Ateos verdaderos

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40 CON ACENTO U n lector me escribe con una provocación simpá- tica: “Usted, que tanto se apasiona por las razones de los que somos ateos, ponga las cartas sobre la mesa e intente hacer una lista con los nombres de algunos ateos verdaderos, y no ‘demasiado poco ateos’, como ha clasificado a algunos representantes del ‘ateísmo po- pular de la mofa irreligiosa’, utilizando siempre expresiones utilizadas por usted”. Intentaré responder a esta petición tan concreta descartando figuras contemporáneas, que también las hay, y refugiándome en una suerte de panteón del ateísmo “clásico” (¡el término “panteón” es en este caso un poco para- dójico!). Inicio esta ejemplificación, ciertamente no sistemática, con la “imponente” figura de Albert Camus. Confieso que no he sa- lido indemne cada vez que he tenido en las manos uno de sus escritos, a partir de La peste, lle- na de garras “ateólogas”. Cada uno de sus textos es emblemáti- co: haciendo un ejemplo menor, se puede intentar descubrir a un Dios desconcertante encriptado bajo el viejo camarero sordo- mudo de El malentendido. O también intentar entender lo que significa el interrogante de Camus: “¿Cómo es posible ser santos sin Dios? Este es uno de los interrogantes más importan- tes de la existencia”. Elijamos al azar otro nombre. El año pasado se cumplió el cen- tenario del nacimiento de Emi- le Cioran, autor franco-rumano un poco tremendo que, en su carné de identidad ideal, había anotado: “Raza atea”. Pero que también confesaba lo siguiente: “Siempre he merodeado alrede- dor de Dios como un delator: incapaz de invocarlo, lo he es- piado... El campo visual de cora- zón es: el mundo, más Dios, más la Nada. Es decir, todo”. Y a los teólogos nos había dirigido este autor un latigazo como el que si- gue: “Cuando se escucha a Bach, se ve nacer a Dios. Después de un oratorio, de una cantata, de una Pasión, Dios debe existir. ¡Y pensar que tantos teólogos y filósofos han desperdiciado noches y días buscando prue- filigranas autobiográficas hacía que Jesús se encontrase con el padre de una muchacha minus- válida que le decía intimando: “No quiero que la cures, sino que la ames”. En la réplica de Cristo, Flaiano ofrecía una pro- funda teología del milagro: “Te digo la verdad: este hombre me ha pedido lo que yo de verdad pueda dar”. La lista podría prolongarse con nombres de grandes ateos que todos conocen y citan, como Marx, Nietzsche o Gramsci, hasta científicos como Gould y otros, formando una auténtica biblioteca de “ateología”, que sería bien ardua y seria para los creyentes de varios niveles contemporáneos que aspiramos a ser clasificados como tales. Para los ateos auténticos, la cuestión de Dios es seria: con ella no se puede bromear con el sarcasmo que se reserva a las tesis de los cerebros débiles. Es más, hay hasta que confrontar- se con ella llegando a un due- lo casi blasfemo: “Cuando es verdadero Dios, a Dios / yo Le parto la Cara”, escribía Caproni (curiosas las mayúsculas…). Es porque, como decía un filósofo no muy cristiano como Hume, “los errores de la filosofía son siempre ridículos, mientras que los de la religión son siempre peligrosos”. Esto no significa que no haya que confrontarse también con las provocaciones irónicas e in- telectualmente más modestas de los “demasiado poco ateos”, como hago en el Atrio de los Gentiles que he constituido –si- guiendo la estela de un antiguo símbolo hebraico– a modo de espacio de “diálogo”, de con- frontación de lógoi, es decir, de discursos y pensamientos. Conscientes, sin embargo, cre- yentes y no creyentes, de que el riesgo más grave –para usar una distinción de Bernanos– no es la “ausencia”, sino el “vacío”, o sea, la imperante indiferencia, la superficialidad, la banalidad, la vacuidad, la amoralidad. bas de la existencia de Dios, olvidando la única que hay!”. ¿Y algún personaje italiano que sea un ateo verdadero? La elección es difícil. Casi al azar propongo al poeta Giorgio Ca- proni, que estaba convencido de que “la muerte es un tránsito. Claro: de la sangre a la piedra”, pero que había acuñado en la re- copilación Muro de la tierra esta oración del ateo: “Ay, Dios mío. Dios mío. / ¿Por qué no existes? Dios omnipotente, intenta / (es- fuérzate) a fuerza de insistir / al menos existir”. También me ha interesado siempre Ennio Flaiano, agnóstico de excelente catadura, que en un texto con Para los ateos auténticos, la cuestión de Dios es seria: con ella no se bromea con el sarcasmo reservado a los cerebros débiles Ateos verdaderos © Gettyimages CARDENAL GIANFRANCO RAVASI. PRESIDENTE DEL PONTIFICIO CONSEJO DE LA CULTURA

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Para los ateos auténticos, la cuestión de Dios es seria: con ella no se bromea con el sarcasmo reservado a los cerebros débiles.

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▶CON ACENTO

Un lector me escribe con una provocación simpá-tica: “Usted, que tanto

se apasiona por las razones de los que somos ateos, ponga las cartas sobre la mesa e intente hacer una lista con los nombres de algunos ateos verdaderos, y no ‘demasiado poco ateos’, como ha clasificado a algunos representantes del ‘ateísmo po-pular de la mofa irreligiosa’, utilizando siempre expresiones utilizadas por usted”. Intentaré responder a esta petición tan concreta descartando figuras contemporáneas, que también las hay, y refugiándome en una suerte de panteón del ateísmo “clásico” (¡el término “panteón” es en este caso un poco para-dójico!).

Inicio esta ejemplificación, ciertamente no sistemática, con la “imponente” figura de Albert Camus. Confieso que no he sa-lido indemne cada vez que he tenido en las manos uno de sus escritos, a partir de La peste, lle-na de garras “ateólogas”. Cada uno de sus textos es emblemáti-co: haciendo un ejemplo menor, se puede intentar descubrir a un Dios desconcertante encriptado bajo el viejo camarero sordo-mudo de El malentendido. O también intentar entender lo

que significa el interrogante de Camus: “¿Cómo es posible ser santos sin Dios? Este es uno de los interrogantes más importan-tes de la existencia”.

Elijamos al azar otro nombre. El año pasado se cumplió el cen-tenario del nacimiento de Emi-le Cioran, autor franco-rumano un poco tremendo que, en su carné de identidad ideal, había anotado: “Raza atea”. Pero que también confesaba lo siguiente: “Siempre he merodeado alrede-dor de Dios como un delator: incapaz de invocarlo, lo he es-piado... El campo visual de cora-zón es: el mundo, más Dios, más la Nada. Es decir, todo”. Y a los teólogos nos había dirigido este autor un latigazo como el que si-gue: “Cuando se escucha a Bach, se ve nacer a Dios. Después de un oratorio, de una cantata, de una Pasión, Dios debe existir. ¡Y pensar que tantos teólogos y filósofos han desperdiciado noches y días buscando prue-

filigranas autobiográficas hacía que Jesús se encontrase con el padre de una muchacha minus-válida que le decía intimando: “No quiero que la cures, sino que la ames”. En la réplica de Cristo, Flaiano ofrecía una pro-funda teología del milagro: “Te digo la verdad: este hombre me ha pedido lo que yo de verdad pueda dar”.

La lista podría prolongarse con nombres de grandes ateos que todos conocen y citan, como Marx, Nietzsche o Gramsci, hasta científicos como Gould y otros, formando una auténtica biblioteca de “ateología”, que sería bien ardua y seria para los creyentes de varios niveles contemporáneos que aspiramos a ser clasificados como tales. Para los ateos auténticos, la cuestión de Dios es seria: con ella no se puede bromear con el sarcasmo que se reserva a las tesis de los cerebros débiles. Es más, hay hasta que confrontar-se con ella llegando a un due-lo casi blasfemo: “Cuando es verdadero Dios, a Dios / yo Le parto la Cara”, escribía Caproni (curiosas las mayúsculas…). Es porque, como decía un filósofo no muy cristiano como Hume, “los errores de la filosofía son siempre ridículos, mientras que los de la religión son siempre peligrosos”.

Esto no significa que no haya que confrontarse también con las provocaciones irónicas e in-telectualmente más modestas de los “demasiado poco ateos”, como hago en el Atrio de los Gentiles que he constituido –si-guiendo la estela de un antiguo símbolo hebraico– a modo de espacio de “diálogo”, de con-frontación de lógoi, es decir, de discursos y pensamientos. Conscientes, sin embargo, cre-yentes y no creyentes, de que el riesgo más grave –para usar una distinción de Bernanos– no es la “ausencia”, sino el “vacío”, o sea, la imperante indiferencia, la superficialidad, la banalidad, la vacuidad, la amoralidad.

bas de la existencia de Dios, olvidando la única que hay!”.

¿Y algún personaje italiano que sea un ateo verdadero? La elección es difícil. Casi al azar propongo al poeta Giorgio Ca-proni, que estaba convencido de que “la muerte es un tránsito. Claro: de la sangre a la piedra”, pero que había acuñado en la re-copilación Muro de la tierra esta oración del ateo: “Ay, Dios mío. Dios mío. / ¿Por qué no existes? Dios omnipotente, intenta / (es-fuérzate) a fuerza de insistir / al menos existir”. También me ha interesado siempre Ennio Flaiano, agnóstico de excelente catadura, que en un texto con

Para los ateos auténticos, la cuestión de Dios es seria: con ella no se bromea con el sarcasmo reservado a los cerebros débiles

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CARDENAL GIANFRANCO RAVASI. PRESIDENTE DEL PONTIFICIO CONSEJO DE LA CULTURA

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