Arte y perturbación_Arthur Danto

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Arte y perturbación Arthur C Danto En 1984, Noel Carroll me invitó a participar en un simposio sobre géneros de arte no convencionales, que se exhibían en la galería vanguardista The Kitchen. El tipo de género que él tenía en mente se encontraba ejemplificado por prácticas como el vídeo, la ópera y la performance. Ésta última me había provocado siempre cierta intriga, en la medida en que abarcaba pintura y teatro y, por lo tanto, se mostraba en galerías, aunque con la participación activa del público. Ofrezco este ensayo como un intento de estudio de una crisis como la actual, frente a la cual la modernidad aparece como una respuesta; aunque una respuesta que por decirlo de alguna manera se remonta a los más nebulosos orígenes del arte, en lugar de avanzar hasta el punto en que se produce su transfiguración filosófica. Por lo tanto, en el presente ensayo se parte de las especulaciones históricas volcadas en mi artículo "El fin del arte", y se prepara el terreno para aquéllas otras volcadas en "Arte, evolución y la conciencia de la historia. Este ensayo apareció en "Formations", en el invierno de 1985. A fines del siglo XIX, la labor de redefinir la pintura desde dentro se convirtió en una cuestión de tal urgencia que, con el transcurso del siglo XX, llegó a constituir el motivo fundamental no sólo de la propia pintura, sino del arte como tal. En "El fin del arte", intenté realizar una lectura de la historia de la pintura desde el Renacimiento hasta ese momento crucial dominado por las tecnologías de la ilusión, por la producción de equivalencias perceptuales para todas aquellas experiencias que las apariencias de las cosas provocaban en el espectador incluso los impresionistas continuaron con este proyecto colectivo y, en suma, por esa crisis de la redefinición que atribuyo al hecho de haber sido reconocido que, a la hora de acometerse la representación de este ámbito de las apariencias, había surgido una nueva tecnología que disponía de un abanico de posibilidades jamás soñado por la pintura tengo en mente, en este momento, aquellas imágenes en movimiento que permitían la representación de relatos de una forma completamente vetada para la pintura. Está claro, pues, que, ante un panorama como el descrito, la pintura tenía dos posibilidades: o bien redefinirse, o bien quedar colapsada como una actividad secundaria, limitada al suministro de decoraciones e ilustraciones y, por lo tanto, incapaz de ocupar nunca más una posición de fuerza tal que le permitiese operar una transformación de la conciencia semejante a la imaginada por el vulgo parisino, cuando le pidió a David que pintara la muerte de Marat. La pintura respondió a este reto de manera tan heroica, que ocasiono serias perturbaciones a lo largo de aquellas fronteras cuya constitución había permanecido durante tanto tiempo inalterada, que ya se había aceptado como algo natural. Me refiero, en primer lugar, a las fronteras que separaban las diferentes formas de arte (la pintura de la poesía, el teatro de la danza, la música de la escultura), y, en segundo, a la frontera que separaba el arte de la filosofía en dos caminos divergentes: uno hacia la filosofía, y el otro hacia la vida. Es esta la causa por la que, en el siglo XX, la historia del arte ha sido una historia de transformaciones y revoluciones de la misma noción de arte, cuya forma ha sido la de una guerrilla conceptual tan intensa y a fecha de hoy, todavía sin resolver que el ámbito de la alta cultura se puede caracterizar como una tierra de nadie en la que el arte se muestra como una experiencia inestable, que debe su continuada existencia a la memoria de todas

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del libro Cartografías del Cuerpo

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Arte y perturbación Arthur C Danto  En  1984,  Noel  Carroll  me  invitó  a  participar  en  un  simposio  sobre  géneros  de  arte  no  convencionales,  que  se  exhibían  en  la  galería  vanguardista  The  Kitchen.  El  tipo  de  género  que  él  tenía  en  mente  se  encontraba  ejemplificado  por  prácticas  como  el  vídeo,  la  ópera  y  la  performance.  Ésta  última  me  había  provocado  siempre  cierta  intriga,  en  la  medida  en  que  abarcaba  pintura  y  teatro  y,  por  lo  tanto,  se  mostraba  en  galerías,  aunque  con  la  participación  activa  del  público.  Ofrezco  este  ensayo  como  un  intento  de  estudio  de  una  crisis  como  la  actual,  frente  a  la  cual  la  modernidad  aparece  como  una  respuesta;  aunque  una  respuesta  que  -­‐por  decirlo  de  alguna  manera-­‐  se  remonta  a  los  más  nebulosos  orígenes  del  arte,  en  lugar  de  avanzar  hasta  el  punto  en  que  se  produce  su  transfiguración  filosófica.  Por  lo  tanto,  en  el  presente  ensayo  se  parte  de  las  especulaciones  históricas  volcadas  en  mi  artículo  "El  fin  del  arte",  y  se  prepara  el  terreno  para  aquéllas  otras  volcadas  en  "Arte,  evolución  y  la  conciencia  de  la  historia.  Este  ensayo  apareció  en  "Formations",  en  el  invierno  de  1985.  A  fines  del  siglo  XIX,  la  labor  de  redefinir  la  pintura  desde  dentro  se  convirtió  en  una  cuestión  de  tal  urgencia  que,  con  el  transcurso  del  siglo  XX,  llegó  a  constituir  el  motivo  fundamental  no  sólo  de  la  propia  pintura,  sino  del  arte  como  tal.  En  "El  fin  del  arte",  intenté  realizar  una  lectura  de  la  historia  de  la  pintura  desde  el  Renacimiento  hasta  ese  momento  crucial  dominado  por  las  tecnologías  de  la  ilusión,  por  la  producción  de  equivalencias  perceptuales  para  todas  aquellas  experiencias  que  las  apariencias  de  las  cosas  provocaban  en  el  espectador  -­‐incluso  los  impresionistas  continuaron  con  este  proyecto  colectivo-­‐  y,  en  suma,  por  esa  crisis  de  la  redefinición  que  atribuyo  al  hecho  de  haber  sido  reconocido  que,  a  la  hora  de  acometerse  la  representación  de  este  ámbito  de  las  apariencias,  había  surgido  una  nueva  tecnología  que  disponía  de  un  abanico  de  posibilidades  jamás  soñado  por  la  pintura  -­‐tengo  en  mente,  en  este  momento,  aquellas  imágenes  en  movimiento  que  permitían  la  representación  de  relatos  de  una  forma  completamente  vetada  para  la  pintura-­‐.  Está  claro,  pues,  que,  ante  un  panorama  como  el  descrito,  la  pintura  tenía  dos  posibilidades:  o  bien  redefinirse,  o  bien  quedar  colapsada  como  una  actividad  secundaria,  limitada  al  suministro  de  decoraciones  e  ilustraciones  y,  por  lo  tanto,  incapaz  de  ocupar  nunca  más  una  posición  de  fuerza  tal  que  le  permitiese  operar  una  transformación  de  la  conciencia  semejante  a  la  imaginada  por  el  vulgo  parisino,  cuando  le  pidió  a  David  que  pintara  la  muerte  de  Marat.  La  pintura  respondió  a  este  reto  de  manera  tan  heroica,  que  ocasiono  serias  perturbaciones  a  lo  largo  de  aquellas  fronteras  cuya  constitución  había  permanecido  durante  tanto  tiempo  inalterada,  que  ya  se  había  aceptado  como  algo  natural.  Me  refiero,  en  primer  lugar,  a  las  fronteras  que  separaban  las  diferentes  formas  de  arte  (la  pintura  de  la  poesía,  el  teatro  de  la  danza,  la  música  de  la  escultura),  y,  en  segundo,  a  la  frontera  que  separaba  el  arte  de  la  filosofía  en  dos  caminos  divergentes:  uno  hacia  la  filosofía,  y  el  otro  hacia  la  vida.  Es  esta  la  causa  por  la  que,  en  el  siglo  XX,  la  historia  del  arte  ha  sido  una  historia  de  transformaciones  y  revoluciones  de  la  misma  noción  de  arte,  cuya  forma  ha  sido  la  de  una  guerrilla  conceptual  tan  intensa  -­‐  y  a  fecha  de  hoy,  todavía  sin  resolver-­‐  que  el  ámbito  de  la  alta  cultura  se  puede  caracterizar  como  una  tierra  de  nadie  en  la  que  el  arte  se  muestra  como  una  experiencia  inestable,  que  debe  su  continuada  existencia  a  la  memoria  de  todas  

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aquellas  fronteras  que  ya  nadie  puede  respetar.  Supongo  que  prácticas  artísticas  como  las  del  collage,  el  assemblage,  la  escultura  móvil  o  la  poesía  concreta  ejemplifican,  mejor  que  ningunas  otras,  los  tipos  de  realineamientos  internos  que  pueden  ser  realizados  sin  llegarse  a  cuestionar,  con  demasiada  profundidad,  las  arraigadas  fronteras  que  separan,  de  un  lado,  el  arte  de  su  propia  filosofía,  y,  de  otro,  el  arte  y  la  vida;  no  olvidando,  además,  que  ambas  fronteras  han  sido  asumidas  como  inseparables  por  parte  de  la  propia  filosofía.  De  ambas  separaciones,  aquella  que,  naturalmente,  más  me  ha  preocupado  ha  sido  la  primera,  ya  que  cualquier  inestabilidad  producida  en  su  línea  fronteriza  conduciría  a  un  replanteamiento  interno  de  la  filosofía.  Porque  si  a  ella  misma  le  resulta  imposible  distinguirse  de  uno  de  sus  géneros,  difícilmente  será  capaz,  en  algún  momento,  de  llegar  a  conocerse  en  sus  rasgos  esenciales.  Ciertamente,  tan  entrelazadas  se  encuentran  las  historias  de  la  filosofía  y  el  arte,  que  cualquier  autodefinición  de  filosofía  estará  supeditada  a  la  filosofía  del  arte.  En  el  presente  ensayo,  sin  embargo,  mi  principal  preocupación  se  dirige  hacia  la  extraordinaria  profusión  de  formas  de  arte  que,  como  si  de  arrabales  se  tratase,  han  surgido  en  los  márgenes  de  los  considerados  como  límites  del  arte.  Dichas  formas  de  arte  parecen,  a  simple  vista,  estar  esforzándose  en  ampliar  estos  límites,  para  colonizar,  con  el  arma  del  arte,  lo  que  podríase  denominar  como  la  Cisjordania  de  la  vida.  Además,  las  mismas  se  encuentran  marcadas  por  una  curiosa  naturaleza  efímera  e  indefinida,  y  constituyen  el  núcleo  de  lo  que  ahora  en  adelante  denominaré  como  artes  de  la  perturbación.  El  término,  en  este  caso,  alude  a  su  rima  natural  en  inglés,  ya  que  la  masturbación  constituye  una  actividad  que  abarca  una  frontera  similar,  en  la  que  ciertas  imágenes  y  fantasías  producen  efectos  externos  -­‐se  trata,  concretamente,  de  imágenes  cargadas  en  el  clímax  de  orgasmos  reales  y  que  inducen  a  una  disminución  de  la  tensión  real  existente.  Y,  de  alguna  manera,  son  este  tipo  de  efectos  los  que  el  arte  pretende  conseguir,  a  fin  de  producir  un  espasmo  existencial  mediante  la  intervención  de  imágenes  en  la  vida.  Pero  el  término  posee,  igualmente,  otras  connotaciones  como  las  del  disturbio,  ya  que  estas  diferentes  artes  acarrean,  frecuentemente  -­‐y  en  consonancia  con  su  ejecución  improvisada  y  desarrapada-­‐,  una  cierta  amenaza  que  lleva  implícita  la  promesa  del  peligro  y  que  compromete  la  realidad  de  una  forma  que  ni  las  artes  más  tradicionales  ni  sus  descendientes  son  capaces  de  lograr.  Es,  quizás,  por  esta  razón,  que  una  de  las  reacciones  espontáneas  al  arte  perturbador  sea  desarmarlo  mediante  el  cooperativismo,  es  decir,  mediante  su  incorporación  inmediata  a  las  frías  instituciones  del  mundo  del  arte,  donde  será  presentado  inofensivo  y  distante  de  las  formas  de  vida  que  querían  ser  exploradas.  Esto  hace  del  museo  y  del  teatro  vanguardista  reductos  de  la  civilización;  un  factor  a  tener  presente  cuando  se  los  acusa  de  modernos.  Déjenme  empezar,  en  cualquier  caso,  dibujando  un  contraste  entre  el  "arte  perturbador"  propiamente  dicho  y  aquél  que  perturba  en  el  sentido  tradicional  -­‐es  decir,  en  ese  sentido  en  el  que  siempre  había  un  camino  abierto  para  que  fuera  arte,  como,  por  ejemplo,  el  consistente  en  representar  cosas  perturbadoras  por  medio,  incluso,  de  procedimientos  perturbadores-­‐.  Difícilmente,  se  pueden  encontrar  hoy  imágenes  más  perturbadoras  que  las  mostradas  por  Leon  Golub,  en  sus  últimas  pinturas  presentadas  en  la  Whitney  Biennial,  las  cuales  hacían  parecer  al  resto  de  las  pinturas  exhibidas  en  aquellas  galerías  como  meros  juguetes.  Estas  pinturas  consistían  en  grandes  lienzos  sin  enmarcar,  en  forma  de  

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pancartas,  en  los  que  Golub  representaba  a  terroristas  y  torturadores,  actuando  sobre  sus  víctimas  atadas  y  encapuchadas,  o  en  actitudes  íntimas  con  sus  novias,  reducidas  a  objetos  sexuales  en  un  modo  que  no  podía  sino  recordar  la  también  reducción  a  meros  objetos  de  aquellas  personas  que  tenían  en  su  poder.  Golub  sitúa  al  espectador  en  el  mismo  espacio  que  estos  monstruos,  le  insta  a  entrar  en  él  y  a  dirigirse  a  ellos  como  si  se  tratara  de  un  fotógrafo  que  les  pide  una  sonrisa,  un  gesto  bonito,  que  digan,  incluso,  "patata"  -­‐y  ellos,  en  ese  momento,  se  vuelven  hacia  la  cámara,  y  posan,  hacen  el  tonto  y  juegan,  y  puede  que,  con  posterioridad,  les  soliciten  una  copia  para  mandarla  a  casa,  al  mismo  tiempo  que  el  flash  ilumina  la  agonía  que  se  adueña  de  los  garajes  sofocantes  y  los  almacenes  en  los  cuales  llevan  a  cabo  sus  inhumanas  atrocidades-­‐.  A  diferencia  de  las  pinturas  encargadas  de  mostrar  los  martirios  del  cristianismo  -­‐en  las  cuales,  el  sufrimiento  se  hace  vívido  debido  a  su  arraigo  en  la  ética  cristiana,  y  se  hace,  en  última  instancia,  perturbador  para  despertar  la  compasión  del  espectador  en  pos  de  su  propia  salvación-­‐,  esta  inhumanidad  queda  aquí  sin  redención  alguna.  Sin  duda  alguna,  este  diferente  comportamiento  por  parte  de  las  representaciones  cristianas  se  explica  por  el  hecho  de  que  las  crucifixiones  -­‐que  constituyen  una  parte  sustancial  del  arte  occidental-­‐  suelen  acabar  funcionando  como  meros  motivos  decorativos,  mientras  que  las  realidades  políticas  simbolizadas  por  las  pinturas  de  Golub  no  obtendrán  redención  en  ninguno  de  los  propósitos  para  los  que  se  las  quiera  utilizar.  Aunque  obligado  es  decir  que  mi  interés  aquí  reside,  sobre  todo,  en  enfatizar  que  éstas  resultan  perturbardoras  tanto  por  el  tema  tratado  como  por  la  forma  en  que  es  tratado  -­‐  pero  no  más  perturbadoras,  por  ejemplo,  que  el  Rey  Lear  o  Edipo  rey.  Y  la  prueba  de  ello  es  que  nosotros  las  observamos  en  una  pulcra  galería,  rodeados  por  la  elite  artística,  aliviados  por  el  hecho  de  que  tales  y  horribles  visiones  están  contenidas  y  que  producen  un  consuelo  compensatorio  semejante  al  que,  supongo,  experimenta  un  niño  cuando  escucha  a  su  madre  contar  cuentos  tradicionales  sobre  cosas  terribles,  mientras  se  encuentra  acostado  en  su  cama  caliente  con  sus  peluches  y  el  chocolate  al  alcance  de  la  mano:  el  horror  de  las  cosas  narradas  aumenta  la  seguridad  que  siente;  circunstancia  la  cual  puede  explicar  la  eterna  popularidad  de  los  cuentos  de  hadas  y,  quizás,  de  las  películas  de  terror  que  vemos,  ya  que  necesitamos  convencernos  de  la  seguridad  de  nuestras  vidas.  El  distanciamiento  que  efectuamos  con  respecto  a  las  obras  de  Golub  es  exactamente  igual,  en  la  medida  en  que  sus  obras  son  pinturas  enmarcadas  por  las  comodidades  del  mundo  del  arte,  y  cuya  función  no  es  otra  que  resaltar  una  vida  cuyos  placeres  básicos  se  encargan  de  subrayar:  nos  podemos  acordar  de  enviar  un  cheque  a  Amnistía  Internacional,  al  mismo  tiempo  que  contemplamos  las  confecciones  de  Nancy  Graves  o  las  confusas  construcciones  de  Jonathan  Borofsky.  En  su  modo  sacramental,  el  arte  perturbador  pone  a  distancia  las  realidades  perturbadoras  y,  al  hacerlo,  libera  una  de  las  funciones  para  las  que  el  arte  fue  inventado.  Esto  no  es  lo  que  para  mí  significa  arte  perturbador,  sino,  muy  al  contrario,  minar  esta  función.  Golub  se  encuentra  sujeto  todavía  por  las  convenciones  artísticas,  de  tal  modo  que  sus  pretendidos  gritos  terminan  por  convertirse  en  arias.  Se  puede  hablar,  por  tanto,  de  perturbación  en  el  sentido  estricto  del  término  cuando  las  fronteras  que  separan  el  arte  y  la  vida  se  traspasan  de  una  forma  que  no  se  puede  lograr  mediante  la  mera  representación  de  las  cosas  perturbadoras,  ya  que  son  representaciones  y  se  responde  a  ellas  como  tal.  Es  esta  la  razón  por  la  que  la  realidad  debe  ser,  de  algún  modo,  un  componente  verdadero  del  arte  

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perturbador  y  ha  de  funcionar,  en  líneas  generales,  como  una  realidad  en  sí  misma  perturbadora:  obscenidad,  desnudos,  sangre,  haces,  mutilación,  peligro  real,  auténtico  dolor  y  posibilidad  de  morir.  Y  estas  realidades  han  de  ser  siempre  partes  integrantes  -­‐y  no  sólo  experiencias  adjuntas  a  su  producción  o  recepción-­‐  del  arte,  tal  y  como  sucede  cuando  el  andamio  que  sostiene  a  los  escayolistas  se  derrumba,  el  pintor  se  cae  de  la  escalera,  un  artista  muere  a  causa  del  envenenamiento  de  su  sangre,  o  un  peatón  muere  como  consecuencia  de  un  fragmento  desprendido  del  andamiaje.  Siempre  me  ha  transmitido  una  cierta  inspiración  filosófica  el  trabajo  de  Jasper  Johns,  especialmente  por  la  explotación  que  hace  de  una  clase  de  imágenes  que  se  convierten,  de  manera  inmediata,  en  lo  que  representan  y  que,  consiguientemente,  conllevan  el  borrado  de  la  línea  encargada  de  separar  la  realidad  y  su  representación.  Una  imagen  de  un  número,  por  ejemplo,  es  un  número,  como  una  imagen  de  un  mapa  es  un  mapa.  No  se  puede  representar  debidamente  la  realidad  sin  reproducirla.  Estos  casos  -­‐banderas,  letras,  emblemas-­‐  parecen  ser  exactamente  lo  que  Platón  tenía  en  mente  cuando  hablaba  de  la  representaciones  miméticas  como  una  categoría:  las  palabras  que  dice  un  actor,  por  ejemplo,  representan  y  son,  al  mismo  tiempo  las  palabras  que  dice  el  personaje,  de  modo  que  el  diálogo  representa  mediante  representaciones.  Puesto  que  las  palabras  pronunciadas  por  el  actor  son  palabras  reales,  el  diálogo  de  la  obra  pone  en  escena  una  conversación  real;  de  donde  se  comprende  que  Platón  pensara  que  la  mimesis  era  una  forma  muy  peligrosa  de  representación  -­‐ya  que  los  actores  debían  ser  los  guardianes  de  la  educación  que  él  estaba  diseñando-­‐  y  de  que  mostrara  preocupación  por  las  consecuencias  que  podía  arrastrar  el  hecho  de  que  se  pusieran  palabras  en  sus  bocas  que  no  fueran  buenas.  Johns  usa  algunos  de  los  mecanismos  del  arte  perturbador  como  lo  hace  el  arte  elevado;  y  esto  debido  a  que  la  realidad  con  la  que  él  trata  no  es  la  realidad  perturbadora  del  tipo  de  la  que  Platón  trataba  ansiosamente  de  excluir  de  la  representación  dramática.  En  relación  con  lo  obsceno,  se  puede  afirmar  que  algo  parecido  a  la  superstición  platónica  permanece  o  ha  permanecido  hasta  muy  recientemente.  Era  generalmente  aceptado  que  uno  no  podía  mencionar  una  obscenidad  sin  que,  en  este  acto,  se  hiciera  uso  de  la  obscenidad  misma.  La  obscenidad  era  un  tipo  de  disolvente  que  roía  las  formas  de  referencia  o  de  presentación,  haciendo  que  la  mera  imitación  de  la  obscenidad  fuera  condenada.  No  había  una  distancia  permitida  del  tipo  de  la  que,  desde  hace  tiempo,  ha  sido  insinuada  en  las  representaciones  dramáticas,  separando  las  palabras  dichas  por  el  actor  de  las  dichas  por  el  personaje,  hasta  cuando  eran  fonéticamente  idénticas.  En  este  sentido,  la  obscenidad  se  convierte  en  perturbadora:  su  uso  borra  la  línea  de  separación  entre  la  realidad  y  su  imitación,  y  -­‐si  como  así  sucede-­‐  el  arte  es  perturbador  es  porque  la  realidad  que  libera  es  en  sí  misma  perturbadora.  La  famosa  primera  línea  de  Ubu  Roi,  de  Alfred  Jarry,  explotó  en  la  realidad  cuando  el  actor  que  se  hallaba  ante  el  público  dijo:  "¡Merdre¡".  Por  supuesto,  "Merdre"  no  es  la  misma  palabra  que  su  sonido  parece  evocar  -­‐"Merde"-­‐,  pero  suena  igual,  y  una  palabra  semejante  no  estaba  permitida  en  el  vocabulario  escénico  de  aquel  tiempo:  no  podía  ser  utilizada  en  una  representación  porque  tenía  que  ser  real,  y  "merdre"  era,  de  hecho,  como  una  cerilla  en  la  fábrica  de  gas,  causando  un  disturbio  y  fundiendo  la  obra  con  la  audiencia,  que  es  lo  que  el  arte  perturbador  pretendía  hacer  desde  un  principio.  

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Desde  mi  punto  de  vista  -­‐y  pese  a  las  continuas  trivializaciones  a  las  que  ha  sido  sometida-­‐,  el  paradigma  de  este  arte  es  la  famosa  y  escalofriante  acción  de  Chris  Burden,  Deadman  (1982),  en  la  cual  el  artista  se  introdujo  en  un  saco  que,  a  continuación,  fue  colocado  en  una  autopista  de  California  -­‐un  juego  a  todas  luces  mortal-­‐.  Burden,  de  hecho,  pudo  haber  muerto,  y  el  saber  que  tal  posibilidad  podía  acontecer  significaba  que  la  misma  formaba  parte  del  trabajo  y  era  una  respuesta  a  él.  Finalmente,  no  sucedió  nada,  pero  podía  haber  pasado  -­‐y  ello  sin  que  se  hubieran  violado  los  límites  de  la  obra,  ya  que  ésta  incorporaba  tal  posibilidad  como  parte  de  su  esencia-­‐.  Ante  esta  acción,  nos  encontramos  con  una  situación  semejante  a  la  que  se  produciría  si,  en  una  futura  Bienal,  se  expusiera  una  obra  llamada  "Bomba",  con  el  añadido  de  que  público,  curators  y  artista  fueran  sabedores  de  que  ésta  podía  estallar  en  cualquier  momento.  Una  experiencia  de  esta  índole  ilustraría,  perfectamente,  la  intención  de  Vito  Acconci  de  crear  un  espacio  en  el  que  el  público  participara  de  lo  que  él  estaba  haciendo.  A  sabiendas  que  la  bomba  estaba  allí,  cualquiera  tendría  que  tomar  la  decisión  existencial  de  visitar  o  no  la  exposición.  La  pregunta,  en  este  caso,  no  hubiera  sido:  "¿vamos  dando  un  paseo  al  Whitney  o  nos  quedamos  en  casa  leyendo?",  sino,  más  bien,  de  esta  índole:  "¿jugamos  a  la  ruleta  rusa?  ¿Hacemos  el  amor  sin  anticonceptivos?  ¿Nos  enfrentamos  con  dos  coches  a  alta  velocidad  y  vemos  quién  se  desvía  primero?  Y,  huelga  decirlo,  habitualmente,  nuestra  relación  con  el  arte  no  es  de  este  tipo:  nos  encontramos,  por  tanto,  en  un  espacio  artístico  muy  diferente  a  cualquiera  que  la  filosofía  del  arte  nos  haya  legado  como  una  de  las  posibilidades  del  arte  o  de  algo  que  sea  relativo  al  mismo.  En  comparación  con  esto,  Ubu  Roi  parece  retrospectivamente  inocente;  al  igual  que  sucede  con  el  pobre  Rudolph  Schwartzkogler,  que  murió,  en  1969,  a  causa  de  las  mutilaciones  que  se  autoinfligió.  Schwartzkogler  no  parecía  saber  dónde  trazar  la  línea  que,  en  nombre  de  la  perturbación,  debía  de  ser  violada,  y  acabó  por  comportarse  de  forma  tonta.  Y  ello,  quizás,  debido  más  a  la  certeza  de  las  cosas  que  al  simple  riesgo,  como  era  el  caso  de  Chris  Burden.  Un  conocido  escultor  realizó  una  vez  un  trabajo  elaborado  con  pesadas  láminas  de  acero,  que  se  mantenían  en  un  equilibrio  precario  apoyándose  las  unas  en  las  otras.  El  espectador,  aún  con  el  riesgo  de  derrumbamiento,  debía  entrar  en  el  espacio  creado  por  ellas.  Y  tanto  se  tentó  la  suerte  que,  finalmente,  alguien  resultó  muerto.  Esto  sucedió  en  un  museo  visitado  por  colegiales,  con  el  fin  de  experimentar  el  arte.  Era  como  una  pistola  cargada,  y,  aunque  fuese  letal,  resultaba  perturbadora  porque,  implícito  en  la  experiencia,  se  hallaba  el  riesgo  de  que  el  visitante  pereciese  aplastado  en  cualquier  momento.  De  haber  sido  planteada  esta  obra  de  otra  manera,  la  reacción  hubiera  sido  de  indiferencia  hacia  lo  que  le  hubiera  podido  pasar  al  espectador,  desvaneciéndose,  por  tanto,  su  carácter  perturbador.  Los  presentes  constituyen,  qué  duda  cabe,  casos  extremos.  Su  capacidad  para  perturbar  estriba  en  la  relación  que  establecen  con  la  vida,  aunque,  de  igual  modo,  se  puede  constatar  la  existencia  de  obras  que  perturban  por  su  relación  con  el  arte,  en  una  manera  que  resultaba  imposible  en  los  tiempos  en  los  que  el  arte  se  consideraba  como  una  actividad  sagrada,  delicada  y  bella.  Palabras  como  las  de  Rimbaud  -­‐"una  tarde  senté  la  Belleza  en  mis  rodillas,  la  encontré  amarga  y  la  herí"-­‐  expresan  una  eventual  hostilidad  contra  la  belleza  y,  por  extensión,  contra  todas  aquellas  obras  que  se  definen  a  través  de  la  misma.  No  de  otra  manera  se  puede  explicar  el  que  Duchamp  le  dibujara  bigotes  a  la  Mona  Lisa  -­‐o  

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mejor  dicho,  a  sus  imágenes-­‐  o  que  Rauschenberg  borrara  un  dibujo  de  De  Kooning  -­‐el  cual  debía  de  ser  un  buen  dibujo  para  tener  el  efecto  deseado-­‐.  El  aura  del  peligro  y  del  riesgo  envuelve  siempre  este  extraño  dominio  de  la  expresión  artística,  ya  que  su  capacidad  de  impacto  radica  en  desconocer  lo  que  va  a  suceder,  en  rescindir  el  contrato  que  garantiza  nuestros  derechos  como  público.  El  artista,  en  consonancia  con  esta  nueva  situación  del  público,  tampoco  sabe  lo  que  le  sucederá.  La  inestabilidad  traza  frágiles  fronteras  que  el  arte  no-­‐perturbador  no  se  preocupa  de  cuestionar.  ¿Puede  el  artista  llegar  a  ser  apedreado,  golpeado,  desnudado?  Acciones  como  éstas  podrían  darse  sin  que  por  ello  se  violaran  las  reglas,  ya  que  un  arte  de  este  tipo  existe  para  poner  tales  reglas  en  suspenso.  Pero,  a  fin  de  cuentas,  no  pasaría  de  ser  un  parásito  de  las  mismas;  circunstancia  ésta  que  le  infunde  un  carácter  ciertamente  paradójico  y  lo  diferencia  del  arte  que  se  realiza  exclusivamente  para  perturbar,  como  es  el  caso  ya  citado  de  Golub  y  el  de  todas  aquellas  obras  que  provocan  efectos  reales  -­‐y,  por  esto  mismo,  ajenos  a  ella-­‐  del  tipo  de  los  ocasionados  por  J.  M.  Synge  en  el  Abbey  Theatre  de  Dublin  o,  para  tomar  un  caso  más  complejo,  del  de  todos  aquellos  artistas  que  se  valen  de  un  contenido  incendiario  en  sí  o  percibido  como  tal  y  que,  con  base  en  ello,  pueden  llegar  a  provocar  auténticos  disturbios.  Pienso,  por  ejemplo,  en  las  óperas  patrióticas  compuestas  por  Verdi  -­‐aunque  no  en  otras  como  Simon  Boccanegra  o  The  Playboy  of  the  Werstern  World,  de  Synge-­‐  como  muestras  de  arte  perturbador.  La  causa  que  se  halla  detrás  de  esta  diferenciación  es  que,  en  el  caso  del  Abbey  Theater,  era  el  público  quien  unilateralmente  salvaba  las  barreras,  convirtiéndose  -­‐sin  colaboración  premeditada  del  autor-­‐  en  parte  de  la  obra,  mientras  que  Verdi  -­‐quien,  por  otro  lado,  apenas  era  consciente  del  impacto  que  producirían  sus  obras-­‐  insistía,  sin  embargo,  en  que  su  trabajo  era  sólo  arte,  lo  que  le  permitió  realizar  una  proclama  política  sin  que  aquello  arrastrara  consecuencias  para  él.  Su  gesto  y  actitud  pueden  compararse  con  el  de  la  guerrilla,  que  acusa  a  sus  enemigos  de  bombardear  el  hospital  que,  contemporáneamente,  está  utilizando  como  arsenal:  ella  no  se  considera  moralmente  culpable  de  que  el  enemigo  cometa  la  atrocidad  de  bombardear  un  hospital  que,  con  independencia  del  uso  que  esté  recibiendo  coyunturalmente,  se  encuentra  señalado  como  tal.  Se  puede  afirmar,  por  el  contrario,  que,  en  el  arte  perturbador  sensu  stricto,  el  artista  no  se  refugia  detrás  de  ninguna  convención  o  falsa  apariencia:  al  revés,  abre  un  espacio  que  las  convenciones  preservaban  cerrado.  Déjenme  volver,  en  este  punto,  a  un  momento  culturalmente  traumático  como  el  que  se  inauguró  a  consecuencia  del  derrumbamiento  del  paradigma  renacentista.  Durante  el  mismo,  se  abrió  un  amplio  espectro  de  respuestas  desde  el  seno  del  arte.  De  un  lado  -­‐tal  y  como  traté  de  demostrar  en  "El  fin  del  arte"-­‐,  el  arte  contempló  fundirse  con  su  propia  filosofía,  convirtiendo  en  su  principal  prioridad  la  determinación  de  su  propia  esencia.  El  arte  conceptual  apareció,  en  este  sentido,  como  un  esfuerzo  errado  en  el  proceso  de  consecución  de  este  programa.  Por  otra  parte,  se  encontraban  las  diferentes  iniciativas  que,  bajo  el  paraguas  del  esencialismo,  escenificaban  la  búsqueda  alquimista  de  un  arte  puro  resultado  del  abandono  de  todos  aquellos  rasgos  y  factores  heredados  del  paradigma  renacentista.  En  este  caso,  nos  encontramos  con  una  abstracción  genérica  que,  con  relación  al  referente  renacentista,  se  comportaba  desarrollando  una  estrategia  de  sustracción,  es  decir,  mediante  el  borrado  de  todo  aquello  que  originó  el  derrumbamiento  de  aquél:  las  imágenes  de  la  

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realidad  perceptiva.  Otras  reacciones  dentro  del  mismo  espíritu,  aunque  menos  crudas  conceptualmente  hablando,  llevaron  a  sostener  que  la  pintura  (producto)  es  pintura  (proceso);  idea  la  cual  constituye,  en  gran  medida,  el  núcleo  principal  de  la  filosofía  esgrimida  para  legitimar  la  Escuela  de  Nueva  York  -­‐representante  de  la  tendencia  desafortunadamente  nombrada  como  expresionismo  abstracto-­‐,  según  la  cual  lo  esencial  de  la  pintura  es  su  propia  superficie.  De  esto  se  deriva  que  cualquier  desviación  de  esta  superficie  lisa  y  plana  supone  un  atentado  contra  su  propia  esencia,  y  que,  a  resultas  de  ello,  la  pintura  es  la  misma  sustancia  material  de  su  ejecución,  a  saber:  pigmento,  lienzo,  soporte.  En  estas  mismas  coordenadas,  cabe  situar  a  los  diversos  minimalismos,  ya  que  lo  mínimo  constituye  una  de  las  más  explícitas  metáforas  sobre  la  búsqueda  de  la  esencia  del  arte,  en  la  medida  en  que  cualquier  aspecto  extraño  o  excesivo  con  respecto  a  dicha  esencia  supone  una  violación  de  la  propia  idea  de  arte.  Contra  estos  esfuerzos,  era  posible  localizar  a  aquellos  que  se  negaban  a  reconocer  el  colapso  del  paradigma  y  que  -­‐como  si  de  perros  rabiosos  se  tratara-­‐  opusieron  a  los  mencionados  procesos  de  depuración  diferentes  estrategias  ilusionistas.  Ejemplos  de  esta  actitud  continuista  son  el  fugaz  Op  art  y  la  amplia  y  variada  gama  de  nuevos  realismos.  El  comercialismo  -­‐sobre  todo,  después  de  la  década  de  los  sesenta-­‐  comenzó,  por  supuesto,  a  operar  desde  fuera,  coincidiendo  con  aquel  momento  en  el  que  el  mercado  se  impuso  como  uno  de  los  pilares  del  mundo  del  arte.  Pero  lo  que  busco  aquí  es  tanto  una  panorámica  filosófica  como  una  nómina  de  artistas  entregados  a  la  investigación  -­‐de  connotaciones  casi  científicas-­‐  de  una  esencia  que  permitiese  al  arte  inmunizarse  contra  esa  catástrofe  de  la  autoidentidad,  que  la  muerte  del  paradigma  anunciaba  como  una  posibilidad  real.  El  que  esta  catástrofe  llegase  a  ser  percibida  se  debió  ni  más  ni  menos  que  al  desconocimiento  entonces  existente  de  lo  que  era  arte,  y  al  error  generado  por  la  identificación  de  éste  con  una  de  sus  muchas  manifestaciones.  De  alguna  forma,  el  arte  moderno  colaboró  en  la  precipitación  del  fin  del  arte,  tal  y  como  lo  he  descrito.  El  arte  perturbador  se  encuentra  en  algún  lugar  de  este  espectro,  y  gran  parte  de  su  paradoja  estriba  en  que,  por  un  lado,  comparte  en  sus  impulsos  las  sofisticaciones  conceptuales  que  hacen  del  arte  moderno  un  movimiento,  mientras  que,  por  otro,  apunta  hacia  algo  más  primitivo.  Y  ese  "algo"  no  es  sino  la  necesidad  de  reconectar  el  arte  con  esos  impulsos  oscuros  de  los  que  habitualmente  se  piensa  que  proviene  y  que,  con  el  transcurso  del  tiempo,  ha  terminado  por  sofocar.  La  suya  es,  en  este  caso,  una  postura  regresiva,  que  asume  la  tarea  de  recobrar  un  tipo  de  arte  de  claras  connotaciones  mágicas  -­‐se  trata  ora  de  una  magia  profunda,  que  convierte  en  reales  oscuras  posibilidades;  ora  de  una  magia  ilusoria,  donde  no  sucede  nada  de  lo  que  parece;  o,  incluso,  de  un  mero  repertorio  de  trucos,  en  lugar  de  la  invocación  de  fuerzas  extrañas,  de  un  espacio  distinto  al  que  ocupamos  y  que  se  encuentra  habitado  por  espíritus  de  las  vastas  profundidades-­‐.  El  retorno  a  este  principio,  a  este  olvidado  estado  mental,  exige  la  introducción  de  una  comparación  con  un  programa  filosófico  como  el  de  Heidegger,  quien  veía  toda  la  filosofía  pos-­‐socrática  como  una  vasta  desviación  de  un  supuesto  encuentro  con  el  Ser,  el  cual  fue  escogido  por  el  filósofo  alemán  para  representar  un  orden  totalmente  diferente  al  establecido  por  las  formas  analíticas  que  caracterizaban  las  inscripciones  filosóficas  occidentales  desde  los  tiempos  antiguos.  Estos  extraños  y  encantadores  trabajos  trataban  de  poner  al  lector  en  contacto  directo  con  realidades  olvidadas.  

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Cuando,  en  el  presente  contexto,  empleo  una  idea  como  la  de  lo  mágico  es  para  referirme  a  una  serie  de  imágenes  -­‐bastante  raras  en  la  actualidad-­‐,  en  virtud  de  las  cuales  el  sujeto  representado  se  introduce  realmente  en  su  imagen,  de  suerte  que  a  los  teóricos  de  la  imagen  -­‐tales  como  los  productores  de  iconos  de  Bizancio-­‐  les  era  posible  hablar  de  la  presencia  mística  del  santo  en  el  icono.  Ante  esto,  no  cabe  sino  preguntarse  por  qué,  en  diferentes  periodos  de  la  historia  del  arte,  ha  existido  tamaña  controversia  en  torno  a  la  producción  de  imágenes  talladas;  por  qué,  incluso,  han  existido  movimientos  iconoclastas.  En  verdad,  tales  episodios  se  explican  como  manifestaciones  de  una  lucha  contra  el  uso  de  poderes  oscuros  por  parte  de  unos  artistas  que,  al  hacer  la  imagen  de  X,  captan  a  X  de  la  misma  forma  que  los  hombres  pensaron  capturar  minotauros  o  unicornios.  Es  seguro  que  esta  teoría  de  lo  mágico  participa  de  un  género  como  el  del  retrato  fúnebre  y,  por  lo  tanto,  de  su  justificación,  que  no  es  otra  que  el  deseo,  de  parte  de  los  familiares,  de  obtener  una  buena  imagen  de  la  persona  que  se  ha  marchado,  como  si  la  muerte  fuese  mágicamente  vencida  mediante  la  preservación  de  la  imagen  de  la  persona.  ¿De  que  otra  forma  se  puede  explicar  si  no  el  culto  a  las  imágenes  -­‐que  podría  ser  sancionado  como  acto  de  idolatría-­‐  si  no  fuese  porque  el  santo  se  encuentra  literalmente  en  la  imagen?  ¿O  los  poderes  que,  tradicionalmente,  se  atribuyen  a  determinadas  imágenes  de  la  Virgen  o  del  Sacri  Bambini,  encontradas  a  todo  lo  largo  y  ancho  de  la  cristiandad?  Aunque,  tal  y  como  he  manifestado  con  anterioridad,  Marcel  Duchamp  le  añadió  un  bigote  a  la  Mona  Lisa,  dicha  acción  la  llevó  a  cabo  sobre  su  reproducción  en  una  postal,  y  no  sobre  el  cuadro  original.  Pero  no  importa,  ya  que  su  imagen  estaba  presente  en  la  postal,  y  la  decisión  de  pintarle  un  bigote  conllevaba,  por  tanto,  un  gesto  perturbador,  casi  vandálico.  Contra  el  poder  de  capturar  imágenes,  la  simple  habilidad  de  representarlas  e  imitarlas  no  resulta  en  exceso  interesante,  en  el  sentido  en  que  se  limita  a  poner  en  práctica  una  serie  de  trucos  del  tipo  de  los  dominados  por  los  ilusionistas,  cuya  única  razón  de  ser  es  la  de  engañar  el  ojo.  Una  vez  que  hemos  sido  capaces  de  percibir  estatuas  que  contenían  su  referente  real  -­‐es  decir,  estatuas  en  las  que  es  el  parecido  el  que  determina  la  forma,  y  no  la  forma  la  que  determina  la  realidad-­‐,  el  arte  pierde  cierto  poder,  demostrándose  así  que  nuestro  acercamiento  al  mismo  se  ha  producido,  en  la  mayoría  de  las  ocasiones,  a  través  de  este  sentimiento  de  pérdida  -­‐aunque,  a  decir  verdad,  ésta  es  sólo  una  de  las  definiciones  descubiertas  por  la  liberalización  filosófica  de  la  historia  del  arte-­‐.  En  cualquier  caso,  el  arte  perturbador  constituye  un  esfuerzo  evidente  por  conectar  con  esta  forma  mágica  de  pensar  que,  aunque  perceptible  en  algunos  de  los  elegantes  experimentos  de  Johns,  fue  abandonada  hace  mucho  tiempo.  Y  mi  parecer  al  respecto  es  que  el  poder  -­‐o,  en  su  defecto,  la  creencia  que  los  artistas  poseían  de  su  existencia-­‐  era  uno  de  los  aspectos  que  los  filósofos  más  temieron  cuando  abordaron,  en  tanto  que  cuestión  teórica,  el  carácter  efímero  del  arte.  Llegados  a  este  punto,  es  mi  intención  proponer  que  esta  temprana  y  mágica  teoría  de  las  artes  -­‐confirmada  por  los  movimientos  iconoclastas  bizantino  y  holandés-­‐  viene  a  corroborar,  a  su  vez,  una  teoría  acerca  de  la  representación  teatral,  desarrollada  por  Nietzsche  en  una  célebre  y  bella  reflexión.  En  la  misma,  el  filósofo  alemán  sostiene  que  la  tragedia  clásica  tiene  su  origen  y  evolución  en  los  rituales  dionisiacos,  y  que,  entre  sus  características  fundamentales,  aquella  que  mejor  la  define  es  la  inserción  de  una  cierta  distancia  entre  los  espectadores  -­‐que,  en  sí  mimos,  suponen  una  evolución  de  los  celebrantes-­‐  y  su  objeto  de  

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contemplación.  En  el  transcurso  del  ritual,  el  clímax  acontecía  en  el  momento  en  el  que  el  propio  dios  se  hacía  presente  y  en  el  que,  por  esta  mima  razón,  la  obra  teatral  se  convertía  en  una  suerte  de  trasunto  civilizado  de  este  hecho.  Los  medios  por  los  cuales  el  dios  era  convocado  eran  orgiásticos;  de  lo  cual  se  infiere  que  el  ritual  dionisiaco  constituía  una  celebración  oscura,  un  intervalo  frenético  en  el  que  todo  lo  que  una  persona  civilizada  encontraba  repugnante  se  hacía  posible  y  hallaba  una  justificación,  una  excusa:  todo  lo  que  allí  sucedía  resultaba,  ciertamente,  espantoso  y  -­‐por  así  decirlo-­‐  perturbador,  pero,  en  descarga  suya,  se  puede  decir  que  estaba  realizado  en  pos  de  un  instante  epifánico.  En  el  momento  en  que  éste  sucedía,  los  celebrantes,  con  el  dios  en  el  centro,  se  encontraban  conectados  mediante  vínculos  mágicos  a  él:  todas  las  diferencias  desaparecían  en  el  éxtasis  de  la  unión.  Es,  pues,  este  ritual  el  que  fue  restituido  por  la  tragedia  griega;  aunque  -­‐importante  es  matizarlo-­‐  no  en  un  nivel  religioso,  sino  artístico.  Y,  al  hacerlo,  operó  una  separación  entre  la  imagen  y  la  realidad  que  las  teorías  modernas  de  la  imagen  dieron  siempre  por  sentada:  el  dios  es  representado  por  el  actor,  y  éste  no  está  poseído  por  un  dios  que  se  hace  presente  por  medio  de  su  carne  y  sangre.  Nosotros  ya  no  consideramos  la  acción  que  transcurre  sobre  la  escena  más  que  como  una  representación  distanciada  de  una  presencia  lejana.  Pero  aún  así,  algo  de  la  expectación  de  lo  mágico  tuvo  que  permanecer  en  la  experiencia  teatral  de  los  tiempos  antiguos,  ya  que,  si  atendemos  a  la  explicación  deslizada  por  Aristóteles  en  su  extraña  doctrina  de  la  catarsis,  se  observará  cómo  algo  muy  profundo  y  semejante  a  lo  acontecido  en  el  ritual  dionisiaco  le  ocurre  al  público  que,  durante  la  representación,  recibe  una  especie  de  purga  mística.  Es  razonable  suponer  que  la  gente,  más  que  para  gozar  del  espectáculo  y  pasarlo  bien,  iba  al  teatro  para  que  algo  así  sucediera.  Y,  en  este  mismo  orden  de  cosas,  ¿quién  sabe  qué  clase  de  asociaciones  con  la  magia  profunda  pueden  ser  tejidas  con  los  hábitos  y  actitudes  de  los  aficionados  al  teatro  en  nuestros  días?.  Ya  que,  hasta  el  momento,  he  sido  implacablemente  especulativo,  déjenme  ahora  dibujar  un  contraste  entre  el  público  del  teatro  y  el  del  cine.  Así,  se  puede  afirmar  que,  en  el  teatro  -­‐y  siempre  que  Nietzsche  esté  en  lo  correcto-­‐,  nos  encontramos  con  una  compleja  transformación  sacada  del  recinto  sagrado  en  el  que  originalmente  se  realizaba,  en  virtud  de  la  cual  el  hierofante  se  convierte  en  el  actor  trágico  y  los  celebrantes  en  el  público.  Además,  en  dicha  transformación,  en  lugar  de  asistir  a  la  aparición  física  de  un  dios  que,  al  poseer  al  actor,  eliminaba  cualquier  contraste  con  la  realidad,  nos  enfrentamos  con  un  tipo  de  aparición  que,  por  el  contrario,  sí  que  establece  un  marcado  contraste  con  ella.  Curiosamente,  nos  encontramos  ante  los  dos  significados  que  el  verbo  inglés  to  appear  posee  en  la  actualidad:  de  un  lado,  el  de  "aparecer"  -­‐ante  la  noticia  de  que  el  Presidente  "apareció"  en  el  baile  inaugural,  nadie  se  atrevería  afirmar  que  nunca  estuvo  allí,  ya  que  físicamente  se  encontraba  allí-­‐;  y,  de  otro,  el  de  "parecer"  -­‐podemos  decir,  en  este  sentido,  que  alguien  "parecía"  amar  a  otra  persona,  cuando  realmente  no  era  así-­‐.  En  esta  segunda  acepción,  la  ilusión  juega  un  importante  papel;  en  la  primera,  no.  Sin  embargo,  la  sala  de  cine  es  el  resultado  de  una  evolución  que  tiene  su  origen  en  un  artilugio  óptico:  la  camera  obscura  -­‐esto  es,  un  caja  cuya  función  era  arrebatar  las  apariencias  de  un  entorno  físico  cualquiera  para,  con  posterioridad,  y  por  medio  de  una  abertura,  proyectarlas  en  la  pared  situada  enfrente  de  la  misma-­‐.  Los  principios  de  la  camera  obscura  eran  conocidos  por  Aristóteles,  pero  no  fue  hasta  mitad  del  siglo  

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XIX  cuando,  en  las  ferias  y  carruseles  playeros,  comenzaron  a  surgir  cajas  lo  suficientemente  grandes  como  para  acomodar  a  un  número  considerable  de  espectadores.  Al  mirar  en  el  interior  de  las  cajas,  el  espectador  se  topaba  con  imágenes  sustraídas  de  sus  correspondientes  realidades:  olas  rompiendo  sobre  la  playa,  figuras  con  ropas  empapadas  dentro  sus  casetas.  Y  esto  conllevaba,  de  manera  inevitable,  diversas  connotaciones  referidas  a  la  naturaleza  mágica  de  aquellas  proyecciones,  tal  y  como  se  puede  constatar  en  las  reflexiones  que,  acerca  de  la  linterna  mágica,  fueron  vertidas  por  la  figura  del  narrador  al  comienzo  de  Los  caminos  de  Swann,  de  Marcel  Proust.  Las  imágenes,  por  supuesto,  eran  efímeras  hasta  que  Fox  Talbot  consiguió  capturarlas  con  la  ayuda  química  del  yoduro  de  plata  y  el  sulfato  de  sodio.  La  camera  obscura  posee,  en  suma,  una  doble  y  fascinante  historia:  de  un  lado,  su  expansión  a  través  de  la  sala  de  proyección  cinematográfica,  y,  otro,  su  compresión  en  la  cámara  fotográfica  de  los  turistas,  ataviados  con  canotiés  en  diferentes  escenarios  naturales  del  mundo,  y  retratándose  los  unos  a  los  otros.  Es  como  si  existiera  una  conexión  intrínseca  entre  el  medio  cinematográfico  y  su  lugar  de  exhibición.  He  abreviado  notablemente  este  último  tramo  de  mi  exposición,  obviando  numerosos  descubrimientos  que  se  hicieron  en  pos  del  perfeccionamiento  de  las  imágenes  móviles,  pero  mi  interés  era,  fundamentalmente,  poner  de  manifiesto  cómo  los  cines  tienen  un  origen  muy  diferente  del  de  los  teatros.  Esta  diferencia  en  sus  respectivos  orígenes  que  evidencian  ambos  espacios  se  refleja,  igualmente,  en  el  distinto  comportamiento  del  que  hacen  gala  los  espectadores  de  cine  y  los  de  teatro:  nos  vestimos  elegantemente  para  ir  tanto  al  teatro  como  a  la  iglesia;  pero  no  es  este  mismo  espíritu  ceremonial  y  de  celebración  en  el  que  preside  la  asistencia  al  cine.  Entramos  en  una  sala  cinemaográfica  de  un  modo  casual,  y  ver  una  película  -­‐salvo  para  solemnes  especialistas  como  los  de  Cahiers  du  Cinema-­‐  se  suele  considerar  como  una  mera  distracción,  incluso  cuando  existen  películas  profundas,  obras  teatrales  triviales  y  óperas  absurdas.  El  público  de  cine  no  proviene  de  la  transformación  de  una  congregación.  Su  antepasado  es  la  multitud  turística  que  busca  un  respiro  de  la  prensa  encargada  de  reflejar  la  realidad  diaria  más  que  las  estrategias  encaminadas  al  encuentro  con  una  realidad  superior.  Se  puede,  incluso,  comer  viendo  una  película;  algo  que,  sin  embargo,  en  el  teatro,  está  mal  visto.  Hay  que  resistirse,  por  tanto,  a  la  tentación  de  tratar  las  películas  y  las  obras  de  teatro  como  pertenecientes  al  mismo  género,  como  si  el  hecho  de  que  ambas  fueran  vistas  en  una  sala  y  ante  un  público  las  igualase  y  confundiese.  El  que  ve  una  película  continuará  siendo  siempre  un  individuo  incluso  cuando  lo  hace  en  compañía  de  otras  personas,  mientras  que,  en  el  caso  opuesto,  el  espectador  de  teatro  se  comportará  siempre  como  parte  de  un  público,  pese  a  que  se  encuentre  solo  en  la  sala.  Una  diferencia  tan  crucial  como  ésta  resulta  fortalecida  por  la  aparición  del  vídeo,  y,  aunque,  en  ocasiones,  los  espectadores  domésticos  comenten  que  prefieren  la  experiencia  del  cine,  dicha  preferencia  obedece,  con  total  seguridad,  a  cuestiones  tales  como  la  del  tamaño  de  la  pantalla  y  los  avances  técnicos  en  la  proyección  -­‐todavía  no  disponibles  en  el  hogar-­‐  o,  incluso,  a  su  deseo  de  salir  de  casa  y  habitar  un  espacio  distinto  al  doméstico.  A  estas  alturas,  me  encuentro  en  disposición  de  afirmar  que  el  arte  perturbador  pertenece  a  ese  tipo  de  público  del  que  el  teatro  supone  una  evolución,  y  que,  por  tanto,  a  través  del  mismo  se  retrocede  a  una  relación  más  primitiva  entre  el  actor  y  los  celebrantes.  El  artista  perturbador  busca  la  transformación  de  su  público  en  

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algo  pre-­‐teatral,  en  una  presencia  corpórea  que  se  relaciona  con  el  artista  de  una  forma  más  mágica  y  transmutadora  que  la  definida  por  las  convenciones  que  interactúan  en  el  teatro.  Y  el  modo  en  que  pretende  y  logra  conseguir  esto  es  mediante  la  transformación  de  su  persona;  transformación  la  cual  consiste  en  despojarse  de  la  atmósfera  protectora  que  garantiza  la  distancia  teatral,  obrando  así  una  conexión  directa  con  la  realidad.  En  cierto  modo,  el  artista  perturbador  se  sacrifica  de  tal  modo  que,  siempre  que  resulta  poseído  por  algo  extraño,  el  público  que  lo  contempla  puede  llegar  -­‐aunque  sólo  sea  por  un  minuto-­‐  a  ser  transformado.  Su  trabajo,  en  resumen,  es  una  empresa  consistente  en  devolver  al  arte  algo  de  esa  sustancia  mágica  que  fue  destilada  cuando  el  arte  se  hizo  arte.  Qué  duda  cabe  que  todo  esto  podría  acabar,  simplemente,  en  una  explosión  de  risa.  Gobernados  por  nuestras  mentes  racionales,  tendemos  a  desacreditar  cualquiera  de  las  teorías  que  pudieran  justificar  un  comportamiento  del  artista  como  el  descrito  previamente.  Pero  existe  un  componente  subracional  en  cada  una  de  nuestras  mentes  que  pudo  ser  alcanzado  por  el  arte  en  algún  momento,  y  cuyo  renovado  protagonismo  -­‐véanse,  por  ejemplo,  los  casos  del  surrealismo  y  de  Dadá-­‐  es  el  que  se  evidencia  en  el  arte  perturbador.  Tal  hecho  viene  a  poner  de  manifiesto  lo  que  realmente  nos  impacta  en  el  hecho  de  la  perturbación  y  el  porqué  de  la  necesidad  de  la  palabra  para  fijarlo.  De  hecho,  no  es  la  perturbación  común  -­‐esto  es,  ese  tipo  de  perturbación  en  la  que  lo  impactante  y  terrible  constituyen  tan  sólo  un  medio  para  la  consecución  de  un  fin-­‐  aquélla  con  la  que  estamos  tratando,  sino,  más  bien,  esa  otra  clase  de  perturbación  proveniente  de  la  confusa  (sub)percepción  de  que  una  parte  profunda  de  nuestro  ser  -­‐una  la  cual  se  refiere  a  nuestros  niveles  más  recónditos  de  civilización-­‐  ha  quedado  afectada.  Si  hacemos  caso  a  Nietzsche,  la  civilización  griega  debió  de  haberse  alejado  de  este  concepto  de  perturbación.  De  ahí  que  nos  resulte  imposible  ponderar  lo  que  seríamos  capaces  de  hacer  ante  la  llamada  del  artista  perturbador:  es  el  sentimiento  de  peligro  que  él  insinúa  el  que,  a  buen  seguro,  se  habría  podido  sentir  al  cruzar  los  terroríficos  límites  del  recinto  de  Dioniso.  Hace  varios  años,  hubo  un  bien  intencionado  y,  en  muchos  aspectos,  exitoso  intento  de  reponer,  en  la  Brooklyn  Academy  of  Music,  Victoria  sobre  el  sol,  de  Mavelick.  Aunque  la  reconstrucción  era  muy  fiel,  adolecía,  sin  embargo  -­‐y  a  causa,  precisamente,  de  esa  fidelidad-­‐,  de  la  posibilidad  de  ese  contacto  directo  con  el  público  que  Mavelick  pretendía.  El  resultado  final  fue  como  mirar,  a  través  de  un  escaparate,  una  serie  de  dinosaurios  electrónicos  y  en  movimiento,  construidos,  con  sumo  cariño,  para  la  educación  de  unos  espectadores  que  se  preguntaban  cómo  serían  esos  mismos  acontecimientos  cuando  los  dinosaurios  dominaban  la  tierra.  El  hecho  de  que  esta  representación  no  funcionara  se  debió,  en  gran  parte,  a  que  su  escenificación  consistió  en  idear  una  reliquia,  dada  a  contemplar  a  un  público  que  acudía  a  examinarla  con  la  curiosidad  de  un  anticuario  y  con  un  sentido  del  deber  fundamentalmente  estético.  En  cierto  modo,  la  inocencia  y  desesperanza  que  se  desprendían  de  la  misma  se  pueden  comparar  con  las  conexiones  que  Nietzsche  estableció  entre  el  teatro  clásico  y  el  frenesí  original  que  aquél  trató  de  detener  mediante  la  interposición  de  la  distancia  artística.  Es  este  distanciamiento  el  que,  de  hecho,  el  arte  perturbador  trata  de  eliminar.  He  de  reconocer  que  no  disfruto  con  el  arte  perturbador,  quizás  porque  me  encuentro  fuera  de  él  y  lo  veo  como  algo  patético  y  fútil.  Y  aún  así  soy  consciente  de  que  existe  un  innegable  atractivo  en  la  concepción  del  artista  como  una  

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especie  de  sacerdote  en  un  antiguo  ritual,  y  del  arte  en  sí  como  una  intervención  milagrosa  -­‐tanto,  que  resulta  muy  difícil  ignorar  el  valor  de  un  artista  que  asume  esta  aterradora  misión-­‐.  Nietzsche  tuvo  que  entrever  ese  valor  en  Wagner,  y  esperaba  que  Bayreuth  recreara  las  sublimaciones  pre-­‐teatrales  de  Grecia  y  activara  elementos  de  la  psique  sofocados  por  la  razón.  Pero  esta  recreación  -­‐como  es  de  todos  sabido-­‐  demostró  no  ser  más  que  eso...  una  simple  recreación.  Bayreuth  desilusionó  profundamente  a  Nietzsche,  al  igual  que  lo  hubiera  hecho  cualquiera  que  hubiera  sostenido  esas  inverosímiles  ideas.  Si  Richard  Wagner  fue  incapaz  de  exteriorizarlas,  tampoco  me  atrevo  a  decir  que  Laurie  Anderson  pudiera  hacerlo.  Aunque  -­‐todo  sea  dicho-­‐  la  posibilidad  de  que  así  fuera  es  demasiado  tentadora  como  para  que  la  misma  desaparezca  del  horizonte  de  nuestra  ambición.  El  arte  perturbador  -­‐dando  por  supuesto  que  mi  construcción  hegeliana  de  la  historia  sea  correcta-­‐  camina,  en  cualquier  caso,  contra  la  corriente  histórica,  aunque  nos  recuerde  la  fuente  de  la  que  esta  empresa  cada  vez  más  filosófica  surgió.    (Traducción:  Pedro  A.  Cruz  Sánchez  y  Alondra  López  Bentley).    Este  texto  aparecerá  en  Pedro  A.  Cruz  Sánchez  y  Miguel  Á.  Hernández-­‐Navarro  (Eds.):  Cartografías  del  Cuerpo.  La  dimensión  corporal  en  el  arte  contemporáneo.  Murcia:  Cendeac,  2004.