodega tiene unaprofundidad de diecisiete pies y seis pulgadas.¿Recuerdas cómo deseábamos tener clavos dediez peniques en nuestra querida Surprise? ElLeopard tendrá clavos de diez peniques y todaclase de pertrechos en grandes cantidades. Ytiene muchos dientes, como puedes ver:veintidós cañones de veinticuatro libras en lacubierta inferior, veintidós de doce libras en lacubierta superior, dos de seis libras en el castilloy cuatro de cinco libras en el alcázar. Además,colocaré mis cañones de bronce de nueve librasen la popa. En total, el peso de las balas quelanza cada batería es de cuatrocientas cuarenta yocho libras, y eso es más que suficiente paravolar cualquier fragata de los holandeses o losfranceses, pues ellos no tienen barcos de líneaen esa zona tan lejana donde se encuentran lasislas Molucas.

–¡Las islas Molucas! – murmuró Stephen yenseguida pensó que debía preguntar algo más-.¿Qué dotación tendrá?

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–Trescientos cuarenta y tres hombres. Cuatrotenientes, tres tenientes de Infantería de marina ydiez guardiamarinas. Y el cirujano tendrá dosayudantes, Stephen. No nos faltará compañía niespacio. Otra de las cosas que me gusta de estamisión es que tengo tiempo de prepararme yestaré acompañado de gente de mi agrado. TomPullings será el primer oficial, Babbington está alllegar de las Antillas y a Mowett espero recogerleen el cabo de Buena Esperanza. Podrás ver aPullings el jueves, junto con Heywood. Tomtendrá tantos deseos como nosotros de sabercosas sobre esos mares y sobre Bligh, ya que,obviamente, tendrá que tomar el mando si…,quiero decir, debe tomar el mando si bajo atierra.

Llegó el jueves, y con él Tom Pullings. Por laespontánea manifestación de su alegría al ver denuevo a Jack y a Stephen, parecía seguir siendoaquel joven de piernas y brazos largos, decuerpo tubular, tímido y afable que Stephen habíaconocido cuando era guardiamarina, muchosaños atrás. Sin embargo, era ya un hombremucho más pesado y más fuerte, tanto de

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carácter como físicamente. Y por la firmeza conque sujetaba al pequeño George -a quien habíatraído para que pudieran verle- y también por sucomportamiento ante el capitán Heywood, eraevidente que se encontraba en la plenitud de suvida. Su comportamiento era respetuoso, porsupuesto, pero era el comportamiento de unhombre que había servido durante muchos añosen la Armada y que conocía perfectamente suprofesión.

A pesar de sus deseos, averiguaron muypocas cosas sobre Bligh. Heywood no queríahacerle una crítica al capitán Bligh. Dijo que eraun experto navegante…, era muy susceptiblepero no se daba cuenta de que ofendía a losdemás…, un día desmentía a alguien delante detodos los marineros y al día siguiente le invitabaa comer…, una persona no sabía nunca lo quepensaba de ella…, a Christian, el ayudante deloficial de derrota, le hizo la vida imposible,aunque probablemente le estimaba a su manera,una manera muy extraña…, no sabía lo quepensaba de él la tripulación del Bounty, no teníani la más remota idea…, se asombró cuando la

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tripulación se rebeló contra él…, era un hombreraro y caprichoso…, se había esforzado porenseñarle a hacer las mediciones lunares, perole había maldecido con profundo odio y le habíadeseado la muerte…, llevó al carpintero ante unconsejo de guerra por insolencia después delograr terminar con vida el viaje que realizaronjuntos en el bote… ¡Después de recorrer cuatromil millas en un bote, hacer que a un hombre lejuzguen en Spithead!

Después hubo un silencio, interrumpidosolamente por el ruido de las nueces alromperse. Heywood era un adolescente enaquella época. Al despertarse de un profundosueño se encontró con que el barco estaba enmanos de los audaces amotinados -armados yfuriosos-, el capitán estaba prisionero y losmarineros bajaban el bote al agua. Habíavacilado, había perdido la cabeza… y finalmentedescendió. Eso no era un grave delito, perotampoco una heroicidad, y prefería no seguirhablando de ello.

Jack, que comprendía bien sus sentimientos,pasó la botella. Después de un rato, Stephen le

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preguntó al capitán Heywood si podía decirlealgo sobre los pájaros de Tahití. Realmentepodía decirle muy poco. Se acordaba de quehabía papagayos de diferentes clases, algunaspalomas y también gaviotas «del tipo común».

Stephen se quedó ensimismado mientrasellos hablaban sobre las características delLeopard, y no salió de ese estado hasta queHeywood exclamó:

–¡Edwards! ¡Ése es un hombre sobre el cualno tengo reparos en dar mi opinión! Era unsinvergüenza y un mal marino. Espero que seabrase en el infierno.

El capitán Edwards, al mando del Pandora,había sido enviado a capturar a los hombres quehabían participado en el motín y había encontradoa los que permanecían en Tahití. Heywoodrecordó lo ingenuo que había sido, pues encuanto el barco había sido avistado, habíazarpado muy alegre en un bote de remos,esperando un amable recibimiento. Vació suvaso y, lleno de resentimiento y amargura, dijo:

–Ese maldito canalla nos puso grilletes yconstruyó en el alcázar un objeto de cuatro por

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seis metros que llamó la caja de Pandora, dondenos metió a todos, a los catorce, a inocentes y aculpables juntos. Nos tuvo encerrados allí más decuatro meses, mientras buscaba a Christian y alos demás. Pero no pudo encontrarles, el muyestúpido. Tuvimos los grilletes puestos todo eltiempo y no nos permito salir ni siquiera para irhasta la proa, y todavía estábamos en la caja ycon los grilletes puestos cuando el malditoimbécil hizo chocar el barco contra un arrecife ala entrada del estrecho Endeavour. ¿Y sabenustedes lo que hizo por nosotros cuando el barcose estaba hundiendo? Nada en absoluto. Enningún momento mandó que nos quitaran losgrilletes ni que abrieran la caja, aunque el barcotardó horas en hundirse. Si el cabo de Infanteríade marina no nos hubiera tirado las llaves através del escotillón en el último momento, todosnos hubiéramos ahogado. Hubo una horriblepelea y cuatro hombres fueron pisoteados ymurieron por asfixia. Teníamos el agua alcuello… Además, aunque ese malvado habíabajado cuatro botes, fue tan poco inteligente queno los dotó de muchas provisiones. Unas pocas

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galletas y dos o tres jarras de agua fue todo loque tomamos hasta que llegamos al territorioholandés de Coupang, a más de mil millas dedistancia. De no haber sido por el oficial dederrota, el muy torpe nunca habría sido capaz deencontrar Coupang. Si no fuera poco caritativo,haría un brindis por su condenación eterna.

Pero Heywood bebió sin decir nada, yenseguida su estado de ánimo cambió. Leshabló de los mares que rodeaban las IndiasOrientales, las maravillas de Timor y Ceram, loscasuarios que se posaban mansamente entre laspacas de especias, las asombrosas mariposasde Célebes, el rinoceronte de Java, las ardientesmujeres de Surabaya, las corrientes del estrechode Alor. Sus relatos eran fascinantes, y a pesarde los mensajes que llegaban del salón, donde elcafé se estaba enfriando, todos se hubieranquedado escuchándole eternamente. Perocuando Heywood hablaba de los barcos deperegrinos que partían rumbo a Arabia, su voz sequebró. Repitió sus palabras una o dos veces,mirando nervioso a uno y otro lado, se agarrófuertemente de la mesa, se puso de pie y estuvo

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tambaleándose y sin poder hablar hasta queKillick y Pullings le sacaron de allí.

–¡Sería un viaje interesantísimo! – exclamóStephen-. ¡Cuánto me gustaría poder hacerlo!Desgraciadamente…

–¡Oh, Stephen! – exclamó Jack-. Contabacontigo.

–Ya conoces, aunque sea un poco, losasuntos de que me ocupo, Jack. No soy mipropio dueño y me temo que cuando vuelva deLondres, adonde debo ir el martes, tendré quedeclinar tu oferta. Pero al menos puedoprometerte que tendrás un excelente cirujano.Conozco a uno que daría un ojo de la cara poracompañarte, un joven muy inteligente, que nosólo es un brillante cirujano sino también un grannaturalista, una autoridad en corales.

–¿Es ese tal señor Deering a quienmandaste todo el coral que recogimos enRodríguez?

–No. John Deering es el hombre del cual tehablé esta tarde. Murió cuando le cortaba con mibisturí.

CAPÍTULO 2

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Cuando la silla de posta llegó a las afuerasde Petersfield, Stephen Maturin abrió su maletín ysacó una botella cuadrada. La miró conansiedad, pero pensó que, a pesar de susdeseos, debía actuar según sus principios yafrontar la crisis sin aliados de ningún tipo.Entonces bajó el cristal y la arrojó por laventanilla.

La botella no cayó sobre la hierba de la orilladel camino sino que chocó contra una piedra yexplotó como una granada, cubriendo el caminode láudano. El cochero se volvió al oír el ruido,pero al ver que el pasajero tenía una expresiónhosca y, con sus ojos claros muy abiertos, lemiraba fijamente, fingió que observaba coninterés un tílburi que les adelantaba y le gritó alcochero de éste que, en caso de que quisieradeshacerse de su caballo, encontraría unmatarife apenas un cuarto de milla más adelante,al doblar la primera curva a la izquierda. EnGodalming, donde cambiaron los caballos, le dijoa su compañero que tuviera cuidado con el tipoque iba en la silla de posta, pues era muy raro ypodía ponerse furioso o vomitar mucha sangre,

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como aquel caballero en Kingston, y ya se sabíaquién tendría que limpiarlo todo. El nuevocochero dijo que, en ese caso, vigilaría al tipo yninguno de sus movimientos se le escaparía. Sinembargo, mientras avanzaban por el camino,llegó a la conclusión de que por mucho que levigilara no podría evitar que vomitara muchasangre si tenía ganas de hacerlo, y se pusocontento de que Stephen le mandara parar enuna botica de Guildford, pues pensó queseguramente el caballero quería comprar algunamedicina que le hiciera sentirse bien durante elresto del viaje.

En realidad, el caballero y el boticariobuscaron en las estanterías un frasco con la bocalo suficientemente ancha como para quecupieran las manos que Stephen llevabaenvueltas en su pañuelo. Por fin lo encontraron,pusieron las manos dentro y lo llenaron de unalcohol purísimo. Entonces Stephen dijo:

–Ya que estoy aquí, podría llevarme tambiénuna pinta de tintura de opio, de láudano.

Se guardó la botella en el bolsillo del abrigo yllevó el frasco sin envolver hasta la silla de posta.

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El cochero, que a través del purísimo alcoholpudo distinguir claramente las manos grises conuñas azuladas, subió sin decir palabra, pero lecontagió su excitación a los caballos, yrecorrieron el camino de Londres, atravesaronRipley, Kingston y Putney Heath, cruzaronVauxhall, donde tuvieron que pagar portazgo,atravesaron el puente de Londres y llegaron a unhostal llamado Grapes en el condado de Savoy -en el cual Stephen tenía alquiladapermanentemente una habitación- con tal rapidezque la hostelera dijo:

–¡Oh, doctor, no le esperaba hasta dentro deuna hora o más! ¡Todavía no he puesto su cenaal fuego! ¿Quiere tomar un cuenco de sopa,señor, para reponerse del viaje? Le daré uncuenco de sopa y luego, en cuanto esté hecha, laternera.

–No, señora Broad -respondió Stephen-. Sólome cambiaré de ropa. Tengo que volver a salirenseguida. Lucy, cariño, ten la amabilidad desubir el maletín. Yo llevaré el frasco. Aquí tiene,cochero, por todas las molestias.

En Grapes estaban familiarizados con las

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costumbres del doctor Maturin, y un frasco másno tenía importancia. Verdaderamente, el frascofue incluso bien recibido, pues el pulgar de unahorcado era uno de los mejores amuletos quepodía haber en una casa, diez veces másefectivo que la propia cuerda, y en este casohabía dos pulgares. Así pues, el frasco no lescausó sorpresa, pero cuando vieron reaparecera Stephen con una elegante chaqueta verdebotella y el pelo empolvado se quedaron sinhabla. Le miraron con disimulo y luego fijamente,aunque no deseaban hacerlo, pero él no se diocuenta de las miradas que le lanzaban y subió alcoche sin decir nada.

–Nadie diría que es el mismo caballero -dijola señora Broad.

–A lo mejor va a una boda -dijo Lucy,llevándose las manos al pecho-. A una de esasbodas por poderes que se celebran en el salón.

–No hay duda de que lo ha hecho por unamujer -dijo la señora Broad-. ¿Quién ha visto queun caballero polvoriento se ponga tan elegante sino es por una mujer? A la verdad, tenía deseosde quitarle la etiqueta de la corbata, pero no me

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atreví, a pesar de conocerle desde hace tantosaños.

Stephen le dijo al cochero que le dejara enHaymarket, pues recorrería el resto del caminoandando. Disponía de casi una hora todavía, asíque atravesó despacio el mercado de SaintJames en dirección a Hyde Park y cruzó la plazade Saint James siguiendo media docena desenderos. En esa parte de la ciudad su ropa nollamaba la atención de nadie, excepto de lasnumerosas mujeres que compartían la calle conél, que estaban de pie en la entrada de lastiendas, los soportales y los pórticos. Algunasexhibían su pecho con una expresión de rabia,disgusto e incluso desdén, dispuestas asatisfacer gustos especiales, otras eran tanjóvenes (en realidad, unas chiquillas) que eraasombroso que encontraran clientes, incluso enuna ciudad tan grande como ésa. Una le aseguróque le daría un buen desayuno, con salchichas, siiba con ella. Ya pesar de que él rechazó suofrecimiento diciéndole que iba a ver a su novia,la idea de la comida le estimuló y entró en uno delos callejones frecuentados por soldados de

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infantería que había al otro lado de la calle SaintJames, y le compró un pastel de cordero a unaanciana con un brasero encendido, con laintención de comérselo mientras caminaba.Siguió andando hasta el club Almack, dondedaban un baile, y entonces se detuvo junto a unpequeño grupo de gente que estaba mirando loscoches que llegaban. Le dio uno o dosmordiscos, pero ya no tenía apetito, su apetitohabía sido puramente teórico. Le ofreció el pastela un perro que estaba a su lado, un perro grandey negro que pertenecía a un club cercano. Elperro lo olió, miró a Stephen desconcertado, sepasó la lengua por la boca, se dio la vuelta y sealejó. Un niño raquítico dijo:

–Yo me lo comeré, si usted quiere,gobernador.

–Que te aproveche -dijo Stephen, alejándose.Atravesó Green Park, iluminado débilmente

por la luna en cuarto menguante. Podíandistinguirse vagamente algunas parejas ytambién algunas personas solas, que parecíanesperar a alguien, entre los árboles máspróximos. Stephen no era un cobarde, pero en el

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parque habían ocurrido muchos crímenesrecientemente, y como esa noche apreciaba mássu vida que de costumbre, a pesar de quecontrolaba sus emociones gracias a laexperiencia por una parte y a la prudencia (o lasuperstición) por la otra, su corazón latía como elde un niño. Tomó un atajo para ir a Piccadilly yluego bajó hasta la calle Clarges.

El número siete era una enorme casaconvertida en un conjunto de apartamentos dealquiler cuya entrada común estaba vigilada porun portero, así que en cuanto Stephen llamó a lapuerta, ésta se abrió.

–¿Está la señora Villiers en casa? – inquiriósecamente, con un tono formal que ocultaba suesperanza y su tremenda ansiedad.

–¿La señora Villiers? No, señor. Ya no viveaquí -respondió el portero con tono resuelto ydespectivo e hizo ademán de cerrar la puerta.

–En ese caso -dijo Stephen entrandorápidamente-, quisiera ver a la dueña de la casa.

La dueña de la casa estaba encantada deverle… (En realidad, había estado mirándole através de la cortina de una puerta de cristal que

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daba al vestíbulo.) Sin embargo, no estabadispuesta a darle información. No sabía nada. Ensu casa no había pasado nunca una cosa así,nunca un agente de la estación de policía de lacalle Bow había cruzado el umbral de la puerta.Ella siempre había puesto gran cuidado enasegurarse de que todos los inquilinos de sucasa estuvieran fuera de toda sospecha y nuncahabía tolerado ni la más mínima irregularidad.Toda la vecindad, todos los parroquianos deSaint James, todos los comerciantes, podían dartestimonio de que la señora Moon nunca habíatolerado ni la más mínima irregularidad. De loscomentarios posteriores, que hicieron referenciaa lo difícil que era mantener una buenareputación, se deducía que había cuentas sinpagar, y Stephen dijo que cualquier problemarelativo a esa cuestión sería solucionadoinmediatamente, pues él mismo se encargaría depagar las cuentas pendientes. Dio su nombre ydijo que estaba autorizado para hacerlo, ya queera el consejero médico de la señora Villiers ytambién el consejero médico de algunosmiembros de su familia.

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–¿Doctor Maturin? – repitió la señora Moon-.Hay una carta para un caballero con ese nombre.Voy a buscarla.

Trajo una hoja doblada y lacrada, con elnombre del destinatario escrito en aquella letraque él conocía tan bien, y un buen número defacturas enrolladas y atadas con una cinta queestaban encima del escritorio. Stephen seguardó la carta en el bolsillo y echó un vistazo alas facturas. Nunca había pensado que Dianafuera capaz de tener moderación ni que pudieravivir de acuerdo con sus ingresos ni con ingresosde ningún tipo, pero algunas partidas le dejaronperplejo.

–Leche de burra -dijo en voz alta-. La señoraVilliers no la consume, señora, y si laconsumiera, ¡no lo permita Dios!, aquí hay másleche de burra de la que podría beberse unregimiento en un mes.

–No es para beber, señor -dijo la señoraMoon-. A algunas damas les gusta bañarse conella para mejorar el aspecto de su piel. Sinembargo, nunca he visto a una dama quenecesitara menos la leche de burra que la señora

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Villiers.–Bien, señora… -dijo Stephen después de un

rato, anotando las cantidades y poniendo unalínea debajo-, me gustaría que tuviera laamabilidad de contarme brevemente lo quemotivó que la señora Villiers se marchararepentinamente, pues, según tengo entendido, elapartamento estaba alquilado hasta el día deSan Miguel.

El relato de la señora Moon no fue breve nimuy coherente. Aparentemente, un caballeroseguido de varios acompañantes de fuertecomplexión había preguntado por la señoraVilliers, y cuando le dijeron que ella no podíarecibir a un caballero desconocido, le habíaordenado al portero, en nombre de la ley,quedarse donde estaba y había subido lasescaleras. Sus acompañantes habían sacadosus porras, que llevaban grabada una pequeñacorona, y nadie se atrevió a moverse. Ella nuncase habría enterado de que eran agentes de laestación de policía de la calle Bow de no habersido porque algunos de los que vigilaban lapuerta trasera y de los que entraron por la cocina

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se lo habían dicho a los sirvientes. Tambiénañadieron que el caballero era un mensajero delMinisterio del Interior o algo parecido, de algorelacionado con el Gobierno. Se oyeron gritosarriba y poco después el caballero y dos agentesde policía habían bajado a la señora Villiers y asu dama de compañía francesa y las introdujeronen un coche. Habían sido muy corteses, perofirmes. Le habían pedido a la señora Villiers queno hablara ni con la señora Moon ni con ningunaotra persona y habían cerrado con llave la puertadel apartamento al salir. Luego habían vuelto elcaballero y dos ayudantes y habían cogidonumerosos papeles.

Nadie sabía por qué había ocurrido aquello. Yel jueves, de repente, había regresado madameGratipus, la dama de compañía, y había hecho elequipaje de ambas. Aunque ella no hablabainglés, a la señora Moon le pareció entender algosobre América. Desgraciadamente, la señoraMoon no estaba en casa aquella tarde cuando laseñora Villiers había llegado con un caballero aquien llamaba señor Johnson. Era un caballeroamericano, a juzgar por su manera de hablar

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anticuada y con resonancia nasal, e iba muy bienvestido. Ella parecía estar muy contenta, se reíamucho. Había dado una vuelta por elapartamento para comprobar si todo había sidorecogido y había tomado una taza de té. Ydespués de darle una generosa propina a lossirvientes y dejar esa nota para el doctor Maturin,había subido al coche, y nunca más la habíanvuelto a ver. No había dicho adonde se dirigía, ylos sirvientes no habían querido preguntárselo, yaque era una dama de muy alta categoría y muydada a reprenderles con dureza por la másmínima impertinencia o atrevimiento. Noobstante, era muy querida por todos… Era unadama muy generosa.

Stephen le dio las gracias y luego le entregóuna letra de cambio por la suma total, diciéndoleque nunca llevaba una cantidad tan considerableen monedas de oro.

–Naturalmente que no -dijo la señora Moon-.Eso sería una gran imprudencia. No hace ni tresdías, en esta misma calle, a un caballero lerobaron catorce libras y el reloj poco después delcrepúsculo. ¿Quiere que William llame un tílburi o

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un coche para usted? Afuera está oscuro comoboca de lobo.

–Perdone… ¿Qué decía? – preguntóStephen, cuyo pensamiento estaba lejos de allí.

–¿No quiere llamar un coche, señor? Afueraestá oscuro como boca de lobo.

También en su interior estaba oscuro comoboca de lobo. Sabía que la carta que tenía en elbolsillo contenía frases de despedida y derechazo y acabaría con sus esperanzas.

–No, creo que no -respondió-. Sólo tengo quecaminar unos cuantos pasos.

Sus pasos le llevaron hasta un café en laesquina de la calle Bolton, y fueron muy pocospasos, como había dicho. Sin embargo, un grannúmero de pensamientos ya habían cruzado sumente cuando abrió la puerta, se sentó y pidiócafé. Esos pensamientos y muchos recuerdos sehabían formado infinitamente más rápido que laspalabras que hubieran podido expresarlos, sibien de manera imperfecta, y reconstruir lahistoria de su larga relación con Diana Villiers,una relación que había pasado por innumerablesmomentos tristes entremezclados con escasos

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momentos de gran alegría y que él, hasta esanoche, había tenido la esperanza de llevar a suculminación con éxito. Pero de la misma maneraque su razón se había resistido a admitir que contoda seguridad tendría éxito, se negaba ahora areconocer la prueba de su total fracaso. Puso lacarta sobre la mesa y estuvo mirándola duranteun rato. Hasta que no abriera la carta, existía laposibilidad de que contuviera una cita, de quecolmara sus esperanzas.

Por fin rompió el lacre.Maturin:De nuevo te he tratado de una forma

abominable, aunque esta vez toda la culpa no esmía. Ha ocurrido algo horrible que no tengotiempo de explicarte… Parece que una amigamía fue muy indiscreta. Tanto es así que he sidomolestada por una banda de cazadores deladrones, quienes registraron mis pocaspertenencias y mis documentos y me sometierona un interrogatorio durante horas interminables.No sé qué delito suponen que he cometido, peroahora que estoy en libertad estoy decidida aregresar a América enseguida. El señor Johnson

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está aquí y se ha ocupado de arreglarlo todo.Ahora comprendo que actué irreflexivamente acausa de mi resentimiento y que nunca deberíahaber vuelto a Inglaterra como una chiquillaimpulsiva y testaruda… Pero esas cuestioneslegales… se están solucionando…, requierenuna lenta deliberación. No volveré a verte,Maturin. Perdóname, pero eso no serviría denada. Piensa bien de mí, porque aprecio muchotu amistad. D. V.

Por un momento sintió deseos de rebelarse,rabia y desilusión y pensó en los ánimos quehabía tenido durante las últimas semanas, en lasesperanzas que había concebido a pesar de susrazonamientos y de las frecuentes y violentasriñas que ambos habían tenido, pero la llama deesos sentimientos se apagó, dejando solamenteuna gran pena, una profunda e indescriptibledesolación.

Cuando iba calle abajo en dirección al café,inmediatamente se había dado cuenta de quedos hombres le seguían, puesto que estabaacostumbrado desde hacía tiempo a esas cosas.Todavía estaban allí cuando salió, pero él no tuvo

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en cuenta su presencia. Sin embargo, evitaronque tuviera un desagradable encuentro en GreenPark mientras caminaba abstraído entre losárboles y sus pasos le llevaban hacia el este,hacia su hostal, donde enseguida quedó sumidoen un sueño pesado como el plomo.

Al despertarse, no reconstruyó lentamente loque había sucedido el día anterior, pues Abel, elbotones, lo evitó llamando a su puerta con granestruendo para avisarle que había llegado unmensajero al que no podía negarse a recibir, unmensajero con una carta oficial que debíaentregar al doctor personalmente.

–Hazle subir -dijo Stephen.Era una nota muy breve en la cual se le pedía,

mejor dicho, se le exigía a Stephen que sepresentara en el Almirantazgo a las ocho y mediaen vez de a la hora convenida. El tono eradiferente del habitual.

–¿Hay respuesta, señor? – preguntó elmensajero.

–Sí -respondió Stephen.Entonces escribió en el mismo tono formal:El doctor Maturin presenta sus respetos al

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almirante Sievewright y le asegura que se reunirácon él a las ocho y media esta mañana.

A las nueve menos cuarto, el almirante estabaesperando todavía al doctor Maturin, y a lasnueve, pues cuando Stephen atravesabaapresuradamente el patio, se había encontradocon el anterior jefe de los Servicios secretos dela Armada, sir Joseph Blaine, un apasionadoentomólogo y un fiel amigo, quien acababa desalir de una reunión del Alto Mando. Cruzaronalgunas palabras rápidamente, puesto que aStephen ya se le había hecho tarde, y, trasacordar verse después, se separaron y Stephenacudió a su cita y sir Joseph entró en SaintJames Park.

–Oiga, doctor Maturin, ¿qué demonios esesto? – inquirió el almirante cuando Stephenentró en la habitación-. Los hombres delMinisterio del Interior han atrapado a un par derameras que empleaban su tiempo en recopilarinformación secreta y entre sus documentos hanencontrado su nombre.

–No le entiendo, señor -respondió Stephen,lanzándole una mirada glacial al almirante.

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Era la primera vez que hablaba con él sin queestuviera presente el actual jefe deldepartamento, el señor Warren.

–Bueno -dijo el almirante-, no me andaré porlas ramas. A esas dos mujeres, una tal señoraWogan y una tal señora Villiers, las estabanvigilando desde hacía algún tiempo los hombresdel Ministerio del Interior, sobre todo a Wogan,por estar relacionadas con algunas personasdudosas que forman parte del grupo demonárquicos franceses que se encuentran aquí ycon agentes norteamericanos. Por fin decidieronactuar, y, en mi opinión, ya era hora de que lohicieran. En casa de Wogan encontraron algunosdocumentos realmente sorprendentes, muchosde los cuales los había recibido Villierscamuflados y se los había pasado a ella. Y en elapartamento de Villiers encontraron numerosascartas, incluyendo éstas.

Abrió una carpeta y Stephen pudo ver supropia letra.

–Bueno, eso es todo -dijo el almirantedespués de esperar en vano a que Stephenhablara-. He puesto todas las cartas sobre la

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mesa. He sido muy franco con usted. ElMinisterio del Interior exige una explicación.¿Qué debo decirle?

–Falta una carta -dijo Stephen-. ¿Cómo esposible que el Ministerio del Interior le pidainformación a usted? ¿Debo deducir de eso quemi identidad y, por tanto, la naturaleza de misactividades, han sido reveladas a un tercero sinmi conocimiento, violando el acuerdo explícitoque existe entre este departamento y yo, violandotodas las reglas que dan seguridad al espionaje?

Stephen daba gran importancia a su laborcomo espía. Odiaba con todas sus fuerzas latiranía de Napoleón y sabía con certeza que lehabía asestado algunos de los más duros golpesque había recibido en esa clase de lucha.Además, sabía que entre los diversos Serviciossecretos británicos había grandes diferencias yque algunos de ellos, por su falta de experiencia,tenían una asombrosa permeabilidad, la cualpodría traer como consecuencia que él dejara deser útil e incluso perdiera la vida. Lo que nosabía, debido a que tenía la mente embotada,era que el almirante estaba mintiendo. La señora

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Wogan tenía en su poder, entre otras cosas,algunos documentos relacionados con laArmada, que había conseguido gracias a uno delos lores de menos antigüedad en elAlmirantazgo, y, por tanto, el Ministerio delInterior se los había mandado al almirante, y erael propio almirante quien exigía una explicación.La pretendida franqueza con que había abordadoel asunto había engañado al aturdido Maturin,que sentía cómo su apatía era devorada por lasrojas llamas de la rabia, una rabia que le habíaacometido al creer que había sido traicionado,que su identidad había sido revelada.

–A fe mía que soy yo quien debe exigir unaexplicación -dijo con voz más fuerte-. Quiero queme explique inmediatamente cómo es posibleque los hombres del Ministerio del Interior ledieran mi nombre a usted.

El almirante estaba demasiadodesconcertado para responder con agudeza, asíque intentó esquivar la pregunta y, en un tonomás apaciguado, dijo:

–Primero permítame decirle las medidas quese han tomado. Se han evitado todas las

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posibles filtraciones, puede estar seguro de ello.Interrogamos a las mujeres por separado, y muypronto Warren consiguió sacarle a Woganinformación suficiente para ser ahorcada sindilación. Pero Wogan, una mujerextraordinariamente hermosa, tiene algunosprotectores respetables o, por lo menos, algunosmuy influyentes, y debido a eso, al hecho de queno era deseable un juicio y a que nos diovoluntariamente algunos nombres importantes,hicimos un trato, y ella solamente se declararáculpable de un delito que se castiga con eldestierro. Podíamos haber presentado contraella muchos cargos graves, incluyendo el deintento de asesinato, ya que le quitó la peluca almensajero de un disparo, pero decidimos actuarcon benevolencia. Por lo que respecta a Villiers,la otra, hemos decidido no proceder contra ella.Era difícil refutar su aseveración de que pasar lascartas era para ella simplemente un gestoamistoso y de que pensaba que por medio deellas Wogan se comunicaba secretamente conun hombre casado, y, por otra parte, el hecho deque haya adoptado la ciudadanía

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norteamericana plantea serios problemas de tipolegal. El Gobierno no quiere más complicacionescon los norteamericanos en esta fase de laguerra. Ya tenemos bastantes dificultades parasacar a la fuerza a los hombres de sus barcos,de modo que si tratáramos de sacar también alas mujeres… Además, probablemente seainocente. Al verla, pensé que su afirmación deque ayudaba a encubrir un romanceseguramente era cierta, pues algo así podría sercaracterístico de ella. Es una mujer incluso máshermosa que Wogan. Se defendía de unamanera sorprendente, se mantenía recta comouna flecha, mirándonos como un gato montes.Estaba roja de ira e insultaba al representantedel Ministerio del Interior como una verdulera,mientras su hermoso pecho temblaba. – Ja, ja!Yo mismo recibí un par de ataques… Quisieraque hubiera habido más… ¡Intrigas amorosas!¡Ja, ja!

–Es usted un impertinente, señor. Se haextralimitado. Exijo que responda a mi preguntaen lugar de expresarse de esa forma tan grosera.

Turbado por las sensaciones placenteras que

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provocaban sus voluptuosos pensamientos, elalmirante, en efecto, se había extralimitado. Sinembargo, esas palabras le hicieron volver a larealidad. Entonces palideció y, levantándose delasiento, gritó:

–Permítame recordarle, doctor Maturin, queexiste algo que se llama disciplina en la Armada.

–Permítame recordarle, señor -replicóStephen-, que existe algo que se llamahonestidad. Además, tengo que decirle que laspalabras con que se ha referido a esa damaserían groseras incluso en boca de un tabernerolibidinoso, y en la suya son sumamenteofensivas. Le doy mi palabra de que le he roto lanariz a un hombre por menos que esto. Adiós,señor. Ya sabe dónde encontrarme.

Cuando salía de la habitación, tropezó con unordenanza que iba a abrir la puerta en esemomento y, empujándolo, pudo salir por fin alpasillo.

–Mande a buscar a un grupo de infantes demarina -gritó el almirante con el rostro enrojecido.

–Sí, señor -respondió el ordenanza-. SirJoseph quería saber si el doctor Maturin todavía

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estaba aquí… Los infantes de marinainmediatamente, señor.

Stephen salió por una pequeña puerta decolor verde, una puerta secreta que daba alparque. El cansancio le invadió entonces,haciendo desaparecer su rabia y a la vez todassus preocupaciones, al igual que un manto haceextinguirse una llama. Sin embargo, apenashabía caminado un cuarto de milla hacia el estecuando notó que le temblaban las manos y lasrodillas y que tenía los nervios tan irritados queparecía que le hubieran desollado. Entonces seapresuró por llegar a Grapes para coger labotella cuadrada que estaba en la repisa de lachimenea.

La señora Broad, que estaba en la puertatomando el sol, le vio aparecer al otro extremo dela calle. Pudo leer en su rostro lo que le ocurríacuando él se encontraba todavía a unaconsiderable distancia, y cuando ya estaba muycerca, le dijo alegremente con su voz grave:

–Llega usted a tiempo para desayunartodavía, señor. Por favor, pase y siéntese en elsalón. Hay un buen fuego encendido y la

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temperatura es muy agradable. Sucorrespondencia está sobre la mesa y Lucy lellevará el periódico. El café estará listo dentro deun minuto. No hay duda de que le sentará biendesayunar ahora, señor, pues salió usteddemasiado temprano con el estómago vacío arecorrer esas calles tan húmedas.

Stephen hizo algunas objeciones. Pero nodebía subir porque estaban arreglando suhabitación y podría tropezar con las escobas ylos cubos en la oscuridad, de modo que estuvoallí sentado, mirando el fuego, hasta que el olor acafé recién hecho inundó la habitación, yentonces volvió la silla hacia la mesa.

La correspondencia consistía en TheSyphilitic Preceptor (El preceptor de lossifilíticos), acompañado de los saludos de suautor, y Philosophical Transactions (Cuadernosde filosofía). Después de tomarse dos vasospara calmar sus temblores, comiómecánicamente lo que Lucy le puso delante, yaque tenía toda su atención puesta en un estudiosobre la electricidad del torpedo[7].

–¡Cuánto admiro a este hombre! – murmuró,

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sirviéndose otra chuleta.Y allí estaba otra vez ese charlatán de

Mellowes, con su absurda teoría de que laconsunción es provocada por un exceso deoxígeno. Leyó el grueso y disparatado trabajopara rebatir los argumentos uno a uno.

–¿No me he comido ya una chuleta? –preguntó al ver que cambiaban el calientaplatos.

–Era una pequeña, señor -dijo Lucy,sirviéndole otra-. La señora Broad dice que nohay nada como una chuleta para fortalecer lasangre, pero que debe comerse caliente.

Hablaba en tono amable pero persuasivo,como si se dirigiera a alguien que no estuvieramuy bien. La señora Broad y ella sabían que nohabía comido nada durante el viaje, que no habíacenado ni desayunado y que había dormido conla camisa mojada.

Entre tostadas con mermelada, echó portierra la teoría de Mellowes, y al notar con quéindignación había subrayado la estúpidaperorata, pensó: «No estoy muerto».

–Sir Joseph Blaine desea verle, señor, si estádesocupado -dijo la señora Broad, contenta de

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que el doctor Maturin tuviera un amigo tanrespetable.

Stephen se levantó, acercó una silla al fuegopara que sir Joseph se sentara, le ofreció unataza de café y luego dijo:

–Supongo que viene de parte del almirante.–Sí -dijo sir Joseph-, pero con el deseo y la

esperanza de poner paz. Mi querido Maturin, letrató usted con extrema dureza, ¿no le parece?

–Sí -respondió Stephen-. Y sentiría la mayorsatisfacción del mundo si pudiera tratarle conmás dureza aún en el lugar y el momento queescoja. Estoy esperando a sus padrinos desdeque regresé, pero quizá sea tan cobarde que memande arrestar. No me sorprendería, por lo quele oí gritar.

–Estaba tan acalorado que podría haberhecho cualquier cosa. Tal vez sea una personamejor preparada para la parte física de este tipode tareas que para la parte intelectual, y, comousted sabe, nunca se contempló la posibilidad deque ejerciera…

–¿En qué estaba pensando el señor Warrencuando decidió dejar un asunto como ese en sus

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manos? Perdóneme por haberle interrumpido…–Está enfermo, muy enfermo. No le

reconocería…–¿Qué tiene el señor Warren?–Sufrió una parálisis. Le encontró su

lavandera al final de las escaleras en elTemple[8], donde reside. Había perdido el hablay tenía paralizados el brazo derecho y la piernaderecha. Le hicieron una sangría, pero dicen queera demasiado tarde y tienen muy pocasesperanzas de que se recupere.

Ambos estaban muy apenados por lo que lehabía ocurrido al señor Warren, su colega, unhombre de gran valía pero insulso, y les parecíaevidente que a consecuencia de su enfermedadaumentaría el poder del almirante Sievewright.

Después de una pausa, sir Joseph dijo:–Fue una suerte que yo volviera al

Almirantazgo en el momento oportuno. Es quehabía olvidado decirle que los entomólogoscelebran una reunión extraordinaria esta noche.Encontré al almirante enfurecido y le dejécalmado pero muy preocupado. Ahora estádispuesto a reconocer su error, hasta el punto

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que sería capaz de reconocerlo una persona desu rango en la Armada. Le dije que usted era uncolaborador voluntario, nuestro más valiosocolaborador, no un subordinado en nuestrodepartamento, y que el trabajo que ustedrealizaba, sin recibir remuneración y corriendograndes riesgos, nos había permitido lograrcosas extraordinarias, y le enumeré algunas deellas, así como algunas de las heridas que hasufrido. También le dije que la señora Villierspertenecía a una familia muy respetable y conmuchas relaciones y que era el objeto de su… -vaciló y observó ansioso el rostro inexpresivo deStephen antes de continuar- de su admiración yla conocía desde hacía muchos años, no desdefecha reciente, como él suponía. Añadí que lordMelville había dicho de usted que era tan valiosopara nosotros como tener cada día un nuevonavío de línea, y que yo había rechazado esacomparación diciendo que ningún navío de líneapor sí solo, ni siquiera uno de primera clase,podría haber derrotado a aquellas fragatasespañolas cargadas de tesoros en 1804.Además, le dije a Sievewright que si por la forma

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en que había tratado este asunto,indudablemente delicado, le había ofendido tantoa usted que nos veríamos privados de susservicios, estaba seguro de que el First Lordpediría un informe, y ese informe pasaría por mismanos. Pues debe usted saber que mi retiro, encierto modo, es teórico, ya que asisto a algunasreuniones como consejero casi todas lassemanas y me han halagado pidiéndome queacepte un cargo con importantes atribuciones, ySievewright sabe todo eso. Le pedirá disculpassi usted quiere.

–No, no. No deseo en absoluto causarlehumillación y, además, me parece despreciableactuar de esa manera. Sin embargo, será difícilque nos tratemos con mucha cordialidad cuandovolvamos a encontrarnos.

–¿Entonces no se marcha usted? ¿No nosabandona? – preguntó sir Joseph y le estrechó lamano a Stephen-. Me alegro mucho. Esto es loque esperaba de usted, Maturin.

–No me marcho -respondió Stephen-, pero,como usted bien sabe, sin un buen entendimientono se puede llevar a cabo nuestro trabajo.

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¿Cuánto tiempo estará el almirante connosotros?

–Durante casi un año -respondió sir Josephmientras pensaba: «Si no logro echarle antes».

Stephen asintió con la cabeza y, después deunos instantes, dijo:

–Indudablemente, me molestó su absurdointento de manipularme. ¡Parece mentira que unlobo de mar cometiera la torpeza de tratar deengañar a un supuesto doble agente acerca delas medidas que se habían tomado! Además,trató de hacerlo con un truco tan malo y tanantiguo que ni siquiera hubiera convencido a unniño de mediana inteligencia. Hablaba por símismo, ¿verdad? ¿No es cierto que el Ministeriodel Interior era una de esas simples arguciascaracterísticas de los marinos?

Sir Joseph suspiró y asintió con la cabeza.–Por supuesto -continuó Stephen-, si hubiera

reflexionado unos instantes, me habría dadocuenta de eso. No comprendo cómo tenía tanpoca capacidad de razonamiento, aunque Diossabe que últimamente estoy muy distraído… Eseimperdonable descuido con los informes de

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Gómez…Stephen los había dejado en un coche, como

sir Joseph sabía muy bien. Aquel era el típicoolvido de un agente secreto que había trabajadodemasiado y estaba extenuado.

–Fueron recuperados a las veinticuatro horasy el lacre no estaba roto -dijo-. Eso no ocasionóningún perjuicio. Pero es cierto que no está usteden forma. Le dije al pobre Warren que el viaje aVigo inmediatamente después de volver de Parísera demasiado para cualquier persona. QueridoMaturin, está usted agotado. Discúlpeme que selo diga, pero está usted agotado. Soy su amigo ypuedo apreciar cuál es su estado mejor queusted mismo. Tiene la cara más delgada, losojos hundidos y muy mal color. Le ruego quevigile su salud.

–Desde luego que no estoy bien de salud -dijo Stephen, dándose palmaditas en el hígado-.No le habría contestado con furia al almirante siestuviera en posesión de todas mis facultades.Estoy tomando una medicina que me permitecontinuar día a día mis actividades, pero yo lallamaría poción de Judas, pues a pesar de que

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puedo prescindir de ella cuando quiero, de vezen cuando me juega una mala pasada. Creo quefue la causa de mi aturdimiento el día que se memurió un paciente, lo cual ha sido un golpeterrible.

Aunque Stephen casi nunca se confiaba aningún hombre, por el hecho de que sentía granrespeto y simpatía por sir Joseph, lleno depreocupación le preguntó:

–Dígame, Blaine, ¿cuál es la participación deDiana Villiers en este asunto? Ya sabe usted laimportancia que eso tiene para mí…, cuál es elmotivo de mi interés.

–Me gustaría mucho darle una respuestaconcreta, pero, sinceramente, sólo puedo decirlecuáles son mis impresiones. Creo que la señoraWogan engañó a la señora Villiers en grancantidad de cosas, pero la señora Villiers no estonta, y las cartas clandestinas rara vez estánescritas en grandes pliegos de papel y tienencuarenta páginas. Además, aparentemente notenía la conciencia muy tranquila, pues su partidafue precipitada: tomó un coche de cuatrocaballos hasta Bristol y viajó durante toda la

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noche y todo el día, y luego un bote de seisremos, prometiéndole veinte libras a cada uno delos remeros si alcanzaban el Sans Souci, que sehabía detenido en la rada Lundy a causa delviento. Sin embargo, me inclino a creer que quientenía prisa era el señor Johnson, y simplementepor razones personales. No puede decirse quecomo norteamericano no estaría interesado enobtener información valiosa para su país, pero nohemos establecido absolutamente ningunaconexión entre él y la señora Wogan, excepto larelación de ambos con la señora Villiers, unasimple coincidencia, y, desde luego, el interéspor Estados Unidos de América. Pero, encualquier caso, estas actividades hubieranbeneficiado a Estados Unidos, no a Francia. Laseñora Wogan es su Aphra Behn… Su AphraBehn.

Había repetido estas palabras sin obtenerrespuesta.

–¿Aphra Behn? ¿Esa mujer que escribióobras obscenas el siglo pasado? – dijo Stephenpor fin.

–No, no. Por primera vez está usted

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equivocado -dijo sir Joseph con gransatisfacción-. Ha cometido usted un error muycomún. Respecto a su moralidad, no tengo nadaque decir, pero fue sobre todo una estupendaespía. Tuve entre mis manos sus informes deAmberes hace apenas una semana, cuandobuscábamos unos documentos en los archivosde Privy Council, y le aseguro que son brillantes,Maturin, brillantes. Para el espionaje no hay nadacomo una mujer hermosa y de inteligenciaaguda. Nos dijo que De Ruyter iba a quemarnuestros barcos, pero la verdad es que nohicimos nada por evitarlo y los barcos fueronquemados. Sin embargo, el informe tenía unaextraordinaria precisión, era una obra maestra.Sí, sin duda.

Durante la larga pausa que siguió, Stephenobservó a sir Joseph, que estaba sentado juntoal fuego muy pensativo y con una expresiónamable y bondadosa que le hacía parecer másun caballero de provincia que un hombre quehabía pasado la mayor parte de su vida tras lamesa de un despacho desempeñando un cargooficial. Entonces pensó que en algún rincón de

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aquella mente tan clara se estaba formando laidea: «Si realmente Maturin ya no es de utilidad,sería mejor quitarlo de en medio antes de quecometa un grave error». Sin duda, esa ideaestaría atemperada por una auténticapreocupación, afecto, humanidad e inclusogratitud. Y probablemente tendría una cláusulaque consideraba la posibilidad de que Maturin serecuperara y, por su capacidad intelectiva, susrelaciones y el hecho de conocer mejor quenadie los asuntos de su propia esfera, pudieraprestar sus servicios de nuevo. Pero segúnestaban las cosas y según muchos factores,incluyendo la postura del Almirantazgo, esa idea,aun sin ninguna excepción, era razonable eincluso apropiada de acuerdo con el criterio desir Joseph como alto funcionario. Los serviciossecretos bien organizados deben tener su propiosistema para apartar a quienes ya no están en sumejor momento o han quedado al borde delcamino pero saben demasiado, o sea, tener unmatadero donde se actuará con mayor o menorbrutalidad, dependiendo del carácter del jefe, o,al menos, una especie de limbo donde pasar un

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tiempo.Sir Joseph notó que aquellos ojos claros

estaban fijos en él y un poco desconcertadovolvió a hablar de Aphra Behn.

–Sí, era una excelente espía, excelente.Podríamos llamar a la señora Wogan la AphraBehn de Filadelfia. También ella escribe versos ytiene una obra interesante. Las epístolas son unescudo tan bueno como la historia natural oincluso mejor. Pero a diferencia de la señoraBehn, fue capturada, y la embarcarán en elprimer barco que zarpe con rumbo a NuevaHolanda. Tiene suerte, pues no van a ahorcarla.No me gusta que ahorquen a las mujeres, ¿y austed, Maturin? Pero se me olvidaba decir que leha sido de mucho provecho ser mujer. No van aahorcarla porque el d… de C, como diría elalmirante, se ha interesado por ella…, pareceque fueron amantes no hace mucho tiempo. Poresa misma razón van a tratarla con algunaségards: tendrá una cabina para ella sola y tal vezuna sirvienta y, además, no tendrá que hacertrabajos forzados en Botany Bay, donde pasaráel resto de sus días. ¡Botany Bay! ¡Qué lugar tan

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atractivo para un naturalista y ya no digamospara un aventurero! Maturin, usted necesita y semerece un descanso, unas vacaciones, para querecupere sus fuerzas. ¿Por qué no va en esebarco? Para no perder la práctica, podríasondear a esa dama, que sabe mucho más de loque nos reveló, estoy seguro. Además, lo queella diga podría ayudarle a resolver sus dudassobre la señora Villiers. Para hacer misugerencia aún más tentadora, le diré que esebarco estará al mando de su amigo Aubrey,aunque él no conoce todavía esta parte de sumisión. El Leopard, porque Leopard es elnombre del barco, ya tenía orden de ir a BotanyBay para ayudar al desafortunado señor Bligh,cuya situación usted conoce. Cuando el capitánhaya solucionado ese problema y haya dejadoallí a la señora Wogan, junto con otras personasque añadiremos como pantalla, deberá reunirsecon nuestra flota en las Indias Orientales, dondeusted podrá prestarnos importantísimosservicios, si ya ha recuperado sus fuerzas.Piense en ello, Maturin.

La ansiedad de Stephen, que se había

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disipado con la comida, volvió a aparecer ahora,y era incluso mayor que antes. Entonces Stephensalió del salón, fue a su habitación para tomar lamedicina y regresó.

–Por lo que se refiere a la señora Wogan -dijo-, usted cree que es otra Aphra Behn, portanto, una mujer brillante.

–Tal vez he ido un poco lejos. Debería haberseñalado las diferencias de tiempo y lugar. Losservicios secretos norteamericanos son comouna planta que acaba de brotar… Recordaráusted a aquel astuto joven que vino con el señorJay. Pero a pesar de que sus agentes seanrealmente sagaces, nada puede sustituir acientos de años de experiencia. No obstante, aesa joven la habían enseñado muy bien, puessabía qué preguntas hacer y muchas de lasrespuestas que debía darles. Me sorprendió queno tuviera ninguna conexión con los franceses, almenos no tenía ninguna cuya existenciapudiéramos probar. Pero mi comparación no esválida, porque la señora Behn que he conocido através de esos documentos demuestra tener unagran perspicacia y conocer tan bien la situación

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como un buen político, mientras que la señoraWogan, en mi opinión, es en el fondo una mujersimple, que se sirve de su intuición y sudeterminación cuando debe ir más allá de dondele indican sus instrucciones básicas, en vez deapoyarse cuanto sea posible en susconocimientos.

–Quisiera que la describiera, por favor.–Tiene entre veinticinco y treinta años, pero

su aspecto es aún juvenil. Tiene el pelo negro ylos ojos azules y creo que mide cinco pies ochopulgadas, pero parece más alta porque mantienela espalda recta y también la cabeza erguida…con mucha gracia. Es esbelta pero de curvaspronunciadas, aunque ya sabe usted que esascosas se pueden mejorar con relleno. Secomporta cortésmente, sin insolencia nipresunción. Escribe sin orden, subrayando unade cada tres palabras, y no tiene buenaortografía. Sin embargo, habla muy bien elfrancés y sabe montar a caballo admirablemente,y aparte de esto no parece que haya recibidoningún otro tipo de educación.

–Esa descripción podría ser la de la señora

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Villiers -dijo Stephen con una triste sonrisa.–Sí, es cierto. Me sorprendió tanto su

semejanza que me preguntaba si existía algúnparentesco entre ellas, pero, al parecer, no hayninguno. En este momento no recuerdo los datossobre su nacimiento, pero están en suexpediente y me ocuparé de que usted los tenga.No existe ninguna relación, que yo sepa, pero suparecido es realmente asombroso.

Podría haber añadido que en el caso de laseñora Wogan también había un amante sinesperanzas, un joven que siempre estaba a sualrededor, pero el joven tenía una relación tansuperficial con ella que le habían dejado enlibertad. Quienes le habían apresado noencontraron ningún indicio de que tuvierainformación secreta y, por tanto, de que fueraculpable, así que pensaron que era mejorsoltarle. Sir Joseph sólo recordaba su profundatristeza y su nombre un poco raro: MichaelHerapath.

–Sin embargo -continuó-, cuando hablo de suaparente simplicidad, es posible que meencuentre entre los numerosos hombres que han

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sido engañados por las mujeres. En este asuntohay algo más de lo que sabemos ahora y merecela pena desenredar la madeja. Como le he dicho,eso le servirá para no perder la práctica, Maturin,y puede que consiga usted una joya. Por favor,piense en ello.

Durante su viaje de regreso a Hampshire,Stephen le dio vueltas en la cabeza a esa idea.Sin embargo, ésta sólo ocupaba una parte muypequeña de su mente, pues el resto lo ocupabanla continua y dolorosa evocación de la deseadaimagen de Diana, su voz y sus movimientos, y elrecuerdo de su extravagancia y susimperfecciones morales, sobre todo de suliviandad, haciéndole sentir una gran ansiedad yuna absurda ternura. Por lo que se refería a lapropuesta de sir Joseph, le daba igual que fuerade una manera o de otra y sabía que, de todosmodos, tenía pocas posibilidades de escoger…o quizá casi ninguna. Iría allí, y si las experienciasde otro tiempo todavía le servían de estímulo, elnaturalista que llevaba dentro de sí reviviría.Podría hacer grandes colecciones, podríaexplorar vastas superficies y volvería a sentir que

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su corazón latía con fuerza al ver nuevasespecies y nuevos géneros de plantas, aves ycuadrúpedos. Y en las Indias Orientales podríatener lugar uno de esos combates con elenemigo que hacían desaparecer todo menos laemoción de la lucha. Pero, ¿todavía le servían deestímulo las experiencias de otro tiempo? Laexcitación que le habían producido la visita aLondres y las reuniones que había mantenido allíse fue disipando a medida que avanzaba por elcamino, y luego fue reemplazada por una totalindiferencia, un estado de ánimo que nuncahabía tenido.

Con ese horrible estado de ánimo llegó aAshgrove Cottage, y puesto que no hacíaextensiva su actitud indiferente a los problemasde sus amigos, enseguida se dio cuenta de quealgo iba mal allí. La bienvenida que le habíandado había sido tan calurosa como podíadesear, pero el rostro de Jack, curtido por lasinclemencias del tiempo y la guerra, estaba másrojo que de costumbre, y su cuerpo parecía másrobusto y de mayor estatura. Además, podíaadvertirse el rastro de una reciente pelea en el

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tono forzado con que se hablaban. A Stephen nole sorprendió mucho saber que la nueva potrancaera incapaz de correr más rápido que los demáscaballos después de los tres primerosestadios[9] y que era muy dada a morder elpesebre y dar coces y también a plantarse yencabritarse. Tampoco le sorprendió saber quelos hombres que trabajaban para Kimber habíanapedreado el nido de halcones abejeros, ni queel propio Kimber ya no era bien consideradoporque había revisado inesperadamente yaumentado en gran medida los presupuestos.Sin embargo, se asombró mucho cuando Jack lellamó aparte y le dijo que estaba muy furioso conel Almirantazgo, que estaba a punto de dejar laArmada y mandar al diablo su insignia. Aseguróque estaba acostumbrado a sus despreciablesacciones…, las soportaba desde que tenía usode razón…, pero nunca había imaginado que lehumillaran tanto…, nunca había imaginado quefueran tan c… como para decirle sin previo avisoque el Leopard iba a ser utilizado comotransporte.

–Para un hombre de tierra adentro -dijo

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Stephen-, esa sería la función primordial de unbarco, su verdadera raison d'être.

–No, no, lo que quiero decir es transporte -replicó Jack.

–Eso es lo que he entendido.–… transporte de convictos. ¡Convictos,

Stephen! ¡Dios me ayude! Recibí una cartaescrita con una letra casi ilegible en la quedecían que me enviarían un bote desde esosbarcos convertidos en prisiones, nada menosque desde esos barcos convertidos en prisiones,con unos veinte criminales de diversas clasesque tendré que admitir a bordo y llevar hastaBotany Bay. El astillero ha recibido la orden deconstruir una celda en la bodega de proa ycompartimentos para el alojamiento de losguardianes. ¡Ahí tienes, Stephen! ¡Esperan queun oficial de mi antigüedad convierta su navío enun barco de transporte y haga de carcelero!¡Menuda carta les estoy escribiendo!, debesayudarme con algunos epítetos, Stephen. Sinembargo, lo que verdaderamente me enfurece esque Sophie no parece comprender lomonstruoso que es su comportamiento. Le digo

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que es una propuesta impropia, aunquerealmente pienso que es una desfachatez, y queprefiero quedarme con el Ajax, el nuevo navío desetenta y cuatro cañones, una excelenteembarcación que no llevará escondidos en labodega a esos tipejos de la prisión de Newgate.Entonces ella suspira y dice que yo sé lo que esmás conveniente, desde luego, pero a los cincominutos empieza a alabar al Leopard y a decirque a bordo de él podría hacer un viajeplacentero e interesante y que me sentiría muy agusto rodeado de mis antiguos compañeros detripulación y mis seguidores. Cualquiera diría quetiene ganas de que me vaya, de que esté fueradel país lo más pronto posible. Es que hanadelantado la fecha de partida del Leopard, queserá dentro de dos semanas, justamente unsábado.

–A alguien que vea las cosas con objetividad,le parecería un poco extraño que la presencia deuna veintena de prisioneros haya herido tudignidad tan profundamente. Tú, que de buenagana has llenado tus bodegas de prisionerosfranceses y españoles, ahora quieres hacer una

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excepción con un pequeño grupo de tus propioscompatriotas, a quienes siempre has dadomucho más valor que a cualquier extranjero, conlos cuales no tendrás ningún contacto porqueestarán bajo la vigilancia de las personasadecuadas.

–Son completamente diferentes. Losprisioneros de guerra son completamentediferentes.

–Todos sufren la privación de la libertad y sucondición es subhumana, casi como la deesclavo. Nosotros hemos sido prisioneros deguerra y también prisioneros por no pagar lasdeudas, y hemos navegado con hombres quehabían cometido los delitos más horribles. Por loque a mí respecta, no considero que mi dignidadpueda sufrir menoscabo en este caso, pero erestú el único que debe juzgarlo. No obstante, Jack,quiero recordarte que más vale pájaro en manoque ciento volando, como tú mismo sueles decir,y que el Ajax es poco más que una simple quillaactualmente. Quién sabe si cuando puedanavegar ya no tenga que llevar a cabo su misión.Tal vez sólo se utilice para hacer visitas de

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cortesía y saludar la bandera francesa con unasalva y alegres vivas.

–¿Crees que existe el peligro de que se firmela paz? – preguntó Jack, cambiandorápidamente-. Bueno, lo que quiero decir es quela paz es muy beneficiosa…, no hay nadamejor…, pero a uno le gusta estar prevenido.

–No. No sé nada sobre eso. Sólo queríaseñalar que el Ajax no podrá navegar hastadentro de seis meses por lo menos y que a laocasión la pintan calva y a quien madruga Dios leayuda.

–Sí, sí, es cierto -dijo Jack con tono grave-.Pero eso me hace recordar otra cuestión.Disponer de seis meses sería conveniente parala explotación de la mina, para poner las cosasen marcha, ya me entiendes. Pero hay algo másimportante que eso… ¿Te acuerdas de que meadvertiste que tuviera cuidado con los Wray?

Stephen asintió con la cabeza.–Me costaba creer lo que me dijiste

entonces, pero tenías razón. Estuve en Craddockdurante tu ausencia y solamente se sentaron ajugar Andrew Wray, Carroll, Jenyns y un par de

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amigos suyos de Winchester, ya que el juezesperaba a alguien. Les estuve observando,debido a lo que me habías dicho, y aunque nopude entender lo que estaban haciendo, noté quecada vez que Wray tamborileaba con los dedossobre la mesa de esa forma en que suelehacerlo, yo perdía. Para asegurarme, esperé aque repitiera el tamborileo media docena deveces. Cuando lo hizo la sexta vez, las señaleseran extraordinariamente claras y había una gransuma de dinero en la mesa. Entonces lo imitépara que Wray supiera que lo había notado y ledije que no quería jugar en esas condiciones. Mereplicó: «No le entiendo». Y creo que tenía laintención de hacer burla de los tipos a quienes noles gusta perder, pero se lo pensó mejor y no lahizo. Le dije que le explicaría todo con másclaridad cuando quisiera, aunque te aseguro queme hubiera sido difícil decirle quién recibía lasseñales. Podría haber sido cualquiera de los queestaban allí. Lamentaría que hubiera sido Carroll,porque le tengo simpatía, pero debo admitir quetenía muy mala cara. La verdad es que todostenían muy mala cara, pero ninguno contestó

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cuando pregunté si alguno de los demáscaballeros quería hacer alguna observación. Fueun momento desagradable, y considero que fuemuy amable por parte de Heneage Dundascruzar rápidamente el salón para prestarmeapoyo. Fue un momento muy desagradable.

Stephen Maturin se lo figuraba, pero, a pesarde tener una viva imaginación, no se pudoimaginar lo desagradable que había sido, ni lacólera de Jack Aubrey al descubrir que letomaban por tonto, que hacía el primo, que leestaban desplumando, ni su justificadaindignación por haber perdido una gran suma dedinero, ni el silencio que había en aquel enormesalón lleno de hombres de alta categoríaprofesional y social mientras uno de los másinfluyentes entre ellos era acusado públicamente,y con una voz atronadora, de hacer trampas en eljuego de cartas. Y aquel silencio, en medio delcual muchos habían comprendido la gravedad dela situación y discretamente habían mirado haciaotro lado, había sido interrumpido porconversaciones triviales cuando Jack y Dundasse habían marchado.

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–Ahora Wray está haciendo un recorrido porlos astilleros para tratar de descubrir los casosde corrupción y no regresará hasta dentro debastante tiempo. No he tenido noticias suyasantes de que partiera, y eso me parece extraño,pero no creo que él pueda soportar esto, así queno quisiera estar fuera del país cuando vuelva.

–Wray no se batirá contigo -dijo Stephen-. Sidespués de transcurridas doce horas desdesemejante afrenta, aún no ha respondido, no sebatirá. Te dará una satisfacción de otra manera.

–Soy de tu misma opinión, pero no quieroque ponga como disculpa que no me haencontrado.

–¡Vamos, Jack! Eso es llevar las cosasdemasiado lejos. Todo el mundo sabe que lasórdenes de la Armada se anteponen a todo lodemás, y, sin duda, un asunto de esa índolepuede posponerse un año o más. Ambosconocemos casos de ese tipo, y el hombre queestaba ausente no perdió prestigio en absoluto.

–Aun así, prefiero darle todo el tiempo quenecesite para hacer ese recorrido y…

La conversación fue interrumpida por la

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llegada del almirante Snape y el capitánHallowell, que venían a comer cordero con losAubrey, pero no transcurrió mucho tiempo antesde que Stephen volviera a hablar de ese tema.Sophie le había susurrado que se reuniera conella cuanto antes, y, cuando los tres marinosdecidieron reproducir la batalla de Saint Vincent,disparo por disparo, y comenzaron a formar lalínea de batalla con cáscaras de nueces, no lefue difícil irse al salón, con la certeza, además, deque dispondría de un largo periodo de tiempo.Sophie empezó por decirle que no había en elmundo nada más horrible, bárbaro y pococristiano que los duelos, y que serían igualmentehorribles aunque siempre perdiera quien habíacometido la equivocación, lo cual no ocurría en larealidad. Le contó que el joven señor Butler, delCalliope, quien era a todas luces inocente, habíamuerto a consecuencia de las heridas recibidasen un duelo hacía menos de un año, y que JaneButler, quien le había cuidado con todo el amordel mundo, se había quedado con dos hijospequeños y sin un penique para alimentarles. Ydespués, juntando las manos y mirándole con los

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ojos muy abiertos y humedecidos, le dijo quenada, nada, podría evitar que Jack se batiera yrecibiera un disparo o un sablazo, así que eldeber de ambos era lograr que se fuera en elLeopard. El barco no volvería hasta dentro demucho tiempo, y entonces ya todo estaríaolvidado, o el maldito señor Wray habríacambiado de opinión, o quizá…

Sophie vaciló y Stephen dijo:–O alguien podría haberle matado. No es

imposible, porque anda con corredores deapuestas en las carreras de caballos y jugadoresde cartas y vive por encima de sus posibilidades.En el puesto que ocupa, el salario que recibe alaño no excede las seiscientas o setecientaslibras, y aparentemente no tiene propiedades,pero por su aspecto parece un hombre rico. Noobstante, después de esto nadie tendrá ganasde jugar con él a las cartas más que por simplegusto, y, debido a ello, un hecho así tendrámenos posibilidades de ocurrir de lo que yoquisiera. Por otra parte, estoy plenamenteconvencido de que Wray no es un hombre aquien le gusta batirse. Un hombre que soporta el

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peso de esas palabras durante doce horaspuede soportarlo durante doce años e inclusoseguir soportándolo en su horrible tumba. Notienes por qué preocuparte, cielo, te lo aseguro.

Sophie no podía tener la misma seguridadque Stephen.

–¿Por qué Jack tuvo que decir esaspalabras? ¿Por qué no pudo simplementemarcharse de allí? Debía haber pensado en sushijos.

De nuevo volvió a exponer sus argumentos encontra de los duelos, esta vez con mucha másvehemencia, como si necesitara convencer aStephen -a pesar de que éste había afirmadoque tenía exactamente su misma opinión-, comosi convencerle sirviera de ayuda a su causa.Cualquier otra persona que no hubiera sidoSophie habría aburrido mortalmente a Stephen,pues por falta de nuevos argumentos paraapoyar su opinión sobre el tema, se veíaobligada a repetir los que habían utilizado otraspersonas más agudas durante los últimos cienaños. Sin embargo, puesto que Stephen le teníatanto cariño y estaba profundamente conmovido

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por su belleza y su sincera pena, la escuchabapacientemente y, muy serio, asentía con lacabeza. Luego ella hizo una pausa para tomaraliento (pues solía hablar con una encantadoralocuacidad, de manera que las palabras llegabana sucederse unas a otras con una rapidezimpresionante) y de repente dijo:

–Entonces, ya que eres de mi misma opinión,querido Stephen, debes convencerle. Eresmucho más listo que yo y encontrarás muchosmás argumentos que yo… Seguro que leconvencerás. Además, él piensa que tuinteligencia es superior.

–Desgraciadamente, querida amiga -dijoStephen, dando un suspiro-, aunque piense eso,lo cual te ruego que me permitas poner en duda,la inteligencia no tiene importancia en esteasunto. A Jack le gusta tan poco batirse comoa… -iba a decir: «a mí», pero no lo hizo, porquele gustaba ser fiel a la verdad cuando hablabacon Sophie-, como al pastor de esta parroquia.Tiene demasiada sensatez. Sin embargo, puestoque hace más de un siglo los hombres acordaronexcluir de la sociedad a quienes se negaran a

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aceptar un desafío, la opinión de Jack no cuenta.Tiene las manos atadas. La costumbre es el todoen el Ejército y la Armada, y si él se negara aseguirla, eso sería el final de su carrera. Y yanunca podría estar en paz consigo mismo.

–¡Así que para estar en paz consigo mismodebe dejarse matar! ¡Pero qué mundo habéiscreado los hombres, Stephen! – exclamó ella,buscando a tientas su pañuelo.

–Sophie, tesoro, te estás comportando comouna mujer débil…, como una mentecata. Vas aponerte a llorar si sigues pensando tonterías.Tienes que tener en cuenta que muy pocosdesafíos concluyen siquiera con un arañazo, yaque en la mayoría de los casos se hace una sutilredefinición de las palabras que se han dicho olos padrinos consiguen que terminen en unoscuantos pases en el aire o disparos con unapistola con muy poca carga. No obstante eso,creo que Jack debería alejarse. Creo quedebería irse en el Leopard al otro lado del mundoy quedarse allí durante bastante tiempo.

–¿De veras, Stephen? – preguntó Sophie,mirándole con ansiedad.

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–Sí. Se está comportando de la forma que hevisto comportarse a muchos marinos cuandoestán en tierra con los bolsillos llenos de guineas,y dentro de poco estará hundido, como decimosen la Armada. Carreras de caballos, juegos decartas, construcción y, si Dios no lo remedia,incluso la extracción de plata de una mina… Loúnico que le falta es un canal navegable de diezmil libras la milla y el movimiento perpetuo.

–¡Oh, cuánto me alegro de que hayas dichoeso! – exclamó Sophie-. Desde hace tiempodeseaba franquearme contigo, pero mepreguntaba si una mujer debía hablar de laconducta de su esposo, aunque fuera con sumejor amigo. Pero ahora que has dicho eso,creo que puedo hablar sin parecer desleal,¿verdad? No soy desleal, Stephen, ni siquiera enlo más íntimo de mi ser, pero se me parte elcorazón de ver que Jack tira el dinero por laventana, ese dinero que ha ganado con tantoesfuerzo y sufriendo horribles heridas, y que ungrupo de vulgares y tramposos jugadores decartas, corredores de apuestas en las carrerasde caballos y falsos proyectistas abusan de su

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buena fe y su confianza…, le engañan como a unniño. Y espero que no me consideres mezquinani interesada cuando digo que tengo que pensaren mis hijos. Las niñas tienen dote, pero no sécuánto tiempo les durará, y en cuanto aGeorge… Una de las cosas que mamá meenseñó fue cómo llevar las cuentas, y cuandoéramos pobres controlaba hasta el último cuartode penique y me sentía contenta y orgullosa depoder llegar al final del trimestre sin deudas.Ahora no están claras, con tantos pagos en losque se entregan grandes sumas de dinero ytantos espacios vacíos, pero al menos me doycuenta de que sale mucho, mucho más dinero delque entra, y eso no puede continuar. A vecessiento terror. – Entonces bajó la voz-. Ya vecestengo un pensamiento que me causa aún másterror: que no es feliz en tierra y que se dedica allevar a cabo una serie de proyectos extraños ydescabellados para escapar de la aburrida vidadel campo…, y quizá de una aburrida esposatambién. ¡Deseo tanto que sea feliz! He tratadode aprender astronomía, como esa tal señoraHerschel de la que siempre está hablando y que

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me trata como si fuera una niña, pero ha sidoinútil. Todavía no entiendo por qué Venus cambiade forma.

–Eso es una tontería, una sandez -dijo,mirándola seriamente-. Amiga mía, creo quesería conveniente sacarte una o dos onzas desangre. Pero por lo que se refiere a lo demás,pienso que tienes razón: Jack debería marcharsey acostumbrarse a la idea de ser rico y aprendera tener moderación cuando está en tierra.

No había ni rastro de tristeza en la potente vozque resonaba en el pasillo cuando Jack, caminodel salón, guiaba entre los andamios a susinvitados, que estaban enrojecidos ycompletamente borrachos. Sin embargo, algunashoras más tarde, después que se puso el gorrode dormir, se cubrió bien las orejas con él y loató, apareció en su tono una mezcla depetulancia y dureza.

–Amor mío, nada en el mundo podráinducirme a aceptar el Leopard en esascondiciones, así que es mejor que guardes tusenergías para soplar las gachas.

–¿Qué gachas?

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–Pues, gachas… Eso es lo que se dicecuando uno quiere insinuar que no esconveniente seguir estirando la cuerda. Además,van a embarcar en él a un grupo de mujeres, ysabes muy bien que siempre he detestado a lasmujeres, quiero decir, llevar mujeres a bordo,pues no hacen más que causar problemas yconflictos. Sophie, ¿te importaría apagar la vela?Están entrando mariposas nocturnas.

–Estoy segura de que tienes razón, amor mío.Además, nunca trataría de imponerte mi criterio,y mucho menos en asuntos relacionados con laArmada.

Sophie conocía la capacidad que tenía suesposo de quedarse dormido instantáneamentey de dormir en cualquier tipo de circunstancias,por eso tiró la palmatoria, el candelabro y elapagavelas, teniendo cuidado de que no cayeranen la alfombra. Jack saltó de la cama y lo recogiótodo, y entonces ella continuó:

–Pero sólo quiero decirte una cosa, porquecon tanta prisa y tantos disgustos y el Servicio deguardacostas y los constructores puede que no lahayas notado: Stephen está profundamente

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decepcionado.–¡Pero si Stephen dijo que no iría desde el

principio! Dijo que lo más probable era que nopudiera ir, y que estaba muy apenado por ello.Además, desde que regresó no ha dicho nada.

–Está muy apenado, estoy segura. No lo dice,pero es evidente que Diana ha vuelto a herirle.¡Tenías que haber visto su rostro cuando regresóde la ciudad! Cariño, le debemos mucho aStephen. Un viaje a Botany Bay le haría muchobien, porque la paz y la tranquilidad y todos esosanimales nuevos para él evitarán que piense enDiana. Piensa en que pasará un mes tras otrocavilando hasta que sea botado el Ajax y sesentirá muy triste y desdichado.

–¡Ah, Sophie, quizá tengas razón en lo quedices! Estaba tan enfrascado en ese condenadoproyecto de Kimber, el Leopard y mi carta alAlmirantazgo que no advertí… Por supuesto, medi cuenta de que estaba apesadumbrado ysupuse que ella le había jugado una malapasada, pero él no me insinuó nada, no me dijo:«Mis asuntos no marchan tan bien como quisieraúltimamente, así que me iré en el Leopard

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contigo» o «Jack, me vendría bien cambiar declima, ir a un lugar de clima tropical». Me hubieradado cuenta enseguida.

–Stephen es extremadamente delicado. Alver que habías cambiado de opinión, no te hablóde sus preocupaciones. Si le hubieras oídohablar del uombat, aunque sólo se refirió a él depasada, no intencionadamente, se te habríansalido las lágrimas. ¡Oh, Jack, está tan abatido!

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CAPÍTULO 3El viento del noroeste, de gran intensidad,

había provocado una fuerte marejada en el golfode Vizcaya. El Leopard llevaba tres díasnavegando con la proa en dirección norte y con lagavia mayor con todos los rizos, y ya hacíatiempo que le habían quitado los mastelerillos y laverga de velacho, que se encontraban ahorasobre la cubierta. Cada vez que una gran ola, consu blanca cresta destacándose en la oscuridadde la noche, se acercaba al barco y chocabacontra la amura de babor, una gran masa deagua cubría el combés, dividiéndose al chocarcon los botes atados con trincas dobles y lospalos, y la proa se desviaba hacia el nornoreste,pero cada vez el barco volvía a caer cuatrogrados por barlovento mientras el agua salía achorros por los imbornales. Iba avanzando condificultad y frecuentemente giraba sobre símismo, y todos los marineros sabían que no muylejos, a sotavento, envuelta en la oscuridad,estaba la escabrosa costa española, en cuyosarrecifes y acantilados rompían las enormes olas,elevándose a gran altura sobre ellos. Aunque no

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sabían a qué distancia se encontrabaexactamente, ya que no habían podido hacermediciones en los tres últimos días debido a lafalta de claridad, sentían la proximidad de latierra, y muchos miraban ansiosos hacia el sur.

El Leopard había tenido grandes dificultades,más de las que era habitual encontrar en el golfo.Había sido empujado y sacudido como si fueraun esquife, sobre todo al principio del temporal,pues el viento del noroeste, dando aullidos, habíarozado las olas que venían del oeste formandouna confusa trapisonda que lo había hechomoverse en todas las direcciones, provocandoque la jarcia crujiera, y había arrojado tanta aguasobre él que las bombas no habían parado ni unmomento. No había duda de que era unaexcelente embarcación, navegaba bien de bolinay respondía de inmediato al giro del timón, peroni siquiera su capitán hubiera podido decir queera estanca.

Sin embargo, aquella dura prueba estaballegando a su fin. El tono del sonido del viento alpasar entre la jarcia había bajado media octava yhabía dejado de parecer un mal presagio y

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ponerles al borde del histerismo, y, además,habían aparecido algunos claros entre las nubes.El capitán Aubrey, con su impermeablechorreando agua, estaba en la toldilla desdehacía más de doce horas, tratando de conocercuáles eran las características para lanavegación de su nuevo barco y ahora tenía elsextante bajo el brazo. Colocó el sextante a laaltura del punto donde podría aparecer Antares,con la esperanza de verla momentáneamente através de uno de los claros. Después detranscurrida una hora desde que éstos habíancomenzado a formarse, apareció la majestuosaestrella y cruzó veloz un espacio largo y estrecho,pero él pudo verla durante el tiempo suficientepara medir su altura respecto al horizonte.Aunque el horizonte no tenía una forma perfecta,ni mucho menos, pues en vez de una líneaparecía una cadena montañosa, la lecturaobtenida era mejor de lo que esperaba y, sinduda, el Leopard tenía todavía mucho espaciopara navegar. Regresó al timón mientras hacíacálculos numéricos con rapidez, los comprobabay los volvía a comprobar, obteniendo siempre el

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mismo resultado satisfactorio. Luego fue hasta elpasamano de sotavento, se inclinó hacia el mary, con la gran facilidad que había adquirido con eltiempo, devolvió el duro panecillo de Bath y lacopa de vino de Marsala que había acabado detomar. Entonces, dirigiéndose al oficial deguardia, dijo:

–Señor Babbington, creo que puede virar.Desplegaremos el velacho y la vela de estaymayor. Rumbo suroeste cuarta al oeste.

Mientras hablaba, vio el rostro peludo delsuboficial de guardia a la luz de la bitácora. Elsuboficial observaba el reloj de arena de mediahora y cuando salieron los últimos granos,murmuró:

–¡Corre, Bill!Inmediatamente, Bill y otra figura envuelta en

una capa alquitranada fueron corriendo a proa,doblándose hacia delante para protegerse de lalluvia y las salpicaduras de agua y sujetándosefuertemente a una maroma que iba de proa apopa. Al llegar allí tocaron las siete campanadasde la guardia de media: eran las tres y media dela madrugada. Babbington cogió la bocina para

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ordenar a todos los marineros que se prepararanpara virar y entonces Jack le dijo:

–Espera. Aguardar media hora no tieneimportancia. Vira cuando suenen las ochocampanadas, pues no tiene sentido despertar alos hombres de la guardia de babor.

Tenía muchas ganas de quedarse allí hastaque cambiara la guardia, para ver cómo loshombres realizaban la maniobra, pero el tenienteBabbington, un joven a quien él mismo habíaformado, era muy competente en su trabajo, y éltemía que interpretara su permanencia encubierta como una falta de confianza yconsiderara disminuida su autoridad. Se quedódiez minutos más y luego se fue abajo. Ya en lacabina, puso a escurrir su impermeable en unatina y con una toalla se quitó la mezcla de aguade mar y de lluvia que le cubría la cara, mientrasKillick, muy molesto por haber sido arrancado delos brazos de su amada después de haberestado juntos sólo una semana, colgaba denuevo su coy, que se había empapado a causade una gotera del techo.

–Esos malditos calafates del astillero no

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conocen su condenado trabajo -murmuró-. Congusto les calafateaba yo… ¡Oh, sí! Con gusto lescalafateaba yo y les ponía un escoplo al rojo vivoen…

La idea le hizo gracia y su expresión adustadesapareció, y en voz alta, con un tono casiamable, dijo:

–Ya está, señor. Ahora puede acostarse.Y enseguida, con un tono severo, añadió:–¡Pero si no se ha secado el pelo!Efectivamente, el largo cabello de Jack, que

le caía sobre la espalda en forma de serpentinasamarillas, chorreaba agua. Killick lo retorciócomo si fuera un trapo, comentando que no teníael grosor de otro tiempo, hizo una apretadatrenza y se fue.

Por lo general, Jack se quedaba dormidoenseguida, sin ceremonias, igual que se apagauna vela, pero esta vez se quedó mirandofijamente el compás soplón del techo mientras sucoy se mecía. Aún no llevaba mucho tiempoobservándolo cuando un terrible estrépito sesumó al estruendo de la tormenta, al ruido de lasolas al chocar contra los costados del Leopard y

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al canturreo de los innumerables cabos tensos,que se propagaba hasta el casco, donderesonaba y adquiría un tono más grave. Elestrépito lo habían causado los hombres de laguardia de babor al salir apresuradamente por laescotilla de popa (la de proa y la central estabancubiertas con listones) para volver a susobligaciones después de cuatro horas de sueño.Casi inmediatamente el Leopard empezó a virar:nornoreste, noreste cuarta al norte, noreste, luegomás rápido hacia el sureste, donde casi dejó deoírse el silbido del viento, y después másdespacio, cada vez más despacio, hacia elsuroeste, y por fin hasta el sursuroeste, donde sedetuvo. El Leopard había virado y ahora tenía elviento por estribor y surcaba el mar con unmovimiento en zigzag. A Jack se le cerraron losojos y al mismo tiempo su boca se abrió,dejando escapar ásperos ronquidos deextraordinario volumen, pues estaba acostadoboca arriba y no tenía al lado a su esposa paraque le pellizcara o le hiciera darse la vuelta.

Los gritos, los pitidos y las carreras que habíaen la popa, a pocos pies por encima de su

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cabeza, no le molestaron en ningún momentomientras dormía. A pesar de que en todo esetiempo no apareció en su rostro ningunaexpresión, Jack sonrió de vez en cuando eincluso una vez un sueño le hizo reír.

No obstante, una parte de la mente delcapitán Aubrey siguió ocupándose de lo que leinteresaba como marino, pues cuando sedespertó, en el momento en que sonaron las doscampanadas de la guardia de mañana, sabíaque las olas habían disminuido durante la últimaparte de la noche, que el viento había rolado alsur y que el Leopard navegaba a cinco nudos sinninguna dificultad.

–Este café está recalentado… o hervido -dijoJack, mirando aquel brebaje de color púrpura.

Con expresión malhumorada, Killick pensó:«Si uno se queda en el coy horas y horasmientras los demás trabajan duramente, recibe loque merece», y estuvo a punto de decirlo. Peroera cierto que el café estaba hervido, una faltaque, a esa hora del día, el capitán considerabaque merecía poco menos que la horca, así queKillick se limitó a mostrar su desagrado con un

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resoplido y a decir:–Enseguida estará lista otra cafetera.–¿Dónde está el doctor? ¡Saca el dedo de la

mantequilla!–Está trabajando desde que sonaron las seis

campanadas de la guardia de alba, Su Señoría -dijo Killick intencionadamente y continuóhablando en voz baja-. No tenía el dedo ahí, nisiquiera cerca.

–Entonces corre a proa y dile que le brindoeste horrible café hervido si puede soportarbeberlo. Y preséntale mis respetos al señorPullings y dile que me gustaría verle.

–¡Buenos días, Tom! – exclamó cuando elprimer oficial apareció-. Siéntate y toma una tazade café. Parece que lo necesitas.

–Buenos días, señor. Me sentará muy bien.–Tengo la impresión de que tienes que

darme una mala noticia -dijo, escrutando el rostrocansado y preocupado de Pullings.

–Sí señor, así es -respondió Thomas Pullings,y movió la cabeza de un lado a otrorepetidamente.

–Espero que no hayamos perdido ningún

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mástil.–No es tan mala, señor. Los presidiarios

atacaron al superintendente y, además, sucirujano cayó desde la cubierta a la bodega y separtió el espinazo. Todos los presidiarios estáncasi muertos debido al mareo que tienen y unade las mujeres tiene un ataque de histeria. Y nopuede usted imaginarse la suciedad que hay allíabajo. Mandé a varios infantes de marina aapostarse cerca de ellos, por si acaso, peroahora ningún presidiario podría hacerle daño ni auna mosca, ahora todos están mansos comocorderos y apenas les quedan fuerzas paraprotestar. Pero aparte de eso, señor, y de que labomba de proa se ha roto y de que las trincas delbauprés no están como deberían, todo está bien,bastante bien.

–Conque le atacaron… -dijo y dio un silbido-.¿Está muerto?

–Muerto y bien muerto, señor. Sus sesosestán esparcidos por el suelo. Lo deben dehaber hecho con las cadenas.

–¿También está muerto su cirujano?–Eso no puedo decírselo, señor. El doctor le

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está atendiendo en la enfermería.–El doctor le compondrá. ¿Te acuerdas de

cómo le abrió la cabeza con una sierra alcondestable de la Sophie y le puso los sesos…?¡Ah, ya estás aquí, Stephen! Buenos días.¡Menudo lío se ha armado! Pero seguro que hascompuesto a su cirujano, ¿verdad?

–No, no puedo curar una lesión de la médulaespinal. El hombre ya estaba muerto cuando lerecogieron.

Le miraron en silencio. Era evidente queestaba furioso, y muy pocas veces le habían vistofurioso -sólo a veces un poco enfadado- y, porsupuesto, nunca a causa de un par de civilesque, a pesar de que ninguno se atrevía a decirloahora porque aún estaban sin enterrar, eran lostipos más desagradables que habían visto en suvida. No sabían que todo su cuerpo le pedía agritos su dosis habitual, pero sí sabían quenecesitaba algo, y como solamente teníanamabilidad, café, tostadas y mermelada denaranja, eso fue lo que le ofrecieron, junto contabaco. Ninguna de esas cosas podía saciar sudeseo, pero combinadas tuvieron un efecto

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tranquilizador, y cuando Pullings dijo: «¡Ah,señor! Se me olvidaba decirle que cuandosacábamos al cirujano de la bodegaencontramos a un polizón», Stephen le miró y convivo interés replicó: «¿Un polizón en un barco deguerra? Nunca había oído semejante cosa». Enun barco de guerra había muchas cosas de lasque el doctor Maturin nunca había oído hablar,aunque ellos sabían que recientemente habíahecho un tímido intento de aprender cuál era ladiferencia entre un briolín y una vinatera y quehabía dicho, no sin satisfacción: «Ya casi me heconvertido en anfibio», lo cual les complacíamucho. Estaban completamente de acuerdo conStephen en que la presencia de un polizón en unbarco de guerra era algo muy raro, algo inaudito,y Jack, haciéndole una señal con la cabeza, dijo:

–Antes de ocuparnos de ese feo asunto de labodega de proa, mandaremos traer a esa raraavis in mara, maro.

El polizón, un joven muy delgado, fue llevadoa popa por un sargento de Infantería de marina,el cual parecía mantenerle en pie en vez deempujarle. Tenía la cara muy pálida donde la

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suciedad y la barba de una semana no la cubríany vestía una camisa y un par de calzones hechosjirones. El joven se adelantó y dijo:

–Buenos días, señor.–¡No le hable al capitán! – gritó el sargento

con voz de sargento mientras le sacudía,sujetándole por el codo, y luego le ayudó aerguirse de nuevo.

–Sargento -dijo Jack-, déjelo junto a esataquilla y después puede irse. Y bien, ¿cuál es sunombre, señor?

–Herapath, señor. Soy Michael Herapath,para servirle.

–Bueno, señor Herapath, ¿qué pretendíausted escondiéndose en este barco?

En ese momento el Leopard dio un bandazo yel agua del mar, ahora de color verde claro, llegóhasta el escotillón con una fuerza arrolladora.Herapath se puso aún más pálido y se tapó laboca con la mano para evitar vomitar, y entre losespasmos que hacían estremecerse todo sucuerpo, pudo decir:

–Discúlpeme, señor, discúlpeme. No meencuentro bien.

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–Killick, mete a este hombre en un coy en elsollado -ordenó Jack.

Killick, que era enjuto pero muy fuerte y teníael cuerpo parecido al de un mono, cargó aHerapath aparentemente sin ningún esfuerzo y losacó de allí mientras le decía:

–Ten cuidado de no chocar con la cabeza enla jamba de la puerta, amigo.

–Yo le había visto antes -dijo Pullings-. Vino albarco justo después de que bajaran a lospresidiarios a la bodega. Quería enrolarse.Entonces, al ver que no era un marinero, lo que élmismo admitió, le dije que aquí no había sitiopara quienes no eran marineros y le rechacé,pero le aconsejé que se alistara como soldado.

En aquel momento, no había inscritos en el roldel Leopard hombres que no fueran marineros,excepto los que habían llegado con la primeraleva. Un capitán con la reputación de JackAubrey, un capitán exigente y a veces de muymal genio pero justo y enemigo de dar azotes y,además, con suerte para conseguir botines, notenía grandes dificultades para encontrartripulantes para su barco, es decir, no tenía

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grandes dificultades para completar su dotaciónaumentando con voluntarios el escaso número detripulantes reclutados forzosamente, si habíatiempo para que circulara la noticia. Sólo habíatenido que mandar a hacer algunas octavillas conun breve anuncio y establecer algunos puntos dereunión en lugares públicos adecuados paracompletar la tripulación del Leopard. Muchoshombres que habían navegado con élanteriormente, marineros de primera que, pormotivos que sólo ellos conocían, habían eludido alos reclutadores y a las brigadas que hacían laleva forzosa, acudían sonrientes -en muchoscasos acompañados por un par de amigos- conla esperanza, casi nunca vana, de que seacordara de su nombre y su clasificación. Loúnico que le resultó difícil con respecto a esatripulación compuesta por marineros de barcosde guerra, tan buena que incluso los hombres delcombés sabían aferrar, arrizar y llevar el timón,había sido protegerla del comandante del puerto.Lo había logrado hasta el último día, peroentonces al comandante del puerto le habíanordenado que mandara zarpar al Dolphin

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inmediatamente, costara lo que costara, y habíaarrebatado al Leopard cien marineros, que luegoreemplazó por sesenta y cuatro hombres entrelos que había muchos seleccionados por losbarcos reclutadores y por el condado y, además,tipos que habían preferido la mar a la prisión delcondado.

–Entonces, señor -continuó Pullings-, al verque estaba muy abatido, le dije que un hombreque tenía educación no podía estar en la cubiertainferior porque no soportaría el trabajo. Le dijeque se le despellejarían las manos enseguida,que los ayudantes del contramaestre le pegaríancon una vara en la espalda o en el trasero y queincluso podría ser azotado en el portalón y quenunca llegaría a llevarse bien con suscompañeros, pero insistió en que tenía grandesdeseos de hacerse a la mar y que pasaría portodo eso con gusto. Así que le di una nota paraque se la entregara a Warner, del Eurydice, aquien le faltan ciento veinte tripulantes, y me diolas gracias muy cortésmente.

Stephen también había visto antes al joven.Cuando se encontraba cerca del café Parade,

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Herapath se había dirigido a él y le habíapreguntado cómo se llegaba al barco y qué horaera y parecía deseoso de entrar en conversación.Pero Stephen era muy cauteloso, ya que muchaspersonas trataban de sonsacarle información, aveces de formas aún más extrañas, y aunque, porla manera en que le había abordado, le parecíaque el joven era ingenuo y no tenía ningunaintención oculta, no había querido hablar, sobretodo por la apatía que tenía entonces. Le habíadeseado a Herapath que tuviera un buen día yhabía entrado en el café. Sin embargo, ahora nomencionó nada de eso, en parte porque erareservado y en parte porque estaba pensando enla señora Wogan, a quien no había visto todavía.En realidad, no le daba mucha importancia a ellay pensaba que tendría tiempo de sobra paraverla, pues el viaje podría durar nueve meses,pero, de todos modos, era conveniente tenercuidado. ¿Le habría dicho Diana su nombre? Laforma en que iba a relacionarse con elladependía enteramente de eso.

Jack se bebió la última taza de café y dijo:–Más vale que nos pongamos en marcha.

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Salieron al alcázar, inundado por la brillanteluz del día. Las blancas nubes, en lo alto del cieloazul claro, iban desplazándose hacia el noroesteen rápida sucesión. En el aire puro ytransparente se veían destellos, y el mar aúnestaba agitado, pero formaba olas moderadas yuniformes. El Leopard se había repuesto de losdaños sufridos con asombrosa rapidez.Navegaba de bolina, con las velas amuradas ababor, a más de siete nudos, y aunque no tenía laligereza y la gracia de una fragata con grancantidad de velamen (a la mente de Stephenacudió la imagen de un brioso caballo de tiro), semovía con bastante agilidad para ser un navío dedos puentes. Todavía los mastelerillos estabansobre la cubierta. El contramaestre y un grupo dehombres habían salido fuera de la proa para atarbien el bauprés y se estaban empapandomientras pasaban las trincas alrededor de éste.Mientras tanto, un buen número de marineros delcastillo, moviéndose por la jarcia como arañasque tejían su tela, reparaban los daños que habíasufrido. El navío tenía un aspecto tan limpio yordenado que pocos marineros y nadie que no lo

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fuera podían creer que había emergido de una delas horribles tormentas que solían formarse en elgolfo de Vizcaya apenas cinco horas antes.

Jack, por su experiencia, notó todo eso conuna rápida mirada. Entonces frunció el entrecejo.Dos guardiamarinas estaban apoyados en laborda mirando hacia el remoto cabo deFinisterre, que parecía una oscura mancha y sólopodía verse cuando el navío subía con las olas.En los barcos al mando del capitán Aubrey no seinculcaba a los cadetes el hábito de apoyarse enla borda.

–Señor Wetherby, señor Sommers -dijo-, siquieren ustedes ver la geografía de España, eltope es un lugar más conveniente porque desdeallí la vista es mejor. Lleven un telescopio, porfavor. Señor Grant, el otro cadete irá a reunirsecon el contramaestre en el bauprés.

Ya habían quitado los listones y las lonasalquitranadas de las escotillas y Jack fue hasta laproa por el pasamano[10], bajó por la escala delcastillo y avanzó hasta la escotilla central. Luego,tras recomendarle a Stephen que se sujetarabien porque el mar todavía estaba agitado y

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hacía movimientos bruscos, bajóapresuradamente, y al llegar al final de la escala,se volvió y vio que Stephen estaba suspendidoen el aire, extendiendo las extremidades comouna tortuga, y que Pullings le tenía agarradofuertemente por el faldón de la chaqueta.

–Tienes que aprender a sujetarte, doctor -dijomientras abría los brazos para recibirle y le poníade pie en la cubierta inferior-. No queremos quea ti también se te parta el espinazo. Vamos, ypiensa que una mano es para ti y la otra para elbarco.

Avanzaron por la sombría cubierta inferior,junto a cuyas portas cerradas, muy bien atados,estaban los enormes cañones de veinticuatrolibras. Bajaron al sollado y pasaron el pañol decabos, y entonces Jack pidió un farol, pues enaquella parte del barco entraba muy poca luz porlos enjaretados, y, además, puesto que habíasido preparada para alojar a los presidiarios, élno sabía cómo estaban dispuestas las cosas allíahora. Se detuvo junto a la escala que descendíahasta la bodega de proa y estuvo pensando unosinstantes.

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Como capitán del Leopard, Jack era, anteDios, el único que tenía el mando, pero aquel eraotro mundo, un espacio separado de su reinoinapropiadamente y lleno de personas quedebían ser transportadas con celeridad a NuevaHolanda, donde quedaría vacío de nuevo yrecuperaría su función como parte de un barcode guerra. Aquel era un mundo autosuficiente -con sus propias provisiones y sus propiasautoridades- con el cual sólo tenía contacto através del superintendente, que junto con sussubordinados se ocupaba de todos losproblemas que pudieran surgir. También era unmundo muy poblado, pues, a pesar de que alprincipio se había considerado que mediadocena de presidiarios bastarían para ocultar ladeportación de la señora Wogan -para hacerlaparecer algo diferente de la medida excepcionalque realmente era-, algunos de los restantesorganismos y departamentos relacionados con elcaso no habían resistido la tentación deaumentar ese número, por lo que había llegado aser muy superior a veinte, y a éste se le habíasumado un superintendente, un cirujano y un

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pastor, además de los necesarios guardianes,es decir, carceleros que debían vigilarles. Ytodas esas personas, los que eran presidiarios ylos que no lo eran, habían sido alojadas en laparte anterior del sollado y la bodega de proa,por debajo de la línea de flotación, para que noobstaculizaran las maniobras del barco ni el usode la artillería en un combate y pudieran serolvidados, lo que Jack tanto deseaba. El pastor yel cirujano habían sido autorizados a llegar hastael alcázar, mientras que los restantes hombreslibres, incluyendo al irascible superintendente,estaban obligados a tomar el aire en el castillo,aunque todos comían juntos en la antigua cabinadel contramaestre.

–Ahí es donde están encerradas las mujeres -dijo Jack, señalando con la cabeza el pañol delas provisiones del carpintero.

–¿Hay muchas? – inquirió Stephen.–Tres -respondió-. Y hay otra un poco más

allá. Su apellido es Wogan.Entonces recuperó las energías y gritó:–¡Eh, los de abajo, alumbren aquí!Y enseguida colocó el pie en el peldaño de la

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escala y comenzó a bajar con rapidez.Por delante de los baos se extendía una

superficie curva de forma más o menostriangular, pintada de blanco, cerrada por elextremo más largo con barras de hierro eiluminada por tres faroles que daban muy pocaluz. Rodeando sus pies había una mezcla deagua de la sentina y orina de un pie de altura quese movía con el balanceo del barco y en la cualflotaba gran cantidad de paja. Y por todas parteshabía hombres desfallecidos tumbados endistintas posturas o agachados alrededor de lacarlinga del trinquete. Todos tenían grilletes.Muchos todavía hacían los sonidos guturales queacompañan al mareo, pero a ninguno leimportaba ya dónde tumbarse o agacharse. Elolor era espantoso y el aire estaba tan cargadode impurezas que, cuando Jack bajó el farol, lallama se redujo, tomó un color azulado y perdióintensidad. Los infantes de marina estabanalineados fuera del calabozo y el sargento y unpar de guardianes estaban dentro, cerca de lapuerta, muy próximos al cadáver delsuperintendente. Los presidiarios le habían

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golpeado en la cabeza hasta hacerle papilla lossesos y Stephen llegó a la conclusión de que yaestaba muerto desde hacía algún tiempo,probablemente desde el principio de la tormenta.

–Sargento -ordenó Jack-, vaya corriendo apopa y dígale al señor Larkin y a su ayudante quevengan a la bodega. Señor Pullings, traiga aveinte lampaceros inmediatamente. Los tubos dedescarga de las bombas se han obstruido contoda esta paja y hay que desatascarlos. Que elvelero traiga lona para el cadáver. ¿Quiereexaminarlo, doctor?

–Así nada más, señor -respondió Stephen,inclinándose hacia el cadáver y levantándole unpárpado-. Ya sé todo lo que necesito saber. Perosugiero que estos hombres sean llevados arribaenseguida y que se instale una manguera deventilación, porque este aire es letal.

–Llévelos allí, señor Pullings -ordenó Jack-. Yademás, instale una manguera en la proa ybájela por el escotillón. Eso permitirá ventilarbien la bodega de proa. Dígale al carpintero quedeje todo y repare la bomba de proa.

Luego se volvió hacia los civiles y preguntó:

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–¿Saben quién lo hizo?Le dijeron que no lo sabían y que habían

examinado todos los grilletes lo mejor que podían-si bien les era muy difícil moverse y no teníanórdenes- pero que con tanta humedad y tantasuciedad todos los grilletes parecían estar en lasmismas condiciones. Y uno de ellos, señalandocon la cabeza a un tipo muy alto y delgado queestaba tumbado en el suelo, casi desnudo,indiferente al paso del agua por encima de sucuerpo, dijo:

–Creo que fue ése, señor, ese tipo alto, juntocon sus compañeros.

El señor Larkin, el oficial de derrota delLeopard, bajó corriendo la escala seguido de suayudante. Jack cortó en seco sus exclamaciones,les dio órdenes muy claras y concretas y,mirando hacia la escotilla y con una voz que pudooírse en la toldilla, gritó:

–¡Muévanse, lampaceros, muévanse!¡Malditos sean!

Cuando el repugnante trabajo estababastante avanzado, le dijo al jefe de loscarceleros que le siguiera y ayudó a Stephen a

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subir la escala hasta una cubierta interior dondese guardaban las cadenas del ancla, dondehabía un poco más de luz y el aire tenía menosimpurezas. Había menos agua allí, pero se veíanmuchas más ratas. Es que las ratas de labodega, como solía ocurrir durante una fuertetormenta, se habían ido una o dos cubiertas másarriba y, debido a que el Leopard se movía aúncon brusquedad, todavía no les había parecidoconveniente volver a bajar. Jack le lanzó unacertera patada a una cuando se detuvo ante lapuerta del pañol del carpintero y le pidió alcarcelero que la abriera. También allí habíamucha paja esparcida, pero los jergones de lasmujeres estaban menos rotos y había muchamenos humedad. Dos de las mujeres estabancasi inconscientes, pero la tercera, una joven decara ancha y expresión atontada, se incorporó.Luego, parpadeando a causa de la luz, preguntósi ya todo había terminado y añadió:

–Caballeros, no hemos tenido nada quecomer durante días y días.

Jack le dijo que se ocuparía de eso y lesugirió:

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–Debería ponerse su vestido.–Ya no tengo ropa -replicó-. Me robaron mi

abrigo azul y el vestido de batista amarilla conmangas de muselina que mi señora me habíaregalado. ¿Dónde está mi señora, caballeros?

–¡Dios nos asista! – murmuró Jack cuandoempezaron a caminar hacia popa.

Dejaron atrás las enormes cadenas de lasanclas -todavía con olor a barro de Portsmouth-entre las que había numerosas ratas, dejaronatrás a la brigada de carpinteros que reparaba labomba de proa y llegaron a un lugar donde habíapequeñas cabinas.

–Aquí es donde pusimos a la otra -dijo-. Esatal señora Wogan tenía que estar sola. – Llamó ala puerta con los nudillos-. ¿Va todo bien ahí?

Dentro hubo un ruido confuso. El carceleroabrió la puerta y Jack entró. En la ordenadacabina, iluminada por una vela, había una jovensentada, comiendo galletas de Nápoles quecogía de encima de una taquilla. Miró hacia lapuerta con indignación, incluso con odio, perocuando él le dijo: «Buenos días, señora. Esperoque se encuentre bien», se puso de pie, hizo una

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reverencia y respondió:–Gracias, señor. Me he recuperado casi por

completo.Entonces se produjo un embarazoso silencio.

Por una parte, Jack estaba avergonzado a causade un factor físico, porque el bao de la cubiertainferior que atravesaba aquella pequeña cabina,o más bien armario grande, le obligaba a tener lacabeza agachada y a mantener una extrañapostura mientras permanecía en la entrada,bloqueándola por completo, y como el espacioera tan reducido, no podía avanzar ni siquierauna yarda sin tener contacto directo con laseñora Wogan; por otra parte, estabaavergonzado a causa de un factor ético, porqueno sabía qué decir, no sabía cómo decirle aaquella mujer ostensiblemente bien educada queestaba allí de pie, mirando hacia abajo conhumildad, que había soportado unos momentostan difíciles de forma encomiable, e incluso habíapuesto en la litera una hermosa colcha y habíaguardado su ropa, que no podía permitirle quetuviera aquella vela, su única luz, porque tenerencendida una llama sin protección alguna, sobre

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todo si estaba a poca distancia del pañol de lapólvora, era considerado uno de los peoresactos delictivos en un barco. Por fin, mirandofijamente la llama, dijo:

–Sin embargo…Pero luego no dijo nada más, y, después de

un momento, la señora Wogan preguntó:–¿No quiere sentarse, señor? Siento no

poder ofrecerle más que un taburete.–Es usted muy amable, señora -respondió

Jack-, pero no tengo tiempo… Un farol, sí, esoes, un farol colgado del bao… Estará ustedmucho mejor con un farol colgado del bao,señora, pues tengo que decirle que en el barcono está permitido tener encendida una llama queno tenga protección. Eso es…, más o menos…,como un delito.

Cuando pronunciaba la palabra «delito»pensó que era desafortunada, pues le estabahablando a una presidiaría, a una delincuente,pero la señora Wogan simplemente dijo en tonograve y apesadumbrado que le apenaba muchosaberlo, que le pedía disculpas y que nunca másvolvería a cometer esa falta.

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–Traerán un farol enseguida -dijo-. ¿Se leofrece algo más?

–Si se pudiera averiguar cómo se encuentrala joven que estaba a mi servicio, eso sería ungran alivio para mí, pues temo que la pobrecriatura haya sufrido algún daño. Quisiera, sifuera posible, tomar el aire algunas veces… Peroquizá mi petición sea inapropiada. Y si alguientuviera la amabilidad de llevarse la rata, se loagradecería infinitamente.

–¿La rata?–Sí, señor. Está en esa esquina. Por fin la

maté con mi zapato…, después de una durabatalla.

Jack la echó fuera de una patada, dijo que seocuparía de esas cosas, que le traerían el farolenseguida y luego le deseó que pasara un buendía y salió. Envió al carcelero a proa para que seocupara de la sirvienta de la señora Wogan y sereunió con Stephen, que sostenía la rata por lacola y la examinaba a la luz del enjaretadosituado junto al pañol del pan. La rata, infestadade pulgas, se encontraba casi al final de lagestación y tenía algunas lesiones anómalas

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aparte de las que le había producido el tacón delzapato.

–Esa era la señora Wogan -dijo Jack-. Teníacuriosidad por verla, después de lo que se lehabía escapado al mensajero. ¿Qué te parece?

–Como la puerta era tan estrecha y tu enormecuerpo la ocupaba toda, no pude verla -respondió Stephen.

–Dicen que es una mujer peligrosa. Pareceque amenazó con pegarle un tiro al primerministro o volar el Parlamento, bueno, algoespantoso, y hubo que tratar el asuntopianissimo. Por esa razón tenía curiosidad porconocerla. Es una mujer rara, de eso estoyseguro, porque después de una horrible tormentaque ha durado cuatro días, tiene la cabina limpiacomo una patena.

Luego se quitó la ropa sucia y se sentó conStephen en el mirador de popa. Y mientrasobservaban cómo se alejaba la estela delLeopard, cuyo color blanco contrastaba con elintenso azul del mar, dijo:

–¡Dios mío! ¿Has visto alguna vez un lugartan horrible y asqueroso como la bodega de

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proa, Stephen?Estaba muy abatido porque sabía que no

había obrado como debía respecto a latransformación de la bodega de proa. No debíahaber permitido que construyeran el calabozo demanera que la barra inferior, sobre la quedescansaban los barrotes, actuara como undique y pudiera producirse una inundación…Ahora eso le parecía obvio, tan obvio como elsimple remedio. Y debía haberle pedido másinformes al superintendente. A pesar de que ésteno estaba obligado a presentarle un informe másque una vez por semana y ya había chocado conél antes de levar anclas en Spithead, él debíahabérselos pedido. Ahora aquel desdichado,aquel hombre engreído, pretencioso y cruel,estaba muerto, y eso significaba que Jacktendría que hacer responsables de la custodia delos presidiarios a los carceleros, unos tiposanalfabetos y de corta inteligencia, unos inútiles,o hacerse responsable él mismo. Y si algo salíamal, no sólo se le echaría encima el Almirantazgosino también el Ministerio de Marina, el deTransportes, el Departamento de Avituallamiento

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de la Armada, la Secretaría de Estado para laGuerra y las Colonias, el Ministerio del Interior y,sin duda, otra media docena de organismos, ycada uno de ellos pediría informes, certificadosde aduana y documentos justificativos, echaríareprimendas, exigiría responsabilidades a losoficiales y el pago de enormes sumas de dinero,y, además, obligaría a todos a tomar parte enuna interminable cadena de cartas oficiales.

–No -respondió Stephen, después de pensaren las prisiones en que había estado-. Nunca hevisto ninguno igual.

Había visto calabozos tan sucios como ése,sobre todo en España, y más húmedos, como lasmazmorras de Lisboa, pero por lo menos eranestables. En ellos era posible morirse de hambrey de una gran cantidad de enfermedades, perono de simple mareo, la forma de morir másignominiosa de todas.

–Nunca he visto ninguno igual. Y pienso queahora que su cirujano está muerto, tendré quevelar por la salud de esos hombres. Siento notener dos ayudantes.

Como cirujano de un navío de cuarta clase,

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Stephen podía tener dos ayudantes. Varioshombres muy competentes para el cargo,incluyendo algunos de sus antiguos compañerosde tripulación, habían hecho la solicitud paratrabajar con él, ya que el doctor Maturin era muyapreciado en el mundillo de los médicos y sustrabajos Suggestions for the Amelioration ofSick-Bays (Sugerencias para la mejora de lasenfermerías), Thoughts on the Prevention ofDiseases Most Usual Among Seamen (Ideaspara la prevención de las enfermedades máscomunes entre los marineros), New Operation forSuprapubic Cystotomy (Nueva operación de lacistotomía suprapúbica) y Tractatus de NovaeFebris Ingressu, eran leídos por las personasinstruidas de la Armada. Viajar con él significabaadquirir experiencia profesional, tener laposibilidad de un ascenso y, puesto que siempreviajaba con Jack Aubrey el Afortunado, deconseguir grandes sumas de dinero. Porejemplo, el ayudante de cirujano de la Boadiceahabía obtenido un botín que le había permitidodejar la Armada y comprar la clientela de unmédico en Bath y ahora tenía posición alta. Pero

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fiel a la norma de permanecer aislado, la normaque le impedía tener un sirviente, Stephen noviajaba dos veces con el mismo colega. Y estavez, además de rechazar las peticiones de loshombres que conocía, se había limitado a tenerun solo ayudante, Paul Martin, un brillanteanatomista de una de las islas del canal de laMancha que le había recomendado su amigoDupuytren, del Hotel Dieu. Aunque Martin erasúbdito británico, o, para ser más exacto, súbditodel duque de Normandía, que tambiéngobernaba aquellas islas británicas, habíapasado buena parte de su vida en Francia,donde había publicado recientemente su libro DeOssibus, una obra muy bien acogida a amboslados del canal por quienes estaban interesadosen los huesos. El libro había llegado a amboslados del canal porque la información científicacirculaba libremente a pesar de la guerra, eincluso Stephen había sido invitado ese mismoaño a dar una conferencia ante los sabiosparisinos en el Institut. Stephen habría hecho eseviaje, con el consentimiento de ambos gobiernos,si no hubiera sido por la presencia de Diana

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Villiers y por algunos escrúpulos que aún nohabía vencido cuando el Leopard se había hechoa la mar.

–El pastor -dijo-. El pastor quizá podría, comotú dices, echar una mano. He oído hablar depastores que han estudiado medicina conbastante provecho y que han prestado unavaliosa ayuda a los cirujanos en la bañera[11]durante las batallas. Aparte de su valor por sulabor pedagógica y espiritual, pueden serconsiderados miembros de la tripulaciónpotencialmente útiles, sin duda, puesto que loscirujanos no son inmortales. Siempre me hasorprendido tu oposición a llevarles en tu barco.No creo que eso tenga que ver con las absurdascreencias de algunas personas ignorantes yaprensivas en relación con la presencia degatos, cadáveres y clérigos en un barco, porquetú no te dejas influenciar por esas cosas.

–Te diré lo que ocurre -dijo Jack-. Respeto alclero, por supuesto, y su sabiduría, pero creo queun barco de guerra no es un lugar apropiadopara un pastor. Esta mañana, por ejemplo…Como siempre, el domingo se celebrará la

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ceremonia religiosa, y apuesto a que nos diráque debemos tratarnos unos a otros comohermanos y ser bondadosos unos con otros, yasabes. Entonces diremos amén y el Leopardseguirá navegando con todos esos hombres congrilletes en ese nauseabundo agujero en la proa,todo seguirá exactamente igual. Eso es lo quepensé esta mañana. Y me parece algo raro, casiuna hipocresía, decirle a la tripulación de unbarco de guerra lleno de cañones que debe amara sus enemigos y poner la otra mejilla, cuandouno sabe muy bien que el barco y todos losmarineros a bordo están aquí para hacer saltarpor los aires los barcos enemigos si pueden. Silos marineros le hacen caso, entonces, ¿dóndeestá la disciplina? Y si no le hacen caso,entonces me parece que todo eso es una burlade las cosas sagradas. Prefiero leerles elCódigo Naval o recordarles cuáles son susobligaciones, y esas palabras dichas por mí, queno uso bandas ni sobrepelliz, pues, tienen otroefecto.

Tenía la intención de decirle que la mayoríade los pastores que había conocido en la

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Armada dejaban bastante que desear y contarlela anécdota de lord Cloncarty. Este, al serinformado por el primer oficial de que el capellánhabía muerto de fiebre amarilla y como un buencatólico, había dicho: «Tanto mejor». El primeroficial le había preguntado: «Pero señor, ¿cómopuede decir eso de un clérigo británico?». LordCloncarty le había respondido: «Bueno, porquesoy el primer capitán de un barco de guerra quepuede vanagloriarse de haber tenido un clérigosin ninguna religión». Sin embargo, pensó queStephen era un papista y, por tanto, podríasentirse herido, y que, en cualquier caso, laanécdota haría quedar mal a los de su religión,así que se quedó callado y dijo para sí: «Hasestado a punto de meter la pata otra vez, JackAubrey».

–No hay duda de que éste es un asunto querealmente ha preocupado a muchas personas yno es mi intención proponer una solución. Creoque debo ir a proa y echar un vistazo a losnuevos pacientes. Subirán al castillo a esosinfelices, ¿verdad? Además, hay que ocuparsede la señora Wogan. ¿Cuándo será autorizada a

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tomar el aire? Te advierto que no respondo de lasalud de ellos si no toman el aire al menos unahora al día, o dos cuando haya buen tiempo.

–¡Oh, se me había olvidado, Stephen! – dijo einmediatamente, con voz fuerte, llamó a suescribiente, que estaba en la antesala de lacabina-. ¡Señor Needham, dígale al primer oficialque venga!

Y un momento después, cuando Pullings entróapresuradamente con un montón de papeles,dijo:

–No, Tom, no vamos a hacer las listas de lasguardias por el momento. Por favor, que lleven unfarol a la pequeña cabina que está detrás dedonde se guardan las cadenas del ancla, dondeestá encerrada la prisionera que debemantenerse aislada.

Pullings también debía averiguar lo que habíadispuesto el difunto superintendente para elavituallamiento de los presidiarios, qué racionesse les daba y qué cantidad de provisiones habíadisponibles, y, además, cómo hacían ejerciciolos presidiarios en los barcos en que erantransportados regularmente.

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–Sí, sí, señor -respondió Pullings con sucaracterístico tono respetuoso y alegre a la vez-.Y por lo que se refiere al polizón, señor, ¿quédebo hacer con él?

–¿El polizón? ¡Ah, sí, ese tipo casi muerto dehambre que encontramos esta mañana! Bueno,puesto que tenía tantas ganas de hacerse a lamar y puesto que, después de todo, está en lamar, me parece que puede inscribirle comomarinero supernumerario. Dios sabe qué ideastiene en la cabeza, pero el hecho de estar en lacubierta inferior hará que cambien.

–Seguro que está persiguiendo a algunamujer, señor. Hay veinte jóvenes en la guardia deestribor en su mismo caso.

–Por lo general, son esos jóvenesdelgaduchos los que copulan con más frecuencia-dijo Stephen-, mientras que los forzudos de lospueblos, los que presumen de ser el gallito de suparroquia, suelen ser más castos. ¿Será por faltade oportunidades? ¿Quién puede saberlo? ¿Esmás ardiente la llama del deseo en una figuramenuda? ¿Tienen esos hombres más habilidadpara insinuarse? Pero no debes ponerle a

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trabajar hasta que se haya restablecido. ¡Estátan demacrado! Hay que alimentarlo con papilla,dándole en cada guardia varias cucharadas,pero cucharadas pequeñas, o de lo contrario teencontrarás con otro cadáver entre las manos.Podrías matarle fácilmente con amabilidad y untrozo de carne de cerdo.

Se quedó un rato pensativo y cuando Pullingsse fue a cumplir sus innumerables obligaciones,preguntó:

–Jack, ¿has visto caballeros en la cubiertainferior alguna vez?

–Sí, a algunos.–Ya ti, que estuviste allí siendo guardiamarina

porque tu capitán te degradó por incompetencia,¿qué te pareció?

–No fue por incompetencia.–Recuerdo perfectamente que te había

llamado marinero de agua dulce.–Bueno, me llamó marinero de agua dulce

lascivo porque tenía escondida a una chica en elpañol de cabos. Era una alusión a mi moralidadno a mis conocimientos de navegación.

–Me sorprendes… Pero, dime, ¿qué te

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pareció?–No era un lecho de rosas. Pero me he

criado en la mar, y la camareta deguardiamarinas tampoco es un lecho de rosas.Para un hombre que no sea marinero, que tengaescrúpulo de comer ciertas comidas y esascosas, es muy duro estar allí. Conocí a uno, el hijode un pastor que se había metido en un lío en launiversidad, que no pudo soportarlo y murió.Creo que, en general, en un barco en armonía, siun hombre educado es joven y saludable, si sabedefenderse y soporta estar allí un mes más omenos, tiene muchas posibilidades de sobrevivir,pero en otras circunstancias no.

Stephen fue hasta la proa por el pasamanode barlovento y a pesar de que aún sentía unaprofunda tristeza y una ansiedad que hacíaestremecerse todo su ser, estaba más animado.El día era más brillante ahora y el viento habíaamainado y había rolado un punto hacia la aleta.El Leopard tenía desplegadas las mayores, lasgavias y las alas inferiores, y como todas eranvelas nuevas, formaban una masa de radianteblancura que se distinguía claramente en el cielo.

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Tenían un color blanco tan brillante que podíadecirse que tanto sus curvas -unas suaves y otraspronunciadas- como sus enormes superficies, nose veían sino que se imaginaban, y todasproyectaban su sombra sobre el entramado delíneas bien definidas que formaban los aparejos.Pero era sobre todo el aire cálido y tonificanteque llegaba por un lado del barco e inundaba suspulmones el que hacía que su triste rostro seiluminara y su apagada mirada se llenara devida. Se sintió satisfecho cuando supo queMartin y un grumete que tenía como asistentehabían estado en el castillo algún tiempo y suayudante le comunicó cuántos presidiariosestaban aún desfallecidos. La mayoría de ellosya se habían recuperado y al menos teníanfuerzas para sentarse o ponerse de pie ymostraban cierto interés por la vida. Las dosmujeres de más edad pertenecían a ese grupo(probablemente la joven medio tonta estaba conla señora Wogan) y estaban de pie, recostadasal propao y mirando hacia la parte anterior de laproa, y eso molestaba mucho a los marineros, yaque la proa, mejor dicho, los dos lados de

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aquella parte de la proa eran sus retretes, losúnicos lugares donde podían aliviarse, y muchosde ellos tenían ahora una necesidad apremiante.Una era una gitana de mediana edad, delgada yde nariz aguileña que tenía una expresión adusta;la otra era una mujer de un aspecto tan horrible ytanta maldad reflejada en su rostro y en sus ojosque parecía increíble que hubiera sido capaz deganarse la vida ejerciendo una profesión en laque tenía contacto con los hombres. Sinembargo, por su robustez parecía que lo habíaconseguido, pues a pesar de que la prisión y losconstantes mareos la habían hecho adelgazartanto que sus carnes estaban fláccidas y suasqueroso vestido rojo le quedaba anchísimo,todavía pesaba unas doscientas libras. Tenía elpelo ralo, rojizo hasta la mitad de su longitud yteñido de rubio desde allí hasta las puntas. Suspequeños ojos glaucos estaban hundidos en sucara ancha y amorfa, y las cejas formaban unabarra que se extendía sobre los dos. Algunos delos presidiarios podrían haber sido primos suyos,otros tenían aire de simples rateros, otros habríanparecido personas corrientes si hubieran llevado

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guardapolvos y dos eran idiotas. Todos tenían lapalidez cadavérica que confería la prisión ytodos, excepto los idiotas, tenían una expresióntriste y angustiada. Tenían un aspecto deplorablecon sus asquerosas ropas y los inhumanosgrilletes y eran tratados como seres abyectos,eran apiñados como ganado. Ahora que estabanallí arriba, los marineros les miraban condesaprobación, desprecio y, en algunos casos,animadversión.

El hombre alto que era sospechoso delasesinato del superintendente era uno de lospeores. Se podía pensar que era un cadáver sino hubiera sido porque su enorme cuerpotodavía tenía un movimiento convulsivo de vez encuando.

–En este caso habrá que tomar medidasdrásticas -dijo Stephen en latín, dirigiéndose a suayudante-. Habrá que meterle un embudo hastala faringe y administrarle cincuenta, no, sesentagotas de éter sulfúrico.

A otros les prescribió un cocimiento decáscaras de naranja y quina y luego dijo:

–Estas cosas puede cogerlas de nuestro

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botiquín. Entretanto registraré el del difuntocirujano para ver qué medicinas contiene.

Contenía una extraordinaria cantidad deginebra de Holanda, muy pocos libros einstrumentos (instrumentos baratos, oxidados ymuy sucios, entre los cuales había una sierra conel borde cubierto de sangre coagulada) y todoslos medicamentos que suministraba el Ministeriodel Interior, que no eran los mismos quesuministraba el Departamento para la ayuda aenfermos y heridos a los barcos de guerra. ElMinisterio del Interior confiaba en el ruibarbo, elpolvo gris y el amoniaco más que la asociación, ytambién en el bálsamo de Locatelo, el polipodioy, para sorpresa de Stephen, en el láudano, latintura alcohólica de opio. Había tres botellas conun cuarto de galón según las medidas deWinchester. Entonces abrió el escotillón, cogió laque tenía más cerca y exclamó:

-¡Vade retro!Pero después de haber lanzado la primera,

se detuvo y, con argumentos razonables perofalsos, se convenció a sí mismo de que debíaconservar lo que quedaba para administrárselo a

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sus pacientes, puesto que en muchos casos latintura podía ser de vital importancia para ellos.

Luego fue a la cabina de la señora Wogan,haciendo únicamente una pausa para llamar a unguardián pálido y abatido. Allí estaban la señoraWogan y su sirvienta doblando sábanas, ytodavía la joven tenía sólo una manta cubriéndoleel pecho. Stephen comprobó que, entre tantodesorden, la señora Wogan al menos era capazde actuar con decisión, ya que le puso a la jovenentre los brazos un corpiño y un sencillo vestido yle dijo al guardia que volviera a llevarla adondeestaba, haciendo salir a ambos de allí de esaforma.

–Buenos días, señora -dijo Stephen cuando elguardián y la presidiaría desaparecieron por eloscuro sollado, chillando al tropezar con lasratas.

Avanzó hacia el interior de la cabina y laseñora Wogan retrocedió hasta un punto en quela luz del farol le daba de lleno en la cara.

–Mi nombre es Stephen Maturin. Soy elcirujano de este barco y he venido a interesarmepor su salud.

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No hubo ni el más mínimo indicio de queconocía su nombre. O aquella mujer era unaconsumada actriz o nunca había oído su nombre.Y Stephen pensó con amargura que tal vez Dianano lo había mencionado porque no estabaorgullosa de conocerle. Iba a tantearla en variasocasiones más en descargo de conciencia, peroahora mismo se atrevía a apostar mil contra unoa que ella no había oído hablar de StephenMaturin.

La señora Wogan pidió disculpas por eldesorden, le rogó que tomara asiento, le dio lasgracias por su gentileza y le aseguró que sesentía muy bien.

–Sin embargo, su cara está más pálida de loque podría esperarse -dijo Stephen-. Déme lamano.

Su pulso era normal, lo cual, indudablemente,confirmaba sus palabras.

–Ahora enséñeme la lengua.Ninguna mujer parece hermosa ni atractiva

cuando tiene la boca abierta y la lengua afuera, yprobablemente por eso la señora Wogan seresistió a hacerlo y su pecho se agitó, pero

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Stephen hizo valer su autoridad como médico yella le enseñó la lengua por fin.

–Bueno, su lengua tiene buen color -admitió-.Seguro que ha vomitado usted bastante. Podrándecir lo que quieran del mareo, pero no hay nadamejor para expulsar los malos humores y lastoxinas.

–A la verdad, señor -dijo la señora Wogan-,no me he mareado, sólo me he sentidoligeramente indispuesta. He hecho varios viajesa América y el movimiento no me afecta mucho.

–En ese caso, quizá fuera conveniente unapurga. Por favor, dígame cómo funcionan susintestinos.

La señora Wogan le dijo con franqueza cómofuncionaban, pues Stephen, además dedemostrar su autoridad como médico, secomportaba como si no fuera un ser humano,como si la máscara hipocrática le hubiera dadootra identidad, y a ella le parecía que se confiabaa un ídolo. Sin embargo, se sobresaltó cuando élle preguntó si tenía motivos para pensar queestaba embarazada y secamente contestó:

–Ninguno en absoluto, señor.

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Pero no había aspereza en las palabras quedijo a continuación:

–No señor. Pero creo que hay muchasposibilidades de que esté «estibada» o«encabinada» además de confinada. – Sonriótímidamente pero con sincera alegría-. ¿Esposible que la palidez de mi cara tenga relacióncon mi «encabinamiento»? No pretendoenseñarle medicina a un médico, Dios lo sabe,pero si pudiera tomar un poco de aire que notenga impurezas… Se lo dije a ese caballerogrueso que estuvo aquí antes, un oficial, meparece, pero…

–Tiene que tener en cuenta, señora, que elcapitán de un barco de guerra tiene muchascosas de qué ocuparse.

Ella cruzó las manos sobre el regazo, miróhacia abajo y en voz baja y con tono sumiso dijo:

–Sí, claro.Stephen se alejó de allí muy satisfecho del

tono grave y pomposo con que había hablado yque le situaba en una posición inicialconveniente, desde la cual iría retirándose, y fuehasta la bodega de proa, ahora limpia y olorosa

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como nunca. Mientras la inspeccionaba, arribacomenzó el pandemónium que los marinerosocasionaban cuando iban a comer, aquelpandemónium que le era familiar y al que habíanprecedido, aunque sólo un instante, las ochocampanadas y los pitidos del contramaestre.Durante diez minutos, Stephen retuvo a unayudante del carpintero -inconforme pero cortés-para exponerle sus ideas sobre el modoapropiado de alojar a los presidiarios. Luegoretrocedió y atravesó la cubierta inferior, dondehabía más luz ahora porque las portas de loscañones de babor estaban abiertas y un grannúmero de hombres, más de trescientos,estaban sentados alrededor de las mesascolgantes colocadas entre los cañones, gritandoy comiendo cada uno dos libras de carne devaca salada y una libra de galletas (porque eramartes). A la hora de comer, cuando la cubiertase convertía en comedor, era inconcebible, casiimposible que un oficial se encontrara allí,excepto el día de Navidad, y quienes no conocíana Stephen estaban preocupados y molestos.Pero muchos tripulantes del Leopard habían

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navegado con el doctor Maturin o conocían suscostumbres por los relatos de sus amigos y leconsideraban un hombre de gran valía, pero no lejuzgaban por lo que hacía fuera de la enfermeríao la bañera, pues ignoraba por completo todo lorelacionado con la mar (ni siquiera sabíadistinguir babor de estribor ni lo que estaba biende lo que estaba mal) y casi se le podía calificarde cándido. Se jactaban de que estaba entreellos porque era un excelente médico y lapersona más hábil en el manejo de la sierra entoda la Armada, pero cuando estabanacompañados por otros barcos deseaban poderesconderle.

–No se muevan por favor -decía mientraspasaba entre los hombres que masticaban sinparar y le miraban con amabilidad o sorpresa,según el caso.

Estaba ensimismado, haciendo lacomparación entre Diana Villiers y la señoraWogan, y no salió de su ensimismamiento hastaque vio una cara muy conocida, la cara ancha,roja y sonriente de Barret Bonden, el timonel deJack Aubrey, que estaba de pie, balanceándose

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con el movimiento del barco y sosteniendo enalto una cucharilla, indudablemente, para llamarsu atención.

–Barret Bonden, ¿qué estás haciendo? –dijo-. Siéntense todos, por el amor de Dios.

Los comensales, ocho fuertes marineros debarcos de guerra con coletas hasta la cintura y unhombre menudo, de aspecto muy diferente, sesentaron.

–Pues estamos dando de comer a Herapath,señor -dijo Bonden-. Tom Davis machaca lasgalletas en esa fuente, Joe Plaice las mezcla conel zumo en la otra hasta conseguir una papillafina y yo se la doy con esta cucharilla. Es unacuchara muy pequeña, como usted dijo, SuSeñoría, una cucharilla de plata de la cabina queKillick me prestó.

Stephen observó la primera bandeja, quecontenía aproximadamente una libra de galletastrituradas, y luego la segunda, que contenía unacantidad aún mayor de papilla, y luego aHerapath (casi irreconocible con la ropa demarinero), el cual miraba la cuchara fijamente,con ansiedad.

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–Bueno, si le dais ahora la tercera parte de loque hay en la fuente y el resto en cinco veces,digamos, cada vez que suenen ochocampanadas, podréis convertirle en un marineroen vez de en un cadáver, porque tenéis que teneren cuenta que es menos importante la dimensiónde la cuchara que la suma total, la cantidad depapilla en conjunto.

En la cabina grande, encontró al capitán delLeopard sentado en medio de una gran cantidadde papeles. Estaba claro que tenía muchascosas de qué ocuparse, pero Stephen estabadecidido a aumentar esa cantidad tan prontocomo Jack terminara de revisar las cuentaspresentadas por el contador. Entretanto, siguióreflexionando sobre el hecho de que lacomparación entre Diana Villiers y la señoraWogan no le parecía posible. Ambas tenían elpelo negro y los ojos azules y eran casi de lamisma edad, pero la señora Wogan medía dospulgadas menos, y esas dos pulgadasestablecían una gran diferencia, la diferenciaentre una mujer alta y otra que no lo era. Y tenía lanariz de Cleopatra. Pero, sobre todo, a la señora

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Wogan le faltaba la infinita gracia queembelesaba a Stephen cada vez que Dianacruzaba una habitación. Y en relación con surostro, no era justo emitir un juicio ahora,después de todo lo que había padecido laseñora Wogan tan recientemente. Pero, a pesarde la palidez y la falta de lozanía de su rostro,ambas tenían cierto parecido, un parecido muyligero pero que se notaba lo bastante para hacerpensar a cualquier observador que existía unestrecho parentesco entre ellas. No obstanteeso, por lo que él había podido apreciar en aquelcorto espacio de tiempo, los rasgos de la señoraWogan se habían formado por reflejo de unánimo más sereno. Tenía un aire resuelto, yaunque sus inclinaciones eran peligrosas, él lasconsideraba la manifestación externa de uncarácter menos cruel y dominante y más dulce eincluso más noble y afectuoso, aunque eso notenía mucha importancia. Ella era un leopardo yDiana un tigre. Entonces, recordando queninguno de los leopardos que había visto teníandulzura ni nobleza dijo para sí: «No es una buenacomparación. Pero, en cualquier caso es inferior,

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o está en una escala inferior».–Aquí tiene, señor Benton -dijo Jack-. Todas

las cuentas cuadradas hasta la última cifra.Y después de que el contador recogió sus

libros y se marchó, dijo:–Stephen, soy todo tuyo.–Entonces, ten la amabilidad de pensar en

mis presidiarios. Y digo mis presidiarios porquesoy responsable de su salud, la cual, permítemeque te diga, es bastante precaria.

–Sí, sí. Pullings y yo hemos hablado de eso.Se colgarán coyes en la bodega de proa, comolo hacemos en la Armada, y ya no habrá esoshorribles jergones de paja. Los presidiariostomarán el aire en el castillo, sólo doce a la vez,por la mañana y durante la guardia de primercuartillo. La manguera de ventilación quedaráinstalada antes de que termine el día, y cuando elpastor y tú hayáis hecho un informe sobre ellos,veremos a cuáles se les pueden quitar losgrilletes. Por lo que se refiere al ejercicio, puedenbombear agua.

–¿Y la señora Wogan? ¿También ella va abombear agua? Te advierto que no podrá

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sobrevivir en esa cabina tan húmeda y oscura yllena de aire mefítico. También ella necesitaairearse.

–¡Ah, has tocado un punto delicado, Stephen!¿Qué vamos a hacer con ella? Encontré una notaentre los papeles del superintendente donde sele ordenaba ser indulgente con ella en todo loque no pusiera en peligro la seguridad y el orden,por ejemplo, permitiéndole tener la ayuda de unasirvienta y sus propias provisiones, sin queexcedieran una tonelada y media. Pero no decíani una palabra sobre el ejercicio.

–¿Cómo es costumbre tratar a las personasdistinguidas en los barcos que transportanpresidiarios a Botany Bay regularmente?

–No sé. Le pregunté a los carceleros, que sontodos unos malditos estúpidos y unos cabroneshijos de puta, pero lo único que pudieron decirmefue que a Barrington, el ratero, ¿te acuerdas?, sele permitía comer con el contramaestre. Pero esono sirve de nada, pues él no es más que unmuchacho jactancioso y, en cambio, la señoraWogan es toda una dama… A propósito,Stephen, ¿te has dado cuenta del extraordinario

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parecido que hay entre ella y Diana?–No, señor -respondió Stephen.Siguió una breve pausa, durante la cual Jack

se lamentó de haber pronunciado aquel nombreque podría haber causado una herida y se dijo:«Otra vez has metido la pata, Jack». Además,empezó a preguntarse por qué Stephen estabatan condenadamente malhumorado en losúltimos días.

–No puedo invitarla a que pasee por elalcázar -dijo-. Eso sería impropio,indudablemente, ya que está condenada por undelito. Es una mujer muy peligrosa, segúnparece. Dicen que siguió disparando a derechae izquierda cuando la estaban apresando.

–Por supuesto, tú no quieres relacionarte conuna delincuente. Pero parece que existe unprecedente de esto, del cual podría hablarte elpastor. Bueno, como tú bien dices, eso seríapeligroso, y noto perfectamente tu ansiedad…Seguro que tiene un par de pistolas en losbolsillos. Sin embargo, permíteme decirte quedebería ser autorizada a caminar por elpasamano a ciertas horas y, ocasionalmente,

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cuando el tiempo sea bueno, por la toldilla.Además, tengo que señalar que para llegar a latoldilla ella tendrá que atravesar el sagradoalcázar y que debido a tu natural aprensión, y nola llamo cobardía, seguramente será necesarioque tengas una carronada cargada con metralla yapuntada hacia ella cuando pase. A pesar detodo, ésa me parece una adecuada forma desolucionar el problema.

Jack estaba acostumbrado a que Stephendefendiera con fiereza a sus pacientes -incluso alpeor de los marineros- mientras estaban a sucargo. Y teniendo en cuenta, además de esto, elparecido que tanto le había sorprendido y laprofunda amargura que su amigo tenía ahora(pues Stephen había hablado sin sonreír y en untono hiriente) ahogó las palabras que estabanformándose en su garganta. Sin embargo, tuvoque hacer un gran esfuerzo, porque no era ni elmás paciente ni el más sufrido de los hombres, yle parecía que esta vez Stephen se habíaextralimitado. Entonces, secamente, le dijo:

–Lo pensaré.Y por primera vez no se sintió molesto al oír el

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tambor, que empezó a sonar un momentodespués, llamando al doctor Maturin y a losoficiales a comer.

La sala de oficiales del Leopard era muygrande y hermosa, con mucho espacio para losoficiales y para los invitados que a éstos lesencantaba traer, demostrando la característicahospitalidad de la Armada. Era una habitaciónalargada, en cuyo extremo había un ampliomirador que iba de lado a lado, y parecía aúnmás larga porque en medio de ella había unamesa de veinte pies de longitud. A ambos ladosestaban las cabinas de los tenientes y en losmamparos y los costados colgaban hachas deabordaje, hachas de piedra, alfanjes, sables ypistolas formando grupos muy bien ordenados. Yese día, por primera vez, se encontraban en ellacasi todos los oficiales, ya que durante ladificilísima travesía por el canal de la Mancha y elgolfo de Vizcaya, casi nunca se habían juntadomás de media docena para comer. El único quefaltaba era Turnbull, el oficial de guardia. Habíamuchas chaquetas azules, varias rojas, de losinfantes de marina, una negra, del pastor, y

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algunas azul claro, de los grumetes queesperaban detrás de las sillas de los marinos,todas nuevas y relucientes ahora, porquecomenzaban una nueva misión. Formaban unhermoso conjunto que resplandecía a la luz delSol, pero eso casi no hizo efecto en el mal humorde Stephen. Rara vez Stephen había sentido unairritación mayor y había tenido menos confianzaen que sería capaz de controlarla, y por esarazón movió la cuchara de tal modo que parecíaque iba a encontrar la salvación al llegar al fondodel plato de sopa. Y casi la encontró, porque elcaldo de cebada, pegajoso y lenitivo, ayudó aque el ser que llevaba en su interior pudiera estaren armonía con su apariencia exterior yrecuperara el libre albedrío, y cuando terminó decomer el primer plato le faltaba muy poco parasentir auténtica satisfacción. La conversación enla sala de oficiales era banal, llena de tópicos yde tono cortés, por la precaución quehabitualmente tenían los hombres que iban apasar juntos dos años más o menos, puesquerían tantear primero el terreno y averiguarcómo eran sus compañeros de mesa para no

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inferir ni recibir ninguna ofensa por la cual seguardaran rencor a lo largo de diez mil millas yestallaran de cólera por fin al llegar a lasantípodas.

Stephen sabía que los ingleses (y la mayoríade los que estaban sentados a la mesa eraningleses) eran muy sensibles a las diferenciassociales y estaba seguro de que todos en aquelgrupo tenían aguzado el oído para distinguirhasta la más mínima diferencia de entonación.Le complació mucho oír hablar a Pullings, con sufuerte acento del sur, demostrando, sinagresividad, tener una gran confianza en símismo, una peculiar fuerza. Observó a Pullings,que estaba de pie, cortando el redondo de vaca,y pensó que se había fijado muy poco en él.Conocía al primer oficial desde hacía muchotiempo, desde que era el larguirucho ayudantedel oficial de derrota, y le parecía que la juventudde Pullings era eterna, no había advertido cómoalcanzaba la madurez. Indudablemente, al ladode Jack, el capitán que Pullings tanto estimaba yadmiraba, parecía todavía muy joven, pero aquí,en la sala de oficiales, Stephen notaba

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sorprendido su talla y su gran autoridad. Eraevidente que había dejado su juventud enHampshire, quizá mucho tiempo atrás, e ibacamino de convertirse en uno de esos valiososcapitanes muy queridos por todos los de lacubierta inferior, como Cook o Bowen, y hastaahora Stephen no lo había notado.

Miró hacia los hombres que estabansentados frente a él. Moore, el capitán deInfantería de marina, estaba a la izquierda dePullings. A continuación estaba Grant, el segundooficial del Leopard, un hombre de mediana edady aspecto atildado; luego Macpherson, el tenientede Infantería de marina de más antigüedad, unescocés de la región de Highlands, muy moreno,con un rostro de rasgos poco comunes yexpresión inteligente; después Larkin, el oficialde derrota, un hombre joven para el cargo quedesempeñaba y un excelente navegante, aunquea esa hora tan temprana ya tenía aspecto deborracho, y eso no presagiaba nada bueno; y porúltimo, Benton, el contador, un hombre bajito yregordete de ojos húmedos y brillantes, como losdel dueño de una concurrida taberna o un

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afortunado funcionario corrupto. Benton tenía unbigote que le caía por los lados de la boca yllegaba casi hasta abajo de la barbilla y llevabamuchos adornos, incluso en la mar. Estaba muysatisfecho de su propio cuerpo, especialmentede sus piernas bien formadas, y aseguraba queera un conquistador.

A la derecha de Stephen estaba sentado eloficial subalterno más joven, quien, excepto porel uniforme, era exactamente igual al infante demarina que Stephen había escogido comosirviente, el más estúpido de los sesenta queiban en el barco. Ambos tenían labios grandes ypálidos, piel gruesa y oscura, ojos saltones y decolor de ostra y una expresión de asombro. Y lafrente de ambos parecía cubrir una profundacavidad ósea. El joven se llamaba Howard.Había sido incapaz de atraer la atención deStephen y ahora hablaba con el hombre queestaba sentado al otro lado, un invitado, unguardiamarina llamado Byron. Hablaba de losnobles con tanto entusiasmo que su cara ancha ypálida iba poniéndose roja. Babbington, el terceroficial, que estaba sentado a la izquierda de

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Stephen, era otro antiguo compañero detripulación. Aunque todavía tenía aspecto infantil,Stephen le había curado varias enfermedadesbochornosas en el Mediterráneo mucho tiempoatrás, en el año 1800. Su precoz pasión por elsexo opuesto había dificultado su desarrollo,pero eso no había hecho desaparecer sutremendo ardor. Estaba haciendo un animadorelato de la caza de un zorro cuando vinieron abuscarle porque el perro de Terranova que habíatraído a bordo, un animal del tamaño de unbecerro, había decidido proteger el cúter azul,donde Babbington había dejado su jersey deGuernesey, y no permitía que nadie tocara nisiquiera la borda. Al marcharse, quedó a la vistala figura con chaqueta negra, el reverendo señorFisher, que estaba sentado a la derecha dePullings. Stephen le miró atentamente. Era unhombre de unos treinta y cinco años, bastantebien parecido, rubio, alto, de tipo atlético, y conuna expresión ansiosa. Bebía un vaso de vinojunto con el señor Moore, y Stephen observó quelas uñas de la mano extendida estaban tan cortasque parecía que se las había comido y que la

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mano y la muñeca estaban cubiertas por unhorrible eczema.

–Señor Fisher -dijo un momento después-,me parece que no nos han presentado. SoyStephen Maturin, el cirujano. Y después deintercambiar frases corteses, dijo: -Estoyencantado de tener otro colega a bordo. Creoque lo espiritual y lo material estáninseparablemente unidos, por eso un pastor y uncirujano pueden llamarse colegas, al margen dela necesaria colaboración de uno con el otro enla enfermería. Y dígame, señor, ¿ha leído algúnlibro de medicina?

No, el señor Fisher no había leído ninguno,pero lo habría hecho si le hubieran concedido unbeneficio eclesiástico en una zona rural. Muchosclérigos de zonas rurales lo hacían, yseguramente él habría seguido su ejemplo. Losconocimientos sobre medicina le habríanpermitido hacer el bien más veces. Le parecíaque un pastor debía saber cómo cuidar susovejas -considerando la frase tanto en sentidoliteral como figurado-pues, como el doctorMaturin había señalado acertadamente, los

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problemas de sus ovejas podrían ser al menosde dos tipos.

Estas palabras causaron cierta tensión en elambiente, pero, en general, la opinión de losoficiales sobre el señor Fisher era buena, porqueéste se mostraba deseoso de serle simpático aellos y de que ellos le fueran simpáticos a él, yaunque no les gustaba ser considerados unrebaño de ovejas, un comentario de esa claseera perdonable si lo hacía un pastor.

Esa misma opinión fue expresada porStephen en su diario. La había escrito sentadoen su cabina, una de las horribles cabinas delsollado, durante el intervalo de tiempo entre lacomida y el funeral, después del cual él tendríaque examinar a los presidiarios, acompañadodel pastor, para hacer un informe sobre ellos.Podría haber compartido el lujo con Jack, podríahaber tenido un vasto espacio para él solo, comohabía hecho cuando había viajado como invitadodel capitán, pero no quería que pensaran que elcirujano del Leopard tenía un comportamientoimpropio y disfrutaba de privilegios, y, por otraparte, su entorno le era completamente

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indiferente. Escribió estas palabras:Hoy he conocido al pastor. Es un hombre

conversador y bastante instruido, aunque tal vezno muy sensible y un poco propenso alentusiasmo. Pero quizá no es justo consigomismo. Está nervioso, le falta serenidad y no seencuentra a gusto. Sin embargo, pienso que esestupendo que se haya sumado a nuestro grupo.Le tengo cierta simpatía, y si estuviera en tierracreo que intentaría seguir relacionándome con él.En la mar no hay elección.

Continuó con una descripción de sus propiossíntomas: la recuperación del apetito, ladisminución de la tremenda ansiedad, lasuperación de la crisis provocada por laseparación. Entonces escribió:

¡Estar atrapado de esa manera por un viejocompañero! No sé si los dos cuartos de galónque están en el botiquín del difunto señorSimpson son un peligro o una salvación o tal vezla clara demostración de mi resolución, de lalibertad recuperada.

Se puso a meditar sobre ese punto y sequedó absorto, con los labios fruncidos, la

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cabeza ladeada y los ojos muy abiertos, fijos enel estuche del violonchelo. El guardiamarina quehabían mandado a buscarle, después de tocar envano en su puerta varias veces, la abrió y dijo:

–Espero no molestarle, señor. El capitánpensó que a usted le gustaría estar presente enel funeral.

–Gracias, gracias, señor…, señor Byron,¿verdad? – dijo Stephen acercando el farol a lacara del joven-. Subiré enseguida.

Llegó al alcázar a tiempo de escuchar lasúltimas palabras y los cuatro chasquidosprovocados por la caída al agua del cirujano, elsuperintendente y dos presidiarios. Estos últimoseran los únicos muertos por mareo que habíavisto en su vida.

–Indudablemente -le dijo al señor Martin-, elhecho de que estuvieran medio asfixiados y casimuertos de hambre, la falta de higiene corporal yel prolongado confinamiento fueron factores quecontribuyeron a ello.

En el diario de navegación del Leopard no seperdía tiempo en citar causas o hacercomentarios, sino que sólo se hablaba de

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hechos:Martes 22. Viento SE. Rumbo S270.

Distancia: 45. Posición 42°40'N 10°11'O, caboFinisterre E cuarta al S 12 leguas. Viento fuerte yfrío. Cielo despejado. Tripulación ocupada endiversas tareas. A las 5 fueron arrojados al marlos cadáveres de William Simpson, JohnAlexander, Robert Smith y Edward Marno.Atortorado el mastelero de velacho. Mataron unbuey de un peso de 522 libras.

En cambio, el capitán, en la larga carta queescribía a su mujer a intervalos, sólo hablaba deefectos y aseguraba que no había nada como unfuneral para tranquilizar a la tripulación. Esa tardeninguno de los guardiamarinas haría travesuras, yera mejor que no las hicieran porque, si habíafuerte marejada, los jóvenes que nunca habíannavegado no podrían subir apresuradamentehasta el tope de los palos y bajar deslizándosepor una burda de manera segura. En el Canal, aJack le había dado un vuelco el corazón al ver aljoven Boyle tratando de alcanzar la punta del palomayor cuando el barco se movía entre lasgrandes olas como un potro al que estuvieran

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tratando de domar. Decía:Hay diez. Soy responsable de ellos ante sus

padres y eso me hace comportarme como unagallina clueca, aunque algunos no corren ungrave peligro, excepto el de recibir un golpe. Elmuchacho que he nombrado ayudante de capitána instancias de Harding es un condenado bribóny he tenido que dejarle sin grog. Y hay dos delgrupo de los mayores, sobrinos de unaspersonas que me hicieron favores, que son unosbichos y no me gustaría tenerles en el alcázar.Pero, volviendo al funeral, el señor Fisher, elpastor, dijo un sermón que complació a todos losmarineros, y aunque no me gusta que hayapastores a bordo, me parece que nosotros lohubiéramos hecho mucho peor. Es un hombrecaballeroso y parece que conoce bien suprofesión. Ahora él y Stephen, pobrecillos, debende estar en la bodega de proa interrogando yexaminando a los presidiarios. En cuanto aStephen, está condenadamente malhumorado yme temo que dista mucho, mucho de ser feliz.Hay una presidiaría a bordo que es la vivaimagen de Diana y parece que el recuerdo de

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Diana le ha lastimado. Dijo que no se parecíanen nada, me lo dijo con rabia y me sentí ofendido.Es una mujer asombrosa y, sin duda, de ciertaimportancia, ya que tiene una cabina para ellasola y una sirvienta, mientras los demás, ¡Diosles asista!, viven y comen en un agujero dondenosotros no meteríamos nuestros cerdos. Peroya ha pasado la tormenta y ahora tenemos buentiempo. Además, está soplando el viento delsureste, el que había pedido en mis plegarias. ElLeopard ha resultado ser muy estable y navegabien de bolina. En el momento en que te escribo,tenemos el viento por la amura y el barco haestado navegando a nueve millas por hora desdeesta mañana. A esta velocidad (pues creo que elviento se ha entablado en ese cuadrante)avistaremos Madeira dentro de quince días, apesar de que alguna vez nos quedemos al pairo.Allí Stephen podrá tomar el sol y nadar y vercuriosas arañas que le devolverán la alegría.Cariño, anoche estuve pensando en los canalesde drenaje de los establos y quisiera que lepidieras al señor Horridge que se asegure deque sean suficientemente profundos y de que las

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paredes sean de ladrillo…Jack tenía razón al decir que un funeral

propiciaba un comportamiento serio y quealgunos de los cadetes eran unos bichos, peroestaba equivocado respecto al interrogatorio y alexamen de los convictos. La llegada al Atlántico,donde las olas alcanzaban gran altura ydescendían lentamente, había afectado a Fisher,y aunque éste, haciendo un gran esfuerzo, habíaempezado a cumplir con su deber, se había vistoobligado a pedir disculpas y a retirarseinmediatamente después. Stephen habíacumplido su tarea solo y ahora se encontrabajusto por encima de Jack, en la toldilla, hablandocon el primer oficial y fumando un puro.

–Ese joven que asistía a la comida, Byron,¿tiene algún parentesco con el poeta?

–¿Con el poeta, doctor?–Sí, con el famoso lord Byron.–¡Ah, usted quiere decir el almirante! Sí, creo

que es su nieto o, tal vez, su sobrino nieto.–¿El almirante, Tom?–Sí, el famoso lord Byron. Todavía le llaman

Jack Mal Tiempo. Todos en la Armada le

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conocen por ese nombre. ¡Eso es tener fama! Miabuelo navegó con él cuando era simplemente unguardiamarina y después, como contramaestredel Indefatigable, cuando ya él era almirante. Enaquella época, después del naufragio del Wager,soportaron muchos temporales fuertes en lasproximidades de Chile. El almirante disfrutabacon las tormentas casi tanto como el capitánJack. Navegaba a toda vela sin hacer caso deellas, riéndose: «¡Ja, ja, ja!». Pero no recuerdoque tuviera habilidad para la poesía. Oyendohablar de él fue que sentí deseos de hacerme ala mar por primera vez, y oyendo las historias quemi abuelo contaba sobre aquel naufragio.

Stephen había leído el relato del naufragio delWager en las aguas frías, agitadas ydesconocidas del archipiélago de Chiloé.

–Indudablemente, fue un espantoso naufragio.No había cerca una Kizira con su costa coralina,sus palmeras y sus doncellas de piel morenapara llenar el cuerno de la abundancia. Noencontraron alimentos, como Crusoe. Creo quese comieron el hígado de un marinero que sehabía ahogado.

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–Es cierto, señor. Fue algo horrible, comodecía mi abuelo, pero a él le gustaba mirar atrásy meditar sobre el pasado. Era un hombreinclinado a la meditación, a pesar de que nohabía estudiado más que el abecedario y la reglade tres, y le gustaba meditar sobre losnaufragios. Había pasado por siete en sujuventud y decía que uno no conoce a un hombrehasta que no le ha visto en un naufragio. Leasombraba que algunos hombres se mantuvieranecuánimes, porque la mayoría se desmoronaba.Decía que la disciplina caía por la borda, inclusoen tripulaciones de excelente comportamiento, yque hasta los viejos y serios marineros delcastillo y los suboficiales forzaban la puerta delpañol del ron y se emborrachaban como cubas y,además, se negaban a cumplir órdenes,saqueaban las cabinas, se quitaban losuniformes, peleaban, insultaban a los oficiales yterminaban por saltar a los botes como un grupode hombres de tierra adentro asustados, casihundiéndolos. Entre los marineros existe laantigua creencia de que cuando un barco encallao su timón no puede moverse, la autoridad del

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capitán desaparece. Dicen que ésa es la ley ynadie podrá sacarles esa idea de sus estúpidascabezas.

Sonaron cuatro campanadas. Stephen tiró elpuro en la estela del Leopard, dijo que debíahacer su informe y se despidió de Pullings.

–Jack -dijo al llegar a la cabina grande-, te hehablado con rudeza antes de la comida. Te pidoperdón.

Jack enrojeció y dijo que no lo había notado.Entonces Stephen continuó:

–Estoy abandonando un tratamiento, untratamiento que quizá no es conveniente. Elefecto no es diferente del que se produce cuandoa un fumador le prohíben fumar, y a veces,desgraciadamente, tengo ataques de cólera.

–Tienes bastantes motivos para tenerataques de cólera con todos esos convictos delos que tienes que ocuparte -dijo Jack-. Apropósito, creo que tenías razón respecto a laseñora Wogan. Puede tomar todo el aire quequiera en la toldilla.

–Muy bien. Ahora hablemos de los demás.Creo que dos son idiotas sensu stricto; otros

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tres, incluyendo al hombre alto que esconsiderado el asesino del superintendente, sonhombres duros; otro me parece un profanador detumbas, y, cuando hay pocos muertos, losprofanadores de tumbas tienen una manera muyrápida de conseguirlos, así que es mejor incluirloentre los hombres peligrosos. Cinco de ellos sonhombres simples y débiles y fueron encarceladospor robar repetidas veces en tiendas y establos,y los demás son campesinos con demasiadasganas de conseguir un faisán o una liebre. Meparece que éstos no tienen mucha maldad y queles podrías intercambiar por algunos de loshombres traídos por el barco reclutador. Entreellos hay dos hermanos, los Adam, que se hanganado mis simpatías. Conocen el nombre detodo lo que se mueve en los bosques, y fueronnecesarios cinco guardabosques y tres policíaspara poder capturarlos. Aquí tienes la lista.Recomiendo que no lleven grilletes, pues no esposible escapar de esta prisión flotante, pero loshombres cuyo nombre está marcado con unacruz deben hacer ejercicio por separado durantealgún tiempo, simplemente para evitar que no

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cometan un disparate.–Pero al asesino deberíamos dejarle puestos

los grilletes hasta que le entreguemos.–No hay duda de que fue una acción conjunta.

El superintendente, valiéndose de su gran poder,abusaba de ellos, y por lo que he oído, les habíaquitado casi todo el dinero y las pocasprovisiones que tenían para el viaje. Creo que ungrupo le atacó de manera espontánea cuando sele cayó el farol, amparándose en la oscuridad, yaque un hombre solo y con grilletes no podríahaberle hecho esas heridas. Desde luego, pormedia guinea y salvar el pellejo, muchos estándispuestos a acusar a cualquiera. Pero, ¿de quésirve eso? Dejemos que los civiles resuelvan sussucios asuntos en Nueva Holanda y mientrastanto quitemos los grilletes a esos hombres, yaque sólo pueden servir de armas.

–Bien. ¿Y las mujeres?–Esa tal señora Hoath es una alcahueta y

hace abortos. Me parece que ha perdido la pocahumanidad con que había nacido y a fuerza deperseverar ha llegado a tener una enormecrueldad, tanta que rara vez la he visto igual y

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nunca mayor. Sin embargo, no nos molestarádurante mucho tiempo, porque su hígado, por nohablar de la acidez y una serie de factores queafectan su estado general, se encargarán de elloantes de que pasemos el trópico. Pero veremoslo que pueden conseguir el mercurio, la digitalinay un afilado trocar. En cuanto a Salubrity Boswell,la gitana, es una mujer que ha conocido tiemposmejores. Su marido fue deportado y ella decidióser deportada también, así que obligó alhermano de él a dejarla embarazada, unapráctica que recuerda una antigua costumbrejudía, para poder salvarse de la horca alegandoque esperaba un hijo y entonces mató al juez quehabía condenado a su marido, en pleno día. Elniño nacerá dentro de cinco meses,probablemente entre El Cabo y Botany Bay.

–¡Oh, oh! – dijo Jack con tono grave-.¡Menudo lío! ¡Yen un barco del Rey! Nunca me hagustado que haya mujeres a bordo, y ahora mirael problema que ha creado una de ellas.

–Una golondrina no hace verano, Jack, comosueles decir tú. También me echó labuenaventura. ¿Te gustaría saber lo que me dijo?

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–Sí, por supuesto.–Voy a hacer un próspero viaje, y no

demasiado largo, y se cumplirán todos misdeseos.

–¡Así que un próspero viaje! – exclamó Jackcon alegría-. Bueno, me alegro mucho. Te felicito.Siempre hay algo de verdad en lo que dicenesas mujeres, por mucho que te niegues acreerlo. Había una gitana en Epson Downs queme dijo que iba a tener problemas con lasmujeres dentro de poco tiempo, y no puedesnegar que lo que dijo no es cierto. Vamos,Stephen, quédate a cenar conmigo, Killick tehará tostadas con queso de Parma fundido ypodremos tocar un poco de música por fin. No hetocado mi violín desde la tarde en que levamosanclas.

Stephen y Martin hicieron sus rondas de latarde. En la enfermería del Leopard habíaalgunos hombres con costillas, clavículas y dedosrotos y con horribles contusiones, algo inevitabledespués de pasar una furiosa tempestad, sobretodo con tantos tripulantes inexpertos en el barco.Además, había los habituales casos de diversas

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enfermedades venéreas. Estas enfermedadesse encontraban entre los trastornos másconocidos por los cirujanos navales, pero Martinno tenía experiencia en tratarlas, y Stephen leinstaba a que administrara mercurio, a pesar deque se produjera una importante salivación, aque eliminara el agente nocivo lo más prontoposible, a que empleara grandes dosis de lasmedicinas adecuadas para curarlas aunquehiciera mermar las provisiones, pues cuando elbarco estuviera alejado de tierra, no habríanecesidad de ellas, no había que temer que sereprodujera la infección. Pero Martin tenía queanotar cada dosis al lado del nombre delpaciente, pues aquellos hombres libidinosos einsensatos debían pagar por su desatino no sóloen sufrimiento sino también en libras, ya que seles descontaba de su paga el valor de lamedicina que recibían. Después, Stephen yMartin fueron al lugar donde se encontraban lospresidiarios, donde había dos hombres consíntomas tan raros que les desconcertaron.Martin se puso un par de gafas primero y luegose lo cambió por otro para observarles mejor

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mientras les auscultaba y les palpaba, y Stephenvolvió a preguntarse si la elección de su asistentehabía sido acertada. Martin tenía una graninteligencia, indudablemente, pero no parecíatener entrañas. Trataba a los pacientes como aejemplares humanos cuya anatomía estudiaba,no como a sus semejantes. Su forma depracticar la medicina era mecánica, carecía dehumanidad.

–En este caso, querido colega -le dijo aMartin-, debemos esperar a ver qué ocurre.Mientras tanto, píldora azul y pócima negra, porfavor.

Entonces se dirigió a la cabina de la señoraWogan, llevando en la mano el manojo de llavesdel difunto señor Simpson, que tintineabanmientras él caminaba. Notó que ahora habíamenos ratas entre los pañoles, y como por lasratas se sabía qué tiempo iba a hacer, le parecíaque el augurio de la gitana iba a cumplirse, almenos durante los próximos días. No obstante,entre esas pocas ratas, había dos -dos machosesta vez- que obviamente estaban enfermas.

Llamó a la puerta, abrió y encontró a la

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señora Wogan llorando.–Vamos, vamos -dijo, sin hacer caso de sus

lágrimas-. No hay ni un minuto que perder. Hevenido para llevarla a hacer un poco de ejercicioy a tomar el aire, señora, por el bien de su salud.Pero no hay ni un minuto que perder, porque encuanto suene la campana, pasarán revista, yentonces, ¿dónde nos pondremos? Por favor,cúbrase la cabeza y los hombros con un chal delana, porque la brisa marina le parecerá cortantedespués de respirar este aire mefítico. No lerecomiendo zapatos de ese tipo, ya que elmovimiento del barco es mucho más fuertearriba. Lo más apropiado son los botines o laszapatillas, o incluso puede ir descalza.

La señora Wogan volvió la cabeza y sesacudió la nariz. Luego cogió un chal decachemira azul, se quitó los zapatos rojos detacón alto y, después de agradecerle mil veces aldoctor Maturin su amabilidad, dijo que ya estabalista.

Stephen la guió por diversas escalas hastallegar a la escotilla central. Una vez se cayeron enun montón de alas, aunque sin darse un golpe

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fuerte, pero finalmente llegaron al alcázar. Latarde era más brillante ahora, y el viento pasabasobre la batayola con violencia, lleno de vida ysalitre. Babbington y el oficial de guardia,Turnbull, estaban conversando junto al costadode estribor y tres guardiamarinas medían con lossextantes la distancia angular entre la encorvadaLuna y el Sol, que ahora estaba al oeste, sobre elespléndido mar desierto. La conversación cesóinmediatamente, los sextantes se desviaron,Babbington se irguió hasta que su cuerpoalcanzó la altura máxima de cinco pies y seispulgadas y se metió una vieja pipa de barro en elbolsillo, el Leopard se desvió medio grado y lasvelas de proa flamearon, lo que provocó queTurnbull gritara:

–¡Maldita sea! ¡Seguir ciñendo! ¡Timonel,cuidado con el timón!

Stephen hizo atravesar el alcázar a la señoraWogan y la llevó hasta los cabilleros y entoncesle señaló el pasamano.

–Ese es el pasamano -dijo-. Por ahí podrácaminar cuando haga mal tiempo.

Se oyó un silbido desde el combés, donde

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trabajaba una brigada de marineros, y Turnbullgritó:

–¡Clarke, anote el nombre de ese hombreinmediatamente! Usted, señor, vaya hasta proa yvuelva siete veces. Clarke, azótele duro.

–Y éste es el alcázar -continuó Stephen,indicando el espacio que les rodeaba-. Esacubierta más alta es la toldilla, y ahí podrácaminar usted hoy y cuando haga buen tiempo.La ayudaré a subir la escala.

La cabra de los oficiales y el perro deTerranova de Babbington se apartaron de losgallineros, que estaban cerca del timón, y fueronal encuentro de ellos.

–No tema, señora -gritó Babbington y seacercó, mientras en su rostro se dibujaba unasonrisa que hubiera sido más atractiva si suslocuras juveniles le hubieran dejado más dientes-, es manso como un cordero.

La señora Wogan se limitó a contestar conuna inclinación de cabeza. Le tendió la mano alperro y éste la olfateó y luego siguió caminandodetrás de ella, meneando el rabo.

La toldilla estaba desierta y la señora Wogan

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caminó de un lado a otro, tambaleándose aveces debido a los grandes saltos que daba elLeopard. Stephen estuvo contemplando unafardela que se alejaba por popa hasta que éstadesapareció y después, recostándose alcoronamiento, se puso a observar a la señoraWogan. Así descalza, con los ojos empañados,con el chal y un mechón de pelo asomando pordebajo de éste, se le parecía muchísimo a lasmujeres irlandesas que había visto en sujuventud, y recordó con pena que había vistomuchas más así desde la revuelta de 1798. Seasombró de que estuviera tan triste, pues aunquetenía muchos motivos para estarlo porque debíarecorrer aún quince mil millas marinas y al finalde éstas la esperaba un futuro nada envidiable,él tenía la esperanza de que iba a animarsecuando la sacara a tomar el sol.

–Permítame aconsejarle que no debe dejarsevencer por la tristeza -dijo-. Si se deja arrastrarpor la melancolía no parará de llorar y, sin duda,se sumirá en el abatimiento.

Ella se esforzó por sonreír y dijo:–Quizás esto sólo sea el efecto de las

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galletas de Nápoles, señor. Debo de habermecomido por lo menos mil.

–¿Solamente galletas de Nápoles? ¿No ledan comida?

–¡Oh, sí! Y estoy segura de que prontoaprenderé a disfrutar de ella. Por favor, no pienseque estoy quejándome.

–¿Cuándo fue la última vez que comió unabuena comida?

–Pues creo que hace bastante tiempo… Enla calle Clarges, me parece.

No notó ningún matiz especial cuando ellamencionó la calle Clarges. Entonces dijo:

–Es posible que su palidez se deba a que sudieta consiste solamente en galletas de Nápoles.

Sacó del bolsillo una butifarra catalana, pelóel extremo con una lanceta y le preguntó:

–¿Tiene hambre?–¡Oh, sí! Tal vez será por la brisa marina.Stephen le dio varias rodajas, advirtiéndole

que debía masticarlas bien, y notó que estaba apunto de llorar otra vez. Luego se dio cuenta deque las tragaba con esfuerzo y, a escondidas, ledaba algunas al perro. Babbington asomó la

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cabeza por encima de la escala de toldilla, subióa ésta y fingió que buscaba a su perro y que seasombraba de encontrarlo por fin. Entonces seacercó a ellos y dijo:

–Vamos, Pollux, no debes molestar. ¿Le haimportunado, señora?

La señora Wogan bajó la vista, volvió lacabeza y, en voz baja, simplemente contestó:

–No, señor.Y a Babbington le fue imposible permanecer

allí bajo el fuego de la mirada de Stephen.Turnbull, quien le sucedió, se encontraba en unaposición mejor que la suya, ya que había traídoconsigo a un timonel y a un ayudante delcontramaestre para hacer algo en el asta de labandera. Pero aún no les había dado ni laprimera orden cuando vio subir a la toldilla a unjoven radiante de felicidad y le gritó:

–¡Usted, señor! ¿Qué demonios estáhaciendo aquí?

El joven se detuvo y su expresión cambió.–¡Váyase a proa! – gritó Turnbull-. ¡Atkins,

azote a este hombre!El ayudante del contramaestre avanzó con su

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triple vara de caña de Indias en alto. El jovenesquivó uno o dos azotes y luego desapareció.

A Stephen le era familiar ese tipo deviolencia, pero se volvió para ver qué efectoproducía en la señora Wogan. Ella mirabafijamente hacia el horizonte y él observóasombrado que su rostro ya no estaba pálidosino que había tomado un intenso color rosa.Luego, cuando le habló, notó que también suexpresión había cambiado de formasorprendente, que tenía los ojos brillantes yestaba más animada y más habladora, y queintentaba en vano esconder una gran alegría yuna profunda emoción. Preguntó si el doctorMaturin tendría la enorme amabilidad de decirleel nombre de aquella cuerda, de aquel mástil, deaquellas velas… Dijo que él sabía mucho y queeso era natural, ya que era un marino. Y le rogóque le diera sólo una rodaja más, una fina rodajade aquella deliciosa butifarra. A veces seesforzaba por quedarse callada, pero, despuésde una corta pausa, las palabras volvían a salirde su boca en torrente, aunque lo que decía nosiempre tenía coherencia.

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–Ésa la ha podido tragar mejor -le dijo él.Y aunque la frase no tenía gracia, la señora

Wogan se rió mucho, con una risa cristalina,espontánea y tan alegre e increíblementecontagiosa que Stephen sintió que su boca seensanchaba y pensó: «No, no, esto no eshisteria. Esto no tiene nada que ver con uno deesos agudos ataques de histeria sin ningunajustificación».

Cuando sus miradas se cruzaron, ella sepuso seria y dijo:

–Le ruego que no piense que soyimpertinente, señor, pero, ¿no es una lástima queguarde usted la butifarra, que es tan grasienta, enel bolsillo de esa chaqueta tan elegante?

Stephen miró hacia abajo. Sí, efectivamente,su estúpido sirviente le había preparado su mejorchaqueta, su chaqueta con ribetes dorados, parair a comer ese día, y ahora ésta tenía unamancha de grasa en un lado.

–No me había dado cuenta… -dijo, frotando lagrasa con los dedos-. Es mi mejor chaqueta.

–Tal vez si la envolviera en un pañuelo… ¿Notiene pañuelo? Espere. Sosténgala por la

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cuerda, por favor.Se sacó un pañuelo del seno, envolvió en él la

butifarra cuidadosamente, anudó las puntas y,con una mirada que no podría calificarse de otracosa que de afectuosa, preguntó:

–¿Quiere que la lleve yo, señor? Sería unapena que la chaqueta se le manchara aún másde grasa. Pero seguro que podrá quitarlafácilmente con un poco de greda.

–¿Con un poco de greda? – inquirió Stephen,mirando todavía con pena la chaqueta.

Y enseguida dijo:–Vamos, vamos, no hay ni un minuto que

perder. ¿Ve ese centinela que se dirige a proa?Dentro de dos minutos los tambores llamarán atodos a sus puestos. Se nos ha acabado eltiempo.

La condujo a la escala, y cuando llegaron alborde de la toldilla, el viento, juguetón eindiscreto, le levantó las enaguas, pero todos losque estaban en el alcázar, muy correctos,miraban hacia delante, pues Jack se encontrabaen el pasamano de barlovento. Al llegar al finalde la escala, con la falda ya bien sujeta, ella

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preguntó:–¿Y la butifarra, señor?Stephen se puso un dedo sobre los labios y

luego la llevó abajo y le dijo que no debía hablarnunca en el alcázar cuando el caballero alto, elcapitán, estuviera allí. También le dijo que secomiera toda la butifarra y que debíaacostumbrarse a la comida del barco, la cual erasana a pesar de no tener buen sabor y llegaba aserle agradable a una persona cuando sehabituaba a ella, si era razonable. Luego se fuecorriendo a su improvisada enfermería en labañera, mientras desde arriba llegaba el ruidoatronador del tambor.

El caballero alto parecía más alto que nuncacuando Stephen, con su violonchelo a cuestas,se reunió con él en la cabina.

–¡Ah, ya estás aquí, Stephen! – exclamó,mientras su expresión grave y taciturnadesaparecía y su rostro se iluminaba-. Creí queera Turnbull. Discúlpame un momento, si no teimporta. Debo hablar con él. Llévate el libro deGrant al mirador de popa, pues seguro que teparecerá interesante. Habla de las aves.

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Stephen cogió el libro, escrito con una letramuy clara, y se sentó en una mecedora enaquella especie de balcón que daba al mar. Erael relato de un viaje de exploración realizado en1800 por un bergantín de sesenta toneladas, elLady Nelson. El bergantín, al mando del tenienteJames Grant, de la Armada real, había ido deInglaterra hasta El Cabo y de allí a NuevaHolanda, atravesando el estrecho de Bass, yhabía tardado once meses en hacer eserecorrido.

De vez en cuando oía hablar a Jack, mejordicho, al capitán, en un tono áspero,destemplado y autoritario. No subía la voz, peroésta producía un efecto terrible, un efectodemoledor. El señor Turnbull no había navegadonunca con el capitán Aubrey y al principio intentódefenderse contra las acusaciones de crueldad,incompetencia y comportamiento indigno de uncaballero, pero al poco tiempo su voz dejó deoírse y el corpulento capitán, profundamentedisgustado, le dijo de la forma más clara posibleque sólo un estúpido azotaba, pegaba o cometíaabusos con marineros que no sabían cómo hacer

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su trabajo cuando era imposible que esosmarineros lo supieran porque acababan dehacerse a la mar. Dijo que un buen oficial sabíalos nombres de todos los hombres que estabanbajo su mando durante la guardia, que tambiénera censurable que hubiera llamado usted, señora Herapath y que ningún caballero usabapalabras malsonantes en presencia de una damay que cualquier chulo de putas de Portsmouthpodía aventajarle en ese aspecto. Además, ladisciplina y un barco bien manejado eran unacosa y el atropello y un barco con una tripulacióndescontenta eran otra. Si un oficial era un buenmarino siempre sería respetado por losmarineros, sin necesidad de dar golpes, pero elseñor Turnbull no podía esperar que le tratarancon respeto si tensaba las velas de proa de laforma que el capitán Aubrey las había visto esatarde. Hablaron entonces de la forma correcta detensar las velas de proa. Era conveniente que elseñor Turnbull recordara la diferencia entre unavela tensa como una tabla y una vela con unseno, lo que le permitía hincharse. Hacía algunosaños que Stephen no oía a Jack reprender a uno

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de sus oficiales y le asombró mucho cómo habíaaumentado su eficiencia y su objetividad y cómodemostraba tener una enorme autoridad, unaautoridad casi divina que ningún hombre podríaarrogarse ni fingir que la poseía si no la teníarealmente. Aquel era un rapapolvo como el quehubiera echado lord Keith, y tal vez lordCollingwood, pero muy pocos más tenían laasombrosa capacidad de hacerlo.

–¡Ya está, Stephen! – exclamó Jack en untono más amable, acercándose por detrás de él-.Ya he terminado. Ven a tomar una copa de grog.

–Es un relato verdaderamente interesante -dijo Stephen, agitando el libro en el aire-. Elescritor navegó por las mismas aguas por lasque nosotros debemos pasar, y es un hombremuy observador, aunque no sé cuál es esaespecie de gaviotas que menciona. ¿Tiene algúnparentesco con el señor Grant que viaja connosotros?

–Es el mismo hombre. Estaba al mando delLady Nelson. Por eso me exigieron que lo llevaraa bordo -dijo Jack con una expresión disgustada-, por su experiencia, ¿sabes? Pero él no se

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desplazó hacia el sur tanto como pienso hacerloyo. Llegó casi hasta el paralelo treinta y ocho, yyo pienso llegar más allá del paralelo cuarenta.¿Te acuerdas de nuestra querida Surprise,Stephen, y de cómo soplaba el viento del oesteallí abajo?

Stephen tenía un vivido recuerdo del paso desu querida Surprise por la horrible zona entre loscuarenta y cincuenta grados de latitud sur y cerrólo ojos. Sin embargo, el albatros vivía en aquellazona.

–Dime, ¿cómo es posible que el señor Grantno fuera ascendido por realizar esa hazaña? –preguntó después de haber pensado unosinstantes-. Porque ese viaje, en un barco tanpequeño, fue una hazaña.

–Era un bergantín, Stephen -dijo Jack-, unbergantín. Pero fue realmente una hazaña, comodices, sobre todo porque era uno de esosespantosos barcos que tienen varias quillasmóviles, y después del maldito Polychrest noquisiera volver a ver otro mientras viva. En cuantoal ascenso…, bueno, el ascenso es siempre unasunto complicado, y creo que Grant consiguió

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molestar a los civiles, tanto en Inglaterra como enesos otros lugares… Tal vez no tenga muchotacto. Pero me parece que hubo otra causa parael descontento, pues incluso le pusieron al finalde la lista de tenientes. Pude elegir a TomPullings como primer oficial porque eraconsiderado un oficial de mayor antigüedad queGrant.

Entonces, cogiendo su violín, el violín quellevaba en sus viajes porque su preciado Amatino debía ser expuesto al calor tropical ni al fríoantártico, dijo:

–Al diablo todo eso. ¡Killick, Killick! ¡Venenseguida!

Se oía a Killick cada vez más cerca, diciendo:«No hay ni un minuto de paz, ni un maldito minutode paz en este barco».

Luego la puerta se abrió y dijo:–¿Señor?–Prepara tostadas con queso de Parma

fundido para el doctor y media docena dechuletas de cordero para mí, y también un par debotellas de vino Hermitage. ¿Me has oído?Vamos, Stephen, dame la nota la.

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Afinaron las cuerdas, haciéndolas emitirsuaves gemidos. Y mientras las afinaban,preguntó:

–¿Quieres que toquemos nuestro queridoconcierto en do mayor de Corelli?

–Con mil amores -respondió Stephen,colocando su arco en la posición adecuada.

Hizo una pausa y miró a Jack a los ojos.Ambos asintieron con la cabeza y entonces élbajó el arco y el violonchelo comenzó a emitir susnotas graves y conmovedoras. Inmediatamente losiguió el violín, con sus notas agudas y precisas.La música inundó la gran cabina, y unas veceslos instrumentos se comunicaban entre sí, otrasse fundían en uno y otras el violín se quedabasolo. Jack y Stephen seguían el intrincadolaberinto de sonidos, aquel hermoso fruto de larazón, y el barco y su cargamento estaban muy,muy lejos de sus mentes.

CAPÍTULO 4Cada día a mediodía, cuando el cielo estaba

despejado, se determinaba la posición delLeopard tomando el Sol como referencia, y cadadía, a medida que avanzaban hacia el sur, el Sol

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estaba más alto. Cuando se acercaba elmomento crucial, el momento en que pasaba porel meridiano, el capitán, el oficial de derrota,todos los oficiales encargados de las guardias ylos cadetes colocaban sus instrumentos en laposición adecuada, contenían la respiración ymedían la distancia entre el limbo del Sol y elhorizonte y anotaban el resultado. El oficial dederrota, dirigiéndose al oficial de guardia, decía:«Mediodía, señor». El oficial de derrotaatravesaba el alcázar e iba adonde estaba elcapitán, se quitaba el sombrero y decía:«Mediodía, señor, con su permiso». Y el capitán,que, a pesar de que no hubiera oído la voz deloficial de derrota a pocas yardas de distancia, yalo sabía perfectamente bien por la medición quehabía hecho con su sextante, decía: «Son lasdoce, señor Babbington (o Grant o Turnbull,según el caso)». Y así quedaba establecido ellímite entre un día de navegación y el siguiente.

En general, la lectura de Jack, la del oficial dederrota y la de Grant eran casi iguales, sólo sediferenciaban en unos pocos segundos, perocuando Larkin tenía los ojos nublados por el ron,

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había una gran discrepancia entre ellas, y en esecaso Jack prefería que su propia mediciónapareciera en el diario de navegación. A alguienhabituado a aquellos informes concisos yaburridos, que se componían casiexclusivamente de cifras y esporádicosdesastres, podría producirle algo parecido aléxtasis la frecuente aparición de la frase «tiempodespejado, vientos moderados», de las grandesdistancias recorridas -a veces hasta doscientasmillas náuticas al día- y de su posición, enlatitudes cada vez menores: 42°5'N, 12°41'O…37°31'N, 14°49'O… 34°17'N, 15°3'O… 32°17'N,15°27'O. Al pasar por ese punto, a mediodía,avistaron Madeira por el través de estribor, y aldía siguiente pasaron frente a las islas Desertasy Selvagens. Stephen las miraba anhelantedesde la cofa del mayor. En otro tiempo le habríarogado a Jack que detuviera el barco, queinterrumpiera su loca y absurda carrera rumbo alsursuroeste y le permitiera hacer una pausa, almenos durante medio día, para observar la grancantidad de arácnidos y otros curiosos insectosque vivían en aquellas rocas, pero esta vez se

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ahorró las palabras. También se las ahorrócuando avistó al este las islas Canarias, con elpico del Teide sobresaliendo de ellas, y estuvomirándolas en silencio hora tras hora. Sabía porexperiencia que cuando empezaba la rutina de lavida naval, en la que siempre había mucha prisa,ninguna petición suya podría cambiarla. La rutinahabía empezado mucho antes de pasar junto alas islas Desertas y Selvagens. A pesar de losestragos causados por el comandante delpuerto, una extraordinaria proporción de lostripulantes del Leopard eran marineros de barcosde guerra y volvieron a su vida rutinaria en cuantodejaron atrás el cabo Finisterre, sirviendo deejemplo a los marineros inexpertos. El viaje habíasido estupendo desde que habían pasadoFinisterre hasta que habían cruzado el trópico, yaque habían tenido el viento por la aleta casi todoel tiempo y éste había soplado con fuerzaexcepto un día que se había encalmado. Esohabía hecho más fáciles las cosas, y antes deque se hubiera preparado dos veces la cubiertapara el servicio religioso ya la grisácea bruma dePortsmouth pertenecía a otro mundo. Antes del

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amanecer se limpiaban las cubiertas, frotándolascon piedra arenisca, y se secaban. Luego seguardaban los coyes, Jack desayunaba conStephen y, a menudo, también con el oficialencargado de la guardia de alba y uno de losguardiamarinas, y después les explicaba algunostemas a los cadetes. Entonces Stephen hacía suronda con Martin y los presidiarios hacíanejercicio. El reloj de arena de media hora dabavueltas y más vueltas, la campana sonaba, lasguardias cambiaban, y sucesivamente se servíala comida de los marineros, los presidiarios, losoficiales y el capitán. La tarde finalizaba con laguardia de primer cuartillo, durante la cual sepasaba revista, y antes de que se bajaran loscoyes otra vez, se disparaban los cañones.Puesto que Jack era un capitán bastante rico,había añadido cierta cantidad de pólvora a la quele habían asignado oficialmente -que permitía acada cañón hacer cien disparos- y era extrañoque terminara un día sin que en el Leopard seoyera una o dos veces un enorme estrépito a lavez que unas llamas anaranjadas iluminaban laoscuridad. Desde el principio del viaje, disponía

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de buenas brigadas de artilleros para más de lamitad de los cañones y buenos jefes de brigadapara casi todos, y tenía el propósito de disponertanto de brigadas como de jefes excelentes paralos cincuenta cañones cuando pasaran elEcuador, pues estaba convencido de que todoslos conocimientos de navegación, toda lahabilidad para aproximar un barco al enemigo demanera que éste quedara al alcance de suscañones servía de muy poco si los cañones nopodían dispararle con precisión y rapidez.

Muy pronto la vida llegó a ser tan rutinaria quelos hombres a quienes su deber no les exigíaapuntar la fecha sólo podían recordar un día porhaberse celebrado la ceremonia religiosa, porser el día de lavar la ropa (ese día en el Leopardse tendían cabos de proa a popa y se colgaba laropa limpia para que se secara al sol, lo cual ledaba al barco un aspecto muy diferente al de unbarco de guerra, sobre todo porque algunasprendas eran femeninas), o el día en que habíaoído los desagradables pitidos anunciando:«Todos los marineros a presenciar castigo», loque quería decir que ese día era sábado, ya que

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en el Leopard sólo se aplicaban castigos una veza la semana. Día tras día la señora Wogancaminaba por la toldilla, a veces con su sirvienta,a veces con el doctor Maturin, pero siempre conel perro y la cabra. Pero ahora no causabarevuelo, ahora pasaba inadvertida, como unfantasma, puesto que no sólo el capitán Aubreyhabía dado órdenes tajantes de que no lamiraran ni le hablaran sino que los oficiales, losartilleros y todos los tripulantes del barcopensaban que la señora Wogan era propiedadprivada del doctor y nadie quería pelear con él.Pero sería exagerado decir que pasabainadvertida, pues cuanto más lejos estaban loshombres de tierra más deseaban a las mujeres, yuna mujer extraordinariamente hermosa, cuyaapariencia había mejorado desde su primeraaparición, no podía menos que ser el blanco delas miradas de muchos, aunque fueran desoslayo, o provocar los suspiros de muchosotros.

Sin embargo, los días no transcurrían sinincidentes. En un barco que surcaba los maresvelozmente, bajo el mando de un capitán a quien

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le encantaba navegar a toda vela, llegando casial límite de la imprudencia, la tensión eraconstante porque, por un lado, en cualquiermomento podría ponerse de manifiesto undefecto que le hubieran dejado al repararlo en elastillero (como realmente ocurrió, pues una vezse rompió un cabo de un racamento y otra sedesprendieron las jimelgas de la verga de lagavia mayor y tuvieron que ponerla rápidamentesobre la cubierta), y por otro lado, aunque sólohabían visto un distante jabeque por barloventodesde que habían zarpado, existía la posibilidadde que apareciera un enemigo en el momentomenos pensado, y podrían entablar un combatecon él si era un barco de guerra o conseguir unafortuna si era un mercante. Incluso en un día decalma había gran excitación.

Era sábado, el día en que se impartía justicia.Cuando sonaron las seis campanadas de laguardia de mañana, el contramaestre y susayudantes empezaron a dar espantosos pitidos ytodos los marineros se dirigieron a popa. Allí loshombres de cada guardia se agruparon en ellado del alcázar que les correspondía formando

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una masa amorfa. Nada podía inducirles acolocarse en orden, excepto para pasar revista, ytampoco a sacarse las manos del bolsillo, asíque estaban en posturas muy cómodas, mirandohacia los infantes de marina, que, con lasbayonetas inmóviles, formaban en la toldilla unconjunto rojo escarlata perfectamente ordenado,o hacia el enjaretado, que estaba ya preparadoen el saltillo, o hacia los oficiales y los cadetes,que estaban agrupados detrás del capitán, todoscon sombreros con cintas doradas y sables odagas. El maestro de armas trajo a los que ibana ser castigados. Tres estaban acusados deborrachera y se les castigó dejándoles sin grogdurante una semana y ordenándoles bombearagua durante cuatro, seis y ocho horasrespectivamente mientras se encontraran deguardia. Un turco había sido sorprendidorobando cuatro libras de tabaco y un reloj deplata, propiedad de Jacob Styles, suboficial. Semostraron los artículos, Styles juró ser su dueño,quedó probado el delito y el acusadopermaneció en silencio.

–¿Tienen los oficiales algo que decir en su

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defensa? – preguntó Jack.El señor Byron trató de excusarle diciendo

que era un eunuco y que el reloj no funcionaba.–Eso no vale -dijo Jack-. Sus…, sus

posibilidades de contraer matrimonio no tienennada que ver, ni tampoco el estado del reloj.

Entonces le dijo al turco:–¡Quítese la camisa!Y al timonel le ordenó:–¡Átele!–¡Atado, señor! – respondió el timonel, y el

turco, con los brazos extendidos, quedó atado alenjaretado.

Jack y todos los oficiales se quitaron elsombrero. El escribiente le pasó el libro a Jack yentonces Jack leyó el artículo trece del CódigoNaval:

–Toda persona que cometa un robo serácastigada con la muerte…

Hubo una espantosa pausa.–… o de otra forma, según decida un consejo

de guerra después de analizar las circunstancias.Volvió a ponerse su sombrero y dijo:–Nueve azotes. Skelton, cumpla con su

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deber.El ayudante del contramaestre sacó el látigo

de la bolsa de terciopelo rojo y dio nuevelatigazos con toda su fuerza, y al mismo tiempose oyeron nueve gritos terribles, tan agudoscomo una voz de falsete, cuyo volumen bastópara considerar el día extraordinario y satisfacera quienes les gustaba ver azuzar a los toros y alos osos, el boxeo, las cabezas expuestas en laspicotas y las ejecuciones, quizá nueve décimosde los presentes. Después estaba Herapath,gaviero de proa, miembro de la guardia deestribor. Se le acusaba de no habersepresentado en cubierta el viernes por la noche,cuando le correspondía hacer guardia. Estabaextremadamente pálido, pues desde que habíacometido la falta, sus compañeros le tomaban elpelo diciéndole con semblante serio que era lamás grave que podía cometerse en un barco yque el castigo consistía en quinientos latigazos ypasar por debajo de la quilla, si tenía suerte.Además, por primera vez en su vida (puesto queJack rara vez mandaba dar azotes si no era encaso de robo) había visto y oído los

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espectaculares efectos del látigo.–¿Qué tiene que alegar en su defensa?–Nada, señor, excepto que lamento

muchísimo haber estado ausente.–¿Tienen los oficiales algo que decir en su

defensa?Babbington dijo que Herapath no había

cometido ninguna falta anteriormente, que eradiligente y obediente, aunque torpe, pero que notenía duda de que en el futuro se aplicaría en eltrabajo. Entonces Jack le dijo a Herapath quehabía tenido un comportamiento insensato eincorrecto y que si todos le imitaran, el barcoestaría en un estado de anarquía. Además leaconsejó que recordara las palabras deBabbington y se aplicara en su trabajo, ydespués le dejó marchar.

Más tarde, cuando el Leopard se deslizabapor las aguas cristalinas y el viento pasaba muypor encima de él, hinchando solamente lassobrejuanetes, Jack ordenó bajar el chinchorropara dar la vuelta alrededor del barco y observarsu estado exterior y bañarse en el mar. Al mismotiempo, Michael Herapath, ahora aliviado,

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decidió aplicarse en su trabajo y aprender losconocimientos elementales de su profesión.Puesto que era muy delgado, le habían asignadola cofa del trinquete, es decir, las vergas que seencontraban por encima de ese punto, perohasta entonces Miller el Tuerto, el capitán de lacofa, no le había mandado a subir más arriba deésta para tirar de la cuerda correspondientecuando se le ordenara. Fue a hablar con Miller,que estaba sentado en el castillo haciéndoseunos pantalones de dril, rodeado de otros quetambién hacían pantalones o sombreros conhojas de palma o se peinaban las coletas paraestar preparados para pasar revista y asistir a laceremonia religiosa el día siguiente, ya queahora su grupo no tenía guardia.

–Señor Miller, con su permiso, me gustaríasubir a la verga de la sobrejuanete.

Miller era primo de Bonden, y Herapath habíasido calificado por Bonden como «un pobreimbécil sin intención de hacer daño». De todosmodos, tenía buen corazón, y volviendo haciaHerapath su horripilante rostro -en el que sehabía incrustado la pólvora por la explosión de un

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cartucho- con su único ojo brillando y unaexpresión donde se mezclaban la amabilidad y eldesprecio, dijo:

–Bueno, compañero, encontraré a alguienque te suba. No podías haber escogido un díamejor, pues allá arriba todo está tranquilo. Ni uncordero recién nacido podría caerse del tope.Pero tienes que tener cuidado con las manosporque el capitán no quiere que la jarcia semanche de sangre.

Herapath tenía las suaves palmas de lasmanos raspadas por tirar de los ásperos cabos yexistía el peligro de que dejara manchas desangre. Miller miró a los marineros que, enparejas se trenzaban el pelo unos a otros, y luegose fijó en un joven que tenía el pelo corto, segúnla nueva moda.

–Joe, sube a Herapath. Enséñale dónde tieneque poner los pies. Enséñale cómo andar sobreuna verga.

Entonces añadió con voz suave:–Y si no haces ninguna de tus malditas

travesuras, seguro que recibirás un poco delgrog de esta tarde.

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Subieron y subieron, pasaron la cofa y lacruceta y subieron aún más. El horizonte seensanchaba a medida que subían. Joe ibamoviéndose despacio y, entre risas, le enseñabaa Herapath los cabos. Se detuvieron unosmomentos en los penoles para hacerle sitio ados traviesos cadetes que pasaron junto a elloscomo un rayo y luego Joe le enseñó a andarsobre una verga.

–Ahora hasta la bandera -dijo Joe-. Tienesque tener cuidado aquí, compañero, porque nohay flechastes.

Llegaron a la mismísima verga sobrejuanetede proa, que tenía eslingas de seis pulgadas yuna excelente base. Era increíble lo extenso queparecía el mar por ambos lados y el cielo y elvelamen.

–¡Esto es magnífico! – exclamó Herapath-.No podía imaginarme…

–Mira cómo subo al tope -dijo Joe.–Andaré sobre la verga -dijo Herapath.

Mientras lo hacía, Joe subió al tope. Y justamentecuando miró hacia abajo vio que Herapath seresbalaba. Vio la expresión horrorizada de

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Herapath y cómo su cara empequeñecía congran rapidez. Herapath chocó contra el amantillode estribor de la juanete y rebotó y entoncespasó a bastante distancia del velacho y fue acaer al mar con un tremendo impacto. Joe, con lavoz a punto de quebrarse, gritó: «¡Hombre alagua!». Los marineros se fueron corriendo delcastillo con su largo cabello suelto y un infante demarina lanzó un lampazo y un cubo al agua, cercade donde se había producido el impacto.

Jack estaba ya desnudo cuando oyó el grito yvio las salpicaduras. Se deslizó por el costadohasta el agua transparente y distinguió la vagaforma a una profundidad asombrosa.

Entonces se sumergió de cabeza, la cogió,se acercó nadando al barco, que estaba a cienyardas de distancia, y pidió un cabo. Hizo subirpor el costado a Herapath, que estabadesmayado, y luego le siguió él.

–¡Señor Pullings! – gritó furioso-. ¡Ponga fin aeste griterío inmediatamente! Siempre la mismacondenada locura cada vez que un hombre caeal agua. ¡Maldito atajo de lunáticos! ¡Váyanse aproa!

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Luego, en un tono más suave, dijo:–Díganle al doctor que venga.Stephen había permanecido en la toldilla con

la señora Wogan y cuando Jack miró a sualrededor para ver si venía, su mirada se cruzócon la de la señora Wogan, que estaba llena deasombro. Se ruborizó como un niño y entoncestiró de Pullings, se lo puso de escudo y bajócorriendo por la escotilla central.

El suceso provocó algunas palabrasobscenas y la orden de dejar sin su ración degrog a bastantes hombres por hacer el tonto, unafalta que estaba contemplada en el artículo treintay seis del Código Naval: «Los delitos no gravescometidos por un miembro o un grupo demiembros de la Armada que no se encuentrenmencionados en este artículo y para los cualesno esté prevista una pena, deben ser castigadosde acuerdo con las costumbres y las leyes porlas que suelen juzgarse estos casos en la mar».O sea, que el capitán decidía cuál era el castigode la falta. Por otra parte, se consideraba algonatural que el capitán Aubrey rescatara a unhombre que se estaba ahogando, puesto que

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todos en la Armada sabían que había rescatadoya a una veintena más o menos, aunque lamayoría de ellos, como él mismo confesaba, novalían nada. Dos se encontraban a bordo delLeopard ahora. Uno era un finlandés monolingüey el otro un tipo fornido y muy estúpido llamadoBolton. El finlandés no decía nada, pero Boltontenía unos celos enormes de Herapath y hablabade su presunción y su temeridad, de su horriblecarácter y de su frágil constitución física entérminos groseros y despectivos.

–Vivirá, ya lo veréis -dijo-. Vivirá hasta que lecuelguen por el… cuello. Ese sapo… Habríaevitado la horca si se hubiera quedado dondeestaba.

–Por supuesto que vivirá -decían suscompañeros-. ¿Acaso el doctor no le estásacando toda el agua y le está atiborrando demedicinas?

También se consideraba natural que el doctorMaturin salvara a todos los que estaban a sucuidado, porque era un médico, no un cirujanocorriente, y había curado al príncipe Billy de unaafección de la laringe y le había quitado las

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lombrices al almirante Keith y le había curado lagota. Y en tierra no atendería a nadie por menosde una guinea…, o tal vez cinco…, o tal vez diez.

Pero el incidente no provocó un gran revuelo,ni se mencionó en el diario de navegación, niJack hizo referencia a él cuando continuó la cartade Sophie.

LeopardEn el puerto Praia.Aquí estamos, cariño mío, no en Madeira, ni

en Gran Canaria, sino en Sao Tiago, ¡en CaboVerde! Seguro que eso te asombrará. El vientoera favorable y soplaba siempre en la mismadirección desde que salimos del golfo deVizcaya y no pude resistirme a aprovecharlo lomás posible. Tomamos los vientos alisios delnoreste antes de lo que esperábamos y llegamosal trópico de cáncer en veintiséis días, incluyendolos tediosos días que pasamos en el Canal y eltiempo que estuvimos al pairo. El Leopard,aparte de tener el codaste y los pinzotes deltimón muy modernos, lo que nos causa ciertapreocupación, me gusta muchísimo. Navega convientos de través casi tan bien como la Surprise,

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vira por avante con agilidad y responde bien altimón. Y cuando hayamos consumido unascuantas toneladas más de provisiones, virará enredondo como el mejor barco de la Armada, yaque ahora tiene la popa bastante hundida y es unpoco lento. En resumen, se comporta mejor de loque esperaba, y esperaba mucho de él. Lamayoría de los nuevos tripulantes están haciendoprogresos y mis antiguos compañeros detripulación siguen siendo lo que siempre hansido: marinos excelentes y cumplidores de susobligaciones, pero tal vez demasiado inclinadosa emborracharse en cuanto pueden. Hay unadestilería en la isla, desgraciadamente, perohago todo lo que puedo para mantenerlesalejados de ella.

Tom Pullings mantiene el barco en perfectoorden y me alivia de casi todas las tareas, asíque me estoy volviendo gordo y perezoso.Stephen y yo hemos tocado juntos muchosconciertos estupendos. Stephen parece másanimado. El calor le sienta bien; en cambio, a mícasi me mata cuando me puse el uniformecompleto y fui a visitar al gobernador. No paraba

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de sudar mientras subía por un horrible senderoa través del acantilado, donde había montonesde lagartijas jadeando al sol. Stephen mepreguntó: «¿Qué tipo de lagartijas, Jack?». Yo lerespondí: «Lagartiji percalidi». Y con esto queríadecir que soportaban un calor terrible. Creo queme equivoqué cuando dije que la presidiaría queestá a bordo era la viva imagen de Diana.Stephen notó la diferencia enseguida, no cabeduda, y ahora puedo verla claramente. Perotambién se parece mucho a la mujer que vimoscon el grupo de lady Conyngham en las carreras,aquella cuyo vestido te llamó la atención, y tal vezsea la misma. Tiene los mismos colores queDiana, pero nada más. En primer lugar, no es tanalta, y en segundo lugar, tiene una risa…Empieza muy baja, pero después sube y sube…Y en el rostro de todos los que están en el alcázaraparece una sonrisa, y yo me he visto obligado amirar hacia barlovento para ocultar la mía. Peroella -no tiene muchas razones para estar alegre,la pobre, y sin embargo, cuando está conStephen en la toldilla se ríe tanto que hasta élemite ese extraño sonido que le es

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característico. No recuerdo haber visto a Dianareírse, o, al menos, no de buena gana como laseñora Wogan. Por todo eso me parece queStephen no recuerda mucho a Diana. A pesar detodo, ahora está bastante preocupado porque nosabe si satisfacer sus deseos y bajar a SaoTiago y las otras islas, sobre todo a una dondeexiste una especie de frailecillos muy rara, ocontinuar atendiendo a esos infelices que nosvemos forzados a transportar. Algunos de ellossiguen enfermos y él no ha podido encontrar cuáles la causa de la enfermedad.

Sin embargo, no se pierde mucho si sequeda a bordo. Todas son islas desoladas y detierra negruzca porque sus volcanes en otrotiempo eran activos, y creo que tienen muchasposibilidades de volver a serlo. Cuando nosaproximábamos, vimos que desde la isla Fogo,una isla pequeña que se encuentra al suroeste, aunas veinte leguas de aquí, salía una nube dehumo blanca. Ayer bajé a tierra para estirar laspiernas y tratar de cazar algunas perdices para lacomida y, si era posible, algunos pájaroscuriosos o monos para Stephen. Llevé a Grant

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conmigo, con la esperanza de que nuestrasrelaciones mejoraran, pero creo que conseguíhacer más daño que bien. Caminamos hasta elagotamiento a lo largo de millas y millas por unterreno de piedra pómez y lava donde sólo habíaalguna que otra brizna de hierba, pero nopudimos traer nada al barco, excepto dosenfados. Teníamos mucho calor, y estábamospolvorientos, cansados y también sedientos,porque los arroyos no tenían ni una gota de agua.Durante todo el camino él señalaba lugaresdonde había visto avutardas y gallinas de Guineala última vez que había estado allí yconstantemente proponía que tomáramos unnuevo sendero, como si fuera el propietario de laisla. Además, me dijo de pasada que él, en milugar, hubiera anclado el barco más cerca dedonde nos aprovisionamos de agua. Pero apesar de que conocía tan bien el lugar, al finalnos perdimos y tuvimos que ir hasta la orilla ycaminar largamente sobre los ardientes cantosrodados para encontrar la ciudad. Se le cayó elarma y se estropeó la llave y el calor le puso demuy mal humor, pero hice todo lo que pude por

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aguantarle. Me habrías aplaudido, Sophie. Esdiez o quince años mayor que yo y un excelentenavegante y le han tratado muy mal. Sinembargo, desde nuestro primer encuentro en elbuque insignia, tuve la seguridad de que esto noiría bien porque no puede haber dos capitanesen un barco y porque el hecho de haber tenidolargo tiempo la libertad que conlleva un puesto demando, de haber realizado un extraordinario viajeen el Lady Nelson y de conocer tan bien estasaguas, hace imposible que se comporte como unsubordinado. Podría ser un buen capitán, peroestá demasiado viejo y tiene demasiadacategoría para ser un buen segundo oficial. ¡Si elAlmirantazgo hubiera accedido a mi petición deque mandara a Richardson o a NedSummerhayes! Pero no se puede pedir peras alolmo, como dicen. Creo que Stephen tiene lamisma opinión que yo, aunque no puedo hablarde mis oficiales con él porque come junto conellos. En verdad, no puedo hablar de ellos connadie excepto contigo, cariño. Y en secreto tediré que me sentiré muy satisfecho cuandolleguemos a El Cabo y Turnbull deje de trabajar

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en el barco y el joven Mowett regrese. ¡Pero quédesagradecido soy, Dios mío! Aunque tengo unpar de tenientes, un oficial de derrota y uncontramaestre que no me gustan, tengo aPullings y a Babbington, dos buenos ayudantesde oficial de derrota, cuatro o cincoguardiamarinas bastante buenos, un carpintero yun condestable excelentes y casi la mitad de latripulación formada por el tipo de personas queme gusta. No muchos capitanes pueden decir lomismo cuando empiezan una misión. Además,esto es un descanso para mí después de habersido comodoro y tener que controlar a tantoscapitanes, todos como el mismísimo Belcebú…Es como estar de picnic en la mar.

Cariño, cuando te escribí esas palabras, llególa Phoebe. Llegó de El Cabo casi sin agua y vade regreso a Inglaterra. Le daré estas cartas aFrank Geary, que está al mando de ella ahora (elpobre Deering y la mitad de la tripulaciónmurieron de fiebre amarilla cuando el barcoestaba destinado al puesto de las islas deSotavento) y las recibirás, junto con mi profundoamor, mucho antes de lo que esperaba. Antes de

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que se me olvide, te mando un poder para quepuedas cobrar mi paga y una carta para Kimber,que puedes leer si quieres, en la que le digo quese limite estrictamente a los gastos mínimos,como habíamos acordado, y otra carta paraCollins, en la que le hablo de los caballos. Nodejes que se olvide de comprar heno de Wilcox.Hay que apilarlo en el espacio que queda entrelos establos y la cochera y hay que cubrirlo muybien (Carey es la persona indicada parahacerlo).

Dios te bendiga, Sophie, y dale un beso a losniños por mí. Cuando pienso que George yausará calzones cuando vuelva a verle, me pongomuy triste, pero si seguimos a este ritmo,regresaré a casa a tiempo para montarle en unponi por primera vez y quizás ir a ver la jauría delseñor Stanhope.

Tengo prisa, cariño mío, pues elcontramaestre está bufando a la puerta de lacabina. Seguro que ya le ha vendido las cadenasdel ancla a algún granuja de la isla y quieredistraerme para poder entregarlas. Es un hombrecorrupto y ha llegado a robar tanto que tendré

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que detenerle.Una vez más me despido, con el cariño de

siempre.Afectuosamente,Jack Aubrey.Mientras Jack escribía esto, Stephen estaba

en tierra con el señor Fisher. Visitaron la iglesia yallí encontraron al párroco y se pusieron aconversar con él. El párroco era el padre Gomes,un mestizo gordo y bajito y de rostro muy moreno.Tenía el pelo blanco, y debido a ello la tonsuraparecía casi negra. Era un hombre que irradiababondad y, sin duda, era querido y respetado porsus parroquianos. En atención a sus deseos, unode ellos se comprometió a darle tres sacos denueces de propiedades medicinales que la islaproducía en abundancia, nueces de la recientecosecha, que aún no habían llegado al mercado;otro se ofreció a llevarle a casa de un primo suyo,en la cual había visto con frecuencia el pájaro queel doctor describía. Su primo vendía crías defrailecillos blancos en barriles -pajarillos ensalazón para comer en cuaresma- y habíaclavado un pájaro adulto en la puerta a modo de

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anuncio.Stephen dejó al pastor y al párroco a la

sombra del porche. Debido a que Fisherpronunciaba el latín con acento inglés, unportugués no podía entender algunas de lascosas que decía, y debido a que el padre Gomestenía mucha más bondad que instrucción, amenudo le faltaban las palabras, pero,indudablemente, podían entenderse, y hablabancon gran animación. A Stephen le parecía que lalengua les ayudaba menos a entenderse que suafinidad y su intuición.

Las nueces eran de excelente calidad y elfrailecillo blanco era realmente un frailecilloblanco, no un cormorán o una gaviota, comoStephen temía. El ave era una magníficaadquisición, pero estaba en un estado dedescomposición tan avanzado que tuvo quellevarla al barco antes de que se desmembrara.Después de examinar a sus pacientesbrevemente y de hablar con Martin, llevó el ave asu cabina, escribió una detallada descripción desu plumaje y de sus miembros en su diario yluego, respirando con dificultad debido al mal

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olor, la metió en alcohol para hacerle unadisección posteriormente.

Encendió un puro, estuvo pensando un rato, yluego continuó escribiendo:

Gracias a ese amable párroco, ahora puedorenunciar a mi elixir sin ponerme triste. Me hizomucho bien verle. Probablemente es el tercerhombre santo que he conocido. ¡Cómo sedestaca esa cualidad, que es la más rara detodas! Fisher también se da cuenta de que lo es.El pobre, me parece que está muy deprimido,pero no sé cuál es la causa. Lamentaría quefuera algo tan corriente como la sífilis, aunqueDios sabe que la he visto con mucha frecuencia yen personas de todos los rangos y estamentos,porque la influencia de Adán es muy fuerte yaparece en momentos inoportunos. Pregunta:¿Podría el padre Gomes conmover a un hombrecomo Grant? Si hay tiempo, haré el experimento.Es un hombre amargado y dolorido por no habersido recompensado por sus largos años deservicio, un hombre que ha sufrido decepcionesdurante casi veinticinco años. ¡Cuánto rencor leguarda a Jack! Él no ha estado en ninguna

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batalla, que yo sepa, mientras que Jack tiene elcuerpo lleno de cicatrices como recuerdo demuchas. Macpherson señaló esto el otro día,cuando Jack se desnudó para nadar. Loscadetes le miraban con admiración, y Grant, muyfurioso, decía a gritos que eso era suerte, nadamás que suerte, que nadie recibía heridas porvoluntad propia y que un hombre podía ser elmás valiente del mundo y no tener ninguna heridaque lo demostrara. La causa de que no le hayanascendido la atribuye a una confabulación que seha tramado en Whitehall y en otros lugares, a loscelos, y al hecho de que sus orígenes sonoscuros. Dice: «Si mi padre fuera un caballero,un general y un miembro del Parlamento (unaclara alusión a J. A.) sería capitán de navíodesde hace más de quince años». Pero lainconsistencia de este argumento debería serclara para él, pues ha servido a las órdenes delalmirante Troubridge, que es hijo de unpanadero. Como la mayoría de los marinos, esbastante ignorante en cualquier materia norelacionada con su profesión, y aunque ha leídoun poco, más que la mayoría de sus

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compañeros, lo ha hecho tarde y no le ha servidode base. Pero está convencido de que es elúnico que ha leído y de que es un pozo desabiduría. Le falta modestia, es muy engreído.Hizo un viaje realmente extraordinario, pero porsu relato parece que hubiera descubierto NuevaHolanda y la isla Van Diemen él solo, y no fue así.Sin embargo, incluso J. A., que es muy exigente,afirma que es un excelente marino. También esun hombre muy responsable y cumple con susobligaciones, como lo prueba el hecho de quemantiene a su anciana madre y a dos hermanassolteras con su media paga de teniente, queasciende a ocho guineas al mes. No dicepalabras obscenas y se esfuerza por cuidar sulenguaje ante los infantes de marina. Es unhombre serio, formal y sin pizca de gracia. Conquien mejor se encuentra es con Fisher, queescucha con infinita paciencia sus comentariossobre la herejía de Pelagio. Además, parece queconoce la Biblia tan bien como el Código Naval.No soy teólogo y conozco muy poco losprincipios de esas nuevas sectas y lo único quesé es que rechazan lo que suelen llamar la

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abominable superchería de la misa, pero, por loque he oído, creo que están relacionadasprincipalmente con la ética y son ajenas almisticismo y los cultos antiguos, tanto como loson sus respetables y, a veces, espléndidosedificios. Entonces, ¿qué pensará del padreGomes, uno de sus miembros más radicales?

No es posible saberlo. Tampoco es posiblesaber lo que le ocurrirá a los presidiarios queestán en la enfermería. Sus síntomas me parecenmuy claros, quizá demasiado claros,desgraciadamente, excepto por ese periodo delatencia que contradice lo que he aprendido delos antiguos.

Después de citar tantas cosas que no sé, mecomplace decir que me he enterado de algunascosas respecto al desdichado Herapath. Decidióviajar como polizón por amor a la señora Wogan.Y cuando pienso en ese pequeñísimo espacioentre dos toneles en el que estuvo escondido unasemana y en el castigo al que él mismo se hacondenado, no sé lo que admiro más, si sudevoción, su fortaleza o su temeridad. Sería unamezquindad por mi parte condenar su fatal

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obstinación, a pesar de que me parecedeplorable. Ella no es indiferente a esa evidenteprueba de amor, y eso explica la curiosa escenaque tuvo lugar la primera vez que la llevé a latoldilla, una escena que durante mucho tiempo nopude entender.

La respuesta empezó a formarse en mimente cuando le distinguí en la penumbra delpasillo que lleva a la cabina de la señora Wogan.Estaba arrodillado y (como otro Píramo) hablabacon ella por el agujero por el cual le pasan losalimentos. Me puse detrás de un mamparo opared temporal para asegurarme de quién era,ya que otros han intentado comunicarse con ellaclandestinamente y los guardiamarinas, que sealojan al lado, han hecho pequeños agujerospara ver sus encantos. Pero aquel era Herapath.La mayor parte de lo que él decía eran frasescariñosas -ninguna de ellas original, pero todasconmovedoras por su evidente sinceridad- ytambién lanzaba exclamaciones. De lo que elladecía, distinguía muy pocas cosas, pero oía suabsurda risa, como un susurro, con unaextraordinaria alegría ahora. Está claro que se

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conocen desde hace mucho tiempo, que hantenido una estrecha relación y que ella estácontenta de tener a un amigo en este lugardesolado. Se habían cogido las manos a travésdel agujero y estaban tan atentos el uno al otroque no oyeron a un guardiamarina que veníacorriendo desde la bañera. Tosí para avisarle aél, pero fue en vano. Fue descubierto. Y cuandoel guardiamarina le preguntó que qué hacía allí,contestó muy turbado que había bajado a lavarselas manos y se había extraviado. Elguardiamarina, el joven Byron, no fue severo. Ledijo que debía cumplir sus obligaciones, que sino sabía que ya había empezado la guardia yque aunque corriera seguro que no estaríapresente cuando pasaran lista.

Fui a visitar a la señora Woganinmediatamente después, y su mirada expresivaera una confirmación, o habría sido unaconfirmación si hubiera sido necesaria. Ocultó suexaltación bastante bien, pero su pulso latraicionó. De todos modos, me parece que aunsin tener en cuenta su incontrolado pulso, no esuna agente impenetrable. Sin duda, tiene talento

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para obtener información de determinadasfuentes y es muy decidida, pero,lamentablemente, se encuentra perdida cuandosu superior no le da instrucciones. Nadie le haenseñado el inmenso valor que tiene el silencio.Habla mucho (en parte por ser cortés) y a vecessu capacidad de inventar no es mucho mejor quela de Herapath.

Nuestra relación se hace cada vez másestrecha. Ella sabe que soy irlandés y que megustaría que mi país fuera independiente. Sabeque aborrezco todas las formas de dominación,sobre todo el establecimiento de colonias. Ycuando le hablé con indignación de que elLeopard atacó a la fragata norteamericanaChesapeake, una fragata neutral, en 1807 yprovocó la muerte de varios tripulantes y sacó deella a marineros norteamericanos de origenirlandés (un acto que casi provocó lo que yollamaría una declaración de guerra justificada)creo que estuvo a punto de cometer unaindiscreción. Le brillaron los ojos e irguió lacabeza, pero yo empecé a hablar de cosastriviales. Festino lento, como diría Jack. Dudo

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que pueda decirme algo más que el nombre desu jefe, del superior que le da instrucciones, perovale la pena esperar por eso. Aunque no existaconexión entre este grupo y los franceses, hayque vigilar al caballero y a sus amigos. Y en casode que el gobierno británico siga tratando a losnorteamericanos tan mal, como a enemigos,perjudicando su comercio, deteniendo susbarcos y sacando por la fuerza a sus tripulantes,y con ello les obligue a entrar en la guerra, y, portanto se establezca esa conexión, entonceshabrá que meter en la cárcel al jefe. Despacio,despacio… Puede que incluso Herapath me seaútil. Mi profesión es odiosa a veces, y a vecestengo que pensar que Bonaparte estádestruyendo Europa al tratar de imponer unamonstruosa e inhumana tiranía para tranquilizarmi conciencia y para justificarme a mí mismoante el inocente joven que era.

Louisa Wogan. Me he dado cuenta ahora(pues me conozco muy poco) de que en nuestrarelación ya había cierta ternura o afecto porqueha desaparecido después del encuentro con suamante. No ha habido aspereza, ni mucho

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menos, sólo la ausencia de algo que es difícil dedefinir. Cuando ella no tenía ningún aliado eneste mundo aislado, flotante y asqueroso,obviamente se agarró a lo que éste le ofrecía ypor todos los medios intentó asirlo lo másfuertemente posible. Pero me parece que esadesaparición es temporal, ya que ella no puedever a su amante con frecuencia, ni a nadie,excepto a su sirvienta (y a la señora Wogan legusta tan poco la compañía de las mujeres comoa Diana Villiers), así que debo prestarle atención.Hay tipos fatuos que protestan de que lasmujeres les persiguen, y por ello se hacenmerecedores del desprecio y la desconfianza delos demás; sin embargo, puede haber casos muysimilares a ése. Desde hace algún tiempo tengola impresión de que una proposición por mi parteno sería considerada una gran ofensa. Además,siento una gran agitación en mi interior, sin dudaa consecuencia de mi abstención, porque elopio, en todos sus compuestos, es unantiafrodisiaco, modera el apetito sexual. ¿Exigemi deber que lo siga tomando? Moderadamente,desde luego, y no por placer sino como

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preparación para llevar a cabo un prolongadointerrogatorio, en el cual es esencial tener lamente clara y… casta. Es una endiabladasugerencia.

En esos casos, por lo que he leído, unhombre le infiere a la mujer una terrible ofensa sila rechaza. Puede que así sea, pero no he tenidoesa experiencia y, además, debo recordar quetodas las historias de esa clase que he oídoestán contadas por hombres, a quienes les gustaimputar al otro sexo la pasión y el apetito sexualmasculinos. Yo lo pongo en duda. ¿Acaso Safo,esa hermosa mujer de cabellos negros, odiaba aFaón? Pero nada de esto tiene relaciónconmigo. No soy Faón, no soy un joven decabellos dorados sino un aliado útil en potencia yun medio de satisfacer sus necesidadesmateriales ahora y, con bastante probabilidad, enel futuro, o por lo menos un compañero nadadesagradable en un lugar donde no puedeencontrarse ningún otro. Sin embargo, y con estome halago a mí mismo, noto que le gustorealmente, aunque no mucho, desde luego, perolo bastante para creer que ella no pondría

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muchos reparos ni pensaría que traicionaba susprincipios al admitirme en su lecho. Me pareceque es una mujer para quien ese tipo de cosasno tiene gran importancia y consiente en hacerlaspor placer, por amistad o por bondad y, si unhombre le gusta al menos un poco, con interés.Para las mujeres como ella, la fidelidad significatan poco como el propio acto sexual… Sería inútilexigirles que bebieran vino con un solo hombre.Esa actitud es condenada por muchos, lo sé, y aellas las llaman putas y otros nombresmalsonantes. Pero ella no deja de gustarme poreso.

Hizo una pausa, y mientras tanto observó lacarpeta que sir Joseph le había enviado. Luegocontinuó:

Los tres hombres más importantes con losque ha tenido un romance han sido: G.Hammond, miembro del Parlamento por Halton,amigo de Horne Tooke y, como él, hombre deletras; Burdett, un hombre muy rico, yBradalbane, aún más rico que éste y uno de loslores al mando del Almirantazgo. Su aventura coneste último la ha llevado a la situación actual.

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Aparece mencionado un secretario, un talMichael, probablemente Herapath. Los romanceseran conocidos por bastantes personas, pero sureputación siguió siendo buena, o al menos lobastante para que pudiera seguir visitando a ladyConyngham y lady Jersey, por medio de lascuales seguramente conoció a Diana. Tambiénse menciona al señor Wogan, aunque lo que sesabe de él es confuso. Es de Baltimore y tuvorelación con la misión del señor Jay y luego conotra en San Petersburgo, donde posiblemente seencuentre todavía. Ha publicado una comediaThe Distressed Lovers (Los amantesdesdichados), bajo el nombre de John Doe, y unlibro de poemas Thoughts on Liberty, by a Lady(Ideas de una dama sobre la libertad). ¿Por quéBlaine no me ha conseguido ejemplares de estoslibros? Nada revela tantas cosas sobre unapersona como un libro suyo. Se desconoce elorigen de sus ingresos, aunque se sabe que,esporádicamente, recibe giros de Filadelfia queson considerados de alto riesgo por Morgan yLevy y los principales prestamistas de Londres.Probablemente combina la prostitución en las

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altas esferas con el espionaje.Un ruido mucho más intenso de lo habitual

hizo vibrar el tintero. Stephen se hundió aún máslos tapones de cera en las orejas, pero no lesirvió de nada. Habían regresado al Leopard losúltimos botes cargados de agua y los marinerosbajaban los enormes toneles por la escotillacentral hasta la bodega y luego los llevabanrodando hasta su sitio -con un gran estrépito alque se sumaba el eco- de manera que quedabancolocados uno junto a otro con la parte dondeestaba el tapón arriba. Al mismo tiempo sepreparaban para desatracar, y poco despuésque subieron a bordo el último bote, las cadenasde dieciocho pulgadas del ancla empezaron aentrar en la cubierta interior donde se guardaba,trayendo consigo el olor del cieno del puertoPraia, que por lo menos sustituía el persistentehedor del sollado. Pocas maniobras navales sehacían en silencio, y ahora los que enrollaban lascadenas daban gritos al ritmo de susmovimientos, entre los que intercalabanjuramentos, mientras el que tocaba el pífano, enel tope del cabrestante, soplaba con toda su

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fuerza y algunos hombres, con voz grave,animaban a los marineros que movían las barrasdiciendo: «¡Pisa fuerte y adelante! ¡Pisa fuerte yadelante!». Desde el alcázar y el castillo llegabael eco de las órdenes y entre ellas se destacóuna potente voz que gritó con furia: «¿Quierendarse prisa con esas badernas?». Realmente,había más ruido que otras veces, pues, a pesarde su esfuerzo, Jack no había logrado mantenera los marineros alejados de la destilería, y si bienmuchos de ellos estaban bastante aturdidos,otros estaban tan animados que hacían bromas,ponían zancadillas a sus compañeros oadoptaban posturas raras, fingiendo estar cojoso paralíticos, y no paraban de reír.

Por fin el ruido cesó, y cuando Stephen subióa cubierta vio que todos los tripulantes exceptoseis estaban enrollando las cadenas o cogiendolas anclas o limpiando. Esos seis se encontrabantumbados en el pasamano de babor, y uno de loslampaceros dirigió tranquilamente la manguerahacia ellos mientras sus compañeros movían lapalanca de la bomba. Los tripulantes delLeopard que estaban sobrios habían zarpado y

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desde hacía una hora habían cazado las escotasde las juanetes. Ahora la pequeña ciudadquedaba ya lejos. Por encima de ellos, lasblancas nubes cruzaban el cielo azul en direcciónsuroeste. El viento era fuerte y cálido, y por supureza era más agradable que el del abrigadofondeadero. Stephen miró a su alrededor y vio unrabijunco -el primero en aquel viaje- con su picode color amarillo intenso y sus blancas alasbrillando al sol. El rabijunco se alejó volandohacia el sur, dando rápidos y fuertes aletazos ycon su larga cola muy estirada.

Lo observó hasta perderlo de vista y luego seencaminó hacia la enfermería de los presos.

La había mandado limpiar con vinagre ytodavía se notaba su fuerte olor. La pinturablanca, aún reciente, la hacía más clara, y loslampaceros, con su gran habilidad, la habíandejado lo más limpia posible. Además, por lamanga de ventilación entraba el aire puro. Lospacientes estaban casi igual. Había tres hombrespostrados, con poca fiebre, el pulso muy débil eintermitente, mal aliento, fuerte dolor de cabeza ylas pupilas contraídas. Todos tenían la misma

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enfermedad, pero, ¿qué enfermedad? Sudesarrollo seguía un proceso que ni Martin, ni losdos cirujanos de la Phoebe ni él habían vistodescrito. Sin embargo, mientras les examinabadetenidamente, tuvo la impresión de queenseguida la fiebre iba a aumentar mucho, que lacrisis no estaba muy lejana y que dentro de pocotiempo no sólo conocería a su enemigo sino quepodría hacer pasar a la acción a todos susaliados.

–Continúe con las pociones de limo, Soames-le dijo a un ayudante y se fue a popa, a la otraenfermería.

El único hombre que estaba allí, aparte deHerapath, era su antiguo compañero detripulación Jackruski, un polaco, de nuevo encoma profundo a causa del alcohol.

–No puedo explicarme cómo sus cuerposaguantan esto -dijo-. Tal vez lo que el cuerpohumano requiere para mantenerse robusto es labrisa marina, una sola comida fuerte al día, lahumedad casi continua, el trabajo duro y dormirsólo cuatro horas seguidas cada día entre unacompacta multitud de cuerpos sudorosos, en

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unas condiciones que se considerarían horribleshasta en una pensión de mala muerte de Dublin.Y tal vez nuestras ideas sobre la higiene seancompletamente falsas. ¿Cómo está usted,Herapath?

–Mucho mejor, señor, gracias -respondióHerapath.

Stephen le examinó los ojos, le palpó lacabeza, le tomó el pulso y dijo:

–Enséñeme sus manos. Todavía las tienecasi completamente descarnadas, con muy pocapiel sana. Tendrá que usar guantes, guantes delona, cuando vuelva a tirar de los cabos. Tendráque usarlos hasta que el estrato córneo tengatiempo de crecer. Ahora quítese la camisa, porfavor. Está extremadamente delgado, Herapath,y debe ganar peso antes de volver a trabajar.Puede que nuestra comida no sea delicada peroes saludable y, como ve, los hombres puedentener una salud de hierro sin nada más. No esbueno ser escrupuloso. Un estómago orgullosono sirve de nada, Herapath.

–No, señor -replicó Herapath.Entonces murmuró que las galletas eran

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excelentes y que comía muchas cuando noestaba trabajando, y luego preguntó:

–¿Puedo pedirle un consejo, señor?Stephen le lanzó una mirada inquisitiva y un

poco recelosa y él continuó:–Me gustaría darle las gracias al capitán por

sacarme del agua, pero no sé si debo dárselas através de mi inmediato superior ni tampoco si escorrecto que lo haga. Estoy perdido.

–En las cuestiones navales, creo que elprimer oficial, el señor Pullings, debe ser elintermediario. Sin embargo, como usted hatenido contacto con el capitán en el océano y noen el barco, y, por tanto, el contacto ha sido entreindividuos, me parece apropiado que le expresedirectamente su agradecimiento. Y si, comosupongo, esa nota es para el capitán, yo seré elmensajero.

Stephen se llevó la nota y después abrió lacabina de la señora Wogan. En medio del ruidoque hacía la brigada de carpinteros cubriendo elexterior de la cabina con hojalata, le dijo a gritosque si estaba desocupada la llevaría a la toldilla.Notó que ella estaba menos serena que de

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costumbre y también que había una gran tensiónen el silencioso alcázar cuando ambos loatravesaron. Habían colocado un pequeño toldopara ella y la sombra cubría el centro de latoldilla. Y ella caminó por allí, dando vueltas y másvueltas alrededor de la claraboya de la cabina.Después de un rato, con tono dubitativo, dijo:

–Espero que su paciente se encuentre bien.–¿Qué paciente, señora?–El joven de largos cabellos rizados, el joven

a quien el capitán salvó heroicamente cuandocayó al mar.

–¿El joven Ícaro? No me había fijado quetenía el pelo rizado. Se pondrá bien, seguro. Sólotiene unas cuantas costillas rotas, y, ¿quéimportancia tienen unas cuantas costillas? Todostenemos veinticuatro, diga lo que diga elGénesis. Le sacaremos de esta horriblesituación, aunque a veces me temo que loharemos sólo para verle perecer después deinanición y desnutrición. Eso me recuerda quetengo que entregarle al capitán una nota suya.Discúlpeme, por favor.

Bajó la escala de la toldilla y llegó hasta la

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puerta de la cabina, pero el infante de marinaque estaba de centinela le detuvo y le dijo quesólo el capitán Moore sería recibido ahora.Regresó a tiempo de señalar otro rabijunco y,cuando hablaba con cierto entusiasmo de suforma de hacer los nidos, se oyó al centinelabajar su mosquete, abrir la puerta y anunciar:«Capitán Moore, señor».

–Capitán Moore -dijo Jack-, le he mandadollamar porque he sabido que algunos oficialeshan desobedecido mis órdenes y han intentadocomunicarse con la prisionera que está junto allugar donde se guardan las cadenas del ancla.

A Moore se le puso la cara roja como lachaqueta y luego de color blanco amarillento.

–Señor… -dijo.–Supongo que se da usted cuenta de las

consecuencias que tiene desobedecer lasórdenes…

–Tal vez deberíamos alejarnos de aquí -dijo laseñora Wogan.

Pero no sirvió de nada. La potente voz deJack Aubrey, aunque no podía oírse en el alcázardebido a las cabinas y los comedores que había

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en medio, salía por la claraboya e inundaba latoldilla.

–Además -continuó la horrible voz-, uno desus subalternos ha intentado sobornar al armeropara que le haga una llave de su cabina.

–¡Oh! – exclamó la señora Wogan.–Si existe esta situación después de un mes

de navegar con esa endemoniada mujer, ¿quépasará al final del viaje, cuando haya transcurridomedio año o más? ¿Qué tiene que decir, capitánMoore?

Muy tímidamente, vacilante, el capitán Mooremencionó el calor del trópico -asegurando quelos hombres se acostumbrarían pronto a él- ytambién la gran cantidad de carne fresca y delangostas que habían comido en Sao Tiago.

–Estoy pensando -dijo el capitán Aubreydescartando el calor, la carne y las langostas conun gesto de la mano- que tal vez sea mi debervolver a Sao Tiago y desembarcar a todos esoshombres en quienes no se puede confiar ycontinuar el viaje con los que son capaces dedominar sus pasiones.

–Como el turco, por ejemplo -murmuró

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Stephen.–No hay duda de que un consejo de guerra, al

ver mi libro de órdenes firmado por los oficialesen cuestión les degradará inmediatamente. Notienen defensa posible: les había dado una ordenclara y la han desobedecido. Sin embargo, noquiero que los oficiales sean degradados por loque puede considerarse una locura pasajera.

Y entonces, con una furia terrible, gritó:–Pero le advierto, capitán Moore, que no

permitiré que este barco sea un lupanar. Quieroque tenga disciplina. Haré que se obedezcan misórdenes. Y al menor indicio de que esto vaya arepetirse, le juro por Dios que no tendré piedad yles degradaré. Así pues, señor, si hay entre sushombres alguno que entiende lo que significa unaorden, tenga la amabilidad de ponerle decentinela a la puerta de la cabina de esa señora.Y por favor, dígale al señor Howard que deseoverle enseguida.

Howard no tardó. Puesto que se habíaenterado del asunto mucho antes que elsoñoliento capitán Moore, se había estadopreparando para la entrevista por lo menos

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durante una hora. Se había afeitado dos veces ytenía el uniforme inmaculado y el pañuelo lo másajustado posible. Además, se había bebidocuatro vasos de coñac con agua. Lo que dijo nopudo oírse en la toldilla, pero pudo deducirse porlas furiosas palabras de Jack.

–¡Lamentable, señor, lamentable! Esa es ladefensa más absurda, más impropia de uncaballero y más despreciable que he oído en mivida. El más ruin de los hombres de los bajosfondos se sentiría avergonzado… ¡Killick! ¡Killick!– sonaba con fuerza la campanilla-. Llama alcentinela y dile que se lleve al señor Howard, queestá castigado. Y avisa al señor Babbington.

Babbington recibió el esperado aviso, miróapenado a Pullings, se humedeció los labios, ycon una expresión tan ansiosa como la de suatemorizado perro, se dirigió a popa con lacabeza baja.

Pero Babbington fue castigado en el miradorde popa, cuyo saliente amortiguaba los sonidosque emitía, y esos sonidos amortiguados se losllevaba el viento, ya que el Leopard navegaba debolina para pasar por el lado de barlovento de

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Fogo.–Ese humo que se ve allí es del volcán Fogo -

dijo Stephen.–¡Dios mío! ¡Es asombroso! – exclamó la

señora Wogan.Hizo una pausa y luego continuó:–Así que después de oír un volcán he visto

otro.Este comentario se apartaba de las normas

tácitas que regían la comunicación entre ellos,pero la señora Wogan estaba visiblementemolesta, y esto se notó aún más un momentodespués, en la forma torpe con que volvió asacar a colación a Herapath.

–De modo que su paciente sabe leer yescribir. Sin duda, eso es raro en un marinerocorriente.

Stephen se quedó pensativo unos instantes.Aunque ella había dicho eso mostrando uninterés falso pero muy bien fingido, habíaescogido un momento muy inoportuno, y él tuvo latentación de hacerle pagar por su falta deprofesionalidad, pero se sentía inclinado a actuarcon benevolencia y, además, a ella la habían

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acabado de llamar «endemoniada mujer» y otrascosas desagradables, así que respondió:

–No es un marinero corriente. Parece unjoven de buena familia y de cierta educación quese ha hecho a la mar a causa de algunadesgracia, probablemente algún desengañoamoroso. Tal vez ha huido de una amantedespiadada.

–Eso es muy romántico. Pero no va a morirseporque la dama le haya rechazado. Nadie semuere de amor, ¿sabe?

–¿Cree usted que no, señora? Sin embargo,he visto que por esa causa muchos se handeprimido, han tenido comportamientos muyextraños, han perdido la felicidad, la buenareputación y el honor, han roto con la familia y losamigos, se han vuelto locos y, además, sucarrera y su futuro se han arruinado. Pero en estecaso no creo que se muera porque tiene elcorazón herido sino porque tiene el estómagovacío. No puede usted imaginarse lo juntos queviven los marineros, tanto que carecen totalmentede intimidad. Los marineros, en general, sonbuenas personas, pero para alguien educado

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según otras costumbres, su compañía puederesultar difícil de soportar. Lo que comen y cómocomen, masticando con la boca abierta yhaciendo ruido, y, además, los eructos, elborborigmo, sus gestos groseros, sus risotadas,los…, bueno, no la cansaré con más detalles…,todas esas cosas juntas pueden provocarle unaenfermedad, la anorexia, a un hombre bieneducado y no muy robusto que no conoce nadade la mar excepto el paquebote de Dover, que havivido solo y que está muy desmejorado a causadel sufrimiento. Y ese hombre puede literalmentemorirse de hambre en medio de tantas personas.El pobre Herapath, pues Herapath es su apellido,no es más que piel y huesos. Le estoyalimentando con sopa en polvo y el capitán le diouno de sus pollos, pero me parece que leenterraremos convertido en un manojo de huesosantes de que disfrute… ¡La campana! ¡Lacampana! ¡Vamos, no hay ni un minuto queperder!

En la puerta ya se encontraba el infante demarina de centinela, por eso la señora Woganbajó la voz al decir:

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–Puesto que estuve presente en elsalvamento de ese joven, tengo cierto interés enél. Poseo una gran cantidad de provisiones ydesearía que fuera usted humanitario y mepermitiera enviarle esta lata de galletas deNápoles y una lengua.

Stephen regresó a la cabina y esta vez fueadmitido. Jack parecía más viejo y cansado.

–He tenido una tarde realmentedesagradable, Stephen -dijo-. ¡Cómo agotaenfadarse! Esos tipos lascivos le han hechollegar esquelas amorosas a la señora Wogandando sobornos a derecha e izquierda… No soncapaces de mantener los calzones en su sitio, losmuy sinvergüenzas. Y esta tarde azotaré a losguardiamarinas de mayor antigüedad, y a todoslos demás. No les daré golpes sobre la pieldesnuda, sino que les mandaré que se quedenen calzones y que se agarren de este cañón y lesdaré una veintena de fuertes azotes en el trasero.Dios les castigue. ¿Puedes creer que habíanhecho agujeros en el mamparo de su cabina y seponían en fila para mirar cómo ella se cambiabade ropa? ¡Maldita mujer! ¡Cuánto me gustaría

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deshacerme de ella! Siempre he odiado hastalos tuétanos a las mujeres. Y siempre dije queesto pasaría, ¿te acuerdas? Estuve en contra deesto desde el principio. ¡Es una mujercasquivana, una maldita lagarta! Sin ellaestaríamos navegando tan tranquilos como…

En ese momento no se le ocurrió nada quetuviera como característica la tranquilidad, poreso, con un gruñido, añadió:

–… cisnes, malditos cisnes.–Herapath te envía esta nota.–¿Eh? ¡Ah, sí, Herapath! Gracias.

Discúlpame.La leyó, sonrió y dijo:–¡Qué bien se expresa! Yo no podría

haberme expresado mejor. De todo lo que mehan dicho los que he sacado del agua, estasfrases son las más corteses. Además, están muybien escritas y con una letra muy hermosa. Lemandaré otro pollo. ¡Killick! ¡Está sordo comouna tapia! ¡Condenado Belcebú! Killick, quedaun poco de pollo frío, ¿verdad? Mándaselo aHerapath a la enfermería. ¿Puede beber un pocode vino, Stephen? No le mandes vino, Killick,

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pero sube una botella de jerez para nosotros.–Escúchame, por favor -dijo Stephen cuando

la botella estaba mediada-. Por lo que se refierea la señora Wogan, eres exagerado, eres injusto.No hay duda de que es tan pecadora como Eva,pero, por lo demás, es inocente, pues no halanzado miradas de soslayo, ni ha hecho guiños,ni ha dejado caer su pañuelo. Y debo decirte,amigo mío, que necesito tener libertad paracomunicarme con ella.

–¿Tú también, Stephen? – inquirió Jack,sonrojándose-. ¡Dios santo! Yo…

–No me interpretes mal, Jack, te lo ruego -dijoStephen, aproximando su silla para hablarle aloído-. Mi comportamiento no será lascivo. Sólopuedo decirte que su arresto está relacionadocon el espionaje. Ése es el motivo de que en lasinstrucciones del superintendente aparecieranlas palabras: «Dar al doctor Maturin todas lasfacilidades, sin limitaciones». No te lo expliquéentonces porque en los asuntos de este tipocuanto menos se hable, mejor. Pero permítemesugerir que sería conveniente que el infante demarina estuviera marchando de una punta a otra

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del pasillo en vez de quedarse en la puertaescuchando. Además, así se aburriría menos. Yquisiera que a veces se retirara de allí.

–Mientras menos se hable, mejor -dijo Jack-.Así es. Todo se hará como dices.

Empezó a dar paseos de un lado a otro conlas manos a la espalda. Su confianza en Stephenno tenía límites, pero en un rincón de su mentetenía la idea de que había sido…, noengañado… ni manipulado…, tal vez utilizadoera la palabra adecuada. Y eso no le gustaba enabsoluto. Eso le lastimaba. Cogió su violín, sepuso de frente a la ventana de popa abierta y,mirando la estela, tocó la cuerda que daba lanota sol y luego tocó un fragmento improvisadoque expresaba lo que sentía como ningunaspalabras podrían haberlo hecho. EntoncesStephen, situado detrás de él, en voz más altaque la música, le dijo:

–Discúlpame, Jack. A veces me veo obligadoa actuar con mezquindad, no lo hago por migusto.

La música cambió y el fragmento terminó enun alegre pizzicato. Y Jack volvió a sentarse.

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Mientras terminaban la botella, hablaron de lasaves tropicales, del pez volador que habíancomido en el desayuno, del aspecto poco comúndel mar y del curioso fenómeno de la niebla altaque se movía en la misma dirección que loscúmulos, mucho más bajos, algo que Jack nohabía visto nunca en la zona donde soplaban losvientos alisios, en la cual los vientos más altos ylos más bajos solían ser contrarios.

–Ya sabes que tenía que comer contigo y conlos oficiales mañana -dijo Jack, tras una pausa-.Pero lo he estado pensando después que ocurrióeste desagradable suceso y creo que no iré.

–Decepcionarías a Pullings -dijo Stephen-. YaMacpherson, que suministrará los alimentos. Hamandado preparar haggis[12] y ofrecerá unextraordinario clarete. Además, decepcionaríasa Fisher, y, sin duda, al guardiamarina Holles,que será nuestro invitado también.

–Holles comerá de pie, si tomo cartas en elasunto -dijo Jack-. Tal vez debería ir, pues si noparecería que les hago un desprecio o que estoyresentido. Sin embargo, dudo que la comida seatan alegre como Tom Pullings desea.

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En efecto, la comida ofrecida al capitán porlos oficiales fue poco agradable al principio, apesar de que el Leopard había acabado derecorrer una gran distancia con mayor rapidezque en cualquiera de sus viajes sólo con lasjuanetes desplegadas y con el espléndido vientopor la aleta, y la barquilla de la corredera sedesplazaba rápidamente hacia atrás cada vezque la lanzaban al agua y se desenrollaba untramo de cuerda con diez u once nudos, lo quellenaba de entusiasmo a toda la tripulación.

Tal vez el haggis no era el plato másapropiado para aquella ocasión; tal vez no eraposible separar totalmente las cuestionesoficiales de las sociales. Howard todavía estabademasiado disgustado para intentar algo en esesentido, pero Babbington y Moore hicieron loposible por conseguirlo, bebiendo junto con Jackcampechanamente, y las divertidas historias delcontador fueron un buen recurso para ello. Porotra parte, el pastor habló de un fantasma cuyaexistencia estaba realmente probada y el propiocapitán conversó en tono alegre, aunque poco. Ycuando los restos del haggis dejaron paso al

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plato favorito de Jack, el morro adobado, elverdadero sonido de la alegría de los marinos fueaumentando de volumen hasta llegar al máximo.Entonces Grant empezó a hacer unadisquisición, completamente fuera de lugar,sobre el punto más indicado para cruzar elEcuador. Afirmó que el único punto por dondeera adecuado pasarlo estaba situado en losdoce grados de longitud oeste, pues por uno demayor longitud se iría a parar a San Roque y poruno de menor longitud se encontrarían fuertescorrientes, marejada y los desfavorables vientosde África. Puesto que Jack había manifestado suintención de cruzar por un punto cuya longitud eraveintiuno o veintidós grados, era evidente paratodos que aquellas palabras eran inoportunas, yMacpherson intentó hablar de otro tema, peroGrant le sujetó la mano y le dijo:

–¡Silencio! ¡Estoy hablando yo!Luego, con su voz chillona y su tono didáctico

continuó hablándole a su inquieta audienciahasta que por fin Pullings le preguntó:

–¿Cuántas veces ha cruzado usted elEcuador, señor Grant?

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–Pues… dos veces, como le he dicho -respondió el señor Grant, desconcertado.

–Creo que el capitán Aubrey lo ha cruzadoveinte veces. ¿No es así, señor?

–Pues… no, no exactamente -contestó Jack-,No más de dieciocho, porque no cuento lasveces que lo crucé cuando vigilaba ladesembocadura del Amazonas. Señor Holles,beba un vaso de vino conmigo.

–No obstante -dijo Larkin, el oficial dederrota, quien había bebido tanto durante laguardia de mañana que, en su mente confusa,todavía le daba vueltas a las primerasobservaciones de Grant-, hay muchosargumentos a favor de pasar por un punto demenos de doce grados de longitud.

–¡Oh, deja eso ya! – le murmuró el oficial queestaba a su lado.

Entonces se hizo un silencio absoluto, unsilencio que rompió un mensajero.

–El señor Martin le ruega al doctor Maturinque le disculpe, pero desea verle en cuanto seaposible.

–Discúlpenme, caballeros -dijo Stephen,

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doblando su servilleta-. Espero volver a reunirmecon ustedes antes de comer el queso de cabrade Sao Tiago.

Ya en la enfermería de los presidiarios, lepreguntó a Martin:

–¿Y bien, señor?Martin, en vez de responder, señaló con el

dedo.–¡Jesús, María y José! – susurró Stephen.A los tres pacientes les había brotado un

sarpullido de color morado. Estaba muyextendido y su color oscuro era un mal presagio.No había duda de que tenían tifus, y un tipo detifus muy virulento. Tuvo la certeza de que era ésala enfermedad en cuanto les vio, pero para tenersu conciencia tranquila comprobó si había otrossíntomas: petequias, el bazo palpable, la lenguaseca y de color marrón, costras y fiebre alta. Nofaltaba ninguno de ellos.

–Ahora sabemos qué hacer -dijo mientras seerguía-. Señor Martin, ya que casi seguro que haanotado usted escrupulosamente todos losdetalles, si los combinamos con nuestrasobservaciones podremos añadirlos a la literatura

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que existe sobre la enfermedad. Hasta aquíhemos observado una interesante serie deanomalías, pero ahora los síntomas son muyclaros. Por favor, traiga algunas cantáridas. QueSoames prepare enemas de trementina. Porfavor, páseme las tijeras.

Se volvió hacia los pacientes, que ahora sesentían mejor, y dijo en inglés:

–Ahora empezaremos a atacar laenfermedad por las raíces. Anímense.

Los tres sonrieron, y el más fuerte dijo quevolverían a Inglaterra y que a él le gustaría cogerotra liebre en las tierras del señor Wilson. Lostres miraron a Stephen agradecidos.

Stephen y Martin usaron todos los remediosde que disponían, todos los medios paraaliviarles que conocían: limpiarles con unaesponja, hacer afusiones con agua fría y raparlesla cabeza. Sin embargo, el progreso de laenfermedad había dejado de ser sumamentelento y ahora era sumamente rápido. Cuandollegó la hora de llamar a todos a sus puestos,Stephen mandó una nota al capitán pidiendo queno dispararan los cañones, aunque ya dos de los

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enfermos estaban en coma terminal, con los ojosmuy abiertos pero con la parte cognoscitiva desu ser tan alejada de la superficie que ningúncañonazo habría sido capaz de despertarles.Luego, cuando bajaban los coyes, el terceroempezó a delirar, y cuando se apagaron losfaroles, entró en coma también.

Las llamas de los faroles ardían en laenfermería, y en los ojos brillantes de suspacientes, Stephen podía ver una grandecepción, desconfianza y reproche. Todosmurieron entre las dos y las cuatro de lamadrugada. Martin y él les cerraron los ojos, ledijeron a su ayudante que fuera a buscar al veleroen cuanto se hiciera de día y se fueron a dormir.Cuando se dirigía a su cabina, Stephen notó quela velocidad del barco había disminuido.También notó que los innumerables sonidos queindicaban su movimiento y el susurro del agua,que solía escuchar justamente por encima de sucabeza, habían cesado.

CAPÍTULO 5

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El Leopard había perdido los vientos alisiosdel noreste en los 12°30'N. Jack no esperabaque los perdiera tan pronto y se había resistidocuanto había podido a creerlo, pero ahora seveía obligado a reconocer que la pérdida eratotal, que ese año la zona de calmas ecuatorialesse había formado mucho más al norte de lohabitual y que su barco se encontraba ahora enella, después de haber aprovechado hasta laúltima ráfaga de viento. Durante días y días elbarco permaneció allí, en el mismo sitio, con lasvelas fláccidas, mientras la proa daba vueltas ymás vueltas. Unas veces su balanceo era tanfuerte que los marineros se mareaban, tan fuerteque Jack mandó quitar los mastelerillos antes deque cayeran por la borda, y otras vecespermanecía inmóvil. Y el Sol, cubierto por un velo,transmitía su calor durante todo el día. El aire eradenso y no refrescaba ni siquiera durante laguardia de alba. En el horizonte, a todoalrededor, se veían relámpagos, y a vecesdurante la noche, y con mucha más frecuenciadurante el día, caía con fuerza una lluvia cálida yespesa, tan espesa que los marineros que

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estaban en cubierta apenas podían respirar y porlos imbornales salían potentes chorros de agua,como si fueran lanzados por una manguera.

Algunas veces, después de estos aguaceroscegadores, soplaba la brisa, y entonces élordenaba virar la proa a remolque paraaprovecharla. Pero era raro que la brisa soplaraen el lugar donde se encontraba el barco;generalmente rizaba el mar a media milla dedistancia o más, y los botes, formando dos filas,tenían que hacer un gran esfuerzo para llegar allíantes de que se encalmara… Y ese enormeesfuerzo era en vano nueve de cada diez veces.La brisa, si es que podía llamarse así, soplabaen cualquier dirección y lo mismo podía hacerretroceder el barco que ayudarlo a avanzar. Casitodo el tiempo el barco estuvo en la misma zona,de unas pocas millas cuadradas, rodeado de supropia suciedad, de toneles vacíos y de botellasflotantes que procedían de la sala de oficiales.Pero esa franja de agua estaba en movimiento ysiempre que las condiciones eran buenas, Jackhacía una medición con el sextante o medía laamplitud para determinar su posición. Cuando

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podía ver perfectamente la Luna y Altair,observaba que el tiempo que marcaban suscronómetros -dos excelentes cronómetros que sehabía dado el gusto de comprar y que eran elorgullo de su fabricante- sólo se diferenciabaunos segundos del tiempo medido respecto almeridiano de Greenwich y que las aguas en quese revolcaba el Leopard se desplazaban muylentamente hacia el suroeste haciendo unmovimiento circular que tardaría tanto tiempo enterminar que él prefirió no calcularlo. Comotantos marinos, había oído hablar de los barcosque permanecían inmóviles en la zona de calmasecuatoriales durante semanas e incluso mesesmientras consumían sus provisiones y las algasse acumulaban en sus fondos, e incluso se habíaencontrado alguna vez en esa horrible situación,y mientras observaba el cielo, el mar, las algasarrastradas por la corriente, los pájaros y lospeces, los cambios del aire y esas pequeñasdiferencias que tenían significado para unhombre criado en la mar, tenía la horribleimpresión de que el Leopard iba a estar allímucho tiempo. Ahora en el barco reinaba la

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tristeza y sus hombres estaban muy afectadospor el calor y las enfermedades y temían al futuro.

Un día pasó junto a ellos, por ambos lados, ungrupo de ballenas que lanzaban chorros de aguay a veces se desplazaban por la superficie con lamitad del cuerpo a flor de agua y otras sesumergían para reaparecer más lejos. Aquellasvoluminosas y oscuras figuras, alrededor decincuenta, pasaron con gran rapidez, peroalgunas pasaron tan cerca del barco que Jackpudo distinguir su abertura nasal. Una de ellasera una ballena hembra con una cría del tamañode la lancha del Leopard. Aunque en latripulación del barco había media docena deballeneros, no se oyó ninguna voz cuando elgrupo pasó, pues los tripulantes, asustados porel brote de tifus, desanimados y agotados porremolcar el barco, se limitaron a mirarlas conindiferencia. Otro día apareció una gran cantidadde algas que se desplazaban lentamente, tal vezprocedentes del lejano mar de los Sargazos, ycon ellas numerosos pájaros que nunca anteshabía visto.

No obstante eso, era inútil mandar a buscar a

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Stephen. Ahora Stephen estaba encerrado en laproa del barco, en una parte transformada en unagran enfermería y aislada por mamparos, en unterritorio prohibido del cual solamente salía paralos entierros diarios. Apenas había comenzado laepidemia, había fumigado todo el barco, secciónpor sección, con grandes cantidades de azufre,mientras los marineros permanecían alejados enlos botes o en las cofas. Después se habíaencerrado con todos sus pacientes y, con laesperanza de evitar que la infección siguierapropagándose, le había pedido a Jack queordenara calafatear y cubrir de alquitrán losmamparos.

Una esperanza vana. Durante la primerasemana, en el diario de navegación habíaquedado constancia de que habían sidoenterrados catorce presidiarios, los doscarceleros que quedaban y un ayudante decirujano, todos los cuales se alojaban otrabajaban en la proa, y todo había sido anotadocon la hermosa letra de Needham. Pero ahoraera con la letra de Jack, mucho más tosca, con laque se hacía la lista diaria, pues su escribiente,

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con su coy como sudario y dos balas de cañónpara hacerle descender, había sido arrojado porla borda: había sido el primero de los tripulantesalejados de la proa que moría de esaenfermedad.

A excepción del continuo aprovisionamientode agua de lluvia, las circunstancias no podíanser peores. El calor era sofocante, el aire inmóvily viciado y la tripulación estaba espantada ydescorazonada. Y desde que la enfermedad seextendió a la cubierta baja, empezó a causar lamuerte de los hombres con mayor rapidez que lapeste. Los hombres perdieron las esperanzas, ya veces Stephen pensaba que preferían no tomarsus pociones y dejar que todo acabara tanrápido como fuera posible. En efecto, todo erarápido en muchos casos: dolor de cabeza,languidez, ligero aumento de la temperatura, derepente el delirio, antes incluso de la erupcióncutánea y la terrible fiebre, empeorada por elasfixiante calor, y a continuación la muerte. Peroél pensaba que la muerte no era inevitable, y lopensaba sobre todo después de que laadministración de quina y antimonio en grandes

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cantidades empezó a tener efecto. Ahora habíaonce hombres que habían superado la crisis,once convalecientes, y a pesar de esa evidencia,algunos iban a morir porque se resignaban a ellodesde el momento en que les llevaban a laenfermería y veían la muerte casi como un alivio.

–En mi opinión -le dijo a Martin-, si se nosaproximara un barco francés y pudiéramos oír lostambores tocar con fuerza y el estruendo decañonazos realmente potentes, algunos denuestros pacientes se curarían solos y el númerode nuevos casos se reduciríaconsiderablemente.

–Tiene usted razón -replicó Martin, cogiendosu libro-. Ya lo dijo Rhazes, que del ánimodependen tres cuartas partes de la curación.Pero, ¿quién puede dosificar o medir el ánimo?– Se apretó los ojos con las manos y luegocontinuó hablando-. Dígame, en el caso deRoberts prescribió usted veinte dracmas,¿verdad? Tengo que anotarlo.

–Sí, veinte dracmas. Estoy convencido deque puede soportarlo. Por favor, anótelo.Nuestras notas tendrán gran importancia.

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Supongo que son muy detalladas.–Por supuesto -dijo Martin con expresión de

cansancio.–El señor Pullings, señor -anunció el nuevo

ayudante.–Hágale pasar. ¡Ah, teniente Pullings, amigo

mío! Así que tiene usted un horrible dolor decabeza, siente frío, siente tenso el diafragma ytiene los miembros entumecidos. Pues ha venidousted al lugar adecuado -dijo Stephen y sonrió-.Está usted muy poco afectado por la enfermedady podemos atacarla a tiempo. Tenemos unaexcelente medicina que es apropiada para sucaso y debe confiar en ella. Tom, quiero quetenga en cuenta que apuesto cien contra uno aque llegará a izar su insignia. Tom Pullings nopuede pensar en morir.

Una hora después Martin le pidió al doctorMaturin que le tomara el pulso y él se lo tomó.Ambos se miraron y Stephen dijo:

–No estoy seguro. Puede haber muchas otrascausas… No ha comido usted nada desdeanoche. Tómese un plato de sopa y quédeseaquí abajo. Tengo que ir a cubierta ahora.

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Descolgó su mejor chaqueta de la cornamusay se la puso, pues todavía en el Leopard sehacían esas cosas en la forma correcta. Empezóa caminar por el pasamano en dirección a lahilera de cadáveres envueltos en coyes cuandovio aparecer en el alcázar la sobrepelliz blancade Fisher. Stephen no pasó más allá de la poleaque estaba junto a uno de los puños bajos de lavela mayor, pero permaneció allí de pie, con elsombrero en la mano, hasta que terminó laceremonia religiosa y los marineros muertoscayeron desde la borda a las aguas viscosas.

Después de esto, conversó con Jack a unasdiez yardas de distancia, lo cual fue fácil, pues elaire estaba inmóvil y el barco silencioso, y luegoestuvo dando paseos por el castillo durante unrato. Cuando volvió a la enfermería, ya no habíaninguna duda sobre el estado de Martin.

–Debe tomar veinte dracmas de nuestropreparado -dijo.

–Me atrevo a tomar incluso veinticinco -dijoMartin-. Y en las notas explicaré cómo se nota suefecto por dentro.

A partir de ese día Stephen se quedó solo.

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Tenía dos ayudantes que eran hombresinstruidos, Herapath y, hasta cierto punto, Fisher,pero ninguno era médico, ninguno podía prepararlas medicinas ni decidir cómo administrarlas. Yno pudo contar con ellos cuando la enormedemanda de medicamentos hizo agotarse lasprovisiones que tenía en el botiquín y tuvo querecurrir al uso de placebos, en su mayoríacompuestos de caliza pulverizada teñida de azulo rojo. El día y la noche formaban un todocontinuo y sólo a veces quedaban separados porlas pausas en las que Fisher se ponía lasobrepelliz y seguía a los muertos hasta lacubierta para sepultarles. Aunque ya muchoantes de la muerte de Martin las medicinas eranalgo meramente nominal, el cuidado de lospacientes continuaba, y se atendía tanto a sucuerpo como a su espíritu. El propio Stephen sededicaba a eso y le enseñaba a Herapath cómohacerlo lo mejor que podía, pues, como élseñalaba, con el cuidado de los pacientes seganaba la mitad de la batalla. Eso era lo quehabía salvado a Martin, que, en realidad, habíamuerto de una neumonía que había contraído

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varios días después de superar la crisis y dehaber descrito con todo detalle la enfermedaddesde su aparición hasta la primera fase de laconvalecencia, esto último escrito en un latínimpecable.

Aquella batalla parecía eterna. Sin embargo,según el calendario, sólo veintitrés días habíanpasado desde su inicio cuando se desató unatormenta de una violencia inusitada durante laguardia de alba y empezó a soplar el viento delnorte, que empujó al Leopard hasta el límite de lazona donde soplaban los vientos alisios delsureste.

Desde la enfermería podía oír el ruidoensordecedor de la lluvia, que caía en tangrandes cantidades que llegaba a la altura de lasrodillas en la cubierta y se precipitaba desde laproa en forma de cascada. También oyó lospitidos que, alterando la calma, llamaban a losmarineros a desplegar las velas, pero eso eratan frecuente que le prestó poca atención.Estaba tan cansado que cuando sintió queaquella pesada mole llena de algas comenzabaa moverse y oyó el siseo que producía el tajamar

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al cortar las olas, no sintió satisfacción. Enverdad, tampoco había sentido auténticasatisfacción al comprobar que en los últimos díasla mortalidad había descendido y no habíanuevos casos.

Durmió sentado y sólo se levantó algunasveces al oír que los enfermos pedían agua y paraayudar a su asistente, apenas visible, a atar alcoy a un hombre que deliraba. Por la mañana,cuando se despertó, se dio cuenta de que elbarco estaba en un mundo diferente y que era ensí mismo un mundo diferente. Un aire fresco,limpio y respirable bajaba por la manga deventilación y todo su ser volvió a llenarse de vida.

A los extraños movimientos que había notadoal despertar les encontró una clara explicación encubierta. Habían colocado de nuevo losmastelerillos del Leopard, aunque la reducidatripulación había tardado tres cuartos de hora envez del tiempo habitual, diecisiete minutos ycuarenta segundos, y el barco navegaba hacia eloestesuroeste a cinco o seis nudos bajo unanube de velas. El nuevo día era brillante, el marestaba límpido, el aire era transparente y

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tonificante y el barco se movía con viveza. Killickhabía estado de guardia, y ahora corría haciaproa con una cafetera y galletas. Las pusocuidadosamente entre unos cabos adujadossituados en el lugar convenido, en el límite delterreno prohibido y luego se apartó un poco ygritó:

–¡Buenos días, señor! Esto es lo quehabíamos pedido en nuestras plegarias.

Stephen asintió con la cabeza, se sirvió caféy preguntó cómo estaba el capitán.

–Pues acaba de ir a acostarse, riéndosecomo un niño -respondió Killick-. Dice que yahemos salido de la zona de calmas ecuatorialesy hemos tomado los benditos vientos alisios, asíque no tocará ni un cabo hasta que lleguemos alcabo de Buena Esperanza.

Stephen, de pie en el pasamano, bebió café ymojó en éste las galletas. En el barco habíatenido lugar un extraordinario cambio: loshombres parecían seres diferentes, pues corríany hablaban alegremente, aunque en voz baja, y,además, se oían risas en el bauprés. Durantetodo ese tiempo, los marineros habían

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continuado haciendo las tareas rutinarias delbarco, pero como si estuvieran medio muertos,obedeciendo las órdenes tardíamente y comosimples autómatas. Ahora parecía que elLeopard acababa de salir del puerto Praia,excepto por el hecho de que en las cubiertashabía muy pocos tripulantes.

El cambio en la enfermería era aún mássorprendente. Los hombres que habían estado alborde de la muerte la noche anterior ahoralevantaban la cabeza del coy y hablabananimadamente, aunque con voz débil. Unconvaleciente con escasas fuerzas incluso habíallegado hasta la escala e intentaba subir. Ycuando Stephen hizo la ronda, notó en sus ojos,en sus expresiones y en sus palabras una vivezaque no había observado en las últimas semanasy que casi había llegado a olvidar.

–Dudo que haya nuevos casos hoy -le dijo aHerapath.

Y no se equivocó. No hubo casos nuevos ysólo murieron tres hombres más, todos ellosdespués de un coma anormalmente prolongado.

No obstante eso, pasó una semana entera

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antes de que Stephen abriera la enfermería ypermitiera a los convalecientes más fuertes subiral castillo, volver a la cubierta inferior e ir hastapopa.

–Jack -dijo-, he venido para sentarme contigoun rato. Te ruego que, si es posible, me dejesusar una de las pequeñas cabinas. Tengoenormes deseos de pasar un día y una nochedurmiendo sin interrupción, cómodamente, en uncoy amplio y debajo de una claraboya abierta. Nodebes tener miedo, pues me han lavado conjabón de pies a cabeza y me han enjuagado conagua de lluvia recién recogida, y, además, creoque la epidemia ha terminado. Si ocurre algunadesgracia, Herapath me despertará. Herapath yaconoce todos los síntomas de la enfermedad, losconoce como muy pocos hombres, y nada podráengañarle.

Entonces vio un rostro extraño reflejado en unpequeño espejo y, frunciendo el entrecejo,exclamó:

–¡Oh! Jesús, ese hombre con esa barba soyyo!

Con esa barba que le había crecido a lo largo

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de tres semanas, el rostro demacrado y lasmejillas hundidas parecía una figura del Greco,pero menos larga.

–¡Qué barba! – dijo, tirando de ella-. Tal vezdebería dejarla así… Entonces el tormento depasar la navaja se convertiría en un simplerecuerdo. Los emperadores romanos se dejabancrecer la barba durante la guerra.

En cualquier otro momento, Jack habríaseñalado el abismo que separaba a unemperador romano de un cirujano de la Armadareal, pero ahora sólo dijo:

–Herapath se ha comportado muy bien, por loque veo.

–Realmente bien. Es un joven bueno, calladoe inteligente. Se puede confiar en él. Y puestoque ahora estoy solo, quisiera que le nombrarasmi ayudante. Es verdad que no ha estudiadomedicina ni cirugía, pero sabe latín y francés, laslenguas en que están escritos la mayoría de mislibros. Además, no tendrá que quitarse ningúnhábito, algo que no le ocurre a la mayoría deesos matasanos que suben a bordo sin nadamás valioso que un pedazo de papel del Colegio

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de Cirujanos, un montón de cuentos decomadres y una sierra de segunda mano.

–No puedo nombrar a un hombre ayudante decirujano. ¿En qué estás pensando, Stephen? ElDepartamento para la ayuda a enfermos yheridos no me lo permitiría. Pero te diré lo quepuedo hacer. Puedo nombrarle guardiamarina,pues, desgraciadamente, hay plazas vacantes, yasí podrá trabajar como ayudante en funciones.

Empezó a explicar la diferencia esencialentre un cargo en funciones y uno real, pero, aldarse cuenta de que Stephen se había quedadodormido, con la barbilla sobre el pecho, la bocaabierta metida entre los pelos de la barba y lospárpados tan próximos que sólo los separabauna delgada franja de color blanco amarillento enforma de media luna, se alejó de élsigilosamente.

La luz del alba apareció de repente, elbrillante Sol salió exactamente a las seis y elviento del sureste empezó a soplar.

Al principio de la guardia de mañana, elLeopard pasó el Ecuador, pero elacontecimiento no estuvo marcado por ninguna

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ceremonia, sino simplemente porque la carne decerdo sustituyó al puré de guisantes secos quecorrespondía ese día y hubo pudín de pasas.

Cuando sonaron las seis campanadas,Herapath trajo todos los papeles de la enfermeríae informó que en la proa las cosas continuabanmejorando. Antes de empezar el triste recuento,Jack dijo:

–Herapath, el doctor Maturin consideraexcelente su comportamiento y desea que sigasiendo su ayudante. Las reglas de la Armadaimpiden que le inscriba en el rol como ayudantede cirujano sin los certificados necesarios, perotengo la intención de clasificarle comoguardiamarina, lo que le permitirá trabajar comoayudante del doctor y alojarse con losguardiamarinas de mayor antigüedad, cerca dela enfermería, y caminar por el alcázar. ¿Leagrada la idea?

–Le estoy muy agradecido al doctor Maturinpor hablar tan bien de mí -dijo Herapath-, y austed, señor, por su generosa oferta. Pero debodecirle que soy ciudadano norteamericano y metemo que eso sea un impedimento.

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–¿Es usted ciudadano norteamericano? –preguntó Jack y dirigió la vista hacia el rol, quehabía abierto para cambiar la clasificación deHerapath-. ¡Ah, sí! Nació en Cambridge,Massachusetts. Sí, me temo que ése es unimpedimento para llegar a ser oficial de laArmada real. Siento mucho tener que decírselo,pero no podrá ocupar ningún cargo de mayorcategoría que el de ayudante de oficial dederrota.

–Señor, haré un esfuerzo para soportarlo -replicó Herapath.

Jack le miró fijamente. Nadie, exceptoStephen, podía burlarse impunemente delcapitán Aubrey. ¿Realmente había cometidoHerapath una impertinencia? El joven estabatranquilo y serio. Y ni siquiera había una tímidasonrisa en el rostro de Stephen. Entoncescontinuó:

–Supongo que no le disgustará luchar contraFrancia ni contra ninguna de las demás nacionescon las que Inglaterra está en guerra.

–En absoluto, señor. En 1798, cuandoapenas era un muchacho, luché contra los

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franceses a las órdenes del general Washington.Y con gusto haré todo cuanto pueda contracualquiera de sus otros enemigos, a excepción,evidentemente, de que Inglaterra declare laguerra a Estados Unidos. ¡No lo permita Dios!

–Amén -dijo Jack-. Bueno, estaré encantadode verle en el alcázar. El señor Grant lepresentará a los cadetes. Aquí tiene una notapara él. Y puesto que el pobre Stokes era más omenos de su talla, podría usted comprar susuniformes cuando se vendan junto al palo mayor.

Herapath se retiró. Stephen y Jack ordenaronlos papeles, y éste, comprobando la lista con ladel rol, escribió una M -que correspondía a lapalabra «muerto» -junto a los nombres de cientodieciséis hombres, tanto de alto rango, como elteniente William Macpherson, los infantes demarina y el ayudante de oficial de derrota Stokes;como de baja categoría, por ejemplo, el grumetede tercera clase Jacob Hawley. Fue una tareadolorosa, pues de vez en cuando se encontrabancon el nombre de algún antiguo compañero detripulación que había navegado con ellos por elMediterráneo, el canal de la Mancha, el océano

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Atlántico o el océano Índico, o a veces por todosesos lugares, y que tenía cualidades que ellosconocían muy bien.

–Una de las cosas que más apenan al veresta lista -dijo Jack-, es comprobar que losvoluntarios han sido más afectados por laenfermedad que los demás. Conocía a más deun tercio de los tripulantes… Nada será igual. Encontraste, ha sobrevivido un asombroso númerode hombres reclutados a la fuerza. ¿Cómoexplicas esto, Stephen?

–Únicamente puedo hacer una suposición.Cuando el ataque de la viruela no es virulento,produce la inmunización, por eso creo que estoshombres, muchos de los cuales han estado enprisión, han sido afectados por una variedad novirulenta del tifus y por ello han adquirido unaresistencia que a los otros les falta. Sin embargo,debo reconocer que mi razonamiento tiene muypoca consistencia, ya que sólo tres de lospresidiarios han sobrevivido y uno de ellos nollegará a viejo. A las mujeres las cuento aparte,pues poseen una singular fortaleza que esinherente a su sexo y, además, al menos una de

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ellas está embarazada, y el embarazo produce lainmunidad contra muchas enfermedades.

Jack movió la cabeza de un lado a otro,revisó los restantes papeles y dijo:

–Son éstos los convalecientes, ¿verdad?¿Cuándo esperas que estén en condiciones devolver al trabajo?

–Por desgracia, no tengo esperanzas de quepuedan volver pronto, excepto en el caso delpequeño número de grumetes. Las secuelas deesta enfermedad son terribles, según creo,terribles y duraderas. De los sesenta y cinco dela lista, si las circunstancias fueran distintas,veinte de ellos podrían estar bastante bien dentrode un mes y otros veinte dentro de mucho mástiempo. Pero los restantes veinticinco, queacaban de pasar la enfermedad, no deberíanestar en un barco, en ninguna clase decircunstancias, sino en un buen hospital.

Jack hizo la suma de los tripulantes y silbó alver el resultado.

–Así que, en el mejor de los casos, tendrédoscientos hombres. Podré utilizar ciento veintemás o menos en las guardias. ¡Sesenta

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marineros en cada guardia! ¡Dios nos asista!¡Sesenta marineros en cada guardia en un barcode cincuenta y cuatro cañones!

–Sin embargo, dicen que hay mercaderesque llevan sus mercancías a los confines delmundo con un número de hombres no superiorpara tripular sus barcos.

–Pueden tripularlo, sí. Pero combatir con él…Eso es otra cosa. Calculamos que debe haber unartillero por cada quinientas cincuenta libras.Nuestros cañones de balas de veinticuatro libraspesan un poco más de cinco mil quinientas librasy los de balas de doce libras, tres mil quinientas,de modo que para disparar la batería de uncostado necesitamos ciento diez hombres en lacubierta inferior y setenta y siete en la superior,además de los necesarios para disparar labatería del otro costado, las carroñadas y loscañones largos de nueve libras. Y como tú biensabes, Stephen, hacen falta muchos hombrespara tripular el barco mientras combatimos. Estasituación es horrible.

–Es peor de lo que supones, Jack. Las cosassiempre son peores de lo que uno supone.

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Hablas como si los convalecientes, los sesenta ycinco convalecientes, se fueran a recuperarenseguida; no has notado que hice referencia acircunstancias distintas, favorables. Las actualescircunstancias son desfavorables, pues quieroque sepas que mi botiquín está vacío. No tengoquina, ni electuarios, ni antimonio, ni… Enresumen, sólo me quedan algunas pociones paralas enfermedades venéreas y colirio, muy pococolirio, y por tanto, no puedo responsabilizarmede la curación de los convalecientes. A menosque tomen medicinas y tengan una dietacompuesta de alimentos que no puedenencontrarse en un barco en medio del océano,gran cantidad de enfermedades pueden acabarcon ellos. Esto puede ocurrirle sobre todo a losque están en la primera lista, la lista que tienes atu derecha, encabezada por Tom Pullings. Sonesos los que necesitan ayuda inmediata.

–¿No pueden resistir hasta que lleguemos aEl Cabo?

–No, señor. Incluso con este tiempo tanbueno, más de una docena de ellos tienen laspiernas hinchadas, una secuela típica, una gran

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debilidad y graves alteraciones nerviosas.Cuando nos encontremos con los vientos fríos yel tiempo inclemente al sur del trópico deCapricornio, los convalecientes, o la mayor partede ellos, sin una gota de medicina, se morirán.En realidad, aunque mi botiquín estuviera lleno,los hombres de la primera lista tendrían muypocas probabilidades de ver África.

Jack no contestó inmediatamente. Se puso aanalizar las ventajas y desventajas de hacerescala en un puerto brasileño, entre ellas lapérdida de los vientos alisios al acercarse a lacosta, la probabilidad de que el viento delsureste rolara al este y no cambiara de direccióndurante interminables semanas, como erafrecuente en aquella zona, justo debajo deltrópico, lo que obligaba a los barcos a dar unabordada tras otra para poder avanzar, aunquemuy lentamente, o a alejarse en dirección sur enbusca del viento del oeste… Tenía quereflexionar sobre una enorme cantidad de cosas.Su expresión, que antes era triste, ahora eradesolada. Cuando por fin habló, no le dijo aStephen lo que pensaba hacer sino que le

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preguntó si a Pullings y a los demás pacientesque estaban en la enfermería se les permitíatomar vino, pues iba a ver cómo se encontrabany quería llevarles un par de docenas de botellas.

No se supo exactamente cuándo tomó unadecisión, pero probablemente había sido antesde la guardia de primer cuartillo. Stephen llevó ala señora Wogan a la toldilla y tuvo que repeler elferoz ataque de Pollux, el perro de Babbington.Pollux no le había reconocido con aquella barbay puesto que le tenía afecto a la señora Wogan,la defendía cuanto podía. Incluso cuando ellacogió al animal por una oreja y lo apartó de éldiciéndole que era un amigo y que no hiciera eltonto, el perro desconfiaba tanto todavía que sequedó detrás de él emitiendo gruñidossemejantes a los sonidos de un órgano, tanto alinspirar como al espirar. Babbington estabaabajo, por eso ella, después de haber regañadoal perro sin éxito e incluso de haberle pegado enla cabeza, le pasó una driza alrededor del cuelloy lo amarró a un cabillero. Stephen y ellacaminaron hasta el final de la popa y se pusierona contemplar la estela. Mientras permanecían allí

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oyeron que el viejo carpintero, el cual estabatrabajando bajo el farol de popa de babor, ledecía a uno de sus ayudantes:

–¿Que pasa, Bob?El señor Gray era un poco sordo y su

ayudante tuvo que hablarle más alto de lo quehubiera deseado.

–Nos dirigimos a Recife.–¿Eh? – inquirió el carpintero-. ¡No hables

entre dientes, por el amor de Dios! Articula laspalabras, Bob, articula las palabras.

–A Recife. Pero apenas llegar nosvolveremos a marchar. No cargaremos agua niganado, sólo vegetales.

–Espero que haya tiempo de conseguir unpapagayo para la señora Gray -dijo el carpintero-. Sufrió mucho cuando se le murió el que tenía.Mira esta pieza, Bob. ¿Te hubieras imaginadoque en el astillero eran capaces de usar maderapodrida? Todo el codaste está así. No lesimporta traicionar a sus hermanos, por eso noshacen navegar en un viejo cedazo. ¡Malditosbastardos!

Bob tosió fuerte, le dio un terrible codazo al

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señor Gray y dijo:–¡Tenemos compañía…, compañía, Alfred!El rumor acerca del destino del Leopard,

como todos los rumores que corrían en losbarcos, era cierto. El navío tenía la proa dirigidahacia el oeste y se alejaba de África. Tenía elviento por la aleta y estaba empezando adesplegar las alas superiores e inferiores. Sinembargo, se desplazaba por el agua con mayordificultad porque arrastraba una larga barba dealgas que se le había formado en la zona decalmas ecuatoriales y, además, porque lareducida tripulación tardaba mucho más en cazarlas escotas y en adujar los cabos, tanto quetodavía no había terminado de adujarlos cuandoel tambor empezó a sonar, llamando a todos asus puestos. Y después que se pasó revista seoyeron cañonazos débiles y vacilantes, muydiferentes de los atronadores estruendos de unmes atrás.

Por la tarde Jack le comunicó a Stephen quehabía decidido hacer rumbo al puerto brasileñomás cercano y le pidió que hiciera una lista delas medicinas que necesitaba.

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–Puesto que tenemos muchas provisiones yagua -dijo-, pienso atracar en el fondeaderoexterior. Nos quedaremos el tiempo suficientepara conseguir las medicinas y bajaremos atierra a los enfermos que, según tu criterio, seade vital importancia desembarcar. Si este vientose mantiene, avistaremos San Roque mañana yRecife poco después. En cuanto haya terminadode hacer las listas de las guardias con el señorGrant, empezaré a escribirle a la familia.¿Quieres enviar algún mensaje?

–Mucho cariño, por supuesto -respondióStephen.

Al día siguiente, después de hacer la ronda,le dijo a Herapath:

–El capitán me ha comunicado que vamos ahacer escala en Recife, un puerto de Brasil, y allípodré volver a llenar mi botiquín. Tengo quededicar mucho tiempo a hacer una lista de lo quenecesitamos y a escribir algunas cartas, así quequisiera pedirle que se ocupe usted de llevar a latoldilla a la señora Wogan, esa desdichadaseñora que está encerrada en el sollado, masallá de donde se guardan las cadenas del ancla.

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–¿Cómo?–Veo que no está usted familiarizado todavía

con los términos navales -dijo Stephen muyorgulloso-. Me refiero al piso que está debajo deéste, más o menos en el centro del barco. Lapuerta está a la derecha o, como decimosnosotros, a estribor. No, a babor, porque ustedirá hacia la popa. Bueno, no se preocupe poreso… No quisiera parecerle pedante… Es unapuerta con un agujero en la parte de abajo, esdecir, un escotillón, y da al pasillo donde siemprehay un infante de marina caminando de una puntaa la otra. Pero quizá no la encuentre usted nunca.Recuerdo que hace años, antes de que meconvirtiera en un anfibio, daba vueltas por elinterior de un barco mucho más pequeño queéste. Venga, le enseñaré el camino y lepresentaré a la señora.

–No se moleste, señor. No se moleste, se loruego -dijo Herapath, rompiendo bruscamente susilencio-. A menudo…, a menudo me he fijado enesa puerta. Hay que pasar por ella cuando se vadesde aquí a la camareta de guardiamarinas,donde ahora cuelgo mi coy. No se moleste, se lo

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ruego.–Aquí tiene la llave -dijo Stephen-. Transmítale

mis saludos, por favor.La aparición de la señora Wogan en

compañía del ayudante del cirujano despertóbastante curiosidad en el alcázar -aunque fuedisimulada- y mucha envidia. Losguardiamarinas de mayor antigüedad todavíaestaban doloridos por causa de ella, pues elcapitán no pegaba de mentirijillas; sin embargo,más de uno consideró necesario ir a la toldillapara asegurarse de que el asta de la banderatodavía estaba allí, y también el coronamiento. Atodos les pareció que su aspecto era excelente yque, a pesar de su comportamiento discreto,como requerían las circunstancias que larodeaban en el Leopard, ella y su acompañantetenían muchas cosas que decirse. Tres veces seoyó su risa espontánea y cristalina, y las tresveces todos en el alcázar, desde el oficial deguardia hasta el hosco timonel, sonrieron comotontos.

Pero la tercera vez el golpe recio que dio lapuerta de la cabina borró la sonrisa de sus

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rostros. Entonces todos, con una expresióngrave, se fueron al costado de sotavento, pues elcapitán estaba ahora entre ellos. El capitánobservó alternativamente el cielo, las velas y labrújula. Después, como de costumbre, empezó adar paseos de un extremo a otro y cada vez quedaba la vuelta miraba hacia el tope del mástil,esperando oír algún grito. La risa volvió aempezar. Era muy baja, pero se oía muy cerca,en un extremo de la toldilla. Luego siguió y siguiópropagándose, y era tan alegre que él fueincapaz de resistirse a ella y, a pesar de su difícilsituación y sus preocupaciones, sintió uncosquilleo en el estómago y se volvió haciabarlovento pensando: «Sería difícil decir cómo,pero Dios sabe que tengo que tener la fortalezade un estoico». Después, al comprender queaquel cosquilleo interior no iba a cesar, avanzóhasta los obenques del palo mayor, dejó suchaqueta sobre un cañón y, de un salto, subió ala batayola llena de coyes y entonces empezó asubir por los flechastes muy despacio. Y mientrassubía se dijo: «¡Dios mío! ¡Apenas he subido a lacofa en esta misión! Así es como los capitanes

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engordan y se anquilosan y se vuelvenamargados, malhumorados, irascibles…». Yaera lo bastante mayor para no tener queapresurarse ni tener que superar a un gaviero deveinte años, y era mejor así, porque cuando sedetuvo en la cofa estaba jadeando. Se miró labarriga, movió la cabeza de un lado a otro yluego miró hacia abajo, hacia la cubierta.

–¡Señor Forshaw, tráigame mi telescopio! –le gritó al guardiamarina más joven, un muchachoque realizaba su primer viaje.

Esperó tranquilamente hasta que por finapareció el ansioso rostro del muchacho.Forshaw subió a la cofa pasando con rapidezsus cortas piernas por encima del borde de ésta,corriendo un gran peligro, y le ofreció eltelescopio sin hablar. Estaba claro para Jack queel muchacho fingía estar en calma pero no podíadecir ni una palabra.

–Ahora que lo pienso, señor Forshaw, nuncale he visto hacer travesuras con los otroscadetes. ¿Le afecta la altura?

Le habló con mucha amabilidad, con tonoamistoso, pero a pesar de eso, a Forshaw se le

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puso la cara todavía más roja y le dio unarespuesta muy ambigua:

–Es terrible, señor… Pero no me importa enabsoluto.

Jack pensó: «Nelson podría hacer este tipode cosas, pero dudo que yo pueda». Sinembargo, continuó:

–Lo principal es no mirar para abajo hastaque uno no le haya cogido el tranquillo y sujetarsecon las dos manos a los obenques, no a losflechastes. Venga conmigo hasta la cruceta delmastelerillo. Subiremos despacio.

Subieron y subieron hacia el cielo.–Pronto le parecerá que está subiendo las

escaleras de su casa. Mire siempre haciaarriba… No se agarre demasiado fuerte…Respire hondo… Vaya despacio al pasar junto alas arraigadas… Sujétese siempre a losobenques exteriores del mastelerillo de juanete…Ése es el mastelerillo de sobrejuanete, ¿sabe? Aveces lo ponemos por detrás del mastelerillo dejuanete, justamente sobre el tamborete, pero esosignifica que soporta más peso… Ponga elbrazo alrededor de la base… Esos listones

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sirven para extender los obenques… Siéntesesobre ellos. ¿No es hermoso?

Jack dirigió la vista hacia el oeste, hacia elvasto océano y el lejano horizonte, y allí,exactamente donde debía estar, había una masaoscura más densa que las nubes. Dirigió haciaella el telescopio y en el objetivo apareció elcabo de San Roque -un lugar perfecto pararecalar- con esa forma peculiar que él recordabatan bien.

–Allí está América -dijo, haciendo unaindicación con la cabeza-. Puede bajar ahora. Ycomuníquele esto al señor Turnbull. Es muchomás fácil bajar, a causa de la gravedad, perodebe mirar hacia arriba en todo momento.

De vez en cuando Jack bajaba la vista y veíala cara redonda del muchacho, que mirabafijamente hacia lo alto. Por detrás de ella veía lalejana cubierta, que, en medio del mar, formabauna larga y estrecha franja de color plata con elborde blanco en la que se movían pequeñasfiguras. Pero la mayor parte del tiempoobservaba el cabo.

–¡Cuánto me gustaría que Stephen le

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permitiera quedarse a Pullings! – dijo en voz alta-. Un año o más con Grant como primer oficialsería…

–¡Cubierta! ¡Tierra a dos grados por la amurade estribor! – gritó el serviola interrumpiendo suspensamientos, ahora que el cabo era visibledesde el peñol de la verga que estaba un pocomás abajo.

En ese momento, los tripulantes amantes desu familia tomaron papel y pluma. Los que nosabían escribir dictaron sus cartas a sus amigosinstruidos, unas veces en lenguaje corriente yotras, la mayoría, usando los términos másgrandilocuentes y formales que podían encontrary un estilo hierático. Cumpliendo con loprometido a la señora Wogan, Stephentransmitió su petición de que le dejaran enviaruna carta en la saca de correo, la cual iballenándose rápidamente.

–Me interesa saber lo que dice esa carta -dijoStephen.

Tal como esperaba, Jack se volvió deespaldas. Se volvió con rapidez, pero no con larapidez suficiente para que Stephen no pudiera

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ver reflejado en su rostro el descontento y algoparecido al desprecio.

El capitán Aubrey haría todo lo que estaba asu alcance para engañar al enemigo. Usaría unabandera falsa, haría parecer su barco uninofensivo mercante, un barco neutral o delmismo país y emplearía cualquier otraestratagema que pudiera concebir su fértilimaginación. Para él todo estaba permitido en laguerra, todo menos abrir cartas y escuchardetrás de las puertas. Pero, por otro lado, si porel hecho de abrir cartas Stephen podía acercar aBonaparte una pulgada más al infierno, conmucho gusto él le dejaría abrir todas las de unbarco correo.

–Tú sientes un gran regocijo cuando puedesleer las órdenes de los barcos capturadosporque las consideras documentos públicos -continuó-. Si valoras la sinceridad, debes admitirque cualquier documento que tenga relación conla guerra es un documento público. Tienes quealejar esos absurdos prejuicios de tu mente.

En el fondo Jack no estaba convencido, perole dio la carta a Stephen. Y Stephen, con ella en

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las manos, se sentó allí, en la gran cabina, donderealmente había intimidad, cuando el Leopardatracaba en el fondeadero exterior de Recife, porla mañana temprano, a una distancia de casi unamilla del arrecife que protegía el fondeaderointerior. Al verla se sorprendió enormemente,pues estaba dirigida a Diana y él nunca habíacontemplado esa posibilidad porque creía que larelación entre ambas era superficial. Pasaronalgunos minutos antes de que pudierarecuperarse y empezar a quitar el sello de lacre.Los sellos, cualesquiera que fueran las trampasque tuvieran, no tenían secretos para él, y paraquitar éste solamente se necesitaba un cuchillofino y caliente, pero tuvo que meter el cuchillo dosveces porque le temblaba la mano. Pensaba quese moriría si encontraba pruebas de laculpabilidad de Diana en la carta.

Tras la primera lectura, le parecía que nocontenía ninguna prueba. La señora Woganlamentaba mucho haberse separadorepentinamente de la señora Villiers, a quientanto apreciaba… Lo que había ocurrido erahorrible y sentía una gran pena al recordarlo…

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Hubo un momento en que pensó que estaríanseparadas por la distancia que existía entre estemundo y el otro, pues se turbó tanto al ver aaquellos odiosos rufianes que había disparadouna o dos veces una pistola, además de otra enque se disparó sola, y todo eso, aparentemente,había convertido un inofensivo acto de valentía enun delito que merecía la pena capital. Pero susabogados llevaron el caso con gran habilidad ymuchos buenos amigos le prestaron apoyo, demodo que simplemente estarían separadas poruna distancia igual a la mitad de este mundo, yquizá no por mucho tiempo. Le pedía a la señoraVilliers que tuviera la amabilidad de darrecuerdos de su parte a todos sus amigos deBaltimore, especialmente a Kitty van Buren y a laseñora Taft, y de decirle al señor Johnson quetodo iba bien y que no se había producido ningúndaño irreparable, de lo cual podría hablarle conmás detalle el señor Coulson. Al principio, el viajefue terrible y había habido una epidemia depeste, pero desde hacía algún tiempo las cosashabían mejorado. El tiempo era estupendo, teníaaún muchísimas provisiones y había hecho

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amistad con el cirujano, un hombre bajito y feo.Quizás él se daba cuenta de que era feo, porquese había dejado crecer la barba, una espantosabarba, para que le cubriera el rostro, y ahora suaspecto era realmente horrible. Pero uno podíaacostumbrarse a todo, y conversar con él lepermitía pasar un rato agradable cada día. Eracortés y amable en general, aunque a veces seirritaba y daba cortas respuestas, si bien ella seesforzaba por no decir impertinencias y tenía unaactitud sumisa. Él no necesitaba en absoluto«defenderse de un ataque», como decían losmarineros, y a ella le parecía que había sufrido undesengaño amoroso. No estaba casado, esopodía asegurarlo. Era un hombre culto, perocomo muchos otros que ella había conocido, nodaba importancia a numerosos aspectos de lavida cotidiana. ¡Se había embarcado pararealizar un viaje de doce meses sin un solopañuelo! Ella le estaba haciendo una docena conun pedazo de batista que tenía. Le parecía que letenía mucho apego al doctor. Se sentíaverdaderamente decepcionada cuando tocabana su puerta y no era él quien llamaba sino el

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pastor, un hombre cojo, con el mismo color depelo que Judas, quien últimamente, en contra dela voluntad de ella, dedicaba mucho tiempo asentarse a su lado y leerle en voz alta palabrassagradas. La señora Wogan odiaba esacombinación de galanteo con lectura de la Biblia,una combinación que había visto muchas veces,quizá demasiadas veces, en Estados Unidos.Ella no era una joven inexperta recién salida delcolegio, de modo que sabía lo que él se traíaentre manos. Por lo demás, su vida no erademasiado desagradable. Era monótona, porsupuesto, pero no tan tediosa como la vida delconvento durante los últimos años que habíapasado allí. Su sirvienta le contaba divertidashistorias de las clases bajas de Londres, tanbajas que era difícil, mejor dicho, imposibleconcebir su existencia. Había un perro tonto queiba de un lado a otro de la toldilla con ella y unacabra que a veces dejaba que le diera losbuenos días. Tenía bastantes libros y acababade leer la historia de Clarissa Harlowe sincolgarse (tal vez porque no había encontrado ungancho adecuado), sin deseos de averiguar si

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aquella mentecata podría escapar al infame yengreído Lovelace -el cual le había recordadocuánto despreciaba a los hombres engreídos- ysin saltarse una línea, una hazaña sin parangónen el mundo femenino. Si la señora Villiers seveía alguna vez en una situación desafortunadacomo ésa, lo mejor que la señora Wogan podíarecomendarle eran las obras completas deRichardson, junto con las de Voltaire comoantídoto, y una cantidad ilimitada de galletas deNápoles. Pero esperaba que la señora Villierstuviera exactamente lo contrario, una vida en totallibertad y en compañía de un hombre inteligente ybien educado. Ése era el deseo de su amiga quetanto la apreciaba, Louisa Wogan.

En la primera lectura no encontró indicios dela culpabilidad de Diana, sino todo lo contrario.Obviamente, la carta tenía como objetivomantenerla al margen de todo. Ya él la habíajuzgado con el corazón y la había absuelto, perosu mente insistía en que hiciera una segundalectura, mucho más despacio, y una tercera,analizando cuidadosamente las palabras ybuscando las insignificantes señales y

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repeticiones que permitían descubrir un código.Nada.

Se reclinó lleno de satisfacción. La carta noestaba escrita con franqueza, desde luego, y laprueba más obvia de la falta de franqueza, elhecho de no mencionar a Herapath, lecomplació. La señora Wogan sabía que existía elriesgo de que el capitán leyera la carta(ciertamente ignoraba que él tenía esosabsurdos prejuicios) y si tenía alguna informaciónimportante que transmitir, la enviaría a través deHerapath. Probablemente ella hubiera deseadoexplicar a qué se refería al hablar de «ningúndaño irreparable» y decirle a su jefe todo lo quese había visto obligada a contar para salvar lapiel. Cualquier agente de poca monta habríahecho lo mismo, mejor dicho, cualquier agenteque no hubiera sido comprado, y la señoraWogan no había sido comprada. Además,Stephen le había dado mucho tiempo parapreparar a su amante. Copió la carta paraenviarle la copia a sir Joseph, pues era posibleque los criptógrafos que trabajaban para éstedescubrieran un código que él no había

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detectado mediante un concienzudo análisis,usando algunos productos químicos y calentandoel papel. Luego volvió a colocar el sello, echó lacarta en la saca y buscó entre las últimas quehabían traído para echarlas en ella por si algunatuviera la dirección escrita con la peculiar letra deHerapath. No encontró ninguna.

–Jack, ¿vas a dar permiso a los hombrespara bajar a tierra?

–No -respondió Jack-. Le haré una visita decortesía al gobernador, por supuesto, y tambiénprocuraré conseguir algunos tripulantes en elpuerto, pero no desembarcará nadie aparte de tiy los enfermos que insistes en dejar en tierra.

Miró con ansiedad a Stephen al decir eso yluego continuó:

–No quiero perder ni un minuto, ni quieroperder a ningún marinero por deserción. Yasabes que se escapan en cuanto tienen la másmínima posibilidad.

–Aquí tienes los nombres de los que debendesembarcar -dijo Stephen-. Les examiné consumo cuidado hace menos de una hora.

–No sé cómo voy a decírselo a Pullings -dijo

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Jack al leer la lista-. Se pondrá muy triste.Efectivamente, Pullings parecía muy triste

cuando le bajaban por el costado en una camillade lienzo para dejarle junto a los demás en elbote alquilado. Estaba demasiado débil parasentarse y eso era un consuelo para él porquepodía permanecer tumbado con la cara oculta.Muy pocos estaban tan mal como él, pero todosse quejaban como niños enfermos. Uno llamadoAyliffe, en el momento en que Stephen le poníaen la camilla, gritó:

–Despacio, despacio, barbudo de mierda.Despacio, ¿me oyes?

Stephen le había salvado la vida, perotambién le había cortado despiadadamente consus tijeras de cirujano su larga coleta, la cualhabía logrado tener después de dejarse crecer elpelo y cuidárselo con esmero a lo largo de diezaños. Y ahora que el sol le daba de lleno en lablanca calva, Ayliffe recordaba con amargura lapérdida sufrida.

–Anote el nombre de ese hombre -ordenó elprimer oficial.

–Anótalo tú mismo, estúpido afrancesado -

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dijo el marinero-. Y trágatelo porque aquí nadieva a ser azotado.

Los restantes enfermos bajaron por elcostado. Estaban descontentos pero silenciosos,pues a pesar de que también ellos podíanolvidarse de la disciplina cuando estabanborrachos o muy enfermos o incluso en estadograve, pensaban que aquella actitud era muysevera. Les parecía una actitud más severa de loque requería la situación, porque, después detodo, el barco no había encallado ni se estabaquemando, ni Ayliffe estaba borracho como unacuba. Stephen estaba a punto de seguirlescuando Herapath preguntó:

–¿Puedo ir con usted, señor?–No, señor Herapath -respondió Stephen-. Se

ha decidido que no se concederá permiso a losmarineros para bajar a tierra, y, por otra parte,necesitará usted mucho tiempo, además demucha concentración, para escribir nuestrasobservaciones respecto a todos los casos. No sepierde nada, pues Recife es un puerto sinninguna importancia.

–En ese caso, le ruego que tenga la

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amabilidad de entregarle esto al cónsul deEstados Unidos.

Entonces le dio una carta a Stephen y éste sela guardó en el bolsillo.

Aquella noche, ya muy tarde, cuando sólo seoían en el barco el canturreo de los vientosalisios en la jarcia, los ruidos que de vez encuando hacían los hombres de guardia y, cadamedia hora, las campanadas y el grito: «¡Todobien!» que daban los centinelas, Stephen seapretó con las manos los ojos enrojecidos ydoloridos y luego abrió su diario y escribió:

He visto a Jack radiante de alegría, comosiempre que ha acertado al escoger un lugarpara atracar, después de haber determinadocuáles eran los vientos que soplaban allí, loscambios de marea y las corrientes, y esta veztambién yo he acertado en mis predicciones. Lapobre señora debe de haberse esforzado muchopara codificar el mensaje y seguramente maldijoa Fisher cuando le leía esas palabras sobre laresignación. Analizando lo que no le dio tiempo acodificar, creo que los expertos que trabajanpara sir Joseph podrán hacerse una idea exacta

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de lo demás y él tendrá la satisfacción deconocer un incipiente sistema de información, unsistema que podría llegar a ser extraordinario. Lacompadezco, porque habrá sufrido al ver queese hombre hablaba y hablaba mientraspasaban rápidamente los preciosos minutos deque disponía. Aunque el sello, con dos mechonesde pelo, era muy ingenioso, parecía hecho conprecipitación. Cuando nos encontremos mañana,no tengo casi ninguna duda de que tendremoslos ojos iguales, enrojecidos como los de loshurones, pues a pesar de que he tardado muchotiempo haciendo las copias y escribiendo cartasa sir Joseph por duplicado, estoy másacostumbrado que ella a hacer todo eso. Yo notengo que contar con los dedos para usar micódigo, ni hago borrones y vuelvo a escribir, nicalculo mal los márgenes, ni tengo quesobreponerme al desánimo. Sin embargo, nodebo permitir que el brillo de mis ojos revele mitriunfo… Tal vez debería ponerme gafas decristales verdes.

Cerró el diario, que era en sí mismo unmonumento a la criptografía, y lo puso sobre el

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coy. Aunque el sueño amenazaba con embotarsu mente, ésta aún conservó su claridad duranteun tiempo, y Stephen pensó en las satisfaccionesque le daba su profesión y también en su ladomalo: el constante disimulo y la profundanecesidad de mentir que sentía en lo másrecóndito de su ser, a pesar de que siemprehubiera una justificación para ello. Pensó en lossacrificios que algunos agentes habían hecho ensu vida profesional y en su vida privada y tambiénen las ballenas. Pensó sobre todo en la curiosadivisión de los oficiales. Grant, Turnbull y Larkinhabían formado un grupo; y Babbington, elcapitán Moore y Byron, el nuevo cuarto oficial enfunciones, otro; y, al margen de ellos estabanBenton, el contador, Howard, el insignificanteteniente de Infantería de marina, y Fisher, aunqueen los últimos días la amistad entre éste y Grantse había hecho más profunda. El pastor era unhombre extraño, variable y un poco superficial ysu comportamiento durante la epidemia habíadecepcionado enormemente a Stephen, pueshablaba mucho y hacía poco. Tal vez estabademasiado ocupado con sus propios problemas

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y más deseoso de recibir consuelo que de darlo.Indudablemente, le era difícil soportar lasuciedad. Y esa gran preocupación por elbienestar de la señora Wogan… Los dos gruposde oficiales no eran rivales, o al menos no existíaentre ellos una evidente rivalidad, pero teníanactitudes diferentes, que también podíanobservarse en los otros tripulantes del barco. Unaera la actitud característica de los viejoscompañeros de tripulación de Jack y losvoluntarios, y la otra la de los restantes miembrosde la tripulación. Y por fin tomó forma el último desus pensamientos: ¿encontrará Jack mástripulantes?

Al día siguiente tuvo la respuesta: Jack habíaconseguido doce negros portugueses. Perointentaría encontrar más por la tarde, y ésa seríasu última oportunidad de hacerlo porque elLeopard iba a zarpar esa noche, cuandocambiara la marea.

–No creo que encuentre a nadie más -comentó Bonden mientras llevaba a Stephen enel bote hasta la costa para recoger el últimopaquete en la botica.

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–¿No puede reclutar marineros del navíoinglés que acaba de llegar?

–¡Oh, no, señor! – exclamó Bonden y se echóa reír-. No puede hacerlo en un puerto extranjero.Pero tampoco podría si lo encontráramos en altamar, pues es un ballenero destinado a los maresdel sur y seguramente muchos de sus hombrestienen documentos que les protegen contra laleva forzosa. Y no conseguirá que ninguno deellos venga voluntariamente, pues ningúnmarinero que no haya navegado antes con elcapitán querrá embarcarse en el viejo Leopard.No, no, ninguno vendrá voluntariamente alLeopard, a un barco viejo y de mala fama.

–Pero está en excelentes condiciones. Ahoraestá mejor que cuando era nuevo, según dice elcapitán.

–Bueno -respondió Bonden-, no piense queme creo tan sabio como el rey Salomón, pero sélo que piensan los tipos que han navegadodurante algún tiempo. Piensan que el Leopardestá bajo el mando de un buen capitán que nocastiga con azotes, pero es un barco muy viejo, yque su tripulación es tan escasa que tendrán que

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trabajar hasta el agotamiento, así que al diablo elLeopard. Creen que es un ataúd flotante y que notiene suerte.

–No, Bonden. El capitán me dijo algo muydistinto. Recuerdo muy bien que me dijo que lehabían hecho toda clase de reparaciones y lehabían puesto barras diagonales, según la ideade Snodgrass, y curvas de hierro, según la ideade Roberts, por lo cual era el mejor navío decincuenta cañones a flote.

–En cuanto a que es el mejor navío decincuenta cañones a flote, pues, es cierto. Pero,¿por qué? Porque los únicos que hay a flote sonel Grampus y unos pocos que llamamos ataúdesdel Báltico. Y respecto a las barras y las curvas…Bueno, señor… -dijo y miró por encima delhombro de Stephen hacia un grupo deembarcaciones locales e hizo pasar el bote entreéstas y la baliza exterior.

Permaneció callado durante un rato y luego,con voz fuerte y tono malhumorado, continuó:

–Podrán decir lo que quieran del capitánSeymour, lord Cochrane, el capitán Hoste y todoslos demás, pero yo digo que nuestro capitán es

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el mejor de toda la Armada, y he servido a lasórdenes del vizconde Nelson. Me gustaría verquién se atreve a negarlo. ¿Quién apresó unafragata española con un bergantín de catorcecañones? ¿Quién combatió con el Polychresthasta que se hundió bajo sus pies y entonces sepasó a una corbeta que le había arrebatado alenemigo bajo el fuego de sus cañones?

–Lo sé, Bonden -respondió Stephendulcemente-. Yo estaba allí.

–¿Quién atacó a un navío de setenta y cuatrocañones con una fragata de veintiocho? –preguntó Bonden, con más rabia todavía.

Luego, en voz más baja y tono amable,prosiguió:

–Pero cuando nos encontramos en tierra, aveces nos parece que estamos perdidos…Usted ya me entiende, señor. Y como somoshonrados a carta cabal, creemos que también loson todos esos charlatanes con patentes debarras, curvas y de cualquier maldito proceso deextracción de plata de las minas… Perdone laexpresión, señor. Es natural que un capitán creaque tiene bajo su mando el mejor barco que ha

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existido, y si éste tiene colocadas esas barras ycurvas, puede pensar que es mejor de lo querealmente es, y no sólo pensarlo sino tambiénafirmarlo, sin decir mentira.

-¡Leopard! -gritó el oficial de derrota delexcelente bricbarca norteamericano Asa Foulkesal reconocer el bote.

-¡Asa Foulkes! -replicó Bonden en tono burlóny se rió.

–¿Os faltan marineros? Tenemos a bordo atres irlandeses que subieron en Liverpool y a untimonel que se escapó del Melampus. ¿Por quéno venís a cogerles?

Se oyeron risas en el bricbarca y muchasvoces gritando: «¡Maldito Leopard!».

–A juzgar por el aspecto de la cubierta y laforma en que están rizadas las velas, no hay envuestra barcaza ningún marinero bueno paranosotros -gritó Bonden, que ahora pasaba juntoal Asa Foulkes-. Te aconsejo, Judía de Boston,que regreses enseguida a Sodoma,Massachusetts, a pie, y que trates de encontrarallí uno o dos auténticos marinos.

En el Asa Foulkes se oyeron gritos, y alguien

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tiró un cubo de lodo hacia el lugar por dondepasaba el bote. Entonces Bonden, sin mirarhacia el bricbarca norteamericano, dijo:

–Le he ajustado las cuentas a ése. Dígame,señor, ¿adonde quiere ir primero?

–Tengo que ir a la botica, al hospital y alconsulado americano. Escoge un punto que estécasi equidistante de los tres lugares.

A ese punto volvió Stephen a la hora en queBonden, basándose en su larga experiencia,esperaba que llegaría. Traía un papagayo para elcarpintero y le seguían dos esclavos queportaban medicinas suficientes para cubrir lasnecesidades de toda la tripulación durantedieciocho semanas y dos monjas que llevaban unpudín helado envuelto en un trozo de lana.

–Mil gracias otra vez, hermanas. Esto es paralos pobres. Por favor, recen por el alma deStephen Maturin -dijo y después se volvió hacialos esclavos-. Caballeros, esto es por su ayuda.Despídanme del amable boticario.

Y luego le dijo a Bonden:–Vámonos a nuestro barco, por favor. Y

mueve esos remos como Nelson en el Nilo.

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Cuando terminaron de atravesar elfondeadero interior y la rada apareció ante suvista, dijo:

–Hay un bote muy extraño cerca del Leopard.Bonden contestó simplemente con un

gruñido, y después de que recorrieron un cuartode milla, Stephen continuó:

–En toda mi vida de marino nunca he visto unbote tan raro.

Al pensar en la vida de marino del doctorMaturin, Bonden se rió para sus adentros y luegopreguntó:

–¿De veras, señor?–Parece un bergantín, porque tiene dos

palos, ya me entiendes. Pero los tiene al revés.Bonden viró la cabeza hacia un lado y su

expresión cambió. Entonces dio dos fuertespaletadas y, mientras el bote se deslizaba, volvióa mirar hacia allí.

–Es una de nuestras fragatas y se le hapartido el mastelero de velacho por la partedonde se le pone el mallete. Además, tiene unbauprés provisional y la proa destrozada. Si nome equivoco, es la Nymph, de treinta y dos

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cañones, una excelente embarcación.No se equivocaba. Era la Nymph, que estaba

al mando del capitán Fielding y debía llevardespachos desde El Cabo hasta Jamaica yluego seguir a Inglaterra. Se había encontradocon un navío holandés de setenta y cuatrocañones, el Waakzaamheid, en medio de unacegadora tormenta al norte del Ecuador. Duranteuna breve batalla, el mastelero de velacho de laNymph se había partido, y ésta, desplegandotodas las velas que podía, había adelantado a suenemigo, que era mucho más potente, en unapersecución que había durado dos días. Cuandoel navío holandés había orzado y había dejado deperseguir a la Nymph, ya la fragata seencontraba cerca de la costa. Poco después lafragata había sido azotada por una fuerte ráfagade viento que había llegado desde el caboBranco, la cual había derribado el mastelero develacho. Afortunadamente, ya el navío holandésse había alejado bastante hacia el sur y no sedivisaba. El capitán Fielding había llevado lafragata a Recife para repararla antes decontinuar su viaje.

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Fielding, que tenía más antigüedad que Jack,pensaba que no era conveniente poner unmastelero de velacho provisional y hacerse a lamar en compañía del Leopard para buscar alWaakzaamheid, pues aparte de que la Nymphllevaba despachos y, por tanto, tenía prohibidohacer arriesgadas persecuciones, el navíoholandés navegaba más rápido que el Leopardpero menos que la Nymph y Fielding no estabadispuesto a resistir el ataque de un navío desetenta y cuatro cañones mientras el Leopard seacercaba lentamente, sobre todo porque sería demuy poca ayuda al llegar, debido a su escasatripulación. Tampoco podía cederle tripulantes alLeopard, pero creía que Aubrey encontraríamuchos en El Cabo. Afirmó que si estuviera en ellugar de Aubrey se mantendría alejado delWaakzaamheid porque era una embarcaciónmuy veloz, al mando de un hombre decidido queconocía bien su profesión y con una tripulaciónnumerosa. Le había disparado tres andanadas ala Nymph en menos de cinco minutos. Ladespedida de ambos fue fría, aunque Jack leregaló a Fielding la mayor parte del pudín helado,

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una acción loable, teniendo en cuenta el calorque hacía y otras circunstancias, y que, enopinión de Jack, no tenía precedente en lahistoria de la Armada.

–Estoy contento -dijo Stephen cuando elLeopard levó anclas y por el oeste empezó adesdibujarse la silueta de América-, porque herecibido mensajes de cierta importancia yporque, gracias a la Nymph, que navegarávelozmente pero con prudencia, las copias quehe hecho llegarán antes que los originales.

CAPÍTULO 6Puesto que había un navío de línea enemigo

en el mismo océano por el que navegaba elLeopard, su capitán decidió prestar mucha másatención a la artillería. Aunque probablemente elWaakzaamheid se encontraba tan lejos que supresencia era casi hipotética, pues según elrelato del capitán de la Nymph debía estar aunas quinientas millas al suroeste, se sacaban yse guardaban de nuevo los cañones del Leopardtodas las tardes después de pasar revista y amenudo en la guardia de mañana también.

–Ahora que Mauricio y Reunión están bajo

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nuestro control -dijo el capitán-, un navío holandésen estas aguas sólo puede tener un propósito:apoyar a Van Daendels en las islas Molucas. Ypara ir hasta allí debe seguir el mismo rumbo quenosotros, por lo menos hasta la altura de ElCabo.

No tenía ni el más mínimo deseo deencontrarse con él. A lo largo de su vidaprofesional, Jack Aubrey había corrido grandesriesgos, pero el Waakzaamheid era un navíoholandés, y él, que había estado presente en labatalla de Camperdown cuando eraguardiamarina en el Ardent -un navío de sesentay cuatro cañones- recordaba que el Vrijheidhabía causado la muerte o herido a cientocuarenta y nueve marineros de una tripulación decuatrocientos veintiún hombres y había destruidocasi por completo el Ardent. Eso y todo lo quehabía oído de los holandeses demostraba suhabilidad para navegar y para luchar, y por elloles tenía gran respeto.

–Uno les puede llamar barras de mantequilla-continuó-, pero no hace mucho nos dieron unatremenda paliza y quemaron el astillero de

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Chatham y Dios sabe cuántos barcos enMedway.

Pensaba que debía andarse con cuidado conlos holandeses incluso si sus fuerzas eraniguales, y en este caso, los holandeses eranmucho más numerosos y tenían setenta y cuatrocañones, mientras que él sólo tenía cincuenta ydos. Hacía lo posible por reducir la disparidad defuerzas aumentando el ritmo de los disparos delLeopard y mejorando su precisión, pero noesperaba que pudiera disparar todos loscañones y hacer maniobras al mismo tiempohasta que le proporcionaran ciento treintamarineros en El Cabo, y mucho menos abordar yapresar a un barco enemigo de la potencia delWaakzaamheid. Con los marineros de primeraque habían servido a sus órdenes anteriormentey que sabían cómo quería que se manejaran loscañones, podría formar brigadas de artilleros,con sus respectivos jefes, para encargarse deuna batería en la cubierta superior, y por elmomento, los demás manejarían las de lacubierta inferior lo mejor que podían, agrupadosen brigadas que se habían tenido que completar

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con tantos infantes de marina que no habríasoldados para disparar las armas ligeras hastaque los enfermos se recuperaran. Además,distribuiría las brigadas de manera que lasmenos eficientes estuvieran en el centro delnavío, en una zona que llamaban el mataderoporque el fuego del enemigo se concentraba enella durante la batalla. Las brigadas formadaspor los hombres más débiles estarían en lacubierta inferior, pues a pesar de que las balasde veinticuatro libras de sus cañones podíanatravesar un trozo de roble macizo de dos piesde grosor a setecientas yardas de distancia, lasportas no estaban más separadas del agua quelas de los restantes navíos de esa clase, y si elLeopard combatía cuando había marejada,tendrían que permanecer cerradas las delcostado de sotavento y tal vez incluso las delcostado de barlovento.

El señor Burton era un buen condestable yestaba de acuerdo con su capitán en que debíanhacer disparos reales en las prácticas deartillería en vez de limitarse a sacar y guardar denuevo los cañones silenciosamente. Jack

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contaba con una docena de excelentes jefes debrigada y con dos hombres expertos que lesecundaban: Babbington, en la cubierta inferior, yMoore, el capitán de Infantería de marina.Además, los guardiamarinas de mayorantigüedad, a quienes les encantaban lasprácticas debido al ruido y a la emoción decompetir unos con otros, estaban muy atentos alo que hacían sus divisiones. Sin embargo, Grantera una carga. Durante sus años de servicio, sehabía limitado a transportar cargamentos,realizar trabajos en los puertos y hacerexpediciones, pero nunca había participado enuna acción de guerra, si bien la culpa no erasuya. Era un buen navegante, pero no sabía nadasobre las batallas en el mar ni parecía tenerinterés en saber nada. Daba la impresión de queno creía que había posibilidad de entablar uncombate o que no era necesario hacer más quealgunos simples preparativos. Su actitud, unaactitud que resultaba obvia, era imitada pormuchos que tenían una idea tan confusa como élde lo que era una batalla, que creían que era unalucha penol a penol entre un espeso humo y un

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ruido atronador que finalizaba siempre con lavictoria de la Armada real.

Jack habló en privado con Grant una o dosveces, sin conseguir que éste dejara decomportarse con arrogancia, a pesar de que encada pausa esperanzadora, respetuosamente, lerespondía: «Sí, señor». Entonces comprendióque era una carga más que debía soportar,bastante pesada pero mucho menos que la querepresentaba el atajo de campesinos de lacubierta inferior, y continuó con su tarea deconvertir el Leopard en una máquina de combatetan eficiente como sus medios le permitieran,cambiando por completo sus métodos paraadecuarlos a aquella extraña y reducidatripulación, o sea, como él mismo decía,«cortando la chaqueta de acuerdo con lacantidad de tela que tenía».

Las reuniones que se celebraban por lamañana tenían lugar en la gran cabina. Allíestaban los cañones de bronce de nueve librasque eran propiedad de Jack, por lo generalcolocados paralelamente a los costados delnavío para que ocuparan menos espacio. Los

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cañones, que formaban parte del botín que habíaconseguido en Mauricio, eran hermosos y muyligeros, y Jack los había mandado transformarpara que pudieran disparar las balas de nuevelibras inglesas y los había mandado pintar decolor chocolate para evitar que tuvieran quepulirlos constantemente, lo cual llevaba muchotiempo, un tiempo que era mejor emplear enotras tareas del barco. Pero este gesto amable yhumano estaba en contradicción con unaarraigada costumbre naval, y Killick y suscompañeros, aprovechando que la pintura sehabía saltado en algunos puntos cerca de la llavey la boca, habían aumentado poco a poco lasuperficie de bronce visible y ahora los cañonesbrillaban desde la boca hasta el cascabel. Jackle había quitado la belleza a la cabina porquehabía ordenado al señor Gray que pusiera dosbloques de madera lo bastante gruesos yreforzados para que resistieran el golpe de loscañones de nueve libras al retroceder. Poniendoesos bloques y quitando las ventanas de popa,como si fueran a colocarse cuarteles, y tambiénparte del decorado del mirador, él podía usar sus

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cañones, podía disparar desde una posición másalta que aquella en que solían encontrarse lasportas. Esto lo hacía casi todos los días,supervisando personalmente la parte de la quese encargaban los demás. Le encantaba apuntarlos cañones y traía diferentes brigadas que élmismo dirigía, a veces formadas solamente poroficiales, otras por guardiamarinas, pero conmayor frecuencia por los dos tipos de tripulantesmás diferentes de la cubierta inferior, los jefes delas brigadas y los hombres más tontos y torpes,con la esperanza de que los buenos mejoraran ylos malos aprendieran a manejar los cañones lobastante bien para ser útiles en el navío. La granventaja de hacer prácticas con los cañones depopa era que permitía disparar a los tonelesvacíos que se balanceaban en la estela y hacerlos disparos a diversas distancias sin necesidadde tener que detener el navío para que los botescolocaran los blancos.

Por otra parte, esas prácticas dejaban lacabina sucia y desordenada. La mayoría de losdespenseros de los capitanes habrían gritado alver que cada dos por tres todo su trabajo se

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perdía y el bronce que habían pulido con esmero,la pintura, el lienzo de cuadros del suelo y lasventanas eran profanados, como ocurría en lasbatallas, y Killick, que era propenso a lainsubordinación y la insolencia y que por laantigüedad en el cargo se había convertido en untirano, era tal vez el despensero más gruñón detodos los que había en los navíos más potentes.Era como Atila para los lampaceros y losgrumetes que estaban bajo su mando y un motivode preocupación para el capitán. Sin embargo, aJack se le había ocurrido la feliz idea de invitar aKillick a hacer la primera descarga y desdeentonces la cabina le importaba un comino.Aunque hubiera trozos de metal sobre el lienzode cuadros del suelo, guirnaldas de balas,lampazos mojados y zunchos llenos de hollínrompiendo la armonía de aquella hermosa sala,una sala que tenía una parte adornada consables, otra con telescopios y, en medio deambas, un montón de brillantes pistolascolocadas con gusto, y en la cual las mesas y lassillas estaban situadas a una determinadadistancia del recipiente de caoba donde se ponía

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a enfriar el vino, que estaba próximo a la puertadel jardín,[13] a estribor, y aunque hubiera unrepugnante olor a pólvora, Killick continuabamirando la mecha retardada que haríadispararse al cañón igual que un perro terrier auna rata o el novio a la novia en la boda. Undisparo podía conseguir que fuera cortés eincluso complaciente durante una semana.

Aparte de que los cañones arrojaban fuego yhacían un gran estruendo cada mañana, muypronto la vida en el navío volvió a ser monótona,aunque agradable, como solía serlo en un barcode guerra durante un viaje. Jack y Stephenvolvieron a tocar música. A veces, en las nochescálidas, tocaban en el mirador de popa, mientraslos vientos alisios susurraban en la jarcia y laestela, como una línea fosforescente, se extendíahasta muy lejos sobre el mar aterciopelado,donde se veía la imagen distorsionada de lasestrellas del hemisferio sur. A veces algunospájaros -casi nunca identificables- seabalanzaban contra los fanales de popa y aveces, desde una zona de una superficie de unacre más o menos parecían salir fuegos

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artificiales, que no eran otra cosa que pecesvoladores que escapaban de un enemigo oculto.La rutina diaria continuaba. En las cubiertashabía pocos marineros y muy pronto el hecho deque hubiera pocos y la presencia de loslánguidos convalecientes con las cabezasrapadas, empezaron a parecer algo natural. Peroa los convalecientes, a quienes se les habíarapado la cabeza cuando tenían la fiebre, lescreció enseguida un poco de pelo fino primero yluego mucho más y muy tieso, dándoles unaspecto más normal. Stephen llegó a conocerbien todas las caries que tenía en los dientes elprimer oficial y sus problemas de digestión ytambién la fiebre intermitente del contador, quehabía comenzado a manifestarse en Walcheren,y además, le quitó las lombrices a todos losguardiamarinas.

Reanudó sus actividades de los primerosdías de viaje, entre ellas sus paseos con laseñora Wogan. Los presidiarios que habíansobrevivido hacían ejercicio en el castillo. Ahoratenían más deseos de cooperar que en losprimeros días y voluntariamente movían las

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palancas de las bombas y ayudaban en lastareas más simples. Ya no pertenecían a unmundo totalmente diferente, a un mundo deréprobos, y a veces recibían el obsequio detabaco de contrabando.

Los pocos alimentos frescos de que sehabían aprovisionado en Recife se acabaronpronto y el pudín helado se convirtió en un merorecuerdo. En la sala de oficiales se sucedieronde nuevo las habituales comidas, que eran unpoco monótonas -aunque menos que las de lacubierta inferior- porque el joven Byron no sabíacombinar los platos y sólo conocía dosvariedades de pudín, el pudín de higos y el depasas. Grant decidió actuar como si presidiera lamesa y hacía todo lo posible por acabar con lasblasfemias y las palabras obscenas y porpersuadir a todos de que no jugaran a las cartas,lo cual le hizo chocar con Moore, un hombre jovialque temía verse obligado a quedarse inmóvil ysilencioso.

A lo largo de las veinticuatro horas del día, lasguardias iban cambiando, se hacían medicionescon la corredera y se anotaba qué vientos

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soplaban, las distancias recorridas y el rumboque el barco seguía. Ninguna de las distanciasera espectacular, pues aunque el viento erafuerte, generalmente venía del sureste y elLeopard tenía que hurtarlo y tratar de que la quillaformara el menor ángulo posible con sudirección, lo cual hacía que las bolinas sepusieran tensas. Además, el navío arrastraba aúnla enorme masa de algas que se había formadoen la zona de calmas ecuatoriales.

Pasaron muchos días sin que ocurrieranacontecimientos, y la tranquilidad y la monotoníasólo se rompían cuando sonaban lascampanadas, entre ellas las que daba elayudante del cirujano junto al palo trinquetecuando los marineros que tenían fiebre queríanconsultar al cirujano.

–A este ritmo, se nos acabarán las medicinaspara las enfermedades venéreas -dijo Stephen,lavándose las manos-. ¿Cuántos hay ya, señorHerapath?

–Howlands es el séptimo -respondió suayudante.

–El tifus puede engañarme -dijo Stephen-,

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pero la lues venerea no. A un médico naval, lasífilis, en cualquiera de sus formas, le parece tancorriente como un resfriado a su colega de tierra.Estos hombres han contraído la infecciónrecientemente, señor Herapath, y puesto que lagitana es la abstinencia misma, no hay duda deque la única fuente de contagio es Peg, lasirvienta de la señora Wogan, pues a pesar deque un largo viaje puede tener comoconsecuencia un gran aumento de la sodomía, lainfección está provocada por la propia Venus.Hay un brulote cerca de nosotros y su nombre esPeggy Barnes.

Entonces Stephen pensó: «¿Cómo logranllegar hasta ella? ¿Cómo hacer que tenga uncomportamiento casto? No hay cinturones decastidad en los navíos de cuarta clase yposiblemente no los haya en otros tampoco. Yeso parece extraño si uno piensa en la cantidadde mujeres que pueden encontrarse en barcoscuyos capitanes tienen diferente opinión que elnuestro. Nuestro capitán obedece las leyes al piede la letra y le complace hacerlo porque piensaque las mujeres son fuente de conflicto en un

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barco. Tal vez el velero… O el armero, que es unhombre ingenuo… Hablaré con el capitán».

Stephen habló con el capitán, y lo hizo en unmomento en que Jack estaba furioso contra elsexo opuesto.

–Causan pena, turbación, locura, la torpezade las manos y la debilidad de las rodillas -dijomientras Stephen le miraba con un indescriptibleasombro-. Todo eso está en la Biblia, lo he leído.¡Malditas sean! Sólo hay tres mujeres a bordo,pero cualquiera diría que son una manada debasiliscos.

–¿Basiliscos?–Sí. Sin duda, lo sabrás todo sobre los

basiliscos. Sabrás que contagian enfermedadessólo con mirar a las personas. Ahí tienes a esaPeggy, que reducirá la tripulación del barco a unmontón de paralíticos sin nariz, sin pelo y sindientes a menos que la metamos en un tonel queno tenga boca. Ahí tienes a esa maldita brujagitana, que le ha dicho a uno de los marinerosportugueses que el barco está maldito y que elfantasma de uno de los carceleros que murieron,con dos cabezas, se aparece en la batayola del

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bauprés. Y ya todos los tripulantes conocen lahistoria. En la guardia de alba, los marinerosvieron al fantasma del carcelero sentado en laverga cebadera haciéndoles señas y muecas, ytodos los que estaban en el castillo corrieronhacia popa como una manada de becerros,tropezando unos con otros, y no se detuvieronhasta que llegaron al saltillo del alcázar. Comoconsecuencia de eso, Turnbull no pudo orientaradecuadamente las velas de proa. Y ahí tienes ala señora Wogan. Antes de que llegaras, el señorFisher estuvo hablando conmigo y me dijo que,en su opinión, era mucho más apropiado que ellapaseara por la toldilla en compañía del pastorque del cirujano o su ayudante. Dijo que suadmonición sería más efectiva si era el único quecontrolaba sus movimientos y que de ese modola reputación de ella ya no sería perjudicada porciertos rumores que corrían. Y aseguró que losdemás oficiales compartían su opinión. ¿Qué teparece, Stephen? – Stephen extendió los brazos-. Tal vez no pueda ver más que otros a través deuna pared de ladrillos, pero sé muy bien que esehombre, a pesar de llevar esa chaqueta negra,

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quiere acostarse con ella… Sólo te hablo a ti enestos términos, Stephen, porque este asunto teconcierne. Puesto que respeto los hábitos, melimité a decirle que no me gustaba que sehicieran comentarios sobre mis órdenes en lasala de oficiales ni en ninguna otra parte, queesperaba que todos las cumplieran con prontitudy que en la Armada no era costumbre discutir lasdecisiones del capitán ni llevar chismes a sucabina.

–El hombre es pecador por naturaleza. Esotambién está en la Biblia, Jack -dijo Stephen-.Haré todo lo posible por eliminar la sífilis y elfantasma. También te he traído una buenanoticia: Howard, el teniente de Infantería demarina toca la flauta travesera.

–La flauta travesera ha sido una plaga en laArmada desde que yo era cadete -dijo Jack-. Entodas las camaretas de guardiamarinas y salasde oficiales donde he estado, siempre heencontrado a media docena de zoquetes quedesafinaban a partir de la primera mitad delRichmond Hill. Y después de lo que Howard hadicho de la señora Wogan, no creo que me guste

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pasar ratos de entretenimiento con él ni que sesiente a mi mesa excepto por exigencias de laArmada.

–Cuando digo que toca quiero decir que consu música detiene las olas y amansa las fieras.¡Qué precisión! ¡Qué ritmo! ¡Qué trabazón en losarpegios! Albini no podría hacerlo mejor. No lealabo a él como persona, sólo alabo suspulmones y sus labios. Cuando toca, su rostro demilitar poco inteligente, sus ojos con aspecto deostras, su…, bueno, no debo criticar…, todo vadesapareciendo a medida que fluyen loshermosos sonidos y parece que está poseído.Cuando deja la flauta, sus ojos pierden el brillo yvuelven a ser tan opacos como antes y su rostrovuelve a ser vulgar.

–Seguro que es cierto lo que dices, Stephen,pero te ruego que me disculpes… No megustaría tocar con un hombre que habla tan malde las mujeres.

«Pero las mujeres saben defenderse», pensóStephen cuando iba por el sollado en dirección aproa para reprender a Peggy y a la señoraBoswell por su comportamiento irreflexivo. Hacía

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poco que Herapath había bajado con LouisaWogan desde la toldilla, y a través del escotillónde la cabina de ésta llegaban los conocidossonidos que partían el corazón de un hombre.

Aunque tenía un tono furioso, la voz era baja.Le decía a Herapath en perfecto francés que eraun tonto, que no entendía nada, absolutamentenada, y que no había entendido nada nunca. Ledecía que ignoraba lo que eran el tacto, ladiscreción y la prudencia, que era inoportuno yque se aprovechaba descaradamente de suposición. Y luego le preguntó que quién se creíaque era.

Stephen se encogió de hombros y siguióandando.

–Salubrity Boswell, ¿qué pretende usted? –preguntó-. ¿Cómo es posible que una personatan sensata como usted haya obrado tanirreflexivamente como para decirle a un marineroque navega en un barco maldito? ¿No sabeusted, señora, que los marineros son los seresmás supersticiosos que existen? ¿No sabe quesi les dice que su barco está maldito oencantado ellos descuidan su trabajo y se

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esconden en la oscuridad cuando deberían estarorientando las velas y halando los cabos? ¿Nosabe que eso puede ser verdaderamente unamaldición para el barco, porque podría chocarcontra una roca oculta o quemarse o sersorprendido por el enemigo? ¿Y entonces qué leocurriría a usted, señora? ¿Qué le ocurriría a suhijo, dígame?

Ella, enfadada, contestó que si la gente ledaba monedas de plata falsas, debía esperarque sus sufrimientos fueran interminables.Cuando Stephen se separó de ella, estabaabsorta y murmuraba algo en tono malhumoradomientras miraba el paquete de cartas. Noobstante eso, sabía que sus palabras habíandado en el blanco y que lo poco que ella podíahacer por eliminar al fantasma del carcelero loharía, aunque tal vez no sería suficiente, porqueprobablemente el fantasma se resistiría a losexorcismos corrientes.

–Bonden, ayúdame a recordar. ¿Cuál es labatayola del bauprés?

–Pues es el lugar donde guardamos latrinquetilla y el foque, señor -respondió Bonden,

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sonriendo.–Quiero que me lleves allí después de pasar

revista y de las prácticas de artillería.Bonden dejó de sonreír.–Pero, señor, entonces habrá oscurecido -

dijo.–No importa. Consigue un pequeño farol. El

señor Benton te prestará uno gustosamente.–No creo que sirva de nada, señor. El

bauprés está fuera de la proa, justo sobre el mar,¿comprende?, y allí no hay nada a lo que unopueda agarrarse excepto los guindastes. Seríamuy peligroso para usted, señor. Seguro que seresbalaría. Es el lugar más peligroso del barco,con todos esos tiburones ahí abajo.

–¡Tonterías, Bonden! Soy un marineroveterano, un cuadrúmano. Nos encontraremosaquí, junto a este… ¿Cómo se llama esto?

–Guardabauprés, señor -contestó Bondendesalentado.

–Exactamente, guardabauprés. No te olvidesdel farol, por favor. Tengo que reunirme con micolega.

Sin embargo, ni Bonden ni el doctor Maturin

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acudieron al lugar de la cita, ni tampoco llegó allíel farol. El timonel mandó a un grumete apresentar sus disculpas. La barca del capitánestaba en tan mal estado que a Bonden no se lepermitía tener un rato libre, y por otra parte, lareunión de Stephen con su colega Herapath duróhasta muy avanzada la noche.

–Señor Herapath -dijo-, el capitán nos hainvitado a comer con él mañana. También nosencontraremos allí al señor Byron y al capitánMoore… Vamos, debemos irnos corriendo. Notenemos ni un minuto que perder.

El apremiante toque de tambores, llamando atodos a sus puestos, le obligó a decir las últimaspalabras a voz en cuello. Se fueron corriendo aocupar sus puestos en la enfermería ypermanecieron sentados mientras se celebrabael ritual muy por encima de ellos. Una o dosveces Herapath intentó hacer un comentario,pero finalmente no dijo nada. Stephen le miróhaciéndose sombra con la mano. Incluso a la luzde la vela el rostro del joven conservaba supalidez y, además, tenía una expresióndesconsolada. Tenía los ojos hundidos y el pelo

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lacio.–Esos son los grandes cañones -dijo Stephen

por fin-. Ya podemos salir. Venga a tomar unacopa en mi cabina. Tengo whisky de mi país.

Hizo tomar asiento a Herapath en una de lasesquinas de su cabina triangular, entre losfrascos con calamares en alcohol, y dijo:

–A Littlelton, el marinero de la guardia deestribor que tiene la hernia se le ha formado unestrangulamiento esta tarde. Trataré deeliminarlo durante las horas de luz que quedan,porque así tal vez sea posible que cuandotermine los tejidos no estén gangrenosos aún.Por lo tanto, le ruego que vuelva a ocuparse de lahermosa prisionera.

La conducta de Stephen tenía curiososlímites. No era su intención invitar al joven paraque se le desatara la lengua con la bebida y seconfiara a él, pero si ése hubiera sido supropósito, no podría haberlo logrado con mayorfacilidad. Después de que casi se atragantó conaquella bebida extraña para él y de decir que eramuy buena, tan buena como el mejor coñac peroque si pudiera añadirle un poco de agua la

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encontraría mejor, Herapath dijo:–Doctor Maturin, aparte del respeto y el

afecto que siento por usted, también le estoy muyagradecido, y por eso no puedo soportarengañarle…, engañarle constantemente. Tengoque confesarle que hace mucho tiempo queconozco a la señora Wogan. Decidí viajar comopolizón para seguirla.

–¿Ah, sí? Me complace saber que ella tieneun amigo en el barco, pues el viaje le pareceríahorrible si estuviera sola, y el desembarcotambién. No obstante, señor Herapath, tal vez nosea prudente decirle a los demás que hayconexión entre ustedes, pues eso podríacomprometer a la señora y hacer que su posiciónfuera más difícil todavía.

Herapath estaba totalmente de acuerdo. Lapropia señora Wogan le había rogado quetuviera cuidado de que no se descubriera y sepondría furiosa si se enteraba de que se lo habíadicho al doctor Maturin. Pero el doctor Maturinera la única persona en el barco en quienconfiaba, y se lo había dicho en ese momento, enparte porque le repugnaba el constante disimulo

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y en parte porque deseaba no tener queacompañarla ahora, ya que habían tenido unafuerte discusión y ella le había dicho que tratabade forzar su voluntad aprovechando la posiciónen que se encontraba.

–Sin embargo -dijo-, al principio estaba muycontenta de estar conmigo. Todo era como enlos primeros días que pasamos juntos, ya hacetiempo, mucho tiempo.

–Así que ha tenido usted una estrecharelación con ella.

–¡Oh, sí! Nos conocimos cuando todavíahabía paz, a bordo del paquebote que hace eltrayecto de Calais a Dover. Yo había terminadomi trabajo con Pére Bourgeois…

–¿Pére Bourgeois el sinólogo? ¿El queestuvo de misionero en China?

–Sí, señor. Volvía a Inglaterra para pasar dossemanas en Oxford y después coger un barcopara irme a Estados Unidos. Ella estaba sola yun poco molesta porque tenía alrededor algunostipos impertinentes y tuvo la amabilidad deaceptar mi protección. Muy pronto descubrimosque ambos éramos norteamericanos y que

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algunos de sus amigos y de los míos pertenecíana las mismas familias y, además, que amboshabíamos sido educados principalmente enFrancia e Inglaterra y que no éramos ricos. Hacíapoco que ella había roto con el señor Wogan,porque, según creo, él se había acostado con lacriada. Viajaba sin un propósito determinado,con unas cuantas joyas y muy poco dinero.Afortunadamente, la mitad de la ayuda anual queme daba mi padre me esperaba en la oficina desu agente en Londres, así que nos instalamos enuna pequeña casa casi en las afueras de laciudad, en Chelsea. No creo que pueda describirla felicidad que sentí durante aquellos días, ni meatrevo a intentarlo por temor a estropearlos. Lacasa tenía una pequeña extensión de terreno, ypensamos que, a pesar del coste de losmuebles, si hacíamos un huerto podríamosresistir, por lo menos hasta que tuviera noticiasde mi padre, en quien tenía depositadas todasmis esperanzas porque es muy generoso. Mellegaron mis libros de París, y por las tardes,después de trabajar en el huerto, le enseñaba aLouisa los rudimentos de la lengua china. Pero

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nuestros cálculos eran erróneos, pues a pesar deque los hortelanos de los alrededores eran muyamables y nos regalaron plantas e incluso meenseñaron la forma correcta de cavar, aún nohabíamos recogido nuestra primera cosecha dejudías y Louisa apenas había aprendido unoscien radicales cuando unos hombres vinieron allevarse su espineta. No sé cómo ocurrió, pero eldinero parecía desvanecerse a pesar delcuidado que teníamos. El señor Wogan es unhombre rico, acostumbrado a vivir con el lujocaracterístico del sur y tal vez Louisa no aprendióa llevar una casa con poco dinero. Además, ellatambién nació en Maryland y siempre tuvo unmontón de negros alrededor, y en los estados delsur no miran por el dinero como nosotros enMassachusetts ni existe ese miedo a las deudasque es casi de naturaleza religiosa. Por otraparte, ella tenía algunos amigos en Londres,tanto ingleses como norteamericanos, ynecesitaba tener ropa adecuada para recibirles,ya que había dejado atrás todas sus cosas. Ellosiban cada vez con mayor frecuencia a nuestracasa, a la que llamaban cabaña, y llevaban a sus

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amigos. Eran personas muy interesantes, comolos Coulson, el señor Lodge, de Boston, y HorneTooke, cuya conversación era un placer. Peroincluso una sencilla cena es algo muy costoso enInglaterra, en comparación con Francia oEstados Unidos, y nuestras dificultadeseconómicas fueron aumentando cada vez más.Me temo que era un compañero aburrido paraella, pues había viajado muy poco y había llevadouna vida muy tranquila. Y aunque ella era sensiblea la belleza que había en la obra de los poetaschinos, no le producía el mismo placer que a míla historia de China bajo la dinastía Tang.Tampoco yo compartía su pasión por lasdoctrinas republicanas. Mi padre apoyó a laCorona inglesa durante la Guerra deIndependencia, mientras que mi madre eligió elotro bando, ya que era pariente del generalWashington, y no vivían en armonía porquetrataban de convencerse el uno al otro. Les oídiscutir mucho de política cuando era niño ypuesto que era incapaz de conciliar sus ideas, noopté por las de ninguno de los dos. Me parecíaque un rey y un presidente eran igualmente

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desagradables, distantes e insignificantes yempecé a tener aversión a la política. Ellavisitaba cada vez con más frecuencia a susamigos radicales de Londres, algunos muy ricosy pertenecientes a la clase alta, y me dijo consinceridad que le encantaba su estilo de vida.

»Cuando tuve noticias de mi padre -continuó-,estábamos al borde de la crisis económica. Noera capaz de resistir otra semana más el acosode los comerciantes, y si no hubiera sido por elamable y paciente panadero, el hambre quepasamos habría sido mayor aún. Pero la carta demi padre sólo traía una letra endosada a suagente para pagar mi pasaje para EstadosUnidos y la orden de que regresarainmediatamente. Le había contado con detallecuál era la situación, y me respondió con unafranqueza igual a la mía. Confiaba en que ladescripción de mis sentimientos hacia Louisa yel hecho de que fueran tan profundos suavizaríansus rigurosos principios episcopalistas, peroestaba equivocado. El desaprobaba nuestrasrelaciones, en primer lugar, por razones morales,en segundo lugar, porque ella es papista, y en

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tercer lugar, porque ella tiene unas ideas políticasque él detesta. Le habían informado muy bien sussocios de Londres y había hecho averiguacionesentre nuestros amigos comunes de Baltimore.Aunque ella no hubiera estado casada, él nohabría aprobado nunca nuestras relaciones.Apelando al respeto que le debía me pidió queregresara enseguida y en la posdata me decíaque cuando fuera a la oficina del agente a llevarla letra, éste me entregaría un paquete que debíallevar con gran cuidado a Estados Unidos. Sabíaperfectamente lo que contenía el paquete. Mipadre ha sufrido grandes pérdidas por sermonárquico, por apoyar al rey Jorge, y fueobligado a marcharse a Canadá, donde pasóalgunos años. Únicamente por las ideas políticasde mi madre y su parentesco con el generalWashington le permitieron volver. El gobiernobritánico se había comprometido a indemnizar alos monárquicos y después de muchos, muchosretrasos, la reclamación de mi padre fueaceptada parcialmente. De vez en cuando habíasabido por su agente cómo progresaba el caso,y ahora se realizaba el pago. Abrí el paquete,

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pagué las facturas y nos mudamos al centro deLondres, a un apartamento amueblado en la calleBolton. El dinero de mi padre duró poco más demedio año. Vivíamos muy contentos, con el trende vida que a Louisa le gustaba, y recibíamosvisitas. El círculo de amigos de Louisa se amplió.Y cuando no nos quedaban más que cien libras,ella escribió dos obras de teatro y algunosversos y yo hice copias para enviarlas a losteatros y a las editoriales. Ella consiguió bastantedinero de ese modo, y las obras tuvieron éxito.Yo tenía la esperanza de que me admitieran enuna misión en Cantón para trabajar de intérprete.Mis conocimientos de la lengua china eran miúnico medio de ganarme la vida, aunque era unmedio inusual, y me habían dicho que mepagarían mucho. Sin embargo, la misión fueabandonada y el éxito literario no es suficientepara satisfacer las necesidades primarias deuna pareja. Se nos fue nuestra última guinea yLouisa desapareció. A menudo ella me habíadicho que por motivos literarios y políticos debíacultivar la amistad de algunos hombres que aninguno de los dos nos simpatizaban mucho y

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también visitarles. Iba a visitarles con frecuenciay a veces pasaba en su casa una semana o más.Ahora me he enterado de que vivía bajo laprotección de uno de ellos, un tal señorHammond.

»No intenté describir mi felicidad -prosiguió-ni tampoco diré nada sobre mi profunda tristeza.Sin embargo, ella no fue mala conmigo. Lamaldad y el rencor son ajenos a su carácter.Después de algún tiempo, se enteró de dóndevivía y me mandó dinero. Durante ese año y elsiguiente viajó muchísimo, pero cuando estabaen Londres me buscaba y a veces me citaba enun parque o incluso venía a mi habitación. Mehablaba de sus diversos amantes con lasinceridad con que se habla a un amigo…Siempre, excepto aquella vez en que nosseparamos, me trató como a un amigo y nossentíamos muy bien juntos. Una vez me encontrómuy enfermo y me dijo que podría acompañarlacomo secretario pero que no debía decir nadasobre nuestras relaciones íntimas. Entonces vivíaen una casa pequeña y discreta, pero muyelegante, detrás de la calle Berkeley, y en uno de

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los salones vi a muchos hombres destacados porsu inteligencia, su rango, su riqueza y a veces porlas tres cosas. Las conversaciones erananimadas, y en ellas se trataban más temasrelacionados con Francia que en todas las quehe oído en Inglaterra. Rara vez eran impropias,aunque me parece que, en general, esoshombres eran libertinos. Recuerdo al señorBurdett, a un duque gordo y melancólico, a lordBradalbane… Pero había otros. Recuerdo alseñor Coleridge y el señor Godwin, que nopertenecían al grupo principal. Y no sólo asistíanhombres, pues a menudo iba la señora Standish,y también lady Jersey, y llevaban a muchasamigas. Pero la mayoría eran hombres, y ellarecibía en el gabinete a los amigos más íntimos,como John Harrod, el banquero; John Aspen, deFiladelfia, a quien el señor Jay había dejadoatrás, y el mayor de los Coulson, que era el jefedel grupo. Solían venir desde otra casa queestaba detrás del jardín.

«Eres el peor cómplice que puede tener unconspirador, si no eres un prodigio de astucia eingenio», pensó Stephen, sirviéndole más

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whisky. Luego, en voz alta, dijo:–Conocí en Londres a un norteamericano

llamado Joseph Coulson. Me habló de política,de los deseos de independencia de losirlandeses, de los irlandeses en Estados Unidosy de los oficiales irlandeses que están al serviciode la Corona británica. Pero sobre todo depolítica, de la política en Europa.

–Ése es. Tiene un hermano mucho más joven,Zachary, que iba al colegio conmigo. Josephsiempre estaba hablando de política y memolestaba escucharle. A menudo me preguntabacuál era el estado de ánimo general en el país,pero yo no podía responderle. Entonces medecía que debía prestar atención a lo que decíala gente. Al margen de su afán por la política, eraun hombre inteligente. Llegué a conocerle muybien porque me dio un sinfín de documentos parahacer copias y cartas que debía llevar a muchospuntos de la ciudad. Por el hecho de que lo hacíatodo con misterio y me decía que me asegurarade que no me siguieran, pensaba que debía deser un libertino, como tantos que frecuentaban lacasa.

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Se quedó mirando fijamente su vaso yStephen dijo:

–Supongo que estar en esa situación seríaextraordinariamente doloroso para usted.

–Tenía su lado malo, pero me permitía lograrmi principal propósito, porque a menudo estabaen la misma habitación que Louisa. No pedíamucho más que eso. Lo que llaman posesión nocarecía de importancia para mí, pero su amistadera infinitamente más importante, su amistad ytambién su presencia. A veces me preguntabapor qué había escogido como protectores ahombres como aquellos que estaban a sualrededor, pero, salvo en raras excepciones, alprincipio, no sentía odio hacia ellos, ni tampocohabía en mi corazón rencor hacia ella, hiciera loque hiciera. Tal vez eso fuera una bajeza por miparte, y creo que habría despreciado a cualquierotro hombre que la hubiera cometido. Noobstante, no me cabe duda de que hubieracometido aún más bajezas si hubiera sidonecesario.

Stephen dijo:–Yo le llamaría fortaleza. Entonces, supongo

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que a usted no le molestarán los rumores sobremis relaciones con la señora Wogan.Seguramente los habrá oído en la camareta deguardiamarinas.

–No me molestan, en parte porque no creoque sean ciertos, y sobre todo porque la palabra«posesión» no significa nada cuando estárelacionada con una mujer que tenga la firmezade Louisa. En cuanto a fortaleza… Sí, al principioera necesario tener fortaleza, a pesar de todosmis razonamientos. Pero tengo un amigo queposee, por decirlo así, armas más pesadas quela filosofía. Cuando empezaba a estudiar chino,conocí a un hombre que me hizo descubrir elplacer del opio, el placer y el alivio del opio. Portanto, ya estaba familiarizado con laspropiedades del opio mucho antes de conocer aLouisa, y cuando me sentía muy triste sólo teníaque fumar dos o tres pipas para que la tristezadisminuyera tremendamente y para que mi menteturbada tuviera paz y la tranquilidad llegara hastael último rincón de mi ser. El opio calmabatambién mi apetito fisiológico y mi apetito sexual.Con la pipa y una llama a mano era fácil para mí

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ser un estoico.–¿No cree usted que produce efectos

adversos? He leído que provoca la pérdida delas ganas de comer, de peso y de vitalidad y quecrea hábito, hasta el punto de que degrada a loshombres porque les convierte en esclavos.

–Por lo general, no. Además, solía hacerlosolamente una o dos veces por semana, como elhombre que me enseñó a fumar y la mayoría delos fumadores habituales que conozco. Sí, lohacía una o dos veces por semana, con lafrecuencia con que un hombre va a unarepresentación teatral o a un concierto, pero lasrepresentaciones teatrales y los conciertos a loscuales yo asistía eran mejores, más interesantesy de mayor variedad que cualquiera de los quese celebran en la vida real. Eran sueños llenos defantasmas en los que aparentemente seampliaban mis conocimientos de un modo queno podría describir con palabras. Por lo que serefiere a la vitalidad, podía trabajar doce ocatorce horas seguidas sin problemas, yrespecto a la pérdida de la virilidad, bueno,señor, si no lo considerara una falta de respeto,

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me reiría. Sin embargo, cuando mi infelicidadllegó al límite, fumé en exceso, y todo lo que hadicho usted no tiene ni comparación con lo queocurre realmente, porque además de laesclavitud y la degradación que conlleva, la vidase convierte en un calvario. Uno sueña despiertoy los sueños dejan de ser hermosos y poco apoco se vuelven horribles y producen terror. Y lomismo pasa con los colores… Debía haberledicho que mis sueños estaban llenos de color yque también tenían color las letras de los textosque leía o escribía, lo que les daba un significadomás profundo, un significado que podía entenderpero no podía expresar. Pero esos colores,cambiando sucesivamente un cuarto de tono, seoscurecieron, dando a todas las cosas unaspecto espantoso y siniestro. Me aterrorizaban.Recuerdo que mi ventana daba a una paredblanca, y una vez, en una de sus grietas, vi unapequeña mancha violeta que parecía aumentarde tamaño y que brillaba como presagiando algohorrible, y entonces, acobardado, me tumbé en elsuelo. Estaba en ese estado, lúcido perohorrorizado, cuando Louisa me llevó a su casa

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para que fuera su secretario. Allí, con ella cercade mí casi todos los días, me recuperé. Esorequería mucha voluntad, porque durante untiempo la necesidad de fumar me parecíaintolerable. Pero, afortunadamente, en aqueltiempo, las circunstancias no propiciaban que lohiciera y me mantuve firme. Ahora puedo mirar lapipa con agrado, no como a aquel monstruomaligno y cruel al que acudí una vez, y la uso unavez por semana, mejor dicho, la usaba, porqueen estos momentos se encuentra a unas cincomil millas de distancia. La uso por lo mismo queun mecánico bebe una jarra de cerveza, porsimple placer, o porque necesito mantenermedespierto más tiempo para hacer un trabajoinusual o sentir alivio en una de mis raras crisis.

–¿Quiere usted decir, señor Herapath, quedespués de haber dejado el hábito fue capaz deconsumir la droga moderadamente yexperimentar placer?

–Sí, señor.–¿Y en los intervalos no sentía la necesidad

de ella? ¿No sintió esa necesidad de nuevo?–Cuando uno deja el hábito durante cierto

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tiempo, no siente esa necesidad otra vez. El opiovolvió a ser mi viejo amigo. Podía fumar oabstenerme de hacerlo cuando quería. Si ahoralo tuviera a mano, fumaría para entretenerme losdomingos o para soportar los tediosos sermonesdel señor Fisher, que se convertirían en sueñosagradables, llenos de colores y muy cortos, puestiene que tener en cuenta que el opio cambia eltranscurso del tiempo, mejor dicho, nuestrapercepción de él. También fumaría ahora paramitigar el dolor producido por este malentendidoentre Louisa y yo. Me duele pensar que ella meconsidera tan mezquino como para obligarla aaceptarme, pero me duele aún más recordar queen uno de los momentos en que estaba másacalorado, le hice duros reproches y la acusé,infundadamente, de falta de amabilidad y afectohacia mí y luego la dejé llorando. No sé cómopodría conseguir que aceptara de nuevo micompañía.

–Señor Herapath -dijo Stephen-, quizá sivolviera a su lado ahora para hablar con ella enprivado en su cabina y reconociera suequivocación y apelara a su magnanimidad, ella

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le perdonaría. Aquí tiene la llave. Por favor, no seolvide de devolvérmela mañana. Y recuerde queusted será responsable de lo que le ocurra. Porotra parte, señor Herapath, tenga prudencia y,sean cuales sean las circunstancias, no le cuentea nadie nada de esta conversación. Nadamolesta tanto a una mujer, ni siquiera a la peor,que la infidelidad. Yo tampoco diré nada a nadie.Luego Stephen escribió en su diario:

Me asombró mucho lo que el señor Herapathdijo sobre el hecho de haber vuelto a consumiresa droga. Es un hombre inteligente y, sin dudaalguna, sincero. Es posible que siga su ejemplo.La belleza de la señora Wogan, sus graciososmovimientos y, sobre todo, su alegre risa, handespertado mi deseo de tener relacionesamorosas en los últimos días. A veces me hesorprendido a mí mismo mirando su pecho, susorejas, su nuca… Demasiadas veces. Y estoyplenamente convencido de que sacrifiqué mibarba para intentar atraerla. No hay duda de quemi deber me exige recurrir al láudano y, por tanto,mantener la castidad. Herapath me es simpático.Él y yo vamos a cenar con Jack mañana. ¿Qué

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impresión le causará el joven a Jack?Al capitán Aubrey no le causó muy buena

impresión el joven, y se lo dijo a Stephen confranqueza.

–No es mi intención criticar a ese joven,Stephen, pero, ¿no crees que deberíasmantenerle alejado de la botella? No puedemantenerse sereno cuando bebe; enseguida elalcohol se le sube a la cabeza. Sólo con tresvasos de vino, que fueron exactamente los que leserví, estuvo a punto de cantar Yankee Doodle.¡Dios mío! ¡Cantar Yankee Doodle en un barcodel Rey!

Stephen no pudo responder. Era cierto queHerapath se había comportado de una formaextraña y aunque estaba pálido, ojeroso ydecaído como si hubiera trabajado muy durodurante un tiempo prolongado, había chascadolos dedos repetidamente, se había reído muchasveces sin causa aparente, había sonreído condisimulo, había respondido sin pensar y habíahablado cuando no se habían dirigido a él.Además, había bromeado y hecho gestosgraciosos inoportunamente y se había puesto a

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cantar sin que se lo pidieran. Stephen cambió detema.

–¿Dónde está exactamente la batahola delbauprés, Jack?

–¿La batayola del bauprés, donde está elfantasma?

–No hay nada más descortés que corregircon presunción un obvio lapsus linguae. Porsupuesto que me refería a la batayola delbauprés.

–Te la enseñaré -dijo Jack.Condujo a Stephen a la proa, le hizo subir al

bauprés y avanzar hasta el final y luego sentarseen la verga cebadera. Y desde esa posición, altapero cercana al agua, fuera del casco, pordelante de las olas que formaba el Leopard conla proa, Stephen se puso a contemplarlo,volviéndose de espaldas al inmenso mar. ElLeopard parecía una pirámide de velas brillantesy avanzaba velozmente.

–Estoy extasiado. Podría estar mirándolo porsiempre.

Cuando Jack consiguió que le prestaraatención, le señaló los guindastes y la batayola

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que estaba junto a ellos.–De modo que esa es la morada del

fantasma -dijo Stephen-. Hubiera sido másapropiado decir que era una ninfa o una dríada.Amigo mío, esta noche debes traerme de nuevoaquí con un par de luces de Bengala azules. Yotraeré una botella de agua bendita. Con esascosas conjuraré al fantasma, pues como esteasunto es una auténtica locura, entra dentro delterreno de la medicina.

–¿Por la noche? – inquirió Jack.–En cuanto oscurezca -respondió Stephen,

mirándole fijamente-. No serás tan débil comopara creer en fantasmas, ¿verdad, amigo mío?

–Por supuesto que no. Y creo que nodeberías hacer un comentario tan impertinente.Lo que ocurre es que esta noche tendré pocotiempo libre. Además, puesto que ésta es unacuestión que debe resolver la medicina, como túmismo dices, pienso que sería mucho másadecuado que viniera Herapath.

Jack saltó del coy al amanecer, cuando oyóunos golpes en la puerta. Había salidobruscamente de un hermoso sueño en que la

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señora Wogan era muy complaciente, y su mentele decía que como el viento no había cambiado,ni el Leopard había variado el rumbo, ni sehabían tocado las velas, el que llamaba debía deser el maldito fantasma que nuevamente hacía delas suyas. Sin embargo, con la rapidez del rayo,mientras daba las dos zancadas que leseparaban de la puerta, su memoria hizo unarectificación. Le mostró con claridad la imagende Stephen sosteniendo las luces azules ymojando al fantasma con el agua bendita, parasatisfacción de los marineros, especialmente lospapistas (más de un tercio de la tripulación), lerepitió los gritos de enfado del señor Fisher y larespuesta de Stephen, quizá poco afortunada, y,por último, la imagen de los marineros quecaminaban tranquilamente hacia la batayola delbauprés, adonde habían sido enviados pocodespués.

–Buenos días, señor Holles -le dijo alguardiamarina.

–Buenos días, señor. De parte del señorGrant, que hay un barco justamente por la amurade babor.

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–Gracias, señor Holles. Subiré a cubiertaenseguida.

Y fue enseguida, con un par de pantalonessolamente y con sus largos cabellos flotando alviento. Entonces se inclinó sobre la borda debarlovento y pudo distinguir el barco. Tenía lapopa casi frente a ellos, pero los tres mástiles noestaban en línea y podían verse bien, y las gaviasquebraban el contorno del rojo sol naciente.

–¡Drizas de las juanetes! – gritó Jack-.¡Brazas de barlovento! ¡Cargar las velas! ¡Cargarlas velas! ¡Amarrar los brioles! Luego, en tonomalhumorado le murmuró al primer oficial: -¡Santo Dios! Señor Grant, ¿no sabe usted quehay que aferrar las juanetes en casos comoéste?

Y después, en voz alta, muy alta, ordenó:–¡Todos los marineros a virar! ¡Todos los

marineros a virar!Se abrió paso entre los apresurados

marineros, los lampaceros, la piedra arenisca ylos cubos que ocupaban toda la cubierta y subióhasta la cofa del palo mayor como un grumete,diciendo:

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–¡Parece una maldita vieja! ¡Una cuestión deminutos y manda a buscarme!

La primera cosa que ha de saber un capitánes que debe procurar ver sin ser visto, o almenos ver primero. Por esa razón, en el Leopardse dieron inmediatamente las órdenes deduplicar el número de serviolas y de mandarles alas cofas antes de que se hiciera de día, demodo que aprovecharan la inestimable luz de lamañana. Si las juanetes hubieran desaparecidoen el momento en que se había dado el gritoanunciando la presencia del barco, el Leopardhabría pasado desapercibido. Sin embargo, talvez el barco desconocido no había visto elLeopard porque éste se encontraba lejos y aloeste, donde aún era de noche y había neblina.

Jack subió más alto mientras el Leopardviraba en redondo suavemente (al menos eso sele podía confiar a Grant). Miró hacia el lejanobarco desconocido, que se veía con menosclaridad a medida que el Leopard se alejaba deél, y estuvo observándolo hasta que la luz del solle cegó. Cuando regresó a la cubierta volvió acolocarse la mano por encima de los ojos, pero

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no pudo ver más que una brillante bola colornaranja. Entonces preguntó:

–¿Quién fue el primero que lo vio?Un joven marinero de primera fue hasta popa

corriendo, muy nervioso, e hizo un saludotocándose la frente con los nudillos.

–Muy bien, Dukes -dijo Jack-. Tiene una vistacondenadamente buena.

Bajó para ponerse más ropa. La mañana erafría, como era de esperar, pues el Leopard seencontraba ya muy lejos del trópico deCapricornio y al día siguiente llegaría a la enormezona de corrientes frías y vientos heladospróxima al lugar donde soplaba el viento deloeste. Y mientras se vestía, una serie depensamientos pasaron por su mente. Tenía muypocos datos. Sabía que era un barco, porsupuesto, pero no sabía de qué tipo era ni quépotencia tenía. Estaba casi seguro de que sustripulantes estaban quitando un rizo de las gaviasy sabía que a los capitanes holandeses, a los delos barcos que hacían el comercio con las Indiasy a algunos de la Armada real les gustabaarrizarlas al ponerse el sol. Pero los barcos que

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hacían el comercio con las Indias ese añodeberían de haber llegado ya a El Cabo ohaberlo doblado hacía dos meses, y no eraprobable que un barco extraviado hubierapasado el Ecuador por un punto mucho másoccidental que los otros, de forma que hubierapodido llegar hasta allí. No era un ballenero, deeso estaba seguro. Podría ser un navíonorteamericano que navegaba rumbo al este ytambién podría pertenecer a la Armada real.Pero lo más probable era que ese barco queacababa de ver fuera el Waakzaamheid.

–Hombre precavido vale por dos -le dijo aStephen en el desayuno.

–Ése es un pensamiento muy profundo -dijoStephen- y muy original. Dime, por favor,¿cuándo se te ocurrió?

–Muy bien, muy bien. Pero si tú lo hubierasdicho en latín, o en griego, o en hebreo, habríasestado media hora congratulándote por ello yjactándote de tu superioridad sobre los que sólopueden expresarse como simples y honestoscristianos. Y sin embargo, todo significaría lomismo, ¿sabes? ¿Quieres que te explique cuál

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es la situación?–Sí, por favor, en cuanto termine esta tostada.–Ahora estamos aquí -dijo Jack, señalando

en la carta marina un punto de la ruta entreAmérica del Sur y la punta de África que distabade la primera dos tercios de la longitud de la ruta-, no lejos de El Cabo. Todavía navegamos conlos vientos alisios, pero muy pronto,probablemente hoy, llegaremos a la zona decorrientes frías que van hacia el oeste, donde losvientos alisios son muy flojos. Es posible queveas algunos albatros incluso antes de llegar alárea de vientos variables que precede la zonadonde sopla el viento del oeste.

–He visto un petrel pintado justo antes debajar.

–Enhorabuena, Stephen. Y aquí está el barcodesconocido, a barlovento, como puedes ver. Sies ese barco holandés, y me temo lo peor, esprobable que avance hacia el sur lo más quepueda para llegar cuanto antes a la zona de loscuarenta grados de latitud, que doble el cabo deBuena Esperanza bastante separado de él y quese dirija al noreste, a las Indias Orientales.

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Aunque el capitán sea un tipo decidido, con unnavío con los fondos limpios y lleno de tripulantesy provisiones, dudo que pase por el canal deMozambique, porque nuestros barcos patrullanen las inmediaciones de Mauricio. Pero, por otraparte…

Jack siguió pensando en voz alta, del mismomodo que el doctor Maturin le hubieracomunicado su diagnóstico a una persona quepermaneciera en silencio, pero Stephen dejó deprestarle atención. Stephen tenía plena confianzaen la capacidad de Jack para resolver esosproblemas y pensaba que si Jack Aubrey nopodía resolverlos, nadie podría, y StephenMaturin menos que nadie. Leyó disimuladamentela sección de necrológicas de un viejo ejemplarde Naval Chronicle (Crónica Naval) queasomaba por debajo de la carta marina:

El 19 de julio, Francis Walwin Eves,guardiamarina, a bordo del Theseus, en PortRoyal, Jamaica. El 25 de agosto, la señoritaHome, hija mayor del difunto vicealmirante barónsir George Home, en la isla Saint Mary. El 25 deseptiembre, el honorable capitán Carpentier, de

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la Armada real, en Richmond. Murió de repente,el 14 de septiembre, el señor William Murray,cirujano de los astilleros de Su Majestad.

Stephen recordaba a Murray, un hombrezurdo, muy hábil con el bisturí.

El 21 de septiembre, a la edad de 67 años, elteniente John Griffiths, de la Armada real, enRotherhithe.

Pero al mismo tiempo, oía a Jack decir que eldeber de ese hipotético capitán holandés erallegar a las Indias Orientales con su navío intactoy no perder tiempo en el camino…, lo prudenteque era arrizar las gavias por la noche enaquellas circunstancias…, cuáles eran lasventajas de otros tipos de comportamiento… Yde repente se sobresaltó y se sintió culpablecuando le oyó decir, enérgicamente:

–Estos diagramas de los vientos están muybien hechos y son muy claros, pero no debemospensar que la Naturaleza puede copiarse en loslibros, ni que tan pronto como dejan de soplar losvientos alisios empieza a soplar el viento deloeste, sobre todo un año como éste, en que losvientos alisios del sureste no llegaron hasta

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donde era de esperar que llegarían después depasar el Ecuador. Así que no es posible saberqué vientos encontrarán los holandeses cuandoavancen un poco más hacia el este o hacia elsur.

–No, claro que no, Jack -dijo Stephen, y sedistrajo de nuevo.

Estuvo pensando en el teniente de sesenta ysiete años y su triste destino hasta que oyó lapregunta:

–Pero, ¿es ése realmente el navío holandés?Ése es el punto más importante.

–¿No puedes acercarte y comprobarlo? –inquirió.

–Te olvidas de que el navío está a barloventoy su posición es ventajosa. Si me acercaraahora, el navío tendría la oportunidad deatacarnos cuando quisiera.

–Entonces, ¿no piensas luchar con el navíoholandés?

–¡Oh, no! ¡Por Dios! ¡Qué tipo más raro eres,Stephen! ¿Cometer el disparate de atacar a unnavío de setenta y cuatro cañones conseiscientos hombres a bordo? El Leopard tiene

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la mitad de la tripulación y la mitad de la potenciadel navío holandés, de modo que si puede pasarinadvertido y seguir navegando hacia El Cabo,eso es lo que hará, se irá con el rabo entre laspiernas. La huida ignominiosa es lo usual enestos casos. Después de pasar por El Cabo,cuando tengamos la dotación completa, bueno,las cosas cambiarán, aunque todavía correrá unriesgo, un enorme riesgo… A pesar de todo,después de la cena, cuando falten pocas horaspara que se acabe la luz del día, me acercaré unpoco para ver si puedo reconocerlo. Estaba adiez millas de distancia al amanecer, y comohemos virado y nos hemos alejado de él, ahoraestará a catorce millas. Si me aproximo entre lascuatro y las cinco, durante la guardia de tarde,con todas las velas desplegadas, aunque el navíonavegue a ocho nudos y nosotros a siete, noestaríamos al alcance de sus cañones antes delanochecer, y esta noche no hay luna.

Después de una larga pausa, prosiguió:–¡Cómo pienso en Tom Pullings, Stephen! Y

no sólo porque podía dejar todo en sus manos,hubiera o no hubiera batalla, sabiendo que haría

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lo que yo creía correcto. A menudo me preguntocómo estará.

–Sí, te pasa lo mismo que a mí. Pero creoque nuestra preocupación no tiene fundamento.Le dejamos en un país católico.

–¿Quieres decir que conseguirá la salvacióneterna?

–En realidad, me preocupa como ser mortal.Lo que quiero decir es que no le cuidarán lasbrujas de Haslar sino monjas franciscanas. Loscuidados son casi todo en estos casos, y hay unagran diferencia entre los de personasmercenarias y los de las religiosas. Tom tiene losnervios alterados y se queja mucho, pero lasmonjas tendrán paciencia con él. Entre ellaspodrá mejorar, en cambio, en un hospital semoriría. Y si se contagiara de un poco dehumildad, eso no le vendría mal, pues en laArmada la importancia que se le da al rangoalcanza límites disparatados.

Ese debía ser el día de lavar la ropa en elLeopard, sin embargo, no se habían colocado lascuerdas para tenderla. En lugar de eso, a todoslos marineros les habían ordenado quitarle a las

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balas las partes estropeadas. Los cañones,excepto el número siete de la cubierta superior,que tenía algunas partes corroídas, estaban enlas mejores condiciones posibles, gracias alesmero con que se cuidaban, y el señor Burtonles había echado grandes cantidades de pólvora,pero, como era usual, había balas oxidadas en elpañol donde se guardaban, que estaba situadoen el fondo de la bodega. Subieron cientos deellas a la cubierta y depositaron una grancantidad junto a cada cañón, y por todo el barco,de proa a popa, se empezaron a oír chasquidoscuando las brigadas de artilleros comenzaron aquitarles los abultamientos y las placas de metaloxidado, tratando de dejarlas lo más redondasposible, para después cubrirlas ligeramente dehollín de la cocina.

De ese ruido le hablaba Stephen a la señoraWogan cuando paseaba con ella en la guardiade tarde. Ella llevaba una chaqueta corta ygruesa y botines. Tenía muy buen aspecto y lacara sonrosada y estaba de excelente humor.

–¿Ah, sí? – dijo ella-. Creía que todos en elbarco se habían vuelto locos o se habían

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convertido en caldereros. Pero, dígame, ¿porqué tienen tanto interés en que sean redondas?

–Porque eso les permite tener una trayectoriaadecuada y golpear al enemigo en sus puntosvitales.

–¡Dios mío! ¿Hay algún enemigo cerca? –gritó la señora Wogan-. Tal vez nos maten atodos en el lecho.

Entonces empezó a reírse muy bajo, y comono podía contener su alegría, se reía con másganas cada vez. No se reía a carcajadas, pero surisa era pegajosa, y Jack, que había pasado lasúltimas horas en la cruceta de la cofa del mayor,sonrió al oírla. Jack había observado el barcodesconocido con el telescopio durante muchotiempo y estaba casi seguro de que era elWaakzaamheid, pues tenía la popa muy ancha,una peculiar característica de los barcosholandeses. Podría ser uno de los barcos deguerra holandeses que habían sido capturados,pero era poco probable, ya que avanzaba haciael sur lo más posible y un barco británico estaríanavegando rumbo a El Cabo con el viento a tresgrados por la aleta. Iba navegando de bolina en

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dirección sur con bastante velamen desplegado,pero, a pesar de tener desplegadas las juanetes,no alcanzaba más de seis nudos. Sin duda, eraun poco lento, y más lento que el Leopardnavegando contra el viento. A menos que…, amenos que esas bolinas no estuvieran tan tensascomo parecían y su capitán fuera un zorro ydeseara que el Leopard le alcanzara.

–¡Cubierta! – gritó.–¿Señor? – dijo Babbington.–Dígame cuánto ha medido la corredera y

mándeme una chaqueta de lana, mi frasco de rony un piscolabis.

–Por favor, señor, por favor, déjeme llevarlosa mí -murmuró Forshaw.

–¡Silencio! – gritó Babbington, pegándole conla bocina en la cabeza-. ¡Siete nudos y tresbrazas, señor!

Y luego dijo:–Señor Forshaw, corra a la cabina y pídale a

Killick una chaqueta de lana, un frasco con ron yun piscolabis y luego suba corriendo a la crucetasin detenerse un momento, ¿me ha oído?

–¿Es el capitán el que está ahí arriba? –

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inquirió la señora Wogan.–Sí, joven. Y desde hace mucho tiempo

observa ese barco desconocido que tal vez seaun enemigo.

–Parece que fuera Dios el que hablara -dijo laseñora Wogan.

Su risa empezó a oírse de nuevo, pero pudoreprimirla y continuó:

–Lo siento, no era mi intención serirrespetuosa. ¿Va a haber una batalla deverdad?

–¡Ninguna, señora! Esto es simplemente loque llamamos un reconocimiento. No habráninguna batalla.

–¡Oh! – exclamó ella, aparentementedecepcionada.

Y después de un rato preguntó:–¿No siente frío con esa chaqueta de

algodón solamente? Mi chaqueta está forrada y,a pesar de eso, apenas me impide temblar.

–Esta chaqueta es de seda, señora, de lamejor seda de Recife, y no deja pasar el aire.

–Tengo que desengañarle, señor. Eso esalgodón, algodón asargado, lo que nosotros

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llamamos mezclilla. Me temo que el tendero deRecife no tenía conciencia, el muy canalla.

–Era una mujer -dijo Stephen, mirándose lamanga.

–Le tejeré una bufanda. ¿El barco es ése queestá ahí? Entonces estábamos mirando en ladirección equivocada.

Allí estaba, a cuatro o cinco millas, y ya podíaverse su casco desde la popa del Leopard.

–Parece muy pequeño y muy distante. Mepregunto si es conveniente que hagan tantoalboroto, dando martillazos como gitanos.Dígame, ¿a qué distancia estamos de El Cabo?

–A unas mil millas, me parece.–¡Santo Dios! ¡Mil millas! Sin duda, tendrá

usted su bufanda antes.Stephen le dio las gracias y la llevó abajo, y el

aire viciado ahora les pareció agradable. Luegoregresó al alcázar. Allí todos estaban muytranquilos y todos, excepto el timonel, tenían lavista fija en el barco desconocido, que ya noestaba tan distante. Era indudable que era unnavío de dos puentes y que era holandés,probablemente de setenta y dos cañones.

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Seguía navegando rumbo al sursureste, con elviento por el sureste cuarta al este, por tanto, sinhacer mucha presión en el velamen, y avanzabapesadamente.

Navegaba a seis nudos, mientras que elLeopard iba a siete, pero el Leopard tenía másvelamen desplegado. A esa velocidad, tendríaque pasar mucho tiempo antes de que pudierancomunicarse, a menos que el navío holandésdisminuyera vela o facheara, pero por elmomento no daba señales de hacerlo, sino queseguía surcando el mar, abriéndose paso entrelas olas con su abultada proa, como si elLeopard no existiera. Combermere, unguardiamarina encargado de las señales, habíatenido pocas oportunidades de poner en prácticasus conocimientos en este viaje y ahora leíaatentamente su libro junto a la taquilla donde seguardaban las banderas de señales, confiandoen que el teniente que estaba a su lado supieramás que él. La mayoría de los hombres que seencontraban en el lado de sotavento del alcázarestaban bastante tranquilos y conversaban envoz baja para no molestar al capitán, que ahora

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estaba allí, con el telescopio apoyado en labatayola llena de coyes. Hicieron zafarrancho decombate, pero eso, o algo parecido, lo hacíantodos los días al pasar revista, así que no eranecesario un gran esfuerzo. Los que habíanparticipado en alguna batalla, sobre todo a lasórdenes del capitán Aubrey, estaban callados ensu mayoría, los que no habían participado enninguna hablaban bastante.

–¡Miren, miren! – exclamó Fisher, señalandoun petrel rabihorcado-. ¡Una golondrina! ¡Québuen presagio! ¡Y tan lejos de tierra!

–Es un ave de Mother Cary[14] -dijo Grant-.Una Procellaria pelágica.

–Sin duda, es un petrel rabihorcado -dijoStephen.

–Me parece que no, porque el petrelrabihorcado no se encuentra en estas latitudes.Ésa es una Procellaria pelágica, del grupo deaves que llamamos tubinarias.

Luego siguió hablándole a Stephen de lospájaros en general, con un tono didáctico queconocían muy bien los oficiales.

–Señor Combermere -dijo Jack por fin-. El

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gallardete y las banderas.Después se volvió hacia el oficial de derrota,

que estaba junto al timón, y dijo:–Señor Larkin, déjelo caer un grado y medio.El Leopard hizo una señal indicando que era

un navío británico que llevaba a cabo una misióny se desvió de su rumbo para que el mensaje nopudiera interpretarse mal. Pasó medio minuto yentonces el navío holandés hizo una señalindicando que también era un navío británico quellevaba a cabo una misión, puso en facha elvelacho, izó las mayores y se colocó de costadohacia ellos.

–¡Hacer la señal secreta! – ordenó Jack-. ¡Ydecirle nuestro nombre!

Las banderas que formaban la señal secretasubieron y luego empezaron a ondear. Jack teníaenfocado el alcázar del navío holandés con sutelescopio y pudo ver cómo formaban una hilerade banderas -con bastante lentitud- para haceruna señal en respuesta a la de ellos. Luego viocómo éstas subían por la driza -también conbastante lentitud- y, al llegar a la mitad de sulongitud, volvían a bajar, mientras que la distancia

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entre ambas embarcaciones disminuía.–¡Preparados para rebujar las bolinas! –

gritó, sin dejar de mirar por el telescopio.Las banderas de señales del navío holandés

empezaron a subir otra vez, aparentemente conel mensaje rectificado. Subieron y subieron yluego empezaron a ondear. La respuesta eraincorrecta. Aquel grupo de banderas formabanun mensaje sin sentido y las habían izadoconfiando en que tendrían suerte.

–¡Virar! – gritó Jack, y el timonel giró el timón-. Señor Combermere, haga la señal que indique«Enemigo de potencia superior a la vista.Persecución en dirección sursuroeste». Y dejeque las banderas sigan ondeando durante untiempo. Confiemos en que entiendan la señal.¡Dos cañonazos por babor!

Entretanto, la bandera azul desapareció de lapunta del palo mayor del Waakzaamheid, suverdadera bandera subió hasta allí, su costadoquedó oculto por el humo y el navío viró hastatener el viento en popa. En el tiempo que tardanunos pocos latidos el rugido de sus cañonesllegó hasta el Leopard, y antes de que se

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extinguiera, un conjunto de balas de un peso decasi media tonelada, disparadas desde unadistancia relativamente grande, hendió el mar.Las balas estaban muy concentradas, pero no loalcanzaron. Sin embargo, algunas siguieronavanzando, dando grandes saltos sobre las olas,y tres lograron alcanzar su objetivo: una abrió unagujero en la vela mayor, otra hizo caer sobre lacubierta un montón de coyes que estabansituados cerca de la cabeza del señor Fisher yotra chocó estruendosamente contra la partesuperior de la jarcia.

Ahora el Leopard tenía el viento por el través,pero poco después ya lo tenía por la aleta yavanzaba a gran velocidad hacia donde se poníael sol.

–¡Sobrejuanetes y alas de barlovento! –ordenó Jack y fue hasta la toldilla para observarel Waakzaamheid. El navío había perdidovelocidad al poner en facha el velacho, y a pesarde que sus tripulantes largaron las mayores y lascazaron con una rapidez tal que Jack hizo ungesto de aprobación con la cabeza y a pesar deque largaron también las sobrejuanetes y las

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alas, pasó mucho tiempo antes de que empezaraa recorrer la distancia que los separaba. Peroincluso entonces no pudo alcanzar una granvelocidad, pues el viento era flojo.

–Señor Grant -dijo-, suba media braza lasescotas de la gavia mayor y del velacho. Mandecolocar un barril de brea en el pescante de popay dígale al señor Burton que venga.

En la cabina, ahora vacía, le dijo alcondestable:

–Señor Burton, vamos a divertirnos un poco.La velocidad del Leopard empezó a disminuir

como consecuencia de la orden que Jack habíadado, y también la distancia entre ambasembarcaciones. Ya sus hombres habían cargadoy sacado sus piezas de artillería, los brillantescañones de bronce de nueve libras, y por encimade ellos observaban cómo el Waakzaamheid seacercaba lentamente, desplazando gran cantidadde agua con la proa. Los artilleros estabanacuclillados junto a los costados, las mechasretardadas ardían dentro de los recipientescilíndricos y los grumetes servidores de lapólvora, situados a bastante distancia de ellas,

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ya tenían los cartuchos preparados.–Cuando guste, señor Burton -dijo Jack.Y mientras hablaba, se vio un fogonazo en el

castillo del navío holandés: su cañón de proahabía disparado.

–El espeque, Bill -murmuró el condestable.Entonces movió la cuña para que el cañón se

elevara un poco más y después, tras esperar unmomento adecuado del cabeceo del barco, tiróde la rabiza. El cañón rugió y luego retrocedió,pasando por debajo de su cuerpo arqueado. Yenseguida los artilleros lo sujetaron y loslampaceros le introdujeron un lampazo mojado,mientras Burton estiraba el cuello para ver dóndehabía caído la bala. No había dado en el blanco,pero había caído muy cerca.

Jack disparó y obtuvo un resultado muyparecido. Ordenó reducir un poco más lavelocidad del Leopard, y unos minutos después,cuando el Waakzaamheid se había acercadounas cien yardas más, una bala disparada por elcondestable, al rebotar, le hizo un agujero en elvelacho. A partir de entonces, los cañones denueve libras dispararon tan rápido como podían

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cargarse, lanzando fuertes rugidos yretrocediendo casi hasta el centro de la cabina,mientras la luz era cada vez más débil. Perocuando la noche llegó y ocultó su objetivo, no lehabían causado importantes daños, aunque Jackcreía que había dado tres veces en el blanco. Loúltimo que vieron del Waakzaamheid aquellanoche fueron unas distantes llamaradas en elmomento en que éste, después de dar unaguiñada, disparó una andanada en respuesta alos fogonazos del Leopard, aunque disparó envano.

–¡Guarden los cañones! – ordenó Jack en vozmuy alta-. ¡Soltar el barril! ¡Con cuidado!

El barril, ingeniosamente perforado pormuchos lugares, estaba lleno de brea ardiendo.Cayó en el mar suavemente, salió a flote yempezó a lanzar llamaradas como las de loscañones.

Al volver al alcázar, Jack dio la orden de quemovieran hacia atrás las escotas. Estabaempapado en sudor, cansado y contento.

–Señor Grant -dijo-, no creo que seanecesario pasar revista hoy. ¿Qué daños ha

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habido?–Un simple agujero en la vela mayor y un

pequeño corte en la jarcia. Además, el mascarónde proa sufrió daños cuando nos dispararon laprimera andanada: el leopardo perdió la parteizquierda de la nariz.

–El Leopard ha perdido la nariz -le dijo Jack aStephen poco después, cuando se permitióencender una débil luz en el barco, que ya teníatapados los escotillones, y se colgaron losfanales de paredes corredizas-. Creo que si noestuviera tan cansado, haría un chisterelacionando eso con la sífilis, que tanto se hapropagado en el barco.

Entonces se rió de buena gana, pensando enla hipotética ocurrencia.

–¿Cuándo me van a dar la cena? – inquirióStephen-. Me invitaste a comer tostadas conqueso rodeado de lujo y en vez de lujo heencontrado desorden y en vez de tostadas heencontrado a un anfitrión que pretende hacerchistes con una enfermedad muy grave ydolorosa. Un momento…, creo que distingo elolor del queso entre el espantoso olor de la

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pólvora y el de ese maldito fanal. Killick, ¿estáspreparando las tostadas con queso?

–Ahora mismo se las traigo, señor -respondióKillick con tono malhumorado porque no lehabían permitido disparar ni un solo cañonazo.

Luego se le oyó murmurar: «Rendir culto alestómago… comiendo día y noche… nuncasatisfechos».

–Entretanto -dijo Stephen-, ¿podrías decirmequé pasará ahora, después de tantas carreras ydisparos y tanto alboroto?

–Está muy claro -respondió Jack-. Dentro deun cuarto de hora orzaremos, cruzaremos laestela del Waakzaamheid, nos situaremos abarlovento, desplegaremos todas las velas quepodamos y le diremos adiós. Barra demantequilla hizo todo lo que pudo. Estuvo apunto de hacernos daño, y si el mar hubieraestado más agitado, lo habría conseguido,porque mientras más grande es un navío másventajas tiene cuando hay marejada. Ahora loúnico que le queda por hacer es poner proa alsur otra vez y navegar a toda vela, tanto si creeque es verdadera la señal que hice a unos

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imaginarios barcos amigos como si no. Ynosotros nos dirigiremos a El Cabo, después dehaber engañado al buen hombre, pensando ennosotros mismos muy tranquilos, tratando dealejarnos lo más posible durante la noche paraque al amanecer nos encontremos a cientos demillas de distancia.

CAPÍTULO 7Amaneció, y otra vez a Jack le despertaron

unos golpes en la puerta. Y otra vez fuearrancado de los brazos de una señora Woganideal para darle la noticia de que había un barcopor la amura de babor. Pero esta vez ya lasjuanetes habían desaparecido, aunque eso noera más que un gesto simbólico, por respeto alas normas que se seguían en la guerra, porqueel Waakzaamheid se había acercado tres millasmás y ahora se distinguía claramente a pesar dela niebla que se extendía sobre las aguas frías yblanquecinas. Pero la suave brisa del este ibadisipando la niebla, y el navío, que se acercabaal Leopard con las alas desplegadas, a vecesllegaba casi a desaparecer y otras tenía unaspecto fantasmal y parecía desmesuradamente

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grande.Ya se encontraban al borde de la zona donde

se formaba la corriente del oeste y la mar estabarizada, pero las olas no eran grandes, no teníanaltas crestas ni formaban profundos senos, algoque tanto favorecía a los barcos de gran tamaño.Por esa razón, el Leopard, navegando con lamayor cantidad de velas desplegadas posible,con rumbo suroeste, perdió de vista alWaakzaamheid a mediodía.

–¿Podemos proclamar le triumphe?-inquirióStephen en la cena-. Hace más de dos horas quedesapareció, lleno de rabia por su impotencia.

–No voy a proclamar le nada hasta queamarremos en False Bay -dijo Jack-, ComoTurnbull y Holles estaban aquí a la hora deldesayuno, no quise hablar de esto, pero nada meha causado nunca tanta sorpresa como ver esenavío holandés a barlovento, entre nosotros y ElCabo, al amanecer. Parece que el capitánhubiera estado detrás de mí anoche, mirando porencima de mi hombro cómo trazaba nuestra ruta.Y no me siento tranquilo después de haber vistoesta mañana de qué modo avanzaba. Aunque

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estaba muy lejos y había niebla, tengo el horriblepresentimiento de que aún no nos perseguía converdadero empeño. No tenía desplegadas lassosobres, como seguramente notaste. Esposible que los extremos de los mastelerillos nopuedan soportarlas, pero me parece que elcapitán no tiene tanto interés en capturarnoscomo en seguir avanzando hacia el sur,alejándose por sotavento. Yo en su lugar, por elhecho de tener más tripulantes, abordaría estebarco en vez de dispararle hasta convertirlo enastillas o correr el riesgo de que me hundiera.¡Llevar a las Indias Orientales un navío decincuenta cañones intacto sería un gran triunfo!Quizás esté esperando una oportunidad. Noobstante, haré cuanto pueda por cruzar su estelaesta noche, y si puedo situarme a barlovento ysopla el viento del sureste, orzaré y seguiré unaruta paralela a la suya. Nuestro barco puedenavegar formando un ángulo menor con ladirección del viento, además de que derivamenos a sotavento de lo que suele hacerlo unbarco como ése, de fondos tan anchos, así quecualesquiera que sean las condiciones del mar

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donde el Leopard se encuentre, creo que lograrádejarlo atrás, a gran distancia, de una vez parasiempre. Tengo la esperanza de poder situarmea barlovento mañana. Una vana esperanza. Elplan de Jack de cruzar la estela durante la nocheno pudo llevarse a cabo porque el viento seencalmó. Y al otro día por la tarde, cuando todoslos tripulantes estaban envergando nuevas velaspara resistir el mal tiempo, vieron alWaakzaamheid por el noroeste, moviéndose conla brisa. Tenía un aspecto admirable, con las alasdesplegadas arriba y abajo y todas las velasbrillando bajo el cielo nublado, brillando más delo habitual, como si tuvieran una luz interior, puestambién en el navío habían envergado nuevasvelas para soportar los fuertes vientos queencontrarían al avanzar más hacia el sur. Sinembargo, los tripulantes del Leopard noadmiraban el Waakzaamheid, ya que todoshabían visto la bala perdida que habíaestropeado el mascarón de proa y todos sabíanque detrás de las portas de la cubierta inferior losholandeses tenían una larga fila de cañones detreinta y dos libras que lanzaban balas que, en

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conjunto, tenían un peso casi equivalente a lamitad del de sus propios cañones. La mayorparte del casco del Leopard estaba hecha deroble macizo, y fuerte como el roble era la mayorparte de la tripulación, pero ni un solo tripulanteocultó su satisfacción cuando la brisa tambiénllegó al Leopard e hinchó sus nuevas velas,haciéndole ganar velocidad, mientras el aguaborboteaba bajo la bovedilla. Un poco más tarde,el viento empezó a alejarse del Waakzaamheid.Entonces éste viró el timón y disparó unaandanada, e inmediatamente después el vientocesó.

Los cañones de la cubierta superiordisparaban con lentitud pero con constancia y secargaban con mucha pólvora. Los disparos eranaislados y aunque casi nunca daban en el blanco,demostraban una gran habilidad. Sin embargo,algunas balas rebotaban y llegaban a bordo.Jack no esperaba conseguir mucho a esadistancia, pues sus cañones de doce libras nopodían causar tanto daño al primer impactocomo los cañones de veinticuatro libras de losholandeses, pero siempre había la posibilidad de

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derribar un palo o cortar la jarcia, lo que vendríamuy bien, ya que el Waakzaamheid seencontraba a seis mil millas del lugar máspróximo donde podía conseguir pertrechos. Porotra parte, una bala perdida podía dar en unacaja de cartuchos de pólvora o un farol de laentrecubierta y provocar un incendio o inclusohacer explotar la santabárbara. Eran muyescasas las posibilidades de que ocurriera, peroél sabía que podía ocurrir. Sin embargo, habíaotras razones mucho más importantes. Puestoque al capitán del Leopard le deleitaba el fuegoartillero y puesto que era rico, el navío tenía unaextraordinaria cantidad de pólvora y balas, y sicon ellas podía inducir al Waakzaamheid a querespondiera a cada cañonazo con otro y lanzarala mayoría de las balas al mar, habría ganadouna parte de la batalla. Además, sabía muy bienque ni a los héroes más valientes les gustabaquedarse sentados en silencio mientras lesdisparaban, y mucho menos a los numerososcampesinos que integraban la tripulación delLeopard, que distaban mucho de ser héroes.Asimismo, sabía por experiencia que no había

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ningún otro blanco en el mundo al que loshombres apuntaran con mayor precisión ydispararan con mayor cuidado que a sussemejantes, por eso aquella era una excelenteoportunidad de hacer que los artilleros dieran lomejor de sí mismos. El Leopard aprovechó laoportunidad. A veces sus balas salpicaban deagua el costado del navío holandés cuandocaían, y en dos ocasiones el cañón número siete,muy bien manejado, dio en el blanco, provocandoentusiastas vivas, mientras que lo único queconsiguió el Waakzaamheid fue que una de susbalas diera en la batayola. No obstante eso, Jacktenía la desagradable impresión de que sudistante colega pensaba como él, que estabaaprovechando la situación para adiestrar a sutripulación, aquella tripulación espantosamentenumerosa, y conseguir que alcanzara laperfección. Jack podía verle claramente con eltelescopio. Era un hombre alto y vestía unachaqueta azul claro con botones dorados. Aveces permanecía de pie en el alcázar,observando el Leopard y fumando una pipa aratos, y otras caminaba por entre los cañones de

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la cubierta superior. Aunque a bordo todosestaban muy contentos y animados, Jack sealegró mucho cuando el viento inestable volvió aapartarse del Waakzaamheid porque eso lepermitió ponerse fuera del alcance de suscañones.

Esa noche, una noche de luna nueva,navegaron muy lentamente hasta la guardia dealba. Entonces una fría lluvia comenzó a llegar enráfagas desde el oeste y se formaron olasmoderadas que hicieron cabecear al Leopardmientras seguía avanzando hacia lejano cabo deBuena Esperanza, ahora al noreste.

Nadie tuvo que despertar al capitán esta vez.Mucho antes del amanecer, Jack estaba ya en elalcázar, junto al costado de sotavento, con unagruesa chaqueta. Las primeras luces lepermitieron ver que el Waakzaamheid, comoesperaba, estaba muy lejos, entre él y África,siguiendo un rumbo que le llevaría a cruzarse conél dentro de pocas horas. Viró para situarse conel viento por el través de estribor. El capitánholandés hizo lo mismo, pero solamente eso, nose atrevió a acercarse. Y durante todo el día

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navegaron bajo la lluvia, siguiendo rumbosparalelos, avanzando hacia el sur cada vez más.De vez en cuando, una ráfaga de lluvia ocultabaal uno del otro, pero cuando pasaba, allí podíaverse el Waakzaamheid, siempre en la mismaposición, como si tuviera el deber de mantenerseallí porque era el compañero del Leopard y teníaque atender a sus señales. A veces uno seadelantaba una o dos millas, a veces seadelantaba el otro, pero cuando cayó la nocheestaban separados casi por la misma distanciaque al principio, tras haber recorrido cientotreinta millas, las cuales se habían calculadoaproximadamente porque las espesas nubeshabían ocultado el sol a mediodía. En cuantooscureció, con los marineros de los dos turnosde guardia en cubierta, Jack dio varias bordadasy empezó a navegar de bolina con la esperanzade dejar atrás al Waakzaamheid, que nonavegaba muy bien contra el viento, y de alejarsehacia el norte lo bastante para poder cruzar suestela sin ser visto. Y podría haberlo logrado si elviento no se hubiera encalmado, provocando queel Leopard apenas mantuviera la velocidad

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suficiente para maniobrar y fuera arrastradohacia el oeste por la corriente. Así que por lamañana el sol descubrió de nuevo aquella figuraodiosa y tan bien conocida que siempre acudíapuntualmente a su cita.

Fue esa noche, después de pasar el díamaniobrando en medio de vientos flojos quehacían dar vueltas a la aguja del compás, cuandoel Waakzaamheid intentó el abordaje. Cuando elsol se ocultó, el cielo estaba despejado, lo cualpresagiaba que a la mañana siguiente el vientosoplaría con fuerza. En el momento en que la lunanueva salió, ya las estrellas brillaban con muchaintensidad, y pudo verse aún más cerca el navíoholandés, que ahora tenía las sosobresdesplegadas y parecía un fantasma, pues semovía aunque no había ni una onda en la extensasuperficie del mar. Su movimiento era apenasperceptible al principio, y el atento serviola nologró notarlo hasta que no desaparecieron lasestrellas más bajas. El navío de setenta y cuatrocañones, que parecía haber tomado el viento quecomenzaba a soplar, se acercó al Leopard hastaque el barco estuvo al alcance de sus cañones,

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orzó y disparó una espectacular andanada. ElLeopard ya estaba preparado para la batalla,pues en el costado de estribor ya se veía brillar laluz de los faroles por las portas abiertas, las dosfilas de cañones ya tenían las bocas fuera y elolor de la mecha retardada se había propagadopor las cubiertas, pero Jack no iba a dar la ordende hacer fuego hasta que ambas embarcacionesestuvieran muy cerca. Permanecía de pie en latoldilla, observando por el telescopio de noche lazona donde se encontraba el navío. No estabatotalmente convencido de que iba a tener lugarun ataque y trataba de descubrir los botes que él,en un caso así, habría ordenado bajar. No veíaningún rastro de ellos, absolutamente ningúnrastro, y cuando estaba a punto de desistir, vio lapunta de los remos a mucha mayor distancia delnavío de lo que suponía. El capitán holandés loshabía hecho bajar en plena oscuridad por el ladoque quedaba oculto y habían zarpado, repletosde hombres, hacía más de una hora. Ahoraavanzaban con rapidez, describiendo un granarco para abordar al Leopard por el costado deestribor, lo cual harían mientras el

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Waakzaamheid disparaba a distancia contra elotro costado. «¡Maldito zorro!», dijo Jack para síy luego dio orden de poner las redes deabordaje, de meter los cañones y volver acargarlos con metralla y de que los infantes demarina dejaran los cañones y cogieran susmosquetes.

Fue un intento fallido, en primer lugar, porqueuna ráfaga de viento hizo desplazarse al Leopardhacia el sur más rápido de lo que avanzaban losbotes y el barco atacó por sorpresa a losprimeros y los destrozó, disparándoles metralladesde una distancia de doscientas yardas, y ensegundo lugar, porque el Waakzaamheid perdiódemasiado tiempo recogiendo a lossupervivientes y a los botes que quedaron y nopudo aprovechar el viento. No obstante, podríahaber sido un éxito, porque con el barco de Jackno era posible combatir por los dos costados a lavez y la tripulación de los botes era másnumerosa que la suya.

«No volveré a correr ese riesgo», dijo para sí.«Sea cual sea el viento que sople, navegaré debolina, aunque eso signifique avanzar en

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dirección contraria a El Cabo durante díasinterminables. Según todos los signos y todas lasprevisiones, parece que se levantará viento delsur, y eso es lo mejor.» Y tocando el mango demadera del sextante continuó diciendo para sí:«Si tenemos suerte, el viento del sur nospermitirá llegar a la zona de los cuarenta gradosde latitud, donde los vientos no se encalman. Unanoche en calma es lo que él necesita para estetipo de travesuras».

De acuerdo con las previsiones por primeravez, el viento roló hacia el sur por la mañana. Nomantenía siempre la misma intensidad ni llegabaa ser muy fuerte, pero pudieron verse variasfardelas y un gran albatros, signos inequívocosde que no muy lejos encontrarían vientos másfuertes. Pero sobre todo, el viento le permitió alLeopard avanzar mucho, dando bordadasexactamente cada vez que daban la vuelta al relojde arena dos veces consecutivas y manteniendosiempre una perfecta estabilidad. El navío desetenta y cuatro cañones hacía cuanto podía ysus hombres giraban las pesadas vergas comosi fueran varitas mágicas, pero en cada bordada

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perdía varios cientos de yardas, y una vez tuvoque virar y perdió casi una milla. Fue un día largo,cargado de ansiedad, durante el cual llevaron eltimón los mejores timoneles, se guardaron loscañones de sotavento y se sacaron los debarlovento para conseguir que el barco tuvieramayor estabilidad, se emplearon todos losrecursos posibles para aprovechar mejor elviento y los marineros no cesaron de amenazarcon matar a sus compañeros más torpes cuandocometían errores, por pequeños que fueran. Perotambién fue el día en que dejaron atrás, por elnorte, al Waakzaamheid, por eso cuando eltambor tocó retreta, Jack ordenó que bajaran loscoyes para que los exhaustos hombres de laguardia de babor durmieran un poco.

«¡Orzar y tocar brazas!» fue la última ordenque dio por la noche, mientras el Leopard virabaa estribor y la corriente del oeste hacía disminuirsu velocidad. A la mañana siguiente, elWaakzaamheid no era más que un puntobrillante entre las oscuras nubes acumuladassobre el horizonte. Había disminuido vela yparecía haberse desanimado.

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Aparecieron más albatros durante la guardiade alba y todo volvió a la normalidad. La sala deoficiales dejó de ser simplemente una parte deuna extensa cubierta, ya que sus cabinas fueronconstruidas de nuevo y su agradable comedorreapareció, con decoración y todo. La comidadejó de ser la del banquete de lord Mayor: sopapegajosa, pastel de carne y pudín de pasas.Ahora había comida caliente, y Stephen, queestaba helado por haber permanecido algúntiempo en la cofa del mayor contemplando losalbatros, se la comió con ganas. Entre plato yplato daba mordiscos a una galleta, a la cual lequitaba antes los gusanos con unos golpecitosque ya daba automáticamente, y tambiénobservaba a los otros comensales. Por lo que serefería a la forma de vestir, la de los marinos noera digna de elogio, pues llevaban una mezcla deuniforme y ropa de lana gruesa o de franela.Babbington llevaba un jersey de Guernesey quehabía heredado de Macpherson, y como tenía elcuerpo pequeño le hacía bolsas por todas partes;Byron tenía puestos dos chalecos, uno negro yotro marrón; Turnbull llevaba la chaqueta de un

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traje de caza; y aunque Grant y Larkin sí estabanpresentables, en conjunto su aspecto contrastabacon el aspecto impecable de los infantes demarina. Stephen les había observado de vez encuando desde el momento en que habíacomenzado la tensión y a veces le habíansorprendido sus reacciones. Por ejemplo, aBenton, el contador, la posibilidad de que fuerancapturados, hundidos, quemados o destruidos nole angustiaba, pero el hecho de que se gastarauna enorme cantidad de velas en el Leopard -tanto si se usaban en los faroles que secolocaban tras las portas como en otros- leprovocaba tristeza y deseos de permanecer ensilencio. También Grant estaba en silencio, y ensilencio había estado desde que el enemigohabía comenzado a disparar con la intención dematar, aunque sólo cuando Stephen oBabbington estaban presentes. Cuando ellos noestaban, según Stephen había deducido de loscomentarios del pastor, hablaba de lo que habríahecho si hubiera estado al mando del Leopard.Decía que habría atacado inmediatamente,confiando en el factor sorpresa, o se habría

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dirigido al norte enseguida. Fisher estaba deacuerdo con él, aunque admitía que su opinión notenía mucho valor. No había duda de que los doshombres se tenían una gran simpatía, de quetenían algunas similitudes subyacentes. El pastorhabía cambiado mucho en otros aspectos. Habíadejado de visitar a la señora Wogan e incluso lehabía pedido al doctor Maturin que le llevara unoslibros que le había prometido. Le había dicho aStephen: «Desde que escapé de la muertedurante la batalla he reflexionado mucho».Stephen le había preguntado: «¿A qué batalla serefiere?». Y él había contestado: «A la primera.Una bala de cañón cayó a pocas pulgadas de micabeza. Desde entonces he pensado en el viejoadagio que dice que no se debe hacer fuegocerca de un pajar y en los peligros de laconcupiscencia».

Obviamente, Fisher esperaba que Stephen lehiciera preguntas y deseaba revelar sussecretos, pero Stephen no tenía ganas deescucharle. Desde que se había desatado laepidemia de tifus, el señor Fisher había dejadode tener interés para él. Le parecía un hombre

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corriente, demasiado preocupado por sí mismo ypor su salvación, uno de esos hombres queparecen menos interesantes a medida que se lesconoce. Stephen se había limitado a hacer unainclinación de cabeza y a coger los libros.

Tenía la impresión de que tanto Grant comoFisher estaban aterrorizados. No había ningúnsigno que lo indicara, pero con demasiadafrecuencia ambos se lamentaban y hacían unsinnúmero de críticas a las modernas ideas, lasnuevas generaciones y sus perezosos e inútilesservidores, el gobierno y los partidos políticos.Incluso denigraban al Rey y le imputaban amenudo acciones indignas. Le recordaban a suabuela materna, que había sido una mujer fuerte,sensata y valiente, pero en los últimos años de suvida se había vuelto débil y quejumbrosa y cuantomás vulnerable era expresaba con másfrecuencia su descontento. No sabía cómo secomportarían ellos en una batallaverdaderamente sangrienta, no sabía si suhombría prevalecería en un momento crítico. Encuanto a los demás, tenía pocas dudas. Alteniente Babbington le conocía desde que era un

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muchacho: era valiente como un perro Terrier. YByron pertenecía a la misma clase de marinosque él. Turnbull echaba muchas bravatas, peroera probable que reaccionara bastante bien.Moore había pasado muchos años en la Armaday, sin duda, le parecería tan normal dispararcomo recibir disparos, pues eso formaba partede su profesión. Y Howard, la otra langosta,seguramente haría lo mismo que él, actuaría conla flema característica de los militares, si bienStephen pensaba que no existía ningunaconexión entre el rechoncho teniente de Infanteríade marina y el Howard aficionado a tocar laflauta. En cuanto a Larkin, tenía dudas. El oficialde derrota era valiente y conocía muy bien suprofesión, pero era un borracho, y a menos queel juicio de Stephen estuviera equivocado, sucuerpo se encontraba ahora al límite de suresistencia.

Bebieron a la salud del Rey. Stephen decidióno seguir tomando aquel execrable vino, así queempujó hacia atrás su silla, tropezó por enésimavez con el perro de Babbington y subió al alcázarpara contemplar de nuevo el hermoso albatros

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que seguía al barco desde el desayuno. Allíestaba Herapath, hablando con el guardiamarinade guardia, y por ellos supo que elWaakzaamheid ya no se veía desde hacía doshoras, ni siquiera desde la cruceta.

–Ojalá que se mantenga lejos mucho tiempo -dijo Stephen y se fue a su cabina a seguirtrabajando.

Puesto que su cabina estaba en el sollado, nodesaparecía cuando hacían zafarrancho decombate, y por esa razón, durante aquellosterribles días pudo continuar una labor que habíacomenzado poco después que Herapath seconfiara a él. La labor consistía en redactar enfrancés un documento que describiera la red deespionaje que Inglaterra había establecido enFrancia y en otros lugares de Europa occidental,que hiciera algunas referencias a EstadosUnidos y alusiones a otro documento quedescribía la situación en las Indias Orientalesholandesas y que diera detalles sobre los espíasdobles, los sobornos que se ofrecían y seaceptaban y las traiciones de los propiosministros. Se redactaba ese documento con el

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propósito de crear la confusión en París, adondellegaría en caso de que existiera conexión entrelos franceses y los jefes de la señora Wogan, yse pretendía que la propia señora Wogan se lohiciera llegar a ellos a través de Herapath. Debíaparecer que el documento había sido encontradoentre los papeles de un oficial destinado a lasIndias Orientales que había fallecido. El nombredel oficial no aparecía, aunque, por supuesto,todo apuntaba a que fuera Martin, pues su lenguamaterna era el francés y había vivido la mitad desu vida en Francia. Había que fingir que eranecesario hacer copias del documento paraenviarlas a las autoridades y el doctor Maturin lepediría a Herapath que tuviera la amabilidad deayudarle, ya que conocía muy bien esa lengua.Stephen estaba seguro de que el ingenuo jovense lo diría a su querida Louisa y que muy prontola señora Wogan lograría que él le diera algunascopias -aunque al principio él se resistiera portemor a perder su dignidad-, cifraría el mensaje,con gran trabajo, pobrecilla, y obligaría aHerapath a enviar los textos cifrados desde ElCabo. Stephen había emponzoñado muchas

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fuentes de información durante su vida, pero, sitodo iba bien, esta vez conseguiría hacer másdaño que nunca. ¡Tenía tanto material a sudisposición! ¡Había tantos detalles sumamenteconvincentes que sólo conocían él, sir Joseph yunos pocos hombres en París!

–¿Qué pasa ahora? – preguntómalhumorado.

–¡Venga enseguida, señor! – dijo un infantede marina, jadeando-. El señor Larkin ha matadoa nuestro teniente.

Stephen cogió su maletín, cerró la puerta conllave y corrió a la sala de oficiales. Larkin estabaen el suelo y tres oficiales le estaban atando losbrazos y las piernas. Había una picaensangrentada encima de la mesa. Howardestaba recostado en una silla y tenía la carapálida y la boca y los ojos muy abiertos, como siestuviera asombrado. Larkin todavía sufría lasconvulsiones que acompañan al delíriumtremens y rugía como una fiera, pero los oficialeslograron controlarle a pesar de su violencia y selo llevaron. Stephen examinó la herida y, al verque el cayado de la aorta estaba roto, dijo que la

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muerte había sido casi instantánea.Le contaron que el oficial de derrota se había

levantado de la mesa justo cuando Howard habíaempezado a enroscar la flauta, había cogido unapica que estaba colgada en el mamparo y habíaarremetido contra él, pasando entre Moore yBenton, mientras gritaba: «¡Esto es para ti,maldito flautista!». Después había caído al suelorugiendo.

–Está usted muy callado -dijo la señoraWogan cuando ambos caminaban por elpasamano una hora más tarde-. He dicho almenos dos frases ingeniosas y usted no harespondido. Estoy convencida de que deberíaabrigarse un poco más, doctor Maturin, porquehace un frío horrible y hay mucha humedad.

–Siento no estar más animado, joven -dijo-,pero hace poco uno de los oficiales, perturbadopor la embriaguez, mató a otro, al mejor flautistaque he oído. A veces creo que es cierto que estebarco está maldito. Muchos dicen que hay unJonás a bordo.

Algunos días después (porque los infantes demarina habían insistido en que su teniente tuviera

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un ataúd apropiado y con una placa) sepultaron aHoward en los 41°15'S, 15°17'E, y para ello elLeopard había tenido que ponerse en fachaoponiéndose al fuerte viento del oeste. En eldiario de navegación volvió a escribirse la noticiade una muerte: «Entregado al mar el cuerpo deJohn Condom Howard». Y al lado de su nombreJack escribió la palabra «muerto».

Después de una cena sobria e impregnadade melancolía en la que Stephen era el únicoinvitado, Jack dijo:

–Probablemente mañana haremos rumbo alnorte. Si tenemos suerte, avistaremos TableMountain dentro de tres o cuatro días y prontopodremos deshacernos de ese pobre loco.

Habían pasado los cuarenta grados de latituddesde el jueves, y aunque en esa época del año -cuando empezaba el verano austral- no se sabíacon seguridad si el viento del oeste sería intensomás allá de los cuarenta y cinco grados o loscuarenta y seis, había sido lo bastante fuertepara el Leopard, y junto con la corriente le habíapermitido recorrer doscientas millas náuticasdesde un mediodía -cuando se calculaba la

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posición del barco- hasta el mediodía del díasiguiente durante un largo intervalo de tiempo, enel que no volvieron a ver el Waakzaamheid.

–¿Sabes si los norteamericanos tienen unconsulado en El Cabo? – inquirió Stephen.

El documento estaba terminado y Herapathestaba haciendo copias. La trampa estabapuesta.

–No podría jurarlo, pero es muy probable quesí porque muchos de los barcos norteamericanosque van al Extremo Oriente hacen escala allí, sinmencionar los que cazan focas y otros. ¿Por quéquieres…?

Se interrumpió de repente y enseguidacontinuó:

–¿Te apetece dar un paseo por la cubierta?El calor de la cocina me está matando.

Ya en cubierta, Stephen señaló un albatrospeculiar que se destacaba entre la mediadocena que seguía al barco.

–Me parece que esa ave de color oscuropertenece a una especie no descrita, no es unexulans. ¿Ves su cola cuneiforme? ¡Cómo megustaría ver dónde anida! ¡Mira, ahora puedes

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verle la cola otra vez!Cortésmente, Jack miró hacia el ave y

exclamó:–¡Sorprendente!Sin embargo, Stephen comprendió que la

cola del animal no tenía mucho interés para él einquirió:

–¿Crees de verdad que nos hemosdesembarazado del navío holandés? ¡El capitánera un tipo tan persistente!

–Y también condenadamente astuto. Pareceque tenía un pacto con el demonio, o tal vez…

Estuvo a punto de decir: «O tal vez secomunicaba con una bruja que está a bordo através de un espíritu que ambos conocen, comopiensan muchos marineros. Ellos creen que esabruja es la gitana», pero no le gustaba que lellamaran supersticioso ni le daba mucho créditoa lo que decían, por supuesto. Entonces continuó:

–Quiero decir que tal vez podía leer mispensamientos y, además, sabía qué vientos ibana soplar. Pero quiero creer que lo hemos dejadoatrás de una vez para siempre. Según miscálculos, debería avanzar hacia el norte entre los

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setenta y cinco y los ochenta grados este paraencontrar el monzón del suroeste. En realidad,estaría seguro de eso si no fuera por una cosa.

–¿Qué cosa? Dime.–Pues el hecho de que él sabe adonde nos

dirigimos, sin olvidar que le hemos destrozadolos botes.

–Perdone, señor -dijo Grant mientras cruzabala cubierta-, pero me mandaron a decirle aldoctor que Larkin se ha puesto mal otra vez.

No era necesario que le mandaran. Los gritosque daba el oficial de derrota en su cabina,donde yacía atado, se oían claramente en elalcázar a pesar del aullido del viento.

–Iré a verle enseguida -dijo Stephen.Jack empezó a caminar de nuevo moviendo

de un lado a otro la cabeza con aire melancólico.Y diez minutos más tarde, el serviola gritó:

–¡Barco a la vista! ¡Cubierta! ¡Barco a lavista!

–¿Dónde? – gritó Jack, olvidándose porcompleto de Larkin.

–¡Por el través de estribor, señor! ¡Gavias ala vista!

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Jack le hizo una señal con la cabeza aBabbington y éste subió apresuradamente hastael tope con un telescopio. Unos momentosdespués, su voz llegaba abajo y propagaba elalivio por todo el barco, donde los hombrespermanecían atentos y silenciosos.

–¡Cubierta! ¡Un ballenero, señor! ¡Direcciónsureste!

El despensero de la sala de oficiales, que sehabía detenido en la media cubierta al oír elprimer aviso, siguió su camino. Entonces, alpasar junto al infante de marina que hacíaguardia delante de la cabina del oficial dederrota, le dijo:

–No es el barco holandés, compañero.¡Alabado sea Dios!

Al otro lado de la puerta, Stephen le dijo aHerapath:

–Así. Eso le calmará. Por favor, coja elembudo y venga conmigo. Tomaremos una tazade té en mi cabina. No hay duda de que nosmerecemos una taza de té.

Herapath fue con Stephen, pero no se quedóni bebió té. Le dijo, tratando de esquivar su

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mirada, que tenía mucho trabajo que hacer y quele rogaba que le disculpara.

Stephen escribió en su diario:Pobre Michael Herapath. Sufre mucho.

Conozco la marca del desengaño demasiadobien para confundirla. Ésa es la marca deldesengaño provocado por una mujer. Quizádebería darle un poco de mi láudano para que secalme hasta llegar a El Cabo.

Puesto que los marineros de un ballenero nopodían ser reclutados forzosamente, su capitánno era reacio a detenerse y a hablar con elcapitán de un navío de guerra británico. Desde elLeopard gritaron: «¿Qué barco? ¿Qué barcova?». La respuesta que llegó del ballenero fueque era el Three Brothers y que procedía delTámesis y se dirigía al océano Pacífico. La últimaescala la había hecho en El Cabo, y, según sucapitán, no habían visto ni un solo barco desdeque habían salido de False Bay.

–¡Venga a beber una botella! – gritó Jackentre el rumor del viento y las aguas grises yturbulentas.

Las palabras del capitán del ballenero fueron

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como un bálsamo para él, porque acabaron conla vieja duda, o más bien superstición, que lehacía mirar constantemente hacia barloventopara comprobar si había en el horizonte unamancha blanca, lo que probaría, en contra detodos sus cálculos, que estaba allí el endiabladoWaakzaamheid. Se sabía que los ballenerostenían la vista más aguda que todos los demásmarineros, pues para ganarse su sustento teníanque distinguir chorros de agua incluso a grandistancia, entre furiosas olas y bajo un cielocubierto de nubes, y en sus barcos siemprehabía algunos de ellos en los topes de los palosvigilando atentamente, así que el brillo de unasgavias lejanas no podía haberles pasadodesapercibido durante el día ni durante las cortasnoches de luna de aquella estación.

El capitán del Three Brothers subió a bordo ybebió y habló de la persecución de las ballenasen aquellas aguas casi desconocidas. Él no lasconocía mejor que la mayoría de los marinos,pero había hecho tres viajes a través de ellas y ledio a Jack una valiosa información sobreGeorgia del Sur, la cual le permitió corregir en el

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mapa la posición de los fondeaderos de esainhóspita isla, que el Leopard podía utilizar sillegaba alguna vez a los 54°S, 37°O, y, además,sobre otros islotes que se encontraban enaquella vasta zona del océano cercana al polosur. Pero a medida que traían más botellas llenasy se llevaban las vacías, el capitán empezó adecir disparates. Habló del continente que seencontraba alrededor del polo y dijo que eraindudable que había oro allí y que pensaba llevarla mena como lastre del barco. Rara vez unmarino creía que había cumplido con suobligación si dejaba que sus invitados se fueransobrios, pero Jack sintió una gran satisfaccióncuando vio al capitán del ballenero subir a subote. Dijo adiós al Three Brothers, deseándoleun feliz regreso y enseguida se puso a trazar suruta hacia El Cabo. El Leopard, describiendo unapronunciada curva y haciendo saltar la espumahasta el combés, derivó y se situó con el vientopor la aleta de babor y luego empezó a navegarcon rumbo norte, con las mayores desplegadas ylas gavias arrizadas. La cubierta estabainclinada como un techo de moderada pendiente

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y el pescante de sotavento estaba cubierto por laespuma que se deslizaba con rapidez desde laamura. Tenía la proa dirigida hacia un lugardonde había mal tiempo, donde había una masade nubes bajas de la que salían relámpagos yráfagas de lluvia. Hacía mucho frío y el agua quesaltaba hasta la cubierta, al chocar con la velamayor, salpicaba la cara del capitán. Pero él notenía frío, no sólo porque se había untado grasade ballena y se había puesto su gruesa chaquetade lana sino también porque sentía una gransatisfacción. Continuó dando paseos, con lasmanos tras la espalda, contando con los dedoslas veces que se daba la vuelta. Quería llegarhasta mil antes de irse abajo. Cada vez quegiraba, miraba hacia el cielo y luego hacia elmar. El cielo tenía colores diversos: al sur estabaazul y blanco, con una mancha de color acero enel horizonte; al oeste estaba cubierto pornubarrones grises; y al este y al norte estabatotalmente negro. Y, por supuesto, también el martenía colores diversos, pero de tonos diferentes,que iban desde el azul claro hasta el negro,pasando por todos los matices del gris. Además,

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el mar estaba jaspeado de blanco, pero no porreflejo del blanco del cielo sino por la espumaque formaban las olas y que habían formadotormentas anteriores y ahora era arrastrada porel viento. Las grandes olas elevaban el navío yvolvían a bajarlo a un ritmo lento, de modo que aveces Jack veía el horizonte a tres millas y otrasel océano le parecía un enorme disco, pues sóloveía sus frías aguas, agitadas y desiertas,extenderse a lo largo de interminables millas.Aquel elemento en que solía sentirse como encasa ahora era verdaderamente inhóspito.

En un punto de la superficie de su menteexistía la preocupación por el infeliz oficial dederrota. Las anotaciones que había en sus libroseran muy confusas y las de las últimas semanaseran, además, incompletas. Una de lasobligaciones de Larkin era llevar la cuenta de lostoneles de agua que se gastaban en el Leopard,pero por sus notas desordenadas y susgarabatos Jack no pudo saber cuál era lasituación en esos momentos, así que tendría quebajar a la bodega con el encargado de ésta ygolpear los toneles y abrir las espitas. No iba a

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pedirle a Grant que lo hiciera, porque ahora elprimer oficial estaba de guardia. Grant no era unhombre de buena voluntad ni con deseos dedespertar simpatías sino un hombre hosco ymalhumorado que en vez de acceder a hacer loque se le pedía con urgencia, siempre se negabacon alguna excusa, a la que acompañaba dereproches y quejas. Era un maldito cabrón, peroun buen marino, eso había que admitirlo. Jackpensó en Bligh y en su mala reputación.

«Antes de juzgar a un capitán -pensó cuandohacía el giro número setecientos-, hay que teneren cuenta a quiénes debe mandar.»

El propio Jack le había hablado a Grant enunos términos que habrían justificado que lellamaran turco blasfemo. Nunca había perdido losestribos, pero cuando Grant había interferido enel cumplimiento de sus órdenes en relación conla vela de capa, él había hablado muyclaramente.

Dio un giro, el número setecientos uno, y sevolvió hacia popa. Entonces oyó exclamaciones yvio caras asombradas y manos que señalaban.

–¡Señor, señor! – gritaron a la vez Turnbull,

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Holles y el timonel.Y desde el tope llegaron enseguida los gritos:–¡Barco a la vista! ¡Cubierta! ¡Cubierta!Giró en redondo, y allí, al oestenoroeste, a

barlovento, vio el Waakzaamheid rodeado poruna pálida luz, emergiendo de una oscura franjade lluvia. Ya no era una posible amenaza en ellejano horizonte, ahora podía verse su casco,ahora estaba a menos de tres millas dedistancia.

–¡Timón a babor! – ordenó Jack-. ¡Arriar lacangreja! ¡Quitar rizos! ¡Largar la juanete deproa!

El Leopard viró en redondo, girando sobre lapopa, y lo hizo tan rápidamente que el perro deBabbington saltó por los aires y fue a chocarcontra una carronada. Los marineros seapresuraron a amarrar las candalizas, las brazas,las escotas y las amuras y enseguida el navíoempezó a seguir su nuevo rumbo con el viento enpopa.

El Waakzaamheid y el Leopard se habíanvisto casi al mismo tiempo, y en ambasembarcaciones se desplegaron las velas tan

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rápido como pudieron moverse los marineros. Enel Waakzaamheid se soltó la juanete mayor en elmomento en que iban a cazar sus escotas, y lavela se extendió hacia delante ondeando, lo quehizo perder los estayes al navío.

«Esta vez va en serio, así que tenemos quenavegar a toda vela», pensó Jack.

Pero los mástiles del Leopard no podíanllevar ni un pedazo de lienzo más, por pequeñoque fuera, sin caer por la borda. Jack tanteó lasburdas y negó con la cabeza. Luego miró haciaarriba, hacia los mastelerillos y volvió a negar conla cabeza, pensando que no era convenienteponerlos sobre cubierta en esa situación.

–Díganle al contramaestre que venga -ordenó.

El contramaestre fue corriendo a popa.–Señor Lane, lleve espías y guindalezas a los

topes.El contramaestre, un hombre moreno

perpetuamente malhumorado, abrió la boca,pero la expresión del capitán transformó suscomentarios en un: «Sí, sí, señor». Después sefue abajo, llamando con el silbato a sus

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ayudantes.–Probemos con la juanete mayor, señor

Babbington -dijo Jack cuando el navío, tomandotodo el viento posible, había alcanzado una granvelocidad.

Los marineros subieron a lo alto de la jarcia,se deslizaron por la verga y largaron la vela. Laverga subió, el mástil crujió y las burdas setensaron aún más, pero el estupendo lienzoresistió y la velocidad del Leopard aumentóperceptiblemente. Jack miró hacia atrás, porencima de la profunda estela y vio el navío desetenta y cuatro cañones un poco más lejosahora. «Hasta ahora todo va bien», pensó.Luego, dirigiéndose a Babbington, dijo:

–No obstante eso, cargue la vela.Probaremos otra vez cuando el contramaestrehaya terminado su trabajo.

La maniobra parecía funcionar. El Leopardaumentaba poco a poco la velocidad y le llevabauna pequeña ventaja al Waakzaamheid con elvelamen que podía soportar en esos momentos,mientras que éste podía soportar muy bien elsuyo, sobre todo con ese viento y en esas aguas.

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Sin embargo, Jack no quería avanzar más haciael sur, donde el viento del oeste era aún másfuerte.

Después de una hora hizo rumbo al este.Inmediatamente el Waakzaamheid viró paraseguirle, describiendo la misma curva que elLeopard, y ganó más velocidad de la que Jackdeseaba, al mismo tiempo que largaba unacuriosa vela en forma de triángulo, parecida auna monterilla invertida, que iba desde lospenoles de la verga juanete mayor hasta eltamborete.

«Ahora no es momento para bromear»,pensó Jack. La forma en que cambiaba derumbo el Waakzaamheid demostraba una granpericia, pero a pesar de eso, él volvió a situar elLeopard de modo que tuviera el viento por popa,un viento del oestenoroeste con tendencia a rolaral norte. Miró hacia el tope del trinquete, dondeLane y sus ayudantes trabajaban duramente,sujetos a las pocas cosas a que se podíanagarrar allí, mientras el viento estiraba suscoletas y las empujaba hacia proa, y entonces,alzando la voz, dijo:

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–Señor Lane, ¿quiere que le lleven su coy ahíarriba?

Si el contramaestre respondió algo, suspalabras fueron ahogadas por las ochocampanadas de la guardia de tarde, a las quesiguieron las tareas rituales. Lanzaron lacorredera, tan lejos de la enorme estela comoera posible, y el carretel dio vueltas y el suboficialgritó: «¡Parar!». Entonces el guardiamarinainformó: «Justamente doce, con su permiso».Luego el oficial de guardia lo anotó en su tablilla.Y por último, el carpintero informó: «Trespulgadas de agua en la sentina, señor».

–¡Ah, señor Gray, estaba a punto demandarle llamar! – exclamó Jack-. Pongacuarteles en la cabina, por favor, pues no quieroque se me mojen las medias si hay fuertemarejada esta noche.

–Cuarteles, sí, señor. No hay nada másmolesto que tener las medias mojadas.

Gray era un hombre muy viejo y parlanchín yun excelente marino.

–¿Cree que habrá fuerte marejada, señor?En realidad, podría considerarse que había

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fuerte marejada desde hacía mucho tiempo,porque el Leopard cabeceaba como un caballocerrero, la espuma saltaba sobre la proa y unasolas enormes pasaban junto al costado de popaa proa, lanzando penachos de agua, y además,porque tenía el viento por popa y, sin embargo,ellos tenían que hablar a gritos, lo cual no ocurríacon ese viento si había buen tiempo, pero ahoraestaban en la zona de los cuarenta grados delatitud y allí no tenía importancia esa marejada nihabía nunca buen tiempo.

–Me temo que sí. Mire el resplandor que haya sotavento, señor Gray.

El carpintero miró y frunció los labios. Luegomiró hacia atrás para ver el navío holandés yvolvió a fruncirlos. Entonces murmuró:

–¿Qué otra cosa podríamos esperar sitenemos una bruja a bordo? Pondré los cuartelesenseguida, señor.

–Y bolsas en los escobenes.Así siguieron navegando hasta que terminó

de caer la arena de la ampolleta del reloj.Cuando sonaron las campanadas, Jack fue hastala toldilla, se agachó detrás del coronamiento y

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observó el Waakzaamheid por el telescopio. Enel momento que enfocó el castillo se sorprendió,pues en el objetivo apareció el capitán holandés,que parecía mirarle. No tenía duda de que era él,pues ya conocía bien la figura alta y robusta desu enemigo y su forma de erguir la cabeza. Sinembargo, en vez de llevar su habitual chaquetaazul, ahora tenía puesta una negra. Jack pensó:«No sé si eso es un hecho casual o si se debe aque hemos matado a algún pariente suyo oincluso a su hijo. ¡Ojalá que no!».

El navío de setenta y cuatro cañones ganabavelocidad poco a poco. Aún la luz era muy fuerte,porque las tardes eran mucho más largas enaquellas latitudes y los dos barcos ya se habíanapartado de aquella zona que tenían al nortedonde el cielo estaba siempre encapotado, yJack pudo ver qué tipo de vela era aquel curiosotriángulo y otro que había en la verga juanete deproa. Eran velas de capa suspendidas por laamura.

–Con su permiso, señor -dijo elguardiamarina Hillier-. De parte delcontramaestre, que todo está preparado y que si

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puede ayudarle una brigada.Tenía que ser una excelente brigada. El

objetivo de Jack era, ni más ni menos, reforzarlos mástiles para que pudieran soportar la granpresión que hacía el velamen cuando senavegaba viento en popa, y para conseguirlohabía ordenado colocar guindalezas paracomplementar las burdas y transferir al cascoesa presión. Pero para tensar los gruesos cabosde forma que pudieran cumplir su función, eranecesaria una fuerza extraordinaria. Una vez,cuando él era tercero de a bordo en el Theseuslargaron la vela mayor a toda prisa parabarloventear y el viento del suroeste era tanviolento que fue necesaria la fuerza dedoscientos hombres para lograr cazar lasescotas. No disponía ahora de doscientoshombres hábiles y fuertes, pero sí de un pocomás de tiempo que el capitán del Theseus, quetenía el arrecife a sotavento.

Pero no había tiempo que perder, porque elnavío de setenta y cuatro cañones estaba apenasa tres millas de distancia y podría alcanzarle ensólo cinco minutos. Y sobre todo ese no era

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momento para arriesgarse a cometer errores: lapérdida de un mástil en aquellas aguassignificaba la destrucción.

–¡Lleven las poleas a los pescantes! – dijo envoz alta y clara-. ¡Tirar del cabo hacia atrás,pasarlo por la pasteca y atarlo a la última cabilla!¡Rápido, rápido! ¡Cuidado con la pasteca, Craig!

Todo volvió a quedar en orden después decinco minutos de confusión, durante los cualesalgunos ayudantes del contramaestre casillegaron a ahogarse en los pescantes y volvierondesordenadamente a la cubierta y todos lostripulantes del barco se aglomeraron en elcombés y los pasamanos y cogieron losdelgados cabos de las poleas que producirían eldesplazamiento horizontal y triplicarían su fuerza.

–¡Silencio de proa a popa! – ordenó Jack-.¡Los de estribor tirarán de los cabos con fuerzacuando dé la orden! ¡Tensarlos como una bolina!¡A la una, a las dos, tirar! ¡Preparados los debabor! ¡A la una, a las dos, tirar!

Continuaron halando desde ambos lados.Las guindalezas recibían fuertes tirones desdelos pescantes de popa y desde las pastecas de

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proa y el grado de tensión de todas aumentabapor igual. Los dos pares de guindalezas sefueron estirando cada vez más, mientras lasfuerzas se mantenían en perfecto equilibrio, hastaque quedaron tensas como si fueran de hierro -cuando las notas que el viento emitía al pasarjunto a cada una de ellas tuvieron el mismo tono-aumentando extraordinariamente la firmeza delos mástiles.

–¡Amarrar! – dijo Jack finalmente-. ¡Bienhecho, muchachos! ¿Está preparado, señorLane?

–Preparado, señor.–¡Soltar! ¡Arriba la juanete mayor!La verga subió y el mástil resistió su presión

sin crujir. El cabeceo del Leopard se hizo másfuerte debido al aumento de la velocidad.Enseguida siguió la cebadera, y entonces, paraevitar que el barco se hundiera demasiado,arrizaron la vela mayor, pues así el viento llegabadirectamente a la trinquete. A partir de entonces,el barco se deslizó con más suavidad, a unavelocidad obviamente mayor que la delWaakzaamheid -a pesar de que en el navío

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holandés habían quitado los rizos del velacho- ysin aminorarla en ningún momento.

Los dos barcos surcaban las aguas agitadasy desiertas a toda velocidad, bajo un cielodespejado, al final de la tarde. El primero queperdiera un palo o una vela importante sería elperdedor aquella noche. Ahora el sol se ponía, ydentro de una hora y cuarenta minutos saldría laluna llena. Con toda probabilidad, el resplandorcrepuscular y la brillante luz de la luna lesimpediría alejarse sin ser vistos, pero a pesar deeso, Jack situaría el barco con el viento uno odos grados por la aleta con el fin de que losfoques y las velas de estay de proa semantuvieran hinchadas y le permitieran ganarmedio nudo o más. Y tras meditarlo bien, llegó ala conclusión de que luego podrían bajar loscoyes para que los hombres de la guardia debabor durmieran, aunque con la ropa puesta porsi había alguna emergencia, pues no teníasentido obligarles a que permanecieran en suspuestos, tras las portas cerradas, temblando defrío. Si llegaban a una situación crítica, eso seríabastante más tarde, tal vez cuando hubieran

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avanzado mucho más hacia el este. Antes deque llegara, ya habrían navegado cuarenta y ochohoras más.

En la oscura cabina encontró a Stephen conel violonchelo entre las rodillas y una sopera a unlado.

–Judas -dijo Stephen, levantando la tapa ymostrando el interior vacío.

–Nada de eso, amigo mío. Están cocinandomás cosas, pero no te las recomiendo. Tesentaría mejor un vaso de agua con unas pocasgotas de vino, muy pocas gotas, y una galleta.¿Por qué te la comiste toda? ¿Por qué nodejaste ni una sola gota?

–Es que pensé que tenía más necesidad deella que tú porque mi trabajo es más importanteque el tuyo: tu trabajo está relacionado con lamuerte, el mío con la vida. La señora Boswellestá de parto y creo que esta noche o mañanatendrás un nuevo tripulante.

–Apuesto diez a uno a que es otra… mujer -dijo Jack-. ¡Killick! ¡Killick!

Sirvieron más sopa, chuletas calientes, unajarra de café y un trozo de pudín de pasas duro.

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–¿Crees que esto durará mucho? – inquirióStephen mientras las graves notas salían delviolonchelo.

–La persecución por popa es muy larga -respondió Jack.

–¿Crees que ésta lo es?–Indudablemente. El navío holandés sigue

nuestra estela. Está justamente por popa.–Y por lo que parece es una persecución

incansable y enconada. Así que ésta es unapersecución por popa… Bueno, tengo quedecirte que el feto se presenta de nalgas, así quetambién el parto será muy, muy largo. Creo quetanto tú como yo trabajaremos duro esta noche,así que permíteme que pida más café.

Stephen trabajó muy duro, pues no tenía losfórceps adecuados ni mucha experiencia comocomadrón, pero se tumbó en el coy y se durmióprofundamente en cuanto Jack subió a cubiertacon el fin de cambiar el rumbo -dirigiéndose alsur porque el capitán holandés creía que sedirigiría al norte- y de observar un rato a superseguidor a la luz de la luna. El fofoque y lasvelas de estay de proa estaban muy hinchadas y

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el Leopard viró con facilidad. El navío de setentay cuatro cañones se encontraba a cuatro o cincomillas de distancia ahora. Sus hombres noadvirtieron que el Leopard había cambiado elrumbo hasta algún tiempo después y no largaronlas velas de proa hasta que éste se habíaseparado casi una milla más.

Stephen se despertó descansado, a pesar deque mientras dormía había oído chocar el aguacontra los cuarteles. Por esa razón, cuando subióa cubierta no le sorprendió ver que el viento eramás intenso y el mar estaba más agitado. Laluna, fría y brillante, iluminaba las enormes olasque iban hacia el este formando una larga fila,separadas a bastante distancia unas de otraspor profundos senos. Ahora las enormes yrizadas crestas blancas chocaban contra elcostado de sotavento y el sonido del viento habíasubido media octava de tono.

Si la situación empeoraba, y a juzgar por elaspecto del cielo por el oeste y por la intensidaddel viento, seguramente iba a empeorar, Jacktendría que volver a situar el Leopard con elviento por popa, pues si las olas golpeaban el

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barco con más fuerza por la aleta lo desviaríande su rumbo. El Waakzaamheid estaba casi a lamisma distancia todavía, pero eso no duraría.

Se sucedieron las campanadas de la guardiade prima, y al final de ella todavía seguíannavegando uno tras otro, sin haber tocado ni unaescota ni una amura: la persecución era,indudablemente, incansable y enconada. Cuandosonaron las ocho campanadas y se encontrabanen cubierta los hombres de los dos turnos deguardia, Jack mandó arriar la cebadera, poner laverga de proa a popa y largar el contrafoque,haciendo que el barco cayera otro grado. Tal vezésa era su última oportunidad de hacerlo, porqueel aire se había llenado de salpicaduras de aguay el barco navegaba a una velocidad que élnunca hubiera imaginado que podría alcanzar,una velocidad que no hubiera podido alcanzar sino se hubieran atado esas guindalezas a lostopes. Sin embargo, ya el barco no tenía unmovimiento agradable sino que dabaespantosos tirones. Y ahora el viento soplabacon enorme fuerza.

Hora tras hora iban acercándose a la guardia

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de alba, y hora tras hora el viento ibaaumentando de intensidad. Dos veces, justodespués de las siete campanadas, el Leopardestuvo a punto de recibir un golpe de mar por lapopa. Las gigantescas olas ya no avanzabanunas tras otras sino en desorden. Volvieron asonar ocho campanadas y Jack situó el barcocon el viento por popa y mandó arriar las velasde estay. Era imposible obtener una lecturaprecisa con la corredera, ya que el viento llevabala barquilla hacia la proa. Y ahora el carpinteroinformó que había dos pies de agua en lasentina. Había entrado mucha agua por loscostados, pues el Leopard había navegadohaciendo mucha presión sobre las aguas, ytambién por las escotillas de la cubierta, a pesarde los cuarteles, y por los escobenes, a pesar delas bolsas.

El sol salió sobre un mar furioso. Las olaslanzaban hacia delante sus crestas y rompían,cubriendo todo de espuma de un lado a otro delhorizonte, excepto el fondo de los senos, loscuales eran ahora más profundos. Por todaspartes el viento hacía saltar la espuma y gotas y

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chorros de agua y los impulsaba hacia delanteformando un velo gris que oscurecía el aire.

El Waakzaamheid se encontraba a dosmillas de distancia. Ahora la marejada era tanfuerte que era mucho más peligroso navegar,pues en los senos o valles que se formaban entrelas olas el Leopard se quedaba casi inmóvil, y enlas crestas el viento lo empujaba con toda sufuerza y podía derribar los mástiles o hacer quelas velas se desprendieran de las relingas. Y loque era peor, el Leopard perdía velocidad y, sinembargo, necesitaba mucha para resistir elembate de las olas y evitar recibir un golpe demar por la popa, lo que con toda probabilidad loharía virar a barlovento y quedar situado con elviento por el través, expuesto a ser volcado por laola siguiente.

Ésa no era la marejada más fuerte que Jackhabía visto. La situación estaba lejos deparecerse al caos total que se había producidocuando una tormenta había durado diez díasconsecutivos -con enormes olas que chocabanunas con otras a lo largo de mil millas y seelevaban a la altura de una montaña y después

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rompían con gran estruendo- pero todo indicabaque terminaría siendo bastante parecida. Por suparte, el Waakzaamheid demostraba que unbarco más grande tenía una posición másventajosa. Por el hecho de tener los mástiles másaltos y mucho más peso, perdía menos velocidadcuando el viento le daba menos impulso. Ahorase encontraba a poco más de una milla dedistancia y ya había arriado aquellos curiosostriángulos, o tal vez los había perdido.

Un albatros pasó junto al costado de estribory luego se alejó volando con el viento en contra ycruzó con rapidez la estela, recogiendo algo a supaso. Y fue entonces, al ver sus brillantes alas,cuando Jack se dio cuenta de que la espumatenía un color amarillento. Aunque tenía elpensamiento concentrado en el barco y lasinnumerables fuerzas que actuaban sobre él,prestó atención al ave y se asombró de ver quecontrolaba a la perfección el movimiento de susalas de doce pies, que le permitieron subir sin elmenor esfuerzo y descender hasta la superficiedel mar describiendo una suave curva. «Megustaría que Stephen pudiera…», estaba

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pensando cuando el Leopard subía a la cresta deuna ola, pero fue interrumpido por un crujido quese oyó en la proa, al que siguió el ruido del lienzoal rasgarse. El velacho se había roto.

–¡Cargarlo, cargarlo! – gritó, pensando enque era posible salvarlo-. ¡Tirar de las drizas!¡Arrizar la gavia mayor!

Empezó a correr hacia proa llamando alcontramaestre. No era el contramaestre sino susayudantes y Cullen, el marinero encargado de lacofa del trinquete, los que estaban junto al mástil.Aseguraron el velacho, la verga bajó un poco y elbarco descendió diagonalmente entre la espumade la cresta. Al tener la gavia mayor arrizada, elLeopard pudo situarse con las olas por popadespués de unos segundos de vacilación, pero lagavia estaba demasiado inclinada hacia atráspara impulsarlo como era necesario. Ahora,puesto que no tenía una gran velocidad, podríadejar de responder al timón.

Aún tenían la posibilidad de envergar otrovelacho.

–¡Díganle al contramaestre que venga! –gritó.

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El contramaestre llegó por fin. Estababorracho, no borracho como una cuba pero losuficiente para incapacitarle para trabajar.

–¡Váyase! – le ordenó Jack.Luego se volvió hacia el ayudante del

contramaestre con mayor experiencia y le dijo:–Arklow, adelante. El velacho número dos y

los mejores cabos que tengamos en el pañol.Hubo una lucha muy dura en la verga, una

lucha muy dura y larga, contra el lienzo que semovía violentamente, pero los hombres lograronenvergar la vela por fin y bajaron a la cubierta.Tenían las manos ensangrentadas y parecía quehabían sido azotados.

–Vayan abajo para que les venden las manos-dijo Jack-. Y díganle al ayudante del contadorque he ordenado darle a cada uno un vaso dewhisky y algo caliente.

Inclinado sobre la borda, con los ojosentrecerrados para protegerlos de lassalpicaduras de agua, Jack vio que elWaakzaamheid se encontraba ahora a milyardas. Se encogió de hombros, pues pensabaque ningún barco, ni siquiera un navío de primera

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clase o un navío español de cuatro puentes,podría usar las baterías de los costados con esamarejada.

–Señor Grant -dijo-, mande colocar lasbombas, porque tenemos dificultades paramaniobrar.

Entonces miró hacia el nuevo velacho, queestaba tenso como un tambor, y luego también élbajó para comer algo.

Killick parecía leerle el pensamiento, como elcapitán holandés, porque entró en la oscuracabina con una cafetera y un montón desándwiches de jamón cuando Jack estabacolgando su impermeable para pasar a ella. Jackse sentó sobre una taquilla que estaba al lado delcañón de estribor. No entraba ni un rayo de luzpor las ventanas de popa, ya que los cristaleshabían sido sustituidos por gruesas tablas eincluso la claraboya estaba tapada con unpedazo de lona alquitranada.

–Gracias, Killick -dijo, después de comer conavidez el primer bocado-. ¿Alguna noticia departe del doctor?

–No, Su Señoría. Sólo se oyen aullidos, y el

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señor Herapath los resiste mal. Pero, como yodigo siempre: las cosas tienen que empeorarpara poder mejorar.

–Por supuesto, por supuesto -dijo Jackpreocupado.

Entonces se puso a comer los sándwiches, yaunque el pan estaba duro le parecía bueno.Masticaba lentamente, y mientras tanto pensabaen las mujeres y en su ardua tarea en la vida, enla maldición de Eva, en Sophie, en sus hijas, quecrecían con rapidez… Sus pensamientos fueroninterrumpidos por el fuerte crujido de un trozo demadera al desprenderse, al cual siguieron unchorro de espuma, un raudal de luz y una bala decañón. Miró por el agujero que se había abiertoen el cuartel y vio un fogonazo en la proa delWaakzaamheid. Aunque no podía distinguirseningún sonido en medio de aquel estruendo y elhumo se disipaba inmediatamente, no habíaduda de que el navío de setenta y cuatro cañoneshabía empezado a hacer fuego con sus cañonesde proa, apuntados con precisión desde lasportas de las amuras, y que un afortunadodisparo había dado en el blanco y había

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destrozado su taza de café… Una posibilidadentre un millón.

–¡Killick, otra taza! – gritó mientras se llevabalo que quedaba del desayuno al comedor de lacabina-. Y dile a Astillas que venga.

«No esperaba esto hoy», se dijo. Sabía queel objetivo de la guerra era destruir al enemigo yhabía visto barcos franceses totalmentedestrozados en combates entre dos flotas, perocuando sólo combatían dos barcos, lo quegeneralmente se intentaba era capturar alenemigo. Esperaba que el navío de setenta ycuatro cañones le diera alcance a su barco y loapresara, o intentara apresarlo, cuando el tiempomejorara. Con esa marejada no había ningunaposibilidad de capturarlo, así que la intención delcapitán holandés sólo podía ser una: matar. Enesas condiciones, un combate tendría comoconsecuencia la destrucción del primer barcoque perdiera un mástil o una vela de vitalimportancia y, por tanto, el control de susmovimientos, y también la muerte de todos sustripulantes. «Es un tipo sangriento, por lo queveo», pensó.

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A pesar de que no permaneció mucho tiempoabajo, cuando volvió a cubierta las cosas habíancambiado extraordinariamente. El viento nohabía aumentado de intensidad sino que estabaamainando, mientras que las olas eran muchomás altas. El barco se movía con muchadificultad, sobre todo cuando se elevaba, aunquelas bombas echaban el agua a chorros por laborda. Tendría que arriar el foque porque loestaba empujando hacia abajo, y, de todosmodos, la botavara estaba arqueada.

–Señor Grant, vamos a arriar el foque y aaferrar en calzones la vela mayor.

–Sin duda, señor… -empezó a decir Grant,que parecía más viejo ahora, pero no continuó.

Ahora el Leopard tenía tendencia apermanecer en los senos formados entre lasolas, ya que el impulso del viento era menor, perotodavía tenía tanta velocidad que era posiblemaniobrar con facilidad y evitar los golpes demar por la popa. Jack formó una brigada concuatro marineros de primera para que llevaranjuntos el timón. Había mayor peligro cuandoestaba en las crestas, cuando el viento lo

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empujaba con toda su fuerza, y en otrascircunstancias Jack hubiera arrizado el velacho eincluso otras velas y sólo hubiera llevadodesplegado el velamen suficiente para quesiguiera moviéndose, pero el Waakzaamheidcontinuaba acercándose y él no se atrevía aarriar más velas. Tampoco podía volver a izar elfoque. Si las cosas seguían así, tendría quecompensar la falta de impulso con la disminuciónde la carga, tendría que tirar por la borda, conayuda de las bombas, toneladas y toneladas deagua dulce que estaban almacenadas en labodega. El Waakzaamheid se encontraba amedia milla de distancia. Jack vio dosfogonazos, pero no vio dónde hicieron impactolas balas, que se perdieron entre los blancosremolinos.

Recorrió todo el barco, dando rápidaszancadas cuando iba hacia proa, pues el vientole empujaba, y luchando contra éste cuando ibahacia popa. Comprobó que todo estaba en tanbuenas condiciones como era posible en aquellasituación y advirtió que no había ningunaposibilidad de que hubiera cambios en el

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velamen hasta dentro de algún tiempo, al menos,cambios voluntarios. Entonces mandó buscar aMoore, a Burton y a los mejores artilleros.

–Señor -le dijo Grant cuando se iba delalcázar-, el Waakzaamheid ha empezado adisparar.

–Eso me parece, señor Grant-dijo Jack,riéndose-. Pero a este juego pueden jugar dos,¿sabe?

Le sorprendió que el primer oficial no lerespondiera con una sonrisa, pero ése no eramomento para preocuparse de su humor, así quese encaminó a la cabina seguido del grupo.

Destrincaron los cañones y quitaron loscuarteles. Entonces miraron hacia afuera y vieronformarse un arrecife de agua verde oscuro acincuenta yardas de distancia, al borde de laestela del Leopard, y vieron cómo se elevabahasta ocultar el cielo y luego se acercaba a elloscon rapidez. La popa del Leopard subió y subió yla enorme ola pasó suavemente por debajo de labovedilla. A través de la espuma que flotaba enel aire, podía verse el Waakzaamheiddescendiendo con rapidez por la pendiente de

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una ola.–Cuando guste, señor Burton -le dijo Jack al

condestable-. Un agujero en el velacho podríaprovocar que se partiera en dos.

El cañón de babor rugió y enseguida lacabina se llenó de humo. La bala no hizo ningúnagujero ni tampoco dio en el blanco. Jack, aestribor, ya tenía el navío holandés en la mira.Elevó un poco el cañón y tiró de la rabiza. Noocurrió nada: la espuma había empapado lallave.

–Una mecha -pidió Jack.Pero cuando tuvo la mecha encendida en la

mano, el Waakzaamheid estaba más bajo, fueradel alcance del cañón. Y desde allí abajo, desdeel seno formado entre las olas, disparó. Pudieronverse los fogonazos a lo lejos, y cuando yahabían dado en el blanco dos balas, la montañade agua verde grisácea volvió a separarlos.

–Si me lo permite, señor, le sugiero que useun cigarro -dijo Moore-. Uno puede mantenerloen la boca.

Ahora realizaba las funciones de lampacero yayudante del jefe de la brigada de artilleros.

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Estaba envuelto en un impermeable, con lacabeza a sólo seis pulgadas de la de Jack, y yano tenía aspecto de infante de marina salvo porsu cara roja y el pañuelo que asomaba pordebajo de su barbilla.

–Excelente idea -dijo Jack.Y mientras esperaba a que el Waakzaamheid

saliera del seno y volviera a aparecer, Mooreencendió un cigarro con la mecha.

El Leopard empezó a elevarse, el navíoholandés apareció entre la blanca espuma deuna cresta y ambos hicieron fuego al mismotiempo. Los cañones retrocedieron con granfuerza y los artilleros los limpiaron, los cargaron yvolvieron a sacarlos con gran rapidez sin decir niuna palabra, sólo dando gruñidos. Otradescarga. Esta vez Jack vio cómo la bala de sucañón, que parecía un punto negro entre lasbrillantes salpicaduras de agua, seguía latrayectoria esperada. No supo si dio en elblanco, pero al menos la trayectoria eraadecuada, aunque quizás un poco baja. Ahoraestaban ellos en la cresta de una ola y la cabinase llenó de aire mezclado con agua, un aire

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irrespirable, pero los artilleros, calados hasta loshuesos, siguieron trabajando sin pausa.

El barco bajaba y bajaba por la pendiente dela ola, rodeado de blanca espuma, con loscañones fuera, esperando para disparar.Atravesó la hondonada y volvió a subir por el otrolado.

–He visto saltar la espuma… -dijo Moore-. Meparece que una de sus balas ha caído a unasveinte yardas de la aleta de estribor.

–A mí también -dijo Burton-. Ese maldito zorrointenta destruir el timón, abordarse con nosotrosy entonces disparar una andanada.

El Waakzaamheid estaba en una cresta otravez. Jack vació el cuerno con la pólvora en elfogón del cañón, poniendo la mano por encimacomo medida de protección, pues tenía entre losdientes el cigarro encendido. Esta vez cadacañón disparó tres veces antes de que elLeopard llegara demasiado alto, perseguido porlos cañonazos del navío holandés. Avanzabanmás y más. Parecían recorrer una ruta sinuosa,deslizándose a gran velocidad, expuestos asalirse de ella al más mínimo movimiento

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inadecuado, a pesar de que las ondulacioneseran suaves. Disparaban alternativamente ydedicaban tanta atención a apuntar y dispararque no notaban la ráfaga de agua que azotaba elbarco en las crestas de las olas. Avanzaban másy más. Y el Waakzaamheid estaba cada vez máscerca.

Babbington estaba allí, a su lado, esperandoa que hiciera una pausa.

–Encárguese usted, Moore -dijo Jack cuandoel cañón retrocedía.

Pasó por encima de la estrellera y entoncesBabbington le dijo:

–Le ha dado a la cofa del mesana… de lleno.Jack asintió con la cabeza. El navío se estaba

acercando demasiado. Ahora tenía el blancomás cerca y el viento favorecía el movimiento delas balas.

–Tire toda el agua, salvo una tonelada. Yvuelva a izar el foque, pero con un tercio en elinterior del barco.

Regresó a su puesto cuando el cañón semovía hacia delante. Había llegado el turno dedisparar del Waakzaamheid y eso fue lo que

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hizo, y sus disparos dieron en la parte superiorde la popa. Los impactos se produjeron cuandoel barco estaba en la cresta de una ola y lehicieron estremecerse fuertemente, y unmomento después el agua verdosa entró araudales por los cuarteles.

–Una puntería increíble con semejantes olas,señor Burton -dijo Jack.

El condestable volvió hacia él su carasudorosa y su expresión adusta se transformó enotra sonriente.

–Bastante buena, bastante buena. Pero meatrevería a jurar que yo también he dado en elblanco hace un momento.

El Leopard avanzó un poco, unas cien yardas,con el impulso del foque. Ambas embarcacionessiguieron la sinuosa ruta, manteniéndosesiempre a la misma distancia. Tenían una extrañaforma de atacar, pues disparaban con furiadurante un tiempo y luego hacían una pausa en laque esperaban a que les dispararan. Y despuésse empapaban en la cresta de una ola, lacubierta se inundaba, la pared de agua losseparaba y toda la secuencia volvía a repetirse.

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No se daban órdenes, no se sujetaban a la férreadisciplina de los artilleros sino que conversabanentre un ataque y otro, alzando la voz porqueestaban ensordecidos por el ruido de loscañonazos. Y apenas les preocupaba correr elriesgo de que las gigantescas olas que teníanjusto delante de sus narices, que a intervalosregulares subían hasta ocultar el sol, golpearan albarco por la popa y lo hicieran virar a barlovento.

Se oyó el terrible grito de uno de los hombresde la brigada de Burton.

–¡Le dimos a una porta! – gritó Bonden, elayudante del jefe de la brigada-. ¡No podráncerrarla!

–Ahora estamos todos en el mismo bote -dijoMoore-. Ahora los holandeses se mojarán la ropacada vez que su barco hunda la proa. ¡Esperoque les guste, ja, ja, ja!

La alegría del triunfo duró poco. Unguardiamarina vino a informar al capitán que elfoque se había desprendido. Dijo queBabbington tenía todo controlado y trataba delargar una vela de capa y que ya habían tirado lamitad del agua.

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Aunque el Leopard tenía menos peso, senotaba la pérdida del foque. El Waakzaamheidse aproximaba, y ahora la enorme montaña deagua sólo les separaba unos segundos. Si elLeopard no aumentaba la velocidad cuandoterminara de tirar toda el agua, habría que tirarlos cañones de la cubierta superior. Era precisohacer cualquier cosa para avanzar con rapidez ypoder salvar el barco. Los disparos eran cadavez más seguidos, los cañones se calentabancada vez más y retrocedían violentamente, yBurton primero y Jack después disminuyeron lacarga.

Más cerca, cada vez más cerca, tan cercaque ahora ambos estaban en la mismapendiente, sin ningún seno que los separara.Hicieron un agujero en el velacho del navíoholandés, pero no se partió en dos, y tresdisparos consecutivos dieron en el casco delLeopard, cerca del timón. Jack se había fumadocinco cigarros y tenía la boca reseca ychamuscada. Estaba mirando por la mira delcañón, esperando el momento en que elWaakzaamheid apareciera en ella, cuando vio

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su cañón de estribor disparar. Medio segundodespués clavó el cigarro en la pólvora y hubo unfuerte estrépito, mucho más fuerte que el rugidode los cañones.

No supo cuánto tiempo pasó hasta que volvióa abrir los ojos. Y cuando abrió los ojos no sabíalo que le ocurría. Estaba tumbado junto almamparo de la cabina y Killick le sujetaba lacabeza mientras Stephen se la cosía. Podíasentir cómo pasaban la aguja y el hilo por sucarne, pero no sentía dolor. Miró a la derecha y ala izquierda.

–Quédate quieto -dijo Stephen.Jack sintió entonces la quemadura y

comprendió todo. El cañón no había estallado,pues Moore lo disparaba. Él había sido apartadodel cañón con brusquedad por un golpe,seguramente causado por un trozo de maderadesprendido. Stephen y Killick estabaninclinados sobre él cuando entró un chorro deagua verdosa. Stephen cortó el hilo y con unavenda húmeda le cubrió las orejas, un ojo y partede la frente y luego preguntó:

–¿Me oyes?

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Jack asintió con la cabeza. Entonces Stephense fue a atender a otro hombre que estabatumbado en el suelo. Jack se puso de pie, secayó y empezó a caminar a gatas hacia dondeestaban los cañones. Killick trató de detenerle,pero Jack le apartó de un empujón. El cañón deestribor ya estaba cargado y Jack cogió laestrellera para ayudar a sacarlo. Moore estabainclinado sobre el cañón, con el cigarro en lamano, y por detrás de él Jack podía ver elWaakzaamheid, a veinte yardas de distancia, ycómo el agua salía a chorros de su enormecasco negro. Jack se apartó instintivamentecuando Moore bajó la mano, pero, como estabaaturdido todavía, se movió con lentitud, y elcañón, al retroceder, le empujó hacia el centrodel barco otra vez. Caminó a gatas entre el negrohumo buscando la estrellera, la encontró por fincuando el humo se disipó y la enganchó. En esemomento se oyeron gritos de alegríaensordecedores en la cabina, pero no entendíapor qué los daban. Miró por los destrozadoscuarteles y vio el palo trinquete del navíoholandés dando bandazos. Luego vio los estayes

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romperse y el mástil y la vela caer por la borda.El Leopard llegó a la cresta de una ola. El

agua verdosa cegó a Jack por unos momentos.Después, a través de la mezcla sangrienta quecaía desde la venda, vio cómo una gigantescaola chocaba contra el Waakzaamheid y cómo elnavío viraba a barlovento y luego volcaba.Durante unos momentos vio el negro cascodando vueltas entre la blanca espuma, al mismotiempo que saltaban por el aire palos y aparejos,y después nada más, sólo la enorme montaña deagua verde grisácea con la cima llena deespuma.

–¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! – exclamó-.¡Seiscientos hombres!

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CAPÍTULO 8Durante todo el día el Leopard navegó sólo

con el velacho desplegado, y durante todo el díael barómetro estuvo subiendo. El viento, que yahabía empezado a amainar antes de que sehundiera el Waakzaamheid, como había notadoJack, había disminuido mucho de intensidad,pero las olas tenían la misma altura e inclusoaumentaban de altura a ratos, de modo que nohabía posibilidad de cambiar el rumbo más de ungrado y mucho menos navegar de bolina.

Jack, todavía aturdido, estaba tumbado en sucoy. Sabía que el barco navegaba sin dificultad yque estaba en buenas manos; sabía que lasbombas sacaban cada vez más agua y que elcarpintero había reparado los destrozadoscuarteles y que Killick y sus ayudantes estabanarreglando la gran cabina y ya habían arregladola estufa; también sabía que la tempestad casihabía llegado a su fin y que el barco habíalogrado soportarla y conservar todos suscañones.

Si el navío holandés no se hubiera hundido enaquel momento, habrían tenido que tirarlos por la

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borda como el agua. Pero todas esas cosas yahabían pasado, y aunque las recordaba, ya no leimportaban mucho. La imagen delWaakzaamheid volcado por las furiosas olasvolvía una y otra vez a su mente. Así era la guerra.El capitán holandés había iniciado el combate,había hecho lo posible por destruir el Leopard.Pero el cazador había sido cazado y él habíahecho una proeza cuyo resultado mejorabaextraordinariamente la posición de la Armadareal en las Indias Orientales. Sin embargo, eso lecausaba una gran pena.

Apareció una luz y Jack cerró los ojos.–Bueno, amigo mío… -dijo Stephen-. No

debe darte la luz directamente. Así.Puso el farol detrás de un libro y ambos

hablaron durante un rato. Lo que le habíaproducido la herida a Jack, como él suponía,había sido un trozo de madera, un trozo demadera de roble de dos pies con una punta muyafilada que se había desprendido a causa delimpacto de una bala del navío holandés.

–Creo que tendrás dolor de cabeza durantealgunos días -dijo Stephen-. La herida es

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impresionante y te restará belleza, pero las hastenido peores. Es comparable a la herida de lordNelson, ¿sabes? Tenías la piel de la frente sobreel ojo. – Jack sonrió. No le importaba perder unbrazo con tal de imitar a Nelson-. Lo que no megusta es la concusión que has sufrido, ese golpeque te ha dado la cureña, aunque no es nadacomparado con el que te hubiera podido dar elcañón al retroceder. Si no fuera por laintervención de San Juan, ahora estarías hechopapilla, no tendrías interés ni siquiera para unanatomista. Verdaderamente, tengo grandesesperanzas de que se pueda salvar la pierna.¿La sientes ahora?

–¿La pierna? ¿Qué pierna? ¡La tengoentumecida! ¡Dios mío! ¡La tengo entumecida!

–No te preocupes, amigo mío. He vistosalvarse otras piernas en condiciones muchopeores.

Después de un silencio durante el cual,aparentemente, Jack dejó de tener interés en lapierna, dijo:

–Stephen, ¿qué tienes alrededor del cuello?Espero que no hayas resultado herido.

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–Es una bufanda de lana para protegerme delfrío. La tejió la señora Wogan. Es de color rojoporque ese color aumenta la sensación de calordel que la usa, por asociación de ideas. Le estoymuy agradecido.

–El señor Grant quiere informarle sobre elestado del barco -susurró Killick, asomando lacabeza por la puerta.

Stephen salió y le dijo a Grant que no sedebía hablar con el paciente porque eso podríaperturbarle.

–¿Quiere decir que está mal de la cabeza? –inquirió Grant.

–No -respondió Stephen.A Stephen le molestó su tono ansioso,

revelador de su deseo de que hubiera ocurrido lopeor y, además, estaba muy nervioso por la faltade sueño, así que al volver a la cabina tenía unamirada llena de rabia y odio. Pero Jack, debidoal aturdimiento, no lo notó.

–Después de las batallas siempre sientotristeza -dijo-, pero esta vez es mucho peor. Unay otra vez veo ese barco virando a barlovento,veo a sus hombres, a esos quinientos o

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seiscientos hombres… ¿Puedes explicarme porqué, Stephen? ¿Tiene alguna relación con miestado físico?

–Hasta cierto punto, creo que sí -dijoStephen-. Veinticinco gotas de esto te animarántanto como cualquier medicina.

Y al decir eso contó las gotascuidadosamente a la luz.

–No sabe tan mal como las medicinas quesueles darme -dijo Jack-. Se me olvidópreguntarte cómo te había ido esta noche.¿Cómo está la gitana?

–No puedo garantizar que la señora Boswellse salvará: la cesárea no es una operaciónsencilla, ni siquiera cuando no hay un huracán.Pero la niña vivirá si podemos alimentarla… Esuna niña, en efecto, tal y como habías predicho, ypor eso es fuerte. Al principio no sabía qué hacercon ella.

–La sirvienta de la señora Wogan podríaayudar.

–Sí, pero debes recordar que estácondenada por haber cometido infanticidio, yvarias veces. Y puesto que tiene una manera de

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tratar a los niños tan rara, no me pareció que erala persona adecuada. Sin embargo, le hablé delproblema a la señora Wogan y ella, muyamablemente, se ofreció a cuidarla. La tiene enuna cesta en su cabina, tapada con una mantade lana, y quisiera que se le permitiera tener unaestufa.

–¡Oh, Stephen, cuánto me gustaría que TomPullings estuviera aquí! – exclamó Jack y sequedó dormido.

En la sala de oficiales, Byron y Babbingtonestaban jugando al ajedrez y Moore y Benton lesmiraban jugar. Fisher llamó a Stephen aparte y lepreguntó:

–¿Es cierto ese rumor acerca de que elcapitán tiene una perturbación mental?

Stephen le miró fijamente unos momentos yluego contestó:

–Hablar de las enfermedades de mispacientes no es una de mis funciones, y si lamente del capitán tuviera algún tipo de trastorno,yo sería el último en decirlo. Sin embargo, puestoque no lo tiene, me complace decirle que elcapitán Aubrey, aunque se encuentra débil por la

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pérdida de sangre, tiene una capacidadintelectual equivalente a la de dos de estoshombres juntos, mejor dicho, a la de tres o cuatrojuntos. Pero usted no es quién para interrogarmea mí, señor, y tanto su tono como sus palabrasme parecen ofensivas. Es usted un impertinente,señor.

Entonces dio un paso al frente y Fisherretrocedió horrorizado. Dijo que sentía muchohaberle ofendido, que no era su intención hacerloy que si su lógica preocupación le había hechocometer una impertinencia pedía disculpas.Cuando terminó de decir esto ya había rodeadola mesa y entonces salió apresuradamente de lacabina.

–Bien hecho, doctor -dijo Moore-. Meencantan los hombres que atacan cuando sonofendidos. Beba conmigo un vaso de grog.

Stephen miró hacia el infante de marina conuna expresión furibunda, y a pesar de que habíapasado una noche horrible, en la que tenía sobresus hombros una gran responsabilidad, y a pesarde que su preocupación por Jack le causabadesesperación, sonrió al ver la cara sonrosada

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de Moore y su expresión alegre.–Bueno, creo que he hablado

irreflexivamente.–Sin duda, hubo un momento en que la mente

del capitán estaba turbada -dijo Moore cuandoya había llegado casi al fondo del vaso-, y no esde extrañar si uno tiene en cuenta el golpe querecibió. Puede que usted no me crea, perocuando le felicité por la victoria que habíaconseguido me dijo que esa victoria no leproducía satisfacción. ¡El capitán de un navío decincuenta cañones no sentía satisfacción porhaber hundido un navío de setenta y cuatro!Evidentemente, en ese momento tenía una granconfusión, pero de eso a decir que tiene unaperturbación mental…

La puerta se abrió, entró una ráfaga de airehelado y luego apareció Turnbull, quien pidió algocaliente que tomar. Estaba cubierto de nieve y,sacudiéndose los gruesos copos delimpermeable, la fue esparciendodespreocupadamente por la sala de oficiales.

–¡Está nevando! ¿No les parece increíble? –dijo-. Hay medio pie de nieve en la cubierta, y

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está cayendo mucha.–¿Cómo es el viento? – preguntó

Babbington.–Sigue amainando. Ya causa de la nieve el

mar está mucho menos agitado. Primero llovió yluego empezó a nevar. ¿No les parece increíble?

Grant salió de su cabina y Turnbull le dijo queestaba nevando. Le dijo que primero habíallovido pero que ahora había medio pie de nieveen la cubierta y también que el viento habíaamainado y que el mar estaba mucho menosagitado.

–¿Nieve? – inquirió Grant-. Cuando yonavegaba por estas aguas, no pasaba más alláde los treinta y ocho grados, y no había nieve. Enla zona de los cuarenta grados de latitud no haymás que vientos fuertes, tormentas y pestilencia.Creedme, lo sé muy bien porque tengo treinta ycinco años de experiencia: un capitán prudentenunca pasa más allá de los treinta y nuevegrados. Y allí no encontrará nieve, creo yo.

Stephen tampoco encontró nieve en loscuarenta y tres grados, justo a la mañanasiguiente, cuando subió a cubierta. Pero hacía

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mucho frío y estuvo allí sólo unos minutos, lossuficientes para ver que las olas no eran muygrandes, aunque aún había fuerte marejada, quelas nubes cruzaban despacio por el cielo, ahoraoscuro, y que el albatros que se cernía sobre elagua cerca del costado de estribor, era un pájarojoven, tal vez de dos o tres años. Entonces se diola vuelta para bajar a la cabina y vio a Herapathasomar la cabeza por la escotilla. Herapath a suvez le vio también y, visiblemente turbado,agachó la cabeza.

Stephen suspiró. Le tenía simpatía aHerapath y lamentaba haberle empujado a quecometiera una traición y haberle hecho sufrir porello. Pero en la otra punta del pasamano había unrostro con una expresión más alegre y unaamplia sonrisa.

–Buenos días, Barret Bonden. ¿Qué estáshaciendo?

–Buenos días, señor. Estoy poniendo nuevoscabos en el palo mesana. ¡Qué mañana tanluminosa para esta época del año! ¿No es cierto,señor?

–Hace un frío horrible y el viento es cortante.

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–Y helado también. Aquí, Cobb, dice quepuede oler el hielo. Era un ballenero, y losballeneros pueden oler el hielo a gran distancia.

Ambos miraron a Cobb y el ballenero sesonrojó y bajó la cabeza.

«Hielo -pensó Stephen cuando entraba en lacabina-. Y quizá también los pingüinos del polosur, las focas, las morsas… ¡Cuánto me gustaríaver una montaña de hielo, una isla flotante!»

–Buenos días, Killick. ¿Cómo está?–Buenos días, señor. Pasó la noche tranquilo

y se encuentra tan bien como cabe esperar.Era posible que se encontrara bien, pero

tenía un aire taciturno. Seguramente le dolíamucho la cabeza. Y era evidente que teníanáuseas, pues no probó el copioso desayunoque Killick le había preparado. Pero Stephencomprobó con agrado que su pierna estabamejor, y cuando Jack le comunicó su intención deestar en cubierta cuando se hicieran lasmediciones de mediodía, él aprobó su idea,aunque insistió en que debía tener el apoyonecesario y llevar ropa de lana.

–También puedes recibir al señor Grant si lo

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deseas -añadió-. Seguro que estarás ansiosopor saber en qué estado se encuentra el barco.Pero debes hablar muy despacio y procurar noalterarte.

–Bueno… -dijo Jack-. Mandé a buscarle encuanto me desperté para preguntarle por quédemonios había cambiado el rumbo sin que se lehubiera ordenado.

Entonces, con una mueca de dolor, señalócon la cabeza el compás soplón que colgabajusto encima de su coy y dijo:

–Por la línea supe que nos desviamos alnoreste y luego al norte. Parecía que pensabaque yo había muerto en la batalla, pero ledesengañé enseguida. ¡Qué voz más potentetiene ese tipo! Juraría que su madre eraverdulera. ¿Qué pasa?

–El señor Byron quiere informarle sobre lamontaña de hielo que ha visto a barlovento, señor-respondió Killick.

Jack asintió con la cabeza y volvió a haceruna mueca de dolor. Cuando Byron entró,Stephen se levantó de su asiento, poniéndose undedo sobre los labios, y luego salió de la cabina.

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El joven, que tenía mayor capacidad de resumirque el señor Grant, murmuró:

–Una montaña de hielo a barlovento, señor,con su permiso.

–Muy bien, señor Byron. ¿A qué distancia?–A dos leguas, señor. Al oestesuroeste.–Muy bien. Por favor, señor Byron, tape con

algo la campana para amortiguar su sonido,porque se me mete en la cabeza.

A lo largo del día se oyeron los sonidosamortiguados de la campana. En el barco habíaun silencio sepulcral, un silencio que permitía oírdesde las escotillas el llanto de la niña de laseñora Boswell, que estaba allí abajo, en elsollado.

El llanto cesó cuando la niña, con su caritaenrojecida y arrugada, se acurrucó en elbronceado pecho de su madre.

–¡Angelito! Regresaré a buscarla dentro deuna hora -dijo la señora Wogan.

–Sabe usted cuidar muy bien a los niñospequeños, por lo que veo -le dijo Stephen a laseñora Wogan mientras la conducía a su cabina.

–Siempre me han gustado los niños -dijo la

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señora Wogan, y aparentemente tenía intenciónde seguir hablando, pero hizo una pausa.Entonces Stephen dijo:

–Hoy debe ponerse la ropa más gruesa quetenga para dar su paseo habitual, porque tengoque pedirle que vaya a darlo muy temprano,cuando el aire es muy frío, y con el señorHerapath. Ha tomado usted un color amarillentodurante los últimos días. Le aconsejo que seponga dos pares de medias, dos enaguas y unapelliza.

–Doctor Maturin, no hay duda de que es usteddistinto al resto de la humanidad -dijo entre risas-. Me dice que no tengo buen aspecto y mencionacosas que no deben mencionarse.

–Soy un médico, joven. A veces mi profesiónme diferencia del resto del mundo, igual que elhábito a un sacerdote.

–¿Entonces los médicos no consideran a suspacientes seres de su misma naturaleza?

–Déjeme explicárselo con un ejemplo.Cuando tengo que reconocer a una señora, loque veo es un cuerpo femenino con susfunciones más o menos alteradas. Podrá usted

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decir que en ese cuerpo hay una mente queposiblemente esté turbada por ello, y le doy todala razón, pero para mí, la paciente no es unamujer, en el sentido literal de la palabra.Galantear estaría fuera de lugar en un caso así y,lo que es peor, sería impropio de un científico.

–Lamentaría no ser más que un cuerpofemenino enfermo a sus ojos -dijo la señoraWogan, y por primera vez desde que la habíaconocido, Stephen observó que se turbaba alhablarle-. Sin embargo… ¿Recuerda usted queal principio del viaje me preguntó si estabaembarazada?

Stephen asintió con la cabeza.–Bueno… -continuó-. Si me preguntara usted

ahora, me vería obligada a decirle queprobablemente sí.

Después del usual reconocimiento, Stephendijo que era demasiado pronto para poder estarseguro pero que probablemente ella estaba en locierto. Le dijo que, en cualquier caso, tenía quecuidarse mucho más, que no debía usar ropaajustada ni tacones altos y tampoco debíacometer excesos de ningún tipo, sobre todo en la

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comida.La señora Wogan había estado muy seria

hasta ese momento, pero el hecho de oír hablarde excesos en la comida en aquella zonadesolada y pensar que las únicas provisionesque le quedaban eran un frasco de mermelada,tres libras de galletas y una libra de té, la hicieronreírse tan alegremente que Stephen tuvo quevolver la cara hacia otro lado para mantener laseriedad que su profesión requería.

–Discúlpeme -dijo ella-. Haré lo que me digaal pie de la letra. Siempre he querido tener unhijo, y aunque éste sea un poco inoportuno,tendrá los mejores cuidados que le pueda dar.

Luego, con voz temblorosa, añadió:–Quiero que sepa que agradezco mucho su

discreción. Temía hablar de esto, incluso conusted, doctor Maturin, temía hacer esta confesiónporque después vendrían inevitablemente laspreguntas personales. Ha sido usted másamable de lo que esperaba. Se lo agradezcomucho.

–No tiene por qué, señora -dijo Stephen, y alver que le miraba con profundo afecto y con los

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ojos llenos de lágrimas, sintió una gran pena.Entonces oyó con agrado que ella, en un

desacostumbrado tono grave, decía:–Espero que no sea cierto el rumor que corre

acerca de que el capitán se está muriendo. Heoído el sonido amortiguado de esa campanaque, según le han dicho los marineros a Peggy,está tocando por él.

–Espero que no se hayan juntado con ellaotra vez -dijo Stephen.

–¡Oh, no! – exclamó la señora Wogan,comprendiendo lo que quería decir-. Sólo hablana través de las rejas. ¿Cómo está él? He oídodecir que tiene muchas heridas y ha perdidomucha sangre.

–Es cierto que está herido y que su herida esmuy profunda, pero se pondrá bien, gracias aDios.

–Rezaré una novena por él.La novena había empezado a mediodía. Pero

Jack no subió a cubierta, no porque fueraindiferente a su efecto ni porque unas nubesbajas impedían hacer las mediciones, sinoporque estaba dormido. Durmió profundamente

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durante más de veinticuatro horas, en tanto queKillick y el cocinero se comían las abundantescomidas preparadas para él, comidas queincluían alimentos que le aumentarían la cantidadde sangre. Después de aquel sueño reparador,se despertó con menos dolor y aunque estabatodavía un poco desfasado o, como decía él,«retrasado uno o dos compases», mostró unenorme interés por saber cómo iban las cosasen el barco. También su pierna estaba mejor. Ypoco antes del mediodía del día siguiente, subiótrabajosamente al alcázar y observó el barco congran atención, casi con la misma atención conque le miraban de soslayo sus oficiales, losguardiamarinas y todos los tripulantes que noestaban ocupados en la proa. El mar estaba grisy desde su superficie subía vapor de aguaformando una fina niebla. Las olas eran suaves.El cielo estaba nublado, pero se veía azul pálidoa través de los claros que se formaban a vecesentre las nubes y la espesa niebla. El Leopard,con las velas bien ajustadas, se deslizaba por lasuperficie cubierta de vapor sin que parecieraque había pasado por momentos terribles, salvo

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por la cofa del mesana, que aún no habíanterminado de reparar. Por la aleta de estribor, acorta distancia, había un grupo de ballenas quesalían tranquilamente a la superficie y echabanchorros de agua. Y allí, en el alcázar, estaba elcapitán, pálido, con un aspecto extraño por lavenda que tenía alrededor de la cara ymoviéndose torpemente sin decir palabra.

–¡Cubierta! – gritó el serviola-. ¡Una isla dehielo a tres grados por la amura de babor, a unalegua más o menos!

Jack miró hacia allí y vio la silueta de la islaentre la niebla. Se encontraba aproximadamentea media milla de distancia y tenía un alto pico enun lado. El mediodía estaba demasiado próximopara que pudieran apreciar todos sus detalles,pero parecía que estaba rodeada de una masade bloques flotantes. Jack se acercó a su lugarhabitual, se apoyó contra la borda, le dio aBonden su reloj y entonces cogió el sextante ymiró hacia el cielo. Todos los oficiales y losguardiamarinas hicieron lo mismo. Si la niebla sedesvanecía en el norte, había grandesprobabilidades de hacer una medición precisa, y

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parecía que se estaba disipando con rapidez. Elpálido Sol, ya próximo a su punto más alto,apareció por fin, y con gran satisfacción todosexclamaron: «¡Ah! Jack anotó su lectura y almismo tiempo Bonden le dijo la hora». Entoncesvolvió a celebrarse el ritual de mediodía. El oficialde derrota en funciones informó al oficial deguardia y el oficial de guardia al capitán. Yacontinuación Jack dijo con tono grave: «Muy bien,señor Byron». Enseguida dieron la voz derancho, y la dieron de la forma ruidosa en quesolían hacerlo, puesto que creían que Jack ya sehabía recuperado. Jack, llevándose la mano a lafrente, se dio la vuelta y entonces se le torció lapierna herida y cayó sobre la cubierta.

Corrieron a ayudarle y Jack les expresó suagradecimiento, que era mucho menor que laangustia de ellos. Cuando se puso en pie, sesujetó a la borda y dijo:

–Señor Grant, después de que los marineroshayan terminado de comer, bajaremos elchinchorro y el cúter rojo para coger hielo de esaisla.

–Señor, permítame decirle que se le va a

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manchar de sangre la chaqueta.La herida se le había abierto. La venda

estaba empapada de sangre y unas gotas lecorrían por la cara.

–¡Vaya por Dios! – exclamó malhumorado-.Dame tu brazo, Bonden. Babbington, quita esacosa peluda del camino.

Tenía la intención de invitar a Grant y alguardiamarina de guardia a comer con él. Sabíala importancia que tenía que los marineroscreyeran que el capitán era invulnerable, infalibley superior a todos los mortales, especialmentelos que formaban la tripulación del Leopard, yaque no tenían oficiales destacados y la mayoríaeran novatos, y había notado que existía la dudade que él lo era, pero luego pensó que no podríasoportar la voz metálica y atronadora de Grantdurante una hora y decidió posponer la invitaciónhasta el día siguiente.

Sin embargo, antes de la solitaria comida,Stephen le puso un vendaje nuevo y luego sesentó a hablar con él un rato.

–Estamos aquí -dijo Jack-, en los 42°45'E,43°40'S. Pudimos hacer una medición precisa.

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Además, rectifiqué los cronómetros con unamedición lunar hace apenas diez días, así que nopuede haber un error de más de un minuto.

Stephen miró la carta marina y dijo:–Parece que El Cabo está muy lejos.–A unas mil trescientas millas, con una

variación de veinte millas de más o de menos.¡Dios mío! ¡Cuánto nos alejamos hacia el estecon el diablo pisándonos los talones!

–Supongo que tardaremos mucho tiempo envolver a nuestra ruta y llegar a El Cabo.

–No tiene sentido volver a El Cabo, puesestamos a menos de cinco mil millas de BotanyBay, y puesto que aquí, en la zona de loscuarenta grados de latitud, los vientos suelen serfuertes, podremos recorrer esa distancia enmenos de un mes. En cuanto a los tripulantes, nosólo podremos conseguirlos en El Cabo, sinotambién gracias al señor Bligh y al comandantedel puerto. Además, tenemos todavía bastantesprovisiones, así que en vez de volver atrás odirigirnos al noroeste, tengo la intención deseguir navegando en este mismo paralelo o unpoco más al sur.

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–Así que no iremos a El Cabo.–No. ¿Tenías mucho interés en volver a El

Cabo?–¡Oh, no! – respondió Stephen-. Pero tiraste

toda el agua. ¿Qué vamos a beber durante esemes?

–Querido Stephen -dijo Jack, sonriendo porprimera vez desde el combate-, a unas pocasmillas a sotavento hay tanta agua dulce comopodemos desear. Si hubieras estado en cubiertacuando hicimos las mediciones, la habrías visto,en forma de una monstruosa isla de hielo. Nosalcanzaría para dar la vuelta al mundo diez veces.Hice rumbo al sureste con el propósito deencontrarla, pues en estas latitudes siempre hayesas montañas flotantes. Pero no esperabaverlas tan pronto, porque esta estación es la quellaman verano aquí.

Stephen no había podido ver el iceberg almediodía porque estaba registrando los papelesde la señora Wogan, ya que ella estaba dando suhabitual paseo con Herapath a esa hora. Sinembargo, ahora no quería perder la ocasión deverlo. En cuanto tuvo un momento libre, se puso

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la bufanda, una chaqueta gruesa y un sombrerode lana y le pidió prestado a Jack un telescopio,pero uno corriente, pues aunque Jack leapreciaba nunca le prestaría el mejor. Luego sefue a un rincón abrigado, donde estaban lasgallinas, se sentó encima de un gallinero y, muysatisfecho, se puso a contemplar la gigantescamontaña de hielo. Era mucho más grande de loque había imaginado, era una masa enorme cuyabase estaba formada por tallas de las máscaprichosas formas: grandes bahías, cuevas,pináculos, arrecifes… Debía de haberse formadomucho tiempo atrás y se iba deshaciendo amedida que avanzaba hacia el norte. Grancantidad de los bloques que se habíandesprendido flotaban ahora junto a la base, ymientras él la observaba vio caer algunos másdesde la parte más alta. Era un hermosoespectáculo. Se sentía decepcionado por nohaber ido a El Cabo, sobre todo porque, al igualque él, la señora Wogan confiaba en que irían yya había terminado casi todos sus documentos yapenas le quedaban por cifrar en clave unascuantas páginas de las transcripciones que había

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hecho Herapath. Ahora hacía su trabajo muchomás rápido, aunque seguía usando aquellacomplicada clave con tantas vueltas que Stephenhabía copiado en la carta que él iba a mandardesde El Cabo. ¡Una valiosa carta de un agentesecreto guardada en un cajón! «Bueno -se dijo,encogiéndose de hombros-, da lo mismo ElCabo que Port Jackson, pero lamento la pérdidade tiempo. Si los británicos provocan a losnorteamericanos y éstos les declaran la guerra,llorarán por estos meses perdidos.» Allá lejos,donde estaban los botes, una oscura figuraapareció sobre el hielo. Stephen miró con mayoratención. «¿Será un león marino? – pensó-. ¡Sivolviera la cabeza…! ¡Maldito telescopio!»Limpió la lente, pero no consiguió un buenresultado, pues, en realidad, no era la lenteempañada sino la niebla la que le impedía verbien. Era una niebla amarillenta muy espesa quedaba a la isla flotante el aspecto de un castillo decristal y a veces ocultaba y otras descubría susagujas.

Hasta entonces habían llevado el hielo albarco con bastante rapidez -empleando una gafa

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para subirlo- pero ahora se discutía si debíanusar el otro cúter y la lancha. Aunque Stephen noprestaba atención a la conversación que habíaen el alcázar, por lo que oyó involuntariamentesupo que los oficiales estaban en desacuerdo.Babbington repetía una y otra vez que cuando élnavegaba en el Erebus por el norte de la islaBanks había notado que la corriente siempre ibaen dirección a las islas de hielo y que, comotodos los que navegaban por las aguas cercanasal polo norte sabían, mientras mayor era la islamayor era la corriente. Otras voces dijeron queeso era una tontería, que todos sabían que enesas latitudes la corriente iba siempre endirección este, pero que en el hemisferio sur lascosas eran diferentes. Y dijeron que Babbingtonhablaba de la isla Banks sólo por presumir y queera mejor que se lo contara a su perro deTerranova o a los infantes de marina.

El Leopard siguió en facha todavía bastantetiempo después de que Stephen perdió laesperanza de ver algo en la distancia. Y a pesarde que, en apariencia, la niebla no se movía, conel viento que tomaban las juanetes el barco

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hubiera podido avanzar a moderada velocidad,por eso escoraba fácilmente cada vez quedejaban una carga a bordo. Babbington insistíacon voz fuerte en que había que decirle algo alcapitán. Grant decía que no debían molestarloporque estaba muy enfermo. Al final, Babbingtonse acercó a Stephen y le preguntó:

–Doctor, ¿cree usted que le haría algún dañoal capitán si voy a hablar con él?

–Por supuesto que no, si habla en un tonorazonable y no como si su interlocutor estuviera asiete millas de distancia y fuera sordo. Puedeque sea conveniente hacer eso en la sala deoficiales, donde la gente le interrumpe a unoantes de que termine de abrir los labios, pero noen la cabina hoy, porque debes saber que lapérdida de sangre agudiza el oídoextraordinariamente.

Dos minutos después apareció Jack,apoyado en el hombro de Babbington. Miró haciael mar y la espesa niebla.

–¿Dónde está el chinchorro?–Entre nosotros y la isla, señor, justo por el

través de babor. Le he visto hace apenas diez

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minutos.–Hágale una señal al cúter para que venga.

Nos acercaremos al chinchorro y lorecogeremos. No quiero quedarme aquí en fachatodo el día, lanzando cañonazos de avisomientras ellos dan vueltas en la niebla tratandode encontrarnos. Tampoco me gusta estacorriente. Mañana encontraremos mucho hielo yhabrá buen tiempo, si continúa soplando esteviento.

El Leopard se aproximó a la isla y se puso enfacha a tres cuartos de milla de ella. Loshombres descargaron el chinchorro, lo subieron abordo y se quedaron esperando por el cúter.Entonces un rayo de luz atravesó la niebla yStephen sólo pudo distinguir en el claro un petrelgigante. Sin embargo, por encima de la niebla,que era bastante baja, tuvo la satisfacción de vercómo caían imponentes bloques de hielo de lacumbre -bloques del tamaño de una casaincluso- y se quedaban en la base o se hundíanen el mar, haciendo saltar el agua como sibrotara de una fuente… Vio caer montones deaquellos gigantescos bloques.

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Subieron el cúter por fin y Jack ordenó:–Navegar con cebadera, velacho, gavias y

juanetes. Esquivar la isla teniendo cuidado conesta maldita corriente y luego hacer rumbo alestesureste.

La guardia cambió. Turnbull subió a lacubierta tan abrigado que parecía un oso yBabbington le transmitió las órdenes:

–Navegar con cebadera, velacho, gavias yjuanetes. Esquivar la isla de hielo y luego hacerrumbo al estesureste.

Stephen, que lamía un pedazo de hielo congusto, por lo frío que estaba, volvió a pensar quelas repeticiones eran una característica de laArmada.

Jack se quedó en cubierta hasta que Turnbullajustó las velas y el Leopard alcanzó unavelocidad de cinco o seis nudos. Después dijo:

–Señor Grant, venga a tomar una taza de téconmigo. ¿Quiere acompañarnos, doctor?

–Gracias, señor -dijo Grant-, aunqueseguramente no tendrá usted muchas fuerzaspara tener compañía.

Jack no replicó. Estuvo mirando hacia afuera

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durante un rato, tratando de ver entre la niebla eliceberg, que se encontraba por el través deestribor, pero había desaparecido. Entoncesempezó a bajar, apoyándose en el brazo deStephen, y Grant, malhumorado, les siguió.

Su mal humor no desapareció mientrastomaban el té, y por eso hablaba en voz más altay más estridente que de costumbre. Stephen sealegró de poder escaparse de allí. «Ahora iré aver a la señora Wogan y me sentaré junto a suestufa un rato», se dijo mientras se dirigía alsollado.

Estaba en el primer peldaño de la escala dela cubierta inferior cuando una fuerte sacudida lehizo caer al pie de ella. A juzgar por el estruendoque se había oído, el barco había chocado contraalgo, y como consecuencia de eso, se habíadetenido bruscamente. Enseguida todos losmarineros que estaban en la cubierta inferior,pasando por encima de Stephen, corrieron a lacubierta superior, por lo que éste tardó tiempo enreponerse de la caída. Entonces oyó confusosgritos y las órdenes contradictorias: «¡Timón ababor!», «¡Timón a estribor!».

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Herapath, con una pica en la mano, bajó laescala en un par de saltos, y al ver a Stephengritó:

–¡La llave! ¡La llave! ¡Tengo que sacarla deahí!

–Cálmese, señor Herapath. No haycuadernas rotas ni parece que haya entradoagua, por tanto, no hay ningún peligro inmediato.No obstante eso, aquí tiene la llave, y le doytambién la de la bodega de proa para que liberea esos hombres en caso de que el nivel del aguasubiera.

Habló con mucha tranquilidad, pero secontagió de la angustia de Herapath y, antes desubir a la cubierta, fue a su cabina, escogió concuidado algunos documentos y se los guardó enel pecho.

En cubierta encontró una gran confusión.Unos hombres corrían hacia popa mientras otroscorrían hacia proa para unirse a las borrosasfiguras que estaban en el castillo. El barco, y todoalrededor de él, estaba cubierto por un manto deniebla. Pero una ráfaga de viento hizodesaparecer la niebla y Stephen vio frente a él

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una enorme pared de hielo. Era mucho más altaque los mástiles y estaba tan inclinada queparecía que iba a caer sobre la cubierta, y subase, azotada por grandes olas, se encontraba amenos de veinte pies.

–¡Halar las brazas! – gritó Jack, en voz alta yclara, que el eco volvió a traer desde la montañade hielo.

Se terminó la confusión, las vergas giraroncon un fuerte crujido y la enorme pared se movióhacia un lado muy despacio hasta quedar por eltravés. Luego la niebla volvió a cubrirlo todo y sehizo el silencio.

–¡Desplegar la trinquetilla! – ordenó Jack-.¡Preparen las bombas!

Por fin cesó el ruido de las pisadas y el de lasmaniobras. En medio del silencio general sólo seoía el ruido de las bombas y el de los chorros deagua que caían por la borda, y una vez, a ciertadistancia, por estribor, oyeron caerestrepitosamente algunos bloques de hielo.Nadie hablaba. En el alcázar todos permanecíaninmóviles mientras su aliento se condensaba y seunía a la niebla. Silencio… El barco no hacía

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ningún movimiento en absoluto.Poco después se abrió una vía de agua y el

Leopard se estremeció y luego empezó amoverse.

–¡Timón a babor! – gritó Jack.–Se ha roto el timón, señor -dijo el timonel,

dándole vueltas a la rueda.Babbington corrió al alcázar.–El timón se ha roto, señor.–Pronto nos ocuparemos de eso -dijo Jack-.

Todos los marineros a las bombas.Empezó un periodo de gran actividad.

Stephen vio cómo arrizaban unas velas y bajabanotras y soltaban las escotas. El señor Gray y susayudantes subían una y otra vez a informar cuálera el nivel del agua en la sentina, y por fin Jackbajó, cojeando y con el brazo alrededor del cuellode Bonden. Cuando regresó tenía una expresiónmás tranquila, pero Stephen tenía la impresiónde que había visto que la parte inferior del barcoestaba en muy malas condiciones. Esaimpresión se confirmó un minuto después, puesmuchos hombres dejaron las bombas y sepusieron a aligerar la carga del barco. Después

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de cortar con un hacha las retrancas de susinestimables cañones, los tiraron por las portas, yéstos cayeron con gran estruendo en lastranquilas aguas grisáceas. Luego tiraron todaslas balas y todo el hielo que estaba en cubierta yque con tanto esfuerzo habían conseguido. Acontinuación tiraron las anclas desde la proa, ytambién sus largas cadenas. Después, uno trasotro, arrojaron los toneles con provisiones y losdemás objetos que estaban cerca de lasescotillas. Fueron horas de intenso trabajo.

–¿Estas bombas sacan bien el agua? –preguntó Stephen al hombre que estababombeando agua junto con él.

–Condenadamente bien, compañero -respondió el marinero, que no le reconoció en laoscuridad-. Como no sale toda por losimbornales, se queda estancada en la cubierta, ysi el condenado mar nos mueve más, caerá porlas escotillas cuando el barco se balancee.

–Tal vez podamos sacarla toda muy pronto.–Cierra la boca y bombea, estúpido. No

sabes nada.La marejada aumentó y el viento sopló con

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más fuerza. Enviaron a algunos marineros acuidar de que los imbornales de sotavento no seobstruyeran y a ayudar a que saliera el agua.Pero al final tuvieron que tapar con cuarteles lasescotillas y seguir aligerando la carga del barco.A medianoche, los marineros más hábiles fueronretirados de las bombas y llevados al combés, yallí, a la luz de un farol, cosieron con sus agujas yrempujos numerosos rollos de estopa a unala[15], la cual se pasaría por debajo del barcopara intentar detener la entrada de agua. Peromientras tanto las bombas seguían sacando elagua, y al cabo de un tiempo la noche les llegó aparecer eterna a los marineros y lo único que lesimportaba era levantar la palanca al máximo,esperar el momento oportuno durante elbalanceo y bajarla con toda su fuerza. En unaocasión, cuando oyeron comunicar a sussuperiores que la bomba de babor ya absorbíaaire, dieron gritos de alegría, pero no sedetuvieron ni un momento. Y aunque eso resultóser falso, pues, en realidad, lo que ocurría eraque el canal estaba obstruido, se animaron conlos gritos.

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Después de que se hicieron las tareasurgentes, los marineros comenzaron a relevarsea intervalos regulares. Entonces iban hasta lasala de oficiales, en la cual el contador y sudespensero habían dispuesto sobre una mesasalchichas, queso, galletas y grog rebajado. Allícomían todos juntos, y todos estaban fatigados acausa del enorme esfuerzo y del azote del vientohelado y la lluvia, pero todavía tenían alegría yesperanza y les parecía que aquello no era másque un largo y desagradable sueño que encualquier momento podría terminar.

La mañana gris llegó despacio, acompañadade un fuerte viento, y descubrió un mar furioso. ElLeopard estaba bastante hundido y habíaperdido la gavia mayor y la juanete mayor, que sehabían hecho jirones porque no había sidoposible retirar marineros de las bombas paraque las aferraran. Poco después, también perdióel velacho. Ahora, sin embargo, ya estaba fuerade la borda el ala que iba a taponar la vía deagua y los marineros, colocados en ambospasamanos, tiraban de los cabos para pasarlapor debajo del casco. La cuestión más

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importante era encontrar la vía de agua, pues apesar de que el barco había chocado contra elhielo por la popa, luego había virado sobre símismo, por tanto, no se podía saber dóndeestaba. A pesar de la marejada, Grant se habíacolocado encima de la botavara, fuera del barco-donde había estado a punto de perecer dosveces- y había podido comprobar que la proa nohabía sufrido daños. Sin embargo, no era posiblebajar al fondo de la bodega ni llegar hasta susparedes porque estaba llena y el agua habíasubido hasta un nivel muy alto. Lo más probableera que la vía de agua estuviera en la popa,cerca de donde el timón había recibido el golpe.Hicieron un agujero en la cubierta para llegarhasta el final del pañol del pan y sacaron todo loque podía añadir mucho peso al barco y lo tiraronpor la ventana de la sala de oficiales, ya que alquedar vacío el pañol, podrían hacer otro agujeropara seguir más abajo aún y tal vez encontrar lavía de agua en la parte posterior del casco delLeopard. Al mismo tiempo estaban preparandootra vela para taponarla, pues la colocación de laprimera no había producido ningún efecto. Y

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mientras tanto los marineros seguíanbombeando, cada vez con más fuerza, sin queles detuviera una rotura, sin dejar de esforzarseen ningún momento, aunque ahora las olassaltaban por encima de la borda y losempapaban. Cada bomba descargaba unatonelada de agua por minuto, una gran cantidad,sin embargo, el agua seguía subiendo en labodega, a siete pies…, ocho pies…, diez pies.

Justamente cuando el señor Gray informó queel agua había alcanzado un nivel de diez pies, serompió la cadena de la bomba de estribor y elpobre viejo tuvo que desmontar una parte paraencontrar el eslabón, por lo que pasó muchashoras trabajando en la oscuridad después dehaber terminado su turno en la bomba. Y apenasquedó reparada, se obstruyó con los pequeñostrozos de carbón que flotaban en el agua.

Stephen había perdido la noción del tiempo.Le parecía que pasaba por su alrededor o porencima, y con extraordinaria rapidez, pues entorno suyo ocurrían a la vez muchas cosas de lasno podía estar al tanto, si bien sabía que algunamente dirigía todos los movimientos en la

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oscuridad. La única idea clara que tenía en sumente -el centro de su actividad intelectual yfísica excepto cuando le llamaban para quecurara una herida- era la imperiosa necesidad debombear constantemente para que el barco nose hundiera.

Ahora que su grupo estaba inactivo porquereparaban la bomba, él estaba un poco aturdidoy les siguió a la sala de oficiales. Los hombreshabían bombeado durante tanto tiempo y contanta fuerza en medio del aguanieve que cuandohacían una pausa en aquel refugio se quedabandormidos apenas terminaban de comer o aveces mientras comían.

Después de unas horas, cuando la bombaestuvo reparada, el guardiamarina al mando delgrupo les hizo levantarse a todos. Entoncesempezaron otro turno, el bombeo volvió aconvertirse enseguida en un movimientomecánico y casi dejaron de notar el viento y lalluvia. Y otra vez descanso, sueño breve yprofundo y llamada.

Tras un periodo de tiempo indefinido,Stephen se dio cuenta de que habían preparado

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otra vela para taponar la vía de agua y querealizaban de nuevo la difícil labor de pasarla pordebajo del casco, una labor larga y tediosa,acompañada de numerosas órdenes que sedaban a gritos para ahogar el ruido de lasbombas. Bombear le parecía un trabajo duro yera tal vez el ejercicio físico más duro yprolongado que había hecho en su vida, por esarazón no envidiaba al hombre que mandaba atodo el grupo, que además de eso tenía quehacer un esfuerzo mental.

Pasaron trabajosamente la vela bajo la popay la tensaron, pero el agua siguió entrando.Siempre que Jack podía dejar las tareas dealigerar la carga del barco y pasar las velas bajoel casco, permanecía junto a las bombas. Lascondiciones de su pierna no le permitían caminartanto como hubiera querido, así que había tenidoque dejar en manos de Grant buena parte deltrabajo y la toma de decisiones urgentes. Y Granthabía tenido un excelente comportamiento. Jackle admiraba por ello y se había convencido deque conocía a la perfección su profesión, de queera un auténtico marino.

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También estaba contento con los tripulantesdel Leopard. Habían trabajado con ahínco y sehabían sujetado a la disciplina después delpánico inicial, aunque se debía tener en cuentaque él y sus oficiales habían puesto especialcuidado para evitar que bebieran algo más fuerteque el grog rebajado que encontraban en la salade oficiales. Habían trabajado duramente,empapados, soportando el espantoso frío, sinotra cosa para animarles que un falso informe, enun barco que estaba casi hundido. No había vistonunca a una tripulación bombear tan rápidodurante tantas horas seguidas.

Pero después de la última inspección de lasentina y de haber oído el informe que le habíandado allí, empezó a preguntarse cuánto tiempomás soportarían el desánimo, el viento cortante yel cansancio los marineros que estaban en lasbombas. Hasta entonces había sido capaz dedecirles algo que él creía, al menos parcialmente,pero ahora, al volver para quedarse un rato juntoa ellos, sólo se le ocurría decirles: «¡Bombearcon ánimo! ¡Bombear con ánimo!».

Grant tomó su relevo dando el mismo grito y

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él fue a la sala de oficiales a comer algo. Allíencontró a Stephen y Herapath, que curabanalgunas heridas y algunos dedos rotos a loshombres que se dedicaban a sacar los tonelesde harina del pañol del pan; también encontró alas mujeres, pero no se sorprendió de verlasporque ahora el agua llegaba más arriba delsollado. Sí, el agua llegaba más arriba delsollado y la bodega estaba llena, y todo el mundolo sabía.

Byron y otros tres cadetes estaban tambiénallí abajo y dentro de cinco minutos harían salir denuevo a los hombres de su grupo. Por lo quehabía podido apreciar, la mayoría de ellos habíanhecho un buen trabajo, llevando mensajes ycoordinando los esfuerzos de la tripulación,aunque había notado algunas ausencias. Ungrumete estaba sollozando, pero erasimplemente por cansancio; hacía cinco minutosque Jack le había visto correr por la cubierta conun montón de cabos. Sin decir palabra, Byron ledio un pedazo de queso al grumete y él se lollevó a la boca y enseguida le invadió el sueño, omás bien el estupor. Y aunque recobró totalmente

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la conciencia cuando llamaron al grupo de relevo,Bonden lo llevó en brazos hasta la bomba deestribor a través de la oscuridad. Ahora habíamenos hombres en las bombas, porque cada vezse escondían muchos más, y los que habíatrabajaban en silencio y con mucha menosfuerza, pero aún tenían esperanzas, no las habíanperdido todas. Jack gritaba mecánicamente:«¡Bombear con ánimo!». Y mientras lo hacía seesforzaba por encontrar otras maneras de llegarhasta la vía de agua y de mover el barco una vezque ésta quedara taponada. Pensó en quePakenham había hecho un timón de mastelerosde recambio…

No sabía cómo había pasado aquella noche,sólo recordaba que después de un periodo deoscuridad en el cual perdió el sentido del tiempo,bajó a la cabina medio conducido y medioarrastrado por Bonden. Y antes de que llegaranabajo, el ritmo de bombeo dejó de ser fuerte ytambién el de su corazón. Allí Stephen le cambióla venda de la herida y logró que se acostarajurándole que le despertaría una hora después.

–Siéntate encima de la taquilla, Bonden, y

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toma un poco de café -dijo Stephen-. Ahora,dime, ¿cuánto tiempo crees que resistirán loshombres?

Había oído a los cansados y asustadoshombres murmurar que querían los botes, quepreferían cualquier cosa a bombear eternamenteen un barco que con toda seguridad iba ahundirse, que podría hundirse en cualquiermomento, arrastrándoles consigo. Había notadoel espantoso miedo que les producía la idea deperecer en el hundimiento, de correr la mismasuerte que los hombres del navío holandés, ymuchas veces había oído repetir las palabras«barco maldito».

–Dudo que resistan un día más -dijo Bonden-.Me refiero a los que no conocen al capitán. Dicenque debían haber bajado los botes enseguida,que el señor Grant conoce estas aguas y tambiénque el capitán no está bien de la cabeza. Alcabrón que dijo eso le pegué un puñetazo…Perdone la expresión, señor. Y todos creen queel barco está maldito.

Entonces Bonden dio una cabezada ysoñando murmuró:

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–Dicen que Grant le dijo algo a Turnbull…Jack, animado a pesar de estar débil, y con la

mente despejada, tomaba el buen desayuno queKillick había preparado y que le ayudaba a entraren calor cuando Grant fue a informarle que elagua estaba ya por encima de la sentina y queseguía subiendo con rapidez y, además, que yaestaban pasando otra vela por debajo del casco.

–Señor, hemos hecho todo lo que hemospodido por el barco. Se hundirá antes de quepodamos pasar otra vela. ¿Puedo empezar aponer las provisiones en los botes? Supongo queusted irá en la lancha.

–No voy a dejar el barco, señor Grant.–Se está hundiendo bajo nuestros pies,

señor.–No estoy seguro de eso. Creo que aún

podemos salvarlo… Podemos taponar la vía deagua y hacer un timón nuevo con un mastelero derecambio.

–Señor, los marineros han trabajado duro,muy duro, desde el momento en que chocamos,y, verdaderamente, ya no es posible darles másesperanzas. Y si me permite darle mi opinión,

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dudo que vuelvan a su trabajo ahora que el aguaestá por encima del sollado y dudo que todavíaobedezcan las órdenes.

–¿Obedece usted las órdenes todavía, señorGrant? – preguntó Jack con una sonrisa.

–Siempre obedeceré las órdenes, señor -respondió Grant con toda sinceridad-. Nadiepodrá acusarme nunca de rebelión. Obedecerétodas las órdenes justas. Pero, señor, ¿es justoordenarle a los hombres que resistan hasta lamuerte cuando no les acecha ningún enemigo niluchan en una batalla? Respeto su decisión dequedarse en el barco, pero le ruego que pienseen quienes tienen una opinión diferente a la suya.Creo que el barco se hundirá y creo que losbotes podrán llegar hasta El Cabo.

–Comprendo lo que dice, señor Grant -dijoJack.

Estaba seguro de que los descontentosmarineros ya no harían nada a partir de esemomento y de que conocían la opinión de Grant.No tendría sentido reprimir el motín, si es queaquello podía considerarse como tal, ni aunquepudiera confiar en los infantes de marina.

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–Comprendo lo que dice -continuó-, aunquecreo que está equivocado porque el Leopardpodrá volver a navegar. No obstante, tanto sipuede volver a navegar como si no, me quedaréen él. Cada hombre podrá hacer lo queconsidere mejor. Si usted considera que lo mejores irse en un bote, puede hacerlo, y que Dios leayude en la travesía. Pero antes debe ocuparsede poner provisiones en todos los botes.

Entonces, levantó la vista y preguntó:–¿Qué quieres, William?Allí estaba Babbington, pálido y exhausto.

Parecía mucho más viejo.–El contramaestre y un grupo de marineros

han venido a popa, señor, y les dije queseguramente usted les recibiría -dijo, y le lanzóuna significativa mirada-. ¿Quiere que mande abuscar al capitán Moore?

–No. Dígales que pasen.Dijeron que querían los botes. Creían que

habían cumplido con su deber y no teníanintención de faltarle al respeto, pero, puesto queel barco se estaba hundiendo, deseaban probarsuerte en los cúteres y la lancha.

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–Está bien -dijo Jack-. Han cumplido ustedescon su deber. Nadie podría concebir uncomportamiento mejor. Y es cierto que el barcoestá en muy malas condiciones. Sin embargo,creo que es más seguro que los botes. Encualquier caso, me quedaré en él. Les digo unavez más, con toda sinceridad, que creo quepodrá volver a navegar. Si ustedes y suscompañeros regresan a sus puestos y bombeanmientras pasamos otra vela por debajo, lesprometo que le daré órdenes al señor Grant deque prepare los botes. Los tendrán a sudisposición cuando crean que ya no hayesperanzas de salvar el barco.

–Bien, señor Grant -dijo cuando se quedaronsolos-, eso le permitirá tener unas horas paraponer las provisiones en los botes. Llévese lalancha y los dos cúteres, pero deje el chinchorro,pues no creo que le sirva de nada. Coja todo loque quiera, pero, por Dios le pido que no permitaque los marineros entren en el pañol del ron.

Estaba seguro de que entrarían, incluso antesde que se pasara otra vela por debajo del barco.Algunos hombres estaban enloquecidos, no

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pensaban más que en escapar de allí aunquetuvieran que recorrer en una embarcación abiertalas mil trescientas millas que les separaban de ElCabo, y dentro de muy poco ya no les podríancontrolar de ninguna manera exceptomatándoles. Y no se conseguiría nada matando alos hombres en esas circunstancias. CuandoStephen entró, Jack le dijo:

–Stephen, los botes estarán preparados muypronto, probablemente antes de que caiga lanoche. Si quieres irte, por favor, abrígate y pontemi impermeable. Sé que te llevarán con ellos.

–¿Ellos? ¿Tú no vienes?–No. Me quedo en el barco. Pero no quiero

que te quedes si no lo deseas, no estás obligadoa ello.

–¿Es una cuestión de principios?Jack asintió con la cabeza.–Quisiera que me dijeras una cosa con

sinceridad, no por mí, sino por algunosdocumentos que tengo. Dejando a un lado tusprincipios, pues sé que según ellos escogerías loque debe hacer un capitán, dime cuál es el mejorcamino.

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–Puede que me equivoque, pero todavía creoque es mejor quedarse en el barco. Sinembargo, es posible que la lancha consiga llegara su destino. Bligh pudo recorrer una distanciamayor con su bote. Por otra parte, Grant es unexcelente marino y, por supuesto, irá en lalancha.

–Entonces le entregaré todas las copias delos documentos que pueda hacer. Perdóname,Jack, debo empezar a trabajar cuanto antes.Están preparando con rapidez los botes y puedeque los hombres se vayan muy pronto.

Jack, cojeando ligeramente, fue a la cubierta.Todo parecía estar en orden todavía. Había unhombre de pie junto a la inservible rueda deltimón. Habían dado la vuelta al reloj de arena.Los hombres bombeaban sin parar. El vientohabía amainado y había menos olas. El Leopardtenía el viento por el través y aunque estababastante hundido en el agua, continuabamoviéndose. Jack llamó al contramaestre y le diola orden de bajar la lancha y los cúteres y leadvirtió que dejara el chinchorro. Fue una labormuy larga, pero los hombres la realizaron con

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eficiencia, trabajando con ahínco, y mientrasduraba, Jack notó que muchos de los marinerosy grumetes que estaban en el alcázar le mirabande soslayo. Cuando terminó, le dijo a Grant quese ocupara de poner las provisiones en los botesy bajó a escribir una carta para el Almirantazgo yotra para Sophie. Fue en ese momento cuandodesapareció el desajuste entre su mundo interiory el presente, un desajuste que había comenzadodesde el lejano día del naufragio delWaakzaamheid. Desde entonces tenía laimpresión de que observaba el mundo adistancia y de que tanto sus acciones como sutrabajo estaban motivados por un deseo decumplir con el deber, no por un interés propio. Yel momento de la desaparición, el momento devolver al presente, era extraordinariamentedoloroso.

Al mismo tiempo, un poco más abajo, en elsollado, con el agua por encima de los tobillos,Stephen escribía como un poseído, copiando enclave una serie de documentos, y a pesar de quehacía los signos muy pequeños llenaba páginas ymás páginas.

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Ambos fueron interrumpidos en su tarea porun terrible alboroto. Lo que Jack más temía habíasucedido: cuando los marineros habían ido a lapopa para coger provisiones habían forzado lapuerta del pañol del ron. Algunos ya estabanborrachos, otros seguían su ejemplo. Casi almismo tiempo se rompió la bomba de estriborporque se había obstruido con el carbón queflotaba en el agua de la sentina. Diligentes, losmarineros corrieron a popa e inmediatamente elagua comenzó a subir de nivel. Ése era el fin.

La partida de los botes no estableció unaclara distinción entre los hombres que queríanirse y los que habían elegido quedarse porsentido del deber o por lealtad a su capitán yconfianza en su buen juicio, porque estuvoprecedida por una gran confusión y a algunoshombres les había invadido el pánico y otrosestaban completamente borrachos. Durante eseperiodo de confusión, los hombres habíansaqueado las cabinas y abierto los baúles, por loque algunos simples marineros habían aparecidoen cubierta con chaquetas ribeteadas,sombreros con lazos y dos pares de pantalones,

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y unos cuantos habían muerto al golpearse o sehabían ahogado tratando de subir en masa a losbotes. Varios hombres habían tratado de bajar elchinchorro, pero Bonden y un grupo de amigosno les habían dejado. Sin embargo, la partida delos botes sí permitió distinguir a quiénes se lessubía la bebida a la cabeza, pues algunos deellos, buenos marineros que una hora anteshubieran decidido quedarse, bajaron a los botes,y a pesar de todo, dejó claro quiénes eran losseguidores del capitán, aunque,sorprendentemente, también se fueron algunosde ellos que estaban sobrios.

Por el hecho de que hubieran abierto el pañoldel ron, su comportamiento llegó a ser tandesagradable y lamentable al final que Jack noquiso mirarles. Después de estrechar la mano deGrant, después de darle sus cartas paraInglaterra y de desearle lo mejor que se le puededesear a un marino, se retiró a consultar lascartas marinas y a dibujar una espadilla[16].

Stephen se quedó apoyado en la borda hastael final. A veces le gritaban que subiera a unbote, pero él respondía negando con la cabeza.

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Vio que la lancha izó una vela al tercio e hizorumbo al norte y que el cúter rojo, incapaz deplantar su mástil, la siguió remando. Y tambiénvio cómo el cúter azul retrocedía hacia el barcopara cazar algunos cangrejos y chocaba contra elcostado. Ya había perdido las velas y lostripulantes gritaban para que les dieran más.Alguien les tiró una vela enrollada y una veintenade hombres, tal vez porque se lo habían pensadodos veces o porque actuaban sin pensar,saltaron desde la borda y los pescantes delbarco. Cuando vieron por última vez a esoshombres desde el Leopard, formaban una masaoscura que se movía en las heladas aguas yseguían luchando por subir al cúter, mientras losque estaban en el cúter luchaban por que sequedaran fuera.

CAPÍTULO 9Miércoles, 24 de diciembre. Rumbo

aproximado: E 15°S. Latitud aproximada:46°30'S. Longitud: 49°45'E. Primera parte deldía, viento fresco del ONO; después vientos depoca intensidad y agradables. Tripulacióndedicada a las tareas de bombear y coser

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estopa a la cebadera para pasarla por debajodel barco. Agua: a proa un pie y medio porencima del sollado, en el medio del barco y en lapopa un pie.

Jueves, 25 de diciembre. Rumbo aproximadoE 10°S. Latitud comprobada: 46°37'S. Longitudaproximada: 50°15'E. Vientos flojos y variables.Niebla y lluvia. Mar en calma con algunos bloquesde hielo pequeños. RM. Izada la trinquete,comprobamos el movimiento del barco ypasamos una vela por debajo del casco acontinuación del codaste, cubriéndolo desde elextremo de la popa hasta el pescante demesana. La vela entró y las bombas sacaroncinco pies más ese día.

Jack estaba copiando sus notas en el diariode navegación y al llegar a esa triunfante frasesonrió. Tuvo la tentación de embellecerla con unepíteto o dos, de añadir algo a la débilexclamación que, a modo de viva, siguió alinforme de que ya habían sacado un pie más deagua, de describir el extraordinario cambio delestado de ánimo de los hombres y ladesbordante fuerza que hizo moverse las

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palancas de las bombas con gran rapidez, demanera que los oficiales, en vez de tener queanimar, amenazar, pegar o incluso adular a losexhaustos marineros para que trabajaran, teníanque contener su ímpetu por miedo a que lasbombas se rompieran o se obstruyeran otra vez.Y también tuvo la tentación de hablar de la cenade Navidad (carne de cerdo y doble ración depudín de pasas), que habían comido por tandaspero con mucha alegría. Pero sabía que aunquepudiera encontrar palabras para describir estecambio, el diario de navegación no era el lugaradecuado para ellas y se limitó a dibujar en elmargen una pequeña mano señalando con eldedo esa frase.

Sus notas anteriores, las que hablaban de losprimeros días posteriores a la partida de losbotes, se habían perdido cuando él y loscarpinteros estaban trabajando por fuera de unaventana de popa, tratando de instalar unaespecie de timón, y las olas de popa habíaninundado la cabina. En ellas se decía que elLeopard había hecho rumbo al este y habíanavegado de bolina la mayor parte del tiempo,

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lentamente, como un moribundo en estado deagonía, mientras su tripulación dividía susesfuerzos entre mantenerlo a flote y gobernarlo.Los hombres habían movido las palancasconstantemente, por lo que las bombas no sehabían detenido ni un momento -salvo porque sehabían roto u obstruido con el maldito carbón- yhabían achicado también, cuando el agua habíasubido por los escotillones y las escotillas comosi el barco estuviera hundiéndose por fin.

Pero ni siquiera ahora, cuando entraba ya tanpoca agua que las bombas lograban sacarlatoda, el Leopard podía virar. Tenía muy hundidala proa y por eso el agua que llegaba allí noregresaba a la sentina, y el hecho de que elviento soplara casi invariablemente desde eloeste y las olas vinieran por popa, contribuía aque se mantuviera así. El primer timón quehabían improvisado era demasiado pesado y sehabía partido, y sólo habían quedado de élalgunas guindalezas y pínulas que ya no servíande nada. Por otra parte, ninguna de lascombinaciones de velas desplegadas y anclasde capa habían logrado mover la proa más que

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unos pocos grados. Ahora él y el señor Gray,trabajando con rapidez, con la rapidez con quepodía el pobre viejo, al que empezaban a fallarlelas fuerzas, instalaban una especie de remogrande, un objeto que se usaba en los inicios dela navegación y que con el tiempo había sidoperfeccionado.

Evidentemente, encontrar un medio degobernar el barco había sido una granpreocupación para Jack desde que el Leopardhabía perdido el timón, pero en los últimos díashabía aumentado. En cualquier momentoavistarían el archipiélago Crozet, y para llegarhasta allí era preciso que pudieran maniobrar. Nosabía exactamente cuándo lo avistarían, enprimer lugar, porque tenía poca confianza en lalongitud calculada por el marino francés que lohabía descubierto, y en segundo lugar, porque enel periodo de confusión que había precedido a lapartida de los botes, los marineros borrachos lehabían robado sus cronómetros y sólo lequedaba un reloj para poder determinar laposición del barco. Sin embargo, ni él ni elfrancés podían haberse equivocado mucho en el

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cálculo de la latitud, por eso había mantenido elLeopard lo más cerca posible de los 46°45'S,aunque debido a que el cielo solía estar cubierto,rara vez podía hacer las habituales mediciones almediodía. Dadas las circunstancias, aunque losmarineros eran muy poco numerosos, los quetenían la vista más aguda vigilaban desde el topedesde hacía días.

El diario continuó:Domingo. Rumbo E 10°N. Latitud

aproximada: 46°50'S. Longitud: 50°30'E. Vientosfrescos del O y del ONO. La bomba de babor seobstruyó. Celebramos servicio religioso,rezamos breves plegarias y dimos gracias. Seleyó el Código Naval. Amonestados W. Plaice,James Hole, T. Paine y N. Lewis poremborracharse y por dormirse. Tripulacióndedicada a la tarea de instalar espadilla ybombear. Desplegada la trinquete y la vela deestay de mesana. P.M. La bomba de estribor serompió por octava vez. Fue reparada y volvió afuncionar antes de transcurrida una hora.

Jack casi había terminado de actualizar eldiario de navegación cuando empezó a oírse el

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agradable toque del tambor. Entonces salió,atravesó la cubierta bajo la lluvia y descendió porla escotilla hasta la sala de oficiales. Losoficiales volvían a comer allí todos juntos, ypuesto que el cocinero del capitán y el de la salade oficiales se habían ido en los botes y losconocimientos de cocina de Killick iban pocomás allá de la preparación de tostadas conqueso, les traían la comida directamente de lacocina, sin una cuidada presentación. A pesar deeso, comían con buenos modales y, además,todos se habían puesto al menos la chaqueta deluniforme, ya que el capitán presidía la mesa y lacomida tenía más formalidad. Aunque losguardiamarinas que quedaban en el barcohabían venido a ocupar los asientos de Grant,Turnbull, Fisher y Benton, el lugar parecía mediovacío, pues no había sirvientes detrás de lassillas de los comensales, pero en opinión deJack, Babbington y Moore era mejor así yrepitieron con frecuencia: «Mientras menosmejor». La comida debería haber consistido enmedia pinta de guisantes secos y avena, ya queese era el día en que, según una costumbre

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inmemorial, se sustituía la carne por otrosalimentos, pero todavía era necesario hacer ungran esfuerzo en las bombas y el manejo deltimón provisional requeriría un esfuerzo aúnmayor, así que a todos los tripulantes se leshabía permitido comer carne de vaca salada.Puesto que los oficiales trabajaban en lasbombas, haciendo diferentes turnos día y noche,y puesto que la temperatura estaba apenas porencima del punto de congelación, todoscomieron la carne en silencio, con avidez, y no serelajaron hasta que desaparecieron los platos yapareció el vino. Durante breves momentosvolvieron a usar fórmulas de cortesía,conversaron un poco y luego bebieron a la saluddel Rey. Y por fin Jack dijo:

–Bien, señores…El timón provisional era un artefacto

imponente. Estaba formado por una vergatrinquete de recambio con un remo en la puntaque se apoyaría en un pivote colocado sobre elcoronamiento, el cual había sido reforzado parasoportarlo, y el brazo interior sería movido de unlado a otro por aparejos sujetos a la verga mayor

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y la verga mesana. Su instalación requería unagran habilidad en el manejo de los cabos, laspoleas y el pasador y bastante experiencia encuestiones navales, por lo que Stephen no podíaser de utilidad para llevarla a cabo y le pidieronque se fuera. Cuando terminó su turno en labomba, se apoyó en la borda y dedicó unosminutos a observar los pájaros, cuyo númerohabía aumentado durante los últimos días. Habíasalteadores, falaropos, albatros y petreles dediferentes tipos, palomas antárticas ygolondrinas, y a Stephen le pareció que iban yvenían de un punto fijo situado al norte. Pero loque se veía al norte ahora era la lluvia, así que sefue al costado de estribor, donde había más luz ypodía verse mejor el mar y la gran cantidad depingüinos que había entre sus aguas. Vio queuna foca los persiguió y que los pequeñosanimales salían del agua saltando como pecesvoladores, pero sin poder alejarse mucho ni conmucha rapidez, desgraciadamente. Luego viocómo un grupo de orcas perseguían a la foca, lacazaban y la despedazaban, y cómo el agua seteñía de rojo. Los pingüinos seguían allí,

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sumergiéndose ágilmente y cazando peces quea su vez estaban comiendo gambas, gambas deun color rosa tan fuerte que parecían hervidas. Siatendía a la llamada del deber, Stephen debía ira ver a la señora Boswell y a Leopardina y a suspacientes de la enfermería, y si atendía a la de lacaridad debía ir a ver a la señora Wogan. Perono atendió a ninguna. «Si la constitución de laseñora Boswell le permitió soportar un parto concesárea en medio de un combate -pensó-, cincominutos de retraso no tendrán un efectoperjudicial sobre ella. Además, se encuentra muybien y seguramente estará dormida.» Cincominutos… Diez… Y cuando se estaba disipandoel calor que tenía por haber estado bombeando yel viento traspasaba ya su bufanda y sus cuatrochalecos, ocurrió algo que le recompensó.Aparentemente, el lecho marino había subidohasta la superficie del mar, justo al lado delbarco, abarcando una enorme área, y esa árease fue haciendo más clara cada vez, hasta quetomó la forma de una ballena, una ballena dedimensiones extraordinarias. Luego siguiósubiendo, muy despacio, y a su alrededor el

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agua parecía hervir. Stephen la observabaasombrado, conteniendo el aliento. Por fin lasaguas se abrieron y apareció el lomo de laballena, que era de color azul grisáceo conalgunas manchas blancas y tan largo como ladistancia que separaba el pescante de proa delde mesana. La ballena subió aún más la cabezay expiró el aire, proyectándolo hacia arriba, hastala altura de la cofa del trinquete, y el aire secondensó formando una larga pluma y se quedóflotando por encima del bauprés del Leopard.Stephen expiró el aire al mismo tiempo. Lepareció oír el silbido que producía el animal alinspirar justo antes de que hundiera la cabeza ydespués vio su voluminoso cuerpo sumergirsecon un suave movimiento. Luego pudo ver conclaridad su aleta dorsal y por último su cola, yentonces, muy despacio, las aguas volvieron acerrarse sobre Leviatán, aunque no estabaseguro de ello, ya que se encontraba en unestado de gran excitación.

–¡Cobb, Cobb! – le gritó al ballenero y le trajohasta el costado arrastrándole-. ¿Qué animal esése? Dime, ¿qué animal es?

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Todavía se veía más o menos un acre delenorme lomo del animal, que se movía despacioentre las gambas.

–Es una ballena azul -respondió Cobb-. Esmejor no hacerle caso.

–¡Tiene cien pies de longitud! ¡Llegaba deaquí hasta ahí!

–No lo dudo -dijo Cobb-. Pero es una ballenaazul, un animal repugnante y malévolo. Uno leclava un arpón en el lomo y ¿qué es lo que hace?Arremete contra el barco y lo hace astillas y luegose lleva mil brazas de cuerda. Es mejor nohacerle caso. Ahora, con su permiso, doctor,debo subir a la jarcia porque tengo que relevar aMoses Harvey, quien ya me está mirando de unaforma muy extraña.

Stephen, con un frío terrible, se quedómirando el mar unos momentos y luego se fueabajo. Examinó a la señora Boswell y comprobócon satisfacción el buen estado de los puntos dela herida y después se dirigió al pañol que ahoraservía de enfermería. Allí le esperaba Herapath, yjuntos examinaron a su único paciente, el eunucoturco. Puesto que estaban en el ramadán,

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durante el día el turco no comía ni bebía, peroademás, por la noche tampoco se comía la carnede cerdo, por lo que se encontraba ahora en unestado muy débil. Habían intentado engañarleponiéndole en un lugar oscurecido artificialmente,pero él tenía una especie de reloj interior quehacía fracasar su intento.

–Sólo la luna nueva podrá curar este caso -dijo Stephen.

Entonces hablaron de la salud de lostripulantes, que en general era muy buena, apesar de que no comían alimentos frescos desdehacía mucho tiempo y de que trabajabanduramente y sin parar. Stephen atribuía estehecho, en parte, a que el frío era estimulante, enparte a que eran menos numerosos, lo quepermitía que dispusieran de más espacio paraacostarse -y dormir mejor- e impedía que el airese cargara demasiado de impurezas, y, sobretodo, a que estaban en una situación crítica en laque no había lugar para la hipocondría.

–Y precisamente, a esa sensación de estar alborde del desastre -dijo-, hay que atribuir elhecho de que exista armonía, de que casi haya

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unanimidad respecto al modo en se deben hacerlos trabajos necesarios en el barco. No se oyenpalabras desagradables ni enérgicas protestas ylos lictores ya no tienen en sus manos losbastones de caña de Indias ni los cabos connudos en los extremos. La obediencia voluntariadesaparece cuando la autoridad es ejercidaarbitrariamente, y de ese factor, quizá más quede cualquier otro, salvo la pericia del capitáncomo navegante, depende nuestra salvación. Porotra parte, ha sido una suerte poder deshacernosde los elementos de discordia, de esos hombresa quienes él llama condenados cabrones…

–Nos deshicimos de Jonás, eso es loimportante… -dijo el turco y ellos se quedaronsorprendidos-. Todo está bien, ya Jonás no estáaquí.

Stephen se acercó a él y observó su rostrodemacrado y lampiño. El turco guiñó un ojo y dijo:

–Ya Jonás no está aquí.Luego cerró también el otro ojo y ya no dijo

nada más.–Es cierto, señor -dijo Herapath después de

una pausa-. Lo he oído por todo el barco, se lo he

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oído a mis antiguos compañeros, a todos losmarineros de la cubierta inferior. Estánconvencidos de que el señor Larkin era Jonás yde que bebía tanto porque sabía que lo era. Sealegraron mucho al ver que trataba de subir a unbote con el último grupo.

Entonces, en voz muy baja añadió:–Creo que algunos le tiraron por la borda.Stephen asintió con la cabeza, pensando que

era muy probable. Y hubiera hecho algunoscomentarios sobre el poder de la fe, de no habersido porque se quedó petrificado al oír el grito:«¡Tierra!».

Ya en cubierta, ambos miraron hacia dondetenían la vista fija los marineros que bombeaban.Y allí, por el través de babor, pudieron ver un piconevado que aparecía y desaparecía entre lasnubes, a diez o quince millas al norte. Herapath,los pocos hombres que no eran marinos deprofesión y los presidiarios estaban tancontentos que habrían dado saltos y habríanlanzado sus sombreros al aire si no hubiera sidoporque los marineros permanecían silenciosos yen sus rostros se reflejaba la angustia.

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Para los marineros estaba claro que tododependía de aquel gran remo. Si con élconseguían que el Leopard orzara para quepudiera navegar de bolina, dando bordadas,todo iría bien. Y si lograban que virara de modoque tuviera el viento a la cuadra, llegarían a tierrasin cambiar de bordo, con las velas amuradas ababor, a condición de que todas las maniobrasse hicieran en menos de una hora, antes de queavanzaran demasiado hacia el este. Pero si nolograban cuanto antes que orzara o que al menosvirara un poco, seguiría avanzando y avanzandopor las aguas de la Antártida con un agujero en elcasco taponado por una vela gastada, una velaque no podía durar mucho.

Una vez más en el barco empezó un periodode gran actividad. Pocos podían ayudar en lacomplicada instalación del timón provisional,pero cuando las velas estuvieran ajustadas paravirar la proa del barco hacia el noreste lo máximoposible, todos podrían volver a las bombas ycontinuar aligerando la carga, con el fin de que elbarco respondiera con rapidez al timón, si es quepor fin lograba tener un timón.

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Todos empezaron a gritar: «¡Bombear conánimo!». Y otra vez comenzaron a salir de lasbombas potentes chorros de agua.

Stephen estaba entre Moore y uno de lossargentos que se habían quedado, ambosexpertos en asuntos navales, y entre jadeo yjadeo le informaban de cómo progresaba eltrabajo en la popa. Era un trabajo muy lento, y devez en cuando ellos miraban hacia la montaña,que se veía ahora con más claridad porque lasnubes se habían transformado en lluvia, yaseguraron que el barco estaba a más de unamilla del lado de sotavento de la isla. Por elhecho de que mencionaran las retenidas, loscuadernales y otros objetos del mismo tipo, eraevidente que el capitán no dejaba nada al azar.Opinaban que todo ello demostraba una gransabiduría, pero notaban una tremendaimpaciencia, una gran ansiedad por probarlo,tanto si estaba perfectamente instalado como sino.

Pasó una hora. La lluvia azotó las espaldassudorosas de los marineros que estaban en lasbombas. Y por fin algunos marineros fueron

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llamados a popa. Los que estaban en lasbombas vieron cómo la punta del gran remoencajaba en su lugar, justo detrás del palomesana, vieron cómo se tensaban los cabos delas poleas y, después de una pausa en que lalluvia se convirtió en aguanieve, oyeron gritar:

–¡Preparados a babor! ¡Ahora despacio,despacio! ¡Media braza! ¡Soltar ahora!

El movimiento del Leopard cambióperceptiblemente. Todavía moviendo laspalancas de las bombas con furia, los marinerosvolvieron la cabeza en la dirección del viento ynotaron cómo llegaba por el través y luego por laamura. Oyeron los conocidos gritos de loshombres que tensaban las bolinas: «¡Uno, dos,amarrar!». Era un grito que indicaba que el barconavegaba contra el viento, un grito que no habíanoído desde hacía semanas. Un grado libre, nomás. A pesar de todas las órdenes que se oíanen la toldilla y de todos los movimientos delenorme remo, el Leopard no viraba más. Jack nopodía desplegar la vela mesana, y después detodo lo que habían hecho recientemente paraconseguir que el barco hundiera un poco más la

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popa y pudiera virar, ésta no podía subir nimoverse bien.

–Lo conseguirá -dijo Moore-. Lo conseguirá.Le costará, pero lo conseguirá.

Y Stephen, al mirar hacia proa, observó que apesar de que el Leopard no avanzaba hacia laisla directamente, se aproximaba al lado debarlovento.

Entonces hicieron una serie de maniobrascon extraordinaria rapidez. Tiraron de las brazaspara hacer girar las vergas, arriaron los foques,volvieron a izarlos y los acuartelaron,desplegaron las velas de estay… En fin, hicierontodas las maniobras posibles para que el barcovirara algunas yardas a barlovento, para lograrvencer su tendencia a derivar por el efecto de lasolas, que hacían desviarse la proa a favor delviento, y de la fuerte corriente, que lo empujabahacia el este; e incluso a muchos marineros seles ordenó colocarse en el lado de babor delcastillo y la proa para que su peso ayudara aconseguirlo. Moore explicó las maniobras unapor una y luego guardó silencio. Stephen seguíaobservando la isla y la vio pasar desde la

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derecha del bauprés a un punto en que éstedividía la montaña y luego, cuando ya estaban auna milla de ella, situarse a su izquierda. Nuncahabía visto tan bien ejemplificado el abatimiento:el Leopard había mantenido la proa en direcciónnorte, pero al mismo tiempo, por efecto delmovimiento del mar, se había deslizado hacia unlado, hacia el este, y debido a la combinación deambas cosas había parecido que la isla sedesplazaba hacia el oeste.

Aunque ya casi la luz se había extinguido y alsuroeste el cielo había tomado un intenso colorpúrpura, podía verse con claridad la costarocosa, cubierta de nubes de aves marinas, y lasdiminutas figuras de los pingüinos, de montonesde pingüinos posados en las playas oemergiendo del mar. También se veía unapequeña bahía de aguas tranquilas protegida poruna estribación que llegaba hasta la costa.

Se oyeron más órdenes en la toldilla.–Ahora va a emplear todos sus recursos -dijo

Moore-. Va a agotar sus reservas.–¡Media braza, despacio! ¡Media braza más!

– gritó Jack. La isla se movió hacia la derecha y

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la bahía pareció ampliarse.–¡Media braza! ¡Por Dios!Entonces se oyó un fuerte crujido y la punta

del enorme remo se rompió. La pala se alejóhacia popa, colgando de una retenida, la proadel Leopard se desvió a favor del viento y la islase movió hacia la izquierda muy lentamentehasta quedar situada por la aleta de babor, ydespués fue empequeñeciendo hasta llegar a sertan inaccesible como la Luna.

–¡Desplegar la sobremesana y la perico! –ordenó Jack en medio del profundo silencio.

Tres días después llegaron a la enfermería losprimeros casos de escorbuto. Los cuatroenfermos eran hombres corpulentos, anchos dehombros y con fuertes brazos. Estaban entre losmejores tripulantes, eran excelentes marineros,responsables y siempre preparados para unaemergencia. Pero ahora estaban, tristes,abatidos, apáticos, y sólo su sentido del deberles impedía quejarse o caer en una profundadepresión. Stephen había observado los clarossíntomas: encías esponjosas, mal aliento, sangreextravasada. Y en dos casos había notado que

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se habían abierto viejas heridas. Pero le dijo aHerapath que una de las consecuencias másgraves de la enfermedad era la melancolía.

–Debo confesarle, señor Herapath -dijo-, quenada me molesta más que la dependencia quetiene la mente de la alimentación del cuerpo. Ésaes una clara prueba del determinismo, al cual meopongo con todas mis fuerzas. Y en este caso enparticular, estoy desconcertado. Esos hombrestomaban zumo de lima. Tal vez deberíamosinspeccionar el tonel, pues hay muchoscomerciantes desvergonzados que son capacesde vender el zumo adulterado.

–Si me permite decírselo, señor -dijoHerapath-, creo que esos hombres no tomabanzumo.

–¡Pero si estaba mezclado en el grog! Apesar de que los marineros descuidanterriblemente su salud, no han podido evitaringerirlo. Nos hemos servido del diablo para unabuena causa, hemos hecho algo execrabledesde el punto de vista de la teología perosensato desde el punto de vista de la medicina.

–Sí, señor. Sin embargo, Doudle el Rápido,

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el más alto de ellos, que se sentaba a mi lado enel comedor, cambiaba su ración de grog portabaco, y es posible que los demás también lohicieran.

–¡Malditos zorros! Les daré su merecido.Tráigame una cuchara y media pinta de zumo delima. Voy a acabar con esto de una vez: losmarineros que no beban su ración de grog seránazotados.

Entonces hizo una pausa y después continuó:–Sin embargo, sería extraño que yo tomara

una actitud así, que le pidiera al capitán queobligara a todos los marineros a beber su raciónde grog, pues siempre me he opuestofirmemente a que beban el pernicioso ron y hepresentado una petición para que en la Armadasea abolida la horrible costumbre por la cual lasraciones de grog que un marinero no bebemientras está enfermo, se le den cuando se hacurado. De todos modos, creo que en este casouna poción a base de zumo de lima surtiráefecto.

La poción surtió efecto. Los síntomasdesaparecieron. Sin embargo, la melancolía

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perduró, y no sólo en esos pacientes sino entoda la tripulación. Aquel era un ambientepropicio para que brotaran enfermedades, segúnStephen. Aparte de una veintena de estúpidosparlanchines que los botes habían dejado atrás,los hombres estaban atentos a su trabajo, peroya no tenían ímpetu. Ahora entraba más agua,pues la estopa de la vela con que habíantaponado la vía de agua había pasado al interiordel barco, y aunque colocaron otra vela condificultad y lentitud, no obtuvieron un buenresultado. El Leopard avanzaba hacia el surestecon poco velamen desplegado mientras el vientoaumentaba de intensidad y los hombresbombeaban sin parar; el Leopard tendría quenavegar entre enormes olas con el viento enpopa, con un viento huracanado, y la opinióngeneral era que no podría resistirlo.

–Dígame, señor Herapath -dijo Stephen-. Sien una situación como ésta le proporcionaranuna gran cantidad de opio, ¿fumaría usted?

Herapath evitó volver a hablar con él deasuntos personales. Respondió que no sabía…,probablemente no…, pensaba que quizá no era

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correcto usarlo para vencer un simple temor…,pero tal vez sí fumaría.

Cuando no se veía obligado a estar conStephen por razones de trabajo, evitaba sucompañía, ya fuera bombeando durante mástiempo del que le correspondía, ya fueraencerrándose en la cabina que había heredadodel contador. (Ahora había muchas cabinas libresen proa y en popa.)

–Discúlpeme, señor, pero he prometido queiría a bombear un rato.

Stephen suspiró. Tenía la esperanza de lograrque Herapath se quedara a conversar con élsobre la poesía china, lo único que parecíaconsolar al joven cuando se veía privado de lacompañía de su amante. En el pasado, Herapathle había hablado más de una vez de sus estudiossobre China, de su lengua y sus poetas, y enocasiones él había pasado la mitad de la nocheescuchándole. Pero eso era en el pasado. Ahorasolía huir, como había acabado de hacer, ysiempre dejaba sus papeles en la enfermería.Aprovechando que estaba solo, Stephen miró lashojas llenas de caracteres escritos con pulcritud.

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«Podrían ser las instrucciones para hacer té -pensó Stephen-, o tal vez encierren el saberacumulado en mil años.» Pero en una de lashojas, entre dos líneas, encontró un poematraducido según el método de traducción depalabra por palabra que Herapath le habíaexplicado:

Delante de mi cama, claro de luna.¿Escarcha en la tierra?Subo la cabeza, veo la lunaBajo la cabeza, pienso en mi país.Esa noche había luna, y aunque ya habían

pasado tres días desde la luna llena, podía verseclaramente entre las escasas nubes desde laescotilla. Volvió a suspirar. Hacía tiempo que nocomía con Jack o tenía con él un tete-à-tête. Esose debía, por una parte, a que no quería causar laimpresión de que abusaba de su confianza,especialmente en esas circunstancias, y por otra,a que Jack estaba aislado y encerrado en símismo desde el día del fallido intento dedesembarco en aquella isla, pensando siempreen el modo de salvar el barco y en muchasocasiones metido en el fondo de la bodega de

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popa con el carpintero para tratar de encontrar lavía de agua. Pero Stephen echaba de menosesos ratos, por eso se puso muy contentocuando se encontró con el señor Forshaw y elguardiamarina le transmitió la invitación: Jackquería ver al doctor cuando tuviera un momentolibre, pero no era para un asunto urgente.

Cuando cruzaba el alcázar, notó que el aireera agradable, que la temperatura estaba muypor encima del punto de congelación y que cercade la Luna había una estrella muy brillante.

–¡Ah, estás aquí, Stephen! – exclamó Jack-.Te agradezco que hayas venido tan pronto. ¿Teapetece tocar un poco de música? ¿Aunque seamedia hora? Sólo Dios sabe en qué estadoestará mi violín, pero pensé que podíamos rascarun poco nuestros instrumentos al menos mediahora.

–Sí, me apetece. Pero primero deja que telea este poema:

Delante de mi cama, claro de luna.¿Escarcha en la tierra?Subo la cabeza, veo la luna,Bajo la cabeza, pienso en mi país.

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–Es un poema condenadamente hermoso -dijo Jack-, aunque no rima.

Y después de quedarse un momento con lacabeza baja, continuó:

–También yo la he estado mirando, pero conel sextante. He podido hacer una medición lunarmuy precisa, sobre todo porque Saturno se vecon gran claridad. He calculado la longitud conuna aproximación de segundos. ¿Qué te parecesi tocamos el Concierto en sí menor de Mozart?

Y tocaron, no a la perfección, pero sí consentimiento, ignorando a menudo las cuerdasdesafinadas y arrancando de las demás lasnotas que encerraban la verdadera esencia de lacomposición, unas notas que conocían muy bieny que les servían de hitos a lo largo de ella.Mientras tanto, un poco más arriba, en la toldilla,donde se encontraban los exhaustos timonelesmoviendo la nueva espadilla y Babbingtongobernando el barco, todos los marineros lesescuchaban con atención, pues ése era el primersonido que les recordaba la vida real -despuésde aquellos alegres pero breves momentos quehabían pasado en Navidad- en un periodo de

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tiempo que no podían calcular con exactitud. Elúltimo movimiento llegó a su espléndidaculminación y terminó en el magnífico e inevitableacorde final. Entonces Jack dejó a un lado elviolín y en un tono conversacional, como siambos hubieran estado hablando de lanavegación todo el tiempo, dijo:

–Voy a decirles esto a los oficialesenseguida, pero pensé que te gustaría ser elprimero en saberlo: avistaremos una isla en tornoa los 49°44'S y 69°E. La descubrió el francésTrémarec. Se llama Desolación. Cook no pudoencontrarla, pero tal vez porque Trémarec seequivocó en unos diez grados. Estoy convencidode que existe. El ballenero que encontramoscerca de El Cabo habló de ella y determinó suposición tomando como referencia una mediciónlunar. En cualquier caso, estoy lo bastanteconvencido para preferir correr el riesgo de noencontrarla al riesgo de seguir avanzando haciael norte. No desplegaré esta noche una cantidadde velamen que haga mucha presión, pues tengomiedo a encontrar hielo flotando en el agua, peropor la mañana, si el tiempo y el viento lo

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permiten, y esto es lo importante, Stephen, harérumbo al sur. No he dicho nada todavía, en parteporque no había podido determinar nuestraposición, y en parte porque no quiero hacerconcebir esperanzas a los tripulantes, ya que nopodrían soportar otra decepción como la quesufrieron en el archipiélago Crozet, pero penséque te gustaría saberlo. Tal vez quieras rezar unao dos plegarias. Mi vieja niñera siempre decíaque no había plegarias más efectivas que las quese decían en latín.

Con plegarias o sin ellas, al día siguiente lamañana era luminosa. Y con secreto o sin él, latripulación estaba bastante animada. Lasbombas se movían más rápido, y si por el chorrode agua que lanzaban pudiera haberse calculadocuánto había aumentado el ánimo de latripulación, podría decirse que entre un diez y undoce por ciento. Los serviolas no subieroncorriendo a los topes, pero al menos no lohicieron con la lentitud del día anterior, y casiinmediatamente, uno de ellos gritó que avistabaun barco al sur, y aquel grito animó todavía más ala tripulación, aunque después se comprobó que

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era otra montaña de hielo, una de las dosgigantescas montañas que había a una milla abarlovento, tan enormes como las que lograronesquivar por la noche, gracias a la luz de la Luna,que fue como una bendición para ellos. Ydespués de colocar con mucho cuidado la proadel barco en dirección sur y de desplegar másvelamen, la tripulación se animó mucho más yolvidó el terrible cansancio, tan pesado como unabarra de plomo, pues ningún marinero ni ningúngrumete habían dormido más de cuatro horasseguidas entre los turnos de bombeo desdehacía largo tiempo.

–Buenos días, señora -le dijo Stephen a laseñora Wogan, abriendo la puerta de su cabina-.Creo que por fin puede tomar un poco de aire. Elcielo está despejado, el sol brilla y calientamucho, y a pesar de que en la toldilla hay unaintensa actividad, aún disponemos delpasamano de barlovento, señora. Y es mejor queaprovechemos la mañana.

–¡Oh, doctor Maturin, eso será como ir alParaíso! Desde hace siglos no veo el cielo ni leveo a usted. Todas las mujeres estábamos

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juntas, sin hacer otra cosa que tejer sin parar ytratar de conservar el calor, aunque un niño es unbuen tema de conversación. ¿Es cierto que nosdirigimos al polo sur? ¿Hay tierra en el polo?Supongo que la hay, de lo contrario no lollamarían polo ni nos dirigiríamos allí. Pruébeseesta manopla para ver si le sirve. ¡Dios mío!¡Tiene las manos llenas de callos! Por estarbombeando constantemente, seguro… ¡Tierra!Desde luego, no es probable que encontremostiendas allí, pero los esquimales deben de teneralgo parecido, algunos lugares donde vendanpieles. ¡Cómo me gustaría tener pieles! ¡Quisieraun camisón de piel y un mullido lecho de pieles!

–No puedo garantizarle que habráesquimales, pero sí que habrá pieles -dijoStephen, bostezando-. Las pieles de foca, tanapreciadas hoy en día, provienen de estasaguas. Y según tengo entendido, alrededor delpolo hay tres veces más que aquí. Esta mismamañana he visto tantas que podría llenarse labodega de un barco de moderado tamaño, esdecir, tonelaje, como decimos nosotros. He vistofocas de varias clases, además de veinticuatro

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ballenas e infinidad de aves, incluyendo, para miasombro, una que parecía un cormorán moñudo yun pato pequeño parecido a una cerceta. Leestoy muy agradecido por hacerme lasmanoplas, señora.

Durante todo el día estuvieron navegando ydurante todo el día el barómetro estuvo bajando.El barómetro le había avisado a Jack que habríatormentas en el Canal y en el golfo de Vizcaya,que soplaría el mistral en el Mediterráneo, quehabría un huracán en los alrededores deMauricio, pero rara vez había descendido contanta rapidez. Después que tomó las pocasprecauciones que podía, se quedó en el lado debarlovento de la toldilla, contemplando la partedel cielo que estaba al oeste. El Sol brillaba conintensidad y en la cubierta habían puesto a secarmuchas prendas de ropa, entre ellas loscalcetines y los gorritos rosados de Leopardina.El Leopard navegaba despacio por las azulesaguas y Stephen caminaba con la señora Woganpor el pasamano, indicándole no sólo las focascuyas pieles podrían usarse para formar su lechosino las que no podrían usarse, y dieciocho

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ballenas y tantos pájaros que una mujer conmenos paciencia habría protestado por ello.

De vez en cuando, Jack miraba hacia el tope.No quería subir, porque si lo hacía podría hacerconcebir esperanzas que tal vez no se cumpliríandespués, pero deseaba con todas sus fuerzasque el serviola anunciara lo que esperaba.Estaba tan nervioso y angustiado como no lohabía estado nunca, y la alegre risa de la señoraWogan le contrarió. No obstante, siguió dandopaseos desde el coronamiento hasta la escalacon las manos tras la espalda, sin que su gestotrasluciera ningún sentimiento. Y cuando elserviola dio el grito por fin, dio algunos paseosmás antes de coger su mejor telescopio y subir ala cruceta del mastelerillo de proa.

Sí, allí estaba, por la amura de babor, con susnegras rocas cubiertas de nieve. A pesar delabatimiento del Leopard y de que la corriente ibahacia el este a una velocidad que él calculabaque sería de dos millas por hora más o menos,creía que era posible acercarse a la isla por ellado de barlovento. Vio entonces algunasmontañas a lo lejos, al sureste, y comprobó que

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la forma de la isla coincidía con la descripciónque el marino francés había hecho deDesolación. No le cabía duda de que ése era ellugar que tanto había pedido a Dios poderencontrar.

Conteniendo su alegría por el triunfo, bajó acubierta y mandó desplegar tantas velas que losmástiles del Leopard se quejaron, a pesar deestar reforzados. Para su sorpresa, y tal vezporque el agua que entraba servía de lastre, elbarco tenía gran estabilidad y pudo ganarvelocidad enseguida y empezó a avanzar congran rapidez.

Llamó al joven David Alian, el único ayudantedel contramaestre que se había quedado en elbarco, y juntos comprobaron cuántas anclas ycabos gruesos tenían. Habían hecho lo mismoaquel triste día en que habían llegado alarchipiélago Crozet y ahora encontraron más omenos lo mismo: un anclote y muchas cadenas yguindalezas. Pero después de ese día habíanlocalizado en la bodega dos carronadas que noeran para usar en el Leopard sino para llevar alpuesto de Port Jackson y las habían colocado de

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manera que se pudieran alcanzar desde laescotilla principal, así que ahora podrían atarlasal anclote y aumentar su peso hasta equipararlocasi con el del ancla de leva, lo cual permitiría albarco estar fondeado con una sola ancla, acondición de que el fondo fuera firme y la mareamoderada.

–¿Y en cuanto a lo demás, señor? – inquirióAlian.

–En cuanto a lo demás, disminuiremos velacuando estemos bastante cerca de la costa. Atelas guindalezas al tope y empálmelas hasta quepueda sacarlas por la porta que hay en la sala deoficiales. Luego procederemos según lascircunstancias.

Alian parecía un poco asombrado, pero elconvencimiento del capitán de que él era capazde realizar semejante tarea le causabasatisfacción. Y cuando el capitán le dijo quepodría contar con todos los marineros del castilloy los timoneles, pues dejarían las malditasbombas, se puso muy contento.

Más cerca, cada vez más cerca, siempre conla isla por la amura de babor. Antes de la

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comida, ya podía verse desde la cubierta lacosta norte de la isla, que formaba una blancalínea sobre el mar. Y apenas terminó la comidacomprobaron que, en realidad, era un cabo. Máscerca aún. Jack iba de un lado a otro de la toldilladando largos pasos, y aunque solía digerir lacomida como un cocodrilo, ahora tenía todavíaen el estómago, tal como habían salido de lacazuela, los trozos de carne pasada que se habíatragado. Al oeste se acumulaban las nubes y alsur se formaba la aurora austral, un mantotitilante del que salían haces de luz que parecíancaer pero siempre permanecían en el mismositio. A barlovento había tres enormes islas -unade ellas de cuatro millas de longitud y tal vezdoscientos pies de altura- y numerosos islotes,de los cuales salían destellos a veces.

¿Cuándo debía disminuir vela y ordenar alayudante del contramaestre que tensara lasguindalezas? ¿Debía pedirle a los exhaustosmarineros que quitaran los mastelerillos paraprevenirse contra la esperada tormenta y luegoexigirles que hicieran un gran esfuerzo paraanclar el barco con seguridad? ¿Qué corrientes

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había en aquellas aguas que no aparecían en lascartas marinas? La tormenta que amenazabaparecía inminente, pues ya se veían allí, por eloeste, algunos rayos. El día cambió.

Ésas y muchas otras eran decisiones quesólo él podía tomar. Tal vez era mejor contrastarvarias opiniones, pero un barco no era unparlamento, en un barco no había tiempo para eldebate. La situación cambiaba con rapidez,como ocurría con frecuencia en las batallas,obligando a abandonar en el último minuto unplan cuidadosamente preparado. Sólo él debíatomar las decisiones, y el momento de hacerlo seiba acercando a medida que se acercaba elcabo. Rara vez se había sentido tan solo y habíatemido tanto equivocarse. La falta de sueño, eldolor y la confusión que reinaba en el barco día ynoche desde hacía interminables semanas lehabían afectado mucho y estaba aturdido. Y sinembargo, si cometía un error durante la horasiguiente podría perder el barco.

Las olas eran cada vez más grandes y elviento más fuerte. Sabía muy bien que cuando elviento soplara con la fuerza con que solía hacerlo

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en la zona de los cuarenta grados de latitud, lasnubes acumuladas en el oeste cubrirían el cielorápidamente y el luminoso día quedaría sumidoen la más espantosa oscuridad y el mar seagitaría con furia. Fue a la cabina y observó queel barómetro estaba más bajo, mucho más bajo.Cuando volvió a la toldilla, vio que no había sidoel único en notar que habría fuerte marejada,pues ya se veían enormes olas con las crestasde un extraño color verde, moviéndose como silas empujara una fuerza oculta y formandopenachos de espuma. Miró hacia el noroeste yvio el sol brillando todavía, rodeado de un halosobre el cual estaban dispuestas variasimágenes suyas reflejadas en las nubes. Ya lolejos se veían las luces de la aurora austral,brillando con tal intensidad que parecíansobrenaturales. Un poco más abajo, los hombresseguían bombeando sin parar, pero tanto allícomo en la toldilla, Jack notó cierta aprensión. Apesar de ser estable, ahora el Leopard estabaescorado, y el pescante de babor estabahundido en el agua. Las olas se elevaban ahoramucho más al chocar con los icebergs y con los

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escollos de la parte de barlovento del cabo. Elsilbido del viento en la jarcia había alcanzado untono muy alto, un tono que presagiaba un granpeligro, y continuaba subiendo.

En la amplia franja de agua que separaba elLeopard del cabo, predominaba el blanco sobreel verde y, cerca de la costa, donde apenashabía olas media hora antes, ahora había unahorrible contracorriente, la cual formaba una orlade blanca espuma que se alejaba del cabo por eleste y que se ensancharía y se alargaría muchomás cuando la marea subiera a su nivel máximo.

La situación había cambiado mucho, pero lopeor estaba todavía por llegar, y llegaría sintardar. Una niebla gris, como una gruesa cortina,cubrió el cielo, y de las nubes desgarradas quese acumulaban a estribor salían ahora másrayos. Y a una o dos millas al norte del cabo, seformó una turbonada que lo ocultó por completo,una turbonada que era el heraldo de la furiosatempestad.

Ahora ya no tenía que decidir cómo y pordónde atravesar la rápida corriente, ahora lo quetenía que juzgar era si sería capaz de acercarse

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al cabo o si era preferible virar y navegar con elviento en popa. La velocidad era fundamental.Navegando a esa velocidad, dentro de cinco odiez minutos ya no tendría alternativa: o situaba elbarco con el viento en popa o perecerían. Perotambién era posible que situara el barco con elviento en popa y perecieran, en primer lugar,porque los hombres, a pesar de estar ahora másanimados, se encontraban casi al límite de susfuerzas y no podían seguir bombeando porsiempre, y en segundo lugar, porque la marejadasería tan fuerte al caer la noche que el Leopardseguramente se hundiría.

Cada vez la contracorriente era más fuerte ylas aguas estaban más agitadas. Era lacontracorriente más fuerte que había visto, pero,tanto si él quería como si no, el Leopard teníaque atravesarla. Tenía que atravesarla o huir, yhuir significaba el fin, aunque no fuera inmediato.«Tanto si quieres como si no, Jack Aubrey», sedijo Jack. Entonces elevó la voz y ordenó:

–¡Foque y trinquetilla! ¡Señor Byron, déjelocaer medio grado!

Había tomado la decisión. De repente había

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visto con claridad lo que debía hacer y ahoraestaba tranquilo, con la mente despejada, casidespreocupado. La velocidad era fundamental.La única duda que tenía era si las velas y losmástiles podrían dar un gran impulso al casco sinromperse, si el Leopard podría soportar elembate del viento del oeste al atravesar aquellamilla antes de alcanzar su máxima velocidad sinvolcar ni derivar hacia el este. Era una decisiónque implicaba un gran riesgo, pues si sedesprendía cualquiera de las velas que estabandetrás del trinquete o se rompía la espadilla oalgún mástil, todo estaba perdido. Pero al menosla decisión ya estaba tomada y le parecía queera acertada. Sólo se reprochaba no habernavegado más velozmente hasta aquí, haberperdido tiempo durante el día.

Cuando el Leopard ganó velocidad, dio ungran salto hacia delante, como un caballoespoleado, y avanzó mucho más rápido. Tenía elviento por el través y la amura de babor estabatan hundida en el mar que sus verdes aguasllegaban al castillo. El velamen hacía una granpresión, pero hasta el momento había podido

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soportarla. Ahora atravesaba las grandes olas,cuyas blancas crestas se abalanzaban sobre elcombés, y de repente una ráfaga de viento lohizo inclinarse y la borda de sotaventodesapareció entre la espuma. Jack lo dejó caerotro grado más. Entonces el barco se dirigióhacia la franja de agua donde habíacontracorriente y donde el viento soplaba condoble intensidad, emitiendo un terrible aullido. Enese momento alcanzaron su punto máximo todaslas fuerzas adversas y había grandesprobabilidades de que perdiera algún mástil.

Faltaba un cuarto de milla, el vientoaumentaba cada segundo.

–¡Juanete mayor! – ordenó.El barco dio un fuerte bandazo cuando

cazaron las escotas de la vela. Hubo una pausamomentánea, tan breve como el tiempo quepermanece inmóvil un cuerpo antes de caer, y elbarco empezó a atravesar la zona de lacontracorriente y se tambaleó como si hubierachocado contra un bloque de hielo. A sualrededor se oía el rugido del mar y el intolerableaullido del viento. Las olas rompían en los dos

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costados y una fuerte ráfaga de viento hizo bajarla proa y las verdes aguas mezcladas con laespuma pasaron de un lado a otro de la cubierta.Cuando volvió a estabilizarse ya estaba al otrolado de la franja, al abrigo de unas enormesrocas, y se balanceaba en aguas tranquilas.

La transición había sido brusca. Un momentoantes el Leopard estaba en una zona dondehabía enormes olas y el viento soplaba con furia yahora navegaba tranquilamente, rodeado desilencio, protegido por un gigantesco acantilado.Sus mástiles todavía oscilaban como péndulosinvertidos debido al impacto de la ráfaga deviento, a consecuencia del cual el capitán habíaquedado trabado en un imbornal.

Jack salió de allí por sí mismo, miró haciaarriba y vio que los masteleros y los mastelerilloshabían resistido, aunque la juanete mayor sehabía desprendido de las relingas. Luego seinclinó sobre la borda para ver la costa. Observóque se extendía por el oeste del cabo hasta unapequeña bahía casi cerrada por islotes.

–¡Adelante la brigada del contramaestre!¡Adelante, Alian! ¡Rápido! ¡Señor Byron, la

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sonda, por favor! – gritó Jack.–El escandallo no llega al fondo -gritaron.Después no se oyó ningún otro sonido,

excepto el susurro del agua al pasar por loscostados del barco y el graznido de las avesmarinas.

–Ponga el cabo para medir zonas profundas.¡Esas bombas! ¿En qué diablos están pensandoustedes? – dijo Jack, pero su tono no eramalhumorado, pues estaba seguro de que éltambién habría dejado de bombear en unmomento así.

La pausa se alargaba. Los marineros seguíanbombeando mecánicamente, mirandoasombrados a su alrededor. El barco tenía aúnbastante velocidad y atravesaba con rapidezaquellas aguas verdes y profundas al abrigo delimponente acantilado. A la derecha estaba ladesolada isla, con sus negras rocas cubiertas denieve, y a la izquierda un grupo de islotes. En elcielo se oían truenos y las nubes eran empujadaspor el fuerte viento del oeste, mientras que allíabajo parecía que se habían perdido todos lossonidos del mundo, provocando una calma

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sobrenatural.–¡Atención, marineros del castillo! – gritó

Jack, rompiendo el silencio-. ¿Cómo están lasguindalezas?

–Ya pasan del trinquete, señor.Se oyó caer al mar el escandallo, atado al

cabo para medir zonas profundas. Los marinerosgritaban: «¡Largar con cuidado! ¡Girar!¡Sujetar!».

–Cincuenta brazas, señor -dijo uno.Y después de una pausa, añadió:–Arena gris y conchas.El Leopard había recorrido una milla más y

había perdido casi toda la velocidad. El cieloparecía estar a la altura del acantilado y una finallovizna empezó a caer. Las velas estabanfláccidas, pero el paso de una ráfaga de lluviapor la costa ponía de manifiesto la presencia deun viento flojo cerca de ella. Largaron las demásjuanetes para tomarlo y el barco empezó a ganarvelocidad otra vez.

–¿Cómo están las guindalezas? – preguntóJack de nuevo.

–Ya casi de proa a popa, señor -respondió

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Alian desde el saltillo, justamente debajo de él,donde continuaba empalmando guindalezas conDoudle el Rápido, como si ambos estuvieranendemoniados.

El fondo parecía bastante plano y cubierto poraquella arena con fragmentos de concha. Ahorael barco se aproximaba a un paso entre losislotes que cerraban la bahía y la marca de lasonda se movía con rapidez.

–Marca diecisiete…, dieciséis…, dieciséis ymedio…, dieciocho.

Era un paso de aguas profundas, y más alláde los islotes podía verse la bahía en forma debolsa, muy amplia y con una estrecha entrada,bien protegida por los tres lados.

Jack miró atentamente la isla más cercana. Ellitoral estaba rodeado por un arrecife, y a juzgarpor el movimiento de las aguas y la espuma quese formaba en él, la marea estaba subiendotodavía.

–¡A las brazas! – gritó Jack y se dirigió aproa cojeando.

Ahora la marea hacía moverse el barco muyrápido y él quería tomar todas las precauciones

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para evitar que chocara contra un banco dearena.

–¡Señor, señor! – gritó Babbington mientrasse acercaba por detrás corriendo-. ¡Hay un astade bandera en la bahía!

Jack apartó la vista de la superficie del mar,miró hacia la bahía y vio que estaba dividida endos lóbulos, cada uno con una pequeña playa alfinal del acantilado y que en la zona más alta deuno de ellos había un asta de bandera.

–¡Dios mío! ¡Es cierto! ¡Alian!–Sí, señor.–¿Cómo va el trabajo?–Ya están empalmadas las guindalezas y el

extremo por fuera de la porta de la sala deoficiales.

Más cerca, cada vez más cerca, mientraseran observados por las focas, algunas de untamaño descomunal. Una de las innumerablesaves marinas dejó caer sus excrementos sobreJack: una señal de buena suerte. Y Jack, con lavista fija en un islote cercano a la costa yaguzando el oído para conocer las medicioneshechas con la sonda, gritó:

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–¡Todos a echar el ancla!Hubo una larga pausa y el barco avanzó

todavía un poco más. Entonces ordenó:–¡Timón a babor!El barco viró y todos los marineros corrieron a

halar y amarrar drizas, brazas, escotas ychafaldetes y arriaron la perico.

–¡Soltar! – gritó.El anclote y las carronadas cayeron al agua y

la guindaleza se fue extendiendo a medida que elLeopard retrocedió.

–¡Estopor!–¡Estopor, sí, señor! – respondió Alian.Y el Leopard se detuvo, dando una sacudida

que, a pesar de no ser fuerte, les hizotambalearse. La guindaleza se tensó y llegó elmomento crucial. ¿Agarraría el ancla en elfondo? El ancla agarró, sí, el ancla agarró. Apesar del movimiento que el Leopard hacía acausa de la marea, la guindaleza se aflojó, y unaparte de ella, formando suaves curvas, se hundióen el agua, y entonces los tripulantes dieron unsuspiro. No obstante eso, una corriente muyrápida -que sólo Dios sabía si se podía formar en

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aquellas aguas- podría hacer que el ancla sesoltara del fondo y, como consecuencia, el barcosería arrastrado hasta los islotes cercanos.

–¡Bajar el chinchorro! – ordenó Jack-. SeñorBabbington, tenga la amabilidad de ir hasta esasrocas que están entre nuestro barco y la costa.Lleve un cabo atado a la guindaleza que sale porla porta de la sala de oficiales y amárrelo a lasrocas. Puede usar una cabilla, si quiere, y unrezón, pero asegúrese de que esté bienamarrado, señor Babbington.

Entonces, tocando el guardabauprés, añadió:–Tal vez así podremos dormir profundamente

esta noche.CAPÍTULO 10

Y durmieron profundamente, tanprofundamente que cuando a Stephen ledespertaron a las tres de la madrugada parahacer su turno en la bomba de estribor no pudoencontrar el camino hasta aquel lugar tan bienconocido y el propio guardiamarina a quiendebía relevar tuvo que llevarle allí de la mano.Tampoco pudo recordar los sucesos del díaanterior hasta después de haber pasado media

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hora bombeando, hasta que el ejercicio y la fríalluvia disiparon las brumas dejadas por aquelsueño que había sido casi un estado de trance.

–Creo que esos animales que vimos al entraren la bahía eran morsas -le dijo a Herapath, queestaba a su lado-. Foster dice que las morsastienen un saco muscular externo. Pero es posibleque los confunda con focas con orejas de laespecie otaria gazella.

Herapath no sabía nada de las focas de esaclase ni de las de ninguna otra y, además, sehabía quedado dormido mientras bombeaba.Pero esa noche, aunque las bombas se movíandespacio, redujeron el nivel de agua cinco pies,pues por el hecho de que el casco del Leopardya no era azotado por las olas ni tenía quesoportar la gran presión de los mástiles, entrabatan poca agua que se podía sacar con un soloturno de bombeo. Llegaron a dejarlo seco o, almenos, sólo un poco húmedo -pues enDesolación la palabra «seco» carecía de sentidoporque llovía casi sin parar- y comenzaron laslargas tareas de vaciar las bodegas para llegarhasta la vía de agua e instalar un timón.

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Al principio sólo tenían el chinchorro paratransportar la carga, que ascendía a cientos detoneladas, pero muy pronto tuvieron también unabalsa que se movía mediante un molinete. Yatravesaron las tranquilas aguas del fondeaderouna y otra vez sin ninguna dificultad, ni siquiera alprincipio, cuando la tormenta había azotadoaquella zona con tanta violencia que hasta losalbatros se habían refugiado en el fondeadero.Por supuesto, las corrientes que pasaban entrelos islotes perturbaban las aguas de la bahía,pero eso entorpecía mucho menos el trabajo quela enorme curiosidad de los pingüinos. Lamayoría de esas aves estaban criando a suspolluelos, pero a pesar de eso encontrabantiempo para ir a la playa donde estaba el asta dela bandera y observar, amontonadas en grandesgrupos, cómo los marineros descargaban lospertrechos, y les obstaculizaban el paso y semetían entre sus piernas, haciéndoles caer aveces. Algunas focas eran igualmenteimpertinentes y, por supuesto, más difíciles dequitar de en medio, y los exasperados marinerosles daban muchas patadas y empujones, pero

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nada más, porque tenían orden de considerarsagrado el lugar donde habían logradodesembarcar. Allí no habría derramamiento desangre, pasara lo que pasara.

Durante los primeros días, Jack habíapermitido descansar a los tripulantes. Les habíaordenado hacer guardia solamente para vigilar elancla con el fin de que pudieran pasar las horasque quisieran durmiendo, algo que ahora era tanimportante para ellos como la comida. En cuantoa la comida, no había ningún problema enencontrarla, pues tenían carne fresca al alcancede la mano. Y cogían mucha, a vecesdemasiada, pues como ésa era una isladesconocida, los animales que la habitaban notemían a los hombres. Bueno, en realidad, eracasi desconocida, porque al pie de la botavararota que ellos llamaban asta de bandera habíauna botella con un papel que decía que elbergantín George Washington, de Nantucket, almando del capitán William Hyde, había estadoallí y que el capitán rogaba a Reuben, en caso deque fuera allí a buscar coles, que le dijera aMartha que estaba bien y que pensaba volver a

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casa antes del otoño con un valioso cargamento.Después del periodo de descanso, cuando

los marineros ya se habían recuperado e inclusohabían engordado por comer carne cuatro vecesal día, Jack les mandó de nuevo a trabajar y aapilar los pertrechos en la playa donde estaba elasta de bandera. Los hombres los colocaron enperfectas filas, que cubrieron con lienzo, ytambién en pilas muy grandes, tan grandes quesólo al ver las que se habían formado con menosde la mitad de las cosas de la bodega de popa,parecía imposible que todo aquello hubieracabido en un solo barco. El trabajo era constantey a veces duro, pero los días veraniegos eranlargos y los hombres tenían mucho tiempo parapasear por la isla y cazar morsas, focas,albatros, petreles gigantes y petreles pequeños,palomas de El Cabo, golondrinas y cualquiera delos dóciles animales que encontraban en sucamino o que veían en sus nidos. Stephen sabíaque esos animales subsistían porque mataban aotros: los salteadores se comían los huevos y lospolluelos de todo tipo de aves, los leonesmarinos comían cualquier animal de sangre

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caliente que pudieran atrapar. También sabíaque ninguna de las aves tenía piedad con lospeces. Pero al menos entre los animales lamatanza se llevaba a cabo respetando unajerarquía, mientras que los marineros matabanindiscriminadamente. Trataba de hacerles entraren razón y ellos le escuchaban con atención, peroseguían haciendo lo mismo, si bien trataban deque no les vieran y se adentraban en la isla,subían a lo alto de las laderas donde tenían suscolonias los albatros o iban a la cala máspróxima, en cuyos roquedales las focas teníansus crías. Estaba seguro de que sus palabras noles convencían porque él mismo pasaba el díarecogiendo ejemplares de todos los animales -desde morsas a pequeñas moscas sin alas ytardígrados que vivían en el agua- y gran parte dela noche haciéndoles la disección o bienclasificando huevos, huesos y plantas.Comprendía que matar a algunos de aquellosanimales tenía sentido, que llenar barriles dealbatros y de carne de pingüinos y de focas teníauna justificación, pero le repugnaba, y despuésde algunas semanas se retiró a un islote de la

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bahía, un islote al que todos tenían prohibido irexcepto el cirujano del Leopard.

Le hicieron un esquife y pensaron que sillevaba atadas al cuerpo dos vejigas de morsainfladas no podría sufrir ningún daño en aquellasaguas tan tranquilas. Sin embargo, cuando tuvoun desafortunado accidente, en el cual se cayócon la sombrilla y pudo salvarse gracias al perrode Babbington, se dieron cuenta de que con lasvejigas sólo podía mantener a flote sus delgadaspiernas, así que el capitán le prohibió ir al islotesolo.

La tarea de acompañarle recayó enHerapath, quien no era más útil para vaciar unabodega que el propio Stephen. Aquel mundodonde existían documentos secretos y callesasfaltadas por las que paseaban las personas leparecía muy lejano, casi un sueño, y por eso sesentía menos afectado por la manera en que sehabía portado con el doctor Maturin. En realidad,habían ocurrido tantas cosas desde que habíacopiado los emponzoñados documentos hastaque habían llegado a ese lugar de la Antártidaque le parecía haberlo hecho hacía años. La vieja

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camaradería que había entre ellos resurgió, y apesar de que Herapath odiaba caminar derodillas sobre la espesa hierba que cubría granparte del suelo y estaba siempre empapada, y apesar de que no le interesaba mucho saber siaquel enorme nido de albatros que solíanobservar era del gran albatros común o delalbatros ahumado, no le disgustaban esasexpediciones si no era llamado con frecuenciapara que admirara un grupo de algas o la cría deun cormorán moñudo. Había construido uncobertizo a la orilla del mar y pasaba horassentado allí con una caña de pescar en la manomientras Stephen caminaba por el islote. Allíhabía demasiada humedad para leer o escribir,pero como era un hombre imaginativo, sólo elhecho de observar cómo el corcho sebalanceaba en el agua y se alejaba hacía volarsu imaginación, aunque nunca se apartaba deltodo de allí. Cuando llovía con demasiadaintensidad para que el doctor Maturin continuarasu exploración, se sentaban juntos y hablaban depoesía china o, con mayor frecuencia, de LouisaWogan. Ella vivía ahora en la isla, y a veces

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podía verse a lo lejos, cubierta de pieles,paseando a la niña de la señora Boswell en losraros intervalos soleados, pues elencarcelamiento de las mujeres era ahorapuramente nominal.

–Éste es el Paraíso -dijo Stephen cuandodesembarcaron.

–Tal vez demasiado húmedo para ser elParaíso -dijo Herapath.

–El paraíso terrenal no estaba formado porarena seca, no era un árido desierto -replicóStephen-. En realidad, Mandeville dice que susmuros estaban cubiertos de moho, lo que pruebaque había mucha humedad. He encontradocincuenta y tres tipos de moho sólo en esteislote, y seguro que hay más.

Entonces miró a su alrededor. Entre losnegros peñascos se elevaban colinas que teníanáreas cubiertas de espesa hierba y colesviscosas y amarillentas -muchas de ellas enestado de descomposición- y otras de tierraárida. Por todos lados se veían los excrementosde las aves marinas y unas zonas estabancubiertas por la lluvia y otras por la niebla.

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–Este lugar es igual que la parte noroeste deIrlanda, pero sin habitantes. Me recuerda unpromontorio del condado de Mayo, donde vi elfalaropo por primera vez… ¿Quiere que vayamosa ver primero los petreles gigantes o prefiere ir aver las golondrinas?

–A decir verdad, señor, prefiero quedarmesentado en el cobertizo un rato. Creo que la colme ha revuelto el estómago.

–¡Tonterías! – exclamó Stephen-. La col es elalimento más sano que he visto en mi vida.Espero, señor Herapath, que no vaya usted aquejarse de ella y a hacerle críticas sinfundamento como las que hacen insistentementelas mujeres: que si es muy amarilla, que si es unpoco acida, que si huele mal… Pues tanto mejor,digo yo. Así esos glotones no las consumirán enexceso, como hacen con los animales, puescomen carne hasta que se les llena de grasa supequeño cerebro. ¡Y es un alimento curativo!Incluso sus acérrimos detractores, siempredispuestos a decir las peores cosas de ella y aasegurar que les hace tirarse pedos y lesproduce borborigmo, no pueden negar que les ha

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curado la púrpura. No importa que esossodomitas expulsen fuegos del infierno ni que losruidos de su vientre retumben en el cielo porcomer col, lo que importa es que no tendré ni unsolo caso de escorbuto, esa enfermedad que esuna vergüenza para un médico, mientras quedeuna col que coger.

–No, señor -dijo Herapath.Tenía que darle la razón, porque había visto la

curación. Poco después de su llegada, lostripulantes del Leopard, para variar, se habíancomido el hígado de una de las morsas quehabían matado y les habían salido unas manchasazul claro de unas dos pulgadas de diámetro.Stephen les había mandado comer de las colesque había encontrado allí -si bien eran horribles ymalolientes- y que ya él y su ayudante habíaningerido, y las manchas desaparecieron. Jackhabía bromeado diciendo que era increíble quelos leopardos hubieran perdido sus manchas, yse había reído como no lo había hecho en lasúltimas cinco mil millas, a carcajadas, con la cararoja y los ojos entrecerrados. Pero no teníanmucho zumo de lima y, además, aunque nadaran

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en medicinas para combatir el escorbuto, elremedio era bueno, así que Stephen habíainsistido en que las coles formaran parte de lacomida todos los días. En cuanto a sussupuestas propiedades laxantes, si existíanrealmente y no eran producto de la hipocondría, aStephen no le parecían perjudiciales. A propósitode eso, le había dicho al capitán, con expresiónmuy seria, que los marineros que desayunabandos enormes huevos de albatros debían serpurgados diariamente para que expulsaran losmalos humores.

–No, señor -repitió Herapath-. Le ruego queme disculpe, pero estoy un poco cansado yquisiera quedarme pescando un rato. Además,acuérdese de que la última vez que fui, el petrelgigante me cubrió de aceite y usted dijo que notendría que volver.

–Fue porque usted asustó al pobre pájarocuando se cayó. Y tiene que reconocer que secayó de una forma muy extraña, señor Herapath.

–El terreno estaba mojado y cubierto de losexcrementos de las focas.

–Los petreles no toleran la menor torpeza -

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dijo Stephen.Pero era cierto que Herapath tenía mala

suerte. Muchos petreles le habían echado encimaa Herapath el aceite maloliente que tenían en elestómago aunque él no les hubiera provocado,mientras que a Stephen no se lo habían echadonunca, y un albatros le había dado un terriblepicotazo.

–Bueno -continuó-, haga lo que quiera.Vamos a comernos estos sándwiches, porquepienso quedarme aquí hasta que se ponga el sol.

El paraíso de Stephen era muy grande y setardaba una hora en recorrerlo de un lado a otro.El islote, a diferencia de los demás, que eranmacizos rocosos que terminaban en acantiladosen la costa, tenía forma de cúpula y en sus costassólo había dos acantilados. Medía varios cientosde acres y, sin embargo, apenas tenía suficientecapacidad para albergar a todos los animalesque iban allí durante la época de críaprocedentes del sur de los océanos -una zonadonde casi no había tierra- después de vagar porellos el resto del año. Los pocos animales que lohabitaban permanentemente, la cerceta, el

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cormorán moñudo y la paloma antártica, apenasencontraban sitio donde hacer sus nidos, yStephen tenía que caminar con mucho cuidadopara no pisar los huevos y no caer en los nidosexcavados en la tierra por los innumerablesfalaropos. La parte más alta estaba ocupada porlos grandes albatros y era más fácil caminar porella, pues la hierba no era muy alta y los nidosestaban bastante distanciados. Stephen yaconocía muy bien a los miembros de la coloniade albatros, pues los había observado durante laépoca de celo y los había visto aparearse y hacersus nidos. Ahora vio algunos -que pudoreconocer- caminando por allí y visitando losnidos de otros, y pensó que el lugar se parecía aun ejido con gansos blancos, pero, en este caso,con gansos enormes, que iban y venían andandoo volando como los de los genios de los cuentosde Las muy una noches, y gansas echadas enlos nidos. En realidad, la mayoría de las avesestaban echadas, pues había huevos en casitodos los nidos. Stephen avanzó entre la multitudde albatros hacia el nido donde había visto laprimera nidada, si se le podía llamar nidada a un

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solo huevo. El ave que empollaba el huevoestaba dormida con la cabeza apoyada en ellomo, y cuando Stephen metió la mano pordebajo de su pecho para comprobar si elcascarón del huevo ya estaba roto, se limitó aabrir un ojo y dar un gruñido, pues ya estabaacostumbrada a su presencia. Pero el huevo aúnno estaba roto. Stephen se sentó sobre un nidovacío que estaba cerca y se puso a mirar a sualrededor. En ese momento notó que el aire seagitaba, sintió olor a pescado y vio posarse a sulado al compañero del albatros hembra queempollaba. El ave se tambaleó al cerrar susenormes alas y fue anadeando hasta dondeestaba su esposa y, entre susurros, lemordisqueó el cuello con el pico. A sus pies undiminuto petrel negro se abría paso entre lahierba y en lo alto planeaban los salteadores,mirando a su alrededor por si encontraban unapresa desprevenida. La lluvia había cesado y élse quitó la piel de foca que usaba al estilo de loscampesinos, por encima de la cabeza y loshombros. Luego sacó su almuerzo, se dio lavuelta en el nido y se puso a contemplar la parte

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del islote que había cruzado. A la derecha, en elmar, estaban las morsas, cada una de un pesode varias toneladas. La mayoría de ellas eranmansas o, al menos, indiferentes, pero había unamorsa macho de veinte pies, bastante vieja y congran número de esposas, que no le dejabaacercarse -a pesar de que ya hacía algún tiempoque le conocía- pues se erguía, se retorcía,inflaba la nariz, hacía rechinar los dientes,farfullaba e incluso daba rugidos. «Si él supieraque la apetencia sexual que siento hacia laseñora Wogan se ha atemperado, no temería porsu harén», pensó Stephen. Más allá estaban lasfocas con sus graciosas crías, a las que conocíabien. Más a la izquierda, dispersas por la cumbrede una colina, estaban las colonias de pingüinos,que agrupaban a miríadas de aves. Y casi allímite de la zona que abarcaba con la vista, seencontraban los leones marinos con sus crías.Aunque Stephen había encontrado en elestómago de un león marino once pingüinosadultos y una pequeña foca, esos animales eranbenevolentes con sus presas cuando estaban entierra. En realidad, entre todos los animales que

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iban de un lado a otro del islote, mezclándoseunos con otros, parecía haber un pacto socialque se rompía en el mar. De nuevo oyó a un avebatir las alas y un graznido, y entonces vio a unsalteador que acababa de coger la galleta con unpedazo de carne de foca que él había puestosobre un montón de plumas.

–¡Ladrón! ¡Maldito anarquista! – gritó, perosin mal humor, pues ya había comido bastante.

Allí, entre el islote y el pequeño campamento,se encontraba el barco. Tenía un aspectoextraño, pues después de que habían sondeadola bahía lo llevaron a remolque hasta elacantilado para carenarlo. Habían encontrado lavía de agua, una abertura larga y estrecha, unaherida casi mortal, y desde entonces estabantrabajando para taparla. Pero el problemaprincipal era el timón, y ahora había andamioscolgados alrededor de la popa, unos muy altos yotros muy bajos, para poder llegar mejor alcodaste y colocar mejor la hembra del timón, elmacho del timón y otras piezas.

Ahora apareció ante su vista el chinchorro yobservó que Bonden llevaba los remos y Jack y

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el joven Forshaw iban sentados en la popa. Sedetuvo junto a una baliza. Jack miró hacia variospuntos sosteniendo en alto el sextante y dijovarias cifras que el guardiamarina anotó en sucuaderno. Obviamente, continuaba con suestudio, como hacía siempre que la mareaimpedía seguir adelante con la reparación delcasco del Leopard. Stephen caminó hasta dondeempezaba la pendiente, hasta el lugar desdedonde solían levantar el vuelo los albatros, y almismo tiempo que seis enormes pájarosalrededor de él emprendían el vuelo, gritó:

–¡Hola!Jack se volvió y le saludó con la mano. El

chinchorro se acercó al islote y luego quedóoculto detrás de él. Poco después Jack empezóa subir pesadamente la pendiente. No era porcausa de la pierna por lo que subíapesadamente, pues ya hacía tiempo que no latenía entumecida, sino por causa de su peso. Notenía que recorrer más de cien yardas, perocomía vorazmente, y mientras más comía másganas tenía de comer. Ahora subía a buscar loshuevos para su desayuno.

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–Me parece un sacrilegio -dijo Stephen,cuando Jack los cogió-. Cuando pienso en lovalioso que me parece el que yo tengo, que esquizás el único que hay en los tres reinos, en quelo he envuelto en algodón para evitar que recibagolpes, la idea de romper unodeliberadamente…

–No puedes hacer una tortilla sin romper loshuevos -se apresuró a señalar Jack para noperder la oportunidad de decir la frase-. ¿Quédices a eso, eh? ¡Ja, ja!

–Podría decir que no se ha hecho la miel parala boca del asno. En este caso, al decir miel merefiero a esos inestimables huevos, y sicontinuamos haciendo la comparación en eseorden…

–No he hecho el esfuerzo de venir hasta aquípara ser insultado y para que se ponga en dudami inteligencia, que, quiero que sepas, esreconocida por todos en la Armada -dijo Jack-,sino para llorar por mi mala suerte, parasentarme en la tierra y llorar por mi mala suerte.

Stephen le miró fijamente. Jack habíapronunciado las palabras en un tono alegre,

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jocoso, acorde con su expresión sonriente, peropor la cadencia de la frase, o tal vez por elénfasis, daba la impresión de que era falso. A lolargo de sus años de servicio en la Armada,Stephen había observado que todos los oficialesque había conocido hablaban siempre,mecánicamente, casi como por obligación, entono jocoso, y en las conversaciones que a diariomantenían con sus compañeros de tripulaciónsiempre estaban presentes las bromas, loschistes conocidos y los proverbios. En suopinión, ésa era una característica inglesa, y amenudo le causaba aburrimiento, pero reconocíaque tenía cierto valor porque era una proteccióncontra el mal humor y levantaba el ánimo.También servía para proteger a los hombres quetenían que vivir juntos contra las discusiones, lascuales podían llegar a ser acaloradas y provocarla enemistad entre ellos. No sabía si era ése elpropósito subyacente a aquella costumbre o siésta simplemente reflejaba esa ligereza, esatendencia a evitar las reflexiones profundaspropia de los ingleses, pero sabía que JackAubrey seguía esa costumbre, que estaba

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convencido de que la solemnidad erainapropiada y difícilmente era capaz de hablar enserio cuando no se refería a las cuestionesrelacionadas con el gobierno del barco, y sabíaasimismo que iría a la muerte haciendo al menosun juego de palabras si no lograba encontrar algomejor.

Pero cuando esa jocosidad sonaba a falso, loera en realidad. Le recordaba a Stephen unasuite para violonchelo que a menudo habíatratado de ejecutar sin éxito, una pieza que,después de ligeros cambios, llegaba a undesafortunado fragmento del adagio que seconvertía en una pesadilla. Ahora notaba algoparecido y, con su penetrante mirada, descubrióque tras la expresión alegre de Jack había unatristeza rayana en la desesperación. ¿Cómo eraposible que no la hubiera notado antes? La islaDesolación, con su inmensa riqueza natural,había acaparado su atención, pues le habíaofrecido la oportunidad de ver las aves muy decerca, como siempre había soñado, y detocarlas, le había dado la oportunidad de ver y deestudiar una flora y una fauna que le eran

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desconocidas.–¿Qué ocurre, amigo mío? ¿Se ha abierto de

nuevo la vía de agua? – preguntó.–No, no, no hay ningún problema con la vía de

agua… El casco ha quedado mejor que nuevo. Elproblema es el timón.

En el largo periodo durante el cual habíanvaciado la bodega y tapado la vía de agua, aStephen le habían dado casi siempre unainformación general sobre el desarrollo deltrabajo, pues muy pocos de los que lo realizabanse habían molestado en darle detalles de tipotécnico y, además, a menudo él estaba tancansado y tenía tanto frío al final del día ypensaba tanto en los fascinantesdescubrimientos que había hecho que apenasprestaba atención a las pocas descripciones queoía mientras estaba sentado junto a las llamasproducidas por el aceite de foca, bostezando ycon los párpados entornados. Pensaba que lomejor era que los expertos en aquel tipo detrabajos se encargaran de hacerlos y que él sededicara a hacer el suyo, aunque se había fijadoen las nuevas planchas de madera que cubrían la

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vía de agua por dentro y por fuera del casco y enel nuevo timón, que estaba formado pormasteleros de recambio perfectamenteensamblados y no se diferenciaba en nada delviejo. Lo único que le preocupaba era que elLeopard, ya con el casco reparado, lleno deprovisiones y bien equipado, zarpara antes deque hubiera logrado recolectar una considerablecantidad de ejemplares.

Ahora escuchó una larga descripción técnicay supo que los temores de los expertos se habíanconfirmado: la conexión fundamental del timón alcasco no podía hacerse. Por lo menos, no habíapodido hacerse hasta ese momento, y Jack nosabía cómo conseguir hacerla. El codaste habíasido construido según nuevos métodos y era deuna madera tan mala (a Jack no le había gustadonunca) que el hielo le había causado grandesdaños y estaba en su mayor parte podrido, locual había comprobado el pobre señor Gray «conlágrimas en los ojos» al quitar las planchas decobre. La única forma de conectar el timón erahacer una nueva hembra del timón, una gruesapieza de hierro con abrazaderas en las que

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encajaban las partes correspondientes delmacho del timón, y había que hacerla con losbrazos más largos para que llegaran hasta elcasco del barco y pudieran sujetarse a lascuadernas, que sí estaban en buen estado. Pero,si bien el Leopard podía disponer de bastantehierro, no tenía fragua, porque la habían tiradopor la borda, junto con el yunque, las almádenas ylas restantes herramientas de los herreroscuando sacrificaron los cañones, las anclas ymultitud de objetos pesados para mantener elbarco a flote. Además, casi no quedaba carbónporque había sido consumido o, puesto quemuchos fragmentos flotaban en el agua de lasentina, habían sido expulsados del barco conlas bombas, y aunque con el uso del aceite defoca podían mantener calientes las cabinas y laentrecubierta, no podían conseguir que el hierrose fundiera, y aun lográndolo, no podían forjarlosin el martillo y el yunque.

–¡Pero que exagerado soy, Dios santo! –exclamó Jack-. Hablo como si éste fuera el fin delmundo, y no lo es. Creo que podré conseguir queel fuego alcance mayor temperatura usando

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huesos empapados en aceite, y si sacamos unade las carronadas del agua podremostransformarla en dos almádenas y un yunque.Con tiempo, los cortafríos y las limas puedenhacer maravillas. Y aunque al final sea imposibleinstalar el timón, podemos construir un barcomás pequeño, por ejemplo, un cúter, y mandar aBabbington con una docena de nuestros mejoresmarineros a buscar ayuda.

–¿Puede un cúter salir indemne de unatravesía por estos mares?

–Si la suerte lo acompaña, sí.Indudablemente, Grant pensaba que existíangrandes probabilidades de ello. Pero él sólotenía que recorrer poco más de mil millas ynosotros deberíamos recorrer el doble. Noobstante, un barco no se puede construir rápido,y puesto que con el cambio de estación lasnoches son cada vez más largas, creo quetendremos que pasar el invierno aquí. Puede quea ti te guste, Stephen, aunque eso signifique quetengamos que matar muchas más focas, pero nole gusta a nadie más, porque el ron y el tabacocasi se han acabado.

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Guardó silencio mientras un albatros pasabavolando a pocas pulgadas de su cabeza y luegose puso de pie y continuó:

–Pero todavía no hemos llegado a eso.Todavía tengo algunas cartas en la manga, porejemplo, unos fuelles mejores y un nuevo tipo decrisol. Tengo que preparar todo eso, y si noobtengo buenos resultados antes del fin desemana empezaré a dibujar los planos del cúter.

Entonces, al ver la expresión preocupada deStephen, añadió:

–Es un gran alivio poder quejarme alguna vezen lugar de hacer siempre el papel de hombrefuerte y dueño de la situación, pero puede quehaya exagerado un poco. No debes darledemasiada importancia a mis palabras.

Pasó una semana, y otra. En el paraíso deStephen los albatros salieron del cascarón y lascoles florecieron, pero en la costa los hombresseguían martilleando el hierro en medio demontones de piedras destrozadas sin obtenerbuenos resultados y el plan general para construirun barco al año siguiente empezó a tomar forma.

Con los días más cortos mejoró el tiempo,

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pero no todo era agradable. Ahora mataban másanimales y los hombres llenaban toneles ytoneles con aves y trozos de carne previamentefritas con aceite de foca, pues les quedaba pocasal y la necesitaban para conservar las coles quetambién guardaban en toneles. Todo aquello nosería agradable al paladar, pero al menos lespermitiría sobrevivir al invierno antártico, pues enesa estación se iban todos los pájaros y lasfocas. Se había reducido la ración de ron a unvaso para cada ocho hombres a la hora decomer y el tabaco a media onza por cabeza a lasemana. Como médico, Stephen se alegraba deque los marineros consumieran menossustancias nocivas, pero como miembro de latripulación, notaba la tristeza que les embargaba,ya que para ellos beber y fumar estaban entre lospocos placeres de la vida. Por esa razón,pasaba aún más tiempo en la isla, recogiendohepáticas y licopodios y muy diversos líquenes.

Una tarde, después de haberle dedicadolargo tiempo a las plantas, regresó al cobertizo,donde Herapath había pasado todo el día, unasveces pescando y otras mirando a su amada con

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un telescopio que Byron le había vendido por tresonzas de tabaco, no por dinero, pues éste ya notenía valor allí.

–He pescado cinco peces pequeños -dijo envoz bastante alta porque las focas ya habíanempezado a gritar a coro, como todas las tardes.

–Eso es un buen augurio -dijo Stephen-. Porotra parte, sería innecesario pescar más. Pero,¿qué ha hecho usted con el bote?

–¿El bote? – dijo Herapath y su sonrisa sedesvaneció y apareció en su rostro unaexpresión horrorizada-. ¡Dios mío! ¡El bote ya noestá!

–Tal vez no lo amarramos bien. Pero no haido muy lejos. Mire, está allí, entre los islotes y laentrada de la bahía.

–¿Quiere que vaya a buscarlo a nado?–¿Podría usted nadar hasta tan lejos? Yo no,

y aunque pudiera dudo que me arriesgara ahacerlo. No, señor Herapath. Póngase suchaqueta. Nos faltan muchos tripulantes y elcapitán Aubrey nunca me perdonaría si unaballena asesina o un león marino o el exceso dehumedad le hicieran perder un hombre. Lo mejor

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es gritarles a los que están en la costa.Enseguida mandarán al chinchorro a coger elesquife y a rescatarnos.

–La verdad es que le estoy muy agradecidoal capitán -dijo abrochándose los botones-. Mesalvó la vida, como usted recordará.

–Sí, ahora que lo dice… Vamos, gritemosjuntos: «¡Eh, los de la costa!».

Y gritaron: «¡Eh, los de la costa!». Y las focasgritaron más alto todavía y poco después se lesunieron las morsas y luego las otarias, con su vozchillona. Una vez creyeron ver en la penumbraque una lejana figura les respondía agitando lamano, pero luego comprobaron que había sidouna ilusión.

–No vendrán a buscarnos. Los que están enla costa creerán que estamos en el barco y losque están en el barco creerán que estamos en lacosta.

–Creo que ha expresado usted con claridadlo que ocurrirá -dijo Stephen-. Ha empezado acaer de nuevo la horrible lluvia y pronto helará.Sentiremos nostalgia de la ropa seca y, sobretodo, de los abrigos de piel de foca que hemos

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dejado en nuestras cabinas.Se sentaron al borde del cobertizo y se

pusieron a observar las lejanas luces a través dela llovizna. Al cabo de un rato, Stephen dijo:

–Los pequeños petreles parecen tener másenergías a esta hora del día. Mire, ese botepodrá rescatarnos. Está ahí, a la derecha de laroca donde está posado un cormorán moñudo.Ahora está entrando en la bahía.

–¡No es el chinchorro! ¡Es mucho mayor!–¿Y qué importa eso? A menos que esté

tripulado por osos o por hunos, nos rescatará.¡Eh, el bote!

–¡Eh! – respondieron desde el bote y éste sedetuvo.

–Por favor, tengan la amabilidad de remolcarese esquife que está ahí, a la izquierda. Nopodemos alcanzarlo y estamos, por decirlo así,aislados.

Oyeron murmullos en el bote. Luego oyeron elchapoteo producido por los remos y vieron cómoataban el esquife al bote y cómo éste seacercaba.

–Dijo usted que estaban aislados, ¿verdad?

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– preguntó un hombre alto que saltó del botecuando éste quedó varado en la arena.

–Aislados en sentido figurado -dijo Stephen-.El cabo con que teníamos amarrado nuestro botese soltó y nos quedamos separados de nuestrosamigos. Le estoy muy agradecido señor. ¿Tengoel gusto de hablar con el señor Reuben?

–Ese es Reuben -dijo el hombre, señalando aotro en el bote.

El señor Reuben pasó entre los remeros ysaltó a tierra. Entonces, lleno de asombro, bajó lacabeza para mirar a Stephen.

–Apuesto a que son ustedes tripulantes de unbarco inglés -dijo por fin.

Tenía mal aliento y la cara hinchada. Estabaclaro para Stephen que padecía de escorbuto yque la enfermedad estaba en una fase avanzada.

–Exactamente -dijo Stephen.–¡Vaya! – exclamó un tripulante del bote-.

¡Ver para creer!–¡Santo Dios! – exclamó otro.–¿Ya estamos en guerra con Inglaterra? –

inquirió Reuben.–No -respondió Herapath-. Bueno, no

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estábamos en guerra cuando salimos dePortsmouth. Es usted norteamericano, ¿verdad?

–Disculpen caballeros… -dijo Stephen y,haciéndoles una inclinación de cabeza en mediode una ráfaga de lluvia, subió al esquife-, perotenemos que tranquilizar a nuestros amigos.Muchas gracias otra vez. Espero que nos honrecon una visita. Vamos, señor Herapath.

–No habrán cogido nuestras coles, ¿verdad?–¿Coles? – dijo Stephen-. ¡Claro que no!El sol volvió a salir, haciendo disiparse la

oscuridad que siguió a ese encuentro. En labahía se veían ahora dos barcos, el Leopard, porsupuesto, y el bergantín norteamericanoLafayette, procedente de Nantucket, al mandodel capitán Winthrop Putnam. El bergantín habíallegado a la bahía con la marea del amanecer, yun poco después su capitán y el primer oficial,Reuben Hyde, llegaron en un bote a la costa yfueron hasta el asta de bandera. Allí seencontraron con el capitán Aubrey, el cual, apesar de que el Lafayette no había saludado alLeopard, les dio los buenos días, les brindó algode beber, les tendió la mano y les invitó a

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desayunar.–Bueno, señor -dijo el capitán Putnam

estrechándole la mano sin ganas-, se loagradezco mucho, pero…

Entonces sintió el olor del café que acababande colar en la cabina de Jack, tosió y luegocontinuó:

–¿Aquí, en tierra, verdad? Si es así, no meimporta quedarme.

Era un hombre alto y delgado, pero fuerte.Tenía los ojos azules y una mirada penetrante, lanariz azulada y la mitad de la cara hinchada. Erareservado y taciturno y parecía malhumorado. Devez en cuando se llevaba la mano a la mejilla yhacía una mueca de dolor.

Había salido de Nantucket hacía dos años ymedio y había conseguido bastante aceite yesperma de ballena y pieles de focas. Sedirigiría a su país en cuanto recogiera una buenacantidad de coles, pues las necesitaba para elviaje de regreso porque muchos tripulantesestaban afectados por el escorbuto. Y ademásdel escorbuto, otras muchas enfermedadesafectaban a sus hombres.

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–Debería dejar que mi cirujano examinara alos enfermos -dijo Jack.

–¿Lleva usted un cirujano a bordo? –preguntó el capitán Putnam-. Nosotros perdimosal nuestro, por un problema en los intestinos.

–Sí. Es un experto en la cura del escorbuto y,además, no hay en toda la Armada quien corteuna pierna mejor que él.

Putnam no respondió nada hasta después deun rato.

–Bueno, para serle sincero, señor -dijoPutnam, haciendo otra mueca de dolor-, no megusta pedirle favores a la Armada del rey Jorge.

–¡Oh!–Tampoco me gusta subir a bordo del

Leopard… Lo reconocimos en cuantollegamos… Estaba al mando de otro capitán en1807, cuando llevó a cabo un ataque contra elChesapeake, que causó la muerte a un primomío, para capturar a algunos de los hombres queiban a bordo. Así que no lo digo por usted, peroprefiero que el Leopard esté en el fondo del mara que esté navegando por él. Creo que esomismo piensan todos los norteamericanos.

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–Lo lamento mucho, capitán -dijo Jack.Y verdaderamente lo lamentaba mucho.

Conocía muy bien el incidente que provocaba elresentimiento del capitán.

En 1807, el Leopard, al mando de BuckHumphreys, le había disparado por sorpresa tresandanadas a un navío de guerra norteamericano,el Chesapeake, causando la muerte o heridas auna veintena de tripulantes, y el navío se vioobligado a rendirse. Si él hubiera sidonorteamericano, nunca habría olvidado niperdonado un insulto como ése y tambiénhubiera deseado que el Leopard estuviera en elfondo del mar. Condenaba aquella acción ynunca habría llegado tan lejos para capturar a unpuñado de desertores, ni siquiera a una centena,pero eso no podía decírselo a un extranjero, ymenos a un extranjero que estaba tan furioso porello. Le propuso otra taza de café. (El delLafayette se había acabado cuando el barco seencontraba al sur del cabo de Hornos.) Luegoalabó aún más al doctor Maturin y añadió:

–Tiene un ayudante norteamericano.Precisamente, los caballeros que recogieron

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ustedes ayer eran el doctor y su ayudante.–Me imaginaba que no eran marineros -dijo

el capitán Putnam, haciendo un gesto muyparecido a una sonrisa.

Entonces se puso de pie, agradeció alcapitán Aubrey su hospitalidad y dijo que elayudante norteamericano del cirujano se iba aencontrar en una difícil situación cuando su paísdeclarara la guerra a Inglaterra, si no se la habíadeclarado ya.

–Entonces, ¿cree usted que es probable?–Si los ingleses siguen perjudicando nuestro

comercio y deteniendo nuestros barcos parasacar de ellos a todos los hombres que, según sucriterio, son británicos, no es posible evitarlo.Somos una nación orgullosa, señor, y ya leshemos vencido a ustedes una vez. Si yo fuera elpresidente Jefferson, habría declarado la guerrajusto después del ataque del Leopard alChesapeake. Y permítame decirle, señor, quehemos construido y estamos construyendofragatas que pueden superar a cualquiera de lasde su clase que ustedes poseen, así que cuandodeclaremos la guerra, podremos acabar con

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gran cantidad de ellas. Sí, señor.Mientras hablaba miraba a Jack con rabia y

se ponía más furioso cada vez. Después delúltimo «Sí, señor» enfático, se fue a su boteandando majestuosamente, seguido por suacompañante, que había permanecido silenciosodurante toda la conversación.

Más tarde, la actitud general de los ballenerosquedó muy clara. Llegaron con sus botes hasta laplaya, que, obviamente, consideraban su playaprivada, y subieron las colinas que estabandetrás para recoger sus coles y también huevos.Jack había tomado las medidas pertinentes paraevitar que los tripulantes del Leopard queestaban en tierra riñeran con los balleneros, perono había necesidad de hacerlo. Los ballenerospasaban por allí sin dirigirles otro saludo que ungruñido y sólo se comunicaban con ellosindirectamente, haciendo comentarios en voz altapara que pudieran oírlos. Entre otras cosasdecían: «Ése es el… Leopard», «Acuérdate de1807», «Estos cabrones nos han robado la mitadde las coles»… Tenían un aspecto horrible y unasbarbas tan grandes que parecían osos, pero si

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se les miraba con atención podía advertirse queno eran muy fuertes, pues cuando subían lascolinas más altas empezaban a jadear y teníanque pararse a tomar aliento, y cuando bajaban,comiéndose algunas hojas de coles, aunquepocos cargaban más de medio quintal de éstas,doblaban la espalda debido al peso.

Entretanto Jack observaba a los balleneros y,sobre todo, a su bergantín, por cuya chimeneasalía una columna de humo negro que, sin duda,era producido por el carbón. No sabía qué hacer,pero sabía que cualquier ballenero que pasarameses e incluso años lejos de tierra tenía quetener una fragua y sabía asimismo que no podíaexponerse a que se negaran a prestársela parausarla en el Leopard. Estaba seguro de quePutnam, debido a la actitud hostil que teníaahora, se negaría, y eso pondría fin a lasnegociaciones. Moore era partidario de usar lafuerza y propuso que los infantes de marinacapturaran a los balleneros cuando estuvieran entierra, cogieran sus botes y abordaran elbergantín.

–No opondrán mucha resistencia, o tal vez

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ninguna -dijo-, porque he visto a muchísimostripulantes enfermos, casi arrastrándose por lacubierta. Y después de todo, vamos a abordarlesolamente para tomar prestada la fragua, y en uncaso así no creo que respondan con muchaviolencia.

–Dudo que sea así -replicó Jack.El capitán Putnam ya había sacado por las

portas sus cuatro cañones de seis libras y habíacolocado las redes de abordaje, unasprecauciones que solían tomar todos losballeneros cuando fondeaban cerca de las islasdel Pacífico Sur donde habitaban caníbales, peroel hecho de que se tomaran aquí, frente aDesolación, era muy significativo. En cualquiercaso, en un momento de tensión como ése, eluso de la fuerza provocaría un conflicto entre losdos países o incluso la guerra, dada la malafama que ya tenía el Leopard, aunque quizás erala única solución. Por otra parte, era probableque ya estuvieran en guerra, y en ese caso, éltendría una justificación para apresar al bergantíncon fragua y todo. La idea era muy tentadora.Tenía que actuar pronto, pues el ballenero

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zarparía en cuanto hubiera cargado lashortalizas.

–Díganle al doctor Maturin que venga -ordenó.

En esos momentos el doctor Maturin y suayudante se encontraban en su paraíso otra vez,recogiendo mohos. Herapath estaba muyexcitado, pero no porque le interesara labotánica sino porque pensaba en la probableguerra y hacía infinidad de hipótesis sobre ella.Además, trataba de convencer al doctor Maturinde que intercediera con el capitán para que lepermitiera visitar el Lafayette a pesar de lasórdenes que había dado esa mañana.

–Pero como es usted norteamericano -dijoStephen-, el capitán no podría hacerle regresarsin violar las normas internacionales, y ya sabeusted que el Leopard tiene muy pocostripulantes.

–¿Entonces es cierto que a un ciudadanonorteamericano por nacimiento no le puedensacar de un barco norteamericano?

–Totalmente cierto.–Pero dejo un rehén en tierra. Ya sabe usted

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que yo nunca, nunca abandonaría a Louisa.–Yo lo sé, pero el capitán Aubrey no. ¡Pobre

señora Wogan! Debe ser duro para ella ver quesólo media milla la separa de la libertad, puestambién ella quedaría fuera del alcance de lajusticia inglesa en cuanto pisara la cubierta de unbarco norteamericano. Pero tal vez no lo sepa…Es mejor no decírselo, no sea que haga algoindebido. ¡Silencio! Creo que oigo una voz.

Tenía que haber sido sordo como una tapiapara no oírla. Alian, que ya tenía el vozarróncaracterístico de los contramaestres, gritabadesde el chinchorro con todas sus fuerzas paraque pudieran oírle en las colinas cubiertas demoho de aquel paraíso, pues el capitán queríaver al doctor.

–Dejen pasar -dijo Stephen mientrasdescendía por un sendero totalmente cubierto depingüinos.

Y cuando ya estaba en el bote, preguntó:–¿A qué viene tanta prisa señor Alian? ¿Ha

llegado alguna noticia sobre la guerra? ¿Yaestamos en guerra con Estados Unidos?

–¡No lo permita Dios! Mi hermano, que huyó

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del Hermione a pesar de que ya era ayudante decontramaestre y estaba a punto de ser nombradooficial, está en Estados Unidos, y no quisieratener que apuntar un cañón contra él. Lo únicoque sé es que el capitán está ansioso de verle.

La ansiedad de Jack se disipó en buenamedida cuando Stephen entró en la cabina. Jackle expuso el caso, y después de pensar un rato,Stephen dijo:

–Tal vez lo mejor sea enviar a Herapath.Tiene muchos deseos de visitar el ballenero. Esavisita sería algo muy natural, casi un deber, puesel barco es de su país. Creo que es convenienteque le dejes ir.

–Pero no sé si regresará y no puedopermitirme perder ni siquiera a un tripulante taninexperto como Herapath, pues al menos puedebombear o halar un cabo en una situación deemergencia. El ballenero zarpará con rumbo a supaís cuando quiera y sus hombres no tendránque pasar aquí el invierno, expuestos a morirsede hambre. ¡Piensa en eso! Además, aunque elLeopard no tuviera problemas, no seríaagradable para él tener que luchar de nuestro

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lado si estallara la guerra.–Estoy seguro de que regresará, aunque no

sea por otro motivo que por ser un hombrehonesto, por tener sentido del deber. Además, teestá muy agradecido por haberle salvado la viday haberle ascendido, me lo ha dicho muchasveces durante el viaje, incluso ayer mismo.Seguro que regresará.

–Sí, parece un hombre digno -dijo Jack-. Estábien. Mandaremos a buscarle. ¡Killick, dile aHerapath que venga!

Más tarde dijo:–Señor Herapath, sé que quiere visitar el

ballenero y le doy permiso para que vaya. Sinduda, sabe usted que hay rencillas entre EstadosUnidos e Inglaterra y que, desgraciadamente, elLeopard ha sido la causa de una de ellas, y quedebido a eso prohibí que se hicieran visitas aese barco, en contra de lo habitual, pues queríaevitar peleas. También sabe usted en quécondiciones se encuentra el Leopard y que situviéramos, aunque fuera un solo día, una fraguay herramientas adecuadas, podríamos hacernosa la mar en vez de tener que quedarnos aquí a

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pasar el invierno. En el ballenero tiene que haberuna fragua, pero usted es un caballero ycomprenderá por qué no quiero pedirle un favoral capitán norteamericano ni deseo exponer a laArmada ni a mí mismo a recibir una respuestanegativa. Tengo que añadir que el capitántampoco quiere pedirme favores a mí, y eso lehonra. Sin embargo, tal vez el capitán, despuésde reflexionar sobre ello, quiera prestarnos sufragua a cambio de recibir los servicios denuestro cirujano. Usted podría hablarle en generalde la situación, sin pedirle nada directamente.Escúcheme bien, señor Herapath: haga lo quehaga no exponga a la Armada real a sufrir unaafrenta. Y si consigue usted que proponga eseintercambio, se lo agradeceré mucho. Sí, se loagradeceré muchísimo, porque detestaría tenerque usar la fuerza.

–¿Sería usted capaz de usar la fuerza, señor?– inquirió Herapath.

–Me parecería horrible hacerlo. Me pareceríahorrible hacer cualquier cosa que aumentara lasrencillas entre los dos países, y me apena la ideade que pueda haber una guerra entre ellos. Pero

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la necesidad lo justifica todo. Además, tengo eldeber de proteger el barco y a quienes van abordo, sobre todo a las mujeres, que, si lascosas no cambian, tendrán que pasar el inviernoaquí, con todas las dificultades que eso conlleva.Pero confiemos en que no tenga que recurrir aeso. Por favor, haga todo lo posible por evitarque lleguemos a esa situación. En cuanto a lostérminos del acuerdo, creo que hay muy pocosque no podría aceptar. Y otra cosa, señorHerapath. Recuerdo que me dijo usted que eraciudadano norteamericano, pero está de másdecirle que no pienso que se comportará ustedcomo las ratas, que abandonan el barco cuandose está hundiendo, pues si lo hiciera, no ledejaría ir.

Herapath fue a visitar el barco, permanecióallí una hora y volvió.

–Señor, no sé muy bien qué decirle. El señorPutnam estaba tumbado en el coy y a veces eldolor de la mandíbula le hacía decirincoherencias. Los oficiales son sus primos y a lavez copropietarios del ballenero, así que tambiéntienen voz y voto. Lamento decirle, señor, que el

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resentimiento hacia Inglaterra es muy profundo.Efectivamente, tienen una fragua. El señorPutnam y el señor Reuben juraron que ningúninglés pisaría nunca su barco, pero los otros dos,el hombre que tiene la pierna terriblementehinchada y su hermano, no estaban tan furiosos.Ellos dos eran partidarios de llegar a un acuerdoy hablaron de las malas condiciones de salud enque se encuentra la tripulación… Yo mismo vialgunos casos que me sorprendieron. El señorPutnam se estremeció, haciendo una mueca dedolor, y me pidió que le sacara la muelainmediatamente, pero le dije que no habíallevado ningún instrumento y que, además, teníaque consultar con mi jefe.

–Muy bien, señor Herapath -dijo Jack-. Veoque ha hecho lo correcto.

Herapath respondió con una sonrisa forzada,y Stephen, por su expresión avergonzada,comprendió que no se había limitado a hablar dela fragua y la salud de la tripulación con losballeneros.

Jack continuó:–Bien, aquí está su jefe. Les dejo solos para

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que hablen de medicinas y píldoras.–Doctor Maturin -dijo Herapath cuando se

quedaron solos-, quisiera que viniera conmigo,aunque sólo fuera para aconsejarme. Hayalgunos casos en el ballenero que escapan a micomprensión. Usted me ha enseñado cuáles sonlos síntomas y el tratamiento de lasenfermedades más comunes, pero allí heencontrado síntomas que nunca había visto. Hayhombres a quienes el difunto cirujano les amputólos dedos de los pies porque los teníancongelados y ahora tienen la parte anterior delpie azul y verde, como si estuviera gangrenosa.Hay uno con una herida de arpón en muy malascondiciones, otro que, a mi parecer, tieneestranguria, otro… Ni siquiera sería capaz desacarle la muela al capitán, porque se la hadestrozado con las pinzas. ¡Y sin embargo tienentanta confianza en mí! Querían que me quedaracon ellos y me ofrecieron incluso el puesto demédico. Nunca debí presentarme como unayudante de cirujano, me siento culpable.

–No tendrá dificultad para tratar a losenfermos después de que haya analizado

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detenidamente los casos. Conozco muchosjóvenes con menos conocimientos que usted quetrabajan como cirujanos en la Armada. Usted esun hombre culto, y con los libros de Blane y Lindcomo guía y un botiquín con muchas medicinas,no tendrá dificultad para tratar a los enfermos.

–¿Por qué no viene conmigo, señor? Les hedicho que usted era irlandés y un defensor de lalibertad. Sé que les complacerá mucho que vaya.Les complacerá mucho y el señor Putnam lepagará la cantidad que usted quiera por sutrabajo, aunque nunca le pediría al capitánAubrey que usted le prestara sus servicios.

–Nunca le he cobrado nada a nadie -dijoStephen, frunciendo el entrecejo-. Recuerde unacosa, señor Herapath: lo único que queremos esusar su fragua. Y el capitán Aubrey está tanreacio a pedírsela como el señor Putnam apedirle a él los servicios del cirujano del Leopard.La situación es muy difícil. Cada uno de ellos,como hombre, sacaría al otro del agua, lesocorrería aunque corriera peligro, pero comorepresentante de un grupo, al menor incidente,dispararía sus cañones contra el otro para hundir

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su barco o destruirlo. La situación es muy difícil yel medio de ponerle fin deben encontrarlo loshombres sensatos, no los gallos de pelea queterminarán clavándose las espuelas. Venga a micabina.

Al llegar allí abrió su taquilla.–¿Qué muela es la que hay que sacar? –

preguntó.–Ésta -dijo Herapath y abrió la boca y señaló

una de las suyas.–¡Hummm…! – murmuró Stephen mientras

cogía unas tenazas-. Pero mejor llevamos todo elinstrumental. Seguro que hay que sacar másmuelas, con tantos casos de escorbuto. Retractores… Escalpelos… Algunas sierraspequeñas, sí, algunas de estas sierras de acerosuecas… Y legras, por si acaso. Ahora lasmedicinas. ¿Cómo está su botiquín, señorHerapath?

–Casi vacío, señor. Sólo le quedan algunasvendas.

–Me lo suponía. Eso es… Calomelanos ynueces medicinales, por supuesto… Casia ypolvos de James[17] para expulsarla. No me

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extraña que tengan tantas enfermedades.Cuando terminó de llenar el maletín dijo:–Necesitamos que alguien lleve los remos del

bote, pues si tenemos que operar nuestrasmanos no deben estar temblorosas.

Hizo bien en tomar esa precaución. Despuésde examinar a todos los enfermos que pasaronpor la enfermería, Stephen comprendió que teníaque hacer dos delicadas resecciones para podersalvarles las piernas a dos pacientes, y que talcomo él suponía, había que sacar muchasmuelas, y para esas importantes tareas erapreciso que sus manos tuvieran fuerza y firmeza.Entonces examinó el interior de la boca dePutnam. Le dijo que dejara de masticar tabaco,le puso un emplasto en la encía y le advirtió queno se lo quitara y que mantuviera los piesmetidos en agua caliente hasta que él acabaralas operaciones. Además, le dijo que trataría deatenderle antes de que cayera la noche, pero queno sabía si podría y que, en cualquier caso, no leharía nada hasta que la hinchazón hubieradesaparecido.

–Dígame cuáles son sus honorarios, doctor, y

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yo le pagaré el doble si me saca la muela antesde que se ponga el sol.

–No he venido aquí por dinero, señor -dijoStephen-. Sus hombres no me cobraron nada porsacarme del islote. Ellos no me pidieron nada yyo no pediré nada.

Cuando Stephen examinaba de nuevo a lospacientes, esperando a que prepararan la mesade operaciones (cuatro baúles atados unos aotros) y la colocaran bajo la claraboya, se enteróde uno de los motivos por los que el capitánPutnam no quería que ningún miembro de laArmada real subiera a bordo de su bergantín.Stephen tenía la costumbre de escuchar conatención a sus pacientes, lo que rara vez hacíanlos hombres de su profesión, como él reconocía,y eso le ayudaba a hacer los diagnósticos. Ahorase daba cuenta de que muchos de ellos tratabande engañarle, no acerca de sus enfermedadessino acerca de su origen. Había oído el acentode los norteamericanos con bastante frecuenciapara saber que aquella era una burda imitación, ypor otra parte, la particular sintaxis del inglés quese hablaba en Irlanda jamás habría escapado a

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su fino oído, ni mucho menos los murmullos enirlandés que había oído al fondo de la enfermería.Y cuando el hombre que tenía estranguria senegó a quitarse la camisa, Stephen le dijo que sicreía que él era un delator en vez de un médicopodía dejársela puesta e irse al diablo y esperarotra semana para que le pusiera un tratamiento, ydespués de esas palabras dijo algunasblasfemias en gaélico, que había aprendido ensu niñez.

El hombre se quitó la camisa, descubriendoun tatuaje del Caledonia, navío de guerra de SuMajestad que en esos momentos realizaba unamisión. Pero el hombre que tenía estranguria noera el único en esas circunstancias. Un grannúmero de tripulantes del ballenero eranoriginarios de Irlanda y, por tanto, podían serreclutados forzosamente, y algunos erandesertores, por lo que podían ser ahorcados oazotados y obligados a servir de nuevo en laArmada real. Jack podría reclutar a un tercio dela tripulación del Lafayette sin violar ningunanorma, y todos sabían que necesitaba tripulantes.La tensión había disminuido cuando Stephen

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pronunció aquellas palabras, pero aumentó denuevo cuando se puso a operar. Los tripulantesdel Lafayette disfrutaban de muchas libertades,por eso, inclinados sobre la claraboya,contemplaron el delicado y prolongadomovimiento del bisturí y el brusco movimiento dela sierra con horror y fascinación a la vez.

Cuando finalizó la primera resección, elarponero de Cahirciveen le preguntó:

–¿Quiere un trago ahora, estimado doctor?–No -contestó Stephen-, ahora quiero tener

mi mente tan clara como si fuera a cortar a uncardenal con mi bisturí. Pero cuando termine, talvez eche un trago.

El trabajo fue largo y minucioso.Afortunadamente, había mucha luz, el mar estabaen calma, los instrumentos estaban afilados ytenía un excelente ayudante. Herapath sería unbuen cirujano cuando adquiriera un poco más deexperiencia. Stephen le explicó en latín todos lospasos que daba y, además, cómo había quecuidar a los pacientes durante los mesessiguientes, pues estaba convencido de queHerapath se iría en el ballenero si lograba llevar a

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bordo a su amante. A Stephen nada le vendríamejor que eso. Aunque iba a echarles de menosa los dos, pues les había tomado afecto, teníamuchas ganas de que se fueran, porque sellevarían consigo los emponzoñados documentosque ya no perjudicarían a Wogan pero sí minaríanlos servicios secretos de Bonaparte, y, además,porque así Wogan podría salvarse del horribledestierro.

Llegó la noche y Stephen echó un trago.–¡Jesús, María y José! ¡Qué bien me ha

sentado! – exclamó-. Llénelo otra vez. Otra horacomo ésta y me hubiera muerto.

Se miró la mano, que ahora, después de ladelicada tarea, temblaba al relajarse.

–Le sacaré la muela mañana -dijo.–¿Mañana? – gritó Putnam-. ¡Maldito hijo de

puta! Usted me prometió…Entonces se controló y, con palabras más

corteses, tan corteses como permitía su dolor, lerogó a Stephen que le sacara la muelaenseguida porque no podría soportar otra nocheasí.

–Su muela es difícil de extraer, capitán, y la

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hinchazón no ha bajado. No la tocaría ahora, enla penumbra y con la mano temblorosa, ni aunquefuera usted el Papa -dijo Stephen.

–¡M… Papa!–¡Cuidado, Winthrop Putnam! – dijo el oficial

de derrota en tono de reproche.–¿Cree que no voy a hacer lo que debo? –

preguntó Putnam-. Le aseguro, señor, que lafragua estará en la playa al amanecer, junto conuna docena de planchas de hierro de treinta pies,un yunque, carbón y todo lo que sea necesario.

–Estoy seguro de ello, señor, pero si lesacara la muela ahora no tendría la concienciatranquila. Si se bebe esto y deja que el emplastose mantenga en su lugar, le prometo que pasarála noche bastante bien.

Cuando regresaban a la isla, Stephen nohabló con su ayudante, pues estaba muycansado y tenía mucha hambre, y Herapathestaba tan callado como él. Stephen tampocotenía muchas ganas de hablar cuando informó aJack de todo lo ocurrido.

–Creo que todos los irlandeses, losextranjeros y los negros que aún quedan en la

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tripulación deberían estar mañana por la mañanaen la playa para ayudar a descargar la fragua yque tú y los oficiales deberíais manteneros lejosde ella -dijo.

Durante unos momentos estuvo escrutando elrostro de Jack, ahora radiante. Luego, sin decirnada, se dirigió a la cabaña de la señora Wogan.

–He venido a tomar el té con usted -dijo-, sime lo permite.

–¡Con mucho gusto! ¡Encantada! – exclamóella-. No le esperaba hoy. ¡Qué sorpresa! ¡Quésorpresa tan agradable! Peggy, prepara el té yluego podrás marcharte.

–¿Qué hago con los pantalones, señora? –preguntó Peg, dejando de coser.

La señora Wogan cruzó la habitación, le quitólos pantalones de las manos y la hizo salirrápidamente de allí. Luego, mientras Stephenmiraba la tetera, que daba silbidos sobre lacocina de aceite de foca, dijo:

–Una taza de té, una taza de té… Estuvecortando a sus compatriotas, amiga mía, y a losmíos también, y cuando terminé me dieronwhisky, ginebra holandesa y ron… Una taza de té

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me calmará.–También yo he estado muy nerviosa hoy -

dijo la señora Wogan.Obviamente, decía la verdad, pues apenas

lograba estarse quieta. Ya no tenía aquellaexpresión abatida de las primeras semanas delembarazo y su piel había adquirido un brilloextraordinario, y eso, junto con la viveza de sumirada y la agilidad de sus movimientos lahacían parecer mucho más hermosa.

–Sí, he estado muy nerviosa -continuó-.Cuando nos bebamos unos cuantos litros de ténos calmaremos. Mire, doctor Maturin, heconseguido un par de pantalones de marinero.

Espero que no piense que es impropiousarlos… Protegen del frío, ¿sabe? Dan muchocalor, se lo aseguro. Mire, he terminado subufanda azul. Y dígame, ¿qué noticias tiene deEstados Unidos?

–Es usted muy amable. La usaré alrededorde las caderas, porque debe usted saber,señora, que es en esa parte del cuerpo donde seconcentra el calor de los seres vivos. Muchísimasgracias. Respecto a las noticias, parece que,

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desgraciadamente, no está lejos la guerra, si noes que ha comenzado ya, pues el Lafayette seencontró con otro barco americano en lasinmediaciones de Tristan da Cunha no hacemucho tiempo… Pero Herapath podrá contárselomejor que yo, porque tuvo más tiempo de hablarcon ellos. Y en cuanto a las noticias relacionadascon nuestro entorno, le diré que losnorteamericanos han prometido prestarnos sufragua y su yunque para que podamos seguirnuestro viaje.

–¿Sabe usted si se quedarán mucho tiempo?–¡Oh, no! Sólo el suficiente para recoger las

hortalizas para el viaje de regreso y para quepueda ocuparme de algunos casos más, tal vezun día o dos. Van a Nantucket, que me pareceque está en Connecticut.

–No, en Massa…, en Massachusetts -dijo laseñora Wogan y se echó a llorar.

Luego, entre sollozos, dijo:–Perdóneme… Debe ser el embarazo… Es

mi primer embarazo… No, por favor, no se vaya.Bueno, si tiene que irse, al menos dígale al señorHerapath que venga, pues me gustaría mucho

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saber qué noticias le han dado.Stephen se fue. Se sentía más triste que de

costumbre. Aquel había sido un día muy tristepara él. Luego, en su diario, escribió estaspalabras:

Los acontecimientos parecen seguir el cursoque deseaba, aunque no estoy del todo seguro.Yo mismo llevaría a esas pobres criaturas alballenero sino fuera porque Wogan podríasospechar que conozco sus manejos y porqueentonces los documentos perderían su valor, almenos si su jefe es tan inteligente comosupongo. Tuve la tentación de confiárselo todo aJack para que quitara algunos centinelas, dejaraalgunos botes amarrados en lugares accesiblese hiciera cualquier otra cosa que facilitara suhuida, pero él no sabe disimular y habríaexagerado las cosas y ella enseguida lo habríadescubierto todo. Sin embargo, tal vez tenga quellegar a decírselo. Herapath es el peor cómpliceque puede tener un conspirador. Es cierto quetiene aún ese aire digno que rara vez puedeconservarse cuando se han perdido loselementos que le sirven de base, pero no puede

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controlar ni la expresión de su rostro ni sumemoria. Dijo que yo era «un defensor de lalibertad», lo cual es cierto, pero yo nunca se lohabía dicho a él y la información sólo puedehaberle llegado a través de Wogan. Ése ha sidoun lamentable error. Por otra parte, es posibleque, movido por su integridad sientaarrepentimiento y tenga un inoportuno arranquede sinceridad. Lo temo. La comparación quehizo Jack entre él y las ratas fue desafortunada.Pero he hecho lo que he podido, y esta nocheharé una excepción y me tomaré veinticincogotas, y con ellas brindaré por la felicidad deHerapath. Le tengo mucho afecto a ese joven, yaunque tal vez no estoy haciendo lo que es mejorpara él, ya que la prolongada unión con Woganpodría no ser buena, quiero que disfrute lo que sedebe disfrutar, quiero que no pase su juventudlleno de ansiedad y sin esperanzas, como yopasé la mía.

Durmió mucho y muy profundamente. Ledespertaron los agudos sonidos que producíanlas almádenas al golpear el hierro. La fragua yaestaba en la playa, con una gran llama en el

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centro, y los balleneros ya habían regresado albergantín.

Nunca había visto a Jack tan feliz como aqueldía en el desayuno. Jack estaba sentado en lacabina bebiendo café y con un telescopio alalcance de la mano, y entre taza y tazaobservaba cómo progresaba el trabajo de losherreros.

–Puede encontrarse el bien incluso en unnorteamericano -dijo-. Y cuando pienso en que alpobre capitán le duele la muela y sólo tienecerveza para desayunar, me dan ganas demandarle un saco de café.

–En Irlanda hay un proverbio que dice quepuede encontrarse el bien incluso en un inglés: Ismimic Gall maith -dijo Stephen-. Pero no lousamos con frecuencia.

–No hay duda de que puede encontrarse elbien en un norteamericano -dijo Jack-. ¡Mira, eljoven Herapath! A propósito, eso mismo le dije aHerapath ayer, cuando vino a verme a primerahora de la mañana. Yo, en su lugar, apenaspodría resistir la tentación de escaparme. ¡Quéhermosa es esa mujer! Y muy alegre, algo que

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añade atractivo a una mujer. Pero ahora noparece muy alegre. Espero que él no le hayadicho algo desagradable. Me da la impresión deque sí… y ella se lo está reprochando… El bajala cabeza… ¡Ja, ja! ¡El muy bribón! No deberíahacer eso tan temprano… El frío del alba no esapropiado para esas travesuras. ¿Sabes unacosa, Stephen? En ese ballenero hay desertores.He reconocido a uno, a Scanlan, que era elencargado de hacer las señales en elAndromache. Siempre estaba en el alcázar, asíque no es posible que lo confunda con otro.

–Te ruego que les dejes en paz, Jack -dijoStephen con voz cansada-. Tal como están lascosas, sería muy perjudicial que removieras eseasunto. Por favor, querido Jack, quédate sentadoen tu cómoda butaca hasta que se vayan. Te lodigo con la mejor intención del mundo.

–Bueno -dijo Jack-, haré lo que dices, aunqueno puedes ni imaginarte la necesidad que tengode tripulantes. ¡Y en ese barco hay marineros deprimera y balleneros! ¡Oh, Dios mío! ¿Te vas?

–Tengo que sacarle la muela al capitán.–Ya se la sacaste -dijo Jack-. La fragua está

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ahí, en la playa. ¡Ja, ja! ¿Qué me dices,Stephen?

Stephen no le dijo casi nada, y menos aún aHerapath mientras se dirigían al Lafayette en elbote. Cuando llegaban, los botes de losballeneros zarpaban para recoger los últimoshuevos y hortalizas y los tripulantes les saludaronamablemente. El ayudante más joven del oficialde derrota le dijo a Stephen que el capitánacababa de despertarse y que habían llegado apensar que se había muerto durante la noche.Luego le preguntó, en nombre suyo y de suscompañeros, que si quería hacer algún trueque,por ejemplo, café por un cerdo de las islasMarquesas, un excelente cerdo de doscientaslibras.

–No me interesa el cerdo, señor, pero siquiere café, encontrará un pequeño saco bajo elasiento del bote. Voy a atender a su capitán.

Putnam ya se había espabilado, y parecíaque la muela también, pero ahora era posibleextraerla porque la hinchazón había bajado.Stephen, haciendo un rápido movimiento conunas largas tenazas, logró sacarla, y el capitán

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se quedó mirando con asombro laensangrentada muela. Entonces Stephen fue aexaminar a los demás pacientes y observó denuevo que los hombres que eran capaces desoportar complicadas operaciones e inclusoamputaciones con entereza, que eran capacesde soportar lo peor emitiendo sólo algún gruñidoinvoluntariamente, se acobardaban cuandosimplemente se les pedía que se sentaran yabrieran bien la boca. A menos que hubierantenido un dolor espantoso menos de una horaantes de que se les pidiera eso o en ese mismomomento, se negaban a sentarse y se iban.Guando Stephen terminó de examinarles ladentadura, cambió las vendas a los hombres quehabía operado el día anterior y repitió cuál era eltratamiento que debían seguir en adelante. Noquería que ninguno de aquellos hombres murieradebido a que su ayudante no le habíacomprendido bien y por eso se repitió a sí mismomuchas veces, tantas veces que pensó que éliba a descubrir cuál era su objetivo oculto. Y, sinduda, Herapath lo habría descubierto si nohubiera estado abstraído.

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–Parece un poco distraído, colega -dijoStephen-. Quiero que tenga la amabilidad derepetir los principales pasos que he enumerado.

–Discúlpeme señor -dijo Herapath despuésde repetirlos con bastante exactitud-. Anoche nodormí bien y estoy un poco aturdido.

–Ese olor le reanimará -dijo Stephen,aspirando el aroma del café tostado que sepropagaba por todo el barco desde una gransartén al rojo vivo.

Terminaron de poner las vendas y Stephen lehizo algunas observaciones sobre las medicinasque había traído al botiquín del ballenero. Al llegaral antimonio, le dijo que algunos médicos jóveneslo consideraban erróneamente un veneno.

–No hay duda de que el antimonio esvenenoso, pero sólo cuando se administraindebidamente. No debemos dejar que laspalabras nos conviertan en sus prisioneros. Aveces es conveniente usar el antimonio y muchasotras sustancias que tienen un nombre feo. SeñorHerapath, es una debilidad dejarse influenciarpor una simple palabra, por una definicióncategórica impuesta desde fuera por quienes no

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conocen ni la naturaleza ni la complejidad delcaso.

Todavía estaba hablando de que había quetener una mente abierta, libre de prejuicios y deideas preconcebidas, una mente que pudierajuzgar por sí misma y que supiera elegir entredos cosas perjudiciales la menos mala, fueracual fuera su nombre, cuando fueron invitados atomar café con el capitán.

La ausencia del dolor y la presencia del caféhabían conseguido que el señor Putnam tuvieraun comportamiento mucho más amable. Ensalzóa Stephen por su habilidad y dijo que bendecía lahora en que había hecho rumbo a Desolación,aunque cuando había visto el Leopard en la bahíahabía estado a punto de virar en redondo, perono había podido porque la marea estabasubiendo, tenía el viento en contra y cerca de allíno había ningún otro puerto que estuvieraresguardado y en el que pudieran encontrarsevegetales. Pensaba que zarparía ese mismo díadurante la bajamar, aproximadamente cuandosaliera la Luna. Le rogó a Stephen que aceptaravarias pieles de nutria ya curadas que había

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cazado en las inmediaciones de Kamschatka, unfrasco con ámbar gris y las barbas de unaballena como prueba del agradecimiento delLafayette por su amabilidad y su gran labor.

–Acéptelo -dijo Reuben.Stephen le respondió adecuadamente, pero

dijo que aún no les decía adiós porque pensabavolver justo antes de que zarparan para examinara sus pacientes una vez más y ver si todo ibabien y explicarle al capitán Putnam quétratamiento debían seguir después, ya que nohabía ningún cirujano a bordo. Al decir estoúltimo, observó con gran satisfacción que alcapitán Putnam se le puso la cara blanca comoel papel y se quedó sin expresión y que Reubenbajó la vista.

–Pensándolo bien -dijo pensativo-, me iréahora. El señor Herapath, que está tancapacitado como yo para este trabajo, vendrápor la noche. Sí, el señor Herapath vendrá en milugar. Así que les digo adiós, señores, y lesdeseo un feliz viaje de retorno a Estados Unidos.

Cuando regresaban en el bote, Herapath, convoz trémula, dijo:

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–Doctor Maturin, me gustaría hablar con usteden privado, si es posible.

–Tal vez por la tarde, cuando hayamospreparado otro botiquín. Podemos darle a suscompatriotas un poco de asa fétida. No hay nadatan reconfortante como el asa fétida para lajaqueca.

Siguió hablando del asa fétida y de lasdiversas mezclas que podía formar hasta quellegaron al Leopard. Stephen subió a bordodespués de enviar a Herapath a la costa -dondetodavía se oía el ruido de las almádenas y lafragua- para tomar nota de todas las medicinasque quedaban en la enfermería. Además, sehabía asegurado de que Herapath tenía la llavede repuesto de la cabaña de la señora Wogan yle había pedido que le dijera que iba a hacerleuna visita después de comer.

En la sala de oficiales había gran animación.Todos hablaban a la vez, aunque el capitánestaba presente, y reían y devoraban una sopade albatros, carne de morsa y buñuelos de petrel.Pero para Stephen y Herapath la comida fue unaceremonia sin sentido. Se sirvieron poca

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cantidad de comida y de esa cantidad comieronmuy poco e incluso escondieron algunos trozosde carne debajo de las galletas. Y siempre queStephen miraba a Herapath, le sorprendíamirándole a él o al capitán, y cada vez seintranquilizaba más. Si Herapath se acobardabaahora, cuando el ballenero estaba a punto dezarpar…

–¡Capitán Moore! – gritó Stephen en mediodel jaleo-. Usted ha navegado con el príncipe deAuvergne, ¿verdad? ¿Puede decirme cómo es?

El príncipe era uno de los pocos oficialesfranceses monárquicos que habían servido en laArmada real como capitanes de navío y era muyconocido por su hermetismo.

–Bueno, señor -dijo Moore, y su sonrisa fuesustituida por una expresión grave-, no puedohablarle mucho de él. Nunca le vi en ningunabatalla, aunque no dudo que se habríacomportado muy bien, y tampoco le vi muchocuando no había batallas, usted ya meentiende… Estaba en una situación difícil, puesluchaba contra su propio país. Apenas hablabacon nosotros, los oficiales, tal vez porque no

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quería correr el riesgo de oír cómo insultábamosa los franceses o…

En ese momento, el perro de Babbington,excitado por el alboroto, causó una interrupcióncon un melodioso ladrido. Luego continuó laconversación -que versaba sobre las diferentespartes del timón- y ahogó las últimasobservaciones de Moore, que éste dijo en vozmuy baja, haciendo un gesto de desaprobación.Stephen estaba muy satisfecho del efecto de suspalabras, pero la satisfacción desapareció alfinal de la comida, cuando brindaron a la saluddel Rey, pues Herapath vació su vaso y, junto conlos demás, dijo: «¡Dios le bendiga!». EntoncesStephen recordó con tristeza que el padre deHerapath había sido un hombre con un gransentido de la lealtad, fiel al rey de Inglaterra.¿Hasta qué punto eso le influía?

«Me parece que una entrevista sería fatal -pensó Stephen-. Herapath se confiaría a mí y siyo no me opusiera enérgicamente pensaría quesu resolución es acertada y si me opusieraenérgicamente mi plan podría fracasar. En todocaso, no tengo fuerzas para lograr que un

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hombre abandone sus convicciones, hoy no.Estoy cansado, muy cansado de estasmanipulaciones.»

Cuando visitó a la señora Wogan llevóconsigo un pequeño paquete y lo dejó encima deuna mesita que había en el centro de lahabitación. La mesita solía estar llena de libros,prendas de ropa a medio coser y otros objetos,entre los cuales se encontraban a veces loscalcetines de Stephen que necesitaban unzurcido, pero ahora estaba vacía. Ya diferenciade lo que era habitual, la habitación estaba muyordenada y casi vacía.

–Señora, palabra de honor que tiene usted unaspecto extraordinario hoy, y no lo digo porcumplido. Sí, tiene un aspecto magnífico.

No lo decía por cumplido. Ella no tenía lainfinita gracia de Diana, pero a Diana se le habíadeteriorado la piel a causa del sol de la India y,en cambio, la de la señora Wogan tenía un brilloque él no había visto nunca. Quizás eso se debíaa que la lluvia era casi constante en aquel lugar,lo mismo que en Irlanda.

La señora Wogan se ruborizó y se echó a reír.

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Dijo que se alegraba mucho de oír eso y quequería creerle, pero había respondido de formamecánica, sin hacer mucho caso a loscomentarios de Stephen. Después de dar un parde vueltas por la habitación, dijo que eraasombroso que el buen tiempo hubiera duradotantos días y que parecía que era verano. Nuncaantes Stephen la había visto interesarse por eltiempo ni había visto que controlara tan poco susemociones como ahora, pues le preguntó muyansiosa cómo estaba la marea y si los botes delballenero estaban todavía cerca de la costa.

–Así que le ya han hecho una nueva hembradel timón… -dijo la señora Wogan-. Seguro quezarparemos enseguida.

–Creo que faltan por hacer dos piezas -dijoStephen-. Los oficiales están muy animados,pero yo no creo que podamos irnos deDesolación muy pronto. Primero hay que instalarel timón y después volver a meter en el barcotodos los objetos que están en la playa. Y encualquier caso, el capitán Aubrey tendría queresponder ante la Royal Society[18] por habermesacado de aquí sin completar mi colección de

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plantas, y aún no he recogido ni la mitad de lascriptógamas.

–¿Criptogramas? – inquirió la señora Wogan.–No, joven -respondió Stephen-.

Criptógamas. Un criptograma, con dos erres, esun rompecabezas, y creo que también se le llamaasí a un texto en clave. Las criptógamas sonplantas que tienen vástagos sin casarse.

La señora Wogan volvió a ruborizarse y bajóla cabeza.

–Y eso me recuerda… -continuó Stephen ycogió el paquete y lo abrió con cuidado-. Suscompatriotas me regalaron estas pieles y leruego que las acepte para envolver a su hijo.Cuando nazca, no sólo necesitará calor espiritualsino también físico.

–¡Oh, seguro que mi angelito tendrá los dos!– afirmó la señora Wogan.

Luego, ruborizándose de nuevo, exclamó:–¡Oh, pieles de nutria! ¡Siempre he deseado

tener una piel de nutria! María Calvert tenía dos…¡Cuánto la envidiábamos! ¡Pero aquí hay cuatro!Primero me las pondré yo, cuidando que no seestropeen… El niño podrá abrigarse con ellas los

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domingos. ¡Son espléndidas! Y hoy es micumpleaños, bueno, casi lo es.

–Felicidades -dijo Stephen y le dio un beso.–¡Querido doctor Maturin, qué amable es

usted! – dijo ella, devolviéndole el afectuosobeso-. Pero tal vez haya una mujer que…

–Desgraciadamente, no hay ninguna. Nogozo del favor de ninguna mujer y no tengofamilia ni dinero. Siempre he tenido la malasuerte de aspirar a más de lo que merecía. Soydesafortunado en amores.

–Tiene que venir a Baltimore. Allí encontrará amuchas mujeres, y, sin duda, a buenascatólicas… Pero, ¿qué estoy diciendo? ¡Nuestrodestino es Botany Bay!

Hizo una larga pausa y mientras tanto seacariciaba la mejilla con una piel. Luego, casicomo si hablara consigo misma, dijo:

–Depende de lo que usted entienda poramor, desde luego.

Y cambiando el tono añadió:–Así que no cree usted que el Leopard

zarpará pronto.–No.

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–Suponga que tarde una semana. Dígame,puesto que usted lo sabe todo sobre la mar y losbarcos, ¿podría el Leopard alcanzar al ballenerosi los dos barcos navegaran en la mismadirección? El Leopard tiene más mástiles y másvelas y es un navío de guerra, por eso supongoque será mucho más rápido.

–No, no. El Leopard nunca podrá alcanzar alballenero, amiga mía. Cuando el Lafayette zarpeesta noche, al cambiar la marea, deberá decirleadiós para siempre. Nunca volveremos a verlo.

La señora Wogan quería entender todo lorelacionado con la marea y reconocía que nosabía nada sobre eso. Stephen le explicó cuantosabía y añadió que cuando el señor Herapathfuera en el chinchorro hasta el ballenero para vera los pacientes justo antes de que se marcharan,no tendría ninguna corriente en contra porquehabría marea muerta. Dijo que le sería fácil llegarhasta allí a pesar de la oscuridad. A continuaciónella hizo una serie de preguntas sobre cuestionesmuy parecidas. Preguntó cuándo iban a llevarsela fragua los balleneros, si tendrían dificultadespara volver a su barco y si la marea podría

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ayudar a salir al barco aunque el viento cambiarade dirección o se encalmara. Y se alegró muchoal oír que sí podría. Stephen la miraba satisfecho.Sus palabras reflejaban una mezcla deingenuidad y astucia, y cuando terminó de hablarél dijo:

–Por lo que respecta a la palabra amor, nohay duda de que hay innumerables definiciones,pero tal vez todas tengan en común un aspecto:renunciar a la crítica. Con esto quiero decir queuno puede ver los defectos del otro, pero seabstiene de criticarle por ellos. Pero si fuera adecirle todo lo que pienso sobre el amor,estaríamos aquí hasta medianoche. ¡Que paseun buen día, señora!

–¿Se va usted? ¿No va a ir con Herapath alballenero?

–No le veré en todo el día. Propuso quetuviéramos una conversación después de comer,pero la verdad es que estoy muy cansado.Tendrá que posponerse para mañana, puespasaré el resto del día solo.

De improviso, sin ningún motivo aparente, laseñora Wogan dijo:

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–Sé que usted simpatiza con EstadosUnidos. El señor Herapath me ha dicho que losballeneros le alaban mucho y estoy convencidade que hacen lo que deben… Cuando vuelva aLondres me gustaría que visitara a un amigo mío,una persona muy inteligente e interesante. Sellama Charles Pole y trabaja en el Ministerio deAsuntos Exteriores, pero no es el típicofuncionario anodino. Su madre era de Baltimore.

Dijo esas palabras mirando a Stephenfijamente, con una mezcla de afecto y deperspicacia.

–Me complacerá mucho conocer al señorPole -dijo Stephen, poniéndose de pie-. ¡Quepase un buen día, amiga mía!

Ella le tendió la mano y él se la estrechó yluego se marchó.

Fue a hacerle una visita a Jack y le dijo quedeseaba que Herapath fuera al ballenero en sulugar y le pidió prestado su mejor telescopio. Yaestaba decidido a llegar más lejos, a decirle aJack que no debía impedirle ir bajo ningunacircunstancia o hacer cualquier otra cosa quefuera necesaria para persuadirle, cuando Jack

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dijo:–Entonces tendrá que ir solo. No habrá nadie

en la costa esta noche, aparte de las mujeres,porque vamos a instalar el timón y necesito atodos los marineros que puedan halar un cabo.Cuida mucho este telescopio, Stephen, por favor.Tiene un objetivo excelente, acromático, y unagran capacidad de absorción de luz.

–Lo cuidaré, te lo aseguro. Pero, Jack,quisiera que dejaras venir a Bonden conmigo apesar de que haya que instalar el timón. Quisierairme a mi islote.

–Bueno, uno más o menos no importa. Pero,Stephen, no querrás perderte la instalación deltimón ¿verdad? ¡Será un maravillosoespectáculo!

–¿Será ése el paso definitivo, el triunfantefinal?

–Por supuesto que no. Eso será cuandoajustemos el macho del timón, Stephen, elmacho, no la hembra. No obstante, este pasosupone un triunfo para un marino, sin ningunaduda.

–Sin ninguna duda -dijo Stephen, cerrando la

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puerta-. Tantum religio potuit saudere malorum.Luego le dijo a Bonden:–Barret Bonden, ten la amabilidad de

llevarme en el esquife a mi islote. Tengo queobservar algunas cosas con el telescopio estatarde y luego quiero ver los polluelos a la luz de laluna.

–La luna saldrá poco después del anochecer,señor -dijo Bonden-. Es mejor que lleve algo decomer y algunas pieles porque empezará a helaren cuanto el sol se haya ocultado. El señorHerapath estaba preguntando por usted hace unmomento, señor. Se ha ido en la balsa para versi estaba usted en la enfermería.

–¿Ah, sí? Bueno, prepárate, Bonden.Tenemos que irnos enseguida. Deja el mensajede que hoy no tendré tiempo libre y que le verémañana.

Bonden había acompañado al doctor enmuchas expediciones extrañas, así que no hizoningún comentario cuando Stephen se ocultó enun lugar de la isla y dirigió el excelente telescopiohacia la costa, donde estaban reunidos todos losmarineros para ser transportados en la balsa. Al

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cabo de una hora, Herapath apareció en elobjetivo. Estaba solo en la playa y parecía muycansado, triste y atormentado y sostenía un granfardo. Atravesó la playa, en la que estabansolamente la señora Boswell y su hija, pasó lahumeante fragua y se detuvo junto a uno de losbotes de los balleneros que iban a llevarse todoslos instrumentos de los herreros. El timonel delbote estaba tumbado con Peggy tras una roca,en un lugar que estaba fuera del alcance de suvista pero que Stephen podía ver con eltelescopio. Herapath vaciló. Le gritaron desde lacolina donde Reuben y sus hombres recogían lasúltimas coles y él asintió y puso el bulto en elbote. Luego se paseó de un lado a otro duranteun rato y por fin entró en la cabaña de la señoraWogan. Stephen giró el telescopio y pudo ver elLeopard, en el cual todos los marineros mirabancon atención el enorme timón que estabanizando.

A partir de entonces mantuvo el telescopiodirigido hacia la cabaña, como si al observar lapuerta y la ventana de ésta pudiera enterarse dela discusión que tenía lugar en el interior.

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«Seguro que ella le convencerá -pensó Stephen-,hablándole de ese hijo que tiene que criar y de laguerra y empleando las lágrimas y el sentidocomún. Pero cuando el honor está de pormedio… ¡Oh, Dios mío! No podría amarte, amormío, ni podría ser amado sin honor… Esopodría llevarle a lo peor. Por otro lado está elinsignificante detalle de que me debe sieteguineas por los uniformes, lo que podría ser unarazón para que no diera ese paso, si bienabsurda. ¿Quién puede saber en quécircunstancias un hombre va a resistirse a haceralgo? Puede que un hombre soporte lavergüenza, la ignominia, pero no esto.¿Entonces, en qué circunstancias? Es difícilsaberlo, sobre todo si son hombres débiles, odébiles en ocasiones, como Herapath. Si ella leconvence, tal vez él no la perdone nunca, y si ellano le convence, jamás le perdonará a él. No hayduda de que ella ganará. Maturin, amigo mío, note das cuenta de que te quejas demasiado.»

–El sol se está poniendo, señor -dijo Bondenal fin-. Será mejor que se ponga la capa.

Efectivamente, el sol se estaba poniendo. El

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tiempo había pasado con extraordinaria rapidez.Stephen vio dos veces a Herapath en lapenumbra, pero no pudo deducir qué pensaba,sólo era obvio que tenía un conflicto.

–Tienen dificultades con el timón -dijoBonden, poniéndole a Stephen la piel de focasobre los hombros-. Los infantes de marina lohan trabado con los obenques de babor, los muytorpes.

Ahora el Leopard tenía luces por todaspartes. Jack no quería perder ni un minuto. Lasestrellas empezaron a asomar, pero su brilloparecía menos intenso por efecto de la auroraaustral, un gran arco de extraordinarialuminosidad que había aparecido al sur, cercadel polo. Comenzó a helar.

Ya estaba oscuro. Se oían los gritos de lasfocas y se veían vagamente los petreles a la luzde las estrellas.

–¿Qué estás fumando? – inquirió Stephen.–El mejor tabaco de Virginia -dijo Bonden,

riendo alegremente-. Esta mañana me encontréen la costa con un antiguo compañero detripulación que ahora está en el ballenero. Joe

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Plaice y yo le hicimos un guiño y al principioestaba receloso, porque al lado de su nombreestá escrita una D, de desertor, señor, perodespués estuvimos hablando y nos dio un cuñetecon tabaco. No me importa decirlo ahora, porqueestán levando anclas y él está seguro como laTorre de Londres. ¿Ha visto cómo el bergantín havirado lentamente? Ahora están haciendoseñales con el farol desde el tope: arriba y abajo,arriba y abajo. ¿Se habrá quedado alguien entierra? No he visto pasar ningún bote. Ahora sóloestá anclado con un ancla y al mensajero lo estásustituyendo otro. ¡Pisa fuerte y adelante! ¡Pisafuerte y adelante! ¿Les oye, señor?

Con su vozarrón, Bonden cantó a coro conellos la canción:

¡Pisa fuerte y adelante!¡Pisa fuerte y adelante!¡La dama es de Alicante!–Ahora el cable del ancla está subiendo -

continuó-. El barco está justo sobre el ancla.Escuche cómo el capitán pide badernas gruesasy secas.

Apareció entonces la luna llena, grande y

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redonda, y cubrió el mar con su pálida luz. Luegofue separándose más y más del horizonte hastallegar muy alto. Desde un punto situado a laizquierda de ellos, llegaron los rugidos de unasmorsas que empezaron a pelear.

–A lo mejor está mal agarrada una uña delancla porque el barco ha estado con una solamucho tiempo -dijo Bonden-. No. Ha largado elvelacho. Levará el ancla en cualquier momento yzarpará enseguida, aprovechando la bajamar, ycon esta brisa podrá navegar muy velozmente.Zarpará enseguida, y nosotros también, graciasa Dios. Ya está colocada la hembra del timón yterminaremos de instalarlo mañana. Y es posibleque regresemos a Inglaterra cuando hayamosllenado la bodega. Otra vez el farol. Van adesaprovechar la marea si siguen tardando.¡Qué manera más extraña de hacerse a la mar!¿Ha oído eso, señor? No me refiero a la foca. Esun bote, un bote que va hacia el bergantín. ¡Ya loveo! ¡Está allí, saliendo de atrás de aquella rocapuntiaguda! ¡Pero si es nuestro chinchorro! Creoque es el señor Herapath, por su extraña formade remar. Seguro que va a despedirse de ellos.

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Sí, es él. Pero, ¿quién es su compañero, esegrumete de pelo negro? No conozco a ese chico.¡Señor, señor, es la señora Wogan! ¡Ha burladoa su carcelero! ¿Quiere que vaya a buscarlos enel esquife y los traiga?

–No -dijo Stephen-. Quédate quieto y ensilencio.

El chinchorro se acercó aún más. Luego pasóa muy poca distancia de ellos y la luna iluminósus rostros rebosantes de felicidad y juventud.Siguió adelante y finalmente se detuvo junto alcostado del ballenero, justamente donde seproyectaba su sombra. Desde el Lafayette seoyeron varios gritos:

–Sujétese bien, señora, y tenga cuidado conlas enaguas… ¡Subirla muy despacio!

Luego, mientras el bergantín tomaba el vientoy ganaba velocidad, flotaba en el aire la risa de laseñora Wogan, una risa muy alegre, más alegreque nunca, tan alegre que al oírla Bonden yStephen empezaron a reírse a carcajadas. Yahora, por primera vez, aquella risa era tambiéntriunfal.

[1] Fiddler's Green: Paraíso al que se creía

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que iban los hombres de mar al morir.[2] Downs: Colinas calizas situadas en la

costa sureste de Inglaterra, de poca altitud peromuy escarpadas. Se extienden de este a oesteen dos cadenas paralelas a través de loscondados de Surrey, Kent (donde forman elacantilado de Dover) y Sussex.

[3] Curvas: Pieza de madera naturalmentecurva que se emplea en los barcos paraasegurar dos maderos unidos en ángulo.

[4] Clase: En la Armada real, los navíos sedividían en clases atendiendo al número decañones que tenían. Los de cuarta clase teníanentre cincuenta y sesenta cañones.

[5] Van John: Nombre que dan los ingleses aljuego de cartas francés Vingt-et-un, resultado dela mala pronunciación del término francés.

[6] Nabob: Palabra hindú que significa «rico».Se aplica sobre todo a los europeos que hacenfortuna en India.

[7] Torpedo: Pez marino aplanado y de formaredondeada que vive en los fondos arenosos ytiene la propiedad de producir una pequeñadescarga eléctrica cuando es tocado por otro

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animal.[8] Temple: Cualquiera de los dos grupos de

edificios de que se compone el Colegio deabogados de Londres, que están situados en ellugar de la ciudad donde originariamenteestablecieron su sede los templarios.

[9] Estadio: Medida de longitud equivalente aciento veinticinco pasos (201,2 metros).

[10] Pasamano: Paso que hay en los barcosde proa a popa, junto a la borda.

[11] Bañera: Parte del sollado de un barcodonde generalmente se encuentran la camaretade guardiamarinas y las cabinas de lossuboficiales. Durante las batallas se convierte enenfermería.

[12] Haggis: Plato tradicional escocés que esuna especie de salchicha hervida que se hacerellenando las tripas del cordero o la ternera conel corazón, los pulmones y el hígado del animal, alos cuales se les añade avena, sebo, cebolla, saly pimienta.

[13] Jardín: Así llamaban al retrete en losbarcos.

[14] Ave de Mother Cary: Así llamaban los

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marineros ingleses al petrel común. Se cree queMother Cary deriva del latín mater cara.

[15] Para taponar una vía de agua, sedeslizaba una vela forrada con estopa por elcostado del barco y se cubría la parte dondeaquella se encontraba con el fin de que la velafuera succionada gracias a la presión del agua.

[16] Espadilla: Timón que se improvisa concualquier pieza apta cuando se ha perdido el dela nave.

[17] Polvos de James: Mezcla de antimonio yfosfato de calcio preparada por el doctor RobertJames y muy usada a finales del siglo xviii yprincipios del xix para reducir la fiebre.

[18] Royal Society: Organización creada porCarlos II de Inglaterra en 1662 para fomentar eldesarrollo de las ciencias naturales.

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