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1 APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE CONSUMIDOR. Prof. Dr. Pascual Martínez Espín. 1. Sobre el concepto de consumidor. 2. Normas consumeristas versus normativa general de protección 3. Panorama de Derecho comparado 4. El Texto Refundido de la Ley de Consumidores. 5. Protección material y protección instrumental 6. El reparto competencial en materia de consumo 7. Los límites de la competencia autonómica en materia de consumo en la doctrina del TC. 8. Derecho público y Derecho privado como criterio de distribución competencial 9. El principio de unidad de mercado. 10. La competencia estatal en la planificación de la economía nacional. 11. La competencia local en materia de consumo 1. Sobre el concepto de consumidor 1.1. El concepto de consumidor en el TRLGDCU y en la legislación sectorial estatal Con carácter general, pueden distinguirse dos nociones diferentes de consumidor. Una noción concreta, que considera consumidores a quienes adquieren bienes o servicios para uso privado, y una noción amplia o abstracta, según la cual son consumidores todos los ciudadanos que, en cuanto personas, aspiran a tener una adecuada calidad de vida. Un ejemplo de esta noción amplia se encuentra en la Resolución del Consejo de la CEE, de 14 de abril de 1975, relativa a un programa preliminar de la Comunidad Económica Europea para una política de protección y de información de los consumidores, cuando establece en su número 3 que "en lo sucesivo el consumidor no es considerado ya solamente como un comprador o un usuario de bienes o servicios para un uso persona, familiar o colectivo, sino como una persona a la que conciernen los diferentes aspectos de la vida social que pueden afectarle directa o indirectamente como consumidor". El legislador establece un específico concepto de consumidor (noción concreta), para atribuirle determinados derechos en cada caso. Conviene advertir, en todo caso, que en el Derecho español no existe una única noción de consumidor, no ya porque las Comunidades Autónomas con competencia en materia de consumo hayan establecido un concepto propio de consumidor, sino porque, incluso dentro del Derecho estatal, las nociones varían en función del concreto ámbito que se pretende disciplinar con cada ley. El propio artículo 3 TRLGDCU deja a salvo lo dispuesto expresamente en sus libros tercero (responsabilidad por bienes o servicios defectuosos) y cuarto (viajes combinados). Otras leyes en cambio contienen su propio concepto de consumidor. Este es el caso de la Ley 7/1995, de 23 de marzo, de crédito al consumo, que define al consumidor como "la persona física que, en las relaciones contractuales que en ella se regulan [en esta Ley], actúa con un propósito ajeno a su actividad empresarial o profesional" (art. 1.2); o el art. 151 del TRLGDCU para el cual consumidor o usuario es "cualquier persona en la que concurra la condición de contratante principal, beneficiario o cesionario", considerando contratante principal a "la persona física o jurídica que compra o se compromete a comprar el viaje combinado".

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APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE CONSUMIDOR. Prof. Dr. Pascual Martínez Espín. 1. Sobre el concepto de consumidor. 2. Normas consumeristas versus normativa general de protección 3. Panorama de Derecho comparado 4. El Texto Refundido de la Ley de Consumidores. 5. Protección material y protección instrumental 6. El reparto competencial en materia de consumo 7. Los límites de la competencia autonómica en materia de consumo en la doctrina del TC. 8. Derecho público y Derecho privado como criterio de distribución competencial 9. El principio de unidad de mercado. 10. La competencia estatal en la planificación de la economía nacional. 11. La competencia local en materia de consumo 1. Sobre el concepto de consumidor 1.1. El concepto de consumidor en el TRLGDCU y en la legislación sectorial estatal Con carácter general, pueden distinguirse dos nociones diferentes de consumidor. Una noción concreta, que considera consumidores a quienes adquieren bienes o servicios para uso privado, y una noción amplia o abstracta, según la cual son consumidores todos los ciudadanos que, en cuanto personas, aspiran a tener una adecuada calidad de vida. Un ejemplo de esta noción amplia se encuentra en la Resolución del Consejo de la CEE, de 14 de abril de 1975, relativa a un programa preliminar de la Comunidad Económica Europea para una política de protección y de información de los consumidores, cuando establece en su número 3 que "en lo sucesivo el consumidor no es considerado ya solamente como un comprador o un usuario de bienes o servicios para un uso persona, familiar o colectivo, sino como una persona a la que conciernen los diferentes aspectos de la vida social que pueden afectarle directa o indirectamente como consumidor". El legislador establece un específico concepto de consumidor (noción concreta), para atribuirle determinados derechos en cada caso. Conviene advertir, en todo caso, que en el Derecho español no existe una única noción de consumidor, no ya porque las Comunidades Autónomas con competencia en materia de consumo hayan establecido un concepto propio de consumidor, sino porque, incluso dentro del Derecho estatal, las nociones varían en función del concreto ámbito que se pretende disciplinar con cada ley. El propio artículo 3 TRLGDCU deja a salvo lo dispuesto expresamente en sus libros tercero (responsabilidad por bienes o servicios defectuosos) y cuarto (viajes combinados). Otras leyes en cambio contienen su propio concepto de consumidor. Este es el caso de la Ley 7/1995, de 23 de marzo, de crédito al consumo, que define al consumidor como "la persona física que, en las relaciones contractuales que en ella se regulan [en esta Ley], actúa con un propósito ajeno a su actividad empresarial o profesional" (art. 1.2); o el art. 151 del TRLGDCU para el cual consumidor o usuario es "cualquier persona en la que concurra la condición de contratante principal, beneficiario o cesionario", considerando contratante principal a "la persona física o jurídica que compra o se compromete a comprar el viaje combinado".

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El Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias pretende, asimismo, aproximar la legislación nacional en materia de protección de los consumidores y usuarios a la legislación comunitaria, también en la terminología utilizada. Se opta por ello por la utilización de los términos consumidor y usuario y empresario. Así, el concepto de consumidor y usuario se adapta a la terminología comunitaria, pero respeta las peculiaridades de nuestro ordenamiento jurídico en relación con las «personas jurídicas». La Ley 26/1984 no se pronunciaba sobre si las personas jurídicas podían ser tratadas como consumidores a efectos de la normativa de protección. La normativa comunitaria excluía radicalmente la posibilidad de que pudieran ser considerados consumidores sujetos de derecho distintos de las personas físicas. Algunas normas autonómicas habían aceptado que determinadas personas jurídicas pudieran ser consideradas como consumidores. Según el TR (art. 3) son consumidores las personas jurídicas que actúan en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional. Pero no bastará que actúen, y, a diferencia de las personas físicas, no podrá predicarse la posibilidad de conductas económicas no consumeristas de entidades que típicamente actúen en el mercado. Será preciso que el objeto social de tales entes no incorpore una actividad profesional o empresarial. Más aún, no basta el objeto social, sino que será decisivo el tipo de personificación. Una SA o una SRL no pueden ser nunca consumidores, aunque se hayan constituido y registrado para desarrollar una actividad sin ánimo de lucro. No había ninguna necesidad de atribuir a las personas jurídicas la condición de consumidores, y seguir contraviniendo de esta forma el Derecho comunitario. Mucho más necesario hubiera sido tratar los supuestos frecuentes de comunidades de propietarios en las que se integran, naturalmente, los propietarios de locales comerciales, y que pretenden la protección derivada del Derecho de consumo frente a empresas de mantenimiento o promotores inmobiliarios.

En el TRLGDCU, el concepto de consumidor se suministra en el art. 3, según el cual: “a efectos de esta Norma y sin perjuicio de lo dispuesto expresamente en sus libros tercero y cuarto, son consumidores o usuarios las personas físicas o jurídicas que actúan en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional”.

El consumidor y usuario, definido en la Ley, es la persona física o jurídica que actúa en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional. Esto es, que interviene en las relaciones de consumo con fines privados, contratando bienes y servicios como destinatario final, sin incorporarlos, ni directa, ni indirectamente, en procesos de producción, comercialización o prestación a terceros. Se incorporan, asimismo, las definiciones de empresario, productor, producto y proveedor, al objeto de unificar la terminología utilizada en el texto. Las definiciones de empresario, productor y producto son las contenidas en las normas que se refunden. El concepto de proveedor es el de cualquier empresario que suministra o distribuye productos en el mercado, distinguiéndose del vendedor, que, aunque no se define, por

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remisión a la legislación civil es quien interviene en un contrato de compraventa, en el caso de esta Ley, actuando en el marco de su actividad empresarial. 1.2. El concepto jurisprudencial de consumidor en la derogada LCU. En cuanto a la jurisprudencia sobre el concepto de consumidor, no puede extrañar que, teniendo en cuenta la definición que del mismo se hacía en el artículo 1 LCU/1984 (todavía no tenemos jurisprudencia sobre el texto refundido), un gran número de sentencias versen en torno a la noción de "destinatario final" de los bienes o servicios. Así, por ejemplo, es "destinatario final" el paciente sometido a una intervención quirúrgica en un centro de la Seguridad Social (STS 20 diciembre 1999), el comprador que adquiere un vehículo de un concesionario oficial (SAP Málaga 18 enero 2000), el prestatario que libra un pagaré en blanco a una entidad bancaria (SAP Castellón 28 julio 1999), el conductor que estaciona su vehículo en un parking y celebra un contrato de aparcamiento que la entidad encargada de la explotación del mismo (SAP Castellón 17 febrero 1999), la persona que sufre los daños causados por la deficiente instalación del suministro de gas en una vivienda (SAP Guadalajara 8 marzo 1999), la persona que celebra con un detective privado un contrato de prestación de servicios (SAP La Rioja 1 marzo 1999), y el usuario de una autopista que demanda a la empresa concesionaria encargada de su explotación por la falta de mantenimiento de la misma (SAP Tarragona 9 diciembre 1996). También existe abundante jurisprudencia que niega la aplicación de la LCU/1984 por no existir un "destinatario final" del bien o servicio, siendo así que quien alega la aplicación de esta Ley es un sujeto que adquiere ese bien o servicio con el fin de integrarlo en procesos de producción, transformación, comercialización o prestación a terceros. Los contratos celebrados entre empresarios están excluidos del TRLGDCU. Por eso, el TRLGDCU es inaplicable en los casos de leasing, cuando el bien así adquirido es destinado por el arrendatario a integrarlo en una explotación empresarial (SAP Huesca 30 septiembre 1994), o en los contratos de crédito estipulados por las entidades de crédito con empresarios o comerciantes (STC 10 febrero 1992). Pero junto a esta jurisprudencia, que permanece fiel al concepto de destinatario final de los bienes y servicios, se detecta una tendencia a extrapolar la protección de la LCU/1984 al contratante en general, sobre todo cuando se aprecia una predisposición de las cláusulas contractuales por parte del empresario dominante en la relación contractual. Así, la LCU/1984 suele ser utilizada a modo de refuerzo argumental en los procesos entre pequeños comerciantes y grandes distribuidoras, cuando se entiende que el Código Civil y el de Comercio serían suficientes para llegar al mismo nivel de protección. Como ejemplos podemos mencionar aquí la SAP Lleida 21 enero 2000, que consideró consumidor a una cooperativa agraria, o la STS 18 junio 1999, que hizo lo propio – aunque sin incidencia en el fallo- con una sociedad agraria de transformación. Pero sí obtuvo conclusiones prácticas de la calificación de consumidor la SAP Asturias 9 junio 2000, sobre la reclamación de un camionero por obras de reparación no presupuestadas. Cuando se trata de reclamaciones de responsabilidad por cortes de suministros eléctricos o de servicios esenciales, la jurisprudencia suele utilizar la protección derivada de la LCU/1984, sin considerar el tipo de destinatario del servicio que reclama contra el suministrador (por ejemplo, SAP Girona 13 enero 1997).

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1.3. Sectores enteramente "consumerizados" y protección general En algunos sectores de la contratación, la protección que se otorga a la parte más débil no deriva de su condición de destinatario final del producto o servicio, o de la finalidad -privada- en la que se pretenden emplear los mismos. Se le protege, más bien, en su condición de contratante, de simple usuario, o de persona relacionada de un determinado modo con el profesional. Así sucede, por ejemplo, en materia de arrendamientos urbanos, donde el simple arrendamiento de una finca urbana hace aplicable la Ley 29/1994, de 24 de noviembre; o en materia de vivienda, pues la Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de ordenación de la edificación, regula los aspectos esenciales del proceso de la edificación, con el fin de otorgar una adecuada protección a los intereses de los adquirentes. Otros ejemplos se encuentran en la normativa sobre telecomunicaciones, energía (Ley 54/1997, de 27 de noviembre, de regulación del sector eléctrico), salud (Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad), seguridad de los productos (RD 44/1996, de 19 de enero, por el que se adoptan medidas para garantizar la seguridad general de los productos puestos a disposición del consumidor), productos sanitarios (RD 1907/1996, de 2 de agosto, sobre publicidad y promoción comercial de productos, actividades o servicios con pretendida finalidad sanitaria), y productos alimenticios (RD 1334/1999, de 31 de julio, por el que se aprueba la Norma general de etiquetado, presentación y publicidad de los productos alimenticios). El ejemplo más claro de esta protección objetiva del contratante es la normativa sobre transparencia y protección de la clientela bancaria. En la Orden de 12 de diciembre de 1989, sobre tipos de interés y comisiones, normas de actuación, información a clientes y publicidad de las Entidades de crédito, y normativa que la desarrolla (Circular del Banco de España 8/1990, de 7 de septiembre, a Entidades de crédito, sobre transparencia de las operaciones y protección de la clientela, sucesivamente modificada de la forma que expondremos en su lugar correspondiente), se hace referencia a la protección de los "legítimos intereses de los clientes". Esta fórmula, que tanto recuerda a la utilizada en las leyes de protección del consumidor en sentido estricto, no diferencia al sujeto pasivo en razón de los criterios consumeristas , porque no va dirigida solamente al destinatario final, sino a la clientela en general, por lo que su protección subjetiva es más amplia que las de las leyes de protección a los consumidores. 1.4. Entidades y grupos como consumidores El TRLGDCU se aplica siempre que una persona física o jurídica adquiera, utilice o disfrute de un bien, producto o servicio como destinatario final del mismo. En algunas ocasiones, la jurisprudencia ha extendido el ámbito de aplicación de la LCU/1984 para considerar protegidos por la misma, como consumidores o usuarios, a entes sin personalidad jurídica. Especial importancia tienen los pronunciamientos judiciales que aplican la LCU/1984 a las comunidades de propietarios. En este sentido, son numerosas las decisiones judiciales en las que se aplica la LCU/1984 a un litigio planteado entre una comunidad de propietarios y la empresa encargada del mantenimiento y conservación de los ascensores, en el que se discute la consideración como abusivas de algunas cláusulas incluidas en el contrato de mantenimiento de ascensores. Son básicamente dos las cláusulas cuya validez se discute judicialmente. En primer lugar, la cláusula que establece una duración muy larga del contrato (normalmente de diez años), la cláusula que impone su prórroga, y la cláusula que establece una pena

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convencional excesivamente elevada para la hipótesis de desistimiento del contrato por la comunidad de propietarios. Numerosas sentencias declaran la nulidad; SAP Navarra 17 octubre 1994; SAP Lleida 24 abril 1995; SAP Madrid 8 mayo 1996; SAP Córdoba 26 febrero 1996; SAP Madrid 3 enero 1996. Un segundo tipo de cláusulas discutidas son las de sumisión expresa a fuero en contratos de mantenimiento de ascensores. Hoy constituye doctrina jurisprudencial consolidada la tesis de que esta cláusula es abusiva, pues implica un desequilibrio importante en los derechos y obligaciones de las partes, en la medida en que dificulta la defensa del consumidor. Y es abusiva incluso en el supuesto de que el litigio se entable por una comunidad de propietarios. Son muchas las sentencias del Tribunal Supremo que así lo declaran (SSTS 14 septiembre 1996; 3 julio 1998; 20 julio 1998). 2. Normas consumeristas versus normativa general de protección 2.1. El criterio subjetivo de identificación en el TRLGDCU Tanto el TRLGDCU como las respectivas leyes generales autonómicas proceden a definir el consumidor, con objeto de delimitar el ámbito de aplicación del régimen de protección de la norma. De hecho, la noción misma de “Derecho de los Consumidores” se construye a partir de un elemento de identificación subjetivo. No es el tipo de negocio ni la clase de interés o bien jurídico considerado lo que hace el Derecho de consumo, sino las condiciones subjetivas que recaen en la persona que adquiere bienes o servicios. Derecho del consumidor es el Derecho de las relaciones jurídicas privadas entre un profesional o empresario y un adquirente final de los mismos. La identificación sustentada en este criterio meramente subjetivos tiene sus problemas. ¿Se es consumidor siempre o la aplicación de la norma depende de que en cada circunstancia la persona en cuestión reúna las condiciones requeridas?. ¿Hay personas que están sistemáticamente excluidas de la protección consumerista por el hecho de que sean profesionales o empresarios?. ¿Será entonces el Derecho de consumo algo así como un Derecho para colectivos definitivamente identificados, como puede ocurrir en otros ámbitos con los trabajadores por cuenta ajena, amas de casa, desempleados o niños?. Es claro que no. Consumidores somos todos en algún momento de nuestra vida y nadie es consumidor de modo permanente. No existe un criterio subjetivo que permita una previa identificación del colectivo destinatario de la norma. No todos pueden ser ancianos, o incapacitados o mujeres, y los que lo son constituyen un colectivo estable. No ocurre lo propio con el concepto de consumidor: todos lo son ocasionalmente y nadie lo es de modo permanente ni a todos los efectos. 2.2. La caracterización objetiva: negocios privados Si no existe un criterio subjetivo de identificación previa del colectivo afectado por las normas, el Derecho de consumo tendrá que definirse de acuerdo con criterios objetivos. El Derecho de consumo no es el Derecho que afecta a un colectivo predeterminado de personas, sino un Derecho que contiene una regulación específica y singular para cierto tipo de relaciones jurídicas contractuales caracterizadas porque una de las partes de esta relación actúa con la finalidad de satisfacer a través del contrato sus necesidades personales o familiares. Es consumidor el sujeto que adquiere bienes o servicios con objeto de realizar su valor en uso y no su valor en cambio.

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Procedamos a descomponer este concepto en sus elementos definitorios. (i) En primer lugar, tiene que existir una regulación normativa específica. Si la

protección se depara por la norma a favor de una parte contractual, con independencia de la finalidad subjetiva que satisface el intercambio (personal o empresarial), la regulación en cuestión será una regulación protectora de una determinada clase de contratantes, pero no será propiamente una normativa de consumo. El Derecho que regula hoy el régimen de ventas a plazos de bienes muebles (ley 28/1998), por ejemplo, se encuentra en este caso. Ocurría lo mismo con el Derecho de los arrendamientos urbanos antes de la reforma de 1994. Ocurre en la actualidad igualmente, y a modo de ejemplo, con la regulación específica de las academias privadas de enseñanza no oficial.

La situación descrita es, paradójicamente, de presencia creciente. Existe normativa que se quiere presentar a sí misma como regulación consumerista, pero que sin embargo contiene un régimen de protección cuyas condiciones de aplicación prescinden de la finalidad de satisfacción concreta de necesidades personales o familiares. Aunque no siempre se haya reparado en ello, la normativa sobre viajes combinados (arts. 150 y sig. TRLGDCU) no requiere una relación de consumo para que se aplique la protección legal; también el que viaja por negocios en una combinación de prestaciones como las descritas en el art. 151 se halla cubierto por la protección legal. Lo mismo cabe decir con la regulación específica de los talleres de reparaciones de automóviles, o con el régimen de las estaciones de servicios. Y hoy cabe destacar de modo singular las regulaciones sectoriales de servicios de interés general (telecomunicaciones, gas, electricidad), en los que la misma referencia legal a los consumidores y usuarios no puede ocultar que la protección se ofrece de modo indiscrimado a todo usuario del servicio, con independencia de la finalidad que quiere satisfacer con el servicio contratado.

(ii) En segundo lugar, tiene que tratarse de una regulación contractual, aunque no

es preciso que se trate de una contratación puramente privada (vgr. el régimen de las cláusulas abusivas se aplica también a las prestaciones realizadas por Administraciones Públicas) Sólo dentro de un contrato cabe discriminar fines o necesidades a satisfacer con el intercambio de bienes y servicios. El Derecho que regula conductas empresariales de promoción o publicidad o el Derecho que construye un determinado régimen de responsabilidad extracontractual por daños, no es propiamente un Derecho de consumidores. Las normas contenidas en la Ley General de Publicidad no subordinan su aplicación a que el destinatario de la misma sea una persona que, movido por la publicidad, se decida a adquirir bienes para cubrir necesidades o apetencias domésticas. Las normas que rigen la responsabilidad civil por productos, incluso las contenidas en el TRLGDCU, no discriminan entre la persona que sufre el daño con motivo de un viaje profesional en carretera o el que lo sufre con ocasión de un viaje vacacional, o entre quien sufre una intoxicación en una comida de negocios o en una merienda campestre. El Derecho de la Publicidad engañosa o el Derecho de Daños (productos o servicios defectuosos) constituyen un régimen e protección frente a determinadas conductas empresariales, pero no es propiamente un Derecho de consumo, pues su aplicación se independiza de la condición

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subjetiva del destinatario y de la finalidad que persigue al encontrarse en la situación considerada por la norma.

(iii) Es preciso en tercer lugar que sólo una parte del contrato se encuentre en la

situación de satisfacer con el bien o servicio una finalidad privada. Si ambas lo están, no hay Derecho de consumo. El intercambio jurídico entre particulares no es objeto de regulación específica. De hecho, puede ocurrir que una determinada normativa producida por una autoridad competente en materia de consumo afecte a este tipo de intercambio (por ejemplo, garantías a prestar en ventas de segunda mano), pero la relación jurídica no es relación de consumo. De hecho, si a un vendedor no profesional se le impone un determinado deber suplementario al que resulta de la aplicación del régimen jurídico común (Código Civil), entonces no existe justificación para que este deber se imponga sólo cuando la otra parte sea un consumidor. Por eso, puede haber normas protectoras de los compradores o de los arrendatarios en general, que no es normas consumeristas.

(iv) Por último, el Derecho del Consumo no es un Derecho que se construya a

posteriori, ad hoc, según las necesidades específicas de protección que puedan presentarse en cada caso. El Derecho de consumo no puede ser un Derecho para casos de necesidad o un Derecho de excepción. Su ámbito de aplicación queda determinado según los parámetros expuestos. Si dentro de los mismos resulta que una persona “consumidora” de hecho no necesita una especial protección en su circunstancia concreta, no por ello decae la aplicación de la norma. El pequeño empresario o profesional no es nunca consumidor, aunque pueda ser persona necesitada de protección jurídica.

2.3. Normativa materialmente consumerista Existen regulaciones especiales que son automáticamente regulaciones de consumo, sin necesidad de proceder a posteriori a una especial discriminación de las finalidades que en cada caso puedan haber perseguido los adquirentes del bien o servicio determinado ni de la condición subjetiva de los mismos. Se trata de supuestos en los que el tipo de contrato objeto de regulación es un contrato que institucionalmente satisface en exclusiva necesidades privadas o domésticas. Por eso, estos contratos no requieren de un criterio específico de aplicación. La regulación de arrendamientos urbanos de vivienda es una regulación típicamente consumerista. El bien adquirido satisface de modo típico las finalidades consideradas en el art. 3 TRLGDCU y además constituye un Derecho especial frente al general de arrendamientos de cosas del Código Civil. Una regulación específica de la adquisición de bienes para la satisfacción de necesidades turísticas o vacacionales, como los derechos de aprovechamiento por turno, constituye una regulación consumerista de modo típico, pues la finalidad no profesional es la que define el objeto mismo de la regulación. Toda la regulación específicamente orientada a proteger los intereses del adquirente de derechos sobre la vivienda (Ley 57/1968, RD 515/1989) constituye de modo típico normativa de consumo, pues el objeto del contrato satisface de modo típico una necesidad de las definidas en el art. 3 TRLGDCU; y tanto da que se trate de la vivienda en la que habita un abogado (no así si se trata de un despacho profesional) como aquélla en la que habita un ama de casa: las necesidades de vivienda son idénticas

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para cada ser humano. Los servicios funerarios son servicios típica y necesariamente consumeristas. En estos casos, Derecho de Consumo y Derecho del sector regulado en cuestión coinciden de modo pleno. Es ya una simple cuestión de convención el que se diga que el Derecho de los arrendamientos urbanos de vivienda es una parte del Derecho de Consumo, como efectivamente lo es. 2.4. Normativa protectora no consumerista Desde una perspectiva inversa a la anterior, consideramos ahora la posibilidad de que exista una regulación protectora de determinada clase de sujetos que entran en una relación contractual, y que sin embargo no constituye una normativa de consumo en sentido estricto. La regulación de los arrendamientos rústicos, como la de los urbanos, es una regulación protectora de un grupo determinado de contratantes. Es incluso más protectora que la regulación actual de los arrendamientos de vivienda. Y sin embargo no es una normativa de consumo, pues el sujeto protegido satisface de modo típico una finalidad lucrativa profesional. Igual ocurre, sin agotar los ejemplos, con la regulación contenida en la Ley del Contrato de Agencia de 1992. 2.5. Regulación protectora del usuario genérico En todos aquellos sectores que constituían monopolio antes de su liberación, o estaban sujetos a un régimen intenso de intervención, la liberación se ha saldado normalmente con un compromiso, que abre el sector a la iniciativa privada a cambio de su calificación definitiva como servicios no públicos de interés general. Esta condición, que no basta para someter la prestación del servicio a un régimen concesional de servicio público, sí es suficiente para justificar la intervención pública con objeto de imponer a los operadores obligaciones de servicio público en interés y protección de los usuarios globales del sector. Todos estos sectores liberalizados quedan así compensados con un aparato normativo más o menos intenso de intervención regulatoria de los intereses de los usuarios. Normalmente estos usuarios vienen calificados por la norma como “consumidores”, aunque no se exige que concurra en ellos la condición de destinatarios finales del art. 3 TRLGDCU. De hecho, ha adquirido carta de naturaleza esta denominación genérica de consumidor para todo usuario de los servicios liberalizados de interés general [cfr. arts. 52 ss RD 1736/1998 (telecomunicaciones), 1.2 a), 10 y 50 Ley 54/1997 (sector eléctrico), 49 Ley 34/1998 (sector de hidrocarburos)]. En otras regulaciones, como la disciplina de transparencia bancaria, como hemos visto, los conceptos de consumidor y “cliente” genérico acaban siendo intercambiables. Es manifiesto que ello ha provocado a la vez una vulgarización del concepto de consumidor y una pérdida de la función técnica de delimitación de normas que el término desempeñaba en el art. 1 LCU/1984. Pero más allá de ello, esta nueva intervención normativa de protección ha producido una pérdida de la necesidad de protección singular del colectivo de consumidores stricto sensu en estos sectores liberalizados. Cuando el legislador provee una protección suficiente al colectivo genérico de usuarios de un servicio de interés general, desaparece la necesidad de procurar una nueva y suplementaria protección a la clase de usuarios que dentro de

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dicho colectivo reúnen los caracteres del art. 3 TRLGDCU. La singularidad queda entonces reducida a algunas especialidades procedimentales, como puede ser la posibilidad de acudir o no al sistema arbitral de consumo. Por resaltar la importancia de este hecho, debe repararse que año tras año sigue siendo el sector de la telefonía el que ocupa el primer lugar en la estadística de asuntos resueltos por las juntas arbitrales de consumo. Esta revolución conceptual y sustantiva tiene además consecuencias competenciales. Una vez que la norma sectorial (estatal) establece un régimen sustantivo de protección genérico en el ámbito de usuario, igualmente se atribuye la competencia de regulación y de sanción de las conductas infractoras del régimen legal. Ello no quiere decir que las CCAA competentes no puedan actuar sobre esta materia a través de su título competencial de consumo, sino que sólo pueden hacerlo en aplicación de la normativa típicamente consumerista, pero no en ejecución de la normativa sectorial estatal de protección de los usuarios genéricos del sector regulado, precisamente porque esta normativa sectorial estatal no es propiamente una normativa de consumo, que las CCAA pudieran desarrollar o ejecutar. 2.6. Pluralidad de fuentes materiales de regulación Las consideraciones que se acaban de hacer ponen de manifiesto una tendencia de desestabilización de la homogeneidad del sistema normativo de consumo. En último extremo se trata de que existen pluralidad de fuentes normativas de regulaciones consumeristas y pluralidad de títulos competenciales hábiles para producir tales regulaciones. Esta concurrencia plural y de niveles diversos queda ya sancionada por la STC 15/1989, y acaba concretándose en todas aquellas ocasiones en que el TC ha tenido ocasión de manifestarse sobre conflictos competenciales entre Estado y CCAA en materia de consumo. ¿Puede producir el Estado normativa consumerista a través de su título competencial en materia de telecomunicaciones, o de energía o del servicio postal, o por su reserva de competencia básica sobre el régimen de sanidad, etc?. Es evidente que puede, como por lo demás se constata por los hechos. El problema sin embargo no se halla en la pluralidad de títulos para producir normativas consumeristas, sino en la pluralidad de títulos competenciales para atribuir de diversas maneras las funciones y responsabilidades de gestionar administrativamente el sistema de protección. En este sentido cabe destacar una evidente diferencia entre la regulación consumerista sectorial en las que las competencias de gestión del sistema se entrega a la Administración, y aquéllas otras en que el sistema de protección corresponde a la jurisdicción civil. En último extremo, la diferencia, por ejemplo, entre el régimen consumerista de la legislación de telecomunicaciones y el propio de la ley 22/1994 de responsabilidad por daños causados por productos defectuosos. En este segundo caso no existen propiamente problemas competenciales. Como ya sugirió la STC 86/1988, el título “técnico-instrumental” del Estado (sobre el Derecho civil o mercantil) se impone al título sectorial (protección del consumidor) de las CCAA; en último extremo, la competencia de ejecución del sistema de protección corresponde a órganos y poderes ajenos a las Administraciones estatal y autonómica.

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Pero en el caso de una competencia estatal igualmente “sectorial” (vgr. telecomunicaciones) en concurso con una competencia autonómica sectorial (protección de los consumidores) no sólo existe una relación de concurrencia simétrica, sino que, y esto es lo más problemático, ambas fuentes de producción normativa se reservan para sus propios aparatos administrativos la competencia de ejecución (gestión y sanciones). Esta situación no es solucionable si no existe consenso entre todos los implicados, y el Derecho puede hacer muy poco para suministrar criterios seguros y aceptables por todos. Pues realmente no existe una regla de distribución que sea segura. El criterio de la “competencia prevalente” utilizado en ocasiones por el TC es de escasa utilidad, pues presupondría lo que en efecto debería probarse con anterioridad. Cabría en último extremo apelar a la regla de prevalencia de la legislación estatal del art. 149.3 de la Constitución, pero no por aplicación directa, sino por una construcción analógica, que viniera a significar en último extremo que los títulos competenciales exclusivos del Estado serían “más fuertes” que los títulos competenciales exclusivos de las CCAA. Es dudoso que esta regla pueda formularse como tal en Derecho español, al margen de las aplicaciones concretas de reglas de "supercompetencias" como puede ser la del art. 149.1.1ª. • Conclusión: Derecho de Consumo como convención Las consideraciones hechas en el apartado anterior nos conducen a conclusiones que pueden parecer paradójicas, pero, que más allá de ello, plantean dilemas regulatorios y, sobre todo, competenciales. (i) Existen sectores regulatorios típicamente consumeristas, que proveen un

régimen de protección plenamente congruente con el ámbito de aplicación delimitado por el art. 3 TRLGDCU, y que sin embargo convencionalmente no son considerados como materia propia de consumo. Lo que a efectos prácticos quiere decir: sobre los que no se extiende como regla la competencia de las Administraciones responsables de la protección del consumidor. Seguramente nadie considerará que el INC tiene competencia dentro del Estado para liderar una reforma de los arrendamientos urbanos ni que las CCAA son competentes para regular las obligaciones recíprocas entre arrendador y arrendatario.

(ii) Existen sectores regulatorios de protección no consumeristas que

convencionalmente han sido considerados como materia y competencia propia del Derecho de Consumo, siendo así que el régimen jurídico que delimita la protección sectorial no subordina su aplicación a que se satisfaga el paradigma del art. 3 TRLGDCU. Los talleres de reparaciones de automóviles, los viajes combinados, el suministro de gasolina en estaciones de servicios, etc, constituyen ejemplos de esta clase. En cambio, por razones ajenas a la racionalidad del sistema, el Derecho de los usuarios de telecomunicaciones no ha sido aún captado por el Derecho de consumo, y seguramente acabará estabilizándose como un sector regulatorio competencialmente diferenciado del Derecho de Consumo.

(iii) Existen sectores regulatorios caracterizados por la existencia de un régimen de

protección especialmente acusado de una parte contractual, que sin embargo no constituyen sectores de regulación consumerista, bien porque su base subjetiva no se sustenta en la delimitación del art. 3 TRLGDCU, bien porque el contrato

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en cuestión satisface necesidades profesionales o empresariales de la parte que recibe en bien o servicio.

(iv) Existen sectores de regulación en los que la norma ha proveído un régimen

especial de protección de los usuarios genéricos del servicio regulado, alcanzándose en este régimen un nivel tal de protección que deja de tener sentido – e incluso posibilidad- una regulación suplementaria a favor de los consumidores stricto sensu.

En conclusión, no todo lo que constituye un régimen jurídico de protección especial de determinada clase de contratantes constituye Derecho de Consumo; no todo lo que se considera convencionalmente como Derecho de Consumo satisface los requisitos de especialización del art. 3 TRLGDCU; no todo lo que es Derecho de Consumo constituye materia atribuida a la competencia de las Administraciones competentes en materia de Consumo. 3. Panorama de Derecho comparado En los países europeos de nuestro entorno la normativa protectora del consumidor se ha organizado utilizando diferentes esquemas. Pueden diferenciarse hasta tres modelos distintos, en función de si existe un único texto legal que contiene todas las normas protectoras del consumidor, de si existen una ley general y varias leyes especiales, o de si coexisten sin más numerosas leyes especiales. Veamos con detalle ejemplos de cada uno de estos modelos. 3.1. Primer modelo: unificación normativa del derecho de consumo. Un primer modelo es aquel en el que toda la normativa de protección de los consumidores se contiene en una única norma. A este esquema responden países como Francia o Austria. El mejor ejemplo de este modelo es, sin duda, el francés. En Francia, el Code de la Consommation, publicado mediante Ley núm. 93-949, de 26 de julio de 1993, engloba toda la normativa de protección de los consumidores. Se trata de un auténtico Código, en el que se insertan todas las normas sobre protección de los consumidores. En cuanto a su estructura, el Code consta de cinco Libros. El Libro I se refiere a la información de los consumidores y formación de los contratos (información al consumidor, prácticas comerciales, condiciones generales de la contratación); el Libro II a la conformidad y seguridad de los productos y servicios; el Libro III al endeudamiento (crédito al consumo, crédito inmobiliario, actividades de intermediación en el crédito, situaciones de sobreendeudamiento); el Libro IV a las asociaciones de consumidores (asociaciones, cooperativas, legitimación para demandar en juicio); y el Libro V a las instituciones públicas en materia de consumo (Consejo Nacional de Consumo, órganos de coordinación administrativa, Instituto Nacional de Consumo, y los laboratorios de ensayo). Además de la parte legislativa del Code, que es la citada, existe una parte reglamentaria, compuesta de Decretos del Consejo de Estado y simples Decretos, mediante los cuales se desarrollan determinados aspectos del Code de la Consommation.

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En el Code se incluye toda la normativa francesa existente hasta 1993 sobre protección de los consumidores. Además, las Directivas comunitarias que se han traspuesto al Derecho francés después de esa fecha se han incorporado mediante la oportuna modificación del Code de la Consommation. Así sucede, por ejemplo, en materia de cláusulas abusivas, puesto que la Directiva 93/13/CEE se incorpora mediante la Ley num. 95-96, de 1 de febrero de 1995, que introduce los artículos 132-1 y ss. del Code; o con la Directiva 94/47/CE, relativa a la protección del adquirente en lo relativo a determinados aspectos de los contratos de adquisición de un derecho de utilización de inmuebles en régimen de tiempo compartido, incorporada al Derecho francés por la Ley num. 98-566, de 8 de julio de 1998, y que es el contenido de los artículos L. 121-60 a 121-76 del Code de la Consommation. Las ventajas que presenta este modelo son evidentes. Se gana en seguridad jurídica, puesto que en un único cuerpo normativo consta la legislación completa sobre consumidores, y se evitan las discordancias entre las diferentes leyes consumeristas que regulan, directa o indirectamente, la misma materia. Este mismo modelo también se adopta, con alguna particularidad, en Austria. En efecto, en este país existe una ley general de protección del consumidor, la Konsumentenschutzgesetz (KSchG), de 8 de marzo de 1979, que pretende regular todos los aspectos relativos a la protección jurídica del consumidor. Se trata de una ley extensa, con más de cuarenta parágrafos, y que ha sido modificada en varias ocasiones con el fin de incorporar al derecho austríaco las diferentes Directivas sobre consumo. Así, por ejemplo, con una Ley de 16 de abril de 1993 (publicada en el boletín oficial del Estado austríaco, el BGBl I 247/1993), de modificación de la KSchG, se incorporan la Directiva 90/314/CEE, sobre viajes combinados, y la Directiva 87/102/CEE, de crédito al consumo; la Ley de 10 de enero de 1997 (publicada en el BGBl I 6/1997) incorpora al derecho austríaco la Directiva 93/13/CEE, sobre cláusulas abusivas, introduciendo determinados preceptos en la KSchG; con la Ley de 19 de agosto de 1999 (publicada en el BGBl I 185/1999) se modifica de nuevo la KSchG, para incorporar la Directiva 97/7/CE, de contratos a distancia. Sin embargo, alguna Directiva no se ha incorporado mediante la oportuna modificación de la KSchG, sino que se ha dictado una ley autónoma. Así sucede con la incorporación de la Directiva 85/374/CEE, de responsabilidad por los daños causados por productos defectuosos, que ha dado lugar a la Ley de responsabilidad por productos, de 21 de enero de 1988 (publicada en BGBl I 1988/95). 3.2. Segundo modelo: Coexistencia de una norma general con legislación protectora sectorial El segundo modelo es aquel en el que existe una ley general de defensa de los consumidores y usuarios, y varias leyes específicas que protegen al consumidor en cada concreto ámbito. En el ámbito europeo, responden a este esquema, entre otros, países como Portugal, Luxemburgo o Grecia. En Portugal, existe una ley general para la defensa de los consumidores, que es la Ley n.º 24/96, de 31 de julio de 1996, que establece el régimen legal aplicable a la defensa de los consumidores. Se trata de una ley general, que consta de veinticinco artículos, y cuya estructura es bastante similar a la anterior Ley española 26/1984. Después de definir al consumidor, la ley enumera cuáles son los derechos básicos de éste (derecho a

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la información, a la protección de sus derechos económicos, a la protección de su salud y seguridad, derecho a su formación y educación, derecho de representación, derecho a una justicia accesible y rápida), pasando después a analizar por separado cada uno de ellos. Además de esta ley genérica, se han dictado numerosas disposiciones sobre temas concretos. Así, por ejemplo, el Decreto-Lei n.º 383/89, de 6 de noviembre de 1989, de responsabilidad por productos defectuosos, que traspone la Directiva 85/374/CEE; el Decreto-Lei n.º 359/91, de 21 de septiembre de 1991, que establece normas relativas al crédito al consumo, incorporando así las Directivas 87/102/CEE y 98/88/CEE, de crédito al consumo; el Decreto-Lei n.º 275/93, de 5 de agosto de 1993, que aprueba el régimen jurídico de habitación periódica, modificado por el Decreto-Lei n.º 180/99, de 22 de mayo de 1999, con el fin de incorporar al derecho portugués la Directiva 94/47/CEE; el Decreto-Lei n.º 311/95, de 20 de noviembre de 1995, de seguridad general de los productos, que incorpora la Directiva 92/59/CEE, y que es posteriormente modificado por el Decreto-Lei n.º 16/2000, de 29 de febrero de 2000; el Decreto-Lei n.º 209/97, de 13 de agosto de 1997, que regula el acceso y el ejercicio de las actividades de las agencias de viajes y turismo, y que deroga el Decreto-Lei n.º 198/93, de 27 de mayo de 1993, que se dictó para incorporar al derecho interno la Directiva 90/314/CEE, de viajes combinados. Sobre cláusulas abusivas, el Decreto-Lei n.º 446/85, de 25 de octubre de 1985, que regula el régimen de las cláusulas contractuales generales, modificado por Decreto-Lei n.º 220/95, de 31 de enero de 1995, para incorporar la Directiva 93/13/CEE, y también por Decreto-Lei n.º 249/99, de 7 de julio de 1999. En Luxemburgo, la Ley general de protección jurídica del consumidor es de 25 de agosto de 1983. Al margen de esta ley, se han dictado numerosas leyes que tienen por objeto incorporar las Directivas comunitarias. Así, por ejemplo, la Ley de 21 de abril de 1989, relativa a la protección civil en caso de productos defectuosos, que incorpora la Directiva 85/374/CEE; la Ley de 9 de agosto de 1993, que regula el crédito al consumo, incorporando la Directiva 87/102/CEE, de crédito al consumo; la Ley de 14 de junio de 1994, que incorpora la Directiva 90/314/CEE, de viajes combinados; la Ley de 26 de marzo de 1997, que traspone las Directivas 93/13/CEE, de cláusulas abusivas, y 85/577/CEE, de contratos negociados fuera de los establecimientos comerciales; la Ley de 27 de agosto de 1997, relativa a la seguridad general de los productos, que traspone la Directiva 92/59/CEE, de seguridad general de los productos; y la Ley de 18 de diciembre de 1998, relativa a los contratos sobre adquisición de un derecho de utilización a tiempo parcial de bienes inmuebles. 3.3. Tercer modelo: Protección a través de normas sectoriales El tercer modelo posible es aquel en el que, en ausencia de una ley general sobre protección del consumidor, la normativa consumerista se diluye en numerosas leyes especiales, cada una de las cuales concede al consumidor una especial tutela jurídica en un determinado ámbito. Como ejemplos de este esquema pueden citarse a Italia y Alemania. En Italia no existe una ley general de protección de los consumidores, sino mucha normativa específica sobre cada concreto ámbito. Así, por ejemplo, el Decreto n.º 124, de 24 de mayo de 1988, que incorpora la Directiva 85/374/CEE, de responsabilidad por los daños causados por productos defectuosos; la Ley n.º 126, de 10 de abril de 1991, de normas sobre la información del consumidor; el Decreto legislativo n.º 74, de 25 de

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enero de 1992, que incorpora la Directiva 84/450/CEE, sobre publicidad engañosa; los arts. 121 a 126 del Testo Unico en materia bancaria y crediticia, aprobado por el Decreto legislativo n.º 385, de 1 de septiembre de 1993, que incorpora la Directiva 87/102/CEE, de crédito al consumo; el Decreto legislativo n.º 111, de 17 de marzo de 1995, que incorpora la Directiva 90/314/CEE, de viajes combinados; el Decreto legislativo n.º 115, de 17 de marzo de 1995, que incorpora la Directiva 92/59/CEE, relativa a la seguridad general de los productos; el Decreto legislativo n.º 50, de 15 de enero de 1992, que incorpora la Directiva 85/577/CEE, de contratos negociados fuera de los establecimientos comerciales; y la Ley n.º 281, de 30 de julio de 1998, de disciplina de los derechos de los consumidores y usuarios. En Alemania la normativa sobre consumo se contiene en distintas leyes: la Ley sobre condiciones generales de la contratación, de 9 de diciembre de 1976, modificada por Ley de 19 de julio de 1996, para incorporar la Directiva 93/13/CEE; la Ley sobre el derecho de revocación en los contratos celebrados fuera de establecimiento y similares, de 16 de enero de 1986; la Ley de responsabilidad por productos defectuosos, de 15 de diciembre de 1989; la Ley de crédito al consumo, de 17 de diciembre de 1990; la Ley de viajes combinados, de 24 de junio de 1994; Ley sobre los derechos de utilización de un inmueble a tiempo compartido, de 20 de diciembre de 1996; Ley sobre la seguridad de los productos, de 22 de abril de 1997. Adviértase, sin embargo, que la reciente Ley de Modernización del Derecho de Obligaciones (Gesetz zur Modernisierung des Schuldrechts), que entró en vigor el 1 de febrero de 2002, modifica sustancialmente esta situación, en la medida que deroga algunas de las leyes citadas, pasando su contenido a estar incorporado al BGB. Así sucede, entre otras, con la Ley sobre condiciones generales de la contratación, con la Ley de crédito al consumo, con la Ley sobre los derechos de utilización de un inmueble a tiempo compartido, y con la Ley sobre el derecho de revocación en los contratos celebrados fuera de establecimiento y similares. Del mismo modo, las Directivas sobre el comercio electrónico y sobre las garantías de los bienes de consumo se incorporan al derecho alemán mediante la oportuna modificación del BGB, operada por la citada Ley de Modernización del Derecho de Obligaciones. 3.4. El modelo español De los tres modelos expuestos, el Derecho español se encuadra en el segundo,. Efectivamente, el Derecho estatal español sobre protección de los consumidores se caracteriza por la existencia de una ley general, el Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, que aprueba el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, y de varias leyes específicas que protegen al consumidor en determinados aspectos, leyes que normalmente son dictadas con el fin de incorporar al derecho interno una Directiva comunitaria. Conviene tener presente, en todo caso, que en muchos países se advierte una tendencia hacia la concentración de la normativa protectora del consumidor en un único cuerpo legal. Un ejemplo magnífico de esta corriente es el de Brasil, donde en 1990 se publicó un Código de protección y defensa de consumidor. Se trata de un auténtico Código de 119 artículos, en el que confluye la normativa protectora del consumidor en sus más variados aspectos. En esta misma línea se mueve buena parte de la doctrina italiana, que propugna la elaboración de un Código de Consumo.

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4. El Texto Refundido de la Ley de Consumidores. El Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, cumple con la previsión recogida en la disposición final quinta de la Ley 44/2006, de 29 de diciembre (RCL 2006, 2339), de Mejora de la Protección de los Consumidores y Usuarios, que habilita al Gobierno para que, en el plazo 12 meses, proceda a refundir en un único texto la Ley 26/1984, de 19 de julio (RCL 1984, 1906; ApNDL 2943), General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y las normas de transposición de las directivas comunitarias dictadas en materia de protección de los consumidores y usuarios que inciden en los aspectos regulados en ella, regularizando, aclarando y armonizando los Textos Legales que tengan que ser refundidos. se integran en el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias las normas de transposición de las directivas comunitarias que, dictadas en materia de protección de los consumidores y usuarios, inciden en los aspectos contractuales regulados en la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, y que establecen el régimen jurídico de determinadas modalidades de contratación con los consumidores, a saber: los contratos celebrados a distancia y los celebrados fuera de establecimiento comercial. La regulación sobre garantías en la venta de bienes de consumo, constituye transposición de directiva comunitaria que incide en el ámbito de la garantía regulado por la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, procediéndose, igualmente a su refundición. Asimismo, se incorpora a la refundición la regulación sobre viajes combinados, por tratarse de una norma de transposición de directiva comunitaria que se integra en el acervo comunitario de protección de los consumidores y establece un régimen jurídico específico en la contratación con consumidores no afectado por las normas estatales sectoriales sobre turismo. Además, se incorpora al Texto Refundido la regulación sobre la responsabilidad civil por daños causados por productos defectuosos, norma de transposición de directiva comunitaria que incide en aspectos esenciales regulados en la Ley General de Defensa de los Consumidores y Usuarios, y que, como de manera unánime reconoce la doctrina y jurisprudencia requiere aclarar y armonizar sus respectivas regulaciones, al objeto de asegurar una adecuada integración entre ellas, superando aparentes antinomias. Otras normas de transposición de las directivas comunitarias citadas en el anexo de la Directiva 98/27/CE, sin embargo, instrumentan regímenes jurídicos muy diversos que regulan ámbitos sectoriales específicos alejados del núcleo básico de la protección de los consumidores y usuarios. Tal es el caso de las leyes que regulan los servicios de la sociedad de la información y el comercio electrónico, las normas sobre radiodifusión televisiva y la Ley 29/2006, de 26 de julio (RCL 2006, 1843), de Garantías y Uso Racional de los Medicamentos y Productos Sanitarios. La Ley 7/1995, de 23 de marzo (RCL 1995, 979, 1426), de Crédito al Consumo, aun cuando contiene una regulación específica de los contratos con consumidores, no se incorpora a la refundición en consideración a su incidencia específica, también, en el

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ámbito financiero. Tales circunstancias determinan que las prescripciones de la Ley de Crédito al Consumo se completen no sólo con las reglas generales contenidas en la Ley 26/1984, de 19 de julio (RCL 1984, 1906; ApNDL 2943), General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, sino también con aquellas propias reguladoras de los servicios financieros, en particular las referidas a las obligaciones de las entidades de crédito en relación con la información a los clientes, publicidad y transparencia de las operaciones. Por ello, se considera que se integra de manera más armónica la regulación sobre crédito al consumo en este grupo de disposiciones financieras. Coadyuva esta decisión la incorporación al ordenamiento jurídico interno, mediante Ley 22/2007, de 11 de julio (RCL 2007, 1356), sobre comercialización a distancia de servicios financieros destinados a los consumidores, de la Directiva 2002/65/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de septiembre de 2002 (LCEur 2002, 2613), relativa a la comercialización a distancia de servicios financieros destinados a los consumidores, y por la que se modifican la Directiva 90/619/CEE (LCEur 1990, 1309) del Consejo y las Directivas 97/7/CE (LCEur 1997, 1493) y 98/27/CE (LCEur 1998, 1788). El peculiar régimen de constitución de los derechos de aprovechamiento por turno de bienes inmuebles de uso turístico y el establecimiento de normas tributarias específicas en la Ley 42/1998, de 15 de diciembre (RCL 1998, 2916), que transpuso al ordenamiento jurídico interno la Directiva 94/47/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de octubre de 1994 (LCEur 1994, 3610), desaconseja, asimismo, su inclusión en el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias dada su indudable incidencia también en los ámbitos registral y fiscal, ajenos al núcleo básico de protección de los consumidores. Tampoco es objeto de refundición la Ley 34/1988, de 11 de noviembre (RCL 1988, 2279), General de Publicidad, ya que su ámbito subjetivo de aplicación incluye también las relaciones entre empresarios y su contenido está pendiente de revisión como consecuencia de la aprobación de la Directiva 2005/29/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 11 de mayo de 2005 (LCEur 2005, 1143), relativa a las prácticas comerciales desleales de las empresas con los consumidores en el mercado interior, que debe ser incorporada a nuestro ordenamiento jurídico. Por último, las normas reglamentarias que transponen directivas dictadas en materia de protección a los consumidores y usuarios, tales como las relativas a indicación de precios, etiquetado, presentación y publicidad de productos alimenticios, etcétera, no se incorporan al Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, toda vez que, como ha declarado el Consejo de Estado, la delegación legislativa no autoriza a incorporar al Texto Refundido disposiciones reglamentarias, ni para degradar el rango de las disposiciones legales excluyéndolas de la refundición. En consecuencia, el cumplimiento del mandato contenido en la disposición final quinta de la Ley 44/2006, de 29 de diciembre, de Mejora de la Protección de los Consumidores y Usuarios, exige incorporar al Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, la Ley 26/1991, de 21 de noviembre (RCL 1991, 2806), sobre contratos celebrados fuera de los establecimientos mercantiles; la regulación dictada en materia de protección a los consumidores y usuarios en la Ley 47/2002, de 19 de diciembre (RCL 2002, 2980), de

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reforma de la Ley de Ordenación del Comercio Minorista (RCL 1996, 148, 554), para la transposición al ordenamiento jurídico español de la Directiva sobre contratos a distancia; la Ley 23/2003, de 10 de julio (RCL 2003, 1764), de Garantías en la Venta de Bienes de Consumo, la Ley 22/1994, de 6 de julio (RCL 1994, 1934), de Responsabilidad Civil por los Daños Causados por Productos Defectuosos y la Ley 21/1995, de 6 de julio (RCL 1995, 1978), sobre viajes combinados. En consecuencia, se derogan las siguientes disposiciones: 1. Los artículos 48 y 65.1, letras n) y ñ) y la disposición adicional primera de la Ley 7/1996, de 15 de enero (RCL 1996, 148, 554), de Ordenación del Comercio Minorista. Igualmente se derogan en la disposición final única de la Ley 7/1996, de 15 de enero, las menciones que se realizan al artículo 48 y la disposición adicional primera en su párrafo primero e íntegramente su último párrafo. 2. La Ley 26/1984, de 19 de julio (RCL 1984, 1906; ApNDL 2943), General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. 3. Ley 26/1991, de 21 de noviembre (RCL 1991, 2806), sobre contratos celebrados fuera de los establecimientos mercantiles. 4. Ley 22/1994, de 6 de julio (RCL 1994, 1934), de Responsabilidad Civil por los Daños Causados por Productos Defectuosos. 5. Ley 21/1995, de 6 de julio (RCL 1995, 1978), Reguladora de los Viajes Combinados. 6. Ley 23/2003, de 10 de julio (RCL 2003, 1764), de Garantías en la Venta de Bienes de Consumo. 4.1. El alcance de la refundición. La decisión de refundir unos textos legales y dejar otros fuera de la refundición es en gran parte arbitraria. Cierto que no toda la Ley de Servicios de la Sociedad de la Información – no refundida- contiene regulación de consumidores, pero sí contiene una parte importante de regulación contractual con consumidores, que ha quedado absurdamente fuera de la parte general del TR y al margen de las normas (refundidas) sobre ventas a distancia, régimen con el que forzosamente aquella regulación no refundida se solapa. No convencen tampoco las razones por las que las leyes 7/1995 y 22/2007 (crédito al consumo y servicios financieros a distancia) no se han refundido, cuando especialmente la última se estructura sobre la existencia de un derecho de desistimiento, que ha quedado fuera de la regulación general del desistimiento que se contiene en la nueva Ley. Por las mismas razones dadas por el legislador para excluir de la refundición la legislación de crédito al consumo, debería haberse dejado fuera la Ley 21/1995 (viajes combinados), que, sin embargo, se refunde. Y con más razón aún, pues todas las reglas relevantes generales de los contratos con consumidores (como el derecho de desistimiento o el tipo de información a ser suministrada) difieren de las soluciones particulares que se han dado para este tipo de contrato (cfr. arts. 156 y 160 TR), y ni tan siquiera la tipificación de conductas infractoras ni las sanciones de los arts. 49 a 52 TR

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le son aplicables (art. 165 TR). Por lo que finalmente no queda nada más que una pura labor de compilación desordenada de normas. El TR tampoco refunde la normativa inmobiliaria relativa a los consumidores, sin perjuicio de que el nuevo texto introduce un tipo de responsabilidad que va más allá de las obligaciones impuestas al promotor inmobiliario por la normativa existente. El Derecho Público de consumo (básicamente, normativa reglamentaria de calidad y seguridad y tipificación y procedimiento sancionador) no se refunde, más allá de las escasas normas jurídico administrativas que se contenían en la Ley 26/1984, y que se recogen en el nuevo texto. En parte por la inevitable carencia del legislador estatal de competencia para producir normas de Derecho público de consumo si éstas no están aseguradas por alguna de las competencias básicas del art. 149 CE, ninguna de las cuales tiene al consumo como objeto. En cambio se incluye en la refundición la Ley 22/1994, de responsabilidad por productos defectuosos, siendo así que, como toda regulación de una relación jurídica extracontractual, en la que no existe una vinculación nacida de contrato, no puede ser propiamente una normativa de consumo, aunque se limite la cobertura por daños materiales a los daños a bienes de consumo. 4.2. El resultado de la refundición. De la refundición no se derivan normalmente ventajas de tipo práctico, sino una mayor facilidad en el manejo de las normas preexistentes. Con todo, hay ocasiones en que la refundición habría cumplido efectos materiales de importancia. Destaca por su interés el art. 60 TR, que unifica las normas preexistentes y uniformiza la clase de obligación precontractual que debe darse en la contratación con consumidores. Claro está, que esta ventaja se diluye claramente cuando se piensa qué cantidad de material normativo queda fuera de la armonización, y cómo el legislador sectorial (y el mismo legislador estatal: RD 515/1988) no se encuentra limitado en su competencia para reglamentar en este punto sin sujeción a normas básicas. Más aún, allí donde el esfuerzo armonizador habría tenido que demostrar su fortaleza, no lo ha hecho, y volvemos a encontrarnos con que en cada una de las modalidades contractuales y tipos contractuales refundidos, el legislador ha dispuesto normas especiales sobre la información precontractual exigible (cfr. arts. 97, 152 TR). ¿Para qué sirve entonces el art. 60 y cuál es su ámbito material de aplicación? Tampoco existe armonía interna entre las distintas modalidades contractuales sobre las que había de practicarse la refundición, que han permanecido con el mismo nivel de disparidad que padecían antes de la refundición. Piénsese, por ejemplo, en la incongruente y asistemática lista de inclusiones y exclusiones que resultan si se comparan los arts. 93 (contratos a distancia) y 108 (contratos fuera de establecimiento comercial). No existe ninguna razón para las diferencias que aquí resultan, y no se entiende la lógica por la que algunos contratos están excluidos bajo una modalidad y no bajo otra, sobre todo teniendo a la vista que la venta por catálogo del art. 108 h) podría haber sido incluida indistintamente en una u otra modalidad. Todavía más inconsistente en la pretendida armonización del derecho de desistimiento. La sedicente norma general está desmentida por el art. 110 para uno de los dos casos en los que habría de aplicarse. ¿Por qué las excepciones al derecho de desistimiento de art. 102 (contratos a distancia) no se han extendido a los contratos fuera de establecimiento, donde existe la misma

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lógica? La norma relativa a la nulidad relativa por incumplimiento de requisitos formales (art. 112 TR) continúa, como antes, “aparcada” en la regulación de las ventas fuera de establecimiento, cuando muy bien podrían haberse generalizado. Sin contar con la interna inconsistencia que produce articular una salida de nulidad contractual para los incumplimientos relativos al derecho de desistimiento, cuando el art. 69 TR había optado por una medida sancionadora de alargamiento de plazos, que es más conveniente para la naturaleza de este tipo de contravención. ¿Y por qué se queda la norma equivalente del art. 101 TR “descolgada” de esta sanción de nulidad? ¿Y por qué no se ha reparado en la necesidad y conveniencia de generalizar la norma de responsabilidad solidaria del art. 113 al resto de las modalidades especiales de compraventa? 4.3. Derecho de desistimiento Podía haberse esperado que el TR hubiera aprovechado la ocasión para generalizar el derecho de desistimiento a todos los contratos celebrados por consumidores, más allá de los supuestos específicos en que había sido reconocido por ley. Especialmente se esperaba que el derecho de desistimiento fuera reconocido también en la normativa de crédito al consumo. Pero no ha sido así. En rigor, la armonización que se hace del derecho de desistimiento es banal. En las materias y leyes no refundidas, el derecho en cuestión, de haberlo, sigue regulándose por la norma aplicable (vgr. ventas a plazos, aprovechamiento por turnos de bienes inmuebles, comercialización a distancia de servicios financieros). En las materias refundidas tampoco se atribuye el derecho con alcance general, sino que se reconoce, en su caso, en la sección dedicada a cada modalidad de venta elegida por el legislador histórico. La única aplicación novedosa del derecho de desistimiento es la que se contiene en el art. 77. Se permite que si el consumidor puede desistir del contrato que haya sido financiado tercero o por el empresario contratante, el ejercicio del desistimiento implicará la resolución del crédito sin penalización. Lo que sí se hace es armonizar el régimen del desistimiento, al menos para aquellas modalidades contractuales que han sido objeto de refundición (ventas fuera de establecimiento). Y esta armonización no está libre de reproche. Por ejemplo, el “documento de desistimiento” de obligatoria entrega tenía y tiene sentido en la venta domiciliaria, pero no en la venta a distancia, donde un requisito de esa clase destruye la contratación en línea, salvo que se quiera entender (y no parece el caso) que el documento de desistimiento se reduce a ser un mecanismo virtual de cancelación de la adquisición hecha. Por lo demás, como se dijo arriba, inmediatamente después de establecer una pretendida norma general, el legislador del TR traiciona el propósito, pues de hecho el desistimiento que finalmente se provee para los contratos a distancia es sustancialmente distinto del que se mantiene para los contratos domiciliarios. Ni los plazos de ejercicio ni las excepciones ni las consecuencias están armonizados, por lo que la aparente generalización que se hace viene a desmentirse luego cuando se regulan las modalidades concretas de contrato. 4.4. Obligación de seguridad e infracción administrativa por inseguridad No es nueva la norma que establece que “Los bienes o servicios puestos en el mercado deben ser seguros” (art. 11.1 TR). Tampoco es nuevo el tipo de infracción administrativa de consumo consistente en “el incumplimiento de los requisitos, obligaciones o prohibiciones establecidas en esta norma y disposiciones que la

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desarrollen” [art. 49.1 k) TR; art. 34.10 Ley 26/1984]. Pero sí es nuevo el alcance de esta infracción, pues, habiéndose incrementado notablemente la extensión material de la Ley, lo hace también el campo de aplicación de esta cláusula residual. Es seguro que esta norma es inconstitucional (ya lo defendió con contundencia REBOLLO PUIG en 1992), por sufrir un grave déficit de tipificación y construirse como una norma cuasipenal en blanco, que va más allá de las clásicas tipificaciones residuales, ya que penaliza incluso el incumplimiento de normas de desarrollo (cuales fueran) de este TR. Más allá de esta consideración hay que advertir lo siguiente. Si se observan los tipos de conductas tipificados como infracción en la antigua y en la nueva Ley, las conductas sancionables son conductas (1) que realizan un daño efectivo (se trata de tipos de daño) [art. 49.1 b), e) segundo y tercer inciso, i), j)], o (2) que crean un peligro concreto, como consecuencia de una infracción de una determinada norma de conducta (tipos de peligro concreto) [art. 49.1 b), c), d), g) ] o (3) se trata de infracciones abstractas de normas de conducta determinadas cuyo objeto de protección es en especie la salud o seguridad o los intereses patrimoniales de las personas, con independencia de su afectación de peligro (tipos de contravención cualificados) [art. 49.1 a), e) primer inciso, f), g); 49.2 a) y b)]. Pero la conexión del deber de conducta del art. 11.1 con el tipo genérico de infracción del art. 49.1 k) conduce a que deba reputarse infracción de consumo, sin más, la puesta en el mercado de productos no seguros, aunque no se incumpla ninguna normativa específica que reglamente un extremo de esta clase y aunque no exista afectación concreta a un peligro real [comparar con art. 49.1 g)]. Esto constituye un exceso inadmisible, y una prueba de lo inaceptable que es legislar estableciendo mandatos o prohibiciones de conducta en abstracto y al mismo tiempo tipificar infracciones por cláusulas residuales o cláusulas de remisión a las normas materiales. 4.5. Representatividad de las asociaciones de consumidores Ha habido ya numerosos pleitos civiles en los que se han ejercitado acciones de clase en defensa de intereses difusos o colectivos de consumidores. Entre los extremos problemáticos que estas controversias han planteado destaca el de la legitimación para actuar en juicio civil por sustitución de los interesados particularmente afectados. El art. 11 LEC atribuye la legitimación para la defensa de intereses difusos a las asociaciones de consumidores “representativas”. Desde siempre- aunque incomprensiblemente- los jueces civiles se han negado a restringir o delimitar este concepto en función del status administrativo de tales asociaciones. Más en concreto, se han negado a que sea una condición de representatividad civil hallarse representada en el Consejo de Consumidores y Usuarios. El nuevo art. 24.2 del TR salva la carencia de rango normativo que los jueces civiles achacaban a la normativa anterior, e introduce expresamente este requisito como una condición para litigar civilmente por sustitución. Al día de hoy la consecuencia más evidente de esta restricción es que la asociación AUSBANC no podrá seguir demandando a las empresas en nombre de los intereses colectivos de los consumidores. 4.6. Competencia y concurrencia de potestades sancionadoras Lo que de verdad podía y debía haberse esperado del legislador estatal de consumo, y un cometido para el que indudablemente estaba investido de competencias, era la determinación de la Administración competente y de la ley aplicable cuando las conductas tipificadas como infracciones se desarrollen o se manifiesten o se proyecten

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sobre distintas Comunidades Autónomas. No lo ha hecho, y se ha limitado a repetir en el art. 47.2 la regla preexistente, según la cual las infracciones se entenderán cometidas “en cualquiera de los lugares en que se desarrollan las acciones u omisiones constitutivas y además en todos aquéllos en que se manifieste la lesión o riesgo”. En consecuencia, en las infracciones difusas se declaran competentes todas las Comunidades Autónomas afectadas, y no se establece regla de preferencia o de orden. Ni tan siquiera se atreve el legislador estatal a introducir una modesta regla de prioridad temporal en la instrucción, ni a idear otro mecanismo cualquiera que impida que se produzcan situaciones de sanciones bis in idem. 4.7. Infracciones de consumo e infracciones sectoriales El art. 47.3 del TR es una de las normas más importantes de la nueva ley, y, desde luego, no es una norma preexistente que se haya refundido. Se parte del siguiente supuesto. Una normativa sectorial (telecomunicaciones, la más importante, pero también servicios eléctricos, vivienda, etc) impone deberes de conducta y tipifica infracciones sectoriales, estando aquellos deberes principalmente referidos a la protección de un colectivo que, al menos en la relación de contratante o cliente del servicio o prestación, debe considerarse como consumidor. Cierto que la norma sectorial no lo considera expresamente bajo esta adjetivación, sino como contratante del producto o usuario del servicio. Pueden ocurrir dos cosas. O que la naturaleza de la prestación (vgr. compraventa de vivienda) sea de tal condición que típicamente genere una relación jurídica de consumo; o que la relación jurídica sea de suyo neutral, pero que una parte de los usuarios del servicio lo adquieran para la cobertura de necesidades personales o familiares (vgr. telefonía móvil). Las variaciones pueden aumentarse. Porque también hay diversas formas de afrontar este problema cuando se trata de elegir el método de tipificación de las conductas como infractoras. De esta forma, (1) la norma sectorial puede tipificar específicamente como infracción una conducta que sólo puede ser referida a una relación con consumidores; (2) la norma consumerista puede tipificar como infracción de consumo cualquier infracción cometida a una norma protectora de consumidores; (3) la normativa consumerista puede tipificar per relationem y considerar tipos de infracción los que se establezcan como tales por la legislación vigente; etc. La nueva norma habilita a las autoridades competentes en materia de consumo (básicamente, las Comunidades Autónomas) para sancionar “las conductas tipificadas como infracciones en materia de defensa de los consumidores y usuarios de los empresarios de los sectores que cuenten con regulación específica”. No queda claro si (1) basta que la conducta haya sido tipificada como infracción en el sistema sectorial, de forma que el órgano consumerista competente pueda entender que el objeto de protección de esa norma es el interés de los consumidores destinatarios del bien o servicio, y que el legislador sectorial no consumerista elabora un tipo de infracción cuya competencia ejecutiva corresponde a otra Administración; (2) o si será preciso que en el sistema sectorial la tipificación haya tenido lugar precisamente como tipificación de una infracción de consumo; o (3) si será necesario además que el sistema consumerista haya tipificado por su propia cuenta (o per relationem, al menos) esta conducta como infracción en el seno de su propio sistema normativo. En definitiva, si la autoridad competente en el sistema consumerista puede utilizar para su propia consecha tipificaciones elaboradas en otros sistemas sectoriales, o si es necesario que la competencia de ejecución se sustente en normas sancionadoras producidas en el propio sistema consumerista.

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4.8. Liquidación de las indemnizaciones a particulares en el procedimiento administrativo Es evidente que el art. 48 del TR no incorpora ninguna norma preexistente en el Derecho de consumo estatal. En alguna norma sectorial se había establecido la posibilidad de que el procedimiento administrativo sancionador pudiera ser utilizado por los particulares lesionados, más allá de su condición de interesados, para pretender que la resolución administrativa impusiera como condena accesoria la indemnización de los daños sufridos por el consumidor. Algunas leyes autonómicas de consumo han concretado esta posibilidad, que no deja de presentar inconvenientes serios si no se toman las precauciones adecuadas. Naturalmente una posibilidad de esta clase presenta problemas de todo tipo con la litispendencia, la cosa juzgada, el derecho a la tutela judicial efectiva, la ejecución procesal de la resolución indemnizatoria, etc. El TR no se ha atrevido a tanto y se queda en una vía muerta que carece de propósito. El órgano instructor puede determinar en el procedimiento sancionador la indemnización correspondiente al consumidor lesionado. Esta resolución se comunicará al infractor para que en el plazo de un mes proceda a su satisfacción, “quedando, de no hacerse así, expedita la vía judicial”. ¿Qué se ha querido decir? ¿Queda expedita la vía judicial para el consumidor o para el sancionado? ¿La vía judicial civil o la contencioso administrativa? ¿Pero es realmente esta determinación administrativa de la infracción un acto administrativo recurrible? ¿Puede el particular pedir la ejecución forzosa (vía de apremio) de la resolución administrativa? ¿Es ejecutiva la resolución indemnizatoria o simplemente caduca cuando el sancionado o el consumidor recurren a la vía judicial? ¿Está de alguna manera el juez (civil) vinculado por esa determinación administrativa? La interpretación más razonable de lo que ha querido decir el legislador es que si el sancionado no paga voluntariamente, el consumidor tendrá que demandar de la manera ordinaria. Suponemos que la reclamación administrativa interrumpirá la prescripción de la acción civil, pero no existe seguramente litispendencia ni prejudicialidad entre las vías procedimentales disponibles. 4.9. Cláusula arbitral y convenio arbitral Un convenio arbitral con consumidores podría encontrarse: en una cláusula individualmente no negociada, en una cláusula negociada o en un contrato aparte, específico de arbitraje, en el que la sumisión a un sistema arbitral distinto del de consumo pudiera ser el objeto mismo del contrato. Para evitar el posible uso de estrategias de elusión del monopolio del sistema arbitral, el TR redunda en la sanción de nulidad. Es nula la cláusula individualmente no negociada que imponga un sistema arbitral distinto del de consumo (art. 90.1), y es nulo el “convenio arbitral” autónomo, distinto del arbitraje de consumo, salvo que se haya pactado una vez surgida la controversia (art. 57.4). Pero, en rigor, no sería nula la cláusula negociada en un contrato distinto del convenio arbitral. Esto no puede proponerse, por artificioso, por lo que la expresión de convenio arbitral debe comprender toda cláusula de arbitraje. Es claro que en las presentes condiciones la norma del art. 90.1 sobra. La ley excluye de la nulidad en ambos casos los arbitrajes “institucionales” creados por normas para un sector determinado.

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Según el art. 58.2 TR quedarán sin efecto las ofertas públicas de arbitraje y los convenios arbitrales de consumo cuando el empresario sea declarado en concurso. La norma es procedente si a través del sistema arbitral pretendieran hacerse valer créditos preconcursales de los consumidores. Pero no tiene sentido impedirle acceso al sistema arbitral de consumo si la empresa continúa en actividad y repecto de reclamaciones que, de surgir, serían deudas de la masa del concurso conforme al art. 84 LC. 4.10. Cláusulas abusivas de las Administraciones Públicas Sorprende que, sin antecedentes previos en la legislación estatal, el régimen de cláusulas abusivas se aplique no sólo a contratos de consumidores con concesionarios de servicios públicos, sino también a las cláusulas que “promuevan las Administraciones públicas”. Como este régimen es un puro régimen jurídico civil de nulidades, el resultado al que se llega, no por paradójico menos necesario, es el siguiente. Primero, cuando las Administraciones públicas competentes – que sólo podrían ser las estatales, en buen Derecho- aprueben modelos de cláusulas tipo en contratos de prestadores de bienes o servicios esenciales con consumidores (por ejemplo, en servicios de telecomunicaciones), estas cláusulas podrán ser combatidas en vía civil ordinariamente, sin tener que pasar previamente por una especie de recurso directo o indirecto contra reglamentos administrativos y sin que se absorba la competencia judicial correspondiente por la jurisdicción contencioso-administrativa. Segundo, y más notable aún, si la propia Administración pública es parte del contrato- por ejemplo, una prestación directa de servicios públicos al ciudadano sin entidad pública interpuesta- los correspondientes contratos podrán ser combatidos en cuanto a las cláusulas (que por definición serán cláusulas no negociadas individualmente) conforme a las reglas civiles ordinarias de nulidad establecidas en el TR. Queda ahora en la sombra si esta remisión al régimen civil comportará igualmente una competencia del orden judicial civil. No se nos ocurre cómo no iba a ser así, dado que la estructura de las acciones abstractas declarativas de nulidad y las acciones de cesación no pueden articularse convenientemente ante una jurisdicción revisora de actos administrativos. Cierto que la cosa no va más allá. El ejercicio de las potestades públicas que tenga lugar sobre la base de potestades administrativas que no sean contractuales no podrá ser combatido conforme al régimen de cláusulas abusivas. 4.11. Cláusulas negras y grises y la escala de control Para una vez que el legislador del TR quiso ser original, le sale mal. En la lista de cláusulas negras-grises de la antigua DA 1ª de la Ley 26/1984, existían descripciones aclaratorias con funciones de simple orden de la lista de cláusulas. Es decir, se ordenaban conforme a un criterio determinado, que explicaba la secuencia y evitaba la impresión de abigarramiento. Pero ahora estos antiguos criterios de clasificación desempeñan, parece, una función sistemática diversa. Los antiguos criterios de clasificación pasan a ser ahora en el art. 82.4 TR estándares de control autónomos. Según la norma, “en todo caso son abusivas las cláusulas que, conforme a lo dispuesto en los artículos 85 a 90: a) vinculen al contrato a la voluntad del empresario (…); f) contravengan las reglas sobre competencia y derecho aplicable”. Los artículos 85 a 90 contienen, en preceptos separados, la antigua lista de cláusulas de la DA 1ª Ley 26/1984. Tomemos, por ejemplo, las enumeradas en el artículo 85. “Las cláusulas que vinculen cualquier aspecto del contrato a la voluntad del empresario serán

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abusivas y, en todo caso, las siguientes”. El cambio es de importancia. En primer lugar, el antiguo criterio de orden se ha convertido ahora en una subcláusula general (“las cláusulas que vinculen cualquier aspecto del contrato a la voluntad del empresario”), de la cual la antigua lista son aplicaciones no exhaustivas. Por tanto, hay cláusulas – que ahora serán grises-grises- que no están listadas, pero que se refieren a una subcláusula residual que no se agota en la lista. Mas cabe una segunda interpretación. Volvamos al artículo 82.4. Recordemos que “en todo caso” serán abusivas las cláusulas de la lista que vinculen el contrato a la voluntad del empresario, etc. Es como si la lista de cláusulas grises-negras de los artículos 85 a 90 debieran pasar un segundo filtro para que fueran consideradas abusivas. En efecto, ahora no sólo se exigiría una congruencia de la cláusula enjuiciada con el supuesto de hecho que se describe en cada enumeración de la lista, sino que sería preciso además que se produjera el resultado prohibido por la rúbrica en la que se incluyen. Es cierto que muchas veces este doble nivel de control sería redundante, y la apreciación de que la cláusula se correspondería con el supuesto de cada elemento de la lista será suficiente para declararla abusiva (por ejemplo, la imposición de garantías “desproporcionadas”, de los arts. 82.4 d) y del 88.1). Pero no se puede descartar en el orden de los principios que en ocasiones un segundo nivel de control dejara de tener sentido y espacio. Es probable que nada de lo dicho llegue a tener importancia en la aplicación práctica de la lista de cláusulas abusivas. Pero la porfía del legislador por conseguir aquí una mejora de estilo puede de hecho interpretarse de una de estas dos formas. O que el legislador ha introducido subcláusulas generales grises-grises, o que todas las cláusulas grises-negras están sujetas a un ulterior control de resultado, por lo que acaban siendo también grises-grises. 5. Protección material y protección instrumental 5.1. Descripción del sistema de protección El sistema regulatorio español de protección de consumidores se construye sobre normas de tres clases. En primer lugar, se hallan las normas de protección material. Se trata de leyes o reglamentos (estatales y autonómicos) que establecen reglas de conducta, en forma de deberes públicos, obligaciones privadas y derechos privados, que regulan el intercambio horizontal de bienes y servicios, y que se caracterizan de modo básico por imponer a un sujeto una regla de conducta especial, motivada por la protección de la otra parte contractual, y cuyo incumplimiento tendrá consecuencias civiles o administrativas. La segunda clase de normas la constituye el régimen procedimental. Se trata de normas que no atribuyen derechos ni crean deberes específicos en el orden material, sino que instauran procedimientos para la mejor satisfacción de los derechos correspondientes. La protección procedimental es de muy distinto tipo. Así, contamos con las normas que crean procedimientos propios y pretendidamente más eficaces de protección de derechos de los consumidores (vgr. arbitraje de consumo, RD 636/1993), con normas que facilitan la legitimación procesal (acciones colectivas en la LJCA o en la LEC; Directiva 98/27/CE) o suavizan los costes de la justicia (beneficio de justicia gratuita, Disp. Adic. 2ª ley 1/1996).

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La tercera clase de normas son las de promoción y fomento. Realmente se trata de normas relativas al régimen financiero de las Administraciones Públicas, para dotar de medios, vía subvención, a las asociaciones de consumidores o para financiar programas de información o educación. 5.2. Pronóstico Los documentos comunitarios revelan que existe en la actualidad un convencimiento generalizado de que seguramente en materia de consumidores no se puede conseguir mucho más por vía de reglamentación material de sucesivas relaciones contractuales entre el consumidor y el empresario, según vaya demandando la evolución del mercado. Es probable que exista en la actualidad en determinados sectores una amplia saturación de normas materiales cuya sucesión en el tiempo dificulta su efectividad y que en último extremo sólo vienen a justificarse no por el fracaso de la regulación preexistente, sino por su falta de efectiva aplicación. De hecho, las quejas que constantemente se escuchan relativas a que sobre diversos extremos existe una desprotección derivada de una carencia de normas o laguna regulatoria, son hoy en su mayoría injustificadas. La experiencia diaria muestra que los principales avances en la consecución de niveles de protección aceptables para los consumidores se producen allí donde se facilita y abarata el acceso a la realización judicial o parajudicial del Derecho. Es decir, creemos que el futuro protector se halla en la promulgación de normas como las que regulan las acciones colectivas en la nueva LEC o las que financian y sostienen un sistema arbitral de consumo, las que crean nuevas figuras de legitimación y las que permiten sistemas colectivos de ejecución de las sentencias producidas en procesos donde se litiga por intereses colectivos. Existe todavía mucho que hacer en este punto. Nos parece que el déficit de protección más acusado hoy día es la existencia de un procedimiento administrativo específico de consumo y que, sin embargo, por el sistema de procedimiento administrativo español, no permite que sean satisfechos en él los intereses individuales. 5.3. Globalización y regulación El impacto que la globalización de los mercados produce en las políticas de defensa de los consumidores se hace sentir en varios frentes. En primer lugar, la globalización impide que puedan prosperar en el futuro políticas consumeristas que pretendan afectar al modo de producir bienes y servicios. Desde el momento en que los bienes y los servicios se pueden prestar desde cualquier parte del mundo, las obligaciones internacionales de la UE hacen imposible e indebido cualquier intento serio de mejorar la protección mediante el expediente de limitar el volumen y condición de los intercambios por medio de medidas que afecten al modo de producir los productos o prestar los servicios. En segundo lugar se ha producido una modificación de los canales de comercialización. Las medidas activas de protección que limitan las cualidades de los productos o de los servicios disponibles en el mercado son escasamente realistas si los canales de comercialización pasan hoy por la supresión del elemento detallista o importador dentro de la UE. Piénsese, pro ejemplo, que el nervio del sistema de responsabilidad por daños

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causados por productos defectuosos en el régimen actual se encuentra en que el importador de un producto en la UE se considera a todos los efectos como su fabricante. Desaparecido el eslabón detallista, muchas otras regulaciones, como la de ordenación del comercio minorista, dejan igualmente de tener sentido, y, en último extremo, la regulación de producto o de servicio se enfrenta al reto de su más que posible ineficacia extracomunitaria. • Conclusiones sobre la delimitación del ámbito del Derecho de consumo (i) El concepto de consumidor en España no es constante. No sólo divergen

ocasionalmente la regulación del Estado y la de las CCAA, sino que en la propia legislación estatal se utiliza el concepto con significados diversos. Esto conlleva que en cada caso existen distintos ámbitos de aplicación de las mismas normas. El consumidor de viajes combinados puede no ser el consumidor de cláusulas abusivas, y uno y otro pueden no coincidir con el consumidor de servicios y bienes eléctricos. Mismas normas existentes en cuerpos legales estatales y autonómicos pueden referirse a colectivos diversos.

(ii) Existen sectores enteramente consumerizados, en el sentido de que el tipo de

relación jurídica que regulan es típica y necesariamente una relación de consumo. Así, los arrendamientos urbanos de vivienda. Sin embargo, puede ocurrir que por medio de convenciones implícitas, sectores de esta clase no se declaren propiamente pertenecientes al Derecho de consumo, al menos en el nivel del trabajo diario y del ejercicio de las competencias administrativas.

(iii) Existen, cada vez más, sectores en los que la protección se depara al usuario o

cliente en general. Especialmente es el caso en los servicios esenciales recientemente liberalizados. En todas las normas sectoriales (telecomunicaciones, electricidad, servicio postal, hidrocarburos) existen previsiones de protección al consumidor-usuario del servicio, en términos genéricos, distintos del concepto específico de consumidor del art. 3 TRLGDCU. La regulación en estos sectores es de tal tipo que con toda seguridad hace innecesaria, y contraproducente, una regulación específica de protección suplementaria a los usuarios que a su vez sean destinatarios finales. Al menos, como ocurre en el sector de las telecomunicaciones, cuando la protección dispensada por la norma sectorial sea especialmente intensa y comprometida con los intereses del usuario del servicio.

(iv) Los tribunales españoles no han dado una importancia decisiva al concepto

técnico de consumidor, y en ocasiones determinan el ámbito de aplicación de la legislación consumerista sin importar si el destinatario del bien o servicio reúne las condiciones exigidas en el art. 3 TRLGDCU.

(v) La regulación protectora de consumidores no es una protección ad hoc, basada

en las necesidades puntuales de protección de determinados sujetos. Tampoco es el único criterio de selección de normas protectoras de colectivos determinados; junto al consumidor como colectivo se hallan las mujeres, los desocupados, la tercera edad, el mundo rural, etc. Hay que evitar un sincretismo normativo en el que todo caiga en el mismo saco. Si el Derecho de consumo se transformara en

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el abanderado de todas las causas “débiles”, seguramente podrían obtenerse resultados socialmente deseables en la mejora del tejido social, pero el Derecho de consumo como tal habría dejado de existir. Y también las competencias y autoridades específicas en este ramo.

(vi) Existe saturación normativa en España en el sector de la protección de los

consumidores. En gran parte las normas estatales y las autonómicas son repetitivas. No se aprovechan tampoco las posibilidades de desarrollo del Derecho vigente en cada momento, y se legisla para satisfacer muchas veces compromisos políticos pasajeros o para atender a urgencias perentorias. En múltiples sectores se produce una reglamentación especial que se hubiera podido evitar con pensar que la regulación más general es suficiente, o se traslada a ella el cuerpo de regulación que ya existe para otro sector. Se crean subgrupos normativos caracterizados simplemente por introducir deberes de información que ya estaban presentes en la norma más general.

(vii) Mientras que la producción de normas civiles es económicamente neutra, ya que

son los particulares quienes se encargan, si quieren, de su puesta en práctica, la ejecución de normas jurídico- administrativas exige la dotación de presupuesto público. Muchas veces no se hace esta consideración, y se reglamenta un sector de tráfico con un propósito de protección que, para ser alcanzado, exigiría, más que normas, personal especialmente dedicado a la inspección y gestión. En muchísimos sectores de regulación (estatal y especialmente autonómico) se producen reglamentaciones vacías de futuro, pues no existen los cuerpos de funcionarios o de personal, ni los recursos públicos para pagarlos, que deberían gestionar y ejecutar los programas que se establecen. En todos estos casos la regulación acaba fracasando, y las normas y las Adminsitraciones públicas acaban desacreditándose y perdiendo credibilidad.

(viii) No ha sido posible en España la refundición del Derecho de Consumo. Tampoco

ha sido factible una codificación del Derecho de consumo. Ni sería posible por razones competenciales, ni tendría utilidad alguna por razones de contenido.

(ix) La globalización del mercado vendrá acompañada con una progresiva

desaparición del comerciante detallista tradicional y con la eclosión de relaciones jurídicas de consumo en las que el elemento empresarial o profesional puede fácilmente hallarse en un territorio ajeno a la jurisdicción de los jueces y autoridades del país de domicilio del consumidor. Pero nuestro modelo actual de Derecho de consumo, y especialmente nuestro modelo jurídico-administrativo, se corresponde con un estadio de la evolución de los mercados en los que proveedor y destinatario del bien o servicio se encuentran en una zona de jurisdicción o competencia administrativa común.

6. El reparto competencial en materia de consumo 6.1. Delimitación. En las páginas que siguen, la exposición de las competencias sobre defensa de los consumidores se ha estructurado distinguiendo la distribución competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas, de un lado, y las competencias locales, de otro. La

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diferenciación no es caprichosa, sino que, como veremos, el tratamiento separado viene exigido por la diversa configuración del sistema de distribución competencial de tales entes territoriales determinado en la propia Constitución Española de 1978. 6.2. La distribución competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas. La cuestión del reparto de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas referida al ámbito del Derecho de Consumo se encuentra en España con el problema fundamental de la propia falta de precisión de la defensa de los consumidores como título de reparto competencial. La "defensa de los consumidores" no es, con buen criterio, una materia específicamente comprendida en el elenco que, a modo de reparto competencial, establecen los arts. 148 y 149 CE, aunque la atribución de tal competencia a las Comunidades Autónomas se ha llevado a cabo a través de la habilitación contenida en la LO 9/1992, de 23 de diciembre, que transfirió competencias de desarrollo sobre defensa de los consumidores, mientras que otras CCAA procedieron inicialmente a incluir este sector entre sus competencias exclusivas, al no estar enumeradas entre las reservadas al Estado por el art. 149.1 CE. Expondremos a continuación las razones que demuestran la falta de consistencia de este pretendido título competencial para actuar auténticas funciones de reparto competencial, para pasar, en epígrafes posteriores, a exponer los límites de las competencias en materia de consumo derivados de la distribución competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas. 6.3. La falta de consistencia competencial de la defensa de los consumidores. La defensa de los consumidores y usuarios - como finalidad normativa impuesta por el art. 51.3 CE- que pueda predicarse de una norma no resuelve el problema del ente (Estado o Comunidad Autónoma) que, dentro del reparto de competencias previsto por los arts. 148 y 149 CE, es competente para legislar. Ello es así por varias razones de distinto peso, que enunciaremos de menor a mayor: 6.3.1. Materia pluridisciplinar Como ya afirmó la SSTC 71/1982 (FJ 1º y 15/1989, FJ 1º), el consumo es una materia de contenido pluridisciplinar, dificultad, que en la medida en que supone el solapamiento de diversos títulos competenciales en la regulación de una misma parcela de la realidad, es compartida por otras competencias enumeradas en los arts. 148 y 149 CE. El entrecruzamiento de títulos competenciales se ha agravado tras la reforma de los Estatutos de Autonomía propiciada por la LO 9/1992. Ahora la generalidad de las Comunidades que accedieron a la autonomía por la vía del art. 143 CE, cuentan, entre otras, con competencias exclusivas en las siguientes materias: 1) mercados interiores; 2) industria (sin perjuicio de las reservas estatales del art. 149.1.11ª y 13ª CE), 3) publicidad (sin perjuicio del art. 149.1.1ª, 6ª y 8ª CE), 4) comercio interior, y 5) fomento del desarrollo económico regional. Sin embargo, tan sólo se dispone de competencias de desarrollo legislativo y ejecución en materia de consumo, siendo así que se trata de una competencia de persecución de ciertos fines que perfectamente pueden ser conseguidos con un uso instrumental de competencias sobre las que se ostenta un título en exclusiva.. Como también ha afirmado el TC, la sujeción a los límites constitucionales es una característica común al ejercicio de toda competencia. De esta dificultad resulta que la competencia en materia de consumo ha de respetar los límites establecidos para las

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competencias estatales exclusivas el art. 149 CE. La STC 88/1986, enumera expresamente los límites impuestos por los arts. 38 CE (libertad de empresa en el marco de la economía de mercado) y 149.1 CE en las materias 1ª (condiciones básicas que garanticen la igualdad de los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales), 6ª (legislación mercantil), 8ª (legislación civil, sin perjuicios de la conservación, modificación y desarrollo de las especialidades forales previas) y 13ª (bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica) CE. Por cierto, que el art. 13 de la LO 9/1992 no menciona las materias de los núms. 6º y 8º citados, aunque añade la mención del núm. 16º, consistente en las bases y coordinación general de la sanidad y legislación sobre productos farmacéuticos. 6.3.2. Competencias orientadas a la realización de fines Pero el principal problema resulta ser que la competencia no puede atribuirse de modo razonable, porque la regulación en cuestión se trate de una regulación finalísticamente orientada a la protección de los consumidores. Ello es así, en primer lugar, porque cabe que concurran una finalidad de protección de los consumidores y otra finalidad distinta y compatible, cuya titularidad sea competencia del Estado. Por ejemplo, la del art. 149.1.29ª CE, (cfr. SSTC 33/1982, FJ 7º; 71/1982, FJ 7º y 15/1989, FJ 3ºc) o las bases de la sanidad (149.1.16ª, STC 147/1996, que confirmó el carácter básico del RD 1122/1998, Norma General de etiquetado, presentación y publicidad de los productos alimenticios envasados); o la planificación general de la actividad económica y las bases sobre el régimen energético (STC 197/1996). El paradigma de concurrencia de finalidades normativas en el sector que nos ocupa, es el que se produce entre la finalidad de protección al consumidor y la de defensa de la competencia. En segundo lugar, porque este modo de tratar el problema es compatible con otro que identifique el título competencial en función de la técnica regulatoria empleada por la norma. Así, la protección de los consumidores en el mercado puede realizarse - y de hecho se realiza mayormente- a través de normas civiles o mercantiles, cuya competencia es exclusiva del Estado (art. 149.1.6ª y 8ª CE). Por último, cabe que la finalidad de protección de los consumidores en el comercio interior deba realizarse sobre un objeto de regulación que sirva de criterio para identificar una competencia estatal. Resulta, así, por ejemplo, que el título autonómico de defensa de los consumidores en el mercado interno puede concurrir con la competencia estatal para el establecimiento de las bases de la sanidad, de manera que, aunque la finalidad de protección de los consumidores se realice mediante regulaciones de Derecho público, la norma sobre prevención de riesgos para la salud procedentes de la actividad comercial sea encuadrable en el art. 149.1.16ª CE (cfr. SSTC 71/1982; 69/1988, FJ 4º; 80/1988, FJ 4º; 136/1991, STC 147/1996, FJ 5º, 15/1989; en esta última, la norma sobre venta domiciliaria de productos alimenticios del art. 5.2.d LCU/1984, tiene su título competencial propio en la regulación sanitaria y no en la defensa de los consumidores). Lo anterior conduce a que esta competencia, interpretada desde el punto de vista "finalista" de la protección de los consumidores, ceda siempre ante otros títulos que, en una interpretación teleológica (vgr. es la razón o fin de la regla el criterio que sirve para determinar la regla competencial que debe prevalecer: entre muchas otras, v. SSTC

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71/1982, FJ 2º y 62/1991, FJ 4º), el Tribunal Constitucional considere más específicos, y, como la experiencia ha demostrado, cualquier título estatal potencialmente aplicable al conflicto de que se trate, resulta más específico que el de consumo (y que el de comercio interior). Así, por ejemplo, en las SSTC 225/1993, 228/1993, 264/1993 y 284/1993, la genérica reserva estatal del art. 149.1.13ª CE prevalece sobre las competencias sobre consumo y comercio para regular los horarios comerciales. Es decir, el fin de protección puede ser realizado de múltiples formas, y no todas ellas son de exclusiva titularidad estatal o autonómica (cfr. SSTC 88/1986, FJ 4º), y el conflicto entre fin normativo (competencia autonómica) y la reserva estatal determina normalmente la prevalencia de la competencia estatal. Bastará recordar los resultados del pronunciamiento sobre la constitucionalidad de la LCU/1984. La competencia exclusiva sobre defensa de los consumidores - y lo que sigue es trascripción casi literal de la decisión jurisprudencial- sólo determina la aplicación supletoria de las normas estatales que no pueden ampararse en ningún título competencial propio del Estado (por ejemplo, los arts. 6, 14 y 15 LCU/1984, STC 15/1985, FFJJ 3ºd y 5ºb). A fortiori, tampoco puede concluirse que las normas autonómicas cuya finalidad sea la protección del consumidor en el comercio interior puedan ser siempre constitucionales por ser fruto del ejercicio de la competencia sobre defensa de los consumidores. 6.3.3. ¿Cuáles son los contenidos posibles de una competencia específica sobre protección de consumidores? Llegados a este punto, hay que cuestionar si, dado el diseño de distribución competencial que resulta de los arts. 149.1 y 148.1 CE, existen contenidos posibles para una competencia sobre defensa de los consumidores. El recuento de los usos (constitucionales) de los que han sido objeto tales títulos competenciales, revela que los extremos que se han asignado a la competencia sectorial sobre protección de consumidores tenían también cabida en otros títulos competenciales. Veámoslo.

(i) La competencia sobre defensa de los consumidores ha sido utilizada para dictar normas sancionadoras de conductas ilícitas, en muchos casos tipificadas también en la legislación estatal (v. por ejemplo, los arts. 3-6 de la Ley catalana 1/1990, de 8-I, reproducción de lo dispuesto en el RD 1945/1983). Así, la generalidad de las infracciones del RD 1945/1983 - muchas de las cuales, por cierto, encuentran amparo en la competencia estatal sobre defensa de la competencia- constituyen ahora ilícitos sancionables por las Comunidades Autónomas que han asumido la competencia sobre consumo y legislado sobre ella, y que hoy son todas. Posiblemente para ello no era necesaria una competencia sobre consumo, bastaba con las competencias sobre sanidad (art. 148.1.21ª CE) - para aquellas disposiciones que tipifican infracciones que versan sobre la salubridad de los productos alimenticios- sobre agricultura y ganadería (art. 148.1.7ª CE) - por lo que hace a la producción agroalimentaria -, sobre fomento del desarrollo económico regional (art. 148.1.13ª CE), y sobre industria (competencia exclusiva en la generalidad de las Comunidades Autónomas tras la reforma estatutaria subsiguiente a la LO 9/1992). Bien es verdad que también la competencia sobre consumo ha sido utilizada para disponer sanciones por hechos no tipificados en la legislación estatal. Sobre los límites a la creación de nuevos ilícitos volveremos más tarde, pero cabe decir que también este "fruto" de la competencia sobre consumo podía serlo a su vez

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de otras competencias autonómicas. Véase por ejemplo la STC 71/1982: la titularidad de la competencia sobre vivienda legitima la norma autonómica que impone obligaciones de información al promotor, cuando su contravención genera tan sólo la imposición de una sanción administrativa.

(ii) La competencia sobre consumo ha servido también para determinar la

legitimidad de los reglamentos autonómicos de etiquetado de productos alimenticios (STC 69/1988). Hubiera bastado con entender que ello era una competencia sobre sanidad (art. 148.1.21ª CE) con exclusión de la reserva estatal para el establecimiento de las bases, art. 149.1.16ª CE, que, como ya hemos dicho, legitimó al Estado para dictar con carácter básico el RD que contiene la Norma General de etiquetado, presentación y publicidad de productos alimenticios envasados.

(iii) Se ha utilizado para ordenar la distribución de la oferta comercial en el propio

ámbito territorial. Para este fin hubieran bastado las competencias del art. 148.1.3ª y 13ª CE, asumidas por la generalidad de los Estatutos de Autonomía. Hoy día quedan solapados en esta función los títulos competenciales sobre protección de los consumidores y los de regulación del comercio interior.

(iv) Ha servido para legitimar un registro autonómico de comerciantes y la

imposición de requisitos administrativos para el ejercicio del comercio. Sobre ello volveremos más tarde, pero el propio Tribunal Constitucional parece apuntar que tal posibilidad se justifica en la necesidad de planificar y fomentar la oferta comercial dentro del ámbito regional, por tanto, en la competencia del art. 148.1.13ª CE (cfr. STC 225/1993, FJ 6ºC).

En los restantes casos, la competencia sobre consumo no era "relevante" a la hora de determinar el ente competente para producir la regulación de que se tratase. 6.3.4. No hay diferencias en los techos competenciales El resultado del carácter huidizo de las competencias sobre defensa de los consumidores (y, por extensión, del comercio interior) ha sido, en primer lugar, que pueden disponerse normas protectoras del consumidor o usuario cuando se regule sobre otras materias de competencia autonómica. Ilustrativo es también aquí el ya citado FJ 10º de la STC 71/1982, o la Ley 3/1994, de 3 de noviembre, de Castilla La Mancha, sobre Protección de los Usuarios de Entidades, Centros y Servicios Sociales, donde, con la única justificación en la competencia exclusiva sobre servicios sociales, se contienen normas de defensa de los intereses económicos de los usuarios de los mismos, entre ellas el art. 4.12, que permite al usuario desistir unilateralmente del servicio, en contra de la competencia estatal exclusiva del art. 149.1.8ª CE. Es más, la propia limitación de la competencia sobre defensa de los consumidores y usuarios explica que, hasta la fecha, el techo de regulación constitucionalmente lícito haya sido idéntico para las Comunidades Autónomas que tenían competencias exclusivas en la materia y para aquellas que contaban tan sólo con competencias de desarrollo. El caso paradigmático ha sido el de Aragón, que, teniendo tan sólo competencias de desarrollo sobre comercio interior y defensa de los consumidores, promulgó una Ley de Ordenación de la Actividad Comercial, la 9/1989, con contenidos similares a los de las regulaciones procedentes de Comunidades Autónomas que ejercitaban competencias exclusivas sobre tales materias.

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El Tribunal Constitucional ha resuelto siempre considerando el título de defensa del consumidor y comercio interior de un modo global, sin distinguir entre las Comunidades Autónomas que disponen de competencias legislativas plenas y las que sólo disponen de una competencia de desarrollo. La jurisprudencia constitucional ha optado por contraponer a los títulos estatales (ninguno de los cuales es el establecimiento de las "bases de la protección del consumidor y comercio interior") los títulos autonómicos como una reserva material "horizontal", y no como un desarrollo "vertical" de ciertas competencias estatales. La racionalidad de tal solución se justifica en lo ya señalado: no es posible adivinar un eventual precepto normativo que pudiera decirse dictado exclusivamente en base a la competencia de consumo (a pesar de lo sostenido en la STC 15/1989, no lo hay en el TRLGDCU), pues la protección de los consumidores no es una materia ni una técnica normativa, sino una finalidad de protección de ciertas normas de contenido y técnica muy diversa. Por ello, el núcleo de lo "básico" dentro del TRLGDCU no lo es por referencia a la materia exclusiva de consumo, sino porque tal carácter, que determina la aplicación directa de la mayoría de sus preceptos, deriva de la concurrencia de títulos competenciales del Estado, distintos y específicos (por ejemplo, Derecho de contratos, Derecho procesal, bases de la sanidad, etc.). En definitiva, no sólo no existe espacio normativo exclusivo imaginable para una competencia propia en materia de defensa de los consumidores perteneciente al Estado, sino que tampoco existe cuando una Comunidad Autónoma desarrolla esta legislación, que no necesitará ni utilizará un título específico de protección de los consumidores, sino los títulos sobre sanidad, urbanismo, desarrollo y planificación económica regional, etc. 6.3.5. Protección de consumidores y comercio interior Lo anterior todavía se ha complicado más si se pone en conexión con las competencias que quieren basarse en la regulación del comercio interior. Aunque el criterio de identificación aquí es claro, acaba resultando igualmente embarazoso para resolver el problema competencial. El comercio interior sólo viene identificado, a diferencia de la perspectiva finalista de la protección de los consumidores, en función de la materia objeto de regulación, pero, puesto que en este espacio material son constitucionalmente admisibles desarrollos normativos fruto del ejercicio de otras competencias (que son, en muchos casos, de titularidad estatal), resulta evidente que la competencia para disponer una regulación que deba aplicarse en el mercado nacional no corresponde tan sólo porque se regule sobre la actividad comercial. Es decir, que el criterio de identificación del comercio interior es en gran parte inútil para resolver la cuestión competencial. 67/1996. Y de hecho, como afirma la STC 313/1994, existe una clara tendencia a encuadrar las actividades públicas relativas al establecimiento y control de las características que deben poseer determinados productos en el ámbito de las materias competenciales que tiene como objeto estas características o los productos a los que las mismas se refieren, en lugar de las materias relativas al comercio. Así, por ejemplo, que la determinación y control de las medidas técnico-sanitarias que deben cumplir los productos alimenticios corresponde a la materia de sanidad, no a la de comercio (SSTC 71/1982, 32/1983, 91/1985). A esta misma conclusión se llegó respecto de la predisposición de las condiciones técnico-sanitarias que deben poseer los establecimientos comerciales minoritarios de alimentación (STC 13/1989) o la prohibición de efectuar ventas domiciliarias de determinados productos (STC 15/1989). Igualmente, la determinación

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de la información que debe darse al consumidor corresponde a la materia de defensa del consumidor, no a comercio (STC 15/1989). Las Comunidades Autónomas lo han regulado indirectamente aprovechando otros títulos competenciales que, si no tienen como contenido propio el comercio interior, sí que lo afectan (por ejemplo, ordenación del territorio ["urbanismo comercial"] del art. 148.1.3ª CE; fomento del desarrollo económico regional del 148.1.13ª CE), y cómo no, en la defensa de los consumidores y usuarios, habida cuenta que, por mandato del art. 51.3 CE, las normas sobre comercio interior habrán de contener aquélla entre sus fines. Por ello puede afirmarse que en la regulación de la actividad comercial no existe una barrera normativa para las Comunidades Autónomas que no dispusieran (hoy todas disponen de él) de un título específico sobre comercio interior. La licitud de este planteamiento ha sido confirmada por la jurisprudencia constitucional. Valga nuevamente como ejemplo la STC 71/1982: el título sobre vivienda del art. 148.1.3ª CE legitima la norma autonómica que -como se dice expresamente-, teniendo por objeto el comercio interior desde la perspectiva de la defensa de los consumidores, impone obligaciones de información al promotor de viviendas, siempre que su trasgresión conlleve tan sólo efectos jurídico-públicos (FJ 10º). Y es que, en efecto, el comercio interior no es una competencia autónoma, sino que constituye o bien una competencia implícita instrumentalizada al fin de protección de los consumidores (o eventualmente a otros, por ejemplo, desarrollo económico regional), o, en segundo lugar, el comercio interior es tan sólo un ámbito material sobre el que se proyecta una reglamentación cualificada por la consecución de tal fin. Sea cual fuere la opción elegida, lo cierto es que existe una necesaria correlación entre ambos títulos competenciales. Por ello causa cierta perplejidad la LO 9/1992, que transfirió competencias de desarrollo sobre consumo y tan sólo competencias de ejecución sobre comercio interior. Ello implica: a) que por vez primera se rompía la equivalencia competencial entre ambos títulos; b) que sería necesario discernir cuál es el título correcto, cuando antes la alegación de títulos era indiferenciada (v., por ejemplo, el RD 1945/1983, de 22-VI, donde, entre otras, se sancionan como infracciones de consumo puras infracciones del mercado, y cuya DF 2ª deroga el régimen reglamentario anterior en materia de disciplina de mercado); y c) planteaba el problema (nuevo) de saber si el comercio interior podía aparecer como un título implícito de consumo. En efecto, la jurisprudencia constitucional producida hasta la fecha de dicha LO no distinguió nunca - porque no era necesario- entre defensa del consumidor y comercio interior. Tampoco lo hacía la legislación autonómica existente hasta entonces. Con la distinción propiciada por la LO 9/1992, las Comunidades Autónomas afectadas por la misma podrán legislar en términos más amplios cuando las normas persigan la protección de los consumidores, pero no podrán regular el comercio interior ni el régimen de prácticas o establecimientos comerciales. Esta obligada distinción plantea problemas de difícil solución haciendo mucho más difícil la delimitación del título competencial de defensa del consumidor de lo que ya de suyo era antes, pues este título concurre en este momento con otro nuevo (el comercio interior) que antes se utilizaba precisamente para fortificar la competencia que se quería apoyar en el título de defensa del consumidor. La LO 3/1997 transfirió a todas las CCAA la competencia exclusiva en materia de comercio interior. Esto provocó un nuevo reajuste de títulos. Para aquellas CCAA que

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tuvieran una competencia exclusiva en materia de consumo, la cuestión carecía de transcendencia, pues también disponían de esta competencia exclusiva en materia de comercio interior. Para aquellas que disponían exclusivamente de una competencia de desarrollo en materia de protección a consumidores, ahora se les entregaba una competencia exclusiva paralela con la que poder legislar prácticamente con la misma libertad y las misma restricciones con las que podían operar las CCAA que dispusieran de una competencia exclusiva sobre defensa de consumidores. 7. Los límites de la competencia autonómica en materia de consumo en la doctrina del TC. Como ya hemos adelantado en el subepígrafe anterior, los límites a la regulación autonómica sobre defensa de los consumidores y usuarios pueden ser estructurados en tres grupos, de la forma siguiente. 7.1. Reservas de competencia exclusiva del Estado En primer lugar, la reglamentación autonómica está limitada por las reservas estatales del art. 149.1 CE. Aquí el grado de dificultad de aplicación de la regla competencial será distinto según que se trate de una reserva sobre una técnica de resolución de conflictos (vgr. competencia sobre el Derecho de contratos), sobre una finalidad normativa (vgr. la defensa de la leal competencia, la igualdad básica en las condiciones de salud de todos los españoles) o sobre un objeto de regulación (vgr. productos farmacéuticos, armas y explosivos, sanidad interior [dificultad añadida porque la competencia estatal se reduce a las "bases"], igualdad básica en el ejercicio de la libertad de empresa [objeto también de complicada delimitación]). 7.2. Unidad de mercado El segundo tipo de límites al ejercicio de las competencias autonómicas viene constituido por el principio de unidad de mercado, que por el momento no ha determinado por sí sólo la inconstitucionalidad de ninguna legislación autonómica sobre las modalidades de venta, aunque sí se ha apreciado su transgresión en la regulación de otros aspectos de la actividad comercial. Así, según la STC 71/1982, FJ 9º, es inconstitucional la norma autonómica que prohibe con carácter general la circulación de productos que impliquen riesgos para la salud, sin que la aplicación de tal medida se reduzca a los productos cuyo proceso de fabricación esté sometido a la competencia autonómica. Por razones similares, la existencia de un registro autonómico sanitario de alimentos no supondrá una fragmentación inconstitucional del mercado cuando la exigencia de inscripción se refiera a productos que ingresen al mercado nacional a través del territorio autonómico, y siempre que la misma se practique también en el registro nacional (STC 87/1985, FFJJ 5º y 6º). 7.3. Bases de la ordenación económica Hay un último límite a la regulación autonómica, que es el de la ordenación general de la economía, título competencial desarrollado íntegramente por la jurisprudencia constitucional, que ha elaborado un título material a favor del Estado desborda el tenor literal del art. 149.1.13ª CE. Hasta el presente, su incidencia en las modalidades de venta ha sido nula (sí que ha tenido aplicación, por ejemplo, en la materia de horarios

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comerciales), pero su potencial es enorme dados los términos en los que el Tribunal Constitucional ha formulado esta competencia general en favor del Estado. 7.4. Alcance de la concurrencia Se expone a continuación el alcance de cada uno de los límites concretos contenidos en cada uno de los grupos expuestos, adelantando ya que, en todos los casos, la técnica de argumentación utilizada por el Tribunal Constitucional - por lo demás profusamente empleada en otras materias diversas a la del presente estudio- es similar: la determinación de la norma competencial "relevante" se realiza atendiendo a la finalidad tanto de las normas competenciales en juego como de la disposición cuya constitucionalidad se cuestiona. Una vez delimitada la norma competencial prevalente, la determinación del ente competente se opera por medio de un proceso de subsunción. Cuando las normas seleccionadas son varias, a tal proceso precede la utilización de algún criterio de resolución adicional. Se emplean aquí reglas de uso incierto: basta a veces entender que la competencia estatal limita la autonómica (STC 192/1990, sobre la sanidad exterior y la competencia autonómica exclusiva en materia de agricultura; STC 67/1996 en la que las bases de la sanidad limitaron la competencia exclusiva sobre ganadería en lo referente a las autorizaciones de los aditivos destinados a la alimentación de animales con incidencia en la salud humana); en ocasiones el título específico prima sobre el genérico (bases de la sanidad sobre defensa de consumidores, SSTC 71/1982, 147/1996; comercio exterior sobre agricultura STC 71/1982; y a veces el conflicto se resuelve en favor del título más genérico, por ejemplo, porque deba preservarse la autonomía local (v. STC 213/1988). Sin ir más lejos, esta última ha sido la solución en relación con la regulación autonómica sobre horarios comerciales: aunque ésta sea una submateria del comercio interior, prevalece la competencia estatal (genérica) del art. 149.1.13ª CE (v. SSTC 225/1993, 228/1993, 264/1993 y 284/1993). 8. Derecho público y Derecho privado como criterio de distribución competencial 8.1 La reserva estatal sobre el Derecho de contratos La regla decisoria estadísticamente más relevante y cualitativamente de mayor envergadura utilizada por el Tribunal Constitucional para resolver los conflictos de concurrencia entre defensa del consumidor/comercio interior y reserva de competencia estatal, ha sido la que distingue entre regulación jurídico administrativa y regulación jurídico privada (civil y mercantil) del Derecho de contratos. En la medida en que las normas autonómicas sometidas a examen son normas de regulación de una actividad comercial, y dado que esta actividad se desarrolla y manifiesta en la contratación con adquirentes finales, el tema a dilucidar es cómo se reparten las competencias de regulación del Derecho de contratos. La regla, elaborada por el Tribunal Constitucional desde sus primeras resoluciones, es clara en su manifestación general, aunque pueda presentar problemas de concreción en cada caso. Dicha regla reza como sigue: ninguno de los títulos competenciales que puedan ostentar las Comunidades Autónomas es bastante para regular el contenido de los contratos entre empresarios y consumidores, y la regulación que puedan producir las Comunidades Autónomas en el ámbito de su competencia no puede llegar hasta el punto de determinar consecuencias jurídico privadas para la infracción o contravención de las disposiciones autonómicas reguladoras de la actividad comercial. En otros términos: la

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constitucionalidad de las normas autonómicas queda salvada en la medida en que su efectividad sancionadora no interfiera en los mecanismos de defensa propios del Derecho privado contractual (doctrina contenida en las SSTC 37/1981, 71/1982, 88/1986, 62/1991, 264/1993 y 284/1993). La aplicación de la precitada regla ha llevado al Tribunal Constitucional a declarar lo siguiente. 8.2. Aplicación de la regla De la regla anteriormente expuesta deduce el TC que es inconstitucional la norma autonómica que innova el Derecho de contratos. Aunque el art. 149.1.8ª CE sólo reserve exclusivamente al Estado las "bases" de las obligaciones contractuales, la jurisprudencia constitucional no ha distinguido entre bases del Derecho de contratos y desarrollo de aquéllas, de manera que toda norma privada de Derecho de contratos es competencia estatal. El Tribunal Constitucional se refiere al Derecho privado de contratos como un todo sometido a la reserva estatal. Y es esto, lo que, como veremos, explica la mención conjunta, inespecífica, a las reservas estatales sobre el Derecho civil y mercantil. De ello derivan las siguientes consecuencias:

(i) Es inconstitucional la disposición autonómica que incluye nuevas cláusulas abusivas no previstas en la legislación estatal (STC 62/1991, FJ 4ºb); que dispone un régimen de responsabilidad por daños (STC 71/1982, FJ 19º); que impone la obligación, contractualmente exigible, de mantener un servicio postventa (STC 71/1982, FJ 17º); que establece que en las ventas condicionadas no se contrae ninguna obligación de pago (STC 264/1993, FJ 4º); o que en la venta domiciliaria dispone un periodo de reflexión de siete días para rescindir el compromiso de compra, con los efectos de la devolución de cosa y precio (SSTC 264/1993, FJ 4º y 284/1993, FJ 5º); o que determina la responsabilidad solidaria del titular del establecimiento y del titular de la explotación comercial de la máquina expendedora en la venta automática (STC 264/1993, FJ 4º). Inconstitucionales serán también las previsiones de los arts. 28.e y 42.d de la Ley canaria 4/1994.

(ii) Es inconstitucional la norma autonómica que impone obligaciones generales

de información a los empresarios y el correlativo derecho de los consumidores a exigirla, sin que sea preciso - como hace la STC 71/1982, FJ 18º- argumentar que, además, la Comunidad Autónoma carece de competencias sobre los "sectores" afectados. El establecimiento de una obligación de información cuya transgresión tenga efectos jurídico privados no puede ser nunca competencia autonómica, y ello aunque tal obligación no se formule en términos generales y se relacione con "objetos" de competencia autonómica.

(iii) Obviamente, las Comunidades Autónomas no pueden tampoco determinar el

ámbito de aplicación de una norma privada del Derecho de contratos. Ver por ejemplo, el art. 22.2 de la Ley canaria 4/1994.

(iv) Es inconstitucional la norma autonómica que reitera una norma estatal jurídico

privada. Es inconstitucional la norma autonómica que reitera el listado de cláusulas abusivas de los arts. 85 y sig. TRLGDCU o los efectos contractuales

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de la garantía de los bienes duraderos del art. 114 y sig TRLGDCU (STC 62/1991, FJ 4ºb y c), aunque no es inconstitucional toda reiteración autonómica de normas estatales fruto de reservas exclusivas del Estado, v. por ejemplo el FJ 8º de la STC 71/1982, donde se determina la constitucionalidad de las normas autonómicas que reproducen la regulación estatal sobre productos farmacéuticos, competencia exclusiva del Estado ex art. 149.1.16ª CE.

8.3. Interpretación reductora Ahora bien, con el objeto evidente de salvar la constitucionalidad de una norma si es posible ofrecer de ella una "interpretación conforme a la Constitución", el Tribunal Constitucional estima la validez de disposiciones autonómicas que contienen prohibiciones o crean obligaciones "contractuales", bajo la presuposición (que, en el fondo no es otra cosa que una reducción del alcance natural de la norma enjuiciada) de que no incorporan ninguna consecuencia jurídica interprivados para el caso de contravención. Con este argumento, sobre el cual haremos algunas consideraciones en el epígrafe siguiente, el Tribunal ha decidido la constitucionalidad de diversos tipos de normas autonómicas:

(i) En primer lugar, se declara la validez de lo que el Tribunal considera

declaraciones programáticas, aunque se trate de objetivos que se consiguen principalmente a través de medios reservados a la competencia estatal. Por ejemplo, que se velará por el cumplimiento de las normas sobre contratos, o para que no se impongan cláusulas abusivas en los negocios celebrados con consumidores (STC 71/1982, FFJJ 12º y 14º), por la correspondencia calidad/precio (STC 62/1991, FJ 4ºc); que se responderá por daños (STC 71/1982, FJ 19º).

(ii) La segunda aplicación es aquella que determina la licitud de las normas

autonómicas que prescriben obligaciones "contractuales" o que prohiben conductas o pactos "contractuales", pero cuya transgresión comporta una sanción propia del Derecho administrativo sancionador, sin comprender las medidas específicas del Derecho contractual (en este sentido, es particularmente explícito el pronunciamiento contenido en el FJ 4º de la STC 62/1991). Son, así, constitucionales las sanciones autonómicas creadas para los casos de contravención de las obligaciones del vendedor referidas al servicio postventa, o a la garantía de bienes duraderos (SSTC 71/1982, FJ 16º y 62/1991, FJ 4ºc), o que sancionan la infracción de ciertas obligaciones de información al consumidor (STC 62/1991, FJ 4ºc), o la transgresión de las obligaciones de información del promotor de viviendas (STC 71/1982, FJ 10º), o la contravención de la prohibición de ofertas condicionadas a la obtención de otros productos o servicios (SSTC 71/1982, FJ 8ºc y 264/1993, FJ 4º). En el FJ 5º de la STC 284/1993, la norma catalana cuestionada -refundida hoy en el DLeg. 1/1993, de 9-III- sería constitucional si se limitase a sancionar al vendedor que incumple la obligación de informar al comprador del derecho que le confiere el art. 5 de la Ley 26/1991. Por lo que se refiere a las normas que definen las distintas prácticas o modalidades de venta comercial, la exclusividad estatal a la hora de reglamentar estas definiciones sólo existe en cuanto que de las mismas pudieran derivarse consecuencias en el ámbito del Derecho privado. Las Comunidades Autónomas no quedarían

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constreñidas sin más por estas definiciones a la hora de reglamentar su propio Derecho sancionador de disciplina de mercado. Por ello no se comprende el carácter directo que la Disp. Final de la Ley 7/1996, de Ordenación del Comercio Minorista, otorga a la previsión que define la venta de saldos (art. 28), porque de tal calificación no se sigue ninguna consecuencia jurídico privada en los siguientes preceptos.

(iii) Igualmente, son lícitas las remisiones autonómicas a la legislación estatal para

configurar la infracción de las normas de ésta como supuesto que da lugar a infracción propia de la regulación autonómica (cfr. STC 225/1993, FJ 6ºE, sobre las obligaciones relativas a la Seguridad Social).

En definitiva, cuando el Estado disponga de competencia exclusiva sobre una determinada técnica normativa de resolución de conflictos, esta competencia no queda excluida por el hecho de que la técnica en cuestión (vgr. regulación jurídico privada del Derecho de contratos) se aplique en persecución de un fin (vgr. defensa del consumidor) o en un ámbito material (vgr. comercio interior) que sea una competencia estatutariamente asumida de forma exclusiva. Así, las disposiciones autonómicas no pueden contener regulación propia del Derecho de contratos, y, además, las normas autonómicas que contienen obligaciones y prohibiciones se interpretan como si no dispusieran consecuencias jurídico-privadas para el caso de contravención. Por ello, es erróneo el carácter supletorio que la Disp. Final de la Ley estatal 7/1996, de Ordenación del Comercio Minorista, predica de la definición de ventas con obsequio (art. 32), o de las ventas en promoción (art. 27), cuando resulta que a ambas modalidades de venta se les aplica el art. 33, que determina consecuencias jurídico privadas de tales calificaciones. Y no menos desacertado es que, según la misma Disp. Final, la previsión que obliga a cumplir las ofertas de venta hechas al público (art. 9.1) tenga carácter supletorio con respecto a la normativa autonómica; porque con ello se limita el alcance natural de una norma que, para que tenga verdadero sentido como técnica de protección de los consumidores, ha de interpretarse como Derecho privado de la contratación, y no sólo (como parece indicar su carácter supletorio), como base de una tipificación de ilicitud administrativa. 8.4. En particular, Derecho civil y mercantil La doctrina constitucional reseñada y ciertas aplicaciones de las que ha sido objeto, requieren alguna reflexión. Existe una confusión entre las competencias de los núms. 6º y 8º del art. 149.1 CE, que son objeto de alegación indiferenciada cuando se está dirimiendo el alcance de la competencia estatal en materia de Derecho de contratos. Es más, se habla mayormente del Derecho de contratos en relación con la competencia sobre legislación mercantil del art. 149.1.6ª CE (v. particularmente las SSTC 88/1986, FJ 5º y 62/1991, FJ 2º), cuando resulta que las compraventas celebradas con consumidores son civiles. Lo cierto es que la distinción anterior carecería de sentido práctico si no fuera porque la distribución competencial no es igual para los contratos civiles que para los mercantiles (la STC 71/1982, FFJJ 14º y 19º, contiene una mención al derecho foral como salvedad a la reserva estatal del art. 149.1.8ª CE, que, según se dice, no es de aplicación en el caso). Bien es verdad que hasta el presente ninguna Comunidad Autónoma ha pretendido la competencia para dictar, como desarrollo de un derecho foral propio, una norma de Derecho privado de contratos

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finalísticamente orientada a la defensa de los consumidores. En todo caso, si una Comunidad Autónoma tuviera Derecho civil propio sobre contratos, sería irrelevante que dispusiera, además, de competencias sobre comercio interior o sobre consumo, porque en desarrollo de aquél podría dictar una norma civil aplicable a cualquier ámbito y en persecución de cualquier fin o de ninguno. Lo que no podría hacer, por el mandato del art. 51.1 CE, es disponer una norma civil que perjudicase al consumidor. Ahora bien, lo que el Tribunal Constitucional quiere afirmar con la referencia conjunta a los núms. 6º y 8º del art. 149.1 CE es la competencia exclusiva del Estado para regular el Derecho privado de los contratos, normas que serán de aplicación directa incluso en aquellas Comunidades Autónomas que dispongan de competencias de "modificación y desarrollo" del Derecho civil especial propio. Como indicamos supra, el Tribunal Constitucional no ha distinguido entre bases de las obligaciones contractuales (de exclusiva competencia estatal) y desarrollo de las mismas (que podría corresponder a las Comunidades Autónomas), por lo que cualquier "innovación" o "reproducción" autonómica de tal materia es siempre inconstitucional. 8.5. La contravención de obligaciones "contractuales" como infracción administrativa De la jurisprudencia constitucional se desprende que la regulación jurídico administrativa autonómica de los contratos entre particulares puede producirse fundamentalmente en dos sectores de la dinámica contractual. En primer lugar, mediante una regulación anticipatoria, que exija condiciones varias y autorizaciones diversas para el ejercicio de la actividad comercial. En segundo lugar, el régimen sancionador. La regulación jurídico-pública de los contratos privados se viene produciendo, de esta forma, mediante la técnica de convertir las infracciones de obligaciones contractuales en ilícito administrativo: además de llevar aparejadas consecuencias privadas, se adosan a éstas otros efectos negativos en la forma de sanciones de tipo administrativo. Se produce entonces una doble trascendencia de la infracción del estatuto contractual, sin contar con que el Estado no carece de títulos competenciales para disciplinar las infracciones administrativas en materia de disciplina de mercado, con aplicación incluso a las Comunidades Autónomas con competencia plena en esta materia: en primer lugar, la competencia sobre las bases del régimen de las Administraciones públicas (art. 149.1.18ª CE); en segundo lugar, la apelación al carácter básico del orden económico de una regulación mínimamente congruente en materia de sanciones propias del régimen de disciplina de mercado (art. 149.1.13ª CE); por último, la propia competencia de armonización de las condiciones básicas de igualdad en el ejercicio de los derechos (art. 149.1.1ª CE). Pues bien, varios son los puntos de reflexión que sugiere esta doctrina: El primero de ellos está relacionado con la pregunta sobre los límites a la creación autonómica de nuevas obligaciones "contractuales" sancionables en vía administrativa. Esto es: ¿pueden crearse obligaciones "contractuales" no dispuestas en el Derecho privado de contratos cuya transgresión constituya un ilícito administrativo autonómico? Hasta el presente la jurisprudencia del Tribunal Constitucional no ha sido lo suficientemente explícita al respecto, aunque los resultados obtenidos permiten responder afirmativamente. No otra cosa se desprende de lo resuelto en la ya citada STC 71/1982. En este pronunciamiento se determinó la constitucionalidad de la norma vasca que sancionaba administrativamente el incumplimiento de las obligaciones de información del promotor de viviendas que, en 1981 - antes del RD 515/1989, de 21-IV-, no existían en la legislación

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estatal (FJ 10º), y que, por ello mismo, ni eran exigibles por el contratante, ni su transgresión podía generar ningún efecto jurídico-civil. Siguiendo esta doctrina, la STC 62/1991 declara la constitucionalidad de la norma que impone sanciones para la transgresión de las obligaciones del vendedor referidas al servicio postventa, y ello aunque la disposición autonómica no constituya una transcripción de la normativa estatal (FJ 4ºc). No obstante, en el FJ 5º de la STC 284/1993, tras entender que se incluye entre las competencias autonómicas el cometido de establecer y regular los datos informativos que deben contener las ofertas de venta, a renglón seguido se introduce una matización: "siempre, claro está, que se refieran a derechos reconocidos en normas aprobadas por el legislador que ostente la competencia para ello; en el caso contemplado, el legislador estatal (sic)". Esta acotación - por lo demás innecesaria, ya que el Tribunal estima que la norma catalana es inconstitucional por contener una regulación privada de contratos- no ha de ser interpretada en un sentido literal: si la norma autonómica no constituye Derecho privado de contratos, sino que consiste en una regulación jurídico-pública, la reserva estatal en materia de contratos no obsta a la provisión de nuevas obligaciones "contractuales" cuya transgresión sólo comporte el efecto de constituir un ilícito administrativo. Ello no impedirá que la norma pueda ser inconstitucional por otras razones, porque lo cierto es que no existe una libertad omnímoda para que las Comunidades Autónomas puedan configurar libremente los supuestos de hecho de su Derecho sancionador y los caracteres de las sanciones que crean. De hecho, los límites a la competencia autonómica son de dos tipos. El primero es el test de la proporcionalidad en la intervención administrativa. Se produciría una incidencia en la unidad del mercado si el régimen administrativo autonómico fuese desproporcionado al fin pretendido (SSTC 88/1986 y 225/1993). En este orden de cosas, las Comunidades Autónomas con competencia en la materia pueden disponer sanciones distintas a las recogidas en la legislación estatal de disciplina de mercado y protección de los consumidores (básicamente, el RD 1945/1983), estando capacitadas para modular tipos y sanciones provenientes de la legislación estatal. Eso sí, aunque la lesión de un derecho contractual no lleve aparejada sanción administrativa conforme a la legislación estatal, la imposición autonómica de una sanción en tal caso permitiría entender que la norma está a salvo del reproche de inconstitucionalidad derivado del art. 139.2 CE, por cuanto se limita a proteger mediante una técnica de Derecho público el mismo bien jurídico tutelado por una norma de Derecho privado (cfr. STC 85/1987, FJ 8º). El segundo límite es el derivado de la igualdad en las condiciones básicas en el ejercicio de los derechos constitucionales (SSTC 88/1986 y 225/1993). Esta ruptura de la igualdad se produce cuando la sanción prevista es desproporcionada en relación a la gravedad de la infracción (STC 136/1991). La STC 87/1985 se refiere en este sentido a una "unidad fundamental del esquema sancionador" y a una proscripción de las "divergencias irrazonables". La segunda reflexión que sugiere la precitada doctrina constitucional tiene por objeto precisamente cuestionar el planteamiento que constituye su premisa: según aquélla, la norma autonómica que sancione administrativamente la infracción de obligaciones "contractuales" es lícita por el hecho de no conllevar ningún efecto jurídico interprivados. Pues bien, si la transgresión de la norma imperativa que verse sobre una obligación "contractual" no genera efectos interprivados, la finalidad de la disposición no puede ser la protección del consumidor, porque la misma no se cumple con la imposición de una sanción administrativa. No quiere decirse que el establecimiento de mecanismos de

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reacción jurídico-públicos para el caso de infracción de normas imperativas que versen sobre una relación obligatoria sea inconstitucional, ni que sea contrario a la naturaleza de las cosas. Ello constituye la elección de una técnica legislativa, de uso creciente por el legislador estatal, y cuyo acierto o desacierto no vamos a entrar a considerar aquí. Lo que quiere decirse es que esta técnica normativa no tiene por objeto la protección de los consumidores, sino la defensa de la competencia (porque, como veremos infra, tales fines son absolutamente fungibles), materia que es de exclusiva competencia del Estado. La tercera reflexión está relacionada precisamente con el Derecho de la competencia. Lo cierto es que, por virtud de lo dispuesto en el art. 15 LCD - que contiene una norma de cierre importante en la regulación del comercio interior -, las normas autonómicas sobre la actividad comercial sí que van a tener un efecto jurídico privado: cualquier infracción de normas administrativas (estatales o autonómicas) que tengan por objeto la disciplina del mercado (reglamentaciones de precios, de horarios, monopolios de ventas, requisitos de titulación y colegiación, etc.) no sólo constituirá un ilícito administrativo sancionable por la Administración actuante, sino una conducta objetivamente ilícita desde el punto de vista jurídico privado, que podrá ser combatida en vía civil (acciones de cesación, de prohibición y de indemnización en su caso) por los competidores, las corporaciones o asociaciones profesionales y las asociaciones de consumidores. Como cuarta reflexión: hay que destacar que la multiplicación de infracciones de tipo administrativo que tienen como supuesto de hecho puras contravenciones contractuales no es irrelevante para la competencia entre empresarios. La concurrencia de una sanción administrativa, junto al coste económico (eventual) de un resarcimiento por daños contractuales, aumenta los costes de las empresas sometidas a la aplicación de la norma administrativa. Estos costes excedentarios son costes de producción que no tienen que soportar empresas sujetas territorialmente a un Derecho administrativo no intervencionista. Con ello se alteran las condiciones de la competencia en la medida en que por vía indirecta se incide sobre los precios de los productos. Cierto que no estamos ahora ante una intromisión en el Derecho privado de la contratación, pero sí ante una modificación, ajena al mercado, de las condiciones de partida para el ejercicio de una competencia leal en el mercado nacional. La quinta reflexión viene referida a la calidad de las leyes. Como consecuencia de que las normas autonómicas vienen practicando (porque así lo impone la jurisprudencia del Tribunal Constitucional) una especie de autorrestricción en su alcance normativo, se multiplican las normas que consisten en puras prohibiciones abstractas de conductas contractuales o precontractuales que después no van acompañadas de un efecto que incida en la estructura de la relación contractual. La normativa autonómica se colma de productos legislativos superfluos, de puras "metanormas" cuyo contenido único se reduce muchas veces a recordar que la Administración regional dispone de una competencia de la que se recuerda que se hará uso en el futuro, o de la que se predica una actualización futura acomodada a los intereses para cuya protección viene atribuida esta competencia. Son cuerpos legislativos amorfos, cargados de preceptos cuyo supuesto no es otro que prometer o amenazar con una conducta administrativa futura veladora del cumplimiento de las leyes. Como cuando se dice, por ejemplo, que la Administración regional pondrá en práctica las medidas adecuadas / velará / cuidará / etc., de que la publicidad ofrecida por los empresarios se acomode o sujete a los principios de suficiencia o veracidad, "poniéndose todos los medios adecuados" para que sea respetada la legislación general (civil) relativa a la publicidad.

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Una última consideración. Aunque anteriormente renunciamos a pronunciarnos sobre la conveniencia de una técnica legislativa como la que estamos contemplando, sí que interesa, no obstante, llamar la atención sobre la existencia de un límite constitucional al establecimiento de sanciones por infracciones de intereses puramente contractuales. El mismo se encuentra en el art. 103 CE que, al determinar que "la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales [..]", impide la publificación de intereses particulares. No es sólo que la tipificación de ilícitos administrativos por la lesión de derechos contractuales sea, por sus altos costes de administración, una norma ineficiente. Es que el art. 103 CE constituye también una cláusula competencial negativa, de manera que la Administración no puede ser puesta al servicio de intereses particulares. Como argumento que abona esta afirmación, piénsese en lo siguiente: no toda práctica desleal supone un ataque a la competencia en el mercado que ponga en marcha la maquinaria administrativo sancionadora diseñada en la LDC, para ello es preciso que el acto desleal pueda falsear de manera sensible la competencia, y que, por su dimensión, afecte al interés público (cfr. arts. 15 LCD y 7 LDC, y una muchedumbre de resoluciones en este sentido del Tribunal de Defensa de la Competencia. 8.6. Imposición autonómica de requisitos para el ejercicio del comercio. Es doctrina constitucional que las normas sobre capacidad del empresario son contenido de la competencia estatal sobre legislación mercantil del art. 149.1.6ª CE (SSTC 88/1986, FJ 8ºf , 225/1993, FJ 5º, 133/1997). Sin embargo, el Tribunal Constitucional ha entendido que la instauración autonómica de sanciones y requisitos administrativos para los comerciantes no permite concluir sin más que estamos ante una regulación (inconstitucional) de la actividad mercantil. Para que exista exceso competencial es preciso que la regulación sea de carácter esencial y definidor de la actividad, por lo que se remite a un juicio de proporcionalidad caso por caso entre la restricción y el objetivo de protección de los consumidores (v. SSTC 88/1986, FJ 5º; 225/1993, FJ 6ºb y 284/1993, FJ 2º). Así, no son inconstitucionales las normas que condicionan el lícito ejercicio del comercio al cumplimiento de la regulación estatal, ni tampoco las normas autonómicas que introducen nuevos requisitos para la realización de la actividad comercial (típicamente, la inscripción en un registro autonómico de comerciantes, SSTC 88/1986, FJ 8ºc y g; 225/1993, FJ 5ºc; 284/1993, FFJJ 2º y 3º), o para la práctica de ciertos tipos de ventas (STC 88/1986, FJ 8ºc) o, en general, para la venta fuera de establecimiento (no sedentaria, domiciliaria y venta a distancia, STC 225/1993, FJ 6ºc). Es inconstitucional, por desproporcionada y por invadir la competencia estatal del art. 149.1.6ª CE, la prohibición, durante tres años, de ejercer una actividad similar tras una venta en liquidación (STC 88/1986, FJ 8ºf). Pues bien, varias son las consideraciones que sugiere la doctrina expuesta: En primer lugar, exceptuando el Derecho de la competencia, la reserva estatal del art. 149.1.6ª CE se ciñe exclusivamente a la regulación jurídico-privada mercantil. Sean cuales sean los ámbitos que comprenda el Derecho mercantil, no está sometida al Estado cualquier regulación cuyos destinatarios sean los empresarios. Esta interpretación - que, por lo demás, se desprende sin esfuerzo de la sistemática del propio art. 149.1 CE, donde, por ejemplo, se reserva al Estado la reglamentación de ciertos sectores empresariales, núms. 11º y 20º- ha sido la adoptada por el Tribunal Constitucional [v. SSTC 37/1981, FJ 3º; 14/1986, FJ 7º, 88/1986, FJ 5º, 133/1997, FJ 10,b)]. En efecto, la competencia estatal sobre legislación mercantil es una reserva sobre una técnica de regulación, no sobre un

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objeto de reglamentación (vgr. la empresa, o el mercado de valores). Como se dice en el FJ 3º de la STC 37/1981, a los efectos de la distribución de competencias, el problema de la delimitación conceptual del Derecho mercantil se traslada entonces al de la delimitación entre Derecho privado y Derecho público), de manera que, tratándose de normas de encuadrables en este último, habrá que situar la institución de que se trate dentro de otros criterios de reparto competencial (STC 133/1997). Ahora bien, las normas sobre capacidad no son ni de Derecho público ni de Derecho privado, sino que simplemente constituyen el presupuesto de cualesquiera relaciones de Derecho. Así, la competencia no es estatal porque se trate de una norma de Derecho privado, sino tan sólo cuando el establecimiento de un ámbito de capacidad al empresario o a cualquier participante en el ámbito empresarial de que se trate determine consecuencias jurídico privadas, precisamente porque la norma en cuestión sea el presupuesto de una relación jurídico privada (vgr. según la STC 133/1997, las incompatibilidades mínimas de Administradores, Corredores de Comercio y Notarios, o las normas de conducta de las agencias de valores conforman las bases de la ordenación del crédito reservadas al Estado también en relación con las bolsas de valores creadas por las Comunidades Autónomas, porque garantizan la transparencia del mercado en interés del cliente, mientras que en la aprobación y modificación de los estatutos de las sociedades rectoras son competentes las Comunidades Autónomas en cuyo territorio esté ubicada la Bolsa de que de cuya sociedad rectora se trate). De acuerdo con lo anterior, ninguna norma autonómica que establezca requisitos para el ejercicio del comercio o la práctica de ciertos tipos de venta, y cuya contravención genere tan sólo efectos jurídico-públicos, podrá ser inconstitucional por invadir la competencia estatal del art. 149.1.6ª CE, sin perjuicio de que pueda ser inconstitucional por otras razones (vgr. por introducir una barrera en el mercado nacional [art. 139.2 CE], por vulnerar el derecho a la libre empresa [art. 38 CE]). Por ello, y a pesar de la desafortunada justificación contenida en el FJ 8ºf de la STC 88/1986, la norma autonómica que prohibe durante tres años el ejercicio de una actividad comercial similar tras una venta en liquidación, disponiendo sanciones administrativas para el caso de contravención, no puede ser inconstitucional por invadir la reserva estatal sobre legislación mercantil. La invasión de la competencia estatal del art. 149.1.6ª CE no puede ser baremada atendiendo al carácter "esencial y definidor de la actividad" del requisito que imponga la regulación autonómica. La capacidad no es un atributo graduable: se tiene o no capacidad para el ejercicio del comercio si se reúnen las condiciones del art. 4 CCom, norma ésta que tampoco contiene requisitos esenciales y no esenciales, sino que todos ellos condicionan por igual el ejercicio de la actividad comercial. Aunque el Tribunal Constitucional ha admitido que no toda incidencia en la competencia estatal es inconstitucional (SSTC 125/1984, FJ 1º; 153/1989, FJ 8º, 76/1991, FJ 4º; 100/1991, FJ 5º; 149/1991, FJ 4ºBe), lo cierto es que en la materia de capacidad del comerciante no caben términos intermedios: la norma regulará o no la capacidad, y ello, obviamente, con independencia de que la misma deba aplicarse tan sólo a un sector empresarial determinado (por ejemplo, al comerciante minorista). Entender que el estándar de licitud varía en función de la esencialidad del requisito introducido por la regulación autonómica, sólo tiene sentido si se interpreta que la constitucionalidad de las exigencias administrativas para el ejercicio de la profesión de comerciante está relacionada - como de hecho lo está- con el principio de libertad de empresa del art. 38 CE (en conexión con el art. 149.1.1ª CE), o bien porque el parámetro

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de constitucionalidad de la norma sea - que siempre lo es- el art. 139.2 CE. Es en esta sede donde la regulación autonómica podrá ser inconstitucional por desigualar las condiciones básicas para el ejercicio del comercio en el territorio nacional, y/o cuando la restricción conlleve un sacrificio para la unidad del mercado que sea desproporcionado con respecto a la finalidad perseguida por la norma (v. en este sentido la STC 225/1993, FJ 5ºc). Por último, es evidente que la constitucionalidad de las exigencias administrativas autonómicas para el ejercicio del comercio no puede justificarse - como hacen las SSTC 225/1993, FJ 6ºb y 284/1993, FJ 2º-, en el art. 9.1 CE, porque el argumento sería necesariamente circular: se dice que la norma es constitucional porque hay que obedecer las normas, con lo que la obligación de sujeción a la norma se fundamenta en su mera existencia, cuya constitucionalidad se deja sin justificar. 8.7. La defensa de la competencia. Desde el primer momento en que las Comunidades Autónomas legislaron en materia de defensa del consumidor, y esta legislación optó por la regulación o prohibición de formas o prácticas comerciales determinadas, el ejercicio de la competencia autonómica entraba en conflicto con la reserva estatal del art. 149.1.6º CE, puesto que no comporta ninguna consecuencia práctica la mención separada del Derecho mercantil, de un lado, y de la legislación de defensa de la leal competencia, de otro, ni la segunda no se corresponde con un título competencial autónomo del Estado distinto de la propia competencia sobre Derecho mercantil del art. 149.1.6ª CE. Si la defensa del consumidor se instrumenta a través de la imposición de obligaciones contractuales o de otro tipo, que inciden sobre los empresarios, éstos podrían considerar que la norma en cuestión no produce un resultado en la relación "vertical" con el consumidor, sino que, además, interfiere en las relaciones "horizontales" con otros concurrentes y/o delimita el ámbito lícito de la libertad de empresa. El Tribunal Constitucional se ha enfrentado a la problemática delimitación de uno y otro ámbito y los criterios de selección utilizados se fundan en el fin u objetivo preponderante de la norma cuestionada (SSTC 88/1986, FJ 4º y 228/1993, FJ 5º). En aplicación del mismo se dirá lo siguiente:

(i) La protección horizontal de los competidores es defensa de la competencia, aunque ésta se realice a través de normas que pretendan tutelar al consumidor, en cuanto sujeto cuya libertad de elección racional se considere un factor de regulación del mercado. Por ejemplo, se protege al consumidor frente a actos de confusión o engaño, porque merced a esta protección se tutela la competencia leal entre empresarios concurrentes.

(i) La protección vertical del consumidor es derecho de consumo, aunque este fin

último se quiera conseguir a través de la tutela de los empresarios. Se dirá, por ejemplo, que el legislador protege a los empresarios frente a la venta a pérdida realizada por un competidor como medio para proteger a los consumidores frente a prácticas de confusión o engaño.

Este criterio de selección finalista no es nada seguro. Lo prueba la relativa arbitrariedad de su aplicación en los casos resueltos. Con fundamento en este criterio del fin preponderante se declara la inconstitucionalidad de la regulación catalana que prohibe o limita la venta a

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pérdida (habrá que considerar que también lo será la prohibición canaria del art. 32.1 de la Ley 4/1994, y el núm. 2º del precepto, en cuanto viene a reproducir normas de competencia estatal), así como la fijación autonómica de periodos fijos para la práctica de rebajas (STC 88/1986, FJ 8ºd y e), igualmente declarada inconstitucional en su regulación vasca (STC 148/1992; regulación que, por cierto, ha vuelto a reiterarse en el art. 24.1 de la Ley 4/1994, con el matiz de que lo que se limita es la "publicidad" de esta práctica comercial, que sólo podrá realizarse en dos periodos anuales, con una duración máxima de dos meses por temporada); pero, al contrario, y sin que se adivine un fundamento claro para ello, se considera que en la reglamentación de las ventas en liquidación el objetivo preponderante lo constituye el interés de consumidores (STC 88/1986, FJ 8ºf). Lo mismo se puede decir del juicio salomónico por el que se acaba resolviendo la constitucionalidad de la regulación aragonesa de la venta a pérdida en la STC 264/1993: se reputa inconstitucional la prohibición autonómica de esta venta, como desleal, cuando su práctica tienda a la eliminación de un competidor; pero si el designio de la venta a pérdida es inducir a error a los consumidores sobre los precios de otros productos, se considera cubierta por el título de defensa de los consumidores. Este título ampara también la prohibición de prácticas de envíos no solicitados o la prohibición de ventas en cadena o sistema de "bola de nieve" (FJ 4º). Parecidamente se resuelve en la STC 228/1993: Galicia tiene competencia para regular las ventas de saldo y liquidación, pero no puede imponer determinaciones temporales imperativas a las prácticas de venta (FJ 6º). Es claro que con ambos títulos se puede restringir la libertad comercial de los operadores económicos, de manera que no tiene sentido justificar después la inconstitucionalidad de una regulación autonómica limitativa con el fundamento de que restringe el libre ejercicio de la actividad comercial, como hace la STC 88/1986 (FJ 8ºd). Pues bien, la aceptación por parte del Tribunal Constitucional de dos conjuntos normativos diferenciables en función del objeto de protección no se corresponde con la concepción actual del Derecho de la competencia español, a la luz de lo que resulta de la Ley de Competencia Desleal. No es cierto que el Derecho de la competencia tenga por objeto la protección corporativa de los empresarios frente a actos concurrentes que deban juzgarse incorrectos conforme a los usos del mercado. El objeto de protección del Derecho de la competencia es la corrección de la competencia como institución, al servicio de todos los que se hallan implicados en ella: empresarios, consumidores y colectividad en general. Es ésta la razón por la que los arts. 18 y 19 LCD confieren a las asociaciones de consumidores legitimación propia, en defensa de los intereses específicos de los colectivos a quienes representan, y no como agentes fiduciarios o delegados de intereses de los empresarios concurrentes en el mercado. El Derecho público y privado de la competencia protegen, entre otros, el interés de los consumidores a través de la protección de la competencia, en la que la colectividad entera se halla interesada. De ahí que en numerosos casos el ilícito competencial se defina en la Ley a través de descripciones en las que es decisorio el daño que la práctica en cuestión pueda producir en los intereses y derechos de los consumidores. Tómense como ejemplos las tipificaciones de ilícito de los arts. 6.2 (confusión), 7 (engaño), 8 (reclamos), 11.2 (imitación), 16.1 (discriminación del consumidor), 17.2.b (venta a pérdida). En estos casos la protección del consumidor es igualmente un instrumento de protección del resto de los concurrentes, que, por ello mismo, están legitimados para contestar judicialmente una práctica que, al lesionar los intereses legítimos de los consumidores, atenta del mismo modo a la igualdad de concurrencia leal entre competidores. Basta remitir a este respecto a la Exposición de Motivos de la Ley

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cuando se refiere a la protección de los consumidores como un "refuerzo" o "complemento" de la política de defensa de la competencia. La correspondencia entre defensa del consumidor y defensa de la competencia se aprecia también en la Ley de Defensa de la Competencia. Una de las razones para autorizar una práctica colusoria, inicialmente prohibida por la Ley, aunque con reserva de dispensación, es la ventaja que de esta práctica puedan obtener los consumidores (art. 3.1.a). En esto no se ha hecho otra cosa que seguir el modelo del Derecho comunitario (art. 85.3 del Tratado de Roma). La regla del "objetivo preponderante" es desmentida en la propia praxis del Tribunal Constitucional, cuando se enfrenta al enjuiciamiento de una normativa autonómica que regula y restringe determinados tipos de ventas, con la finalidad preponderante de proteger a los consumidores adquirentes, pero a través de técnicas de Derecho privado; entonces el Tribunal declara la inconstitucionalidad "aunque su finalidad sea la protección del consumidor" (STC 62/1991). De esta doctrina resulta con claridad que la línea divisoria no se halla en la concurrencia entre defensa de la competencia-defensa del consumidor, pues ambas políticas son concurrentes, y pueden constituir ambas el fin de protección de la norma; la razón diferencial ha de hallarse en la persecución de una u otra finalidad (defensa de los consumidores o defensa de la competencia) con técnicas propias del Derecho público o del Derecho privado. Esto explica la racionalidad de la decisión contenida en la STC 264/1993, en lo que respecta a la competencia autonómica de redacción y aprobación de un Plan General para el equipamiento comercial. Las Comunidades Autónomas no invaden con ello la competencia estatal relativa a la defensa de la competencia, ni aunque se encuentre entre los objetivos de ese Plan la "protección de la competencia dentro de la defensa de la pequeña y mediana empresa"; pues, como advierte el Tribunal, sólo podría ser inconstitucional esta previsión una vez que se predeterminara en determinado sentido el contenido concreto de la directriz en cuestión, pero no por el hecho de perseguir un objetivo o finalidad determinada. En resumen, el criterio de selección se encuentra en la instrumentalización técnica a determinados fines, no en la contrastación de los fines que persigue la norma. No se pueden distribuir las materias normativas entre el Estado y las Comunidades Autónomas según que el fin preponderante de la norma sea la protección de la competencia mercantil o la protección de los consumidores. Las finalidades de las normas o sus objetivos, en este ámbito, son fungibles, recíprocamente instrumentales e intercambiables. Y si el bien jurídico protegido por la sanción administrativa es tanto la leal competencia como la defensa de los consumidores, supone una contradicción valorativa carente de justificación el hecho de que una conducta lícita en el Derecho de la competencia sea ilícita por contravenir el fin de protección de los consumidores. Por ello es absurdo que según la Disp. Final de la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista, modificada por Ley 55/1999, de 29 de diciembre, la determinación temporal en la que es admisible la venta en rebajas (art. 25) sea Derecho de la competencia, mientras que la previsión que impone una duración máxima para la venta en liquidación sea una norma supletoria (art. 31.1), al igual que la previsión del art. 9.2, que prohibe limitar el número de unidades susceptibles de ser adquiridas por cada consumidor y también la concesión de incentivos para las compras que superen un determinado volumen. Evidentemente, las tres previsiones constituyen Derecho de la competencia. En realidad, el Legislador estatal no ha hecho otra cosa que reiterar la igualmente injustificable diferenciación contenida en la STC 88/1986.

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9. El principio de unidad de mercado. 9.1. Su alcance como título competencial. El Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de aclarar que el art. 139.2 CE no contiene una distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, sino un límite a toda competencia (SSTC 1/1982, 87/1987, 52/1988). En concreto, no es un título competencial en cuya virtud pueda reservarse el Estado la facultad de "preservar la libre circulación de bienes en el territorio nacional" (STC 95/1984, FJ 7º). A pesar de este carácter neutral de la regla, sin embargo es evidente que su potencial limitador será más intenso en relación con la normativa autonómica. Desde el momento en que una regulación autonómica pretenda reglamentar el comercio de bienes y servicios mediante la instauración de condiciones, requisitos y prohibiciones de intercambio, esta regulación está, siquiera sea de modo indirecto, creando una barrera en el mercado interior, en la medida en que dificulta que los bienes y servicios que provienen del ámbito externo a esta Comunidad puedan circular con el solo cumplimiento de las reglas o condiciones de comercialización impuestas a nivel general o en el propio territorio desde el que se practica el intercambio o tráfico del producto. Y ello sin contar con que el límite a la posibilidad de una regulación particular de origen autonómico no sólo proviene de las competencias estatales, sino de los compromisos que el Estado tiene contraídos en su conjunto con la Unión Europea, y que derivan del principio de libre circulación de mercancías del art. 30 del Tratado de Roma. 9.2. La ponderación entre unidad interior y autonomía. Expuesto en los términos que acabamos de adelantar, el problema parecería insoluble. En efecto, el art. 139.2 CE se traduciría de hecho en la imposibilidad de que una Comunidad Autónoma pudiera hacer uso de su competencia cuando el resultado de aquél fuera la creación de una barrera en el mercado interior o de un obstáculo que dificultara el intercambio o que lo hiciera no uniforme para los distintos operadores en el mercado. El Tribunal Constitucional ha sostenido que si una norma es de indiscutible competencia autonómica, no se puede contrarrestar o anular el efecto que se sigue de su aplicación en aras de un principio de unidad de mercado que no se compadece con la forma compleja de nuestro Estado (STC 87/1987). La existencia de un único orden económico en un mercado nacional no excluye la existencia de la diversidad jurídica que resulta del ejercicio por los órganos autonómicos de competencias normativas sobre un sector económico cuando éstas hayan sido asumidas en el Estatuto de Autonomía (STC 225/1993). Esta doctrina es ajustada al principio de efectividad de las competencias, que impide negársela a una Comunidad Autónoma cuando está claramente atribuida en su Estatuto (v. también la STC 52/1988). Con igual alcance restrictivo ha de interpretarse el límite de la competencia estatal exclusiva sobre comercio exterior (art. 149.1.10ª CE), ya que, como se insiste en varias sentencias, una aplicación extensiva de este título competencial acabaría por vaciar de contenido la premisa, consolidada en la doctrina constitucional, conforme a la cual el ingreso de España en la CEE y la consiguiente transposición de las normas de Derecho comunitario derivado no altera las reglas constitucionales de distribución de competencias «ya que sería muy difícil encontrar normas comunitarias que no tuvieran incidencia en el comercio exterior, si éste se identifica, sin más

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matización, con comercio intracomunitario» (STC 236/1991 y en sentido similar STC 79/1992 y 313/1994). En estos términos, la concurrencia ya no puede resolverse en función de reglas de aplicación abstracta, y será preciso una labor de ponderación caso por caso para fijar los límites que el principio de unidad de mercado impone al ejercicio autonómico de competencias que se proyectan sobre la reglamentación del mercado. El Tribunal Constitucional se ha servido de dos mecanismos a través de los cuales realizar la ponderación. El primero consiste en el enjuiciamiento de los niveles de incidencia de la regulación autonómica. El segundo, en la elaboración de subreglas más específicas que las contenidas en el art. 139.2 CE. El primer mecanismo de ponderación consiste en postular la diferencia entre la incidencia y la obstaculización del mercado (cfr. SSTC 37/1981 y 64/1990). Este test es de escasa utilidad. Sustituye la necesaria ponderación entre unidad y autonomía por otra no menos huidiza entre obstaculizar e impedir, lo que remite a nuevos niveles y criterios de ponderación suplementarios. El segundo mecanismo consiste en la elaboración de diversos test de concreción del principio de unidad en subreglas. Estas subreglas - por lo demás, profusamente utilizadas por el Tribunal Constitucional en ámbitos distintos al presente- son las siguientes: el test de proporcionalidad y la igualdad de condiciones básicas en el ejercicio del derecho. 9.3. El test de proporcionalidad. Según éste, la norma autonómica no respeta el mandato del art. 139.2 CE cuando no existe proporción entre el fin constitucionalmente lícito y la medida obstaculizadora del mercado (SSTC 37/1981, 88/1986, 87/1987, 64/1990). Esta regla es también utilizada por la jurisprudencia comunitaria en el ámbito de aplicación de los arts. 30 y 36 del Tratado de Roma. Utilizando la versión comunitaria de la misma, más desarrollada que la del Tribunal Constitucional, podremos decir que una medida autonómica es contraria al principio de libre circulación cuando la medida obstaculizadora no esté justificada por el fin legítimo perseguido o cuando entre la medida y el fin no exista proporcionalidad, por poderse asegurar el cumplimiento del fin con una medida menos gravosa para el libre intercambio en el mercado interior (cfr. la exposición de esta regla en la famosa sentencia de Cassis de Dijon, As. 120/78, Rec. 1979, p. 649; apuntada ya en la sentencia Dasonville, sentencia de 11 de julio de 1974, As. 8/74, Rec. 1974, p. 837. En aplicación de la misma, en el asunto GB-INMO-BM -As. 362/88, sentencia de 7 de marzo de 1990, Rec. 1990, p. I-667-, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas entendió que la libertad de los consumidores queda comprometida cuando se les niega el acceso a una publicidad sobre rebajas, pues sería contraria a estos intereses una norma nacional que, bajo el pretexto de defenderlos, prohibiera la publicidad sobre rebajas, cuando esta publicidad sea veraz). Sin embargo, este test padece de una laguna difícil de colmar, lo que impide que sea utilizado con exclusividad. Se trata de que con el mismo no es posible determinar cuándo una Comunidad Autónoma persigue un fin constitucionalmente legítimo. Es decir, el Tribunal Constitucional sitúa la aplicación del art. 139.2 CE en el terreno de la aplicación de los medios, pero no en el terreno de la selección y control de los fines perseguibles, que es, seguramente, donde la regla constitucional encuentra su máxima virtualidad. Es este

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control de objetivos el que puede decir hasta qué punto es aceptable un sacrificio de la unidad de mercado. 9.4. La igualdad de las condiciones básicas del ejercicio de los derechos.

De acuerdo con este test, el art. 149.1.1ª CE, sería un principio, del cual la unidad de mercado aparece como una concreción; o bien aquel precepto se configura por sí mismo como límite a la posibilidad de reglamentaciones diferenciadoras. De acuerdo con ambas ideas - que no aparecen debidamente delimitadas en la jurisprudencia constitucional- la posibilidad de reglamentaciones que impongan obstáculos al libre comercio de bienes o servicios, excederán del ámbito autonómico cuando comporten desigualdad en las condiciones básicas de ejercicio de los derechos o posiciones jurídicas fundamentales por los españoles (v. SSTC 37/1981, 32/1983, 88/1986, 87/1987, 64/1990, 62/1991).

Tampoco este test se halla exento de dudas. En primer lugar, porque el art. 149.1.1ª CE no es un límite al ejercicio de sus competencias por las Comunidades Autónomas, sino un título competencial propio del Estado que permite a éste regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos fundamentales. Se trataría, pues, de una competencia de armonización, pero no de una imposibilidad por parte de las Comunidades Autónomas de regular ciertos ámbitos de la realidad social. Es decir, el art. 149.1.1ª CE no impide que las Comunidades autónomas legislen, sino que permite que el Estado armonice dicha legislación. Hay que observar al respecto que -a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en Derecho Comunitario, a resultas del art. 100.A del Tratado- no se supone en la norma constitucional que la competencia estatal sea una competencia de cierre, de tal forma que, una vez ejercitada, precluyera la posibilidad de que las Comunidades Autónomas produjeran una norma propia en el mismo sector. En segundo lugar se encuentra la dificultad misma de aprehender el alcance de esta igualdad básica. Esto conduce a que este límite constituya una regla de uso incierto y de resultados poco contrastables en la generalidad de los casos. Ello se ha constatado, en relación con la igualdad de los españoles en el ejercicio de sus derechos como consumidores, en la STC 313/1994. Según la misma, para sostener la competencia estatal sobre las actividades de normalización y homologación de productos industriales, no puede acogerse la invocación del título competencial consagrado en el art. 149.1.1 CE, que permite al Estado regular las condiciones básicas a fin de salvaguardar la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos como consumidores. Y ello, porque las actividades relativas a la seguridad de los productos industriales encuentran un encaje más preciso y directo en la materia de seguridad industrial, que en la más general de protección de los consumidores. A la misma conclusión de no aplicación del art. 149.1.1 se llegó en las STC 100/1991 y 236/1991 relativas a una cuestión -metrología- que poseía una gran similitud con la planteada en la STC citada, y, aunque en obiter dictum, en la 146/1996, que entendió que el carácter específico de la publicidad determina que la regla del art. 149.1.1.º CE invocada por el Abogado del Estado, en relación con el derecho a la información de los consumidores y usuarios (art. 51 CE), por su más amplio alcance debe ceder a la regla de carácter más específico, en este caso, la relativa a la publicidad.

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9.5. La limitada aplicabilidad del principio de unidad de mercado en el enjuiciamiento de la constitucionalidad de las regulaciones sobre las modalidades de venta. En realidad, las declaraciones de inconstitucionalidad de las normas autonómicas sobre las modalidades de venta no se han fundado nunca en la transgresión del principio de unidad de mercado. El Tribunal Constitucional ha declarado que la diversidad de regulaciones sobre las modalidades de venta no supone necesariamente una fragmentación inconstitucional del mercado nacional (SSTC 88/1986, FJ 7º; 62/1991). Esta afirmación es absolutamente correcta, y no sólo porque la reglamentación divergente pueda ser proporcionada o porque no introduzca una desigualdad de condiciones básicas de ejercicio de la actividad comercial, sino porque no toda regulación de la actividad comercial amenaza de igual modo la unidad de mercado. En efecto: cuando la reglamentación afecta a productos (por ejemplo, etiquetado, envasado, etc.) no puede ser adoptada por una Comunidad Autónoma salvo que se aplique a productos producidos en dicha Comunidad, y siempre que su exigencia no resulte desproporcionada, hasta el punto de desequilibrar la relación de igualdad de concurrencia entre todos los competidores en el mercado nacional (cfr. SSTC 37/1981; 71/1982, FJ 9º; 48/1988, FJ 4º; 53/1988, FJ 1º). Así, es ilícita la prohibición autonómica de circulación de productos que impliquen riesgos para la salud, sin que tal medida se concrete a los productos cuyo proceso de fabricación esté sometido a la competencia de la Comunidad Autónoma (STC 71/1982, FJ 9º). Será, por el contrario, constitucional la norma autonómica que restringe tan sólo el tráfico vinculado al comercio que tenga lugar en el ámbito regional (cfr. STC 37/1981). Mayor amplitud existe cuando la reglamentación no versa sobre productos, sino sobre instalaciones o establecimientos empresariales. Es perfectamente admisible el desarrollo autonómico en lo que respecta a reglamentaciones sanitarias e higiénicas de establecimientos de producción y venta. Igualmente, la unidad de mercado no exige un régimen monolítico en materia de grandes superficies comerciales (STC 227/1993), ni tampoco la diversidad de horarios comerciales es discriminatoria o rompe la unidad de mercado (STC 225/1993), como tampoco lo hace que la autorización administrativa para el establecimiento de instalaciones de distribución de carburantes sea competencia de las Comunidades Autónomas (STC 197/1996). Tal diferenciación ha sido aplicada también por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas: no se opone al art. 30 del Tratado de Roma la normativa nacional que prohibe de modo general la reventa a pérdida, siempre que aquélla sea indistintamente aplicable a los productos nacionales y a los procedentes de otros Estados miembros (sentencia de 24 de noviembre de 1993, Ass. 267/91 y 268/91), sin embargo, las reglamentaciones nacionales relativas a los requisitos que deben cumplir las mercancías están sometidas al rígido escrutinio de validez que resulta de las reglas Dasonville y Cassis de Dijon. La razón que justifica tal diversidad en el enjuiciamiento de las diferentes reglamentaciones sobre la actividad comercial, reposa en el hecho de que el objeto regulado constituya o no capital circulante dentro de un ciclo de comercialización en el mercado interno. Se explica con ello, por ejemplo, la diferencia entre productos y establecimientos a efectos del Registro General Sanitario (RD 1712/1991): la autorización sanitaria de funcionamiento de industrias o establecimientos corresponde a las Comunidades Autónomas, y será previa a la inscripción del producto en el Registro estatal.

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Similar situación existe en lo que respecta al sector petrolero tras la STC 197/1996, según la cual el Registro estatal de Instalaciones de distribución de gasolinas y gasóleos de automoción dependiente del Ministerio de Industria y Energía (que entre otras cosas se justifica como instrumento de control del cumplimiento de la normativa básica estatal sobre distancias mínimas entre establecimientos) no puede constituirse como requisito de la autorización para la instalación por parte de las Comunidades Autónomas. De esta forma, las reglamentaciones de la actividad comercial sólo supondrán una restricción que fragmente el mercado nacional cuando afecten a capital circulante dentro del mercado nacional. En otro caso, la unidad de mercado queda salvaguardada por el hecho de que las reglas del juego son idénticas para todos los oferentes, de tal forma que ninguno pierde cuota de mercado. Esta segunda circunstancia concurre de modo general en la regulación de las modalidades de venta. Sólo hay que excepcionar la regulación relativa a las ventas fuera de establecimiento: al oferente que ingresa en el mercado nacional no se le puede exigir el cumplimiento de normativas diversas en función de la localización del potencial comprador del producto. En este caso, el capital puesto por el oferente en el ciclo de comercialización sí que circula en todo el mercado interior. Por el contrario, no infringirá el principio de unidad de mercado una reglamentación autonómica de la venta a distancia que se aplique sólo a los oferentes ubicados en el territorio afectado por la regulación, y cuando la oferta se proyecte exclusivamente sobre tal territorio (v. el art. 28.3 de la Ley canaria 4/1994). Por lo dicho, es particularmente criticable que la Disp. Final de la Ley estatal 7/1996, de Ordenación del Comercio Minorista, no se prevea la aplicación general de todos los preceptos destinados a las ventas a distancia (arts. 38 y ss.). Aparte de que algunas de estas previsiones contienen una reglamentación jurídico privada de tales ventas (v. por ejemplo, el art. 43, sobre el plazo de entrega y pago). En definitiva, la no afectación del tráfico estatal salvaría la medida autonómica del reproche derivado del art. 139.2 CE. Ello no quiere decir que la medida no pueda ser inconstitucional por razones materiales, por ejemplo, por infringir el art. 38 CE. Por último, hay que señalar que, exceptuadas las competencias estatales identificadas por el empleo de una técnica de regulación de Derecho privado, o las intervenciones amparables en la competencia sobre defensa de la competencia, la barrera normativa de las Comunidades Autónomas viene en todo caso constituida por la unidad de mercado y por los límites impuestos por el art. 149.1.13ª CE, que veremos a continuación. 10. La competencia estatal en la planificación de la economía nacional. 10.1. Concepto y alcance de bases y coordinación de la economía. El art. 149.1.13ª CE reserva al Estado la competencia sobre "bases y coordinación de la planificación de la actividad económica". El concepto de "bases" a que se refiere este precepto no es idéntico al que utiliza la propia Constitución en otros lugares de los arts. 148 y 149. En el precepto ahora comentado, bases no hace referencia a la regulación nuclear de una institución, cuyo desarrollo correspondería a las Comunidades Autónomas. La interpretación que hace el Tribunal Constitucional de la norma de referencia no pasa por una concepción verticalmente articulada de las bases, que distribuyera la materia regulable según el grado de principalidad de sus aspectos relevantes. Para el Tribunal es una determinada materia económica la que se reserva como básica al Estado, y no la regulación nuclear de la materia económica. Basta que, en el entender de la jurisprudencia

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constitucional, un determinado sector sea básico por razones materiales (en el sentido que a continuación expondremos), para que el Estado extienda sobre él su competencia. En este concepto de bases en sentido de materia regulable importante, el alcance de la competencia estatal se viene concibiendo como exclusiva, incluyendo la potestad de dictar normas concretas y regulación de detalle, hasta el punto de no dejar espacio normativo alguno sobre el que pudiera proyectarse una eventual competencia de desarrollo autonómico (cfr. STC 26/1986, FJ 4º). Queda con esto justificado que las medidas concretas y de detalle, e incluso las facultades de ejecución material, pueden ser calificadas como básicas en el sentido del precepto, pues el sentido de este concepto no es correspondiente a medida general o regulación nuclear, sino a importancia de la materia sobre la que se regula (SSTC 32/1983, 29/1986, 59/1990). Es importante constatar que el Tribunal Constitucional no ha reconducido esta competencia a la potestad de planificación estatal a que se refiere el art. 131 CE. El Estado puede, pues, ordenar globalmente la economía sin necesidad de recurrir a una planificación económica. Se explica entonces una doctrina jurisprudencial que de hecho ha venido utilizando el art. 149.1.13ª CE de una forma tal que prácticamente se pone en manos del Estado la competencia exclusiva para regular parcelas económicas que el propio Estado considera importantes para el país en su conjunto, sin considerar si esta competencia se ejercita o no en la persecución de fines que, en el reparto competencial, corresponden a las Comunidades Autónomas. Se sostiene, de esta forma, que el Estado define los objetivos de política económica y las líneas de actuación tendentes a alcanzarlo, y adopta las medidas necesarias para la realización de aquéllos (SSTC 132/1988, 186/1988, 96/1990). El fundamento de esta extensión competencial se quiere hallar en el principio de unidad económica (el art. 2 CE establece el principio de unidad, que se proyecta en la esfera económica, STC 1/1982, FJ 1º). Y la atribución y ejercicio de esta competencia sólo está sometida a la condición de que sea precisa la acción unitaria en el conjunto del Estado, por la necesidad de asegurar un tratamiento uniforme a determinados problemas económicos, y siempre que la coherencia de la política económica global exija decisiones unitarias y no pueda articularse sin riesgo para la unidad del Estado (STC 28/1986, FJ 4º). En el mismo sentido, SSTC 152/1988, 186/1988 y 96/1990. Ello supone configurar el art. 149.1.13ª CE como una auténtica competencia general, que se solapa con las que pudieran tener al respecto las Comunidades Autónomas, las cuales claudicarán ante el ejercicio de la competencia estatal. Lo que es tanto más singular cuanto que es el propio Estado el que define en gran medida los objetivos de política económica global que debe perseguir. Esto acaba suponiendo, de suyo, que es el propio Estado el que sustancialmente viene a decidir en cada caso cuál es su competencia en el orden económico (véanse al respecto las SSTC 186/1988 y 225/1993). De esta forma, la definición de objetivos por parte del Estado se traduce en una apropiación competencial de los medios para conseguirlos, como si de hecho se estuviera aplicando una regla en cuya virtud el Estado dispone de todas las competencias implícitas necesarias para la realización de objetivos globales, aunque no estén enumeradas entre las competencias reservadas del art. 149 CE.

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Podemos resumir diciendo que la jurisprudencia constitucional - quizá porque ello esté en la naturaleza de las cosas y derive sin más de la propia lógica del poder estatal- ha convertido el art. 149.1.13ª CE en una competencia de resultados, para cuya consecución se entiende implícitamente apoderado el Estado con todas las competencias instrumentales precisas. Y ello en lugar de concebir el precepto en cuestión como lo que realmente es a la luz de una interpretación literal de la norma constitucional: como una competencia instrumental más, junto a otras, de ordenación de la actividad económica, y caracterizada frente a otras competencias instrumentales por el hecho de afectar a la realidad económica mediante la determinación de las bases y la coordinación de tal actividad. Afortunadamente, esta es la interpretación, más correcta, que cabe derivar de la STC 197/1996, que declaró la facultad estatal para la planificación general de la actividad económica presupone de suyo la existencia de otras competencias autonómicas que deben ser respetadas. Así, según la STC citada, la competencia estatal exclusiva sobre la planificación de la actividad económica y las bases del régimen energético justifica la regulación de las distancias mínimas entre instalaciones (cuya comprobación correspondería, sin embargo, a las Comunidades Autonómas), la autorización estatal de la distribución al por mayor de carburantes y el establecimiento de un régimen de existencias mínimas y la creación de un Registro dependiente del Ministerio de Industria y Energía, pero no legitima al Estado para la inspección, el control y la sanción de las vulneraciones de esta normativa, ni para la autorización de carburantes al por menor, que corresponden a las Comunidades Autónomas en virtud de sus competencias sobre defensa de los consumidores, comercio interior, medio ambiente etc. 10.2. Límites constitucionales al ejercicio de la competencia. El control que ejerce el Tribunal Constitucional sobre la aplicación de este título ha sido hasta la fecha bastante difuso. Como resulta que las competencias instrumentales se encuentran implícitas en la definición de los fines perseguibles, el eventual control jurisprudencial se cifra en la legitimidad del fin alegado y en la suficiencia de este fin para justificar la necesidad de aplicar en su consecución una política económica global homogénea. Para que se entienda atribuida la competencia no basta la simple utilidad del establecimiento de la medida (STC 75/1989), ni que dicha medida tenga algún efecto sobre la economía o sobre el sistema productivo (STC 192/1990). También es preciso considerar la correspondencia de la medida en cuestión con el fin que justifica la intervención (STC 225/1993). En la STC 26/1986 se propuso otro límite al ejercicio de esta competencia, límite del que, al parecer, después no se ha hecho el uso que prometía; se establece en dicha resolución, aunque, en verdad, casi de paso, una especie de principio de subsidiariedad de dicha competencia, que sólo podrá ser actuada cuando la finalidad económica homogénea no pueda ser conseguida con la regulación básica (en el sentido propio del término) o a través de medidas de coordinación. Los términos con los que el Tribunal Constitucional quiere delimitar la competencia estatal son excesivamente inaprehensibles. Hasta el presente se puede presentir que el Tribunal actúa bajo la consideración de que los fines económicos deben ser "significativos", aunque todavía no ha formulado una regla en este sentido, susceptible de operar un control de los objetivos económicos asumibles por el Estado. Esto es importante, porque la declaración de inconstitucionalidad que ha recaído sobre la regulación de las Comunidades Autónomas en materia de horarios de establecimientos comerciales ha sido propiciada precisamente

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porque el Tribunal Constitucional no se ha planteado seriamente cuáles son los límites admisibles en la asunción estatal de los objetivos económicos. En el caso resuelto por la STC 225/1993 y las que han seguido en este sentido (SSTC 227/1993, 264/1993 y 284/1993), el Tribunal asume de manera bastante acrítica que el establecimiento de un régimen de horarios es un objetivo suficiente para justificar una intervención estatal en orden a imponer una política económica ante la que claudican las competencias autonómicas sobre comercio interior. En último extremo queda por justificar por qué son de más peso en este caso los objetivos de política económica alegados por el Estado que los objetivos de salvaguardia de las estructuras comerciales tradicionales, alegados por las Comunidades Autónomas. 11. La competencia local en materia de consumo 11.1. El problema A los problemas expuestos en el epígrafe anterior, hay que sumar el problema de las competencias municipales sobre la actividad comercial, particularmente, sobre ciertas modalidades de venta. Porque lo cierto es que la legislación básica sobre régimen local y ciertas regulaciones sectoriales (el TRLGDCU, Ley 6/1997, de Ordenación del Comercio Minorista, la Ley General de Sanidad) confieren a las Corporaciones locales competencias en defensa de usuarios y consumidores así como sobre materias que inciden directamente en la actividad comercial (por ejemplo, control sanitario de la distribución y suministro de productos alimenticios), asignación competencial que, además, en algún caso supone la expresión de la garantía institucional de la autonomía local de los arts. 137 y 140 CE (cfr. SSTC 32/1981, FJ 6º y 214/1989, FJ 3º). De esta forma, la intervención municipal en la actividad comercial en la que de una u otra forma están involucrados los consumidores puede producirse desde diversos frentes: ordenación urbanística (vgr. licencias municipales), seguridad en lugares públicos, salubridad pública, la propiamente consistente en defensa de consumidores y usuarios, etc. Tales "materias", comprendidas en el art. 25 LBRL, son potencialmente aptas para fundar la producción de una reglamentación local que determine, por ejemplo, la regulación de la venta ambulante en el término municipal, o el régimen de reservas de suelo para el establecimiento de grandes superficies. El problema a dilucidar es en qué medida estas competencias municipales pueden ser mermadas o suprimidas cuando la Comunidad Autónoma correspondiente ejercite una competencia que "concurra" con la local, sobre todo en aquellas materias en las que es más difusa la frontera entre la defensa de consumidores y usuarios (prevista expresamente en el art. 25 LBRL citado) y la actividad comercial, no expresamente prevista como competencia municipal en ninguna norma. Y no sólo eso, se trata también de determinar si - también cuando la regulación pueda considerarse claramente comprendida en la defensa directa de consumidores y usuarios -, el ámbito de la competencia local constituye tan sólo un círculo dentro del espacio competencial autonómico, o si, además, las Corporaciones locales son competentes para producir una reglamentación que anteceda a la regulación estatal (o que la reproduzca) en materias reservadas al Estado por el art. 149.1 CE. Por ejemplo: como realización de algunos intereses - en el sentido del art. 137 CE- de los entes locales fijados en la LBRL y en ciertas legislaciones sectoriales (vgr. defensa de los consumidores, control sanitario de la comercialización de productos para el consumo humano, v. arts. 25.2.g y h LBRL, 42.3.d de la Ley General de Sanidad), ¿pueden los

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Ayuntamientos disponer una reglamentación que determine la nulidad de los contratos que, celebrados en el Municipio, versen sobre productos insalubres? ¿Sería lícita una Ordenanza que determinase la responsabilidad civil del vendedor por los daños causados por el producto defectuoso? ¿Podría un Ayuntamiento dictar una Ordenanza que dispusiese el derecho del comprador a resolver el contrato durante quince días y que obligase al vendedor ambulante a devolver el precio pagado? ¿Y una Ordenanza que determinase la obligación del vendedor de mantener las ofertas de venta durante un tiempo mínimo? Si la respuesta a estas cuestiones es negativa - como intuitivamente parece serlo -, ¿cuáles son las razones que impiden la producción de una normativa local jurídico privada? 11.2. La garantía institucional de la autonomía local La Constitución se limita a garantizar en el art. 137 la autonomía de los entes locales para la gestión de sus intereses respectivos. Tras ello, lo cierto es que el texto constitucional no determina esos intereses, ni asigna un contenido competencial mínimo. Ello supone que la concreción del principio de autonomía, esto es, la asignación de competencias a los entes locales, corresponde al legislador (cfr. SSTC 4/1981, FJ 3º; 32/1981, FJ 3º, 37/1981, FJ 1º; 84/1982, FJ 4º; 170/1989, FJ 9º). La cuestión que el mimetismo constitucional obliga a resolver es triple: en primer lugar, se trata de determinar cuáles sean los intereses respectivos de las Corporaciones locales, para cuya gestión tales entes deberán contar con las competencias suficientes. Igualmente, habrá que resolver a qué legislador compete la fijación de tales intereses y del acervo competencial local necesario para su realización. De todas ellas, por la ausencia de criterios constitucionales de decisión, la cuestión más delicada es la primera y, por conexión necesaria, la segunda. Pues bien, la mayor dificultad proviene de la identificación de lo que sean esos "intereses respectivos" para cuya gestión el art. 137 garantiza la autonomía de las Corporaciones locales, garantía que, según jurisprudencia constitucional, no se traduce exclusivamente en una reserva de ley para la regulación de la materia, sino que existe un núcleo indisponible para el propio legislador, sea estatal o autonómico (cfr. SSTC 32/1981, FJ 5º; 170/1989, FJ 9º; 214/1989, FJ 4º; 148/1991, FJ 7º). Se viene considerando que por intereses respectivos no cabe entender una delimitación por razón de la materia de una esfera determinada de intereses que, por definición, se consideren como propiamente locales. Se dirá entonces que no hay intereses locales por razón de la materia y que todos los intereses públicos son susceptibles de convertirse en locales desde el momento en que se produce la afectación al interés de los ciudadanos considerados como miembros de una comunidad municipal. La consecuencia necesaria de tal planteamiento es entender que existe una reserva o garantía de intervención de los entes locales en todos los ámbitos que les interesen, y la consideración de que los propios entes locales no se encuentran constreñidos por una limitación de los fines que han de perseguir. Se hablará entonces de una "competencia general de los municipios" referida a los "asuntos que afecten directamente al círculo de sus intereses". Nótese que la justificación de tal competencia general es puramente tautológica, porque se sustituye la definición del "interés respectivo" por otra noción, igualmente inasible, que es la de "afectación del asunto al interés municipal", cuando, además, se parte de la doble premisa de que la simple proyección de un problema más allá de las fronteras municipales no convierte sin más el interés en supralocal, y de que, como se ha dicho, cualquier interés

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público es susceptible de ser, por ello mismo y a la vez, interés respectivo de las Corporaciones locales. La falta de concreción reseñada es predicable también de la legislación básica sobre régimen local. El art. 2 LBRL establece que el legislador sectorial debe asegurar a las entidades locales "su derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten directamente al círculo de sus intereses". De igual modo se expresa el art. 25.1 LBRL, el cual añade otra dificultad, ya que su tenor literal circunscribe la gestión local de tales intereses al ámbito de las competencias municipales que, como veremos seguidamente, no resultan especificadas por norma alguna. No obstante, el art. 25.2 LBRL sí que ha cristalizado en alguna medida la opción constitucional mediante la determinación de un mínimo asegurado a las entidades locales, como concreción de la garantía institucional del art. 137 CE, y que no puede ser desconocido por la legislación autonómica de desarrollo ni por la sectorial que, en el ámbito de sus competencias, produzcan el Estado y las Comunidades Autónomas. De esta forma, la imposibilidad de cristalizar definitivamente un régimen competencial sin referirse a la legislación sectorial, produce el resultado de que el régimen competencial de las entidades locales sea un sistema abierto en el que sólo se asegura a nivel básico la existencia de un mínimo indisponible. Esto resulta peculiar, porque supone considerar que el art. 149.1.18ª CE faculta al Estado para disponer legítimamente de competencias - que, en muchos casos, no le corresponden- y asignarlas a las Corporaciones locales. No obstante, el Tribunal Constitucional ha determinado que tal solución es conforme a la Constitución si el legislador estatal se limita a enumerar las materias sobre las que las entidades locales deberán tener competencias, sin fijar detalladamente tales competencias (v. STC 32/1981, FJ 6º y, particularmente, la STC 214/1989, FJ 3º, sobre la LBRL). Esto es: el legislador estatal está legitimado para producir una regulación básica ex art. 149.1.18ª CE que fije los "intereses" de las Corporaciones locales, pero no puede concretar el grado de competencia, lo que corresponde al legislador sectorial. 11.3. El Texto Refundido de la Ley de Consumidores

En el título III del libro primero se incorpora la regulación en materia de cooperación institucional, especialmente relevante en la protección de los consumidores y usuarios teniendo en cuenta las competencias en la materia de las Comunidades Autónomas y de las entidades locales. Se integra así en un título específico la regulación de la Conferencia Sectorial de Consumo incorporada en la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios en la modificación realizada por la Ley de Mejora de los Consumidores y Usuarios y las disposiciones específicas sobre cooperación institucional en materia de formación y control de la calidad.

Se fundamentan, en consecuencia, las disposiciones de este título en el principio de cooperación, en relación con el cual el Tribunal Constitucional, entre otras en STC 13/2007 (RTC 2007, 13), F. 7, viene señalando que «las técnicas de cooperación y colaboración "son consustanciales a la estructura compuesta del Estado de las Autonomías"» (STC 13/1992, de 6 de febrero [RTC 1992, 13], F. 7; y en el mismo sentido SSTC 132/1996, de 22 de julio [RTC 1996, 132] F. 6 y 109/1998, de 21 de mayo [RTC 1998, 109], F. 14) y que el principio de cooperación «que no necesita justificarse en preceptos constitucionales o estatutarios concretos» (STC 141/1993, de 22 de abril [RTC 1993, 141], F.6.ñ; y en el mismo sentido STC 194/2004, de 4 de noviembre [RTC 2004, 194], F. 9) «debe presidir el ejercicio respectivo de

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competencias compartidas por el Estado y las Comunidades Autónomas (STC 13/1988, de 4 de febrero [RTC 1988, 13], F. 2; en el mismo sentido, STC 102/1995, de 26 de junio [RTC 1995, 102], F. 31) (...)».

La sentencia del Tribunal Constitucional 15/1989, de 26 de enero de 1989 (RTC 1989, 15), y el régimen jurídico vigente, atendiendo a las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas y las entidades locales en materia de protección de los consumidores y usuarios, ha exigido regularizar y aclarar muchas de las disposiciones contenidas en la Ley 26/1984, de 19 de julio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, y ahora incorporadas al libro primero, títulos I y III.

En particular, se circunscriben las obligaciones impuestas a los medios de comunicación, a la radio y televisión de titularidad estatal, insertándose tales obligaciones en el ámbito de la potestad de autoorganización de la Administración General del Estado.

Igualmente, atendiendo a las competencias de las entidades locales en materia de defensa de los consumidores y usuarios y sin perjuicio de la participación de la asociación de entidades locales con mayor implantación en la Conferencia Sectorial de Consumo, conforme previene el artículo 5.8 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre (RCL 1992, 2512, 2775 y RCL 1993, 246), de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, se establece expresamente la cooperación institucional entre la Administración General del Estado y las entidades locales a través de la asociación con mayor implantación.

11.4. Venta ambulante y licencias de apertura de establecimientos comerciales: de la exclusividad a la participación municipal En la determinación de las competencias municipales sobre la actividad comercial, la tendencia general del legislador sectorial (autonómico) ha sido la de diluir la intensidad de la intervención local. Los ejemplos paradigmáticos de esta práctica los suministran las normas autonómicas sobre comercio interior que atribuyen a las Administraciones regionales la competencia para promulgar Ordenanzas-tipo en materia de venta ambulante, y también aquellas otras que imponen condicionamientos a la concesión de las licencias municipales de apertura de establecimientos comerciales. Por lo que se refiere a la venta ambulante, hasta la llegada de las primeras normas autonómicas de ordenación del comercio, los Municipios estaban facultados para disponer sus propias Ordenanzas reguladoras de esta modalidad comercial, sin más condicionamientos que los establecidos en el RD 1010/1985, que, pese a diseñar una Ordenanza-tipo sobre venta ambulante, dejaba a los Ayuntamientos amplia libertad para la configuración de su propia reglamentación municipal. El abanico de regulaciones autonómicas de la venta ambulante oscila entre este modelo del RD 1010/1985 - supletorio de la eventual normativa autonómica sobre la materia (DF 1ª) -, esto es, de libertad casi absoluta de los Ayuntamientos para la configuración de sus Ordenanzas (por ejemplo, las leyes andaluza, 9/1988, gallega, 8/1988 y navarra, 13/1989), hasta aquellas otras que excluyen lugares de realización de tal modalidad de venta (arts. 17.3 y 26.1 II de la Ley aragonesa 9/1989; arts. 15 II y 17 de la Ley vasca 7/1994), o que limitan temporalmente los días semanales de ejercicio del comercio ambulante (art. 14.2 del DLeg. catalán 1/1993), o las que hacen ambas cosas (art. 23 de la Ley canaria 4/1994). Hasta ahora, y a la

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espera de la regulación en que se concreten ciertas previsiones habilitadoras de reglamentaciones autonómicas sobre la venta ambulante (v., por ejemplo, el art. 20.c de la Ley castellano-manchega 3/1995), la regulación autonómica más intensa de esta modalidad de venta proviene de la Comunidad Valenciana donde, además de excluirse lugares de realización de tal venta (art. 4.1 del D. 175/1989) y de limitarse el número de días semanales en los que la misma puede llevarse a cabo (art. 20.1.c.2 de la Ley 8/1986), se introduce la exigencia de que la creación de mercados de venta no sedentaria se acompañe del informe favorable de la Dirección General de Comercio de la Generalidad (art. 10.1 del D. 175/1989). Otro ámbito en el que la intervención municipal ha padecido una erosión similar es el del urbanismo (vgr. licencias administrativas para instalación y apertura de establecimientos mercantiles), materia ésta que, pese a no guardar relación con las competencias municipales sobre las modalidades de venta, merece ser mencionada aquí por haberse dirimido precisamente en esta sede el alcance de la autonomía local en relación con las regulaciones autonómicas sobre la actividad comercial. Veamos cómo ha resuelto el Tribunal Constitucional el único conflicto que hasta ahora se le ha planteado, el de las regulaciones autonómicas sobre las licencias de apertura de establecimientos comerciales. Tras haber estimado que estas determinaciones legales no infringen el derecho fundamental a la libertad de empresa, el principio de unidad de mercado e igualdad básica de todos los españoles, y que tampoco atentan contra los principios de seguridad jurídica y reserva de ley (STC 225/1993, sobre la regulación valenciana), en la STC 264/1993 se sostuvo que, además, la ley aragonesa no infringe la garantía institucional de la autonomía local por la circunstancia de que sea exigible una autorización autonómica además de la propia licencia municipal de apertura, cuando se trate de grandes superficies, solución que se justifica -a juicio del Tribunal- en el carácter supramunicipal de los intereses concernidos por la instalación de un centro de esta especie. Ahora bien, la corrección de la regulación autonómica no puede fundarse en el carácter supramunicipal del interés, puesto que, aun así, es innegable que el asunto "afecta" también al interés de la comunidad vecinal. Lo que el Tribunal hace, en definitiva, no es otra cosa que renunciar a suministrar - quizá porque no los haya- criterios de decisión utilizables. Con criterios tan inciertos como el de la razonabilidad de la regulación autonómica (el único propuesto hasta la fecha en la STC 32/1981), tan justificable es esta solución como otra cualquiera: ¿es más razonable la regulación valenciana sobre la venta ambulante que la andaluza? ¿cómo se valora la suficiencia de las "razones" autonómicas (vgr. competencia sobre ordenación regional de la economía, sobre ordenación del territorio, etc.)? Según se desprende de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, lo único irrazonable sería la supresión total de la intervención municipal, mientras exista alguna, por nimia que sea (vgr. competencia de ejecución), la garantía de la autonomía local resulta salvaguardada. 11.5. La expansión de las competencias locales A pesar de que el examen de la legislación de régimen local y de defensa de los consumidores parece arrojar una perspectiva negativa sobre el ámbito competencial de las Corporaciones locales en la materia objeto de nuestro estudio, sin embargo esta imagen no

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se corresponde con la realidad de la ordenación local. En la práctica, los entes locales disponen de un amplio poder normativo para regular las actividades comerciales. La justificación de esta práctica se halla en diversos factores. El primero de ellos es la carencia de una reglamentación sectorial estatal o autonómica que dote de contenido a las competencias a las que nos hemos referido en el epígrafe anterior. Ante esta ausencia, los entes locales proceden a reglamentar directamente, sin esperar una habilitación legal específica. Otro factor que concurre es la propia ambigüedad de la legislación correspondiente. Con unas palabras de difícil interpretación, el art. 29 LBRL reconoce a los Municipios competencias para realizar "actividades complementarias de las propias de otras Administraciones públicas", y se citan algunas de ellas a título de ejemplo (sanidad, vivienda, medio ambiente, etc.). Y no se contienen al respecto mayores limitaciones ni se señalan las condiciones de ejercicio de dicha competencia. Además, en el ámbito de sus competencias, las entidades locales reglamentan sobre la base de Ordenanzas (cfr. arts. 47-49 LBRL; art. 55 del Texto Refundido de 1986). Estas Ordenanzas, como manifestación de la potestad reglamentaria, están sometidas al principio de jerarquía normativa y limitadas por la reserva de ley. Pero, a diferencia de la Administración central o autonómica, la Administración local es representativa y autónoma; confluyen en ella, por así decirlo, el aspecto representativo con poder normativo y la función administrativa. A diferencia de los reglamentos de las Administraciones públicas estatal o autonómica, las Ordenanzas locales representan en la Administración local el papel que técnicamente corresponde a las leyes en el ámbito estatal o autonómico. La Ordenanza, el reglamento municipal, es la forma técnica de expresión de la autonomía municipal, mientras que este concepto no puede predicarse del resto de las Administraciones públicas, pues en éstas es la ley (estatal o autonómica) y no el reglamento, la forma técnica de realización del principio de soberanía (el Estado) y de autonomía (las Comunidades Autónomas). El resultado de todo ello es que, la reserva de ley no puede jugar respecto de la Administración municipal en su sentido clásico, sino como una habilitación de las potestades municipales, sin determinar el contenido de la regulación local. De ahí que resulte incorrecto sostener que, en defecto de una ley que desarrollen o ejecuten, los Ayuntamientos sólo disponen de potestad reglamentaria interna u organizatoria. En definitiva, en la reglamentación municipal los Ayuntamientos delimitan su propia competencia, mediante la autodefinición de lo que sean "intereses propios" de los entes locales, sin más límites que el principio de legalidad entendido en un sentido puramente negativo, como imposibilidad de dictar normas reglamentarias contrarias a leyes formales estatales o autonómicas. La delimitación competencial municipal no se produce entonces por medio de una habilitación legal de competencias, sino por remisión a alguna de las "materias" enumeradas en el art. 25 LBRL, y sobre las que las entidades locales han de tener competencia en el marco de sus intereses propios. Como ejemplo de reglamentación del comercio a través de la regulación municipal puede consultarse la Ordenanza del Ayuntamiento de Madrid por la que se aprueba el Reglamento del comercio minorista de alimentación (BOCM, 22-III-1991). Esta reglamentación no se limita a los aspectos sanitarios del comercio minorista. El ejemplo

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sirve para cualquier Municipio español, y muestra cómo las entidades locales hacen uso de una competencia implícita que nadie les discute. En resumen, los Municipios pueden regular la actividad comercial desde dos títulos competenciales diversos:

(i) En primer lugar, y como contenido de la propia ordenación urbanística, y en la medida en que la entidad local dispone de competencia para su formulación. Los límites de esta regulación serán los propios del título competencial de urbanismo y ordenación del territorio, en la forma en que aparece regulado en la legislación del Suelo.

(ii) Los entes locales disponen de competencias sobre las materias enumeradas en

el art. 25 LBRL. Si no existe legislación sectorial estatal o autonómica que delimite cuál es el grado de competencia local, la propia entidad local podrá autodefinir cuál es su nivel de interés propio, y reglamentar sobre las materias enumeradas en el art. 25 por medio de Ordenanzas, que no encontrarán otro límite que el derivado del principio de legalidad en su formulación negativa: como imposibilidad para dictar normas reglamentarias contrarias a leyes formales. Pero sin necesidad de apoyarse en una ley formal como título habilitador.

Para los efectos de nuestro estudio, las materias enumeradas en el art. 25 de la Ley 7/1985 que pueden servir de apoyatura a una regulación de la actividad comercial son: seguridad en lugares públicos, ordenación del tráfico, protección del medio ambiente, abastos, protección de la salubridad pública, defensa de los consumidores. Estas "materias" constituyen límites competenciales. Los entes locales no pueden reglamentar en persecución de fines distintos de los aquí enumerados. En concreto, y a título de ejemplo, los entes locales no pueden regular la actividad comercial con objeto de proteger la competencia mercantil, ni pueden alterar el régimen general de la contratación. No pueden los Ayuntamientos reglamentar horarios comerciales como una forma de protección de determinadas estructuras comerciales, pero sí (y sólo) en la medida en que semejante reglamentación pudiera considerarse una aplicación de la competencia municipal de reglamentación en materia de abastos. Y es aquí donde se manifiesta el delicado problema al que nos referimos en la introducción de estos últimos epígrafes: en la autodefinición de sus intereses respectivos o como realización de los que les son reconocidos por la LBRL (por ejemplo, defensa de los consumidores), y en la medida en que la regulación local no contradiga lo dispuesto en la ley, ¿pueden los Ayuntamientos disponer una regulación jurídico privada de protección de los consumidores? Tómense como ejemplos los siguientes preceptos del Reglamento de las condiciones sanitarias (!) de establecimientos alimentarios del Ayuntamiento de Albacete, de 29-VIII-1986 (BOP, 13-X, última modificación de 2-IV-1992, BOP 13-V): el art. 10.3 establece que "los comerciantes están obligados a entregar al comprador los productos por el precio anunciado y con el peso íntegro solicitado, sin incluir en éste el peso del papel de envolver, que, en todo caso, será gratuito para el comprador". ¿No es, cuando menos, una norma que obliga a cumplir las ofertas de venta? Por su parte, el art. 12.2 dispone que "todos los productos que se expongan quedarán afectados a su venta siempre que sean solicitados". ¿No se trata de una norma que, además de obligar a cumplir las ofertas de venta, define lo que constituye tal?

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11.6. Límites a la potestad local Pues bien, ¿cuáles son las barreras que constriñen la potestad reglamentaria local?. El primer límite es, como se ha dicho, la imposibilidad de una reglamentación local contra legem. El segundo deriva del principio de reserva de ley en sentido formal, en la medida en que la nueva regulación jurídico-privada de que se trate deba tener rango de ley. También lo es el principio de unidad de mercado del art. 139.2 CE, límite al ejercicio de competencias infraestatales. Lo cierto es que los anteriores son los únicos impedimentos evidentes a la producción de una regulación local jurídico privada. No lo son las barreras del art. 149.1 CE, que no limitan a las Corporaciones locales. La norma constitucional citada no constituye una reserva competencial "absoluta" en favor del Estado, sino sólo relativa a las Comunidades Autónomas. Aparte del argumento sistemático, existe otra razón que abona esta afirmación: si la Constitución no reconoce competencias a los entes locales, sino tan sólo la autonomía para la gestión de sus "intereses respectivos", no tiene sentido entender que, no obstante, el texto constitucional establece límites competenciales (porque el art. 149.1 no contiene "intereses", sino competencias). Tampoco pueden construirse los límites partiendo de la noción de interés respectivo, ya que, según vimos, todo interés público que afecte a la comunidad vecinal constituye un interés del ente local. El problema de los límites de la reglamentación local no sólo se manifiesta desde la perspectiva de una regulación jurídico privada de defensa de los consumidores, sino también desde el punto de vista de la competencia administrativo- sancionadora de los entes locales que "concurra" con la competencia autonómica: esto es, ¿pueden los Ayuntamientos producir Ordenanzas de comercio y considerar como infracción a las mismas la contravención de la regulación autonómica?. Otro ejemplo: la ya expuesta regulación autonómica sobre concesión de licencias de apertura de establecimientos comerciales que, por lo general, cercena el poder de decisión de los Ayuntamientos, ¿impide que éstos, en uso de sus competencias sobre urbanismo, puedan reglamentar el uso del suelo municipal, previendo la creación de tales establecimientos? Sobre este último problema, remitimos a la sentencia de la Audiencia Territorial de Barcelona de 19 de febrero de 1988: la competencia local en materia de urbanismo es suficiente para la aprobación de un plan municipal de equipamiento comercial, sin que prospere la impugnación de la Generalidad de Cataluña de que se trata de una norma sobre comercio interior, pues el precepto no pretende regular el comercio en el interior de la ciudad, sino la ordenación urbanística y regulación de los usos de las actividades comerciales alimentarias. 11.7. El problema final: el principio de legalidad La cuestión más controvertida del alcance de las competencias locales es la de la existencia de una habilitación suficiente para establecer en sus propias Ordenazas de consumo una tipificación de conductas infractoras y un Derecho sancionador, teniendo en cuenta las exigencias del art. 25 CE y la imposibilidad de que tales Ordenanzas adopten la forma de leyes en sentido propio. Como veremos en el Capítulo IV de este estudio, la jurisprudencia

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ha sido mayoritariamente contraria a la existencia de esta potestad, lo que equivale a ahogar las competencias locales en materia de consumo. • Valoraciones finales sobre títulos competenciales (i) La defensa de los consumidores y usuarios no estaba llamada a convertirse en una

regla de reparto competencial entre Estado y CCAA. La universalidad de su promoción, como establecía el art. 51 CE, hacía imposible que pudiera convertirse eficazmente en una competencia reservada. Pero desde el momento en que las CCAA asumieron en sus Estatutos esta competencia, por no estar contenida en el art. 149.1 CE, hubo que encontrar criterios de reparto competencial que de hecho prescindirían del criterio de defensa de los consumidores como título específico.

(ii) No existe ninguna diferencia de techo competencial entre las CCAA que asumieron la defensa de los consumidores y usuarios como competencia exclusiva y las que la asumieron como competencia de desarrollo normativa y ejecución. El Estado nunca ha producido legislación “básica” de consumo, ni, de cierto, dispone de título para ello. El Estado produce en su caso regulación fundada en diversos títulos competenciales que, fundamenta u ocasionalmente, pueden tener como finalidad la protección de los consumidores. Son aquellos títulos (sanidad, economía, Derecho privado, Derecho de la competencia) y no esta finalidad lo que determina la competencia del Estado. Frente a estos límites, todas las CCAA son iguales.

(iii) Una competencia diseñada en función de la persecución de ciertos fines (defensa

de los consumidores) es, aunque se defina como exclusiva, concurrente con una competencia diseñada en función de objetos de regulación (mercado interior) o técnicas de regulación (Derecho civil o mercantil). Además, como los fines no son exclusivos, existen casos de normas que desarrollan una pluralidad de fines, que entre sí pueden a su vez ser instrumentales. En este caso se hallan las normas reguladoras de la competencia y las que tutelan los intereses de los consumidores.

(iv) Los resultados a los que puede llegarse en el reparto competencial ponderando la

defensa de los consumidores, la unidad de mercado, la defensa de la competencia, la ordenación de las bases de la economía, etc, son muy débiles y no pueden basarse en criterios seguros. En último extremo, la jurisprudencia constitucional ha procedido mediante criterios intuitivos ad hoc, sustentados en ponderaciones de lo que en cada caso parecía ser el interés preponderante de la materia regulada. Con estos criterios es imposible establecer una regla clara de utilidad general y futura.

(v) Si realmente puede afirmarse que exista una regla de reparto competencial es la

que distingue entre Derecho público y privado de consumo. El segundo corresponde a la competencia del Estado. El primero corresponde a la competencia exclusiva de las CCAA, sin más límites que los que pudieran resultar del principio de proporcionalidad, de la competencia estatal sobre las bases del régimen jurídico administrativo común y de la competencia que eventualmente pudiera ejercitar el Estado para asegurar la igualdad básica en el ejercicio de los derechos. A esta regla debe añadirse otra menos clara, según la cual la competencia exclusiva de las CCAA sobre el Derecho público de consumo puede concurrir con las competencias exclusivas del Estado para producir Derecho público en sectores normativos sobre los que aquél ejerce una competencia normativa (vgr.

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Competencia, telecomunicaciones, energía, etc), aunque eventualmente esta regulación atienda también a la protección de los consumidores. En este segundo campo de coincidencia no cabrá más remedio que proceder a dar soluciones ad a hoc basadas en el criterio de la finalidad preponderante.

(vi) El límite de Derecho privado no es siempre un límite competencial al que deben

atenerse las CCAA como tales, sino un mandato al juez ordinario para que no otorgue eficacia interprivada a las normas autonómicas que imponen deberes o crean derechos entre proveedores y destinatarios.

(vii) El Estado dispone de la competencia exclusiva para producir Derecho procesal en

atención al consumo. Esta competencia comprende la definición de los instrumentos procesales de defensa, incluido el arbitraje, y la legitimación correspondiente para ejercitar las acciones correspondientes. Pero del hecho de que el Estado haya dispuesto una protección procesal civil especial para un sector relativo a la protección de los consumidores, no se deduce que las CCAA no puedan regular mecanismo públicos alternativos.

(viii) A pesar de que las CCAA tienen vedado el acceso normativo al Derecho privado

de consumo, sin embargo su regulación jurídico-pública puede tener consecuencias privadas en la medida en que la infracción de normas públicas de ordenación de la economía constituye un supuesto de conducta concurrencial desleal conforme al art. 15 LCD.

(ix) Las CCAA deben evitar la tentación de hacer uso de su competencia sobre el

Derecho público de consumo para tipificar como infracciones administrativas puras situaciones de incumplimiento contractual interprivado sin especial afectación a los intereses públicos. La inflación de este Derecho administrativo sancionador es contraproducente para las propias Administraciones encargadas de aplicarlo, pues, además de comprometer recursos públicos en la satisfacción de intereses escasamente públicos, comprometen su credibilidad social cuando ponen en funcionamiento la maquinaria del Derecho sancionador sin poder liquidar y resolver en el propio procedimiento las compensaciones o indemnizaciones que el interés particular del consumidor reclama en el supuesto concreto.

(x) Es dudoso que produzca algún fruto, afecta a la calidad de las leyes y a la

credibilidad de las Administraciones públicas, el procedimiento, muy extendido, de crear normas propias de consumo que no tienen un contenido normativo específico, sino que indican simplemente los fines a perseguir por una Administración pública, los compromisos que en el futuro se contraerán, las medidas que en su caso se puedan tomar y los objetivos que deberán ser tutelados cuando se aprueben instrumentos normativos más precisos. Las listas de derechos abstractos de los consumidores y de los compromisos públicos en la defensa de los mismos, que se hallan en el TRLGDCU y en mucha mayor medida en las leyes autonómicas de consumo, constituyen un modelo de la asimetría profunda entre la función publicitaria de las leyes y su efectividad real.

(xi) Uno de los grandes inconvenientes de disponer de la competencia sobre el Derecho

público y no sobre el privado es que la Administración o el poder que crea la norma debe disponer de recursos económicos y humanos para gestionar y aplicar

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las normas producidas. Toda protección pública de los intereses de los consumidores cuesta dinero, y especialmente en recursos humanos, como la experiencia enseña. Hay aplicaciones muy puntuales de esta correspondencia, y especialmente no deberían abrirse nuevos sectores a la intervención normativa de las CCAA en este campo si la Administración competente no dispone de los recursos o de la disposición de crear o destinar específicos recursos humanos a las tareas de inspección y sanción.

(xii) Las remisiones intranormativas y las competencias que en última instancia

corresponden a las CCAA para definir un modelo de competencias locales, imposibilitan hoy llegar a un modelo seguro de régimen local de consumo. La jurisprudencia existente relativa a los límites impuestos por el principio de legalidad a la potestad sancionadora local constituye el máximo obstáculo al desarrollo de un régimen normativo propio en esta materia.