Apuntes criminologia

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Curso de Criminología. Criminología, consideraciones generales: Definición: “La criminología puede ser definida como una ciencia empírica e interdisciplinaria, que se ocupa del estudio del crimen, de la persona del infractor, de la víctima y el control social del comportamiento delictivo, y trata de suministrar una información válida, contrastada, sobre la génesis, dinámica y variables principales del crimen -contemplado éste como problema individual y como problema social-, así como sobre los programas de prevención eficaz del mismo, las técnicas de intervención positiva en el hombre delincuente y los diversos modelos o sistemas de respuesta al delito”. (Antonio García-Pablos de Molina). Esta definición nos entrega algunas de las características de la criminología en cuanto al método utilizado (empirismo e interdisciplinariedad, Método inductivo), el objeto de estudio (análisis del delito, el delincuente, la víctima y el control social ) y sus funciones (explicar y prevenir el crimen, intervenir en la persona del infractor y evaluar los diferentes modelos de respuesta al crimen). Por su parte, el profesor Marco Aurelio González Berendique define la criminología como “una ciencia empírica, interdisciplinaria, que examina los aspectos fácticos de la conducta gravemente desviada de la norma, esto es, su génesis bio-psico-social, su extensión, las formas en que se manifiesta y el control social que se ejerce frente a ella”. La importancia de la criminología radica en el hecho de que constituye una ciencia empírica y 1

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Curso de Criminología.

Criminología, consideraciones generales:

Definición: “La criminología puede ser definida como una ciencia empírica e interdisciplinaria, que se ocupa del estudio del crimen, de la persona del infractor, de la víctima y el control social del comportamiento delictivo, y trata de suministrar una información válida, contrastada, sobre la génesis, dinámica y variables principales del crimen -contemplado éste como problema individual y como problema social-, así como sobre los programas de prevención eficaz del mismo, las técnicas de intervención positiva en el hombre delincuente y los diversos modelos o sistemas de respuesta al delito”. (Antonio García-Pablos de Molina).

Esta definición nos entrega algunas de las características de la criminología en cuanto al método utilizado (empirismo e interdisciplinariedad, Método inductivo), el objeto de estudio (análisis del delito, el delincuente, la víctima y el control social) y sus funciones (explicar y prevenir el crimen, intervenir en la persona del infractor y evaluar los diferentes modelos de respuesta al crimen).

Por su parte, el profesor Marco Aurelio González Berendique define la criminología como “una ciencia empírica, interdisciplinaria, que examina los aspectos fácticos de la conducta gravemente desviada de la norma, esto es, su génesis bio-psico-social, su extensión, las formas en que se manifiesta y el control social que se ejerce frente a ella”.

La importancia de la criminología radica en el hecho de que constituye una ciencia empírica y fundada en las demás ciencias sociales, que permite establecer un nexo entre la realidad o mundo exterior y las normas jurídicas que pretenden regular o normar este último, de modo que sin un adecuado estudio basado en la información entregada por la criminología, no es posible pretender establecer normas adecuadas y funcionales a la realidad regulada. Sólo si se tiene un adecuado diagnóstico de la realidad social que se pretende regular, será posible normar

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con éxito dicha realidad, sin perjuicio de tener en cuenta que, el diagnóstico que se efectúe siempre dependerá del enfoque criminológico que se utilice, y de él también dependerá la política criminal y normativa que se emplee en la regulación social.

La criminología es una ciencia que aporta información válida, fiable y contrastable sobre el problema criminal; información obtenida gracias a un método empírico que descansa en el análisis y observación de la realidad. No se trata, pues, de un arte, o de una praxis sino de una ciencia. Ello no significa que la información entregada por la criminología deba considerarse exacta, concluyente o definitiva. La criminología es una ciencia empírica, una ciencia del “ser”, pero no una ciencia exacta; aunque en la época del positivismo-naturalista se pretendió dar explicaciones que se caracterizarían por la seguridad y la certeza.

Paralelo entre Derecho y Criminología.El derecho implica un conjunto orgánico de normas

reguladoras de conductas aplicables de manera general y en forma coercitiva en función de un fin colectivamente pretendido. El sentido de las normas, es una exigencia, un deber ser, no una realidad, no un ser. El derecho supone además una escala de valoraciones, un correlato de jerarquía. Así, el derecho penal aparece tutelando un conjunto de intereses o bienes jurídicos de importancia, de este modo, si estos bienes jurídicos son quebrantados por una determinada conducta, se formulará el juicio de reproche correspondiente, determinándose, en su caso, la pena correspondiente según el juicio de reproche que se efectúe en base a la antijuridicidad de la conducta. Al derecho penal corresponde definir el delito, las conductas que tienen ese carácter y las penas que corresponden en caso de producirse contradicción entre un hecho y una norma.

La criminología también estudia el delito, pero lo hace como una ciencia empírica, que no trata o estudia objetos ideales, si no la realidad bio-psico-social que se encuentra bajo la contravención de la norma.

El derecho penal parte de un objeto real, de un actuar del hombre, pero le preocupan los valores, los objetos ideales conexos a tal hecho.

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La criminología, en cambio, analiza ese mismo objeto, ese mismo fenómeno humano, con una proyección diversa: le interesan los factores (las antiguas “causas”) asociados a su génesis, su extensión, las formas en que se manifiesta individual o colectivamente y la manera en que el control social se ejerce frente a él.

La criminología pretende conocer la realidad para explicarla. El derecho valora, ordena y orienta aquélla con arreglo a una serie de criterios axiológicos. La criminología se aproxima al fenómeno delictivo sin prejuicios, sin mediaciones, procurando tener una información directa de éste.

El derecho, en cambio, acota interesadamente la realidad criminal (de la que, por cierto, sólo tiene una imagen fragmentaria y selectiva), observándola siempre a través del cliché de la norma jurídica, esto es, de forma mediata.

Si a la criminología le interesa como es dicha realidad -la realidad en sí misma, tal como es- para explicarla científicamente y comprender el problema del crimen, al derecho sólo le preocupa en cuanto hipotético presupuesto de hecho de la norma legal: para enjuiciarla y sancionarla

La criminología utiliza una serie de herramientas y técnicas de investigación como los conocimientos médicos, la exploración fáctica, la entrevista, la utilización de cuestionarios, la observación, la discusión en grupo e intercambio de opiniones, la experimentación, la utilización de test de diversa índole, medición de resultados, utilización de medios sociométricos, el estudio de casos y biografías, seguimientos de casos, confirmación a través de estudios paralelos, estadística, etc. El derecho se autosustenta en la norma jurídica.

En concepto del profesor Bustos, el derecho penal se preocupa de la definición normativa de la criminalidad como forma de poder del Estado, la criminología, en cambio, estudia cómo surgen al interior del sistema esos procesos de definición. De esta manera ambas disciplinas conforman una unidad normativa y empírica. Por ello, desde esta perspectiva, la Criminología surge como una disciplina crítica respecto del Derecho Penal: pone en cuestionamiento esos procesos de definición y evita un legislador satisfecho con lo que hace, el ejercicio de la

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coacción sobre las personas. Por eso esta forma de ver el control penal implica inevitablemente un cuestionamiento de sus bases mismas y por consiguiente la deslegitimación del poder de definición, que, todo lo más, se puede justificar desde la necesidad. Pero ésta no es la única visión de la criminología.

Tradicionalmente fue considerada como el estudio de la criminalidad, de la desviación de la norma en general. Desde esta perspectiva, la criminología estudia como un problema del ser y consecuentemente como una legitimación del poder del Estado para intervenir coactivamente sobre las personas.

La criminología adquirió autonomía y rango de ciencia cuando el positivismo generalizó el empleo del método empírico, esto es, cuando el análisis, la observación y la inducción sustituyeron a la especulación y el silogismo superando el razonamiento abstracto, formal y deductivo del mundo clásico, pues según Isidoro Augusto María Francisco Javier Compte, someter la imaginación a la observación y los fenómenos sociales a las leyes implacables de la naturaleza es una de las virtudes del método positivo, el método empírico. De hecho, según Enrico Ferri, la lucha de escuelas: positivismo versus clasicismo, no era sino un enfrentamiento entre partidarios del método abstracto, formal y deductivo (los clásicos) y quienes propugnaban el método empírico e inductivo (los positivistas).

El Objeto de la CriminologíaTradicionalmente se consideró que el objeto de la

criminología era el delito y el delincuente, sin embargo a partir de la segunda mitad del siglo XX, el objeto de la criminología se fue ampliando progresivamente incluyendo a la víctima, la prevención y el control social.

La ampliación del objeto de la criminología reflejó un profundo cambio y una crisis de la ciencia criminológica y de sus paradigmas, siendo cuestionadas las bases que sustentaban el conocimiento de la cuestión criminal: la criminología tradicional descansaba sobre un sólido y pacífico consenso: el concepto legal de delito, no cuestionado; las teorías (etiológicas) de la criminalidad, que tomaban de aquel su auténtico soporte “ontológico”; el

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principio de la diversidad (patológica) del hombre delincuente (y de la disfuncionalidad del comportamiento criminal); y los fines asignados a la pena, como respuesta justa y útil al delito, que constituían sus cuatro pilares más llamativos.

1.- Concepto criminológico de delito.El delito interesa a diversas disciplinas como la

sociología, la filosofía, el derecho penal, etc. Para la criminología el delito tiene un concepto diverso del utilizado por el derecho, pues para esta ciencia no existe un concepto único, unívoco y pacífico de delito y porque corresponde a la ciencia criminológica determinar su contenido sin someterse a las definiciones dadas en otros ámbitos.

Si hay algo que caracteriza la justicia penal moderna, a diferencia de la justicia “a secas”, es que ésta requirió de la existencia de un concepto autónomo de delito. Pensado el delito como una entidad clave autónoma, pues para la existencia de la justicia penal, en los términos que la conocemos hoy, debía definir previamente el objeto del que se iba a hacer cargo. El delito no existió siempre como lo consideramos hoy. Durante muchos siglos la palabra delito era sinónimo de la palabra pecado. La recuperación jurídica del derecho romano en un contexto católico hizo que ésta palabra (pecado) de origen romano se utilizara con un contenido de carácter religioso, produciéndose la confusión entre la noción de delito y pecado (para nosotros, hoy). Esta identidad de delito y pecado va a mantenerse hasta el siglo XVII y XVIII, tanto es así que autores como Beccaria, Feüerbach, Romagnosi, etc., identifican la palabra delito con la palabra pecado, entendida ésta como una vulneración a la ley civil, como ley del Estado. Incluso se va a decir explícitamente en esos textos que la ley civil no se ocupa de las leyes de Dios, sino de las leyes del Estado. Los juristas de la época que se ocupaban del derecho usaban análogamente las palabras delito y pecado. Se entendía que el delito era la violación de la ley civil. Aquí se produce el primer gran hito para alcanzar un concepto de delito tal como lo conocemos hoy. Sin embargo estamos a la mitad del camino, como decía el Dante, estamos en el “mezzo del camino”. Así a partir el siglo XVII comienza a separarse la

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noción de pecado y delito, pero no se separan de un día para el otro. Nuestra noción de delito, tampoco se parece a la noción de delito que utilizaba Montesquieu en el “Espíritu de las Leyes” de 1748, quien lo entendía como una violación de la ley civil, de la ley del Estado. No se parece en nada porque en gran medida todos sabemos que hay muchos actos que regula la ley civil, pero que no son delito tal como nosotros lo entendemos retrospectivamente. Pero sólo a partir de Montesquieu empieza a entenderse el delito tal como lo entendemos hoy. Pues la violación de ley civil sólo justifica la existencia de la justicia a secas, es decir, trataba con la violación de un contrato de arrendamiento, de un exceso de velocidad, o de un hurto. Sin embargo, todos sabemos que se trata de hechos distintos, que no pueden ser juzgados por la misma ley. Esta separación no fue fácil, pues hoy aun es difícil decir qué es un delito. Una forma fácil sería decir que el delito es lo que la ley penal dice que es delito, pero eso simplemente traslada el problema. ¿Pues qué hace que una ley sea penal, o qué hace que el delito sea delito?

El concepto delito es fruto de un doble proceso de separación. Primero, tal como lo vimos, fue la separación entre delito y pecado. Segundo, fue la separación entre el delito civil y el delito penal. Un autor canadiense señaló que más que una liberación del derecho penal, fue una liberación del derecho civil, un derecho civil más moderno y civilizado, apartado de ese derecho tan bárbaro y violento, cuya principal herramienta es el uso de la fuerza mediante la aplicación de la pena; pues, como sabemos, el derecho civil dice relación con una actividad de reparación, de devolución, etc. Este proceso de separación, sólo se empieza a perfeccionar a partir el siglo XVIII y la existencia del concepto de delito es un prerequisito de la existencia de la justicia penal. El eje de esta segunda separación fue, por una parte, la construcción del concepto de crimen lesa majestatis. La palabra crimen hasta el siglo XIV en el contexto europeo, estaba asociado fuertemente al concepto de “ofensa” que es una palabra origen germánico, es decir, hay un ofensor y un ofendido, que son personas de carne y hueso, pues para el derecho germánico no eran comunes las entidades ficcionales o personas jurídicas. Para que haya una ofensa, debe haber un daño a una o más

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personas. El daño de la ofensa, está asociado a un esquema de partes, una dañada y otra que daña. El concepto de crimen lesa majestatis nace a partir de una coyuntura histórica en el siglo XIV y XV, en el contexto europeo, donde se comienzan a consolidar las monarquías. Los reyes, estos, tal como los conocemos hoy surgen a partir de esa época. Una de las cosas fundamentales que hacía que el rey fuera tal, era que sus súbditos le obedecieran, lo que se traduciría una cuestión muy práctica, dinero, riqueza. Había un momento fundamental en el que los súbditos le mostraban su obediencia, cuál es, cuando los súbditos le pagaban los tributos, no sólo los siervos, sino también los señores feudales súbditos del rey. Una de las cosas cruciales para los reyes era que se procurara el tesoro del rey. Así surgen los procuradores del rey, que son los antecesores históricos de los fiscales, quienes procuraban el respeto y la autoridad mediante la recaudación del tesoro del rey.

La principal ofensa que se podía inferir al rey era desobedeciéndolo, como por ejemplo, no pagarle los tributos, o intentar matarlo; lo cual no era infrecuente. El crimen lesa majestatis va a surgir de estas dos fuentes. En el caso de quien intenta matar al rey no hay duda de que hay una ofensa al rey, pues hay una ofensa entre dos, el rey y quien intenta matarlo, es decir, hay un crimen, una ofensa. En el caso del no pago de los tributos es un poco más complejo. La ofensa iría por el lado de la desobediencia al rey, es decir, al no pagarle desobedezco sus órdenes y también habría una ofensa entre partes.

Se va a romper esta forma de pensar cuando al rey, además de los dos casos anteriores, le interesaron los casos en que A o B intentan matar a C. Esta fue una revolución en la forma de concebir el crimen, pues trasladó el crimen de la lógica de la ofensa a la lógica de la infracción. Por qué le interesaron estos casos al rey?, por qué puede decir el rey que el ofendido también es él? Es cierto que al rey no le afecta personalmente, pero sí a alguien intenta matar injustamente a otro también se viola su ley, se le viola a él de igual modo, pues se le desobedece. Ataca al rey al desobedecer su ley. Este proceso de confiscación de la noción de delito por la noción de infracción es clave para entender la separación entre ilícito civil e ilícito penal. La diferencia clave entre ilícito civil e ilícito penal, es que en el

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segundo caso, además de ofender a la parte, se ofende al príncipe. Entonces requiere necesariamente esta superposición de ofendidos. Hay un famoso libro del profesor German Cantorovic titulado “Los dos cuerpos del rey”, donde explorando la teoría política en la monarquía, el rey pasó a ser un personaje trascendental para la cultura moderna por la encarnación de cuerpos místicos o cuerpos ficcionales, pues, además de su cuerpo carnal posee otro cuerpo, posee un cuerpo místico, el de autoridad. La noción de infracción vino a reemplazar la noción de ofensa y vino a poner este cuerpo místico presente en toda infracción. Sin embargo, con la Revolución Francesa, y en otras monarquías, al cortarle cabeza al rey se produjo un problema, pues al no haber rey, tampoco había cuerpo místico del rey, en consecuencia era necesario solucionar este problema. ¿Cómo se hacía subsistir la idea de ilícito penal separado de la idea de ilícito civil que es el ilícito entre partes propio de la cultura germánica?, bueno, era necesario un cuerpo místico que reemplace al cuerpo místico del rey. Había que inventar otro cuerpo místico, este cuerpo éramos todos, la sociedad en su conjunto. Los autores ilustrados al construir un discurso moderno acerca del derecho penal van a recurrir a la metáfora del contrato social, que es una metáfora perfecta para reemplazar al cuerpo del rey. Desde Beccaria hasta Kant van a recurrir a esta metáfora, que es necesaria para esta noción de delito. El delito, en consecuencia, además de ofender a la persona de carne y hueso, los ofende a todos, pues ofender la ley que es la ley de todos.

Todo esto es una precondición para la existencia de la justicia penal tal como la conocemos hoy.

Para el derecho penal, el delito tiene carácter formal y normativo impuesto por necesidades y exigencias de legalidad y seguridad jurídica: delito es toda conducta prevista en ley penal y sólo aquella que la ley penal castiga. Para la filosofía y la ética, son más importantes cuestiones de orden moral y relativas a la razón.

Ahora, desde un uno de vista moderno, el delito es un concepto de carácter cultural, temporal y normativo.

Sin embargo, el positivismo criminológico en su intento por formular un concepto material del crimen, independiente de toda variable espacial, temporal y legal,

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acuñó el impreciso término de delito natural, que el profesor Rafaelle Garófalo definía como "una lesión de aquella parte del sentido moral, que consiste en los sentimientos altruistas fundamentales (piedad y probidad) según la medida media en que se encuentran en las razas humanas superiores, cuya medida es necesaria para la adaptación del individuo a la sociedad”. La sociología utiliza el concepto de “conductas desviada” como criterio para definir el delito. Las tesis interaccionistas del Labeling approach, han llegado a negar la existencia de un concepto de delito, por entender que éste sólo tiene una naturaleza definitorial, es decir, se trataría de una etiqueta que selectiva y discriminatoriamente el sistema legal atribuye a ciertos autores de las cualidades negativas de ciertos comportamientos.

No obstante lo anterior, el concepto jurídico-penal constituye un obligado punto de partida, pero nada más, porque el formalismo y el normativismo jurídico resultan incompatibles con las exigencias metodológicas de una disciplina empírica como la criminología. Sería un error trasladar al ámbito criminológico el axioma de nullum crimen sine lege que por imperativo rige en el ámbito jurídico, porque el derecho penal constituye un sistema de expectativas normativas que sigue el código lícito-ilícito, mientras la criminología, como ciencia científico-empírica, se ajusta, por el contrario, a un sistema de expectativas cognitivas que responde al código verdadero-falso.

Así, la criminología clásica se sometió a las definiciones jurídico-formales del delito e hizo de este concepto una cuestión metodológica prioritaria. En cambio, la criminología moderna problematiza el concepto y lo enfoca como indicador de otros problemas sociales. Hasta tal punto ha dejado de tener importancia el concepto criminológico de delito, que un gran sector de la doctrina sugiere utilizar un concepto que sea más útil a las necesidades de investigación.

Para la criminología el delito constituye un problema social y comunitario, lo que exige que el investigador tenga una actitud de empatía para abordar y aproximarse al mismo. En cambio, para el penalista el delito es un supuesto de hecho de la norma penal; para el patólogo social, es una lacra, una epidemia. Para el moralista, un

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castigo del cielo. Para el experto estadístico, un guarismo, una cifra. Para el sociólogo, una conducta irregular o desviada. Como sostiene el profesor García-Pablos, “el crimen, requiere de empatía para su comprensión, que desde luego no significa simpatía ni complicidad con el infractor y su mundo, sino interés, aprecio, fascinación por su profundo y doloroso drama humano y comunitario: un drama próximo, cercano, pero al propio tiempo enigmático, impenetrable. Dicha pasión y actitud de compromiso con el escenario criminal y sus protagonistas son perfectamente compatibles con la distancia del objeto y la neutralidad requerida del científico. Contraria a la empatía es la actitud cansina e indiferente, tecnocrática, de quienes abordan el fenómeno criminal como cualquier otro problema, olvidando su trasfondo aflictivo, su amarga realidad como conflicto interpersonal y comunitario. O la estrictamente formalista que ve en el delito el mero supuesto de hecho de la norma penal, el antecedente lógico de la consecuencia jurídica, fundamentos de la inexorable pretensión punitiva del Estado. Y, por supuesto, la respuesta insolidaria de quienes lo contemplan como un “cuerpo extraño” a la sociedad (a la feliz e inocente “casa de la pradera”) producto de la anormalidad o patología de su autor. El crimen no es un tumor, ni una epidemia o lacra social, ni un cuerpo extraño ajeno a la comunidad, ni una anónima magnitud estadística referida al ficticio e irreal “delincuente medio”, sino un doloroso problema humano y comunitario. Apartando el crimen de nuestra vista (como la gran ciudad aparta de la suya todos los vestigios del sufrimiento: cárceles, hospitales, cementerios, etc.); patologizándolo –crimen y sus protagonistas- y anatematizándolo, para justificar la intervención de los psiquiatras o el bisturí de la pena o enmascarando con un cifrado lenguaje estadístico en la carga conflictiva y aflictiva que subyace al mismo –personal y comunitaria-, no cabe un análisis científico válido y útil al problema criminal. Pues dicho análisis no puede perseguir prioritaria ni exclusivamente el castigo del infractor, sino otros objetivos: la explicación convincente del propio suceso delictivo, la reparación satisfactoria de los males que ocasionó y su eficaz prevención o razonable control en el futuro”.

Simon.

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2.- Concepto criminológico de delincuente.La criminología se ocupa del delincuente, de la

persona del delincuente. La persona del delincuente alcanzó su máximo protagonismo como objeto de las investigaciones criminológicas durante la etapa del positivismo. El principio de la diversidad que inspiró la criminología tradicional (el delincuente como realidad biopsicopatológica) convirtió a éste en el centro casi exclusivo de la atención científica.

En la criminología moderna, sin embargo, el estudio del hombre delincuente ha pasado a un segundo plano, como consecuencia del giro sociológico experimentado por la criminología y de la necesaria superación de enfoques individualistas en atención a objetivos político-criminales. El centro de interés de las investigaciones –aun sin abandonar nunca la persona del infractor- se desplaza prioritariamente hacia la conducta delictiva misma, la víctima y el control social. En todo caso, el delincuente se examina en sus interdependencias sociales, como unidad biopsicosocial y no desde una perspectiva biopsicopatológica como sucediera con tantas biografías clásicas orientadas por el espíritu individualista y correccionalista de la criminología tradicional.

No obstante lo anterior, existieron diversas visiones o estereotipos del hombre infractor.

Cuatro fueron las miradas más destacables.Los clásicos partieron de una imagen sublime, ideal

del ser humano, como dueño y señor absoluto de sí mismo, de sus actos. Para los clásicos, el dogma de que la libertad hace iguales a todos los hombres (no hay diferencias cualitativas entre el hombre delincuente y el no delincuente) fundamenta la responsabilidad: el absurdo comportamiento sólo puede comprenderse como consecuencia del mal uso de la libertad en una concreta situación, no a pulsiones internas ni a influencias externas. Para los clásicos el delincuente es un pecador que eligió el mal, pudiendo y debiendo respetar la ley.

El positivismo criminológico, por el contrario, destronaría al hombre privándole de su cetro y de su reinado, al negar el libérrimo control del mismo sobre sus

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actos y su protagonismo en el mundo natural, en el universo y en la historia. El hombre, como dice Ferri, “no es el rey de la creación, como la tierra no es el centro del universo, sino una combinación transitoria, infinitesimal de la vida… una combinación química que puede lanzar rayos de locura y de criminalidad, que puede dar la irradiación de la virtud, de la piedad, del genio, pero no… más que un átomo de toda la universalidad de la vida”. Según Ferri, en libre albedrío es una ilusión subjetiva, que jamás ha sido probada. En consecuencia, el positivismo criminológico inserta el comportamiento del individuo en la dinámica de causas y efectos que rige el mundo natural o el mundo social: en una cadena de estímulos y respuestas, determinantes internos, endógenos (biológicos) o externos, exógenos (sociales), que explica su conducta inexorablemente. Para el positivismo criminológico, el infractor es un prisionero de su propia patología o de procesos causales ajenos al mismo: un ser esclavo de su herencia, encerrado en sí, incomunicado de los demás, que mira al pasado y sabe, fatalmente escrito, su futuro: un animal salvaje y peligroso.

La filosofía correccionalista, a su vez, y el marxismo operan con diferentes imágenes del infractor. La filosofía correccionalista ve al delincuente como un ser inferior, minusválido, incapaz de dirigir por sí mismo –libremente- su vida, cuya débil voluntad requiere de la eficaz y desinteresada intervención tutelar del Estado. Desde la utopía y el eufemismo paternalista del pensamiento correccional, el hombre delincuente aparece ante el sistema como un menor de edad, un desvalido.

El marxismo, por último, responsabiliza del crimen a determinadas estructuras económicas, de suerte que el infractor deviene mera víctima inocente y fungible de aquéllas: la culpable es la sociedad.

El postulado de la normalidad del crimen y del infractor.

Hoy en día parece más ajustado a la realidad y a los conocimientos actuales que el delito y el delincuente son fenómenos sociales normales; y esta visión es la única que permite la búsqueda serena y reflexiva de una respuesta científica al problema del crimen, libre de prejuicios. El

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individuo no es un ser solitario, desarraigado, que se enfrenta con su libertad existencial, sin condicionamientos, sin historia (tesis de los clásicos); pero tampoco la mera concatenación de estímulos y respuestas, una máquina de reflejos y hábitos, preso de su código biológico y genético (tesis positivista), que mira sólo al pasado; ni una pieza insignificante en el engranaje del universo social, mero observador pasivo del devenir histórico (tesis correccionalista) o víctima de las estructuras que él mismo se dio (tesis marxista). Antes bien, el hombre es un ser abierto y sin terminar. El hombre, que cumple las leyes o el que las infringe, no es un pecador, de los clásicos, irreal e insondable; ni el animal salvaje y peligroso, del positivismo, que inspira temor; ni el desvalido, de la filosofía correccional, necesitado de tutela y asistencia; ni la pobre víctima de la sociedad, mera coartada para reclamar la radical reforma de las estructuras de aquélla, como proclaman las tesis marxistas. Es el hombre real e histórico de nuestro tiempo; que puede acatar las leyes o incumplirlas por razones no siempre asequibles a nuestra mente; un ser enigmático, complejo, torpe o genial, héroe o miserable; pero, en todo caso un hombre más, como cualquier otro; como nosotros.

Igualmente ocurre con el postulado de la normalidad del delito (normalidad, claro está, no en el sentido axiológico o valorativo, sino en el estadístico y sociológico): toda sociedad, cualquiera que sea su modelo de organización y abstracción hecha de las numerosas variables de tiempo y lugar, produce una tasa inevitable. El comportamiento directivo es una respuesta previsible, típica, esperada: normal.

¡Qué difícil parece conseguir un diagnóstico científico del problema criminal –un diagnóstico, por tanto, objetivo, sereno, desapasionado- y diseñar una política criminal ecuánime y eficaz si no se admite la normalidad de fenómeno delictivo, y la de sus protagonistas; si se parte, por el contrario, de imágenes degradantes del hombre delincuente o de actitudes hostiles, henchidas de prejuicios y mitos!

3.- La víctima del delito como objeto de la criminología.

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La víctima del delito se encuentra en una situación de abandono. Su máximo protagonismo se produjo durante la época de la justicia primitiva, siendo después drásticamente neutralizada por el sistema legal moderno. La víctima es la que soporta los efectos del crimen (físicos, psíquicos, económicos, sociales, etc.), pero también la insensibilidad sistema legal, el rechazo y la insolidaridad de la comunidad y la indiferencia de los poderes públicos. El denominado “Estado Social de Derecho”, aunque parezca paradójico, las actitudes reales que ha tenido hacia la víctima del delito, oscilan entre la compasión y la demagogia, la beneficencia y la manipulación.

El abandono de la víctima (neutralización) y sus causas.

El abandono de la víctima del delito es un hecho incontestable que se manifiesta en todos los ámbitos. Expertos de otros ámbitos del saber han denunciado que el derecho penal contemporáneo se halla unilateral y sesgadamente volcado hacia la persona del infractor, relegando la víctima a una posición marginal, al ámbito de la previsión social y el derecho civil sustantivo y procesal. En este mismo juego ha caído la criminología, la que tampoco ha exhibido una especial sensibilidad por los problemas de la víctima frente al delito. El sistema legal define con precisión los derechos del inculpado, sin que dicho garantismo a favor del presunto responsable tenga como lógico correlato una preocupación semejante por los de la víctima.

El Estado y los poderes públicos orientan la respuesta oficial al delito con criterios vindicativos, retributivos, desatendiendo las más elementales exigencias reparatorias, de suerte que la víctima queda sumida por lo general en un total desamparo, sin otro papel que el puramente testifical.

Las escasas inversiones públicas parecen siempre destinarse al penado (nuevas cárceles, infraestructura, etc.), como si la resocialización de la víctima no fuera un objetivo básico del Estado “Social” de Derecho.

Más aún, el sistema legal -el proceso- nace ya con el propósito deliberado de “neutralizar” a la víctima, distanciando a los dos protagonistas enfrentados en el conflicto criminal, precisamente como garantía de una

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aplicación serena, objetiva e institucionalizada de las leyes al caso concreto. En efecto, la experiencia había demostrado que no puede ponerse en manos de la víctima y de sus allegados la respuesta al agresor, pues la lógica pasión que el delito desencadena en quien lo padece tiende a instrumentar aquélla, convirtiendo la justicia en venganza o represalia. La respuesta al crimen debe ser una respuesta distante, imparcial, pública, desapasionada. La neutralización de la víctima se halla, pues, en los propios orígenes del proceso legal moderno.

Pero incluso la criminología tradicional prescinde de la víctima, centrando su atención en torno a la persona del delincuente, su etiología y prevención. La víctima se presenta como mero objeto, neutro, pasivo, fungible, estático, que nada aporta a la explicación científica del suceso criminal, a su génesis, dinámica y control en el pensamiento clásico.

Orígenes de la Victimología.Los primitivos estudios victimológicos se

circunscribieron a la pareja criminal, y pretendía demostrar la interacción existente entre autor y víctima. De hecho, uno de los primeros aportes, fue el de dar una nueva imagen más realista y dinámica de la víctima, como sujeto activo capaz de influir significativamente en el propio hecho delictivo, en su estructura, dinámica y prevención.

Poco a poco, la victimología fue ampliando su campo de investigación y del estudio de la pareja criminal, o del fenómeno de interacción, pasó ocuparse de otros temas, por ejemplo actitudes y propensión de los sujetos para convertirse en víctimas del delito, variables que intervienen en el proceso de victimización, tipologías de víctimas, daños que padecen la víctima como consecuencia del delito (victimización primaria) y de la posterior intervención del sistema legal (victimización secundaria), actitudes de la víctima respecto a sistema legal y sus agentes (victimización legal), comportamiento de la víctima-denunciante como agente del control social penal, programas de prevención del delito a través de colectivos de elevado riesgo de victimización, programas reparación del daño y asistencia las víctimas del delito, autoprotección, psicología del espectador del delito, miedo al delito, etc.

Procesos de victimización:

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La victimización es el proceso por el que una persona sufre las consecuencias negativas de un hecho traumático, en particular, de un delito.

El propio fenómeno de la victimización puede examinarse de una perspectiva doble: bien desde el punto de vista del hecho mismo y los factores o variables que lo desencadenan; bien desde el de sus efectos o impacto en la persona que lo padece. La primera dimensión permite a hablar del riesgo de victimización. La segunda, de la vulnerabilidad de la víctima concreta, cuestiones conceptualmente diferenciables, pero interdependientes.

Victimización primaria: suele entenderse como el proceso por el que una persona sufre, de modo directo o inmediato, los efectos nocivos derivados del delito o hecho traumático, sean estos materiales o psíquicos.

Victimización secundaria: abarca los costos personales derivados de la intervención del sistema legal, que, paradójicamente, incrementan el padecimiento de la víctima.

Victimización terciaria: comprendería el conjunto de costos de la penalización sobre quien deba soportar personalmente o sobre terceros, y tendría que ver con la premisa lógica de que los costos del delito sobre las personas o sobre la sociedad deben ser ponderados con los costos de la penalización del infractor para él mismo, para terceros o para la sociedad.

4.- El control social como objeto de la criminología.Paradigma del control social:La Criminología moderna se ocupa del control social

del delito por tener en la actualidad una orientación cada vez más sociológica y dinámica. Esta apertura hacia el control social del delito, no sólo representa una ampliación hacia este nuevo objeto de estudio, sino más bien todo un giro metodológico de gran importancia.

En efecto, la criminología positivista polarizada en torno a la persona del infractor no prestó apenas atención a los problemas del control social. Parte de una visión consensual y armónica del orden social que las leyes positivas se limitarían a reflejar. Los teóricos de la criminología positivista no cuestionaban las definiciones legales ni el cuadro normativo al que éstas responden,

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porque admiten que encarnan los intereses generales. Tampoco someten a críticas el concreto funcionamiento del sistema, el proceso de aplicación de tales definiciones normativas a la realidad. Piensan, antes bien, que las leyes sólo plantean un problema de interpretación reservado al juez. El denunciante, la policía, el proceso penal, etc., se conciben como meras correas de transmisión que aplican fielmente, con objetividad, la voluntad de la ley, de acuerdo los intereses generales a que ésta sirve. La población reclusa, en consecuencia, ofrece una muestra fiable y representativa de la población criminal real, ya que los agentes del control social (policías, proceso, etc.) se rigen por el criterio objetivo del merecimiento (hecho cometido) y se limitan a “detectar” al infractor cualquiera sea éste.

Para el labeling approach, por el contrario, el comportamiento del control social ocupa un lugar destacado. Porque la criminalidad, según sus teóricos, no tiene naturaleza “ontológica” sino “definitorial”, y lo decisivo es cómo operan determinados mecanismos sociales que atribuyen el status criminal: la calificación jurídico penal de la conducta realizada o los merecimientos objetivos del autor pasan a un segundo plano. Más importante que la interpretación de las leyes es analizar el proceso de concreción de las mismas a la realidad social; proceso tenso, conflictivo y problemático. El mandato abstracto de la norma se desvía sustancialmente al pasar por el tamiz de ciertos filtros altamente selectivos y discriminatorios, y no porque profesen unos valores criminales “per ser” -ni porque delinquen más- sino porque control social se orienta prioritariamente hacia ellas, contra ellas. El control social, por ello, no se limita a detectar la criminalidad y a identificar al infractor, sino que crea o configura la criminalidad: realiza una función “constructiva”. De suerte que ni la ley es expresión de los intereses generales, ni el proceso de aplicación de ésta a la realidad hace bueno el dogma de la igualdad de los ciudadanos. Los agentes del control social formal no son meras correas de transmisión de la voluntad general, sino filtros al servicio de una sociedad que, a través de los mismos, perpetúa sus estructuras de dominación y potencia las injusticias que la caracterizan. En consecuencia, la población penitenciaria, subproducto final del

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funcionamiento discriminatorio del sistema legal, no puede estimarse representativa de la población criminal real -ni cualitativa ni cuantitativamente- como tampoco lo son las estadísticas oficiales

El control social y sus instancias:Toda sociedad o grupo social necesita de una

disciplina que asegure la coherencia interna de sus miembros, por lo que se ve obligada a desplegar una rica gama de mecanismos que aseguren la conformidad de éstos con sus normas y pautas de conducta. Por control social se entiende el conjunto de instituciones, estrategias y sanciones sociales que pretenden promover y garantizar dicho sometimiento del individuo a los modelos y normas comunitarias. Para obtener la conformidad o adaptación del individuo a sus postulados normativos se sirve la comunidad de dos clases de instancias o portadores del control social: las instancias formales e instancias informantes.

Agentes informales del control social son: la familia, la escuela, la profesión, la opinión pública, etc. Formales: la policía, la justicia (particularmente el proceso penal), la administración penitenciaria. Los agentes del control social informal tratan de condicionar al individuo, de disciplinarle a través de un largo y sutil proceso que comienza en los núcleos primarios (la familia), pasa por la escuela, la profesión y la instancia laboral y culmina con la obtención de su actitud de adhesión o conformista, interiorizando el individuo las pauta de conducta transmitidas y aprehendidas (proceso de socialización). Las sanciones utilizadas por estos agentes son de diversa naturaleza, y más que condenar, intentan reforzar las normas y realinear al sujeto a las pautas de conducta esperadas.

Cuando las instancias informales del control social fracasan entrar en funcionamiento las instancias formales, que actúan de modo coercitivo e imponen sanciones cualitativamente distintas de las sanciones sociales: sanciones estigmatizantes que atribuyen al infractor un singular status (desviado, peligroso, delincuente). Dentro del sistema de control formal, el derecho penal simboliza el sistema normativo más formalizado, con una estructura más racional y con el más elevado grado de división del

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trabajo y de especificidad funcional entre todos los subsistemas normativos.

Norma, proceso y sanción son tres componentes fundamentales de cualquier institución de control social, orientadas a asegurar la disciplina social, afianzando las pautas de conducta que el grupo reclama. A medida que aumenta el grado de institucionalización, es decir, de distanciamiento del individuo afectado y de permanencia de la respectiva instancia de control social, aumenta también el de su formalización, graduando la gravedad de las sanciones o estableciendo un proceso para imponerlas. Dicha formalización cumple importantes funciones: selecciona, delimita y estructura la posibilidad de acción de las personas implicadas en el conflicto, orientándolas; distancia al autor de la víctima y regula sus respectivos ámbitos de respuesta, sus roles y expectativas; protege a la parte más débil, arbitrando diversas opciones típicas en función del carácter del conflicto y del rol del agente, con independencia de su poder social; y, por último, abre vías de solución definitivas a dicho conflicto, de forma pacífica e institucionales.

El examen pormenorizado de la actuación del control social -de sus instancias formales e informales- constituye uno de los objetivos metodológicos prioritarios del labeling approach (etiquetamiento). Este ha resaltado tres características del control social penal: 1.- su comportamiento selectivo y discriminatorio (el criterio del estatus social prima por sobre el de los merecimientos objetivos del autor de la conducta); 2.- su función constructiva o generadora de criminalidad (los agente del control social no “detectan” al infractor sino que “crean” la infracción y etiquetan al culpable como tal); y 3.- el efecto estigmatizador del mismo (marca al individuo, desencadenando la llamada “desviación secundaria” y “las carreras criminales”). Se acepten –o no- estas premisas teóricas, lo cierto es que hoy no puede ya cuestionarse que la reacción social condiciona en buena medida el volumen y estructura de la criminalidad.

Debido al aumento progresivo de la tasa de criminalidad, tradicionalmente se ha creído que esto es producto del fracaso del control social en general, sea éste formal o informal, puesto que se entiende que el control

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social tiene como función la de controlar y reducir las tasas de delincuencia; ya sea porque la familia, el colegio, la iglesia, la empresa, o los controles formales, en especial el penal, que no obstante infundir la amenaza de la pena no han logrado reducir las tasas de criminalidad. Sin embargo, esta conclusión es errada fundamentalmente por dos razones: se ha demostrado que el crimen es connatural a las sociedades de modo que su eliminación es una utopía, y segundo, porque todo programa que persigue como objetivo fundamental un mejor rendimiento del control social formal, responde al modelo de la llamada prevención terciaria, la menos eficaz aunque pueda parecer lo contrario a corto plazo, precisamente porque opera de modo tardío y sintomatológico, dónde y cuándo el problema social se manifiesta, pero no dónde, cuándo y cómo el conflicto se genera.

Evolución Histórica de la Criminología.El crimen es un fenómeno social tan antiguo como la

existencia de las sociedades humanas y su preocupación surge con la aparición del crimen mismo, pues siempre existido una experiencia cultural y una imagen o representación de cada civilización en torno al crimen y al delincuente.

En un sentido estricto, la criminología es una disciplina “científica”, de base empírica, que surge al generalizar este método de investigación (empírico-inductivo) la denominada escuela positivista italiana, cuyos máximos representantes fueron Lombroso, Garófalo y Ferri. El último tercio del siglo XIX sella los orígenes de esta nueva ciencia, y la Scuola Positiva es la línea divisoria entre la etapa precientífica y la científica, esto es, por el tránsito de la especulación, de la deducción, del pensamiento abstracto-deductivo, a la inducción, al método positivo.

Etapa precientífica:

En esta etapa existen dos enfoques claramente diferenciados, que se diferencian fundamentalmente por el método empleado.

El clásico, producto de las ideas de la ilustración, de los reformadores, y del derecho penal clásico; y por otra, el

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empírico, que está referido a las investigaciones sobre el crimen llevadas a cabo de forma fragmentaria por especialistas de diversas procedencias, como antropólogos, psiquiatras, fisonomista, frenólogos, etc., teniendo como característica el sustituir la especulación por el análisis, la observación y la inducción.

La criminología clásica.La criminología clásica asumió el legado liberal,

racionalista y humanista de la ilustración, especialmente su orientación iusnaturalista.

Concibe el crimen como un hecho individual, aislado, como mera infracción de la ley: es la contradicción con la norma jurídica lo que da sentido el delito sin que sea necesaria una referencia a la personalidad del autor (mero sujeto activo de ésta) ni a la realidad social o torno de aquél, para comprenderlo. Lo decisivo es el hecho mismo, no el autor. Concibe el mandato de la ley como justo, igual para todos y aceptado que el delincuente infringe en una decisión soberana y libre. La escuela clásica, no efectúa ningún planteamiento ni propuesta etiológica del delito, ya que su premisa iusnaturalista la conduce a referir el origen del acto delictivo en una decisión “libre” de su autor, incompatible con la existencia de otros factores o causas que pudieran determinar el comportamiento de éste.

El punto débil de esta concepción no fue tanto la carencia de una genuina teoría de la criminalidad como el intento de abordar el problema del crimen prescindiendo del examen de la persona del delincuente y el medio o entorno social de éste. Como si pudiera concebirse (únicamente) el delito a modo de abstracción jurídico-formal.

Tampoco pudo ofrecer a los poderes públicos de la época las bases e información necesaria para un programa político-criminal de prevención y lucha contra el crimen; salvo el referido al aumento desmedido de las penas fundado en la prevención general; objetivo de especial importancia en un momento de crisis económica y social, y de inseguridad generalizada.

Los principales aportes de la escuela clásica pertenecen más al ámbito de la Penología que al estrictamente criminológico. Su teoría sobre la criminalidad

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no persigue tanto la identificación de los factores que determinan la misma (análisis etiológico) como la fundamentación, legitimación y determinación del castigo. No por qué se produce el delito, si no cuándo, cómo y por qué castigamos el crimen.

Esta visión tiene una explicación histórica, cual es que la escuela clásica debió enfrentarse, ante todo, al viejo régimen, al sistema penal caótico, cruel y arbitrario de las monarquías absolutas. No le podía corresponder aún la misión ulterior de investigar las causas del crimen para combatirlo, era menester, primero, racionalizar y humanizar el panorama legislativo, el funcionamiento de las instituciones, en particular las cárceles; buscando un nuevo marco, una nueva fundamentación del mismo. En consecuencia, la escuela clásica se enfrenta demasiado tarde con el problema criminal: se limita a responder al comportamiento delictivo con una pena justa, proporcionada y útil, pero no se interesa por la génesis y etiología del delito, ni trata de prevenirlo ni anticiparse al mismo.

Criminología empírica.Esta criminología opera dentro del marco de las

ciencias naturales, y no utiliza las ciencias del espíritu; si bien hay que reconocer que no se trata de un marco unitario, homogéneo y cerrado sino del empleo fragmentario y sectorial de un nuevo método: el empírico inductivo, basado en la observación de la persona del delincuente y del medio o entorno de éste. Las principales investigaciones se llevaron a cabo al amparo de diversos campos del saber:

a) en la ciencia penitenciaria, iniciada por Howard y Bentham, se analizó, describió y denunció la realidad penitenciaria europea del siglo XVIII, consiguiendo importantes reformas legales (John Howard, murió de tifus en 1790) o formulando la tesis de la reforma del delincuente como fin prioritario de la administración penitenciaria y la necesidad de acudir al empleo de las estadísticas (Jeremías Bentham).

b) desde el ámbito de la fisionomía, Della Porta y Lavater se ocuparon del estudio de la apariencia externa

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del individuo, resaltando la interrelación entre lo somático y lo psíquico.

c) la frenología, precursora de la moderna neurofisiología y de la neuropsiquiatría, realizó también una importante aportación en esta etapa de tanteos empíricos, al tratar de localizar en el cerebro humano las diversas funciones psíquicas del hombre y explicar el comportamiento criminal como consecuencia de malformaciones cerebrales. Sus más importantes exponentes fueron Gall, Spurzheim, Lauvergne, Cubí y Soler. Este último, tres décadas antes que Lombroso formuló una de sus tesis, sosteniendo que es la causa del comportamiento criminal reside en las organizaciones cerebrales: en la hipertrofia de determinados instintos animales –incorregible- y correlativa carencia de sentimientos morales. “Ciertas protuberancias en las partes delanteras de la cabeza … mucho más abultadas que las superiores -decía el autor- producen una tendencia irrefrenable al crimen”.

d) desde el campo de la psiquiatría, Pinel, realizó los primeros diagnósticos clínicos separando los delincuentes de los enfermos mentales; Esquirol elaboró las categorías clínicas oficiales vigentes en el siglo XIX; Prichard y Despine formularon la tesis de la “locura moral” del delincuente; y Morel para quien el crimen es una forma determinada de degeneración hereditaria, de regresión y la locura moral un mero déficit del sustrato moral de la personalidad.

e) desde la antropología, que parece estrechamente unida a los orígenes de la criminología, se destacan los estudios de Broca y Wilson, y las investigaciones de Thompson sobre numerosos casos. Lucas enunció concepto de atavismo, y Virgilio utilizó el término “criminal nato” dos años antes que Lombroso.

La Estadística Moral o Escuela Cartográfica.Esta escuela tiene especial importancia porque son los

precursores del positivismo sociológico y del método estadístico, quienes aportan la concepción del delito como fenómeno colectivo y hecho social -regular y normal- regido por leyes naturales, como cualquier otro suceso, y requerido de un análisis cuantitativo.

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Para esta escuela el delito es un fenómeno social, de masas, no un acontecimiento individual; el crimen es una magnitud asombrosamente regular y constante, que se repite con absoluta periodicidad, con precisión mecánica, producto de leyes sociales que el investigador debe descubrir y formular; el delito es un fenómeno normal, esto es, inevitable, constante, regular, necesario.

Esta escuela es la precursora de la Sociología Criminal y, probablemente, también, de la propia Criminología, aunque el “mito lombrosiano” haya ensombrecido y eclipsado su valiosa aportación al análisis científico del fenómeno delictivo. A la Estadística Moral debemos la contemplación del crimen como fenómeno de masas, como hecho social y como magnitud mensurable, perspectiva hoy de la que ya no se puede prescindir.

Etapa Científica:

La etapa científica, en sentido estricto, surgen a fines del siglo XIX con el positivismo criminológico, esto es, con la Scuola Positiva italiana que encabezaron Lombroso, Ferri y Garófalo.

Se presenta como crítica y alternativa a la denominada Criminología “clásica”, dando lugar a una polémica doctrinal con ésta, que es, en definitiva, una polémica sobre métodos y paradigmas de lo científico.

La Scuola Positiva presenta dos direcciones opuestas, la antropológica de Lombroso y la sociológica de Ferri, que acentúan la relevancia etiológica del factor individual y del factor social en sus respectivas explicaciones del delito.

El positivismo criminológico representó la superación de las etapas “mágicas” o “teológicas” (del pensamiento antiguo) y “abstractas” o “metafísicas” (del racionalismo ilustrado). Según Ferri, “el positivismo criminológico significó un cambio radical en el análisis del delito: los clásicos habían luchado contra el castigo, contra la irracionalidad del sistema penal del antiguo régimen; la misión histórica del positivismo, por el contrario, será luchar contra el delito, luchar contra el delito a través de un conocimiento científico de sus causas, a objeto de proteger el orden social: el nuevo orden social de la naciente sociedad burguesa industrial”.

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La Scuola positiva.Los postulados del Escuela Positiva pueden

sintetizarse así, en contraposición a los de la Escuela Clásica: el delito se concibe como un hecho real e histórico, natural, y no como ficticia extracción jurídica; su nocividad deriva no de la mera contradicción de la ley que él mismo significa, como de las exigencias de la vida social, incompatible con ciertas agresiones que ponen en peligro las bases de ésta; su estudio y comprensión son inseparables del examen del delincuente y de la realidad social de éste; interesará al positivismo la etiología del crimen, esto es, a la identificación de sus causas como fenómeno, y no simplemente la génesis del mismo, pues lo decisivo será combatirle en su propia raíz, con eficacia y, de ser posible, con programas de prevención realistas y científicos; la finalidad de la ley penal no es restablecer el orden jurídico, sino combatir el fenómeno social del crimen, defender la sociedad; el positivismo concede prioridad al estudio del delincuente, sobre el examen del propio hecho de éste, por lo que cobran particular significación los estudios psicológicos y la propia concepción del criminal como subtipo humano, en todo caso diferente de los demás ciudadanos honestos, siendo esta diversidad la propia explicación de su conducta delictiva. El positivismo es determinista, califica de ficción la libertad humana y fundamenta el castigo en la idea de responsabilidad social o en el mero hecho de vivir en común; por último, y mientras la Criminología Clásica, con sus connotaciones con el pensamiento iluminista, adoptó una postura crítica frente al “ius puniendi” estatal, el positivismo criminológico carece de tales raíces liberales; y propugna un claro antiindividualismo proclive a obstaculizar sin crítica alguna el orden social, a sobreponer la rigurosa defensa de éste a los derechos del individuo y a diagnosticar el mal del delito con simplistas acusaciones a factores patológicos (sobre todo del individuo) que exculpan de antemano a la sociedad.

a)La antropología de Lombroso.La principal obra de Lombroso fue su Tratado

Antropológico Experimental del Hombre Delincuente de

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1876, que marca los orígenes de la moderna criminología, siendo considerado como el fundador de ésta. Lombroso fue médico, psiquiatra, antropólogo y político. La principal aportación de Lombroso a la criminología no reside tanto en su famosa tipología o en su teoría criminológica, como en el método que utilizó en sus investigaciones: el método empírico. Su teoría del delincuente nato fue formulada a la vista de los resultados de más de 400 autopsias de delincuentes y 6000 análisis de delincuentes vivos; y el atavismo que, a su juicio, caracteriza al tipo criminal para el que contó con el estudio minucioso de 25.000 reclusos de cárceles europeas.

Lombroso distinguía en sus tipologías: al delincuente nato (atávico), al loco moral (morbo), el epiléptico, el loco, el ocasional y del pasional; su tipología se enriquecería con el examen de la criminalidad femenina (Donna delinquente) y el delito político. En todo caso, Lombroso mitigaría sus iniciales planteamientos tipológicos con su obra, de madurez, "El crimen, causas y remedios", obra que implica el reconocimiento de la trascendencia de factores sociales y exógenos en el delito.

En la teoría lombrosiana ocupa un lugar destacado la categoría del delincuente “nato”, esto es, una subespecie o subtipo humano (entre los seres vivos superiores, pero sin alcanzar el nivel superior del homo sapiens), degenerado, atávico (producto de la regresión y no de la evolución de las especies), marcado por una serie de estigmas que le delatan e identifican y se transmiten por vía hereditaria.

La tesis lombrosiana ha sido muy criticada, desde los más variados puntos de vista, en especial, su particular evolucionismo carente de toda base empírica. Se critica igualmente su referencia a los estigmas y atavismos, pues no es difícil encontrar cualquier individuo con los rasgos identificatorios sin que haya delinquido. En definitiva, no existe el tipo criminal, de corte antropológico, diferente de cualquier otro individuo no delincuente, dotado de determinadas señas de identidad que le delaten. Ni es correcto examinar el crimen desde la sola óptica del autor, prescindiendo de la relevancia de factores exógenos, sociales, etc.

b)La sociología criminal de Ferri.

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Ferri (abogado, profesor universitario, militante del partido socialista de los trabajadores del que fue cofundador, científico) representa la línea sociológica del positivismo. Ferri, discípulo de Carrra, señaló que el libre albedrío era una mera ficción. Fue criticado por Lombroso por carecer de método investigativo.

Ferri reprocha a los clásicos el no haber pronunciado una teoría de la génesis de la criminalidad, conformándose con partir de la constataación fáctica de ésta, una vez que se ha producido. Él postula, en su lugar, un estudio etiológico del crimen orientado a la búsqueda científica de sus causas.

Para Ferri, el delito no es producto exclusivo de ninguna patología individual (contrario la tesis antropológica de Lombroso), sino -como cualquier otro suceso natural o social- resultado de la acción de factores diversos: individuales, físicos y sociales.

Ferri distinguió entre factores antropológicos o individuales (constitución orgánica del individuo, constitución psíquica del mismo, carácter personales de éste como raza, edad, sexo, estado civil, etc.) factores físicos o telúricos (clima, estaciones, temperatura, etc.) y factores sociales (densidad de población, opinión pública, familia, moral, religión, educación, alcoholismo, etc.).

Ferri postula su teoría denominada de los "sustitutos penales", con la que sugiere un ambicioso programa político-criminal de lucha y prevención del delito prescindiendo del Derecho Penal. Plantea lo siguiente: el delito es un fenómeno social, con una dinámica propia y etiológica específica, en la que predominan los “factores sociales”. En consecuencia, la lucha y prevención del delito debe llevarse a cabo a través de una acción realista y científica de los poderes públicos que se participe a aquél, e incida con eficacia en los factores (especialmente los factores sociales) criminógenos que lo producen, en las más diversas esferas (económica, política, científica, legislativa, religiosa, familiar, educativa, administrativa, etc.), neutralizando dichos factores. Asimismo, para Ferri, la pena por sí sola sería ineficaz, si no va precedida y acompañada de las oportunas reformas económicas, sociales, etc., orientadas por un análisis científico y el etiológico del crimen. De ahí que propugne, como instrumento de lucha

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contra el delito, no el derecho penal convencional sino una Sociología Criminal integrada, cuyos pilares serían la psicología positiva, la antropología criminal y la estadística social.

c) El positivismo moderado de Garófalo.Gran parte del éxito y difusión de la Scuola Positiva se

debe a la prudencia y buen hacer de Garófalo, jurista, magistrado, políticamente conservador.

Se mantuvo fiel a la metodología del positivismo, pero equidistante de la antropología lombrosiana y del sociologismo de Ferri.

Garófalo dio un concepto de delito natural, lo que, a su juicio, permitiría delimitar automáticamente el objeto de estudio, más allá de la exclusiva referencia al sujeto o a las definiciones legales. Este concepto apunta a una serie de conductas nocivas “per se”, para cualquier sociedad y en cualquier momento, con independencia incluso de las propias valoraciones legales cambiantes. Sin embargo su definición decepciona, ya que difícilmente puede elaborarse un catálogo absoluto y universal de crímenes, y menos aún en torno a conceptos tan ambiguos como los de piedad y probidad, prescindiendo de los mandatos penales.

En cuanto a la explicación de la criminalidad, fundamenta el comportamiento y el tipo criminal en una supuesta anomalía -no patológica- psíquica o moral; se trataría, su juicio, de un déficit en la esfera moral del individuo, de base orgánica, endógena, de una mutación psíquica, transmisible por vía hereditaria y con connotaciones atávicas y degenerativas.

El principal aporte de Garófalo es su filosofía del castigo, de los fines de la pena y su fundamentación, así como de las medidas de prevención y represión de la criminalidad. Propugna una defensa del orden social, al que subordina los derechos individuo. El Estado debe eliminar al delincuente que no se adopta a la sociedad y a las exigencias de convivencia. Para Garófalo, la pena debe estar en función de las características concretas de cada delincuente. Descartó las ideas de proporción de la pena y responsabilidad moral y libertad humana como fundamento en la sanción.

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d)Escuelas eclécticas.a) Terza Scuola cuyos representantes más

significativos son Alimena, Carnevale e Impallomeni.Su postura se puede sintetizar en lo siguiente:

distinción entre disciplinas empíricas y disciplinas normativas; visión del delito como producto de una pluralidad de factores; dualismo penal o uso complementario de pena y medidas de seguridad; actitud ecléctica respecto al problema del libre albedrío, conservando la idea de responsabilidad moral como fundamento la pena, y la de temibilidad como fundamento de la media seguridad.

b) Escuela Sociológica Alemana, cuyo representante más destacado es Franz von Liszt. Esta escuela postula el análisis científico de la realidad criminal dirigido a la búsqueda de las causas del crimen; desdramatización o relativización del problema del libre albedrío, lo que conduce al dualismo penal.

Franz von Liszt publica el famoso “Programa de Marburgo” en el que destaca la importancia de la política-criminal. La teoría criminológica de Franz von Liszt no es novedosa ni original, es una tesis multifactorial, ecléctica, que concede importancia a la predisposición individual y al medio o entorno social.

Lo más destacable de Franz von Liszt es la sugerencia de una ciencia total o totalizadora del derecho penal, de la que deberían formar parte, además, la antropología criminal, la psicología criminal y la estadística criminal (no sólo de la ciencia jurídica) a fin de obtener y coordinar un conocimiento científico de las causas del crimen y combatir eficazmente su propia raíz. Se aparta, así, Franz von Liszt de los clásicos, que pretendieron luchar contra el crimen sin analizar científicamente sus causas; pero se aparta, también, de los positivistas, al conservar intacta las garantías individuales y los derechos del ciudadano que, a su juicio, representa -el Derecho Penal- la "barrera infranqueable de cualquier política criminal” (el derecho penal como Magna Charta del delincuente frente al Leviathan, como barrera infranqueable de todo programa social).

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Franz von Liszt propugnó, también, una concepción finalista de la pena, no meramente retributiva, influida por el pensamiento evolucionista.

c) La Escuela o Movimiento de la Defensa Social.Lo específico de esta escuela es el modo de articular

dicha defensa de la sociedad, mediante una oportuna acción coordinada del derecho penal, de la criminología y de la ciencia penitenciaria, sobre bases científicas y humanitarias, al propio tiempo, y de una nueva imagen del hombre delincuente, realista pero digna. Según Marc Ancel, la meta codiciada no debe ser el castigo del delincuente, sino la protección eficaz de la sociedad a través de estrategias no necesariamente penales que se apartan del conocimiento científico de la personalidad de aquél y sean capaces de neutralizar su eventual peligrosidad de modo humanitario e individualizado.

La moderna criminología.

I.- Modelo clásico libero arbitrista.El modelo de la opción racional no se remonta al

pasado para buscar las causas últimas del delito. Por su herencia iusnaturalista (dogma del libre albedrío) hace abstracción deliberada de factores que pueden haber influido en la decisión delictiva (predisposición de éste, pulsaciones internas, frustraciones, etc.) negándole en todo caso relevancia causal, etiológica. Para quienes suscriben este modelo, importa fundamentalmente la propia elección del autor, su opción libre y racional a favor de la conducta delictiva. El modelo de la opción racional pone acento, por tanto, en el presente del autor; en su autonomía para decidir, libre de procesos causales que determinen su conducta como en el utilitarismo de sus actos, guiado por el reclamo de la situación y la oportunidad. En consecuencia, no verá en el crimen la respuesta ciega a conflictos, complejos o tensiones anímicas del sujeto; ni el producto inevitable de la herencia; ni el resultado de un complejo proceso de aprendizaje; o de determinados factores sociales; sino, simplemente, una elección racional y libre del autor.

Este modelo, tiene su origen en el pensamiento ilustrado que profesaba una imagen del hombre como ser

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racional y libre y una concepción consensual del orden social (filosofía del contrato social), que culminó con la llamada Escuela Clásica. El dogma liberoarbitrista no pretende ofrecer una teoría etiológica de la criminalidad, sino el soporte de una respuesta legal, racional y justa al delito.

Posteriormente, orientaciones economicistas lo han convertido en un principio abstracto racional-utilitarista pensado como fundamento al nuevo sistema de penas, el eje y modelo del vector humano. El viejo análisis utilitarista de Bentham, redefinido y arropado con el manto de refinados métodos cuantitativos, convirtieron el arquetipo de la opción racional en un modelo o teoría explicativa del delito con pretensiones de universalidad. Finalmente, el paradigma de la opción racional culmina con la evolución teórica de los modelos prevencionista en los que se integran: teorías situacionales, teorías de las actividades rutinarias y teorías medioambientales.

Teoría de la opción racional como opción económica: los modelos de orientaciones economicistas neoclásicos.

La concepción del delincuente como individuo racional y libre que opta por el crimen en virtud de una decisión guiado por criterios subjetivos de utilidad tiene larga tradición en la Criminología. Hasta el punto que para algunos autores de las actuales teorías economicistas de la criminalidad reproducen, con dos siglos de retraso, el pensamiento de Bentham. La arrolladora influencia de la economía en las ciencias sociales y humanas ha generado el empleo de técnicas de investigación cuantitativas al análisis del problema del crimen. Incluso algunos criminólogos, sostienen que la criminología podría limitarse a hacer extensivo al fenómeno criminal de análisis económico en la conducta criminal.

El análisis económico del delito ha contribuido a consolidar una imagen de normalidad del infractor; a racionalizar la respuesta legal al mismo, optimizando el empleo de los siempre escasos recursos del sistema; y, sobre todo, a diseñar eficaces políticas criminales de prevención y control, ponderando siempre criterios de costos y beneficios.

II.- Teoría de las “actividades rutinarias” (Teoría de la oportunidad).

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La teoría de las actividades rutinarias vincula la racionalidad de la opción delictiva al factor oportunidad, al contexto situacional del autor. Es, pues, una teoría situacional más, que acentúa la relevancia de los factores temporales y especiales, de una parte, y el fracaso del control social, formal e informal, de otra, cuando explica la génesis del delito. Para Cohen y Felson, el significativo incremento de las tasas de criminalidad en los últimos años de bonanza y bienestar guarda relación directa con la concreta forma de organización espacio-temporal de las actividades sociales en la vida moderna, pues ésta depara más y mejores oportunidades. Es decir, existiría una significativa interdependencia entre las actividades rutinarias no delictivas y las actividades rutinarias de los propios delincuentes. La estructura temporal y espacial de las actividades rutinarias legales, el estilo y organización de la vida de la sociedad moderna determina las tasas de criminalidad, cuándo y dónde se concentra éstas, e incluso la idoneidad de las víctimas.

Etiología: La teoría de la oportunidad no se remonta al pasado remoto para diagnosticar las causas del crimen. Se limita contemplar el contexto situacional presente de éste, sus variables temporales y espaciales inmediatas.

Uno de los méritos de esta teoría reside en haber aportado una explicación distinta al paradójico y vertiginoso incremento de la tasa de criminalidad desde la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la notable mejora de los niveles y condiciones de vida. La respuesta no se encontraría, por tanto, en la pobreza ni en la desigualdad e injusta distribución de la riqueza, sino en las inmejorables oportunidades para delinquir con éxito.

Para Cohen y Felson, la efectiva comisión de un delito requiere el concurso temporo-espacial de tres factores: 1) un delincuente motivado y con las habilidades necesarias para poner en práctica sus inclinaciones criminales; 2) un objetivo apropiado (persona, cosa, etc.), esto es, valioso y accesible al infractor; y 3) una ausencia de guardianes que la protejan y eviten el delito.

A juicio de estos autores, la sociedad postindustrial ofrece más y mejores oportunidades de delinquir porque la organización temporo-espacial de sus actividades cotidianas lícitas y estilo de vida de sus ciudadanos

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incrementa el número de objetivos apropiados para el infractor motivado, mejora los medios y recursos técnicos de éste último, y reduce significativamente el rendimiento y efectividad del control social informal.

III.- Teorías del medio o entorno físico.Comparten, también, el modelo o paradigma del

crimen como opción racional libre, un conjunto de teorías y análisis muy heterogéneo que subrayan la relevancia decisiva del espacio físico, medio o entorno en la génesis del comportamiento delictivo. La racionalidad de éste último se vincula entonces a las ventajas y facilidades que ciertos espacios deparan al delincuente, a la fuerza atractiva de los mismos, como explicaría por qué el delito se concentra selectivamente en dichos lugares.

Desde la Escuela de Chicago, las diversas investigaciones criminológicas parecen demostrar que la elevada concentración de crimen en tales áreas de la ciudad no se debe a las características personales de quienes habitan en las mismas sino a las de estas zonas y espacios, tesis ecológica que ha sido objeto de una rica polémica hasta nuestros días y cuya evolución se caracteriza por un progresivo distanciamiento del primitivo modelo de la Escuela de Chicago. Las actuales orientaciones espaciales sustituyen el clásico análisis de áreas por el de lugares concretos y puntos negros de la gran ciudad, microenfoque que se caracteriza por un marcado sesgo prevencionista que prima por sobre el etiológico.

Newman es uno de los más representativos autores de esta corriente quien propugna la de análisis ecológico del defendible space, que orienta la prevención del delito a través del diseño arquitectónico y urbanístico, y ambiental. Le interesa más la prevención del delito que su explicación etiológica. Su modelo está enfocado a espacios y ambientes residenciales que inhiban el delito, creando la expresión física de una fábrica social que se defiende así misma. Se trata, en definitiva, de potenciar ciertos intereses comunes y relaciones interpersonales de vecindad en aras de una mayor eficacia en el control social informal; de llevar a cabo una acción planificadora y preventiva de la criminalidad –de la ocasional, sobre todo, muy sensible a las características

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espaciales, arquitectónicas y urbanísticas del medio- en la que la delimitación de los espacios (públicos, semipúblicos, privados), la clara distinción e identificación de los vecinos y de los extraños; y el autocontrol de ciertos ámbitos (accesos, entradas, pasadizos, ascensores, etc.) juegan un rol decisivo.

Modelos Científico-positivistas y Neopositivistas.

Modelos Biologicistas.Las orientaciones biológicas exponen sus argumentos

con un muy elevado empirismo. Poseen una incuestionable vocación clínica y terapéutica, que prima sobre otras proyecciones del saber científico. El aprovechamiento político criminal, empero, del núcleo de conocimientos que suministran no siempre se verá libre de grandes dificultades prácticas y de sospecha de todo tipo, por ser identificadas con el movimiento neolombrosiano o postlombrosiano, pero lo cierto es que son las más próximas a algunos de los ideales del positivismo criminológico, pues parten de la premisa de que el hombre delincuente es "distinto" del no delincuente y que en dicho factor diferencial reside la explicación última del comportamiento delictivo: la búsqueda de un trastorno, patología, disfunción o anormalidad, es una de las características comunes a todos los enfoques biologistas.

1.- Antropometría: inicialmente se le identificó con la antropología. Se ideó un complejo sistema de medidas corporales (11) que unidas a la fotografía de los delincuentes pretendía servir como instrumento de identificación de éstos. Según Bertillón, midiendo la estatura, la longitud de la cabeza, la del dedo medio, la máxima de los brazos, etc. pudieron ser identificados muchos delincuentes que, en otro caso, hubiera escapado la justicia.

2.- Antropología: las investigaciones realizadas en este ámbito son particularmente tributarias de la herencia lombrosiana, ya que la hipótesis fundamental de la antropología criminal es la existencia de un tipo humano inferior, degenerado, hipoevolutivo, dotado de características singulares, distinta de los demás individuos no delincuentes, y con una poderosa carga hereditaria.

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3.- Biotipología: es una disciplina científica que versa sobre el tipo humano, atendiendo al predominio de un órgano o función. La premisa de las investigaciones biotipológicas es la existencia de una correlación entre las características físicas del individuo y sus rasgos psicológicos, entre tipo somático o corporal y tipo mental, características pegamento.

4.- Moderna Neurofisiología: el descubrimiento del electroencefalógrafo, aparato que permite el registro gráfico de la actividad eléctrica de cerebro, ha potenciado una serie de investigaciones científicas que permiten demostrar una clara correlación entre determinadas irregularidades o disfunciones cerebrales y la conducta humana, concretamente, la criminal.

5.- Sistema Nervioso Autónomo: según una hipótesis muy reciente, el funcionamiento del sistema nervioso autónomo puede predisponer a la persona a un comportamiento antisocial, y en su caso delictivo, por la importancia que tiene el proceso de socialización. Las psicopatías son el ámbito preferido de los estudios realizados para verificar esta hipótesis

6.- Endocrinología.7.- Bioquímica y sociobiología.8.- Genética criminal: se concentran los estudios sobre

familias criminales, los estudios sobre gemelos, estudios sobre adopciones, malformaciones cromosómicas, etc.

Modelos Psicologistas.Es un conjunto de modelos teóricos que pretenden

explicar el comportamiento delictivo en función de determinados procesos psíquicos normales o patológicos. Existen modelos que desarrollan sus teorías en distintos ámbitos, distinguiendo se entre los ámbitos de la psicología, la psicopatología y el psicoanálisis.

1.- Teoría Psicoanalítica: esta teoría postula un análisis retrospectivo para revelar las ocultas motivaciones del delincuente. Sin embargo, no existe un cuerpo de doctrina unitario y monolítico del psicoanálisis. Difieren, por ejemplo, el férreo biologicismo de FREUD, el sociologicismo de FROMM, el finalismo de ADLER o la psicología analítica de JUNG.

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El modelo psicoanalítico se caracteriza frente a otros modelos por algunos rasgos: se trata de uno modelo psicodinámico, que responde a un poderoso determinismo biológico; concede particular importancia al instinto sexual, sustrato, motor y referencia obligada del comportamiento de todo individuo. Su teoría psicosexual distingue varias etapas en el desarrollo de la líbido, que determinan el psiquismo y la personalidad del individuo (oral, anal, fálica, de latencia y genital); la división topográfica del psiquismo (consciente, preconsciente e inconsciente) y resalta la trascendencia etiológica e interpretativa de esta última; distingue tres instancias mentales (ello, yo y súper yo).

El pensamiento psicoanalítico ortodoxo viene de Freud, quien parte de la radical contraposición de dos instintos básicos en el hombre: el de la vida o “Eros”, fuertemente matizado en su acepción sexual y el de la muerte o destrucción “Thanatos”, instinto este último que permite asociar las raíces últimas del comportamiento delictivo y dicha fuerza destructora innata. El complejo de Edipo tiene particular interés en la teoría Freudiana, pues muchos actos criminales, según el autor, tienen explicación en aquel complejo, que lejos de suceder, precede e impulsa la comisión del delito y tendría su origen en una vivencia inconsciente del niño.

Las modernas orientaciones psicoanalíticas amplían su temática convencional al estudio de actitudes colectivas (psicología del castigo, psicología de la sociedad sanadora, etc.) y prefieren explicar el crimen no como producto de desequilibrios o conflictos intrapsíquicos, sino como consecuencia de una defectuosa interiorización por parte del individuo de las normas sociales.

2.- Teorías Psíquicas de la Criminalidad (Psicopatologías): hoy no puede sostenerse una asociación entre crimen y enfermedad mental, o que delincuente sea un loco, ni que la locura genere necesariamente criminalidad. Del mismo modo que no todo delincuente es psicópata, ni, desde luego, todo psicópata delinque. Pero tradicionalmente otras han sido a lo largo de la historia las ideas sobre el delincuente e incluso sobre el propio concepto de salud y enfermedad mental.

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La moderna psiquiatría, en todo caso, ha experimentado una evolución sensible. Si bien la psiquiatría somática puede seguir vigente en la praxis terapéutica, su marco teórico ha sufrido cambios significativos, desplazándose el centro de gravedad de la psiquiatría “pesada” (psicosis) a la “ligera” (neurosis). La clasificación convencional de enfermedades y trastornos mentales se diversifica progresivamente. Pasa a un primer plano la funcionalidad y objetividad de unos y otros, esto es, la determinación del aspecto concreto del comportamiento o facultad afectada y su impacto en la personalidad del individuo. El modelo “clínico”, orgánico o biofísico, de enfermedad mental es sólo uno de los posibles modelos que la psiquiatría actual (con él coexisten el conductista, el psicodinámico, el sociológico, etc.).

La Psicopatología criminal se ocupa de los signos y síntomas que constituyen la enfermedad mental dicotomizando y estudiando al hombre delincuente en sus diversas funciones psíquicas mediante el establecimiento de una serie de categorías y reglas generales.

A la criminología interesa investigar, no la incidencia de estos trastornos y alteraciones en la imputabilidad del sujeto, o su capacidad civil, sino la criminogénesis de los mismos, esto es, la relevancia etiológica que pueden tener en la génesis del comportamiento delictivo.

De entre las enfermedades que son objeto de mayor estudio, se encuentran las oligofrenias (retraso mental); las demencias (trastornos orgánicos cognoscitivos); los trastornos relacionados con el consumo y dependencias del alcohol y drogas; las esquizofrenias (trastornos psicóticos endógemos); el trastorno delirante o paranoia; los trastornos de ánimo y del humor (trastornos bipolares o maníaco-depresivos); trastorno de ansiedad (neurosis); trastornos en el control de los impulsos (cleptomanía, piromanía, ludopatía); los trastornos de personalidad.

3.- Teorías y modelos en el ámbito de la Psicología Criminal: la psicología, bajo la influencia del positivismo, se ocupó el estudio de la personalidad criminal, si bien sus investigaciones no adquirieron la deseable relevancia teórico-científica, por circunscribirse, fundamentalmente, al ámbito clínico-forense y a metas terapéuticas.

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Para el modelo psicodinámico, los determinantes últimos del comportamiento criminal son fuerzas motivacionales, tendencias e impulsos que operan por debajo del umbral de la conciencia. Las raíces del delito se hallan, pues, en el interior del propio individuo: y el único método de investigación será, en consecuencia, el prospectivo. Por su parte, para el conductismo, por el contrario, supone un rotundo desplazamiento del análisis causal de las respuestas humanas del ámbito de las motivaciones internas al de las influencias externas: estímulos y refuerzos. El conductismo busca las claves del comportamiento, con notorio rigor científico-experimental, en las fuerzas del medio, despojando de su tradicional soberanía a los rasgos de la personalidad, a los motivos del infractor y a los determinantes internos de la conducta: ésta se analiza en función de los estímulos que la provocan y los refuerzos que la mantienen.

Modelos Sociológicos.La moderna sociología criminal no se limita, a

diferencia de las concepciones sociológicas periféricas, a resaltar la importancia del “medio” o “entorno” en la génesis de la criminalidad, sino que contempla el hecho delictivo como fenómeno “social”, y pretende explicar el mismo en función de un determinado marco teórico.

La sociología criminal contemporánea tiene un doble entronque, el europeo y el norteamericano. El europeo se debe a Emile Durkheim. El norteamericano se identifica con la escuela de Chicago, de la que surgirán, progresivamente, los diversos esquemas teóricos: teorías ecológicas, subculturales, del aprendizaje, de la reacción social o del etiquetamiento.

Buena parte del éxito de los modelos sociológicos radica en la utilidad práctica de la información que suministran para efectos político-criminales, pues sólo estas teorías parten de la premisa de que el crimen es un fenómeno social muy selectivo, estrechamente unido a ciertos procesos, estructuras y conflictos sociales, y tratan de aislar sus variantes. Sin embargo algunas formulaciones macrosociológicas llegan a prescindir por completo del hombre, desindividualizando la explicación del suceso criminal, que pierde así su faz humana. Incluso algunas

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teorías confunden realidades estadísticas con las axiológicas, el mundo empírico con el de los valores, confiando a la aritmética de las mayorías sociales la distinción entre lo normal y lo patológico.

Pero prescindiendo de tales excesos, los modelos sociológicos constituyen hoy el paradigma dominante y han contribuido decisivamente a un conocimiento realista el problema criminal. Muestran la naturaleza social de éste y la pluralidad de factores que interactúan en el mismo; su conexión con fenómenos normales y ordinarios de la vida cotidiana; la especial incidencia de variables espaciales y ambientales en su dinámica y distribución, que otorgan, por ejemplo, un perfil propio a la criminalidad urbana; el funcionamiento de los procesos de socialización en orden al aprendizaje e identificación del individuo con modelos y técnicas criminales y la transmisión e incidencia de dichas pautas de conducta en el seno de las respectivas subculturas; el componente definitorial del delito, y la acción selectiva, discriminatoria, del control social en el reclutamiento de la población reclusa, etc.

a.- Enfoques Multifactoriales.Son teorías multifactoriales y eclécticas porque

entienden que la criminalidad nunca es resultado de un único factor o causa, sino de la acción combinada de muchos datos, factores y circunstancias.

En la elaboración de su teoría, examinaron mediante equipos multidisciplinarios (asistentes sociales, psicólogos, antropólogos y psiquiatras) 500 parejas de jóvenes delincuentes y no delincuentes, buscando factores diferenciales entre ambos, a objeto de aportar un diagnóstico sobre las causas de la delincuencia y para elaborar tablas de pronósticos al respecto. Tomando como datos de referencia la familia, la escuela, el municipio, la estructura de la personalidad (partiendo de la contemplación de unos 400 factores semejantes en ambos grupos), fueron seleccionando progresivamente aquéllos que parecían de mayor interés. Concluyeron que, para efectos de un pronóstico, los más relevantes serían: la vigilancia joven por sus padres, la mayor o menor severidad con que éstos lo eduquen y el clima de armonía o las desavenencias familiares. Otros autores consideraron como

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variables eventualmente determinantes de la desviación criminal a los males hereditarios, anomalías mentales, constitución física normal, conflictos anímicos, mal ambiente familiar, amistades inadecuadas, frustración de expectativas del individuo, condiciones insatisfactorias para el desarrollo infantil, etc.

Uno de los aportes de estas teorías, fue haber demostrado el simplismo con que operaron las viejas teorías monocausales la criminalidad, al resaltar cómo ésta no puede atribuirse a un único factor o causa, sino a la acumulación o concursos de una pluralidad de condiciones.

Se le critica el hecho de haber seleccionado un sinnúmero de factores, pero sin jerarquizar los y equiparando la relevancia etiológica de unos y otros. Tampoco se explica ni fundamenta de qué forma -y por qué- influyen en el comportamiento criminal ni como interactúan entre sí. El diagnóstico que ofrecen de la criminalidad viene ya condicionado por la selección previa de factores que sirvieron de base a la investigación, y en su diagnóstico poco clarificador, se suele coincidir ya rápidamente con creencias muy arraigadas a las convicciones populares.

b.- Escuela de Chicago: Teoría “ecológica”.La escuela de Chicago es la cuna de la moderna

sociología norteamericana. Se caracterizó por el empleo de la observación directa en todas las investigaciones y por la finalidad práctica a la que se orientaban aquéllas: un diagnóstico fiable de los urgentes problemas sociales de la realidad norteamericana en su tiempo. Sus representantes iniciales no eran sociólogos, ni juristas, sino periodistas.

La principal temática de esta escuela fue el análisis del desarrollo urbano, de la civilización industrial y, correlativamente, la morfología de la criminalidad en ese nuevo medio. Los representantes esta escuela estuvieron atentos al impacto del cambio social, especialmente causado en las grandes ciudades norteamericanas con la industrialización, inmigración, conflictos culturales, etc.

La primera teoría que surge en el ámbito de la escuela Chicago es la teoría ecológica, cuyos máximos exponentes son Park, Burgess, McKenzie, Thrasher, Shaw y McKay.

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El marco de atención de estos autores es la gran ciudad como unidad ecológica, y en su reflexión, en su tesis existe un claro paralelismo entre el proceso de creación de los nuevos centros urbanos y la criminalidad en los mismos, la criminalidad urbana, que es claramente diferenciada desde todos los puntos de vista de la que se produce fuera de tales núcleos urbanos: la ciudad “produce” delincuencia. Esta teoría explica este efecto criminógeno de la gran ciudad acudiendo al concepto de desorganización y contagio inherentes a los propios centros urbanos, y, sobre todo, invocando el debilitamiento del control social que en éstos tiene lugar. El deterioro de los “grupos primarios” (familia, etc.), la modificación “cualitativa” de las relaciones interpersonales que se tornan superficiales, la alta movilidad y consiguiente pérdida de arraigo al lugar de residencia, la crisis de los valores tradicionales familiares, la superpoblación, la tentadora proximidad a las áreas comerciales e industriales donde se acumulan riquezas y el mencionado debilitamiento del control social crean un medio desorganizado y criminógenos, caldo de cultivo para todo tipo de desviaciones sociales, particularmente los delitos.

Los movimientos de población en núcleos urbanos como Chicago explican el interés de esta Escuela y de sus planteamientos. Baste con recordar, por ejemplo, que esta ciudad tenía, en 1860, unos 110.000 habitantes (todo su entorno); en 1870, alrededor de 300.000; entre 1880 y 1890, entre 500.000 y 1.500.000; y hacia 1910, más de 2 millones. La explosión demográfica implicaba, además, acusados movimientos migratorios, graves problemas laborales, familiares, morales, culturales, etc.

Park, Burgess y McKenzie, explicaron que el crimen es producto de la desorganización propia de la gran ciudad, en la que se debilita el control social y se deterioran en las relaciones humanas, propagándose el clima de vicio y corrupción contagiosos. Thrasher examinó 1313 bandas que operaban en Chicago, integradas por un total de 25.000 miembros, llegando a la conclusión de que en dicha urbe de existía una zona o terreno de bandas, espacio que definió tanto geográfica como socialmente, y al que pertenecería la zona de fábricas, ferrocarriles, oficinas y almacenes de la ciudad. De tal constatación dedujo que la

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criminalidad surge en los confines de la civilización y en zonas que muestran insuficiencias en las condiciones elementales de vida.

La idea de “desorganización social” ocupa una posición estelar en la teoría ecológica, pero ha sido -y con razón- muy criticada. Se ha dicho que no refleja la realidad de ciertas áreas, sino los prejuicios de los investigadores incapaces de acceder a aquéllas y entenderlas. Y, sobre todo: que induce a error, porque los barrios y áreas a las que se refiere no carecen, desde luego, de organización, que la tienen; quizá lo que sucede es que ésta no es capaz de insertarse en la estructura la ciudad, o, simplemente, no se trata de una organización para autoprotegerse del delito.

La posterior evolución de las teorías espaciales tomó distancia de los modelos ecológicos primitivos. Las modernas investigaciones ecológicas parecen orientarse a la prevención del delito a través del diseño arquitectónico del espacio urbano, buscando, además, una correlación específica entre determinados lugares de la ciudad y sendas manifestaciones delictivas.

Este nuevo enfoque sostiene que carecen de sentido los mapas de áreas tradicionales, que pretendían delimitar las zonas criminógenas, lo correcto sería una búsqueda en la relación espacio específico-tipo de delito.

En la actualidad, cabe observar un verdadero renacimiento ecológico, que subraya la importancia del barrio y el medio físico en la génesis de la criminalidad, así como la gran complejidad del fenómeno delictivo, de su transmisión, evaluación etc.

c.- Teoría de la “anomia” o estructural-funcionalista.Los principales exponentes de esta teoría son

Durkheim, Merton, Cloward y Ohlin.Esta teoría surge en el contexto de economías

vigorosamente industrializadas y de profundos cambios sociales, con el consiguiente debilitamiento y crisis que los modelos, normas y pautas de conducta de dichas sociedades.

Sus postulados de mayor trascendencia criminológica son dos: la normalidad y la funcionalidad del crimen.

Normalidad, porque el crimen no tendría su origen en ninguna patología individual ni social, sino en el normal y

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regular funcionamiento de todo orden social. Aparecería inevitablemente unido al desarrollo del sistema social y a fenómenos normales de la vida cotidiana.

Funcionalidad, en el sentido de que tampoco sería un hecho necesariamente nocivo, dañino para la sociedad, sino todo lo contrario, funcional, en el orden de la estabilidad y el cambio social.

Durkheim parte de la observación de un dato sobre el que ya llamaron la atención los “estadísticos morales”: el volumen constante de la criminalidad; esto es, la existencia inevitable, en cualquier tipo de sociedad y en cualquier momento histórico, de una tasa constante de delincuencia. De tal hecho Durkheim infirió dos consecuencias: i.- que la conducta irregular es inextirpable, desde el momento en que la conducta social se concibe como conducta “reglada” (regulada por normas); ii.- y que las formas de dicha conducta “anómica” estarán determinadas, en cada caso, por el tipo social dominante y su estado desarrollo. Esto significó, frente a las concepciones tradicionales, admitir que el delito es un comportamiento normal, no patológico; y ubicuo, es decir, que se produce en cualquier estrato de la pirámide social y en cualquier modelo de sociedad; derivado no de las anomalías del individuo ni de la propia “desorganización social”, sino de las estructuras y fenómenos cotidianos en el seno de un orden social intacto. Efectivamente, para Durkheim el delito no es sino una modalidad de conducta “irregular”, que debe analizarse no en función de supuestas anomalías del sujeto, sino de las estructuras de la sociedad: es más, es un fenómeno “normal”; pues si la conducta social es conducta “reglada”, el delito es esa “otra cara de la moneda” inseparable de la convivencia. Según Durkheim, lo anormal no es la existencia del delito, sino un súbito incremento o descenso de los valores medios o tasas de criminalidad, ya que una determinada cantidad de crímenes forma parte integrante de toda sociedad sana, y una sociedad sin conductas irregulares sería una sociedad poco desarrollada, monolítica, inmóvil y primitiva. El crimen, pues, cumple una función integradora e innovadora, y debe considerarse como producto del normal funcionamiento de toda sociedad.

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La pena no cumple los fines metafísicos que tradicionalmente se le asignan, sino que surge como cualquier otra institución social de las relaciones estructural-funcionales.

El delito lesiona los sentimientos colectivos, porque el delincuente rompe con lo que es tenido socialmente por bueno y correcto; la pena es, pues, la reacción social necesaria; actualiza aquellos sentimientos colectivos que corren el riesgo de entumecerse. Clarifica y recuerda la vigencia de ciertos valores y normas y refuerza, ejemplarmente, la convicción colectiva sobre el significado de los mismos.

Particular interés en el pensamiento de Durkheim tiene el concepto de “anomia”, concepto que pretende expresar la crisis, pérdida de efectividad y desmoronamiento de las normas y valores vigentes en una sociedad, precisamente como consecuencia del rápido y acelerado desarrollo económico de la misma, y de sus profundos cambios sociales que debilitan la conciencia colectiva.

Robert Merton, sociólogo norteamericano, asume y reelabora la teoría de Durkheim.

En primer lugar, para Merton la “anomia” no es sólo el derrumbamiento o crisis de unos valores o normas por razón de determinadas circunstancias sociales (el desarrollo económico avasallador, el proceso industrializador con todas sus implicaciones), sino, ante todo, el síntoma o expresión del vacío que se produce cuando los medios socio-estructurales existentes no sirven para satisfacer las expectativas culturales de una sociedad. Según el propio Merton, la conducta irregular puede considerarse sociológicamente como el síntoma de la discordancia entre las expectativas culturales preexistentes y los caminos o vías ofrecidos por la estructura social para satisfacer aquéllas.

En este sentido, la teoría de la anomia lógicamente guarda estrecha relación con la filosofía del “sueño americano” y pone de relieve que aquéllos a quienes la sociedad no ofrece caminos legales (oportunidades) para acceder a niveles de bienestar deseados se verán presionados mucho más y mucho antes que los demás a la comisión de conductas irregulares para la consecución de

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aquella meta codiciada. Según Merton, la tensión entre “estructura cultural” y “estructura social” fuerza al individuo a optar por cinco de las vías existentes: conformidad, innovación, ritualismo, huída del mundo o rebelión, todas ellas, excepto la primera, están constituidas de comportamientos desviados o irregulares. A su juicio, por último, la elección vendrá condicionada, en todo caso, por el diverso grado de socialización de aquél y por el modo en que interiorizó los correspondientes valores por normas.

Cloward y Ohlin profundizaron las explicaciones anómicas, resaltando la dirección y connotaciones de esa presión social, según el plano de la pirámide social en que se encuentre el afectado. A juicio de los mismos, el grado de intensidad con que el individuo experimenta aquella tensión entre estructura cultural y estructura social no es uniforme, sino que se reparte de forma desigual según el lugar que se ocupe en la pirámide social: especialmente intensa en el caso de la juventud y las clases sociales menos privilegiadas.

El pensamiento estructural funcionalista inspira, sin duda alguna, un conjunto de teorías que aparecen en el seno de la sociología jurídica alemana moderna (teoría sistémica de la prevención integradora) y entre cuyos representantes destacan Jakobs y Luhmann.

En común tienen todas que trasladan el centro de atención al sistema social, subordinando a un buen funcionamiento -a la producción de un eficaz consenso, por tanto, y sus equivalentes funcionales- cualquier valoración ético-política, ya sea individual o colectiva.

El análisis sistémico aporta, también, un nuevo marco teórico a la legitimación del castigo. La pena no se examina desde un enfoque valorativo (fines ideales de la misma), sino funcional, dinámico, como cualquier otra institución social (funciones reales que la pena desempeña en orden al buen funcionamiento el sistema).

La pena, según la teoría sistémica, cumple una función de preventiva-integradora (distinta de los objetivos “retributivos”, de prevención “general” y “especial” que atribuyera a la misma la dogmática tradicional).

Si el delito lesiona los sentimientos colectivos de la comunidad, lo tenido por bueno y correcto, la pena simboliza la necesaria reacción social: aclara y actualiza

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ejemplarmente la vigencia efectiva de los valores violados por el criminal, impidiendo que se entumezcan; refuerza la convicción colectiva en torno a la trascendencia de los mismos; fomenta y encauza los mecanismos de integración y de solidaridad social frente al infractor, y devuelve al ciudadano honesto su confianza en el sistema.

La idea de “prevención-integración” sustituye al ideal utópico y emancipador de la resocialización del delincuente. La indudable crisis de este último no sugiere a la teoría sistémica reflexión alguna sobre posibles alternativas al actual modelo penitenciario -ni, menos aún, al actual modelo de sociedad-, sino el refuerzo eficaz en el sistema penal, de acuerdo con el modelo “tecnocrático” que propugna a propósito de las relaciones entre ciencias sociales y ciencias jurídicas.

d.- Teorías del Conflicto.A diferencia de las demás teorías sociológicas que

parten del presupuesto lógico de una sociedad monolítica, cuyos valores son el producto de un amplio consenso, las teorías del conflicto presuponen la existencia de una pluralidad de grupos que, eventualmente, discrepan en sus pautas relativas. En efecto, la criminología positivista parte de 4 proposiciones:

- el orden social se fundamenta en el consenso; - el Derecho representa y tutela los valores básicos del

sistema; - el Estado garantiza en la sociedad pluralista una

aplicación neutral de las leyes anteponiendo los intereses generales de la sociedad a los particulares de los diversos grupos;

- la criminología examina las causas del comportamiento criminal que se apartan a ciertas personas de dicho consenso.

En cambio, para las teorías conflictuales, es el conflicto -y no el consenso o la integración normativa- lo que garantiza el mantenimiento del sistema y promueve los cambios necesarios para su desarrollo dinámico y estabilidad. El crimen, en consecuencia, se contempla como expresión de los conflictos existentes que la sociedad, conflictos, por cierto, no necesariamente nocivos para aquélla.

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Los postulados de esta orientación son cuatro: - el orden social de la moderna la sociedad

industrializada no descansa en el consenso sino en el disenso;

- el conflicto no expresa una realidad patológica, sino la propia estructura dinámica del cambio social, siendo funcional en cuanto contribuiría a un cambio social positivo;

- el Derecho representa los valores e intereses de las clases o sectores sociales dominantes, no los generales que la sociedad, gestionando la justicia penal la aplicación de las leyes de acuerdo con dichos intereses;

- el comportamiento delictivo es una reacción al desigual e injusto reparto del poder y la riqueza en la sociedad.

1.- Teorías del conflicto cultural: para esta teoría, la criminalidad es producto del cambio social. La cultura, con sus numerosas contradicciones internas, sería el factor criminógeno por excelencia. Se entiende por cultura al marco cultural en su totalidad, a la escasa credibilidad de ciertos valores tradicionales obligatorios, a la crisis de instituciones heredadas, al impacto antipedagógico de determinados ejemplos, a la doble moral social: la criminalidad deriva de la crisis producto de las contradicciones internas de la cultura vigente.

2.- Teorías del conflicto social: a partir de los años 50, la hipótesis del conflicto ha sido relanzada.

El supuesto monolitismo del orden social, basado en un hipotético consenso, entró en crisis producto de las migraciones, la generación de minorías étnicas, las rebeliones juveniles, etc. Quedó en evidencia que la moderna sociedad democrática era una sociedad plural, antagónica y estratificada, donde coexisten numerosos grupos y subgrupos, con sus respectivos códigos de valores, que tratan de conquistar un espacio social y, de ser posible, el proyecto político que permita definir, de acuerdo con sus intereses particulares, la jerarquía oficial de valores.

Tres de sus proposiciones más significativas son: - el comportamiento discriminatorio de la justicia

penal; - la evolución histórica de ésta de acuerdo con los

intereses de las clases dominantes; y

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- el proceso de criminalización las clases sociales explotadas.

3.- Teorías conflictuales de orientación marxista: estas teorías contemplan el crimen como producto de las relaciones de producción de la sociedad capitalista. Bajo diversas denominaciones (criminología critica, criminología radical, nueva criminología) se fundan en las teorías del pensamiento de MARX y ENGELS.

Con el marxismo o sin el marxismo, el elemento común entre todas las tendencias integradas en la “nueva criminología” o “criminología critica” fue la actitud de abierta oposición al positivismo, reclamando un análisis más interactivo del problema criminal, acorde con el relevante papel que desempeñan en la génesis de la desviación diversas personas e instituciones, incluido el Estado mismo del que el positivismo habría prescindido en el momento de examinar aquella. La pretensión del citado movimiento crítico sería, también, conseguir una criminología integradora, en lugar de una criminología eficaz al solo servicio de los intereses del poder constituido.

El análisis marxista ve siempre en el delito un producto histórico, patológico y contingente a la sociedad capitalista. Contempla el orden social como confrontación de “clases” antagónicas, una de las cuales subyuga y explota a la otra sirviéndose del Derecho y la Justicia Penal.

En efecto, las teorías marxistas conciben el sistema legal como mero instrumento al servicio de la clase dominante para oprimir a la clase trabajadora. Los agentes e instancias de la Justicia Penal son definidos como “administradores” de la criminalidad, porque no se hallarían organizados para luchar contra el delito sino para “reclutar” la población desviada de las filas de las clases trabajadoras que constituyen su cantera natural.

La propia criminalidad, según el pensamiento marxista, no es más que un subproducto final de un proceso de creación y aplicación de leyes que apuntan siempre hacia las clases sometidas.

La criminología radical denuncia sistemáticamente la función legitimadora, conservadora del status quo se habría cumplido, a su juicio, la criminología tradicional al no cuestionar ni criticar tanto los procesos de definición (creación de la ley penal en intereses de la clase

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dominante) como los discriminatorios procesos de selección (aplicación de la ley en perjuicio de las clases oprimidas).

El análisis del desarrollo histórico de las instituciones y agencias del control social de la sociedad capitalista (policía, justicia penal, etc.) es uno de los enfoques más característicos de la metodología marxista, ya que le interesa sobremanera demostrar que los cambios de la legislación y de los portadores del control social responden a la evolución del capitalismo económico.

Cinco son los postulados de la criminología crítica:1.- Fundamento conflictual de la desviación. Esta, al

igual que la criminalidad, surge como respuesta a un conflicto o tensión social.

2.- Se da la máxima relevancia a la denominada desviación secundaria, esto es, del proceso de etiquetamiento y estigmatización del infractor que impulsan las instancias del control.

3.- Justicia de clase. Las agencias oficiales del control actúan en forma selectiva y discriminatoria, prescindiendo de las características del hecho y de los merecimientos objetivos del autor, tesis ya formulada por el labeling approach. Así, estudios empíricos (encuestas de victimización, informes de autodenuncia, etc.) habrían demostrado la vigencia de una justicia de clase que recluta su clientela de los más bajos estratos sociales.

4.- Actitud empática, de aprecio, hacia el desviado, predicada ya con anterioridad por la Escuela de Chicago.

5.- Abolicionismo. Se rechaza frontalmente no ya el control social sino el papel que desempeñan las instancias estatales punitivas y el funcionamiento real de las mismas.

e.- Las Teorías subculturales.Estas teorías surgen en la década de los años 50 como

respuesta a los problemas que generaban determinadas minorías marginales especialmente activas como minorías étnicas, políticas, raciales, culturales, etc. Aunque estas teorías pretenden circunscribirse a esta temática, terminan convirtiéndose en una explicación generalizadora de la conducta de desviada.

Estas teorías aportan tres ideas fundamentales: - el carácter pluralista y atomizado del orden social; - la cobertura normativa de la conducta desviada; y

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- la semejanza estructural, en su génesis, del comportamiento regular y el irregular.

La premisa de estas teorías es contraria a la imagen monolítica del orden social que ofrecía la criminología clásica. El orden social es más bien un mosaico de grupos, subgrupos en conflictivo; cada grupo o subgrupo posee su propio código de valores, que no siempre coincide con los mayoritarios y oficiales, y tratan de hacerlos valer frente a los restantes, ocupando el correspondiente espacio social.

La conducta delictiva no sería producto de la desorganización, o de la ausencia de valores, sino reflejo y expresión de otros sistemas de normas y valores diferentes: los subculturales.

Tanto la conducta normal, la regular, la conforme a derecho, como la desviada, la irregular y la delictiva; se definirían en relación con los respectivos sistemas de normas y valores oficiales o subculturales, esto es, contarían con una estructura y significación muy semejante, puesto que el autor, en definitiva (delincuente o no delincuente), lo que hace es reflejar con su conducta el grado de aceptación y asunción de los valores de la cultura o subcultura a la que pertenece (y no por decisión propia), valores que se interiorizan -refuerzan o transmiten- a través de idénticos mecanismos de aprendizaje y socialización, tanto en el caso de conducta normal o regular como en el de la irregular o desviada.

Las teorías subculturales se apartan de los postulados de las teorías estructural-funcionalistas esgrimidas en las teorías de la “anomia” y discrepan del análisis “ecológico” de la Escuela de Chicago. En efecto, el concepto de subcultura presupone la existencia de una sociedad plural, con diversos sistemas de valores divergentes en torno a los cuales se organizan otros tantos grupos desviados. Obliga, además, a examinar dichas minorías y sus códigos axiológicos “desde dentro”, desde la óptica de los propios subgrupos. Y, lo que es más importante: a comprender el crimen como opción colectiva, como opción de grupo, con un particular simbolismo o significado. Así, en el caso concreto de la delincuencia “juvenil”, como decisión de rebeldía hacia los valores oficiales de las clases medias, por oposición a la actitud racional y utilitaria propia del mundo

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de los adultos. Premisas todas ellas, lógicamente, inadmisibles para las teorías de la anomia.

Por otra parte, a las teorías subculturales no les interesa tanto la estructura interna de las bandas y organizaciones (objetivo prioritario de las teorías ecológicas), sino el origen de aquéllas, cuestión estrechamente ligada al problema de la estratificación social. Para los modelos subculturales no son ciertas áreas deterioradas (desorganización social) las que generan la criminalidad de las bajas clases sociales que habitan las mismas, sino todo lo contrario: las subculturas criminales son un producto del limitado acceso de las clases sociales deprimidas a los objetivos y metas culturales de las clases medias, operando como instrumento para que aquéllas obtengan sus formas de éxito alternativas o sucedáneos gratificantes en un ghettos restringidos. Dicho de otro modo: el delito no es consecuencia de la desorganización social, de la carencia o vacío normativo, sino de una organización social distinta, de unos códigos de valores propios o ambivalentes respecto de los de la sociedad oficial: de los valores de cada subcultura.

La subcultura opera como evasión a la cultura general o como reacción negativa frente a la misma; es una suerte de “cultura de recambio” que ciertas minorías marginadas, pertenecientes a las clases menos favorecidas, crean dentro de la cultura oficial para dar salida a la ansiedad y frustración que padecen al no poder participar, por medios legítimos, de las expectativas que teóricamente a todos ofrece la sociedad. La vía “criminal”, es, así considerada, un mecanismo sustitutivo de la ausencia real de vías legítimas para hacer valer las metas culturales ideales que, de hecho, la misma sociedad niega a las clases menos privilegiadas.

El concepto de subcultura no es pacífico. Para algunos es sinónimo de subsociedad, pero otros lo utilizan para designar la mera “diferenciación de roles” o, incluso, en la bien distinta acepción de “contracultura”.

Según Albert Cohen, sus investigaciones demuestran que las subculturas criminales (de jóvenes) se caracterizan por ciertas notas: a) no son utilitarias, b) poseen una clara intencionalidad, espíritu de grupo y, c) pretenden negar los valores correlativos de la sociedad oficial.

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No son utilitarias, porque predomina en sus comportamientos el significado simbólico de los mismos por sobre el material o pecuniario: un hurto, por ejemplo, afirma Cohen, cuando es cometido en un contexto subcultural está lejos de reflexiones como el provecho y lucro, es más bien una actividad valorizada que se encuentra estrechamente relacionada con la fama, el valor y la íntima satisfacción.

La intencionalidad que Cohen advierte los grupos subculturales se aproxima a la “malicia” y consiste en una particular autocomplacencia hacia la provocación y el desafío de los tabúes sociales de la cultura oficial.

La última característica presenta a las subculturas como un rechazo deliberado de los valores correlativos de la clase media, pues no en vano la propia subcultura se autodefine como alternativa, como recambio, como mecanismo de sustitución. En todo caso, la subcultura criminal es una cultura de grupo, colectiva, y no una opción individual, privada, en el sentido mertoniano.

El conflicto, en opinión de Cohen, admite tres opciones: la adaptación, la transacción o pacto y la rebelión frente a los valores de las clases medias. El delincuente juvenil resuelve su frustración de estatus enfrentándose en forma abierta a los estándares de la sociedad oficial, porque la subcultura criminal no “pacta”, ni tolera ambigüedades, y precisamente dicha rebeldía le depara prestigio.

En la génesis de la subcultura criminal, por otra parte, tiene gran relevancia este proceso psicológico –psicoanalítico- de formación reactiva que explicaría, además, algunas características de delincuencia subcultural: se trata, en definitiva, de un mecanismo de neutralización dirigido a compensar la angustia del joven de las bajas clases sociales, que para conseguir la estima social de su grupo se alza contra los valores y estilo de vida –por él ya interiorizados- de las clases medias.

f.- Teorías del Proceso Social.Se trata de un grupo de teorías psicosociológicas para

las que el crimen cumple una función en las interacciones psicosociales del individuo y en los diversos procesos de la sociedad.

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Estas teorías adquieren gran importancia en los años 60 en buena medida porque las teorías estructuralistas ponían el acento en la criminalidad de la under class, siendo incapaces de explicar satisfactoriamente tres hechos:

- que existe una significativa criminalidad de las clases medias y privilegiadas, como lo demuestran los “self report studies”;

- que muchos jóvenes delincuentes de las clases bajas abandonan el comportamiento criminal cuando han alcanzado la madurez;

- que no todo individuo de la lower class rechaza los medios y procedimientos legítimos de acceso a los bienes culturales, integrándose en una subcultura criminal, del mismo modo que, en sentido contrario, muchos jóvenes de clase media y alta rechaza los valores y metas convencionales y delinquen.

Para los teóricos del proceso social, toda persona tiene el potencial necesario para devenir criminal en algún momento de su vida, si bien las oportunidades son mayores en el caso del miembro de las clases bajas por una serie de carencias que concurren en el mismo; no obstante, también los individuos de la clase media y alta pueden convertirse en criminales si sus procesos de interacción con las instituciones resultan pobres o destructivos.

1) Teorías del aprendizaje social (Social Learning): las teorías del aprendizaje social parten de la hipótesis de que las claves de la conducta humana deben buscarse en el aprendizaje que la experiencia vital diaria depara al individuo. El hombre, según esta explicación, actúa de acuerdo con las reacciones que su propia conducta recibe de los demás, de modo que el comportamiento individual se halla permanentemente remodelado por las experiencias de la vida cotidiana. El crimen no es algo anormal, ni signo de una personalidad inmadura, sino un comportamiento o hábito adquirido, una respuesta a situaciones reales que el sujeto aprende.

Edwin Sutherland de sus investigaciones sobre la criminalidad de cuello blanco, la delincuencia económica y profesional y los niveles de inteligencia del infractor, concluyó que la conducta desviada no puede imputarse a disfunciones o inadaptación de los individuos de las clases

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bajas, sino al aprendizaje efectivo de los valores criminales, situación que puede darse en cualquier cultura. El crimen no se hereda, no se imita ni se inventa; no es algo fortuito o irracional: el crimen se aprende. La capacidad o destreza y la motivación necesarias para el delito se aprenden a través del contacto con valores, actitudes, definiciones y pautas de conductas criminales en el curso de normales procesos de comunicación e interacción del individuo con sus semejantes.

El presupuesto básico y lógico de la teoría de Sutherland del aprendizaje viene dado por la idea de organización social diferencial, que, a su vez, se conecta con las concepciones del conflicto social; organización social diferencial significa, según Sutherland, que en el seno de la comunidad existen de hecho diversas asociaciones estructuradas en torno a, también, diversos intereses y metas. Ostentar unos intereses y proyectos comunes que se comunican libremente unos miembros a otros sería el vínculo de unión que integra a los individuos en tales grupos o subgrupos, constituyendo el sustrato psicológico real de los mismos. Dada la divergencia que existe en la organización social, resulta inevitable que uno de esos muchos grupos suscriba y respalde modelos de conducta delictivos; que otros, por el contrario, adopten una posición neutral, indiferente; y otros, por último, se enfrenten de modo activo a los valores criminales y profesen valores mayoritarios. Según esto, la denominada asociación social diferencial no es sino consecuencia lógica del principio de aprendizaje a través de asociaciones o contactos en una sociedad plural y conflictiva.

Por lo tanto, la conducta criminal se aprende, se aprende como se aprende también el comportamiento virtuoso o como el hombre aprende cualquier otra actividad: a través de idénticos mecanismos.

La conducta criminal se aprende en interacción con otras personas, mediante un proceso de comunicación. Se requiere, pues, un aprendizaje activo por parte del individuo. No basta con vivir en un medio criminógeno, ni con manifestar, por supuesto, determinados rasgos de personalidad o situaciones frecuentemente asociadas al delito. La parte decisiva en dicho proceso de aprendizaje tiene lugar en el seno de las relaciones más íntimas del

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individuo con sus familiares y allegados. La influencia criminógena depende del grado de intimidad del contacto interpersonal. El aprendizaje del comportamiento criminal incluye el de las técnicas que comisión del delito, así como el de la orientación específica de los correspondientes móviles, impulsos, actitudes y la propia racionalización de la conducta delictiva.

Otros autores como Cloward y Ohlin distinguen tres tipos de subculturas, cada una de ellas con sus características criminológicas particulares y una singular génesis del proceso de aprendizaje:

i.- la subcultura conflictual integra básicamente por emigrantes y personas que se hayan aisladas de todo sistema institucionalizado, situación que conduciría a la violencia como modo de expresar y aliviar al mismo tiempo la incomunicación y la frustración;

ii.- la subcultura de la huida o de la evasión, de la que forman parte quienes habiendo renunciado a la búsqueda y obtención de metas deseables, acuden al alcohol y a la droga; y

iii.- la cultura criminal, en sentido estricto, caracterizada por la apertura y homogeneidad de los colectivos que la componen, entre cuyos elementos criminales y no criminales existiría un intenso contacto e intercambio experiencial e incluso una relación orgánica favorecedora de la recepción y aprendizaje de pautas delictivas.

Glaser formuló la teoría de la identificación diferencial, según la cual el aprendizaje de la conducta criminal no tiene lugar por vía de comunicación o interacción personal, sino de identificación; una persona sigue el camino del crimen en la medida en que se identifica con otras personas reales o ficticias, desde las perspectivas de las cuales su propia conducta criminal parece aceptable.

Jeffery planteó la teoría del refuerzo diferencial, según la cual el crimen es un comportamiento aprendido, pero el mecanismo de adquisición se ajusta más al modelo denominado el condicionamiento operante (aprendizaje a través de las consecuencias de la propia acción), es decir, a través de situaciones no sociales, que refuercen o impliquen una discriminación a favor de la conducta delictiva.

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2) Teorías del control: bajo esta equivoca denominación se agrupan una serie de modelos teóricos que explican el problema de la desviación criminal en otros términos: si todo individuo cuenta con el potencial necesario para violar las leyes y la sociedad le ofrece numerosas oportunidades para hacerlo, ¿por qué, pues, muchos de ellos las obedecen? Para la teoría criminología clásica, la respuesta se encuentra en el miedo al castigo. Por el contrario, los teóricos del control, acudiendo a un análisis sociológico, estiman que no es el miedo al castigo el factor fundamental al momento de explicar el comportamiento del infractor, sino otros muchos vínculos de aquél con el orden social. El individuo evita el delito –aseguran- porque es el primer interesado en mantener un comportamiento conforme a las pautas y expectativas que la sociedad ha creado; porque tiene una razón actual, efectiva y lógica para obedecer las leyes de ésta: la comisión del delito le depararía más inconvenientes que ventajas.

A diferencia de las teorías subculturales, las del control no circunscriben su examen al análisis de la conducta desviada de las bajas clases sociales, pues sus categorías fundamentales (debilitamiento o ausencia de los vínculos primarios que unen al individuo con la sociedad, fracaso de los grupos primarios, déficit en el proceso de internalización de las normas sociales, concepto negativo que uno mismo, etc.) permiten un diagnóstico del comportamiento criminal válido para todos los estratos sociales.

Para los teóricos del control social clásicos, la familia desempeña un papel decisivo, por la labor socializadora que lleva a cabo y por la vigilancia a que somete a los jóvenes. La familia educa y fomenta el autocontrol de los hijos, se preocupa por ellos, los vigila y protege, y procura el cariño, respeto y dependencia recíproca entre sus miembros. Sin embargo, no sería correcto sobredimensionar la influencia de la familia ignorando las influencias de la escuela o la de los pares.

Travis Hirschi con su teoría del arraigo social, sostiene que todo individuo es infractor potencial y sólo el miedo al daño irreparable que pudiera ocasionarle el delito en sus relaciones interpersonales (padres, amigos, vecinos, etc.) e

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institucionales (escuela, trabajo, etc.) le frena. La causa de la criminalidad, en consecuencia, no es otra que el debilitamiento en el joven de esos lazos o vínculos que le unen con la sociedad. Cuando el individuo carece del necesario arraigo social o del interés y sensibilidad hacia los demás, carece, también, del indispensable control disuasorio, encontrando expedito el camino del crimen, lo que puede suceder con independencia del estrato social al que pertenezca.

Esta teoría asume que la conducta desviada no es un comportamiento aprendido (teoría del aprendizaje), ni determinado por ciertas pulsiones internas o externas; ni siquiera una respuesta a situaciones de frustración, etc., sino una tendencia natural del ser humano.

La aportación más interesante de Hirschi reside en sugerir que el apego del individuo hacia sus padres, amigos, pares, etc. es independiente de que éstos, a su vez, sean convencionales y respetuosos de las normas sociales, o no. Porque contra el postulado fundamental de la teoría de la asociación diferencial, no es el contacto del joven con delincuentes lo que determina su conducta irregular, sino la condición previa a la comisión del delito la que explica que el infractor se rodee después de pares delincuentes.

Scott Briar, por su parte, estima que existe un grado variable de compromiso y aceptación de los valores convencionales que se extiende desde el mero miedo al castigo hasta la representación de las consecuencias del delito en la propia imagen, en las relaciones interpersonales que se aprecian, el estatus y actividades presentes y futuras. Lo que significa, que en situaciones equiparables, una persona con el elevado grado de compromiso o conformidad hacia aquellos valores convencionales es menos probable que se involucre en comportamientos directivos que otra con el inferior nivel de conformidad, y viceversa.

3) Labeling Approach (revisión actual): hacia los años ’70, cobra gran vigor una explicación interaccionista del hecho delictivo, que parte de los conceptos de conducta desviada y reacción social. Es una tendencia genuinamente norteamericana, que surge con la modesta pretensión de aportar una explicación científica a los procesos de

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criminalización, las carreras criminales y a la llamada desviación secundaria adquiriendo, sin embargo, con el tiempo, el rango de un modelo teórico explicativo más del comportamiento criminal.

Según esta perspectiva interaccionista, no puede comprenderse el crimen prescindiendo de la propia reacción social, del proceso social de definición o selección de ciertas personas y conductas etiquetadas como criminales. Delito y reacción social son términos interdependientes, recíprocos e inseparables. La desviación no es una cualidad intrínseca de la conducta, sino una cualidad atribuida a la misma a través de complejos procesos de interacción social, procesos altamente selectivos y discriminatorios. El etiquetamiento, en consecuencia, supera el paradigma etiológico tradicional, problematizando la propia definición de la criminalidad. Ésta -se dice- no es como un trozo de hierro, o un objeto físico, sino resultado un proceso social de interacción (definición y selección): existe sólo en los presupuestos normativos y valorativos, siempre circunstanciales, de los miembros de una sociedad. No le interesan las causas de la desviación (primaria), sino los procesos de criminalización y mantiene que es el control social es el que crea la criminalidad. Por ello, el interés de la investigación se desplaza desde el desviado y su medio hacia aquellos que le definen como desviado, analizándose fundamentalmente los mecanismos y funcionamiento del control social o la génesis de la norma y no los déficits y carencias del individuo. Este no es sino la víctima de los procesos de definición y selección, de acuerdo con los postulados del denominado paradigma del control.

Las teorías interaccionistas aciertan en acotar la realidad del delito, subrayando la relevancia de ciertos procesos de atribución decisivos en el momento aplicativo de la norma y de la actuación selectiva de las instancias del control social con ayuda de los denominados "segundos códigos". Lo decisivo no es la norma ni su interpretación, como problema hermenéutico, sino el proceso de aplicación de la norma a la realidad que se rige por un segundo grupo de reglas, un "segundo código" dotado de pautas propias, fiel al principio de que la sociedad produce el derecho no promulgando normas sino actuando, esto es, aplicándolas.

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A juicio de Klauss Sessar, de las normas legales mismas no se desprende, sin más, prima facie, si se ha producido una vulneración de éstas, y, en su caso, de qué modo y qué sanciones conllevan. El labeling approach habría sabido destacar la relevante actuación de las instancias del control social, selectiva, discriminatoria -en todo caso, "constructiva", que no se limita a "constatar la comisión del delito" - y sus " atribuciones" diferenciales sirviéndose de los "segundos códigos". Partiendo de la distinción entre "definición" y "atribución" -o "descripción" y "adscripción" -el interaccionismo cuestiona la concepción tradicional que asigna al proceso penal la función de "constatar" los hechos, contraponiendo a la misma el diagnóstico criminológico, atento a la "atribución" de hechos y a los "procesos de selección".

Postulados del labeling approach:1.- Intervencionismo simbólico y constructivismo

social. La realidad social se construye sobre la base de ciertas definiciones y el significado atribuido a las mismas a través de complejos procesos sociales de interacción. Por ello, el comportamiento humano es inseparable de la interacción social y su interpretación no puede prescindir de dicha mediación simbólica. El concepto que tiene individuo de sí mismo, de su sociedad y de la situación que ostenta en ella, son claves importantes del significado genuino de la conducta criminal.

2.- Introspección simpatética como técnica de aproximación a la realidad criminal para comprenderla desde el mundo del desviado y captar el verdadero sentido que éste atribuye a su conducta.

3.- Naturaleza definitorial del delito. El delito carece de sustrato material u ontológico: una conducta no es delictiva in se o per se (cualidad negativa inherente a ella), ni su autor criminal por merecimientos objetivos (proximidad del hecho, patología de la personalidad); el carácter delictivo de una conducta y de su autor depende de ciertos procesos sociales de definición, que atribuyen a la misma tal carácter, y de selección, que etiquetan al autor como delincuente.

4.- Carácter constitutivo del control social. En consecuencia, la criminalidad es creada por el control

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social. Las instancias o agencias del control social (policías, judicatura, etc.) no detectan o declaran el carácter delictivo de un comportamiento sino que lo generan o producen al etiquetarlo.

5.- Selectividad y discriminatoriedad del control social. El control social es altamente discriminatorio y selectivo. Mientras los estudios empíricos demuestran el carácter mayoritario y ubicuo del comportamiento criminal, la etiqueta de criminal sin embargo se manifiesta como un bien negativo que los mecanismos del control social reparten con el mismo criterio de distribución de otros bienes positivos (fama, riqueza, poder, etc.): el estatus y el rol de las personas. Según Alessandro Baratta las chances y riesgos de ser etiquetado como delincuente no dependen tanto de la conducta ejecutada (delito) como de la posición del individuo en la pirámide social (estatus). Los procesos de criminalización, además, responden al estímulo de la visibilidad diferencial de la conducta desviada en una concreta sociedad, esto es, se guían más por la sintomatología del conflicto que por la etiología del mismo (visibilidad vs. latencia).

6.- Efecto criminógeno de la pena. La reacción social no sólo es injusta sino intrínsecamente irracional y criminógena. Lejos de hacer justicia, de prevenir la criminalidad y el reinsertar al desviado, su impacto real convierte a la pena en una respuesta intrínsecamente irracional y criminógena. Porque exacerba el conflicto social en lugar de resolverlo; potencia y perpetúa la desviación, consolida el desviado en su estatus criminal y genera los estereotipos y etiologías que se supone pretende evitar, cerrándose, de este modo, un lamentable círculo vicioso. La pena, pues, culmina una escalada dramática y ritual de ceremonias de degradación del condenado, estigmatizándole con el sello de un status irreversible. El penado asumirá, así, una nueva imagen de sí mismo y definirá su personalidad en torno al rol de desviado desencadenándose la denominada “desviación secundaria”.

7.- Paradigma de control. La naturaleza definitorial de la criminalidad impone la sustitución del paradigma etiológico por el paradigma de control. Los factores que puedan explicar la desviación primaria del individuo carecen de interés, como sucede con el propio enfoque

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etiológico tradicional. Lo decisivo será el estudio de los procesos de criminalización que atribuyen la etiqueta criminal al individuo, los procesos de definición y los procesos de selección.

Además, cabe destacar que en el seno del labeling approach coexisten dos tendencias: una radical y una moderada. La primera exacerba la función constitutiva o creadora de la criminalidad que los teóricos de este enfoque atribuyen al control social: el crimen no es sino una etiqueta, según estos autores, que la policía, los fiscales y los jueces (instancias del control social formal) colocan al desviado, con independencia de su conducta o merecimiento. Para la posición moderada, sin embargo, sólo cabe afirmar que la justicia penal se integra en la mecánica del control social general de la conducta desviada.

El mérito indiscutible del labeling approach es haber ampliado el objeto de investigación criminológica, al resaltar la importancia que tiene la acción muy selectiva y discriminatoria de las instancias y mecanismos de selección del control social. Como consecuencia del éxito de este enfoque no cabe hoy estudiar y comprender ya el problema criminal prescindiendo de la propia reacción social, del proceso social de definición y de selección de ciertas personas y conductas etiquetadas como delictivas. Al labeling approach se debe, también, una interpretación mucho más realista del dogma tradicional de la igualdad ante la ley y una encomiable preocupación por el problema de la desviación secundaria y de las carreras criminales. Sin embargo, una radical sustitución, como pretende un sector del labeling approach de las teorías de la criminalidad por las de la criminalización no es compartida por la opinión criminológica mayoritaria, ya que, sin duda, empobrecería la discusión científica. La opción a favor del paradigma de control, son postulados que tampoco cuentan con un respaldo unánime en la comunidad científica, pues conducen a una desatención del problema de la desviación primaria (renuncia al análisis etiológico) y dejan sin respuestas problemas capitales de la criminología tiene la política criminal de nuestro tiempo: la prevención del delito, la resocialización del delincuente, etc.

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La prevención del delito.

Podemos decir que el delito no es una enfermedad ni una epidemia, sino un problema social. Es una realidad próxima, cotidiana, casi doméstica: un problema de la comunidad, que nace en la comunidad y que ha de resolverse por la comunidad.

La criminología clásica contempló el delito como un enfrentamiento formal, simbólico y directo entre dos rivales: el estado y el infractor, que luchan entre sí en solitario, como luchan el bien y el mal, la luz y las tinieblas; pugna, duelo, claro está, sin otro final imaginable que el incondicionado sometimiento del vencido a la fuerza victoriosa del Derecho.

Este modelo criminológico, por ello, la pretensión punitiva del Estado, esto es, el castigo del culpable, polariza y agota la respuesta al suceso delictivo, prevaleciendo la faz patológica de éste sobre el profundo entramado problemático y conflictual. La reparación del daño ocasionado a la víctima (a una víctima que se desvanece, neutralizada por el propio sistema) no interesa, se plantea como exigencia social; como tampoco preocupa la efectiva resocialización del infractor (pobre coartada defensista, mito inútil poco piadoso eufemismo por desgracia, cuando tan sublimes objetivos hacen abstracción de la dimensión comunitaria del conflicto criminal y la respuesta solidaria que éste reclama). Ni siquiera cabe hablar en este modelo criminológico y político criminal de prevención del delito, stricto sensu, de prevención social, sino de disuasión penal.

La moderna criminología, por el contrario, participante de una imagen más compleja del proceso delictivo de acuerdo con el rol activo y dinámico que atribuye a los protagonistas del mismo (delincuente, víctima, comunidad) y la relevancia acusada de los muy diversos factores que convergen e interactúan en el escenario criminal. Se subraya el trasfondo humano y conflictual del delito, su aflictividad, los elevados costos personales y sociales de este doloroso problema, cuya apariencia patológica, epidémica, en modo alguno pueden mediatizar el sereno análisis científico de su etiología, de su génesis y dinámica,

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ni el imprescindible debate político-criminal sobre las técnicas de intervención y control de aquél. En este modelo teórico, el castigo del infractor no agota las expectativas que el suceso delictivo desencadena. Resocializar al delincuente, reparar el daño y prevenir el crimen son objetivos de primera magnitud. Sin duda, éste es el enfoque científicamente más satisfactorio, y el más acorde con las exigencias de un Estado Social y Democrático de Derecho.

Concepto de prevención y sus diversos contenidos:Todas las escuelas criminológicas se refieren a la

prevención del delito. Que no basta con reprimir el crimen, que es necesario anticiparse al mismo, prevenirlo, es ya un tópico. Pero un tópico a veces equívoco, vacío de contenido, por las muchas acepciones que se asignan al concepto de prevención.

1.- Prevención, disuasión y obstaculización del delito.Un sector de la doctrina identifica la prevención con el

mero efecto disuasorio de la pena. Prevenir equivale a disuadir al infractor potencial con la amenaza el castigo, contramotivarle. La prevención, en consecuencia se concibe como prevención criminal: eficacia preventiva de la pena; y opera en el proceso motivacional del infractor, como disuasión.

Pero otros autores entienden también por prevención el efecto disuasorio mediato, indirecto, perseguido a través de instrumentos no penales, que alteran el escenario criminal modificando algunos de los factores con elementos del mismo: espacio físico, diseño arquitectónico y urbanístico, actitud de las víctimas, efectividad y rendimiento sistema legal, etc. Se pretende así, poner trabas y obstáculos de todo tipo al autor en el proceso de ejecución del plan criminal mediante una intervención selectiva en el escenario del crimen que incremente, sin duda, los costos de éste para el infractor, vg. incremento del riesgo, disminución de beneficios, etc. con el consiguiente efecto inhibitorio.

Para muchos penitenciaristas, finalmente, la prevención del delito no es un objetivo autónomo de la sociedad o los poderes públicos, sino el efecto último perseguido por los programas de resocialización y reinserción del penado. Se trata, pues, no tanto de evitar el

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delito como de evitar la reincidencia del infractor. El concepto de prevención se equipara, así, al de prevención especial, mucho menos ambicioso por razón de su destinatario: el penado, no al infractor potencial ni la comunidad jurídica; efectos pretendidos cuales son prevenir simplemente la reincidencia del sancionado, no evitar la criminalidad; y medios utilizados para la consecución de estos objetivos como la ejecución de la pena y del tratamiento rehabilitador.

En sentido estricto, sin embargo, prevenir el delito es algo más, y más bien distinto, que dificultar su comisión, o de disuadir al infractor potencial con la amenaza del castigo. Desde un punto de vista etiológico, el concepto de prevención no puede desligarse de la génesis del fenómeno criminal. Reclama, pues una intervención dinámica y positiva que neutraliza de sus raíces, sus causas. La mera disuasión deja estas causas intactas. De otra parte, la prevención debe contemplarse, ante todo, como prevención social, esto es, como movilización de todos los efectivos comunitarios para abordar solidariamente un problema social. La prevención del crimen no interesa exclusivamente a los poderes públicos, al sistema legal, sino a todos, a la comunidad, pues el crimen no es un cuerpo extraño, ajeno a la sociedad, sino un problema comunitarios más. Por ello, también, conviene distinguir el concepto criminológico de prevención, concepto exigente y pluridimensional, del objetivo genérico, poco exitoso, por cierto, implícitamente asociado al concepto jurídico penal de prevención especial: evitar la reincidencia del penado. Pues este último implica una intervención tardía del problema criminal; acusa un marcado sesgo individualista e ideológico en la selección de sus destinatarios y en el diseño de los correspondientes programas; y concede un protagonismo desmedido a las instancias oficiales del sistema legal en el liderazgo de aquéllos.

Prevención primaria, secundaria y terciaria.Esta distinción descansa en diversos criterios: la

mayor o menor relevancia etiológica de los respectivos programas, los destinatarios a los que se dirigen éstos, los instrumentos y mecanismos que utilizan, ámbitos de los mismos y fines perseguidos.

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Según esta clasificación, los programas de prevención primaria se orientan a las causas mismas, a la raíz, del conflicto criminal para neutralizar éste antes de que el propio problema se manifieste. Tratan, pues, de crear los presupuestos necesarios o de resolver las situaciones carenciales criminógenas, procurando una socialización provechosa acorde con los objetivos sociales. Educación y socialización, vivienda, trabajo, bienestar social y calidad de vida son ámbitos esenciales para una prevención primaria, que opera siempre a largo y mediano plazo y se dirige a todos los ciudadanos. Las exigencias de prevención primaria suelen atenderse a través de estrategias de política cultural, económica y social, cuyo objetivo último es dotar a los ciudadanos de capacidad social para superar de forma productiva eventuales conflictos.

La prevención primaria es, sin duda alguna, la más eficaz, ya que opera etiológicamente. Pero actúa a mediano y largo plazo, y reclama prestaciones sociales, intervención comunitaria no mera disuasión. De ahí sus limitaciones prácticas. Porque la sociedad siempre busque demanda soluciones a corto plazo que, además, suele identificar lamentablemente con fórmulas drásticas y represivas. Y los gobernantes tampoco hacen gala de paciencia y altruismo, atizados por el periódico reclamo electoral y el interesado bombardeo propagandístico de los forjadores de la opinión pública. Pocos están dispuestos a invertir esfuerzos y solidaridad para que otros, en el futuro, disfruten de una social mejor o capitalicen aquellas iniciativas. Los programas de prevención primaria, de difícil evaluación, se enfrentan a dos obstáculos: el primero, el previo diagnóstico etiológico del concreto fenómeno delictivo y la existencia del lógico consenso en torno al mismo. El segundo, el de la delincuencia ocasional, circunstancial (nada despreciable cuantitativamente) que no está ligado en todo caso a causas sino al actor oportunidad. Ésta modalidad del delito reclama, por el contrario, estrategias de prevención de naturaleza más situacional que etiológica.

La llamada prevención secundaria, por su parte, actúa más tarde en términos etiológicos: no cuando ni dónde el conflicto criminal se produce o genera, sino cuándo y dónde se manifiesta, cuándo y dónde se exterioriza.

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Opera a corto y mediano plazo, y se orienta selectivamente a concretos y particulares sectores de la sociedad: aquellos grupos y subgrupos que exhiben mayor riesgo de padecer o protagonizar el problema criminal. La prevención secundaria se plasma en la política legislativa penal y en la acción policial, fuertemente polarizada por los intereses de la prevención general. Programas de prevención policial, de control de medios de comunicación, de orientación urbana y utilización del diseño arquitectónico como instrumentos de autoprotección, desarrollados en barrios bajos, son ejemplos de prevención secundaria.

Los programas de prevención secundaria acaban exhibiendo un sesgo marcadamente policial, y no pocas veces regresivo, desde un punto de vista social, como se observará al analizar la denominada prevención situacional.

La prevención terciaria, por último, tiene un destinatario perfectamente identificable: la población reclusa, penada; y un objetivo preciso: evitar la reincidencia. Es, de las tres modalidades de prevención, la de más acusado carácter punitivo. Los programas rehabilitadores, resocializadores en que se concreta -muy alejados, por cierto, etiológica, cronológica y espacialmente de las raíces últimas del problema criminal- se llevan a cabo en el propio ámbito penitenciario. La plena determinación y selectividad de la población destinataria de tales programas, así como los elevados índices de reincidencia que se aprecian en ella, no compensan el déficit etiológico de la prevención terciaria, sus insuperables carencias, dado que ésta implica una intervención tardía (una vez cometido el delito), parcial (sólo en el penado) e insuficiente (no neutraliza las causas del problema criminal).

No por ello, sin embargo, cabe renunciar a los programas de prevención terciaria en nombre de maximalismos conceptuales y prejuicios ideológicos. Pues a pesar de sus indiscutibles limitaciones, son útiles para la consecución de un objetivo específico: evitar la reincidencia. En puridad, los diversos programas de prevención, primaria, secundaria y terciaria, se complementan y deben estimarse compatibles.

Modelo socialista de prevención del delito.

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El problema de la prevención y control del delito con son siempre de particular importancia en la criminología socialista, que desde un principio autodefinió como ciencia práctica, aplicada y comprometida con el sistema. Ningún otro modelo criminológico ha sabido desarrollar con tanta convicción la teoría y praxis del control social del comportamiento desviado, conectando la investigación de las causas de la criminalidad con la minuciosa elaboración de planes y estrategias de prevención de la misma. La criminología socialista proclamó como objetivo prioritario el prestar apoyo inmediato a la praxis y verter sus conocimientos y exigencias hacia los órganos de persecución penal; cuidando de no quedarse a mitad de camino, en claro reproche al academicismo teorético de la criminología burguesa exclusivamente obsesionaba por explicar el delito, en lugar de combatirlo. Sus portavoces oficiales, siguiendo el espíritu de la conocida tesis undécima de Marx a Feuerbach, y a la naturaleza instrumental de la criminología al servicio de la jurisprudencia como elemento parcial de la dirección de la sociedad socialista, reintentaron ser función prioritaria de aquella ciencia no ya interpretar la génesis de la criminalidad, sino transformar las causas socioeconómicas y las producen. Y erradicarlas, contribuyendo a la total implantación del socialismo en las diversas esferas de la vida material e ideológica, así como en la propia vida cotidiana.

La criminología socialista ha conseguido éxitos indiscutibles en la prevención del delito. Pero forzoso es reconocer, también, que el concepto de prevención cooperar en este marco ideológico connotaciones muy singulares. Y que el rendimiento del control social no es el único ni principal indicador de su calidad. También deben ponderarse los costos, y riesgos de una drástica reducción de los índices de criminalidad cuando tales resultados se obtienen mediante determinados medios y con consecuencias conocidas: restricción asfixiante de la libertad del ciudadano y seguimiento férreo de los procesos de socialización.

En todo caso, dogmas anacrónicos como la anormalidad del delincuente; la historicidad y contingencia de la desviación criminal, cuerpo extraño al sistema socialista; la naturaleza exclusivamente patológica

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institucional de ésta; supo inglés y deseable extirpabilidad; actitudes aberrantes como la del absoluto y universal desprecio que merece el infractor; o políticas criminales agresivas y maximalistas, a modo de cruzadas que pretenden utopías e ilegítimamente erradicar el crimen y eliminar el mero riesgos de la desviación dirigiendo los procesos de socialización del ciudadano mediante una presencia asfixiante de los mecanismos de control social, no parecen hoy compatibles con los presupuestos axiológicos del estado social y democrático de derecho. Ni siquiera en aras de una eficaz prevención del delito y del óptimo rendimiento del sistema legal.

El espectacular giro experimentado por la criminología burguesa, cada vez más interesada por la prevención del delito como lo demuestran los miles de programas de los que existe noticia, no deben difuminar las profundas diferencias que separan ambos modelos criminológicos. Prevenir el crimen significa de uno y otro marco político algo muy distinto.

Modelos teóricos de prevención del delito.La respuesta tradicional del problema de la prevención

del delito se concreta en dos modelos muy semejantes: el clásico y el neoclásico. Coinciden ambos en estimar que el medio adecuado para prevenir el delito ha de tener naturaleza penal (la amenaza del castigo); que el mecanismo disuasorio o contramotivador expresa fielmente la esencia de la prevención; y que el único destinatario de los programas dirigidos a tal fin este infractor potencial. La prevención equivale a disuasión, a disuasión a través del efecto inhibitorio de la pena. Las discrepancias son accidentales.

Modelo clásico: el derecho penal simboliza la respuesta primaria natural, por excelencia, al delito, la más eficaz. Dicha eficacia, además, depende fundamentalmente la capacidad disuasorio del castigo, esto es, de gravedad del mismo. Prevención, disuasión e intimidación, según esto, son términos correlativos: el incremento de delincuencia se aplica por la debilidad de la amenaza penal; el rigor de la pena se traduce, necesariamente, en el correlativo descenso de la criminalidad. Pena y delito constituyen los dos términos de una ecuación lineal. De

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hecho, muchas políticas criminales de nuestro tiempo responden a este modelo falaz y simplificador que manipula el miedo al delito y trata de ocultar el fracaso de la política preventiva, que en realidad es represiva, apelando en vano a las “iras” de la ley.

Este modelo de prevención no convence en absoluto, y por muchas razones.

Ante todo, la supuesta excelencia del derecho penal como instrumento preventivo -frente a otras posibles estrategias- parece más producto de prejuicios o coartadas de financistas quiere un sereno análisis científico de la realidad. Pues la capacidad preventiva de un determinado medio no depende de su naturaleza (penal o no penal) sino de los efectos del mismo. Conviene recordar, a este propósito, que la intervención penal tiene elevadísimos costos sociales.

La pena, en puridad, no disuade: atemorizar, intimida. Y refleja más la impotencia, el fracaso, la ausencia de soluciones que la convicción y energía imprescindibles para abordar los problemas sociales. Ninguna política criminal realista puede prescindir de la pena, pero tampoco cabe degradar la política de prevención convirtiendo la enumera política penal. El rigor desmedido, lejos de reforzar los mecanismos inhibitorios y prevenir el delito, tiene paradójicamente efectos criminógenos, es algo, por otra parte, sólo que existe evidencia empírica. Más burguesa, más derecho penal, no significa necesariamente menos crimen. Del mismo modo que el incremento de criminalidad no puede explicarse como consecuencia exclusiva de la debilidad de las penas o el fracaso del control social.

El modelo de prevención clásico, por otra parte, revela un análisis demasiado primitivo y simplificador del proceso motivacional y del propio mecanismo disuasorio.

Se basa en una imagen intelectualizada del infractor, casi algebraica, ingenua, al suponer que la opción delictiva es producto de un balance de costos y beneficios; de una fría y reflexiva decisión racional en la que el culpable pondera la gravedad de la pena señalada al delito y las ventajas que éste le puede deparar. Es un estereotipo de un delincuente previsor, calculador, que no se aviene a la realidad por generalizar unos clichés motivacionales ni siquiera válidos para la delincuencia económica

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convencional, menos aún, desde luego, con relación a la denominada criminalidad simbólica o expresiva.

Lo cierto es que infractor indeciso valora y en la lista más las consecuencias próximas e inmediatas de su conducta (vg. Riesgo de ser detenido, la prisión preventiva, etc.) que las finales o definitivas (gravedad de la pena señalada por la ley para el delito). Sus previsiones y actitudes, además, se sitúan en plano muy distinto de los riesgos improbables de padecer aquella pena y los beneficios seguros derivados de la comisión del hecho criminal. Precisamente porque cuenta con librarse del castigo decide cometer el delito. La certeza, pues, que unos beneficios inmediatos, seguros, prevalece sobre la eventualidad de unos riesgos que descarta o contempla como improbables, por graves que éstos sean, en una actitud optimista que cree revisar la psicología del infractor medio, y que expresa una distorsión preceptiva de la realidad.

En este cálculo, la gravedad nominal del castigo, el rigor de la pena, es sólo uno de los factores a considerar por el infractor, de suerte que su concreto efecto histórico o contramotivador depende, caso a caso, del comportamiento e interacción de las demás variables.

El efecto disuasorio real de la pena se halla muy condicionado por la percepción subjetiva del infractor respecto a la virtualidad de la efectiva imposición del castigo si cometer el delito. Determinante será, en este sentido, no la mayor o menor severidad nominal de la pena abstracta sino en mayor o menor porcentaje de riesgo que asocia delincuente potencial a la comisión del delito valorando las consecuencias concretas del caso.

En dicho cálculo o evaluación de las consecuencias próximas derivados de la comisión del delito, las investigaciones empíricas parecen haber verificado dos extremos. En primer lugar, que infractor -sobre todo el habitual- adopta una actitud marcadamente más optimista que la ponderación de riesgos que el ciudadano respetuoso de las leyes. Tal actitud puede deberse a una cierta distorsión en la percepción de la realidad o “síndrome de optimismo no justificado”, característico del perfil psicológico del infractor. En segundo lugar, que, a su vez, el grado de optimismo difiere según la naturaleza del delito y

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la personalidad correlativa de su autor. El delincuente sexual, por ejemplo, no suele siquiera plantearse la posibilidad de ser castigado. El delincuente contra el patrimonio y la seguridad vial, por el contrario, calcula racionalmente los riesgos de la comisión del delito. Más aún lo hace, sobre todo, el delincuente en el ámbito socioeconómico y del medio ambiente.

No le faltaba razón, pues, a Beccaria al mantener ya en 1764 que lo decisivo no es la gravedad de las penas, sino la prontitud con que se impongan; no el rigor o la severidad del castigo, sino su certeza o infalibilidad: que todos sepan y comprueben -incluso infractor potencial, decía el autor- que la comisión del delito implica indefectiblemente la pronta imposición del castigo. En la pena no es un riesgo futuro e incierto sino un mal próximo y cierto, inexorable.

Modelo neoclásico: para modelo neoclásico el efecto disuasorio preventivo parece más asociado al funcionamiento del sistema legal que al rigor nominal de la pena. Sus teóricos, de hecho, atribuyen la criminalidad fracaso con flexibilidad del sistema, a sus bajos rendimientos. Mejorar la infraestructura y la dotación de sistema legal sería la más adecuada y eficaz estrategia de prevenir la criminalidad: más y mejores policías, más y mejores jueces, más mejores cárceles. De este modo se encarece los costos del delito para el infractor, aseguran, que desistir a de sus planes criminales al comprobar la efectividad de un sistema en perfecto estado de funcionamiento. La sociedad, concluyen los partidarios de este enfoque neoclásico, tiene el crimen que quiere tener, pues siempre podrían mejorar los resultados de la lucha preventiva contra el mismo, incrementando progresivamente el rendimiento del sistema legal; perfeccionando el equipamiento y dotación de éste. Invirtiendo más y más recursos en sus necesidades humanas y materiales cabría siempre esperar y obtener, de forma sucesiva limitada, más éxitos y mejores resultados.

Sin embargo este sistema tampoco convence.El orden a la prevención del crimen, le siquiera el

sistema legal es, sin duda, relevante, sobre todo a corto plazo y con relación a ciertos sectores de delincuentes. Pero no cabe esperar demasiado del mismo. El sistema legal

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deja intactas las causas del crimen, actúa tarde desde un punto de vista etiológico, cuando el conflicto se manifiesta, es decir, actúa sintomatológicamente. Su capacidad preventiva, en consecuencia, tiene unos límites estructurales insalvables. A medio y largo plazo no resuelve por sí mismo el problema criminal cuya dinámica responde a otras claves como en su oportunidad advirtiera Ferri, al entonar su oráculo fúnebre al derecho penal clásico.

En segundo lugar, y contra lo que a menudo se supone, no parece ya razonable atribuir los movimientos de la criminalidad (el incremento o el descenso de sus índices) a la efectividad -mayor o menor- el sistema legal. Ni la fragilidad de éste, sin más, determina un ascenso correlativo de la criminalidad, ni una mejora sensible de su rendimiento reduce en la misma medida los índices de criminalidad. No existe tal correlación porque el problema es bastante más complejo y obliga a ponderar muchas variables.

Más y mejores policías, más y mejores jueces, más y mejores cárceles significan más infractores en la cárcel, más condenados, pero no necesariamente menos delitos.

Mala política criminal es aquella que contempla el problema social del delito en términos de mera disuasión, desentendiéndose del imprescindible análisis etiológico del delito. Pésima política criminal es aquella que olvida que las claves de una prevención eficaz del crimen residen no en un fortalecimiento del control social formal sino en una mejor sincronización del control social formal y el informal, y en la implicación o compromiso activo de la comunidad.

Modelo de prevención situacional: constituye un modelo que contempla el crimen como una opción racional, utilitaria y altamente selectiva; y postula, en consecuencia, una intervención específicamente dirigida a neutralizar aquellas situaciones de riesgo que ofrecen un mayor atractivo al infractor.

No se trata, en realidad, de un modelo prevencionista en sentido estricto, sino de hipótesis y teorías desordenadas en un marco teórico poco preciso y definido.

A este modelo no le interesan las causas del delito (prevención primaria), sino sus manifestaciones o formas de aparición, los instrumentos y programas que se limitan a

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neutralizar estas oportunidades, dejando intactas las raíces del problema criminal.

El fundamento del modelo preventivo situacional no es invertir tiempo y dinero en elaborar teorías que pretendan eliminar el delito a través de ambiciosos e irrealizable programas sociales y desarrollo económico que alteren el entorno social. Estas teorías sugieren una intervención en las situaciones y contextos donde el delito se manifiesta con una relevancia estadística significativa.

Las técnicas de prevención situacional buscan una reducción eficaz de las oportunidades delictivas a través de una incidencia y modificación del ambiente o escenario del crimen que incrementen los riesgos o dificultades y disminuya correlativamente las expectativas y beneficios asociados a la comisión del delito.

Inculcan el diseño, manipulación o gestión sistemática y permanente del espacio, entorno, medio o ambiente. Deben instrumentarse de tal manera que, en la percepción del delincuente potencial, incluyeron un incremento de los riesgos y dificultades en la acción delictiva con la consiguiente reducción de los beneficios esperados.

Entre las técnicas de prevención situacional encontramos:

1.- incremento del esfuerzo o dificultad en la comisión del delito, tales como control de acceso, candados, protecciones, etc.

2.-incremento del riesgo en la percepción del infractor potencial, tales como guardias, vigilancia, cámaras, etc.

3.-reducción de la ganancia o recompensa el delito, de los beneficios y expectativas asociadas, tales como el uso de medios de pago tecnológicos como fichas o tarjetas de crédito, identificación de la propiedad con signos indelebles, etc.

4.- incremento de los sentimientos de culpabilidad del infractor, explicitado o reforzando la condena moral de su conducta o mediante la estimulación de la conciencia, tales como campañas de solidaridad, campañas antirracistas, establecimiento de premios y recompensas simbólicas por comportamientos simbólicos, etc.

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