Antología Universo

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Antología basada en la temática del universo que recoge 12 relatos. Cada relato pertenece a su autor.

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UNIVER SO

ANTOLOGÍA

Neil Hazard

Bin

Andrea Alfaro

Cristina Losa

I promise…

Allá, en la galaxia Fénix

Copérnico II

Sempiterna

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La voz de VenusGema Vallejo

Sara

Conquistar Marte o un corazón, esa es la cuestión

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Mont.

Lucía Gonzalez

Yeray Espinosa

Damte

Löva

Sirius

Tu estrella

Terraform

Y abajo tú

Estrella fugaz

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While

El cielo de Martina

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Desde que se creó la civilización, se hablaba de ella. Al alba contemplaban su figura y rezaban su regreso cuando la noche hacía que se desvaneciera en el firmamento. Pero nunca les dejaba, no del todo. El brillo del planeta se volvía difuso por la noche, se per-día en la distancia y se adentraba en los corazones de cada habitante de la tierra, repitiendo su nombre, suplicando su ayuda. Y ella lo intentaba. Cuidaba de su gente, ayudaba en los partos, salvaba a las mujeres y seducía a los hombres con solo un movimiento de sus caderas. Hubo mil obras dedicadas a ella, a su figura cambiante con el tiempo. La definición de mujer se creó pensando en ella, pero nunca llegó a alcanzar todo lo que es ella. Porque dicen que la mujer debe ser grácil y delicada, cuando su piel está hecha del azufre que cae en su tierra. Porque se cree que sus caderas son un símbolo de belle-za, cuando esas curvas se crearon para hacernos avanzar, evolucionar, crecer y criar. Porque se dice que las estrías desmerecen a la mujer, cuando solo son una marca que la diosa deja en aquellos cuerpos dignos de esfuerzo, recor-dándoles el planeta que protege cada uno de sus pasos. Porque creen que la mujer es obediente y sumisa, cuando vienen de una tierra que no gira siguiendo el orden general.

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Gema Vallejo

La voz de Venus

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etas

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Miraron su figura y olvidaron su interior. Y ella está cansada de ser objeto de miradas lascivas, de ser la musa de unos artistas que nunca captan lo que es en realidad. Está cansada de ser considerada débil, cuando nadie soportaría una gota del aire de su tierra, ni la presión que ella soporta cada día, hora y segundo. Está cansada de ser un concepto erróneo. Cuando el brillo de Venus se pierde en el cielo nocturno, la mujer de las leyendas baja a la tierra, pero su belleza es un arma y su cuerpo su escudo, y ya no regala su mirada a los ojos lascivos que la han esclavizado. El rastro de azufre que deja por donde pasa es un mensaje para recordar a cada mujer su origen, su divinidad, su fuerza. Pequeñas, grandes, con o sin curvas. Ella ha sido todas ella y nunca dejará de serlo. Al principio le costó ser escuchada, la gente no quería cambiar, el mundo no quería ceder. Pero ella es tenaz y su temperamento tan cálido como lo es la tierra que pisa cada mañana. Ha sufrido en su carne cada golpe, cada cu-chillada, y ha llorado cada muerte, lágrimas sulfúreas que se evaporaron antes de alcanzar el suelo de un planeta vacío e inhóspito que le ha hecho ser quien es. Labrada mil años en tierras duras, quien regresa a la tierra ahora no es una mujer de cuento. Es la mujer que ese mundo ha creado. Y cuando sus pies pisan el suelo terrestre y el brillo de odio baja del cielo a su mirada, las mujeres la miran y com-prenden. No necesitan discursos motivadores, y, cuando durante años han ocultado sus imperfecciones con temor, de golpe las lucen. Recuerdan que fueron ellas quienes iniciaron el cambio de la sociedad y no se dejan amedren-tar. Son pocas, pero más que ayer y menos que mañana, y cuando el alba se forma en el cielo, ella vuelve a subir. Su brillo es más fuerte que nunca, porque, por primera vez, no se fijan en su cuerpo, sino que escuchan su voz.

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6 Conquistar Marte o un corazón, esa es la cuestión

Sara

- ¿Me quieres sólo para ti?- Claro que quiero.

Y al final del día no habrá nada que haya quedado sin hacer

Conquistar Marte, quizás.

Entraste en mi vida, cruzando por medio, como una es-trella fugaz que surca el cielo y a la que le pides un deseo. Convertiste todas las dudas en certezas sin inmutarte, y eso me aterró. El miedo a lo desconocido lo llaman. Apareciste por casualidad en un día de verano. Aún recuerdo cómo desperté esa mañana, perezosa por el viaje que tenía por delante y sin ganas de afrontarlo. Pero surgiste de la nada, en mitad del andén de la estación, y me miraste atravesando mi atmósfera, mi coraza. No sé cómo lo hicimos, pero creo que viajamos a la velocidad de la luz hasta nuestro destino. Llegamos en un pestañeo, tras el cual me besaste y detuviste el tiempo que horas antes aceleramos contándonos de todo, y hablando de nada, porque teníamos la sensación de conocernos de toda una vida que ninguno recordábamos haber vivido. Nos pensamos durante los meses que no pudimos

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vernos, tocarnos y sentirnos. Decías que el karma te debía una por el hecho de que yo no estuviera allí. Nos echamos de menos como dos idiotas que no querían creer que se habían conocido para después olvidarse, como algo efí-mero, como arena que se escapa entre los dedos. Eras el recuerdo constante de un desconocido al que quería cono-cer todas las noches y desconocer a la mañana siguiente. Teníamos tantos planes que bromeábamos diciendo que nos iba a faltar tiempo para saldar todo lo habíamos hablado, pero tú lo solucionabas con un “bueno, nos que-da toda una vida, la cuestión es organizarse”. Me invitaste a una misión. Querías que me subiera a un tren y que me dejara llevar, “prometo despeinarte mucho” dijiste., y cuando quise darme cuenta estaba montada en uno, con la maleta llena de ganas y miedos, deseando que alcanzase la velocidad de un cohete y llegar junto a ti. Estación de Madrid. Aún recuerdo cómo fijaste tus ojos en mí, cómo temblaron mis cimientos con tan sólo una mirada, cómo me besaste y el no saber reaccionar, probablemente mis mejillas se tornaron rojizas y me tem-blaron las rodillas. Hubiera dado todo lo que tenía por quedarme a vivir en ese momento. Pasaron los minutos, las horas y el día y todo empezó a marchar a cámara lenta. Sin saber cómo, te convertiste en un extraño, de nuevo. Para mis adentros me repetía que eran los nervios, que algo tenía que quedar de aque-llas seis horas de conversación ininterrumpidas, pero no. En tan sólo un fin de semana lograste que me rindiera y que tirara la toalla; que me planteara coger la maleta sin avisar e irme a algún lugar donde mi presencia sirviera de algo. Confieso que quedarme fue lo más duro que hice en mucho tiempo., fue como colisionar contra un asteroide y sentir que algo se resquebraja. Confieso que nunca me sentí tan liberada como cuando cogí el tren de vuelta a casa. Hoy en día sigo sin saber qué ocurrió, cómo pasa-mos de los “sea cómo sea quiero verte, eso es lo único que importa ahora”, a los “creo que fue un error invitarte”. Ya era tarde cuando me di cuenta que la misión que me habías encomendado era una misión suicida, sólo de ida. Entraste en mi vida, cruzando por medio, como una es-trella fugaz que surca el cielo y a la que le pides un deseo, que no vuelva. Convertiste todas las certezas en dudas sin inmutarte, y eso me aterró. El miedo a lo conocido lo llaman.

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El agua de la bañera se ha quedado fría esperando a que despierte. Repito, esta vez más despacio: «La Constelación Fénix está coronada por una galaxia enana. Allí hay un círculo de estrellas que agonizan. En su centro, palpitantes como las venas de algún ser destinado a ordenar el cosmos, hay astros nacidos anteayer de las entrañas del vacío» Aristóteles creía que los cuerpos celestes perma-necían suspendidos en el aire porque eran sustancias etéreas. Nosotros, en nuestra feroz inconsciencia, acor-damos por convenio que debían ser más terribles que nuestra osamenta encendida. De lo contrario, nada les impediría regresar al polvo que ha poblado nuestras cór-neas. El día que mi hermana murió, es decir, el día que voló por los aires la Estación Espacial Internacional a causa de un misil soviético destinado a poner fin al periodo de distensión entre las potencias occidentales, deseé con todas mis fuerzas poder estar allá arriba, contemplando cómo su cuerpo sin vida quedaba atrapado para siempre en aquel traje tan ridículo de papel de plata, y cómo, intac-to, hermoso, inútil, flotaba hasta quedar, un día —quizá siglos más tarde—, atrapado en la órbita inmisericorde de algún planeta sombrío. Sobre la insondable superficie

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Neil Hazard

Allá, en la galaxia Fénix

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de las lunas de Marte, esperaría a que yo abandonara de una vez la casa prefabricada donde crecimos, más allá del cerco sagrado que supone la atmósfera para los seres con branquias en vez de corazón. Los años que siguieron a su muerte fueron extraños y conflictivos. Me dejé los dientes en el asfalto más de una vez, tratando sin mucho éxito de encaramarme al tejado. Mi madre dejó de hablar, y mi padre tomó por costum-bre el desaparecer durante días, para volver sin corbata, oliendo a tabaco rubio y a carmín barato. Se me quedaban mirando, a veces, y mi padre murmuraba con voz queda, al observar aquel rastro de maldad instintiva que quedaba bajo mis ojos tras una tarde en la azotea del colegio: “qué poco te pareces a tu hermana”. No sé muy bien qué espe-raban.Solía quedarme despierto, hasta altas horas de la madru-gada, agujereándome poco a poco los pulmones, aguar-dando a que el murmullo de la ciudad se apagara y me dejara escuchar el pulso insondable del firmamento. “Niña-monstruo, mala estrella”, solían decir mis amigos de antaño, al verme cruzar la calle con el fusil al hombro, dispuesto a derribar una veintena de farolas. “Niño-sueño, pesadilla”, rectificaban después. El mundo dejó pronto de importarme, hasta el punto que solía ignorar las alarmas y, desafiando a los bombarde-ros, corría por las callejuelas de rodillas truncadas, huyen-do de los refugios antiaéreos. Caí preso de una especie de claustrofobia vital, de una violencia febril, que entraba a borbotones por las rendijas, y anudándose a las ventanas enrejadas me cortaba uno a uno los tendones hasta que, en mitad de una serie de iluminaciones epilépticas, chilla-ba pidiendo que me sacaran de allí. «Treinta y siete años para escapar de la vida» Los pensamientos nacen ahora embotados. Solo ten-go diecisiete, me recuerdo, y la abrumadora conciencia de mi inmadurez me duele en el pecho como un centenar de guijarros arrojados allí a propósito. «Treinta y siete segundos y volveré a respirar» A mi madre no le gustaba ya mirar las estrellas. Le recordaban que había algo fijo e impasible allá arriba, algo que escapaba al canibalismo de nuestra existencia munda-na, y que por mucho que se estirara, y se dislocara todas las articulaciones tratando de llegar aún más alto, no sería nunca capaz de aferrar. El cosmos vivía ajeno a nuestras

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miserias, a nuestros gritos a media voz. Cuando el aullido de las sirenas anunciaba el toque de queda, bajaba con furia las persianas. Después, a la luz parpadeante de un fluorescente, pasaba revista a su casi infinita colección de antidepresivos. A veces, me gustaba pensar, en medio de su ficción se planteaba la opción de romper con las uñas aquella fuente de frío, un frío artificial que se le quedaba en la piel hasta mucho después de que el cóctel de pasti-llas le hubiera hecho vomitar hasta mi nombre, e inhalar el vapor de mercurio hasta que un principio de remordimien-to asomara a sus labios. Recuerda, Madre Melancólica, que hubo un tiempo en el que bajo tus costillas se movía la rabia sensible de una adolescencia forjada en la guerra, que tú también pudiste colgar del tendido eléctrico cuando se te acabaron las pa-labras. Acuérdate de que quiero que me escribas en los párpados con la arena de tu vientre. Mi hermana, en fin, murió contemplando el último aliento de la galaxia fénix, y es por eso que comprendo perfectamente que deseara en secreto dejarnos, apiña-dos como estábamos, aquí abajo, reencarnándonos siem-pre en nuestra propia miseria. Bajo el agua, sé que tras el teléfono que suena está su voz metálica. “Treinta y siete segundos más y podrás vol-ver a respirar”, dirá, como siempre que me acerco, llorando como la niña que fui, a acariciar la suave curva de su cuello extraterrestre. Yo no me llamo como me llaman todos. Treinta y siete segundos no bastarán para matarme, ni la luz ultravioleta de la morgue espacial. Las estrellas también son de barro.

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Cristina Losa

Sempiterna

Sena se aposentó frente al marco de la ventana mientras obser-vaba un cielo oscuro azabache, un cielo que auguraba el comienzo del aterrador quinquenio. Faltaba solamente dos días para que su-cediera y Sena ya había empaquetado todas sus cosas. Esa noche zarparía con Ávalon o sin él. No quería que el dragón la acompañara, porque sabía que durante el quinquenio la Constelación Cygnus perdía su omnipresencia, apagándose y rompía el vínculo entre ellos dos. Un vínculo tan ligado, tan inseparable. Ávalon era a Sena como una mano es a un brazo. Sena se preguntó dónde estaría Ávalon, pero ya sabía la respuesta. Estaría descansando en la gua-rida, porque no lo había visto en todo el día. Lo llamaría sin vacilar, pero no quería molestarlo con sus caprichos. Últimamente estaba dependiendo demasiado de Ávalon. Lo reclamaba para cualquier situación y tenía miedo de que se cansara de ella. Además Ávalon le advertía constantemente que no era conveniente que lo vieran mucho por Silicie. Los paisanos le tenían pavor y no porque hubiera sido cruelmente infundado, sino porque Ávalon tenía un fuerte y devastador apetito y se había cobrado veintidós víctimas a lo largo de su estancia en Silicie. Al principio Sena se sentía culpable por-que el dragón la había elegido a ella o Cysnus los había elegido a ambos, pero después del quinto asesinato Sena comenzó a acos-

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tumbrarse. Los dragones necesitan alimentarse, necesitan cazar y Ávalon no iba a ser menos. Sus vecinos la temían, la odiaban, de hecho habían planeado asesinarla en varias ocasiones. Si lo hacían el dragón posiblemente se marcharía de Silicie, al menos eso pen-saban. Sena no les tenía miedo. Poseía dos grandes y frondosas alas pegadas a su espalda que la hacían inmortal, Cygnus se las había otorgado al nacer y a Avalon. Ella pertenecía al viento, a las al-turas, a la adrenalina, a la velocidad. Estar en un lugar terrestre y en esas condiciones era el precio que tenía que pagar por Ávalon. El dragón necesitaba un lugar fijo para vivir al menos cincuenta años. Era una de las condiciones que Cygnus les había impuesto. Condi-ción, castigo o el placer de divertirse desde las alturas observando los contratiempos que creaba la bestia entre el populacho. Ávalon se resguardaba en una guarida a las afueras de Silicie, junto al mar bravo del acantilado. Era un lugar oscuro que olía a sangre, a cuer-pos en descomposición, a súplicas banales de hombres y mujeres que pedían por su vida, a objetos chamuscados y a oro robado. Sena cogió el pequeño equipaje, tan solo llevaba un par de pantalones, tres camisetas y la armadura bruna y fuerte que le regaló Cygnus. Descendió pesadamente las escaleras mientras arrastraba una de sus manos por la pared ¿Volvería a Silicie? ¿So-breviviría al quinquenio? ¿Sobreviviría a los hijos de Hermes? Un silencio sepulcral recorría la calle, los silicienos debían de estar en los hipnóticos brazos de Morfeo. Lo prefería, no quería que la vieran deambulando por el barrio. Sena repitió mentalmente el nombre del dragón. -Ávalon, Ávalon- Al cabo de unos minutos el batir de unas alas resonó en un radio de tres kilómetros, junto con un aterrador rugido que inundó Silicie. Forna, la panadera, se aso-mó por la rendija de la ventana y en cuanto divisó que era Sena, la cerró con un desmesurado estruendo mientras murmuraba unas oraciones a Zeus. Sena contuvo una sonrisa, alzó la cabeza y avistó al majestuoso dragón rojo y dorado al final de la calle. Sena volvió a sentir vértigo, atracción y mil mariposas recorriendo su estómago. Ávalon la hacía sentir así con solo existir, existir junto a ella. Sena desplegó las frondosas alas negras y con un pequeño batir de ellas, se alzó hábil e implacable delante de Ávalon. Dragón y jinete se volvieron a juntar de nuevo antes del apoteósico quinquenio. —Pensaba que no me ibas a llamar.- La conversación era imper-ceptible, invisible, solamente ocurría en su psiqué, en sus almas. —No iba a hacerlo… Llévame al refugio antes de que me arre-pienta. —¿Y si Cygnus se apaga y te mato yo mismo? —Te irás antes de que eso ocurra.- Sena lo miró a los ojos, era

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miedo lo que percibía.- Necesito que volemos alto… Después Na-zan… —Sube—la cortó—. Quiero que intentes llamarme este quin-quenio. Insiste, tal vez nosotros seamos más poderosos que el poder de Cygnus. Sena agitó las alas y se agarró al lomo de Ávalon. Este gruñó y agitó las alas con violencia. La fuerza hizo que dos ventanales re-cubiertos de madera maciza cayesen al suelo con vigor. Un motivo más para que los silicienos la odiaran. Sobrevolaron los pequeños pueblos de la comarca en silencio mientras la noche se fundía con ellos. La luna en fase menguante era testigo de sus proezas, de su baile con el viento, de que se acercaba el quinquenio. Sena cerró los ojos y abrazó el puntiagu-do lomo del dragón. Ávalon era como llegar a casa y quitarse los zapatos. Ávalon olía a hogar, aunque para muchos oliese a cuerpos en descomposición, miedo y muerte. El refugio estaba en medio de un bosque frondoso a dos horas de Silicie. Era el punto intermedio que habían establecido Nazan y ella. No lo soportaba. No soportaba estar bajo el mismo techo que él tres días. Si el quinquenio era una lucha a vida o muerte con Nazan se hacía más inaguantable. —Entra y apuntala la puerta… Si ese idiota no puede entrar será trabajo de los sumisos de Hermes ¿Quién lo echará de me-nos?—Sena intentó sonreír, pero fue más una sonrisa amarga. —Le necesito—Sena miró al dragón, le acarició la cabeza con una mano—. Cuidado con los hijos de Hermes. —Que tengan ellos cuidado conmigo— su voz sonó ronca. No les tenía miedo. Un golpe seco y pesado aterrizó en el bosque, seguido de un gruñido de dragón. Sena sabía lo que eso significaba. Nazan ya había llegado. —Estoy hablando en serio, Ávalon—Inquirió Sena mientras observaba la procedencia del ruido—. Vete. No quiero que te en-cuentres con ellos. Ávalon agitó las alas, formando un remolino de tierra, polvo y ramas. El dragón despegó del frondoso bosque gruñendo con furia, odiaba dejar allí a Sena, pero sabía que debía hacerlo. La puerta del subterráneo refugio estaba oxidada, el tiempo le estaba pasando factura. Cygnus les había construido aquel refugio cuando ambos nacieron de dos parejas de humanos. Ella entregó una llave a cada familia, después dejó una lista de instrucciones y un huevo de dragón debajo de la cuna de cada uno. Los hijos de Hermes empezaron a atacar cuando ella cumplió los quince años.

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Sus padres intentaron protegerla con todas sus fuerzas pero solo eran unos simples humanos, murieron aquella noche. La noche del primer quinquenio. Los hijos de Hermes les arrancaron los brazos y las piernas sin vacilación, pero no consiguieron su objetivo. No consiguieron las alas de Sena, ni Nazan. La jinete sacó la corpulenta llave de su maletín y jugueteó con el oxidado candado hasta que consiguió que éste se moviera. Cuando iba a abrir la puerta sintió una pesada respiración en la nuca, Nazan. —¡Déjame a mí!-—espetó Nazan desde atrás. El chico se ade-lantó sin mirarla y abrió la puerta sin apenas esfuerzo. Nazan era más alto que ella, moreno como el azabache de la noche. Tenía dos frondosas alas negras en la espalada y unos profundos ojos oscuros. Los músculos marcaban ligeramente sus brazos, pero Sena aborrecía cada ápice de su existencia. Se conocían demasiado bien y cualquier tema era proclive para lidiar una nueva pelea. Solo se veían cada quinquenio, pero les bastaba. Durante las tres noches del quinquenio que el poder de Cygnus permanecía apagado sus alas dejaban de funcionar, la inmortalidad se desvanecía y sus dragones no respondían. Solo se tenían el uno al otro, se tenían que proteger sino querían que los hijos de Hermes les arrebataran las alas y la inmortalidad para siempre. Sena llevaba meses pensando que esa vez iba a ser diferente, que no iba a entrar en el juego de Nazan, al menos que la provocara de verdad, como solía hacer. —¿Vas a entrar o te vas a quedar ahí?- le dijo el chico observán-dola de soslayo. Nazan descendió las escaleras mientras iluminaba la estancia con una linterna. Sena cerró la pesada puerta con una dificultad que intentaba no mostrar. No quería parecer débil ante él. La sala era pequeña, demasiado para el gusto de Sena. Era una sala cua-drada, oscura, tétrica, iluminada por una bombilla. A la izquierda había una cama de matrimonio con un cabecero dorado, recarga-do y de mal gusto. A Sena le recordaba al sepulcro de algún rey que consumido por la codicia había muerto de algún empacho, a la derecha había una mesa de madera maciza y un sofá granate desgastado de una incomodidad destacable. El refugio también poseía un baño al lado de las escaleras. Éste era asfixiante, pero al menos permitía darse una ducha en un momento de agobio. Nazan puso su equipaje al lado de la cama, se quitó la camiseta, dejando su torso al descubierto y se tumbó en el colchón con los brazos bajo su cabeza. Sabía que ella odiaba verle desnudo. Sena intentó no prestarle atención, no iba a darle lo que quería. Dejó su

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maletín al lado del otro extremo de la cama y se fue al sofá, por nada del mundo iba a descansar a su lado, se tumbó dándole la espalda y se quedó dormida pensando en las alturas y soñando con volver a volar. Un gran estrépito los hizo despertar y ponerse en pie. Ambos se miraron por primera vez en dos días. Nazan observó las alas de Sena, estaban decaídas, sin brillo, marchitas. Ella hizo lo mismo con él. La mortalidad era palpable entre ellos. Otro estrépito reso-nó en el refugio, pero esta vez más cerca, esta vez lo hizo en la puerta del baño. Ya estaban allí. —Todavía no me acostumbro a escucharlos—dijo Sena para sí misma, pero lo suficientemente fuerte para que Nazan la escucha-ra. —Pues deberías… Cygnus se toma unas vacaciones y tengo que pagarlo yo—Nazan se puso en frente de las escaleras, de espaldas a la chica. —No son vacaciones… Siempre ha sido una venganza. Zeus le corta el combustible por habernos dado las alas y los bastardos de Hermes se aprovechan— esa teoría recorría la cabeza de Sena desde que tenía uso de razón. —Me importan una mierda los líos de los dioses. No soy una puta hormiga a la que pueden quemar con su luz.-Nazan tenía el ceño fruncido y un incendio de rabia que intentaba quemar con cada una de sus palabras. —No te importa, pero estas aquí. —Pura supervivencia, Sena.—sentenció el chico. —Creía que habías olvidado mi nombre.—el chico sonrió, pero ella no lo vio. —Es uno de mis mayores deseos, después de hacerme con el control de Cygnus. —¿Quieres controlar a Cygnus?—Sena abrió la boca más de lo normal. Sabía de la soberbia de Nazan, pero lo de controlar a Cyg-nus le parecía demasiado ambicioso—. Sabes que si se entera, ella misma mandará al propio Hermes si hace falta… Y eso me podría repercutir a mí, a Ávalon… Siempre estás intentando aparentar ser más de lo que eres, pero a mí no me vas a joder… Si te tengo que… —¿Matar?—Nazan se dio la vuelta para observar lo encendida que tenía la cara la chica. Le encantaba verla así. Después volvió a mirar hacia las escaleras—. Cállate. —¡No me mandes a callar! —¡Cállate, joder! He oído algo—y así era, pero el ruido no pro-cedía de la puerta de entrada al subterráneo, sino del baño—. Vie-

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ne de ahí.- dijo señalando la puerta. —¡Han entrado!—dijo Sena cogiendo un tubo de hierro que había bajo la cama. Su tono era agitado y entrecortado. —No, no lo han hecho, pero están intentado entrar por las tube-rías. Nazan fue veloz a su macuto y cogió su pesada armadura negra. La posó sobre la cama y comenzó a quitarse los pantalones y la camiseta. Sena resopló fuerte, pero ella también corrió rauda a ponerse la suya. Odiaba verlo desnudo, aunque tenía que reconocer que tenía un cuerpo propio de un adonis, aunque no se lo iba a decir. No estaba loca. Sena se quitó la camiseta mirando hacía la pared y se revistió con la gruesa armadura. Tenía que armarse de valor y sobrevivir, debía hacerlo por Ávalon. Otro estrépito mayor resonó en el baño, pero esta vez pareció que algún objeto de cerámica había saltado por los aires chocando contra la pared. El ruido de una tubería donde brotaba el agua con violencia se les representó en la cabeza y de pronto, un fuerte golpe en la puerta. Nazan cogió la barra de hierro y se puso frente a la puerta, cogiendo el eje con las dos manos. Sena lo imitó sin vacilación. Nazan cogió el mango de la puerta y lo giró levemente. —No deberías hacer eso— Nazan la observó detenidamente. Sabía que estaba asustada aunque no lo fuese a reconocer. Sabía lo orgullosa que era, aun allí no había tiempo para tener miedo, al menos no en el quinquenio. —Tenemos que atascar el conducto, no me apetece tener más inquilinos. Tengo bastante contigo—Sena resopló e hizo un gesto con la cabeza en señal de aprobación. Nazan abrió la puerta. Un enano con zapatillas aladas, cubierto de excrementos salió disparado hacía él. El joven le asentó un golpe en toda la cabeza, incrustándole la barra de hierro en los sesos. El enano cayó semiinconsciente al suelo y Nazan le volvió a asentar otro golpe mortal en la cabeza. La sangre salpicó por las paredes y un charco de sangre inundó el suelo. Las alas de la cabeza y de las zapatillas pararon en seco. Sena observó aquella imagen, le encantaba contemplar la violencia, aunque se justificara con que aquello solo era justicia. Sintió la misma adrenalina que sentía al montar a Ávalon, aunque nunca le había pasado con nadie que no fuese su dragón. El baño estaba hecho un auténtico desastre. La taza del wáter había saltado por los aires, un nauseabundo olor se incrustó en sus conductos nasales ambientando el refugio. Nazan fue en busca de objetos con el que atrancar el agujero donde antes yacía la taza del wáter. Cogió la mesa y empezó a partirla en trozos con sus piernas. Había estado entrenándose duro para desafiar a

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Cygnus, el quinquenio debía de ser un paseo para él. Sena fue en busca de las únicas sillas que había y comenzó a estamparlas con-tra el suelo. Al principio éstas no se partían pero después cedieron y se hicieron añicos. Nazan intentó por todos los medios atrancar la tubería, aunque en ocasiones tenía que contener más de una ar-cada a causa del mal olor. Las tuberías llevaban sin utilizarse cinco años y estaban asquerosas. Sena contuvo una carcajada cuando le vio las manos y los brazos llenos de excrementos y agua sucia. Era la imagen perfecta que guardaría en un cajón con llave durante su existencia. —Lo he visto en tus ojos — Nazan irrumpió el silencio. Ella lo miró frunciendo el ceño—. Has disfrutado con su muerte—. Sena odiaba que le dijese aquello, ella no disfrutaba con el mal ajeno, solo con su protección y si eso conllevaba asesinar a alguien, pues sí. Había disfrutado. —Estoy disfrutando más ahora.-Nazan observó sus manos con repugnancia, pero con más asco lo hizo cuando la miró a ella con la armadura tan pulcra. Se levantó y puso las dos manos sobre sus hombros, apresándola con violencia contra la pared. Sena se golpeó la cabeza—. ¡¿Qué cojones haces?!—sus respiraciones se rozaban, sus narices estaban a tan solo un centímetro de distan-cia—. ¡Apártate de mí o juro que te mataré yo misma!—Sena lo empujó con violencia y él sonrió. Nazan la soltó y se agachó para comprobar de nuevo si el baño era un lugar seguro. —¿No te gusta sentirte acorralada, verdad? Pues no me toques los huevos. Sena cerró estrepitosamente la puerta del baño con la ira en sus ojos. Odiaba la personalidad y actitud de Nazan. Era la única persona que potenciaba toda esa rabia que retenía su ser, pero aunque no lo admitiese se había sentido excitada al tenerlo tan cerca de ella y detestaba esa debilidad. Nazan se dio una ducha y salió en calzoncillos por la estancia. Tenía un poco de frío, pero sabía que aquello molestaría a Sena. La chica volvió a acurrucarse en el sofá, soñando con volver a volar junto a Ávalon, mientras Nazan rezaba a escondidas a Zeus para que Cygnus recuperase su preponderancia cuanto antes.

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Y de pronto, despertó. La cometa, previamente ata-da a la silla que tenía a su costado, se alejaba de ella. Aún estaba a tiempo de alcanzar el hilo, pero no hubo movimiento alguno por su parte; el viento se había en-cargado de arrebatarle el último vestigio de un pasado con él. Tumbada en la hierba y con el rostro cubierto de lágrimas, observó en silencio a la cometa desaparecer entre las copas de los árboles. No fue hasta un cuarto de hora más tarde que se incorporó del suelo. Recogió la silla derribada por el aire, ahora ya apaciguado, y la plegó. Al hacer eso, se percató que el viento no había conseguido deshacer-se de toda la cometa, pues en una de las patas aún quedaban rastros de ella: hilo que no había sido del todo arrancado y una etiqueta hecha a mano. Hecha a mano por él. Da igual si no usamos un palo para el ovillo del hilo, lo envuelvo en una de mis palmas, po-nemos algo al final del hilo y… ¡solucionado! Miró a sus alrededores sobresaltada, pues estaba segura que había escuchado su voz, ¡no podría confundir su voz!, pero no vislumbró ninguna silueta. Suspiró, derrotada. Sin darse cuenta, había arrugado la etiqueta en el puño.

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Deshizo el nudo que unía lo que quedaba de la cometa con la silla y lo guardó en uno de los bolsillos de su abri-go. Del otro bolsillo sacó su móvil. Había intentado ver la hora en su reloj de muñeca, pero no logró averiguarla ya que estaba anocheciendo y no conseguía distinguir las agujas. Se aseguró que iba bien de tiempo, y se metió en la tienda de campaña para preparar la cena. Su última cena allí. Su última noche en esa montaña. Fue él quien le enseñó ese pequeño rinconcito seis años atrás. Él era un apasionado de la astronomía, tenía un cuarto dedicado a ella en su casa, lleno de pósters del firmamento y estanterías repletas de libros sobre cuerpos celestes. Incluso a su perro lo llamó Ori, de Orión, pues era su constelación preferida. A ella le pareció gracioso cuando se lo contó, pues su signo zodiacal era escorpio. Tal vez fue por eso. —O sea, me estás diciendo que, tu perro, siendo Orión, vive contigo, un escorpio, que según la mitolo-gía, fue el único animal que pudo derrotar al cazador. —Así es. —¿Acaso no sabe que vive bajo el mismo techo que su enemigo? —le preguntó ella divertida. —Eh, ni se te ocurra mencionárselo cuando lo veas. A saber lo que será capaz de hacerme si lo descubre, ¡me pondría la casa patas arriba! —los dos estallaron en carcajadas. Así fue la primera conversación que mantuvo con él tras presentárselo un amigo en común. La tarde si-guiente ya conocía a Ori y esa noche se enteró que no sólo era un fanático, sino que se dedicaba a la astro-nomía profesionalmente: trabajaba en un observatorio y realizaba reportajes fotográficos alrededor del mun-do, a la caza del infinito. Le prometió que algún día la llevaría a su lugar favorito para ver el más bonito de todos los cielos estrellados. Treinta y cuatro días más tarde cumplió su promesa: conoció a Orión, el cazador. Y desde entonces, visitarlo, con él y Ori, se convirtió en una tradición anual. Era el sexto año consecutivo que pisaba ese lugar, pero por primera vez, ni él ni Ori estaban a su lado. En un principio no tenía planeado acercarse, puesto que no estaba segura poder soportarlo: demasiados momentos, demasiados sueños, demasiadas nostal-gias. Pero una amiga le dijo que si quería despedirse

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definitivamente de él, era necesario ir a todos aquellos sitios que consideraba especiales. Y sola, tendría que ir sola. Eso era vital. La idea no le agradó de prime-ras, pues ni si quiera sabía si quería despedirse de él. También pensaba que no pasaba nada por partirse, por romperse, ya que con el tiempo se recompondría. Se recogería. Y de lo ocurrido, quedaría una cicatriz. Por lo que le parecía una idiotez perderlo haciendo eso. Pero, un mes, dos meses… pasaron siete meses y seguía igual de destrozada que antes. El tiempo no hizo nada, el tiempo no curó nada. Así que decidió tomar el con-sejo de su amiga y empezó a visitar cada uno de los lu-gares que habían sido testigos de su felicidad durante más de cinco años. Y aquella montaña -cuyo nombre nunca llegó a pronunciar bien- era la última parada. Sólo le quedaba un paso más para desintoxicarse de él, para el adiós definitivo. Ya eran más de las diez cuando terminó de cenar y recoger todo. De una mochila, sacó unos prismáticos usados y un telescopio que recién compró para la oca-sión, ya montado. Se puso el abrigo, cogió la linterna y se acercó temblorosa a la puerta de la tienda. Cuando bajó la cremallera y salió fuera, la engulló la inmensidad de la noche:

el cielo vestía de un negro pizarra, las estrellas refulgían ante esos ojos

que las escudriñaban; la brisa gélida inundaba sus pulmones,

instalando el frío en sus entrañas; el sonido de la montaña retumbaba en su cabeza,

amenazante…

Y de repente, gritó. Un grito desgarrador y ronco que estalló en sus oídos con un ruido sordo, pero na-die respondió, pues estaba sola. Ese silencio cargado y pastoso se pegaba a su piel en aquel lugar. A quién pretendía engañar: no podía olvidarlo, no quería. Las lágrimas empezaron a brotar descontroladamente en cuanto lo dijo en voz alta. Sabía que ir allí no era una buena idea, que toda su resolución se haría añicos si volvía a pisar ese sitio. Ni siquiera sabía por qué tenía que olvidarlo, por qué la gente de su entorno insistió en eso desde el primer día. No dejaron de repetírselo

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diariamente hasta que ella dijo que vale, que lo haría, pero que se callaran ya. Estaba harta de oírlo día sí y día también. Pero cuando inició el viaje del olvido, así lo llamó la amiga que le propuso ese plan, ya dudó de si lo lograría, pues su cuerpo rechazó la idea desde el pri-mer momento: sufría temblores esporádicos en cada uno de los viajes, pero sólo durante la vuelta, como si tener que volver fuese lo más natural del mundo. E ir allí, a la montaña, confirmó su sospecha. No se había ido aún, pero ya temblaba. El llanto no cesó cuando se desplomó contra el suelo. Estaba cansada. El viaje del olvido había resultado fastidioso. Visitar cada uno de los sitios sólo le recordó lo feliz que había sido con él, y que ahora no tenía a nadie con quien compartir esa felicidad. Estaba sola y se sentía miserable. Se le esca-pó una risa sardónica. ¿Cómo iba a olvidarlo si cada día lo reprochaba por abandonarla? ¿Cómo iba a olvidarlo si cada noche lloraba al contemplar las estrellas? ¿O cada vez que alguien mencionaba Orión? Ori ya no es-taba, pero Orión seguía allá arriba sin falta. Y ella estaba segura que, los aguardaba como cada año. ¿Menuda decepción te has llevado esta vez, verdad?,musitó. Se secó las lágrimas y cogió el telescopio. Tenía que salu-darlo. Recordó la primera vez que usó un telescopio. Siempre le había gustado la astronomía, pero ya está. Como un aficionado cualquiera. No fue hasta que lo conoció, cuando profundizó más sobre el tema. Descu-brió galaxias extrañas, satélites curiosos, y se familia-rizó con su constelación favorita, la Osa Mayor. Aún se acuerda cómo rompió a llorar cuando la vio tras el bus-cador de un telescopio. También fue él quien le enseñó cómo manejarlo, en ese mismo lugar precisamente. —¿Y tú, por qué te dedicas a esto? —preguntó mientras él armaba el telescopio. —¿Nunca te lo he contado? —No, me acordaría entonces. —Por mi abuelo —se acercó al coche, y del malete-ro sacó un trípode, cogió la parte ya montada del tele-scopio, y lo ajustó en él—. Mi pasión por la astronomía viene de mi abuelo. Cuando era pequeño, veraneaba en el pueblo de mi padre. No había niños de mi edad por aquel entonces, así que mi abuelo se encargó de pasar cada tarde conmigo, enseñándome sus libros so-

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bre galaxias, agujeros negros y demás cosas. Ah, esos libros los heredé todos y están en una de las estante-rías de mi casa. Al principio sólo me parecía un viejo pesado, no entendía lo que decía, pero con el tiempo, me veías a mí enfrascado más y más en ello. Aun de vuelta en la ciudad, llamaba a mi abuelo todas las se-manas para informarle cada descubrimiento nuevo que hacía. Mis amigos me decían <<niño de abuelo>>, y yo me lo tomaba como un halago. —A partir de ahora te pondré en el móvil eso, jaja-jaja —era la primera vez que lo escuchaba hablar sobre su familia. Había supuesto que no se llevaban bien ya que nunca los mencionaba, pero se había equivocado, se notaba lo mucho que los quería por la ternura que desprendía al pronunciar cada palabra—. Y, oye, ¿por qué astrónomo y no astronauta? ¿Tu abuelo no te dijo nada? —Él me solía contar que ser astronauta había sido su sueño desde la infancia, pero que nunca llegó a ha-cerse realidad, ya que se casó demasiado joven, y mi abuela no quería que se fuera allá arriba, que ya lo haría cuando estirase la pata. No sé si era mentira o no, pero lo más alto que estuvo mi abuelo, fue en mi primer apartamento. Unos… ¿sesenta metros sobre el suelo? Y en cuanto a mí, siempre he preferido trabajar desde la tierra, no sé. Supongo que nunca me ha llamado eso de los trajes blancos y naves espaciales. Aunque cuan-do muera, al igual que hicimos con mis abuelos, querré una estrella dedicada a mí, con mi nombre, cerca de la Constelación de Orión si es posible. Así, a quien deje atrás, sabrá que no estará solo pues lo estaré vigilando desde allá arriba. Y le sonreiré cada noche antes de que concilie el sueño, deseándole las buenas noches. ¿Bonito, verdad? —Más que bonito, romántico, mucho. En ese caso, cuando llegue el momento y tengas tu propia estrella, si por entonces sigo viva, te hablaré cada noche, no sea que te aburras allá arriba. Te lo prometo. Y en cam-bio, tú me protegerás de cualquier pesadilla que tenga cuando esté dormida, ¿vale? —extendió la mano y él la tomó de inmediato, delicadamente. Y, con una amplia sonrisa en su cara, le contestó: —Trato hecho. Orión, quien un segundo atrás estaba siendo obser-

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vado con claridad, ahora se veía borroso. Y es que a ella se le resbalaron varias lágrimas por las mejillas. ¿Cómo he podido olvidarme de eso, cómo?, se recriminó a sí misma. Alzó la cabeza y tomó una bocanada de aire: —¡Lo siento! ¡Siento haber olvidado nuestra pro-mesa! ¡Siento haberte querido olvidar en estos úl-timos ochos meses cuando te prometí que hablaría cada noche contigo! ¡Siento culparte por mi soledad cuando luchaste hasta el último segundo para que eso no sucediera! ¡Siento que la mujer a la amabas haya resultado ser tan débil! ¡Siento… siento tantas! ¡LO SIENTO! ¡Pero te juro que a partir de hoy, cumpliré nuestra promesa! ¡TE LO PROMETO! —gritó al cielo. Sabía que nadie respondería, pero aun así, esperaba una respuesta. Una señal por muy diminuta que fue-ra; un milagro. Transcurrieron varios minutos sin que pasara nada, y cuando estaba a punto de darse por vencida, en ese mismo instante, se dejaron ver unas cuantas estrellas fugaces en el cielo. Después de ocho meses, y por primera vez, sonrió desde lo más profun-do de su ser. Las estrellas, que hasta esa noche sólo le recordaba lo sola que estaba, ahora la arropaban. Y, ciertamente, le devolvían la sonrisa. Había pasado ya más de una hora desde que salió de la tienda; la leve brisa de antes ahora le azotaba la piel y el frío apretaba. Irse a dormir le pareció una bue-na decisión. Dentro de la tienda, con el saco preparado, se cambió de ropa. Y al quitarse el abrigo, la etiqueta que había guardado, resbaló desde uno de los bolsillos hasta el suelo. <<No importa la distancia, sólo los sen-timientos>>, se podía leer en ella. Con la ropa ya cambiada, se dejó caer en el saco de dormir y cerró los ojos inmersa en su propia dicha. A su manera, se había despedido de él. El viaje del olvido había tenido su fruto, no el que esperaba, pero sí el que deseaba. Y estaba contenta con esa conclu-sión. Se propuso que, a la mañana siguiente, cuando volviera a casa, iría a comprarle la estrella. También le compraría una a Ori, y cuando se presentara de nuevo el invierno, volvería a la montaña. Siguió planificando hasta que, poco a poco, cayó en un profundo letargo. Buenas noches, susurró en sueños. Por fin iba a dormir bien.

(buenas noches, te quiero)

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Andrea Alfaro

Copérnico II

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Lo habían bautizado como al dios de la os-curidad, y orbitaba alrededor del sistema principal de Cástor, la segunda estrella —cúmulo de estrellas— más brillante de la constelación de Géminis. Sus dos soles, Cástor Aa y Cástor Ab, como los habían bautizado en la Tierra, se veían brillar desde el transbordador interestelar Copérnico II. Los otros dos soles, los que iluminaban la noche, se veían menos, pero también esta-ban ahí. Y las otras dos estrellas que confor-maban el cúmulo de Cástor quedaban más lejos, mucho más pequeñas, casi pasando desapercibidas. El planeta de la oscuridad era un simple punto en el sistema. Verde, marrón, azul. Apenas se veía nada de su superficie, sólo las frondosas copas de sus árboles.

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La Copérnico II aterrizó en un punto del ecuador de Érebo. Su misión consistía en descubrir qué había sido de la primera Copérnico que había pisado Érebo. La llamaremos Copérnico I, aunque ese I nunca se añadió al nombrarla. La humanidad tie-ne esa manía incesante de numerar a sus reyes y todo eso. Con las naves espaciales igual. Y si había una Copérnico II, la anterior Copérnico, por una ley no escrita llamada lógica, tenía que ser la Copérnico I. Así que tenemos estas dos naves: Copérnico I y Copérnico II. Y también tenemos el hecho de que la Copérnico II existe sólo gracias a la Copérnico I, por lo evidente. Que haya un II requiere un I. Y también por una parte que es menos evidente: nadie sabía qué fue de la Copérnico I. Supongamos que cayó en una desgracia. Y supongamos que la humanidad se arrepintió de no hacer nada por comprobar qué había ocurrido con su tripulación. Ese era el motivo fundamental por el cual la tripulación de la Copér-nico II estaba bajando las escaleras de su nave. —¿Todo bien, Capitán? Se escuchó en el casco de todos ellos. —Todo bien por ahora, Josh. El traje de Sam Reynolds, Capitán de la Copérnico II, se puso a analizar la atmósfera. Era cierto que cuando la tripulación de la Copérnico I había explorado el planeta, había mandado a la Tierra la información de que el aire era más que respirable en aquel lugar. Pero también era cierto que de eso habían pasado casi cuarenta años, y que en cuarenta años las cosas podían cambiar mucho en un planeta. El análisis detectó un 51% de oxígeno. El dato llegó a todos ellos. El Capitán levantó el dedo pulgar en señal de que todo iba según lo previsto, y entonces ocurrió: se quitaron los cascos y respiraron por primera vez el oxígeno de Érebo. —Esto va a ser una pasada, tíos —dijo Colín. Colín era el segundo al mando, y también debería haber sido el que se quedara cuidando de la nave. Josh era capaz de tripularla, al menos en teoría. Había hecho simulaciones y todo eso. Pero Colín era el que estaría al mando en el caso de que a Sam le ocurriera algo, y sin un capitán ni un comandante, la cosa podía estar jodida. La gente se vuelve loca cuando se trata de mandar. Hay ocasiones en las que todo el mundo quiere ser el jefe y otras en las que no lo quiere ser nadie. ¿En un planeta inexplorado? Nunca se sabía. La gente está muy loca. —Cierra el pico, Colín —dijo Mickey—, o quédate en la nave. —Deja de llamarme Colín. —Todo el mundo te llama Colín.

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—Sois gilipollas. Mickey se rio. —Haya paz —dijo el Capitán—. Vas a seguir siendo Colín, lo quieras o no. Lo de Colín se lo había ganado por ser el más pequeñito y flaco de la tripulación. Era justo que todo el mundo lo llamara así. O al menos eso le decían siempre. —Estoy en otro planeta y puedo decidir cómo me llamo —dijo Colín. —Nadie decide cómo se llama, tío —dijo Mickey. —No hagas que me arrepienta de haberte dejado salir, anda

—dijo Reynolds. Cada paso en Érebo era como levantar tu cuerpo y medio, sólo que seguías teniendo dos piernas, dos brazos, dos ojos, una boca y todo eso. Caminar en Érebo no te hacía mutar, era simplemente que había más gravedad que en la Tierra, y eso pasaba factura. Pero caminar en Érebo era fantástico porque, a pesar de tener que levantar más peso del que estabas acostumbrado, no te cansabas. Parecía que de repente tenías más fuerza, que te veías más capaz. Esa era la gracia de que aparte de más gravedad, también hubiera más oxígeno en Érebo. Se detuvieron al bajar de la nave. Las escaleras subieron y la nave se cerró. —Esto va a ser complicado, chicos. —Esa fue Fawn. La única mujer del grupo. Lo dijo mirando hacia arriba. La nave había parado en un pequeño claro. Estaban rodeados de árboles gigantescos. El más pequeño debía de medir doscien-tos metros. Las copas eran tan frondosas y los árboles estaban tan juntos los unos de los otros que apenas quedaban huecos entre ellos que dejaran ver el cielo. Y aun así, había poco azul. El cielo estaba plagado de colores. Habían predicho que habría auroras, pero no tanto, no así. Los cinco se quedaron mirando el cielo. E incluso Josh, desde la cabina, se quedó mirando el cielo. Verde, rosa, morado, azul. Era de todos los colores.

Olía a tierra mojada. Habían vuelto a la nave y habían dejado los trajes de lado. Era más rentable ir en pantalón y llevar manga corta. Llevaban casi una hora andando, y lo único que habían encontrado

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eran árboles, árboles y más árboles. No se habían encontrado con ningún bicho vivo, a pesar de que sabían que los había. Aunque estaba bien descubrir cosas, también estaba bien que la explora-ción de Érebo fuera pacífica. A fin de cuentas, explorar Érebo no era su misión. Esa había sido la misión de la Copérnico I, y mirad cómo acabó. A lo mejor la tripulación había tenido suerte y había encontrado un pueblo erebiano donde les habían dado refugio. O a lo mejor, que era lo más probable, habían muerto. Y ya. —Esto es peor que ir a Gran Canaria —dijo Colín. —¿Cuándo has estado tú en Gran Canaria? —preguntó Fawn. —Nunca. —Se encogió de hombros—. Pero mi hermana pasó allí su luna de miel. —¿No se supone que allí todo es maravilloso? Quiero decir: España, playa… —Hace mucho calor. Y hay muchos mosquitos. A Monica se la comieron. —¿Monica es tu hermana? Colín asintió con la cabeza. —Tenemos que atravesar esto —dijo Sam. Señaló el pantano. —Joder, qué asco —dijo Colín. —Órdenes del Capitán. —Nathaniel se rio. —Es la única manera de llegar al claro en el que aterrizó la Copérnico I. —¿Y no podríamos haber aterrizado más cerca? —Se quejó Colín. Colín era el que siempre se quejaba, y también el que siem-pre se iba a quejar—. O al menos en otra parte, y que no tuviéra-mos que llenarnos de mierda. Además, por muy capitán que seas, Sam, ¿cómo sabes que no va a salir un bicho enorme de ahí y que va a abrir su bocaza llena de dientes y nos va a tragar uno a uno, eh? ¿Cómo puedes saberlo? Esto no parecía tan oscuro cuando vinimos, y mucho menos desde la Tierra. Desde la Tierra parecía mucho más luminoso. No sé si soy el único que está contra la decisión del Capitán. No soy el único, ¿verdad? —Agarró a Mickey por el brazo. Él puso los ojos en blanco. Esa fue su única respues-ta—. ¿Verdad que no soy el único que piensa todo esto, Mickey? Podemos volver a la nave y pensar en cómo ir hasta la Copérnico I sin tener que atravesar este peligroso y oscuro pantano. En realidad Colín sabía que no tenía nada que hacer. —¿Tú eres el Comandante de verdad, tío? —Esa era la voz de Josh.

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Josh seguía lo que hacían en todo momento. Incluso lo veía. Llevaban cámaras en la frente, y sabía lo que veía cada uno. También era el que tenía el control de las constantes vitales de sus compañeros. —Estoy seguro de que no soy el único que piensa esto —dijo Colín A mitad de frase, Sam Reynolds ya había entrado en el agua. Era difícil caminar, pero el pantano era demasiado grande como para que fuera rentable darle la vuelta, o eso era lo que decía el mapa que había hecho el ordenador central de la Copérnico II. Y el mismo mapa decía que la Copérnico I estaba al cruzar el pantano.

Las patas de la Copérnico I estaban estancadas en el lodo. Se habían llenado de mierda hasta más arriba del pecho, y el cami-no hasta la nave había sido complicado, aunque pacífico. Pero lo habían conseguido. Y lo habían conseguido sin que ningún bicho, como ese que había descrito Colín, se los hubiera comido. —Es un desierto… —murmuró Fawn. —Aquí hay más polvo que en mi casa —bromeó Colín. —Ya sabemos que en tu casa es mejor no entrar —dijo el Ca-pitán. La Copérnico I estaba en silencio. Había bichos por todo el suelo. Correteaban y volaban por toda la nave. El cristal de la cabina estaba cubierto por una gruesa capa de polvo, y apenas se podía ver con claridad lo que había al otro lado del cristal. La suciedad sumada a la oscuridad que había en el pantano dificultaba la visión. En el panel de mandos había telas de araña. El Capitán pasó la yema de los dedos sobre el metal, y después se quedó mirándolas: negras como la pez. Lo que estaba claro era que hacía bastante tiempo que nadie limpiaba por allí. —¿HAY ALGUIEN AHÍ? —gritó el Capitán. La nave le respondió con un eco. La Copérnico I estaba vacía. Abandonada. ¿Dónde había quedado la tripulación?

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—No puede ser. —Claro que puede ser, Dios. Dios, Dios, Dios, Capitán. Es in-creíble. Sam Reynolds se frotó la nuca y negó con la cabeza. —Es imposible —dijo. —Tenemos que ir, Capitán. —Esta vez fue Fawn la que habló. Todavía no lo comprendía. Una construcción. Una construcción en mitad de un planeta inexplorado. ¿Quién sabía lo que se podrían encontrar allí? Era una locura. ¿Y si se contagiaban de algo extra-ño? ¿Y si simplemente era una construcción humana? ¿Quién les decía que no había sido la propia tripulación de la Copérnico I la que había construido aquello? Al fin y al cabo, habían perdido la comu-nicación con la Tierra. Quedarse en la nave tampoco era del todo necesario. Más seguro, sí, claro, pero no necesario. Pero ¿con qué lo habrían hecho? ¿Por qué? Era cierto que en la tripulación tenían que tener conocimientos de ingeniería. Sí. De acuerdo. Y por qué, para qué. Cómo era posible que en mitad de Érebo hubiese una construcción.

Se habían montado en los dos coches que tenían dentro de la Copérnico II. Estaban preparados para funcionar sobre cualquier tipo de terreno, y les ayudaría a llegar pronto a la zona donde el ordenador central había detectado la construcción. Una hora y media de viaje y habrían llegado a su destino. La humanidad vive a merced de este, y muchas veces no se da cuenta de que ayu-da a que se cumpla, a pesar de que el destino sea siempre fatal. Josh Shape, mientras el resto de la tripulación conducía hasta la construcción, tenía los pies apoyados sobre el panel de control. Escuchaba música clásica y de fondo se oían las voces de sus compañeros. A veces ni siquiera los escuchaba.

Estaban las de los seis. De toda la tripulación de la Copérnico I.Sus tumbas. Desde Claude Canavan hasta Mathias Cohen. La muerte de Claude Canavan era un dato que habían registrado en la NASA. Había sido el primero en morir. Y los dos que le seguían también habían sido registrados. Estaban enterrados los seis frente a una maldita casa. Una casa que no podía ser construcción humana, porque los humanos no construían casas con forma de iglú gigan-te, a no ser que fueran iglús. Y en el caso de que fueran iglús, no serían gigantes, así que una construcción humana no podía ser así. Y la gente normal tampoco enterraba a los muertos en su jardín.

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—Me acabo de cagar en los pantalones. —Ese fue Colín. —Pues coge una piedra y límpiate. —Y ese Mickey. «Y tráeme otra a mí», le faltó por añadir. El Capitán se arrodilló al lado de una tumba. La tierra estaba bastante levantada de su sitio. Las raíces de los árboles de alrede-dor debían de haber levantado los restos. Acarició las letras. Esta-ban tan bien talladas sobre la lápida. ¿De dónde cojones habían sa-cado las lápidas? Acarició la ce, la ele. Acarició el apellido Canavan. El primer muerto de la tripulación del transbordador interestelar Copérnico I. —Están todos muertos —dijo Fawn. —¿Y quién los enterró? —La pregunta fue del Capitán. —Joder. Aliens —dijo Colín. —No creo que los aliens sepan inglés, Pete. Joder, le había llamado Pete. Que sí, que Colín se llamaba Pete Douglas. Vale. Pero todo el mundo sabía que era Colín. Y que ese Pete no era una casualidad. Nathaniel se arrodilló al lado de la última tumba. La de Mathias Cohen. Imitó al Capitán. Acarició las letras de la lápida. Y miró la caligrafía del resto. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de algo. Y dijo: —La caligrafía de esta es diferente. —¿Qué? —preguntó Mickey. —Miradlo. —Señaló la lápida de Cohen. Dibujó las letras en el aire, como si así lo fueran a comprender mejor, o tal vez a com-prenderlo sin más, a secas—. Y la de esa también. —Esta vez se-ñaló la lápida que había al lado de la de Cohen. El nombre, Jason Beere—. Las aes son diferentes. Las ces… Todo. No lo escribió la misma… persona. —La voz le tembló al pronunciar la última palabra. —Se fueron enterrando los unos a los otros —dijo Colín. Se le abrieron los ojos, como si hubiera tenido una revelación. Se le veía tan contento—, y al último lo enterró un alien, imitando lo que habían escrito los otros.Fawn puso los ojos en blanco. —Déjalo, tío —dijo Mickey. —¿Qué está ocurriendo ahí, chicos? —Esa era la voz de Josh desde la Copérnico II. —¿Qué estabas haciendo, Josh, no lo has visto? —Me he despistado un rato. —Ya, despistado. —Colín levantó las cejas y soltó una carcajada. —¿Eso de ahí son… tumbas? —preguntó Josh. Se escuchó el crujido de algo. Levantaron la vista. Era la puerta

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de esa cosa con forma de iglú. Y se estaba abriendo. Eso era una mano. Y un brazo. Dos brazos. Dos piernas. Un cuerpo. Un hombre. —¿Chicos…? —Ninguno respondió a la voz de Josh.

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—Es un puto alien —dijo Colín. El Capitán lo miró como si fuera un crío al que hay que echarle la bronca. Nadie entendía por qué era él el comandante, pero tampoco se lo iban a cuestionar a la NASA. Bastante tenían con tener que soportarlo como para tener que ponerse a investigar sobre su re-lación con la NASA. —Bienvenidos a Érebo. —El tipo de la puerta sonrió. El Capitán se quedó sin respiración. Una eternidad después fue capaz de decir: —¿Quién es usted? —¿Chicos…? —La voz perdida de Josh, espectador de todo. El hombre sonrió. Tenía el pelo cano y vestía como un terrestre. Como un terres-tre viejo. —Esa chica está pisando mi tumba. —Señaló en dirección a Fawn. La muchacha apartó el pie de donde lo tenía. La tumba que había a su lado era la de Mathias Cohen. Pero aquel tío no era un fantasma. Aquel tío era real. —¿… Qué cojones? —Reynolds frunció el ceño. El hombre sonrió. —Sabía que vendríais. Llevo estos cuarenta años esperándoos. —¿Por qué…? Por qué había creado una lápida con su nombre, y por qué pa-recía que había un cuerpo debajo, como con el resto de tumbas. Las raíces de los árboles también habían levantado los supuestos restos de la suya. —Era el último. —… —El último erebiano. Esta era su casa. Vivía aquí. Yo lo maté. —Chicos. —De nuevo Josh, desde la Copérnico II. De qué cojones estaba hablando ese viejo. Qué se había fumado. —Está ahí enterrado, muchacha, a tu lado. —Volvió a señalar en dirección a Fawn.

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—Él, desde el momento en el que lo enterré, pasó a ser Mathias Cohen. Y yo…, yo os estaba esperando. Necesitaba que vinierais. Me hacíais falta. Me hacéis falta todavía, claro. Pero por fin estáis aquí. —Salió un poco de la casa, del iglú, de lo que fuera, y dejó la puerta entornada. Se acercó levemente a las tumbas, más que a ellos. No miraba a ninguno en concreto. Sólo miraba la tum-ba—. Este es mi planeta —dijo. Alzó la cabeza. Miró al Capitán—. Y siempre será mío. Estoy dispuesto a matar a quien haga falta. Nadie sabrá que fui el último tripulante. Todo el mundo creerá que soy el último erebiano. —Hizo una pequeña pausa. Se aguantó la tos. La aguantó hasta que no pudo más. Y tosió—. Este lugar me pertenece. Yo lo colonicé al matar al último de ellos. Me convertí en él. Suplanté su puesto. Ahora soy un erebiano… Creo en los cuatro soles. —Levantó la mano hacia el cielo. La bajó, la llevó hacia su espalda y después apuntó al Capitán con el revólver. Sam Reynolds abrió mucho los ojos. Qué. Cojones. Estaba. Ocurriendo. El viejo apretó el gatillo. La bala voló y Nathaniel saltó para salvar al Capitán. La bala le dio en el cuello. Cayó muerto. —CORRED, JODER, CORRED. —Josh. En la Copérnico II. —Corred. —Fue lo único que dijo el Capitán. Era una orden. El hombre se carcajeó. Tosía y se carcajeaba, y sonaba a viejo. Pum. Fawn McDonald en el suelo. Pum, pum. Michael Harden, Pete Douglas. Pum. Sam Reynolds, Capitán del transbordador interestelar Copérni-co II, muerto. —¿Capitán? Capitán, ¿me escuchas? Capitán. ¿Alguien? ¿Al-guien me escucha? Joder, joder, joder. ¿Capitán? Colín, por favor, dime que estás bien. ¿Fawn? ¿Nate? ¿Alguien? ¿Mickey? Mickey, por Dios. Dios santo, Nate. Se lo ha cargado con un tiro. Capitán. Capitán, por favor. Aquí Josh Shape, mi Capitán. ¿Capitán? El viejo salió corriendo con su revólver. Todavía quedaba un testigo.

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“Somos una imposibilidad en un universo imposible.”

—Ray Bradbury

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While

El cielo de Martina

Está sentada en una de las frías aceras de Madrid, tiene una birra en la mano derecha de una marca que no sabe pronunciar y la izquierda se congela apoyada en el suelo. Se lleva el botellín a los labios cortados, y tras dar un trago largo se limpia con la manga de su chaqueta de cuero vieja. Sí, esa que le quitó a su padre hace unos años y que ahora trata como un tesoro.—Martina. – un par de hombres se acercan a ella con la mirada perdida por el alcohol y la adrenalina de la noche.—¿Qué pasa? – Ella los mira con el ceño fruncido.—¿No vas a venirte? – La morena niega ante la pregunta antes de levantarse. El más rubio de los dos se acerca a ella y la agarra con fuerza de la manga de su camisa, sí, esa manga en la que acaba de

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limpiarse los labios de cerveza. – No seas testaruda, joder, Martina, que es el cumpleaños de Ruth.—Os dije que no me gustan las fiestas, vosotros sabréis, tíos. – Se zafa de su amarre, ella no huele precisamente a rosas, son las cuatro de la mañana y lleva toda la noche deambulando por Madrid, pero aquel tipo huele aún peor que ella: tabaco, marihuana, alco-hol, sudor, todo un mejunje para sus sentidos.—Eres una mierdas.—Mierdas o no soy fiel a mis principios: no me gustan las fiestas, celebráis una y, simplemente, no voy.—Pero tienes los cojones de venirte hasta el puto centro de Ma-drid aun sabiendo que íbamos a estar por aquí.—¿Es que acaso habéis cercado el jodido centro?El hombre suelta un bufido, claramente cabreado. Coge de la mano al chico con el que va acompañado y desaparecen sin despedirse.La mujer vuelve a beber con ganas, terminándose el botellín. Lo tira al suelo y se sienta de nuevo. Se acurruca un tanto al ver que una pareja se besa al pasar frente a ella. Su mirada repasa sus facciones felices y extasiadas antes de caer hacia el suelo. Odia los besos, odia los besos que no son para ella.El flequillo de su pelo negro le roza tímidamente las pestañas. Apoya su barbilla en la palma de su mano y da una bocanada de aire antes de sentir que la miran desde el otro lado de la calle. Aprieta el puño y reúne toda la fuerza posible en su mirada antes de subirla y toparse con los ojos azul mar que inundan el otro lado de la acera.El hombre sonríe y ella sube la ceja sin entender. Es entonces cuando comienza a caminar por el paso de cebra, más por cos-tumbre que por otra cosa porque a esas horas apenas hay coches. Martina se levanta con fuerza y aprieta los dientes, pero no se mueve ni un ápice.El corazón retumba en sus oídos antes de tenerlo frente a ella: tiene las olas de mar más altas que ha podido ver en los ojos de alguien, se dice antes de que él entreabra los labios:—Hola, tú eres Martina, ¿verdad?—¿A qué se debe el honor de que sepas mi nombre?—A la clase de álgebra – sube ambas cejas, divertido. Martina no consigue detener la media sonrisa que sale de sus labios.—¿Vas a clase?—Muy de vez en cuando.—Por eso no me suenas de nada.—Estaba en la fiesta de Ruth y he salido a darme una vuelta, princi-palmente buscaba cerveza pero bueno. ¿No vas a pasarte?—No. – Vuelve a sentarse. —¿Puedo? – Martina sube los hombros antes de que éste se siente a su lado. – Desde aquí no se ven las estrellas, pero me las

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sé de memoria. —Y yo preocupada. – Martina pone los ojos en blanco antes de tumbarse en el césped. —¿Has oído hablar de la galaxia del ojo negro? —¿Del ojo negro? —Por favor, ahórrate el chiste fácil. – El chico pone los ojos en blanco al ver que la mujer sonríe de manera divertida. – También se la conoce como la galaxia del ojo del diablo. Las últimas palabras captan la atención de Martina un tanto, y él se da cuenta, por eso se mantiene callado, a la espera de que aquella mujer de duro corazón pregunte. No tarda en hacerlo. —¿Y qué más sabes de esa galaxia? – Al ver que no contesta frunce el ceño. – Oye, ni si quiera sé cómo coño te llamas. —Valentín. Pues, Valentín, no te hagas de rogar que me aburres. —Vale, vale. – Sube las manos y la mira mientras habla. – También se la conoce como Galaxia de la Bella durmiente, y fue descubierta por telescopios pequeños y gente amateur así que es fácilmente visible. Una noche de estas si quieres vamos a verla. —No quiero una cita contigo. —Tú te lo pierdes, preciosa. —Me llamo Martina, sería un detalle que me llamaras así. —De acuerdo. – Valentín sonríe antes de continuar. – La zona inte-rior de la galaxia gira en sentido contrario que la zona exterior, y tiene una banda de polvo oscuro alrededor de su núcleo brillante, por eso se la llama ojo de. Martina se queda seria contemplando el cielo sin estrellas de la capital. —Me recuerda un poco a nosotros, ¿a ti no? Todas las personas tenemos un núcleo que brilla, pero muchas de ellas decide meterle polvo oscuro y mierda de la buena a su alrededor, ya sea para resguar-darse del polvo de los demás o porque son jodidamente malos por sí mismos. —¿Y cómo explicarías que cada zona de la galaxia gire en un sen-tido distinto? – Valentín sonríe, claramente emocionado por la compa-ración. —Fácil, eso simboliza cómo el interior, el corazón, gira en un sen-tido en nuestra vida, y el exterior, la cabeza, gira en otro sentido. —Eso está un poco cogido con pinzas, ¿no crees? —Puede ser, pero peor ha sido tu intento de cita. —Vaya, qué fallo, ¿quieres que lo vuelva a intentar? – Martina baja la cabeza del cielo y lo mira. Se miran fijamente durante un instante, hasta que ella corta el silencio:—Sólo si me cuentas más de las estrellas que ahora no vemos.

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Por favor, permanezcan en sus habitáculos. Si no se en-cuentra en ellos, busque refugio inmediatamente. Cierren todas las persianas y las cortinas, bloqueen todos los ac-cesos. Sigan las reglas estipuladas por la Sección Cuarta de Seguridad de Travesía Interespacial y Gestión de Vuelos de la Armada de la Alianza. No miren hacia al exterior. No miren al cielo. No hagan ruido. Su cooperación es vital para su supervivencia. Perso-nal autorizado de la tripulación les informará en breve.

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Las alarmas habían saltado de nuevo. Era la quinta vez ese ciclo. Tal y como era de esperar, todos cuantos se encon-traban fuera de sus cápsulas se apresuraron en volver a ellas. Los niños se agarraban con fuerza a sus progenito-res, las parejas se tomaban de las manos. Poco a poco el sonido de las compuertas cerrándose una tras otra fue lo único que rompía el silencio de la cabina. –¡Eh, Limbeck! Debemos entrar –su compañera de cápsula llegó corriendo hasta la puerta, parándose en el umbral de ésta al ver que ella aún permanecía fuera–. ¡Date prisa! Pero Jane parecía no tener ninguna intención de seguir el protocolo. Su compañera, una joven aristócrata cuya fa-milia llevaba generación tras generación sirviendo bajo el mando de la Alianza, decidió que no iba a jugarse el pellejo por una terrana huérfana a la que nadie echaría de menos. Se apresuró a entrar dentro de la cápsula y golpeó el botón que cerraba la compuerta. Jane echó un último vistazo por encima de su hombro. No era la primera vez que rompía las reglas y, definitivamente, no iba a ser la última. Al igual que las otras veces en que las alarmas rompían con la monotonía de la nave, cada sala, cada pasillo, cada espacio quedó vacío, como si una fuerza invisible y devas-tadora se hubiera llevado consigo cualquier atisbo de vida. Excepto la de los animales del laboratorio de investiga-ción, que chillaban y golpeaban las jaulas que los mantenía cautivos clamando por una vida que ahora se escondía, temerosa de lo que pudiera encontrarse allí fuera. Jane dejó atrás la cubierta de los camarines. Subió por las escaleras que se encontraban en los costados de la Sala de Conferencias hasta el pasillo que conducía directa-mente al puente de navegación. Lo que algunos pasajeros no sabían es que existía una zona de la nave cuyo acceso estaba restringido a unos pocos miembros de la tripula-ción, incluyendo a la piloto, al comandante y a la capitana; el resto, podían darse por muertos si osaban entrar en aquel lugar. Pero Jane (oh Jane) era una terrana, había crecido en las calles, trepado por sus muros, recorrido sus angostos callejones, una mísera cerradura de código úni-co no sería nada. Quizás no tuviera las mismas habilidades y conocimientos de un ingeniero, que podía apañárselas. Cortesía del siempre manazas Lolo. Jane se deslizó por el conducto que llevaba a la cu-bierta superior, a la que sólo los oficiales tenían acceso.

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En cierto modo, el tener un cuerpo flexible aunque no demasiado esbelto, le suponía una gran ventaja a la hora de inmiscuirse allí donde no debía. Siempre había sido así. Ella y el mundo, un mundo lleno de secretos y gente a la que joder antes de que la jodieran a ella. Incluso viajan-do como estaba haciendo en aquel crucero de la Alianza rumbo a no se sabía dónde, se sentía como pez fuera del agua. Acostumbrada a vagar por los rincones más sórdi-dos habidos y por haber de la Tierra, ahora, el estar allí, era sencillamente indescriptible. Cuando hubo llegado a la trampilla que daba acceso a la cubierta, echó un leve vistazo por si alguno de los ofi-ciales o de las guardias andaba cerca en busca de alguna persona extraviada. Al no ver señal alguna de presencia militar, salió de su escondrijo y observó con gran asombro la estancia. No es que se tratase de un lugar muy lujoso o despampanante, sino que era, sencillamente, una gran habitación sin ningún tipo de mobiliario (a excepción de una única silla en el centro de la sala y un pequeño mo-nitor. La sala al completo estaba cubierta por una cúpula de cristal que permitía ver el exterior. Allí fuera, fuera de la nave, fuera de la Moses R990 había oscuridad, vacío, incertidumbre, y… –¿Estrellas? Jane apoyó la mano sobre el cristal. Frío al tacto se sentía incapaz de apartar la vista de aquellas extraordina-rias luces pintadas a pulso en el manto negro del universo. De repente, todo atisbo de fascinación de vio nublado por la sensación de que algo no iba bien. ¿Qué hacían allí to-das aquellas estrellas? ¿Cómo habían llegado hasta allí? ¿Dónde estaban exactamente? ¿Tal lejos estaban ya de la Tierra? –Es la estrella Deneb –dijo una voz a sus espaldas. Jane dio un respingo, sorprendida. Al parecer, ella no era la única que había desobedecido las normas. Y tampoco no necesitó darse la vuelta para saber de quién se trataba. De hecho, sabía muy bien quién era. –¿Qué haces aquí? Astarte levantó las cejas y su boca formaba una fina línea. Su expresión era bastante clara. Decía algo así como

‘¿en serio me estás preguntando eso?’. O algo así, porque a ella, aunque la observación era uno de sus más precia-dos dones, le resultaba difícil identificar las emociones aje-nas. Incluso las suyas propias, a veces le resultaban des-

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bordantes y confusas, como en aquel preciso instante, en el cual Astarte se aproximó a ella muy lentamente. Cada paso suyo era un corte de respiración para Jane. Intentó decir algo, abrir la boca y que las palabras saliesen por sí solas, pero incluso eso, las mínimas interacciones huma-nas, le causaban dolor. Mantuvo la boca cerrada, esperó a que Astarte dijera algo ingenioso que diera pie a que un oportuno interés por parte de Jane, evitando así tener que decir nada, o por el contrario, dijese algo tremendamente estúpido, en cuyo caso le ignoraría por completo o le daría una paliza, lo que más le pidiera el miedo. Fuera como fuese, aquel tipo le daba mala espina. Des-de la primera vez que le sonrió durante una de las tan habituales redadas de la sección de Delitos de Terrorismo Urbano en los barrios marginales de la Tierra, nunca había vuelto a ser capaz de girar en una esquina sin contener la respiración. Aquel hombre y su sonrisa, y sus palabras, y su amabilidad, y su encantado, y su aire de grandeza eran apabullantes, electrificantes, aterradores. Cuando Astarte se hubo colocado a su lado, Jane no pudo evitar soltar todo el aire que había estado contenien-do desde que había aparecido. ¿Tal era el poder que tenía sobre ella que con su mera presencia era capaz de despo-jarla de sus más primitivos instintos? ¿Dónde estaba su instinto de supervivencia? ¿Dónde estaba el oxígeno? ¿Y su rabia? ¿Y su ira? ¿Y su dolor? ¿Y las lágrimas que eran su combustible? –Sabía que estarías aquí, por eso he venido. Jane intentó recomponerse, juntar todos los pedazos, reconstruir la coraza que durante tantos años había llevado puesta a su alrededor. Miró por el rabillo del ojo. Aquel hombre no era diferente del resto, no era distinto a todos los que había conocido a lo largo de sus dieciocho años. Lo único que lo hacía especial era su falta de humanidad, a pesar de ser lo único que defendía a capa y espada. Sus intereses iban más allá de la Alianza. Poder, control, domi-nación. La humanidad siempre. Sí, Jane ya se había topado con aquel tipo de seres antes. Todos tenían buenas intenciones, palabras bonitas y alentadoras, pero también tenían demonios y algunos vestían trajes de carne y hueso. Astarte no era diferente. –No me gusta la gente, ya lo sabes –le respondió Jane, con la mandíbula tensa.

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El no me gusta tú estaba implícito. Si Astarte percibió o no la tensión de su cuerpo, prefirió no hacer alusión a ello. –Jane, Jane, Jane. Querida mía, deberías de sonreír más, seguramente así la gente te tendría más aprecio. La forma en que pronunciaba su nombre le producía escalofríos. Aquel hombre no era diferente del resto. As-tarte no era diferente. En realidad, era mucho peor. El cuerpo de Jane se tensó completamente cuando la mano de Astarte se posó delicadamente sobre su hom-bro. Hacía un buen rato que las alarmas de la nave habían dejado de sonar, pero ahora era su instinto el que gritaba, su cuerpo el que clamaba huye, joder, huye. –Pronto llegaremos a la Ciudadela, Jane. Será mejor que vuelvas a tu camarote. – Astarte se inclinó sobre ella, aún con la mano apoyada sobre su hombro, y con aquella voz enigmática le susurró: –Seguramente tu compañera está preocupada por ti. Miles de imágenes se proyectaron en su cerebro. Mi-les de voces empezaron a zumbarle en el oído. La guerra, el hambre, el destino y una niña pequeña deseando que alguien la salvara. Y salvada fue, pero no por quien ella esperaba. De pronto, la mano de su hombro desapareció. Aquel demonio se apartó, el oxígeno volvió a sus pulmo-nes y un intenso dolor se originó en su cabeza y en su pecho. –Será mejor que vaya al puente. Otro día te contaré la historia entre dos estrellas y de cómo Deneb las mantuvo unidas. Jane permaneció con los ojos cerrados hasta que oyó cómo Astarte salía de la cubierta, dejándola sumida entre tanta confusión, entre tanto eco y tanto recuerdo. Se dejó caer sobre el frío suelo, apoyando la frente contra el cristal, intentando acompasar la respiración con los latidos de su corazón. No miren al exterior. No miren al cielo. No hagan ruido. Sí, la estrella Deneb, en la constelación Cisne, a más de mil años luz de la Tierra. Sólo eran estrellas, nada más.

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Lucia Gonzalez

Sirius

Dicen que en esta vida todos tenemos una función. Naces, se te asigna una función, la cumples y mueres. Y si tienes suerte y eres bueno en lo que haces, el universo deja que te quedes un rato más porque eres de provecho para la humanidad. Pero siempre, siempre ter-minas muriendo. O eso se supone que debe pasar. Mira a su alrededor y observa a Mirzam, a Wezen, a Furud y a las gemelas Adhara. Si los mirase cualquier otra persona, no notaría cam-bio alguno en ellos, pero él lleva tanto tiempo ahí que nota hasta el más mínimo detalle. Les nota cansados, como si se estuvieran apagan-do. A Wezen empiezan a salirle algunas canas. Las gemelas tienen algunas arrugas a juego a los lados de los ojos. Furud ya no es tan ágil como antes. Y lleva tiempo sintiendo que se alejan, que no son los mismos. Hace siglos que Orión se lo advirtió.

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—Empiezas a brillar demasiado, Sirius. Y no a todos les gusta que alguien se alce por encima de ellos –le dijo el viejo el día que le preguntó sobre el comportamiento de sus compañeros. —¿Acaso es mi culpa ser mejor que los demás? —Claro que no, chico. Tienes talento natural, lo tuyo es brillo propio. Naciste con él. Por eso se molestan tanto. Porque por mu-cho que se esfuercen nunca conseguirán superarte. —Pero, señor, si esta hostilidad sigue creciendo contra mí, ¿no sería mejor que cumpliera las misiones yo solo? Orión le fulminó con una severa mirada. —No. Sois una manada, y como tal tenéis que trabajar juntos. Me niego a que uno de mis perros salga herido por ir solo. Sirius soltó un ligero gruñido. No entendía esa manía del viejo de llamarles perros; prefería cuando les llamaba cazadores, pero nunca se lo decía porque fue él quien creó la organización. Orión reclutó a un grupo de jóvenes a los que entrenaría para ayudar a la humanidad a avanzar y prosperar como debía. Algunas veces solo tenían que guiar los pensamientos de algunos personajes im-portantes. Sin embargo, había ocasiones en las que habían tenido que terminar con organizaciones completamente tóxicas para la sociedad. Sirius recuerda cada uno de esos momentos con un brillo espe-cial en los ojos. El día que dejaron pistas a Galileo para que llegara a la conclusión de que la Tierra se movía fue bastante divertido. Aunque admite que se les fue de las manos cuando casi le conde-nan a la hoguera. Y cuando tuvieron que terminar con la Inquisición fue increíble. Nunca había visto trabajar al equipo tan unido. Hicie-ron una competición para ver quién eliminaba más inquisidores. Todos sabían que iba a ser Sirius, pero en ese momento todavía se esforzaban por intentar superarlo. No como ahora, que se han aburrido de perder y no brillar. Se han rendido. Ya no miran a Sirius con malicia, ya no se lee en sus ojos “te superaré, chico”. Y él ya no levanta una ceja, desafiante, devolviendo con la mirada un “ya veremos”. Hace tiempo que dejó de ser así. Cuanto más brilla la estrella principal de Canis maior, más se apagan las demás. En las últimas misiones, puede jurar que les ha visto incluso bostezar mientras él hacía todo el trabajo. Sirius tenía la esperanza de que las cosas cambiaran, de que el espíritu luchador de sus compañeros se reavivase y ellos empeza-sen a brillar como merecían. Pero parece que eso nunca ocurrirá; el chico se ha dado cuenta, y ha enterrado todo atisbo de esperanza. Y parece que a partir de esa esperanza muerta ha empezado a crecer otra cosa. Miedo. Miedo a quedarse solo. A que todos los demás se apaguen por completo y solo quede él en pie. Se mira

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en la pantalla del ordenador. Sigue igual que siempre. Ni una cana, ni una mancha en la piel, ni siquiera una arruga de tanto reír. Lleva el mismo tiempo ahí que los demás, debería haber cambiado algo. Pero no, su cuerpo sigue igual que cuando cumplió los veinte. Cualquiera estaría contento de estar así. Cualquiera menos él; porque eso significa soledad. Los demás se irán y Sirius seguirá ahí. Vendrán otros que también se irán. Pero Sirius seguirá ahí porque no hay manera de apagar su brillo. —Hay que salir. Orión tiene un encargo para nosotros –Mirzam rompe el silencio que hay en la estancia cuando recibe un mensa-je al móvil. Salen despacio, sin hablar entre ellos. Sirius apaga la pantalla del ordenador y se pone la chupa de cuero antes de encender un cigarrillo. Sale al frío de la noche y mira el cielo. Se fija en cómo unas estrellas brillan más que otras y piensa en si ellas se sentirán como él. O en si ellas han elegido su propio brillo. Porque él no. Y no hay cosa que más le duela que el hecho de sentirse aislado solo por el destino que un cielo caprichoso quiso darle.

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Yeray Espinosa

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17/03/1568

Ésta es la tercera noche que pasamos en alta mar. Quería haberte escrito antes, pero no sabes lo duro que ha sido todo última-mente. En la primera noche tuvimos que preparar todo mientras empezábamos a navegar. Ya sabes, pese a estar todo bien en puerto, los problemas no empiezan a surgir hasta que zarpamos.Por suerte, pudimos arreglarlo pronto an-tes de irnos a dormir. Una cosa sí hice por ti, seguro que sabes lo que es. Miré arriba, al cielo, sólo para buscar Orión y, en ella, la estrella que juré que miraría cada noche. La estrella que tú también estarías mirando.

22/03/1568

Hoy ha sido un día complicado. ¡Los es-pañoles! El sol estaba a punto de ponerse cuando vimos un barco con su bandera. Era un barco que volvía de las Indias Occiden-tales. Fue un error atacarle. Cuando nos acercamos nos dimos cuenta de que era una trampa, ¡no era más que un señuelo!

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Dos galeones aparecieron por popa y em-pezaron a atacar. Al principio tardamos en reaccionar, pero supimos sobreponernos. El capitán fue inspirador y pudimos asaltar ambos barcos. No tenían mucho, pero lo suficiente para que las tres bajas que sufri-mos estuviesen justificadas. Bellatrix estaba en el cielo observándonos, al igual que te observa a ti. Sé que la mira-bas a la vez que yo.

02/04/1568

Cuando no hay nada que hacer los días se hacen muy largos aquí, ¿sabes? No hay nada que ver, cuando miras alrededor lo único que se ve es agua. Por todas partes. Los días se hacen eternos y la noche tarda mucho en llegar. Ya sabes que nunca he en-contrado demasiada diversión en las cartas y en el ron, pero aquí es la única forma de que el tiempo pase algo más rápido. Todo para que llegue la noche y poder ob-servarla, poder observarte otra vez. Hoy Bellatrix estaba algo oscura, se veía triste, ¿estás bien? Espero que no sea una señal de algo malo.

08/04/1568

Nos estamos acercando a puerto, al me-nos es lo que dicen. ¿Quizás sea para ani-marnos? No lo sé. Han pasado ya sema-nas desde aquel encuentro con los barcos españoles y, desde entonces, no hemos visto nada, ni siquiera un pequeño barco pesquero.Ayer escuché al capitán hablando con al-guien. Por las indicaciones que daban, pare-cían estar mirando unos mapas. No debería escuchar ese tipo de conversaciones, pero ya sabes cómo soy. Hablaban de un tesoro antiguo, quizás de antes de que estas tierras fuesen descu-biertas. Decían que no tendríamos que tra-

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bajar nunca más, que seríamos ricos. ¡Que hasta toda la tripulación podría comprarse títulos nobiliarios! Yo no sé si sería verdad, pero creo que merecería la pena.Bellatrix vuelve a estar brillante, hoy pare-cía observarme con especial brillo. Sé que estás bien.

17/04/1568

Hemos llegado a puerto. Se siente bien poder pisar tierra después de tanto tiempo. Estaremos aquí un par de semanas o algo más. Copiaré lo que he escrito hasta ahora para poder enviártelo con algún mensajero que vuelva a Inglaterra. Pocos nativos en-tienden el inglés, pero con un poco de oro acceden a cualquier cosa.Nunca había estado en esta ciudad, no es de las más grandes, pero parece ser un lugar donde no persiguen a gente como nosotros, lo cual viene bien. El capitán des-apareció en cuanto llegamos, seguro que acabó en el burdel.

10/05/1568

Llevamos más tiempo del previsto en este lugar. La parte buena es que recibí tu misi-va. ¡Embarazada! Me da mucha pena no poder estar ahí contigo para acompañarte en estos meses, pero sé que la compañía se encargará de que no os falte de nada a ti, ni a nuestros hijos. Espero que los tres estéis bien. El brillo de Bellatrix aquel día, sabía que era por algo bueno.

13/05/1568

Mañana por fin nos pondremos de nuevo en marcha. Pensaba que íbamos a cargar mercancía y volver a casa, pero el capitán parece tener otros planes. Una misión es-pecial dentro de los, al parecer, grandes

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ríos que hay en esta zona. Nos ha ense-ñado las espadas nuevas que había traído de Europa para esta misión. El acero brilla como ningún otro que haya visto antes. Alguien dijo lo que todos pensábamos, ¡aquello debía valer una fortuna! El capitán nos aseguró que lo rentabiliza-ríamos.Bellatrix sigue brillando. No sé cuánto más podré escribir estos días, pero espero que esta carta también te llegue.

17/05/1568

Un día de navegación y tres días a pie. Los bosques son frondosos, grandes selvas con multitud de ruidos. Nos movemos to-dos en silencio, nadie dice nada por temor a que en cualquier momento algo pueda aparecer de la nada. Por fin hemos podido hacer un campamento como Dios manda. Estamos junto a unas ruinas de algún tipo de ¿templo? No sabría asegurarlo. Anoche pude observar el mapa del capitán cuando todo el mundo dormía, me tocaba guardia. Había inscripciones a mano. Algo sobre unos hombres llamados “aztecas”, un tesoro inmenso y unos mapas rudimen-tarios que debían tener varios siglos. Si todo lo que dice aquí es cierto, la fortuna será tan grande como nos lo prometían.El guía que nos dejaron en la ciudad está cada vez más nervioso. Repite palabras en su idioma que después traduce como “no bueno” y “mal”. El capitán se ríe. ¿Qué mal puede haber en unas ruinas sin defender?Los árboles me impiden ver las estrellas, esta noche no podré observarte. Tampoco las siguientes, pero pronto volveré.

18/05/1568

He conseguido salir con vida. El hombre te-nía razón, aquellas ruinas tenían multitud de trampas, querían tapar lo que había en su

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interior. Tardamos un día entero en poder explorar toda la cueva, teniendo que estar pendiente de cada paso que dábamos para no pisar en falso. Pero, el tesoro… ¡Kilos de oro! Hemos tenido que salir a la fuerza por una de las paredes y usar un carro para llevar buena parte del tesoro. Tendremos que hacer más de un viaje. Volvemos a es-tar en el campamento. Pronto volveremos a la ciudad y, de allí, de nuevo a casa. Tengo ganas de ver de nuevo las estrellas, tengo ganas de volver a verte.

25/05/1568

Hay algo que no va bien. Todos tenemos una sensación de que hay algo que nos persigue, pero estábamos solos en el río. Al final no pudimos llevarnos todo el tesoro, pese a que intentamos volver más de una vez. Pero es una buena parte, podríamos vi-vir de esto todas nuestras vidas, pero hare-mos más viajes para poder llevarnos todo. El guía murió anoche, al parecer alguna en-fermedad acabó con él, no sabemos nada, tuvimos que tirarlo por la borda. Hoy estamos en la ciudad. La gente nos mira recelosos, también ellos notan algo mal. El capitán está tosiendo mucho.

29/05/1568

Dos más han muerto. No sabemos qué está pasando. La gente dice que es el teso-ro, que está maldito. Pero, no existen esas cosas que llaman maldiciones, ¿verdad? Nunca hemos creído en ellas. El capitán lleva un par de días sin salir de su habitación.El cielo está negro, no puedo ver las es-trellas. ¿Dónde estás?

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02/05/1568

Los nativos están cada vez más furiosos. Nos quieren fuera de aquí, pero no pode-mos irnos si el capitán sigue mal. Un par de personas intentaron entrar en su habi-tación y matarlo. Obviamente tuvimos que matarles y encerrar a sus familias, había que escarmentar al resto de la población.Te echo de menos, espero que podamos volver pronto.

04/05/1568

Fuego. ¡La gente parece estar loca! Varios de la tripulación empezaron a pelear entre sí, se recriminaban el estado del capitán. Otros de la ciudad también, discutían en su idioma local. ¡Todo el mundo se estaba poniendo contra todo el mundo! Empieza a arderme la cabeza, creo que ten-go que irme de aquí.

06/05/1568

Lo he hecho. Me he ido. Cogí una barcaza y huí con los mapas del capitán. Tengo que investigar más ese lugar.He vuelto a ver a Bellatrix. Está roja.

Unas gotas de sangre seca cubrían la última página escrita del diario. Ryan lo cerró y miró a sus compañeros. No era la primera vez que hacían algo así. Ellos sonreían, los tres. No hacía falta que dijeran nada, sabía que estaban convencidos. Viajarían a las ruinas, conseguirían el tesoro y serían ricos. Y famosos. ¿Para qué querían YouTube si no?

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Y abajo tú

La bruja se inclinó suavemente sobre el río y un rayo de luz escapó de los pliegues de su capucha, indiscreto. Por un momento pareció alzarse en el viento, libre, desesperado, pareció que escaparía. Ella se echó la tela sobre la frente de un manotazo. Aferró la capucha. Temblaba, pero la otra mano no pa-reció darse cuenta. Siguió suspendida sobre el río, a dos centímetros de la película de agua que corría hacia abajo, con veinte centímetros de profundidad. Podía caer y esos veinte centímetros bastaban y sobraban para ahogarla como se ahoga la llama de una vela, en cuyo caso hacer equilibrios sobre una roca mojada no era la mejor idea. Pero la bruja no era consciente. A los ojos de la bruja el agua no tenía importancia. Lo que quería era asegurarse de su reflejo en el agua. De que la corriente le devolvía la luz de sol de sus ojos y no de que estaba engañándola.De que había algo que no la engañaba. Que los locos eran los demás, y no ella y todas sus certezas. Miró al cielo, escabullendo los ojos por el borde de la capucha, y los rayos de luz que desprendían miraron el cielo y el lejano punto luminoso que la insultaba. Allá arriba, mínimo, lejano y pálido, menos llameante que los propios ojos de la bruja. Tan poco luminoso que los ojos de la bruja no se quemaban al mirarlo a la cara, sino que debería ser al revés. Farsante, murmuró. Raquítico farsante. Y sin embargo miró alrededor, entristecida. Había luz. No era cálida, en invierno ni siquiera podía impedir que hubiese nieve. Esa nieve ni siquiera tenía los tres-

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cientos tonos dorados que ella había sabido darle con sus rayos. Y sin embargo los humanos llamaban a aquello sol. Los humanos no se habían dado cuenta de que el ver-dadero sol tenía la barbilla pequeña, era de estatura media y jamás miraba a los ojos porque no quería ha-cérselos arder a nadie. Ella les había dado suficiente calor con sus tres-cientos tonos de luz para existir, y ahora que existían no había nada para ella. Ni un recuerdo de alguien que mirase el sol y se preguntase si las estrellas no tienen que arder más fuerte que aquel... punto. Aquel engaño.Era ridículo, ridículo como un espejo que pretende ser un dios, exactamente. Era una minucia y la bruja, enra-bietada, la miró como a tal. Y les había engañado a todos, maldita luna, como si fueses algo más que un espejito y tu luz algo más que espejismos. Como si alguna de las estrellas que se ven desde el suelo estuviese ahí, suspendidas en la nada, ¿por qué eso sería más impresionante que tuvie-sen tantos rayos dentro del cuerpo que se escapasen en sus miradas? Que todo el mundo se girase al verla entrar, aunque no viese cuánto irradiaba. Que fuese de esas personas que podrían estallar y sin embargo morirías por arder con ella. Quién iba a imaginar qué son en realidad las brujas, quién iba a imaginar cuántos espejos componen el cie-lo, quién iba a dudar de la luna. Se lo gritó con sus ojos de fuego que podrían llegar a ser supernovas, a aquel punto tan pálido y lejano. Y casi sabía lo que respondería la luna.

Y la que está aquí arriba soy yo, y ahí abajo, tú. Y todas tus supernovas.

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Löva

Estrella Fugaz

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Vía Láctea. Muchos la conocen por ser la galaxia espiral en la que se encuentra el Sistema Solar y, por ende, la Tierra. Su nombre proviene de la mitología griega y en latín significa camino de leche. Ésa es, en efecto, la apariencia de la banda de luz que rodea el firmamento, y así lo afirma la mitología griega, explicando que se trata de leche derramada del pecho de la diosa Hera. Sin embargo, ya en la Antigua Grecia un astrónomo sugirió que aquel haz blanco en el cielo era en realidad un conglomerado de muchísimas estrellas. Y no podía estar más en lo cierto. Vía Láctea era, ni más ni menos, el centro de mi Universo. Mi Estrella fugaz. Su rostro anguloso junto con sus pómulos, rozaba la perfección. Tenía la mandíbula fuerte, pero exquisi-tamente femenina, y unos rasgados ojos de color azul petróleo orlados por unas larguísimas pestañas rubias. Tenía la blancura de la fría nieve en su larga cabellera, la cual le caía en cascada a ambos lados, sobre los hombros hasta rozar sus finas caderas. Y, si por algún casual me preguntaran cuál era su defecto, posiblemente diría sus rasgos: demasiado gatunos para una belleza de semejante calibre. Pues cuando estaba enfadada sus ojos se volvían más pe-queños, y aunque dulces, sus carnosos labios, solían

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mostrar un aire de dureza. No se descomponían, sino todo lo contrario, permanecían quietos escondiendo toda clase de secretos. En ambas comisuras podías hallar toda la tristeza que sus ojos no mostraban y cuando eso sucedía, sus labios podían parecer mezqui-nos aunque no cambiara en absoluto, la expresión de su rostro. La nariz, en cambio, era respingada con cen-tenares de pecas surcándole las finas mejillas. Unas mejillas que, cuando ésta se enfadaba, adquirían un sutil tono rosado, tan delicado y dulce como el pétalo de una rosa. Puede que muchos probaran la suavidad de dichas mejillas, o el sabor de la dulce miel en su piel. Pero tanto daba, puesto que ninguno descubrió su secreto, aquel por el que me enviaron a destruir. Y estuve a punto de hacerlo. Sin embargo, una tarde me di cuenta de que, cuan-do se ponía muy seria, el cielo se nublaba con su mira-da y un halo de materia oscura empezaba a envolverla hasta dominarla. Pero, después de todo, seguía siendo hermosa. Hermosa a rabiar. Ni siquiera la Reina podría compararse con ella. Ni siquiera la Reina sabía por lo que me envió a la Tierra, aquella criatura a la que me ordenó extinguir era mucho más que una simple Estrella fugaz. De hecho, no exagero cuando digo que, si ella pere-ciera, el mundo llegaría a su fin, pues el cosmos como todo lo que conocemos se sumiría en el más profundo caos.

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estrellas

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ella

fuga

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Esperamos que os haya gustado esta pequeña reco-pilación de relatos bellos, bellos. Aquí Ananda y Elleh estamos muy contentas del resultado de esta peque-ña aventura y si os han enamorado estos trocitos de Universo tanto como a nosotras, os dejamos caer que en unos días (esperemos que poco), sacaremos a la luz la versión impresa de estas obras de arte aquí escritas y expuestas.

Muchas gracias por leer.

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