Aretes de Esparta - Lluis Prats

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Aretes, anciana lacedemonia, sedispone a recordar losacontecimientos que han marcadosu vida. Será su voz, serena yapasionada, la que describa laazarosa historia de su familia —quecontra su voluntad se verá envueltaen las intrigas de la época— y, através de ella, la forma de pensar yvivir de los espartanos, sus leyes ysus costumbres, y revele losproblemas internos y las traicionesen la ciudad, la creciente enemistadcon Atenas y la destrucción delterremoto que asoló Esparta.

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Será ella quien detalle los hechosque marcaron el futuro de supueblo: la mítica batalla de lasTermópilas y la posterior ydefinitiva batalla de Platea, en laque los persas fueron finalmenteexpulsados de Grecia.Todo ello en un relato introspectivo,tierno y crítico a la vez, en el que sedescubre una historia de amor yvalor, de honor y pérdida. Unahistoria de los hombres másvalerosos que hayan pisado laTierra, inmortalizada por lamemoria de una mujer.

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Lluís Prats

Aretes deEsparta

ePUB v1.0

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AlexAinhoa 09.07.12

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Título original: Aretes de Esparta@Lluís Prats Martínez, 10/2010.

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)ePub base v2.0

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Abandona ahora el amado TaigetoMusa laconia, y ven con nosotros,

celebra al dios de Amiclasy a Atenea, la del broncíneo santuario,

y a los valientes Tindáridasque junto al Eurotas se divierten.

¡Ea!, toma más impulso,¡oh!, ea, ve más ligera saltando,

para que cantemos a Espartaa la que gustan los coros de los dioses,

y el movimiento rítmico de los pies,cuando, como potrillas, las muchachas

junto al Eurotasbrincan repetidamente con sus pies

levantando polvo,y agitan sus cabellos como bacantes,

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moviendo el tirso y saltando.

Lisístrata, de Aristófanes (vv.1296—1315)

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Capítulo 1

432 a.C.

¡Oh Calíope, Clio, Erato y Euterpe, ymusas todas que habitáis las moradasdel Olimpo, que por vuestra bellezaconseguís todo lo que os proponéis! ¡Yvosotras, Ninfas del Peloponeso! Tú,Hamadríabes, que cuidas de los árbolesy tú, Napeas, que lo haces de lasmontañas y las cascadas. Y vosotras, lasNereidas del mar de anchos pastos, hijasdel divino Océano; y tú, Epimélides, laque cuida de las ovejas. ¡Vosotras, hijasde Zeus el soberano, que bailáis en los

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claros del bosque junto a mi diosaArtemisa y que tejéis prendas púrpurasen sus cuevas mientras vigiláisamablemente el destino de los mortales!Otorgad a esta anciana la gracia derecordar y la fuerza para escribir lo quesus ojos marchitos han vivido. Si laobtengo, os prometo ofrecer unsacrificio memorable en vuestro Nimfeode Esparta.

Me llamo Aretes y soy hija deEurímaco y de Briseida, nieta deLaertes, lacedemonia o espartana, comoqueráis. Si mis cálculos no yerran, misojos han visto más de setenta

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primaveras, una edad más querespetable para los tiempos que me hantocado vivir. Si ahora me vierais noreconoceríais a la muchacha que fui. Yano puedo ir andando a muchos sitios ypreciso de un asno o una carreta parallegarme al mercado de la aldea o a sustemplos para ofrendar a los dioses. Mismanos arrugadas no son lo precisas quefueron y la memoria inmediata meflaquea. No así los recuerdos de miinfancia y juventud, que tengo presentescomo si hubieran sucedido esta mañana,porque cuando cierro los ojos aparecenen mi mente las imágenes de mi padre ymis hermanos bruñendo y engrasando

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sus armas, mi madre amasando el pan onuestros ilotas segando la mies entre lasramas plateadas de los olivos agitadaspor el Noto, el viento cálido que enverano remonta el cauce del Eurotasdesde el mar.

No puedo ya valerme del todo pormí sola y mis manos tiemblan como unavieja rueca cansada de rodar, aunque lohacen de modo casi imperceptible. Miojo derecho se ha cubierto de una telafina y peligrosa como la de una araña. Aveces, la niebla que lo mantiene en lapenumbra se disipa, como la brumadesaparece de la cima de un monte alto,y entonces puedo escribir con pulso más

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o menos firme.Sin embargo, aún conservo algo que

me hizo una de las muchachas másesbeltas de mi tiempo. Mis ojos verdestodavía pueden chispear con malicia,pues conservo el don de ver más allá delas palabras y de leer los corazones. Enmi juventud fui una mujer bella, o almenos eso decían. Lo digo sin pizca deengreimiento porque tuve admiradores,hermosos muchachos que me cortejarony presentes dignos de una reina, comocollares de cuentas, perfumes egipcios ovasijas de barro fenicio. La vida al airelibre y las continuas prácticas atléticas alas que la educación espartana obliga

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también a las mujeres, esculpieron en míun cuerpo bello.

Dicen que las mujeres espartanassuperamos en belleza a las demás de laHélade. Nuestra diosa no es Afroditacomo para el resto de las griegas, sinoArtemisa cazadora, pues, desdepequeñas, moldeamos nuestras piernas,nuestra cintura o nuestros hombros en lapalestra y en las carreras alrededor delos campos. Nuestro cabello claro luce ala luz de la lámpara no por las cremas olos cosméticos, sino por el lustre denuestra salud. Nuestros ojos no se bajanante la mirada de un hombre como hacen

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los ojos maquillados de las prostitutasde Corinto y nuestras piernas no secuidan en el tocador con ceras o jugo dearándano, sino bajo el sol, en lascarreras o en la pista atlética. Desdeniñas nos inculcan que nuestra principalresponsabilidad es criar niños fuertesque sean guerreros y héroes, defensoresde la polis. Las espartanas somosmujeres bravas como yeguas, corredorasolímpicas. El entrenamiento produce ennosotras algo poderoso y lo sabemos.Otras ciudades producen monumentos opoesía entre otras artes. Esparta, encambio, produce guerreros, y nosotraslos parimos.

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He de reconocer que siempre hesido algo tímida o reservada, aunque nopusilánime ni retraída, y mucho menoscobarde, que esta palabra no existe en elvocabulario de Esparta. Por eso, cuandoel grupo de muchachas de mi edad noscruzábamos con mi padre y su homoi ogrupo de guerreros ejercitándose en lallanura, o nos veían correr con laspiernas desnudas, entonces mi padregritaba a sus compañeros «¡mirad migacela de ojos de ternera!», yo me sentíamorir, enrojecía hasta la raíz del cabelloal oír los comentarios procaces de loshombres. Por eso corría aún másdeprisa, seguida de mis compañeras por

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el campo, cubierta de sudor y del polvodel camino. De esa forma no podíanapreciar mi ondulado cabello del colordel roble joven, ni los hoyuelos de mismejillas, ni mi boca ancha y sonriente.Sólo se fijaban en las piernas o en losmuslos de una muchacha, más parecida auna potrilla que a una mujer. Sinembargo, mi padre lo decía lleno deorgullo y, cuando por la tarde regresabaa casa serena, me pellizcaba como sóloél sabía hacer repitiéndomelo en laoreja: «¡Mi gacelilla de ojos deternera!». Entonces yo ya no enrojecía.Allí me lanzaba a sus brazos y me locomía a besos, porque ser la única hija

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de un padre otorga esos derechos. Mishermanos pasaban gran parte del día enlos campos, o en la palestra junto a losotros muchachos, y mi madre, comocontaré, vivía ensimismada en su dolor.Demasiado a menudo estaba sumergidaen su mundo de melancolía.

Soy vieja, he dicho. Por eso, minieta Ctímene escribe a ratos por mí.Hace semanas le propuse que setrasladara a vivir una temporadaconmigo al campo y, al oírlo, lebrillaron los ojos como dos monedas deplata ateniense. Abandonar la austeravida de su aldea de Limnai para venirunas semanas a nuestra granja en la falda

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del escarpado y hosco Taigeto la hasacado de la rutina, de las pesadaslabores domésticas y de algo peor,porque su madre, mi nuera Clitemnestra,se ha empeñado en que la corteje unguerrero mal parecido que ha perdido unojo en una refriega contra la ciudad deArgos. Ella podrá elegir al guerrero quequiera, pero ya se sabe que a lasmuchachas no les gusta que los mayoresles importunen demasiado con estosasuntos del corazón. Anteayer, mi hijoEurímaco la acompañó en carro a lafinca de la familia. Creo que a lamuchacha le está sentando muy bien elcambio de aires.

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Nuestra hacienda es, como todas,propiedad de la Polis, aunque hace yamás de cinco generaciones que laexplotamos junto a nuestros ilotas. Heescrito bien, sí. He dicho junto anuestros ilotas. No nos aprovechamos desu trabajo, como hace la inmensamayoría del pueblo espartano. Paranuestra familia, los ilotas no sonesclavos. Esto es algo que mi abueloLaertes nos inculcó desde que tuvimosuso de razón. Los ilotas sontrabajadores. Por eso, desde niños,hemos procurado tratarlos como semerecen. No hemos trabajado junto aellos recolectando la fruta o agitando las

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ramas de los olivos cuando llega laépoca de recoger la aceituna porque esolo tenemos prohibido, pero sí que hemosprocurado que en nuestra finca no faltaralo imprescindible para hacer su trabajomás llevadero.

Recuerdo que, cuando se convocabal a Kripteia y los crueles y rudosguerreros vagaban de noche por loscampos para exterminar a los ilotas másfuertes, mi abuelo autorizaba a nuestrocapataz, Menante, para que salieracorriendo a prevenirles. Así loshombres escapaban unos días a lasmontañas hasta que pasaba el peligro.

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Desconozco si todos los pueblos dela Hélade son tan belicosos como elnuestro. No sé si en Micenas, Beocia oen las islas del Egeo, los hombres sontan rudos y avezados en la guerra comoen Esparta. Desconozco si pasan el díarecitando poesías o tañendo la lira bajosus pórticos. Pero, en nuestra tierra, elescudo y la espada son reverenciadoscomo dioses y la fuerza es el bien máspreciado. Por ello, nuestros hombres sonatletas y soldados, jamás han trabajadola tierra ni han sido artesanos. Estostrabajos menores están reservados a losilotas o a los periecos, sometidos hacegeneraciones, y que conviven con

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nosotros.La tradición dice que Amidas fue la

última aldea que se agregó a Esparta yque fue cedida por los aqueos aFilonomos, quien la repobló concolonos de dos islitas del Egeo de lasque no recuerdo el nombre, aunque loshabitantes originales permanecieron enla ciudad. Antes de la primera guerracontra Mesenia, en tiempos de mibisabuelo, nuestra aldea fue ocupada porel rey Teleclos de Esparta. Con eltiempo perdió su importancia, y sólo esrecordada porque en ella tiene lugar elfestival de las jacintias, que celebramoscada año en la aldea, o por la colosal

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estatua que se venera en el templo deApolo.

Nuestra casa se encuentra unoscuarenta estadios al sur de las otrasaldeas, junto al río Eurotas, a dos callesdel camino del atardecer, junto a lospies de viejos robles y olivos quecrecen en uno de los lindes delbarranco. Antes de llegar a nuestrohogar, el viajero pasa frente a las casasde otros iguales, con sus chimeneasencendidas de las que sale un humoazulado que asciende al cielo igual quelas columnitas del templo. Nuestro patíoy nuestros terrenos están resguardados

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por una empalizada de troncos junto a laque crecen los jacintos y los arándanos.Junto a la puerta de piedra hay un álamoy, cerca de la casa, crece una higuerapequeña que da sombra a la mesa y a lassillas del patio.

Nuestra vivienda, fresca ysombreada, tiene dos pisos. En el bajose abre un pequeño patio parabanquetes, cuyas paredes encalamoscada año en primavera, y allí sedistribuyen las habitaciones. Al fondo seencuentran la cocina y un pequeñoalmacén por el que se baja a la diminutabodega, donde prensamos la uva y lasaceitunas. También allí se curan los

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quesos de cabra que los ilotasmanufacturan cada año en primavera,cuando nacen los cabritos.

En el piso alto hay otrashabitaciones, más acogedoras, pues cadauna de ellas tiene su brasero de cobre.No contamos con mucho mobiliarioademás del banco de piedra corrido querodea el patio, de los tres arcones conropa y utensilios o de la mesa grande ylas sillas. Las paredes están decoradascon algunos trofeos de guerra de lafamilia, como lanzas y escudos. A estos,en Esparta, se les llama hoplones yllevan una gran letra Lambda grabada enel centro. Ocupan un lugar privilegiado

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en la pared del patio, bajo el pórticoencalado, y están flanqueados por laslanzas de mi hermano Alexias y de mipadre, Eurímaco. Son motivo de orgulloa la vez que un recuerdo doloroso. Entreellas destacan los escudos de mi abueloy de Polinices, mi hermano mayor, caídoen las Termopilas. Cuantos viajerospasan por la casa se detienen para verlas marcas de las docenas de flechaspersas que los agujerearon.

En nuestro campo cultivamos higos,membrillo, fresas, moras, cerezas ymucha uva de distintas variedades.Nuestra tierra es del color del bronce alsalir de la fragua, como el cabello de mi

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madre. También tenemos un huerto conun melonar, avellanos y almendros; yhortalizas como coles, rábanos, nabos,remolacha, zanahorias, puerros y ajos,cebollas, apio y menta, que tengo en unamaceta aparte para que no se extiendademasiado, y lechuga. En el centro de lahuerta se encuentra una fuente de piedracubierta por un tejadillo. En nuestroscampos pacen algunas vacas rojizas,unos caballos para la labranza y dosbueyes: Argos y Tirinto. Por la casapascan algunos mastines que persiguen alas presas al salir ile caza y, en elcamino de piedras blancas que serpenteahacia el monte, conservamos todavía los

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panales de abejas que cuidaba con mimoel abuelo Laertes.

Junto a la casa tenemos un pequeñojardín lleno de plantas aromáticas yalgunas variedades de flores, entre lasque ocupan un lugar destacado losjacintos y los mirtilos. Siempre me haparecido que las flores de nuestro jardínhan lucido más lozanas o que la cebadade nuestros campos ha crecido máshermosa que las del resto de losespartanos. No sé si porque es realmenteasí o porque son las nuestras.

Los jacintos son una flor muyespartana, pues los caminos de nuestrapatria están sembrados de estas flores en

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honor de Jacinto, hijo del rey Amidas.Su tumba se encuentra a los pies de laestatua del dios Apolo, allí le adoramos.Esta es la divinidad tutelar de uno de losprincipales festivales de mi patria: lasJacintias, que celebramos cada veranodurante tres días; uno para llorar lamuerte del héroe divino y los otros dospara celebrar su renacimiento.

Según nos recuerdan los poetas,Jacinto era un hermoso joven amado porel dios Apolo. Un día estaban ambosjugando a lanzarse el disco cuando eldios, para demostrar su poder a Jacinto,lo lanzó con todas sus fuerzas. Éste, para

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impresionar a su vez a Apolo, intentóatraparlo, pero el disco le golpeó y cayómuerto. Según algunos, el responsablede la muerte del joven fue el dios delviento, Céfiro, porque la belleza delmuchacho había provocado una disputaamorosa entre éste y Apolo. Celoso deque Jacinto prefiriera el amor de Apolo,desvió el disco con la intención deherirle. Sin embargo, mientrasagonizaba, Apolo no permitió que Hadesreclamara al muchacho y de la sangrederramada hizo brotar una flor, eljacinto. Las lágrimas de Apolo cayeronsobre sus pétalos y la convirtieron enuna señal de luto. A mí, personalmente,

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me gusta más esta versión, pues es máspoética, y las flores de mis jacintos soncomo cascaditas de lágrimas rosadasque adornan el patio con los primeroscalores del estío.

En cambio, el arándano, tambiénllamado mirtilo, nos da un fruto madurocon el que todavía preparo una deliciosamermelada. El abuelo Laertes y algunoshombres de mi familia lo han usadosiempre como astringente, pero nohablaré más de esto porque meparecería de mal gusto. LI otro día, lailota Neante, hija de Menante, me dijoque una infusión de esta planta ayuda aeliminar la tela que cubre mi ojo.

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Probaré…Más allá de la casa, junto al camino

de cañas e hinojo que conduce alarroyuelo, se encuentran las dos chozasde nuestros ilotas, pegadas a una cuestaque en verano se llena de amapolas. Laconstruyeron Menante y otros esclavos,con ayuda del abuelo Laertes, paraevitar los vientos fríos que bajan eninvierno del escarpado y hosco Taigeto.

El abuelo, aunque era espartano, eramás propenso a interesarse por lascosechas que por la milicia. Algunos mehan dicho que ese desapego al ejército,aunque sirvió en él como el mejor, fue elorigen de nuestros males. Parece que

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algún éforo no veía con buenos ojos queLaertes el de la colina, como eraconocido en su confraternidad de mesa,recitara tanto a Hesíodo y a Tirteo y quededicara más tiempo a controlar lostrabajos del campo, al arado y a la hozque al escudo y a la lanza. Si en Espartaun éforo comunica a los ancianos de lagerusía que un espartano no es fiel a lasleyes de Licurgo, echa el mal de ojo asus descendientes.

Esparta nunca ha sido tan militarcomo ahora. Antiguamente, el teatro y lamúsica, la poesía y la danza, eran losgrandes protagonistas de las fiestas de la

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ciudad. Recuerdo que, de niña, antes deacostarme, me sentaba en las rodillasdel abuelo Laertes y él dejaba queacariciara su barba blanca y recorrieracon los dedos las arrugas y lascicatrices que adornaban su rostrosolemne. Entonces me contaba que, entiempos de su abuelo, Esparta había sidola cuna de grandes artistas como Alcmáno Tirteo, de quienes a veces me recitabafragmentos para arrullarme:

Duermen de los montes cumbres yvalles,

Picachos y barrancas,Cuántas razas de bestias la oscura

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tierra cría.Las fieras montaraces y el

enjambre de abejas,Y los monstruos en el fondo del

agitado mar.Y las bandadas de aves de largas

alas duermen.

Luego el abuelo decía para sí:—Ha sido el miedo. El miedo al

persa, el horror a perder la libertad, loque ha hecho que Esparta se vigorice yse quede encerrada en su puño de hierro.Es el miedo la causa de que ya no hayatiempo para la música o la poesía.

Yo entonces no entendía qué podía

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significar aquello. Los persas eran unanación lejana y desconocida. Sinembargo, los rumores del tamaño de suejército y las conquistas de sus reyes enoriente, o sus incursiones en Tracia,atemorizaban a los ancianos y a lospolíticos. A Esparta habían llegado yavarias embajadas de Atenas, Delfos yCorinto para tratar de estos asuntos. Poreso, desde niña recuerdo ver acentenares de hombres preparándosepara la guerra en la llanura de Otoña.Allí embrazaban sus escudos yrealizaban pesadas marchas o ejerciciosextenuantes, como hacen los muchachosque entran en la milicia.

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Capítulo 2

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Durante mucho tiempo he tomado notasde los días que he pasado con los míos,y pienso que he de ponerlo por escrito.No a modo de ejemplo con el queilustrar a generaciones futuras, ni paraejercitar mi memoria marchita. Tan sólocomo regalo a la vida que me ha tocadovivir. Así ocuparé las largas horas deldía en las que mi tarea no va más alládel cultivo de mis jacintos o el bordadode algún mantel. Escribo para que losque han vivido junto a mí lo hagan de

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alguna manera eternamente. Tambiénporque quiero morir en paz y para que,cuando la negra Parca venga a buscarmey Hades me reciba en sus moradas, vayayo desnuda de recuerdos y pesares.Escribo porque la historia que quierocontar merece ser contada, y para que sehaga justicia a mis seres queridos.

Por eso, desde que llegó mi nietaCtímene hace tres días, cuando los ilotasmarchan a los campos para la siega,después del desayuno, nos sentamosbajo la parra de la casa y le dictodurante buena parte de la mañana. Aveces, cuando se cansa, va corriendo alpozo de la Néyade de hombros esbeltos

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para traerme un pequeño cántaro de aguafresca. Con ella calmamos la sed de esteverano pegajoso y lleno de mosquitosque esta noche apenas me han dejadodormir.

Esta chiquilla, ya casi una esbeltamujer, es la viva imagen de su padre, mihijo Eurímaco. Su piel es tan bruna quetiene el color de las ciruelas moradas;su nariz es pequeña y simpática; sus ojosson expresivos y grandes; sus labiossonrosados y sonrientes. La muchachaaún deja que le peine sus rizos rubiosque le caen por encima de los hombroscomo un manantial dorado. No es

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orgullo de abuela, pero mi nieta es lamuchacha más bella de Esparta, y a susquince años ya ha ganado dos veces lacarrera del camino de los jacintos.Quiere superarme un día; yo la ganécinco veces consecutivas y participé endos juegos panhelénicos en Olimpia, lasprimeras veces que las mujerespodíamos tomar parte en ellos. Confíoorgullosa que lo consiga. Ahora, cuandole dicto esto, se sonroja y me dice:

—Abuela, esto no puedo escribirlo.Yo le replico con un guiño:—Ctímene, obedece a tus mayores.—Amiclenses… —se queja ella.—Tú también lo eres, hija mía.

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—No tanto como tú, abuela.Yo sonrío, ella hace un mohín y se

pone de nuevo a escribir en el papiro.Mi nieta es un hueso duro de roer, aligual que su padre. Es cierto que sólo esmedio amiclense, pues su madre es de laaldea de Limnai y los de Amidastenemos fama de testarudos. Sinembargo, el tesón y el carácter devencedora que fluye por sus venas eslacedemonio. Mi hijo conoció a suesposa, Clitemnestra, en Atenas, cuandoacompañamos a la embajada que seentrevistó con el General Pericles yvisitamos los acantilados de lasTermopilas para honrar a nuestros

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caídos. Según me contó, y así lopresencié, se encontraron paseando porla acrópolis ateniense, admirando lostrabajos del nuevo templo dedicado a sudiosa Atenea, que los ciudadanoslevantaban sobre las ruinas del que lospersas habían destruido. Se miraron uninstante a los ojos y parece que Eros,que paseaba ese día por la acrópolis,disparó una certera flecha a amboscorazones.

Para escribir estas páginas conservolos rollos que el bueno de Simónides deCeos me trajo de Egipto. Me los regaló

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hace muchos años en pago por nuestraamistad, y porque oyó en nuestra casalos hechos ocurridos en las PuertasCalientes. Allí, en las Termopilas, comohe dicho, murió combatiendo mihermano Polinices entre otrostrescientos espartanos con el reyLeónidas al frente.

Creo que es el momento, al inicio demi relato, de describir nuestra patria,agreste y fecunda al mismo tiempo. Puesbien, Lacedemonia, tierra de cabras yolivos, está formada por cinco aldeasque forman la Polis, a saber: Pitaña,Mesoa, Konosura, Limnai y Amidas. Laciudad, si es que así se la puede llamar,

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está bañada por el río Eurotas, que naceen el monte Boreo y desemboca en elgolfo, cerca de la arenosa Giteo, nuestrobullicioso puerto de mar. El río recibeel nombre de su creador, Eurotas,primer rey de Esparta, quien le dioorigen drenando los pantanos de lallanura.

Parece ser que mi pueblo provienedel norte, de los montes donde nace elfrío Boreas. Hace muchas generaciones,mucho antes de que los helenosmarcharan contra Troya, misantepasados ya habitaban esta tierra a lasombra del escarpado y hosco Taigeto.Las calles de las aldeas son austeras y

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no muy anchas, de piedra cincelada amarnilo como sus propios habitantes,que se creen descendientes del mismoHeracles. Cuenta con dos mercados,varios templos, el palacio de los dosreyes, la acrópolis y dos pistas decarreras: la pequeña, que empieza en eledificio del gimnasio y sigue por elcamino de Konosura bajo la figura deAtenea de la casa descarada (meahorraré aquí decir porqué recibe estenombre), y la pista grande, que da lavuelta a las cinco aldeas, pasa porAmidas, recorre el camino de losjacintos y pasa al lado de las laderas delTaigeto, que mide casi cien estadios de

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recorrido.

Desde tiempos inmemoriales, losatletas de Esparta han sido laureados enlos juegos de Olimpia. Un día, lepregunté al abuelo Laertes por qué losespartanos pasábamos media vidaentrenando. Entonces, me contestóorgulloso:

—Aretes, has de saber que, entre ladecimoquinta olimpiada y los tiemposde mi abuelo Pilotas, transcurrieron másde cinco generaciones de hombres.Durante ellas, de los ochenta atletascoronados en los Juegos, más de lamitad fueron espartanos. De esta

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manera, al ver el poderío de nuestropueblo, las otras polis de la Hélade nosrespetan y temen.

Creo que haber residido de manerahabitual en Amidas ha dado a mi familiaun aire más campestre que si hubiéramossido criados en las otras aldeas.Siempre hemos sido conocidos allícomo Ins de la colina. Toda mi vida hevivido en nuestra granja, a la sombra delmonte, y tan sólo durante los años de lasrevoluciones, después de los terremotos,busqué refugio en el norte.

Como he escrito, mi padre sellamaba Eurímaco, y sus padres fueronLaertes y Eurímaca, la del dulce talle,

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quien murió al darle a luz, según mecontaron de niña. Mi madre se llamabaBriseida y era hija de Alexias, guerreromuerto en una batalla años antes de minacimiento, y de la abuela Pentea,fallecida cuando yo contaba dos años deedad.

Nosotros vivíamos en la casafamiliar con el abuelo y eso siempre fueuna ventaja. Mi padre pasaba muchotiempo, aunque no todo, con suscamaradas de la Systia, en losbarracones donde cohabitan losguerreros. No siempre participaba enlos banquetes del caldo negro de su

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hermandad. Si salía a cazar y se podíaausentar de la cena fraternal de losguerreros, llegaba a casa al anochecer.Entonces, el abuelo y él podían discutirde política y de los hechos de armas. Miabuelo no había tenido otro hijo, ni sehabía vuelto a casar tras la muerte de laabuela Eurímaca. Treinta años despuésde su fallecimiento, el abuelo aúnconservaba el recuerdo de su mujerintacto, y no pocas veces le sorprendíhablando con su fantasma cuando seencontraba solo. Parece que el que haconocido sólo a una mujer y la ha amadosabe más de mujeres que si hubieraconocido a mil, porque de todos es

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sabido que el castigo del promiscuo esla soledad; y ésta es la amiga másamarga, la que hace menos compañía.Por eso decía que no necesitó conocer aninguna otra habiendo tenido a la mejor,porque hubiera sido como probar unvino demasiado aguado después degustar una divina ambrosía.

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Capítulo 3

502 a.C.

Creo que, para seguir un orden lògico delos acontecimientos, he de empezar mirelato por el principio. Pues bien, miprimer recuerdo de infancia se remontaal nacimiento de mis hermanos gemelos.Ocurrió durante una noche de finales deotoño en que la luna llena brillaba comouna moneda de plata ateniense. Habíallovido toda la tarde. Los camposestaban anegados y Boreas, el frío eirritado viento del norte, hacía crujir lasventanas. El olor de la tierra mojada

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llenaba las estancias y se mezclaba conel olor del aceite, porque la prensa de laaceituna había terminado hacía pocosdías. Por ello, el pilón de piedra de labodega y los contenedores de espartoaún rezumaban de su jugo.

Madre llevaba más de una horaacompañada de las parteras. Intentabadar a luz sin gritar, como hace una buenaespartana. Tan sólo de vez en cuando seoía algún jadeo y las voces de ánimosde las dos ilotas que la asistían. Era sutercer embarazo, tras el de mi hermanomayor, Polinices, y el mío. Yo entoncescontaba cinco años y Polinices siete.

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Recuerdo que me encontraba sentada enel regazo de padre, junto al fuego.Polinices había empezado la milicia eseotoño, al cumplir los siete años, comocualquier niño espartano. Había llegadoa casa empapado por la lluvia antes deque empezara el parto, y se secaba juntoal fuego sentado a los pies del abuelo.Hasta los once años vendría a casa cadatarde al acabar los rudos ejercicios dela palestra. Después ya no, porque alacabar esos primeros años deiniciación, viviría con los otrosmuchachos en los barracones hasta que,a los veinte, se convertiría en unguerrero de la Polis. Mi hermano

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llegaba a diario con magulladuras ocortes, que madre o yo sanábamos conagua caliente, sal y un vendaje limpioque él se sacaba cada mañana antes desalir de casa para no ser el hazmerreírde sus compañeros, lisa tarde tuve querestañarle una herida que se había hechoen la frente peleando con otrosmuchachos.

El abuelo Laertes, sentado en untaburete, entretenía sus dedos en laconfección de un canasto de mimbre, yyo los observaba como si viera moverselas nudosas raíces de un roble viejo.Tenía un aspecto muy digno, de dulces

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ojos oscuros, nariz aguileña y la barbamás maravillosa que nunca hayapoblado ningún mentón humano: blancacomo la nieve del monte que, en su caratostada por el sol, brillaba a la luz delfuego. Estaba convencida de que era elabuelo que cualquier niña desearíatener.

Cuando se oían los jadeos de madre,padre me apretaba contra su pecho y yooía los latidos de su corazón acelerado.

—No te preocupes, gacelilla —mesusurraba de vez en cuando al oído—.Todo irá bien.

Mis ojos verdes se calmaban al versu mirada serena. Así me tenía, apretada

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contra su ancho y poderoso pecho,cuando la ilota Neante, hija del capatazMenante, una muchacha de ojosdespiertos y unos años mayor que yo,salió de la habitación de madre.

—Vienen dos —dijo con su vozchillona mientras se secaba las manosmanchadas de sangre en el delantal.

El abuelo soltó el canasto y meneóla cabeza, preocupado. Se acercó alpequeño altar de Artemisa y musitó unaplegaria mientras echaba unos granos decebada al fuego. Padre me dejó consuavidad en el suelo y se levantó paraacercarse a la habitación, pero las dosilotas le prohibieron la entrada porque

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dicen que es de mal augurio que unhombre vea a la parturienta. Polinices yyo nos miramos sin entender nada.

Un poco después, el primero de losniños llenó la casa con sus lloros y unaalegría inenarrable explotó en miinterior. Una de las dos ilotas salió de lahabitación de madre con un pequeñofardo que dejó en manos de mi padrecon una sonrisa. Me agarré a su manto yél se puso a mi lado, con el niño enbrazos para mostrármelo y satisfacer micuriosidad. Entonces vi por primera vezlos ojos de mi hermano Alexias y quedémaravillada.

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Después, padre tendió el bebé alabuelo, que lo depositó encima de lamesa de haya entre las frutas y losplatos. Abrió el pequeño fardo yexaminó al recién nacido con cara desatisfacción, porque era un niño gordo ysano que agitaba las manos y los piessonrosados.

Sin embargo, la actividad no habíaterminado en la habitación de madre.Dentro de la estancia se oyeron algunosgritos y movimiento ajetreado. Al cabode unos minutos, se oyó otro balbuceoinfantil más débil y la otra muchachailota salió llevando otro fardo en el queenvolvía al segundo recién nacido.

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Padre entró corriendo en la habitación yla ilota tendió el otro pequeño paqueteal abuelo Laertes, quien repinó laoperación y lo puso encima de la mesapara examinarlo. Mis ojos seguían lasmanos del abuelo, que cogieron al niñocomo si fuera un conejo para examinarsus miembros tiernos y frágiles.

—Aretes, Polinices —nos llamópadre desde la estancia donde se hallabamadre.

Apartamos la tosca cortina que nosseparaba de ellos y entramos. Por elsuelo, entre la cama y los arcones, habíapaños y cuencos humeantes en los quehabían bañado a los dos recién nacidos.

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Madre estaba tendida sobre las sábanasmanchadas de sangre, agotada como elcorredor que ha terminado su carreravictorioso. Desde allí nos sonriósudorosa. Había terminado lo másbonito que una mujer puede hacer enesta vida por cuarta vez.

—He dado dos guerreros a Esparta,dos… —balbució satisfecha.

Sólo ella sabía lo que habíasupuesto ese parto. Padre le cogía unamano con orgullo mientras le acariciabala frente perlada de gotas de sudor.Madre tendió la otra hacia mí, meacarició la mejilla y yo la besé en loslabios resecos.

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—Aretes —me dijo con una tiernasonrisa mientras acariciaba los rizos demi cabeza—, tendrás que ayudarme,porque dos niños nos darán muchotrabajo.

Yo asentí ilusionada con la cabeza yella se volvió a Polinices con una muecade placer y de dolor.

—Y, cuando sean mayores —le dijomadre—, necesitarán un entrenador parala pista y para el combate, hijo mío.

Mi hermano mayor hinchó el pecho ysonrió complacido, pues ya se veíadirigir a sus hermanos en las batallasque tendrían lugar en el patio de nuestracasa. Pero ese dulce momento se agrió

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porque, de repente, desde la otraestancia, nos llegó la voz del abuelollamando a su hijo:

—Eurímaco…Padre nos dejó con madre en la

habitación y se acercó a la mesa dondese agitaban los dos recién nacidos. Yoaparté la cortina y oí como los doscuchicheaban y señalaban primero a unbebé y después al otro. Parecía queestuvieran en el mercado y compararan ados lechones para ver cuál comprar. Elmás robusto de los recién nacidos noparaba de agitarse encima de la mesa; elotro, en cambio, permanecía acurrucadoentre las pieles de oveja que le

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envolvían.—Este niño —dijo el abuelo

meneando la cabeza mientras señalabaal último— no pasará por la criba delconsejo. Hemos de robustecerle antes depresentarlo a la Lesjé.

En aquel entonces yo desconocía labárbara costumbre que todavía perviveentre mi pueblo, aunque años despuéstuve que someterme a ella comocualquier espartana. Hay que saber quedesde tiempos inmemoriales, entre losespartanos, se practica una estrictaeugenesia destinada a conseguir niñossanos y fuertes. Nada más nacer, el niño

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espartano es examinado bajo lossoportales de la plaza de la ciudad porl a Lesjé, una comisión de ancianos quedeterminan si es hermoso y deconstitución robusta. Si supera laprueba, es confiado a su familia paraque lo críe hasta el día que inicia sueducación como guerrero. En casocontrario, se le lleva al Apóthetas, unazona barrancosa al pie del Taigeto,donde es arrojado o abandonado paraeliminar así toda boca improductiva.Por eso, aún hoy día, algunas mujereshuyen a otras Polis o se esconden en losmontes si presumen que su hijo nosuperará la cruel prueba.

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Yo estaba hipnotizada con los dosbebés. Miraba al más fuerte y estabaorgullosa de que madre hubiera parido aun niño tan robusto. Entonces, mis ojosmiraban al más débil y mi corazón seenternecía imaginando cómo learroparía, le alimentaría o le bañaría.Tampoco sabía entonces que en Espartatodo niño debe ser formado desde unprincipio para ser parte de la éliteespartana, y que las leyes del estado sonimplacables. Durante su estancia en elámbito familiar no se mima a los niños,sino que se instruye especialmente a lasnodrizas para que los críen sin pañalesque constriñen su crecimiento o

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debiliten su resistencia al frío y al calor.Al niño pequeño se le prohíbe todaclase de caprichos o rabietas. Debeacostumbrarse también a estar solo y notemer a la oscuridad. Así que nada depañales, nada de lloriqueos, ni siquieracalzado, porque todo espartano debedemostrar carácter y valía desde sunacimiento. Es también costumbrebañarlos con vino, pues existe lacreencia de que provoca convulsiones,hace que las naturalezas enfermizassucumban enseguida y robustece, encambio, a las sanas.

El abuelo Laertes se volvió a las dosmuchachas ilotas y las miró a los ojos.

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Su rostro parecía de piedra, como sifuera una estatua del altísimo Zeus, diosde las nubes. Se podía confiar en la queera hija de Menante, nuestro ilota másfiel, del que podía decirse que era elmejor amigo del abuelo y el único en elvalle a quien permitía, en su ausencia,cuidar de las abejas. Sin embargo, de laotra sabíamos muy poco.

—Esta noche —les dijo—, en estacasa no ha ocurrido nada, ¿entendido? Sialguien os pregunta, la señora os hallamado para sacar el agua de la lluviaque ha inundado la bodega. Este niño —dijo señalando al más escuálido de losdos—, tiene que reforzarse. Hay que

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ocultarlo y alimentarlo antes de…El abuelo calló y miró fijamente a

Neante, hija de Menante, una muchachaavispada y obediente.

—Hay que buscar discretamente a lanodriza más rolliza —le dijo.

—No importa el precio —señaló mipadre—. Que venga cuanto antes a estacasa.

. El abuelo Laertes se quedópensativo mirando a la muchacha.Ambas marcharon a cumplir su cometidoy nosotros regresamos junto a madre.Padre se sentó a su lado en la cama y lecogió amorosamente la mano.

—Uno de los chicos —le dijo— es

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demasiado débil para presentarle ante elconsejo. Hemos mandado a lasmuchachas a buscar a la mejor nodrizailota. Si logramos ocultar su nacimientodos semanas se robustecerá y podrá serpresentado a los ancianos.

Madre asintió preocupada y se pusoa examinar a sus dos hijos como hace laleona que ha parido cachorros, pues yahabía visto que el segundo bebéabultaba mucho menos que su hermanogemelo. Ambos dormían en sus brazos y,a pesar del parto largo y difícil, surostro aceitunado era la imagen de lafelicidad. Estaba radiante, con los rizosdel color del cobre que le colgaban

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sobre el pecho. Si yo heredé algo de mimadre fue ese cabello que se deslizacomo una cascada caprichosa. Es elmismo cabello que, ahora, mi nietaCtímene quiere que le peine cadamañana.

—Tú, Aretes —me dijo madremientras acariciaba a los dos reciénnacidos acurrucados a su lado—, teencargarás del mayor de los dos.

En ese momento, cientos de flores dejacintos rosados brotaron a la vez en mialma infantil. Acababan de darme lainmensa responsabilidad de cuidar deuno de los dos bebés que descansabanen sus brazos.

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—Al mayor le llamaremos Alexias,en recuerdo de mi padre —dijo ella.

Padre y el abuelo Laertes asintieron.—Y al pequeño… —dijo madre.—¡Le llamaremos Taigeto, como al

monte! —soltó el abuelo—. ¡Porqueharemos que sea fuerte como una roca!

Todos reímos su ocurrencia yaplaudimos. El abuelo sentía reverenciapor el monte Taigeto, bajo cuyospeñascos anidan las águilas y a cuyaescarpada sombra cultivaba sus panalesde abejas en recipientes de pajatrenzada, colgadas en un alcornoque o alamparo de una gran roca. Allí tambiénrecogía en otoño setas y espárragos con

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los que preparábamos en casa sabrosastortillas. Sin embargo, nadie cayó en lacuenta de las resonancias macabras queeste nombre provoca entre los padres delos recién nacidos.

La nodriza llegó antes de quePolinices y yo nos acostáramos. Era unamujer gruesa y con cara de manzanamadura, de manos regordetas y miradaavispada. Un poco nerviosa para nuestramanera de ser, pero válida para sufunción por las generosas formas que seadivinaban bajo su túnica. Se llamabaPelea y enseguida se encargó de dar elpecho a los dos bebés.

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La siguiente semana pasé las horasmuertas frente a la cuna de los gemelos.Me quedaba encandilada al verlescomer o dormir, no me perdía un detallede sus caritas y grababa en mi memoriacada uno de sus rasgos, tan similares ydistintos al mismo tiempo. Parecían dostiernas bellotitas; tenían ojos claroscomo el agua del Eurotas y unosincipientes rizos de oro decoraban suscabecitas, lisas como dos melocotones.Sin embargo, mientras Alexias comíacon fruición, Taigeto no terminaba deencontrar el gusto a la leche de lanodriza. Yo no sabía entonces a cuál delos dos iba a querer más, porque aunque

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me habían adjudicado al robustoAlexias, el pequeño Taigeto meinspiraba más compasión, ya quenecesitaría más cuidados.

Madre se levantó de la cama al cabode dos días para asistir al sacrificio deun cabri tillo, que hicimos de mododiscreto en el patio trasero de la casacon el fin de dar gracias a los dioses.

Seguimos con la rutina de siempre,yo me encargaba de echar la comida alas gallinas y a las ocas, de ir a buscaragua a la fuente o de ayudar a Neante enalgunas tareas caseras. Sin embargo, mivida había cambiado por completo.Hasta la llegada de mis hermanos

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siempre me había sentido la protagonistade la casa, pero desde ese momento algohabía cambiado. Cuando madre mecepillaba el pelo no la atendía, puesestaba ensimismada con los dos bebés.Yo era a la primera que veían cuandoabrían los ojitos, o la que avisaba a lanodriza Pelea cuando lloraban parapedir alimento si ella se encontrabafuera de la casa. Me pasaba las horasmuertas viendo cómo dormían y hastacontaba su respiración, esperando quealguno de los dos abriera los ojos ypudiera cogerle en brazos y sacarle dela cuna. Con todo, los esfuerzos de lanodriza y del abuelo Laertes, que

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mezclaba la mejor miel en la leche quese les daba, resultaban estériles. Taigetono engordaba. Alexias, en cambio, serobustecía día a día.

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Capítulo 4

502 a.C.

Una mañana soleada, pocos díasdespués del nacimiento de los gemelos,nos visitó la anciana Laonte. Llegódesde la ciudad por el camino delriachuelo montada en una mula yacompañada de dos siervos. Atravesólos campos recién sembrados, llenos deterrones cubiertos de escarcha queparecían espolvoreados de harina. Secruzó con los rebaños que apacentabanlos ilotas y se presentó en nuestra casasin avisar. Cuando madre la vio

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descender de la mula a través de laventana y oyó su voz parecida algraznido de un cuervo, ordenó a Neanteque advirtiera al abuelo Laertes, porquepadre se encontraba en los ejerciciosmilitares, en el campo, con los otroshombres. También el abuelo habíasalido de madrugada hacia el frondosoTaigeto, como hacía cada mañana, parainspeccionar sus panales de abejas.Polinices estaba en la palestra con suscompañeros y en casa sólo estábamosmadre, la nodriza Pelea, Neante y yo.

Laonte era regordeta y engreída.Vestía un peplos color miel. Sobre sus

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hombros llevaba una clámide del colorde la bellota tierna. Era una espartanamuy conocida, a caballo entre laaristócrata refinada (si en Esparta puedeexistir tal cosa) y la fisgona másindiscreta de la ciudad. Por sus formasde dar vueltas y revueltas para salirsecon la suya, por su mirada desconfiada yporque adornaba sus brazos con unaspreciosas pulseras con forma deserpiente, algunos la llamaban Laonte laculebra. Era de esas personas quepensaba que el mundo debía girar a sualrededor y que, con sólo una mirada,los demás debían interpretar susintenciones o sus caprichos. Su familia

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frecuentaba el círculo de uno de nuestrosdos reyes, y su esposo, Atalante,formaba ya parte de la Gerusía, laasamblea de los ancianos. Sus dos hijosvarones, Atalante y Prixeo, eran igualeso compañeros que luchaban en el grupode servidores de Cleómenes, el rey quehabían llegado al poder unos años antesde mi nacimiento y que gobernaba juntoal otro monarca, Demarato.

Hay que saber que los espartanostenemos dos reyes de dinastíasdiferentes: los Agíadas y losEuripóntidas, cada uno de ellos en supalacio. Uno es el sacerdote de ZeusLacedemonio y el otro de Zeus Uranio, y

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a ambos ofrecen sacrificios ylibaciones. Así pues, estamosgobernados por una diarquía. Ambosreyes participan en las decisionesinternas, tienen los mismos derechos ysu autoridad sólo puede ser cuestionadao revocada por la aristocracia. Tienenbajo su mando un cuerpo especial deguardia y cuatro sirvientes que consultanal oráculo de Delfos en su nombre. A suvez, ellos son controlados por los cincoéforos que se alternan en el cargo cadaaño. Los reyes de Esparta reciben unaeducación igual a los demás espartanos,pero tan pronto finalizan sus estudiosreciben la instrucción necesaria para

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ocupar el poder.

Durante mi infancia, los dos reyesfueron Cleómenes y Deramato. Susrelaciones eran pésimas desde loacaecido en Eleusis, cuando el primero—que había organizado una coalición enla que participaron todas las ciudadesdel Peloponeso—, no explicó a sussocios los objetivos ni el alcance de lamisión. Cuando en el santuario deEleusis los corintios y Demaratoadvirtieron que se trataba de lucharcontra Atenas, se produjo el «divorciode Eleusis». Cleómenes fue abandonadopor sus aliados y por su socio en el

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gobierno de la ciudad. Un año después,Esparta convocó una nueva alianza pararestablecer en el trono de Atenas al reyHipias, dando lugar a la fundación de laLiga del Peloponeso.

Para cuando Laonte entró en la casa,madre se había metido en la cama yNeante había salido ya por la puerta deatrás en busca del abuelo.

—¡Briseida! —chilló imperiosa.Pelea la miró con desconfianza

mientras doblaba unas colchas quehabíamos lavado en el río la tardeanterior y le señaló con la cabeza haciala habitación cerrada por la cortina.

La recién llegada nos prestaba

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atención a Pelea y a mí. Sin embargo, sumente estaba en otro lado. Sus ojosescrutaban la casa como los de un avede rapiña y miraban de un modo extraño,entre asombrados y desconfiados. Locierto es que parecía más peligrosa queun comerciante fenicio en el mercado deGiteo. La anciana nos sonrió dejando aldescubierto una boca con unos dientesque no hubiera querido para sí uncaballo viejo, marcándose dos grietasde tierra reseca en las comisuras de loslabios. Luego corrió la cortina para vera madre, que reposaba en la cama.

—Mi querida Briseida —dijo lamujer cogiendo la mano de madre—.

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¿Cómo te encuentras? Ya debe quedartepoco para dar a luz…

Madre calló para no comprometernuestra delicada situación. Hacía mesesque no sabíamos de esa mujer ni de sufamilia. Madre se quedó un tantoextrañada de la libertad con que latrataba la mujer, como si estuviéramosunidos por algún tipo de parentesco.Nada más lejano a la realidad.

—Esta es tu hija, la pequeña Aretes,¿verdad? —preguntó volviéndose haciamí.

Madre asintió.—¿Y esta ilota tan rolliza? —

preguntó interesada señalando a Pelea,

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quien difícilmente podía esconder suoficio.

—Nuestra nueva sirviente, Pelea —respondió madre sin darle importancia.

—Pelea… —musitó la visitantecomo si grabará ese nombre en unatablilla de cera.

Yo sonreí a la nodriza pero atendí ala mirada alarmada de madre. Aunqueera muy pequeña no era tonta y lacomprendí al instante. Un instinto desupervivencia alertó mis sentidos,porque los ojos de madre miraban a larecién llegada con el miedo de la lobaque cría a sus lobeznos y ve acercase elcazador armado con el arco y la lanza.

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Balbucí algo y salí de inmediato paraesconder a los dos gemelos, que estabanen la sala, llevándolos a la cocinamientras Pelea venía tras de mí.

—Ya sabes que, en pocas semanas—dijo la anciana con una media sonrisaque escondió enseguida—, tiene lugar lafiesta de Ortia.

Esperaba no tener que añadir nadamás y que sus palabras fueraninterpretadas correctamente. La señoraLaonte venía con el propósito derecoger los quesos que las familias delos iguales entregan cada año para lafiesta de la diamastigosis, celebrada enel santuario de Artemis, a la que yo aún

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no había acudido porque era demasiadopequeña.

El culto a esta diosa es de los másantiguos de Esparta y se celebra en susantuario de la aurora, el más popularde la polis. El templo actual fueconstruido bajo el reinado de León y deAgasicles, cuyos éxitos militaressuministraron los fondos, ¡unto al templohay una pequeña estancia llena deofrecimientos: máscaras de arcilla querepresentan a ancianos, figurillas deplomo o de terracota que muestran ahombres y mujeres tocando la flauta, lalira o los címbalos y también a hoplitas

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que han regresado vivos de lascampañas e incluso jinetes montando acaballo.

El culto a Artemisa se dirige a unaefigie grosera de madera consideradamaléfica. Según algunos, fue robada enTáurica por Orestes e Ifigenia, y muchasgeneraciones atrás era consideradacausa de la locura en nuestra patria,porque la efigie volvía locos a los queofrecían sacrificios a Artemisa y sesuicidaban. Sólo la intervención de unoráculo permitió domesticar a la estatua.Entonces se derramó sangre humanasobre el altar que acogía sacrificioshumanos por sorteo para aplacar a la

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diosa. Licurgo los reemplazó por laflagelación ritual de los efebos, que secelebra durante esta fiesta. Su cultocomprende, además de la flagelación,danzas individuales de jóvenes y danzasde coros de chicas. Durante la partecentral de la fiesta, y con todo el puebloespartano rodeando el recinto sagrado,se apilan unos quesos sobre el altar y seprotegen por adultos armados de látigos.Los muchachos deben apropiarse deellos, desafiando los latigazos. Cuandouno de los flageladores detiene susgolpes para no desfigurar a un guapojoven, o en consideración a su familia,la diosa considera su función

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entorpecida. Entonces, la sacerdotisareprende al azotador culpable. Para loschicos valientes, el premio del queconsigue llevarse más quesos es unahoz.

Laonte había venido a requerirnuestra aportación de quesos para lasfiestas. No quiero pensar cuántos quesosentregados por las familias de losiguales, a modo de impuesto, se vendíanluego en los mercados y no eranofrecidos en la fiesta de la diosa.

Pelea estaba en la cocina, muynerviosa, porque los niños se habíanagitado con el movimiento y Alexiashabía abierto los ojos. Así que los cogió

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en sus robustos brazos, tapándolos conuna manta para salir de casa sin que nosdelataran. Entonces, uno de los dos,nunca sabremos cuál, empezó a llorar.Fue casi imperceptible, pero Laonte giróla cabeza corno el buitre que descubre ala presa en la espesura del bosque.

—¡Enhorabuena, querida Briseida!—exclamó—. Pensaba que… ¿Cuándoha nacido? ¿Has parido un guerrero ouna amazona?

Madre calló. Yo sentí que se mehelaba la sangre.

—Han sido dos… Dos guerreros…—dijo madre finalmente.

La mujer la miró asombrada.

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—¿Dos? ¡Tú, sirvienta! —chillóLaonte a la nodriza mientras salía de lahabitación de madre.

Pelea estaba ya en el umbral de lapuerta para llevarse a Alexias y aTaigeto y esconderles en la aldea ilotacuando oyó que la llamaba por segundavez.

—¡Pelea!La nodriza se dio la vuelta incapaz

de desobedecer una orden tan perentoriay acercó a los bebés a Laonte sinsoltarlos. Tuvo la habilidad demostrarle antes al rollizo Alexias que aldébil Taigeto, pero la mujer le ordenó:

—Ponlos encima de la mesa.

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Ella obedeció y los depositó sobreella con sumo cuidado, como si fuerandos tartas de ciruelas recién cocidas.Pelea y yo vimos aterradas cómo la rudamujer desnudaba a los niños y losmanoseaba igual que haría con dospollos para cocinar. Entonces los niñosempezaron a llorar.

—¡Qué distintos son! —dijo alverles—. Ya han pasado por la Lesjé,¿verdad? ¡Qué duro es cumplir con laley de Licurgo! Pero dime, Briseida…¿Los dos han pasado la criba? ¿O aún noles habéis llevado ante los ancianos?Porque me extraña que a éste, tanmenudo… ¿Cómo se llama?

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—Taigeto —dijo madre con un hilode voz. —Pues me extraña que, a éste,los ancianos…

Laonte calló de repente y pareciócomprender. Sus ojos mudaron delasombro a la desconfianza de laresabiada comadreja que olisquea lospastos en busca de roedores. Nos mirótaciturna a Pelea y a mí, cubrió a losniños con la manta y los devolvió a lanodriza.

—Creo que debería irme —dijo derepente—. Me esperan en Esparta. ¡Haytanto qué hacer!

—¿Cuántos quesos quieres queaportemos, Laonte? —dijo madre en un

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suspiro.—Los de cada año servirán —

respondió secamente.No añadió nada más. Se acercó a mí

y me pellizcó la mejilla antes de salirpor la puerta.

—Muy guapa… —añadió ya en lapuerta—. Briseida, tienes una hija queserá muy guapa.

La mujer salió al camino, donde laesperaban sus sirvientes. Pelea hizo laseñal contra el mal de ojo y regresósollozando a la cocina. Yo me quedéjunto a madre, que siguió en la camacomo si una lanza hubiera atravesado sualma.

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Capítulo 5

502 a.C.

Laonte se alejaba en mula por el caminodel riachuelo seguida de sus ilotascuando el abuelo Laertes llegócorriendo seguido de la ilota Neante.Entró en casa como un rayo y vio amadre sentada a la mesa con la cabezaentre las manos. Pelea temblabamientras sostenía a los dos niños, quelloraban desconsolados pues estabanacostumbrados a nuestras manoscuidadosas y no a las frías garras de unaarpía.

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—¿Qué ha ocurrido? —preguntó elabuelo.

—Laonte… —musitó madre con losojos enrojecidos.

—¿Qué ha hecho esta víboravenenosa?

Madre le contó lo sucedido y elabuelo Laertes se sentó a la mesa junto aella.

—Mejor dejar el asunto en manos deZeus todopoderoso —dijo solemne—.El sabrá qué hacer.

—O de las odiosas parcas —musitómadre.

Padre llegó por la noche de losejercicios militares. Venía de buen

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humor, pero al entrar en casa olió laamenaza que, como una nube, se cerníasobre nuestro hogar. Era soldado y porello estaba acostumbrado a percibir laseñal del peligro por la demasiadaquietud. Después de oír lo que habíasucedido, cayó derrotado en una silla yocultó su cabeza entre las manos.

Esa tarde cenamos en silencio. Yocomí poco y madre apenas probó elguiso de cerdo con cebollas y puerrosque Neante había cocinado entresollozos.

Polinices y yo ya dormíamos cuandonos despertaron unos golpes en la puertade la casa. Nos levantamos y corrimos

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la cortina para ver qué sucedía. Elabuelo Laertes y padre esperabandespiertos aquella visita. Estabansentados cabizbajos y derrotados.Tenían los brazos en las rodillas y losojos fijos en el crepitar de los troncosen el hogar.

Su única compañía era la de losperros que yacían a sus pies. Abrieronla puerta y vimos a dos ancianos de laGerusía entrar en nuestra casa. Vestíanel manto carmesí que usan cuandocumplen misiones oficiales y sus rostrosparecían cincelados en piedra.

—Tus hijos, Eurímaco —dijo el másalto de ellos señalando a padre con un

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dedo rugoso—, deben pasar por laLesjé. Es la lev y la habéis quebrantado.

Padre tragó saliva pero el abuelo nose amedrentó. Conocía perfectamente aesos dos hombres, porque habíacompartido con ellos muchas guardias ymuchos codazos luchando en la falangecontra las ciudades del Peloponeso.

—Es tarde —les dijo mientrassostenía la mirada de sus antiguoscamaradas de armas—, mejor mañana.

—Será esta noche. Os esperamos enlos soportales —respondió el otro delos hombres de mirada taciturna—. Seha convocado a los ancianos del mes.

Los espartanos somos así: parcos en

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palabras y exiguos de sentimientos.Algunas veces somos ladinos, otrasariscos y siempre austeros. Padre y elabuelo sabían que no tenían elección.Madre había salido de su cámara y lesesperaba de pie en la sala, junto alfuego. Apretaba las manos con fuerzapara no exteriorizar sus convulsossentimientos. El abuelo y padre cogierona los dos bebés que dormían, lesabrigaron con una manta a cada uno ysalieron al camino. Madre no dijo nada.Les acompañó hasta la puerta, les dio unfanal de sebo para que se alumbraran yluego cerró la puerta para no ver cómose alejaban.

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Lo que ocurrió esa noche en lossoportales de la plaza me lo contó elabuelo años después, cuando le insistíen saber qué había pasado durante elencuentro con los ancianos quecomponían la Lesjé. Los ancianos delconsejo, llamado Gerusía, se turnabanuna o dos noches por semana en la plazapara la criba de los recién nacidos. Losgemelos contaban ya casi dos semanascuando fueron llevados a su presencia.Sin embargo, Taigeto aún no tenía elaspecto deseable que cabía esperar paraun futuro guerrero. Comparado con otroniño no hubiera tenido problemas para

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superar la dura selección pero, al ladode su hermano Alexias, parecía uncachorrillo sin amamantar, pues loshuesos se le pegaban al cuerpo yabultaba un tercio menos que él.

Durante el camino, padre y el abueloLaertes no hablaron y cuando llegaron ala ciudad cruzaron aprisa por delante delas sombras del templo, de las casas yde las plazas bien porticadas. Las callesestaban desiertas, porque es de malaugurio pasear por ellas cuando tienelugar la Lesjé, y lo que los ojos no ven,el corazón no puede sentirlo. Además,Esparta no es Atenas y las calles no se

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alumbran por la noche. Los soportalesde la stoa, la plaza principal, estabanapenas iluminados por alguna antorcha.Bajo ellos se reunían los miembros de laLesjé, hombres sin sentimientos quesiguen unas costumbres arcaicas yatroces. Eran como un grupo de estatuasaterradoras cuya sola visión hiela lasangre. Tenían unos pequeños bultosenvueltos en mantas a sus pies, de losque sobresalían manitas y pies mediohelados. Eran los niños que no habíansuperado la prueba. Los hombres y lasmujeres atravesaban la plaza desde lossoportales. Los que llevaban a sus hijosa ser presentados lo hacían con la cara

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llena de angustia. Algunos de los queregresaban lo hacían satisfechos. Otros,los que se iban sin su pequeño fardo,eran la viva imagen de la desolación.

El ceremonial se desarrolló en laoscuridad y el más estricto de lossilencios. Nadie hablaba en el grupo. Elúnico lenguaje era el de los gestos. Lascabezas de los ancianos asentían onegaban, y entonces, unos sollozos oalgún grito ahogado cruzaba la plazacomo el silbido de una flecha mortal.

Padre y el abuelo Laertes sepusieron a la cola. Delante de ellosestaba Policletes con su hijo reciénnacido, y vieron a Anaxímenes y a Talos

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atravesar la gélida stoa con sus bebés enlos brazos para ir a dar la buena noticiaa sus casas.

Llegó el turno de mis hermanosAlexias y Taigeto, y padre los puso enmanos de un anciano cubierto y de barbaentrecana que resultó ser Atalante, elesposo de Laonte, el hombre másenvidioso, reservado y desconfiado dela ciudad. No falto a la verdad si digoque era un hombre taciturno y cruel yque por ello formaba una pareja perfectacon Laonte, presumida, pretenciosa ydesalmada. Atalante, pues, cogió a losdos bebés de los pies como si fueranconejos, los desnudó y ellos empezaron

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a llorar. Es lo que querían ver losancianos: si tenían o no espíritu deguerrero, si serían capaces de cantar apleno pulmón la elegía de Tirteo junto asus hermanos.

Que cada uno siga firme sobre suspiernas abiertas,

Que fije en el suelo sus pies y semuerda el labio con los dientes.

Que cubra sus músculos y suspiernas, su pecho y sus hombros

Bajo el vientre de su vasto escudo.Que su diestra empuñe su fuerte

lanzaQue agite sobre su cabera el

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temible airón

El anciano se asombró del tamañode Alexias. En cambio, hizo una muecade desagrado al tomar a Taigeto ymeneó la cabeza. Alguno de losancianos, bien conocido del abueloLaertes, dudó. Los otros, en cambio,también negaron con la cabeza.

—Está sano —les dijo el abuelo enun susurro. El hombre negó con lacabeza y pasó el bebé a otro de losancianos, que también puso cara dedesagrado.

—Está sano —repitió el abueloLaertes con la mirada ardiente. —Este

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niño no tiene el peso adecuado —lesentenció Atalante, que hablaba poco ylentamente.

—Además —dijo otro de ellos—,habéis faltado a la ley de Licurgo. Losniños han de presentarse a la Lesjé deinmediato y, Laertes, la ley es igual paratodos los espartanos. El abuelo insistió:

—Si le alimentamos bien sunaturaleza se fortalecerá. Sus padres sonfuertes.

Atalante miró al abuelo con carabondadosa y añadió con la suavidad dela serpiente que se desliza entre losarbustos:

—Ten en cuenta, Laertes, que todo

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es en beneficio de la polis. La ciudadnecesita guerreros bien dotados, quesean nuestras murallas. Y este niño esreprobado por el consejo. Sería unaboca inútil para alimentar. Déjalo en elsuelo junto a los demás, seráabandonado en el monte esta noche.

El abuelo debió sentir que unescalofrío le recorría la espalda y padreintervino en ese momento para decir:

—Bien sé, Atalante, que lasmurallas de Esparta y el bronce de suslanzas son sus jóvenes. Sin embargo,este hijo mío no es deforme ni estáenfermo. Tan sólo es gemelo del otro yuno aprovechó lo que el otro no en el

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vientre materno.—Sí ,las decisiones de la Lesjé no

se discuten, Eurímaco —sentencioAtalante con una mueca.

El abuelo tenía una mano bajo elmanto, junto a su espada, pero padre leretuvo con la tuerza de unas tenazas dehierro.

—Tenéis el corazón duro yagrietado como el cuero de una viejasandalia —siseó el abuelo entre dientes.

—Ten paciencia —sentenció otro delos miembros de la Lesjé—, sé prudentey confía en los dioses.

—Pero, este niño… —rebatió elabuelo.

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—¡Silencio, Laertes! —ordenóAtalante mientras fijaba en él sus fríosojos de rana.

Sin embargo, los pensamientos delabuelo se habían tornado negros. Susojos destellaron llamas de furor queparecían de fuego, y maldijo a Atalantemientras le señalaba con saña:

—Que muy pronto seas precipitadoen el Hades, seas carroña para losperros y las aves de rapiña. Que muypronto vistas una túnica de piedra.

Luego agarró a Taigeto de las manosde Atalante, se arrebujó en su capa ehizo algo inesperado: tiró con rabia alniño al suelo envuelto en su mantita. El

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fardo cayó encima de los otros reciénnacidos, que empezaron a gemir. Lospresentes se quedaron estupefactos ymurmuraron llenos de asombro. Sinesperar ninguna respuesta, el abueloLaertes se dio la vuelta y se alejó de lastoa con grandes zancadas. Padre sequedó atónito al ver cómo se marchaba ehizo lo único que estaba autorizado ahacer, recogió a Alexias de las manosdel anciano que lo sostenía y regresó acasa con él mientras Taigeto quedaba enel suelo, a los pies de la Lesjé, envueltoen su mantita junto a los demás,esperando la hora en que sería llevadoal monte.

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Siempre me he preguntado qué clasede hombres son aquellos que puedensubir de noche cerrada hacia el Taigetocargando con esos pequeños fardosllenos de vida y abandonarlos a susuerte. Qué clase de seres son aquellosque condenan a ser carroña de las fierasa quienes podrían ser sus nietos. Esanoche, si tenían suerte, los niños seríandespeñados. Si no, quedaríanabandonados en la cima de alguna rocahasta que alguna bestia hambrienta lesoliera.

Madre esperó a que regresaran conla puerta abierta. La luz de nuestro hogariluminaba el camino por el que volvía

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padre con uno de los dos mellizos. Semiraron en silencio, él le alargó al niño,pero ella lo rechazó y regresó altiva a suhabitación. Polinices y yo nosacercamos a padre para preguntar quésucedía, pero él salió de inmediato abuscar al abuelo. Enseguida acuné aAlexias en su camita sin comprender quéhabía ocurrido.

Regresaron juntos cuando la aurorade rosados dedos tiñó el cielo. Llegarona casa en silencio pero serenos, como sino hubiera ocurrido nada y la vida de lamilicia y de las labores agrarias hubierade seguir su curso. No supimos hastamucho tiempo después dónde habían

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estado.Las madres marcamos las estaciones

y los años por los nacimientos de loshijos, el primer paso de uno, la primerapalabra o el diente de otro. La vida deunos padres amorosos está marcada porestos momentos hogareños entre lalumbre y los cuencos, las idas y venidasal pozo o al río. Así se contienen loshechos en el libro de los recuerdos. Paralos guerreros, las estaciones se midenpor las batallas. Los recuerdos en micasa quedaron marcados por el día quenos arrebataron a Taigeto, porque esanoche se envenenó el corazón de mimadre. A partir de entonces, sus

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compañeras fueron la soledad v elsilencio. Se convirtió en una personaamargada, nada de este mundo parecíaimportarle, y mucho menos su propiapersona.

. Desde ese día, padre cargó con unpeso mayor que el de Sisifo, pues seunió el dolor por la injusta pérdida deun hijo varón al de la melancolía ytristeza en que se sumió madre. Sisifo,por engañar a los dioses, fue obligado aempujar una piedra enorme cuesta arribapor una ladera empinada pero, antes deque alcanzase la cima de la colina, lapiedra siempre rodaba hacia abajo, ySisifo tenía que empezar de nuevo desde

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el principio. Aunque padre no fue comoSisifo, avaro y mentiroso, ni recurrió amedios ilícitos, entre los que se contabael asesinato de viajeros y caminantespara incrementar su riqueza, como Sisifocargaba cada día con esta pena.

El invierno que nacieron losgemelos fue muy frío. La ciudad mehabía arrebatado a mi hermano pequeñoy a mi madre, y los mismos dedoshelados que lo habían hecho marchitaronlos jacintos que habían brotado en micorazón.

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Capítulo 6

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La pérdida de Taigeto me entristecióigual o más que a mi madre. Algunasnoches soñaba con él y le veíaabandonado, acurrucado en su cunaencima de una roca gélida. El tendía susmanitas hacia mí mientras un lobo delargos colmillos se le acercaba. Meagitaba mucho en los sueños y melevantaba empapada en sudor. Por lamañana se lo contaba al abuelo, quienme cogía los hombros con sus dedosnudosos y me decía que siempre había

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que confiar en los dioses y obedecer laley. Luego, apuntaba con un dedo a micorazón o a mi pecho y me pedía que mesentara con él para preparar el desayunoa base de pan de cebada, leche de oveja,queso y miel.

Después del invierno se deshace lanieve del Taigeto que llena de aguafresca la corriente del Eurotas. Entoncesllegan la cosecha y la prensa de laaceituna, las cabras pacen, las ovejascuidan de sus corderos y es el momentode manufacturar los quesos. Con lallegada del buen tiempo se alargan losdías, regresan las golondrinas desde

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libia y las abejas llenan con su zumbidotanto las flores como los árbolesfrutales. Entonces se reactiva elcomercio marítimo" de venta de exvotosy de ropas bordadas, al estilo deCnossos, con delicados delfines ovistosas flores de loto.

Con la llegada del calor, madreempezó a hacer largas caminatas por elcampo. Algunas veces visitaba elmonumento dedicado a Menelao y aHelena, el Menelaion, una antiguaconstrucción de grandes bloques en lacima de una colina, en el margenizquierdo del Eurotas; otras, se acercaba

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hasta el templo de Artemisa Ortia, ymuchas otras veces no sabíamos dóndeestaba. Sin embargo, los días que mástardaba en regresar, lo hacía con mejorcolor en el rostro y la mirada másserena. Esos días se mostraba máslocuaz y cariñosa. Eran estos últimoscuando yo me sentía con fuerzas paraabrazarme a su cintura. Sin embargo,sabía que su corazón estaba medio vacíoporque hablaba muy poco. Me apenabaque, si de sus labios salía una palabraamable o me acariciaba la mejilla alpasar por su lado, lo hacía como si fuerauna diosa de piedra, fría y distante.

Yo me dedicaba por entero a

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Alexias, que crecía y se robustecía conel paso de los meses. Cuidaba de él conayuda de Neante, hija de Menante. Ledaba de comer papillas de cebada yleche o le sacaba a pasear en su canastopara que el sol fortaleciera sus huesos;le limpiaba y jugábamos con figurillasque padre o el abuelo Laertes habíantallado en maderas con un cuchillo: unsoldado, un caballo o un caracol. Alllegar la primavera, cuando cumplió losseis meses, nos sentábamos en la puertade casa para ver pasar a los ilotascamino del campo y ya intentabaaguantarse de pie, sujetándose en mismanos, mientras sus ojos claros me

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buscaban con una sonrisa por suatrevimiento.

Los mejores días de mi sextaprimavera fueron los que pasé con elabuelo. Como padre estaba con loshombres en la palestra o en losejercicios de los hoplitas con suCompañía, madre en casa o visitando alos ilotas y Polinices con los muchachosen los entrenamientos, el abuelo solíaponer a Alexias en un cesto de mimbre,se lo cargaba a la espalda y salíamoshacia el Taigeto con los primeros rayosdel sol.

Con frecuencia íbamos

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acompañados por Menante, quien solíaayudar al abuelo en las labores con lasabejas. Las colmenas que tenía el abueloeran sencillas, de paja trenzada o decorcho. Tenían tres partes: la piquera,que es una abertura por donde salen yentran las abejas; la cámara de cría, uncajón en el que se sitúan los cuadros yen el que colocan a la reina, los huevosy las larvas; y las alzas, unos cajonesrellenos con cuadros o panales donde seva a situar la miel elaborada por lasabejas. El abuelo y Menante seenfundaban en un saco para repasar losagujeros con barro de modo que no lesentrara el agua de la lluvia. A mí me

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dejaban como a un tiro de piedra junto aAlexias para que recogiera flores otrenzara coronas.

Lo que más me gustaba era cantarlealguna canción a mi hermano si estabadespierto.

Menante era la compañía perfectapara el abuelo. Era un hombrebondadoso, paciente y fiel como unlebrel; tenía una mirada aguda y franca.Sus manos eran diestras en el manejo delas más variadas herramientas, junto alabuelo trabajaba muy compenetrado:mientras uno sacaba las tejas de lospanales, el otro licuaba la miel y laintroducía en vasijas de barro. El abuelo

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siempre repartió el producto de modoequitativo entre las dos familias, porquelos ilotas están obligados por ley aentregar la mitad de la cosecha a suseñor espartano.

Así aprendí que las abejas tienenuna forma de vida muy similar a la de mipueblo. En el panal destaca la figura dela abeja reina, cuya principal tarea es lade poner huevos, y son las obreras lasencargadas de alimentarla. El abuelo oMenante me explicaban todo estocuando me sentaba un tanto alejada paraque no me picaran los insectos quemanipulaban.

—Has de saber, Aretes —me decía

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uno de los dos—, que las reinas nacenen unas celdillas llamadas realeras,mayores que las normales y en forma debellota. Las obreras alimentan estalarva, lo que hace que sea fértil y sediferencie de las demás. Sólo subsisteuna reina por cada colmena.

Con el tiempo he aprendido que,días después de su nacimiento, entiempo cálido, la reina sale al exteriorpara ser fecundada por los zánganos queson de mayores dimensiones que laobreras y tienen los ojos grandes ycontiguos. Después, la reina se dedicaráel resto de su vida a poner huevos para

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que nazcan nuevas obreras.Nuestra sociedad funciona igual que

una colmena de abejas. Las leyesestablecen una función para cadaelemento de la polis. Las obreras soncomo nuestros ilotas y son lasverdaderas trabajadoras de la colmena.Desde que nacen se dedican a fabricarla cera, a limpiar, a alimentar a lasdemás y, por último, a recoger el néctary el polen de las flores. Las cererashacen y retocan las celdillas, son comonuestros artesanos periecos que fabricannuestras casas, nuestros muebles ynuestros arados; las guardianas soncomo nuestros guerreros, los encargados

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de la protección de la comunidad.Cuando una abeja encuentra un buenlugar para pecorear, vuelve a la colmenay, mediante una danza, avisa a las demásde la posición y distancia a la que seencuentra. Esas son las danzas que sebailan en nuestras fiestas de las Carneasen agradecimiento por las cosechas.

Tras la desgracia que asoló nuestrohogar, me refugié en el abuelo. En élencontré el mismo amparo que el delviajero que es sorprendido por unatormenta al que los dioses le regalan unabrigo donde guarecerse en mitad delmonte tenebroso. Los paseos por el

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campo y las cosas que aprendía de élllenaban por completo tanto mi cabecitacomo mi pequeño corazón.

Una de las mañanas que salimos decasa con el abuelo, ocurrió algo distinto.Solíamos ir al campo, donde él recogíaespárragos, caracoles o plantasmedicinales y yo me sentaba junto alcesto de mimbre en el que dormíaAlexias. Como he dicho, muchas vecesme entretenía trenzando coronas deflores o jugaba con las hormigas quedesfilaban a mis pies. Algunos días, erauna niña buena, y con ayuda de unabrizna de paja hacía regresar al camino

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a las extraviadas. Otras era perversa yme entretenía en pisotearlas. Sinembargo, esa mañana el abuelo mesorprendió.

—Hoy —me dijo—,acompañaremos a Polinices a la llanurade Otoña.

No sé si he dicho ya que, al cumplirlos siete años, los niños espartanosabandonan su casa y quedan bajo laautoridad de un magistradoespecializado que supervisa sueducación, llamado paidónomo. Seintegran en una agogé, especie deunidad militar infantil bajo el mando deun muchacho de diecinueve años,

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conocido como el irén. Aprendenentonces a leer y a escribir y a cantar laselegías de Tirteo, que sirven comocantos de marcha. Pero lo esencial de suformación consiste en endurecerlosfísicamente por medio de la lucha y elatletismo, en aprender el manejo de lasarmas, a marchar en formación y, porencima de todo, a obedecer ciegamentea sus superiores sin preguntarse losmotivos y buscar siempre el bien de laciudad. Licurgo acostumbró a losciudadanos a no saber vivir solos, aestar siempre, como las abejas, unidospor el bien público en torno a sus jefes,a los que idolatran.

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Yo sabía que Polinices habíaempezado su instrucción como guerreroespartano, y que a los once años seincorporaría a vivir con su cuadrilla enalguno de los barracones de la ciudad,como hacía padre algunas veces queresidía con los miembros de sucompañía. Veía como, cada tarde,Polinices regresaba a casa agotado omedio herido de las peleas y losejercicios, pero nunca había asistido auna sesión de esos entrenamientos. Elcarácter de Polinices no se agriabaaunque recibiera azotes, que por lodemás eran muy comunes entre todos loshijos de iguales. Esparta es el reino del

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orden y toda la ciudad vela por ladisciplina de los jóvenes, por eso,cualquier ciudadano o compañero demás edad puede reñir a los niños osancionarlos con castigos físicos:hacerles pasar hambre, morderles elpulgar o azotarlos si cree que con ellose robustecerá su carácter.

Esa mañana, muy temprano, salimosde Amidas hacia la ciudad. Yo saltabajunto al abuelo y Polinices, excitada,haciendo mil preguntas, hasta quellegamos a las afueras de Esparta, dondese extienden los campos de olivos.Cuando llegamos a la llanura de Otoña,

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el campo de entrenamientos, vimosdiversos grupos distribuidos según lasedades. Toda la llanura estaba salpicadade robles, algunos de los cuales habíansido talados con los años para dejar másespacio para las maniobras y losejercicios. Polinices se despidió denosotros y corrió junto a los otroscuarenta muchachos que formaban suEnotomia. Todos iban descalzos y conel cabello cortado al rape, pues hastaque no fueran efebos no podían llevarlolargo y bien cuidado. A su lado, ungrupo de chicos de más edad ya vestíanun manto de lana de una pieza llamadohimatión. La mayoría de ellos se

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despojó de las ropas, y así pasarían elresto del día: desnudos y mugrientos,porque raramente se les permitebañarse. El abuelo me contó que cuandoPolinices cumpliera once años dejaríanuestro hogar y pasaría a la casa comunade los chicos. Allí dormiría en un lechode cañas recogidas en el Eurotas que élmismo cortaría a mano, sin herramientasde ninguna clase.

El abuelo dejó a Alexias en el sueloy nos sentamos en la cima de unapequeña elevación desde donde sedivisaban los diversos grupos dehoplitas que marchaban en la llanura.Observé cómo al desfilar le brillaron

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los ojos y murmuró unos versos deTirteo:

Avancemos trabando muralla decóncavos escudos,

Marchando en hileras Panfillos,Híleos y Dimanes,

blandiendo en las manos,homicidas, las lanzas.

De tal modo, confiándonos a loseternos dioses,

Sin tardanza acatemos las órdenesde los capitanes,

todos al punto vayamos a la rudarefriega,

Alzándonos firmes enfrente de esos

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lanceros.Tremendo ha de ser el estrépito en

ambos ejércitosAl chocar entre sí los redondos

escudos,Y resonarán cuando topen los unos

sobre los otros

El abuelo había dejado la miliciapocos años antes de mi nacimiento.Como todo el mundo sabía, era uno delos campeones que había participado dejoven en la batalla que trescientoselegidos espartanos sostuvieron contratrescientos argivos por la posesión deldistrito de Cinuria, tierra fronteriza entre

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Lacedemonia y la Argólide. Argos habíasido la sede de una liga de ciudadesentre las que se contaban Cleonas,Sición o Epidauro, todas ellas enemigasde Esparta. Esta liga sagrada estuvovigente hasta pocos años antes de minacimiento.

Argos ha sido siempre la enemiga demi patria, quizás porque nuestrosterritorios son vecinos. Yo no lo sabíaentonces, pero los guerreros que seentrenaban ante nuestra vista en lallanura se preparaban a las órdenes delrey para otra guerra contra esta ciudad.

—Allí al fondo —me dijo el abuelo—, junto a ese bosquecito, debe estar tu

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padre entre los hoplitas que vistenarmadura.

En ese punto que me señalaba selevantaba una nube de polvo. Losgrandes escudos redondos grabados conla gran letra Lambda brillaban al sol.Los hombres marchaban en formación.Eran perfectas hileras de veinte hombrespor ocho de fondo, lo que significacuatro enotomías de cuarenta hoplitascada una, según me explicó el abuelo alverles. No llevaban lanzas, pues sedisponían a embestir a otra formaciónidéntica que avanzaba al mismo paso endirección opuesta. Todos ellos cantabanalegres la misma canción:

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Este es mi escudoLo llevo ante mí en la batallaPero no es solo míoProtege a mi hermano que está a mi

izquierdaProtege a mi ciudad jamás dejaré a

mi hermanoFuera de su sombraNi a mi ciudad fuera de su abrigoMoriré con mi escudo ante míEnfrentándome al enemigo

Los hoplitas cantan este himno paracontrolar el miedo, porque losespartanos no preguntan cuántosenemigos les esperan en el combate,

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sino dónde están. Así, los dos gruposcompactos avanzaron al paso, siguieronal trote y terminaron corriendo. Lospesados escudos de las dos formacioneschocaron y nos quitaron el aliento,porque el ruido tronó como si a nuestrolado hubiera caído una gran roca que sedesprende del monte y a su pasodestroza piedras y árboles. Las rodillasde los hombres se doblaron al igual quelos arbolitos mecidos por el violentoBóreas, el viento con cola de serpienteque habita donde Ares tiene su morada.Entonces, todos, instructores, alumnos,ilotas que cargaban con las cantimplorasde agua y los curiosos que nos habíamos

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acercado para ver los ejercicios,asistimos a un espectáculo que nuncapresenciaríamos en el campo de batalla.Los hoplitas de los dos grupos seembestían con fiereza y todas las hileraspermanecían ancladas en tierra. Eranigual que los tallos secos ante la hojadel arado. Todos iban vestidos con lapanoplia completa: en las piernasmusculosas llevaban grebas de bronce;en el imponente torso la bien ceñidaarmadura de cuero y bronce; en suscabezas el casco con el enhiesto airón,hecho con crines de caballo, y en losrobustos brazos el escudo redondo. Entotal, cada uno de los guerreros cargaba

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encima casi un talento de peso, elequivalente a una oveja joven. Los deatrás empujaban sus escudos en lasespaldas desnudas de los hombres queles precedían. Los músculos de piernasy brazos estaban tensos y se oían losgritos de los instructores que corregíanlas posiciones. A la cabeza del grupo dela derecha se adivinaba la figura delmismo rey Cleómenes, cuyo casco ibacoronado con una crin de caballo teñidade rojo.

Los soldados forcejearon un buenrato entre ellos. A veces, los hoplitas deuno de los dos grupos clavaban el talón

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en el suelo al unísono y despedían losbrazos hacia adelante. Entonces, losescudos de las primeras hileraschirriaban contra los de la otraformación y la masa de guerrerosatacada retrocedía unos palmos hastaque los escudos volvían a chocar. Loshoplitas seguían obedientes las órdenesde los magistrados de campo y así losdos grupos endurecían los músculos.

Yo estaba fascinada, porqueimaginaba a padre metido entre aquellamasa de guerreros adiestrados como unamáquina de guerra que se movía alunísono mientras los escudos relucían alsol. Nunca me había imaginado a mi

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padre en el campo de batalla, pues susbrazos poderosos sólo me habíanmecido o acariciado, pero entoncespude ver la fuerza del grupo ycomprendí por qué los soldados deEsparta son los más temidos de laHélade: su obediencia a las órdenes desus generales es ciega.

De niños, esos hombres y losmismos reyes, habían practicado eseejercicio infinidad de veces contra unárbol pues, entre los castigos que seaplica a los más jóvenes, está el detumbar árboles. Y, en efecto, vimoscomo un instructor se llevaba a unpelotón de muchachos a la llanura hasta

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un roble muy robusto y les ordenabaponerse en formación uno tras otro paraderribar el árbol centenario con susescudos, igual que harían con unenemigo en la batalla. Los chicos secolocaron en hileras de ocho en fondo,apretaron el escudo contra la espaldadel compañero que tenían delante hastaque toda la fuerza descargó en el queestaba frente a la corteza del árbol. Asíles vi cómo empujaban y hacían fuerza.Sus pies resbalaban sobre la finaalfombra de hojas de roble mientrasintentaban tumbar al árbol con todas susfuerzas, removían la tierra con fuerza ydejaban en ella un surco profundo.

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Cuando el primero se agotó, pasó alfinal de la cola y así sucesivamente.Algunos muchachos desfallecerían,todos sudarían y acabarían rotos traspasar todo el día empujando al árbol.Aun así, serían insultados por los otrosguerreros porque el árbol no se habríamovido ni una pulgada.

Una vez los hoplitas, entre los que seencontraba mi padre, terminaron suejercicio, fueron reemplazados por otrosgrupos idénticos de combatientes queluchaban cuerpo a cuerpo. Algunoshombres se reponían y bebían agua conel escudo pegado a sus piernas.

Lo último que vi ese día fue a

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Polinices y a sus compañeros quecorrían por la llanura, porque entoncesel abuelo se puso en pie, cargó conAlexias, que dormía en su canasto al sol,y nos llevó a la ciudad de anchos murostras abandonar el campo de ejercicios.

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Capítulo 7

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Esparta está rodeada de olivos y encinasy no tiene murallas porque sus hombresson tan temidos que solemos decir queno las necesitamos. La ciudad es unconglomerado de aldeas. Está abierta alcampo y tan sólo se levantan, junto a laacrópolis de anchos muros, algunospuestos de guardia custodiados porvigías.

Entramos en ella por la bulliciosacalle de los alfareros. La mayoría deartesanos que fabrican sandalias, tejen

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vestidos, manufacturan joyas o esculpenestatuas son periecos. Estos sonciudadanos de segunda categoría enEsparta, porque un verdadero espartano«es el máximo ser humano; un espartanoes tan digno que no necesita criarganado, cosechar verduras, hornearpanes, ni hacer prendas ni vasijas; esastarea las harán los ilotas», según dice laley de Licurgo que nos hacen aprenderde memoria en la Agogé.

Los periecos no son esclavos comolos ilotas, pero tampoco gozan de losderechos de asistir a la asamblea oformar parte de los órganos de gobiernode la ciudad. El abuelo me contó que el

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nivel artístico de Esparta habíadisminuido mucho en los últimos años acausa de los preparativos para lasguerras y la amenaza bárbara de lospersas.

—Antes de tu nacimiento —meexplicó—, hubo grandes artistas ymúsicos en la ciudad. El gran Teodoro,por ejemplo, hizo un anillo para eltirano de Samos que pudimos admirarantes de que fuera enviado a la isla; ocontábamos con Calícrates, que fue unmagnífico orfebre de vasos de oro en losque grababa escenas de caza o animalesy también engarzaba joyas; o Baticles deMagnesia, que hizo el precioso trono del

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tempo de Apolo en nuestra aldea deAmidas del qué estamos tan orgullosos,¿verdad, Aretes?

Yo le sonreí y el abuelo prosiguió:—Como hemos dejado de comerciar

con nuestra colonia de Tarent«) a causade la amenaza de los barcos de guerrapersas, la ciudad ha empobrecido y elgobierno se ha concentrado en protegera las familias de los supuestos ataques.

Creo, lector, que ya habrás deducidoque mi educación corrió a cargo delabuelo Laertes. Que un anciano rico envivencias, y paciente ante lasinoportunas preguntas infantiles, fuerami educador ha sido una de las mejores

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experiencias de mi vida. Nunca mecansé de aprender del abuelo. Ademásde insistir en pagar a un tutor que meenseñara a leer y a escribir antes deingresar en la Agogé, también quisoinstruirme en el manejo de los utensilioscaseros y me enseñó, cosa rara entre lasespartanas que no pertenecemos a larealeza, las urdimbres de la política. Elabuelo tuvo la clarividencia de saberque una mujer sólo podía vivir en unasociedad de guerreros si aprendía asobrevivir por sí sola y, para ello, debíacontar con los conocimientossuficientes. Por este motivo supe desdela más tierna infancia que en Esparta

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compartían trono dos reyes, uno porcada dinastía: por entonces eranCleómenes y Demarato.

El abuelo me enseñó muchas otrasartes en el transcurso de nuestros paseospor el campo. Aún recuerdo cómo mimanita se perdía dentro de la suya,morena y rugosa como la raíz de unolivo. Aprendí a pensar como él y asícomprendí que no sólo se puede rendirculto a Ares, dios de la guerra, hacedorde viudas y destructor de murallas. Elabuelo Laertes rendía culto sobre todo aotra divinidad poco espartana como esAtenea, inventora de la flauta, la olla debarro, el yugo para los bueyes o la brida

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para el caballo. Ella fue, según latradición, la primera que se interesó porla ciencia de los números y las tareasconsideradas femeninas como la cocina,el hilado o el tejido.

—Atenea —me decía el abuelo—,es una diosa, como dice el Canto,interesada en la guerra, pero máspartidaria de un arreglo de las disputaspor medios pacíficos que por labrutalidad de las armas.

Aprendí con él que esta es una diosacasi tan pudorosa como yo, aunque másgenerosa, porque, cuando el tebanoTiresias la sorprendió un día desnuda enel baño, ella le puso las manos sobre los

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ojos y le dejó ciego, pero a cambio leregaló el poder de predecir el futuro.Yo, las veces que sorprendí a losmuchachos espiándome en el río, sóloles regalé alguna pedrada.

El abuelo también me enseñó todo lorelativo a la labranza que, aunque eratrabajo de ilotas, en casa supervisaba élpersonalmente. Como espartano teníaprohibido trabajar en el campo, pero yole había visto en ocasiones enfangarsehasta los tobillos, como uno más, paraenseñarles a labrar o plantar los nabos,las cebollas o los puerros.

Aprendí que los olivos necesitanmuchos años para desarrollar sus ramas

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nudosas y retorcidas y que producenaceitunas dos años de cada tres; que susfrutos se cosechan con ayuda de palospara que caigan, como había visto hacera los jornaleros desde pequeña; que alterminar, a inicios de las primerasnevadas, las aceitunas deben fermentaren canastos de mimbre antes de serprensadas y filtradas, y que luego elaceite es guardado en vasijas deterracota. El abuelo era un granentendido en aceites, por eso quería queel nuestro fuera refinado y que pasaravarios filtros de arena para quitarle lasimpurezas. Al final del procesoconseguía un líquido que parecía oro

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fundido, muy apreciado entre losvecinos y las amistades obsequiadas conuna tinaja. Esta era también la época dela poda de árboles y vides, y de lacosecha de legumbres.

El abuelo podía recitar a Hesíodocasi de memoria. Tenía devoción poreste campesino beocio que segúnalgunos había competido en loscertámenes contra el mismísimoHomero. Incluso, de joven, el abuelohabía ido a la aldea de Orcómeno parahonrar sus cenizas. Al igual queHesíodo, el abuelo creía indispensablecontar en casa con una mujer, un buey delabor y una servidora soltera que siga a

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los bueyes. Era partidario de tener encasa todos los instrumentos necesarios,para no pedírselos a otros y carecer deellos, pues de esa manera pasaría eltiempo y el trabajo quedaría por hacer.Me enseñó que nunca hay que dejar nadapara el día siguiente, ni para el otro,porque el trabajo diferido no llena elgranero.

—La actividad acrecienta lasriquezas —me decía—, porque elhombre que difiere siempre las cosas.lucha contra su ruina.

Aprendí que el momento de cortar lamadera es cuando la fuerza del sol,ardiente Helios, disminuye y

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sobrevienen las lluvias otoñales, porquees cuando la selva, talada por el hierro,se hace incorruptible, y caen las hojas yla savia ardiente se detiene en las ramas.Entonces, el cuerpo humano, porvoluntad del gran Zeus, se torna másligero. En ese momento, la estrella deSirio aparece menos tiempo sobre lacabeza de los hombres y brilla sobretodo de noche.

Obedeciendo a Hesíodo, el abuelohabía comprado nuestros dos bueyes,Argos y Tirinto, cuando tenían nueveaños, porque estaban en el término de lajuventud, se hallaban pletóricos defuerza y eran excelentes para el trabajo.

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No se rebelaban, no rompían el arado enel surco ni tampoco dejaban la labor sinacabar. Además, hacía que los siguieraun ilota de cuarenta años, habiendocomido cuatro partes de un pan cortadoen ocho pedazos.

—Este es el hombre indicado, adecir del poeta, para cuidar de su labory trazar un surco derecho, porque nomira a sus compañeros sino que seentrega por entero al trabajo. Uno másjoven no valdría para esparcir lasemilla, porque desea en su corazónreunirse con sus compañeros y así seevita tener que sembrar dos veces.

También me enseñó a escuchar con

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atención el graznido de las grullas quetodos los años chillan desde lo alto delas nubes, porque dan la señal de lalabor y anuncian el invierno lluvioso.Entonces se desgarra el corazón delhombre que no preparó sus bueyes.

El abuelo siempre fue partidario deusar abono animal a pesar de la escasezque teníamos de ganado. Con todo,procuraba que los restos de las bestiasfueran almacenados como si se tratarade un raro elixir. Me enseñó que lashierbas fermentadas y enterradas bajolos cultivos no hacen crecer tanto lashortalizas como los excrementosanimales. Una de las inversiones más

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útiles que hizo el abuelo fue adquirir unareja de bronce, una dikella, para quenuestros bueyes deshicieran la costrareseca que cubría la tierra en inviernotras trabajarla con el arado de madera.

Tuvo especial cuidado en enseñarmeque lo más importante de nuestra fincaes la producción de cereal. La mayorparte de nuestra producción es decebada, aunque también hemos cultivadoel mijo y a veces el trigo, que da máscalidad a la harina: el cereal es elgrueso de la producción e impone unosritmos ineludibles, porque la siembradebe realizarse entre la última arada y elinicio de las lluvias invernales. Por eso,

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si el abuelo y Menante consideraban, alobservar el vuelo de las golondrinas,que sería un año de lluvias escasas,realizaban una siembra en primavera yotra en verano. Sin embargo, la deinvierno siempre ha sido la másimportante. Por último, gracias a loscanales de madera que el abuelo instalópara irrigar el huerto y los árbolesfrutales, nuestras berenjenas, lascebollas, los melocotones y las naranjas,se encuentran entre los mejores delPeloponeso, y sobre esto no admito dudaalguna.

Ordenó a Pelea que me enseñara abordar y a tejer como una buena

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espartana, y él mismo se encargó deenseñarme los trucos del cuidado de lasflores y de las aplicaciones de lasplantas medicinales como la salvia, elorégano, la hierbabuena o el hinojo.Desde niña me ocupó en el cuidado delos jacintos y los arándanos que crecenen nuestro jardín y de los que me sientotan orgullosa.

Pero lo que más me gustó aprenderdel abuelo fue todo lo que sabía de lasestrellas. Me gustaba contemplarlassentada a su lado durante las cálidasnoches de verano en nuestro lugarfavorito. Este era un pequeño altiplanoen el linde de nuestros campos, desde el

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que se divisa a la vez nuestra casa y elcamino que lleva a las otras aldeas, bajoun alcornoque centenario que parecía unviejo soldado de guardia tanto en díassoleados como durante las nochestormentosas. Así conocí que cuando lasPléyades iluminan el cielo es tiempo deusar la hoz, y cuando se ocultan hay queusar el arado, pues permanecen alejadasdel cielo cuarenta días; o que losviñedos deben podarse cuando Arturosurge del mar y se eleva al anochecer ypermanece en el cielo toda la noche; oque la vendimia empieza cuando Orión ySirio llegan a la mitad del cielo yAurora, la de rosados dedos, ve a

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Arturo.El abuelo podía predecir el tiempo y

aprendí que pueden esperarse tormentascuando las Pléyades, escapando deOrión, se sumergen en el oscuro mar, yasí muchas otras cosas que el depositabaen mi conocimiento infantil. Yo no eraconsciente entonces, pero el abuelosembraba la semilla para una cosechafutura. Todo lo había aprendido de bocadel mismo Anaximandro, el filósofo.Éste había pasado muchas temporadasen Lacedemonia y había escrito sobrelas estrellas. Además, había instalado ennuestros campos sus relojes de sol porser tierra de pocas nubes y días claros.

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Juntos le habíamos puesto mi nombre auna las estrellas una noche clara deestío, la misma noche que le dije quequería casarme con él y en la que se riócomo nunca.

Algunas veces, recostados en elgrueso tronco del alcornoque,adivinábamos las formas de las nubes.Unas tardes veíamos las barbas de Zeus,otras el tridente de Poseidon o a algunade las diosas, otros días, un buey o unaolla de buen cocido, sobre todo cuandose había hecho tarde y el abuelo sentíaque su barriga empezaba a hablarle. Asípasaron mis años de infancia en laescuela de Laertes, en los campos, entre

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las idas y venidas al pozo y el soleadopatio de nuestra casa en Amidas.

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Capítulo 8

501 a.C.

Me he perdido, porque cuando empiezoa pensar en mi abuelo se me llena lamemoria de entrañables recuerdos y nopuedo dejar de escribirlos. Decía que,esa mañana, al abandonar la llanura deOtoña para visitar la ciudad, avanzamospor las callejuelas del barrio de losartesanos. A un lado y al otro selevantaban las casas sencillas y lostalleres. Las puertas estaban enmarcadaspor sólidas columnas de piedra sincapiteles ni adornos. En muchas de ellas

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se abría un portalón pintado de vivoscolores y en su interior podían verse lostalleres de los herreros, los carpinteroso los alfareros. Atravesamos así la callede los fabricantes de arados, oliendo ametal fundido que irritaba la garganta.Las fraguas desprendían unas grandesvolutas de humo negro que se elevaba alcielo; la de los alfareros, dondemuchachos periecos se afanaban enpintar las sencillas cerámicas conadornos florales o escenas de la Ilíada ola Odisea, copiando los dibujos que elmaestro había diseñado en una tablillade arcilla.

En cada nuevo oficio que

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descubríamos nos deteníamos losuficiente para que el abuelo, como unmaestro docto en todos los saberes, medescubriera los procesos de fabricacióny el destino de las sencillas labores deartesanía que se manufacturan enEsparta.

Como Alexias seguía dormido en elcesto que el abuelo llevaba en laespalda, nos acercamos al mercado. Allíme descubrió cada una de las hortalizasy los frutos del campo. Me dio detallesde los secretos para que tal o cualcreciera con más fuerza, y me señalabalas que estaban defectuosas por falta deagua, las que estaban quemadas por el

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sol o las que habían sido cosechadas enfecha demasiado temprana. Me llamó laatención que en Esparta había pocoshombres de su edad y que conocía atodos los que nos cruzábamos, a quienessaludaba casi siempre de formaamistosa. Más tarde supeque la mayorparte de los varones de Esparta noalcanzan los cuarenta años, porquemuchos mueren en los campos de batallaantes de cumplirlos.

Después de recorrer el barrio de losartesanos, subimos hasta la acrópolispara admirar los palacios de los reyes.Eran los edificios más bonitos deEsparta, donde impera la sobriedad en

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la madera y en la piedra tosca. Elsoberbio edificio tenía el lindar debronce y puertas con adornos de oro, yestaba coronado por un friso con unoshoplitas en formación de combaterealizado en lapislázuli. Su puertaprincipal era de roble y estabatachonada con clavos de bronce. Elmarco era de madera de fresno y lasparedes de piedra caliza que brillaba alsol. A cada lado del dintel, dos estatuasde muchachos sostenían una antorcha, ya ambos lados de la puerta, unos perrosde mármol rojo guardaban la entrada.Según me dijo el abuelo, eran una buenacopia de los leones con cabeza de toro

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de Micenas.El palacio estaba orientado de norte

a sur y cubierto por un techo de maderaa dos aguas. Detrás del salón del tronohabía un almacén, o despensa, junto alpatio fresco para los banquetes, rodeadode porches cubiertos y enlosados. Allíse encontraba el altar de los sacrificiosde Zeus, encima de un pavimento detierra batida.

Luego descendimos hacia la stoa.Esta plaza principal era cuadrada,rodeada con pórticos elevados sobrecolumnas circulares con unos capitelesmuy sencillos. Recuerdo que noscruzamos con Atalante y Laonte. El

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abuelo intentó zafarse de ellos en mitadde la gente, pero Laonte, la de miradatorva y corazón de piedra, le había vistoy fue directa a nosotros como si fuera unbuitre que merodea por los cielos enbusca de una presa.

—Mi querido Laertes —nos saludó.Por la mirada que le dirigió me

pareció que la cabeza del abuelo sellenaba de negros nubarrones.

—¿Qué se te ofrece? —le preguntó.Laonte, de quien no sabíamos nada

hacía meses, le transmitió su pesar porla pérdida de uno de sus nietos. Elabuelo la escrutó con los ojos para vercuánta sinceridad había en sus palabras,

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a pesar de que era casi imposible saberlo que pensaba esa mujer en su corazón,si es que tal víscera latía en su interior.Atalante se acercó a nosotros y secomportó como si nada hubiera ocurridoentre ellos dos durante aquella malditanoche en la stoa meses antes. Alabóentonces la dura política del reyCleómenes, quien había enviado cartasde amenazas a las ciudades quecoqueteaban con el persa y que habíanparlamentado con los emisarios del reyde Babilonia y Susa sin oponerseradicalmente a sus planes de invasión.

—Ya sabes que soy partidario deDemarato —le dijo el abuelo—. Has de

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comprender, Atalante, que no todas laspolis cuentan con un ejército como el deEsparta, y que algunas sienten a estosmedos más cerca de sus fronteras quenosotros. La política de Demarato meparece más acertada. Sólo cuando todaslas ciudades nos unamos en unacoalición estaremos en condiciones deoponernos al persa.

—Son tiempos peligrosos paradefender estas opiniones, Laertes —leadvirtió Atalante sonriendo con malicia—. Se avecinan graves sucesos y hayque andarse con cuidado. Pero claro,supongo que a ti, como a los pastores y alos que siegan los campos de cebada,

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los asuntos de la polis te traen sincuidado.

El abuelo no le respondió y le mirótaciturno.

—A este rey al que defiendes,Laertes —prosiguió Atalante—, lepende la vida de un hilo más delgadoque el de una araña, y no es convenientedefender opiniones contrarias a las deCleómenes, mi querido amigo. Es muypoco aconsejable ser partidario deDemarato en estos días.

Su mujer, Laonte, rió por lo bajo eintentó suavizar la situacióndirigiéndose a mí con estas palabras:

—No es asunto éste que interese a

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las mujeres, ¿verdad, niña?Como el abuelo no tenía más que

decir y el silencio se hizo áspero eincómodo, Laonte se vio obligada adecir algo.

—Tu nieta —dijo ella mirándomeatentamente— estará en edad deprocrear dentro de pocos años. Creo quesería muy interesante para vosotros queconociera a alguno de mis nietos.

Miré aterrada al abuelo sólo depensar que mi vida pudiera quedarligada a esa gente. Nunca había vistofrente a frente a dos personas tandistintas: Atalante era redicho, agrio yengreído. En cambio, el abuelo era

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abierto, alegre, divertido e ingenioso,aunque vi que también podía tener unpuntito de picardía y de malicia, porqueme apretó suavemente la mano mientrasle respondía saboreando cada una de suspalabras:

—Mi querida Laonte, la hilera depretendientes para cortejar a mi nieta yada varias vueltas alrededor de Amidas.Sin embargo, me sentiré muy honrado deque vuestra familia se ponga a la cola.

Entonces, Alexias, que había estadomedio dormido en la espalda del abuelo,para confirmar sus palabras, eructó conganas.

—¡Salud! —le deseó el abuelo.

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Los tres se sonrieron glacialmente yreemprendimos el paseo por las calles.Laonte intentó pellizcarme un moflete,pero me aparté y le saqué la lengua.

Sobre Atalante supe más tarde quedurante las votaciones en la gerusíadeliberaba demasiado, pero más paraser de los últimos en expresar suopinión y coincidir con la mayoría quepor que pensara con detenimiento susopiniones o por tener mucho queaportar. El abuelo Laertes le conocíabien por haber combatido ambos en labatalla de los trescientos contra Argos,y, a decir suyo, no había destacado porsu osadía, lo que equivalía a decir que

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había sido un cobarde.Así terminó nuestra visita a la

ciudad esa mañana de primavera, y laáspera entrevista que tuvimos con ellosme viene al dedo para ocuparme de loshechos centrales de mi relato, quearrancan con la amenaza persa de la quese hablaba en todas las polis de Greciadesde hacía años.

Se decía que esos bárbarosorientales habían tenido la osadía deenviar embajadas a varias ciudades eislas para pedir agua y tierra en nombrede su rey. El año en que cumplí sieteprimaveras, los acontecimientos de laPolis estuvieron marcados por las

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luchas intestinas entre los dos reyes, y lasociedad estaba dividida entre lospartidarios de uno o de otro. Demaratointentaba contrarrestar en las asambleasla animadversión que Cleómenes teníacontra los habitantes de la isla de Egina,que habían entregado una ofrenda deagua y tierra a los embajadores persaspor cobardía. Demarato era máspaciente, y creía primordial que todoslos pueblos de la Hélade se coaligaranpara hacer frente a la invasión de lospersas antes que lanzar amenazasinútiles.

Fue esta división de opiniones entrelos dos gobernantes la que ocasionó un

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cambio drástico en la vida de mifamilia.

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Capítulo 9

500 a.C.

El tiempo pasa lento pero de modoinexorable en Esparta. A los fríos deinvierno, que combatimos con el fuegodel hogar y los braseros de bronce queencendemos al atardecer, les siguen latemporada de las lluvias que deja laspiedras relucientes y deslizantes, losprados llenos de vida verde y loscorazones llenos de esperanza.Entonces, salíamos con el abuelo abuscar caracoles o a oler la tierramojada. Él decía que así se ensanchaban

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los pulmones y Polinices y yo leimitábamos en los ejercicios que hacíacada mañana, mientras Helios, ardienteal igual que la fragua de Hefesto,pugnaba por salir entre las brumas.

Antes de la cosecha del siguienteverano tuvo lugar uno de losacontecimientos más importantes de miinfancia. Por primera vez, y con casisiete años, iba a abandonar Esparta ysus aldeas para acompañar a padre aGiteo, nuestro puerto natural, dondedesemboca el Eurotas, distante de lapolis unos ciento ochenta estadios, loque equivale a un día de viaje a caballo.El motivo del pequeño viaje era

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comprar en el mercado de Giteo, puesalgunos barcos lograban sortear lasnaves persas que patrullaban por elEgeo y el golfo de Laconia y arribar anuestro puerto. Sin embargo, yodesconocía el verdadero motivo delviaje: padre tenía una misión secreta, lade entregar, como emisario deDemarato, unas cartas a ciertos agentesque mantenían relación con Atenas yotras Polis.

Al amanecer marchamos a lomos deun caballo hacia Giteo. Me senté en lagrupa, delante de padre, que me rodeócon su brazo mientras tomaba lasriendas. Alexias quedó al cuidado de

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Neante y se despidió de nosotrosagitando la manita. Había empezado ya adecir las primeras palabras que llenaronde orgullo a padre y al abuelo, quienreía a carcajadas al oírle decir cacaseñalando cualquier persona o utensilio.Para Alexias, las flores eran caca, lamesa era caca, el abuelo era caca, todoe r a caca. Y lo decía así, sin ruboralguno.

Seguimos el curso del Eurotas haciael sur. El cauce del río estaba sembradode pequeñas barcas que hacían del cursofluvial su camino hacia el puerto que seabre al Egeo. Nunca había visto el mar,aunque me habían hablado de él como

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de un infinito campo de cebada lleno deagua salada. Allí, en un abismo, moraPoseidon, en un palacio bajo las aguasde Eubea. Es un dios de cólera terribleque hiende los mares con su tritón paraprovocar terremotos. En sus espaciososestablos, se dice, tiene caballos deespuma blanca con cascos de bronce ycrines de oro, y también un carroprecioso, de oro macizo. Cuando elcarro se acerca, las tormentas cesan ylos monstruos marinos saltan enderredor.

En mi inocencia infantil, le preguntéa padre si tendríamos oportunidad dever al dios o al menos sus caballos de

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espuma. Padre rió con ganas y meexplicó lo que es una metáfora, y yocomprendí que padre era una personacon mucho conocimiento de las cosasporque el abuelo se las había enseñadoal igual que a mí.

Cabalgamos por el camino en el quezumbaban las abejas y aspiramos eloloroso tomillo y el saludable romero,que crecían entre las piedras mientras elpolvo se levantaba y brillaba a nuestropaso. Parecía que voláramos en un aurade oro, acompañados del mismo Heliosen su carro tirado por Flegonte, Aetón,Pirois y Eoo, sus caballos de fuego.

Accedimos a la ciudad tras rebasar

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una colina salpicada de cipreses y antemí se ofreció un espectáculo que medejó admirada. Donde terminaba lacosta rocosa empezaba una superficielisa y brillante como un escudo reciénbruñido. Las aguas chispeaban de unblanco más puro que el mármol de Parosque esculpen los grandes artistas.Imaginé a los corceles blancos del diosque rompían contra las rocas en formade crestas caprichosas de agua y sal.Muy lejos, en mitad de la superficie, sepuede divisar en días claros —y ése loera— la isla de Citera, a la que habíanhuido Paris y Helena al embarcarse,hacia Troya.

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Giteo es una población mucho máspequeña que Esparta. Sus concurridascallejuelas huelen a pescado y a salazón.Nunca había visto tal extensión debarcazas para transportar mercancías.Allí se congregaban gentes de todos lospuertos de la Hélade y de más allá delEgeo, y podían oírse extrañas lenguashabladas por marineros de rostroscurtidos al sol. Había incluso grandesembarcaciones de cincuenta remos, deFocea, la tierra firme frente a la costa deQuios. Algunos barcos reposaban en elmuelle, panza arriba, como monstruosmarinos de oscuras barrigas quetomaban el sol mientras esperaban para

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ser calafateados con brea.Me maravilló su parte más

importante, que es el mercado pegado alpuerto. El muelle estaba plagado deentoldados donde se compraban yvendían los más variados productos quellegaban de las islas: cobre de Chipre,estaño de Esparta, vino de Creta,objetos pintados de Corinto, esponjas ymarfil africanos. Desde allí se exportabavino, quesos, miel, atún, pescado saladoo ropa bordada en hilo. Allí, unmercader cretense mostraba unasánforas y cerámicas decoradas conmotivos marinos, allá un fenicio cantabalas excelencias de sus perfumes y los

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poderes de sus piedras preciosasengarzadas en oro. Más allá, una mujerfreía salmonetes, otra leía las palmas delas manos y un hombre esculpía unasencilla estela funeraria con la figura deun hoplita y su hijo junto a un toscoolivo.

En el mercado compramos unapiedra de afilar, una crátera nueva paralas fiestas de las Jacintias pues en lasanteriores se había roto la antigua (congran disgusto del abuelo, porque habíasido decorada por el taller del granEufronios), algunas telas paraconfeccionar sábanas y unos ungüentospara heridas que padre guardó en las

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alforjas de cuero que llevaba sobre sumanto. Pagó con barritas de hierro quelos comerciantes aceptaron aregañadientes. En Esparta no usamos lasmonedas de materiales nobles queacuñan otras Polis, sólo barras de hierrou otros metales. Al terminar, me llevótrente a un puesto lleno de baratijas ypiedras de formas caprichosas dondehabía pequeñas esculturas de Tanit,diademas egipcias y collares de ámbarcon bolitas de oro y cierres dorados condos serpientes entrelazadas.

—Escoge algo para ti, gacelilla —me dijo padre.

Mis ojos no cabían en sí de

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contentos y revoloteaban por encima iletodos los amuletos y las piedras decolores al igual que las mariposas sobrelos campos de cebada en primavera.Podía escoger una figurilla de la diosaArtemisa armada con un arco, porque esla protectora de los niños y de todos losanimales que maman. Estaba tallada enámbar trasparente del color de la miel.Sin embargo, me gustó más una estrellahecha en lapislázuli brillante quecombinaría mejor en mi cabello, decolor entre el bronce y la cebada. He dedecir que, si no recuerdo mal, también lafigurilla de un caballito de mar me habíaencandilado, pero era más cara. No

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sabía qué escoger, porque el hábilmercader me mostró luego un collar dela bella Afrodita que se ceñía la túnicacon un cinturón de oro puro. Mientrasme decidía, padre entró en una taberna.

—No te muevas de aquí —me dijodesde la puerta—, ahora regreso.

Comprobé entonces, por primera vezen mi vida, que un hombre desaparececuando más se le precisa, porque yo enese momento necesitaba su consejo paradecidirme o, al menos, para contrastarcon él cuál de los dos amuletos mequedaría mejor colgado al cuello.

Le seguí con la mirada y vi a travésde la ventana del pequeño local cómo se

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sentaba delante de un hombredesarrapado, de ojos saltones y barbaentrecana, que llevaba el pelo largo yanudado detrás de la cabeza en unacoleta. El desconocido sostenía un vasoy sorbía de él mientras hablaban en loque me parecieron cuchicheos. En ciertomomento, mi padre sacó algo de lasalforjas que llevaba colgadas al cuello yse lo entregó a ese tipo. Era una tablitacon algo escrito en ella. El hombre loleyó detenidamente y después, mirando atodos lados, la lanzó al fuego que ardíaen un rincón.

Mientras esperaba fuera, me fijé enunos marinos que jugaban a un curioso

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juego en el pórtico de la pequeñataberna. Tenían unas piedrecillas decolores con las que llenaban unas líneasgrabadas en la baldosa. Jugaban yhablaban de los viajes que habíanrealizado a oriente para entregar lasmercancías que los persas custodiabanen grandes almacenes de la costa, a losque no paraban de llegar barcoscargados de cuerdas, bronce o maderade cornejo para las lanzas.

Entonces, una sombra oscureció lapared encalada de la taberna y oí a misespaldas:

—¿Qué hace una pequeña y bellaespartana sola en este mercado?

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Me volví y vi a un guerrero alto yfornido. Llevaba sobre los hombros unacapa escarlata, el cabello largo trenzadoy una pequeña cicatriz en el mentón. Elhombre inició una sonrisa franca ysincera y, al hacerlo, enseñó unaperfecta hilera de dientes tan blancacomo la leche recién ordeñada. Estabamuy bronceado; seguro que habíapasado muchos días de navegación yacababa de atracar en Giteo. Susfacciones eran iguales que las de nuestraestatua de Apolo en Amidas, que tantasveces había admirado en su templo. Mequedé helada como si el mismo dios,alimentado con néctar y ambrosía,

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cargado con las armas que realizaraHefesto para él, hubiera descendido delos cielos frente a mí.

—Mi padre está aquí —respondísonrojada.

—¿Tu padre? —se interesó, y susojos salieron disparados cual venablohacia el interior de la taberna—. ¿Cómose llama tu padre?

En ese momento dudé, porque nuncame he fiado de los desconocidos, peronada tenía que temer de un espartano quepodía ser amigo de padre, o inclusocompañero de su Systia y, además, tanguapo y sonriente.

—Eurímaco, hijo de Laertes —le

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respondí—. ¿Y tú?El hombre me sonrió y enseguida se

dio la vuelta para regresar por dondehabía venido.

—Salud y feliz día —me respondió.Luego, como si hubiera visto a la

Parca que viniera a buscarle, se diluyóentre la muchedumbre que abarrotabalas calles del mercado. Yo estabadesconcertada y miraba hacia los toldosdel mercado, por donde habíadesaparecido. Padre salió de la tabernaun poco después.

—¿Ya has escogido, Aretes? —mepreguntó.

Cuando estoy nerviosa me sudan

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mucho las manos o me tiembla elmentón, y padre percibió enseguida alverme que algo no iba bien.

—¿Qué te ocurre?—Alguien ha preguntado por ti —

respondí.—¿Quién? —quiso saber con el

semblante muy grave.Le conté lo que acababa de suceder

y le describí al guerrero. Padre dio unrespingo, miró a todos lados y me cogiódel hombro para que no me separara deél. En ese momento salió de la tabernael hombre con quien se habíaentrevistado. Padre le hizo un gesto conla cabeza y el desconocido se esfumó

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entre la multitud. Nosotros regresamosal tenderete de los amuletos y, trasregatear un buen rato, finalmenteescogimos la estrella de lapislázuli, másbarata que la Artemisa de ámbar. Padreme colgó el amuleto del cuello yemprendimos el camino de retorno aAmidas.

Durante el camino de vuelta no dejéde juguetear con mi regalo y de repetirlecuánto me gustaba. Pero padre estabamuy preocupado y me explicó entonceslas disputas sostenidas entre los dosreyes. Demarato tenía frecuentesdiscusiones con Cleómenes.

—Demarato —me explicó mi padre

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— no es partidario de los persas, sinembargo es más prudente y más hábilnegociador que Cleómenes. Tampocoquiere dar agua y tierra a los persas enseñal de sumisión, aunque siempre hacreído más inteligente retrasar la guerrahasta que todas las ciudades, ahoradivididas, se agrupen para enfrentarse alpersa. El hombre con quien me has vistoen la taberna es un agente de Demarato,y el que te ha interrogado en el mercado,un miembro de la guardia de Cleómenes.

A la mañana siguiente, al despuntarel día, el abuelo y padre recibieron una

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visita que les impresionó, la de un fuerteguerrero de anchos hombros y barbanegra bien peinada que llegó galopandosobre un blanco corcel. Los dosmantuvieron con él una larga y secretaconversación en el soportal de nuestracasa. Al terminar, ambos tenían en elrostro signos visibles de preocupación,como si la cosecha de ese año sehubiera agostado.

El mensajero con el que padre sehabía entrevistado en Giteo el díaanterior había sido encontrado flotandoen uno de los canales del muelle, conseñales evidentes de tortura: le habíansacado los ojos y le habían cortado la

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lengua y los genitales.Yo supe, tiempo después, que aquel

joven guerrero de mirada fiera, barbanegra y brazos poderosos que habíavisitado a mi padre era Leónidas,nuestro futuro rey, y que el hombre queme había interrogado en el mercado deGiteo se llamaba Nearco.Afortunadamente, yo había visto cómo elmensajero con el que padre se habíaentrevistado en la taberna habíaquemado el mensaje que padre le habíaentregado. Para Cleómenes y suspartidarios, realizar cualquier tipo degestión a favor de Demarato a susespaldas era considerado traición.

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El día siguiente era festivo en casa,pues celebrábamos el aniversario delabuelo. En días como ése, cocinábamos,sin que él lo supiera, su plato favorito:las berenjenas rellenas con carne decabrito, porque cada año era unasorpresa que recibía con aplausos yrisas infantiles. Muchos griegos tienenmiedo de las berenjenas. Creen que sonpoco digestivas o pueden ser causa delocura. Por eso se usan a veces sólocomo adorno. Sin embargo, en casa lascocinamos y las comemos lentamente yson un plato delicioso. La receta essiempre la misma: seleccionamos conNeante las berenjenas del huerto que

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tienen mejor aspecto, las lavamos y lascortamos por la mitad y les hacemoscortes profundos. Luego, las salamosligeramente, las pintamos con aceite deoliva y las calentamos el horno hastaque están tiernas. Con una cuchara lesacamos la carne y reservamos laspieles. Picamos cebolla y ajos,añadimos la carne picada que anteshemos salado, le damos unas vueltas y leañadimos la pulpa de la berenjenatroceada. Cuando salen del horno,doradas y apetitosas, son un manjarexquisito. Las veces que lascocinábamos, el abuelo las olía nadamás llegar del campo o del monte y, al

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entrar en casa, aplaudía, me cogía enbrazos y me besaba. Durante mi infanciahubiera ayudado cada día a cocinar lasberenjenas rellenas.

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Capítulo 10

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Pocas semanas después de nuestra visitaa Giteo, empecé la educación queEsparta destina a las mujeres. Comotoda espartana, mi educación comenzó alos siete años, siguiendo las normasestablecidas por el éforo Quilón quehabía gobernado la ciudad en tiemposdel padre de mi abuelo. Este políticoreformó las leyes del legislador Licurgo,el fundador de Esparta. Según ellas,como mujer, se esperaba principalmentede mí que contribuyera a engendrar

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guerreros fuertes. La educación de lasmujeres corre a cargo de la Polis y sebasa en la gimnasia, la lucha y elatletismo. Se trata de combatir losrasgos considerados más femeninos,como la gracia o el interés por lacultura, mientras se endurece el cuerpo.Los ejercicios tienen como finalidadprincipal capacitarnos para engendrarniños sanos y fuertes. Las mujeresespartanas vestimos habitualmente elpeplos antiguo, abierto por el costado,lo que aún suscita bromas y comentarioslascivos entre los demás griegos,especialmente entre los atenienses, quenos llaman las fainomérides, las que

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enseñan los muslos, aunque yo creo queel epíteto nos lo han puesto sus mujerespor envidia.

En las ceremonias religiosas y en lasfiestas vamos desnudas, lo mismo que enlas competiciones públicas de atletismoo lucha. La educación femenina buscareducir al mínimo los sentimientos, y elmatrimonio no es sino la ocasión deproducir futuros guerreros. Incluso elpréstamo de esposas entre amigos se haconsiderado normal, y no esoficialmente vergonzoso ceder la propiaesposa a alguien más joven y fuerte queengendre de ella hijos igualmentevigorosos. A mí, este punto de la ley

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siempre me ha parecido indecente yconozco a pocos espartanos que lo vivanasí, al menos públicamente.

Como contrapartida a nuestra severaeducación, las mujeres es partanasgozamos de una notable libertad demovimientos, a diferencia de las demásmujeres griegas, que permanecenrecluidas casi de por vida en el gineceo.Nosotras podemos heredar de nuestrospadres, lo que nos proporciona granindependencia de los hombres, ysolemos ser las que administramos laeconomía familiar, pero creo que esto escomún entre todos los pueblos y tribus.¿A qué mujer medianamente sensata se

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le ocurriría dejarla en manos de unhombre?

Esa primera mañana en la Agogé,nos reunimos cerca del templo deArtemis, en el claro que se abría enmitad de un bosque de encinas quetalaron hace años para agrandar elespacio de la llanura de Otoña. Losmagistrados examinaron a las que nosiniciábamos en esa escuela y meencuadraron entre un grupo de niñas demi edad. Lo primero que ordenó lamujer que nos iba a entrenar fue que nosdesnudáramos. Las niñas empezaron ahacerlo y yo sentí que me moría devergüenza. Nunca en mi vida había

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estado desnuda delante de nadie que nofueran madre o padre, y sólo en verano,cuando nos bañábamos en la orilla delEurotas cerca de la cañada grande, enAmidas.

Lo siguiente que nos ordenó larobusta mujer, con cara de marinerofenicio, fue que corriéramos hasta unaencina que estaba al otro lado delcampo, a una distancia de un estadio, yque regresáramos. Algunos hombres dela ciudad se acercaron para vernos y yome escondí entre las otras niñas. Lamujer batió palmas y el grupo de veinteempezamos a correr hacia el árbol. Lasseguí como pude para ocultarme entre el

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grupo, al que alcancé sin muchadificultad. Me moría de vergüenza por irsin mi túnica corta, así que corrí contodas mis fuerzas hacia el gran roble, lotoqué e inicié el regreso sin saber dóndeestaba el resto de mis compañeras. Sentíque las mejillas me ardían y lospulmones me estallaban. Por eso lleguéla primera, distanciada del resto deniñas para cubrirme otra vez con misropas. Sin embargo, la mujer, de nombreEurímaca, vino hacia mí y me golpeócon la vara en la espalda.

—Nada de ropas —dijo—, aún nohemos terminado.

El resto de chicas llegaron jadeantes

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después de mí, coloradas y sudorosas.Una de ellas, de ojos grandes y miradaautoritaria, se acercó a la entrenadora yme señaló con el dedo.

—Ha hecho trampa —dijo—. Haregresado antes de tocar el roble.

Las niñas, que me habían visto llegarantes que ellas al árbol, guardaronsilencio. Sólo una de ellas, menuda ytímida, la contradijo poniéndose de miparte.

—No es cierto —dijo nerviosa a laentrenadora—. Yo he visto cómo lotocaba.

Para demostrar mi honradez enseñémi mano a la mujer, mostrándole que en

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ella aún había trozos de la corteza delárbol que había arrancado con el ímpetude la carrera. La entrenadora me dio larazón y ordenó a la chica de ojosgrandes que se callara. Entonces, la niñaque me había defendido se acercó a mí.Era delgadita y bonita, de ojos verdes ynariz respingona. Se llamaba Eleiria yera la flor más delicada que había vistoen mi vida.

—¿No sabes quién es? —me dijocon un tono muy amable e inocente,refiriéndose a la niña que me habíaacusado.

—No —respondí.—No la contradigas.

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—¿Que no la contradiga? —respondí irritada— ¡Me ha llamadomentirosa!

—¡Es Gorgo, la hija del reyCleómenes!

—¡Y a mi qué! —exclamé—. ¡Yosoy la hija de Eurímaco y nieta deLaertes, el de la colina!

La entrenadora se sonrió y acontinuación nos mandó callar y haceruna serie de ejercicios extenuantes conunas piedras, saltar unas vallas y pelearentre nosotras, como hacen los chicos ensus entrenamientos. Nos indicó queestaba prohibido tirarse de los cabellosy morderse, pero no todas hicieron caso

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a las normas y acabé con un buen tirónde pelo detrás de la oreja. Al terminarlos ejercicios nos vestimos de nuevo ynos llevó en hilera hacia una rústicacaseta, pegada a las paredes de la stoa.Eso era la escuela en la queaprenderíamos a leer y a escribir elmínimo imprescindible.

Sin embargo, después del primer díaen la palestra, decidí que no queríavolver porque ya aprendería lo que senecesitaba de labios del abuelo. Así selo dije a él y a madre. Él se sonrió, mellevó consigo al patio a recoger unoshigos y me dijo que estaría muy contentosi regresaba al día siguiente, pero que

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hiciera lo que a mí me pareciera mejor.Como es lógico, al día siguiente regreséa la Agogé para que se sintiera orgullosode mí.

Enseguida destaqué en las carreraspor la pista. Acostumbrada a fortalecerlos muslos por el campo durante loslargos paseos que había realizado juntoal abuelo y a Alexias, encontrabasencillo imponerme a las otras niñas,aunque no le daba demasiadaimportancia.

Un día que corríamos dando vueltasal bosquecillo de robles, trotando engrupo, Gorgo, la hija del rey, se torcióun tobillo y cavó al suelo. No sé por

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qué, pero me detuve a su lado, la ayudéa incorporarse y la acompañé a un ritmomás suave hasta la llegada. Al llegarfrente a la entrenadora ya sabíamos loque nos esperaba, las últimas siempreeran azotadas en las nalgas. Fue laprimera y última vez que algo así mesucedió.

Desde el día que sufrimos juntas elcastigo nos hicimos inseparables. Gorgotenía unos ojos grandes y un pocoprominentes, pero no le afeaban elrostro, sino que lo dotaban de un airedistinguido. Tenía un año más que yo,aunque éramos de la misma estatura. Sihubiera sonreído más hubiera pasado

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por una de la chicas más bonitas delgrupo, pero raramente lo hacía. Alprincipio, pensé que se debía a lagravedad de su rango, aunque luegodescubrí que era por otros motivos.Gorgo de ojos de ternera, como lallamaban en casa, me hizo muchasconfidencias. Como hija del rey no teníaninguna deferencia en la Agogé y eratratada como el resto de hijas de iguales.Me contó que su padre tenía un carácterendiablado y que había maltratado a sumadre muchas veces. Que su vida en elpalacio era un infierno y que vivía sinmuchas más comodidades de las queteníamos en mi casa. Con el tiempo,

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supe que su abuelo materno habíacombatido junto al mío en la célebrebatalla de los trescientos, aunque el suyohabía perecido en ella.

Otras de mis compañeras de laAgogé eran la pequeña y frágil Lisarca,quien se distraía con frecuencia alaprender las letras; Nausica, hija deTelamonias el boxeador, fuerte como supadre, y Eleiria, la niña que me habíadefendido el primer día frente a laentrenadora, que era como una ninfa delas aguas: tierna y delicada. Era tantímida que parecía una cabritilla,hablaba en susurros y era muy fácil quese sonrojara. Nausica, en cambio, era

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igual que un caballo percheron: cuandote saludaba te pegaba un manotazo en laespalda, con la más cariñosa de lasintenciones, y su risa podía oírse en lascalles que rodeaban nuestra escuela sialgo le hacía gracia. Ninguna de las dostenía malicia alguna y así formamos ungrupo que no se separaba ni a sol ni asombra.

Entre el grupo de niñas tambiénestaba una nieta de Laonte y de Atalante,de nombre Pitone. Compartía con suabuela muchas notas de carácter, puescomo ella era oliscona, ventanera yenvidiosa. Tenía un cuerpo menudo,siseaba al hablar como lo hace una

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viborilla del campo y su mirada y surisa eran más falsas que un mercaderfenicio. En la escuela se las daba desaber más que las demás y se reía sialguna compañera era castigada oazotada. Su mejor amiga era una talDanae, hija de Nearco, el apuestosoldado que me había interrogado enGiteo. Esta era una chica bonita, pero sucerebro debía ser del tamaño de ungarbancito, porque no tenía opiniónpropia sino la que sostuviera Pitone, a laque reía todas las gracias.

Así se sucedieron las semanas, entreel campo y la escuela, en la queaprendíamos las letras y los cansinos

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textos legales de Quilón o de Licurgo.Algunas veces teníamos más suerte ynos, hacían leer a Hesíodo o a Tirteo.Esos días, el abuelo se mostrabaesperanzado cuando le contaba cómo sehabía desarrollado la jornada yexclamaba:

—¡Quizás no todo esté perdido paraEsparta si todavía se lee a Hesíodo en laAgogé!

He de decir que poco a poco cogí elgusto a mis paseos matinales con elabuelo y a las clases en la Agogé,aunque lo que más me gustaban eran lasconversaciones con mis amigas, pues mehabía criado hasta entonces en un mundo

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de hombres y ya se sabe que estos nodestacan por su elocuencia, sino másbien por sus largos silencios y suspalabras breves.

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Capítulo 11

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Hacía semanas que me habíaincorporado a la Agogé y una tarderegresaba especialmente contenta a casa.Había pasado un buen día, riendo entreejercicio y ejercicio con Eleiria, Lisarcay Nausica, que había ganado a laentrenadora en lanzar una piedra enormepor encima de su cabeza. Además, en laescuela nos habían hecho aprender unapoesía del cojo Tirteo que ensalzaba elvalor militar del hoplita espartano.Esperaba con ganas llegar a casa para

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recitársela al abuelo. Ahora pienso queno era el tipo de poesía que debeenseñarse a un grupo de inocentes niñasa tan tierna edad, pero en la educaciónque recibimos en Esparta la guerra, elhonor y la valentía lo son todo. Por elcamino la había repasado mentalmentemuchas veces, y todavía hoy la recuerdocomo si fuera esa tarde en la que saltabapor el camino entre las jóvenes espigasy las amapolas coloradas:

Porque es hermoso que un valientemuera,

Caído en las primeras filas,luchando por su patria.

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Es en cambio la cosa más dolorosade todas vivir como un mendigo,

Abandonando la patria y susfértiles campos,

Errante con la madre querida y elpadre anciano

Y los hijos aún niñosY la esposa legítima.Éste será objeto de odio para

aquéllosA cuyo país llegue cediendo a la

necesidadY a la horrible pobreza; deshonra

su linaje,Desmiente su noble rostrotoda infamia y toda vileza va con

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él.Por lo tanto, si no hay para un

vagabundo ninguna ayudaNi tampoco respeto, consideración

ni compasión,Luchemos valientemente por

nuestra tierramuramos por nuestros hijos sin

ahorrar nuestras vidas.Así pues, oh jóvenes, luchad unidosno deis la señal de la huida

vergonzosa ni del miedo;Haced grande y fuerte en el pecho

vuestro corazónno tengáis amor por vuestras vidas

cuando lucháis con el enemigo.

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Al entrar en nuestra finca, saludé conla mano a los ilotas que trabajaban enlos campos y ellos agitaron sussombreros de paja. Sin embargo, no tuveocasión de recitar la poesía al abueloporque ese día se había cernido unatormenta sobre nuestra casa.

Cuando las alargadas sombrasoscurecieron la tierra y cayó la negranoche, trajeron a Polinices muymalherido desde la llanura de Otoña.Llegó cargado sobre una litera,acompañado de su irén y de variosmuchachos de su cuadrilla, inconscientey en estado febril. Entré tras mi madreen su cuarto y vi que tenía la espalda

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hinchada y destrozada. En ella seadivinaban tantas heridas y moratonesque eran imposibles de contar. Todo sucuerpo era una mancha rojiza ysanguinolenta, y parecía un gusanotronchado por el arado. Supe por elabuelo que mi hermano mayor habíasido sometido a la prueba del roble.

Este es un ejercicio físico brutal quesirve para entrenar la capacidad deresistencia. Aparte de los castigoscotidianos, es frecuente apalear de unmodo feroz a los chicos de la Agogécuando cumplen los once años (edad quePolinices aún no había cumplido). Ellugar de apaleamiento se encuentra en un

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pequeño y agradable bosque, no alejadode la llanura de Otoña. Lo primero quese hace es escoger un árbol vigoroso yrobusto, al cual se le engancha unacadena y, a ésta, un palo. El muchachoque se somete al brutal entrenamientoagarra este palo mientras otros dos desus compañeros lo apalean. Esta acciónse lleva a cabo con varas de bambú,puesto que son dolorosas y desgarran lapiel. Si el muchacho cae de agotamientoo por el daño causado, hay doscompañeros que se encargan delevantarlo para que puedan seguirapaleándolo.

La finalidad de esta prueba es, para

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el apaleado, aprender a soportar mejorel sufrimiento; para los que golpean, nodetenerse ni vacilar en el ataque aúncuando se siente el terriblepadecimiento que está sufriendo elenemigo; y, por último, para los quesujetan, la finalidad es que, viendosufrir, o incluso morir a sus compañerosen combate, no vacilen y continúen conla misión que se les ha encomendado.Esta práctica no se realiza como castigo,sino que se aplica de forma aleatoriaentre los componentes del campamento.Cuando el que recibe el castigo tiene elcuerpo demacrado, se le retira. Pero ano ser que se encuentre en muy mal

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estado no se le cura. Hay casos dejóvenes tan arrogantes que, por nosucumbir al dolor y caer a los pies desus compañeros, prefieren morir. Suscuatro compañeros —los que apalean ylos que sujetan— no pueden interrumpirla ceremonia. Tan sólo pueden aconsejara su compañero que se suelte. Pero sieste decide no hacerlo, se prosigue conla ceremonia hasta arrebatarle la vida.Polinices sufrió el tormento hasta que sedesmayó.

He de decir que su cuerpomagullado me trajo a la memoria laimagen desfigurada del hombre con elque padre se había entrevistado una

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semanas antes, durante nuestro viaje alpuerto de Giteo, y al que habíanencontrado flotando en el muelle. Sepreguntará el lector por qué relaciono aese desgraciado con el apaleamiento dePolinices. Es muy sencillo: mi hermanoera muy niño para ser sometido a esteejercicio, pues llevaba sólo dos años enl a Agogé. El único motivo de tal abusosólo podía interpretarse en clave devenganza o advertencia hacia mi padre,al que habían descubierto tratando conalguno de los emisarios de Demarato.Giteo y las otras aldeas estaban llenasde informantes de Cleómenes, que teníael reino apretado en su puño enfermizo.

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Padre llegó corriendo desde lapalestra para interrogar a losmuchachos. Estaba fuera de sí. Por loque pudo deducir, esa mañana, Lino delos oficiales de Cleómenes habíasubstituido al irén de la compañía dePolinices por otro joven, de nombreEuxímenes. Algunos compañeros de mihermano protestaron y Euxímenes lesabofeteó cuando ordenó ir al grupo albosquecillo de los robles para «realizarel entrenamiento», según dijo. Repartióunas pajitas a los muchachos y, sin sabercómo, le tocó a Polinices. Al oírlo, elabuelo y padre se intercambiaron unamirada sin decir palabra.

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Comprendí que el culpable de laagresión a mi hermano era el hermanomayor de mi compañera Danae, la amigade Pitone. Aunque no sea bonito decirlo,desde ese día tramé mi venganza contraella. Nearco había ordenado a su hijoque sometieran a mi hermanoa unavenganza que doliera a mi padre ysirviera de advertencia al resto departidarios del rey depuesto. El reynecesitaba que los soldados se lemantuvieran fieles, y el miedo y elhorror eran, a veces, los mejores modosde lograrlo. Lo que le había sucedido aPolinices era sólo un aviso para lospartidarios de Cleómenes y una

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venganza por haber hecho alguna gestiónen favor de Demarato.

Madre, con los ojos arrasados enlágrimas, se puso enseguida a curar aPolinices con la ayuda de Neante. Comomi hermano seguía inconsciente,llamamos al médico, quien le examinó elresto de la tarde y nos indicó que lepusiéramos compresas de agua fría,además de que usáramos linimentos ymiel para que no se infectaran lasheridas.

Ya he dicho que el corazón de mimadre era frágil y ese día su almavolvió a romperse. Resultó muy afectadaal ver cómo otro de sus hijos era tratado

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de modo despiadado por la Polis.Primero, había sido el pequeño Taigetoy después, Polinices. Poco a poco, elestado le arrebataba todo lo que enverdad le importaba. Se sumió de nuevoen la tristeza y cayó en un pozo de murosresbaladizos. Aun así, entre ella y yocambiábamos dos o tres veces al día lasvendas a Polinices, que se debatía entrela vida y la muerte mientras deliraba enun mar de sudor. Lavábamos la sangrenegra con paños templados y encimaespolvoreábamos raíz de adormideratriturada, al igual que hacía el sabiocentauro Quirón, maestro de Asclepio yde Aquiles. El abuelo le daba a beber

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vino mezclado con agua y edulcoradocon miel, y le ofrecía para comerpapillas de cebada con pedacitos decerdo triturados.

Durante los días siguientes, todosnos turnamos para velar su sueño. Aveces, yo entraba en silencio en sucuarto para ver cómo se encontraba yponía mi manita en su frente, que ardíacomo un brasero en mitad del invierno.Otras veces, le daba de comer oayudaba a madre a cambiarle losvendajes. Durante el día también recogíaflores, y las ponía en un jarrón parahacerle la habitación más acogedora.

Al mejorar de sus heridas tuve la

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oportunidad de mantener largasconversaciones con él, postrado en lacama, o de leerle fragmentos de algunode los libros del abuelo. Así conocí desu boca los ejercicios y entrenamientosextenuantes a los que eran sometidos enla Agogé. Me sorprendió que, a su cortaedad, Polinices se mostrara ya dispuestoa morir por Esparta, con una obedienciaciega a los magistrados militares. Dehecho, estaba orgulloso de habersoportado el dolor de la dura prueba. Lamentalidad que le habían inculcado lehabía hecho ya un soldado de mente,aunque todavía no de cuerpo.

Yo no entendí cómo podía pensar así

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después de lo que le habían hecho, y poreso le hablé del abuelo y de padre que,aunque eran grandes guerreros, teníanideales más elevados que únicamentelos de la milicia. Le intenté explicar,con mis tiernas palabras de niña, que enesta vida no todo era muerte ydestrucción, que no sólo existían Ares,hacedor de viudas y destructor demurallas, o Hefesto, el contrahecho,dioses de la guerra y de la fragua, sinoque también existían Zeus, Venus,Afrodita, Atenea de las artes y que lavida debe ser un combinado de todosellos, como me había enseñado elabuelo en nuestros largos paseos por el

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campo. Él se había consagrado aAtenea, la diosa del conocimiento, y yotambién. Con frecuencia me hablaba dela ciudad consagrada a esta diosaporque Atenas era, según su parecer, laciudad más civilizada de todas, en laque el conocimiento y el ciudadanoprosperaban juntos. También por elloera la ciudad más libre. Cuando añosdespués la visité, entendí el por qué,pues el amor a la sabiduría se cultivabaen Atenas como se había cultivado enMileto. Allí se apreciaban la cultura, laliteratura, el teatro, la poesía, la música,la arquitectura, las artes y, además,según el abuelo, los atenienses no eran

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inferiores en la práctica de la guerra alresto de pueblos de la Hélade.

Polinices se recuperaba día a día y,una tarde, me contó que quien más sehabía ensañado con él en la prueba delroble era un tal Prixeos, hijo de Prixeo.Grabé en mi memoria los nombres dePrixeos y de Euxímenes, el hijo deNearco y hermano de Danae que habíaordenado el apaleamiento.

Yo regresé a la Agogé unos pocosdías después de estos sucesos. Muchascompañeras se interesaron por mí y pormi hermano. Algunas lo hicieron porsimple curiosidad y otras con signosvisibles de preocupación, en especial

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Nausica, hija de Telamonias, quien mepalmeó la espalda con la fuerza de unbuey al verme regresar a los ejercicios.Tanto ella como Eleiria estabanhorrorizadas e indignadas por lo quehabía ocurrido. También Gorgo sepreocupó más de mí esos días, sedesvivió en detalles y procuródistraerme con chismes y ocurrenciasque había oído.

Sin embargo, mi mente se habíatornado negra y, durante una semana, micabeza sólo barruntaba cómo vengarmede lo que le habían hecho a mi hermano.Ahora me avergüenzo de ello, pero poraquel entonces, mi corazón estaba

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envenenado de odio contra los que sehabían ensañado contra Polinices, enespecial contra el tal Euxímenes, unchico bravucón y vanidoso. Así quetramé lo siguiente: algunas niñas,especialmente Pitone y Danae, se reían adiario y con malicia de Nausica, ya queestaba más gruesa que las demás ysiempre llegaba la última durante lascarreras, aunque la entrenadora ya habíadesistido de azotarle en las nalgas,porque nada podía hacer y a ella noparecía afectarle mucho el castigo.Nausica se defendía de los insultos delas niñas crueles y, en su inocencia, lesdecía que ella no estaba gorda, pues en

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su casa sus padres y hermanos le decíanque era muy hermosa.

Yo podía ser muy buena, perotambién mala y despiadada, así que unospocos días después me acerqué aNausica con la cara más triste que jamáshaya visto mujer alguna. Ella me vio yme preguntó:

—¿Qué te pasa?—Mi hermano —mentí— está

empeorando.Nausica era fuerte como un toro,

pero su interior era igual de tierno queun brote de jacinto en primavera y sequedó muy apenada.

—Además me duele que haya sido el

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hermano de Danae quien ordenara que lesometieran a la prueba —le dije en unsusurro mientras veía cómo su cabeza sellenaba de oscuros nubarrones—. Lamisma que se ríe de ti y te llama cosashorrendas. ¡Qué desgracia máshorrorosa si un día a Danae —proseguí—, una piedra le aplastara un pie en lapalestra!

Nausica me miró con una miradaigual a la del buey que pace serenamenteen los campos y pareció no comprender.Sin embargo, dos días después, duranteunos ejercicios, Danae tuvo la malafortuna de poner un pie en el lugarexacto en el que Nausica arrojaba una

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gran piedra. Estuvo dos semanas sinasistir a la palestra.

Aunque no me enorgullece decirlo,esa tarde regresé más reconfortada acasa y me encontré a Polinices sentadobajo el emparrado del pórtico, junto alabuelo, comiendo trozos de melón.Había pasado buena parte del día al soly presentaba mejor cara. Me lavé en lafuente y después me senté junto a ellos acomer algo.

—Esta tarde —me dijo Polinices—han venido a verme algunos compañerosde mi batallón y uno de ellos me hapreguntado por ti.

—¿Cómo? —Me ruboricé— ¿Por

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mí?El abuelo se sonrió bajo su bien

poblada barba blanca, pero hizo como sino hubiera oído y siguió cortando elfresco melón en rodajas.

—Sí, hermana. Se llama Prixias dela cañada rota, es hermano de una talEleiria —dijo Polinices sin ocultar unasonrisa.

Era la primera vez en mi vida que unchico preguntaba por mí. Yo estaba apunto de cumplir los ocho años y, sibien es cierto que a partir de la pubertadse considera que las espartanas yaestamos preparadas para engendrarguerreros, no quería pasar de ninguna

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manera por el rústico modo en que lashumillantes ceremonias de apareamientotienen lugar y que quizás ya describirémás adelante.

De todos modos, pensé, si el talPrixias era hermano de Eleiria no debíaser mala persona. Su hermana eraencantadora, sencilla y tierna cualcorderilla. Me lo imaginé como unmuchacho de ojos oscuros, mirada dulcey hombros robustos. Me quedéensimismada, soñando con alguien aquien ni conocía, ni había visto un soloinstante, hasta que cambié de tema y lesdije que tenía que ayudar en la cocina apreparar la cena.

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Se me hizo raro ver que el abuelohacía compañía a Polinices. No pornada, sino porque durante los últimosdías, tanto él como padre habían paradopoco en casa e intuí que debían sentirseculpables de lo que había ocurrido. Lassemanas anteriores, el abuelo habíapasado largas horas en la falda delescarpado y hosco Taigeto. Al regresar,corría la cortina para observar a sunieto, quedándose muy quieto mientrasmurmuraba alguna plegaria a Asclepio.También le había visto echar granos decebada y orar ante el pequeño altar quetenemos dedicado a Artemis.

Una de esas noches, después de la

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cena, el abuelo corrió la cortina dondereposaba Polinices y se sentó en sucamastro. Mientras le alisaba la cabezarapada y sudorosa oí cómo le hablaba ensusurros:

—Voy a decirte algo que tú yasabes. Polinices. El mundo no es todoalegría y color, es un lugar terrible y,por muy duro que seas, es capaz dearrodillarte a puñetazos y tenertesometido permanentemente si tu no se loimpides. Ni tú, ni yo, ni nadie golpeamás fuerte que la propia vida. Noimporta lo fuerte que pegues, sino lofuerte que pueden golpearte. Loimportante es resistir mientras avanzas

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en mitad de esas dificultades. Hay quesoportar sin retroceder, así es como segana. Nunca digas que no estás dondequerías por culpa de otro; eso lo hacenlos cobardes y tú no lo eres. Tú erescapaz de todo. Ten en cuenta, hijo mío,que lo que no te mata te hace más fuerte.

Luego le besó en la frente y sedespidió:

—Ahora descansa, espartano.Mientras me dormía y oía la pesada

respiración de Polinices en el cuartocontiguo, también yo recé a Asclepio deEpidauro, hijo de Apolo, para que mihermano sanara pronto.

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Capítulo 12

499 a.C.

El dios oyó mis plegarias y Polinices serecuperó de sus heridas en poco más dedos semanas. Enseguida regresó connormalidad a la Agogé, aunque con laespalda marcada con las cicatrices delcastigo recibido. Su asunto quedó enapariencia olvidado, si bien él cojeótodavía durante unos meses. Lassemanas de su convalecencia intentéprodigarme en mimar a mi madre: hacíatan sólo tres años de la pérdida deTaigeto y aún no parecía restablecida.

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Ella agradecía mis muestras de cariño,pero raramente dejaba traslucir emociónalguna. Permanecía como ausente, yverla así me entristecía, a pesar de quees bien sabido que los niños a todo seacostumbran.

Una tarde, al regresar del campo deentrenamientos, me lavé del polvo delcamino en la fuente del patio antes deentrar en casa y recé una plegaria a laestatua de la diosa, como acostumbraba.Al entrar en mi cuarto me quedé absortaal ver mi cama, porque la colcha parecíaser de oro. Alguien había esparcido enella mil pétalos, de distintas flores, quebrillaban como el arco iris en la

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penumbra. Entonces sentí que un calorinundaba mi pecho. Polinices meagradecía de ese modo las semanas enque había cuidado de él. Recogíemocionada cada uno de los pétalos ylos guardé en un vaso que tenía en lacómoda, junto a mi túnica para lasfiestas y a la estrella azulada que padreme había regalado en Giteo. Luego, bajécantando a la cocina para ayudar apreparar la cena.

Un mes después, el sol empezó acalentar a los lagartos que reposan sobrelas piedras y llegó el día de preparar lasJacintias en honor de Apolo. Estasfiestas se celebran en nuestra aldea con

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la llegada de la primavera, cuando lasflores estallan en mil colores y un mantodorado cubre las praderas. El añoanterior había recibido de mi madre elencargo de preparar las guirnaldas deflores para las víctimas ile lossacrificios. También me habían hechoresponsable, junto a otras niñas y a lasilotas, de las coronas de la procesión delos carros.

Madre estaba con el resto de lasmujeres en casa de Eurímaca,terminando de bordar el quitón que seríaofrecido al dios Apolo porque, así comolas atenienses bordan un manto queofrecen a su diosa en su procesión de las

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panateneas, también en Esparta se siguela tradición de bordar un manto paraimplorar al dios una buena cosecha. Eseaño, los motivos de la túnica eran unosracimos de uva morados y unasbailarinas que danzaban alrededor deuna mesa de banquetes; tambiénpequeñas espigas y unos cuencos conofrendas al dios, cuya figura ocupaba laparte central del manto.

Por la tarde, una vez dejamos listaslas coronas y las cintas de colores en elpatio de mi casa, que parecía el Olimpopor el colorido de las decoraciones,fuimos a visitar la tumba de Jacinto. Enel recinto ya habían brotado las

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primeras flores. Nos acercamos altemplo viejo por el caminito que pasaentre los robles de generosa sombra.Unos ilotas limpiaban con agua laspiedras del pequeño edificio, y algunospintores repasaban los colores de lasrústicas metopas del templo con escenasde la lucha entre Lapitas y Centauros.Recuerdo como uno de los artesanospintaba a Teseo luchando contra un granhombre-caballo. Creo que ya he dichoque estos seres mitológicos son muyconocidos por la lucha que mantuvieroncon los lapitas, habitantes de Tesalia.Embriagados por el alcohol, loscentauros intentaron raptar a Hipodamía

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el día de su boda con Pirítoo, hijo deIxión y rey de los lapitas. Me habíaexplicado el abuelo que la riña entreellos es una metáfora del conflicto entrelos bajos instintos y el comportamientocivilizado. Teseo, el héroe fundador deciudades, inclinó la balanza del lado delorden correcto de las cosas, ayudó aPirítoo y los centauros huyeron a laselva.

Di una vuelta en solitario alrededordel templo e imploré a Jacinto la ayudade un héroe como Teseo para queprotegiera a mi familia. Luego me reunícon el resto de niñas en la puerta deltemplo y regresamos todas juntas a la

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aldea para terminar allí lospreparativos, pues esperábamos adocenas de hambrientos invitados.

Las Jacintias duran tres días: elprimero está consagrado al duelo por lamuerte desgraciada de Jacinto. En élofrecemos sacrificios a los muertos, sinel canto del pean ni banquete, y duranteese día los panes del sacrificio son muysimples en señal de duelo; durante laprocesión se entonan cantos de dolor,las plañideras lloran la muerte dejacinto y se escenifica el dolor de Apolopor la trágica muerte de su amado. Elsegundo día es un día de celebración.Los jóvenes tocan la cítara y el aulos, y

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cantan a la gloria de Apolo mientrasotros participan en concursos hípicos ode lucha. Al tercer día, numerosos corosrivalizan por las calles de la aldea,cantan himnos del país y bailan. Amidases también el teatro de desfiles decarros decorados por las jóvenes y lasmujeres de Esparta. Este día se ofrecensacrificios y banquetes, y los ciudadanosinvitan a sus familiares y parientes. Lasvíctimas de los sacrificios llegan conlazos en la cornamenta y se examinansus entrañas al sacrificarlos. Los ilotastienen derecho a tomar parte en losfestejos, incluso los extranjeros.

A media tarde del primer día

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llegaron todos los parientes del abueloen dos carros; eran sus primos y susparientes de la casa del pino torcido deLimnai. El abuelo aplaudió ufano sullegada, abrazó a los más viejos uno auno y repartió amables pescozones entrelos más jóvenes. Los parientesdescargaron unos quesos olorosos, asícomo algunos productos de su huerto. Selos mostraron y él alabó el color de lasberenjenas o el olor de sus cebollas.Polinices les ayudó a entrarlo en la casamientras yo cargaba con un racimo deajos que dejé en la cocina, en la queestaban atareadas Pelea y Neantedesplumando unos pollos. También

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llegaron de una aldea del norte algunosparientes ilotas de Menante a quien elabuelo había invitado para las Jacintias.Alexias correteaba alegre al ver tantagente hasta que madre le recogió delsuelo para que no entorpeciera el paso yle acostó.

Mi padre y Polinices habían llevadoya al lugar de los banquetes las frutas ylos toneles de vino. A mí me tocó llevarhasta nuestra carpa los cubiletes debarro y los platos de madera de haya.Quise llevar también la crátera devolutas que habíamos compradosemanas antes en Giteo para mezclar elvino con agua, pero no pude ni

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levantarla del suelo, y eso que en laAgogé me hacían levantar pesadaspiedras para fortalecer los músculos. Elabuelo supervisó los preparativos,indicó a los ilotas dónde debían ponerselas sillas o las esteras para sentarse oreclinarse, y, cuando Helios se ocultabapor poniente, empezó la cena.

En el centro de la gran tienda yaardía el fuego donde se asarían loscabritos y las aves. La fiesta se celebrabajo las antiguas skénaí, unosentoldados de brillantes colorescaracterísticos de las fiestas campestresarcaicas. Los invitados se sentaron engrupos entre bromas y chistes. El canto

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ritual dio inicio al banquete. Los ilotasencargados del servicio trocearon lascarnes de venado o de las aves yrepartieron los mejores pedazos a losinvitados más ilustres.

Los hombres hablaban de la futuracampaña contra nuestra principalenemiga, la ciudad de Argos. Por suparte, las mujeres reían y hablaban de lafiesta o de los carros decorados con quese había realizado la procesióndedicada a Apolo. Se brindó para que lasiguiente cosecha fuera buena,ofreciéndose libaciones tanto a Zeuscomo a Deméter, la diosa de laagricultura que cuida de los trigales.

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Ella es la savia que sale de la tierra, seeleva y da vida a los brotes tiernos, hacemadurar el trigo hasta que amarillean lascosechas. El abuelo me decía quecuando pasea por los campos nadiepuede verla, pero que, a su paso, lanaturaleza la reconoce, se alegra y lasflores del almendro hacen guiños a lasabejas.

Durante la cena, algunas mujeres seinteresaron por mí y por mi edad, puesya era alta para mis años. Padre, quebebía vino rodeado de sus compañerosde la Systia, me miraba complacidomientras yo servía a los huéspedes. Elabuelo estaba sentado junto a dos

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parientes, antiguos compañeros dearmas, y los tres parecían un bosquecillode robles viejos y hojas plateadas.

Entonces, cuando todo el mundohabía comido y bebido, un aedo debarba blanca y túnica manchada de grasase puso en pie con su vara blanca parareclamar silencio. Luego se adelantó ysolicitó permiso para entonar el canto.Durante los tres días de la fiesta iba arecitar la Ilíada, en una versión másabreviada que de costumbre,acompañado por su lira. La gente guardóun relativo silencio cuando el narradorpulsó sus cuerdas y se aclaró la voz paraempezar el canto de Helena.

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Y la causa de interminablesufrimiento entre troyanos y griegos,

por cuya belleza sin parTantos valientes aqueos perdieron

su vidaEn Troya lejos de su patria

Se inició el canto y madre se sentóentre el grupo de mujeres, con Alexiasen el regazo. Algunos hombres y niñosse durmieron al oír las primeras notas,al amparo del fuego que hacía brillar losrostros y sonreír a los estómagossatisfechos. Empezó el Canto y busqué apadre con la mirada. Seguía entre elgrupo de guerreros amigos suyos entre

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los que reconocí a Talos y a Eumolpo,guerrero de barba bien poblada. Meacerqué hasta él y me acurruqué en suregazo para escuchar a Homero.Enseguida dejó el vaso del que bebía,me acarició la mejilla y me susurró algoal oído que no comprendí muy bien porel ruido y porque a mi padre se letrababa un poco la lengua durante lasfiestas. Yo me pregunté por qué nopodíamos estar siempre así, al calor delfuego, oyendo cantos antiguos y gozandode las caricias de los seres amados enlugar de guerrear continuamente.

E l Aedo prosiguió recitando versosy, después de enumerar el contingente

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que componían las naves de losmicénicos, llegó el turno de nuestrosantepasados espartanos. Entonces sehizo un silencio reverencial para oír:

Y los que ocupabanLacedemonia, cóncava y ricaEn barrancos, y Faris y Esparta,Y Mesa, la de muchas palomas,Y Brusias habitaban y la amableAugías; y los que Amiclas ocupaban

Aquí los asistentes que no dormíanaplaudieron y ulularon a rabiar

Helo, la ciudad que está en la

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costa;los que ocupaban Laas y a los dos

ladosDe Etilo habitaban;A ellos, en total sesenta naves,Se los mandaba Menelao, su

hermanoPor el grito de guerra distinguido;Aparte ellos se armaban de coraza.Y entre ellos Menelao iba

marchandoConfiado en sus ardientes deseos,Exhortando a la guerra, pues en su

almaMás que nadie vengarse deseabaDe los gemidos y angustias de

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Helena.

Al terminar el repaso de las navesaqueas que se dirigían a Ilion la genteaplaudió de nuevo y el abuelo ofreció alrecitador pingües muslos, como mandala tradición. Repasé con la miradadónde estaban Polinices y madre. Mihermano se encontraba junto a un grupode muchachos cerca del fuego. Mimirada recorrió a los presentes hastaque vi a mi madre sentada entre un grupode mujeres. Mecía en sus rodillas aAlexias junto a un niño ilota, a los querodeaba con sus brazos. Entonces creítener una visión porque, a través de las

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llamas, los niños se parecían como dosgotas de agua, aunque quizás fue efectodel vino que padre me había dejadoprobar de su vaso. En ese momentoparecía la mujer más feliz de la Hélade:estaba sonriente y muy hermosa. Penséen lo dichosa que se hubiera sentido conTaigeto junto a ella si la dura ley de laLesjé no nos lo hubiera arrebatado. Enese instante sentí una punzada de doloren el pecho.

El aedo comió algo de carne, sorbióun buen trago de vino y se limpió con lamanga. Luego reemprendió el Canto conla entrevista entre Héctor y su hermanoParis, a quien aquél acusa de esconderse

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de Menelao, rey de Esparta. Por ello, elofendido París decide desafiar aMenelao en combate singular. La batallase detiene para la celebración de esteduelo singular, pues los contrincanteshan prometido que el vencedor sequedará con Helena y sus tesoros. Lamisma Helena, Priamo y otros noblestroyanos observan todo desde lamuralla. El aedo puso cara de sorpresacuando Menelao está a punto de matar aParis pero le salva la divina Afrodita,que le envía de nuevo junto a su amadaHelena.

Yo escuchaba embelesada, sentadajunto a padre, cómo los dioses deciden

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en una reunión que se reanuden lashostilidades, por lo que Atenea,disfrazada, incita a Pándaro para querompa la tregua lanzando una flecha quehiere a Menelao. Tras la arenga deAgamenón a sus tropas, se reanuda labatalla y el aqueo Diomedes, asistidopor Atenea, está a punto de matar altroyano Pineas, llegando incluso a herira Afrodita. En este punto, el cantante sedetuvo para beber mientras los presentessilbaron y abuchearon a Diomedes.

Luego, el aedo prosiguió narrando elmodo en que Ares y Hector comandan alas tropas troyanas, y ante el empuje delos aqueos, Héleno, hijo de Priamo,

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insta a Héctor a que regrese a Troyapara encargar a las mujeres troyanas querealicen ofrendas en el templo deAtenea. Este, tras realizar el encargo desu hermano Héleno, va en busca de Parispara increparle y que regrese a labatalla y se despide de su esposaAndromaca. Entonces escuché uno delos pasajes más bellos del canto, que elaedo narró con voz profunda ydramática, porque Andromaca sabe queno volverá a ver a su marido en vida:

Desgraciado de ti, a quien tu ardorHa de perder; y no te compadeces

de tu hijo aún tierno

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Ni de mí, infortunada,Que muy pronto de ti ha de quedar

viudaPues pronto han de matarte los

aqueos,Todos a una sobre ti lanzados;Y a mí más provechoso me seríaQue al perderte la tierra me

tragara;Pues no he de tener ya yo otro

consuelo,Una vez que tú sigas tu destino,Sino sólo pesaresPues ni padre ni augusta madre

tengo.

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Madre me sonrió y me saludó con lamano, y padre me preguntó al oído algoasí como si me gustaba el canto. Le dijeque sí y le acaricié la barba con la manomientras el aedo seguía recitando losversos. A mi lado, Eumolpo roncabacomo un león y padre le dio un codazopara que callara y pudiéramos oír que,tras el debate entre Atenea y Zeus,Héctor desafía en duelo a cualquieraqueo destacado. Los principales jefesaqueos, arengados por Néstor, rey de laarenosa Pilos, aceptan el desafío y, trasecharlo a suertes, es elegido AyaxTelamonio. El duelo singular esinterrumpido por la llegada de la noche

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y se intercambian regalos.Pasada la medianoche, la mitad de

los asistentes dormitaba encima deesteras. Entonces, el cantante terminó elcanto sexto. El abuelo y yo éramos delos pocos espectadores que nosmanteníamos despiertos y nosintercambiamos un guiño decomplicidad. Como otras veces, al oír elcanto me maravilló el héroe troyanoqueno duda en sacrificarse por su patria, tanopuesto a su hermano Paris, tan egoístacomo cobarde, y fui a dormir con suimagen en mi cabeza.

Al día siguiente, en plenas fiestas,me encontré a mis compañeras Nausica

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y Eleiria entre el gentío que rodeaba eltemplo de Apolo. Eleiria ibaacompañada de un muchacho un pocomayor que ella. Supuse que era suhermano Prixias, porque tenía susmismos ojos. Era tal como me lo habíaimaginado: sano y robusto, de carasonriente y mirada intrépida. Su hermaname lo presentó y yo sentí que las piernasme temblaban tanto que ni siquiera meatreví a mirarle a los ojos. Prixias teníamucho interés en que me quedara conellos para asistir a la ceremonia, peroyo me escabullí muerta de vergüenza.

La segunda noche de las fiestas,cuando acabó el canto de Homero, no

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me dormí, porque di vueltas a lo que mehabía sucedido con Eleiria y Prixias. Medije que había sido tonta al no haberlesacompañado, ya que me moría de ganasde hacerlo. Pero ya se sabe que elcorazón de una mujer es como unjeroglífico que no comprende ni ellamisma, y allí me quedé, perdida en eselaberinto de emociones contradictorias,rumiando porqué había escapado de loque tanto me apetecía. Decidí que a lamañana siguiente tenía que hablar con elabuelo acerca de mi vergüenza.

Durante el tercer día tuvo lugar lasolemne procesión de la entrega delquitón al dios, con las danzas rituales

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frente al templo, el sacrificio de doscabras. La ceremonia concluyó con laslibaciones a Apolo y al resto dehabitantes del Olimpo.

Mis amigas Nausica y Eleiriasubieron a nuestro carro, decorado concoronas de flores. Íbamos las terceras,cantando y arrojando flores a losespectadores. Pasamos por delante delestrado de madera en el que estaban lasautoridades: los dos reyes, los éforos yparte del consejo de ancianos con susfamilias. Ese día vi por primera vez alrey Cleómenes, padre de Gorgo. Era unhombre de miembros largos, muydelgado. Tenía la cara picada por la

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viruela y peinaba su cabello lacio conaceite. Bebía vino a la vez queparloteaba de mòdo que todos le oyeran.A su lado se sentaba Demarato, unhombre de mirada desconfiada y manosnerviosas. Se veía que se encontrabaincómodo con la situación.

Allí vimos también a Gorgo, quevestía un precioso peplos bor dado deflores. La saludamos alegres mientras learrojábamos unas flores, siguiendo latradición. Ella nos devolvió el saludo,pero nos pareció como ausente y triste.Junto a ella se encontraba uno de loshermanastros menores de Cleómenes,Leónidas, un muchacho sereno y austero

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de barba bien poblada, que habíaterminado la Agogé pocos años antes.Era el mismo que había ido a visitar apadre y al abuelo a nuestro regreso deGiteo y con el que habían hablado ensecreto.

Eleiria estaba risueña y parlanchinaesa mañana. Enseguida empezó ahablarme de su hermano Prixias. Debiónotarme nerviosa y acalorada, porqueme preguntó si me pasaba algo. Le contélo que me había dicho Polinices: que suhermano Prixias se había interesado pormí cuando fue a visitarle a nuestra casaen Amidas. Eleiria abrió los ojos comodos ollas a la vez que me abrazaba.

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Luego empezó a cantarme lasexcelencias de su hermano, y yo me reícon ganas porque me pareció unavendedora del mercado que queríaofertarme lo mejor de su puesto: que sisu hermano era un chico atento, muyconsiderado, poco dado a bromasofensivas; que era ordenado, limpio ymil cosas más. La miré con los ojos muyabiertos, pero no fui capaz de articularni una palabra cuando ella me miró conojillos de halcón y me dijo riendo:

—Estoy muy contenta, Aretes. Nosllevaremos muy bien como cuñadas.

Yo me quedé aturdida, y ella unpoco extrañada y pensativa, cuando le

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dije que yo esperaba de un hombre queno sólo fuera un buen guerrero, sino quetambién le gustaran los relatos alegres,la música y los largos paseos por elcampo. Nuestra conversación quedóinterrumpida porque llegamos frente altemplo de Apolo. Allí se hizo lasolemne entrega del vestido bordadocon que se vistió al dios y las fiestas dela primavera terminaron entre cánticos ysacrificios propiciatorios.

Por la noche, a la luz de lasantorchas, tuvieron lugar las despedidasde amigos y parientes entre abrazos,besos y algunas lágrimas. Todos sesubieron a sus carros y regresaron a sus

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aldeas al son de felices canciones.Luego todos entramos en casa: madreabrazada a Polinices y yo a padre y alabuelo. Mi madre había pasado unosdías muy felices y se le notaba en elrostro que lucía fresco y colorado comouna manzana. Mientras pasábamos pordebajo de la puerta, se volvió aPolinices y le preguntó:

—¿Quién es ese muchacho con elque estabas durante la procesión de loscarros?

—Es Prixias de la cañada rota,madre —le respondió—. Compañeromío en la palestra.

—¿Y qué tal es este chico? —quiso

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saber ella.—¡Oh! Es maravilloso —dije yo.Los ojos de todos se clavaron en mí

y luego estallaron en carcajadassonoras. Padre me cogió fuerte por eltalle y me pellizcó una mejilla.

—¿Qué he dicho tan gracioso? —quise saber ruborizada.

—Nada, cariño —dijo mi madre ennombre de todos con una picara sonrisaen la boca—. Si es tan maravillosocomo dices, ya está bien, ¿no?

Los demás siguieron riéndosemientras empezaban con la tarea derecoger y limpiar lo que habíamosensuciado durante los tres días que

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habían durado las Jacintias. Pero lavartodas las cerámicas y los platos no eralo peor, como decía el abuelo. Lo peorera la semana siguiente, porque tras losexcesos de comida y bebida de lasfiestas, madre nos ponía a dieta deacelgas o nabos durante una semanaentera.

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Capítulo 13

499 a.C.

Al cumplir los ocho años cesaron laspesadillas en las que veía a Taigetoabandonado en el monte por losancianos de la Lesjé. El abuelo me habíadado a beber unas infusiones de tisanaque ahuyentan los demonios de la noche.De esta forma, los pocos recuerdos demi hermano se diluyeron. El tiempo es elmejor de los sanadores y los recuerdosamargos se evaporaron como el agua enla olla que hierve.

Alexias había cumplido los tres

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años, hablaba por los codos y crecía aun ritmo mayor cada día. Polinicesestaba bien. Las heridas de la espalda sehabían curado, pero le habían dejadoalguna secuela en el carácter. No semostraba tan divertido como tiempoatrás, sino más reservado y desconfiadoque antes. Se estaba convirtiendo en unhombre y saltaba a la vista. Cada vezque podía abandonar los barraconespara venir a casa, había crecido mediopalmo y estaba más fuerte. Además,Polinices era tan guapo que no pocas demis compañeras me habían preguntadopor él.

Yo seguía yendo cada mañana a la

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Agogé. Me levantaba muy temprano y elabuelo me esperaba para acompañarmeun buen trecho del camino. Durante lasclases de lectura, Gorgo nos ponía al díade los chismes o de las noticias que oíaen palacio.

Así supimos que, a veces, seescondía detrás de las puertas y oíadiscutir a su padre con los consejeros oescuchaba preparar las campañasmilitares. En ese momento lo hacíancontra la sempiterna rival de la polis:Argos. Un día, Gorgo nos contó lo queestaba sucediendo en oriente y que casitodas ignorábamos, a excepción dePitone, que se hizo la enterada. Los

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persas proseguían su avance por tierra ymar, pidiendo a las ciudades que sesometieran para no ser arrasadas a fuegoy hierro. Sin embargo, algunas serebelaron y pidieron ayuda a lasciudades del Peloponeso.

Parece ser que había llegado aEsparta un regente importante, un talAristágoras, de Mileto, una prósperaciudad de la costa jónica que no queríasometerse al tirano persa.

—El hombre —nos contó Gorgo—ha ofrecido ayuda a mi padre paraencabezar una expedición contra lacapital de estos persas, Susa. Perocuando mi padre ha oído que la ciudad

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está a más de tres meses cruzandodesiertos o tierras extrañas y enemigas,ha exclamado riendo: «¿Tres meses?».¿Os lo podéis creer? Yo estaba presenteen la conversación cuando he oído queel hombre ofrecía a mi padre una fuertesuma para decidirse. Por supuesto, mipadre al final ha desestimado la idea. Elhombre ha regresado hecho una furia asu barco, en Giteo, y se ha marchado aAtenas a recabar ayuda.

—¿Tan poderoso es ese rey persa?—preguntó una de nosotras.

—Eso he oído. Dicen que susejércitos son infinitos, y que con sólolos de unas pocas regiones de su vasto

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imperio es capaz de arrasar toda laHélade.

Las niñas sólo sabíamos de políticalo que oíamos de boca de nuestrosmayores, y a esa edad no teníamosopinión propia sino que, como todos losniños, acostumbrábamos a defender lasopiniones de nuestros padres y abuelos.

Recuerdo que esa tarde yo expliquélo que había oído en casa: que la uniónhacía la fuerza y que una cuerda decáñamo era más resistente cuantas máshebras se trenzaban, como símbolo deque había que procurar la unión de todaslas polis contra la amenaza de losbárbaros.

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—Tú cállate, Aretes —dijo Pitoneautoritaria—. Tu familia es partidaria deDemarato, y por tanto sois traidores aEsparta porque queréis pactar con lospersas.

Yo no supe qué decir y el resto deniñas me miró con asombro, como sivieran al mismo Cerbero salir por laspuertas del Hades, aunque ni supieranquién era Demarato. Ese día me espanté,porque comprendí que, para algunasfamilias de la ciudad, padre era untraidor. Sin embargo, no me entraba enla cabeza cómo un traidor podía seramigo personal de Leónidas, el hijopequeño del rey Anaxandridas y

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hermanastro de Cleómenes y, por tanto,tío de Gorgo.

Desde ese momento, algunas niñas, ainstancias de Pitone, me retiraron lapalabra y me hicieron el vacío. Aun así,la entrenadora estaba muy satisfecha demis progresos en la pista de carreras, yun día me dijo:

—Si sigues mejorando, el próximoaño te permitiré participar en la carrerade las Jacintias y competir con niñas dosaños mayores que tú.

A partir de entonces empecé abuscar más a mi padre y a besarle yacariciarle cuando las obligaciones desu batallón le permitían venir a casa.

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Por lo que supe después, padre habíaempezado a ser mal mirado en lasreuniones de la Systia y algunoscompañeros también le habían retiradoel saludo.

El tiempo pasa lento en Esparta. Lostrabajos del campo se suceden, al igualque los entrenamientos de los hombres ode los muchachos en la llanura deOtoña; a unas fiestas les siguen otras, y alos estudios en la Agogé, las idas yvenidas al mercado de la ciudad. A lasiega le siguió la vendimia, y a ésta laprensa del aceite o del vino. Como cadaaño, al llegar los fríos, cuando lasprimeras nieves cubrieron el monte, dejé

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los bulbos de los jacintos a la sombra dela bodega para plantarlos en el jardíncon la nueva llegada de las golondrinasy las primeras lluvias de la primavera.

Yo había proseguido mi aprendizajejunto al abuelo. Me sentaba con él cadanoche para leer Los trabajos y los díaso El escudo de Heracles, de Hesíodo,que padre le había comprado en uno desus viajes a Giteo. Pasé con él unasveladas deliciosas, porque el abuelosabía adornar las historias con lasvivencias y viajes de toda una vida yentonaba la lectura con una graciaparticular. Se detenía para que miimaginación plasmara en imágenes la

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lectura y yo lo escuchaba embelesada, lomismo que si oyera a un poeta.Recuerdo especialmente la noche en quepadre le trajo El escudo y la reverenciacon la que el abuelo tomó los rollos yleyó para mí:

Con las manos tomó el refulgenteescudo que nadie consiguió romperlo,al alcanzarlo, ni abollarlo, admirablede ver. En efecto todo alrededor erabrillante por el yeso, el blanco marfil,el ámbar y el resplandeciente ororeluciente, y láminas de una sustanciaazul oscura lo atravesaban. En medio,hecho de acero estaba Fobo, que no se

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debe nombrar, mirando hada atrás consus ojos resplandecientes de fuego: suboca estaba llena de dientes blancos,terribles, espantosos, y sobre suhorrorosa frente volaba temible,incitando al combate, Em, perniciosa,que quita el pensamiento y la mente a¡os héroes que hacen la guerra a! hijode Zeus.

El relato seguía con la descripcióndel escudo, que recorría una pléyade dehéroes, y de escenas grabada en él, obramaestra de la orfebrería. Tal como melo leía era como si viera en los rinconesde nuestra casa, o en el sótano, o

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escondido tras un olivo, al mismísimoHeracles, el de cólera terrible, ataviadocon todas sus armas, tan vivido era elrelato del abuelo y la pasión que poníaen la lectura del libro.

Al año siguiente, como me habíaprometido la entrenadora, participé en lacarrera de las Jacintias. El día quefuimos todos a la ciudad para la carrerayo estaba menos nerviosa que el abuelo,porque durante todo el camino a Espartano paró de darme consejos sobre cómorespirar, bracear o pisar con la punta delos pies. Me dijo que no tuviera prisa ensalir, sino en llegar, y que si tenía quedar codazos para meterme en el grupo,

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que no dudara en hacerlo.Al llegar a la explanada vimos que

una concurrida muchedumbre abarrotabalos alrededores de la pista y que todoslos espectadores se cubrían conparasoles y sombreros. Al lugar habíanacudido mercaderes que ofrecían jugode frutas y cántaros de agua fresca. Loscantores entonaban himnos y las gentescomían frutos secos bajo las sombras delos robles. El abuelo se encontró con unantiguo compañero de armas y mepresentó ufano como la atleta que seríacoronada en la carrera. El hombre debióverme escuálida y de estatura muchomenor que las demás, porque estalló en

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grandes risotadas. El abuelo le mirótaciturno bajo sus pobladas cejas y lepropuso apostarse con él una grancantidad de dinero a que yo ganaría lacarrera. Ante mi sorpresa, el hombreaceptó entusiasmado, porque ya dabapor hecho que había ganado fácilmenteuna considerable suma.

—Vamos —me dijo luego—, unacampeona no debe mezclarse conperdedores como este viejo Aristarco.

El tal Aristarco sonrió al abuelo, ledio una amigable palmada en la espalday se despidió de él:

—Luego te veo, Laertes. No olvidestraerme mis ganancias.

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El abuelo me acompañó hasta lalínea de salida y me dejó allí, junto a lasdemás participantes y a los jueces quenos explicaron el funcionamiento de lacompetición.

Todas las carreras a pie son bastantesimilares: hay nueve jueces que sesitúan a lo largo del recorrido paraverificar que los corredores siguen laruta establecida. El juez principal seasegura de que las corredoras esténsobre la línea de salida y bate laspalmas. Las muchachas corremos segúnla edad y a mí la entrenadora meencuadró entre las más jóvenes.

Las atletas nos congregamos junto al

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roble grande de la llanura de Otoña,abarrotada de gente que seguía lasdiversas carreras. El circuito estabamarcado con cintas atadas a los árbolesy jueces dispuestos cada dos o tresestadios para vigilar a las corredoras.El juez nos ordenó formar ante la líneade salida marcada con yeso en el suelo yvi que yo era la más bajita y enclenquede las participantes. Luego batió palmasy todas empezamos a correr. Era unacarrera larga, y con ayuda de los codosme hice un hueco entre las muchachas.Sus piernas eran más esbeltas que lasmías y recibí varios codazos en lospulmones antes de quedar rezagada, casi

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en la última posición del grupo de veintemuchachas.

La carrera consistía en dar cuatrovueltas al circuito. Además de notar elresuello de las adversarias y de llenarsela garganta de polvo, había que soportarlos gritos procaces de algunosmuchachos y de muchos hombres quehabían bebido más de la cuenta. Durantela primera vuelta fui por detrás, peroconseguí no despegarme del grupo. Ibacasi la última cuando oí los gritos deánimo de mi padre y de Alexias quecorría alrededor del prado. En lassienes sentía los golpes de un martillocontra el yunque que me martilleaban sin

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compasión. Los pulmones me ardían yrecordé el consejo del abuelo. Entoncesempecé a bracear para que misextremidades no estuvieran caídas, lospulmones empezaron a llenarse de aire ycomencé a avanzar desbocada. Los queme vieron debieron pensar que era unayegua que han soltado por el campodespués de un largo encierro en losestablos. Mis piernas empezaron afuncionar al final de la segunda vuelta;mis zancadas se alargaron y la gente meseñaló con el dedo cuando avancé hastala cabeza de la carrera.

Quedaba tan sólo una vuelta que sepresentaba árdua. Unas cuantas

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muchachas se habían descolgado delgrupo. En cabeza íbamos tresdestacadas, una detrás de otra. En undescuido, una de ellas, con más maliciaque puntería, intentó clavarme un codoen el costado para que yo desfalleciera.Por suerte, sólo me rozó y eso meencabritó más. Por mi cabeza pasó laapuesta que había hecho el abuelo. Sentíque no podía fallarle porque iba aperder mucho dinero. Sin embargo, lasotras dos atletas eran mayores que yo.Por eso, cuando vieron la última curvase lanzaron como potrillas en celo paraganar la carrera. Entonces ocurrió algoimprevisto, porque Prixias y Eleiria

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estaban escondidos en el bosque,precisamente en esa última curva antesde la llegada. Pude ver cómo agitabansus brazos y me gritaban para animarme.En ese momento me sentí morir devergüenza porque iba desnuda. Lo únicoque pensé fue llegar hasta mis ropaspara cubrirme. No me fijé en las otrasmuchachas hasta que llegué a la cinta dellegada, la rompí y seguí corriendo hastami túnica corta para cubrirme con ella.Me anudaba sus cintas al torso cuandoalguien me cogió de la cintura y mesubió a hombros para pasearme hasta elaltar en que las vencedoras erancoronadas. Allí, entre vítores y

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aclamaciones, el mismo rey Cleómenespuso el laurel sobre mi cabeza.Entonces, padre me bajó de sus espaldasy me besó.

—¡Mi gacelilla de ojos de ternera!Gorgo y Nausica aplaudieron a

rabiar. En cambio, Pitone y Danae,envidiosas, dijeron que lo más seguro esque de algún modo u otro hubiera hechotrampa. Eleiria y Prixias se llegaronhasta mí, me abrazaron y me felicitaronorgullosos. Sólo tuve ojos para mirar aPrixias. Sentí mi cabeza rodar porqueme pareció que el mundo entero sedetuvo aquellos breves momentos en quelos dos compartimos esos instantes de

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felicidad.El abuelo vino también corriendo

hacia mí. Me cubrió con su manto, mesubió a sus espaldas y empezó avitorearme mientras Alexias meagarraba del pie. Mi madre y mi padreaplaudían entre la muchedumbre. Creíque moría de vergüenza hasta que meolvidé de los vítores para alzar lasmanos mientras saboreaba lo que es eltriunfo por primera vez en mi vida. Sóloyo sabía que no había ganado la carrerapor mi tesón, sino a causa de mivergüenza.

Los hombres suelen hablar de lo quellena su corazón, y esa tarde el abuelo

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exclamó a conocidos y desconocidos, atodo el que quisiera oírle, que yo era sunieta, Aretes. Muchos le felicitaban conpalmadas en la espalda como si lavictoria hubiera sido de él, y sucompañero Aristarco se acercó aregañadientes para pagarle la fuertesuma que se habían apostado.

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Capítulo 14

495 a.C.

Cuando cumplí los doce años sufrí lamenarquia y me convertí en mujeradulta. Tras las purificaciones rituales,padre y madre me regalaron mi primeratúnica: un peplos que habría costado unafortuna. Madre lo había cosido aescondidas durante los últimos meses.Recuerdo que tenía el color de losbrotes de la hierbabuena, olía a lavanday llevaba bordadas unas pequeñas floresvioletas en el hombro. Creo que aún loguardo en uno de los arcones de la

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bodega. La túnica se cerraba con unapreciosa fíbula con forma de mariposaque el abuelo compró para mí en elmercado.

Esa noche apenas dormí de laexcitación de todo lo que me habíasucedido. Guardé la fíbula envuelta enun trapo, en mi cajón, junto a lasconchas que había recogido en Giteo,los pétalos con los que Polinices sembrómi cama y el collar que me habíaregalado padre años antes.

Durante unas semanas me sentí comouna princesa oriental y dejé que micabello creciera hasta los hombros. Mishermanos se reían cuando me veían

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andar con tanta gracia y se mofabancuando me preguntaban si para dormirme quitaba el vestido nuevo. Sinembargo, yo les ignoraba y sentía en míla mirada de aprobación del abuelo. Suspalabras amables, y el hecho de que metratara como una mujer hecha y derecha,afianzaron en mí la confianza quemuchas púberes desean tener.

Con la caída de las primeras hojas,Polinices cumplió los catorce y Alexiaslos siete. Entonces, el abuelo le cortó elcabello para entrar en la Agogé. Fue undía triste para mí ver cómo el abuelocumplía con la ley. Los mechonesdorados de Alexias, que habían sido

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similares a un alegre faro todos esosaños, caían al suelo mientras el abuelo—con más buena intención que acierto,todo hay que decirlo— le rapaba lacabeza. A Alexias no parecióimportarle, ya que estaba excitado poradentrarse en el mundo de los hombres eincorporarse a los barracones. Pasaríanmuchos años hasta que volviera a lucirun cabello tan bonito. Ya era uno de losmuchachos más fuertes y atrevidos quehabía visto nunca. Trepaba a los cerezoso a los olivos con una agilidad pasmosa,y cuando lo hacía me gritaba desde labase del tronco:

—¡Mira, hermana!

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Para cuando yo giraba la cabeza yahabía trepado hasta las ramas más altas.A veces se ganaba por ello un buenpescozón del abuelo o de Menante,porque les pisaba las ramas más tiernasde los frutales. Si no podían pillarle, élcogía los higos o las manzanas quehabían caído y salía corriendo paracomérselas alejado de ellos.

Alexias tiraba las piedras más lejosque ningún otro chico y corría tan aprisacomo los muchachos dos años mayoresque él. Pronto empezó a destacar en lapalestra de la Agogé, en las carreras yen el combate cuerpo a cuerpo. Era unniño dotado para los ejercicios y con

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una resistencia fuera de lo común.Nunca le habíamos dicho que habíanacido en un parto doble para ahorrarleuna pena innecesaria.

Durante muchas tardes esperaba amis hermanos a la salida del campo alterminar mis entrenamientos en lapalestra y a veces los tutores permitían aPolinices acompañarme a casa. Unatardecer llegamos excitados a Amidas,pues Alexias se había batido en unapelea con unos muchachos tres añosmayores que él y les había vencido.Durante el camino a la aldea nos habíacontado la batalla del puente, que estradicional entre los muchachos que se

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inician en la Agogé. En un banco delEurotas, cerca del templo de Artemis,hay dos pequeños puentes para cruzarlo.Los chicos suelen jugar a ocupar uno delos puentes y defenderlo. Si otrospretenden cruzarlo, se entabla la pelea.Sacrifican un perro imitando a susmayores cuando entran en combate y labatalla consiste en echar a loscontrincantes del puente. Alexias ibafeliz, con un ojo amoratado y rasguñosen los codos y las rodillas que parecíanimportarle muy poco.

Al llegar a casa encontramos alabuelo, a madre y a padre sentados a lamesa. Presentí que algo había ocurrido,

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porque nunca les encontrábamos a lostres juntos por la tarde. Alexias empezóa contar la pelea mientras se lavaba losrasguños con agua y Polinices leanimaba a que diera detalles de cómo sehabía enfrentado a Efialtes de la cañaalargada, pero el abuelo Laertes lesinterrumpió:

—Habrá sido por alguna causanoble, supongo… —dijo con elsemblante muy serio.

Pero el motivo de la disputa,contaron, fue la batalla para conquistarel puente que el abuelo consideraba algoabsurdo y peligroso. Por eso riñó aAlexias por bravucón y a Polinicies por

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alabar que usara la fuerza sin causajustificada.

—Hay que preferir un castigo a untriunfo deshonroso —les dijo—. Loprimero es doloroso, pero es por unavez. Lo segundo es para toda la vida.

—Ya está bien —le interrumpiópadre.

—Educad a los niños —sentenció elabuelo enfurruñado— y no seránecesario castigar a los hombres.

Luego calló y padre prosiguió:—Sentaos aquí.Obedecimos esa orden al instante,

porque raramente padre nos mandabasentarnos a la mesa cuando era ocupada

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por los mayores. Quizás tenía queponernos al corriente de algún asuntoimportante en relación a los sucesos dela Polis. Madre estaba sentada al ladodel fuego y yo me senté en su regazomientras ella me alisaba el cabello. Enun susurro, le pregunté:

—¿Qué pasa, madre?—Padre ha de contaros un secreto.—Me gustan los secretos —le dije

apoyada en su hombro.Me indicó con un gesto de la mano

que esperara a que padre hablara y loentendería. Él nos miró a los tres y nosexplicó, con palabras breves y claras,que la ciudad se preparaba para una

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gran guerra contra Argos.—Y tras esta batalla —dijo—

llegarán otras y otras más, porque unagran sombra se cierne sobre la Hélade.Es la amenaza de los persas. Es algo tancierto como este fuego que nos alumbraen el hogar.

Muchas ciudades e islas, nos dijo, sehabían doblegado a los deseos del GranRey de Persia, Darío, y no cabía unasolución pacífica para el conflicto. Denada servirían las embajadas y laspalabras de los heraldos. No terminé deentender por qué padre nos contaba esascosas. Supongo que quería prevenirnospara lo que iba a suceder en años

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venideros, porque él podía ausentarsecualquier día si su Systia era convocadaa embrazar el escudo y coger la lanza,trenzarse el cabello y ceñirse la capaescarlata. Y ya se sabe que, cuando unespartano entra en campaña, no sabes siregresará con su escudo o encima de él.Supongo que quiso tenernos preparadospara el día en que nos viera en la callede Aphetais, donde los espartanosdespedimos a los regimientos dehoplitas que marchan a la guerra y dondelas muchachas elevan los bebés al cielopara que vean a sus padres por últimavez.

—Y ahora, el abuelo ha de contaros

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algo —dijo padre.Se cruzó de brazos y miró al abuelo,

que dejó de juguetear con los frutossecos que tenía encima de la mesa. Nosmiró uno a uno con atención y ciertorespeto, como si implorara comprensiónpara lo que nos iba a decir. Parecía unchiquillo que hubiera sido sorprendidocomiendo miel a hurtadillas. Titubeó,miró a madre y ella asintió. Luegoempezó a hablar mirando fijamente aAlexias.

—Hijo mío —le dijo—. Lo queahora vas a oír no debe salir de estascuatro paredes, ¿entendido?

Alexias asintió y el abuelo prosiguió

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con lo que tenía que decir:—Bien, pues el asunto es que la

noche que naciste tu madre pariótambién a otro niño al que llamamosTaigeto. Aunque erais — gemelos, tuhermano no era tan rollizo como tú y poreso decidimos ocultarle y engordarleantes de presentarle ante los ancianos.¿Sabes lo que es la Lesjé, verdad?

Alexias asintió de nuevo en silencio.Los tres teníamos los ojos clavados enél, parecía que nos contara el descenso alos infiernos de Perséfone, hija deDeméter, raptada por Hades. Vimoscómo cogía una nuez y fijaba su miradaen la cáscara. El abuelo resucitaba

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acontecimientos muy dolorosos y mispadres le escuchaban en silencio. Sólose oía crepitar los troncos cuando hacíauna pausa.

—A pesar de los esfuerzos quehicimos para alimentarle —prosiguió él— fuimos convocados ante el consejo ylos ancianos le rechazaron porque no eratan fuerte como tú. Pues bien, hace sieteaños, cuando erais muy pequeños yAlexias un recién nacido, la noche enque nos convocaron para examinar a losgemelos, fui con vuestro padre a la plazade la ciudad. El llevaba en sus brazos aAlexias y yo a Taigeto para presentarlosante los ancianos. La repentina visita de

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la vieja Laonte no permitió que Taigetoengordara hasta ser un niño fuerte parapasar la prueba. Pero pensé que, si miscamaradas me veían con el niño menosrobusto, comprenderían las razones queles daba y dejarían que le criáramosunas semanas. Así se fortalecería losuficiente para ser un guerreroespartano. Sin embargo, esa noche lanegra Parca estaba decidida a visitarnuestra familia y el hado se habíaconfabulado en contra nuestra.

»En los soportales de la ciudad, losancianos, con el maldito Atalante alfrente —el abuelo partió la nuez con dosdedos—, dictaminaron que el más

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pequeño de los dos gemelos era indignode cantar el Embaterion con suscamaradas de la falange y que, por tanto,debía ser arrojado al barranco delTaigeto. ¡Queridos míos! —prosiguiómientras nos miraba con infinito cariño—, la vida en el campo me ha enseñadoque no hay nada más fuerte y fértil que lasangre, por eso conservamos el agua conel que limpiamos el altar del sacrificio yregamos con ella los membrillos y lasgranadas. La sangre es lo que nos da lavida y nadie, salvo el mismísimo Zeus,dios del trueno, nos la puede arrebatar.Yo tenía apretado junto a mi pecho alpequeño Taigeto, y me ordenaron que lo

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pusiera en el montón con los demásbebés rechazados para llevárselo almonte. Mi corazón y mi cabeza senegaron a obedecer entonces la bárbaraley de Licurgo y ha sido la única vez enmi vida que la he desobedecido, losdioses se apiaden de mí —suspiró—.Por suerte, estaba muy oscuro y sólo unaantorcha iluminaba débilmente lassombras tenebrosas, así que, sin que sedieran cuenta, desenvolví a Taigeto y looculté dentro de mi capa mientrasarrojaba furioso al suelo la manta hechaun ovillo, que cayó sobre el resto dedesdichados recién nacidos.

El abuelo calló y los tres le miramos

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asombrados. Polinices, Alexias y yoapenas respirábamos. Nunca se citabaen casa el nombre de Taigeto porrespeto y consideración a madre. A laluz del fuego, parecía que el abuelo noscontara unos hechos ocurridos en lanoche de los tiempos.

—Nuestro fiel Menante —prosiguiótras tomar aire— nos había seguido avuestro padre y a mí hasta Esparta paraver en qué paraba todo. Cuando salícorriendo de la plaza sin saber quéhacer, con el niño oculto bajo mi manto,vino a mi encuentro y me ofreció lasolución. Me dijo que la familia de suhermano residía al norte de Esparta,

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cerca del Menelaion, y que no lesimportaría tener una boca más quealimentar. Me dijo que él responderíacon su vida de lo que pudiera suceder alniño. Así que atravesamos el Eurotas denoche —continuó— y cruzamos loscampos a largas zancadas hasta llegar ala aldea ilota. Allí dejamos al niño alcuidado de una nodriza. Los parientes deMenante le han cuidado durante estosaños. Ahora, vuestro hermano Taigeto—terminó el abuelo volviéndose haciaAlexias— pasa por ser un ilota:pastorea cabras y ovejas como un niñoesclavo y desconoce quién es suverdadera familia.

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Durante unos segundos sólo se oyóel crepitar del leño en el fuego y elviento que azotaba las ventanas. Yo mepuse una mano en la boca, horrorizada, ymi corazón se encabritó al igual que uncaballo que ha pasado demasiadotiempo encerrado en la cuadra. Luegome volví hacia madre y padre, que memiraban en silencio. Enseguida di salidaal rencor que sentí en mi interiorgolpeando la mesa con las dos manosmientras gritaba furiosa:

—¡Entonces está vivo! ¿Por qué noshabéis engañado?

El caballo salió desbocado delestablo hasta que padre me cogió del

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brazo para calmarme y madre me rodeómás fuerte la cintura con sus brazos.

—Para protegerle —dijo padremientras me acariciaba la mejillatiernamente—. Si en Espartasospecharan de esta traición a losancianos de la Lesjé seríamoscondenados. Ahora se prepara unaguerra importante contra Argos, y prontovendrá otra mayor contra oriente, yquería que lo supierais. Ya sois mayorespara saber que tenéis a un hermano aquien proteger.

Mi corazón pasó en un breve instantede la ira más colérica al amor másprofundo, el mismo que había sentido

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las primeras semanas de vida de losgemelos. Los jacintos que se habíanmarchitado años antes rebrotaron en miinterior mientras un calor incendiaba mipecho. Miré a madre, que iniciaba unatibia sonrisa parecida a la de una koré yle pregunté ansiosa:

—¿Podemos conocerle?El abuelo ya se temía que ésa sería

la siguiente pregunta y miró al fuego,entre melancólico y apesadumbrado porla carga que se había quitado de encima.Luego me miró a mí y vi que sus ojosbrillaban como dos ascuas. Su pieltostada se arrugaba en finos surcosalrededor de los ojos y parecía el

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mismo padre Zeus en su trono de nubescuando me respondió con voz profunda:

—Más adelante.El padre Zeus a quien yo

acompañaba cada día a recoger setas oespárragos al campo no meamedrentaba, así que le inquiríimpaciente:

—¿Más adelante qué quiere decir?—Más adelante —sentenció muy

seco—. No saber nada de Taigeto espara mí un castigo como el que Zeusinfringió a Prometeo.

El abuelo me había contado ya lahistoria de Prometeo, el benefactor delos hombres, quien les había entregado

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el secreto del fuego para que secalentaran. Para vengarse del robo, Zeusordenó a Hefesto que hiciese una mujerde arcilla y la llamó Pandora. Leinfundió vida y la envió a Epimeteo,hermano de Prometeo, en cuya casa seencontraba la jarra que contenía todaslas desgracias: las plagas, el dolor, lapobreza y el crimen con las que Zeuscastigaría a los hombres. Epimeteo secasó con ella para aplacar la ira deZeus, aunque Prometeo le habíaadvertido que no aceptara ningún regalode los dioses. Pandora abrió el ánfora,tal y como Zeus había previsto. Trasvengarse así de la humanidad, Zeus se

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vengó también de Prometeo e hizo que lellevaran al monte Cáucaso, donde fueencadenado. Cada día, un águila secomía el hígado de Prometeo, perocomo era inmortal, su hígado volvía acrecer cada noche, y el águila volvía acomérselo al día siguiente. Este castigohabía de durar para siempre, peroHeracles pasó por el lugar de camino aljardín de las Hespérides y le liberódisparando una flecha al águila. Con losaños, me he dado cuenta de lo muchoque debieron sufrir padre y el abuelopor no poder conocerle.

—¿Se parece a mí? —preguntóAlexias a madre abriendo mucho los

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ojos.—Sois como dos gotas de agua —le

respondió—, aunque no es tan robustocomo tú. Vuestro hermano se haconvertido en un niño fuerte y nadaenfermizo. Su piel es del color del panal salir del horno, sus cabellos del colorde la cebada y sus ojos tan claros comoel Eurotas, iguales que los tuyos.

Por lo que deduje, años antes elabuelo le había contado a madre lo queacabábamos de saber para aligerar enalgo su pena, con la orden taxativa deque no se acercara a la aldea en quevivía Taigeto. Pero ya se sabe que lamujer acostumbra a quebrantar lo que el

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varón ordena y siempre he creído que lamayoría de las veces hace bien. Así quemadre había vagado por esa aldea desdehacía años y estaba al corriente de cómocuidaban de su hijo, si estaba bienalimentado o si gozaba de buena salud.

Cuando algunos ilotas empezaron apreguntar por ella, padre y el abuelo lerogaron que espaciara sus visitas por laseguridad de todos. Por lo que supimos,en esa época del año —esto ocurrió afinales del verano— Taigeto todavía seencontraba en los pastos altos con elresto de pastores, y hasta que llegaranlos primeros fríos, a finales del otoño,no regresaría a la aldea ilota.

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Esa noche fui a dormir con elcorazón estallándome dentro del pecho ytardé mucho en conciliar el sueño.Apenas recordaba nada de Taigetoporque había procurado rellenar loscajoncitos de mi memoria de otrossucesos más agradables que su tristepérdida. Al acostarme, me adentré en micorazón y buceé en mis recuerdos deniña para recobrar lo que pudiera de laprimera semana de vida de los gemelos.Tenía que recuperar el ancho yconfortable hueco que mi hermano semerecía.

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Capítulo 15

493 a.C.

Esta mañana ha llegado Melampo, lahija de Neante, con las hierbas que hande curarme la vista maltrecha. Hemoshablado un rato del estado de salud desu madre, que hace dos semanas que nose levanta de la cama presa de una leveapoplejía, y he hervido las hierbas parabañarme el ojo enfermo con la infusión.Lo he hecho más para darle satisfaccióna ella que por la fe que tengo en lashierbas. Soy un tanto escéptica enaplicar remedios a una edad avanzada,

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porque cuando los dioses te quitan algoes difícil que puedas recuperarlo. Heatendido sus explicaciones mientrasCtímene leía lo que escribí ayer nocheacerca de la revelación que el abueloLaertes nos hizo sobre Taigeto. Luegome he sentado a su lado, en la mesa,mientras ella se comía su rebanada conmiel y terminaba la lectura del relato.

—¿Qué hicisteis luego? —haquerido saber al acabar de leerlo. Comoes de suponer, le he respondido con loque ocurrió: —Unas semanas más tarde,con la llegada de los primeros fríos,organizamos la pequeña expedición paraconocer a nuestro hermano. Escogí un

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día en que Polinices y Alexias no teníanejercicios en la Agogé. Quiero pensar,estoy convencida, que padre y el abuelosabían perfectamente lo que haríamos,por eso nos habían revelado el secreto auna edad ya prudente, cuando podíamosentender las razones que les motivaron aocultar su existencia. Estoy segura, almenos, que el abuelo Laertes losospechaba. Por eso, una tarde, alregresar de cuidar los panales, entró enla cocina para lavarse y hablar conmigo.En ese momento creo que yo ayudaba aPelea a freír unas cebollas para la cena.El vino hacia mí y me dijo:

—Aretes, no cometas la imprudencia

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de revelar a nadie este secreto y pornada ciel mundo vayáis a verle, ¿meentiendes, hija? Asentí en silencio yseguí con lo que hacía. 1 il abuelo sealejó meneando la cabeza, porque sabíaperfectamente lo que iba a ocurrir, comoasí fue. Acordé con mis hermanosllegarnos hasta la aldea ilota de Taigetocuando la nieve cubriera la cima delmonte por primera vez ese invierno. Lanoche anterior al día señalado no dormíporque Alexias vino a mi cama mediadocena de veces para repasar el caminoque tomaríamos al día siguiente.Supongo que Polinices tampoco lo hizoen su camastro de la casa comunal, pues

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por la mañana su cara evidenciaba quese lo habían comido los nervios y laansiedad. El miedo que no iba a mostrarnunca en el campo de batalla lo habíasufrido la noche antes de conocer a suhermano. Parece que el corazón humanono puede prepararse para este tipo deacontecimientos de ninguna manera.

Alexias y yo nos encontramos con élcerca de la Acrópolis, al norte de laciudad, junto al templo de Ateneacalcieco, llamado así porque la estatuade la diosa está hecha en bronce, y lesdije a los dos:

—No hemos de decir a nadiequienes somos o qué buscamos,

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¿entendido? Ni al propio Taigeto.Somos unos espartanos que hemossalido a dar un paseo por el campo.Cuánta menos gente nos vea, mejor.

Luego, he seguido contándole aCtímene, los tres enfilamos el caminohacia el norte: Polinices, que era casi unguerrero, tenía ya catorce años; Alexias,que descollaba por su robustez; y yo,que entonces era una muchacha alta parami edad y delgada a causa de losentrenamientos.

Atravesamos los campos de cebaday de olivos, la llanura de Otoña mediodesierta y remontamos el curso delEurotas, cuyas aguas saltaban a nuestra

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derecha. Nuestros pies iban tan aprisacomo nuestros corazones. Parecía quecalzáramos las sandalias con alasrefulgentes que Zeus regaló a su hijoHermes. Yo sentía cómo la sangre memartilleaba las sienes a cada paso quenos acercaba al Meneleion, cerca delcual encontraríamos la aldea de Taigeto.

Bajo la colina en la que sobresalíanlos bloques del antiguo palacio deMenelao, el esposo de la fugitivaHelena, vimos la pequeña aldea ilota y,al entrar en ella, los esclavos nosmiraron sorprendidos. Siguiendo misconsejos no preguntamos a nadie,aunque, por supuesto, tampoco nos

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pidieron explicaciones. Atravesamosluego un campo sembrado de bellotasdonde, bajo unos robles, unosporquerizos vigilaban una piara decerdos, y justo en ese momento tuvimosun buen augurio, pues un cochinillo seescapó de la piara y su madre se aprestóa hacerle regresar con el grupo.

Enseguida bordeamos los límites delas chozas, de cuyos tejados se elevabanal cielo volutas de humo ceniciento. Nosadentramos por un camino de ovejas quesubía hacia una cresta de la montaña y loseguimos hasta llegar a la cima. Másallá, las ondulaciones del terreno nosmostraron unos pastos generosos y

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amarillentos. Al llegar allí, Alexias oteóal horizonte con sus ojos del color delrío. Luego señaló hacia una colina y nosdijo:

—Por allí.Su corazón no podía esperar más.

Enseguida percibió dónde se encontrabael hermano a quien nunca había visto.Dicen que el alma de los gemelos, comolas de los dioscuros Cástor y Pólux,hijos de Zeus y Leda, tienen unaconexión especial, que sus vidasdiscurren paralelas y que supersonalidad es muy similar. Dicen queviven el dolor del otro como propio yque es bastante frecuente la coincidencia

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de la muerte de ambos, muy cerca en lafecha y en la causa. Parece que la muertede su gemelo es lo peor que les puedepasar, más impactante incluso que lamuerte de sus propios padres. Y tras ladesaparición de uno de ellos, a sugemelo le cuesta muchísimo rehacer suvida, porque vive al otro como una partede él mismo. En cambio, cuando estánjuntos se sienten completos. Así debiósentirse Alexias al ver a su hermano porprimera vez cuando, en mitad de eseprado, bajo una robusta encina, vimossentado a un niño rodeado de ovejas quepacían o reposaban a su lado.

Desde los árboles de sombra

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generosa nos llegaron las suaves notasque salían de su pequeño aulos depastorcillo. Me sentí transportada a lacima del Olimpo, donde los diosespasan el día entre banquetes y festivalesde música. Nos quedamos a un tiro depiedra del pastor mientras el solcalentaba nuestros rostros.

Todo era quietud y paz, y era lamisma sensación de satisfacción que setienen tras una comida generosa. Elsilencio sólo era interrumpido por eltrinar de los pájaros que hacían de coroal joven pastor. Quisimos esperar ycontemplarle sin que nos viera, pero unode los perros que le acompañaban ladró

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y le advirtió de nuestra presencia. Dejóde inmediato la flauta en el suelo y selevantó. Era tal como nos lo habíadescrito madre y yo le había imaginadoen mis sueños. Iba vestido con unasencilla y vieja túnica corta, un sencillohimatión de color verde aceituna querealzaba su cabello trigueño. Su pielestaba tostada por el sol y sus rasgoseran perfectos: barbilla redonda, narizrecta y corta como la del abuelo y labioscarnosos y sonrientes como los demadre. Dos grandes ojos, iguales quelos de Alexias, nos miraron asombrados.Luego, sin miedo alguno, alzó la mano ynos saludó. Era tanta la luz que

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desprendían, que hubieran cegado a losdel mismo dios Apolo.

Alexias arrancó a correr hacia él ylo hizo más rápido que nosotros dos. Sepusieron uno delante del otro y sereflejaron como Narciso en el estanque:los mismos ojos, la misma boca,idéntica nariz. Taigeto tenía el mismopelo rubio ensortijado que había lucidoAlexias hasta que el abuelo se lo cortóal rape por exigencias de la agogé. Laúnica diferencia es que era menos alto yrobusto que su hermano. No se dijeronnada y parece que lo comprendierontodo. Polinices y yo llegamos junto aellos y me quedé embobada, mirándole

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mientras el corazón quería escaparse demi pecho.

—¿Sois los hijos de la señoraBriseida? —nos dijo.

La pregunta me sorprendió tanto omás que un jarro de agua fresca enverano y la sangre se me heló en lasvenas.

—¿Conoces a nuestra madre? —lepreguntó Polinices.

—Sí —nos dijo—, la conozco.Pasea a menudo por estos pastos y mehace compañía, por lo menos una vezcada semana. Es muy buena, siempre metrae dulces y yo comparto con ella miqueso y mi pan.

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Luego se volvió hacia mí y mepreguntó con una mirada que era la vivaimagen de la inocencia y la bondad:

—Tú debes ser Aretes, ¿verdad?—Sí —balbucí sonrojada sin

motivo.—Cada vez que viene —prosiguió

—, me cuenta de vuestra vida y de loque hacéis. Está muy orgullosa de lostres. De Aretes me cuenta que es unagran corredora o si ha ganado unacarrera y cómo cuida los jacintos devuestro jardín; de Polinices, que estállamado a ser uno de los grandes héroesde Esparta, y que ya sostiene el hoplónsobre su cabeza lo que se tarda en

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recitar un poema de Tirteo; de Alexias,que ha subido a un roble el doble derápido que sus compañeros y que nosparecemos mucho. Me cuenta tambiénlos trabajos de vuestro abuelo con lasabejas y las fiestas que celebráis. Yoestuve hace unos años en una de ellas.

El chico abrió la boca en una francasonrisa y vi que sus dientes destellabancomo una hilera de perlas reciénengarzadas. En ese momento sentí eldeseo de levantarme, estrecharle entremis brazos y contarle todo lo queteníamos prohibido decirle, pero mecontuve y miré hacia las montañas deárboles anaranjados que parecían llamas

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de fuego mientras un par de lágrimasvelaban mis ojos. Luego miré su rostrocon más atención y me resultó familiar.Caí en la cuenta que era el del mismoniño rubio que madre había mecido ensu regazo junto a Alexias durante lasfiestas de Amidas, la noche que oímos elcanto de la Ilíada, unas primaverasantes. Comprendí entonces su cara defelicidad al tener a sus dos hijosapretados contra ella, aunque fuera sólopor unas horas.

—Sólo una vez la he visto muytriste: el día que él —dijo señalando aPolinices— fue sometido a la prueba delroble.

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Los tres callamos y permanecimosun rato en silencio, pero enseguida nospusimos a hablar sobre lo que hacíamosen la Agogé o en casa. Pasamos buenaparte de la tarde con Taigeto,conversando de los trabajos en Amidasy de nuestra vida hasta que la brisaempezó a soplar desde el norte, Heliosse ocultó detrás de los montes y lassombras se alargaron. Entonces se hizola hora de desuncir a los bueyes o dellevar las ovejas al redil. Nosdespedimos de nuestro hermano con lapromesa de volver a verle muy pronto.Regresamos a Amidas en silencio, perocon nuestro interior tan alborotado que

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parecía un barquito arrastrado por lacorriente de un río caudaloso. Losdioses nos acababan de hacer el mejorregalo que alguien puede ofrecer a unmortal.

El abuelo nos vio regresar por elcamino del norte. Estaba con Menante,empujando a los bueyes Argos y Tirintopara que entraran en el establo. No dijonada, pero meneó la cabeza,malhumorado porque al ver nuestra cararadiante comprendió de dóndeveníamos. Realmente parecía quehubiéramos asistido a una veladaamenizada por el dios Dioniso y un corode ninfas hubiera danzado a nuestro

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alrededor.Durante los meses de invierno

espaciamos las visitas a la aldeacercana al Menelaion para que nadie nosdescubriera con el joven pastor ilota.Subíamos a verle cuando mis hermanosno tenían ejercicios en la Agogé, y asísupimos muchas cosas de su vida en laaldea ilota, de sus padres adoptivos,Diómaca y Elerio, de sus hermanosAntea y Jacinto y de sus trabajos con lasovejas. Nos explicó que, con la llegadadel calor, cuando brotan las flores y elsol empieza a calentar las piedras,cambiaba de pastos y llevaba al rebañoa los pastos de altura, a las faldas del

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monte, porque, antes de la siega, lospastores suben hacia el Taigeto con susovejas. Allí denen sus refugios y rediles,y allí pasan el verano y el otoño.Supimos que los pastores desayunan unavez ordeñadas las ovejas, después seponen a hacer queso y hasta la hora decomer parten leña, curan alguna ovejaenferma o recogen agua. Al principiodel verano llega la época de la esquila.Las más de las veces, nos dijo, otrospastores le ayudaban en este quehacer.Como el rebaño de Taigeto no era muygrande no empleaban cuadrillas deesquiladores. Cada anochecer recogíasus ovejas con la ayuda del perro y, tras

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contarlas, las ordeñaba de nuevo yseguía amasando queso hasta la hora decenar. Llegado el invierno era la hora dellevar a los rebaños, de lana esponjosa yamarillenta como el trigo, a los pastosbajos. En esta época nacen los corderosy hay que vigilar más el rebaño, pues enlos bosques de Esparta abundan loslobos. Además de hacer quesos, enprimavera también hacían cuajadas paravenderlas inmediatamente. Para esoacudían a ferias y mercados, vendiendo,además de la cuajada, quesos, corderosy ovejas.

Los días de aquel invierno siguieroncon la rutina habitual. Con viento, nieve

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o lluvia, el abuelo me acompañaba cadadía a los entrenamientos y a las clases,así como al templo de Artemis. Medejaba en compañía de las otras chicas yregresaba a Amidas. Con la llegada delos fríos y las nieves, madre sacó de lacómoda las pieles para el invierno, queen Esparta es bastante duro, y me diodos de ellas para que se las hicierallegar a Polinices, porque en invierno seautoriza a los chicos de la Agogé allevar un manto de abrigo.

El invierno es una estación triste,porque se agostan las flores y en eljardín ya no lucen los jacintos que sehan marchitado antes del verano. Llega

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entonces el momento de sacar de labodega los tubérculos de una plantadifícil de cultivar, pero preciosa, queson las violetas persas. Estas son unasplantas propias de los meses fríos ygrises del invierno, porque sus vistosasllores, de forma acampanada, tiñen eljardín de rosa, blanco o rojo. Cierto esque las violetas persas necesitan unoscuidados especiales y diferentes al restode las flores, pero de esta manera sedevuelve al jardín el brillo de laprimavera.

Yo las planto en el sido mássombreado, fresco y húmedo: junto alciprés de sombra alargada. No quiero

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que les dé mucho el sol porque lasmarchitaría. Además, las coloco a ciertadistancia unas de otras porque precisansitio para respirar y tampoco las riegodemasiado. Las prefiero a losCiclámenes de Cilicia, de color magentay bordes plateados, porque son másresistentes a las inclemencias deltiempo.

Pero me he perdido en mi relato y hede regresar a aquellos días felices de miinfancia en los que los dioses parecíansonreímos con cariño. Una de esasmañanas, camino de Esparta, el abueloestaba especialmente nervioso. Memiraba y sonreía, luego se fijaba en el

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paisaje y sus ojos se detenían en mí denuevo. Desde hacía unas semanas, elritmo ágil con el que recorríamos loscincuenta estadios que nos separan de laciudad se había entorpecido y el abueloLaertes caminaba más lento, como si sushuesos y sus articulaciones hubieranenvejecido de repente. Esa mañanahabíamos recorrido la mitad del caminoen silencio, el abuelo se detuvo y mepidió que nos sentáramos en una piedradel camino. Enseguida se aclaró lagarganta y me dijo:

—Aretes…—¿Sí, abuelo? —le respondí

abriendo los ojos.

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—Cuéntame cosas de Taigeto.Le miré asombrada, pero contenta.

Hacía semanas que conocía lo denuestras visitas y hasta entonces no sehabía atrevido a preguntarme.

—¿Pero tú como sabes qué…?—Anda, no seas mala, hija mía. El

abuelo lo sabe casi todo. Cuéntame.Mientras pensaba qué podía

interesarle más, él cerró los ojos paraimaginar lo que iba a contarle o paraque no viera cómo se le humedecían. Ledescribí lo mejor que pude el aspecto desu nieto, lo que hacía, dónde vivía y lospocos encuentros que habíamos tenidocon él; cómo cuidaba de las ovejas, el

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ritmo de vida que llevaba, qué vestía yqué comía. Cuando le conté su gusto porla poesía y la música, su blanca yadorable barbilla tembló.

—En esto es igual a mí —dijoorgulloso—. Y he de confesarte unacosa, niña mía —sonrió pícaramenteabriendo los ojos humedecidos—.También yo me he paseado por esoscampos y le he visto a lo lejos, mientrascanta o toca la flauta. Y ¡por Zeus! quelo hace divinamente. Además, estoyseguro que lo mismo ha hecho tu padreen muchas ocasiones sin ser visto.

Después de eso, nos levantamos yseguimos nuestro camino hacia la

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ciudad. Al llegar a los barracones de laschicas me dio un beso, él regresó a laaldea y yo me dirigí a la Agogé. No sonfrecuentes entre los espartanos lasmuestras de afecto ya que, para muchosde ellos, por no decir la mayoría, sonsímbolo de debilidad. Sin embargo, elabuelo no tenía ningún reparo ocomplejo en mostrar públicamente sussentimientos, puesto que para él no eransinónimo de debilidad sino de fortaleza.

Las visitas a Taigeto continuaron dela misma forma, en secreto. Una de lastardes que fuimos a la aldea ilota, madrenos había preparado una tarta dearándanos y la comimos los cuatro bajo

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la sombra de una frondosa encina. Alterminar, ellos se pusieron a jugar conuna pelota de trapo y yo me senté paraverles correr y pelearse en el juego. Eraimpresionante ver la compenetración delos gemelos al lanzarse la pelota, cómosaltaban y corrían o qué habilidad teníanen zafarse de Polinices, quien corrió trasuno u otro sin éxito, ya que no les pudoarrebatar el balón en toda la partida.Cuando se cansaron regresaronsudorosos a mi lado para terminarnos latarta. Entonces Taigeto puso en misbrazos un corderillo que empecé aacariciar melosamente.

—Este será el tuyo —me dijo—, y

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le pondremos por nombre…—Nereida —dije.—Sí —sonrió Taigeto—, Nereida es

muy bonito… pero…—¿Qué ocurre? —le pregunté

azorada— ¿No está bien Nereida?—Sí, sí… Es un nombre precioso

Aretes —dijo él— Pero esta oveja esmacho.

Los cuatro nos reímos con ganas yAlexias le dio a su gemelo una buenapalmada en el hombro. A Alexias leencantaba tomarme el pelo y por lo quevi a su gemelo también. Finalmenteacordamos ponerle por nombre Hermes.

Como estábamos a finales de otoño,

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el sol pronto empezó a deslizarseperezosamente por el horizonte y sedoraron las ramas de los jóvenesalcornoques y de las encinas. Entonces,Taigeto nos dijo que nos podía cantar lacanción que solía cantar con los otrospastores cuando partía hacia el monte enverano. Los tres asentimos, él se levantoy entonó con la voz clara y musical delagua del riachuelo:

Con la primavera todos losrincones se llenan de flores

También los altos pastos se pueblande hierba

Los pastores, una hermosa mañana

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Partimos hacia arriba con placer,Llevando por delante a nuestros

rebañosDespidiéndonos de todos por el

verano.

Esta canción fue la despedida de lacuarta vez que nos encontramos conTaigeto y, de camino a Amidas, los tresla cantamos a pleno pulmón. Si alguiennos oyó, debió pensar que algunospastores ilotas borrachos habían bebidovino sin aguar.

Las visitas a la aldea ilota fueronfrecuentes durante unas semanas, cuandolos tres quedábamos libres de nuestro

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compromiso en la Agogé. Debíamosaprovechar los meses fríos de inviernopara ver a nuestro hermano, antes de quelas nieves se deshicieran y los pastoresmarcharan de nuevo hacia los pastosaltos. Otros días iba yo sola a visitarle,porque los chicos estaban de marcha porlos montes para endurecer sus piernas.En una de estas ocasiones me pidió quele enseñara algunas poesías y yo lerecité la primera que el abuelo meenseñó de niña:

Llegó, llegó la golondrina,Que nos trae bellos tiemposnos trae bellos años,

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Por el vientre blancapor el lomo negra.Tarta de fruta tú sacaDe tu casa tan ricaun vasillo de vinoun cestillo de queso.Tampoco el pan de trigoY el de yema de huevola golondrina rechaza.¿Nos vamos o lo tomamos?A ver si das algo.Si no, no lo consentiremos.Nos llevaremos la puerta o el

dintel,O a la mujer que está sentada

dentro.

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Chica es, bien nos la llevaremos.Bueno, si traes algo, tráelo grande.Abre, abre la puerta a la

golondrina.Que no somos viejos, sólo

chiquillos.

Al terminar, él aplaudióentusiasmado y me pidió que cada vezque le visitara en el monte le enseñarauna. Me costó muy poco prometerle quelo cumpliría, cosa que hice durante lassiguientes visitas.

Sin embargo, una de las noches quelos tres regresábamos desde la aldeailota hacia Amidas, sucedió algo que dio

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al traste con todo. Antes de tomar elcamino que pasa cerca de Limnai y quebaja hacia Amidas vimos que nos seguíaun desconocido embozado en una capa.Era ya oscuro y sólo la débil luz de laluna iluminaba los vericuetos delcamino. Polinices y Alexias leesperaron escondidos tras la sombra deun roble ancho y robusto y seabalanzaron sobre él con sus cuchillosen mano. El soldado se desembarazó deellos antes que pudieran alzar el brazo ylos dos rodaron por el suelo. Antes deque mis hermanos pudieran reaccionar ylevantarse del suelo, el hombre seacercó a mí, me puso las manos sobre

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los hombros y me miró a los ojos.—Estas visitas —me dijo con cierta

tristeza en la voz— se han terminado.Era padre, que nos había seguido al

sospechar de nuestras prolongadasausencias. Temía que las frecuentesvisitas a nuestro hermano acabarandelatándole. Ya estaba suficientementepreocupado por el rumbo que tomabanlos asuntos políticos en la ciudad comopara tener que cargar con otraspreocupaciones familiares. Deduje quedebía haber pasado toda la tardeescondido en el bosque mientras veíacómo sus hijos merendábamos junto alrebaño. Esa noche, antes de dormirme,

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reflexioné sobre lo que había pasado yme admire aún más que el abuelo ypadre se conformaran con saber queTaigeto estaba vivo y con salud. Nopedían más a los dioses. Pensé queresultaba paradójico que quien le habíasalvado la vida no pudiera conocerlepara seguir protegiéndole de unas leyesrudas e inhumanas. Para el abuelo y parami padre siempre fue más importantellegar al límite de la virtud que al de lamuerte, y recordé lo que nos había dichoaquella noche junto al fuego acerca de lasangre que recogemos del altar y queluego vertemos en la tierra pararobustecer los frutos de granadas y

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membrillos, y entendí que los sacrificiosque hacemos por los seres queridos sonel abono que fortalece el amor. Asípues, todos en mi familia custodiábamosen la distancia y en secreto al máspequeño de los nuestros, a quien por laley sólo podíamos manifestar nuestrocalor y nuestro cariño a escondidas. Esanoche que padre nos prohibió visitar denuevo a Taigeto, maldije por segundavez a Licurgo y las leyes espartanas.

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Capítulo 16

492 a.C.

Tras la prohibición de padre no pudimosvisitar más a Taigeto. Además, prontollegó de nuevo el buen tiempo. Lossegadores empezaron a afilar lasherramientas, los campos se poblaron deaves y los días se alargaron. Supuse quemi hermano menor habría partido almonte junto a los otros pastores parallevar su rebaño a los pastos altos,donde reverdecía la hierba jugosa.

Los campos lucían espléndidos alsol y enseguida llegó la temporada de la

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siega. Entonces, las hoces brillaronentre los tallos de la cebada y el trigo,las mariposas revolotearon entre lasflores y el cauce del Eurotas se llenócon el agua del deshielo. Como cadaaño, el inicio del verano trajo consigo elcalor pegajoso y los zumbidos demoscas y mosquitos, el olor de lacebada cosechada y el polvo del caminoque ensucia la casa cuando el Noto,desde del sur, sopla con demasiadafuerza.

Cada noche oía a las cigarras dealas oscuras que beben el fresco rocíoposadas en verdes ramas y, como hacíanellas, el verano también cantaba para los

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hombres porque, durante el día, desde laaurora hasta el ocaso, Sirio derramabasu terrible calor sobre las espaldas delos que cosechaban los campos.

Pasé casi todo el verano entre losejercicios de la Agogé y la vigilancia delas tareas agrícolas junto al abuelo. Lasnoches las pasábamos en los soportalesde nuestra casa y algunos días el abueloabría un melón para combatir el calorque nos pegaba las ropas al cuerpo.Oíamos los poemas que recitabamientras yo realizaba alguna labor decostura, o comentábamos las noticiasacompañados de una jarra de aguafresca. También fue el momento de

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iniciar los baños en las frías aguas delEurotas. Con frecuencia iba al ríoacompañada de Eleiria y de Nausica.Reíamos y jugábamos en el agua y luegonos secábamos al sol sobre las piedras.Si alguien nos hubiera visto nos hubieraconfundido con lagartijas perezosas.Gorgo no nos acompañaba porque supadre le había prohibido la compañía depersonas afines a Demarato pero, aunasí, en la palestra, seguíamos siendobuenas compañeras.

Una tarde calurosa fuimos a lacañada, cerca del olivo silvestre, nosquitamos las ropas y nos acercamos alrío, que estaba liso y brillante al igual

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que un altar de mármol. Mojamos lospies y nos vimos reflejadas en sus aguascristalinas. Nos parecíamos a las tresniñas que habían empezado juntas laAgogé años atrás, pero nuestros cuerposse habían curvado y aparecían ya lasformas redondas de la mujer. Eleiriaconservaba su carita de manzana con suspómulos redondos, su mirada benigna ysu cabello oscuro que peinaba en unatrenza detrás de la nuca; Nausica seguíasiendo la más fuerte de las tres y sucuerpo se había desarrollado más quelos nuestros. Su cara saludable y susgrandes ojos oscuros le daban un aireexótico, aunque apacible. Yo era la más

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alta y delgada. Mis caderas apenas sehabían ensanchado y las formas de mujerprácticamente no habían empezado adesarrollarse. Con todo, vi que mislabios habían adquirido otro color y quemi rostro se había ovalado. Conservabamis cabellos rizados del color del cobreen la fragua y los ojos que el abuelodecía que eran como dos turquesas, unaspiedras que yo no había visto en la vida,pero si lo decía el abuelo debía ser así.

Estuvimos un buen rato chapoteandoy corriendo por la orilla, entramos ysalimos del agua hasta que nos cansamosy nos tumbamos, semejantes a potrillasencima de la hierba. Pero no bien

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llevábamos echadas lo que tarda unagolondrina en cruzar el cielo cuando loscañaverales al otro lado del río seagitaron ruidosamente.

—¡Los chicos! —chilló Eleiriatapándose sus partes con las manos.

Corrimos hacia nuestra orilla paracubrirnos con las ropas y desde ellavimos al otro lado, entre los maizalesresplandecientes, a Prixias, el hermanode Eleiria, a Talos, a mi hermanoAlexias y a otros muchachos que nosespiaban entre la espesura. Enseguidaarremetimos contra ellos a pedradasmientras les maldecíamos desde lo másíntimo de nuestra honestidad profanada.

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—¡Alexias! —exclamé—. ¡Ya tecogeré a solas, cochino!

—¡Cerdos! ¡Bastardos! —chillóNausica.

Eleiria llevaba un buen pedrusco enla mano y se quedó mirando lapolvareda que levantaba el grupo dechicos, que corrían por los sembradospara alejarse de nuestra buena puntería.

—Es guapo tu hermano Alexias —me dijo.

—¡Eleiria —le grité—, sólo tieneocho años!

—Sí, pero será muy guapo —dijotambién Nausica con un mohín decoquetería.

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—Son unos descarados —dije yo.—Sí, muy descarados —dijeron

ellas a dúo.Sin embargo, las tres nos reímos

como tontas al ver que despertábamostanto interés en ellos. Así pasaron lassemanas hasta que llegó el fin delverano y, con él, la esperada fiesta delas Carneas.

En Esparta tenemos nuevefestividades principales en elcalendario, entre las que destacan lasGimnopedias y las Jacintias, de las queya he hablado. Al final del verano,cuando la siega ha terminado y en elcampo sólo quedan los abrojos y los

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restos de la trilla, llegan las esperadasfiestas que celebramos en honor deApolo Carneo, al igual que muchas otrasciudades dorias del Peloponeso.

Desde tiempos inmemoriales, losespartanos tenemos la estrictaobligación de celebrar estas fiestas, quetienen lugar entre el día siete y el quincedel caluroso mes de Carneo, que en elÁtica corresponde al de Metagitnion[1].Su duración es de nueve días y asícelebramos el fin de la cosecha. A ellasnos entregamos con gran entusiasmo, porencima de cualquier otra actividad, yesos días todos los ciudadanos varonesdeben ser purificados.

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Los días precedentes, iba y venía del a Agogé excitada al ver a los hombresmontar las nueve tiendas junto a losmuros de la acrópolis. Cada una de ellassería ocupada por nueve hombres enedad militar, pertenecientes a treshermandades que obedecerían lasórdenes recibidas de un heraldo.

El día señalado fuimos todos encarro a Esparta. Sin embargo, ese añono nos alojamos en casa de Talos comolos años anteriores, sino que habíamossido invitados por Prixias de la cañadarota, padre de Eleiria y de Prixias, unhoplita amable y dicharachero, muybromista y miembro de la misma Systia

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que mi padre.Yo me puse muy contenta y algo

nerviosa. Contenta porque iba a pasarvarios días junto a mi inseparablecompañera de juegos y entrenamientos,pero intranquila porque su hermanoPrixias, compañero de Polinices, era, amis ojos, el muchacho más guapo deEsparta, y era el mismo que se habíainteresado unas primaveras antes por mí.

Al mediodía llegamos a su hogarperfumados con agua de mirtilo,tostados por el sol y con la alegría de lafiesta en los corazones. El abuelo noshabía hecho cantar durante todo eltrayecto por la vía jacintiana, que

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recorrimos en el carro tirado por doscaballos. Él estaba muy contento porque,además de celebrar los ritos agrícolasen agradecimiento por las cosechas, lasCarneas eran las fiestas de la música.Nos dijo que ese año tenía la esperanzade oír las notas de un complejoinstrumento musical llamado órganohidráulico. Tenía mucha curiosidad enver de nuevo al intérprete que, a travésde un teclado rudimentario, insuflabaagua a la máquina. Me confió queconservaba grabadas en la memoria lasnotas graves y melodiosas que salíanpor sus tubos.

Además de los concursos de aulós,

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durante las fiestas también habíaconcursos de arpa o de laúdes de trescuerdas y de liras. Estas son elinstrumento favorito de Apolo y sefabrican con el caparazón de una tortugacubierto por una piel de carnero y concuerdas tensadas sobre un travesaño.Otros grupos tocaban instrumentos depercusión, como los kymbala, unosplatillos de bronce que tañían comodulces campanillas.

Delante de la casa de Eleiria yPrixias ya habían preparado las lonasdonde se celebrarían las fiestas duranteesos días. El lugar estaba lleno de todolo necesario para celebrarlas digna y

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cómodamente. Vimos cómo unossirvientes hacían rodar unos toneleshasta la tienda, y a otros desollar un parde carneros. Al llegar, el abuelo y padrese fundieron en abrazos con Prixias yalgunos familiares suyos. Luego,descargaron unos sacos en los que habíafrutos selectos de nuestro huerto: apios,cebollas, puerros, lechugas, ajos,algunos melones, granadas, peras ymanzanas. También bajaron un ánforallena de aceite y otra de vino comoobsequio.

Yo esperaba subida al carro cuandoEleiria empujó a su hermano para quesaliera de la casa. Ver al joven Prixias y

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nublárseme la vista fue todo uno, porquefue como tener una aparición del diosApolo de mirada incandescente, brazosmusculosos y cabello negro muy corto.Mis piernas de atleta temblaron cuandoél se acercó a mí con una corona deflores en las manos y enrojecí hasta laraíz de los cabellos. Sentí morirmedelante de todos los presentes cuando lacolocó en mi cabeza, que yo habíaagachado por vergüenza. Los dostemblábamos como dos amapolasmecidas por la brisa y mi corazón sealborotó como un cabritillo que triscapor los campos. Mientras todosprorrumpieron en un aplauso, madre me

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dijo al oído:—Enhorabuena, Aretes. Es un chico

muy apuesto.La miré extrañada, porque intuía el

significado de esa corona, pero callé ybusqué con la mirada a Eleiria. No lahabía encontrado aún cuando Prixias mecogió del talle para bajarme del carro.Por suerte, mi amiga vino a rescatarme,porque yo no soportaba ser el centro detodas las miradas. Sonreí a Prixias yconfié en que no notara el rubor queteñía mis mejillas, pues debían ser delcolor de dos ciruelas maduras. Eleiriame acompañó a la casa, donde dejé mipequeño equipaje y nos preparamos

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para el sacrificio ritual.—Enhorabuena, cuñada —me sonrió

pícaramente.—¿Cuñada? —exclamé—. ¡Oye,

Eleiria…!Intenté darle una palmada en el

trasero, pero ella ya había salidocorriendo hacia el patio para reunirsecon las demás mujeres.

A la hora de la comida tuvo lugar lasolemne procesión en la que se conducea la novilla al altar con los cuernosdecorados con guirnaldas y pintados debrillantes colores. Prixias y padrellevaron al animal por los cuernos.Eleiria fue la encargada de llevar una

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vasija adornada con flores en una manoy en la otra la cebada tostada dentro deuna cesta. Todos los invitados queíbamos a tomar parte en el acto de laejecución nos colocamos alrededor delaltar, que se elevaba junto a un retorcidoolivo centenario. El más anciano de lospresentes, un tío abuelo de Eleiria debarba blanca como la nieve y la carasurcada de arruguitas, pronunció lasplegarias acostumbradas. Luego echólos granos de la cesta y algunos pelos dela cabeza del animal al fuego que ardíasobre el altar. Después asperjó aguasobre la cabeza de la víctima paraobtener su asentamiento, haciéndole

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bajar la cabeza, purificándola para queel dios Apolo Carneo se alegrara al verla ofrenda. Un primo de Eleiria,Telamonias, el boxeador, fuerte en lalucha, cuyos brazos y hombros erandignos de admirar, se presentó con unaafilada hacha en la mano para herir a lanovilla en la frente y abatirla, mientrasel abuelo Laertes sostenía el vaso parala sangre. Mi padre y el de Prixiasagarraron fuerte a la novilla, el hachasegó los tendones del cuello y debilitóla fuerza del animal, luego se orientó sugarganta hacia arriba para que la sangresaltara hacia el cielo antes de rociar elaltar y la tierra. Las hijas, las nueras y la

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venerable esposa de Prixias lanzaron elgrito ritual. A continuación, los hombreslevantaron a la novilla de la tierra deanchos caminos, la sostuvieron y, alpunto, Telamonias la terminó dedegollar. La oscura sangre le salió achorros mientras el aliento abandonó sushuesos. Después, el abuelo recogió lasangre en el vaso preparado a tal efectoy la derramó sobre el altar. En unmomento la desollaron para vender lapiel y entregar los beneficios al tesorosagrado y la descuartizaron enseguida:le cortaron las piernas según el rito, lascubrieron con grasa por ambos lados ypusieron sobre ellas la carne cruda.

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Entonces, el anciano las quemó sobre laleña y, por encima, vertió vino rojomientras los jóvenes cerca de élsostenían en sus manos tenedores decinco puntas. Cuando las piernas seconsumieron por completo, y una vezgustadas las entrañas, cortaron el restoen pequeños trozos. Luego losensartaron para asarlos, sosteniendo lospuntiagudos tenedores en sus manos,reservando una buena porción para eldios. Una vez terminaron, empezaron arepartirlo entre los presentes quehabíamos asistido al acto con respetuososilencio y empezó la música, mientraslas sirvientas cocían las otras partes del

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animal antes de ser consumidas.Después de la comida, por la tarde,

cuando el sol empezaba a declinar, tuvolugar la solemne procesión. Durante lamisma, una barca portando la estatua deApolo Carneo, adornado con guirnaldas,es llevada en procesión por toda laciudad. Esta ceremonia se realiza enrecuerdo del barco en el que nuestrosantepasados heráclidas pasaron por elgolfo de Corinto al Peloponeso y a losque Apolo castigó enviándoles la pesteporque el adivino Carno, sirviente deApolo, fue muerto por Hípotes, uno deellos. La maldición sólo cesó despuésde la institución de las Carneas. Así se

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aplacó la ira del dios y se restauró lacomunión con el pueblo espartano.

El sacerdote que lleva a cabo lossacrificios es conocido como el Agetes,por eso la fiesta también recibe elnombre de Agetorias. Al inicio de lasfiestas se eligen cinco hombres solterosde treinta años, uno por cada una de lasaldeas espartanas, que desempeñan lafunción de asistentes del Agetes yocupan el cargo durante los siguientescuatro años, plazo durante el cual debenpermanecer solteros. Algunos de loskarneatai reciben el nombre de"corredores con ramas de vid", pues enlas Carneas se celebra una carrera, o

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persecución, en la que un hombreportador de cintas debe ser alcanzadopor estos cinco corredores que lepersiguen con ramas. Si lo logran, lasiguiente cosecha será fructífera.Además, desde la vigesimosextaOlimpiada, durante las fiestas, tienenlugar alegres competiciones musicales.El gran músico Terpandro de Lesbos,quien según el abuelo inventó la lira desiete cuerdas, fue el primer vencedor.También tienen lugar representacionesteatrales, danzas de jóvenes, el sacrificode un carnero y una comida comunitaria.

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Capítulo 17

492 a.C.

El día central de las fiestas comí junto aPrixias y a Eleiria y me sentí incómoda,porque, dondequiera que pusiera misojos, me sentía observada por lasmiradas furtivas o sonrientes de mispadres y del abuelo. Un sudor frío merecorrió la espalda hasta que laconversación me distrajo de esospensamientos. Yo sólo tenía ojos para elrostro del hermano de Eleiria. Cuandono se fijaba en mí, yo me entretenía ensus ojos negros, en su mentón redondo y

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en ver cómo sus dientes de marfilrelucían en su boca seductora al sonreír.Llevaba el cabello muy corto, peroestaba segura de que debía ser fuerte,áspero y negro como la noche cerrada.Me sorprendí ofreciéndole pan y megustó que lo aceptara y la sonrisa con laque me lo agradeció, porque erasemejante a una bailarina que danzaba ala luz del fuego.

Una vez todos los comensalesestuvimos satisfechos, el cantor selevantó y reclamó silencio. Lasconversaciones se extinguieron igual quelo hacen las brasas. El hombre rasgó sulira cantarina y los rostros de todos los

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presentes se volvieron hacia él.Ese año, en casa de Prixias, pude oír

por primera vez fragmentos de un cantonue v o , Im Odisea, ya que habíancontratado un aedo joven que habíaaprendido el mismo durante sus viajespor las islas. Me gustó mucho que lehicieran repetir los versos del regresode Odiseo. Esa escena tan conocidadurante la que, vestido con harapos, elhéroe busca refugio en la cabaña delpastor Eumeo. Este, al desconocer queel andrajoso viajero es el propio rey deItaca, le invita a entrar y comparte con élsu comida por respeto a Zeus, queampara al viajero.

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Diciendo así, el divinal porquerizoguióle a la cabaña, introdújole en ella,e hizóle sentar, después de esparcir porel suelo muchas ramas secas, lascuales cubrió con la piel de una cabramontés, grande, vellosa y tupida que leservía de lecho. Holgóse Odiseo delrecibimiento que le hacía Humeo, y lehabló de esta suerte:

—Zeus y los inmortales dioses teconcedan, ¡oh huésped!, lo que másanheles: ya que con tal benevolencia mehas acogido.

Y tú le contestaste así, porquerizoEumeo:

—¡Oh forastero! No me es lícito

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despreciar al huésped que se presente,aunque sea más miserable que tú, puesson de Zeus todos los forasteros y todoslos pobres. Cualquier donación nuestrale es grata, aunque sea exigua; que asísuelen hacerlas los siervos, siempretemerosos cuando mandan amos jóvenes.Vues las deidades atajaron sin duda lavuelta del mío, el cual, amándome portodo extremo, me habría procurado unaposesión, una casa, un peculio y unamujer muy codiciada; todo lo cual da unamo benévolo a su siervo, cuando hatrabajado mucho para él y las deidadeshacen prosperar su obra como hicieronprosperar ésta en que me ocupo.

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Grandemente me ayudara mi señor siaquí envejeciese; pero murió ya: ¡asíhubiera perecido completamente laestirpe de Helena, por la cual a tantoshombres les quebraron las rodillas! Queaquél fue a Troya, la de hermososcorceles, para honrar a Agamenóncombatiendo contra los teucros.

Diciendo así, en un instante se sujetóla túnica con el cinturón, se fue a laspocilgas donde estaban las piaras de lospuercos, volvió con dos, y a entramboslos sacrificó, los chamuscó y, despuésde descuartizarlos, los espetó en losasadores. Cuando la carne estuvo asada,se la llevó a Odiseo, caliente aún y en

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los mismos asadores, espolvoreándolade blanca harina; echó en una copa devino dulce como la miel.

Así terminó el canto esa noche ytodos nos acostamos hasta el siguientedía, el último de las Carneas quecoincide cada año con la luna llena, lacual brillaba como una moneda de plata.Hay que saber que, antes de queterminen estas fiestas, el ejército nopuede abandonar el territorio espartanoy los gobernantes tienen prohibidollevar a cabo ninguna campaña militar,declarar la guerra o cualquier otraacción diplomática, porque es una tregua

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sagrada.A la mañana siguiente, salimos a

pasear por la aldea para ver losmercados ambulantes, los concursoscorales y las competiciones deportivas.El abuelo había marchado al alba paraasistir a los cantos. Di una vuelta por lasconcurridas plazas junto a Eleiria yPrixias, quien se ofreció aacompañarnos. Todas las calles deEsparta eran una algarabía de sonidos,risas y alegría. La gente se saludaba porlas calles, repletas de pequeñostenderetes con frutas exóticas yvendedores ambulantes de frascos yungüentos, así como de algunos adivinos

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que juraban tener el don de la profecía.Durante nuestro paseo, nos

detuvimos delante de las tiendas deabalorios y amuletos, pero no vimos alabuelo por ningún lado. Asistimos a loscantos de las corales de niños o demujeres, oímos las exhibiciones de lirasy de aulós de los músicos llegados deotras ciudades como la lejana Tebas,Epidauro o Corinto, porque los premiospara los vencedores suelen sersuculentos.

Durante nuestro paseo, oímosrumorear a algunos hombres en elmercado sobre las revueltas de ilotas enel norte. Por lo que deduje se estaba

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preparando la temida Kripteia y noentendí que se persiguiera a los mismoscon los que compartíamos las fiestas.

Cuando estábamos cerca delmercado principal, Eleiria se marchócon la excusa de que tenía que regresar acasa para ayudar en las tareas del festínde la noche, pero no la creí. Lo hizopara dejarme a solas con su hermano.Paseé un rato con Prixias y nosentretuvimos con un narrador de cuentosy mitos. Le dije que me gustaban muchoesas historias. Una vez el narradorterminó su cuento, seguimos nuestrorecorrido hacia el teatro que seencuentra a los pies de la acrópolis. De

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camino, me dijo que a él también legustaba la poesía y empezó a recitarmeuna de Alcmán:

Insufribles quebrantosFueron de aquellos que tramaron

males.Los dioses cobran su venganzaY dichoso el que, libre de cuidados,Ha terminado de trenzar el díaSin una lágrima.

Se trabó en este punto y yo, entremaliciosa y divertida, le miré con losojos abiertos para ver si era capaz decontinuar. Dejé que sufriera un rato

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tratando de recordar, pero me sentí malpor mi crueldad. Por suerte, la conocía yle ayudé a terminarla:

Pero yo cantoLa luz de Agido. A ellaLa miro como al sol, el sol que

llamaAgido a ser testigoDe su esplendor. Mas ni un

pequeño elogioNi un reproche me dejaLa renombrada principal del coro,Que descuella a mis ojos como si

alguienEntre ovejas hubiese colocado un

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corcelRobusto y vencedor, de sonoro

galope,De los alados sueños.¿Acaso no lo ves? ¡Es un corcelDel Véneto! Ea cabelleraDe mi prima HagesícoraRelumbra como el oro sin mezcla.¿A qué dar más detalles?Esta es Hagesícora.Y la segunda en hermosura, Agido,Corre a su zaga cual caballo escitaTras de otro lidio, pues las

PléyadesCon nosotras, que un manto

llevamos a la Aurora,

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Compiten elevándose por la nocheinmortal

Como la estrella Sirio.

Cuando callé intentó hacer algo queme cogió desprevenida, porque meabrazó e intentó darme un beso, pero yoretiré enseguida la cara avergonzada. Lohice porque las calles estaban repletasde gente y por otra poderosa razón:nunca me había besado nadie que nofueran mis padres, mis hermanos o elabuelo. Entonces algo se alborotó en miinterior y, sin saber porqué, empecé acorrer y me perdí entre la muchedumbre.No creo que me siguiera. Me detuve

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delante de un grupo de cantores queinterpretaban una melodía sobre unosversos que nunca había oído. Derepente, y a traición, un brazo me rodeólos hombros. La sangre se me heló en lasvenas, pero me relajé inmediatamenteporque aspiré el inconfundible olor atomillo y noté en mi mejilla la barbafamiliar del abuelo, que se había situadodetrás de mí para abrazarme en silencio.

Una vez terminó la música leexpliqué, sofocada, lo que me habíapasado con Prixias. Él no le dioimportancia y me invitó a coger unasalmendras de un cucurucho que llevabaen la mano.

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Nos alejamos por la calle de losalfareros, que desemboca en la plazaporticada donde actúan siempre losmejores cantores.

—¿Te gusta ese muchacho, Aretes?—me preguntó con una sonrisa picara enlos labios.

Yo me callé, porque no sabía larespuesta, y seguí masticando lasalmendras, cabizbaja.

—Ya veo —me dijo dando aentender que conocía la respuesta.

—¿Qué ves? —respondí alborotada.Él se sonrió y yo le dije que no

había entendido por qué Prixias mehabía intentado besar. El abuelo me

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explicó de nuevo la historia de losLapitas y los Centauros para quecomprendiera la manera de ser de loshombres. Resulta que estos seres, mitadcaballo y mitad hombre, no toleran elvino. Por eso, cuando lo beben se tornanfuriosos y violentos. Entre las muchaspeleas en las que se vieron envueltos, lamás famosa es la lucha que tuvieroncontra los lapitas. Este pueblo deTesalia estaba gobernado por Pirítoo,hijo de Ixión, pariente de los centauros.Así que no tuvo más remedio queinvitarlos a su boda, a la que por fortunatambién acudió su amigo Teseo, el granhéroe ateniense que había derrotado al

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Minotauro en Creta. La boda transcurríacon alegría y el jolgorio habituales enestos casos: la gente bailaba y comía,las risas cantarinas se mezclaban con lamúsica de las flautas, y la esposa,Hipodamía, vigilaba risueña que nofaltara nada a los invitados. Sinembargo, los centauros estaban cada vezmás borrachos. A medida que el vinoiba anegando sus pensamientos, sunaturaleza salvaje y bestial se ibadesbocando en un torrente de ira y deseoe intentaron raptar a Hipodamía.Entonces tuvo lugar la feroz batalla entreambos grupos, que finalmente pudieronganar los humanos gracias a la ayuda de

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Teseo. Los cuadrúpedos quesobrevivieron a la pelea se exiliaron deTesalia y se refugiaron en lo másprofundo de los bosques.

—Pero, abuelo… —le dije alterminar de narrarme el cuento— Prixiasno es un centauro.

—Lo sé, Aretes, pero como todoslos hombres Prixias todavía ha deaprender a controlar sus instintos.Porque el hombre que no sabe gobernarsus pasiones o su concupiscencia cae enun pozo lleno de malicia mientras sucorazón se corrompe.

—Pero él no es malo —dije, y memordí el labio porque, sin darme cuenta,

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acababa de defenderle.El abuelo me miró socarrón y me

apretó más fuerte contra él.—A mí me ha gustado que intentara

besarme, abuelo —confesé.—¿Que te ha gustado? —dijo

soltándome— ¿Pero no acabas dedecirme que…?

Sellé su boca con mis dedos,estampé un beso de nieta amorosa en subarba blanca como el algodón y le dijeque fuéramos hacia la tienda porque yaoscurecía. El abuelo se dejó llevar pormí, eso sí, mirando a todos lados por sitenía la oportunidad de ver y oír elórgano hidráulico.

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Regresamos a casa de nuestrosanfitriones en silencio, mientras el restode ciudadanos se recogían en sus casaspara seguir con las celebraciones. Laslámparas empezaban a iluminar lasventanas y las hogueras a arder en lascalles. Mi corazón de adolescenteacababa de descubrir que el alma de unamujer es un misterio de sentimientosencontrados que chocan y se peleanentre sí. Aprendí que el sí y el nopueden anidar en ella y convivir demodo amistoso.

Cuando llegamos a casa de Prixias,él me esperaba preocupado bajo laparra de la entrada. Al vernos entrar se

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levantó, pero no se atrevió a decir nada.El abuelo le vio, me dio un pellizco enla mejilla y se alejó tarareando unacancioncilla con una sonrisa en loslabios. Yo pasé junto Prixias, balbucíalgo y me temblaron las piernas cuando,aposta, rocé mi mano con la suya. Nuncame había atrevido a hacer algo así yatribuí ese atrevimiento al calor delverano o al vino de las fiestas, aunquequizás debería haberlo atribuido a micorazón, que se desbocaba cada vez quele veía. No sé si se percató de ese gestoamistoso, pero para mí fue algo más queamistad.

Esa era la última noche del festival y

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el aedo iba a cantar el cumplimiento dela venganza de Odiseo y la muerte de lospretendientes. Yo estaba sentada a lospies de padre y él junto a nuestroanfitrión. Prixias se me acercódubitativo durante el canto y se sentó ami lado.

—¿Te importa? —me dijo.Le sonreí y me aparté un poco para

dejarle sitio y entonces oí comorespiraba aliviado. Sentí su cuerpopegado al mío y me entró un calor hastaentonces desconocido, pues tuve lasensación que en mi estómagorevoloteaban un millar de mariposas decolores.

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Oíamos la escena en la que Odiseotoma venganza de los que han expoliadosu casa, aunque yo no oía nada más quelos latidos de mi corazón, que megolpeaban las sienes como los martillosdel herrero en el yunque.

Entonces se desnudó de susandrajos el ingenioso Odiseo, saltó algrande umbral con el arco y la aljabarepleta de veloces flechas y,derramándolas delante de sus pieshabló de esta guisa a los pretendientes:

—Ya este certamen fatigoso estáacabado, ahora apuntaré a otro blancoadonde jamás tiró varón alguno, y he de

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ver si lo acierto por concederme Apolotal gloria.

Di/o, y enderezó la amarga saetahacia Antínoo. Levantaba éste una bellacopa de oro, de doble asa, y teníala yaen las manos para beber el vino, sin queel pensamiento de la muerte embargarasu ánimo: ¿quién pensara que entretantos convidados, un sólo hombre, porvaliente que fuera, había de darle tanmala muerte y negro hado?

Pues Odiseo, acertándole en lagarganta, hirióle con la flecha y la puntaasomó por la tierna cerviz. Desplomósehacia atrás Antínoo, al recibir la herida,cay ó s ele la copa de las manos, y brotó

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de sus narices un espeso chorro dehumana sangre. Seguidamente empujó lamesa, dándole con el pie, y esparció lasviandas por el suelo, donde el pan y lacarne asada se mancharon. Al verlecaído, los pretendientes levantaron ungran tumulto dentro del palacio dejaronlas sillas y, moviéndose por la sala,recorrieron con los ojos las bienlabradas paredes; pero no había ni unescudo siquiera, ni una fuerte lanza deque echar mano.

El canto terminó con la venganza deOdiseo, que extermina a todos lospretendientes y le pide a la fiel sirvienta

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Euriclea que le diga qué mujeres de lacasa han sido las traidoras y las traigapara limpiar y llevarse los cadáveres.Doce son ahorcadas, y Melandomutilada hasta que muere, mientras lacasa es purificada con azufre.

Sin embargo, los dos últimos cantosde la Odisea casi no interesan a nadie,así que el aedo, al ver que laconcurrencia estaba casi toda dormida,depositó su lira en el suelo y se calló. Elfuego iluminaba los rostros colorados ysobre las ascuas aún crepitaban trozosde carne que los vientres satisfechos nopodían ya ingerir. Creo que me dormísobre el hombro de Prixias, al calor de

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la hoguera que consumía los olorososleños del olivo. Nunca había sentido unasensación más agradable que la deaquella noche, en la que descubrí lo quees el amor al quedarme dormidaapoyada en un hombro que no se apartó.

El último día de las fiestas tienenlugar las tradicionales competicionesatléticas, las carreras y la ceremonia enla que los portadores de las ramaspersiguen alrededor de la pista al de lascintas hasta que lo atrapan. Losespectadores aplaudimos cuando uno deellos lo consiguió, porque era auguriode otro año de buena cosecha. Yo mesentía flotar entre los espectadores. Oía

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las voces, pero no las escuchaba. Sólosentía el sol que me calentaba el alma yla brisa que me acariciaba los brazosdesnudos. Llegó el turno de lascompeticiones de los muchachos y elpúblico se trasladó a la palestra. Yodebía llevar una risa tonta pintada en lacara, porque me sorprendí buscando conlos ojos a Prixias, sufriendo por si sehacía daño durante las competiciones delucha. Cuando terminaron los másjóvenes, vimos cómo Telamonias, elboxeador, derrotaba a un púgil igual defuerte que él, y a mi hermano Polinicescorrer por la pista junto a otros chicos.

A media tarde nos despedimos de

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nuestros anfitriones y regresamos a casa.El padre de Prixias se despidió de todoscalurosamente. Luego se acercó a padrepara advertirle de que los rumores delas revueltas de ilotas eran muy serios.Ambos regresaron a los barracones desu batallón para tratar de estos asuntos.Nosotros nos subimos al carro paratomar el camino de Amidas. El abuelotomó las riendas y emprendimos lavuelta. Sentí alegría por regresar a casay a las ocupaciones habituales tras losdías de la fiesta, pero también notécierto vacío en mis entrañas, pues nosabía cuándo volvería a ver de nuevo aPrixias. Rehíce todo el camino a la

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aldea ensimismada. Ni los ánimos delabuelo ni sus cantos me sacaron de eseestado. Alexias preguntó a madre si mepasaba algo y ella le respondió,sonriente, que había dormido demasiadocerca del fuego y aquello era motivo defrecuente melancolía. El abuelo sonrió,azuzó los caballos para que corrieran algalope mientras mi corazón seempequeñecía al ritmo que lo hacíanEleiria y Prixias mientras nosalejábamos de su casa.

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Capítulo 18

492 a.C.

L a kripteia, de la que se habían oídorumores durante las fiestas, empezócomo tantas otras veces una noche, fríacomo una espada y más negra que laParca, en la que Zeus hendía los cieloscon sus estruendosos truenos y susluminosos rayos y la lluvia anegaba loscampos.

Los jóvenes designados para elloson los que cursan el último año en laAgogé. Unos treinta o cuarenta de ellossalieron de sus barracones embozados

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en sus capas y con las cabezas cubiertaspara no ser reconocidos. La cruel misiónque tenían encomendada era la de cazara los esclavos a su juicio máspeligrosos. Los ilotas sintieron una vezmás cómo la sombra del hacha carnicerapendía sobre sus cabezas. Esa noche detormenta, las bestias, que todo losienten, bramaban en los establos, puesintuían la presencia del matarife entresus pesebres.

Los ilotas son los esclavos deEsparta, mucho peor tratados que losperiecos porque son una poblaciónconquistada por nuestros antepasados.Por eso son humillados, golpeados o

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castigados por sus dueños. Los ilotassiempre han odiado a los espartanos.Ellos suman diez veces más quenosotros y aún así están sometidos.Debido a eso, cuando entre su tribusurge algún cabecilla, las ciudadesenemigas de Esparta se alían con él y lesfacilitan armas. La kripteia es tan sólouna manera de purgar las malas hierbasilotas que crecen de vez en cuando. Tanpronto como los espías comprobaron losrumores de que una fuerza ilota se habíafortificado en los montes del norte, seinició la temida caza.

Estas escaramuzas son un acto decobardía y un aviso a los ilotas para que

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no hagan nada que pueda parecer motivode rebelión. Yo recordaba lo que habíaocurrido otras veces en Amidas cuando,en mitad de la noche, llegaban losejecutores y pasaban como fantasmaspor las casas: cómo se oían gritosestentóreos, los hombres corrían por lascalles y las ventanas eran asaltadas porluces extrañas.

Como otras veces, el abuelo salió decasa antes de que llegaran los guerrerospara avisar a Menante, quien hizocircular la voz entre los suyos. Al ser unanciano no era un ilota susceptible deser perseguido y podía moverse entrelas sombras para avisar del peligro casa

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por casa.No explicaré aquí el pánico que de

niña me provocaba saber que, mientrasen casa estábamos al calor del hogar, apocos estadios se vivían escenas decrueldad e injusticia. Los ilotasdesparecían y nadie preguntaba;vivíamos en el reino del miedo, aunqueno teníamos que preocuparnos porqueTaigeto era todavía un niño. Por suerte,la actitud del abuelo me ayudaba acomprender que las leyes no siempreson justas y que es posible cambiarlas o,al menos, esquivarlas.

Esa noche, tras salir para advertir asus vecinos, Menante no regresó a su

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casa. Su hija Neante corrió hasta lanuestra para advertirnos. Llegó jadeantey empapada, al igual que un perroperdido durante la cacería. Madre lacalmó a la vez que le preparaba un vasode leche de cabra caliente mientraspadre salía de casa con sus armas.Nuestro capataz ilota había tenido lamala fortuna de toparse con un grupo deenmascarados que se lo llevó cerca delrío para interrogarlo. Padre regresó conMenante al cabo de unas horas. Le habíasalvado del interrogatorio al que lesometían varios soldados, entre los queestaba Nearco, quién amenazó a padrellamándole amigo de los ilotas y le dijo

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que pondría su actuación enconocimiento de los éforos.

No sé si este hecho tuvo algunarepercusión en padre, porque unassemanas después se produjo un hechoque cambió el curso político de laciudad. El loco rey Cleómenes, harto delos esfuerzos de Demarato por templarla situación con el resto de ciudades,decidió deshacerse de su enemigo einstó a Leotíquidas, que era pariente yenemigo personal de Demarato, areclamar el trono alegando que sucolega en el trono era un hijo ilegítimo yque, por tanto, no le correspondía. Elasunto fue puesto en manos de los

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éforos, quienes optaron por consultar alos dioses y enviaron una embajada alsantuario de Delfos. Los hijos deAtalante: Atalante yPrixeo, formaronparte de la misma. El primero era unhombre zafio y más escurridizo que unasepia recién pescada, como su padre,del que, según el abuelo, nunca se sabíalo que pensaba ni de parte de quiénestaba.

Pero ya me estoy alejando de lo queiba a contar y mejor retomo el asunto deDemarato. Estos agentes enviados aDelfos sobornaron al oráculo para quetraicionara la verdad y regresaron con latableta y el sello del oráculo del dios

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que declaraba a Demarato rey ilegítimo.Así pues, fue expulsado de la ciudad demodo traicionero. Por lo que se sabía,había entrado a formar parte de la cortedel rey Darío de Persia, que preparabala invasión de Grecia, aunque no sesabía cuándo ocurriría. Esa era laversión que circulaba por Esparta,aunque la verdad era que Demarato,espartano hasta la médula, se habíainfiltrado en la corte del persa Daríopara informarse acerca de sus planes deinvasión.

De este modo, Cleómenes se deshizodel que se oponía a sus planes y pasó adirigir en solitario la Liga del

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Peloponeso. En Pisparía había tenido yalugar algún encuentro de esta alianzacreada cuando yo tenía dos años.Nuestra Polis se había convertido en elestado más poderoso de la península yejercía su hegemonía sobre Argos yotras ciudades menores. Los reyeslograron contar con otros aliados depeso, como Corinto y Elis, y en pocosaños todo el Peloponeso formó parte dela alianza. Los estados miembros notenían que pagar tributo excepto entiempos de guerra, cuando se les podíaexigir un tercio de sus tropas.

Como yo sabía, padre era unacérrimo partidario de Demarato. Había

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sido miembro de su guardia personal yera tenido como uno de los hombreafines al rey. Por eso había formadoparte de embajadas que eran enviadas aotras ciudades del Peloponeso con laaprobación de los éforos. Padre y elabuelo Laertes eran de la mismaopinión, y a ninguno de los dos lesgustaba Cleómenes ni su política deenfrentamiento y superioridad frente alas otras polis. Además, Cleómenessiempre fue un tirano que trajocostumbres licenciosas aprendidas delpueblo escita, tierra de jinetes expertosy salvajes. Se decía que, con un grupode sus más allegados, se cubría con

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mantas, tiraba la semilla del cáñamoencima de piedras calentadas al rojo yla simiente exhalaba un perfume olorosoque producía tanto vapor que ningúnbrasero griego podría superar talcantidad de humo. Parece ser que losescitas aúllan encantados en este bañode vapor. Cleómenes se drogaba delmismo modo varias veces al día. Porello, sufría alucinaciones y susdecisiones eran arriesgadas, pocomaduras y muchas veces perniciosas.

Tras la expulsión de Demarato,Esparta quedó durante unos años amerced de este rey violento ysanguinario que convenció a la asamblea

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para que coronara al hombre sincarácter que le acompañó en el trono:Leotíquidas. Era una persona de tratoáspero y muy influenciable por susconsejeros, entre los que se contabaNearco.

Habían transcurrido unas semanasdesde la siega y las Carneas y las hojasde los árboles aún no habían empezadoa dorarse cuando, anulada la facción deDemarato y terminada la Kripteia,empezó la campaña militar de ese otoño,que el rey Cleómenes dirigió contraArgos.

Esta ciudad, rica en viñedos, es laenemiga tradicional de nuestra polis. El

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motivo de la expedición punitiva eraque, al parecer, desde ella se instigabanmuchas de las pequeñas revueltas deilotas que al norte de Esparta y enMesenia se gestaban cada cierto tiempo.

Padre ya nos había advertido de lainminencia de las acciones militares deese otoño. Madre y Neante leprepararon el equipo, y una soleadamañana le acompañamos a la ciudadpara despedirle. Era la primera vez quevi en el campo a los regimientos de losespartiatas, agrupados por hermandades.La ceremonia de despedida fue muysencilla: frente a la gran plaza de dondesale la calle de las Apotheias formaron

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los regimientos. Todos los soldadosllevaban la indumentaria oficial queconsiste en el manto escarlata paradisimular el horror de la sangre, unhoplón redondo, la espada al cinto, lalanza y un zurrón con las provisiones. Ala espalda llevaban la armadura. Detrásde ellos, un numeroso grupo de ilotasque acompañaban a nuestros hombrescargaban con más armamento y otrosutensilios, como cazos, calderos,cuerdas, repuestos de armas y comida…

El rey Cleómenes pronunció unabreve alocución ante el pueblo y elsacerdote sacrificó una cabra muyhermosa. Después de examinar sus

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entrañas para ver que eran favorables,asperjó a los soldados con la sangre delanimal. A una orden, los batallones sepusieron en marcha y los orgullososespartanos marcharon por la callemientras la multitud se agolpaba ensilencio para verles pasar.

Algunas mujeres alzaban a sus hijosen brazos para que vieran a sus padres.Había intercambio de miradas serenas,apretones de manos y algunos besos.Pero la mayor parte de la ceremoniatranscurrió en un silencio religioso, rotosolamente por el canto de la formaciónde hoplitas armados acompañados porlos recios tambores y los aulós, que

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hendían el cielo rosado con sus notas.Padre marchaba a la cabeza de su

pelotón de soldados y sonrió al pasarfrente a nosotros. El abuelo le miró conorgullo, madre con angustia, Polinices yAlexias con envidia y yo conperplejidad. Nunca había visto marchara la guerra a tal cantidad de soldados.Al menos la mitad de las fuerzas deEsparta avanzaron por la calle de lasdespedidas. Sumaban unos cinco milhombres, a los que había que añadir alos ilotas y a las tropas auxiliares de losperiecos.

La batalla entre las dos fuerzas tuvolugar cerca de Tirinto, la ciudad de

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murallas imponentes, en una llanurallamada Sepea, y los argivos sufrieronun infortunio indescriptible frente a lastropas de los espartanos comandadaspor Cleómenes.

La guerra es algo atroz y no esasunto de hombres sino de bestiasferoces. Los espartiatas, a diferencia delresto de hoplitas, no luchan para salvarsu vida sino la de sus compañeros, y porel honor de su ciudad. Luchan paravencer o morir. «Retirada» es unapalabra que no existe en su vocabulario.Quizás sea por eso que ningún espartanotiene heridas en la espalda. Estánacostumbrados a gustar en su boca la

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sangre propia y la del enemigo, a olerlos orines del miedo, a pisar el lodosanguinolento y a blandir sus lanzashasta encontrar algo blando dondeclavarlas. Están habituados a rajar,amputar, herir y trocear, a arrancar lasvidas al igual que el segador corta lostallos del trigo en el mes de Carneo.

Mientras el escudo de su compañerole protege, el hoplita da vueltas sobre símismo. En un abrir y cerrar de ojoscalcula donde está el enemigo y cuál essu punto más débil. Sabe dónde le herirácon la lanza o le dejará que se aproximepara rodar a sus pies, protegido por elhoplón, para así clavarle la espada en el

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muslo. No teme a las flechas quesiembran el campo de tallos mortales, nia las sombras de la Parca que vaga porel campo de batalla. Si es herido, susmiembros siguen funcionando hasta quele arrebatan el aliento. Sus pulmones soncomo los fuelles de la fragua y susbrazos semejantes a las máquinas quefabrica Hefesto en el monte Etna. Codocon codo y hombro con hombro junto asus hermanos empujan, lanzan el brazohacia delante impelidos por el mismoAres hasta que la lanza arranca la carney la negra sangre brota de las heridas desus enemigos al igual que el chorro deagua sale de una fuente. Se grita, pero no

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se oyen los lamentos ni los jadeos. Semata y se muere. Eso es lo que hanaprendido en la Agogé desde niños.

Con todo, ésta no fue una victoriabrillante, ya que el ejército tuvo que serpurificado tras la campaña y el mismorey quedó en entredicho por su impíaactuación. Esto fue del siguiente modo:muchos argivos cayeron en la mismabatalla. Los que lo vieron dijeron quemiles de soldados de Argos murieron enSepea y otros, los que se refugiaron enel bosque sagrado de Argos, tambiénperecieron, porque salieron al principiobajo un acuerdo establecido conCleómenes pero luego fueron

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masacrados a traición por las lanzasespartanas. Los restantes, que no habíansalido al darse cuenta de que habíansido engañados, fueron quemados en elbosque sagrado y el ejército tuvo queser purificado en el río a causa delsacrilegio que habían cometido. Así losespartanos derrotaron a los argivos delargas melenas, y de este modo el reyCleómenes condujo a los lacedemonioscontra Argos privada de hombres, puesunos seis mil hoplitas argivos habíanperecido en la batalla.

En esta ciudad, por encima de suteatro, se elevaba el santuario deAfrodita, y delante del asiento de la

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diosa todavía se conserva una estelaesculpida con la figura de Telesila, lapoetisa lírica argiva. La mujer tieneunos libros esparcidos junto a sus pies yella mira el casco que sostiene en lamano y que se dispone a ponerse en lacabeza. Era famosa entre las mujerespor varios motivos, como se verá, pero,sobre todo, gozaba de gran estimaciónpor su poesía.

Cuando las argivas vieron a losespartanos acercarse a sus muros sedejaron llevar por el pánico. Entonces,la poetisa Telesila hizo subir a lasmurallas a los esclavos y a los que porsu juventud o vejez no podían empuñar

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las lanzas. Fue ella misma quien,reuniendo todas las armas de lossantuarios y las que habían sido dejadasen las casas, armó a las mujeres queestaban en la flor de la edad y las apostóen él lugar por donde sabía que losenemigos atacarían. Los espartanoscorrieron hacia las murallas pero lasmujeres no se asustaron de los gritos deguerra, sino que los recibieron a piefirme y lucharon valientemente. Loslacedemonios, pensando que si matabana las mujeres tendrían un éxito odioso, yque si fracasaban tendrían una derrotavergonzosa, se retiraron. Se asegura quela Pitia había anunciado este combate

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con las siguientes palabras:

Mas cuando la hembra venza alvarón,

lo expulse y alcance la gloria entrelos argivos,

hará que muchas argivas desgarrensus dos mejillas.

La victoria de las mujeres argivasobedeció más a la necesidad que a lavirtud, pues todos sus varones habíanmuerto en el campo de batalla. Laciudad de Argos quedó devastada ytodas sus mujeres desgarraron susmejillas por el luto. Durante años, los

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esclavos tuvieron que ocupar los sitiosde gobierno. Cleómenes y su ejércitohabían segado la vida a una generaciónde argivos y por ello la ciudad semantuvo neutral durante la invasión delos persas. Este suceso no fue algomenor, porque la actuación del reyquedó en entredicho. Desde esemomento, algunos ancianos, e inclusoparientes reales, buscaron el modo dederrocarle y se sucedieron las reunionessecretas. Mi padre regresó avergonzadotanto por la actuación del ejército comopor la impiedad que habían demostradoen Argos, y por ello nunca quiso hablarde esta campaña.

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Capítulo 19

492 a.C.

Los meses y los años se sucedieronplacenteros, a veces con mucho trabajoy otras sin mucha ocupación gracias alos descansos que proporcionaban lasfiestas. Los asuntos de la familia seguíansin sobresaltos. El abuelo no habíalogrado aún escuchar de nuevo el órganohidráulico en ninguna de lascelebraciones de la ciudad, pero noperdía la esperanza de hacerlo algúndía. Seguía atento a sus panales deabejas y a los trabajos del campo. A un

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año de mala cosecha le siguió otro conuna buena; si los melocotones eranpequeños, los melones tenían un aspectoinmejorable; si la cebada había crecidoraquítica, el trigo era espléndido.Visitábamos a Taigeto con ciertaregularidad, aunque no con la asiduidadde otros años, y él nos veía en lapalestra en la que nos ejercitábamos sillevaba su rebaño al mercado.

Mis hermanos y yo seguíamos en laAgogé. Ellos se robustecían comoguerreros, yo como atleta y mujer. Esosaños gané siempre la carrera de lasJacintias e incluso algunas veces la delas Carneas, aunque esta era una

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distancia demasiado corta para misaptitudes. Madre estaba máscomunicativa que tiempo atrás, si biensu melancolía se manifestaba con lallegada del verano, cuando Taigetopartía unos meses hacia el monte.Entonces, la bilis negra se apoderaba deella y se mostraba triste o malhumorada,tendía a la pasividad y se quedabaensimismada, mirando los campos através de la ventana de nuestra austeracocina. Con la llegada de los frios suhumor mejoraba. Entonces salía a pasearpor el campo, lo que significaba queTaigeto había regresado.

Padre repartía su tiempo entre los

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ejercicios y la familia, aunque apenasnos ponía al corriente de los asuntospolíticos de la ciudad. Tampoco hablabanunca de Demarato ni de los otrosexiliados. Por esa época, con frecuenciase ausentaba unas semanas pues, comoayudante de Leónidas, debía ejercer demensajero entre Esparta y las demásciudades.

El invierno en que los gemeloscumplieron once años cometí eldisparate de revelar a Taigeto quién erarealmente. El abuelo me había explicadomuchas veces qué era la justicia y creíque, si la Ley había sido injusta, yo teníael deber de reparar el error. Mi hermano

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pequeño tenía el derecho de conocer laverdad.

Fue una tarde de finales de otoño enla que, como otras veces, había subidosola a los pastos en que pacían susovejas para verle. Le expliqué lo que elabuelo nos había revelado aquella nocheen la que nos sentamos todos junto alfuego. La reacción de Taigeto mesorprendió, pues no pareció darle muchaimportancia. Me escuchó y siguiótocando el aulós, como si ya hicieramucho tiempo que lo supiera.

Cuando regresé a nuestra aldea sentíen mi alma la amargura de haberdesobedecido a padre y al abuelo, el

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miedo de lo que podía originar miindiscreción, pero también la alegría dehaber reparado una injusticia. Nadacambió en unos días y pronto dejé depensar en ello, hasta que, una noche,madre regresó de uno de sus largospaseos con la cara arrasada en lágrimas.Entró corriendo en casa y se refugió ensu habitación. En Amidas sóloestábamos Pelea y yo, pues las otrasmuchachas que ayudaban en las tareas sehabían ido a la aldea. Fuimos corriendotras ella y la encontramos sentada en sucama, con la mirada brillante y unpañuelo entre las manos que retorcía confruición.

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—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté.—Aretes —me dijo con la voz

entrecortada—, tu hermano Taigeto…—¿Qué? —le pregunté alarmada—

¿Qué ha pasado?Madre suspiró y dijo:—Estaba yo sentada sola en el

campo, cerca de donde pacen susovejas. Sólo se oía el susurrar de lashojas de las encinas y los robles cuando,sin darme cuenta, alguien ha venido pordetrás de mí. Unas manos me hanrodeado el cuello en un abrazo y él hasusurrado a mi oído: «hola, madre».

Neante se cubrió la cara con sudelantal y regresó gimoteando a la

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cocina. Yo me arrojé en brazos demadre y le conté que la culpa era míaporque le había contado la verdad aTaigeto. Madre me miró perpleja, peroemocionada y agradecida. Las dosacordamos que ése sería nuestro secreto.

Durante las siguientes semanas ellamejoró mucho. Empezó a interesarse denuevo por las tareas de la casa: preparóalgunas tartas de ciruelas, lavó sábanasy colchas, puso flores en algunosjarrones y perfumó las habitaciones conagua de mirtilo. Parecía que habíallegado de nuevo la primavera a Amidasy su alegría se nos contagió a Pelea, aNeante y a mí. Pasamos el invierno más

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feliz de los últimos años, pues madre semostraba comunicativa, agradecía lasconversaciones pausadas y los detalles,como las flores que le traía del campo ouna caricia no reclamada. A veces nosquedábamos las dos en silencio, peroéste no era fruto del miedo o de lainfelicidad, sino una de lasconversaciones más profundas, la de losojos.

Por otro lado, Prixias, el hermano deEleiria, seguía rondándome. Sinembargo, yo no sé qué pasaba en miinterior, porque algunas veces me sentíahalagada y otras me mostraba esquivacon él. Algunas tardes me esperaba al

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salir de la Agogé y le permitía que meacompañara a Amidas. Aunque suconversación no era interesante, legustaba escuchar lo que yo le contaba ya mí me gustaba su compañía.Andábamos despacio por el camino,contemplábamos las nubes eintentábamos adivinar sus formas;veíamos allí una nave y más allá las alasde una paloma, olíamos el tomillo y elromero y éramos felices. Él me hablabade la vida en la Agogè y yo de lospoemas y los relatos que habíaaprendido con el abuelo. Prixiassiempre se quedaba maravillado de lascosas que sabía.

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Una de esas tardes de inviernoestaba en la cocina y oí cómo el abuelocantaba con voz sonora desde la bodega,mientras movía ajetreado las cajas y losbarriles. Escuché que me llamaba y measomé a la puerta.

—Dime, abuelo —respondí.—Baja a ayudarme con estos sacos,

hija mía —me gritó.—No puedo, abuelo —dije

avergonzada.Su cabeza blanca se asomó por el

hueco de la escalera y me preguntóextrañado:

—¿Cómo que no puedes?Hay que saber que en nuestro

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pueblo, así como en otros muchos, estámuy arraigada la creencia de que losdías de la luna en que la mujer es fértilpuede agriar el vino si está cerca de lostoneles y convertirlo en vinagre; otambién que puede agostar las cosechasy los jardines; o empañar los espejos,mellar los cuchillos, oxidar el hierro yel bronce si la luna es menguante, matara las abejas o, al menos, alejarlas de suscolmenas. E incluso se dice que puedehacer abortar a las yeguas.

Le dije lo que me pasaba y oí quemurmuraba algo mientras chasqueaba lalengua. Luego me ordenó que bajara alsótano de inmediato y le ayudara a

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mover los sacos. Titubeé pero leobedecí al instante. Bajé las escaleras,aparté el tocino que estaba colgado paraque se secara junto a las ristras de ajos yde tomates secos y, cuando le tuvedelante de mí, le noté irritado.

Me dijo que no podía creer que unachica inteligente como yo pudiera creeren esas tonterías de vieja supersticiosa.Me avergoncé por haberle defraudado, aél, que procuraba tanto alimentar mi sedde conocimientos. Por eso lloré, aunqueprocuré que no se diera cuenta. Moví loque me ordenó y antes de regresar a lacocina para ayudar a N eante, me llamócon voz suave:

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—Aretes…Me acerqué a él un poco marchita.

Al ver que tenía los ojos húmedos meabrazó y, acto seguido, abrió un barrillleno de vino.

—¿Llevas las manos limpias? —mepreguntó.

—Creo que sí, abuelo —dije.—Pues mételas dentro.Introduje con cuidado una mano en

el barril. Sentí entonces cómo sehumedecía con el líquido calientemientras de la cuba emergían losvapores del mosto.

—La otra también —me ordenó.Metí los brazos hasta los codos y, al

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sacarlos, me dijo que me lavara y que yapodía subir a la cocina para ayudar aNeante. Por la noche, durante la cena, sesentó frente a mí con un vaso de barrolleno de vino y me ordenó que lobebiera, ante el asombro de todos. Bebímedio vaso y el abuelo me indicó con ungesto de sus cejas que me lo terminarahasta la última gota. Era el mejor vinoque había bebido en mi vida.

—Es el vino que hemos probadoesta tarde— me dijo con una sonrisillaante la mirada de extrañeza del resto dela familia.

Esa noche me fui muy achispada a lacama, pero con la lección bien

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aprendida. Nunca más creí ensupercherías ni las he tolerado a mialrededor.

Así, las semanas fluyeron siguiendosu curso natural, sin crecidas niremolinos traicioneros. Todo iba comopor un camino sembrado de flores hastaque, una mañana, padre nos dijo quemarcharía unas semanas con laembajada que iba a entrevistarse con losatenienses. Varias ciudades habíanapoyado la revuelta de los puertos deAsia contra los persas, y se habían oídorumores de que su rey, Darío, preparabala definitiva invasión de la Hélade.

—Y me temo que esta vez no son

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habladurías —dijo padre muygravemente.

Pocos días después de su marchaestalló una tormenta dentro de nuestracasa. Una tarde, al regresar del monte, elabuelo empezó a gritar y a maldecir alos dioses y a mi madre al igual que unhombre poseído por algún espíritumaligno. No sólo maldecía a mi madresino a todo el género femenino pordesobedientes y porque siempre, segúndecía, queríamos salimos con la nuestra.

—¡Sois más testarudas que unamula! —gritó el abuelo antes de salir decasa dando un portazo que hizo temblarlas paredes.

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Lo que había ocurrido era losiguiente: madre había invitado a comera Taigeto a nuestra casa al cabo depocos días. Tuvo un momento dedebilidad, y la ausencia de padre y lanecesidad de tenernos a todos reunidos asu lado hicieron el resto.

Esa noche cenamos en silencio. Elabuelo estuvo de un humor de perroshasta que se dio cuenta que no habíanada que hacer. No podíamos decirle aTaigeto que la invitación quedabacancelada. Aunque ya fuera un muchachode once años, le hubiera dolidomuchísimo y no lo hubiera entendido.

Así pues, empezaron los

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preparativos y nuestra casa se pusopatas arriba: se lavaron las esteras y lossuelos y se puso más aceite a losmuebles para que estuvieran relucientes.Madre se encargó de revisar losmanteles y yo de llenar las habitacionesde flores. Si nuestros conciudadanoshubieran visto los preparativos,hubieran creído que esperábamos lavisita de un alto dignatario extranjero yno la de un pastorcillo ilota.

Llegó el día y a primera hora fuimosa recoger unas berenjenas al huerto. Erael plato que guisaríamos como si fueraun día festivo. Madre estaba muyexcitada la mañana que iba a reunimos a

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todos en casa. A la hora convenida leesperamos en el patio y desde allí vimosque él bajaba por el camino del montecon algo entre las manos mientras uno desus perros saltaba a su alrededor.

Traía dos ramos de flores silvestres,uno para madre y otro para mí, que nosentregó con un beso sonoro. Madreestaba radiante y parecía que el sol sehabía detenido encima de nuestra casapara alumbrar ese día de felicidad. Unotras otro abrazamos y besamos aTaigeto, que se encontró frente a frentecon el abuelo, cuya barba blancatemblaba y sus ojos chispeaban deemoción. Nuestro hermano le alargó el

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tarro lleno de miel que llevaba entre lasmanos, el abuelo lo tomó entre las suyas,la olió sonriente y la probó con un dedo.Luego le cogió por los hombros como sifuera un recién nacido y le besó lafrente.

—Hijo mío —le dijo al oídomientras entraba por la puerta y nosotrosdetrás—, bienvenido a tu casa.

Enseguida Taigeto llenó el pequeñocomedor con sus risas, sus preguntas ysus ocurrencias. Durante la comida,madre sentó a los dos gemelos juntos yal abuelo frente a ellos. Taigeto estabanervioso al principio, pero luego serelajó y nos empezó a contar su vida con

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las cabras y con su familia ilota.Aplaudió al probar el plato quehabíamos guisado y pasamos a su ladouno de esos días que la memoria nodebe olvidar. Después de comer, elabuelo nos deleitó con un sinfín depoesías que hicieron las delicias detodos, especialmente de Taigeto, que lemiraba embelesado y lleno deadmiración. Pasamos el resto de la tardecantando. La voz dulce de los gemelosse unió a la del abuelo, grave y sonora,que retumbaba junto al timbre melodiosode Polinices. La calle resonaba con loscánticos de mi gente, porque cantar espara mi pueblo lo mismo que el néctar

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para las abejas o la lluvia para lascosechas. Era tanta la dicha que sentíesa tarde que me pareció que loscampos reverdecían y las bestiassonreían en el establo.

Antes de partir, el abuelo nos pidióque le dejáramos un rato a solas conTaigeto. Se lo llevó al pórtico de la casadonde se sentaron uno frente al otro. Oía través de la ventana de la cocina cómoel abuelo le hablaba quedamentemientras él asentía con ojos vivos einteligentes. Se bebía las explicacionesdel abuelo y éste se derretía al llenarcon sus conocimientos la cabecita delnieto que más se le parecía. Antes de

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que oscureciera, Taigeto tuvo queregresar a su aldea, así que Polinices,Alexias y yo le acompañamos un buentrecho del camino. Antes de llegar alfinal de la cuesta le despedimos y vimosentre alegres y tristes cómo se alejaba,seguido de su perro, hacia el Menelaion.Al llegar arriba se volvió y nos saludócon la mano.

Padre regresó antes de la temporadade lluvias y se sonrió cuando el abuelole explicó la comida que habíamostenido con Taigeto. Sin embargo, estuvounos días malhumorado con madre y leadvirtió a solas que, muy a pesar suyo,aquello no podía repetirse. Madre se

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encerró varios días en su habitación y nosalió de ella. El abuelo parecía muyenfadado, pero yo sabía que no lo estabaen absoluto, porque la temeridad demadre había que atribuirla a su frágilcorazón. Además, a él le había dado unagran alegría pasar esas horas junto a sunieto.

Tras la época de las lluvias llegó elbuen tiempo y las aves esparcieron susgraznidos por los campos. Prontoempezaría la cosecha que, por la alturade los tallos de la cebada y del trigo,ese año sería muy buena. Así pues, todoiba bien en casa y hasta los diosesparecían sonreímos. Pero en esta vida

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todo depende de su favor, pues estamosa merced de su arbitrio y, si muchasveces se apiadan del hombre caído en lanegra tierra para levantarlo, otras veceslo voltean y hasta al mejor parado letumban boca arriba. Entoncessobrevienen las desgracias y el errar sinmedios o extraviado. Hubiera sidobonito soñar con un mundo en el que noexistieran la mentira, el dolor ni latraición, pero Esparta no era el lugarpara tener ese tipo de ilusionesinfantiles.

Digo esto porque, una tarde,semanas antes de que empezaran losrigurosos calores del estío, Polinices y

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Alexias llegaron corriendo a casa.Ambos estaban tan sofocados que laspalabras salieron atropelladamente desus bocas:

—¡Padre ha sido detenido porvarios soldados mientras se ejercitabaen la llanura de Otoña!

—Lo han trasladado a la cárcel de laacrópolis acusado de traición a Esparta.

El abuelo gritó con los ojosinyectados en sangre. Dijo que era unamaquinación de Cleómenes contra losque no opinaban como él y, sinpensárselo, descolgó su escudo y sulanza de las paredes del patio paradefender a su hijo. Por suerte, mis

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hermanos le detuvieron cuandopretendía salir armado de casa y leconvencimos de apelar a la ley y alsentido común. El abuelo se dejoconvencer tras forcejear un rato y todosjuntos nos dirigimos a la acrópolis.

La ciudadela dista unos pocosestadios del núcleo de la Polis. Aún hoydía es una imponente fortaleza degruesos muros ciclópeos, construida enun promontorio junto al Eurotas. Cuandollegamos, sus murallas brillaban con elúltimo sol de la tarde. Empezamos asubir sus altos escalones cuando vimosque por sus gruesas puertas salíanAtalante y Nearco. El primero tenía un

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aspecto deplorable. En su papada y ensu cara empezaban a nacer unasminúsculas protuberancias iguales quelos grillos de una patata demasiadomadura. Nos vio subir por lasescalinatas y le gritó al abuelo desdearriba:

—¡Laertes, ya te advertí que sonmomentos para ser fieles a lasdecisiones del rey!

Por suerte, el abuelo había salido sinarmas de casa, porque estuve segura queen ese momento Atalante hubiera caídoatravesado por su lanza de alargadasombra. Nos cruzamos con ellos enmitad de las escaleras. En los ojos del

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abuelo vi el horror del que hubiera sidocapaz si Polinices y Alexias no lehubieran cogido de los brazos. Los doshombres se alejaron. Al llegar arriba,Leónidas, hermanastro del rey, guerrerode anchos hombros y poblada barbanegra, salió también de la acrópolis yvino directo hacia nosotros.

Le interrogamos acerca de losmotivos de la encarcelación y nos dijoen un susurro que padre había sidoacusado de traición por unas cartas quele incriminaban como colaborador deDemarato y de los persas. Por lo que élsabía, Demarato había enviado unmensaje desde la corte persa, y los

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guardianes de la palestra, nos dijo conel semblante grave, lo habían encontradoaquel mediodía entre las ropas de padre.

—Mañana, al amanecer —nos dijo—, se explicarán los motivos en laasamblea.

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Capítulo 20

491 a.C.

Las asambleas de Esparta tienen lugaren la ladera que baja por uno de loslados de la acrópolis. Allí, en tiemposremotos, nuestros antepasados tallaronunos toscos bancales de piedra quehacen de escalinatas y es donde se sientael público. El lugar está rodeado deviejos robles y encinas, pero el teatro notiene sombras donde guarecerse delcálido sol que todo lo ve. Padre fuejuzgado allí, ante los éforos y laasamblea, a la mañana siguiente.

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Todos los espartanos, hombres omujeres, podíamos asistir a ella. Alllegar al recinto vimos cómo se habíanjuntado cientos de curiosos en lasgraderías de la ladera y bajo las frescasencinas que crecen en sus aledaños. Enla cima, bajo un entoldado carmesí,estaba sentado Cleómenes junto aLeotíquidas, para el que ése era suprimer acto como rey, pues había sidocoronado pocas semanas antes. Ambosiban enfundados en la sobria túnica realy coronados con una sencilla diademade oro. A su lado, según su antigüedad,estaban los ancianos y otros principales,como Pausanias o Leónidas, hombres

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poderosos y pastores de hombres.Hacía meses que no había visto al

rey Cleómenes. Los excesos que habíacometido dejaban huella en su rostro,que era la imagen de la locura y eldesenfreno. Debajo de los ojos le habíannacido unas bolsas verdinegras quepresagiaban el mal de las Ménades, estoes, el odio y el rencor que anidaban ensu corazón igual que serpientesvenenosas, y torcía la boca mientrashablaba con Leotíquidas en susurros a lavez que sostenía una preciosa copa devino de la que bebía sin parar. DeLeónidas ya he hablado. Pausanias erasu sobrino.

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El primero en formalizar laacusación fue Nearco. El apuestosoldado que había conocido en Giteoera un orador sonoro, de palabra suave ygestos contundentes. De su lengua fluíael verbo más dulce que la miel,encandilaba a las mujeres y convencía alos hombres. Según declaró, fue él quienhabía encontrado la tablilla queDemarato había dirigido a mi padre. Sudiscurso prosiguió con el argumento deque la carta era una traición a Esparta,conjeturó que padre tenía aliados quepretendían entregar la ciudad a lospersas. Afirmó rotundamente que sumisión era la de convencer a la

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asamblea para entregar tierra y agua enseñal de sometimiento a Darío dePersia. Las pruebas apuntaban a que lacarta acusatoria se había encontradoentre el manto de padre delante variostestigos.

Después de oír a Nearco, cientos depersonas se pusieron en pie y gritaron«¡traición!». Así pues, parecíainevitable que se ejecutara la penamáxima, porque el público estabaexaltado reclamando justicia aCleómenes. Entonces, Leónidas se pusoen pie y pidió silencio a la asamblea.

—¿Quién ha encontrado esta carta?—bramó por encima de las voces que se

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levantaban contra padre— ¿No has sidotú, Nearco? Todos sabemos queEurímaco siempre ha pertenecido a lafacción de Demarato, y que los doshabéis mantenido frecuentes discusionesacerca de la política de Esparta.Necesitamos más pruebas antes decondenar a un Igual de modo injusto.

Su figura y su voz se irguieronmajestuosas entre los espartanos ymuchos callaron al oír el rugido delleón. Sin embargo, a una indicación deAtalante, varios hombres a los que yoveía dispuestos aquí y allá entre lamuchedumbre, empezaron a gritar«traición» de nuevo. Algunos otros

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dijeron que se pretendía dividir a laPolis en unos momentos tan delicadospara su supervivencia. Leónidasreclamó la prueba y uno de los éforos leentregó la tablilla de cera donde ibagrabado el mensaje. Él la leyó en vozalta para que todos los presentes oyeranla carta de Demarato:

«Espartanos, la fuerza y el poderíodel gran Rey me llevan a aconsejarosque no pretendáis oponeros a laspeticiones del señor de todos loshombres que pacen desde el solnaciente al poniente, el más sagrado,reverenciado y exaltado, invencible,

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incorruptible, bendecido por el diosAbura Matada y omnipotente entre losmortales. Sed inteligentes y acceded arecibir a los embajadores que osvisitarán. No cometáis la temeridad deoponeros a sus modestas peticiones queredundarán en beneficio de la Polis yque harán de Esparta la capital de laHélade».

—Esta carta no va a su nombre —concluyó al terminar—. Nada pruebaque vaya dirigida a él, y cualquiera hapodido dejarla en la comuna.

Mientras, padre negaba con lacabeza y no entendí qué pretendía decir

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con ello. Pensé que afirmaba que lacarta iba dirigida a él. Entonces, padrepidió permiso para hablar a solas conCleómenes, pero uno de los soldados lecerró la boca con un puñetazo porindicación del mismo rey. Como luegoforcejeó con los hombres que le teníanagarrado para acercarse a Cleómenes,ordenaron que fuera devuelto a laprisión hasta que se pronunciara lasentencia.

El resto de la mañana se siguiódiscutiendo sobre el supuesto delito.También el abuelo participó en laasamblea, pidió la vara blanca queautoriza a hablar a los oradores sin ser

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interrumpidos y defendió a padre. Dijoque ni él ni su hijo habían sidopartidarios de entregar agua y tierra o desometerse a los bárbaros extranjeros,pues entendía que ante tal enemigo nadapodría hacerse sino aunar las fuerzas detodas las polis, y que era público ynotorio que nunca habían sidopartidarios de la política de Cleómenes.Algunos hombres le hicieron callar entreabucheos. Entonces, Atalante se puso enpie, arrebató la vara de manos delabuelo y le respondió:

—No necesitamos en estosmomentos traidores a Esparta, miquerido Laertes, sino leales guerreros

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que nos defiendan de los invasores.Cuando el abuelo lo oyó estalló en

cólera y le replicó con saña:—¡Hombre cargado de vino, con

cara de perro y corazón de cerdo! ¿Túme hablas del honor de Esparta? ¿Acasono recuerdas quién luchó a tu lado en labatalla de los trescientos? ¿Norecuerdas quién te salvó de morir enCinuria cuando los argivos te habíanrodeado? ¿Quién saltó sobre ellos y tesacó de allí? ¿A mí me hablas dedefender Esparta y a sus habitantes?

—No juzgamos aquí, Laertes —lerespondió Atalante con desprecio—, losvagos recuerdos de un anciano que se

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pierden en la noche de los tiempos, sinola traición de tu hijo a la ciudad.

—¡Mi hijo no es un traidor! —estalló el abuelo.

A pesar de los intentos del abuelo,de Leónidas y de otros ancianos queactuaron justamente defendiendo apadre, la asamblea votó finalmente porel ostracismo en una reñida votación. Alestilo de Atenas, también en Esparta loshombres graban en un pedazo decerámica el nombre del condenado alexilio. Una vez terminó el recuento,padre fue llevado de nuevo ante los dosreyes. Cleómenes se levantótambaleándose lo mismo que una barrica

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de vino y todos nos pusimos en pie.Luego pronunció la sentencia:

—Yo, Cleómenes, hijo deAnaxándridas, sacerdote de ZeusUranio, por el delito de traición a laciudad, te condeno a ti, Eurímaco, hijode Laertes, a pena de ostracismo de porvida y la muerte para tí si regresas aEsparta, o para tu familia si intentasponerte en contacto con ellos por elpeligro que comportaría para nuestrabien amada Polis.

Padre no movió ni un músculo de sucara y sólo miró al abuelo. Lamuchedumbre aplaudió la resolución,Atalante y Nearco encajaron las manos

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en señal de triunfo y Leónidas se retirórápidamente de la tribuna seguido de miamiga Gorgo. El abuelo Laertes cayóderrotado en el asiento y yo le abracé,pero noté que estaba frío y rígido comouna estatua. Padre fue escoltado hastaAmidas por un pelotón de soldados pararecoger sus pertenencias y partir alexilio de inmediato. El mismo Nearco leacompañó a la aldea. De esta forma seaseguraba del inminente cumplimientode la sentencia. Pudimos estar a solas unmomento con él.

—Debéis tener mucho cuidado —nos dijo—. Desde ahora seréis lafamilia de un proscrito. Confiad sólo en

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Leónidas, en Talos y en Prixias.Luego nos miró a los tres con

atención y dijo sus últimas palabras,porque los soldados tenían prisa porejecutar las órdenes:

—Siempre he deseado tener algomás de sabiduría para aconsejaros, peronunca como en este momento. Hacedcaso a quien bien os aconseja, sedparcos en palabras y diligentes en lasacciones. Si habláis mal, pronto oiréispeor de vosotros. Honrad a los ancianosy a los muertos. Escuchad especialmenteal abuelo. No os riais nunca de unapersona en su desgracia, ni permitáisque vuestra lengua corra más que

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vuestra inteligencia. No deseéis lo quees imposible y obedeced las leyes. Sedpiadosos con los dioses y ayudaos entrevosotros. Cuidad de vuestra madre yrecordad que el zorro conoce muchostrucos; el erizo sólo conoce uno, pero esmuy bueno.

Luego miró al abuelo y este asintiócon la cabeza en señal de aprobación.Antes de su partida, el abuelo sacrificódignamente un capón.

—No hay que marchar sin sacrificara los dioses —dijo emocionado—, ynunca con el pie izquierdo delante delderecho.

Mientras, los soldados, unos

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avergonzados y otros impacientes,esperaban armados para acompañar apadre hasta los límites de Lacedemonia,la tierra que no podría volver a pisar.Madre había permanecido como unadigna estatua de mármol al lado depadre sin decir nada, aunque yo sabíaque si hubiera podido ver su interior lohubiera encontrado reducido a cenizas,ya que un nuevo incendio había arrasadosu alma. Con todo, tuvo el valor desusurrar a padre antes de la partida:

—Espartano, ¿qué le decimos a tuotro hijo?

Padre la miró con una pena profunday me llamó, se desató el colgante de

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ónice con una Lambda grabada quesiempre llevaba al cuello, y me pidióque se lo entregara al hijo que nuncahabía conocido. Antes de marcharcustodiado por los soldados nos abrazóa cada uno.

—Espero que pronto nosreencontremos, padre —dije agarrada asu cuello mientras lloraba sin pudoralguno.

—Es triste soñar algo que nuncasucederá, gacelilla —me respondió él.

—Dejemos eso en manos de losdioses, hijo mío —dijo el abuelo conlos ojos enrojecidos.

Padre partió al exilio con su escudo

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colgado a la espalda, su zurrón decampaña, su capa escarlata y su lanzasobre el hombro, mientras de la cinturabamboleaba su casco con cimera de crinde caballo. Iba seguido del pelotón desoldados que le escoltaba. La últimaimagen que conservé de él fue la de unguerrero que partía hacia el norte yarrastraba los pies por el polvorientocamino sin volver la cabeza atrás. Elabuelo sintió morir su aliento mientrasveía cómo se alejaba y recordó unosversos de Alcmán:

Los dioses cobran su venganzaY dichoso el que, libre de cuidados,

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Ha terminado de trenzar el día sinuna lágrima.

En ese momento yo tenía dieciséisaños y recordé lo que me había dichoalgunas veces para estimular mi buencomportamiento: que los dioses vaganpor la tierra para ver si los hombresactúan con decencia. Pensé que a veceslo hacían más ciegos que el propioTiresias, y mi corazón maldijo las leyesde Esparta por tercera vez.

Por la noche soñé con el erizo delque había hablado padre. Ante lospeligros, el animal se esconde y muestrasus afiladas púas. Quizás padre tuviera

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razón; esconderse una temporada hastaque pasaran los peligros era el mejormodo de no tener que enfrentarse con lasamenazas que nos rodeaban como hijosde un proscrito. Me dormí intranquila,porque me asaltaron las dudas de quepadre fuera realmente un traidor a laciudad. No creía que su cometido fueraconvencer a los ancianos de entregar aPersia las peticiones de sumisión quehabían reclamado. Si era realmentecierto cuanto se había dicho en laasamblea, me había convertido en la hijade un traidor a Esparta. No queríapensar así, pero las pruebas del juicioeran irrefutables.

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Esa noche, y muchas más, soñé queme hundía en el mar arrastrada por unagran piedra que me habían atado a lospies. Otras veces soñaba que meencontraba en un páramo. Veía a padreperdido vagando por esa tierra inerme.Llevaba algo entre las manos que meparecía la tablilla por la que le habíanacusado. Sin embargo, cuando conseguíaacercarme a él y se volvía parahablarme, desaparecía entre la niebla yyo me quedaba sola en el campo. Medespertaba bañada en sudor y parecíaque me ahogaba en la corriente delEurotas. No entendía el significado delsueño ni el porqué padre me mostraba la

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tablilla que había escrito Demarato,pero estaba segura que todo debía teneruna explicación.

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Capítulo 21

491 a.C.

Con el exilio de padre nuestra casa sevolvió oscura, extraña y, por supuesto,vacía de caricias. Al regresar desde lapalestra, el camino se volvía tenebrosoal igual que el alma del penitente quevaga sin rumbo o como el que, sinesperanza, decide abandonar el camino.En la pared encalada del patio habíaquedado el vacío que antes ocupaban lasarmas de padre. Parecía que los murosdel hogar fueran de hielo, la luz apenasentraba por las ventanas, la bodega era

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un lugar maldito y no se encontrabacobijo ni bajo la sombra del pórtico. Elmundo se volvió gris porque un ladrónhabía robado también el color de lasflores.

Las semanas que siguieron al exiliode padre, los acontecimientos seprecipitaron. Regresé a la Agogé pocosdías más tarde y noté en torno a mí unvacío oneroso. Oía risitas a misespaldas o comentarios hirientes, y adonde quiera que mirara sólo encontrabafrialdad y aislamiento. Tan sólo Eleiriay Nausica siguieron hablando conmigo.El resto de compañeras habían bebidodel veneno que Pitone y otras muchachas

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les habían dado a beber. Tuve lasensación de estar más maldita quePandora, quien, al abrir la vasija debarro, dejó que salieran todos los males.Hasta entonces mi vida había sidoarmoniosa, pero entonces aparecieron lafatiga, la tristeza y el crimen. Pero asícomo Pandora cerró el ánfora justo antesde que la esperanza saliera de ella ycorrió hacia los hombres a decirles queno estaba todo perdido, nadie vino a miencuentro para decirme que no medesesperara.

Mis hermanos también sufrieron losuyo entre los miembros de su cofradíade guerreros, pues fueron sometidos a

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ejercicios que iban más allá de lohumano, que a otros les hubierandoblegado o partido por la mitad, peroque a ellos les fortalecieron e hicieroncrecer como hombres. Aguantaron todosin la menor queja. Así

demostraban la fidelidad de nuestrafamilia y despejaban cualquier duda detraición entre sus iguales.

Pocos días después de la partida depadre, casi de noche cerrada, Prixias ysus dos hijos vinieron a casa, cabizbajosy tristes. Me reuní con Eleiria y Prixiasen el patio mientras su padre entraba encasa para hablar con el abuelo y madre.Prixias me llevó a un rincón y me cogió

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de las manos, pero yo estaba más fríaque la estatua que habita en el templo deArtemis Ortia. Para confortarme, medijo que él no creía que padre fuera untraidor y que, sin duda, se trataba de unmalentendido. Como yo no le respondía,me acarició el cabello y sus dedos seenredaron entre mis rizos.

—¡Qué sedoso es! —me dijo.Yo seguía callada y no respondí a

sus comentarios sobre la tersura de mipiel o cuán agradable era el tacto de mismanos de dedos largos y fuertes.

—Aretes —me dijo finalmente aloído—, ya sé que no es el mejormomento, pero quiero que sepas que

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quiero ver y amar lo que tus ojos ven yaman a diario.

Me volví asombrada, porque fuecomo despertar de un largo sueño y medije: «¡vaya si no sabe recitar poesías!»Sin embargo, cuando intentó darme unbeso le aparté de mí. Mi interior estabaconvulso y sentía la misma pena quehabía llevado a madre a encerrarse en suhabitación. Observé, entristecida, cómoPrixias se marchaba con su padre y suhermana antes de que cayera la noche.Confié que comprendiera que, por unosmeses, mi corazón iba a estar máscerrado que las sólidas puertas de laAcrópolis y que la amargura sería la

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guardiana de mis sentimientos.Pocos visitantes más se acercaron a

nuestra casa de Amidas para interesarsepor nosotros. Tan sólo Talos yTelamonias, el boxeador, vinieron unatarde a hablar con el abuelo. Se fueronresignados, porque poco podían hacerpor padre. Si alguien hubiera intentadoponerse en contacto con él, o noshubiera enviado algún mensaje, hubierasido demasiado peligroso.

Llegó el invierno y me acerqué a vera Taigeto para entregarle el amuleto queme diera padre para él. Mi hermano oyótodo el relato apenado y me pidió que lehablara del padre al que nunca había

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conocido. Yo lo hice lo mejor que pude:le describí su parecido físico, susmiembros bronceados y bienproporcionados. Le dije que era alto, deanchos hombros y brazos musculosos, denariz recta y cabello color paja. Ledescribí lo mejor que pude el hoyueloque tenía en el mentón y luego añadí lasnotas principales de su carácter:entregado a la ciudad y pacífico,conciliador y muy generoso. Le contéque a mí me llamaba siempre sugacelilla de ojos de ternera. Antes departir se colgó el amuleto de padre alcuello y me despidió con unas palabrasmuy familiares para mí:

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—Hasta pronto, gacelilla.Entonces me abrazó de nuevo y besó

mi mejilla. Fue una osadía, porque sialguien veía a un ilota haciendo eso auna muchacha espartana podíaacarrearle graves consecuencias, perose lo agradecí, ya que regresé másconsolada y tranquila a Amidas a pesarde que la malvada Pandora se habíaadueñado de nuestro hogar.

Los cabellos blancos brotaron en lacabeza marchita de madre antes detiempo. Estaba ojerosa y tenía la miradaausente. Contaba entonces poco más decuarenta años, pero los largos silenciosme decían que los malos humores habían

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anidado de nuevo en su cabeza como lohacen los pájaros de la soledad. Prontoempezó a no comer y a no cumplir supalabra. Pienso que no es prudente quedé más detalles de su conducta esquiva,más fruto de la aflicción y la melancolíaque de la edad o del descuido. Quieroomitir aquí los detalles amargos queviví esos meses, pero sí señalaré que lasduras leyes de Esparta provocaron queella dilatara el trato con las personas alver que sus actos no estaban a la alturade sus palabras, amparándose enexcusas y extrañas fórmulas para no versus acciones comprometidas. Teníadesidia en el vestir, poco interés para

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las tareas de la casa e inapetencia en lacomida. La apatía la condujo a lapereza, ésta a la inactividad y luego a laletargia. Se mostraba impotente paratomar pequeñas decisiones, ahogada ensu melancolía. Algunos días salía de lacasa y cantaba por lo bajo con la vistaperdida en el horizonte y, al hacerlo,parecía que su frente se relajaba y sucorazón reposaba.

Unas semanas después de la condenade padre al ostracismo, llegó a la ciudadla lujosa embajada que había anunciadola carta de Demarato. Estaba formadapor un grupo de veinte o treinta jinetes.Eran hombres de tez muy oscura, barbas

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largas trenzadas y perfumadas. Loshombres y las mujeres de Esparta sequedaron admirados de su sofisticadaindumentaria, pues vestían largos mantosdorados, de vivos colores. Losbárbaros, además, adornaban sus cuelloscon collares de oro y sus orejas conpiedras preciosas. Hasta los arreos desus caballos estaban decorados conjoyas caprichosas. En la cabezallevaban unos curiosos sombreros depiel en los que bailaban más piedras ycollares. Todo ello les daba un aire deprostitutas corintias más que deemisarios de un rey Los soldados queacompañaban al emisario sostenían unos

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curiosos escudos de mimbre, lanzascortas y llevaban al cinto espadascurvas.

Los extranjeros exigieron ver al reyde inmediato y fueron acompañados alpalacio de Cleómenes, dondeexpusieron las pretensiones de Darío. Elprincipal, nos explicó Gorgo en lapalestra al día siguiente, leyó un papirocon voz pretenciosa y altisonante:

—Por orden de su Majestad, Jerjes,hijo de Darío, gran Rey de Persia yMedia, rey de reyes, Rey de las Tierras;señor de Libia, Egipto, Arabia,Babilonia, Caldea, Fenicia y lasnaciones de Palestina; Soberano Señor

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de Asirira y Siria, Lidia, Frigia,Armenia, Cilicia, Capadocia, Tracia,Macedonia, Cirene, Rodas, Samos,Quíos y todas las regiones de la Jonia;Gobernador Supremo de India, Partía,Bactria, Caspia, Susiana, Paflagonia yEtiopía; Señor de todos los hombresdesde el sol naciente al sol poniente, elmás sagrado, reverenciado y exaltado,invencible, incorruptible, bendecido porel dios Ahura Mazda y omnipotenteentre los mortales. Al pueblo deEsparta, salud y paz. Nos conminamos alpueblo de Esparta a entregar a nuestrosembajadores agua y tierra como símbolode sometimiento a vuestro futuro

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soberano.La carta ofrecía también a

Cleómenes ser el único sátrapa de todala Hélade bajo la única supervisión delrey persa y terminaba con los saludos derigor. El rey les dejó leer hasta el final,pero entonces se apoderó de él unarrebato de furia. Sin mediar máspalabras ordenó a sus hombres quellevaran a los emisarios a un pozocercano y que los lanzaran a él para que«tomaran el agua y la tierra ellosmismos». Este hecho escandalizó a losespartanos más justos, ya que las leyesde la hospitalidad prohíben este tipo deactuaciones y el rey cometió una grave

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injuria a los dioses. Eso no debe hacersenunca a un emisario extranjero,amparado por Hermes, aunque nosostenga la vara blanca del heraldo.Desde ese momento, algunos empezarona tramar contra Cleómenes, que sumabaa ésta muchas otras tropelías quecomprometían el bienestar de la ciudad.

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Capítulo 22

491 a.C.

El exilio de padre también minó laresistencia del abuelo y su sol se ocultópara él como hace Helios a la hora dedesuncir los bueyes. Cada vez pasabamás tiempo lejos de casa y de la aldea.La única compañía que toleraba era lade Menante, y esto sólo algunos días.Vagaba por los sembrados y losbosques, musitaba antiguas canciones oimitaba el canto de la alondra. Dejó decuidar los panales de abejas y parecíaque perdía la razón día a día. Cuando le

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hablaba me respondía con versossueltos, o me miraba con ojosextraviados. Por la noche se agitaba ensueños y le oía recordar los nombres desus compañeros de armas, entonarcanciones o balbucear palabrasincomprensibles. Otros días estaba mássereno y volvía a ser el abuelo desiempre, aunque mucho más triste. Meafané en prepararle los guisos que másle gustaban. Si podía, le preparababerenjenas rellenas de cabritillo yprocuraba que la casa estuviera calientecuando regresaba de sus largos paseos.

Una tarde oí a Polinices y Alexias,que estaban en el sótano. Discutían

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acaloradamente y el eco de sus palabrasse oía por toda la casa. Madre nopareció darse cuenta y el abuelo estabaen el campo, con Menante. Les oí hablaracerca de las leyes de la ciudad y de latraición a padre. Me pareció que queríantomarse la justicia por su mano opromover una revuelta de ilotas.Entonces me lancé escaleras abajo,aparté los ajos y los sacos que colgabande las paredes y los miré con terror. Sequedaron aturdidos al verme. Estuvimosun rato en silencio mientras la luz secolaba por los ventanucos que daban alpatio y el polvo revoloteaba lo mismoque brillantes polillas. Se podía aspirar

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el olor a moho y al mosto fermentado.—¿Aún no ha sufrido madre lo

suficiente? —les dije con amargura—.¿No la veis postrada en cama decontinuo? ¿Creéis que no es suficientepara ella y para el abuelo? ¿Es que hayque darles todavía más disgustos? ¡Unarevuelta de ilotas! ¡Tramar unavenganza! ¿Esto es lo que habéisaprendido del abuelo y de padre?

Alexias intentó abrazarme, pero leretiré violentamente y cayó sobre uno delos toneles. Estaba rabiosa con ellos.Era yo la que debía cuidar del abuelo yde madre con la única ayuda de N eantemientras ellos jugaban a las guerras y a

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los soldados. Comprobé que cuando unhombre ve a una mujer irritada pierde suseguridad, porque no sabe argumentarsus razonamientos. Sin embargo,Polinices no había perdido su aplomo.Me miró serenamente y me dijo:

—Creo que no has entendido nada,hermana.

—¿Cómo te atreves a…? —le dije—. ¿Qué es lo que no he entendido?

—Pues qué interés tenían Atalante yNearco en condenar a padre —merespondió—. ¿Por qué, Aretes? ¿Sóloporque era partidario de Demarato?¿Porque quería un pacto de todas laspolis para enfrentarnos a los persas? No

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sabemos qué ocurrió con esa tablilla niquién la dejó allí. Tampoco sabemos siel mensaje iba dirigido a padre o no.¿Qué interés podían tener Atalante yNearco en que fuera condenado? ¿Porqué están empeñados en que fracase laalianza?

Estas palabras de Polinices medejaron aturdida y pensé antes decontestar.

—Si lo que sugieres es que Atalantey Nearco se aprovechan de que Espartano intervenga en el conflicto por susintereses personales, hay que probarloante la asamblea. Buscaremos que sehaga justicia, pero no les pagaremos con

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su misma moneda. Si padre fuetraicionado o ese mensaje no era paraél, lo averiguaré. Pero vosotros nohagáis nada sospechoso en la Systia —les ordené—. Padre no es un traidor niquiere entregar Esparta a los persas. Sialgo puede averiguarse, es desde fuerade la Systia y no desde su interior,donde uno no sabe en quién confiar.

Ambos sopesaron lo que les acababade decir y vieron que era razonable. Asíque salimos de la bodega, subimos alpatio de las armas y oímos que madrenos llamaba desde su habitación. Desdeque había empeorado la habíamostrasladado al piso superior para que le

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diera más el aire y el sol. Mis hermanosla visitaron porque hacía un par desemanas que no habían estado en casa,pero ella les prestó poca atención. Yasólo reconocía a las personas que veía adiario, y esto no todos los días.

Una tarde, días después, llegaronunos ilotas con el cuerpo del abueloLaertes exánime sobre unas parihuelas.Lo habían encontrado desmayadoencima de una roca. Parecía mirar losbosques y las llanuras de Esparta desdeesa posición elevada, pero su miradaestaba perdida. Su estado no me gustó lomás mínimo. Lo acostamoscómodamente y mandé llamar enseguida

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al médico Filón, que llegó a caballoantes de que oscureciera. Le observó, lehizo unas pruebas y vio que su cerebrose había dañado.

—Aretes —me dijo—, tu abueloestá aquejado de una grave apoplejía.Lamento decirte que ha iniciado elcamino hacia el Hades. Puede vivir unosdías o unas semanas. Procurad que bebalíquidos y que repose sobre almohadas.Yo no puedo hacer más, está sólo enmanos de los dioses.

Durante los siguientes días vimosque el abuelo había perdido lamovilidad en el lado izquierdo delcuerpo; su mano se había girado y

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apenas se movía. Tenía la caraentumecida y apenas comprendía lo quele decíamos. Además parecía que habíaperdido la visión en los dos ojos.Entonces mandé llamar a Polinices y aAlexias, que estaban en la Agogé. Sequedaron conmigo un par de días, peroal ver que no podían ser de muchautilidad regresaron a sus barracones. Melas apañé con Pelea y Neante para queal abuelo no le faltara nada y entre lastres velamos su sueño agitado.

Una semana más tarde, su estadoempeoró y pasé largas horas dándole lamano, enjugando su frente febril ydeslizando palabras de aliento en su

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oído. A veces recuperaba la conciencia,pero caía rápidamente en un soporextraño. Para endulzarle la mente lehablaba de las estrellas, de los trabajosdel campo, de la siega, de lo bien quecrecían las cebollas o los puerros, y aloír mi voz se calmaba. Una tarde queestaba sentada al lado de su cama, abriólos dos ojos, recuperó el conocimiento yme miró largamente, sin decir nada,hasta que, de pronto, sonrió y su rostrose iluminó como si me reconociera.

—Aretes, hija mía —susurró.—Abuelo —respondí ahogando un

sollozo.—¿Harás algo por mí cuando la

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negra Parca me lleve?Bajé los ojos y no pude ocultar las

tristes gotas de rocío que resbalaron pormis mejillas. Acerqué mi cabeza a suslabios y susurró algo. Yo asentí y lebesé en la frente.

—No llores, mi niña —dijo élmientras me acariciaba la mejilla—. Eneste momento sólo temo no haber sidopara vosotros un buen abuelo.

—Has sido el mejor —dije rota pordentro mientras acariciaba su cabello denieve.

Él dibujó una sonrisa dolorosa yrespondió:

—Saben los dioses que un hombre

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siempre necesita a su lado a una mujer ymás si le espera Caronte en la barca queha de llevarle al Hades. Cuando su almase despide del cuerpo necesita la manocálida de una mujer, y en tus ojos,Aretes, veo los de tu abuela Eurímaca.Creía que tendría que morir solo, perolos dioses se han apiadado de mí.Dichoso el hombre que cuenta con unamano amiga para dar ese paso. Avosotras no os hace falta, por eso vivísmás largamente que los hombres. Soismás fuertes hasta para eso.

Entonces, el abuelo, que habíasembrado mi corazón de sabiduríadurante tantos años, me hizo un último

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regalo con sus palabras.—La mujer no debe ser débil, ni

estar sometida, ni sentirse inferior.Recuérdalo, Aretes. Cualquiera que seael precio, la mujer debe pagarlo cuandoestá más viva y despierta, porque susojos ven, su boca habla y sus oídosoyen. No se nace mujer, sino que sellega a serlo. Las mujeres vivís paradar, pero guárdate del que no te dé algoa cambio. Lloro de felicidad, mi queridaniña. Me has hecho muy feliz, no sabescuánto.

Esa fue la última vez que habló.Luego ladeó la cabeza y su respiraciónse acompasó. Por la tarde llegó su fiel

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Menante, que había estado cumpliendounos encargos en la Limnai. Aún pudocogerle de la mano antes de queexpirara. Días después me dijo quehabía sentido cómo el abuelo se laapretaba, como si de ese modo leagradeciera tantos años de servicio yamistad.

Sus funerales fueron sencillos ytuvieron lugar al día siguiente. Fue unamañana fría, teñida del color de laceniza cuando el fuego se ha extinguido.Desde el alba la tierra fue regada poruna fina capa de lluvia que empapó lascapas y los sombreros. Me gustó que elcielo homenajeara y bendijera nuestra

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amada tierra en nombre del abuelo,porque ese agua haría brotar la vida enlos campos.

La muerte violenta de un hombreexige que su cuerpo sea incinerado deinmediato, como el de Patroclo en laIlíada. Aunque el abuelo murió encircunstancias normales, aún así recibiólos funerales dignos de un guerrero de laantigüedad. Vestimos su cuerpo con unatúnica bordada y ceñimos su cabeza conuna corona de flores azules. A sualrededor colocamos las ánforas de vinoy aceite que trajeron los vecinos, losamigos y los ilotas. Menante colocó asus pies una ofrenda de miel de los

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panales del Taigeto para apaciguar aCerbero, el perro guardián del Hades. Asus pies colocamos la madera para lapira y luego empezó la procesión.

Parecía que, entre la niebla, losfantasmas de los antepasados vagaranpor la llanura y emitieran sonidosinconexos, iguales que los cantos de unbúho. Les ofrecimos libaciones desangre para que la bebieran con laesperanza de darles un renacer temporaly yo me encargué de que debajo de lalengua del abuelo no faltara un óbolopara el barquero.

De repente, vimos a un numerosogrupo de ilotas que bajaba por la colina.

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Llegaron frente a nuestro grupo y la vozclara y bellísima de Taigeto se elevóentre el ruido de la multitud y ascendió,acompañada de las flautas, hacia elcielo tenebroso. Empezó a cantar elpean, este canto de respeto y tributo alos difuntos que se canta frente a la pira:

Zeus salvador, perdónanosLos que marchamos a tu fuego.Danos valor para permanecerEscudo contra escudo con nuestros

hermanos.Bajo tu poderosa protecciónAvanzamos.Señor del trueno.

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Esperanza y protección nuestras.

Durante la procesión, los hombresiban delante, encabezados por Polinicesy Alexias, los varones de mi familia.Las mujeres íbamos detrás. Eleiria,Nausica y Lisarca me acompañaron enesa hora funesta y madre, muy debilitaday ausente, fue del brazo de Neante.También Prixias se acercó aconfortarme durante la ceremonia y meacompañó del brazo.

Ocho ilotas robustos alzaron ellecho en el que descansaba el abuelo ylo pusieron sobre la pira. A su ladocolocaron las víctimas del sacrificio: un

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gallo, un cordero negro y su perrofavorito, que le acompañaría en el viaje.Miré con atención y vi que Taigetoseguía cantando entre el grupo de losilotas mientras las lágrimas resbalabanpor sus bellas mejillas. Debía la vida alanciano que yacía en la pira funeraria.No podía reunirse con nosotros, perocompartíamos el dolor en la distancia.

Así son los funerales de algunosgrandes hombres, sin los honores de lasclases más pudientes, pero rodeados delos suyos, porque allí se juntaron lasdocenas de anónimos ilotas salvadospor el abuelo cuando había corrido paraprevenirles de que se iniciaba la temida

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Kripteia. Mientras encendían la pira y elabuelo desaparecía de mi vida como loshéroes del canto de Homero, Polinicespronunció las palabras de despedida yyo murmuré los versos que de niña elabuelo me había recitado mientras memecía en sus rodillas:

Duermen de los montes, cumbres yvalles,

Picachos y barrancas,Cuántas razas de bestias la oscura

tierra cría.Las fieras montaraces y el

enjambre de abejas,los monstruos en el fondo del

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agitado mar.las bandadas de aves de largas alas

duermen.

La tarde después de su funeralcumplí la promesa que había hecho alabuelo. Cargué en un carro su lanza y suviejo escudo y marché al norte paraentregar las armas a su nieto ilota.Regresé cuando el sol doraba las faldasdel escarpado y hosco Taigeto, serena ycon la satisfacción de haber cumplido suúltimo encargo. Sin embargo, tambiénme sentía triste y desesperanzada,porque la ciudad y sus gobernantes, ennombre de no se sabe qué objetivos

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políticos, me arrebataban lo que másquería.

Empecé entonces a cuidarme de lastareas que había aprendido del abuelo:supervisaba el trabajo de los ilotas,indicaba qué partes del huerto debíancosecharse o qué cantidad de abono sedestinaba a cada sembrado. Empecé acontar los sacos de cebada y ordenélimpiar las tinajas que habíamos usadopara la prensa del vino o del aceite.Para las tareas que desconocía recababael consejo de Menante. El siguiócuidando de los panales de abejas delabuelo en solitario y nos traía su frutocuando había miel suficiente para llenar

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algunos tarros.Unas semanas después de los

funerales por el abuelo, llegó una cartamisteriosa, sin procedencia y sin firma.El portador de la tablilla de arcilla ladejó a la puerta de casa una madrugada,sin ser visto. La leímos en familia unanoche en que nos juntamos todos a la luzdel fuego. Era un texto muy breve quehacía una semblanza del abuelo y decíaasí:

Dad gracias a los dioses yofrecedles libaciones, porque os tocóen suerte al mejor espartano: Laertes,hijo de Escamandrias, soldado

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vigoroso, hombre juicioso, justo yparco de palabras. Llegó a la vejezcomún destino para todos, con el gozode los campos bien labrados, rodeadode hijos y nietos bien avenidos y amadopor sus ilotas. Obedeció la ley y tuvolargos años de paz No es prudentedesear la venganza ni poner sal enunas heridas aún abiertas, pero eltiempo llegará en que haya decumplirse la voluntad de Zeustodopoderoso.

Nunca supimos si la tablilla fueescrita por padre o en su nombre. De serasí, fue la única noticia que tuvimos de

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él en muchos años. Pensaba en él y en elabuelo con frecuencia y me alegré dehaber crecido bajo la sombra de esosdos hombres maravillosos. Sus cálidosrecuerdos me abrigaban y mereconfortaban por la noche, pues elinvierno debe ser muy frío para los queno los tienen.

Durante las siguientes semanas mesentí muy sola, a pesar de que mis treshermanos prodigaron sus visitas y a queen ocasiones procuraron llevarme a laciudad para distraerme junto a Prixias ya Eleiria. Fue una de esas tardes cuandosupe que mi hermano Polinices habíapedido en matrimonio a mi amiga

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Eleiria, mi antigua compañera de Agogé,y eso me alegró. Aun así, me costómuchos meses recuperarme de lapérdida del abuelo. Nadie me dabaconsejos en el momento de mi vida quemás los necesitaba. Me quedé huérfanapor partida doble. Nadie cantaba enAmidas, y el mismo Menante estaba másapático y amargado que una uva pasa.

Pasó el invierno y llegó laprimavera. Entonces cumplí losdiecisiete años y otro infortunio vino asumarse a los anteriores. Madre murióde tristeza una soleada tarde cuando losprimeros brotes de jacintos despuntabande las ramas. Desde el último otoño

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prácticamente no había salido de suhabitación, sino que había estadopostrada en cama. Creo que lamelancolía en que vivió los últimosmeses fue la que se la llevó.

Su entierro fue algo muy íntimo.Depositamos sus restos junto a los delabuelo, bajo el alcornoque en el quesolía sentarme junto a él para hablar conlas estrellas o descubrir las formas enlas nubes. Dispuse que lo hicieran enese lugar tan familiar, donde brota elmar de trigo que se extiende hasta lafalda del monte y que en verano, antesde la siega, brilla como el oro. Éramosla familia de un exiliado, por tanto la

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ceremonia fue breve y poco concurrida.Sólo Prixias y Talos asistieron alfuneral. Encima de su tumba planté unosjacintos, que todavía riego algunastardes. Encima de su lápida escribimosunos versos de Alcmán que al abuelo legustaba recitar. En la piedra salpicadade musgo bajo la que reposa madre aúnpuede leerse:

Insufribles quebrantosfueron de aquellos que tramaron

males.Los dioses cobran su venganzay dichoso el que, libre de cuidados,ha terminado de trenzar el día

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sin una lágrima.

Muchas veces, a lo largo de los añoshe pensado en cómo me sentí en esosmomentos. Es difícil describir esossentimientos en los que se entremezclanla rabia, el dolor, la amargura y laslágrimas. No sé si todos estosinfortunios me hicieron más fuerte o merecubrieron de una sólida armadura paraprotegerme. Dicen que las mujeressomos fuertes porque sabemos llorar yesas lágrimas de dolor, que a menudobrotan de nuestros ojos y riegan latierra, nos fortalecen. Pues bien, no meimporta confesar que durante esos meses

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lloré y me fortalecí mucho.

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Capítulo 23

490 a.C.

Después de escribir los recuerdos sobrela muerte del abuelo Laertes y de madrehe dejado reposar el manuscrito más deuna semana encima de la mesa. No mesentía con fuerzas de seguir con el relatoy hasta pensé en quemar los papiros quehabía escrito. Pero esta mañana, aldesayunar, mi nieta Ctímene me hapreguntado por mis jacintos. Sonfamosos en la región desde que elabuelo Laertes empezó a cuidarlos,luego le pasó el encargo a madre y ella a

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mí. Durante generaciones, alguien de lafamilia siempre se ha encargado de queen nuestro jardín abunden las flores. Poreso le he contado los secretos a mi nieta,para que se haga cargo de ellos algúndía. Cuidar flores es como cuidar niñoso atender a los ancianos: cada unanecesita algo en un momento distinto, nose les puede tratar por igual. Las floresson como nosotras, las mujeres, porquetras una tormenta se desfloran pero nomueren, sino que resurgen con másfuerza que el ave fénix.

—El jacinto —le he explicado aCtímene mientras comíamos las tortascon miel mecidas por el sol que se

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reflejaba en el mantel— es la flor de laconstancia, del cariño y del gozo delcorazón. Nacen en primavera, en formade racimos que surgen en medio de lashojas, cada uno con pequeñasinflorescencias, todas del mismo color.Yo siempre preparo en verano la mezclade bulbos más gruesos que plantaré enotoño.

Al terminar nuestro desayuno, bajola parra de la entrada, le he dicho:

—Ven, acompáñame.Me ha ayudado a levantarme de la

silla y hemos bajado hasta la bodegadonde guardo los bulbitos encima deunos sacos vacíos. Cada vez me resulta

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más costoso bajar las escaleras denuestro sótano porque mis articulacionescrujen y se quejan en cada escalón.

Si no fuera por el pasamanos quefabricó mi hijo hace unos veranos,hubiera desistido ya de intentarlo. Alllegar abajo le he mostradoperfectamente ordenados los distintosgrupitos de bulbos señalados con unaletra encima del saco.

—¿Ves? Los de color más clarocorresponden a flores blancas yamarillas; los de color oscuro, al restode colores. Como a mí me gustan lasgrandes floraciones renuevo los bulboscada año, en vez de utilizar los mismos

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en cada estación. Para eso hay que dejarque el jacinto florezca cada dos años,aunque siempre requieren abono, porquelas flores agotan mucho la tierra. Lo queyo hago, como me enseñó el abuelo, esdiluir una porción de sal en el agua,evito mojar el bulbo y lo dejo enoscuridad para que las raíces sedesarrollen.

Ctímene ha asentido a lasexplicaciones y me ha preguntado cómolograba que crecieran cada año tanhermosos. Le he explicado que losbulbos deben plantarse a un palmo bajotierra y en un terreno drenado y fértil,donde les dé bien el sol.

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—Tengo mucho cuidado con loscambios de temperatura o lasirregularidades en el riego, porquepueden provocar la caída de las flores—le he dicho—. Cuando éstas se abren,emerge del centro un racimo de flores, ysu máximo esplendor, envidia deAmidas, se da cuando la nieve delTaigeto empieza a deshacerse y elEurotas baja más lleno de agua. Lasflores se conservan dos semanas, a losumo tres, pero con el calor semarchitan. Por suerte, el clima denuestra aldea favorece que luzcan ennuestro jardín casi un mes. Parareproducir los jacintos se puede cortar

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su base, justo de la parte donde salen lasraíces.

»Menante —le expliqué a mi nieta—me enseñó otra técnica que consiste enhacer en la base del bulbo dos cortes encruz poco profundos, dejándolos luegoen un sitio seco hasta que se abran loscortes.

Ella me miró con sus ojos azules yme preguntó:

—Abuela, ¿supiste algo más de tupadre?

La última imagen que conservo de élcruzó mi mente como un rayo lanzadopor Zeus desde el Olimpo. Sentí unaherida en las entrañas, pero dejé lo que

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estaba haciendo y me limpié las manosen el trapo que usaba para proteger losbulbos. Ctímene se quedó sorprendidade que no le respondiera. Le pedí queme ayudara a subir de nuevo al jardín.Mientras esperaba a que yo recuperarala respiración sentada en el banco,empezó a hacer agujeros para plantar losjacintos. Aspiré un poco de aire fresco yle conté a mi nieta lo que hacía muchosaños había averiguado Taigeto.

—Veras, Ctímene —le respondí—.Llegó un momento en que el futuro reyLeónidas, cansado de los excesos eimprudencias de su hermanastroCleómenes, envió una comisión de

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ancianos honorables y honrados aDelfos para averiguar si se habíafalsificado el documento que habíacondenado al destierro a Demarato.Como te he dicho, Leónidas siemprehabía sido partidario de la unión de losestados griegos para hacer frente alinvasor. De algún modo, diríamos,estaba conforme con la política delantiguo rey, al igual que lo habían estadomi padre y mi abuelo. Esta nuevaembajada espartana se entrevistó con elmismo sumo sacerdote de Delfos, quientomó cartas en el asunto y dijo que ellosno habían dicho tal cosa acerca de lalegitimidad de Demarato. La trama

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quedó al descubierto y Cleómenes fuedepuesto. Sin embargo, Demarato ya nopodía regresar a la ciudad, pues segúnalgunos formaba parte de la corte persa.Lo cierto es que sólo algunos escogidosconocían el papel que el rey exiliadorepresentaba en esa obra. Para todos, elantiguo rey se había convertido en unsátrapa de alguna provincia persa,aunque, de hecho, estaba allí parainformar de los planes de los persas.Leónidas prefirió que creyeran laopinión común: que era un traidor a supatria.

Cuando el complot contra Demaratoquedó al descubierto, Cleómenes se vio

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obligado a huir de Esparta, aunque fueautorizado a regresar en cuanto se supoque estaba reclutando un ejército ytrataba de sublevar a los ilotas. Encualquier caso, para entonces estaba yadesquiciado por completo y el consejomandó apresarle de nuevo para enviarloa prisión. Su final fue terrible pues, unavez en prisión, un día empezó a cortarseen pedazos con un cuchillo para escapara través de la pequeña ventana. Muriócomo resultado de las heridas que seinfringió. No recibió el funeral propiode los reyes; no se enviaron mensajerosa caballo por toda Laconia, ni lasmujeres tocaron el tambor, ni un

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miembro de cada familia se vistió deluto y se rasgó la cara y el cabello. Fueenterrado casi en el anonimato, cercadel templo de Ortia.

—¿Todo esto a qué viene, abuela?—me interrumpió Ctímene mientrasseguía practicando más agujeros en latierra para plantar más jacintos.

—Verás —le dije—, las relacionesentre la Hélade y el vecino persaestaban viciadas desde hacía años,sobre todo entre Atenas y el monarcaDa r í o el grande, quien protegía aHipias, el antiguo tirano de esa ciudad.Por eso, Atenas y Eretria secundaron larevuelta de algunas ciudades de la fonia

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contra los persas y enviaron veintenaves para apoyar a las colonias griegasque se habían rebelado. Sin embargo, suayuda no sirvió de mucho, ya que larevuelta fue aplastada. Esto alarmó aDarío, que deseaba castigar a las dosciudades, y envió un ejército a la Héladebajo el mando de su yerno Mardonio.Este general empezó con la conquista deMacedonia y obligó a su rey, Alejandro,a abandonar su reino. En su camino alsur, la flota persa fue arruinada en unatormenta en el cabo Athos, dondeperdieron más de trescientos barcos ymiles de hombres. Sin embargo, algunaspolis creyeron que una victoria persa

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era inevitable y desearon asegurar unaposición en el nuevo régimen políticoque seguiría a la conquista persa deAtenas.

Darío el persa, deseabaaprovecharse de esta situación paraaislar a Esparta, conquistar el resto deislas del Egeo y consolidar su controlsobre Jonia. Tras la petición de Daríoreclamando tierra y agua tuvo lugar laConferencia Panhelénica. Durante estareunión, la mayoría de ciudadesacordaron construir una flota y resistir alpersa.

Ctímene me observaba atentamente ypreguntó:

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—¿Y cómo supiste todas estas cosasestando aquí, en Amidas?

—Niña mía —le respondí riéndomecon ganas—, que guardara luto por miabuelo y por mi madre no significa queno me interesaran las cosas de la ciudad.Prixias venía a verme con cualquierexcusa y me ponía al corriente de lossucesos. Según me explicó, las fuerzaspersas de la campaña sumaban unosdoscientos mil hombres, veinte vecesmás que el ejército aliado de ateniensesy platenses. La ciudad de los bellostemplos envió emisarios a Esparta paraque cumplieran los pactos de laConferencia, pero los éforos

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prohibieron que el ejército saliera de laciudad dado que estábamos en plenacelebración de las Carneas. De hecho,había algunos miembros de la Gerusíapoco interesados en enfrentarse a lospersas por motivos inconfesables, yvetaron que el ejército participara en labatalla.

»Así pues, los espartanos noacudimos a detener al persa quedesembarco ese verano en el Atica. Labatalla entre los tíos ejércitos tuvo lugaren la llanura de Maratón. Según mecontó Prixias, quien lo oyó contar avarios hoplitas, parece ser que durantecinco días el ejército ateniense estrechó

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lentamente la distancia entre los doscampos y se arrimó hacia los árbolesque cubrían sus lados para evitar losmovimientos de la caballería persa. Alamanecer del sexto día, los bárbarosdecidieron atacar. Para entonces, losgenerales habían decidido entregar ladirección, que es rotatoria entre ellos, alateniense Milcíades. Este decidiómoverse contra los persas muy tempranopor la mañana. Pidió a dos tribus queformaran el centro de la falange, la tribude Leontis, conducida por Temístocles yla tribu de Antiochis, que fue dirigidapor Arístides. La distancia entre los dosejércitos era de unos diez estadios, pero

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los persas podían escuchar el grito deguerra de los atenienses: ¡Eleleu,Eleleu! Esto fue una sorpresa para ellos,que creyeron que los atenienses habíanenloquecido de miedo.

»La táctica de los persas consistíaen debilitar las líneas enemigas ydesorganizarlas para exterminarlas enretirada con la ayuda de la caballería.Esta era una de las mejores en sutiempo, ya que era reclutada en tierrascomo Armenia, Bactria y Sogdiana. Sinembargo, a pesar de la lluvia de flechasque cayó sobre ellos, los hoplitasgriegos corrieron los diez estadios hastaalcanzar las primeras filas de enemigos.

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En ningún momento se rompió la línea,que penetró en el centro del ejércitopersa para meterse en la boca de un lobode colmillos agudos y mandíbulasmordientes. El centro griego, formadopor atenienses y platenses, fue reducidode ocho a cuatro filas. Los nuestrosavanzaron ambos lados retrasando elcentro para formar las alas de ataqueque, aunque con menos tropas, tendríanespacio suficiente para enfrentar alenemigo. La fila central no se rompió, ytampoco las laterales. El retraimientoaliado en el centro tiró de los persashacia adentro y atrajo a las alas griegasque abrazaron a los bárbaros. La batalla

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terminó cuando el ejército invasor,apretado en la confusión, se vioobligado a retirarse.

»Algunos, desconocedores delterreno local, corrieron hacia lospantanos, donde se ahogaron. Unos seismil cuerpos fueron contados en el campode batalla y se desconoce cuántosfallecieron en los pantanos. Losatenienses perdieron doscientoshombres y los Platenses once. Entre losmuertos estaban el Polemarca Calimacoy el General Kstesilao.

»Tan pronto como los invasoresvencidos se hicieron a la mar, las dostribus del centro permanecieron para

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guardar el campo de batalla y el resto delos atenienses regresó a su ciudad. Undía después de la victoria, llegó alcampo nuestro ejército espartano.Habían cubierto los mil doscientosestadios en tres días, pero no fuesuficiente para llegar a tiempo. Al llegara Maratón vieron un hoplón sobre lamontaña, cerca del llano de la batalla.Este era el signo para decir que losatenienses habían obtenido una granvictoria. Tu abuelo Prixias —proseguícontándole a Ctímene— formó parte deesta expedición y, al regresar, me contóque un poderoso espartano habíacomandado las líneas de choque del

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centro del ejército griego formadas porhoplitas platenses. El hombre les habíaadiestrado durante los últimos añossiguiendo las tácticas de luchaespartanas. Cuando oí esto la sangre seagolpó en mi cabeza y le pedí a Prixiasque me describiera al hombre.

Ctímene dejó de plantar los jacintos,volvió la cabeza hacia mí y me miróasombrada.

—¿Y quién era este espartano,abuela? —me preguntó.

—No supo decirme nada más —ledije—. Los plateneses habían regresadoa su ciudad el mismo día de la batalla ytu abuelo no pudo averiguar quién fue el

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capitán que mandaba las filas centralesde los griegos. Lo que parece cierto esque, según él, estas hileras secomportaron con la valentía y el arrojode la falange espartana. A mí siempreme ha gustado pensar que aquel guerreroera mi padre, tu bisabuelo Eurímaco.

—¿Y lo era? —me preguntócerrando sus bellos ojos ya que el sol secolaba por el emparrado.

—Podría ser, mi querida impaciente.Espera a que termine mi relato. Como tehe explicado, Maratón fue la primeraexpedición en la que participó tu abueloPrixias. Nuestras tropas regresaron untanto humilladas a Esparta. Los aliados

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se habían mofado de ellos al verlesaparecer en el campo de Maratón unavez había terminado la batalla. Sinembargo, Prixias y sus compañerostrajeron la noticia del valiente espartanoque había dirigido el centro de lafalange platense. Yo no sabía de otroespartano exiliado que mi padre. Loprimero que hice después de oír estoshechos fue ponerlos en conocimiento demis hermanos, Alexias y Polinices, paraque averiguaran algo más entre loshoplitas que regresaron de Maratón.

Esa misma noche envié una nota aTaigeto a través de un ilota de nuestraconfianza para que supiera que, quizás,

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padre podría estar en Platea y habíatenido un papel tan singular en lavictoria griega.

»Sin embargo, todo eransuposiciones de un corazón deseoso,porque ningún hoplita pudo darnosnoticias del anónimo guerrero laconioque había llevado a la victoria a losgriegos en Maratón. Gracias a estesoldado, muchos ciudadanos sintieron elorgullo de saber que Esparta habíaestado presente en la batalla y que, porel valor de un sólo espartano, se habíaobtenido tan brillante victoria. Para mí,en aquellos momentos, fue como unbálsamo que calma las heridas y quise

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creer que padre vivía como capitán enesa pequeña ciudad al sur de Tebas, lade las siete puertas. Me importabamenos restaurar su honor que el hechode saber que estaba con vida. ,MientrasCtímene horadaba la tierra me levantéacercándome a ella por detrás. Leacaricié el cabello perfumado y le dije:

—Te cuento todo esto, hija mía, paraque comprendas que nuestra ciudad notiene muros porque nuestros soldadosson los mejores de la Hélade.

Ella asintió en silencio y pareciócomprender. Luego le conté cómo añosdespués oí de labios del poetaSimónides que, al finalizar la batalla, y

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sabiendo del ataque de la flota persa ala ciudad, el general Milcíades envió aAtenas a su soldado más veloz, elcorredor olímpico Filípides, conórdenes de anunciar la victoria. Elsoldado corrió los doscientos estadiosque separan el campo de Maratón deAtenas y al llegar a la ciudad anuncio:"¡Hemos Vencido!" y, sin más fuerza,cayó muerto.

Esta derrota repentina produjo ungran trastorno en los bárbaros, que nohabían sido derrotados en tierra durantevarias décadas ni siquiera por lasferoces tribus nómadas de los Samagetaso los Escitas. De esta manera, se

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demostró su vulnerabilidad. Muchastribus sujetas al Imperio Persa serebelaron después de la derrota deMaratón y el orden no fue instauradohasta muchos años después. Losatenienses concedieron a los muertos deesa batalla el honor especial de serenterrados donde murieron en lugar dehacerlo en su cementerio principal deAtenas, el Keramikos. Por lo que sé, miamigo, el poeta Simónides, escribióencima de la tumba de los atenienses:

Los atenienses,defensores de los

Helenos, en Maratón

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destruyeron al poderosovestido de oro meda.

Durante esa época soñaba muchasnoches con padre y nuestros fugacesencuentros en el páramo. Le veía vagarpor esa tierra inerme, intentabaacercarme hacia él, pero no podíaencontrarlo en mitad de la espesa niebla.El seguía llevando entre las manos latablilla por la que le habían acusado.Cuando conseguía acercarme y se volvíapara hablarme desaparecía entre laniebla, y yo me quedaba sola en elcampo. Por mucho que me devanaba lossesos, no encontraba una explicación a

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mi sueño ni entendía lo que él queríadecirme con la tablilla. Resolví por ellosalir en busca de la Pitonisa quehabitaba en las cuevas del monte, aquien el abuelo me había prohibidovisitar de niña. Quizás fue una decisiónabsurda pero era lo mejor que se meocurrió en esos momentos.

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Capítulo 24

488-484 a.C.

Ctímene siguió plantando bulbos y yoregresé al soleado banco de piedra parareposar un rato. Desde los camposcercanos me llegaba el perfume del trigoy la cebada, que impregnaban elambiente de ese caluroso verano. Desdela puerta, la estatua de Artemis, talladaen el tronco de un olivo, me mirabacomplacida. Me quedé medio dormida,mecida en los cálidos brazos de Helios,mientras mi nieta seguía trabajando ensilencio y los gansos graznaban en el

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patio.Cuando me desperté, vi que las

sombras del emparrado oscurecían yalas paredes de mi casa y que mi nieta sehabía sentado a mi lado. Tenía entre lasmanos los papiros en los que habíaescrito la noche anterior y los leía ensilencio, mientras sus dedos jugaban conlos rizos de su cabello.

Terminó su lectura y seguícontándole que, dos años después de laderrota de los persas, Polinices cumpliólos veintiún años y así llegó a lamayoría de edad. Abandonó la Agogéconvertido en un guerrero y tuvo quecumplir con lo que estipula la ley de

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Licurgo antes de casarse con Eliria.La ceremonia de graduación consiste

en someterse a una última prueba. Seenvía a los estudiantes más destacados alo largo de su instrucción en la comuna alas montañas de occidente deLacedemonia, armados con una lanza yuna daga. Su misión es regresar con elcadáver de un ilota.

La mañana que Polinices regresó acasa tras cumplir tan macabro ritual nome atreví a mirarle a los ojos. Es más,cuando quiso abrazarme para que lefelicitara, me aparté horrorizada de sulado. Sin embargo, vino hacia mí y meexplicó que el ilota ya estaba muerto,

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que lo hirió con su lanza para quepareciera que le había dado muerte.

—Abuela —me interrumpió Ctímeneun poco nerviosa—, ¿y lo de lapitonisa?

Debe ser innata la curiosidad denosotras, las mujeres, y nuestras ansiasde conocer, porque a una pregunta leañadimos otra hasta que quedamossatisfechas. A veces, pienso si una mujerpodría alimentarse sólo con palabras.Siempre he atribuido esa curiosidad aque, desde la noche de los tiempos,cuando los hombres se alejaban delhogar para cazar en silencio, nosotrasnos quedábamos al cuidado de los más

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frágiles, los niños y los ancianos.Nosotras hemos sido las que hemostenido que formar la sociedad a base derelaciones o hemos aprendido el uso delas hierbas y de las raíces, una tareapara la que se requiere intercambio deconocimientos y mucha curiosidad.Debe ser por eso que satisfice la de minieta.

—Lo de la pitonisa fue unos pocosaños más tarde —le respondí—, cuandoyo había cumplido los veinte y habíadejado atrás los días de la Agogé. Todoel mundo sabe que en las laderas delTaigeto hay unas grutas muy pocofrecuentadas, pues se dice que de una de

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ellas nace una angosta senda que llevabadirectamente a las puertas delinframundo. Estas cuevas nacen en laladera del monte, en el lugar en que loscaminos empiezan a trepar por las rocas.En una de ella habitaba una vieja a laque llamaban Pitia, ya que algunos leatribuían poderes adivinatorios, como aloráculo de Delfos.

Mi abuelo, le expliqué a Ctímene,me había prohibido de niña entablarcualquier relación con la mujer. A pesarde que algún día nos habíamos acercadoa su cueva en nuestros paseos por lamontaña, nunca la habíamos visto.Cuando quise salir de dudas y que

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alguien interpretara el sueño que meatormentaba, emprendí el camino haciael monte. Atravesé las cañadas y losbosques espesos en los que anidan sólolas águilas. A medio día de camino,junto a un arroyuelo, me encontré en ellodo con unas pisadas que subían por uncamino oculto por la maleza. Las seguí yvi que, en un recodo, entre las encinascentenarias, se abría un diminuto claroy, junto a él, en la ladera escarpada yrocosa, se abrían un par de grutasprofundas y tenebrosas. Me planté ensilencio delante de la más grande deellas para esperar.

De pronto, los pájaros, que habían

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enmudecido a mi llegada, empezaron acantar, junto a su melodía creí reconoceralgo parecido a una voz humana quehablaba con ellos. La voz no salía de lacueva, sino que se acercaba por miespalda, pues provenía directamente delas ramas de los árboles. Entonces, algoemergió de la espesura. Digo algoporque parecía una forma humana peroiba cubierta por entero con pieles deanimales que dejaban al descubiertounos brazos raquíticos, parecidos adelgadas ramas de almendro. Su rostroera tan seco como una uva pasa y teníala piel pegada a los huesos. Su cabello,ralo y canoso, le caía por encima de los

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hombros llegándole a tapar media cara.Se acercó a mí abriendo sus ojos deforma desmesurada y cuando abrió laboca vi que era tan negra como la grutaen la que vivía. Luego se rio y unospocos dientes bailaron en ella. Si nohubiera tenido ese aspecto tandescuidado hubiera pasado por ser unamujer bella, pero los años y la vida enla selva la habían asilvestrado. Era algoparecido a un perro que ha abandonadoel hogar y se ha convertido en una fiera.

—¿Qué se te ofrece, nieta de Laertesel de la colina —me sonrió enigmática.

Su pregunta me dejó petrificada.Nunca había visto a esa mujer, ni ella a

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mí. Su pregunta me aturdió por completoporque, en cambio, ella parecía saberperfectamente quién era yo. Mesobrepuse como pude sin dejar de mirarsu rostro amarillento y arrugado comouna hoja de otoño:

—He venido en busca de consejo —le respondí—. Algunos dicen que tienesel poder de interpretar los sueños.

—No tengo nada que decirte —merespondió muy seca.

Vi que tenía un carácter huraño,propio de las personas que vivenaisladas y que gobiernan sobre símismas sin dar cuenta a nadie de susactos. Siguió hacia su gruta recogiendo

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ramas del suelo, pero se detuvo y sevolvió hacia mí señalándome con undedo retorcido.

—Pero dime, muchacha —me espetó—. Hace muchas lunas que no veo alviejo Laertes, quien con frecuencia seatrevía a irrumpir en mis silencios consus preguntas inoportunas, aunquetambién he de agradecerle que siempredejara a la entrada de mi cueva un tarrode esa miel que cultiva allí abajo, juntoal camino.

—Mi abuelo murió hace unos meses—dije sin dejar de observarla.

Al oírme, algo se turbó en su interiory la leña que portaba cayó al suelo. Hizo

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la señal contra el mal de ojo y, sinmirarme, se dio media vuelta parameterse en el interior de la gruta. Derepente, como si el mismo Helioshubiera salido corriendo del bosqueespantado por la mujer, empezó aoscurecer. Las sombras se alargaron y loque hasta entonces había sido untranquilo bosquecillo en mitad del monteempezó a poblarse de formas y vocesextrañas. Había sido una idea estúpidarecorrer tanto camino para preguntarle aesa loca mujer. Pensé que más me valíaregresar a Amidas antes de queoscureciera por completo. No habíaterminado de darme la vuelta cuando me

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llamó desde el interior de la cueva:—¡No te quedes ahí quieta, ayúdame

a preparar el fuego!Entré en la gruta y la vi agazapada

encima de unas brasas que acababa deprender. Sobre ellas se calentaba unaespecie de olla llena de caldo. Me mirótímidamente y noté cierta inseguridad ensus movimientos. Se notaba que habíallorado. Luego me señaló un saliente depiedra en la pared y me senté en él.Cuando mis ojos se acostumbraron a laoscuridad, vi que la mujer tenía por todomobiliario un camastro cubierto depieles además de unos pocos utensiliosde cocina. Aquí y allá colgaban boca

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abajo pieles de conejo y aves de formasiniestra que habría cazado ella misma ypuesto a secar. Me hizo señas de queguardara silencio y me señaló un rincóndonde había algo parecido a una cuna.

—Shhh… No hagas ruido o ledespertarás —me susurró.

Unos dedos de hielo recorrieron miespalda al pensar qué podía acunar lamujer en aquella camita. Luego se riopor lo bajo y murmuró unas palabrasincomprensibles. Estuvo un rato calladamientras echaba raíces y hierbas en laolla de arcilla. Luego pareció despertary empezó a removerlas. Olía a rancio yme envolvió una sensación extraña, no

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sé si por las circunstancias o por losolores que emanaban de lo quecocinaba, si es que podía llamarseguisar a lo que hacía la mujer. Me creítransportada a un mundo de locura ydesesperación, porque la mujerparloteaba a solas y lanzaba las manosal aire como si hablara con algúnespíritu. Era algo irreal, un sueñoextraño del que desperté de improviso.

—¿Quién eres? —quise saber.Luego, como si recuperara su

personalidad humana, sus ojos sellenaron de lágrimas.

—Alguien… —me dijo con vozentrecortada—. Ella, soy ella. Niña mía,

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no me lo tengas en cuenta. Yo no quise,fue el dios quien me llamó. Todo por miniño, pobrecito. Aún duerme, ¿verdad?Pero, dime, ¿por qué? ¿Por qué no salvóa mi niño de esas horrorosas y bárbarasleyes? Malos, hombres viejos y malos.Demonios, eso es lo que son…

Ahogué un grito, me quedé ensilencio y sentí de inmediato unacompasión infinita por la pobre mujer.Entonces comprendí que era una de lasmadres malditas de Esparta a quieneslos ancianos de la Les/é condenaban avagar como muertas en vida al desecharcomo inservibles a sus recién nacidos.Debía ser una de tantas a las que la Ley

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había arrebatado a su hijo de tiernaedad. Mi asombro aumentó cuando serepuso lo suficiente como para decirme:

—Conocí bien a tu abuela, la guapaEurímaca, y puedo asegurar que eressangre de su sangre, porque ese cabellodel color del cobre, esos ojos marinos yesa figura de danzarina sólo pueden serde su nieta. Ya sabes que muchos dicenque de mi boca salen los más funestospresagios o las más dulces bendiciones.Ahora quiero saber… ¿Qué te ha traídohasta aquí? ¿Qué quieres saber? —dijomientras removía el caldo que tenía enel fuego.

Le conté los sucesos que nos habían

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golpeado duramente los últimos meses ylos sueños en los que mi padre aparecíaentre la niebla con la tablilla en la mano.Ella me escuchó con atención mientraspaseaba su lengua por los labiosresecos. La observé tan atentamente queincluso su mirada me resultó familiar.Sin embargo, su aspecto era tandeplorable que era imposible reconoceren ella a nadie a quien yo pudieraconocer. Cuando terminé mi relato conel exilio de mi padre, hirió el techo dela gruta con un grito muy agudo y se dejóhacer al suelo. Luego se incorporólentamente e hizo otra vez la señalcontra el mal de ojo, como si hubiera

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invocado a las mismísimas Keres.Después, y de modo completamenteinesperado, sacó de su zurrón unas hojasde laurel, las engulló y las masticó comohace la pitonisa de Delfos al serconsultada. Emitió unos gimoteosextraños, sus ojos se pusieron blancos yabrió la boca, de la que cayeron trozosde hojas masticados.

—Esa tablilla no… —dijo con unavoz que no parecía la suya—. No ibadirigida a tu padre, o si la leyeron, lohicieron mal. ¿La leyeron toda?

—¿Qué quieres decir? —le dije.Ella se rio de un modo enfermizo y

se revolcó en el suelo. No sabía si su

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risotada respondía a la locura o a lamalicia, pero me espanté. En esemomento decidí acercarme a la rimila,que parecía estar vacía. Retiré lasropitas viejas y polvorientas y me volvíhorrorizada. Al hacerlo había dejado aldescubierto el esqueleto de un reciénnacido adornado con flores frescas. Vicómo ella se levantaba desesperada ygimoteando, acercándose hacia mí conlos brazos extendidos.

—¡No le toques! —gritó rabiosa—.¡Es mío y sólo mío! ¡Ni de Laertes ni denadie!

—¿Laertes? ¿Qué dices? ¿Qué tieneque ver mi abuelo con esta cosa tan

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macabra?—¡Vete! ¡Vete! Fuera de aquí. No

quiero verte. ¡Vete!Salí corriendo de la gruta y, aunque

era noche cerrada, empecé a correrhacia mi aldea convencida de que lamujer había enloquecido cuando learrebataron a su hijo. Esa era la causapor la que había escapado al monte.Seguramente había encontrado a su bebémuerto en uno de los barrancos delTaigeto y decidió que no regresaríanunca más a su aldea. Los restos de lapobre criatura debían llevar más decuarenta años en la cunita, pero en sumente el niño seguía vivo. Me estremecí

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al pensar que lo mismo podía haberle sucedido a mi madre y a Taigeto. Entoncescorrí más aprisa, más que si mepersiguiera el mismo Cerbero.

—¡Guárdate de la serpiente y de suscrías! —gritó a mis espaldas cuando yohuía de la gruta— ¡Guárdate, niña mía,nieta de Laertes!

Seguí corriendo hasta llegar al clarodel bosque iluminado por la luna y toméla vereda que bajaba hasta el camino deAmidas mientras las ramas megolpeaban por todas partes y me heríanen los brazos y en las piernas.

—Pintonees, debiste llegaraterrorizada a casa, ¿no, abuela? —me

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preguntó Ctímene, que se levantó de milado para seguir plantando los jacintosen el jardín.

—Así es —le dije regresando delterrible recuerdo—. Pero aterrorizadano por lo que ella me había dicho, sinopor la sospecha que tuve en esemomento.

—No te entiendo, abuela. ¿Quéquieres decir?

—Mi querida, niña. Siempre hesospechado que esa noche hice uno delos descubrimientos más desgarradoresele mi vida.

Ctímene me miro sin comprender yme vi obligada a explicarle lo que mi

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corazón había barruntado una vez lleguéa mi casa, me calmé y sospesé lo quehabía ocurrido con la Pitonisa en elbosque. Nunca he podido comprobar laveracidad de mis sospechas, ni tuve anadie a quien preguntarle. Tampoco hequerido saberlo con certeza, porquehubiera sido una verdad demasiadocruel. Lo que mi intuición me decía eraque la pitonisa no era otra que miabuela, Eurímaca la del dulce talle. ¿Nopodía ser que no hubiera muerto tras elparto de mi padre, como me habíancontado? ¿Podía haberle ocurrido a ellalo mismo que a mi madre, que tambiénhubiera parido gemelos? ¿O que después

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de parir a padre, ella y el abuelo Laertestuvieran otro hijo que había sidorechazado por la Lesjé? Bien hubierapodido ser una de las víctimas de lascrueles leyes de la ciudad, de las quehuyen al monte para no regresar jamás.¿Por qué el abuelo nunca quiso hablarmede mi abuela Eurímaca? Me pareció quela mujer sabía demasiado del abuelo. Elmodo como reaccionó cuando le dijeque había muerto y que mi padre habíasido exiliado de la ciudad alimentaronen mí esas sospechas.

Me imaginé al abuelo tratando deconsolar a su esposa enloquecida yrefugiada en el monte para cuidar el

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cadáver del hijo que la ciudad le habíaarrebatado. Entendí por qué él pasabatantas horas en los bosques del Taigetoo por qué dejaba tarros de miel a laentrada de su gruta.

Creo que lo que hizo por Taigetoaños después fue no sólo para salvarle,sino porque había comprendido que, deno hacerlo, las consecuencias seríanigual de funestas para su hijo Eurímacocomo las que él sufría en su propiacarne. Creo que quiso redimir, de algúnmodo, el horrible fin de su amadaesposa, que enloqueció una noche deinvierno cuando le arrebataron a su hijorecién nacido. De ser todo ello cierto,

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como digo, el esqueleto del bebé que lamujer tenía en la cunita adornado conflores era el del hermano de mi padre,mi tío.

Mi nieta se quedó muda de asombroy me cogió de las manos, que estabanfrías como dos guijarros sacados delrío. La mire con ojos bondadosos y leacaricié las mejillas tostadas.

—Sin embargo —sonreí paratranquilizarla—, puedo estar porcompleto equivocada. No me hagasmucho caso —le dije con un aspavientode la mano para restarle importancia—,quizás no sean más que ideas de unavieja que chochea.

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No le dije, para no inquietarla, quedurante las semanas siguientes la tumbade mi abuelo amaneció llena de floressilvestres que alguien había dejado porla noche.

—Lo que no entiendo, abuela, es loque te dijo la mujer de la tablilla de tupadre.

—Yo tampoco lo comprendíentonces, pero sí más tarde.

—¿Te dijo ella algo más delespartano desconocido?

—Ahora llega esa parte, no teimpacientes y sigue con los agujeros.Los bulbos deben plantarse un palmobajo tierra.

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—Sí, abuela.—La mujer no me dijo nada más de

mi padre. Pero esta mañana has leído loque escribí ayer acerca del trágico finde Cleómenes, ¿verdad?

Ella asintió.—Pues bien, como Leónidas era el

único hijo vivo del rey Anaxandridas,subió al trono como nuevo monarcaaquella misma primavera. Se casó conmi compañera Gorgo, hija de suhermanastro Cleómenes. Con esta bodadaba más legitimidad a su entronización,aunque en verdad estaba enamorado deella. Su reinado no fue pacífico, puesenseguida empezaron las revueltas de

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los ilotas en Mesenia y se convocó laKripteia varias veces para que no seextendieran a nuestro valle. Cuando seinvocó, el tío Taigeto era ya unmuchacho robusto. Entonces hice lo quehubiera hecho mi abuelo Laertes: le pedía Alexias que corriera al norte paraprevenir a su hermano de la amenazamientras yo advertía a los hombres másjóvenes de nuestra aldea para quehuyeran una temporada a los bosques,hasta que hubiera pasado el peligro.

—¿Y qué hizo el tío Taigeto,abuela?

—En esa época él tenía dieciochoaños, pero ya era un muchacho fuerte y

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alto. No tanto como su hermano Alexias,aunque descollaba entre los ilotas por sucabello dorado y por su porte digno, porlo que los miembros de la Kripteiapodían ver en él una amenaza.

»Tu tío abuelo Alexias corrió comoun rayo hacia la aldea de su gemelo paraavisarle antes de que llegaran loshombres de la hermandad secreta. Sinembargo, cuando llegó se encontró quel a Kripteia ya había realizado lacarnicería entre los ilotas. Los que levieron huyeron de él con rabia ydesesperación. Alexias estaba lucra desí, sus ojos vomitaban un fuego másardiente que el de la fragua del

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contrahecho Vulcano. Atravesó lascalles gritando el nombre de su hermanohasta que se encontró a Antea, una de lashermanastras de Taigeto, quien, con losojos arrasados en lágrimas, le señalóhacia al bosque. Tu tío Alexias salió dela aldea como una exhalación. Trepó lascimas y bajó las barrancas. Hubieraderribado árboles si se hubieraninterpuesto en su camino hasta que, a lolejos, oyó unas voces. Se acercó consigilo hasta un claro del bosque deencinas centenarias, donde vio a dosespartanos con la cabeza cubierta por elcasco que pegaban al tío Taigeto. Estabaatado de manos y le habían echado al

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suelo. Se distraían clavándole su dagasólo para alargar la diversión. No sé loque debió sentir en ese momento mihermano Alexias, pero creo que podríaimaginarlo.

—¿Era muy fuerte el tío Alexias,abuela? —me interrumpió Ctímene.

—¡Hija mía! —exclamé mientras suimagen regresaba a mi mente y ella abríalos ojos como platos—. Si los grandesceramistas de Atenas, como ese talEufronios, hubieran buscado el modelodel perfecto guerrero para pintar susvasos o esculpir sus estatuas, ésehubiera sido tu tío Alexias. Era rápidocomo una gacela y más fuerte que un

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buey, sus brazos parecían las ramas deun olivo que aguanta las embestidas deBoreas sin moverse y su osadía eracomparable a la de un león. Por eso,cuando oyó que los dos soldadosespartanos interrogaban a Taigetoacerca de la familiaridad con quetrataba a nuestra familia, y que éste senegaba a responder a pesar de losgolpes y las heridas que le infligían, labilis negra corrió por sus venas y lalocura se apoderó de su mente. Elanimal que todo hombre lleva dentrodespertó, y así, mientras el primero delos dos soldados, Euxímenes, hermanode mi compañera Danae, la del pie cojo,

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el mismo que se había ensañado conPolinices en la prueba del roble,desenvainaba su espada para matar aTaigeto, un ejército de furias infernalescayó sobre los dos desdichados.

»El tío Taigeto yacía en el sueloexánime, pero debió ver a su propiaimagen destrozar a los dos desdichadosque le habían puesto las manos encima.Eran dos guerreros fuertes y valientes,aunque no pudieron hacer nada contra labestia indomable que surgió de lassombras para romper el cuello aEuxímenes. Luego le arrebato la espaday la clavó en el otro desdichado. Nosupieron si les había atacado un oso o un

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ejército de argivos, porque todo sucediódemasiado rápido.

»Nunca quise que me relataran laescena, pues lo que hizo el tío Alexiasse debió sin duda más a la locura que ala razón. Por eso, cuando se deshizo delos cuerpos de los dos espartanos yregresó a su lado, Taigeto se amedrentó.Sin embargo, Alexias le cogió del suelocon sumo cuidado, le libró de lasataduras y le lavó las heridas en el río.

—¿Y el tío Taigeto? —me preguntóCtimene asombrada.

—No estaba malherido —le conté—, sólo tenía algunos golpes y heridassuperficiales que su hermano examinó

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con ternura. Luego los dos se miraron alos ojos, se abrazaron y Taigeto escapóa los montes. Alexias se lavó la sangreajena en el río y regresó a su Systia. Tutío Taigeto jamás se había aventurado air más allá de los pastos donde pacía elganado. No tenía a quien acudir ni adónde ir, así que no se le ocurrió nadamejor que viajar al norte para buscar alpadre a quien no había visto en su vida.Era más curioso que el propio abueloLaertes.

Ctímene dejó de agujerear la tierra,vino a sentarse de nuevo en el bancojunto a mí y me cogió de la mano. Estabasegura de que sabía perfectamente lo

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dolorosos que me resultaban esosrecuerdos. Le acaricié esos delicadosrizos, que deben traer locos a la mitadde los chicos de la palestra, y proseguí:

—Yo supe por Alexias que Taigetohabía huido al norte y esperé confiandoen los dioses. Regresó un mes y mediodespués de que finalizara la Kripteia,una tarde que yo estaba sola en casa,porque Pelea y Neante estaban con susfamilias. Había despachado conMenante los asuntos de la finca y mehabía sentado a bordar un mantel cercadel fuego cuando llamó a la puerta.Venía agotado y hambriento, pero muysereno y con los ojos llenos de vida.

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Nos abrazamos, pero le hice entrar encasa de inmediato. Me dijo que teníaque hablar conmigo de un asunto muydelicado, pero no quise que dijera nadahasta que hubiera comido. Le senté a lamesa poniendo frente a él una jarra devino, quesos, nueces y le calenté unguiso de legumbres que había sobradoporque no tenía tiempo de cocinarlenada más. Sin embargo, él me hizosentar cerca del fuego para cogerme lasdos manos con fuerza. Su mirada eraardorosa y su corazón debía palpitarcomo el de un caballo al galope cuandome dijo:

—Le he encontrado.

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Mi corazón dio un vuelco y me puseen pie de un salto. Al principio no quisecreerle porque me parecía imposible.Sin embargo, sus ojos, claros y diáfanos,no mentían. Le acaricié los cabellosmientras le decía que me lo contaratodo. Hacía ocho años que no sabíamosnada de padre, desde aquel desgraciadodía que había marchado de Esparta conla panoplia completa: su escudo, su capaescarlata, su casco de bronce con lacresta de cerdas rojas que llevan loscapitanes, su espada y un zurrón con loelemental para el viaje que emprendía aninguna parte.

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Capítulo 25

484 a.C.

Taigeto me contó que, tras cruzar Tegea,Corinto y Eleusis —donde se celebranlos sagrados misterios en honor aDeméter— llegó a Platea. Esta es unapequeña ciudad beocia aliada deAtenas, cercana a Tebas y bañada por elrío Asopo, el de los altos juncos. Por loque averiguó, los platenses habíanenviado a cien hoplitas a Maratón almando del extranjero que les habíaadiestrado.

Después de mucho preguntar, los

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habitantes de la ciudad le indicaron unataberna pegada a la puerta del amanecerdonde solían reunirse los soldados traslos ejercicios en el campo. El lugarestaba pegado a las murallas de laciudad y era oscuro, olía a vino rancio ya guiso quemado, estaba lleno de humo,de gritos y de risotadas. Entre lamultitud de hombres que bebían en lastoscas mesas, encontró a un hombre demirada profunda que bebía solo en unrincón. Su espesa cabellera era delcolor del monte nevado, sus ojosestaban circundados por docenas dearruguitas y su mirada estaba ausente.Taigeto preguntó a los soldados y, tras

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obtener la respuesta que esperaba, fuedirecto a esa mesa. Se sentó frente alhombre solitario y esperó en silencio. Elcapitán le dijo malhumorado que sebuscara otro lugar. Pero el tío Taigetono se movió, sino que le siguió mirandocon interés hasta que el hoplita seimpacientó.

—¿Quién eres?—Un ilota de Esparta.El soldado le miró extrañado.—Muy lejos de tu tierra estás —le

dijo.—Como tú —le respondió Taigeto

con osadía.El capitán platense le dirigió una

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mirada torva y chasqueó los dientesantes de responderle con amargura:

—Apártate y déjame beber.Pero lo que hizo Taigeto fue abrirse

el himatión para mostrar el amuleto deónice que llevaba colgado del cuello. Alprincipio el hombre ni se inmutó ysiguió bebiendo de su vaso en pequeñossorbos. Luego Taigeto cogió la piedra yle mostró al capitán platense la lambdaque llevaba grabada en una de sus caras.

—Me lo dio mi hermana Aretes —ledijo—, de parte de mi padre.

Los ojos del hombre reaccionaroncon estas palabras y pareció despertarde un sueño muy pesado. Su mirada

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acuosa saltó del vaso al amuleto, luegoclavó los ojos en los de Taigeto y subarbilla mal rasurada empezó a temblar.Entonces, el guerrero platense sederrumbó, ocultó el rostro entre lasmanos, se agitó convulsamente y el vasocayó al suelo. Taigeto supo que habíaencontrado al padre que nunca habíavisto y le rodeó sus hombros en unabrazo. El hombre no opuso resistenciamientras era abrazado como un niño quese despierta de una pesadilla. Semiraron el uno al otro mucho tiempo,mientras los soldados platenses vieronestupefactos sollozar a su capitán yabrazar al joven esclavo que había

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entrado en la taberna.Durante los días que pasó con él,

Taigeto devolvió a padre algo de lafelicidad que todos esos años le habíanarrebatado. Durante los largos paseosque realizaron una vez padre terminabalos ejercicios en la palestra, Taigeto lepuso al corriente de lo que había sido denuestras vidas desde que él hubiera sidovíctima del ostracismo. De su boca supodel fallecimiento del abuelo y de losfunerales que tuvo. De madre, Taigeto ledijo que se había repuesto poco y mal delas desgracias que habían sobrevenido ala familia. Su exilio y la muerte delabuelo la habían dejado postrada en

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cama, que había sido atendida con todocuidado por Pelea, Neante y yo misma;que él mismo había acudido casi cadasemana con la excusa de llevar quesos ala familia para reconfortarla hasta el díade su muerte.

De Polinices le contó que yaformaba parte del regimiento del olivosilvestre, una vez que se había graduadode la Agogé y que, además, formabaparte de la guardia personal de lostrescientos de Leónidas desde hacía dosaños. De Alexias, le dijo que era fuertecomo un buey, intrépido y rápido comoun corcel; que le quedaban aún dos añospara graduarse, pero que prometía ser

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uno de los grandes guerreros de Esparta.Y de mí, que cuidaba de la casa y deloscampos con el mismo amor que habíapuesto el abuelo en ellos.

Mis ojos se habían humedecido alrecordar ese día en el que supe de mipadre tras tantos años sin tener noticiasde él.

—Por lo que me contó mi hermanomenor, deduje que pasaron juntos un parde semanas, compartieron ejercicios enla palestra, comieron juntos y padreestuvo acompañado al menos esetiempo. A todos con los que se cruzabanpor la calle, padre lo presentabaorgulloso como su hijo Taigeto de

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Esparta. Con él aprendió a combatir y,en unos pocos días, padre le convirtióen un buen guerrero. Por él supe quepadre había empezado a beberdemasiado para gozar del soporinconsciente que provoca el vino. Semecía en sus brazos como quien busca elamparo de un amigo. Sus hombres lerespetaban a él y a sus silencios. Nadiele preguntaba ya. Para ellos era «elespartano», un hombre que se dedicabaa adiestrarles en el arte del combatedesde hacía muchos años. Vivía sólo enun barrio marginal de la ciudad, tenía lojusto para comer y pasaba muchos ratosal sol o vagando por las calles cuando

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no estaba en la palestra dirigiendo losejercicios. Pensaba mucho antes dehablar, como si le costara expresarsesobre otros asuntos que no fuera darórdenes. Parecía un maldito, un hombrea quien la vida había desposeído desentimientos. Pero era un buen oficial ya los platenses les bastaba eso. Cuandose despidieron, Taigeto se dio cuentaque padre no había probado la bebida yhabía rejuvenecido unos años.

Mi padre había perdido a su propiopadre, a su mujer, a sus hijos, su ciudady su honor. Supe lo que debió sentiraños más tarde, puesto que cuando algoasí te ocurre no terminas de creer que te

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lo han arrebatado todo, tu mente noquieren pensar en ello y huyes de laverdad porque no quieres enloquecer.Deseas volver atrás en el tiempo, creesque todo ha sido un sueño horroroso eintentas convencerte de que la vidaseguirá su curso, que verás elevarse elsol cada mañana desde tu ventana. Perono hay ventana, ni abrazos tiernos, niguisos preparados por mano amiga, nimiradas de complicidad. Padre debióquedarse tullido de sentimientos y sinesperanza alguna hasta que la llegadadel hijo a quien nunca había visto le hizoretornar a la vida. Aunque era unhombre fuerte, no hay ser humano capaz

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de resistir que le arrebaten su vida sincaer en un pozo de desesperación, en elque no hay asidero alguno.

La noche que Taigeto marcho a sualdea después de relatarme su estanciaen Platea, pensé cómo debe sentirse unhombre solo en un país extranjero. Lavida me ha enseñado que la tristeza es laúnica emoción que nos enseña lo querealmente nos importa. Esa noche pedí aAtenea, la diosa de ojos de lechuza, y alabuelo Laertes, donde estuviera, que meconcedieran el don de volver a verle,que me estrechara de nuevo entre susbrazos aunque sólo fuera una vez más,que me dejaran oír de sus labios

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sonrientes que yo era su gacelilla deojos de ternera.

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Capítulo 26

482 a.C.

Cuando terminé el relato del encuentroentre Taigeto y mi padre, le pedí aCtímene que fuera a sacar un poco deagua fresca del pozo pero que no seolvidara de rezar la plegaria a la ninfaque habita en ella. Una vez al año,cuando se acerca el verano, como meinculcó el abuelo, hay que hacersacrificios a la Néyade. Por eso viertoleche y aceite por el brocal, pero nuncavino. Mi nieta trajo el agua, la bebimoscalmadamente y seguimos un rato

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plantando los bulbos hasta que ellaterminó y me miró atentamente.

—Cuéntame más cosas de ti, abuela—me dijo.

Dudé unos instantes, pero pensé quemi nieta podía aprovechar miexperiencia con el mundo de loshombres y conocer algo más acerca delnacimiento de su padre, Eurímaco. Asíle expliqué que, desde que habíacumplido quince años, mis pretendientesse habían volcado en recibir misfavores. Al interés que siempre habíamostrado Prixias pronto se unieron el deTalos, Euxímenes, el hijo de Nearco, elmismo que había ordenado el

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apaleamiento de mi hermano Polinicesen el roble, que se ensañó con Taigeto ya quien Alexias mató durante laKripteia. Este Euxímenes era un jovenarrogante y muy engreído que habíarepudiado a su joven esposa porque nose quedaba embarazada. A muchos lesrecibí y de algunos obtuve preciososregalos. Pero a Euxímenes ni me digné aabrirle la puerta cuando vino a verme, ole ignoraba cuando intentaba hablarmeen la plaza o durante las fiestas. Siemprepensé que tenía un corazón ruin y unalengua venenosa. No diré que me alegrécuando conocí su final, pero sí que nosentí pena por él.

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En cuanto a los demás pretendientes,me sentía halagada por muchos de ellosy coqueteaba con algunos, a veces conuna mirada, otras con un gesto de lamano o alguna palabra amable. Supongoque coquetear con los efebos es algonatural en nosotras, las mujeres. Peropoco me importaba que los muchachosdijeran de mí mil lindezas. Es biensabido que a las mujeres siempre nosgustan, si nos las dicen de corazón y nosólo para que les abramos la puerta denuestro jardín. Me hacían reír cuandome decían que mi cintura estaba hechapara bailar a la luz de la luna; o que mismanos habían nacido para acariciar y no

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para moverse rápidamente por el telar; oque mi piel era tan suave que una gotade aceite se deslizaría por ella como elagua por la hoja de un olmo joven; o quemi cabello caía como una cascada deagua cristalina y que era envidia de lasninfas y de la misma Afrodita. Con elpaso de los años, he pensado que yotenía ese comportamiento para irritar aPrixias y que mostrara así, si cabe, aúnmás interés por mí, porque la verdad esque mi corazón le era favorable.

He de reconocer aquí que, de todoslos requiebros que recibí de joven, elque más me gustó fue el de Prixiascuando me dijo que olía a mujer

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enamorada y que quería ver y amar loque yo veía y amaba a diario. No sabíamucho de poesía ni le gustaba la música,pero me parecía un muchacho sano y erahonesto. Yo confiaba en poder enseñarlelos rudimentos de la agricultura yconvertirle en alguien que se parecieraen algo al abuelo Laertes. Una mujernecesita admirar al hombre que ama y yoadmiraba en Prixias su rectitud, suprofunda voz, sus ganas de aprender…Sé que me gustaba más que cualquierotro porque, cuando me hablaba, seguíantemblándome las piernas y lasmariposas revoloteaban en mi estómago.

Una tarde salí al patio y vi en el

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cielo dos águilas que se cortejabanmientras danzaban en círculos. Supe queeso era un buen augurio y que ese díaocurriría algo, porque Afroditacomunica de antemano a las mujerescuándo un hombre se nos declarará. Poreso, cuando esa misma tarde Prixiasvino a verme a casa al terminar losejercicios en la palestra y me propusodar un paseo por el campo, ya me habíavestido con el peplos que me habíanregalado cuando me convertí en mujer yhabía perfumado mi cabello con agua demirtilo. Estaba preparada para lo queiba a suceder, aunque él no lo sabía.

—No soy especialmente maliciosa,

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Ctímene —le dije a mi nieta—. Pero hede confesarte que me divertí al vercómo, al iniciar nuestro paseo por loscampos, las manos de tu abuelo seretorcían nerviosas, su lengua se volvíatorpe y mil gotas de sudor perlaban sufrente.

Ctímene se rió y le conté que suabuelo y yo tomamos el senden > haciala loma del alcornoque, a mitad decamino del Taigeto, la misma dondereposan mis seres queridos.

—¿Cómo se espera la cosecha esteaño, Aretes? —me dijo él de repente.

Lo miré sorprendida de queempezara a hablarme de esa forma y le

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repliqué:—Muy buena, Prixias, se espera una

buena cosecha de mijo y de trigo. Losdioses y las lluvias han sido generososesta primavera.

P21 asintió en silencio muyceremonioso y serio.

—Tenéis una buena tierra —prosiguió.

Yo asentí cada vez más divertida.—Sí —le dije—, es una buena

tierra, los dioses son buenos connosotros.

—¿Cuántos ilotas la trabajan? —quiso saber.

Esto me pareció ya el colmo, pero

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me estaba divirtiendo, así que leproporcioné las explicaciones que mepedía.

—Dos familias. En total suman unosocho trabajadores. Las mujeres ilotasnos ayudan en la casa.

El asintió de nuevo sin dejar demirar al horizonte, donde el sol seocultaba y sus últimos rayos doraban loscampos. Yo miraba sus cejas espesas yel hoyuelo de su mentón, y como nodecía nada, continué con malicia:

—También tenemos dos bueyes,cinco cerdos, una docena de gallinas yun pequeño rebaño de ovejas que guardael hijo menor ile Menante.

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—Seguro que vuestra producción esmejor que la nuestra.

—Es probable.El pobre tragaba saliva y la nuez de

su cuello subía y bajaba siguiendo unrítmico compás. Si había venido parahablarme de agri cultura quedaba pocode lo que hablar, así que le dije:

—Si quieres, también podemoshablar del tamaño de las berenjenas, delolor de las cebollas o de cómo sembrarel mijo para que no se agoste con losprimeros rayos del sol en verano.

Nos reímos y entonces se decidió aabordar el asunto que le había traído aAmidas y para el que yo ya estaba

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preparada, aunque lo cierro es que memoría de ganas de oírlo de sus labios.

—Ya sé que nuestra tierra noproduce tanto como la vuestra —me dijomientras tomaba mis manos entre lassuyas, que se agitaban nerviosas—, yque no podemos contarnos entre losespartiatas más ricos de Esparta. Pero teaseguro que si el amor verdaderosignifica algo para ti, serás la mujer másrica de toda Lacedemonia. Porque yo,Aretes…

Se detuvo y me miró a los ojos.—¿Sí? —le respondí para que

continuara—. ¿Tú…?—Te amo, Aretes.

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Sin añadir nada más sacó un pañueloy lo depositó en mis manos. Dentrohabía un brazalete precioso con la formade dos serpientes enroscadas.

—Dicen que la miseria del mundo—prosiguió— es causada por la guerra,pero que la riqueza brota de la fuentedel amor. Nunca una guerra seinterpondrá entre nosotros. Pase lo quepase te amaré como lo hago ahora yhasta el día que la negra Parca me lleve.

Mi corazón se desbordó, abracé alhombre que ya sabía recitar poesías y lebesé en los labios. Habían pasado unosnueve años desde la muerte del abuelo yde madre, diez si contaba desde el exilio

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de padre, pero estuve segura quehubieran aprobado que le diera miconsentimiento en ese momento.

Tras hablarlo con mis hermanos,quienes en ausencia de mi padre teníanque dar su aprobación, me desposé conél a los veinticinco años, una edadciertamente tardía para una mujerespartana. Hacía cuatro años que habíaterminado la Agogé y tuve quedecidirme pronto, pues algunas malaslenguas, supongo que Laonte y su nietaPitone entre otras, habían hecho circularhabladurías sobre mí que hubieran hechosonrojar a una vieja prostituta deLesbos.

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Esperamos a que la luna fuerafavorable a Afrodita para escoger el díade la ceremonia. Esa mañana medesperté al alba porque había mucho quehacer antes de que llegaran losinvitados. Di las instrucciones a lasmuchachas para que dispusieran el patiopara el banquete y lo adornaran concoronas y guirnaldas. A media tarde,cuando me peinaba el cabello con ayudade Neante, empezaron a llegar losinvitados que traían vino, pan, ovejas ylos cerdos de dientes blancos, esto es,menores de un año de edad, que lossirvientes desollaron y empezaron a asarlentamente al fuego.

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Yo me había propuesto que ese díafuera el más feliz de mi vida y por esome había dicho a mi misma que nopensaría en los que no estaban, sino enlos que me iban a acompañar ese día enAmidas. Aun así, en la soledad de mihabitación no pude evitar derramar unaslágrimas en recuerdo de los que nocompartirían la fiesta con nosotros:Taigeto, mis padres y el abuelo, aunqueconfiaba que su espíritu alegre ysocarrón revoloteara entre los invitadosdurante el banquete.

Terminaba de peinarme el cabellocuando una de las muchachas subiócorriendo a la habitación en la que yo

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me preparaba. En esos momentos meestaba mirando en el espejo y casi no mereconocía, porque las muchachas sehabían esmerado en que mi aspectoluciera como el de una diosa: me habíanpintado los ojos con kohl egipcio, quehace que resalten mucho y que laspestañas luzcan largas y bonitas.Además, me habían trenzado el cabellocon flores y me habían pintado loslabios y los pómulos con una mezcla deoxido de hierro y agua que les dio unatonalidad de fresa madura. La muchachaentró para indicarme que un muchachoilota, muy guapo según ella, tenía algoque decirme. Le ordené que le ordenara

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subir de inmediato y que nos dejara asolas.

Unos instantes más tarde, alguienllamó a mi puerta.

—Entra —dije.El muchacho ilota apareció reflejado

en el espejo de cobre y se quedóboquiabierto e inmóvil en el dintel de lapuerta.

—Busco a la señora Aretes —dijoél como si no me reconociera.

—¡Taigeto! —exclamé mientras melevantaba y abría los brazos de par enpar.

Él se lanzó a mis brazos, meestrechó y me deseó que fuera el día más

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feliz de mi vida. Me ayudó a ponerme elvelo y me alargó el brazalete que Prixiasme había regalado semanas antes y queiba a lucir como única joya en mi brazo.Fue la sorpresa más agradable que tuveese día. Había llegado a Amidas con unpar de ovejas que su señor nos ofrecíacomo regalo de bodas. Me regaló laflauta de pan con mi nombre grabado enella que está en la repisa de la chimeneay regresó al patio con un par de besosmíos estampados en las mejillas que nose limpió en toda la tarde.

Cuando todos los invitadosestuvieron reunidos llegó el novio, aquien no había visto desde la semana en

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que los desposorios fueron concertadospor Polinices. Entonces, mis hermanosme ayudaron a bajar por las escaleras.Yo iba cubierta con el velo nupcial ydetrás de mí flotaba la larga túnicablanca que se luce en estas ocasiones yellos vestían unas túnicas blancaslavadas la tarde anterior y se habíanpeinado el cabello con aceite. Estabasegura de que mis padres y el abueloestarían orgullosos de vernos, pero mehabía prometido no pensar en ellos, asíque enjuagué una lágrima que yaafloraba en mis ojos y me entregué a laalegría de la fiesta.

Las mujeres me llevaron a la fuente

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de la Nereida y allí me lavaron y meperfumaron. Luego regresamos a casa, yante los invitados, que aguardaban ensilencio, tuvo lugar la breve ceremoniaen la que me cortaron un mechón decabello y lo quemamos en el altar juntoa mi cinturón. Después, Prixias, quebrillaba como el dios Apolo, me llevóde su mano hacia los asientos en los queíbamos a disfrutar del banquete, que seinició con la música y las cancionesprocaces que los invitados que ya hanbebido suficiente acostumbran a cantaren estas ocasiones.

Terminó la comida y entonces tuvolugar el momento en que me quitaron el

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velo, el novio pudo besarme y mecoronaron la cabeza con cintas decolores. Cuando algunos de losinvitados se retiraron a descansar seinició el desfile de los carros por laaldea. Eleiria y Nausica fueron lasencargadas de encender las antorchasque llevaron las mujeres y los esclavos.Los jóvenes danzaban formando corros ysonaban las dulces flautas junto a lasestridentes cítaras, y a mis oídosllegaban, además de las canciones, lasacostumbradas poesías en honor deDionisio y Afrodita.

Me ahorraré describir aquí el restode la arcaica ceremonia del desposorio

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que realizamos en Esparta. Sólo diréque entre los variados obsequios querecibí, el mejor fue un libro que meentregó Talos, el amigo de padre. Sobreel resto basta con saber lo que leexpliqué a mi nieta. Durante la partefinal de los desposorios, las mujeresespartanas somos tratadas como unsoldado de la Systia. Nos visten comotal, nos rapan la cabeza y entonces sehace la simulación del rapto de la noviaen recuerdo de las arcaicas maneras delos desposorios. Cuando todo estoterminó, me dejaron en el establo hastala llegada del novio, tras los sacrificiosy libaciones habituales.

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Así me encontré yo, esa noche definales de la primavera, cuandoconsumamos el acto en el establo decasa, al calor de los viejos bueyesArgos y Tirinto, con la cabeza casirapada y vestida como un soldado. SóloPelea me advirtió de qué era lo que ibaa ocurrir. Por desgracia, no pude contarcon el consejo ni las sabias palabras delabuelo o de madre. Por suerte, encambio, conté con la aprobación de mishermanos, Polinices y Alexias, ytambién con la de Taigeto. Que de él dequién recibí las palabras de aliento queme hubiera dado el abuelo y que para míeran tan necesarias en esos días. Me

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hizo reír cuando, antes de ir al establo,se puso a decidir el nombre de misfuturos hijos e hijas y así aligeró en algoel dramatismo de ese momento.

Cuando me encontré sola en elcobertizo se mezclaron en mi interior lossentimientos dispares de humillación yde miedo con los nervios que tiene todamujer cuando llega este día. Habíatomado vino, que me facilitó Pelea, parapasar por ese momento medioinconsciente y sonámbula. Desde fuerame llegaban los cantos y las risas de lasmujeres excitadas por la bebida. Yohabía deseado que llegara ese momento,pero no de esa forma, aunque desde

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pequeña sabía que las tradiciones denuestro pueblo mandaban que así serealizara. No sabría decir si estaba deltodo enamorada o no, pero supongo quesí, que en mi corazón anidabansentimientos de ternura infinita hacia elque iba a ser el único hombre de mivida.

Prixias llegó a la puerta del establoy oí cómo abría el portón. Entró consigilo y fue delicado. Venía achispadopor el vino que sus amigos de las Systiale habían hecho beber, pero no tantocomo para comportarse como un bruto.Tuvo el detalle de recoger un ramo deflores para ofrendármelo. Siempre he

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agradecido que no me tratara como a unayegua que espera en el establo para sermontada. Me estrechó entre sus brazos ysusurró algo a mi oído que me hizosonreír, porque trató de recitar unabreve poesía y se trabó en el segundoverso, así que pensé que lo mejor erasellar sus labios con los míos.

Entonces me pareció que debajo denosotros brotaban la hierba, las floresde loto, las del azafrán y las del jacinto,como un lecho espeso y blando a la vez.Allí, sobre ese lecho de flores, meacostó mi esposo y me llenó con susbesos. Me pareció entonces que porencima nos cubría una nube áurea y que

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de ella se escurrían resplandecientesgotas de rocío.

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Capítulo 27

482-481 a.C.

A la mañana siguiente, Ctímene selevantó temprano para preparar eldesayuno y leer lo que yo había escritopor la noche. Me levanté cuando Neantellamó a mi habitación y, tras arreglarme,bajé al patio. Me puse mi mejor peplosy me adorné el brazo con el brazaletecon dos serpientes enroscadas regalo dePrixias. Di algunas instrucciones a losilotas que me esperaban para dejarespacio en el granero, pues habíangraznado los grajos y pronto empezaría

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la temporada de la siega. A Melampo, lajoven hija de Neante, le pedí que sacaralas sábanas y las lavara con dosmuchachas en el río. Luego me detuveunos instantes delante de las armas de lafamilia colgadas en el patío, las acariciépara unirme a las almas de mis seresqueridos y salí afuera. No estabasentada aún a la mesa y no habíadecidido si quería sólo pan de cebadacon miel o unos higos cuando Ctímeneme preguntó sobre el nacimiento de supadre. Cogí un higo, lo mordí y la miré.

—Tras nuestra boda —le dije—,llegó el verano y con él otra vez la siegay la prensa de la aceituna. Las

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mariposas amarillas y rojasrevoloteaban entre las espigas doradas,las lagartijas se asaban al sol sobre laspiedras calientes y los días eran tanclaros que se distinguía la cumbre delTaigeto sin bruma alguna. Tu abueloPrixias había participado ya en algunasbatallas. Por suerte, o misericordia delos dioses, había salido sin demasiadaslesiones, tan sólo algunos cortes enbrazos y piernas además de una luxaciónen el hombro. Nada que unas tenacillas,hilo de buey o un buen linimento nopudieran remediar.

Durante los dos años siguientes,Taigeto desaparecía unas semanas de

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vez en cuando y traía noticias de padre.Así manteníamos el contacto con él y lellegaban nuestras novedades. Los díasprevios a que Taigeto se marchara aPlatea yo me afanaba en el campo y enla cocina. Preparaba a padre los guisosque más le gustaban: las familiaresberenjenas rellenas, una tarta dearándanos, quesos, tarros de miel yalguna prenda de abrigo que había tejidocon Neante. Lo preparaba triste y alegreal tiempo, porque mi corazón hubieraseguido a Taigeto hasta Platea, aunquehubiera sido imprudente alelarse tantotiempo de Esparta en compañía de unilota.

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Mi esposo Prixias y mis doshermanos formaban parte de lostrescientos guerreros que componían laguardia de Leónidas y esta tarea lesmantenía muy ocupados. Ya he dichoque Polinices se había casado conEleiria, y el siguiente en hacerlo fueAlexias, que se desposó con unajovencísima muchacha llamada Paraleia,hermana de mi compañera Nausica y,por tanto, hija también de Telamonias elboxeador.

Mientras ellos dos estaban en losbarracones de la Systia, sus respectivasesposas se trasladaban a vivir conmigoa Amidas. A ellas les enseñé también

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los rudimentos de los trabajos en elcampo y a preparar berenjenas conrelleno de cabrito y queso, entre otrassabrosas recetas. Los sabios aconsejanque no haya más de dos mujeres en unacasa, pero tener a mis amigas Eleiria yParaleia era como tener dos hijas,porque eran dulces y aniñadas. Ellasaprendieron de mí cómo podar un olivo,a sellar un tonel que se ha agrietado ocómo se limpia el brocal del pozo de laNéyade. Disfruté como lo había hecho elabuelo Laertes al enseñarles, y sentí quede ese modo él revivía en mí. Seguíateniéndole muy presente cuando lanzabaunos granos de cebada al fuego,

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implorando a la diosa por la salud depadre, al pasar mi mano por encima dela estatuilla al entrar en casa o cuando,durante las fiestas, mis ojos y mis oídosbuscaban infructuosamente el órganohidráulico que el abuelo habíaescuchado en una ocasión. A veces,incluso me sorprendía a mi mismadiciéndole a su espíritu que el añopróximo podríamos escucharlo.

Eleiria pronto concibió y parió a unhijo al que pusimos por nombre Laertes,en recuerdo del abuelo. Sin embargo,Paraleia parecía más seca que una cepacentenaria y los remedios del campo abase de ruda o de espliego no servían

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para que concibiera un hijo.—Pasaron los meses —le conté a

Ctímene— y también yo me quedéembarazada. Con la llegada de la nuevaluna supe que esperaba un hijo y que mivida iba a cambiar por completo. Paríun niño hermoso y fuerte, y esa mismanoche, tu abuelo Prixias envolvió a tupadre en su capa carmesí parapresentarlo a la Agogé. Entonces revivílo que había sufrido con el nacimientode mis hermanos gemelos. Unas tenazasoprimieron mi corazón hasta que tuabuelo regreso con tu padre y entoncesapreté al bebé contra mi pecho, porqueera mío para siempre.

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Nunca supe que se podía sentir tantohasta que fui madre. Hasta entonceshabía tenido tiempo de cepillarme elpelo y de rociarlo con agua de mirtilo ode cuidarme las uñas, que lucían largasy hermosas. Hasta la llegada de tupadre, Eurímaco, nuestra casa habíaestado limpia y en orden. No habíatenido que brincar sobre juguetes demadera olvidados por todos lados.Tampoco me había apurado por sialguna de mis plantas era venenosa, nihabía pensado en lo peligrosas quepueden resultar las escaleras o lasesquinas de los muebles. Sin embargo,tampoco había conocido el raro

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sentimiento de ver que se puede vivircon el corazón fuera de tu cuerpo. Nosabía lo especial que me sentiría alalimentar a un bebé hambriento ni de lacercanía inmensa que existe entre unamadre y su hijo. No imaginaba que tantacalidez, tanta dulzura ni tanto amor mellenarían por entero, porque no sabíaque era capaz de sentir tanto.

—Ya lo entenderás algún día,Ctímene —dije—. Pero no conocía loque es la felicidad con sólo recibir unamirada o una sonrisa. Antes nunca habíasostenido a un bebé dormido sóloporque no quería tenerlo alejado de mí.Nunca antes mi corazón se había roto al

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no poder calmar su dolor. Nunca supeque podía amar a alguien de ese modo.Sin embargo, también sabía que eraespartana y que mi hijo había nacidopara ser un sillar en el muro que protegenuestra Polis, que algún día, aldespedirle en la calle de las Apotheias,debería decirle con el corazón encogidoque regresara con su escudo o encima deél.

Durante esos años, seguíexplicándole, vi cómo tu padre,Eurímaco, crecía día a día. A susprimeros dientes le siguieron losprimeros pasos y, sin darme ni siquieracuenta, empezó a hablar y a correr por

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los campos junto a los ilotas.Los meses corrían inexorables y de

nada hubiera servido que implorara aKronos, dios del tiempo, que losdetuviera para saborear cada instante.Lo cierto es que los trabajos del campome ocupaban mucho tiempo. Polinices yAlexias se incorporaron rápido a susbatallones cuando empezaron lasexpediciones de castigo contra losmesenios, que se habían alzado contraEsparta y se habían fortalecido en laacrópolis de Hira. Durante meses lesveíamos muy poco en la casa, tan sólocuando sus escuadrones recibían algunosdías de permiso o durante las fiestas,

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durante las que nos trasladábamos acasa de Prixias o, en ocasiones, a casade Talos.

Fue durante una de estas ausenciasque decidimos ir con Paraleia alconocido santuario de Hera, cercano aArgos, para ofrendar en el altar de ladiosa, y a su hija Ilitía, la diosa de lospartos, para que le concedieranengendrar un hijo con mi hermanoAlexias. Fue una breve ausencia de doso tres días. Hicimos sacrificios delantedel altar situado en un pequeño bosque alas afueras de Argos. Paraleia se bañóen las aguas de su río y regresamos aAmidas con la confianza de que las

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diosas nos concederían este favor.Y así fue como, empleando los

remedios naturales y los sobrenaturales,pues seguimos con los remedios de laruda y el espliego, Paraleia concibió unvarón pocos meses después. Antes deese verano parió un niño sano y robustoque alegró el corazón de su esposo,Alexias, y al que sus padres pusieronpor nombre Taigeto.

Desde la batalla de Maratón nohabíamos sabido nada más de lospersas, porque las noticias tardansemanas en llegar a Esparta. Pero un díaoí en el mercado de la ciudad que elGran Rey de ese pueblo, Darío, había

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muerto y que había heredado el trono unrey más ambicioso: su hijo Jerjes. Estenuevo rey, tras unificar su reino ydemostrar por la fuerza que podíagobernar tan vasto imperio, alentado porsu primo, el general Mardonio, inició denuevo la campaña para invadir laHélade y vengar la humillante derrotasufrida en Maratón.

Los persas lograron reunir para laocasión una gran flota gracias a susvasallos fenicios y chipriotas, así comoun poderoso ejército. Pronto supimosque algunas de sus tropas habíancruzado ya el Helesponto, queexcavaban un canal a través del istmo

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que comunicaba la península con elcontinente; que almacenaban provisionesa lo largo de la ruta que recorría Traciao que habían erigido dos puentes queatravesaban el Helesponto. A la vez,supimos que Jerjes había ganado para sucausa a varios estados griegos, comoTesalia, Macedonia, Tebas y Argos, queen realidad se mantuvo neutral al nodisponer de guerreros tras la infamecampaña de Cleómenes.

Ese verano combatía el calorardiente y pegajoso en el Fiurotasacompañada de mi pequeño Eurímaco yde otras mujeres. Allí nos bañábamos ynos secábamos al sol como lagartos de

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piel rugosa. Unas semanas antes de lasCarneas, Esparta se llenó deembajadores extranjeros provenientesde muchas ciudades de la Hélade: deCreta, Corcia, Argos y Siracusa. Laintención era crear una alianza y dejarde lado las rencillas tribales. Se habíanenviado a muchos embajadores a lasciudades, pero muchas vivíanamenazadas por el miedo a los persas osus políticos habían recibido fuertessumas de oro para no oponerse a lainvasión. Por ello querían pasarse alenemigo y, tras horas de parlamentos yde negociaciones, el intento de alianzafracasó. Sólo se unieron Atenas,

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Esparta, Corinto, Megara y Egina,además de otros pueblos menores oparte de ellos que no compartían losdeseos de sus dirigentes de plegarse a laamenaza bárbara.

La noticia de que el incontableejército había terminado los canales nosllegó de boca de los mercaderesfenicios y chipriotas, que remontaban elEurotas desde Giteo en sus rápidaschalupas de ágiles remos. Según dijeronen el mercado, el ejército de losbárbaros era como un enjambre deabejas en un gigantesco panal.Disponían de una increíble armada y yaatravesaban el Helesponto. Algunos

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decían que su número era incontable,que su vanguardia ya había tocado tierragriega cuando la retaguardia aúnesperaba para salir en el Helesponto deaguas bravías.

Durante la asamblea de los pueblosgriegos los más agoreros anunciabangrandes desgracias, como el embajadorde la isla de Cos, quien predecía el finde los pueblos libres de la Hélade.Otros, en cambio, eran partidarios deenfrentarse a ellos en campo abierto.Entre los que preferían esperar losacontecimientos estaban Atalante, queese año ejercía de éforo, y su yernoNearco. Éste había repudiado a su mujer

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para casarse con la víbora de Pitone, micompañera de Agogé, aunque le llevaramás de quince años.

—El persa vendrá —dijo en sucurioso dialecto el emisario de Egina alcoger la vara blanca que le otorgaba lapalabra—, y lo hará en tan gran númeroque oscurecerá con sus presencianuestra tierra y nuestra hierba, más quelos que derrotaron los atenienses yplateos en Maratón que canta el poetaSimónides. Pero su Rey no es comoCleómenes o Leónidas; su Rey no ocupasu lugar en la hilera con su escudo y sulanza, sino que lo contempla a salvo, delejos, instalado en su trono sobre una

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colina para ver cómo sus guerreros y susenemigos se hacen pedazos unos a otros.Sus camaradas no son Iguales comonosotros; son sus esclavos y vasallos.Cada hombre, aún el más noble, essimplemente un servidor, no cuenta másque una cabra o un cerdo.

Sin embargo, estas asambleas, ypese a las buenas intenciones ile buenaparte de los emisarios, terminaron sinninguna resolución común y las ciudadesvolvieron a reunirse dos semanas mástarde en el istmo de Corinto para decidirsu estrategia. El objetivo prioritario eradeterminar una posición en la que susfuerzas, inferiores en número, pudieran

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detener un doble ataque por mar y portierra, (imo los tesalios iban a ser losprimeros griegos en ser invadidos,solicitaron ayuda a los aliados para quese defendiera el valle del Tempe, pordonde desemboca el Peneo, amenazandocon pasarse a los persas en casocontrario.

Atalante y Nearco hicieron loposible para desestimar una acciónmilitar aduciendo que quedaban pocassemanas para las Carneas. Sin embargo,los aliados acordaron enviar una fuerzaexpedicionaria al norte para hacer frenteal invasor. A la cabeza de ella fueronenviados el general Eveneto y el

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ateniense Temístocles. Diez mil hoplitaspartieron hacia Tempe, en el Valle deTesalia, situado entre los montesOlimpo al norte y el Osa al sur. El valledonde había nacido la ninfa Euridice,amada del pastor Orfeo, estabadefendido por cuatro fortalezas: Gonnos,Condilón, Carax y Tempe, y por ello erallamado el valle de la boca del lobo.Dada su fertilidad estaba consagrado aldios Apolo y a las musas. Los hombrestuvieron como buen augurio que el lugarfuera donde se recogían los laurelessagrados para tejer las coronas queentregan a los triunfadores de los juegosPíticos. Sin embargo, el rey de

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Macedonia, que tenía buenas relacionescon Persia pero sentía simpatía por loshelenos, y especialmente por Esparta,advirtió a los mandos del EjércitoPeloponesio que la posición eraindefendible debido a la presencia devarios caminos. El lugar era demasiadoancho y los enemigos, superiores ennúmero y con caballería, podíanrodearlos con demasiada facilidad. Así,decidieron abandonarla en favor dealgún otro puesto más defendible, y porello, los tesalios, viéndose ya perdidos,se sometieron a Persia. Los regimientosespartanos, entre los que marchaba miesposo Prixias, regresaron tras quince

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días de expedición, enfadados yhumillados. Se habían retirado sincombatir.

Unos pocos días después, Menanteme despertó de madrugada y me alerté.Quedaban pocos días para que empezarala siega de la cebada y me temí que unaplaga de langostas hubiera irrumpido enlos sembrados. Sin embargo, lo quetenía que decirme no tenía nada que vercon las tareas del campo. Me pidió quele acompañara hasta el camino que subehacia el Taigeto. Yo la seguí intrigadadebido a sus reservas a decirme lo quehabía ocurrido. Llegamos hasta elalcornoque que monta guardia como un

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soldado en la elevación y allí lo vi.Encima de la lápida bajo la quereposaban los restos del abuelo, yacía laforma más o menos humana de lapitonisa, echada sobre la tumba como unpequeño fardo sucio y viejo. Me quedéhelada y todos los temores que mehabían asaltado años antes seconfirmaron. Menante me mirógravemente y meneó la cabeza contristeza. Sólo él conocía toda la historia,pero no quise ni preguntarle qué sabíade ella. Le dije que cubriera el cuerpode la mujer y que me esperara.

Regresé a casa para tomar uncaballo, cabalgué hasta la gruta en la

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que me había entrevistado con laanciana años antes y entré sin titubear.Estaba igual que ese día en que fui apedirle que interpretara mis sueños. Meacerqué a la cunita que seguía al fondode la cueva, recogí con delicadeza loshuesos del niño que reposaban en ella yregresé con ellos a Amidas. Para cuandoamaneció, ya les habíamos enterrado alos dos junto al abuelo bajo elalcornoque. Menante no me dijo nada niyo necesité preguntárselo. Regresé acasa y cubrí de nuevo la cara de ladiosa, cosa que hacíamos cada vez quefallecía algún miembro de nuestrafamilia. Luego musité las palabras que

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habíamos grabado en la lápida demadre:

Insufribles quebrantosfueron de aquellos que tramaron

males.Los dioses cobran su venganzay dichoso el que, libre de cuidados,ha terminado de trenzar el día sin

una lágrima.

Al terminar, eché unos granos decebada al fuego que ardía en el hogar,me rasgué las mejillas y cubrí mi cabezacon el manto en memoria de mi abuela yde mi tío.

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Capítulo 28

481 a.C.

Durante unos días recordé el triste finalde la que quizás había sido mi abuela,aunque nunca quise ni lo pudeesclarecer, porque sucesos más urgentesreclamaron mi atención y me vi obligadaa olvidar aquel asunto.

El verano había llegado y con él loscaminos polvorientos de toda la Héladese vieron invadidos de nuevo por lasembajadas de los estados y de lasciudades aliadas. De nuevo los jinetesespoleaban a sus monturas y los correos

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especiales recorrieron las llanuras deGrecia. Atravesaban los sembradoscomo un rayo rasga el cielo en la nochecerrada, con peticiones de auxilio de losatenienses. Todos los oídos estabanatentos a las habladurías, que corríanigual de rápidas por los mercados queun reguero de fuego. No había tifa queno circularan nuevas, y cada vez másalarmantes, noticias sobre los persas. Lagente no paraba de conjeturar sobre quéacciones militares se emprenderían. Elpaís estaba incendiado de ardorpatriótico. Los hombres redoblaban losejercicios en el campo día y noche. Alládonde miraras, sólo veías broncíneas

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hojas de lanzas.Los periecos y los ilotas que no se

encontraban afilando o engrasando lasarmas o en los campos para la siega, sesumaron a los ejercicios. Se hizo acopiode provisiones y la ciudad requirió undiezmo a todos los Iguales para laguerra que se avecinaba.

Algunos días, como había hecho conel abuelo, me sentaba con mi hijoEurímaco en la terraza, encima de lallanura de Otoña, para ver lasevoluciones de los soldados en elcampo. A modo de juego intentábamosadivinar quién era su padre, o sus tíosPolinices y Alexias, entre el mar de

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polvo que levantaban los sudorososhoplitas en sus ejercicios extenuantes,pues no habían terminado una cargacuando ya los capitanes ordenaban otramás.

Una de esas mañanas, oí decir a ungrupo de ancianos que Atenas se habíacomprometido a construir una escuadrapara detener a los persas, pero la ciudadde la diosa de las artes pedía a Espartasólo una cosa: tiempo.

—Es necesario frenar el avance delos invasores desde el norte —dijo unode ellos— para que les dé tiempo aterminarla.

—Sí —apuntó otro—, Leónidas ha

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prometido contenerles. Ha convocado laasamblea para mañana, a pesar de quealgunos ancianos y los éforos se oponena que el ejército abandone la ciudad. Heoído decir que, aunque ha apelado alsentido común, el éforo Atalante se hanegado a causa de las cercanas fiestasde las Carneas.

—«Bien podrían ser las últimas quese celebren si no se detiene a lospersas», le ha respondido Leónidas —apuntó un tercero.

Era cierto. Los ilotas estaban amitad de la siega y en pocos días éstaterminaría y se iniciarían las esperadasfiestas de la cosecha. Sin embargo, no se

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auguraban muy felices, pues la ciudadestaba divida en dos. Por una parte, seencontraban los que creían que habíaque enviar al ejército para detener a losinvasores orientales; por otra, los quemantenían que el ejército no podía salirde la ciudad en plenas Carneas. En laciudad planeaba la sospecha de quealgunos habían recibido oro persa parano participar en la defensa de la Hélade,y muchos otros dudaban acerca de quéposición tomar, algunos por miedo yotros por ignorar el alcance de lasfuerzas del persa. Se hablaba de tan grannúmero de naves que no era posiblecontarlas y de más hombres que las

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arenas de la playa. Nadie sabía entoncesque formaban un ejército tan nutrido quea ningún griego le cabía en la cabeza.Además, pocos creían que lashabladurías de los marinos pudieran serciertas.

Después de presenciar los ejerciciosen Otoña, yo había pasado la tarde deese día en el río en compañía de miscuñadas Eliria y Paraleia y nuestrosrespectivos hijos. Habíamos hechonavegar barquitos construidos con trozosde madera unidos a hojas de viejosolmos. Habíamos bailado al sol parasecarnos y comido junto a la cañadapequeña del Eurotas. Luego habíamos

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dormido un rato bajo un olivo de ramasplateadas.

Llegamos, a casa entrada la tarde,cuando las sombras de los cipreses sealargaban, tras un agradable paseo porlos campos que rezumaban vida. En lapuerta nos encontramos con Prixias,Polinices y Alexias con el semblantemuy grave. Eurímaco se lanzó corriendoa los brazos de su padre, pero yo mequedé helada. Cuando les vi frente a lapuerta de casa sabía que algo malohabía ocurrido o iba a suceder. Las tresnos sentamos en un banco del patio yellos se acercaron a nosotras.

Allí supe que esa misma mañana, y

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pese a los esfuerzos de los aliados paraconvencer a los éforos, éstos se habíannegado a dar permiso al ejército paraque partiera al norte. A pesar de ello,Leónidas había decidido marchar alfrente de su guardia de trescientoshombres. El cumpliría su parte del pactocon los atenienses. Con sólo trescientoshombres pretendía detener a los persasque habían ya desembarcado en el norte.Mis hermanos y mi marido formabanparte de la guardia personal del rey. Enese momento supe que mis días defelicidad habían terminado, ya que noregresarían ni con su escudo ni encimade él.

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—Pero esto es absurdo —les dije—.Ya habéis oído lo que han dicho losmercaderes. Este ejército no puede sercontenido y menos por un reducidogrupo de espartanos. ¡Vais a meteros enla boca del lobo!

—Haremos lo que debamos hacer yestaremos donde debamos estar,hermana —contestó Polinices por lostres—. Todo hombre ha de morir algúndía y es más agradable a los dioses y alos ojos de sus antepasados que lo hagacon honor y sirviendo a su patria.

—Y mejor si lo hace llevándose alHades a unas docenas de persas —dijoAlexias sonriendo con picardía.

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Esa noche, la anterior al día de sumarcha, apenas dormí. Pasé mucho ratojunto a la ventana, oyendo las cigarras yrespirando el aire caliente que llegabadesde los campos, lleno del olor deltrigo o del mijo recién segado.Interrogué a mi estrella sobre el porquéde todo ello, pero no me respondió. Medio la impresión de que las paredes dela casa gemían entre cuchicheos ysollozos. Prixias intentaba descansar enla cama, pero supe que tampoco dormía,pues sentía su mirada clavada en miespalda desnuda.

—Quiero recordarte así —oí quedecía—, las noches en que la luna y tú

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sois una sola cosa.Cuando me acosté a su lado me

estrechó entre sus brazos, pero no mepareció que debajo de nosotros brotaranla hierba, ni las flores de loto, las deloloroso azafrán o las del jacinto, comoun lecho espeso y blando a la vez. Creísentir en mi cuerpo las cenizas, lasespinas y los rastrojos que hieren lasmanos, amargan el corazón agostandolos sentimientos. Allí, sobre ese lechode dolor, me acostó y me llenó con susbesos, los últimos que me dio ningúnhombre. Me pareció que por encima noscubría una nube, pero no era áurea nibella, ni de ella se escurrían

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resplandecientes gotas de rocío, sinolágrimas de amargura e impotencia.

Supe que no volverían a oler eldulce membrillo, ni a ver cómo losilotas aran los campos, ni a gustar ladulce miel de los panales del Taigeto.Así pues, pedí a la diosa de la puerta denuestra casa que les diera una muertehonrosa, lo más parecida a la de loshéroes que les habían precedido, y queun poeta cantara sus hazañas algún día.

El viento del sur se llevaba consigola juventud, los amores y los deseosincumplidos. Supe que eso nuncavolvería como vuelven las golondrinas olos almendros se pueblan de flores

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blancas al inicio de la primavera. Mepareció que la felicidad sólo existía enlos cantos o en los sueños y maldije lasleyes inhumanas de Esparta una vez más.

Antes de intentar conciliar el sueñopedí a la diosa que mi carácter no seagriara al igual que hace la lechecuajada o el amargo caldo negro quecomen los hoplitas en sus barracones.

A la mañana siguiente hice lo quehicieron todas y cada una de las mujeresde los trescientos guerreros reclutadospara la misión. Antes de la procesión dela despedida, preparé con Paraleia yEleiria el zurrón de campaña de mimarido y de mis dos hermanos. Puse en

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ellos sus golosinas preferidas, susamuletos y algún recuerdo para que noextrañara demasiado el hogar en lassemanas de campaña.

Entre los objetos que dispusimos enlos sacos de piel de ciervo figuraba elequipo médico, enrollado en una gruesapiel de buey que se ataba como vendasobre las heridas, tres agujas curvadasde oro egipcio para coser los cortes,llamadas «anzuelos de pesca», con sucarrete de hilo, compresas de hiloblanco, ataduras de cuero paratorniquetes y unas tenacillas para extraerpuntas de flecha o las astillas llamadas«mordiscos de perro». También

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deposité, envueltos en unas hojas deparra, unos higos, un bote de miel paracada uno y unas berenjenas rellenas decabrito y queso que cociné la nocheanterior. Quise retrasar lo más posibleese momento, pero no estaba en mismanos, porque los dioses habían yadecidido la suerte de los valientes yrecordé las palabras del poeta:

De los humanos pequeño es elpoder,

E inútiles los propósitos y cuitas.En la breve vida hay pena tras

pena.Y la muerte ineluctable siempre

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espera.Porque igual porción de ella

recibenLos valerosos y quien es cobarde.

Antes del alba, los tres nosesperaban en silencio bajo el oscuropórtico de la casa. La llama de un fanaldoraba sus rostros y daba brillo a susarmas. Eliria, Paraleia y yo nosllegamos hasta ellos y dimos a cada unosu paquete envuelto en piel de cabrito.Lo hicimos con reverencia, como quiendeposita los granos de cebada encima delas víctimas llevadas al sacrificio. Sentíque en ese momento no era Aretes hija

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de Eurímaco y nieta de Laertes sino unasacerdotisa de Ares, hacedor de viudasy destructor de murallas. Los niños aúndormían y todo era quietud en loscampos. La jovencísima Paraleia estabaaferrada a Alexias y sollozaba sobre suhombro. Polinices se ajustaba fuerte lascinchas del hoplón en la espalda y suesposa Eleiria le quitó amablemente lasmanos de las correas para que le dejarahacer a ella, aunque sus dedostemblaban y se sorbía las lágrimas. Losmiré a cada uno, pero no vi a tresguerreros sino a tres chiquillos querecogían la merienda para salir en buscade aventuras por los montes. En su

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rostro no se dibujaban el miedo ni laindeterminación, sino el orgullo y latenacidad.

Las primeras luces del amanecerdoraron las paredes de nuestra casa ypartieron hacia los barracones. No senecesitaron palabras para esadespedida. Observé en silencio cómomarcharon con sus espaldas cargadascon el equipaje de guerra. Sabía que erala última vez que les iba a ver salir porla puerta y hubiera querido llamarlespor su nombre para darles un últimoabrazo y un beso a cada uno. Quisegritar su nombre para amarrarles a milado al igual que hacen los marinos con

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la nave en el puerto cuando se acerca latormenta sombría, para que ningúnviento pudiera arrancarles de mi lado,como hacía durante las crudas noches deinvierno, para darles todo lo que no leshabía podido dar. Sabía que era laúltima vez que oiría su voz, que era laúltima oportunidad que tenía de oírlescantar o de que me recitaran una poesía.Hubiera querido conservar en lamemoria cada una de sus últimaspalabras, grabar en mi retina cada unode sus gestos y de sus tempranas arrugaspara recordar así esos rostros tanamados. Sin embargo, me quedé inmóvily embobada con el brillo que

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desprendían sus ojos pues, a pesar detodo, marchaban contentos a la guerra,con la mirada serena y el corazóndecidido. Si me hubiera atrevido leshubiera dicho que les amaba y nohubiera asumido tontamente que ya losabían. Pero seguí inmóvil junto a lapuerta. Me sentí una solitaria estrella enmitad de un cielo tenebroso.

Los tres emprendieron el caminobajo los olivos que circundan nuestracasa. Sus capas carmesí, cuidosamentelavadas la tarde anterior, flotaban alviento; sus escudos y sus cascosbrillaban a la pálida luz del amanecer, yyo estaba allí, quieta, debatiéndome

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entre correr hacia ellos y abrazarles oquedarme erguida como una espartanade mármol que debe decir a sus hombresque regresen con su escudo o encima deél. Se espera de una espartana que nollore en las despedidas y que no digapalabras que entristezcan los corazonesde los guerreros. Pero esa mañana no mesentía espartana, tan sólo una mujer queamaba sin medida.

La vida no iba a darnos otraoportunidad. Sabía que nunca podríaolvidarles y que llenarían mi alma hastael final de mis días. La última vez queves a los que amas algo bulle en tuinterior y lamentas los momentos en que

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no les has dado un beso, un abrazo o unapalabra de aliento. Hubiera queridodecirles al oído cuánto les necesitaba ycuánto me habían dado. Pero habíapasado esa oportunidad y ellos sealejaban de mi vida para siempre.

Entonces corrí hasta el sembradodonde empieza el camino de Esparta yles vi al fondo del valle. Las puntas desus lanzas avanzaban enhiestas y suescudo bruñido colgado del hombroalumbraba su sendero. Me detuve y aúntuve fuerzas para gritar al amanecer:

—¡Hombres!Los tres se detuvieron y se dieron la

vuelta lentamente. Aunque estaban a más

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de un estadio de distancia pude ver elmentón seguro y la mirada austera dePolinices, la picara sonrisa de Alexias ylos ojos amorosos de Prixias.

—Os quiero —musité para mí.Ellos alzaron la mano como si

hubieran comprendido. Luego siguieronhacia la ciudad a reunirse con losmiembros de la guardia del rey. No lesvi más hasta esa misma mañana, en queasistí al adiós más doloroso de losmuchos que he tenido que vivir en lacalle de las Apotheias. Volví aromperme por dentro al verles desfilar.A mi lado, Paraleia y Eleiria levantabanal cielo sonrosado a los hijos de mis

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hermanos, pero yo me sentí sin fuerzaspara hacerlo con Eurímaco. Le llevabade la mano para que viera a su padre, elhombre que no sabía recitar poesías, porúltima vez.

Cuando las espartanas despedimos anuestros padres, esposos o hijos en estacalle les decimos que regresen con suescudo o encima ile él. Así nos haneducado para dar nuestra fuerza a losguerreros, pero creo que en esta ocasiónnadie recitó las consabidas palabras.Sabíamos que ninguno iba a regresar. Larendición no existe en el vocabulario deEsparta. La mayor desgracia que puedeabatirse sobre una familia espartana es

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la cobardía; que un hombre sea señaladocomo cobarde en el combate es la peorhumillación de todas.

Las suaves notas de los aulós medespertaron de mis ensoñaciones yempezó el último desfile de la guardiadel rey Leónidas. Mientras el regimientoavanzaba con los escudos colgando y laslanzas bajadas reconocí a mis hermanosy a Prixias al frente del batallón. Lostres se levantaron el casco para queviéramos sus ojos una última vez. Lessaludé con la mano a la vez que mesorbía las lágrimas para que la últimaimagen que tuvieran de su hermana yesposa fuera la de una sonrisa, señal de

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esperanza, y no la de las lágrimas depresagios funestos.

El tren del armamento, junto al queandaban los ilotas y sirvientes, avanzóentre una nube de polvo. Iba cargado dearmaduras, corazas de bronce yrepuestos de lanzas y escudos. Lesseguían las altas carretas conavituallamientos llenas de jarras de vinoy aceite, panes de higo y frutos secos,sacos de aceitunas, quesos curados,hogazas de pan y sacos de harina,puerros, cebollas y granadas. Lascacerolas se bamboleaban al compás delcanto de los lacedemonios colgadas delos ganchos. Al final avanzaban los

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animales, las cabras y las ovejasdispuestos para el divino sacrificio dela campaña.

Mientras la comitiva se alejaba porel camino real, entre el polvo y loscánticos de los guerreros, subí hasta laacrópolis con mi hijo Eurímaco para vercómo el regimiento emprendía el caminodel norte. Desde allí vimos avanzar a laserpiente colorada por el camino doradosalpicado de olivos plateados. La visiónhubiera sido bella si no fuera porque erauna hilera de ovejas camino delmatadero. No pude ver más, porque misojos se llenaron de lágrimas al verlesmarchar orgullosos hacia las

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Termopilas.Me quedé en el mirador de la

acrópolis hasta que la mancha roja desus capas y los brillos de sus escudos ysus lanzas desaparecieron entre losárboles. Cuando el polvo que levantaronen su marcha se desvaneció en el aire,supe que todo se había acabado y sentíque me ahogaba. Entonces empecé acorrer como una desesperada con elpequeño Eurímaco a rastras. Al llegar acasa quemé unos granos de cebada en elaltar de Ares, dios de la guerra,implorándole que fueran valientescuando la Parca decidiera que habíallegado su hora esperando que no

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deshonraran su nombre. No pude avisara Taigeto de que sus hermanos habíanpartido hacia el norte, porque hacíasemanas que había marchado con elresto de pastores a los pastos.

Por primera vez en mi vida mequedé sola, con la certeza de que nuncamás volvería a ver a ninguno de ellos, ymaldije otra vez las leyes de Esparta y asus éforos, para quienes no existe lacompasión. Para ellos los hombres noimportan, sólo la ciudad y la misión quetienen encomendada. Los trescientosmarchaban a enfrentarse contra unenemigo que les multiplicaba por cien.Iban a ser tan poco numerosos como un

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puñado de guisantes en una jarramientras el resto de espartanos nosdisponíamos a celebrar las esperadasCarneas.

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Capítulo 29

480 a.C.

Recuerdo con amargura que las dossemanas siguientes fueron las peores demi vida. Si alguna vez ha habido unsilencio sepulcral sobre la tierra fueronesos días en Esparta, mientras lasfamilias de trescientos hoplitassufríamos en silencio y esperábamos, aligual que hacen las víctimas delsacrificio, el momento en que elsacerdote nos heriría en lo másprofundo. Porque era tan cierto comoque el día sigue a la noche que nuestros

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soldados en las Termopilas no cederíanun codo de terreno sin regarlo con supropia sangre.

A veces no sabes qué es peor: siacomodarse a la certeza más funesta yconocer la verdad, o esperar a que éstallegue mientras la incerteza te consumepresumiendo lo más funesto. Loshombres y las mujeres justos de Espartavolvieron sus tristes ojos hacia el nortecon el corazón encogido, hacia donde,bajo unos peñascos, se decidía el futurode la Hélade. Por mi parte me sentédurante horas en el banco, debajo de lahornacina de la diosa, sorda a misplegarias.

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El silencio era estremecedor. Losilotas que otras veces cantaban en loscampos para hacer más llevaderas laslabores, callaban. Los pájaros apenas seatrevían a silbar y hasta Eolopermanecía escondido en las grutas desu isla del Egeo.

Las horas pasaban imperturbables enEsparta. Por las noches, en la quietud demi cuarto, mis dedos jugabanensimismados con los pétalos que meregalara Polinices, el collar quecompramos con padre en Giteo y elbrazalete que me regaló mi esposoPrixias. Era como si así les tuvieracerca de mí.

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A los dos días de la partida de losvalientes empezaron las Carneas, aunquemuy pocos ciudadanos participaron eseaño en la procesión del barco durantelas fiestas y se pudieron contar con losdedos de una mano las tiendas que sellenaron de alegría. Muchos espartanos,familiares o amigos de los que habíanpartido con el rey, preferimos quedarnosen casa para guardar luto a entregarnos aunas fiestas que ese año no sentíamoscomo propias, sino como el origen delos males que habían de golpearnos.Pocos asistieron a los certámenes demúsica y poesía en las calles de laciudad. Además, durante la carrera

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sagrada, el portador de cintas no fuealcanzado por los pocos karneatai quelo persiguieron, lo que fue presagio deuna mala cosecha para el año siguiente.

La mañana del quinto día de lapartida de los trescientos el cielo se tiñóde escarlata, el color de Ares, hacedorde viudas, lo cual fue anotado en lascrónicas de la ciudad como signo de malaugurio. El Noto nos trajo, esos díasfinales de las fiestas, un calor sofocanteque agotaba la respiración y anulaba lasfuerzas.

Pasé ese quinto día sentada en elpatio de casa, bajo el emparrado, viendocómo mi hijo Eurímaco jugaba a la

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sombra del pórtico con sus soldados demadera. De vez en cuando me mirabasonriente, y yo me entristecía un pocomás al verle, pues sabía que en pocosaños iba también a abandonarme paraobedecer las leyes de la ciudad.

La noticia del final de los trescientosnos llegó un atardecer, pocos díasdespués. La trajo un hoplita herido enlos ojos e incapacitado para el combatellamado Pantites. Había sido enviadoantes del final por el mismo reyLeónidas. El soldado regresó a Espartacon la indicación del rey de dar parte delo sucedido y describió los hechosdelante de la asamblea de ancianos: los

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espartanos habían resistido cinco díasen el desfiladero. Sólo pudieron serbatidos por la retaguardia, porque ungriego traidor había mostrado a lospersas el camino a través de lasmontañas.

La misma tarde que Pantites narrólos hechos en la asamblea, la noticiacorrió por la ciudad como un incendioque arrasa el bosque y quema cuanto desano y bueno hay en él. Aquella nocheno se encendieron las lámparas y losfuegos de los templos fueron apagadosen señal de duelo. Entre los muertos secontaban, además de mi marido y misdos hermanos, Dienekes, Aristodemos el

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corredor., el padre de Nausica yParaleia, Telamonias el boxeador,Lisandros, Antálcidas el del olivosilvestre, Alfeo, Acanto y así hastatrescientos. Pero durante días nosupimos nada más del final de nuestrosvalientes.

Esa noche y las siguientes apenasdormí, sino que me quedé con la vistatija en el camino que serpentea entre lossembrados esperando a que aparecieranen cualquier momento. Mi cabeza senegaba a aceptar lo sucedido y sentíacómo dos titanes luchaban dentro de ellapara escapar. Mi estómago se llenó derabia y de impotencia, pues veía zarpar

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un barco en el que no podía embarcar.Me ahorraré describir aquí los

sentimientos de tristeza y de soledadque, por otra parte, cualquiera que hayaestado cerca de la muerte podríadescribir mejor que yo. A mi hijoEurímaco le expliqué lo sucedido comomejor pude. Le conté la historia deAquiles y Patroclo, que murieronheroicamente frente a las puertas deTroya. Pareció comprender que sus tíosy su padre no vivirían ya en nuestra casade la colina, sino en el altar de loshéroes de la ciudad. Se mostró apenadopor unos días, cuando me veía sentadaen la oscuridad de mi cuarto, pero

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pronto reemprendió sus juegos con suprimo Laertes, hijo de Polinices, y conlos otros niños de la aldea.

Las mujeres nos vestimos de luto,nos arañamos las caras y cubrimos lacabeza de ceniza por nuestros difuntos.Paraleia, esposa de Alexias, se sumió enel silencio y dejó de comer, apenada porla muerte de su esposo y de su propiopadre. Por mi parte, hice lo que seesperaba de mí: eché unos granos decebada en el pequeño altar de la diosa ycubrí el rostro de la estatua de Artemis.Después quemé tanto los objetos comolas ropas de mis hermanos y de miesposo delante de la casa. Eleiria

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regresó a casa de sus familiares con suhijo Laertes al cabo de pocos días.Nausica recogió en carro a su hermanaParaleia poco después y se la llevó a suhacienda.

Los días siguientes a la noticia, lasgentes circulaban en silencio por lascalles de Esparta y no se hablaba denada más. Los que se habían negado aenviar al ejército al norte tuvieron queesconderse detrás de sus puertas. Lasmujeres espartanas que habíamosperdido a nuestros hombres en la batallahabíamos quemado sus pertenencias. Erauna forma de unirnos a las que durantegeneraciones habían sufrido en silencio

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el mismo dolor que quema las entrañas ypara el que nunca se está suficientementepreparado. Sabía que el lacerantesufrimiento duraría mucho tiempo, queni las visitas que realizaría a Eleiria y alas otras esposas y madres paracompartir el dolor lo mitigarían.Tampoco estaba preparada para lo queocurrió una semana después de iniciar elluto, llenarme la cabeza de ceniza ydesgarrar mis mejillas.

Una tarde, al regresar a Amiclasdespués de visitar a Eleiria en Esparta,unos pastores forasteros me esperabanjunto a los cipreses de nuestra finca. Asu lado tenían un caballo que tiraba de

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una litera. A su lado, N eante examinabael fardo que traía el caballo con los ojosllorosos y las manos junto al pecho. Mequedé aterrada mientras ellos memiraban curiosos, esperando frente a lapuerta de casa.

Me acerqué temblando a la litera yme derrumbé. Encima de ella, envueltoen sábanas de lino, reposaba un guiñapoque se parecía a mi hermano Alexias.Me pareció ver el mismo cuerpecito dePolinices cuando fue sometido a laprueba del roble, sólo que esta vez setrataba de uno de los guerreros másvalientes de Esparta y las heridas eranmuchas y graves. Su frente y todo su

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cuerpo ardían de calor. Me abracé a élcon cuidado mientras mis lágrimas semezclaban con su sudor. Levanté lassábanas que le envolvían para ver quesu cuerpo de atleta estaba lleno decortes y profundas heridas de flecha.

—Sólo los dioses saben cómo estehombre ha llegado vivo hasta aquí —dijo uno de los pastores.

—Pero, ¿cómo…? —conseguíarticular.

—Este hoplita —dijo otro de ellosmirándome con reverencia— ha sidoencontrado vivo, malherido einconsciente, en las Termopilas, al ladode un ilota que protegía a ambos con un

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viejo escudo.Me estremecí al pensar en Taigeto y

el hombre prosiguió:—Cuando iban a enterrarle con los

demás, el ilota dijo a los persas que elsoldado estaba vivo. Los bárbaros searremolinaron a su alrededor para vercon sus propios ojos a uno de losvalientes, y lo rescataron del enjambrede cuerpos y armas bajo los que estabasepultado. Nosotros estábamosenterrando a nuestros guerreros tespioscuando ellos nos lo entregaron. Tambiénhemos acompañado hasta aquí al ilotaherido. Le hemos dejado al cuidado desu familia, en una aldea del norte. Él nos

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ha indicado que trajéramos al guerrero aesta casa de Amiclas, que su hermanasabría qué hacer.

Ahogue un grito al pensar enTaigeto, del que hacía semanas no teníaninguna noticia. Sólo podía ser él quienles había dado tal indicación. Entre loscuatro hombres le entraron en la casa yles pedí que lo pusieran encima de micama. Allí le desnudamos. Vi que lehabían sacado unas cuantas flechas conpoco acierto, porque aún llevaba dosclavadas en la espalda. Antes de quepartieran les entregué agua, pan y todolo que de valor encontré en la casa, peroellos sólo aceptaron la comida. Se

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marcharon y enseguida mandé llamartanto a su esposa Paraleia, que estaba enla ciudad, como al médico.

Filón vino para extraerle las dospuntas de flecha. Nos indicó que lediéramos abundantes zumos de frutas sisobrevivía a las heridas y que él pocomás podía hacer. Cuando se marchó yosí supe qué hacer. No había tiempo paralamentarse. Ordené a Neante que pusieraagua a hervir con abundantes ajos comodesinfectante, y que sacara todas lashierbas medicinales de la bodega. Habíaque restañarle las heridas, coserlas ylimpiarlas con bardana como me habíaenseñado el abuelo o con la piedra de

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Kapur, que comprábamos a los feniciosen Giteo. Cuando llegó Paraleia tuveque calmarla porque venía muyalborotada. Las dos nos pusimos aaplicarle compresas de agua fría parabajarle los malos humores añadiendoinfusiones de alfalfa para la fiebre.

Los siguientes días siguióinconsciente y nosotras seguimosluchando contra la infección. La miel deabeja ayuda a cicatrizar las heridas,como hace la tela de araña. Así que nosturnamos para aplicarle paños fríos enla frente. Cada pocas horas lecambiábamos los vendajes yprocurábamos que sorbiera zumo de

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manzanas, melones o membrillos.La segunda mañana llegó a casa el

anciano Menante, padre de Neante, conun tarro lleno del propoleo de abeja quecrece en el interior de los panales.Apareció con los brazos llenos depicaduras, pero con un jarro lleno deesta rica sustancia que impide que seinfecten las heridas. Se alejó sin decirpalabra, meneando tristemente lacabeza. Al terminar de curarle ledejamos reposar. Las horas siguientes lecambiamos las sábanas y los vendajescon frecuencia. Así velé muchas horas,sentada junto a su cama, implorando aAsclepio que le sanara.

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La misma tarde de su llegada, todaEsparta estuvo al corriente que otro delos trescientos no había perecido en labatalla. Mi hermano Alexias y Pantiteeran los únicos que se habían salvado dela muerte y esa era una suerte reservadapara los malditos. El guerrero más fuertede Esparta había sido condenado a lahumillación de ser tenido por uncobarde. Durante esos días envié a mihijo Eurímaco a casa de mi cuñadaEleiria para que en la casa se guardaraun escrupuloso silencio.

Alexias abrió los ojos por primeravez una tarde dorada y silenciosa en laque corría una suave brisa cargada de

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olor de mar. Tardó un rato encomprender dónde se encontraba y, alverme sentada junto a su cama y que lesostenía la mano, me la besó como unniño y sollozó:

—Aretes…—Shhh… —hice con los labios.—Sólo yo me he salvado de la

guardia del rey, sólo yo…Le puse los dedos en los labios

resecos para que se callara mientras lehacía beber un poco de infusión deadormidera. Era su hermana mayor y medebía obediencia. No dijo nada másporque cayó en un sopor febril que lemantuvo inconsciente durante varios

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días más. Me pareció un niño indefensoy frágil, como aquel que años antesdesafiaba al abuelo y a Menante a que lepersiguieran robándoles la fruta de losárboles.

Estuvo varios días al borde de lamuerte, pero la Parca no se mostró tancruel, y en unas semanas se recuperó desus heridas. Sin embargo, no volvió aser el mismo. Ya no era el Alexias de lasonrisa fácil y las bromas continuas queyo había conocido. Tenía la caracenicienta. Además mantenía la miradabaja, como humillada. Desde su regreso,algo agobiante, pesado como una losa,le oprimía el corazón. Tenía miedo de

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mirar a los ojos a Paraleia o a losdemás. No quise preguntarle sobre losucedido. Me había propuesto nohacerlo hasta que estuviera restablecidopor completo, aunque un fuego mequemaba por dentro para saber quéhabía sido de Prixias, de Polinices y delresto de la guardia de Leónidas.

Mi hermano comía a regañadientes ysu mirada era triste y vacía. La suya noera una tristeza normal, como la quesentía yo por la muerte de Polinices oPrixias. El suyo era un dolor máslacerante, pues ninguno de suscompañeros había sobrevivido en elcombate. Perdió el apetito y disminuyó

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de peso. Pensaba más en la Parca que enlos juegos, en su esposa o en su pequeñohijo, a los que no se atrevió a verdespués de su regreso mandándolos deregreso a Limnai. Con el apetito habíaperdido por completo las ganas de vivir.Sólo mi insistencia y terquedad habíanhecho que recuperara las ganas decomer. Le costaba además conciliar elsueño, y cuando lo hacía, a menudosoñaba y gritaba. Otros días, en cambio,permanecía en la cama y no queríalevantarse. Solo cuando le pedía que meacompañara al pozo a recoger uncántaro de agua accedía a moverse.Temo que se sentía culpable de alguna

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maldición que no había provocado. Nose atrevía a ir a la ciudad, pues la únicavez que lo hizo los ciudadanos le habíanmirado como un traidor a los que habíanperecido honrosamente en la batalla ycomo un cobarde que no había regresadocon su escudo ni encima de él.

Yo temía que mi hermano se arrojaraencima de su espada, como había hechoel emisario de Leónidas, Pantites, alpoco de regresar. La sensación decansancio que tenía le impedía alzar lospies al caminar. Muchas veces leencontraba arrinconado en casa o en elpórtico, bajo sus propias armascolgadas de las paredes, rumiando sus

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sinsabores. Su escudo destacaba en lapared, lleno de abolladuras y cortesprofundos. El armazón interno demadera de roble estaba roto, las capasde bronce y piel de buey llenas deagujeros de flechas. No quise que loarreglaran sino que ordené que loescondieran en el sótano para que no letrajera recuerdos funestos.

En los peores momentos explotabaen violentas crisis de angustia o enataques de llanto por motivosinsignificantes. Pero, una vez más, losremedios del abuelo Laertes vinieron ennuestra ayuda, pues Menante me recordóque el abuelo había tratado la

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melancolía de madre con unas hierbasque usan los pastores para purgar a lascabras. La misma mañana envié aNeante a avisar a Taigeto para quetrajera cuanto antes esas hierbas que éldebía conocer.

Al día siguiente, el mismo Taigetose presentó en casa. Llegó encima deuna mula, pues la pierna en la que habíasido herido aún no había sanado. Salícorriendo a abrazarle y no tuvimos quedecirnos nada. Me mordí la lengua parano reprocharle que hubiera marchado alnorte detrás de sus hermanos sindecírmelo. Había cumplido con sudeber, pues no hay llamada más

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imperiosa que la de la propia sangre.—Taigeto —le susurré.—Dime, hermana—¿Qué ocurrió en

las Termopilas?El miró hacia el horizonte y suspiró:—Yo llegué al cuarto día de que

empezaran los ataques de los persas.Cuando supe que la guardia del reyhabía abandonado la ciudad, recogí lasarmas del abuelo y les seguí hacia elnorte. Contarte lo que ocurrió allí es underecho que pertenece a Alexias y sóloa él. No puedo privarle de ese derecho.Pero puedo decirte que fue un honor vercómo combatió contra los persas. Nadiedestacó más que él en la batalla, ningún

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otro se arrojó con la fiereza de un leónagarrando a los enemigos con ambosbrazos y haciendo crujir sus huesos.Sólo los poetas deberían tener licenciapara cantar sus hazañas, y ni los diosesdeberían atreverse a juzgarle, porque niAquiles, ni los héroes del Canto, ni elmismo Heracles, hijo de Zeus, hubieranhecho lo que mi hermano acometió enlas Termopilas.

Entonces me preguntó por Alexias.Le indiqué dónde estaba, y él entró en lacasa cojeando de la pierna derecha.Desde el patio oí cómo los dos hablabanen la habitación más fresca de la casa, laque da al norte, donde le había

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instalado. La voz de éste sonaba agriacomo un limón tempranero:

—¿Por qué no me dejaste morir conlos demás?

Taigeto callaba y no respondía, y laamargura de Alexias se dejaba sentir ensu voz otra vez:

—Dime, hermano: ¿por qué me hascondenado a esta infamia?

No podía creer que Alexias trataracon esa frialdad al hermano que le habíasalvado la vida y sentí que me rompíapor dentro al oír esa crueldad. Entonces,la voz de Taigeto se irguió segura yresoluta:

—Por la misma razón que el abuelo

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me rescató para que no muriera en elmonte.

No oí nada más, ni creo que Alexiasañadiera otras palabras. Al poco rato,Taigeto salió de su habitación y seacercó a mí cojeando. De sus hermososojos resbalaban dos tristes lágrimas. Leseguí hasta la puerta de casa mientras,taciturno, subía a su mula. Le acaricié lamejilla y le dije tan sólo:

—Gracias por haber venido.Vi como se alejaba despacio hacia

el norte mientras la bruma se adueñabadel monte y las melancólicas sombrasdel atardecer se alargaban sobre loscampos. Cuando su figura se perdía

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entre los olivos detuvo su cabalgadura yme saludó.

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Capítulo 30

480 a.C.

Ese otoño las cumbres del Taigeto setiñeron de blanco antes de loacostumbrado y llegaron los fríostraicioneros. Los mismos que dejandesiertas las camas de los viejos y delos recién nacidos. Entonces llegó elmomento de sacar tanto las mantas delana como los braseros y hacer acopiode leña para el invierno.

Unas pocas semanas después, unmañana fría y gris en la que el Boreasarremolinaba las hojas caducas en el

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patio, estaba con Neante en la cocina ypelábamos unas cebollas para lacomida. Desde la ventana que se abre alos campos vi a dos viajeros que seacercaban por el camino que viene deEsparta. Parecían perdidos hasta que separaron frente a la casa e intercambiaronunas palabras entre ellos. Luego seaproximaron hasta la puerta y yo salí aabrir con mi hijo, Eurímaco, agarrado ami peplos. El más anciano de los dos sedirigió a mí con una pequeña reverenciaque me pareció ridícula:

—Permitid que me presente, nobleseñora —dijo—. Soy el poetaSimónides, de Ceos, una isla de la fonia.

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No sé si habéis oído hablar de mí.Negué con la cabeza y le miré

interesada, porque nunca nos habíavisitado un poeta. El hombre prosiguió:

—Mi compañero y yo nospreguntábamos si vive aquí un talAlexias.

Yo asentí en silencio y escruté a losdos recién llegados. La ley de lahospitalidad me obligaba a ver en ellosquizás a un dios que se paraba frente anuestro hogar. El abuelo siempre medecía que estos vagan por la tierra paraver cómo se comportan los mortales.Aunque en esos momentos hubieranegado el pan y la sal a toda la Pléyade

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de dioses y ninfas.El que se había presentado era un

digno anciano, de aspecto señorial. Sucabello era plateado y escaso. Ladeabala cabeza al andar y su menton parecíafirme; sus manos eran finas y delicadasigual que unos espárragos tempraneros.Vestía una túnica de caminante de lanagruesa que llevaba ceñida a la barrigacon un lujoso cinturón. El otro era másjoven, de nariz picuda y barba rala. Susojos miraban de modo inteligente ysobre su cabeza peinaba una abundante ycuidada cabellera. Como el otro vestíatambién una túnica corta. Amboscalzaban botas de viajero y llevaban un

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zurrón de cuero colgado a la espalda.—He residido en la corte del tirano

Hiparco, en Atenas —prosiguió elanciano ladeando la cabeza ymirándome fijamente—. Este es misobrino Baquílides, también poeta ydiscípulo mío. Hemos viajado muchoestos últimos años por Tesalia, dondenos hemos relacionado con laaristocracia gobernante, los Escopadas ylos Alendas. En Atenas he cantado lashazañas de los griegos en la batalla deMaratón, con lo que me he hecho muypopular. ¿En verdad no habéis oídohablar de mí?

Su innata modestia de poeta me hizo

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sonreír pero seguí callada junto a lapuerta. Alexias salió de casa por detrásde mí y me susurró al oído que salía adar un breve paseo por el campo. Vicomo los dos hombres se admiraban delpoderío de sus hombros robustos asícomo de las heridas de flecha quecicatrizaban en su cuerpo mediovendado. Mi hermano estaba mustio y sealejó lentamente por el camino queserpentea hacia el Taigeto con la cabezagacha. Este fue el Alexias que vieron losdos viajeros andar entre los sembradosy no al soldado que marchó unassemanas antes hacia las Termopilas alfrente de la guardia del rey.

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—¿Este joven…? —dijo el anciano.—¿Es…? —preguntó el más joven.—Sí, mi hermano Alexias. El único

superviviente de las Puertas Calientes.Los dos hombres le miraron con un

temor reverencial mientras su tristefigura se ocultaba entre los olivosplateados.

—Para eso hemos venido desdeAtenas —dijo Simónides—, estimadaseñora…

—Mi nombre es Aretes —dijemientras les miraba con cara deinterrogación.

—Hemos oído —dijo Baquílides—,que uno de los valientes espartanos

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sobrevivió al ejército de Jerjes yqueremos oír de primera mano losucedido en las Termopilas paraconsignarlo por escrito, señora.

En casa estábamos de duelo y yollevaba la cabeza cubierta. Nuncahabíamos alojado a un poeta pero penséque la perspectiva de compartir conellos una sola velada quizás alegraría micorazón, y quién sabe si incluso el delmismo Alexias. Simónides vio quetitubeaba y me dijo que podían costearseel hospedaje si lo arreglábamos por unprecio razonable. Su sobrino Baquílidesse rio por la tacañería de su tío, porquela verdad es que el hombre llevaba al

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cinto una hermosa y abultada bolsa decuero en la que tintineaban las monedas.

—De acuerdo —les dije—. Lo delpago ya lo hablaremos cuando marchéis.

El anciano Simónides titubeó alpreguntar:

—¿Esto no debería decidirlo unvarón de tu familia, estimada Aretes?

Por primera vez en muchos días reícon ganas antes de responderle:

—Esto es Esparta, mi querido poeta.Mi hermano Polinices y mi maridoPrixias han muerto en las Termóplias.Mi hermano Alexias, ya veis, no está encondiciones de decidir nada. Hay otrohombre en mi familia, pero vive lejos y

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no pondría ningún obstáculo a lo quedecida su hermana.

Así les hospedé en casa. Cené conlos dos y con mi hijo Eurímaco a lalumbre de los sarmientos que quemabanen el fuego. Durante la cena les conté losúltimos acontecimientos de Esparta y losinfortunios de nuestra familia y cuáncrueles pueden ser los dioses, que aveces parece que no se apiaden denadie. Ellos, por su parte, me pusieronal día de lo ocurrido en el norte tras labatalla de las Termopilas y los avancesde los persas por la Hélade.

Durante la cena, Simónidesdemostró tener una memoria proverbial,

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pues maliciosamente le puse a pruebarecitando las poesías que sabía deTirteo o de Alcmán y completó todas lasque empecé.

—Mi tío —me susurró el jovenBaquílides— tiene mucha memoria.Incluso ha inventado un sistema pararecordar cientos de nombres. Él lo llamala mnemotecnia. Es capaz de recordartodos los detalles que ve siguiendo unasreglas de su invención. Hace muchosaños, mientras estaba en un banquete, seausentó brevemente, salvándose así demorir aplastado por el derrumbe deltecho. Fue el único que pudo reconocerlos destrozados cuerpos de los otros

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comensales al recordar exactamente loslugares donde estaban sentados.

El poeta Simónides asintió sin decirnada. Estaba concentrado en suhumeante plato de sopa de cebolla queNeante y yo habíamos preparado. Lesconté que el abuelo se sabía de memoriamuchos fragmentos de Alemán, Tirteo odel mismo Hesíodo, pero que yoprefería la prosa de Homero.

—¡Ah! La poesía —murmuróSimónides. —Es un arte como lapintura, ¿verdad? —le dije.

—Sí —dijo él—. La poesía es unarte que habla y la pintura es una poesíamuda.

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—Esto que has dicho es muy bonito—respondí. Él sonrió mientras sorbía lasopa de cebolla. Alexias entró en casacuando terminábamos de cenar ydesapareció detrás de la cortina de sucuarto. Cuando Simónides terminó suplato y oyó el estado en que seencontraba mi hermano se conmovió.Entonces nos contó con voz grave lahistoria de Acrisio, rey de Argos, quienno quería que su hija Dánae concibierapues un oráculo había predicho que sunieto le mataría. Decidió entoncesencerrarla en una torre. Pero Dánaeconcibió de Zeus, quien se filtró por eltecho de la prisión en forma de una

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lluvia de oro. Cuando el rey se enteró deque su hija había parido, la arrojó almar junto a su bebé, Perseo, dentro deun arca de madera. Simónides interpretóesa noche para nosotros la canción queDanae cantó a su hijo cuando se desatóuna terrible tempestad para quedurmiera plácidamente:

Cuando dentro del arca bienlabrada

La arrastraban los soplos delviento

Y el agitado oleaje,Se sintió sobrecogida de terror,y con mejillas húmedas

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Se abracó a Perseoy le habló:¡Ah, hijo, qué angustia tengo!Pero tú dormitas, duermes como

niño de pecho,Dentro de este incómodo cajón de

madera de clavos de bronceQue destellan en la noche,Tumbado en medio de la tiniebla

azul oscuro.No te inquietas por la ola que lanzaPor encima de tus cabellos la

espumaMarina ni del bramar del viento,

recostandoTu bella carita en mi mantilla de

púrpura.

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Si para ti terrible fuera lo que esterrible,

Ya habrías prestado oído ligero amis palabras.

Pero te lo ruego, duerme, niño mío.Que duerma también el alta mar,duerma la inmensa desgracia.Ojalá se mostrara algún cambio,Zeus Padre, movido por ti.si con alguna palabra atrevidaal margen de lo justo te invoco,

¡perdóname!

—Al abuelo le hubiera gustadoconocerte —le dije cuando terminó—.No pareces mal hombre, ni mal poeta.

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El me agradeció el cumplido con unaleve reverencia cortesana y yo les dijeque nos retiráramos, pues debían estaragotados del camino. Les enseñé lapequeña habitación del piso de arriba enla que podían instalarse para pasar lanoche, pero les advertí que dudabamucho que Alexias quisiera contarlesnada de lo sucedido en las Termopilas.

Luego bajé a la habitación de mihermano y corrí su cortina. Estabaechado en la cama y me senté en ella. Lepuse la mano en el hombro mientras sevolvía hacia mí. Tenía los ojosenrojecidos de llorar. Vi en él otra vezal niño que corría entre los árboles o se

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escondía en el sótano para que leencontraran. Mi hermano dejó que leacariciara el cabello ensortijado y creíaliviar en algo el dolor que leatormentaba. En ese momento quise seruna de esas personas que hacen de estemundo algo amable y cordial, un mundoen el que aún se puede confiar.

—Alexias —le dije en un susurro—,han venido para oír tu historia.

—Que se vayan —me dijo taciturno—. No hay nada que oír.

—Han venido de muy lejos —leinsistí—. Quizás te vendría biendesembarazarte del peso que sientes enel alma, aunque fuera sólo mediante las

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palabras. Además, a mí también megustaría entender lo que ocurrió, ya losabes. Creo que tengo derecho a sabercómo murieron Polinices y mi maridoPrixias. Buenas noches.

Corrí de nuevo la cortina de sucuarto mientras él me miraba pensativo.Me pareció ver que unas nubes negras yamenazantes pasaban rápidas delante desus ojos y recordé al niño que durantelas noches de tormenta venía aacurrucarse bajo mis sábanas para quele contara cuentos y dormirse.

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Capítulo 31

480 a.C.

A la mañana siguiente serví un desayunoespartano a nuestros huéspedes a basede miel, cebada, leche de cabra y frutosde nuestra higuera y nuestros nogales. Alterminar, nos sentamos los cuatro bajo ciemparrado del pórtico. Ante nuestravista se abrían los anchos campossegados pocas semanas antes. Simónidesnos deleitó con algunas divertidaspoesías que, al menos, distrajeron elánimo de Alexias, que esa mañanaapenas había probado nada para

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desayunar. Aún tenía los ojos rodeadosde manchas oscuras, como si no hubieradormido.

Cuando nos quedamos callados,Alexias se levantó de la mesa y entró encasa, sumido en su silencio. Entendí queno tenía ningún interés en hablar con losdos forasteros y me ofrecí a narrarleslos hechos que viví el día que vimarchar a los soldados hacia el norte.

El más joven de los dos poetas,Baquílides, sacó de su zurrón unoscuriosos rollos hechos de hojasprensadas, llamados papiros, quefabrican en el puerto de Biblos, yempezó a garabatear con letra diminuta.

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Para empezar, les expliqué lo que habíavivido el día que ci destacamento partióde Esparta:

—Los trescientos partieron de laciudad delante de los veinticuatrobatallones de guerreros quepermanecerían en ella, sin armas yvestidos sólo con la capa carmesí. Esosdías, los campos estaban llenos de ilotasque conducían a los bueyes mientrascosechaban. Quedaban pocas jornadaspara que empezaran las fiestas de ApoloCarneo y durante ellas está prohibidoque el ejército marche fuera de laciudad. Los éforos, en especial unollamado Atalante, se ocuparon de

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recalcarlo durante la asamblea queconvocó Leónidas, aunque siempre hesospechado que otras oscuras razonesles condujeron a oponerse a la marchadel ejército en esa hora trágica. Por esoel rey Leónidas tuvo que cumplir lapalabra dada a los atenienses y salir adefender el paso con tan sólo su guardiapersonal, de la que formaban parte misdos hermanos y mi marido.

Los dos hombres me miraronasombrados mientras me escuchabanatentos. Sólo se oía el rumor de lasramas de los olivos agitadas por elviento del norte.

—Cada guerrero de los trescientos

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escogidos —proseguí— iba engalanadoy armado con su xiphos y su escudo.Todos llevaban la capa escarlata sobrelos hombros, mientras su escuderopermanecía a su lado. Durante lossacrificios de rigor sólo se oían lascigarras o el crepitar de los leños delaltar. Miraras a donde miraras, sóloveías ojos taciturnos y lágrimasenjugadas.

Les expliqué que a los tres les habíaconfeccionado yo misma el equipo queportaban sus ilotas, porque cadaguerrero cuenta con un ilota, excepto loscapitanes, que llevan dos. En suszurrones de campaña cada mujer había

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preparado las cosas para su hombre: susgolosinas preferidas o sus amuletos yalgún recuerdo para que no extrañarademasiado el hogar en las semanas decampaña. Cada hoplita cargaba con másde un talento de material porque, ademásde la armadura y los carcajes de flechas,llevaban medicinas, bolsas con hierbascurativas, resina de pino, adormidera,correas y ataduras para las manos, losperros para cauterizar las heridas, arenay aceite para pulir el bronce, piedrapara afilar la espada y las lanzas,además de raciones de cebada y trigosin moler, cebollas, quesos, ajos, carnede cabra ahumada, dinero o talismanes

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para que les protegieran.Al terminar los sacrificios

habituales el rey dio la orden de partir yla expedición salió de la ciudad por lacalle de la Aphetais, la de lasdespedidas. Las muchachas elevaron losbebés al cielo para que vieran a suspadres por última vez. Entre lostrescientos escogidos se contabangrandes atletas olímpicos y guerreros dela ciudad. Vi pasar, junto a mishermanos y a Prixias, a Malineo, Dorióny a Telamonias el boxeador, padre deNausica y de Paraleia.

—El tren del armamento —proseguí—, junto al que andaban los ilotas y

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sirvientes, iba cargado de armaduras,corazas de bronce y repuestos de lanzasy escudos que brillaban entre una nubede polvo. A estos carros les seguían lasaltas carretas con avituallamientos:jarras de vino y aceite, panes de higo yfrutos secos, sacos de aceitunas, quesoscurados, hogazas de pan y sacos deharina, puerros, cebollas y granadaspara endulzar la amargura de lacampaña. Las cacerolas se bamboleabancolgadas de ganchos y su música huecaacompañaba el canto de loslacedemonios al salir por última vez porlas calles de Esparta. Al final avanzabanlos animales: cabras y ovejas dispuestas

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para el sacrificio ante los dioses paraque la campaña fuera buena.

Callé un rato y paseé mi miradacansada por los campos segados frentea nuestra casa. Corría una brisa suave yagradable que mecía los tallos del trigocosechado dos meses antes. Hubierasido una mañana agradable, perorecordar ese día era como echar sal enuna herida aún abierta. Entonces Alexiassalió de casa con su escudo y su lanza,que yo había ordenado que guardasen enel sótano para que su visión no leentristeciera. Observó a los doshombres con una mirada que hacíasemanas había desaparecido de sus ojos

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y yo sentí que algo renacía en miinterior.

—Esto es lo que queda de lasTermopilas —les dijo mostrando suescudo con las muescas de docenas deflechas.

Luego lo dejó en el suelo y se sentóa la mesa junto a los dos poetas mientraslos miraba de hito en hito. Baquílidescogió otro rollo de pergamino y mojó sucálamo en el tintero. Simónides le miróinteresado bajo sus pobladas cejasblancas y Alexias prosiguió con elrelato:

—El día que marchamos al norte —prosiguió—, una multitud silenciosa se

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agolpó en la calle de las despedidaspara ver marchar a la guardia del reyLeónidas. Los trescientos espartanospermanecimos en silencio junto anuestro escudero durante los sacrificios.A una orden de los capitanes,emprendimos la marcha y pasamos bajolos robles y los cipreses cantando elhimno de Cástor. Los hombresllevábamos la panoplia completa con elzurrón de batalla encima de nuestromanto escarlata. Los regimientosavanzamos con los escudos colgando ylas lanzas bajadas. Algunas muchachaslanzaban a nuestros pies pétalos deflores para desearnos la suerte de los

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campeones. Los augurios del sacrificiode partida no habían sido buenos y,además, entre los hombres circulaba elmensaje que los espartanos habíamosrecibido del Oráculo de Delfos:

»¡Oh vosotros, hombres que moráisen las calles de la extensa Lacedemonia!O bien vuestra gloriosa ciudad serásaqueada por los hijos de Perseo o, encambio, la tierra de Macedonia llorarála muerte de un rey de la Estirpe deHeracles.

Pues Jerjes, poderoso como Zeus, noserá detenido por el valor de los toros ode los leones. Proclamo, en fin, que no

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se detendrá hasta haber alcanzado supresa: vuestro rey o vuestra ciudad,devorándolos hasta los huesos.

»El rey no quería que se cumplierala última parte del oráculo de ningúnmodo y decidió que marcháramos haciael norte. Prefería morir antes que ver elsuelo de Esparta profanado por un reybárbaro o que nuestras mujeres, nuestroshijos y nuestros ancianos fueranconvertidos en esclavos.

»Unas docenas de estadios despuésde dejar a nuestras espaldas laperfumada ciudad de Corinto, noscruzamos con grupos de andrajososgriegos que huían de las avanzadillas

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persas. Llevaban sus exiguas posesionesa la espalda mientras avanzaban conojos temerosos por los angostoscaminos, entre algarrobos y cipreses desombra alargada. Cuando los vimos,supimos que teníamos que llegar alestrecho paso antes que los persas parafortificarlo y estrecharlo aún más. Asíque el rey mandó doblar el ritmo de lamarcha. Los hombres apretamos losdientes y redoblamos el esfuerzo,dejando atrás los carros con lasvituallas mientras los ilotas avanzabancon los ojos temblorosos. Así, la ruta deseis días se cubrió en la mitad deltiempo requerido.

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»Junto a las aldeas abandonadas deAlpeno y Antela, nos encontramos con elresto de aliados que habían decididosecundar la llamada de Leónidas.Nuestras tropas estaban compuestas porlos cientos de tegeos que habían sidoconvocados como vasallos de Esparta, alos que se sumaron los trescientoshoplitas arcadios de la bella ciudad deMantinea, dos mil indómitos guerrerosde Orcómenos vecinos del escabrosomonte Traquis y el resto de Arcadia,Corinto, Flío y de Micenas, ciudad demurallas bien construidas; setecientosbeocios de Tespia, de barbas bienpobladas, que no se habían doblegado a

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los persas y otros lugareños de laFócide y la Lócrida. Cuando sumamos atodos los hombres disponibles, vimosque éramos muy pocos para enfrentarnosen la llanura a las fuerzas del gran Rey.Sumábamos lo que un puñado deguisantes en una jarra.

»Llegamos al fin al estrecho pasoque ninguno de los presentes había vistoen su vida. Era un camino que se abríaentre los acantilados y el mar. Se veíanlos restos de un antiguo muro, que loshabitantes de la zona habían construidogeneraciones atrás para estrechar aúnmás el paso. En el lado del monte seelevaban unos riscos infranqueables,

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esculpidos por las manos de algún diosy negros como las fauces de un lobo. Enlos baños cercanos, dedicados aDeméter y Perséfone, aún habíavisitantes, pero al llegar les dijimos quese fueran. Por suerte, las tropas persasno habían llegado a Traduis y su flotatodavía atravesaba a esas horas la costade Magnesia. Así que sería en lasTermopilas, ese manantial de aguastermales también llamadas PuertasCalientes, en los estrechos y abruptospasos por los que se puede acceder asus chorros de agua, donde se libraría ladefensa de la Hélade. Con nuestraresistencia íbamos a contener a los

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persas el máximo de tiempo posiblepara permitir a los aliados terminar suflota, despoblar el Ática y cumplir así lapromesa de nuestro rey.

»Una vez montado el campamento, aunos estadios de los antiguos muros queíbamos a defender, reconstruimos elantiguo bastión de piedras ciclópeas quehabían construido los habitantes deFocea y Lócrida como defensa contralas incursiones de sus vecinos del norte,tesalios y macedonios. El rey, al frente,colocó piedras y, con la ayuda de picos,cinceles y mazas, arrancamos trozos delas montañas para rehacer el muro. Loshonderos y los arqueros persas, así

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como su caballería, resultarían inútiles acausa del terreno. Una vez terminadoslos trabajos, que nos llevaron todo eldía, vimos que el desfiladero se habíaconvertido en algo tan angosto que sólopodría ser atravesado por una hilera dedoce hombres de ancho. Creo que yasabéis que, en la guerra, las armas dicenpoco, el valor lo dice todo.

»Al atardecer del tercer día sedesplegó a lo lejos una visiónincomprensible. El mar se pobló develas de todos los colores y pareció queel Egeo se había convertido en unasuperficie de madera y de lonas. Laescuadra del gran Rey, una hilera

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interminable de barcos de todo tipo,llegó al cabo que se encuentra al nortedel paso unas horas más tarde y lasplayas se llenaron de sus huestes.Durante la noche se oyó el ruido decientos de trabajadores instalando uncampamento mientras nos llegaba el ecode voces extrañas, así como una nube deolores desconocidos que avanzaron porla playa. De este modo hizo acto depresencia el imponente ejército del GranRey.

»Los persas —siguió contandoAlexias—, tardaron un par de días endesembarcar todo el material. Cuandoconcluyeron sus trabajos vimos que su

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campamento era como una gran ciudadgriega. Habían levantado empalizadas, yentre la niebla que procedía del mar sevislumbraban sus altas y poderosastorres. Tenían miles de sirvientes y detiendas, los carros de vituallas erantantos que, puestos en hilera, losprimeros habrían llegado al poniente dela Hélade cuando los últimos todavíadesembarcaran en el oriente. Por lamañana, cuando la niebla se disipó,vimos que sus barcos cubrían tantasuperficie como alcanzaba la vista. Casino se veía el azul del mar, sino las velasblancas y coloradas de los barcos consus terribles mascarones de proa.

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Causaban tanto pavor que el mismo diosPoseidón debía estar escondido en susgrutas.

»Supongo que el rey Jerjes pensóque, al ver el número de sus huestes, nosretiraríamos y le dejaríamos libre elpaso. Eso es verdad, porque los griegos,al ver la multitud de enemigos quehabían desembarcado en las playas,dudaron de sí mismos. Entonces, Pobos,hijo de Ares y de Afrodita, se apoderóde los corazones más frágiles. El miedoacongojó a esos capitanes aliados, pueslas tiendas del campamento enemigo,situado a varios estadios, eran tannumerosas que se perdían por las

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llanuras. De noche, infinidad dehogueras iluminaban débilmente lastiendas y los barracones de los miles dehombres que habían desembarcado.Desde su campamento llegaban loscánticos y las celebraciones, pues ya secreían vencedores antes de empezar elcombate.

»Polinices me llamó entonces y meindicó que le acompañara. Nosacercamos a las paredes de roca yempezamos a trepar por los afiladosriscos del precipicio hasta quealcanzamos una altura considerable. Nosdetuvimos para descansar en un salienterocoso y sentimos cómo el viento del

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norte nos azotaba los miembros. Luegomiramos hacia abajo para ver lasdocenas de fuegos griegos y los hombressentados aquí y allá. El interior de sustiendas estaba también iluminado y eraun espectáculo contemplar a los aliadosdesde esa altura. Sin embargo, lo quenos dejó sin aliento fue la extensión delcampamento persa, porque desde losabruptos acantilados de las Termopilasla visión era aún más espeluznante. Sustiendas se perdían en la lejanía y losfuegos eran más numerosos que lasestrellas que pueblan el cielo. Alládonde miráramos, había pequeñashogueras que se perdían en la áspera

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noche. Mil fuegos había en el llano y entorno a cada uno se agrupaban cincuentaguerreros. Los caballos, que comían laavena y la blanca cebada, tambiénaguardaban las luces del alba paraempezar el combate.

»Una vez comprobado el tamaño delejército medo regresamos a nuestrocampamento y Polinices fue a informaral resto de capitanes. Al cerciorarse deque las previsiones más pesimistasacerca del tamaño del mismo se habíancumplido, los comandantes de cadacontingente se reunieron en la tienda delrey. Allí se suscitaron muchasdiscusiones sobre qué dirección tomar.

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Los capitanes de los destacamentos delPeloponeso, de Orcómenos, Corinto,Micenas y Flío, se preguntaron si no eramejor retroceder hasta el Istmo deCorinto, donde podríamos defendernosen masa haciendo uso de todos losrecursos humanos.

»«Esto provocaría la defección detodos los aliados situados arriba delPeloponeso», argumentó el reyLeónidas, «los tesalios ya se han pasadoal enemigo a causa de la primeraretirada griega del Paso del Tempe. Noestoy dispuesto a renunciar a máscontingentes helenos, además de que, sinduda, la moral y el prestigio de los

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griegos se verán seriamentecomprometidos si realizamos un nuevorepliegue estratégico. He dado mipalabra de contener a los persas aquípara dar tiempo a Atenas a terminar suflota y despoblar el Ática, y eso haré».

»Los capitanes aliados murmurarondubitativos. Las antorchas en la tiendade Leónidas alargaban las sombras delos rostros, que eran atravesados por lospeores pensamientos. Enfrentarse a lospersas en número tan reducido eraencaminarse a una muerte segura. El reylos examinó uno a uno; sus ojosbrillaron bajo sus bien pobladas cejaspenetrando a los capitanes hasta los

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tuétanos. «Ha llegado el momento de lalucha —dijo finalmente con la miradalija en los fuegos persas—, ya no habrámás retiradas».

—Creo que Jerjes —le interrumpióentonces Simónides— no prestó muchaatención a lo que le había dichoDemarato.

—No conozco esta parte —dije yo.—Por lo que sabemos —explicó el

poeta, acariciándose la barba—, cuandoel rey Jerjes supo que había una pequeñafuerza griega que le impedía el pasohacia el sur y le dijeron que eransoldados espartanos, le preguntó aDemarato acerca de la naturaleza

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guerrera de esos hombres. Vuestrodepuesto rey le contestó de manerarotunda que «los espartanos en combatessingulares no son inferiores a nadie, y enformación compacta son los mejoresguerreros del mundo, pues, pese a queson libres, no son libres del todo, ya querige sus destinos un supremo dueño, laLey, a la que personalmente temenmucho más de lo que tus súbditos tetemen a tí. De hecho, cumplen todos susmandatos; y siempre manda lo mismo:no les permite huir del campo de batallaante ningún contingente enemigo, sinoque deben permanecer en sus puestospara vencer o morir». Como es lógico,

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Jerjes se rió y se tomó sus palabrascomo una mera exaltación patriótica a laque no había que conceder demasiadaimportancia. Sin duda, más tarde hubode recordar las palabras de Demaratocuando vio, con sus propios ojos, cómosu paseo triunfal se convertía en uninfierno.

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Capítulo 32

480 a.C.

Alexias se detuvo un momento parasorber un trago de vino. Me pareció quesu mirada apagada brillaba de nuevomientras los dos poetas se bebían suspalabras. Eran conscientes de que teníanel privilegio de escuchar unos hechoshistóricos de labios de su únicosuperviviente. Alexias puso el vasosobre la mesa y siguió con su relato:

—Dos días después de nuestrallegada, concluidos los trabajos en elpaso, nos apostamos en el interior del

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desfiladero revestidos para la batalla.El antiguo muro que cerraba el paso eraya una sólida e impenetrable muralla derocas arrancadas al monte; unmonumento a los antiguos pobladores dela Hélade que, durante generaciones, sehabían defendido de los tracios tras esasgruesas paredes. Algunos hombrescocinaban algo al fuego mientras otrospulían sus armas. Telamonias, elboxeador, estaba junto a Polinices yambos abrillantaban sus grebas debronce. Yo peinaba con aceite elcabello de Prixias cuando se acercó ainspeccionar por allí Nearco, hombre deCleómenes, un jefe de pelotón muy

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apuesto y engreído. Era el mismo que sehabía enfrentado varias veces con mipadre y un hombre fiel a Atalante aquien Leónidas no quiso dejar enEsparta durante su ausencia.

»«No me gustan los jefes altos depaso ágil, orgullosos de sus bucles y suafeitada a contrapelo —murmuróTelamonias—, prefiero a uno bajito,chueco, pero bien plantado y lleno decoraje». Luego, como el hombre seempeñaba en pasar revista a variosguerreros, Telamonias le gritó: «¡Eh,Nearco! ¡Precioso escudo!» «¡Ygrande!», dijo otro de los hombres.Nearco le miró con circunspección por

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encima de su hombro, sin entender. «Yasabes lo que dicen, Nearco —se rióTelamonias—. Escudo grande…»Nearco le miró sin comprender y se oyóla sonora voz de Telamonias: «¡Penepequeño!»»Los hombres rompimos areír al ver su cara y Nearco iba aresponderle cuando un gran ruido defanfarrias y tambores inundó las playas.Así empezaron a brillar en la lejanía losejércitos del Gran rey, que ya habíansalido de su campamento. El mismoJerjes en persona seguido por sumagnífica corte llegaba al inicio deldesfiladero, delante del que lentamentese iban reuniendo sus huestes. Sus

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banderolas flameaban al viento, que nostraía los relinchos de los caballos y lasórdenes de sus capitanes.

»Un bárbaro a caballo se adelantóentonces desde sus filas hasta el Pasotratando de averiguar algo sobre loshombres que lo defendíamos. El jinetepersa se acercó todo lo que pudo con laintención de observarnos y de hacerseuna idea clara de nuestro número. En esemomento, vio sorprendido cómo noslavábamos y peinábamos los largoscabellos con aceite junto a la orilla,cosa que anotó. También pudo hacerseuna imagen cabal de las dimensiones denuestras fuerzas, datos con los que

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corrió de vuelta al campamento que losinvasores habían establecido más alláde la salida del Paso, en la planicie,junto a la playa.

»De esta manera descubrieronnuestra posición, y debieron quedaratónitos al ver que tan exiguo número desoldados griegos pretendían hacer frenteal ejército que habían trasladado desdeoriente.

—Así es —dijo Simónides—. Ladescripción del tan poco heterodoxocomportamiento de los famososespartanos, y del exiguo número de lasfuerzas reunidas para hacer frente a susejércitos, causó en él gran orgullo, y

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dicen que ordenó a sus generales:«¡Traedlos a mi presencia!»—Por latarde —continuó Alexias—, mientras elmonte se oscurecía, las aves regresabana sus nidos y el dios Helios doraba elEgeo con sus últimos rayos, llegó elmismo emisario persa ataviado de ricasvestiduras. En el paso, sobre el muro,montábamos guardia, entre otros,Polinices y yo. El hombre nos miró ynos gritó desde su montura: «¡Aquí sóloos espera la muerte! No podréisdefender este puesto ni un solo día frentea las multitudes que el Gran Rey tienedispuestas contra vosotros, ni la Héladeprevalecerá en las batallas que están por

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venir. Vuestras mujeres e hijos seránhechos esclavos. Si os rendís, SuMajestad os dará el mando sobre todaGrecia y vuestras fuerzas formarán unaunidad principal en el ejército de suMajestad, con toda la fortuna y gloriaque ello comporta».

Al oírle desde el muro, Polinices legritó apoyado en su lanza de sombrafunesta: «!Eso debe ganarlo uno con sulanza. El honor y la gloria no sonrecompensa que se concedan como en undesfile!»

»Supimos que esa era la primera yúltima negociación del enemigo —prosiguió—. Pasó la noche y llegó la

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rosada aurora, que tiñó el cielo con susamorosos dedos, e hicimos lo quesolemos hacer antes de un combate:anotamos nuestros nombres en un corchoo en una ramita que dejamos en elinterior de uno de los escudos, enretaguardia, para, al regresar de labatalla, saber quién recuperaba sunombre y quién no. Nos colgábamos otracon el nombre en la muñeca a modo depulsera, por si al terminar la batallanuestro rostro resultaba irreconocible.

»Los primeros en luchar, trasmuchas conversaciones, fueron loshoplitas de Tespia, mientras losespartanos nos manteníamos en la

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retaguardia. Así honramos a los quehicieron honor a su alianza con Espartaal ser los primeros en acudir a lallamada del rey. Detrás, sobre el muro,estábamos los espartanos y el resto dealiados, hasta un total de seiscientos,protegidos tras nuestros escudos,mientras el casco de enhiestas crines nosapretaba las sienes.

»Vimos en la distancia que el ReyJerjes, enfundado en una túnicaribeteada de oro, se había situado en loalto de un risco rodeado por su guardia.Para él y su séquito habían montado unasricas tiendas, y multitud de sirvientesrevoloteaban a su alrededor para

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servirles dulces y bebidas como siasistieran a un espectáculo en el teatrode Epidauro.

»Los primeros combatientesbárbaros que llegaron al paso eranmedos y estaban reforzados porparientes del mismo rey. Se trataba de laaristocracia del imperio persa, hijos yhermanos de los que habían muerto diezaños antes en Maratón, ante Milcíades yTemístocles. Este fuerte contingente dehombres tuvo el honor de combatir enprimer lugar marchando orgullososhacia la entrada del desfiladero.Parecían un desfile festivo, porque susropajes eran ricos y variopintos, nada

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que ver con nuestro rústico y pesadoarmamento. Los estandartes del gran Reyondeaban al viento, mecidos por la brisamarina que nos trajo las notas de suscuernos y sus trompas elevándose porencima de las olas. Los grandestambores tronaban igual que unatormenta y su ruido se confundía con laspisadas de los soldados que marcaban elpaso.

»Así empezó todo, y lo que a ojos deaquellos bárbaros parecía un simpletrámite se convirtió en una autenticapesadilla para los asaltantes. Era un díaclaro. El sol brillaba alto en elfirmamento cuando sonaron las cornetas,

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redoblaron los tambores y la infanteríaatacante arrancó a correr paraestrellarse contra las primeras líneas dehoplitas tespios. Cientos decombatientes lo vimos desde lo alto delos muros. Diez filas de griegos librescon un frente de doce hombres era loque se necesitaba para formar unabarrera humana que taponara el murofoceo convirtiendo el desfiladero en unaratonera. El choque de las dos masas deguerreros fue como el ruido del segadorque agarra un manojo de tallos de trigo ylos aplasta. Parecía que cientos devigorosos herreros martillearan en lafragua.

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»De los cielos empezó a llover lamuerte porque, durante toda la jornada,una y otra vez, en masa o en grupos deapenas un puñado de hombres, losvalientes medos atacaban el muro deescudos hasta caer masacrados por lostenaces defensores. El armamento de losasiáticos estaba compuesto de lanzascortas y escudos de mimbre, además deun arco y un puñal. Un armamento que sereveló del todo ineficaz en la luchacuerpo a cuerpo contra las largas lanzasy nuestros escudos de bronce. Lasformaciones cerradas que los tespiosoponían a los asaltantes se demostraban,de esta forma, absolutamente

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infranqueables.»Cuando Helios llegó a su cénit y

habíamos pasado horas presenciando elcombate, supusimos que los Tespiosestaban cansados de apretar a la masade guerreros bárbaros para impedirlesel paso. Vimos desde nuestra atalayacómo los estandartes de un nuevocontingente de persas se acercabandesde su campamento y llegó nuestrahora. El rey Leónidas se puso el cascomientras bajaba la lanza. Al instante, mihermano Polinices, Dienekes y otroscompañeros lo rodearon. Unossirvientes ilotas le trajeron una cabra; elrey realizó una plegaria, le sujetó las

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patas con las rodillas y alzó lamandíbula de la bestia mientras hundíasu espada en la garganta palpitante. Elchorro de sangre salpicó la negra tierrade las Termopilas, manchó lasbroncíneas espinilleras del rey y tiñó derojo sus sandalias de cuero. Con elcorazón rebosante de cólera y los ojosigual que si fueran de fuego brillante,rugió entonces Leónidas con miradatorcida: «¡Zeus salvador y Eros!¡Lacedemonia! ¡Cascos abajo, escudosarriba!»

»Cientos de brazos obedecimos laorden al unísono con un ruido seco. Losguerreros nos ceñimos el casco juntando

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a la vez las hileras, escudo con escudo,hombro con hombro. Bajamos de losriscos para dar a conocer a los bárbaroscómo luchaban y cómo morían losespartanos. Al avanzar entre barro ycharcos de sangre cantamos el himno deCástor, mientras los tespios nos cedíanel puesto en la vanguardia del ataque.Ocho filas espartanas en profundidadcon una docena de soldados de frente, untercio de los soldados de Esparta quehabíamos acudido a las Termopilas,entrenados durante decenios para esedía, avanzamos por el desfiladero al sonde los aulós y entonamos el Embateriona pleno pulmón.

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Hermano que resplandeces como elparaíso

Héroe transportado por el cielo

»Las graves voces sobresalían porencima del entrechocar de los escudos ydel mar embravecido a nuestra derecha.El Egeo, en su lucha contra las rocas delacantilado cercano, emulaba a losbárbaros que chocaban contra losescudos griegos. Los lacedemoniospasamos como una ola de espumaencrespada por encima de nuestrosaliados tespios, a los que relevamos.Nuestras hileras de escudos se abrieronpara que pudieran escapar a la

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retaguardia y de nuevo se juntaron comonubarrones oscuros que presagian latormenta en el negro mar. En su miradavi el terror y el agradecimiento de loshermanos en los momentos más trágicos.Algunos regresaban malheridos, comouno de ellos, que pasó a mi ladomientras se sujetaba la mandíbulapartida en dos por un hachazo. Esta fuela primera vez que entablamos combatecontra los persas.

»Avanzamos trabando una murallaimpenetrable de escudos, marchando enhileras, y blandimos en las manos laslanzas homicidas. De tal modo lohicimos, confiando en los sempiternos

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dioses. Y si hasta ese momento Jerjeshabía visto cómo luchaban los griegoslibres, pronto tenía que ver cómo loslacedemonios aplastaríamos a sushuestes al igual que se hace con lasaceitunas maduras en la prensa. En elcentro de la hilera marchaba Leónidas,con el paso arrogante, al frente denuestra hueste, igual que un hambrientoleón alegre porque ha encontrado dondehincar sus fauces. Su rostro estabaenrojecido, pues al cantar gritaba comoel que más.

»El estrépito al chocar de ambosejércitos fue tremendo. Los gritos y elruido sordo de las armas resonaron por

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el desfiladero mientras el polvo seelevaba sobre nuestros cascos y nuestraofrenda a Ares, destructor de murallas,subía al cielo. Entonces, a pocos metrospor delante, las armas de nuestravanguardia empezaron a segar a lospersas. Las lanzas cayeron de arribaabajo, al unísono. Como una máquinaterrible se alzaban y bajaban de nuevodesde detrás de los cóncavos escudosque ardían igual que el fuego. Todosaceptamos, tan gratas como se acepta elsol que baña tu rostro en un día gélido, alas oscuras Keres de la muerte, sin tenerningún aprecio a la vida. Nos reíamosdel miedo, de Fobo, el hijo de Ares.

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Debíamos hacer lo que habíamos ido ahacer y era un día bello para morir yalcanzar gloria inmortal. Tanta era laalegría que embriagaba nuestroscorazones por aquel triunfo que parecíaque, sobre nuestras cabezas,revolotearan incontables pájaros y lospeces saltaran alegres fuera del aguaazul al son de tan bella canción. Tal erael ardor de todos los espartanos alcantar los versos de Tirteo:

Que cada uno, al morir, arroje elúltimo dardo.

Honroso es en efecto y glorioso queun hombre batalle

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Por su tierra, por sus hijos, y porsu legítima esposa

Contra los adversarios. La muertetendré en el momento

Que hayan urdido las Moiras. Quetodos avancen

Empuñando la espada y albergandodetrás del escudo

Un corazón valeroso, apenas setrabe el combate.

»Ante la fiereza de nuestro ataquelos persas se retiraron unos pasos,dubitativos. Sus capitanes les flagelabancon látigos para que avanzaran. Sustambores y fanfarrias les animaban a la

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lucha.»Se repitió otra vez el ataque de

cientos de ellos, fustigados por detrás,pero chocaron contra los que huían denuestras lanzas. Estos fueronatravesados por las armas amigas, oembestidos por las nuestras, hasta caerpor los riscos al mar, poblado de rocasafiladas como cuchillos.

»No había tiempo para pensar nipara lamentarse, porque una nuevaoleada de medas se acercó corriendopor el angosto paso al ritmo que elespumoso mar batía con fuerza contralos acantilados. La nueva embestidalevantaba nubes de polvo y gritaba

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palabras in comprensibles. El ruido delos tambores, de nuestros aulós y de loshombres que lanzaban rocas desdenuestro muro era ensordecedor.

»A una orden de los capitaneshincamos los pies en el suelo, mordimoslos labios y tensamos nuestros musloscubiertos con el delantal de cuero. Elpecho y los brazos se escondían detrásdel ancho escudo. Por espacio de variashoras, las hordas del Gran Rey seestrellaron contra nuestro muro de metalcomo el navío naufragado durante unanoche de tormenta se estrella contra lasrocas. Empujábamos, gritábamos yreíamos como hacen los borrachos en

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las tabernas de Giteo. Chapoteábamosfelices entre la sangre, los vómitos o losorines fruto de la cobardía o de lamuerte cercana, al ver la impotencia delas huestes del gran Rey. LasTermopilas olían peor que las moradasde Hades, el dios que se alimenta denuestros suspiros y nuestras lágrimas.

»Las filas estaban tan prietas que losilotas apenas podían pasar con los odresde agua para que nos refrescáramos. Elsol a nuestra espalda quemaba cuanto devivo hay en la tierra. A una orden delcapitán nos turnábamos en las filas devanguardia que atacaban a los persas.Así, mientras las delanteras clavaban

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sus lanzas, las traseras empujaban losescudos contra nuestras espaldas parano ceder un palmo del terreno.Simultáneamente, podía oír los gritosdel triunfo y los gemidos del dolor. Semoría y se mataba. La sangre cubría lamadre tierra como un manto espartano.Recordé entonces lo que cantara elpoeta en las puertas de Troya:

Así como las olas que el Céfiroimpele sucédense en la orilla sonora

y primero en la mar se levantan yen la playa y las peñas se rompen

lanzando, bramidos y, combándose,entonces ascienden así

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a gran altura y las peñas se quedandespués escupiendo la espuma,

las falanges.

»Mi hermano calló por un instante yvi como el ardor renacía en él. La luz secolaba entre las parras bañándole elrostro. Alexias entornó sus bellos ojos yprosiguió:

»En ese momento entraron en elcampo de batalla la muerte purpúrea y eldestino imperioso en los ojos nubladosdel hombre, porque los escudos de losmedos son frágiles y al no pesar nopodían hacer fuerza contra el metalgriego. En cambio, nuestros escudos de

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roble, con varias capas de piel de buey,recubiertos de bronce brillante con laLambda grabada a fuego, eran unamuralla infranqueable. Una lanza tocabaa otra lanza; un escudo a otro escudo; elbroquel al broquel; un yelmo a otroyelmo y un hombre a otro hombre. Lospenachos crinados se juntaban cuandolas cabezas se inclinaban, de tal modolas filas estaban unidas.

»Así, los medas resbalaban contralos áspides helenos y dejaban aldescubierto muslos, brazos y cuellos quese teñían de sangre a cada embestida denuestras lanzas. Los hombres resollabany algunos gritaban de dolor. A mi lado,

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Telamonias empujaba con la fuerza delbuey que arrastra el arado y abre latierra. Su musculatura de atleta era unportento que no igualará escultor algunoen su obra. Apretaba los dientes conrabia mientras su barba estaba cubiertade espuma. Había sido herido en unbrazo del que manaba abundante lanegra sangre, pero aún así, entre susojos sudorosos dejaba escapar unarisilla de satisfacción. Yo le mirabaorgulloso, porque me parecía combatiral lado del mismísimo Ares, destructorde murallas.

»Estábamos haciendo lo quedebíamos hacer. Ni nuestra tierra ni

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nuestros padres, ni nuestros hijos iban asaber lo que era ser esclavos. Nostemblaban las piernas porque los medosno cejaban en su intento de penetrarnuestras bien guarnecidas filas. Sushileras de combatientes se sumaban unasa otras como los remeros empujan lanave en mitad del oleaje, y nosotroshicimos como de niños habíamosaprendido a hacer para derribar losrobles de la llanura de Otoña:empujamos ganando codos de terreno,pisando charcos inmundos. Los pechossubían y bajaban igual que hacen losfuelles de una fragua. El sudor resbalabaen regueros al suelo, entre las corazas y

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el cuero. Las filas medas no habían sidoentrenadas para sostener el empuje opara ser heridas, una tras otra. Así,cientos de ellos se encontraroninmovilizados entre sus compañeros,que empujaban por detrás, y los quequerían huir de la carnicería. Loshombres morían aplastados por la faltade aire, lo mismo que las ovejas queentran precipitadas en el redil cuando ellobo aúlla en el bosque.

»Así transcurrió el día hasta que elcarro de Helios se ocultó en poniente ylas largas sombras poblaron la tierra.Entonces se terminó el combate y sólocontamos entre los nuestros con algunos

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caídos y otros heridos. Con las primerasestrellas en el firmamento los persas seretiraron a su campamento y nosotros alnuestro. Llegó la hora de recuperar lasmarcas que habíamos dejado en losescudos y de enterrar a nuestrosmuertos. Acabó el trabajo del carniceroy empezó el del herrero para remendarescudos y recomponer lanzas o el delmédico para restablecer los miembrosrotos.

»Nos reunimos junto a los fuegospara restañar nuestras heridas yrecuperar fuerzas, contándonos unos aotros las hazañas del día para embriagarlos corazones. Allí me reuní con

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Polinices y Prixias y nuestros corazonesse alborozaron al reencontrarnos tras eldía de batalla. Ambos tenían sólo cortessin importancia y algunas magulladuras.Los sirvientes nos trajeron agua paralavarnos y vino mezclado con miel yadormidera para endulzar la amarguradel día. Nos aplicamos unos a otros loslinimentos en las espaldas y losmiembros entumecidos y dejamos queMorfeo, el hijo de la noche, seapoderara de nuestros cuerpos trasdisfrutar de una cena copiosa.

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Capítulo 33

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—El segundo día el ataque vinoencabezado por los guerrerosmontañosos de Cisia, que llegaron porlas paredes del desfiladero y, como eldía anterior, otra vez el peso de nuestraarmadura resultó ser la clave. Losenemigos se apelotonaban cayendo almar por docenas, se agarraban unos aotros y nuestras prietas hileras lesempujaban por el acantilado hasta quese despeñaban.

—¿Esto es todo lo que puedes

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ofrecer, Jerjes? —bramó Leónidasdesde la hilera elevando su ancho cuellohacia el trono desde el que el Gran Reypersa nos contemplaba enfundado en susricas vestiduras.

—Por la tarde atacaron los sacios,que se encontraron de nuevo frente a lashileras bien pertrechadas de losmicénicos y los corintios. Estosbárbaros arremetieron contra el bosquede lanzas como si muriendo ante lamirada de Jerjes encontraran la gloria.

»A media tarde, los espartanosrelevamos a estos contingentes y nosincorporamos de nuevo a la vanguardia.Al terminar cada embestida los hombres

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llorábamos de piedad por estar vivos onos abrazábamos. Yo enseguida buscabacon la vista a Polinices y a Prixias,quienes me saludaban elevando suescudo o su lanza al cielo. Lesreconocía de inmediato, a pesar de estarcubiertos por entero de barro y desangre. Luego recuperábamos las marcasde los brazaletes y recogíamos a losmuertos o auxiliábamos a los heridosque gemían y se revolvían apiñados,formando un cuerpo horroroso. Parecíanlos tentáculos de una bestia marina quehubiera aflorado a la superficie yagonizara tras ser herida de mil modosdistintos.»Con los cientos de medas y

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partos caídos frente al muro,construimos otro para que su sola visiónaterrorizara a las nuevas remesas decombatientes que Jerjes iba a enviar aldesfiladero. Pero las órdenes del granRey eran terminar con nuestraresistencia de modo inmediato, por esoa cada nueva oleada de medos seguíaotra de persas. Parecía que la amarguray la rabia del Gran Rey crecieran a cadaavalancha de guerreros, que eranfrenados frente al muro sin logrartraspasarlo. Nuestra táctica no varió ennada. A una orden del capitán, lasprimeras hileras espartanas clavábamosel pie en el suelo y empujábamos los

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escudos hacia delante; los medos erandespedidos hacia atrás y entonces laslanzas lacedemonias salían de nuestrosescudos como las mil púas de un erizo,clavándose, hiriendo o matando.

»Yo luchaba en la hilera junto aPolinices. Nos animábamos ysonreíamos con la mirada mientrasapretábamos los dientes. Unos puestosmás allá, también en la primera línea delfrente, vi a Prixias que, sudoroso,empujaba a los medos mientras sucompañero Dorión, de anchas espaldas,le protegía con el escudo. Así él seencorvaba sobre sí mismo, y con laespada hería muslos, pechos o barrigas.

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Su brazo era peor que el aguijón de unescorpión de punta afilada, porque todossus movimientos resultaban certeros.Cada vez que se revolvía o giraba sobresí mismo, su espada se teñía de lasangre de algún bárbaro.

En ese momento, Alexias se calló yme miró fijamente.

—No te detengas —le dije.Mi hermano miró a los dos poetas,

cerró los ojos con cansancio yprosiguió:

—Sin embargo, ¡ay! —exclamó— enun momento de descuido, Dorión dio untraspié y resbaló en el fango, dejando laguardia baja. Un medo de mirada torva

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se precipitó enseguida contra él. Unalanza enemiga estaba a punto declavarse en su espalda cuando el escudode Prixias salió de la nada y seinterpuso entre el dardo y su compañero.El arma rebotó contra el escudo, peroDorión no pudo hacer nada para desviarel dardo que otro medo lanzó contraPrixias y que se clavó en su coraza decuero. Quedó herido en el suelo,sangrando abundantemente por elcostado.

Alexias volvió a callar y me miró ensilencio. Yo tenía las manos en elregazo. Estaba preparada para oírcualquier cosa, pero sentí que esa misma

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lanza se clavaba entonces en misentrañas. Desde la casa llegaron lasrisas de mi hijo, Eurímaco, y no pudereprimir un lamento. Mi mente estabaperdida, a muchos estadios de distancia,en el muro focense, aquella tórridamañana llena de sangre y dolor. Misojos estaban fijos en los rollos depapiro sobre los que Baquílidesgarabateaba infatigable mientrasSimónides no se perdía detalle.

—Sigue —balbucí.—Polinices —prosiguió él— pidió

que ocuparan su sitio en la hilera y seretiró hacia atrás, llevando sobre sushombros el cuerpo exánime de Prixias.

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No supe nada más de ellos ni del estadoen que estaba Prixias, pues no pudeabandonar la formación. Un nuevoataque de los medos se precipitó sobrenosotros y entonces hice lo que nuncadebe hacerse. Cuando supe que Prixiashabía resultado malherido algo nubló mimente y abandoné mi hilera. Me adentréen solitario en el bosque de lanzaspersas para ejercer de carnicero. Otrosde mis compañeros abandonaron laformación para protegerme. No recuerdoexactamente lo que sucedió, tan sóloque, cuando sonaron las cornetas de losmedas que les ordenaban replegarse, yoestaba sólo en el campo con un mar de

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enemigos que yacían a mis pies ycubierto por entero de sangre. Losdioses habían sido compasivos conmigoy sólo me dolía algún corte en laspiernas o en el brazo. Mis compañerosme recogieron y me llevaron hastanuestra formación, que tenía los escudosaún en alto en previsión de un nuevoataque. Sin embargo, Helios ya seocultaba de nuevo por poniente; lassombras cubrían la tierra y así terminóel segundo día de los ataques.

»Después de la cena empezamos alimpiar las heridas, los cortes, lasrozaduras de las abrazaderas, a sacar laspuntas de flecha de los escudos o de las

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piernas. En cuanto pude me acerquéhasta la tienda a la que Polinices habíatrasladado a Prixias, que había resultadomalherido en el costado. Los dos nosaplicamos a coserle la herida con losanzuelos e hilos que tú —dijomirándome con ternura— habíaspreparado en el zurrón. MientrasPolinices le aplicaba las tenazasl l a ma d a s mordeduras de perro,calentadas al fuego para cauterizar laherida, yo le cosí el costado. Luego leaplicamos adormidera y le dimos abeber vino mezclado con miel. Lerecostamos sobre unas pieles de cabraabrigándole para que la fiebre negra que

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mata los miembros no se apoderara deél.

»Esa noche intentamos dormir apesar del dolor de los cortes y losmiembros entumecidos. Los ilotas sehabían llevado a los heridos más gravesal fondo del valle para que sus gemidosde dolor no nos impidieran el descanso.Prixias quiso permanecer con nosotros yno quiso que le trasladaran con el resto.

»Al atardecer del tercer día decombates las cosas siguieron como losdos anteriores. Los heridos o muertos yallenaban todo el espacio del paso.Parecía que los persas no tenían unaalternativa eficaz contra nuestras armas.

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Pero entonces llegó el momento de lasflechas que, como una nube de tormenta,ocultaron el sol y que hirieron a aliadosy a persas por igual. Tuvimos queformar entre todos un muro que nosprotegiera de la lluvia de bronce. En uninstante, el campo estuvo sembrado delos penachos negros y verdes de losdardos bárbaros. Sonaron las flautas ylos estridentes tambores cuando losespartanos, a una orden del capitán, nosreagrupamos y bajamos de nuevo laslanzas para salir del angosto paso porprimera vez con un frente de treintaescudos. Avanzamos juntos a la carreracontra el frente de arqueros que no

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tuvieron tiempo de descargar la segundaandanada de flechas. Fueron engullidospor nuestros escudos redondos quebrillaban con un fulgor desconocido.

»Sus generales habían visto quehabíamos salido del paso al campoabierto y querían aprovechar la ocasión.Llamaron a varios destacamentosacampados entre la playa y eldesfiladero mientras sus trompetas ytimbales hicieron un ruido atronador.

»A una orden de Leónidas, sereincorporaron a la lucha los quinientosTegeos, que aguardaban en el paso yque, durante generaciones, habíanluchado contra Esparta. Ellos son, tras

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nosotros, los guerreros más fieros ydespiadados de la Hélade. Así logramostanta fuerza de empuje que las primerasfilas del enemigo cayeron hacia atrás,como una vajilla cae en el armariocuando el tridente de Poseidon hacetemblar la tierra.

»Jerjes, que estaba en su trono sobrela colina rodeado de sus generales, sepuso entonces en pie, sufriendo por suejército, porque vio que la manera enque luchábamos unos y otros era muydistinta. Lo magnífico de la falange es elmodo en que se mantiene unida; es elhonor y la camaradería lo que lamantienen enlazada sin un resquicio, sin

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una abertura o fragilidad. Cuando unguerrero lucha no lo hace para sí mismo,sino para sus hermanos. Lucha paraperder su vida por ellos, para noabandonarlos y demostrar que es dignode ellos. Los soldados de Jerjes, encambio, luchaban por un sueldo oespoleados por los látigos de suscapitanes.

»Estábamos en campo abierto porprimera vez, pero ni así los bárbaroslograban avanzar un solo paso. Alcontrario, eran empujados hacia atrás almodo que los despojos del naufragio sonarrastrados por la corriente hacia elocéano.

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»Lo mismo que una alta y escarpadaroca es golpeada por las olasimpetuosas y los vientos sonoros quevomitan agua sobre ella, así las hilerasde los espartanos aguantábamos lasoleadas de los persas que caían anuestros pies.

»Sin embargo, Leónidas no quisoque el terreno en que luchábamos seensanchara y mandó detener el avancemortal de las hileras para no serrodeados. Este enfrentamiento lejos denuestros muros se prolongó durantebuena parte del día, hasta que, por fin,después de sufrir innumerablespérdidas, los atacantes se dieron por

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vencidos. Abandonada cualquiervoluntad de lucha, no tuvieron másremedio que retirarse de nuevo.

»Al terminar este tercer día decombate, los espartanos caímos al sueloexhaustos, en grupos de tres o cuatro, deocho o de diez. Algunos lloraban, otrosreían, pero todos temblábamos y nosabrazábamos. Teníamos los puñoscerrados sobre las armas, incapaces desoltarlas. Los servidores se apresurarona llegar desde el campamento con odresde agua fresca cruzando el terreno dePlutón, el dios que se alimenta de lasangre de los muertos, esquivando a loscaídos y las flechas clavadas en el

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suelo.»Aunque la victoria había sido

aplastante, tuvimos que lamentarbastantes bajas. Esa noche enterramoscon honores a no pocos héroesespartanos, entre los que conté aPolidoro, Alcamenes, Egesilao y aAr i s tómaco el corredor. Tambiénresultaron heridos e incapacitados paratomar las armas Lampitos, Sobiades yAristón, entre otros. No contamos loscaídos entre los persas porque noshubiera llevado toda la noche. Cuandovi a mi hermano Polinices entre los querecogían su nombre en el escudo, mealegré y fui directo hacia él para

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abrazarle. Estaba cubierto por entero deuna costra mezcla de sangre, polvo ysudor. Se acercó cojeando hasta mí,porque había sido herido en un muslo.Se trataba de un corte feo y profundo delque aún la sangre manabaabundantemente. Polinices me miróorgulloso mientras me daba una palmadaen la espalda y me dijo: «¿Nunca hasvisto la sangre, hermano?».

Alexias se detuvo y tomó otro sorbode vino, luego prosiguió:

—Durante esa noche, sólo se oyó elmartillear de las forjas para enderezarescudos, espadas y lanzas mientras loscarpinteros guarnecían las raederas y

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ensartaban las hojas de lanza en mástilesnuevos o pergeñaban abrazaderas paratener los escudos listos al día siguiente.Fue también a lo largo de esa nochecuando el rey Leónidas empezó a enviara las ciudades a los más jóvenes entrenuestros aliados tespios o tegeos enpetición de ayuda. ¿Porque eran jóvenesy de pies ligeros o por su juventud ypara que no perecieran? No lo sé, peroel rey los enviaba de regreso a suspatrias por decenas. Lo cierto es queningún hombre estaba entero. Todosteníamos cortes y heridas de las quelamentarnos, aunque ninguno lo hizo.

»Al amanecer del cuarto día, en

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cuanto las primeras luces lo permitieron,Jerjes ordenó un nuevo asalto en masade nuestra posición reuniendo para elloa los mejores hombres de cadanacionalidad. Tenía la esperanza de quelos agotados griegos no soportáramos unataque como el precedente, pero seequivocó. Nuestras hileras se habíanreducido casi un tercio debido a losmuertos y a los que no estaban ya aptospara el combate. Muchos cojeábamos,otros apenas podían sostener el escudo ola lanza, pues habían sido heridos enhombros, costados o brazos. Yo temíapor Polinices, porque su herida eraprofunda y la fiebre no le había dejado.

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Cuando le vi en la hilera me miró consorna y dijo a voz en grito paraestimular a los espartiatas: «¡Queninguno tenga lástima del otro, estamosdonde tenemos que estar y haremos loque tengamos que hacer!».

»Sonaron de nuevo los aulós y lostambores a nuestras espaldas porque allíestábamos de nuevo las cerradas filas dehoplitas, esperando la acometida persa.Nuestros corazones cabalgabandesbocados. Éramos la esperanza de laHélade y una pesadilla para los persas.Nuestros escudos estaban abollados,agujereados o remendados. Las lanzas ylas espadas, partidas o llenas de

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muescas. Durante un nuevo día, oleadasde feroces atacantes se estrellarondramáticamente contra la cerradaformación de los griegos.

»Jerjes había advertido a susguerreros que, de fracasar, no tendríanlugar al que retirarse. Por eso, cuandolos derrotados atacantes volvieron sobresus pasos, recibieron una lluvia deproyectiles de parte de sus propiasformaciones desplegadas fuera deldesfiladero. Detenidos en seco, losasiáticos no tuvieron más remedio queregresar e intentar batirnos de nuevo.Fue tal el ímpetu de unos y otros, que losespartanos que combatían en primera

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fila no dejaron que sus compañeros oaliados les relevásemos del puesto,como era habitual en este tipo de largosenfrentamientos cuerpo a cuerpo. Alterminar la mañana, teníamos los labiosy la lengua resecos, cuarteados ypolvorientos como una vieja sandalia decuero, ya que los odres de agua llegabana las primeras hileras con enormedificultad. No hubo testigos quepudieran relatar las proezas de aqueldía, pues los únicos que lospresenciaron fueron los acantilados delas Termopilas, y eran mudos.

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Capítulo 34

480 a.C.

—Esa misma tarde, y tras tantastentativas fracasadas, profundamentecontrariado, el rey Jerjes, que seguíaobservando detenidamente la luchadesde su posición, ordenó el avance desus Inmortales. No podía permitirse otrofracaso, por pequeño que este fuera, ymucho menos a la vista de sus ingentespero heterogéneas tropas. El ataque desus mejores soldados era la mejoropción que podía adoptar en esemomento. Tuvo que decidirse entonces a

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sacrificar a sus mejores huestes, y sobrenosotros se descargó el ataque de losdiez mil, llamados así porque siempreson repuestos para que su número sea elmismo.

»Estos batallones no llevaban cascosobre sus cabezas cuando aparecieronpor la garganta del desfiladero, sino unatiara de fieltro blanco sobre un casquetede metal reluciente, dejando la gargantay las orejas al descubierto. Vestíantúnicas de seda con mangas de púrpura yoro, debajo vestían una cota de mallahecha con aros de hierro, debajo de lasque asomaban unos pantalones bordadosen oro sobre botas de refinada piel de

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gamo. Sus armas eran el arco, lacimitarra y un escudo ligero pintado debrillantes colores. Eran todos hombresfornidos, de unos seis pies de alto omás, escogidos por su robustez en todaslas comarcas del vasto imperio oriental.Sus banderas eran del color del mar y enellas llevaban sus lemas bordados enhilo de oro. Era algo digno de ver,porque parecían los guardianes de unexótico palacio, como sólo se oye en loscantos. Nada más opuesto al aspecto quepresentábamos los aliados tras tres díasde batalla sin interrupción. Sin embargo,ni su legendaria lama ni su imponenteaspecto hicieron que nuestras botas se

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retrasaran o nuestros escudos temblaran.Como había dicho Polinices: estábamosdonde teníamos que estar y haríamos loque tuviéramos que hacer.

»Los Inmortales llegaron al muro enperfecto orden de formación yacompañados por el ruido de unosgrandes timbales que marchaban detrásde ellos, montados en bueyes decornamentas doradas. Por su ruido,parecían los truenos en una noche detormenta que resonaba por el estrechovalle y hacían temblar la tierra bajonuestros pies.

»Aguantamos su embestida,impertérritos, entre el griterío y el

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resollar de los hombres convertidos enanimales de carga. Ya en la lucha, estosInmortales vieron con impotencia cómosus lanzas eran más cortas que lasnuestras, sufriendo de nuevo fuertespérdidas en el combate contra loshoplitas. Los espartanos empleamos conprofusión la táctica de replegarnos,simulando una huida, para luegorevolvernos rehaciendo inmediatamentela formación. Así contraatacamos anuestros desorganizados perseguidores,que habían roto sus hileras mientrasnosotros seguíamos unidos unos a otros,hombro con hombro y escudo conescudo. Ellos se enfrentaban con un solo

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combatiente de brazos incontables que, aun grito de los capitanes, huía haciaatrás, pero a la segunda señal, y trashaber recorrido unas decenas de pasos,frenaba en seco y mostraba de nuevo losbrillantes escudos. Entonces losdesgraciados persas chocaban contra lamuralla de bronce sin avanzar un solopaso.

»Los Inmortales cayeron de continuoen esta trampa. Ello hacía sufrir un grannúmero de bajas a unos soldados que,por otra parte, reemprendíanvalientemente el ataque una y otra vez.Jerjes lo presenciaba todo desde sutrono pero no dejó que los

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descuartizáramos. Se retiraronenseguida a una orden del Gran Reyseguida de un ensordecedor ruido detrompetas. No sabíamos lo que ocurríahasta ver cómo su desordenadaformación abandonaba a la carrera elcampo, y prorrumpimos en unaexplosión de júbilo mientrasentonábamos el embaterion a plenopulmón, entre risas y lágrimas.

Pero no todo fueron alegrías esamañana en la vanguardia del paso,porque vi caer a hombres robustos,curtidos en docenas de batallas. Medolió sobremanera ver caer aTelamonias el boxeador, el abuelo de

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mi hijo, pero también me llenó deorgullo ver cómo partía cráneos con suspuños y que, aún atravesado por doslanzas, rugía, mordía o arañaba. Unadocena de Inmortales tuvieron quetirarle al suelo… y allí se lo llevó lanegra Parca.

»Después de cuatro días de luchacontinuada, el inmenso ejército de Jerjesno había avanzado ni un solo paso en suempeño por entrar en la Hélade.Nuestras pérdidas habían sidorelativamente sensibles, pero la debaclepersa era evidente en el campo debatalla. La situación no podía ser másdesconcertante para el orgulloso

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monarca, que ya había empleado susmejores recursos, incluidos susInmortales, cuando el desuno vino aentregarle la victoria en bandeja. Nosabíamos que esa misma tarde unlugareño llamado Efialtes le reveló aJerjes la existencia de un paso entre lasmontañas: la llamada senda Anopea, quepodía ser utilizada para llegar al otrolado del desfiladero. Sin pérdida detiempo, el rey ordenó al persa Hidarnes,al frente de los restos de los Inmortales,tomar aquella ruta para, al amanecer,confluir desde todos los lados a la vezsobre nosotros.

»Llegó de nuevo la ansiada

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oscuridad. Creo que todos estábamosmaravillados de seguir aún con vida.Como las otras noches, el rey Leónidasnos visitó uno a uno en nuestras tiendas.El mismo llevaba los dos brazosvendados y una fea cicatriz cubría unade sus mejillas. Se interesó por todos,felicitó a muchos por su ardor y a todosrepitió la misma consigna: «Comed,porque cuando el cuerpo se debilitatambién el espíritu se torna más flaco».

»Pero antes de darnos el merecidodescanso teníamos otro penoso deberque cumplir: lavar y ungir con aceite loscadáveres de los caídos en combate. Lesofrecimos sacrificios y los enterramos

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con su capa en el mismo campo debatalla, junto a sus compañeros, en untúmulo de honor. Entre los grandesatletas de Esparta que sepultamos esanoche se contaban entre otros aEuricratides, Anaxandro, Dorión y misuegro, Telamonias el boxeador, quiencomo os he dicho había perecido enprimera línea de combate durante elataque de los Inmortales. Allí nocontábamos con los corredores queprecedían a la expedición para avisar ala ciudad, dar el nombre de los difuntosy preparar los juegos funerarios. Loúnico que podíamos hacer parahonrarles era limpiar las armas y afilar

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sus filos, o reajustar los centros de losescudos o cuidar de los heridos.

»Sepultamos a los valientes yregresamos a la tienda donde reposabaPrixias al cuidado de un ilota. Leencontramos levantado y probándose laarmadura. Intentaba disimular el dolor,pero su frente estaba perlada de sudor ysus miembros temblaban. Leconvencimos para que nos dejararevisar la herida y le quitamos elvendaje. Vimos que estaba bien cosida,y no había restos de manchas infecciosasen su piel. Aun así, estaba muy débil y leaplicamos más miel para ayudarla acicatrizar. «Creo que mañana —nos dijo

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con una sonrisa— podré empuñar elescudo y la lanza».

»Polinices y yo nos miramos ensilencio y le obligamos a que serecostara de nuevo para que bebieraagua en abundancia. Luego me apliqué arevisar la fea herida en la pierna de mihermano. Se había abierto durante lajornada y había perdido mucha sangre.Le noté débil y con ojos brillantes,porque la fiebre había empezado adebilitar sus miembros. Así que leapliqué miel con jugo de adormideraabrazándole la pierna con una piel decarnero y unas tiras de cuero para queresistiera. Luego nos acostamos e

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intentamos conciliar el sueño bajo elmanto de estrellas que nos cubría.

»Algunas pequeñas fogatas aquí yallá permitían ver los rostrosdemacrados y sucios de los hombres queintentaban conciliar el sueño en vano.Muchos hablaban en susurros, pero nohabía lugar para las risas. Uno empezó acantar unos versos conocidos en laSystia. Pronto se le unió otro y otro más.Sentimos por unos momentos que nosencontrábamos al abrigo de nuestrascofradías en Esparta y esa sensaciónconfortó nuestros corazones. No sé quépensarían los persas al oírnos cantar,alegres, alrededor de nuestras fogatas,

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pero tengo por seguro que estabanconvencidos de que se enfrentaban a losdemonios del Hades.

«¿Sabéis qué me gustaría ahora? —nos dijo Prixias en un susurro—. Oler elcabello perfumado de mirtilo de Aretesy oír su risa como el agua clara quebrota de una fuente».

»Los dos le miramos conmelancolía, porque nuestra mente volóhasta nuestra casa en Amidas y nuestrosbien sembrados campos. Cerré los ojospara recordar los baños en la orilla delEurotas, los cálidos veranos y lasnoches que pasábamos oyendo lashistorias del abuelo, a la luz de las

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estrellas, bajo el pórtico de nuestracasa.

«Ya habrán empezado las fiestas delas Carneas», dijo Polinices. Entoncesrecordamos las animadas celebracionesen Amidas, o en casa de Prixias, cuandotodos, al calor de la lumbre,disfrutábamos de los bien cebadoscarneros o de mil platos deliciososrodeados de los amigos y los familiares.Escamandro turbó ese sueño cuando dijoa nuestras espaldas: «Esto se acaba. Tansólo quedamos un tercio de los soldadosque llegamos a las Termopilas».«¿Creéis que los éforos mandarán alejército para reforzar nuestra

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expedición?», preguntó alguien desdelas sombras.

»Estas palabras turbaron nuestroánimo. Los soldados seguimos mirandoa las brasas del fuego en silencio. Hacíacuatro días que de los cielos llovía lamuerte. Cuatro días durante los que lasKeres vagaban por los campos de día yde noche. Todos esperábamos elmilagro, pero como se aguarda cuandono se tiene esperanza. Con estospensamientos sobrevino un silenciogélido, más tenebroso que el ruido de labatalla o el entrechocar de los escudos.

«Mejor que durmamos —dijoPolinices—. Mañana hemos de estar

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listos para el combate». «Hermano —ledije yo—, con esta pierna no estás aptopara formar en la hilera». «Ya veremos,Alexias», me respondió antes de darsela vuelta sobre las pieles y dormirse.

»Fue durante esa noche, después deuna larga jornada de lucha, cuandoLeónidas tuvo noticia de que había uncamino de montaña que podía serutilizado por los persas paraflanquearnos, aunque no sabíamos aúnque ellos ya lo habían empezado arecorrer la tarde anterior. Al lugarfueron enviados de inmediato los milhoplitas de Focea con la intención deguarnecer el paso, con la esperanza

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última de que el enemigo no supiese desu existencia.

»Me desperté de noche cerrada parabeber agua. A mi lado vi que Prixiasestaba vestido ya con la coraza. Unorgullo fiero brillaba en sus ojos,aunque su cara estaba macilenta y suboca triste. El cielo aún era negro, perobastantes hombres se distraían de suspensamientos funestos royendomendrugos de pan seco y queso de cabrajunto a las hogueras. Me acerqué aPrixias, quien me ofreció algo de lo quellevaba en el zurrón. «Ciertamente seráaquí, me dijo, entre estas escarpadasrocas, donde terminarán nuestros días».

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«Esperemos que sea para entrar en laleyenda», le respondí.

»Luego intentamos dormir de nuevo,recostados en silencio sobre las pieles,al amparo de las estrellas y de la luna,que brillaba plateada sobre la superficielisa del mar.

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Capítulo 35

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—Poco antes del cambio de la segundaguardia, cuando aún los dedospurpúreos de Helios no habían pintadoel venturoso cielo, un focense bajósaltando por los riscos de la sendaAnopea a nuestra retaguardia y nosdespertó con grandes gritos. Losinvasores, dijo, habían recorrido va lamitad del camino oculto entre losmontes. Se aproximaban a nuestraposición a buen ritmo, porque cuandolos focenses, que defendían el paso, se

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habían visto aquella noche desbordadospor una auténtica marea de persas, sereplegaron confundidos hasta lo alto deuna colina cercana. En principio,trataban de ganar tiempoatrincherándose en una posición fuerte,pero en realidad lo que hicieron fuedejar involuntariamente el camino librea los persas que, sin dudarlo unmomento, les dejaron de lado yprosiguieron con su avance en direcciónal desfiladero para caer a nuestraespalda.

»Las nuevas del avance del persapor las montañas despertaron a Leónidasen su tienda. En ese momento, el Miedo

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y la Confusión camparon a su aire entrelas fogatas de los aliados. Pronto sereunieron los líderes griegos en la tiendadel rey a la luz de las antorchas.Resolvieron que toda resistencia erainútil, y que la posición debía serevacuada en ese mismo instante,aprovechando la oscuridad. «No haynada que nos retenga aquí», exclamó unode los capitanes de Mantinea. Muchosasintieron y parecía que el sentidocomún iba a imponerse en la asambleacuando Leónidas habló: «Es cierto. Nohay nada que nos retenga aquí… exceptoel honor».

»Todos los hombres del

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campamento estábamos ya despiertospara esa hora porque la noticia habíacorrido entre las hogueras llevada por elmismo Hermes de pies alados. Algunosmaldecían nuestra suerte y otrosaprovechaban para garabatear enpiedras o en maderas un último saludo asus familias.

»Por lo que supimos, los aliadossupervivientes fueron invitados aretirarse hacia el sur por Leónidas. Lohicieron rápido, pues nada salvo lamuerte les aguardaba allí. Primerodesfilaron los arcadios de Mantinea, deTegea y de Orcomenos, luego loscorintios, los locrios y lo que quedaba

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de los micénicos, pues de unos cienhoplitas que se habían sumado a lastropas cinco días antes, tan sóloquedaban diez con vida. Algunos denuestros hombres les daban indicacionespara los suyos o les entregaban lo quehabían escrito. Unos y otros nosabrazábamos, pues los que nos dejabanno lo hacían por cobardía, que ésta noexiste en hombres que han luchadodurante cinco días contra un ejército queles multiplica por cien.

»Leónidas consideró que su deber yel prestigio de su patria nos obligaban adefender la posición hasta el final. Sudecisión fue imitada por los tespios y

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los voluntarios tebanos. En total, y comomucho, unos dos mil hoplitas quedecidieron quedarse para morir connosotros. Se dispuso lo que quedaba dearmas y corazas en un montón, para quesirvieran de almacén y que cada unotomara lo que pudiera serle útil.

»Durante aquella difícil noche, ymientras las ultimas columnas de losgriegos en retirada se perdían endirección al sur y la oscuridad devorabasus antorchas, el astuto Dienekes fuetocado por el dios. Fue él quien propusoa Leónidas pasar al ataque. En esemomento, pocos capitanes rodeaban alrey en su tienda, y el cansancio había

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adormecido sus rostros, en otra horaanimosos. Hasta ellos se llegó Dienekespara decirles: «¿Por qué no aprovecharla oscuridad y la segura confianza con laque los persas acampan más allá deldesfiladero para penetrar súbitamente ensus posiciones, buscar la tienda del rey,que será localizable, tomarla al paso yacabar con su vida?»»Las caras de lososados capitanes, Polinices entre ellos,se iluminaron. Era verdad. Muerto elGran Rey, sin ninguna duda su ejércitose desharía como la miel en el agua.Leónidas no dudó mucho. Había todavíatiempo para realizar aquella hazaña,pues Hidarnes y sus tropas de los

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Inmortales a buen seguro no llegaríandesde las montañas hasta el amanecer, ypara ello quedaban aún unas horas deoscuridad que ampararían el ataquetemerario y desesperado. Era, sin duda,el mejor plan posible, así como osado yglorioso.

»Tan sólo los espartanos salimos ensilencio del desfiladero mientras elresto se quedaba en el campamentopreparando la última defensa. Frente anosotros se abría el campo de la muerte,en el que los cuervos y los pájaros sedaban un festín. A lo lejos, a pocosestadios, se vislumbraban entre la nieblalos centenares de fuegos y las tiendas de

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los enemigos. Leónidas desplegó lasunidades en pequeños grupos de unosdiez hombres que sólo cargábamos conlos escudos y las espadas para ir másligeros. Ninguno iba cubierto con lapesada coraza. A nuestra retaguardiadispuso a los arqueros para el caso deque tuviéramos que emprender unarápida retirada. Cuando todo estuvodispuesto, ordenó mediante señas elavance sobre el campamento delbárbaro. Polinices y Prixias se quedaronentre los que aguardarían nuestroregreso en el campamento mientras elresto avanzamos en silencio, pegados alacantilado.

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»Lo último que podían esperar lospersas era este desesperadocontraataque y, sobre todo, la intenciónfinal que era llegar hasta la mismatienda del rey. En formación cerrada, losgriegos irrumpimos en el inmensocampamento persa, embozados en laespesa noche. Llegamos comoembajadores de las Parcas y las Keresque no deben nombrarse. Si alguienhubiera visto nuestro aspecto, hubierasupuesto que habíamos cruzado el ríoAqueronte, junto al barquero, paracosechar las almas de los infortunados.

»Los vigilantes fueron silenciadospor hábiles arqueros y, antes de que se

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generalizara el combate cuerpo a cuerpopor doquier, cientos de persas yacíandegollados encima de sus esteras.Caímos sobre ellos como los pájaros dela muerte en el momento que nuestrasespadas aletearon sobre ellos, dibujandoterribles círculos. El campo y la nochese llenaron de gritos. Los bárbarospersas no sabían lo que ocurría porqueen sus mentes no cabía la posibilidad deser atacados. En el grupo principalavanzaban Leónidas junto a otros bravosguerreros, entre los que estabanDienekes y Aristón. Este primer grupo,compuesto por una docena de hombres,fueron directos hasta el enorme

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entoldado de finas sedas alumbrado pordecenas de braseros custodiado porvarios guerreros. Otros avanzábamos acierta distancia de la partida del reypara proteger sus flancos y eliminar alos grupos de bárbaros que se acercabanen la oscuridad, entre la confusión y losgritos a los que se sumaron los relinchosde los caballos asustados. Sus sombrasy las nuestras bailaban extrañas danzasreflejadas en las lonas de las tiendas decampaña. Cuantos persas avanzabanhacia la tienda del monarca eransilenciados al instante.

»Los enemigos salieron como lasavispas del enjambre al entender,

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asombrados, lo que ocurría. En nuestroempuje habíamos llegado hasta la mismatienda de Jerjes, pero estaba vacía.Momentos antes, el Gran Rey había sidoprudentemente alejado del lugar.

»Mientras la noche cubrió el campo,el combate se convirtió en una espantosamatanza para los invasores y susaliados. En la confusión, los persas sedespedazaban mutuamente sin saber bienlo que ocurría ni contra cuántosenemigos luchaban. Pero, finalmente,Helios tiñó de púrpura el cielo y, conlas primeras luces del alba, los persaspudieron hacerse una idea cabal delnúmero de los griegos infiltrados. Su

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contraataque no se hizo esperar.Surgieron de entre los árboles yaorganizados por sus capitanes.Rebasados por todos los lados, y ante lainmensa superioridad numérica delenemigo, fuimos lentamenteexterminados. Aquí la Parca le robabala vida a Antemio, el de anchasespaldas, a manos de cuatro bárbaros.Apenas podía sostener la lanza y sucuerpo estaba atravesado por dardosenemigos, pero aún gritaba forcejeandocontra ellos hiriendo a unos y matando aotros; allí, Plesitarco caía muriendoentre un numeroso grupo de Cisios delargas cabelleras mientras blandía el

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escudo por encima de su hermosacabeza.

»Buena parte de los nuestroscayeron en la lucha, y el mismoLeónidas fue malherido por un dardo.Sobre su cuerpo se recrudeció elcombate, pero los bárbaros no pudieronapoderarse del rey caído, pues loslacedemonios formamos en hilera yavanzamos para apoderarnos de tanpreciado tesoro.

»Pocos regresamos a la boca deldesfiladero, y allí, en la precipitadaretirada, me alcanzó el primero de losdardos que iban a herirme ese día.Atravesó mi delantal de cuero y se clavó

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en el muslo con gran dolor.»Algunos dijeron que, para cuando

llegamos al muro, el rey ya habíafallecido en brazos de su guardia. Perono era cierto. Vi que vendaban su cuerpoy que sus fuertes y poderosos puñosasían sus armas, porque cuando semostró de nuevo entre los soldados,supe que el rey sería el comandante denuestras huestes hasta el final.

»Los bárbaros que nos perseguíanfueron recibidos por una oleada deflechas tespias, y ello detuvo sudescoordinado avance, pues vieron denuevo los escudos de los griegos que sehabían quedado en el desfiladero

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avanzando hacia ellos al canto delEmbaterion. Sin embargo, había llegadoel día que las terribles Parcas habíanescogido para el final de los espartanos.

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Capítulo 36

480 a.C.

—Eos, el amanecer, trajo finalmente laluz a los cielos con sus dedos rosados ylos vigías bajaron corriendo de lospicos orientales. Habían divisado laexpedición de los diez mil acercándosepor la retaguardia. Se hallaban sólo aunos treinta estadios de nuestrocampamento. El anuncio de que el persaHidarnes desembocaba ya al otro ladodel desfiladero provocó la retiradaordenada de los últimos supervivientes;grupos de tespios y espartanos nos

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replegamos codo con codo sobre lasrocas de las Termopilas, pues lostebanos optaron por rendirse yentregarse allí mismo a los persas.

»El trono de Jerjes se habíadesmontado y el mismo rey avanzabapor el desfiladero al frente denumerosas fuerzas para enfrentarse a loque quedaba de los aliados. Lasnumerosas huestes del Rey se detuvierona menos de un estadio de nuestroreducido grupo. Varios soldadossostenían a Leónidas, que a ratos estabaconsciente, y le daban a beber abundanteagua. No entendíamos a qué esperabanlos bárbaros para terminar con aquello,

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hasta que una nueva embajada llegófrente al muro. Estaba compuesta porcuatro caballeros persas que sortearonla maraña de cuerpos y armas quesembraban el suelo como si fuera unmatadero de reses. Fue un último acto depiedad y de admiración hacia los osadosdefensores.

«¡Jerjes no quiere vuestras vidas —nos gritó uno de ellos en nuestra lengua—, sólo vuestras armas!» «¡Dile quevenga él a buscarlas!», chilló Dienekes,quien apenas se sostenía en pie, puesdurante el ataque al campamentoenemigo una lanzada le había roto lostendones de la rodilla.

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»A Leónidas, malherido y sostenidopor dos soldados, le brillaban los ojosllenos de fiebre al ver que los persas nose atrevían a atacar y esperaban lallegada de los Inmortales. Ahí, junto alimprovisado montón ile armas que nossirvió de almacén, en brazos de Agis yde Aristarco, ordenó que los ilotas searmaran y perecieran como si fueranespartanos. Y ahí, desde eseimprovisado trono, sobre esos escudospartidos y esas armas inservibles, sedirigió a las docenas de soldados quequedábamos con vida. Todos nosagrupamos a su lado, escudo contraescudo, para oír sus últimas palabras:

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«Si nos hubiéramos retirado de estaspuertas, hermanos —nos dijo conesfuerzo—, se hubiera considerado unaderrota que habría confirmado que esinútil resistirse a los persas. Por esomoriremos con honor y transformaremosnuestra derrota en victoria. Juramosresistir o morir, ¡y eso haremos!Debemos resistir hasta que nuestrosaliados puedan retirarse de la caballeríaenemiga. Necesitan tres horas. ¿Me lasdaréis?»

»Todos los supervivientes gritamosque sí. El panorama que ofrecíamos nopodía ser más desolador. Ninguno de loshoplitas conservábamos un miembro

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sano. Allá donde posaras tus ojos veíascortes, rasguños, miembros amputados,heridas mal curadas o sin cicatrizar,pero en todas los ojos bullían el orgulloy la determinación. Polinices apenas sesostenía en pie y tenía contra su pecho elrostro febril de Prixias, que todavíatenía fuerzas para sostener su escudo ysu lanza.

«Nunca he creído en la superstición—continuó el rey, a quien le costabarespirar— de que los hombres antiguoseran más valientes y fuertes quenosotros, y mucho menos en este día.Intercambiemos las armas con los ilotas;ya todos formamos una unidad de pueblo

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y de destino. De los espartanos dentrode mil años quedará lo que hoy hagamosaquí, porque trescientos hombresresistieron ante un enemigo que lesmultiplicaba por cien y sólo a traiciónfueron vencidos. ¡Tomad un buendesayuno, pues compartiremos elalmuerzo en el infierno!»

»Por el monte brillaban ya las armasde los Inmortales que se acercabandeprisa. Mientras esperábamospacientes la última embestida de losbárbaros obedecimos las palabras deLeónidas y —nos contó Alexiasmirándome agradecido—, en estemomento final, comimos las berenjenas

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rellenas de cabrito que nos habíaspreparado. Lo hice junto a Prixias y aPolinices, y al gustar su sabor mepareció estar de nuevo en casa, alamparo del fuego, junto a padre, madre yal abuelo, porque me supieron mejor quenunca.

»Al terminar el último desayuno,Prixias me pidió que le pusiéramos elescudo en el brazo izquierdo, la lanza enla mano derecha y que le ayudáramos alevantarse. Ayudé también a Polinices ylos tres juntos nos acercamos al resto deiguales que quedaban con vida hacia unaespecie de túmulo existente poco másallá de las posiciones del muro foceo.

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Nos apiñamos alrededor de Leónidasjuntando nuestros escudos, y el rey tuvopalabras elogiosas para todos.

»Así llegó la última hora, y escurioso ver lo que el miedo provoca,porque ante la cercana muerte aparecenen la mente los rostros de los familiaresmás allegados: la mujer y los hijos, loslugares en los que has sido feliz, luegoel de los seres queridos que ya hancruzado el río hacia la orilla de los queno regresan. A todos ellos, el guerreroles saluda con afecto y compasión. Aellos les entrega su amor y de ellos sedespide mientras saluda a Helios porúltima vez.

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»Llegó la hora y la formación de losInmortales apareció al otro lado delpaso. Entonces, a una orden del GranRey, el cielo se oscureció y miles deinconfundibles silbidos precedieron a lalluvia de flechas que nos cosió a latierra. Nos juntamos en un intento vanode defendernos de la tormenta de bronceque los rabiosos persas lanzaban ahorasobre nosotros desde todas direcciones.Se cumplieron entonces las palabras queuno de los emisarios había dicho, que elsol se oscurecería por sus flechas.Ciertamente, el mismo Febo, el granarquero Apolo con armadura de guerra,avanzaba entre los hoplitas y los escogía

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uno a uno lo mismo que el granjero tallalas espigas, mientras éramos heridos enlos costados, en las piernas o en loshombros.

»Los hombres maldecían y gritaban,pero no de dolor, sino por la impotenciade no poder luchar. Docenas de flechasnos fijaban a la madre tierra y los gritoseran los de la frustración de loscorazones de los guerreros. Los que noestábamos heridos mortalmenteformamos otra vez la hilera, de tan sóloocho o nueve hombres de frente y dosfilas de fondo. Ya no podíamos más. Losmiembros temblaban, las heridassangraban y los escudos se nos caían de

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los brazos inermes, pero aun tuvimosfuerzas para entonar el Embaterion antela mirada incrédula de los persas y elorgullo de nuestros camaradas queyacían en el suelo. Sus filas se agitaronnerviosas al vernos cargar de nuevocontra ellos. Polinices se quedó al ladode Prixias, que había sitio abatido porlas flechas enemigas y aún con ojosvidriosos animaba al resto al combate.Los hombres a mi lado caían uno trasotro, pero otros les reemplazaban desdeatrás para seguir avanzando contra losarqueros. Así, pegados al monte,cargamos contra ellos por última vez.

»Yo caí abatido por dos flechas que

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me hirieron en las piernas, y entonces oíque sus trompetas ordenaban la cargafinal. Polinices aún tuvo fuerzas parasalir corriendo contra el grupo dearqueros armado con su lanza yprotegido por su cóncavo escudo. Conun grito que helaría la sangre acualquiera arrojó su arma de alargadasombra. Esta partió el cuello de unbárbaro en dos y la sangre se derramósobre la arena. Allí cayó mi hermano,entre los arqueros, tras haber derribadoa unos y matado a otros, rugiendo elnombre de Esparta hasta el final.

»Por mi parte, me quedé junto a unaroca, protegido apenas por mi escudo

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mientras veía a los pocos espartanos quequedaban en pie caer a mi alrededor.Contemplé desde el suelo cómo elcapitán Dienekes y Leónidas se sonreíanorgullosos al morir. No recuerdo nadamás, porque la luz del esplendoroso solcayó en el océano y la negra noche searrastró sobre la tierra. Las fuerzas meabandonaban cuando una sombra bajósaltando por el monte como sólo unpastor es capaz de hacer. Noté cómo seechaba sobre mí y me cubría con unescudo.

«Yo te protegeré», me susurró eldesconocido al oído.

»Un olor familiar me amparó

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mientras desfallecía y perdía elconocimiento. Pensé que así debía ser elabrazo de Caronte. Mi cuerpo y mi almase sentían entre el cielo y la tierra. Alser herido me pareció que mi cabeza erauna olla a punto de estallar. La sangre enmis venas parecía no circular, sentía portodo el cuerpo pinchazos sumamentedolorosos y enseguida mi cabeza estallócon la súbita erupción de un volcán.Inmediatamente después, experimenté unbienestar extraordinario que sustituyó alas primeras sensaciones dolorosas.Luego acarició mi vista una luz opalinay lechosa, un gusto de azúcardesconocido perfumó mi boca. Entonces

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creí que ascendía por el espacio paradejar el Universo detrás de mí. Escuchéel sonido de las dulces liras y una gransensación de bienestar se apoderó demis miembros. Sin embargo, aldespertar no sabía si agradecer a losdioses su misericordia o maldecir misuerte por ser el único de los trescientosque había sobrevivido.

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Capítulo 37

480 a.C.

Así terminó su relato mi hermanoAlexias, y bajo las parras de nuestropatio se hizo el mismo silencio quehabía sepultado a los trescientosvalientes en las Termopilas esa soleadamañana, mientras en Esparta secelebraban las Carneas.

El poeta Baquílides dejó su cálamoencima de la mesa y esperó en silencio aque los últimos rollos se secaran al sol.Miré con atención el rostro de Alexias yme pareció que se habían disipado las

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brumas que lo habían oscurecido desdesu llegada.

Esa misma tarde dejé a los poetas encasa, junto a Alexias, tomé un caballo dela cuadra y emprendí el camino hacia laaldea ilota para ver a mi hermanoTaigeto. Quería oír de sus labios lo queAlexias no podía contar. Le encontré encasa de sus familiares, sentado delantede la sencilla choza remendando uncanasto de mimbre. El verano habíaterminado pocas semanas antes, pero lascigarras aún cantaban entre los camposrecién segados. A nuestro alrededorjugaban unos chiquillos y las mujeresfaenaban en la casa o junto al pozo. Si

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alguna pasaba a nuestro lado, saludabacortésmente y seguía con susquehaceres. Se podía oler el aroma delpan recién sacado del horno y la vidaentre esas cuatro chozas se me aparentómás feliz y plena que la vida en laciudad. Se alegró al verme, me pidióque me sentara a su lado y me ofrecióagua fresca para calmar mi sed.

Taigeto se alegró de que Alexiashubiera accedido a contar su parte de lahistoria, y comprendió que yo quisieraconocer el final y así me lo contó esatarde en la colina de los ilotas:

—Verás, Aretes —me dijo—, lanoticia de que un pequeño destacamento

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de espartanos había salido de la ciudadpara enfrentare a los persas me llegódías después de su marcha. Meencontraba en los pastos altos con losrebaños y al oírlo me temí lo peor. Dejémis ovejas al cuidado ile otros pastores,corrí a mi casa, recogí las armas delabuelo Laertes y emprendí el caminohacia el norte para unirme a ellos. Lanoche antes de mi llegada al lugar mecrucé por el camino con hileras desoldados de varias ciudades queregresaban rotos y macilentos. Mepreguntaron si había perdido la razón oel aprecio a la vida, ya que adonde medirigía, me dijeron, sólo encontraría la

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muerte.»Llegué al estrecho paso de las

Termopilas al alba del quinto día y misojos vieron lo que es el horror del diosAres. En mi vida había contemplado uncampo de batalla. Hasta dondealcanzaba mi vista desde el estrechopaso hasta la lejana playa era unaalfombra de flechas, armas rotas ydespojos humanos. Incontablescadáveres persas descompuestosformaban parte de la argamasa de losmuros. Los cuerpos se habíanamontonado unos sobre otros en pilas yparecían los escombros del macabrofestín del cíclope Polifemo. La estrecha

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llanura entre el mar y el monteescarpado hedía lo mismo que unmatadero de aves que no se ha limpiadoen mucho tiempo.

»En la playa y en las colinascercanas se veían las tiendas de lospersas desde las que se elevaban alcielo intensas humaredas. Eran tantasque se perdían por el horizonte.Comprendí que algo había ocurrido eseamanecer, porque muchas de ellas eranpasto de las llamas. Me quedéagazapado entre las peñas, sobre elcampamento de los helenos, y desde allívi cómo un pequeño destacamento deespartanos regresaba a la carrera desde

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el campamento persa. Eran unas pocasdocenas de guerreros que llevaban arastras a varios heridos, entre los queestaba el mismo rey. Entre ellos vi aAlexias, que avanzaba cojeandomientras ayudaba a otro guerrero quesangraba abundantemente. En unmontículo cerca de los muros esperaronel desenlace, pues ya se oían las pisadasy los cantos de los bárbaros que seacercaban por su retaguardia. Ya sabráspor Alexias del final de Polinices y dePrixias —dijo—. Sólo puedo añadir queno estuvo en mi mano hacer nada porellos.

Mis ojos estaban fijos en los de mi

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hermano menor, pero en ese momentobajé apenada mi mirada y él me confortócon sus manos en mis hombros y meestrecho contra él. Le cogí las manos yse las besé, porque ése abrazo era loque más necesitaba desde hacía semanasy Alexias no había sido capaz dedármelo. Estuvimos así un rato, sindecirnos nada, oyendo sólo las vocesque nos llegaban desde las otras chozas.

—Los últimos momentos de lostrescientos —me siguió contando— y delos pocos tegeos que quedaban con vidafueron una carnicería. Resultó admirablever cómo, sabiendo que rendirían susalmas a los dioses muy pronto, ni uno de

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los espartanos dejó de asir sus armas.Cuando vi a Alexias herido por variasflechas junto a la roca bajé saltando porlos riscos y me precipité encima de él.Ambos nos salvamos gracias al escudodel abuelo que sostenía sobre nuestrascabezas.

»Tras la batalla final y la lluvia deflechas que traspasaron espaldas yestómagos, una vez terminaron esosmortales silbidos, no se oyó un grito detriunfo, ni exclamación alguna. Elsilencio sepulcral en que quedó sumidoel paso sólo fue roto por los graznidosde las gaviotas. Para los persas no erauna victoria. Les había costado

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demasiados días y miles de hombresconquistar las Termopilas para entrar enla Hélade. Los atónitos bárbaros seatrevieron finalmente a acercarse a loscuerpos de los helenos, que yacían en elsuelo. Les quitaron los cascos parasaber si debajo de ellos se escondíanhombres o bestias, sin entender esasmuecas mezcla de orgullo y dolor quevieron en todas las caras. Parecía que sepreguntaran: ¿Qué clase de hombres sonlos que en menos de tres días hanmatado a no menos de veinte milguerreros escogidos ante los ojos de suMajestad? ¿Quiénes son estos que se hanllevado a la casa de los muertos a más

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de diez o veinte por cada uno de suscaídos?

»Dos de ellos se acercaron hastadonde me encontraba, abrazado aAlexias. El viejo y bien labrado escudodel abuelo bajo el que nos habíamosrefugiado nos había salvado. Lesindiqué con señas a los soldados queestaba vivo y ellos nos sacaron de allí.

»Créeme, Aretes —siguió Taigeto—: fue digno de ver cómo los persasrecogieron los cuerpos de los espartanosque habían perecido en el combate. Apesar de que el enfurecido rey Jerjesmandó descuartizar el cuerpo deLeónidas y decapitarle, los generales

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medos dieron otras instrucciones a sushombres para limpiar el campo debatalla. Realizaron esta tarea con temorreverencial y piedad, casi con devoción.Fue hermoso ver de qué manera trataronlos cuerpos de los soldados caídosgloriosamente en las Termopilas, quetantos sufrimientos y bajas les habíancausado. Vi como dos persas de largastrenzas oscuras recogían a Prixias delsuelo, que aterraba aún su lanza y suespada con fiereza.

Ellos se las sacaron piadosamente yle cerraron los párpados. Lo mismohicieron con Polinices, que yacía entreun montón de cuerpos enemigos.

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»Así les recogieron a todos delsuelo con sumo cuidado, como hubieranhecho sus madres, esposas o hijas. Leslavaron, les perfumaron la cabeza conmirra o perfumes orientales y lesenterraron en un túmulo allí mismo.Sonaron las cornetas para que todos losgenerales y los cuerpos del ejércitoformaran frente al estrecho muro que loshelenos habían defendido durante unasemana infernal. Al terminar laceremonia, un eunuco entonó unacanción de duelo que honra la memoriade su mítico Heracles, al que llamanGilgamesh. El flamear de las banderasbarridas por el Noto acompañó el canto

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del persa que honró a nuestros caídos:

Desde los días de antaño no hubopermanencia.

¡Los que descansan y los muertosqué iguales son!

¿No componen la misma imagen dela muerte el plebeyo y el noble,

Cuando se hallan próximos a sudestino?

Los Anunnaki, los grandes dioses,se congregan.

Mammetum, hacedor del destino,con ellos decreta el hado:

Muerte y vida determinan.Pero de la muerte los días no

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revelan.Gilgamesh, ¿por qué vagas de un

lado para otro?La Vida que persigues no la

encontrarás jamás.Cuando los dioses crearon la

Humanidad,Asignaron la muerte para esa

Humanidad,Pero ellos retuvieron entre sus

manos la Vida.

»Al terminar —continuó Taigeto—,se hizo un solemne silencio, sólo rotopor el rumor de las olas que morían enel acantilado. Después, las tropas

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bárbaras se pusieron en camino hacia elsur y nos dejaron a Alexias y a mí alcuidado de unos pastores tespios quenos trajeron de vuelta a Esparta. Nopocos soldados del ejército del GranRey volvieron la cabeza para ver eltúmulo en el que yacían los espartanos.La hazaña había golpeado tan duramentesus corazones extranjeros, habíanquedado tan admirados de esa fuerza yese honor, que estaban temerosos deseguir avanzando por esas desconocidastierras, pues si trescientos de esoshombres habían resistido el enjambrepersa, ¿qué no haría en campo abierto unejército de esos demonios con forma

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humana?Las palabras de Taigeto me

confortaron y regresé a nuestra finca mássosegada. Esa noche en Amidas, supepor boca de Simónides que los persasson gentes piadosas y que habían dejadoun cuerpo de guardia en el paso, junto alos muros antiguos, para custodiar eltúmulo donde reposaban losTrescientos. Las armas de los vencidosfueron entregadas a los familiares de losTespios, quienes, sabedores del terriblefinal de sus hombres, habían acudidodesde sus próximas aldeas parareclamar sus cuerpos y honrarles confunerales.

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Capítulo 38

480 a.C.

Los días se sucedieron uno tras otro conla lentitud con la que ruedan loscangilones de arcilla en la noria y secumplió una semana desde la llegada delos poetas a Amidas. Una tardeapacible, Alexias se entretenía con mihijo, Eurímaco, quien ya intentabacorretear por el patio. Conversaba conlos dos hombres, a los que finalmentehabía tomado aprecio. Yo cuidaba delos jacintos en la parte trasera, cerca delhuerto, cuando por el camino de la

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ciudad oímos el galopar de un jinete quese acercaba a nuestra finca. El hombrevenía desde muy lejos para entregar uncorreo a Simónides, que éste abrió yleyó de inmediato bajo el emparrado.Mientras lo hacía, su cara se tornólívida.

Al terminar, frunció el ceño y suboca emitió un bufido sonoro. Pidió quenos sentáramos para ponernos alcorriente de las noticias que le habíanhecho llegar sus parientes de Tesalia.

—Por lo que sabemos del norte —nos dijo dejando el rollo encima de lamesa—, la rabia de Jerjes es inmensa.La temeraria acción de Leónidas ha

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retrasado sus planes más de diez días.Además, los Trescientos han aniquiladoa más de veinte mil guerreros escogidos,incluyendo a dos de sus hermanos,Habroocomos e Hiperantos, y a treintaparientes reales. Los espartanos handestrozado la moral de sus tropas, queno saben qué se encontrarán al seguiravanzando por la Hélade. Por eso, elcuerpo de Leónidas ha sido mutilado ycrucificado. Ahora, el ejército persaavanza con lentitud, pero es implacabley lo destruye todo. Tras la victoria en elpaso, las tropas imperiales han arrasadoentre otras las ciudades de Drimusa,Charada y Pedies y han pasado a fuego

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toda la Fócida.»Todos los santuarios y templos —

se lamentó—, incluido el de Apolo enAbae, han sido incendiados. Las noticiasllegan cada día a las ciudades a travésde los correos rápidos. Muchas se handoblegado a los persas. La desconfianzaes absoluta, no sé sabe en cuál se puedeconfiar. Vuestro regente, Pausanias,duda de los pactos que se han suscrito ysólo se sabrá quién acudirá al campo debatalla para enfrentarse a los persascuando llegue ese día. La vanguardia delos bárbaros, unos cincuenta milsoldados, han entrado en Atenas, hansaqueado la ciudad, han mutilado sus

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estatuas e incendiado sus templos. ¡Esterrible —se exclamó—. Los templos demármol de su acrópolis eran unamaravilla! Afortunadamente, laciudadanía ha tenido tiempo deabandonar por completo el lugar y sehan trasladado con los objetos de valorque han podido cargar por barco hastaTrecen o la isla de Salamina.

He de decir que Pausanias erasobrino del rey Leónidas, y a su muertequedó como regente de Plistarco, menorde edad, que era el hijo del difunto rey yde mi compañera Gorgo.

—Pero, aun así… —continuóSimónides mientras se acariciaba la

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barba cana.—¿De qué te sonríes? —quise

saber.—Mi querida amiga, ¿no lo ves? —

me respondió—. Rio porque handespertado a un león fiero y sanguinario,que no se arredra, que no se detiene, queno sabe retirarse del campo de batalla,que vence o muere.

Le interrogué en silencio con lamirada, pues no entendí qué queríadecir.

—¿Con cuántos hombres de armascuenta Esparta? —me preguntó el poeta.

Hice mis cálculos, pero antes de quepudiera responderle se oyó la voz

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segura de Alexias:—Esparta puede levantar un ejército

de unos diez mil espartíatas, pero si searma a los ilotas y a los periecos aptospara la lucha, quizás pueda sumar unostreinta mil.

—A los que se habrá que añadir —dijo él echándose a reír— los miles dePlatenses, atenienses, megarenses yotros cientos de aliados de las pequeñasciudades que vendrán del norte y del surpara unirse bajo una misma bandera. Nose habla de otra cosa en toda la Hélade.Las ciudades sienten como propios aestos valientes que han muerto parasalvaguardar nuestra libertad. Grecia

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está incendiada en ardor patriótico. Lospueblos se arman, los soldados redoblanlos ejercicios y las ciudades seintercambian misivas.

—Aun así… —dije miré sincomprender los motivos de su hilaridad.

—Mi querida Aretes —merespondió el poeta—, si trescientosespartanos con algunos cientos dealiados han detenido a los Inmortales y atodo el ejército del Gran Rey en lasTermopilas durante varios días, ¿qué noharán miles de espartanos en un campode batalla abierto? ¿Cómo piensas quese enfrentarán los persas a una barrerade miles de ellos si sólo un puñado les

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masacraron en las Puertas Calientes ysólo mediante argucias y traicioneslograron atravesar el paso? ¿Qué pasarápor sus corazones y sus cabezas cuandovean de nuevo frente a ellos los escudosredondos con las lambdas grabadas afuego, los cascos de crines enhiestas ylas lanzas largas y afiladas? Los persasno saben a qué se enfrentan —prosiguió—. No saben que han despertado a unabestia dormida que saldrá de su abrigopara defender a sus crías. ¡Oh, dioses!—exclamó— ¡Dadme vida para quepueda cantar las proezas de ese día! Depoco les servirá a los persas buscaralianza de ciudades temerosas. De nada

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les valdrá enviar mensajes secretos asus líderes para atraerlos con promesasde títulos y riquezas.

Le sonreí al verle tan animoso, peroalgo que había dicho turbó de improvisomi interior y una llamarada alumbró laoscuridad de mis pensamientos.

—¿Qué has dicho? —dijealborotada.

—¿Sobre qué?—Acerca de los mensajes secretos.—Mi querida niña, de todos es

sabido que los embajadores del GranRey prometen riquezas a los líderes delas ciudades para que se arrodillen a lospies del monarca y no se interpongan en

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su camino. Es frecuente —dijomirándome bajo sus bien pobladas cejas— que Jerjes se gane a los líderes delos pueblos con promesas ciertas ofalsas. Así, las naciones se rinden a suspeticiones y es frecuente que envíecartas ocultas a sus aliados.

—¿Cartas ocultas? —lo miréasombrada.

—Sí, hay varios modos de cifrar unmensaje. Los persas hacen lo mismo quelos generales griegos que usan elEscítalo. Para enviar mensajes secretos,enrollan alrededor de este bastón demando una tira de pergamino y allíescriben las órdenes. Una vez

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desenrollada, tan sólo contiene unasucesión de letras inconexas; para poderleer el mensaje es necesario tener otrobastón, idéntico al que posee el resto delos generales. También es un métodofrecuente enviar un mensaje oculto enuna tablilla de madera sobre la que segraba con un punzón el mensajeverdadero. Luego se cubre con cera ysobre ella se graba otro mensajedistinto. Así, quien recibe la carta sólotiene que derretir la cera para leer elcontenido real de la misiva.

Otro rayo de luz me atravesó aloírle, pues tuve la impresión que untrueno me partía por la mitad.

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—¡Padre! —exclamé.Las tristes figuras de un guerrero

marchando al exilio y de una ancianapitonisa en el interior de su macabragruta golpearon mi memoria concrudeza. Les dejé a ambos con lapalabra en la boca porque, ante suestupor, me levanté de la mesa y corrí ala cocina gritando a Neante:

—¡Que preparen un caballo!Salí afuera como una exhalación y

ellos me siguieron al patio sincomprender nada. El ilota trajoenseguida el corcel más rápido de losestablos.

—¡Aretes! —exclamó Alexias

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mientras me veía montar en el caballo.No le dije nada, pero le miré con

una sonrisa enigmática en los labiosmientras partía a galope hacia la ciudad.Azoté al caballo hasta la extenuación.Llegué hasta la acrópolis después decruzar las calles atestadas devendedores, artesanos y esclavos. Lostranseúntes me miraron como siestuviera poseída por algún dios.Reconocí algunas caras, pero no medetuve hasta que llegué frente a laspuertas del palacio de los Agíadas.

Descabalgué delante de la casa deGorgo, entré y esperé en la estancia queme indicó el sirviente ilota. Era un salón

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frío y sobrio. En el centro de la estanciaardía un solitario brasero de bronce queapenas calentaba el ambiente eiluminaba débilmente las paredesdecoradas por unas toscas pinturas deguerreros. En los muros colgabanorgullosas las armas de su familia. Lacasa estaba en silencio, como tantasotras en Esparta, porque aún seguardaba luto por la muerte del rey.

Se abrió una de las sólidas puertasde roble que daban al salón y Gorgosalió a mi encuentro, vestida con unsencillo manto de lana basta. Estabademacrada y en sus mejillas aúncicatrizaban los arañazos del duelo.

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Vino a mi encuentro con las manos pordelante y nos fundimos en un abrazo. Nonos habíamos visto desde el día quetuvieron lugar los solemnes funerales enhonor del rey, y ese día no la pudesaludar.

—Mi querida Aretes —me dijo alsepararnos—. Cuánto siento la pérdidade los tuyos.

Le dije que el dolor quecompartíamos nos igualaba comohermanas y ella me invitó a sentarme enun escabel a su lado. Allí le puse alcorriente de los hechos ocurridos en lasTermopilas, que acababa de conocer porboca de mi hermano. La reconfortó

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saber que su esposo, el rey, murióluchando de modo tan heroico y el modoen que trató a sus soldados. Sinembargo, no creí oportuno decirle quesu cuerpo había sido mutilado y sucabeza empalada para escarmiento delresto de ciudades griegas. Por ella supeque el general Pausanias era el regenteen nombre de su hijo Pleistarco,legítimo heredero de Leónidas aúnmenor de edad. Pausanias era sobrino deLeónidas y, por tanto, primo del futurorey. Aunque para mí era un hombrevanidoso, engreído y pagado de símismo que reía más de lo que lacompostura aconseja, a juicio de Gorgo

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era responsable, leal y digno deconfianza. Mi amiga no temía por lavida de su hijo al ser éste de corta edad.

—Los tiempos que se avecinan, miquerida Aretes —me dijo la reina—, noson tiempos para traiciones sino parapermanecer unidos bajo el mismoestandarte.

—De eso quería hablarte —le dije—, de traiciones a la ciudad y a suscapitanes.

Me miró con atención y ordenó a unode los sirvientes que nos trajera agua.Cuando el ilota se alejó hacia la puertame dijo:

—Habla.

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—Recordarás —le expliqué— que,antes de la primera invasión persa, ypoco antes de la batalla de Maratón, mipadre fue condenado al exilio por unacarta firmada por Demarato. Eso ocurrióen tiempos de tu padre, Cleómenes. Nosé si recordarás cómo toda la asambleagritó contra él y fue condenado alostracismo.

Ella me miró en silencio con susgrandes ojos y asintió.

—Pues tengo motivos para creer —continué— que bajo ese mensaje escritosobre cera se ocultaba el auténticomensaje que Demarato envió a los fielesespartanos desde la corte persa. Estoy

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convencida de que mi padre no fue untraidor a la ciudad, y que debajo de esemensaje se ocultaba otro, grabado en latablita de madera. Quiero probarloconvocando a la asamblea.

La reina se sobresaltó y meditó mispalabras unos instantes.

—Eso es muy atrevido, Aretes —merespondió—. Si la carta no contienenada debajo serás el hazmerreír deEsparta y algunos pueden emprenderacciones contra ti.

Debió ver mi mirada obstinada, queya conocía desde niña, porque me cogiólas manos como cuando compartíamoslos días en la Agogé y me preguntó:

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—¿Qué quieres qué hagamos?—Gorgo, desconozco qué papel se

te otorga ahora en el palacio y quéinfluencia tienes en los asuntos delestado. ¿Tienes algún poder todavía enla corte?

—Sí, en el palacio sí. Aunquegobierna Pausanias, yo soy la madre delrey. Los documentos se guardan en elarchivo de la acrópolis, tendré queaveriguar cómo acceder a ellos. Porsuerte, cuento con algunas amistadesentre los periecos que trabajan allí yprocuraré arreglarlo.

—En el más absoluto de lossecretos, Gorgo. Te lo ruego.

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—Descuida.Me despedí de ella y salí a la plaza

bien pavimentada del palacio de losAgíadas. Era noche cerrada ya y lascalles estaban prácticamente desiertas.La luz de las escasas antorchas teñíanlos muros de una luz mortecina dondeapenas bailaban las sombras. Mepareció que dos hombres se fijaban enmí y espoleé al caballo para querehiciera el camino a Amidas lo másrápido que pudiera.

Llegué a casa sosegada y con unatisbo de esperanza que ardía dentro demi pecho. Si Gorgo lograba encontrar eldocumento que acusaba a mi padre, el

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mismo que le condenó al ostracismohacía once años; si debajo se encontrabaotra carta de Demarato, su honor seríarestituido y podría volver a nuestrohogar.

A la puerta de casa me aguardabanmi hermano Alexias y los dos poetas.Me ayudaron a descabalgar y, mientrasun ilota se llevaba la yegua a losestablos, les conté la esperanza queanidaba en mi corazón.

—Si mi intuición es cierta —les dijedespués de contarles mi entrevista conGorgo—, descubriremos el auténticomensaje de Demarato debajo del quesirvió para condenar a mi padre al

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exilio.—Mi querida Aretes —dijo

Simónides—, harás bien, porque lajusticia es la obligación de dar a cadauno lo que se le debe.

Dos días después de estos sucesos,los poetas emprendieron su regreso alnorte tras el tradicional intercambio deregalos. Baquílides me entregó el restode rollos que no había usado para copiarel relato de mi hermano, y aldespedirnos me dijo:

—Creo que tendrás mucho sobre loque escribir.

Después del sacrificio ritual, lesdeseamos que los dioses bendijeran sus

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pisadas. Los hombres abrazaron aAlexias dedicándonos palabraselogiosas. Al verles alejarse por elcamino del norte me quedé con elregusto de su sabiduría y de sus palabrasmelodiosas.

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Capítulo 39

480 a.C.

Tras su marcha, la vida siguió su curso.Con la llegada de los primeros fríos sedoraron las hojas de los árboles.Durante esos días de otoño, la ciudad sellenó de una noticia esperanzadora paratoda la Hélade: la armada de Jerjeshabía sido derrotada por los ateniensesen Salamina y el mismo Gran Rey habíadecidido regresar a Persia con lo quequedaba de sus naves. Sin embargo,como nos había dicho Simónides,también supimos que una importante

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fuerza persa se había quedado al norte,en Beocia, al mando del pariente realMardonio para terminar la invasión deGrecia.

Esperé durante semanas a que Gorgodiera señales de vida, pero los díaspasaron y no trajeron ninguna novedad ala rutina de Amidas. Al rigor de lasnieves invernales que cubrían el Taigetole siguió el deshielo y el Euro tas sellenó de agua pura. Luego nacieron losprimeros brotes del trigo y del mijo ylos cultivos empezaron a reverdecer alcalor del sol que les abrazaba.

Algunos días, con la llegada delbuen tiempo, cuando no había trabajo en

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la casa o en el campo, Alexias sellevaba a mi hijo Eurímaco al río, apescar, o se acercaban a la llanura deOtoña para ver cómo se ejercitaban loshoplitas. Yo no lo sabía entonces pero,algunas noches, Alexias salía de casacon sus armas para practicar en solitarioen mitad de los campos. Aunque duranteel invierno se había restablecido porcompleto de sus heridas, lo cierto es quesu mirada seguía apagada. Tan sóloalgunos días lográbamos Paraleia y yoque sonriera o nos respondiera a lasbromas que le gastábamos. Eleiriaseguía en Limnai con el hijo dePolinices. Algunos días recibíamos su

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visita, y entonces nuestra casa se llenabadel griterío o las risas de los niños, quehacían renacer en nosotros la ilusión deun futuro mejor.

Ya había abandonado toda esperanzade tener noticias de Gorgo cuando, unanoche en la que la pálida luna bañabalos campos y una delgada nieblapaseaba alrededor de nuestra finca, unmensajero de la reina llamó a nuestrapuerta. Me dijo que su señora meesperaba junto a la gran encina quecrece a los pies de la acrópolis.

Era una noche fría e inhóspita, máspropia para los lobos que para loshombres. Por ello me envolví en mi

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capa, tomé un caballo de las cuadras sinque nadie me oyera y seguí al hombre.Me condujo por el camino bordeado poraltos juncos que sigue el curso delEurotas hasta llegar a la ciudadela. Elconjunto brillaba bajo la luna redonda.Lo rodeamos y nos detuvimos en su ladomás oscuro. Allí se despidió y meseñaló una oscura silueta que yacía juntoa la gran encina. Me reuní con Gorgobajo el árbol. Nos acurrucamos junto altronco para esperar mientras el vientoazotaba nuestros mantos. Las sombraseran tenebrosas y las ramas de losárboles pronunciaban palabrasincomprensibles que se perdían en la

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noche ventosa.Hablamos poco y esperamos en

silencio la llegada del hombre que nosiba a mostrar el documento. El periecoencargado del archivo llegó desde lassilenciosas calles de la aldea embozadoen su capa. Su sombra bailaba en losmuros de la acrópolis, porque sosteníauna antorcha con la que alumbraba laslosas del camino. Llegó al puntoconvenido, la agitó y, a la señal, las dossalimos de las sombras que nosocultaban. El hombre, un anciano de pielmuy clara y arrugada, nos miró con unosojos saltones e inteligentes, hizo unaleve reverencia frente a la reina y luego

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nos alumbró el camino hacia la puertade la acrópolis.

Pero, antes de llegar a ella, oímos untintineo metálico y otras dos sombras seescurrieron de entre los árboles querodean el recinto sagrado. Eran comodos espíritus siniestros que vagan entrelas brumas. En un salto se plantaronentre nosotras y la puerta de laacrópolis.

Si alguien me hubiera dicho que setrataba de las Parcas que venían aarrebatarnos de este mundo le hubieracreído, pero sólo se trataba de dosmiembros de la Kripteia embozados ensus capas rojas como la sangre. Ambos

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llevaban la cabeza cubierta por el cascopara que no reconociéramos su rostro.

Sin mediar palabra desenvainaronsus espadas afiladas y se acercaron anosotras. El bronce de sus armas brillóamenazante a la pálida luz de laantorcha. Gorgo me agarró del brazo yse quitó el manto del rostro para darse aconocer.

—¿Qué pretendéis? Salid de nuestropaso —les ordenó—, soy la reina.¿Quién os ha ordenado seguirme?

Los dos guerreros titubearon anteaquella inesperada aparición, pero no semovieron, porque tenían órdenes muyprecisas de lo que debían hacer. El más

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robusto de los dos alzó el puño contraella para hacerla callar, pero no tuvotiempo de tocarla. Otra sombra salióveloz de entre los árboles, como el leónque salta de la espesura, y se interpusoentre nosotras y los dos hoplitas paraprotegernos. Era un hombre robusto queblandía una lanza por encima de sucabeza.

—¡Quietos! —ordenó el reciénaparecido a los dos soldadosembozados.

Al instante reconocí esa espaldacubierta de cicatrices que brillaban a laluz del fuego tembloroso. Los doshombres titubearon al ver a Alexias

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frente a ellos, se miraron entre sí y esefue el momento que aprovechó mihermano para lanzar su arma contra elmás corpulento de los dos sin mediarpalabra. No tuvo tiempo de cubrirse,porque la lanza le traspasó el pecho yallí se quedó alojada, balanceándose demodo macabro. La boca del soldado seabrió y de ella brotó la negra sangre quecayó a borbotones sobre la calzada. Elotro intentó huir, pero había recorridopocos pasos cuando la lanza silbó denuevo a su espalda. Oímos el ruido secodel bronce al partir sus huesos mientrasel guerrero caía ruidosamente al suelopara no levantarse más.

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Luego, Alexias se aproximó anosotras y sus ojos nos interrogaron conuna mirada recriminatoria. Antes de quepudiera decir nada, me lancé contra supecho y me agarré a sus hombros contodas mis fuerzas. Allí descargué latensión del desgraciado encuentro.Gorgo se había quedado pegada al muro,consternada al ver cómo algunosespartanos estaban dispuestos a atentarcontra la propia reina. Me acerqué a ellapara ver cómo estaba, pero el periecoque nos acompañaba se puso muynervioso y nos indicó que sería mejorentrar en el archivo para terminar lo quehabíamos ido a hacer cuanto antes.

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Alexias ocultó los cuerpos de losdos hombres bajo unas ramas caídas yregresó a nuestro lado cuandoentrábamos en la acrópolis. El perieco,de nombre Tarsis, nos condujo poroscuros pasadizos hasta que llegamosfrente a una delgada puerta de robleremachada con gruesos clavos. Sacó unallave de su zurrón y la abrió. La estanciaera de gruesas paredes y no teníaventanas. Estaba ocupada sólo poralgunas mesas llenas de utensilios deescritura, tabletas y papiros. A la luz desu antorcha, vimos docenas deestanterías en las que se apilaban rollosy tablillas donde se archivaba toda la

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documentación de la ciudad: los tratadoscon los pueblos vecinos, las cartas delos reyes, las propiedades del estado yde las familias, así como las tablas deLicurgo, que aún obedecemos. De cadauna de ellas colgaban unos carteles consu contenido.

El hombre colgó la antorcha de lapared y rebuscó en una sólida estanteríallena de tablillas, donde se guardaba lacorrespondencia del reinado deCleómenes.

—Recuerdo que hace años —nosdijo mientras aguardábamos a suespalda— Atalante y Nearco seinteresaron por este mismo documento.

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—¿Ambos? —le interrogué.El hombre asintió con la cabeza.—Sí —dijo—, me negué a

entregárselo, ya que no traían una ordenoficial.

Finalmente, encontró lo quebuscábamos y nos alargó una delgadatablilla recubierta de cera. En lapenumbra de la sala releímos el textoque condenó a padre al ostracismo, matóde pena al abuelo Laertes y a madre detristeza.

—Sí —le dijo Gorgo— ésta es laque buscábamos. Asegúrate deesconderla bien hasta que se te reclame.

El hombre hizo una reverencia a la

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reina, quien le entregó unas monedas enagradecimiento. Comprobada laexistencia de la prueba, salimos de laacrópolis, acompañamos a Gorgo alpalacio y regresamos en silencio aAmidas.

A la mañana siguiente redacté unacarta dirigida al regente Pausanias, quele envié a través de la reina, en la que lesolicitaba convocar la asamblea. Lerecordé a Gorgo que, si había otromensaje bajo la tablilla, quizásdescubriéramos que mi padre no habíasido un traidor a Esparta, y quizástambién por qué el rey Leónidas, junto aotros trescientos valientes habían muerto

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en vano. Envié la misiva a palacio através de uno de los ilotas. Pocas horasmás tarde, nos visitó uno de losservidores de la reina. Nos dijo de partede su señora que mi petición había sidotrasladada al regente y que en pocosdías se colgaría el anuncio de laasamblea de las paredes de losmercados y de los templos.

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Capítulo 40

479 a. C.

Unas semanas después, cuandoempezaron los calores del verano y lasmuchachas empezaron a chapotear en elrío, los Iguales y sus familias fuimosconvocados para tratar un asunto de altatraición al estado. Ya he dicho que lasasambleas de Esparta tienen lugar en laladera que se encuentra junto a laacrópolis. Allí, unos toscos bancales depiedra hacen de escalinatas donde sesienta el público. El lugar está rodeadode viejos robles y encinas, pero el teatro

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no tiene sombras donde guarecerse delcálido sol que todo lo ve. Me situé,como me indicaron, junto al más ancianode los éforos, Apion, quien me ordenóque permaneciera callada hasta que élme autorizara a exponer mi queja.

Poco a poco, los Iguales y susfamilias llenaron los bancos. Sereunieron gentes de todas las edades,algunos curiosos para ver de qué setrataba y otros que asistían por primeravez a la asamblea. Así, el lugar seconvirtió en una marea de murmullos ypreguntas acerca del porqué de laconvocatoria.

Laonte y Pitone estaban sentadas

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juntas, y aunque se rieron con descaro alverme, me pareció que intercambiabanmiradas nerviosas con Atalante, sentadoentre los más destacados miembros de laGerusía. Ambas iban vestidas con unatúnica muy cara para lo queacostumbramos las espartanas. Además,adornaban su cuello con collares y ensus brazos relucía el oro de las pulseras.

En otro de los bancales se sentaronAlexias junto a Paraleia, Nausica,Eleiria y otros conocidos de nuestrafamilia, que se agitaban nerviosos alsaber el motivo por el que la asambleahabía sido convocada. Por mi parte,estaba tranquila. Sabía que mi padre no

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había sido un traidor a la ciudad yesperaba que esa mañana seesclareciera la verdad. Para algunos,esa temeridad podía parecer rayana enla locura, sin embargo, para mí era undeber de hija, de hermana, de esposa yde nieta.

Me vino a la memoria la imagen delabuelo sentado años antes en esosmismos sitiales, y la de la ancianapitonisa, que me había profetizado queel mensaje por el que se habíacondenado a padre no era el verdadero.Me aferré a ese convencimiento para novenirme abajo.

Los asistentes nos levantamos

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cuando la reina, acompañada por elregente, entró en el recinto, saludó a losancianos y se sentaron en sus sitiales.Pausanias fue el encargado de iniciar laasamblea, así que tomó la vara demando y se levantó. La bulliciosamultitud, que se guarecía del sol bajosombreros de paja e improvisadosparasoles de tela, guardó silencio al vercómo se ponía en pie.

—Se ha convocado esta asamblea—dijo con voz sonora— a petición de lareina Gorgo, que quiere exponer ante lospresentes un supuesto delito de altatraición al estado.

Las gentes murmuraron interesadas y

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los presentes miraron curiosos loslabios de Pausanias, conjeturando cuálpodía ser el motivo de la traición. Elregente se sentó, y entonces la reina selevantó y se dirigió al centro de laasamblea que aguardó en silencio.

Gorgo iba vestida muy dignamente ycubría sus hombros con un mantoazulado que realzaba sus grandes ojos.La habían peinado con un tocadocorintio sobrio y elegante en el quebrillaban engarzadas unas pequeñasperlas.

—¡Espartanos! —empezó sudiscurso—. La ciudad concede un raroprivilegio a la espartanas: el de ser

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tratadas igual que los hombres porquesólo nosotras parimos y educamos a losguerreros de la Polis. Sin embargo, noes para mí para quien vengo a pedirjusticia, sino para que se repare el malque se hizo en tiempos de mi padreCleómenes y para honrar la memoria delos trescientos que perecieron en lasTermopilas. Pocos espartanosentendimos cómo, en esa trágica hora,los éforos no autorizaron que el gruesodel ejército partiera para defendernos dela invasión. Es de sobras conocido queel rey Leónidas tuvo que hacer frente alos persas con tan sólo los trescientoshombres de su guardia.

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La asamblea murmuró, pues Gorgose proponía desenterrar hechos quepocos de los presentes recordaban sinavergonzarse. La reina levantó una manoy las gentes callaron. Los ancianos de laGerusía seguían con atención las agudaspalabras que salían de sus bellos labios.

—Porque si no corregimos loserrores —continuó—, estamoscondenados a repetirlos. Aquí estápresente la hija del hombre a quien laasamblea condenó al exilio por traición.Ella expondrá su caso.

Gorgo me dirigió una mirada cáliday regresó a su asiento entre murmullosde interés. Me levanté de mi asiento a

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una señal de Apión y me acerqué al sidoque había ocupado ella, en el centro delteatro. Durante unos instantes miré a mifamilia, luego al resto de la asamblea yexpuse mi argumento con voz tímida:

—Soy Aretes, hija de Eurímaco ynieta de Laertes el de la colina. Esposade Prixias y hermana de Polinices, queperecieron en las Termopilas, y deAlexias, quien les sobrevivió a todos,no por su cobardía sino por voluntad delos dioses. Estoy aquí para reclamarjusticia, pues tengo razones para creerque mi padre fue condenado alostracismo de modo injusto en tiemposdel rey Cleómenes, hace ahora doce

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años. Muchos recordaréis la mañana quese leyó ante la asamblea la cartainculpatoria enviada por Demarato queNearco encontró entre las ropas de mipadre.

Mis palabras provocaron algunossilbidos y no pocas palabras dedesaprobación.

—Bien —proseguí sin inmutarme—,pues quiero probar que debajo delmensaje enviado desde Persia seescondía otro que revelaría lo querealmente el depuesto rey pretendíahacer llegar a Esparta. Además, creoque los trescientos fueron enviados auna muerte segura porque nuestros

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gobernantes obedecieron a oscurasintenciones, no tan piadosas como lasque adujeron, para impedir la salida delejército hace ahora un año.

Mi última frase cayó en mitad de laasamblea igual que si Zeustodopoderoso hubiera lanzado un rayo.Por eso, mientras regresaba a mi sitiojunto a Apión, se oyeron gritos dedesacuerdo y estalló un bullicio desilbidos seguido de abucheos. Uno delos éforos se levantó de su asiento y dijoque esos hechos hacía años que sehabían juzgado; que si no lograba probarmis acusaciones contra los éforos, miargumento podría ser acusado de

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sedición. Algunos me insultaron y otrosgritaron a mi favor. La asamblea sehabía dividido en dos, pues no pocosfamiliares de los trescientos compartíanmi opinión.

Me senté junto a Apión y desde allívi cómo Atalante se agitaba nervioso yse levantaba de su sitio para hablar.

—Me parece muy pretencioso quetú, nieta de Laertes el de la colina —serio con una mueca odiosa en su cara—,quieras que derritamos la cera de latablilla con la pretensión de que debajode la carta traicionera de Demaratoexista otro mensaje. ¿Pretendes quecreamos que esa supuesta carta oculta

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cambiará la historia de Esparta?—Así es —le respondí desde mi

asiento mientras le sostenía la mirada.—¡Qué desfachatez! —irguió un

dedo amenazante— Ve con cuidado,nieta de Laertes; los asuntos de estadoson algo más serio que los pasatiemposagrícolas de un viejo loco que te llenó lacabeza de cuentos y de historiasabsurdas.

—Nuestra ley —le contesté serena,aunque la referencia al abuelo me dolióen lo más profundo— dice que es dejusticia reparar el mal que se ha hecho olos errores están condenados a repetirse.En cuanto a los asuntos de estado, a

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muchos nos gustaría saber por qué teopusiste con tanto ardor a que el ejércitosaliera de la ciudad las pasadasCarneas. Quizás ambicionas algo másque el bien de la ciudad, ¿o es que temesque debajo de la carta de Demarato hayaescrito algo que pueda comprometer tusintereses?

Atalante se enfureció y su esposaLaonte escupió insultos desde su grada.Su sonido era el mismo que el de lavíbora cuando chasquea su lengua entrelos pastizales. Muchas otras voces seelevaron en mi contra o se rieron al oírmi respuesta. Si la tablilla no tenía nadainscrito, confirmaríamos que éramos

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unos traidores y nuestra familia seconvertiría en el hazmerreír de toda laciudad. Pero algo en mi interior medecía que padre no podía ser un traidora Esparta. Estaba decidida a que se lehiciera justicia.

—¿De qué intereses hablas, loca? —dijo Atalante rojo de cólera y lleno derencor—. No tengo otra ambición que elbien del pueblo de Esparta, al que heservido durante más de treinta años.Esta carta de la que hablas se extravióhace mucho en el archivo de la ciudad.

—Esta carta, Atalante —dijealzándome de nuevo—, ¿es la mismaque fuiste a buscar años atrás en el

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archivo y que el perieco encargado delmismo no quiso entregarte porque no lemostraste la orden con el sello real?

La sangre se heló en las venas delanciano al oírme y se giró hacia suscompañeros para preguntarles hastacuándo la asamblea tendría que soportaresa comedia. Las gentes murmuraronimpacientes y Pausanias me miróatónito. Iba a hablar cuando Gorgo lesusurró algo al oído y él ordenó callar ala algarabía de voces, que más parecíauna bandada de gaviotas que laasamblea de los espartiatas. Luegomandó que llamaran al archivero paraque trajera la prueba.

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Uno de los servidores corrió con elsello del regente hacia la acrópolis yregresó con el perieco que nos habíaacompañado al archivo de la ciudadsemanas antes. El hombre sacótímidamente la tablilla de su zurrón y sela entregó a Apión, que se encontraba ami lado delante del público. Este hizouna reverencia ante el regente y la reinay la mostró a los presentes. Todosvieron que era la misma por llevar elsello de Demarato.

—Esta es la carta —dijo Apión—que recibió Eurímaco, hijo de Laertes,hace doce años, y que se encontró entresus ropas en la palestra.

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Luego la leyó de nuevo en voz alta ysonora:

Espartanos, la juerga y el poderíodel gran Rey me llevan a aconsejarosque no pretendáis oponeros a laspeticiones del señor de todos loshombres que pacen desde el solnaciente al poniente, el más sagrado,reverenciado y exaltado, invencible,incorruptible, bendecido por el diosAbura Mayday omnipotente entre losmortales. Sed inteligentes y acceded arecibir a los embajadores que osvisitarán. No cometáis la temeridad deoponeros a sus modestas peticiones,

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que redundarán en beneficio de laPolis y que harán de Esparta la capitalde la Hélade.

A una señal de Pausanias, el ancianoalargó sus manos arrugadas y puso latablilla sobre el fuego que ardía en unbrasero. Todos los ojos estabanpendientes de ella. Entonces la ceraempezó a derretirse como hacen lasgotas de la escarcha por el sol enprimavera. Mi corazón latía desbocadoa la vez que me mareaba. Parecía que elcálido Noto había dejado de soplar y lasramas de los árboles ya no susurrabanentre ellas.

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La cera terminó de derretirse yApión dio la vuelta a la tablilla. Losojos de todos los presentes se clavaronen las manos que sostenían la maderita.El anciano miró a los éforos bajo suscejas espesas y luego fijó sus ojos en latableta. Después se volvió hacia mí ymeneó la cabeza.

Un murmullo se elevó entre lamuchedumbre que abarrotaba las gradasy yo sentí que la tierra se abría bajo mispies. El murmullo se convirtió engriterío cuando los insultos de Laonte yPitone empezaron a llover sobre mí.Alexias se cubrió el rostro con lasmanos mientras Eleiria y Nausica

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empezaron a sollozar.—¡Qué ridículo más vergonzoso,

nieta de Laertes! —gritó Atalante desdela grada— ¡Por tus venas corre la sangredel rencor y la suspicacia! ¡Qué otracosa puede esperarse de la nieta de unhombre que sólo ha sido capaz deengendrar traidores a la ciudad!

El público empezó a murmurar denuevo con el ruido de un río seco que sellena de agua. Muchos se levantaronpara irse tras ver que el espectáculoestaba a punto de concluir, como los queabandonan el teatro tras ver una funciónpor segunda vez porque ya conocen elfinal. Mi mundo se derrumbó por

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completo. Mi familia acababa de sercondenada de nuevo a la más horrorosade las vergüenzas. Pero, entonces,Apión levantó la manó que sostenía latableta, la gente calló de repente y hastalos dioses en el Olimpo volvieron sucabeza para ver qué sucedía esa mañanaen la asamblea de Esparta. La blancacabeza del más viejo de la Gerusía sevolvió hacia los presentes y exclamó:

—¡Aún no está todo dicho!Atalante enmudeció. Luego Apión se

acercó al sitial de Pausanias paramostrarle la tablilla. El regentepalideció y Gorgo, que estaba sentada asu lado, me miró radiante de felicidad.

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Después juntó las manos a la maneracomo se hace cuando se realiza unaplegaria a la diosa y sus ojos se llenaronde lágrimas. Apión mostró la tablilla atodos y cada uno de los ancianos de laGerusía excepto a Atalante, regresandoal terminar al centro de la asamblea.Luego, con voz alta y clara dijo:

—He aquí, ¡oh, espartanos!, lo queDemarato grabó en la tableta hace doceaños para enviar a sus fieles partidariosen la ciudad y que durante este tiempoha permanecido oculto:

Demarato a los fieles espartanosEurímaco y Talos, ¡salud! Los ejércitosdel Gran Rey se proponen invadir la

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Helade por la Lócrida a finales del mesde Carneo. Sus ejércitos sonincontables como las arenas del mar.Dad cuenta tan sólo a Leónidas deestos hechos. No confiéis en nadie más.Sé que Atalante y Crimón han recibidograndes sumas de dinero persa paraque el ejército no abandone la ciudad.Guardaos de ellos. Salud y que losdioses se apiaden de nosotros.

—La madera —concluyó el ancianoApión mirando a los otros miembros dela Gerusía— lleva el sello de Demaratomarcado a fuego.

Cientos de puños de la multitud seelevaron al cielo como rayos en mitad

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de la tormenta y resonaron los gritos de«traición» por todo el recinto. Alexiasse levantó y vino corriendo hacia miseguido de Eleiria y Paraleia. Los tresme abrazaron, mientras en nuestrasmejillas se entremezclaron las lágrimasdulces como la miel y amargas como unaaceituna tempranera. Atalante serevolvió inseguro en su asiento. En losrostros de su esposa y de su hija nohabía asomo de las sonrisas con las quehabían empezado el día.

—¡Esta acusación es una infamia! —chilló desesperado.

Luego intentó dar explicaciones asus colegas en el banco, pero los demás

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ancianos se alejaron de él como unhombre sano se aleja del que está llenode pústulas. Pausanias se levantó de susitial y ordenó callar a la muchedumbre,que se agitaba lo mismo que unenjambre de abejas al sentir unapresencia extraña en su panal, zumbabay se agitaba nerviosa en sus bancales.

—Si esto es cierto, Atalante —tronóla voz de Pausanias por encima de losmurmullos de la multitud—, y secomprueban las acusaciones,entenderemos por qué hace muchos añoste negaste a que el ejército participaraen la batalla de Maratón, y por qué haceunos meses, antes de las Carneas y en

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mitad del debate de la asamblea,defendiste de nuevo no enfrentarse a lospersas a causa de las Fiestas. De estemodo, condenaste al rey Leónidas y atoda su guardia a la muerte.

Seguidamente dió unas órdenes a susayudantes. Los guardias prendieron aAtalante y se lo llevaron. Al terminar laasamblea, el público se dispersómientras Alexias me observaba con unarenovada mirada de orgullo. Despuésme acerqué a Gorgo, nos abrazamos ylloramos. En mi cabeza sólo tenía contartodo lo que había sucedido a Taigeto ypartir en busca de mi padre.

Por la tarde, los guardias registraron

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la casa de Atalante. En sus bodegasencontraron varios cofres llenos demonedas de oro marcadas con lasefigies del rey Jerjes y de su padre,Darío el Grande, lo que indicaba que latraición venía ya de antiguo. Entre lostesoros que se ocultaban en sus sótanoshabía trípodes de bronce, diademas deoro, peines de marfil, pendientes deperlas, túnicas doradas y bordadas conhilo escarlata o cierres de oro con formade pajarillos; brazaletes de plata conpiedras de ágata incrustadas además delos lingotes de cobre, sardónice ymalaquita que despedían fulgores a laluz de las antorchas. Era un tesoro digno

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de un sátrapa oriental. Las gentessencillas de Esparta se preguntaroncómo Atalante podía haber almacenadotanta riqueza sin que nadie se hubierapercatado.

Me crucé con él cuando era llevadopor los soldados a la cárcel de laAcrópolis. Las calles estaban llenas degentes para ver el momento en que eltraidor era llevado a la prisión. Alverme entre la multitud bajó la cabeza,pero escupí en su cara las mismaspalabras que hubiera oído de labios demi abuelo:

—No han de cerrar tus ojos aunqueestés ya muerto ni tu padre, ni tu augusta

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madre. Por el contrario, las aves depresa, comedores de carne cruda, te losarrancarán.

El hombre, más un despojo que unode los principales consejeros de laciudad, no levantó la vista del suelo ylos soldados se lo llevaron. Nunca supenada más de él ni de su familia, perodijeron que las noches siguientes seescucharon gritos horrorosos dentro delos muros de la acrópolis.

Unas semanas más tarde, se detuvo aotros ciudadanos acusados por Atalantede ser sus secuaces y fueron igualmentecondenados, algunos a la pena capital yotros al ostracismo. El honor de mi

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padre se había restituido y podíamosreclamar que regresara a Esparta.

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Capítulo 41

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Me decía el abuelo que, en esta vida,todo depende del favor de los dioses,pues estamos a merced de su arbitrio.Aunque muchas veces se apiadan delhombre caído en la negra tierra y lolevantan, otras veces lo voltean y hastaal mejor parado le tumban boca arriba.Entonces sobrevienen las desgracias y elerrar sin medios y extraviado. Pareceque esto es así, porque a veces no sabessi es prudente tentar a la suerte o mejordejar que el destino recorra sus propios

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caminos.El deseo de recuperar a padre y que

la ciudad enviara a buscarle se retrasó,porque a diario empezaron a llegarnoticias alarmantes sobre el rápidoavance de los persas y el inicio de sucampaña por el Peloponeso. Además,supimos que los persas habían arrasadola ciudad de Platea y que sus habitanteshabían huido. Sin embargo, los bárbarosse habían replegado en cuanto habíanempezado a llegar al lugar formacionesde los vecinos megarenses y de losatenienses. Por ello, ningún mensajerosalió hacia Platea para reclamar apadre. La ciudad tenía cosas más

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importantes de las que ocuparse quebuscar a uno de sus capitanes.

El verano avanzaba inexorable y,como el año anterior, los caminos deGrecia se llenaron de jinetes. Lasciudades volvían a enviarse mensajerosque clamaban por la unión de todas laspolis para hacer frente al invasor quecampaba al norte, en las tierras deBeocia. Su capital, Tebas, la de las sietepuertas, se había rendido a los persas.Sus contingentes armados habían pasadoa formar parte del ejército de Jerjes.

Los días se alargaban, el solresplandeciente cegaba los ojos al mirarlos campos dorados, y en sólo algunos

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de ellos una suave brisa refrescaba losatardeceres.

Mientras en Amidas segábamos lacebada o el mijo y los bueyes llevabanel grano a los graneros, los persashabían barrido ya Traciay Macedonia,habían castrado a los niños y violado asus mujeres. Esparta y sus aliados nohabíamos hecho acto de presencia tras lanecia misión de Tempe.

Esos días, al inicio de la siega, laasamblea se reunió varias veces. Trasno pocas las deliberaciones y elultimátum que enviaron los atenienses,Esparta decidió hacer frente al bárbaropara acudir a la llamada con todas sus

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fuerzas. Muy pocos fueron los que seatrevieron a oponerse a la comúnopinión, y los que lo hicieron fueronsilenciados con abucheos.

Así pues, tal como había vaticinadoel poeta Simónides, para cuando lospersas habían ocupado todo el Ática, losespartanos y sus aliados se habíanarmado. Los iguales espartíatas eranmás de ocho mil miembros de infanteríapesada, a los que se añadieron loscaballeros y los periecos. Entonces elresultado se multiplicó por cuatro. Searmó, además, a los ilotas, y así sellegaba a casi cuarenta mil. A los queiban a unirse los aliados de Corinto, los

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tegeos, eleos, mantineos, plateos ymegarenses, además de los belicososargivos de lanzas hirientes, por nomencionar a los siracusanos y a losatenienses.

Tras estas últimas noticias tomé midecisión. Una mañana soleada marché ala aldea ilota con mi hijo, Eurímaco,para entrevistarme con Taigeto. Estabasiendo un verano seco y ardiente, puesel aire secaba las bocas; era máscaliente que el que sale del horno. Puseal corriente a Taigeto de los sucesosocurridos las últimas semanas y meprometió hacer lo que yo quisiera. Loque le pedí fue que me acompañara al

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norte en busca de padre. Al regresar aAmidas, por la noche, se lo comuniqué aAlexias y Paraleia, que me miraronasombrados.

—Nada nos retiene aquí —les dije—. Padre debe saber que ya no es unproscrito en Esparta.

Alexias no lo pensó mucho y decidióacompañarme con Taigeto hacia Platea.No era muy prudente que una mujerviajara sola con un ilota por unoscaminos llenos de soldados en tiemposde guerra. Mis hermanos y yo creímosque sería más seguro partir cuando lohiciera el grueso del ejército. Por suerte,no hubo que esperar mucho, porque una

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semana después se dio la orden demarchar. Así que dejé a mi hijoEurímaco al cuidado de Neante paraemprender mi viaje en busca de padre.Aunque el niño tenía poco más ele dosaños, di instrucciones para que lemantuvieran ocupado, porque no me hagustado nunca que la gente permanezcaociosa a mi alrededor, salvo cuando sehan terminado las tareas del día y elcuerpo merece su descanso. Le expliquécon palabras que pudiera entender porqué marchaba al norte y le dejaba sóloen Amidas. Pareció comprender y medespidió con sus ojos vivarachosdeseándome suerte. Nos abrazamos

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largamente y partí junto a mis hermanoshacia la ciudad.

Recuerdo que fue un amanecer en elque el cielo se había despertado teñidode sangre cuando vimos a la falange deEsparta formada en la llanura. La ciudadentera había acudido a la despedidaporque nadie recordaba la última vezque todo el ejército había traspasado lasfronteras de Lacedemonia. A la cabezaiban formadas las compañías de Iguales,con sus capas escarlatas y sus escudosbrillantes. Junto a ellos formaban losilotas que les servían, también armados,y detrás de ellos las compañías deperiecos. Marchaban a enfrentarse en las

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llanuras de Platea con un ejército queles multiplicaba por cinco o seis. Entreellos, aún formaban como capitanesTalos, el amigo de padre, y el abuelo demi hijo, mi suegro Prixias, todavíaactivos para el servicio de las armas.

Mis hermanos y yo, en ropas deviaje, les vimos desde una pequeñaloma, en el camino que parte lossembrados en dos. Aguardábamos sobrenuestras monturas mientras Helios, en sucarro de fuego, ascendía lentamente porel horizonte. Tras el sacrificio ritual, loshoplitas entonaron los cantos yempezaron la marcha levantando unanube de polvo a su paso. Los espartanos

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les despedían con cánticos y saludosmientras las madres alzaban a sus hijosal cielo.

Las formaciones pasaron junto alEurotas y vimos cómo las hileras seacercaban a nosotros. Alexias quisoesperar a que desfilaran sus compañerosantes de emprender nuestra marcha haciael norte. Empezaron a pasar lascompañías de hoplitas una tras otra.Todos ellos levantaban la lanza al verleen señal de saludo. Incluso algunoscapitanes, que encabezaban suscompañías, le miraban con orgullo,aunque ninguno dijo palabra alguna. Nohubo hoplita que no reconociera en

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Alexias a los trescientos que habíandado la vida por la ciudad un año antes.Me fijé en los cascos de bronce que losIguales llevaban colgados al cinto. Suscuencas vacías y terribles me parecieronlas cabezas de las Parcas, quedeambulan por los campos de batallaescogiendo a los que han de caer parano levantarse jamás.

Una vez perdimos de vista a losúltimos carros de vituallas azuzamos anuestros caballos y emprendimos elcamino hacia Corinto. No seguimos alejército, sino que tomamos el camino dela montaña que zigzaguea entrealgarrobos y robles para no tener que

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adelantarle.El primer día de marcha trascurrió

bajo un cielo limpio. El viento del surnos empujó deprisa hacia los montestras los que encontraríamos el mar. ElNoto, a nuestras espaldas, nos traía losecos de los cantos espartanos y mepareció que avanzábamos como lavanguardia del ejército que iba aderrotar a los bárbaros invasores.

Al atardecer del segundo díallegamos a Corinto, aliada de Esparta yciudad de calles perfumadas. No laconocía, pero he de confesar que mellamaron la atención los ricos mármolesde sus paredes, llenos de inscripciones y

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esculturitas, la anchura de sus calles,iluminadas como si fuera de día, y laanimosidad de sus tabernas. Aunquemuchos de sus soldados habían partidoya hacia el norte, la ciudad era unafiesta. De sus fuentes parecía quemanara el vino. Las risas y las cancionesque salían de sus casas invitaban aquedarse. Nuestras rústicas vestidurasfueron blanco de algunas burlas, peroseguimos nuestra marcha. Subimos aofrecer un sacrificio al templo deApolo, rodeado de jardines y depreciosos jarrones de terracota. Desdeallí pudimos divisar su ancho puertosalpicado de lucecitas, pues docenas de

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trirremes estaban atracadas en susmuelles y la muchedumbre abarrotabasus mercados. No nos detuvimos muchoen esta ciudad porque después de cenarproseguimos nuestro camino.

A medida que nuestras monturas nosacercaban al norte, el paisaje era cadavez más desolador: casas o granjassaqueadas, cadáveres de resesabandonados y cosechas quemadas alládonde las avanzadillas persas se habíanatrevido a llegar. Esas noches dormimosal amparo de alguna gruta o acurrucadoslos tres bajo las frondosas ramas de losárboles.

Al atardecer del cuarto día de

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marcha vimos las murallas destruidas dela pequeña ciudad de Platea, que enalgunos lugares los persas habíanarrancado hasta sus cimientos. Detrás dela ciudad, fundada junto a las brillantesaguas del río Asopo, se elevaban lasoscuras siluetas de los montes Citerón yHelicón. El lugar era un hervidero deactividad alrededor de sus derruidosmuros, donde los aliados que habíanacudido a la llamada habían plantadosus tiendas. Docenas de anchos escudosreposaban en grupos, entre las fogatas ylas tiendas. Las largas lanzas estabanclavadas juntas en el suelo al modo deun pequeño bosque de arbolillos

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enhiestos. Algunos hombres bebían ojugaban junto a los fuegos mientras otrosse bañaban en la orilla del Asopo.

Llegué a Platea con la esperanza deencontrar a padre. En ese momento yotenía veintiocho años y los gemelosveintitrés. No le había visto desde queera una adolescente y dudaba mucho quele reconociera si nos cruzáramos con élpor las calles, pero aun así creía que silo deseaba con todas mis fuerzas losdioses oirían mis súplicas.

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Capítulo 42

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Entramos por la puerta llamada deoccidente y Taigeto nos condujo por lasestrechas calles, sorteando losescombros y los restos de las murallasderruidas. Nos dirigimos al templo deZeus para hospedarnos en la únicaposada que quedaba en pie, según nosinformaron al preguntar. El lugar estabaabarrotado de soldados de todas laspolis que ya habían llegado a la ciudad.Todos aguardaban impacientes lasórdenes para la batalla que había de

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decidir la suerte de la Hélade. Lahabitación era alargada y oscura. Estabaapenas iluminada por unas lámparas desebo que hacían bailar curiosas sombrasen los rostros de los soldados. Las vigasde su techo casi rozaban las cabezas,olía a ajo y a cebolla. Observé que enese sitio los hombres bebían más de lacuenta. Muchos volvieron la cabeza alver entrar a una fainomérides con laspiernas descubiertas, pero se tragaronlas groserías cuando vieron detrás de mía Alexias y a otro hombre idéntico a él,aunque no tan alto. A alguno de lossoldados se le escapó la mano, pero nollegó siquiera a rozarme. Es más, creo

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que lamentó el intento durante semanas,pues los puños de mis hermanos eranfuertes como tenazas de hierro.

Seguimos avanzando por el local enbusca de una mesa más o menosdesocupada. Nos sentamos junto a ungrupo de soldados de Mantinea queconjeturaban acerca de la fecha de labatalla. Llevaban más de una semanaacampados en Platea y estaban ansiosospor entrar en combate. Alexias selevantó para pedir algo de comida ybebida al mesonero. Taigeto se quedócallado, sentado frente a mí con la vistafija en la puerta de la taberna. Yo estabasentada de espaldas a ella y no podía

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ver lo que ocurría.—Aretes —me dijo de pronto

sonriéndome y cogiéndome las dosmanos.

En ese momento mi corazón brincó ycreí desfallecer, porque sabía lo quesignificaba. Me volví para ver quevarios soldados acababan de entrar en ellugar. Los hombres charlabananimadamente, pero mis ojos sóloestaban pendientes del capitán al querodeaban. Era un veterano de guerra debarba plateada y cabello aún abundanteque llevaba recogido detrás del cuelloen una coleta. Su rostro estaba surcadode finas arrugas y tostado por el sol.

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Pero lo que más me llamó la atenciónfue ese hoyuelo con el que mis dedos deniña habían jugado tantas veces. Vestíaarmadura de cuero y de su cinturacolgaba una espada corta. Era como sihubiera entrado en la taberna la vivaimagen del abuelo Laertes, tal como yole recordaba.

El capitán avanzó por el pasillo quedejaban los hombres. Vio a Taigeto alfondo de la sala, sentado frente a mí, yesbozó una sonrisa. En ese momentodejé de oír y de ver nada más que laoscura sombra cuyos anchos hombrosavanzaban entre la muchedumbre.Taigeto le saludó con la mano y me

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ayudó a levantarme para llevarme haciael hombre como una novia llevada enprocesión. Noté cómo Alexias, detrás demí, ponía su mano en mi hombro y asílos tres avanzamos hacia el centro dellocal. Por cada paso que dábamosacortábamos cada uno de los doce añosdesde que padre había abandonadonuestra casa hacia el exilio.

Llegamos frente a él y suscompañeros nos miraron extrañados. Elcapitán platense había reconocido aTaigeto en el acto. Luego miró al otroguerrero que tenía frente a sí ycomprendió. Finalmente, sus ojos seencontraron con los míos y temblé como

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nunca había hecho. Mi boca se abrió,pero no pude decir nada. Ni en mis másfelices sueños había soñado con eso. Élsólo tenía ojos para la estrella delapislázuli que colgaba de mi cuello, laque habíamos comprado cuando era niñaen Giteo.

Los hombres que le rodeaban vieronestupefactos cómo los ojos de su capitánse llenaron de lágrimas. Luego avanzólos pocos pasos que nos separaban paraabrazarnos a los tres mientras unatormenta arrasaba su corazón y las olasimpetuosas barrían esa roca solitaria.Escondí mi rostro bañado en lágrimas ensu cuello y le abracé con todas mis

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fuerzas para que nadie se atreviera aarrebatármelo de nuevo. El local sellenó de murmullos de admiración ytodos los rostros se volvieron hacia elgrupito que formábamos en mitad delestrecho corredor.

—Padre… —musité con un hilo devoz.

Luego le cogí de las manos y se lasbesé.

—Aretes, mi Aretes… —susurrócon un hilo de voz mientras me abrazabacontra su pecho.

Yo no quería soltarle por nada delmundo. Me faltaba tiempo para cubrirlela cara y la barba de besos. Aunque no

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pudiera verle porque tenía los ojosarrasados en dulces lágrimas.Recuperamos de golpe todos los añosperdidos y lloramos por las veces quenos habíamos necesitado el uno al otro yno nos habíamos tenido. Los doce añosde soledad, la peor de las compañías, ypenurias se agolparon de repente en micabeza: cuando enterré a madre y alabuelo, cuando perdí a mi esposoPrixias y a Polinices o cuando parí a mihijo.

Por demasiado tiempo, mi corazónse había endurecido para no sufrir y lohabía cubierto con una coraza que meprotegiera. Pero entonces, como hace el

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bravo guerrero cuando la batalla haterminado, me despojé de ella y volví aser la niña que se mecía por las nochesen su regazo mientras peinaba su barbacon mis dedos infantiles.

Padre me cogió de la cintura y mepuso sobre sus rodillas ante la miradaasombrada de los soldados platensesque atiborraban la taberna. Las palabrassalieron como un torrente de nuestroslabios para contarle los sucesosocurridos en Esparta durante las últimassemanas: la asamblea de los Iguales,cómo se había descubierto la cartasecreta de Demarato y la traición deAtalante. Padre nos escuchó a los tres

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con atención. Bebía nuestras palabrassin dejar de mirarnos a los ojos conorgullo y satisfacción. No le dije nadade mi encuentro con la pitonisa, porquecreí innecesario aumentar su dolor.

—Gacelilla mía —me dijo mientrasme estrechaba como se hace a una niña—. Eres ya toda una mujer, deja que temire. Eres superior a todas por tu figura,tus proporciones naturales, por tuinteligencia y por la educación que tedio mi padre. ¡Qué orgulloso estaría porhaberte hecho tan perspicaz, intuitiva yvaliente, hija mía!

Esa noche, en la taberna, supimosque los persas estaban a no muchos

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estadios de la ciudad. Pero los bárbarosdudaban en avanzar, porque sus espíassabían que Esparta se había movilizado.Además, muchas pequeñas ciudades queantes dudaban habían embrazado losescudos y afilado sus lanzas. Padre sealegró y sonrió, satisfecho, al saber quela falange completa había abandonadoEsparta para dirigirse hacia nuestraposición.

—¿Podremos contenerles, padre? —le preguntó Taigeto.

El me miró antes de responder,fijando en él sus ojos dulces ydeterminados.

—Hijo mío —le dijo—, tu papel

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está junto a tu hermana. Has de cuidar deella.

Esa noche muchos soldados seacercaron a Alexias, porque prontocorrió la voz entre los hoplitas que erael único superviviente de lasTermopilas. Al admirar su poderío deguerrero y las múltiples heridas queadornaban su cuerpo pareció que laesperanza renacía en los corazones deesos hombres, ya que vieron que eraposible vencer a los persas. Todosquisieron conocer por sus labios el finalde los Trescientos y la valentía quehabían demostrado en el campo debatalla.

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Padre y yo dejamos a Alexias y aTaigeto con los soldados y salimos a lacalle para respirar el aire fresco.Paseamos en silencio entre las ruinas dela ciudad hasta que llegamos al campoabierto, como solíamos hacer cuandoera niña en nuestra finca de Amidas.Vimos a lo lejos, entre las tiendas denuestros soldados, cómo las estrellas semezclaban con el resplandor de losfuegos persas que brillaban a lo lejos.Eran tantas que parecía que la llanuraentera ardiera en un incendio.

—Están sólo a medio día de camino—me dijo padre con los ojos fijos en elhorizonte.

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Sentí que un temblor se apoderabade mí. Padre me acercó a él y me rodeócon su fuerte brazo.

—No quiero perderte otra vez —ledije apenada, con la mirada perdida enla noche poblada de estrellas solitarias.

No me resignaba y traté deconvencerle de que abandonara elejército para regresar con nosotros aEsparta. Él me miró con ternura infinitay me susurró apretándome contra él:

—Aretes, ya no eres una niña. Hasde entender, hija mía, que en esta horaestaré donde deba estar y haré lo quedeba hacer o no sería digno hijo de mipadre. Ya sabes que tu abuelo decía que

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los dioses vagan por la tierra para ver silos hombres actúan con decencia. Puesbien, creo que todos miran hoy haciaestos vastos campos. No sería honestopor mi parte abandonar a mis hombresantes de la batalla, ¿no crees? Nocontaba con volver a verte a tí ni a tushermanos. Estos días aquí, en Platea,mientras se decide el futuro de laHélade, serán para mí un regalo de losdioses. Dejémoslo todo en sus manos yque ellos decidan nuestra suerte, porquees necio quien actúa contra su voluntad.Cuando las cosas llegan a su final, niñamía, no hay tiempo para lamentarse nipara cuidarse de los propios asuntos.

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Los problemas y los deseos personalesno cuentan en este mundo sombrío. Cadauno debe aceptar el destino que ledeparan los dioses, esté lleno de luz ycolor o de sombras y oscuridad.

Bajé mi cabeza como si hubiera oídoun himno sagrado que no se debeinterrumpir y tras nuestro breve paseosilencioso bajo las estrellas regresamosa la taberna. Sabía que los espartanosdescendemos del mismo Heracles, quesus hombres no llevan heridas en laespalda porque no saben lo que esretirarse, y que harían lo que debieranhacer, pero deseé con todas mis fuerzasque las desgracias naufragaran en mares

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conocidos y no llegaran nunca a nuestrasorillas.

Dos días después de nuestra llegada,el campamento griego se levantóalborozado y los hombresprorrumpieron en gritos y celebraciones.Se había avistado ya el grueso delejército de Esparta por el camino quebajaba del monte Citerión. El ejércitoespartano había abandonado la ciudadde Megara y se dirigía hacia Plateaaceleradamente. Entre los árboles seadivinaba la larga serpiente de oro, pueslos cascos y los escudos de bronceincendiaban el monte. Los hombres decien Polis distintas oían atentos los

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cantos de los lacedemonios queresonaban por todo el valle con palabrasy melodías muy familiares paranosotros. Era un canto a la esperanzaque alegró hasta a los corazones másafligidos.

Los espartanos llegaron a Platea amediodía y asentaron sus cuarteles cercade los de los atenienses. Fueronrecibidos como salvadores mientraseran saludados con vítores y canciones.Los hombres repicaron sus lanzas contrasus escudos e hicieron un ruido infernal,porque la esperanza renacía en todos losgriegos libres.

A su llegada, todo el campamento se

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convirtió en una fiesta. Pude ver aguerreros cuyos padres y abuelos sehabían matado en el campo de batallaabrazarse mientras se ofrecían regalos ose invitaban mùtuamente a beber. Padretuvo la alegría de abrazar de nuevo a susamigos Talos y Prixias, que además erami suegro, y allí, en mitad de las tiendas,mientras los espartanos montaban sucampamento, les puso al corriente de laestrategia persa.

—Mardonio ha escogido las llanurasde Platea —les dijo— porque es fácilque su numerosa caballería puedamaniobrar. Supongo que los aliadosdarán el mando del ejército a Pausanias;

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no es un mal estratega.Pero no pudieron hablar mucho

porque el regente, al saber que padreestaba en la ciudad, mandó llamarleenseguida. El asistió a la asambleacomo uno más de los capitanes y lespuso al corriente del modo de luchar delos persas. Les aconsejó no formar encampo abierto dado que la caballeríapersa era mucho más numerosa, sinoretirarse cerca de los montes paradificultarles las maniobras en caso deataque para que de este modo se vieranforzados a luchar a pie.

Como había supuesto, Pausanias fueelegido como el general de los aliados

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griegos, y así, gracias a sus consejos,los capitanes decidieron formar alabrigo de los montes, en una zona en laque los persas no pudieran maniobrarfácilmente, y esperar su embestida.

La mañana que él y Alexias seincorporaron a sus regimientos, seacercaron a mí revestidos con susarmas. Pude ver que refulgían igual queHelios que todo lo abrasa. Pronunciaronpalabras de aliento y me estrecharonfuertemente entre sus brazos. Su miradaera animosa, pero al ver en ella tantoardor, mi corazón se encogió como si unviento frío se hubiera colado por lasventanas de mi alma.

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Iban a enfrentarse de nuevo contra unenemigo que les multiplicaba pormucho, pero esta vez no eran un puñadode guisantes en una jarra, puesestábamos rodeados de las mejorestropas griegas y hasta donde alcanzabala vista ondeaban al viento losestandartes de las distintas Polis.

Taigeto permaneció conmigo latarde en que las tropas salieron de laciudad y se dirigieron a los bosquescercanos, donde estaban acampadosmuchos aliados.

Al día siguiente, los griegosdescendieron finalmente a la llanura yevolucionaron sin mostrarse a campo

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abierto para atraer a los persas, pero sindarles pie a iniciar un ataque. Compañíatras compañía, el ejército formó delantede las fuerzas de Mardonio, queevolucionaban hasta donde se les perdíade vista. Unas docenas de miles degriegos libres encabezados por elejército espartano construyeron un muroimpenetrable de escudos. Dicen que losojos persas, mesas, frigios o carios lesvieron con horror al recordar lo quetrescientos habían hecho con ellos en lasPuertas Calientes. Pero Mardonio noatacó, porque esperaba que los griegosavanzaran hacia sus destacamentos ypresentaran batalla en campo abierto.

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Durante los siguientes días no hubonovedades. Taigeto iba y venía dePlatea desde los puestos avanzados y metraía noticias de lo que ocurría. Lasfuerzas helenas se encontrabanparapetadas en las arboladas colinas,donde la caballería persa no podíairrumpir. Ambos ejércitos se mirabanmutuamente, pero nadie atacaba,esperando que el contrario lo hiciera enterreno desfavorable para él.

Hubo frecuentes los escarceos entrelos griegos y las avanzadillas persas,pero los helenos no habían presentadobatalla por no encontrarse en un terrenofavorable. Sin embargo, la madrugada

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del quinto día de nuestra llegada aPlatea, Taigeto llegó a la posada desdelos puestos avanzados de los aliados,me despertó y me dijo que los griegoshabían empezado la retirada durante lanoche. Le miré alarmada y quise suponerque no era más que una estratagema paraque los persas se metieran en la bocadel lobo.

—Creo que esta mañana se librarála batalla —me dijo excitado—.Pausanias es consciente de las malascondiciones a las que se enfrenta y hadecidido retirar el ejército. Hasta ahoraestaban repartidos por varias colinas dellado sur de la llanura. Hace tres días

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que los persas les han cortado losabastecimientos, los aliados estánnerviosos y los espartanos ansiosos deentrar en combate para vengar aLeónidas y a los Trescientos.

Ciertamente, los días habían pasadode este modo hasta que el comandantepersa Mardonio, cansado ya de esperary viendo que los griegos, ni aúnbebiéndose su propia agua aceptabanpelear contra él, ordenó envenenar lospozos. El y su ejército tenían más pozosa retaguardia, en Tebas. Para forzarnos aentablar combate mandó destacamentosde caballería que, dando un rodeo,atacaran y destrozaran las caravanas de

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suministros que abastecían a los griegospor el sur. Con estas medidas, losnuestros quedarían aislados, sinsuministros ni agua, y deberían aceptarla batalla de inmediato.

Fuimos deprisa a los establos ymontamos en nuestros caballos. Losespoleamos hasta las puertas de laciudad para salir a campo abierto.Escogimos una de las lomas cercanasdespoblada de árboles desde la que sedivisaba la llanura.

El día estaba despuntando y el solpronto abrasaría las formaciones deguerreros que evolucionaban a nuestrospies. Como me había dicho Taigeto,

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Pausanias había ordenado la retiradaaquella noche y él aguardó a hacerlo elúltimo para que los espartanosprotegieran a los aliados en caso deataque persa. Al ser tan grande elnúmero de combatientes, la retiradanocturna había sido un pequeñodesastre, y por lo que vimos desde elaltozano, numerosos efectivos se habíanextraviado. Los grupos de los distintosestados aparecían diseminados por lallanura, cerca de las colinas. No asíPausanias y los hoplitas espartanos, quese mantenían juntos en la llanura paraesperar la embestida de los persas. Loscorreos griegos a caballo partían desde

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el puesto elevado de Pausanias ycruzaban la llanura como saetas paraintentar reagrupar a los contingentesdesperdigados, pues la batalla erainminente.

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Capítulo 43

479 a. C.

Helios despuntó rojizo por el horizontey el color del cielo auguraba un día decalor pegajoso. Vi cómo las tropas deinfantería ligera de los aliados quepermanecían en el campo de batalla,más numerosas pero más débiles anteuna carga de caballería, se habíandispuesto en el centro. Los espartanosformaban el flanco derecho junto con lacuarta parte de la infantería ligera,mientras los atenienses, con cascos derojos penachos, y los otros infantes

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ligeros se situaron en el flancoizquierdo.

Había ya amanecido cuando loslados comenzaron también a retirarse.Me sentí orgullosa al ver cómo lastropas espartanas no lo hacíandesordenadas hacia la tierra abrupta quetenían a su espalda, sino que seguían unorden preciso y calculado. Sonaron lastrompetas griegas y los sintagmas,formados por cuadrados de dieciséishoplitas por lado, ocuparon susposiciones en la llanura de Platea comosi un arquitecto hubiera diseñado unacuadrícula en el terreno. Los sintagmasse unieron en parejas formando

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pentacosiarquías. Dos de ellasformaban una quiliarquía; cuando dosde éstas se unían formaban unamenarquía y dos de ellas, una falange.El total de combatientes era de cuatromil guerreros, con doscientas cincuentafilas de hoplitas. En las Termopilas, losespartanos habían mostrado un frente dedoce escudos. En Platea, lo hicieron conun frente de casi trescientos escudos quese perdía por el horizonte y que unhombre a la carrera tardaría un buen ratoen recorrer de punta a punta, pues todauna difalangarquía, con algo más deocho mil hombres como núcleo decombate, y unos dos mil más de reserva,

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intendencia y algunos jinetes,presentaban batalla. Juntos formaban unmuro de metal contra el que iban aestrellarse los jinetes persas, sinposibilidad de rodearles porque losespartanos tenían los árboles y lasfaldas de los montes a su espalda.

—Es imposible que puedanenvolverles en esta posición —dijoexcitado Taigeto a mi lado.

Desde nuestra loma sólo veíamossus espaldas y el interminable bosque delanzas que, como los juncos en elmargen del Eurotas, crecían unos junto aotros y forman un muro impenetrable.Sin embargo, lo que debieron ver los

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persas frente a ellos fue una muralla defuego, pues los griegos estabanencarados al este y por allí ascendía elardiente Helios que hacía despedir desus escudos y sus cascos fulgoresdesconocidos.

Supuse que, al ver la masa deguerreros y oír sus cánticos, losbárbaros recordaron lo que habíansufrido en las Termopilas y sintieronpánico. Recordé entonces lo que medijera el poeta Simónides en Amidassemanas antes de nuestra partida:«¿Cómo piensas que se enfrentarán lospersas a una barrera de miles deespartanos si sólo un puñado les

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masacraron en las Puertas Calientes ysólo mediante argucias y traicioneslograron atravesar el paso? ¿Qué pasarápor sus corazones y sus cabezas cuandovean de nuevo frente a ellos los escudosredondos con las lambdas grabadas afuego, los cascos de crines enhiestas ylas lanzas largas y afiladas?

»Sí, los persas, ante la visión de lastropas espartanas formadas en Platea,sólo podían sentir una cosa: miedo.

Mis pensamientos quedaroninterrumpidos por los redobles de untambor solitario detrás de las filasespartanas al que enseguida se le unióotro, y otro más, hasta que, a nuestros

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pies, docenas de ellos empezaron amarcar el paso de los hoplitas. Al ruidoensordecedor de los timbales se unieronlas dulces flautas. Entonces losguerreros de la falange empezaron acantar. Miles de voces broncas yvaroniles saludaron con ardor al nuevodía. Yo misma me sentí estremecer alver cómo la masa de guerreroscomenzaba a andar por la llanura.

La compacta formación avanzó porel campo igual que una de las máquinasmetálicas que Hefesto, el forjadorcelestial, había diseñado para tan grandía. Pausanias había decidido hacerfrente a los persas y yo no sentí miedo

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alguno al ver las compactas hileras delos hoplitas a mis pies, porque supe quelos persas no las rebasarían.

Entonces, algo se agitó en elcampamento persa, porque su general,Mardonio, al darse cuenta de la retiradahelena y comprender que, en unaregresión, el orden de combate seríamenos eficaz, ordenó atacar a sus tropas.Desde la lejanía nos llegaron las notasde las estridentes trompetas y losredobles de los tambores persas. A lolejos se elevó una nube de polvo doradoy, de repente, la llanura empezó atemblar. Mardonio, con la mitad de sucaballería y de su infantería, se lanzaba

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en persecución del centro del enemigo,que ya no estaba en el campo de batallaprevisto sino en una zona boscosa difícilde maniobrar para los caballos.

En primer lugar atacaron losarqueros y el cielo se oscureció con lasbandadas de flechas que caían encimade la bien pertrechada formación. Losespartanos se defendieron alzando losescudos sobre sus cabezas y por unosmomentos la llanura se convirtió en unmar dorado. Este primer ataque casi nohizo mella en su ánimo, pues lossoldados seguían cantando. Laformación en falange era algo tanimpenetrable como lo es un erizo que,

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como me había dicho padre, sólo conoceun truco, pero es muy bueno.

Desde nuestra elevada posiciónpodíamos oír los aulós y las voces denuestros guerreros que seguíanavanzando rítmicamente, primero alpaso y después al trote:

Que cada uno siga firme sobre suspiernas abiertas,

Que fije en el suelo sus pies y semuerda el labio con los dientes.

Que cubra sus músculos y suspiernas, su pecho y sus hombros

Bajo el vientre de su vasto escudo.Que su diestra empuñe su fuerte

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lanzaQue agite sobre su cabera el

temible airón

La caballería persa, compuesta porcientos de jinetes, apareció entoncesencima de una loma seguida por milesde infantes. Los colores de susbanderolas inflamaban el cielo y su solavisión cortaba la respiración al másvaliente de los hombres. Cuando losavistaron en el promontorio, y a unaseñal de las cornetas, el bosque delanzas griegas bajó a la vez paraenfrentarse tanto a la caballería como alos arqueros e infantes persas.

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Los hombres iban a lanzarse unoscontra otros como manadas de jabalíes ode leones, se miraban entre sí ardorosose irritados, todos sedientos de la sangreajena. Sin embargo, el ánimo no era elmismo entre los corazones de loshoplitas griegos y el de los bárbaros.

Entonces las trompetas bárbarashendieron el cielo y un mar de caballosse precipitó desde la colina en la quehabían esperado la señal. El éter sellenó de relinchos cuando la tierratembló de nuevo, pues parecía quePoseidón había hincado su tridente enella. Bajo nuestros pies, las formacionesde los espartanos seguían avanzando y

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los tambores marcaban el ritmo sindescanso. Una nube de polvo se elevócomo ofrenda a Ares, hacedor de viudasy destructor de murallas. El mismo dioshizo acto de presencia recubierto debronce y terror llenando la tierra con susgritos ardorosos cuando la caballería sedesplegó por la ladera y los jinetesbajaron sus lanzas contra la murallaespartana. Aquí y allá, los corceles másrápidos se precipitaron contra lashileras de hoplitas estrellándose contraellas y, tras los primeros, muchos otroshicieron temblar a la falange. El muro debronce y fuego se contrajo como laserpiente que zigzaguea en la espesura

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allá donde la carga de la caballeríahabía sido más punzante, pero, alinstante, la serpiente volvió a su formaoriginal. Entonces los caballos y losjinetes salieron despedidos por los aireso se revolvieron en el suelo atravesadospor las lanzas de lúgubre sombra.

Al disiparse la nube de polvo,docenas de caballos y jinetes serevolvían, enmarañados, junto a laformación de guerreros que seguíaavanzando. Los hombres se apretabanunos junto a otros, sudorosos. La falangeera igual que una trirreme avanzando porla llanura polvorienta al ritmo de losmiles de remos de puntas afiladas.

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Tras estrellarse contra la mole debronce, los caballos volvieron susgrupas y se reorganizaron a lo lejos. Denuevo, las metálicas cornetas rompieronel cielo con sus estridentes notas y losdioses del Olimpo volvieron suscabezas para ver cómo los hombres seherían y mataban en la planicie dePlatea. Una y otra vez los jinetescargaron contra la formación dehoplitas. Las lanzas se partían y losescudos temblaban, los hombres seapretaban unos a otros mientras delcielo llovía sangre.

Sin embargo, para nuestro alivio, losjinetes desistieron en su empeño tras

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estrellarse varias veces contra unafalange erizada de lanzas. Los caballosno podían acercarse a ese bosque dearmas que les encabritaba, y si algúnjinete osaba acercarse demasiado alerizo de púas mortales, caía acribilladoal instante junto a su montura.

Mientras tanto, en el otro flanco, anuestra izquierda, los ateniensesresistían la acometida de los tebanosaliados de los persas. La lucha eraencarnizada pues ninguno de los dosbandos lograba poner en fuga al otro.Sin posibilidad de dar un respiro anuestros hombres, la infantería ligerapersa, sin armadura y con la única

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protección de un escudo de mimbre, selanzó a la carrera contra los espartanosy entonces sucedió lo que más temía micorazón. Porque las hileras de los dosejércitos aún no habían trabado combatey los timbales seguían tronando en elcielo cuando un hoplita salió de laformación espartana lanzándose ensolitario contra las hileras persas, queavanzaban hacia ellos sin orden niconcierto, rugiendo como bestiassalvajes.

Me agarré a Taigeto para ahogar ungrito, pues de inmediato reconocí laimponente silueta del guerrero, su formade correr y de sostener el escudo pegado

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al cuerpo y sentí como si una flechapersa se clavara en mis entrañas.

El hoplita recorrió casi un estadio enuna carrera veloz y entró sólo en elfragor de la batalla. Cuando los persasle vieron creyeron tener delante de sí auna de las furias infernales que un díales llevarían, pues el solitario guerreroarremetió contra el primer grupo que sepuso delante y asustó a los hombrescomo si fueran peces mudos delante deuna bestia marina. Les gritó que era unode los que había estado en lasTermopilas, y cuando le oyeron, suscaras se llenaron de terror. Luego arrojósu lanza con tal fuerza que atravesó el

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escudo de un robusto guerrero y se leclavó en el esternón. Se oyó cómo lepartía el hueso, y el alma deldesgraciado se escapó por su boca enforma de espumosa sangre. Acontinuación, desenvainó su espada y deun solo tajó cortó los miembros de otro,mientras con el escudó asestaba ungolpe tan certero a otro que le pardo lacabeza en dos, su cerebro se derramó asu alrededor y la negra sangre tiñó latierra.

Lo mismo que un gavilán pone enfuga a grajos y estorninos, así Alexiasabrió un hueco en torno a él. Losenemigos dudaron en acercarse a ese

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nuevo Heracles titubeando a sualrededor como los niños en la palestraante un campeón. Pero ya los arcos delos persas se tensaban para alcanzarle yme cubrí el rostro con el manto mientrasél corría para lanzarse de nuevo contrala marea de escudos extranjeros.

Habían caído una docena de persas asus pies cuando una flecha saliódisparada desde la multitud de enemigosque lo rodeaba, penetró en su armaduray se clavó en su costado. Alexias sedesplomó igual que un olmo por loscerteros hachazos de los hábilescarpinteros, pero se levantó enseguidadel polvo para seguir luchando hasta que

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una segunda y una tercera flechas lehirieron.

No bien nuestra vista alcanzó a ver asu gemelo en el suelo que Taigetorecogió las armas del abuelo del suelo.Yo oculté mi rostro entre las manos,pues oí que profería un grito horrorosoque hendió el cielo y se lanzó corriendodesde la colina desde la quepresenciábamos la carnicería.

He dicho ya que el alma de losgemelos, como las de los dioscurosCástor y Pólux, tienen una conexiónespecial, que sus vidas discurrenparalelas y presienten al otro aunque nole vean. Dicen que viven el dolor del

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otro como propio. Por eso Taigeto saltópor los riscos como un avezado pastorbrinca junto a sus cabras, adelantó a lacerrada formación espartana y se metióen el fragor de la batalla. Arrojó sulanza con tanta fuerza que atravesó amás de un enemigo, y lo mismo hizo conel escudo del abuelo, que saliódespedido por el cielo polvoriento. Elhoplón de bronce destrozó variascabezas antes de caer al suelo conestrépito. En un abrir y cerrar de ojosdesenvainó su espada y se interpusoentre Alexias y los persas. En eseinstante funesto, los gemelos luchabanpara salvar el uno la vida del otro, pero

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estaban solos en tierra de nadie,rodeados de enemigos.

Otros que presenciaron el combatedesde la primera hilera dijeron que unveterano capitán platense, al ver a losdos hermanos luchar en solitario contralas filas persas, salió corriendo haciaellos. Arrojó su lanza contra losbárbaros, alcanzó a uno en el estómago yallí se quedó balanceando su negrasombra. Luego derribó a varios más y selanzó con su escudo sobre los dosespartanos para protegerles de lasespadas y las lanzas, mientras a sualrededor seguía la batalla.

Cuando los hoplitas espartanos

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vieron a dos de los suyos y a un ilotaluchar en solitario entre las filas persas,no esperaron las consignas de losgenerales. La voz de Talos, el amigo depadre, rugió como un león en la espesurapor toda la planicie:

—¡Cascos abajo, escudos arriba!¡Espartanos!

Ahí estaban los tres, en el suelo,rodeados por los persas que lesacribillaban por todos lados cuando unamarea roja como la sangre, deencrespadas olas broncíneas, se les echóencima. Igual que el mar embravecidoruge en mitad de la tormenta y no hayabrigo donde guarecerse ante tan

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aterradoras oleadas, las hilerasespartanas corrieron al centro de lasfuerzas enemigas con la facilidad delcuchillo que corta la manteca. Allí, enuna maraña de cuerpos, se riñeron desangre entre el polvo y el entrechocar delos escudos. Desde mi atalaya vi comouna difalangarquía espartana, más deocho mil guerreros entrenados toda suvida desde los siete años para matar ymorir, se lanzó entera al combate porprimera vez en nuestra historia. Labestia escarlata y oro engulló a lospersas al son del canto de guerra y elpiafar de los aulós. Por los valles, losbarrancos o la llanura sólo se oyeron los

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terribles versos de Tirteo entre elgriterío de los soldados persas, que eranmasacrados por los mil brazos y bocashambrientas del monstruo lacedemonio.Las lanzas de lúgubre y alargada sombravolaron hacia la marea bárbara,ocultaron el sol y se clavaron en lacarne. Los espartanos desenvainaron susterribles espadas e hicieron lo único quesabían hacer: derribar, cortar, herir ymatar. Los hoplitas clavaban los taconesen el suelo y golpeaban al unísono consus escudos, los bárbaros rebotabancontra ellos y entonces los griegoslanzaban sus lanzas por encima de suscabezas para hendir los escudos de

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mimbre, atravesaban las armaduras decuero y segaban las vidas extranjeras.Toda mano que se alzaba para herir,daba en carne.

Allí estaban otra vez, como en lasTermopilas, el Flujo y el Reflujo, y a sualrededor brillaban deambulando entrelos combatientes el Tumulto, elAsesinato y la Masacre. Allí se lanzabancon ímpetu Eris, diosa de la discordia, yjunto a ella la odiosa Confusión; y lafunestas Keres, seres oscuros, condientes y garras rechinantes, sedientasde sangre humana, sobrevolaban elcampo de batalla buscando hombresmoribundos o heridos. Allí, una

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arrastraba por los pies a un guerrerorecién herido, y otra a uno todavía ileso,y otra, más allá, cargaba con uno muertoen el combate para arrastrarle al Hades.

Me contaron luego que, a salvo entrelos mantos espartanos que les habíanrebasado, Taigeto se incorporó junto apadre. Ambos vieron que Alexias teníacuatro flechas clavadas en el torso y quede sus heridas manaba, abundante, lasangre. Padre se arrodilló a su ladomientras le apretaba contra su corazón.Supo que la hora estaba cercana y ledespidió con estas palabras:

—Decía tu abuelo que la luz quebrilla con el doble de intensidad dura la

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mitad de tiempo, hijo mío. Y hoy tú hasbrillado mucho.

Alexias le miró con inmenso cariño,le apretó la mano mientras le respondíasin que la sonrisa abandonara su rostro:—Espero que tengáis un buen día.

Taigeto no quiso ver más, recogiólas viejas armas del abuelo paraadentrarse de nuevo entre las prietasfilas helenas para llegar a la vanguardiay vengar la muerte de su hermano. Padreestaba malherido en un costado, por esoTalos y Prixias se llegaron hasta él, perono se dejó ayudar. Sus ojos orgullosossólo estaban pendientes de la fuerza y ladestreza del joven esclavo que luchaba

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en la vanguardia espartana. Los trescapitanes vieron, admirados, cómo elilota, al igual que Alexias, era unportento de fuerza y destreza. Como unveterano, curtido en cientos de batallas,clavaba los talones en el suelo, codocon codo junto a los demás hoplitas,lanzaba su escudo hacia delante y con lalanza hería o mataba sin que las fuerzasabandonaran sus miembros. Cuando sulanza se volvió inservible desenvainó laespada, que empezó a volar como unhalcón en busca de su presa. Era tanta larapidez de sus movimientos que pocospersas se atrevían a ponerse delante deél, y a su alrededor pronto se hizo un

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vacío.Padre cerró los párpados de

Alexias, y al ver el ardor y el coraje delhijo a quien un día los ancianos de laLesjé habían querido abandonar en elmonte, aún tuvo fuerzas para recoger losdos escudos del suelo bramando antesde lanzarse contra los medos:

—¡Esparta!Sus hombres le siguieron sedientos

de venganza y juntos penetraron entre unbosque de lanzas enemigas. Lapolvareda tiñó el campo como unaespesa y terrible niebla y no quise vernada más hasta el final del combate.Cuando todo terminó, un hoplón

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espartano fue izado en el campo comoseñal de victoria. Las cornetas sonarontriunfantes y entonces vi cómo en elcampo de batalla los hombres seabrazaban unos a otros mientras lospersas huían hacia el norte.

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Capítulo 44

479 a. C.

El silencio que siguió a la batalla mepareció inquietante. Poco a poco merepuse. Mi corazón se calmó y mispiernas dejaron de temblar. Entoncesbajé como una sonámbula con los doscaballos hacia la llanura. Los hombresme miraban sorprendidos, pero no lespresté atención, sino que seguí hasta ellugar en el que había visto caer aAlexias y a padre. Allí, en el centro dela llanura, me encontré con algo para loque no estaba preparada, algo que no

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había imaginado ni en mis pesadillasmás terribles, porque vi con mis propiosojos lo que es el horror de la Parca.

Los campos de Platea estabansembrados de bronce y de muerte. Enese vasto espacio se amontonaban lascarretas, las cantimploras, las astas delanza, las flechas y los cadáveresirreconocibles que nadie reclamaría.Eran tan incontables los jirones de viday las ilusiones esparcidas por el anchocampo que no volverían a cobrar vida,que me invadió un profundodesasosiego.

Allá donde debieran crecer lasflores y zumbar las abejas yacían

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diseminados los cadáveres persas; enlugar de esbeltos tallos de lirios yamapolas crecían en la planicie las astasrotas y las flechas partidas o clavadasen la carne; y allí donde se esperaba alsembrador para alimentar la tierra conel grano sólo había griegos queremataban a los enemigos o lesdesvalijaban de sus joyas y de susarmas. Y, en fin, en lugar de carretastiradas por robustos bueyes paracosechar el trigo había soldados queexcavaban grandes agujeros en la tierrapara sepultar a los muertos.

Hasta donde alcanzaba la vista, todoera una alfombra roja de barbarie y

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desolación. El olor era tan nauseabundocomo el que desprenden losdesolladores de reses, y tan ácido que sete metía en la garganta quedándose allí,lo mismo que un fruto ardiente y amargo.

Avancé mareada entre los restos deese naufragio humano llevando a los doscaballos por las riendas. Así sorteécientos de cadáveres que aún sujetabanlas armas del combate y elevaban susmanos al cielo, pidiendo clemencia a losdioses de oídos sordos. Prontoadquirirían el color de la muerte y sequedarían rígidos y fríos. Anduve porese infierno de dolor con la vistaperdida, como la viuda vaga al

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anochecer por las calles de la ciudad,sin pensar ni recordar lo que habíaperdido para que la herida no medoliera, pues no sabía qué había sido delos de mi sangre.

Volví en mí cuando unos hoplitas seme acercaron. Entre los cuatro llevabanorgullosos a mi hermano Alexias encimade su escudo. Me lo entregaron ynegaron con la cabeza, "no hay nada quehacer", dijeron. Mi hermano habíacruzado ya hacia la orilla de la quenunca hemos de regresar. Me abracé a élpara que notara mi calor si la Parca aúnno le había arrebatado el último aliento,pero estaba tan gélido como la estatua

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del dios. Acaricié sus cabellos doradosy derramé todas las lágrimas que quise,gimiendo desconsolada sobre sushombros hasta que me arrancaron de sulado para llevarle al túmulo de loshéroes.

Así cayó el último de lasTermopilas, aunque esta vez susacrificio no fue en vano. Los persasfueron derrotados en aquel lugar de unamanera absoluta y definitiva, pues elejército bárbaro, mayor en número quesus oponentes, se había precipitado alatacar el flanco de los espartanos y eldesenlace se aceleró al caer muerto sugeneral, Mardonio, a consecuencia de

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una pedrada. Entre sus huestes corrió lanoticia de que había muerto, cundió ladesolación y el ejército persa terminópor desbandarse.

Es habitual entre los griegos elegir,tras la batalla, al combatiente masarrojado en la lucha. En Platea, a decirde los testigos, mi hermano Alexias fueel más valiente de entre todos losespartanos, aunque también dijeron quebuscó abiertamente la muerte en elcombate. Aunque se diga que elloinvalida su mérito, bien sé que lospoetas cantarán su gloria por toda laeternidad. De él, de padre y de Taigeto,bien pudiera cantarse lo que escribiera

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Tirteo, que habría que recordar y elogiarsu excelencia en el correr o en la peleade puños; que tuvieron la altura y lafuerza de un Cíclope; que hubieranvencido en la carrera al tracio Bóreas;que sus figuras fueron más bellas que ladel bello troyano Titono; y, en fin, queno carecieron de fama en la lucha,porque se lanzaron sin miedo aenfrentarse de cerca al feroz enemigo.

Sin embargo, yo sabía que el almade mi hermano Alexias había muerto unaño antes, al regresar de las Termopilas.El resto de tiempo que vivió lo hizocomo el espíritu que vaga por loscampos entre la niebla invernal para

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purgar su pena y alcanzar gloriainmortal. En Platea había lavado suhonor en la fuente de la valentía. Porello mereció la honra de ser enterradojunto al resto de valientes en el campode batalla. También padre había muertode alguna manera el día en que fueexpulsado de Esparta, y me alegró queen esa hora final tuviera el orgullo dever que sus valientes hijos no lehabíamos defraudado.

Por lo que he sabido después,dominado el campo de batalla, loshelenos saquearon el campamentoenemigo. El diezmo del botín pasó aformar parte del tesoro de Delfos, al que

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fue llevado en solemne procesiónsemanas más tarde. Pausanias realizó unsacrificio en el altar del templo de Zeusllamado a partir de entonces el de lalibertad. Los habitantes de Platearecibieron ochenta talentos de plata parareconstruir su ciudad, y se inauguraronlos juegos funerarios para honrar a loscaídos. Después, Pausanias, al frente delejército, se dirigió hacia Tebas y laciudad capituló tras veinte días deasedio. Los restos del ejército persaabandonaron la ciudad y se retiraronhacia el norte para volver a su patria.Temístocles y la flota griega, ahora conmás naves que los restos de la persa, se

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dirigieron hacia la costa de Asia Menory, durante ese mismo invierno,entablaron combate hasta hundir lamayoría de las naves en un puerto en elque los persas se habían refugiado. Actoseguido, varias ciudades jonias dellitoral se declararon libres del Imperiopersa, y desde entonces, las ciudadesjonias han mantenido su independencia.

Supe más tarde que el bueno deSimónides había escrito una Epopeyabreve sobre los hechos quepresenciamos en Platea y en los quedestacó mi hermano Alexias. El mismoescribió el epitafio de los caídos esamañana en aras de su libertad y para que

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sus seres queridos no vieran hollada sutierra por pies bárbaros. Aún hoy puedeleerse en la planicie la estela que seerigió con sus palabras:

Dejando una fama inmortal aquíestos

en pro de su patriase vieron envueltos en la negra

nube de la muerte.No están muertos, aunque

murieran, pues su valordel dominio de Hades los alza y

corona de gloria.

Pero a mi poco me importaba todo

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esto. Se había derramado demasiado demi propia sangre. Entre muchos otrosvalientes, también Talos había muerto enla batalla, y tanto Taigeto como mipadre y Prixias, el abuelo de mi hijo,habían resultado heridos de gravedad.Presencié los ritos funerarios de losvalientes caídos en Platea como si fuerauna cerámica rota y pegada muchasveces en la que se notan las dolorosascicatrices.

Una vez padre y Taigeto estuvieronen condiciones de viajar, regresamoscon la comitiva espartana aLacedemonia con la esperanza de que serecuperaran de sus heridas. Lo único

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que deseé entonces fue que mi padrepudiera ver crecer a sus nietos sentadobajo la sombra del emparrado de nuestracasa. Lo deseaba con tantas ganas que,si hubiera sabido, me hubiera gustadopintar para él un camino de esperanza,igual que las figuras que pintabaEufronios en sus terracotas con elregreso de Odiseo a Itaca.

Cuando ahora pienso en esos días,me pregunto cómo pude ser testigo detanta fatalidad y no morir con el corazóndesangrado, porque cuando los dioses tevoltean o te tumban boca arriba, cuandosobrevienen las desgracias y vagas sinmedios o extraviado, no hay nada que te

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sostenga, nada a lo que agarrarse en esaroca solitaria que las olas furiosasbarren en mitad de la tormenta. A mimemoria han venido luego, confrecuencia, las sabias palabras que miabuelo le dijo en su día a Polinicesdespués de recibir la brutal paliza querecibió en la Agogé: que nadie golpeamás fuerte que la propia vida y que loimportante es resistir mientras avanzasen mitad de esas dificultades, porque loque no te mata te hace más fuerte.

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Capítulo 45

479 a. C.

Una tarde, después de barrer la casa conlas muchachas, Ctímene se sentó a milado en el patio. Era un atardecer suavecomparado con los calores quehabíamos soportado una semana antes.La siega había empezado ya y seacercaban las Carneas. Yo seguíaescribiendo mis recuerdos mientras ellalos leía a medida que yo dejaba secarlas hojas de papiro encima de la mesa.

Al regresar a nuestro hogar desdePlatea —escribí entonces—, se sumó la

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dulzura del encuentro de mi padre consus nietos a la amargura de cumplir eldoloroso deber de cubrir otra vez elrostro de la diosa en señal de duelo yllorar a los caídos. Cuando los ilotassupieron que padre había regresado aAmidas, una vez se hubo restablecido desus heridas, se inició una procesión paravisitarle y muchos le ofrecieronsencillos presentes. Incluso trajeron enparihuelas al viejo Menante, que yahabía perdido por completo la vista y nose valía por sí solo. El anciano quisoque le acercáramos a la cama de padrepara palpar su rostro con las manos.

—Sí —le dijo—, eres la viva

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imagen de tu padre, Laertes.Padre tardó en sanar completamente

de sus heridas lo que tarda en pasar elinvierno. Pero poco a poco se repuso deellas y empezó a hacer su vida.Colgamos sus armas junto a las deAlexias en el patio de la casa y nuncamás se habló en ella de las Termopilas ode Platea. Si, de vez en cuando, algunavisita nos preguntaba curiosa sobre estasbatallas, padre cambiabainvariablemente de asunto y empezaba ahablar de la cosecha, del trabajo de losilotas o de las fiestas que se acercaban.Tampoco hablamos jamás de la traiciónde Atalante, como si esos hechos

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hubieran quedado borrados de nuestrasmemorias. Padre quería vivir elpresente, y el presente era mi hijo,Eurímaco, y sus otros nietos, los hijosde Polinices y Alexias.

Cuando se halló repuesto porcompleto quise recorrer la casa con él.Me llenó de alegría que aprobara con sumirada serena los cambios o las mejorasque había hecho durante su largaausencia. Dimos largos paseos por elcampo, y para mí fue como tener unasegunda infancia.

Paraleia residió unos años más connosotros, en Amidas, hasta que decidióregresar a casa de los suyos, en Limnai.

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Nos veíamos sólo en las fiestas en lasque yo no me prodigaba, salvo rarasexcepciones durante las Carneas, cuandopensaba que podría escuchar el órganodel que me había hablado el abuelo ocuando mi hijo me arrastraba para que leviera ejercitarse en la palestra junto alos otros muchachos.

Durante esos años estuve muycentrada en las tareas del campo y encuidar del jardín. Procuraba atender ami hijo lo mejor posible cuando susobligaciones en la Agogé o en la miliciale dejaban pasar unos días en la finca, yentonces me preocupaba de su intelecto;le llenaba la cabeza de historias y juntos

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leíamos los libros que el abuelo habíaatesorado en casa o dábamos largospaseos por el campo.

Respecto a los hechos acaecidos enla ciudad después de la batalla dePlatea, he de decir que sólo a vecesprestaba atención a las habladurías y alas noticias que nos llegaban de vez encuando. De Pausanias diré que conquistóBizancio y que inició, como tantospolíticos que se dejan llevar por susinsaciables ambiciones, una escaladapersonal que le llevó a pretender ladirección de Grecia. En su locura por elpoder, ofreció sus servicios al propiorey Jerjes, y dicen que incluso pidió la

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mano de una de sus hijas para estableceruna alianza. Este gesto, como puedecomprenderse, no gustó nada, comotampoco el texto que ordenó inscribir enel trípode que los griegos regalaron altemplo de Apolo en Delfos y en el quese atribuía todo el mérito de la victoriaen Platea. Ante el rechazo de losgriegos, e incluso de los espartanos, asus propósitos, Pausanias se erigió enrey de Bizancio hasta que fue expulsadopor las tropas de la liga de Delos. Luegobuscó refugio en la ciudad de Argos yallí empezó a intrigar para conseguir elpoder en Esparta con ayuda del reypersa. Su final fue tan triste como el del

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loco rey Cleómenes, pues cuando susintenciones fueron conocidas, fuellamado por los éforos a Esparta. Deregreso a la ciudad, tramó una revueltade los ilotas, y cuando ésta quedó aldescubierto, buscó refugio en el templode Atenea calcìeco, donde fueemparedado, aunque le sacaron de allíantes de morir para no profanar elrecinto sagrado.

También he de señalar que, apenasterminadas las guerras contra los persas,Esparta se inquietó por el crecientepoderío de Atenas, enardecida ésta porsus victorias. Presionada por susciudades enemigas, Egina y Corinto,

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Esparta prohibió a Atenas reconstruirsus murallas, destruidas por los persas.Esto no impidió que Atenas abandonarala Liga Panhelénica para fundar la suyapropia, llamada Liga de Delos.

Cuando mi nieta terminó de leerestos hechos volvió hacia mí sus bellosojos y me preguntó:

—¿Y qué pasó con tu padre alregresar de Platea?

—Puedes preguntarle a tu padre —lehe dicho—, porque pasaba más horascon él que conmigo. Para él fue comotener a otro hijo, y te diré que le enseñólos rudimentos del buen guerrero.Disfrutó de largos años de paz y

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sosiego. Los dos pasaban largas horasen la palestra o en los bosques. Confrecuencia, como había hecho su padre,le gustaba subir a solas al Taigeto. Allíse detenía frente a las tumbas de mimadre y del abuelo Laertes para recitaruna oración. Aunque alguna vez mepreguntó de quien era la tercera tumbasin nombre situada junto al abuelo,nunca le respondí.

Una preciosa tarde de primavera,cuando el agua del Eurotas corríaplácida por la llanura y las muchachasempezaban a bailar descalzas en susorillas, mi padre se durmió para nodespertar otra vez en esta vida. Mi hijo,

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Eurímaco, había aprendido de él lo quees un varón y ya era casi un hombrecuando su abuelo fue enterrado junto alos míos, a los pies del alcornoque desombra agradable, en el camino hacia elescarpado Taigeto junto a sus padres.Una lápida recuerda allí el nombre delguerrero que llevó a la victoria a losgriegos en Maratón y en Platea.

No pocos días voy a ese lugar parahacerles compañía. Allí me llego aveces para leer en voz alta a Hesíodo oa Alcmán, y me siento como un perroviejo y fiel a los pies de sus amos.Nunca he temido los espíritus de losmuertos, sino que, al contrario, siento

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que me acompañan, y a veces el vientome trae sus risas y sus palabras amables.

—Tras la muerte de tu abuelo —seguí contándole a Ctímene—, iba confrecuencia a la aldea ilota del norte contu padre. Paseábamos entre los rebañosque tan buenos recuerdos traían de miinfancia. Entonces, mi mirada vagabapor las arboledas y creía ver a mishermanos entre los muchachos queapacentaban los rebaños o entre los quese ejercitaban en la llanura de Otoña, yesa visión me reconfortaba.

He estado contado estos recuerdos ami nieta hasta que ha empezado aoscurecer y ha llegado la hora de

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desuncir los bueyes. Por la noche, en laquietud de mi cuarto, he decidido que yano escribiré más sobre las frecuentesguerras en las que se ha visto envuelta laciudad y en las que a veces mi hijo hatenido que participar. Poco importan yalos enfrentamientos armados a los quecontinuamente está sometida mi patria.Nuestro sistema político es tan estrictoque nada de esto cambiará. Al pasar delos años he perdido demasiado de mímisma en ellas como para prestar muchaatención a lo que sucede. Por ello, hetenido temporadas muy malas, y duranteéstas me ha asaltado con frecuencia eldeseo de que la Parca me llevara para

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reunirme con los míos. Algunas nocheshe soñado que corría hacia ellos parareunimos de nuevo entre campos dehermosa cebada bajo un sol de verano.Durante estos últimos años, si he sentidoque la melancolía hacía presa de mí, heprocurado pasar largos ratos en el patiopara que Helios calentara mi alma o hecombatido la tristeza de la bilis negracon la dulzura de la miel.

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Capítulo 46

464 a. C.

Hace ahora poco más de una semana,bajé con Ctímene a la bodega parasupervisar los toneles en los quefermenta el mosto de la pasada cosecha.Le pedí que me ayudara con los altosescalones, pues mis piernas flaquean.Mientras yo probaba el mosto, mi nietapaseaba la vista por las paredes deanchos muros y su mirada se detuvo enlas profundas grietas que atraviesanmuchas de sus piedras bien labradas.

—¿Y esto? —me preguntó paseando

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los dedos entre ellas.—Esto son los restos del tridente de

Poseidón. Cuando tu padre era un efebo,el dios decidió hincarlo en Lacedemoniay devastar la ciudad.

Le conté a mi nieta que todo sucedióde repente y sin aviso, como sucedenestas cosas. Habían pasado unos dosaños desde la muerte de mi padre. Mihijo, Eurímaco, contaba dieciocho añosy pasaba la mayor parte del tiempo entrelos muchachos de la Agogé. Yo esamañana estaba en Amidas con lasmuchachas que me ayudaban en lastareas de la casa. De madrugada habíavisto a las cigüeñas trazar extraños

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círculos sobre los tejados de las casas, yaunque el cielo estaba sereno, presentíque algo extraño iba a ocurrir. Elfilósofo Anaximandro, o al menos asíme lo había contado mi abuelo, habíadejado escrito que las aves y las fierasextrañan sus rutinas cuando se ha demanifestar el enojo de la madre Gea, yentonces, hasta los mismo dioses serefugian en sus moradas del Olimpo.

Lo primero que oí esa mañana fue elruido de un gran tronco al partirse por lamitad. Fue como si proviniera de lasmismas entrañas de la madre tierra.Luego, las ollas, los platos y los demásutensilios de la cocina empezaron a

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temblar. Los armarios cayeron al suelocuando toda la casa empezó a moverse.El gigante Polibón, hijo de Gea, laagitaba con sus manazas. El ruido fueensordecedor, y durante un buen ratopareció como si en lugar de tierra firmeestuviéramos encima de unabarquichuela en mitad de una tormenta.

Las muchachas y yo corrimos afueraantes de que las paredes seresquebrajaran y una de las vigas nospartiera la cabeza. Cuando la tierra seabrió bajo nuestros pies algunas de ellasempezaron a llorar, porque, en suignorancia, temieron que las furiasinfernales saldrían por las grietas que se

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abrían por todas partes como los argivossalieron en tropel del caballo de maderay asolaron la ciudad del venerablePriamo. No hubo posibilidad derendirse, pues era un enemigo invisibleel que nos zarandeaba y aniquilaba. Lanaturaleza se mostró implacable y notuvo misericordia. A una sacudida lesucedía otra. Poseidón clavaba sutridente en el corazón de Lacedemoniapara aterrorizar a los mortales.

Los que se encontraban en loscampos dijeron que hasta las cumbresdel Taigeto se agitaron, e inmensasrocas rodaron por sus laderasarrastrando cuanto de bello y bueno

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encontraron en su camino. En un abrir ycerrar de ojos, nuestro mundodespareció y surgió uno nuevo pobladode incertezas e inseguridades. Segúnalgunos, fue un castigo de los dioses porlas injusticias cometidas con los ilotasde la ciudad durante generaciones, ysegún otros, una maldición.

No fue el único temblor que nossorprendió esos días, pues a los dosprimeros les siguieron otros de menorintensidad que aumentaron el pavorentre los animales supervivientes, que seagitaban nerviosos en sus establos.

Pasados los momentos de pánico nopensé en salvar los restos de valor de

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los escombros de nuestra casa, ni en eldesastre ocurrido en las cuadras, sino enmi hijo, Eurímaco, que estaba en lapalestra o en el gimnasio, ejercitándosecon los otros muchachos. Traté deserenar a alguno de los caballos que nohabían sido heridos cuando se derrumbóel techo del establo y galopé con élhacia la ciudad. En mi camino a Espartame crucé con heridos y casasderrumbadas y supe que el terremotohabía devastado la polis porque unapolvareda blanca me impidió verlamientras me acercaba.

En la ciudad el panorama eradesolador. De su silueta tan sólo

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sobresalían las formas de unos pocosedificios que no se habían derrumbadocon el temblor. Las altas casas de lascinco aldeas se habían desmoronadocomo si los carpinteros hubieran taladosus troncos. Muchos de los murosestaban agrietados y amenazaban condesplomarse en cualquier momento. Lascontadas columnas que habían quedadoen pie estaban partidas en dos,desplazadas de su lugar, y casi ningunasostenía vigas ni capiteles. Muchas sehabían hundido más de tres palmos en elpavimento, que estaba roto y abierto lomismo que si un carnicero se hubieraensañado con él. Las paredes se habían

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desmoronado por entero y los bloquesde piedra llenaban las calles, que eranun amasijo de cascotes, carne, ropas ymuebles.

La gente gritaba y corría sin saber adonde ir. Unos se refugiaban en lostemplos, otros contemplaban lo quehasta entonces habían sido susposesiones. Docenas de personaspermanecían acurrucadas frente a suscasas. Muchos andaban extraviados porlas calles y daba miedo mirarles, porquesus túnicas eran una mezcla de polvocon sangre roja y en sus ojos sereflejaban a la vez la impotencia y elpavor. Desde los escombros se

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escuchaban los gritos o los estertores delos que pedían auxilio, que se mezclabancon el mugido de las reses sepultadaspor las paredes del mercado alderrumbarse.

Según me contaron unos hombresque procuraban recoger sus pertenenciasesparcidas por la calle, lo más tristehabía sido que se había hundido elgimnasio cuando docenas de jóvenesmuchachos se ejercitaban en él.

Me acerqué como pude al lugar. Noquedaba nada del magnífico edificio.Las paredes se habían caído porcompleto sepultando a docenas demuchachos en su interior. Los hombres

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se afanaban en quitar las piedras y loscascotes entre las lamentaciones de losfamiliares que nos habíamos acercadopara saber de los nuestros. Poco a poco,fueron sacando a los chicos enparihuelas. Fue una triste procesión decuerpos jóvenes y atléticos que nuncamás competirían en la palestra niformarían en sus compañías, pues muypocos salieron por su propio pie. Lospocos que lo hicieron parecía quetraspasaban el Acaronte para regresar almundo de los vivos.

A todos les pregunté por Eurímaco,pero nada sabían, y en su aturdimientono acertaban a responder. Estuve allí un

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tiempo, temiéndome lo peor, hasta que,desde el otro lado de la calle, unmuchacho cubierto de polvo y ceniza seacercó corriendo hacia mí y me chilló:

—¡Madre!Di gracias a los dioses y corrí hacía

él. Cuando le tuve frente a mí le palpétodos los miembros para ver que losconservaba enteros. Sólo tenía algunascontusiones y una pequeña brecha en laceja llena de sangre ya coagulada.

—Estoy bien, madre —metranquilizó—. Cuando la tierra se hasacudido yo estaba en la calle conAristodemos. Al presentir el terremotose han encabritado unos caballos y el

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Paidomos nos ha ordenado que los queentendiéramos de animales saliéramos aayudar a calmarlos. Eumolpo, el hijo deNausica, y yo estábamos fuera delgimnasio cuando ha ocurrido ladesgracia.

Saludé al hijo de mi antiguacompañera de Agogé, quien me dijo queen su casa estaban todos bien. Sólohabían tenido que lamentar algunoscortes y magulladuras. Le dije que dieraun abrazo y un beso a su madre de miparte. Esa noche la pasamos comopudimos cerca de la acrópolis donde sehabían congregado casi todos lossupervivientes. Así supimos de la

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magnitud de la tragedia pues fueroncientos los que habían perecido bajo losescombros. Muchos iguales y susfamilias murieron en el desastre.Durante esa noche, muchos otrosedificios se desmoronaron. Los gritos semezclaron con las órdenes militares delos que intentaban mantener cierto ordenen las calles sin conseguirlo.

A la mañana siguiente regresamoslos dos a Amidas. La tierra quedó tanmal que causaba tristeza verla: lascosechas arrasadas, los establosderruidos; las reses y los caballos queno habían escapado yacían muertos bajolos escombros. Tuvimos que darnos

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prisa en enterrarlos para que noapareciera la peste de dedos largos yaliento fétido. Entre los ilotas no huboque lamentar ninguna desgracia, sóloalgunas cabezas rotas y muchasmagulladuras. Los restos de nuestragranja se convirtieron en unaimprovisada casa de salud, porque delas aldeas vecinas trajeron a los heridospara atenderles, pues era la que habíaquedado mejor parada tras el terremoto.

Eurímaco sacó como pudo delsótano nuestra reserva de vendas,hierbas medicinales y otros utensiliospara coser y cauterizar heridas. A lolargo de todo el día atendimos a los

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ilotas y a los Iguales que vinieron enbusca de ayuda.

Tras el terremoto tan sólo quedaronen pie cinco edificios en Esparta, entreotros, la acrópolis y el templo de Ateneacalcieco. Los jóvenes que perecieron enel gimnasio fueron enterrados en unatumba cercana a la acrópolis quellamamos la Seismatias, a causa delseísmo. Durante semanas, los perrosaullaban por la noche llamando a susdueños.

No fue ésta la única desgracia quesobrevino a la ciudad, pues semanasdespués, cuando los ciudadanosreconstruían sus casas, se anunció la

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sublevación de las aldeas ilotas delnorte, lo que se sumó a laspreocupaciones para encontrar alimentoy agua potable.

Afortunadamente, cuando la tierrahabía temblado muchos hombres estabande maniobras en la llanura de Otoña, yel rey Arquidamo, un hombre sereno yde ánimo inquebrantable, organizó loque quedaba del ejército y reunió a losespartanos dispersos para dirigirse alnorte. Los rebeldes, al verles formadosen el campo de batalla, no se atrevierona enfrentarse a ellos y se retiraron aMesenia, a las ciudades rebeldes deTusia y Etea. Muchos se refugiaron en lo

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alto del monte Itome después de variasbatallas en campo abierto.

La revuelta duró unos dos años, eincluso Cimón de Atenas envió uncontingente armado para ayudar aaplacar la sublevación, pero los éforosrechazaron su ayuda para no tener quecomprometerse a los consiguientespactos que ello hubiera conllevado y losatenienses regresaron a su ciudad. Hayque decir que eso sucedió porque,terminadas las guerras contra los persas,Esparta se inquietó por el crecientepoderío de Atenas, enardecida por lasrecientes victorias. Entonces, elgobierno de la ciudad les prohibió

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reconstruir sus destruidas murallas, losllamados muros largos. Como réplica,los atenienses abandonaron la LigaPanhelénica y fundaron su propiaconfederación con las ciudades de lacosta asiática del Egeo para prevenirfuturos ataques persas, a la que llamaronLiga de Delos. Atenas consideraba quehabía que defender a esas colonias, quepara ella eran una importante fuente deingresos. Esparta en cambio, creía queestaban demasiado alejadas de laHélade. Estos hechos no llegaron adesencadenar una guerra, pero cuando laciudad despreció la ayuda ateniensecontra la revuelta de los ilotas, las

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relaciones se rompieron y fueron lacausa de los enfrentamientos que habríande venir.

Durante las revueltas tuve querefugiarme por un tiempo en la aldeailota donde vivían los parientes deMenante, y allí pasé unos meses hastaque fue sofocada. Mi hijo, Eurímaco,aunque no había terminado su formación,participó en las marchas contra losilotas amotinados en Itome, y estosfueron sus primeros escarceos en lamilicia.

Cuando la revuelta se apaciguó vinoa buscarme a la aldea, y regresamosjuntos a Amidas para poner en orden y

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reconstruir nuestra maltrecha granja.

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Capítulo 47

446 a. C.

Una vez sofocados los motines, nuestraciudad regresó de modo lento a lanormalidad. Con ayuda de los esclavosy los periecos se reconstruyeron lasplazas, el gimnasio y los edificiospúblicos derruidos por el terremoto. Enla reconstrucción de nuestra casa no mefaltó la ayuda de nuestros ilotas, queregresaron a sus tareas tras lainsurrección del norte. Llevó unos añosrecomponer los tejados rotos pero, porsuerte, muchos de los muros eran

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sólidos, y una vez limpiados loscascotes, se labraron nuevas vigas paralos tejados que se habían hundido, seencalaron las paredes agrietadas y serecompusieron las estancias.

Muchas veces me he preguntado porqué después del terremoto regresé aAmidas. Volví porque la tierra es loúnico que tenemos, lo que los dioses nopueden arrebatarnos, donde nuestrasraíces beben del agua y su savia nosalimenta. La tierra es como nuestramadre, pues es lo único que perdura,como me dijo el abuelo una tarde deverano bajo el viejo alcornoque en elque solíamos sentarnos a leer.

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Así pasaron unos años de penurias yestrecheces a causa de las continuasguerras o las peticiones de alimentospara mantener las innumerablescampañas. Ya he contado que, despuésde las guerras contra los persas, hubonumerosos conflictos entre la Liga deDelos liderada por los atenienses ynuestra Liga del Peloponeso, sin quemediara una declaración formal deguerra. Atenas había reconstruido susmurallas, destruidas por los persas, yEsparta se había opuesto a laconstrucción de los Muros Largos delpuerto ateniense del Pireo. Atenasademás recelaba de las negociaciones

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que Esparta tenía secretamente conalgunas facciones atenienses parasocavar el gobierno democrático.

Entonces tuvo lugar otra disputa,pues Corinto, aliado tic Esparta, noquería que Megara construyese losmuros largos de su puerto y Atenasintervino en la disputa fronteriza. Lasrelaciones empeoraron cuando, unosaños después, Nicodemo de Esparta,regente durante la minoría de edad delrey Plistoanacte, nieto de mi compañera,la reina Gorgo, marchó con un ejércitode once mil hoplitas hacia Beocia paraayudar a Tebas a sofocar la rebelión delos focios. Mi hijo, Eurímaco, formó

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parte de esta expedición. Atenas tomóventaja de esto para bloquear las rutasde regreso al Peloponeso y Espartadecidió permanecer en Beocia y esperarel ataque ateniense. Atenas y susaliados, catorce mil hombres bajo elmando de Mirónides, se enfrentaron alos espartanos en Tanagra y, aunque losespartanos ganamos la batalla yconseguimos reabrir la ruta de regreso aLacedemonia, perdimos a muchossoldados, siendo incapaces deaprovechar la victoria. Se logró firmaruna tregua, pero unos años más tarde laguerra se recrudeció cuando Esparta diola independencia a Delfos y Atenas se

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opuso, invadió la ciudad del oráculo yse llevó el tesoro a sus templos. Estodesencadenó el enfado de Esparta que,con el rey Plistoanacte a la cabeza,invadió el Ática. Pero Periclesconvenció al rey mediante sobornospara regresar a Lacedemonia y sellaronuna paz que había de durar treinta años.

Una mañana, semanas después deregresar de la última de estas campañasen el Ática, mi hijo, Eurímaco, llegó aAmidas. Desde la ventana del cuartoalto vi como bajaba de su caballo yentraba en la casa, gritando mi nombre.Había pasado ya de la treintena y aún nose había casado. La vida de la milicia y

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sus prolongadas ausencias no se lohabían facilitado y mi preocupaciónaumentaba con el paso de los años.

Cada día me recordaba más a miabuelo Laertes, porque era un valientesoldado, amante de la tierra y de susfrutos, y que además recitaba dememoria a Alcmán y a Tirteo. Eurímacono cantaba con la dulce voz que tenía sutío Taigeto, pero había adquirido lafuerza de su padre Prixias y de su tíoAlexias.

Llegó, como decía, de la ciudad,subió a grandes saltos por las escalerasy me encontró en la habitación en la queme sentaba a tejer con las muchachas.

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He de decir que habían pasado muchosaños desde los días en que acompañé amis hermanos a Platea y entonces yapeinaba abundantes canas, pues no envano pasaba ya de los sesenta míos.

—¡Ah! Estás aquí —dijo al entrar.Me estampó un par de besos sonoros

en las mejillas sentándose luego frente amí en silencio. Enseguida vi que algoocurría porque su mirada era nerviosa yalegre. Hice salir a las muchachas deinmediato porque creía que tenía quedecirme algo importante.

—¿Qué ocurre? —le dije dejando elhilo y la lanzadera encima del telar.

—Madre —comenzó—, en la

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asamblea se ha hablado de realizar unavisita institucional a las Termopilascuando se viaje a Atenas para sellar lapaz que ponga fin a las recientesguerras. La asamblea ha acordadorescatar el cuerpo de Leónidas y de losdemás valientes del túmulo en lasPuertas Calientes para enterrarles entierra espartana con todos los honores.Se ha decidido erigir para ellos unmonumento que perdure en la memoria.

Por lo visto, ese lugar de tan malosrecuerdos se había convertido en sitiode peregrinación. Muchos extranjeroshablaban de las hazañas de Leónidas yya se componían cantos que relataban lo

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sucedido. Al acto se quería invitar a losfamiliares de los trescientos que habíanperecido en las Termopilas. Sinembargo, lo que para él podía ser unabuena noticia, para mí fue ocasión derevivir recuerdos amargos, y le dije muyseria cuando me propuso que nossumáramos a la expedición:

—No es plato de mi gusto,Eurímaco, visitar el lugar dondemurieron tu padre y mi hermanoPolinices. No es algo que agrade a micorazón, que ya casi ha logrado olvidaresos sucesos.

Al oír mi respuesta, Eurímaco memiró con ojos tristes y el muy canalla

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sumó a su mirada cenicienta lassiguientes palabras para ablandar micorazón:

—Ten presente, madre, que laexpedición visitará Atenas, y como túme has dicho muchas veces, es la ciudadde las artes y su patrona la diosa Atenea.Oiremos a los poetas y a los músicos ensus calles y, quién sabe, quizás tengamosoportunidad de oír el órgano hidráulicodel que te hablaba tu abuelo.

No hay casi nada a lo que una madrepueda resistirse cuando un hijo le pidealgo que esté a su alcance. Así que mequedé mirándole por un momento y en surostro aparecieron los oscuros ojos de

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su padre, Prixias, la sonrisa y el cabellooscuro de su tío Polinices, la hombría desu abuelo Eurímaco y la curiosidad delabuelo Laertes. Aunque de mi conservael gusto por la poesía y por el cultivo denuestra tierra fecunda, su picardía esherencia de sus dos tíos gemelos.

—Me lo pensaré —le respondímientras algo sacudía mi interior.

Entonces, como si esas palabrashubieran sido suficientes para él, mealzó en sus poderosos brazos como sifuera yo una de las jóvenes que danzancomo potrillas junto al Eurotas, con lospies desnudos y agitando sus cabelloscomo bacantes. Tanta era su alegría por

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considerar que había dado miconsentimiento, que su alborozo se mecontagió y reí con ganas mientras él mellevaba en volandas por la habitación.También las muchachas se rieron desdeel patio al oírle cantar.

La verdad es que partí con él en estaexpedición más ilusionada de lo queesperaba. Pero antes de marchar haciaAtenas, di las órdenes pertinentes a lahija de Neante, la joven y hacendosaMelampo, para que regara las plantascada atardecer. No quería que seagostaran los jacintos, ya que al menosestaríamos ausentes dos semanas.

Sí, finalmente decidí acompañarle

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para honrar la memoria de mi esposo yde mi hermano Polinices y para dargusto al espíritu del abuelo Laertes,quien no me hubiera perdonado que novisitara la ciudad con la que siemprehabía soñado.

Partimos una soleada mañana deprimavera junto a la comitiva de la queformaban parte Gorgo y sus nietos;Nausica y Paraleia, hijas de Telamoniasel boxeador; mi otra cuñada Eleiria,viuda de Polinices, que aunque sehabían vuelto a casar quisieron honrar alos padres de sus hijos; los hermanosdel héroe Dienekes; y más de cincuentaespartanos entre los que se encontraban

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los éforos y otros familiares de los queperecieron en las Termopilas.

Seguimos la corriente del ríoEurotas, que nace en el monte Boreo ydesemboca en el golfo, cerca de laarenosa Giteo, nuestro bullicioso puertode mar, y recordé la primera vez que fuial puerto, sentada en la grupa delcaballo de padre, el soleado día deprimavera que mi pequeño hermanoAlexias quedó al cuidado de Neante y sedespidió de nosotros agitando la manita.

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Capítulo 48

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Así pues, casi sesenta años más tardedel viaje que hice con mi padre, meencontré acompañada de mi hijo,Eurímaco, y de un ilota a nuestroservicio siguiendo el curso del Eurotashacia el sur. El cauce del río estabasembrado, como siempre, de pequeñasbarcas de mercaderes que hacían delcurso fluvial su camino hacia el puertodel Egeo. Sus velas resplandecían al soly el agua del río brillaba como unaserpiente de plata entre los sembrados.

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Seguimos por el camino en el quezumbaban las abejas mientrasaspirábamos el tomillo y el romero quecrecían entre las piedras. El polvo quelevantábamos brillaba a nuestro paso yparecía que voláramos en un aura deoro, acompañados del mismo Helios, ensu carro tirado por sus caballos defuego: Flegonte, Aetón, Pirois y Eoo.

Recordé la primera vez que vi elmar, sentada a la grupa en el caballo demi padre. Entonces me pareció uninfinito campo de cebada lleno de aguasalada. El abuelo me había contado queallí, en un abismo, en un palacio bajo lasaguas de Eubea, mora Poseidón, dios de

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cólera terrible, que hiende los mares consu tritón para provocar terremotoscuando se enciende su ira. En susespaciosos establos, se dice, tienecaballos de tiro blancos, con cascos debronce y crines de oro, y también uncarro precioso de oro macizo. Recordéque aquella mañana había preguntado apadre si veríamos al dios o, al menos,sus caballos de espuma, y que él sehabía reído con ganas por mi ocurrenciainfantil.

Accedimos a la ciudad tras rebasaruna colina y ante mí se ofreció otra vezel espectáculo que de niña me habíadejado admirada. Donde terminaba la

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costa rocosa y sinuosa empezaba unasuperficie lisa y brillante igual que unescudo recién bruñido. Las aguaschispeaban de blanco e imaginé otra vezal dios tirando de sus corceles blancosque rompían contra las rocas en formade crestas caprichosas de agua y de sal.Muy lejos, en mitad de la superficie, laisla de Citera, a la que habían huidoParis y Helena al embarcarse haciaTroya, se elevaba sobre las olas comouna fortaleza oscura.

Giteo es una población mucho máspequeña que Esparta, y sus concurridascallejuelas huelen a pescado y a salazón.Me maravilló su parte más importante,

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que es el mercado pegado al puerto,porque no recordaba tal extensión debarcazas meciéndose perezosas en elagua para transportar mercancías ygentes de todos los puertos de la Héladeo de más allá del Egeo.

Allí embarcamos en una trirremecorintia, una nave muy ligera de unosnoventa codos de largo, que la ciudadhabía alquilado para hacer un viajerápido y confortable debido a quemuchos de los peregrinos éramos ya deuna edad más que respetable. Era unanave de muy poco calado y, por tanto,muy maniobrable.

El saledizo donde se ubicaba la fila

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superior de remeros estaba trabado alcostado del casco mediante larguerostransversales. Sobre estos existía unacubierta y encima de ella había unapasarela que se extendía a lo largo de laeslora y servía como plataforma demaniobra. Los remeros estabanagrupados en grupos de tres a cada lado.Los que iban sentados en la posiciónmás alta son los llamados tranitas. Mefijé en que esta disposición, con remosindividuales, permite que los remos nosean excesivamente largos y evita quelos remeros se estorben, del mismomodo que hace posible retraer los remoshacia el interior del casco en caso de

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abordaje.Una trirreme se mueve a fuerza de

brazos sólo cuando se entra en combate.El resto del tiempo se navega a vela. Atal efecto, sobre su cubierta se elevabandos mástiles desplazados hacia proa yalgo inclinados hacia delante. Las velaseran cuadradas, y las de nuestra trirremellevaban pintadas un sol y una luna. Lanave se gobernaba mediante dosespaldillas, remos de mayor tamaño quelos normales, que se colocaban uno acada lado en el castillo de popa.

Además de los remeros, había ungrupo de una docena de marineroscorintios encargados de la arboladura y

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el velamen. El mando de la trirremerecaía sobre el kybernetes, el piloto,que nos dio la bienvenida con profundasreverencias al subir a bordo. Los otrosoficiales que nos acompañaron duranteel trayecto se encargaban de verificar elestado del casco, otear el horizonte enpermanente vigilancia, o gestionaban laadministración de los sueldos y lossuministros. Uno de ellos me diogenerosamente la mano para ayudarme asubir a la nave y el resto nos miró conveneración. Antes de zarpar, ocupamosnuestros sitios en la cubierta mientrasnos ofrecían racimos de uva y dátiles.

Durante aquellos días en el

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venturoso océano me sentí igual que unode los héroes del Canto, pues surcabalas mismas aguas que a ellos les habíanllevado hasta la lejana Troya. Aquí yallá salpicaban las aguas las pequeñasislas en las que brillaban los olivos, ylas gaviotas revoloteaban a nuestroalrededor como signo de buen augurio.De vez en cuando, nos cruzábamos conalguna barca de pescadores que agitabanlas manos para desearnos un viajeplacentero.

El viaje por mar me sentó bien; elruido de los cables y las velas mecidospor el viento, o el de la quilla al cortarlas olas espumosas, eran sensaciones

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nuevas y excitantes. Al igual que lo erala del viento saludable en la cara y elsalitre que te salpicaba al acercarte aproa. Todo ello, junto al cálido Sirioque nos acompañó durante toda latravesía, hicieron que afrontara conoptimismo la triste ceremonia que habríade tener lugar en las Termopilas.También me hizo bien estar acompañadade mi hijo, Eurímaco, que, aunqueprodigaba sus visitas a Amidas, nunca leparecen suficientes a una madre viuda.

Al cabo de tres días de navegaciónsin escalas llegamos a la isla del Pireo,separada del continente por lasmarismas de Halipedon. En su cima se

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elevaba la sólida fortificación deMuniquia, que brillaba lo mismo queuna perla en un día radiante como pocos.Era como si Atenea se alegrara de quelos lacedemonios, descendientes deAres, hacedor de viudas y destructor demurallas, la visitaran esa mañana en superegrinación al norte.

El Pireo estaba lleno de trirremes deguerra con terribles mascarones de proa.A través de la telaraña que trenzaban susmástiles y los cables de sus velas, sedivisaban las casas encaladas delpuerto. Sobre ellas se elevabamajestuoso el monte de la acrópolis,donde brillaban los mármoles. No

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atracamos en el Pireo, ya que éste no esel primer puerto de la ciudad pues,habitualmente, los atenienses usan laensenada de Falero. Allí fue dondellegamos esa mañana, por estar máscerca de la Polis.

Estos eran los muelles que el generalTemístocles ordenó construir a losatenienses cuando yo era una niña.Estaban llenos de naves puestas panzaarriba, porque las que no están en usohabitual se retiran del agua y se dejansecar en los arsenales. Allí habíaalgunos marineros calafateando loscascos, insertando pez o cera en losintersticios de la tablazón. Por lo que me

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contaron, los operarios aprovechabantambién ese momento para carenar elcasco y limpiarlo de adherencias dealgas y demás suciedad para que lavelocidad de la embarcación no se vierareducida.

La carretera que tomamos corríaparalela a los Muros Largos hasta llegara la ciudad. Las obras habían sidoterminadas, según nos explicaron, pocosaños antes por el arquitecto Hipódamode Mileto a pesar de la férrea oposiciónde Esparta. A cada lado de la calzada selevantaban altas estructuras de maderacubiertas con velas. Desde su interiornos llegó el martillear de los carpinteros

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y se adivinaban las gruesas panzas delas embarcaciones. Muchas de ellas erancomo esqueletos de madera de un granpez. Unos hombres cargaban lasmaderas cortadas y pulidas, otros lasensamblaban a la quilla y al mascarónmediante unas vigas transversales, y ellugar era un hervidero de actividad. Mellamó la atención que, para mantener elcasco unido, se tensaba éste medianteuna cuerda muy gruesa, ubicadaseguramente en su interior, engarzada ala roda y la popa, y atada con unaespecie de molinete en el centro delbarco. Todos los trabajadores ibancubiertos con sombreros de paja, pues el

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calor empezaba a apretar, y nossaludaron alegres desde los andamios.

En nuestro camino hacia la ciudad,nos cruzamos con varios carros enormesllenos de madera de abeto y cedro, queusan los atenienses para la construcciónde sus barcos. Nos dijeron que esasmaderas proceden de Macedonia, ya queen el Ática no hay bosques de calidad,pues abundan los olivos, las salvias olas encinas.

Finalmente, entramos en Atenas y ensus puertas vimos cómo esperabanpesados carros tirados por bueyesmusculosos. Todos ellos transportabanenormes bloques de mármol para las

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obras de reconstrucción. Éstas habíanempezado en la acrópolis un par de añosantes por orden del gobernante Pericles.Muchos atenienses se detuvieron a mirarnuestra comitiva de espartanos vestidosde fiesta. Nuestros hombres llevaban laspuntas de las lanzas hacia abajo en señalde paz y concordia. Avanzabansorprendidos de ver tanta riqueza en unmismo lugar, seguidos de mujeresjóvenes y ancianas, parientes todos delos combatientes de las Termopilas.Muchos ciudadanos al vernos sesacaban los sombreros de paja en señalde respeto.

Por indicación del rey Arquidamo

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nos detuvimos en una de las concurridasplazas y allí la comitiva se dividió endos. Por un lado, estaban los que iban aacompañarle a entrevistarse conPericles para renovar la tregua quemantenían las dos ciudades y, por otro,los que gozaríamos de unas horas paravisitar la ciudad, sus bellos templos osus soleadas y concurridas plazas.Eurímaco, acompañado de otros Iguales,escoltó al rey al palacio paraentrevistarse con el general, y, aldespedirse, me dijo del gobernanteateniense:

—Es un hombre honesto y virtuoso,al que se conoce con el mote de el

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Olímpico por su imponente voz, aunquealgunas malas lenguas dicen que estesobrenombre le viene de un bulto quetiene en la parte superior de la cabezaque se parece al famoso monte —se rió—. Nos encontraremos por la tarde en laacrópolis. Me han comentado que tieneunos edificios en construcción dignos deser visitados.

Junto a Paraleia, Eleiria, Nausica yel ilota que me acompañaba empezamosla visita por las calles de Atenas. Estaes una ciudad en la que los hombrestienen el tiempo necesario para platicarcon sus iguales sobre política, las arteso las ciencias. En ella, el conocimiento

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es algo honroso, pues la ciudad procuraque mediante la palabra y la igualdadlos hombres se perfeccionen unos aotros. Según sabía, eso es lo que seentendía por democracia.

Me quedé admirada de sus bellosedificios, que tenían una armonía y unlujo sobrio. La stoa de la ciudad eraimagen del orden y la pulcritud. Todoestaba señalado con carteles y losespacios eran amplios y limpios. Meentretuve un buen rato entre los librosque se apilaban en la tienda junto a laorquesta del teatro. Estaba admirada porlo que el abuelo me había contado deAtenas y pensé que se había quedado

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corto, porque sus gentes eran refinadas yen las tiendas abundaban los productosmás exóticos que había visto en mi vida:junto a las lujosas telas de Corinto habíatodo género de vasos pintados porhábiles manos, perfumes orientales ymuebles con incrustaciones de oro ymarfil que parecían tallados por losmismos dioses.

Comimos bajo un emparrado cercadel teatro, junto a unos escultores quetrabajaban unas lápidas funerarias.Recuerdo que su taller, lleno del polvoblanco del mármol, estaba repleto depiezas como fuentes de ninfas quedanzaban frenéticas o brocales de pozos

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con figuritas de tritones.Tal y como habíamos acordado con

mi hijo, por la tarde subimos hasta laacrópolis por el paseo que estabarodeado de cipreses de sombra generosay un hombrecillo se ofreció a guiarnospor las obras de reconstrucción que sehabían iniciado años antes. Por lo quenos dijo, el general Pericles habíaconfiado la dirección de las mismas a unescultor llamado Fidias y a unosarquitectos llamados Ictinio yCalícrates, que eran los responsables dela reconstrucción del lado sur del nuevotemplo dedicado a la diosa Atenea. Asíque los cuatro comenzamos a andar en

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su compañía hacia la cuesta que nosllevaría ante las puertas de la acrópolis.

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Capítulo 49

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Accedimos a la ciudadela por unasgruesas puertas de madera y dimos unbreve paseo admirando la ciudad que sesituaba a nuestros pies desde esa atalayaprivilegiada. La planicie de roca estaballena de trabajadores y de curiosos queobservaban los progresos de las obras.

Sentados sobre unos bloques demármol que se tostaban al sol, un grupode hombres de porte aristocráticorodeaban a uno más joven. Vi queconversaban animadamente. Todos, a

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excepción de éste último, vestían túnicasde finísimo lino blanco que seconfundían con el mismo mármol y entresus refinados dedos bailaban los anillosde piedras preciosas. Llevaban lascabezas cubiertas con sombreros paraprotegerse de Helios, que brillabatodopoderoso en el cielo azul.

Nos acercamos al grupo y me fijé enque el más joven de todos, de miradainteligente y un tanto irónica, escuchabaatentamente a uno de los contertulios quehablaba con voz altisonante.

—El Amor es un dios —dijo éste—,y un dios muy antiguo, puesto que ni losprosistas ni los poetas han podido

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nombrar ni a su padre ni a su madre, loque significa sin duda que no es fácilexplicar su origen. Es el dios que másfavorece a los hombres, porque notolera la cobardía en los amantes ysiempre les inspira la abnegación.

—Cierto es lo que dices —dijo otrode los presentes—, pero el Amor nopuede ir sin Afrodita, es decir, no seexplica sin la belleza. Es la primeraindicación del lazo que unen al Amorcon lo bello. Hay dos Afroditas: laantigua, hija del Cielo, la Afrodita quenace de la espuma del mar; la otra, másjoven, hija de Zeus y de Dione, es laAfrodita popular. Hay, pues, dos

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Amores: éste último es sensual, popular,que apela a los sentidos; es un amorvergonzoso que es preciso evitar. Elotro amor se dirige a la inteligencia, ypor esto mismo al sexo que participa demás inteligencia, al masculino.

Me disgusté al oír este comentario,pero me callé. Sin embargo, mis ojos secruzaron con los del joven que atendía alas explicaciones. Él se sonrióirónicamente, luego miró a un hombre debarba venerable y se dirigió a él:

—Y tú, Eryximacos, sirviente deAsclepio, ¿qué nos dices sobre el amor?

El hombre se acarició la larga y biencuidada barba y rumió unos instantes

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antes de hablar.—Pienso que el Amor —dijo— no

reside únicamente en el alma de loshombres, sino que está en todos losseres. Porque el Amor está en laMedicina en el sentido de que la saluddel cuerpo resulta de la armonía de lascualidades que constituyen el buen y elmal temperamento. El arte de un buenmédico es restablecer esta armoníacuando está perturbada y mantenerla.¿No hay también Amor en la música,esta combinación de lo grave y de loagudo, de lo lleno y lo sostenido? Lomismo puede decirse de la poesía, cuyoritmo sólo es debido a la unión de las

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breves y las largas.Otro de los presentes, que por lo que

supe se llamaba Agatón y era poeta, hizoa su vez uso de la palabra. Era un hábilretórico que encandilaba con su lenguade miel.

—Preguntémonos —dijo— primerocuál es su naturaleza. Amor es el másventuroso de los dioses; es, pues, denaturaleza divina. ¿Y por qué el másventuroso? Porque es el más hermoso,escapando siempre de la vejez, y es elcompañero de la juventud. Eros no es elmás antiguo de los dioses, sino el másjoven y quién se intenta mantener joventoda la vida. Además, el Amor será

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siempre benevolente, benigno, delicado,atento y bello. El Amor ablanda aaquellos que eran duros y los hace mássensibles y amables. Eros posee unsinfín de virtudes tales como la belleza,la ternura, la juventud, el valor, lamoderación o la sabiduría. También esel más grande de los poetas, porque esquien inspira la poesía. Y si éstahabitara en las almas de los hombres,éstos se alejarían de toda violencia yderramarían todas las bendiciones.

Lo que había glosado el poeta megustó, pero aún así esperaba qué teníaque decir el joven al que se dirigíantodas las miradas y que aún no había

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hablado.—Yo sé poco de esto —dijo

finalmente el hombrecillo—. Creo queel discurso de Agatón es hermosísimo,pero quizá más lleno de poesía que defilosofía. Él sostiene que el Amor es undios, que es hermoso y bueno, pero nadade esto es verdad. El Amor no eshermoso, porque no posee la belleza,puesto que si la desea es porque no latiene. Tampoco es bueno por la razón deque todas las cosas buenas son bellas, ylo bueno es de una naturalezainseparable de lo bello. Se deduce queel Amor no es bueno puesto que no esbello. ¿Quiere decir esto que el Amor

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sea un ser malo y feo? No puedededucirse necesariamente, porque entrela belleza y la fealdad, y entre la bondady la maldad, hay un término medio, lomismo que entre la ciencia y laignorancia. Pues, ¿qué es entonces? ElAmor es un ser intermedio entre lomortal y lo inmortal. En una palabra, undemonio. Como tal sirve de intérpreteentre los dioses y los hombres.

»¿De qué serviría conocer lanaturaleza y la misión del Amor si seignoraran su origen, su objeto y su finsupremo? El Amor fue concebido el díadel nacimiento de Venus y es hijo dePoros, dios de la Abundancia, y de

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Penia, la diosa de la Pobreza; estoexplica, a su vez, su naturalezasemidivina y su carácter. De su madreha heredado el ser pobre, delgado,desvalido, sin hogar y mísero, y de supadre el ser varón, emperador, fuerte,afortunado cazador que anda siempresobre la pista de lo bueno y lo bello.Pero es preciso comprender bien lo quees amar lo bello: es desear apropiárseloy poseerlo siempre para ser feliz. Ycomo no hay hombre que no aspire a supropia felicidad y no la busque, espreciso distinguir entre todos quién esaquél a quien se le aplica esta caza en laposesión de lo bello. Es el hombre que

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aspira a la producción en la bellezasegún el espíritu. Y como no se juzgaperfectamente dichoso más que con laseguridad de que esta búsqueda debeperpetuarse sin interrupción, se deduceque el Amor no es más que el deseo deinmortalidad, que se produce por elnacimiento de hijos, por la sucesión.

Lo que dijo el joven filósofo megustó y creí entender que había sido elAmor lo que me había mantenido a flotecomo el barquichuelo en mitad de lastormentas a las que, como espartana,había tenido que enfrentarme.

—Este deseo de perpetuarse —siguió diciendo el joven— es la razón

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del Amor paternal para asegurar latransmisión de su nombre y de susbienes. Pero, por encima de estaproducción, y de esta inmortalidadsegún el cuerpo, están aquellas que selogran según el espíritu. Estas son lopropio del hombre que ama la bellezadel alma y que trata de inculcar en unalma bella que le ha sucedido los rasgosinestimables de la virtud y del deber.

»El hombre poseído de Amor sesiente atraído al principio por un cuerpohermoso, y después por todos loscuerpos, cuyas bellezas son hermanas.Este es el primer grado del Amor. Enseguida se enamora de las almas bellas

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y de todo lo que en ellas es bello:acciones y sentimientos. Atraviesa estesegundo grado para pasar de la esfera delas acciones de la inteligencia; en éstase siente apasionado de todas lasciencias, cuya belleza le inspira lospensamientos y todos los grandesdiscursos que constituyen la filosofía.Pero, entre todas las ciencias, hay unaque cultiva especialmente, y es laciencia misma de lo bello. ¿Y qué esesto tan bello, tan codiciable y tandifícil de alcanzar? Es la belleza en sí,eterna y divina; la única belleza real dela que todas las otras son sólo un meroreflejo. Iluminado por su luz pura,

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inalterable, el hombre afortunado sientenacer en él, y engendra en los otros, todaclase de virtudes; este hombre esverdaderamente dichoso yverdaderamente inmortal.

Esa tarde fui testigo de cómoalgunos de los presentes murmurabancontra el joven filósofo y así supe que sunombre era Sócrates. Llegué a oír de élcomentarios despectivos, como que erahijo de un simple cantero llamadoSofronios y que nada podía aportar alconocimiento de los jóvenes, sino quesólo perturbaba su espíritu con las dudasque suscitaba su modo de pensar,cuestionándose el porqué de todo lo

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establecido.Sin embargo, a mí me pareció un

hombre sabio y simpático, que no setenía a sí mismo por tal. Como yopersistía en mirarle, el joven se atrevióa preguntarme:

—¿Qué piensa la señora espartanade lo que ha oído? Nos sería de utilidadconocer la opinión de una mujerextranjera. ¿Piensas que alguno de lospresentes lleva toda la razón o todoscompartimos parte de la verdad?

Le miré con mirada chispeante ytodos los ojos de los presentes sevolvieron hacia mí. El ilota que meacompañaba me susurró que mejor

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diéramos un paseo por las obras, peroyo me quedé mirando fijamente al joveny le respondí:

—A lo dicho esta tarde aquí megustaría preguntar si el Amor sólo puededarse entre hombres o entre hombres ymujeres. Porque es bien sabido que hayhombres que aman a sus perros o a suscaballos, y otros a sus espadas o a suslanzas. Tengo para mí, o al menos así lohe aprendido en la tierra de la queprovengo, que amar es desear el bien.Por eso, el Amor es gratuito y no esperanada a cambio. Aunque también escierto que, si el agua de lacorrespondencia no lo riega, se agosta

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como el trigo abrasado por el sol oabandonado a la intemperie. Pienso queel Amor no es hombre ni es mujer,porque así como conocemos el árbol porsus frutos, también reconocemos si hayAmor en los hombres y en las mujerespor igual. Pero creo que el Amor máspuro no sólo busca la belleza ni elpropio bien, sino el general. Que elAmor no busca sólo lo bello es fácil dedemostrar, porque, ¿qué madre no amaráa un hijo, aunque éste sea feo odeforme? Y que el Amor no busca sólosu propio bien también, pues, ¿hay algomás feo y deforme que la guerra? Sinembargo, algunos hombres aman tanto a

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su patria que son capaces de dar su vidapor ella. ¿Es eso es Amor, o esobediencia? En tanto que no seacobardan y alegremente se entreganhasta dar su más preciado tesoro porella, diría que sí, que eso es Amor.Pero, ¿quién es más amoroso, o qué esmás bello? ¿El que marcha a tierrasdesconocidas para defender a los suyosy dar la vida por ellos, o los que sequedan viéndoles marchar y han dedecirles sin titubear, mientras su corazónse hace pedazos, que regresen con suescudo o encima de él?

El grupo de hombres murmuróadmirado al oír mis palabras y el joven

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Sócrates me miró con ojos brillantes.—Has hablado muy sabiamente,

señora —me dijo—. ¿Puedo saber quiénha sido tu maestro?

—Lo que sé —le dije—, lo aprendíde un anciano que amaba el campo ycuidaba de sus abejas.

—Debió ser un gran hombre, ysabio.

—No imaginas cuánto.Luego, como le seguí contando a mi

nieta, les dejé con sus elucubraciones yme alejé con mis acompañantes hacia loalto de la acrópolis. Al proseguirnuestro paseo oí como el joven decía asus contertulios: —El día que la mujer

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se dedique a las tareas delconocimiento, más nos valdrá que nosapliquemos a arar los campos o aestabular las reses.

Nos acercamos así hasta la cima dela acrópolis, en la que se desplegabauna intensa actividad. Donde antes delas guerras contra los persas se habíalevantado el templo del Hecatompedón,Pericles había encargado que los dosmejores arquitectos de Atenaslevantaran un monumento perfecto enhonor de la patrona de la ciudad.Muchos escultores tallaban los tamboresde las columnas y los capiteles delfuturo templo. Entre ellos paseaban dos

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ancianos que tomaban medidas con unoscordeles y anotaban cifras en los rollosy planos que llevaban entre en lasmanos. Los dos estaban supervisandolos trabajos para que fueran sin tacha.Vimos que no paraban de llegar a lacumbre de la acrópolis los carros en losque transportaban un mármol purísimo,que luego supe provenía de un montellamado Pentélico. Y fue una gransorpresa cuando, a lo lejos, junto a unade las barandas de la acrópolis que dana la ciudad, vi a tu padre, Eurímaco,hablar con una muchacha de delicadasformas.

Ctímene me interrumpió excitada y

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me preguntó:—¿Mi madre?—Así es, pequeña —le dije—. Nos

alejamos discretamente porque sosteníanuna charla muy animada, y visitamosmientras tanto las obras del templo.Aunque sólo podía verse de él elbasamento, ya se intuía que la obra seríamuy importante y de grandesdimensiones, bellos capiteles ycolumnas altas y esbeltas. En el suelo seveían las marcas donde iban a insertarselas columnas. Me dediqué a contarlas yvi que el nuevo y majestuoso edificiotendría ocho columnas en sus dosfachadas principales y diecisiete en los

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laterales que lo rodeaban. Entre lasparedes del templo y las columnas sedejaba un deambulatorio que permitiríaa la población bordearlo completamentedurante sus celebraciones religiosas.Quedé tan admirada de la perfección delas obras que me acerqué a una choza dela que provenía el martilleo de lospicapedreros.

Los bloques de mármol purísimo seamontonaban fuera del pequeñocobertizo en el que trabajaban losobreros. Algunos estaban ya terminadosy parecía que habían sido esculpidospor los mismos dioses, pues eran unasesculturas tan sobresalientes que

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parecían cobrar vida al admirarlas.Junto a ellas, un grupo de artistasdibujaban con carboncillo otras de lasescenas que iban a esculpir en elmármol inmaculado.

Dentro del sencillo chamizo vimos aotro grupo de escultores. Todosllevaban delantales de cuero y sus torsosestaban llenos de polvo, como sihubieran metido su cuerpo en un tonel deharina. Eran dirigidos por un hombrebajito y enérgico que, encorvado sobreuna metopa, daba indicaciones a otro deellos, que la estaba puliendo.

—Fidias —llamó uno de losartesanos al hombrecillo.

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El escultor se acercó al que lellamaba y le ayudó a corregir elpulimento de una escena preciosa de lalucha entre los lapitas y los centaurosque iban a colocar en las paredesexteriores del edificio en construcción.Otros artistas pintaban con coloresmaravillosos las escenas que ya habíanterminado de esculpir. En una de ellas,un lapita agarraba en bello escorzo auno de los centauros y tiraba de élmientras su manto ondeaba al viento.Era tan perfecta, que hasta los diosesdebían sentir envidia, tanta era ladelicadeza y las bellas proporciones delrelieve. Todo el conjunto parecía una

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alegoría de la razón que vencía sobre labarbarie, en alusión a los hechossucedidos hacía casi cuarenta años,cuando los persas habían destruidocuanto de bello y bueno había en laciudad.

Me hubiera pasado toda la tardeadmirando su arte, pero ya las rocasamarilleaban con el color que Helios laspinta al ocultarse por el horizonte, y oíque alguien me llamaba:

—Madre.Me volví y me encontré con

Eurímaco, que venía acompañado de lajoven con la que había estadoconversando. Se acercaron a mí cogidos

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del brazo y vi la mirada de mi hijohechizado por la diosa Afrodita.

—Esta es Clitemnestra, hija deAristodemo.

—Oh, abuela —me interrumpióCtímene que no conocía esta parte de supropia historia—. ¡Qué bonito!

—Sí, hija mía. Ese día supe quehabía empezado a perder un hijo y aganar una hija. Luego bajamos todosjuntos hacia el puerto por el barrio delos artesanos, charlando animadamentede las maravillas que habíamoscontemplado en la ciudad, hasta que medetuve de repente frente a uno de loslocales del barrio de los artesanos.

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Desde el interior de uno de lospequeños talleres entoldados llegaron amis oídos unas curiosas notas musicales.Era algo tan extraño y desconocido paramí que no sabría describir. Me parecióoír a la vez a docenas de flautas de panmezcladas de modo armonioso con losmugidos de un rebaño de vacas. Juntosformaban una melodía delicada quedanzaba por las calles de la ciudad,mecía los olivos y te trasladaba alugares remotos. Algo se turbó en miinterior al oír aquella música y quisesaber qué numeroso grupo de flautistasla interpretaba en el interior delpequeño taller.

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Eurímaco y los demás me siguieronextrañados cuando entré por la pequeñapuerta. Al fondo del mismo, entre lapenumbra y los instrumentos musicales,vi algo que me dejó sin habla. Unhombre pulsaba con sus puños unaspesadas teclas dispuestas encima de unacaja de madera. A la misma llegaba elagua que bajaba desde un depósito, y deella emergían unos tubos por los quesalían las sonoras notas. Algo seestremeció en mi interior, porque estabasegura de que lo que estaba oyendo erael órgano hidráulico. Me sentí tandichosa que me creí transportada a mifeliz infancia, a las fiestas de las

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soleadas Carneas, y por un instantevolví a ser la niña que acompañaba a suabuelo para escuchar los conciertos decoros y músicos mientras comíamosalmendras amargas. El artistainterrumpió la música al sentirseobservado, nos sonrió y se puso aarreglar el instrumento. Nosotros,después de observar todo atentamente,salimos en silencio del lugar para noperturbarle más.

De camino al puerto me sentí viajara un mundo de nuevas sensaciones y mepregunté qué clase de hombres eranesos, capaces de gastar tantos esfuerzosen la construcción de un templo a su

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diosa en agradecimiento a las victoriasobtenidas en Maratón y Platea cuando,en cambio, los nuestros no eran capacesde levantar un mísero altar donde honrara los caídos por la ciudad. Quizás sedebiera a que ellos tenían como patronaa la diosa de las artes y nosotros aArtemis cazadora y a Ares, hacedor deviudas y destructor de murallas.

Antes de que se pusiera el sol,embarcamos de nuevo en la trirreme quenos llevaría al norte. Las notas delórgano resonaban en mis oídos cuandozarpamos, y en mis retinas aún brillabael blanco de los mármoles que losbueyes arrastraban hacia la acrópolis.

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Estaba segura de que cuando esosartistas, tocados por el dedo de la diosa,terminaran sus obras, el lugar realzaríatodavía más la belleza de la ciudad. Elabuelo tenía razón en todo lo que mehabía contado de Atenas, y estosrecuerdos imborrables me acompañaronbuena parte de la travesía, hasta quevimos frente a nosotros los oscurosacantilados de las Puertas Calientes.

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Capítulo 50

446 a. C.

Esta tarde, mi nieta Ctímene me harecordado que mañana es el aniversariode la batalla de las Termopilas, y aloírla unos dedos helados han recorridomi espalda. Ha durado un instante y mehe repuesto enseguida, pero la sensaciónno ha sido agradable. Como cada año,en esta fecha he dado las órdenespertinentes a las muchachas para quebajaran y limpiaran las armas del patio.He visto cómo lo hacían ayudadas porunas escaleras, y me he sentado en el

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banco de piedra para supervisar cómobruñían los escudos con aceite y arena.

Mientras las observaba trabajar, y aCtímene junto a ellas pues nunca me hagustado que la juventud permanezcaociosa a mi lado, he recordado que,después de nuestra estancia en Atenas,se decidió hacer la segunda parte delviaje a las Termopilas también por marpara facilitar el trayecto a la gente másanciana.

Durante el viaje que nos llevó alnorte, un respetuoso y meditativosilencio nos acompañó con el buentiempo. Dos días después de abandonarel puerto de Atenas, la embarcación

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pasó junto a las doradas playas de lasislas de Kea y Andros, en cuyas cimasbrillaban las columnas de sus solitariostemplos. Un día más tarde llegamosfrente al cabo de Artemision, y alguiendijo que ése era el lugar en el que laflota ateniense había derrotado a lospersas los mismos días que nuestrohombres luchaban en el estrecho paso.Los pasajeros nos quedamoscontemplando las aguas mientras latrirreme bordeaba el saliente de rocas yseguía hacia poniente, rumbo a lasTermopilas, cuyos acantilados seadivinaban en la lejanía, entre lasbrumas. Así, después de unos días de

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navegación, llegamos a nuestro destino.El sitio no tenía nada de especial, peropudimos ver que el sol se ponía por elhorizonte, detrás de los inmensos yoscuros acantilados. El lugar era unpaso estrecho, y coincidió con lo que mehabía imaginado. Entre las rocasmanaban unas fuentes, ya que toda lazona era usada como un sanatorio porlas propiedades de las aguas. A nuestraizquierda, a varios estadios de distancia,se veían más acantilados de rocasnegras, y, junto a ellos, el angostocamino circunvalado por un muro derocas tan grandes que parecía ser obradel cíclope. Atracamos en la misma

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playa de arenas blancas en la que habíandesembarcado los persas, según nos dijonuestro guía, mientras los gavilanessobrevolaban la costa sobre nuestrascabezas. Desde allí se veía la granmarisma en la que cuarenta años anteslos bárbaros habían instalado sucampamento, pero, como ya anochecía,se acordó iniciar la visita después delmerecido descanso.

Al día siguiente cargamos en unascarretas los exvotos y las ofrendas quese habían preparado para la ceremonia ynos dirigimos a las Termopilas. Por elcamino, nos encontramos a viajeros queiban o volvían del balneario de las

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Puertas Calientes. El recorrido hacia elangosto paso se hizo en respetuososilencio hasta llegar junto al muro de losfocenses, que en su día me describierami hermano Alexias. El lugar estaballeno de los bañistas que aprovechabanlas últimas horas de la tarde para tomarlas aguas calientes. Todos volvieron sucabeza al ver aproximarse a tan extrañacomitiva. Además de los éforos yPlistoanacte, nieto del propio reyLeónidas, sólo formamos parte de lacomitiva los familiares de lostrescientos hoplitas, pero aun así éramosun grupo bastante nutrido.

Aquí y allá se levantaban algunos

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tenderetes de frutas refrescantes otiendas en las que se vendían los másvariados amuletos. Llegamos al lugardonde los helenos habían plantado sustiendas. Así reviví el amargo recuerdode los últimos días de mi esposo,Prixias, y de mi hermano Polinices. Enese lugar, entre maldito y bendecido porlos dioses, recordé lo que, hacía más detreinta años, mi hermano Alexias noscontó en el patio de nuestra casa deAmidas.

Recorrí el sitio del brazo del ilotaque me acompañaba, seguida de misqueridas amigas y de mi hijo, Eurímaco,que no me dejó sola en ningún momento.

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Junto al muro vimos el lugar en el quelos Trescientos formaron durante cincointerminables días para contener a lashuestes de Jerjes.

Cerré los ojos y los imaginé laúltima mañana del asedio, cuando yahabían perdido toda esperanza y sólotenían los recuerdos de lo vividomientras compartían el último desayuno.Luego, cuando los persas hicieron caersobre ellos un mar de flechas mortales,imaginé cómo se protegían unos a otrosy me estremecí. Sólo me calmé al notaren mi brazo la mano cálida de mi hijojunto a la del ilota que me acompañaba.Las lágrimas empezaron a rodar por mis

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mejillas con una curiosa sensación demezcla de dolor y orgullo. No en vanoera esposa, a la vez que hermana, de losque lo habían dado todo por amor: poramor a su tierra y a los suyos. EsosTrescientos valientes a quienes íbamos arecoger lo habían hecho con el orgulloque sólo tienen los soldados que, aunqueperezcan, se saben vencedores.

Luego me acerqué a las paredes ylas palpé con mis manos temblorosas.Algo me dijo que allí había caídoAlexias, y que, ahí, Taigeto le habíacubierto con el escudo del abuelo. Antesde que los heraldos nos llamaran, el guíanos mostró el paso que tomaron los

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persas, la llamada senda Anopea, por laque habían atacado a los nuestros por laespalda el último día del asedio. Elhombre se acercó hacia un rincón delpaso señalando que allí era dondereposaban los espartanos. Imaginé queal lado de esas rocas habían caído mimarido y mi hermano, porque el lugarera lo más parecido a un túmulofunerario. Los espartanosintercambiamos miradas en un silenciosagrado que sólo era roto por loschillidos de las gaviotas. Lentamente,junto a nuestros familiares, nosacercamos al lugar. Ese montículo,pegado al antiguo muro, estaba

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sembrado de florecillas blancas yamarillas que se agitaban comomariposas mecidas por la brisa del mar.

El lugar estaba coronado por unapiedra grabada en un extraño alfabetoextranjero, que nadie supo interpretarhasta que el guía nos dijo que los persashabían grabado en la piedra una solapalabra: ESPARTA.

Durante buena parte de la mañana seexcavó en el túmulo. Luego se sacaronlos huesos y las armaduras que contenía.Las mujeres sollozamos durante laextracción de los cadáveres mientras loshombres miraban a sus progenitores conun orgullo tan piadoso que quemaba las

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mejillas. Todos los presentes creímosreconocer en esos restos a nuestrosseres queridos que habían dado la vidapor la ciudad y para salvarnos de labarbarie.

Una vez terminada tan penosa tarea,se guardaron los restos en unos arconespara llevarse al barco a fin de serenterrarlos en la sagrada tierraespartana. Entonces, a mi lado, elservidor ilota que me acompañabaentonó un canto dulce y melancólico denotas bellas e inesperadas. Eran losversos que un día había compuesto elgran poeta Simónides inspirado en elrelato que oyó en Amiclas:

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De quienes en las Termopilasmurieron,

Gloriosa fue la suerte, hermoso sufinal.

Un altar es su tumba, su planto esalabanza,

Y en lugar de los llantos les rodeala fama.

Semejante epitafio ni el viento delEste

Ni el tiempo que todo lo doma aborrarlo van.

Este recinto sagrado el buenrenombre de Grecia

Adquirió por tales guerreros.También lo atestigua Leónidas,

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Rey de Esparta, que ha dejado aquíde su valor

Un gran monumento y una gloriainmortal.

Durante el canto se sacrificó unacabra para apaciguar la sed de losdioses infernales y se erigió unmonumento sencillo encima del túmulo.Era una estela de piedra grabada con laspalabras que había escrito años antes elpoeta Simónides. Fue allí, entre la brisay la salina del mar, donde quedó su másfamoso epitafio:

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[2]

Me pregunté de nuevo qué les habíallevado a morir tan lejos de casa. Nadamás que el amor y el honor podíanexplicar tal sacrificio. Me pareció unatriste paradoja que, quienes más habíanhecho por Esparta y toda la Hélade,reposaran tan lejos de los suyos o quecasi hubieran caído en el olvido. Perome alegré de que, finalmente, la ciudadhubiera decidido recuperar a susvalientes para llevarles de vuelta a suhogar.

Antes de que terminara la breveceremonia, vimos cómo un grupo delugareños bajó de las montañas para ver

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a los familiares de los héroes de lasTermopilas. Esas pobres gentes, quetambién habían perdido a los suyoscuarenta años antes, querían rendirnossu pequeño homenaje deagradecimiento. A la escasa comitiva defocenses le seguían unas carretascargadas con las armas melladas y rotasy los escudos llenos de agujeros con laslambdas casi irreconocibles de los quehabían muerto defendiendo la Hélade.

Aún recuerdo los ojos de aquellasgentes humildes y agradecidas porque unpuñado de forasteros había abandonadosus casas, sus bien sembrados campos ysus familias para partir al norte a

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defenderlos de la barbarie extranjera.Hubo un breve intercambio de

palabras, que consistieron en algunosagradecimientos recíprocos. Luego,nuestros hombres lo cargaron todo en laembarcación que esperaba varada en laplaya. Intercambiamos unos regalos conellos y regresamos a la trirreme antes deque anocheciera una vez cumplido tanpiadoso deber.

El capitán mandó soltar amarrascuando el último de los peregrinosespartanos subió a bordo. Así nosalejamos de las Termopilas con nuestrosfamiliares. Los focenses se quedaron enla playa mientras la proa de nuestra

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trirreme partía las aguas en doslevantando olas espumosas al alejarnosdel lugar. Me pareció entonces que de laquilla y de los remos de la trirremeresbalaban lágrimas de sal.

Me he preguntado luego, muchasveces, qué hubiera sido de la Hélade siese puñado de guerreros no hubieranhecho frente a las hordas de Jerjes en elangosto paso, y qué hubiera sido denosotros si no hubieran retrasado losplanes de los persas o no hubieran dadotiempo a los atenienses a retirarse.Quizás ahora todos seríamos esclavosde los bárbaros, los atenienses nohubieran reconstruido sus bellos templos

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con la grandeza que lo estaban haciendo,ni sus filósofos buscarían la verdadentre sus soleadas plazas. Seguípensando qué era lo que nosdiferenciaba de esos atenienses yconcluí que su vida era igual que elsonido de la flauta armoniosa de la queel pastor saca sonidos femeninos ydelicados. En cambio, la de losespartanos era más parecida al ruido deun timbal de batalla, de notas graves,estruendosas y acompasadas. Sí, en laciudad de las anchas plazas y los bellostemplos se adoraban el saber y elconocimiento. En cambio, estabaconvencida de que en mi patria

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seguíamos anclados en unasconvicciones anquilosadas, y dudé queello nos ayudara a prevalecer pormuchas generaciones.

Ese atardecer, al partir de lasTermopilas, apoyé mi cabeza en elhombro de mi hijo mirando las playasque vieron sonreír por última vez a unguerrero cuya nobleza no cabía dentrode su pecho y a un hombre que nuncasupo recitar poesías. Habíamos tardadocasi cuarenta años en rescatarles parasepultarles en nuestra tierra y erigir,para Leónidas y sus Trescientos, unmonumento digno de héroes.

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Capítulo 51

432 a. C.

Hace ya más de catorce años queregresé de ese viaje en el que honramosa nuestros caídos en las Termopilas. Lorecuerdo bien porque, un año después deregresar y de celebrar los desposoriosestablecidos por nuestra ley, nació miprimera nieta, Ctímene, a la quesiguieron pocos años después sushermanos Taigeto y Polinices, que haningresado en la Agogé hace pocasprimaveras.

Como me recordó ella ayer, hoy ha

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sido el aniversario de esa batalla. Hehecho lo de cada año. Casi demadrugada, cuando la aurora de rosadosdedos aún no había teñido el cielo, heordenado que engancharan dos mulas ala carreta para acercarme a la acrópolis.Es la rutina anual: visitar la tumba delos Trescientos. Me gusta hacerlocuando empieza a clarear y los primerosrayos del sol doran la estatua del leónque corona el sencillo monumento. Aprimera hora el lugar no se ha llenadotodavía de los familiares que van arendir su tributo a los héroes, ni losaltares apestan al humo de lossacrificios.

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A pesar de que hoy me he levantadocon dolor de espalda, he ido a pasearjunto a los olivos plateados. Allí heoído las últimas nuevas que a veces traeel viento y otras divulgan los que sepreocupan por el destino de la Polis.

Durante estos últimos años, lasrelaciones entre Esparta y Atenas hanempeorado mucho y, salvo ciertosperiodos de paz, la guerra, que empezóhace tres lustros, ha sido continua.Desde entonces hasta hoy no se haproducido el triunfo decisivo de ningunode los dos bandos. Hace unos años, elconflicto se recrudeció, y esta vez elejército espartano sí estuvo en

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condiciones de invadir el Ática,mientras que los atenienses, dirigidospor Pericles, decidieron refugiarse traslos muros de la ciudad. Sin embargo,lograron capturar en un islote a cienhoplitas pertenecientes a las familiasmás nobles de Esparta. Los rehenesfueron recuperados tras la rendición dela flota espartana. Fue la primera vezque un grupo de hoplitas decidíarendirse en lugar de morir con las armasen la mano. Creo que, ese día, algocambió en la ciudad. Espero que parabien.

Esparta se ha desgastado mucho porlas continuas guerras. La ciudad se

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desangra o lo sigue haciendo a causa deellas. Si los dioses no lo remedian, o loséforos no cambian nuestra política,parece condenada a la extinción. Suscalles ya no están llenas de jóvenesgallardos de mirada desafiante, sino deancianos que hilvanan sus recuerdosmientras dormitan aburridos al sol. Elnúmero de Iguales ha decrecido a causade las continuas guerras, porque en laciudad siempre ha prevalecido el interéspolítico antes que el bien de susciudadanos o su prosperidad, y tengopara mí que eso no fortalece a un estado,por el contrario, lo debilita.

No sé en que terminará todo, pero

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supongo que, finalmente, haremos lo quedebamos hacer y estaremos dondedebamos estar. Desde hace tiempo, losasuntos de la ciudad me traen sincuidado. Sólo me preocupan los jacintosde mi jardín y que la cosecha sea buenapara alimentar a los míos. Sin embargo,también confío en que la posteridad seacuerde de los que dieron su vida pornuestra libertad.

Me siento cansada, pero sigohilvanando pensamientos sentada a lamesa de mi cuarto, porque al llegar alfinal de tus días se agolpan en lamemoria los recuerdos de tu vida. A miedad no recuerdas lo que comiste ayer o

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quien te visitó la semana pasada, perolos sucesos de tu infancia o de tujuventud permanecen inalterables parasiempre. Sé que lo que me ha mantenidoviva ha sido el amor; el amor que herecibido y el que he querido o he podidodar. Ha sido el amor lo que mantuvoencendida en mí la llama de laesperanza.

En estos últimos tiempos, me vienena la memoria las personas que heamado. Procuro no acordarme de loshechos más luctuosos y tristes, porquehace tiempo que borré de mi memoria alos que me dañaron a mí o a los míos.He aprendido a apreciar lo que tengo

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porque lo que no tengo tampoco lodeseo. Sé también que no soy unaexcepción. Hay muchas en Esparta quehan sufrido igual o más que yo. A vecesme pregunto si llegará el día en que loshombres dejarán de basar su raciocinioen la fuerza de su brazo.

Dije al inicio de mi relato que losguerreros miden las estaciones por lasbatallas y que las madres marcamos lasestaciones por los nacimientos de loshijos: el primer paso de uno, la primerapalabra o el diente de otro. La vida deunos padres amorosos está marcada porestos momentos hogareños entre lalumbre y los cuencos, las idas y venidas

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al pozo o las fiestas que más serecuerdan. Así se contiene la felicidaden el libro de los recuerdos. Los de mivida quedaron marcados por el día enque nos arrebataron a Taigeto, por ellolos he narrado así.

Ahora, cuando en las mañanas deinvierno veo la cumbre nevada delmonte, pienso en el abuelo Laertes y meimagino que aún pasea con Menantemientras discuten sobre cómo tratar a lasabejas para que produzcan más miel;cuando veo a los ilotas que transportanel ganado, recuerdo la primera vez quevi a mi hermano Taigeto tocando elaulós en las praderas, junto a su rebaño

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de ovejas; cuando veo a un hoplita, meparece ver a mi padre, a mi esposo,Prixias, o mis hermanos Polinices yAlexias ejercitándose en la llanura deOtoña. Mi hijo y mis nietos son ahoralos que mantienen viva la llama deEsparta. Espero que nunca olviden loque hicieron sus mayores para que lesmantengan muy vivos en su memoria.

Me gusta cerrar lo ojos pararegresar a esos días de mi niñez en losque paseaba con mi abuelo, cuando meparecía que el camino por el queandábamos era un arco iris en el que lasabejas sonreían y el sol acariciaba altomillo y a la retama, esos lejanos días

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en los que no había nada de lo quepreocuparse o a ese feliz día en que oícantar a mis hermanos junto al abuelo ennuestra casa de Amidas. Pareceimposible que ya no estén, porque amenudo sus voces resuenan en mis oídoso me sorprendo a mí mismaesperándoles en la puerta de casa alatardecer.

Creo que ya he dicho que, trasenviudar de Prixias, no me casé denuevo, aunque no me faltaron lasoportunidades. Aprendí del abuelo queno se necesita conocer a ningún otrohombre habiendo tenido al mejorporque, al decir de mi abuelo, hubiera

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sido como probar un vino demasiadoaguado después de gustar una divinaambrosía, o al menos así lo pienso yo.Eleiria y Paraleia, las mujeres de mishermanos, sí que encontraron a otrosguerreros a los que unirse, y me parecebien. No sé si han sido más o menosfelices que yo, pero han dado guerrerosa Esparta.

Es tarde. Hace horas que haoscurecido, pero no tengo sueño.

Mi maltrecha vista se pasea porencima de la mesa y hago lo que tantasnoches: acaricio el collar con la estrellaazul que padre me regaló un lejano díaen Giteo, mis manos se posan en el vaso

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donde guardo los pétalos con los que undía Polinices sembró mi cama y acaricioel brazalete con las dos serpientes queme regaló mi amado Prixias el día denuestro compromiso.

Junto a la lámpara que me alumbratengo los papiros que me regaló elpoeta. Son los que he usado paraescribir estas últimas semanas. Los hemirado satisfecha y he resuelto que ya eshora de poner punto final a estosrecuerdos escritos bajo la parracentenaria. Desempolvar recuerdostristes o dolorosos no ha sido una tareaagradable, pero sé que mis nietos y misbisnietos tendrán algo de lo que sentirse

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muy orgullosos cuando pasen debajo delas armas que adornan el patio denuestra casa, en Amidas. Confío que elamor a la poesía, a todas las cosasbellas que les he inculcado, hagan deellos algo más que unos bárbarosignorantes que todo lo basan en la fuerzade su brazo o que sólo saben complacersu estómago o, a veces, su entrepierna.

Sin embargo, antes de terminar mirelato, he querido consignar lo que hasucedido esta mañana porque, a pesar deser una fecha dolorosa, ha sido un díalleno de visitas y de sorpresasagradables.

Al regresar a casa desde la tumba de

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los Trescientos, Ctímene me esperaba enel portal, junto a la estatua de la diosa.Sabe que en días como hoy, a pesar deque es cuando recibo más visitas, miánimo se resiente y mi distraída cabezase ausenta por unas horas. Me haayudado a descender del carrotomándome de la mano para entrar encasa.

—Abuela —me ha dicho con unmohín de dulzura.

La he mirado frunciendo el ceñoporque cuando mi nieta, que en esto escomo su padre, te mira con tanta miel enlos labios es que espera recibir algo.

—Me gustaría que hoy cocináramos

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las berenjenas rellenas —ha suplicado—. Hace tiempo que no las guisas. Estoysegura que padre y madre vendrán conmis hermanos desde Esparta para pasarel día con nosotras.

No ha tardado mucho enconvencerme. Por eso hemos ido alhuerto a recoger un buen número dehermosas berenjenas para la comida, yaque si sus hermanos Taigeto y Polinicesvenían a Amiclas, seguro que lo haríanhambrientos como un león porque elcaldo negro que les dan de comer en laSystia es una porquería. Después hedado instrucciones a las muchachas paraque prepararan las cebollas y el queso.

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Al terminar los preparativos, he dejadoa Ctímene en la cocina con Melampo, lahija de Neante, para que vigilaran elfuego y he salido al jardín.

Me encontraba arreglando misjacintos distrayéndome con la discusiónque las muchachas tenían en la cocinasobre un tal Eiximenes, que al pareceres un muchacho de gran hermosura aquien dos de ellas pretenden. Ya hedicho que hoy me he levantado condolor de espalda. Estar inclinada encimade las flores no era lo más convenientepara mis huesos. Sin embargo, tenía quepodar unos tallos y unas hojas marchitasque afeaban los jacintos. A mi alrededor

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oía el zumbido de las abejas y olía elfrescor de la hierbabuena mientrascavilaba sobre cómo terminar mi relato.Entonces me he incorporado un momentopara desentumecer mi espalda y hemirado hacia el horizonte.

Por el camino que baja del Taigetohe visto a un anciano ilota acompañadode dos niñas que andaban en dirección anuestra casa. Los tres cantaban a plenopulmón una alegre canción que suelencantar los pastores en verano. Cuandohan llegado frente a nuestro portal, elhombre me ha observado podar losjacintos. Su imagen me ha resultadofamiliar, porque era un anciano de ojos

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claros y cabello escaso que en su díadebió ser dorado como el trigo.

—Tu abuelo —me ha dicho el muyinsolente— te enseñó que no deberíascortar los tallos tan abajo.

El ilota venía acompañado por susdos nietas, dos preciosidades llamadasBriseida y Aretes, rubias y con unosojos tan claros como el agua del Eurotasen primavera. Ambas son la viva imagende mis padres, de Alexias, de Polinicesy de su propio abuelo Taigeto.

—Tú qué sabrás —le heinterrumpido.

Después, mis maliciosos ojos se hanllenado de ternura y le he sonreído.

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—¿Os quedaréis a comer, verdad?—le he dicho— Hay berenjenasrellenas. Ctímene está vigilando elfuego.

—Sí, hermana —me ha respondidoél con una sonrisa picara.

—Sí, tía Aretes —han dicho a coromis dos sobrinas, la hermosas nietas deTaigeto, que ya corrían hacia la cocinapara contar los últimos chismes a suprima.

El lector ha de perdonarme que a lolargo de mis últimas páginas hayaolvidado decir qué fue de mi hermanomenor. Taigeto regresó de Platea heridoen ambas piernas, pero con muchas

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ganas de vivir. Se casó un año despuésde esos hechos con una muchacha ilotaque le dio dos hijos robustos yhermosos, a los que puso por nombreLaertes y Alexias. Ha vivido desdeentonces en paz, en su aldea ilota delNorte, y nos hemos visitado cadasemana. En Esparta nunca han sabidoque es mi hermano, aunque creo quemuchos han llegado a sospecharlo.Obviamente, fue él quien me protegiódurante la revuelta de los ilotas tras elterremoto que asoló la ciudad, y meacompañó a Atenas y a las Termopilascon mi hijo. Ha tenido una vida llena desabores, algunos amargos y otros dulces,

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como la de todos, y ahora disfruta deuna plácida vejez rodeado de los suyos.Aún toca el aulós en las fiestas quecelebramos cada año en Amidas y oírlecantar alegra el corazón a pesar de queahora a veces se salte algunos versos.

El niño condenado por la Lesjé, yque ha sobrevivido a todos porque suanciano abuelo se resistió a obedecerlas leyes de la ciudad, me ha alargado loque llevaba cuidadosamente entre lasmanos. Era un tarro lleno de mielsilvestre decorado con la tosca figura deun guerrero vestido con su panopliacompleta. Lo he tomado como si fuerauna ofrenda sagrada, y el muy zángano

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ha aprovechado que yo tenía las manosocupadas para pellizcarme una mejilla.Sin embargo, en lugar de una queja, demis labios ha brotado una sonrisaamorosa.

—Eres mi hermana favorita —hadicho entrando en casa.

—¡Claro, porque no tienes otra!Se ha reído con ganas mientras

pasaba bajo los pesados escudos queadornan nuestro patio. El espléndido solse ha reflejado en ellos y me ha cegadopor un momento, llenando mi ojo sanode lágrimas. Después he mirado hacialos bosques frondosos, hacia las faldasdel hosco y escarpado Taigeto,

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recordando a la niña que trenzabacoronas de flores junto a su abuelo. Micorazón ha bailado de nuevo como sifuera un cabritillo, he vuelto a respirarel aroma suave a tomillo y, al hacerlo,me ha parecido que las abejas mesonreían y hacían guiños a losalmendros entre los panales de Laertesel de La colina.

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NOTA HISTÓRICA

De las ruinas de la antigua ciudad seconserva muy poco, tan sólo suacrópolis. Esparta ha sido excavadadesde 1888, cuando el descubridor deTroya, Micenas y Tirinto, Schliemann,inició las excavaciones en busca delreino de Menelao y Helena. A partir de1906, la escuela británica de Atenascontinuó las prospecciones en el lugardirigidas por Bosanquet y Dawkins, quesacaron a la luz numerosos vestigios deltemplo de Artemis Ortia.

Se conservan algunos testimonios de

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la antigüedad, aunque sus monumentosno se hallan completamente restaurados.El templo de Atenea Chalkioikos,ubicado en el lugar más elevado de laciudad, es uno de los más importantes dela acrópolis. También se conservan elrecuerdo de la llamada Tumba deLeónidas, edificada años después de lossucesos narrados en la novela y queestaba coronada por la escultura de unleón. Alejado del núcleo de la ciudad, alsureste, se encuentra aún, en una cima, labase del monumento de Menelao yHelena. En la aldea de Amidas aún seconserva parte del templo de Apolo.

Aretes y su familia son personajes

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ficticios. El modo de vida y los hechosde Esparta son rigurosamente históricos.Sólo me he permitido algunas licenciasen cuanto al trato de la familia de Aretescon los ilotas, unas relaciones que en larealidad no debieron ser lo amables querefleja la novela. Ein cuanto al resto depersonajes que aparecen en estaspáginas: Cleómenes, Leónidas,Demarato, Pausanias, Gorgo, Pericles oSócrates, son de sobra conocidos.

Las batallas de Maratón, Termopilasy Platea fueron rigurosamente descritasdesde la antigüedad. Alejandro, oAlexias de Pisparía, existió realmente,aunque según algunas fuentes se llamaba

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Aristodemo. Según algunoshistoriadores, fue uno de los soldadosgriegos que sobrevivió a la Batalla delas Termopilas. Fin ella, el rey Leónidasmurió por una flecha cuando el reyJerjes no quiso ya perder a más hombresfrente a los espartanos y ordenó que losatravesaran con dardos. Los últimosespartanos murieron luchando para queno les arrebataran el cuerpo deLeónidas. Sin armas y sin escudoslograron recuperar su cuerpo tres ocuatro veces en la refriega. Cuandocomenzaron las oleadas de flechas,Alejandro y otros espartanos secubrieron bajo uno de los riscos. Al

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terminar la batalla los espartanos yacíanbajo miles de flechas. Los persascortaron la cabeza de Leónidas y laempalaron. Los espartanossupervivientes viajaron a su ciudad,donde fueron humillados por no haberperecido con el resto.

Alejandro marchó un año despuéscon las fuerzas aliadas griegas a lasllanuras de Platea. Allí tuvo lugar lavictoria decisiva de Grecia sobre lospersas y Alejandro cayó luchandovalientemente al ser alcanzado porcuatro flechas en el torso. En su epitafiose podía leer: No encontró la muerte enel mimo infierno de las Termopilas,

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sino que murió en la llanura en honor yrecuerdo a su antiguo rey Leónidas ysus hermanos espartanos. Según otrasfuentes, murió diciendo a suscompañeros de armas: "Espero quetengáis un buen día".

Según cuenta el historiador(Herodoto, 229), los supervivientesespartanos de las Termopilas fuerondos. Leónidas dio permiso a Euritos yAristodemos para marcharse, puesestaban enfermos. Al conocer Euritosque los persas atacaban por detrás, searmó y participó en la lucha, siendoderribado. A Aristodemos, en cambio,le falló su espíritu (Herodoto, 229) y no

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participó. Al llegar a Lacedemonia, fuetremendamente criticado (Herodoto,231) y llamado Aristodemos elCobarde. Herodoto añade que hubo untercer superviviente, Pantites, quesobrevivió porque fue enviado con unmensaje a Tesalia. Deshonrado por susconciudadanos en Esparta, se suicidó.

El mensaje oculto en una tablilla demadera escrita por puño de Demaratoque advertía de la inminente invasión deDarío (491 a.C.) y que descubrió lareina Gorgo es histórico, aunque en lanovela el mensaje advierte de lainvasión de Jerjes unos diez añosdespués en 448 a.C. por exigencias del

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argumento. Así lo cuenta Herodoto: "Loque en efecto hizo Demarato, presente enSusa, cuando resolvió Jerjes la jornadacontra la Grecia, fue procurar quellegase la cosa a noticia de loslacedemonios; y por cuanto corría elpeligro de ser interceptado el aviso, nitenía otro medio para comunicárselo,valióse del siguiente artificio: tomó uncuadernillo de dos hojas o tablillas;rayó bien la cera que las cubría, y en lamadera misma grabó con letras laresolución del rey Hecho esto, volvió acubrir con cera regular las letrasgrabadas para que el portador de uncuadernillo en blanco no fuera

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molestado por los guardas de loscaminos. Llegado ya el correo aLacedemonia, no podían dar en elmisterio los mismos de la ciudad, hastatanto que Gorgo, hija que era deCleómenes y esposa de Leónidas, fue laque les sugirió, según oigo decir, querayasen la cera, habiendo ella maliciadoque hallarían escrita la carta en lamisma madera. Creyéronla ellos, yhallada la carta y leída, la enviaron a losdemás griegos" (Herodoto Libro VII,CCXXXIX).

Es también un hecho históricocontrastado que, muchos años despuésde la batalla de las Puertas Calientes,

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hacia el 440 a.C., los espartanosviajaron a las Termopilas y recuperaronlos huesos de Leónidas y los trescientos.Al regresar a su patria, los enterraron enun túmulo, y encima de la tumbaerigieron un león de bronce, comodescribe Herodoto en su Historia. Enella se podía leer la siguiente leyenda:"Soy la más valiente de las bestias y almás valiente de los hombres es a quiencustodio erguido en esta tumba depiedra".

Esparta fue asolada por un terremotoen 464 a.C. Tan sólo quedaron en piecinco edificios y murieron miles depersonas. El gimnasio se derrumbó y

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docenas de muchachos perecieron en él;fueron enterrados juntos en unmonumento llamado Seismaties. Tras elterremoto, las tribus ilotas del norte sesublevaron, y, durante dos años, losespartanos se dedicaron a controlar lainsurrección.

Los fragmentos de Hesíodo, la Ilíadao la Odisea, así como el resto depoemas recogidos en cursiva, sonauténticos. Los poetas Alemán y Tirteovivieron en Esparta años antes de loshechos narrados en la novela. Elprimero de ellos es el representante másantiguo del Canon de Alejandría, que dala lista de los nueve poetas líricos.

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Según la tradición antigua, Alcmán eraun lidio procedente de Sardis que llegócomo esclavo a Esparta, donde viviócon la familia de los Agésidas, porquienes fue emancipado debido a sushabilidades. Tirteo vivió en Esparta enla segunda mitad del siglo VII a.C.aunque se duda de si era espartano deorigen o de adopción. Es posible quenaciera en Mileto, en el Asia Menor,pero se le tuvo por el poeta nacional deEsparta. Combatió durante la segundaGuerra Mesenia (ca. 650 a.C.) ycompuso cinco libros de elegías endialecto jónico-homérico. De todasestas obras quedan sólo fragmentos

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bastante amplios, un total de doscientostreinta versos, en los cuales podemosleer el elogio de la muerte en batalla porla patria, la descripción del combatientevaleroso y la exaltación de laconstitución espartana. Las elegías deTirteo, de gran elevación y tono firme ysevero, se caracterizan por el elogio delvalor guerrero y la vigorosa afirmacióndel ideal moral de la patria espartana yde las celebraciones de la muerte porella.

Simónides de Ceos y su sobrinoBaquílides también son poetasconocidos de la antigüedad. El primerofue el creador de la mnemotecnia, la

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regla memorística por excelencia.Aunque jonio de nacimiento, fuellamado a Atenas hacia el año 526 a.C.por la corte del tirano Hiparco. Luegomarchó a Tesalia con su sobrino, y allíse relacionó con la aristocraciagobernante. Después viajó a Cranón yFarsalia. De regreso a Atenas, cantó lashazañas de los griegos en la batalla deMaratón, con lo que se hizo muypopular, y compuso el epitafio de loscaídos en las Termopilas. Terminó suvida en la corte del tirano de SiracusaHierón I en el año 468 a.C. Su estanciaen Esparta es una fabulación. Lospoemas de todos ellos que se recogen en

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la novela son originales.El filósofo Anaximandro fue un

discípulo de Tales de Mileto interesadoen la naturaleza y en el origen de lavida. Instaló varios relojes de sol enLacedemonia, donde residió unatemporada a mitad del siglo VI a.C.

El órgano hidráulico, o hydraulis,fue inventado en Grecia hacia el siglo IVa.C. Era un antiguo instrumento musicalde viento que funcionaba con un sistemade receptáculos llenos de agua paramantener la presión del aire constante.Fue el primer instrumento de teclado yel predecesor del actual órganoneumático. El intérprete que lo tañía se

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denomi naba hydraulés. Según latradición, su inventor fue un talCtesibios, quien además ideó diversosaparatos que funcionaban con agua yaire. Éste instrumento fue conocido porlos romanos y se extendió por todo elImperio, usándose en actos públicos,teatros y en diversos espectáculos.

Los templos de la acrópolis deAtenas, destruidos en la campaña deJerjes en el 480 a.C., empezaron areconstruirse por mandato de Pericleshacia el 448 a.C., quien retomó la ideade Cimón y Temístocles. Periclesencargó las obras de la acrópolis alescultor Fidias, mientras que los

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arquitectos Ictinio y Calícrates seocuparon del Partenón. El resto depopulares edificios que se conservan enla acrópolis son ligeramente posterioresa los hechos narrados en la novela.

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LLUÍS PRATS, (Terrassa, Barcelona,1966), estudió Arte y arqueología y sededicó durante unos años a lainvestigación histórica. Ha trabajadocomo profesor, como editor y en unaproductora de cine en Los Angeles(California) antes de dedicarse a laliteratura, donde ha publicado tanto

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novela juvenil como histórica, así comoensayo pedagógico y sobre el mundo delarte. Entre sus más de una docena delibros y novelas, destacan El libro azul(Bambú, 2007) o Cine para educar(Belacqua 2005).

Su obra Los genios del renacimientoy del Barroco italiano (Carroggio, 2006)fue galardonada con el Premio delMinisterio de Cultura de España. Aretesde Esparta (2010) es su primeraincursión en la novela histórica parapúblico adulto.

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Notas

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[1] Mes que va de mediados de agostohasta mediados de septiembre. <<

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[2] Di a los espartanos, extranjero quepor aquí pasas, que, obedientes a susleyes, aquí yacemos. <<