Asesinato en el Colegio

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Relato escrito por el alumnado de cuarto de primaria, ayudados por su tutor, D. Antonio Ruiz Puche, con motivo de la celebración del día del libro, en Abril de 2.012

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CUENTO ESCRITO E ILUSTRADO POR EL ALUMNADO DE 4º DE PRIMARIA,

GUIADOS POR SU TUTOR: D. ANTONIO RUIZ PUCHE

 

ALUMNADO DE 4º DE PRIMARIA

CURSO 2011-2012

SOFÍA APARICIO ARGANDOÑA

CARMEN CÓRCOLES HERNANDEZ

ANA ISABEL COTILLAS PIÑERO

ÁNGEL GONZÁLEZ REYES

JOSÉ MIGUEL MARTÍNEZ PALACIOS

JOSÉ ANGEL MARTÍNEZ SÁNCHEZ

NOELIA MARTÍNEZ SEVILLA

SANDRA MORCILLO CUENCA

JOSÉ JAVIER MORENO ALFARO

JOAQUÍN RUIZ CÓRCOLES

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I

Hacía mucho frio. La niebla no se levantaba hasta bien entrada la mañana para dar paso un otro día gélido y gris. Estábamos a mitad de Diciembre y faltaba una semana para que comenzasen las vacaciones de Navidad en el colegio público Federico García Lorca, en San Andrés. Esos días de clase se veían animados por los preparativos de las fiestas navideñas que, como todos los años, celebraríamos el último día de clase. Pese al frío despiadado nuestro ánimo era inmejorable.

II

El miércoles, antes de terminar la clase, encargué a José Miguel, nuestro delegado, que bajara al despacho de la directora para recoger los nuevos boletines del primer trimestre. Instantes después, así me lo imagino todavía, J. Miguel debió subir las escaleras saltando de dos en dos los veinte peldaños todo lo rápido que se lo permitieron su ágiles piernas. Casi sin aliento, abrió la puerta de clase y soltó de golpe: ¡Está muerta, la directora está muerta! De inmediato supe que no se trataba de una broma. Su voz angustiada y sus gestos nerviosos me indicaban que algo grave había sucedido. Bajé todo lo rápido que pude, precipitándome a la carrera por las escaleras y en unos segundos me encontré cara a cara con esa siniestra certeza: Dña. Luisa había recibido un disparo en el pecho y yacía en el suelo en una postura lamentable; con el cuerpo aplastado contra las losas y en mitad de un extenso charco de sangre. Sus piernas habían quedado suspendidas sobre el sillón, como si se resistiesen a caer también, o a morir, si es que esto fuese posible. Intenté en vano tomarle el pulso mientras llamaba al 112 y avisaba al resto de compañeros.

III

En unos minutos llegó la asistencia médica. Se levantó un enorme revuelo cuando los niños advirtieron la presencia de una ambulancia en mitad del patio. Intentamos por todos los medios que no cundiese el pánico. Por fortuna se acercaba la hora de salida y pudimos desalojar el centro advirtiendo

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a los niños y a sus familias que Dña. Luisa había sufrido un grave accidente y los médicos intentaban reanimarla. Ya tendríamos tiempo de contar la verdad. No sé si J. Miguel nos creyó. Poco después apareció el inspector de policía acompañado de dos hombres. Era un tipo alto y corpulento que hacía mucho ruido al caminar, sin duda debido al gran volumen que tenía que movilizar a cada paso. Su semblante era serio pero inspiraba confianza cuando te miraba con esos ojos oscuros y ligeramente caídos, un poco tristes, pensé.

‐ Inspector Ruipérez– se presentó mientras me estrechaba su enorme manaza- Poco o nada pudieron hacer los médicos por reanimar a Dña Luisa. Como nos revelaron enseguida, llevaba muerta desde hacía más de una hora. De más ayuda fueron para algunos compañeros a quienes tuvieron que atender por crisis nerviosas o de ansiedad.

IV

La muerte de nuestra directora, según el inspector, se había producido por el impacto de una bala disparada por una pistola modelo Gland provista de silenciador subsónico entre las 12:30 y las 13:00 horas de la mañana. La trayectoria del disparo y el impacto mismo no dejaba lugar a dudas. Este se había efectuado desde una distancia de dos o tres metros al otro lado de la puerta del despacho o lo que era lo mismo, desde el interior del colegio. En los próximos días, según el Señor Ruipérez, todos los que nos encontrábamos en el colegio en el momento del asesinato seríamos requeridos para prestar declaración. Nuestros pasaportes fueron requisados. No podríamos abandonar el país en las próximas semanas. Cuando llegué a casa ya había anochecido. La luna, pálida y fría, iba subiendo al cielo. La cabeza no paraba de darme vueltas, necesitaba salir, hablar con alguien, compartir mi miedo y mi angustia. Llamé a Miranda, la profesora de inglés que era con quien mejor me llevaba en el colegio. Media hora más tarde nos encontramos en una céntrica cafetería de la ciudad.

‐ Agradezco tu llamada –dijo ella muy nerviosa– creo que no voy a pegar ojo en las próximas noches. Pobre mujer. Me parece que estoy viviendo una terrible pesadilla. Pero ¿Quién pudo cometer semejante acto? No me creo que ya no volvamos a ver a Luisa.

Allí, viendo a la gente entrar y salir de la cafetería, charlando animadamente, bien abrigados y sus bolsas llenas de compras, más extraño me parecía todo. La gente seguía su modesta vida, aferrados a sus pequeñas costumbres y a su pequeña rutina. Rutina que nosotros habíamos visto interrumpida de manera trágica y violenta.

‐ Según el inspector – continuó Miranda que era incapaz de dejar de hablar del asunto – el asesinato se produjo entre las 12:30 y las 13:00, es decir, un poco después del recreo.

‐ ¡Un momento antes estuvo tomando café en la sala de profesores con nosotros! – dije yo. ‐ Sí, ya lo sé, pero se supone que a esa hora las puertas del edificio están cerradas con llave,

esas son las normas. ‐ Bueno, alguien podría haber entrado antes y esconderse – dije un poco escéptico– ‐ En ese caso, ¿Cómo se marchó? ¿Sigue allí escondido? Recuerda que todas las ventanas

están protegidas con rejas de hierro. Cuando llegó la ambulancia las puertas estaban cerradas, yo misma vi como Santos las abría.

‐ ¡Es cierto! Sabes, será mejor que esperemos a ver que nos dice el inspector. ‐ ¿Y si fuese uno de nosotros? Quiero decir, el asesino – dijo ruborizándose ligeramente, como

si se avergonzara de hacer aquella pregunta. ‐ ¿Cómo? ¿Te has vuelto loca? ‐ Sabes, tengo miedo – dijo Miranda mirando por la ventana hacia la calle cada vez más vacía. Cuando salimos, la niebla envolvía por completo la ciudad. Seguimos caminando otro buen rato. Iba a ser una mala noche para intentar dormir.

V

El inspector nos reunió a todos en la sala de profesores para intentar esclarecer los hechos. Como parecía evidente, comenzó interrogando a Santos, el conserje. ‐ Tengo entendido – comenzó el inspector – que a esa hora, es decir, entre las 12:30 y las 13:00

horas, las puertas del centro están cerradas y que es usted quién se encarga de ello. ‐ Así es – respondió algo nervioso. ‐ Entonces ¿Recuerda usted haber abierto la puerta a alguien en ese tiempo?

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‐ No, no que yo recuerde. Antes de esa hora sí. Abrí al cartero que me entregó el correo y la prensa, luego se marchó. Después del recreo cerré la puerta y no volví a abrirla hasta que llegó la ambulancia.

‐ Ya veo –continuó el inspector con voz fuerte pero pausada –Y ¿Alguien más puede abrir esa puerta?

‐ No que yo sepa, señor. ‐ También he comprobado que en el gimnasio hay una puerta por la que es posible acceder al

edificio. ‐ Sí, es la otra forma que hay de entrar en el colegio. Yo tengo una copia de las llaves pero el

responsable es Ricardo. ‐ ¡Pero esa puerta está siempre cerrada! – dijo entonces Ricardo, el profesor de Educación

Física - Solo la abrimos para salir al patio en los días de primavera. En invierno las clases son siempre en el interior del gimnasio.

‐ En ese caso mis hombres comprobaran las cerraduras por si hubiesen sido forzadas o abiertas con algún tipo de ganzúa – terminó diciendo el inspector.

Los siguientes en declarar seríamos nosotros, es decir, todos los profesores. En los próximos días seríamos interrogados minuciosamente sobre nuestros movimientos en el colegio durante la mañana del crimen.

VI

Pero antes, esa tarde, asistimos al entierro de Dña Luisa en medio de una gran conmoción. Hubo cientos de personas para darle el último adiós. Familiares, amigos y compañeros con los que había trabajado a lo largo de su vida. Mientras miraba a sus hijos y a su marido, abrazados y muy quietos, sentí una enorme tristeza. Ya no vivirían otra Navidad juntos, pensé. Separados para el resto de sus vidas de su madre y de su mujer por un disparo tan certero como cobarde.

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Acompañamos el coche fúnebre hasta la puerta del cementerio y de allí no me atreví a pasar. Volví a casa sobrecogido, conduciendo lentamente, sin prisa por llegar. La noticia del asesinato ya había saltado a la prensa, primero local y después nacional. En los días siguientes nos vimos acosados por decenas de periodistas en busca de información. Las clases se suspendieron, de modo que las vacaciones de Navidad se adelantaron una semana. La sensación de congoja, de que algo nos había golpeado muy fuerte, era aún mayor cuando entrábamos en el colegio y veíamos las aulas vacías con los belenes ya montados o a medio montar, los pasillos decorados con guirnaldas y figuritas ahora fríos y silenciosos o el despacho de dirección cerrado y precintado. Un día tras otro, incluso en Nochebuena y Nochevieja, fuimos citados a un interrogatorio para responder a las preguntas que el inspector tenía que hacernos. En total éramos nueve: seis maestros de primaria más los especialistas de Educación física, inglés y música. En principio no se nos acusaba de nada, pero era evidente que solo nosotros podíamos aportar algo de luz al misterioso asesinato de nuestra directora.

‐ Mis hombres han revisado las cerraduras de las puertas y las rejas de las ventanas. Ninguna ha sido forzada- dijo el inspector-. Cómo comprenderéis, este hecho os coloca en una posición muy delicada. O bien alguien miente y favoreció la entrada y salida del asesino, o se trata de alguien que estaba ya dentro. Ahora bien, ¿Cómo logró huir? uno de mis hombres estuvo vigilando la salida todo el tiempo.

El inspector no quería decir directamente lo que todos intuíamos, que nos habíamos convertido en los principales sospechosos.

‐ El asesino podría haber escapado cuando llegaron los médicos – dijo César que era el tutor de 6º - recuerdo que pasaron unos minutos hasta que llegasteis vosotros. Aprovechando que la puerta estaba de nuevo abierta, pudo haber huido.

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‐ Podría ser, pero en su declaración, Santos dijo que volvió a cerrar la puerta cuando entraron los equipos de asistencia médica para evitar la entrada de algún curioso. Solo cuando nosotros llegamos, volvió a abrirla de nuevo.

‐ ¿Y si miente? – continuó César un poco alterado – Podría estar mintiendo. Él es quién tiene copia de todas las llaves.

‐ ¿Qué motivos tendría para hacerlo? En cualquier caso tendremos que averiguarlo. Pero ahora me centraré en vosotros. Antes he de advertiros que estaréis a disposición de la policía. Tendremos acceso a vuestros objetos personales y podremos buscar información sobre vuestro pasado. Sé que esto os causará enormes molestias pero toda la información que recopilemos será confidencial.

No es mi intención transcribir aquí, minuto a minuto aquellos interminables interrogatorios, solo escribiré un pequeño resumen de nuestras declaraciones a las que tuve acceso unos meses después. Averiguar dónde estábamos supuestamente cada uno de nosotros cuando se cometió el asesinato fue bastante fácil. El inspector estudió con detenimiento los horarios de cada maestro. Dña Mercedes era la tutora de 1º. Tenía destino definitivo en el colegio desde hacía bastantes años. Conocía a Dña Luisa desde que ambas estudiaron juntas en la universidad. Eran buenas amigas desde entonces. A esa hora, se encontraba dando clase de lengua. No recordaba haberse ausentado del aula en todo el tiempo. La relación con la directora, según otros testigos, era muy buena y se la veía muy afectada. Después estaba D. francisco, el tutor de 2º.Su destino también era definitivo desde hacía ocho años. Era un hombre alto y robusto que siempre iba impecablemente vestido. Cumplía debidamente con su trabajo y los niños parecían tenerle aprecio, sin embargo su relación con el resto de compañeros era fría y distante. En realidad era un tipo algo misterioso, como si no fuese con él eso de trabajar en un colegio. Apenas se le veía por la sala de profesores y en la hora del recreo solía ir a un bar cercano a desayunar. No estaba casado ni tenía hijos, pero de su vida privada conocíamos poco más. Durante su declaración reconoció con total tranquilidad que pudo haber salido de clase a esa hora para ir al servicio o a beber agua a la sala de profesores, pero no vio nada extraño. Al registrar sus pertenencias, La policía no encontró nada sospechoso. Remedios o Dña Remedios, era la tutora de 3º. La única de los tutores que no estaba con sus alumnos en el momento del asesinato, ya que estos se encontraban en clase de Educación física. ¿Dónde había estado? ¿No había visto nada sospechoso? Quiso saber el inspector. A Remedios solo le faltaba un curso para jubilarse. Anteriormente había desempeñado el cargo de directora en el centro. En las últimas elecciones a dirección, Luisa y ella habían sido rivales. Finalmente salió elegida Luisa por unos pocos votos de diferencia. Desde entonces, la relación entre ambas fue degradándose y en la actualidad apenas se hablaban. Remedios acusaba a Luisa de deslealtad hacia su cargo. También se supo que con otros cuatro años más en la dirección, le habría quedado una paga bastante más alta para su jubilación. Aseguró haber pasado toda la hora en la sala de los ordenadores, ubicada en el otro extremo de donde se encontraba el despacho de la directora, pero nadie pudo corroborarlo. La coartada más sólida, al parecer, era la de César, tutor de 6º. A esa hora, sus alumnos tenían un examen de recuperación de matemáticas de final de trimestre. Por razones obvias no abandonó el aula en todo el tiempo. Esto fue corroborado por el delegado de clase y por la fecha y la hora que habían puesto en la cabecera del examen. Sin embargo su relación con Dña Luisa se había deteriorado en los últimos meses por un asunto delicado que atañía a ambos. César tenía un hijo de 11 años al que intentó matricular para el presente curso en nuestro colegio. El chico presentaba serios problemas de conducta y de rendimiento en sus estudios. César pensaba que estando cerca de él, los corregiría. El problema se presentó cuando se supo que el chico tendría que ir a clase de 6º, donde su padre era el tutor, ya que en el reglamento del colegio quedaba establecido que ningún niño podría ser alumno de su padre o madre. Haciendo valer esta clausula, Dña Luisa se opuso a que el hijo de César se matriculase en nuestro centro. También se supo que recientemente, unas semanas antes del asesinato, el hijo de César había sido expulsado de su colegio por amenazas a otros compañeros y por el robo de varios objetos personales.

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Víctor era el tutor de 5º y prácticamente quedaba fuera del caso ya que aquella mañana se encontraba fuera del colegio con sus alumnos. Habían pasado la jornada visitando una antigua y famosa panadería del pueblo donde según decían se elaboraban los mejores dulces navideños de la región. Cuando regresaron, todo había sucedido. Su relación con Luisa era bastante buena. El formaba parte del equipo directivo desempeñando la labor de secretario. Desde hacía años compartían despacho y trabajo. Yo era el tutor de 4º. Según el informe del inspector, apoyado en mi declaración, no me había ausentado de clase en todo el tiempo. A esa hora leíamos un libro titulado “La Hormiga Miga se hunde en la historia” en clase de lengua. El delegado y la subdelegada de clase lo confirmaron después. Yo era el maestro que menos años llevaba con destino definitivo en el centro. No tenía motivos de discordia con Dña Luisa aunque nuestra relación era estrictamente profesional. Por último declararon los maestros especialistas. Ricardo era el de Educación física. A esa hora se encontraba en clase con los niños de 3º. En principio debían encontrarse en el gimnasio, sin embargo aquel día permanecieron en clase. El inspector se interesó por este hecho, pues el gimnasio era un lugar clave en la investigación, ya que comunicaba el exterior con el edificio principal. Podía parecer una coincidencia que a aquella hora estuviese libre. Ricardo no supo dar una explicación convincente. Por otra parte, él era el jefe de estudios y también formaba parte del equipo directivo. Su relación con la directora era buena y sus familias se conocían desde hacía tiempo. Moisés era el profesor de música y el más joven de todos. Sus dotes musicales eran notables y formaba parte de la banda de música municipal. No tuvo clase a esa hora pero se encontraba en la biblioteca, donde pasó buena parte de la mañana, decorándola para la próxima celebración de las fiestas navideñas. Le acompañaban un grupo de alumnos de la clase de 6º que no tenían que hacer el examen de recuperación. Estos, sin embargo, declararon que Moisés salió de la biblioteca por lo menos en dos ocasiones: para buscar unas tijeras grandes y una grapadora de pared. No existían vínculos de ningún tipo entre él y la directora. Por último declaró Miranda, la única de todos los maestros que no tenía destino definitivo en el centro. Su situación era de interinidad, aunque ese era el tercer curso consecutivo con nosotros. Recordaba encontrarse en el departamento de inglés, donde al parecer preparaba la siguiente clase, pero nadie pudo certificarlo. El último curso había estado a punto de quedarse sin trabajo, ya que en los últimos meses las intenciones de los políticos eran las de reducir al máximo las plantillas de maestros, buscando así un supuesto ahorro que solo terminaría perjudicando a los alumnos. En cualquier caso, ya comenzado el curso, Miranda fue llamada por la delegación y pudo incorporarse a su trabajo. Dña Luisa le había comunicado que con toda seguridad aquel sería su último curso, pues el centro contaba con otros dos especialistas en idiomas que podrían cubrir sin problemas su horario. Yo hablaba a menudo con ella sobre este asunto. No se quejaba y afrontaba con valentía su precaria situación. Sin embargo sabía que sus preocupaciones eran mayores. Ahora vivía en un piso de alquiler junto a su hermano menor que recientemente se había quedado en paro y pasaba por serios apuros económicos. Su padre había sido comandante de la guardia civil en nuestra ciudad durante treinta años. Al jubilarse, él y su madre decidieron volver a vivir a Asturias, de done eran oriundos. Pablo, el hermano de Miranda, no mantenía buena relación con sus padres. Era un chico “problemático” que siempre andaba metido en algún turbio asunto. Desde hacía dos años trabajaba en un almacén de una gran industria pero fue despedido cuando descubrieron que robaba a escondidas productos de comida y de limpieza. Ahora Miranda tenía que hacerse cargo de la situación.

‐ Solo es un crío – me decía a veces – Ya verás cómo cambia.

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VII

El inspector contaba ya con todas nuestras declaraciones. Sin embargo, poco se había avanzado en el caso. Salieron a relucir algunos puntos oscuros de la relación entre algunos compañeros con Dña Luisa. Pero esto no era prueba de nada. No se podía acusar a nadie por no llevarse bien con su directora o por haber salido un momento de clase a la hora en que se cometió el crimen. Todo estaba como al principio. Parecía un rompecabezas que nos iba a sacar locos. Y si Santos no mentía y las puertas y ventanas estaban cerradas ¿Cómo pudo acceder el asesino al centro y luego marcharse sin dejar ni rastro? Fue entonces cuando decidí actuar por mi cuenta. Para ello solicité la ayuda de unos detectives muy especiales. Las clases se habían reanudado con relativa normalidad pero con el recuerdo presente de lo que había sucedido hacía apenas un mes. Me reuní con mis alumnos y les hice un resumen de cómo estaba la situación. Alguien podría llamarme inconsciente al intentar implicar a niños tan pequeños en esos oscuros asuntos de mayores y no les faltaría razón. Pero yo confiaba en ellos y no dude en pedirles su colaboración.

‐ Estoy convencido que hay algo que sucedió ese día que a todos se nos escapó – les dije- incluso a la policía. Creo que vosotros podéis ayudarme así que será mejor que nos pongamos en marcha cuanto antes.

‐ Cuenta con nosotros profe – dijo Ángel muy dispuesto. ‐ Empecemos por hacer memoria. Necesito que me contéis todo cuanto recordéis de ese día. Sé

que salisteis tres veces de clase para ir al gimnasio, al aula de música y al recreo. Escribid todo cuanto queráis, por insignificante que os parezca. A veces hay pequeños detalles que a todos pasan desapercibidos pero que pueden revelarnos cosas importantes.

Sabía que ellos serían capaces de ver las cosas con menos prejuicios que los adultos. Que propondrían interrogantes que nosotros no contemplábamos. Para ello, tenían plena libertad para escribir dejándose llevar por sus recuerdos o por su intuición.

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Leyendo más tarde sus cuadernos, me di cuenta de lo bien que recordaban todos aquella desafortunada mañana. Unos eran prolijos y otros concisos, pero todos aportaban su visión personal llena de interesantes matices.

‐ Hay muchas cosas que me han llamado la atención de vuestros escritos – les dije después – que me gustaría comentar con más detenimiento. Por ejemplo, escribe Carmen: “Ricardo estaba más serio que otros días”

‐ Sí, eso me pareció. Siempre se le ve tan animado que me extrañó verlo serio y apagado aquel día. Apenas se levantó de su silla en toda la clase de Educación física.

‐ “En el banco que hay el lado del gimnasio había un pequeño charco sobre el que me senté sin darme cuenta y me fui a casa con el culo mojado” Escribía Javier.

‐ Sí, profe, eso me llamó la atención. Me senté un momento para atarme los cordones de las zapatillas y me mojé el pantalón – respondió este y a todos nos hizo mucha gracia.

‐ “Como todas las puertas y ventanas estaban cerradas – escribió Joaquín – a lo mejor fue un hombre invisible quien cometió el crimen.

‐ ¿A qué te refieres con el hombre invisible? – le pregunté - ¿Tú crees que pudo se él? ‐ Bueno, a lo mejor invisible completamente no. Pero si alguien que sabe esconderse muy bien y

pasar desapercibido. Esa era una buena respuesta, pero ¿Quién sería capaz de hacer eso?

‐ D. Antonio – me interrumpió entonces Sofía – Si el asesino no pudo entrar por las puertas ni por las ventanas, a lo mejor lo hizo por la chimenea.

‐ ¿Qué chimenea? – respondió Noelia – en el cole no hay chimeneas que yo sepa. ‐ Bueno pues por el tejado, por arriba. ‐ Pero eso no puede ser. Nadie puede atravesar el tejado así sin más. ‐ ¡Yo sé cómo! – se unió José Miguel. ‐ ¿Qué quieres decir? ‐ Pues que es verdad que no hay chimenea, pero si una chirimoya.

Al oír esta palabra, todos prorrumpieron en una gran carcajada. Él mismo no paraba de reírse. ‐ ¡Querrás decir claraboya! – le corrigió Noelia que era la encargada de anotar las palabras

difíciles para luego buscarlas en el diccionario. ‐ ¡Eso! – exclamó J Miguel.

¡Era cierto! En la parte central del edificio, en el techo, había una enorme claraboya que a modo de tragaluz, proporcionaba buena iluminación al colegio.

‐ ¡Alguien pudo entrar por allí! – continuó J. Miguel. Mi padre instaló una parecida en la buhardilla de mi casa y se puede abrir y cerrar con facilidad.

‐ Entonces tendría que ser Spiderman – apuntó Javier – con redes para engancharse a las paredes.

‐ No haría falta ningún superhéroe – afirmó Sandra que, como todos sabíamos, tenía madera de buena detective – con que sea ágil y sepa trepar un poquito…

‐ Explícate – le interpelé. ‐ Es muy sencillo – dijo – yo creo que alguien pudo entrar por el extremo izquierdo de la

claraboya y luego descender por el ficus para volver a huir trepando por él. ¿No te has dado cuenta? ¡Las ramas del ficus llegan hasta el techo!

El corazón me dio un vuelco en ese mismo instante. Salí corriendo al pasillo para ver el árbol al que aludía. Estaba tan acostumbrado a él, quedaba tan bien integrado en nuestro paisaje cotidiano, que apenas le prestaba atención. Era un ficus alto y robusto, con ramas fuertes y tupidas que crecía desde el suelo hasta el techo atravesando las dos plantas del edificio. ¡En efecto! Alguien podría haber trepado por él y huir por el tragaluz como si fuese invisible o prácticamente.

‐ ¿y cómo subió hasta el tejado? – quiso saber Ángel ‐ Pues por la parte de atrás – respondió Ana inmediatamente - me he fijado muchas veces

estando en el recreo. Están las rejas de las ventanas de los aseos y hay una gran cañería por la que se podría trepar con facilidad y llegar al tejado. El año pasado Ricardo subió por ahí para coger algunos balones que se habían quedado arriba.

‐ Buen trabajo chicos. Ahora tenemos que descansar para ir al recreo. Tal vez fuese una apreciación mía, influida por mi estado de ánimo, pero aquellos primeros días los recreos me parecían más silenciosos y menos ajetreados que antes. No sé, era como si de algún modo los niños temiesen armar demasiado escándalo, como si aún estuviesen sobrecogidos y guardasen un extraño respeto por los muertos comportándose de ese modo. Al volver a clase Javier tenía mucha prisa por contarme algo:

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‐ Ya sé – me dijo – ya sé por qué el banco sobre el que me senté estaba mojado. Acabo de comprobarlo. Está al lado del ficus, justo debajo de la claraboya. Si alguien la abrió aquel día, debió de caer un poco de agua de la lluvia acumulada en el tejado. Recuerdo que los días anteriores estuvo lloviendo. ¿Podría ser, no?

Desde luego que podría ser. Por la tarde volví a pensar en todo lo que había descubierto con los chicos y en los nuevos interrogantes que surgían. Si era cierto que el asesino había entrado por el tejado y trepado por el árbol ¿Cómo daríamos con él? ¿Qué otras pistas teníamos? Tendría que ponerme en contacto con el inspector Ruipérez y contarle el resultado de nuestras pesquisas.

VIII A la mañana siguiente recibí a los niños muy agitados. Querían saber a dónde conducían sus aportaciones en la investigación. Todos seguían haciendo preguntas y lanzando infinidad de conjeturas. Sin embargo, tuvimos que aparcar todo eso por unas horas y concentrarnos por un tiempo en nuestras asignaturas. No sé si lograron. Fue después del recreo cuando Carmen llegó muy agitada a mi mesa y me dijo:

‐ Creo que he descubierto algo importante. Anoche no podía dormirme y estuve pensando lo siguiente: Si el asesino accedió al edificio trepando por el árbol desde el tejado, con las suelas de sus zapatos mojadas por la lluvia, podría haber resbalado con facilidad. Demasiado riesgo. Así que pensé: “tal vez llevase un calzado especial”

‐ ¿Y? – pregunté sorprendido. ‐ Pues que esta mañana he traído mi lupa para inspeccionar el árbol y he descubierto algo que

confirma mi teoría. ‐ ¿El qué? ‐ Al fijarme bien, a través de la lupa, he podido distinguir muchos agujeritos en la corteza del

tronco. Son simétricos y se van repitiendo cada 20 o 30 centímetros. Está claro. El asesino utilizó un calzado especial para trepar con más facilidad. Unas zapatillas de clavos o algo así.

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Estaba sorprendido. Aquel era un verdadero trabajo de deducción como el que utilizaban los buenos detectives. Esa parecía un pista definitiva pues prácticamente quedaba probado que alguien había utilizado el ficus para entrar y salir del colegio cuando todas la puertas y ventanas estaban cerradas. Cuando iba a dar por concluida nuestra misión como detectives, felicitando a todos por el buen trabajo realizado, José Ángel pidió la palabra.

‐ Podríamos buscar personas que en su oficio utilicen calzado de este tipo, de clavos o de pinchos.

‐ Sí, es verdad – dijeron los demás. ‐ Los electricistas lo utilizan a veces cuando tienen que escalar por el poste de la luz para

reparar alguna avería en el tendido eléctrico– dijo Joaquín. ‐ También los jardineros cuando tienen que podar las ramas de algunos árboles. ‐ Y tal vez los bomberos o los alpinistas – dijo Ángel.

Todos se habían sumado de nuevo ofreciendo ejemplos interesantes. Y aunque no podíamos sospechar así, sin más, de todas las personas que desempeñasen estos trabajos, me aventuré proponiendo una nueva misión:

‐ Tratad de averiguar si hay alguien en el pueblo que se dedique a alguno de estos trabajos que habéis nombrado. Podéis preguntar a vuestras familias. Decidles que se trata de un trabajo para Conocimiento del Medio.

IX Por la tarde llamé al inspector y le pedí que si podíamos vernos. Tenía algo interesante que contarle. Cuando una hora después nos encontramos en la cafetería, me pareció un hombre preocupado y taciturno. Le expuse con claridad las pruebas que habían descubierto mis alumnos y sus ojos recobraron de nuevo el brillo que viera en nuestras primeras entrevistas. Eso sí, lamentó no haber caído en esa posibilidad y reconoció que se encontraba abatido ante la dificultad de encontrar al asesino de Dña Luisa. Ahora la investigación cobraba un nuevo significado.

‐ Tendrá entonces que descartar a los profesores – le dije antes de marchame. ‐ No vaya tan rápido, amigo. Un buen detective no descarta nada de antemano, por evidente que

parezca. ‐ ¡Tenía toda la razón!

He de reconocer que estaba impaciente por ver que descubrían los niños. Así que lo primero que hice cuando les vi de nuevo fue preguntarles cómo les había ido en su última investigación. ¡Sorpresa! En el pueblo vivían dos personas que se dedicaban a trabajos en los que se solía utilizar un calzado con suelas especiales para trepar. Se trataba de un bombero y un electricista. Sin embargo, sabía que el terreno por el que ahora nos movíamos era peligroso. No teníamos ningún derecho a declarar como sospechosos a unos vecinos que lo más probable es que fueran gente honrada. Así se lo transmití a los niños sinceramente al tiempo que agradecía una vez más su inestimable colaboración. Sofía levantó la mano pidiendo la palabra:

‐ Profe, ayer pregunté a mis padres por todo esto y después de un rato, mi padre recordó algo. Al parecer, hace muchos años, antes de que nosotros naciésemos, vivió en el pueblo un joven que era aficionado a la escalada y al montañismo. Era pariente lejano de los de la panadería o algo así.

‐ Ah, muy bien Sofía. Pero deduzco que ya no vive aquí. ‐ En realidad no, porque está muerto. ‐ ¿Muerto? ‐ Sí, eso dijo mi padre. En su última salida a la montaña, después de varios días, llegó la noticia

de que el joven había muerto al ser atrapado por un tremendo alud. Se encontraba cerca de la cumbre de no sé qué monte, en los pirineos. Quería contarlo porque me parecía una historia interesante.

‐ Tienes razón – le dije animándola – has hecho un buen trabajo. Estas cosas ocurren cuando uno investiga un poco. Se terminan conociendo relatos interesantes, aunque este con un trágico final.

La clase quedó sumida en un extraño silencio, cada uno concentrado en sus propios pensamientos. Extraños, tristes tal vez.

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X

La policía investigó al bombero y al electricista sin ningún resultado. Ambos trabajaban en la ciudad y aportaron solidas pruebas confirmando encontrarse en sus trabajos en el momento del crimen. Ninguno de los dos tenía antecedentes penales y eran conocidos como buenos vecinos. Al parecer los habían molestado para nada y yo me sentía culpable por ello.

XI

Días después, casi de madrugada, recibí una llamada que me provocó un gran sobresalto. Era el inspector Ruipérez. Tenía que hablar conmigo inmediatamente. Le invité a venir casa, pues no quería contármelo por teléfono. Mientras llegaba, decidí preparar gran cafetera muy cargada de café. Sospechaba que aquella iba a ser una noche muy larga.

‐ ¡Pablo! – exclamé incorporándome de un salto del sillón. No puede ser. La policía acababa de detener a Pablo, el hermano menor de Miranda como principal sospechoso en el asesinato de Dña Luisa.

‐ He vuelto a leer con atención todas vuestras declaraciones –dijo - Sabía que había algo que se me escapaba. Hasta que volví a leer el informe referido a Miranda. Su situación de interina, con un hermano en el paro y con problemas de orden público, la posibilidad de quedarse sin trabajo para el próximo año…Sin duda Pablo conocía esa situación de primera mano. Luego estaba el hecho de que Luisa fuese Profesora de inglés. Eliminándola a ella, Miranda tendría más posibilidades de continuar en el colegio el siguiente año. También he investigado las cuentas de Pablo y tiene algunas deudas que al parecer paga su hermana…

‐ Pero eso no prueba nada – le interrumpí muy agitado – ¿Qué pruebas tienen? ‐ Esta tarde conseguí una orden de registro y nos presentamos en casa de Miranda .Hemos

encontrado algo que confirma mis sospechas y le señala directamente. ‐ ¿Qué? – pregunté cada vez más nervioso

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‐ En la habitación de su hermano encontramos una pistola similar a la del asesinato. Al oír esto último me derrumbe de nuevo en el sillón. No daba crédito a lo que estaba escuchando.

‐ Al parecer el arma era del padre. Pablo se la habría robado poco antes de su marcha a Asturias.

‐ ¿Y qué tiene que ver Miranda en todo esto? –pregunté buscando un poco de alivio ‐ En principio nada, pero no descartamos la posibilidad de que hubiese colaborado

proporcionando información privilegiada a su hermano. ‐ ¿Y el calzado? ¿Habéis encontrado algo? Sabemos que el asesino utilizo un calzado provisto

de pequeños clavos en las suelas. ‐ Nada, de momento. Sin embargo balística ya ha informado que el calibre del arma coincide con

la del crimen. ‐ ¿Está detenido? ‐ Sí, hasta que recibamos la orden judicial. Corresponde a la justicia decidir si las pruebas son

suficientes para celebrar el juicio, aunque ya le adelantó que será juzgado más pronto que tarde.

Así que eso era todo. Un crimen cometido por un desequilibrado que temía que su hermana se quedase sin trabajo pues era la persona de quién dependía exclusivamente ¿Sería cierto? ¿Y por qué había escogido esa manera tan rebuscada? Por otra parte, me costaba admitir era que Miranda tuviese algo que ver en el asunto. La conocía bien o eso creía. Ella era incapaz de algo semejante. ¡Ricardo! – Pensé en mitad de la noche ante la imposibilidad de conciliar el sueño- Y recordé que los niños lo habían visto subir al tejado en otras ocasiones para rescatar los balones que allí se habían quedado ¿Tendría alguna relación con el hecho de que el asesino también hubiera accedido por el tejado al interior del colegio?

XII

En clase, día a día íbamos dejando atrás el caso. Nos preocupaba el desenlace, claro, pero cada día hablábamos menos de ello. En pocas semanas se celebraría el juicio contra Pablo y esperábamos que todo se aclarase por fin. En un par de ocasiones pude hablar con Miranda. Desde la detención de su hermano no se había incorporado al trabajo y estaba de baja. Yo trataba de infundirle ánimos torpemente, sin saber muy bien qué decirle. Ella, por su parte, aseguraba una y otra vez que su hermano era inocente.

‐ Pero ¿Qué hacía tu hermano con una pistola en su habitación? ‐ Te aseguro que es incapaz de matar a una mosca. Debió escondérsela a mi padre después de

alguna de sus discusiones. Pero eso es todo. Ni siquiera sabría utilizarla. ‐ En cualquier caso pronto tendrá lugar el juicio. Sabes que puedes contar conmigo para lo que

sea. Espero que todo vaya bien. ‐ No sé cómo ha podido pasar esto. Ahora la policía sospecha también de mí.

Una de aquellas mañanas en la que seguíamos la rutina normal de nuestras clases, Ana me hizo una pregunta que me pareció muy extraña:

‐ D. Antonio, ¿los muertos suelen regresar? Creí no haber entendido bien pero ella volvió a formularla de nuevo.

‐ A veces deberían hacerlo – dije – para contarnos toda la verdad. Pero ¿Por qué me haces esa pregunta?

‐ No es por nada, o bueno, sí. No me refiero a los muertos que están en los cementerios y todo eso. Me refiero a los muertos que nadie ha visto enterrar.

Ahora sí que estaba hecho un lío. No tenía ni idea de que quería decirme. ‐ Es que hace poco me acordé de la historia que nos contó Sofía, la del hombre que murió en la

montaña. Entonces les pregunté a mis padres y ellos también la recordaban. Sin embargo, mi padre me dijo que nunca consiguieron encontrar su cuerpo. Los equipos de rescate lo intentaron en numerosas ocasiones sin ningún resultado. Así que pensé ¿Y si no hubiese muerto?

Le conté que lo que le había sucedido a aquel joven era más frecuente de lo que pudiese parecer. La montaña, la alta montaña debía esconder a decenas de hombres y mujeres a los que jamás se logró rescatar al haber quedado sepultados por la nieve o atrapados en lugares inaccesibles.

‐ Es verdad – dijo Sandra – El verano pasado hubo una noticia de un alpinista español que quedó atrapado en no sé qué montaña del Himalaya, estaba herido y tenía una pierna rota.

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Durante días intentaron rescatarlo hasta que al final lo abandonaron a su suerte. Debió morir allí, solo y muerto de frío.

‐ Debe ser terrible morir en esas condiciones – reflexionó Noelia ‐ Ni que lo digas.

Como era viernes por la tarde y no tenía nada que hacer hasta el domingo que jugaba un partido de baloncesto en la liga local de la ciudad. El sábado lo dedicaría a hacer algunas compras, a ir al cine y a visitar a la familia. Entonces se me ocurrió algo. Cogí el coche y me fui de nuevo al pueblo para visitar la biblioteca. Allí esperaba tener acceso a la hemeroteca y buscar alguna noticia relacionada con Fernando Ortiz, el montañista desaparecido. Se me ocurrió que podía encontrar toda la información y poder comentarlo el lunes en clase. ¡Tuve suerte! En uno de los periódicos locales, con fecha de 20 de Marzo de 1994 aparecía la noticia: “Trágico accidente en los Pirineos” rezaba el titular. A continuación se relataba lo sucedido. Al lado de la noticia aparecía una foto de Fernando. Entonces contaba con 29 años. Era alto y muy delgado. Tenía el pelo rubio y bastante largo a modo de pequeños tirabuzones. Sus ojos eran pequeños y muy vivos. Sonreía con franqueza a la cámara. Debajo del equipo de montaña se intuía una figura atlética. De repente me vi recortando la página del periódico para guardármela en el bolsillo de mi chaqueta. Mirando más tarde la foto, ya amarillenta, tuve la sensación de que el tiempo pasaba muy deprisa. Recordaba con claridad aquel año de 1994, justo cuando comencé mis estudios universitarios El lunes compartí con mis alumnos mis andanzas del fin de semana. Entonces saqué el recorte del periódico y les mostré la noticia de la desaparición de Fernando Ortiz. Se la fueron pasando de mano en mano mirando la fotografía muy sorprendidos. Ana Tenía razón, jamás encontraron su cadáver.

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XIII

El juicio contra Pablo era inminente. Sin embargo, poco antes nos llegó una noticia demoledora. El chico se había declarado culpable del asesinato de Dña Luisa. El caso estaba cerrado. Llamé a Miranda en cuanto me enteré y fui a visitarla. Tenía mal aspecto. Había adelgazado unos cuantos kilos y su rostro estaba pálido y ojeroso.

‐ Creo que no está bien de la cabeza, ha sufrido mucho. Pero te digo que es inocente. ‐ Entonces ¿Por qué se declara culpable de un asesinato que no ha cometido? Irá a la cárcel

una larga temporada. ‐ Lo hace para protegerme. Cree que así me dejaran en paz. Cada día viene la policía a mi casa

a registrar mis cosas y a hacerme cientos de estúpidas preguntas. ‐ ¡Pues vaya una manera de protegerte! – dije un poco enfadado. ‐ Siempre ha sido así, desde niño. Tú no le conoces. Nunca supo encontrar su sitio en este

mundo pero tiene un gran corazón. Siempre quiso cuidar de mí. “Pues no lo hace nada bien” – pensé, mordiéndome la lengua para no herirla más.

XIV

El viernes siguiente, como era tradición, celebramos en el polideportivo del colegio la novena jornada de juegos y deportes de invierno. Era un día de puertas abiertas donde estaban invitados a participar padres, profesores y alumnos. Partidos de jóquey, carreras de trineos, escaladas por el rocódromo, marchas con raquetas atadas a los pies…Y después un buen almuerzo que preparaba la asociación de padres y madres.

La comunidad escolar quedó conmocionada cuando se supo la identidad del asesino de Dña Luisa y la posible implicación de su hermana, a la postre compañera y maestra de sus hijos en los últimos años. Yo además estaba enfadado, cabreado con el desenlace del caso. Era una reacción pueril ante la realidad, pero me resistía aceptar ese desenlace. Por eso, no quise participar en ese día de fiesta,

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que por otro lado tanto me gustaba, y preferí ser un mero espectador. Tampoco tenía ganas de hablar con nadie, y menos del caso Dña Luisa, como se conocía en el pueblo. Me alejé un instante para atender la llamada del agente de seguros de mi coche y cuando colgué, vi que José Ángel venia corriendo hacia mí.

‐ ¡Groeland , D. Antonio! – dijo ‐ ¿Groeland? – pregunté a su vez ‐ ¿No te acuerdas? Sí, ¡Groeland! ‐ Pues no la verdad es que no me acuerdo. Dímelo tú

José Ángel poseía una memoria prodigiosa y era habitual que de vez en cuando me asaltase de ese modo, con algo que todos habíamos olvidado menos él.

‐ Groeland, la marca de ropa que llevaba Fernando Ortiz en la fotografía que nos enseñaste el otro día.

‐ ¡Vaya, no lo recordaba! – dije sorprendido. ‐ Es que acabo de ver a alguien con esa misma marca en su cazadora y me he acordado – dijo

levantando mucho los hombros y mirándome por encima de las gafas, un gesto suyo muy característico.

‐ Bueno, y ¿Dónde está ese hombre? – pregunté por curiosidad. ‐ Allí, en la pista.

Por la tarde, en casa, volví a recordar la palabra que me había dicho José Ángel y la introduje en el buscador de google. En efecto, se trataba de una marca especializada en ropa de montaña. Muy resistente al frío y como pude comprobar también muy cara. Sus principales franquicias se encontraban en Madrid, Gijón y San Sebastián. Unas horas más tarde volví a llamar al inspector Ruipérez.

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Pero antes, había hablado con Mercedes, la tutora de 1º. Ella, de todos los compañeros, era quién mejor conoció Luisa

‐ Necesito tu ayuda. Hay alguien sobre quien quiero preguntarte. ‐ Adelante, te escucho. ‐ Fernando Ortiz. ¿Sabes quién es o mejor quien fue?

Hubo un instante de silencio al otro lado. ‐ ¿Y por qué quieres saberlo? Sí, sé quien fue. Murió hace muchos años en un accidente en los

pirineos. ‐ ¡Así que le conociste! – exclamé ‐ Bueno, en realidad nunca traté con él. Apenas le vi en un par de ocasiones. ‐ ¿Y Dña Luisa, le conocía? ‐ Te diré que mantuvieron una relación durante algún tiempo. ¿Pero a qué viene esto? ¿Qué

estás buscando? ‐ Entonces, ¿fueron novios hasta que él desapareció en la montaña? ‐ No, en realidad no fue entonces. Unos meses antes rompieron la relación. Lo recuerdo bien.

Oye, me estás haciendo preguntas muy extrañas. ‐ Lo siento, Mercedes, ahora no puedo decirte nada. ¿Y qué pasó entre ellos? ‐ Solo sé que fue ella quién lo dejó. Pero nada más. Era muy reservada en este asunto.

Supongo que algo no marchaba bien. Tal vez fuese por sus largas ausencias…vete tú a saber. ‐ ¿Qué más puedes contarme? ‐ Poco más la verdad. Creo que él era director de una caja de ahorros, o de un banco, pero no

me acuerdo del nombre. Y que era un gran aficionado a la montaña. Siempre estaba de viaje, incluso en el extranjero.

‐ ¡Vaya! Muchas gracias – me despedí – Me has sido de gran ayuda, de verdad. Al terminar de hablar con Mercedes mi sospecha mayor. ¿El hombre que vi en la pista por la mañana podría ser el alpinista desaparecido? ¿Qué hacía aquí después de tanto tiempo? ¿Tendría algo que ver con la muerte de Dña Luisa? El lunes siguiente, a primera hora de la mañana la policía criminal detenía a Fernando Ortiz como autor del asesinato de Dña Luisa. En su casa encontraron decenas de documentos falsos: carnés, pasaportes y tarjetas de crédito así como una pistola con un sofisticado modelo de silenciador. El inspector Ruipérez me contó el resto:

‐ Después de tu llamada me puse a investigar el pasado de Fernando. Entonces encontré una antigua denuncia contra él. Al parecer Fernando estaba desviando dinero del banco donde trabajaba a una cuenta a su nombre.

‐ ¿Y qué pasó? ‐ En realidad nada. La policía estaba sobre su pista cuando ocurrió el accidente en la montaña y

le dieron por muerto. ‐ Así que simuló su desaparición para evitar a la justicia. Viviría con una nueva identidad y con el

dinero robado podría empezar de nuevo. ‐ En efecto. Pero hay más, he comprobado el nombre de la persona que puso la denuncia. ‐ ¿Luisa? – pregunté sorprendido ‐ No, su marido. Quiero decir, el marido de Luisa y compañero de trabajo de Fernando en el

banco. ‐ ¿Cómo que su marido? Eso es imposible. Ella no estaba casada entonces. Acababa de romper

con Fernando. ‐ Es cierto. Lo que no sabíamos es que el motivo de la ruptura fue otro hombre. Luisa dejó a

Fernando por su compañero, Javier, quien a la postre se convertiría en su marido. Él fue fue quien puso la denuncia contra Fernando Ortiz y quien evitó un fraude multimillonario.

‐ Pero aún así Fernando se quedó con mucho dinero. ‐ Eso parece. Pero no todo el que quería. Por eso ha vuelto, por venganza. Ese fue el móvil del

asesinato. En cualquier caso, muchas gracias por su colaboración muchas gracias por su colaboración – terminó despidiéndose en inspector.

Gracias a mis alumnos – pensé yo –Sin su ayuda el caso nunca se habría resuelto.

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José Ángel fue quién nos dio la pista definitiva. La marca en la chaqueta, Groeland. Era propia de alguien relacionado con la alta montaña, de gran calidad. Volví a sacar la foto de Fernando Ortiz. ¿Habría vuelto diecisiete años después? ¿Por qué motivo? El hombre de la pista poco se parecía al de la foto. Estaba calvo, lucía un espeso bigote y pesaba veinte kilos más. Pero en tanto tiempo algunas personas pueden cambiar mucho. ¿Y si se tratase de la misa persona? Fue entonces cuando decidí llamar a Mercedes y ella terminó por confirmar mis sospechas. Ahora tenía todos los detalles. Fernando había actuado por venganza, por doble venganza. Contra la mujer que le abandonó y contra el compañero que le denunció. Ambos le habían obligado a desparecer, a vivir con una nueva identidad y sin el gran botín que pretendía llevarse. Durante años había planeado su venganza que lejos de enfriarse, fue alimentando día a día. Tenía que ser un gran número. Se aseguró primero de que nadie lo reconociese en San Andrés. En todos esos años, como he dicho, había cambiado mucho y no se dejaba ver con facilidad. Había alquilado una casa a las afueras y nadie sospechó de su identidad en todo ese tiempo. ¿Por qué estaba en la pista aquella mañana? Tal vez se viese atraído por los deportes de invierno que tanto le gustaban. Hay muchas cosas que cambian a lo largo de la vida de un hombre o de una mujer. Su aspecto físico, sus amistades o su trabajo. Pero lo que no suele cambiar, pese al tiempo transcurrido, son las pasiones de juventud. Estas, de un modo u otro siguen presentes a lo largo de nuestra vida. Y la de Fernando era la montaña, la escalada o el alpinismo y todo lo relacionado con los deportes de invierno Pudo acceder al colegio en varias ocasiones y entonces descubrió el modo de actuar sin dejar rastro. Para un buen escalador no debía ser difícil y tristemente lo consiguió. Con lo que no contaba, ni nadie, era con la astucia y la inteligencia de los alumnos de la clase de cuarto. Sin su ayuda, jamás habrían dado con el verdadero asesino.

‐ Entonces, el hermano de Miranda – me preguntaron los niños - ¿Por qué se declaró culpable siendo inocente?

‐ Estaba muy asustado. Solo trataba de proteger a su hermana. Se sentía culpable y una carga para ella y para toda su familia. Pensaba que así la dejarían en paz. Sin embargo debí creer a Miranda, es un buen chico, con un buen corazón.

Los niños miraron por la ventana. El cielo se había despejado y volvía a lucir un esplendido sol. Les dejé salir al patio un rato antes del recreo. Ahora tocaba olvidar y volver a las cosas de los niños después de transitar durante demasiado tiempo por el decepcionante mundo de los adultos. Sentí envidia al verles de nuevo jugando con el balón entre los pies o persiguiéndose por el patio. Por último, volví a acordarme de aquella extraña pregunta ¿Los muertos suelen regresar?

FIN

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