Arntida de la · la vida real, porque pa vivido aprisionada en su casa limpiando cosas. No sabe que...

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Arntida de la.Vara 1, -Allá va Alina. Va a Estambul. Allá va, rompiendo la barrera del sonido hasta Bombay. ¿Lo ve, doña Anita, lo ve? Es grande, como pescado en su elemento, un pájaro estruendoso que abre el cielo. En él va Alina a Estambul. Se ha puesto su traje nuevo color verde, y lleva una petaca de piel, pequeña, que acomoda debajo del asiento. Adiós, Atina, diviértete, mira bien todo, todo, para que después le cuentes a doña Anita lo que viste ... Adiós... adiós. . . , Alina se mueve por el patio en un último paso de baile y qúeda así, como estatua, con el brazo extendido, suelta la mano, despidiéndose. Había empezado el calor y sin embargo ella vestía traje grueso color verde, para viaje, y llevaba una maletita de piel. -Mi pobre hija ... siquiera no sufre. Aunque no si alguna vez haya probado lo que es el sufrimiento. cuando casi a fuerzas salió de su mundo ilusorio a encararse con la realidad, ese monstruo. -Usted no sabe, doña Anita, nada del placer de viajar; me da una pena verla siempre encerrada arreglando cosas: ropa, comidas, plantas; sacando brillo a las cucharas, a las cacerolas, a t0do, a todo, y eso es realmente insoportable. Es como una insolencia, ¿sabe usted? Para los pobres es una insolencia una cuchara brillante, para los pobres sobre todo. y dale con los pobres. Siempre remataba con los pobres, y luego se quedaba así, en esa actitud sumisa, reflexionando. Si no la hub.iera dejado leer tanto, si me hubiera puesto fuerte con lo de las novelas, si ... Ahora me reprocho cosas que me hacen sentir culpable, cosas que en cierta manera conformaron una situación que ha venido a desembocar en esto. Tenía que sucederle a Alina, la más linda, la más amada de mis hijas, a esta Atina que llegó con un signo de excentricidad, de algo remoto y extraño que nunca pude trascender. Ya se le pasará, pensaba cuando la dejé permane- cer encerrada en su cuarto, leyendo día y noche. Empezó por comprar uña revista, y por su intermedio, a encargar libros que _dejaba primero encima del buró, después dentro de los cajones de la ropa; luego se compró un librero que pronto no pudo soportar un libro más, y el cuarto permanecía iluminado hasta bien entrada la madrugada, hasta que.. Belén iba a tocar a mi puerta y a decirme: Alina no se duerme todavía. Y entonces me levantaba a rogarle que tratara de dormir, y le apagaba la luz. Otro día, cuando Dionisia entraba a hacer el aseo, Alina apenas acababa de quedarse hundida en un sueño tan pesado, que Dioni podía quitarle el libro de la mano, sacudir un poco las palomillas de noche muertas que quedaban entre las páginas del libro y en el suelo, debajo del buró y la cama, dentro de las pantuflas y del vaso con agua donde nadaba alguna, indefectiblemente, entre una nu15e de polvillo color de plomo, como si las alas del insecto se fueran deshaciendo. Pero Alina sólo dormía un rato, el justo para coger fuerza y retomar el hilo de la novela inconclusa. Sin acordarse del desayuno, del baño, del tráfago de la casa que empezaba a coger su ritmo, su acompasada respiración, Alina leía, leía incansable. -Con seguridad, doña Anita, usted no sabe nada de la vida, de la vida real, porque pa vivido aprisionada en su casa limpiando cosas. No sabe que hay, por ejemplo, mares azules con islas juntas hacinadas como en racimo, islas con arenas anaranjadas, con acantilados enormes coronados de castillos centenarios; usted no sabe que hay selvas intrincadas, que hay espacios de yerba dorada para el ganado, ni sabe que existen los gauchos, ni el árbol del ombú, porque ha vivido sacándole brillo a todo, a todo, doña Anita, yeso es verdaderamente insoportable, insoportable. - y Alina se iba enfurruñada al jardín a pellizcar los brotes nuevos del plúmbago, a descortezar, con una uña implacable, el tronco fmo de las acacias. Empezaba como jugando, como alguien que no tiene diversiones a mano, por no dejar, pero iba enconán- dose en ella una rabia imperceptible que la hacía ir contra los botones y las ramas tiernas, hasta crecer y crecer tanto que amenazaba acabar con los árboles más grandes del jardín, tiraba macetas contra las paredes hasta que con un jadeo quedaba rendida, sollozante y anulada como una criatura. Entonces había' que ir por ella, y casi cargándola, llevarla hasta su recámara, acariciarla y decirle palabras de cariño que la apaciguaran. Y después de cada crisis volvía a sus libros, día y noche. Se había dejado crecer la uña del pulgar derecho y la utilizaba para abrir las hojas de los libros, para, mientras leía, pasársela como un sable sobre las cejas, y para abatir, durante sus los botones de las plantas y descortezar los arbustos. E' punto temido de su aspecto era aquella uña larga, crecida saludablemen1e y sin tropiezos. Nadie podía saber a cuántos usos podía ser destinada aquella uña. Cierto que esos arrebatos no eran tes, que habían aparecido últimamente, después de su regreso de El Pedregal, hacía año y medio. *** Belén cruzó el corredor con un pequeño bote de hojalata entre 1aI manos, empeñada en ponérle la tapa; el cabello rojizo le caía soble un ojo y ella trataba de apartarlo con un movimiento brusco de la cabeza. Uevaba manguillas hasta el codo, como las oficinistas, J medias claras que le hacían ver las piernas más gruesas aún. Pasó ensimismada en su tarea, hasta que ya en la puerta de su cuarto logró taparlo, y lo acomodó en un estante de madera donde había varios recipientes de diversos tamaños y formas. - Belén, le reprochó doña Aníta, siempre serás así, egoísta J tonta. Qué más te da serlo en menor escala, hija mía ... Se notaba que era el reproche obligado, pero sin efecto. le contestó, sin ganas de discutir, que la habían dejado crecer aSI, . que era imposible cambiar ya.

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Arntidade la.Vara

1,

-Allá va Alina. Va a Estambul. Allá va, rompiendo la barrera delsonido hasta Bombay. ¿Lo ve, doña Anita, lo ve? Es grande,enorm~ como pescado en su elemento, un pájaro estruendoso queabre el cielo. En él va Alina a Estambul. Se ha puesto su trajenuevo color verde, y lleva una petaca de piel, pequeña, queacomoda debajo del asiento. Adiós, Atina, diviértete, mira bientodo, todo, para que después le cuentes a doña Anita lo queviste ... Adiós... adiós. . . ,

Alina se mueve por el patio en un último paso de baile yqúeda así, como estatua, con el brazo extendido, suelta la mano,despidiéndose. Había empezado el calor y sin embargo ella vestíatraje grueso color verde, para viaje, y llevaba una maletita de piel.

-Mi pobre hija... siquiera no sufre. Aunque no sé si alguna vezhaya probado lo que es el sufrimiento. cuando casi a fuerzas salióde su mundo ilusorio a encararse con la realidad, ese monstruo.

-Usted no sabe, doña Anita, nada del placer de viajar; me dauna pena verla siempre encerrada arreglando cosas: ropa, comidas,plantas; sacando brillo a las cucharas, a las cacerolas, a t0do, atodo, y eso es realmente insoportable. Es como una insolencia,¿sabe usted? Para los pobres es una insolencia una cucharabrillante, para los pobres sobre todo.

y dale con los pobres. Siempre remataba con los pobres, yluego se quedaba así, en esa actitud sumisa, reflexionando. Si no lahub.iera dejado leer tanto, si me hubiera puesto fuerte con lo delas novelas, si... Ahora me reprocho cosas que me hacen sentirculpable, cosas que en cierta manera conformaron una situaciónque ha venido a desembocar en esto. Tenía que sucederle a Alina,la más linda, la más amada de mis hijas, a esta Atina que llegó conun signo de excentricidad, de algo remoto y extraño que nuncapude trascender. Ya se le pasará, pensaba cuando la dejé permane­cer encerrada en su cuarto, leyendo día y noche. Empezó porcomprar uña revista, y por su intermedio, a encargar libros que

_dejaba primero encima del buró, después dentro de los cajones dela ropa; luego se compró un librero que pronto no pudo soportarun libro más, y el cuarto permanecía iluminado hasta bien entradala madrugada, hasta que.. Belén iba a tocar a mi puerta y adecirme: m~má, Alina no se duerme todavía. Y entonces melevantaba a rogarle que tratara de dormir, y le apagaba la luz. Otrodía, cuando Dionisia entraba a hacer el aseo, Alina apenas acababade quedarse hundida en un sueño tan pesado, que Dioni podíaquitarle el libro de la mano, sacudir un poco las palomillas denoche muertas que quedaban entre las páginas del libro y en elsuelo, debajo del buró y la cama, dentro de las pantuflas y delvaso con agua donde nadaba alguna, indefectiblemente, entre unanu15e de polvillo color de plomo, como si las alas del insecto sefueran deshaciendo. Pero Alina sólo dormía un rato, el justo paracoger fuerza y retomar el hilo de la novela inconclusa. Sinacordarse del desayuno, del baño, del tráfago de la casa que

empezaba a coger su ritmo, su acompasada respiración, Alina leía,leía incansable.

-Con seguridad, doña Anita, usted no sabe nada de la vida, dela vida real, porque pa vivido aprisionada en su casa limpiandocosas. No sabe que hay, por ejemplo, mares azules con islas juntashacinadas como en racimo, islas con arenas anaranjadas, conacantilados enormes coronados de castillos centenarios; usted nosabe que hay selvas intrincadas, que hay espacios de yerba doradapara el ganado, ni sabe que existen los gauchos, ni el árbol delombú, porque ha vivido sacándole brillo a todo, a todo, doñaAnita, yeso es verdaderamente insoportable, insoportable. -

y Alina se iba enfurruñada al jardín a pellizcar los brotesnuevos del plúmbago, a descortezar, con una uña implacable, eltronco fmo de las acacias. Empezaba como jugando, como alguienque no tiene diversiones a mano, por no dejar, pero iba enconán­dose en ella una rabia imperceptible que la hacía ir contra losbotones y las ramas tiernas, hasta crecer y crecer tanto queamenazaba acabar con los árboles más grandes del jardín, tirabamacetas contra las paredes hasta que con un jadeo quedabarendida, sollozante y anulada como una criatura. Entonces había'que ir por ella, y casi cargándola, llevarla hasta su recámara,acariciarla y decirle palabras de cariño que la apaciguaran. Ydespués de cada crisis volvía a sus libros, día y noche.

Se había dejado crecer la uña del pulgar derecho y la utilizabapara abrir las hojas de los libros, para, mientras leía, pasárselacomo un sable sobre las cejas, y para abatir, durante sus arrebat~

los botones de las plantas y descortezar los arbustos. E' puntotemido de su aspecto era aquella uña larga, crecida saludablemen1ey sin tropiezos. Nadie podía saber a cuántos usos podía serdestinada aquella uña. Cierto que esos arrebatos no eran fre~tes, que habían aparecido últimamente, después de su regreso deEl Pedregal, hacía año y medio.

***

Belén cruzó el corredor con un pequeño bote de hojalata entre 1aImanos, empeñada en ponérle la tapa; el cabello rojizo le caía sobleun ojo y ella trataba de apartarlo con un movimiento brusco de lacabeza. Uevaba manguillas hasta el codo, como las oficinistas, Jmedias claras que le hacían ver las piernas más gruesas aún. Pasóensimismada en su tarea, hasta que ya en la puerta de su cuartologró taparlo, y lo acomodó en un estante de madera donde habíavarios recipientes de diversos tamaños y formas.

- Belén, le reprochó doña Aníta, tú siempre serás así, egoísta Jtonta. Qué más te da serlo en menor escala, hija mía...

Se notaba que era el reproche obligado, pero sin efecto. Bel~le contestó, sin ganas de discutir, que la habían dejado crecer aSI, .

que era imposible cambiar ya.

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-Pero si no haces un esfuerzo todo irá empeorando, te lo digopor tu bien.

-Pero mamá, qué tiene de malo que yo guarde lo que voy anecesitar durante mi semana de cocina. Es una manera de serordenada. Ya usted vio lo que sucedía antes de estó; yo tostabacafé, lo molía, y Teresa lo usaba en su semana, y cuando de nueveme tocaba la cocina, tenía que volver a tostar café, y molerlo. Así,en cambio, cada quien utiliza las cosas que ha preparado y Teresaaprende a hacer las suyas. Eso por lo que nos toca a Teresa, aEmilia y a mi, porque lo que es a Alina jamás se le exigiósemana, ni planchado, ni arreglo de plantas ni nada. Alina ha sido lasabihonda de la casa, y ya ve.

-Deja de hablar así, por favor. Alina nunca ha estado bien, túlo sabes.

-Ahora no está bien, pero si se le hubiera exigido como anosotras, no habría llegado a donde llegó. Pero no se ponga triste, •mamá, que nosotras hacemos todo con gusto, cada quiene tienesus defectillos, sus manías, ¿por qué no me deja usted las mías?Al fin de cuentas no son tan grandes como para llegar aseparamos.

- Tú sí, Belén, pero Emilia ¿cuánto tiempo hace que no' sabe deAlina, que no la ve, que no se acerca a ella? Y doña Anita saca supañuelo y empieza a enrollárselo en un dedo. Ahora le ha dadopor no planchar su ropa cuando le toca a ella la plancha, por nohacerle su dieta cuando está en la cocina con el pretexto de queno sabe hacer comidas especiales y que Alina tiene que comer loque todos. Emilia siempre ha pensado' que es fea cuando enrealidad no lo es, y que a Alina todo se le ha consentido por ser labonita, la brillante. En fin, nc niego que ha habido defectos en laorganización de las tareas, pero cuánto me gustaría verlas hermana·bIes.

Sin embargo, doña Anita sabía que no era completamenteverdad· todo aquello. En el caso de Guy, por ejemplo, susintervenciones no eran ni muy frecuentes ni muy firmes. Emilia lohabía recibido cuando por primera vez llegó a la casa buscando adon Ricardo. Había venido para entrar en tratos con él por lo deSan. Carlos y El Pedregal. Primeramente había incursionado por losranchos en busca de vanadio. Según parecía, había encontrado algoen El Pedregal, aun cuando a nadie había dicho media palabra.Emilia, trepada en una escalera, sacudía las enredaderas del saguán,cuando sintió que alguien le miraba las piernas; volvió la carasorprendida y se encontró con la mirada admirativa de GuyTurquoise. Estaba parado en la puerta, enfundado en un traje demezclilla bastante usado. Traía botas mineras y el pelo y la barbarubios, crecidos exageradamente para el uso de la región. Emiliaenrojeció al toparse con los ojos azules de Guy y en su turbaciónno sabía dónde poner las tijeras y el trapo húmedo. Más enrojeciócuando el extranjero traspuso el umbral y le dio la mano para

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ayudarla a bajar. Lo hizo pasar a la sala mientras llamaba a supadre, y al despedirse él le oprimió los dedos en tal forma que ellase sintió capaz de ir hasta el fm del mundo con él, si se lo pidiera.

-Dimanch prosimó, don Richard, oyó que Turquoise le decía asu-padre mientras la miraba riente, confiado, tan cercano ya a. suámbito emocional, que no se movió un centímetro, segura de queasí-había de- prolongar su acento ondulando alrededor de sucuerpo, como cuando se metía a la tina para tomar un baño tibio.

Emilia nada comentó de ese encuentro con sus hermanas, ycuandQ le preguntaron quién había estado de visita, solo dijo:

-Un extranjero. Creo que venía por ·10 del Pedregal. Pero ensecreto comenzó a seleccionar vestidos, desesperándose de no

. tenerlos - bastantes, ni bonitos ni nuevos. Escogió uno, medioanticuado pero de buena gasa color verdeazul, y se aplicó, apuertas cerradas en su cuarto, a modificarlo. Lo lavó entre sonrisasmisteriosas y .arrobami.entos secretos; lo mismo -lo planchó,· ycuando el domingo llamaron a la puerta, sólo un lucero eracomparable a la luz de sus ojos. El venía con el pelo igualmentelargo, pero no llevaba ropa de trabajo. Era la tarde sombreda, y aldarle ella la mano, él bruscamente pasó su brazo por los hombrosde Emilia y la besó en la boca, apretando sus labios en los de ellacomo si todo en el mundo, la tarde, la plaza cercana, los ruidos ensordina de la casa, los gritos de los niños que jugaban en la calle.sólo fueran eslabone's de una cadena que terminaba allí, en aquelabra,zo, en el acercamiento de los labios que se buscaban. No durótodo ello ni un minuto, pero Emilia era otra, era otra más plena,completa y feliz. No podía ser de otra manera, pues era el primerbeso de hombre que recibía en su vida, y en vez de crearlepreocupación, de sentir que aquello trastornaría su vida pOi'completo, se encontró con una Emilia desligada de prejuicios,libre y hermosa como debió ser la primera mujer que se sintió

- amad.a.Cuando· don Ricardo llegó, Guy estaba sentándose en una silla

de mimbre a instancias de Emilia. Esta salió discretamente cuandosu padre con la mirada le indicó que los dejara solos.

Cómo era la Emilia que llegó a su cuarto y permaneció de piemirándose en el enorme espejo, ni ella lo sabía con exactitud.Siguió así, averiguándose, consultando sus facciones, la línea de sucuerpo verdeazul, el pelo rojizo corto y ensortijado, y se encontró

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frente a una desconocida. Al menos los ojos que la veían no eranlos suyos. Encontró que aquél era un cuerpo extraño que jamáshabía consultado para nada, un cuerpo que tenía voz, y preguntasy respuestas. Un cuerpo que sabía su respuesta y la decía conclaridad. Oyó la voz de su padre llamándola y tuvo que haceresfuerzos por no correr. Había don Ricardo invitado a Turquoise acenar la semana próxima y deseaba que Emilia lo ayudara aaceptar. Querían hablar un poco más acerca de la venta de ElPedregal. Ese día no llegaron a ningún arreglo formal.

***

-¿Cómo ha podido vivir así, doña Anita? ¿Cuántos años tiene,sesenta; cincuenta? ¡Medio siglo de encarcelamiento dedicada acosas manuales, quitando polvos y mugres, restregando cazuelas ypisos, cuando hay un mundo ancho que recorrer! Pero para usted,pobre doña Anita, todo se ha reducido a sacarle brillo a las cosas,un oficio excecrable bajo todos puntos de vista, verdaderamenteinsoportable, sobre todo para los pobres. Desde que había regresa­do de El Pedregal, hacía año y medio, le llamaba doña Anita yhabía empezado a mencionar a los pobres.

A Teresa la tocaba cocinar esa semana, pero Emilia se empeñóen ayudar a disponer la mesa. Sacó de un arcón el mantel español,amarillento y oliendo a encierro de años. Buen trabajo le costóblanquearlo y plancharlo hasta quedar como nuevo. Desempaquetólos cubiertos envueltos en tela de nipis fIlipino; la vajilla deporcelana que tenía tonalidades de ópalo cuando la luz la atrave­saba; los vasos gruesos de cristal, que no se usaban ya no seacordaba desde cuándo. A las hermanas les sorprendió aquel súbitoentusiasmo de Emilia, sólo Alina, después de un día de ininterrum­pidi lectura, nada preguntó. Dionisia la había ayudado a vestirse,ya entrada la tarde, y a cepillar su largo cabello color caoba.Parecía más alta y pálida que de costumbre, pero más bella con sutraje, casi monacal de color blanco. Sólo una cinta con dibujosdorados- y rojos acentuaba la línea suave de la cintura. Entró alcomedor y se entusiasmó con el arreglo de la mesa, y cuando supoque un extranjero era el invitado, se empeñó en sentarse cerca deél para practicar el francés que estaba ya olvidando. Para estoErnilia empezaba a sentir un vacío en el estómago, una repentinaincomodidad que la mortificaba hasta la náusea. Sin embargo lacena transcurrió sin contratiempos; la risa de don Ricardo llenabael comedor cuando Alina intercambiaba algún comentario conGuy, quien elogiaba su acento francés y aseguraba que el cursointenSivo que había llevado Alina había sido bien aprovechado.Teresa, con la mirada d~ba órdenes a Dionisia para que retirara losplatos; era tan raro tener invitados en aquella casa que la pobreDioni se trastornaba sin hallar qué hacer. Belén, a un lado de sumadre, sonreía contenta.

Fue entonces cuando empezaron a gestarse cosas imprevisibles;cuando doña Anita no quiso' ver claro aunque las cartas estabanallí, sobre la mesa. Bastaba' manipularlas bien, pero ella no seatrevió a intervenir. Vio el sufrimiento de Emilia, bien disimuladocon cortesías; la turbación de Guy entre las dos hermanas, y aAlina interesada sólo en pronunciar bien el' francés, preguntando aTurquoise de su país que conocía como si hubiera vivido allámucho tien:po, maravillándolo cuando hablaba de las calles de.París, cuando le daba nombres y direccion¡ls precisas.

Cuando la cena hubo terminado doña Anita sabía que aquelhombre revolucionaría la precaria estabilidad de su casa.

El Pedregal fue vendido. No era gran cosa aquel ranchitoperdido entre peñascales y .tescalarnas. Además, nunca había dadoa ganar ni un solo peso, y la brecha que con dificultad comunicabaal camino principal se había borrado, sólo a lomo de mula podíallegarse al Pedregal. Eso sí, era un verdadero nidal de alirnll9-as quese cebaban en las pocas reses que don Ricardo echaba de cuandoen cuando para que se mantuvieran solas. Verdaderamente era unafortuna que alguien se interesara por él hasta el punto decomprarlo, y a buen precio.

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Turquoise se dio al trabajo como enajenado; contrató trabajado­res del pueblo que en brigadas iban abriendo el camino, levantandolos muros de una casa-taller, instalando maquinaria, bombas para elagua, pequefios acueductos. El Pedregal, decía, tendrá que cambiarde nombre. Iba poco al pueblo, y cuando lo hacía llevaba listasenormes de cosas que comprar, pero siempre se daba tiempo parapasar a saludar a la familia Moreno. Uegaba cubierto de cal, másquemada la cara por el sol implacable, más azules los ojos. Eseverano había sido excepcionalmente caliente, por eso encontrabasiempre a don Ricardo en el saguán, leyendo su periódico.Saludaba, y casi titubeante preguntaba cómo se encontraba Atina.En su cuarto, leyendo como siempre, le respondía don Ricardo.

- ¿y sus demás hijas, don Richard?Las demás hijas eran otra cosa para Turquoise. Quizá le

perturbaba la frescura de Emilia, lozana y sencilla, ingenua yfogosa, sobre todo cuando lo miraba con los ojos llenos deestrellas; Emilia, aquella niña que no sabía besar y que sinembargo lo hacía tan bien. Todas, Emilia, Teresa, Belén, eran lasdemás hijas de don Ricardo Moreno. Ya casi al despedirse CuyTurquoise se atrevía a decir cuánto le gustaría saludar a Alina.Entonces ella venía como enmedio de un sueño, ausente y casi sinarreglar, y a la mirada tierna de Turquoise que ella no llegaba acaptar, correspondía con un gran esfuerzo por encontrar lasfórmulas del saludo en francés, que se le escapaban cuando era asíarrancada de su lectura. En ocasiones él le dejaba algún libro queacababa de rétirar de la oficina de correos, alguna litografía de lacampifia francesa. Una vez le regaló un cenzontle que habíaatrapado en El Pedregal, pero como Alina no sabía cómo cuidarlo,se lo regaló a Emilia. Yo lo haré crecer, dijo esta con voztemblona, y mientras tomaba al pajarito en sus manos ahuecadas,en la comisura de sus labios bailoteaba un incontenible tic nerviosoque la hizo casi correr hasta su cuarto donde estuvo encerradatoda la tarde. Esa noche se acostó sin probar bocado.

***

-Mire las banda~s, doña Anita. ¿Sabe que los patos emigran enbusca del buen clima? Cruzan el mar, cruzan países, montañas. Sevan. Ni un día posponen su vuelo. Hasta los patos, seres irraciona­les, viajan, vuelan. Tienen el buen sentido de saber cuándo debenirse. Eso está en su naturaleza. ¿Y usted nunca ha sentido, doñaAnita, deseos de viajar? Se ve que no, porque está en su elementocuando anda para acá y para allá lustrando cosas. Cuánto le gustaa usted ese abominable oficio. ¿Y para qué? Sólo para ofender alos pobres; nunca sabá lo que es para un pobre ver una cucharabrillante, nunca entenderá lo insoportable que es eso. Y mirándosela uña se iba al jardín casi como despreocupada, hasta queempezaba a tronchar los brotes de los plúmbagos. Pobre hija,

pensaba doña Anita, seguramente Cuy no supo cómo tratarla, puesdesde que vino de El Pedregal, hace año y medio, está así.

En verdad era extraña aquella casa con sus piezas altas yenormes que daban todas al corredor ensombrecido de enredade·ras. A pesar del calor reseco de afuera, dentro de la casa prevalecíaun hálito de humedad; quizá los macetones regados rutinariamentepor las tardes refrescaban la siesta caliginosa, densa. La sombra deBelén acomodando sus botes en la alacena, la de Teresa poniendo

. flores a la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro salpicada deletreros en latín y en ruso, y la fugaz de Emilia, cada día máshuraña y huidiza poniendo trampas a su antigua espontaneidad,eran las que se barajaban silenciosas en el perímetro sombreado delcorredor. Don Ricardo y doña Anita formaran un mundo casiaparte, velando sus prenlOniciones con el embeleso de su mutuacontemplación, a pesar de la edad.

-Qué hermosas hijas tenemos, se repetían incansablemente,todo para no pensar en el hijo, el único que se les había criado,perdido ahora en el vicio y en el mal vivir. En la casa jamás se lemencionaba, apenas alguna vez, entre silencio y silencio, doñaAnita soltaba unos suspirotes escalonados; en eso se conocía que seestaba acordando de Pablo. Nació primero Belén, después Teresa,luego un niño que no sobrevivió ("el Pablito que se nos murió"~

Emilia, el Pablo que ahora ignoraban, y Alina.Pablo tan decente, quién habría de decir que haría Jo que hizo.

Aunque no tuvo él toda la culpa. Hay mujeres que se vanmetiendo como la humedad y cuando menos se piensa no hay poderhumano -capaz de arrancarlas. Tenía que ser una forastera, unaadvenediza. Cuando llegó aquí con su marido y su hija de onceaños, una especie de advertencia se alzó como un rumor: eraguapa, con un cutis de flor y grandes ojos negros. Su \marioogordo, entrecano, de modales raros. La niña no era nada todavía;sólo una criatura. Alquilaron la casa de junto. Don Marcelino pusoun tallercito de joyería y ahí se llevaba detrás de su vitrinahaciendo que hacía, esperando clientes. La niña jugaba a la pelotaen el patio; doña Julia iba y venía de la puerta de la casa al patiode atrás. Se la notaba inquieta, como que no hallaba su lugar,como que algo le faltaba. Un día la pelota de la niña fue a dar ahíal jardín, junto a los prados florecidos. Pablo la recogió, subió a laescalera recargada en la barda, y ... no había ninguna niña juganooal otro lado, sólo doña Julia con una blusa escotada, escotadahasta la exageración, esperaba abajo la pelota. Ni una palabra.Pablo quedó con el brazo en alto, en el acto de arrojar la bola, ellacon los brazos extendidos, esperándola.

Los encuentros fueron sigilosos, a media noche, entre cuchi·cheos; y no por don Marcelino que fmgía dormir a pierna suelta,sino "por tu familia, tan quisquillosa". Poco después don Maree­lino formó el Club de la Argolla, con puros jovencitos. Ya teimaginarás cómo estaba el pueblo de indignado. La niña fue

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recogida por una tía que dirigía en la capital un asilo de ancianos,para que la ayudara.

-Mire esa nube, parece un barco de vela. El viento lo vaempujando, empujando, y él camina con las velas restiradas. Ahíva Alina ¿la ve? ¿La diStingue bien? Va a la isla de Kérkira, la delas playas doradas. Un hombre está en un cobertizo. Kirie, le diceAlina. Entonces ¿lo ve, d~ña Anita? , el hombre entra al cobertizoy sale luego con un trozo de queso de cabra. Se lo ofrece a- Alina:Tiri, le dice el hombre, queso, tirio Alina lo toma, lo muerde conplacer entre sonrisas de agradecimiento. Ah, Alina, eres preferidade los dioses, predestinada desde la cuna a compartir y derramartu alegría por el mundo entero... y queda como estatua, en un ­paso de baile, saludándose.

-Me quejo ante tí, Señor, porque nunca he sabido qué hayadentro de esa niña que sueña con alas, con Kérkiras remotas. Mequejo de no habérsela negado a Turquoise cuando vino aquella vez ­a hablar con Ricardo y estuvieron toda la tarde encerrados en lasala. Por la noche Ricardo va saliendo con la novedad de que Guyhabía pedido la mano de Alina. ¿Y ella qué? A ella le hará bien elmatriÍnonio, ya verás; necesita salir de su cuarto, quemar todosesos libros y hacer una vida normal con un hombre que la quiera,y Turquoise está loco por ella. Y accedí a prevenir a Alina. Se lodije lo mejor que pude, y ella entrecerrando los párpados se dejócaer en la almohada. Así practicaré mi francés, dijo, y creo queluego se quedó dormida. Para esto ya Pablo se había ido a lafrontera donde comenzó una vida de escándalo entre viciosos yprostitutas.

Dioni le ayudó a vestirse, a peinarse, a ponerse el velo. Dionidaba vueltas a su alrededor prendiendo aquí, deshaciendo unaarruga más allá. Es un sueño, dijo cuando la contempló con lacabeza inclinada hacia un lado, cuatro pasos atrás. Es un sueño,­dijo Turquoise al aparecer ella ausente, silenciosa, enajenada. Todofue muy íntimo; en la sala se improvisó un altar. Sobraba espaciopara la familia incompleta: no estaba Pablo y Emilia tenía jaqueca.

Cuando regresaron de un breve viaje a la playa más cercana,Guy le confesó a Ricardo que el matrimonio aún no se habíaconsumado. No era que ella se negara, no; sino que cuando él se leacercaba Alina caía en un sopor extraño y quedaba inconsciente.El no deseaba tomarla en ese estado, eso sería inmoral, un abuso,un estupro. Entonces Ricardo le aconsejó que la llevara con él alPedregal, que tuviera paciencia con ella, que las cosas tenían quenormalizarse.

Justo al mes Alina regresó con Dioni. Venía trastornada,verdaderamente enferma.

-Guy me hizo sacarle brillo a las cucharas, y delante de lospeones, explicó antes de entrar a su cuarto, pero Dioni a señas nosindicó que eso no era verdad. Esa tarde, lo recuerdo bien, Dioni sela pasó' en el lavadero, restregando sábanas.

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