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ANUARIO

de la sociedad protectora de la balesquida

Número 2 año lxxxvii Oviedo • 2017

La revista no asume ni se responsabiliza de las opinionesmanifestadas por sus colaboradores.

Coordinación editorialJavier González Santos y Alberto Carlos Polledo Arias

Edita:sociedad protectora de la balesquidaPlaza de la Constitución. Ofi cina de Turismo, 2.ª planta33009 Oviedo. Teléfono 984 281 135. Fax 984 281 [email protected]. www.martesdecampo.com

Horario de oficinaLunes a viernes de 10,00 a 13,00 horas

Ilustraciones de la cubierta y portadaMiguel Ángel Lombardía (Sama de Langreo, 1946), Floreado, 2003; óleo y técnica mixta sobre cartón, 370 × 258 mm (cubierta y portada), y Aurelio Suárez (Gijón, 1910-2003), Mundo onírico, 1983; gouache, tinta y lápiz (boceto núm. 3507); com-posición serigrafi ada en 2009 (impresión, 335 × 474 mm; papel, 490 × 690 mm), muestra 28 de 60 (contracubierta y colofón).

Composición y maquetaciónKrk Ediciones. C/ Álvarez Lorenzana, 27, 33007 Oviedowww.krkediciones.com

ImpresiónGrafi nsa. Oviedo

issn 2445-2300 • d. l. as-970-2016

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Índice

SalutaciónJosé Antonio Alonso Menéndez . . . . . . . . . . . . 5

Pregón de las fiestas de 2016Oviedo y los libros: una íntima relación a lo largo de doce siglos

Ramón Rodríguez Álvarez . . . . . . . . . . . . . . 9

La Balesquida: historia y tradicionesLa herencia de Diego de Menes, párroco de San Tirso, y los pleitos a los que

la cofradía de La Balesquida tuvo que recurrir en los años 1597 y 1598 para poder disfrutarlaMaría Josefa Sanz Fuentes . . . . . . . . . . . . . . 27

Índices de los álbumes de fi estas de La Balesquida (1912-2015)Javier González Santos . . . . . . . . . . . . . . . 35 Índice cronológico de publicaciones y álbumes de fi estas . . . . 39 Índice de autores, ilustradores, artistas, fotógrafos, asuntos y dedicatarios 85

Estudios sobre AsturiasEl arquitecto Juan de Celis y el palacio del marqués de Camposagrado en

Mieres. Un capítulo esclarecido de la arquitectura barroca regionalCelso García de Tuñón Aza . . . . . . . . . . . . . . 103

Ofi cios de antaño: aguadores, serenos y arrieros de Cangas del NarceaMaría del Carmen López Villaverde . . . . . . . . . . . 127

¿Un retorno a la pintura? Las primeras bienales de arte Ciudad de OviedoCelsa Díaz Alonso . . . . . . . . . . . . . . . . . 147

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Estudios ovetensesSanta María de Naranco: de pabellón profano a palacio sagrado. Hipótesis

de interpretación en función del análisis simbólico y arquitectónicoFrancisco José Borge Cordovilla . . . . . . . . . . . . 159

El Oviedo que el rey Carlos I no visitó en 1517Javier Rodríguez Muñoz . . . . . . . . . . . . . . . 183

Acerca del encañado de la Granda de AnilloManuel Gutiérrez Claverol . . . . . . . . . . . . . . 223

El escritor Rafael Zamora, marqués de Valero de Urría, en Oviedo y entre metáforasAntonio Masip Hidalgo . . . . . . . . . . . . . . . 259

El Conde de la Vega de Sella, D. Juan Uría y Cayetanín midiendo huesosEmilio Marcos Vallaure . . . . . . . . . . . . . . . 277

Parroquias del concejo de Oviedo: PintoriaAntonio Cuervas-Mons García-Braga . . . . . . . . . . 293

SemblanzasUna excursión con Juan Ignacio Ruiz de la Peña (1941-2016).

Tras las huellas de la historia, en un día cualquiera de 2012Miguel Ángel de Blas Cortina . . . . . . . . . . . . . 313

Nuestra galeríaLombardía y Aurelio Suárez, generosas aportaciones

Luis Feás Costilla . . . . . . . . . . . . . . . . . 331

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Ofi cios de antaño: aguadores, serenos y arrieros de Cangas del Narcea

maría del carmen lópez villaverde

El paso del tiempo relega al olvido costumbres, profesiones y formas de vida de épocas muy alejadas de nosotros. Aguadores, serenos y arrieros, ofi -cios hoy desparecidos, fueron protagonistas anónimos, forjadores de la his-toria de muchas aldeas canguesas en los siglos xviii, xix y principios del xx.

En el Anuario de la Sociedad Protectora de La Balesquida de 2016, publicamos un artículo dedicado a la fi gura de un cangués ilustre, don José Francisco Uría y Riego, resaltando sobre todo su gran preocupación por el aislamien-to de las zonas rurales asturianas, así como también su afán por impulsar, desde su cargo de Director General de Obras Públicas, la mejora de las comunicaciones terrestres que incluía la llegada del ferrocarril a Asturias.

Precisamente, el mayor concejo de Asturias, el de Cangas del Narcea, estuvo desde siempre prácticamente aislado de los centros vitales del país. Podríamos decir que hoy en día, las zonas rurales de este concejo siguen en gran medida con su secular aislamiento. Si esto es así ¡qué no ocurriría allá por los albores del siglo xix cuando a la falta de comunicaciones había que sumarle los fuertes contrastes sociales, una agricultura de bajos rendimien-tos, sin poder dar salida a las materias primas (madera, carbón, productos del campo, etcétera) propias del concejo hacia las zonas industriales emergen-tes! No es extraño que las malas condiciones de vida obligaran a muchos de sus habitantes a buscar otras formas de trabajo lejos de los lugares de origen y que la capital de España fuese el destino preferido. Esta emigración for-zosa del campo a la ciudad llevó a los cangueses a desempeñar ofi cios que

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parecían destinados sólo para ellos, a juzgar por el número tan elevado que los asumieron. Los pioneros fueron los aguadores y más tarde los serenos. Ambos ofi cios ejercieron durante años un atrayente reclamo para familiares, amigos y vecinos.

Si el progreso no había llegado a la zona de Cangas, si había carencia de comunicaciones y los medios de transporte escasos y a veces inexistentes, ¿cómo afrontaban el trayecto que separaba el punto de partida del de llega-da? Las comunicaciones eran difíciles y peligrosas; en invierno las nevadas sobrepasaban con creces los treinta o cuarenta centímetros de altura y a con-secuencia de ellas la comunicación entre Cangas del Narcea y León quedaba interrumpida por el cierre del puerto de Leitariegos durante un tiempo mayor o menor, dependiendo del rigor de la estación. Los cosarios o arrieros del Puerto eran los artífi ces de poner en comunicación lugares tan alejados.

Los aguadores

Los aguadores fueron muy populares en una época en que no había o no estaba generalizado el suministro de agua corriente a las casas. El creci-miento de la villa de Madrid desde que en 1561 Felipe II la eligiera capital del reino originó, entre otros, un grave problema del abastecimiento de agua que hasta 1858, en que se inaugura la traída desde el río Lozoya a las fuentes públicas a través del llamado Canal de Isabel II (mediante galerías subterrá-neas denominadas «viajes de agua»), no fue solventado.

El trabajo del aguador consistía en transportar en barriles y grandes cán-taros el agua a los domicilios que no tenían pozo o fuente en patios comu-nales. Don Ramón de Mesonero Romanos (Madrid, 1803-1882), apoda-do El Curioso Parlante, fundador y director del Semanario Pintoresco Español (1836-1842) y cronista de Madrid, su ciudad natal, nos deja varias curiosi-dades de las vivencias, peripecias y organización del gremio de aguadores en tres series: Manual de Madrid (1831), Escenas matritense (1832) y Tipos y caracteres (1845). También quedaron descritas para el recuerdo en La Maniega, revista de ámbito local que se publicó en la villa del Narcea entre marzo de 1929 y diciembre de 1932, donde además se alaba y ensalza este ofi cio desempeñado por hombres procedentes en su mayoría de las aldeas del concejo, principalmente de Rengos y, en menor número, de otros lugares de

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Francisco Pradilla Ortiz (1848-1921), dibujante, Madrid.- En la fuente de Lavapiés, xi-lografía (223 × 310 mm) abierta por Bernardo Rico y Ortega (1830-1894) y publicada en La Ilustración Española y Americana, año xvi, núm. xxiii, Madrid, 16 de junio de 1872, pág. 360.

Asturias por lo que además de «aguadores de cuba» (por el recipiente utili-zado) se les llamaba también «aguadores asturianos», por ser del Principado la práctica totalidad de ellos.

El viaje a la capital, según las pocas posibilidades de cada uno, se hacía por medio de los arrieros del Puerto (de Leitariegos) desde Cangas a León, donde tomaban el tren a Madrid o bien a pie hasta la capital leonesa atrave-sando el puerto de Leitariegos en jornadas de más de seis días. Llegados al destino sus paisanos les ayudaban hasta que se incorporaban al tan ansiado trabajo por el que habían dejado familia y terruño.

El servicio público que realizaban estaba reglamentado. Para poder des-empeñarlo los corregidores de la Villa y Corte concedían a los alcaldes una licencia con la que facilitaban a los aguadores poder trabajar en una fuente

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Charles Roberts (activo entre 1870 y 1898), diseño y grabado, Sketches in Madrid: The water supply of Madrid (aguadores madrileños), aguafuerte (162 × 235 mm) publicado en The Illustrated London News, núm. 1914, vol. lxviii, Londres, sábado, 1 de abril de 1876, pág. 333. Reproduce la fuente de fundición de hierro de ocho caños que había en la plazuela de La Encarnación (Madrid).

determinada. A mediados del siglo xix esta patente costaba cincuenta reales y veinte, la renovación anual. Durante el Trienio Liberal (1820-1823) cuando Fernando VII acató a la fuerza la Constitución de Cádiz, la concesión fue gratuita, pero al volver al absolutismo se concedieron nuevas licencias que suscitaron problemas en el gremio de aguadores, según dependiera su nom-bramiento de uno u otro régimen político, constitucionalista o realista, por-que cada uno consideraba legítima su ansiada licencia. Una vez en su poder, el aguador trabajaba por la cantidad estipulada mañana y tarde, llevando cubas de agua o cántaros desde las fuentes públicas a los domicilios, a través de las calles, subiendo y bajando escaleras, malcomiendo y mal durmiendo, descansando lo imprescindible la mayoría de las veces en pésimas condiciones, alojados cerca

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de las fuentes asignadas, en las llamadas «casas de aguadores», hacinados y con pocas pertenencias, ahorrando para paliar las necesidades familiares.

Cada aguador llevaba en la solapa una placa de latón con su nombre, el número y la fuente correspondiente. Además, estaban obligados a acudir con una cuba de agua a los lugares donde se hubiera declarado un incen-dio, siendo multados o castigados con la pérdida de la licencia si reincidían

Asturianos aguadores en Madrid, fototipia de Octavio Bellmunt (165 × 201 mm). Ilus-tración del tomo i de Asturias, obra dirigida por Octavio Bellmunt y Fermín Canella, Gijón, 1895, lámina entre las págs. 14 y 15. Se reproduce por gentileza del Muséu del Pueblu d’Asturies (Xixón).

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incumpliendo el reglamento. El aislamiento del concejo cangués les hacía ser unos personajes característicos, diferentes a los de otros lugares, por el conservadurismo de su indumentaria y su particular forma de hablar, la fala canguesa, tan inconfundible (incluso hoy), así como también por sus cuali-dades morales y fortaleza física. Todos tenían que ser hombres fuertes para poder desempeñar el trabajo y además su honradez estaba reconocida en la Corte. Las familias a las que el aguador servía, solían tenerle gran aprecio y lo ayudaban, dándole el sobrante de la comida y alguna que otra propina que reforzaba sus ingresos.

Por lo general, el aguador sólo permanecía en la capital de España el tiempo necesario hasta que consideraba cumplido su objetivo. Cuando así era, preparaba el regreso, traspasaba la plaza, generalmente a otro cangués por un precio que oscilaba entre los 1.000, 1.500 o 2.000 reales, dependien-do del número y de la categoría de los parroquianos. Recogía las pertenen-cias y regalos en un baúl y, en tren hacia León, emprendía el trayecto de vuelta. Desde allí continuaba viaje a lomos de mula de las recuas que atrave-saban Leitariegos y hasta Cangas del Narcea donde llegaba como «un gran señor», con la indumentaria totalmente renovada, sin olvidar por supuesto el sombrero, tal como si regresase de conseguir una gran hazaña. ¡Y tanto que la había conseguido! Era costumbre, para celebrar su retorno, invitar a los vecinos saboreando un delicioso vino de Castilla (de «pasado el monte») mientras narraba acontecimientos de su vida en Madrid con un lenguaje entre asturiano y castellano, unos reales y otros fruto de su imaginación. A partir de la llegada al lugar de procedencia se volvía a encontrar con el aza-dón, la guadaña, los animales, las buenas o malas cosechas… en una palabra, con su vida anterior, pero probablemente en mejores condiciones econó-micas o al menos satisfecho de haber intentado mejorarlas.

Los aguadores desaparecieron poco a poco del escenario madrileño a medida que fue llegando el agua corriente a los domicilios.

Los serenos

El buen nombre que los aguadores del concejo de Cangas del Narcea habían ganado por su meritorio trabajo en Madrid lo heredó más tarde el cuerpo de Serenos de Comercio y Vecindad en el que la representación

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canguesa fue igualmente mayoritaria. Al igual que los aguadores, se distin-guieron por su honradez y celo en el desarrollo de sus funciones, cualidades que siempre se les reconocieron. Además de ser uno de los ofi cios más po-pulares y entrañables de la época, tuvieron una gran repercusión social en el siglo xix hasta la mitad de los años 60 del siglo pasado. Se tiene noticias de su historia desde el año 1715, aproximadamente, jalonada en diversas etapas.

El origen de los serenos obedeció a la necesidad de velar por la seguridad en las calles durante la noche, dependiendo de las autoridades locales la re-gulación de su funcionamiento. La creación del cuerpo en España comienza con una Real Orden de 25 de septiembre de 1765, reinando Carlos III, «el mejor alcalde de Madrid», según nos recuerdan los historiadores, por las medidas que tomó para mejorar la situación callejera en todos los sentidos, siguiendo la política del Despotismo Ilustrado. El rey quería asegurar de una manera más efi caz el orden público después de las turbulencias surgidas en los primeros años de su reinado con el Motín de Esquilache (marzo de 1766) y evitar en lo posible los robos de que eran víctimas los burgueses y los hacendados. En un principio, los serenos se encargaban del alumbrado nocturno, que se inauguró ofi cialmente el 15 de octubre de1765 y, años después, en 1779, el alcalde de Casa y Corte, don José Triviño, presentó un informe sobre la necesidad de que los vigilantes nocturnos, además de encargarse del alumbrado público, vigilasen la noche para evitar robos y de-litos. Sin embargo, en ese preciso momento no se aprobó su propuesta. Para la defi nitiva creación del cuerpo de serenos hubo que esperar al reinado de Carlos IV, hijo de Carlos III, mediante una Orden de 28 de noviembre de1797 que dejaba a los serenos dependiendo de los alcaldes de Casa y Corte, completada al año siguiente mediante una Instrucción de 4 de di-ciembre de 1798, que fi jó en cien el número de ellos. Terminada la guerra de la Independencia, cuando Fernando VII recuperó el trono, mediante una Real Orden de la Secretaria de Gracia y Justicia de 28 de diciembre de 1819, se intentó reformar el reglamento por los problemas que se detecta-ban y el descontento y desobediencia de los «funcionarios» a los alcaldes, aumentando el número, elevándoles el sueldo y pasando a depender de los corregidores en vez de los alcaldes.

Pero a pesar de todas estas disposiciones, tenemos que esperar a la re-gencia de María Cristina, la Reina Gobernadora, viuda de Fernando VII

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Antonio Rodríguez Onofre (1756-post 1825), dibujante, y Manuel Albuerne y Gue-rrero (1764-1815), grabador, Sereno de Madrid, estampa 24 de la Colección general de los trages que en la actualidad se usan en España, Madrid, 1801 (talla dulce, 138 × 74 mm). Es la imagen más antigua que se conoce de este cuerpo de la villa de Madrid. Se reproduce por gentileza del Muséu del Pueblu d’Asturies (Xixón).

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y madre de Isabel II, para conocer la primera legislación establecida con carácter permanente: el Real Decreto de 16 de septiembre de 1834. En él se es-tablece ya claramente y de manera pormenorizada las funciones que deben desempeñar los serenos en adelante en las capitales de provincia, además de las aptitudes y estrictas condiciones personales que debían tener: «ro-bustez, agilidad, 5 pies como mínimo de estatura, no ser menor de 20 años ni mayor de 40, tener fuerte y clara la voz, saber leer y escribir y no haber sido procesado por camorrista, perturbador del orden público, ni por robo, embriaguez, ni por otra causa negativa». En suma, no tener antecedentes penales, diríamos hoy. Tan poco podían ser dueños de «tienda o taberna» y, además de todas estas condiciones, debían depositar una cantidad fi ja de dinero a modo de fi anza (unos cincuenta pesos) para responder de las faltas que pudieran cometer en el desarrollo de su trabajo.

Los serenos no sólo desempeñaron sus funciones en Madrid, sino tam-bién en otras ciudades españolas y su celo llenó de satisfacción a las autori-dades de los sucesivos gobiernos. Con otro Real Decreto de 1908 y con la Real Orden de 1920, se les invistió del carácter de agentes de la autoridad gubernativa a efectos del Código Penal.

De este buen hacer de los serenos (lo mismo que con los aguadores) también se hace eco La Maniega en el número de abril de 1928 que titula «Los serenos de Madrid». No es extraño, porque en esa época había conta-bilizados en Madrid diez serenos de la parroquia de San Damías; doce de La Regla de Perandones; doce de Agüera del Coto; quince de Santa Eulalia y dieciséis de Cibuyo. No llegaban al 7 % los que no eran cangueses. Por esa razón, el periódico local conocía los reglamentos, los derechos y los deberes y también estaba al tanto de los problemas y vicisitudes a los que en un de-terminado momento tuvieron que hacer frente. Y así sabemos que «tenían un monte pío patrocinado por su Majestad el Rey y el Príncipe de Asturias y subvencionado por buena parte de la aristocracia, además de una mutua muy bien organizada para defender los derechos individuales y colectivos». Era una especie de sindicato de hoy día, con un funcionamiento muy efec-tivo. «Las plazas se obtenían por herencia, cesión de deudos, por cambios, fi anzas o indemnizaciones que la mutua llevaba a cabo con la máxima le-galidad». Eran unos derechos ganados durante años con la particularidad de que al Ayuntamiento de Madrid no le costaba nada la vigilancia nocturna.

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Pero las autoridades no siempre fueron respetuosas con los mismos y unas disposiciones ofi ciales del año 1927 amenazaron con perjudicar los intereses de los serenos obligándolos a rebelarse contra ellas. Fueron dictadas por don Manuel Semprún y Pombo, presidente de la Unión de Municipios Españoles y que como alcalde de Madrid, también formó parte de la Asam-blea Nacional Constitutiva bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Según las nuevas ordenanzas, las solicitudes para optar a las plazas de serenos habían de hacerse a través de los tenientes de alcaldes a propuesta de los dueños o administradores de las fi ncas y comerciantes de la zona, sin inter-vención alguna de la Mutua o Sociedad que los mismos habían constituido. De esta manera era fácil que recomendados y enchufados llegaran al cuerpo y se posesionaran de las plazas por otros procedimientos nada ortodoxos.

Para defender sus derechos los serenos recurrieron a los servicios del abogado madrileño don Pablo de Bergia y Olmedo, diputado y reportero del Diario Liberal (su nieto, el cantautor Javier Bergia, en una entrevista al diario El País llegó a decir que había ganado tres pleitos a Alfonso XIII) que en su defensa argumentó así: «Desde 1834 no ha sufrido ni creemos que sufra modifi cación alguna el método de nombramiento de los serenos ni su organización genuina ¿Por qué? Los análisis jurídicos lo revelan. Porque no se encuentra desde aquella fecha un caso de delincuencia o complicidad de un sereno de Madrid en el ejercicio de su cargo». A la defensa de la institu-ción se sumó, además, en el diario vespertino madrileño La Voz, el jurista y político don Ángel Galarza Gago, de esta manera: «Siendo los poseedores de los secretos familiares, nunca se da el caso de una venalidad que los rompa, cual si fuesen confesores que jamás olvidasen la santidad de su depósito». También la Cámara de Comercio de Madrid se manifestó a favor con estas alabanzas: «Es la de sus serenos una institución benemérita, tradicionalmente conocida y no igualada fuera de España». Y era cierto, porque la organiza-ción, desarrollo y reglamentos del Cuerpo eran tan completos y acabados que en los primeros años del siglo xx vino a estudiarla una comisión del municipio de París para, una vez analizada, aplicarla en la capital francesa. Lo mismo hizo el Círculo Mercantil de San Sebastián. Y hasta el propio rey don Alfonso XIII, en 1928, hacía estas declaraciones al director del New York Sunday: «Sería difícil encontrar un funcionario semejante al sereno madri-leño en ninguna parte del mundo».

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Al principio de su creación, los serenos carecían de remuneración fi ja de-pendiendo de la recaudación vecinal, hasta que su retribución fue asumida por los municipios como un servicio más que éstos daban a los ciudadanos. Se les abonaba también el aceite que consumían en la linterna y al felicitar las Pascuas de Navidad, recibían el aguinaldo. No tenían derecho a pensión de jubilación o retiro, salvo que se vieran forzados a dejar el servicio por problemas de salud causados en el desarrollo de sus obligaciones. Llevaban uniforme de autoridad y los Ayuntamientos les proporcionaban un capote gris, chuzo (con el que hacían diferente ruidos y señales según lo que qui-sieran comunicar), farol, vara, porra, bastón con punta de clavo, canana o cinturón al modo de cartuchera, cuando llevaban pistola; gorra de plato azul oscuro; guardapolvo o abrigo, según la época del año; matraca para casos de incendio y pito o silbato. Del silbato se abusó tanto que hasta hoy nos llegó la expresión popular de «tomar a alguien por el pito del sereno», para indicar la poca o ninguna importancia que damos a una persona. También quedó inmortalizado en el sainete lírico de La verbena de La Paloma de Tomás Bre-tón con libreto de Ricardo de la Vega (1894) en este diálogo entre el sereno y el tabernero: «–¿Y si yo toco el pito se acaba la cuestión? –Ni aquí toca usté el pito, ni aquí toca usté ná».

Aunque en un principio su cometido consistía en vigilar las calles y encender las farolas nocturnas de aceite y posteriormente las de gas, con el paso del tiempo fueron haciéndose imprescindibles sus servicios, porque además de evitar disputas y peleas callejeras (que la citada zarzuela, La re-voltosa y otras más también recogen), avisaban a los bomberos y al médico, acompañaban a los viandantes, iban a la farmacia de guardia o llamaban al sacerdote, si era necesario, en casos de extrema gravedad; abrían los portales de las casas si los vecinos olvidaban las llaves o no estaban en «condicio-nes» de abrirlas. Tenían prohibido entrar en los domicilios o charlar con el vecindario y su sola presencia mantenía a raya a los alborotadores. En su deambular nocturno («dar una y otra vuelta a la manzana», como hacen los dos serenos de La verbena de La Paloma) cantaban la hora y el estado de la atmósfera («¡Las doce y sereno!» o «¡las dos y nevando!»), acompañando a veces la información con un «Ave María Purísima». En alguna ocasión llegaron a anunciar acontecimientos políticos como en 1860: «¡Las tres y sereno; se ha tomado Tetuán!».

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Romería en la alameda de la Virgen del Puerto, Madrid, xilografía de Federico Ruiz (1837-1868) abierta por Bernardo Rico y Ortega (1830-1894), 261 × 200 mm, publicada en El Museo Universal, núm. 38, año ix, Madrid, 17 de setiembre de 1865, pág. 300. La Virgen del Puerto era el lugar de encuentro de las colonias asturiana y gallega en Ma-drid durante las celebraciones de la Virgen de Covadonga,

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El turno de trabajo empezaba a las once de la noche y duraba hasta el amanecer. Eran muy rigurosos en el desarrollo de su cometido y ante las anomalías que pudieran suceder (como intentos de robo, peligro de incen-dios, ruidos intempestivos, derrames de agua en las calles, etcétera). Al igual que otros ofi cios, tenían su santo patrono, que en este caso era, como no podía ser de otro modo, el Santo Ángel de la Guarda.

Duro trabajo el de estos hombre que noche tras noche, en invierno y en verano, lloviendo, nevando, soportando todo tipo de inclemencias, acompa-ñados de su farol y su chuzo, acudían prestos al oír unas sonoras palmadas en la oscuridad de la noche para ayudar al que los necesitase. Como los aguadores, también fueron protagonistas de músicos y literatos: Ramón de Mesonero Romanos, los dichos Tomás Bretón y Ricardo de la Vega; José Luis López Silva y Carlos Fernández Shaw; Ruperto Chapí, Benito Pérez Galdós y muchos más. En las grandes ciudades como Madrid y Barcelona eran fi guras típicas, muy reconocidas por su honradez y celo en su profesión y en todas, grandes o pequeñas, fueron muy importantes hasta fechas rela-tivamente recientes. Desaparecieron, casi en su totalidad, a fi nales del siglo pasado y caracterizaron toda una época.

Los arrieros

Otro de los ofi cios de la zona canguesa fue el de la arriería, siendo co-nocidos también los arrieros como cosarios y ordinarios. Conducían habi-tualmente personas, géneros o mercancías en general de un pueblo a otro, a lomos de mulas, dada la fortaleza de estos animales. En el caso que nos ocupa, los arrieros del puerto de Leitariegos, el transporte lo hacían a través del referido puerto que une Cangas del Narcea con Ponferrada y la capital leonesa, uno de los pasos más antiguos entre las dos localidades y el más importante.

El origen de las recuas de Leitariegos es muy antiguo. Empiezan a fun-cionar al amparo del Real Privilegio concedido a Leitariegos por el rey Alfonso XI en 1326, por estar el paso excluido de toda clase de gravámenes, impuestos, alcabalas y portazgos, en resumen, de todo tipo de contribucio-nes. Esta enorme ventaja la supieron aprovechar los arrieros de la zona que formaron compañía, fusionando varias recuas entre sí.

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Mediante este medio de transporte que tuvo su época dorada durante los siglos xviii y xix, llegaban a Madrid aguadores y serenos del concejo can-gués cuando las comunicaciones en coche o ferrocarril o no existían o eran prácticamente inexistentes. Así lo contaba en La Maniega el Tío Alonso, que debutó en el ofi cio de su padre en 1851: «En el recorrido se tardaban nueve días. Cada día o cada jornada se recorría una distancia de 9 a 10 leguas» (alrededor de cincuenta kilómetros, aproximadamente). El 9 de febrero de 1851 se inauguró la primera vía férrea española: Madrid - Aranjuez, que el escritor madrileño, tantas veces citado, don Ramón de Mesonero Romanos describe de esta jocosa manera aquel solemnísimo acontecimiento: «…En-tre tanto que la Europa entera llamará a nuestras fronteras del norte con máquinas infernales de 200 caballos, nosotros saldremos al encuentro con galeras de 14 bueyes o sendas mulas del calibre de 200 pulgas unidas a la caja de un desvencijado calesín».

Pues, desde la villa que baña el río Narcea hasta la que baña el Manza-nares, los aguadores, serenos y demás viajeros, ni coche, ni tren, ni calesín. La empresa de transporte la constituían las recuas propiedad de los vecinos del Puerto, siete en total, «la del Tío Basilio, el Tío Provisor, el Tío Xipín, el Tío Cuatrinos, el Tío Tomasillo, el Tío Juanillo y el Tío Alonso, hijo del Tío Basilio». Cada uno de estos siete empresarios era dueño de una recua de diez mulas que se distribuían los turnos a la mitad del camino, Cangas-Madrid-Cangas, cruzándose en la localidad vallisoletana de Ataquines, don-de pernoctaban en la venta de la Tía Francisca. El viaje podía hacerse en «primera, segunda y tercera clase», según fuera a burra completa, a media burra o en el coche de San Fernando, respectivamente. Los de primera clase, muy pocos, dependiendo de su economía, pagaban cien reales, pero aún así no gozaban de grandes comodidades, porque las caballerías no estaban acondicionadas. Los de segunda recorrían una legua a pie y otra sobre el jumento, y a los de tercera, si el arriero no había vendido todos los billetes, les permitía durante un trecho subir a lomos de una mula, pero si no era así… como dice el refrán: «medio camino a pie y el resto andando».

De Cangas se partía el sábado al anochecer. Las empresas hacían noche en distintos pueblos del camino: Carballo, la Reguera del Cabo, Bimeda o Villacanes. El domingo se reunían todos en Brañas para oír misa antes de emprender viaje, acompañados de todo el pueblo. Al llegar al puerto de Lei-

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tariegos alojaban las bestias en los patios de sus casas, las aligeraban de arreos y carga, las herraban, repostaban y llegaban a pasar la noche en la venta del Tío Santos de Caboalles. El lunes acudían allí las gentes de los pueblos de al-rededor a venderles productos autóctonos demandados en Madrid. Hechas las transacciones y cargados los machos con la mercancía, se emprendía la marcha hacia Omañón, ya en la provincia de León, donde la comitiva se dis-tribuía en dos alojamientos: la Casa de la Muerte y la del Juez. El martes, al alba, ya estaban en marcha. Se detenían para comer las viandas de sus respec-tivos fardeles y dormían en Carrizo, último pueblo donde las bestias comían hierba. Desde aquí hasta Madrid, cebada. El miércoles pernoctan en Toral de la Vega (León), unas ocho leguas de camino sin detenerse para comer, pues desde Villamanín la comida se hacía siguiendo la marcha. La jornada del jueves terminaba en Villalpando (Zamora). Hoy también se sigue «parando en Villalpando». Antes de llegar atravesaban el puente de Benavente y desde aquí la carretera les llevaba directamente al fi nal del viaje, Madrid. A partir del viernes se «dulcifi caba» el camino, atravesando pueblos más importantes y los puentes de barandillas de hierro sustituyeron a los pontigos de varales. Comían en Villardefrades (Valladolid), llegaban al puente de Almaraz donde reza la expresión «Puente de Almaraz, si te caes te levantarás, pero no como estás». Seguían el camino por Monte Torozo a la Venta de Tiedra para unirse en Venta de Baños (Palencia), con los arrieros procedentes del puerto de Pajares. En la jornada del sábado se detenían en Rueda. Cargaban cántaros y botas con vino de la tierra para celebrar en Ataquines el encuentro con los arrieros que procedentes de Madrid se dirigían a Cangas. Al amanecer del domingo salían hacia Labajos para pernoctar. De madrugada les esperaba una larga y dura jornada a través del puerto de Guadarrama para llegar a dormir a la fonda de La Trinidad en Villalba. El martes fi nalizaba el viaje. Por fi n, Madrid. Entraban por la puerta de Segovia en dirección a la plaza de La Cebada. Allí se ubicaba un viejo caserón, el Parador de la Madera, alojamiento de arrieros, y el jueves volvían de regreso a Cangas.

Este maratoniano recorrido pone de manifi esto las difíciles comunica-ciones de Asturias con la Meseta desde tiempos remotos.

Una de las ventas más conocidas del Camino Real de Leitariegos, la Cha-bola de Vallao, se fundó en 1898, a medio trayecto entre Cangas y Villablino (Laciana, León), y en la actualidad, ciento dieciocho años después, sigue

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Mercado de las caballerías en Madrid, xilografía de Federico Ruiz (1837-1868) abierta por Bernardo Rico y Ortega (1830-1894), 133 × 194 mm, publicada en El Museo Uni-versal, núm. 13, año ix, Madrid, 26 de marzo de 1865, pág. 104.

en la brecha, gracias al trabajo de una cuarta generación de comerciantes y hosteleros descendientes de los arrieros de la recua del Tío Xipín que en Navidad y Semana Santa acostumbraban a traer mazapanes y cera, respec-tivamente, de Madrid. Aquí en la Chabola, además de comer, descansar y contemplar el hermoso paisaje de las fuentes del río Naviego, encontrare-mos un pequeño museo etnográfi co con muchos de los trebejos y aperos utilizados por los arrieros de la recua del Tío Xipín, como si el tiempo se hubiese detenido en Vallao.

Aunque en estos tres ofi cios descritos, los cangueses de la zona del Nar-cea fueron mayoritarios, también ejercieron, en número abundante, otras ocupaciones demandadas por nuestros paisanos: mozos de cordel, cobra-

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dores, camareros, carniceros y taberneros, principalmente, algunos de los cuales, con el correr del tiempo, llegaron a ser dueños de los principales establecimientos de estos ramos, de manera que no pocos pasaron de ser cangueses asalariados a afamados propietarios.

Que estas páginas sirvan de cariñoso recuerdo a toda una época pasada y a los que la hicieron posible.

Bibliografía

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Quirós Linares, Francisco, «Ofi cios y profesiones de los inmigrantes de Cangas del Narcea en Madrid antes de la guerra civil», Archivum. Revista de la Facultad de Filología, XXI, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1971, págs. 5-11.

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Este segundo número delAnuario de la Sociedad Protectora de La Balesquida,

con el que solemniza los seculares festejos patronales yel popular Martes de Campo en Oviedo

(primer martes después del domingo de Pentecostés),se acabó de imprimir el viernes, 28 de abril.

oveto, a. d. mmxvii_______

Ut igitur et monere et moneri proprium est veræ amicitiæ«Es propio de la verdadera amistad dar y recibir consejos»

(Cicerón, De amicitia, xxv, 91)