Dedicado a todos mis amigos, especialmente a los que vivimos aquellos años 60 y...
AQUELLOS AÑOS
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AQUELLOS AÑOS
Hoy es el último día de escuela antes de las vacaciones
navideñas. Recojo mis cosas, que están encima del pupitre: la
Enciclopedia Álvarez 2º grado, el plumier de madera, mi libreta
de hacer los deberes, la goma de borrar Milán, una caja de
lapiceros de colores Alpino que me “trajeron los Reyes” en casa
de mis tíos Raimundo y Francisca, y el portaplumas con sus
plumas correspondientes, pues en aquellos años, todavía se
escribía con tinta, mojando la pluma en el tintero que había
colocado en cada pupitre.
Ni que decir tiene que los borrones en las libretas era una
cosa muy corriente, hasta que poco después llegaron los
bolígrafos Bic, y la escritura mejoró si no en estilo sí en
limpieza.
Meto todas mis pertenencias en la cartera, que no es otra
cosa que una bolsa de tela de un azul muy claro que me ha hecho
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mi madre, ya que no tenemos dinero para comprar una cartera de
verdad.
En esta “cartera” o bolsa, mi madre había bordado con hilo
rojo mis iniciales J. F. y en medio de estas letras, una especie de
flor. A mi amigo Joseto este bordado en la bolsa le hacía mucha
gracia, y me decía con guasa que yo me llamaba José “flor”
Fuentes
A mí se me daba bastante bien memorizar los diversos
temas que estudiábamos en la escuela: Historia de España,
Historia Sagrada, Religión, Lengua Española…Cuando dábamos
Lengua Española y tocaban los verbos, había algunos muchachos
a los que no les entraban de ninguna manera. Aquellos que no se
los sabían, Don Ramón, el maestro, trataba de refrescarles la
memoria con la ayuda de “la Pascasia” o “la Dorotea”, que de
distintas formas llamaba el maestro a la vara que tenía para
“desasnar” a sus alumnos.
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Estas varas se las solían traer al maestro los mismos chicos,
con la vana esperanza de que no las empleara con ellos. Y digo
vana esperanza, porque al ser éstos los menos aplicados o los
más rebeldes, muchas veces eran los mismos que las traían
quienes primero las estrenaban.
Como decía, a los chicos que no se sabían los verbos, Don
Ramón les hacía poner las manos extendidas con las palmas
hacia arriba. Si, por ejemplo, le había preguntado al muchacho:
“presente de indicativo del verbo amar”, el chico empezaba: yo,
yo,… y el maestro, vara en ristre, comenzaba: “yo amo”, varazo
en la palma derecha; “tú amas”, varazo en la palma izquierda; “él
ama”, vuelta al palmetazo en la mano derecha; “nosotros
amamos”…...y así hasta completar los seis tiempos verbales.
Los verbos no hay constancia de que se le quedaran en la
cabeza, pero los palmetazos en las manos sí que eran bastante
notorios, como lo atestiguaba la rojez de sus palmas.
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4
Una vez Eladio, que debía ser uno de los chicos más
traviesos del pueblo, poco más o menos, le llevó a Don Ramón
una flamante vara de avellano, como de un metro de larga, y que
a los dos días de tenerla el maestro, éste todavía no la había
estrenado en ninguno de sus alumnos.
Pero he aquí que Eladio, que no paraba de hacer trastadas
todo el santo día, ¡qué malo era!, hizo una de las suyas bastante
sonada.
La cosa fue así: Íbamos 4 ó 5 chavales por la calle, incluido
Eladio, y vimos un hombre montado en un burro, que venía del
“Pozo Nuevo”, con cuatro cántaros llenos de agua; como Eladio
no se lo pensaba mucho, con un pequeño palo que llevaba en la
mano, le hizo cosquillas al burro por detrás.
Por lo visto, al burro aquellas cosquillas no le hicieron
mucha gracia, a juzgar por los saltos y coces que empezó a dar.
Tantos saltos y coces dio el burro que derribó al pobre hombre,
dando con su cuerpo en tierra, y los cántaros hechos trizas. La
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cara de indignación y cabreo del dueño del burro, era como para
salir corriendo sin pensárselo dos veces, y eso hicimos. Cuando
el hombre se pudo levantar, después de quitarse de encima los
trozos de cántaro, y bastante empapado, se lanzó corriendo hacia
nosotros, llamándonos con los más variados epítetos y palabras
gruesas de penosa trascripción. Nosotros salimos pitando del
lugar de los hechos, dejando al buen hombre muy indignado, y a
punto de darle un ataque.
Por supuesto, al día siguiente el maestro, que ya estaba
enterado del desaguisado provocado por Eladio, lo estaba
esperando a la entrada de la clase, con la vara en la mano. Así
que cuando el “presunto” culpable entró en la sala, don Ramón
le preguntó:
- ¿Qué pasó ayer, Eladio?-, me han dicho que hiciste una
de las tuyas, de las mejores, creo.
-Mire usted, don Ramón, fue sin querer, yo…
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- ¡Ven aquí que te voy a quitar las ganas de hacer más
gamberradas!
A estas alturas de la mínima “conversación”, don Ramón
ya estaba bastante alterado. Se le notaba en la voz, se ponía
nervioso y entonces realmente había que temerle.
De modo que el maestro le metió la cabeza entre sus
piernas, y con la vara en la mano comenzó a darle una buena
tunda en ambas posaderas, lo que provocó el llanto del
travieso muchacho y sus protestas:
- ¡Ay, Ay, don Ramón, no me pegue usted más…, que ya
no lo volveré a hacer nunca…!
-¡Más te vale, Eladio, más te vale!
Estuvo dos o tres minutos dándole varazos con la
“Pascasia”, que de esta forma se estrenó en el culo de quien se
la había traído al maestro.
Esta vara “justiciera” que don Ramón usaba con relativa
frecuencia, provocaba el pánico de los chicos que recibían sus
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“caricias”. Me acuerdo una vez que mi amigo Mariano, no sé
qué haría para ser merecedor de que la “Pascasia” le dedicara
un rato de su tiempo, pero el caso es que el maestro lo cogió y
le metió la cabeza entre las piernas, las de don Ramón, postura
favorita de éste para impartir justicia, y le estuvo “suavizando”
el trasero unos momentos, no más de diez o doce varazos en
cada lado. Mariano, para parar el castigo, empezó a lloriquear
al tiempo que decía:
-¡Ay don Ramón, no me pegue más que me va a dar un
“derrame por dentro”!
Esto del “derrame por dentro”, debió escucharlo de
alguna persona mayor seguramente, y se le ocurrió decirlo en
ese momento crítico, pensando que haría mella en el ánimo del
furibundo maestro, pero antes al contrario, los varazos
arreciaban, y don Ramón decía:
-¡Toma derrame por dentro, toma derrame por dentro!- Y
así siguió uno o dos minutos más.
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Don Ramón no es que fuera un sádico a quien le gustara
pegar a los chicos gratuitamente. Lo que pasaba es que era
muy recto, y tenía un sentido de la educación bastante estricto.
Aquel muchacho que no estudiara, que hiciera gamberradas, o
que no atendiera en clase, ya sabía lo que le esperaba.
Hablando de mi amigo Mariano, tuvo una temporada que
quería ser torero, (a los nueve o diez años, se tienen muchas
fantasías en la cabeza), y un día me dijo que iba a ir a un
corral donde había tres o cuatro becerros o vaquillas, no
recuerdo bien, que no eran bravas en sí, pero que tenían su
punto de peligro.
Me pidió que lo acompañara en tan importante evento,
nada menos que su iniciación en el apasionante mundo de los
toros. Así que llegamos al corral y saltamos la tapia,
quedándome yo subido a un palo que allí había, y a salvo de
las posibles embestidas de los “mihuras”.
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Mariano saltó al suelo del corral donde estaban los
becerros o vaquillas, y empezó a llamarlos para que le
prestaran atención: ¡Eh bicho, Eh bicho!, repetía mientras
mantenía una figura muy “taurina”, con mucho garbo y
donaire.
Se me olvidaba decir que había traído con él un trapo rojo
que encontró en su casa, y con apostura y gallardía, citaba a
los tranquilos animales, que por fin empezaron a mostrar
algún interés ante las repetidas llamadas del aspirante a
“Manolete”.
Así fue que uno de ellos se volvió de cara a él y empezó a
caminar en su dirección, andando cada vez más aprisa y al
final con un trote más que regular.
Mi amigo, al ver que el animal se había arrancado y venía
a por él, mantuvo un momento su dignidad y apostura, mas
luego cuando vio que lo tenía muy cerca, se olvidó de su
orgullo torero y tirando el trapo rojo salió corriendo en
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dirección a la pared donde estaba el palo al que yo estaba
encaramado, con tan mala fortuna que no se percató, o si se
percató le daba igual, que se estaba metiendo en la zona donde
el cuidador iba echando las boñigas que sacaba de la cuadra,
de manera que en aquel lugar habría como medio metro de
“materia” viscosa y pestilente, y allí que fue mi amigo a parar.
En resumen, que se embadurnó de mierda hasta las
pantorrillas.
Mas él no reparó en tal cosa, tanto era el miedo que traía,
así es que dando un buen salto se subió al palo donde yo
estaba viendo tan de cerca la “corrida” o mejor dicho, la
“carrera”.
Cuando estuvo sentado a mi lado, seguro y recobrando
poco a poco la respiración, me dijo:
-Me parece que ya no quiero ser torero…; y nos fuimos
cada uno a su casa, él muy preocupado pensando lo que le iba
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a decir a su madre, cuando lo viera de aquel modo, y
apestando a mierda de vaca.
FIN