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    ¿GUERRAS EN DEFENSA DELOS DERECHOS HUMANOS?

    PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD EN LASINTERVENCIONES HUMANITARIAS

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    Federico Arcos Ramírez

    ¿GUERRAS EN DEFENSA DELOS DERECHOS HUMANOS?

    PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD EN LASINTERVENCIONES HUMANITARIAS

    INSTITUTO DE DERECHOS HUMANOSBARTOLOMÉ DE LAS CASAS

    UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID

    DYKINSON, 2002

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    Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia,grabación magnética o cualquier almacenamiento de información y sistemas de recuperación, sin permisoescrito del AUTOR y de la Editorial DYKINSON, S.L.

    Con la colaboración dela Fundación O.N.C.E.

    © Copyright byFederico Arcos RamírezMadrid, 2002

    Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 MadridTeléfono (+34) 91544 28 46 - (+34) 91544 28 69e-mail: [email protected]: // www.dykinson.eshttp: // www.dykinson.com

    ISBN: 84-8155-934-2

     Preimpresión por:iCubo S.L.http://www.icubo.com e-mail: [email protected]éfono (91) 855 14 64

     Impreso por:

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    ÍNDICE

     Pág.

    NOTA PRELIMINAR ...................................................................................... 11

    I. INTRODUCCIÓN. LAS INTERVENCIONES HUMANITARIASY LAS DEBILIDADES DEL ORDEN INTERNACIONAL.............. 13

    II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN BASADASEN EL VALOR DEL ESTADO.............................................................. 21

    2.1. El carácter estatista de la sociedad internacional .......................... 21

    2.2. La soberanía......................................................................................... 24

    2.3. La analogía con el individuo............................................................. 27

    2.4. Otras justificaciones del valor del Estado y deber de noinjerencia: el consentimiento de los ciudadanos y el derecho deautodeterminación .............................................................................. 32

    2.5. Una lectura comunitarista del valor del Estado: los derechos de

    soberanía e independencia política como protecciones de lascomunidades políticas........................................................................ 36

    2.6. La soberanía cultural .......................................................................... 42

    III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONESHUMANITARIAS EN LOS DERECHOS HUMANOSMÍNIMOS................................................................................................... 53

    3.1. Debilidad téorica vs. fuerza práctica del relativismo ético-cultural. 53

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    ÍNDICE10

    3.2. La respuesta minimalista al relativismo ético-cultural................. 56

    IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOSDERECHOS HUMANOS...................................................................... 67

    4.1. Consecuencialismo vs. Deontologismo .......................................... 67

    4.2. Consecuencias humanitarias. Proporcionalidad, justa causa,último recurso y resultado humanitario .......................................... 73

    4.3. Las repercusiones de las intervenciones humanitarias sobre elorden internacional ............................................................................. 87

    V. CONSIDERACIONES FINALES ....................................................... 105

    BIBLIOGRAFÍA CITADA ............................................................................. 111

     Pág.

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    NOTA PRELIMINAR 

    Este trabajo tiene su origen en un curso de verano dedicado a las interven-ciones humanitarias que, bajo la dirección de Virgilio Zapatero y ManuelMarín, organizó la Universidad de Alcalá de Henares en julio de 2000. Fue pre-cisamente el primero de ellos el que llamó mi atención no sólo sobre el interésde una problemática que, sobre todo a raíz de la intervención en Kosovo, nohabía dejado de interesarnos a muchos, sino especialmente, y en contraste conla modesta pero al menos apreciable presencia de publicaciones que abordabanel tema de la legalidad internacional de estas operaciones (como las de RemiroBrotons, Ramón Chornet, etc.,) sobre la sorprendente ausencia de estudios que

    abordaran la cuestión relativa a su legitimidad ética y política. Mis lecturas posteriores me han permitido comprobar que, aunque poco abundantes en la bibliografía española, los artículos y monografías que como las de los profeso-res Eusebio Fernández, Garzón Valdés, Ruiz Miguel, etc., abordan esta temá-tica son, en general, excelentes, pero que es en la literatura angloamericanadonde este tema viene recibiendo un tratamiento más amplio y completo.Desde el verdadero clásico en este tema como es  Just and Injust Wars deMichael Walzer, hasta los más recientes trabajos como Saving Stangers  de N.Wheeler o Virtual War  de M.Ignatieff, pasando por el muy citado libro de

    F.Tesón sobre los aspectos jurídicos y éticos de las intervenciones humanita-rias, ha sido en los EE.UU, Gran Bretaña y, más recientemente, los paísesescandinavos donde viene dedicándose más atención a los problemas relativosa la legitimidad de estas pretendidas “guerras en defensa de los derechos huma-nos”. Este trabajo pretende ser una modesta y seguramente precipitada aporta-ción al análisis y debate sobre estos temas realizada desde una perspectiva ius-filosófica.

    Debo mostrar mi agradecimiento, además de Virgilio Zapatero, por haber 

    despertado mi interés profesional por este tema y su constante apoyo y con-fianza para llevar ésta y otras muchas tareas adelante, en primer lugar a Grego-

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     NOTA PRELIMINAR 12

    rio Peces-Barba que tanto interés y afecto ha puesto para hacer posible su publicación; a Rafael de Asís Roig, quien tan amistosamente me ha brindado la posibilidad publicarlo en la colección de cuadernos “Bartolomé de las Casas”;a Javier Roldán Barbero, que ha leído pacientemente el manuscrito y ha formu-lado un buen número de observaciones críticas que espero haber aprovechado;finalmente a Eva Díez Peralta y Carmen García Ruiz por haber tenido la suertede discutir con ellas estos temas en las inolvidables sobremesas que comparti-mos durante una estancia de investigación en el Instituto Universitario Euro-

     peo de Florencia.

     Almería, septiembre de 2001

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    dato: sólo un tercio de los Estados miembros de la ONU se han sometido hastaahora a la jurisdicción del Tribunal Internacional  de Justicia. En consecuencia,la posibilidad de instaurar una Corte internacional basada en un sistema de jurisdicción similar al existente en los tribunales nacionales no parece, demomento, un objetivo alcanzable.

    La frustración que esta asimetría entre los medios de protección y el poten-cial violador del Derecho internacional ha venido suscitando entre todos aque-llos que creen y luchan por los derechos humanos ha comenzado a vivirse conuna especial ansiedad una vez que, superada la época del mundo bipolar escin-dido en alineamientos ideológicos irreconciliables, parecían despejarse algu-nos de los principales obstáculos políticos que, durante años, habían impedidodicho avance. Ese retraso, forzado al mismo tiempo que justificado por la gra-vedad de las desgracias que su ignorancia hubiera ocasionado, parecería tener 

    que ceder ahora su lugar a una cierta urgencia por acometer el compromiso conla efectiva universalización de los derechos humanos. Un sentimiento que haadquirido unas proporciones inusitadas en los últimos años por, no ya sólo elconocimiento sino, por primera vez en la historia, la contemplación en directoa través de la televisión de nuevos ultrajes contra la humanidad, como las gue-rras civiles y étnicas en Ruanda, los Balcanes y Timor Oriental4.

    Se ha producido así, tal y como afirma Ignatieff, un profundo cambio en laatmósfera moral de la política internacional5, que ha dado paso a la apertura de

    nuevos frentes en la defensa de los derechos humanos. El primero de ellos esrelativamente reciente y lo constituyen los pasos dados para acabar con laimpunidad de los responsables de violaciones de los derechos humanos quealcanzan el nivel de crímenes contra la humanidad: el Convenio de Roma sobrela creación del Tribunal Penal Internacional y la decisión del Comité de Apela-ción de la Cámara de los Lores, en relación con la solicitud de extradición por los delitos de genocidio y tortura, declarando la no inmunidad del general Pino-chet.

    El otro gran frente de defensa de los derechos humanos abierto en los últi-mos años por la comunidad internacional es el del nuevo humanitarismo.Desde principios de los noventa, organizaciones como el Comité Internacional

    4 La literatura anglomericana habla de un efecto CNN para referirse a la influencia quelos medios de comunicación y, en especial, la televisión, han ejercido en la respuesta a las si-tuaciones humanitarias. Vid. ROBINSON, P., “The CNN effect: can the news media drive fo-reign policy?,  Review of International Studies, 25, 1999, pp. 301-309; FIXDAL, M. andSMITH, D., "Humanitarian Intervention and Just War," Mershon International Studies Review,42, 1998, p. 284.

    5

    IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, trad.de P.Linares, Taurus, Madrid, 1999, p. 89.

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    I. INTRODUCCIÓN 15

    de la Cruz Roja, la UNICEF y el ACNUR han venido realizando operacionesde billones de dólares y sirviéndose de los medios de comunicación mundial para lograr una auténtica demanda popular de intervenciones humanitariasinternacionales. La comunidad internacional ha ordenado desde entoncesactuaciones de gran alcance: entre otras, el rescate humanitario de los kurdos yla posterior creación de una zona de seguridad para ellos bajo la protección del paraguas aéreo norteamericano; la intervención en Somalia para acabar con lalucha entre facciones rivales y llevar alimentos a la víctimas del hambre; elenvío de tropas de la ONU a Bosnia para proteger los convoyes de ayudahumanitaria, etc6.

    Aunque algunas de estas actuaciones se han culminado con un razonableéxito, desde hace algún tiempo son bastantes las voces que han comenzado acuestionar seriamente hasta qué punto las intervenciones humanitarias son una

    dirección acertada en la defensa de los derechos humanos. El modo tan insatis-factorio en que terminó la intervención en Somalia, la incapacidad de la comu-nidad internacional para hacer algo en orden a detener el genocidio de más unmillón de personas en Ruanda, la lentitud con la que se intervino finalmente enBosnia, habrían sembrado sombras y dudas acerca de si la comunidad interna-cional está realmente preparada para intervenir, si sabe siempre cuándo ydónde debe actuar, e, incluso, si debe realmente hacerlo. A todo ello han venidoa añadirse los problemas generados por la intervención militar llevada acaboen 1999 por la OTAN sobre el territorio de Kosovo que, como es sabido, ha

     provocado una división entre intelectuales y juristas a la hora de valorar suoportunidad y legitimidad. Para algunos, estaríamos ante un auténtico acto dedefensa de los derechos humanos y han llegado incluso a ver como algo másque una casualidad que el día del comienzo de los bombardeos de la AlianzaAtlántica, el 24 de marzo, fuese el mismo en que los cinco lores británicosresolvieron la no inmunidad del exdictador de Chile7. Para otros, con esta ope-ración se habría puesto de manifiesto que las intervenciones humanitariascorren el riesgo de convertirse en una nueva forma de imperialismo y en unaseria amenaza para el orden internacional que –aunque imperfecto– se halogrado conservar desde 1945.

    Por tanto, ¿se pueden considerar las intervenciones bélicas humanitariasuno paso necesario y acertado para superar las debilidades del sistema degarantía internacional de los derechos humanos? ¿Resulta aceptable violar lasoberanía de un Estado para detener actos como el genocidio, la limpieza

    6  Ibídem, p. 90.7

    CAPLAN, R., “Humanitarian Intervention? Which way fodward?”, Ethics and inter-national affairs, 14, 2000, pp. 23-28.

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    étnica, etc.? ¿Puede ser el uso de la fuerza armada un instrumento adecuado para proteger los derechos internacionalmente reconocidos?

    En apoyo de una respuesta afirmativa se declara que las intervencioneshumanitarias no hacen más que tomarse en serio los derecho humanos. Si éstos

    son fuente de deberes correlativos absolutos que han de ser respetados y –sifuera necesario– hechos observar por encima de cualquier otra consideraciónsocial, política o jurídica, las intervenciones serían expresión de una convic-ción tan profunda sobre la moralidad, universalidad y perentoriedad de talesderechos como para justificar su defensa frente a otros Estados, inclusomediante el empleo de las armas y el sacrificio de los propios nacionales8. Lasintervenciones humanitarias serían así el fruto de un progreso en los sentimien-tos morales de algunos individuos y pueblos capaces de comprometerse con elsufrimiento de otros y superar la tendencia resignada o indiferente hasta ahora

    dominante de tolerar todo lo que ocurre más allá de sus fronteras9. Si, comodijera Raymond Aron, el miedo a la guerra suele ser la oportunidad del tirano,tomarse en serio la defensa de los derechos humanos justificaría que llegados aun extremo, pongamos fin a nuestra complicidad y política de apaciguamientoy venzamos por la fuerza10. La intensidad de estas convicciones ha llegado aalcanzar por momentos tal apogeo que la emotividad del término intervención parecería haber cambiado su signo y, con ello, invertido también la carga la prueba. Parecería ahora que son los críticos y no los defensores quienes han deargumentar en contra para demostrar su ilegitimidad11.

    8  No en vano, en relación con la primera de tales circunstancias, se ha señalado la exis-tencia de una cierta inclinación a percibir la predisposición para recurrir al uso de la fuerza comoun indicativo acerca de cuáles son las exigencias o pretensiones que podrían ser cualificadascomo “derechos humanos”. Vid. LAPORTA, F., “Sobre el concepto de derechos humanos”,

     Doxa, 4, 1987, p. 38; LÓPEZ CALERA, N.M.,  Filosofía del Derecho (I), Comares, Granada,1997, p. 210.

    9 WALZER, M., “La política de la diferencia: estatalidad y tolerancia en un mundo mul-ticultural”, Isegoría, 14, 1996, p. 48.

    10 LUKES, S., «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», en SHUTE, S. y HURLEY,S. (eds), De los derechos humanos, trad. de H. Valencia Villa, Trotta, Madrid, 1998, p. 46.

    11 Hasta ahora, la opinión mas extendida era la expresada en los siguientes términos por Garzón Valdés: “calificar a una acción como intervención es colocarle una especie de rótulo pe-yorativo que exige una justificación de la misma. La intervención es, en este sentido, imputadaa un agente que debe correr con la carga de la prueba y demostrar que su acción o bien no erauna intervención o, en caso afirmativo, que tenía buenas razones morales para actuar como lohizo”. GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», en Derecho, Ética y Polí-tica, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 396. De ahí que, para Remiro Bro-tóns, “el carácter progresista de la no intervención ha de presumirse; el de la injerencia

    humanitaria ha de probarse caso por caso”. REMIRO BROTÓNS, A., Civilizados, bárbaros y salvajes en el nuevo orden internacional , McGraw-Hill, Madrid, 1996, p. 42.

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    I. INTRODUCCIÓN 17

    Los detractores de las intervenciones inician siempre su crítica señalando queestamos ante actos contrarios al Derecho internacional. Más que la protección delos derechos humanos, el orden consagrado por la Carta de San Francisco havenido descansando en los principios de no intervención en los asuntos pertene-cientes a la soberanía de los Estados y de prohibición del uso de la fuerza,excepto en los supuestos de legítima defensa y restauración de la paz internacio-nal. Parece difícil poner en duda que las intervenciones humanitarias atentaríancontra ambos principios ya que, por un lado, violan la integridad territorial y laindependencia política de un Estado y, por otro, conllevan un uso de la fuerza noautorizado por ninguna de las excepciones de la Carta. Los más feroces críticosde las intervenciones señalan que aunque, ciertamente, algunas de estas opera-ciones dirigidas a detener una violación masiva y sistemática de los derechoshumanos han logrado llevarse a cabo con la autorización del Consejo de Seguri-

    dad, ello no se ha debido a que el sistema de seguridad de la ONU admita la exis-tencia de un derecho o deber de intervención en tales casos, o a que sea una obli-gación impuesta para proteger los derechos humanos, sino a que dicha violaciónha terminado representando una amenaza para la paz internacional.

    Más reparos merecen aún las intervenciones llevadas a cabo al margen de Naciones Unidas, como es el caso de la campaña de la OTAN en Kosovo.Como es sabido, ésta fue perpetrada sin la autorización previa del Consejo deSeguridad, violando así las disposiciones de la Carta relativas al uso de lafuerza. Al igual de lo que ocurriera unas décadas antes con las intervenciones

    de Tanzania en Uganda, o la India en Bangladesh12, es muy revelador que nin-guno de los Estados participantes en dicha campaña apelara a los derechoshumanos, ni, mucho menos, invocara un derecho de injerencia humanitaria para amparar su validez jurídica13. Lejos de ello, se acudió a argumentosmucho más tradicionales y, por tanto, ajustados a derecho, como la legítimadefensa, la existencia de una autorización implícita de las Naciones Unidas, y,a lo sumo, a consideraciones humanitarias, pero incluso éstas ofrecen dificulta-des para ser equiparadas a los derechos humanos14.

    12 Según Walzer, las intervenciones no son casi nunca completamente humanitarias, sinoque, en la mayoría de los casos, combinan elementos altruistas con el interés del Estado. Sonmuy raros los ejemplos claros de lo que se denominan intervenciones humanitarias. De hecho,sólo ha encontrado casos mixtos, en los que el motivo humanitario es sólo uno entre muchos.WALZER, M., Just and injust wars. A moral argument with historical illustrations, Basic Bo-oks, New York, 2ª edición, 1977, p. 101.

    13  Sobre este aspecto Vid. KRISCH, N., “Unilateral enforcement of the collective Will:Kosovo, Iraq and the Security Council”, Max Planch International Yearbook of United Nations

     Law 3, Kluwer Law International, La Haya, 1999.14

    RAMSBOTHAM, O. y WOODHOUSE, T., Humanitarian Intervention in Contempo-rary Conflict. A reconceptualazing , Polity Press, 1996, p. 19.

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    ¿A qué obedece esta dificultad para justificar jurídica y políticamente lasintervenciones humanitarias? Para sus más idealistas y convencidos defenso-res, el origen del problema se encontraría en el inmovilismo de la comunidadinternacional y la inseguridad de la ciencia jurídica internacionalista para tras-cender el escenario coyuntural de la posguerra. Lo característico de éste ha sidola instauración de una regulación excesivamente rígida del uso de la fuerza y,sobre todo, la estructura aristocrática del Consejo de Seguridad de la ONU y elanacrónico poder paralizante del derecho de veto de sus cinco miembros per-manentes. Una reforma del capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas queautorizara como excepción las intervenciones armadas humanitarias y que ter-minara con el privilegio de las potencias clásicas, allanaría casi por completo elterreno para que la comunidad internacional pueda responder a las violacionesmasivas de los derechos humanos en el interior de cualquier Estado.

    Para sus más pesimistas detractores, interpretar del modo anterior el rechazoo insuficiente apoyo político y jurídico de las intervenciones supone cerrar losojos a una realidad enormemente compleja y desgraciadamente menos ideal. En primer lugar, la ausencia de una concepción compartida de justicia internacio-nal encarnada en los derechos humanos15 y la presencia, por el contrario, de unconsenso sobre los derechos de los Estados a la autonomía política y territo-rial16. Ante la imposibilidad de alcanzar un acuerdo sobre los principios quedeben presidir la interpretación y protección internacional de los derechoshumanos, la proclamación de un derecho de injerencia humanitaria pondría en

     peligro la prohibición de intervenir vigente en la sociedad internacional17. Ensegundo lugar, estamos ante operaciones que pueden terminar degenerando enauténticas guerras, y aceptar que la guerra puede ser un instrumento legítimo para defender los derechos humanos supone incurrir en la gran incongruencia:la de, para defender los derechos humanos de unos individuos, admitir el uso deun medio que provoca destrucción y muerte de víctimas inocentes, violando asílos derechos humanos de otras personas. En consecuencia, la única guerra jurí-dica, política y moralmente admisible es la que se lleva a cabo en legítimadefensa.

    15 Como declara Henry Bull, el reconocimiento o tolerancia de las intervenciones huma-nitarias se convierte en un reconocimiento o admisión implícita de una concepción compartidade los derechos humanos; y, viceversa, la negativa de la comunidad internacional al respecto, lainexistencia de dicha doctrina. BULL, H.,  Intervention in world politics, Clarendon Press,Oxford, 1984, p. 193.

    16 Vid. THOMAS, C., «The Pragmatic Case against Intervention» en FORBER, I. andHOFFMAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, cit,,

     pp. 91-103.17

    WHEELER, N.J, “Pluralist or Solidarist Conceptions of International Society: Bulland Vincent on Humanitarian Intervention”, Millenium, vol.21, nº3, 1992, p. 468.

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    I. INTRODUCCIÓN 19

    El objetivo de este trabajo es examinar los principales argumentos esgrimi-dos en defensa o rechazo de la legitimidad de las intervenciones humanitarias.Para ello seguiremos los siguientes pasos. En primer lugar, analizaremos dequé forma y hasta qué punto los Estados y sus derechos pueden representar ono una barrera infranqueable a las intervenciones. Intentaremos al respectodemostrar que ninguno de los argumentos basados en la existencia o los dere-chos de los Estados posee un status moral superior a los derechos de los indivi-duos por cuya salvaguarda se interviene. En segundo lugar, nos centraremos enla justificación que los derechos humanos pueden proporcionar a las interven-ciones. Ello exige, por un lado, acreditar la plena universalidad de los derechosque proporcionan una justificación de éstas y, por otro lado, analizar si losderechos humanos –además de representar una razón moral en su favor– sontambién suficientes para justificar las intervenciones humanitarias. A tal efecto

    señalaremos los límites de una justificación de las intervenciones basada úni-camente en los derechos humanos, completando el estudio de las mismas conun examen de sus consecuencias y sobre el modo en que deontologismo y con-secuencialismo pueden ser reconciliados.

    Al iniciar este análisis somos conscientes de que el debate acerca de la con-veniencia y legitimidad de las intervenciones puede llegar a adquirir por momentos unos perfiles muy densos. Se tiene a veces la impresión de que elmismo no gira sólo en torno a la salvación de las vidas de unos cientos o miles de personas sino que, al menos desde la perspectiva occidental, se convierte tam-

     bién en una polémica acerca de la estructura y jerarquía de principios que deben presidir el orden internacional. Como podremos comprobar, en el trasfondo decualquier intento de justificación de un derecho o deber de injerencia o de la pro-hibición de intervenir hay casi siempre un modelo de sociedad mundial: idealistao realista, comunitarista o cosmopolita, basado en la subjetividad internacionalúnicamente de los Estados o también en la de los individuos y/o las ONG, etc. Ladiscusión acerca de algo tan concreto como quién debe hacerlo, de qué modo,cuándo, por qué razones y a qué precio ha de intervenirse termina muchas veces por convertirse en un debate sobre cuestiones tan trascendentales como la ima-gen que tenemos nosotros mismos y el modo en que construimos nuestras iden-tidades y edificamos el mundo en el que vivimos18.

    Conviene, finalmente, realizar una breve aclaración en relación con el sig-nificado que a lo largo de este trabajo va a atribuirse al termino “intervenciónhumanitaria”. Como es sabido, en el lenguaje iusinternacionalista, por “inter-

    18 HOFFMAN, M., «Agency, identity and Intervention, en FORBES, I., and HOFF-

    MAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, Sant MartinPress, Nueva York, 1993, p. 194.

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    vención” se entiende toda forma de interferencia coactiva en los asuntos inter-nos de un Estado. Como proclamara en 1986 el Tribunal Internacional de Justi-cia en el caso Nicaragua, comprende la amenaza de la fuerza, la intervenciónarmada, bien en forma de una intervención militar directa o mediante el apoyoa las actividades de grupos terroristas o paramilitares en otro Estado, e inclusolas sanciones económicas o las medidas políticas si resulta probado que tienenefectos coactivos. Sin pretender con ello inmiscuirnos en una discusión termi-nológica o pretensión estipulativa que escaparía aún más a mi competencia y,al menos por lo que afecta a aquellos supuestos en que quepa calificarla tam- bién de humanitaria, he optado por reservar la expresión “intervención” paraaquellos actos de interferencia en el territorio o asuntos de otro Estado que con-lleven el empleo de la fuerza armada. Parece que, fuera del lenguaje jurídico y político, se habla casi siempre de intervención para hacer referencia a un acto

    de interferencia armada, hablándose en los otros supuestos de –simplemente– la imposición de sanciones o la práctica de recomendaciones.

    Al optar por esta acepción del término intervención, quedarían tambiénfuera del significado de las intervenciones humanitarias otras formas de actua-ción humanitaria que no consisten en el uso de la fuerza. En el lenguaje huma-nitario de las ONG y de algunas organizaciones internacionales es frecuentehacer uso de dicho término para designar todo tipo de actuación –no necesaria-mente de carácter bélico– que tenga un fin humanitario como el suministro dealimentos, la asistencia médica, el amparo de refugiados, etc.

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    II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓNBASADAS EN EL VALOR DEL ESTADO

    2.1. El carácter estatista de la sociedad internacional

    La pervivencia de una concepción estatista de la sociedad internacionalrepresenta un freno muy poderoso no sólo para las intervenciones agresivas,sino también para las humanitarias. Es más, hablar de intervenciones en gene-ral, y de intervenciones humanitarias en particular, adquiere sentido única-mente en el marco de una comunidad internacional integrada por Estados sepa-rados por unas fronteras que, pese a ser producto muchas veces de la

    arbitrariedad19, no se cuestionan sino solamente traspasan temporalmente paraterminar con situaciones moralmente intolerables.

    El hecho de que los Estados y no los individuos u otros sujetos conformen laúnica sociedad mundial conocida hasta ahora, vendría a constituir, al menos demomento, un elemento inamovible del paisaje, un dato que debe ser asumido por toda concepción, no digamos ya realista, sino mínimamente sensata de la justicia internacional. Si bien es cierto que en las últimas décadas el poder delos Estados se ha visto erosionado y relativizado por los derechos humanos,

    vislumbrar hoy una desaparición de los primeros en favor de un orden mundialfundado en el reconocimiento y protección universal de los segundos no parece

    19 Para Rawls, del hecho que las fronteras sean históricamente arbitrarias no se sigue quesu función en el derecho de gentes no pueda ser justificada. Lo importante no es preguntarse por esta arbitrariedad, sino por los valores promovidos por los Estados. RAWLS, J., «Derecho deGentes» en SHUTE, S. y HURLEY, S. (eds), De los derechos humanos, cit., p. 60. Como reco-noce Walzer, es probable que las fronteras existentes en un determinado momento sean arbitra-rias, se encuentren defectuosamente dibujadas y sean el producto de antiguas contiendas. En

    cualquier caso, estas líneas establecen un mundo habitable. WALZER, M., Just and injust wars,cit., p. 56.

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    ni factible ni razonable. Por el contrario, la gran mayoría de esos Estados(sobre todo el amplio número que viera la luz tras la descolonización) defiendea ultranza el principio de no intervención, gracias al cual se consideran a salvode viejos y nuevos colonialismos. De ahí que, en el seno de una comunidad deeste tipo, resulte extremadamente complicado y despierte alarma la posibilidadde limitar los derechos de soberanía por medio de intervenciones armadas, cua-lesquiera que sean los fines y razones a los que se apele para su defensa.

    Desde la anterior perspectiva, la constitucionalización de los derechoshumanos debería ser interpretada y valorada como un signo evidente de lamoralización del orden jurídico y político internacional, pero no como el reco-nocimiento de la subjetividad internacional del individuo junto o, incluso, por encima de la de los Estados20. Por tanto, lo máximo que la comunidad interna-cional puede hacer para asegurar el disfrute de los derechos humanos es conse-

    guir que aquéllos se comprometan por medio de tratados internacionales quelos reconozcan y garanticen. Más que vigilancia y sanción de las violaciones delos derechos humanos, la labor más decisiva de los textos jurídicos internacio-nales ha sido la inducción de cambios, con frecuencia esenciales, en las consti-tuciones de muchos Estados, casi siempre acompañados de cambios paralelosen la organización democrática de los mismos21.

    En ausencia o espera de un nuevo orden internacional cosmopolita, la únicaalternativa realista y razonable pasa, necesariamente, tanto por moralizar como

     por fortalecer al Estado. A juicio de Ignatieff, no existe mayor amenaza para la paz del mundo posterior a la Guerra Fría que la destrucción de los Estados y, enconsecuencia, de la capacidad de sus poblaciones civiles para alimentarse y protegerse tanto del hambre como de los conflictos interétnicos22. Por estarazón M.Fixdal y D.Smith consideran un error, tanto desde una perspectivaempírica como analítica, considerar que la época de los Estados esté tocando asu fin. Es cierto que, como señalara D.Bell, la capacidad de éstos para afrontar los mayores problemas actuales es limitada, que lo mismo que el Estado esdemasiado grande para responder a ciertas cuestiones, se muestra demasiado

    20 Hay que distinguir, pues, entre la humanización experimentada por el Derecho Inter-nacional y la subjetividad del individuo. Pese a los significativos pasos dados en los últimosaños a favor de esta última, lo cierto es que la subjetividad paulatina adjudicada a la personahumana se hace mediante el reconocimiento y garantía prestados por el Estado. ROLDÁNBARBERO, J., Ensayo sobre el Derecho Internacional Público, Servicio de Publicaciones dela Universidad de Almería, 1995, p. 39.

    21 RUBIO CARRACEDO, J., «¿Derechos liberales o Derechos Humanos?» en RUBIOCARRACEDO, J., ROSALES, J.M. y TOSCANO, M., Ciudadanía, Nacionalismo y Derechos

     Humanos, Trotta, Madrid, 1998, p. 164.22

    IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, cit., p.102.

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    II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 23

     pequeño para afrontar ciertos retos. Sin embargo, no existe ninguna otra agen-cia capaz de movilizar los recursos necesarios y organizar soluciones para los problemas que afectan a los ciudadanos. Por otra parte, si bien hay quienes haninterpretado el incremento del número de intervenciones como una señal delcolapso del sistema de Estados, ese dato también podría indicar una necesidadde fortalecer la soberanía estatal23.

    Conviene igualmente señalar que, además de poco realista, parece incohe-rente postular una alternativa entre derechos humanos universales y Estadossoberanos como sí entre ambos mediara un antagonismo absoluto e irreconcilia- ble. Si bien es cierto que –sobre todo en las últimas décadas– algunas de lasmayores amenazas contra los derechos humanos han provenido de los Estados,también lo es que éstos continúan siendo su principal instrumento de protección,evidenciándose así la paradoja de que los primeros actúan como límites del

     poder pero, al mismo tiempo, precisan de éste para su efectiva protección24. Unasituación que cabe explicar poniendo de manifiesto, tal y como hace Habermas,que los derechos humanos tienen un rostro jánico, que están dirigidos a la vez ala moral y al derecho (o, lo que es lo mismo, al Estado), ya que, si como normasmorales se refieren a todo aquello que tenga “rostro humano”, como normas jurídicas sólo protegen a las personas en la medida en que pertenecen a unadeterminada comunidad jurídica25. La tónica dominante es, pues, la de conside-rar que, mientras la universalidad activa de los derechos humanos es tanto moralcomo jurídica, su universalidad pasiva es –al menos de momento– predominan-

    temente moral.Consciente de estas circunstancias, y en la línea de lo que el profesor Peces-

    Barba viene defendiendo como una concepción dualista de los derechos huma-nos26, Walzer justifica la hegemonía política de los Estados en la sociedadinternacional apelando a una distinción entre el fundamento de los derechoshumanos y el de su protección. Mientras el primero ético (los derechos indivi-duales derivan de las ideas acerca de la personalidad moral), el proceso por 

    23 FIXDAL, M. y SMITH, D., “Humanitarian Intervention and Just War”, cit., p. 289.24 Vid. DE ASÍS ROIG, R., Las paradojas de los derechos fundamentales como límites

    del poder , Debate, Madrid, 1992, en especial, pp. 80-82. Vid., igualmente, DONNELLY, J.,«Social construction and International human rights» en DUNNE T. and WHEELER , N.,  Hu-man rights in global politics, Cambridge University Press, 1999, p. 86.

    25 HABERMAS, J., «Acerca de la legitimación basada en los derechos humanos» en Laconstelación post-nacional , Paidós, Barcelona, 1999, p. 153.

    26 Vid. PECES-BARBA, G., «Sobre el fundamento de los derechos humanos. Un proble-ma de moral y derecho» en MUGUERZA, J., El fundamento de los derechos humanos, Debate,Madrid, 1989, pp. 265-277. Vid. igualmente DE ASIS ROIG, R ., Sobre el concepto y funda-

    mento de los derechos humanos. Una aproximación dualista, Cuadernos Bartolomé de las Ca-sas, Dykinson, Madrid, 2001.

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    ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?24

    medio del cual son garantizados es de carácter político. Walzer dirá que “no parece que pueda proclamarse simplemente una lista de derechos y buscar hombres armados a su alrededor que los hagan observar. Los derechos sólo songarantizables dentro de las comunidades políticas en los que han sido reconoci-dos colectivamente, y el proceso por el que llegan serlo, es un proceso querequiere una arena política27. Por tanto, el resultado de esta tensión entre lamoralidad ideal del fundamento de los derechos individuales y la facticidad delcarácter político de su protección es una comunidad mundial integrada por losEstados y no por la humanidad, una sociedad que reconoce derechos “mínimosy ampliamente negativos, diseñados para proteger la integridad de las nacionesy regular sus transacciones comerciales y militares”28.

     No obstante, el representar un factum incuestionable y aún no superable noes ahora ni ha sido nunca suficiente para que el Estado pueda autoafirmarse en

    la sociedad internacional. Como cualquier forma de poder, el que representa elEstado rara vez se ha impuesto como un puro hecho sino que siempre ha mani-festado una marcada tendencia a transfigurarse, haciendo de la obediencia almismo no en una apelación al miedo sino a la autoridad. En realidad, comocreación de la cultura política y jurídica moderna, la organización política queconocemos como el Estado supone en sí misma una superación y racionaliza-ción del poder y la fuerza, una realidad que pretende ser algo más o algo dis-tinto: orden, seguridad, protección de los derechos, garantía de la integridadcultural, etc. Como resultado de ello, han ido surgiendo distintas categorías

     jurídicas y morales para dulcificar y no cerrar al ideal la realidad de facto polí-tico, para justificar que los Estados merecen ser respetados. En muchas de ellasse ha fundamentado la prohibición de intervenir en el territorio y asuntos pro- pios de otro Estado, de respetar su autonomía con independencia de cuál su sis-tema político y de lo que pueda ocurrir a quienes viven dentro de sus fronteras.

    2.2. La soberanía

    Una de esas categorías, no sé si la primera, pero sí la que más fuerza ha poseídohasta ahora, es la noción de soberanía. Pese a algún intento de conciliar ambos prin-cipios29, el vigor que ha poseído y, todavía hoy, conserva este principio, explica

    27 WALZER, “The moral standing of the States: A response to Four Critics”, Philosophy& Public Affairs, Winter, 9, nº 2, 1980”, pp. 229-230.

    28   Ibídem, pp. 226-227.29 Vid. CHOPRA, J. y WEISS, T.G., “Sovereignity is no longer Sacrosant: Codifying

    Humanitarian Intervention”, cit., pp. 107-108; REISMAN, W.M, “Sovereignity and Human

    Rights in Contemporary International Law”, The American Journal of International Law, 84,1990, pp. 866-876.

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    II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 25

    gran parte de las dificultades tanto teóricas como prácticas presentes para la puestaen marcha y justificación de las intervenciones humanitarias. No en vano, es fre-cuente presentar el principio de no intervención como el corolario indispensabledel reconocimiento de la igual soberanía e independencia de los Estados30. Noshallamos, sin embargo, ante un concepto muy elástico, portador en la actualidad dediferentes significados, de lo cual resulta muy revelador que se aluda a ella comoun principio jurídico, un concepto político, un derecho colectivo o una categoríafilosófica. Esta diversidad de sentidos termina generando un cierta confusión sobrela lógica y el tipo de fundamento que la soberanía proporciona al deber de no inje-rencia: si de carácter solamente jurídico y político, o también de naturaleza moral.Además, no siempre se distinguen con rigor y claridad las dimensiones interna yexterna de la soberanía, produciéndose así una cierta confusión sobre con cuál estárelacionada la prohibición de la intervención, si con ambas o sólo con alguna de

    ellas.Para analizar el origen y la lógica que anima la noción de soberanía es preciso

    retrotraerse hasta el singular proceso por el que, mediante una apelación almismo tiempo que secularización de categorías y conceptos teológicos31, el pen-samiento jurídico moderno definirá y legitimará al Estado como un poder abso-luto, único e ilimitado. Por medio de una justificación que arranca en el estado denaturaleza , la categoría filosófico-jurídica de la soberanía convertirá al Estadoen la única fuente de normas jurídicas y, por lo tanto, en un poder jurídicamenteilimitable. Estaríamos, por tanto, ante un principio cuya lógica interna termina

     por enclaustrar jurídica y políticamente a los Estados en un recinto en donde, almenos para Bodino y Hobbes, su poder se describe equiparándolo a la divini-dad32. Si, por definición, el poder soberano es único, una consecuencia lógica dela idea de soberanía es precisamente la prohibición de las intervenciones ya queéstas supondrían la presencia de un segundo poder dentro del territorio de unmismo Estado. La ausencia de límites jurídicos para el soberano, unida al fuerteescepticismo moral imperante en la época y al recurso a la razón de Estado,supondrá en la práctica el reconocimiento al soberano de un poder ejercitable sinnecesidad de apelar a consideraciones éticas, con total autonomía, del mismomodo que el propietario tiene facultad para usar y disfrutar de su dominium33.

    30 Vid. RAMÓN CHORNET, C., ¿Violencia necesaria? La intervención humanitaria en Derecho Internacional , Trotta, Madrid, 1995, pp. 24 ss.

    31 Vid. SCHMITT, C., «Teología política» en  Estudios Políticos, trad. de F.J. Conde,Doncel, Madrid, 1975.

    32  PÉREZ TRIVIÑO, J.A., Los límites jurídicos del soberano, Tecnos, Barcelona, 1998, p. 57.

    33 KRATOCHWIL, F., «Sovereignity as dominium: Is there a right of humanitarian inter-

    vention?», en LYONS, G. & MASTANDUNO, M. (eds.), Beyond Westphalia? National Sove-reignty and International Intervention, John Hopkins University Press, Balttimore, 1995, p. 26.

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     No obstante, la tradición realista iniciada por Hobbes lleva implícita una para-doja: si la superación del estado de naturaleza en el ámbito de las distintas comuni-dades nacionales conduce a justificar moralmente el carácter absoluto e ilimitado ala soberanía interna de los Estados, la situación está lejos de ser la misma en la socie-dad internacional integrada por las distintas unidades estatales. Los Estados seencuentran aquí en una condición de bellum omnium prepolítica que, a diferenciadel estado de naturaleza entre los individuos, es una condición efectiva y no pura-mente hipotética34, existiendo, en consecuencia, un derecho natural ilimitado de losEstados de invadir las fronteras de otros Estados35. De acuerdo con este último dato, parece más razonable rechazar que los Estados disfruten de una verdadera persona-lidad moral36. Que éstos terminen con la batalla de opiniones y que su razón y volun-tad sean el origen de la justicia que hace posible la existencia de una sociedad polí-tica, no es razón suficiente para reconocerles derechos de semejante naturaleza en

    las relaciones internacionales. En Hobbes y, sobre todo, en toda la teoría realista pos-terior aferrada a esta imagen anárquica del orden internacional37, la independenciade los Estados sólo puede cimentarse en medios como la diplomacia, la disuasiónmutua, los equilibrios de poder, etc., pero nunca en principios morales. El carácter  jurídico-político de la soberanía, unido al escepticismo ético que había permitido enun primer momento justificar el carácter ilimitado de ésta, hace inviable fundamen-tar un derecho moral de no injerencia.

    De ahí que acierte Luban al señalar que la noción de soberanía es, entendidade esta forma, un concepto insensible a la legitimidad que no permite, por 

    tanto, reconocer ningún derecho moral al Estado.38. Como destaca Garzón Val-dés, la soberanía es simplemente la capacidad de un Estado para imponer libre-mente sus normas jurídicas a una población que se halla en un territorio deter-minado y ello no implica necesariamente ningún status moral que, en tanto tal,merezca un respeto incondicional39. Es más, entre la noción de soberanía y el

    34  Para Hobbes, “es un hecho que, en todas las épocas, los reyes y las personas que po-seen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en una situación de perennedesconfianza mutua, en un estado y disposición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mi-rándose fijamente, es decir, en sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados, en las fronterasde sus reinos, espiando a sus vecinos contantemente, en una actitud belicosa…”. HOBBES, T.,

     Leviatán, trad. de C.Mellizo, Alianza, Madrid, 1989, Cap. XIII, p. 108.35 Vid. FERRAJOLI, L., «La soberanía en el mundo moderno», cit., pp. 135-136.36 McCARTHY, L., «International Anarchy, Realism and Non-Intervention», en FOR-

    BES, I. and HOFF-MAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Inter-vention, St.Martin Press, New York, 1993, p. 80.

    37 Vid. BULL, H., The Anarquical Society: A study of order in world politics, MacMillan,London, 1977.

    38 LUBAN, D., “Just Wars and Human Rights”, Philosophy and Public Affairs, winter 

    1980, vol.9 (2), p. 166.39 GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., p. 388.

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    II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 27

    derecho (entendido como límite y no mero vehículo de la voluntad política,como ratio y no como voluntas) existe una tensión insuperable. Ésto es algoque, como veremos, comprenderán rápidamente los teóricos de los derechosnaturales y sólo un par de siglos más tarde la ciencia jurídica internacionalista.Como sabemos, hacia ya tiempo que ésta no se cansa de repetir que los dere-chos humanos, con independencia de cuál sea el fundamento jurídico del deber de los Estados de respetarlos, han dejado de pertenecer a la categoría de losasuntos que son esencialmente de su jurisdicción. Ningún Estado puede sus-traerse a su responsabilidad internacional so pretexto de que esta materia esesencialmente de su domine reservé40.

    2.3. La analogía con el individuo

    Con anterioridad a esta evolución, habrá, no obstante quienes sí atribuyan aesa autonomía o libertad ilimitada del Estado un valor moral sirviéndose, curio-samente (y como veremos, de una manera que no podía sino terminar resultandocontradictoria), de algunos conceptos propios de una filosofía inspirada en pre-supuestos epistemológicos, morales y políticos individualistas como es el Dere-cho Natural racionalista.

    Ciertamente, con la idea de los derechos individuales, el iusnaturalismomoderno pondrá las bases para una progresiva limitación moral y jurídica del

    Estado. Por lo que se refiere a su soberanía interna, no hay duda que Locke yPufendorf van a convertirlo en uno de los principales impulsores y en el verda-dero nervio filosófico de las primeras declaraciones de derechos humanos denuestro tiempo y, en general, de todo el constitucionalismo posterior. Transfor-mado en un instrumento erigido en defensa de los derechos individuales, el poder del Estado no puede disfrutar ahora de una legitimidad intrínseca sinoderivada y gozar de una soberanía sólo limitada, hasta el punto de que, almenos en ese plano, la soberanía es hoy una categoría superada41.

    En el ámbito de la soberanía externa resulta sin duda esperanzadora la líneaapuntada primero por Grocio y posteriormente por Vattel, para quienes, aun-que de un modo rudimentario, la ley natural vendría a especificar en parte losderechos de los individuos frente al Estado. Si bien encontramos ideas simila-res en pensadores anteriores como Bartolomé de las Casas, se ha sostenido quees en el primero donde hallamos la primera formulación autorizada del princi-

    40 CARRILLO SALCEDO, J.A., Soberanía de los Estados y Derechos Humanos.., cit., p. 32.

    41

    Vid. HART, H.L.A,  El Concepto de Derecho, trad. de G. Carrió, Abeledo-Perrot,1992, pp. 89-97.

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     pio de intervención humanitaria42. En De iure beli ac pacis, Grocio declararáque si un tirano convierte a sus súbditos en víctimas de atrocidades, del hechode que los súbditos no puedan tomar las armas no se desprende que otros en unasituación de responsabilidad hacia la humanidad en su conjunto no puedantomar las armas en defensa de aquéllos: “Cuando la injusticia es tan clara comola de Busiris, Falaris o la que el tracio Diomedes ejerciera contra sus súbditos,que ningún hombre justo la aprobaría, entonces no queda inhibido el derechode la sociedad humana”43. Es objeto de discusión, no obstante, si este derechode intervención por razones humanitarias defendido por Grocio puede ser vistocomo el ejercicio por parte de un Estado del derecho de rebelión de un pueblocontra la tiranía44 o si, tal y como defiende Chesterman, se trata más bien de unacto llevado a cabo en virtud de un derecho de sanción contra los Estados quecometen actos como los señalados45.

    El otro gran defensor de la intervención humanitaria será E.Vattel. Cierta-mente éste parte de la analogía entre el Estado y el individuo a la que haremosinmediatamente referencia para defender que los deberes de una nación haciasí misma son de su exclusivo dominio. Vatell dirá que ningún soberano puedesentar en el banquillo a otro soberano, de modo que ningún poder extranjero puede interferir en otro Estado soberano como no sea mediante buenos oficios.Sin embargo el jurista y filósofo francés admite la legitimidad de un derecho deintervención o interferencia humanitaria en ciertos supuestos. En concreto,éste observa que cuando la tiranía de un soberano rompe el vínculo político que

    le une a sus súbditos, éstos se convierten en titulares de un derecho de resisten-cia y rebelión que, para hacerse efectivo, puede derivar en la solicitud deentrada en su territorio de un poder extranjero que les asista46.

    Sin embargo, en el plano internacional, la teoría de los derechos naturales o,al menos su impronta individualista, va a terminar operando durante un ciertomomento más como un obstáculo que como un medio para establecer límites

    42 Vid. LAUTERPATCH, H., “The Grotian Tradition in International Law”, British Year 

     Book of International Law, 1946, p. 46. H. Vincent considera esta tesis un tanto exagerada. Vid.VINCENT, R.J., «Human Rights and Intervention», en BULL, H., KINSBURY, B. and RO-BERTS, A. (eds), Hugo Grotius and International Realtions. Clarendon Press, Oxford, 1992,

     pp. 242 y 247.43 GROCIO, H., De iure beli ac pacis, Libro II, cap. XXV, pf. 8.2.44 TESÓN, F., Humanitarian Intervention, Dobbs Ferry, International Publishers, 1988,

     p. 56.45 CHESTERMAN, S., ¿Just war or just peace? Humanitarian Intervention and Inter-

    national Law, Oxford University Press, 2001, p. 15.46 VATTEL. E., The Law of Nations: Principles of the Law of Nature Apliedd to the con-

    duct and Affairs of the Nations and Sovereign [1758], Carnegie Institution, Washington, 1916, p. 37. Citado por CHESTERMAN, S., ¿Just war or just peace?, cit., p. 18.

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    directamente el principio de no intervención: “puesto que ninguna nación tieneun derecho natural a ningún acto que pertenezca al ejercicio de la soberanía deotro país…; ningún gobernante de un Estado tiene derecho a interferir en elgobierno de otro, ni puede en consecuencia establecer ni hacer nada en eseEstado, y el gobierno del soberano de un Estado no está sujeto a la decisión delsoberano de otro Estado”51. De ello se desprende que carecerá de legitimidad unaguerra contra una nación a causa de que ésta “sea muy malvada, viole de unmodo espantoso la ley natural o cometa ofensas contra Dios”52.

    En conclusión, los derechos naturales individuales son sólo un criterio deon-tológico supremo en las sociedades domésticas, no en la sociedad internacionalde la que sólo forman parte los Estados. Por lo tanto, el Estado está sometido ados tipos diferentes de moralidad: por un lado, la vigente en el ámbito interno,que genera obligaciones respecto a sus ciudadanos pero no frente a los demás

    Estados; por otro lado, la que rige en la sociedad internacional, cuyo principiofundamental es la prohibición de injerencia en todos los asuntos que quedendentro de la soberanía interna de los Estados incluido –si es el caso– el respeto ono de los derechos naturales positivizados en sus respectivos ordenamientos jurídicos. Los derechos individuales permiten explicar y justificar la existenciadel Estado, pero la posición de la que éste disfruta en la sociedad internacional leviene atribuida por el resto de Estados que forman parte de ésta. No se articula, pues, ninguna línea de unión o continuidad apreciable entre unos y otros dere-chos, que quedan ubicados en dimensiones espaciales y de legitimidad clara-

    mente diferenciadas. Es cierto que el pensamiento contractualista concebía alEstado como un instrumento para la defensa de los derechos humanos indivi-duales, pero, una vez que aquél se insertaba en la sociedad de Estados, su códigoético cambiaba, siendo aquí su obligación la de respetar la soberanía de losdemás Estados, no los derechos humanos individuales.

    Hegel ofrece una respuesta a esta paradoja al hablar del Estado no ya comotitular de derechos morales equiparables a los reconocidos a los individuos,sino como una realidad ética superior, como el último estadio en el desarrollo

    de la vida moral53

    . Debe resaltarse la influencia del “mito hegeliano” en el pen-samiento jurídico internacionalista de los siglos XIX y XX, durante los cualesla doctrina ignoró los límites humanitarios a la soberanía señalados por Grocioy Vattel para adherirse a la línea iniciada por Wolff 54. A todo ello contribuiráigualmente la influencia de la ciencia jurídica iusprivatista que, recogiendo

    51 Ibídem, sec.257, p. 131.52 Ibídem, p. 256.53 HEGEL, W.F., Filosofía del Derecho, trad. de E. Vásquez, Biblioteca Nueva, Madrid,

    2000, sec. 257., p. 302.54 TESON, F.R., Humanitarian Intervention: an inquiry into law and morality, cit., p. 57.

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    argumentos del iusnaturalismo y del organicismo, llegará a afirmar que lossujetos colectivos como el Estado tienen un cuerpo moral, un espíritu, un ver-dadero ente natural, al que cabe considerar una verdadera persona moral y nouna mera analogía de las personas físicas55.

    Más vigencia ha conservado el pensamiento de Stuart Mill, cuya defensa delvalor moral de Estado y del principio de no intervención girará en torno a unaauténtica identificación del mismo con la comunidad política o pueblo. En el opús-culo A few words about non intervention (1859), Mill argumentará a favor de losEstados como comunidades que gozan autodeterminación, con independencia deque los ciudadanos participen o no en la formación de la voluntad política. La razónque sustenta esta afirmación es que la autodeterminación y la libertad política noson términos equivalentes. La primera es una idea más amplia ya que describe nosólo un régimen político concreto, sino también el proceso por medio del cual una

    comunidad   llega o no a establecerlo. Un Estado disfruta de autodeterminaciónincluso si sus ciudadanos luchan y fracasan en su intento de establecer institucioneslibres, pero queda privado de ella si tales instituciones son establecidas por unvecino intruso. Los miembros de una comunidad deben buscar su propia libertad,del mismo modo que los individuos deben cultivar su propia virtud. Pero no pue-den ser hechos libres (del mismo modo en que no pueden ser hechos virtuosos) por una fuerza externa. De hecho, la libertad política depende de la existencia de unavirtud individual, y esto es algo que parece improbable que los ejércitos de otro país produzcan, salvo que inspiren una resistencia activa. La autodeterminación es la

    escuela en la que la que se aprende o no la virtud y se gana o no la libertad; es, por tanto, el derecho de un pueblo “de llegar a ser libre por sus propios esfuerzos”. Y la prohibición de intervenir es el principio que garantiza que su éxito no será impe-dido o su fracaso evitado por la intromisión de un poder externo56.

    55 LÓPEZ CALERA, N.M., ¿Hay derechos colectivos? Individualidad y socialidad en lateoría de los derechos, Ariel, Barcelona, 2000, p. 126.

    56  MILL, J.S., «A few words about non intervention» en Collected Works, vol. XXI, Es- says on Equality, Law and Education, University of Toronto Press/Routledge and Kegan Paul,Toronto/Londres, 1984, pp. 109-124. Sobre el anitintervencionismo de Mill Vid. VAROUXA-KIS, G., “John Stuart Mill on Intervention and non intervention”,  Millenium, vol. 26, num.1,1997, pp. 57-76. Curiosamente, hay quienes se han valido de argumentos paternalistas para re-chazar las intervenciones humanitarias. Es el caso de Elfstrom, que sostiene que entre el gobier-no y los ciudadanos media una relación similar a la que tienen padre e hijo. Sólo los gobiernos

     pueden interpretar cuáles son los intereses de los ciudadanos y, cuando ésto no sucede, sólo aellos corresponde la responsabilidad de actuar. Por ello, la tensión entre la soberanía de los Es-tados y las reclamaciones de la comunidad internacional para proteger los derechos individualesson bastante similares a las existentes entre los derechos de los padres a criar a sus hijos y lasexigencias de la sociedad de proteger los derechos básicos de los niños contra los abusos de los

     padres. ELFSTROM, G., “On dilemmas on intervention”, Ethics, 93, 1982-1983, pp. 709 ss.Para una crítica de esta teoría Vid. TESON, F., Humanitarian Intervention, cit., pp. 84-85.

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    Sin embargo, la analogía entre el Estado y el individuo no parece constituir una base mínimamente sólida sobre la que afirmar la moralidad de los derechosestatales. Como ha señalado Beitz, los Estados carecen de la unidad de cons-ciencia y de voluntad racional que constituye la identidad de las personas. Noson ni asociaciones voluntarias, ni totalidades orgánicas con la integridad yunidad que se atribuye a las personas en tanto que personas57. Por otra parte, alhablar de derechos de los Estados no se especifica quién es el verdadero titular de los mismos, si el gobierno o el pueblo. La consecuencia invariable del mitohegeliano es precisamente la confusión entre ambos58. En esta confusión oidentificación incurre Mill y, como veremos, parece hacerlo también Walzer.

    2.4. Otras justificaciones del valor del Estado y deber de no injerencia: elconsentimiento de los ciudadanos y el derecho de autodeterminación

    De ahí que, en lugar de recurrir a la «analogía doméstica»59, creamos másrazonable valernos de una de las dos siguientes explicaciones. De acuerdo conla primera, los derechos de soberanía de los Estados tendrían un fundamento político, descansarían en su carácter institucional, ésto es, pertenecerían alEstado en tanto participante en la sociedad internacional antes que a los ciuda-danos que han delegado su poder a los gobernantes60; y los deberes correlativosa los mismos serían obligaciones debidas a la sociedad internacional en su con- junto61. Una expresión de esta filosofía de los derechos del Estado es la que nos

    ofrece Rousseau cuando, frente a la opinión de Hobbes, asevera que “la guerrano es una relación del hombre con el hombre sino del Estado con el Estado, enla cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres,ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados, no como miembros de la patria, sino como sus defensores”62. Esta parece ser, igualmente, la interpreta-ción de Walzer cuando señala que los derechos internacionales de los Estadosderivan sólo indirectamente de autoridad respecto a sus propios ciudadanos63.

    La otra posibilidad pasa por fundamentar los derechos internacionales del

    Estado en los de los individuos. Para Fernando Tesón resulta éticamente inad-57 BEITZ, C., Political Theory and International Relations, cit., p. 47.58 TESÓN, F., Humanitarian Intervention: an inquiry into law and morality, cit., p. 75.59 Sobre la analogía doméstica vid. SUGANAMY, H., The domestic analogy and world 

    order proposals, Cambridge University Press, 1989.60 KRATOCHWIL, F., «Sovereignity as dominium: Is there a right of humanitarian in-

    tervention? », cit., p. 34.61 LUBAN, D., “Just War and Human Rights”, cit., p. 164.62 ROUSSEAU, J.J, Contrato Social , trad. de Fernando de los Ríos, Espasa-Calpe, Ma-

    drid, 1990, Libro I, Cap. IV, p. 44.63 WALZER, M., “The moral standing of the States”, pp. 212-213.

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    misible la idea de que los Estados gozan de un significado moral autónomo y poseen derechos internacionales independientes de los derechos de los indivi-duos que lo pueblan64. Tesón no aclara el modo en que se produce esa conexióno derivación de los derechos del Estado a partir de los de los ciudadanos, si bien parece razonable pensar que está moviéndose en las coordenadas de la tradi-ción liberal que considera que el Estado nace y tiene derechos para proteger laslibertades civiles y políticas de los individuos.

    Cabría, no obstante, otro modo de conectar los derechos de los individuos ylos del Estado que permitiría seguir reconociendo a éste autonomía para no ser invadido, incluso cuando viola los derechos individuales. Se trata de la teoríade que los derechos de los Estados derivan o son un aspecto de la autonomía delos individuos, en concreto de su libertad para asociarse con vistas a lograr fines comunes. De acuerdo con ello, los Estados pueden ser considerados una

    asociación de individuos con aspiraciones e intereses comunes, no debiendo, por tanto, intervenirse en ellos dado que representan de hecho a las personasque ejercen su derecho de asociación.

    Sin embargo, una cosa es afirmar que el Estado protege el derecho de aso-ciación de los ciudadanos y otra muy distinta que el Estado mismo sea una aso-ciación libre, esto es, un grupo de personas voluntariamente asociadas para la persecución de ciertos fines. Para Beitz, los gobiernos no son similares a lasasociaciones libres de individuos, en las que éstos tienen plena autonomía para

    formarlas, afiliarse y desafiliarse, y disolverlas de acuerdo con sus propiosdeseos e intereses. Los gobiernos se asemejan, más bien, a un elemento fijo del paisaje social, en el que la gente nace y en cuyo interior –si no todos– los másafortunados se encuentran confinados con independencia de que manifiestenexpresamente su conformidad con los términos de la asociación. Pese a ello, podría sostenerse que los Estados poseen legitimidad gracias a su reafirmación permanente por parte de los ciudadanos a través de las votaciones o, incluso através del abstencionismo político si es interpretado como una forma de con-sentimiento tácito. Empero, ninguno de estos actos permite sostener la legiti-

    midad de las instituciones políticas. Éstas ejercen un efecto profundo y persua-sivo en las perspectivas y preferencias de los individuos que viven bajo sucontrol ya que definen el proceso por medio del cual el consentimiento puedeser o no expresado e influyen en el acceso a los medios necesarios para partici- par en él. De ahí que las instituciones mismas necesiten ser justificadas y esa justificación no puede derivar del consentimiento sino que ha de ser buscada enalgún otro sitio distinto al actual acuerdo previo entre los ciudadanos65.

    64

    TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 16.65 BEITZ, C., Political Theory and International Relations, cit., pp. 78-79.

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    La parte final del razonamiento de Beitz pone de manifiesto la imposibili-dad de justificar moralmente al Estado invocando un criterio de legitimidadformal como el consentimiento fáctico de los ciudadanos manifestado en elejercicio de su autonomía política. Este último permitiría –en la terminologíade Garzón Valdés– hablar de legitimación pero no de legitimidad , es decir, dela conformidad de las normas y actos con la moral positiva pero no con princi- pios de la moral crítica. Un elemento clave para explicarlo radica en la grandiferencia que, desde un punto de vista ético, existe entre la autonomía del indi-viduo y la del Estado. Lo que tomamos en cuenta para predicar la calidad moralde los individuos es la aceptación voluntaria de las normas morales y su cum- plimiento por razones no prudenciales. De ahí que sea también relevante el res- peto de esta autonomía aun el caso de que se trate de personas no virtuosas. Por el contrario, y a diferencia de las personas, la legitimidad de un Estado puede

    ser impuesta heterónomamente (Garzón pensaba en la imposición a Sudáfricadel fin de del apartheid  por la presión extranjera), no siendo relevante para el juicio de legitimidad el origen de las normas66.

    Pero es que, incluso en el caso de que otorgáramos a la autonomía de losEstados, a su derecho de autodeterminación, un status moral más o menosequivalente al de la autonomía individual, resultaría extremadamente difícilamparar bajo aquél las violaciones de los derechos individuales y, en conse-cuencia, privar legitimidad a las intervenciones humanitarias llevadas a caboen defensa de estos últimos. Al igual que cuando su titular es el individuo el

    derecho de autonomía no confiere un poder ilimitado sino constreñido por losderechos e intereses de otros individuos, parece razonable asumir que el dere-cho a la autodeterminación colectiva también está limitado por otras conside-raciones morales, incluidos los derechos individuales67.

    Por tanto, el único argumento que permitiría rechazar las intervenciones por representar una violación de la autonomía de un Estado pasa por atribuir alderecho de autodeterminación no sólo el carácter de un verdadero derechohumano68, sino, además, un mayor valor que a los derechos individuales. Para

    sostener esta pretensión –señala Tesón– los no intervencionistas deben demos-trar que hay algo en la autodeterminación que sobrepasa la obligación de respe-

    66 GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., pp. 388-389.67  McCMAHAN, J., “Intervention and Collective Self-Determination”, Ethics and Inter-

    national Affairs, vol.10, 1996, p. 17.68 Vid. al respecto CASSESE, A., Self-determinationf of peoples: a legal reppraisal ,

    Cambridge University Press, 1996; LÓPEZ CALERA, N.M., ¿Hay derechos colectivos?, cit., pp. 37-45; íd, Nacionalismo: culpable o inocente, Tecnos, Madrid, 1995, pp. 54 ss; RUIZ RO-

    DRÍGUEZ, S., La teoría del derecho de autodeterminación de los pueblos, Centro de EstudiosPolíticos y Constitucionales, Madrid, 1998.

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    no tuvieran el derecho moral de elegir su forma de gobierno y configurar las políticas que conforman sus vidas, la agresión externa no sería un crimen”76.

    ¿En qué derechos humanos se fundamentan, pues, los derechos de los Esta-dos? ¿En los derechos civiles individuales? ¿En el de los ciudadanos a formar una

    comunidad política? ¿En el derecho de éstos a formar una comunidad no sólo política si no también moral, ésto es, una comunidad definida por un modo de vida propio? ¿En ambos? Walzer parece aclarar estas dudas en The Moral Standing of the States, donde va a sostener que los derechos soberanos del Estado no derivande los derechos individuales a la vida y la libertad, sino “de los derechos de losactuales hombres y mujeres de vivir como miembros de una comunidad históricay expresar su cultura heredada por medio de formas políticas que funcionan satis-factoriamente entre ellos mismos”77. En realidad, no invoca estos derechos parareferirse a los del Estado directamente, sino para señalar el fundamento moral de

    la comunidad política que está en su base78. Pero si, tal y como veíamos, Walzer supedita el valor moral del Estado a la protección de esa comunidad o vida común,esos derechos son también, en última instancia, el fundamento moral de los dere-chos de integridad territorial e independencia política del Estado.

    Walzer parece estar queriéndonos decir que, si bien es cierto que, tal y comohan venido defendiendo el contractualismo y el liberalismo clásico, el Estado,como categoría política y jurídica, es un instrumento creado para la protecciónde los derechos civiles de los individuos, los diferentes Estados existentes en la

    actualidad no desempeñan sólo esa función, sino también la de preservar unacierta forma de vida a la que los ciudadanos no ya como miembros del génerohumano sino como integrantes de una comunidad histórica y cultural concretatienen la necesidad y por tanto el derecho de pertenecer. De ahí que no cual-quier Estado sirva para esta función, sino sólo uno que los ciudadanos puedanconsiderar el resultado de sus derechos a elegir la forma de gobierno y confor-mar las políticas que afectan a sus vidas y que preserve su integridad comunita-ria, incluso si se trata de uno que protege peor los derechos a la vida y la liber-tad. Ello supone reconocer, tal y como apunta Kymlicka, que los Estados

    liberales no existen sólo para salvaguardar los derechos normales y las oportu-nidades de los individuos, sino también para proteger la pertenencia cultural delas personas. De ahí que una de las funciones de las fronteras, de la separaciónentre los Estados, sea reconocer que las personas pertenecen a culturas separa-das79, ya que si no reconociéramos distinción alguna entre los miembros y los

    76  Ibídem.77 WALZER, M., “The moral standing of the States”, cit., p. 211.78  Ibídem, p. 210.79

    Vid. KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechosde las minorías, trad. de C.Castells, Paidós, Barcelona, 1995, p. 175.

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    extraños no tendríamos razón alguna para formar y mantener comunidades políticas80.

    La experiencia de armenios, kurdos, palestinos o tibetanos confirmaría, a juicio de Walzer, que los pueblos precisan del Estado para asegurar su pervi-

    vencia y apoyar y reproducir su vida cultural. De ahí que resulte difícil separar a un Estado de este tipo de la nación por cuyo bien fue creado. Separar la etniao la nacionalidad de la ciudadanía sólo parece posible en sociedades de inmi-grantes como la norteamericana, pero resulta política y moralmente muchomás difícil en países donde los grupos étnicos están territorialmente delimita-dos y establecidos desde antiguo. En definitiva, a juicio de Walzer el Estado-nación posee lo que podría llamarse una “utilidad moral”81. Ello supone que sino se mantiene de alguna forma la vinculación del Estado a una determinadacomunidad nacional o cultural, la misma idea de los Estados y de una sociedad

    internacional dejaría de tener sentido y no podría sino dar paso al Estado glo- bal, a un mundo sin significados particulares ni comunidades políticas. Y estaes una suerte de maximalismo moral que, como veremos, se encuentra muylejos de defender y que resulta además poco factible en un futuro previsible82.De ahí que debamos aceptar como un rasgo estable de la vida humana que losindividuos pertenecen a comunidades históricas y culturales diferentes, que lacomunidad y la diversidad cultural son un valor y que los Estados, en tanto que protectores de la pertenencia comunitaria y la diversidad cultural mediante lainstauración de ámbitos cerrados, también son un bien83. A diferencia pues de

    Taylor o Sandel, Walzer parece apostar por la presencia en la nación y no sóloen los distintos subgrupos nacionales (iglesias, vecindarios, familia, sindica-tos, etc.) de vínculos culturales e históricos lo suficiente profundos como paracrear una identidad única que merece la pena defender por medio de las fronte-ras. Walzer está convencido de que el Estado, la comunidad política “es lo quemás se acerca a un mundo de significados comunes. El lenguaje, la historia y lacultura se unen (aquí más que en ningún otro lado) para producir una concien-cia colectiva”84.

    Por otra parte, tal y como puede resultar comprensible en una obra sobre la justicia de las guerras, Walzer contempla al Estado en su dimensión externa, enel marco de la sociedad internacional, perspectiva ésta que parece descubrir 

    80 WALZER, M., Las esferas de la justicia, Una defensa del pluralismo y la igualdad ,trad. de Heriberto Rubio, Fondo de Cultura Económica, México, 1997, p. 75.

    81 WALZER, M., “Responte to Bader”,  Political Theory, vol.23, nº2, Mayo, 1995, p.248.

    82 WALZER, M., Just and injut wars, cit., p. 47.83

     Ibídem, p. 51.84 WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 41.

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    más las diferencias que las semejanzas entre los Estados e interpretar en unsentido muy determinado tanto sus derechos como la función de sus institucio-nes políticas. Más concretamente, para Walzer el Estado es “la arena en la quese trabaja por la autodeterminación”, un espacio que proporciona a los pueblosautonomía y seguridad para desarrollarse y avanzar por sí mismos, y los dere-chos de soberanía son el medio para hacer valer las fronteras, esto es, las barre-ras que permiten a las personas sentirse seguras no sólo de su vida y su libertadsino, fundamentalmente, de su modo de vida. Esta interpretación comunitaristade la soberanía popular alzaprima, tal y como pone de manifiesto Habermas, elaspecto de la soberanía exterior, pasando a un segundo término, tal y comoveremos en el siguiente epígrafe, la cuestión de la legitimidad del ordeninterno. Por autodeterminación democrática no se entiende aquí la participa-ción simétrica de los ciudadanos libres e iguales en el proceso de decisión y

    legislación, sino la autoafirmación y autorrealización colectivas de miembroshomogéneos o simpatizantes de una comunidad85. Entendida como la autoafir-mación de la forma de vida propia frente a los extranjeros que puedan ponerlaen peligro, la autodeterminación se convertiría tanto en una barrera casi infran-queable contra las intervenciones como en el fundamento del derecho de losEstados a elegir su política de admisión de inmigrantes. Este ultimo derecho sehallaría en el núcleo de la independencia de una comunidad pues “representa elsignificado más profundo de la autodeterminación”86.

    De ahí que, siguiendo la conocida expresión de Kymlicka, podamos consi-

    derar los derechos de independencia y soberanía política como las proteccio-nes externas de los pueblos. De un modo parecido a como, para preservar suidentidad, ciertas minorías precisan de protecciones frente al Estado, las comu-nidades políticas, los Estados, necesitan derechos de soberanía para proteger laidentidad cultural de sus miembros. Es más, Kymlicka está convencido de quela aceptación por parte de la teoría liberal de que el mundo está compuesto deEstados separados, con derecho para determinar quién puede cruzar sus fronte-ras (para obtener la ciudadanía, para intervenir en un conflicto interno, etc.)únicamente puede justificarse apelando a la misma clase de valores que funda-mentan los derechos diferenciados en función del grupo dentro de cadaEstado87.

    La visión no ya sólo comunitarista sino también liberal del Estado como,casi exclusivamente, el círculo protector de un pueblo frente sus “enemigosexternos”, se proyecta sobre el modo de concebir el contrato en el que descan-

    85 HABERMAS, J., La inclusión del otro, trad. de C.Velasco y G.Vilar, Paidós, Barcelo-na, 1999, pp. 127-129.

    86

    WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 73.87 KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural , cit., p. 174.

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    san sus derechos. El mismo se basa en un modo especial de consentimiento queda vida a un Estado comunitarista: “a lo largo de un extenso periodo de tiempo,las experiencias compartidas y las diferentes clases de actividades cooperati-vas forman una vida común (common lif e). El contrato es una metáfora para un proceso de asociación y reciprocidad cuyo carácter subyacente pretende defen-der el Estado contra las agresiones externas. Esta protección no se extiendesólo a la vida y las libertades individuales sino también a la vida y libertadcomunes, a la comunidad independiente que han formado por la que los indivi-duos son a veces sacrificados”88. Como dirá también posteriormente, “la comu-nidad se sustenta del modo más profundo en un contrato, un contrato de carác-ter burkiano entre los vivos, los muertos y los que aún no han nacido”89. Noexiste, pues, lo que –suscribiendo una terminología acuñada por H.Arendt– Luban llama un contrato vertical entre el pueblo y el Estado90. Al contrario, en

    el que descansan los derechos de los Estados es el mismo que da vida a unacomunidad: un contrato tácito, que es simplemente una metáfora para referirseal modo en el que, durante años y siglos, un grupo humano, un pueblo, unanación, adquiere su propia identidad, su vida común91.

    Una explicación de esta imagen del Estado, del contrato en el que se funda-mentan sus derechos y del mismo contenido y función de los mismos, puedeencontrarse en la fuerza del realismo que –no sólo en su teoría de las guerras justas sino, en general, toda su filosofía posterior– suscribe este autor. Un rea-lismo que, en sus reflexiones sobre la justicia distributiva, le ha conducido al

     particularismo radical92 y, en los problemas relacionados con la moralidad delas relaciones internacionales, a una justificación de los Estados un tanto ape-gada al statu quo y a una defensa considerable del relativismo ético-cultural.

     No en vano, Walzer suscribe una visión de la justicia internacional cifrada enuna versión corregida de lo que denomina “el paradigma legalista”. El mismodefiende la visión clásica de la sociedad internacional como una comunidadintegrada por los Estados y no por los individuos, y sustentada en el principiode no intervención. En una asociación de este tipo, la fuerza moral de los dere-chos de soberanía no descansa en el individuo y sus derechos, sino en el propiovalor del Estado como espacio que posibilita y garantiza la autodeterminación política y cultural de un pueblo o nación. Desde esta perspectiva, parecería quelas comunidades culturales o nacionales sólo pueden afirmar sus respectivas

    88 WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 54.89 WALZER , M., “The moral standing of the States”, cit., p. 211.90 LUBAN, D., “Just War and Human Rights”, cit., p. 169.91 Sobre el contrato como metáfora Vid. J. I. MARTÍNEZ GARCÍA, La imaginación ju-

    rídica, Debate, Madrid, 1990, pp. 175-76.92 WALZER, M., Las esferas de la justicia., cit., p. 12.

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    existencias y singularidad en el papel antagonista de sujetos soberanos deDerecho internacional93.

    El discurso de Walzer se apoya en unas premisas muy fuertes que no puedendejar de propiciar dudas y críticas. Las primeras giran en torno a la ambigüedad

    de las relaciones que establece entre el Estado y la sociedad. Como apuntaBader, pese a representar una de las versiones más liberales y pluralistas delcomunitarismo, en Walzer podemos encontrar no obstante la asidua mezco-lanza entre las comunidades lingüística, cultural, religiosa, étnica, nacional y política presente en todas las justificaciones comunitaristas de la exclusión94.Se acusa pues a Walzer de solapar interesadamente –de modo conservador– eldemos y el ethnos, de desdibujar la importancia de las identidades culturales,étnicas o lingüísticas para defender una política de fronteras cerradas95. A dife-rencia de otros comunitaristas, Walzer identifica al Estado con la comunidad

     política y ésta con la comunidad histórica y cultural, llegando incluso a estable-cer una analogía entre los países y las vecindades, los clubes o las familias 96,algo sólo imaginable sobre la base de una homogeneidad étnica o cultural muydifícil de hallar en el pasado y más aún en los actuales Estados multiculturales.Por tanto, si se reconoce que los Estados no son culturalmente homogéneos ocomunidades políticas democráticas, entonces la legitimidad ética de su exclu-yente derecho a la autodeterminación comunitaria resulta seriamente mer-mada97.

    En segundo lugar, también se cuestiona el valor que Walzer atribuye a ladiversidad cultural y a la protección de la misma que, a través de las fronterascerradas, proporcionan los diferentes Estados-nación. Cabría responder a Wal-zer que no todas las distinciones culturales pueden ser defendidas desde una perspectiva liberal-democrática (por ejemplo, el racismo, el sexismo, el eli-tismo, etc.) y que resulta paradójico presentar al Estado como el defensor del pluralismo cultural ya que, adoptando una perspectiva histórica, se compruebaque, tanto en su ámbito interno como externo, el Estado ha sido una forma deasociación política represora de la diversidad cultural98.

    93 HABERMAS, J., La inclusión del otro, cit., p. 128.94 BADER, V., “Citizenship and exclusion”,  Political Theory, 23, nº2, mayo, 1995, p.

    217.95 BÉJAR, H., «Los pliegues de la apertura: pluralismo, relativismo y modernidad» en

    GINER, S., y SCARTEZZINI, S (eds), Universalidad y diferencia, Alianza, Madrid, 1996, p.177.

    96 WALZER, M., Las esferas de la justicia, cit., p. 48.97

    BADER, V., “Citizenship and exclusion”, cit., p. 218.98  Ibidem, p. 219-220.

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    La tercera crítica se centra en el rechazo de que, junto a la tutela de los dere-chos fundamentales, el valor moral del Estado también descanse en la protec-ción de la integridad de una determinada comunidad cultural. Mientras el sta-tus moral de los derechos parece suficientemente aceptado, no resulta tanobvio que ocurra otro tanto con la integridad cultural. Porque ¿qué valor hay enla pertenencia cultural como para que su defensa se erija en razón de ser y partede la legitimidad del Estado? Cabría responder que la misma constituye unanecesidad o, al menos, una expectativa legítima de los individuos. La necesi-dad de la identidad cultural –afirma Kymlicka– reside en que proporciona unanclaje para la autoidentificación de las personas y para la seguridad de una pertenencia estable sin necesidad de realizar algún esfuerzo99. La pertenenciacultural sería pues una pertenencia sin logro y, por tanto, también sin riesgo100.De ahí que incluso un liberal como Rawls reconozca que los vínculos cultura-

    les son a menudo demasiado fuertes como para abandonarlos y que éste no esun hecho moralmente irrelevante. De ahí que la elaboración de una teoría de la justicia deba tener en cuenta que las personas nacen en una determinada socie-dad y cultura y se espera que lleven una vida plena dentro de ella101.

    2.6. La soberanía cultural

    Veíamos anteriormente cómo Mill negaba la legitimidad de las intervencio-

    nes apelando a la a la prioridad más política que moral del derecho de autode-terminación de los pueblos respecto al disfrute efectivo de las libertades indivi-duales. Este último debe ser siempre el resultado de la lucha y virtud de un pueblo, no el producto de una imposición externa. A su juicio, sólo ciertas co-munidades pueden ser libres de un modo duradero: las preparadas para la liber-tad, es decir, las que han evolucionado culturalmente para valorarla y reclamar-la y luchado políticamente para conseguirla102. Parece, pues, que las razones

     para respetar dicha autonomía política descansan más en consideraciones prag-máticas y en una cierta filosofía de la evolución cultural y moral de los pueblos

    99 KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural, cit., p. 128-130. Vid. IgualmenteKYMLICKA, W., «The value of cultural merbeship» en Liberalism, Comunity and culture, Cla-rendon, Oxford, 1991, pp. 162-181.

    100 Vid. RIVERA, J.A., «Multiculturalismo frente a cosmopolitismo liberal» en CRUZ,M., (comp.), Tolerancia o barbarie, Gedisa, Barcelona, 1998, pp. 155-186, en especial, pp. 176-178.

    101 RAWLS, J., Political Liberalism, Columbia University Press, 1993, p. 93.102 Mill escribía que “si un pueblo no ama suficientemente la libertad como para ser capaz

    de arrancársela a sus simples opresores domésticos, la libertad que se le concede por manos di-

    ferentes a las suyas no tendrá nada de real, nada de permanente”. MILL, J.S, «A few wordsabout non interv