Antologia de texto iii 3eros

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DEPARTAMENTO DE LENGUAJE Y COMUNICACION ANTOLOGIA DE TEXTO III MITO Y REALIDAD El Mito de Prometeo El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Lo que ocurrió en una puerta Drácula, abraham stoker El decálogo de la novela policíaca, según raymond chandler Emma zunz, jorge luis borges La novela rosa, concepción de guillermo cabrera Bien, gracias y usted?, quino Portada: El Jardín de las Delicias, Anónimo

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DEPARTAMENTO DE LENGUAJE Y COMUNICACION

ANTOLOGIA DE TEXTO III

MITO Y REALIDAD

El Mito de Prometeo

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Lo que ocurrió en una puerta

Drácula, abraham stoker

El decálogo de la novela policíaca, según raymond chandler

Emma zunz, jorge luis borges

La novela rosa, concepción de guillermo cabrera

Bien, gracias y usted?, quino

Portada: El Jardín de las Delicias, Anónimo

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El Mito de Prometeo

"Hubo una vez un tiempo en que existían los dioses, pero no había razas mortales. Cuando también a éstos

les llegó el tiempo destinado de su nacimiento, los forjaron los dioses dentro de la tierra con una mezcla

de tierra y fuego (...) Y cuando iban a sacarlos a la luz ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que (...) les

distribuyeran las capacidades a cada uno de forma conveniente. Epimeteo pidió permiso a Prometeo para

hacer él la distribución. "Después de hacer yo el reparto, dijo, tú lo inspeccionas".

Así lo convenció, y hace la distribución. En ésta, a unos les concedía la fuerza sin la rapidez y a los más

débiles, los dotaba con la velocidad. A unos los armaba y, a los que les daba una naturaleza inerme, les

proveía de alguna otra capacidad para su salvación. A aquellos que envolvía en su pequeñez, les

proporcionaba una fuga alada o un habitáculo subterráneo. Y a los que aumentó en tamaño, con esto

mismo los ponía a salvo. Y así, equilibrando las demás cosas, hacía su reparto. Planeaba con la precaución

de que ninguna especie fuera aniquilada. (...) A algunos les concedió que su alimento fuera devorar a otros

animales, y les ofreció una exigua descendencia, y, en cambio, a los que eran consumidos por éstos, una

descendencia numerosa, proporcionándoles una salvación a la especie. Pero, como no era del todo sabio

Epimeteo, no se dio cuenta de que había gastado las capacidades en los animales; entonces todavía le

quedaba sin dotar la especie humana, y no sabía qué hacer.

Mientras estaba perplejo, se le acerca Prometen que venía a inspeccionar el reparto, y que ve a los demás

animales que tenían cuidadosamente de todo, mientras el hombre estaba desnudo y descalzo y sin

coberturas, inerme. Precisamente era ya el día destinado, en el que debía también el hombre surgir de la

tierra hacia la luz. Así que Prometeo, apurado por la carencia de recursos, tratando de encontrar una

protección para el hombre roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría profesional, junto al fuego -ya que era

imposible que sin el fuego aquélla pudiera adquirirse o ser de utilidad a alguien- y así, luego la ofrece como

regalo al hombre. De este modo, pues, el hombre consiguió tal saber para su vida; pero carecía del saber

político, pues éste dependía de Zeus. Ahora bien, a Prometeo no le daba ya tiempo de penetrar en la

acrópolis en la que mora Zeus; además los centinelas de Zeus eran terribles. En cambio, en la vivienda

común de Atenea y de Hefesto, en la que aquellos practicaban sus artes, podía entrar sin ser notado, y así

robó la técnica de utilizar el fuego de Hefesto, y las otras que pertenecen a Atenea, y se las entregó al

hombre. Y de aquí resulta la posibilidad de la vida para el hombre; aunque a Prometeo luego, a través de

Epimeteo, según se cuenta, le llegó el castigo de su robo.

Puesto que el hombre tuvo participación en el dominio de lo divino a causa de su parentesco con la

divinidad, fue, en primer lugar, el único entre los animales en creer en los dioses, e intentaba construirles

altares y esculpir sus estatuas. Después, articuló rápidamente, con conocimiento, la voz y los nombres, e

inventó sus casas, vestidos, calzados, coberturas y alimentos del campo. Una vez equipados de tal modo,

en un principio habitaban los humanos en dispersión, y no existía ciudades. Así que se veían destruidos

porlas fieras, por ser generalmente más débiles que aquéllas; y su técnica manual resultaba un

conocimiento suficiente como recurso para la nutrición, pero insuficiente para la lucha contra las fieras.

Pues aún no poseían el arte de la política, a la que el arte bélico pertenece. Ya intentaban reunirse y

ponerse a salvo con la fundación de ciudades. Pero, cuando se reunían, se atacaban unos a otros, al no

poseer la ciencia política; de modo que de nuevo se dispersaban y perecían Zeus, entonces, temió que

sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes que trajera a los hombres el sentido moral y la justicia,

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para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad. Le preguntó, entonces, Hernies a

Zeus de qué modo daría el sentido moral y la justicia a los hombres: "¿Las reparto como están repartidos

los conocimientos? Están repartidos así: uno sólo que domine la medicina vale para muchos particulares, y

lo mismo los otros profesionales. ¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los

humanos o los reparto a todos?". "A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades,

si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de mi parte:

que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad".

(Platón, Protágoras, Gredos, Madrid, 1985).

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde

Lo que ocurrió en una puerta

El abogado Utterson tenía un rostro surcado de arrugas que jamás se vio iluminado por una sonrisa; en el

hablar era frío, corto de palabra, torpe, aunque hombre reacio al sentimiento; delgado, alto, descolorido y

grave, no carecía de cierto atractivo. Cuando se hallaba entre amigos y el vino era de su gusto,

resplandecía en su mirada algo que denotaba noble humanidad; algo que nunca llegaba a exteriorizarse en

palabras, pero que hallaba expresión no solamente en aquellos símbolos silenciosos de su cara de

sobremesa, sino con más frecuencia aún y más ruidosamente en los actos de su vida. Se conducía de un

modo austero consigo mismo; como castigo por su afición a los buenos vinos añejos, bebía ginebra cuando

estaba a solas; y, aunque disfrutaba mucho en el teatro, llevaba veinte años sin cruzar las puertas de

ninguno. Sin embargo, era extraordinariamente tolerante con los demás; a veces sentía profunda

admiración, casi envidia, por el ímpetu pasional que los arrastraba a sus malas acciones; y en los casos más

extremos demostraba más inclinación a acudir en su ayuda que a censurar. La explicación que daba era

bastante curiosa:

—Comparto la doctrina herética de Caín y dejo que mi hermano se vaya al demonio a gusto suyo.

En este aspecto le tocó con frecuencia ser el último amigo respetable y la última influencia sana en la vida

de algunos hombres que se precipitaban hacia su ruina. Mientras personas como esas fueron a visitarlo a

su casa jamás les dejó ver el más leve cambio en su trato con ellos. Este modo de conducirse no le

resultaba, desde luego, difícil a Mr. Utterson; porque era hombre sobremanera impasible y hasta en sus

amistades se observaba una similar universalidad de simpatía.

Los hombres modestos se distinguen porque aceptan su círculo de amistades tal y como la ocasión se lo

brinda; eso era lo que hacía nuestro abogado. Eran amigos suyos quienes tenían su misma sangre, o

aquellas personas a las que conocía desde tiempo atrás; sus afectos, como la hiedra, crecían con los años,

sin que ello demostrase méritos en las personas que eran objeto de su estima.

Esa era, sin duda, la explicación de la amistad que lo unía a Mr. Richard Enfield, pariente suyo lejano y

persona muy conocida en Londres. Muchos no acertaban a explicarse qué podían ver aquellos hombres el

uno en el otro y qué asuntos comunes de interés existían entre ambos. Según personas que se

encontraban con ellos durante sus paseos dominicales, los dos paseantes no hablaban nada; tenían cara de

aburrimiento y no ocultaban el alivio que les producía la aparición de algún otro amigo. A pesar de lo cual

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ambos concedían la mayor importancia a aquellas excursiones, las consideraban como el hecho más

precioso de cada semana y no solo renunciaban a determinadas diversiones que se les ofrecían de cuando

en cuando, sino que desatendían incluso negocios para no interrumpir su disfrute.

En uno de aquellos paseos quiso la casualidad que se metiesen por una calle lateral de un barrio

de Londres de mucha actividad. La calle era peque-

ña y, como suele decirse, tranquila, a pesar de que en

los días hábiles tenía gran movimiento comercial.

Parecía que las personas que allí vivían prosperaban y que reinaba entre ellas un espíritu de optimismo, y

encendían fósforos frotándolos en los paneles de madera; los niños jugaban a las tiendas en sus escalones;

los muchachos habían probado el filo de sus cortaplumas en las molduras, y nadie, en el transcurso de una

generación, parecía haberse preocupado de alejar a aquellos visitantes intrusos ni de reparar los destrozos

causados por ellos.

Enfield y el abogado caminaban por la acera de enfrente; pero, cuando cruzaban por delante de la casa en

cuestión, el primero apuntó hacia ella con su bastón y preguntó:

—¿Te has fijado alguna vez en esa puerta?

Al contestarle el otro afirmativamente, agregó:

—Va unida en mis recuerdos a un hecho muy extraño.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Utterson, con un ligero cambio en la inflexión de su voz—. ¿Cuál es?

—Verás —contestó Enfield—, el episodio

ocurrió de este modo: yo regresaba a casa desde el otro extremo del mundo y tenía que cruzar por una

parte de Londres en la que no había otra cosa que ver sino los faroles de gas encendidos. Crucé una calle y

otra calle; todo el mundo dormía (una calle tras otra, y todas iluminadas como en una procesión, y todas

tan desiertas como una iglesia). Llegué a un estado de ánimo parecido al del hombre que no hace sino

aguzar el oído para percibir algún ruido y empieza a echar de menos la vista de un policía. De pronto, y

simultáneamente, vi dos figuras: una, la de un hombrecito que caminaba a buen ritmo en dirección al este,

y otra, la de una niña de ocho o diez años que venía corriendo a toda prisa por la acera de una calle

perpendicular a la que seguía el hombre.

»En la esquina de las dos calles, de un modo muy casual, chocaron el hombre y la niña; y entonces empieza

la parte horrible del asunto, porque el individuo pisoteó a la niña, que había caído al suelo, y siguió su

camino, dejándola allí, llorando a gritos. El hecho contado no parece tener importancia, pero visto fue una

escena infernal.

No era aquella una actitud de hombre; el sujeto parecía más bien el implacable dios hindú Juggernaut.

Dejé escapar un grito de alarma, eché a correr, agarré por el cuello al hombre y lo arrastré hasta el lugar en

que se encontraba llorando la niña, rodeada ya de un pequeño grupo de personas. Demostró una completa

impasibilidad y no ofreció resistencia; pero me dirigió una mirada tan horrible, que empecé a sudar

copiosamente.

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»Las personas que habían salido a la calle eran de la familia de la niña, y no tardó en comparecer un

médico, al que habían ido a buscar. Según el médico, la niña no tenía nada, fuera del susto; de modo que el

asunto habría debido terminar allí, ¿no es cierto? Pero ocurrió un detalle por demás curioso. Aquel

individuo me había disgustado desde el primer instante en que le eché el ojo encima. Lo mismo le había

ocurrido a la familia, lo cual resultaba muy lógico. Pero lo que me sorprendió fue la actitud del médico. Era

uno de esos médicos-farmacéuticos, fríos y hechos a la rutina, sin edad ni color precisos, que hablaba con

fuerte acento escocés y era tan sentimental como una gaita. Pues bien: le ocurrió lo mismo que a todos

nosotros; yo me daba cuenta de que cada vez que el médico miraba a nuestro prisionero se demacraba y

se ponía blanco, y era de las ganas que le entraban de matarlo. Yo estaba seguro de lo que él pensaba y él

de lo que pensaba yo; pero, como no

era cosa de matar, hicimos lo mejor posible, fuera

de quitarle la vida. Le dijimos al individuo que su

conducta daba pie para armar un escándalo y que

lo armaríamos de tal magnitud que todo Londres,

de un extremo a otro, maldijese su nombre. Nos

comprometíamos a que, si era hombre de alguna

reputación o tenía amigos, perdiese la una y los

otros.

»Y, mientras nosotros le reprochábamos así, teníamos que apartar a las mujeres, que arremetían contra él

como arpías. En mi vida he visto un círculo de caras que respirasen tanto odio. El individuo permanecía en

el centro, con una impasibilidad repugnantemente desdeñosa (aunque asustado, eso lo veía yo), y

aguantándolo todo como un verdadero satanás, sí, señor.

»—Si lo que buscan es sacar dinero de este accidente —dijo—, yo no puedo defenderme, desde luego.

Basta ser un caballero para tratar de evitar un escándalo. Digan la cantidad.

»Pues bien: lo presionamos hasta sacarle cien libras para la familia de la niña; él mostraba evidentes

deseos de escabullirse, pero en todos nosotros había seguramente algo que denotaba resolución clara de

hacerlo sentir mal, y al fin se rindió. Solo quedaba ya que nos entregase el dinero. ¿Adónde te imaginas

que nos llevó? Pues precisamente a ese edificio de la puerta. Sacó violentamente una llave del bolsillo,

entró y poco después regresó con diez libras en monedas de oro y un cheque del Banco Coutts por el resto,

pagadero al portador y firmado con un nombre que no puedo decir, aunque es ese uno de los detalles

notables de mi relato; solo quiero que sepas que era un nombre muy conocido y que suele con frecuencia

leerse en letras de molde. La suma era importante; pero la firma, si era auténtica, merecía aún más crédito

que esa suma.

Me tomé la libertad de dar a entender al individuo que aquello me olía a falsificación, pues no era

corriente en la vida cotidiana que una persona entrase a las cuatro de la madrugada por la puerta de un

sótano y volviese a salir con un cheque de casi cien libras esterlinas firmado por otra persona. Mis palabras

no lo turbaron en modo alguno y me dijo en son de burla:

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»—Tranquilícese. Me quedaré con ustedes hasta que abra el banco y lo cobraré yo mismo.

»De modo, pues, que nos fuimos todos de allí: el médico, el padre de la niña, nuestro sujeto y yo; pasamos

el resto de la noche en mi departamento; y ya de día, en cuanto hubimos desayunado, nos dirigimos en

grupo al banco. Fui yo mismo quien entregó el cheque en la ventanilla, adelantándome a decir que creía

que se trataba de una falsificación.

Pues no, señor. El cheque era auténtico.

—¡No me digas! —exclamó Utterson.

—Veo que tu impresión es igual a la mía —dijo Enfield—. Sí, es un asunto feo. Nuestro hombre era un

individuo con el que nadie habría querido tratos; era un auténtico canalla, mientras que la persona que

había firmado el cheque era la flor de la honorabilidad, muy conocida además, y, lo que empeora aún más

el caso, una de esas personas que, según dicen, se dedican a hacer el bien. Me imagino que se trata de un

caso de extorsión; de un hombre honrado que paga, quiera o no, por algún resbalón de su juventud. Por

eso yo llamo a ese edificio de la puerta la Casa de la Extorsión. Pero ni aun con eso queda explicado del

todo el asunto.

Dicho esto, Enfield cayó en un acceso de ensimismamiento, del que lo sacó bruscamente Utterson,

preguntándole:

—¿Y no sabes si el firmante del cheque vive ahí?

—¿Te parece una morada adecuada para él?

—respondió Enfield—. Pero me fijé en su dirección; vive en otro lugar.

—¿Y jamás has hecho ninguna averiguación sobre... el edificio de la puerta? —dijo Utterson.

—No, señor; tuve escrúpulos —fue la contestación—. Soy muy reacio a hacer preguntas, porque esa

actitud se parece demasiado a lo que ha de ser el Día del Juicio. Uno formula una pregunta y es lo mismo

que empujar una piedra. Uno está tranquilamente sentado en lo más alto de una colina; la piedra echa a

rodar y pone en movimiento a otras; y, de pronto, algún pobre diablo (en el que menos pensaste), que se

encontraba en el jardín trasero de su casa, recibe la piedra en su cabeza, y la familia tiene que cambiar de

estado social. No, señor; yo sigo esta norma: cuanto más sospechosa es la cosa, menos pregunto.

—Norma muy sabia —dijo el abogado.

—Lo que hice fue estudiar por mí mismo la casa —siguió diciendo Enfield—. Apenas si parece una vivienda.

No tiene otra puerta que esta, pero nadie entra ni sale por ella, sino el individuo de mi aventura, y muy de

tarde en tarde. Por el lado de la plazoleta, la casa tiene en el primer piso tres ventanas; ninguna en la

planta baja; las ventanas se hallan siempre cerradas, pero están limpias. Además de eso, la casa tiene una

chimenea, que humea casi siempre, de modo que alguien vive ahí. Aunque, dicho sea en honor a la verdad,

tampoco eso es muy seguro, porque las construcciones que dan a la plazoleta se hallan tan hacinadas que

es difícil decir dónde empieza una y dónde acaba la otra.

Los dos hombres siguieron caminando en silencio durante algún tiempo; y de pronto Utterson insistió:

—Enfield, esa norma tuya es muy sabia.

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—Eso creo —contestó el interpelado.

—A pesar de todo —siguió diciendo el abogado—, hay un punto sobre el que quiero interrogarte... ¿Cómo

se llama el individuo que pisoteó a la niña?

—Bueno, no creo que con decirlo cause perjuicio a nadie. El individuo se llama Hyde.

—¡Ejem! —carraspeó Utterson—. ¿Qué aspecto tiene el sujeto?

—No es fácil describirlo. Hay en todo su aspecto algo siniestro que produce desagrado, algo que es

completamente repugnante. Jamás he visto figura humana que me resultase tan repelente, pero no me

sería fácil señalar la causa. Debe tratarse de alguna deformidad; sí, produce una sensación de cosa

deforme, aunque tampoco podría decir en qué consiste. Es un hombre de aspecto extraordinariamente

anormal, y sin embargo me vería en un apuro si tuviese que citar algún detalle fuera de lo corriente. No,

señor; me es imposible poner nada en claro; me es imposible describirlo.

Y no es porque se me haya borrado de la memoria, porque te aseguro que en este instante lo veo como si

lo tuviese delante de mis ojos.

Utterson siguió caminando un buen trecho en silencio; era evidente que se hallaba bajo el peso de una

preocupación. Por último, preguntó:

—¿Estás seguro de que utilizó una llave?

—Pero, querido amigo... —empezó a decir Enfield, fuera de sí por el asombro.

—Sí —dijo Utterson—. Ya sé que mi pregunta parece extraña. Y la verdad es que, si no te pregunto el

nombre de la otra persona, es porque ya lo sé. Sí, Richard; tu relato ha dado con el interlocutor adecuado.

Si acaso has dicho alguna inexactitud de detalle, sería mejor que la rectificases ahora.

—Deberías haberme advertido a tiempo —contestó Enfield, con muestras de ligero resentimiento—,

pero la verdad es que me he expresado con demasiada exactitud. El individuo disponía de una llave; y más

aún: la tiene todavía en su poder; no hace ni una semana que lo vi utilizarla.

Utterson dejó escapar un profundo suspiro, pero no dijo una palabra; el otro volvió a hablar poco después:

—Esto me servirá de lección. Estoy avergonzado de tener una lengua tan larga. Comprometámonos a no

volver jamás sobre este asunto.

—De todo corazón —contestó el abogado—. Y con esto me despido, Richard.

DRÁCULA

Abraham Stoker

I.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER

Bistritz, 3 de mayo. Salí de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo, llegué a Viena a la mañana

siguiente, temprano; debí haber llegado a las seis cuarenta y seis; el tren llevaba una hora de retraso.

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Budapest parece un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y por la

pequeña caminata que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya que, como habíamos

llegado tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada. La impresión que tuve fue que estábamos

saliendo del oeste y entrando al este. Por el más occidental de los espléndidos puentes sobre el Danubio,

que aquí es de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo sujetos al dominio de los

turcos.

Salimos con bastante buen tiempo, y era noche cerrada cuando llegamos a Klausenburg, donde pasé la

noche en el hotel Royale. En la comida, o mejor dicho, en la cena, comí pollo preparado con pimentón

rojo, que estaba muy sabroso, pero que me dio mucha sed. (Recordar obtener la receta para Mina). Le

pregunté al camarero y me dijo que se llamaba "paprika hendl", y que, como era un plato nacional, me

sería muy fácil obtenerlo en cualquier lugar de los Cárpatos. Descubrí que mis escasos conocimientos del

alemán me servían allí de mucho; de hecho, no sé cómo me las habría arreglado sin ellos.

Como dispuse de algún tiempo libre cuando estuve en Londres, visité el British Museum y estudié los libros

y mapas de la biblioteca que se referían a Transilvania; se me había ocurrido que un previo conocimiento

del país siempre sería de utilidad e importancia para tratar con un noble de la región.

Descubrí que el distrito que él me había mencionado se encontraba en el extremo oriental del país,

justamente en la frontera de tres estados: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en el centro de los montes

Cárpatos; una de las partes más salvajes y menos conocidas de Europa. No pude descubrir ningún mapa ni

obra que arrojara luz sobre la exacta localización del castillo de Drácula, pues no hay mapas en este país

que se puedan comparar en exactitud con los nuestros; pero descubrí que Bistritz, el pueblo de posta

mencionado por el conde Drácula, era un lugar bastante conocido. Voy a incluir aquí algunas de mis notas,

pues pueden refrescarme la memoria cuando le relate mis viajes a Mina.

En la población de Transilvania hay cuatro nacionalidades distintas: sajones en el sur, y mezclados con ellos

los valacos, que son descendientes de los dacios; magiares en el oeste, y escequelios en el este y el norte.

Voy entre estos últimos, que aseguran ser descendientes de Atila y los hunos. Esto puede ser cierto, puesto

que cuando los magiares conquistaron el país, en el siglo XI, encontraron a los hunos, que ya se habían

establecido en él. Leo que todas las supersticiones conocidas en el mundo están reunidas en la herradura

de los Cárpatos, como si fuese el centro de alguna especie de remolino imaginativo; si es así, mi estancia

puede ser muy interesante. (Recordar que debo preguntarle al conde acerca de esas supersticiones).

No dormí bien, aunque mi cama era suficientemente cómoda, pues tuve toda clase de extraños sueños.

Durante toda la noche un perro aulló bajo mi ventana, lo cual puede haber tenido que ver algo con ello; o

puede haber sido también el pimentón, puesto que tuve que beberme toda el agua de mi garrafón, y

todavía me quedé sediento.

Ya de madrugada me dormí, pero fui despertado por unos golpes insistentes en mi puerta, por lo que

supongo que en esos momentos estaba durmiendo profundamente. Comí más pimentón en el desayuno,

una especie de potaje hecho de harina de maíz que dicen era "mamaliga", y berenjena rellena con

picadillo, un excelente plato al cual llaman "impletata" (recordar obtener también la receta de esto).

Me apresuré a desayunarme, ya que el tren salía un poco después de las ocho, o, mejor dicho, debió

haber salido, pues después de correr a la estación a las siete y media tuve que aguardar sentado en el

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vagón durante más de una hora antes de que nos pusiéramos en movimiento. Me parece que cuanto más

al este se vaya, menos puntuales son los trenes. ¿Cómo serán en China?

Pareció que durante todo el día vagábamos a través de un país que estaba lleno de toda clase de bellezas.

A veces vimos pueblecitos o castillos en la cúspide de empinadas colinas, tales como se ven en los antiguos

misales; algunas veces corrimos a la par de ríos y arroyuelos, que por el amplio y pedregoso margen a cada

lado de ellos, parecían estar sujetos a grandes inundaciones. Se necesita gran cantidad de agua, con una

corriente muy fuerte, para poder limpiar la orilla exterior de un río. En todas las estaciones había grupos

de gente, algunas veces multitudes, y con toda clase de atuendos. Algunos de ellos eran exactamente

iguales a los campesinos de mi país, o a los que había visto cuando atravesaba Francia y Alemania, con

chaquetas cortas y sombreros redondos y pantalones hechos por ellos mismos; pero otros eran muy

pintorescos. Las mujeres eran bonitas, excepto cuando uno se les acercaba, pues eran bastante gruesas

alrededor de la cintura. Todas llevaban largas mangas blancas, y la mayor parte de ellas tenían anchos

cinturones con un montón de flecos de algo que les colgaba como en los vestidos en un ballet, pero por

supuesto que llevaban enaguas debajo de ellos. Las figuras más extrañas que vimos fueron los eslovacos,

que eran más bárbaros que el resto, con sus amplios sombreros de vaquero, grandes pantalones

bombachos y sucios, camisas blancas de lino y enormes y pesados cinturones de cuero, casi de un pie de

ancho, completamente tachonados con clavos de hojalata. Usaban botas altas, con los pantalones metidos

dentro de ellas, y tenían el pelo largo y negro, y bigotes negros y pesados.

Eran muy pintorescos, pero no parecían simpáticos. En cualquier escenario se les reconocería

inmediatamente como alguna vieja pandilla de bandoleros. Sin embargo, me dicen que son bastante

inofensivos y, lo que es más, bastante tímidos.

Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a Bistritz, que es una antigua localidad muy interesante. Como

está prácticamente en la frontera, pues el paso de Borgo conduce desde ahí a Bucovina, ha tenido una

existencia bastante agitada, y desde luego pueden verse las señales de ella.

Hace cincuenta años se produjeron grandes incendios que causaron terribles estragos en cinco ocasiones

diferentes. A comienzos del siglo XVII sufrió un sitio de tres semanas y perdió trece mil personas, y a las

bajas de la guerra se agregaron las del hambre y las enfermedades.

El conde Drácula me había indicado que fuese al hotel Golden Krone, el cual, para mi gran satisfacción,

era bastante anticuado, pues por supuesto, yo quería conocer todo lo que me fuese posible de las

costumbres del país. Evidentemente me esperaban, pues cuando me acerqué a la puerta me encontré

frente a una mujer ya entrada en años, de rostro alegre, vestida a la usanza campesina: ropa interior

blanca con un doble delantal, por delante y por detrás, de tela vistosa, tan ajustado al cuerpo que no podía

calificarse de modesto. Cuando me acerqué, ella se inclinó y dijo:

—¿El señor inglés?

—Sí —le respondí—: Jonathan Harker.

Ella sonrió y le dio algunas instrucciones a un hombre anciano en camisa de blancas mangas, que la había

seguido hasta la puerta. El hombre se fue, pero regresó inmediatamente con una carta:

"Mi querido amigo: bienvenido a los Cárpatos. Lo estoy esperando ansiosamente. Duerma bien, esta

noche. Mañana a las tres saldrá la diligencia para Bucovina; ya tiene un lugar reservado. En el desfiladero

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de Borgo mi carruaje lo estará esperando y lo traerá a mi casa. Espero que su viaje desde Londres haya

transcurrido sin tropiezos, y que disfrute de su estancia en mi bello país.

Su amigo, 4 de mayo. Averigüé que mi posadero había recibido una carta del conde, ordenándole que

asegurara el mejor lugar del coche para mí; pero al inquirir acerca de los detalles, se mostró un tanto

reticente y pretendió no poder entender mi alemán. Esto no podía ser cierto, porque hasta esos momentos

lo había entendido perfectamente; por lo menos respondía a mis preguntas exactamente como si las

entendiera. Él y su mujer, la anciana que me había recibido, se miraron con temor. Él murmuró que el

dinero le había sido enviado en una carta, y que era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía al

Conde Drácula y si podía decirme algo de su castillo, tanto él como su mujer se persignaron, y diciendo que

no sabían nada de nada, se negaron simplemente a decir nada más.

Era ya tan cerca a la hora de la partida que no tuve tiempo de preguntarle a nadie más, pero todo me

parecía muy misterioso y de ninguna manera tranquilizante.

Unos instantes antes de que saliera, la anciana subió hasta mi cuarto y dijo, con voz nerviosa:

—¿Tiene que ir? ¡Oh! Joven señor, ¿tiene que ir?

Estaba en tal estado de excitación que pareció haber perdido la noción del poco alemán que sabía, y lo

mezcló todo con otro idioma del cual yo no entendí ni una palabra. Apenas comprendí algo haciéndole

numerosas preguntas. Cuando le dije que me tenía que ir inmediatamente, y que estaba comprometido

en negocios importantes, preguntó otra vez:

—¿Sabe usted qué día es hoy?

Le respondí que era el cuatro de mayo. Ella movió la cabeza y habló otra vez:

—¡Oh, sí! Eso ya lo sé. Eso ya lo sé, pero, ¿sabe usted qué día es hoy?

Al responderle yo que no le entendía, ella continuó:

—Es la víspera del día de San Jorge. ¿No sabe usted que hoy por la noche, cuando el reloj marque la

medianoche, todas las cosas demoníacas del mundo tendrán pleno poder? ¿Sabe usted adónde va y a lo

que va?

Estaba en tal grado de desesperación que yo traté de calmarla, pero sin efecto. Finalmente, cayó de

rodillas y me imploró que no fuera; que por lo menos esperara uno o dos días antes de partir. Todo aquello

era bastante ridículo, pero yo no me sentí tranquilo. Sin embargo, tenía un negocio que arreglar y no podía

permitir que nada se interpusiera. Por lo tanto traté de levantarla, y le dije, tan seriamente como pude,

que le agradecía, pero que mi deber era imperativo y yo tenía que partir. Entonces ella se levantó y secó

sus ojos, y tomando un crucifijo de su cuello me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, pues como fiel de la

Iglesia Anglicana, me he acostumbrado a ver semejantes cosas como símbolos de idolatría, y sin embargo,

me pareció descortés rechazárselo a una anciana con tan buenos propósitos y en tal estado mental.

Supongo que ella pudo leer la duda en mi rostro, pues me puso el rosario alrededor del cuello, y dijo: "Por

amor a su madre", y luego salió del cuarto. Estoy escribiendo esta parte de mi diario mientras, espero el

coche, que por supuesto, está retrasado; y el crucifijo todavía cuelga alrededor de mi cuello. No sé si es el

miedo de la anciana o las múltiples tradiciones fantasmales de este lugar, o el mismo crucifijo, pero lo

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cierto es que no me siento tan tranquilo como de costumbre. Si este libro llega alguna vez a manos de

Mina antes que yo, que le lleve mi adiós ¡Aquí viene mi coche!

5 de mayo. El castillo. La oscuridad de la mañana ha pasado y el sol está muy alto sobre el horizonte

distante, que parece perseguido, no sé si por árboles o por colinas, pues está tan alejado que las cosas

grandes y pequeñas se mezclan. No tengo sueño y, como no se me llamará hasta que despierte solo,

naturalmente escribo hasta que llegue el sueño. Hay muchas cosas raras que quisiera anotar, y para que

nadie al leerlas pueda imaginarse que cené demasiado bien antes de salir de Bistritz, también anotaré

exactamente mi cena. Cené lo que ellos llaman "biftec robado", con rodajas de tocino, cebolla y carne de

res, todo sazonado con pimiento rojo ensartado en palos y asado. ¡En el estilo sencillo de la "carne de

gato" de Londres! El vino era Mediasch Dorado, que produce una rara picazón en la lengua, la cual, sin

embargo, no es desagradable. Sólo bebí un par de vasos de este vino, y nada más.

Cuando llegué al coche, el conductor todavía no había tomado su asiento, y lo vi hablando con la dueña de

la posada. Evidentemente hablaban de mí, pues de vez en cuando se volvían para verme, y algunas de las

personas que estaban sentadas en el banco fuera de la puerta (a las que llaman con un nombre que

significa "Portadores de palabra") se acercaron y escucharon, y luego me miraron, la mayor parte de ellos

compadeciéndome. Pude escuchar muchas palabras que se repetían a menudo: palabras raras, pues había

muchas nacionalidades en el grupo; así es que tranquilamente extraje mi diccionario políglota de mi

petaca, y las busqué. Debo admitir que no me produjeron ninguna alegría, pues entre ellas estaban

"Ordog" (Satanás), "pokol" (infierno), "stregoica" (bruja), "vrolok" y "vlkoslak" (las que significan la misma

cosa, una en eslovaco y la otra en servio, designando algo que es un hombre lobo o un vampiro).

(Recordar: debo preguntarle al conde acerca de estas supersticiones.) Cuando partimos, la multitud

alrededor de la puerta de la posada, que para entonces ya había crecido a un número considerable, todos

hicieron el signo de la cruz y dirigieron dos dedos hacia mí. Con alguna dificultad conseguí que un pasajero

acompañante me dijera qué significaba todo aquello; al principio no quería responderme, pero cuando

supo que yo era inglés, me explicó que era el encanto o hechizo contra el mal de ojo. Esto tampoco me

agradó mayormente cuando salía hacia un lugar desconocido con un hombre desconocido; pero todo el

mundo parecía tan bondadoso, tan compasivo y tan simpático que no pude evitar sentirme emocionado.

Nunca olvidaré el último vistazo que eché al patio interior de la posada y su multitud de pintorescos

personajes, todos persignándose, mientras estaban alrededor del amplio pórtico, con su fondo de rico

follaje de adelfas y árboles de naranjo en verdes tonelitos agrupados en el centro del patio.

Entonces nuestro conductor, cuyo amplio pantalón de lino cubría todo el asiento frontal (ellos lo llaman

"gotza"), fustigó su gran látigo sobre los cuatro pequeños caballos que corrían de dos en dos, e iniciamos

nuestro viaje…

Pronto perdí de vista y de la memoria los fantasmales temores en la belleza de la escena por la que

atravesábamos, aunque si yo hubiese conocido el idioma, o mejor, los idiomas que hablaban mis

compañeros de viaje, es muy posible que no hubiese sido capaz de deshacerme de ellos tan fácilmente.

Ante nosotros se extendía el verde campo inclinado lleno de bosques con empinadas colinas aquí y allá,

coronadas con cúmulos de tréboles o con casas campesinas, con sus paredes vacías viendo hacia la

carretera.

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Por todos lados había una enloquecedora cantidad de frutos en flor: manzanas, ciruelas, peras y fresas. Y a

medida que avanzábamos, pude ver cómo la verde hierba bajo los árboles estaba cuajada con pétalos

caídos. La carretera entraba y salía entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman "Tierra Media",

liberándose al barrer alrededor de las curvas, o cerrada por los estrangulantes brazos de los bosques de

pino, que aquí y allá corrían colina abajo como lenguas de fuego. El camino era áspero, pero a pesar de ello

parecía que volábamos con una prisa excitante. Entonces no podía entender a qué se debía esa prisa, pero

evidentemente el conductor no quería perder tiempo antes de llegar al desfiladero de Borgo. Se me dijo

que el camino era excelente en verano, pero que todavía no había sido arreglado después de las nieves del

invierno. A este respecto era diferente a la mayoría de los caminos de los Cárpatos, pues es una antigua

tradición que no deben ser mantenidos en tan buen estado. Desde la antigüedad los hospadares no

podían repararlos, pues entonces los turcos pensaban que se estaban preparando para traer tropas

extranjeras, y de esta manera atizar la guerra que siempre estaba verdaderamente a punto de desatarse.

Más allá de las verdes e hinchadas lomas de la Tierra Media se levantaban imponentes colinas de bosques

que llegaban hasta las elevadas cumbres de los Cárpatos.

Se levantaban a la izquierda y a la derecha de nosotros, con el sol de la tarde cayendo plenamente sobre

ellas y haciendo relucir los gloriosos colores de esta bella cordillera, azul profundo y morado en las

sombras de los picos, verde y marrón donde la hierba y las piedras se mezclaban, y una infinita perspectiva

de rocas dentadas y puntiagudos riscos, hasta que ellos mismos se perdían en la distancia, donde las

cumbres nevadas se alzaban grandiosamente. Aquí y allá parecían descubrirse imponentes grietas en las

montañas, a través de las cuales, cuando el sol comenzó a descender, vimos en algunas ocasiones el blanco

destello del agua cayendo. Uno de mis compañeros me tocó la mano mientras nos deslizábamos alrededor

de la base de una colina y señaló la elevada cima de una montaña cubierta de nieve, que parecía, a medida

que avanzábamos en nuestra serpenteante carretera, estar frente a nosotros.

—¡Mire! ¡Ilsten szek! "¡El trono de Dios!" —me dijo, y se persignó nuevamente.

A medida que continuamos por nuestro interminable camino y el sol se hundió más y más detrás de

nosotros, las sombras de la tarde comenzaron a rodearnos. Este hecho quedó realzado porque las cimas

de las nevadas montañas todavía recibían los rayos del sol, y parecían brillar con un delicado y frío color

rosado. Aquí y allá pasamos ante checos y eslovacos, todos en sus pintorescos atuendos, pero noté que el

bocio prevalecía dolorosamente. A lo largo de la carretera había muchas cruces, y a medida que pasamos,

todos mis compañeros se persignaron ante ellas. Aquí y allá había una campesina arrodillada frente a un

altar, sin que siquiera se volviera a vernos al acercarnos, sino que más bien parecía, en el arrobamiento de

la devoción, no tener ni ojos ni oídos para el mundo exterior. Muchas cosas eran completamente nuevas

para mí; por ejemplo, hacinas de paja en los árboles, y aquí y allá, muy bellos grupos de sauces llorones,

con sus blancas ramas brillando como plata a través del delicado verde de las hojas. Una y otra vez

pasamos un carromato (la carreta ordinaria de los campesinos) con su vértebra larga, culebreante,

calculada para ajustarse a las desigualdades de la carretera. En cada uno de ellos iba sentado un grupo de

campesinos que regresaban a sus hogares, los checos con sus pieles de oveja blancas y los eslovacos con

las suyas de color. Estos últimos llevaban a guisa de lanzas sus largas duelas, con un hacha en el extremo.

Al comenzar a caer la noche se sintió mucho frío, y la creciente penumbra pareció mezclar en una sola

bruma la lobreguez de los árboles, robles, hayas y pinos, aunque en los valles que corrían profundamente a

través de los surcos de las colinas, a medida que ascendíamos hacia el desfiladero, se destacaban contra el

fondo de la tardía nieve los oscuros abetos. Algunas veces, mientras la carretera era cortada por los

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bosques de pino que parecían acercarse a nosotros en la oscuridad, grandes masas grisáceas que estaban

desparramadas aquí y allá entre los árboles producían un efecto lóbrego y solemne, que hacía renacer los

pensamientos y las siniestras fantasías engendradas por la tarde, mientras que el sol poniente parecía

arrojar un extraño consuelo a las fantasmales nubes que, entre los Cárpatos, parece que vagabundean

incesantemente por los valles. En ciertas ocasiones las colinas eran tan empinadas que, a pesar de la prisa

de nuestro conductor, los caballos sólo podían avanzar muy lentamente. Yo quise descender del coche y

caminar al lado de ellos, tal como hacemos en mi país, pero el cochero no quiso saber nada de eso.

—No; no —me dijo—, no debe usted caminar aquí. Los perros son muy fieros —dijo, y luego añadió, con

lo que evidentemente parecía ser una broma macabra, pues miró a su alrededor para captar las sonrisas

afirmativas de los demás—: Ya tendrá usted suficiente que hacer antes de irse a dormir.

Así fue que la única parada que hizo durante un momento sirvió para que encendiera las lámparas.

Al oscurecer pareció que los pasajeros se volvían más nerviosos y continuamente le estuvieron hablando al

cochero uno tras otro, como si le pidieran que aumentara la velocidad. Fustigó a los caballos

inmisericordemente con su largo látigo, y con salvajes gritos de aliento trató de obligarlos a mayores

esfuerzos. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de luz gris adelante de

nosotros, como si hubiese una hendidura en las colinas. La intranquilidad de los pasajeros aumentó; el loco

carruaje se bamboleó sobre sus grandes resortes de cuero, y se inclinó hacia uno y otro lado como un

barco flotando sobre un mar proceloso. Yo tuve que sujetarme. El camino se hizo más nivelado y parecía

que volábamos sobre él. Entonces, las montañas parecieron acercarse a nosotros desde ambos lados,

como si quisiesen estrangularnos, y nos encontramos a la entrada del desfiladero de Borgo. Uno por uno

todos los pasajeros me ofrecieron regalos, insistiendo de una manera tan sincera que no había modo de

negarse a recibirlos. Desde luego los regalos eran de muy diversas y extrañas clases, pero cada uno me lo

entregó de tan buena voluntad, con palabras tan amables, y con una bendición, esa extraña mezcla de

movimientos temerosos que ya había visto en las afueras del hotel en Bistritz: el signo de la cruz y el

hechizo contra el mal de ojo.

Entonces, al tiempo que volábamos, el cochero se inclinó hacia adelante y, a cada lado, los pasajeros,

apoyándose sobre las ventanillas del coche, escudriñaron ansiosamente la oscuridad. Era evidente que se

esperaba que sucediera algo raro, pero aunque le pregunté a cada uno de los pasajeros, ninguno me dio la

menor explicación. Este estado de ánimo duró algún tiempo, y al final vimos cómo el desfiladero se abría

hacia el lado oriental. Sobre nosotros pendían oscuras y tenebrosas nubes, y el aire se encontraba pesado,

cargado con la opresiva sensación del trueno. Parecía como si la cordillera separara dos atmósferas, y

que ahora hubiésemos entrado en la tormentosa. Yo mismo me puse a buscar el vehículo que debía

llevarme hasta la residencia del conde. A cada instante esperaba ver el destello de lámparas a través de

la negrura, pero todo se quedó en la mayor oscuridad. La única luz provenía de los parpadeantes rayos de

luz de nuestras propias lámparas, en las cuales los vahos de nuestros agotados caballos se elevaban como

nubes blancas. Ahora pudimos ver el arenoso camino extendiéndose blanco frente a nosotros, pero en él

no había ninguna señal de un vehículo. Los pasajeros se reclinaron con un suspiro de alegría, que parecía

burlarse de mi propia desilusión. Ya estaba pensando qué podía hacer en tal situación cuando el cochero,

mirando su reloj, dijo a los otros algo que apenas pude oír, tan suave y misterioso fue el tono en que lo

dijo. Creo que fue algo así como "una hora antes de tiempo". Entonces se volvió a mí y me dijo en un

alemán peor que el mío:

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—No hay ningún carruaje aquí. Después de todo, nadie espera al señor. Será mejor que ahora venga a

Bucovina y regrese mañana o al día siguiente; mejor al día siguiente.

Mientras hablaba, los caballos comenzaron a piafar y a relinchar, y a encabritarse tan salvajemente que

el cochero tuvo que sujetarlos con firmeza. Entonces, en medio de un coro de alaridos de los campesinos

que se persignaban apresuradamente, apareció detrás de nosotros una calesa, nos pasó y se detuvo al lado

de nuestro coche. Por la luz que despedían nuestras lámparas, al caer los rayos sobre ellos, pude ver que

los caballos eran unos espléndidos animales, negros como el carbón. Estaban conducidos por un hombre

alto, con una larga barba grisácea y un gran sombrero negro, que parecía ocultar su rostro de nosotros.

Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes, que parecieron rojos al resplandor de la

lámpara, en los instantes en que el hombre se volvió a nosotros. Se dirigió al cochero:

—Llegó usted muy temprano hoy, mi amigo.

El hombre replicó balbuceando:

—El señor inglés tenía prisa.

Entonces el extraño volvió a hablar:

—Supongo entonces que por eso usted deseaba que él siguiera hasta Bucovina. No puede engañarme,

mi amigo. Sé demasiado, y mis caballos son veloces.

Y al hablar sonrió, y cuando la luz de la lámpara cayó sobre su fina y dura boca, con labios muy rojos, sus

agudos dientes le brillaron blancos como el marfil. Uno de mis compañeros le susurró a otro aquella frase

de la "Leonora" de Burger:

"Denn die Todten reiten schnell" (Pues los muertos viajan velozmente)

El extraño conductor escuchó evidentemente las palabras, pues alzó la mirada con una centelleante

sonrisa. El pasajero escondió el rostro al mismo tiempo que hizo la señal con los dos dedos y se persignó.

—Dadme el equipaje del señor —dijo el extraño cochero.

Con una presteza excesiva mis maletas fueron sacadas y acomodadas en la calesa. Luego descendí del

coche, pues la calesa estaba situada a su lado, y el cochero me ayudó con una mano que asió mi brazo

como un puño de acero; su fuerza debía ser prodigiosa. Sin decir palabra agitó las riendas, los caballos

dieron media vuelta y nos deslizamos hacia la oscuridad del desfiladero. Al mirar hacia atrás vi el vaho de

los caballos del coche a la luz de las lámparas, y proyectadas contra ella las figuras de mis hasta hacia poco

compañeros, persignándose. Entonces el cochero fustigó su látigo y gritó a los caballos, y todos arrancaron

con rumbo a Bucovina. Al perderse en la oscuridad sentí un extraño escalofrío, y un sentimiento de soledad

se apoderó de mí.

Pero mi nuevo cochero me cubrió los hombros con una capa y puso una manta sobre mis rodillas,

hablando luego en excelente alemán:

—La noche está fría, señor mío, y mi señor el conde me pidió que tuviera buen cuidado de usted.

Debajo del asiento hay una botella de slivovitz, un licor regional hecho de ciruelas, en caso de que usted

guste...

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Pero yo no tomé nada, aunque era agradable saber que había una provisión de licor. Me sentí un poco

extrañado, y no menos asustado. Creo que si hubiese habido otra alternativa, yo la hubiese tomado en vez

de proseguir aquel misterioso viaje nocturno.

El carruaje avanzó a paso rápido, en línea recta; luego dimos una curva completa y nos internamos por otro

camino recto. Me pareció que simplemente dábamos vuelta una y otra vez sobre el mismo lugar; así pues,

tomé nota de un punto sobresaliente y confirmé mis sospechas. Me hubiese gustado preguntarle al

cochero qué significaba todo aquello, pero realmente tuve miedo, pues pensé que, en la situación en que

me encontraba, cualquier protesta no podría dar el efecto deseado en caso de que hubiese habido una

intención de retraso. Al cabo de un rato, sin embargo, sintiéndome curioso por saber cuánto tiempo había

pasado, encendí un fósforo, y a su luz miré mi reloj; faltaban pocos minutos para la medianoche. Esto me

dio una especie de sobresalto, pues supongo que la superstición general acerca de la medianoche había

aumentado debido a mis recientes experiencias. Me quedé aguardando con una enfermiza sensación de

ansiedad.

Entonces un perro comenzó a aullar en alguna casa campesina más adelante del camino. Dejó escapar un

largo, lúgubre aullido, como si tuviese miedo. Su llamado fue recogido por otro perro y por otro y otro,

hasta que, nacido como el viento que ahora pasaba suavemente a través del desfiladero, comenzó un

aterrador concierto de aullidos que parecían llegar de todos los puntos del campo, desde tan lejos como la

imaginación alcanzase a captar a través de las tinieblas de la noche. Desde el primer aullido los caballos

comenzaron a piafar y a inquietarse, pero el cochero les habló tranquilizándolos, y ellos recobraron la

calma, aunque temblaban y sudaban como si acabaran de pasar por un repentino susto. Entonces, en la

lejana distancia, desde las montañas que estaban a cada lado de nosotros, llegó un aullido mucho más

fuerte y agudo, el aullido de los lobos, que afectó a los caballos y a mi persona de la misma manera, pues

estuve a punto de saltar de la calesa y echar a correr, mientras que ellos retrocedieron y se encabritaron

frenéticamente, de manera que el cochero tuvo que emplear toda su fuerza para impedir que se

desbocaran. Sin embargo, a los pocos minutos mis oídos se habían acostumbrado a los aullidos, y los

caballos se habían calmado tanto que el cochero pudo descender y pararse frente a ellos. Los sobó y

acarició, y les susurró algo en las orejas, tal como he oído que hacen los domadores de caballos, y con un

efecto tan extraordinario que bajo estos mimos se volvieron nuevamente bastante obedientes, aunque

todavía temblaban. El cochero tomó nuevamente su asiento, sacudió sus riendas y reiniciamos nuestro

viaje a buen paso.

Esta vez, después de llegar hasta el lado extremo del desfiladero, repentinamente cruzó por una estrecha

senda que se introducía agudamente a la derecha.

Pronto nos encontramos obstruidos por árboles, que en algunos lugares cubrían por completo el camino,

formando una especie de túnel a través del cual pasábamos. Y además de eso, gigantescos peñascos

amenazadores nos hacían valla a uno y otro lado.

A pesar de encontrarnos así protegidos, podíamos escuchar el viento que se levantaba, pues gemía y

silbaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles chocaban entre sí al pasar nosotros por el camino.

Hizo cada vez más frío v una fina nieve comenzó a caer, de tal manera que al momento alrededor de

nosotros todo estaba cubierto por un manto blanco. El aguzado viento todavía llevaba los aullidos de los

perros, aunque éstos fueron decreciendo a medida que nos alejábamos. El aullido de los lobos, en cambio,

se acercó cada vez más, como si ellos se fuesen aproximando hacia nosotros por todos lados. Me sentí

terriblemente angustiado, y los caballos compartieron mi miedo. Sin embargo, el cochero no parecía tener

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ningún temor; continuamente volvía la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha, pero yo no podía ver

nada a través de la oscuridad.

Repentinamente, lejos, a la izquierda, divisé el débil resplandor de una llama azul. El cochero lo vio al

mismo tiempo; inmediatamente paró los caballos y, saltando a tierra, desapareció en la oscuridad.

Yo no sabía qué hacer, y mucho menos debido a que los aullidos de los lobos parecían acercarse; pero

mientras dudaba, el cochero apareció repentinamente otra vez, y sin decir palabra tomó asiento y

reanudamos nuestro viaje.

Creo que debo haberme quedado dormido o soñé repetidas veces con el incidente, pues éste se repitió

una y otra vez, y ahora, al recordarlo, me parece que fue una especie de pesadilla horripilante.

Una vez la llama apareció tan cerca del camino que hasta en la oscuridad que nos rodeaba pude observar

los movimientos del cochero. Se dirigió rápidamente a donde estaba la llama azul (debe haber sido muy

tenue, porque no parecía iluminar el lugar alrededor de ella), y tomando algunas piedras las colocó en una

forma significativa. En una ocasión fui víctima de un extraño efecto óptico: estando él parado entre la

llama y yo, no pareció obstruirla, porque continué viendo su fantasmal luminosidad. Esto me asombró,

pero como sólo fue un efecto momentáneo, supuse que mis ojos me habían engañado debido al

esfuerzo que hacía en la oscuridad. Luego, por un tiempo, ya no aparecieron las llamas azules, y nos

lanzamos velozmente a través de la oscuridad con los aullidos de los lobos rodeándonos, como si nos

siguieran en círculos envolventes.

Finalmente el cochero se alejó más de lo que lo había hecho hasta entonces, y durante su ausencia los

caballos comenzaron a temblar más que nunca y a piafar y relinchar de miedo. No pude ver ninguna causa

que motivara su nerviosismo, pues los aullidos de los lobos habían cesado por completo; pero entonces la

luna, navegando a través de las negras nubes, apareció detrás de la dentada cresta de una roca saliente

revestida de pinos, y a su luz vi alrededor de nosotros un círculo de lobos, con dientes blancos y lenguas

rojas y colgantes, con largos miembros sinuosos y pelo hirsuto. Eran cien veces más terribles en aquel

lúgubre silencio que los rodeaba que cuando estaban aullando. Por mi parte, caí en una especie de parálisis

de miedo. Sólo cuando el hombre se encuentra cara a cara con semejantes horrores puede comprender su

verdadero significado.

De pronto, todos los lobos comenzaron a aullar como si la luz de la luna produjera un efecto peculiar en

ellos. Los caballos se encabritaron y retrocedieron, y miraron impotentes alrededor con unos ojos que

giraban de manera dolorosa; pero el círculo viviente de terror los acompañaba a cada lado; forzosamente

tuvieron que permanecer dentro de él. Yo le grité al cochero que regresara, pues me pareció que nuestra

última alternativa era tratar de abrirnos paso a través del círculo, y para ayudarle a su regreso grité y

golpeé a un lado de la calesa, esperando que el ruido espantara a los lobos de aquel lado y así él tuviese

oportunidad de subir al coche.

Cómo finalmente llegó es cosa que no sé; pero escuché su voz alzarse en un tono de mando imperioso, y

mirando hacia el lugar de donde provenía, lo vi parado en medio del camino. Agitó los largos brazos como

si tratase de apartar un obstáculo impalpable, y los lobos se retiraron, justamente en esos momentos una

pesada nube pasó a través de la cara de la luna, de modo que volvimos a sumirnos en la oscuridad.

Cuando pude ver otra vez, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos habían desaparecido. Todo

esto fue tan extraño y misterioso que fui sobrecogido por un miedo pánico, y no tuve valor para moverme

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ni para hablar. El tiempo pareció interminable mientras continuamos nuestro camino, ahora en la más

completa oscuridad, pues las negras nubes oscurecían la luna. Continuamos ascendiendo, con

ocasionales períodos de rápidos descensos, pero ascendiendo la mayor parte del tiempo.

Repentinamente tuve conciencia de que el conductor estaba deteniendo a los caballos en el patio interior

de un inmenso castillo ruinoso en parte, de cuyas altas ventanas negras no salía un sólo rayo de luz, y cuyas

quebradas murallas mostraban una línea dentada que destacaba contra el cielo iluminado por la luz de la

luna.

El decálogo de la novela policíaca, según Raymond Chandler

1. La situación inicial y el desenlace deben tener unas motivaciones verosímiles.

2. No deben cometerse errores técnicos respecto a los métodos del crimen y de la investigación.

3. Los personajes, el ambiente y la atmósfera deben ser realistas. Hay que referirse a personas

reales en un mundo real.

4. Además del elemento de misterio, la intriga debe tener un cierto peso en tanto que

argumento.

5. La sencillez fundamental de la estructura debe ser suficiente como para admitir una fácil

explicación cuando el momento lo exija.

6. La solución del misterio no debe escapar a un lector razonablemente inteligente.

7. Cuando se revela la solución, esta debe parecer inevitable.

8. La novela policíaca no debe intentar hacerlo todo a la vez. Si se trata de la historia de un

enigma que funciona a un nivel mental elevado, no podemos convertirla también en una

aventura violenta o apasionada.

9. Es preciso que de una manera u otra, y no necesariamente a través de los tribunales de

justicia, el criminal reciba su castigo.

10. Es necesaria una cierta honestidad con el lector. El lector acepta que lo engañen, pero no

con una tontería.

Raymond Chandler.

EMMA ZUNZ

JORGE LUIS BORGES

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en

el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La

engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas

borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte

dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de

su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del

muerto.

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Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de

ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo

comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el

mundo, y seguiría sucediendo sin fin.

Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya

conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los

antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó

(trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos

losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre

«el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había

jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora

uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su

mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo

entre ella y el ausente.

Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto

su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica

rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo,

fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear

su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con

la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde.

Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los

hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas

legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince,

la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel

día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los

hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por

teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y

prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora.

Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla

Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló , cerrados los

ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le

depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón

de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la

carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo

infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer

verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la

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memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que

esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por

luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró,

inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras

mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna

ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada.

El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y

después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y

después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya

porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen

consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó

Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y

que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había

hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en

seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma

como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no

abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se

incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan;

Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza

de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió

a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin

que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento

más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles,

que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y

olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser

una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el

fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de

la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había

un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el

año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero

era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era

muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de

oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de

pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un

pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en

voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no

ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas

veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la

intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor,

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sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del

pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje

padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que

perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las

obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera

el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales

aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver.

Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo

hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió

en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el

perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó

la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán

castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a

comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco

del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo

que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor

Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté... La historia era increíble, en

efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz,

verdadero el pudor, verdadero el odio.

Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o

dos nombres propios.

La novela rosa, concepción de Guillermo Cabrera La novela rosa, aunque también es conocida coloquialmente como novela romántica, resulta útil el

termino "Rosa" para distinguirla de la novela romántica perteneciente al período histórico-cultural del

Romanticismo. Se trata de un género literario narrativo occidental, la RAE la define como una variedad de

relato novelesco, cultivado en época moderna, con personajes y ambientes muy convencionales, en el cual

se narran las vicisitudes de dos enamorados, cuyo amor triunfa frente a la adversidad. En inglés es

conocido como romance novel, y en francés como roman sentimental o roman à l'eau de rose. Guillermo

Cabrera Infante consideraba ambiguo el término novela rosa y proponía a cambio romance para definir

este género en castellano.

Historia

Se considera que proviene del Romance, género literario medieval. La novela rosa se ha originado y

desarrollado sobre todo en lengua inglesa. No obstante el tema amoroso con ficción feliz es clásico dentro

de la historia de la literatura.

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De hecho, el origen de la novela como género literario se encuentra en narraciones de la época clásica

(Grecia y Roma) que siguen un esquema parecido a las novelas rosas actuales: encuentro de una pareja de

jóvenes (enamoramiento, fuga, boda), separación (en un viaje arriesgado a causa de naufragios y piratas),

reencuentro de los enamorados (que han sido fieles a pesar de las dificultades) y final feliz. Ejemplo de

novela pastoril que relata las aventuras de una pareja de enamorados hasta que logran el final feliz es

Dafnis y Cloe, de Longo (s. IV).

En los inicios de la novela moderna se encuentran autores como los ingleses Richardson y Fielding, con

obras cuya trama o personajes pueden relacionarse con el género de la novela rosa posterior. Así, Samuel

Richardson (Gran Bretaña, 1689-1761) narra en su novela Pamela, o la virtud recompensada (Pamela: Or,

Virtue Rewarded, 1740) la historia de una joven doncella, bella y virtuosa, que consigue reformar al héroe

libertino y casarse con él, ascendiendo así en la escala social.

Parodiando el moralismo sentimental de Richardson, Henry Fielding (Gran Bretaña, 1707-1754) logra

novelas de trama más amena y personajes considerablemente más atractivos, especialmente sus heroínas,

con mayor humor y sensualidad. Tom Jones (1749), novela más bien picaresca, narra las aventuras y

desventuras de un joven libertino, empeñado en recuperar su legítima herencia, logrando casarse al final

con Sophia Western, bella heroína, con numerosas virtudes y sentido del humor, más sutil e inteligente

que el atolondrado héroe, lo que recuerda a las posteriores heroínas de Jane Austen.

La generación posterior a estos autores desarrolló el género de las novelas góticas, cuyo máximo

exponente son las obras de Ann Radcliffe (Gran Bretaña, 1764-1823), en el que se encuentran también las

raíces del género romántico. Su obra más famosa, Los misterios de Udolfo (The Mysteries of Udolpho,

1794), fue satirizada por Jane Austen (Gran Bretaña, 1775-1817) en su novela La abadía de Northanger

(Northanger Abbey, 1798), en la que contrastó el misterio de la novela gótica con la realidad de las

debilidades humanas.

Orgullo y prejuicio (Pride and Prejudice, 1813), escrito por Jane Austen, Cumbres borrascosas (Wuthering

Heights, 1847), de Emily Brontë (Gran Bretaña, 1818-1848), y Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë (Gran

Bretaña, 1816-1855) son consideradas como novelas rosas clásicas.

Actualmente por lo que se refiere a la novela rosa contemporánea, e centra en los problemas de la pareja,

del sexo y del ligue. En este tipo de novela normalmente se aborda la libertad sexual e independencia

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económica femenina, ya que las heroínas vírgenes y los nobles libertinos resultan anacrónicos dentro de

los escenarios actuales. Comenzaron siendo novelas muy cortas, pero ahora cada vez hay más novelas

largas, que entremezclan sus argumentos con otros géneros. Cabe citar como autoras relevantes a Danielle

Steel, Nora Roberts y Jayne Ann Krentz. Linda Howard (Un Beso en la oscuridad, Juego de sombras, Matar

para contarlo), Sandra Brown (Testigo, La exclusiva, Odio en el Paraíso), Karen Robards (Superstición,

Susurros a medianoche, Confiar en un extraño) y Susan Elizabeth Phillips (Toscana para dos, Este corazón

mío, Ella es tan dulce, Cázame si puedes o Tenías que ser tú).

Descripción

De a cuerdo con la definición de la Rae, las novelas han de atenerse a estas dos normas:

1.ª La historia debe centrarse en la relación y el amor romántico que surge entre dos seres humanos. La

asociación de escritoras de novelas rosas de Estados Unidos de Norteámerica1 consideran que,

actualmente, no debe centrarse sólo en el amor romántico heterosexual, sino que, según definen, la trama

principal se refiere a dos personas que se enamoran y se esfuerzan en que su relación funcione. El conflicto

en el libro se centra en la historia de amor. El clímax en el libro resuelve la historia de amor. Pueden existir

otras subtramas, pero la historia de amor debe seguir siendo el tema principal.

2.ª El final de la historia debe ser positivo, dejando al lector que crea que el amor entre los protagonistas y

su relación perdurará por el resto de sus vidas. Según la asociación estadounidense antes mencionada,

debe haber un "final emocionalmente satisfactorio y optimista". Las novelas rosas finalizan de tal manera

que el lector se siente bien. Se basan en la idea de una justicia emocional innata, la noción maniquea de

que la gente buena acaba siendo recompensada y la malvada es castigada. En una novela rosa, los amantes

que se arriesgan a luchar por su amor y su relación acaban siendo recompensados con justicia emocional y

amor incondicional.

Preferencias de los lectores

Es un género leído prácticamente por mujeres; sólo un 5% de hombres leen este tipo de ficción. El perfil de

la lectora de novela rosa es el de una mujer urbana que trabaja o estudia, y posee un nivel social medio-

alto, aunque cultural medio-bajo. Las edades oscilan entre los 15 y los 50 años. A lo largo de los años, las

aficionadas a este género se han vuelto más exigentes respecto al contenido, pidiendo historias más

consistentes, bien documentadas y coherentes a la época y valores de que trate la trama, con diálogos

ágiles, personajes tridimensionales e historias inéditas. Lo que define claramente gustos y tendencias

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especializadas, como puede verse en diversas páginas web dedicadas al género.

Las novelas rosas son muy populares en los Estados Unidos y Canadá, donde es el género más vendido. La

ficción rosa, llegó al 24,1 % y la ficción de misterio, detective y suspense, llegó al 23,1%. Se publicaron más

de dos mil novelas rosas y se alcanzaron 51,1 millones de lectores.

En el otoño de la vida, una rosa roja se abrió para Rosario. Ella, con mirada sombría

retrocedía en el tiempo hasta el día aquel en que conoció a Marcos.

Era una tarde de gruesa lluvia en el campo. A ella le encantaba sentir el agua cayendo por su

cuerpo, la convertía en parte de esa tierra que tanto amaba, se paró un momento en medio

de la lluvia y cerró los ojos… después, alguien depositó en sus labios un tibio beso. ¿ Quién

sería?

Rosario abrió de sopetón sus ojos y su mirada se chocó con la presencia del muchacho que le

enviaba cartas anónimamente, de aquel que la amaba en secreto.

Ella estaba enamorada de él, aunque suponía, no lo conocía, pero en ese instante su corazón

revoloteó tanto que en seguida supo identificar a aquel que tanto había esperado.

Caminaron juntos bajo la lluvia y luego, sólo el tiempo supo lo que pasó.

Lágrimas amargas dejó aquella separación y el juramento eterno de amarse aunque no

estuvieran juntos.

Ahora, cincuenta años después, Marcos aún la pensaba, quizá mucho más que antes, y

Rosario, a través de la luna, le enviaba su eterno amor.

Esta es la historia de dos soledades compartidas en la distancia, soledades que, por las

bifurcaciones del camino, no pudieron juntarse.

La noche ya caía y el resplandor de la luna brillaba con todo su poder. Era un 20 de enero y

Rosario moría… lo último que vio fue una rosa roja en mitad de la luna llena; mientras tanto,

lejos de allí, Marcos también moría mirando la misma rosa Roja que miraba Rosario…

aquellas soledades rotas se juntaron al anochecer de la vida, para nunca más despertar.

Los enterraron juntos, -aunque sin saberlo-, en mitad de una montaña de tierra blanca que, a

sus faldas tenía latente el corazón de una laguna azul profundo que hacía armonioso juego

con el azul de las nubes.

Desde lo alto de aquella montaña blanca, el mundo era para los dos, al fin.

Aquellos dos corazones conservaron la esperanza, aún sobre la misma muerte, y fue esa

muerte la que les dio vida eterna, a través del dulce néctar del amor.

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BIEN, GRACIAS Y USTED?, QUINO.

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