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A R T E Y T E S T I M O N I O

r ub én s i e r r a m e j í a

H m un viejo ensayo titulado «El arte moderno como ex­presión de la época», Arnold Gehlen hace una serie de afirma­ciones sobre la naturaleza de la pintura y la escultura del siglo XX, las cuales, gracias al desarrollo de las técnicas de reproduc­ción, en especial de la fotografía, abandonaron —afirma— el cometido informativo que fue una de sus características y ex­cluyeron por lo tanto de sus tareas la representación de he­chos que han introducido auténticas revoluciones políticas y sociales. A El fusilamiento de Maximiliano de México, de Édouard Manet, pintado en 1868, lo considera «uno de los últimos do­cumentos de la vasta representación histórica iniciada en la antigüedad»1 . Según su concepto, la evolución que desde en­tonces siguieron las artes ha sido un proceso interno, no moti­vado por circunstancias exteriores al arte, lo que vino a hacer de éste, como otros teóricos lo han expresado, una verdadera tautología sin referencia a algo más allá de sí mismo.

Mucha razón hay que concederle a Gehlen en estas afirma­ciones, no obstante haber pasado varias décadas de investiga­ción y meditación sobre estética general y sobre la naturaleza de las artes particulares. Es conveniente además reconocer que algunas de las aseveraciones de Gehlen no son propias, sino convicciones que se habían impuesto entre investigadores y es­critores de temas estéticos y artísticos. De reconocimiento uni-

1 A. Gehlen, «El arte moderno como expresión de la época», en Eco, No. 60, Bogotá, abril de 1965, p. 672.

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versal, prácticamente un lugar común, es el desplazamiento, en favor de la fotografía, de la misión que tuvo la pintura de registrar hechos históricos. Pero, como lo mostraré luego, en unas consideraciones sobre el carácter informativo del arte no puede reducirse el estudio de la fotografía a su única función de registro de acontecimientos, ni siquiera a la de copiar un fragmento de la realidad en un instante de su historia. Por otra parte, hay que reconocer, para limitar la afirmación sobre la obra de Manet, que Guemica de Pablo Picasso tuvo intencio­nes testimoniales, aunque no con los detalles «realistas» con que lo hizo el pintor francés en el cuadro citado. Desde este punto de vista, la pintura colombiana de los últimos cincuen­ta años es un caso interesante de análisis, pues son muchos los ejemplos que nos ofrece para matizar el alcance de la afirma­ción del sociólogo alemán.

Los términos «carácter informativo» y los afines de «docu­mental» y «testimonial», que aparecerán recurrentemente en este ensayo, parecen avenirse poco en sus significados esen­ciales con el de «arte». Pues desde cuando se redefinió el arte, mucho antes de la época de que se ocupa Gehlen, por su inde­pendencia a cualquier referencia al m u n d o de las cosas exter­nas como condición de sentido estético, esto es, desde cuando se llegó al acuerdo de que la obra de arte debe ser juzgada úni­camente como obra de arte, nada importa para su apreciación lo que ella represente sino sólo sus cualidades plásticas, si se trata de una pintura o una escultura, o sus cualidades litera­rias si hablamos de una novela o un poema. El pintor enton­ces se sintió libre, después de un largo recorrido de práctica artística, de expresar el mundo exterior, sin que hubiese de es­perar al abstraccionismo del siglo xx. Para esta afirmación, po­ca importancia tiene que recurriese a ese mundo en busca de los motivos de su obra. Los modelos, por así llamarlos, pasan a segundo plano o son relegados al olvido, pues no hay nece­sidad de ellos para la determinación de su real valor como obra

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pictórica o escultórica. Es ésta una observación que hay que ha­cer extensiva a un género de pintura, el retrato, en el que el modelo o asunto pareciera tener una importancia de primer orden. Hoy en día serían simples datos de curiosidad, nada esenciales, conocer el nombre de las personas en quienes se inspiraron el Greco para El caballero de la mano al pecho o Paul Cézanne para El hombre del sombrero de paja. Sin duda, también aquí se impone la intención del pintor sobre cualquier tradi­ción iconográfica: el Bolívar, de Alejandro Obregón, que se conserva en la Quinta de San Pedro Alejandrino, se aleja del estereotipo que se nos impuso a través de una estatuaria co­piada de las tradiciones europeas, para ofrecernos una pintu­ra rigurosamente expresionista en la que la mirada enérgica y concentrada del Libertador es la de un hombre pensamien­to y no tanto la de un héroe militar.

Cuando se habla de «documento», en cambio, hay siempre un referente que le da su valor informativo, que determina si éste es fiel y por el cual se le puede reconocer confiabilidad, sea una imagen o un texto escrito o verbal. Es la diferencia que podemos encontrar entre una obra pictórica como la citada de Manet y la fotografía sobre la que éste se inspiró, según se dice. O entreLa muerte de Pablo Escobar, de Fernando Botero, y las fotografías que divulgó la prensa cuando el magnate de la droga cayó abatido por la policía colombiana. En ambos ca­sos las fotografías son documentos de los hechos en ellas re­presentados y pueden servir para verificar las afirmaciones que al respecto se hagan: en el caso del fusilamiento de Maxi­miliano, la afirmación de que hubo público contemplando el ajusticiamiento del Emperador, en contra de lo prometido por el gobierno de México. O, en el colombiano, la de que Esco­bar murió mientras huía por los tejados de las casas vecinas a aquella en que se ocultaba de lajusticia. Ni la tela de Manet ni la de Botero, por más que interpreten en sus menores deta­lles las circunstancias que representan, podrían alegarse como

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testimonios verificadores de las proposiciones que se emitan al respecto, pues la pintura no tiene una relación causal —ob­servación ésta de Roger Scruton— con lo que ella representa, como sí la tiene la fotografía, lo cual quiere decir que se puede y se debe concluir la existencia del objeto o asunto que copia esta última: "si xes la fotografía de un hombre, existe un hom­bre particular del que xes la fotografía"2. La relación que esta­blece la pintura es distinta, intencional en el sentido de Scru­ton: de ella no se sigue que exista su asunto o motivo; es más bien la intención del artista lo que la pintura representa, aun cuando ésta sea un retrato, como el ejemplo que vimos hace poco del Bolívar de Obregón3 .

Resultados análogos pueden encontrarse en la novela. Un relato novelístico por más que se ajuste a una realidad no es testimonio en este sentido, como sí lo puede ser una declara­ción judicial o un detallado y autorizado informe periodístico. Es un hecho aceptado hoy en la historia literaria que Gustave Flaubert se inspiró, para la escritura de Madame Bovary, en ca­sos de la vida francesa de los que hay suficientes documentos judiciales; como es conocida la historia real en que se basó Ga­briel García Márquez para la Crónica de una muerte anunciada, una historia que, después de publicada la novela, se ha difun­dido hasta la impertinencia. Pero si no fuese por su dimensión poética y sus profundas raíces psicológicas y sociales, estas obras no tendrían otro valor que el de crónicas, golosina de chismeros. Tampoco es un documento autorizado para afir­maciones de índole historiográfica una novela cuya acción se sitúa en nuestra época, La Virgen de los sicarios, de Fernando Va­llejo: en la lectura que se haga de esta aterradora y hermosa

2 R. Scruton, The Aesthetic Understanding, South Bcnd, St. Augustine's Press, 1998, p. 121. Hay traducción española: La experiencia estética, México, Fondo de Cultura Eco nómica, 1987. 3Cf. Ibid, p. 120.

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fábula se impondrá la experiencia de una visita al infierno y el deleite de un lenguaje impresionantemente vivo, lleno de imágenes nuevas, y no el sentimiento de un relato fidedigno.

Ahora bien, el carácter documental de la fotografía, en los casos aducidos, se debe a su naturaleza causal, como ya lo ano­té. Dije en su momento que ésta es una observación de Scru­ton que acojo aunque la utilizaré con mucha libertad. Sobre todo dejaré de lado su tesis de que la fotografía no es una for­ma de representación, pues cae por fuera de mis propósitos. Pero antes de continuar, debo hacer una distinción, que creo necesaria: la fotografía en sus orígenes tuvo propósitos eminen­temente artísticos, era sólo un procedimiento mecánico para hacer arte, y por esta misma razón no modificó en nada la ma­nera de ver o lo que se llama el ojo del artista4; el de los pri­meros fotógrafos era el mismo que el del pintor de caballete: ellos debían construir primero el objeto o motivo que se pro­ponían reproducir a través de la cámara. Fue ésta la fotogra­fía que criticó tan acerbamente Baudelaire: «refugio de todos los pintores fracasados», dice5. Se la llama fotografía artística, entre la cual hay que incluir aquellas que han sido modifica­das o intervenidas en el laboratorio con el ánimo de alterar la imagen original. La otra, que no conoció Baudelaire, pero que se ajusta a sus postulados estéticos, la que se llama reportería gráfica, es la que voy a tener presente por ser la que me intere­sa debido a su sustancial importancia para mi tema. La prime­ra se acerca a lo que es una obra de arte pictórica mucho más de lo que la pintura se asemeja a la escultura. Su diferencia, en realidad, radica sólo en sus elementos materiales.

4 Yvcs Michaud afirma que «.. Ja invención de la fotografía ha creado las condicio­nes de un nuevo tipo de mirada y nuevas maneras de ver...» («Forms oflooking», en M. Fri¿ot (ed.), A New History of Photography, Kónemann, 1998, p. 731). Esta afirma­ción hace alusión a lodo tipo de fotografía. Opino que su sentido se debe limitar, co­mo lo hago en este ensayo, a la sola fotografía de la reportería gráfica. 3 Ch. Baudelaire, «Le Public moderne et la photogí aphic», en CEuvres, París, La Pléia­de, Gallimard, 1954, p. 770.

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Debo primero hacer una pequeña desviación con el ánimo de aclarar brevemente dos afirmaciones, en aparente divergen­cia, de las que acabo de hacer: que Baudelaire no conoció este género de fotografía, y que ella se ajusta muy bien a sus princi­pios estéticos.

Para que apareciera lo que hoy se conoce como reporte­ría gráfica fue necesario el desarrollo de la cámara fotográfi­ca, reduciendo su tamaño y haciéndola más fácil de operar y más rápida en el proceso de aprehender el objeto que es mo­tivo de fotografía. En cuanto al aspecto puramente estético, el reportero gráfico anda siempre en busca de lo efímero, de lo momentáneo, lo que se revela inmediatamente en esa súbita manifestación del ser que se ha llamado epifanía (en el senti­do joyciano del término), para llevarlo al estadio de lo perdu­rable. Por otra parte, está dirigida esta fotografía a lo cotidia­no, a lo vulgar, a lo que al fotógrafo como fláneur (término de Baudelaire) se le da en su cacería de imágenes —«cacería», en el cabal sentido deportivo de la palabra. Fundamental en la estética del poeta francés como en la práctica del fotógrafo es el abandono del concepto clásico de lo bello, para buscar la belleza en los aconteceres diarios de la vida moderna y en los rincones, incluso los más sórdidos, de las grandes ciudades; en síntesis, la «belleza circunstancial»6, de un momento o, como lo dice en uno de sus poemas, el titulado justamente «A una paseante», la «belleza fugitiva». Para emplear u n a expresión del mismo Baudelaire, utilizada en otro contexto, puede de­cirse que el reportero gráfico es el hombre dotado de «la capa­cidad de ver»7. Es posible entonces que su rechazo se hubiera convertido en entusiasmo ante las posibilidades que tiene la cámara de realizar lo que él defendió en El pintor de la vida mo­derna, su escrito de estética más importante.

6 Ch. Baudelaire, «Le peintre de la vie moderne», en CEuvres, ed. cit., p. 881. 1 Ibid., p. 891.

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Si acojo la tesis de Scruton de que la fotografía es una for­ma causal de representar el m u n d o de las cosas exteriores, es para referirme sólo a la reportería gráfica, que en cierta forma pretende señalar, ser simplemente deíctica, como lo anota el propio Scruton8. Ahora, justamente por ese carácter causal, el juicio que se emita frente a una fotografía, a menos que se especifique que ese juicio está dirigido a la fotografía misma (si aludo, por ejemplo, a la calidad técnica o artística de ella), afecta al hecho o a la cosa que ella representa, a diferencia de la pintura, en que el juicio se refiere a la pintura misma. Si di­go: «Qué horror!» frente a la fotografía de una masacre en la actual situación colombiana o una de las ya célebres del famo­so corte de franela, corrientes durante la violencia que se desa­tó en 1948, ese juicio recae sobre el hecho mismo que la foto­grafía nos transmite como testimonio. Pero si utilizo la misma expresión frente a una obra como Masacre de Mejor Esquina, de Fernando Botero, no debe caber duda de que me refiero a la obra en cuanto obra de arte y no a lo que ella quiere represen­tar. En realidad, estaría emitiendo un juicio de valor (que no es el mío, por supuesto) sobre la calidad artística del cuadro de Botero. Si dejamos las circunstancias trágicas de nuestra realidad política y nos situamos en un ambiente de frivolidad, pueden cambiarse los ejemplos, y utilizar la expresión: «¡Be­lla!» frente a la fotografía de una niña que posa en algún certa­men de belleza y, por otra, del retrato al óleo de una madona renacentista. Se encontrará que la misma expresión cambia de referencia en ambos casos: en una, su referencia es al hecho; en otra, a la representación del hecho, aunque, como en los casos de Manet y de Botero, tengan el mismo referente que el de las respectivas fotografías.

La anterior distinción entre fotografía artística y reporte­ría gráfica no soluciona del todo el problema de la naturaleza

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estética de este nuevo arte de la imagen. Pero por el momento es suficiente. No soluciona el problema porque no podemos decir que la dimensión estética de la fotografía esté vinculada de manera exclusiva a la construcción previa del objeto que ella quiere representar. Es suficiente por cuanto el carácter causal de la reportería gráfica es el que determina su naturale­za documental. El problema no es simple, pues si se estudia la historia de la fotografía, no como medio técnico de producir imágenes sino como capítulo de la historia de las artes visua­les, se encontrará que ha sido la reportería gráfica la que ofre­ce más claros ejemplos del poder de la cámara para alcanzar resultados realmente artísticos. Y que por lo tanto se debería limitar la importancia del carácter causal de la fotografía a un solo sector de ésta. La intención del fotógrafo no es siempre ofrecer el testimonio gráfico de un acontecimiento de interés social o político, que pueda servir de dato verificador de ese acontecimiento, o narrar un suceso a través de una serie de imágenes que sigan una secuencia cronológica, como la que puede apreciarse en El saqueo de una ilusión, de Sady González, en la que se ofrece una historia fotográfica del 9 de abril de 1948; la mayoría de las veces su intención es lograr una foto­grafía con valor en sí misma, en la que el hecho fotografiado rápidamente desaparece de la memoria del público, pues ca­rece de importancia histórica, pero conserva la revelación in­mediata y fugaz que se le presenta al fotógrafo. Una fotogra­fía como «Basilicata» de Henri Cartier-Bresson, que muestra a un campesino en un primer plano, con un bulto de leña al hombro cuando atraviesa un puente rústico, mientras cerca de él una niña observa sonriente al fotógrafo, y como fondo un amplio paisaje rural, no es de ninguna manera el producto de una construcción previa. Como tampoco lo son «Payaso des­pués de su actuación» (no sé si en realidad se la conoce con un nombre específico) de Leo Matiz u «Homenaje a Picasso» de Carlos Caicedo. En la primera tenemos un payaso de rostro

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adusto, indudablemente cansado, fumando un cigarrillo, mien­tras tras bambalinas abandona el escenario, vestido aún con su atuendo profesional. Y Carlos Caicedo capta el momento de una corrida de toros en que la sombra se alarga imponién­dose sobre las figuras del torero y el toro. Estos últimos son solo manchas indistinguibles mientras sus sombras en la arena pro­ducen el verdadero asunto fotográfico. Si se busca información o testimonio, en verdad ninguna de las tres dicen nada. No se sabe quién sea el campesino de Cartier-Bresson ni el payaso de Matiz, ni tampoco quién toreaba y cuál era el toro de la foto­grafía de Caicedo. En realidad no eran éstos los verdaderos motivos de esta última: lo eran sus sombras, algo muy fugaz como para someter aquélla a un proceso de verificación. La fotografía ha alcanzado en estos casos niveles estéticos inne­gables. Si en su origen hubo —no hay por qué dudarlo— una relación causal con los objetos que las motivaron, la importan­cia de esa relación ha llegado a desaparecer para imponerse en su lugar la fuerza expresiva que el artista quiere transmitir al observador.

¿Será necesario concluir, para guardar consecuencia con las anteriores consideraciones, que el arte nada puede decir so­bre el mundo exterior o de las cosas reales? Aceptamos que la referencia de la obra de arte está dirigida a una representa­ción, mejor decir a una construcción previa en la que intervie­nen elementos de los mundos cultural y psicológico del artista, de su modo personal de ver y de representar, y no a lo que el mundo es en sí. Pero por esto ¿tendremos que aceptar la tesis de quienes sostienen que estamos frente a tautologías vacías de sentido referencial? Una relación informativa, aclaro. No es ésta una convicción universal. Alfred Weber, historiador y sociólogo, por ejemplo, se aparta de ella, y en pocas líneas ofre­ce una síntesis precisa y concluyente sobre el carácter informa­tivo del arte:

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El arte plástico, inclusive la arquitectura, ha sido siempre uno de los testimonios más evidentes acerca de cómo el hombre se ha concebido a sí mismo y a la existencia en general, en cada mo­mento. Se pueden utilizar sus fases históricas exactamente como un catálogo de la serie de concepciones en las cuales el hombre se ha visto a sí mismo y ha reconocido el más acá o el más allá de su existencia9.

Pero éste no es mi problema ahora, y por eso tendré que pasar de largo, no sin antes hacer una glosa, que necesito co­mo eslabón del tema que desarrollaré en seguida. La historia del arte, incluida la literatura, nos servirá sin duda para tratar de ver hasta qué punto las artes plásticas y verbales pueden dar información sobre la época y de qué naturaleza es la informa­ción que suministran. La aseveración con frecuencia enuncia­da, aunque pocas veces desarrollada en todas sus implicacio­nes, de que la obra de arte es un objeto cultural, como una vasija de barro o un hacha de piedra, me parece incontestable. En cuanto objeto de cultura posee un real valor documental, que proporciona información sobre su época, más de la que se le suele atribuir. Un valor análogo al que el historiador o el etnólogo le dan a un objeto de uso cotidiano, del cual se pue­den obtener preciosos datos acerca de la vida del pueblo que lo produjo: al arte de ilustrar libros en la Edad Media han acu­dido los historiadores para documentarse sobre los instrumen­tos musicales de aquel período de la historia. O, también, un antropólogo puede acudir a la cerámica inca para conocer las prácticas eróticas del pueblo del antiguo Perú. No obstante, es forzoso aceptar, como limitación a la anterior observación, que cuando a la obra de arte se la aprecia sólo como testimonio histórico, tiende a esfumarse su valor estético.

9 A. Weber. «El testimonio del arte plástico», en Eco, No. 89, Bogotá, sept iembre de 1967, p. 523.

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Debo variar ahora la dirección del problema, pero conser­vando el concepto de arte, sin ampliarlo hasta el punto de in­cluir en el canon que se adopte obras ajenas por completo al significado habitual del término. Toda afirmación que se ha­ga en consideraciones como las que aquí me propongo tendrá que ser apoyada en ejemplos que tengan una aceptación uni­versal como obra artística —plástica o literaria—y no simple­mente como documento.

He dejado deslizar los conceptos «documento» y «testi­monio» (o sus respectivos adjetivos) sin hacer una distinción precisa entre ellos, utilizándolos a veces indistintamente para aludir al carácter informativo del arte. Debo limitar ahora el sentido de «testimonio» para referirme con él a las intenciones del artista de dejar su apreciación de un acontecimiento o de una situación histórica o social, no propiamente de su mundo privado. La cuestión de que me ocupé en las páginas anterio­res era la de la relación del arte con el mundo (su posible refe­rencia) y hasta dónde esa relación podía ser informativa o do­cumental. Es otro el problema que debo aclarar ahora, como puede deducirse de lo que acabo de decir acerca del concepto «testimonio»: este nuevo problema, sin duda también concer­niente al carácter informativo del arte, se sitúa en el nivel de las intenciones sociales del artista. Pablo Picasso, por ejemplo, en un texto del mismo año en que pintó Guemica, en 1937, es­cribió unas palabras que parecen ser lajustificación de la acti­tud tomada al emprender la tarea de llevar a un lienzo sus sen­timientos de rechazo por el bombardeo nazi que destruyó al pueblo vasco:

Siempre he creído, y lo sigo creyendo todavía, que los artis­tas que viven y trabajan los valores espirituales no pueden, ni de­ben, permanecer indiferentes al conflicto en que están enjuego los más altos valores de la humanidad y de la civilización10.

1(e Mensaje al Congreso de artistas americanos. Cit. por P. Daix, Picasso, Barcelona, Dai-mon, 1972, p. 167.

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Para el análisis del problema, voy a detenerme, en primer lugar, en dos obras maestras de la pintura europea, creadas en circunstancias análogas aunque en fechas separadas por tres­cientos añosjustos, 1637-1638, la primera, y 1937, la segunda. Me refiero a Los desastres de la guerra, de Pedro Pablo Rubens, y a Guemica de Picasso. Los momentos de su gestación nos si­túan en dos escenarios bélicos: la guerra de los Treinta Años, que prendió hogueras a través de la Europa de comienzos del siglo xvil y la guerra civil española, preámbulo de la segunda guerra mundial. La razón por la cual las evoco y no a otras es porque disponemos de informes fidedignos sobre las inten­ciones de los autores relativas a sus respectivas pinturas. El texto de Rubens en el que explica el significado de su cuadro es un verdadero código que permite su lectura como si se tra­tara de un texto literario: todas las claves necesarias para darle sentido a cada uno de sus elementos o imágenes vistas por se­parado, pero con su exacta función como para que no haya problemas sintácticos en la captación del mensaje que se pro­puso el pintor holandés:

La figura principal es Marte que, dejando abierto ci Templo dejano (que era costumbre romana dejar cen'ado en tiempos de paz), avanza con el escudo y la espada manchada de sangre, ame­nazando a las naciones con un gran estrago y sin prestar la menor atención a Venus, su mujer, que con caricias y abrazos trata de contenerle, acompañada de sus Cupidos y amorcillos. Por el otro lado tira de Marte la Furia Alecto, que lleva una antorcha en la mano. No lejos están los monstruos que representan la Peste y el Hambre, compañeros inseparables de la guerra; yace en el sue­lo una mujer con un laúd roto, que representa la armonía, in­compatible con las discordancias de la guerra; hay también una Madre con su hijito en brazos, que denota la fecundidad, gene­ración y caridad pisoteadas por la guerra, que todo lo corrompe y destruye. Hay además un arquitecto en el suelo, con sus instru-

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menlos en la mano, para dar a entender que lo edificado para la comodidad y ornamento de una ciudad es derribado y reduci­do a ruinas por la violencia de las armas. Creo, si bien recuerdo, que también puede verse en el suelo, bajo los pies de Marte, un libro y unos dibujos en papel, para dar a entender que pisotea también la literatura y las demás artes. Hay asimismo, creo, un haz de flechas con la cuerda que las une desalada, que cuando están unidas son el emblema de la Concordia, y también pinté, lirado junto a ellas, el caduceo y el olivo, el símbolo de la paz. Esa lúgubre Matrona vestida de negro y con el velo rasgado, des­pojada de sus joyas y cualquier otro adorno, es la infeliz Europa, afligida por tantos años de rapiña, ultrajes y miseria que, como tan perjudiciales resultan para todos, no necesitan ser especifica­dos. Su atributo es ese globo que sostiene un pullo o genio y re­mata un copete que representa el orbe cristiano11.

Picasso, en cambio, refiriéndose a Guemicay a los significa­dos que se les quisieron dar a sus varios elementos o imágenes, reacciona negándoles todo valor simbólico pero dejando libre su interpretación por parte del observador. El texto de Rubens es el fragmento de una carta; el de Picasso, el aparte de una entrevista, la respuesta a quienes pretendieron describir en de­talle el posible simbolismo de la obra. Al toro del Guemica se lo ha visto como representación visual del pueblo, o de la fuer­za bruta o también como símbolo dei dictador impasible ante la tragedia; el caballo representaría para unos al pueblo como victima propiciatoria, mientras que para otros es la imagen del fascismo. Las declaraciones de Picasso son de 1947, una déca­da después de que el cuadro fuese mostrado al público en la Exposición Internacional de París de 1937, cuando ya circu­laban varias de aquellas interpretaciones:

11 Cit. por E. H. Gombrich, Imágenes simbólicas, Madrid, Alianza Editorial, 1983, p. 216.

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Este toro es un toro, este caballo es un caballo. Hay también una especie de pájaro, un polluelo o pichón, no lo recuerdo bien, sobre la mesa. Este polluelo es un polluelo. Sí, claro, los símbo­los... Pero no es preciso que el pintor cree estos símbolos. De otro modo, mejor sería escribir de una vez lo que se quiere decir en lugar de pintarlo. El público, los espectadores, tienen que ver en el caballo, en el toro, símbolos que interpreten como ellos quieran. Hay animales, son animales destrozados. Para mí, es todo, que el público vea lo que quiera ver12.

Picasso con estas declaraciones salió en defensa de una lec­tura abierta de su obra, en contra de cualquier lectura que pretendiera eliminar su ambigüedad: el caballo que allí se ve es un caballo, pero quien lo contempla puede ver mucho más que la imagen de un noble animal herido de muerte. Quiso evitar, por otra parte, toda interpretación literaria, y sobre todo que se pretendiera que su cuadro contase algo; sólo aspi­raba a que expresase un sentimiento de rechazo frente a la vio­lencia o la guerra, y ante todo una denuncia ante la historia de la tragedia deliberada que provocaron las bombas alema­nas. Hay pues una distancia grande entre los dos pintores, pues Rubens se presenta sin duda, en la obra citada como en mu­chos de sus grandes telas, como un pintor en esencia narra­tivo, eminentemente literario. Debo observar, sin embargo, que trabajos anteriores de Picasso, Sueño y mentira de Franco, considerados como los verdaderos antecedentes de Guemica, narran a la manera de un comics —como lo han señalado co­nocedores de la obra del pintor: un grabado dividido en nue­ve escenas que deben leerse de derecha a izquierda, y que a manera de caricaturas someten a escarnio la persona del ge­neral Franco.

12 Cit. por J. Palau y Fabre, El. Guemica de Picasso, Barcelona, Blume, 1979, p. 22.

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Los títulos de estas dos obras pueden servirme provisional­mente para avanzar en el problema: Los desastres de la guerra es un nombre general, que no se refiere tínicamente a la guerra de los Treinta Años, la que sin duda la inspiró, sino a cualquier guerra anterior o posterior. La simbología que nos ofrece Ru­bens así lo indica: es válida para cualquier tiempo y en cual­quier lugar aunque al final de la carta que he citado haga una explícita referencia a la Europa de aquella época. En cambio, el cuadro de Picasso tiene un nombre propio y se refiere a un suceso determinado. Pero mientras Rubens pretende cerrar la posibilidad de sentido, Picasso la deja totalmente libre. Si se fuera a hablar de sentido referencial en el cuadro de Rubens, tendríamos que remitirlo a una idea con sus atributos esencia­les, ninguno particular que permita identificarlo con un hecho concreto. Han sido las circunstancias en que fue pintado las que han servido para señalar la guerra de los Treinta Años co­mo su referente circunstancial e inmediato. En el de Picasso pareciera por su nombre que tiene un referente determina­do, identificable en la historia del siglo xx, el pueblo vasco de Guemica, inmediatamente después de su destrucción por las bombas nazis, cuando se oían aún —puede deducirse de los gestos de las figuras que allí se ven— los llantos de los heridos y los relinchos del caballo. No hay ninguna duda de que fue este hecho lo que inspiró al pintor español. Se tiene suficiente información sobre el momento en que le surgió la idea y em­pezó a pintarlo. Pero también se conocen, ya lo dije, algunas de sus primeras interpretaciones, que pre tenden darle un ca­rácter simbólico, y por lo tanto universal, y la reacción de Pica­sso. Algo más, uno de los primeros escritores que se expresa­ron positivamente frente al mural, José Bergamín, manifestó su preferencia de que esta obra llevase el nombre de «Madrid». No hay ningún detalle, fuera de las declaraciones del pintor y el nombre que éste le puso, para calificar a Bergamín de arbi­trario y falto de razón. Pero sí hay que observar que si el mural

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llevase el nombre de la capital española, no por ello sería hoy más compleja y significativa. De hecho, Guemica puede tener muchos referentes: cualquier ciudad inglesa, entre ellas Lon­dres, bombardeada por las fuerzas nazis; cualquier ciudad ale­mana destruida por las aviaciones de los aliados; o Hiroshima, Nagasaki, Bagdad, Kabul. Y podríamos decir que desde este punto de vista «Guemica» sería algo así como una función pro­posicional, cuyos valores estarían constituidos por aquellas ciu­dades que han sufrido o lleguen a sufrir un bombardeo. Yde ser éste su significado, entonces Guemica tendría un sentido tan universal como pretende tenerlo la obra de Rubens. Este es, en realidad, un proceso de simbolización que se presenta con mayor fuerza en las imágenes verbales creadas por el poe­ta o novelista: Arcadia y Macondo son lugares que pertenecen ya a la geografía mental del hombre, el primero para nombrar sus ideales de felicidad, y el segundo para referirse a una región donde son posibles acontecimientos extraordinarios que con­tradicen las leyes que rigen el orden de los mundos natural y moral. De nombres propios de lugares ficticios que significa­ron en sus orígenes se convirtieron en nombres comunes, co­mo a veces se habla de quijote para calificar a alguien por sus actividades ilusorias.

El título de una obra de arte no pone límites a su sentido a la manera como el nombre de una persona sí limita su iden­tidad. Ese título a veces resulta ambiguo; algo que hay que ana­lizar desde la perspectiva de la historia personal del artista o de las circunstancias sociales en que se engendró la obra. El cuadro de Rubens, pintado para responder a una circunstan­cia particular y, por consiguiente, como testimonio de un hom­bre de arte que quiere expresar su rechazo a la demencia de los estados de recurrir a su mutua destrucción para dirimir di­ferencias, lleva un nombre abstracto. Pero al hacer el análisis minucioso de la obra, se encontraría que en ella se sintetizan magistralmente la personalidad artística del pintor, arraigada

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en el humanismo clásico, y un momento de turbulencias so­ciales. Es, pues, Los desastres de la guerra, no obstante su nom­bre abstracto, un cuadro que nos saca del espacio puramente estético para situarnos en las tensiones políticas y religiosas que le dieron origen.

Rubens y Picasso no son casos insólitos. El carácter testimo­nial del arte es algo que puede observarse a través de su histo­ria, aumentando su frecuencia en la época moderna. Quiero centrarme en el fenómeno colombiano, pues lo considero muy ilustrativo. Me refiero a las artes plásticas (el problema es simi­lar en literatura) de la segunda mitad del siglo xx, período du­rante el cual la violencia de origen político o la proveniente de la industria y el mercado de los estupefacientes o también aque­lla que tiene su causa en la sobrevivencia de las clases margina­das, se ha entronizado en la vida nacional, desestabilizando sus instituciones y creando un clima de histeria que exige solucio­nes inmediatas y de desconfianza generalizada frente al ejer­cicio de la política. El número de artistas que se han ocupado de la violencia es muy grande1 3 , y son muchas las pinturas y esculturas de indiscutible calidad estética sobre el tema. Pero mi problema actual no es histórico sino estético, lo que me per­mite no ser exhaustivo en ejemplos. La selección que he he­cho —arbitraria, por supuesto— obedece al asunto particu­lar que voy a tratar: la relación de esas obras con situaciones o acontecimientos de significación en la vida nacional. Me li­mitaré a sólo cinco, escogidas del abundante material que p o

13 Para el estudio histórico de la reacción del artista plástico colombiano frente a la violencia, es esencial el catálogo de la exposición, con curaduría de Alvaro Medina, realizada en el Museo de j\rte Moderno de Bogotá en 1999. El artículo de Medina publicado en el catálogo, «El arte y la violencia colombiana en la segunda mitad del siglo xx>>, es un excelente análisis histórico y conceptual del problema. Sin perder la naturaleza estética, Medina ofrece una historia testimonial de la reacción del artista colombiano a hechos concretos o a situaciones bien conocidas de la vida política co­lombiana de la segunda mitad del siglo XX. Ver Arte y violencia en. Colombia desde 1948, Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá - Norma, 1999.

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seemos sobre el tema: Violencia de Alejandro Obregón, Sin tí­tulo de Femando Botero, Cadáver de Juan Cárdenas, la serie Do­lores de Beatriz González, y Palacio de Justicia, de Gustavo Zala­mea.

El cuadro de Obregón es el más célebre de todos los que he citado y se ha convertido en la obra de remisión obligada para quienes se ocupan del tema «arte y violencia» en Colom­bia. Es por lo demás la culminación de un interés, o mejor, de uno de los temas más recurridos de su pintura, tema que se inaugura en 1948 con el cuadro titulado Masacre 10 de Abril, que se inspira en el tendido de muertos que dejó en las calles de Bogotá la reacción de las fuerzas del Estado al levantamien­to popular que produjo el asesinato del líder Jorge Eliécer Gai­tán. Violencia es obra de su edad madura, del momento más denso de su arte: el cuerpo destrozado de una mujer embara­zada. Es todo. Y es suficiente para expresar su pensamiento de rechazo a una práctica de política que se había inaugurado en Colombia desde 1947, práctica que quiso acabar a bala «hasta con la semilla de los adversarios». Botero va más allá en el pro­pósito de esquivar una alusión a un acontecimiento particu­lar, a evitar una referencia histórica, y no ve la necesidad de ponerle título a su obra: el cuerpo de una adolescente devora­do por las aves de rapiña; dejó que la imagen lo dijera todo, sin necesidad de nombrar, esto es, de dar indicaciones verba­les que ayuden a leer o comprender el cuadro. El óleo de Juan Cárdenas es de un pesimismo brutal y persuasivo: el cadáver de un ser humano semidevorado por las fieras carroñeras, las cuales en el cuadro son congéneres del cadáver, seres huma­nos en cuatro patas, con cuerpos ligeramente modificados pa­ra darles un aspecto simiesco y repugnante. Para subrayar su carácter pesimista, se puede observar este cuadro j un to con un carboncillo titulado Evolución, en el que Cárdenas dibuja el proceso de la evolución del hombre desde sus remotos orí­genes como reptil hasta su actual forma, para iniciarse aquí un

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nuevo proceso, el de involución, en el que la línea empieza a cerrarse, para acercarse de nuevo a los reptiles. Dolores de Bea­triz González es una serie de óleos y carboncillos que se inspi­ran en hechos de nuestra historia contemporánea, repetidos como obsesiones y cuyas imágenes nos ofrecen a diario los pe­riódicos: hileras de cadáveres de soldados, guerrilleros o civiles muertos en actos violentos, bien sea en un combate, una ma­sacre o un asalto; o mujeres que miran a través de la ventani­lla del féretro el rostro del pariente muerto. Tal vez alguno de ellos, Predicadores, hace alusión a un hecho conocido por la opi­nión pública, el crimen de los tres misioneros americanos. Fi­nalmente, el fotomontaje de Zalamea es, de todas, la obra que está más explícita e inextricablemente ligada a un hecho trá­gico de la historia de Colombia: la toma del Palacio de Justicia de Bogotá por un grupo guerrillero y la reconquista posterior por el ejército nacional. Por la naturaleza de ese vínculo, es ésta la obra que presenta mayores dificultades al observador ino­cente, aquel observador que carece de los conocimientos ne­cesarios para comprender las intenciones de los artistas y de­sentrañar el sentido profundo de sus obras. Dos hechos conse­cutivos en los que, guerrilla y gobierno expresaron con sus acciones militares su desprecio por la razón al acudir a las ar­mas como único medio de entendimiento, llevando al holo­causto, sin consideraciones distintas a las de mostrar fuerza, a más de un centenar de personas, entre ellas a los magistrados de las altas cortes del país. El fotomontaje de Zalamea es im­placable en su denuncia: el Palacio de Justicia, disminuido has­ta el límite de lo posible, y encima de él un gigantesco tanque de guerra que lo aplasta. La obra es de una asombrosa fuerza acusadora y de un significado inequívoco: las armas militares por encima del derecho. La sentencia en el frontón de la puer­ta principal del Palacio, «Colombianos: las armas os han dado la independencia; sólo las leyes os darán la libertad», permite además leer la obra de Zalamea como una salvaje palinodia

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cantada por el Estado colombiano. Pero ¿podrá alguien que ignore este acontecimiento ignominioso de la historia de Co­lombia captar todo su simbolismo y la intención del artista de dejar un testimonio de rechazo a la violencia privada o esta­tal? ¿No podrá entenderse como una simple boutade?

De todas estas obras se puede decir que para su apreciación estética no se requiere reconstruir las circunstancias y los he­chos de la vida colombiana que las inspiraron, aunque en to­dos los casos los colombianos hagamos esta referencia. No la haría necesariamente quien no conozca nuestra historia con­temporánea. El lienzo de Cárdenas podría verse como la ilus­tración gráfica de la metáfora homo homini lupus. Así como La muerte de Pablo Escobar, de Botero, como si representara un sim­ple asesinato en un tejado. Pues desconocida la circunstancia original que dio origen a la obra, se altera necesariamente el significado, el cual tiende a acomodarse a las nuevas circuns­tancias del observador. Una pérdida del referente que favore­ce el surgimiento del sentido universal que en sí tiene toda obra de arte: poema o novela, escultura o pintura.

Pero, por el hecho de que el observador no tenga ningún conocimiento de lo que sucedió el 6 de noviembre de 1985; o incluso de que ignore por completo la historia de Colombia a partir del 9 de abril de 1948, no por esto pierden las obras men­cionadas su valor informativo: en conjunto ofrecen una atmós­fera de irracionalidad que no puede interpretarse sólo como el producto de un grupo de artistas congregados en torno a las mismas obsesiones temáticas; tampoco puede entenderse co­mo si se tratara de un movimiento a la manera del costumbris­mo colombiano del siglo xix. El hecho mismo de que el grupo de pintores que se ha ocupado de la violencia no sea estética­mente homogéneo, nos debe apartar de una interpretación se­mejante. En realidad lo único que los une es el tema. Detrás de todas esas imágenes el observador inocente tendrá que sos­pechar al menos un m u n d o real de violencia y crimen que les

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dio origen. Efectos iguales tendrá la lectura de una serie de no­velas como El cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón; La mala hora, de Gabriel García Márquez; El día señalado, de Ma­nuel Mejía Vallejo; La Virgen de los sicarios, de Femando Vallejo, y Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos. Todas estas obras po­drán servir para reconstruir un período largo de la historia de Colombia, no en forma objetiva y puntual, es cierto; pero tam­poco necesariamente a la manera de ilustraciones gráficas o li­terarias de un texto de historia o de sociología. Todas hablan por sí mismas, en su idioma propio, para comunicarle al lec­tor o al observador la atmósfera opresiva de una época de crí­menes e injusticia, de exterminio y extorsión. El lector u obser­vador inocente encontrará entonces un acceso poético para penetrar en ese mundo de pesadillas.

Los pintores tomados como ejemplos, los dos europeos y los colombianos, se propusieron, con las obras citadas, dejar un testimonio personal de situaciones y hechos históricos que repudiaron, utilizando para ello sus propios medios de expre­sión, esto es, la pintura. Como los escritores han hecho uso de la novela o la poesía. Cada uno de ellos ha respondido, en tan­to que artista, a una exigencia exterior, aunque ésta se haya pre­sentado como un impulso proveniente de su ser íntimo.

Recordé atrás un texto de Picasso, escrito en 1937, en el que rechaza la indiferencia del artista frente a aquellos aconteci­mientos que ponen enjuego «los más altos valores de la huma­nidad y de la civilización». Afirmaciones similares encontramos en algunos de los pintores y escritores colombianos citados: Fernando Botero, refiriéndose a sus últimos cuadros sobre la violencia, dijo que pretendía dejar con ellos «el testimonio de un artista que vivió y sintió su país y su tiempo»14 . Y Beatriz González, en declaraciones de prensa, afirma que el tema de la violencia se volvió inevitable para ella, «desde la toma del

14 «Con dolor de patria», en Revista Diners, Bogotá, marzo de 2001, p. 24.

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Palacio de Justicia [... ] En este momento dije: "Aquí ya no po­demos reír más"»15. Si quisiéramos hacer una pesquisa más amplia, encontraríamos otros testimonios semejantes entre ar­tistas plásticos y escritores16.

Ahora bien, lo que me interesa subrayar, como conclusión, es que esas obras —pinturas, novelas, poemas— están señalan­do la aparición de un nuevo hombre de arte, muy distinto al que tuvimos en las décadas anteriores, complaciente unas ve­ces con los gustos del observador y sumiso por lo tanto a las exi­gencias del mercado, y otras con una ideología que buscaba cantar himnos de alabanza a nuestros orígenes «ontológicos», fuesen indígenas o hispanos. Esta afirmación merece que me detenga en ella, aunque sólo brevemente, sin ahondar en ex­plicaciones.

Hace un siglo, Colombia vivía una de las épocas más difíci­les de su historia. Una absurda y encarnizada guerra civil que desoló y mutilé) al país. Algunos artículos de prensa de la época nos informan del alto grado de criminalidad que desarrolla­ron los dos ejércitos que se combatían entre sí. Pero si quere­mos buscar testimonios artísticos de esos años que unieron los siglos xix y xx con el ánimo de informarnos sobre la manera como el escritor y el artista plástico miraban el mundo en que vivían, poca cosa se encuentra que realmente valga la pena re­cordar en la historia del arte y la literatura. Fue sin embargo una época de cambios positivos en las corrientes literarias y

15 «Siga, ésta es sn casa», entrevista concedida a Paola Villamarín, El Tiempo, octubre 5 de 2001. 16 Mario Rivera, quien desde la poesía se sitúa en la misma línea de las declaraciones de Botero y González, afirma: «Con 5 Salmos Penitenciales (1999) y con esta "Balada de los pájaros" he querido abrir mi voz a una poesía testimonial. Una poesía que pueda subsistir al menos como documento, con respecto al proceso de violencia que vive Colombia desde 1948, aparejado a la exjjropiación de la tierra, y como una [jremo-nición del presente. La evidencia de este proceso violento, —principio sin final— angustie) y comprometió a mi propia generación». «La balada de los pájaros», en Golpe de dados, vol. xxix, No. CLXXIII, Bogotá, 2001.

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pictóricas nacionales: poetas, novelistas y pintores cuyos méri­tos literarios y artísticos no es posible desconocer.

La situación cambió radicalmente cuando, en 1948, fue ase­sinado Jorge Eliécer Gaitán, produciéndose una ruptura en nuestra vida política y social. Desde entonces, con algunos pe­ríodos de baja intensidad, Colombia ha vivido en permanen­te estado de violencia y crisis de sus instituciones, sin lograr reorientar su destino. Pero a diferencia de lo que sucedía me­dio siglo antes, sus pintores y sus escritores fueron de los pri­meros en reaccionar ante la nueva situación del país. Alejan­dro Obregón, aún joven, dejó su testimonio de asombro y re­chazo en el cuadro titulado Masacre del 10 de Abril, al que ya me referí. Un cuadro en el que todavía el pintor no había encon­trado su lenguaje característico, cuyo valor no está en las vir­tudes plásticas de la obra sino en ser un registro de sus preo­cupaciones como artista. Y Osorio Lizarazo escribe pocos años después El día del odio, novela que tiene como verdadero pro­tagonista a las clases sociales más bajas de Bogotá, con sus hu­millaciones y ofensas, clases cuya reacción inmediata e instin­tiva al asesinato del líder político fue destruir el centro de la ciudad como un acto de venganza. Podría decirse que la nove­la tiene el propósito de «explicar literariamente», con argu­mentos dramáticos y no lógicos, el odio que ese pueblo, exclui­do de la vida pública y de los beneficios de lajusticia, expresó, aquel 9 de abril de 1948, a través de la destrucción y el saqueo. Desde entonces el pintor y el escritor no han dejado de refe­rirse al permanente clima de violencia que ha sido caracterís­tico de Colombia durante estas últimas décadas, a tomar un hecho bien sea de repercusiones nacionales, bien de interés particular, un hecho sin trascendencia histórica, pero igual­mente trágico, como tema de su lienzo, de su novela o su poe­ma.

Como expresión de compromiso sartriano interpreta Alva­ro Medina la actitud de Obregón y de los pintores posteriores

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que han tomado la violencia como tema de creación plástica. Desde cierto punto de vista se le puede dar la razón. Creo clari­ficador recordar a propósito que Obregón pinta su ya famosa tela en una época en que el sartrismo estaba en auge en el mun­do intelectual y que en Colombia se lo leía con cierto entusias­mo. La revista Mito, en la que colaboró el pintor, tuvo a Jean-Paul Sartre como orientador implícito en los propósitos de modificar nuestros hábitos culturales. Las palabras de presen­tación en su primer número tienen un inconfundible acento sartriano, con frases que parecen calcadas del filósofo francés. En ellas sus directores dejan muy clara su concepción de una cultura crítica que debe responder a los problemas del hom­bre «en situación». «En situación», dicen, para no dejar dudas sobre esa afiliación.

Sin negar ese espíritu que en Colombia fue expresado so­bre todo en actitudes más que en la asimilación del pensamien­to de Sartre, quisiera ver el fenómeno desde otra perspectiva, que puede servir para comprender el cambio que a partir de los primeros años de la segunda mitad del siglo xx se produce en la cultura artística y literaria colombiana. Me refiero al sur­gimiento de la mentalidad moderna. Pero debo limitar la ob­servación agregando que sólo desde el punto de vista del arte y de la literatura, porque mirado el problema desde otras esfe­ras de la sociedad y del saber, no encontramos síntomas que permitan ampliar el alcance de la afirmación. El concepto lati­noamericano de modernismo está vinculado estrechamente al movimiento poético del siglo xix que tuvo con Rubén Darío su máxima expresión. Fste no es el sentido que ahora le doy al término. No me refiero con él únicamente al campo de la literatura ni lo defino sólo por sus características formales. Es­tas mismas no tienen importancia para mí en este momento . Por eso prefiero hablar de mentalidad moderna, pues en esta forma puedo evitar el equívoco con el movimiento literario a que he aludido. Con el uso que hago del término me refiero

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a la actitud de Charles Baudelaire y los pintores que, como Édouard Manet, reaccionaron contra el arte de su época y las maneras de entenderse el artista con su mundo . También en este último aspecto, Baudelaire dejó un texto esencial, «Pér­dida de la aureola», uno de los poemas en prosa de Le spleen de Paris, en el que nos describe al artista alejándose de las con­venciones heredadas para poder penetrar en su nuevo medio —abandonando el palacio para acogerse a la calle de la gran ciudad como m u n d o propio del arte17 . Por lo demás, esto no es nada novedoso. No encuentro por eso la necesidad de po­nerme a contar en detalle lo que sucedió con ese movimiento de ideas estéticas. Lo que me interesa es destacar lo siguiente: desde el siglo xix, cuando empezaron las primeras manifesta­ciones del modernismo, se construyó un nuevo destinatario de la obra de arte. No hablo de receptor, que es una construcción espontánea y al margen de las intenciones del artista y que va­ría con el tiempo modificando el sentido de los diferentes mo­mentos del arte. Cuando hablo de «destinatario» me refiero al simulacro de receptor al que el artista se dirige. Para el mo­dernismo es la conciencia, no la sensibilidad religiosa ni la sen­sualidad cortesana de períodos anteriores. Baudelaire, en el poema inicial de Las flores del mal, se refiere a ese simulacro ideado por él llamándolo «Hipócrita lector». Una expresión chocante y provocadora, que exige de éste una reacción inme­diata y consciente. No es por lo demás una expresión reserva­da exclusivamente a su propia obra, con la que quería escan­dalizar al burgués, al lector corriente de su tiempo. Puede suponerse que si Gustave Flaubert hubiera escrito un preám­bulo de Madame Bovary, lo habría podido comenzar con las mismas palabras; así como hubiera sido la expresión correcta para que Manet presentase al público cualquiera de sus obras

1 ' Para una interpretación de este cuento, son esenciales las páginas de M. Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, México, Siglo XXI Editores, 1989, pp. 155 ss.

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que produjeron escándalos en los círculos sociales y artísticos parisinos, Olimpia o Almuerzo en la hierba. Habían pasado ya dos siglo y medio desde cuando Miguel de Cervantes lo llamaba «Desocupado lector», y le ofrecía un libro, Don Quijote de la Mancha, para su pasatiempo. El pasatiempo no es propiamen­te el propósito fundamental del arte modernista, ni de las ar­tes plásticas, desde el Goya de los grabados hasta el pop art, ni de la literatura. En todas ellas hay un constante golpeteo de la conciencia para mantenerla despierta a los problemas que la rodean y la alimentan. Los escándalos que produjeron con sus obras los escritores y el pintor citados, como después, ya en el siglo XX, el que produjo Ulysses de James Joyce, así lo atesti­guan. El arte, entonces, en la época del modernismo, ha tenido la tarea de sacar a la luz lo reprimido, lo vergonzante, lo sór­dido. O en otras palabras, llegó a ser una manera de hacer ver lo que no se quiere ver.

Beatriz González

Boceto para papel de colgadura, 2001

Óleo sobre lien?.o, 80 x 52 cm

Serie Dolores, obra reciente de Beatriz González

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El fusilamiento dd emperador Maximii

Vexéeuüon de rEmperemMmimííkn

Oleo sobre lienzo, 252 x 305 cm

Roiíari/Wildeiisiein I, 127

Mannheiou Kuhsthalle Mannheira

MaximiHamh 1868

Alejandro Obregón

Masacre 1.0 de abril, 1948

Óleo sobre lienzo, 65 x 120 cm

ejecución de Maximiliano, Mi ramón y Mejía l 19 de junio de 1867. S. f.

Beatriz González

Ventana entreabierta, 2001

Óleo sobre lienzo, 150 x 150 cm

Serie Dolores, obra reciente de Beatriz González

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Gustavo Zalamea

Palacio de Justicia. Documento, 1994

Fotomontaje

Tarjeta postal 10,7 x 15,3 cm