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Artículos de

Costumbres

EMILIO ROIG DE

LEUCHSENRING

Edición anotada

Selección, compilación y notas: María Grant González Karín Morejón Nellar

Ediciones La Memoria Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau Editorial Boloña de la Oficina del Historiador de la Ciudad La Habana, 2004

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Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau

Ediciones La Memoria

Director: Víctor Casaus

Coordinadora: María Santucho

Editor-Jefe: Emilio Hernández Valdés

Jefe de diseño: Héctor Villaverde

Edición:

Diseño y cubierta: Héctor Villaverde

Tratamiento de imágenes digitales: José Luis Vega Cruz

Emplane computarizado: Carlos F. Melián López

© Sobre la presente edición:

Ediciones La Memoria

Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2004

Editorial Boloña

de la Oficina del Historiador de la Ciudad, 2004

ISBN: 959-7135-35-3

ISBN: 959-7126-22-2

Ediciones La Memoria Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau

Calle de la Muralla N° 63, La Habana Vieja,

Ciudad de La Habana, Cuba

Correo electrónico: [email protected]

www.centropablo.cult.cu www.centropablo.org

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Agradecimientos personales:

Lidia Pedreira

Roberto Guerra González

Ambrosio Fornet

Félix Julio Alfonso

Obdulia Castillo

María Teresa Trueba

Agradecimientos institucionales:

Revista Opus Habana

Fototeca y Biblioteca de la Oficina del Historiador

de la Ciudad de La Habana

Departamento de Referencia Biblioteca Nacional José Martí

Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística

Contenido

Liminar

Emilio Roig de Leuchsenring / XIII

Presentación de la edición / XVII

A mi maestro y predecesor por Eusebio Leal Spengler/ XIX

Homenaje a la vitalidad de la memoria por Víctor Casaus / XXIII

Prólogo de José María Chacón y Calvo a la edición de

El Caballero que ha perdido su señora / XXVII

Artículos de costumbres

El caballero que ha perdido su señora / 3

El día de los difuntos / 7

El conocido joven / 12

El médico de los muertos / 16

Chismografía social / 21

De la farsa política / 25

Rascabucheadores / 30

Los novios de sillones / 35

Los novios de ventana / 42

Los mataperros / 50

Los velorios / 54

Bufones modernos / 60

¿Se puede vivir en La Habana sin un centavo? / 64

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San Antonio y sus devotas / 68

Consejos a las solteras / 72

Bombos y autobombos / 76

Rosario la romántica / 80

Sonoridades latosas / 83

Maridos carceleros / 88

Tenorio oficinista / 92

La niña precoz / 95

Pesados / 99

Familia distinguidísima / 103

Los consagrados / 106

Moralistas criollos / 109

Personajes populares: Mariposa / 112

Los ingleses / 116

El Médico chino, la Virgen de Jiquiabo, el Hombre Dios,

Ñica la milagrera y otros «salvadores» de la humanidad / 121

Telefonomanías / 126

El diretivo / 129

Lo que se oye desde una silla del malecón / 135

Un chiquito de sociedad / 139

Una coqueta / 145

Automovílogo / 150

Los maridos que no salen de noche / 154

Los buenos partidos / 159

El Dios estómago / 164

Nuestros civilizados sportsmen / 169

Motivos de carnaval. El reinado de Momo / 174

Estudio psico-físico de la simulación femenina / 179

¿Para qué sirve el matrimonio? / 184

Niñas cursis: la beata / 188

Notas / 191

Bibliografía

Relación de publicaciones / 215

Bibliografía / 223

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Liminar

Emilio Roig de Leuchsenring

Este incansable historiador y promotor de la cultura americana (La Habana, 1889-1964), fue

nombrado el primero de julio de 1935 Historiador de la Ciudad de La Habana, cuya Oficina se

organizó tres años después (1938) por decreto del alcalde Antonio Beruff Mendieta.

Roig había iniciado sus trabajos históricos desde 1927, cuando desempeñaba el cargo de

Comisionado Intermunicipal de La Habana.

Además de la Oficina del Historiador, creó la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e

Internacionales, la Comisión de Monumentos, Edificios y Lugares Históricos y Artísticos

Habaneros, así como la Junta Nacional de Arqueología, entre otras instituciones.

Integró la Sociedad de Estudios Afrocubanos que presidiera Don Fernando Ortiz.1

En 1941 fundó el Museo de la Ciudad de La Habana.

Participa, en 1942, en el Primer Congreso Nacional de Historia convocado por la Sociedad

Cubana de Estudios Históricos e Internacionales y la Oficina del Historiador que, a partir de

entonces, se celebraba anualmente. Ese mismo año es designado miembro titular de la Junta

Nacional de Arqueología y Etnología. Precisamente convocada por ésta, organizó en 1950, con

el doctor Osvaldo Morales Patiño y José Luciano Franco,2 la Reunión de Antropólogos del

Caribe que sesionó en la Oficina del Historiador.

Es el autor de varios libros y folletos, además de editor de diversos volúmenes; en 1928,

redacta, dirige y publica La Habana de ayer, de hoy y de mañana, álbum destinado a las

personalidades de América y Europa que visitaron la capital de Cuba, con motivo de la VII

Conferencia Internacional Americana y del II Congreso Internacional de Emigración e

Inmigración. Otro momento importante en su vida lo constituye su iniciativa de que se

publicara en 1932 la primera edición cubana de La Edad de Oro, precedida de su estudio Martí

y los niños; Martí, niño. En 1935 el alcalde de turno acepta la sugerencia de Roig de publicar

por el Municipio obras claras, sencillas y de distribución gratuita sobre temas históricos

diversos; de ahí que disponga la edición de Cuadernos de Historia Habanera y la designación

del Historiador de la Ciudad para la dirección de esta publicación de divulgación histórica que

alcanzó el nº 75 (apareció ininterrumpidamente hasta 1962, en volúmenes de 80 a 200 páginas

cada uno y tiradas de mil ejemplares). Ese mismo año publica Historia de la Enmienda Platt,

una interpretación de la realidad cubana, y, luego de un decenio de intenso trabajo, edita el

primer volumen de las Actas Capitulares del Ayuntamiento de La Habana, el cual es dado a

conocer con posterioridad durante la inauguración en 1938 de la Biblioteca Histórica Cubana

y Americana Francisco González del Valle, evento en el que también hace público el tomo uno

de su Historia de La Habana. Ambas obras fueron distribuidas gratuitamente.

Tuvo una destacada labor periodística en revistas y diarios habaneros. Se distingue en

Carteles3 (1923-1954), en la cual tuvo a su cargo varias secciones; en Gráfico,4 que dirigía

Conrado Massaguer,5 y donde redactaba las secciones de costumbres «Rasgos y Rasguños», y

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«Personajes y Personillas». Es notorio el trabajo que desarrolla en Social6 en el período 1926-

1938, bajo el seudónimo de Cristóbal de La Habana.

Después de 1959, intensifica su gestión como Historiador de la Ciudad, editor de volúmenes y

promotor de la cultura. Publica, ese año, El antimperialismo de Don Francisco Henríquez y

Carvajal; Los Estados Unidos contra Cuba Libre; Males y vicios de Cuba republicana, sus

causas y su remedio; Máximo Gómez, el libertador de Cuba y el primer ciudadano de la

República.

En 1960, ven la luz: Hostilidad permanente de los Estados Unidos contra la independencia de

Cuba; El presidente Mc-Kinley y el gobernador Wood, máximos enemigos de Cuba Libre; y

Los Estados Unidos contra Cuba Republicana. Por su parte, en 1961, publica La Casa de

Gobierno o Palacio Municipal de La Habana y El Grupo Minorista de intelectuales y artistas

habaneros, esta última en la colección Cuadernos de Historia Habanera, de la Oficina del

Historiador.

Los cuatro tomos de La literatura costumbrista cubana de los siglos XVIII y XIX y Tradición

antimperialista de nuestra historia, aparecen en 1962.

Fallece en La Habana, el 8 de agosto de 1964, a la edad de 75 años. Un año después de su

muerte, el Museo Histórico de Ciencias Médicas Carlos J. Finlay publica la obra de Roig

Médicos y medicina en Cuba. Historia, biografía, costumbrismo.

Presentación de la edición

Sólo unas palabras para explicar —a grosso modo— los criterios de selección que seguimos

para poner ahora en manos de los lectores apenas unos 42 artículos de costumbres de Emilio

Roig de Leuchsenring, quien tiene en su haber centenares de trabajos de este género

periodístico-literario que, durante las primeras décadas del siglo XX, fueron reproducidos en

disímiles publicaciones periódicas cubanas.

Primero, decidimos reeditar las 12 crónicas que, en 1923, reunió el editor costarricense

Joaquín García Monge, en la «pequeña colección de artículos de costumbres cubanas» —única

con textos de este tipo bajo la rúbrica de Roig— titulada El caballero que ha perdido su señora.

Incluso incorporamos la carta que, escrita por José María Chacón y Calvo7 al también llamado

—en su momento— «benemérito de las letras latinoamericanas», fuera usada como Prólogo a

dicho volumen.

Luego aparecen los trabajos que han sido publicados hasta ahora en la revista Opus Habana

(Oficina del Historiador), la cual, desde su primer número en 1996, los ha venido

reproduciendo como una continuidad palpable de la labor editorial que desarrollara hasta su

muerte en 1964 el primer Historiador de la Ciudad de La Habana.

Agregamos otros 14 con características similares al resto, también ilustrados —en su

mayoría— con caricaturas de Conrado Massaguer.

Por último, quisimos otorgar un valor añadido a este volumen ofreciendo datos sobre

personalidades cubanas, nombres de calles e instituciones habaneras, entre otros términos a

los que alude Roig de Leuchsenring en sus artículos, además de adicionar una relación de las

publicaciones en que éstos vieron la luz.

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A mi maestro y predecesor

Nacido en la calle de Acosta8 número 40, no lejos de la iglesia y del Real Colegio de Belén,9

que sería luego su casa de estudios, la infancia de Emilio Roig de Leuchsenring transcurrió en

el seno de uno de los barrios populares de La Habana.

Con esa gracia y forma de vivir tan nuestra, las familias que como los Roig de Leuchsenring

disfrutaban de un status acomodado, no se distanciaban de los que tenían menos recursos en

esa especie de promiscuidad que fue un sello característico del antiguo patriciado.

Coinciden en él dos tradiciones: la primera, la de los Roig —rojo en lengua catalana—, sólida

en cuanto a sus conocimientos del comercio y en la que, según su propio testimonio, se habían

desempeñado por largo tiempo hasta que ya en Cuba tomaron otro camino. El más

privilegiado, sin dudas, fue el que llevó a su tío Enrique al exclusivo ámbito del foro habanero,

donde brilló por su sabiduría y elocuencia.

Y la segunda, la de los Von Leuchsenring, que adquirió notoriedad por tener sobre el dintel de

la puerta de su casa el escudo de la ciudad libre de Hamburgo que integró la hansa, importante

asociación de ciudades-estados en tierras germanas. Precisamente en la calle del Obispo10

número 39 se hallaba la farmacia de Hermann Leuchsenring, sitio en el que pasaba tantas

horas.

Siendo un niño amable y gentil, debió esencialmente este rasgo de su carácter al de su madre,

quien cuidó de los hijos con ternura.

La plazuela de Belén fue el lugar propicio para sus juegos, llamando poderosamente su

atención el arco y la torre. En lo alto de esta última, el sabio padre jesuita Benito Viñes

estudiaba por aquel entonces las leyes naturales que regían uno de los más temidos y frecuentes

fenómenos de la naturaleza tropical: el ciclón.

El primer artículo de Roig de Leuchsenring para El Fígaro11 vio la luz el 4 de agosto de 1912.

Este trabajo era ya un atisbo de lo que sería su quehacer periodístico futuro en el que él asume,

con la vertiente costumbrista, uno de los signos de identidad del carácter cubano.

Y no podía ser de otra manera. Desde su hogar, adonde llegaban a golpear la aldaba de la

puerta vendedores que pregonaban los más disímiles productos, podían percibirse claramente

los toques de tambor con que los miembros de los Cabildos solemnizaban sus fiestas; el paso de

los cofrades en su andar al vetusto templo, el mismo en que la eximia Gertrudis Gómez de

Avellaneda12 depositó la áurea corona de laureles con que la intelectualidad había querido

ceñir su frente al volver de su prolongado alejamiento.

Tal y como los había juntado Víctor Patricio de Landaluze,13 allí lucían su facha desaprensiva,

los guapos de Belén con su atrabiliario y gracioso andalucismo; las mulatas de rumbo o los

chinos cantoneses a quienes se apodaba de Manila.

Con su incipiente vocación, se grabaron en forma indeleble las figuras de los novios de balcón

y de ventana; las travesuras de los mataperros y de los bufones modernos; las peripecias del

conocido joven; los infortunios del médico de los muertos; las penurias de los maridos

carceleros; los atributos de la niña precoz; las infinitas variedades de pesados, como los

rompegrupos; el muy abundante tipo de familia distinguidísima… Ahí está la génesis de su

acierto.

Lector insaciable, creyó sin embargo en la virtud de la memoria popular y dejó constancia en

sus artículos y escritos posteriores de la utilidad de lo uno y de lo otro.

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Gran conversador, escuchaba con paciencia y gozo a todos aquellos que contribuyeron de

manera notable a forjar tan fascinante imaginario. De ahí que siendo muy joven pareciese que

hubiese sido testigo de otras vidas.

Su afición por lo universal jamás limitó su ardorosa y militante cubanía.

Nacido en 1889, muy temprano colocó sobre su escritorio aquella pequeña torre de Eiffel con

que, al decir de Martí,14 la modernidad se había erigido su propio movimiento. Y es que ambos

emergieron al unísono. La réplica del monumento fue como su temprana consagración a las

luces del humanismo.

Admiró las crónicas y pasajes de José de Armas y Cárdenas,15 José Victoriano Betancourt,16 el

Conde Kostia…17 y escogió para sí diversos seudónimos como el de Hermann Leuchsenring,

Unoquelovio, Unoquelosabe, Cristóbal de La Habana, Juan Matusalén Junior, El Curioso Par-

lanchín…

Los artículos de costumbres modelaron su tan agradable y directo estilo y quedaron para

siempre en el acervo de su inagotable creatividad.

Agradezco al Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau y a mi incansable amigo Víctor

Casaus la publicación de este libro y a las compiladoras, cuya devoción por la obra de Emilito

bien conozco, sin poder evitar que, al escribir esta letras breves, aparezca ante mí la imagen

amada del maestro sin cuya vida y obra la nuestra habría sido imposible.

Eusebio Leal Spengler

Homenaje a la vitalidad de la memoria

La Colección Homenajes de Ediciones La Memoria presenta estos 42 artículos de costumbres

escritos por Emilio Roig de Leuchsenring a partir de la segunda década del pasado siglo XX.

Con ello esta Colección que se inició con la publicación de un libro querido y olvidado de Raúl

Roa,18 Historia de las doctrinas sociales, quiere recordar a una figura laboriosa e intensamente

batalladora de la cultura cubana.

No faltarían otras muchas razones para festejar este nuevo volumen de nuestra editorial que

aparece gracias a la labor y el apoyo de la Oficina del Historiador de la Ciudad y de su

director, el Dr. Eusebio Leal Spengler. Además de cumplir con el objetivo confeso de

homenajear a su autor, Artículos de costumbres es, en sí mismo, un homenaje a la vitalidad de

la memoria. Por sus páginas pasan los personajes populares que Roig supo ver, descubrir,

fotografiar para nosotros a través de la palabra, en un ejercicio de observación y

comunicatividad que nos recuerda la creciente hegemonía de esos recursos en el mundo de hoy,

ahora con la utilización de nuevas tecnologías y nuevos lenguajes artísticos, en los que la

imagen en movimiento tiene una presencia definitiva.

Traer este texto —agudo y ameno— de Emilio Roig de Leuchsenring para que enriquezca la

papelería entusiasmada y creciente del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau es también

un acto de consecuencia y un homenaje —otro— a la amistad. Las evidencias pueden hallarse

—al vuelo— en las obras, los artículos, el intercambio epistolar entre aquellos compañeros de

entonces que siguieron, en esencia, siendo los mismos: Roa, Pablo19 y el autor de estos

artículos de costumbres que las imágenes de Conrado Massaguer acompañan, como fiel

contrapunteo, a lo largo de las páginas de esta obra. Una carta enviada por Pablo desde su

exilio neoyorquino a finales de 1935, informa a su amigo en La Habana:

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Por lo pronto comunicarte que hemos fundado aquí el Club «Martí», bajo los mismos lemas de

esta organización, y con el fin de movilizar hacia la revolución a un barrio importante de New

York en el cual hay numerosos cubanos. (…) Concretamente: te pido a ti todo lo que hayas

publicado sobre el problema imperialista en Cuba, sobre Martí y sobre cuestiones sociales y

económicas.

En esos temas sobre los que Pablo solicitaba materiales, desarrolló Roig —sin dudas— las

facetas más importantes de su extensa e intensa actividad intelectual, comprometida con la

historia y la verdadera independencia de su Patria: sus textos sobre las relaciones entre Cuba y

Estados Unidos, su análisis de la vergonzosa Enmienda Platt, su visión de Martí

antimperialista que llega hasta nuestros días, son ejemplos de su vocación de combate y

lucidez. Paralelamente a la bibliografía del autor, corren las líneas de su copiosa ficha

biográfica que nos llevan a transitar —junto a él— por momentos esenciales de nuestra

historia, desde la Protesta de los Trece20 y la fundación del Grupo Minorista21 hasta la

sistemática y diversa labor de la Oficina del Historiador de la Ciudad, que dirigió desde 1938

hasta su muerte en 1964.

Defensor del patrimonio cultural, historiador y maestro de historiadores, activista y creador,

editor y ensayista, periodista siempre, Emilio Roig fue de esas figuras que engarzaron, con su

vida y su obra —contra viento y marea— los sueños del nacimiento de la conciencia

revolucionaria moderna en nuestro país, en la década del 20 del siglo pasado, con la

realizaciones alcanzadas a partir de 1959 en «esta intimidad aldeana de nuestra pequeña gran

ciudad» y en la Isla toda.

Realizado juntamente con la Oficina del Historiador de la Ciudad, este libro es una muestra de

la continuidad de esa voluntad creadora que hoy anima la transformación de la parte más

antigua de La Habana.

El Centro Pablo agradece a nuestro amigo el Dr. Eusebio Leal Spengler la posibilidad de

incorporar esta compilación a su catálogo editorial y sumarlo a otro proyecto con el que

rendimos homenaje, hace algunos años, a Emilio Roig de Leuchsenring: aquel casete de la

Colección Palabra viva que reúne algunos de sus discursos y nos devuelve la maravilla de su

voz y de su ímpetu.

Hecha con amor y profesionalidad, esta obra contiene valiosas notas finales con las que sus

realizadoras enriquecen los contextos de estos artículos de costumbres que nos harán mirar a

nuestro entorno para buscar similitudes y diferencias y sonreír ante la agudeza y el humor de

aquel historiador constante, fundador de proyectos y defensor incansable de nuestra soberanía.

Víctor Casaus

Prólogo a la edición de El Caballero que ha perdido su señora

Santa María del Rosario, 26 de septbre, 1922.

Sr. D. Joaquín García Monge,

San José de Costa Rica,

Centro América.

Mi excelente amigo:

Recibirá Ud. en estos días la preciosa colección de artículos de costumbres de Emilio Roig de

Leuchsenring. No sé si mi amigo se habrá decidido, al fin, a dar a la inédita colección el título

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de uno de los más finos e ingeniosos artículos del libro: El caballero que ha perdido su señora;

lo que si sé es que vienen a renovar estas páginas una tradición que parecía perdida en

nuestras letras.

Roig de Leuchsenring, escritor de muy diversas actividades, ha sido uno de los más amenos y

mejor informados críticos que ha tenido nuestra literatura de costumbres. Si el trabajo no fuese

demasiado largo, yo le pediría que reconstruyese, para que se publicara en las páginas

preliminares de su libro, la interesantísima conferencia que sobre los costumbristas cubanos

pronunció, ya pronto hará diez años, en nuestro instituto de segunda enseñanza.

No olvidaré nunca el formidable éxito humorístico que tuvo el admirable trabajo. Los escritores

olvidados revivían en la brillante evocación del nuevo costumbrista. Una voz lejana, que venía

a través de los siglos, sonaba en nuestros oídos como algo actual y palpitante. La vieja página

del Papel Periódico,22 la más antigua de nuestras publicaciones literarias, recordada por mi

amigo con oportunas y justas palabras, se nos aparecía llena de gracia y humor, con cierto

sorprendente matiz de realidad contemporánea.

Ya era un costumbrista Emilio Roig cuando revisó la obra de sus más remotos y más recientes

predecesores. Así tuvo su trabajo cierta nota de creación propia. Casi pensé, en algún

momento, que mi amigo ensayaba su género predilecto escribiendo sobre los casi olvidados

costumbristas cubanos. El relato adquiría animación dramática; los autores eran figuras vivas,

llenas de dinamismo. Al terminar la brillante disertación, el público numeroso que llenaba el

viejo salón de nuestro instituto se mostraba sorprendido de que el tesoro de nuestra gracia

popular, la rica y variada colección de agudezas nacionales les fuera casi completamente

desconocido.

Porque era también el trabajo de Emilio Roig de Leuchsenring una ventana abierta sobre

nuestro folklore. El costumbrismo sin una fase folklórica no pasa nunca de ser un capricho

humorístico. Los buenos costumbristas cubanos —citemos ahora sólo el nombre de José María

de Cárdenas—,23 fueron siempre ingenios populares, que sabían llegar a la íntima poesía del

pueblo, aunque fuese por las vías de la erudición. De la mesa clásica de un erudito y un artista

cayeron las primeras migajas de nuestro folklore: los refranes que dicen las viejas tras el

fuego, que juntó el Marqués de Santillana.

Nuestra literatura de costumbres, nuestro folklore… Le hablo a Ud. de temas tan gratos para

mi espíritu que temo divagar demasiado. Déjeme sólo decirle algunas palabras sobre el buen

amigo que acaba de enviarle su breve libro inédito.

Este escritor, que parece no vivir sino para la observación cómica, el rasgo humorístico o la

aguda ironía, es uno de los hombres que más seriamente, con más constante dedicación han

trabajado por el triunfo de los ideales nacionalistas en Cuba. Abogado cultísimo y sagaz, ha

intervenido e interviene en los actos más importantes relacionados con nuestra cultura

jurídica: fundó y dirigió la Revista de Derecho;24 fue Jefe de Despacho del Primer Congreso

Jurídico Nacional; es en estos momentos Vocal de la Comisión Nacional Codificadora y

Secretario de la Sociedad Cubana de Derecho Internacional. Su labor en el aspecto jurídico y

político es de carácter profundamente americano. En la nombrada Sociedad de Derecho

Internacional defendió con sobria y precisa elocuencia el derecho a la independencia de las

pequeñas nacionalidades. Expuesta la tesis en relación con un país tan infortunado como digno

de nuestra fraternal simpatía y de nuestro alto respeto por su importancia en la historia de la

cultura americana —he nombrado a Santo Domingo—, el trabajo de Roig de Leuchsenring tuvo

repercusión nacional y no haría una frase pomposa si dijera que despertó el interés de los

verdaderos representativos de la conciencia americana. Y después del trabajo sobre la

ocupación anglo-americana de Santo Domingo, vino la excelente memoria sobre el apéndice a

nuestra Constitución que internacionalmente se conoce con el nombre de la Enmienda Platt.

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Cito sólo trabajos fundamentales. Su obra como periodista es de inagotable variedad. Nuestra

Academia de la Historia recientemente le ha abierto sus puertas. Tiene la dirección literaria de

Social, una de las más elegantes y finas revistas que se publican en América. Todo sabe hacerlo

mi amigo con una mesura perfecta, con una amable sonrisa. Su literatura de costumbres, a

pesar de que es correctora, quizá con no encubierta finalidad didáctica, no tiene nunca una

acritud, ni un gesto airado. Flota en ella un cálido amor a nuestra tierra. A veces, un hondo

recuerdo de nuestra vida da cierto tono lírico a la narración, en la que percibimos una velada

melancolía: así las primeras páginas del admirable artículo que abre esta colección.

La misma no es sino una pequeña parte de la vasta obra que como escritor de costumbres ha

realizado Emilio Roig de Leuchsenring. Los artículos que pudiéramos llamar de costumbrismo

histórico ya forman dos nutridas series, que bajo el título de La Habana Vieja debiera nuestro

autor imprimir a la mayor brevedad. Su amplia obra de nacionalismo se completa con estas

páginas evocadoras. Tenemos tradiciones; hagamos que la conciencia de las mismas despierte,

se haga fuerte y luminosa, y pueda darnos así mayor seguridad en nosotros mismos, más fe en

nuestro porvenir y una visión más diáfana y pura de lo que hemos sido. Cuando esta empresa

espiritual se realice a ella habrá contribuido con gran eficacia el escritor amable, fino,

mesurado que nos regala hoy a los públicos de América y a nosotros, sus amigos, con este

libro.

Le saluda con simpatía fraternal,

José M. Chacón y Calvo

Artículos de costumbres

El caballero que ha perdido su señora

Fue aquella una época de alegre bohemia literaria, bohemia sin chalinas ni melenas.

Diariamente nos reuníamos varios amigos: escritores, artistas o meros aficionados a las bellas

artes y a la literatura. Juntos asistíamos a teatros, paseos y fiestas. Hoy muchos de nosotros sólo

nos vemos al encontrarnos casualmente en la calle, de cuando en cuando. Uno, pobre amigo

desaparecido en plena juventud, duerme, desde hace años, allá, en la morada de la Intrusa, el

sueño del que no se despierta jamás. Otro, fue el Judas de aquel grupo; aunque su persona, de

aventurero incorregible, vague, como el fantasma de un réprobo, por esos mundos del diablo, yo

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sé que no existe; quiero hacerle ese piadoso favor. Algunos continuamos siendo fraternales

amigos. Sean para ellos estas líneas como recuerdo de otros días, blanca estela que nos deja, al

irse perdiendo en el lejano horizonte, la barca risueña y feliz de nuestra juventud.

———————

Por las tardes nos sentábamos en la amplia terraza de un café de moda. Coches y automóviles

dejaban ver, al pasar fugaces, envueltas en pieles y sedas, bellas y fascinadoras mujeres. En esa

intimidad aldeana de nuestra pequeña gran ciudad, conocíamos y saludábamos a casi todas

estas hermosas hijas de Eva. Eran siempre las mismas, pero siempre también nos parecían

encantadoras y adorables.

Lentamente consumíamos sendos bocks de cerveza, cocktails, o turbias copas de ajenjo, en

las que el absintio y el anís daban, según los gustos y el arte de los bebedores, todas las

tonalidades del ópalo, todos los cambiantes del ágata... «Néctar nuevo, néctar moderno —como

lo llama Machado—, creador de locos y de artistas... tuya es la hora lenta del crepúsculo

tornasolado, tuyos los ojos aterciopelados que se entornan para mirar, tuyo el espíritu de la

sospecha y el dejo de la remembranza y el presentimiento de la verdad, tuyo el sentir de los

nuevos poetas y el pensar de los cuentistas nuevos...»

¡Cuántas veces, oh absintio misterioso, me reflejaste la misma figura, vaga, imprecisa y

etérea, de mujer desconocida y esperada, que me ofrecía también, en sus mil variados y

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caprichosos matices de oro y fuego, el crepúsculo esplendoroso de las tardes del trópico! ¿Eras

Tú?...

Como amigos y camaradas charlábamos hasta bien entrada la noche. Tan pronto se discutía

arduo problema literario, filosófico o artístico, como se comentaba el último escándalo social.

En las mesas cercanas a la nuestra veíamos a los asiduos concurrentes: hombres de negocios

que iban a tomar la tarde antes de regresar a sus casas; damas que después de unas cuantas

vueltas en automóvil, hacían un alto en su paseo atraídas por la belleza de la puesta del sol, que

desde allí podía admirarse; alguna cocotte de alto rango...

———————

Ya al oscurecer se presentaba siempre un hombrecillo menudo y algo enclenque, trajeado

correctamente, de finos modales, circunspecto, distinguido. Saludaba a diestro y siniestro y,

acercándose a alguna de las mesas, dirigía a sus ocupantes, en un tono que jamás he podido

definir ni clasificar, la misma invariable pregunta:

—¿Han visto ustedes por aquí a mi mujer?

De ahí el apodo con que era conocido por nosotros: El caballero que ha perdido su señora.

Ésta llegaba más tarde. Era una real hembra, airosa y gentil, altiva y dominadora; una de esas

mujeres que, por capricho risible e irónico de la suerte, se casan con peleles, y a las que se

puede observar a menudo contemplando con envidia y codicia a los hombres de robusta y

atlética constitución. Las excentricidades de nuestra dama habían servido muchas veces de

comidilla a nuestras conversaciones y comentarios sociales. Eran famosas sus cosas. Un espíritu

observador podía sorprender con facilidad delatadoras miradas que ella cruzaba hábilmente con

los amigos de su marido; esos amigos de los que un día oí exclamar ingenuamente a un pobre

esposo:

—Me parece que son más amigos de mi mujer que míos.

Ella trataba a su editor responsable con esa cortesía mundana que saben tener las mujeres

inteligentes para sus compañeros de mesa, casa y... nada más. Llegaba en ocasiones a

interesarse en público por él y preguntarle qué había hecho durante el día.

¿Cuál era la psicología de este marido metafísico y civilizado?

Él no parecía ni ciego ni sordo. No era posible, tampoco, decir que fuese desgraciado.

Siempre lo tuve por un superhombre cuya figura desentonaba, en realidad, dentro del marco

estrecho y burgués de una capital semialdeana. Se había adelantado unos cuantos años, muy

pocos nada más, a nuestra época. Convencido de su papel en el mundo, lo desempeñaba sabia y

correctamente, sin afectación, con una naturalidad admirable. Si en su presencia se comentaba la

infidelidad de alguna mujer, tenía ese gesto de asombro, esa sonrisa de salón que ponemos

cuando nos están contando algún suceso que no nos interesa y al que somos completamente

ajenos.

Cuando ya hacía buen rato que se habían encendido todas las luces de la ciudad, se retiraban

ambos esposos en su flamante máquina, adquirida, según rumores, de uno de los más asiduos

amigos de la casa, a cambio de la vieja y carcomida duquesa que antes usaban.

—Voy ganando en el cambio —le dijo su amigo— pues pienso vender este coche en doble

de lo que vale el automóvil, a un americano millonario, maniático por todo lo antiguo.

Y nuestro marido, dignamente, y convencido con estas razones, aceptó la máquina. ¡Desde

hacía tiempo su mujer tenía tantos deseos de poseer una igual!

Cuando ellos se retiraban del café, después de los saludos del caso, todos enmudecíamos un

momento; se cruzaban algunas miradas de inteligencia, pero a ninguno se le ocurría hacer un

comentario, ni decir una palabra inconveniente. La conversación interrumpida continuaba

naturalmente.

Y es que hay seres superiores, que aunque no simpaticemos con sus ideas, con su modo de

ser, ni con su actuación en la vida, llevan en sí algo impalpable, pero cierto, nuevo e

incomprensible, que nos hace respetarlos e... iba a decir también, admirarlos.

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Es ese mismo recogimiento que sentimos ante una obra artística —cuadro, escultura,

monumento— rara y audaz. Nos damos cuenta de que por falta de preparación no la

entendemos, pero nos es imposible negar que hay en ella arte y grandeza.

Algo parecido nos ocurría con El caballero que ha perdido su señora. ¡No éramos

suficientemente civilizados para comprenderlo!...

El día de los difuntos Meditaciones de un esqueleto filósofo

—¡Cuán falsa es la paz de los sepulcros! No hace aún muchos años, creo que unos meses tan

sólo, que vivo aquí, en esta tumba húmeda y estrecha. Y yo, que había soñado para después de

muerto, en el descanso y en la tranquilidad, no he hallado todavía reposo, ni paz, ni sosiego…

¿Será, como a veces me figuro, que no estoy completamente muerto y que hay algo impalpable

y misterioso que me liga al mundo de los vivos?

Vibran hoy las campanas con sus lenguas de hierro, llamando, plañideras, a los vivos para

que se acuerden de sus muertos. ¡Es día de difuntos! Y el rebaño acude a la llamada. Desde

temprano, y desafiando las inclemencias del tiempo, esta inmensa ciudad se ha ido llenando de

fieles, de turistas, que sólo acuden hoy, cuando los llaman. ¡Qué feliz es la humanidad, que todo

lo tiene reglamentado, clasificado, encasillado! Lo mismo el dolor que la alegría, el placer que

el trabajo. He oído decir a un jovencito que pasó cerca de mi tumba, que iban a reglamentar de

nuevo el vicio. ¡Qué humanos son! ¡Y hablan todavía del Kaiser que hizo de sus súbditos

autómatas y muñecos de resorte, sumisos a la voz del que los manda! Si todos los hombres, en

mayor o menor escala, son lo mismo. Hasta los cubanos, rebeldes por naturaleza y educación, se

rebelarán contra el uniforme de un policía que les ordena hacer esto o lo otro; protestarán

enfurecidos, se fajarán, en último caso. O junto al aviso que dice: «Se prohíbe pisar la yerba»,

habrá un trillo claro y perfecto, por donde todos han tenido buen cuidado de pasar, demostrando

con esto al extranjero que nos visita, nuestra rebeldía a la autoridad y a las leyes.

Pero todas estas cosas no son más que reminiscencias de otros tiempos de opresión y tiranía,

en los que era patriótico y hermoso desobedecer al orden público, o al guardia civil, o a las

leyes y reales órdenes, porque unos y otras representaban la metrópoli contra la que había que

luchar a sangre y fuego; y todavía no se han acostumbrado a pensar que ese vigilante de ahora,

es suyo, y esa ley, buena o mala, es ley de la República. Otras veces su rebeldía es un fenómeno

puramente calorífico.

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Pero en el fondo son como todos: obedecen ciegamente a esos fantasmas dominadores que se

llaman el Estado, la Sociedad, la Religión, la Rutina, los Convencionalismos, las Conveniencias

sociales.

Si no, miradlos. Suena el alegre cascabel, y allá van atropellándose, arlequinescamente

disfrazados, a bailar y reírse. ¿Lo sienten?... Han cumplido lo que la sociedad les mandaba. Era

carnaval.

Hoy les toca llorar, acordarse de nosotros, y aquí vienen. Esta noche irán también,

ceremoniosamente, a oír ese Tenorio utópico e insulso. Admirarán, como en otros años, su valor

y su audacia; reirán como siempre los chistes de Ciutti y volverán a identificarse también con la

pobre doña Inés. Y hasta el nuevo año que viene.

Y así son en todo. Y así era cuando yo vivía. Y en su carnerismo llegan a la exageración.

Sólo van a los paseos un día a la semana, los domingos. A los teatros, los días de moda. Cenan,

una vez al año, por nochebuena. Y ¡ay de aquel a quien se le ocurra quedarse de vez en cuando

hasta las cuatro de la mañana para cenar en la placita unas cabrillas fritas! Es un perdido; no

hace lo que los demás.

Y todos son lo mismo. Piensan, sienten y quieren juiciosa, reglamentadamente. Las niñas en

edad de merecer siguen esperando, para corresponder a su enamorado, que éste se lo diga tres

veces. Los jovencitos, cuando terminan su carrera, se casan enseguida para ser personas serias.

Y pobre de aquel cuya manera de pensar, de sentir o de amar no pueda ser clasificada por la

sociedad. Será un raro y un loco. Que para no asustar al rebaño, hay que ser hipócrita. Hay que

tener anestesiados, a gusto de la humanidad, el cerebro y el corazón.

Pero… me he puesto triste y tonto. Esta maldita costumbre de filosofar, que tenía cuando

estaba en el mundo de los vivos, no me ha abandonado en la tumba. Por eso fui muy

desgraciado. Quise rebelarme contra los convencionalismos y fui vencido por la conjura social.

Y hasta en mi matrimonio quise pedir a mi esposa amor después de dos años de casado,

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olvidándome de que era mi esposa. Recuerdo que el día de mi muerte, con esa clara y fina

percepción que da la naturaleza a los difuntos —sólo muriéndose se sabe esto— mi esposa, en

lo primero que pensó, después de haber desahogado sus glándulas lagrimales, fue en un traje de

teatro que acababa de comprar y no había usado todavía.

—¡Qué dolor!— decía a sus amigas— ¡quién me iba a decir que no me lo podría estrenar! ¡Y

hasta después de hecho, tuve que subirle un poco el escote, porque el pobre Juan era muy raro y

exagerado en esas cosas!

Divago. El aire frío y húmedo de la mañana «hiela mis huesos», como dirían los poetas. Y

además, el recuerdo de la aventura de ayer me preocupa todavía. Nunca creí que el poder de los

hombres llegase a tal extremo: a resucitar los muertos. ¿Será cierto o será un sueño de mi

cráneo, no tan hermoso como el busto de la fábula, pero sí tan vacío como el de muchos

consagrados?

Ayer salí de mi tumba, recorrí alegre y tumultuosamente las calles de la capital. La ciudad se

hallaba engalanada, como en días de carnaval. Se oían gritos y aclamaciones. Coches y

automóviles, atestados de hombres de todas clases y condiciones, iban veloces,

precipitadamente, de uno a otro lado.

—¡Zayas25 sí va! ¡Zayas-Mendieta,26 victoria completa!— gritaban unos desde su automóvil.

—¡Vivan los conservadores!— decían otros.

Frente a una casa, creo que de la Calzada de Galiano,27 el público se aglomeraba, como en

días de grandes agitaciones.

—¡Veinte blancos! —pedía uno enronquecido—. ¡Blancos son los que hacen falta! ¡Ya los

negros se han acabado! ¡Forros blancos!

—¡A votar, a votar!

Y en un camión enorme me metieron atropelladamente, con otros muchos… ¿Muertos como

yo? Tal vez.

Y en un colegio electoral voté candidatura completa; no recuerdo la de qué partido. Para el

caso era lo mismo.

Después volví a mi tumba. ¿Habrá quien crea en la paz de los sepulcros? La humanidad ha

progresado demasiado…

Pero ¿es cierto que los hombres pueden hacer ya que los muertos resuciten?

¡Los hombres, los hombres! ¡Qué idiota, qué cándido soy a veces, tanto como cuando estaba en

el mundo, según me dijo un día un amigo hablando sobre mi matrimonio! Los hombres no han

llegado todavía a hacer resucitar a los muertos. ¡Hasta ahora los únicos que pueden hacer eso

son los políticos!...

El conocido joven

Nuestras crónicas sociales suelen reducirse hoy en día, salvo raras excepciones, a una lista

interminable de sustantivos y un buen número de adjetivos. La moda y el gusto del público así

lo exigen. Son muchísimas las personas que asisten a una boda u otra fiesta, con el único y

exclusivo objeto de ver al día siguiente su nombre en letras de molde. De ahí que los cronistas

de salones se vean obligados a desdeñar, a prescindir en sus trabajos, de floreos al hablar de

algún evento social, yendo inmediatamente al grano, como pedía el magistrado del cuento. Y el

grano, en este caso, o mejor dicho, los granos, son los nombres de los asistentes al acto.

Como detalle curiosísimo que comprueba lo arraigada que está entre nosotros esta

costumbre, debemos citar una típica fiesta que actualmente se celebra en La Habana: el baile

infantil que dan, por carnavales, las sociedades regionales españolas, y al cual llevan las

familias, vestidos con trajes de capricho o de sala, a sus pequeñuelos. El atractivo principal de

la fiesta consiste en una lista —cuatro o cinco mil nombres— que publican después los

periódicos, de todos los niños que concurrieron al baile y el disfraz que llevaba cada uno. Los

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felices padres y demás familiares se leen, pacientemente, esos millares de nombres para

encontrar el del hijo o pariente, que, a lo mejor, aparece mal escrito.

Pero hay algo que resulta mucho más incómodo, molesto y complicado para los cronistas

sociales: los adjetivos. Hay damas, damitas y caballeros a los que no basta nombrarlos; hay que

adjetivarlos también. Y he aquí los apuros, de los que no saldría triunfante ningún maestro de la

lengua, pero que, sin embargo, los cronistas sociales vencen y resuelven con pasmosa facilidad.

No sabemos cómo se las arreglan, pero es lo cierto, que ellos pueden diariamente calificar y

adjetivar a veinte o treinta personas de todos los sexos.

Bella, encantadora, gentil, interesante, simpática… son adjetivos que usan para las mujeres.

Ilustre, distinguido, sabio, acaudalado, notable… puede decirse tratándose de hombres. No

quiero citar un de eterna belleza con que he visto elogiar (!) a muchas señoras de nuestra

sociedad.

Todos estos adjetivos son relativamente fáciles de aplicar. Pero existen individuos que no

son nadie, ni tienen título alguno, profesional ni pontificio, ni cultura, ni capital. No son ni

distinguidos, ni simpáticos, ni elegantes… son la personificación, la encarnación de la nada. Son

seres amorfos, negativos. Son unos Don Nadie. Y a pesar de esto, son personas que frecuentan

asiduamente nuestros salones, teatros y paseos. Hay, pues, que citarlos en las crónicas, tanto

más, cuanto que ellos lo piden directa o indirectamente. ¿Cómo calificarlos? El único adjetivo

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adecuado sería la partícula privativa «a» antepuesta a su nombre. Pero el cronista no podría

llevar su crueldad a ese extremo. ¿De qué manera resolver el problema?

Muy fácil, muy sencillamente. ¡Oh prodigioso invento de nuestro siglo! Cada uno de esos

individuos será siempre, en todos los momentos, dondequiera que vaya… El conocido joven.

¡Admirable! ¡Estupendo! ¡Maravilloso…! ¿Verdad?

Al conocido joven, como queda dicho, se le encuentra en todas partes. Por la mañana en

Obispo, por la tarde en el Prado28 y el Malecón;29 por la noche en la retreta, el cine o el teatro.

No pierde tampoco ningún baile ni fiesta, sobre todo si son de invitación o gratuitos. Es amigo

de los cronistas, los obsequia, los halaga y hasta los invita a tomar una copa o a refrescar, la

víspera de su santo, para que al día siguiente lo feliciten en la crónica: «Hoy celebra su santo el

conocido joven Fulano de Tal. Felicidades». Conoce y hasta saluda a toda La Habana, aunque

de él todos no sepan más sino que es el conocido joven, ignorando la mayoría su nombre. Sonríe

y piropea a las muchachas, entre las que tiene la rara cualidad que gráficamente se halla

expresada en esta frase por la que son conocidos algunos de estos tipos: rompe grupos. Aunque

no es un buen partido para las niñas en edad de merecer, éstas lo buscan con frecuencia:

cuando, por no haber llegado todavía ninguno de sus amigos, no quieren aparecer, en un baile,

que están comiendo pavo; y también para dar caritate a los pretendientes o para que se decida

algún enamorado tímido. En el Malecón paga las sillas, y a la salida del cine o teatro pueden

sacarle, de cuando en cuando, la convidada. Tal es su papel en sociedad.

Los hay que tienen capital, pero éstos son muy pocos. La generalidad vive de un destinillo o

mesada.

En sus trajes no suelen ser elegantes ni cursis. Un término medio indefinible. En sus

conversaciones, vacíos, tontos. Por sus modales y aspectos, presuntuosos o estúpidos, ridículos.

Por su cuna y antecedentes penales… más vale no averiguarlo. Por su cara, ¡oh, la cara es el

espejo del alma!

El médico de los muertos

No creo sea aventurado afirmar que en nuestra patria, de cada diez personas, cuatro son

médicos, cuatro abogados y las dos restantes generales. Las demás profesiones están repartidas

entre individuos que, habiendo fracasado en esas carreras o encontrándose fuera de servicio, han

creído oportuno dedicarse a algo más productivo. Conviene aclarar que de esa decena, la mitad,

por lo menos, son periodistas, sin que esto quiera decir que los tales sean capaces de escribir

correctamente ni aun cartas a la familia.

Esta abundancia y exceso de profesionales redunda, desde luego, en perjuicio de la calidad.

Son infinitos los abogados sin clientes y médicos sin enfermos, que, para ir viviendo,

desempeñan plazas de escribientes con treinta pesos y hasta de vigilantes y motoristas; lo que,

bien mirado, es un beneficio que hacen a la sociedad, porque si a esos doctores se les ocurriera

ejercer, sería necesario ensanchar las cárceles y los cementerios.

Y, después de los maridos, son galenos y togados los dos tipos que, a través de todos los

tiempos, más han servido de blanco a las burlas e ironías de los escritores.

Circunscribiéndome ahora a los médicos, ¿quién no ha leído Le Médecin malgré lui, de

Moliére, o, por lo menos, el arreglo de Moratín El médico a palos? ¿quién no ha leído los

intencionados versos del más insigne de los saineteros españoles, o el famoso artículo El médico

de campo, del primero de nuestros costumbristas, José María de Cárdenas?

Moliére no quería a los médicos, se burlaba de ellos acribillándolos con sus dardos. Del

doctor Mauvillain, su íntimo amigo, decía:

—Es mi médico, me da recetas que yo no tomo y somos los mejores amigos del mundo.

Pero la burla más sangrienta que se ha hecho de los médicos, no se debe a un francés. Es

cubana. Por algo se llama a nuestra patria la tierra clásica del choteo.

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Todos cuantos hayan tenido que acompañar los mortales despojos de algún familiar o amigo

hasta la última morada, la Quinta de los Pinos, o San Antonio Chiquito, como llama el vulgo a

nuestro cementerio general, habrán observado, sin duda, al final del Paseo de Carlos Tercero30 y

a la falda del Castillo del Príncipe,31 hoy convertido en presidio, una fuente, la última de las

varias que adornan y embellecen esa calzada, construida por el general Tacón.32 Dicha fuente

marca el límite del Paseo y el comienzo del camino que conduce al cementerio de Colón.33 ¿Os

habéis fijado en ella? ¿Habéis visto la estatua que ostenta en su remate?

Es una estatua, dijo el doctor José Antonio González Lanuza,34 hablando sobre el particular,

en un interesantísimo artículo publicado hace años, «es una estatua muy mala como obra

artística: pequeña de cuerpo, cargada de espaldas, barbuda, envuelta a medias en un manto

cuyos rígidos pliegues, como las duras líneas de su pecho descubierto, recuerdan el estilo griego

arcaico, el Apolo de Tenea o la estatua funeraria de Orcomene, cuando más se le quiera

conceder de respetable y de rudimentariamente artística».

¡Es una estatua de Esculapio!

«Y ese emblema del semidiós de la Medicina, continúa diciendo el doctor Lanuza, en la

puerta misma de la triste ruta que lleva directamente a la casa del descanso eterno, me parece,

por lo casual, por lo no intencionado, por lo graciosamente inconsciente, la más espiritual de las

bromas, macabra y festiva a un mismo tiempo, filosófica y burlona, demostrativa de lo poco que

vale el esfuerzo humano, de la inanidad de nuestra ciencia, y de que no hay nada más irónico

que el azar, ese tremendo o inaguantable bromista».

Y, bromista también irreductible, el doctor Lanuza pide que dejen la estatua ahí, «porque

tiene un valor ideológico en el sitio en que está, porque encierra toda una serie de ideas, porque

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resulta supremamente alegórica, cumpliendo así con lo que es (a mi entender) la más alta

finalidad de la escultura. Y que me perdone esta opinión y este deseo la respetable Facultad de

Medicina».

Pero no termina aquí, con ser de sobra sangrienta y cruel, la broma de que han sido víctima

los médicos.

A la ironía del azar, colocando la estatua del padre de la Medicina en el umbral casi de la

morada donde habitan los únicos que ya no pueden utilizar los servicios médicos, y que tal vez

son víctimas de ellos, y a la ironía, aún más implacable, con que el doctor Lanuza pide que no se

quite de allí esa estatua porque es un símbolo, hay que añadir una nueva burla que la necesidad

ha introducido para completar lo que bien pudiera denominarse «tríptico irónico».

Es necesario que en el cementerio haya un individuo dedicado expresamente a dar fe de que

los cadáveres llevados a enterrar son en realidad cadáveres muertos. Y esa plaza sólo puede

desempeñarla un médico: ¡el médico de los muertos!

———————

Hemos llegado al cementerio tras el cortejo fúnebre de un amigo o conocido. Cuatro

zacatecas sacan en hombros la caja mortuoria para depositarla, antes de darle sepultura, en la

mesa de mármol que a ese efecto existe en los portales de la menos burocrática de nuestras

oficinas públicas.

Un señor pequeño, apergaminado y enjuto, se acerca. A un gesto suyo, destapan la caja. A

través del cristal, dirige una rápida mirada al rostro del difunto. Hace otro gesto y vuelven a

cerrar de nuevo el ataúd. El médico de los muertos ha cumplido su misión.

Muchas veces, al encontrármelo en la calle enfundado en su antidiluviano chaqué verdinegro

y llevando en la diestra enorme paraguas de los llamados antiguamente de billetero, he tenido la

intención de celebrar con este discípulo de Esculapio una interview. Pero, dejándolo de un día

para otro, nunca he llegado a entrevistarlo.

¿Habrá él, al fin, descubierto, después de estar mirando a diario cara a cara tantos cadáveres,

el misterio de la muerte? ¿Sabría explicarme dónde comienzan los linderos del más allá? En la

vidriosa mirada y el gesto último que como huella de su marcha definitiva ha dejado la vida al

abandonar aquellos cuerpos, ¿no ha podido sorprender el secreto del ser y del no ser?

Me he fijado muchas veces, detenidamente, en nuestro personaje cuando está en funciones, y

me ha parecido adivinar cierta inteligencia entre él y sus clientes. Siempre, al observarlos tras el

cristal de la caja, les guiña un ojo, de ese modo especial con que solemos dar a entender a otra

persona que nos damos cuenta y estamos al tanto de lo que se trata o pasa. ¿Ellos, los cadáveres,

le contestan? ¿El guiño que él hace es un santo y seña? ¿O es un tic nervioso, hijo tan sólo de la

costumbre?

———————

Tal vez. Ni tú mismo podrías decírmelo, ¡oh médico de los muertos, el más famoso de los

galenos, pues nunca has matado a ninguno de tus clientes! Y si lo sabes, guárdatelo, no nos

reveles el Misterio.

¿Qué íbamos a hacer los hombres con la Verdad?

Chismografía social

En Cuba podemos decir que, salvo honrosas excepciones, todos los hombres son oradores y

todas las mujeres, chismosas.

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Confirma esta regla, la existencia de individuos completamente mudos o, a lo más,

monosilábicos, a causa de su agudo pachequismo; hombres de inmenso talento… callado,

famosos sabios e ilustres estadistas cuya verdadera sabiduría consiste en no hablar, adoptando,

eso sí, para todo, la bella pose del Pensador de Rodin. «El silencio es oro», sostienen ellos, y,

efectivamente, casi siempre les produce oro y otros metales.

Lo que sí resulta difícil de encontrar es una mujer que no sea chismosa. La chismografía es

la única forma hablada de elocuencia que poseen la mujeres. Sabemos que la elocuencia es el

don natural de la persuasión, y la oratoria, el arte, la manera de la elocuencia.

Las mujeres, para persuadir y convencer, jamás emplean la palabra; queda ésta reservada al

hombre. El hombre habla, ruega, suplica, increpa, apostrofa. La mujer, conociendo que en ella

el don de la elocuencia no está en la palabra articulada, sino en la palabra vivida, nunca usa

aquélla en los instantes supremos, en los momentos solemnes. Cuando ella quiere convencer,

calla, pero actúa. Recuerdo que una mujer muy sabia en cuestiones de amor, me dijo

hablándome de uno de sus amantes:

—Es un hombre encantador, simpatiquísimo, pero en ciertas ocasiones habla demasiado.

A la mujer le basta un gesto, una mirada, para resolver a su favor la más difícil, ardua y

complicada de las situaciones. Y la elocuencia de una caricia o de un beso, no ha sido hasta

ahora, ni lo será por los siglos de los siglos, superada nunca.

Las mujeres conocen que, hablando, el hombre —si es medianamente inteligente, pues de

todo hay en la viña del Señor—, las envuelve, las ofusca, las sugestiona, las derrota; y que, en

cambio, en los gestos, en los ademanes, son torpes; y no hay nada más contraproducente que la

inoportunidad de un gesto o de una caricia.

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Se afirma, por el contrario, que las mujeres son comediantas consumadas. Poseen el arte

supremo y exquisito de la mímica. Así como el orador confirma lo que está diciendo, con sus

ademanes, la mujer usa la palabra para dar mayor fuerza a sus gestos; en estos casos sus frases

llegan a alcanzar una plasticidad asombrosa, admirable.

Buena prueba de cuanto dejo dicho nos la ofrece el cinematógrafo. Existen actrices

eminentes, de facultades extraordinarias: Priscilla Dean, la Bertini, Pina Menichelli… No ha

habido todavía, ni es fácil que se encuentre, un gran actor, y aun los que, como Novelli, son

verdaderos genios de la escena, cuando lo vemos en películas nos resultan amanerados,

artificiosos.

¿Cómo utilizan las mujeres la elocuencia hablada? En la chismografía. Poseyendo un gran

espíritu observador, un profundo conocimiento del corazón humano y una fina y delicada

percepción de las cosas y las personas, saben darse cuenta, en un instante, de todo cuanto las

rodea, del lado flaco de los seres a quienes conocen; y, maestras de la ironía y la sátira, con una

palabra o una frase, inutilizan y matan a aquel que se les interpone en su camino.

A la posible rival que se figuran puede arrebatarles el hombre que a ellas les gusta o les

conviene, la destrozan, la descuartizan, en público y en privado; dirigirán sus dardos contra

aquello de lo que más presume o se enorgullece su víctima; llegarán a afirmar que su belleza es

ficticia, que el carmín de sus labios, que sus ojeras y el rosa de su cutis son falsos, son pintados;

que sus bellas formas son postizas; que si usas tales o cuales esencias es con el único fin de

disimular otros olores. Y en su elegancia también se cebarán, haciendo resaltar los pormenores

ridículos o cursis de su toilette.

Si esto no basta para conseguir el fin que se han propuesto, acudirán entonces a la

maledicencia y la calumnia, poniendo en la picota pública las interioridades de su hogar, los

más mínimos detalles de su vida privada. Conozco mujeres que han llegado al extremo de tomar

una criada, que acababa de salir de casa de una amiga que odiaban por suponer que era su rival,

con el fin de enterarse de las interioridades de la casa.

Con el hombre que las desprecia o las ofende o tiene con ellas un acto de descortesía o de

indiferencia, son asimismo implacables… y en muchas ocasiones, justas.

El hombre chismoso por despecho, es un ser despreciable, indigno, cobarde. Martí decía:

¿De mujer? Pues puede ser

que mueras de su mordida;

pero no empañes tu vida

diciendo mal de mujer!*

La chismografía en La Habana está perfectamente organizada y reglamentada. Hay grandes

centros o lugares donde periódicamente se reúnen las mujeres para dedicarse a la chismografía.

Es conocidísima una gran tienda de ropa, situada en uno de los sitios más céntricos de La

Habana. Allí, mañana y tarde, en horas de compras, se congregan, a arrancarle la tira del

pellejo a todo bicho viviente; y, hasta los mismos dependientes las ayudan y auxilian,

proporcionándoles datos de los demás marchantes de la casa, como harán de cada una de ellas

con las restantes. Y esta chismografía se convierte a veces en espionaje. Conozco el caso de una

señora que fue avisada inmediatamente por teléfono, que su marido se encontraba en esa tienda

hablando con otra dama. Y también el de un marido al que le llamaron la atención de que su

esposa estaba flirteando con un joven.

Existen igualmente asociaciones femeninas que convierten sus días de juntas, o de recibo, en

clubs conspiradores o de chismografía. Todas las asociadas van aportando, como en las antiguas

sociedades secretas, los informes que han podido adquirir. Los mayores misterios se descubren,

y aclaran; el último acontecimiento social se da a conocer; los disgustos de la familia, los

reveses de fortuna y hasta las cuestiones políticas se discuten y, a veces, se resuelven allí, pues

sus asociadas pertenecen a todas las clases sociales y, principalmente, a las más encumbradas.

Los centros menores de chismografía son incontables; todos aquellos lugares donde se

reúnan dos o más mujeres: visitas, días de recibo, de santos, teatros, bailes…

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Los medios transmisores de chismes: las cartas, los anónimos, el teléfono, este último el más

usado hoy en día.

Tales son la vida y milagros de las chismosas, fieles de esa nueva religión que practican con

fervor y entusiasmo muchas mujeres de La Habana, en salones y ciudadelas.

* José Martí, «Versos sencillos», Obras completas, t. XVI. Editora Nacional de Cuba, 1964. pp. 116.

De la farsa política El «Orador de mitin»

Suidadanos: va a hacer el uso de la palabra el consecuente correligionario José Dolores Socarrás

y de la Cruz.

Y, después de un agudo toque de corneta, subió a la tribuna, levantada en la plaza de Z, un

hombre que, arrojando violentamente su sombrero de jipi al suelo, prorrumpió en desaforados

gritos:

—Debemo montá a caballo y etá dipuesto a derramá la sangre de nuetro huesos po la vitoria

de nuetro partido. (Histórico).

—¡Métele, guayabo! —le interrumpió una voz de entusiasta correligionario, enardecido por

las elocuentes palabras que acababa de pronunciar el orador en turno.

Y así, de esta manera, entre aplausos y gritos, continuó su peroración José Dolores, hasta que

las indirectas que a todo pulmón le dirigían de ¡corta!, ¡corta! le dieron a entender que ya el

auditorio empezaba a considerar su speech como una lata.

Y, uno tras otro, fueron desfilando después por la tribuna los prohombres del partido, o

simplemente los políticos de arrastre en el barrio.

El pueblo, según sus simpatías, recibía a los oradores con mayor o menor entusiasmo,

premiando con nutridos aplausos y aclamaciones a los gallos del partido.

Nada tan interesante, para conocer la psicología de un pueblo, como estas fiestas populares,

clásicas de los democráticos Estados modernos, llamadas mítines.

Uno de los más brillantes periodistas cubanos, el Sr. Márquez Sterling,35 dijo, hace tiempo,

en uno de sus notabilísimos artículos, refiriéndose al mitin, que «la propaganda política a través

de nuestro clásico mitin, produce en el ánimo de los patriotas inteligentes, honda y

desconsoladora tristeza. Si la estatura cívica del pueblo y de los hombres que dispútanse el

dirigirlo, no alcanzaran talla más alta que la de esa tribuna, salvo rarísimas excepciones,

chocarrera y vacua, sería imposible negar que no pasamos de mínimos liliputienses. El orador

en estas fiestas del ciego entusiasmo procura casi siempre excitar las bajas pasiones y explota

para el éxito de su causa, los rencores morbosos y los odios enfermizos... Nuestro intelectual

procura de su parte, la adaptación al medio ambiente del mitin; reduce su mentalidad a moldes

mezquinos, finge deleite en el derroche de su gárrula incendiara, y oculta cuanto puede sus

nobles pensamientos».

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Yo me atrevería a afirmar que en el mitin el auditorio suele estar por encima del orador.

Nuestro pueblo es inteligente, y, aunque le falta cultura e ilustración, se da cuenta en seguida de

lo ridículo, malo o censurable que hay en todo lo que ve u oye. Cuando sube a la tribuna un

orador conceptuoso y elocuente, un gallo, como se dice en el argot político, lo oye con

entusiasmo y recogimiento, lo aplaude y aclama en sus períodos inspirados, y, al terminar,

comentan unos y otros:

—Ése sí que habla fino.

En cambio, cuando habla algún ignorante o algún latoso, lo califican a las primeras palabras.

—Usted está sacao, compadre, apéese de ahí, —he oído decirle frecuentemente a algunos

oradores.

O cuando la lata no puede ya soportarse:

—Acorte, acorte, que todavía no ha hablado Fulano (uno de los buenos).

Desde luego que, generalmente, el auditorio no está capacitado para juzgar el valor literario

de los discursos, y hay oradores sumamente cursis, que han logrado alcanzar fama y renombre,

no ya entre el pueblo, sino también entre las clases más altas de la sociedad.

Y el pueblo aprecia, además, la sinceridad de sus oradores. De un señor, candidato a

representante, fracasado ya en varias elecciones, y el cual es famoso por lo exagerado e

insincero que resulta en sus demostraciones de afecto e identificación con sus correligionarios, a

los que abraza ridículamente donde quiera que se los encuentra; de este buen hombre, oí yo

exclamar a un infeliz moreno que le escuchaba un discurso.

—Ése no siente lo que dice; lo que quiere es salir representante; pero ni aun los abrazos le

van a servir.

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Y es que hay oradores que llegan ya, en su frescura, a lo inaudito. He oído al hijo de un

candidato, decir, teniendo a su padre al pie de la tribuna:

—Porque el Dr..., que siempre se ha sacrificado por nuestro partido, que ha abandonado su

bufete, sus cuantiosos intereses, su familia, todo, en una palabra, por servir al partido, bien

merece que vosotros le deis vuestros votos el día de las elecciones.

Y no digo nada de los oradores yoístas, porque éstos los hay aun entre los de altura.

El orador verdaderamente culto, el hombre inteligente, no apela en el mitin al insulto. Los

vulgares y mediocres, encumbrados por el azar o las circunstancias políticas, son los que vierten

siempre en sus discursos la calumnia y la injuria, el ataque personal a la vida privada de los

adversarios, creyendo que con eso halagan los gustos del pueblo. Y, efectivamente, a veces, el

pueblo les aplaude, gritándoles:

¡Métele caña!

Pero, tarde o temprano, esos ídolos de un día caen ruidosamente de sus pedestales. No quiero

citar ejemplos.

Soy de los que opinan que los males, los defectos y el fracaso de nuestra política, hay que ir

a buscarlos, no en las clases bajas, no en el pueblo, sino en las clases altas, en los directores, en

los tramoyistas, que, ya oculta o abiertamente, manejan los hilos de todo el escenario de lo que

bien puede considerarse verdadera farsa moderna.

Nuestro pueblo es noble, nuestro pueblo es generoso, nuestro pueblo es bueno. Del pueblo,

pienso como de las mujeres. Uno y otras sólo son malos cuando han tropezado en el camino de

la vida con hombres perversos, con falsos padres de la patria, con viles explotadores de

profesión. Pueblo y mujeres son como espejos cuya límpida superficie, que el menor soplo

mancha, refleja siempre la imagen que tiene delante. ¡Ay de las mujeres y del pueblo delante de

los cuales se coloca un hombre de bajas pasiones y malos sentimientos, o un político sin

conciencia!

Padecemos de logorrea. Todos quieren hablar y quieren hablar de todo. En nuestros mítines

hay verdadera lipidia por consumir un turno y, a muchos, una vez en la tribuna, les cuesta

trabajo abandonarla.

Asistí días pasados a un mitin en el que uno de los oradores, al primer párrafo, pidió, para

seguir hablando, agua; no la había cerca, y tardaron en traérsela; se bebió un vaso, pero necesitó

más y volvió a pedirla. Le gritaban que terminase ya, que se retirase; pero él, aferrado a su

tribuna, no la soltó sino después de consumir tres vasos de agua.

—Ese hombre es un elefante, que le traigan un cubo— le dijo un chusco.

Es popular entre nosotros un tipo, joven estudiante o abogado ya, que no pierde un mitin de

su partido, aun esos de altura que se celebran en el Teatro Nacional.36 Después que se han

consumido todos los turnos señalados, él se levanta y dice que no pudiendo contener su

emoción, va a hablar. Y, efectivamente, habla, o mejor dicho, grita lo que de antemano tiene

preparado, que a veces resulta un discurso de Castelar... aprendido de memoria.

Se ha dicho también de los mítines que son fiestas en las que el pueblo da rienda suelta a sus

enfermizas y bajas pasiones y a sus instintos groseros. Pero de esto conviene mejor no hablar,

pues he visto en más de una ocasión, al terminarse la comida que se daba en alguna de nuestras

más elegantes y aristocráticas sociedades, convertirse aquel salón en verdadero campo de

Agramante, donde hacían el papel de proyectiles pedazos de pan y otros desperdicios del

banquete, arrojados por los finos y distinguidos concurrentes.

Innumerables son las anécdotas que pueden contarse de los mítines. Sólo voy a referir una.

Se daba, hace de esto algunos años, la víspera del 24 de Febrero,* y en conmemoración de esa

fecha patriótica, un mitin de los llamados bajo techo, en el local de un comité de barrio. Luego

de haber hablado el presidente del comité, ocupó la tribuna un notable orador, que empezó su

discurso diciendo:

—Después del hermoso retrato de Martí que con mano maestra ha pintado el señor X..., yo

no tengo nada que añadir.

Entonces un buen hombre, que se encontraba a mi lado, se volvió hacia mí y me preguntó:

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—Dígame, ¿cuál de esos dos retratos es el que ha pintado el señor X? Yo no sabía que fuera

pintor. (En el salón, entre otros adornos, había, efectivamente, dos cuadros de Martí!)

Quiero hacer constar, antes de concluir este artículo, que no deben sentirse ofendidos los

oradores de mitin por la opinión que tengo de ellos, pues yo también he sido orador de mitin. Y

a confesión de parte...

* El 24 de febrero de 1895, en distintos puntos de Oriente, tuvieron lugar varios alzamientos simultáneos, con lo que se inició una

nueva etapa de la lucha por la independencia. Grito de Independencia.

Rascabucheadores El rascabucheo, considerado como una de las bellas artes

Si Tomás de Quincey escribió su obra El asesinato considerado como una de las bellas artes,

bien puedo titular este artículo de manera análoga. Es verdad que el asesinato es tan antiguo

como el mundo, pues Caín, «que mató a Abel por envidia de su virtud», es el primer asesino de

que nos habla la historia; pero el rascabucheo no se queda atrás en lo de tener una gloriosa

antigüedad, pues la Santa Biblia nos cita el caso de aquellos tres viejos que quisieron

rascabuchear a la casta Susana cuando se estaba bañando.

Como todas las bellas artes, sus comienzos fueron toscos y rudimentarios. Recordemos los

primeros trabajos que han llegado hasta nosotros de pintura y escultura, hechos por hombres de

las épocas terciaria o cuaternaria. Es con el transcurso de los siglos que el rascabucheo, como

arte también, va perfeccionándose poco a poco, hasta llegar a adquirir en nuestra época —su

edad de oro— el esplendor y grandeza que hoy goza, sobre todo en Cuba, su verdadera patria,

«la Italia del rascabucheo», como la llamó uno de nuestros más insignes críticos de arte.

¿Qué es el rascabucheo? Veamos el diccionario: «Rascabucheo. Acto o efecto de

rascabuchear. Se dice también del arte liberal descubridor de los secretos de la naturaleza».

Como sucede siempre con los diccionarios, no están explicadas aquí las distintas acepciones

de la palabra; pero consultando las obras de los más eminentes lingüistas, podemos ampliar

estos conceptos. El verdadero sentido y significado del rascabucheo, más que el descubrir todos

los secretos de la naturaleza, es el de descubrir los secretos físicos femeninos, y ya en esto

encontramos el refinamiento a que ha llegado este arte, pues ha elegido como su fin principal lo

más bello de la Naturaleza: la mujer. Ahora bien, aunque este arte en sí es puramente ocular,

hay, como derivación de él, un oficio que se conoce con el mismo nombre y se practica

simplemente por medio del tacto. De esto no hablaré hoy.

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Billiken, escritor cubano perito en estas materias, afirmó hace años que Adán fue el primer

rascabucheador del mundo. Esta afirmación es completamente falsa. Adán no podía

rascabuchear lo que no estaba oculto, y Eva, según nos dice la historia, no ocultaba nada. El

rascabucheo es arte complicado y sutil, gusta de refinamientos y de exquisiteces, es arte de

nuestro siglo, cerebral y civilizado. Busca descubrir los secretos femeninos, pero su mayor

encanto y atractivo está en no llegar a descubrirlos por completo. Se rompería entonces el

encanto. Más que los ojos, es el cerebro el que actúa. ¡Oh poder inefable y embrujador del

misterio! Más que el deseo de lo desconocido y determinado, nos atrae y nos sugestiona en la

vida lo que, ignorado, despierta en nosotros ensueños e ilusiones. La verdad desnuda es prosaica

y antiartística. Cuando fantaseamos, nos convertimos en verdaderos genios, creando a nuestro

capricho y gusto todas las cosas. Si pudiera radiografiarse el cerebro de un rascabucheador en

momentos de trabajo artístico, se obtendrían las más bellas imágenes de mujer. En La isla de los

pingüinos, encontramos una admirable demostración de cuanto venimos exponiendo, en la

aventura que ocurrió cuando trataron de vestir a las pingüinas. La más fea, vestida, arrastraba

tras sí a todos los pingüinos, jóvenes y viejos, porque dice Anatole France: «para que el interés

y la belleza de esa pingüina les fuese plenamente revelado, fue necesario que dejando de verla

claramente con los ojos, se la representaran en la imaginación».

Entre nosotros el rascabucheo se cultiva en gran escala, practicándose por todos, chicos y

grandes, jóvenes y ancianos. Pero no debemos considerar solamente el sujeto activo o

rascabucheante, que es el hombre, sino también el sujeto pasivo o rascabucheado, que es la

mujer. Ésta contribuye a su vez, de manera directa, al mayor auge y esplendor de este arte

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nobilísimo. ¿Cómo? Dejándose rascabuchear, contribuyendo, con su pasividad y tolerancia, a

que los hombres puedan practicar estas artísticas aficiones. Otro factor importantísimo es la

moda, que ha venido, con sus mil diabólicas y fascinadoras innovaciones, a dar más facilidad,

más atractivos y más encantos a las que de por sí los tienen insuperables. Díganlo, si no, esas

sayas cada día más torturantemente cortas que se usan en la actualidad, esas telas transparentes,

esos encajes y calados...

¿En qué sitios se practica principalmente el rascabucheo?...

En todas partes, aunque existen verdaderos centros artísticos. Voy a citar algunos de ellos:

Hay en nuestras principales avenidas, tales como Obispo y San Rafael,37 sitios estratégicos,

en los que en ciertas horas del día, al dar el sol de manera adecuada, produce maravillosos

efectos de transparencia cuando pasan las bellas hijas de Eva en el diario recorrido de tiendas.

En las esquinas de las calles; al subir a los tranvías; en los teatros, a la entrada y a la salida de la

concurrencia; en la Acera del Louvre,38 por la noche, al bajar y subir de los automóviles, las

damas que acuden al Telégrafo39 e Inglaterra;40 en las iglesias, a las horas de misa, los

domingos, o los jueves en la visita del Santísimo... son estos lugares que frecuentan y ocasiones

que buscan los fieles de esta nueva religión de la Belleza y de la Forma.

Los balcones ofrecen, asimismo, ancho campo de experimentación. Las mujeres se colocan,

tranquila y disimuladamente, como quien no quiere enterarse de lo que está sucediendo, y

efectivamente, por debajo, pero mirando hacia el cielo, pasan los hombres, disimuladamente

también, con una cara de inocencia y de ingenuidad que no les envidiaría una colegiala de El

Corazón de Jesús.41 Hay muchas casas en las que los maridos o novios celosos y los padres de

ideas atrasadas, han hecho colocar unas tablas feas, horrorosas. ¡Cuán pocas son las personas

que saben comprender y sentir el arte!

La casi totalidad del público que acude a la playa de Marianao, durante el verano, no va a

tomar fresco ni a mitigar los rigores de la canícula, sino a contemplar a las encantadores

bañistas. Y hay más de un señor muy respetable que se pasa las horas y las horas sumergido

hasta el cuello en el agua, pescando lo que Dios o el Diablo se sirvan depararle. ¡Cuidado con

los resfriados! En los baños del Vedado,42 durante la temporada, raro es el día que no se ven

cruzar muy cerca de la costa, botes y lanchas tripuladas por amantes del divino arte. Entre las

muchachas y señoras hay entonces carreras, zambullidas, sustos y hasta desmayos...

En las casas cuyas azoteas dominan todas las colindantes, es costumbre poner sobre el muro

un cajón con su correspondiente agujero, cajón que, por estar permanentemente colocado allí,

no llama la atención de las vecinas, quienes, sin temor, se entregan en sus cuartos, con las

ventanas y puertas abiertas, a hacerse la toilette. Mientras, resguardado y escondido tras el

cajón, el rascabucheador toma cuantos bocetos desea de sus gratuitas e inocentes modelos.

Hoy en día se ha llegado al extremo de proveer a muchos automóviles de potentes focos

eléctricos, giratorios en todas direcciones, que situados en la parte delantera del carro, a un lado

del cristal del parabrisas, permiten alumbrar, en las tinieblas de la noche, lo alto de los balcones,

las ventanas o el interior de salas y cuartos. Son la industria y los inventos modernos puestos al

servicio del arte.

Infinidad de anécdotas, aventuras y sucedidos, realmente curiosos e interesantes, podría

contar para hacer ver cómo se ha extendido y propagado entre nosotros el arte del rascabucheo;

pero no dispongo de espacio suficiente. Me limitaré a citar un caso que publicó hace meses toda

la prensa y que tuvo su epílogo en el Juzgado Correccional de la Primera Sección de esta

capital.

Cierta noche fue detenido un individuo de aspecto decente, a quien se le sorprendió mirando

por las persianas de una casa de la calle del Tejadillo* esquina a la de La Habana.** Registrado

por el vigilante de posta, se le ocuparon en los bolsillos del saco unos gemelos de teatro, un

berbiquí y una barrena, instrumentos todos que utilizaba este artista para el mejor desempeño de

su arte. Llevado al Prescinto de Policía, se contentó con sonreír maliciosamente a las preguntas

que le hizo el oficial de guardia.

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El divino Pietro el Aretino no hubiera tenido, con seguridad, otro discípulo más

aprovechado.

* Se le puso este nombre por ser la única casa de teja que primitivamente existía en esta calle.

** Debe su denominación al nombre de la ciudad.

Los novios de sillones

I

Aunque Carlos de la Torre, el sabio naturalista cubano, discípulo de Poey,43 ha llegado a

descubrir y clasificar setenta y dos especies distintas de novios, hoy voy a ocuparme solamente

de una de ellas, la más antigua, conocida y numerosa: la de los novios de sillones.

Y si los métodos científicos modernos aconsejan que a los animales se les estudie en el sitio

o región donde más frecuentemente habitan, podré con los novios de sillones seguir fácil y

cómodamente este sistema, pues introducidos, al decir de un historiador, en 1767 por la esposa

del entonces Gobernador de Cuba Don Antonio M. Bucarely,44 que tenía una hija en edad de

merecer, se extendieron en seguida y propagaron después por toda la isla, a tal extremo que es

muy difícil encontrar hoy calle donde no existan numerosas parejas de esta especie animal.

Y es que muchos o casi todas las otras especies cubanas de novios son transitorias, viniendo

a convertirse, al fin y al cabo, en lo que constituye su estado perfecto y propio: el noviazgo de o

en sillones.

Nos basta, pues, para examinar y conocer esta clase de novios, con salir una noche (es

especie nocturna) a recorrer cualquier calle de La Habana, deteniéndonos, como centro de

operaciones, en una cuadra donde encontremos arribazón de ellos.

Aquí, en esta calle, podemos hacer alto. Hay seis casas con novios, de las que dos, por

ofrecer sólo novios de ventana, no nos interesan. Pero las cuatro restantes nos van a presentar

ejemplares curiosísimos. En una de las casas hay tres parejas. ¡Admirable!

Los novios de sillones, según acabo de decir, son exclusivamente nocturnos, como las

lechuzas, los murciélagos, los serenos y los basureros. Se dejan ver durante la prima noche

únicamente, de ocho a once por lo general. En las restantes horas del día son seres vulgares e

inofensivos.

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¿Cuáles son sus costumbres?

La novia, desde muy temprano se ha acicalado cuidadosamente, empolvándose y

perfumándose pecho, cara y brazos. Completa su adorno con alguna flor, ya marchita, que la

noche antes le trajo su novio.

La respetable señora mamá y futura suegra, se ha puesto su matinée o bata de por las

noches, y está presta a ocupar su sitio de vigilancia.

Llega el novio; saluda a la mamá, que le contesta con un gruñido más o menos cariñoso;

estrecha la mano de… llamémosla Cachita, y, si es domingo, le entrega su ramito de flores o el

indispensable cartucho de bombones.

—Vamos a sentarnos —dice Cachita—. Y… (fíjate bien, lector, que en esto que voy a

exponer ahora, está la base de las relaciones y el principio y fundamento de la familia, de las

naciones y de la humanidad).

Cachita toma un sillón, su novio, que llamaremos Manolín, toma otro; los colocan de modo

que formen, en conjunto, lo que se llama vis a vis (no conviene confundirlo con el coche

llamado vis a vis, que se usa para los bautizos domingueros). Y Cachita y Manolín se sientan en

sendos, aunque pequeños sillones. Acto continuo, la respetable autora de los días de Cachita,

agarra otro sillón y se sitúa en la misma sala, a una distancia calculada de antemano y desde la

cual se pueda distinguir con claridad el ángulo de separación que forman los cuerpos y, sobre

todo, las caras de los futuros esposos.

Los sitios donde estos tres sillones —sagrados cimientos del futuro edificio del hogar—

deben colocarse, varían según las condiciones del terreno y el carácter de los moradores. Si la

casa tiene dos ventanas, los novios ocupan una de ellas, y la respetable señora mamá, la otra. Si

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ésta —la mamá, no la ventana— padece de mal de sueño, los novios distraídamente eligen

algún rincón de la sala que tenga buen efecto… de sombras.

Cuando hay dos o tres parejas, se colocan como Dios les da a entender.

Así sentados, permanecen hasta las diez y media u once, en que el novio se retira. Si hace

mucho calor, se paran un rato en la ventana o llaman al heladero para enfriarse un poco, sin

dejar, por supuesto, de convidar a la respetable mamá.

Se vuelven a sentar, arrullándose al vaivén de los sillones, con esas mil frases y tonterías que

todos, quien más quien menos, hemos repetido alguna vez en la vida. Si la respetable señora

mamá da alguna cabezada, ¡ah! entonces recitan aquello que dijo Bécquer: «Por una mirada un

mundo…»

Pasa el manicero, y el de los «¡tamaaales!» La respetable señora mamá hace alguna

indicación:

—Dicen que ese hombre vende unos tamales muy buenos…

Y se compran tamales.

—Yo sin picante —dice la respetable señora mamá— porque ahora con el calor… Cuando

era joven sí me gustaban picanticos. Pregúntale a tu padre, Cachita. ¡Qué tiempos aquellos!

Se sientan otra vez y continúan meciéndose y arrullándose, siempre bajo la vigilante mirada

de la respetable mamá. Conozco una de éstas que no deja solos a los novios ni cuando van al

comedor a beber agua.

A lo mejor, la mamá, en el tono más inocente de este mundo, exclama:

—¡Qué tarde debe ser ya!

Y… pero antes de pasar adelante conviene que hagamos breves consideraciones filosóficas y

sociológicas.

Hemos dejado ya a Cachita, a Manolín y a la respetable futura mamá suegra en sus

respectivos sillones, formando lo que, según el doctor Lanuza, suele llamarse el triángulo de las

relaciones, bien distintos, por cierto, del triángulo de la familia, muy generalizado en algunos

países.

¿Qué papel componen todos estos personajes vivientes y muebles?

Dos de los sillones son, desde luego, indispensables para sentarse los novios; pero tú, lector

curioso, quieres saber para qué sirve el tercer sillón y su respetable ocupanta.

He meditado mucho sobre este punto sin poder hallar la solución. Las respuestas que me han

dado algunas personas, tampoco me han satisfecho, pues no creo como me dijo uno de los

individuos interrogados, que la respetable señora mamá se sitúe junto a los novios para

vigilarlos y evitar malos movimientos (fueron sus palabras), pues ello equivaldría a confesar

tácitamente que ella había educado tan mal a su hija y ésta era tan ligera de cascos, que no podía

perderla de vista; o tampoco que haya que vigilar al novio, pues si no fuera una persona decente,

la respetable señora mamá no lo aceptaría en su casa.

Otro me afirmó que era cuestión de guardar las formas, y realmente no he podido

comprender a qué formas se refería.

En vista de esto, invito a mis lectores a que me digan, si lo saben, qué papel componen, entre

los novios de sillones, la respetable señora mamá y su sillón.

II

Modestia aparte, mi anterior artículo sobre los novios de sillones ha alcanzado un éxito grande,

franco, extraordinario, debido, sin duda, a la vital importancia y trascendencia del tema en él

desarrollado. Hombres y mujeres de todas edades y condiciones, ya personalmente, ya por carta

o por teléfono y hasta uno por cable, han emitido su opinión sobre el problema que, al final de

mi trabajo, presenté a los lectores para que ellos lo resolvieran: «¿Qué papel componen, entre

los novios de sillones, la respetable señora mamá y su sillón?».

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En la imposibilidad de publicar todas las respuestas recibidas, doy a conocer las más

notables.

El mismo sábado, por la tarde, encontré en mi mesa de redacción una epístola escrita por un

novio y su respectiva novia. Aunque no resuelve el problema, por ser la primera carta que

recibí, la inserto a continuación. Dice así:

«Sr. Roig de Leuchsenring. Estimado señor: En contestación a su escrito sobre los novios de

sillones, voy a manifestarle que soy uno de tantos. A mi parecer creo que mi futura mamá desea

saber si soy buen afinador y al mismo tiempo recuerda cuando ella era piano. Atentamente, —

Un incansable afinador».

En la otra cara del pliego, dice la novia:

«Tan largo como su apellido debe ser usted. ¡Ay!; pobrecita de la suegra que le toque a

usted, Cachita».

Un individuo que se firma: «Una Víctima», y que, probablemente, lo es de su futura suegra,

me dice:

«Hace tres años que llevo relaciones. Mi futura suegra no me pierde pie ni pisada. Es nuestra

sombra. Ni duerme ni lee los periódicos. Nos acosa, nos martiriza. Conmigo, su papel es el de

verdugo, y para mayor desgracia, desde que tengo que soportarla, no ha habido en Cuba ni

ciclones, ni siquiera un modesto ras de mar».

Otro me escribe:

«No componen ningún papel. El Secretario de Gobernación debía suprimirlas o el Jefe Local

de Sanidad debía ordenar se hiciera con ellos, como se hizo con los tarecos viejos durante la

primera Intervención americana, una requisa y recogida general de futuras suegras y sus

sillones. Son dañinos a la salud pública. Van contra el ornato. Desdicen de una gran capital».

Un novio, aficionado, según parece, a los estudios históricos, opina:

«Tienen un origen histórico. En la época de los piratas, la mamá era indispensable en las

relaciones, y no podía perder de vista a su hija para evitar que se la llevase algún bucanero o

corsario, de los que frecuentemente asaltaban la Isla, arrasando con personas y bienes. Después

pedían por las niñas secuestradas grueso rescate. Se dio también el caso de ser los mismos

novios los que disfrazados de piratas, se llevaban a las novias. Entonces, como es de suponerse,

cargaban con el dinero y la muchacha».

Un habanero se expresa así:

«Hasta ahora la mamá no componía ningún papel entre los novios de sillones. De aquí en

adelante servirá para sustituir a los serenos, que van a ser suprimidos por el Ayuntamiento».

De un solterón empedernido:

«No deben suprimirse las futuras mamás suegras. En ciertas épocas del año, cuando en La

Habana se cierran los teatros y no hay donde pasar la noche, ellas constituyen una de las

diversiones y entretenimientos nocturnos. No hay nada más cómico que el espectáculo que

ofrecen a la vista del público los novios de sillones y la mamá».

P. P. L. me manifiesta:

«Es una costumbre más o menos ridícula; pero acuérdese de lo que dice Voltaire —no

Vultaire:

—«Nada hay tan respetable como una antigua costumbre».

Sería interminable el seguir copiando las restantes misivas que he recibido, ya que en

ninguna de ellas se resuelve satisfactoriamente el problema planteado.

Sólo voy a dar cuenta, por ser de quien es, de un cablegrama que desde los Estados Unidos,

donde se encuentra, me ha enviado el doctor Lanuza. Dice así:

«Roig de Leuchsenring. Habana. Frase triángulo relaciones, no es mía. Le felicito por ella.

Asunto su artículo muy complicado. Véame regreso. Lanuza».

En cuanto a la pregunta por mí formulada, creo, como el Doctor Lanuza, que es asunto muy

complicado; y me parece lo más oportuno que cada cual lo resuelva prácticamente como mejor

pueda, ateniéndose desde luego, a las consecuencias.

En cuestión de suegras, lo mejor es no tenerlas. Ya lo dice la copla popular:

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Quien tuviera la suerte

de Adán y Eva

que en su vida tuvieron

suegro ni suegra.

Los novios de ventana

En este siglo del one step, los fords, el teléfono automático, los patines y las matinées

cinematográficas y bailables, los novios de ventana resultan un verdadero anacronismo. Es

realmente extraordinario que se conserve y practique aún esa costumbre, una de las más

antiguas de nuestra ciudad, propia de los siglos bárbaro-caballerescos, en los que, embozados en

sus capas, tenían los pobres amantes que esperar frente a las rejas de su amada, el momento en

que la dueña o el marido Barba Azul la dejase por unos minutos libre de toda vigilancia, para

entonces, presos de temores y sobresaltos, poder estrecharse nerviosamente las manos y

dirigirse unas cuantas palabras de amor.

Y así, a medida que la humanidad ha ido progresando y se han conseguido todas esas

libertades sociales y políticas que debemos, entre otras cosas, a la revolución francesa y a la de

agosto, al reinado de la sicalipsis y de las operetas vienesas, ha ido también desapareciendo de

todos los pueblos de Europa y América tan incómoda costumbre, a tal extremo, que ya hoy

únicamente se practica en esta ex fidelísima Ínsula.

No puede ello atribuirse a otra causa que al apego que tenemos los criollos a todo lo antiguo

y tradicional, como lo demuestran claramente el afán que sienten las familias por conservar en

sus casas los trastos y tarecos viejos, y el que a los veinte años de constituida la República no

hayamos modificado los viejos códigos que nos dejó la ex madre peninsular.

Antes, eran novios de ventana aquellos infelices que no tenían otro medio de verse y

hablarse, por ofrecer la familia oposición a las relaciones y no dejar salir de la casa a la

muchacha.

Pero hoy, las cosas han variado por completo. Las muchachas gozan de bastante libertad; no

viven encerradas perpetuamente en sus hogares, y las mamás no son tan rigurosas y exigentes

como antes.

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En nuestra época pueden las niñas salir a menudo, ya solas, ya en compañía de hermanas,

primas o amigas, al cine, al parque, al Malecón, a tiendas, a la botica «para dar un recado por

teléfono», a la bodega a pesarse o a otros muchos sitios que les ofrecen magníficas

oportunidades de ver a sus enamorados y hablar con ellos.

Y hasta las condiciones de las casas han variado: las antiguas y enormes llaves coloniales

que se colgaban detrás de la puerta, han sido sustituidas por los pequeños y manuales llavines; y

las mismas ventanas, que antes eran perfectamente cerradas con gruesos barrotes, hoy se

construyen provistas de postigos modernistas y cómodos.

Tengo ahora sobre mi mesa de trabajo un dibujo de Landaluze, el pintor de las viejas

costumbres habaneras, que reproduce una escena de los novios de ventana.

En él puede observarse a la pobre niña, tímida, que asoma la cabeza tras el postigo, mientras

el novio, vestido a la usanza de la época, casaca negra, sombrero de copa y pantalón blanco, le

dirige desde la acera, a distancia, tiernas palabras de amor.

Un costumbrista* de entonces cuenta que el novio de ventana podía ser de tres clases:

aspirante, mientras se limitaba a pasear la cuadra de arriba abajo, mirando insistentemente para

la ventana que guardaba a la niña de sus pensamientos; meritorio, ya junto a la ventana, en las

primeras horas de la noche, pero todavía en la época de ruegos sin haber realizado aún la

conquista, conformándose con oprimir entre sus manos los hierros; y efectivo, cuando ya

pasadas las diez de la noche, podía estrechar las manos o cualquier otra pertenencia de su niña,

elevada a la categoría de novia, y en posesión él de todos sus derechos y funciones de novio.

Las declaraciones las hacían en aquellos tiempos los jóvenes, después de haber sido durante

varios días aspirantes, depositando, ya por sí, o por medio de un amigo o mandadero, la

consabida epístola en prosa o verso, copiada de El Secretario de los amantes o escrita por un

amigo poeta. El ya mencionado costumbrista nos da a conocer un soneto-declaración. Empieza

así:

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A...

SONETO

Mi corazón está muy enamorado

y como la flor seca se deshoja,

así se secará el desdichado

si tú, Panchita, al verle

tan angustiado...

* Se trata del Doctor Cantaclaro, escritor costumbrista cuyo artículo «Los amantes de ventana» fue publicado en el libro Tipos y

costumbres de la Isla de Cuba, 1881.

Una carta era poco; nuestras bisabuelas y abuelas, cuando niñas, necesitaban tres cartas, por

lo menos... Hoy basta con dos palabras.

Se veían por primera vez en la ventana, a escondidas de la mamá. La muchacha, después de

las excusas de la edad, el traje corto, el colegio, etc., le daba al galán vagas promesas,

ofreciéndole consultarlo con la almohada.

Y el esperanzado meritorio pasaba así unos días, hasta que tras el anhelado sí quedaba

convertido en amante efectivo o verdadero novio de ventana.

Se cambiaban, primero, numerosas pruebas de amor: retratos, lazos, pañuelos, ricitos de

pelo, etc.

Por fin convenían en verse a altas horas de la noche. Ella, en puntillitas, se levantaba de la

cama, burlando el sueño de la familia y auxiliada por la negra vieja que la crió o la vio nacer, y

se prestaba a estas peligrosas combinaciones, no sin refunfuñar:

—¡Ay, niña! Si lo viejo se entera me va a comprometé.

Algún beso menos disimulado llamaba la atención del sereno, que cruel e implacable, ponía

fin al amoroso coloquio:

—Váyanse a acostar y cierren la ventana, si no quieren que le avise a la familia —gruñía,

haciendo al mismo tiempo sonar contra las losas de la acera la lanza, símbolo de su oficio.

II

Los novios de ventana, por ridículos, antiestéticos y anacrónicos, constituían un atentado al

ornato público, un estorbo para el mejor orden y reglamentación del tráfico en nuestra capital y

una rémora al progreso y civilización de la humanidad.

Hoy, propiamente novios de ventana, quedan muy pocos. Hay, en cambio, conquistadores,

enamorados y amantes de ventana.

Se ven también algunos casos excepcionales: novios que después de dejar los sillones y salir

a la calle, se están despidiendo en la ventana más de una hora; u otros, que no tienen entrada en

la casa más que tres veces a la semana, y se pasan los otros cuatro días conversando por la

noche en la ventana. ¡Ridiculeces familiares!

Fuera de esas y otras excepciones, la ventana desempeña en nuestra época otra misión, no

menos elevada e importante que la que antiguamente desempeñaba.

Así como las muchachas en edad de merecer, pertenecientes a la alta sociedad, al smart-set

o high life, tienen el salón, el teatro, el paseo, el automóvil, como cosas y lugares apropiados

para lucir sus encantos y atractivos —naturales o artificiales—, para exhibirse y llamar la

atención de los futuros pretendientes, así también las pobres —a veces más felices— muchachas

de la clase media, han encontrado en la ventana, el cuadro, marco, sitio, lugar, vidriera o

escaparate, donde, exponiéndose en periódico, constante y llamativo anuncio, se dan a conocer

y atraen, en mayor o menor escala —como el panal de miel a las moscas o el bombillo de luz

eléctrica a las mariposillas— a los jovencitos... o viejecitos, que de tarde y noche pasean la

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cuadra, buscando una noviecita aunque no sea más que para pasar el rato, rato que después la

muchacha, si es lista e inteligente, se encarga de que se convierta en «esposa y compañera te

doy para toda la vida»...

Y merece la pena hacer un recorrido, de tarde o de noche, por algunas calles de La Habana,

v. gr. San Lázaro.45

Las muchachas, desde temprano, se han emperifollado con sus mejores cintas, lazos y

encajes, dándose su vivificante colorete y mano de polvos de arroz.

A veces se sientan en su silloncito de mimbre, y con un libro en la mano hacen que leen;

otras se recuestan artísticamente en el postigo de la ventana.

Situadas de esta manera, a verlos venir, esperan el paso, ya de sus amigos o conocidos, ya

del misterioso desconocido; y en cada uno de ellos creen ver un esposo, más o menos buen

partido, pero esposo al fin, que es lo importante.

Los jóvenes miran o saludan. En ocasiones se detienen. Cuando esto sucede, la muchacha

puede considerar que ha tenido una tarde o noche feliz.

Las más desesperadas por pararse a la ventana son las chiquitas de 14 a 16. En una cuadra de

la calle de Lealtad46 he visto cinco muchachitas que tarde y noche se sitúan en sus respectivas

ventanas; cuando pasa varias veces algún joven, se discuten a cual de ellas miró con más

entusiasmo o interés, y llevan después la cuenta de los amigos y admiradores que tiene cada

una. Suelen también, cuando pasa un automóvil con bastante velocidad, saludar a los que van

dentro, para poder anotarse ante sus amigas unas cuantas amistades más.

Esta lucha entre vecinas llega a tal extremo que recuerdo haber leído una correspondencia

secreta, redactada en esta forma:

«J. L. Dígame si los paseos que da por mi cuadra, son por mí o por mi vecina. María Luisa».

Después de dar los jóvenes varias vueltas y revueltas, vienen los piropos:

—¡Qué chiquita más linda!

—¡Qué boquita más sabrosa!

La muchacha finge enfadarse y le contesta:

—¡Qué confianzudo!

Y esta u otra respuesta sirve al joven para entrar en conversación.

Si es una pollita la agraciada, a los tres días son novios, lo cual no impide que a la semana

siguiente tenga otro distinto.

Porque los actuales amores de ventana, relegados casi a los fiñes y pollitas, son rápidos,

fugaces.

Hay jóvenes que tienen dos o tres noviecitas en distintas cuadras, y todas las noches

conversan con cada una de ellas 10 ó 15 minutos... y en esto nada más consisten las relaciones.

Buscando la razón por la que existen todavía algunos novios de ventana y la causa de que los

hombres sean tan aficionados a enamorar y conversar de esta manera, he podido observar que

las ventanas que tienen cerca algún farol, no suelen ser las más visitadas por los enamorados.

¿Motivo? Chi lo sa!

Y respecto a éstos no encuentro otra explicación a su entusiasmo ventanero que el afán,

propósito y deseo, casi único, que persiguen en cuestiones de amor: que el público se entere y

los vea hablando con una mujer, o en compañía de ella. Con eso les basta. Ellos se encargan del

resto, de ponderar lo que son o han hecho con esa pobre e incauta muchacha.

¡Hay tantos conquistadores inéditos, cuyas famosas hazañas, sólo por ellos conocidas, se

encargan ellos mismos de pregonarlas y ponderarlas!

Pero aunque, como se ha visto, estén en decadencia y amenazados de desaparecer los novios

ventaneros, en los pocos que quedan y en los enamorados, conquistadores y amantes de

ventana, es indudable que se realiza lo que el vulgo ha dado en llamar beefs teak en parrilla y

cuya historia me contó el Dr. Lanuza en una carta de la que copiaré aquí los siguientes párrafos:

«En un viaje que hice a Matanzas por un asunto judicial, me dijeron una noche, en una casa

de familia que visité, que así llamaban en Matanzas a tales novios, porque la ventana hacía de

parrilla, a un lado se suponía que estaba el fuego y al otro la carne puesta a asar».

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Y terminaba su epístola el doctor Lanuza planteándome esta interesante cuestión:

«Dejo a usted en libertad de distribuir estos dos elementos, fuego y carne, como lo crea

conveniente, aunque a mí se me ocurre que la carne está por los dos lados y el fuego entre

ambos, como dicen los lógicos que sucede con el concepto de relación, que no está en los rela-

tivos, sino entre los relativos».

Realmente es esta una muy ardua, delicada y peligrosísima materia.

Desde los Santos Padres hasta nos, mísero escritor de costumbres, ha habido discrepancia

completa y la más lamentable confusión en cuanto al verdadero significado de los términos

carne y fuego. En la misma Biblia hay pasajes donde se anatematiza la carne como causa de

todos los males de la humanidad, y, por el contrario, en el admirable Cantar de los cantares se

ensalzan y cantan todas y cada una de las variedades de carnes: rubias, blancas, trigueñas,

gordas y flacas. He encontrado también esta confusión entre la carne y el fuego:

«Humilla vuestro espíritu, pecador, porque la carne es fuego y te consumirá». Ecles., c. VII.

v. 19.

Creo, pues, que en los novios de ventana no está la carne de un lado y el fuego de otro, ni la

carne a ambos lados y el fuego en el centro, sino que la carne está de uno y otro lado de la

ventana, o parrilla y el fuego va por dentro de ambas carnes o novios.

Mi opinión es, sin duda, la más acertada y competente. Por algo jamás he podido ser

vegetariano!

Los mataperros

Son las cinco de la mañana. Perico Manga Mocha acaba de salir del solar donde viven sus

padres: Francisca, la lavandera, y José, el carpintero.

Perico va vestido con un pantalón muy roto y sucio, y una levita, heredada probablemente de

alguno de sus antepasados, que por lo larga y ancha parece más bien un sobretodo; levita a la

que ha tenido el cuidado de recortarle las mangas: y de ahí el apodo Manga Mocha, por el que

generalmente es conocido «entre sus amistades», como diría un cronista social. Perico no usa

sombrero, medias ni zapatos; y el agua, el peine y el cepillo son completamente desconocidos

para él. Lleva en la boca una colilla de cigarro, que fuma con deleite, echando más humo que el

que echaban las seis chimeneas de la Planta Eléctrica47 para regalo y satisfacción de los vecinos

de aquella barriada.

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Y, ¿hacia dónde se encamina Perico, a tales horas?

Pues, sencillamente, a su trabajo. Perico es un mataperros, y en este oficio, aunque no lo

parezca, tiene más obligaciones que las que tendría desempeñando algún destino o botella del

Gobierno.

Nuestro muchacho se dirige primero a la Plaza, y allí, con los desperdicios que consiga,

preparará un desayuno-almuerzo a la americana, muy confortable.

Después de hecho esto, le queda, hasta la hora de ir a comer a su casa, el día completamente

libre.

Pero no estará ocioso, ni mucho menos: jugará con varios amigos al picado, al chorreado o

al chocolongo: correrá detrás de las guaguas y de los coches; romperá a pedradas los faroles de

las calles; empinará papalotes...

Los sábados y los domingos asiste a algunos de los grandes desafíos de base ball que se

celebran en los placeres de la ciudad y de sus arrabales.

Cuando consigue algunos centavos o puede meterse de colado, va al cine o al tío-vivo, y en

los días de recepción de algún ministro extranjero, entierro de un militar o algún otro acto

público a que asista la banda de artillería, acompaña a los soldados, marcando el paso y hasta

llevando el compás de la música.

Entre las diversiones favoritas de los mataperros figuran, en primera línea, los bautizos, pues

gracias a estas fiestas pueden conseguirse algunos centavos. Los mataperros corren, gritando,

detrás de los coches donde van los padrinos y convidados:

Madrinita de tanto lujo,

tira un kilo pa los dibujos.

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Madrinita de Carraguao,

tíralo, tíralo, pa los finaos.

El padrino no tiró,

la madrina si tiró.

Tíralo, tíralo, que no tiró:

tíralo, que ya otro lo cogió.

Y pa la bomba del cochero, ¡hueso!

Y a la voz de ¡hueso! o de ¡fuego!, y si los padrinos no les han tirado bastantes centavos, la

emprenden a pedradas con los cocheros.

Alegre, revoltoso y pillo como es, el mataperros, sólo tiene temor —nunca respeto— al

policía, a la Corte y a Guanajay, que es como llama él a la Escuela Correccional.

Su mayor encanto, su más grande anhelo, su ambición más alta, es ser vendedor de

periódicos.

Y, con qué orgullo exclaman algunos, cuando les preguntan a qué se dedican:

—¡Yo soy periodista!

Y son, en realidad, factores de no poca importancia en el periodismo moderno.

Con sus gritos y sus pregones y la agilidad de sus piernas, llevan y anuncian a todos los

puntos de la población el diario o la revista.

—¡Mund!48

—¡Heraldo!49 ¡Luch!50 ¡Sión!

—¡Carteles!

Siempre he sentido por estos infelices muchachos callejeros las mayores compasión y

simpatía.

Las gentes demasiado preocupadas de sí mismas miran a los pobres mataperros como seres

degenerados, viciosos, incapaces de corregirse, rebeldes a toda educación y disciplina, carne de

presidio.

No son sino desgraciados niños faltos de vigilancia y cuidado. Desde sus más tiernos años,

cuando los hijos de los ricos o de los burgueses apenas saben caminar, ellos son ya hombres

libres, se ganan la vida haciendo recados o vendiendo periódicos. ¡Demasiado buenos resultan

para el medio en que viven!

Ayunos por completo de educación, de ellos puede decirse que son buenos, por instinto, por

naturaleza.

¡Cuántos jovencitos de casa rica, a los que sus papás apenas dejan respirar, se corrompen y

pierden, al poco tiempo de empezar a salir solos!

Y, ¡cuántos señores muy respetables resultan verdaderos mataperros!

Eduquemos a esos niños; son nuestros hermanos. De su ignorancia nos hemos de servir más

tarde, en la política, para explotarlos miserablemente, lucrando con su desgracia y triste suerte.

Como en todas las revoluciones, de ellos salieron en nuestras luchas libertadoras los

soldados, la miserable carne de cañón, que nos sirvió para hacer esta patria que hoy ellos no

gozan.

Démosles escuelas, asilos, parques: ellos son dóciles, generosos y les agrada como a

nosotros el buen techo y la buena mesa. Miremos por ellos, porque en ellos también está el

porvenir y la esperanza de la patria.

Y los que uno y otro día vivimos en esta brega periodística, amémoslos como a compañeros,

como a hermanos.

Con el poeta, les digo:

Venid, yo tengo para vosotros

también un poco de corazón;

mientras riendo pasan lo otros,

venid, yo tengo para vosotros una canción.

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Los velorios

Es tan antigua en Cuba la costumbre de velar los cadáveres, que en las páginas de la primera de

nuestras publicaciones literarias, el Papel Periódico de La Habana, y en el número

correspondiente al 4 de diciembre de 1804, hay un artículo intitulado «Extracto de lo que suele

acontecer en los velorios». Éstos eran verdaderas orgías, al extremo que, encontrándose el autor

del mencionado trabajo frente a una casa donde se velaba un cadáver, se le acercó uno de los

amigos del muerto, a decirle:

—Entre usted a divertirse, que para todos hay y para más que vengan.

¿Cuál es el origen de esta costumbre y cómo nació y se arraigó entre nosotros?

Fácil nos es averiguarlo.

Sabido es que los primeros españoles que pisaron tierra cubana, aquellos famosos

conquistadores —nuestros ilustres antepasados— ladrones, bandidos, vagabundos y presidiarios

de la peor calaña, que acompañaron a Colón en sus viajes y después poblaron esta «fermosa

isla», eran en su mayoría andaluces. Pues bien, en Andalucía se encontraba entonces muy

generalizada una fiesta —que hoy ya sólo practica la gitanería de Granada: el Velatorio,

dedicada principalmente a celebrar «la feliz subida de un angelito al cielo». Mientras los padres

lloran, sus amigos y amigas bailan y cantan con loca alegría, junto al cadáver del tierno infante.

Por cierto, que sobre el Velatorio, existe un cuadro del pintor español J. López Mezquita, que

obtuvo primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid, celebrada hace

varios años.

Y no solamente en Andalucía, sino también en otras muchas provincias de España, existían,

y aún existen, los velorios con el carácter de fiestas lírico bailables.

Pero, además de esta procedencia española, nuestros velorios tienen su origen, como indica

acertadamente el doctor Fernando Ortiz en su obra Los negros brujos, en una supervivencia

africana, introducida por distintos habitantes del país. Y son nuestros negros los que con más

exageración han practicado y practican esta costumbre. Eróticos bailes, cánticos obscenos,

música, bebidas y manjares en abundancia, acompañado todo esto de ridículas ceremonias, tal

es lo que constituye, en síntesis, el velorio de la gente de color en Cuba, y principalmente de los

ñáñigos.

Introducida, como dejo dicho, por españoles y africanos esta costumbre, se extendió bien

pronto y arraigó de tal manera entre nosotros, no tan sólo en las capas inferiores de la sociedad,

sino también en nuestra no muy bien definida clase media, que para evitar los excesos y abusos

que se cometían, dictáronse en distintas épocas bandos y decretos. Numerosos escritores

cubanos se han ocupado en el asunto, estudiándolo ya bajo su aspecto de mal social, ya como

costumbre ridícula y digna de censura.

¿Existe hoy día en Cuba el velorio?

Sí. No podemos negar que, aunque muy restringido y algo refinado, se practica todavía en

los barracones de los ingenios, en los solares y ciudadelas, en muchos juegos de ñáñigos y hasta

en ciertas casas de familias de la clase media, más o menos barrioteras o picúas.

Sobre este último aspecto que ofrece hoy el velorio, ya que es el menos repugnante y el que

más tiene de cómico y risible, voy a tratar ahora.

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Nuestra clase media busca siempre con afán aquello que pueda proporcionarle un

esparcimiento o diversión. Podría decir que esta fiebre de placeres que padece es uno de sus

rasgos característicos. Y bailes, bautizos, bodas, santos, funciones teatrales, retretas, etc., no son

para ella más que un motivo o pretexto para pasar el rato alegremente.

Y esa ansia desordenada y loca que siente por las diversiones llega al extremo de no respetar

siquiera la muerte de un semejante, convirtiendo la cámara mortuoria, sitio consagrado al

recogimiento y al dolor, en salón de fiestas más o menos bailables.

Apenas ha fallecido el enfermo, y sin haber tenido aún sus familiares tiempo de enjugar las

lágrimas derramadas ante el hecho del que acaba de pasar a mejor… o peor vida, y cuando

todavía no se han ocupado de avisar a la agencia mortuoria, se empieza a preparar ya en la casa

todo lo relacionado con el velorio.

En ese sentido, las primeras medidas que se toman son: avisar a los parientes y amigos, pedir

prestados en la vecindad sillas, platos, tazas y cubiertos para el buffet que ha de servirse a media

noche, y mandar a la bodega por café, galletas, chocolate, queso, jamón, vino y otras chucherías.

Mientras tanto, la noticia se ha esparcido rápidamente por la vecindad. Jóvenes y viejos, al

encontrarse en la calle, se preguntan enseguida:

—¿No vas al velorio esta noche?

A eso de las nueve empiezan a llegar los invitados. Entran en la casa muy serios; la tristeza

más profunda reflejada en el rostro; a simple vista parecen intensamente adoloridos por la

desgracia ocurrida.

Después de saludar compungidos a los familiares del extinto, y enumerar y ponderar las

virtudes de éste, comienzan a hablar sobre temas adecuados al acto: muertes, enfermedades,

desgracias de todas clases y hasta catástrofes. Las viejas, sobre todo, son las que hacen el gasto,

enterando a la concurrencia de sus males y padecimientos y sacando a relucir —¿cómo no?— lo

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que cambean los tiempos y cuán dignas de censura son las costumbres actuales comparadas con

las de su época.

Pero, ya a eso de las diez, empieza a animarse un poco la reunión. Se forman grupos. Los

señores maduros discuten acaloradamente de política o de negocios. Las señoras, en una de las

habitaciones interiores, y mientras se arreglan el pelo y empolvan un poco, hablan de trapos y

chismografía social. Los jóvenes no comprometidos han procurado separar su compañera para

esa noche. Y ¡cuántas relaciones y noviazgos, y a veces hasta bodas, salen de los velorios! Tal

parece que la presencia de un cadáver, lejos de infundir ideas tristes y disolventes, despierta

ansias de vida y deseos de multiplicar la especie. Una muchacha se desmaya. Los novios se

refugian en los rincones a pelar la pava, y allí, muy pegaditos y acaramelados, se dicen toda esa

serie de boberías y hacen toda esa serie de ridiculeces que nos hemos dichos y que hemos

hecho, y que nos seguiremos diciendo y seguiremos haciendo, por los siglos de los siglos,

hombres y mujeres. Se van entusiasmando por grados, estréchanse las manos disimuladamente,

y, cuando creen que no hay espectadores inoportunos, se unen también los labios y suena un

beso. No os asustéis. ¡Es la vida y el amor que pasan junto a la muerte!

Pero ha llegado la hora del buffet. El comedor se ve concurridísimo; y entre sorbo y sorbo, y

bocado a bocado, se hacen chistes, se tiran bolitas de pan, y hasta algún atrevido se permite

pellizcar por debajo de la mesa a su compañera, que protesta, aparentando que se ha enfadado…

A lo mejor, el chocolate está algo viejo, o la leche quemada, o el vino no es de buena calidad, y

entonces las censuras y las críticas contra los dueños de la casa, son acerbas y despiadadas:

—¡Miren que invitarlo a uno a pasar una mala noche y dejarlo casi sin probar bocado! ¡Qué

familia!

Terminado el refrigerio, se puede ya hablar en voz alta, sin temor alguno; las risas se

transforman a veces en mal reprimidas carcajadas; se cuentan historias de color más o menos

subido; se juega a las prendas; se hacen maldades a los que les ha sido imposible dominar el

sueño.

Interminable sería este artículo si fuera a enumerar los variados y cómicos incidentes que

ocurren en los velorios.

Recuerdo que en cierta ocasión asistí al de una pobre muchacha llamada Charito. Hermosa,

llena de vida, en plena juventud, su muerte produjo pesar inmenso, no tan sólo a sus familiares,

sino a todos aquellos que la conocían, como lo demostró la gran cantidad de flores y coronas

que le enviaron parientes y amigos. Una tía de la difunta, que adoraba a su sobrina, encargó una

hermosísima corona de flores naturales, con su gran lazo blanco y una expresiva dedicatoria. Al

llegar la corona, quiso ella misma colocarla sobre la caja; pero de repente la vimos palidecer, e

indignada arrojar la corona al suelo. En la cinta habían puesto esta inscripción: «A mi adorada

Chelito».* Hacía entonces furor en La Habana la aplaudida cupletista de ese nombre…

En otro velorio, en el momento de traer la caja que había de guardar los tristes despojos de

un respetable señor, uno de sus hijos, dirigiéndose a otro amigo y a mí, nos preguntó:

—¿No les parece a ustedes que la caja tiene un olor especial, como a brea o a pintura?

—Sí, eso debe ser el paño con que está forrado, contestó el amigo.

Pero volviéndose a mí, me dijo al oído:

—Lo que huele mal son mis zapatos, que eran amarillos y para poder venir esta noche al

velorio, pues no tenía otros, los pinté de negro.

———————

Pero, ¿a qué seguir enumerando todos y cada uno de los atractivos y diversiones que ofrecen los

velorios? Tarea imposible sería ésta.

En los velorios, como dice el cantar, «nunca falta el jolgorio», pues aun en el caso de que el

entusiasmo decaiga, ahí está para impedirlo un tipo que nunca se echa de menos en estas fiestas,

a las que concurre aunque no lo conviden ni conozca mucho a la familia del muerto, y cuya

única misión es animar con sus chistes, sus cuentos y sus gracias, el acto.

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—Yo comprendo —me decía en cierta ocasión uno de esos personajes, que estos actos son

tristes, pero hay que alegrar algo a la concurrencia para que no se duerma. Eso sí sería horrible.

Y yo tengo la gloria de poder decir que en ninguno de los velorios a que he asistido, ha faltado

animación. Por eso me solicitan siempre y halagan tanto. Además, mi práctica me hace conocer

perfectamente todas las ceremonias de estos actos. Yo soy en ellos, terminó, una especie de

maestro de ceremonias.

———————

Pero… ha empezado ya a despuntar el día. Los invitados deben retirarse para poder asistir,

horas después, al entierro. La casa va quedándose desierta, abandonada. El muerto no, porque

siempre lo estuvo, que nunca mejor que en estos casos puede exclamarse con el poeta:

¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!

Bufones modernos

Conservada su memoria, a través de los siglos, por los poetas e historiadores, e inmortalizados

en el lienzo o la piedra por los artistas, han podido llegar hasta nosotros los bufones, míseros

esclavos que, deformes, cubiertos de colorines y cascabeles, entretenían con sus piruetas, sus

gracias y sus chistes, a sus amos y señores. Vivían en la intimidad y confianza de los más

altivos y despóticos monarcas, y éstos les toleraban libertades y atrevimientos que hubieran

costado la vida al más presuntuoso de sus ministros o al más petulante de sus generales. Y, a

veces, discurrían con más juicio que todos los sabios del reino.

La raza de los bufones no se ha extinguido. Existen en nuestros días infinitos ejemplares de

ella, pero en lamentable estado de inferioridad y decadencia si los comparamos con sus

gloriosos antecesores.

Nuestro bufón es el individuo que, pobre de espíritu, necesita para ir viviendo, o para

alcanzar el puesto o la posición que aspira tener en sociedad, doblegarse ante los magnates y

adular o divertir a los poderosos; y, así, mendigando favores y mercedes, y arrastrándose por el

suelo, despreciado por los mismos a quienes sirve o entretiene, a veces logra, vil y penosamente,

llegar hasta donde se propuso. No repara en medios ni procedimientos, por bajos y mezquinos

que sean, si han de conducirle a la meta ambicionada. Así, en nuestra sociedad, se han formado

muchas falsas reputaciones y conseguido algunos elevados puestos. De bufones están llenos

nuestros salones y academias, cámaras y secretarías, partidos políticos y corporaciones.

Veamos algunas variedades de la especie.

En política, en esta política criolla de istas, cada figurón, jefe, leader o cacique, tiene su

bufón. Le acompaña a todas partes, le guarda las espaldas, le trae los cuentos y chismes de los

correligionarios; lleva recados y cartas… de todas clases; es el que inicia los aplausos y bravos

cuando el jefe pronuncia algún discurso, el que encabeza las firmas en las mociones en que está

directamente interesado el astro; organiza en su honor mítines, banquetes y manifestaciones. Es,

en la comedia política, junto a su amo, el Crispín de los viles oficios y bajos pensamientos.

Suele ser también el que saca la cara por su padrino y recibe las bofetadas y demás golpes que

se pierden. Pero, a veces, adulando y arrastrándose por el suelo, sube, sube y escala altos y

codiciados puestos; que en la tierra de los ciegos, un tuerto, ¿por qué no ha de ser rey o, por lo

menos, secretario?

En nuestros centros literarios y artísticos abunda el tipo de que hablo, disfrazado con el

nombre de discípulo o admirador. Es la sombra del consagrado. Guarda sus autógrafos, que

recoge del cesto de los papeles; lleva a las redacciones los bombos que escribe el maestro; le

imita servilmente, y, como ni aun para esto tiene capacidad, es el que más daño y perjuicio le

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ocasiona para su buen nombre —cuando en realidad lo tiene—, y reputación literaria, artística o

científica.

Hasta las artistas teatrales tienen también sus bufones: los adoradores platónicos. Las

contemplan desde una luneta de primera fila, siguen todos sus movimientos, rompen el aplauso

y celebran en alta voz, dirigiéndose al compañero de localidad, los éxitos de la estrella. Y si

ésta, compadecida, les sonríe una noche, ¡qué felices y orgullosos se consideran! Pero nunca

llegan, ni aun después de grandes esfuerzos y sacrificios, más allá de permitirse acompañarla del

teatro a su casa o al café. Más, ¿para qué está la imaginación, sino para crear fantásticamente

hechos y escenas, que luego se pueden relatar como realmente acaecidos? Para gustos se han

hecho colores…

Con las eminencias que nos visitan ocurre algo por el estilo. Al arribar a nuestra tierra,

siempre tan hospitalaria y novelera, una de estas notabilidades, jamás le falta un cicerone. Es el

admirador, desconocido entre los suyos, que se pega a los faldones o a las sayas del prodigio o

celebridad. Le enseña la ciudad, lo presenta a todo bicho viviente —y a él ¿quién lo presenta?—

le escribe sueltos en los periódicos, y, como es natural, recoge las migajas de los banquetes y

fiestas que se celebren en honor del huésped ilustre.

En las aulas universitarias abundan mucho los bufones. Son las futuras glorias de la patria.

Asisten diariamente, en primera fila, a clases; están atentos a todas las indicaciones del

catedrático, toman nota detallada de sus explicaciones, y, al salir del aula, se le acercan a darle

jabón, preguntándole sobre algún punto que pueda considerar oscuro o dudoso de la lección.

Para demostrar su amor y consagración al estudio, van siempre cargados de libros y cuadernos;

en épocas de exámenes no se afeitan ni se bañan más que los domingos; fingen apasionarse por

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la especialidad del catedrático con quien desean estar bien, para cosechar, a fin de curso, el

resultado y premio de sus esfuerzos.

En sociedad, ¿no habéis observado esos escuderos y azafatas, que acompañan

invariablemente a los señores y señoras ricos? No les pierden pie ni pisada. Son sus garzones,

pajes o camareros, en paseos y teatros. En el automóvil le llevan el bastón o le dan cranque a la

máquina. Y así viven felices y satisfechos. Las azafatas, ya de señoras o señoritas, son

muchachas pobres pertenecientes a la clase media, pero con pretensiones y humos de

aristocracia. Se visten con los trajes y sombreros que deja su amiga, la acompañan a la ópera y a

las carreras; le entretienen al pretendiente, son sus confidentes; en ocasiones logran, quedándose

con el recado, quitarle a la amiga algún buen partido; entonces hacen su agosto y terminan su

carrera bufonesca.

Descendiendo, o ascendiendo —según las opiniones— en esta escala de bufones, llegamos al

protegido: el marido, sabio y metafísico, que acepta de su jefe o principal o de su amigo íntimo,

regalos para él o para su señora, automóviles y colonias de caña, destinos o ascensos en su

carrera, y que no tiene el menor inconveniente en ir a separar a la joyería las prendas que

regalan a su esposa…

¡Oh bufones modernos! ¡Sabios, listos y aprovechados vividores de nuestro siglo! Vosotros

llenáis en el mundo una misión social tan elevada, noble y necesaria para la existencia de la

humanidad, como cualquiera otra. No importa que muchos os critiquen y denigren afirmando

que más vale ser cabeza de ratón que cola de león. Sin vosotros se rompería el admirable

equilibrio que, como obra portentosa del Supremo Hacedor, reina en la humanidad.

¿No existen altas cumbres y profundos barrancos, límpidas y cristalinas aguas y pestíferos y

cenagosos pantanos, águilas que se remontan a los cielos y víboras que se arrastran por la tierra?

¡Oh, incomprendidos y calumniados bufones modernos! Vivid tranquilos y felices, que el Hijo

del que todo lo puede dijo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino

de los cielos!».

¿Se puede vivir en La Habana sin un centavo?

TRABAJO PREMIADO EN EL CONCURSO DE ARTÍCULOS HUMORÍSTICOS CELEBRADO

POR EL FÍGARO.

Lema: BRUJA SOPERA

Hará cosa de un año, leí en una revista francesa, que París es la única ciudad del mundo donde

se puede vivir sin dinero… con comodidad.

Esta afirmación me indignó, por lo injusta; y aunque ha pasado, desde entonces, un año, mi

indignación ha ido aumentando de tal manera, hora por hora y día por día, que ya hoy me es

imposible contenerla. Y ¿sabéis lo que es una indignación de 365 días, una indignación de 4.380

horas?

He ahí el por qué de este artículo, que me sirve de válvula de escape, y que tiene también por

objeto romper una lanza en defensa de nuestra capital.

———————

¡Qué no se puede vivir sin un centavo en La Habana, donde se sostiene impera y triunfa el Bruja

sopera!

Nosotros debemos vanagloriarnos de poseer este tipo, genuinamente cubano, como se honran

Buenos Aires con su atorrante; Madrid, con sus mendigos, inmortalizados por el genio de

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Velázquez; París, con su bohemio, cantado por Murger y Rusia, con los Ex hombres, que

encontraron en Gorki su defensor.

Y a nuestro bruja no se le puede confundir con ninguno de ellos. En los comienzos de su

carrera, tal vez pida limosna, como el mendigo, o dé algún sablazo, como el bohemio; pero le es

imposible seguir haciendo esto, porque llega un momento en que todo el mundo le conoce, cosa

que no es difícil en La Habana. Además, por su indumentaria, no podría nunca confundirse con

sus correligionarios de otros países. Viste mucho mejor que el pordiosero y el vagabundo, y no

usa ni la levita que fue negra, ni la chalina del bohemio. Su traje, obsequio de algún amigo

pudiente o persona caritativa, se ve que está usado, que tiene manchas y tal vez algún siete; pero

es bastante presentable y, a veces, hasta elegante. Apuesto cualquier cosa, a que andan por esas

calles poetas, sabios y filósofos, o que presumen de tales, cuya indumentaria es mucho más

incorrecta, desaliñada y antihigiénica que la de los «brujas soperas».

Veamos, ahora, cómo pasa la vida nuestro hombre.

Casa, ¿para qué la necesita?; en estos climas calurosos, no hay nada más agradable que

dormir en sitios frescos. Los bancos de los parques, los portales de las casas y la glorieta del

Malecón, reúnen condiciones envidiables de ventilación e higiene.

Y si un guardia majadero viene a molestarle, el bruja no se apura por eso, pues sabe que, al

otro lado del muro del Malecón, sobre las rocas, hay lechos de arena en los que se pasan noches

deliciosas, arrullado por el murmullo de las olas y la caricia del céfiro suave.

Se puede levantar a la hora que más le convenga.

Para asearse tiene, a dos pasos, la inmensa palangana del mar; pero si le disgusta el agua

salada, las pipas de riego y las fuentes públicas le proporcionarán, en cantidad, agua dulce, pura

y cristalina.

Si es aficionado a la música, Marín Varona51 le permitirá, gustoso, que asista, de once a doce,

a los ensayos de la Banda de Artillería en el cuartel de La Punta.52

Muy cerca de allí tiene también un espectáculo interesante y sumamente económico donde

entretener sus ocios: los juicios de las Cortes Correccionales.

Después, sentado cómodamente bajo un laurel del Parque Central,53 le es fácil enterarse, por

algún periódico recogido en la calle, de lo que pasa en el mundo, de los chismes de vecindad,

como llama un amigo mío a la historia contemporánea.

Aunque no vive para comer, no le queda más remedio que comer para vivir. Su almuerzo, si

lo desea a la carta, le es bien cómodo conseguirlo. Se dirige a la Plaza, y allí, sin costo alguno,

y con un poco de maña y habilidad, puede proporcionarse lo que desee. En un solar yermo, le

basta para construir la cocina, una lata de conserva vacía y tres piedras.

Pero si no quiere tomarse la molestia de preparar él mismo la comida, en algunas fondas

encontrará sobras en abundancia y buen estado.

Como él se ríe de los que dicen que el agua de Vento54 hace daño y cría ranas, sigue

proporcionándosela en las fuentes y, muchas veces, en los cafés y bodegas, donde la pide «fría».

El único vicio de que adolece, es el del tabaco. Por las calles se encuentran las colillas en

abundancia; y, si no, nunca falta un amigo o conocido a quien pedirle un cigarro.

El medio día puede dedicarlo a asistir, en la Audiencia, a los juicios orales, donde suele

pasarse el rato divertido. Si es amante de la cultura, las Bibliotecas del Instituto Nacional,

Sociedad Económica55 y Diario de la Marina,56 le ofrecen el medio de ilustrarse. Y si prefiere la

lectura de publicaciones extranjeras, puede ir a la librería de Pote57 y allí revisar las últimas

revistas españolas, americanas y francesas y hasta leer alguno que otro capítulo de Nick Carter y

Búffalo Bill.

Por la tarde, está indicado un paseo por Obispo, para ver el desfile interminable de mujeres

hermosas, o por el Prado, y, si es día de moda, por el Malecón.

Hay también varios espectáculos interesantes en el Campo de Marte,58 con su Jardín

Zoológico y el Padre de los Gatos,* que, de seis a siete, le da de comer a más de doscientos

mininos.

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Y no hablamos de la Isla de Cuba en miniatura, que se «admira» en el mismo sitio, porque

ha pasado ya de moda.

Por la noche, antes de acostarse, no le vendrá mal otro paseito por el Prado, de incógnito, en

algún automóvil.

Hay, además, películas gratis en los Anunciadores del Parque Central y Calzada del Monte.59

Y, aunque como el Torral de «Los Civilizados», el bruja ha eliminado de la vida el amor, no

desdeña, sin embargo, alguna que otra aventura que al azar se le presente.

Y después… a dormir a piernas sueltas hasta el siguiente día.

* Se refiere a Isidoro Lombera y Marrón, tipo callejero, pintoresco e interesante, conocido como «padre de los pobres y de los gatos» porque se dedicaba a pedir para los desvalidos (hombres o animales) y a socorrerlos.

———————

Como se ve, es el bruja sopera uno de los seres más felices de la tierra. Conforme con su

suerte, sólo desea que lo dejen vivir tranquilo; libre de preocupaciones, de quebraderos de

cabeza, vive al día, sin ocuparse para nada del mañana. Las conveniencias sociales, los cambios

políticos, las alzas y bajas comerciales, le tienen sin cuidado.

Su divisa es, sin dudas, aquel célebre laissez faire; laissez passer.

Tiene por gran amiga, por compañera inseparable, la casualidad.

Su único amor, o para decirlo con la frase de un ilustre escritor, su más pródiga querida es la

pereza.

Y hasta esas pequeñas menudencias que tanto nos molestan y esclavizan en la vida, no

existen para él.

Desconoce al acreedor, al terrible «inglés» que obliga a los infelices burgueses a no dar la

cara en los fatídicos días de cobros.

No tiene tampoco que estar pendiente del día en que se le vence la casa o la papeleta de

empeño…

Los ladrones jamás podrán robarle dinero, o el reloj que, por otra parte, nunca se le

descompone ni tiene que ponerlo en hora, y no es más fijo que el Sol porque es el Sol mismo.

Hombre libre como ninguno, despreocupado y feliz, no se cansa el bruja sopera de repetir,

sin cesar,

ande yo caliente

y ríase la gente…

San Antonio y sus devotas

No puede negarse que entre los santos, al igual que entre los míseros pecadores, hay unos que

nacen con buena estrella y otros, en cambio, estrellados.

Lo cual nos prueba, que la igualdad —eterna preocupación del hombre en la tierra— no se

encuentra… ni aun en la corte celestial.

Y, si no, a las pruebas me remito: ¿no creen ustedes que es diversa la suerte de San Alfonso,

San Pío o San Guillermo y la que tiene, por ejemplo, San Simón? Mientras los primeros ven

usados sus nombres por reyes y papas, el último tiene que conformarse con ser patrono de

nuestros primos los monos; y, menos mal que, a última hora, ha encontrado un tocayo, que

aunque algo fúnebre, se ha hecho famoso: Simón, el enterrador.

Y, ¿qué me dicen ustedes de los pobrecitos San Mateo, San Cornelio y Santa Restituta?

Pero hay, en cambio, un santo que puede, sin disputa alguna, afirmar que es el más

afortunado de todos los súbditos del Reino de los Cielos: el pillín de San Antonio de Padua.

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Ríanse ustedes de D. Juan Tenorio y de todos los tenorios y burladores más o menos

auténticos que padecemos en nuestra patria, tierra de guapos y conquistadores.

San Antonio tiene dos millones de veces, por lo menos, más partidos que todos ellos, entre

las mujeres, y, principalmente, entre las muchachas.

Y, no se concibe, que en el cuarto coquetón y alegre de una joven soltera, junto a la camita,

toda blanca, adornada con cintas y encajes y perfumada con ese olor fresco y voluptuoso de

virgen adolescente, falte el cuadro o la estatuita de San Antonio.

Y hacía él van, ¡oh Santo afortunado!, las primeras miradas y las primeras palabras de la

joven, cuando al despertarse, ya bien entrada la mañana, abre sus ojos, y, medio desnuda, de

rodillas sobre la misma cama, se santigua y reza sus oraciones, pensando tal vez en el joven que

la tarde anterior vio cruzar por frente a su ventana y con el que ha soñado durante la noche; y

pide al Santo, con fervor ingenuo, mientras se arregla inconscientemente un mechón de su

melena garzona, que le cae sobre los ojos, le conceda pronto un novio como aquel que, no hace

aún mucho turbó su sueño.

Además de tener en su habitación la imagen del Santo, es casi seguro que la joven lleve

también, colgada al pecho, una medalla con la efigie de tan bendito patrono.

Todas las noches, al acostarse, le reza al Santo su Responsorio, Oración Especial, y le pide

las gracias y mercedes que desea alcanzar, punto este último sobre el que hablaremos enseguida.

Los martes de cada semana y los días «13» de cada mes, como consagrados al bendito fraile,

acuden muy temprano sus bellas devotas a la Iglesia para oírle allí su misa y pedirle mercedes.

Existen por último como devociones mayores, los Trece Martes y el Pan.

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Uno de los méritos de San Antonio es la rapidez con que concede las gracias que se le piden,

y la libertad que pueden tomarse, o se toman, sus devotas, para obligarle a que acceda a sus

ruegos.

Sobre esto, he visto más de una escena curiosísima.

Conozco cierta muchacha que le pidió una vez a San Antonio se le declarase un joven que,

desde hacía tiempo, venía enamorándola; parece que el Santo no anduvo muy listo en

concederle lo que ella deseaba, y, ¿saben ustedes lo que hizo?, pues cogió una estatua que tenía

de él, la amarró por los pies a una de las patas de su cama y la metió de cabeza en una cuba con

agua. Resultado: que a la semana, la muchacha tenía novio. Parece que San Antonio no quiso

permanecer más tiempo dentro del agua, por miedo a un resfriado.

Este sistema, aunque generalmente es eficaz, suele, sin embargo, dar resultados funestos. Sé

de un caso en que San Antonio se negó rotundamente a acceder a toda clase de súplica, y su

devota se encontró, a los tres días, al Santo, que, según parece era de pasta, ¡completamente

disuelto en el agua!...

Acostumbraban también las muchachas, robarle el Santo a otra persona, o, al que ellas

tienen, quitarle el Niño Jesús y no entregárselo hasta obtener lo que desean…

———————

¡Oh San Antonio bendito!, si a veces tienes que sufrir de tus devotas todas esas crueldades, no

debes por ello considerarte desgraciado, porque hay, en cambio, infinidad de muchachas que

emplean contigo otros medios más persuasivos y menos dolorosos, como son las caricias y los

besos. Y ¿quién no se rinde ante ellos?

¡Oh San Antonio bendito! ¡Cuán afortunado eres y cómo te envidio a veces!

Consejos a las solteras

Innumerables son las cartas que he recibido con motivo del artículo que sobre «San Antonio y

sus devotas» publiqué en esta Sección la semana pasada.

De más está decir, que abundan las faltas de ortografía, y hasta… de sentido común. No se

echan de menos, tampoco, las misivas romántico-sentimentales, perfumadas con esencia barata,

y en las que, sabiendo leer entre líneas, puede uno reconstruir, con bastante facilidad, la imagen

de la autora, una vieja, solterona y fea, que no se ha dado cuenta todavía que desde hace tiempo

únicamente sirve para vestir santos.

De todas esas cartas, voy tan sólo a contestar la de «una pobre víctima de los desdenes de

San Antonio, que ha apurado en vano todos los recursos usados en tales casos, sin resultado

satisfactorio alguno».

Y como, triste y afligida, me pide otro remedio más eficaz para que las solteras dejen de

serlo, yo no puedo negarle mis auxilios y consejos.

Antiguamente, con un duende o espíritu maligno quedaba resuelta enseguida la cuestión.

Hoy, aunque no tan espirituales, existen otros medios que suelen dar resultados

sorprendentes.

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No hay, tampoco, que pensar en el descarrilamiento de un tren, como aquella muchacha

campesina, de la que nos cuenta Rusiñol que veía pasar diariamente por frente a su casa, trenes

y más trenes cargados de viajeros que la saludaban, pero sin que ninguno de ellos se detuviese

para decirle siquiera unas cuantas palabras de amor. Y, tanto se cansó ella de esperar, que

descarrilase algún tren, que se hizo monja. Y, lo que son las cosas: al mes descarriló un tren de

pasajeros muy cerca de la choza de la pobre aldeana… ¡Era ya demasiado tarde!

Existe una oración que me han asegurado es muy milagrosa, sobre todo si después de

llevarla durante tres meses en el seno, se logra frotar ligeramente con ella —¡con el rezo!— la

nariz del joven que se desee por marido. Dicho rezo es el siguiente:

Yo, Señor mío, creo en ti,

Y pues te adoro de hinojos,

Vuelve a mí tus santos ojos,

Que estoy sin novio, ¡ay de mí!

De amor me estoy abrasando

Y es mi paciencia ya escasa,

Pues mientras el tiempo pasa,

Yo también me estoy pasando,

De mi estado, piedad ten,

Y ya que mi amor no es ruin,

Permite, Señor, que al fin,

Encuentre marido. Amén.

Pero, hablemos ya de los últimos procedimientos que ha inventado la ciencia para cazar

maridos.

Las Agencias matrimoniales, con todas sus artimañas y combinaciones, suelen, a veces, dar

buenos resultados; pero está uno expuesto, también, a llevarse sorpresas bastante desagradables.

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Una joven, casada desde hacía varios años, se vio obligada a separarse de su marido por

incompatibilidad de los caracteres. Deseando crearse una nueva familia, escribió a una agencia

matrimonial, la que le prometió ponerla en comunicación con su futuro novio.

Llegado el momento convenido para la presentación, la muchacha vio aparecer… ¡a su

propio esposo! Éste había escrito también a la agencia solicitando esposa.

La lista de correos y la correspondencia secreta.

Nada hay más interesante que ver el desfile, en La Habana poco numeroso, de mujeres que

van a buscar sus cartas a la lista de correos. Un espíritu observador puede, sin gran trabajo,

averiguar por la fisonomía, el traje, la expresión del rostro al abrir nerviosamente las cartas, y

otros detalles, la historia de las mujercitas a las que el Estado, con su lista, sirve de mediador en

líos amorosos.

¿Y la correspondencia de la última plana de algunos periódicos? Más de una vez habrán

dirigido a ella sus miradas, como áncora de salvación, muchas solteronas en busca de algo que

les pueda convenir.

Hoy día, el remedio casi infalible para que una soltera cambie ese estado por otro más…

interesante, es dar un paseo en automóvil por los repartos.

¡Para cuántas ese viaje es su única obsesión!

Y muchas, para realizarlo, esperan tan sólo que pasen algunos años. Y si el marido seriote y

acomodado, no aparece, vuelven ellas entonces los ojos —como las antiguas románticas al paje

de los cuentos azules— a aquel joven sportman, conquistador y galante, con el que bailaron una

noche de los últimos carnavales en el Centro de Dependientes,60 y el que no dudan ellas vendrá

en su cuña de 50 H. P. y juntos emprenderán un paseo delicioso, inolvidable… e irreparable.

Y, después… ¿quién piensa en el mañana?

Yo poseo también el secreto de otro remedio maravilloso que me dejó al morir un sabio

Doctor alemán; pero como he sacado patente, no puedo darlo a la publicidad. Particularmente,

pueden consultarme las solteras que lo deseen.

Pero, si son viejas y feas, lo mejor que pueden hacer, es arrojarse desde lo alto de la Farola

del Morro.

¡Tal vez encuentren algún tiburón compasivo que se apiade de ellas!...

Bombos y autobombos

Me parece estar viendo la cara que has puesto, lector querido, al leer el epígrafe con que

encabeza este artículo.

—Ya empieza a darse bombo —tengo la seguridad que has exclamado.

Pero yo te perdono, lector, ese mal pensamiento que ha cruzado por tu mente. Existen entre

nosotros tantos bombomaníacos, que no es extraño te figures vengo yo a aumentar el número.

Y no hablamos del elogio, más o menos apasionado o cariñoso, que nos hace un amigo; ni de

la nota encomiástica que nos dedica algún cronista social, al enterarse —por nosotros— que es

nuestro santo, que vamos a suicidarnos… digo, a casarnos, o a dar un viaje, aunque no pasemos

de Cayo Hueso; ni del retrato, con su «leyenda» al pie, que aparece en algunas de nuestras

revistas semanales.

Nos referimos, especialmente, al autobombo que, aunque cultivado siempre entre nosotros,

ha llegado a su apogeo en este siglo de los autos, tan distinto de aquellos tiempos felices en los

que no se conocían más autos «que los de fe», judiciales, y sacramentales.

El autobombo, se cultiva en todas las situaciones de la vida.

Se trata de pronunciar un discurso político, o parlamentario, en defensa de cierto proyecto de

ley; o literario, sobre la vida de algún escritor; pues, ¿para qué hablar de los beneficios que al

país le produciría el triunfo de aquella agrupación política, o la implantación de esa ley? ¿Qué

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sacamos con hacer un estudio acabado sobre la obra y la vida de aquel grande en las Letras o en

la Ciencia?

Lo más adecuado, y al mismo tiempo lo más fácil, es que el orador o el conferencista hable

sobre sí mismo. Que nos cuente los trabajos y sacrificios (!) que ha realizado él por la patria; o

nos diga las veces que conversó o la correspondencia que sostuvo con ese literato o científico, y

después de citarnos los artículos que a sus obras dedicó, termine por hacer una autoapología de

su propia personalidad intelectual, y, si es posible, hasta particular.

Idéntico procedimiento se emplea cuando el trabajo, en vez de ser oral, es escrito.

Y hasta en la vida privada se practica el autobombo: en las conversaciones, no hacemos otra

cosa que criticar a los demás o alabarnos a nosotros mismos. Y, ¿cuándo se trata de ponderar las

conquistas amorosas que hemos realizado? Entonces nos declaramos más terribles aún que el

mismo Burlador de Sevilla. Y hasta conozco un señor que cuando le preguntan sobre una

conquista que todos saben no puede achacarse, evade la respuesta afirmando entonces que a él

no le gusta hablar de sus triunfos amorosos. Aunque suele utilizarse el bombo, ya solo o con

auto, de diversos modos y para fines muy distintos, hablaremos aquí ligeramente, de una de sus

más importantes aplicaciones.

Se utiliza, con gran éxito, en la creación de eminencias.

Supongamos que un individuo publica un libro, es nombrado para un puesto o cargo

importante, o resulta laureado en algún concurso. Ese individuo está ya en camino de ser una

eminencia. ¿Cómo podrá conseguirlo? Verán ustedes con que facilidad.

Dan primero los periódicos la noticia en forma de suelto, en el que se habla —aunque ni el

director ni los redactores lo conozcan— de nuestro estimado amigo; noticia que es repetida y

celebrada por todos los cronistas sociales.

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Pasea después, la primera tarde de moda que se presente, por el Prado y Malecón en

automóvil.

Por las mañanas, se exhibirá al público, sentado en algún café o una tienda de la calle de

Obispo, a la hora de mayor concurrencia.

Todas las revistas ilustradas honrarán y engalanarán sus páginas con el retrato y algunas

notas biográficas de la ya casi eminencia.

Mientras tanto, un amigo oficioso, agente de algún restaurante de nota, lanza la idea de un

banquete. Se publican diariamente las adhesiones que se van recibiendo; se invita a las

autoridades y jefes políticos que, a título de propaganda electoral, prometen asistir. Y se realiza,

por fin, el acto, amenizado por la Banda Municipal y por dos o tres discursos… Y entre vivas y

cohetes, voladores y aclamaciones, queda consagrado eminente el neófito, recibiendo tal vez,

cual moderno «espaldarazo», el tapón, mal dirigido por un criado torpe, de alguna de las

botellas de champán que enviaron al banquete, como anuncio, los representantes de una nueva

marca del espumoso, poco acreditada en plaza.

Si es literaria, o pretende serlo, la eminencia, le falta solamente para terminar la carrera, lo

que podríamos llamar su conferencia de recepción, que dará seguramente en el Ateneo61 sobre

una de las infinitas materias que desconoce.

Y… ya puede dormir tranquilo sobre sus laureles: cada vez que se pronuncie o se publique su

nombre irá acompañado de alguno de estos adjetivos: distinguido, notable, ilustre; prueba

innegable de que es una eminencia criolla.

Rosario la romántica

Es el tipo de la niña romántica de hoy.

No toma vinagre ni trenza sus cabellos a la veneciana; pero se emociona y suspira

lánguidamente cuando le hablan de amor; y sueña con un idilio que termine, no ya en un

subterráneo o en un cementerio, sino en la sacristía de la parroquia vecina.

Y, asomada a su ventana, espera tarde y noche al deseado galán, tarareando todavía algún

motivo de La viuda alegre, El conde de Luxemburgo, o La bayadera, producciones musicales

que con Bohemia y Traviata y los valses de Chopin, son las que más la emocionan y llenan su

corazón de un vago y dulce sentimentalismo.

Es coqueta, como mujer al fin; pero su coquetería consiste en una tristeza resignada que se

adivina en sus ojos dormidos, soñadores y lánguidos, sombreados a veces por profundas ojeras,

en su aire meditabundo, en su manera de hablar, estudiada y melosa, oyéndose siempre lo que

dice, y hasta en su sonrisa, vaga y apenas perceptible, que parece decir: «¡al que me ame, cuánto

le amaré yo!».

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Tiene pasión por los versos de Bécquer, Zorrilla y Campoamor.

Lee, a veces, a Lamartine y a Hugo; pero prefiere las novelas de Carlota Braemé y la

Invernizio y sobre todo María de Jorge Isaacs.

Siempre que se pone en escena en alguno de nuestros teatros, La dama de las camelias,

Rosario acude a presenciarla, interesándose y conmoviéndose, como si fuera para ella

desconocida, con la historia de la infeliz Margarita Gautier.

En su conversación y en sus cartas emplea frecuentemente frases de tan marcado y cursi

romanticismo como: «el ave negra de la desdicha», «la fatídica sombra de nuestros recuerdos»,

«la triste y amarilla flor de mis amores»…

¡Pobre Rosario!...

El que la contemple, con un vaporoso traje blanco, sentada en una mecedora, la mano derecha

en la mejilla, perdida su mirada en lo infinito y lanzando, alguna que otra vez, suspiros tristes y

enigmáticos, se creerá que Rosario tiene el corazón destrozado por algún dolor profundo, por

una ilusión perdida; pero no es así: Rosario en lo que piensa constantemente es en que los años

pasan y el galán no viene.

Sonoridades latosas

Una de las mayores calamidades de la vida contemporánea es la superabundancia de sonoridad.

A todas horas y en todos los lugares, principalmente en las poblaciones importantes, el ruido

sonoro priva y domina con dictadura tan molesta y escandalosa como la de ciertos hombres

providenciales que nos gastamos por esta bella América.

La Habana puede citarse como modelo, ejemplo y prototipo de ciudades escandalosamente

sonoras.

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Y aquel laudable decreto de nuestra máxima autoridad municipal contra los ruidos, si tuvo

alguna eficacia en los días inmediatamente subsiguientes a su promulgación, después se ha

convertido en letra muerta por la falta de eficiencia para imponer su cumplimiento de que se han

hecho alarde los muy respetables señores agentes de la autoridad.

Campanas, campanillas, timbres, fotutos, pregones, etc., etc., han vuelto a imponerse como

en los mejores tiempos de su feliz reinado, y hoy arman, como antes, una algarabía de

veinticinco mil demonios.

A darle sonoridad a los ruidos callejeros contribuyen los miles de aparatos de radio de

servicio público que existen en establecimientos y casas particulares. Los de éstas son tan…

públicos como los de aquéllos, pues, aunque instalados en el interior de la casa, todos los

vecinos y transeúntes de la cuadra disfrutan las delicias de conciertos, discursos, conferencias,

anuncios, que transmiten los tales aparatitos. Y a veces, en una misma cuadra, varios aparatos

establecen descomunal competencia para resolver cuál acalla a cuál, a fuerza de mayor…

sonoridad, o dos o tres aparatos, transmiten, aunque no a coro, la misma pieza musical o el

mismo discurso. Días pasados, oí, a la fuerza, y a dos voces, un discurso heroico que

transmitían, en casas contiguas, sendos aparatitos de radio. ¡Delicioso!

Muchos salones de limpiabotas han introducido maravillosas innovaciones y ampliaciones a

la sonoridad de los aparatos instalados en su establecimiento, pues la música que éstos

transmiten la acompañan con gratísimos golpes de cepillos y paños usados en el ejercicio de su

cargo.

Hasta médicos y dentistas, distraen también a sus enfermos con audiciones de radio. Ignoro

si ha podido comprobarse la bondad o maldad de este nuevo procedimiento curativo.

Tanto o más temible que el radio es el cine sonoro. Y ¡cómo echo de menos, yo cinefan,

aquel oasis de tranquilidad, reposo y recogimiento, que eran los salones cinematográficos,

propicios a las más intensas y elevadas expansiones del espíritu, y a otras muchas expansiones,

no menos intensas, aunque no tan elevadas!

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Hoy podría llamarse a los cines la casa de los escándalos. El nuevo lema del cine —«vea y

oiga»— lleva camino de convertirse en «oiga», sólo, pues ya el ruido apenas deja ver lo que

está desenvolviéndose en la pantalla…

Y, además, ya no vale la pena ver la película. La prueba al canto. Empieza la tanda con tres o

cuatro variedades, solos de canto o de algún instrumento, dúos, etc., o piezas ejecutadas por

orquestas generalmente de las más escandalosas del más escandaloso de los cabarets

neoyorquinos. El público tiene que aguantarse la música sonora, más la presencia de uno o

varios tipos, no siempre mujeres bonitas, sino frecuentemente finos pescados y valiosos

elefantes marinos, y toda clase de fealdades masculinas. Son, 30 ó 45 minutos de aburridísima

lata para los oídos y sobre todo para la vista.

Hasta fenómenos, como tocadores de serrucho, de bombas de inflar neumáticos, etc., se

exhiben —vistos u oídos— para desesperación de los cinefans. Ya han comenzado a

manifestarse públicamente, por parte del auditorio, las protestas por esas inaguantables latas de

las actuales variedades sonoras.

Después de las variedades viene la cinta de la tanda.

Antes, en la época feliz del cine mudo, las películas podían ser mejores o peores, pero tenían

el atractivo de que eran otra cosa distinta por completo al teatro, ya en decadencia y casi en

ruina absoluta. Ahora el cine sonoro ha vuelto a resucitar el cadáver del viejo y desprestigiado

teatro. Ya no se ven films. Ahora se oyen revistas o comedias musicales, óperas, operetas o

motivos traídos por los cabellos, para que Fulanita cante, Mengano baile y la orquesta de Sutano

ejecute un jazz.

Y esto ni es arte, ni es cine, ni es teatro, sino… ruido sonoro.

Contra los talkies se han pronunciado un gran actor dramático —Pirandello— y un gran

autor y actor cinematográfico —Chaplin—.

El famoso dramaturgo italiano, cree que la talkie es un retroceso, un subarte. «Desde el

instante —dice— en que viene a disminuir, a limitar las formas de expresión artística, retrocede

desde el cosmopolitismo del cine mudo al nacionalismo de cada idioma. Y esto, ¿qué es sino

empequeñecer lo grande, ir despidiendo públicos país por país, restablecer las ―guerras

artísticas‖, como las guerras de tarifas, levantar murallas entre los hombres? Es la apelación del

nuevo rico que ha descompuesto la pianola, al pianista auténtico». Y considera el cine sonoro

como un teatro vergonzante, inconfesable, ininteligible, cuyo fin será su rendición ante la ópera

y la comedia.

El maravilloso Charles Chaplin, del que en estos días acaba de publicarse la edición

española, hecha por la Editorial Cenit de Madrid, de su último libro, Mis andanzas por Europa,

se ha manifestado siempre adversario decidido del cine sonoro. En la extensa biografía que al

frente de esa obra aparece, recoge Carlos Fernández Cuenta algunas de las opiniones de Chaplin

contra el cine sonoro.

Chaplin afirma que «la voz rompe la fantasía, la poesía, la belleza del cinematógrafo y de

sus personajes. Los personajes del cinematógrafo son seres de ilusión y su naturaleza se deriva

precisamente del silencio en que viven. Bien entendido, el cinematógrafo es poesía y belleza

creadas en un mundo de silencio, y sólo desde ese mundo de silencio sus personajes pueden

hablar a la imaginación y al alma de quienes los contemplan. Hacerlos hablar es echar abajo

todo su encanto… Ponerles voz a las sombras es una imbecilidad y un error, tolerable en todo

caso como negocio, para quienes lo hacen, pero sin relación con el arte». Obligado por las

imperiosas demandas de los explotadores de films, Chaplin va a dirigir una película, parlante…

por parte de los demás. Él permanecerá silencioso, interpretando a un sordomudo, y se propone

con otras cuatro o cinco estrellas que aman el film silencioso crear una sociedad. «Me figuro —

declara— que podré gastar por año diez millones de dólares en producción de películas mudas.

Por lo que a mí se refiere, por nada ni por nadie trabajaré en una película sonora. Sé muy bien

que estoy completamente aislado, pero no me importa, pues tengo el convencimiento de que aún

hay mucho campo para la película muda y de que mi propia presentación en la cinta perdería en

popularidad desde el momento en que tuviese que abrir la boca».

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No estamos tan mal acompañados, con Pirandello y Chaplin, los cinefans como este Curioso,

enemigos irreductibles del cine sonoro. Como Chaplin dice, sabemos muy bien que estamos

completamente solos, pero más vale estar solo que en la compañía de la sonoridad ruidosa del

cine sonoro. Es preferible quedarse en casa que ir a ver, o mejor dicho, oír, con ruido, la ópera

A en el cine B.

Maridos carceleros

Pocos tipos hay en la sociedad moderna tan interesantes y dignos de estudio como el marido. En

vano han tratado psicólogos, filósofos, naturalistas y anticuarios de definirlo y clasificarlo.

Considerado, desde los más remotos tiempos, como el personaje principal de la humanidad, las

religiones han procurado revestirlos de todos los atributos inherentes a la alta y trascendental

misión que está llamado a desempeñar en los pueblos, y los legisladores, por su parte, lo rodean

de las mayores garantías para el mejor desempeño de sus funciones, poniéndole a sus pies,

como una mísera esclava, a la esposa, y dándole sobre ella y los hijos el derecho de horca y

cuchillo, a tal extremo, que es el esposo ofendido el único individuo al que el Código Penal

(Artículo 437) faculta y autoriza para que, sin responsabilidad alguna, realice un asesinato. Esta

monstruosidad no debe extrañar, puesto que los Códigos han sido hechos por los maridos.

Pero este personaje casi sagrado, está hoy en decadencia. Al evolucionar los Estados

modernos con las nuevas ideas que, desde la Revolución Francesa, vienen transformando y

modificando constante y progresivamente los usos y costumbres de la sociedad, el marido, ense-

ñoreado con sus antiguas prerrogativas y engreído con las ventajas y comodidades de su cargo,

ha pensado que podría sustraerse a las corrientes del siglo, permaneciendo petrificado en sus

viejos moldes medievales. Mas, como la historia enseña que para vivir es necesario renovarse y

evolucionar si no se quiere ir al fracaso, el marido está sufriendo las consecuencias de su falta

de tacto e inteligencia. Su papel está en crisis. De lo sublime, ha dado ya ese único paso que se

necesita para caer de la altura y hacer el ridículo.

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Y hoy es el gracioso de la comedia humana. Novelistas, dramaturgos y poetas lo toman

como blanco de sus sátiras e ironías. Los caricaturistas encuentran en él, modelo adecuado para

sus humorísticos tipos y escenas sociales. Y hasta en las tertulias y reuniones, cuando agotados

todos los temas decae y languidece la conversación, basta para reanimarla que alguno de los

contertulios cuente una anécdota o haga un chiste, en que aparezca como protagonista algún

infeliz marido.

A pesar de esto, no crean nuestros lectores que vamos también nosotros a burlarnos de los

maridos. No somos tan crueles e inhumanos. Lo antiguo nos ha inspirado siempre viva

curiosidad y hasta veneración. Cada vez que en nuestra capital, pasamos por delante de las

estatuas de Carlos Tercero62 y Fernando Séptimo,63 o tropezamos en la calle con alguno de esos

personajes que han vivido con todas las situaciones políticas, no nos explicamos, es cierto, por

qué se encuentran todavía sobre sus pedestales esos viejos reyes de la ex-metrópoli ni por qué

continúan gozando de privanza esos eternos vividores de la política; pero ante aquello y éstos,

nos descubrimos respetuosos, como lo haría un anticuario ante el puñal del Godo o la carabina

de Ambrosio.64

No nos proponemos, pues, en este artículo más que estudiar brevemente una de las infinitas

variedades de maridos modernos: los carceleros de su mujer.

El tipo más corriente es el del esposo de una de esas mujeres que, por su belleza

deslumbradora, han logrado alcanzar desde niñas renombre y fama en la sociedad; mujeres de

las que afirma un amigo nuestro deben, al igual de lo que se hace con ciertos monumentos y

edificios, ser consideradas como bellezas nacionales, interviniendo directamente el Estado en su

guarda, conservación y mejoramiento. Sobre ellas tienen todos los ciudadanos cierto derecho:

por lo menos una servidumbre, si no de paso, de luces y vista; mujeres, que de haber nacido en

la Atenas de Pericles, hubieran recibido, triunfadoras, al exhibirse en los baños públicos, la rama

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mirtina, símbolo del excelso homenaje que les tributaba aquel pueblo —el más culto y

civilizado de la tierra— que logró hacer de la belleza una religión y una ley…

Acostumbrados, pues, todos los hombres, a celebrar y admirar libremente, de solteras, en

paseos, bailes y teatros, a estas reinas de la belleza, después de casadas les continúan tributando,

aún más si cabe, su curiosa admiración. En tales casos los maridos tienen uno de estos dos

caminos: conformarse con desempeñar el papel de guardadores o usufructuarios de su mujer,

concediéndoles a los demás el derecho de propiedad o la servidumbre antes mencionada; o,

rebelándose con lo que en cierto sentido podríamos llamar intereses creados, convertirse en

carceleros de su mujer, viniendo a la postre, a ser ellos los verdaderos esclavos de su bella

mitad.

Miradlos. Ridículos, grotescos, viven en constante martirio, mirando siempre a todos lados,

para observar quién sigue a su mujer, y en quién se fija ésta, y con quién habla. En todos los

hombres cree encontrar un amante. Los celos los devoran, celos de la cabeza, según la frase de

Bourget, celos fantásticos y estúpidos en los que interviene, más que otra cosa, el amor propio,

el qué dirán y el temor al ridículo. Se dan cuenta de su inferioridad, y videntes, adivinan lo que

el futuro les reserva. Y tanto más triste es su situación, cuánto que saben la inutilidad de toda

protesta. Asisten a su propio martirio, lento, inacabable.

Al ir de paseo, observan cómo los hombres se detienen o vuelven la cabeza para contemplar

a la bella esposa, haciendo después comentarios y hasta dirigiéndoles piropos y galanterías. En

la ópera, tras las ventanillas del palco que ocupan, tienen que soportar a los curiosos que se

extasían durante horas y horas admirando los maravillosos brazos, senos, espaldas y hombros,

de la que él no acaba de convencerse si debe llamarla su mujer. En los bailes, sufren el penoso

calvario de ver a sus amigos disputarse afanosos el estrechar el cuerpo tentador y afrodisíaco de

su compañera —¿compañera de qué?— mientras a ellos la sociedad los obliga a bailar con otras

o conversar con los conocidos.

En tales casos, cada uno de estos maridos, al regresar a su casa, da entonces rienda suelta a

sus mal contenidos y furiosos celos. Increpa a su mujer, se revuelve violento contra ella,

amenazándola con matarla al menor desliz. La interroga de lo que le dijo Fulano o por qué la

miró Mengano.

Y después redobla más y más su vigilancia. No le pierde pie ni pisada, espía todos sus actos. No

come ni duerme. Vive muriendo, según la frase del poeta. Hasta que un buen día, al descubrir

que su mujer lo engaña, con el único hombre de quien no ha tenido celos, con el que nunca ha

vigilado, pone fin a su existencia, o adaptándose a la época, se convierte, de marido carcelero,

en marido metafísico y civilizado…

Tenorio oficinista

Conocerás, sin duda alguna, este tipo y quizá te agrade verlo en letras de molde, si tienes, ¡oh

benévolo lector!, la inmensa fortuna de pertenecer al número de los elegidos del Señor, de

aquellos dichosos mortales que, generosamente, se sacrifican por la patria ofreciéndole al

gobierno sus servicios... a cambio de una pequeña, de una insignificante remuneración.

Pero, si no gozas de las delicias del presupuesto, y desconoces, por tanto, a este personaje

burocrático, olvida un momento tus penas y entretente, al menos, leyendo estas líneas.

Debo ante todo advertirte que es éste un tipo de origen relativamente moderno, pues aunque

el empleomaneaco ha existido en todas las edades de la Historia, el empleomaneaco-tenorio no

surge hasta que la mujer, favorecida por las nuevas ideas y costumbres de nuestro siglo y

rompiendo antiguos moldes y prejuicios, logra entrar en las oficinas públicas; y como esto no se

realiza en Cuba hasta la primera intervención,* de ahí, que el tenorio oficinista no aparezca entre

nosotros hasta esa fecha.

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Pero aunque ha aparecido tarde no por eso ha desperdiciado el tiempo; y de él bien podemos

decir hoy, que es algo que no se puede concebir que falte en las oficinas del Estado, algo tan

imprescindible en ellas como la pluma o la máquina de escribir.

Es nuestro tipo casi siempre un joven que, aunque sea mal parecido, se considera muy

guapo; vestido a la última moda, con trajes de colores llamativos, comprados probablemente en

alguna tienda americana; zapatos de corte bajo y medias caladas, que disimuladamente deja ver

al sentarse, lo que hace con alguna postura efectista, ya de antemano estudiada. Usa las más de

las veces bastón, un coco macaco, o una cañita; el sombrero de medio lado; en los dedos su

sortija con un grueso brillante, que examinado por un perito quizá resultase ser de Montana;

para el reloj una vistosa cadena, al parecer de oro. Su andar suele ser exagerado, el modo de

hablar dulce, empalagoso, oyéndose lo que dice y adornando siempre su conversación,

insustancial y vacía, con chistes que, aunque él crea lo contrario, maldito lo que tienen a veces

de ocurrentes o graciosos.

Para él hacer una conquista amorosa, es la cosa más fácil de este mundo: más aún, todas las

muchachas, según dice, se enamoran de él perdidamente mucho antes de conocerle.

De ahí que se crea una especie de ser superior y mire al resto de los hombres como con

lástima de ver que, a su lado y comparados con él, son todos unos infelices que apenas si se

atreven en su presencia a mirar a una muchacha. ¡Dejemos, lector querido, que viva el pobre

tenorio oficinista con esa ilusión!

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Al llegar a la oficina lo primero que hace es recorrer los distintos departamentos donde

trabajan las señoritas y, aquí conversa un rato con una, a ésta le dice algún piropo, a aquélla le

dirige alguna mirada envenenadora, a la otra le dedica una sonrisa... y así pasaría todo el día;

pero no tiene más remedio que ponerse a trabajar, si no quiere exponerse a sufrir un regaño de

su jefe.

Pero no temáis, pues no trabajará demasiado; lo más que hará, después de estar media hora

preparándose, es escribir unas cuantas líneas, en las que probablemente se equivocará varias

veces; fatigado y aburrido, se limpiará el sudor, con su oloroso pañuelo... se echará fresco con

un hermoso abanico de guano y terminará por darle su trabajo a alguna tiperrita, a la que con

sus latas, tampoco dejará trabajar. Y en estas y otras cosas llega la hora de salida.

Y en esto sí que es el primero. Y, orgulloso, altivo y satisfecho, como podría ir uno de esos

conquistadores de otros siglos al entrar en las tierras conquistadas, así sale todas las tardes, de

su oficina nuestro amigo el tenorio, acompañando siempre a las muchachas mecanógrafas y

repartiendo entre ellas sonrisas, piropos y miradas.

Y así pasa la vida, hasta que encuentre alguna muchacha, más lista que las demás, que le tome

el pelo y se burle de él o alguna vieja solterona y fea, que tome en serio sus galanteos y le haga

caso, ante el temor de quedarse para vestir santos.

La niña precoz

Eres chiquilla; pero

—lo sé, gentil amiga,

siempre te enojará que un majadero,

creyendo ser galante, te lo diga.

E. Ramírez Ángel.

Aunque ella afirma, con gran seguridad, que ha cumplido ya los diez y siete, a lo sumo, podrá

contar catorce abriles.

No ha sido aún presentada en sociedad, pero desde los doce no pierde fiestas, bailes ni

paseos. —«Cuando salimos Matilde su hermana y yo —dice la mamá— nos da pena dejar a

Rosita en casa. Además, así va aprendiendo, y ¡cómo es tan inocente!».

No juega, ¡qué va!, a las muñecas; ni asiste tampoco al colegio. Acostándose casi todas las

noches tarde, era un contradiós hacerla levantarse temprano. Hubo, además, que quitarla, porque

las Madres siempre la estaban reprendiendo a causa de una dichosa moterita y también, según

parece, de unas cartas y retrato que le descubrieron dentro del Manual. Pero —mustia y llorosa

se lo juró a su mamá— fue cosa de una compañera que le tenía envidia y para hacerle daño le

hizo esa trastada.

Confidenta, desde muy pequeña, de su hermana, conoce al dedillo todo el repertorio amoroso

—noviazgo y flirt. Antes que Matilde recibiera las cartas que sus enamorados le enviaban, ella

era la que —mediadora— las leía, y hoy que ya Matilde ha formalizado sus relaciones, en las

noches en que la mamá, por tener jaqueca, no puede sentarse en el recibidor con los novios, es

Rosita la que los cuida, entre inquieta y curiosa, aunque hojeando al parecer distraídamente una

revista. Y cuántas veces al recogerse ambas hermanas, Rosita ha exclamado:

«¡Por Dios, Matilde, que no soy de piedra!»

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Apasionada por el cine, sigue nerviosa y anhelante las peripecias del drama que la cinta

desenvuelve y cuando los protagonistas se unen y estrechan en uno de esos besos largos,

interminables, imprescindibles en casi todas las películas modernas, siente que algo

desconocido y raro conturba y estremece todo su cuerpo.

El baile la vuelve loca, y cuando ya rendida, muy tarde, se retira a su casa, en su lecho de

virgen inconforme sueña toda la noche, despertándose a menudo, nerviosa y sobresaltada. Y

amanece con la boca seca, las sienes palpitantes y unas ojeras profundas orlando sus negros

ojos.

De inteligencia clara, viva y despierta, apenas aprendió, sin embargo, durante el poco tiempo

que estuvo en el Externado, aquellas nociones más elementales de la primera enseñanza, pero en

cambio, por una íntima amiga, conoce los misterios del amor, y presiente y quiere adivinar sus

secretas delicias.

Diariamente y con fruición devora las crónicas sociales y sobre todo las del maestro

«Fonta»,65 que ya varias veces la ha mencionado entre las jeune filles y en una ocasión —no la

podrá olvidar— le dedicó un «párrafo aparte». Ha leído también, a escondidas de su madre,

algunas novelas de Prevost, y Zamacois y Trigo.

Una de sus mayores distracciones es el automático. Y al mediodía, mientras en su casa

duermen la siesta, ella se entretiene en llamar a sus amigos o conocidos. Y, oculta tras el

anónimo que da el teléfono, oye, entusiasmada, galanteos y piropos, más o menos insinuantes y

provocativos.

Como de dejarla tener «días de recibo», sólo le permitirían que la visitasen las niñas de su

edad —su verdadera edad— y ella detesta la compañía de tales chiquillas, tiene que

conformarse con la diversión que le proporcionan las fiestas y bailes a que acude acompañando

a su hermana y a su mamá. Y qué gusto el suyo, cuando en los salones del Yatch Club66 es

sacada a bailar —aprovechando un descuido de la mamá— por los jóvenes «ya unos hombres,

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con su carrera terminada» y hasta por alguno que otro señor casado. Le gusta que los hombres la

traten no como niña, sino como mujer; que le hablen de amores y amigos, de modas y novios.

Adivina la mirada avara y codiciosa preñada de pasión y de deseo, que ya en el teatro o en el

baile le dirigen amigos y desconocidos; y sus mejillas se sonrosan, más que de pudor, de

secreta, íntima e ignorada satisfacción, cuando siente que la desnudan unos ojos varoniles,

hermosos y atrevidos.

Viste a la última moda. La melena cortada picarescamente a lo garzona. El traje, ella procura

que parezca casi de señorita, cosa no muy difícil, ya que los caprichos de la moda, han borrado,

acortando el largo de las sayas, lo que diferenciaba a niñas y mujeres, al extremo de que hoy

sería difícil afirmar que las señoras visten de largo.

Calzada con escotado zapato de alto tacón, sabe, ¡en eso sí!, aprovechar las prerrogativas de

su edad, de su verdadera edad, para dejar ver, al sentarse o al subir al auto o a los carros, entre

saya y bota, ceñida por perversa media calada, una cuarta de pierna, mórbida y tentadora.

Su busto, aún no formado por completo, es ya una hermosa promesa que indiscretamente

deja adivinar el escote pronunciado y hábil de su blusa.

Su rostro, bello, entre candoroso y picaresco, encierra unos ojos negros, grandes e inquietos,

velados por la sombra de sus ojeras, en las que no sabemos si ha intervenido más la naturaleza

que el arte; ojos que ella sabe manejar con ingenua malicia, tras los impertinentes, cómplices

inconscientes de sus locas y adorables coqueterías.

Y su boca risueña, fresca y roja, atrae y subyuga, cautiva y enloquece...

Pesados

Una de las mayores plagas que padecemos, es, sin disputa, la de los pesados. Los hay en todas

las carreras, profesiones y oficios. Vician y enrarecen la atmósfera que respiramos;

obstruccionan la vía pública, dificultando el tráfico; caen, como moscones, en nuestras casas a

la hora de la comida; desprestigian el periodismo y las letras con sus aceitosas e ininteligibles

producciones; han contribuido, con sus latosos e insoportables discursos, a que en Cuba

conferencia y lata sean sinónimos; aguan, con su presencia, fiestas y paseos; salan las bodas y

hasta los entierros; en los bautizos le hacen mal de ojo a los recién nacidos. Son, en una palabra,

los causantes de que los automóviles choquen; a los tranvías se les acabe la corriente; haya

ciclones; se interrumpa el tráfico en la calle del Obispo, el Paseo del Prado y otras avenidas…

¡Quiera el cielo que no acaben con la República!

De todas las infinitas variedades de pesados, una de las más interesantes en nuestra sociedad,

es la de los rompegrupos, aunque bien pudiéramos afirmar que todos los individuos

oficialmente reconocidos como pesados, tienen esa cualidad. Conocedora nuestra policía de

esto, en los días de manifestaciones, mítines, huelgas, etc., para disolver rápidamente los grupos,

manda siempre, con un resultado extraordinario, a los oficiales y vigilantes más pesados del

Cuerpo: en el acto queda la calle sin una hormiga. Raras veces ha tenido el Jefe necesidad de

personarse y realizar por sí mismo el despejo.

Y en ese poder de disociación que esta clase de individuos posee, estriba y se halla la causa

oculta del fracaso, inexplicable a simple vista, de numerosas asociaciones y empresas. Se

constituyen o comienzan a realizarse, con gran entusiasmo; en los primeros días o meses el

éxito parece asegurado. Pero, de la mañana a la noche, y con mayor o menor rapidez, la empresa

va decayendo, hasta que al fin muere. De hacérsele la autopsia, como a un cadáver, se

encontraría que han sido uno o varios microbios patógenos malignos los causantes de esa

muerte: uno o varios pesados que entraron a formar parte de la empresa o asociación. ¡La tierra

les sea leve y San Lázaro nos valga!

El rompegrupos de sociedad, suele ser algún chiquito de ídem o conocido joven, o buen

partido.

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Todos habréis observado el curioso fenómeno que se produce al presentarse en cualquier

sitio un tipo de éstos.

Nos encontramos en algunos de nuestros cafés de moda. Junto a una mesa, han tomado

asiento varios amigos, con el objeto de descansar del largo paseo en automóvil que acaban de

realizar. Piden unas copas y, entre sorbo y sorbo, se enfrascan en charla animada,

interesantísima. Pero de repente, sus rostros se transfiguran; la palabra muere, balbuceante, en

los labios. Unos a otros se miran expresiva y dolientemente, con esas miradas que se cruzan

entre sí, en noche de velorio, los parientes del difunto.

De un fotingo* se apean dos jóvenes… (para qué te voy a decir los nombres, lector, si tú has

pensado ya, seguramente, de entre tus conocidos, en cuatro o cinco). Se acercan a la mesa de

nuestros amigos. Éstos, seca, aunque cortésmente, saludan.

Los del fotingo, sin más preámbulos, piden unas sillas y se sientan. Vuelven a cruzarse

miradas los amigos. Al poco rato, uno de ellos dice: «Como ustedes saben, me tengo que ir. Nos

veremos luego en la Acera». Y así, dando alguna excusa, se van retirando los demás. Se han

quedado solos los del fotingo. Al cuarto de hora los amigos se reúnen de nuevo en el Louvre…

—¡De buena nos hemos librado! —exclaman— ¡Qué par de tipos!

De sobra te habrás dado cuenta, lector, quiénes eran los del Ford: ¡Dos pesados!

La escena anterior, se repite, con gran frecuencia, ya en los bailes, o en el teatro o en el

paseo. Apenas llega un pesado a cualquier grupo, se disuelve… para reunirse, momentos

después, los que lo formaban, en otro sitio.

* En Puerto Rico, Panamá, México y Cuba se daba el nombre peyorativo de fotingo al automóvil de marca Ford que se

consideraba barato y de mala calidad. Este término dejó de usarse cuando salieron otras marcas al mercado, aunque se sigue

empleando como sinónimo de coche viejo y desvencijado.

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Pero no siempre esta maniobra se realiza tan fácilmente. Las retiradas, según la táctica

militar, requieren más inteligencia y estrategia, si cabe, que los avances y las acometidas. Y hay

rompegrupos porfiados, que, aun haciéndoseles ver claramente que están estorbando, no se dan

por aludidos. Todos conocen al famoso señor de los Voy contigo. Es una verdadera lapa, que

cuesta gran trabajo quitarse de encima. Y no decimos nada del rompegrupos sinvergüenza, que

explota su pesadez, convidándose, él mismo, a fiestas, comidas, etc. Hay un individuo que

cuando se da alguna fiesta de importancia, tiene el descaro de llamar o escribirle al dueño de la

casa, diciéndole que lo invite; o si no, va a buscar a algún amigo de esa familia y con él asiste a

la recepción. Y es también muy popular otro sujeto, tan pesado, que ni aun poseyendo una

máquina ha logrado nunca, a pesar de todos sus esfuerzos, que lo acompañen. Tal es el poder

repulsivo de los rompegrupos.

Propongo a la consideración de la Secretaría de Agricultura, ordene, por un decreto, el

traslado —si caben— de todos los pesados de la República, a la Ciénaga de Zapata. Así podría

desecarse con gran facilidad toda aquella región, hasta ahora improductiva.

Sería una obra altamente patriótica.

¡Señor, Señor del mal de ojo, de brujerías, de los pesados, líbranos por siempre!

Amén.

Familia distinguidísima

La mamá se llama Doña Sinforosa, y sus hijas, la mayor Adalsinda, la segunda Liberata y la

menor Felicitas.

La familia que voy a pintarte, ¡oh lector!, en estas líneas trazadas al correr de la pluma, tengo

la seguridad de que la conoces tú, tan bien como yo, porque es un tipo de familia que abunda

mucho en nuestra ciudad capitaleña.

La mamá, viuda desde hace muchos años de un antiguo empleado del tiempo de la Colonia,

cuenta ya, aunque su cabeza oxigenada lo quiera disimular, bastantes primaveras, otoños… e

inviernos. Sus tres, aunque no muy frescos pimpollos, forman una trinidad que, ni aún un

cronista corto de vista y que además usara espejuelos ahumados, llamaría nunca trinidad

adorable.

Con los ahorritos que al morir le dejara el marido, vive doña Sinforosa con sus hijas, sin

necesidad de trabajar, pero muy modestamente, dedicada tan sólo a la chismografía y comadreo

en su más alta escala.

Aunque por su posición ni pueden tratarse con personas de categoría, conocen de vista y

saben al dedillo la vida y milagros de todas las familias que figuran en nuestra alta sociedad, y

cualquiera que las oyera hablar de esas familias, se creería que hablaban de personas a quienes

conocían y trataban íntimamente.

Doña Sinforosa y sus hijas saben, las primeras, y aun antes que los interesados, si Fulanito

tuvo ayer un disgusto con su esposa, si la Marquesa de X. se entiende con el célebre sportsman

Z., si el señor A. perdió anoche en el juego varios miles de pesos… que no eran suyos, si B.

despidió el otro día a su chauffeur, etc., etc. Ellas conocen, en fin, perfectamente y en todos sus

detalles, la vida íntima de todas las familias de nuestra alta sociedad.

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Pero, cuando hay que verlas es cuando salen Sinforosa y sus niñas a divertirse.

Si trabaja en alguno de nuestros teatros una compañía de ópera o dramática, van las cuatro a

tertulia o cazuela, porque su posición no les permite otra cosa; en cambio, con el democrático

cine, pueden ir a luneta y codearse con las personas a las que antes tenían que contemplar desde

arriba, desde las altas localidades.

Aunque no las conviden, asisten a todas las bodas que se celebran; a todos los bailes, y si no

pueden conseguir entrada, van a verlos desde afuera; y a cualquier otra fiesta donde la entrada

sea gratis. Pero donde quiera que vayan, lo menos que les importa es la función que se

represente, la fiesta, el baile o la boda que se celebren: lo único que les interesa, es ver si asistió

Fulanita, si tal o cual señora o señorita dejó de ir, o si iba bien o mal vestida…

Otra de sus diversiones favoritas, que por nada se me queda en el tintero, es la de ir a ver

toda casa desocupada donde haya vivido alguna persona distinguida o de importancia.

En cuanto a cultura e ilustración, lo único que leen y aun no sé si estorbándoles algo lo

negro, son las crónicas o notas de sociedad que publican los periódicos para enterarse de todo lo

que pasa en el gran mundo; y son nuestras cuatro mujeres las primeras que adivinan el último

chismecito que nos cuentan las crónicas. Y recortan y guardan cuidadosamente, pegadas en las

hojas de un viejo libro de caja, todas las noticias sociales de importancia que hayan visto la luz

en diarios y revistas. Llevan además una relación detallada de la edad que tienen o pueden tener

las principales personas del gran mundo.

¡Oh, cronistas que leéis estas líneas!, si no tenéis pájaro que os ayude en vuestra labor

informativa social, alquilad a doña Sinforosa o a sus hijas, que nadie ha estado, ni podrá estar

nunca mejor enterado que ellas de todo lo que pasa y deja de pasar en el smart set habanero!

He dejado para lo último, y como final de lata, el hablar de lo que constituye para esta

interesante familia su mayor placer: las visitas.

Así como yo, en general, me aburro soberanamente cuando voy a una visita, porque encuentro

que en ellas la conversación se reduce, casi única y exclusivamente a hablar de dos cosas de las

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que no me preocupo en lo más mínimo: política y chismografía; todo lo contrario le pasa a doña

Sinforosa y sus hijas. Ellas en una visita se encuentran en su centro, pues allí la chismografía

impera en toda su extensión. Por eso pasan la vida, hoy en una casa, mañana en otra, hablando

de todo lo que saben y lo que ignoran metiéndose con la vida y milagros de todo bicho viviente.

¡Desdichado del que cojan por su cuenta!...

Los consagrados

Entre las distintas plagas que azotan nuestra sociedad en lo que atañe a la vida intelectual y

literaria, son dignos de especial mención los consagrados.

Como pueblo grande o aldea con pretensiones de ciudad, que eso y no otra cosa viene a ser

nuestra capital, tenemos para cada rama del saber humano, un perito en la materia. En las

poblaciones pequeñas existen siempre tipos, como el médico, el cura, el poeta, el barbero, el

sabio, el borracho, el loco, etc., que acaparan por completo y son los únicos y legítimos

representantes y maestros en su especialidad y los personajes más conspicuos e ilustres de la

población a los que es indispensable acudir cuando de la materia en que ellos son expertos se

trata, y cuya opinión y consejo son tenidos y considerados como la última y decisiva palabra

que resuelve las discusiones que se suscitan y los problemas que se presentan en la aldea.

Forman ellos también parte, en su carácter de notabilidades, de las cosas importantes y dignas

de verse que se enseñan a los turistas o extranjeros que visitan la localidad.

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Nuestros consagrados suelen ser respetables señores, muy conocidos, a veces, en su casa y

con tanta ciencia y cultura como Pacheco, que por haberse dedicado durante toda la vida al

estudio de una materia, el vulgo los tiene como verdaderos sabios y los únicos autorizados y

capaces para tratar sobre cuanto a su especialidad se refiere.

Podría objetarse que en muchas y repetidas ocasiones el origen y fundamento de esa fama es

bien pobre y deleznable: alguna conferencia pronunciada hace años y que fue bien acogida por

la «sociedad de bombos mutuos», el adjetivo que siempre anteponen o añaden a su nombre los

cronistas sociales, un artículo escrito con auxilio del diccionario enciclopédico… pero todos

estos son chismes que corren los que envidian la gloria del consagrado o pretenden arrebatarle

su puesto y renombre.

Yo siempre he sido entusiasta y resuelto partidario y defensor de los consagrados. Creo que

ellos prestan en nuestra sociedad útiles servicios, que llenan una misión noble y provechosa a

sus semejantes y, principalmente, a los que por suerte o por desgracia, por necesidad o por gusto

y afición, pertenecemos a ese cuarto poder tan calumniado, y, cuyos valores, la dictadura que

sufrimos ha hecho que apenas se coticen hoy en el mercado de la opinión pública.

Los consagrados nos prestan a los periodistas un servicio inapreciable, pues cada que vez

que la actualidad y los acontecimientos ponen sobre el tapete tal o cual cuestión política,

literaria, artística o científica y deseamos informar al público sobre ella, no tenemos más que

recordar quién es el especialista sobre esa materia y pedirle un artículo o celebrar con él una

entrevista. Desde luego, nos exponemos a que el consagrado no nos resuelva ningún problema

ni nos ilustre o aclare el punto discutido, pero el público queda satisfecho y nosotros salimos del

paso y cumplimos con nuestra misión informativa.

Además, cuando alguna revista o periódico desea hacer algún número especial, reúne unas

cuantas firmas de consagrados; o cuando se quiere organizar una velada, se procura que uno o

varios números del programa lo llenen consagrados. Aquella edición o fiesta alcanzarán un

éxito ruidoso. El público se hará lenguas pregonando: —«¡Qué buen número ha publicado la

revista X! ¡Qué espléndida quedó aquella fiesta!...» Pero, no se te ocurra, lector amigo,

preguntar de qué trataba el artículo del ilustre Fulano, o qué dijo el insigne Mengano en su con-

ferencia… ¡Sufrirías un triste desengaño! Esos trabajos no se publican para ser leídos, ni esas

conferencias se pronuncian para ilustrar a los oyentes. Y en esto, estriba, por cierto, la gloria de

los consagrados. En que nadie los lee ni los escucha. Los que tal hacen no los entienden pero

los admiran y váyase lo uno por lo otro.

Moralistas criollos

En nuestra comedia política y social uno de los papeles más deseados es el de moralista, no sólo

por lo fácil y cómodo que resulta su desempeño o interpretación, sino principalmente por las

grandes utilidades y beneficios que con él se alcanza y el alto grado de influencia y autoridad

sobre el resto de los mortales que produce.

Lo primero y más importante que se requiere es adoptar aire, aspecto exterior o fachada,

adecuada y propia.

No reírse jamás, preocupándose poco de la sabia máxima de Rabelais quien dijo: «Reíd, reíd,

porque la risa es propia del hombre»… Del hombre, sí, no del moralista, rectificamos nosotros.

Y ¿cómo va un moralista a reírse? Perderá su gravedad, confundiéndose e igualándose con sus

semejantes. Y ¿cómo va a censurar los vicios y defectos de los demás, con el rostro alegre y la

sonrisa en los labios? El rostro serio y duro, esa inconfundible cara de cemento armado es la

señal característica de que el individuo que la posee es uno de nuestros más insignes moralistas.

Con estas bellas cualidades sólo le falta a nuestro personaje, para recibir la consagración de

la crítica y vestir bien su papel, el saber garrapatear unas cuartillas y llevar siempre la

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conciencia a la espalda, para no fijarse nunca en los propios vicios y defectos, procurando que la

mano derecha no se entere de lo que la izquierda hace o… coge.

Ya preparado así convenientemente, a censurar se ha dicho, siempre en tono olímpico y con

un estilo seco, pesado, de predicador en días de misión. Que el látigo flagele, sin piedad, el

rostro de los infelices, de los que no es fácil puedan devolver el mal por mal. A los poderosos,

los gobernantes, se les puede censurar también, pero tan sólo para que aflojen la mosca, y de

manera que, al atacarlos, pueda irse preparando ya la retirada.

Después, todo marcha sobre ruedas. El gobierno fija al moralista una subvención, o le da un

buen puesto. Alguna compañía o empresa atacada lo gratifica generosamente…

La oración se vuelve entonces por pasiva. El moralista se erige en defensor y panegirista de

aquel gobierno o aquella compañía. Su puesto y su bandera de moralista los sostiene incólumes

censurando sin piedad a los infelices, a la masa, al pueblo, a otros gobiernos que ya cayeron, a

los poderosos de otros días. ¿Qué el gobierno o las compañías que hoy defienden, cometen los

mismos atropellos, crímenes o errores que él ha estado censurando a otros? No importa. Él hace

la vista gorda sobre ello, o, si es necesario, trata de demostrar que esos defectos son virtudes y

esos errores aciertos. Mientras le paguen, el moralista pude estar tranquilo y vivir satisfecho,

fabricando chalets y comprando automóviles con sus ahorros y economías.

Si posee un periódico o revista, entonces su carrera será más rápida y su fama y renombre

no igualados, por el autobombo y el bombo mutuo, figurará entre las más ilustres personalidades

de las letras y la política. Siempre que de él se hable se le llamará insigne, ilustre, intachable y

cívico ciudadano. Su periódico o revista será el órgano defensor de los más puros ideales de la

patria, de la libertad y del derecho, el censor y guía de la sociedad dispuesto siempre a poner el

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«inri» de su reprobación sobre la frente de todos aquellos que no comulguen con las ideas o las

opiniones de su director o propietario.

De más está el decir que teniendo los méritos y servicios prestados al país, el gobierno

subvencionará en seguida el periódico del moralista, repartiendo entre su director y redactores

unas cuantas sinecuras o botellas. Como es natural, unos y otros, continuarán censurando todos

los males, vicios y defectos sociales… menos las botellas… esas son minucias, que, en todo

caso, se deben más que a otra cosa, al gobierno anterior.

De esta manera el moralista criollo vive feliz y satisfecho de la vida. Si algunos lo critican,

¡qué le importa mientras puede seguir haciendo fortuna!

Eso sí, que no olvide nunca, el aire grave, el tono imperioso, el rostro severo, la conciencia a la

espalda y las uñas largas, muy largas y bien afiladas.

Personajes populares: Mariposa

Este tipo, conocido también por los nombres de Fray Gonzalo, Cucaracha y Canalejas, es uno

de los más populares que posee nuestra capital.

¿Es un loco? ¿Un sinvergüenza?

Yo más bien me inclino a creer que es un enfermo.

Místico y sensual al mismo tiempo, de vivir en otro siglo, tal vez hubiera terminado sus días,

o en las soledades del desierto haciendo penitencia, o en las hogueras de la Santa Inquisición.

Religioso, hasta el fanatismo, se pasa las mañanas en las iglesias.

Entra, y a grandes pasos atraviesa, con la vista baja y las manos en el pecho, la nave

principal para ir a arrodillarse a los pies del altar mayor. Besa el suelo muy devotamente, se

persigna y se da varios y fuertes golpes de pecho, saca un voluminoso libro de misa o un

rosario, y se entrega de lleno a la oración.

A veces, vierte amargas lágrimas como de arrepentimiento y dolor de sus faltas; otras,

transfigurado el rostro, nos parece preso de éxtasis sublime. Y mientras tanto sus dedos

recorren, nerviosa e inconscientemente, las cuentas del rosario.

Termina la misa en esa iglesia y marcha presuroso a asistir a otra. Y así pasa devotamente,

de iglesia en iglesia, toda la mañana.

Durante el resto del día, y cuando no hay otras fiestas religiosas —bautizos, novenas, visitas

al Santísimo— que distraigan su atención, recorre incansable las calles, ya predicando el amor a

Dios como única fuente de salvación ya censurando y anatematizando los vicios y pecados de la

humanidad.

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En ocasiones, se detiene frente a los establecimientos de modas a la hora en que estos se

encuentran llenos de encantadoras marchantas que acuden allí a comprar o para pasar el rato, y

con voz cavernosa y profética les dice a las bellas hijas de Eva.

—Mujeres: os ocupáis de adornar vuestros cuerpos, descuidando por completo vuestras

almas. Día vendrá en que esos vestidos y esas joyas no os sirvan ya para cubrir vuestras carnes,

hoy tentadoras y mañana pasto de los gusanos. ¡Arrepentíos de vuestras faltas; llorad vuestros

pecados, que vuestro fin se acerca!

A raíz de la persecución que, al decir de los católicos, emprendió Canalejas en España contra

las comunidades religiosas, pasó nuestro biografiado una de las épocas más accidentadas de su

vida.

Los muchachos callejeros, para hacerle rabiar, le gritaban:

«¡Huye, que te coge Canalejas!»

Mariposa se volvía furioso contra ellos, y a grandes voces pedía para el entonces Presidente

del Consejo de Ministros de España, todas las penas y atrocidades que para sus fieles servidores

dicen que guarda Pedro Botero.

La verdadera persecución fue para Mariposa —que desde entonces se llamó Canalejas—,

pues las trompetillas y pedradas que le arrojaron los mataperros menudearon más que de

costumbre.

Cucaracha, además de la obsesión religiosa, padece otra no menos terrible: la de figurarse

que a él lo tienen por loco.

Y para destruir esto se pone a recitar cánticos devotos o a referir algún suceso importante

acaecido recientemente, terminando siempre con estas palabras:

—¿Ustedes creen que el que recuerda esos hechos es un loco? ¡Yo no estoy loco, yo no estoy

loco!

Mas, a pesar de su religiosidad y de su fanatismo, no ha podido aún este pobre místico

sensual dominar la carne, que a menudo se le rebela, imperiosa y dominadora.

Yo le he visto, al cruzar por delante de una mujer hermosa, detenerse un momento a

contemplarla, murmurando:

—La belleza es un don divino, y como tal debemos adorarla.

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Pero en seguida, como si pasase por su mente una idea pecaminosa, fuera de sí, se ha llevado

las manos al rostro y ha emprendido la carrera, exclamando a grandes voces:

—¡Señor: ¡líbrame de un mal pensamiento y de una mala hora! ¡Señor, sálvame, que me

pierdo!

Lector, ¿no es cierto que este pobre hombre, como al principio te decía, más que un loco o

un sinvergüenza parece un enfermo?

Y ¿no es verdad que, si en lugar de vivir en este siglo, materialista y escéptico, hubiera

nacido en aquellos tiempos sencillos y dichosos en los que la fe dominaba al mundo, hoy sería

Fray Gonzalo adorado en los altares?

Y su vida, llena de martirios infinitos y milagros edificantes, lejos de narrarla un mísero pecador

como yo, la hubiera escrito, seguramente, un piadoso y docto padre de la Iglesia, muy versado

en latines y en cosas del cielo.

Los ingleses

Si grandes e irreparables son los daños y perjuicios que al mundo entero proporcionó la última

guerra, no puede negarse, sin embargo, que, como reza la frase popular, «no hay mal que por

bien no venga», y nosotros, los cubanos, no podemos quejarnos, pues si bien es verdad que en

los primeros meses se puso de moda la bobería de cobrar tres por lo que valía uno, con el

pretexto de a causa de la guerra, poco a poco se fue restableciendo la normalidad, subió

bárbaramente el azúcar, vinieron los Fords, disminuyeron los latosos de la guerra, nos

convencimos —¡ya era tiempo!— de la inutilidad —a no ser para los congresistas— de los

congresos de la paz, y vimos cómo Alemania llevaba a la práctica en Bélgica y Luxemburgo la

letra del canto popular:

Papeles... son papeles.

Y así como «a río revuelto ganancia de pescadores», nosotros, mientras allá en Europa se

mataban como convulsivos, nos dedicamos a sacarle partido a la guerra, logrando obtener esas

y otras muchas ventajas, gracias a la dirección y consejos de nuestros dos anteriores Presidentes,

entusiastas y hábiles pescadores.

Pero entre todos los inmensos beneficios que obtuvimos por la conflagración europea, hay

uno cuya importancia y trascendencia extraordinarias merece especial mención: a causa de la

guerra, y mientras ésta duró, tuvimos una tregua en la enconada lucha que desde hace largos

años sosteníamos contra los ingleses.

Sabido es que las simpatías del pueblo de Cuba estuvieron a favor de las naciones aliadas:

Francia, Rusia, Italia e Inglaterra. He ahí cómo nosotros, que hemos vivido en constante y

encarnizada guerra con los ingleses, no tolerándolos ni siquiera en pintura, nos llegaron a

parecer simpáticos, agradables, finos.

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He buscado, en vano, en nuestros archivos y bibliotecas, los orígenes de este odio mortal que

profesamos a los descendientes de Guillermo Tell. He oído la opinión de eruditos y sabios en

cosas antiguas: Chacón, Iglesia,67 Figarola-Caneda,68 Pérez Beato,69 Ricoy. Ninguno ha sabido

explicarme este curioso fenómeno.

Días pasados me encontré en la calle del Obispo a un amigo que, además de deberle a las

siete mil vírgenes, me debe a mí dos duros.

—Oye —le dije— no te cobro los dos pesos que me adeudas y te doy otro de regalo, si sabes

explicarme el origen de la historia de los ingleses en Cuba.

Mi amigo, que aunque bruja, es hombre culto y de chispa, después de darme un abrazo por

mi generosidad, se expresó así:

—La historia de los ingleses en Cuba se remonta al año 1555, en que Drake, el primer inglés

que, como corsario, pensó sacarle dinero a los habaneros, pretendió infructuosamente

desembarcar en la entonces villa de La Habana. Y fue, en vista de estos y otros ataques

corsarios, que se resolvió, por los gobernantes españoles, fortificar la plaza, empezándose las

construcciones de la Fuerza,70 del Morro71 y de la Punta.

Desde entonces, y en numerosas ocasiones, Morgan, Gant, Hossier, Vernon, Knowles y otros

habitantes de los mares, atacaron, con más o menos éxito, distintas poblaciones de la Isla,

saqueando los bienes y propiedades de sus infelices moradores y secuestrando a éstos con el

objeto de pedirles después por el rescate gruesas sumas.

Era tal el miedo, terror y pánico que inspiraban en Cuba los compatriotas de Drake, que sólo

al grito de «¡Ahí vienen los ingleses!», las mujeres se desmayaban y los hombres huían a la

desbandada.

Esta situación se agravó con la toma de La Habana, en 1762, por las fuerzas de Keppel y

Albermarle, a tal extremo que, aunque beneficiosa para el comercio de la Isla la dominación de

los ingleses, éstos quedaron para siempre considerados como seres sin entrañas, que sólo

buscaban sacar los cuartos a sus semejantes, bien a título de rescate, bien por mercancías o por

cualquier otro pretexto.

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A todas estas causas, sin duda alguna, se debe el que por generalización se llamasen y llamen

todavía ingleses a los cobradores, caseros y demás individuos de la especie.

Debemos distinguir dos clases de ingleses: el acreedor que cobra él mismo su crédito, y el

cobrador, ser más odioso y repulsivo, pues sin estar interesado directamente en el asunto, ha

elegido esa profesión y carrera, sólo comparable a la de verdugo.

Aunque a veces tiene un tanto por ciento en las cuentas que se le entregan, en la mayoría de

los casos es un individuo asalariado, un dependiente, al que por tener condiciones, se le dedica a

ese trabajo.

Desde muy temprano sale a la calle con su racimo de cuentas artísticamente dobladas en

forma rectangular. Con imperio y altanería toca a la puerta de las casas. Yo me atrevería —

exclamó mi amigo— a decir, sin temor a equivocarme, si el que toca en mi casa es un inglés. Su

toque es fuerte, rudo, imperioso, exigente; y si no se le abre a la primera llamada, va

aumentando el diapasón hasta convertirse en verdadera tempestad. Es capaz de echar abajo la

puerta. No le iguala ni un policía con mandamiento judicial. Para desgracia mía —suspiró—

¡los conozco bien!

Una vez dentro de la casa, no saluda; extiende su recibo y espera. Si le pagan, ensaya

entonces una sonrisa de despedida, que a veces resulta una mueca. Si tan sólo le abonan a

cuenta una pequeña cantidad, la acepta a regañadientes y hasta se permite indicar:

—Vamos a ver si la próxima vez me pueden saldar la cuentecita.

Pero si no le entregan cantidad alguna, diciéndole que «vuelva la semana que viene»,

entonces ¡horror! hará primero una mueca, como la que produce un purgante de Carabaña o

Loeches, con ademanes y gestos molestos, se guardará el recibo, lanzando primero, con la

entonación de un escolta de presidio, una frase que reúne generalmente los caracteres de

diversas figuras retóricas, pues es al mismo tiempo apóstrofe, conminación, optación e

imprecación. En síntesis, lo que quiere decir el inglés, en esos casos equivale, traducido al

romance, que si no le pagan, nos dará garrote.

Y, ¡cuántas veces es preferible una muerte rápida, sin sufrimientos, a esa muerte lenta,

angustiosa, horrible, a manos de un inglés!

Entes abominables, se encargan de averiguar detalladamente todas nuestras costumbres.

Saben las horas a que nos levantamos y salimos a la calle, los sitios que frecuentamos; nos

persiguen día y noche sin piedad, nos abordan en la calle, en la oficina, en el teatro, a la hora de

la comida, en el paseo...

Y no valen súplicas ni ruegos, los ingleses desconocen la piedad: no tienen, como dije antes,

corazón ni ninguna otra entraña.

No vale que cierres con aldaba, pestillo y tranca la puerta de la calle, y, cuando toquen, sólo

abras el postigo de la ventana; que digas que te has ido de viaje, que has fallecido ¡Son capaces

de ir a buscarte al otro mundo!

La guerra, como tú bien dices —prosiguió mi amigo—, los humanizó un poco. Hubo

entonces entre ellos y sus presuntas víctimas, un breve armisticio.

Pero restablecida la paz, se han reanudado las hostilidades que por algo es Cuba el país de

los viceversas.

Enemigos, de nuevo, trato de no darles la cara y veo siempre con espanto llegar los sábados

y días primeros de mes, ¡los fatídicos días de cobro!

Y mi pobre amigo, lleno de congoja y sobresalto, se despidió de mí, exclamando:

—Ni los horrores del infierno del Dante son comparables a los sufrimientos, molestias,

disgustos, contrariedades, que proporcionan estos verdugos y malhechores, plaga de la especie

humana.

¡Dios nos libre de los ingleses!

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El médico chino, la virgen de Jiquiabo,

el Hombre Dios, Ñica la milagrera

y otros «salvadores» de la humanidad

En nuestro manicomio nacional —no me refiero, queridos lectores, al Capitolio,72 donde moran,

discurren —muy raras veces— y hacen locuras —con demasiada frecuencia— los beneméritos

padres y padrastros de la patria— se halla recluida desde hace meses la más famosa de las

curanderas criollas de estos tiempos: Antoñica Izquierdo o Ñica la milagrera, la que,

adaptándose a la época, tan pródiga en curanderos políticos, salvadores, a la fuerza, de sus

pueblos, no se conformaba con curar los males físicos de los que a ella acudían, sino que

también quiso meterse en camisa de once varas, pronunciándose, como cualquier politiquillo o

apolitiquillo, contra la tan cacareada, y cada vez más lejana, Asamblea Constituyente, panacea

mágica que remediará todos nuestros males políticos, económicos, etc., etc., etc. Amén.

La milagrera Antoñica curaba con agua: agua de los ríos, y por eso encontró su Waterloo en

La Habana donde, como bien saben y padecen sus moradores, el agua sólo existe… en las nubes

y en estado de vaporización, pues ya ni siquiera llueve de vez en cuando. ¡Felices tiempos

aquellos de la colonia en que la Divina Providencia, apiadada de los muy devotos habaneros,

tenía siempre repletos de agua lluvia los aljibes, tinajas, tinajones y bateas!

Pero no voy a referirme especialmente en estas Habladurías* a la bienaventurada Antoñica,

pues ustedes conocen tan bien como yo su santa vida y sus prodigiosos milagros.

Quiero, sí, hablarles de otros curanderos, de uno y otro sexo, que florecieron en épocas

pasadas, y cuyos nombres y hazañas han llegado hasta nuestros días.

Hablaré en primer lugar del famosísimo Cham Bom-biá, el Médico Chino, cuyas curaciones

fueron tan extraordinarias que de él ha quedado en nuestro folklore la frase ponderativa de la

suprema gravedad de un enfermo: «No le salva ni el Médico Chino».

Uno de los biógrafos de este milagrero, Herminio Portell-Vilá,73 refiere que Cham Bom-biá

llegó a La Habana en 1858, estableciendo aquí su consulta, que era visitada por personas de

todas las clases sociales. Vivió después en Matanzas, con consultorio en la calle de Mercaderes

esquina a San Diego, próxima a la residencia de la familia Escoto; y por último se trasladó a

Cárdenas, pasando en ella sus últimos años, hasta su misteriosa muerte.

Portell-Vilá lo pinta «Hombre de elevada estatura, de ojillos vivos y penetrantes algo

oblicuos; con luengos bigotes a la usanza tártara, larga perilla rala pendiente del mentón y

solemnes y amplios ademanes subrayando su lenguaje figurado y ampuloso; vestía como los

occidentales, y en aquella época que no se concebía en Cuba al médico sin chistera y chaqué, él

también llevaba con cómica seriedad una holgada levita de dril».

* Sección para la que escribió Roig bajo el seudónimo El Curioso Parlanchín, consagrada en gran medida al estudio y crítica de

nuestras costumbres públicas y privadas.

En Cárdenas apareció por el año de 1872, instalándose en una casa de la Sexta Avenida, casi

esquina a la calle 12, junto al actual cuartel de bomberos, en la que tenía su botiquín.

Cham Bom-biá, si prescindimos del aparatoso ceremonial que usaba en su consultorio y en

las visitas a los enfermos, puede ser considerado, más que como vulgar curandero, como un

notable hombre de ciencias de amplia cultura oriental, que mezclaba sus profundos

conocimientos en la flora cubana y china, como sabio herbolario que era, con los adelantos

médicos occidentales.

En Cárdenas realizó curas maravillosas de enfermos desahuciados por médicos de fama de

aquella ciudad y de La Habana, devolviéndoles a muchos de sus clientes la salud, la vista, el uso

de sus miembros.

En el ejercicio de su carrera científico-curanderil, actuaba con absoluto desprendimiento,

cobrando honorarios a los ricos, y conformándose con decirles a los pobres: «Si tiene linelo

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paga pa mí. Si no tiene, no paga; yo siemple da la medicina pa gente poble». Las medicinas las

proporcionaba unas veces de su botiquín particular, y otras mediante recetas que eran

despachadas en la farmacia china de la Tercera Avenida número 211.

Cham Bom-biá llegó a conquistar gran popularidad en Cárdenas y en toda la Isla,

convirtiéndose, según afirma Portell-Vilá, en el sumo pontífice de la medicina, lo mismo ayer

que hoy, como bien lo expresa la frase popular que sobre él perdura, ya citada más arriba, y de

la que existe esta otra variante: «A ése no lo cura ni el Médico Chino».

Una mañana encontraron sin vida a Cham Bom-biá, tendido en el camastro de la casa que

siempre habitó solo en la Perla del Norte. Nunca pudo esclarecerse la causa de su muerte,

atribuyéndola, unos, a un suicidio, y otros a algún veneno administrado por cualquiera de sus

colegas, envidioso de su fama.

De él quedan, además de su reputación elevada a la estratosfera, estos versos que los

mataperros callejeros aplican a todos los orientales:

Chino manila,

Cham Bom-biá:

Cinco tomates

Por un reá.

Casi en la misma época que el Médico Chino hacía milagrosas curaciones en Cárdenas,

sobresalió por Las Villas, en el caserío de Jiquiabo, término municipal de Santo Domingo, una

curandera, que desde niña era conocida por sus milagrerías: Rosario Piedrahita, llamada la

Virgen de Jiquiabo o la Vieja de Jiquiabo o Nuestra Señora la Virgen de Jiquiabo.

Esta curandera no usaba agua como Antoñica ni yerbas como el Médico Chino, sino pañitos

pertenecientes a las ropas interiores del enfermo o de la persona que deseaba prosperar en sus

negocios o conservar su salud. Ya en poder de esos pañitos, la Virgen de Jiquiabo se encerraba

en su cuarto para hacer sus conjuros o burlarse a solas de sus crédulos pacientes, y una vez

benditos los pedazos de tela los entregaba a éstos. Los pañitos, aplicados a la parte enferma,

guardados en los bolsillos o conservados tras las puertas, debían resultar eficacísimos para curar

una herida, un dolor, un grano, aumentar la familia y traer la paz a los matrimonios averiados.

Según parece, esta embaucadora ejercía especial influencia sobre los alcaldes, pues logró

catequizar a dos de éstos, uno de Villaclara, Juan Manuel Martínez, quien, según refiere

Antonio Berenguer74 en sus Tradiciones Villaclareñas, dicho mayor, muy querido y respetado

en el Municipio, ya entrado en años y cargado de achaques, acudió a los pañitos de la Virgen de

Jiquiabo. Pero cansado de no obtener éxito, quiso comprobar los poderes sobrenaturales o la

charlatanería de la Virgen, enviando al efecto a tres limosneros del pueblo: un chino casi ciego,

un negro viejo de nación y un gallego que se hacía más el enfermo de lo que en realidad estaba,

a que se consultaran con la milagrera. Regresaron los tres, y a preguntas del alcalde el chino

contestó: «Señó alcalde, ya yo ve poquito menos». El negro viejo: «Yo, mi señó, llevé

quebradura y un espolón en la pata y yo viene con quebradura botá y do espolón que no dejan

caminá». Y el gallego: «Yo llevé mis ahorros que quise aumentar, poniéndome un paño en los

bolsillos; al venir me extravié, unos ladrones me robaron y sólo me dejaron este pañito que no

me sirve ni para secarme las lágrimas». Ante este triplemente desastroso resultado, cuenta

Berenguer que el bueno del alcalde se encerró en su cuarto, se quitó los paños y los arrojó

violentamente, diciendo: «Esa vieja es una embaucadora, hoy mismo la mando a prender».

El otro alcalde engatusado por la Virgen de Jiquiabo fue, según cuenta Herminio Portell-

Vilá, el mayor de Cárdenas en 1882, don José Belaunzarán y Galarraga, quien trajo a la

milagrera a su casa para que lo atendiese a él en sus males y también a la señora alcaldesa, no

menos estropeada en su salud que su amante compañero, el señor alcalde.

Y la residencia del alcalde se convirtió en la Meca de todos los enfermos de la población;

pero si la Vieja de Jiquiabo ejercía sus curanderismos sin interés alguno, el señor alcalde y la

señora alcaldesa se convirtieron en managers económicos de la milagrera, cobrando tres pesos

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por cada pañito bendecido en el consultorio y cinco pesos si había que ir al domicilio del

cliente, con honorarios mucho más altos para los ricos de la localidad. El negocio produjo tanto

que algunos cardenenses lo hacen ascender a más de $20.000. Pero el cívico periodista Pedro

Sust y el notable poeta Federico Torres Rangel desenmascararon a la Vieja, al alcalde y a la

alcaldesa, realizando contra ellos lo que hoy se llamaría un acto de calle, con todos los

enfermos, cojos y desgraciados a los que la Virgen de Jiquiabo les había tomado el pelo, y el

alcalde y la alcaldesa sus dineros; y la Virgen, dando tusa se corrió hacia el Jiquiabo, y el mayor

y la mayora tuvieron que dar 10.000 pesos de lo recaudado para la construcción de una sala de

inválidos en el hospital de Santa Isabel.

Desde entonces los cardenenses miran con prevención a todo el que viene ofreciéndoles

milagros, curaciones, bienandanzas, por temor de que los tales prodigios sean «como los pañitos

de la Virgen de Jiquiabo».

Fernando Ortiz, en su vieja costumbre de desnucar santones, milagreros y hombres

providenciales, demostró en documentado artículo que la tal Virgen de Jiquiabo ni siquiera

tenía el mérito de la originalidad, pues sus pañitos habían sido usados algunos siglos antes por

un ermitaño español, guardián de la Virgen de Godes, que se venera en el pueblo navarro de su

nombre, para reaparecer, «siglos y mares de por medio, en las análogas maravillas de la carnal y

criolla Virgen de Jiquiabo».

El último curandero criollo que voy a citar figuró en tiempos republicanos, el año 1905, y era

conocido por «El Hombre Dios, llamado en realidad Juan Manso, y habitaba en la loma de San

Juan. Era de rústico aspecto, vestido con burda filipina oscura y provisto de hirsutos bigote y

patilla. Curaba mediante pases sobre la cabeza de los pacientes».

El gran periodista Manuel Márquez Sterling le dedicó un artículo en la revista El Fígaro, de

aquel año, refiriendo los detalles de la visita que le hizo, «una tarde bajo los rayos de un sol que

tostaba las entrañas de la tierra».

Este Hombre Dios, que logró, como el Médico Chino y la Virgen de Jiquiabo, atraer a las

muchedumbres ávidas de hazañas sobrenaturales, ha quedado olvidado, como lo será también, o

lo es ya, Antoñica Izquierdo, y como han de desaparecer, igualmente, del recuerdo de sus

pueblos, en lo que a sus providencialidades se refiere, todos aquellos santones y autores de

prodigios que, ayer como hoy, han tratado de vivir de sabrosos, satisfacer su afán de lucro, sus

perversos instintos o su vanidad, con la engañifa de salvadores de su pueblo, del mismo pueblo

que explotan y atropellan, a su gusto, capricho y conveniencia.

Telefonomanías

Es un estudio curioso el observar como aplica y usa determinado grupo social (en nuestro caso

los habaneros) algún invento de tanta importancia y trascendencia en la vida moderna como el

teléfono.

El teléfono, en teoría, es el medio de comunicación, rápida y eficaz, a distancia, con otras

personas. Debe abreviar y acortar tiempo y lugares y contribuir al mejor desenvolvimiento de

los negocios y las relaciones sociales y ahorrar criados y mensajeros.

Pero, de la teoría a la práctica; de la intención y fin que se propusieron los inventores y

constructores, a lo que en la realidad sucede va una gran diferencia.

Lo primero que hace falta es que el teléfono responda cada vez que se le necesite y que

cuando se descompone sea arreglado inmediatamente; y ambas cosas no suceden ni con mucho.

Y resulta que cuando más urgente es la llamada que Ud. quiere hacer menos funciona el dichoso

aparatico, y que a lo mejor se cansa uno de avisar a la compañía para que le arreglen su

teléfono, y se pasan los días y hasta las semanas sin que esto ocurra; pero, eso sí, a fin de mes le

pasarán la cuenta como si Ud. hubiese usado durante los treinta días su aparato.

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Además, en Cuba, generalmente, cada abonado y hasta sus amigos y conocidos, se creen que

el teléfono es patrimonio de ellos exclusivamente.

Las muchachas y también las niñas, cuando no tienen nada que hacer —y esto sucede muy a

menudo— llaman a sus amigos o sus compañeras de juego o colegio, «para conversar un

ratico», ratico que dura dos o tres horas.

Es clásico ya que los jóvenes novios, además de ir él por las noches, tener entrada en la casa

y llevar relaciones «de sillones», se llamen por teléfono durante la mañana y el día, diez o doce

veces, desde la oficina, desde su casa o algún café o establecimiento. Y menos mal que estas

llamadas fueran rápidas y breves, pero lo corriente es que se prolonguen durante horas y horas.

Las solteronas que después de haberse encomendado inútilmente a San Antonio de Padua,

perdida la esperanza de encontrar quien cargue con ellas y las lleve a la sacristía... o a cualquier

otro sitio, echan mano del teléfono como única áncora de salvación que les queda. Y valiéndose

del ministerio que les dan los automáticos, se ponen a enamorar a sus amigos o conocidos, y,

como siempre hay bobos y desocupados para todo, muchos hombres, creyéndose que se trata de

una «hembra pasada», aguantan y siguen la lata, para ver lo que pescan; hasta que, al fin,

descubren que, efectivamente, la mujer que los llama está pasada, pero es... de moda.

Hay otras que se dedican a dar bromas, ya a particulares o a los establecimientos, pidiendo

encargos o mercancías o metiéndose con las familias de sus infelices víctimas, insultándolos o

diciéndoles pesadeces; otros a llamar a una casa durante horas y horas sin contestar quién es.

Y ¡cómo se revela y descubre en esos casos el verdadero fondo moral y educación de una

persona! Seguros del anónimo, hombres que en sociedad aparecen correctos y finos, se

transforman en groseros, violentos, ordinarios; y muchachas y señoras, que creíamos modelos

de delicadeza e inocencia, se convierten en mal habladas y conocedoras de todo el repertorio de

palabras gruesas y de doble sentido que posea el más experto carretero o habitante.

Existen también muchos que se consagran al deporte de «coger cruces», deporte que no se

practica, ni mucho menos, en los campos de batalla ni en torneos, pues no son las cruces sino

los cruces los que cogen, o sean telefónicos.

———————

Ring... ring... ring ... ring...

—¿Qué número es?

—¿Qué número busca usted?

—No; dígame Ud. el número de su teléfono.

—Usted que llamó es el que debe decirme el número que quiere.

—Está Ud. equivocado; es a Ud. al que le corresponde.

—De ninguna manera, es a usted.

—Si yo le digo el número con el que deseo hablar puede usted decirme que es ése, no

siendo así.

—Y si yo le digo el número con el que desea hablar puede usted decirme que es ése, no

siendo así.

—Y si yo le digo el número de mi casa, también usted puede engañarme afirmando que

es el número con el que desea hablar.

—Mire que tengo prisa y no estoy para perder tiempo.

—Bueno, pues diga el número.

—No; dígalo usted.

—No; usted.

—Usted.

—Usted.

(Y así hasta el infinito).

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Y como ésta ocurren a diario mil escenas, mientras tú o yo lector, queremos llamar a una de

esas casas, y ¡claro! no nos contestan o está ocupada.

Pero las personas que más dificultan y hacen casi imposible el uso normal, adecuado, rápido

y eficaz del teléfono, aparte de los abandonos y deficiencias de la compañía, son las amigas,

grandes y pequeñas, viejas y jóvenes, y los novios.

Éstos son la pesadilla y la rémora de todo el atraso que se nota aún en nuestra vida social. Y

es curioso observar que nosotros, los cubanos, hemos adelantado en casi todos los ramos de la

actividad humana, pero los únicos que no solamente han permanecido estacionados, sino que

han sido el obstáculo ante el cual se han estrellado todos los inventos e innovaciones

introducidos en nuestra patria, del cese de la soberanía española a la fecha, los únicos

reaccionarios, retrógrados y verdaderamente oscurantistas —como que buscan la oscuridad—

son los novios.

En lo que se refiere al teléfono, son los que más dificultan su rápido funcionamiento, pues se

pasan las horas y las horas de palique interminable diciéndose toda esa serie de boberías

amorosas que si dichas cara a cara y, acompañadas del gesto y la acción, resultan interesantes y

agradables... (¡cómo no!), dichas por teléfono resultan insoportables.

Puede afirmarse, como artículo de fe, que en la casa donde hay novios es inútil llamar por

teléfono, pues el 95 por ciento de las veces se encuentra éste ocupado.

Córranse y no estorben.

El diretivo

Es evidente que Platón —tío de Mr. Platt— jamás soñó para su utópica República —sin

carboneras, botellas ni colecturías— con un tipo que, como el Diretivo, encarnase de tal manera

el principio de autoridad, de orden, de respeto a la ley y a los reglamentos.

Pero nuestro personaje nació con un retraso de varios siglos y, lejos de ser una de las más

firmes columnas de aquel ensayo de «gobierno propio» que quiso realizar el romántico político

griego, vino a caer, para desgracia suya, en la tierra clásica del choteo, y se convirtió en un tipo

de ídem. ¡Oh sueños de gloria e inmortalidad!

Hechas ya estas breves consideraciones históricas, expongamos ahora los antecedentes de

familia y demás circunstancias que concurren en la formación y desenvolvimiento de este

curioso tipo.

Para que se dé un Diretivo, es necesario que el individuo haya nacido en la Península,

entendiéndose por tal para estos efectos, principalmente las provincias de Galicia y Asturias.

Pero no basta esto; es indispensable que ese peninsular salga de su tierra y venga a Cuba, en

donde es conocido más comúnmente con el calificativo de gallego. Pero no es suficiente

tampoco esto. Ese gallego, aún conservando su característica e idiosincrasia, debe aplatanarse,

lo cual no se adquiere sino después de varios años de permanencia en la Isla, un adecuado

tratamiento hidroterápico, alguna relacioncilla más o menos oscura y suficiente claridad en la

pronunciación, de manera que haya perdido de tal modo su acentu que mesmamente parezca

nacido en el propio barrio de Jesús María, y, cuando se dirija a una dama, pueda hablar con esta

perfección el idioma criollo:

—«¡Cá, hombre, cá, niña: qui voy a ser de la Pinínsula! ¡Quite de allá! No ha comprendido

ustez en el acentu que soy cobiche ...75 !».

Cuando ya reúna todos estos requisitos, puede, entonces, nuestro hombre ser Diretivo,

obteniendo previamente la mayoría de sufragios en una de las juntas que celebre la Sección de

Recreo y Adorno de alguno de los distintos Centros Regionales establecidos en nuestra capital.

Sólo le falta ahora estar en funciones o en activo servicio, que es cuando verdaderamente se

le considera Diretivo.

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Estas secciones a que nos acabamos de referir tienen, entre sus fines principales,

determinados, en el reglamento del Centro, la organización de grandes fiestas bailables, que

pueden ser de dos clases, de socios y de pensión. A los Diretivos toca, no sólo dichos trabajos

preparativos y de organización, sino también los más delicados y graves de vigilar la entrada el

día del baile y cuidar del orden en los salones, no permitiendo, bajo ningún concepto, que se

infrinjan por los bailadores los artículos del susodicho Reglamento. Y es ésta, como hemos

expuesto, la verdadera, más noble, alta, elevada y casi divina misión que desempeña en la tierra

nuestro protagonista.

Presentémoslo en el verdadero escenario de sus hazañas.

La Junta de Recreo, ha acordado, después de una de esas acaloradas sesiones, típicas de

estas sociedades, dar un baile de socios, nombrando, entre otros Diretivos, a Don Panchu

Salgueiro y Cobielles, que cuando rapaz vino de su pueblo, perteneciente al Consejo de

Carballeira, consignado a la bodega de un tío en La Habana, donde desempeñó los oficios de

fregador de platos y mozo de recados. Fue subiendo, poco a poco en categoría y hoy tiene a su

cargo el departamento de corsets, ligas y ahuecadores de una tienda de ropas de la Calzada del

Monte, donde es ya el dependiente más solicitado por las niñas que allí acuden diariamente a

comprar y... pasar el rato.

La noche del baile, desde muy temprano, se enfundó Don Panchu en su ezmoquin de talle

largo y anchas solapas, adquirido, hace años, muy barato, en una casa de empeño. En el chaleco

ostenta la gruesa cadena de dos ramales y dije colgante en el centro y en el ojal del ezmoquin, el

botón distintivo de la institución. Corbata negra muy pequeña, camisa de reluciente y más que

endurecida pechera, pantalones de campana y zapatos de charol de grueso calibre que apenas

disimulan los rebeldes juanetes.

Al abrirse las puertas del Centro, ya está nuestro Salgueiro en su sitio de honor. El

reglamento le manda que no deje entrar más que a los socios, lo cual debe acreditarse con el

recibo correspondiente al último mes.

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Con los peninsulares, no hay novedad. Pero con los creollos son las luchas y los

contratiempos.

—¿Por qué habrá cobiches en Cuba? —exclama en estos casos Don Panchu.

Ahí llegan cuatro.

—Señores: orden ante todu. No si pricipiten. Enseñen los ricibus. Aver ustez, ¿comun se

nombra?

—Mateo Álvarez y López

—¿Edaz?

—Cuarenta años.

—¡Quite de hay! Ustez nu representa sinu veinticincu años.

—Es porque soy sietemesino y ahora no me dejo la barba.

—Buenu. ¿De dónde es ustez?

—¿Yo? ¡Cub... ! Digo peninsular.

—¿Pruvincia?

—Galicia.

—¿Conseju?

—¡A mi nadie me aconseja!

—Le diju que aquí Conseju pertenece ustez.

—Ah! Al consejo de... de... de Lugo.

—iSantiaju me valja! Luju es una pruvincia. ¡Hace vistu que cobiche más descaradu! Ustez

no entra. ¡Larju dihay!

———————

Y como ésta se repiten centenares de escenas, en las que el Diretivo tiene que luchar a brazo

partido con los cobiches que pretenden colarse, utilizando los recibos del portero o criado de su

casa o del bodeguero amigo que, complaciente, les facilita el modo de entrar de guagua en el

baile.

Pero, aprovechemos que nuestro Diretivo ha abandonado, por unos instantes, su puesto de

vigilancia, para colarnos, sin que nos vean, y subir al salón principal.

Personas y gentes de las más diversas clases y condición social, discurren por doquier, ya

entregados a los encantos y atractivos del baile, ya conversando en los rincones.

Primos y primas de todas las especies y variedades: ellos, del ramo de motoristas y

conductores, dependientes, criados; ellas, criadas, manejadoras, cocineras y hasta amas de cría.

Muchachas cubanas de la clase media y baja, ya solas ya en compañía de sus respetables

mamás, unas bailando o conversando con los dependientes amigos, otras con jóvenes criollos

más o menos sportsmen. No sería raro encontrar alguna que otra niña que no pierde días de

moda y sale en las crónicas sociales, entre las del smart.

Alguna pareja non sancta llama también la atención y produce el asombro de ciertas mamás

y la curiosidad de muchas niñas.

Perdido entre toda esa abigarrada y heterogénea muchedumbre está nuestro Diretivo Don

Panchu, cuidando del orden y la fiel observancia de todos los artículos del Reglamento.

Ya el baile está en la segunda parte del programa.

La orquesta de Pablito, después del Paso Doble Alfonso XIII y alguna que otra Jota y

Muiñeira, ruidosamente aplaudidas por los peninsulares, ha hecho las delicias de los

concurrentes criollos y de muchos aplatanados con sus inimitables danzones de moda: El

Príncipe del Camaval, El Mareo de Tomasa, Galletica María, Anís del Diablo y otros.

Después de un descanso, rompe la orquesta a tocar el danzón del Motorista. Da gusto ver las

parejas profesionales que bailan en un ladrillito, o las que florean, o las que, completamente

agarraos, parecen en éxtasis más o menos divino.

De repente nuestro Diretivo, toma por el brazo a uno de los bailadores y encarándose con él,

le dice:

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—¡Oija, cobiche! ¿Ustez nun ve que esta infrinjiendu el rejlamentu, cun esa manera de bailar

tan sicalíptica e muy impropia de prisonas dicentes? Hájame el favor di disagarrarse u llamo a la

policía!

Sobrevienen las naturales protestas; los ánimos, ya acalorados, hierven; y, Dios sabe, en qué

hubiera parado la cuestión, sin la oportuna llegada de un vigilante.

Mientras tanto, la orquesta, seguía tocando: «Pára, motorista, pára», coreada por un grupo de

entusiastas, que dirigiéndose al pobre Don Panchu, le cantaban: «¡Que me vengo cayendo, pon;

que me vengo cayendo, pon... !»

Y nuestro buen Salgueiro, molesto con esa falta manifiesta de respeto, los amenazaba con

retirarlos del salón, diciéndoles:

—Acuérdense que soy un Diretivo, y no me infrinjan el Rejlamentu. Hase vistu que creollos

tan salaos. ¡Váljame Santiaju! Pur qué, habrá en Cuba tantus cobiches!

Pero el clarinete, como burlándose de sus amenazas, repetía, ayudado por los timbales:

«¡Que me vengo cayendo, pon; que me vengo cayendo!».

Lo que se oye desde una silla del malecón

—No seas chiquillo; estate quieto; ¿te figuras que mamá se duerme también cuando está

caminando?

———————

—¡Prensa!76

———————

—Pero, ¿Ud. piensa que puedo creerlo? Si eso mismo le dijo Ud. anoche a María Luisa. Esta

mañana me lo contó ella.

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———————

—¡Cómo está la juventud! En mi tiempo...

———————

—No lo dude Ud.; la reorganización del Partido Conservador es tan necesaria que...

———————

—... y el pobre murió como un santo.

—¡Dios le haya perdonado!

———————

—¿Has visto a Ana María con su nuevo novio? Parece que al fin con éste se casará.

—Si es alemán, como dicen, y recién llegado a La Habana, lo creo; pero que se apresure Ana

María porque...

———————

—¡Noche!77

———————

—¿Ud. cree que ya no tendremos más chivos?

—Pues, le diré a Ud...

———————

—¡Adiós, lindísima!

———————

—Niñas, sentémonos un rato: ya no puedo más.

———————

—¡Vayan las ricas pastillas de café y leche!...

———————

—... su enfermedad es muy dolorosa. Yo creo que me dejará algo en su testamento. ¡Dios le

lleve pronto a descansar!

———————

—Hasta que Ud. no me escriba tres cartas, no le puedo decir que sí.

———————

—Es un negocio muy bonito; con tres mil pesos que Ud. aporte...

———————.

—¡Bombones y caramelos!

———————

—¿ …con sable japonés? Yo prefiero el asalto con sable cubiche. ¿Quieres conocerlo?: Oye

chico, préstame tres pesos.

———————

—Si no me compras bombones le cuento a mamá lo que te estaba haciendo Gustavo.

———————

—¿Me da Ud. un kilito?

———————

—El precio del azúcar este año...

———————

—Yo iría a su casa, señorita, pero me da mucha pena.

———————

—Ya verás mañana en el comité la moción que voy a presentar.

———————

—¡Qué calor hace esta noche!

—No me diga Ud. nada: ¡horroroso!

———————

—El factor psíquico es de suma importancia en la cuestión debatida, porque como Uds.

saben, señores...

———————

—Esta noche tocan el couplet de Las Garzonas.

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—Yo por eso he venido.

———————

—¿Un ramito de mariposas? 0, ¿prefiere Ud. violetas?

———————

—Si te pidiera otra cosa; pero, ¡un beso!...

———————

—El Partido Liberal necesita ante todo...

———————

—Figúrate, con cinco hijos, pues mi mujer acaba de tener jimaguas, y dejarme ahora en la

calle el gobierno... Esto se lo lleva la trampa.

———————

—A mí me gustan más las novelas de Carlota Braemé.

—Pues, chica, yo solamente leo a Felipe Trigo y Zamacois.

———————

—No le debo más que cinco meses de alquiler, y el muy exigente quiere que me mude.

———————

—Esa tirada a home fue muy oportuna, porque impidió que hiciera una carrera el...

———————

—... encontramos después pyknóticamente, que lo irreal, la ilusión óptica, es el éter

negativo...

———————

—El hombre debe tener valor y resolución suficiente, siquiera sea para llevarse a su novia; y

a ti, Chicho, no te creo capaz de dar ese paso...

———————

—A la tienda en que yo trabajo nunca ha ido una chica tan salerosa como Ud.

———————

—Señora: ¿quiere Ud. sacarse el gordo?; mañana se juega.

———————.

—Este danzón es precioso.

—Yo prefiero La Virgen de Regla.*

———————

—Vámonos, niñas, que ya es tarde.

———————

—Adiós, mi vida; hasta mañana. * Danzón del músico cubano Pablo O´Farrill.

Un chiquito de sociedad

Fue realmente para Chicho Olalla, uno de los días más felices de su vida aquel en que vio por

primera vez su nombre en la Crónica de Sociedad de uno de los diarios de nuestra capital,

precedido de la clásica frase «el conocido joven».

Y esto, que él consideraba como una gran victoria, como un señalado galardón; esto que

significaba para él lo que para los señores de la edad media el espaldarazo que los armaba

caballeros; esta frase que unida a su nombre y apellido por un cronista social venía a ser como la

carta de naturaleza, la patente y contraseña de que era un chiquito de sociedad; o, mejor dicho,

el salvo conducto que le permitía asistir impunemente a fiestas y diversiones de nuestro gran

mundo, ¡cuántos esfuerzos, cuántos disgustos, cuántas humillaciones y hasta dolores físicos —

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producidos ya por llevar los zapatos muy apretados, o los cuellos muy altos, etc.,— no le había

costado!

Porque Chicho Olalla, si no miente su partida de bautismo que he tenido a la vista para

escribir esta silueta, no había nacido, ni mucho menos, en esa sociedad elegante y distinguida,

en esa high life, en la que ahora, muy a su gusto, aunque como uno de tantos advenedizos, se

encontraba. Su cuna no podía ser más humilde. Hijo de Don Pancho Olalla, comerciante, según

rezaba la citada partida bautismal —aunque el tal comercio quedaba reducido a un modesto

puesto de frutas y viandas— y de Doña Eufemia Cortiña, lavandera, había pasado Chicho su

niñez, confundido entre los mataperros del barrio, sin otras diversiones ni esparcimientos, que el

empinar papalotes, jugar a la pelota en la calle o en algún placer vecino, correr detrás de los

coches y guaguas y romper a pedradas los faroles de la cuadra.

Cuando entró en la pubertad, sus padres, de posición entonces algo más desahogada, y que

siempre habían preferido que su hijo, de no poder estudiar en un colegio de paga, permaneciese

sin enseñanza, antes de ir a esas escuelas públicas, donde, como ellos afirmaban, no aprendían

los niños más que a cantar el himno o hacer ejercicios gimnásticos o calisténicos; sus padres,

repito, consiguieron por mediación de una familia de influencia en las esferas religiosas, una

beca gratuita para Chicho en el Colegio de Belén el que, de la mañana a la noche, quedó

convertido en alumno de nuestro más aristocrático plantel de enseñanza.

Dos años nada más estuvo con los jesuitas. Al cabo de ellos fue expulsado del Colegio, no

tan sólo por su mala conducta, sino principalmente por su falta de aplicación y de inteligencia.

«Salomón, pasó de largo», decían sus compañeros siempre que hablaban de Chicho.

Pero si no para su ilustración y cultura le sirvió su estancia en Belén para que conociendo y

tratando allí íntimamente a multitud de jóvenes de posición social mucho más elevada que la

suya, se despertase en su mente el deseo, que había de ser después la obsesión de toda su vida,

de introducirse y vivir en esa sociedad que con tan risueñas perspectivas, con tantos atractivos y

encantos, se presentaba ante su vista.

Y esos anhelos de abandonar su condición humilde y pobre crecieron aún más cuando,

después de haber salido de Belén, lo colocó su padre primero en una casa de comercio y más

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tarde en un Banco de esta capital, y ya entonces, ganando un sueldo, bien reducido, en realidad,

pero que para él, que en otras épocas había llegado a pasar hambre, era casi fabuloso, empezó a

dar sus primeros pasos en la vida social.

En el Banco contrajo amistad íntima con un antiguo condiscípulo de Belén, Ernesto

Cortadas, joven de buena familia, que conocía y trataba a lo mejor de nuestra Habana elegante.

Empezó Chicho por ir al Malecón las tardes de retreta, con su amigo Ernesto. Sentados en

esas cómodas, artísticas y hasta pintorescas sillas de hierro que para provecho de sastres y

lavanderos ha colocado y sostiene allí el más flamante de nuestros Mayores, veían ambos

amigos el desfile interminable de coches y automóviles, cargados de mujeres encantadoras.

Chicho procuraba estar muy atento a los saludos que a diestro y siniestro hacía a cada paso

Ernesto a sus lindas amigas, para saludarlas él también, muy ceremoniosamente y poder ya

seguir haciéndolo después cuando se las volviese a encontrar estando solo. Y así, poco a poco,

fue conociendo de vista —aunque ellas ignorasen quién era él— a todas las bellas amigas de

Ernesto.

Se arriesgó más tarde a ir los domingos a la misa más concurrida o las noches de moda a

algún teatro; o a las veladas del Plaza.78

Pero hasta ahora no había pasado Chicho en sus relaciones con las muchachas de sociedad,

de los saludos y las sonrisas a larga distancia. Y él no podía conformarse con esto. Necesitaba

tratarlas, visitar sus casas, salir a paseo con ellas. Y acudió, como acudía siempre en todos los

casos graves a su bueno y complaciente amigo Ernesto, para el que empezó entonces una serie

inacabable de presentaciones. Cuando se encontraban con algunas muchachas amigas de

Ernesto, Chicho se le acercaba a éste y dándole un tirón en un brazo le decía: «Preséntamelas».

Y Ernesto, siempre bondadoso, se las presentaba.

Quiso luego visitar a las señoritas que ya conocía. Y Ernesto lo acompañó también a las

primeras visitas. Después fue él solo. Y como su conversación era bastante aburrida, le

ocurrieron lances realmente cómicos que sus nuevas amigas se encargaron de propagar. En una

casa, cansados ya de tanta lata, cada vez que iba, tocaban la pianola; en otra, siempre que

llegaba, salía la mamá diciéndole que las niñas se habían acostado ya porque se sentían algo

indispuestas; en aquélla, lo sentaban en algún sillón roto para que al ir a mecerse, cayese al

suelo. Pero él seguía impertérrito hacia adelante su carrera social, importándole poco los

desaires de sus amigas, y las bromas de sus amigos.

Y Chicho iba progresando cada vez más. La lista, que desde los primeros tiempos de su vida

social empezó a llevar de las amigas que iba adquiriendo, era ya bastante numerosa. No dejaba

pasar ninguna mañana sin leer detenidamente en las Crónicas Sociales las fiestas del día, a las

que procuraba siempre asistir. Y ya su nombre había salido varias veces en letras de molde. Los

cronistas contaban a menudo que «el conocido» o «el simpático» joven Chicho Olalla se

encontraba en tal o cual baile u otra fiesta, o paseaba del brazo por los salones a la espiritual

Cusita ZZ.

Jugó al tennis; aprendió a bailar el one sep, two-step, hesitation, y hasta el tango, aunque

donde estaba más en carácter era en el turkey-trot; fue a las Playas, paseó varias veces en

tranvía por la ciudad; asistió a algunas excursiones a la Cabaña,79 La Tropical80 y otros sitios

campestres; fue a fiestas oficiales y gratuitas y hasta a un baile en Palacio...81

Como complemento de su carrera, Chicho se había aprendido de memoria varias frases y

palabras francesas, que citaba frecuentemente aunque no vinieran al caso ni él supiera lo que

significaban, palabras que llevaba siempre apuntadas en su libreta para poder consultarlas en

caso necesario. Por otra parte su conversación no podía ser más insustancial y vacía. Con sus

amigos no hablaba de otra cosa que de: «Si había visto a Fulanita» o «como estaba vestida la

señorita X» o «si mañana era el santo de Z»; y con sus amigas no salía nunca de ese repertorio

que suelen usar los jóvenes tontos de: «qué linda estás hoy, qué calor hace» etc., etc.

El día se lo pasaba en su oficina. Por las tardes solía llamar por teléfono a sus amigas, antes

de salir a dar una vuelta por Obispo o Prado. Pero por las noches era cuando se encontraba más

en carácter.

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Vestido siempre con trajes de colores llamativos, el pantalón muy ceñido, la americana corta

y entallada; el sombrero echado hacia atrás y metido hasta las orejas; una cañita en su diestra;

tal podía contemplarse a Chicho, luciendo orgulloso en los cines su figura irresistible, sus

«andares» que según él hacían furor, y repartiendo satisfecho sonrisas y miradas entre sus

amigas y conocidas. Se consideraba entonces el más feliz de los mortales. Y en cada una de esas

veladas de moda —azules o rosas— añadía a los ya adquiridos, nuevas conquistas y nuevos

triunfos. Y rara era la noche que al retirarse a su casa, no se figuraba llevar ensartados en las

anchas cintas negras de sus gafas, media docena de corazones femeninos, trofeo, el más glorioso

que pudiera apetecer un Don Juan Moderno.

———————

Cupido, ese loco chiquillo que a veces, cuando más desprevenidos nos encontramos, nos

lanza sus dardos envenenados, hirió a su vez el tierno corazón de Chicho Olalla, que se enamoró

rendidamente de Cusita Martínez, antigua novia y amiga íntima de Ernesto Cortadas. Temerosa

aquélla, que pasaba ya de los 26 abriles, de quedarse para vestir santos, aceptó los galanteos de

Chicho, y, después de unos cortos amores, «sellaron ante el Dios de los altares las promesas que

tiempo ha se hicieran sus apasionados corazones».

———————

El primer impulso de Chicho al enterarse que Cusita le era infiel, le faltaba con su amigo

Ernesto, fue dirigirse inmediatamente a casa de éste, ya que no para pedirle, como otras tantas

veces, consejo y dirección, al menos, para oír de sus labios la verdad de lo sucedido.

—Parece increíble, Ernesto —le dijo, medio lloroso, una vez en presencia suya—, que tú, mi

amigo del alma, tú que me presentaste en sociedad, tú, mi mejor compañero, mi mentor, me

hayas engañado de esa manera... ¿qué has hecho?

—Pues, muy sencillo —le contestó Ernesto. —¿No fue la obsesión de toda tu vida el ser un

joven de sociedad? Y ¿no estuve yo siempre dispuesto y contribuí a que vieras satisfechos tus

anhelos, tus deseos? Eras ya un joven de sociedad. No te faltaba más que la apoteosis. Y me creí

el llamado a proporcionártela. Y te la he proporcionado también... ¿De qué te quejas?...

Una coqueta

A los doce años menos veinte días tuvo María Luisa su primer novio: un pollito, un fiñe «de a

real y medio», como ella le llamaba, hermano de una amiga y compañera de colegio, el que,

después de haberle paseado la calle varias veces vendiéndole listas, le declaró su amor,

«inmenso e inmutable» en una carta copiada con bastante buena letra y no muchas faltas de

ortografía de El Secretario de los Amantes. Pero esas relaciones no duraron más que un mes. Y

un segundo galán sustituyó inmediatamente al primero. De entonces a la fecha ni ella misma

recuerda los novios que ha tenido.

Acostumbrada desde su niñez a jugar, no ya a las muñecas, como suelen hacer la generalidad

de las niñas sino «a los muñecos» o mejor dicho, con muñecos, ha pasado su juventud como

esas locas y alegres mariposas que van volando sin cesar de flor en flor.

Muy tarde se levanta María Luisa, y en su toilette mañanera emplea por lo menos dos o tres

horas; tiempo bien escaso si se tiene en cuenta los mil y un detalles que requiere el arreglo y

adorno de su belleza. Después del baño, largo y voluptuoso, tiene que refrescar el cutis con la

crema nevada, arreglarse las uñas, rizarse el cabello, bien con las tenazas o cogiéndose varios

papelillos y moñitos darse un poco de colorete... y por último, luego que se ha contemplado

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varias veces en el espejo, su más fiel consejero y amigo, satisfecha de sus encantos, se encuentra

entonces en disposición de almorzar.

Al medio día se dirige a las tiendas... a charlar un rato con los dependientes de engomados

bigotes, de los que logra, a cambio de sonrisas y miradas, llevarse algo más baratas las

chucherías que, después de revolver todo el establecimiento, se decide a comprar... al fiado. Por

las tardes va, si es día de retreta, al Malecón y por las noches, al Malecón también o a algún cine

o teatro, o de visitas.

Pero si hay baile en alguno de los Centros Regionales o reunión bailable en casa de alguna

amiga, entonces María Luisa lo deja por asistir a uno de ellos; que es el baile su única y grande

pasión, y el salón o la modesta sala donde éste se celebra, el mejor escenario para sus

conquistas. Y da gusto verla cómo se multiplica, sin darse punto de reposo, yendo de un lado

para otro, hablando con este joven, sonriéndole a aquél o dirigiéndole al de más allá una mirada

envenenadora. Y cuando la orquesta «de primera de Fulanito» o el piano... o el fonógrafo deja

oír sus notas iniciales, ¡con qué entusiasmo y deleite se entrega, en los brazos de uno de sus

tantos admiradores, a las dulces cadencias del vals o del fox-trot o a las voluptuosas y gemidoras

del danzón, nuestra danza nacional, a la que profesa María Luisa un culto ¡casi sagrado! Y ella,

que además de sentir y comprender, como buena criolla, esta música acariciadora y lánguida,

que parece llevar envuelta en sus notas todo el sabor de nuestra tierra, ella que es también,

repito, una pluma bailando, sabe llevar, como ninguna, el compás con el cuerpo y pies,

obedeciendo instantáneamente lo que con sus voces agudas y vibrantes le dice primero el

clarinete y le repiten después los violines y el contrabajo, y por último, los timbales, ya sonoros

y graves, ya alegres y estrepitosos...

¡Quién diría que esta niña, que pone toda el alma cuando baila un danzón, es una mujer

frívola e insensible, incapaz de amar a ningún hombre! Deseosa de verse obsequiada por todos,

para todos tiene palabras de halago, de seducción y de esperanza; juega con los hombres como

el gato con el ratoncillo. Donde quiera que va siempre la sigue una corte de adoradores, a los

que ella, con el atractivo irresistible de sus encantos y sus gracias, tiene siempre rendidos de

amor a sus pies; y cada uno se cree el elegido, pero en realidad no lo es ninguno.

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Coqueta, por naturaleza y por cálculo, atrae a los hombres y procura que se enamoren de

ella, por el placer de dejarlos después. Y no respeta nada ni a nadie. A sus amigas les arrebata,

únicamente por el gusto de quitárselos, sus novios o enamorados.

Su mayor desgracia sería pasar desapercibida, que no se ocupasen de ella.

Por eso procura constantemente en cualquier sitio en que esté, y está siempre en todas partes,

llamar la atención. Y para lograrlo, apela a sus trajes, copiados exageradamente del último

figurín, y a su manera de hablar y de reírse o pone en juego sus ojos vivarachos y provocadores

y, sobre todo, su sonrisa, esa eterna sonrisa insinuante y burlona, que tantas víctimas ha

ocasionado.

Si toda mujer posee en mayor o menor escala, la facultad de fingir sus sentimientos, María

Luisa es en esto una artista consumada. Y ¡cuántos han pretendido en vano interrogar el corazón

de esta niña esfinge! ¿Será que esta mujer insensible no tiene corazón? Yo me inclino a creer

que sí, pero que si del suyo hiciésemos, como hizo Addison con el de otra coqueta, una

disección, encontraríamos que en su cubierta exterior presenta millones de pequeñas heridas,

ninguna de las cuales penetra en el interior por ser su pericardium sumamente duro, frío y

resbaloso; y examinándolo, interiormente hallaríamos sin duda multitud de cavidades rellenas

de toda clase de bagatelas y principalmente de humo, e impresas en las paredes de dichas

cavidades, aunque muy borrosamente por encontrarse superpuestas unas sobre otras, las

imágenes invertidas de cerca de dos millones de hombres. A pesar de todo esto no creo que

podrá encontrarse una balanza suficientemente sensible para averiguar el peso de este corazón,

tan ligero es.

María Luisa, como todas las coquetas es una anormal. Ella posee idénticos defectos que las

demás mujeres pero llevados a su grado máximo, exagerados extraordinariamente. Así, es fría,

caprichosa, egoísta... ¿A qué debemos atribuir esto? Yo, después de estudiar detenidamente la

materia y consultarme con eminencias científicas y peritosas en cuestiones amorosas, aunque he

hallado opiniones muy varias y encontradas puedo afirmar, como lo más aceptable, que la

coquetería, cuando no se ha trasmitido por herencia, es el resultado de cierta enfermedad del

corazón, enfermedad que presenta como fenómenos particulares, además de los que ya indiqué,

señalados por Addison, una notable alteración de esta víscera en su punta, que hace variar por

completo todos y cada uno de sus movimientos y latidos.

Hay otros tratadistas que opinan, Schopenhauer y Renté de Vales entre ellos, que las

coquetas no pueden calificarse de anormales, sino que, por el contrario, constituyen la única

clase de mujeres completamente normales y que los defectos e irregularidades que nosotros

queremos encontrar en ella no son sino las cualidades propias de toda mujer, pero en las

coquetas resaltan y llaman más la atención porque ellas se muestran siempre al descubierto, sin

cálculos ni hipocresías, como lo hacen las demás. Pero esta opinión no he querido aceptarla y

sigo considerando a María Luisa como una enferma, como una anormal.

¡Desgraciada de ella si logra curarse de su coquetería! Que he visto a más de una chiquilla, ayer

frívola, despreocupada, burlona, pizpireta, después de haber pasado su juventud dominando

siempre a los hombres, engañándolos y jugando con ellos, enamorarse un día locamente de un

hombre que no la quiere ni le hace caso, y entonces terminar, la coqueta empedernida, su

reinado, muriéndose de amor por un imposible...

Automovílogo

—¡Negra suerte la mía!— clamaba, triste y afligido, a la vera de un camino, el automóvil

protagonista de esta verídica narración. ¡Suerte mísera, a lo que me has hecho llegar en mi

desventura: a ser un pobre automóvil, igual a la última de las arañitas, o tal vez más infeliz que

ella; más desgraciado todavía que el peor de los arrastrapanzas aliados!

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Aún recuerdo el día en que pisé, o, mejor dicho, rodé por vez primera tierra cubana. Hace ya

de esto muchos años. Me trajo de Francia, mi patria, un joven sportsman que acababa de

heredar de su padre cuantiosa fortuna. Durante varios meses lucimos ambos nuestro palmito

«Prado arriba, Prado abajo»; y casi me atrevería a apostar, que era en mí en quien se fijaban

muchos ojos de esos que oí calificar de «glaucos y aterciopelados» a un señor, poeta según he

sabido, que me tomó la otra tarde para una carrera de la Calzada del Monte a El Fígaro. Y casi

todas las conquistas que mi dueño se achacaba —¡líbreme Dios de inmodestias!— eran hechas

por mí. Y fui yo el que le di popularidad entre sus amigos y partido con las bellas. Por eso,

cuando, obligados por acreedores y usureros, tuvo que venderme, aquel Don Juan, terrible y

conquistador, pasó a ser un pobre buche, como se dice hoy día. ¡Ay del Tenorio si hubiera

tenido automóvil! ¿No conciben ustedes el auto del famoso Burlador, esperando a Doña Inés a

la puerta del convento? ¿Y no piensan que hubieran sido mucho más efectivos los famosos

versos del sofá dichos en un 40 H. P., a 200 kilómetros por hora?

De mi segundo dueño, un rico hacendado, banquero y capitalista que, al decir de sus

sirvientes, había hecho la fortuna como garrotero de alto copete, son pocos los recuerdos que

tengo.

Fue aquélla una época plácida, pero monótona y aburrida, e impropia de mi naturaleza y

modo de ser; que en este siglo de la velocidad somos los autos los verdaderos y genuinos

representantes de nuestro tiempo. Filosofías aparte, puedo confesar que gocé lo infinito cuando

me enteré que cambiaba de dueño.

Y, no quedaron defraudadas mis esperanzas, porque mi nuevo poseedor era una especie de

torbellino. Con decir que pasé a manos de un político está dicho todo. Caí en sus garras en

plena campaña electoral, así es que lo ayudé con gran éxito a su reelección de representante,

recorriendo diariamente la capital y los pueblos de la provincia para asistir ya a mítines ya a

juntas o manifestaciones. Por último, me dediqué a transportar forros a los colegios electorales

y, gracias a mí, alcanzó mayor cantidad de votos que sus correligionarios. Aprendí con él todas

y cada una de las artimañas de la política, y si hoy día no estuviera yo viejo y cansado, a político

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me metería, con la certeza de conseguir en seguida aunque no fueran más que unas cuantas

botellas... para ir tirando.

El político de marras me vendió en el doble de mi valor a un Secretario de Despacho en la

época migueliana,* no sé de qué cartera, aunque creo que el mismo papel hubiera hecho en

todas... un papel muy desairado. Iba yo entonces todos los días a Palacio y allí me codeaba con

lo más distinguido de mi clase, si no por el nacimiento, al menos por la posición que ocupaban.

Conocí secretos de Estado y aprendí lo fácil que es gobernar, teniendo la manga o la capota, que

diríamos en nuestro caló, un poco ancha. Para mí no existían entonces ni ordenanzas ni

reglamentos de tráfico; todo lo atropellábamos sin temor, pues los vigilantes se limitaban a

cuadrarse y saludarnos militar y servilmente. Que todo se puede en este mundo cuando uno

tiene influencia y ocupa puestos elevados. Si sigo con el Secretario, hubiera llegado a dar

credenciales y hasta sinecuras.

Pero cambié otra vez de dueño y otras mil.

* Se refiere a la época en que fue presidente de Cuba José Miguel Gómez (1909-1913).

Recuerdo que pertenecía después a otros muchos tipos y personajes. Un médico y marino

navo-terrestre; un magistrado con más fachada que ciencia y talento; un marqués tenorio, que

como dijo el poeta, pudo haber cambiado su escudo por este más adecuado: «campo de plata y

dos zorras trepantes a un alcornoque»; el director de un gran rotativo; una viuda rica que,

aunque vieja, fea y con un cuerpo de esbeltez adiposa, tenía muchos rendidos adoradores...

Y por último —y tal es, de no ser trágica su muerte, el obligado final de un automóvil—, tras

mil tumbos y hazañas no superados jamás por ningún otro caballero rodante, quedé

metamorfoseado en automóvil de alquiler también, pero de plaza, primero de una categoría algo

más elevada de los llamados de lujo o de la Acera y después, hoy, pesetero.

Y yo que he vivido en las altas clases sociales, puedo darme cuenta de mi actual tristísima

condición, tanto más dolorosa cuanto que mi suerte es rodar sin cesar, como aquel judío de la

leyenda, porque el automóvil jamás muere; su destino es cambiar y renovarse constantemente, y

si hoy pierde una pieza, ésta es sustituida mañana por otra, y así, hasta el final de los tiempos, a

no ser que venga el fuego liberador o alguna catástrofe inesperada que hagan ya imposible, el

seguir aprovechándolo. Y todo esto, sufriendo invariablemente la torpeza y crueldad de sus

dueños y chauffeurs que siempre nos echan en cara lo que tan sólo se debe a su falta de pericia o

de cuidado. Ya un ponche en plena carrera nos hace dar un salto que, por desgracia nuestra, no

es mortal; ya el carburador que se cierra o un cilindro que falla; ya falta de aceite o de agua; ya

otros mil contratiempos de los que sólo tiene la culpa el que nos maneja, pero de los cuales se

nos hace responsables únicos.

¡Cómo envidio a veces la suerte del caballo, cuidado y atendido cariñosamente por su dueño,

mientras a nosotros se nos abandona en un rincón del garaje o de la cuadra!... Pero, ya es hora

de que termine, pues por ahí viene mi verdugo.

¡Señor, Señor, de los malos dueños, de los chauffeurs ignorantes crueles, líbranos por siempre!

¡Danos siquiera una Sociedad Protectora de Automóviles!

Los maridos que no salen de noche

El matrimonio es un problema eterno. Por los siglos de los siglos, se seguirá discutiendo y

librándose, por hombres y mujeres, en pro y en contra, acaloradas polémicas que a veces,

cuando se sostienen en pleno domicilio conyugal, terminan ruidosamente descompletándose la

vajilla o rompiéndose alguna maceta o espejo.

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Un chistoso escritor cubano considera, en una de sus novelas, el matrimonio como una

combinación química en que el hombre desempeña el papel de cuerpo simple y la mujer el de

ácido. El nuevo producto se llama un casado.

El mismo autor, sin que le falte razón, y explicando la causa de las desgracias matrimoniales,

piensa que la mejor caricatura de lo infinito es ver a dos seres de carne y hueso

comprometiéndose, muy formales, a adorarse eternamente; y llega, por último, a afirmar que

para él la mejor prueba de que Jesucristo es Dios, es que no se casó; encontrando en esto

también, un formidable argumento contra la venerada institución, pues su mismo autor no quiso

someterse a probarla, poco seguro, tal vez, del éxito de su invento. A Colón, vg., tampoco se le

ocurrió descubrir el Nuevo Mundo, sino hasta después de haber enviudado.

Una de las principales preocupaciones de la mujer, al casarse, es que su marido, fuera de las

horas de trabajo, no salga a la calle sin ella; y en esto hacen consistir, novias y esposas, la

felicidad del matrimonio.

De día, es natural que no esté en el home-sweet home; tiene que ir a buscar la plaza, y no hay

nada tan insoportable como un esposo cazuelero, pegado constantemente a las faldas de su

mujer, metiéndose con los criados, recibiendo al lavandero o al chino de las verduras.

Pero de noche, ¿para qué tienen los hombres casados que salir por la noche de su casa? Si

quieren ir al cine, al teatro o de paseo, ahí está su mujercita para acompañarlos.

Basándose en este criterio, las esposas consideran a sus esposos malos o buenos maridos

según salgan o no solos, por las noches.

—Narciso es excelente, me quiere mucho: desde que nos casamos, y va para tres años,

todavía no ha salido ni una sola noche —exclaman las señoras cuando hablan con sus amigas,

contándose mutuas interioridades conyugales.

De recién casados, en plena luna de miel, los maridos son dóciles, cariñosos y

complacientes. No se separan de su adorada mujercita. Éstas los llevan a todas partes, incluso a

visitas, a presentarlos a sus amigas. Y es de ver la cara de infelices que ponen los buenos

esposos, ante la curiosa o inquisitiva mirada de las amigas de su mujer, o las latas y

aburrimientos que soportan resignados en esas intolerables visitas de cumplido a que los lleva la

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esposa, para exhibirlos, como un objeto adquirido recientemente, ante las familias, amistades

antiguas de sus padres.

Y, ¿no se han fijado ustedes nunca en la fisonomía de un marido, de reciente bendición,

cuando, yendo con su señora, en el teatro o en un tranvía, se les acerca un amigo de su esposa

—desconocido para él— a saludarlos y ella se lo presenta?

Son todas éstas las primeras pruebas que de novicio sufre un esposo; los primeros

inconvenientes o drawbacks, como los llaman los ingleses, del matrimonio.

Pero la novedad y el entusiasmo de los primeros días o semanas de esa cacareada luna de

miel que, a veces, sólo existe en las crónicas de los cronistas sociales, van disminuyendo.

Entonces el hombre empieza a echar de menos su círculo o club, las reuniones con sus amigos,

sus paseos, sus veladas nocturnas en el teatro o en el café y hasta las noches en que sentado con

varios compañeros en un modesto banco del Prado o Parque Central ha visto pasar las horas

discutiendo inocentemente de política o de mujeres: las dos, las tres... ¡qué noches ésas tan

sencillamente encantadoras!

Y, si a esto añadimos, que una tarde, un antiguo amigo y compañero de correrías, le dice al

infeliz marido —«Chico, la que te pierdes por estar casado. Si vieras a una chiquita que me

presentaron el otro día. ¡Colosal! Esta noche hay la gran parranda en su casa. Van Cecilio,

Silvio, Paquito y Rodolfito».

Entonces piensa, con el autor de las «ofélidas», que en el matrimonio «es innegable verdad

que él entra en esclavitud»...

Esta noche, llega a su casa serio, contrariado; la comida le parece mala, la casa insoportable;

y tiene la primera discusión y pelea con su esposa.

Desde entonces, no piensa ni le preocupa otra cosa que buscar la manera de poder salir por

las noches.

Si es médico, enseguida encuentra un pretexto: un enfermo grave al que tiene que ir a visitar.

Algún amigo complaciente se encargará de llamarlo por teléfono. De ahí en adelante,

menudearán los enfermos y, si es necesario, habrá verdadera epidemia. Conocemos un buen

señor, ginecólogo insigne, que todas las noches se ve obligado a asistir a alguna clienta. ¡Lo que

ha contribuido este Doctor al aumento de población!

A los abogados, no les es tan fácil, encontrar, dentro de su carrera, motivos para salir de

noche.

En cambio, los políticos... ¡Qué útil y provechosa es la política, en estos casos! El mitin, la

reunión, el comité, las visitas a los Jefes o personalidades del Partido... ¡oh, la patria! Hay que

salvar la patria!

Hay muchos esposos que, no sabiendo de qué echar mano, hasta matan a sus amigos, para

asistir al velorio... Pero este procedimiento es muy peligroso, pues, sabemos, que en más de un

caso, han resucitado los amigos y se ha descubierto la combinación.

Otros logran salir de noche con el consentimiento de sus esposas, pero solamente hasta las

11 de la noche. Al oír sonar esta hora, tienen que dejar la tertulia, el club o el café, y partir

precipitadamente hacia el domicilio conyugal. Y ¡ay de ellos si entran en su casa con unos

minutos de retraso! Su mujer los espera con el reloj en la mano en lo alto de la escalera o cerca

de la puerta, para pedirles, airada y furiosa, explicaciones por la tardanza.

—¿Dónde ha estado Ud., caballerito? ¿Son éstas horas de venir a su casa? —exclama

iracunda la esposa. ¡Bien me lo decía mamá: no te cases con ese hombre, porque es un perdido y

un correntón!

Algunas se dedican a oler a sus maridos o registrarle los bolsillos o los botones del saco y

chaleco, por si se les ha quedado enredado algún cabello de mujer.

Hay esposas que son en su venganza terribles, verdaderamente crueles.

Conocemos un caso curiosísimo. Es un matrimonio modesto de escasos recursos que vive en

una casa pequeña, en compañía de la mamá de él. Sólo hay dos cuartos, el de los esposos y el de

la mamá.

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Cuando el infeliz marido llega algo tarde, la mujer, en castigo, se encierra en su cuarto y no

lo deja entrar. Son inútiles los ruegos y las súplicas.

—Pantaleoncito, ya sabes —se limita ella a decirle—, esta noche no entras; ¿quién te mandó

a llegar tarde? Busca dónde dormir.

Y el infeliz Pantaleoncito, triste, afligido, no le queda más remedio que pasar la noche ¡en el

cuarto de su mamá!...

¿Por qué se preocupan tanto las mujeres, de que sus esposos salgan de noche?

Si supieran cuán inocentes son casi siempre estas salidas. Tertulias con los amigos, una

partida en el Club, un paseo en automóvil, una tanda en el teatro...

Una excelente dama, abuela ya, nos decía la otra tarde:

—No me explico por qué las señoras de hoy miran con tan malos ojos a sus esposos que

salen de noche. Antiguamente, vuestros bisabuelos, jamás salían después de la siete de la tarde.

Por ese lado eran excelentes maridos. Pero a la hora de morir, solían dejar en el testamento uno

o varios legados redactados en esta forma:

«A Fulanito, o Fulanita, joven o muchacha, de familia pobre, a quien yo protegía, tantos

pesos, para que pueda atender a sus estudios y educación».

—Eran obligaciones —me añadió la buena anciana— contraídas de día...

Señoras casadas que no dejáis salir a vuestros esposos por las noches, no seáis crueles.

Dadles asueto, aunque no sea más que tres veces a la semana.

En cambio desconfiad de las aventuras diurnas. ¡Son las más peligrosas!

En nuestro siglo las matinées imperan. Sobre todo ahora, que se está implantando la moda de las

tandas vermouth.

Los buenos partidos

Hace algunos años, celebró un importante diario de esta ciudad, una original encuesta entre las

damas habaneras, con el objeto de averiguar por qué se casaban las mujeres. Conservo

cuidadosamente todas las respuestas que se publicaron, porque ellas constituyen el más valioso

documento que puede ofrecerse sobre la psicología del matrimonio. Entre más de quinientas,

solamente tres o cuatro contestaron que las mujeres se casaban por amor. Todas las restantes,

que formaban una mayoría abrumadora, sostenían que las hijas de Eva iban al altar: por amor a

la institución misma, o por pasar de hijas de familia a señoras de su casa, o porque ese era su fin

y su destino, o por buscar quien las mantuviese cuando les faltasen sus padres, o por tener un

editor responsable, o por el embullo de los regalos y la casa nueva y el traje de bodas...

Como se ve, el amor quedó relegado a una excepción de la regla, a pesar de lo que digan,

hipócritamente, las mamás y las niñas casaderas. No andaba, pues, tan equivocado ese viejo

rascarrabias y filósofo cruel tan odiado por las mujeres, que se llama Schopenhauer.

Los hechos, además, nos lo confirman hasta la evidencia.

Hoy en día, apenas la niña cumple catorce años, se empiezan a hacer todos los preparativos

para presentarla en sociedad oficialmente, pues, extra-oficialmente, desde los doce, asiste a toda

clase de fiestas, da reuniones en su casa, tiene novios y ha sido por lo menos dama de honor de

alguno de los doscientos mil certámenes de belleza, simpatía, gracia, etc., etc., que se celebran

en nuestra capital todos los meses. (Hace medio siglo, las niñas no se dejaban ver, ni aún en las

fiestas de su casa, hasta después de haber cumplido los veinte años.)

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Desde esos catorce críticos, la mamá no piensa en otra cosa que en ir buscándole un buen

partido a su hija, pues los noviecitos que hasta ahora le ha consentido, haciendo la vista gorda,

eran tan sólo un entretenimiento propio de la edad. ¡Cosas de niños!

Ahora la situación varía. Hay que ir preocupándose seriamente en el porvenir.

«Aprovéchense ahora, hijas mías —le he oído exclamar a una respetable mamá— que su padre

de ustedes ocupa un buen puesto, para que se vayan casando todas, porque después viene la

mala y no hay quien se les arrime».

Y madre e hijas, convenientemente ataviadas según recursos, no perderán fiestas,

diversiones, ni días de modas. Las crónicas se engalanarán diariamente con sus nombres, más o

menos adjetivados. Es ése el período electoral de las niñas casaderas.

Hay que captarse los sufragios del pueblo.

Entre los amigos más asiduos, la mamá, con ese ojo clínico que solamente tienen ellas para

tales circunstancias, se fijará en los que mayores garantías de buenos partidos ofrezcan para

cada una de las hijas; y, entonces el problema se simplifica.

Levantada la pieza, todo es cuestión de buena puntería para cazarla.

Hay que atraer a la víctima con arte y habilidad, halagarlo, conquistarlo. Los cronistas darán

oportunamente el chismecito, preparado por la mamá, para ver el efecto que produce en el

joven. Vendrán después las indirectas sobre la necesidad de formalizar el compromiso, los

cuidados y cariños de la mamá con su futuro yerno, esas mil artimañas no recopiladas todavía

en obra alguna y que tal vez nosotros demos cualquier día a la publicidad, con el título de El

arte de cazar marido.

Al fin, viene la petición oficial y por último, la boda... «Y después de cumplida su misión,

dice la Biblia, satisfecho de su obra, descansó el Señor»...

Pero a nuestros lectores tal vez les interese saber a qué llaman las niñas casaderas y las

mamás un buen partido.

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En nuestra sociedad, un buen partido es el marido ideal, soñado por las muchachas y

ambicionado por las mamás. Ahora, que los hay de muchas clases, según el gusto de las

consumidoras.

Vamos a presentar varios de los más notables.

Éste, es el joven hijo de familia distinguida, de esas que se imponen en cualquier fiesta a que

asisten, tan sólo por su apellido. Es un buen muchacho por el hecho de ser uno de los Pérez de

Zenón. Bachiller o empleado de algún Banco o casa de comercio, o abogado o ingeniero con

$83.33 de sueldo, pasea siempre por los salones elegantes el aire de familia... su único tesoro.

Las muchachas y las mamás se lo disputan codiciosamente. ¿Sabéis lo que significa emparentar

con los Pérez de Zenón? ¿La concurrencia selecta y distinguidísima, lo mejor de La Habana,

que asistirá a la boda? ¿Las relaciones y amistades que adquirirán? Es un candidato ideal, un

gran partido. No tiene dinero, es verdad, pero nunca se morirá de hambre; siendo uno de los

Pérez de Zenón, se le han de abrir siempre todas las puertas.

Se prepara la boda, y viene la primera dificultad: el muchacho no puede poner casa, sus

entradas no se lo permiten. Pero todo se arregla. La mamá todo lo allana.

Los esposos irán a vivir en casa de la familia del novio o de la novia. Hoy es lo que está en

moda. Se contratan varios albañiles, que, por poco costo, amplían unos de los cuartos de la casa

o fabrican un cuarto alto, donde vivirán los esposos con todas las comodidades modernas, baño,

servicio sanitario independiente, etc. «Los novios, dirán las crónicas, después de pasada la luna

de miel, irán a ocupar un lujoso apartamento en casa de los padres de la novia».

Otro tipo de buen partido, es el joven que, de la mañana a la noche, se presenta en nuestra

sociedad procedente ya del interior de la Isla o del extranjero, dueño de espléndida máquina,

correctísimamente vestido por el último figurín, dejando ver su cartera repleta de billetes o su

bolsa llena de oro. En seguida se da señal de «barco de gran calado a la vista». Mamás y niñas

se preparan al ataque. Sin averiguar de dónde ha venido ni a dónde piensa ir, traban amistad con

el joven, lo convidan a su casa, le aceptan obsequios, palcos en el teatro, paseos en automóvil.

El joven se aprovecha, saca todo el partido que puede de las niñas y hasta de las mamás: da, si

es necesario, palabra de matrimonio...

La comedia termina, ya burlándose el joven, descarada y justamente de las muchachas, ya

resultando que es un aventurero, jugador y chantajista, que le lleva a sus futuros suegros unos

cuantos miles de pesos que les pidió para invertirlos en algún fabuloso negocio, ya atrapando a

alguna muchacha de dinero, que era lo que se proponía. Conozco el caso de un muchacho de

estos que durante sus relaciones hizo grandes regalos a su novia, hija de un capitalista, regalos

que con un módico interés le fió una casa de joyas, a cobrar cuando se casase. «Si usted no se

llega a casar, le dijo el dueño del establecimiento, como la muchacha le ha de devolver los

regalos, usted me entrega de nuevo las prendas y yo sólo le cobro el alquiler...»

¡Oh los buenos partidos!

El Dios estómago

Voy a contaros un raro y extravagante sueño, acompañado de horrible pesadilla, que tuve días

pasados. Fueron unas horas, no sé cuántas, horas que a mí me parecieron siglos, durante las

cuales, preso de alta fiebre, me creí transportado a extraños países. Esas horas de subinconscien-

cia en que el espíritu, desencarnándose en cierto modo de nuestro cuerpo, vive una vida llena de

sombras y de misterios, irreal, pero de la cual nos damos claramente cuenta; fenómeno algo

parecido al que experimentara un enajenado, que, en pleno acceso de locura, se diera cuenta de

su demencia, sin poder evitarla. Yo no sé cómo los médicos calificarán y juzgarán estos

extravíos de la humana razón. Ni aún me atrevería a afirmar que es cierto todo lo que estoy

contando aunque yo creo haberlo experimentado.

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La fiebre me abrasaba y el cerebro parecía querer saltárseme del cráneo. Poco a poco y sin

que perdiera del todo los sentidos, fui cayendo en un letargo profundo que me aislaba más y

más de la tierra, pero sin llegar a arrancarme nunca por completo de ella —pues me permitía

darme cuenta de mi inconciencia— elevándome a otras regiones desconocidas y raras...

De repente, creí encontrarme en una enorme sala de disección. Sobre largas mesas se

hallaban tendidos hombres y mujeres de todas clases y condiciones, inmóviles, pero con todas

las apariencias de los seres vivos. Me fijé detenidamente en muchos de ellos y —sobre este

punto no estoy muy cierto— me pareció conocer casi todos los rostros de estos extraños

cadáveres vivientes, prestos al sacrificio.

Manos invisibles, provistas de inmensos cuchillos, tijeras y bisturíes, empezaron a trabajar

afanosamente, con esa prisa laboriosa y atenta del que se ve obligado a realizar un penoso

trabajo en el más breve espacio de tiempo posible.

Con una rapidez inaudita, esas manos invisibles fueron abriendo todos aquellos cuerpos.

El primero que fue viviseccionado era... (Líbreme Dios de citar nombres)... un respetable

señor, prohombre ilustre y padre de la patria. Abierto el cráneo en casquete, se encontró —¡oh

horror!— completamente hueco, sin la menor cantidad de masa encefálica. Se procedió después

a abrir también la cavidad toráxica, y, separados cuidadosamente los pulmones, carecía,

asimismo, de corazón; las venas y arterias se unían entre sí, directamente. Después de mucho

trabajo se pudo poner al descubierto la cavidad abdominal. Pude entonces presenciar el más raro

espectáculo que he visto jamás. El estómago, de proporciones exageradas, invadía toda la

cavidad a manera de inmenso globo. Hubo necesidad de abrir, a lo largo, todo el cuerpo para

poder sacar esa víscera. Puesta sobre la mesa, no fueron suficientes los cuchillos, tijeras y

bisturíes. Fue necesario que —siempre manejada por esas manos invisibles— se trajera un

hacha, y, a recios golpes, se pusiera a descubierto el estómago. En la superficie libre de la

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mucosa, además de las vellosidades normales, había, mezclados y confundidos, los más

extraños objetos: grandes cantidades de billetes de banco y monedas de oro, plata y níquel,

bonos y títulos del Estado, credenciales en blanco de puestos imaginarios; cartas, proclamas y

plataformas —bellas promesas de buen gobierno y honrada administración— con numerosas

entrelíneas, enmendaduras y tachaduras, que por el color de la tinta se veía estaban hechas

recientemente; declaraciones de honradez y patriotismo, que envolvían fajos de billetes o

paquetes de monedas...

Fue viviseccionado otro de los cuerpos. Como al anterior, se le encontró que carecía de

cerebro y corazón. Sólo tenía inmenso estómago. Dentro de él se hallaron $25.000 en monedas

de oro, envueltas en varios papeles en los que se veían escritas con grandes letras las palabras

«renuncia», «sacrificio», «desinterés»... y un acta de Representante.

Le tocó el turno después a un famoso moralista. No tenía corazón y el cerebro apareció

dentro del estómago, revuelto con multitud de artículos en los que se censuraban vicios y

costumbres. En las glándulas gástricas se encontraron los recibos de las cantidades cobradas al

gobierno y diversas empresas por escribir esos trabajos de moral... estomacal.

Una bella joven, de tentadoras formas y rostro angelical, fue abierta en seguida.

Acordándome de Schopenhauer, me pareció natural que no tuviese cerebro. Era recién casada y

creí se le encontraría un hermoso corazón, pero quedé decepcionado por completo. Sólo tenía —

¡todos lo mismo!— estómago... Dentro de él, los azahares de una corona nupcial, prendas

riquísimas y... hasta una casa y un automóvil...

Miles y miles de hombres y mujeres fueron diseccionados en mi presencia. Políticos, de los

que siempre tienen en los labios las palabras patriotismo, honradez y consecuencia, y, de la

mañana a la noche, se venden al mejor postor; desinteresados defensores del pueblo y de la

democracia, que medran y viven a su costa; periodistas, que hoy defienden unas doctrinas y

unos hombres para atacarlas y combatirlos mañana, según corra el oro que mueve y guía su

honrada pluma; mujeres que venden —ante el altar— sus caricias, a cambio de un buen marido

que las sostenga con lujo y riqueza...; y todos ellos, en esa inmensa sala de disección que yo vi

en mi extravagante sueño, todos esos hombres y mujeres, sólo tenían estómago, enorme,

insaciable estómago.

Y era el estómago el que había guiado y dirigido sus vidas, ya en el campo de la política y de

los negocios, ya en el de las letras o el periodismo, ya en las relaciones privadas o sociales o de

la amistad.

Recordé entonces las admirables palabras de un ilustre escritor hispanoamericano. El

estómago, dice Federico Proaño, «es el órgano del progreso. Alienta el genio más que el amor y

la gloria. Elocuente en su manera de hablar, con una sola frase mueve al perezoso, impeliéndole

al trabajo y convence al más avaro de la necesidad de gastar, obligando a que los capitales

entren en circulación. El estómago, obra prodigios. Lo que el hombre no hace en virtud de sus

exigencias, ya no lo hará por ninguna cosa del mundo. ¡Quién como el estómago!»

Efectivamente, es el estómago el que guía y mueve a toda esa serie de políticos

profesionales, que, encarnizadamente, luchan por alcanzar el poder, para gozar a sus anchas de

las delicias del presupuesto, y una vez dueños de él, a él se agarran como el macao a su caracol.

El estómago les grita; necesitan tenerlo contento y satisfecho. Nada les importa el corazón y el

cerebro. Los tienen anestesiados. Si la patria se pierde, poco monta. ¡Sálvense los estómagos!

El estómago impulsa a comerciantes, industriales y bolsistas. Con tal que funcione bien y a

gusto este órgano sagrado, explotarán al pobre, venderán las tierras de su patria, provocarán una

revolución para hacer subir o bajar frutos y valores. ¡Sálvense los estómagos!

El estómago y no el corazón —¡qué antigualla!— aconseja a las mamás que quieran colocar

a sus hijas casaderas y a las muchachas que buscan y se venden, en ese inmenso mercado de la

sociedad, al primer hombre que se presente, con tal que se convierta en marido. ¡Sálvense los

estómagos!

El estómago es el punto de apoyo que necesitaba el sabio antiguo para levantar el mundo. Es

el dios de nuestro siglo; nuestro becerro de oro. Por él se lucha, se mata y se muere. Los

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nipones, abriéndose el vientre en los campos de batalla, son muy atrasados y muy tontos.

Nosotros, consagrando toda nuestra vida al culto y cuidado de nuestro estómago, sí somos

sabios y listos…

———————

Cuando ya, en aquélla inmensa sala de disección que vio mi loco desvarío no quedaba por

viviseccionar cuerpo alguno, e iba a retirarme, tropecé, escondida en un rincón, con una infeliz

muchachuela que, triste y afligida, lloraba a mares, románticamente, la ausencia de su novio que

la había olvidado hacía varios años para casarse con una mujer de dinero. Las manos, aquellas

implacables manos invisibles, la colocaron sobre una mesa para viviseccionarla como a los

demás; y, lleno del asombro, pude ver, ¡milagro estupendo!, que aquella pobre niña romántica

era ¡el único ser en el mundo que tenía corazón!...

Nuestros civilizados sportsmen

Claude Farrere, el famoso novelista francés, pintó en su admirable novela Los Civilizados, el

tipo del hombre de nuestra época, escéptico, egoísta, frívolo, amigo, como el viejo Ticiano o el

Divino Pietro Aretino, del placer y las mujeres hermosas; depravado a veces, pero siempre

ingenioso, inteligente y culto, que sintetiza toda la doctrina en esta fórmula del ingeniero Torral,

uno de los protagonistas de la obra: «el máximun de goce, en el minimun de esfuerzo», o en esta

otra máxima civilizada: «hay que parecer sabios de día y locos de noche».

Este tipo, que existe perfectamente caracterizado, en París, Londres, Madrid, Buenos Aires y

otras grandes capitales modernas, no forma, entre nosotros, una clase única y especial, con sus

rasgos propios e inconfundibles, sino que se encuentra representado por individuos perte-

necientes a los distintos grupos que componen esa abigarrada y heterogénea toda Habana a la

que nuestros cronistas sociales han dado en llamar «nuestro gran mundo» o «nuestro smart set»

dentro de la cual viven y se confunden, en salones y teatros, y tienen su adjetivo y su párrafo

aparte en las Crónicas de Sociedad, desde la dama de rancia nobleza cubana, honorable por su

cuna, por sus virtudes y por su educación, hasta la esposa del menestral de ayer y hoy

improvisado ricacho; desde la espiritual e ingenua muchacha, criada al calor de los más sanos

ejemplos y enseñanzas, hasta la dudosa consentidora, adaptación entre nosotros de la denmi

vierge francesa; y desde el banquero encopetado o el médico o abogado de renombre, hasta el

empleadito de tres al cuarto o el botellero sin pudor o el audaz aventurero.

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Pero si nuestros sportsmen no componen una clase única, tienen, sin embargo, ya

pertenezcan a éste o a aquel grupo social, fisonomía y detalles idénticos, cierta marca de fábrica

que nos permite reconocerlos a poco que los observemos.

Eso sí, si comparamos al civilizado criollo con el tipo-patrón inmortalizado por el autor de

Las temporeras, salta a la vista del más miope la diferencia enorme que del uno al otro existe,

de tal manera, que el nuestro parece una caricatura grotesca del que con su pluma prodigiosa

pintara Farrere.

Nuestros sportsmen son individuos, con más o menos dinero —generalmente menos— que

suelen vivir de algún puesto público o botella pública también; o acogidos al abrigo protector de

algún amigo rico; o de los conocidos a quienes pueden picar o sablear frecuentemente; o si son

chiquitos de casa rica, de la mesada que les pasan sus padres.

Se distinguen principalmente por estas cualidades: falta, casi absoluta, de inteligencia y

cultura, desmedida afición a las bebidas espirituosas y a las bacanales, siempre que haya

espectadores que las presencien.

Son escandalosos por naturaleza: les preocupa, sobre todas las cosas, el llamar la atención,

viven constantemente en escena. Necesitan hacer ruido, que se hable de ellos. Y si logran tener

cosas, se consideran ya felices pues han llegado entonces al final de la carrera: están

consagrados.

Suelen ser fanfarrones, guapos, para usar la palabra criolla. Pero sus actos heroicos se

reducen, frecuentemente, a atropellar a algún infeliz cristalino, vejar y abusar de pobres

mujerzuelas, o, en pleno estado báquico, acometer al vigilante de posta, arrancándole, como

trofeo, uno o dos botones de la guerrera; realizados, casi siempre, todos estos hechos cuando se

encuentran en grupos, pues solos resultan perfectamente pacíficos e inofensivos.

La indumentaria, no es, como para el verdadero civilizado o el señorito bien, problema de

gran trascendencia. Las casas americanas, con sus trajes hechos, se encargan hoy de vestir y

equipar a nuestros flamantes sportsmen.

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Entre ellos, el dandy no existe, no hay que pensar en compararlos con las sanguijuelas de

Aulo Gelio, ni los elegantes, contemporáneos de La Bruyere. La época de Jorge Brummel, el

rey de los apuestos, está muy distante.

Todo lo que sea pensar les molesta. La literatura, el arte, las ciencias físicas o sociales, las

califican de latas. Van al teatro, o a la conferencia, por ser vistos o por ver, o porque va la gente.

En sociedad carecen de los más elementales principios del ya anticuado Carreño, no es

probable se les ocurra quitarse el sombrero o levantarse del asiento cuando hablan con una

dama.

Al final de una comida elegante, los he visto desperezarse en presencia de sus amigas. En los

bailes de etiqueta, cuando llega el momento del buffet, se dan a conocer de cuerpo entero.

Libran verdaderas batallas campales por unos sandwichs o una copa de ponche. Y si hay

ensalada de pollo, ¡despídanse ustedes!

En cuestiones de amor y mujeres, acostumbrados al trato casi único de damas galantes de la

última categoría, cuando tropiezan con señoras y señoritas, o se cortan y cogen monte, o son

brutales y ordinarios con ellas.

Conquistadores, de palabras más que de hechos, ya que para serlo les falta una cualidad

indispensable, la reserva, conquistan no para ellos, sino para el público, procurando siempre,

sobre todas las cosas, ser vistos con alguna mujer, aunque no sea más que atravesando una calle

o conversando en una esquina, para poder después referir cínicamente a los amigos los detalles

de su última conquista; así para los tales no hay esposa que deje de engañar a su marido, ni

muchacha soltera que no sea una demi vierge. Pobre de la señora que les sonría en el teatro, o de

la muchacha que sea un poco expresiva en el baile. Entrarán a formar parte en el número de sus

víctimas. Y si hay alguna que rechace sus pretensiones, ellos en venganza, se encargarán de

hacer pedazos su fama. ¡Qué no son únicamente viles, tontos y presuntuosos, sino cobardes

también!

En calles y paseos acosan, con frases de carretoneros, a las damas; las hacen ruborizar con

sus insolencias y hasta sus ademanes. Y, así, ultrajan uno y otro día a las pobres mujeres solas e

indefensas. No se extralimitan cuando éstas van acompañadas por un caballero. Su valentía es

así. No se atreven con los hombres.

—No sabía que iba con un hombre —fue la respuesta que dio uno de estos sportsmen a un

señor que lo increpó y abofeteó por haber piropeado chulescamente a dos señoritas que él

acompañaba.

¡Hermosa e ingenua declaración de infamia y cobardía!

Los hay que buscan una heredera rica. Otros caen en las redes de la menos hábil mamá

casamentera que quiere colocar a su hija o encontrarle un editor responsable, hasta con efectos

retroactivos, si es necesario. Conozco uno, tan experto conquistador, que al año de casarse y

después de endosarle un niño a su esposa, ésta se convirtió, de señora suya, en señora de todos.

¡Y todavía presume este buen sujeto de Don Juan!

Parásitos de la sociedad, son útiles tan sólo para sostener las cantinas y barras.

Lejos, de ser, como el marino Fierce, el médico Mevil y el ingeniero Torral, los tres

protagonistas de la obra de Farrere, «sabios de día y locos de noche», nuestros sportsmen

resultan imbéciles de día y estúpidos de noche, y cobardes, ignorantes y tontos, siempre.

Que de ellos a nuestro verdadero sportsman, culto, fino, distinguido, elegante, correcto, hay la

misma diferencia que del día a la noche.

Motivos de carnaval. El reinado de Momo

Este año, ha vuelto el rebaño humano a obedecer sumiso a la rutinaria voz de la costumbre y de

los convencionalismos sociales.

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Y al arrancar del calendario la hoja que señala la fecha precisa e invariable, en que todos,

olvidando penas y sinsabores, deben divertirse y engañarse a sí mismos, creyendo que engañan

a los demás, hombres y mujeres, con ese infantil e inconsciente alborozo de colegiales en horas

de asueto, han abandonado sus trabajos, sus preocupaciones y sus intereses, para cambiar,

durante unos días, por una tosca careta de cartón y un traje de colorines, la máscara y el disfraz

con que se cubren durante el resto del año, en la lucha por la vida.

Pero, a pesar del entusiasmo y regocijo con que se vienen celebrando este año los carnavales,

el reinado del Dios Momo está llamado a desaparecer por completo.

Y es lógico que esto suceda. Ha sido siempre el carnaval una fiesta de tendencias

eminentemente democráticas. De ahí, que adquiriese su mayor auge y esplendor en otras edades,

cuando la división entre pobres y ricos, humildes y poderosos, era mucho más marcada que en

nuestros días.

Entonces, gozaban aquellos codeándose con éstos, y el esclavo y el siervo se sentían felices

alternando con su dueño y señor. La careta igualaba a los hombres durante unos días.

Hoy, confundidas casi por completo las distintas clases y castas en que antaño estaba

dividida nuestra sociedad, de esas demostraciones populares del carnaval apenas han ido

quedando más que las comparsas y alguna que otra máscara aburrida; pues los paseos,

quitándoles las serpentinas y los confetis, son idénticos a los de un domingo cualquiera, y si los

bailes se ven concurridísimos sucede lo mismo en cualquier época del año.

Y las fiestas públicas, a tanto la entrada, que ahora se celebran en hoteles, cafés y

establecimientos, ya con el nombre de bailes venecianos o turcos o la denominación de días de

moda azules, rojos o verdes, han roto al picuismo de nuestra llamada buena sociedad.

Un empedernido bailador nos dijo...

Noches pasadas nos encontramos en uno de los bailes del Teatro Nacional, con un amigo,

respetable señor que con arte y habilidad quiere disimular sus cincuenta muy cumplidos,

bailador incansable y correntón por naturaleza y costumbre.

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—Mire usted —nos dijo— el espectáculo que hoy ofrece Tacón.82 Es verdad que el teatro

está de bote en bote; pero tal parece, si no fuera por la música, que se asiste a un velorio. Ni

risas, ni bullicio, ni alegría franca y espontánea, que como dijo un poeta, nace del corazón. Las

parejas bailan, se mueven, pero automáticamente: vienen a cumplir un deber, una obligación

que el almanaque les impone.

¡Qué distintos estos bailes del Nacional de aquellos famosos bailes —una de las diversiones

más típicas de nuestro antiguo y bullicioso carnaval— que se celebraban en este mismo coliseo,

cuando no era más que Teatro Tacón!

—He alcanzado alguno —le contesto.

—Pues si usted lo recuerda, comprenderá la exactitud de lo que afirmo. Entonces... el baile

está en su apogeo. Por el salón, decorado con guirnaldas, flores y luces, se mueven, gritan y

cantan estrepitosamente, sin seguir apenas los alegres acordes de la orquesta, mil y mil parejas

disfrazadas con vistosos y llamativos trajes, en los que abundan los colores chillones, los

cascabeles, las cintas. Vinos y licores corren en abundancia. En los palcos, se ven encumbrados

y poderosos personajes y alguna que otra encopetada señora que asiste de incógnito; mientras

alegra los aires, sin mezcla de extranjeros y bárbaros bailables, el clásico y criollísimo danzón...

Perdóneme, amigo, pero estaba soñando. ¡Sueños de un viejo!

—Que todavía tiene el corazón muy joven —me apresuro a añadirle.

—Es verdad. La juventud de hoy cree que se divierte, pero se engaña. Su placer mayor está

en hacer ver a los demás que se divierte. Baila y se ríe para el público. Fíjese en aquel joven

disfrazado de apache. Procura llamar la atención de los que le rodean, busca las miradas de los

conocidos, y cuando éstos no lo ven él los llama. De lo que menos se ocupa es de su compañera,

buena moza en verdad.

—¡Oh eterno y empedernido tenorio!

—Vuelva usted la vista hacia este lado. ¿Ve aquel señor?

—¿Quién? ¿ ... ?

—No sea indiscreto. Cállese el nombre. Es viejo ya. Pulcra y criollamente vestido con su

blanco traje de dril y sus zapatos amarillos, pequeños y finos, no se ocupa de los demás; tan sólo

atiende a la música y a su compañera. ¿Lo ve usted alegre y jovial? Apuesto cualquier cosa a

que la mujer que con él está, no le cambiaría por ninguno de nuestros fatuos y sosos chiquitos

de sociedad.

Un Don Juan... me tido en la piña.

Nos llama entonces la atención una máscara que a través de su traje de Don Juan Tenorio,

deja adivinar, por su tipo fornido y tosco, a un hijo de Galicia, dedicado al comercio de víveres

más o menos finos. Recorre el salón a grandes pasos. El público empieza a burlarse de su

estrafalaria figura y a tomarle el pelo. Después, apartándose de la algazara general, el

enmascarado camina solo, lentamente, tropezando con todos. De repente se detiene; al buscar

una salida ha chocado contra un espejo. Vuelve a caminar, con la misma vacilación, con el

mismo encogimiento, siempre indeciso…

¿Quién es esa máscara? ¿Qué le pasa?

¡Ah, lector!, es una máscara que se ha cortado, que está, como se dice vulgarmente metido

en la piña... que se da cuenta de que hace el ridículo... Es un personaje que no falta en ninguno

de nuestros bailes; ¿quién no lo conoce?

Generalmente suele ser un pobre diablo, de carácter tímido y apocado, que, por seguir la

corriente general, se disfraza también en los carnavales y, solo, se dirige a los bailes. No conoce

a nadie. Es incapaz de dar una broma. No tiene, pues, más remedio que dar vueltas y vueltas por

el salón. Al principio todo marcha bien; pero llega un momento en que nuestro hombre

comprende el triste papel que está haciendo, ve que empieza a llamar la atención, que todos se

fijan en él, y de él se burlan. Unos le gritan, otros le empujan... Nuestro hombre está ya perdido,

un sudor frío cubre su cuerpo; la careta le ciega, le ahoga. Pide al cielo que la tierra se abra a sus

pies y lo trague...

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Pocos momentos hay más desesperantes y angustiosos en la vida que cuando uno,

conscientemente, hace el ridículo a la vista del público, donde todos lo ven y todos lo conocen;

pero más desesperante resulta cuando, cubierto con un disfraz, sin que nadie lo conozca, «a

solas con su conciencia», es uno mismo el que se ve en ridículo; convirtiéndose entonces, como

dijo el poeta, en «confesor, juez y verdugo».

Se acoquinó después Don Juan y retiróse a un rincón, de donde vinieron a sacarle un grupo

de alegres muchachos de la Acera, que lo menos que con él hicieron fue mantearlo como al

pobre Sancho...

Tal vez este Tenorio, al contarle a la mañana siguiente a los compañeros de tienda, sus

aventuras de la noche, les ponderaría:

—¡Cómo me he divertido!

Dos máscaras interrumpieron nuestra charla. Eran dos mujeres descocadas y locas que

recorrían la sala rechazando a cuantos hombres pretendían bailar con ellas. De pronto, mi

amigo, más audaz y atrevido que los demás, se acercó a una y sujetándola por un brazo le dijo

sin vacilación:

—Ven conmigo, vamos a bailar —y uniendo la acción a las palabras enlazó su talle y se

perdió entre las innúmeras parejas, no sin antes indicarme por señas, que hiciese lo mismo con

la otra enmascarada.

Le imité, y mientras me entregaba a las delicias del baile, iba pensando en aquella frase amarga

y cruel del filósofo francés: «La mujer admira y obedece siempre al que, además de ser

oportuno, es audaz y atrevido. En cambio, jamás le hará caso al hombre pusilánime y tímido».

Estudio psico-físico de la simulación femenina

Es un axioma expuesto por Schopenhauer, que todas las mujeres son simuladoras. La astucia, el

fraude, el engaño y el disimulo forman parte de su ser. Por eso son maestras en el género.

De soltera, la mujer finge para conquistar novio; cuando lleva relaciones, para conservarlo;

de casada, para engañar a su marido.

¡Perdón, bellas y encantadoras hijas de Eva! Yo no opino así de ustedes: ¡son cosas de

Schopenhauer!

Enseñada desde muy pequeña la mujer a fingir, la simulación constituye para ella una

segunda naturaleza.

El arte, la mecánica y la industria les prestan todos su secretos, descubrimientos e

invenciones.

¡Quién no conoce, en este sentido, los afeites, pinturas y coloretes, las caderas y senos

postizos, los ahuecadores y rellenos para el pelo y pantorrillas?

Nacida y criada únicamente para que el hombre cargue con ella y la mantenga y sea su editor

responsable, la mujer pone en juego desde niña, aumentándolos o supliéndolos cuando faltan,

los encantos y atractivos propios de su sexo. Y si hasta ahora su simulación era casi siempre

defensiva, hoy ha pasado a ser francamente ofensiva. Antes, las costumbres y la moda

encerraban en el misterio las bellezas femeninas. En estos tiempos se han suprimido los velos y,

lejos de ocultar, lo que se hace es ofrecer y aumentar todo aquello que, en redondeces,

prominencias, curvas y turgencias, vuelve locos a jóvenes y viejos.

Al antiguo malacoff y a las sayas que apenas dejaban entrever la punta de los zapatos, han

sucedido las sayas de medio paso o de amplios y ligeros vuelos, que el menor soplo levanta y

hace ondear majestuosa y satánicamente, cada día más cortas y más sumisas a los caprichos del

céfiro; aquellas gorgueras y complicados cuellos que ahogaban a nuestras abuelas, han sido

sustituidos por los tentadores escotes y calados que la moda moderna ha introducido, abismo

atrayente, en el que tantos ¡ay! quisieran perderse y sepultarse.

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La simulación antigua era más sencilla y natural. Las mujeres, uniformemente, ocultaban por

completo sus encantos hasta que, ya casadas, dejaban al marido abrir, sin que ya pudiese

arrepentirse, esa caja de sorpresas, que a veces proporcionaba irreparables desengaños. Era el

fraude burdo, sin pizca de habilidad ni inteligencia.

La simulación moderna marcha a la altura de los progresos y perfeccionamientos del siglo.

Es atrevida y audaz. No oculta, sino enseña.

Como el comerciante presenta en sus escaparates y vidrieras, rodeándolos de una adecuada

misa en escena, sus productos, así las mujeres ofrecen ahora a la ávida y codiciosa mirada de los

infelices hombres, realzándolo y dándole forma, belleza y colorido, cuando la naturaleza no ha

sido pródiga, aquello que antes guardaban avaras. El hombre, cada día más exigente y

caprichoso, necesitaba otro cebo más efectivo, más seguro. Pero hoy, como ayer, resulta la

víctima y el engañado. Y aquellas delicias que casi tuvo al alcance de su mano, no son en

muchos casos otra cosa que admirables trabajos de mecánica, pintura, escultura, estuco y

relleno. ¡Oh progreso de la civilización contemporánea!

¡Qué distantes aquellos tiempos maravillosos de la Atenas incomparable de Pericles, en los

que la mujer, sin velos, sin vestiduras, triunfaba en las fiestas y en los baños públicos! Que

entonces Belleza y Verdad eran hermanas e iban de brazo siempre y a todas partes.

Si en lo físico la mujer realiza prodigios de simulación con el fin de pescar esposo, en lo

moral, en la esfera de los sentimientos y las pasiones, es aún si cabe más consumada y

habilidosa artista.

Ya a los doce o trece años, la pollita con pretensiones de señorita, asiste a bailes, teatros y

paseos, donde empieza a poner en juego todos los resortes de la coquetería, hasta que logra

conseguir un noviecito, no sin antes haberse hecho de rogar, aunque en el fondo se está

derritiendo por darle el sí.

Llega la época de las relaciones. Y, ¿qué son éstas sino la más habilidosa y ensayada

comedia? La novia disimula todos sus defectos, su carácter, modo de ser, sentimientos, etc.

Finge estar locamente enamorada, ser chiqueona, expresiva, hacendosa, trabajadora, maestra en

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la dirección de la casa. Obsequia a su novio con dulces y platicos encargados en alguna dulcería,

pero que ella dice hechos «por sus propias manos». Le enseña como obras suyas, trajes y

bordados que confeccionó alguna amiga o costurera; halaga los gustos o caprichos de su novio...

Toda esta comedia, representada con el único y exclusivo objeto de asegurar y conseguir que el

novio la lleve al altar o al juzgado. Después, una vez conseguido su objeto, la esposa puede ir

«sacando las uñas.» ¡Y cuántas no esperan para ello ni siquiera a que pasen las primeras

semanas de la luna de miel!

Pero esto no quiere decir que de casada la mujer no tenga que fingir. Al contrario, necesita

entonces aguzar su inteligencia y hacer valer toda su sangre fría para que el marido no sospeche

ni adivine sus combinaciones ni líos amorosos. Conozco el caso de una señora tan astuta que al

llegar a su casa, después de una cita, se anticipó a decirle a su esposo:

—¡A que no te figuras de dónde vengo?

—De dónde, hijita —le contestó éste.

—Pues de casa de mi amante.

—¡Ay! ¡Qué graciosa! ¡Mira que eres ocurrente!

Existe, así mismo, entre las mujeres otro aspecto muy curioso de simulación: el de aquellas,

solteras o casadas, que tratan de aparentar que son de reputación dudosa; niñas, que en sus

gestos, en sus modales, en su manera de hablar y de vestirse imitan a las demi-vierges; y

señoras, en el fondo respetables, que en su manera de flirtear y comportarse en sociedad tratan

de aparentar que engañan a diario a su confiados consortes.

El que una muchacha en edad de merecer se adorne y arregle para conseguir novio, o

pondere, entre sus amigos apoyada por la afirmación de su mamá, los buenos partidos que ha

tenido, todo eso es natural; lo mismo hace el profesional y el comerciante cuando desean atraer

clientes o marchantes.

Pero el que haya señoritas y señoras que siendo honradas, demuestren a diario, por su

actuación social, lo que en realidad no son, revela una lamentable inconciencia o una refinada y

no satisfecha perversidad.

Por último, cuando la mujer alcanza en estas materias el más alto grado de perfección

artística y científica es cuando logra que su marido coopere con ella en la obra simuladora.

¿No habéis observado nunca en la mesa de un restaurant, o en el palco de un teatro, a los

protagonistas de uno de esos triángulos matrimoniales?

Hablo del caso en que por estar el marido perfectamente identificado con la figura

geométrica, podríamos decir que el triángulo que forma en unión de su esposa y el amante es

equiángulo y equilátero, de ángulos y lados iguales.

Aquí la simulación consiste en aparentar los tres ante el público que cada uno le da careta a los

otros dos. Se comportan con la mayor corrección, se guardan toda clase de respetos y hasta, para

hacer alarde de civilización, cuando salen del restaurant o del teatro y toman un ford, el amante

ayuda a subir a la señora, le abre la portezuela delantera al marido, y, después que éste se ha

sentado al lado del chauffeur, él, muy serio, muy correcto, se sienta junto a la amante esposa,

que nunca como en este caso se puede decir es esposa... y amante.

¿Para qué sirve el matrimonio?

Y es el caso que el autor de este artículo, fiel y curioso observador de nuestras costumbres, tanto

antiguas como contemporáneas, había, en vano, durante largos años —los mejores ¡ay! de su ya

ida juventud— tratado de descubrir, ora revolviendo apolillados infolios, ora estudiando

directamente hombres y mujeres de todos los pueblos y regiones de la tierra, para qué servía el

matrimonio; pues la solución de ese problema era, a su juicio, el punto de apoyo indispensable y

único sobre el que debían basarse las reformas y transformaciones necesarias demandadas,

desde tiempo atrás, por nuestra sociedad.

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Y en esta ímproba tarea, y queriendo el autor ser en sus actos consecuente con su manera de

pensar y no olvidando tampoco la sabia máxima de que un hombre prudente vale por dos,

habían empezado ya a blanquear su cabeza múltiples y plateadas hebras, sin que hubiese

gustado hasta entonces de la suprema e inefable felicidad que proporciona ver por las mañanas,

en el home, sweet home, una esposa, despeinada, en camisa de dormir y zapatillas o la

confortable dicha de pasarse las noches de claro en claro, arrullando a un rorro, llorón y

majadero.

Y es el caso, que por motivos que no son de contar, el autor en viajes de negocios, llegó un

buen día al obscurecer, a la quieta y provinciana ciudad de Santa Clara en la República de Cuba.

Una vez sacudido el polvo del camino y restablecidas las fuerzas en el menos malo de los

hoteles de la población, salió a la calle. La noche era estrellada, apacible y serena. Vagando sin

rumbo fijo, llegó al parque principal. Lo circundan los más notables edificios de la ciudad: el

Gobierno de la Provincia, la Parroquia, el Teatro La Caridad, Bancos, el Liceo, etc.

Desde una elegante glorieta de moderna construcción, la Banda del Municipio, alegraba el

espacio con las notas regocijadas y melodiosas de marchas y danzones. En bancos y sillas

charlaban animadamente hombres de distintas clases y condiciones, reposando de las faenas del

día.

El autor se encuentra a un amigo, un simpático e inteligente abogado de la ciudad que baña

el Bélico, el cual le presenta a dos encantadoras jóvenes, tipos de belleza tropical, sencillas en

su vestir, de grandes e inquietos ojos negros la una, de cuerpo esbelto y cimbreante la otra.

En la explicable curiosidad por conocer la vida y costumbres provincianas interroga a ambas

muchachas.

—Nuestra vida —le dice la de los bellos ojos— es monótona y triste. Encerradas en nuestro

hogar, sólo tenemos como diversiones las retretas semanales, la misa de los domingos, el cine o

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el teatro cuando algunos artistas se atreven a llegar hasta aquí y los bailes que se celebran en el

Liceo o en el Casino.

— ¿Y el novio?

— ¡Ah! La que lleva relaciones, tiene por lo menos con quien conversar por las noches, ya

en la ventana o en la sala, bajo la vigilancia de la mamá.

—Siempre la misma forma estúpida y ridícula de quererse hombres y mujeres.

—Usted no sabe —le pregunta entonces al autor su compañero— ¿qué requisitos se

necesitan, según un amigo mío para llevar relaciones?... Pues una vieja y dos sillones. ¿Qué le

parece?

—No puede ser más gráfica la pintura. Y ustedes, encantadoras muchachas, por lo que veo,

no tienen novio. ¿Verdad?

—No —contesta una de ellas—; yo tenía un enamorado, pero lo mandé a la Torre de la

Pastora.

—¿A la Torre de la Pastora? ¿Qué torre es ésa?

—Perdóneme. No me acordaba que era usted forastero. De las cuatro iglesias que tenemos

en Santa Clara hay una, la de la Divina Pastora, que ofrece la particularidad de ostentar en lo

más alto del campanario una enorme bola en forma de calabaza, sobre la que se alza la pequeña

cruz de hierro que corona el templo. ¿A qué se debe esto? Lo ignoro. Sólo puedo decirle que

desde tiempo inmemorial existe entre nosotras la costumbre que lleva visos de convertirse en

tradición, de que cuando una muchacha le quiere dar calabazas a un pretendiente lo manda que

suba a la torre de la Pastora. Allí podrá recoger el amargo, odiado y poco apetecible fruto.

—Pero los hombres se vengan de nosotras —añade la otra joven— colgando, de palabra, por

supuesto, a las que llegan a los veintiocho años sin encontrar marido, del tamarindo que crece

junto a la iglesia del Carmen y marca el sitio donde se dijo la primera misa, allá por el año creo

que de 1641. Es la guásima de las solteras. ¡Dios nos libre de ella!

———————

La retreta había terminado. Los músicos se retiraron en correcta formación a los acordes de

una marcha. El autor y su amigo despidiéronse de tan simpáticas y bellas muchachas.

—¿Dónde vamos ahora? Quisiera conocer la vida que hace este pueblo de noche —pregunta

el autor a su amigo.

—¿La vida? ¡La muerte! —contesta éste—. Aquí a las diez de la noche todo el mundo está

recogido en sus casas. Después de esa hora es muy raro encontrar un trasnochador.

—Pero ¡es insoportable esa vida!

—Efectivamente. Y para hacerla más llevadera el único remedio que existe es el matrimonio.

Fíjese usted que todos los jóvenes que llegan a esta ciudad procedentes de La Habana, al año de

permanecer aquí se han casado. No les queda otro recurso. ¡Qué van a hacer por las noches!

—Realmente. Pero es asombroso —exclamó el autor—. He encontrado ya para qué sirve el

matrimonio. ¡quién lo diría!; para lo que yo menos hubiera podido figurarme; ¡para no

aburrirse...! Ahora bien; aquí, en Santa Clara. En la Capital, es otra cosa y para ella me voy en el

primer tren...

Y el autor continúa viviendo en La Habana.

Niñas cursis: la beata

Pero, ¿en estos tiempos del cine, los teléfonos automáticos, las guaguas de dos pisos, el fox, las

sayas por encima de las rodillas y los escotes llegando a la cintura, existen mujeres jóvenes que

sean beatas?

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Tal será la pregunta que, sin duda, querrás hacerme lector o lectora, al leer el título que

encabeza este artículo, porque no te explicas, seguramente, un contrasentido tan enorme y

chocante, como es la existencia hoy en día, de niñas beatas. Y, sin embargo, aunque te parezca

imposible o raro, sí existen en nuestro siglo.

Ahora bien, para que se dé en nuestros tiempos una niña beata se requiere que concurran en

la misma alguna o todas de las siguientes circunstancias.

1ra. Ser fea, y mientras más fea, más beata, fealdad de cara, y sobre todo de cuerpo. Es casi

imposible que se dé el caso de una niña beata que tenga buenas formas; podrá tener el rostro

agraciado y ser beata; pero la de curvas y turgencias tentadoras, ésa nunca lo será.

De esta premisa se deduce lógicamente que la causa primordial de la beatería en las jóvenes

es la imposibilidad en que se encuentran de conquistar a algún hombre. La mujer joven que se

considera apetitosa y se ve deseada por los hombres, jamás se dedica a la beatería porque esta

profesión en el fondo no es sino el último recurso a que apelan las mujeres jóvenes en su

necesidad de entregarse a alguien. Son despreciadas por los hombres, pues Dios en su infinita

bondad y misericordia, las acogerá, piadoso. Si los hombres, a su paso, vuelven la cara, o no se

dignan mirarlas, pues los curas y sacristanes se verán obligados a contemplarlas, quieran o no

quieran y, a veces, quieren, ¿cómo no?

2da. Alguna decepción amorosa: este estado de beatería es transitorio, pues sólo dura el

tiempo necesario para que vuelva el novio que la abandonó o aparezca uno nuevo.

3ra. Histerismo, neurastenia, etc. Es también transitorio. Desaparece la enfermedad,

desaparece la beatería.

4ta. Camouflage para disimular, cuando ya se está llegando a ser solterona, el no tener novio.

Se alega que no le gustan los hombres, o que son unos falsos y unos malvados, que solamente

en Dios y la religión está la verdadera felicidad de la mujer... Pero, si un tipo cualquiera, aunque

tenga antecedentes penales o merezca ser expulsado por indeseable, se fija en ella y le hace el

amor, ¡Adiós beatería, religión y curas! ¡Si os vi no me acuerdo!

Resumen: Sólo hay un tipo permanente de beata: la fea, y aun ésta lo será sólo mientras no

exista un tipo desesperado de la suerte o coleccionistas de fenómenos o rarezas, que le diga algo

y trate de conquistarla.

Sentadas estas premisas y su conclusión voy a describirte ahora, lector querido, una niña

beata a la que llamaré Asunción.

Educada desde muy joven por unas hermanitas, religiosas de no recuerdo qué comunidad,

pasó su niñez, consagrada por completo a los rezos y devociones piadosas.

Al salir del colegio, fue a vivir con una tía suya, beata solterona, en cuya casa continuó la

misma vida mística de antes.

Muy de mañana, sin haber aclarado aún por completo, se dirige Asunción a la iglesia, vestida

con sencillo traje negro sin adornos de ninguna clase, cubierta la cabeza con un velo y llevando

en las manos dos o tres libros de misa y un rosario. Su andar es tranquilo, reposado; la vista

siempre fija en el suelo; parca en el hablar; moderada en sus modales; por su carácter huraño y

poco expansivo parece siempre como molesta consigo misma y con sus semejantes.

Una vez en la iglesia se coloca muy cerca del presbiterio, y allí, de rodillas, oye dos o tres

misas. Antes de salir se dirige a la sacristía, donde tiene un rato de charla y murmuración con el

cura y sacristán o con algunas amigas, beatas como ella.

El resto del día lo dedica ya a asistir a las juntas de las varias congregaciones a que pertenece

o a las novenas o sermones que se celebren o bien se queda en su casa para entregarse a alguna

práctica piadosa.

Su cuarto, muy modestamente amueblado, no contiene más que una cama de madera, varias

sillas, un reclinatorio, numerosos cuadros y estampas de santos, dos pilas de agua bendita y un

estante con varios volúmenes: el Año Cristiano, la Imitación de Cristo, los Ejercicios

Espirituales de S. Ignacio de Loyola, el Camino de Perfección, las Meditaciones del P. La

Puente, la Introducción a la vida devota de S. Francisco de Sales, Compendio de Perfección del

P. Rodríguez, Diferencia entre lo temporal y lo eterno del P. Nieremberg, Guía de Pecadores de

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Fray Luis de Granada y Verdades Eternas del P. Rodríguez. Fuera de esas obras sólo le inspiran

confianza, aquellas que ostentan en su portada, la consabida frase de «Con permiso de la

autoridad Eclesiástica»; y en cuanto a periódicos no lee más que uno: el Diario de la Marina.

Confiesa y comulga varias veces a la semana; y el día del santo de su Padre confesor, le

regala algún dulce o un roquete o casulla hechos por ella.

Indiferente para las «cosas del mundo», como ella las llama, se apasiona y exalta en grado

sumo con las «cosas del cielo».

Es exagerada en sus devociones, «se come a los Santos», como vulgarmente se dice. A las

estampas, cuadros y estatuas, les ruega y habla, los adora, como si en vez de ser imágenes,

tuviesen existencia real. Y los curas, especialmente su confesor, son, para ella, seres

extraordinarios a los que también profesa íntima devoción.

¿A qué se debe todo esto?

A que en Asunción esa necesidad, imperiosa y avasalladora que sienten las mujeres al llegar

a la pubertad, de amar, no ha podido desarrollarse en debida forma, normalmente.

Y ese amor, que de ser otro el género de vida que llevase, se hubiera dirigido a un hombre,

ella le ha puesto todo entero en las cosas y en los seres que le rodean: en los santos y en los

curas.

Pero Asunción no llegará en su desequilibrio amoroso a los extremos lamentables a que

suelen llegar muchas beatas.

Ella, o terminará sus días en un convento de Monjas, o encauzará en debida forma su pasión,

amando —locamente— a un hombre, o, de no realizarse ninguno de estos dos extremos, pasará

entonces, lo que sí es lamentable, de niña beata a beata solterona, tipo del que tal vez me ocupe

otro día.

Notas

1 Nacido en 1881 es sin dudas una de las figuras científicas de mayor trascendencia de

América Latina y el más grande etnólogo y antropólogo que ha producido nuestro país. De

ahí que se le haya otorgado el meritorio calificativo de el tercer descubridor de Cuba. Fue

miembro de la Sociedad Económica de Amigos del País desde 1907 y su director de 1923 a

1932. Miembro de la Academia de la Historia desde su fundación hasta 1933. En su larga y

fructífera vida que dedicó no sólo a la etnología, sino que abarcó también las ramas de la

sociología, lingüística, musicología, jurisprudencia y crítica, publicó más de cien títulos,

entre los que podemos citar: Hampa afro-cubana, apuntes para un estudio criminal: Los

negros brujos (1906); Los mambises italianos (1909); Entre cubanos (1914); Contrapunteo

cubano del tabaco y el azúcar (1940); El engaño de las razas (1946); Historia de una pelea

cubana contra los demonios (1959). Escribió un sinnúmero de artículos para diversas

publicaciones periódicas y fue fundador y/o director de algunas de ellas, como: Revista

Bimestre Cubana; creó y formó parte de las instituciones: Sociedad del Folklore Cubano

(1923); Institución Hispanocubano de Cultura (1926); Instituto Panamericano de Geografía

(1928); Sociedad de Estudios Afrocubanos (1937); Institución Internacional de Estudios

Afroamericanos (1943) y el Instituto Cultural Cubano-Soviético (1945). Falleció en 1969.

2 Nació en 1891. Graduado en la Escuela de Periodismo Manuel Márquez Sterling, en 1945.

Realizó estudios de ciencia municipal y urbanismo así como de investigación histórica. Fue

jefe de distintos departamentos de la Administración Municipal de La Habana. Perteneció,

entre otras organizaciones, a la Sociedad de Estudios Afrocubanos y a la Academia de la

Historia de Cuba. Su obra Política continental americana de España en Cuba, 1812-1830,

recibió el Premio Municipal Histórico de 1947. Dirigió los Cuadernos del Instituto

Interamericano de Historia Municipal. Compiló y publicó los documentos existentes en el

Archivo Nacional para las historias de Haití (1954), Venezuela (1960) y México (1961). A

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partir de 1970 participó en comisiones de la UNESCO dedicadas al estudio de África. Se

desempeñó como profesor de historia del Instituto Pedagógico de la Universidad de La

Habana, e investigador, desde 1962, del Instituto de Historia de Cuba.

3 Fundada en 1919 por Oscar H. Massaguer, esta publicación cuenta con una trayectoria que

va desde ser una revista fundamentalmente artístico-literaria, hasta convertirse en una de las

más leídas del país. Fue el primer semanario impreso en fotolito sistema offset. Abarcó, entre

otros temas, arte, literatura, ciencia, política y deportes. Publicó a los mejores cuentistas

cubanos y norteamericanos.

4 Aparece esta revista el 15 de mayo de 1913. Publicó trabajos literarios, históricos, de artes

plásticas, cuentos y poemas, todos aparecidos a través de sus diferentes secciones: «Parnaso

Cubano», «Rasgos y Rasguños», «Siluetas Patrias» y «Acotaciones Literarias». Son

importantes sus artículos de fondo, que abordaron los problemas cubanos de mayor

actualidad, tanto políticos y sociales como científicos y literarios. Conocidos intelectuales

cubanos colaboraron en sus páginas: Fernando Ortiz, Rafael Montoro, Fray Candil, Varona,

Dulce María Borrero, entre otros. Emilio Roig de Leuchsenring fue su jefe de redacción

entre los números 18 y 95. Los trabajos por él presentados, fueron considerados entonces

como «amenos e interesantes». Gráfico le dio un aspecto nuevo a la revista semanal,

imitación de algunas publicaciones americanas del mismo tipo. Tuvo un gran éxito y

prolongó su vida hasta 1922.

5 Nacido en Matanzas en 1889, este dibujante y comunicador social, se hizo de un estilo sui

generis dentro de la caricatura, imprimiéndole a ésta un matiz artístico que la realza entre sus

similares. Caricaturizó a las personalidades más importantes de la política y el arte de su

tiempo. Su caricatura «El doble nueve» fue la más famosa de la Segunda Guerra Mundial.

Importantes diarios y revistas cubanos de la época como El Fígaro, Bohemia, El Mundo, y

las extranjeras Life, Vanity Fair… fueron testigos de su especial habilidad para la caricatura

fotográfica. En 1921, creó los Salones de Humoristas. Destaca su labor editorial como

fundador de las revistas Gráfico y Social, además de haber sido Director Artístico en

Carteles. Falleció en La Habana en 1965.

6 Considerada en su momento como la mejor revista de América Latina, Social fue lo que su

fundador, el caricaturista Conrado W. Massaguer, se propuso: un álbum lujoso,

rememorativo de todos los acontecimientos de la aristocracia y demostración de exquisito

gusto y admirable presentación tipográfica. Fue la primera publicación, en la técnica

tipográfica, realizada por entero mediante el procedimiento off set, lo que constituía una

revolución no sólo en Cuba sino en el resto del mundo. Poseía un amplio contenido:

arquitectura cubana, deportes, decoración interior, moda, literatura, música, ópera, ballet,

reseñas de eventos sociales, artes plásticas y cine. La caricatura, el dibujo, el cartel y la

fotografía desempeñaron, también, un papel importante. Durante su primera etapa (1916–

1933); —la más fecunda— se hizo portavoz de la modernidad en Cuba, al ser sus

colaboradores los artistas nacionales y extranjeros más importantes del momento. Al Grupo

Minorista debe también Social su auge artístico y literario. La segunda y última etapa

comprendió de (1935-[1938]).

7 Este hispanista cubano nació en 1892, en Santa María del Rosario, La Habana. Erudito en

historia colonial y especialista en literatura, fue director de Cultura de la Secretaría de

Educación (1934-44) lo que le propició la fundación de la Revista Cubana y de los

Cuadernos de Cultura. Entre sus obras más importantes están: Ensayos de la literatura

cubana (1922), Estudios hereditarios (1939), La poesía de Martí y lo popular hispánico

(1954), Los días cubanos de Menéndez Pidal (1961). Falleció en 1969.

8 Denominada así en honor de Don Félix de Acosta y Riaza, regidor que se distinguió durante

el sitio de La Habana por los ingleses, y que tenía su residencia en esta calle.

9 Fundado a fines del siglo XVII para refugio de convalecientes, desde 1704 es ocupado por los

padres belemitas, quienes continuaron la atención a enfermos y abrieron luego una escuela

gratuita para 500 niños. En 1842, el gobierno español tomó el edificio para oficinas; pero en

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1854 lo entregaron a los jesuitas que ubicaron allí su colegio, hasta que en 1925 se

trasladaron a un nuevo edificio en Marianao que, actualmente, es sede del Instituto Técnico

Militar José Martí.

10 José María de la Torre atribuye el origen de esta calle a que acostumbraba frecuentarla en

sus paseos el obispo Don Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, que vivía en la calle de Los

Oficios número 94, donde murió. Pero Manuel Pérez Beato afirma que es más antigua la

causa, y que se debe a que el obispo Fray Jerónimo de Lara vivía por los años de 1641 en

esta calle, esquina a la de Compostela. Se llamó antes Del Obispo.

11 Comenzó como una revista fundamentalmente deportiva, pero poco a poco la literatura fue

ampliando su espacio hasta cubrir casi por completo sus páginas. Dirigida a la burguesía, las

principales actividades de la misma quedaron reflejadas en crónicas sociales y en numerosos

grabados, ilustraciones y fotografías que insertaba. Pero lo que le dio todo su valor y

trascendencia fue el aspecto literario, fundamentalmente su adscripción al Modernismo,

movimiento literario más avanzado que se desarrollaba cuando salió a la luz en 1885 esta

publicación que se mantuvo en una primera etapa hasta 1933, y luego de diez años sin salir,

volvió a editarse en 1943. No se conoce con precisión la fecha en que se dejó de imprimir.

12 Nacida en Puerto Príncipe en 1814, es considerada como una de las voces más auténticas del

romanticismo hispano y precursora del feminismo moderno. Escribió poesía, novela y teatro.

Su compromiso social se hace patente en Sab, la primera novela antiesclavista de las letras

españolas. En 1836 sale de Cuba para asentarse con su familia en La Coruña, Galicia. Luego

se traslada, en 1838, a Sevilla. Por entonces, comienza a publicar en revistas y periódicos, y

en 1840 estrena su primer drama: Leoncia. Ese mismo año se instala en Madrid. En

noviembre de 1859 regresa junto a su segundo esposo, el coronel español Domingo Verdugo,

quien ocuparía un cargo oficial en la Isla. Desde 1859 y hasta su retorno a España en 1864,

escribió varias obras entre ellas una novela: El artista barquero o los cuatro cinco de julio, y

la leyenda «El cacique de Turmequé»; además dirigió la revista Álbum cubano de lo bueno y

lo bello, que tuvo una existencia efímera, pero que en aquella época fue la única publicación

para público femenino y dirigida por una mujer. Usó como seudónimo La Peregrina. Murió

en Sevilla, España, en 1873.

13 Nació en 1828, en España, para llegar a Cuba en el tercer cuarto del siglo XIX. Poseedor de

buen oficio como artista plástico y astucia, fue el creador del primer personaje Liborio, el

cual, según algunos autores, es un buen ejemplo de símbolo infortunado del pueblo cubano,

pues muchas veces lo que hizo fue caricaturizarlo y, en ocasiones, ridiculizarlo. Falleció en

1889.

14 Héroe Nacional y Apóstol de la independencia de Cuba, nació el 28 de enero de 1853 en La

Habana. Sufrió presidio y largo destierro desde muy joven por sus ideas en contra del

colonialismo español. En su breve vida, dejó un monumental legado político, filosófico,

ético y cultural entre el que se destacan sus ideas sobre la libertad y la independencia

nacional, la patria —Cuba, América, la humanidad—, la nación cubana, su historia y

tradiciones. Antes que otros previó que Estados Unidos se convertiría en una potencia

imperial y alertó de ese peligro a los pueblos de América. Hizo uno de sus más sustanciales

aportes a la teoría revolucionaria al concebir la necesidad y fundar un partido de unidad

nacional, el Partido Revolucionario Cubano, para organizar y dirigir la revolución que se

reinició el 24 de febrero de 1895. Su vasta obra literaria, poética y epistolar, unida a su

producción periodística, política y diplomática se reúne en 28 tomos. En ellas se destacan: El

Manifiesto de Montecristi, el Ensayo Nuestra América, los discursos El 10 de Octubre y Los

pinos nuevos, la revista infantil La Edad de Oro, sus artículos para el periódico Patria y su

trascendental carta inconclusa a Manuel Mercado, escrita en la víspera de su caída en

combate en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895.

15 Nacido en La Habana en 1866, se licenció en Derecho Civil y Canónico en la Universidad de

esta ciudad, aunque se dio a conocer a través del ejercicio del periodismo profesional. Su

amplia labor incluye la dirección de los Lunes de la Unión Constitucional y de Las Avispas

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—publicados en La Habana y luego en Nueva York— donde se desempeñó también como

redactor. Escribió en los periódicos estadounidenses The New York Herald y The Sun; editó

en Madrid la revista El Peregrino y allí colaboró en La época, El Liberal, El País, así como

en la londinense The Quartely Review, y en las publicaciones cubanas La Nación, El Fígaro,

Diario de la Marina, Social, El Mundo y Heraldo de Cuba. De estos dos últimos periódicos

fungió como corresponsal en Madrid al estallar la guerra de 1914. Fue miembro de la

Academia de la Historia de Cuba, de la Real Academia Española y de The Hispanic Society

of America, de Nueva York, que le premió su libro Historia y literatura. Dejó inédita las

novelas Andrés Chenier y Teresa Ventura y una comedia basada en la segunda de dichas

novelas. Entre las varias traducciones que hizo del inglés debe mencionarse la de varios

sonetos de Shakespeare. Solía firmar con el seudónimo Justo de Lara, por el cual es

mayormente conocido. Falleció en La Habana en 1919.

16 Nació en Pinar del Río en 1813 y, aunque graduado de Bachiller en Derecho, se destacó por

sus artículos costumbristas, aparecidos fundamentalmente en El Almendares, Diario de La

Habana, Cuba Literaria, entre otras publicaciones. Cultivó además la poesía, la fábula y el

teatro. Con Bachiller y Morales, Manuel Costales y José Quintín Suzarte fundó la revista La

Siempreviva. En Matanzas editó con Miguel Teurbe Tolón la antología de poemas Aguinaldo

matancero. Colaboró en la Aureola poética en honor de Francisco Martínez de la Rosa y en

la Corona fúnebre en homenaje al Obispo Espada. Fue miembro de la Sociedad Económica

de Amigos del País, frecuentó las tertulias literarias de Domingo del Monte. En ocasiones

usó el seudónimo Escolástico Gallardo. Murió en Córdoba (México) en 1875.

17 Seudónimo de Aniceto Valdivia, que, nacido en Sancti Spíritus en 1857, fue un ilustre

escritor, periodista, poeta, crítico, conferencista, dramaturgo y diplomático, que se revela

como una de las personalidades más interesantes y representativas de la cultura cubana del

último cuarto del siglo XIX y primero del XX. Colaboró en publicaciones madrileñas como El

Globo y Madrid Cómico, y cubanas como La Lucha, La Habana Elegante, El Fígaro, Diario

de la Marina, Gráfico y Social, entre otros. Dirigió El Palenque Literario y, durante su

estancia en México fundó el periódico El Imparcial. Fue Ministro de Cuba en Noruega y

Brasil. Haakon VII de Noruega lo condecoró con la Gran Cruz de San Olaf. Era académico

de número de la Sección de Literatura de la Academia Nacional de Artes y Letras. Escribió

en colaboración las comedias Expropiación forzosa y La institutriz, la primera, con Eduardo

Lustanó y la segunda, con Eduardo Navarro González. Tradujo varios libros entre los que se

hallan La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo, y Esmaltes y Camafeos, de Teófilo Gautier.

Usó también los seudónimos Kond Kostya y VLDVIa. Falleció en La Habana en 1927.

18 Abogado, periodista e intelectual cubano que, nacido en 1907, era nieto de un destacado

oficial del Ejército Libertador. Se graduó en Derecho Civil y Público en la Universidad de

La Habana, y fue profesor titular, vicedecano y decano de la Facultad de Derecho. Fundador

del Directorio Estudiantil Universitario y del Ala Izquierda Estudiantil, participó de la

Revolución de 1933 y guardó prisión durante la dictadura de Gerardo Machado. Al triunfo

revolucionario de 1959 fue designado embajador ante la Organización de Estados

Americanos (OEA) y luego Ministro de Estado. Integrante del Comité Central del Partido

Comunista de Cuba, en 1976 fue elegido Vicepresidente de la Asamblea Nacional del Poder

Popular de la cual luego fue su titular. Dejó entre otras obras: Bufa subversiva, La

revolución del 30 se fue a bolina, El fuego de la semilla en el surco y Retorno a la alborada.

Se le conoció como Canciller de la Dignidad. Murió en 1982.

19 Nació en Puerto Rico en 1901, pero fue en Cuba donde se formó, e inició y desarrolló su

actividad como luchador antidictatorial y antimperialista. Sufrió cárceles y vivió en el exilio,

como consecuencias de esas luchas. Es uno de los más altos exponentes del periodismo

cubano. A través de sus crónicas, reportajes y entrevistas renovó el lenguaje de este medio de

comunicación, al que llevó, por otra parte, de manera auténtica y humana, la fuerza y el

encanto de sus vivencias personales estrechamente vinculadas al devenir histórico de su

tiempo. A su intensa obra escrita pertenecen los títulos siguientes: Batey (cuentos), La isla de

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los 500 asesinatos, Presidio Modelo y Peleando con los milicianos (crónicas y testimonio),

Aventuras del soldado desconocido cubano (novela). El formidable epistolario de su exilio

ha sido reunido en el volumen titulado Cartas cruzadas. Muere combatiendo en

Majadahonda el 18 de diciembre de 1936 durante la heroica defensa de Madrid.

20 Acto de protesta cívica protagonizado por un grupo de jóvenes intelectuales, en contra del

decreto del presidente Alfredo Zayas que autorizaba la escandalosa compraventa del

Convento de Santa Clara. Tuvo lugar el 18 de marzo de 1923 en la Academia de Ciencias,

durante el acto de homenaje del Club Femenino de Cuba a la escritora uruguaya Paulina

Luissi. Al hacer uso de la palabra, el secretario de justicia Erasmo Regüeiferos, fue

interrumpido por Rubén Martínez Villena, quien le negó autoridad moral para dirigirse a la

concurrencia. Acto seguido, Rubén y el grupo que lo acompañaba se retiraron del salón y al

día siguiente Villena redactó el documento La Protesta de Los Trece, firmado además por

José Antonio Fernández de Castro, Calixto Masó, Félix Lizaso, Alberto Lamar Schweyer,

Francisco Ichaso, Luis Gómez Wangüemert, Juan Marinello, José Zacarías Tallet, José

Manuel Acosta, Primitivo Cordero Leyva, Jorge Mañach y J .L. García Pedrosa.

21 Grupo de jóvenes intelectuales cubanos de izquierda, identificados por un ideal de

renovación nacional radical, tanto en la vida política como en las artes y la literatura. Surgido

en 1923, el minorismo se fortalece después de la llamada Protesta de Los Trece en marzo de

ese año, y sus integrantes comienzan a reunirse en almuerzos sabáticos en el Hotel Lafayette

y en las tertulias del Teatro Martí. No tuvo una estructura formal y careció de presidente,

programa o una publicación propia, sin embargo, sus miembros colaboraban en los más

importantes periódicos de la época y uno de sus miembros más entusiastas, Emilio Roig de

Leuchsenring, abrió las páginas de Social para reseñar sus actividades. Fueron sus

integrantes, entre otros, Alejo Carpentier, Félix Lizaso, José Antonio Fernández de Castro,

Mariblanca Sabas Alomá, y Jorge Mañach. En 1928, ante la represión machadista y la

dispersión de sus integrantes, se desintegró paulatinamente.

22 Su primer número aparece en 1790. No sólo reflejaba la economía de la época, sino también

el ambiente cultural que comenzaba a florecer en La Habana como consecuencia de la

política de Carlos III. En sus páginas colaboraron los representantes criollos de la Ilustración,

quienes lo convirtieron en un calidoscopio en el que se mezclaban críticas sociales y

morales, comentarios científicos, disquisiciones literarias, consejos económicos, polémicas

filosóficas, epigramas, versos amorosos… Tuvo diferentes cambios de título, formato y

contenido hasta que en 1848, al tomar el nombre de Gaceta de La Habana, fue perdiendo su

carácter comercial y literario y quedó como órgano del gobierno, antecesor de nuestra actual

Gaceta Oficial.

23 Nacido en 1812, fue el primer escritor cubano que publicó un libro de costumbres, género

literario del cual es uno de los más notables cultivadores del país. Comenzó su carrera

literaria en La Prensa y Faro Industrial de La Habana. Colaboró también con El Prisma, El

Artista, Revista pintoresca, Flores del siglo, entre otras publicaciones. Aparecieron poemas

suyos en América poética y otras antologías, pero su verdadera gloria y renombre los debe a

los artículos de costumbres que firmaba con el seudónimo Jeremías de Docaransa. Falleció

en 1882.

24 Creada en mayo de 1901 gracias a la iniciativa de un grupo de estudiantes de Derecho de la

Universidad de La Habana, esta publicación mensual, tenía como finalidad aunar todo

elemento disperso de cultura e intelectualismo que existía en esa institución. En sus páginas

colaboraron estudiantes y maestros con trabajos que abordaban temas de derecho o de

ciencias relacionadas con él, y que poseían cierta originalidad y rigor científico. En 1909 se

convierte en Revista de Derecho, ampliando su perspectiva y ofreciendo a los interesados en

el tema jurídico, no sólo un espacio donde hallar materias de su interés, sino también donde

exponer sus criterios e ideas. Emilio Roig de Leuchsenring, fue uno de sus redactores. Desde

el 12 de julio de 1908 hasta diciembre de 1909 asume la administración. A partir de marzo

de 1910 ocupa el cargo de director. Escribe para esta revista, artículos jurídicos, literarios e

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históricos, y redacta las secciones: «Miscelánea», «Revista de Revistas», «Notas» y

«Bibliografía».

25 Político y escritor cubano que, nacido en 1861, fue presidente de la República (1921-1925).

Se licenció en Derecho y fue miembro del Partido Autonomista. Posteriormente se destacó

como activo militante del Partido Revolucionario, siendo encarcelado y desterrado por sus

ideas. Durante la ocupación estadounidense (1898-1902), fue subsecretario de Justicia. Entre

1909 y 1913 asumió la vicepresidencia de la República. Candidato del Partido Popular, ganó

las elecciones de 1920 que le llevaron a la presidencia. Durante su mandato se acentuó la

influencia estadounidense en el país. En 1924 hizo frente a las protestas por la compra

fraudulenta del Convento de Santa Clara. Al año siguiente ayudó a Gerardo Machado y

Morales a acceder al poder. Entre sus obras destacan Cuba autonómica y Lexicografía

antillana. Falleció en 1934.

26 Político cubano nacido en 1873 y fallecido en 1960. Intervino en las guerras de Cuba por la

independencia de España, alcanzando el grado de coronel. Se desempeñó como diputado por

el Partido Liberal y por la Unión Nacionalista, que él mismo fundara. En 1931 fue deportado

luego de participar en una revolución contra el gobierno de Gerardo Machado y Morales, tras

cuyo derrocamiento, en 1933, regresó. Un año más tarde, se le designó presidente

provisional de la República, después de que el jefe del Ejército, Fulgencio Batista, obligara a

dimitir a Ramón Grau San Martín. Aunque el verdadero dueño de la situación política

cubana era Batista, Mendieta debió afrontar las huelgas de 1935. Dimitió en diciembre de

ese año.

27 Se llamó Galiano por Don Martín Galiano, ministro interventor de obras de fortificaciones,

que tuvo a su cargo la construcción de un puente que llevó su nombre, sobre la Zanja Real en

la dirección del antiguo trazado de esta calle. En 1836, el General Tacón ordenó variar la

posición de dicho puente y se reemplazó en 1839 por otro para que pasara el ferrocarril. Por

acuerdo número 26, de 28 de noviembre de 1917, aprobado en 17 de diciembre, el

Ayuntamiento lo renombró Avenida de Italia.

28 Recibió este nombre por haberse denominado Nuevo Prado o Paseo, a la alameda que se

construyó en 1772. Por acuerdo del Ayuntamiento de 7 de noviembre de 1904, esta calle se

denominó Paseo de Martí.

29 Esta amplia y hermosa avenida comenzó a construirse durante el gobierno norteamericano de

ocupación militar, y recibió el nombre oficial de Avenida del Golfo, y el popular de

Malecón, con el que siempre se le conoció, en su primitivo tramo de la Punta a la caleta de

San Lázaro, frente a la antigua Beneficencia.

30 En un inicio se llamó Paseo Militar del Príncipe o Alameda de Tacón y el que se formara

casi en plena campiña, obedeció a la conveniencia de abrir una vía que comunicara a la

ciudad con el Castillo del Príncipe y el caserío de San Antonio el Chiquito que se alzaba en

sus faldas. Embellecían esta avenida cinco rotondas, en la primera de las cuales se alzaba la

estatua de Carlos III.

31 Emplazada en la loma que perteneció a Don Agustín Aróstegui y Loynaz, esta obra estuvo a

cargo del ingeniero belga Agustín Cramer. Llamado del Príncipe en honor al príncipe Carlos

III, que luego reinaría con el nombre de Carlos IV de España. La cárcel de La Habana pasó a

su recinto cuando fue transformado el antiguo presidio, levantado al inicio del Paseo del

Prado. Tiene la forma de un pentágono irregular, contando con dos baluartes, dos

semibaluartes y un rediente; comprende grandes fosos, galería pillerada, camino cubierto,

revellines y galería de minas; almacenes, oficinas, aljibe y alojamiento para una guarnición

de 900 hombres, mientras que su artillería constaba de 60 piezas de distintos calibres.

32 Militar español nacido en 1775 en Cartagena, España, que combatió como marino en

Trafalgar y fue gobernador de Popayán (Nueva Granada) en 1810; derrotado por los

insurrectos, se vio obligado a retirarse al Perú (1811-1819). De regreso a España fue

nombrado teniente general (1834) y gobernador de Cuba (1834-1838), donde desarrolló una

política de represión contra los autonomistas (levantamiento del general Manuel Lorenzo, en

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1836). Fue ennoblecido con los títulos de duque de la Unión de Cuba y marqués de Bayamo.

Murió en Madrid, en 1855.

33 Está considerado por su amplitud y por los monumentos de alto valor artístico que acoge,

uno de los más notables de su tipo en América. Construido según el proyecto del arquitecto

español Calixto de Loira, ganador del concurso convocado al efecto, este conjunto urbano-

arquitectónico —en el cual es posible encontrar obras representativas de muchos estilos

artísticos— contiene creaciones de algunos de los más valiosos artistas cubanos de los siglos

XIX y XX como Miguel Melero, René Portocarrero, Rita Longa, Juan José Sicre, entre otros.

En 1987 fue declarado Monumento Nacional.

34 Ilustre habanero que, nacido en 1865, sobresalió como abogado y profesor de Derecho Penal.

Se desempeñó también como político, conferencista, publicista y refinado ironista. Uno de

los fundadores del Partido Conservador, entre 1913 y 1914 ocupó la presidencia de la

Cámara de Representantes. Falleció en 1917.

35 Consagrado del periodismo nacional, Manuel Márquez Sterling nació en 1872 y se destacó

por su relevante ejercicio de la profesión ya como fundador o director de diarios —Heraldo

de Cuba y La Nación, por ejemplo— ya como mentor en todas las disciplinas relacionadas

con el periodismo. Desempeñó cargos diplomáticos en América Latina y Estados Unidos

desde 1907 hasta el final de su vida en 1934.

36 Antiguo teatro Tacón. En los primeros años republicanos fue adquirido el terreno y el

edificio donde se encontraba el teatro Tacón por la Sociedad Centro Gallego. Al edificar su

palacio social, esta sociedad reconstruyó —renovándolo totalmente— el viejo y glorioso

coliseo, dándole al teatro el nombre de Nacional. En la actualidad es el Gran Teatro de La

Habana.

37 Según José María de la Torre, San Rafael fue un nombre arbitrario dado por los

comisionados para la delineación de esta calle. Se llamó antes De Los Amigos; Del

Monserrate, porque conducía a la puerta de este nombre de las murallas; y Del Presidio

porque en el lugar donde después se construyó el Teatro Tacón, luego Nacional (y hoy Gran

Teatro de La Habana), había una casa de corrección a cargo de un tal Juan Naranjo. Se le

varió el nombre por General Carrillo, en honor del veterano y vicepresidente electo de la

República general Francisco Carrillo, fallecido el 11 de mayo de 1926.

38 Al ubicarse en los bajos de los Salones Escauriza, la cafetería El Louvre fue frecuentada por

jóvenes que extendían la reunión a sus portales y acera, de ahí que le transfirieran el nombre.

Aquella inquieta juventud comenzó temprano a dar muestras de inconformidad con el

sistema colonial imperante y —buena parte de ellos— marchó a los campos de batalla,

recién iniciada la guerra. También vio esta acera al digno oficial de Islas Canarias, Nicolás

Estévanez, conmocionarse de indignación al conocer que ocho estudiantes de Medicina

habían sido ejecutados, el 27 de noviembre de 1871; por ello existe una lápida en su

homenaje en los portales del Hotel Inglaterra. Así, constituye la Acera un lugar de

recordación para los habaneros, y —a la vez— sitio de homenaje al pueblo español, que se

rebeló contra la barbarie colonialista.

39 Su surgimiento data de 1860 cuando estuvo ubicado en la calle Amistad. En 1888 se trasladó

su sede a Prado y Neptuno, lugar en el que por entonces pasaba el único cable de

comunicación telegráfica de Cuba. Fue el primer hotel con servicio telefónico desde las

habitaciones, lo cual lo convirtió en el más novedoso de la época y le valió la preferencia de

políticos y hombres de negocio. En 1911 fue sometido a una reconstrucción total tras la cual

fue considerado el más moderno de la ciudad. Catalogado entre los once mejores hoteles de

América Latina, formaba parte de un notabilísimo crecimiento de la capacidad de hospedaje

junto al Sevilla y al Inglaterra. En publicaciones de la época se hace referencia a la calidad

de su servicio así como al salón Helados París, único en su tiempo en La Habana.

40 En 1875 se unieron el viejo hotel Inglaterra, el café El Louvre y el hotel Le Grand, para dar

paso al actual hotel Inglaterra. Éste acogió a los jóvenes criollos que afirmaron con tertulias

de sociedad la legitimidad de la Acera del Louvre. Han sido sus huéspedes célebres figuras

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del mundo del espectáculo, el deporte, las letras, personalidades religiosas y políticas como

Antonio Maceo. Por el conjunto de valores históricos y culturales, fue declarado Monumento

Nacional y ha sido galardonado con el XXI Trofeo Internacional de Turismo, Hotelería y

Gastronomía. Es el hotel más antiguo que se ha conservado en funcionamiento.

41 El instituto religioso, el Colegio del Apostolado del Sagrado Corazón de Jesús comenzó a

funcionar en 1892.

42 Los baños de mar o balnearios se establecieron en la costa desde 1864, entre ellos se

hallaban El Progreso (1895), frente al comienzo de la calle E, que por tal motivo era llamada

Baños; y a fines de la dominación española, los de Las Playas (1901), frente a la calle D, y

los de Carneado, frente a Paseo.

43 Considerado el máximo naturalista de Hispanoamérica y el más ilustre de los hombres

cubanos de ciencia, Felipe Poey nació en 1799. Cultivó también de manera sobresaliente las

letras, la historia y las artes. Merece ser incluido entre los costumbristas criollos que más

finamente empleó la ironía para ridiculizar tipos y costumbres. Falleció en 1891.

44 Nacido en Sevilla, España, en 1717, ejerció el cargo de Gobernador de Cuba desde el 11 de

marzo de 1760 hasta el 14 de agosto de 1771, cuando fue promovido al Virreinato de

México, donde murió en 1779. Durante su gobierno en Cuba fue establecida la Casa de

Recogidas —donde se levantó después el Convento de las Ursulinas—, se terminaron las

fortalezas del Morro, de Atarés y de La Cabaña, y se inició la del Príncipe, en la Loma de

Aróstegui.

45 Se designó así a esta calzada porque conducía al hospital de igual nombre. Se denominó

después Calle Ancha del Norte, aunque nadie la llamase así, y luego, por sucesivos acuerdos

del Ayuntamiento, Avenida de Maceo y Avenida de la República. En 1936 se le restituyó su

nombre originario con el fin de destinar los otros a vías más importantes.

46 Denominada así por la cigarrería que con ese nombre existió en la esquina a la calle de

Salud, propiedad en 1831 de José María Morejón y Rojas. Antes se llamó De Leal, según la

Torre «tal vez por alguno de este apellido»; de San Francisco; y también De Fideos, por una

fábrica de fideos que en ella había y fue destruida por un incendio en 1818. En 1921, el

Ayuntamiento le varió el nombre por el de Martín Morúa Delgado.

47 Se refiere a la primera central termoeléctrica de Cuba que se instaló a finales de la década de

los años 80 del siglo XIX en Tallapiedra, barrio a orillas de la bahía habanera.

48 El periódico El Mundo sale a la luz el 11 de abril de 1901 bajo la dirección de José Manuel

Govín. En sus primeros años fue un diario político que defendía los intereses del Partido

Nacional Cubano. Su suplemento era de obligada lectura para todos los interesados en las

noticias cubanas o juzgadas desde el punto de vista cubano.

49 El Heraldo comenzó a aparecer en 1923. Rubén Martínez Villena fue el responsable de su

página literaria.

50 La Lucha aparecía haciendo concesiones a las nuevas realidades políticas y económicas de la

intervención norteamericana con una página en inglés. En 1919 tuvo a Miguel de Carrión

como subdirector. Se prestigió este diario con los trabajos de Conde Kostia (seudónimo

utilizado por Aniceto Valdivia), a la vez que contó durante varios años con los editoriales de

Juan Gualberto Gómez. Se publicó hasta 1931.

51 Se refiere a José Marín Varona, notable músico cubano, compositor, pianista, director de

orquesta y pedagogo que, nacido en 1859 fue, además, un ferviente luchador social. Dirigió

diversas orquestas de compañías de zarzuelas y, al inaugurarse la República, fue organizador

y primer director de la Banda del Estado Mayor del Ejército. También incursionó en el

periodismo y desarrolló la crítica musical. Falleció en 1912.

52 En 1590, durante el gobierno de Juan de Texeda, el ingeniero militar Juan Bautista Antonelli

empezó la construcción de esta obra. Durante el ataque y toma de La Habana por los ingleses

quedaron arrasados sus baluartes. En 1763 el gobernador Conde de Ricla dispuso su

reconstrucción de acuerdo con los planos y bajo la dirección de los ingenieros Silvestre

Abarca y Agustín Crame. En épocas posteriores recibió importantes mejoras. Luego de ser

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sometida a un proceso restaurador, bajo la asesoría de la Oficina del Historiador de la

Ciudad, el 20 de abril de 2002, la fortificación se convirtió en el Museo de San Salvador de

La Punta.

53 Situado en la frontera entre La Habana antigua y la moderna, no fue en sus inicios más que el

comienzo del famoso Paseo de Extramuros o Alameda de Isabel II, hoy Paseo del Prado. El

Parque Central, en cuyo centro se alzó hasta el cese de la dominación española, la estatua de

la reina Isabel II, se convirtió poco a poco en el más frecuentado de La Habana durante las

últimas décadas del período colonial y el primer medio siglo de la era republicana. En su

centro fue erigida la primera estatua que en nuestro país se levantó en homenaje al Apóstol

José Martí. Por su situación efectivamente central, por su carácter de punto de reunión

favorito de los habaneros, fue hasta 1959 escenario de innumerables ceremonias oficiales y

de las más encendidas protestas populares, especialmente durante las luchas contra las

tiranías de Machado y Batista.

54 Lugar donde están los manantiales de los cuales se extrae el agua para el abasto de la ciudad;

es el fundamento de nuestro actual suministro de agua.

55 Se refiere a la Sociedad Económica de Amigos del País, instituida en 1792. Los objetivos

que llevaron a un grupo de habaneros ilustres a solicitar la creación de esta sociedad pueden

considerarse de índole económica, cultural y social, fundamentalmente. Los Amigos del País

se preocuparon por tratar de solucionar los problemas que afectaban el desarrollo de la

industria, la agricultura y el comercio. En el mismo año de fundada abrió la primera

biblioteca pública del país. Tuvo a su cargo la administración y redacción del Papel

Periódico de La Habana y entre 1831 y 1834 publicó la Revista y Repertorio Bimestre de la

Isla de Cuba, titulada a partir del segundo número Revista Bimestre Cubana.

56 Decano de la prensa cubana, comenzó bajo la dirección de Nicolás Rivero; desde 1919 fue

dirigido por su hijo, José Ignacio Rivero y más tarde, hasta su desaparición, por el hijo de

este último. En esta etapa siguió siendo órgano de la reacción y defensor de los intereses

españoles. Fue también vocero principal del anticomunismo, aunque hacia finales de la

tercera década prohijó un importante suplemento literario que dirigió José Antonio

Fernández de Castro, y en el que aparecieron las más conocidas firmas de la vanguardia

literaria, artística y política de Cuba y Latinoamérica.

57 Se refiere a la librería La Moderna Poesía, que aunque se mantiene en la actualidad en la

misma esquina de Obispo y Bernaza con igual nombre, nació en 1890 como un modesto

negocio de libros, efectos escolares y de oficina, creado por José López Rodríguez, un

español radicado en la Isla a quien le llamaban Pote.

58 También llamado Campo Militar o Parque de Colón, hoy Plaza de la Fraternidad Americana.

Su verdadera construcción y embellecimiento se debió al Capitán General don Miguel

Tacón, quien se propuso reformarlo por completo y utilizó sus terrenos como campo militar.

Se conoció como Parque de Colón porque se pretendió en algún momento colocar allí una

estatua del Almirante, lo cual nunca sucedió. En 1928, en ocasión de celebrarse en La

Habana la VI Conferencia Panamericana, fue convertido en Plaza de la Fraternidad

Americana y en su justo medio se alzó una frondosa ceiba —nombrada Árbol de la

Fraternidad Americana— abonada con tierra de 21 países de América. En diversos lugares

erigieron bustos de prominentes próceres y patriotas: Benito Juárez, Simón Bolívar, José de

San Martín, Abraham Lincoln, Francisco Morazán, José Artigas, Alejandro Petion, Bernardo

O´Higgins, Juan Pablo Duarte, Leoncio Prado y Tiradentes (Joaquim José da Silva Xavier).

59 En la época colonial se le llamaba Príncipe Alfonso, por el príncipe Alfonso de Borbón,

después rey de España con el nombre de Alfonso XII. Por acuerdo de 10 de junio de 1902, el

Ayuntamiento le dio el nombre de Generalísimo Máximo Gómez, pues este hizo por esta

calle, al frente del Ejército Libertador, su entrada en la capital el 24 de febrero de 1899.

Conserva oficialmente esta denominación, pero la popular sigue siendo la de Calzada del

Monte, en recuerdo de algunos de los que rodeaban a la villa primitiva y también porque por

ella se iba al ingenio y después barrio de Jesús María. Primitivamente se había llamado

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también Calzada de Guadalupe por la ermita que en ella estaba situada, en la esquina de

Águila.

60 Fundado en 1881, pertenecía a la sociedad española Asociación de Dependientes del

Comercio. Ocupaba uno de los primeros lugares entre estas asociaciones por los millares de

socios con que contaba entre españoles y cubanos, y por su importancia dentro de ciertos

aspectos del desenvolvimiento de la vida ciudadana.

61 Se refiere al Ateneo de La Habana denominado también Círculo de La Habana, pues estuvo,

fusionado con éste, conjugando empeños de cultura y objetivos de recreo y brillantez social.

Tenían lugar en sus salones los actos de medular prestancia artística, literaria y científica, y

las bulliciosas arremolinaciones carnavalescas. Fue uno de sus presidentes (reelecto varias

veces) José María Chacón y Calvo.

62 Estatua de mármol erigida en 1803 durante el mandato del Gobernador y Capitán General D.

Salvador José de Muro y Salazar, Marqués de Someruelos, por suscripción pública. Su autor

fue el español Cosme Velázquez, director de la Academia de Bellas Artes de Cádiz. Hasta

1836, cuando fuera trasladada hacia el comienzo de la Avenida o Paseo de Carlos III, se

hallaba emplazada en el entonces denominado Paseo de Extramuros, aproximadamente

donde se encuentra hoy la estatua y fuente de la India.

63 Esculpida por Antonio Solá, se levantó en 1834 por orden del entonces Capitán General de la

Isla Miguel Tacón, gracias a una iniciativa del Conde de Villanueva. Estuvo situada en la

Plaza de Armas hasta 1955, año cuando fue sustituida por la estatua de Carlos Manuel de

Céspedes, mantenida en dicho sitio hasta nuestros días.

64 Al igual que «el puñal del Godo», es una expresión irónica que alude a valores falsos. Según

fuentes consultadas, todo parece indicar que se originó en Cádiz (España) cuando un soldado

llamado Ambrosio enloqueció y, para complacerlo, sus compañeros le permitían hacer

guardia con una carabina de madera. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua

Española, Madrid, 1992, significa no servir para nada. De acuerdo con el Diccionario de uso

del Español, Madrid, 1997, Editorial Gredos S. A., de María Moliner, esta expresión

equivale a ser un inútil.

65 Se trata de Enrique Fontanills, máximo exponente de la crónica de sociedad quien durante su

vida no sólo creó un estilo especial, sino que tuvo el acierto de hallar la frase precisa y el

adjetivo indicado para cada persona. Fue quien sacó a este tipo de crónica del sitio

subordinado en que se hallaba y le dio categoría de gran señora. Murió en 1932.

66 El exclusivista Havana Yatch Club fue una de las sociedades más antiguas de La Habana,

fundada en 1886. Uno de sus principios inspiradores era el de disfrutar de las excelencias de

los deportes y entretenimientos marítimos. Sus remeros gozaron de fama en las primeras

cuatro décadas del siglo XX.

67 Álvaro de la Iglesia Santos, quien nació en 1859, en Cádiz, España, hizo periodismo como

redactor en La Discusión y El Mundo y colaboró en diferentes revistas y semanarios

cubanos. Es autor de varios libros, entre otros, Cuba para los cubanos (La Habana, 1898);

Amalia Batista o el último danzón (La Habana, 1900); Una boda sangrienta o el fantasma de

San Lázaro (2da edición, La Habana, 1901); Episodios cubanos: Pepe Antonio (La Habana,

1903). Fue académico correspondiente de la Real Academia Gallega y, por su vinculación al

tema cubano, se le denominó académico de número de la Academia de la Historia. Falleció

en 1940.

68 Se trata de Domingo Figarola-Caneda, bibliógrafo e historiador que, nacido en 1852, se

destacó por sus compilaciones bibliográficas, así como por la divulgación de nuestras figuras

literarias. Fue el primer director de la Biblioteca nacional. Murió en 1926.

69 Doctor en Medicina y Cirugía, Manuel Pérez Beato nació en 1857 en La Coruña, España.

Fue fundador y director de El Curioso Americano, revista dedicada exclusivamente a tratar

asuntos de América y especialmente de Cuba. Además de sus libros sobre medicina, escribió

también Bibliografía comentada sobre los escritos publicados en Cuba relativos al Quijote y

La Habana artística. Colaboró con las revistas del Archivo Nacional, de la Biblioteca y en la

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Revista Bibliográfica Cubana. Fallecido en 1943, además perteneció a la Academia de la

Historia.

70 El Castillo de la Real Fuerza es la más antigua fortaleza de La Habana y la primera

abaluartada que se levantó en América. Reemplazó a la primitiva que se construyó por

encargo de la Reina de España al Gobernador de la Isla Hernando de Soto, y que fuera

destruida durante el ataque del corsario francés Jacques de Sores a La Habana. Su

construcción se inició en 1558 por Bartolomé Sánchez durante el gobierno de Diego de

Mazariegos, y fue terminada por Francisco de Calona en 1577, gobernando Francisco

Carreño. La torre-campanario fue levantada en tiempos del gobernador Bitrián de Viamonte,

quien colocó en lo alto una estatuilla de bronce en forma de mujer llamada La Giraldilla, que

simboliza a La Habana la que, realizada por Jerónimo Martín Pinzón, es la obra escultórica

más antigua de Cuba. Declarada Monumento Nacional, en esta fortaleza radica actualmente

el Museo Nacional de la Cerámica Contemporánea Cubana.

71 Declarado Monumento Nacional, el Castillo de los Tres Reyes de El Morro es la más

significativa de las fortificaciones cubanas, no sólo por su importancia desde el punto de

vista estrátegico-militar sino por su vigencia como faro marítimo y símbolo de la ciudad. Su

construcción —bajo la guía del ingeniero militar Juan Bautista Antonelli— se comenzó al

unísono que la del Castillo de San Salvador de La Punta y se terminó 30 años después que

éste. Destruído en 1762 al ser tomada La Habana por los ingleses, fue reconstruído en

1763 por los ingenieros Silvestre Abarca, Agustín Crame y Antonio Fernández de Trevejos,

durante el gobierno del Conde de Ricla. Constituyó la principal defensa del puerto habanero

hasta que se terminó la fortaleza de La Cabaña en 1774. En la actualidad forma parte del

Complejo Histórico-Militar Morro-Cabaña.

72 El Capitolio Nacional es una de las obras más relevantes de la arquitectura cubana cuya

construcción se inició en 1926, y se inauguró en mayo de 1929. Fue un proyecto muchas

veces modificado, originario de 1912, cuando se pensó para sede de la Presidencia de la

República; por este motivo intervinieron en él muchos arquitectos y proyectistas como Félix

Cavarroca, Evelio Govantes, Eugenio Rayneri, entre otros. En sus interiores se tuvo gran

cuidado, aceptándose las ofertas de decoración de la Casa Waring and Gillow Ltd. de

Londres, mientras para las monumentales estatuas de bronce, se contó con el gran escultor

Angelo Zanelli. En la multitud de bajorrelieves para las grandes puertas, y las tallas de las

metopas, fueron contratados varios artistas italianos y franceses de reconocida calidad. Aquí

radicó la Cámara de Representantes y el Senado de la República. Hoy alberga el Ministerio

de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente.

73 Doctor en Derecho y en Filosofía y Letras, este destacado profesor de Historia de Cuba y de

Historia Militar de Cuba, nacido en 1901, fue consultor de la Asociación de Política Exterior

de Estados Unidos, concejal del Ayuntamiento de La Habana y miembro de importantes

sociedades e instituciones de la época, como la Sociedad del Folklore Cubano que

regenteaba don Fernando Ortiz. Portell-Vilá quien falleció en 1992 fuera de Cuba, se destacó

también como colaborador de diversas publicaciones.

74 Recibido de abogado en la Universidad Central de Madrid, al regresar a Cuba ejerció la

carrera. Cuando tenía 31 años, fue apresado al estallar la guerra en 1895, pero logró escapar

a México. Al cese de la dominación española ocupó los cargos de consejero provincial,

senador por el Partido Liberal y embajador de Cuba en Portugal. Colaboró en El Fígaro y

otras publicaciones de La Habana y Santa Clara. Recopiló, en varios tomos, los discursos del

dictador Gerardo Machado.

75 Se denomina Cubiche en nuestro país festiva y familiarmente al criollo, al cubano. En el

artículo se observa el empleo de la (o) cerrada por el grafema (u), debido a la intención de

Roig de Leuchsenring de plasmar el habla del personaje tal cual es.

76 Diario fundado en 1914 y dirigido por Carlos Garrido. Sobresalen entre sus colaboradores

Félix Callejas, quien usaba el seudónimo Billiken, con su sección «Arreglando el Mundo» el

humorista Rodolfo Arango y Ricardo Villares.

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77 Se refiere al diario político liberal La Noche, fundado en 1912. Como miembros de su

redacción figuraron, entre otros, Antonio Penichet e Isaac Álvarez del Real.

78 Esta instalación turística, ubicada en el reparto Las Murallas, se ha caracterizado —desde su

fundación en 1909— por su merecido prestigio nacional e internacional. Surge producto de

la remodelación y ampliación de la antigua casa de la familia de los marqueses de Ávila y

Pinar del Río (González Carvajal), que estaba siendo utilizada por el Diario de la Marina. El

nuevo edificio mantuvo —en esencia— la composición y decoración de las fachadas, pero

interiormente fue renovado para adaptarlo al uso del hotel.

79 Llamada San Carlos de la Cabaña en honor al rey Carlos III, su construcción se comenzó en

1763 y se terminó en 1774. Con esta fortaleza quedó defendido el punto más estratégico y

vulnerable de la ciudad por donde se había iniciado, en 1762, la toma de La Habana por los

ingleses.

80 Jardines que poseía la cervecería La Tropical, destinados al solaz y recreo de los

consumidores del producto y del público en general. En dichos jardines, célebres por sus

atractivos, amplitud, solícitos cuidados, diversidad de posibilidades de diversión y

entretenimiento, se celebraban semanalmente fiestas bailables, homenajes, verbenas,

meriendas, de sociedades, colegios, instituciones privadas, grupos particulares y demás

manifestaciones de la vida colectiva. En la actualidad tiene similares usos.

81 Se trata del Palacio Presidencial, edificio público destinado en sus inicios a Palacio

Provincial de La Habana, y que posteriormente fue adoptado para sede de la Presidencia de

la nación. Fue inaugurado en 1920 por el presidente de la República general Mario García

Menocal, el primero de nuestros jefes de Estado que lo habitó. Actualmente es la sede del

Museo de la Revolución.

82 Se refiere al Teatro Tacón que fue construido en 1834 durante el gobierno del General

Tacón, de ahí que se denomine con este nombre. El arquitecto Antonio Mayo tuvo a su cargo

la obra, ubicada en la actual esquina de Prado y San Rafael. Se inauguró en el carnaval de

1838, con cinco bailes de máscaras a los que asistieron, según cronistas de la época, más de

ocho mil personas. Algunos días después se estrenaba el escenario con la obra Don Juan de

Asturia o la vocacíón, en la que se distinguió el gran actor cubano Francisco Covarrubias.

Por sus tablas desfilaron brillantes luminarias del arte dramático y lírico como Sarah

Bernhardt, Virginia Reiter, Constant Coquelin, Tanberlick y Luisa María Casado entre otros.

En la etapa republicana se convirtió en Teatro Nacional. Actualmente es la sede del Gran

Teatro de La Habana.

Bibliografía

Relación de publicaciones

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(Publicado bajo el título: «Meditaciones de un esqueleto filósofo»).

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rascabucheo considerado como una de las bellas artes»).

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