Antología de Cuentos

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Antología de cuentos breves latinoamericanos y microcuentos.

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EL RBOL

El rbol*

Mara Luisa Bombal

A Nina Anguita, gran artista, mgica amiga que supo dar vida y

realidad a mi rbol imaginado; dedico el cuento que, sin saber,

escrib para ella mucho antes de conocerla.El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.

"Mozart, tal vez" piensa Brgida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..." Saba tan poca msica! Y no era porque no tuviese odo ni aficin. De nia fue ella quien reclam lecciones de piano; nadie necesit imponrselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella... Ella haba abandonado los estudios al ao de iniciarlos. La razn de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jams haba conseguido aprender la llave de Fa, jams. "No comprendo, no me alcanza la memoria ms que para la llave de Sol". La indignacin de su padre! "A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! Pobre Carmen! Seguramente habra sufrido por Brgida. Es retardada esta criatura".

Brgida era la menor de seis nias, todas diferentes de carcter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo haca tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefera simplificarse el da declarndola retardada. "No voy a luchar ms, es intil. Djenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de nimas, all ella. Si le gustan las muecas a los diecisis aos, que juegue". Y Brgida haba conservado sus muecas y permanecido totalmente ignorante.

Qu agradable es ser ignorante! No saber exactamente quin fue Mozart; desconocer sus orgenes, sus influencias, las particularidades de su tcnica! Dejarse solamente llevar por l de la mano, como ahora.

Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella est vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraa, abierto sobre el hombro.

Ests cada da ms joven, Brgida. Ayer encontr a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.

Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardn de sus aos juveniles.

Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho aos, sus trenzas castaas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequea boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo ms liviano y gracioso del mundo. En qu pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. "Es tan tonta como linda" decan. Pero a ella nunca le import ser tonta ni "planchar"1 en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la peda nadie.

Mozart! Ahora le brinda una escalera de mrmol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo ntimo de su padre. Desde muy nia, cuando todos la abandonaban, corra hacia Luis. l la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeos gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (es que nunca haba sido joven?) como una lluvia desordenada. "Eres un collar le deca Luis. Eres como un collar de pjaros".

Por eso se haba casado con l. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se senta culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. S, ahora que han pasado tantos aos comprende que no se haba casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qu, por qu se march ella un da, de pronto...

Pero he aqu que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrndola en un ritmo segundo a segundo ms apremiante, la obliga a cruzar el jardn en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.

De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.

Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. Qu lejos se ha retirado el mar! Brgida se interna playa adentro hacia el mar contrado all lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejndola olvidada sobre el pecho de Luis.

No tienes corazn, no tienes corazn sola decirle a Luis. Lata tan adentro el corazn de su marido que no pudo orlo sino rara vez y de modo inesperado. Nunca ests conmigo cuando ests a mi lado protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse l abra ritualmente los peridicos de la tarde. Por qu te has casado conmigo?

Porque tienes ojos de venadito asustado contestaba l y la besaba. Y ella, sbitamente alegre, reciba orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!

Luis, nunca me has contado de qu color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince aos. Qu dijo? Se ri? Llor? Y t estabas orgulloso o tenas vergenza? Y en el colegio, tus compaeros, qu decan? Cuntame, Luis, cuntame. . .

Maana te contar. Tengo sueo, Brgida, estoy muy cansado. Apaga la luz.Inconscientemente l se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, persegua el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.

Por las maanas, cuando la mucama abra las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se haba levantado sigiloso y sin darle los buenos das, por temor al collar de pjaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. "Cinco minutos, cinco minutos nada ms. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos ms conmigo, Luis".

Sus despertares. Ah, qu tristes sus despertares! Pero era curioso apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.

Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. Es Beethoven? No.

Es el rbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensacin bienhechora. Qu calor haca siempre en el dormitorio por las maanas! Y qu luz cruda! Aqu, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvadas, el rbol que desenvolva sombras como de agua agitada y fra por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. Qu agradable era ese cuarto! Pareca un mundo sumido en un acuario. Cmo parloteaba ese inmenso gomero!2 Todos los pjaros del barrio venan a refugiarse en l. Era el nico rbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeaba directamente al ro.

Estoy ocupado. No puedo acompaarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, s estoy en el club. Un compromiso. Come y acustate... No. No s. Ms vale que no me esperes, Brgida.

Si tuviera amigas! suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburra con ella. Si tratara de ser un poco menos tonta! Pero cmo ganar de un tirn tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, no es verdad?A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis por qu no haba de confesrselo a s misma? se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho aos. No le haba pedido acaso que dijera que tena por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?

Y de noche qu cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonrea, eso s, le sonrea con una sonrisa que ella saba maquinal. La colmaba de caricias de las que l estaba ausente. Por qu se haba casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relacin de amistad con su padre.

Tal vez la vida consista para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se produca el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada da peor vestidos y con la barba ms crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consista en llenar con una ocupacin cada minuto del da. Cmo no haberlo comprendido antes! Su padre tena razn al declararla retardada.

Me gustara ver nevar alguna vez, Luis.

Este verano te llevar a Europa y como all es invierno podrs ver nevar.

Ya s que es invierno en Europa cuando aqu es verano. Tan ignorante no soy!

A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubra de besos, llorando, llamndolo: Luis, Luis, Luis...

Qu? Qu te pasa? Qu quieres?

Nada.

Por qu me llamas de ese modo, entonces?

Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y l sonrea, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.

Lleg el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.

Brgida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. Por qu no te vas a la estancia con tu padre?

Sola?

Yo ira a verte todas las semanas, de sbado a lunes.Ella se haba sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano busc palabras hirientes que gritarle. No saba nada, nada. Ni siquiera insultar.

Qu te pasa? En qu piensas, Brgida?

Por primera vez Luis haba vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.

Tengo sueo... haba replicado Brgida puerilmente, mientras esconda la cara en las almohadas.

Por primera vez l la haba llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella haba rehusado salir al telfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que haba encontrado sin pensarlo: el silencio.

Esa misma noche coma frente a su marido sin levantar la vista, contrados todos sus nervios.

Todava est enojada, Brgida?

Pero ella no quebr el silencio.

Bien sabes que te quiero, collar de pjaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.

. . .

Quieres que salgamos esta noche?...

. . .

No quieres? Paciencia. Dime, llam Roberto desde Montevideo?

. . .

Qu lindo traje! Es nuevo?

. . .

Es nuevo, Brgida? Contesta, contstame...

Pero ella tampoco esta vez quebr el silencio.

Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.

Ella se haba levantado a su vez, atnita, temblando de indignacin por tanta injusticia. "Y yo, y yo murmuraba desorientada, yo que durante casi un ao... cuando por primera vez me permito un reproche... Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volver a pisar nunca ms esta casa..." Y abra con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.

Fue entonces cuando alguien o algo golpe en los cristales de la ventana.

Haba corrido, no supo cmo ni con qu inslita valenta, hacia la ventana. La haba abierto. Era el rbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requera desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.

Un pesado aguacero no tardara en rebotar contra sus fras hojas. Qu delicia! Durante toda la noche, ella podra or la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oira crujir y gemir el viejo tronco del gomero contndole de la intemperie, mientras ella se acurrucara, voluntariamente friolenta, entre las sbanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.

Puados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.

Durante cuntas semanas se despert de pronto, muy temprano, apenas senta que su marido, ahora tambin l obstinadamente callado, se haba escurrido del lecho?

El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a ro y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.

Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.

Qu hacer en verano cuando llueve tanto? Quedarse el da entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis haba entrado tmidamente una tarde. Se haba sentado muy tieso. Hubo un silencio.

Brgida, entonces es cierto? Ya no me quieres?

Ella se haba alegrado de golpe, estpidamente. Puede que hubiera gritado: "No, no; te quiero, Luis, te quiero", si l le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:

En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brgida. Hay que pensarlo mucho.En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se haban precipitado. A qu exaltarse intilmente! Luis la quera con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiara con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acerc a la ventana, apoy la frente contra el vidrio glacial, All estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo pareca detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y haba cierta grandeza en aceptarla as, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas pareca brotar y subir una meloda de palabras graves y lentas que ella se qued escuchando: "Siempre". "Nunca"...

Y as pasan las horas, los das y los aos. Siempre! Nunca! La vida, la vida!

Al recobrarse cay en cuenta que su marido se haba escurrido del cuarto.

Siempre! Nunca!... Y la lluvia, secreta e igual, an continuaba susurrando en Chopin.

El verano deshojaba su ardiente calendario. Caan pginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y pginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caan pginas de furiosa y breve tormenta, y pginas de viento caluroso, del viento que trae el "clavel del aire" y lo cuelga del inmenso gomero.

Algunos nios solan jugar al escondite entre las enormes races convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el rbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los nios se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de nia que a su vez desea participar en el juego.

Solitaria, permaneca largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje siempre corra alguna brisa en aquella calle que se despeaba directamente hasta el ro y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una poda pasarse as las horas muertas, vaca de todo pensamiento, atontada de bienestar.

Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepsculo ella encenda la primera lmpara, y la primera lmpara resplandeca en los espejos, se multiplicaba como una lucirnaga deseosa de precipitar la noche.

Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurra de puntillas hacia el cuarto de vestir y abra la ventana. El cuarto se llenaba instantneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.

Su fiebre decaa a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No saba por qu le era tan fcil sufrir en aquel cuarto.

Melancola de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancola tras otra, imperturbable.

Y vino el otoo. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el csped del estrecho jardn, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendan y caan... La cima del gomero permaneca verde, pero por debajo el rbol enrojeca, se ensombreca como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto pareca ahora sumido en una copa de oro triste.

Echada sobre el divn, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Haba vuelto a hablarle, haba vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quera. Pero ya no sufra. Por el contrario, se haba apoderado de ella una inesperada sensacin de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podra herirla. Puede que la verdadera felicidad est en la conviccin de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeos goces, que son los ms perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrs toda temblorosa.

Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.

Lo haban abatido de un solo hachazo. Ella no pudo or los trabajos que empezaron muy de maana.

"Las races levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisin de vecinos..."

Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. Qu mira?

La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?

No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le meta por los poros, la quemaba de fro. Y todo lo vea a la luz de esa fra luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteidas, y las cretonas de colores chillones.

Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y ms vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automviles alineados frente a una estacin de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.

Y toda aquella fealdad haba entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos haba ahora balcones de nquel y trapos colgados y jaulas con canarios.

Le haban quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volva la espalda para dormir, que no le haba dado hijos. No comprende cmo hasta entonces no haba deseado tener hijos, cmo haba llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cmo pudo soportar durante un ao esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario rer en determinadas ocasiones.

Mentira! Eran mentiras su resignacin y su serenidad; quera amor, s, amor, y viajes y locuras, y amor, amor. . .

Pero, Brgida, por qu te vas?, por qu te quedabas? haba preguntado Luis.

Ahora habra sabido contestarle:

El rbol, Luis, el rbol! Han derribado el gomero.* El rbol, 1939

1 Hacer el ridculo.

2 rbol productor de goma.Tragedia

Vicente HuidobroMara Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.Se cas con un mocetn grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honorficas, reglamentadas como rboles de paseo.Pero la parte que ella cas era su parte que se llamaba Mara. Su parte Olga permaneca soltera y luego tom un amante que viva en adoracin ante sus ojos.Ella no poda comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. Mara era fiel, perfectamente fiel. Qu tena l que meterse con Olga? Ella no comprenda que l no comprendiera. Mara cumpla con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?As, cuando el marido cogi el revolver, ella abri los ojos enormes, no asustados sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo.Pero sucedi que el marido se equivoc y mat a Mara, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continu viviendo en brazos de su amante, y creo que an sigue feliz, muy feliz, sintiendo slo que es un poco zurda.

PERIPECIAS DEL SOLDADO*

Alfonso Alcalde

Yo le dije al mariscal de campo con todo respeto: Usted me enva al matadero. Est previsto que en este ataque nadie escapar con vida. Ahora bien, usted me obliga a disparar con este torpe fusil que tiene un corcho en la punta, mi general. Usted me dice que esperamos la hora cero para asaltar al enemigo que nos espera con las ametralladoras camufladas en las casamatas. Mi capitn, no es que yo sea cobarde. Saludo a la bandera antes de partir, soy joven, difcil sostener que tengo derecho a la vida y la guerra es la guerra, eso est claro, mi cabo, pero el hecho de que yo me haya enredado con su mujer, despus de todo, se puede arreglar con un trato de caballeros. En todo caso cuando se acueste con ella dgale que mis ltimas palabras fueron: Viva la patria, viva el amor!, pero no le d mayores detalles cuando se ponga a llorar y salga a buscarme en medio de la noche, mi sargento cornudo.* Alfonso Alcalde, Epifana cruda (Buenos Aires: Crisis, 1974).La santaGabriel Garca Mrquez

Veintids aos despus volv a ver a Margarito Duarte. Apareci de pronto en una de las callecitas secretas del Trastvere, y me cost trabajo reconocerlo a primera vista por su castellano difcil y su buen talante de romano antiguo. Tena el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta lgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que haba venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversacin fui rescatndolo poco a poco de las perfidias de sus aos y volva a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de caf en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atrev a hacerle la pregunta que me carcoma por dentro.

-Qu pas con la santa?

-Ah est la santa me contest-. Esperando.Slo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podamos entender la tremenda carga humana de su respuesta. Conocamos tanto su drama, que durante aos pens que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca dej que me encontrara fue porque el final de su historia me pareca inimaginable.

Haba venido a Roma en aquella primavera radiante en que Po XII padeca una crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de mdicos y hechiceros haban logrado remediar. Sala por primera vez de su escarpada aldea de Tolima, en los Andes colombianos, y se le notaba hasta en el modo de dormir. Se present una maana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado que por la forma y el tamao pareca el estuche de un violonchelo, y le plante al cnsul el motivo sorprendente de su viaje. El cnsul llam entonces por telfono al tenor Rafael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensin donde ambos vivamos. As lo conoc.

Margarito Duarte no haba pasado de la escuela primaria, pero su vocacin por las bellas letras le haba permitido una formacin ms amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso encontraba a su alcance. A los dieciocho aos, siendo el escribano del municipio, se cas con una bella muchacha que muri poco despus en el parto de la primera hija. sta, ms bella an que la madre, muri de fiebre esencial a los siete aos. Pero la verdadera historia de Margarito Duarte haba empezado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo de mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la regin, Margarito desenterr los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la nia segua intacta despus de once aos. Tanto, que cuando destaparon la caja se sinti el vaho de las rosas frescas con que la haban enterrado. Lo ms asombroso, sin embargo, era que el cuerpo careca de peso.Centenares de curiosos atrados por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No haba duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un sntoma inequvoco de la santidad, y hasta el obispo de la dicesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio deba someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una colecta pblica para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era slo suya ni del mbito estrecho de su aldea, sino un asunto de la nacin.Mientras nos contaba su historia en la pensin del apacible barrio de Parioli, Margarito Duarte quit el candado y abri la tapa del bal primoroso. Fue as como el tenor Ribero Silva y yo participamos del milagro. No pareca una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una nia vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran difanos, y causaban la impresin insoportable de que nos vean desde la muerte. El raso y los azahares falsos de la corona no haban resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas que le haban puesto en las manos permanecan vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, sigui siendo igual cuando sacamos el cuerpo.

Margarito Duarte empez sus gestiones al da siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda diplomtica ms compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimaas se le ocurrieron para sortear los incontables obstculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se saba que eran numerosas e intiles. Haca contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones humanitarias encontraba a su paso, donde lo escuchaban con atencin pero sin asombro, y le prometan gestiones inmediatas que nunca culminaron. La verdad es que la poca no era la ms propicia. Todo lo que tuviera que ver con la Santa Sede haba sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no slo a los ms refinados recursos de la medicina acadmica, sino a toda clase de remedios mgicos que le mandaban del mundo entero.Por fin, en el mes de julio, Po XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo. Margarito llev la santa a la primera audiencia semanal con la esperanza de mostrrsela. El Papa apareci en el patio interior, en un balcn tan bajo que Margarito pudo ver sus uas bien pulidas y alcanz a percibir su hlito de lavanda. Pero no circul por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pronunci el mismo discurso en seis idiomas y termin con la bendicin general.

Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito decidi afrontar las cosas en persona, y llev a la Secretara de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. l lo haba previsto, pues el funcionario que la recibi con los formalismos de rigor apenas si se dign darle una mirada oficial a la nia muerta, y los empleados que pasaban cerca la miraban sin ningn inters. Uno de ellos le cont que el ao anterior haba recibido ms de ochocientas cartas que solicitaban la santificacin de cadveres intactos en distintos lugares del mundo. Margarito pidi por ltimo que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprob, pero se neg a admitirla.

- Debe ser un caso de sugestin colectiva dijo.

En sus escasas horas libres y en los ridos domingos de verano, Margarito permaneca en su cuarto, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de inters para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia, escriba en un cuaderno escolar una relacin minuciosa de sus gastos con su caligrafa preciosista de amanuense mayor, para rendir cuentas estrictas y oportunas a los contribuyentes de su pueblo. Antes de terminar el ao conoca los ddalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fcil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y saba tanto como el que ms sobre procesos de canonizacin. Pero pas mucho ms tiempo antes de que cambiara su vestido fnebre, y el chaleco y el sombrero de magistrado que en la Roma de la poca eran propios de algunas sociedades secretas con fines inconfesables. Sala desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de luz que le infunda alientos nuevos para el da siguiente.

- Los santos viven en su tiempo propio deca.Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viv su calvario con una intensidad inolvidable. La pensin donde dormamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya duea ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La llambamos Mara Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoo, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la ta Antonieta, un ngel sin alas que le trabajaba por horas durante el da, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando ms all de lo posible los mrmoles del piso. Fue ella quien nos ense a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su esposo, por el mal hbito que le qued de la guerra, y quien terminara por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de Mara Bella.

Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del len en el zoolgico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se haba ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su bao medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistfeles, y slo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abra de par en par la ventana del cuarto, an con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el len de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra.

-Eres San Marcos reencarnado, figlio mio -exclamaba la ta Antonieta asombrada de veras-. Slo l poda hablar con los leones.

Una maana no fue el len el que dio la rplica. El tenor inici el dueto de amor del Otello: Gi nella notte densa sestingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos lleg la respuesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosigui, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz del vecindario que abri las ventanas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que su Desdmona invisible era nada menos que la gran Mara Caniglia.Tengo la impresin de que fue aquel episodio el que le dio un motivo vlido a Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sent con todos en la mesa comn y no en la cocina, como al principio, donde la ta Antonieta lo complaca casi a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores. Mara Bella nos lea de sobremesa los peridicos del da para acostumbrarnos a la fontica italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos das cont, a propsito de la santa, que en la ciudad de Palermo haba un enorme museo con los cadveres incorruptos de hombres, mujeres y nios, e inclusive varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres capuchinos. La noticia inquiet tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bast una mirada de paso por las abrumadoras galeras de momias sin gloria para formularse un juicio de consolacin.

- No son el mismo caso dijo-. A estos se les nota enseguida que estn muertos.Despus del almuerzo Roma sucumba en el sopor de agosto. El sol de medio da se quedaba inmvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde slo se oa el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abran de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningn propsito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sanda y las canciones de amor entre las flores de las terrazas.

El tenor y yo no hacamos la siesta. bamos en su vespa, l conduciendo y yo en la parrilla, y les llevbamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariosas, como la mayora de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organiza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegan del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un caf bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes trgicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatorio. Ms de una vez les servamos de intrpretes con algn gringo descarriado.

No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el len. Viva en libertad en un islote desrtico circundado por un foso profundo, y tan pronto como nos divis en la otra orilla empez a rugir con un desasosiego que sorprendi a su guardin. Los visitantes del parque acudieron sorprendidos. El tenor trat de identificarse con su do de pecho matinal, pero el len no le prest atencin. Pareca rugir hacia todos nosotros sin distincin, pero el vigilante se dio cuenta al instante de que slo ruga por Margarito. As fue: para donde l se moviera se mova el len, y tan pronto como se esconda dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clsicas de la universidad de Siena, pens que Margarito debi estar ese da con otros leones que lo haban contaminado de su olor. Aparte de esa explicacin, que era invlida, no se le ocurri otra.

-En todo caso dijo- no son rugidos de guerra sino de compasin.

Sin embargo, lo que impresion al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la conmocin de Margarito cuando se detuvieron a conversar con las muchachas del parque. Lo coment en la mesa, y unos por picarda, y otros por comprensin, estuvimos de acuerdo en que sera una buena obra ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de nuestros corazones, Mara Bella se apret la pechuga de madraza bblica con sus manos empedradas de anillos de fantasa.

- Yo lo hara por caridad dijo-, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco.

Fue as como el tenor pas por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llev en ancas de su vespa a la mariposita que le pareci ms propicia para darle una hora de buena compaa a Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba, la ba con jabn de olor, la sec, la perfum con su agua de colonia personal, y la empolv de cuerpo entero con su talco alcanforado para despus de afeitarse. Por ltimo le pag el tiempo que ya llevaban y una hora ms, y le indic letra por letra lo que deba hacer.

La bella desnuda atraves en puntillas la casa en penumbras, como un sueo de la siesta, y dio dos golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abri la puerta.

- Buona sera giovanotto le dijo ella, con voz y modos de colegiala-. Mi manda il tenore.

Margarito asimil el golpe con una gran dignidad. Acab de abrir la puerta para darle paso, y ella se tendi en la cama mientras l se pona a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla con el debido respeto. Luego se sent a su lado en una silla, e inici la conversacin. Sorprendida, la muchacha le dijo que se diera prisa, pues slo disponan de una hora. l no se dio por enterado.

La muchacha dijo despus que de todos modos habra estado el tiempo que l hubiera querido sin cobrarle ni un cntimo, porque no poda haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qu hacer mientras tanto, escudri el cuarto con la mirada, y descubri el estuche de madera sobre la chimenea. Pregunt si era un saxofn. Margarito no le contest, sino que entreabri la persiana para que entrara un poco de luz, llev el estuche a la cama y levant la tapa. La muchacha trat de decir algo, pero se le desencaj la mandbula. O como nos dijo despus: Mi si gel il culo. Escap despavorida, pero se equivoc de sentido en el corredor, y se encontr con la ta Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lmpara de mi cuarto. Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevi a salir del cuarto del tenor hasta muy entrada la noche.

La ta Antonieta no supo nunca qu pas. Entr en mi cuarto tan asustada, que no consegua atornillar la bombilla en la lmpara por el temblor de las manos. Le pregunt qu le suceda. "Es que en esta casa espantan", me dijo. "Y ahora a pleno da". Me cont con una gran conviccin que, durante la guerra, un oficial alemn degoll a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor. Muchas veces, mientras andaba en sus oficios, la ta Antonieta haba visto la aparicin de la bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.

- Acabo de verla caminando en pelota por el corredor dijo-. Era idntica.La ciudad recobr su rutina de otoo. Las terrazas floridas del verano se cerraron con los primeros vientos, y el tenor y yo volvimos a la tractora del Trastvere donde solamos cenar con los alumnos de canto del conde Carlo Calcagni, y algunos compaeros mos de la escuela de cine. Entre estos ltimos, el ms asiduo era Lakis, un griego inteligente y simptico, cuyo nico tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la injusticia social. Por fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de pera cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a nadie aun despus de la media noche. Al contrario, algunos trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abran ventanas para aplaudir.

Una noche, mientras cantbamos, Margarito entr en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el estuche de pino que no haba tenido tiempo de dejar en la pensin despus de mostrarle la santa al prroco de San Juan de Letrn, cuya influencia ante la Sagrada Congregacin del Rito era de dominio pblico. Alcanc a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se sent mientras terminbamos de cantar. Como siempre ocurra al filo de la media noche, reunimos varias mesas cuando la tractora empez a desocuparse, y quedamos juntos los que cantaban, los que hablbamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido all como el colombiano silencioso y triste del cual nadie saba nada. Lakis, intrigado, le pregunt si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecog con lo que me pareci una indiscrecin difcil de sortear. El tenor, tan incmodo como yo, no logr remendar la situacin. Margarito fue el nico que tom la pregunta con toda naturalidad.

- No es un violonchelo dijo-. Es la santa.

Puso la caja sobre la mesa, abri el candado y levant la tapa. Una rfaga de estupor estremeci el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por ltimo la gente de la cocina con sus delantales ensangrentados, se congregaron atnitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las cocineras se arrodill con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rez en silencio.Sin embargo, pasada la conmocin inicial, nos enredamos en una discusin sobre la insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el ms radical. Lo nico que qued claro al final fue su idea de hacer una pelcula crtica con el tema de la santa.

- Estoy seguro dijo- que el viejo Cesare no dejara escapar este tema.

Se refera a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guin, uno de los grandes de la historia del cine y el nico que mantena con nosotros una relacin personal al margen de la escuela. Trataba de ensearnos no slo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una mquina de pensar argumentos. Le salan a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le haca falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Slo que al terminarlos se le caan los nimos. "Lstima que haya que filmarlo", deca. Pues pensaba que en la pantalla perdera mucho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfileres en los muros, y tena tantas que ocupaban una alcoba de su casa.

El sbado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea que le habamos anunciado por telfono. Ni siquiera nos salud con la amabilidad de costumbre, sino que llev a Margarito a una mesa preparada, y l mismo abri el estuche. Entonces ocurri lo que menos imaginbamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufri una especie de parlisis mental.

- Ammazza! murmur espantado.

Mir a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerr la caja l mismo, y sin decir nada condujo a Margarito hacia la puerta, como a un nio que diera sus primeros pasos. Lo despidi con unas palmaditas en la espalda. "Gracias, hijo, muchas gracias", le dijo. "Y que Dios te acompae en tu lucha". Cuando cerr la puerta se volvi hacia nosotros, y nos dio su veredicto.- No sirve para el cine dijo-. Nadie lo creera.Esa leccin sorprendente nos acompa en el tranva de regreso. Si l lo deca, no haba ni que pensarlo: la historia no serva. Sin embargo, Mara Bella nos recibi con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Margarito.Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis haba llevado a dos o tres condiscpulos, pero l ni siquiera pareci verlos cuando abri la puerta.

- Ya lo tengo -grit-. La pelcula ser un caonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la nia.

- En la pelcula o en la vida? -le pregunt.

l reprimi la contrariedad. "No seas tonto", me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el destello de una idea irresistible. "A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real", dijo, y reflexion en serio:

- Debera probar.Fue slo una tentacin instantnea, antes de retomar el hilo. Empez a pasearse por la casa, como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la pelcula a grandes voces. Lo escuchbamos deslumbrados, con la impresin de estar viendo las imgenes como pjaros fosforescentes que se le escapaban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.

- Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito entra en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y le dice con toda la ternura del mundo: "Por el amor de tu padre, hijita: levntate y anda".

Nos mir a todos, y remat con un gesto triunfal:

- Y la nia se levanta!

Algo esperaba de nosotros. Pero estbamos tan perplejos, que no encontrbamos qu decir. Salvo Lakis, el griego, que levant el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra.

- Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigi directo a Zavattini-: Perdneme, maestro, pero no lo creo.

Entonces fue Zavattini el que se qued atnito.

- Y por qu no?

- Qu s yo -dijo Lakis, angustiado-. Es que no puede ser.

-Ammazza! -grit entonces el maestro, con un estruendo que debi orse en el barrio entero-. Eso es lo que ms me jode de los estalinistas: que no creen en la realidad.En los quince aos siguientes, segn l mismo me cont, Margarito llev la santa a Castelgandolfo por si se daba la ocasin de mostrarla. En una audiencia de unos doscientos peregrinos de Amrica Latina alcanz a contar la historia, entre empujones y codazos, al benvolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la nia porque debi dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros peregrinos, en previsin de un atentado. El Papa lo escuch con tanta atencin como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita de aliento.

- Bravo, figlio mio -le dijo-. Dios premiar tu perseverancia.

Sin embargo, cuando de veras se sinti en vsperas de realizar su sueo fue durante el reinado fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de ste, impresionado por la historia de Margarito, le prometi su mediacin. Nadie le hizo caso. Pero dos das despus, mientras almorzaban, alguien llam a la pensin con un mensaje rpido y simple para Margarito: no deba moverse de Roma, pues antes del jueves sera llamado del Vaticano para una audiencia privada.Nunca se supo si fue una broma. Margarito crea que no, y se mantuvo alerta. Nadie sali de la casa. Si tena que ir al bao lo anunciaba en voz alta: "Voy al bao". Mara Bella, siempre graciosa en los primeros albores de la vejez, soltaba su carcajada de mujer libre.

- Ya lo sabemos, Margarito -gritaba-, por si te llama el Papa.

La semana siguiente, dos das antes del telefonema anunciado, Margarito se derrumb ante el titular del peridico que deslizaron por debajo de la puerta: Morto il Papa. Por un instante lo sostuvo en vilo la ilusin de que era un peridico atrasado que haban llevado por equivocacin, pues no era fcil creer que muriera un Papa cada mes. Pero as fue: el sonriente Albino Luciani, elegido treinta y tres das antes, haba amanecido muerto en su cama.Volv a Roma veintids aos despus de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera pensado en l si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los estragos del tiempo para pensar en nadie. Caa sin cesar una llovizna boba como el caldo tibio, la luz de diamante de otros tiempos se haba vuelto turbia, y los lugares que haban sido mos y sustentaban mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensin segua siendo la misma, pero nadie dio razn de Mara Bella. Nadie contestaba en seis nmeros de telfono que el tenor Ribero Silva me haba mandado a travs de los aos. En un almuerzo con la nueva gente de cine evoqu la memoria de mi maestro, y un silencio sbito alete sobre la mesa por un instante, hasta que alguien se atrevi a decir:

- Zavattini? Mai sentito.

As era: nadie haba odo hablar de l. Los rboles de la Villa Borghese estaban desgreados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes haba sido devorado por una maleza sin flores, y las bellas de antao haban sido sustituidas por atletas andrginos travestidos de manolas. El nico sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo len, sarnoso y acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se mora de amor en las tractoras plastificadas de la Plaza de Espaa. Pues la Roma de nuestras nostalgias era ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Csares. De pronto, una voz que poda venir del ms all me par en seco en una callecita del Trastvere:

- Hola, poeta.

Era l, viejo y cansado. Haban muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba los primeros sntomas de la decrepitud, y l segua esperando. "He esperado tanto que ya no puede faltar mucho ms", me dijo al despedirse, despus de casi cuatro horas de aoranzas. "Puede ser cosa de meses". Se fue arrastrando los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era l. Sin darse cuenta, a travs del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintids aos luchando en vida por la causa legtima de su propia canonizacin.El ltimo rostro

lvaro Mutis

El ltimo rostro es el rostro con el que te recibe la muerte.

-De un manuscrito annimo de la Biblioteca

del Monasterio del Monte Athos, siglo XI.

Las pginas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos aos despus de terminada la segunda guerra mundial. Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el ltimo de cuyos miembros muri en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la cada de Francia y llevaron consigo algunos de los ms preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubes y zafiros, obsequio del mariscal Jos Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el prncipe de Nimbourg-Boulac, la coleccin de monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos das despus de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.

Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bailn, que all se narra, nuestra vista cay sobre una palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el inters sobre la derrota de Bailn se esfum bien pronto a medida que nos internbamos en los apretados renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma poca.

Miecislaw Napierski haba viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejrcitos libertadores. Su esposa, la condesa Adhaume de Nimbourg-Boulac, haba muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen polons, busc en Amrica tierras en donde la libertad y el sacrificio alentaran sus sueos de aventura truncados con la cada del Imperio. Dej sus dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarc para Cartagena de Indias. En Cuba, en donde toc la fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delacin y encerrado en el fuerte de Santiago. All padeci varios aos de prisin hasta cuando logr evadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarc en la fragata inglesa "Shanon" que se diriga a Cartagena.Por razones que se vern ms adelante, se transcriben nicamente las pginas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramtico fin de una vida.

Napierski escribi esta parte de su Diario en espaol, idioma que dominaba por haberlo aprendido en su estada en Espaa durante la ocupacin de los ejrcitos napolenicos. En el tono de ciertos prrafos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en Pars y de quienes fuera ntimo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien aloj en su casa.

29 de junio. Hoy conoc al general Bolvar. Era tal mi inters por captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicacin y la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al Libertador desde hace ya muchos aos y servido desde siempre bajo sus rdenes.

La fragata ancl esta maana frente al fuerte de Pastelillo. Un edecn lleg por nosotros a eso de las diez de la maana. Desembarcamos el capitn, un agente consular britnico de nombre Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antao fuera convento de monjas. Bolvar se traslad all desde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por la ilusin de poder partir en breves das.Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequea sala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato entr el seor Ibarra, edecn del Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos recibira en unos momentos. Poco despus se entreabri una puerta que yo haba credo clausurada y asom la cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra seas de que podamos entrar.

Mi primera impresin fue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitacin vaca, con alto techo artesonado, un catre de campaa al fondo, contra un rincn, y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las paredes vacas llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. nicamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pens, por un instante, que seguiramos hacia otro cuarto y que esta sera la habitacin provisional de algn ayudante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad fsica, se oy tras de la silla hablando en un francs impecable traicionado apenas por un leve accent du midi.

-Adelante, seores, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos todos aqu un poco de paso. No puedo levantarme, excsenme ustedes.

Nos acercamos a saludar al hroe mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras ste hablaba con el capitn del velero, tuve oportunidad de observar a Bolvar. Sorprende la desproporcin entre su breve talla y la enrgica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y hmedos que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno, pero a travs de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono olivceo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los trpicos. La frente, pronunciada y magnfica, est surcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una expresin de atnita amargura, confirmada por el diseo delgado y fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me record el rostro de Csar en el busto del museo Vaticano. El mentn pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresin de melanclica amargura, poniendo un sello de densa energa orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uas almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.

Un gesto del Libertador -olvidaba decir que tal es el ttulo con que honr a Bolvar el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre ms que por su nombre o sus ttulos oficiales- me impresion sobremanera, como si lo hubiera acompaado toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma de la mano y luego desliza sta lentamente hasta sostenerse con ella el mentn entre el pulgar y el ndice; as permanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicacin del capitn sobre su itinerario hacia Europa.

-Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvi bajo las rdenes del mariscal Poniatowski y que combati con l en el desastre de Leipzig.-S, Excelencia -respond conturbado al haberme dejado tomar de sorpresa-, tuve el honor de combatir a sus rdenes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve tambin el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla.

-Tengo una admiracin muy grande por Polonia y por su pueblo -me contest Bolvar-, son los nicos verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qu lstima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor -permaneci un instante en silencio, con la mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos-. Conoc al prncipe Poniatowski en el saln de la condesa Potocka, en Pars. Era un joven arrogante y simptico, pero con ideas polticas un tanto vagas. Tena debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo pona en evidencia, olvidando que eran los ms acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Muri como un gran soldado. Cuntas veces al cruzar un ro (he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en l, en su envidiable sangre fra, en su esplndido arrojo. As se debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un pas que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.

Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresur respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos:

-Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cunto amor y cunta gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros.

-S -contest Bolvar con un aire todava un tanto absorto-, tal vez tenga razn, Carreo, pero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogot, ni cuando pasamos por Mariquita.Se me escap el sentido de sus palabras, pero not en los presentes una sbita expresin de vergenza y molestia casi fsica. Torn Bolvar a dirigirse a m con renovado inters:

-Y ahora que sabe que por ac todo ha terminado, qu piensa usted hacer, coronel?

-Regresar a Europa -respond- lo ms pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia y ver de salvar, as sea en parte, mi escaso patrimonio.

-Tal vez viajemos juntos -me dijo, mirando tambin al capitn.ste explic al enfermo que por ahora tendra que navegar hasta La Guaira y que, de all, regresara a Santa Marta para partir hacia Europa. Indic que slo hasta su regreso podra recibir nuevos pasajeros. Esto tomara dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que vena del interior de Venezuela. El capitn manifest que, al volver a Santa Marta, sera para l un honor contarlo como husped en la "Shanon" y que, desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exiga su estado de salud.

El Libertador acogi la explicacin del marino con un amable gesto de irona y coment:

-Ay, capitn, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.Permaneci en silencio un largo rato; slo se escuchaba el silbido trabajoso de su respiracin y algn tmido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que ocupbamos. Nadie se atrevi a interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad britnica se puso en pie. Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Sali apenas de su amargo cavilar sin fondo y nos mir como a sombras de un mundo del que se hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:

-Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compaa a este enfermo. Charlaremos un poco de otros das y otras tierras. Creo que a ambos nos har mucho bien.

Me conmovieron sus palabras. Le respond:

-No dejar de hacerlo, Excelencia. Para m es un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora aqu algunas semanas. No dejar de aprovechar su invitacin.De repente me sent envarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento ms que pobre y despus de la llaneza de buen tono que haba usado conmigo el hroe.

Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, all en lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y aeja de la baha. All al fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraa atmsfera que me recuerda algo ya conocido no s dnde ni cundo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia medieval surgiendo entre las cinagas y lianas del trpico. Muros de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del Lbano. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengao. Dnde y cundo viv todo esto?30 de junio. Ayer envi un grumete para que preguntara cmo segua el Libertador y si poda visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regres con la noticia de que el enfermo haba pasado psima noche y le haba aumentado la fiebre. Personalmente, Bolvar me enviaba decir que, si al da siguiente se senta mejor, me lo hara saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido no entend claramente. El Libertador se siente hoy un poco mejor y estara encantado de gozar un rato de su compaa, explic Montilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bolvar el hombre de mundo detrs del militar y el poltico. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de los sajones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogarea, que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de Fernn Nez. A esto habra que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad, que lo han hecho, segn es bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres.

Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le haban colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que tena algo de mscara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace seas de que tome asiento en una silla que me han trado en ese momento. No puede hablar. El edecn Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no importunar al enfermo y ste se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa:

-No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estar bien y podremos conversar un poco. Me har mucho bien..., se lo ruego..., qudese.

Cerr los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresin de alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonre. Tom asiento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareci despertar de un largo sueo. Se excus por haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato. Hbleme un poco de usted -agreg-, cul es su impresin de todo esto, y subray estas palabras con un gesto de la mano. Le respond que me era un poco difcil todava formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le coment de mi sensacin en la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no s dnde, ni cundo. Empez entonces a hablarme de Amrica, de estas repblicas nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo, all en su ms ntimo ser, se siente a menudo por completo ajeno.

-Aqu se frustra toda empresa humana -coment-. El desorden vertiginoso del paisaje, los ros inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todava, pero en el camino nos perdemos en la hueca retrica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando all adentro, hacindonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estril y retorcida. Sabe usted que cuando yo ped la libertad para los esclavos, las voces clandestinas que conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compaeros de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyac y en Ayacucho; los mismos que haban padecido prisin y miserias sin cuento en las crceles de Cartagena el Callao y Cdiz de manos de los espaoles? Cmo se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben quines son, ni de dnde son, ni para qu estn en la tierra? El que yo haya descubierto en ellos esta condicin, el que la haya conocido desde siempre y tratado de modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta incmodo, en un extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extrao dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicndome as que tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, est allende el Atlntico.

Hablaba con febril excitacin. Me atrev a sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condicin humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de Europa. Se qued pensativo un momento. Su respiracin se regulariz, su mirada perdi la delirante intensidad que me haba hecho temer una nueva crisis.

-Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer -coment sealando hacia su pecho-; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. Ms vale dejarlo salir, menos dao ha de hacernos hablndolo con amigos como usted.

Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmovi, naturalmente. Seguimos conversando. Volv a comentarle de Europa, la desorientacin de quienes an aoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban detener con viejas maas y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le habl de la tirana rusa en mi patria, de nuestra frustracin de los planes de alzamiento preparados en Pars. Me escuchaba con inters mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorra el rostro.

-Ustedes saldrn de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas pocas de oscuridad, ya vendrn para Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aqu en Amrica, nos iremos hundiendo en un caos de estriles guerras civiles, de conspiraciones srdidas y en ellas se perdern toda la energa, toda la fe, toda la razn necesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio, coronel, as somos, as nacimos...

Nos interrumpi el edecn Ibarra que traa un sobre y lo entreg al enfermo. Reconoci al instante la letra y me explic sonriente: Me va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma. Me retir a un rincn para dejarlo en libertad y coment algunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bolvar termin de leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes maysculas semejantes a arabescos, nos llam a su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido.

Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspir hondamente y me habl con cierto acento de ligereza y hasta de coquetera:

-Esto de morir con el corazn joven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso s no pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los prximos ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aqu ms a menudo. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su magnfico castellano a los dos nos sirve practicar un poco el francs que se nos est empolvando.

Me desped con la satisfaccin de ver al enfermo con mejores nimos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompa a comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo de Cdiz y mucho de Tnez o Algeciras. Mientras recorramos las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la hmeda frescura de una vegetacin esplndida, me cont los amores de Bolvar con una dama ecuatoriana que le haba salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrent, sola, a los conspiradores que iban a asesinar al hroe en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en Bogot. Muchos de ellos eran antiguos compaeros de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras esta tarde.

1 de julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, difciles de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de quienes todo le deben.Si mi propsito era alistarme en el ejrcito de la Gran Colombia y circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compaa y devocin a quien organiz y llev a la victoria, a travs de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sin lmites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educacin y de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que slo conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francs que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.El Libertador ha tenido una recada de la cual, al decir del mdico que lo atiende -y sobre cuya preparacin tengo cada da mayores dudas-, no volver a recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibi ayer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaa en donde descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado murmullo, tocaron a la puerta.

-Quin es? -pregunt el enfermo incorporndose.

-Correo de Bogot, Excelencia -contest Ibarra. Bolvar trat de ponerse en pie pero volvi a recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcanc un vaso con agua, tom de ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecn. Ibarra traa el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que haca por dominarse. Bolvar se le qued mirando y le pregunt intrigado:

-Quin trae el correo?

-El capitn Arrzola, Excelencia -contest el otro con voz pastosa y dbil.

-Arrzola? El que fue ayudante de Santander?... Ese viene ms a espiar que a traer noticias. En fin... que entre. Pero qu le pasa a usted, Ibarra? -inquiri preocupado al ver que el edecn no se mova.

-Mi general..., Excelencia..., preprese a recibir una terrible noticia.Y las lgrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera volvi a hablar con alguien. Se oan carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del recin llegado. Bolvar permaneci rgido, mirando hacia la puerta. Entr de nuevo Ibarra seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorri la habitacin hasta quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se present ponindose en posicin de firmes.

-Capitn Vicente Arrzola, Excelencia.

-Sintese Arrzola -le invit Bolvar sin quitarle la vista de encima. Arrzola sigui en pie, rgido-. Qu noticias nos trae de Bogot? Cmo estn las cosas por all?

-Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que drselas.

Los ojos inmensamente abiertos de Bolvar se fijaron en el vaco.

-Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrzola. Sernese y dgame de qu se trata.

El capitn dud un instante, intent hablar, se arrepinti y sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que traa bajo el brazo, se la alcanz al Libertador. ste rasg el sobre y comenz a leer unos breves renglones que se vean escritos apresuradamente. En este momento entr en punta de pie el general Mantilla, quien se acerc con los ojos irritados y el rostro plido. Un gemido de bestia herida parti del catre de campaa sobrecogindonos a todos. Bolvar salt del lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le grit con voz terrible:

-Miserables! Quines fueron los miserables que hicieron esto? Quines? Dgamelo, se lo ordeno, Arrzola! -y sacuda al oficial con una fuerza inusitada- Quin pudo cometer tan estpido crimen!?Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrzola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotn logr soltarse de los brazos que lo retenan y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumb dndonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qu hacer, Montilla nos invit con un gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habitacin me pareci ver que sus hombros bajaban y suban al impulso de un llanto secreto y desolado.

Cuando sal al patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqu al general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunt lo que pasaba. Me inform que haban asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio Jos de Sucre.

-Es el amigo ms estimado del Libertador, a quien quera como a un padre. Por su desinters en los honores y su modestia, tena algo de santo y de nio que nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa- me explic mientras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado. Permanec toda la tarde en el pie de la Popa. Vagu por corredores y patios hasta cuando, entrada ya la noche, me encontr con el general Montilla, quien en compaa de Silva y del capitn Arrzola me buscaban para invitarme a cenar con ellos.

-No nos deje ahora, coronel -me pidi Montilla- aydenos a acompaar al Libertador a quien esta noticia le har ms dao que todos los otros dolores de su vida juntos.

Acced gustoso y nos sentamos en la mesa que haban servido en un comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alarg sin que nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entr en el cuarto con una palmatoria y una taza de t. Permaneci all un rato y cuando sali nos dijo que el Libertador quera que le hiciramos un rato de compaa. Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sbana empapada en el sudor de la fiebre, que le haba aumentado en forma alarmante. Su rostro tena de nuevo esa desencajada expresin de mscara funeraria helnica, los ojos abiertos y hundidos desaparecan en las cuencas, y, a la luz de la vela, slo se vean en su lugar dos grandes huecos que daban a un vaco que se supona amargo y sin sosiego segn era la expresin de la fina boca entreabierta.

Me acerqu y le manifest mi pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qu decir ni cmo alejar al enfermo del dolor que le consuma. Con voz honda y cavernosa, que llen toda la estancia en sombras, pregunt de pronto dirigindose a Silva:

-Cuntos aos tena Sucre? Usted recuerda?

-Treinta y cinco, Excelencia. Los cumpli en febrero.

-Y su esposa, est en Colombia?

-No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.

De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo ms t y le hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le haban recetado para bajar la temperatura. Bolvar se incorpor en el lecho y le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera ms cmodo. Inicibamos una de esas vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente empez a hablar un poco para s mismo y a veces dirigindose a m concretamente:

-Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propsito. Un primer golpe de guadaa para probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco cados y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresin de cruzar un saln tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita hacindole ruborizar. Sus silencios de tmido. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... Cmo debi tomarlo por sorpresa la muerte. Cmo se preguntara con el ltimo aliento de vida, la razn, el porqu del crimen... Usted y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quin nos mate despus de lo que hemos pasado... Siempre iluso, siempre generoso, siempre crdulo, siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que l sin notarlo ni proponrselo, cultivaba en s mismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombro con los chillidos de los monos siguindonos todo el da. Mala gente esa... Siempre dieron qu hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los ms humillados quiz, los menos beneficiados por la Corona y por ello los ms sumisos, los menos fuertes. Qu poco han valido todos los aos de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbciles de siempre, los astutos polticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aqu nada. La muerte se llev a los mejores, todo queda en manos de los ms listos, los ms sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte...Recost la cabeza en la almohada. La fiebre le haca temblar levemente. Volvi a mirar a Ibarra.

-No habr tal viaje a Francia. Aqu nos quedamos aunque no nos quieran.

Una arcada de nuseas lo dobl sobre el catre. Vomit entre punzadas que casi le hacan perder el sentido. Una mancha de sangre comenz a extenderse por las sbanas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: Berruecos... Berruecos... Por qu a l?... Por qu as?.

Y se desplom sin sentido. Alguien fue por el mdico quien, despus de un examen detenido, se limit a explicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no poda diagnosticar.Me qued hasta las primeras horas de la madrugada cuando regres a la fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitn mi decisin de quedarme en Cartagena y esperar aqu su regres de Venezuela, que calcula ser dentro de dos meses. Maana hablar con mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposicin y de hmeda carroa salobre.REENCUENTRO CON UNA MUJERLuis Fayad

La mujer le dej saber con la mirada que quera decirle algo. Leoncio accedi, y cuando ella se ape del bus l la sigui. Fue tras ella a corta pero discreta distancia, y luego de alejarse a un lugar solitario la mujer se volvi. Sostena con mano firme una pistola. Leoncio reconoci entonces a la mujer ultrajada en un sueo y descubri en sus ojos la venganza.

Todo fue un sueo le dijo. En un sueo nada tiene importancia.

La mujer no baj la pistola.

Depende de quin suee.EL INFIERNO

Viriglio Pieira

Cuando somos nios, el infierno es nada ms que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Despus, esa nocin se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman las llamas de la imaginacin!. Ms tarde, cuando ya nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la nocin del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo. Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Ms tarde an (y ahora s estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podramos aclimatarnos. Pasados mil aos, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todava. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el da en que podramos abandonar el infierno, pero enrgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues, quin renuncia a una querida costumbre?De las hemanas

Eliseo Diego

Eran tres viejecitas dulcemente locas que vivan en una casita pintada de blanco, al extremo del pueblo. Tenan en la sala un largo tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras esenciales, como si dijsemos el esqueleto del tapiz. Y con sus pulcras tijeras plateadas cortaban de vez en cuando alguno de los hilos, o a lo mejor agregaban uno, rojo o blanco, segn les pareciese. El seor Veranes, el mdico del pueblo, las visitaba los viernes, tomaba una taza de caf con ellas y les recetaba esta locin o la otra. Qu hace mi vieja? -preguntaba el doctsimo seor Veranes, sonriendo, cuando cualquiera de las tres se levantaba de pronto acercndose, pasito a pasito, al tapiz con las tijeras. Ay contestaba una de las otras, qu ha de hacer, sino que le lleg la hora al pobre Obispo de Valencia. Porque las tres viejitas tenan la ilusin de que ellas eran las Tres Parcas. Con lo que el doctor Veranes rea gustosamente de tanta inocencia.Pero un viernes las viejecitas lo atendieron con solicitud extremada. El caf era ms oloroso que nunca, y para la cabeza le dieron un cojincito bordado. Parecan preocupadas, y no hablaban con la animacin de costumbre. A las seis y media una de ellas hizo ademn de levantarse. No puedo suspir recostndose de nuevo. Y, sealando a la mayor, agreg: Tendrs que ser t, Ana Mara.Y la mayor, mirando tristemente al perplejo seor Veranes, fue suave a la tela, y con las pulcras tijeras cort un hilo grueso, dorado, bonachn. La cabeza de Veranes cay enseguida al pecho, como un peso muerto.Despus dijeron que las viejecitas, en su locura, haban envenenado el caf. Pero se mudaron a otro pueblo antes que empezasen las sospechas y no hubo modo de encontrarlas.DEL ESPEJO 2Eliseo Diego

Aquella noche, mientras se arreglaba la corbata de etiqueta, pens por centsima vez si el gran espejo de su escaparate no sera, en realidad, una puerta. Medio en broma alarg una pierna y no encontr obstculo. Entr en el espejo de costado, con el gesto inconsciente de quien se desliza. La excesiva solicitud de su imagen debi prevenirlo, pero quin piensa en su imagen a no ser como un sirviente, cuya fidelidad no se discute? Ni siquiera pens en ello.Su etiqueta era de invierno, pero en el corredor del espejo haca un calor sofocante. Ir hasta el recodo se dijo, hasta el recodo que siempre imagin que ocultara las vistas distintas y asombrosas. (La coincidencia se agotara en los dos aposentos: el del espejo y el suyo. Ms all comenzara el asombro).

Lleg hasta el recodo y lo dobl, como era su propsito. Entonces vino lo horrible: su imagen, que se haba deslizado afuera y lo acechaba oculta detrs del escaparate, alz la silla y la arroj contra el espejo. Mientras se astillaba y vena abajo pareci que la vctima agitaba sus brazos con angustia, all en el fondo.

El asesino termin de arreglarse la corbata y se alej sonriendo.El guardagujas

Juan Jos Arreola

El forastero lleg sin aliento a la estacin desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le haba fatigado en extremo. Se enjug el rostro con un pauelo, y con la mano en visera mir los rieles que se perdan en el horizonte. Desalentado y pensativo consult su reloj: la hora justa en que el tren deba partir.

Alguien, salido de quin sabe dnde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se hall ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequea, que pareca de juguete. Mir sonriendo al viajero, que le pregunt con ansiedad:

-Usted perdone, ha salido ya el tren?

-Lleva usted poco tiempo en este pas?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. maana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y seal un extrao edificio ceniciento que ms bien pareca un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrtelo por mes, le resultar ms barato y recibir mejor atencin.

-Est usted loco? Yo debo llegar a T. maana mismo.

-Francamente, debera abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le dar unos informes.

-Por favor...

-Este pas es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicacin de itinerarios y a la expedicin de boletos. Las guas ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nacin; se expenden boletos hasta para las aldeas ms pequeas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guas y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del pas as lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestacin de desagrado.

-Pero, hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldra a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones estn sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningn tren tiene la obligacin de pasar por aqu, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conoc algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagn.

-Me llevar ese tren a T.?

-Y por qu se empea usted en que ha de ser precisamente a T.? Debera darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomar efectivamente un rumbo. Qu importa si ese rumbo no es el de T.?

-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lgicamente, debo ser conducido a ese lugar, no es as?

-Cualquiera dira que usted tiene razn. En la fonda para viajeros podr usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del pas. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...

-Yo cre que para ir a T. me bastaba un boleto. Mrelo usted...

-El prximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos tneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ya se encuentra en servicio?

-Y no slo se. En realidad, hay muchsimos trenes en la nacin, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-Cmo es eso?

-En su afn de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionar