Arte y perturbación_Arthur Danto
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Arte y perturbación Arthur C Danto En 1984, Noel Carroll me invitó a participar en un simposio sobre géneros de arte no convencionales, que se exhibían en la galería vanguardista The Kitchen. El tipo de género que él tenía en mente se encontraba ejemplificado por prácticas como el vídeo, la ópera y la performance. Ésta última me había provocado siempre cierta intriga, en la medida en que abarcaba pintura y teatro y, por lo tanto, se mostraba en galerías, aunque con la participación activa del público. Ofrezco este ensayo como un intento de estudio de una crisis como la actual, frente a la cual la modernidad aparece como una respuesta; aunque una respuesta que -‐por decirlo de alguna manera-‐ se remonta a los más nebulosos orígenes del arte, en lugar de avanzar hasta el punto en que se produce su transfiguración filosófica. Por lo tanto, en el presente ensayo se parte de las especulaciones históricas volcadas en mi artículo "El fin del arte", y se prepara el terreno para aquéllas otras volcadas en "Arte, evolución y la conciencia de la historia. Este ensayo apareció en "Formations", en el invierno de 1985. A fines del siglo XIX, la labor de redefinir la pintura desde dentro se convirtió en una cuestión de tal urgencia que, con el transcurso del siglo XX, llegó a constituir el motivo fundamental no sólo de la propia pintura, sino del arte como tal. En "El fin del arte", intenté realizar una lectura de la historia de la pintura desde el Renacimiento hasta ese momento crucial dominado por las tecnologías de la ilusión, por la producción de equivalencias perceptuales para todas aquellas experiencias que las apariencias de las cosas provocaban en el espectador -‐incluso los impresionistas continuaron con este proyecto colectivo-‐ y, en suma, por esa crisis de la redefinición que atribuyo al hecho de haber sido reconocido que, a la hora de acometerse la representación de este ámbito de las apariencias, había surgido una nueva tecnología que disponía de un abanico de posibilidades jamás soñado por la pintura -‐tengo en mente, en este momento, aquellas imágenes en movimiento que permitían la representación de relatos de una forma completamente vetada para la pintura-‐. Está claro, pues, que, ante un panorama como el descrito, la pintura tenía dos posibilidades: o bien redefinirse, o bien quedar colapsada como una actividad secundaria, limitada al suministro de decoraciones e ilustraciones y, por lo tanto, incapaz de ocupar nunca más una posición de fuerza tal que le permitiese operar una transformación de la conciencia semejante a la imaginada por el vulgo parisino, cuando le pidió a David que pintara la muerte de Marat. La pintura respondió a este reto de manera tan heroica, que ocasiono serias perturbaciones a lo largo de aquellas fronteras cuya constitución había permanecido durante tanto tiempo inalterada, que ya se había aceptado como algo natural. Me refiero, en primer lugar, a las fronteras que separaban las diferentes formas de arte (la pintura de la poesía, el teatro de la danza, la música de la escultura), y, en segundo, a la frontera que separaba el arte de la filosofía en dos caminos divergentes: uno hacia la filosofía, y el otro hacia la vida. Es esta la causa por la que, en el siglo XX, la historia del arte ha sido una historia de transformaciones y revoluciones de la misma noción de arte, cuya forma ha sido la de una guerrilla conceptual tan intensa -‐ y a fecha de hoy, todavía sin resolver-‐ que el ámbito de la alta cultura se puede caracterizar como una tierra de nadie en la que el arte se muestra como una experiencia inestable, que debe su continuada existencia a la memoria de todas
aquellas fronteras que ya nadie puede respetar. Supongo que prácticas artísticas como las del collage, el assemblage, la escultura móvil o la poesía concreta ejemplifican, mejor que ningunas otras, los tipos de realineamientos internos que pueden ser realizados sin llegarse a cuestionar, con demasiada profundidad, las arraigadas fronteras que separan, de un lado, el arte de su propia filosofía, y, de otro, el arte y la vida; no olvidando, además, que ambas fronteras han sido asumidas como inseparables por parte de la propia filosofía. De ambas separaciones, aquella que, naturalmente, más me ha preocupado ha sido la primera, ya que cualquier inestabilidad producida en su línea fronteriza conduciría a un replanteamiento interno de la filosofía. Porque si a ella misma le resulta imposible distinguirse de uno de sus géneros, difícilmente será capaz, en algún momento, de llegar a conocerse en sus rasgos esenciales. Ciertamente, tan entrelazadas se encuentran las historias de la filosofía y el arte, que cualquier autodefinición de filosofía estará supeditada a la filosofía del arte. En el presente ensayo, sin embargo, mi principal preocupación se dirige hacia la extraordinaria profusión de formas de arte que, como si de arrabales se tratase, han surgido en los márgenes de los considerados como límites del arte. Dichas formas de arte parecen, a simple vista, estar esforzándose en ampliar estos límites, para colonizar, con el arma del arte, lo que podríase denominar como la Cisjordania de la vida. Además, las mismas se encuentran marcadas por una curiosa naturaleza efímera e indefinida, y constituyen el núcleo de lo que ahora en adelante denominaré como artes de la perturbación. El término, en este caso, alude a su rima natural en inglés, ya que la masturbación constituye una actividad que abarca una frontera similar, en la que ciertas imágenes y fantasías producen efectos externos -‐se trata, concretamente, de imágenes cargadas en el clímax de orgasmos reales y que inducen a una disminución de la tensión real existente. Y, de alguna manera, son este tipo de efectos los que el arte pretende conseguir, a fin de producir un espasmo existencial mediante la intervención de imágenes en la vida. Pero el término posee, igualmente, otras connotaciones como las del disturbio, ya que estas diferentes artes acarrean, frecuentemente -‐y en consonancia con su ejecución improvisada y desarrapada-‐, una cierta amenaza que lleva implícita la promesa del peligro y que compromete la realidad de una forma que ni las artes más tradicionales ni sus descendientes son capaces de lograr. Es, quizás, por esta razón, que una de las reacciones espontáneas al arte perturbador sea desarmarlo mediante el cooperativismo, es decir, mediante su incorporación inmediata a las frías instituciones del mundo del arte, donde será presentado inofensivo y distante de las formas de vida que querían ser exploradas. Esto hace del museo y del teatro vanguardista reductos de la civilización; un factor a tener presente cuando se los acusa de modernos. Déjenme empezar, en cualquier caso, dibujando un contraste entre el "arte perturbador" propiamente dicho y aquél que perturba en el sentido tradicional -‐es decir, en ese sentido en el que siempre había un camino abierto para que fuera arte, como, por ejemplo, el consistente en representar cosas perturbadoras por medio, incluso, de procedimientos perturbadores-‐. Difícilmente, se pueden encontrar hoy imágenes más perturbadoras que las mostradas por Leon Golub, en sus últimas pinturas presentadas en la Whitney Biennial, las cuales hacían parecer al resto de las pinturas exhibidas en aquellas galerías como meros juguetes. Estas pinturas consistían en grandes lienzos sin enmarcar, en forma de
pancartas, en los que Golub representaba a terroristas y torturadores, actuando sobre sus víctimas atadas y encapuchadas, o en actitudes íntimas con sus novias, reducidas a objetos sexuales en un modo que no podía sino recordar la también reducción a meros objetos de aquellas personas que tenían en su poder. Golub sitúa al espectador en el mismo espacio que estos monstruos, le insta a entrar en él y a dirigirse a ellos como si se tratara de un fotógrafo que les pide una sonrisa, un gesto bonito, que digan, incluso, "patata" -‐y ellos, en ese momento, se vuelven hacia la cámara, y posan, hacen el tonto y juegan, y puede que, con posterioridad, les soliciten una copia para mandarla a casa, al mismo tiempo que el flash ilumina la agonía que se adueña de los garajes sofocantes y los almacenes en los cuales llevan a cabo sus inhumanas atrocidades-‐. A diferencia de las pinturas encargadas de mostrar los martirios del cristianismo -‐en las cuales, el sufrimiento se hace vívido debido a su arraigo en la ética cristiana, y se hace, en última instancia, perturbador para despertar la compasión del espectador en pos de su propia salvación-‐, esta inhumanidad queda aquí sin redención alguna. Sin duda alguna, este diferente comportamiento por parte de las representaciones cristianas se explica por el hecho de que las crucifixiones -‐que constituyen una parte sustancial del arte occidental-‐ suelen acabar funcionando como meros motivos decorativos, mientras que las realidades políticas simbolizadas por las pinturas de Golub no obtendrán redención en ninguno de los propósitos para los que se las quiera utilizar. Aunque obligado es decir que mi interés aquí reside, sobre todo, en enfatizar que éstas resultan perturbardoras tanto por el tema tratado como por la forma en que es tratado -‐ pero no más perturbadoras, por ejemplo, que el Rey Lear o Edipo rey. Y la prueba de ello es que nosotros las observamos en una pulcra galería, rodeados por la elite artística, aliviados por el hecho de que tales y horribles visiones están contenidas y que producen un consuelo compensatorio semejante al que, supongo, experimenta un niño cuando escucha a su madre contar cuentos tradicionales sobre cosas terribles, mientras se encuentra acostado en su cama caliente con sus peluches y el chocolate al alcance de la mano: el horror de las cosas narradas aumenta la seguridad que siente; circunstancia la cual puede explicar la eterna popularidad de los cuentos de hadas y, quizás, de las películas de terror que vemos, ya que necesitamos convencernos de la seguridad de nuestras vidas. El distanciamiento que efectuamos con respecto a las obras de Golub es exactamente igual, en la medida en que sus obras son pinturas enmarcadas por las comodidades del mundo del arte, y cuya función no es otra que resaltar una vida cuyos placeres básicos se encargan de subrayar: nos podemos acordar de enviar un cheque a Amnistía Internacional, al mismo tiempo que contemplamos las confecciones de Nancy Graves o las confusas construcciones de Jonathan Borofsky. En su modo sacramental, el arte perturbador pone a distancia las realidades perturbadoras y, al hacerlo, libera una de las funciones para las que el arte fue inventado. Esto no es lo que para mí significa arte perturbador, sino, muy al contrario, minar esta función. Golub se encuentra sujeto todavía por las convenciones artísticas, de tal modo que sus pretendidos gritos terminan por convertirse en arias. Se puede hablar, por tanto, de perturbación en el sentido estricto del término cuando las fronteras que separan el arte y la vida se traspasan de una forma que no se puede lograr mediante la mera representación de las cosas perturbadoras, ya que son representaciones y se responde a ellas como tal. Es esta la razón por la que la realidad debe ser, de algún modo, un componente verdadero del arte
perturbador y ha de funcionar, en líneas generales, como una realidad en sí misma perturbadora: obscenidad, desnudos, sangre, haces, mutilación, peligro real, auténtico dolor y posibilidad de morir. Y estas realidades han de ser siempre partes integrantes -‐y no sólo experiencias adjuntas a su producción o recepción-‐ del arte, tal y como sucede cuando el andamio que sostiene a los escayolistas se derrumba, el pintor se cae de la escalera, un artista muere a causa del envenenamiento de su sangre, o un peatón muere como consecuencia de un fragmento desprendido del andamiaje. Siempre me ha transmitido una cierta inspiración filosófica el trabajo de Jasper Johns, especialmente por la explotación que hace de una clase de imágenes que se convierten, de manera inmediata, en lo que representan y que, consiguientemente, conllevan el borrado de la línea encargada de separar la realidad y su representación. Una imagen de un número, por ejemplo, es un número, como una imagen de un mapa es un mapa. No se puede representar debidamente la realidad sin reproducirla. Estos casos -‐banderas, letras, emblemas-‐ parecen ser exactamente lo que Platón tenía en mente cuando hablaba de la representaciones miméticas como una categoría: las palabras que dice un actor, por ejemplo, representan y son, al mismo tiempo las palabras que dice el personaje, de modo que el diálogo representa mediante representaciones. Puesto que las palabras pronunciadas por el actor son palabras reales, el diálogo de la obra pone en escena una conversación real; de donde se comprende que Platón pensara que la mimesis era una forma muy peligrosa de representación -‐ya que los actores debían ser los guardianes de la educación que él estaba diseñando-‐ y de que mostrara preocupación por las consecuencias que podía arrastrar el hecho de que se pusieran palabras en sus bocas que no fueran buenas. Johns usa algunos de los mecanismos del arte perturbador como lo hace el arte elevado; y esto debido a que la realidad con la que él trata no es la realidad perturbadora del tipo de la que Platón trataba ansiosamente de excluir de la representación dramática. En relación con lo obsceno, se puede afirmar que algo parecido a la superstición platónica permanece o ha permanecido hasta muy recientemente. Era generalmente aceptado que uno no podía mencionar una obscenidad sin que, en este acto, se hiciera uso de la obscenidad misma. La obscenidad era un tipo de disolvente que roía las formas de referencia o de presentación, haciendo que la mera imitación de la obscenidad fuera condenada. No había una distancia permitida del tipo de la que, desde hace tiempo, ha sido insinuada en las representaciones dramáticas, separando las palabras dichas por el actor de las dichas por el personaje, hasta cuando eran fonéticamente idénticas. En este sentido, la obscenidad se convierte en perturbadora: su uso borra la línea de separación entre la realidad y su imitación, y -‐si como así sucede-‐ el arte es perturbador es porque la realidad que libera es en sí misma perturbadora. La famosa primera línea de Ubu Roi, de Alfred Jarry, explotó en la realidad cuando el actor que se hallaba ante el público dijo: "¡Merdre¡". Por supuesto, "Merdre" no es la misma palabra que su sonido parece evocar -‐"Merde"-‐, pero suena igual, y una palabra semejante no estaba permitida en el vocabulario escénico de aquel tiempo: no podía ser utilizada en una representación porque tenía que ser real, y "merdre" era, de hecho, como una cerilla en la fábrica de gas, causando un disturbio y fundiendo la obra con la audiencia, que es lo que el arte perturbador pretendía hacer desde un principio.
Desde mi punto de vista -‐y pese a las continuas trivializaciones a las que ha sido sometida-‐, el paradigma de este arte es la famosa y escalofriante acción de Chris Burden, Deadman (1982), en la cual el artista se introdujo en un saco que, a continuación, fue colocado en una autopista de California -‐un juego a todas luces mortal-‐. Burden, de hecho, pudo haber muerto, y el saber que tal posibilidad podía acontecer significaba que la misma formaba parte del trabajo y era una respuesta a él. Finalmente, no sucedió nada, pero podía haber pasado -‐y ello sin que se hubieran violado los límites de la obra, ya que ésta incorporaba tal posibilidad como parte de su esencia-‐. Ante esta acción, nos encontramos con una situación semejante a la que se produciría si, en una futura Bienal, se expusiera una obra llamada "Bomba", con el añadido de que público, curators y artista fueran sabedores de que ésta podía estallar en cualquier momento. Una experiencia de esta índole ilustraría, perfectamente, la intención de Vito Acconci de crear un espacio en el que el público participara de lo que él estaba haciendo. A sabiendas que la bomba estaba allí, cualquiera tendría que tomar la decisión existencial de visitar o no la exposición. La pregunta, en este caso, no hubiera sido: "¿vamos dando un paseo al Whitney o nos quedamos en casa leyendo?", sino, más bien, de esta índole: "¿jugamos a la ruleta rusa? ¿Hacemos el amor sin anticonceptivos? ¿Nos enfrentamos con dos coches a alta velocidad y vemos quién se desvía primero? Y, huelga decirlo, habitualmente, nuestra relación con el arte no es de este tipo: nos encontramos, por tanto, en un espacio artístico muy diferente a cualquiera que la filosofía del arte nos haya legado como una de las posibilidades del arte o de algo que sea relativo al mismo. En comparación con esto, Ubu Roi parece retrospectivamente inocente; al igual que sucede con el pobre Rudolph Schwartzkogler, que murió, en 1969, a causa de las mutilaciones que se autoinfligió. Schwartzkogler no parecía saber dónde trazar la línea que, en nombre de la perturbación, debía de ser violada, y acabó por comportarse de forma tonta. Y ello, quizás, debido más a la certeza de las cosas que al simple riesgo, como era el caso de Chris Burden. Un conocido escultor realizó una vez un trabajo elaborado con pesadas láminas de acero, que se mantenían en un equilibrio precario apoyándose las unas en las otras. El espectador, aún con el riesgo de derrumbamiento, debía entrar en el espacio creado por ellas. Y tanto se tentó la suerte que, finalmente, alguien resultó muerto. Esto sucedió en un museo visitado por colegiales, con el fin de experimentar el arte. Era como una pistola cargada, y, aunque fuese letal, resultaba perturbadora porque, implícito en la experiencia, se hallaba el riesgo de que el visitante pereciese aplastado en cualquier momento. De haber sido planteada esta obra de otra manera, la reacción hubiera sido de indiferencia hacia lo que le hubiera podido pasar al espectador, desvaneciéndose, por tanto, su carácter perturbador. Los presentes constituyen, qué duda cabe, casos extremos. Su capacidad para perturbar estriba en la relación que establecen con la vida, aunque, de igual modo, se puede constatar la existencia de obras que perturban por su relación con el arte, en una manera que resultaba imposible en los tiempos en los que el arte se consideraba como una actividad sagrada, delicada y bella. Palabras como las de Rimbaud -‐"una tarde senté la Belleza en mis rodillas, la encontré amarga y la herí"-‐ expresan una eventual hostilidad contra la belleza y, por extensión, contra todas aquellas obras que se definen a través de la misma. No de otra manera se puede explicar el que Duchamp le dibujara bigotes a la Mona Lisa -‐o
mejor dicho, a sus imágenes-‐ o que Rauschenberg borrara un dibujo de De Kooning -‐el cual debía de ser un buen dibujo para tener el efecto deseado-‐. El aura del peligro y del riesgo envuelve siempre este extraño dominio de la expresión artística, ya que su capacidad de impacto radica en desconocer lo que va a suceder, en rescindir el contrato que garantiza nuestros derechos como público. El artista, en consonancia con esta nueva situación del público, tampoco sabe lo que le sucederá. La inestabilidad traza frágiles fronteras que el arte no-‐perturbador no se preocupa de cuestionar. ¿Puede el artista llegar a ser apedreado, golpeado, desnudado? Acciones como éstas podrían darse sin que por ello se violaran las reglas, ya que un arte de este tipo existe para poner tales reglas en suspenso. Pero, a fin de cuentas, no pasaría de ser un parásito de las mismas; circunstancia ésta que le infunde un carácter ciertamente paradójico y lo diferencia del arte que se realiza exclusivamente para perturbar, como es el caso ya citado de Golub y el de todas aquellas obras que provocan efectos reales -‐y, por esto mismo, ajenos a ella-‐ del tipo de los ocasionados por J. M. Synge en el Abbey Theatre de Dublin o, para tomar un caso más complejo, del de todos aquellos artistas que se valen de un contenido incendiario en sí o percibido como tal y que, con base en ello, pueden llegar a provocar auténticos disturbios. Pienso, por ejemplo, en las óperas patrióticas compuestas por Verdi -‐aunque no en otras como Simon Boccanegra o The Playboy of the Werstern World, de Synge-‐ como muestras de arte perturbador. La causa que se halla detrás de esta diferenciación es que, en el caso del Abbey Theater, era el público quien unilateralmente salvaba las barreras, convirtiéndose -‐sin colaboración premeditada del autor-‐ en parte de la obra, mientras que Verdi -‐quien, por otro lado, apenas era consciente del impacto que producirían sus obras-‐ insistía, sin embargo, en que su trabajo era sólo arte, lo que le permitió realizar una proclama política sin que aquello arrastrara consecuencias para él. Su gesto y actitud pueden compararse con el de la guerrilla, que acusa a sus enemigos de bombardear el hospital que, contemporáneamente, está utilizando como arsenal: ella no se considera moralmente culpable de que el enemigo cometa la atrocidad de bombardear un hospital que, con independencia del uso que esté recibiendo coyunturalmente, se encuentra señalado como tal. Se puede afirmar, por el contrario, que, en el arte perturbador sensu stricto, el artista no se refugia detrás de ninguna convención o falsa apariencia: al revés, abre un espacio que las convenciones preservaban cerrado. Déjenme volver, en este punto, a un momento culturalmente traumático como el que se inauguró a consecuencia del derrumbamiento del paradigma renacentista. Durante el mismo, se abrió un amplio espectro de respuestas desde el seno del arte. De un lado -‐tal y como traté de demostrar en "El fin del arte"-‐, el arte contempló fundirse con su propia filosofía, convirtiendo en su principal prioridad la determinación de su propia esencia. El arte conceptual apareció, en este sentido, como un esfuerzo errado en el proceso de consecución de este programa. Por otra parte, se encontraban las diferentes iniciativas que, bajo el paraguas del esencialismo, escenificaban la búsqueda alquimista de un arte puro resultado del abandono de todos aquellos rasgos y factores heredados del paradigma renacentista. En este caso, nos encontramos con una abstracción genérica que, con relación al referente renacentista, se comportaba desarrollando una estrategia de sustracción, es decir, mediante el borrado de todo aquello que originó el derrumbamiento de aquél: las imágenes de la
realidad perceptiva. Otras reacciones dentro del mismo espíritu, aunque menos crudas conceptualmente hablando, llevaron a sostener que la pintura (producto) es pintura (proceso); idea la cual constituye, en gran medida, el núcleo principal de la filosofía esgrimida para legitimar la Escuela de Nueva York -‐representante de la tendencia desafortunadamente nombrada como expresionismo abstracto-‐, según la cual lo esencial de la pintura es su propia superficie. De esto se deriva que cualquier desviación de esta superficie lisa y plana supone un atentado contra su propia esencia, y que, a resultas de ello, la pintura es la misma sustancia material de su ejecución, a saber: pigmento, lienzo, soporte. En estas mismas coordenadas, cabe situar a los diversos minimalismos, ya que lo mínimo constituye una de las más explícitas metáforas sobre la búsqueda de la esencia del arte, en la medida en que cualquier aspecto extraño o excesivo con respecto a dicha esencia supone una violación de la propia idea de arte. Contra estos esfuerzos, era posible localizar a aquellos que se negaban a reconocer el colapso del paradigma y que -‐como si de perros rabiosos se tratara-‐ opusieron a los mencionados procesos de depuración diferentes estrategias ilusionistas. Ejemplos de esta actitud continuista son el fugaz Op art y la amplia y variada gama de nuevos realismos. El comercialismo -‐sobre todo, después de la década de los sesenta-‐ comenzó, por supuesto, a operar desde fuera, coincidiendo con aquel momento en el que el mercado se impuso como uno de los pilares del mundo del arte. Pero lo que busco aquí es tanto una panorámica filosófica como una nómina de artistas entregados a la investigación -‐de connotaciones casi científicas-‐ de una esencia que permitiese al arte inmunizarse contra esa catástrofe de la autoidentidad, que la muerte del paradigma anunciaba como una posibilidad real. El que esta catástrofe llegase a ser percibida se debió ni más ni menos que al desconocimiento entonces existente de lo que era arte, y al error generado por la identificación de éste con una de sus muchas manifestaciones. De alguna forma, el arte moderno colaboró en la precipitación del fin del arte, tal y como lo he descrito. El arte perturbador se encuentra en algún lugar de este espectro, y gran parte de su paradoja estriba en que, por un lado, comparte en sus impulsos las sofisticaciones conceptuales que hacen del arte moderno un movimiento, mientras que, por otro, apunta hacia algo más primitivo. Y ese "algo" no es sino la necesidad de reconectar el arte con esos impulsos oscuros de los que habitualmente se piensa que proviene y que, con el transcurso del tiempo, ha terminado por sofocar. La suya es, en este caso, una postura regresiva, que asume la tarea de recobrar un tipo de arte de claras connotaciones mágicas -‐se trata ora de una magia profunda, que convierte en reales oscuras posibilidades; ora de una magia ilusoria, donde no sucede nada de lo que parece; o, incluso, de un mero repertorio de trucos, en lugar de la invocación de fuerzas extrañas, de un espacio distinto al que ocupamos y que se encuentra habitado por espíritus de las vastas profundidades-‐. El retorno a este principio, a este olvidado estado mental, exige la introducción de una comparación con un programa filosófico como el de Heidegger, quien veía toda la filosofía pos-‐socrática como una vasta desviación de un supuesto encuentro con el Ser, el cual fue escogido por el filósofo alemán para representar un orden totalmente diferente al establecido por las formas analíticas que caracterizaban las inscripciones filosóficas occidentales desde los tiempos antiguos. Estos extraños y encantadores trabajos trataban de poner al lector en contacto directo con realidades olvidadas.
Cuando, en el presente contexto, empleo una idea como la de lo mágico es para referirme a una serie de imágenes -‐bastante raras en la actualidad-‐, en virtud de las cuales el sujeto representado se introduce realmente en su imagen, de suerte que a los teóricos de la imagen -‐tales como los productores de iconos de Bizancio-‐ les era posible hablar de la presencia mística del santo en el icono. Ante esto, no cabe sino preguntarse por qué, en diferentes periodos de la historia del arte, ha existido tamaña controversia en torno a la producción de imágenes talladas; por qué, incluso, han existido movimientos iconoclastas. En verdad, tales episodios se explican como manifestaciones de una lucha contra el uso de poderes oscuros por parte de unos artistas que, al hacer la imagen de X, captan a X de la misma forma que los hombres pensaron capturar minotauros o unicornios. Es seguro que esta teoría de lo mágico participa de un género como el del retrato fúnebre y, por lo tanto, de su justificación, que no es otra que el deseo, de parte de los familiares, de obtener una buena imagen de la persona que se ha marchado, como si la muerte fuese mágicamente vencida mediante la preservación de la imagen de la persona. ¿De que otra forma se puede explicar si no el culto a las imágenes -‐que podría ser sancionado como acto de idolatría-‐ si no fuese porque el santo se encuentra literalmente en la imagen? ¿O los poderes que, tradicionalmente, se atribuyen a determinadas imágenes de la Virgen o del Sacri Bambini, encontradas a todo lo largo y ancho de la cristiandad? Aunque, tal y como he manifestado con anterioridad, Marcel Duchamp le añadió un bigote a la Mona Lisa, dicha acción la llevó a cabo sobre su reproducción en una postal, y no sobre el cuadro original. Pero no importa, ya que su imagen estaba presente en la postal, y la decisión de pintarle un bigote conllevaba, por tanto, un gesto perturbador, casi vandálico. Contra el poder de capturar imágenes, la simple habilidad de representarlas e imitarlas no resulta en exceso interesante, en el sentido en que se limita a poner en práctica una serie de trucos del tipo de los dominados por los ilusionistas, cuya única razón de ser es la de engañar el ojo. Una vez que hemos sido capaces de percibir estatuas que contenían su referente real -‐es decir, estatuas en las que es el parecido el que determina la forma, y no la forma la que determina la realidad-‐, el arte pierde cierto poder, demostrándose así que nuestro acercamiento al mismo se ha producido, en la mayoría de las ocasiones, a través de este sentimiento de pérdida -‐aunque, a decir verdad, ésta es sólo una de las definiciones descubiertas por la liberalización filosófica de la historia del arte-‐. En cualquier caso, el arte perturbador constituye un esfuerzo evidente por conectar con esta forma mágica de pensar que, aunque perceptible en algunos de los elegantes experimentos de Johns, fue abandonada hace mucho tiempo. Y mi parecer al respecto es que el poder -‐o, en su defecto, la creencia que los artistas poseían de su existencia-‐ era uno de los aspectos que los filósofos más temieron cuando abordaron, en tanto que cuestión teórica, el carácter efímero del arte. Llegados a este punto, es mi intención proponer que esta temprana y mágica teoría de las artes -‐confirmada por los movimientos iconoclastas bizantino y holandés-‐ viene a corroborar, a su vez, una teoría acerca de la representación teatral, desarrollada por Nietzsche en una célebre y bella reflexión. En la misma, el filósofo alemán sostiene que la tragedia clásica tiene su origen y evolución en los rituales dionisiacos, y que, entre sus características fundamentales, aquella que mejor la define es la inserción de una cierta distancia entre los espectadores -‐que, en sí mimos, suponen una evolución de los celebrantes-‐ y su objeto de
contemplación. En el transcurso del ritual, el clímax acontecía en el momento en el que el propio dios se hacía presente y en el que, por esta mima razón, la obra teatral se convertía en una suerte de trasunto civilizado de este hecho. Los medios por los cuales el dios era convocado eran orgiásticos; de lo cual se infiere que el ritual dionisiaco constituía una celebración oscura, un intervalo frenético en el que todo lo que una persona civilizada encontraba repugnante se hacía posible y hallaba una justificación, una excusa: todo lo que allí sucedía resultaba, ciertamente, espantoso y -‐por así decirlo-‐ perturbador, pero, en descarga suya, se puede decir que estaba realizado en pos de un instante epifánico. En el momento en que éste sucedía, los celebrantes, con el dios en el centro, se encontraban conectados mediante vínculos mágicos a él: todas las diferencias desaparecían en el éxtasis de la unión. Es, pues, este ritual el que fue restituido por la tragedia griega; aunque -‐importante es matizarlo-‐ no en un nivel religioso, sino artístico. Y, al hacerlo, operó una separación entre la imagen y la realidad que las teorías modernas de la imagen dieron siempre por sentada: el dios es representado por el actor, y éste no está poseído por un dios que se hace presente por medio de su carne y sangre. Nosotros ya no consideramos la acción que transcurre sobre la escena más que como una representación distanciada de una presencia lejana. Pero aún así, algo de la expectación de lo mágico tuvo que permanecer en la experiencia teatral de los tiempos antiguos, ya que, si atendemos a la explicación deslizada por Aristóteles en su extraña doctrina de la catarsis, se observará cómo algo muy profundo y semejante a lo acontecido en el ritual dionisiaco le ocurre al público que, durante la representación, recibe una especie de purga mística. Es razonable suponer que la gente, más que para gozar del espectáculo y pasarlo bien, iba al teatro para que algo así sucediera. Y, en este mismo orden de cosas, ¿quién sabe qué clase de asociaciones con la magia profunda pueden ser tejidas con los hábitos y actitudes de los aficionados al teatro en nuestros días?. Ya que, hasta el momento, he sido implacablemente especulativo, déjenme ahora dibujar un contraste entre el público del teatro y el del cine. Así, se puede afirmar que, en el teatro -‐y siempre que Nietzsche esté en lo correcto-‐, nos encontramos con una compleja transformación sacada del recinto sagrado en el que originalmente se realizaba, en virtud de la cual el hierofante se convierte en el actor trágico y los celebrantes en el público. Además, en dicha transformación, en lugar de asistir a la aparición física de un dios que, al poseer al actor, eliminaba cualquier contraste con la realidad, nos enfrentamos con un tipo de aparición que, por el contrario, sí que establece un marcado contraste con ella. Curiosamente, nos encontramos ante los dos significados que el verbo inglés to appear posee en la actualidad: de un lado, el de "aparecer" -‐ante la noticia de que el Presidente "apareció" en el baile inaugural, nadie se atrevería afirmar que nunca estuvo allí, ya que físicamente se encontraba allí-‐; y, de otro, el de "parecer" -‐podemos decir, en este sentido, que alguien "parecía" amar a otra persona, cuando realmente no era así-‐. En esta segunda acepción, la ilusión juega un importante papel; en la primera, no. Sin embargo, la sala de cine es el resultado de una evolución que tiene su origen en un artilugio óptico: la camera obscura -‐esto es, un caja cuya función era arrebatar las apariencias de un entorno físico cualquiera para, con posterioridad, y por medio de una abertura, proyectarlas en la pared situada enfrente de la misma-‐. Los principios de la camera obscura eran conocidos por Aristóteles, pero no fue hasta mitad del siglo
XIX cuando, en las ferias y carruseles playeros, comenzaron a surgir cajas lo suficientemente grandes como para acomodar a un número considerable de espectadores. Al mirar en el interior de las cajas, el espectador se topaba con imágenes sustraídas de sus correspondientes realidades: olas rompiendo sobre la playa, figuras con ropas empapadas dentro sus casetas. Y esto conllevaba, de manera inevitable, diversas connotaciones referidas a la naturaleza mágica de aquellas proyecciones, tal y como se puede constatar en las reflexiones que, acerca de la linterna mágica, fueron vertidas por la figura del narrador al comienzo de Los caminos de Swann, de Marcel Proust. Las imágenes, por supuesto, eran efímeras hasta que Fox Talbot consiguió capturarlas con la ayuda química del yoduro de plata y el sulfato de sodio. La camera obscura posee, en suma, una doble y fascinante historia: de un lado, su expansión a través de la sala de proyección cinematográfica, y, otro, su compresión en la cámara fotográfica de los turistas, ataviados con canotiés en diferentes escenarios naturales del mundo, y retratándose los unos a los otros. Es como si existiera una conexión intrínseca entre el medio cinematográfico y su lugar de exhibición. He abreviado notablemente este último tramo de mi exposición, obviando numerosos descubrimientos que se hicieron en pos del perfeccionamiento de las imágenes móviles, pero mi interés era, fundamentalmente, poner de manifiesto cómo los cines tienen un origen muy diferente del de los teatros. Esta diferencia en sus respectivos orígenes que evidencian ambos espacios se refleja, igualmente, en el distinto comportamiento del que hacen gala los espectadores de cine y los de teatro: nos vestimos elegantemente para ir tanto al teatro como a la iglesia; pero no es este mismo espíritu ceremonial y de celebración en el que preside la asistencia al cine. Entramos en una sala cinemaográfica de un modo casual, y ver una película -‐salvo para solemnes especialistas como los de Cahiers du Cinema-‐ se suele considerar como una mera distracción, incluso cuando existen películas profundas, obras teatrales triviales y óperas absurdas. El público de cine no proviene de la transformación de una congregación. Su antepasado es la multitud turística que busca un respiro de la prensa encargada de reflejar la realidad diaria más que las estrategias encaminadas al encuentro con una realidad superior. Se puede, incluso, comer viendo una película; algo que, sin embargo, en el teatro, está mal visto. Hay que resistirse, por tanto, a la tentación de tratar las películas y las obras de teatro como pertenecientes al mismo género, como si el hecho de que ambas fueran vistas en una sala y ante un público las igualase y confundiese. El que ve una película continuará siendo siempre un individuo incluso cuando lo hace en compañía de otras personas, mientras que, en el caso opuesto, el espectador de teatro se comportará siempre como parte de un público, pese a que se encuentre solo en la sala. Una diferencia tan crucial como ésta resulta fortalecida por la aparición del vídeo, y, aunque, en ocasiones, los espectadores domésticos comenten que prefieren la experiencia del cine, dicha preferencia obedece, con total seguridad, a cuestiones tales como la del tamaño de la pantalla y los avances técnicos en la proyección -‐todavía no disponibles en el hogar-‐ o, incluso, a su deseo de salir de casa y habitar un espacio distinto al doméstico. A estas alturas, me encuentro en disposición de afirmar que el arte perturbador pertenece a ese tipo de público del que el teatro supone una evolución, y que, por tanto, a través del mismo se retrocede a una relación más primitiva entre el actor y los celebrantes. El artista perturbador busca la transformación de su público en
algo pre-‐teatral, en una presencia corpórea que se relaciona con el artista de una forma más mágica y transmutadora que la definida por las convenciones que interactúan en el teatro. Y el modo en que pretende y logra conseguir esto es mediante la transformación de su persona; transformación la cual consiste en despojarse de la atmósfera protectora que garantiza la distancia teatral, obrando así una conexión directa con la realidad. En cierto modo, el artista perturbador se sacrifica de tal modo que, siempre que resulta poseído por algo extraño, el público que lo contempla puede llegar -‐aunque sólo sea por un minuto-‐ a ser transformado. Su trabajo, en resumen, es una empresa consistente en devolver al arte algo de esa sustancia mágica que fue destilada cuando el arte se hizo arte. Qué duda cabe que todo esto podría acabar, simplemente, en una explosión de risa. Gobernados por nuestras mentes racionales, tendemos a desacreditar cualquiera de las teorías que pudieran justificar un comportamiento del artista como el descrito previamente. Pero existe un componente subracional en cada una de nuestras mentes que pudo ser alcanzado por el arte en algún momento, y cuyo renovado protagonismo -‐véanse, por ejemplo, los casos del surrealismo y de Dadá-‐ es el que se evidencia en el arte perturbador. Tal hecho viene a poner de manifiesto lo que realmente nos impacta en el hecho de la perturbación y el porqué de la necesidad de la palabra para fijarlo. De hecho, no es la perturbación común -‐esto es, ese tipo de perturbación en la que lo impactante y terrible constituyen tan sólo un medio para la consecución de un fin-‐ aquélla con la que estamos tratando, sino, más bien, esa otra clase de perturbación proveniente de la confusa (sub)percepción de que una parte profunda de nuestro ser -‐una la cual se refiere a nuestros niveles más recónditos de civilización-‐ ha quedado afectada. Si hacemos caso a Nietzsche, la civilización griega debió de haberse alejado de este concepto de perturbación. De ahí que nos resulte imposible ponderar lo que seríamos capaces de hacer ante la llamada del artista perturbador: es el sentimiento de peligro que él insinúa el que, a buen seguro, se habría podido sentir al cruzar los terroríficos límites del recinto de Dioniso. Hace varios años, hubo un bien intencionado y, en muchos aspectos, exitoso intento de reponer, en la Brooklyn Academy of Music, Victoria sobre el sol, de Mavelick. Aunque la reconstrucción era muy fiel, adolecía, sin embargo -‐y a causa, precisamente, de esa fidelidad-‐, de la posibilidad de ese contacto directo con el público que Mavelick pretendía. El resultado final fue como mirar, a través de un escaparate, una serie de dinosaurios electrónicos y en movimiento, construidos, con sumo cariño, para la educación de unos espectadores que se preguntaban cómo serían esos mismos acontecimientos cuando los dinosaurios dominaban la tierra. El hecho de que esta representación no funcionara se debió, en gran parte, a que su escenificación consistió en idear una reliquia, dada a contemplar a un público que acudía a examinarla con la curiosidad de un anticuario y con un sentido del deber fundamentalmente estético. En cierto modo, la inocencia y desesperanza que se desprendían de la misma se pueden comparar con las conexiones que Nietzsche estableció entre el teatro clásico y el frenesí original que aquél trató de detener mediante la interposición de la distancia artística. Es este distanciamiento el que, de hecho, el arte perturbador trata de eliminar. He de reconocer que no disfruto con el arte perturbador, quizás porque me encuentro fuera de él y lo veo como algo patético y fútil. Y aún así soy consciente de que existe un innegable atractivo en la concepción del artista como una
especie de sacerdote en un antiguo ritual, y del arte en sí como una intervención milagrosa -‐tanto, que resulta muy difícil ignorar el valor de un artista que asume esta aterradora misión-‐. Nietzsche tuvo que entrever ese valor en Wagner, y esperaba que Bayreuth recreara las sublimaciones pre-‐teatrales de Grecia y activara elementos de la psique sofocados por la razón. Pero esta recreación -‐como es de todos sabido-‐ demostró no ser más que eso... una simple recreación. Bayreuth desilusionó profundamente a Nietzsche, al igual que lo hubiera hecho cualquiera que hubiera sostenido esas inverosímiles ideas. Si Richard Wagner fue incapaz de exteriorizarlas, tampoco me atrevo a decir que Laurie Anderson pudiera hacerlo. Aunque -‐todo sea dicho-‐ la posibilidad de que así fuera es demasiado tentadora como para que la misma desaparezca del horizonte de nuestra ambición. El arte perturbador -‐dando por supuesto que mi construcción hegeliana de la historia sea correcta-‐ camina, en cualquier caso, contra la corriente histórica, aunque nos recuerde la fuente de la que esta empresa cada vez más filosófica surgió. (Traducción: Pedro A. Cruz Sánchez y Alondra López Bentley). Este texto aparecerá en Pedro A. Cruz Sánchez y Miguel Á. Hernández-‐Navarro (Eds.): Cartografías del Cuerpo. La dimensión corporal en el arte contemporáneo. Murcia: Cendeac, 2004.