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ANTOLOGÍA

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INTRODUCCIÓN

Roberto Herrera Gallardo

No hay sensación más humana y natural que el miedo y no

hay miedo más arcaico que el temor a lo desconocido.

H. P. Lovecraft

El término «novela negra» es un concepto demasiado metafórico, al

fin y al cabo literario, que se ha usado indistintamente para referirse

a todas aquellas manifestaciones narrativas, no necesariamente

novelas, cuyo motivo que las sustenta —el hilo tensionante de la

narración—, es el suspenso (en su connotación inglesa, suspense,

«expectación impaciente y ansiosa por el desarrollo de un suceso,

especialmente de un relato»), y todos aquellos elementos temáticos

que lo provocan o, cuando menos, lo sugieren.

Así, en un primer intento amplio de definición, diremos que

por Novela Negra entenderemos toda aquella modalidad temática

vinculada a la literatura de suspenso (terror, horror y misterio)

cuyos matices estéticos apuntan hacia lo grotesco, lo macabro, lo

escabroso y lo violento.

El estado de suspenso, permite que esta especie de

subgénero temático, predominantemente épico—narrativo, se

asocie por extensión con los relatos fantásticos y sobrenaturales

denominados de terror o con aquellos que entrañan elementos

horríficos de la realidad cotidiana llamados de horror, así como los

también llamados de misterio (detectivescos, policíacos o del bajo

mundo del crimen, aludiendo nominalmente a la revista

norteamericana de relatos policíacos de los años cuarenta, Black

Mask, o a la francesa Serie Noir de la editorial Gallimard),

caracterizados por intrigas, crímenes y otros hechos de sangre,

cuyas conjeturas retan al ingenio, la racionalidad y la fe, llevando al

lector a sensaciones extremas de vértigo o de confusión que

encuentran en la intriga y el miedo un estado psicosensorial

dominante.

La catarsis del miedo (que a la vez implica duda,

incertidumbre, angustia e incluso asco y repulsión) es pues, el fin

último de las intenciones y los efectismos narrativos que toda buena

novela negra, o más bien dicho, que todo buen escritor de este

género provoca o intenta provocar con su creación.

Sin embargo, el problema fundamental de la novela negra,

al igual que el de la novela de ciencia—ficción, no radica en lo que

por ella podamos o no entender, sino en el poco o casi nulo estudio

serio que como fenómeno literario y comercial, se ha hecho al

respecto hasta nuestros días.

Muchos críticos literarios, en un afectado afán de ortodoxia

canónica, no reconocen en la novela negra un subgénero temático

dentro de la narrativa contemporánea y, otros, los más benévolos,

mantienen hacia ella una postura en extremo conservadora muy

parecida a la asumida por los hombres de letras de los siglos XVII y

XVIII que, afectados por la poética racionalista de Böileau, apenas

consideraban a la comedia en función de su «hermana mayor», la

tragedia, un «género chico» dentro de la dramática. El tiempo, sin

embargo, le daría la razón a Molière.

Actualmente y no sabemos si afortunadamente, en el

mercado editorial hay muchas más novelas «negras», y muchos más

autores y lectores dispuestos a escribir y leer novelas negras, que

sesudos tratados de crítica sobre la materia. Lo cual hace de estas

narraciones un fenómeno literario, hasta cierto punto «salvaje»,

poco explorado y plenamente vivo que aún y sin estar sujeto al

museo de la literatura, se construye y reconstruye día a día como,

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en su momento, lo hicieron en los albores de la Edad Media las

lenguas neolatinas a partir de la agonía del latín.

Veremos así, atendiendo a una visión amplia e incluyente,

bajo el nombre de novela negra, tanto novelas o relatos vinculados

a lo fantástico (novelas góticas, de terror, leyendas, mitos antiguos

refundidos y reinterpretados modernamente bajo la forma de

fenómenos paranormales que se salen de lo lógicamente

explicable), como novelas y relatos de temas oscuros y mórbidos

que entrañan un misterio enigmático y una intriga de suspenso

(novela policíaca, detectivesca, de aventuras, del bajo mundo

criminal o de horror psicológico).

Así, explicar el impacto social y cultural de la producción

literaria denominada de manera genérica como «novela negra»,

desde la misma literatura, no es fácil ya que para un grupo se

constriñe meramente a lo fantástico y para otro, exclusivamente a

lo policial.

El espíritu de esta antología no es optar por una u otra

interpretación sino ofrecer una visión lo bastantemente incluyente

que permita al lector contemplar el género en su más amplia

acepción.

Actualmente el interés por este tipo de literatura ha crecido

más, en el imaginario colectivo de nuestra sociedad posmoderna,

por la influencia cultural del cine, la nota roja periodística y el cómic,

que como resultado de un proceso de desarrollo con antecedentes

bien definidos dentro de la literatura, propiamente dicha.

Por ejemplo, en México, hasta los ochenta, y muy

especialmente en nuestro ámbito literario local, a partir de los

noventa, se había escrito muy poco sobre este tipo de literatura.

Curiosamente, lo poco escrito que existe no procede, en su

mayor parte, de los círculos literarios y académicos tradicionales,

sino del underground contracultural, donde algunos adeptos han

divulgado, aunque sin mucho éxito, sus impresiones sobre el género

en publicaciones de autor casi caseras, producto de pequeños

colectivos de lectores y escritores, la mayoría de ellos jóvenes

amantes del cómic y la música alternativa vinculada a una estética

gótica y oscura (a la ciencia—ficción, al llamado «neopoliciaco

mexicano» de Paco Ignacio Taibo II, a la literatura necronómica de

Lovecraft o al horror «extremo» de Stephen King y los guiones

cinematográficos del cine gore o pulp de las últimas tres décadas

inspirados en el cómic negro de Frank Miller, Warren Ellis y otros

dibujantes y argumentistas).

Tomando en cuenta esta implícita dificultad, al presente

curso no lo mueve la fija idea de «teorizar» sobre la novela negra, ni

mucho menos, el establecimiento de un combate bizantino de

definiciones librescas en pro de que al género le sea reconocido su

existencia como tal.

La intención del mismo, es quizás mucho más modesta: que

el alumno lea y relea algunos relatos del género y que con sus

propias armas teóricas y metodológicas de crítica y percepciones,

pueda llegar, o cuando menos, aproximarse a una interpretación

singular y personal de lo que por el tema conciba o llegue a

concebir. Afortunadamente cualquier intento entraña ya una

posibilidad.

La catarsis del miedo es sin duda el «gancho» de interés que

las novelas negras ejercen sobre sus lectores, lo que nos subyuga,

seduciéndonos. Pero ¿Dónde radica el placer que el miedo ejerce

sobre nosotros? ¿En qué parte de nuestra capacidad sensorial y

sensible se encuentra ese filamento incitante y excitante que nos

cautiva y colapsa haciéndonos amantes morbosos, casi obscenos,

del suspenso calculado provocado por ese tipo de emociones

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extremas? La respuesta a estas cuestiones podría ser más simple de

lo que se pudiera pensarse si se recurriera a la fisiología o a la

psicología clínica utilizada por los sensoriólogos. Todo se reduciría a

una cosa: la estimulación por vía de emisiones calculadas de

adrenalina que, bajo ciertas circunstancias conscientes, pueden

resultar placenteras al ser humano en el cumplimiento efímero de

una vieja aspiración también efímera y humana, tener control y

dominio pleno de nuestras emociones al límite, por más difíciles que

éstas sean de controlar. En otras palabras, poner orden dentro del

caos sensorial hacia lo desconocido, que no dominamos, y que es lo

que verdaderamente nos aterra, como diría el viejo Lovecraft.

Quizás esta explicación nos sirva para explicar algún tipo de

miedo light, mismo que radica en el gusto de algunos y algunas a

someterse voluntariamente a experiencias «aterradoras»: caminar a

oscuras por los estrechos y oxidados pasillos de las «casas del

terror» en las ferias (con monstruos de utilería y toda una inocente

parafernalia de látex más grotesca que terrorífica) o quizás, ver

alguna película de terror como El exorcista, con las nuevas escenas,

al lado de una novia empalagosa y gritona, en una sala

cinematográfica semivacía un lunes en la última función..

Sin embargo, yo no quisiera seguir esta ruta de explicación

del miedo calculado, del miedo con olor y sabor a «palomitas» y

«pon—pons», de aquél por el que se paga un boleto, sino de aquél

otro que no buscamos, que no esperamos y que no queremos,

aquél que produce la confusión sensorial y sensible que prescinde

de falsos y rebuscados clichés góticos para asustar.

Digámoslo así, el miedo real y absoluto que anida en los

parámetros de la cotidianeidad, en torno a nosotros, y que no

podemos manipular ni provocar. El miedo en su estado natural: esa

sensación básica y súbita que nos confunde atemorizándonos de

verdad y que radica en el parámetro ficcional de las grandes novelas

negras.

En esta antología, el lector podrá encontrar un desfile de

autores y relatos que nos hablan por sí mismos de la evolución de

un género aparentemente «nuevo» pero que, en realidad, está

ligado a las más antiguas tradiciones literarias de las letras

universales.

Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant, Teophile Gautier, H. P.

Lovecraft, Arthur Conan Doyle, Ryonosuke Akutagawa, Horacio

Quiroga y W. W. Jacobs, Pedro Zarraluki y Alda Teodorani, son

solamente algunos de los autores que la componen y sus filiaciones

literarias van del romanticismo más siniestro también llamado

«gótico», hasta las tendencias actuales del género policial: el gore

(del inglés «sangre coagulada») de los setenta y ochenta y el pulp

(del inglés «aplastar, hacer papilla») de los noventa.

Movimientos estéticos éstos, que son la síntesis

hiperviolenta y sangrienta del horror extremo, inspirado por el cine

de Alfred Hitchcock (Psycho y The Birds), Dario Argento

(Pandemonium), Francis Ford Coppola (Apocalypsis Now), Oliver

Stone (Natural Born Killers), Quentin Tarantino (Pulp Fiction y

Reservoirs Dogs), Jan Kounen (Dobermann) y Robert Rodríguez (Sin

City) entre otros, y que, con su influencia en la creación literaria,

han generado otro concepto negro de novela, denominado novela

roja; pasando, a su vez por los relatos de misterio del siglo XIX, del

solitario e infalible August Dupin de Poe (Los crímenes de la calle

Morgue), al opiómano y trágico Sherlock Holmes de Conan Doyle

(El perro de los Baskerville y La banda moteada), hasta llegar al siglo

XX, de la saga novelística de Agatha Christie sobre el detective

Hércules Poirot, los relatos negros de Dashiell Hammet, P. D .

James, Patricia Highsmith y las novelas de Thomas Harris sobre el

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culto y enigmático psiquiatra sibarita y caníbal Hannibal Lecter (The

silence of the Lambs y Hannibal), a las cuales se les denomina

también thrillers (del inglés thrill «estremecimiento, temblor»).

Llegando, finalmente, al horror maravilloso y esperpéntico de los

autores afiliados al realismo mágico y tremendista del mundo

ibérico.

Vampiros, fantasmas, espectros, monstruos terribles hijos

de la aberración científica o moral (algunos seres primigenios de

origen extraterrestre), posesos y locos atormentados que combaten

con sus demonios interiores, malévolas criaturas de la noche y el

sueño, animales grotescos y nauseabundos, mansiones, objetos y

páramos embrujados y letales asesinos demenciales autores de los

crímenes más espeluznantes y obscenos, son algunos de los

inquilinos que habitan estas páginas al acecho.

Pero no hay que temerles, todos son hijos del morboso

placer del miedo anidado en la mente humana y sus extravíos, un

poco goyescos, por aquello de que los sueños de la razón producen

monstruos, pero a la vez, tan humanos y propios a ti y a mí, como el

miedo a la noche, o a un espeluznante alarido en tu casa mientras

duermes y todos duermen, o cuando menos eso intentas

desesperadamente creer.

Para concluir, esta introducción no podría estar completa si

no se hiciera referencia algunos de los libros que fueron

fundamentales para la organización de esta antología, así como para

orientar algunos de los criterios de crítica y de comentario de los

compiladores.

Se recomienda primeramente leer la Introducción a la

literatura fantástica de Tzvetan Todorov; la Antología de la literatura

fantástica de Adolfo Bioy Cásares, Silvina Ocampo y Jorge Luis

Borges; los dos volúmenes de Cuentos fantásticos del siglo XIX,

compilados y comentados por Italo Calvino; la antología, Cuentos de

terror, de Fernando Valls editada por Grijalbo y que reúne a varios

autores contemporáneos españoles; de la misma casa editorial,

Escalofríos de Douglas E. Winter, que aglutina algunos de los relatos

de los jóvenes maestros del terror y el horror en los Estados Unidos

posteriores a Lovecraft, como Stephen King, Clive Barker, Paul Hazel

y M. John Harrison; también de Grijalbo, la Antología del horror y el

misterio de Tomás Doreste en cuatro tomos que yo considero

imprescindible; Horror: lo mejor del terror contemporáneo,

antología de Charles L. Grant, con lo mejor del género en

Norteamérica en los ochenta; en Porrúa, la Antología de cuentos de

misterio y terror de Ilán Stavans; y una reciente antología en

coedición Grijalbo—Mondadori, Juventud caníbal, con los relatos de

«horror extremo» (el llamado pulp) de los escritores italianos de la

denominada por Douglas Coupland, generación X, altamente

influidos por los guiones cinematográficos de Quentin Tarantino;

además de un sinnúmero de antologías menores sobre literatura

fantástica, de horror y de misterio (en gran medida del género

policiaco y de espionaje), principalmente dirigidas a jóvenes, que se

encuentran en el mercado editorial de nuestro país.

Como curiosidades, es recomendable leer en inglés

o en sus muy contadas traducciones españolas, los relatos de la

revista Twilight Zone (Dimensión Desconocida), editada por T. E. D.

Klein en Estados Unidos; la colección de novelas de Patricia

Highsmith y P. D. James que inspiraron algunas películas Alfred

Hitchcock y los capítulos de sus series de televisión de los años

sesenta y setenta; dentro del mismo paralelo literario cito la

colección de relatos policiacos Sangre Fría, compilada por Peter

Sellers que reúne además de él a otros escritores norteamericanos y

británicos (Tony Aspler, Ted Wood, Anthony Hand, James Powel,

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Edward D. Hoch, Sara Woods, Alexander Law, Tim Heald y Sara

Plews).

Mención aparte merecen las novelas negras

mexicanas editadas por las editoriales Roca, Planeta, Joaquín

Mortiz, Grijalbo y Nueva Imagen, dentro del género policiaco, con

autores como Paco Ignacio Taibo II (sobre todo su saga novelística

sobre el mexicanísimo y tragicómico detective Héctor Belascoarán

Shayne), Rosaura Salcedo Saleme (La prima Daniela) y Guillermo

Zambrano (Los crímenes del paraíso), entre otros.

Destaco en Jalisco, dentro del género gótico del terror a

Alfonso López Rodríguez que en 1993 publicó en edición de autor su

novela Horacio: la logia del vampiro, cuya historia nos habla de la

existencia de una fraternidad vampírica tapatía relacionada con una

serie de extraños crímenes ocurridos en la Barranca de Huentitán,

esta novela, ambientada en la Guadalajara de finales de los sesenta

y principios de los setenta, utiliza toda la parafernalia vampiresca y

a go—go de la época; también de Guadalajara, el joven escritor Luis

G. Abaddie con sus interesantes textos El grito de la máscara y El

último relato de Ambrose Bierce, inspirado en la misteriosa

desaparición de este mítico escritor norteamericano de relatos

macabros ocurrida en nuestro país durante la época de la

Revolución Mexicana (el mismo personaje que recrea Carlos

Fuentes en Gringo Viejo) y también muy loable resulta su estudio

sobre el Necronomicón y sus implicaciones dentro de la obra de

Lovecraft.

Cambiando de rumbos resulta interesante la colección

«Novela Roja» (Carne fresca, Manual de perdedores, Arena en los

zapatos, entre otras), del grupo editorial catalán Zeta (hoy Ediciones

B), dedicada a jóvenes escritores que incursionan dentro del gore y

del pulp en distintos países como España, Chile, Argentina, Japón,

Gran Bretaña y Francia, como Juan Sasturain, Masako Togawa,

Joseph N. Gores, Miguel Agustini, Bill Pronzini, Samuel Fuller, Ed

McBein, Margaret Miller, entre otros, a los cuales hay que seguir

muy de cerca.

Para nuestros fines, no sobran ni estorban las

curiosidades bibliográficas: libros de nota roja periodística, crímenes

y asesinos célebres, bestiarios, diccionarios de símbolos, mitología,

demonología, vampirología y fenómenos paranormales, cuyos

objetos de estudio, más allá de su seudocientificismo, nutren la

vitalidad temática de esta literatura. Al respecto destaca la

colección Nota Roja en México de los años 30’s, 40’s, 50’s, 60’s y

70’s, publicada por Diana entre 1990 y 1995; Crímenes

espeluznantes, del periodista y penalista David García Salinas en

editorial La Prensa; el libro de estrambótico título, Los

narcosatánicos de Matamoros y otros crímenes espeluznantes, de

Tomás Doreste; Jack el Destripador de Collin Wilson; La familia

satánica de Charles Manson y El libro del demonio y los exorcistas

del escritor argentino Alejandro Vignati, en Posada; El libro

completo de los vampiros de Nigel Manson; la Biblia de lo

paranormal de John Godwin, Este mundo desconcertante; de la

Oxford Press y en inglés, la Enyclopedia of Withchcraft and

Demonology, toda una joya bibliográfica para los amantes del

ocultismo; entre muchos textos que, amen de ser interesantes,

pueden servirnos de referentes aleatorios dentro de la

interpretación.

El mundo de la novela negra es, como puede

apreciarse hasta aquí, denso, amplio y ambiguo. Por ello no podría

ser contemplado desde una y simple visión reduccionista, ya que es

mucho más fácil apreciar sus efectos que sus causas.

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Es una literatura ligada al placer del miedo, del espanto y

del misterio morboso sobre un mundo de sombras que nos seduce y

ataca en los momentos de mayor incertidumbre, haciéndonos

partícipes de lo macabro en sus más variadas formas.

Su difusión y desarrollo en el último siglo, ha tenido grandes

aliados tecnológicos como ya se ha dicho antes, especialmente el

cine, desde el Nosferatu del maestro del expresionismo alemán,

Morneau (1922); pasando por las maravillosas interpretaciones de

los monstruos del star system de Hollywood en los años treinta,

cuarenta y cincuenta, la momia y el monstruo de Frankenstein

encarnados por Boris Karloff, Drácula por Bela Lugosi, y el fantasma

de la opera y el hombre lobo por Lon Chaney, padre e hijo,

respectivamente.

Monstruos con los que crecimos y que fueron creando

desde el siniestro y nostálgico blanco y negro de la pantalla, desde

el inocente y rebuscado arte del maquillaje, un imaginario colectivo

común del terror, que hoy se continúa a través de la renovada visión

de las nuevas y millonarias versiones cinematográficas (el

Frankenstein de Brannagh y el Drácula de Coppola), las series de

televisión, la creciente industria del best seller, donde basta citar un

nombre: Stephen King, legítimo heredero literario de Poe y

Lovecraft en Norteamérica, quien, según el prestigiosos semanario

neoyorkino, Books & Arts, es el escritor en lengua inglesa más leído

de la segunda mitad del siglo XX (por encima incluso de monstruos

editoriales como Ray Bradbury, Isaac Asimov, Irving Wallace,

Truman Capote, Carl Sagan y Howard Fast), con más de 60 millones

de libros vendidos, muchos de los cuales han sido llevadas al cine,

citemos solamente The Shinnig (El resplandor), cinta ya clásica del

terror, que coronó la carrera como director de Stanley Kubrick y le

confirió el primer oscar en su carrera al actor Jack Nicholson.

Así, este encanto e interés colectivo por un género

anteriormente cuestionado e incluso negado por los altos círculos

académicos y la crítica, escenifica el más importante fenómeno de

revalorización literaria de principios del siglo XXI.

El deseo de quienes hemos compilado la presente antología

es que con su lectura, el estudioso del tema, por más neófito que

sea, encuentre motivos de satisfacción literaria que lo hagan

compartir nuestro optimismo e interés.

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I. TERROR

INTRODUCCIÓN

Encarni López Gonzálvez

Tal como ya se tuvo en cuenta en la introducción a esta antología, el

término «novela negra» es muy amplio, diverso y, sobre todo,

ambiguo; siempre pertinente a los híbridos, haciendo muy difícil

una definición completa y clara que abarque una serie de textos sin

que deje de lado otros de temática y tratamiento similar.

Se ha enfocado el tema desde la perspectiva de la

ambigüedad y el efecto que esta provoca en el lector mediante la

identificación catártica del personaje (Todorov), del sentimiento que

se deslinda del mismo texto (división tradicional del gótico: gótico

temprano — terror vs. gótico tardío — horror; entendiendo terror

como el temor ocasionado por laberintos y pasadizos físicos en los

que transcurre la acción del texto, siendo por ello un temor más

colectivo, más social culturalmente y siempre aunado al

«sentimiento de lo sublime»; y horror como el temor ahora

ocasionado a partir de un proceso de interiorización del mismo,

haciendo que los laberintos, escenografías... no estén presentes en

el texto y provocando con ello un temor más profundo, inconsciente

y, por tanto, individual), y en definitiva un sinfín de perspectivas

(casi tantas como textos) todas bien fundamentadas y

argumentadas que, en cambio, en muchas de las ocasiones se

contradicen entre sí.

Si esto no fuera suficiente, tenemos que añadir el gran

aporte del cine, con otros tratamientos y desarrollos del tema y de

los géneros, tan diferentes en muchas ocasiones a los tradicionales

literarios; o, cómo no, el desarrollo del cómic y la novela gráfica,

cargada de un lenguaje visual que aborda, de igual modo, los

mismos temas y en ocasiones los mismos textos (como la

adaptación de Carmilla de Roy Thomas en el guión y en las

ilustraciones Rafa Fonténiz e Isaac del Rivero, o la versión más

reciente de Gustavo López).

Sabiendo de antemano que nos enfrentamos a un universo

retorcido y caótico de textos (tanto teóricos como de ficción),

fusionados, puros, vivos en definitiva, hemos optado por ofrecer

unas pequeñas definiciones que si no concluyentes, al menos sí

aclaratorias con respecto a cada uno de los géneros a partir de los

que se manifiesta la novela negra. Por esta razón, y debido al

impacto del cine no solo en la literatura, sino en el arte y en las

distintas manifestaciones culturales del mismo, partiremos de una

división de los géneros más cercana al tratamiento que hace el texto

cinematográfico de los mismos, pues es indudable afirmar que, si en

un principio fue la literatura un elemento importante en el

desarrollo del séptimo arte (en cuanto a argumentos, historias,

escenarios, tratamiento de temas...), hoy en día es innegable que ha

ocurrido un proceso inverso: el cine, con toda su magnificencia de

lenguaje visual y globalizador —en el mejor de los sentidos de la

palabra—, es el que en cierto sentido marca la pauta del desarrollo

o tratamiento de algunos géneros o a la hora de construcciones de

personajes, escenarios o, al más puro estilo de Madame Bovary, de

vidas o anhelos de las mismas.

Si, tal como ya se ha afirmado, la novela negra será aquella

que trabaje la incertidumbre (suspense), entendiendo por esta

aquella que provoca miedo, rechazo, ansiedad, angustia..., las

distintas formas de manejarla corresponderán a los distintos

géneros de la misma: terror, horror y misterio o policial.

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De esta forma, el terror sería el género que maneja la

incertidumbre—temor utilizando para ello toda una serie de

«criaturas», imaginarios mitológicos, leyendas o folklore. No es

extraño entonces que muchos autores que han adoptado esta

perspectiva hayan llegado a afirmar que el terror está emparentado

con lo rural, con lo más primitivo, en el sentido de este inmenso y

rico imaginario de tradiciones populares con suerte tan vivo en las

zonas poco industrializadas.

En el género del terror, por tanto, encontraremos las

leyendas populares, los monstruos, frankensteins, vampiros, brujas,

alienígenas... Son en general aquellas historias en las que aparece

siempre un personaje fantástico.

En este sentido, dentro de la literatura de terror tenemos en

un primer momento aquellos textos con fuerte tradición popular,

incluso aquellos que no son fantásticos completamente, sino de

índole maravillosa, como las hagiografías o las mismas crónicas de

Indias. Estos textos si bien no son «aterradores» en sí mismos, sí

utilizan muchos de los ingredientes de este terror que estamos

tratando de definir, sobre todo esta carga de tradición popular de la

que hablábamos. Por ellos, las tradiciones orales o leyendas

populares cobran gran importancia en el terror, siendo en muchas

ocasiones base fundamental para el desarrollo del tema. El ejemplo

más claro de esto lo encontramos en el vampiro mismo, una

criatura nacida del imaginario popular.

Los primeros textos considerados completamente en esta

concepción del terror son, indudablemente, los góticos, sobre todo

aquel gótico temprano inaugurado por Horace Walpole y su Castillo

de Otranto allá por 1764, cuyo final la crítica tradicionalmente ha

marcado alrededor de 1824 con la publicación de Melmoth el

errabundo de Robert Maturin. Digo tradicionalmente porque no

todas las tendencias de la crítica opinan que el gótico se agotase y

luego surgiese un «neo—gótico», sino que siempre estuvo vivo,

publicándose obras constantemente y adaptándose continuamente

a las circunstancias sociopolíticas o contextuales que les ha tocado

vivir. Es por ello que no sería exagerado llegar a afirmar que el

gótico, de todos los géneros o tratamientos de temas, es uno de los

más ricos y continuos de la tradición literaria pues no han cesado de

aparecer textos desde su inauguración oficial en 1764.

Claro, no todos los textos góticos pertenecen claramente al

género del terror. Por eso más arriba se señaló que era este «gótico

temprano» fundamentalmente el que se movía claramente y sin

ambigüedades por la espera del terror. Sin embargo, no ocurre lo

mismo con el gótico sureño, por ejemplo, tradicional de Estados

Unidos e inaugurado, con un margen de treinta años al inglés, en

1796 con Wieland de Charles Brockden Brown.

Una de las características principales del gótico

estadounidense ha sido siempre la ambigüedad. Precisamente el

manejo de esta ambigüedad y la ansiedad creada a partir de

elementos cotidianos y no mediante la intrusión de cualquier

elemento fantástico—maravilloso (como trabaja el terror,

generalmente), el desarrollo de las acciones en sociedades si no

nuevas (las puritanas estadounidenses), urbanas o modernas, al

menos con este concepto de nueva sociedad burguesa que se hace

a sí misma, tan presente en los nuevos pobladores americanos,

hacen que este tipo de textos se desarrollen fundamentalmente

mediante el horror, no el terror. Por eso hay que tener en cuenta

que los límites establecidos entre los géneros de la novela negra son

flexibles y en la mayoría de ocasiones intermitentes, haciendo que

un texto de misma temática y de índole similar, en un caso se

mueva en el terror pero en otro en el horror. Otro ejemplo más

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claro de esto son los textos de Edgar A. Poe, considerado maestro

del horror, aun cuando por definición siempre ha sido uno de los

padres del gótico sureño; o Truman Capote, que a partir del manejo

de atmósferas y sin que realmente ocurra nada excepcional logra

despertar la ansiedad en el lector.

Algo similar ocurre con la novela británica Frankenstein o el

moderno Prometeo de Mary Shelley, que a pesar de aparentemente

pertenecer al terror, también lo hace al género de ciencia ficción y,

por tanto al horror, resultando con ello un texto que maneja

libremente y de manera majestuosa ambos géneros.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, especialmente lo dicho

en cuanto al manejo de textos góticos y al concepto de continuidad

en la tradición gótica, no tiene sentido hablar de «neo—gótico»

(refiriéndonos al boom comercial fundamentalmente que se da en

la tradición en los ochenta aproximadamente), pues realmente

nunca ha dejado de existir. Si bien es cierto que es una

reelaboración de temas y estructuras, relacionados con lo

contextual (entiéndase con ello el «nuevo» modo de ver la vida, de

entender la relación entre el individuo y el universo, el individuo y la

divinidad, los temores y ansiedades de la época…), que obligan a la

tradición a renovarse o a adaptarse a las nuevas circunstancias.

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JOHAN WOLFGANG GOETHE (1749-1832)

Poeta, dramaturgo y filósofo alemán, considerado a la altura de los

grandes talentos del Renacimiento. No sólo se dedicó a las letras,

sus estudios científicos son de gran valor. Admirado en su tiempo, el

mismo Napoleón en 1808, emocionado al verle, exclamó: Voilá un

homme. En su larga vida ocupó diversos cargos públicos en la corte

Weimar, donde incluso fue ministro de minas y administrador de

finanzas. En su producción literaria destaca Fausto, su obra maestra,

que se ve completada por las novelas Werther, Los años de

aprendizaje de Wilhelm Meister, las afinidades electivas, y sus obras

de teatro: Ifigenia, Egmont y Tasso.

La novia de Corinto (1797), traducción incluida en Bernardo

Ruiz, «La pasión del vampiro», Casa del Tiempo, UAM, Vol. XIV,

Época II, N° 70-71, diciembre 97-enero 98, pp. 10-15. No especifica

de quién es traducción.

LA NOVIA DE CORINTO

Provenía de Atenas un joven

que llegó a Corinto, donde nadie lo conocía.

Contaba él con la amable recepción de uno de sus habitantes:

sus padres estaban unidos por la hospitalidad,

y habían convenido, mucho tiempo atrás,

el matrimonio de una y otro:

su hija y su hijo.

Pero, ¿sería bienvenido aún

si no compra con cariño este favor?

Él es todavía pagano, como los suyos;

pero ellos ya son cristianos y se han bautizado.

Cuando nace una nueva fe,

el amor y la fe jurada, frecuentemente,

se destruyen como una mala yerba.

Ya la casa entera reposa;

padre e hijas; sólo la vigilia es de la madre;

que recibe con diligencia al huésped:

de inmediato lo conduce a la habitación más bella.

Previniendo sus deseos,

le presenta los vinos y manjares más preciados.

Tras atenderlo, ella le desea una buena noche.

Pese al buen alimento servido,

él no siente deseo alguno de alimentarse;

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la fatiga lo hace rechazar manjares y bebida.

Y, vestido, se recuesta en el lecho.

Casi duerme

Cuando un huésped extraño

se introduce en la recámara

por la puerta abierta.

Al resplandor de la lámpara ve avanzar

por el cuarto a una joven silenciosa y púdica,

cubierta de un velo y un vestido blancos;

un lazo negro y oro ciñe la frente.

Cuando ella lo percibe

se azora y estremece

y alza blanca su mano.

«¿Soy, entonces —clama ella—, tan extraña en mi propia casa

que para nada me avisan la presencia de un huésped?

Es así, ay, que se me tiene encerrada en mi celdilla,

y que mientras, aquí, se me cubre de vergüenza.

Pero sigue reposando en tu lecho,

me alejaré con la rapidez con que vine.»

«Quédate, bella joven», grita él

levantándose con precipitación.

«He aquí los dones de Ceres, he aquí los de Baco,

y he aquí, querida niña, que tú traes el amor.

¡Estás pálida de miedo!

Ven, querida, joven ven

y gustaremos juntos los goces divinos.»

«Quédate lejos de mí, buen hombre, deténte.

Yo no estoy consagrada a la alegría.

El último paso, ay, fue dado

por mi querida madre: vencida por la enfermedad,

ella hizo al mejorar el juramento

de que mi juventud y mi cuerpo

serían ofrecidos, de inmediato, al servicio del cielo.

Y apenas el brillante cortejo de los antiguos dioses

partió, la casa quedó en silencio.

Ya no se adora más que a un solo Dios

invisible en el cielo, Salvador sobre la cruz;

a quien nadie aquí le ofrece en sacrificio

toros o corderos

sino víctimas humanas en cantidad infinita.»

Y él le pregunta y reflexiona todas sus palabras;

ninguna escapa a su espíritu.

«¿Será posible que en esta callada habitación

frente a mí esté mi novia bien amada?

¡Sé mía entonces!

Los juramentos de nuestros padres

nos valieron ya la bendición del Cielo.»

«No soy yo quien te está destinada, buen hombre;

se reservó para ti a mi más joven hermana.

Cuando en mi celdilla silenciosa sea librada a mis tormentos,

en sus brazos, piensa en mí;

en mí que no pienso sino en ti,

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que me consumo de amor

y que, pronto, me iré a esconder bajo la tierra.»

«No, lo juro por esta flama

que desde ahora Himeneo hace brillar por nosotros:

tú no estás perdida, ni para mí ni para el placer,

y tú me acompañarás a la casa de mi padre:

bien amada, quédate aquí;

celebra conmigo, en este mismo instante

aunque inesperado, nuestro festín nupcial.»

Entonces intercambiaron los gajes de la fidelidad:

ella le tiende una cadena de oro

y él desea ofrecerle una copa de plata,

de arte incomparable.

«¡Esta copa no es para mí;

pero te pido

me regales un rizo de tus cabellos!»

En ese momento suena la hora lúgubre de los espíritus,

y entonces, solamente, la joven parece a gusto.

Ávidamente, de sus labios pálidos; ella bebió

el vino de un rojo sombrío como la sangre.

Pero del pan de trigo

que él le ofreció amablemente,

no tomó la menor migaja.

Y ella tiende la copa al joven,

quien, como ella, la vacía de un solo trago, golosamente.

Y durante esa comida silenciosa, él le solicita su amor.

Su pobre corazón, ay, estaba enfermo de amor.

Pero ella se resiste

a toda súplica

hasta que él se echa a llorar en la cama.

Y viene ella y se tiende cerca de él.

«¡Ay, cómo sufro de ver tu tormento.

Pero, ay, si tocas mis miembros

sentirás estremecido lo que te escondí:

blanca como la nieve

pero fría como el hielo

es la amante que elegiste!»

Él la toma con ardor en sus vigoroso brazos,

llevado por la fuerza de su joven amor.

«Espera entonces recalentarte más, cerca de mí, todavía,

aunque sea la tumba quien te haya enviado hacia mí.

Mezclemos nuestros alientos, intercambiemos nuestros besos,

¡que nuestro amor se desborde!

¿No te inflamas al sentir la llama que me devora?»

Más fuerte aún los unió el amor:

las lágrimas se mezclaron a sus arrebatos.

Con avidez ella asirá el fuego de sus labios,

y ninguno se siente vivir si no es en el otro.

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Con la furia amorosa del joven

la sangre congelada de la muchacha se recalienta;

pero en su pecho el corazón sigue inmóvil.

Mientras tanto, la madre, retrasada por los cuidados del aseo,

pasa aún con suave marcha por el corredor frente al cuarto.

Escucha tras la puerta, oyó largo tiempo

esos sonidos extraños:

voces voluptuosas y lamentos

de un novio y de su prometida,

balbuceantes insensatos del amor.

Ella permanece de pie, inmóvil, frente a la puerta,

porque ante todo desea convencerse plenamente:

escucha colérica los juramentos de amor más solemnes,

las palabras de amor y de promesa:

«¡Silencio, el gallo despierta!»

«Pero la noche que viene,

¿vendrás de nuevo?». Y besos sobre besos.

La madre no puede contener más tiempo su indignación,

abre con rapidez la bien sabida cerradura.

«¿En esta casa hay entonces hijas perdidas,

capaces de entregarse así de pronto al extraño?»

Abre la puerta, entra.

Y a la luz de la lámpara

distingue, oh Cielos, a su propia hija.

Y el joven, en el primer momento de terror,

quiere cubrir con su velo a la muchacha,

esconder bajo el tapiz a la bien amada.

Pero ella se defiende y libera con prontitud

como con la fuerza de un espíritu

su alta estatura

se yergue lentamente sobre el lecho.

«Madre, madre,—dice con una voz sepulcral—,

¿me reprocha, entonces, esta noche tan bella?

¿Me expulsa usted de esta cama cálida?

¿Sólo desperté para entregarme a la desesperación?

¿Ya no le satisface

en buena hora haberme amortajado en un sudario y desposado en

la tumba?

»Pero una ley que me es propia me impulsa

fuera de la fosa estrecha al duro manto de la tierra.

Los cantos salmodiados por tus sacerdotes

y su bendición no tienen efecto alguno.

El agua y la sal son incapaces

de extinguir los ardores juveniles

y, ay, la tierra no enfría el amor.

»Este joven me fue prometido,

cuando en pie estaba todavía el templo de la amable Venus,

madre, y usted faltó a su promesa

ligándose por un juramento bárbaro y sin valor.

Porque ningún Dios acogerá

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a una madre que jura

rehusar la mano de su hija.

»Una fuerza me arroja fuera de la fosa

para buscar todavía los bienes de los que me despojaron;

para amar aún al esposo ya perdido

y para aspirar la sangre de su corazón.

»Y cuando éste muerto,

me pondré en busca de otros;

y mis jóvenes amantes serán víctimas de mi deseo furioso.

»Bello joven, tus días están contados.

Morirás de languidez, en este siglo.

Te regalé mi collar,

yo me llevo el rizo de tus cabellos.

Míralo bien:

Mañana tus cabellos estarán grises;

Solamente en la tumba renegrecerán.

»Escuche, ahora, madre, mi última plegaria;

Haga levantar una hoguera,

abra la estrecha tumba donde me ahogo,

y dé reposo a los amantes entregándolos al fuego.

»Cuando la chispa salte,

cuando ardan las cenizas,

nos elevaremos hacia los antiguos dioses.»

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JOHN WILLIAM POLIDORI (1795-1821).

Procedente de una familia de origen italiano. Se graduó a los

diecinueve años en Medicina con el tema del sonambulismo y

mesmerismo (de gran boga en el ámbito científico de la época)

como tesis de fin de carrera, lo que ya deja ver su inclinación por los

hechos más «extraños». En 1816 conoce a Lord Byron y entra a su

servicio como secretario personal. Se desarrollará una relación

nefasta entre ambos caracterizada por la posible atracción

homosexual así como por la humillación por parte del poeta inglés

al hacer de Polidori el objeto de sus más crudos sarcasmos y

extravagancias porque, tal y como decía, lo atacaba de los nervios.

Byron lo llamará «the little Doctor Polly-Dolly». Tras haber viajado al

lado del Lord, regresa a Inglaterra. En 1819, el mismo año que

publica The Vampire, edita Ernestus Berchtold. Murió en 1821, en

circunstancias extrañas aún no aclaradas, parece que medio loco y

de sobredosis.

Texto completo en John W. Polidori, “El vampiro” en J. W. Polidori,

P. B. Shelley, M. W. Shelley, Lord Byron, Fantasmagoriana,

Traducción de Jordi Fibla Feito, Ediciones Península, Barcelona,

1997, pp. 17-56.

EL VAMPIRO

Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en

Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más

importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un

noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.

Miraba a su alrededor como si no participara de las

diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las

risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y

amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la

despreocupación. Los que experimentaban esta sensación de temor

no sabían explicar cuál era su causa. Algunos la atribuían a la mirada

gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia,

hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la

mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que

pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.

Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las

principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes

se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y

experimentaban el peso del ennui, estaban sumamente contentos

de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera

intensa.

A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se

coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte

emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen

bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad

trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas

señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los

monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su

casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar

su atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él,

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aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no

parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia

parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que,

cansada de su fracaso, abandonó la lucha.

Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la

dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello

sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa

virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase

también con las mujeres.

Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua

meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que

inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se

quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero

no tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se

ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre

las que las manchaban con sus vicios.

Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado

Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna

más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño

todavía.

Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que

su deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto

descuidaban aspectos más importantes en manos de personas

subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio.

Por consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor

y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.

Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la

Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en

las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo

en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre

quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al

desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura.

Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las

realidades de la existencia.

Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su

ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas

mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de

pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto

opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes

ojos y a sus sensuales labios.

Adherido al romance de sus solitarias horas, Aubrey se

sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que

chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las

corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las

necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus

pretendidos conocimientos.

Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad

satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el

extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su

camino.

Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una

idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí

mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la

observación de los objetos externos a él —aparte del tácito

reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su

contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que

halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto convirtió

a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a

aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo.

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Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a

hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por

ser reconocida.

Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos

asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con

las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un

viaje.

Deseando obtener más información con respecto a tan

singular criatura, que hasta entonces sólo había excitado su

curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus

tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que

durante muchas generaciones se creía necesaria para que la

juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio,

igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían

caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas

escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de

perversión de las mismas.

Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente

Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose

agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.

Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una

persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás

mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían

cruzado el Canal de la Mancha.

Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de

estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto

descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente

visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes,

de acuerdo con los motivos de su comportamiento.

Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de

estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto

descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente

visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de

acuerdo con los motivos de su comportamiento.

Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el

pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus

necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que

Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos,

reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía

sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no

para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la

lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás

negaba su ayuda.

Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la

mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más

insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.

En las obras de beneficencia del Lord había una

circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos

aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían

caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se

hundían en la miseria más abyecta.

En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se

asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba

los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro,

donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era

su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había

ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea,

imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que

le rodeaba.

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No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la

novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa.

Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su

abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los

del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.

En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a

los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad

de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al

alcance de aquel mortal enemigo.

Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de

sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna,

sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes

necesidades.

Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo

perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes

fortunas de personas inocentes.

Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento

capaz de combatir la destreza de los más experimentados.

Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo,

suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que

causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio

alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba

que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con

franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.

Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza

más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban

menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del

objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este

hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de

desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba

a asumir las proporciones de algo sobrenatural.

No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su

compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía

del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba

los monumentos de la ciudad casi desierta.

Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra,

que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole

las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores;

y la última le dejó asombrado.

Si antes había pasado por su imaginación que su compañero

de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar

tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase

inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad

de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de

seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para

con la sociedad en general.

Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no

tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para

aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los

compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la

virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la

degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que había

buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la

máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor

escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la

contemplación pública.

Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que

todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde

posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para

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abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole

estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.

De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades

que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo

estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama

cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que

una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord

Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto.

Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y

pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin

duda iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.

Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su

amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con

respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba

enterado de su cita para aquella misma noche.

Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que

podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado

respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.

Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota

alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a

Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente

que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven,

a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino

también al carácter de Lord Ruthven.

La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se

limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía

a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes

hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.

Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras

cruzar la península, llegó a Atenas.

Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en

hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua

gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser

testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron

libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos

debajo del polvo o de intrincados líquenes.

Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello

que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la

tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el

Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para

pretender a un alma y no a un ser vivo.

Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte,

parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho

más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.

El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en

su búsqueda de antigüedad. Y a veces la incosciente joven se

empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira,

mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al

viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras

que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.

A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo

sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices,

pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario

que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de

capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de

Pausanias.

Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el

mundo veía, mas nadie podía apreciar?

Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún

contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile.

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Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba

conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su

alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba

los paisajes de su solar patrio.

Entonces, ella le describía las danzas en la pradera,

pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas

matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas

que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los

cuentos sobrenaturales de su nodriza.

Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés

de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro

vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más

queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas

más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya

se le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de

aquellas horribles fantasías.

Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por

lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un

vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos

niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la

joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le

suplicaba que la creyese, puesto que la gente había observado que

aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre

obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les

obligaba a reconocer su existencia.

Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos

monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una

descripción casi exacta de Lord Ruthven.

Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la

joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa

cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las

coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes

sobrenaturales de Lord Ruthven.

Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su

inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres

entre las que había buscado su idea de romance, había conquistado

su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho

inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven

griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba

más a la doncella que le acompañaba constantemente.

En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no

volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre

le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban,

teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era

todo para él.

Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella

experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi

infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del

joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie

con quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se

hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún fragmento que

había escapado a la acción destructora del tiempo.

La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de

los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron

su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.

Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le

llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre

del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que

necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún

griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.

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Le describieron dicho lugar como el paraje donde los

vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le

aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio

recaían los peores males.

Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando

de burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se

estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo

solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.

A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según

había proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su

huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de

aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.

Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al

caballo que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto,

pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban en

acción. Aubrey se lo prometió.

Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que

no se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el

horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países

cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes

tempestuosas, vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.

Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su

retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el

crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche.

Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima,

los truenos apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte

aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en tanto el

relámpago azul parecía caer a sus pies.

El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope

alocado por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansancio,

el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que

estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por

entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba.

Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar

a alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo

contra la furiosa tormenta.

Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían

callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos

mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido.

Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que

retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la

puerta de la choza. No vio más que densas tinieblas, pero el sonido

le guió. Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su

presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin

que nadie reparase al parecer en él.

No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó

inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera

ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al

momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender

cara su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado

de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se

le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta

con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas

entrevistas por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su

ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del

joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las

ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.

La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse,

gritó, siendo oído poco después por los portadores de antorchas.

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Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada

cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente

lleno de mugre.

A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la

mujer que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a

quedarse en tinieblas. Cuál fue su horror cuando de nuevo quedó

iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma

etérea de su amada convertida en un cadáver.

Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un

producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma

forma al abrirlos, tendida a su lado.

No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus

labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi

tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el

pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que

se habían hincado en las venas.

—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes

de la partida ante aquel espectáculo.

Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó

a andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes

visiones, ahora muerta en la flor de su vida.

Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro

ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse

cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que

habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con

más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida

madre. Los gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad,

advirtieron a los padres de la doncella que había sucedido una

horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando

comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y

señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de

pesar.

Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con

mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y

a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a

su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la

doncella.

Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven,

maldiciéndole como asesino de la joven griega.

Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a

Atenas. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó

inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero

particular.

Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios,

quedose horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien

ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables

palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa

que había motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y

los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se

reconciliase con su presencia.

Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático

de antes, que tanto había asombrado a Aubrey. Pero tan pronto

terminó la convalecencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la

misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor

diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en

él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin

saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.

Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven

pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el

mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que,

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como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada,

parecía evitar todas las miradas ajenas.

Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro

bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su

característica más acusada parecía haberle abandonado para

siempre.

No era tan amable del silencio y la soledad como Lord

Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en

Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el

recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los

bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en

busca de la modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y

en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con

una tímida sonrisa en sus labios.

Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una

serie de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord

Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había

prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones

de Grecia que aún no habían visto.

Los dos recorrieron la península en todas las direcciones,

buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero

aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su

interés.

Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas

gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la

imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo

interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes

fingían proteger de tales peligros.

En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en

cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes

más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar en un

estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un

torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos

acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse

de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto

cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que

pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias

armas.

Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y

resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar

contra sus atacantes.

Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron

momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero.

Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con

gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando

expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los

ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la

espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del

enemigo...

Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven

recibió en el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al

suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a que se

exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al

tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord

Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de

rendición.

Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey

logró convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido

amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el

rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con

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vigilar la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que

debía percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el

joven.

Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente.

Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su

comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan

inconsciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del

tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó

insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a ofrecerle

más que nunca su ayuda.

—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más...

No me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al

término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el

honor de tu amigo.

—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.

—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita

espacio... Oh, no puedo explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes

de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si

mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra... yo...

yo... ah, viviré.

—Nadie lo sabrá.

—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran

violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los

temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le

contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas

lo que veas!

Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.

—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.

Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una

carcajada, y expiró.

Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su

cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad

con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el

juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el

presentimiento de una desgracia inminente.

Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar

en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los

ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus

camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la

promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo

de luna después de su muerte.

Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con

varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven,

para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la

montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los

ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.

Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas,

hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los

ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus

vestiduras.

Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos

horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella

superstición melancólica que se había adueñado de su mente,

resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.

Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a

Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo

y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un

estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para

asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas

y yataganes.

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Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas

formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada

en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se

estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su

horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se

adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.

No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían

como pegados a la daga, pese a lo cual todavía se resistía a creerlo.

Sin embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos

adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la

duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.

Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras

investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado

arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se

hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la

había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven.

El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante

tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido

víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y

retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus

postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy

querido.

Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus

deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la

mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder,

gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del

pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el

afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la

quería más.

La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las

miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el

ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás

se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había

como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna

desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma

consciente de un reino más brillante.

No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la

mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y

pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con

una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y

olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso,

¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?

Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a

la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba

dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad,

habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta

que su hermano regresara del continente, momento en que se

constituiría en su protector.

Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de

que ella apareciese "en escena". Aubrey habría preferido estar

apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le

abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades

de personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar

su comodidad para proteger a su hermana.

De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la

capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la

fiesta.

La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho

tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver.

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Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un

rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando

abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven

había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón,

sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos

resonaba una voz que recordaba demasiado bien.

—Acuérdate del juramento.

Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un

espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma

figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había

entrado por primera vez en sociedad.

Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas

casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un

amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le

llevase a su casa de campo.

Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la

cabeza entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le

estallaran en el cerebro.

Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos

los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga..., la

vaina..., la víctima..., su juramento.

¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un

muerto resucitara!

Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió

frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero

cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el

nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.

Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta

en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la

protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio

rienda suelta a sus pensamientos.

Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse,

penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios

caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó

abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los

presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto

aborrecía.

Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo

y apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró

impedido el paso por la multitud de criados que aguardaban a sus

respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera

humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:

—¡Acuérdate del juramento!

No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana,

no tardó en llegar a casa.

Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si

antes su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se

hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que

el monstruo continuaba viviendo.

No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta

tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey

limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban

más a la muchacha.

Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado

estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel

monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres

queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había

hablado con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase

las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer?

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Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo

de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no

afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado,

encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando

su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.

Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la

soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de

descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba

mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de

mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya

reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas

las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga

le vencía.

Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas

personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas,

puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su

propio pensamiento.

Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado

ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz

enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el menor

conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle

estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos

aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad.

Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de

varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos

interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin obligada a

suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le

afectaba de manera tan extraña.

Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su

deber interponerse y, temiendo que el joven tuviera transtornado el

cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar ante

él la autoridad delegada por sus difuntos padres.

Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los

sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e

impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las

inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para

que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey.

Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan

completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su

incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su

dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de

levantarse.

Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un

brillo vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando

entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y

tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a

la joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado

siquiera.

—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me

quieres, no te acerques a él!

Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería,

Aubrey se limitaba a murmurar:

—¡Es verdad, es verdad!

Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su

hermana no lograba ya arrancarle.

Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el

transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos

frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus

tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos

cierto número, y luego sonreía.

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Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el

dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la

melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente

debía casarse su hermana.

Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó

angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados

de aquella demostración de cordura, de la que le creían privado,

mencionaron el nombre del Conde de Marsden.

Creyendo que se trataba del joven conde al que él había

conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró

más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su

deseo de ver cuanto antes a su hermana. Aunque ellos se negaron a

este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al

parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la

encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó

en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar

que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.

Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por

casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó

en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no

sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo

que tanto y tan funestamente había influido en su existencia.

En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo

al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruído

el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin

comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una

frenética expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se

casaría con semejante monstruo, ya que él...

No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el

juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord

Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.

Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían

oído, pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel

pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.

Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que

demorasen la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a

la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron

calmarle y le dejaron solo.

Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la

fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se

enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa

inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba

loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le

ofrecieron esta información.

Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus

constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su

hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el

corazón de la señorita Aubrey.

¿Quién podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven

hablaba de los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso

cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven

con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia

había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese

por la atención que ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto

arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord

Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.

Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una

embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la

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boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que la

misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el

continente.

Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de

sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le

entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en

algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus

tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y

la esperanza del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas

horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles

maldiciones.

Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la

dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo

que, consideraba, era solamente la manía de un demente.

Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los

ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de

los preparativos para el casamiento.

Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes

al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los

sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron

para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una

indefensa anciana.

Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de

la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el

mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven

fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó,

asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia,

trémulo de rabia.

Una vez en la escalinata, le susurró al oído:

—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi

esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan

frágiles...!

Así desciendo, le empujó hacia los criados, quienes,

alertados ya por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo

soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso

sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.

Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no

estaba presente cuando aconteció , pues el médico temía causarle

cualquier agitación.

La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la

novia abandonaron Londres.

La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de

sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que

llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron

presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche,

instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató

apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció

inmediatamente después.

Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de

Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había

desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un

vampiro.

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ERNEST THEODORE AMADEUS HOFFMANN (1776-1822)

Escritor y compositor romántico alemán. Estudió Derecho pero sus

grandes pasiones fueron la literatura y la música. Su fama, sin

embargo, se debe más a su obra literaria que a sus composiciones.

Destacan sus cuentos fantásticos, llenos de una belleza alucinante

que desembocan en ocasiones en pesadilla, en ellos aborda temas

como el desdoblamiento de la personalidad, la locura y el mundo de

los sueños, ejerció una gran influencia en otros románticos como

Victor Hugo y Edgar Allan Poe. Obras: Cuentos y Los elixires del

diablo (novela).

VAMPIRISMO

—Por cierto es muy asombroso —tomó la palabra Sylvester— que

casi en la misma época de Walter Scott, si no me equivoco, surgiera

un poeta inglés que produjo algo verdadera magnífico en una

tendencia por completo diferente. Pienso en lord Byron, a mi

parecer más poderoso y genuino que Thomas moore. Su Sitio de

Corinto es una obra maestra llena de las más vigorosas imágenes,

de los pensamientos más geniales. En ella predomina su inclinación

por lo sombrío, aun por lo espantoso y horrible, y no he podido leer

todavía su Vampiro, ya que la sola idea de tal criatura, si alcanzo a

entenderla, me provoca un helado estremecimiento. Hasta donde

sé, un vampiro no es otra cosa que un muerto viviente que chupa la

sangre de los vivos.

—¡Ja, ja! —exclamó Lothar, riendo—. Un poeta como tú, mi

estimado amigo Sylvester, debería estar suficientemente versado en

toda clase de historias de magos, brujas y otras cosas diabólicas;

hasta ha de entender por sí mismo un poco de magia y brujería,

cuanto menos lo necesario como para componer algunos poemas y

otros artificios. Pero en lo que concierne particularmente al

vampirismo, y solo para que compruebes mi extraordinaria

ilustración en tales cosas, quiero citarte un ameno opúsculo con el

que podrás instruirte sobre esta oscura materia. El título completo

dice: M. Michael Ranft, diácono de Nebra. Tratado de la masticación

y trituración de muertos en las tumbas, en el que se demuestra la

verdadera condición de los vampiros y chupadores de sangre

húngaros, y en el que se reseñan también todos los escritos

publicados hasta ahora sobre esta materia.

»Ya el título te convencerá de la solidez de la obra

mencionada, y de ello deducirás que un vampiro no es otra cosa que

un ser maldito, que se hace enterrar como un muerto y se levanta

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luego de la tumba para chupar la sangre de los que duermen, los

cuales a su vez se transforman en vampiros, según los informes que

el maestro Ranft proporciona sobre Hungría, donde los vecinos de

aldeas enteras han terminado por convertirse en vampiros. Para

volver inofensivo a uno de estos vampiros, hay que desenterrarlo,

atravesarle el corazón con una estaca y quemar su cuerpo hasta

reducirlo a cenizas. Estas abominables criaturas no siempre

aparecen con su propio aspecto, sino en masque. Eso cuenta

aproximadamente, según recuerdo con gran vivacidad, una carta

que un oficial de Belgrado escribió a un doctor en Leipzig con el

propósito de conocer la verdadera naturaleza del vampirismo:

“En la aldea llamada Kinkilina, llegó a ocurrir que dos

hermanos eran atormentados por un vampiro; se turnaban entre sí

para velar el sueño del otro, cuando de pronto un perro abrió las

puertas, pero ante los gritos volvió a salir corriendo; al final, los dos

se quedaron dormidos, tras lo cual uno de ellos, en tan solo un

momento, pesentó una pequeña mancha roja bajo la oreja derecha,

y murió a los tres días”.

El oficial concluía diciendo: “Como de esto se hace aquí un

misterio fuera de lo común, me permito solicitarle humildemente su

calificada opinión sobre si tales espíritus son simpatéticos,

diabólicos o astrales, punto sobre el que insisto con mucho con

mucho respecto, etc.”. Toma de ejemplo a este oficial para

aprender.

»Acabo de acordarme de su nombre; era Sigmund

Alexander Friedrich von Kottwitz, el portaestardarte del ejército del

príncipe Alejandro. En aquel entonces, los militares se mostraban

solo muy de vez en cuando preocupados por el vampirismo. En la

obra del maestro Ranft se encuentra precisamente un acta,

redactada en términos forenses por dos médicos militares, en

presencia de dos oficiales del mismo regimiento de Alejandro, en la

que se refiere el hallazgo y exterminio de un vampiro. Entre otras

cosas, en aquella acta se dice: “Como se demostró que se trataba de

un verdadero vampiro, ellos mismos le atravesaron el corazón con

una estaca, a consecuencia de lo cual soltó un estentóreo gruñido y

copiosa sangre manó de él”.

»¿No es esto asombroso y a la vez instructivo?

—Si bien es posible tomar todo lo del maestro Ranft —

replicó Sylvester— como meramente novelesco, o incluso

extravagante, ateniéndonos al asunto en sí, y sin considerar el

informe, el vampirismo parece una de las ideas más terriblemente

espantosas, tanto más terriblemente espantosa cuanto que esa idea

degenera en horror, en lo abominablemente repugnante.

—Y sin tener eso en cuenta —dijo Cyprian, cortando a su

amigo la palabra—, de la idea misma puede salir un material que,

tratado por un poeta de rica fantasía, al que no le falte tacto

poético, suscite ese profundo estremecimiento propio del horror

lleno de misterio que habita en nuestro propio pecho y que, rozado

por las descargas eléctricas de un oscuro mundo espiritual,

conmueve el alma sin perturbarla. El adecuado tacto poético del

poeta ha de evitar justamente que lo espantoso degenere en

repugnante y nauseabundo; pues el hecho de que casi todo parezca

bastante extravagante hace también que el efecto sobre nuestro

ánimo disminuya. ¿Por qué no ha de estar permitido al poeta mover

las palancas del miedo, el espanto y el horror? ¿Acaso porque, aquí

y allá, un espíritu débil no lo soporta? No deberían entonces servirse

platos fuertes, pues a la mesa se sientan algunas personas de

naturaleza débil o que tienen el estómago echado a perder.

—¡Tu apología de lo espantoso —tomó la palabra

Theodor— no es en absoluto necesaria, mi querido y fantástico

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Cyprian! Todos conocemos ciertamente de qué modo maravilloso

los más grandes poetas han sabido mover con esa palanca el intrior

más profundo del alma humana. ¡Basta con pensar en Shakespeare!

¿Y quién ha comprendido eso mejor que nuestro brillante Tieck en

varios de sus relatos? Tan solo quiero mencionar «Hechizo de

amor». La idea de este cuento maravilloso debe despertar en todo

corazón un helado estremicimiento de muerte, así como su final el

más profundo horror, y sin embargo los colores están mezclados

con tal fortuna que, a pesar de todo lo espantoso y aterrador, nos

asalta el misterioso embrujo de lo trágico, al que nos entregamos en

cuerpo y alma. Cuán cierto es lo que Tieck pone en boca de su

Manfred para rebatir los prejuicios de las mujeres contra lo

horripilante en poesía. Es el horror que se da en el mundo cotidiano,

nada menos que eso, lo que atormenta y destroza el corazón con

suplicios que no tienen consuelo. Es la crueldad de los hombres la

que genera la miseria que los grandes y pequeños tiranos producen

sin piedad con la diabólica burla del infierno, así como las reales

historias de fantasmas. Y qué hermoso lo dice el poeta: «Pero en

semejantes invenciones maravillosas la miseria del mundo no puede

sino aparecer salpicada de manera juguetona por alegres colores, y

de modo tal, pienso, que hasta una mirada no muy fuerte tendría

que poder soportarla».

—Con mucha frecuencia —dijo Lothar— evocamos a aquel

poeta profundamente genial, cuyo reconocimiento la posteridad ha

preservado en su más alta excelencia, mientras que aquellos que

arden rápidamente como fuegos fatuos, con un brillo prestado que

en el momento puede cegar la vista, se apagan con igual rapidez.

»Considero, por lo demás, que la fantasía puede ser

despertada con medios muy sencillos, y que lo espantoso a menudo

se funda más en el contenido que en la apariencia. “La mendiga de

Locarno”, de Kleist, al menos para mí, comporta en sí misma todo el

horror posible, y sin embargo, ¡qué sencilla fábula!

»¡Una mendiga a la que se le ordena con rudeza colocarse

detrás de la estufa como un perro y que, muerta, todos los días se

arrastra por el piso y se tiende en la paja detrás de la estufa, sin que

nadie perciba nada!

»Y, sin embargo, es la tonalidad maravillosa del conjunto lo

que produce un efecto tan poderoso. Kleist supo no solo mojar el

pincel en cada uno de los potes de pintura, sino también crear como

ningún otro un cuadro viviente, aplicando los colores con el vigor y

la genialidad del más perfecto maestro. No necesitó hacer levantar

de la tumba a ningún vampiro, le bastó con una vieja mendiga.

—Siguiendo con nuestra conversación sobre el vampirismo

—tomó la palabra Cyprian— me viene a lamente una horrible

historia que leí o escuché hace tiempo. Creo que más bien fue esto

último, ya que, según recuerdo, el narrador insistió en que la

historia era verdadera, y nombró a la familia condal y a la residencia

donde ocurrió todo. Si la historia ya ha sido publicada y les resulta

conocida, interrúmpanme, porque no hay nada más aburrido que

poner sobre la mesa cosas harto sabidas.

—Noto —dijo Ottmar— que otra vez vas a ofrecer al

mercado algo muy fantástico y terrorífico; piensa al menos en San

Serapión y sé tan breve como puedas, para que nuestro Vinzenz

retome la palabra, ya que, por lo que veo, está muy impaciente por

relatarnos el cuento maravilloso que nos prometió.

—¡Calma, calma! —exclamó Vinzenz—. Nada me gustaría

más que Cyprian tendiese un negro tapiz de fondo a la

representación «mímico-plástica» de mis alegres y, según creo, muy

saltarinas figuras, las cuales tendrán así un aspecto espléndido.

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Empieza pues, mi querido Cyprian, y sé sombrío, aterrador, incluso

espeluznante, más que el vampírico lord Byron, al que no he leído.

El conde Hypolit —comenzó entonces Cyprian— había regresado de

sus largos viajes para tomar posesión de la rica herencia de su

padre, muerto hacía nomucho tiempo. El palacio se hallaba en una

de las regiones más hermosas y amenas del país, y la renta que

producían aquellas tierras alcanzaba para costear su

embellecimiento. Todo lo que al gusto del conde, a lo largo de sus

viajes, y especialmente en Inglaterra, había parecido más atractivo,

elegante, suntuoso, debía ahora levantarse de nuevo ante sus ojos.

Cortesanos y artistas, tantos como necesitaba, se reunieron en

torno de él acudiendo a su llamado, y pronto comenzaron las obras

del palacio, el trazado de un espacioso parque de gran estilo, que

incluía iglesia, cmementerio y capilla como parte de un bosquecillo

artificial. Todos los trabajos eran dirigidos por el conde, ya que

poseía los conocimientos necesarios; de tal modo se entregó a etas

ocupaciones en cuerpo y alma que transcurrió un año sin qeu

siquiera le viniese a la mente, como le había aconsejado su anciano

tío, asomarse en la corte y mostrarse a los ojos de las jóvenes para

escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más noble.

Cierta mañana estaba sentado a la mesa de dibujo trazando el

proyecto de un nuevo edificio, cuando una vieja baronesa, lejana

pariente de su padre, se hizo anunciar. Hypolit recordó de

inmediato, al oír el nombre de la baronesa, que su padre hablaba

siempre de esta anciana con la más profunda aversión, hasta con

repugnancia, y a todas las personas que querían acercarse a ella les

advertía que se alejasen, aunqeu sin explicar jamás los motivos del

peligro. Cuando le preguntaban por el motivo, el conde

acostumbraba decir que había ciertas cosas sobre las que era mejor

callar que hablar. Tanto más cuanto se sabía que en la corte

circulaban oscuros rumores acerca de une scandaloso e inaudito

proceso criminal en el que se había hallado involucrada la baronesa,

en razón del cual había sido separada de su marido y expulsada de

su lejano lugar de residencia, llegando a obtener su sobreseimiento

solo gracias a la intervención del príncipe. Muy molesto se sintió

Hypolit por la proximidad de una persona a la que su padre

aborrecía, aunqeu los motivos de tal aversión le fueran

desconocidos. Pero las reglas de la hospitalidad, tenidas en alta

consideración en la región, lo obligaban a dar la bienvenida a quella

desagradable visita. Nunca una persona, sin que fuera odiosa en lo

más mínimo, había causado en el conde una impresión tan

antipática por su pariencia externa como la baronesa. Al entrar, la

anciana lo atravesó con una mirada ardiente, bajó luego los ojos y

se disculpó por la visita con una actitud casi sumisa. Se quejó de que

el padre del conde, víctima de extraños prejuicios a los que

malintencionados enemigos lo habían inducido solapadamente, la

hubiera odiado hasta la muerte, y de que ella, aunque se consumía

en la más amarga pobreza y se avergonzaba de su estado, nunca

hubiera recibido tampoco la más mínima ayuda de su parte. Ahora,

encontrándose inesperadamente en posesion de una pequeña suma

de dinero, le había sido posible abandonar su residencia y huir a una

lejana aldea de provincia. Sin embargo, al emprender el viaje, no

había podido resistir el impulso de ver al hijo de aquel hombre al

que, a pesar de su odio injusto e implacable, respetaba altamente.

Fue el conmovedor tono de sinceridad con el qeu habló la baronesa

lo que emocionó al conde, tanto más cuanto que, al apartar la

mirada del rostro hostil de la vieja, quedó absorto en la

contemplación de la maravillosa, adorable y encantadora criatura

que la acompañaba. La baronesa calló; el conde no pareció darse

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cuenta y permaneció abstraído. Entonces la baronesa, invocando la

perturnación qeu le causaba aquel lugar, se disculpó por no haber

presentado al entrar a su hija Aurelia. Bastó eso para que el conde

recuperara la palabra y, sonrojándose hasta los ojos para

desconcierto de la adorable muchacha, reclamó que se le

concediese reparar aquello de lo que solo por un malentendido

podía culparse a su padre, y le permitiesen admitirlas en su palacio.

Manifestando sus mejores deseos, tomó la mano de la baronesa,

pero de pronto la respiración y el habla se le cortaron y un frío

estremecimiento lo sobrecogió en lo más íntimo. Sintió su mano

aferrada por unos dedos rígidos como la muerte, y la deshuesada

figura de la baronesa, que lo contemplaba con ojos sin expresión, le

pareció, en su odioso vestido de colores, un cadáver acicalado.

—¡Oh, Dios mío, cuánta desgracia en este instante! —gritó

Aurelia y comenzó a gemir suavemente con tono tan apremiante

que su pobre madre de repente fue presa de un ataque compulsivo,

del que se recuperó en seguida, como al parecer era costumbre, sin

necesidad de valerse de medio alguno.

El conde se desprendió con esfuerzo de la baronesa y, al

tomar la mano de Aurelia y posar con ardor en ella sus labios, sintió

que a él volvían el incadescente fuego de la vida y los dulces

placeres del amor. Encontrándose ya cerca de la edad madura, el

conde experimentó por primera vez todo el poder de la pasión y no

le fue posible disimular en lo más mínimo sus sentimientos, y el

modo en que Aurelia lo aceptó con un recato casi infantil encendió

en él las más bellas esperanzas. Apenas habían pasado unos pocos

minutos cuando la baronesa despertó de su desmayo y, por

completo inconsciente de lo que había sucedido, aseguró al conde

que la invitación a permanecer en el palacio durante algún tiempo

la honraba altamente y que olvidaba para siempre cualquier

injusticia que su padre hubiera cometido contra ella. Fue así como la

situación cambió repentinamente en la casa del conde, y él hubo de

creer que un especial favor del destino le había enviado a la única

persona en toda la tierra que, como esposa adorada y complacida,

podía concederle la mayor felicidad de esta existencia mundana. La

conducta de la anciana baronesa siguió siendo la misma:

permanecía silenciosa, seria, incluso reservada, y demostraba,

cuando la ocasión lo requería, un suave carácter y un corazón

abierto a cualquier alegría inocente. El conde se había habituado al

hecho de que la vieja tuviera un rostro cadavérico y una figura

fantasmal, atribuyéndolo todo a su naturaleza enfermiza, así como a

cierta tendencia a un tétrico vagabundear, ya que, como le

comunicaron sus criados, acostumbraba a dar paseos nocturnos por

el parque hasta el cementerio. Se avergonzaba de que los prejuicios

de su padre hubieran podido afectarlo tanto, y los insistentes

consejos de su viejo tío para que venciera aquel sentimiento que lo

cautivaba y abandonara una relación que, tarde o temprano, habría

de llevarlo al desastre, fueron perdiendo influencia. Persuadido

hasta lo más hondo de su alma del intenso amor de Aurelia, pidió su

mano, y cabe recordar con qué alegría la baronesa, viéndose

transportada de la más profunda indigencia al seno de la felicidad,

aceptó esta propuesta. La palidez y aquel singular aspecto que

indicaban una aflicción extremadamente honda se desvanecieron

entonces del rostro de Aurelia, y la bienaventuranza del amor brilló

en sus ojos, coloreó de rosa sus mejillas.

La mañana del día de la boda, un acontecimiento

estremecedor hizo desvanecer los deseos del conde. Encontraron a

la baronesa inerte en el parque, no lejos del cementerio, tendida

boca abajo sobre la tierra, y estaban transportando su cuerpo al

palacio en el preciso momento en el que el conde se levantaba y

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salía a la ventana con la sensación deliciosa de una inminente

felicidad. Creyó que la baronesa solo había sufrido uno de sus

acostumbrados desmayos; sin embargo, todos los intentos por

reanimarla fueron en vano: estaba muerta. Aurelia se entregó más

bien poco a los desahogos de un tremendo dolor y, muda, sin

derramar lágrimas, parecía más bien herida en lo más íntimo de su

ser. El conde temía por su amada, y con mucho cuidado y suavidad

se atrevió a recordarle su condición de niña desamparada, lo cual

exigía que dejara de hacer lo conveniente solo para hacer lo más

conveniente, a saber, adelantar todo lo posible el día de la boda,

aplazado por la muerte de su madre. Aurelia cayó entonces en

brazos del conde y exclamó, mientras un torrente de lágrimas

manaba de sus ojos, con una voz penetrante que desgarraba el

corazón:

—¡Sí, sí, por todos los santos, mi bienaventuranza, sí!

El conde atribuyó este profundo arrebato de emoción al

amargo pensamiento de que se encontraba perdida, sin hogar ni

adónde ir, y al hecho de que el decoro imposibilitaba también su

permanencia en el palacio. Personalmente se ocupó de que una

anciana y honrada matrona fuera su dama de compañía hasta que,

pocas semanas después, llegó de nuevo el día de la boda, que esta

vez no vino acompañado de ningún acontecimiento infortunado,

sino que coronó la felicidad de los novios. Aurelia se había

encontrado hasta entonces en un permanente estado de tensión.

No era el dolor por la pérdida de su madre, no: un miedo interior,

inefable, leal, parecía más bien perseguirla sin descanso. En medio

de los más dulces diálogos amorosos empalidecía mortalmente,

como sobrecogida de terror, y se arrojaba con lágrimas en los ojos

en los brazos del conde, como queriendo aferrarse a él para impedir

que un invisible poder maléfico la arrastrase a la perdición, mientras

exclamaba:

—¡No, nunca, nunca!

Solamente ahora, casada con el conde, aquel estado de

excitación y aquel terrible miedo interior parecían haber

desaparecido. Era inevitable que el conde sospechara que algún

secreto fatídico perturbaba a Aurelia en lo más íntimo de su alma,

pero con razón consideraba inoportuno preguntarle acerca de ello,

en tanto aquel temor persistiese y ella misma callara al respecto.

Solo con cautela se atrevió a indagar cuál podría ser la causa de su

singular estado de ánimo. Aurelia dijo entonces que sería para ella

un gran alivio abrir ahora por entero su corazón a su amado esposo.

No poco se sorprendió el conde cuando se enteró de que

únicamente la conducta impía de su madre había sido la causa de

que todo ese desquiciado malestar recayese sobre Aurelia.

—¿Hay algo más espantoso —exclamó Aurelia— que odiar,

que aborrecer a la propia madre?

Pues ni el padre ni el tío se habían visto dominados por

falsos prejuicios, y la baronesa había engañado al conde con

premeditada hipocresía. El conde consideró como un golpe de

suerte para la tranquilidad de ambos que la malvada madre hubiese

muerto el mismo día de la boda. No lo ocultó para nada; pero

Aurelia explicó que, precisamente desde la muerte de su madre, se

sentía dominada por sombrías y temibles premoniciones, y que no

podía evitar el terrible miedo de pensar que la muerta se levantaría

de la tumba y la apartaría de los brazos de su amado para

precipitarla en el abismo. Aurelia recordaba de manera muy confusa

(según contó) que una mañana durante su más temprana infancia,

al despertar oyó un espantoso tumulto en la casa. Las puertas se

abrían y se cerraban, extrañas voces gritaban entremezclándose

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unas con otras. Cuando al fin se hizo un poco de calma, la nodriza

tomó a Aurelia del brazo y la llevó a una gran habitación donde

habría muchas personas reunidas en torno de una mesa sobre la

que yacía un hombre que solía jugar con ella, que le obsequiaba

golosinas y al que llamaba papá. Extendió las manos hacia él y quiso

besarlo. Los labios, que antes eran cálidos, estaban ahora helados, y

Aurelia, sin saber por qué, rompió a llorar desconsoladamente. La

nodriza la condujo a una casa extraña, donde permaneció un largo

tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un carruaje.

Era su madre, que poco después se trasladó con Aurelia a la corte.

Aurelia tendría cerca de dieciséis años cuando un hombre se

presentó en casa de la baronesa, quien lo recibió con alegría y

confianza, como si se tratase de un viejo y querido amigo. Empezó a

venir cada vez más a menudo de visita y pronto la situación de la

baronesa cambió de un modo considerable. En vez de alquilar una

buhardilla, vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal, como

había hecho hasta entonces, se mudó a un bonito barrio en la zona

más hermosa de la ciudad, ostentaba lujosos vestidos, comía y

bebía con el extraño, de quien era diariamente huésped, y

participaba en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la

corte. Pero esta mejora en la situación de su madre, debida

evidentemente al extraño, no tuvo efecto alguno sobre Aurelia.

Mientras la baronesa se entregaba a la diversión con el extraño,

Aurelia permanecía encerrada en su habitación y se veía obligada a

vivir tan austeramente como antes. El extraño, aunque se

encontraba cerca de los cuarenta años, tenía un fresco aspecto

juvenil, su figura era esbelta y su rostro poseía, por así decirlo, una

belleza muy viril. A Aurelia, no obstante, le resultaba desagradable

porque su conducta, a pesar de que intentaba mantener un

elegante decoro, a menudo era torpe, vulgar, plebeya. La mirada

con que la observaba, sin embargo, comenzó a llenarla de un

siniestro horror, de un espanto cuya causa no sabía cómo explicarse

a sí misma. La baronesa no se había tomado siquiera la molestia de

decir una sola palabra a Aurelia acerca del extraño. Entonces

mencionó su nombre, agregando que el barón era inmensamente

rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y terminó

preguntándole a Aurelia si le agradaba. Aurelia no disimuló el íntimo

espanto que le producía el extraño; la baronesa, entonces, le lanzó

una mirada que la aterrorizó profundamente y le reprochó que

dijese algo tan necio e ingenuo. Poco después, la baronesa empezó

a tratar a Aurelia con amabilidad, como nunca antes lo había hecho.

Le regaló hermosos vestidos, ricos adornos a la moda, y se le

permitió participar en las fiestas. El extraño intentaba ganarse el

favor de Aurelia, pero solo conseguía caerle cada vez más

antipático. Finalmente, un desdichado azar, fatal para su tierno

espíritu juvenil, le deparó ser testigo secreto de una inaudita

atrocidad del extraño y de su corrompida madre. Cuando días

después el extraño, medio borracho, la rodeó con sus brazos de una

manera que no dejaba lugar a dudas sobre sus perversas

intenciones, la desesperación le dio las fuerzas de un hombre; logró

sacárselo de encima tirándolo al suelo de espaldas, huyó y se

encerró en su habitación. La baronesa entonces le aclaró a Aurelia

fríamente y con firmeza que, como el extraño mantenía la casa y

ella no tenía en absoluto el deseo de volver a la antigua indigencia,

no había lugar para vanos y tontos remilgos; Aurelia debía ceder a

los deseos del extraño, quien de lo contrario amenazaba con

abandonarlas. En lugar de compadecerse de las desgarradoras

súpilicas de Aurelia, de sus ardientes lágrimas, la anciana, riendo a

carcajadas con atrevida desvergüenza, comenzó a hablar de las

ventajas de una relación que le proporcionaría todos los placeres de

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la vida, mofándose tanto de cualquier sentimiento virtuoso que la

joven quedó espantada. Aurelia se vio perdida y el único medio de

salvación posible le pareció huir sigilosamente. Pudo hacerse con la

llave de la casa, empacó unas pocas pertenencias que cubrirían las

necesidades más apremiants y se delizó después de medianoche

por el vestíbulo apenas iluminado, mientras creía que su madre

dormía profundamente. Estaba ya por salir en silencio, en el más

completo silencio, cuando la puerta de la casa rechinó al

entreabrirse y retumbaron pasos en la escalera. La baronesa

apareció en el vestíbulo, dirigiéndose hacia Aurelia, vestida con una

bata raída y sucia, el pecho y los brazos desnudos, el pelo gris

despeinado y salvajemente agitada. Detrás de ella venía el extraño,

gritando con voz chillona:

—¡Espera, maldito Satanás, bruja del infierno, voy a hacerte

tratar tu banquete de bodas!

Arrastró de los pelos a la vieja hasta el medio de la

habitación y empezó a golpearla del modo más brutal con el bastón

que llevaba consigo. La baronesa soltó un espantoso alarido de

terror y Aurelia, a punto de desvanecerse, gritó por la ventana

abierta pidiendo auxilio. Dio la casualidad de que justamente pasara

por allí una patrulla armada de la policía, que entró al instante en la

casa.

—¡Atrápenlo! —exclamó la baronesa, dirigiéndose a los

guardias y retorciéndose de dolor—. ¡Agárrenlo bien! Miren su

espalda desnuda… Es…

En cuanto la baronesa pronunció elnombre, el sargento de

policía que comandaba la patrulla dio un grito de júbilo:

—¡Ajá! ¡Al fin te tenemos, Urian!

Y así fue como detuvieron al extraño y lo arrastraron fuera

enseguida, por más que trató de resistirse. A pesar de todo lo

sucedido, la baronesa se había percatado muy bien de la intención

de Aurelia. De momento se conformó con agarrarla violentamente

del brazo, llevarla a su habitación y cerrar la puerta con llave sin

decir palabra. A la mañana siguiente , la baronesa salió y no regresó

hasta muy tarde, mientras Aurelia, encerrada en su cuarto como en

una celda, no pudo ver ni hablar con nadie, debiedno pasar todo el

día sin comer ni beber.

Así transcurrieron varios días. A menudo la baronesa miraba

a Aurelia con ojos encendidos de ira y parecía querer tomar una

determinación, hasta que una noche recibió una carta cuyo

contenido aparentemente le causó alegría.

—Absurda criatura —le dijo—, eres la culpable de todo,

pero está bien, ni siquiera deseo que te alcance la terrible maldición

que el malvado espíritu arrojó sobre ti.

Luego de esto la baronesa fue nuevamente amable con ella

y Aurelia, ahora que aquel hombre abominable se había alejado de

la casa, ya no volvió a pensar en huir y obtuvo a cambio algo más de

libertad.

Pasó algún tiempo y una mañana en que Aurelia se

encontraba sola en su habitación se oyó un gran estruendo en la

calle. La doncella entró abruptamente y le contó que, mientras los

gruardias llevaban a la cárcel al hijo del verdugo, marcado con

hierro por robo y asesinato, estehabía tratado de escaparse. Aurelia

se asomó con miedo a la ventana, sobrecogida por un temeroso

presentimiento; no se había engañado: allí estaba el extraño que,

flanqueado por numerosos guardias y fuertemente encadenado, era

trasladado sobre una carreta. De nuevo lo llevaban preso para que

expiara su condena. Aurelia casi se desmaya en el sillón cuando la

espantosa y salvaje mirada del sujeto se cruzó con la suya, al tiempo

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que con gestos amenazadores levantaba su puño cerrado hacia la

ventana.

Otra vez la baronesa volvió a estar mucho fuera de casa,

aunque siempre retornaba para hablar con Aurelia e irle con

consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se

cernían sobre ella, que podrían arrastrarla nuevamente hacia una

vida opacamente triste. Por la doncella, que había llegado a la casa

después de los acontecimientos de aquella noche y que había sido

puesta al tanto de cómo aquel bribón había mantenido relaciones

íntimas con la señora baronesa. Aurelia se enteró de que en la corte

se lamentaba mucho que su madre hubiera sido engañada tan

vilmente por ese infame criminal. Aurelia sabía muy bien que las

cosas habían sido de otro modo, y le parecía imposible que ni

siquiera los mismos guardias policiales que hacía poco habían

detenido a ese hombre en casa de la baronesa estuvieran

convencidos de la estrecha amistad de ella con el hijo del vergudo,

desde el momento en qeu mientras lo apresaban ella habría

proferido su nombre y señalado su espalda con la marca de hierro

candente, la reconocida seña del criminal. De aquí que hasta la

doncella comentase a veces de modo ambiguo lo que se fantaseaba

aquí y allá y cómo se pretendía conocer las rigurosas investigaciones

que había ordenado el tribunal e incluso que la honorable banoresa

había sido amenazada de arresto, ya que el infame hijo del verdugo

habí acontado cosas muy extrañas.

La pobre Aurelia debió de nuevo reconocer el depravado

carácter de su madre, a quien de todos modos le parecía posible

seguir asistiendo a la corte después de aquellos horrorosos

acontecimientos. Finalmente, la baronesa se vio forzada a

abandonar el lugar en el cual se sentía perseguida por una sospecha

ignominiosa, aunque bien fundada, y a huir hacia una regió lejana.

En ese viaje llegaron al palacio del conde y ocurrió lo que se ha

contado. Aurelia se sentía más que feliz, libre de toda preocupación

enfermiza; pero qué profundo terror se apoderó de ella cuando, al

hablarle a su madre del favor divino que la envolvía en ese

sentimiento de benaventuranza, esta, echando llamas por los ojos,

gritó con voz estridente:

—Eres mi desgracia, criatura abyecta y sin salvación, pero ya

verás: ¡en medio de tu soñada felicidad te alcanzará mi venganza, si

unamuerte repentina me sobrecoge! En el espasmo que me constó

tu nacimiento, la astucia de Satán…

Aurelia se detuvo aquí, se echó sobre el pecho del conde y

le suplicó que la excusase de repetir todo lo que la baronesa había

llegado a decir en su furor demencial. Se sentía destrozada por

dentro al pensar en el miedo que le producía el presentimiento de

que se cumpliría la horrible amenaza que su madre, poseída por

malvados poderes, había proferido. El conde consoló a su esposa

tan bien como pudo, pese a que él mismo se sintió agitado por un

mortal escalofrío. Ya más tranquilo, tuvo que confesarse a sí mismo

que la profunda atrocidad de la baronesa, aunque ya hubiera

muerto, arrojaba una negra sombra sobre su vida, que había

imaginado más clara que el sol.

Al poco tiempo, Aurelia comenzó a mostrarse bastante

cambiada. Mientras la palidez mortal del rostro y el brillo apagado

de sus ojos parecían dar signos de enfermedad, la actitud confusa,

inestable e incluso esquiva de Aurelia dejaba entrever que algún

nuevo secreto, oculto en el interior de su ser, la sobresaltaba. Huía

hasta de su marido, ya encerrándose en su habitación, ya buscando

los sitios más apartados del parque y, cuando se dejaba ver, sus ojos

llorosos, los consumidos rasgos de su semblante, indicaban que

sufría algún espantoso tormento. En vano se esforzó el conde por

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averiguar la causa del estado de su esposa, y solo consiguió

rescatarlo del completo desconsuelo que finalmente había caído la

conjetura de un famoso médico, según el cual la gran irritabilidad de

la condesa y todos aquellos síntomas amenazadores en su cambio

de estado únicamente podían signifcar una dulce espera que haría

la felicidad del matrimonio. El médico mismo, sentado un día a la

mesa del conde y la condesa, se permitió toda clase de alusiones a

aquel supuesto estado de dulce espera. La condesa parecía

indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó

mucha atención cuando el médico comenzó a hablar de los raros

antojos que a veces sienten las mujeres en ese estado, a los cuales

se entregan sin tener en consideración su salud y la nociva

influencia sobre el niño. La condesa abrumó al médico con

preguntas, y ese no se cansó de relatar los casos más curiosos y

divertidos de su propia experiencia médica:

—Por supuest—dijo—, hay también ejemplos de antojos del

todo anormales, por los que ciertas mujeres han llegado a cometer

el más horrible de los actos. Así, la mujer de un herrero tenía un

deseo tan irrefrenable por la carne de su esposo que no descansó

hasta que, un día en que él volvió a casa borracho, lo atacó

imprevistamente con un gran cuchillo y se lo clavó con tal ferocidad

que pocas horas después entregaba su espíritu.

No bien el médico terminó de decir estas palabras, la

condesa cayó desvanecida en el sofá, y solo con gran trabajo pudo

ser rescatada del ataque de nervios que la sobrecogió a

continuación. El médico vio entonces que había sido muy

imprudente mencionar aquel terrible suceso en presencia de una

mujer tan nerviosa.

Benéfico, sin embargo, pareció haber sido el efecto de la

crisis sobre estado de la condesa, pues llegó a estar más tranquila,

aunque muy pronto una actitud extrañamente rígida, un fuego

sombrío en sus ojos y un color cada vez más mortecino arrojaron

sobre el conde una nueva y atormentadora duda acerca del estado

de su esposa. Lo más explicable del estado en que se encontraba la

condesa residía, sin embargo, en que tampoco tomaba el menor

alimento y manifestaba el más insuperable asco por todo, en

especial por la carne, a tal punto que más de una vez se levantó de

la mesa dando vivas muestras de repulsión. El arte del médico

fracasó, pues ni las súplicas más cariñosas y encarecidas del conde

ni nada en el mundo podían hacer que la condesa tomase su

medicina. Dado que pasaban semanas y meses sin que la condesa

probase bocado, dado que existía un misterio inescrutable en cómo

era capaz de mantenerse con vida, el médico consideró entonces

que allí había en juego algo que iba más allá de los límites de la

fidedigna ciencia humana. Abandonó el palacio bajo una excusa

cualquiera, pero el conde pudo notar perfectamente que el

acreditado médico vislumbraba en el estado de la condesa algo

demasiado enigmático, incluso ominoso, como para aguardar más

tiempo y ser testigo de una inescrutable enfermedad, sin poder

hacer nada por ayudarla. Puede imaginarse en qué estado de ánimo

debió dejar todo ello al conde; pero todavía no había terminado.

Justo por esa época, un viejo y fiel servidor tuvo la

oportunidad de revelar al conde, una vez que se encontró con él a

solas, que la condesa desde hací aun tiempo abandonaba todas las

noches el palacio y regresaba al rayar el día. Un frí helado paralizó al

conde. Solo entonces cayó en la cuenta de que desde hacía un

tiempo, a medianoche lo sobrecogía un sueño para nada natural,

que ahora atribuía a algún narcótico que la condesa le

proporcionaba con el fin de poder abandonar, sin ser notada, la

alcoba que, contra las nobles costumbres, compartía con su esposo.

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Los más negros presentimientos acudieron a su alma; pensó en la

diabólica madre, cuyas inclinaciones afloraban acaso en la hija; en

alguna relación adúltera y abominable; en el perverso hijo del

verdugo.

A la noche siguiente iba a develársele el espantoso secreto,

lo unico que podìa ser la causa del inexplicable estado de su esposa.

La condesa solia, al anochecer, preparar ella misma el té que

tomaba con su esposo, y luego se retiraba. El conde esa vez no

bebió una sola y, mientras leía en la cama, como era su costumbre,

no sintió en modo alguno, hacia la medianoche, la somnolencia que

otras veces lo sobrecogía. No obstante, volvió a zambullirse en la

almohada y se quedó quieto, como si estuviera bien dormido.

Suavemente, sin hacer ruido, la condesa dejó entonces su lecho, se

acercó a la cama del conde, le iluminó el rostro y se deslizó fuera de

la alcoba. Con el corazón palpitante, el conde se levantó, se echó un

manto y siguió a su esposa. Era una noche de luna muy clara, de

modo que, aunque ella le llevaba una considerable ventaja, el conde

podía percibir con nitidez la figura de Aurelia envuelta en una túnica

blanca. La condesa tomó el camino que, a través del parque, llevaba

hacia el cementerio, y despareció detrás del muro. El conde corrió

velozmente tras ella y cruzó el portón del cementerio, que encontró

abierto. Allí, bajo el clarísimo resplandor de la luna, divisó apenas

delante de sí un círculo de horribles figuras espectrales. Viejas

mujeres semidesnudas con los cabellos al viento se hallaban

arrodilladas en el suelo, y en el medio del círculo yacía el cadáver de

un hombre, del que se alimentaban con voracidad de lobo.

¡Aurelia estaba entre ellas!

Presa de un salvaje horror, el conde salió corriendo sin

sentido, acosado por un terror mortal, por los pavores del infierno,

a través de los senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, se

encontró de nuevo, a la luz del amanecer, ante las puertas del

palacio. Instintivamente, sin pensar con claridad en lo que hacía se

lanzó escaleras arriba y se abrió paso por entre las habitaciones

hasta el aposento. Allí yacía la condesa, al parecer entregada a un

dulce y suave ensueño, y el conde convencerse de que solo había

sido una atroz visión onírica, o, dado que era consciente del paseo

nocturno, del cual daba testimonio su manto humedecido por el

rocío del amanecer, que más bien una aparición capaz de perturbar

los sentidos le había causado aquel miedo mortal. Sin esperar a que

la condesa se despertase, abandonó la alcoba, se visió y montó a

caballo. La cabalgata en la bella mañana a través de los perfumados

arbustos, desde donde lo saludaban el alegre canto de los pájaros al

despertar, disipó las terribles imágenes de la noche; reanimado y

sereno, regresó al palacio. Pero cuando ambos, el conde y la

condesa, se sentaron solos a la mesa y ella, en cuanto se sirvió la

carne guisada, quiso abandonar la habitación dando muestras de

profundo asco, la verdad de lo que había visto por la noche se

presentó, atroz, ante el alma del conde. Con feroz ira, se levantó de

un salto y gritó con voz terrible:

—¡Maldito aborto del infierno, conozco tu asco por el

alimento de los hombres; arrancas tu comida de las tumbas, mujer

diabólica!

Pero no bien el conde soltó estas palabras, la condesa,

dando alaridos, se abalanzó sobre él y lo mordió en el pecho con la

furia de una hiena.

El conde empujó al suelo a la rabiosa criatura, y entregó su

espíritu entre espantosas convulsiones.

El conde se hundió en la locura.

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—¡Ay —dijo Lothar, tras el silencio que se hizo entre los

amigos—, ay, mi admirable Cyprian, has pronunciado palabras

eximias! Frente a tu historia, el vampirismo es un juego de niños,

una divertida broma de carnaval. No, todo aquí resulta tan horrible,

interesante y abundantemente condimentado con tanta asa foetida

que un paladar sobreexcitado, para que ningún alimento natural ya

tenga sabor, no pueda sino disfrutar mucho con ello.

—Y, sin embargo —tomó la palabra Theodor—, nuestro

amigo enturbió algunas cosas y pasó tan rápidamente por encima

de otras que consiguió suscitar un fugaz, temeroso y horrible

estremecimiento que quisiéramos agradecer. Recuerdo ciertamente

haber leído esta abominable historia fantasmal en un viejo libro.

Pero allí todo estaba narrado con profusión de detalles y los

horrores de los antiguos eran expuestos con amore, de modo que el

conjunto dejaba a cambio una impresión sumamente desagradable

que no puede olvidar por mucho tiempo.

»Estaba contento de haber olvidado aquella fruslería

repugnante, y Cyprian no debería habérmela recordado, aunque he

de reconocer que pesó bastante en nuestro patrono San Serapión, y

suscitó en nosotros un intenso horror, sobre todo hacia el final.

Todos hemos palidecido un poco, pero más que nadie el narrador

mismo.

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PIERRE JULES THÉOPHILE GAUTIER (1811-1872)

Poeta, dramaturgo, novelista, periodista, crítico literario y fotógrafo

francés. Pese a ser un ardiente defensor del Romanticismo, su obra

tiene referencias del Parnasianismo (del que fue fundador), del

Simbolismo y el Modernismo. Junto a Baudelaire y Moreau formó

parte del Club des Hashischins (El Club del Hachís) y fue uno de los

primeros artistas en vivir la experiencia creativa de las drogas.

Obras: La muerte enamorada, Mademoiselle de Maupin, Viaje a

España, Arria Marcella, Le roman de la momie, La comédie de la

mort, Le Capitaine Fracasse, Émaux et camées, entre otras.

«La muerta enamorada» es de 1836.

LA MUERTA ENAMORADA

Padre, tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor:

pues bien, sí. La mía es una historia singular y terrible y, aunque

tenga ahora setenta años, soy siempre harto reacio a la idea de

remover las cenizas de semejante recuerdo. Pero a usted no quiero

rehusarle nada: en todo caso, nunca haría un relato de este género

a un alma menos experta que la suya. Se trata de sucesos tan

extraños, que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido

verdaderamente. El hecho es que me he encontrado, por algo más

de tres años, a merced de una ilusión diabólica. Yo, pobre sacerdote

de campaña, he llevado todas las noches en sueño (¡quiera Dios que

sólo haya sido un sueño) una vida de Sardanápalo. Me bastó echar

una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de

sexo femenino, para casi llevar mi alma a la pérdida; pero por

fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré

expulsar al espíritu maligno que me poseía. Mi existencia, en cierto

momento, se había complicado con una vida nocturna

suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día,

era un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas

santas; pero de noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en

un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos,

jugador de dados, bebedor, blasfemo; y cuando, al alba, me

despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la de

estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa

vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo desgraciadamente

indeleble de palabras y objetos que nunca debí haber visto; y,

aunque jamás haya salido de las paredes de mi presbiterio, se diría,

sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido

que, después de haber aprovechado de todos los placeres que

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ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el

seno de Dios su jornada demasiado turbulenta, y no el humilde

seminarista que fui en realidad, envejecido luego en una parroquia

ignorada por la mayoría, perdida en el fondo de un bosque donde

nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del siglo.

Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado

jamás, con un amor furioso, de tal modo violento, hasta

maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya reventado

nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches!

La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde

la más tierna infancia, por lo que todos mis estudios fueron

orientados a ese fin, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue

sino un largo noviciado. Concluidos los estudios de teología y

pasados todos los grados menores, mis superiores me consideraron

digno, a pesar de mi extrema juventud, de trasponer el último y más

temible umbral. Quedó establecido que yo sería ordenado

sacerdote durante la semana de Pascua.

Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que

comprendía colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo

que respondía al nombre de “mujer”, pero nunca detuve mi

pensamiento en aquello: era de una inocencia perfecta.

No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor

vacilación ante el compromiso irrevocable que estaba por contraer:

me sentía lleno de regocijo e impaciencia. Creo que nunca novio

alguno ha contado las horas que le separan de las bodas con ardor

más febril que el mío: no podía siquiera dormir, excitado por la idea

de que podría decir misa. Ser sacerdote: no concebía nada más bello

en el mundo: hubiera rehusado convertirme en rey o poeta.

Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan

ligero, que me parecía tener alas en las espaldas. Me creía

semejante a un ángel, y me extrañaba el rostro sombrío y

preocupado de mis compañeros: porque éramos muchos los que

debíamos recibir las órdenes. Había pasado la noche en plegaria, y

me encontraba en un estado de exaltación lindante con el éxtasis. El

obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en actitud de

contemplar su propia eternidad. A través de las bóvedas del templo

entreveía el cielo.

Usted, hermano, conoce todos los detalles de la ceremonia:

bendición, comunión, unción de la palma de las manos con el aceite

de los catecúmenos, para terminar con el santo sacrificio, que se

ofrece al unísono con el obispo.

¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer

un pacto anticipado con los propios ojos! Por azar, levanté de

pronto la cabeza y, de golpe, vi ante mí, tan cercana que hubiera

podido tocarla (aun cuando, en realidad, estuviera más bien lejos),

una joven mujer de rara belleza, vestida como una reina. Fue como

si me cayeran escamas de los ojos: experimenté la sensación de un

ciego, que recobra de improviso la vista. El obispo, tan esplendoroso

hasta ese momento, se apagó inmediatamente, los cirios

empalidecieron en sus candelabros de oro, como las estrellas al

sobrevenir la mañana, y en toda la iglesia se hizo una tiniebla

completa. La fascinadora criatura se destacaba de aquel escenario

de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara por

sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz.

Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más,

para sustraerme a toda sugestión que pudiera provenir del exterior;

porque, en realidad, me sentía siempre más desviado y sabía

siempre menos lo que debía hacer.

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Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de

las pestañas, la veía brillar en una penumbra enrojecida, como si

estuviera mirando el sol.

¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando

tratan de hacer el retrato de la Virgen, y buscan por eso representar

un tipo ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a

aquella fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de

poeta podría dar idea de ella. Yo no sé aún si la llama que la

iluminaba procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba

del uno ni del otro.

A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de

las que hasta entonces no sospechaba ni siquiera su posibilidad, y la

vida se me aparecía bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a

una nueva existencia, a otro orden de ideas. Una espantosa angustia

me oprimía el corazón, y cada minuto que pasaba me parecía al

mismo tiempo un segundo y un siglo. La ceremonia, sea como fuere,

proseguía, y me transportaba siempre más lejos de aquel mundo,

cuya entrada asediaban furiosamente mis deseos recién nacidos. No

obstante, en el momento fatal dije “sí”. Hubiera querido decir “no”,

todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi

lengua le estaba haciendo a mi alma: una fuerza oculta me

arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo igual debe

acontecerle a las muchas niñas que van al altar con la firme

resolución de rechazar el esposo que les ha sido impuesto de

penosamente: llegado el momento, ninguna realiza su propósito.

Algo igual debe acontecerle a todas las pobres novicias que

terminan tomando el velo, aun cuando estuvieran muy decididas a

desgarrarlo en pedazos en el momento de los votos. No se osa

hacer estallar escándalo semejante en presencia de todos, ni

decepcionar la expectativa de tantas excelentes personas. Se

adivina, tejida y concentrada en vuestra respuesta, toda la voluntad

de cada uno de los presentes: sus miradas fijas oprimen como una

capa de plomo. Y además cada cosa se halla tan perfectamente

preparada, todo se halla tan bien dispuesto por anticipado, y parece

tan evidentemente irrevocable, que cualquier reacción personal

sucumbe bajo aquel peso enorme y no puede sino ceder

definitivamente.

La mirada de la bella desconocida mudaba gradualmente de

expresión, a medida que la ceremonia continuaba. Al principio

tierna y acariciadora, se teñía más y más de una suerte de desdén y

desaprobación, como expresando descontento por no haber sido

escuchada.

Hice un esfuerzo, que en sí hubiera sido suficiente para

mover una montaña, tratando de expresar en un grito mi voluntad

de no hacerme sacerdote. Pero nada logré. La lengua estaba pegada

al paladar, y me fue imposible traducir mi intención con el más

insignificante gesto negativo. Me encontraba, aunque despierto, en

una suerte de pesadilla.

Ella pareció sensible al martirio que yo estaba sufriendo y,

como si quisiera alentarme, me lanzó una mirada llena de divinas

promesas. Sus ojos eran un poema, de los que cada mirada

constituía una canción.

Era como si me dijera:

“Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que

cuanto puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían

envidiosos. Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por

cubrirte: yo soy la belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos

seremos el amor. Nuestra existencia transcurrirá como un sueño, y

será sólo un largo, eterno beso. Tira por tierra el vino del cáliz que

te ofrecen, y serás libre. Yo te guiaré hacia islas desconocidas:

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dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo, bajo un

baldaquín de plata, porque te amo, y quiero arrebatarte a Dios,

hacia el cual tantos nobles corazones derraman inútilmente

torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él”.

Me parecía sentir estas palabras acompañadas por una

música de infinita dulzura, porque su mirar tenía algo de sonoro, y

las frases que sus bellísimos ojos me transmitían resonaban en lo

profundo de mi corazón como si una boca invisible me las soplara

en el alma. Me sentía muy dispuesto a renunciar a Dios, pero

entretanto continuaba maquinalmente cumpliendo todas las

formalidades del rito. La hermosa me echó una mirada tan

suplicante como desesperada que fue como si aguzadas hojas

traspasaran mi corazón.

Pero ahora estaba hecho: era sacerdote.

Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más

desgarradora: la muchacha que ve caer a su lado al prometido,

fulminado de improviso por un síncope, la madre que encuentra

vacía la cuna de su niño, el avaro que encuentra una piedra en el

sitio de su tesoro, el poeta que ha dejado caer en el fuego la única

copia del manuscrito de su obra más importante, no tienen

ciertamente una expresión más desolada e inconsolable. Púsose

blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le cayeron a lo largo

del cuerpo. Apoyóse en un pilar, como si las piernas ya no pudieran

sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente bañada de sudor

más ardiente que el del Calvario. Me dirigí vacilante hacia la puerta

de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas me parecían aplastar mis

espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el peso íntegro

de la cúpula.

Estaba por trasponer el umbral cuando una mano aferró

bruscamente la mías: ¡una mano de mujer! No la había tocado

nunca: era fría como la piel de una serpiente, y sin embargo me dejó

una sensación ardorosa como la marca de un hierro candente. Era

ciertamente ella. “¡Desdichado! ¡Qué has hecho!”, me susurró.

Luego, desapareció entre el gentío.

Pasó ante mí el viejo obispo. Me escrutó con aire severo. En

efecto, mi continente debía parecer harto extraño: palidecía y

enrojecía de continuo, y sin razón aparente, la cabeza me daba

vueltas. Uno de mis compañeros tuvo piedad de mi estado, y se

tomó la molestia de acompañarme de nuevo: solo, no hubiera

encontrado ciertamente el camino del seminario. A la vuelta de una

callejuela, mientras mi compañero miraba a otro lado, un pajecito

negro, extrañamente vestido, se me acercó y, sin detenerse, me

entregó una pequeña cartera preciosamente historiada,

haciéndome seña de que la ocultara. La deslicé en la manga, y no la

saqué sino cuando me volví a encontrar a solas en mi celda. Hice

saltar la manilla: dentro había nada más que dos hojitas de papel

con estas palabras: “Clarimonda, palacio Concini”. Estaba tan poco

informado, en esa época, de las cosas del mundo, que nada sabía de

Clarimonda, si bien a la redonda se hablase mucho de ella, y además

ignoraba por completo donde estaba el palacio Concini. Hice mil

conjeturas, una más desaforada que la otra, pero, en verdad, lo que

contaba para mí era lograr volver a verla, y le daba muy poca me

importancia a lo que ella fuera, gran dama o cortesana.

Aquel amor recién nacido se había arraigado de manera

indestructible, y ni siquiera pensé en la posibilidad de arrancarlo.

Esa mujer me dominaba ahora completamente, con una solo mirada

había hecho de mí otro hombre, besaba mi mano en el sitio en que

ella la había rozado; horas enteras repetía su nombre. No debía

hacer más que cerrar los ojos para verla tan claramente como si en

realidad estuviera presente, y me repetía de continuo las palabras

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que ella pronunciara en la puerta de la iglesia: “Desdichado, ¿qué

has hecho?”. Me daba cuenta del horror de mi situación y todos los

aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con nitidez; ¡ser

sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor, no

cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda

belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la

sombra gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos

sino con moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar

siempre luto con esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría

servir muy bien además como sudario para envolverse en el ataúd!

¿Cómo hacer para ver nuevamente a Clarimonda? No

hallaba ningún pretexto para salir del seminario, pues que no tenía

amistades en la ciudad. Además, ni siquiera debía quedarme en

esos lugares, antes esperaba que me destinaran a una parroquia.

Intentaba arrancar las barras de mi ventana, pero estaba a una

altura impresionante, y además no tenía una escala de cuerdas, por

consiguiente era inútil pensar en ello. Por otra parte, sólo hubiera

podido bajar de noche, ¿y cómo habría podido salir de apuros en el

dédalo de calles, que apenas conocía? Todas estas dificultades, que

para otro tal vez hubieran sido insignificantes, parecían insalvables

al mísero seminarista, recién nacido al amor, sin experiencia, sin

dinero y sin ropas.

¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos

los días; habría sido su amante, su esposo, me decía, enceguecido

como estaba, y, en vez de encontrarme aquí envuelto en este

siniestro sudario, llevaría ropas de seda y velludo, cadena de oro,

espada y plumas, como todos los perfectos caballeros. Mis cabellos,

en vez de recibir la humillación de una ancha tonsura, se ondularían

alrededor de mi cuello en un movimiento de rizos. Tendría

hermosos bigotes untados, sería un galán. En cambio, una sola

horita pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de

mala gana, habían bastado para sacarme completamente del

número de los vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo

mismo había echado el cerrojo de mi prisión! Me asomé a la

ventana: el cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se

habían puesto sus ropajes primaverales, la naturaleza resplandecía

con un gozo que me parecía irónico. La plaza del lugar estaba llena

de gente que iba y venía. Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas,

hacia la sombra de los jardines y los emparrados. Pasaban algunas

comitivas, entre cantos y estribillos de bebedores: tal movimiento,

el ímpetu y la alegría general, hacían resaltar aún más

lastimosamente mi lucha y mi soledad. No pude soportar ese

espectáculo, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el

corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el

cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días.

No sé cuánto tiempo estuve así; pero mientras me revolvía

en la cama con rabioso espasmo, vi de pronto al abad Serapion

inmóvil en medio de la habitación, estudiándome atentamente.

Tuve vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el

pecho, me tapé los ojos con las manos.

“Romualdo, amigo mío, te está ocurriendo algo anormal”,

me dijo apaciblemente Serapion, luego de unos minutos de silencio.

“Tu conducta es en verdad inexplicable. Un ser pío, tranquilo y dulce

como tú se agita en su celda como una fiera. Cuídate, hermano, de

no escuchar las sugestiones del diablo, porque el espíritu maligno,

irritado por saberte desde ahora consagrado al Señor, te ronda y

hace el último esfuerzo por atraerte hacia él. En vez de dejarte

abatir, querido Romualdo, hazte una hermosa coraza de plegarias y

mortificaciones, y combate con fuerza a tu enemigo: sólo así

vencerás. La prueba es necesaria a la virtud. Las almas más

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aguerridas han padecido momentos semejantes. Reza, medita,

ayuna: el espíritu maligno se batirá en retirada”.

El discurso del abad Serapion me ayudó a volver a

encontrarme a mí mismo, y a restituirme un poco de calma.

“Venía a anunciarte tu nominación en la parroquia de C. Ha

muerto el sacerdote que la tenía hasta ahora, y el obispo te ha

designado para sucederle. Encuéntrate listo mañana.”

Asentí con un movimiento de cabeza, y el abad me dejó de

nuevo solo.

Abrí el misal y comencé a leer una plegaria, pero las

palabras se me confundían ante los ojos, y el libro se me deslizó de

la mano sin que yo hiciera nada para retenerlo.

¡Partir mañana, sin haberla visto de nuevo! Agregar una

ulterior imposibilidad a todas las que ya se interponían entre

nosotros. Perder para siempre la esperanza de encontrarla, de no

ser por milagro. ¿Y si le escribiera? ¿A quién jamás podía confiarme,

vestido como lo estaba de los sacros paramentos? Experimenté una

angustia indecible. Me volvió a la mente lo que el abad había dicho

de los ardides del diablo, lo raro de toda la aventura, la belleza

sobrenatural de Clarimonda, el resplandor fosforescente de sus

ojos, el tacto ardiente de sus manos, la turbación en que me

sumiera, la transfiguración que en mí se había operado, mi devoción

que se deshiciera en un instante, todo probaba con claridad la

presencia de Satanás y acaso aquella sedeña mano no fuese sino el

guante que recubría su garra. Estos pensamientos me provocaron

un inmenso terror: recogí el misal, y torné a orar.

Al día siguiente, Serapion vino a buscarme. Dos mulas

aguardaban en la puerta, con nuestros escasos bagajes. Recorriendo

las calles de la ciudad, escrutaba ansiosamente cada ventana, para

ver si en ella aparecía Clarimonda, pero todavía era muy temprano,

y la ciudad no había abierto aún los ojos. Mi mirada trataba de

penetrar más allá de los cortinados que cubrían las ventanas de los

palacios a lo largo de nuestro camino. Serapion debía sin duda

atribuir este interés mío a la admiración por la elegante arquitectura

de aquellos lugares, porque demoraba el paso de su cabalgadura

para darme tiempo de ver todas las cosas.

Llegamos, al fin, a las puertas de la ciudad, y comenzamos a

ascender la colina. Desde la cima, me volví una última vez para ver

de nuevo los lugares en que vivía Clarimonda. La sombra de una

nube cubría toda la ciudad. Los techos azules y rojos estaban

dispersos en una media tinta general, sobre la que flotaban, con

blancos copos de espuma, los humos de la mañana. Por un singular

efecto óptico resaltaba, dorado por el único rayo de luz un edificio

que sobrepasaba en altura a todas las construcciones cercanas,

inmersas en la niebla y, aunque se encontraba en realidad a más de

una legua de nosotros, me parecía muy próximo, y podía distinguir

todos sus detalles.

“¿Cuál es aquel palacio iluminado por el sol?”, pregunté a

Serapion. Se resguardó de la luz con la mano y me contestó: “Es el

antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana

Clarimonda. Parece que es teatro de orgías monstruosas”.

Justamente en aquel instante, fuese realidad o ilusión, me

pareció advertir en la terraza una clara pequeña figura que

resplandeció un segundo y en seguida se apagó. ¡Era Clarimonda !

¿Sabía acaso que en ese mismo momento, desde lo alto de aquel

áspero sendero que me alejaba aún más de ella, yo cubría con los

ojos su casa, que un burlón juego de luces parecía poner al alcance

de mi mano, casi invitándome a entrar en ella como señor?

Ciertamente, ella debía saberlo: su alma era demasiado afín a la mía

para no sentir mis propias turbaciones y era de seguro éste el

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sentimiento que la había incitado, aun envuelta en sus velos

nocturnos, a salir a la terraza, al comenzar la mañana.

La sombra engulló también el palacio quedándome delante

sólo un océano inmóvil de techos, además de los cuales no se

distinguía sino una ondulación montañosa. Serapion estimuló a su

mula, y la mía la siguió. Una curva del sendero quitó para siempre

de mi vista la ciudad de S. a la que no debía ya volver.

Después de tres días de camino, a través de campos asaz

desolados, vimos apuntar el gallo de la cima del campanario de la

iglesia donde debía servir. Tras un sendero tortuoso, rodeado de

cabañas y corrales, nos encontramos ante el edificio, que no era de

magnífico. Un vestíbulo ornado con algunas nervaduras y dos o tres

pilares de cerámica groseramente tallados, un techo de tejas y

contrafuertes de arenisca igual al de los pilares, era todo. A la

izquierda, el cementerio lleno de hierbas, con una gran cruz de

hierro en el centro. A la derecha, a la sombra de la iglesia, el

presbiterio, harto desnudo y mísero.

Era una casa de extrema sencillez, de una árida dignidad.

Entramos. Algunas gallinas picoteaban sobre la tierra escasos granos

de arena. Acostumbradas aparentemente al negro hábito de los

eclesiásticos, en nada se extrañaron con nuestra presencia, y apenas

se molestaron para dejarnos pasar.

Un ladrido flojo y enmohecido se escuchó, y vimos a un

perro acercarse. El animal perteneció a mi predecesor. Tenía la

mirada sin brillo, la pelambre gris y todos los síntomas de la más alta

vejez que puede un perro alcanzar. Con ternura lo acaricié y él

también se puso a caminar a mi lado con un aire de inexpresable

satisfacción.

Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la

gobernanta del viejo cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y

después de haberme hecho entrar en una sala baja, me preguntó si

mi intención era conservarla.

Le respondí que yo la conservaría conmigo, tanto a ella

como al perro y, también, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su

amo le había dejado a su muerte, lo que la hizo entrar en un estado

de euforia. Por su parte, el abad Serapion pagó de inmediato el

precio que ella pidió.

Arreglada mi estancia, el abad Serapion regresó al

seminario. Por tanto, quedé solo y sin más apoyo que el mío propio.

El recuerdo de Clarimonda volvió a obsesionarme y, a pesar de los

esfuerzos que hice por rechazarlo, no siempre lo logré.

Una tarde paseando entre la alameda bordeada de boj del

jardincillo, me pareció ver a través de la enramada una forma

femenina que seguía todos mis movimientos, y el destello entre el

follaje de dos iris verdes de mar; pero no era sino una ilusión; y tras

pasar al otro lado de la alameda, no encontré nada más que la

huella de un pies sobre la arena, tan breve que podía confundirse

con la del pie de un niño. El jardín estaba rodeado por muy altas

murallas; registré todas las esquinas y rincones, mas no había nadie.

Jamás pude explicarme tales circunstancias que, por lo demás, no

fueron nada comparadas con los extraños acontecimientos que me

debían ocurrir.

Así viví más de un año, cumpliendo con exactitud las

obligaciones de mi estado. Rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a

los enfermos, daba limosna hasta quedarme sólo con lo que

satisficiera mis necesidades fundamentales.

Pero sentía en el fondo de mí una aridez extrema. Y las

fuentes de la gracia se mantuvieron secas para mí. No gozaba de esa

satisfacción que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi

ideal estaba más lejos, y las palabras de Clarimonda con frecuencia

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regresaban a mis labios como un refrán involuntario. ¡Oh, hermano,

medita bien en esto! Por haber levantado una sola vez la vista hacia

una mujer, por una falta tan ligera en apariencia, padecí durante

muchos años la agitación más miserable: mi vida se vio afectada

para siempre.

No me detendré más en esta serie de desafíos y obre estas

victorias interiores, seguidas siempre de las recaídas más profundas,

y pasaré de inmediato a una circunstancia decisiva. Una noche,

tocaron con violencia a la puerta. La vieja ama de llaves fue abrir, y

un hombre de piel morena, ricamente vestido, se recortó en el

umbral. Algo en su aspecto atemorizó al principio a la anciana, pero

el hombre la tranquilizó y le dijo que había venido a buscarme para

una tarea que incumbía a mi ministerio. Su dueña, una gran dama,

se estaba muriendo, y deseaba un sacerdote. Tomé lo que era

menester para la extremaunción, y me di prisa en seguirle. Ante la

puerta resoplaban impacientes dos caballos negros como la noche y

un cándido humo surgía de sus narinas. El hombre me ayudó a

montar en uno de los dos corceles, y saltó sobre el otro. Apretó las

rodillas y dejó libres las bridas de su caballo, que partió como una

flecha. El mío lo siguió, devorando el camino. Veía la tierra

desaparecer bajo nosotros, gris y surcada: los perfiles oscuros de los

árboles huían a los costados como un ejército en derrota.

Atravesamos un bosque tan sombrío y gélido que me corrió por la

piel un escalofrío de terror supersticioso. Las centellas, que las

herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras, formaban

tras de nosotros una estela de fuego, y si alguien hubiera podido

vernos a mí y a mi guía en aquella hora de la noche, nos habría

tomado por dos espectros a caballo de un íncubo.

La crin de los dos caballos se enmarañaba siempre más,

arroyos de sudor corrían sobre sus flancos, pero cuando los veía

extenuarse, el escudero, para reanimarlos, daba un grito gutural,

que no tenía nada de humano, y la carrera recobraba aun mayor

furia. El paso de nuestras cabalgaduras resonó más estrepitoso

sobre un piso ferrado, y pasamos bajo una siniestra arcada oscura

que se abría entre dos inmensas torres. En el castillo reinaba gran

agitación: bandadas de domésticos, antorcha en mano, atravesaban

el patio en todas direcciones, y luces diversas salían y bajaban

lentamente. De modo confuso pude entrever inmensas

arquitecturas, arcadas, columnas, rampas, un conjunto de

construcciones digno de un palacio real.

Un pajecillo negro, el mismo que me diera la esquela de

Clarimonda y que reconocí al instante, me ayudó a bajar de la silla, y

un mayordomo, vestido de velludo negro, vino hacia mí.

apoyándose en un bastón de marfil. Gruesas lágrimas le corrían de

los ojos sobre la barba blanca. “¡Demasiado tarde!” , dijo,

meneando la cabeza. “Demasiado tarde. Pero si no hizo a tiempo

para salvar el alma, venga al menos a velar su cuerpo.”

Me tomó de un brazo, y me condujo a la cámara mortuoria.

Yo lloraba tanto como él, porque había adivinado que la muerta no

era otra que mi Clarimonda, tan desesperadamente amada.

Me arrodillé, sin atreverme a mirar el catafalco que se

encontraba en medio de la estancia, y me puse a recitar los salmos

con fervor, agradeciendo a Dios haber puesto una tumba entro

aquella mujer y yo, lo que me permitía citar en mi plegaria su

nombre, ahora santificado. Pero poco a poco mi santo fervor

disminuyó y comencé a fantasear. Aquella cámara no tenía nada de

una cámara mortuoria. En vez del aire fétido y cadaverino que

respiraba siempre en tales lugares, un lánguido perfume de esencias

orientales, un no sé cuál afrodisíaco olor de mujer flotaba

dulcemente en el aire tibio. La pálida luz de la estancia parecía más

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bien una iluminación sabiamente dispuesta para la voluptuosidad,

que el lívido reflejo que de ordinario palpita cerca de un cadáver.

Pensaba en el singular caso que me había hecho encontrar de nuevo

a Clarimonda justamente en el momento en que la perdía por

siempre, y un suspiro de pena escapó de mi pecho.

Me pareció sentir también un suspiro a mis espaldas, y me

volví instintivamente. Era sólo el eco, pero en ese movimiento mis

ojos cayeron sobre el catafalco que antes había tratado de no mirar.

Las colgaduras de damasco purpúreo dejaban ver a la

muerta, extendida, con las manos juntas sobre el pecho. Estaba

cubierta de una sábana de lino, de una blancura deslumbradora,

que resaltaba aun más al lado del color sanguíneo de las colgaduras

y tan sutil que no lograba ocultar nada del seductor relieve de su

cuerpo. Antes bien se dijera una estatua de alabastro, o mejor, una

joven durmiente sobre quien hubiera caído la nieve.

No podía contenerme más: aquel aire de alcoba me

exaltaba, y yo caminaba a largos pasos por toda la estancia,

parándome continuamente a contemplar la hermosa difunta, bajo la

transparencia del sudario. Extraños pensamientos pasaban por mi

mente. Me imaginaba que no estuviera realmente muerta, y que

todo fuese una maña suya para atraerme al castillo y hablarme de

su amor.

Y luego me dije: “¿Será de verdad Clarimonda? ¿Y qué

prueba tengo de ello? El pajecito negro podría haber cambiado de

amo. Soy un loco en desesperarme así”. Me aproximé al lecho

mortuorio, y miré con intensidad aún mayor la causa de mi tortura.

¿Debo confesarlo? La perfección de sus formas me turbaba más de

lo que fuera el caso, y ese reposo era tan semejante a un simple

sueño que cualquiera habría podido engañarse.

Olvidé que estaba en ese lugar para un servicio fúnebre, y

me creí un esposo por vez primera en la cámara de la joven mujer

que, púdica, se cubre el rostro. Trastornado por el dolor, arrebatado

del gozo, temblando de temor y placer, me incliné hacia ella y

levanté lentamente la punta del sudario, reteniendo la respiración

por temor de despertarla. Era en efecto Clarimonda, como la viera

en la iglesia el día en que había sido ordenado sacerdote: estaba

seductora como entonces, y la muerte le agregaba sólo una

coquetería complementaria. Permanecí largamente absorbido en

aquella muda contemplación, y entanto más la miraba, menos podía

convencerme de que la vida hubiera podido verdaderamente

abandonar ese cuerpo estupendo. Le toqué ligeramente el brazo,

estaba frío, pero no más que su mano cuando rozara la mía bajo el

portal de la iglesia. ¡Ah! Qué amargo sentimiento de desesperación

y de impotencia. Qué agonía aquella vigilia. La noche avanzaba y,

sintiendo acercarse el momento de la separación eterna, no pude

evitar la triste y suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los

labios de aquella que había tenido todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una

leve respiración se unió a la mía y los labios de Clarimonda

respondieron a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron,

recobraron la luz, y ella, suspirando, separó los brazos y me los echó

alrededor del cuello, con un aire de inefable éxtasis.

“Romualdo”, me dijo con voz lánguida y dulce, como las

vibraciones últimas de un arpa. “¿Qué haces? Te he esperado tan

largamente que me he muerto. Pero somos prometidos. Podré

verte y llegarme hasta ti. Adiós, Romualdo, adiós. Te amo y te

ofreceré esta vida que tu reclamaste en mí por un instante con un

beso. Hasta pronto.”

Reclinó hacia atrás la cabeza, mientras sus brazos aún me

ceñían. Un torbellino de viento abrió vivamente la ventana y entró

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en la estancia. La lámpara se extinguió y yo caí desvanecido sobre el

pecho de la hermosa difunta.

Cuando volví en mí, me encontré tendido en mi lecho, en el

pequeño dormitorio de mi presbiterio. La anciana ama de llaves se

afanaba en la habitación con senil agitación, abriendo y cerrando

gavetas, o mezclando polvillos en los vasos. Viéndome abrir los ojos,

la anciana dio un gritito de alegría, pero yo estaba tan débil que no

pude decir una palabra ni hacer gesto alguno. Supe luego que había

permanecido en aquel estado durante tres días enteros, no dando

otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. El ama de

llaves me refirió que el mismo hombre de la piel oscura que me

viniera a buscar de noche, me había traído a la mañana siguiente en

una litera, marchándose en seguida. Apenas pude discernir las

ideas, repasé mentalmente todas las circunstancias de aquella

noche fatal. Al principio pensé que quizás había sido víctima de una

ilusión, pero la existencia de circunstancias reales y palpables

destruyó bien pronto esta hipótesis. No podía creer que había

soñado desde el momento que el ama de llaves viera cómo el

hombre de los dos caballos negros, del cual recordaba cuanto me lo

hizo extraño. Sin embargo, nadie sabía de la existencia en el

dintorno de un castillo, semejante a aquél donde volviera a ver a

Clarimonda.

Una mañana vi entrar al abad Serapion. Mientras me pedía

noticias de mi salud, con tono hipócritamente meloso, fijaba en mí

sus amarillas pupilas leoninas, y me hundía sus miradas como una

sonda en el fondo del alma. Después, me hizo algunas preguntas

sobre el modo como yo gobernaba mi parroquia, si me encontraba

bien en ella, cómo empleaba mi tiempo libre, cuáles eran mis

lecturas favoritas, y otras cuestiones insignificantes de este género.

La conversación no tenía, es evidente, ninguna relación con aquello

que en realidad él había venido a decirme. De pronto, sin

preámbulo alguno, como si de improviso se hubiera acordado de

algo que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante, que

resonó en mis oídos cual las trompetas del Juicio Final:

“La cortesana Clarimonda murió días pasados tras una orgía

de ocho días y ocho noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se

han repetido los hechos horripilantes de los festines de Baltazar y

de Cleopatra. Los convidados eran servidos por esclavos de piel

negra que hablaban una lengua desconocida y que, a mi entender,

no son sino demonios. Sobre Clarimonda han corrido muchas

extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera

mísera o violenta. Se ha dicho también que era una vampira. Pero

para mí, es Belcebú en persona”.

Calló, observándome aun más atentamente, como para ver

el efecto que en mí tenían sus palabras. No había podido evitar un

gesto, al sentir nombrar a Clarimonda, y turbación y terror se

manifestaron en mi rostro, aunque yo hiciera de todo para

dominarme. Serapion me lanzó una ojeada preocupada y severa.

Luego me dijo: “Hijo mío, debo ponerte en guardia. Tienes un pie

sobre un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás usa de

pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas. Sería

necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello,

porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto.

Dios vele sobre ti, Romualdo”.

Y Serapion, volviéndome las espaldas, se marchó con

lentitud.

Estaba completamente restablecido, y ahora había

retomado mis funciones habituales. El recuerdo de Clarimonda y las

palabras del viejo abad estaban siempre presentes en mi espíritu, a

pesar de que ningún evento extraordinario hubiera venido a

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confirmar las funestas prevenciones de Serapion. Comenzaba a

pensar que sus temores y mis terrores fueran excesivos, cuando una

noche tuve un sueño. Apenas me había dormido, cuando sentí

levantarse las cortinas de mi lecho.

Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina

estaba ante mí. Reconocí en seguida a Clarimonda. Tenía en la mano

una linternilla del tipo de las que se ponen en las tumbas, cuyo

resplandor tornaba aún más transparentes sus dedos afilados. Por

toda vestimenta tenía el sudario, cuyos pliegues retenía sobre el

vientre como si se avergonzara de estar tan escasamente vestida;

pero su pequeña mano no lograba por completo su intención. Era

tan blanca que la albura del lienzo se confundía con la palidez de su

carne bajo el tenue rayo de la lamparilla. Envuelta en aquel fino

tejido que traicionaba todos los contornos de su joven cuerpo, se

hubiera dicho más el marmóreo retrato de una antigua bañista que

una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer, sombra o

cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus

pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la

lamparilla sobre la mesa y se echó a los pies del lecho, luego me

dijo, inclinándose sobre mí, con aquella su voz al mismo tiempo

argentina y aterciopelada que nunca sentí a nadie:

“Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste

que te había olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un

lugar de donde ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del

que vengo, ni espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para

las alas, y sin embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la

muerte y terminará por vencerla. Cuántos rostros mortecinos y

terribles he visto en mi viaje. Con qué pena mi alma retornada a la

vida por la fuerza de la voluntad, ha debido adaptarse de nuevo a mi

cuerpo. Qué fatiga para levantar la tierra con que me habían

cubierto. Mira: la palma de mis manos está martirizada. Bésala: sólo

así la curarás, amor dilecto.”

Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías

palmas. Las bese muchas veces, mientras ella me miraba con una

sonrisa de inefable complacencia.

Confieso para mi vergüenza que había olvidado

completamente los consejos del abad Serapion, mi propio hábito

talar. Había caído sin oponer ninguna resistencia al primer asalto. Ni

siquiera había intentado rechazar la tentación. La frescura que

emanaba de la piel de Clarimonda penetraba en la mía, y sentía

correr por mi cuerpo voluptuosos escalofríos. ¡Pobre niña! A pesar

de todo lo que luego vi, me apena aún creer que fuese un demonio.

Por lo menos no tenía ciertamente apariencia de tal, y Satanás

nunca ha encubierto mejor sus astucias. Estaba echada sobre el

costado de mi mala cama, en una actitud llena de espontánea

coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre los cabellos y

formaba rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi

rostro, de diversos aderezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable

complacencia, mientras ella acompañaba sus gestos con la más

seductora charla.

“Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y

te buscaba por todas partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal

momento y me dije en seguida: Qes élf. Cuán celosa estoy de Dios, a

quien amas más que a mí. Qué infeliz soy. No tendré más tu corazón

para mi sola, yo que por ti he forzado mi tumba y vengo a dedicarte

mi vida, que he retomado sólo para hacerte feliz.”

Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me

aturdieron al punto de que, para consolarla, osé proferir una

blasfemia terrible y decirle que la amaba al menos tanto como a

Dios. Inmediatamente sus pupilas se reavivaron.

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“Es verdad. Me amas tanto como a Dios”, exclamó

abrazándome. “Desde el momento que es así, vendrás conmigo y

me seguirás adonde yo vaya. Dejarás esos horrendos ropajes

negros. Serás el más bello y el más envidiado de los caballeros, serás

mi amante. ¡Nada malo es ser el amante confeso de Clarimonda, de

aquella que rechazó a un Papa! Qué vida dulce y dorada llevaremos.

Mi señor, ¿cuándo partimos?”

“¡Mañana! ¡Mañana!”, grité en mi delirio.

“Esta bien, mañana”, prosiguió Clarimonda. “Tendré así

tiempo para cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso,

no conviene a un largo viaje. Necesito además avisar a mis

servidores que aún me creen muerta. Dinero, ropajes, carruaje,

todo estará pronto mañana. Vendré a buscarte a esta misma hora.”

Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se

extinguió, las cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un

sueño de plomo, un sueño sin pesadillas, me envolvió dejándome

en la inconsciencia hasta la mañana siguiente. Me desperté más

tarde que de costumbre, y el recuerdo de aquella singular aparición

me perturbó durante todo el día. Terminé por persuadirme de que

había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin embargo, las

sensaciones habían sido tan vivas que me era difícil creer que no

fueran reales, y no sin aprensión me metí en cama a la noche,

después de haber rogado a Dios que me librara de todo perverso

pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.

Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día

anterior se reanudó. Las cortinas se levantaron, apareciendo

Clarimonda no ya diáfana en su blanco sudario, sino gaya y

esplendorosa, en un soberbio vestido de velludo verde con

recamados de oro. Sus rizos rubios escapaban de un amplio

sombrero negro, recargado de blancas plumas; tenía ella en la mano

una pequeña fusta con un chiflo de oro en la punta. Me tocó

suavemente y me dijo: “¿Entonces, bello durmiente? ¿Es así cómo

te preparas? Pensaba encontrarte levantado. Apresúrate, no hay

tiempo que perder. Vístete y partamos.”

Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas,

sacándolas de un paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e

indicándome su justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me

peinó ella misma, presentándome luego un espejo. “¿Te place?

¿Quieres tomarme como tu camarera personal?”

No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de

cuanto una estatua recuerda al bloque de piedra informe del cual ha

sido sacada. Era hermoso, y mi vanidad se veía sensiblemente

requerida por esta metamorfosis. Aquellas vestimentas elegantes,

aquel rico jubón todo bordado, hacían de mí un personaje

completamente distinto. El espíritu de mi ropa penetraba en mi piel.

Di algunos pasos de aquí para allá en el aposento, para adquirir una

cierta soltura de movimientos. Clarimonda me observaba, satisfecha

de su obra: “Bien, basta ahora de niñerías, queridísimo Romualdo.

Debemos ir lejos, es tiempo de ponerse en camino si queremos

llegar”. Me tomó de la mano, arrastrándome con ella. Todas las

puertas se abrían ante ella, a su sola aparición.

En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que

me hiciera de guía la primera vez. Tenía de la brida a tres caballos

negros, uno para cada uno de nosotros. Esos caballos debían

ciertamente haber nacido de yeguas fecundadas por el céfiro,

porque corrían más veloces que el viento, y la luna, que se levantara

en el momento de nuestra partida para iluminarnos, rodaba en el

cielo como la rueda desprendida de un carro: la veíamos saltar de

árbol en árbol y reforzarse para mantenernos detrás. Desde aquella

noche en adelante mi naturaleza, en cierto sentido, se duplicó:

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había en mí dos hombres, uno de los cuales no conocía al otro. A

veces me creía un sacerdote que todas las noches pensaba ser un

joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un

sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía

dónde comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven

señor fatuo y libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote

detestaba las acciones disolutas del joven señor. Dos espirales

encajadas una en la otra, sin jamás tocarse no obstante,

representarían bien la imagen de aquella vida bicéfala que fue la

mía. A pesar de lo extraño de esta situación, no creo, sin embargo,

haber rozado con la locura, ni siquiera un instante. Siempre

conservé bien precisa la percepción de mis dos existencias. Sólo

había un hecho absurdo que no lograba explicarme: o sea, el

sentimiento de un mismo “yo” que podía subsistir en dos hombres

tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba yo cuenta,

sea que creyera ser el cura del villorrio de ***, o il signor Romualdo,

amante reconocido de Clarimonda.

Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar,

en Venecia. Aun hoy no he podido discernir bien cuánto hubo de

realidad y cuánto de ilusión en esa extraña aventura. Vivíamos en

un grandioso palacio de mármol sobre el Canal Grande, rico de

estatuas y de frescos, con dos Tiziano de la mejor época en el

dormitorio de Clarimonda. Teníamos a nuestra disposición una

góndola y un batelero cada uno, nuestra cámara de música y

nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande, y había algo

de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, llevaba una vida de

príncipe, y levantaba polvareda como si perteneciera a la familia de

uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la

república serenísima; no hubiera dado marcha atrás en mi camino

para ceder el paso al dogo, y no creo que, después de la caída

celestial de Satán, haya habido persona más orgullosa e insolente

que yo. Iba al Ridotto y jugaba lances infernales. Frecuentaba la

mejor sociedad, hijos de papá, también arruinados, actrices,

estafadores, parásitos y espadachines. Sin embargo, a pesar de las

costumbres disolutas, permanecí fiel a Clarimonda. La amaba

perdidamente. Ella había despertado la saciedad y detenido la

inconstancia. Tener a Clarimonda era como gozar de veinte amantes

distintas; como poseer todas las mujeres, tan movediza, voluble,

multiforme, era ella: un verdadero camaleón. Hacía cometer con

ella misma la infidelidad que se habría realizado con otras,

asumiendo completamente el carácter, el talante y el tipo de belleza

de la mujer que pareciera atrayente. Centuplicado, ella me devolvía

su amor; y era en vano que los jóvenes patricios y aun los viejos del

Concilio de los Diez le hicieran magníficas proposiciones. Hasta un

Foscari se hizo llegar a ella para proponerle desposarse; ella rehusó

del todo. Ella tenía suficiente oro y no deseaba más que el amor, un

amor joven, puro, despertado por ella y que debía ser el primero y

el postrero. Yo, a mi vez, hubiera sido perfectamente feliz de no ser

por una pesadilla maldita y recurrente cada noche, que me hacía

creer un cura de pueblo macerándose y haciendo penitencia por sus

excesos diurnos. Asegurado por la costumbre. Tranquilizado por la

costumbre de estar con Clarimonda, ni siquiera pensaba ya en el

modo extraño en que nos habíamos conocido. Sin embargo, las

palabras del abad Serapion regresaban a veces a mi memoria

despertándome cierta inquietud.

Desde hacía cierto tiempo, la salud de Clarimonda era

menos perfecta. Su tez cotidianamente palidecía más y más. Los

médicos nada comprendían de su enfermedad, y no sabían qué

hacer. Prescribieron remedios insignificantes, y no volvieron más.

Pero ella continuaba palideciendo a ojos vista, y su piel era siempre

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más fría. Estaba blanca y casi amortecida como en aquella noche

afamada del castillo desconocido. Me desesperaba verla

languidecer así. Conmovida por mi dolor, ella me sonreía

dulcemente con la expresión melancólica de quienes sabes que

pronto deben morir.

Una mañana estaba yo desayunando a un costado de su

lecho, por no dejarla sola ni un minuto. Mientras cortaba una fruta,

me hice por casualidad un tajo bastante profundo en el dedo. La

sangre brotó en seguida en rojo arroyuelo y algunas gotas

salpicaron a Clarimonda. De inmediato sus ojos brillaron, su

fisonomía asumió una expresión de salvaje alegría que nunca le

viera. Saltó fuera del lecho con agilidad animal, como un gato o una

mona, y se precipitó sobre mi herida, poniéndose a chuparla con

voluptuosidad indecible. Sorbía la sangre a cortos tragos, lenta y

gustosamente como un experto que saborea un Jerez o un vino de

Siracusa. Entrecerraba los ojos: su redonda pupila verde se había

vuelto oblonga. Cada tanto se interrumpía para besarme la mano,

luego continuaba apretando sus labios sobre los labios de la herida,

para tratar de hacer salir algunas gotas purpúreas más. Cuando vio

que ya no salía sangre, se levantó, con los ojos húmedos y brillantes,

más rósea que aurora de mayo, el rostro recompuesto, la mano

tibia y húmeda, en suma, más bella que nunca y en perfecto estado

de salud.

“No moriré más. ¡No moriré más!”, gritó, loca de alegría,

colgándose de mi cuello. “Mi vida está en la tuya, y todo lo que es

mío viene de ti. Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más

preciosa que cualquier elixir, me han devuelto a la vida.”

Esta escena me dejó largamente meditabundo,

suscitándome los más extraños pensamientos sobre Clarimonda.

Esa misma noche, apenas el sueño me trajo de nuevo a mi

presbiterio, volví a ver al abad Serapion, más grave y más

preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: “No

contento con perder el alma, ahora quieres perder también tu

cuerpo. Joven infeliz, has caído en una trampa”. El tono con que

pronunció estas pocas palabras me tocó vivamente, pero aquella

impresión no me duró mucho; numerosos cuidados disiparon mi

atención de la escena. Sin embargo, una noche, en un espejo, cuya

posición traidora ella no había calculado, vi que Clarimonda vertía

un polvillo en la taza de vino aromatizado que acostumbraba

prepararme al término de la cena. Tomé la taza, fingí llevarla a los

labios, y luego la puse sobre un mueble, como si tuviera la intención

de concluirla más tarde, pero apenas la hermosa me volvió las

espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui después a mi

cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para darme

cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonda

entró en camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se

tendió junto a mí en el lecho. Se aseguró de que yo estuviera

verdaderamente dormido, luego me desnudó un brazo y,

quitándose de los cabellos un alfiler de oro, comenzó a murmurar:

“¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi

alfiler! Ya que tu me amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor

mío, beberé tu hermosa sangre, tan brillante. Duerme, mi bien;

duerme, mi dios; duerme, mi niño; no te haré ningún mal, no

tomaré de tu vida más que aquello que me basta para que no se

extinga la mía. Si no te amara tanto, podría servirme de las venas de

cualquier otro amante, pero, desde que te conozco, todos el resto

me repugna. Qué hermoso brazo, redondo, blanco. No me decido a

punzar esta bella pequeña vena amor mío.” Y mientras hablaba

lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme sobre el brazo. Finalmente

se decidió, me hizo una pequeña incisión con el alfiler, y se puso a

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chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas gotas,

el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto,

luego de haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó

inmediatamente.

Ya no podía dudar, el abad Serapion tenía razón. Sin

embargo, a pesar de la certeza, no podía impedirme amar a

Clarimonda, y le hubiera dado con gusto toda la sangre que

necesitaba para prolongar su artificial existencia. Por otra parte, ni

siquiera sentía gran temor. La mujer frenaba a la vampiro; y lo que

había visto y escuchado, lo demostraba por completo; tenía,

además, venas copiosas que no podían agotarse tan pronto, y no

me sentía dispuesto a regatear mi vida gota a gota. Hasta me

hubiera abierto por mí mismo las venas, diciéndole: “Bebe, y que mi

amor se infiltre en tu cuerpo con mi sangre”. Evitaba aludir al

narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se mantenía

perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban

atormentándome como nunca, y no sabía cuáles nuevas

maceraciones inventar para dominar y mortificar mi carne. Aunque

todas estas visiones pudieran ser involuntarias, y yo no fuera

culpable de ellas, no me atrevía a tocar a Cristo con las manos tan

impuras y un con un espíritu impregnado por libertinaje semejante,

real o producto del sueño. A fin de evitarme el caer en poder de

aquellas penosas alucinaciones, me obligaba a no dormir, teniendo

mis párpados abiertos con los dedos, y permanecía de pie, apoyado

en las paredes, luchando con todas mis fuerzas contra el sueño.

Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los ojos muy pronto

y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con desánimo y

cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas

pérfidas riberas. Serapion me dirigía las exhortaciones más

enérgicas, y me reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que

estaba más inquieto que de costumbre, me dijo: “Para librarte de

esta obsesión no hay más que un remedio, y; aun cuando sea

extremoso convendrá adoptarlo. Sé dónde ha sido sepultada

Clarimonda. Es necesario desenterrara, y que veas en cuál estado

lastimoso se encuentra el objeto de tu insano amor. Ya no te

sentirás tentado de perder el alma por un inmundo ser, devorado

por los gusanos, próximo a deshacerse en polvo. Volverás de seguro

en ti, después de esta experiencia”. Estaba tan enervado por aquella

doble vida que accedí. Quería saber de una vez por todas quién,

entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión.

Estaba decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de

los dos hombres que vivían en mí, o también a aniquilar a ambos,

porque semejante vida no podía durar.

El abad Serapion se proveyó de una azada, una leva y una

linterna y a medianoche fuimos al cementerio de *** cuya

disposición conocía al dedillo. Después de haber iluminado varias

lápidas con la linterna, llegamos finalmente a una piedra semioculta

por las hierbas, y devorada por el musgo y las plantas parásitas,

sobre la cual desciframos el comienzo de una inscripción:

Aquí yace Clarimonda

La más bella de las mujeres

que cuando vivió...

“Es justamente aquí”, dijo Serapion, y posando en tierra la

linterna, introdujo la leva en la fisura terminal de la piedra, y

comenzó a levantarla. La piedra cedió, y él comenzó a trabajar con

la azada. Le miraba hacer, más sombrío y silencioso que la noche. En

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cuanto a él, doblado sobre su macabra tarea, estaba bañado en

sudor, jadeaba, y su afanosa respiración parecía el estertor de un

agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto,

nos tomara por profanadores o ladrones de sudarios, antes que por

dos sacerdotes. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que

lo tornaba más semejante a un demonio que a un apóstol, y su

rostro de grandes rasgos austeros, profundamente marcados por el

reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador. Sentía un

sudor helado correrme por los miembros; los cabellos se erizaban

en mi cabeza; en lo íntimo de mí mismo veía el acto del austero

Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que de

las nubes oscuras que rondaban pesadamente sobre nosotros

surgiera un triángulo de fuego que lo redujese a polvo. Los búhos,

encaramados en los cipreses, inquietados por el resplandor de la

linterna, venían a batir pesadamente contra el vidrio sus alas

polvorientas, emitiendo penosos gemidos. Los lobos aullaban a lo

lejos, y mil ruidos siniestros laceraban el silencio. Finalmente, la

azada de Serapion golpeó el ataúd, y se escucharon resonar sus

tablas con un rumor seco y sonoro, ese espantoso rumor sordo que

sale de la nada cuando se la roza. Serapion abrió la tapa, y vi a

Clarimonda, blanca como el mármol, juntas las manos. El albo

sudario la envolvía como único ropaje. Una pequeña gota roja

parecía una rosa en la comisura de su pálida boca. Serapion, al verla,

se enfureció: “Hete aquí, demonio, cortesana desvergonzada,

bebedora de sangre y de oro”. Asperjó con agua bendita el cuerpo y

el ataúd, y con el hisopo trazó una señal de la cruz. La pobre

Clarimonda, apenas salpicada por el santo rocío, se deshizo en

polvo. No quedó más que una mezcla informe de cenizas y huesos

medio calcinados. “He aquí tu amante, señor Romualdo”, dijo el

inexorable presbítero mostrándome esos tristes despojos, “¿aún te

aún estaríais tentado por dar un paseo por el Lido y Fusina con

vuestra belleza?” Bajé la cabeza. Una gran ruina se hizo en mi

interior. Volví a mi presbiterio, y el señor Romualdo, amante de

Clarimonda, se apartó del pobre sacerdote, con quien durante tanto

tiempo había tenido una tan singular compañía. Sólo la noche

siguiente a Clarimonda; me dijo como la primera vez en el portal de

la iglesia: “Desdichado, ¿qué has hecho? ¿Por qué escuchaste a ese

sacerdote imbécil? ¿No eras acaso feliz conmigo? ¿Qué daño te

había hecho para darte el derecho de violar mi tumba miseranda y

poner al desnudo las miserias de mi nada? toda comunicación entre

nuestras almas y nuestros cuerpos está por siempre rota. Adiós. Me

extrañarás”.

Se deshizo en el aire como niebla, y no la volví a ver nunca

más. Por desgracia, dijo la verdad. La he llorado más de una vez, y la

lloro todavía. He ganado la paz del alma a bien caro precio. El amor

de Dios no fue luego sobrado para remplazar al suyo. “Ésta es,

hermano, la historia de mi juventud. No mire jamás a una mujer, y

camine con los ojos bajos, porque, por casto y tranquilo que usted

sea, basta un minuto para perder la eternidad”.

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ERIC STANISLAUS, CONDE DE STENBOCK (1860-1895)

Eric Magnus Andreas Stanislaus von Stenbock, conde de Stenbock,

conde de Borges y barón de Tarpa en Estonia, fue uno de los dandys

más característicos de la bohemia londinense finisecular. Fue uno

de los fundadores del Club de los Idiotas, sociedad literaria en la que

se fingían personalidades y problemas distintos con el fin de

desarrollar temas literarios, explorando para ello las facetas más

oscuras de la personalidad.

Entre sus obras: los libros de poemas Amar, dormir y soñar

(1881), Mirto, lamento y ciprés (1883), La sombra de la muerte

(1893); y la colección de cuentos Estudios de la muerte (1894).

«La historia verdadera de un vampiro» se incluye en Estudios de la

muerte (1894). A su vez, recogido en Vampiria. Veinticuatro

historias de revinientes en cuerpo, excomulgados, upires, brucolacos

y otros chupadores de sangre. De Polidori a Lovecraft, edición crítica

de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, traducción de

Ricardo Ibarlucía, Adriana Hidalgo editora S.A., Argentina, 2002, pp.

439-446.

LA HISTORIA VERDADERA DE UN VAMPIRO

Las historias de vampiros se localizan por lo general en Estiria: la

mía también. Estiria de ninguna manera es la clase de lugar

romántico descrito por aquellos que obviamente nunca han estado

allí. Es una región chata, nada interesante, célebre únicamente por

sus pavos, sus pollos castrados y la estupidez de sus habitantes. Los

vampiros por lo general llegan de noche, en carruajes tirados por

dos caballos negros.

Nuestro vampiro llegó en el común y corriente ferrocarril, Y

a la tarde temprano. Han de creer que quiero impresionarlos, o

quizá que con la palabra «vampiro» me refiero a un vampiro

financiero. No, soy totalmente seria. El vampiro del que hablo, que

arrasó nuestro corazón y nuestro hogar, era un vampiro real.

Sí, devastó nuestro hogar, asesinó a mi hermano —mi único

objeto de admiración— y también a mi querido padre. Sin embargo,

a la vez debo decir que ya no le guardo rencor.

Sin duda han leído en los diarios passim acerca de «la

baronesa y sus bestias». Justamente escribo esto para contar cómo

llegué a gastar la

Mayor parte de mi inútil salud en un asilo para animales

abandonados.

Ahora soy vieja; cuando ocurrió aquello yo era una niña de

aproximadamente trece años. Empezaré por describir a nuestra

familia. Éramos polacos; nuestro apellido era Wronski: vivíamos en

Estiria, donde teníamos un castillo. Nuestra familia era muy

limitada. Estaba formada, con exclusión de los domésticos, por mi

padre solo, nuestra gobernanta —una belga entrañable llamada

Mademoiselle Vonnaert—, mi hermano y yo. Permítanme comenzar

con mi padre: era anciano, y tanto mi hermano como yo éramos h,

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alijos de su vejez. De mi madre no recuerdo nada: murió al dar

nacimiento a mi hermano, que era sólo un año, o no tanto, más

joven que yo. Nuestro padre era estudioso, estaba continuamente

ocupado leyendo libros, en su mayoría sobre temas abstrusos y en

toda clase de idiomas desconocidos. Tenía una larga barba blanca, y

lucía habitualmente un gorro de terciopelo negro.

¡Qué bondadoso era con nosotros! Lo era todavía más de lo

que podría decirles. Sin embargo, yo no era su favorita. Todo su

corazón era para Gabriel: Gabryel, como pronunciamos en polaco.

Él siempre lo llamaba por el apodo ruso Gavril. Hablo, claro, de mi

hermano, que se asemejaba al único retrato de mi madre, un ligero

esbozo en carbón que colgaba en el estudio de mi padre. Pero de

ninguna manera estaba celosa: mi hermano era y había sido el único

amor de mi vida. Por su causa ahora mantengo en Westbourne Park

un hogar para gatos y perros abandonados.

Yo era en aquel tiempo, como dije anteriormente, una niña;

mi nombre era Carmela. Mi largo pelo enmarañado estaba siempre

en desorden, y nunca conseguí peinarlo correctamente. No era

linda; al menos, mirando una fotografía mía de esa época, no creo

que pueda describirme de tal modo. Aunque, al miemo tiempo,

cuando miro la fotografía, pienso que mi expresión pudo haber sido

agradable para alguna gente: rasgos irregulares, boca grande y

enormes ojos salvajes.

Iba camino a ser desobediente; no tan desobediente como

Gabriel, en opinión de Mlle. Vonnaert. Mlle. Vonnaert, permítanme

intercalar, era toda una excelente persona, de mediana edad, que

hablaba realmente buen francés, a pesar de ser belga, y podía

también hacerse entender en alemán, que, como es posible que

sepan, es el idioma común de Estiria.

Encuentro difícil describir a mi hermano Gabriel; había algo

de extraño y de sobrehumano en él, o quizás debería decir de

protohumano, algo entre lo animal y lo divino. Quizá la idea griega

del fauno pueda ilustrarlo que quiero decir, pero tampoco

alcanzará. Tenía ojos grandes y salvajes como los de tina gacela; su

pelo, como el mío, estaba siempre enmarañado: este rasgo en

común conmigo, asociado al hecho —como oí decir tiempo

después— de que nuestra madre hubiera sido de raza gitana,

explica el innato temperamento salvaje de nuestra naturaleza. Nada

podía inducirlo a ponerse zapatos y medias, excepto los domingos,

cuando también se dejaba peinar el cabello, aunque sólo por mí.

¿Cómo haré para describir la gracia de aquella boca adorable,

moldeada verdaderamente en arc d’amour? Siempre pienso en el

texto del Salmo: «La gracia está derramada sobre tus labios, pues

Dios te bendijo eternamente». Sus labios parecían exhalar el aire

mismo de la vida. ¡Tenía una figura hermosa, flexible, llena de vida y

de elasticidad!

Corría más velozmente que cualquier ciervo, saltaba como

una ardilla a la rama más alta de un árbol; se lo podría haber

tomado por el signo y el símbolo de la vitalidad misma. Pero raras

veces lograba ser persuadido por Mlle. Vonnaert de estudiar sus

lecciones: aunque cuando lo hacía , aprendía con extraordinaria

rapidez. Era capaz de tocar todos los instrumentos imaginables,

empuñando un violín por aquí, por allá y por cualquier parte,

excepto por el lugar correcto, fabricando él mismo instrumentos de

cañas, incluso palillos. Mlle. Vonnaert hacía esfuerzos fútiles para

convencerlo de que aprendiera a tocar el piano. Supongo que era lo

que se dice un consentido, aunque sólo en el aspecto superficial del

término. Nuestro padre estaba dispuesto a perdonarle todos los

caprichos.

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Una de sus peculiaridades, cuando muy pequeño, era que la

simple vista de la carne le provocaba horror. Nada en el mundo

podía convencerlo de que la probara. Otra cosa particularmente

notable en él era su extraordinario poder sobre los animales. Todos

parecían volverse dóciles en sus manos. Los pájaros se posaban

sobre sus hombros. Mlle. Vonnaert y yo a veces lo perdíamos en

medio del bosque, ya que de repente salía corriendo disparado.

Luego lo encontrábamos cantando dulcemente o silbando para sí,

rodeado de todo tipo de criaturas del bosque: puercoespines,

zorrinos, liebres, marmotas, ardillas y otros animales por el estilo.

Con frecuencia los traía consigo a casa e insistía en quedárselos.

Esta extraña ménagerie paralizaba el corazón de la pobre Mlle.

Vonnaert. Gabriel resolvió vivir en el pequeño cuarto de una

torrecilla; pero en vez de subir por las escaleras, prefería trepar por

un castaño muy alto y entrar por la ventana. En contradicción con

todo esto se encontraba su costumbre de servir durante la misa de

los domingos en la iglesia parroquial, con el pelo bien peinado,

sobrepelliz blanco y casaca roja. Lucía lo más recatado y dócil

posible. Entonces parecía tocado por un elemento divino. ¡Qué

expresión de éxtasis había en aquellos ojos llenos de gloria!

Hasta aquí no les he hablado del vampiro. Permítanme, sin

embargo, empezar con mi relato de una vez. Un día mi padre tenía

que marcharse a un pueblo vecino, como hacía a menudo. Pero esta

vez volvió acompañado de un huésped. El caballero, dijo, había

perdido el tren, y hasta el arribo de otro a nuestra estación, que era

un empalme, tendría en consecuencia que aguardar toda la noche,

ya que los trenes no pasaban con frecuencia por aquellos parajes.

Había trabado conversación con mi padre en el tren que llegó con

retraso de la ciudad, y había aceptado consecuentemente la

invitación a pasar la noche en nuestra casa. Pero claro, como

ustedes saben, en estas regiones apartadas somos casi patriarcales

en nuestra hospitalidad.

Fue anunciado como el conde Vardalek, un nombre

húngaro. Pero hablaba alemán bastante bien: no con la acentuación

monótona de los húngaros, sino más bien, si se quiere, con una

ligera entonación eslava. Su voz era peculiarmente suave e

insinuante. Enseguida descubrimos que sabía hablar polaco, y Mlle.

Vonnaert dio pruebas de su buen francés. Parecía, en efecto,

conocer todas las lenguas. Pero permítanme que les dé mi primera

impresión. Era más bien alto, con un hermoso cabello ondulado,

algo largo, que acentuaba una cierta femineidad en su rostro

lampiño. Su figura tenía algo de serpiente, no puedo decir qué. Los

rasgos eran refinados, y tenía manos largas, delgadas, sutiles, que

irradiaban magnetismo; una nariz algo larga y sinuosa, una boca

agraciada y una sonrisa atractiva, que desmentía la intensa tristeza

de la expresión de su mirada. Al llegar sus ojos estaban

entrecerrados —a decir verdad, estaban habitualmente así—, de

modo que no pude distinguir su color. Daba la impresión de estar

rendido de cansancio. Me fue imposible adivinar su edad.

De pronto, Gabriel irrumpió en la habitación: tenía una

mariposa amarilla adherida a su pelo. Cargaba en sus brazos una

ardillita. Por supuesto, estaban con las piernas descubiertas, como

de costumbre. El extranjero levantó la mirada al verlo aproximarse;

entonces pude observar sus ojos. Eran verdes; parecieron dilatarse y

aumentar de tamaño. Gabriel se quedó inmóvil, con una mirada de

susto, como la de un páfaro fascinado por una serpiente. Y sin

embargo, tendió su mano al recién venido. Vardalek, tomando su

mano —no sé por qué retuve un detalle tan trivial—, le presionó el

puso con el dedo índice. Súbitamente, Gabriel salió corriendo y se

precipitó en su cuarto de la torre, esta vez por la escalera, y no por

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el árbol. Me aterrorizaba lo que el conde pudiera pensar de él.

Grande fue mi sorpresa cuando bajó con su traje aterciopelado de

domngo, zapatos y medias. Le peiné el cabello y lo arreglé bien.

Cuando el extraño bajó para cenar, algo se había alterado

en su aspecto y daba la sensación de ser mucho más joven. La

elasticidad de su piel, combinada con una complexión delicada, era

rara de ver en un hombre. Cara a cara, me chocó que fuera muy

pálido.

Bueno, durante la cena estuvimos todos encantados con él,

especialmente mi padre. El conde parecía estar cabalmente al tanto

de todos sus hobbies particulares. En un momento, mientras

comentaba sus experiencias militares, mi padre dijo algo sobre un

chico que tocaba el tambor y que fue herido en combate. Los ojos

del conde volvieron a abrirse por completo y se dilataron: ahora con

una expresión particularmente desagradable, apagada y muerta,

aunque a la vez animada por alguna horrible excitación. Pero esto

fue sólo momentáneo.

El tema central de su conversación con mi padre giró en

torno de ciertos curiosos libros de mística. Mi padre los había

adquirido recientemente y no podía descifrarlos, pero Vardaleck

daba por completo la impresión de comprender. A la hora de los

postres, mi padre le preguntó si tenía prisa por alcanzar su destino:

si no, podía permanecer con nosotros un poco: aunque nuestra casa

estaba en una región apartada, podía encontrar muchas cosas de su

interés en la biblioteca.

El conde respondió:

—No tengo prisa. Nada en particular me obliga en absoluto

a ir a ese lugar, y si puedo serle útil descifrando esos libros, me

quedaré muy contento —luego agregó con una sonrisa amarga, muy

amarga—: Ya ve que soy un cosmopolita, un errabundo sobre la faz

de la tierra.

Después de cenar mi padre le preguntó si sabía tocar el

piano.

—Sí, un poco —dijo y se sentó al piano. Comenzó entonces

a tocar una csarda húngara: salvaje, rapsódica, maravillosa.

Es la música que vuelve locos a los hombres. Él prosiguió

con el mismo ímpetu.

Gabriel estaba apostado junto al piano, los ojos dilatados y

fijos; su cuerpo temblaba.

Por fin, ante un particular motivo —ya que no tengo una

palabra mejor para referirme a la relâche de una csarda, el punto

donde el movimiento es cuasi lento del principio comienza de

nuevo— dijo muy lentamente:

—Sí, creo que yo también sé tocar eso.

Fue de inmediato a buscar su violín y el xilófono que había

fabricado con sus propias manos, y en efecto, alternando los

instrumentos, reprodujo verdaderamente muy bien la misma

melodía.

Vardaleck lo miró y dijo con una voz muy triste:

—¡Pobre niño! Tienes el alma de la música dentro de ti.

Yo no pude comprender por qué le parecía que debía

consolar a Gabriel en vez e felicitarlo por haber demostrado

realmente un talento extraordinario.

Gabriel se mostró tan temeroso como los animales

silvestres que se comportaban mansamente con él. Nunca antes le

había caído simpático un extraño. Por regla general, si un extraño

venía a casa por alguna casualidad, se escondía de él, y yo tenía que

subirle la comida al cuarto de la torre. Pueden imaginarse cuál fue

mi sorpresa cuando a la mañana siguiente lo vi paseando de la

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mano por el jardín con Vardaleck, conversando animadamente con

él y mostrándole la colección de mascotas que había recogido del

bosque y por la cual habíamos tenido que improvisar un zoológico a

medida. Daba la impresión de estar enteramente bajo el dominio de

Vardaleck. Lo que nos sorprendió (pues a no ser por ello nos

agradaba el extranjero, especialmente por ser amable con Gabriel)

fue que parecía, aunque no de manera notoria al principio —

excepto quizá para mí, que me di cuenta de todo con sólo mirarlo—

ir perdiendo gradualmente su salud y vitalidad. Aún no se había

puesto pálido; pero había cierta lasitud en sus movimientos que de

ninguna manera existía antes.

Mi padre se hallaba cada vez más agradecido con el conde

Vardaleck. Lo ayudaba en sus estudios, y no estaba dispuesto a

dejarlo irse, lo que de todos modos hacía algunas veces —a Trieste,

según decía— y regresaba siempre, trayendo de regalo extrañas

joyas orientales y telas.

Conocé a toda clase de personas provenientes de Trieste,

incluso orientales. No obstante, había tal extrañeza y magnificencia

en aquellas cosas que ya entonces no estaba segura de que no era

posible que viniesen de un sitio como Trieste, memorable para mí

principalmente por sus tiendas de corbatas.

Cuando Vardaleck estaba fuera, Gabriel continuamente

preguntaba por él y hablaba de su persona. Pero, al mismo tiempo,

parecía su antigua vitalidad y espíritu. Vardalek siempre regresaba

mucho más viejo de aspecto, descolorido y fatigado. Gabriel corría a

su encuentro y lo besaba en la boca. Entonces le daba un ligero

escalofrío, y al cabo de un rato empezaba a parecer joven de nuevo.

Las cosas continuaron así durante algún tiempo. Mi padre

no quería oír hablar de los permanentes viajes de Vardalek. Llegó a

ser un residente de nuestra casa. Yo ciertamente, al igual que Mlle.

Vonnaert, no podía menos que observar las diferencias que se

habían operado en Gabriel. Pero mi padre parecía totalmente ciego

a ello.

Una noche bajé las escaleras para buscar algo que había

dejado en el cuarto de dibujo. Al subir de nuevo pasé frente a la

habitación de Vardalek. Estaba tocando en el piano, que había sido

puesto allí especialmente para él, uno de los nocturnos de Chopin,

muy hermoso. Me detuve, apoyándome sobre la balaustrada para

escuchar.

Algo blanco apareció en la oscura escalinata. En nuestra

región creíamos en fantasmas. Traspasada de terror, me aferré a la

balaustrada. ¡Cuál no fue mi asombro al ver a Gabriel descendiendo

la escalinata, con los ojos fijos como si estuviera en un trance! Me

aterró aun más de lo que pudiera haberlo hecho un fantasma.

¿Podía creer en mis sentidos? ¿Podía tratarse de Gabriel?

Simplemente no era capaz de moverme. Gabriel, envuelto

en su largo camisón blanco, bajó las escaleras y empujó la puerta. La

dejó abierta. Vardalek seguía tocando, pero hablaba mientras lo

hacía.

—Nie umiem wyrazic jak ciehie kocham —dijo ahora en

polaco—. Mi amor, me alegraría complacerte; pero tu vida es mi

vida, y yo debo vivir, yo que más bien muero. ¿Dios no tendrá

piedad alguna de mí? ¡Oh! ¡Oh, vida! ¡Oh, tortura de vida!

Aquí hizo tronar un acorde agónico y extraño, luego

continuó tocando suavemente.

—¡Oh, Gabriel, mi amado! —susurró casi para sí—. Mi vida,

sí vida. ¡Oh! ¿Por qué vida? Estoy seguro de que no es mucho lo que

pido de ti. Seguramente, tu sobreabundancia de vida puede

complacer un poco a quien ya está muerto. No, detente, lo que

debe ser, ¡debe ser!

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Gabriel permaneció en silencio, con la misma expresión fija

y vacía, de pie en el centro de la habitación. Era evidente que

caminaba dornido. Vardalek siguió tocando, luego dijo:

—Ahora ve, Gabriel, ya es suficiente.

Y Gabriel salió de la habitación, subió la escalinata con el

mismo paso lento, con la misma mirada inconsciente. VArdalek

embistió de nuevo contra el piano, y auque no tocaba muy fuerte,

daba la impresión de que las cuerdas iban a romperse. Nunca se oyó

una música tan extraña y desconsoladora.

Sólo sé que me encontró Mlle. Vonnaert por la mañana, en

estado inconsciente, al pie de las escaleras. ¿Había sido un sueño

después de todo? Ahora estoy segura de que no lo fue. En aquel

momento pensé que quizás lo fuera, y no le dije nada a nadie.

Ciertamente, ¿qué podía decir?

Bueno, permítanme abreviar esta larga historia. Gabriel, que

jamás había conocido un momento de debilidad en su vida, cayó

enfermo y debimos mandar buscar un médico a Gratz, que no pudo

darnos ninguna explicación sobre su extraño malestar.

Debilitamiento gradual, dijo, ningún mal orgánico en absoluto. ¿Qué

debía entenderse por eso?

Mi padre por fin tomó conciencia del hecho de que Gabriel

estaba enfermo. Su ansiedad era espantosa. Las últimas hebras

grises de su cabello desaparecieron y se volvió totalmente blanco.

Fuimos a Viena en busca de médicos. Pero todo con el mismo

resultado.

Gabriel por lo general estaba inconsciente, y cuando

recobraba la conciencia sólo parecía reconocer a Vardalek, que se

sentaba continuamente junto a su cama y lo cuidaba con la mayor

ternura.

Un día me hallaba sola en la habitación. Vardalek gritó

súbitamente, casi con ferocidad:

—Traigan un sacerdote ahora mismo, ahora mismo —

repitió—. ¡Ya es demasiado tarde!

Gabriel estiró sus brazos espasmódicamente, y los puso

alrededor del cuello de Vardalek.

Era el único movimiento que había hecho en mucho tiempo.

Vardalek se inclinó y lo besó en los labios. Yo corrí escaleras abajo y

enseguida ordenaron buscar a un sacerdote. Cuando regresé,

Vardalek no estaba allí. El sacerdote administró la extremaunción.

Me pareció que Gabriel ya estaba muerto, aunque no lo creíamos

así en el momento.

Vardalek había desaparecido por completo, y cuando me

puse a buscarlo no lo encontré en ningún lado; no he vuelto a verlo

ni he oído hablar de él desde entonces.

Mi padre murió poco después, repentinamente viajo y

doblegado por el dolor. Y así todo lo de los Wronsky qeudó en mis

solas manos. Y aquí me tienen, una mujer vieja, habitualmente

objeto de burlas, porque mantengo, en memoria de Gabriel, un

asilo para animales abandonados, ¡y la gente, por regla general, no

cree en los vampiros!

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HORACIO QUIROGA (1874-1937)

Escritor uruguayo perteneciente en un primer momento al

movimiento modernista, el cual fue abandonando hasta crear un

estilo propio, caracterizado fundamentalmente por la oscuridad del

género humano y su relación con lo primitivo, generalmente visto a

través de la selva. Crítico de cine, este cuento aquí incluido trata de

la visión del terror que Quiroga tenía relacionado con el cine. En un

momento dado llegó a afirmar que el terror cinematográfico

desaparecería en cuanto el cine llegar a ser sonoro. «El vampiro»

fue publicado el mismo año en que se realizó la primera película

sonora.

La vida de Quiroga estuvo marcada por las muertes trágicas:

de su padre, su mejor amigo —al que mató él mismo

accidentalmente—, de su primera esposa y la suya propia: se

suicidó ingiriendo cianuro.

Algunas de sus obras: Cuentos de amor, de locura y de

muerte (1916), Cuentos de la selva (1918) y Anaconda (1921), entre

otras.

Texto publicado en La Nación el 11 de septiembre de 1927.

Posteriormente fue incluido en Más allá. Recogido en Vampiria.

Veinticuatro historias de revinientes en cuerpo, excomulgados,

upires, brucolacos y otros chupadores de sangre. De Polidori a

Lovecraft, edición crítica de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-

Joubert, Adriana Hidalgo editora S.A., Argentina, 2002, pp. 573-590.

EL VAMPIRO

Son estas líneas las últimas que escribo. Hace un instante acabo de

sorprender en los médicos miradas significativas sobre mi estado: la

extrema depresión nerviosa en que yazgo llega conmigo a su fin.

He padecido hace un mes un fuerte shock seguido de fiebre

cerebral. Mal repuesto aún, sufro una recada que me conduce

directamente a este sanatorio.

«Tumba viva» han llamado los enfermos nerviosos de la

guerra a estos establecimientos aislados en medio del campo,

donde se yace inmóvil en la penumbra, y preservado por todos los

medios posibles del menor ruido. Sonara bruscamente un tiro en el

corredor exterior, y la mitad de los enfermos moriría. La explosión

incesante de las granadas ha convertido a estos soldados en lo que

son. Yacen extendidos a lo largo de sus camas, atontados, inertes,

muertos de verdad en el silencio que amortaja como denso algodón

su sistema nervioso deshecho. Pero el menor ruido brusco, el cierre

de una puerta, el rodar de una cucharita, les arranca un horrible

alarido.

Tal es su sistema nervioso. En otra época esos hombres

fueron briosos e inflamados asaltantes de la guerra. Hoy, la brusca

caída de un plato los mataría a todos.

Aunque yo no he estado en la guerra, no podría resistir

tampoco un ruido inesperado. La sola apertura a la luz de un postigo

me arrancaría un grito.

Pero esta represión de torturas no calma mis males. En la

penumbra sepulcral el silencio sin límites de la vasta sala, yazgo

inmóvil, con los ojos cerrados, muerto. Pero dentro de mí, todo mi

ser está al acecho. Mi ser todo, mi colapso y mi agonía son un ansia

blanca y extenuada hasta la muerte, que debe sobrevenir en breve.

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Instante tras instante, espero oír más allá del silencio, desmenuzado

y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla

de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y

diminuto, el fantasma de una mujer.

En un pasado reciente e inmemorial, ese fantasma paseó

por el comedor, se detuvo, reemprendió su camino, sin saber qué

destino era el suyo.

Después………………………………………………….

Yo era un hombre robusto, de buen humor y nervios sanos.

Recibí un día una carta de un desconocido en que se me solicitaba

datos sobre ciertos comentarios hechos una vez por mí alrededor de

los rayos N1.

Aunque no es raro recibir demandas por el estilo, llamó mi

atención el interés demostrado hacia un ligero artículo de

divulgación, de parte de un individuo a todas luces culto, como en

sus breves líneas lo dejaba traslucir el incógnito solicitante.

Yo recordaba apenas los comentarios en cuestión. Contesté

a aquel, sin embargo, dándole, con el nombre del periódico en que

habían aparecido, la fecha aproximada de su publicación. Hecho lo

cual me olvidé del todo del incidente.

Un mes más tarde, tornaba a recibir otra carta de la misma

persona. Preguntábame si la experiencia de que yo hacía mención

en mi artículo (evidentemente lo había ya leído) era sólo una

fantasía de mi mente, o había sido realizada de verdad.

Me intrigó un poco la persistencia de mi desconocido en

solicitar de mí, vago diletante de las ciencias, lo que podía obtener

con sacra autoridad en los profundos estudios sobre la materia;

pues era evidente que en alguna fuente me había informado yo

cuando comenté la extraña acción de los rayos N1. Y a pesar de

esto, que no podía ser ignorado por mi culto corresponsal, se

empeñaba él en comprobar, por boca mía, la veracidad y la

precisión de ciertos fenómenos de óptica que cualquier hombre de

ciencia podía confirmarle.

Yo apenas recordaba, como he dicho, lo que había escrito

sobre los rayos en cuestión. Haciendo un esfuerzo hallé en el fondo

de mi memoria la experiencia a que aludía el solicitante, y le

contesté que si se refería al fenómeno por el cual los ladrillos

asoleados pierden la facultad de emitir rayos N1 cuando se los

duerme con cloroformo, podía garantirle que era exacto. Gustavo Le

Bon, entre otros, había verificado el fenómeno.

Contesté, pues, a este tenor, y torné a olvidarme de los

rayos N'. Breve olvido. Una tercera carta llegó, con los

agradecimientos de fórmula sobre mi informe, y las líneas finales

que trascribo tal cual.

«No era esa la experiencia sobre la cual deseaba conocer su

impresión personal. Pero comprendo que una correspondencia

proseguida así llegaría a fastidiar a usted, le ruego quiera

concederme unos instantes de conversación, en su casa o donde

tuviera a bien otorgármelos.»

Tales eran las líneas. Desde luego, yo había desechado ya la idea

inicial de tratar con un loco. Ya entonces, creo, sospeché qué

esperaba de mí, por qué solicitaba mi impresión y a dónde quería ir

mi incógnito corresponsal. No eran mis pobres conocimientos

científicos lo que le interesaba.

Y esto lo vi por fin, tan claro como ve un hombre en el

espejo su propia imagen, observándole atentamente, cuando al día

siguiente don Guillén de Orzúa y Rosales —así decía llamarse— se

sentó a mi frente en el escritorio, y comenzó a hablar.

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Ante todo hablaré de su físico. Era un hombre en la segunda

juventud, cuyo continente, figura y mesura de palabras

denunciaban a las claras al hombre de fortuna larga e

inteligentemente disfrutada. El hábito de las riquezas —de vieux—

riche— era evidentemente lo que primero se advertía en él.

Llamaba la atención el tono cálido de su piel alrededor de

los ojos, como el de las personas dedicadas al estudio de los rayos

catódicos. Peinaba su cabello negrísimo con exacta raya al costado,

y su mirada tranquila y casi fría expresaba la misma seguridad de sí

y la misma mesura de su calmo continente.

A las primeras palabras cambiadas:

—¿Es usted español? —le pregunté, extrañado de la falta de

acento peninsular, y aún hispanoamericano, en un hombre de tal

apellido.

—No —me respondió brevemente. Y tras una corta pausa

me expuso el motivo de su visita:

—Sin ser un hombre de ciencia —dijo, cruzando las manos

encima de la mesa—, he hecho algunas experiencias sobre los

fenómenos a que he aludido en mi correspondencia. Mi fortuna me

permite el lujo de un laboratorio muy superior, desgraciadamente, a

mi capacidad para utilizarlo. No he descubierto fenómeno nuevo

alguno ni mis pretensiones pasan de las de un simple ocioso,

aficionado al misterio. Conozco algo la singular fisiología —

llamémosla así— de los rayos N1, y no hubiera vuelto a insistir en

ellos, me parece, si el anuncio de un artículo hecho por un amigo,

primero, y el artículo mismo, después, no hubieran vuelto a

despertar mi mal dormida curiosidad por los rayos N1. Al final de

sus comentarios impresos, sugiere usted el paralelismo entre ciertas

ondas auditivas y emanaciones visuales. Del mismo modo que se

imprime la voz en el circuito de la radio, se puede imprimir el efluvio

de un semblante en otro circuito de orden visual. Si me he hecho

entender bien —pues no se trata de energía eléctrica alguna—,

ruego a usted quiera responder a esta pregunta: ¿Conocía usted

alguna experiencia a este respecto cuando escribió sus comentarios

o la sugestión de esas corporizaciones fue sólo en usted una

especulación imaginativa? Es este el motivo y la curiosidad, señor

Grant, que me han llevado a escribirle dos veces, y me han traído

luego a su casa, tal vez a incomodarle a usted.

Dicho lo cual, y con las manos siempre cruzadas, esperó.

Yo respondí inmediatamente. Pero con la misma rapidez

que se analiza y desmenuza un largo recuerdo antes de contestar,

me acordé de la sugestión a que había aludido el visitante: si la

retina impresionada por la ardiente contemplación de un retrato

puede influir sobre una placa sensible al punto de obtener un

«doble» de ese retrato, del mismo modo las fuerzas vivas del alma

pueden, bajo la excitación de tales rayos emocionales, no producir,

sino «crear» una imagen en un circuito visual y tangible…

Tal era la tesis sustentada en mi artículo.

—No sé —había respondido yo inmediatamente— que se

hayan hecho experiencias al respecto… Todo eso no ha sido más

que una especulación imaginativa, como dice usted muy bien. Nada

hay de serio en mi tesis.

—¿No cree usted, entonces, en ella?

Y con las cruzadas manos siempre calmas, mi visitante me

miró.

Esa mirada —que llegaba recién— era lo que me había

preiluminado sobre los verdaderos motivos que tenía mi hombre

para conocer «mi impresión personal».

Pero no contesté.

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—Ni para mí ni para usted es un misterio —continuó él—

que los rayos N1 solos no alcanzarán nunca a impresionar otra cosa

que ladrillos o retratos asoleados. Otro aspecto del problema es el

que me trae a distraerlo de sus preciosos momentos…

—¿A hacerme una pregunta, concediéndome una

respuesta? —lo interrumpí sonriendo—. ¡Perfectamente! Y usted

mismo, señor Rosales, ¿cree en ella?

—Usted sabe que sí —respondió.

Si entre la mirada de un desconocido que echa sus cartas

sobre la mesa y la de otro que oculta las suyas ha existido alguna

vez la certeza de poseer ambos el mismo juego, en esa circunstancia

nos hallábamos mi interlocutor y yo.

Sólo existe un excitante de las fuerzas extrañas, capaz de

lanzar en explosión un alma: ese excitante es la imaginación. Para

nada interesaban los rayos N1 a mi visitante. Corría a casa, en

cambio, tras el desvarío imaginativo que acusaba mi artículo.

—¿Cree usted, entonces —le observé— en las impresiones

infrafotográficas? ¿Supone que yo soy… sujeto?

—Estoy seguro —me respondió.

—¿Lo ha intentado usted consigo mismo?

—No aún; pero lo intentaré. Por estar seguro de que usted

no podría haber sentido esa sugestión oscura, sin poseer su

conquista en potencia, es por lo que he venido a verlo.

—Pero las sugestiones y las ocurrencias abundan —torné a

observar—. Los manicomios están llenos de ellas.

—No. Lo están de las ocurrencias «anormales», pero no

vistas «normalmente», como las suyas. Sólo es imposible lo que no

se puede concebir, ha sido dicho. Hay un inconfundible modo de

decir una verdad por el cual se reconoce que es verdad. Usted

posee ese don.

—Yo tengo la imaginación un poco enferma… —argüí,

batiéndome en retirada.

—También la tengo enferma yo —sonrió él—. Pero es

tiempo —agregó levantándose— de no distraerle a usted más. Voy

a concretar el fin de mi visita en breves palabras: ¿Quiere usted

estudiar conmigo lo que podríamos llamar su tesis? ¿Se siente usted

con fuerza para correr el riesgo?

—¿De un fracaso? —inquirí.

—No. No son los fracasos lo que podríamos temer.

—¿Qué?

—Lo contrario…

—Creo lo mismo —asentí yo, y en pos de una pausa—. ¿Está

usted seguro, señor Rosales, de su sistema nervioso?

—Mucho —tornó a sonreír con su calma habitual—. Sería

para mí un placer tenerle a usted al cabo de mis experiencias. ¿Me

permite usted que nos volvamos a ver otro día? Yo vivo solo, tengo

pocos amigos y es demasiado rico el conocimiento que he hecho de

usted para que no desee contarlo entre aquéllos.

—Encantado, señor Rosales —me incliné.

Y un instante después, dicho extraño señor abandonaba mi

compañía.

Muy extraño, sin duda. Un hombre culto, de gran fortuna, sin patria

y sin amigos, entretenido en experiencias más extrañas que su

mismo existir, teníalo todo de su parte para excitar mi curiosidad.

Podría él ser un maniático, un perseguido y un fronterizo; pero lo

que es indudable es que poseía una gran fuerza de voluntad… Y para

los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad

es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo

eternamente prohibido.

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Encerrarse en las tinieblas como una placa sensible ante los

ojos y contemplarla hasta imprimir en ella los rasgos de una mujer

amada, no es una experiencia que cueste la vida. Rosales podía

intentarla, realizarla, sin que genio alguno puesto en libertad viniera

a reclamar su alma. Pero la pendiente ineludible y fatal a que esas

fantasías arrastran, era lo que me inquietaba en él y temía por mí.

A pesar de sus promesas, nada supe de Rosales durante algún

tiempo. Una tarde la casualidad nos puso uno al lado del otro en el

pasadizo central de un cinematógrafo, cuando salíamos ambos a

mitad de una sección. Rosales se retiraba con lentitud, alta la cabeza

a los rayos de la luz y sombras que partían de la linterna proyectora

y atravesaban oblicuamente la sala.

Parecía distraído con ello, pues tuve que nombrarlo dos

veces para que me oyera.

—Me proporciona usted un gran placer—me dijo—. ¿Tiene

usted algún tiempo disponible, señor Grant?

—Muy poco —le respondí.

—Perfecto. ¿Diez minutos, sí? —Entramos entonces en

cualquier lado.

Cuando estuvimos frente a sendas tazas de café que

humeaban estérilmente:

—¿Novedades, señor Rosales? —le pregunté—. ¿Ha

obtenido usted algo?

—Nada, si se refiere usted a cosa distinta de la impresión de

una placa sensible. Es esta una pobre experiencia que no repetiré

más, tampoco. Cerca de nosotros puede haber cosas más

interesantes… Cuando usted me vio hace un momento, yo seguía el

haz luminoso que atravesaba la sala. ¿Le interesa a usted el

cinematógrafo, señor Grant?

—Mucho.

—Estaba seguro. ¿Cree usted que esos rayos de proyección

agitados por la vida de un hombre no llevan hasta la pantalla otra

cosa que una helada ampliación eléctrica? Y perdone usted la

efusión de mi palabra… Hace días que no duermo, he perdido casi la

facultad de dormir. Yo tomo café toda la noche, pero no duermo… Y

prosigo, señor Grant: ¿Sabe usted lo que es la vida en tina pintura, y

en qué se diferencia un mal cuadro de otro? El retrato oval de Poe

vivía, porque había sido pintado con «la vida misma». ¿Cree usted

que sólo puede haber un remedo de vida en el semblante de la

mujer que despierta, levanta e incendia la sala entera? ¿Cree usted

que tina simple ilusión fotográfica es capaz de engañar de ese modo

el profundo sentido que de la realidad femenina posee un hombre?

Y calló, esperando mi respuesta.

Se suele preguntar sin objeto. Pero cuando Rosales lo hacía,

no lo hacía en vano. Preguntaba seriamente para que se le

respondiera.

¿Pero qué responder a un hombre que me hacía esa

pregunta con la voz medida y cortés de siempre? Al cabo de un

instante, sin embargo, contesté:

—Creo que tiene usted razón a medias… Hay, sin duda, algo

más que luz galvánica en una película; pero no es vida. También

existen los espectros.

—No he oído decir nunca —objetó él— que mil hombres

inmóviles y a oscuras hayan deseado a un espectro.

Se hizo una larga pausa, que rompí levantándome.

—Van ya diez minutos, señor Rosales —sonreí.

Él hizo lo mismo.

—Ha sido usted muy amable escuchándome, señor Grant.

¿Querría llevar su amabilidad hasta aceptar una invitación a comer

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en mi compañía el martes próximo? Cenaremos solos en casa. Yo

tenía un cocinero excelente, pero está enfermo… Pudiera también

ser que faltara parte de mi servicio. Pero a menos de ser usted muy

exigente, lo que no espero, saldremos del paso, señor Grant.

—Con toda seguridad. ¿Me esperará usted?

—Si a usted le place.

—Encantado. Hasta el martes entonces, señor Rosales.

—Hasta entonces, señor Grant.

Yo tenía la impresión de que la invitación a comer no había sido

meramente ocasional, ni el cocinero faltaba por enfermedad, ni

hallaría en su casa a gente alguna de su servicio. Me equivoqué, sin

embargo, porque al llamar a su puerta fui recibido y pasado de linos

a otros, por hombres de su servidumbre, hasta llegar a la

antealcoba, donde tras larga espera se me pidió disculpas por no

poder recibirme el señor: estaba enfermo, y aunque había

intentado levantarse para ofrecerme él mismo las excusas, le había

sido imposible hacerlo. El señor iría a verme apenas le fuera posible

ponerse en pie.

Tras el mucamo hierático, y por bajo de la puerta

entreabierta, se veía la alfombra del dormitorio, fuertemente

iluminada. No se oía en la casa una sola voz. Se hubiera jurado que

en aquel mudo palacete se velaba a enfermos desde meses atrás. Y

yo había reído con el dueño de casa tres días antes.

Al día siguiente recibí la siguiente esquela de Rosales:

«La fatalidad, señor y amigo, ha querido privarme del placer de su

visita cuando honró usted ayer mi casa. ¿Recuerda usted lo que le

había dicho de mi servicio? Pues esta vez fui yo el enfermo. No

tenga usted aprensiones: hoy me hallo bien, y estaré igual el martes

próximo. ¿Vendrá usted? Le debo a usted una reparación. Soy de

usted, atentamente, etcétera».

De nuevo el asunto del servicio. Con la carta en la mano, pensé en

qué seguridad de cena podía ofrecerme el comedor de un hombre

cuya servidumbre estaba enferma o incompleta, alternativamente,

y cuya mansión no ofrecía otra vida que la que podía darle un

pedazo de alfombra fuertemente iluminada.

Yo me había equivocado una vez respecto de mi singular

amigo; y comprobaba entonces un nuevo error. Había en todo él y

su ámbito demasiada reticencia, demasiado silencio y olor a crimen,

para que pudiera ser tomado en serio. Por seguro que estuviera

Rosales de su fortaleza mental, era para mí evidente que había

comenzado ya a dar traspiés sobre el pretil de la locura.

Congratulándome una vez más de mi recelo en asociarme e

inquietar fuerzas extrañas con un hombre que sin ser español

porfiaba en usar giros hidalgos de lenguaje, me encaminé el martes

siguiente al palacio del ex enfermo, más dispuesto a divertirme con

lo que oyera que a gozar de la equívoca cena de mi anfitrión.

Pero la cena existía, aunque no la servidumbre, porque el

mismo portero me condujo a través de la casa al comedor, en cuya

puerta golpeó con los nudillos, esfumándose enseguida.

Un instante después el mismo dueño de casa entreabría la

puerta, y al reconocerme me dejaba paso con una tranquila sonrisa.

Lo primero que llamó mi atención al entrar fue la

acentuación del tono cálido, como tostado por el sol o los rayos

ultravioleta, que coloreaba habitualmente las mejillas y las sienes de

mi amigo. Vestía smoking. Lo segundo que noté fue el tamaño del

lujosísimo comedor, tan grande que la mesa, aun colocada en el

tercio anterior del salón, parecía hallarse al fondo de éste. La mesa

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estaba cubierta de manjares, pero sólo había tres cubiertos. Junto a

la cabecera del fondo, vi en traje de soirée, una silueta de mujer.

No era, pues, yo solo el invitado. Avanzamos por el

comedor, y la fuerte impresión que ya desde el primer instante

había despertado en mí aquella silueta femenina, se trocó en

tensión sobreaguda cuando pude distinguirla claramente.

No era una mujer, era un fantasma; el espectro sonriente,

escotado y traslúcido de una mujer.

Un breve instante me detuve; pero había en la actitud de

Rosales tal parti—pris de hallarse ante lo normal y corriente, que

avancé a su lado. Y pálido y crispado asistí a la presentación.

—Creo que usted conoce ya al señor Guillermo Grant,

señora —dijo a la dama, que sonrió en mi honor. Y Rosales a mí.

—Perfectamente —respondí, inclinándome pálido como un

muerto.

—Tome usted, pues, asiento —me dijo el dueño de casa— y

dígnese servirse de lo que más guste. Ve usted ahora por qué debí

prevenirle por las deficiencias que podríamos tener en el servicio.

Pobre mesa, señor Grant… Pero su amabilidad y la presencia de esta

señora saldarán el débito.

La mesa, ya lo he advertido, estaba cubierta de manjares.

En cualquier otra circunstancia distinta de aquélla, la fina

1luvia del espanto me hubiera erizado y calado hasta los huesos.

Pero ante el parti—pris de vida normal ya anotado, me deslicé en el

vago estupor que parecía flotar sobre todo.

—¿Y usted, señora, no se sirve? —me volví a la dama, al

notar intacto su cubierto.

—¡Oh, no, señor! —me respondió con el tono de quien se

excusa por no tener apetito. Y juntando las manos bajo la mejilla,

sonrió pensativa.

—¿Siempre va usted al cinematógrafo, señor Grant? —me

preguntó Rosales.

—Muy a menudo —respondí.

—Yo lo hubiera reconocido a usted enseguida —se volvió a

mí la dama—. Lo he visto muchas veces…

—Muy pocas películas suyas han llegado hasta nosotros —

observé.

—Pero usted las ha visto todas, señor Grant —sonrió el

dueño de casa—. Esto explica el que la señora lo haya hallado a

usted más de una vez en las salas.

—En efecto —asentí, y tras una pausa sumamente larga—:

¿Se distinguen bien los rostros desde la pantalla?

—Perfectamente —repuso ella. Y agregó un poco

extrañada—: ¿Por qué no?

—En efecto —torné a repetir, pero esta vez en mi interior.

Si yo creía estar seguro de no haber muerto en la calle al

encaminarme a lo de Rosales, debía perfectamente admitir la trivial

y mundana realidad de una mujer que sólo tenía vestido y un vago

respaldo de silla en su interior.

Departiendo estos ligeros temas, los minutos pasaron.

Como la dama llevara con alguna frecuencia la mano a sus ojos:

—¿Está usted fatigada, señora? —dijo el dueño de casa—.

¿Querría usted recostarse un instante? El señor Grant y yo

trataremos de llenar, fumando, el tiempo que usted deja vacío.

—Si, estoy un poco cansada… —asintió nuestra invitada,

levantándose—. Con permiso de ustedes —agregó, sonriendo a

ambos uno después del otro. Y se retiró llevando su riquísimo traje

de soirée a lo largo de las vitrinas, cuya cristalería velóse apenas a

su paso.

Rosales y yo quedamos solos, en silencio.

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—¿Qué opina usted de esto? —me preguntó al cabo de un

rato.

—Opino —respondí— que si últimamente lo he juzgado mal

dos veces, he acertado en mi primera impresión sobre usted.

—Me ha juzgado usted dos veces loco, ¿verdad?

—No es difícil adivinarlo…

Quedamos otro momento callados. No se notaba la menor

alteración en la cortesía habitual de Rosales, y menos aún en la

reserva y la mesura que lo distinguían.

—Tiene usted una fuerza de voluntad terrible… —murmuré

yo.

—Sí —sonrió—. ¿Cómo ocultárselo? Yo estaba seguro de mi

observación cuando me halló usted en el cinematógrafo. Era «ella»,

precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me

había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es

la impresión de un instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero

desde el momento en que la cinta empieza a correr bajo la

excitación de la luz, del voltaje y de los rayos N1, toda ella se

transforma en un vibrante trazo de vida, más vivo que la realidad

fugitiva y que los más vivos recuerdos que guían hasta la muerte

misma nuestra carrera terrenal. Pero esto lo sabemos sólo usted y

yo.

—Debo confesarle —prosiguió Rosales con voz un poco

lenta— que al principio tuve algunas dificultades. Por un desvío de

la imaginación, posiblemente, corporicé algo sin nombre… De esas

cosas que deben quedar para siempre del otro lado de la tumba.

Vino a mí, y no me abandonó por tres días. Lo único que eso no

podía hacer era trepar a la cama… Cuando hace una semana llegó

usted a casa, hacía ya dos horas que no lo veía, y por eso di orden

de que lo hicieran pasar a usted. Pero al sonar sus pasos lo vi

crispado al borde de la cama, tratando de subir… No es cosa que

conozcamos en este mundo… Era un desvarío de la imaginación. No

volverá más. Al día siguiente jugué mi vida al arrancar de la película

a nuestra invitada de esta noche… Y la salvé. Si se decide usted un

día a corporizar la vida equívoca de la pantalla, tenga cuidado, señor

Grant… Más allá y detrás de este instante mismo, está la Muerte…

Suelte su imaginación, azúcela hasta el fondo… Pero manténgala a

toda costa en la misma dirección bien atraillada, sin permitirle que

se desvíe… Esta es tarea de la voluntad. El ignorarlo ha costado

muchas existencias… ¿Me permite usted un vulgar símil? En un

arma de caza, la imaginación es el proyectil, y la voluntad es la mira.

¡Apunte bien, señor Grant! Y ahora, vamos a ver a nuestra amiga,

que debe estar ya repuesta de su fatiga. Permítame usted que lo

guíe.

El espeso cortinado que había traspuesto la dama abríase a

un salón de reposo, vasto en la proporción misma del comedor. En

el fondo de este salón elevábase un estrado dispuesto como alcoba,

al que se ascendía por tres gradas. En el centro de la alcoba alzábase

un diván, casi un lecho por su amplitud, y casi un túmulo por la

altura. Sobre el diván, bajo la luz de numerosos plafonniers

dispuestos en losange, descansaba el espectro de una bellísima

mujer.

Aunque nuestros pasos no sonaban en las alfombras, al

ascender las gradas ella nos sintió. Y volviendo a nosotros la cabeza,

con una sonrisa llena aún de molicie:

—Me he dormido —dijo—. Perdóneme, señor Grant, y lo

mismo usted, señor Rosales. Es tan dulce esta calma.

—¡No se incorpore usted, señora, se lo ruego! —exclamó el

dueño de casa, al notar su decisión—. El señor Grant y yo

acercaremos dos sillones, y podremos hablar con toda tranquilidad.

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—¡Oh, gracias! —murmuró ella—. ¡Estoy tan cómoda así…!

Cuando hubimos hecho lo indicado por el dueño de casa:

—Ahora, señora —prosiguió éste—, puede pasar el tiempo

impunemente. Nada nos urge, ni nada inquieta nuestras horas. ¿No

lo cree usted así, señor Grant?

—Ciertamente —asentí yo, con la misma inconsciencia ante

el tiempo y el mismo estupor con que se me podía haber anunciado

que yo había muerto hacía catorce años.

—Yo me hallo muy bien así —replicó el espectro, con ambas

manos colocadas bajo la sien.

Y debimos conversar, supongo, sobre temas gratos y

animados, porque cuando me retiré y la puerta se cerró tras de mí,

hacía ya largas horas que el sol encendía las calles.

Llegué a casa y me bañé enseguida para salir; pero al sentarme en la

cama caí desplomado de sueño, y dormí doce horas continuas.

Torné a bañarme y salí esta vez. Mis últimos recuerdos flotaban,

cerníanse ambulantes, sin memoria de lugar ni de tiempo. Yo

hubiera podido fijarlos, encararme con cada uno de ellos; pero lo

único que deseaba era comer en un alegre, ruidoso y chocante

restaurante, pues a más de un gran apetito, sentía pavor de la

mesura, del silencio y del análisis.

Yo me encaminaba a un restaurante. Y la puerta a que llamé

fue la del comedor de la casa de Rosales, donde me senté ante mi

cubierto puesto.

Durante un mes continuo he acudido fielmente a cenar allá, sin que

mi voluntad haya intervenido para nada en ello. En las horas diurnas

estoy seguro de que un individuo llamado Guillermo Grant ha

proseguido activamente el curso habitual de su vida, con sus

quehaceres y contratiempos de siempre. Desde las 21, y noche a

noche, me he hallado en el palacete de Rosales, en el comedor sin

servicio, primero, y en el salón de reposo, después.

Como el soñador de Armageddon, mi vida a los rayos del sol

ha sido una alucinación, y yo he sido un fantasma creado para

desempeñar ese papel. Mi existencia real se ha deslizado, ha estado

contenida como en una cripta, bajo la alcoba amorosa y el dosel de

plafonniers lívidos, donde en compañía de otro hombre hemos

rendido culto a los dibujos en losange del muro, que ostentaban por

todo corazón el espectro de una mujer.

Por todo noble corazón…

—No sería del todo sincero con usted —rompió Rosales una

noche en que nuestra amiga, cruzada de piernas y un codo en la

rodilla, pensaba abstraída—. No sería sincero si me mostrara con

usted ampliamente satisfecho de mi obra. He corrido graves riesgos

para unir a mi destino esta pura y fiel compañera; y daría lo que me

resta de años por proporcionarle un solo instante de vida… Señor

Grant: he cometido un crimen sin excusa. ¿Lo cree usted así?

—Lo creo —respondí—. Todos sus dolores no alcanzarían a

redimir un solo errante gemido de esa joven.

—Lo sé perfectamente… Y no tengo derecho a sostener lo

que hice…

—Deshágalo.

Rosales sacudió la cabeza:

—No, nada remediaría…

Hizo una pausa. Luego, alzando la mirada y con la misma

expresión tranquila y el tono reposado de voz que parecía alejarlo a

mil leguas del tema:

—No quiero reticencias con usted —dijo—. Nuestra amiga

jamás saldrá de la niebla doliente en que se arrastra... de no mediar

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un milagro. Sólo un golpecito del destino puede concederle la vida a

que toda creación tiene derecho, si no es un monstruo…

—;Qué golpecito? —pregunté.

—Su muerte, allá en Hollywood.

Rosales concluyó su taza de café y yo azucaré la mía.

Pasaron sesenta segundos. Yo rompí el silencio:

—Tampoco eso remediaría nada… —murmuré.

—¿Cree usted? —dijo Rosales.

—Estoy seguro… No podría decirle por qué, pero siento que

es así. Además usted no es capaz de hacer eso…

—Soy capaz, señor Grant. Para mí, para usted, esta creación

espectral es superior a cualquier engendro vivo por la sola fuerza

rutinaria del subsistir. Nuestra compañera es obra de una

conciencia, ¿oye usted, señor Grant? Responde a una finalidad casi

divina, y si la frustro, ella será mi condenación ante las tumultuosas

divinidades donde no cabe ningún dios pagano. ¿Vendrá usted de

vez en cuando durante mi ausencia? El servicio de mesa se pone al

caer la noche, ya lo sabe usted, y desde ese momento todos

abandonan la casa, salvo el portero. ¿Vendrá usted?

—Vendré —repuse.

—Es más de lo que podría esperar —concluyó Rosales

inclinándose.

Fui. Si alguna noche estuve allí a la hora de cenar, las más de las

veces llegaba tarde, pero siempre a la misma hora, con la

puntualidad de un hombre que va de visita a casa de su novia. La

joven y yo, en la mesa, solíamos hablar animadamente, sobre temas

variados; pero en el salón apenas cambiábamos una que otra

palabra y callábamos enseguida, ganados por el estupor que fluía de

las cornisas luminosas, y que hallando las puertas abiertas o

filtrándose por los ojos de llave, impregnaba el palacete de un

moroso mutismo.

Con el transcurso de las noches, nuestras breves frases

llegaron a concretarse en observaciones monótonas y siempre

sobre el mismo tema, que hacíamos de improviso:

—Ya debe estar en Guayaquil —decía yo con voz distraída.

O bien ella, muchas noches después:

—Ha salido ya de San Diego —decía al romper el alba.

Una noche, mientras yo con el cigarro pendiente de la mano

hacía esfuerzos para arrancar mi mirada del vacío, y ella vagaba

muda con la mejilla en la mano, se detuvo de pronto y dijo:

—Está en Santa Mónica…

Vagó un instante aún, y siempre con la cara apoyada en la

mano subió las gradas y se tendió en el diván. Yo la sentí sin mover

los ojos, pues los muros dé1 salón cedían llevándose adherida mi

vista, huían con extrema velocidad en líneas que convergían sin

juntarse nunca. Una interminable avenida de cicas surgió en la

remota perspectiva.

—¡Santa Mónica! —pensé atónito.

Qué tiempo pasó luego, no puedo recordarlo. Súbitamente

ella alzó su voz desde el diván:

—Está en casa —dijo.

Con el último esfuerzo de volición que quedaba en mí

arranqué mi mirada de la avenida de cicas. Bajo los plafonniers en

rombo incrustados en el cielorraso de la alcoba, la joven yacía

inmóvil, como una muerta. Frente a mí, en la remota perspectiva

transoceánica, la avenida de cicas destacábase diminuta con una

dureza de líneas que hacía daño.

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Cerré los ojos y vi entonces, en una visión brusca como una

llamarada, un hombre que levantaba un puñal sobre una mujer

dormida.

—¡Rosales! —murmuré aterrado. Con un nuevo fulgor de

centella el puñal asesino se hundió.

No sé más. Alcancé a oír un horrible grito —posiblemente

mío—, y perdí el sentido.

Cuando volví en mí me hallé en mi casa, en el lecho. Había pasado

tres días sin conocimiento, presa de una fiebre cerebral que

persistió más de un mes. Fui poco a poco recobrando las fuerzas. Se

me había dicho que un hombre me había llevado a casa a altas

horas de la noche, desmayado.

Yo nada recordaba, ni deseaba recordar. Sentía una laxitud

extrema para pensar en lo que fuere. Se me permitió más tarde dar

breves paseos por casa, que yo recorría con mirada atónita. Fui al

fin autorizado a salir a la calle, donde di algunos pasos sin conciencia

de lo que hacía, sin recuerdos, sin objeto…Y cuando en un salón

silencioso vi venir hacia mí a un hombre cuyo rostro me era

conocido, la memoria y la conciencia perdida calentaron

bruscamente mi sangre.

—Por fin le veo a usted, señor Grant —me dijo Rosales,

estrechándome efusivamente la mano—. He seguido con gran

preocupación el curso de su enfermedad desde mi regreso y un

momento dudé de que triunfaría usted.

Rosales había adelgazado. Hablaba en voz baja, como si

temiera ser oído. Por encima de su hombro vi la alcoba iluminada y

el diván bien conocido, rodeado, como un féretro, de altos cojines.

—¿Está ella allí? —pregunté.

Rosales siguió mi mirada y volvió luego a mí sus ojos con

sosiego.

—Sí —me respondió. Y tras una breve pausa—: Venga usted

—me dijo.

Subimos las gradas y me incliné sobre los cojines. Sólo había

allí un esqueleto.

Sentí la mano de Rosales estrechándome firmemente el

brazo. Y con su misma voz queda:

—Es ella, señor Grant. No siento sobre la conciencia peso

alguno, ni creo haber cometido error. Cuando volví de mi viaje, no

estaba más ella… Señor Grant. ¿Recuerda usted haberla visto en el

instante mismo de perder usted el sentido?

—No recuerdo… —murmuré.

—Es lo que pensé… Al hacer lo que hice la noche de su

desmayo, ella desapareció de aquí… al regresar yo, torturé mi

imaginación para recogerla de nuevo del más allá… ¡Y he aquí lo que

he obtenido! Mientras ella perteneció a este mundo, pude

corporizar su vida espectral en una dulce criatura. Arranqué la vida

de la otra para animar su fantasma y ella, por toda substanciación,

pone en mis manos su esqueleto…

Rosales se detuvo. De nuevo había yo sorprendido su

expresión ausente mientras hablaba.

—Rosales… —comencé.

—¡Pst! —me interrumpió, bajando aún más el tono—. Le

ruego no levante la voz… Ella está allí.

—¿ Ella…?

—Allí, en el comedor… ¡Oh, no la he visto…! Pero desde que

regresé vaga de un lado para otro… Y siento el roce de su vestido.

Preste usted atención un momento… ¿Oye usted?

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En el mudo palacete, a través de la atmósfera y las luces

inmóviles, nada oí. Pasamos un rato en el más completo silencio.

—Es ella —murmuró Rosales satisfecho—. Oiga usted

ahora: esquiva las sillas mientras camina…

Por el espacio de un mes entero, todas las noches Rosales y

yo hemos velado el espectro en huesos y blanca cal de la que fue un

día nuestra invitada señorial. Tras el espeso cortinado que se abre al

comedor, las luces están encendidas. Sabemos que ella vaga por allí,

atónita e invisible, dolorosa e incierta. Cuando en las altas horas

Rosales y yo vamos a tomar café, acaso ella está ya ocupando su

asiento desde horas atrás, fija en nosotros su mirada invisible.

Las noches se suceden unas a otras, todas iguales. Bajo la

atmósfera de estupor en que se halla el recinto, el tiempo mismo

parece haberse suspendido, como ante una eternidad. Siempre ha

habido y habrá allí un esqueleto bajo los plafonniers, dos amigos en

smoking en el salón, y una alucinación confinada entre las sillas del

comedor.

Una noche hallé el ambiente cambiado. La excitación de mi

amigo era visible.

—He hallado por fin lo que buscaba, señor Grant —me

dijo—. Ya observé a usted una vez que estaba seguro de no haber

cometido ningún error. ¿Lo recuerda usted? Pues bien: sé ahora que

lo he cometido. Usted alabó mi imaginación, no más aguda que la

suya, y mi voluntad, que le es en cambio muy superior. Con esas dos

fuerzas creé una criatura visible, que hemos perdido, y un espectro

de huesos, que persistirá hasta que… ¿Sabe usted, señor Grant, qué

ha faltado a mi obra?

—Una finalidad —murmuré—, que usted creyó divina…

—Usted lo ha dicho. Yo partí del entusiasmo de una sala a

oscuras por una alucinación en movimiento. Yo vi algo más que un

engaño en el hondo latido de pasión que agita a los hombres ante

una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese

punto, advertí a usted. Debe de haber allí más vida que la que

simulan un haz de luces y una cortina metalizada. Que la había, ya lo

ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que

cometí. Lo que hubiera hecho la felicidad del más pesado

espectador, no ha hallado bastante calor en mis manos frías, y se ha

desvanecido… El amor no hace falta en la vida; pero es

indispensable para golpear ante las puertas de la muerte. Si por

amor yo hubiera matado, mi criatura palpitaría hoy de vida en el

diván. Maté para crear, sin amor; y obtuve la vida en su raíz brutal:

un esqueleto. Señor Grant: ¿Quiere usted abandonarme por tres

días y volver el próximo martes a cenar con nosotros?

—¿Con ella…?

—Sí; usted, ella y yo… No dude usted… El próximo martes.

Al abrir yo mismo la puerta, volví a verla, en efecto, vestida con su

magnificencia habitual, y confieso que me fue muy grato el advertir

que ella también confiaba en verme. Me tendió la mano con la

abierta sonrisa con que se vuelve a ver a un fiel amigo al regresar de

un largo viaje.

—La hemos extrañado a usted mucho, señora —le dije con

efusión.

—¡Y yo, señor Grant! —repuso, reclinando la cara sobre

ambas manos juntas.

—¿Me extrañaba usted? ¿De veras?

—¿A usted? ¡Oh, sí, mucho! —Y tornó a sonreírme

largamente.

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En ese instante me daba yo cuenta de que el dueño de casa

no había levantado los ojos de su tenedor desde que comenzáramos

a hablar. ¿Sería posible...?

—Y a nuestro anfitrión, señora, ¿no lo extrañaba usted?

—¿A él…? —murmuró ella lentamente. Y deslizando sin

prisa su mano de la mejilla, volvió el rostro a Rosales.

Vi entonces pasar por sus ojos fijos en él la más insensata

llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer.

Rosales la miraba también. Y ante aquel vértigo de amor femenino

expresado sin reserva el hombre palideció.

—A él también… —murmuró la joven con voz queda y

exhausta.

En el transcurso de la comida ella afectó no notar la

presencia del dueño de casa mientras charlaba volublemente

conmigo, y él no abandonó casi su juego con el tenedor. Pero las

dos o tres veces en que sus miradas se encontraron como al

descuido, vi relampaguear en los ojos de ella, y apagarse enseguida

en desmayo, el calor incontenible del deseo.

Y ella era un espectro.

—¡Rosales! —exclamé en cuanto estuvimos un momento

solos—. ¡Si conserva usted un resto de amor a la vida, destruya eso!

¡Lo va a matar a usted!

—¿Ella? ¿Está usted loco, señor Grant?

—Ella, no. ¡Su amor! Usted no puede verlo, porque está

bajo su imperio. Yo lo veo. La pasión de ese… fantasma, no la resiste

hombre alguno.

—Vuelvo a decirle que se equivoca usted, señor Grant.

—¡No; usted no puede verlo! Su vida ha resistido a muchas

pruebas, pero arderá como una pluma, por poco que siga usted

excitando a esa criatura.

—Yo no la deseo, señor Grant.

—Pero ella sí lo desea a usted. ¡Es un vampiro, y no tiene

nada que entregarle! ¿Comprende usted?

Rosales nada respondió. Desde la sala de reposo, o de más

allá, llegó la voz de la joven:

—¿Me dejarán ustedes sola mucho tiempo?

En ese instante, recordé bruscamente el esqueleto que

yacía allí…

—¡El esqueleto, Rosales! —clamé—. ¿Qué se ha hecho su

esqueleto?

—Regresó —respondióme—. Regresó a la nada. Pero ella

está ahora en el diván… Escúcheme usted, señor Grant: jamás

criatura alguna se ha impuesto a su creador… Yo creé un fantasma;

y, equivocadamente, un harapo de huesos. Usted ignora algunos

detalles de la creación… Oigalos ahora. Adquirí una linterna y

proyecté las cintas de nuestra amiga sobre una pantalla muy

sensible a los rayos N1 (los rayos N1, ¿recuerda usted?). Por medio

de un vulgar dispositivo mantuve en movimiento los instantes

fotográficos de mayor vida de la dama que nos aguarda… Usted

sabe bien que hay en todos nosotros, mientras hablamos, instantes

de tal convicción, de una inspiración tan a tiempo, que notamos en

la mirada de los otros, y sentimos en nosotros mismos, que algo

nuestro se proyecta adelante… Ella se desprendió así de la pantalla,

fluctuando a escasos milímetros al principio, y vino por fin a mí, tal

como usted la ha visto… Hace de esto tres días. Ella está allí…

Desde la alcoba llegónos de nuevo la voz lánguida de la

joven:

—¿Vendrá usted, señor Rosales?

—¡Deshaga eso, Rosales —exclamé, tomándolo del brazo—,

antes de que sea tarde! ¡No excite más ese monstruo de sensación!

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—Buenas noches, señor Grant —me despidió él con una

sonrisa, inclinándose.

Y bien, esta historia está concluida. ¿Halló Rosales en el mundo

fuerza para resistir? Muy pronto —acaso hoy mismo— lo sabré.

Aquella mañana no tuve ninguna sorpresa al ser llamado

urgentemente por teléfono, ni la sentí al ver las cortinas del salón

doradas por el fuego, la cámara de proyección caída, y restos de

películas quemadas por el suelo. Tendido en la alfombra junto al

diván, Rosales yacía muerto.

La servidumbre sabía que en las últimas noches la cámara

era transportada al salón. Su impresión es que debido a un

descuido, las películas se han abrasado, alcanzando las chispas a los

cojines del diván. La muerte del señor debe imputarse a una lesión

cardiaca, precipitada por el accidente.

Mi impresión era otra. La calma expresión de su rostro no

había variado, y aún su muerto semblante conservaba el tono cálido

habitual. Pero estoy seguro de que en lo más hondo de las venas no

le quedaba una gota de sangre.

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II. HORROR

INTRODUCCIÓN

Encarni López Gonzálvez

Conociendo ya la definición tanto de novela negra como de terror

en cuanto a género mediante el que se manifiesta esta, no es tan

difícil ofrecer una definición de horror, conservando los mismos

parámetros y observaciones que se tuvieron en cuenta para la del

terror. Es decir, que los límites entre ambos géneros (terror y

horror) no son rígidos ni mucho menos lineales, sino flexibles y

discontinuos, haciendo que fácilmente un mismo texto se mueva a

sus anchas en un momento determinado por uno o por otro al

siguiente.

Así, habíamos señalado que el ejemplo más claro de esto

tenía lugar en los textos góticos, sobre todo los de origen

estadounidense, caracterizados por una ambigüedad más profunda

y por una mínima aparición de un hecho fantástico o maravilloso.

Entonces, si habíamos dicho que el terror es aquel género

con una fuerte raíz en las tradiciones populares, en las mitologías, el

folklore, lo rural en definitiva, el horror en cambio de caracteriza

precisamente por la presentación de una realidad alterada (ya sea

fuera de le mente del personaje o dentro de ella), que lo vincula

más a lo urbano. De este modo, el terror por lo mismo de tener un

origen común a las tradiciones comunitarias populares podría

decirse que es más «colectivo» o «comunitario», que despierta una

sensación más o menos generalizada en todos los individuos de una

comunidad con una cultura común; sin embargo, el horror por lo

mismo que no incluye un hecho o criatura fantástica, se aleja

precisamente por ello de este imaginario colectivo, presenta una

reacción más individual, una reacción más personalizada del temor.

Los textos de horror nacen con los románticos y

decadentistas, ya sea en Europa o en la orilla estadounidense. Así,

en el lado europeo tenemos a Maupassant, maestro del horror, y la

aparición de «El horla», un cuento de acechos, de alteridades y

paranoias de una mente alterada (¿o no?) cuya lectura despierta los

temores más íntimos. Al otro lado del océano, en el ámbito

anglosajón, tenemos a Edgar Allan Poe y, por citar algunos, «El

corazón delator» o «El pozo y el péndulo», aunque son muchos los

títulos que se suman a estos nombres y que se mueven en la esfera

del horror de una forma majestuosa. En el ámbito hispanohablante

no podemos olvidarnos al majestuoso Clemente Palma, digno

heredero de Poe que juega magistralmente con el lector y sus

temores mediante la alteración de una realidad que siempre acaba

convirtiéndose en agresiva, lacerante y mortal. Tal es el caso, por

ejemplo, de Mors ex vita o la colección de relatos recogidos en

Cuentos malévolos.

Hoy en día, como ocurría con el terror, es muy difícil

encasillar un texto únicamente en el horror, precisamente por la

tendencia general en el arte de borrar los límites entre los géneros y

particularmente en la novela negra por provocar reacciones más

intensas. Así, por ejemplo, en el género del misterio se incluyen los

textos cuyo tema principal es la conspiración (una realidad más que

alterada), en lugar de incluirse exclusivamente en el horror,

mostrando una vez más que las fronteras o límites entre los géneros

negros son tan sutiles que la mayoría de las veces nos topamos con

un texto que se mueve libremente por más de uno a la vez.

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WILLIAM WYMARK JACOBS (1863-1943)

Humorista, novelista y cuentista británico. Se le conoce

principalmente por uno de sus relatos macabros, La pata de mono

(The Monkey's Paw), incluido en el libro de cuentos The Lady of the

Barge (La dama de la barca, 1902). La mayor parte de su obra, sin

embargo, se adscribe al género humorístico. Obras: Erizos de mar

(Sea Urchins), Nudos marineros (Sailor's Knots) y Rondas nocturnas

(Night Watches), todas ellas recopilaciones de cuentos.

LA PATA DE MONO

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum

Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre

e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el

juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que

provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente

junto a la chimenea.

—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un

error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

—Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—.

Jaque.

—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano

sobre el tablero.

—Mate —contestó el hijo.

—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White

con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios, este

es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente.

Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—,

ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de

complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios

y disimuló un gesto de fastidio.

—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y

unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada

hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién

venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los

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ojos salientes y la cara rojiza.

—El sargento mayor Morris —dijo el señor White,

presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le

ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía

whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el

fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La

familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras,

de epidemias y de pueblos extraños.

—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su

mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho.

Mírenlo ahora.

—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White

amablemente.

—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para

dar un vistazo.

—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la

cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la

cabeza.

—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y

malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted

empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por

el estilo?

—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada

que valga la pena oír.

—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.

—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con

desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez.

Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a

dejarla. El dueño de casa la llenó.

—A primera vista, es una patita momificada que no tiene

nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del

bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de

mono y la examinó atentamente.

—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor

White quitándosela a su hijo, para mirarla.

—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento

mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino

gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele

impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres

deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas

desentonaban.

—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó

Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.

—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la

señora White.

—Se cumplieron —dijo el sargento.

—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.

—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas

que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la

pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán

—dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

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—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo;

pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias.

Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es

un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme

después.

—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor

White—, ¿los pediría?

—No sé —contestó el otro—. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la

tiró al fuego. White la recogió.

—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.

—Si usted no la quiere, Morris, démela.

—No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al

fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder.

Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición.

Preguntó:

—¿Cómo se hace?

—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en

voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

—Parece de Las mil y una noches —dijo la señora White. Se

levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para

mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron

al ver la expresión de alarma del sargento.

—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de

White— pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a

Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en

cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la

vida del sargento en la India.

—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como

en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se

alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos

gran cosa.

—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando

atentamente a su marido.

—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose

levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que

tirara el talismán.

—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos

felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio,

así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con

perplejidad.

—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—.

Me parece que tengo todo lo que deseo.

—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto?

—dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con

que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y

levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a

su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor

White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

—Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo

dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.

—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el

talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.

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—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer,

mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de

fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White

se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un

silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron

para ir a acostarse.

—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa,

en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—.

Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará

cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las

brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible,

que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su

vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer,

tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y

subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad

del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un

ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata

de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía

terrible.

—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora

White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo

puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las

doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo

Herbert.

—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad

que parecían coincidencias —dijo el padre.

—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi

vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te

conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse

por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la

credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a

abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con

cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —

dijo al sentarse.

—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la

pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora

suavemente.

—Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era...

¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos

movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a

entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una

galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre

se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo

escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba

furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que

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había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó

cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido

estuvo un rato en silencio.

—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos.

Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

—Lo siento... —empezó el otro.

—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.

—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las

manos—. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en

la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la

cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su

marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano

temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.

—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White,

aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano

de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de

enamorados.

—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es

duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

—La compañía me ha encargado que le exprese sus

condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le

ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que

obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

—Se me ha comisionado para declararles que Maw &

Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el

otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le

remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose,

miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la

palabra: ¿cuánto?

—Doscientas libras —fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente,

extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y

mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos

de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron

y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero

los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa

desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía.

Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días

eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose

bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto

contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

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—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.

—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a

llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White.

La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido

grito de su mujer lo despertó.

—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de

mono.

El señor White se incorporó alarmado.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

—La quiero. ¿No la has destruido?

—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—.

¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo

histéricamente:

—Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes?

¿Por qué tú no pensaste?

—¿Pensaste en qué? —preguntó.

—En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo

hemos pedido uno.

—¿No fue bastante?

—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más.

Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

—Dios mío, estás loca.

—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de

pedir el segundo?

—Fue una coincidencia.

—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

—Hace diez días que está muerto y además, no quiero

decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era

demasiado horrible para que lo vieras...

—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la

puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se

acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo

todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que

él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó

alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se

encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le

pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural.

Le tuvo miedo.

—¡Pídelo! —gritó con violencia.

—Es absurdo y perverso —balbuceó.

—Pídelo —repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

—Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo

con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la

mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se

movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a

su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido;

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hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras

vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el

hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y

silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un

escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje,

encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se

detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe

furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta

que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un

tercer golpe.

—¿Qué es eso? —gritó la mujer.

—Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la

escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la

casa.

—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la

puerta, pero su marido la alcanzó.

—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.

—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para

que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos

millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre,

temblando.

—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya

voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El

hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido

de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer,

anhelante:

—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la

pata de mono.

—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor

White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca

al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y,

frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la

casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por

la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio

valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba

desierto y tranquilo.

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EDGAR ALLAN POE (1809-1849)

Escritor romántico estadounidense, que se destacó como cuentista,

poeta, crítico y editor. Renovó la literatura gótica y se le considera el

padre del cuento de terror psicológico y del moderno relato corto.

Fue precursor también del relato detectivesco y de la literatura de

ciencia ficción. Ejerció gran influencia sobre los simbolístas

franceses así como en narradores tan diversos como Kafka, Borges,

Lovecraft, Cortázar y Stephen King. En la poesía destaca El cuervo,

poema oscuro celebrado por Baudelaire, y que ha llegado a

constituir un manifiesto del Romanticismo estadounidense en sí

mismo. Sus relatos más famosos son: La Caída de la Casa de Usher,

Los crímenes de la Calle Morgue, El pozo y el péndulo, El gato negro,

El extraño caso del Señor Valdemar, El corazón delator, El barril de

amontillado, La Muerte Roja y su novela corta Las aventuras de

Arthur Gordon Pym.

Extraído de Edgar Allan Poe, Cuentos completos, Alianza,

2002, pp. 26-37. Traducción de Julio Cortázar.

WILLIAM WILSON

¿Qué decir de ella? ¿Qué decir de la torva CONCIENCIA,

de ese espectro en mi camino? Chamberlayne, Pharronida.

Permitidme que, por el momento, me llame a mí mismo William

Wilson. Esta blanca página no debe ser manchada con mi verdadero

nombre. Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del

odio de mi estirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido en las

regiones más lejanas del globo su incomparable infamia? ¡Oh

proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos! ¿No estás

muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores,

sus doradas ambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no

aparece suspendida para siempre una densa, lúgubre, ilimitada

nube?

No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoy la

crónica de estos últimos años de inexpresable desdicha e

imperdonable crimen. Esa época —estos años recientes— ha

llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora sólo

me interesa señalar el origen de esta última. Por lo regular, los

hombres van cayendo gradualmente en la bajeza. En mi caso, la

virtud se desprendió bruscamente de mí como si fuera un manto.

De una perversidad relativamente trivial, pasé con pasos de gigante

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a enormidades más grandes que las de un Heliogábalo. Permitidme

que os relate la ocasión, el acontecimiento que hizo posible esto. La

muerte se acerca, y la sombra que la precede proyecta un influjo

calmante sobre mi espíritu. Mientras atravieso el oscuro valle,

anhelo la simpatía —casi iba a escribir la piedad— de mis

semejantes. Me gustaría que creyeran que, en cierta medida, fui

esclavo de circunstancias que excedían el dominio humano. Me

gustaría que buscaran a favor mío, en los detalles que voy a dar, un

pequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría

que reconocieran —como no han de dejar de hacerlo— que si

alguna vez existieron tentaciones parecidas, jamás un hombre fue

tentado así, y jamás cayó así. ¿Será por eso que nunca ha sufrido en

esta forma? Verdaderamente, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No

muero víctima del horror y el misterio de la más extraña de las

visiones sublunares?

Desciendo de una raza cuyo temperamento imaginativo y

fácilmente excitable la destacó en todo tiempo; desde la más tierna

infancia di pruebas de haber heredado plenamente el carácter de la

familia. A medida que avanzaba en años, esa modalidad se

desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones causa de

grave ansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí. Crecí

gobernándome por mi cuenta, entregado a los caprichos más

extravagantes y víctima de las pasiones más incontrolables. Débiles,

asaltados por defectos constitucionales análogos a los míos, poco

pudieron hacer mis padres para contener las malas tendencias que

me distinguían. Algunos menguados esfuerzos de su parte, mal

dirigidos, terminaron en rotundos fracasos y, naturalmente, fueron

triunfos para mí. Desde entonces mi voz fue ley en nuestra casa; a

una edad en la que pocos niños han abandonado los andadores,

quedé dueño de mi voluntad y me convertí de hecho en el amo de

todas mis acciones.

Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a

una vasta casa isabelina llena de recovecos, en un neblinoso pueblo

de Inglaterra, donde se alzaban innumerables árboles gigantescos y

nudosos, y donde todas las casas eran antiquísimas. Aquel

venerable pueblo era como un lugar de ensueño, propio para la paz

del espíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante

atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil

arbustos, y me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al

oír la profunda y hueca voz de la campana de la iglesia quebrando

hora tras hora con su hosco y repentino tañido el silencio de la fusca

atmósfera, en la que el calado campanario gótico se sumía y

reposaba.

Demorarme en los menudos recuerdos de la escuela y sus

episodios me proporciona quizá el mayor placer que me es dado

alcanzar en estos días. Anegado como estoy por la desgracia —¡ay,

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demasiado real!—, se me perdonará que busque alivio, aunque sea

tan leve como efímero, en la complacencia de unos pocos detalles

divagantes. Triviales y hasta ridículos, esos detalles asumen en mi

imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a un período

y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros

ambiguos avisos del destino que más tarde habría de envolverme en

sus sombras. Dejadme, entonces, recordar.

Como he dicho, la casa era antigua y de trazado irregular.

Alzábase en un vasto terreno, y un elevado y sólido muro de

ladrillos, coronado por una capa de mortero y vidrios rotos,

circundaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una

prisión, constituía el límite de nuestro dominio; más allá de él

nuestras miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera,

los sábados por la tarde, cuando se nos permitía realizar breves

paseos en grupo, acompañados por dos preceptores, a través de los

campos vecinos; y las otras dos los domingos, cuando concurríamos

en la misma forma a los oficios matinales y vespertinos de la única

iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor.

¡Con qué asombro y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros

alejados bancos, cuando ascendía al pulpito con lento y solemne

paso! Este hombre reverente, de rostro sereno y benigno, de

vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de peluca

cuidadosamente empolvada, tan rígida y enorme... ¿podía ser el

mismo que, poco antes, agrio el rostro, manchadas de rapé las

ropas, administraba férula en mano las draconianas leyes de la

escuela? ¡Oh inmensa paradoja, demasiado monstruosa para tener

solución!

En un ángulo de la espesa pared rechinaba una puerta aún

más espesa. Estaba remachada y asegurada con pasadores de

hierro, y coronada de picas de hierro. ¡Qué sensaciones de profundo

temor inspiraba! Jamás se abría, salvo para las tres salidas y

retornos mencionados; por eso, en cada crujido de sus fortísimos

goznes, encontrábamos la plenitud del misterio... un mundo de

cosas para hacer solemnes observaciones, o para meditar

profundamente.

El dilatado muro tenía una forma irregular, con muchos

espaciosos recesos. Tres o cuatro de los más grandes constituían el

campo de juegos. Su piso estaba nivelado y cubierto de fina grava.

Me acuerdo de que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido.

Quedaba, claro está, en la parte posterior de la casa. En el frente

había un pequeño cantero, donde crecían el boj y otros arbustos;

pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en raras

ocasiones, tales como el día del ingreso a la escuela o el de la

partida, o quizá cuando nuestros padres o un amigo venían a

buscarnos y partíamos alegremente a casa para pasar las vacaciones

de Navidad o de verano.

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¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! ¡Y para

mí, qué palacio de encantamiento! Sus vueltas y revueltas no tenían

fin, ni tampoco sus incomprensibles subdivisiones. En un momento

dado era difícil saber con certeza en cuál de los dos pisos se estaba.

Entre un cuarto y otro había siempre tres o cuatro escalones que

subían o bajaban. Las alas laterales, además, eran innumerables —

inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que

nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían

mucho de las que abrigábamos sobre el infinito. Durante mis cinco

años de residencia jamás pude establecer con precisión en qué

remoto lugar hallábanse situados los pequeños dormitorios que

correspondían a los dieciocho o veinte colegiales que seguíamos los

cursos.

El aula era la habitación más grande de la casa y —no puedo

dejar de pensarlo— del mundo entero. Era muy larga, angosta y

lúgubremente baja, con ventanas de arco gótico y techo de roble.

En un ángulo remoto, que nos inspiraba espanto, había una división

cuadrada de unos ocho o diez pies, donde se hallaba el sanctum

destinado a las oraciones de nuestro director, el reverendo doctor

Bransby. Era una sólida estructura, de maciza puerta; antes de

abrirla en ausencia del «dómine» hubiéramos preferido perecer

voluntariamente por la peine forte et dure. En otros ángulos había

dos recintos similares mucho menos reverenciados por cierto, pero

que no dejaban de inspirarnos temor. Uno de ellos contenía la

cátedra del preceptor «clásico», y el otro la correspondiente a

«inglés y matemáticas». Dispersos en el salón, cruzándose y

recruzándose en interminable irregularidad, veíanse innumerables

bancos y pupitres, negros y viejos, carcomidos por el tiempo,

cubiertos de libros harto hojeados, y tan llenos de cicatrices de

iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples

esfuerzos del cortaplumas, que habían llegado a perder lo poco que

podía quedarles de su forma original en lejanos días. Un gran balde

de agua aparecía en un extremo del salón, y en el otro había un reloj

de formidables dimensiones.

Encerrado por las macizas paredes de tan venerable

academia, pasé sin tedio ni disgusto los años del tercer lustro de mi

vida. El fecundo cerebro de un niño no necesita de los sucesos del

mundo exterior para ocuparlo o divertirlo; y la monotonía

aparentemente lúgubre de la escuela estaba llena de excitaciones

más intensas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mi

virilidad del crimen. Sin embargo debo creer que el comienzo de mi

desarrollo mental salió ya de lo común y tuvo incluso mucho de

exagerado. En general, los hombres de edad madura no guardan un

recuerdo definido de los acontecimientos de la infancia. Todo es

como una sombra gris, una remembranza débil e irregular, una

evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos

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dolores. Pero en mi caso no ocurre así. En la infancia debo de haber

sentido con todas las energías de un hombre lo que ahora hallo

estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas

y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.

Y sin embargo, desde un punto de vista mundano, ¡qué

poco había allí para recordar! Despertarse por la mañana, volver a la

cama por la noche; los estudios, las recitaciones, las vacaciones

periódicas, los paseos; el campo de juegos, con sus querellas, sus

pasatiempos, sus intrigas... Todo eso, por obra de un hechizo mental

totalmente olvidado más tarde, llegaba a contener un mundo de

sensaciones, de apasionantes incidentes, un universo de variada

emoción, lleno de las más apasionadas e incitantes excitaciones. Oh,

le bon temps, que ce siècle defer!

El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi naturaleza no

tardaron en destacarme entre mis condiscípulos, y por una suave

pero natural gradación fui ganando ascendencia sobre todos los que

no me superaban demasiado en edad; sobre todos..., con una sola

excepción. Se trataba de un alumno que, sin ser pariente mío, tenía

mi mismo nombre y apellido; circunstancia poco notable, ya que, a

pesar de mi ascendencia noble, mi apellido era uno de esos que,

desde tiempos inmemoriales, parecen ser propiedad común de la

multitud. En este relato me he designado a mí mismo como William

Wilson —nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero—.

Sólo mi tocayo, entre los que formaban, según la fraseología

escolar, «nuestro grupo», osaba competir conmigo en los estudios,

en los deportes y querellas del recreo, rehusando creer ciegamente

mis afirmaciones y someterse a mi voluntad; en una palabra,

pretendía oponerse a mi arbitrario dominio en todos los sentidos. Y

si existe en la tierra un supremo e ilimitado despotismo, ése es el

que ejerce un muchacho extraordinario sobre los espíritus de sus

compañeros menos dotados.

La rebelión de Wilson constituía para mí una fuente de

continuo embarazo; máxime cuando, a pesar de las bravatas que

lanzaba en público acerca de él y de sus pretensiones, sentía que en

el fondo le tenía miedo, y no podía dejar de pensar en la igualdad

que tan fácilmente mantenía con respecto a mí, y que era prueba de

su verdadera superioridad, ya que no ser superado me costaba una

lucha perpetua. Empero, esta superioridad —incluso esta

igualdad— sólo yo la reconocía; nuestros camaradas, por una

inexplicable ceguera, no parecían sospecharla siquiera. La verdad es

que su competencia, su oposición y, sobre todo, su impertinente y

obstinada interferencia en mis propósitos eran tan hirientes como

poco visibles. Wilson parecía tan exento de la ambición que espolea

como de la apasionada energía que me permitía brillar. Se hubiera

dicho que en su rivalidad había sólo el caprichoso deseo de

contradecirme, asombrarme y mortificarme; aunque a veces yo no

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dejaba de observar —con una mezcla de asombro, humillación y

resentimiento— que mi rival mezclaba en sus ofensas, sus insultos o

sus oposiciones cierta inapropiada e intempestiva afectuosidad.

Sólo alcanzaba a explicarme semejante conducta como el producto

de una consumada suficiencia, que adoptaba el tono vulgar del

patronazgo y la protección.

Quizá fuera este último rasgo en la conducta de Wilson,

conjuntamente con la identidad de nuestros nombres y la mera

coincidencia de haber ingresado en la escuela el mismo día, lo que

dio origen a la convicción de que éramos hermanos, cosa que creían

todos los alumnos de las clases superiores. Estos últimos no suelen

informarse en detalle de las cuestiones concernientes a los alumnos

menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba

emparentado ni en el grado más remoto con mi familia. Pero la

verdad es que, de haber sido hermanos, hubiésemos sido gemelos,

ya que después de salir de la academia del doctor Bransby supe por

casualidad que mi tocayo había nacido el 19 de enero de 1813, y la

coincidencia es bien notable, pues se trata precisamente del día de

mi nacimiento.

Podrá parecer extraño que, a pesar de la continua inquietud

que me ocasionaba la rivalidad de Wilson, y su intolerable espíritu

de contradicción, me resultara imposible odiarlo. Es cierto que casi

diariamente teníamos una querella, al fin de la cual, mientras me

cedía públicamente la palma de la victoria, Wilson se las arreglaba

de alguna manera para darme a entender que era él quien la había

merecido; pero, no obstante eso, mi orgullo y una gran dignidad de

su parte nos mantenía en lo que se da en llamar «buenas

relaciones», a la vez que diversas coincidencias en nuestros

caracteres actuaban para despertar en mí un sentimiento que quizá

sólo nuestra posición impedía convertir en amistad. Me es muy

difícil definir, e incluso describir, mis verdaderos sentimientos hacia

Wilson. Constituían una mezcla heterogénea y abigarrada: algo de

petulante animosidad que no llegaba al odio, algo de estima, aún

más de respeto, mucho miedo y un mundo de inquieta curiosidad.

Casi resulta superfluo agregar, para el moralista, que Wilson y yo

éramos compañeros inseparables.

No hay duda que lo anómalo de esta relación encaminaba

todos mis ataques (que eran muchos, francos o encubiertos) por las

vías de la burla o de la broma pesada —que lastiman bajo la

apariencia de una diversión— en vez de convertirlos en franca y

abierta hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre

resultaban fructuosos, por más hábilmente que maquinara mis

planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mucho de esa

modesta y tranquila austeridad que, mientras goza de lo afilado de

sus propias bromas, no ofrece ningún talón de Aquiles y rechaza

toda tentativa de que alguien ría a costa suya. Sólo pude

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encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una

peculiaridad de su persona y originado acaso en una enfermedad

constitucional, hubiera sido relegado por cualquier otro antagonista

menos exasperado que yo. Mi rival tenía un defecto en los órganos

vocales que le impedía alzar la voz más allá de un susurro apenas

perceptible. Y yo no dejaba de aprovechar las míseras ventajas que

aquel defecto me acordaba.

Las represalias de Wilson eran muy variadas, pero una de

las formas de su malicia me perturbaba más allá de lo natural.

Jamás podré saber cómo su sagacidad llegó a descubrir que una

cosa tan insignificante me ofendía; el hecho es que, una vez

descubierta, no dejo de insistir en ella. Siempre había yo

experimentado aversión hacia mi poco elegante apellido y mi

nombre tan común, que era casi plebeyo. Aquellos nombres eran

veneno en mi oído, y cuando, el día de mi llegada, un segundo

William Wilson ingresó en la academia, lo detesté por llevar ese

nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho de

ostentarlo un desconocido que sería causa de una constante

repetición, que estaría todo el tiempo en mi presencia y cuyas

actividades en la vida ordinaria de la escuela serían con frecuencia

confundidas con las mías, por culpa de aquella odiosa coincidencia.

Este sentimiento de ultraje así engendrado se fue

acentuando con cada circunstancia que revelaba una semejanza,

moral o física, entre mi rival y yo. En aquel tiempo no había

descubierto el curioso hecho de que éramos de la misma edad, pero

comprobé que teníamos la misma estatura, y que incluso nos

parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico. También me

amargaba que los alumnos de los cursos superiores estuvieran

convencidos de que existía un parentesco entre ambos. En una

palabra, nada podía perturbarme más (aunque lo disimulaba

cuidadosamente) que cualquier alusión a una semejanza intelectual,

personal o familiar entre Wilson y yo. Por cierto, nada me permitía

suponer (salvo en lo referente a un parentesco) que estas

similaridades fueran comentadas o tan sólo observadas por

nuestros condiscípulos. Que él las observaba en todos sus aspectos,

y con tanta claridad como yo, me resultaba evidente; pero sólo a su

extraordinaria penetración cabía atribuir el descubrimiento de que

esas circunstancias le brindaran un campo tan vasto de ataque.

Su réplica, que consistía en perfeccionar una imitación de

mi persona, se cumplía tanto en palabras como en acciones, y

Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Copiar mi modo de

vestir no le era difícil; mis actitudes y mi modo de moverme pasaron

a ser suyos sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucional, ni

siquiera mi voz escapó a su imitación. Nunca trataba, claro está, de

imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz

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se repetía exactamente en la suya, y su extraño susurro llegó a

convertirse en el eco mismo de la mía.

No me aventuraré a describir hasta qué punto este

minucioso retrato (pues no cabía considerarlo una caricatura) llegó

a exasperarme. Me quedaba el consuelo de ser el único que

reparaba en esa imitación y no tener que soportar más que las

sonrisas de complicidad y de misterioso sarcasmo de mi tocayo.

Satisfecho de haber provocado en mí el penoso efecto que buscaba,

parecía divertirse en secreto del aguijón que me había clavado,

desdeñando sistemáticamente el aplauso general que sus astutas

maniobras hubieran obtenido fácilmente. Durante muchos meses

constituyó un enigma indescifrable para mí el que mis compañeros

no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y

participaran de su mofa. Quizá la gradación de su copia no la hizo

tan perceptible; o quizá debía mi seguridad a la maestría de aquel

copista que, desdeñando lo literal (que es todo lo que los pobres de

entendimiento ven en una pintura) sólo ofrecía el espíritu del

original para que yo pudiera contemplarlo y atormentarme.

He aludido más de una vez al desagradable aire protector

que asumía Wilson conmigo, y de sus frecuentes interferencias en

los caminos de mi voluntad. Esta interferencia solía adoptar la

desagradable forma de un consejo, antes insinuado que ofrecido

abiertamente. Yo lo recibía con una repugnancia que los años

fueron acentuando. Y, sin embargo, en este día ya tan lejano de

aquéllos, séame dado declarar con toda justicia que no recuerdo

ocasión alguna en que las sugestiones de mi rival me incitaran a los

errores tan frecuentes en esa edad inexperta e inmadura; por lo

menos su sentido moral, si no su talento y su sensatez, era mucho

más agudo que el mío; y yo habría llegado a ser un hombre mejor y

más feliz si hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos

consejos encerrados en susurros, y que en aquel entonces odiaba y

despreciaba amargamente.

Así las cosas, acabé por impacientarme al máximo frente a

esa desagradable vigilancia, y lo que consideraba intolerable

arrogancia de su parte me fue ofendiendo más y más. He dicho ya

que en los primeros años de nuestra vinculación de condiscípulos

mis sentimientos hacia Wilson podrían haber derivado fácilmente a

la amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la

academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había

disminuido mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción

análoga, al más profundo odio. En cierta ocasión creo que Wilson lo

advirtió, y desde entonces me evitó o fingió evitarme.

En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento

altercado, durante el cual Wilson perdió la calma en mayor medida

que otras veces, actuando y hablando con una franqueza bastante

insólita en su carácter. Descubrí en ese momento (o me pareció

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descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia general algo

que empezó por sorprenderme, para llegar a interesarme luego

profundamente, ya que traía a mi recuerdo borrosas visiones de la

primera infancia; vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de

un tiempo en el que la memoria aún no había nacido. Sólo puedo

describir la sensación que me oprimía diciendo que me costó

rechazar la certidumbre de que había estado vinculado con aquel

ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado

infinitamente remoto. La ilusión, sin embargo, desvanecióse con la

misma rapidez con que había surgido, y si la menciono es para

precisar el día en que hablé por última vez en el colegio con mi

extraño tocayo.

La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones,

tenía varias grandes habitaciones contiguas, donde dormía la mayor

parte de los estudiantes. Como era natural en un edificio tan

torpemente concebido, había además cantidad de recintos menores

que constituían las sobras de la estructura y que el ingenio

económico del doctor Bransby había habilitado como dormitorios,

aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante.

Wilson poseía uno de esos pequeños cuartos.

Una noche, hacia el final de mi quinto año de estudios en la

escuela, e inmediatamente después del altercado a que he aludido,

me levanté cuando todos se hubieron dormido y, tomando una

lámpara, me aventuré por infinitos pasadizos angostos en dirección

al dormitorio de mi rival. Durante largo tiempo había estado

planeando una de esas perversas bromas pesadas con las cuales

fracasara hasta entonces. Me sentía dispuesto a llevarla de

inmediato a la práctica, para que mi rival pudiera darse buena

cuenta de toda mi malicia. Cuando llegué ante su dormitorio, dejé la

lámpara en el suelo, cubriéndola con una pantalla, y entré

silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos, oí su sereno

respirar. Seguro de que estaba durmiendo, volví a tomar la lámpara

y me aproximé al lecho. Estaba éste rodeado de espesas cortinas,

que en cumplimiento de mi plan aparté lenta y silenciosamente,

hasta que los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente, mientras

mis ojos se fijaban en el mismo instante en su rostro. Lo miré, y

sentí que mi cuerpo se helaba, que un embotamiento me envolvía.

Palpitaba mi corazón, temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu

se sentía presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadeando,

bajé la lámpara hasta aproximarla aún más a aquella cara. ¿Eran

ésos... ésos, los rasgos de William Wilson? Bien veía que eran los

suyos, pero me estremecía como víctima de la calentura al imaginar

que no lo eran. Pero, entonces, ¿qué había en ellos para

confundirme de esa manera? Lo miré, mientras mi cerebro giraba

en multitud de incoherentes pensamientos. No era ése su aspecto...

no, así no era él en las activas horas de vigilia. ¡El mismo nombre!

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¡La misma figura! ¡El mismo día de ingreso a la academia! ¡Y su

obstinada e incomprensible imitación de mi actitud, de mi voz, de

mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verdaderamente dentro

de los límites de la posibilidad humana que esto que ahora veía

fuese meramente el resultado de su continua imitación sarcástica?

Espantado y temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en

silencio del dormitorio y escapé sin perder un momento de la vieja

academia, a la que no habría de volver jamás.

Luego de un lapso de algunos meses que pasé en casa

sumido en una total holgazanería, entré en el colegio de Eton. El

breve intervalo había bastado para apagar mi recuerdo de los

acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o por lo menos

para cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos

me inspiraban. La verdad y la tragedia de aquel drama no existían

ya. Ahora me era posible dudar del testimonio de mis sentidos; cada

vez que recordaba el episodio me asombraba de los extremos a que

puede llegar la credulidad humana, y sonreía al pensar en la

extraordinaria imaginación que hereditariamente poseía. Este

escepticismo estaba lejos de disminuir con el género de vida que

empecé a llevar en Eton. El vórtice de irreflexiva locura en que

inmediata y temerariamente me sumergí barrió con todo y no dejó

más que la espuma de mis pasadas horas, devorando las

impresiones sólidas o serias y dejando en el recuerdo tan sólo las

trivialidades de mi existencia anterior.

No quiero, sin embargo, trazar aquí el derrotero de mi

miserable libertinaje, que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia

del colegio. Tres años de locura se sucedieron sin ningún beneficio,

arraigando en mí los vicios y aumentando, de un modo insólito, mi

desarrollo corporal. Un día, después de una semana de estúpida

disipación, invité a algunos de los estudiantes más disolutos a una

orgía secreta en mis habitaciones. Nos reunimos estando ya la

noche avanzada, pues nuestro libertinaje habría de prolongarse

hasta la mañana. Corría libremente el vino y no faltaban otras

seducciones todavía más peligrosas, al punto que la gris alborada

apuntaba ya en el oriente cuando nuestras deliberantes

extravagancias llegaban a su ápice. Excitado hasta la locura por las

cartas y la embriaguez me disponía a proponer un brindis

especialmente blasfematorio, cuando la puerta de mi aposento se

entreabrió con violencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la

voz de uno de los criados. Insistía en que una persona me reclamaba

con toda urgencia en el vestíbulo.

Profundamente excitado por el vino, la inesperada

interrupción me alegró en vez de sorprenderme. Salí

tambaleándome y en pocos pasos llegué al vestíbulo. No había luz

en aquel estrecho lugar, y sólo la pálida claridad del alba alcanzaba a

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abrirse paso por la ventana semicircular. Al poner el pie en el

umbral distinguí la figura de un joven de mi edad, vestido con una

bata de casimir blanco, cortada conforme a la nueva moda e igual a

la que llevaba yo puesta. La débil luz me permitió distinguir todo

eso, pero no las facciones del visitante. Al verme, vino

precipitadamente a mi encuentro y, tomándome del brazo con un

gesto de petulante impaciencia, murmuró en mi oído estas

palabras:

—¡William Wilson!

Mi embriaguez se disipó instantáneamente.

Había algo en los modales del desconocido y en el temblor

nervioso de su dedo levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que

me colmó de indescriptible asombro; pero no fue esto lo que me

conmovió con más violencia, sino la solemne admonición que

contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, por

sobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas, sencillas y

familiares sílabas que había susurrado, y que me llegaban con mil

turbulentos recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el

choque de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el

uso de mis sentidos, el visitante había desaparecido.

Aunque este episodio no dejó de afectar vivamente mi

desordenada imaginación, bien pronto se disipó su efecto. Durante

algunas semanas me ocupé en hacer toda clase de averiguaciones, o

me envolví en una nube de morbosas conjeturas. No intenté

negarme a mí mismo la identidad del singular personaje que se

inmiscuía de tal manera en mis asuntos o me exacerbaba con sus

insinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿De dónde

venía? ¿Qué propósitos abrigaba? Me fue imposible hallar

respuesta a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un súbito

accidente acontecido en su familia lo había llevado a marcharse de

la academia del doctor Bransby la misma tarde del día en que

emprendí la fuga. Pero bastó poco tiempo para que dejara de

pensar en todo esto, ya que mi atención estaba completamente

absorbida por los proyectos de mi ingreso en Oxford. No tardé en

trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad de mis padres me

proporcionó una pensión anual que me permitiría abandonarme al

lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarro con los

más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.

Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios,

mi temperamento se manifestó con redoblado ardor, y mancillé las

más elementales reglas de decencia con la loca embriaguez de mis

licencias. Sería absurdo detenerme en el detalle de mis

extravagancias. Baste decir que excedí todos los límites y que,

dando nombre a multitud de nuevas locuras, agregué un copioso

apéndice al largo catálogo de vicios usuales en aquella Universidad,

la más disoluta de Europa.

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Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que

hubiera mancillado mi condición de gentilhombre, habría de llegar a

familiarizarme con las innobles artes del jugador profesional, y que,

convertido en adepto de tan despreciable ciencia, la practicaría

como un medio para aumentar todavía más mis enormes rentas a

expensas de mis camaradas de carácter más débil. No obstante, ésa

es la verdad. Lo monstruoso de esta transgresión de todos los

sentimientos caballerescos y honorables resultaba la principal, ya

que no la única razón de la impunidad con que podía practicarla.

¿Quién, entre mis más depravados camaradas, no hubiera dudado

del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de

semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el

más noble y liberal compañero de Oxford, cuyas locuras, al decir de

sus parásitos, no eran más que locuras de la juventud y la fantasía,

cuyos errores sólo eran caprichos inimitables, cuyos vicios más

negros no pasaban de ligeras y atrevidas extravagancias?

Llevaba ya dos años entregado con todo éxito a estas

actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un

parvenu llamado Glendinning, a quien los rumores daban por más

rico que Herodes Ático, sin que sus riquezas le hubieran costado

más que a éste. Pronto me di cuenta de que era un simple, y,

naturalmente, lo consideré sujeto adecuado para ejercer sobre él

mis habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y,

procediendo como todos los tahúres, le permití ganar considerables

sumas a fin de envolverlo más efectivamente en mis redes. Por fin,

maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esta

partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada llamado

Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no

abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para dar a

todo esto un mejor color, me había arreglado para que fuéramos

ocho o diez invitados, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la

invitación a jugar surgiera como por casualidad y que la misma

víctima la propusiera. Para abreviar tema tan vil, no omití ninguna

de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de tal

manera en todas las ocasiones similares que cabe maravillarse de

que todavía existan personas tan tontas como para caer en la

trampa.

Era ya muy entrada la noche cuando efectué por fin la

maniobra que me dejó frente a Glendinning como único

antagonista. El juego era mi favorito, el écarté. Interesados por el

desarrollo de la partida, los invitados habían abandonado las cartas

y se congregaban a nuestro alrededor. El parvenu, a quien había

inducido con anterioridad a beber abundantemente, cortaba las

cartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que su embriaguez

sólo podía explicar en parte. Muy pronto se convirtió en deudor de

una importante suma, y entonces, luego de beber un gran trago de

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oporto, hizo lo que yo esperaba fríamente: me propuso doblar las

apuestas, que eran ya extravagantemente elevadas. Fingí resistirme,

y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado en

él algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un

carácter destemplado, acepté la propuesta. Como es natural, el

resultado demostró hasta qué punto la presa había caído en mis

redes; en menos de una hora su deuda se había cuadruplicado.

Desde hacía un momento, el rostro de Glendinning perdía la

rubicundez que el vino le había prestado y me asombró advertir que

se cubría de una palidez casi mortal. Si digo que me asombró se

debe a que mis averiguaciones anteriores presentaban a mi

adversario como inmensamente rico, y, aunque las sumas perdidas

eran muy grandes, no podían preocuparlo seriamente y mucho

menos perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo. La primera

idea que se me ocurrió fue que se trataba de los efectos de la

bebida; buscando mantener mi reputación a ojos de los testigos

presentes —y no por razones altruistas— me disponía a exigir

perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas frases

que escuché a mi alrededor, así como una exclamación desesperada

que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de

arruinarlo por completo, en circunstancias que lo llevaban a

merecer la piedad de todos, y que deberían haberlo protegido hasta

de las tentativas de un demonio.

Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conducta en ese

momento. La lamentable condición de mi adversario creaba una

atmósfera de penoso embarazo. Hubo un profundo silencio,

durante el cual sentí que me ardían las mejillas bajo las miradas de

desprecio o de reproche que me lanzaban los menos pervertidos.

Confieso incluso que, al producirse una súbita y extraordinaria

interrupción, mi pecho se alivió por un breve instante de la

intolerable ansiedad que lo oprimía. Las grandes y pesadas puertas

de la estancia se abrieron de golpe y de par en par, con un ímpetu

tan vigoroso y arrollador que bastó para apagar todas las bujías. La

muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un

desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en

una capa. La oscuridad era ahora total, y solamente podíamos sentir

que aquel hombre estaba entre nosotros. Antes de que nadie

pudiera recobrarse del profundo asombro que semejante conducta

le había producido, oímos la voz del intruso.

—Señores —dijo, con una voz tan baja como clara, con un

inolvidable susurro que me estremeció hasta la médula de los

huesos—. Señores, no me excusaré por mi conducta, ya que al obrar

así no hago más que cumplir con un deber. Sin duda ignoran

ustedes quién es la persona que acaba de ganar una gran suma de

dinero a Lord Glendinning. He de proponerles, por tanto, una

manera tan expeditiva como concluyente de cerciorarse al respecto:

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bastará con que examinen el forro de su puño izquierdo y los

pequeños paquetes que encontrarán en los bolsillos de su bata

bordada.

Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se

hubiera oído caer una aguja en el suelo. Dichas esas palabras, partió

tan bruscamente como había entrado. ¿Puedo describir... describiré

mis sensaciones? ¿Debo decir que sentí todos los horrores del

condenado? Poco tiempo me quedó para reflexionar. Varias manos

me sujetaron rudamente, mientras se traían nuevas luces.

Inmediatamente me registraron. En el forro de mi manga

encontraron todas las figuras esenciales en el écarté y, en los

bolsillos de mi bata, varios mazos de barajas idénticos a los que

empleábamos en nuestras partidas, salvo que las mías eran lo que

técnicamente se denomina arrondées; vale decir que las cartas

ganadoras tienen las extremidades ligeramente convexas, mientras

las cartas de menor valor son levemente convexas a los lados. En

esa forma, el incauto que corta, como es normal, a lo largo del

mazo, proporcionará invariablemente una carta ganadora a su

antagonista, mientras el tahúr, que cortará también tomando el

mazo por sus lados mayores, descubrirá una carta inferior.

Todo estallido de indignación ante semejante

descubrimiento me hubiera afectado menos que el silencioso

desprecio y la sarcástica compostura con que fue recibido.

—Señor Wilson —dijo nuestro anfitrión, inclinándose para

levantar del suelo una lujosa capa de preciosas pieles—, esto es de

su pertenencia. (Hacía frío y, al salir de mis habitaciones, me había

echado la capa sobre mi bata, retirándola luego al llegar a la sala de

juego.) Supongo que no vale la pena buscar aquí —agregó, mientras

observaba los pliegues del abrigo con amarga sonrisa— otras

pruebas de su habilidad. Ya hemos tenido bastantes. Descuento que

reconocerá la necesidad de abandonar Oxford, y, de todas maneras,

de salir inmediatamente de mi habitación.

Humillado, envilecido hasta el máximo como lo estaba en

ese momento, es probable que hubiera respondido a tan amargo

lenguaje con un arrebato de violencia, de no hallarse mi atención

completamente concentrada en un hecho por completo

extraordinario. La capa que me había puesto para acudir a la

reunión era de pieles sumamente raras, a un punto tal que no

hablaré de su precio. Su corte, además, nacía de mi invención

personal, pues en cuestiones tan frívolas era de un refinamiento

absurdo. Por eso, cuando Preston me alcanzó la que acababa de

levantar del suelo cerca de la puerta del aposento, vi con asombro

lindante en el terror que yo tenía mi propia capa colgada del brazo

—donde la había dejado inconscientemente—, y que la que me

ofrecía era absolutamente igual en todos y cada uno de sus detalles.

El extraño personaje que me había desenmascarado estaba

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envuelto en una capa al entrar, y aparte de mí ningún otro invitado

llevaba capa esa noche. Con lo que me quedaba de presencia de

ánimo, tomé la que me ofrecía Preston y la puse sobre la mía sin

que nadie se diera cuenta. Salí así de las habitaciones, desafiante el

rostro, y a la mañana siguiente, antes del alba, empecé un

presuroso viaje al continente, perdido en un abismo de espanto y de

vergüenza.

Huía en vano. Mi aciago destino me persiguió, exultante,

mostrándome que su misterioso dominio no había hecho más que

empezar. Apenas hube llegado a París, tuve nuevas pruebas del

odioso interés que Wilson mostraba en mis asuntos. Corrieron los

años, sin que pudiera hallar alivio. ¡El miserable...! ¡Con qué

inoportuna, con qué espectral solicitud se interpuso en Roma entre

mí y mis ambiciones! También en Viena... en Berlín... en Moscú. A

decir verdad, ¿dónde no tenía yo amargas razones para maldecirlo

de todo corazón? Huí, al fin, de aquella inescrutable tiranía,

aterrado como si se tratara de la peste; huí hasta los confines

mismos de la tierra. Y en vano.

Una y otra vez, en la más secreta intimidad de mi espíritu,

me formulé las preguntas: «¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué

quiere?» Pero las respuestas no llegaban. Minuciosamente estudié

las formas, los métodos, los rasgos dominantes de aquella

impertinente vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco para

fundar una conjetura cualquiera. Cabía advertir, sin embargo, que

en las múltiples instancias en que se había cruzado en mi camino en

los últimos tiempos, sólo lo había hecho para frustrar planes o

malograr actos que, de cumplirse, hubieran culminado en una gran

maldad. ¡Pobre justificación, sin embargo, para una autoridad

asumida tan imperiosamente! ¡Pobre compensación para los

derechos de un libre albedrío tan insultantemente estorbado!

Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo

período (durante el cual continuó con su capricho de mostrarse

vestido exactamente como yo, lográndolo con milagrosa habilidad),

mi atormentador consiguió que no pudiera ver jamás su rostro las

muchas veces que se interpuso en el camino de mi voluntad.

Cualquiera que fuese Wilson, esto, por lo menos, era el colmo de la

afectación y la insensatez. ¿Cómo podía haber supuesto por un

instante que en mi amonestador de Eton, en el desenmascarador de

Oxford, en aquel que malogró mi ambición en Roma, mi venganza

en París, mi apasionado amor en Nápoles, o lo que falsamente

llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y genio

maligno, dejaría yo de reconocer al William Wilson de mis días

escolares, al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival

de la escuela del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero apresurémonos

a llegar a la última escena del drama.

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Hasta aquel momento yo me había sometido por completo

a su imperiosa dominación. El sentimiento de reverencia con que

habitualmente contemplaba el elevado carácter, el majestuoso

saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes de Wilson, sumado al

terror que ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia me

inspiraban, habían llegado a convencerme de mi total debilidad y

desamparo, sugiriéndome una implícita, aunque amargamente

resistida sumisión a su arbitraria voluntad. Pero en los últimos

tiempos acabé entregándome por completo a la bebida, y su

terrible influencia sobre mi temperamento hereditario me hizo

impacientarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé a

murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imaginación la que me

inducía a creer que a medida que mi firmeza aumentaba, la de mi

atormentador sufría una disminución proporcional? Sea como

fuere, una ardiente esperanza empezó a aguijonearme y fomentó

en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada

resolución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.

Era en Roma, durante el carnaval del 18..., en un baile de

máscaras que ofrecía en su palazzo el duque napolitano Di Broglio.

Me había dejado arrastrar más que de costumbre por los excesos de

la bebida, y la sofocante atmósfera de los atestados salones me

irritaba sobremanera. Luchaba además por abrirme paso entre los

invitados, cada vez más malhumorado, pues deseaba ansiosamente

encontrar (no diré por qué indigna razón) a la alegre y bellísima

esposa del anciano y caduco Di Broglio. Con una confianza por

completo desprovista de escrúpulos, me había hecho saber ella cuál

sería su disfraz de aquella noche y, al percibirla a la distancia, me

esforzaba por llegar a su lado. Pero en ese momento sentí que una

mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al

oído aquel profundo, inolvidable, maldito susurro.

Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, me volví

violentamente hacia el que acababa de interrumpirme y lo aferré

por el cuello. Tal como lo había imaginado, su disfraz era

exactamente igual al mío: capa española de terciopelo azul y

cinturón rojo, del cual pendía una espada. Una máscara de seda

negra ocultaba por completo su rostro.

—¡Miserable! —grité con voz enronquecida por la rabia,

mientras cada sílaba que pronunciaba parecía atizar mi furia—.

¡Miserable impostor! ¡Maldito villano! ¡No me perseguirás... no, no

me perseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, o te atravieso de lado a

lado aquí mismo!

Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a una

pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo.

Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia. Trastrabilló,

mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba

ponerse en guardia. Vaciló apenas un instante; luego, con un ligero

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suspiro, desenvainó la espada sin decir palabra y se aprestó a

defenderse.

El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí de

excitación y sentía en mi brazo la energía y la fuerza de toda una

multitud. En pocos segundos lo fui llevando arrolladoramente hasta

acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a mi merced, le

hundí varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.

En aquel momento alguien movió el pestillo de la puerta.

Me apresuré a evitar una intrusión, volviendo inmediatamente

hacia mi moribundo antagonista. ¿Pero qué lenguaje humano

puede pintar esa estupefacción, ese horror que se posesionaron de

mí frente al espectáculo que me esperaba? El breve instante en que

había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un

cambio material en la disposición de aquel ángulo del aposento.

Donde antes no había nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo

menos me pareció así en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él,

en el colmo del espanto, mi propia imagen, pero cubierta de sangre

y pálido el rostro, vino a mi encuentro tambaleándose.

Tal me había parecido, lo repito, pero me equivocaba. Era

mi antagonista, era Wilson, quien se erguía ante mí agonizante. Su

máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. No

había una sola hebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y

singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías, que no

coincidieran en la más absoluta identidad.

Era Wilson. Pero ya no hablaba con un susurro, y hubiera

podido creer que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:

—Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde

ahora... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En

mí existías... y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo

te has asesinado a ti mismo!

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TRUMAN CAPOTE (1924-1984)

Novelista norteamericano de gran profundidad psicológica, autor de

tres de las novelas más emblemáticas de la literatura

norteamericana del siglo XX: El arpa verde, Desayuno en Tiffany’s y

A sangre fría.

«Miriam» (1945), traducción de Juan Villoro. Extraído de

Truman Capote, Cuentos completos, Círculo de Lectores, Barcelona,

2007. Título de la obra original, The Complete Stories of Truman

Capote. Traducción, José Manuel Álvarez Flórez, Paula Brines,

Benito Gómez Ibáñez, Enrique Murillo, Ángela Pérez, Juan Villoro y

Jaime Zulaica, Edición cedida por Editorial Anagrama S.A., 2004, pp.

47-61.

MIRIAM

Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable

apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo

edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el

seguro de Mr. H.T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le

interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara

vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros

habitantes del edificio parecían no repararen ella: sus ropas eran

anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje;

llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y

en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus

actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los

dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella

misma y cuidaba del canario.

Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después

de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio

con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba

bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las

botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz

encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la

sensación de oscuridad.

La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el

pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las

esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada,

como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una

farmacia y compró una caja de pastillas de menta.

Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final.

Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller

hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la

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entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor,

buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña

bajo el borde de la marquesina.

Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de

un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en

franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los

pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a

medida— tenía una elegancia natural, peculiar.

Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se

cruzaron, sonrió afectuosamente.

La niña se le acercó:

—¿Podría hacerme un favor?

—Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.

—Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una

entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.

Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y

una de cinco.

Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al

vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película.

—Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs.

Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal,

¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás

aquí, amor? Lo sabe, ¿no?

La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló

sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena

de oro prendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un

músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs.

Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino

los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que

parecían consumirle el rostro.

Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:

—¿Cómo te llamas?

—Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una

información conocida.

—¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es

precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es

Miller!

—Sólo Miriam.

—¿No te parece curioso?

—Medianamente.

Miriam presionó la pastilla con su lengua. Mrs. Miller se

ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.

—Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.

—¿Sí?

—Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te

gustan las películas?

—No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca. El

vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario

explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso

bajo su brazo.

—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—.

Encantada de haberte conocido. Miriam asintió apenas.

Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban

silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que

perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída

sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento,

congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos,

mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz

encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días:

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imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue el

colmado: cerrado por supuesto.

Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de

tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y des maquillarse la

cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los

pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba

de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre

sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el

reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las

diez.

Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con

premura, descalza.

—Ya voy, ¡paciencia!

El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro

lado, el timbre no paraba.

—¡Basta! —gritó.

El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.

—Por el amor de Dios, ¿qué…?

—Hola —dijo Miriam.

—Oh…, vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros

en el recibidor—. Si eres aquella niña.

—Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el

botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?

No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo

de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco

había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños

blancos en las puntas.

—Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —

dijo.

Es tardísimo...

Miriam la miró inexpresivamente.

—¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y

llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a

Mrs. Miller y entró en el apartamento.

Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que

llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero.

Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un

susurro mientras ella se paseaba por la habitación.

—Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi

color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la

mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué

triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones?

Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.

—¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller

—Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente

de pie.

Se dejó caer en un taburete.

—¿Qué quieres? —repitió.

—¿Sabe?, creo que no se alegra de verme. Por segunda vez

carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam

rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller

advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas

estaban encendidas.

—¿Cómo has sabido dónde vivía? Miriam frunció el

entrecejo.

—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?

—Pero si no estoy en la guía telefónica.

—Ah ¿No podemos hablar de otra cosa?

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—Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña

como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa

tan ridícula. Le debe de faltar un tornillo.

Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una

cadena una jaula encapuchada. Atisbó bajo la cubierta.

—Es un canario —dijo—, ¿Puedo despertarlo? Me gustaría

oírlo cantar.

—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas

a despertarlo.

—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no

puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero

de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de

leche.

—Mira —Mrs Miller se levantó del taburete—, mira, si te

hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa?

Seguro que es más de medianoche.

—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está

oscuro.

Mrs. Miller trató de controlar su voz:

—No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer,

prométeme que te irás.

Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos

estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia

la jaula.

—Muy bien —dijo—. Lo prometo.

«¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once?» En la cocina, Mrs.

Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro

rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender

un cigarrillo.«¿Y por qué ha venido?» Su mano tembló al sostener la

cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba.

Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.

—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes

a Tommy.

No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al

canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro...

Atención, tenía que dominarse.

Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de

centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba.

Tuvo una sensación extraña.

No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba

a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.

—¿Qué haces? —preguntó.

Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual Estaba de

pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs.

Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y

sonrió.

—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto.

—Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.

—¿Y si lo dejas en su sitio…?

De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el

marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable;

sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía

a punto de desfallecer.

—Por favor, niña…, es un regalo de mi marido...

—Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.

Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de

algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de

algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a

quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió

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completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa

ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con

alarmante claridad) resistir.

Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con

mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como

telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el

rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.

—Estaba buenísimo—asintió—, ahora sólo faltaría un pastel

de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?

Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el

taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido

ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos

estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas

rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas

perdurables.

—¿No hay dulce, un pastel?

Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la

alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.

—Has prometido que te ¿irías si te daba de comer —dijo.

—¿En serio? ¿Eso he dicho?

—Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada

bien.

—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.

Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina

frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y

murmuró:

—Déme un beso de buenas noches.

—Por favor…—prefiero no hacerlo.

Miriam alzó un hombro y arqueó una ceja:

—Como guste.

Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que

tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del

piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Pisoteó el ramo después que

el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se

dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con

una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.

Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una

vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la

temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una

agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso

cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos, un sueño se

colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una

compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían

trazadas por una mano de intensidad virtuosa; una niña pequeña,

vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una

procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un

silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás:

«¿Adónde nos lleva?». «Nadie lo sabe», respondía un viejo que

caminaba delante. «Pero, ¿verdad que es hermosa?», intervenía un

tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada…, tan blanca y

deslumbrante?»

El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se

colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que

desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un

día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes

limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo

fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el

río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba

en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve

amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.

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Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo

efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft’s, donde desayunó y

conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso

—casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a

casa.

Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la

calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.

No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin

rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban

con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación

de aislamiento.

Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le

vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a

reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de

cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una

sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento.

Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.

El hombre estaba junto a una columna del tren elevado.

Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió.

Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante

en los escaparates.

Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró.

También él se detuvo e irguió la cabeza, sonriendo.

¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la

calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su

propia identidad.

La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente,

hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte

cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco

manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de

las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido

seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta

de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada

fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la

gorra.

—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.

—Sí —dijo ella—, rosas blancas.

De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto

sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era

desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca.

Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables,

como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no

tiene el menor conocimiento ni control.

Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una

confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis

pastelillos de almendra.

En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes

ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la

osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se

mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre

la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y

desanimadas. Pronto cayó el primer copo.

Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como

una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más

impresas.

Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero.

Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los

pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una

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mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de

alpiste.

A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era.

Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.

—¿Eres tú? —preguntó.

—Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—.

Abra la puerta.

—Vete —dijo Mrs. Miller.

—Dése prisa, por favor… Que traigo un paquete pesado.

—Vete.

Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y

escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.

—Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de

dejarte entrar.

Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller

permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido

alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió

un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en una caja de cartón,

acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.

—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome,

ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.

Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa

pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en

el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró

distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo,

vacilante, tratando de recuperar el aliento—Gracias —dijo Miriam.

A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso.

La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca

empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los

de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.

Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra

muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba

aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:

—Sólo hay ropa, ¿por qué?

—Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam,

doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado

cerezas!

—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y

déjame en paz!

—¿…y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué

generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último

lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre;

jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —

Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—Bueno, dígame dónde

puedo poner mis cosas...

La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas

rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no

habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se

hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la

pared hasta sentir la puerta.

Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un

descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer

apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura.

Entró haciéndolo a un lado.

—Oiga, ¿qué coño es esto?

—¿Pasa algo, amor?

Una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos

Mrs. Miller se dirigió a ella:

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—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de

este modo, pero..., bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y... —Se

cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo...

La mujer la condujo a una silla mientras el hombre,

nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.

—¿Y bien?

—Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le

tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo…, va a hacer algo

horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer

algo peor, ¡algo horrible!

—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre. Mrs. Miller

negó con la cabeza:

—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la

conozco.

—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole

golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa,

amor.

Ella dijo:

—La puerta está abierta: es el 5A. El hombre salió, la mujer

trajo una toalla y le humedeció la cara.

—Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme

como una tonta, pero esa niña perversa...

—Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo

con calma.

Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo;

estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la

radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer

zapateó con excelente ritmo.

—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.

—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del

que ella pueda estar cerca.

—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a

la policía.

Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras.

Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.

—Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—

.Debe de haberse largado.

—Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos

estado aquí todo el tiempo y habríamos visto... —Se detuvo de

golpe; la mirada del hombre era penetrante.

—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que

no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?

—Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto

una caja grande?, ¿o una muñeca?

—No. No, señora.

La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:

—Bueno, para haber pegado ese alarido...

Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo

en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las

rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una

habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni

familiares, inertes e inanimados como un salón fúnebre. El sofá

emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un

significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado

Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde

recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró

angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era

real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo

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infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde

estaba? ¿Dónde, dónde?

Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus

contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se

hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una

lámpara.

Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo

que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes.

En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen

instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la

calma teje Su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o

como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la

fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había

conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado

como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo

demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su

identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese

cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien

en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller

En medio de esa sensación de contento, se percató de un

doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía

estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a

este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de

seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las

paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos.

Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada

hueca y fija:

—Hola —dijo Miriam.

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GUY DE MAUPASSANT (1850-1893)

Junto a Poe y los rusos Gogol y Chejov, es considerado como el más

grande cuentista del siglo XIX. Influido y animado por su maestro

Flaubert, a quien conoció a los quince años, inició una carrera

literaria que lo llevaría a la publicación de sus cuentos: Bola de Sebo,

La Casa Tellier, La Señorita Fifí y El Horla, entre otros. Fue un nexo

entre el romanticismo y el realismo tardíos y el naturalismo y la

estética simbolista. Murió demente a los cuarenta y tres años a

consecuencia de la sífilis.

EL HORLA

8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la

hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la

resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí

porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que

unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus

abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se

come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos

regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes

de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el

Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi

dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el

tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de

techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas

o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y

pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas

hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su

canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según

que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy

de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca,

que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas

flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín

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brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su

paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o

más bien triste.

¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que

trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en

angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo

desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad

experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y

ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto

paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una

desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me

ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de

las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha

perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede

saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que

rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que

encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos,

sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros

órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro

corazón.

¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos

explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que

no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy

próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de

una gota de agua… con nuestros oídos que nos engañan,

trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si

fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese

movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la

música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza...

con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido

del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.

¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si

tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros

milagros!

16 de mayo

Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el

mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una

nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo

continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me

amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte

que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un

mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.

18 de mayo

Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha

encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios

alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y

tomar bromuro de potasio.

25 de mayo

¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño.

Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud,

como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno

rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras

y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro

de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el

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temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la

habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los

cerrojos; tengo miedo… ¿De qué?… Hasta ahora nunca sentía temor

por nada. . . abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho...

escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un

trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una

pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y

delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico

al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente?

Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo.

Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis

piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor

de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño

como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento

llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me

acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.

Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño

sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que

estoy acostado y que duermo… Lo comprendo y lo sé… Y siento

también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la

cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus

manos aprieta y aprieta... Con todas sus fuerzas para

estrangularme.

Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz

que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de

moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato

de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero

no puedo!

Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor.

Enciendo una bujía. Estoy solo.

Después de esa crisis, que se repite todas las noches,

duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.

2 de junio

Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las

duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar

de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de

Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y

fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva

en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran

avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas

de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y

espeso, casi negro, entre el cielo y yo.

De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un

extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por

hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo

silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien

marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los

talones.

Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo.

Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio sendero, vacío, alto,

pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta

perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.

Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie

como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles

bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe

por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba

nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había

llevado al centro del bosque.

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3 de junio

He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas

semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.

2 de julio

Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte

Saint-Michel que no conocía.

¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como

llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina.

Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la

población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía

se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas

lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de

esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un

monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El

sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el

perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico

monumento.

Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la

tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse

gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de

marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la

pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir

por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable

morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una

ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por

bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas.

Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje,

cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por

intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro

de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos,

animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos

arcos labrados.

Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me

acompañaba:

—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!

—Es un lugar muy ventoso, señor—me respondió. Y nos

pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que

avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.

El monje me refirió historias, todas las viejas historias del

lugar, leyendas, muchas leyendas.

Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte

aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se

perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz

débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves

marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los

pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las

dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan

alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron

ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un

macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de

mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar:

discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto

para balar con todas sus fuerzas.

—¿Cree usted en eso?—pregunté al monje.

—No sé—me contestó.

Yo proseguí:

—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de

nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es

posible que no los hayamos visto usted ni yo?

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—¿Acaso vemos—me respondió—la cienmilésima parte de

lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más

poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y

edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de

agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra

ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge,

¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo

existe.

Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este

hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo

con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había

pensado en lo que me dijo.

3 de julio

Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi

cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su

extraña palidez. Le pregunté:

—¿Qué tiene, Jean?

—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días.

Desde la partida del señor parece que padezco una especie de

hechizo.

Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan

las crisis.

4 de julio

Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las

mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y

con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma

avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me

desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme.

Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.

5 de julio

¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño

que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!

Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y

luego sentí sed, bebí medio vaso de agua y observé distraídamente

que la botella estaba llena.

Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos

sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una

sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es

asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado

en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y

que muere sin comprender lo que ha sucedido.

Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed;

encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la

botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una

gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no

comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que

tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla.

Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después

volví a sentarme delante del cristal transparente, lleno de asombro

y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo

que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el

agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces...

Yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que

nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser

extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro

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cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a

nosotros.

¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia?

¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente

sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar

espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así

permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.

6 de julio

Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o

tal vez la bebí yo!

10 de julio

Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente

estoy loco! Y sin embargo...

El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino,

leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido—toda el agua y

un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.

El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.

El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.

Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el

agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas

con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me

froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.

Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco

después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis

sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que

envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los

tapones, palpitante de emoción. ¡Se habían bebido toda el agua y

toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío...!

Partiré inmediatamente hacia París.

12 de julio

París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido

juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente

sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias

comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman

sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y

han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura.

Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado

el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una

pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha

terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa

para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro

alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos

solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.

Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al

codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y

suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser

invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán

rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho

incomprensible.

En lugar de concluir con estas simples palabras: «Yo no

comprendo porque no puedo explicarme las causas», nos

imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes

sobrenaturales.

14 de julio

Fiesta de la república. He paseado por las calles. Los cohetes y

banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece

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una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del

gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y

paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: «Diviértete». Y se

divierte. Se le dice: «Ve a combatir con tu vecino». Y va a combatir.

Se le dice: «Vota por el emperador». Y vota por el emperador.

Después: «Vota por la república». Y vota por la república.

Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de

obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que

son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir,

ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo

donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.

16 de julio

Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi

prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de

cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una

de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio

de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios

que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.

Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados

obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de

Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que

manifesté mi incredulidad.

—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes

secretos de la naturaleza—decía el doctor Parent—, es decir, uno de

sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay

evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde

que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su

pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para

sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia

de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando

la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la

obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente

terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las

leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los

aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios,

pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier

religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e

inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los

hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire:

"Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre

también ha procedido así con él.

«Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse

algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino

y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han

obtenido sorprendentes resultados.»

Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent

le dijo:

—¿Quiere que la hipnotice, señora?

—Sí; me parece bien.

Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente.

De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y

sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los

ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.

Al cabo de diez minutos dormía.

—Póngase detrás de ella—me dijo el médico.

Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima

una tarjeta de visita al tiempo que le decía: «Esto es un espejo; ¿qué

ve en él?»

—Veo a mi primo—respondió.

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—¿Qué hace?

—Se atusa el bigote. —¿ Y ahora ?

—Saca una fotografía del bolsillo.

—¿Quién aparece en la fotografía?

—Él, mi primo.

¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa

fotografía en el hotel.

—¿Cómo aparece en ese retrato?

—Se halla de pie, con el sombrero en la mano.

Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto

en un espejo.

Las damas decían espantadas: «¡Basta! ¡Basta, por favor!»

Pero el médico ordenó: «Usted se levantará mañana a las

ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá

que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le

reclamará cuando regrese de su próximo viaje». Luego la despertó.

Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y

me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de

mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana,

sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un

espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la

tarjeta?

Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.

No bien regresé me acosté.

Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi

mucamo y me dijo:

—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el

señor.

Me vestí de prisa y la hice pasar.

Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni

quitarse el velo:

—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.

—¿De qué se trata, prima?

—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio.

Necesito urgentemente cinco mil francos.

—Pero cómo, ¿tan luego usted?

—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado

conseguirlos.

Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis

respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando

de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y

representada a la perfección.

Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con

atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le

resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.

Sabía que era muy rica y le dije:

—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil

francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado

pedírmelos a mí?

Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho

recordar, y luego respondió:

—Sí... sí... estoy segura.

—¿Le ha escrito?

Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo

de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese

préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.

—Sí, me escribió.

—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.

—Recibí su carta esta mañana.

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—¿Puede enseñármela?

—No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales...

y la he... la he quemado.

—Así que su marido tiene deudas.

Vaciló una vez más y luego murmuró:

—No lo sé.

Bruscamente le dije:

—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de

cinco mil francos.

Dio una especie de grito de desesperación:

—¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos…

Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su

voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles,

molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.

—¡Ay! Le suplico... Si supiera cómo sufro... los necesito para

hoy. Sentí piedad por ella.

—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted!

—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa?—le pregunté

entonces.

—Sí.

—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?

—Sí.

—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a

pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su

sugestión.

Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:

—Pero es mi esposo quien me los pide. Durante una hora

traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa

del doctor Parent. Me dijo:

—¿Se ha convencido ahora?

—Sí, no hay más remedio que creer.

—Vamos a ver a su prima.

Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el

cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo

con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al

influjo irresistible del poder magnético.

Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:

—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto,

usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste,

y si le habla de eso, usted no comprenderá.

Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.

—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana.

Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté,

sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo

enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se

enojase.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no

he podido almorzar.

19 de julio

Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído

de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: «Quizá».

21 de julio

Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros.

Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo

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sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del

desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la

India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa

la semana próxima.

30 de julio

Ayer he regresado a casa. Todo está bien.

2 de agosto

No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días

mirando correr el Sena.

4 de agosto

Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los

vasos en los armarios por la noche. El mucamo acusa a la cocinera y

ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién

es el culpable? El tiempo lo dirá.

6 de agosto

Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡Lo he visto! Ya no tengo la

menor duda… ¡Lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas… El

miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!...

A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal;

caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a

florecer.

Me detuve a observar un hermoso ejemplar de Géant des

batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda

claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba

como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba

como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo

la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca y

permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil,

como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.

Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude

hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo,

pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes

alucinaciones.

Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia

el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré,

recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama.

Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora

estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las

noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta

de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de

lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque

imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como

yo...

7 de agosto

Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no

perturbó mi sueño.

Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a

pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya

dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas

precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían

siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida

menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y

profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el

escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se

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hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas,

brumosas y borrascosas que se llama «demencia».

Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera

perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En

suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en

mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y

precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado

en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de

las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos

muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos

sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el

sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso

ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del

teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la

memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las

fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del

pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento

se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas

alucinaciones.

Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río.

El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban

mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad

constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla

cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.

Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar

inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía,

me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme

volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime

cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y

presentimos una agravación del mal.

Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que

encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama.

Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que

si hubiese tenido una nueva visión fantástica.

8 de agosto

Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento

cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina.

Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece

manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos

sobrenaturales.

Sin embargo he podido dormir.

9 de agosto

Nada ha sucedido. pero tengo miedo.

10 de agosto

Nada: ¿qué sucederá mañana?

11 de agosto

Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y

estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.

12 de agosto, 10 de la noche

Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He

intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo —salir, subir en mi

coche para dirigirme a Ruán— y no he podido. ¿Por qué?

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13 de agosto

Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos

físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que

todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos

como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso

repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco

de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo

hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo

hace por mí, y yo obedezco.

14 de agosto

¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena

todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy

nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado

por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere

y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me

obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para

sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi

asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría

fuerza capaz de movernos.

De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a

cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh Dios

mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme!

¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué

sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!

15 de agosto

Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue

a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había

penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y

dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser

invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese

merodeador de una raza sobrenatural?

Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es

posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del

mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí?

Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si

pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría,

pero no puedo.

16 de agosto

Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que

encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto,

sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los

caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a

un hombre que obedece: «¡Vamos a Ruán!»

Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité

en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre

los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.

Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise

decir: «¡A la estación!», y grité —no dije, grité— con una voz tan

fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí

pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había

encontrado y volvía a posesionarse de mí.

17 de agosto

¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que

debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann

Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y

las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean

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alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus

orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se

parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo

pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte

que él —su sucesor en el mundo— y que como no pudo prever la

naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese

mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos

surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada,

me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el

pensamiento con la apacible brisa de la noche.

Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me

hubiera gustado mucho.

No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades

del cielo con estremecedores destellos.

¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres

vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de

esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros?

¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos

días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para

conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los

pueblos más débiles.

Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños,

sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.

Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento

de la noche.

Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los

ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción

confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me

pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto

sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna

corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de

cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos, que una nueva página

se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi

sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí

que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso

salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador,

atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero

antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera

huido. . . la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la

ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese

escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los

batientes.

Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!

Entonces, mañana… Pasado mañana o cualquier a de

estos... Podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo.

¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?

18 de agosto

He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré

sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde.

Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento...

19 de agosto

¡Ya sé… Ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del

Mundo Científico:

Nos llega una noticia muy curiosa de Río de

Janeiro. Una epidemia de locura,

comparable a las demencias contagiosas

que asolaron a los pueblos europeos en la

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Edad Media, se ha producido en el Estado

de San Pablo. Los habitantes despavoridos

abandonan sus casas y huyen de los

pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose

poseídos y dominados, como un rebaño

humano, por seres invisibles aunque

tangibles, por especies de vampiros que se

alimentan de sus vidas mientras los

habitantes duermen, y que además beben

agua y leche sin apetecerles

aparentemente ningún otro alimento.

El profesor don Pedro Henríquez,

en compañía de varios médicos eminentes,

ha partido para el Estado de San Pablo, a

fin de estudiar sobre el terreno el origen y

las manifestaciones de esta sorprendente

locura, y poder aconsejar al Emperador las

medidas que juzgue convenientes para

apaciguar a los delirantes pobladores.

¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó

frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me

pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de

lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio

también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh Dios

mío!

Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha

terminado.

Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los

pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos

y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo

todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios

dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de

gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras

concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han

presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya

diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su

poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo.

Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad

misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo,

hipnotismo, sugestión… ¡Qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como

niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de

nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿Cómo se

llama?… El… Parece qué me gritara su nombre y no lo oyese… El…

Sí… Grita… Escucho... ¿Cómo?... Repite... El... Horla... He oído… El

Horla… Es él… ¡El Horla.… Ha llegado!…

¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado

el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el

hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora,

pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con

el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su

alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de

nosotros!

No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo

domestica... Yo también quiero... Yo podría hacer lo mismo... pero

primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que

los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los

nuestros… Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me

oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del

monte Saint-Michel: «¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que

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existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más

poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios,

que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el

mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes

naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted

alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!»

Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e

imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando

son trasparentes como el vidrio… Si un espejo sin azogue obstruye

mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una

habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil

cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que

el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.

¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿Por

qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos

pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros.

Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada

y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente

concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre

forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como

una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire,

hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las

deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad,

imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra

grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en

inteligente y poderoso.

Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al

hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de

cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las

diversas especies?

¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden

surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y

resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no

pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la

tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres

que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán

cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino,

miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado

secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el

elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!

Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo

sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas

cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir.

Pero lo veo… Va de estrella a estrella, refrescándolas y

perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo… Y los

pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados…

¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me

hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo

mataré!

19 de agosto

Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y

simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría

a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría

tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los

desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi

frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y

despedazarlo.

Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.

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Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la

chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz.

Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la

derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada

cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin

de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los

días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba

mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.

Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él

también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que

leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la

oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez

que estuve a punto de caer. Pues bien... Se veía como si fuera pleno

día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro,

profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo

estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba

abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y

ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él

estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo

imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto

miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si

estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de

una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente

de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría

mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no

parecía tener contornos precisos; era una especie de transparencia

opaca, que poco a poco se aclaraba.

Por último, pude distinguirme completamente como todos

los días.

¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace

estremecer.

20 de agosto

¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?

¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el

agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un

cuerpo imperceptible. No... No... decididamente no. Pero

entonces... ¿Qué haré entonces?

21 de agosto

He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas

metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de

París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una

puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no

importa...

10 de septiembre

Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido... Ha sucedido... Pero, ¿habrá

muerto? Lo que vi me ha trastornado.

Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta

de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que

comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me

invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y

caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no

sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse

distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y

regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con

dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con

un candado y guardé la llave en el bolsillo.

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De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él

también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a

punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la

entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y

como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro

de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo,

completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder!

Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas

que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el

aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les

prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos

vueltas de llave, la puerta de entrada.

Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de

laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa

oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no

había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que

aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.

Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía

que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había

extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas

debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y

amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca

hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las

ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un

estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro

comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato,

estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi

casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito

en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y

desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos

buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros

enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...

Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando:

«¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!». Encontré gente que ya

acudía al lugar y regresé con ellos para ver.

La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una

gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde

ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el

nuevo amo, ¡el Horla!

De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y

un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego

por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba

que él estaría allí, muerto en ese horno...

¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz

atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen

nuestros cuerpos?

¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede

dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo

transparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si

también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y

la destrucción prematura?

¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la

humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después

de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en

cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que

morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto

determinado, al llegar al límite de su vida.

No... No... No hay duda, no hay duda... no ha muerto… Entonces

tendré que suicidarme…

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STEPHEN KING (1947-)

«Cuando alguien se halla esclavizado por una intensa emoción

tiende a perder la perspectiva, el control... O, en vez de eso, entrega

el control a otra persona. Pero, a pesar de la momentánea

satisfacción de ese acto, tarde o temprano se llega a la comprensión

de que se ha entregado lo único que una persona posee realmente:

la libertad. Y la reacción es variable: disgusto con uno mismo,

autocompasión, horror..., y algo peor. El éxito de Stephen King se

basa menos en las historias que narra que en el cuidado hacia los

personajes sobre los que escribe. Dicho cuidado hace reales a los

personajes, y con ello los relatos se hacen igualmente reales. En

cuanto eso sucede, no hay escape posible, tanto si uno quiere como

si no.»

Entre sus obras encontramos: Carrie, El misterio de Salem’s

Lot, Christine, Cujo, Los niños del maíz, entre otras.

Extraído de El umbral de la noche (Night Shift), publicado

por el autor en 1978.

EL ÚLTIMO TURNO

Viernes, dos de la mañana.

Cuando Warwick subió, may estaba sentado en el banco

contiguo al ascensor, el único lugar del tercer piso donde un pobre

trabajador podía fumarse un pitillo. No le alegró ver a Warwick.

Teóricamente, el capataz no debía asomar las narices en el terreno

durante el último turno. Teóricamente, debía quedarse en su

despacho del sótano, bebiendo café de la jarra que descansaba

sobre el ángulo de su escritorio. Además, hacía calor.

Era el mes de junio más caluroso que se recordaba en Gates

Falls, y el termómetro de la Orange Cruz que también colgaba junto

al ascensor había alcanzado en una oportunidad los treinta y cuatro

grados a las tres de la mañana. Sólo Dios sabía qué clase de infierno

era la tejeduría en el turno de tres a once.

Hall manejaba la carda: un armatoste fabricado en 1934 por

una desaparecida firma de Cleveland. Sólo trabajaba en la tejeduría

desde abril, de modo que todavía ganaba el salario mínimo de un

dólar con stenta y ocho céntimos por hora, a pesar de lo cual estaba

satisfecho. No tenía esposa, ni una chica estable, ni debía pagar

alimentos por divorcio. Le gustaba vagabundear, y durante los

últimos tres años había viajado, haciendo auto-stop, de Berkley

(estudiante universitario) a Lake Tahoe (botones) a Galveston

(estibador) a Miami (cocinero de minutas) a Wheeling (taxista y

lavaplatos) a Gates Falls, Maine (cardador). No planeaba volver a

partir hasta que comenzara a nevar. Era un individuo solitario y

prefería el turno de once a siete, cuando la sangre de la tejeduría

circulaba en su punto más bajo, para no hablar de la temperatura

ambiente.

Lo único que no le gustaba eran las ratas.

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El tercer piso era largo y estaba desierto, y sólo lo iluminaba

el titilante resplandor de los tubos fluorescentes. A diferencia de

otros pisos permanecía relativamente silencioso y desocupado...,

por lo menos en lo que a seres humanos se refería. Las ratas eran

harina de otro costal. La única máquina que funcionaba en el

terreno era la carda. El resto de la planta estaba ocupado por los

sacos de cuarenta y cinco kilos de fibra que aún debía ser peinada

por los largos dientes de las máquinas de may. Estaban apilados en

largas hileras, como ristras de salchichas, y algunos de ellos (sobre

todo los de aquellos materiales para los que no había demanda)

tenían años de antigüedad y estaban cubiertos por una sucia capa

gris de deshechos industriales. Eran excelentes nidos para las ratas,

unos animales inmensos, panzones, con ojos feroces y en cuyos

cuerpos bullían los piojos y las pulgas.

Hall había la costumbre de acumular un pequeño arsenal de

latas de gaseosa que sacaba del cubo de la basura, durante la hora

de descanso. Cuando había poco trabajo se las arrojaba a las ratas, y

después las recuperaba parsimoniosamente. Sólo que esta vez le

sorprendió el Señor Capataz, que había subido por la escalera y no

por el ascensor, demostrando que todos tenían razón al afirmar que

era un furtivo hijo de puta.

—¿Qué hace, Hall?

—Las ratas –respondió Hall, consciente de que su

explicación debía de resultar muy poco convincente ahora que las

ratas habían vuelto a acurrucarse en sus madrigueras—. Cuando las

veo les arrojo latas.

Warwick hizo un breve ademán de asentimiento. Era un

gigante rollizo con el pelo cortado al cepillo. Tenía la camisa

arremangada y el nudo de la corbata estirado hacia abajo. Miró

atentamente a Hall.

—No le pagamos para que arroje latas a las ratas, caballero.

Ni siquiera aunque las vuelva a recoger.

—Hace veinte minutos que Harry no me envía material –

arguyó Hall, pensando: ¿Por qué diablos no te quedaste donde

estabas, bebiendo tu café? —. No puedo pasar por la carda el

material que no me ha llegado.

Warwick asintió como si el tema ya no le interesara.

—Quizá será mejor que suba a conversar con Wisconsky –

dijo—. Apuesto cinco contra uno a que está leyendo una revista

mientras la mierda se acumula en sus arcones.

Hall permaneció callado.

Warwick señaló súbitamente con el dedo.

—¡Ahí hay una! ¡Reviente a esa cerda!

Hall arrojó con un movimiento vertiginoso la lata de Nehi

que tenía en la mano. La rata, que los había estado mirando con sus

ojillos brillantes como municiones desde encima de uno de los sacos

de tela, huyó con un débil chillido. Warwich echó la cabeza hacia

atrás y lanzó una carcajada mientras Hall iba a buscar la lata.

—He venido a hablarle de otro asunto –dijo Warwick.

—¿De veras?

—La semana próxima es la del cuatro de julio –prosiguió el

capataz. Hall hizo un ademán de asentimiento. La tejeduría estaría

cerrada desde el lunes hasta el sábado: una semana de vacaciones

para el personal con más de un año de antigüedad, y una semana de

inactividad sin salario para el personal con menos de un año de

antigüedad—. ¿Quiere trabajar?

Hall se encogió de hombros.

—¿Qué hay que hacer?

—Vamos a limpiar toda la planta del sótano. Hace dos años

que nadie la toca. Es una pocilga. Usaremos mangueras.

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—¿La comisión de sanidad del Ayuntamiento de ha dado un

tirón de orejas al consejo de Administración?

Warwick lo miró fijamente.

—¿Le interesa o no? Dos dólares por hora, paga doble el

cuatro. Trabajaremos en el último turno, porque es el más fresco.

Hall hizo un cálculo mental. Una vez descontados los

impuestos, cobraría alrededor de setenta y cinco dólares. Mejor que

cero, como había previsto.

—De acuerdo.

—Preséntese el lunes junto a la tintorería.

Hall lo siguió con la mirada cuando se encaminó

nuevamente hacia la escalera. Warwick se detuvo a mitad de

camino y se volvió hacia Hall.

—Usted ha sido estudiante universitario, ¿verdad?

Hall asintió con un movimiento de cabeza

—Muy bien, mono sabio. Lo recordaré.

Se fue. Hall se sentó y encendió otro cigarrillo, con una lata

de gaseosa en la mano y alerta a los desplazamientos de las ratas.

Imaginó lo que encontrarían en el sótano, o mejor dicho en el

segundo sótano, un piso por debajo de la tintorería. Húmedo,

oscuro, lleno de arañas y paños podridos y filtraciones del río... y

ratas. Quizás incluso murciélagos, los aviadores de la familia

roedora. Qué asco.

Hall lanzó la lata con fuerza, y después sonrió cáusticamente

para sus adentros mientras oía el vago rumor de la voz de Warwick

que llegaba por los conductos de ventilación. Le estaba cantando las

cuarenta a Harry Wisconsky.

Muy bien, mono sabio. Lo recordaré.

Dejó de sonreír bruscamente y aplastó la colilla. Poco

después Wisconsky empezó a enviar nylon crudo por los tubos y

Hall reanudó el trabajo. Y al cabo de unos minutos las ratas se

asomaron y se apostaron sobre los sacos del fondo del largo recinto,

escudriñándole con sus fijos ojillos negros. Parecían los miembros

de un jurado.

Lunes, once de la noche.

Había aproximadamente treinta y seis hombres sentados en

torno cuando Warwick entró vestido con unos viejos vaqueros

insertados dentro de las altas botas de goma. Hall había estado

escuchando a Harry Wisconsky, que era inmensamente gordo,

inmensamente holgazán, e inmensamente pesimista.

—Será inmundo –decía Wisconsky cuando entró el Señor

Capataz—. Esperad y veréis. Volveremos a casa más negros que una

medianoche en Persia.

—¡Muy bien! –anunció Warwick—. Abajo conectamos

sesenta bombillas, de modo que tendremos suficiente luz para ver

lo que hacemos. Ustedes, muchachos –señaló a un grupo de

hombres que estaban apoyados contra los carretes de secado—,

quiero que empalmen las mangueras de la tubería principal de agua

que pasa junto al hueco de la escalera. Disponemos de

aproximadamente ochenta metros para cada hombre, de modo que

bastatán. No se hagan los chistosos y no bañen a sus compañeros si

no quieren que acaben en el hospital. Tienen mucha fuerza.

—Alguien saldrá malparado –profetizó Wisconsky

agriamente—. Esperad y veréis.

—Y ustedes –prosiguió Warwick, señalando al grupo del que

formaban parte Hall y Wisconsky—. Ustedes formarán esta noche la

brigada de basureros. Irán en parejas, con una carretilla eléctrica

para cada equipo. Hay viejos muebles de oficina, sacos de tela,

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fragmentos de máquinas rotas, lo que se les ocurra. Apilaremos

todo junto al pozo de ventilación del extremo oeste. ¿Alguien no

sabe manejar una carretilla?

Nadie levantó la mano. Las carretillas eléctricas eran unos

vehículos alimentados a batería, semejantes a pequeños camiones

de basura. Después de mucho uso despedían un olor nauseabundo

que le recordaba a Hall el de los cables eléctricos chamuscados.

—Muy bien— dijo Warwick—. Manos a la obra.

Martes, dos de la mañana.

Hall estaba fastitiado y harto de escuchar la sistemática

andanada de blasfemias de Wisconsky. Se preguntó si serviría para

algo pegarle un puñetazo. Probablemente no. Sólo le daría a

Wisconsky otro motivo para protestar.

Hall se había dado cuenta de que lo pasarían mal, pero no

hasta semejante extremo. Para empezar, no había previsto el olor.

La fetidez contaminada del río, mezclada con la pestilencia de las

telas descompuestas, de la mampostería podrida, de las materias

vegetales. En el último rincón, donde empezaron el trabajo, Hall

descubrió una colonia de enormes hongos blancos que se asomaban

por el cemento resquebrajado. Sus manos entraron en contacto con

ellos mientras tironeaba de una herrumbrada rueda dentada, y le

parecieron curiosamente tibios e hinchados, como la carne de un

hombre enfermo de bocio.

Las lamparillas no bastaban para disipar doce años de

oscuridad: sólo conseguían hacerla retroceder un poco y

proyectaban un enfermizo resplandor amarillo sobre todo aquel

caos. El recinto parecía la nave en ruinas de una iglesia profanada,

con su alto techo y las descomunales máquinas abandonadas que

nunca conseguirían mover, con sus paredes húmedas salpicadas por

manchones de musgo amarillo que había crecido

incontrolablemente, y con el coro atonal que producía el agua de las

mangueras al correr por la red de cloacas casi obstruidas que

desembocaban en el río, debajo de la cascada.

Y las ratas..., tan formidables que, comparadas con ellas, las

del tercer piso parecían enanas. Dios sabía con qué se alimentaban

allí abajo. El grupo de limpieza levantaba constantemente tablas y

sacos dejaba al descubierto inmensos nidos de papel desgarrado, y

los hombres miraban con repulsión atávica cómo las crías de ojos

abultados y cegados por la oscuridad perenne huían por grietas y

huecos.

—Hagamos un alto para fumar un pitillo –dijo Wisconsky.

Parecía sin resuello, pero Hall no entendía por qué, pues había

holgazaneado durante toda la noche. De cualquier forma, ya era

hora, y en ese momento no les veía nadie.

—Está bien. –Hall se recostó contra el borde de la carretilla

eléctrica y encendió un cigarrillo.

—No debería haberme dejado convencer por Warwick –

refunfuñó Wisconsky—. Éste no es un trabajo para hombres. Pero

aquella noche se puso furioso cuando me encontró en la letrina del

cuarto piso con los pantalones levantados. Caramba, cómo se

enfadó.

Hall no contestó. Pensaba en Warwick y en las ratas. Entre

el uno y las otras existía un vínculo extraño. Las ratas parecían

haberse olvidado por completo de los hombres durante su larga

estancia bajo la tejeduría: eran audaces y casi no tenían miedo. Una

de ellas se había alzado sobre las patas traseras, como una ardilla,

hasta que Hall se colocó a la distancia justa para asestarle un

puntapié, y entonces la bestia se abalanzó sobre la bota, hincándole

los dientes. Había centenares, quizá miles. Se preguntó cuántos

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tipos de enfermedades llevaban consigo en ese pozo negro. Y

Warwick. Había algo en él...

—Necesito el dinero –dijo Wisconsky—. Pero por Dios,

amigo, éste no es un trabajo para hombres. Esas ratas. –Miró

temerosamente en torno—. Casi parecen pensar. Incluso me

pregunto qué sucedería si nosotros fuéramos pequeños y ellas

grandes...

—Oh, cállate –le interrumpió Hall.

Wisconsky lo miró, ofendido.

—Oye, lo siento, amigo. Sólo se trata de que... –Su voz se

apagó gradualmente—. ¡Jesús, cómo apesta este sótano! –

exclamó—. ¡Éste no es un trabajo para hombres!

Una araña se asomó sobre el borde de la carretilla y le trepó

por el brazo. Wisconsky la apartó con un manotazo y con un bufido

de asco.

—Vamos –dijo Hall, aplastando el cigarrillo—. Cuanta más

prisa nos demos, antes saldremos de aquí.

—Supongo que sí –asintió Wisconsky amargamente—.

Supongo que sí.

Martes, cuatro de la mañana.

Hora de la merienda.

Hall y Wisconsky estaban sentados con otros tres o cuatro

hombres, comiendo sus bocadillos con unas manos negras que ni

siquiera el detergente industrial podía limpiar. Hall masticaba sin

dejar de mirar el pequeño despacho del capataz, rodeado por

paneles de vidrio. Warwick bebía café y comía con deleite unas

hamburguesas frías.

—Ray Upson tuvo que irse a casa –anunció Charlie Brochu.

—¿Vomitó? –preguntó alguien—. Eso casi me sucedió a mí.

—No. Ray tendría que comer mierda de vaca para vomitar.

Le mordió una rata.

Hall, caviloso, dejó de inspeccionar a Warwick.

—¿De veras? –preguntó.

—Sí. –Brochu meneó la cabeza—. Yo estaba en su equipo.

Nunca he visto nada más inmundo. Saltó de un agujero de uno de

esos viejos sacos de tela. Debía de tener el tamaño de un gato. Se le

prendió a la mano y empezó a masticarla.

—Jesús –musitó uno de los hombres, poniéndose verde.

—Sí –continuó Brochu—. Ray chilló como una mujer, y no se

lo reprocho. Sangraba como un cerdo. ¿Y pensáis que esa fiera lo

soltó? No señor. Tuve que pegarle tres o cuatro veces con una tabla

para desprenderla. Ray parecía enloquecido. La pisoteó hasta

reducirla a un pingajo de piel. Nunca he visto nada más espantoso.

Warwick le vendó la mano y lo envió a casa. Le dijo que mañana se

haga examinar por el médico.

—Fue muy generoso, el hijo de puta –comentó alguien.

Como si lo hubiera oído, Warwick se levantó en su

despacho, se enderezó y se acercó a la puerta.

—Es hora de volver al trabajo.

Los hombres se pusieron lentamente en pie, y tardaron lo

más posible en armar sus cestas, y en sacar bebidas frescas y

golosinas de las máquinas expendedoras. Después iniciaron el

descenso, haciendo repicar con desgana los tacones sobre los

peldaños de acero.

Warwick pasó junto a Hall y le palmeó el hombro.

—¿Cómo marcha eso, mono sabio? –No esperó la

respuesta.

—Vamos –le dijo pacientemente Hall a Wisconsky, que se

estaba atando el cordón del zapato. Bajaron.

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Martes, siete de la mañana.

Hall y Wisconsky salieron juntos. Hall tuvo la impresión de

que por algún motivo inexplicable había heredado al rechoncho

polaco. Wisconsky ostentaba un mugre casi cósmica, y su gorda cara

de luna estaba manchada como la de un crío al que acabara de

zurrarle el matón del barrio.

Ninguno de los otros hombres hacía bromas, como de

costumbre, no se tiraban de los faldones de las camisas, nadie

preguntaba chistosamente quién calentaba la cama de la mujer de

Tony entre la una y las cuatro. Sólo el silencio, y un chasquido

ocasional cuando alguien esupía sobre el piso roñoso.

—¿Quieres que te lleve? –preguntó Wisconsky indeciso.

—Gracias.

No hablaron mientras atravesaban Mill Street y cruzaban el

puente. Cuando Wisconsky le dejó frente a su apartamento sólo

intercambiaron un lacónico saludo

Hall fue directamente a la ducha, sin dejar de pensar en

Warwick, tratando de identificar qué era lo que atraía en el Señor

Capataz, qué era lo que le hacía sentir que estaban misteriosamente

ligados el uno al otro.

Se durmió apenas apoyó la cabeza sobre la almohada, pero

su sueño fue entrecortado y nervioso: soñó con ratas.

Miércoles, una de la mañana.

Era mejor manejar las mangueras.

No podían entrar hasta que el contingente de basureros

hubiese limpiado una sección, y muy a menudo terminaban de lavar

antes de que la sección siguiente estuviera despejada..., lo que

significaba que disponían de tiempo para fumar un cigarrillo. Hall

manejaba la boquilla de una de las largas mangueras y Wisconsky

iba y venía desenredándola, abriendo y cerrando el grifo, apartando

los obstáculos.

Warwick estaba de mal humor porque el trabajo se

desarrollaba con gran lentitud. Tal como marchaban las cosas sería

imposible terminar el jueves.

Ahora se ajetreaban entre un cúmulo caótico de equipos de

oficina del siglo XIX que habían sido apilados en un rincón –

escritorios con tapa de corredera, libros de contabilidad mohosos,

montones de facturas, sillas con los asientos rotos— y ése era el

paraíso de las ratas. Veintenas de ellas chillaban y corrían por los

pasillos oscuros y demenciales que formaban un verdadero

laberinto dentro de ese conglomerado, y después de que mordieron

a dos hombres, los restantes se negaron a trabajar hasta que

Warwick envió a alguien arriba en busca de unos pesados guantes

reforzados con caucho, que por lo general los utilizaba el personal

de la tintorería que debía manipular ácidos.

Hall y Wisconsky esperaban el momento de entrar con sus

mangueras, cuando un hombrón de pelo arenoso llamado

Carmichael empezó a aullar maldiciones y a retroceder,

golpeándose el pecho con las manos enguantadas, llenando la

estancia con su retumbar.

Una rata colosal, con la pelambre surcada por vetas grises y

con ojillos repulsivos y brillantes, había hincado los dientes en su

camisa y colgaba de allí, chillando y tamborileando sobre la barriga

de Carmichael con sus patas traseras. Finalmente Carmichael la

derribó de un puñetazo, pero tenía un gran agujero en la camisa y

un fino hilo de sangre le chorreaba desde encima de una tetilla. La

cólera se disipó de sus facciones. Se volvió y vomitó.

Hall dirigió el chorro de la manguera hacia la rata, que era

vieja y se movía lentamente, apretando aún entre las mandíbulas un

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jirón de la camisa de Carmichael. La presión rugiente del agua la

despidió contra la pared, al pie de la cual, cayó flácidamente.

Warwick se acercó, con una sonrisa extraña y tensa en los

labios. Le palmeó el hombro a Hall.

—Es mucho mejor que arrojarles latas a esas pequeñas hijas

de puta, ¿verdad, mono sabio?

—Vaya con la pequeña hija de puta –comentó Wisconsky—.

Mide más de treinta centímetros de largo.

—dirija la manguera hacia allí. –Warwick señaló la pila de

muebles—. ¡Ustedes, muchachos, apártense!

—Con mucho gusto –murmuró uno de ellos.

Carmichael encaró a Warwick, con las facciones

descompuestas y convulsionadas.

—¡Tendrá que pagarme una compensación por esto! Voy

a...

—claro que sí –respondió Warwick, sonriendo—. Le mordió

una teta. Salga de en medio antes que le aplaste el agua.

Hall apuntó la boquilla y soltó el chorro. Éste hizo impacto

con un estallido blanco de espuma, y derribó un escritorio y astilló

dos sillas. Las ratas salieron disparadas por todas partes, ratas más

grandes que cualquiera de las que Hall había visto antes. Oyó que

los hombres lanzaban gritos de asco a medida que aquéllas corrían,

con sus ojos enormes y sus cuerpos curvilíneos y gordos. Vislumbró

una que parecía tan grande como un cachorro de perro de seis

semanas, bien desarrollado. Siguió blandiendo la manguera hasta

que no vio más ratas.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! –exclamó Warwick—. ¡A recogerlo

todo!

—¡Yo no me empleé como exterminador! –protestó Cy

Ippeston, con tono de rebeldía. Hall había bebido unas copas con él

la semana anterior. Era un chico joven, que usaba una gorra de

béisbol manchada de hollín y una camiseta deportiva.

—¿Ha sido usted, Ippeston? –preguntó Warwick.

Ippeston parecía inseguro, pero se adelantó.

—Sí. Estoy harto de estas ratas. Me inscribí en la nómina

para limpiar, no para correr el riesgo de pescar la rabia o el tifus o

quién sabe qué. Quizá sea mejor que me dé de baja.

Los otros dejaron escapar un murmullo de aprobación.

Wisconsky miró de reojo a Hall, pero éste estudiaba la boquilla de

su manguera. Tenía un orificio parecido al de una pistola calibre 45,

y probablemente podría derribar a un hombre a una distancia de

siete metros.

—¿Quiere marcar su tarjeta en el reloj, Cy?

—Me gusta la idea –respondió Ippeston.

Warwick hizo un ademán de asentimiento.

—Muy bien. Váyase. Junto con quienes quieran

acompañarlo. Pero en esta empresa no rigen las normas del

sindicato, ni han regido nunca. El que marque ahora la salida nunca

volverá a marcar la entrada. Yo me ocuparé de que sea así.

—Qué miedo –murmuró Hall.

Warwick dio media vuelta.

—¿Ha dicho algo, mono sabio?

Hall le miró inocentemente.

—Me estaba aclarando la garganta, Señor Capataz.

Warwick sonrió.

—¿Tenía un mal sabor en la boca?

Hall no contestó.

—¡Muy bien, manos a la obra! –rugió Warwick.

Volvieron al trabajo.

Jueves, dos de la mañana.

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Hall y Wisconsky trabajaban con las carretillas, recogiendo

trastos. La pila contigua al pozo de ventilación del ala oeste había

alcanzado dimensiones fabulosas, pero aún no habían completado

la mitad del trabajo.

—Feliz Cuatro de julio –exclamó Wisconsky cuando hicieron

un alto para fumar. Estaban trabajando cerca de la pared norte,

lejos de la escalera. La luz era muy mortecina, y una ilusión acústica

hacía que los otros hombres parecieran estar a muchos kilómetros

de distancia.

—Gracias. —Hall dio una larga chupada a su cigarrillo—.

Esta noche no he visto muchas ratas.

—Nadie las ha visto –respondió Wisconsky—. Quizá se han

espabilado.

Estaban en el extremo de un pasillo estrafalario,

zigzagueante, formado por pilas de viejos libros de contabilidad y

facturas, sacos mohosos de tela, y dos enormes y obsoletos telares

planos.

—Puaj –masculló Wisconsky, escupiendo—. Ese Warwick...

—¿A dónde supones que se han ido las ratas? –inquirió Hall,

casi hablando consigo mismo— No se han introducido en las

paredes... –Miró la mampostería húmeda y desconchada que

rodeaba los colosales bloques de los cimientos—. Se ahogarían. El

río ha saturado todo.

De pronto algo negro y aleteante se lanzó en picado sobre

ellos. Wisconsky lanzó un alarido y se llevó las manos a la cabeza.

—Un murciélago –comentó Hall, y lo siguió con la mirada

mientras Wisconsky se erguía.

—¡Un murciélago! ¡Un murciélago! –aulló Wisconsky—.

¿Qué hace un murciélago en el sótano? Teóricamente viven en los

árboles y bajo los aleros y...

—Éste era grande –musitó Hall—. ¿Y qué es al fin y al cabo

un murciélago, sino una rata con alas?

—Jesús –gimió Wisconsky—. ¿Cómo...?

—¿Cómo entró? Quizá por donde salieron las ratas.

—¿Qué pasa ahí detrás? –gritó Warwick desde algún lugar

situado a sus espaldas—. ¿Dónde están?

—No se acalore –dijo Hall en voz baja. Sus ojos refulgieron

en la oscuridad.

—¿Ha sido usted, mono sabio? –gritó nuevamente Warwick.

Parecía más próximo.

—¡No se preocupe! –exclamó Hall—. ¡Me he dado un golpe

en la espinilla!

Warwick lanzó una risa breve, ronca.

—¿Quiere una condecoración?

Wisconsky miró a Hall.

—¿Por qué dijiste eso?

—Mira. –Hall se arrodilló y encendió una cerilla. En medio

del cemento húmedo y resquebrajado había una superficie

cuadrada—. Golpea esto.

Wisconsky golpeó.

—Es madera.

Hall hizo un ademán afirmativo.

—Es el remate de un soporte. He visto algunos otros aquí.

Debajo de esta sección del sótano hay otra planta.

—Dios mío –suspiró Wisconsky, asqueado.

Jueves, tres y media de la mañana.

Ippeston y Brochu estaban detrás de ellos con una de las

mangueras de alta presión, en el ángulo noreste, cuando Hall se

detuvo y señaló el piso.

—Preví que lo encontraríamos aquí.

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Era una gran escotilla de madera con un corroído anillo de

hierro implantado cerca del centro.

Retrocedió hasta Ippeston y le dijo:

—Corta el chorro un minuto. –Y cuando sólo salió un hilo de

agua, gritó—: ¡Eh! ¡Eh, Warwick! ¡Venga un momento!

Warwick se acercó chapoteando y miró a Hall con la misma

sonrisa cruel de siempre en los ojos.

—¿Se le ha desatado el cordón del zapato, mono sabio?

—Mire –dijo Hall. Pateó la escotilla—. Un segundo sótano.

—¿Y qué? –preguntó Warwick—. Ésta no es la hora del

recreo, mono...

—Ahí es donde están sus ratas –le interrumpió Hall—. Se

están reproduciendo ahí abajo. Hace un rato Wisconsky y yo vimos

incluso un murciélago.

Algunos de los otros hombres se habían congregado y

miraban la escotilla.

—No me importa –insistió Warwick—. Es trabajo consistía

en limpiar el sótano, no...

—Necesitará por lo menos veinte exterminadores, bien

adiestrados –prosiguió Hall—. Le costará una fortuna a la gerencia.

Qué lástima.

Alguien se rió.

—Me parece difícil.

Warwick miró a Hall como si éste fuera un insecto colocado

bajo una lupa.

—Usted sí que está chalado –comentó, con tono

fascinado—. ¿Cree que me importa un rábano cuántas ratas hay ahí

abajo?

—Esta tarde y ayer he estado en la biblioteca –explicó Hall—

. Es una suerte que me haya recordado a cada rato que soy un mono

sabio. Estudié las ordenanzas de sanidad del Ayuntamiento,

Warwick..., fueron dictadas en 1911, antes de que esta tejeduría

tuviera suficiente poder para sobornar a la junta. ¿Sabe lo que

descubrí?

La mirada de Warwick era fría.

—Váyase de paseo, mono sabio. Está despedido.

—Descubrí –continuó Hall, como si no le hubiera oído—,

descubrí que en Gates Falls hay una ordenanza sobre alimañas. Por

si no lo sabe, se deletrea así: a-l-i-m-a-ñ-a-s. El término abarca a

todos los animales portadores de enfermedades, como murciélagos,

zorrinos, perros no matriculados... y ratas. Sobre todo ratas. Las

ratas figuran catorce veces en dos párrafos, Señor Capataz.

Convénzase, pues, de que apenas marque por última vez mi tarjeta

iré directamente al despacho del encargado municipal y le contaré

lo que sucede aquí.

Hizo una pausa, disfrutando al ver las facciones de Warwick

congestionadas por el odio.

—Creo que entre yo, él y la comisión municipal podremos

conseguir una orden de clausura para este edificio. Y el cierre no se

limitará al sábado, Señor Capataz. Además sospecho cómo

reaccionará su patrón cuando se entere. Espero que haya pagado

las cuotas de su seguro de desempleo, Warwick.

Las manos de Warwick se agarrotaron.

—Maldito mocoso, debería... –Miró la escotilla y

súbitamente reapareció su sonrisa—. He decidido volver a

emplearle, mono sabio.

—Sospechaba que se espabilaría.

Warwick hizo un ademán de asentimiento, con la misma

sonrisa extraña en los labios.

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—Usted es muy listo. Creo que será bueno que baje allí,

Hall. Así contaremos con la opinión informada de una persona con

estudios universitarios. Le acompañará Wisconsky.

—¡Yo no! –exclamó Wisconsky—. Yo no...

Warwick le miró

—¿Usted qué?

Wisconsky se calló.

—Estupendo –dijo Hall jubilosamente—. Necesitaremos tres

linternas. Creo que había una hilera de artefactos de seis pilas en la

oficina principal, ¿no es cierto?

—¿Quiere llevar a alguien más? –preguntó Warwick con

tono expansivo—. Con mucho gusto. Elija a su hombre.

—Usted –respondió Hall plácidamente. En su rostro había

reaparecido la expresión enigmática—. Al fin y al cabo, es justo que

esté representada la administración de la empresa, ¿no le parece?

Para que Wisconsky y yo no veamos demasiadas ratas ahí abajo.

Alguien (pareció ser Ippeston) lanzó una risotada.

Warwick miró atentamente a sus hombres. Éstos

escudriñaban las puntas de sus zapatos. Por fin señaló a Brochu.

—Brochu, suba a la oficina y traiga tres linternas. Dígale al

sereno que le abra la puerta.

—¿Por qué me has metido en este lío? –gimió Wisconsky,

dirigiéndose a Hall—. Sabes que aborrezco esas...

—No he sido yo –contestó Hall, y miró a Warwick.

Warwick le devolvió la mirada y ninguno desvió la vista.

Jueves, cuatro de la mañana.

Brochu volvió con las linternas. Le entregó una a Hall, otra a

Wisconsky y otra a Warwick.

—¡Ippeston! Pásele la manguera a Wisconsky.

Ippeston obedeció. La boquilla temblaba delicadamente

entre las manos del polaco.

—Muy bien –le dijo Warwick a Wisconsky—. Usted

marchará en el medio. Si ve ratas, duro con ellas.

—Claro –pensó Hall—. Y si hay ratas, Warwick no las verá. Y

Wisconsky tampoco, después de encontrar un suplemento de diez

dólares en el sobre del jornal.

Warwick señaló a dos de sus hombres.

—Levántela.

Uno de ellos se inclinó sobre el anillo de hierro y tiró. Al

principio Hall pensó que no cedería, pero después se zafó con un

chasquido extraño, crujiente. El otro hombre metió los dedos

debajo del borde de la tapa para ayudar a levantarla, y en seguida

los retiró con un grito. Sus manos se habían convertido en un

hervidero de enormes escarabajos ciegos.

El hombre que aferraba el anillo volcó la escotilla hacia atrás

con un gruñido convulsivo y la dejó caer. La cara inferior estaba

ennegrecida por una fangosidad desconocida, que Hall nunca había

visto antes. Los escarabajos se desplomaron entre las tinieblas de

abajo y corrieron por el suelo, donde fueron triturados bajo los pies.

—Miren –dijo Hall.

En la cara inferior de la escotilla había una cerradura

herrumbrada, con el pestillo echado por dentro, y ahora roto.

—Pero no debería estar abajo –murmuró Warwick—.

Debería estar arriba. ¿Por qué...?

—Por muchos motivos –respondió Hall—. Quizá para que

nadie pudiera abrirlo desde aquí, por lo menos cuando la cerradura

era nueva. Quizá para que nada de lo que estaba de ese lado

pudiera salir.

—¿Pero quién echó el pestillo? –inquirió Wisconsky.

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—Ah... misterio – exclamó Hall irónicamente, mientras

miraba a Warwick.

—Escuchad –susurró Brochu.

—¡Dios mío! –sollozó Wisconsky—. ¡Yo no bajaré!

Era un ruido suave, casi expectante. El roce y golpeteo de

miles de patas, el chillido de las ratas.

—Podrían ser ranas— comentó Warwick.

Hall lanzó una carcajada.

Warwick apuntó hacia abajo con su linterna. Una

destartalada escalera de tablas conducía hacia las piedras negras del

subsuelo. No se veía ni una rata.

—Estos peldaños no aguantarán nuestro peso –dictaminó

Warwick categóricamente.

Brochu se adelantó dos pasos y saltó sobre el primer

escalón. Éste crujió pero no dio señales de ceder.

—No le he dicho que hiciera eso –farfulló Warwick.

—Usted no estaba presente cuando la rata mordió a Ray –

dijo Brochu en voz baja.

—En marcha –exclamó Hall.

Warwick paseó una última mirada sardónica sobre el círculo

de hombres y después se acercó al borde en compañía de Hall.

Wisconsky se colocó de mala gana entre los dos. Bajaron uno por

uno: primero Hall, después Wisconsky y por último Warwick. Los

rayos de sus linternas enfocaron el piso, que estaba ondulado y

encrespado por un centenar de protuberancias y valles

demenciales. La manguera se arrastraba a saltos detrás de

Wisconsky como una serpiente torpe.

Cuando llegaron al fondo, Warwick paseó la luz en torno.

Alumbró unas pocas cajas podridas, algunos toneles y casi nada

más. La infiltración de agua del río había formado charcos que

llegaban hasta los tobillos de sus botas.

—Ya no las oigo –susurró Wisconsky.

Se alejaron lentamente de la escotilla, arrastrando los pies

por el limo. Hall se detuvo y dirigió la luz de la linterna hacia un

enorme cajón de madera sobre el que estaban pintadas unas letras

blancas.

—Elías Varney –leyó—. Mil ochocientos cuarenta y uno.

¿Ese año la tejeduría ya estaba aquí?

—No –contestó Warwick—. No la construyeron hasta 1897.

¿Pero eso qué importa?

Hall no dijo nada. Siguieron avanzando. El segundo sótano

parecía más largo de lo que debería haber sido. La pestilencia era

más fuerte: un olor de descomposición y putrefacción y cosas

enterradas. Y el único ruido seguía siendo el débil y cavernoso goteo

del agua.

—¿Qué es eso? –preguntó Hall, dirigiendo su rayo de luz

hacia un resalto de hormigón que asomaba unos sesenta

centímetros dentro del sótano. Del otro lado se prolongaba la

oscuridad, y en ese momento Hall creyó oír allí unos ruidos furtivos.

Warwick miró el saliente.

—Es... no, no puede ser.

—La pared exterior de la tejeduría, ¿verdad? Y más

adelante...

—Me vuelvo atrás –espetó Warwick, girando brucamente.

Hall le cogió con gran fuerza por el cuello.

—No se irá a ninguna parte, Señor Capataz.

Warwick le miró, cortando la oscuridad con su sonrisa.

—Usted está loco, mono sabio. ¿No es cierto? Loco de

remate.

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—No debería ser tan despótico, amigo. Siga adelante.

Wisconsky gimió.

—Hall...

—Dame eso. –Cogió la manguera. Soltó el cuello de

Warwick y le apuntó con la manguera a la cabeza. Wisconsky dio

media vuelta y trepó estrepitosamente hasta la escotilla. Hall ni

siquiera le miró—. Adelante, Señor Capataz.

Warwick encabezó la marcha y pasó debajo del punto

donde la tejeduría terminaba sobre sus cabezas. Hall paseó la luz en

torno y experimentó un frío regocijo: su premonición se había

confirmado. Las ratas se habían congregado alrededor de ellos,

silenciosas como la muerte. Apiñadas, unas con otras. Miles de

ojillos les miraban vorazmente. Alienadas hasta la pared, algunas

llegaban, por su altura, a la espinilla de un hombre.

Warwick las vio un momento después y se detuvo en seco.

—Nos están rodeando, mono sabio. –Su tono seguía siendo

sereno, controlado, pero tenía una vibración disonante.

—Sí –asintió Hall—. Siga.

Avanzaron, arrastrando la manguera tras ellos. Hall miró en

una oportunidad hacia atrás y observó que las ratas habían cerrado

filas detrás de ellos y estaban mordisqueando la dura funda de lona.

Una alzó la cabeza y casi pareció sonreírle antes de volver a bajarla.

Entonces también vio los murciélagos. Colgaban de los toscos

travesaños, y algunos eran tan grandes como cuervos o cornejas.

—Mire –dijo Warwick, y enfocó el rayo de la linterna

aproximadamente un metro y medio más adelante.

Una calavera, cubierta de moho verde, se reía de ellos. Más

lejos vieron un cúbito, media pelvis, arte de una caja torácica.

—No se detenga –ordenó Hall. Sintió que algo estaba dentro

de él, algo alucinado y oscurecido por los colores. Que Dios me

ayude: usted va a ceder antes que yo, Señor Capataz.

Pasaron de largo junto a los huesos. Las ratas no les

acosaban y parecían mantenerse a una distancia constante. Hall vio

que una de ellas cruzaba por el camino que ellos debían seguir. Las

sombras la ocultaron, pero vislumbró una inquieta cola rosada, del

grosor de un cable telefónico.

El piso se empinaba bruscamente al frente y después volvía

a bajar. Hall oía un ruido intenso de deslizamientos sigilosos.

Provenía de algo que quizá ningún hombre viviente había visto

jamás. Pensó que tal vez había estado buscando algo como eso

durante todos sus años de absurdas peregrinaciones

Las ratas se aproximaban, deslizándose sobre sus panzas,

obligándoles a avanzar.

—Mire –espetó Warwick fríamente.

Hall se dio cuenta. Algo les había ocurrido a las ratas que

tenían atrás, una mutación repulsiva que jamás podría haber

sobrevivido a la luz del sol. La Naturaleza no lo habría permitido.

Pero ahí abajo, la Naturaleza había asumido otro rostro macabro.

Las ratas eran gigantescas, y algunas medían hasta noventa

centímetros de altura. Pero habían perdido las patas traseras y eran

ciegas como topos o como sus primos voladores. Se arrastraban

hacia delante con sobrecogedora vehemencia.

Warwick se volvió y encaró a Hall, conservando su sonrisa

merced a una brutal fuerza de voluntad. Hall sintió, sinceramente,

admiración por él.

—No podemos seguir internándonos, Hall. Debe entenderlo.

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—Creo que las ratas tienen una cuenta pendiente con usted

–dijo Hall.

Warwick perdió el control de sí mismo.

—Por favor –rogó—. Por favor.

Hall sonrió.

—Siga adelante.

Warwick miraba por encima del hombro.

—Están royendo la manguera. Cuando la hayan agujereado

no podremos volver.

—Lo sé. Siga adelante.

—Está loco... –Una rata pasó corriendo sobre la bota de

Warwick y éste gritó. Hall sonrió e hizo seña con la linterna. Les

rodeaban por todas partes, y ahora las más próximas estaban a

menos de treinta centímetros.

Warwick reanudó la marcha. Las ratas retrocedieron.

Escalaron el minúsculo promontorio y miraron hacia abajo. Warwick

llegó primero y Hall vio que su rostro se ponía blanco como el papel.

Le chorreaba la baba por el mentón.

—Oh, mi Dios. Jesús bendito.

Y se volvió para correr.

Hall abrió la boquilla de la manguera y el chorro de alta

presión alcanzó de lleno a Warwick en el pecho, derribándole y

haciéndolo desaparecer. Se oyó un largo alarido más potente que el

estruendo del agua. Un ruido de convulsiones.

—¡Hall! –Gemidos. Un colosal y tétrico chillido que pareció

llenar la Tierra—. ¡HALL POR EL AMOR DE DIOS...!

Un súbito desgarramiento viscoso. Otro grito, más débil.

Algo enorme se meció y se volteó. Hall oyó claramente el crujido

húmedo que producen los huesos al fracturarse.

Una rata desprovista de patas se abalanzó sobre él,

mordiendo, guiada por una forma grosera de sonar. Su cuerpo era

flácido, tibio. Hall le apuntó casi distraídamente con la manguera,

despidiéndola lejos. El chorro no tenía tanta presión como antes.

Hall caminó hasta el borde del promontorio mojado y miró

hacia abajo.

La rata llenaba todo el hueco del otro extremo de esa tumba

mefítica. Era una descomunal masa gris, palpitante, ciega,

totalmente desprovista de patas. Cuando la enfocó la linterna de

Hall, emitió un chillido abominable. Ésa era, pues, su reina,

la magna mater. Algo monstruoso e innominado a cuya progenie tal

vez algún día le crecerían alas. Parecía eclipsar lo que quedaba de

Warwick, pero probablemente ésta era una ilusión óptica. Era el

efecto de ver una rata del tamaño de un ternero Holstein.

—Adiós, Warwick –dijo Hall. La rata estaba celosamente

agazapada sobre el Señor Capataz, tironeando de un brazo flácido.

Hall se volvió y empezó a caminar rápidamente en sentido

inverso, ahuyentando a las ratas con la manguera cuyo chorro era

cada vez menos potente. Algunas de ellas superaban la barrera y se

abalanzaban sobre sus piernas, mordiéndolas por encima de la caña

de las botas. Una se prendió obstinadamente de su muslo,

desgarrando la tela de los pantalones de cordero. Hall la derribó de

un puñetazo.

Había recorrido casi las tres cuartas partes del trayecto

cuando un zumbido feroz pobló la oscuridad. Levantó la vista y la

gigantesca silueta voladora se estrelló contra su rostro.

Los murciélagos mutantes aún no habían perdido la cola.

Ésta se enroscó alrededor de la garganta de Hall formando un lazo

inmundo que lo apretó mientras los dientes buscaban el punto

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blando en la base del cuello. Se retorcía y agitaba sus alas

membranosas, aferrándose a la camisa en busca de apoyo.

Hall levantó a ciegas la boquilla de la manguera y golpeó

una y otra vez el cuerpo fofo. El animal cayó y Hall lo pisoteó,

vagamente consciente de sus propios gritos. Una avalancha de ratas

se precipitó sobre sus pies, trepó por sus piernas.

Corrió con paso tambaleante, librándose de algunas de

ellas. Las otras le mordían el vientre, el pecho. Una se montó sobre

su hombro y le introdujo el hocico inquisitivo en la oreja.

Chocó con otro murciélago. Éste se posó un momento sobre

su cabeza, chillando, y le arrancó una tira de cuero cabelludo.

Sintió que su cuerpo se entumecía. Sus orejas se llenaron

con la algarabía de la legión de ratas. Tomó un último impulso,

tropezó con los cuerpos peludos, cayó de rodillas. Se echó a reír,

con una risa aguda, estridente.

Jueves cinco de la mañana.

—Será mejor que alguien baje –dijo Brochu prudentemente.

—Yo no –susurró Wisconsky —. Yo no.

—No, tú no, cagón –exclamó Ippeston con tono despectivo.

—Bueno, vamos –dictaminó Brogan, trayendo otra

manguera. Yo, Ippeston, Dangerfield, Nedeau. Stevenson, ve a la

oficina y trae más linternas.

Ippeston miró hacia la oscuridad con expresión pensativa.

—Quizá se han detenido a fumar un cigarrillo –comentó—.

Qué diablos, no son más que unas pocas ratas. Stevenson volvió con

las linternas. Poco después iniciaron el descenso.

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PEDRO ZARRALUKI (Barcelona, 1954)

Escritor español. Tras más de dos décadas de carrera ha logrado un

gran prestigio entre la crítica y el público, tanto como novelista

como narrador de relatos, siendo estos últimos traducidos a muchos

idiomas. Obras: Entre sus libros de relatos más reconocidos se

encuentran Galería de enormidades y Retrato de familia con

catástrofe; en cuanto a sus novelas destacan: El responsable de las

ranas (Premio Ciudad de Barcelona 1990), el Ojo Crítico, La historia

del silencio (Premio Herralde de Novela 1995), La noche del

tramoyista, Para amantes y ladrones y Un encargo difícil (Premio

Nadal 2005).

LAS FUENTES DEL VACÍO

¡Que el ave negra y codiciosa extienda sus

alas sobre mí!

¡Que me ahogue esta bestia, que el huracán

arrastre mis ignorados despojos, y el aire se lleve

mi nombre y mi memoria!

LEOPARDI

¿Qué es el horror? Para muchos esta pregunta será tan solo un

juego literario, pero lo será porque no se han detenido a

considerarla con la debida atención. ¿Qué es exactamente el

horror? ¿Se podría decir con mi maestro que es la desesperación

llevada al límite, o caeríamos con ellos en la trampa de la filosofía?

De una cosa estoy seguro: el horror no nace del temor a la muerte,

o cuando menos no puede formularse de esta manera. Si su causa

fuera nuestro paso al más allá, su gestación podría situarse en el

temor a la agonía. Y, sin embargo, tampoco es el miedo a vernos

agónicos lo que nos causa el horror… No me resulta fácil

expresarme. Sin duda serán muchos los que clamen al cielo contra

las páginas que voy a escribir, pero la verdad es que no intento

tranquilizar a nadie. Tampoco sería capaz, como podrá apreciar el

lector menos avispado. Gracias a esto, mi situación es la idónea para

abordar ciertos temas que el resto de la gente parece decidida a

rehuir. Tanto es así que mi pensamiento está posiblemente

censurado, y sin duda nadie lo tomará en consideración como no

sea para equipararlo a esos relatos llenos de espectros y de

sombras. Pero lo que voy a narrar no guarda relación con los delirios

de ensueño, sino con el líquido viscoso que circula en el interior de

nuestras venas.

Mi maestro no creía en los espíritus, y consideraba esta

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incredulidad el primer peldaño para ascender a las cimas del horror.

Según el viejo profesor, solo podía acariciar el verdadero pánico el

que tuviera la lucidez suficiente para saber que ese monstruo

goyesco, cartilaginoso y obsceno instalado a los pies de su cama era

una concreción aleatoria de su pensamiento. En esto consistió

nuestra primera lección, pero no quiero adelantar acontecimientos.

Tampoco quiero salir en defensa del viejo profesor, pues sé bien

que de hacerlo sería censurado con mayor rigor si cabe. En este

momento en que la libertad me muestra su faz estremecedora, solo

quiero dejar constancia de algo indiscutible: las consecuencias de su

discurso fueron terribles y de sobra conocidas, pero esto no pone en

duda la coherencia de su pensamiento.

Mi maestro fue un hombre que se entregó al estudio casi

con voracidad y sin ninguna ilusión, como podrán atestiguar los

muchos alumnos que pasaron por su cátedra. Sus lecciones se

hicieron famosas por la grandeza de su mensaje, bello y

desesperado, y porque era un orador excelente. Nunca se atuvo al

programa oficial, y durante veinte años tituló Las fuentes del vacío a

su personal interpretación de la filosofía. Hace siete inviernos,

inmediatamente después de las vacaciones de Navidad, el anciano

profesor anunció que iba a dar un cursillo especial sobre la

malignidad de la sabiduría. Llamó a aquel improvisado seminario

Kierkegaard y Conrad: el descubrimiento del horror, y fue tal la

afluencia de oyentes que tuvo que instalarse en el aula magna. Fue

un invierno duro, el más duro que recuerdo, y por la mañana la

universidad aparecía inmersa en una bruma densa y fría. Los días de

lluvia todo se cubría con una capa quebradiza de agua casi helada, y

era como si el mundo hubiera perdido para siempre su calor. A

pesar de ello —y quizá para librarse de todo oyente que no fuera

realmente empecinado—, mi maestro convocó el cursillo a las ocho

de la mañana.

Intentaré recordar aquel curso para salvar lo poco que

queda del trabajo de toda una vida dedicada a desenmascarar la

angustia. Por otro lado, soy consciente de que es imposible

rememorar un discurso como el del profesor, lleno por igual de

cabos sueltos, de citas incongruentes y de interrogantes

descorazonadores. Su procedimiento dubitativo y caótico acabó, sin

embargo, por ser del todo implacable, aunque tan terrible como la

disolución en la locura. Esta última impresión es la que el mundo —

espantado por el vértigo del horror— conservará de mi maestro. Los

hombres no pueden admitir el insulto de la más extrema lucidez, y

por ello el anciano profesor pasará a la historia como alguien que no

supo encontrar un buen asidero para su cordura: ¡Pero mi profesor

era un hombre sobrado de razones y de argumentos para defender

que la maldad nace del corazón del hombre, y que los monstruos

rebosan de su inteligencia!

El día de la primera lección soplaba un viento helado que

resonaba en el interior del aula magna. No había amanecido aún, y

en el gran recinto solo se oían algunas toses aisladas. Las luces

mortecinas llenaban de tristeza el ambiente, y las altas ventanas de

medio punto parecían las bocas de pozos insondables. Alicia,

sentada a mi lado, me contemplaba con ojos melancólicos y

bostezaba procurando no hacer ruido. Para ella, ni la vida ni el

pensamiento daban comienzo hasta que en el horizonte aparecía el

sol. Era incapaz de entender que la inteligencia, cuanto más

profundo, más se interna en el reino de las sombras.

El viejo profesor entró en el aula, y siguiendo su inveterada

costumbre cerró con llave la gran puerta de roble para que nadie

pudiera molestarle hasta que la clase hubiera concluido. Luego

descendió al estrado por un pasillo lateral, y sin alzar la vista del

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suelo se situó tras la vetusta mesa de conferencias. Entretuvo un

buen rato en acomodarse en la butaca, siempre con la mirada

perdida en la superficie erosionada de la mesa. Por fin, encendió la

lamparita de pantalla con un dedo tembloroso, y entregó a su

auditorio unas pupilas llenas de indeferencia.

—Debo iniciar este curso con una advertencia —dijo con voz

quebrada pero poderosa—. Ya que no detuve mi vida en la juventud

como mandan los cánones clásicos, me hubiera gustado aparecer

ante ustedes tal como lo hacía el voluble Alaeddin: precedido por un

lictor que, agitando un hacha con el mango erizado de puñales,

gritaba sin descanso: «¡Atrás, atrás! ¡Huid todos del que lleva en sus

manos la muerte de los reyes!»

Se oyó una risita en algún lugar de las últimas filas. El

profesor había enmudecido, y nos contemplaba con la mirada

errabunda con que se contempla un paisaje. El viento bramaba con

tal fuerza en el exterior que parecía que se nos fueran a volar los

papeles, pero en el aula la atmósfera estaba casi inmóvil. Alicia me

dirigió una breve sonrisa, y luego se echó aliento en los dedos para

darles calor. Entonces mi maestro dio comienzo a la exposición

descarnada de su pensamiento, y lo hizo con unas palabras que

nunca olvidaré:

—Señores: Kierkegaard asentó el supuesto evidente de que

la desesperación resulta inevitable para el mortal capaz de concebir

el infinito. Voy a dedicar el curso que ahora comienza a exponer las

razones por las que me adhiero a esta especie de pesimismo

cronológico, pero no me tomaría la molestia de hacerlo si no

estuviera dispuesto a tratar el tema in extremis. Cincuenta años

después de la muerte de Kierkegaard, el novelista Joseph Conrad

encontró la palabra para nominar el extremo intolerable de la

desesperación: el horror. Pero Conrad nos llevó a la selva

impenetrable para conseguirlo, y nosotros no vamos a salir de esta

aula. ¿Qué es el horror?

Con estas palabras inauguró mi maestro el que iba a ser su

último curso. Confesaré en este punto que yo era uno de sus

buenos alumnos, y que él me conocía sobradamente. Mi devoción

por sus teorías era un poco pueril en el sentido estricto del término,

pero a medida que han pasado los años estas teorías no han hecho

sino sentarse en mi entendimiento con una fuerza cada vez mayor y

más estable. Con él aprendí que un hombre se acerca tanto más a la

verdad cuanto más se deja de llevar por la duda y por la tristeza. El

destino del Coloso de Rodas estaba escrito en su inmutable gesto

descomunal: se mantuvo en pie tan solo sesenta años.

Aquel primer día el profesor intentó demostrar que la

angustia era una creación del alma, y que esta creación incluía el

motivo que la causaba. Para él era muy importante que

entendiéramos la angustia como una visión devastadora que

conjugaba la inestabilidad y el ímpetu necesarios para situarnos en

el ojo del ciclón, en donde todo nace y en donde sin embargo no

hay nada. El motivo de la angustia, fuera real o ficticio, era tan solo

la excusa para provocar en nuestro interior una súbita y brutal

ausencia, y para hundirnos en una implosión en la que podíamos

contemplar lo único verdaderamente espantoso: el vacío. No debía,

pues, considerarse la angustia como la respuesta a un estímulo, sino

como el deseo de la razón de contemplar su propia disolución

ancestral.

—Abbas II, sha de Persia, abrasó en una hoguera a todas las

mujeres de su serrallo porque en una embriaguez le habían dejado

solo. Con ello dio al horror una escenografía bastante aceptable

como para que podamos entenderlo. Ya veremos si alcanzó así tan

solo la cima de la crueldad, o si en la cima había también un miedo

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insoportable a algo. De momento, lo único que debemos

preguntarnos es si nosotros haríamos lo mismo si fuéramos como él

ilimitadamente libres, ilimitadamente poderosos, pero tan mortales

como el leproso más purulento y despreciable de su reino.

Alicia salió del aula con un malhumor que yo entendía bien

aunque no lo compartiera. Para mí, la desesperanza del viejo

profesor era una consecuencia inevitable del pensamiento

comprometido. Alicia opinaba, por el contrario, que el camino hacia

nuestro interior era el camino hacia la única alegría posible. Para

ella —y en eso coincidía con Julios Bahnsen, adalid del pesimismo y

defensor de la ilógica absoluta—, el universo estaba entregado a

una especie de caos elemental sin el que la complejidad sería

inconcebible. Pero eso era para Alicia motivo de regocijo, pues el

hombre había sido capaz de dar nombre a todas las cosas, y había

sido capaz de descomponer el arco iris y de intentar una armonía

para el ruido.

—Está emponzoñado —dijo Alicia en la cafetería de la

facultad—. Si algo me da miedo de verdad es lo que oculta en su

cerebro. Estoy segura de que sería capaz de cualquier atrocidad con

tal de cubrirlo todo con un manto negro y polvoriento.

Tomábamos café sentados junto a una de las ventanas. Pasé

una mano por el cristal para desempañarlo. Aunque en la cafetería

hacía calor, el cristal estaba frío como el hielo. Puse mi palma

helada en la mejilla de Alicia, y Alicia tuvo un escalofrío pero no se

apartó. Me miró con sus ojos serenos. La mirada de Alicia, tan

brutalmente llena, me producía una especie de tortura metafísica.

Ella decía que sus ojos habían pertenecido a una prostituta griega, y

más antiguamente a una niña que tiritaba de frío en el fondo de una

cueva. Pero aquella breve y romántica historia de su mirada no se

atrevía a retroceder más, mucho más en el tiempo, hasta llegar al

monstruo ciego, ni hablaba de la descomposición de los órganos

muertos. En aquellos días se me hacía intolerable pensar que las

pupilas de Alicia debían anegarse en el barro de la putrefacción.

Pero Alicia no podía entender mi sufrimiento. A veces se burlaba

diciendo que, al revés que Pigmalión, yo hubiera pedido a Afrodita

que convirtiera a mi amada en una estatua de mármol.

Fue entonces cuando sonó un alarido largo como el

desgarro de una sábana. En la cafetería todos callaron, pero en un

primer momento sólo yo salí corriendo al pasillo. El que gritaba era

un compañero de curso al que no conocía, y que me había llamado

la atención por la extremada palidez de su piel y porque nunca

había despegado los labios. Tenía la espalda apoyada en la pared, y

el rostro desencajado por un pavor sin límites y sin causas

aparentes. Me puse delante de él, pero sus ojos vagaban sin verme

y de su boca brotaba un gemido apagado. Quise cogerle por los

hombros. En ese momento se desplomó con un largo estertor, y

quedó tendido en el suelo braceando entre violentas convulsiones.

No supe qué hacer. Miré hacia la gente que nos rodeaba, y entonces

vi que el viejo profesor estaba a mi lado. No se molestaba en ocultar

el placer con que estudiaba el ataque de su alumno.

—La epilepsia es un estado muy interesante —me dijo sin

dejar de mirarlo—. Durante el acceso epiléptico el cerebro trabaja

mucho más que en la vigilia, por supuesto, pero más también de lo

que trabaja durante el sueño. El epiléptico se acelera hasta un

punto que usted o yo nunca conoceremos. Me gustaría saber qué es

lo que ha visto ese muchacho para sentir tanta angustia… Es posible

que sea el único que haya empezado a entender mis palabras.

Alicia… Alicia. ¿Por qué fuiste siempre incapaz de

entendernos? ¿Por qué fuiste siempre tan desordenada y tan… poco

consistente? No quiero interrumpir la narración, pero necesito que

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sepas que ya en aquellos días odiaba tus juegos de palabras, y

odiaba el extraño placer que encontrabas en las paradojas. No podía

soportar que la intensidad de tu mirada no escondiera ninguna

grandeza. Eras tan infiel a todo que volvías siempre a ti misma con

la risa insoportable de la adolescente que corre a ocultarse en su

dormitorio, y sin embargo tus pupilas, como un remanso

inalterable, me llevaban a pensar que eras hija de la Esfinge. ¡Qué

engaño tan lamentable! ¡Solo tenías en común con la Esfinge el

gusto por las adivinanzas!

En la segunda conferencia, el viejo profesor se instaló en su

butaca, hundió la cara en sus manos y permaneció largo rato

inmóvil. Sentado en la primera fila, el epiléptico temblaba de forma

casi imperceptible. Llovía a cántaros, y había numerosas bajas entre

los oyentes. Alicia, a mi lado, canturreaba con evidente ánimo

provocativo mientras hojeaba una revista. El profesor posó en ella

una mirada sombría, y yo me apresuré a hacerla callar. Por encima

de nosotros, por encima del edificio y por encima del viento, los

truenos bramaban entre un oleaje de nubes densas y oscuras que

hacían imposible el amanecer. Aquel día no habría otra luz que el

fulgor efímero de los rayos. Hasta el viejo profesor parecía herido

por el frío.

—Para Platón, uno de los filósofos que más han errado, los

cielos eran la imagen cambiante de la eternidad. Él aún creía en el

tiempo cíclico, y por lo tanto en el eterno retorno. Fue el

cristianismo, que por la crucifixión de su profeta necesitaba

establecer acontecimientos históricos únicos, el que introdujo la

noción de tiempo lineal. Al hacerlo, se vio obligado a darle un

principio y un final: la Creación y el Apocalipsis. Solo en el siglo

pasado, con el perfeccionamiento del reloj, se llegó a entender el

Tiempo como lo que realmente es: como una entidad abstracta o, lo

que viene a ser lo mismo, como un monstruo de la razón.

Mi maestro apagó las luces y puso en marcha un proyector.

A partir de ese momento habló desde la sombra, desde el frío

inmenso de la oscuridad, mientras a su lado aparecían imágenes

que me sumieron en un profundo malestar. La lluvia producía un

estruendo apagado al otro lado de los cristales. Vimos un vientre

abierto, buitres devorando carroña, un anciano que mostraba sus

manos deformadas por la artritis. El pensamiento se hizo a la vez

inútil y necesario al idear el Tiempo, pues desde entonces no

consigue llegar jamás al lugar que se ha propuesto, pero tampoco

puede dejar de avanzar incesantemente. Vimos una fosa en la que

se hacinaban cadáveres desnudos, una máscara de madera

adornada con dientes y con cabellos, un grupo de jóvenes orientales

que nos miraban riendo y señalaban el suelo, en donde había el

cuerpo de un hombre decapitado. No hay escapatoria porque nunca

tendremos tanto tiempo como el Tiempo para huir de él, y tampoco

podremos diluirnos de nuevo en las fuerzas ciegas, ese Todo inmóvil

del que no debimos salir. Vimos el rostro de una anciana consumido

por el llanto, un cúmulo de fetos amontonados con los ojos saltones

como peces, un hombre joven que con una mano sostenía por el

cuello el cadáver de una muchacha, mientras introducía la otra

mano en el cuerpo de ella a través de su esternón desgarrado. No es

el miedo a la muerte lo que nos causa el horror. Tampoco es el

miedo a la locura, pues la locura no nos altera en nada realmente

sustancial. El horror nace del miedo a un deseo inconfesable: el de

volver a esa bestialidad sin culpas de la que nos arrancaron los

monstruos de la razón.

¿Por qué llorabas, Alicia? ¿Por qué te indignabas con mi

maestro? Ya ves que el viejo profesor no estaba descaminado, y que

si pecaba de algo era de una absurda benevolencia. Se mostró tan

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magnánimo con nosotros que a veces me tienta pensar que aquel

curso fue solo el último capricho de un anciano. Pero no quiero

criticarle, y no voy a hacerlo aunque en este momento me sienta

superior a él. Debo considerar que tenía razón en lo fundamental.

No es el miedo a la muerte y tampoco es el miedo a la locura. El

horror es un pozo sin fondo abierto en nuestro pecho. Algo que tú

no podías entender, Alicia. No podías entenderlo porque odiabas la

grandeza de lo insondable. Por eso te identificabas con el lobo del

que nos habló el profesor en la última conferencia. No querías venir.

Tuve que llevarte un gran tazón de café a la cama para que me

acompañaras a aquel día inolvidable. Caía una lluvia de agujas, y la

niebla era tan densa que los edificios de la universidad parecían

navegar sin rumbo por un mar inmóvil. La noche era una losa

inamovible, y el frío se deslizaba como un reptil por el interior de

nuestra ropa. Pero conseguí que me acompañaras y creo que hice

bien, pues de otra manera nunca hubieras llegado a sospechar mi

espantoso tormento.

El epiléptico estaba más pálido y trémulo que nunca. Mi

maestro entró en el aula y cerró con llave la puerta. Luego subió al

estrado, y ante el asombro de todos se arremangó el abrigo y

procedió a anudarse una cuerda en el antebrazo. La apretó con

fuerza ayudándose con los dientes. A mi lado, tiritabas en tu butaca,

queridísima Alicia. El profesor tomó asiento y abrió el cajón de su

mesa.

—Se dice que Petronio, del Petronio latino y no del obispo

de Bolonia, que se abrió las venas y luego se vendó la herida para

poder elegir el momento exacto de su muerte. Es una anécdota que

siempre me ha gustado, y además es lo bastante práctica como para

que en este momento me atreva a remedarla.

El viejo profesor extendió el brazo sobre la mesa, y sacó del

cajón un hacha pequeña. Se le escapó un gemido, pero alzó el hacha

con decisión y la dejó caer con un gesto de rabia. Sonó un levísimo

chasquido que se confundió con el golpe que hizo la hoja al clavarse

en la madera. Noté los dedos de Alicia que se hundían en mi

costado, y creo que el aula se llenó de gritos. Pero yo no podía

apartar la mirada de los ojos de mi maestro, que nos contemplaban

con una indolencia en la que se adivinaba un asomo de ardor. No es

el miedo a la muerte, pero tampoco es el miedo a la locura. El

epiléptico se había encogido sobre el vientre y se tambaleaba,

boqueando. Con la mano que le quedaba, el profesor apartó el

miembro amputado con un gesto de asco, y luego se contempló la

herida. Entonces quiso reanudar la clase, aunque temblaba

violentamente y sus alumnos se hacinaban ante la puerta cerrada.

Se hacinaban ante la puerta, pero no los movía el miedo a la muerte

ni el miedo a la locura…

—Hay un poema de Vigny que se llama La muerte del lobo.

Un cazador nos cuenta cómo persiguió a su presa, y cómo luchó el

lobo por huir y con qué fiereza se volvió contra los perros que le

acosaban. Pero llegado el momento final, acorralado y sin fuerzas, el

lobo había muerto con los ojos muy abiertos y sin soltar un gemido.

Gemir, llorar, rezar, todo el igualmente cobarde. Cumple con energía

tu larga y pesada tarea en la vida que la suerte te ha deparado, y

después, tal como yo hago, sufre y muere sin abrir los labios.

Alicia se había levantado y me tiraba del brazo. El profesor

volvió a mirarse la herida, pues a pesar del torniquete su sangre se

derramaba por la mesa. El epiléptico cayó al suelo con estruendo.

Se llevó las manos a la boca y empezó a golpear su frente contra las

baldosas. Alicia me tiraba del brazo y gritaba junto a mi oído.

¡Pobre, pobre Alicia! ¡Solo quería huir! ¡Qué idea tan mediocre tenía

del alma del hombre! Mi maestro quitó la sangre de la mesa con

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gesto de fastidio, y luego clavó en mí sus pupilas encendidas. Sólo

yo permanecía sentado. En el fondo del aula resonaban los golpes

con que intentaban derribar la puerta, y se oían voces airadas, y la

pobre Alicia me tiraba del brazo y gritaba sin parar. Berreaba como

si la estuvieran degollando, mientras yo veía cómo entraba poco a

poco el infinito en los ojos de m maestro. ¡Pobre, pobre Alicia,

obstinada en conservar la vida a su lado! ¡Pobre Alicia, que no supo

verse a sí misma como una contradicción llena de turbulencias! Sus

gritos se hicieron cada vez más insoportables. El epiléptico pateaba

clavado al suelo. Y entonces el profesor tuvo un ligero vahído, y

comprendí que se asustaba. No pudo esperar más. Sin apartar sus

ojos de los míos tiró con fuerza del torniquete, y su corazón

comenzó a bombear sangre por la herida, y era tanto su flujo que

pensé que el mundo se iba a desangrar a través de su brazo. Pero en

ese momento las puertas del aula sucumbieron con un espantoso

crujido, y todos huyeron con el atropello del ganado espantado, y

Alicia y yo también salimos de allí y corrimos, corrimos sin parar

entre la gente asustada, y corrimos después por los pasillos vacíos

hasta caer agotados ante un ventanal desde el que se veía, como un

navajazo horizontal, la línea ardiente del amanecer.

¡Qué gran oportunidad perdió mi maestro! Bien es verdad

que he tenido que esperar algunos años, pero por fin he asimilado

aquella lección que no pudo acabar, y he comprendido también su

última debilidad. A él le bastó con suicidarse, pero un hombre debe

arrastrar en su retirada al mundo al que pertenece. Sardanápalo, el

gran rey de Asiria, hizo matar a sus mujeres, a sus hijos, a sus

animales y esclavos antes de suicidarse, y ordenó quemar su palacio

de Nínive para que todo muriera con él, incluso el paso del tiempo y

la inercia de la memoria. Yo no podía soportar más la

desesperación, pero tampoco podía tolerar que mi angustia

renaciera en corazones que dependían de mí. Eso es lo que nunca

pudiste entender, Alicia, porque eras ciertamente como el lobo del

poema. Por eso has luchado con arrogancia contra mi terrible

designio, convencida quizá de que podías hacer algo por conservar

las vidas de nuestros hijos. Y porque eras como el lobo has aceptado

tu derrota ojos cansados, y has encorvado el testuz con la dignidad

absorta de las fieras. Ahora voy a dejar de escribir porque no

soporto la visión de vuestros cuerpos desmadejados. Mi pequeño

Alberto ha tenido la desgracia de perder el rostro, pero la dulce, la

dulce y traviesa Elena tiene clavados en mí unos ojos

vertiginosamente vacíos. Esa es la mirada que nos causa horror, y en

el fondo es una mirada sencilla. Ha llegado el momento de que yo

también contemple la nada. Dentro de un instante mis pupilas se

ausentarán, asombradas por haber sufrido el destello absurdo de la

vida.

Que nadie se acerque a mí.

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VICENTE MOLINA FOIX (Elche, 1946)

Escritor y cineasta español. Estudió Filosofía e Historia del Arte en

Inglaterra, fue catedrático en Oxford y desde los años setenta ha

enfocado su interés por el cine (como director y crítico) y por la

literatura. Fue uno de los autores incluidos en la célebre antología

de Castellet Nueve novísimos poetas españoles. Traductor de

Shakespeare al español y libretista de varias óperas de Luis de

Pablo. Obras: En narrativa Museo provincial de los horrores, Busto

(Premio Barral 1973), Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La

Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), El vampiro de la calle

México (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El Abrecartas (Premio

Nacional de Narrativa 2007); es autor del drama Los abrazos del

pulpo (1985) y del poemario Los espías del realista (1990).

EL NIÑO CON OREJAS

Era el primer hijo, y tenían curiosidad. Preguntaron a unos padres

con antigüedad, se suscribió ella a la Enciclopedia del niño europeo,

y él llamó por teléfono a su madre a refrescarle la memoria de las

papillas. Una vecina, «partera por necesidad», bajó dos o tres

noches para tantear las durezas del vientre hinchado y hacer

pronósticos.

Llegó el día y fue niño, que era lo que él y ella esperaban.

Pero la partera levantó al bebé de la cuna y le inspeccionó los

rincones, sin querer convencerse del sexo de la criatura, que ella

había previsto diferente.

El bautizo fue una fiesta de reconciliación entre las familias

y de la partera consigo misma, con su ciencia equivocada. Los

padres de ella miraron bien ese día al yerno (aunque seguía sin

gustarles el piso adonde había llevado a vivir a su hija, a trasmano,

sin montacargas), y la madre de él aceptó que la estatura de 1,80 de

su nuera, tan por encima de la media española femenina, tan

desproporcionada para su propio hijo, podía ser una ventaja en el

futuro del recién nacido. Hubo acuerdo de llamarle Abilio.

A la vecina humillada se le encomendó durante toda la

ceremonia el cuidado del niño, que durmió antes de salir de casa y

en la iglesia, y solo en el momento de la caída del agua abrió los ojos

para acusar la mirada de las dos cabezas del águila cristiana que

cubría la pila bautismal.

Los padres fueron buenos padres, y sin necesidad de

consultar los fascículos del Niño europeo reaccionaron bien el día en

que las hormigas de ese primer verano extraordinariamente

caluroso subieron hasta la cuna y se pasearon por los pañales

húmedos del niño, que no lloró, aunque le salieron sarpullidos

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después de retirada la fila. Tampoco llamaron al médico cuando la

urraca doméstica de la partera le clavara el pico en los labios y

estuviera sorbiéndole no sabían cuánta sangre, hasta que su dueña,

al darse cuenta, matase al pájaro de un solo golpe con la pala de las

moscas.

A pesar de los antecedentes de la madre, el niño crecía más

lentamente de lo normal. Para compensar, le sacaban mucho de

paseo, a los parques más concurridos de la ciudad, y siempre

endomingado. La abuela paterna, que tenía piano en casa y la culpa

de no haberse atrevido a tocar nunca en concierto, le encargó una

chichonera de cascabeles expresamente afinados para ella en

Salzburgo; cuando la criatura levantaba la cabeza, los cascabeles

componían la melodía de la Malagueña, pero si lloraba con

espasmos a uno y otro lado, sonaban unos acordes de Granada. El

avance del cochecito por la senda central de los Jardines

Municipales hacía bailar a las niñeras que no estuviesen en ese

momento ocupadas con un beso en el banco de los novios.

Los abuelos maternos, a los que les tiraba mucho la pintura,

no quisieron ser menos y le compraron en el extranjero un chupete

experimental que al ser lamido por la lengua del niño coloreaba la

materia orgánica contenida en un frasquito adosado a la cadena del

cuello. Cuanto más largos eran los lametones, más intenso se hacía

el color de la materia, hasta que, al alcanzar el rojo carmín, un

resorte situado en el tapón del frasco se disparaba

termodinámicamente proyectando dibujos animados en la cara del

pequeño. Esos muñecos del tebeo bailando sobre la piel rosada

eran la distracción favorita de los bebés del parque.

El niño no parecía tener oído musical. Y la Malagueña

especialmente le sacaba de quicio. Estaba él despierto, eufórico

después de atracarse con el pecho del ama, llegaba el padre a darle

un beso y el niño alzaba la cabecita para recibirlo: los cascabeles del

gorro atacaban la canción famosa. Y entonces rompía a llorar, pero

era peor, porque en su desespero movía tanto la chichonera que los

cascabeles sobreponían sin ton las notas de Granada y Malagueña,

en una mezcla tan disonante que un día acabó con la paciencia del

ama de cría, que no era otra que la partera.

En su segundo cumpleaños, la abuela, terca, después de

consultar a su hijo, heredero de esta melomanía, hizo venir de

Salzburgo al técnico para cambiar el signo de la afinación.

Al principio, Abilio reaccionó bien a la majestuosidad del

adagio de la Novena de Beethoven, pero el campanilleo grave no

gustó a los habituales del paseo, y el niño perdió el coro de soldados

y tatas que tantos regalitos le solían traer al coche. El nuevo

programa austriaco comprendía también, en alternancia, La trucha

de Schubert y el lamento de los hebreos del Nabuco. El parque

prefería lo español.

Fue tal el abandono que sufrió un niño tan popular antes

por la alegría de sus músicas, que los abuelos maternos (azuzados

por la espina que su hija tenía clavada desde que abandonara a

causa de una mala rodilla sus estudios de danza clásica) pensaron

algo distinto al chupete orgánico, cuya materia viva, con el paso del

tiempo, había fermentado y, aparte de emanar gases fétidos,

proyectaba solamente animación abstracta.

Lo que compraron en una subasta fue un andador de estilo

Luis XV verdaderamente histórico, pues había servido para enseñar

los primeros pasos a un príncipe de la rama borbónica francesa sin

esperanzas de corona. Los tirantes que sujetaban el cuerpo del niño

tenían incrustados escudos de nácar con la flor de lis, y el calzado

complementario, también de estilo, consistía en unos borceguíes

bordados de oro con los que el delfín había ensayado precozmente

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la gavota en los bailes donde sus mayores mataban el aburrimiento

de la república. El niño volvió así a ser el mimado indiscutible de las

niñeras.

A los siete años, un Abilio no muy distinto al de los jardines participó

en un concurso de pintura infantil a escala regional. En la batalla de

los instintos artísticos que libraban padres y abuelos sobre su

cuerpo desde la pila, acabó ganando el factor materno.

Pequeño de estatura pero bonito de cuerpo, con largos

bucles rubios cayendo sobre una frente abombada de piel tersa,

bajo la que brillaban sus ojos verdes de finísimas y largas pestañas,

compareció Abilio en la escena de la competición, un estrado en el

patio de las Escuelas Pías abarrotado de padres en las gradas,

vestido de la forma que en los años siguientes le haría famoso:

chinelas de raso anudadas con cintas de colores, mallas negras

hasta la rodilla, camisola fruncida de manga abierta, chalina, boina

francesa ladeada. En la boca una pipa apagada y vacía, sobre los

labios unos bigotes de carboncillo pintados con voluntaria

exageración. Mientras él mezclaba los colores en su paleta, la

abuela paterna, que no se resignaba, obtuvo permiso de los jueces

de la prueba para tocar al piano unas piezas que servirían al niño de

acompañamiento.

No solo ganó ese concurso, sino que empezó a difundirse la

fama del Niño con las Manos de Ángel y los Pies de Centella. Y

empezaron a pedirle demostraciones públicas, pagadas, de su

talento. Un talento que consitía en pintar con asombrosa celeridad y

mucha verosimilitud cualquier paisaje, escena histórica o semblante

que el público solicitase, pero con una espectacular añadidura.

Abilio era capaz de realizar el pedido de los retratos, el atardecer

romántico o la estampa zoológica mientras sus piernecitas no muy

desarrolladas ejecutaban magistralmente, con las zapatillas

reglamentarias, los pasos de ballet que esos mismos espectadores

quisieran ver en las tablas. En vilo, sin caerse de las cabriolas, con un

difícil juego de jetés, el Niño seguía moviendo diestramente las

manos sobre el papel, y por lo general hacía coincidir el remate de

la obra pictórica con la caída final del baile.

El padre dejó su trabajo en una compañía de seguros, la

madre y las abuelas sus labores, el abuelo materno la cómoda

administración de unas rentas. Todos unidos en torno al niño

prodigio emprendieron una vida de maletas hechas y deshechas, de

sueños cortos en los ferrocarriles, de insomnios en la sábana tiesa

de los cuartos de hotel, ya que la expectación suscitada por el raro

arte de Abilio rebasó pronto el aforo de los colegios, los salones de

actos parroquiales y las cajas de ahorro provincial.

Tenía ya trece años, pero aún le vestían puerilmente de bailarín y de

bohemio, porque a los públicos siempre les ha gustado la

desproporción. Paticorto, rollizo, con los bucles asomando debajo

de la gorra de pintor decimonónico, Abilio salía tímidamente a

escena y estallaban con los aplausos las primeras carcajadas. Un

asistente vestido de librea —el padre o el abuelo, según los días—

colocaba al fondo, como amenaza propia del mundo infantil, unas

grandes orejas de burro acartonadas, para el caso aún desconocido

de que el artista tropezase o no supiera plasmar una petición.

Un día, actuando benéficamente en un albergue del Ejército

de la Salvación en la ciudad suiza de Lucerna, y después de una serie

de éxitos muy aplaudidos al representar en poquísimo tiempo y de

puntillas la exacta silueta de los picos alpinos de la zona, se produjo

un incidente. Estaba Abilio terminando una lámina en la tarima

levantada en la cabecera de la capilla del albergue, acompañado en

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las evoluciones de un danzón sacro por el armonio que tocaba un

anciano soldado, cuando se salió por las rendijas del instrumento

una rata que se encaminó hacia el artista, sin que los ocupantes de

los bancos repletos de la nave la pudiesen ver.

Las abuelas, que vigilaban el espectáculo desde el altillo

jugando una partida de pinacle, no quisieron espantar a los

espectadores y lograron contener el grito instintivo de la mujer.

Pero la abuela materna se santiguó tres veces, al tiempo que decía

una jaculatoria apropiada, y la rata se detuvo unos segundos. En

seguida continuó avanzando con pasos cortos a espaldas del Niño,

entregado en ese momento al último retoque de la lámina sin dejar

de hacer trenzas con sus ágiles piernas.

Cuando ya el animal estaba encaramándose al último

escalón del estrado y se habían dado los primeros gritos de

repugnancia y las primeras caras de terror, Abilio, concluida la obra,

la mostró al banco en el que se sentaban el oficial del ejército local y

el burgomaestre de la ciudad, y la capilla entera rompió en una

ovación de alivio. Allí estaban las aguas del Reuss bañando con su

inconfundible color pardo los aledaños del albergue de desvalidos

donde transcurría la función, los palafitos del puente medieval, las

arquerías de madera decorada con danzas de la muerte, pero en la

esquina de la lámina, sobrevolando el río, la imagen de una rata con

todos los rasgos de la intrusa.

El roedor, asustado por la ovación o molesto de haber

perdido el privilegio del asco, salió disparado sin alcanzar su

objetivo de la plataforma y se perdió en los fuelles del armonio.

Pero al reanudarse la exhibición artística después de la

interrupción que supuso no tanto la proeza de Abilio como la subida

del burgomaestre, que besó al Niño en la boca con verdadero cariño

y le entregó una llave de no se sabe qué puerta, la primera petición

procedió de la última fila de bancos, de una figura encorvada y

envuelta en un manto negro. Nadie, excepto el Niño y su familia,

agrupada al completo junto al estrado, entendió la solicitud.

—¿Sabrías pintar el cuerpo desnudo de una niña de trece

años?

Los suizos se volvieron confusos al oír una voz cascada pero

potente, tan incomprensible, y el intérprete de turno, un jesuita

navarro aclimatado desde hacía años en el cantón, no quiso

traducir, sin duda por temor a que los indicios obscenos de la

demanda ofendieran los oídos del vetusto público asistente.

Sin alterarse, Abilio se dirigió a la figura del fondo y le

contestó en la misma lengua:

—No, no sé.

Y antes de que el abuelo se le adelantase en el intento de

retirarlas, bajó corriendo los peldaños del estrado y, empinándose

ante el trípode de las orejas de burro, las descolgó y se las puso en

la cabecita, encima de los bucles y de la boina de pintor.

Así se inició una serie de espectáculos desdichados del Ángel de las

Centellas, como se le anunciaba a veces en las carteleras para

abreviar. La palabra española sonó con la misma pregunta

conflictiva en Budapest, en el Festspielhaus de Bayreuth, en un

precioso teatro rococó de Munich. Y aunque las irrupciones

intempestivas de la figura embozada siempre ocurrían después de

una demostración de virtuosismo de pies y manos del artista, la

fama de su fallo, la imagen final del Niño con las grandes orejas de

cartón tapándole del todo los bucles dorados, afectaron a su

reputación.

El rey de Bélgica, sin embargo, mostró interés en sus

habilidades y le invitó a palacio con la esperanza de que la reina —

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que llevaba unos meses malhumorada, metida en la cama sin

querer asomarse a los balcones bajo los que sus súbditos,

seriamente preocupados, acudían a vitorearla— se animara, siendo,

como era, sensible a los encantos de la niñez.

La recepción se hizo, un día de soleada primavera

bruselense, al aire libre, en un belvedere de los jardines reales, y al

celebrarse ante una concurrencia restringida, las dos abuelas,

tranquilas, después de ayudar a su nieto con los arreos del atuendo

de torerito goyesco especial para ese día, se desinteresaron de las

incidencias posteriores para volver a la baraja.

El rey, hombre piadoso, dio inicio a la actuación

propiamente dicha pidiéndole al Niño una Sagrada Familia del

pajarito, que Abilio ejecutó, aún quieto de piernas, sin comerse

ninguno de los detalles entrañables de Murillo. Un aplauso cerrado,

una leve sonrisa de la reina apoyada desmayadamente sobre unos

cojines apilados bajo un quiosco. Vinieron después, por petición

oportunista de los sicofantes, una Anunciación en el estilo de Fra

Angelico, un Ecce Homo de escuela primitiva norte-europea, el

Cristo de Velázquez, una Pietà flamenca, unas Santas mujeres

naturalistas ante la losa, una Ascensión con coro de ángeles

barrocos, y en todas las pinturas el Niño acertó en el trazo, en los

colores, en la iconografía de los precedentes, con el mérito —que

encendía a los belgas— de hacerlo a la par de unos volatines de

tauromaquia antigua.

Se estaba logrando lo imposible. La reina reía, al ver lo

preciosa que le salió al Ángel la palma de martirio de una santa

sevillana que había hecho en dos pinceladas, y se incorporó de su

yacija, saliendo después del pabellón al sol del mediodía para

acercarse al caballete.

Pero el traicionero clima de los Países Bajos acabó con la

fiesta y con la curación, pues, superando en rapidez a las

mismísimas manos del Niño, rasgó con filo negro el cielo meridiano

para dejar caer sobre la reina, el belvedere, los parterres, sobre

toda Bruselas, una lluvia de gotas gruesas y una descarga de

truenos.

La corte, siempre parsimoniosa en sus traslados, se mojó

antes de alcanzar el interior de la orangerie, y en la confusión de la

oscuridad que provocó el manto de los nubarrones, el rey perdió a

la reina y se perdieron bajo el furor del agua las obras acabadas del

Ángel.

Con la tormenta y la huida de los presentes salieron de la

espesura de sus albercas los sapos, arrastrando los vientres de una

selecta alimentación. Y Abilio, que no se había movido del tablado y

desoyó el consejo de su abuelo de cubrirse con una gabardina y un

paraguas, hizo algo peor. Se adelantó hacia el borde de los

estanques ocupado por los sapos, los miró, tan mojado como ellos,

hinchado en su ropaje de seda como ellos por el buche de sus sacos

vocales, y pareció entender el mensaje del altísimo croar. Se fue

desnudando poco a poco, con la dificultad de las apretadas prendas

taurinas, hasta quedar en cueros bajo la lluvia. A continuación, y sin

importarle el frío, la humedad y el alarido de las damas de palacio al

ver lo que estaban viendo, procedió a pintar su autorretrato.

Una vez que hubo terminado, sin omitir detalle de su oculta

femineidad —los senos pequeños pero formados, con la areola

pálida de la niña anunciando unos pezones de mujer, la lisa caída de

los muslos, la línea curva de las caderas, los labios genitales sin

resquicio, sin vello, y junto a ellos el comienzo de un miembro viril

raquítico sobre testículos del tamaño de una mandarina—, se visitó

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y desapareció, coincidiendo con la aclaración del cielo y la vuelta de

los anfibios a sus bajos fondos.

La corte guardó silencio, y la noticia de lo ocurrido no se hizo

pública. Pero el rey belga, estafado y furioso por la recaída, ahora

con visos histéricos, de la reina, consiguió acabar con la carrera

artística de la monstruosa criatura. Las pocas galas de exhibición

contratadas aún en los países a los que no había llegado la noticia

de las orejas fueron canceladas sin explicación, y la empresa familiar

como tal se disgregó.

Pero un año después de los acontecimientos de Bruselas

volvemos a encontrar a Abilio a la luz de los focos y con aplausos de

otro público. La arena de los circos, el césped de los grandes

estadios, el barracón de las ferias ambulantes acogía a Óiliba,

«¿ángel, diabla, zahorí, hechicera?», y hay que decir que con más

lucro.

En esos lugares los ávidos espectadores han de guardar cola

mientras comen algodón de azúcar, y sentarse después en las

gradas de madera sin comodidad. A los redobles de un tambor que

el altavoz amplía hasta ensordecer, aparece ante las cortinillas

negras del escenario una figura encorvada, con el embozo negro de

las campesinas españolas y una voz que sorprende por su potencia

en cuerpo tan gastado. Ella es la que anuncia, introduciendo en cada

país palabras chapurreadas del idioma nacional, el prodigio que va a

verse a continuación: un ser mitad niña y mitad efebo «con las

manos preternaturales de un Miguel Ángel y los pies alados de la

Pavlova.»

Se abren las cortinillas y desciende la luz. Una música lenta,

francesa, grabada, empieza a sonar, y aparece por el lateral el

portento humano, Óiliba va vestida, muy vestida —de maja, de

gitana, de sílfide esquemática—, pero su ayudante, que al quitarse

en escena el embozo español se revela como la antigua partera de

la vecindad (que fue siguiendo a su antigua cría por toda Europa

hasta dar con la verdadera identidad y hacer justicia a su kábalas), la

desviste poco a poco. Expectación del público.

Ya desnuda, indiferencia de Óiliba, que mira con ojos

desvariados al punto de fuga de los barracones. Unos focos de

bombilla envuelta en celofanes de color iluminan con aguas turbias

la carne blanca, grasa, de la adolescente de los dos sinos, mientras

un segundo tamborileo magnetofónico indica al público que puede

ya expresar sus deseos; visibles en las manos de la partera, el cazo

de los óleos y los pinceles arreglados. Sin perder los modos del

trance, Óiliba ejecuta con el arte de siempre las figuras que le piden

sobre su propio pecho de rosicler, sobre sus muslos depilados.

Tatuada al final de las sesiones con todos los dibujos del capricho

humano, cubierta así de nuevo con el vestido inmaterial de los

colores, Óiliba bajará bailando hasta las filas del público para que

sus solicitantes comprueben la verdad del trazo y la rareza de sus

tributos sexuales en movimiento.

En ciudades portuarias y mineras, a la sesión de tarde,

familiar, suele seguir otra de altas horas, para mayores, en la que los

borrachos de la última copa le piden danzas concupiscientes del

Lejano Oriente, y se dice que Óiliba no utiliza pinceles ni colores en

esas pintadas nocturnas, sino el fluido de sus secreciones

corporales.

Así transcurrieron dos años de felicidad y buenas taquillas para las

dos mujeres… Pues hay que reconocer que cada día pasado por el

cuerpo de Óiliba favorecía los rasgos de la doncella sobre el

muchacho.

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Y un buen día comenzó la gira por Gran Bretaña, país que

hasta entonces se había resistido al especial arte del Ángel, incluso

en los días de su normalidad.

A ellas, sin embargo, les gustó mucho la isla, por una

disposición atenta de sus gentes, que hacía a los públicos menos

vocingleros, pacientes en las colas, y más que eso por el amor

generalizado a los animales. Pues hay que señalar que Óiliba y la

partera fundaban en cada país, en cada parada de su recorrido

artístico, una familia de aves de corral y mamíferos de compañía

que guardaban entre cajas y alimentaban ellas mismas al final de las

funciones. No era raro, por ello, oír balidos y el jadeo del celo de las

perras en medio de la ejecución de una pintura de las más largas.

Pero Sanidad les obligaba a abandonar en las fronteras estos

rebaños y polladas.

En Exeter, primera plaza de su gira inglesa, la roulotte

enseguida estuvo llena de gatitos, de la oveja merina de la zona, de

gansos, todos guardados por una gran perra Spaniel y sus cachorros.

Vino después Portsmouth, donde actuaron con éxito en la

feria anual del lugar, instalada junto a los espolones de madera del

puerto. Y estando Óiliba en una difícil posición, una tarde de sesión

autorizada, pues tenía que pintar en su paletilla —con espátula

adosada a un alargador— la Torre de Londres pedida por un niño

mientras zapateaba un fandango, le interrumpieron violentamente

unas voces:

—¡Impostor!

—¡¡Impostora!!

Y después de una pausa de vacilación:

—¡¡Impostoras!!

Como en Suiza, la audiencia inglesa se volvió atónita sin

entender palabra, y aún con más asombro cuando vieron por el

pasillo central de la carpa a cinco extraños, tres de mucha edad,

completamente húmedos y cargados de bultos de viaje. Les seguían,

con la lengua fuera, dos policías del servicio de aduanas.

A pesar de que en los espectáculos de esa gira ya se había

convenido con el Board of Censors que Óiliba llevase taparrabos y

sujetador, al menos en las matinées, las estrictas leyes inglesas

sobre el trabajo de menores habían sido invocadas, nada más

desembarcar, hacía solo una hora, del ferry Santander-

Southampton, y los recién llegados —los padres y abuelos de Abilio,

como habráse imaginado— consiguieron detener el show.

Hubo un pequeño revuelo, pero no entre el público, que

abandonó dócilmente sus asientos para ser reembolsado en taquilla

hasta el último penique, sino entre bastidores, donde la partera,

soliviantando con un falso piar al gallinero, a punto estuvo de causar

heridas de picotazo en la familia española.

Fue entonces cuando, haciéndose oír por encima del

galimatías de las lenguas y los aullidos del zoo, Óiliba recuperó la

voz y la apostura de Abilio, se sobrepuso y, acercándose a sus

parientes legítimos, dijo:

—Papá, mamá, abuelo, abuelitas. Acercaos. Qué alegría.

¿No me dáis un beso?

Aunque al principio se resitieron, por aprensión de

estrechar entre sus brazos a aquel ser ambiguo y pintarrajeado, la

escena acabó en una apoteosis de apretones y ternuras mutuas,

observada con resentimiento por la partera y con emoción por los

más curtidos estibadores del condado, que abandonaban en último

lugar la carpa. Los animales, con el instinto que les es propio,

volvieron enseguida a sus establos, a la abundancia del forraje

nuevo, pues veían que el marco de la reconciliación les dejaban

fuera.

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Una tercera fase en la carrera artística del antiguo Ángel de las

Centellas dio comienzo, con un reparto distinto de competencias. La

codicia de los familiares, única razón de la larga peripecia de

búsqueda de su retoño y del viaje a Inglaterra, se vería colmada con

una participación proporcional en los beneficios, administrados con

equidad por la partera, que fue confirmada en su puesto de

manager en pago a la intuición que mostró en el parto y antes del

parto de Abilio y por su perseverancia después.

Habían regresado al continente, y en Milán, en Francfort, en

el sur de Francia, el espectáculo más simplificado en lo artístico, fue

adquiriendo ribetes principalmente escabrosos y una notoriedad en

los barrios de mala fama. Óiliba salía con un body apretado y larga

boquilla al escenario, donde la partera, siempre la partera, señalaba

en el strip tease a los lujuriosos las comisuras de la vulva, a los

invertidos de cada país el pene de tamaño reducido pero erecto por

estimulación, a los indiferentes sexuales el mero primor manual.

Así se fue agotando el repertorio o la curiosidad malsana de

los públicos. Las carpas se vaciaron, las colas menguaron, el abuelo

apenas traía a los niños con su pancarta y sus barbas de chivo

caprichosamente entrelazadas. Y entonces Óiliba tuvo una

ocurrencia. Volverían a España, pero con un espectáculo distinto, no

erótico, «una obra de arte total», en la que cada miembro de la

familia reunida tuviese un cometido.

Cruzaron los Pirineos por Somport, y los modernos carros de

los cómicos, las DKV con aire acondicionado y ducha, avanzaron por

el paisaje de la patria, que Óiliba y la partera, tanto tiempo

ausentes, apreciaban más. Así hasta llegar a Zaragoza, lugar donde

se instalaron y empezó el montaje del barracón; las fiestas de la

Virgen estaban próximas.

Aun antes de acabar la instalación, el Carrusel de los

Horrores suscitó la curiosidad de los zaragozanos, y el día de la

Virgen, tanto los naturales como los forasteros pasaron de largo

ante el Tubo de la Risa, el Tobogán Acuático, el Látigo, la Noria, para

agolparse delante de las cortinas rojas que cerraban la entrada al

Carrusel.

Unas letras de neón por allí nunca visto, traído de Alemania,

anunciaban a intervalos cortos el nombre del espectáculo, y en los

laterales y cuerpos inferiores de la fachada paneles más pequeños

describían detalles de ese «Gran Museo Internacional del Miedo»

que se visitaba en vagoneta, al modo de la vieja atracción de los

trenes-fantasma. Todo, y no solo las vagonetas aparcadas delante

de la boca de entrada, era lujoso y nuevo; Óiliba gastó en la

construcción del carrusel las recaudaciones de muchos meses, e

incluso convenció a los roñosos padres y abuelos de que sus propias

ganancias no estarían mejor invertidas que en ese fabuloso negocio.

La expectación del primer día le daba la razón.

Sonada la hora de apertura —pues ya la procesión de la

Virgen había regresado a la catedral y los fuegos artifciales daban

paso a la verbena—, la partera dejó un momento el taburete de la

taquilla para levantar el cordón de terciopelo que impedía el acceso

a los cochecitos. Apreturas, gritos, pisotones. Y en medio de la

confusión de distinguir a los auténticos primeros de la cola, se

acercó al barracón una comitiva nupcial, que a pie desde la Seo,

donde había tenido lugar la boda, llegaba a la feria para sellar con

una salida lúdica la promesa trascendental. Por graciosa cesión de

los que se disputaban la primacía, los recién casados ocuparon la

vagoneta de la cabeza, aunque pagando la entrada como los demás.

Caídas las cortinas tras el paso del vagón, la oscuridad del

túnel y una inesperada humedad hicieron que la novia se apretase

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aún más de lo explicable al pecho del marido. Inmediatamente

después, el primer alarido.

La alcoba que se encendió al paso del carricoche, en los

primeros metros del recorrido, mostraba con realismo su arte

macabro: un gran piano de cola blanco cuyas teclas se hundían en

obediencia a pulsaciones invisibles emitiendo música de misterio.

En el centro del teclado unas ajadas pero elegantes manos

femeninas, cortadas limpiamente a la altura de la muñeca, parecían

responsabilizarse, pese a su inmovilidad, de la música.

A continuación la vagoneta aminoraba la velocidad para que

se pudiese ver, en fugaces parpadeos de bombillas camufladas, una

galería de desnudos grecorromanos con las amputaciones suelen

darse en estatuas verídicas: una Venus sin brazos, un Doríforo cojo

de la pierna derecha, un Sileno de carnes flaccidas con grandes

esquirlas en la cabeza y, en el centro, vigilando los pedestales, una

loba capitolina de carne y hueso que imponía, a pesar de la

mampara.

Seguían entrando carricoches, y el griterío del carrusel subía

de tono, aumentado por el aplauso de los entusiastas. Pero los

novios, que pasaban por todo antes, quedaron turbados con la

última figura de esa escena clásica, pues no parecía de cera ni

mecánico el Laocoonte sin hijos que estaba siendo devorado en ese

mismo momento por dos enormes serpientes vivas. La cabeza ya

había sido engullida por uno de los reptiles —el otro prefería las

extremidades—, y solo la barba de rizos del anciano sobresalía entre

los colmillos sanguilonentos.

A la desposada le cayeron entonces en el velo de tul ilusión

unas gotas que tenían que ser, le dijo él, de la pintura fresca del

barracón recién acabado, pero que en color y densidad se

asemejaban a la sangre.

La siguiente vitrina era estrictamente material: un gran

tórculo de piedra prensaba miembros sueltos de maniquíes

humanos perfectamente simulados en plástico, que en forma de

espeso mazacote pasaban a una licuadora de aspas gigantes, las

cuales lanzaban el líquido resultante a un gran lienzo blanco situado

al fondo de la vitrina. Pinturas informales, fantasmagorías de vivo

color, perfiles caprichosos, quedaban un instante fijados en la

pared, hasta que la siguiente andanada líquida los desfiguraba,

creando encima cuadros aún más enrevesados.

A esas alturas hubo un intento por parte de la novia de

levantarse del carricoche para salir como fuese del túnel, pero el

novio la sujetó por la mano clavándole con mezcla de amor intenso

y saña la alianza reciente. Así pasaron delante de unos cubículos

más pequeños donde largos pinceles automáticos que parecían

estar allí para ejecutar su obra sobre unos cuerpos blanquísimos de

mujer resultaban en realidad acabar en punzones que desgarraban

la carne dudosa de esos caballetes especiales.

Y la pareja, que tenía poca cultura, no pudo captar el

significado del siguiente conjunto, consistente en personificaciones

con movimiento de cuadros célebres de la historia. Entre reyes y

ángeles, musas, mártires, grandes damas y heroínas del Sitio,

destacaba, en cada pequeño escenario, el acompañamiento animal:

un ciervo, un gato persa, una camada de perros falderos, el águila

imperial, una suerte de centauro con su bacante desvanecida en el

espinazo, impacientes los bichos por el calor de la vitrina e

irrespetuosos con el orden de acabado de las escenas. Solo el áspid

se demoraba en chupar tradicionalmente el pecho femenino

ampuloso y muy sumido de la que hacía de reina.

Faltaba lo peor. Un olor de carne o pelo o lana chamuscada

dominaba el túnel a partir de un recodo donde la luz tenue del

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exterior (con las prisas de la inauguración, los tablones no estaban

bien ensamblados) dejaba ver en el suelo, fuera del circuito previsto

por los constructores, jirones de ropa y peroles humeantes y un

cuchillo de sierra manchado en los dientes. Pasado el recodo volvía

la ilusión teatral.

Suspendida en el vacío del nuevo escenario, la hermosa

cabeza de un hombre de edad mediana, sin cuello, sin tronco,

emitía con voz estridente, desafinada, arias de ópera italiana que

taladraban los oídos. Pero al acercarse más, pues allí los raíles se

torcían hasta casi tocar el vehículo con la pared, se podía observar

que la cabeza cantante se despojaba automáticamente de una

máscara, revelando el cutis de un rostro horriblemente quemado y

cubierto de costuras.

Se produjeron entonces los primeros desmayos en las

vagonetas, la protesta de los terceros en el orden del recorrido.

Pero el sistema electrónico de la conducción a distancia no preveía

altos. Por eso tuvo la pareja de novios que ver lo que venía a

continuación, que era un homenaje a Van Gogh (hasta ahí sí

llegaban en su cultura elemental).

Detrás de los cristales un brazo articulado se alzaba una y

otra vez con una navaja barbera en la punta y rozaba sin llegar a

cotar la silueta de una cabeza. Pero después, es decir, fuera del

escaparate, en la propia pared del túnel junto a la que pasaban los

viajeros, había diez orejas frescas, chorreantes de distinta carne y

edad, colgadas de garfios como los cortes de las carnicerías.

La velocidad aumentaba. ¿No se puede parar esto? Mi

dinero. Que me devuelvan mi dinero. Quién estará detrás de esta

barbaridad. Y es que todo tiene un límite. Las voces de ira quedaban

ahogadas por la compleja maquinaria que ahora impulsaba los

bólidos hacia arriba.

Porque el carrusel se hacía montaña rusa al final. El coche

de los novios, siempre precursor, empezó a subir, a subir, mientras

ellos se daban el beso del último adiós.

Desde la cima, el resplandor del claro día zaragozano, que se

filtraba por las hilachas de la cortina de salida, les hizo conscientes

de la altura de la pendiente. Empezaron a descender rápidamente.

Pero no tanto como para dejar de percibir en la última alcoba el

logro más artístico del barracón: El lago de los cisnes o algo

preparado con esa intención, pues sobre una balsa de líquido rojo

nadaban mansamente, con la fatua altivez de esos animales, unos

cisnes blancos del corral que ya en Aragón Óiliba y su partera

cómplice habían formado. La música era la propia de ese ballet.

No vieron más. Ni ellos ni los siguientes. Era imposible. La

velocidad de la bajada era vertiginosa, y el frenazo final demasiado

brusco. Algunos llegaron ya a ese punto sin sentido. Otros, con el

pelo arrancado y las ropas deshechas. Y eso que antes de salir al

exterior aún les esperaba la última experiencia: un espantajo con

cara de niño y faldones de mujer que sobrevolaba el techo del

último tramo y despedía a los visitantes salpicándoles con un hisopo

de sangre o, bueno, de lo que nuevamente debían de ser gotas de

pintura roja espesa y caliente.

La traedia de la feria ocasionó la suspensión de las fiestas del Pilar,

la hospitalización (con secuelas imborrables) de la recién casada, el

encarcelamiento de los culpables. Óiliba, que esperaba a las

primeras parejas a la salida, con atuendo masculino y una cizalla

ensangrentada en las manos, fue detenida y en un principio puesta

bajo tutela del Tribunal de Menores. La partera, abucheada por los

picadísimos propietarios de las atracciones vacías del ferial, pasó la

noche en comisaría.

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La policía y el médico forense tuvieron que hacer muchos

esfuerzos para recomponer los restos despedazados de los

cadáveres de los padres y abuelos, que fueron al fin enterrados en

el cementerio local sn certeza de que no hubiese entre ellos partes

plásticas o vísceras de gallina. El zoológico allí fundado por las

asesinas se repartió. Las aves y animales domésticos quedaron en

manos de los niños de la policía, las especies raras se donaron al

Safari Park de la provincia y los ofidios criminales fueron

exterminados.

Hubo un juicio. Pasó el tiempo. Y alcanzada la mayoría de

edad de Óiliba, las dos mujeres se reunieron finalmente en la prisión

femenina de Yeserías, donde se dice que pasaron su larga condena

conjunta en una misma celda y en un clima de conformidad. Según

el testimonio de un exconvicto, fueron felices.

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AMBROCE BIERCE (1842-1913)

«Nació en el estado de Ohio, en 1842. Participó en la guerra de

secesión, cuyos episodios evocaría más tarde en muchos de sus

relatos. Cultivó el cuento de terror, con menos fantasía que Poe,

pero con más refinada técnica. Se le ha reprochado cinismo,

morbosidad. Se le reconoce capacidad de invención, estilo lúcido,

amplio dominio de los recursos del cuento.

Desapareció misteriosamente en 1913, en México

convulsionado por las revoluciones.»

Extraído de la Antología del cuento extraño de Rodolfo

Walsh, Edicial, Buenos Aires, 2001, volumen 1, pp. 195-215.

Selección, traducción y notas biográficas de Rodolfo Walsh.

EL AHORCADO

I

Desde un puente ferroviario de Alabama del Norte, un hombre

miraba las aguas que se deslizaban veloces veinte pies más abajo.

Tenía las manos detrás de la espalda, ceñidas las muñecas por una

cuerda. Una soga atada a una viga, sobre su cabeza, le rodeaba

flojamente el cuello; el seno de la soga pendía al nivel del sus

rodillas. Algunos tablones sueltos, colocados sobre los durmientes

que sustentaban las vías férreas, sosteníanle a él y a sus verdugos:

dos soldados rasos del ejército federal, dirigidos por un sargento

que, en tiempos de paz, podría haber sido ayudante de sheriff. A

corta distancia, y sobre la misma improvisada plataforma, había un

oficial armado, con el uniforme correspondiente a su graduación:

capitán. En cada extremo del puente, un centinela en posición de

presentar armas, es decir, con el fusil vertical frente al hombro

izquierdo, el percutor apoyado en el antebrazo, y éste horizontal y

rígido a través del pecho; posición solemne y antinatural, que obliga

a mantener el cuerpo erguido. En apariencia, estos dos hombres no

debían darse por enterados de lo que ocurría en el centro del

puente; se limitaban a bloquear los dos extremos de la tablazón que

lo atravesaba.

Detrás de uno de los centinelas no se divisaba a nadie: las

vías férreas penetraban rectamente en un bosque, en un trecho de

cien yardas, y después se curvaban y desaparecían. Más lejos,

seguramente, habría un puesto de avanzada. La opuesta margen del

río era terreno despejado, una suave cuesta coronada por una

barrera de troncos verticales, aspillerada para los fusiles, con una

sola tronera por donde asomaba la boca de un cañón de bronce que

dominaba el puente. En mitad de la cuesta, entre el puente y el

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fuerte, estaban los espectadores: una compañía de infantería de

línea, en posición de descanso, las culatas de los fusiles apoyadas en

el suelo, los cañones ligeramente inclinados hacia atrás contra el

hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de

la formación había un teniente; la punta de su espada rayaba el

suelo; su mano izquierda descansaba sobre la derecha. Salvo el

grupo de cuatro hombres que ocupaban el centro del puente, nadie

se movía. Los soldados miraban con fijeza el puente, pétreos e

inmóviles. Los centinelas, apostados en las márgenes del río,

parecían estatuas. El capitán., de brazos cruzados, silencioso,

observaba la labor de sus subordinados, pero sin hacer un gesto. La

muerte es un personaje que, cuando viene precedido de anuncio,

deben recibir con formales manifestaciones de respeto aun aquellos

que más familiarizados están con ella. En el código de la etiqueta

militar, el silencio y la inmovilidad son otras tantas formas de

respeto.

El hombre cuya ocupación, en aquel instante, era hacerse

ahorcar, aparentaba unos treinta y cinco años. Vestía de paisano, de

hacendado, para ser más exactos. Sus rasgos eran regulares: nariz

recta, boca firme, frente amplia, larga cabellera oscura peinada

hacia atrás, que detrás de las orejas caía sobre el cuello de la

chaqueta bien ceñida al cuerpo. Tenía bigote y barba en punta, pero

no patillas; sus ojos eran grandes, de color gris oscuro, y abrigaban

una expresión bondadosa, sorprendente en quien, como él, tenía la

garganta ceñida por la soga. No era, evidentemente, un asesino

vulgar. Pero el código militar, muy liberal en estas cosas, prevé la

posibilidad de ahorcar a toda clase de gentes, sin excluir a los

caballeros.

Acabados los preparativos, los dos soldados se apartaron

llevándose los tablones que les habían servido de sostén. El

sargento volvióse hacia el capitán, saludó y se colocó tras él; el

oficial, a su vez, dio un paso a un costado. Estos movimientos

dejaron al reo y al sargento parados en los extremos del mismo

tablón, que atravesaba tres durmientes. El extremo que sostenía al

condenado tocaba casi un cuarto durmiente; el peso del capitán

había mantenido firme el tablón; ahora lo afianzaba el del sargento.

A una señal de aquél, el sargento daría un paso a un costado, se

volcaría la tabla y el reo caería entre dos durmientes. El condenado

debió reconocer que el procedimiento era simple y eficaz. No le

habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Contempló un instante

su «inseguro apoyo»; después dejó que su mirada vagase sobre el

agua del río que corría debajo. Llamóle la atención un pedazo de

madera flotante que danzaba en el agua, y sus ojos lo observaron

descender la corriente. ¡Con cuánta lentitud se movía! ¡Qué arroyo

perezoso!

Cerró los ojos, para fijar sus últimos pensamientos en su

esposa y sus hijos. El agua dorada por el sol matinal, las

melancólicas nubecillas de vapor allá lejos, junto a las márgenes del

río; el fuerte, los soldados, el leño flotante, todas esas cosas lo

habían distraído. Y ahora tuvo conciencia de una nueva

perturbación, que desintegraba el recuerdo de sus seres amados.

Era un sonido que no podía ignorar ni comprender, una percusión

aguda, neta, metálica, como el golpe del martillo sobre el yunque

del herrero; una sucesión de notas tintineantes. Se preguntó, qué

era, y si estaba lejos o cerca, pues tanto parecía lo uno como lo otro.

Su ritmo era regular, pero lento como el de las campanas que tocan

a difunto. Aguardaba cada toque con impaciencia y, sin saber por

qué, con aprensión. Los intervalos de silencio se alargaron

progresivamente; las demoras se tornaron obsesivas. A medida que

se volvían más infrecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y

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agudeza. Heríanle el oído como puñaladas; sintió miedo de gritar. Lo

que oía era el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y nuevamente vio el agua a sus pies. «Si

pudiera desatarme las manos —pensó—, acaso tendría tiempo para

desceñirme la soga y zambullirme en el río. Buceando, podría

escapar a las balas, y nadando vigorosamente alcanzar la orilla,

ganar el bosque y llegar a mi casa. Las líneas del enemigo, gracias a

Dios, no han rebasado mi casa; los invasores no han llegado aún a

mi esposa y mis hijos.»

Mientras el cerebro del condenado, más que elaborar estos

pensamientos que hemos intentado traducir en palabras, los recibía

como fugaces destellos, el capitán hizo al sargento la señal

convenida. El sargento dio un paso a un costado.

II

Peyton Farquhar era un hacendado rico, perteneciente a una

antigua y respetada familia de Alabama. Siendo amo de esclavos y

político, como todos los demás esclavistas, era también

naturalmente secesionista de alma y ardoroso partidario de la causa

sudista. Motivos de fuerza mayor, que no es menester relatar aquí,

le impidieron sentar plaza en el valeroso ejército que luchó en las

desastrosas campañas cuya culminación fue la caída de Corinth. La

inactividad, sin embargo, acabó por enardecerlo como una afrenta.

Deseaba una válvula de escape para sus energías, anhelaba la vida

noble del soldado y la oportunidad de distinguirse. Y estaba seguro

de que tarde o temprano se le presentaría la oportunidad, como se

presenta a todos en tiempo de guerra. Entretanto, hacía lo que

podía. Ningún servicio le habría parecido demasiado humilde,

siempre que contribuyera a la causa del Sur; ninguna aventura

demasiado peligrosa, siempre que estuviera acorde con el carácter

de un paisano que, en el fondo de su corazón, era militar, y que de

buena fe y sin mayor discriminación estaba de acuerdo, al menos en

parte, con el aforismo que dice —con evidente infamia— que en la

guerra y en el amor sólo importan los medios.

Una tarde, mientras Farquhar y su esposa estaban sentados

en un banco rústico, cerca de la entrada del parque, un jinete con

uniforme gris llegó al portón y pidió un vaso de agua. La señora

Farquhar tuvo a honra el servirle con sus propias manos.

Mientras iba en busca del agua, su esposo se acercó al.

polvoriento jinete y le preguntó con ansiedad que noticias traía del

frente.

—Los yanquis están arreglando las vías férreas —respondió

el hombre—, y se preparan para otro avance. Han llegado al puente

de Owl Creek. Lo repararon y alzaron una empalizada en la otra

margen: El comandante publicó un bando y lo hizo clavar en todas

partes. Dice que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las

vías férreas, puentes, túneles o trenes será ahorcado

sumariamente. Yo mismo vi el bando.

—¿Qué distancia hay de aquí al puente de Owl Creek?

—Unas treinta millas.

—Y de este lado del arroyo, ¿no hay fuerzas enemigas?

—Sólo un puesto avanzado, a media milla de distancia,

sobre el ferrocarril, y un centinela en la cabeza del puente.

—Y si un hombre, un civil, un perito en ahorcaduras —dijo

Farquhar sonriendo—, eludiera el puesto de avanzada y dominara al

centinela, ¿qué podría hacer?

El soldado reflexionó.

—Estuve allí hace un mes —repuso—. Observé que la

inundación del invierno último había acumulado una gran cantidad

de leños flotantes contra la primera pila del puente. Ahora la

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madera está seca y arderá como estopa.

La mujer trajo el agua, que el soldado bebió. Le agradeció

ceremoniosamente, hizo una reverencia a su esposo y se marchó.

Una hora después, ya entrada la noche, volvió a pasar por la

plantación, rumbo al norte, de donde había venido. Era un espía

federal.

III

Al caer en línea recta entre las traviesas del puente, Peyton

Farquhar perdió el sentido, y fue como si perdiera la vida. De ese

estado vino a sacarle siglos después, o tal al menos le pareció el

dolor de una fuerte presión en la garganta, seguido por una

sensación de sofoco. Agudos, lacerantes alfilerazos irradiaban de su

garganta y estremecían hasta la última fibra de su cuerpo y de sus

extremidades. Esas lumbraradas de dolor parecían propagarse a lo

largo de ramificaciones perfectamente definidas, y pulsar con

periodicidad inconcebiblemente veloz. Eran como, pequeños

torrentes de fuego palpitante que calentaban su cuerpo a una

temperatura insoportable. En cuanto a su cabeza, sólo

experimentaba una sensación de congestión, como si fuera a

estallarle. Estas impresiones estaban desligadas del pensamiento. La

parte intelectual de su ser ya se había desvanecido; sólo podía

sentir, y sentir era el tormento. Tenía conciencia de que se estaba

moviendo. Rodeado por una nube luminosa, de la que era apenas el

corazón incandescente, ya sin sustancia material, se balanceaba en

inconcebibles arcos de oscilación, como un vasto péndulo. De

pronto, con terrible subitaneidad, la luz que lo rodeaba saltó

disparada hacia arriba, y sintió el chapoteo de una zambullida. Un

estruendo brutal palpitaba en sus oídos, y todo estaba frío y oscuro.

Recuperó la facultad de pensar: comprendió que la soga se había

cortado; había caído al arroyo. La sensación de asfixia no aumentó:

el nudo que le apretaba el cuello lo sofocaba ya e impedía que el

agua llegara a sus pulmones. ¡Morir estrangulado en el fondo de un

río! La idea le pareció absurda. Abrió los ojos en la negrura, y vio

sobre su cabeza un fulgor, pero ¡cuán distante, cuán inaccesible!

Seguía hundiéndose, porque la luz se tornaba más débil, cada vez

más débil, hasta convertirse en mera vislumbre. Después comenzó a

crecer y abrillantarse, y adivinó que ascendía a la superficie... Lo

comprendió con disgusto, pues había empezado a experimentar una

sensación de bienestar. «Ahorcado y ahogado —pensó—, vaya y

pase; pero no quiero que me baleen. No, no quiero que me baleen;

no es justo.»

No tuvo conciencia del esfuerzo, pero un agudo dolor en las

muñecas le advirtió que estaba tratando de soltar sus manos. Prestó

cierta atención indiferente al forcejeo, como un curioso que observa

las proezas de un juglar, sin interesarse mucho por el resultado.

¡Qué espléndido esfuerzo! ¡Qué vigor magnífico y sobrehumano!

¡Ah, valerosa empresa! ¡Bravo! La cuerda estaba rota; sus brazos se

abrieron y flotaron hacia arriba; las manos tornáronse vagamente

visibles a la luz que aumentaba. Con renovado interés las observó

precipitarse —primero una, después la otra— sobre el nudo que le

ceñía el cuello. Lo arrancaron y lo echaron ferozmente a un costado,

y las ondulaciones de la soga le hicieron pensar en una culebra de

agua.

—¡Átenla otra vez! ¡Átenla otra vez!

Creyó gritar estas palabras a sus manos. Porque a la

ausencia del nudo habían sucedido las más espantosas ansias

experimentadas hasta ese momento. El cuello le dolía

terriblemente; el cerebro lo sentía como incendiado; el corazón,

que hasta entonces había aleteado débilmente, le pareció que daba

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un gran salto y buscaba salírsele por la boca. Sentía todo el cuerpo

atormentado y dilacerado por insoportables ramalazos. Pero sus

manos rebeldes no obedecían la orden. Golpeaban vigorosamente

el agua, con rápidas brazadas verticales, obligándole a salir a la

superficie. Sintió emerger su cabeza; el pecho se le expandió

convulsivamente, y con un supremo estremecimiento de dolor sus

pulmones aspiraron una gran bocanada de aire, que expelió

instantáneamente con un aullido.

Estaba ahora en plena posesión de sus sentidos. Más aún,

los sentía sobrenaturalmente aguzados y vigilantes. Algo, dentro de

la terrible perturbación de su sistema orgánico, se los había

exaltado y refinado a tal punto que registraban cosas jamás

percibidas anteriormente. Sentía los rizos del agua, escuchaba

separadamente el ruido que hacía cada uno de ellos al chocar

contra su cara. Miró el bosque en la margen del arroyo, vio los

árboles, las hojas, las nervaduras de cada hoja... Vio los insectos que

se movían en las hojas, las cigarras, las mariposas multicolores, las

arañas grises que tendían sus telas entre una rama y otra. Percibió

los colores prismáticos de las gotas de rocío en millones de briznas

de hierba. El zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los

remansos de la corriente, el chasquido de alas de las libélulas, los

golpes de las patas de las esquilas, como remos impulsando un

bote... Oía con perfecta claridad todos esos sonidos. Bajo sus ojos se

deslizó un pez, y oyó el ruido que hacía su cuerpo hendiendo el

agua.

Había salido a la superficie, de espaldas al puente. Un

segundo más tarde el mundo visible pareció girar, pausado,

tomándolo a él como centro, y entonces vio el puente, el fuerte, los

soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados

rasos, sus verdugos. Estaban recortados en silueta contra el cielo

azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo; el capitán había

desenfundado su pistola, pero no hizo fuego; los otros estaban

desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles,

gigantesca su estampa.

Súbitamente oyó una detonación y algo chasqueó en el

agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole la cara. Luego,

un segundo estampido, y vio a uno de los centinelas, fusil al

hombro; una nubecita de humo brotaba del caño. El fugitivo vio el

ojo de aquel hombre clavado en los suyos, detrás de la mira del

fusil. Era un ojo gris, y recordó haber leído alguna vez que los ojos

grises eran los más certeros, y que todos los tiradores famosos

tenían ojos grises. Éste, sin embargo, había errado.

Un remolino atrapó a Farquhar y lo hizo dar media vuelta;

quedó mirando nuevamente el bosque de la orilla opuesta al fuerte.

Una voz clara y penetrante, que entonaba una cantilena monótona,

vibraba ahora a sus espaldas y se deslizaba sobre el agua con una

nitidez que perforaba y mitigaba todos los otros ruidos, inclusive el

palpitar de las ondas contra su rostro. Aunque no era soldado, había

frecuentado los campamentos lo bastante para comprender la

significación terrible de ese canturreo deliberado, arrastrado y

lento. El teniente, en la orilla, había resuelto intervenir en los

acontecimientos matinales. Cuán frías e inmisericordes, con qué

entonación inexpresiva y tranquila, presagiando y afianzando la

serenidad de los tiradores, cuán exactamente espaciadas cayeron

aquellas crueles palabras:

—Atención, compañía... Preparen armas... Listos...

Apunten... Fuego.

Farquhar buceó, se hundió todo lo que pudo. El agua

aullaba en sus oídos con la voz del Niágara, y aun así, escuchó el

trueno opaco de la salva, y al ascender a la superficie halló en su

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camino relucientes fragmentos metálicos, singularmente achatados,

que bajaban oscilando lentamente. Algunos lo tocaron en la cara y

en las manos; después se desprendieron y siguieron su descenso.

Uno se alojó entre el cuello de su camisa y la nuca; estaba

desagradablemente tibio, y Farquhar lo arrancó de un tirón.

Al salir jadeando a la superficie, comprendió que había

estado mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado

en forma perceptible. Estaba cada vez más cerca de la salvación. Los

soldados acababan de cargar nuevamente sus armas; las baquetas

metálicas llamearon simultáneamente a la luz del sol, al salir de las

bocas de los fusiles; describieron un círculo en el aire y

desaparecieron en las fundas. Los dos centinelas hicieron fuego

nuevamente, por separado, mas sin puntería.

El perseguido vio todo esto por sobre el hombro; ahora

nadaba vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro

funcionaba con tanta energía como sus brazos y sus piernas. Sus

pensamientos tenían la velocidad del relámpago.

«El oficial —razonó— no repetirá ese error, típico del militar

riguroso. Es tan fácil esquivar una andanada como un solo tiro.

Probablemente ha ordenado ya fuego a discreción. ¡Válgame Dios,

no puedo eludir todas las balas!»

A dos pasos de distancia hubo un tremendo chapoteo, y

luego un sonido penetrante y móvil, que pareció propagarse de

regreso al fuerte, y culminó en una explosión que conmovió el río

hasta sus profundidades. Una columna de agua descendió sobre él,

cegándolo, estrangulándolo. El cañón participaba en el juego. Al

asomar la cabeza en el hervor del agua convulsionada, oyó el silbido

del rebote, y casi al mismo tiempo la bala tronchaba

estruendosamente los arbustos del bosque cercano.

«No volverán a equivocarse —pensó—. La próxima vez

usarán metralla. No debo perder de vista ese cañón. El humo me

servirá de advertencia; la detonación llega demasiado tarde,

demora más que el proyectil. Es un buen cañón.»

Súbitamente sintió que giraba y giraba como un trompo. El

agua, las márgenes, el puente ahora distante, el fuerte y los

hombres, todo estaba mezclado y confuso. De los objetos, sólo

percibía el color: bandas horizontales y circulares de color. Giraba

en el centro de un torbellino, y la velocidad de rotación y de avance

lo enfermaba y aturdía. Pocos segundos más tarde fue lanzado

sobre la grava, al pie de la margen izquierda del río (la margen

meridional), detrás de una saliente que lo ocultaba a sus enemigos.

Lo volvieron a la realidad la súbita interrupción del movimiento y el

escozor de una de sus manos lacerada por la arenilla. Lloró de

alegría. Hundió los dedos en la arena, la derramó a puñados sobre

su cabeza y la bendijo en alta voz. Era como el oro, como una lluvia

de diamantes, rubíes, esmeraldas. Nada había más hermoso. Los

árboles de la ribera parecían gigantescas plantas de jardín; notó en

ellos un orden definido. Aspiró la fragancia de sus flores. Entre los

troncos brillaba una extraña luz rosada, y el viento arrancaba de sus

ramas la música de las arpas eólicas. Peyton Farquhar no sintió

deseos de perfeccionar su huida; se contentaba con permanecer en

ese lugar encantado hasta que volvieran a capturarlo.

Un zumbido, y luego un repiqueteo de metralla que

conmovió las altas ramas de los árboles, lo arrancaron de su

ensoñación. El frustrado artillero había disparado al azar un

cañonazo de despedida. Peyton Farquhar se incorporó de un salto,

corrió por el declive de la ribera y se internó en el bosque.

Anduvo todo el día, orientándose por el sol. El bosque

parecía interminable; no se veía un claro, ni siquiera una picada de

leñadores. Nunca había creído vivir en una comarca tan salvaje; la

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revelación tenía algo de pavoroso.

Al caer la noche estaba postrado por la fatiga y el hambre,

con los pies llagados. El recuerdo de su esposa y de sus hijos lo

obligó a seguir. Por fin halló un camino, y comprendió que iba en la

dirección propicia. Era ancho y recto como una calle de ciudad; sin

embargo, parecía intransitado. Ni campos cultivados lo bordeaban,

ni habitación alguna, ni el ladrido de un perro sugería la presencia

humana. Los troncos negros de los grandes árboles formaban

paredes verticales a ambos lados, convergiendo en un punto del

horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Alzó la

vista y vio fulgir grandes estrellas de oro, que le parecieron

desconocidas y formaban extrañas constelaciones. Abrigó la certeza

de que estaban agrupadas en un orden provisto de secreto y

maligno significado. Poblaban el bosque a ambos lados extraños

rumores: oyó, repetidamente, murmullos en un idioma

desconocido.

Le dolía el cuello. Al tocarlo con la mano lo notó

horriblemente hinchado. Adivinó un círculo negro donde lo había

ceñido la cuerda. Sentía los ojos congestionados; ya no podía

cerrarlos. La sed le hinchaba la lengua: la sed y la fiebre; para

mitigarla, sacó la lengua al aire fresco, entre los dientes. El césped

de la intransitada alameda era como una alfombra blanda. Ya no

sentía el camino bajo sus pies.

Indudablemente, a pesar del sufrimiento, se ha quedado

dormido mientras caminaba, porque ahora contempla otra escena...

O quizá, simplemente, ha vuelto en sí después de un delirio. Se halla

ante la reja de su propia casa. Todo está como lo dejó, todo brilla

espléndido bajo el sol matinal. Seguramente ha caminado toda la

noche. Abre el portón, echa a andar por la amplia vereda blanca, ve

un revuelo de faldas; su mujer, fresca, bella y dulce, baja de la

vereda a su encuentro. Al pie de la escalinata se queda esperando,

con una sonrisa de inefable alegría, en una actitud de incomparable

gracia y dignidad. ¡Cuán hermosa es! Él avanza con los brazos

abiertos. Y cuando va a estrecharla, siente un golpe demoledor en la

nuca; una enceguecedora luz blanca fulgura a su alrededor, oye un

ruido semejante a un cañonazo... ¡Después todo es oscuridad y

silencio!

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cadáver, con el cuello

quebrado, se balanceaba suavemente entre los maderos del viejo

puente de Owl Creek.

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III. MISTERIO

INTRODUCCIÓN

Roberto Herrera Gallardo

Dentro de los géneros negros, la literatura de misterio engloba una

serie de categorías temáticas que la hacen particularmente

significativa, y van del tradicional relato con temática policiaco—

detectivesca hasta aquel, más actual, de ambiente paranormal en

torno a las múltiples teorías de la conspiración (política,

extraterrestre y religiosa). Dentro de este género, el suspenso radica

en el enigma oculto, la verdad escondida que nos es revelada

mediante pistas falsas, información fragmentaria y hechos extraños

que castigan y confunden nuestra certidumbre. La órbita del

misterio fomenta un tipo de suspenso particular en el lector que ve

confrontadas sus dudas y miedos, su cada vez más fragil

certidumbre, con hechos que parecen escaparse de una lógica que

los haga explicables, es decir comprensibles.

El relato de suspenso supone así, una épica del bien contra

el mal, en tanto vivifica un combate de la luz contra las fuerzas

“oscuras” que se alimentan de la mentira. Sólo así, desde esta visión

más cercana a la moral judeocristiana, Poe, el fundador del relato

de misterio y aficionado a los retos mentales (los criptogramas),

justificaba la existencia de un nuevo héroe caracterizado por su

capacidad para desentrañar los misterios en torno a algo tan

aborrecible moralmente como un crimen violento sin explicación

aparente. La existencia de estas “mentes brillantes” (el caballero

Dupin de Los crímenes de la calle Morgue o el Sherlock Holmes de

las novelas de Conan Doyle) cuyo proceso reflexivo y analítico

sorprende al sujeto común, ejemplifican el surgimiento de una

nueva heroicidad deductiva al servicio de la verdad.

El detective privado, es decir, aquel que actúa al margen de

las fuerzas establecidas del orden, ve en la solución de los casos que

se le presentan una victoria de la justicia, pero también una victoria

del bien en su acepción más cristiana. Pese a su talento, el detective

decimonónico cumple las funciones del héroe romántico: es

solitario, posee extrañas manías y muestra un escepticismo crónico

hacia la naturaleza humana que lo condenan a una misantropía casi

autista o, en el peor de los casos, a la violenta certeza de que nada

cambiara las cosas.

En el siglo XX, el detective sufrirá cambios importantes. A su

soledad se le agregarán elementos de marginalidad y decadencia

traducidos en debilidades, excesos y vicios que lo llevarán a tocar

fondo e irrumpir en el violento mundo del hampa propio de una

sociedad urbana prohibitiva, autocensurable e insatisfactoria. Su

sagacidad deductiva en franca crisis, dará paso a un crudo sentido

de la subsistencia y de la inmediatez. Las armas del intelecto dejan

de funcionar y dan paso a las armas de fuego, a los ambientes más

sórdidos donde lo ilícito es moneda de cambio corriente. El héroe

de la novela negra estará ahora más cercano a un personaje

existencialista y su permanencia, dependerá ante todo de un

desarrollado sentido del tiempo y la distancia, instrumentos más

propios del peleador callejero que del flemático detective.

Por su parte, las historias estarán motivadas más que por la

justicia, por un franco deseo de venganza, de desagravio violento,

anónimo y sin piedad. El talento ya no basta para resolver el

misterio, ahora se precisa de intuiciones al límite y de una irónica,

cuando no cruel, circunstancialidad. Las fuerzas de la oscuridad

rebasan la esfera del hampa cuando el sistema político, defensor del

“bien común” se corrompe y genera un poder oculto y siniestro

alterno, parapetado en la institucionalidad maquiavélica de la

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impunidad. Surgen entonces las conspiraciones políticas, la

represión, los intereses del “más alto nivel” y una vocación

ideológica que sustituye al viejo orden maniqueo del bien y del mal.

Ante este relativismo axiológico: matar ya no es un pecado bajo

“ciertas circunstancias”.

La novela negra de misterio colindará bajo sus formas más actuales,

con la novela política, el horror psicológico y lo paranormal,

generando subproductos híbridos de estética pulp, que ya no se

focalizan necesariamente desde la visión del detective, sino desde la

mente criminal.

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EDGAR ALLAN POE

Los crímenes de la calle Morgue (1841). Extraído de Edgar Allan Poe,

Cuentos completos, Alianza, 2002, pp. 229-250. Traducción de Julio

Cortázar.

LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE

Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas

son, en sí mismas, poco susceptibles de análisis. Las consideramos

tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre otras cosas, que

son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado

extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que

el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en

ciertos ejercicios que ponen sus músculos en acción, el analista goza

con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de

desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales

ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los

enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones

muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una

penetración sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo

espíritu y la esencia del método, adquieren realmente la apariencia

total de una intuición.

Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy

fortalecida por los estudios matemáticos, y especialmente por esa

importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo teniendo

en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence

análisis. Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un

jugador de ajedrez, por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esforzarse

en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en sus efectos

sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido.

Yo no voy ahora a escribir un tratado, sino que prologo únicamente

un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la ligera.

Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las

facultades más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con

mayor decisión y provecho en el sencillo juego de damas que en

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toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. En este último, donde las

piezas tienen distintos y bizarres movimientos, con diversos y

variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma

equivocadamente —error muy común— por profundo. La atención,

aquí, es poderosamente puesta en juego. Si flaquea un solo

instante, se comete un descuido, cuyos resultados implican pérdida

o derrota. Como quiera que los movimientos posibles no son

solamente variados, sino complicados, las posibilidades de estos

descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa el

jugador más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el

juego de damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos

y de muy poca variación, las posibilidades de descuido son menores,

y como la atención queda relativamente distraída, las ventajas que

consigue cada una de las partes se logran por una perspicacia

superior. Para ser menos abstractos supongamos, por ejemplo, un

juego de damas cuyas piezas se han reducido a cuatro reinas y

donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la

victoria —hallándose los jugadores en igualdad de condiciones—

puede decidirse en virtud de un movimiento recherche resultante

de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los

recursos ordinarios, el analista consigue penetrar en el espíritu de

su contrario; por tanto, se identifica con él, y a menudo descubre de

una ojeada el único medio —a veces, en realidad, absurdamente

sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo

equivocado.

Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su

influencia sobre la facultad calculadora, y hombres de gran

inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente

inexplicable, mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad.

No hay duda de que no existe ningún juego semejante que haga

trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de ajedrez del

mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez;

pero la habilidad en el whist implica ya capacidad para el triunfo en

todas las demás importantes empresas en las que la inteligencia se

enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa

perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas

las fuentes de donde se deriva una legítima ventaja. Estas fuentes

no sólo son diversas, sino también multiformes. Se hallan

frecuentemente en lo más recóndito del pensamiento, y son por

entero inaccesibles para las inteligencias ordinarias. Observar

atentamente es recordar distintamente. Y desde este punto de

vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa concentración jugará

muy bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el

puro mecanismo del juego, son suficientes y, por lo general,

comprensibles. Por esto, el poseer una buena memoria y jugar de

acuerdo con «el libro» son, por lo común, puntos considerados

como la suma total del jugar excelentemente. Pero en los casos que

se hallan fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia

el talento del analista. En silencio, realiza una porción de

observaciones y deducciones. Posiblemente, sus compañeros harán

otro tanto, y la diferencia en la extensión de la información

obtenido no se basará tanto en la validez de la deducción como en

la calidad de la observación. Lo importante es saber lo que debe ser

observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al juego, y

aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de

determinadas deducciones originadas al considerar objetos

extraños al juego. Examina la fisonomía de su compañero, y la

compara cuidadosamente con la de cada uno de sus contrarios. Se

fija en el modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia

calculando triunfo por triunfo y tanto por tanto observando las

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miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada una de las

variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo

gran número de ideas por las diferencias que observa en las

distintas expresiones de seguridad, sorpresa, triunfo o desagrado.

En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá

hacer la que sigue. Reconoce la carta jugada en el ademán con que

se deja sobre la mesa. Una palabra casual o involuntaria; la forma

accidental con que cae o se vuelve una carta, con la ansiedad o la

indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la

cuenta de las bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la

duda, el entusiasmo o el temor, todo ello facilita a su

aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero

estado de cosas. Cuando se han dado las dos o tres primeras

vueltas, conoce completamente los juegos de cada uno, y desde

aquel momento echa sus cartas con tal absoluto dominio de

propósitos como si el resto de los jugadores las tuvieran vueltas

hacia él.

El poder analítico no debe confundirse con el simple

ingenio, porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el

hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado

para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que

por lo general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos,

equivocadamente, a mi parecer, asignan un órgano aparte,

suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto tan

a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte,

la idiotez, que ha atraído la atención general de los escritores de

temas morales. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una

diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la

imaginación, aunque de un carácter rigurosamente análogo. En

realidad, se observará fácilmente que el hombre ingenioso es

siempre fantástico, mientras que el verdadero imaginativo nunca

deja de ser analítico.

El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto

modo al lector para ilustrarle en una interpretación de las

proposiciones que acabo de anticipar.

Encontrándome en París durante la primavera y parte del

verano de 18..., conocí allí a Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía

este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho, ilustre familia,

pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido

a tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a

sus ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el

restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus

acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su

patrimonio, y con la renta que éste le producía encontró el medio,

gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de

su vida, sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En

realidad, su único lujo eran los libros, y en París éstos son fáciles de

adquirir.

Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca

de la rue Montmartre, donde nos puso en estrecha intimidad la

coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo tiempo

notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado

vivamente por la sencilla historia de su familia, que me contó

detalladamente con toda la ingenuidad con que un francés se

explaya en sus confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra

parte, me admiraba el número de sus lecturas, y, sobre todo, me

llegaba al alma el vehemente afán y la viva frescura de su

imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban

entonces en París me hicieron comprender que la amistad de un

hombre semejante era para mí un inapreciable tesoro. Con esta

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idea, me confié francamente a él. Por último, convinimos en que

viviríamos juntos todo el tiempo que durase mi permanencia en la

ciudad, y como mis asuntos económicos se desenvolvían menos

embarazosamente que los suyos, me fue permitido participar en los

gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el carácter algo

fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una

vieja y grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud

de ciertas supersticiones que no quisimos averiguar. Lo cierto es

que la casa se estremecía como si fuera a hundirse en un retirado y

desolado rincón del faubourg Saint—Germain.

Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra

vida en aquel lugar, nos hubieran tomado por locos, aunque de

especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No recibíamos

visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro retiro era un secreto

guardado cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía

mucho tiempo que Dupin había cesado de frecuentar o hacerse

visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.

Una rareza del carácter de mi amigo —no sé cómo

calificarla de otro modo— consistía en estar enamorado de la

noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas,

condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares

caprichos con un perfecto abandon. No siempre podía estar con

nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear su presencia.

En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los

macizos postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de

bujías intensamente perfumadas y que sólo daban un lívido y débil

resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus

ensueños, leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj

nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos

entonces cogidos del brazo a pasear por las calles, continuando la

conversación del día y rondando por doquier hasta muy tarde,

buscando a través de las estrafalarias luces y sombras de la

populosa ciudad esas innumerables excitaciones mentales que no

puede procurar la tranquila observación.

En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y

admirar en Dupin (aunque ya, por la rica imaginación de que estaba

dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento

particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse

intensamente en ejercerlo (si no exactamente en desplegarlo), y no

vacilaba en confesar el placer que ello le producía. Se vanagloriaba

ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban

ventanas en el pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones

usando de pruebas muy sorprendentes y directas de su íntimo

conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales

y abstraídas. Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz,

por lo general ricamente atenorada, se elevaba hasta un timbre

atiplado, que hubiera parecido petulante de no ser por la

ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo,

viéndolo en tales disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la

antigua filosofía del Alma Doble, y me divertía la idea de un doble

Dupin: el creador y el analítico.

Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy

contando algún misterio o escribiendo una novela. Mis

observaciones a propósito de este francés no son más que el

resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un

ejemplo dará mejor idea de la naturaleza de sus observaciones

durante la época a que aludo.

Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia,

cercana al Palais Royal. Al parecer, cada uno de nosotros se había

sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante

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quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto,

Dupin rompió el silencio con estas palabras:

—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y

estaría mejor en el Théâtre des Varietés.

—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin

observar en aquel momento, tan absorto había estado en mis

reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había

hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.

Un momento después me repuse y experimenté un

profundo asombro.

—Dupin —dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi

comprensión. No vacilo en manifestar que estoy asombrado y que

apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es posible que

haya usted podido adivinar que estaba pensando en... ?

Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin

ninguna dada, de que él sabía realmente en quién pensaba.

—¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha

interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura no era la

apropiada para dedicarse a la tragedia.

Esto era precisamente lo que había constituido el tema de

mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero remendón de la rue

Saint Denis que, apasionado por el teatro, había representado el

papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus

esfuerzos habían provocado la burla del público.

—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si

es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma en este caso.

Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que

hubiese querido confesar.

—Ha sido el vendedor de frutas —contestó mi amigo—

quien le ha llevado a usted a la conclusión de que el remendón de

suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel de

Jerjes et id genus omne.

—¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a

ninguno.

—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar

en esta calle, hará unos quince minutos.

Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas,

que llevaba sobre la cabeza una gran banasta de manzanas, estuvo a

punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando pasábamos de la

calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no

podía comprender la relación de este hecho con Chantilly.

No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.

—Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse

cuenta de todo claramente, vamos a repasar primero en sentido

inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en que le

estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas.

En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se

suceden de esta forma: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro,

estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.

Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en

cualquier momento de su vida, en recorrer en sentido inverso las

etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas conclusiones de

su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de interés, y

el que la prueba por primera vez se asombra de la aparente

distancia ilimitada y de la falta de ilación que parece median desde

el punto de partida hasta la meta final. Júzguese, pues, cuál no sería

mi asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no

pude menos de reconocer que había dicho la verdad. Continuó

después de este modo:

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—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar

la calle C... hablábamos de caballos. Éste era el último tema que

discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas que

llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante

nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en

un lugar donde la calzada se encuentra en reparación. Usted puso el

pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el

tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas

palabras, se volvió para observar el montón de adoquines y

continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular

atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la

observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.

»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con

malhumorada expresión, los baches y rodadas del empedrado, por

lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las

piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada

Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con

tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su

rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por

este movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la

palabra «estereotomía», término que tan afectadamente se aplica a

esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía

usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le

llevara a pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de

Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este

tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello

haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han

encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He

comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de

levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he

esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y

he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el

hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre

Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo

mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al

calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado

nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:

Perdidit antiquum litera prima sonum1.

»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con

la palabra Orión, que en un principio se escribía Urión. Además, por

determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca

de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría

olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas:

Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la

sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted, pues, en

aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted

había caminado con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces

se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este movimiento me

ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly,

y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para

observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría

mejor Chantilly en el Théâtre des Varietés.

Poco después de esta conversación hojeábamos una edición

de la tarde de la Gazette des Tribunaux cuando llamaron nuestra

atención los siguientes titulares:

EXTRAORDINARIOS CRÍMENES

Esta madrugada, alrededor de las tres, los

1 La antigua palabra perdió su primera letra.

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habitantes del quartier Saint—Roch

fueron despertados por una serie de

espantosos gritos que parecían proceder

del cuarto piso de una casa de la rue

Morgue, ocupada, según se dice, por una

tal Madame L'Espanaye y su hija

Mademoiselle Camille L'Espanaye.

Después de algún tiempo empleado en

infructuosos esfuerzos para poder

penetrar buenamente en la casa, se forzó

la puerta de entrada con una palanca de

hierro, y entraron ocho o diez vecinos

acompañados de dos gendarmes. En ese

momento cesaron los gritos; pero en

cuanto aquellas personas llegaron

apresuradamente al primer rellano de la

escalera, se distinguieron dos o más voces

ásperas que parecían disputar

violentamente y proceder de la parte alta

de la casa. Cuando la gente llegó al

segundo rellano, cesaron también

aquellos rumores y todo permaneció en

absoluto silencio. Los vecinos recorrieron

todas las habitaciones precipitadamente.

Al llegar, por último, a una gran sala

situada en la parte posterior del cuarto

piso, cuya puerta hubo de ser forzada, por

estar cerrada interiormente con llave, se

ofreció a los circunstantes un espectáculo

que sobrecogió su ánimo, no sólo de

horror, sino de asombro.

Se hallaba la habitación en

violento desorden, rotos los muebles y

diseminados en todas direcciones. No

quedaba más lecho que la armadura de

una cama, cuyas partes habían sido

arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre

una silla se encontró una navaja barbera

manchada de sangre. Había en la

chimenea dos o tres largos y abundantes

mechones de pelo cano, empapados en

sangre y que parecían haber sido

arrancados de raíz. En el suelo se

encontraron cuatro napoleones, un

zarcillo adornado con un topacio, tres

grandes cucharas de plata, tres cucharillas

de metal d’Alger y dos sacos conteniendo,

aproximadamente, cuatro mil francos en

oro. En un rincón se hallaron los cajones

de una cómoda abiertos, y, al parecer,

saqueados, aunque quedaban en ellos

algunas cosas. Se encontró también un

cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo

su armadura. Se hallaba abierto, y la

cerradura contenía aún la llave. En el cofre

no se encontraron más que unas cuantas

cartas viejas y otros papeles sin

importancia.

No se encontró rastro alguno de

Madame L'Espanaye; pero como quiera

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que se notase una anormal cantidad de

hollín en el hogar, se efectuó un

reconocimiento de la chimenea, y —

horroriza decirlo— se extrajo de ella el

cuerpo de su hija, que estaba colocado

cabeza abajo y que había sido introducido

por la estrecha abertura hasta una altura

considerable. El cuerpo estaba todavía

caliente. Al examinarlo se comprobaron

en él numerosas escoriaciones

ocasionadas sin duda por la violencia con

que el cuerpo había sido metido allí y por

el esfuerzo que hubo de emplearse para

sacarlo. En su rostro se veían profundos

arañazos, y en la garganta, cárdenas

magulladuras y hondas huellas producidas

por las uñas, como si la muerte se hubiera

verificado por estrangulación.

Después de un minucioso examen

efectuado en todas las habitaciones, sin

que se lograra ningún nuevo

descubrimiento, los presentes se

dirigieron a un pequeño patio

pavimentado, situado en la parte

posterior del edificio, donde hallaron el

cadáver de la anciana señora, con el cuello

cortado de tal modo, que la cabeza se

desprendió del tronco al levantar el

cuerpo. Tanto éste como la cabeza

estaban tan horriblemente mutilados, que

apenas conservaban apariencia humana.

Que sepamos, no se ha obtenido

hasta el momento el menor indicio que

permita aclarar este horrible misterio.»

El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:

LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE

Gran número de personas han sido

interrogadas con respecto a tan

extraordinario y horrible affaire (la

palabra affaire no tiene todavía en Francia

el poco significado que se le da entre

nosotros), pero nada ha podido deducirse

que arroje alguna luz sobre ello. Damos a

continuación todas las declaraciones más

importantes que se han obtenido:

Pauline Dubourg, lavandera,

declara haber conocido desde hace tres

años a las víctimas y haber lavado para

ellas durante todo este tiempo. Tanto la

madre como la hija parecían vivir en

buena armonía y profesarse mutuamente

un gran cariño. Pagaban con puntualidad.

Nada se sabe acerca de su género de vida

y medios de existencia. Supone que

Madame L'Espanaye decía la

buenaventura para ganarse el sustento.

Tenía fama de poseer algún dinero

escondido. Nunca encontró a otras

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personas en la casa cuando la llamaban

para recoger la ropa, ni cuando la

devolvía. Estaba absolutamente segura de

que las señoras no tenían servidumbre

alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía

que hubiera muebles en ninguna parte de

la casa.

Pierre Moreau, estanquero,

declara que es el habitual proveedor de

tabaco y de rapé de Madame L'Espanaye

desde hace cuatros años. Nació en su

vecindad y ha vivido siempre allí. Hacía

más de seis años que la muerta y su hija

vivían en la casa donde fueron

encontrados sus cadáveres.

Anteriormente a su estadía, el piso había

sido ocupado por un joyero, que alquilaba

a su vez las habitaciones interiores a

distintas personas. La casa era propiedad

de Madame L'Espanaye. Descontenta por

los abusos de su inquilino, se había

trasladado al inmueble de su propiedad,

negándose a alquilar ninguna parte de él.

La buena señora chocheaba a causa de la

edad. El testigo había visto a su hija unas

cinco o seis veces durante los seis años.

Las dos llevaban una vida muy retirada, y

era fama que tenían dinero. Entre los

vecinos había oído decir que Madame

L'Espanaye decía la buenaventura, pero él

no lo creía. Nunca había visto atravesar la

puerta a nadie, excepto a la señora y a su

hija, una o dos voces a un recadero y ocho

o diez a un médico.

En esta misma forma declararon

varios vecinos, pero de ninguno de ellos

se dice que frecuentaran la casa. Tampoco

se sabe que la señora y su hija tuvieran

parientes vivos. Raramente estaban

abiertos los postigos de los balcones de la

fachada principal. Los de la parte trasera

estaban siempre cerrados, a excepción de

las ventanas de la gran sala posterior del

cuarto piso. La casa era una finca

excelente y no muy vieja.

Isidoro Muset, gendarme, declara

haber sido llamado a la casa a las tres de

la madrugada, y dice que halló ante la

puerta principal a unas veinte o treinta

personas que procuraban entrar en el

edificio. Con una bayoneta, y no con una

barra de hierro, pudo, por fin, forzar la

puerta. No halló grandes dificultades en

abrirla, porque era de dos hojas y carecía

de cerrojo y pasador en su parte alta.

Hasta que la puerta fue forzada,

continuaron los gritos, pero luego cesaron

repentinamente. Daban la sensación de

ser alaridos de una o varias personas

víctimas de una gran angustia. Eran

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fuertes y prolongados, y no gritos breves y

rápidos. El testigo subió rápidamente los

escalones. Al llegar al primer rellano, oyó

dos voces que disputaban acremente. Una

de éstas era áspera, y la otra, aguda, una

voz muy extraña. De la primera pudo

distinguir algunas palabras, y le pareció

francés el que las había pronunciado.

Pero, evidentemente, no era voz de mujer.

Distinguió claramente las palabras «sacre»

y «diable». La aguda voz pertenecía a un

extranjero, pero el declarante no puede

asegurar si se trataba de hombre o mujer.

No pudo distinguir lo que decían, pero

supone que hablasen español. El testigo

descubrió el estado de la casa y de los

cadáveres como fue descrito ayer por

nosotros.

Henri Duval, vecino, y de oficio

platero, declara que él formaba parte del

grupo que entró primeramente en la casa.

En términos generales, corrobora la

declaración de Muset. En cuanto se

abrieron paso, forzando la puerta, la

cerraron de nuevo, con objeto de

contener a la muchedumbre que se había

reunido a pesar de la hora. Este opina que

la voz aguda sea la de un italiano, y está

seguro de que no era la de un francés. No

conoce el italiano. No pudo distinguir las

palabras, pero, por la entonación del que

hablaba, está convencido de que era un

italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y

a su hija. Con las dos había conversado

con frecuencia. Estaba seguro de que la

voz no correspondía a ninguna de las dos

mujeres.

Odenheimer, restaurateur.

Voluntariamente, el testigo se ofreció a

declarar. Como no hablaba francés, fue

interrogado haciéndose uso de un

intérprete. Es natural de Amsterdam.

Pasaba por delante de la casa en el

momento en que se oyeron los gritos. Se

detuvo durante unos minutos, diez,

probablemente. Eran fuertes y

prolongados, y producían horror y

angustia. Fue uno de los que entraron en

la casa. Corrobora las declaraciones

anteriores en todos sus detalles, excepto

uno: está seguro de que la voz aguda era

la de un hombre, la de un francés. No

pudo distinguir claramente las palabras

que había pronunciado. Estaban dichas en

alta voz y rápidamente, con cierta

desigualdad, pronunciadas, según

suponía, con miedo y con ira al mismo

tiempo. La voz era áspera. Realmente, no

puede asegurarse que fuese una voz

aguda. La voz grave dijo varias veces:

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«Sacré», «diable», y una sola «Mon Dieu.»

Jules Mignaud, banquero, de la

casa Mignaud et Fils, de la rue Deloraie. Es

el mayor de los Mignaud. Madame

L'Espanaye tenía algunos intereses. Había

abierto una cuenta corriente en su casa de

banca en la primavera del año... (ocho

años antes). Con frecuencia había

ingresado pequeñas cantidades. No retiró

ninguna hasta tres días antes de su

muerte. La retiró personalmente, y la

suma ascendía a cuatro mil francos. La

cantidad fue pagada en oro, y se encargó

a un dependiente que la llevara a su casa.

Adolphe Le Bon, dependiente de

la Banca Mignaud et Fils, declara que en el

día de autos, al mediodía, acompañó a

Madame L'Espanaye a su domicilio con los

cuatro mil francos, distribuidos en dos

pequeños talegos. Al abrirse la puerta,

apareció Mademoiselle L'Espanaye Ésta

cogió uno de los saquitos, y la anciana

señora el otro. Entonces, él saludó y se

fue. En aquellos momentos no había

nadie en la calle. Era una calle apartada,

muy solitaria.

William Bird, sastre, declara que

fue uno de los que entraron en la casa. Es

inglés. Ha vivido dos años en París. Fue

uno de los primeros que subieron por la

escalera. Oyó las voces que disputaban. La

gruesa era de un francés. Pudo oír algunas

palabras, pero ahora no puede recordarlas

todas. Oyó claramente “sacré” y “Man

Dieu”. Por un momento se produjo un

rumor, como si varias personas peleasen.

Ruido de riña y forcejeo. La voz aguda era

muy fuerte, más que la grave. Está seguro

de que no se trataba de la voz de ningún

inglés, sino más bien la de un alemán.

Podía haber sido la de una mujer. No

entiende el alemán.

Cuatro de los testigos

mencionados arriba, nuevamente

interrogados, declararon que la puerta de

la habitación en que fue encontrado el

cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se

hallaba cerrada por dentro cuando el

grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un

silencio absoluto. No se oían ni gemidos ni

ruidos de ninguna especie. Al forzar la

puerta, no se vio a nadie. Tanto las

ventanas de la parte posterior como las de

la fachada estaban cerradas y aseguradas

fuertemente por dentro con sus cerrojos

respectivos. Entre las dos salas se hallaba

también una puerta de comunicación, que

estaba cerrada, pero no con llave. La

puerta que conducía de la habitación

delantera al pasillo estaba cerrada por

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dentro con llave. Una pequeña estancia de

la parte delantera del cuarto piso, a la

entrada del pasillo, estaba abierta

también, puesto que tenía la puerta

entornada. En esta sala se hacinaban

camas viejas, cofres y objetos de esta

especie. No quedó una sola pulgada de la

casa sin que hubiese sido registrada

cuidadosamente. Se ordenó que tanto por

arriba como por abajo se introdujeran

deshollinadores por las chimeneas. La

casa constaba de cuatro pisos, con

buhardillas (mansardas). En el techo se

hallaba, fuertemente asegurado, un

escotillón, y parecía no haber sido abierto

durante muchos años. Por lo que respecta

al intervalo de tiempo transcurrido entre

las voces que disputaban y el acto de

forzar la puerta del piso, las afirmaciones

de los testigos difieren bastante. Unos

hablan de tres minutos, y otros amplían

este tiempo a cinco. Costó mucho forzar la

puerta.

Alfonso García, empresario de

pompas fúnebres, declara que habita en la

rue Morgue, y que es español. También

formaba parte del grupo que entró en la

casa. No subió la escalera, porque es muy

nervioso y temía los efectos que pudiera

producirle la emoción. Oyó las voces que

disputaban. La grave era de un francés. No

pudo distinguir lo que decían, y está

seguro de que la voz aguda era de un

inglés. No entiende este idioma, pero se

basa en la entonación.

Alberto Montan, confitero declara

haber sido uno de los primeros en subir la

escalera. Oyó las voces aludidas. La grave

era de francés. Pudo distinguir varias

palabras. Parecía como si este individuo

reconviniera a otro. En cambio, no pudo

comprender nada de la voz aguda.

Hablaba rápidamente y de forma

entrecortada. Supone que esta voz fuera

la de un ruso. Corrobora también las

declaraciones generales. Es italiano. No ha

hablado nunca con ningún ruso.

Interrogados de nuevo algunos

testigos, certificaron que las chimeneas de

todas las habitaciones del cuarto piso eran

demasiado estrechas para que

permitieran el paso de una persona.

Cuando hablaron de “deshollinadores”, se

refirieron a las escobillas cilíndricas que

con ese objeto usan los limpiachimeneas.

Las escobillas fueron pasadas de arriba

abajo por todos los tubos de la casa. En la

parte posterior de ésta no hay paso

alguno por donde alguien hubiese podido

bajar mientras el grupo subía las

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escaleras. El cuerpo de Mademoiselle

L'Espanaye estaba tan fuertemente

introducido en la chimenea, que no pudo

ser extraído de allí sino con la ayuda de

cinco hombres.

Paul Dumas, médico, declara que

fue llamado hacia el amanecer para

examinar los cadáveres. Yacían entonces

los dos sobre las correas de la armadura

de la cama, en la habitación donde fue

encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El

cuerpo de la joven estaba muy magullado

y lleno de excoriaciones. Se explican

suficientemente estas circunstancias por

haber sido empujado hacia arriba en la

chimenea. Sobre todo, la garganta

presentaba grandes excoriaciones. Tenía

también profundos arañazos bajo la

barbilla, al lado de una serie de lívidas

manchas que eran, evidentemente,

impresiones de dedos. El rostro se hallaba

horriblemente descolorido, y los ojos

fuera de sus órbitas. La lengua había sido

mordida y seccionada parcialmente. Sobre

el estómago se descubrió una gran

magulladura, producida, según se supone,

por la presión de una rodilla. Según

Monsieur Dumas, Mademoiselle

L'Espanaye había sido estrangulada por

alguna persona o personas desconocidas.

El cuerpo de su madre estaba

horriblemente mutilado. Todos los huesos

de la pierna derecha y del brazo estaban,

poco o mucho, quebrantados. La tibia

izquierda, igual que las costillas del mismo

lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el

cuerpo con espantosas magulladuras y

descolorido. Es imposible certificar cómo

fueron producidas aquellas heridas. Tal

vez un pesado garrote de madera, o una

gran barra de hierro —alguna silla—, o

una herramienta ancha, pesada y roma,

podría haber producido resultados

semejantes. Pero siempre que hubieran

sido manejados por un hombre muy

fuerte. Ninguna mujer podría haber

causado aquellos golpes con clase alguna

de arma. Cuando el testigo la vio, la

cabeza de la muerta estaba totalmente

separada del cuerpo y, además,

destrozada. Evidentemente, la garganta

había sido seccionada con un instrumento

afiladísimo, probablemente una navaja

barbera.

Alexandre Etienne, cirujano,

declara haber sido llamado al mismo

tiempo que el doctor Dumas, para

examinar los cuerpos. Corroboró la

declaración y las opiniones de éste.

»No han podido obtenerse más

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pormenores importantes en otros

interrogatorios. Un crimen tan extraño y

tan complicado en todos sus aspectos no

había sido cometido jamás en París, en el

caso de que se trate realmente de un

crimen. La Policía carece totalmente de

rastro, circunstancia rarísima en asuntos

de tal naturaleza. Puede asegurarse, pues,

que no existe la menor pista.

En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía

gran excitación en el quartier Saint—Roch; que, de nuevo, se habían

investigado cuidadosamente las circunstancias del crimen, pero que

no se había obtenido ningún resultado. A última hora anunciaba una

noticia que Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado; pero

ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.

Dupin demostró estar particularmente interesado en el

desarrollo de aquel asunto; cuando menos, así lo deducía yo por su

conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo después de

haber sido encarcelado Le Bon me preguntó mi parecer sobre

aquellos asesinatos.

Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el

público parisiense, considerando aquel crimen como un misterio

insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con el

asesino.

—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar

nada con respecto al modo de encontrarlo —dijo Dupin—. La Policía

de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero nada más.

No hay más método en sus diligencias que el que las circunstancias

sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con

frecuencia ocurre que son tan poco apropiadas a los fines

propuestos que nos hacen pensar en Monsieur Jourdain pidiendo su

robede—chambre, pour mieux entendre la musique. A veces no

dejan de ser sorprendentes los resultados obtenidos. Pero, en su

mayor parte, se consiguen por mera insistencia y actividad. Cuando

resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus planes.

Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre

perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación, se

equivocaba con frecuencia por la misma intensidad de sus

investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto

tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos

circunstancias con una poco corriente claridad; pero al hacerlo

perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede decirse

que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está

siempre en el fondo de un pozo. En realidad, yo pienso que, en

cuanto a lo que más importa conocer, es invariablemente

superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la

buscamos, pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la

vemos. Las variedades y orígenes de esta especie de error tienen un

magnífico ejemplo en la contemplación de los cuerpos celestes.

Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente,

volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina (que son más

sensibles a las débiles impresiones de la luz que las anteriores), es

contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta

apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que

volvemos nuestra visión de lleno hacía ella. En el último caso, caen

en los ojos mayor número de rayos, pero en el primero se obtiene

una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad,

embrollamos y debilitamos el pensamiento, y aun lo confundimos.

Podemos, incluso, lograr que Venus se desvanezca del firmamento

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si le dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado

concentrada o demasiado directa.

»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos

algunas investigaciones por nuestra cuenta, antes de formar de ellos

una opinión. Una investigación como ésta nos procurará una buena

diversión —a mí me pareció impropia esta última palabra, aplicada

al presente caso, pero no dije nada—, y, por otra parte, Le Bon ha

comenzado por prestarme un servicio y quiero demostrarle que no

soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo examinaremos con

nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me

será difícil conseguir el permiso necesario.

Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos

inmediatamente a la rue Morgue. Es ésta una de esas miserables

callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint—Roch. Cuando

llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde, porque este

barrio se encuentra situado a gran distancia de aquel en que

nosotros vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a ella

varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas cerradas.

Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal, y en

uno de sus lados había una casilla de cristales con un bastidor

corredizo en la ventanilla, y parecía ser la loge de concierge2. Antes

de entrar nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo, pasamos

a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó durante todo este

rato los alrededores, así como la casa, con una atención tan

cuidadosa, que me era imposible comprender su finalidad.

Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la

fachada de la casa. Llamamos a la puerta, y después de mostrar

nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la entrada.

2 Portería.

Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido

encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se

hallaban aún los dos cadáveres. Como de costumbre, había sido

respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había

publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo

minuciosamente, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos

inmediatamente a otras habitaciones, y bajamos luego al patio. Un

gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos

ocupó hasta el anochecer, marchándonos entonces. De regreso a

nuestra casa, mi compañero se detuvo unos minutos en las oficinas

de un periódico.

He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y

que je les menageais: esta frase no tiene equivalente en inglés.

Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda conversación sobre

los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había

observado algo particular en el lugar del hecho.

En su manera de pronunciar la palabra «particular» había

algo que me produjo un estremecimiento sin saber por qué.

—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada

más de lo que ya sabemos por el periódico.

—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya

logrado penetrar en el insólito horror del asunto. Pero dejemos las

necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este misterio se

ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser

fácil de resolver, y me refiero al outre carácter de sus circunstancias.

La Policía se ha confundido por la ausencia aparente de motivos que

justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que ha sido

cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de

conciliar las voces que disputaban con la circunstancia de no haber

hallado arriba sino a Mademoiselle L'Espanaye, asesinada, y no

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encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto por las

personas que subían por las escaleras. El extraño desorden de la

habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la

chimenea; la mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, todas

estas consideraciones, con las ya descritas y otras no dignas de

mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades,

haciendo que fracasara por completo la tan cacareada perspicacia

de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande aunque común

error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente

por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la

razón su camino en la investigación de la verdad, en el caso de que

ese hallazgo sea posible. En investigaciones como la que estamos

realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha

ocurrido» como «qué ha ocurrido que no había ocurrido jamás

hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de llegar o he

llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa

con su aparente falta de solución en el criterio de la Policía.

Con mudo asombro, contemplé a mi amigo.

—Estoy esperando ahora —continuó diciéndome mirando a

la puerta de nuestra habitación— a un individuo que aun cuando

probablemente no ha cometido esta carnicería bien puede estar, en

cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente

de la parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no

equivocarme en esta suposición, porque en ella se funda mi

esperanza de descubrir el misterio. Espero a este individuo aquí en

esta habitación y de un momento a otro. Cierto es que puede no

venir, pero lo probable es que venga. Si viene, hay que detenerlo.

Aquí hay unas pistolas, y los dos sabemos cómo usarlas cuando las

circunstancias lo requieren.

Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas,

mientras Dupin continuaba hablando como si monologara. Se

dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa

entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona

que se halla un poco distante. Sus pupilas inexpresivas miraban

fijamente hacia la pared.

—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces

que disputaban —dijo—, oídas por quienes subían las escaleras, no

eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el que la anciana

hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado

después. Hablo de esto únicamente por respeto al método; porque,

además, la fuerza de Madame L'Espanaye no hubiera conseguido

nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como

fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye

totalmente la idea del suicidio. Por tanto, el asesinato ha sido

cometido por terceras personas, y las voces de éstas son las que se

oyeron disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha

declarado con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular

en las declaraciones. ¿No ha observado usted nada en ellas?

Yo le dije que había observado que mientras todos los

testigos coincidían en que la voz grave era de un francés, había un

gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o áspera, como

uno de ellos la había calificado.

—Esto es evidencia pura —dijo—, pero no lo particular de

esa evidencia. Usted no ha observado nada característico, pero, no

obstante había algo que observar. Como ha notado usted los

testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello

había unanimidad. Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su

particularidad, no en el desacuerdo, sino en que, cuando un italiano,

un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla

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cada uno de ellos opina que era la de un extranjero. Cada uno está

seguro de que no es la de un compatriota, y cada uno la compara,

no a la de un hombre de una nación cualquiera cuyo lenguaje

conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de

un español y que «hubiese podido distinguir algunas palabras de

haber estado familiarizado con el español». El holandés sostiene

que fue la de un francés, pero sabemos que, por «no conocer este

idioma, el testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone

el inglés que la voz fue la de un alemán; pero añade que «no

entiende el alemán». El español «está seguro» de que es la de un

inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene

ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz de

un ruso, pero «jamás ha tenido conversación alguna con un ruso».

Otro francés difiere del primero, y está seguro de que la voz era de

un italiano; pero aunque no conoce este idioma, está, como el

español, «seguro de ello por su entonación». Ahora bien, ¡cuán

extraña debía de ser aquella voz para que tales testimonios

pudieran darse de ella, en cuyas inflexiones, ciudadanos de cinco

grandes naciones europeas, no pueden reconocer nada que les sea

familiar! Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de

un asiático o la de un africano; pero ni los asiáticos ni los africanos

se ven frecuentemente por París. Pero, sin decir que esto sea

posible, quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos. Uno de

los testigos describe aquella voz como «más áspera que aguda»;

otros dicen que es «rápida y desigual»; en este caso, no hubo

palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que ningún testigo

mencionara como inteligibles.

»Ignoro qué impresión —continuó Dupin— puedo haber

causado en su entendimiento, pero no dudo en manifestar que las

legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los

testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y

agudas), bastan por sí mismas para motivar una sospecha que bien

puede dirigirnos en todo ulterior avance en la investigación de este

misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero así no queda del

todo explicada mi intención. Quiero únicamente manifestar que

esas deducciones son las únicas apropiadas, y que mi sospecha se

origina inevitablemente en ellas como una conclusión única. No diré

todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender a

usted que para mí tiene fuerza bastante para dar definida forma

(determinada tendencia) a mis investigaciones en aquella

habitación.

»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero

que hemos de buscar allí? Los medios de evasión utilizados por los

asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los dos

creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales.

Madame y Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente,

asesinadas por espíritus. Quienes han cometido el crimen fueron

seres materiales y escaparon por procedimientos materiales. ¿De

qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con

respecto a este punto, y éste habrá de llevarnos a una solución

precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de

evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba

donde fue hallada Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando menos, en

la contigua, cuando las personas subían las escaleras. Por tanto, sólo

hay que investigar las salidas de estas dos habitaciones. La Policía ha

dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la mampostería

de las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido

escapar determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de sus

ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había

salida secreta. Las puertas de las habitaciones que daban al pasillo

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estaban cerradas perfectamente por dentro. Veamos las chimeneas.

Aunque de anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies

sobre los hogares, no puede, en toda su longitud, ni siquiera dar

cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya

indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan

más que las ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada

principal no hubiera podido escapar nadie sin que la muchedumbre

que había en la calle lo hubiese notado. Por tanto, los asesinos han

de haber pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues,

de estas deducciones y, de forma tan inequívoca, a esta conclusión,

no podemos, según un minucioso razonamiento, rechazarla,

teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por

demostrar que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo

son.

»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla

obstruida por los muebles, y está completamente visible. La parte

inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la pesada

armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las

dos ventanas está fuertemente cerrada y asegurada por dentro.

Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes intentaron

levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero

practicado con una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él

hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se encontró otro clavo

semejante, clavado de la misma forma, y un vigoroso esfuerzo para

separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces

de que por ese camino no se había efectuado la salida, y por esta

razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir las

ventanas.

»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya

de decir, ya que sabía era preciso probar que todas aquellas

aparentes imposibilidades no lo eran realmente.

Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han

debido de escapar por una de estas ventanas. Suponiendo esto, no

es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se las ha

encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las

investigaciones de la Policía en este aspecto. No obstante, las

ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues, preciso que

pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta

conclusión. Fui directamente a la ventana no obstruida, y con cierta

dificultad extraje el clavo y traté de levantar el marco. Como yo

suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues, evidentemente,

un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me

convenció de que mis premisas, por muy misteriosas que

apareciesen las circunstancias relativas a los clavos, eran correctas.

Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto

resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve

de abrir la ventana.

»Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de

haberlo examinado atentamente. Una persona que hubiera pasado

por aquella ventana podía haberla cerrado y haber funcionado solo

el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta

conclusión está clarisima, y restringía mucho el campo de mis

investigaciones. Los asesinos debían, por tanto, de haber escapado

por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran iguales,

como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los

clavos, o, por lo menos, en su colocación. Me subí sobre las correas

de la armadura del lecho, y por encima de su cabecera examiné

minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás

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de la madera, descubrí y apreté el resorte, que, como yo había

supuesto, era idéntico al anterior. Entonces examiné el clavo. Era

del mismo grueso que el otro, y aparentemente estaba clavado de

la misma forma, hundido casi hasta la cabeza.

»Tal vez diga usted que me quedé perplejo; pero si piensa

semejante cosa es que no ha comprendido bien la naturaleza de mis

deducciones. Sirviéndome de un término deportivo, no me he

encontrado ni una vez «en falta». El rastro no se ha perdido ni un

solo instante. En ningún eslabón de la cadena ha habido un defecto.

Hasta su última consecuencia he seguido el secreto. Y la

consecuencia era el clavo. En todos sus aspectos, he dicho,

aparentaba ser análogo al de la otra ventana; pero todo esto era

nada (tan decisivo como parecía) comparado con la consideración

de que en aquel punto terminaba mi pista. «Debe de haber algún

defecto en este clavo», me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un

cuarto de su espiga, se me quedó en la mano. El resto quedó en el

orificio donde se había roto. La rotura era antigua, como se deducía

del óxido de sus bordes, y, al parecer, había sido producido por un

martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la

superficie del marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente

aquella parte en el lugar de donde la había separado, y su

semejanza con un clavo intacto fue completa. La rotura era

inapreciable. Apreté el resorte y levanté suavemente el marco unas

pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su

agujero. Cerré la ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia del

clavo entero.

»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había

huido por la ventana situada a la cabecera del lecho. Al bajar por sí

misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser cerrada

deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la

sujeción de éste había engañado a la Policía, confundiéndola con la

del clavo, por lo cual se había considerado innecesario proseguir la

investigación.

»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino.

Sobre este punto me sentía satisfecho de mi paseo en torno al

edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana en

cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido

imposible a cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos

entrar. Sin embargo, al examinar los postigos del cuarto piso, vi que

eran de una especie particular, que los carpinteros parisienses

llaman ferrades, especie poco usada hoy, pero hallada

frecuentemente en las casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tienen la

forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes),

excepto que su mitad superior está enrejada o trabajada a modo de

celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las manos. En el

caso en cuestión, estos postigos tienen una anchura de tres pies y

medio3, más o menos. Cuando los vimos desde la parte posterior de

la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban

con la pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya

examinado, como yo, la parte posterior del edificio; pero al mirar las

ferrades en el sentido de su anchura (como deben de haberlo

hecho), no se han dado cuenta de la dimensión en este sentido, o

cuando menos no le han dado la necesaria importancia. En realidad,

una vez se convencieron de que no podía efectuarse la huida por

aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin embargo,

para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada

a la cabecera de la cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la

3 3,5 pies = 1 metro aprox.

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pared, llegaría hasta unos dos pies4 de la cadena del pararrayos.

También estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor

insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella ventana con

ayuda de la cadena. Llegado a aquella distancia de dos pies y medio

(supongamos ahora abierto el postigo), un ladrón hubiese podido

encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego, desde

él, soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared,

pudiera lanzarse rápidamente, caer en la habitación y atraer hacia sí

violentamente el postigo, de modo que se cerrase, y suponiendo,

desde luego, que se hallara siempre la ventana abierta.

»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía

insólita, necesaria para llevar a cabo con éxito una empresa tan

arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en primer

lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy

principalmente, llamar su atención sobre el carácter extraordinario,

casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su ejecución.

»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la

ley, que para «defender mi causa» debiera más bien prescindir de la

energía requerida en ese caso antes que insistir en valorarla

exactamente. Esto es realizable en la práctica forense, pero no en la

razón. Mi objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito

inmediato conducir a usted a que compare esa insólita energía de

que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o áspera), y

desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado

siquiera dos testigos que estuviesen de acuerdo, y en cuya

pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.

A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una

vaga idea de lo que pensaba Dupin. Me parecía llegar al límite de la

4 2 pies = 60 cm. (aprox.).

comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo que esas

personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo

y no son capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su

razonamiento.

—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión

del modo de salir al de entrar. Mi plan es demostrarle que ambas

cosas se han efectuado de la misma manera y por el mismo sitio.

Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus

aspectos. Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido

saqueados, aunque han quedado en ellos algunas prendas de vestir.

Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy necia, por

cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos

encontrados en los cajones no eran todo lo que contenían?

Madame L'Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente

retirada. No se trataban con nadie, salían rara vez y, por

consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los

objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad, por lo

menos, como cualquiera de los que posiblemente hubiesen poseído

esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los

mejores, o por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro

mil francos en oro para cargar con un fardo de ropa blanca? El oro

fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por

Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los

saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar de su pensamiento

la idea desatinada de un motivo, engendrada en el cerebro de la

Policía por esa declaración que se refiere a dinero entregado a la

puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta

(entrega del dinero y asesinato, tres días más tarde, de la persona

que lo recibe) se presentan constantemente en nuestra vida sin

despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo general las

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coincidencias son otros tantos motivos de error en el camino de esa

clase de pensadores educados de tal modo que nada saben de la

teoría de probabilidades, esa teoría a la cual las más memorables

conquistas de la civilización humana deben lo más glorioso de su

saber. En este caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de

haber sido entregado tres días antes hubiese podido parecer algo

más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo. Pero,

dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el

oro ha sido el móvil del hecho, también debemos imaginar que

quien lo ha cometido ha sido tan vacilante y tan idiota que ha

abandonado al mismo tiempo el oro y el motivo.

»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los

cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y

la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan

singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos

encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida

cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no

emplean semejante procedimiento de asesinato. En el violento

modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir

que hay algo excesivamente exagerado, algo que está en

desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos

humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen

sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán

enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan

violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla,

por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si

lograron sacarlo de ella.

»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que

ponen de manifiesto este vigor maravilloso. Había en el hogar unos

espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían sido

arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para

arrancar de la cabeza, aun cuando no sean más que veinte o treinta

cabellos a la vez. Usted habrá visto tan bien como yo aquellos

mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían

adheridos fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la

prodigiosa fuerza que ha sido necesaria para arrancar tal vez un

millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba

cortada, sino que tenía la cabeza completamente separada del

cuerpo, y el instrumento para esta operación fue una sencilla navaja

barbera. Le ruego que se fije también en la brutal ferocidad de tal

acto. No es necesario hablar de las magulladuras que aparecieron

en el cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su

honorable colega Monsieur Etienne han declarado que habían sido

producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores están

en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento

del patio sobre el que la víctima ha caído desde la ventana situada

encima del lecho. Por muy sencilla que parezca ahora esta idea,

escapó a la Policía, por la misma razón que le impidió notar la

anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los clavos,

su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las

ventanas hubieran podido ser abiertas.

»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado

usted bien acerca del extraño desorden de la habitación, hemos

llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad maravillosa,

fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una

grotesquerie en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y

una voz extranjera por su acento para los oídos de hombres de

distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran

advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello?

¿Cuál es la impresión que ha producido en su imaginación?

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Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío.

—Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático

furioso que se habrá escapado de alguna Maison de Santé vecina.

—En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada

su idea. Pero hasta en sus más feroces paroxismos, las voces de los

locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída desde la calle. Los

locos pertenecen a una nación cualquiera, y su lenguaje, aunque

incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un

loco no se parece al que yo tengo en la mano. De los dedos

rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he desenredado esté

pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?

—Dupin —exclamé, completamente desalentado—, ¡qué

cabello más raro! No es un cabello humano.

—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes

de decidir con respecto a este particular, le ruego que examine este

pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel. Es un facsímil

que representa lo que una parte de los testigos han declarado como

cárdenas magulladuras y profundos rasguños producidos por las

uñas en el cuello de Mademoiselle L'Espanaye, y que los doctores

Dumas y Etienne llaman una serie de manchas lívidas

evidentemente producidas por la impresión de los dedos.

Comprenderá usted —continuó mi amigo, desdoblando el

papel sobre la mesa y ante nuestros ojos —que este dibujo da idea

de una presión firme y poderosa. Aquí no hay deslizamiento visible.

Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la víctima, la

terrible presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de

colocar sus dedos, todos a un tiempo, en las respectivas

impresiones, tal como las ve usted aquí.

Lo intenté en vano.

—Es posible —continuó— que no efectuemos esta

experiencia de un modo decisivo. El papel está desplegado sobre

una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero aquí

tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de

la garganta. Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a efectuar

la experiencia.

Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que

la primera vez.

—Esta —dije— no es la huella de una mano humana.

—Ahora, lea este pasaje de Cuvier —continuó Dupin.

Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran

orangután salvaje de las islas de la India Oriental. Son harto

conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y

agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de

imitación de estos mamíferos. Comprendí entonces, de pronto, todo

el horror de aquellos asesinatos.

—La descripción de los dedos —dije, cuando hube

terminado la lectura— está perfectamente de acuerdo con este

dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie

que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha

dibujado usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter

que el del animal descrito por Cuvier. Pero no me es posible

comprender las circunstancias de este espantoso misterio. Hay que

tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e,

indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un francés.

—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi

unánimemente a esa voz por los testigos; la expresión «Mon Dieu».

Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero)

la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto,

yo he fundado en estas voces mis esperanzas de la completa

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solución de este misterio. Indudablemente, un francés conoce el

asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible, probable, que

él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que

han ocurrido. Puede habérsele escapado el orangután, y puede

haber seguido su rastro hasta la habitación. Pero, dadas las agitadas

circunstancias que se hubieran producido, pudo no haberle sido

posible capturarle de nuevo. Todavía anda suelto el animal. No es

mi propósito continuar estas conjeturas, y las califico así porque no

tengo derecho a llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de

reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base para

ser apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además,

porque no puedo hacerlas inteligibles para la comprensión de otra

persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y considerémoslas así. Si,

como yo supongo, el francés a que me refiero es inocente de tal

atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas

de Le Monde, un periódico consagrado a intereses marítimos y muy

buscado por los marineros, nos lo traerá a casa.

Me entregó el periódico, y leí:

CAPTURA

En el Bois de Boulogne se ha encontrado a

primeras horas de la mañana del día... de

los corrientes (la mañana del crimen), un

enorme orangután de la especie de

Borneo. Su propietario (que se sabe es un

marino perteneciente a la tripulación de

un navío maltés) podrá recuperar el

animal, previa su identificación, pagando

algunos pequeños gestos ocasionados por

su captura y manutención. Dirigirse al

número... de la rue... Faubourg Saint—

Germain... tercero.

—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el

individuo de que se trata es marinero y está enrolado en un navío

maltés?

—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de

que exista. Pero tengo aquí este pedacito de cinta que, a juzgar por

su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada, evidentemente,

para anudar los cabellos en forma de esas largas guerres5 a que tan

aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben

anudarlo muy pocas personas, y es característico de los malteses.

Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede

pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he

equivocado en mis deducciones con respecto a este lazo, es decir,

pensando que ese francés sea un marinero enrolado en un navío

maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el

anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas

circunstancias me engañaron, y no se tomará el trabajo de

inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso muy

importante. Aunque inocente del crimen, el francés habrá de

conocerlo, y vacilará entre si debe responder o no al anuncio y

reclamar o no al orangután.

Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy

pobre; mi orangután vale mucho dinero, una verdadera fortuna

para un hombre que se encuentra en mi situación. ¿Por qué he de

perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance.

5 Coletas.

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Lo encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del

escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que un animal ha

cometido semejante acción? La Policía está despistada. No ha

obtenido el menor indicio. Dado el caso de que sospecharan del

animal, será imposible demostrar que yo tengo conocimiento del

crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de conocerlo. Además,

me conocen. El anunciante me señala como dueño del animal. No sé

hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una

propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía,

concluiré haciendo sospechoso al animal. No es prudente llamar la

atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a este anuncio,

recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado

por completo este asunto.»

En este instante oímos pasos en la escalera.

—Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero

no haga uso de ellas, ni las enseñe, hasta que yo le haga una señal.

Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El

visitante entró sin llamar y subió algunos peldaños de la escalera.

Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos descender. Dupin se

precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de

nuevo. Ahora ya no retrocedía por segunda vez, sino que subió con

decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.

—Adelante —dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.

Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un

hombre alto, fuerte, musculoso, con una expresión de arrogancia no

del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto en

más de su mitad por las patillas y el mustachio. Estaba provisto de

un grueso garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó,

inclinándose torpemente, pronunciando un «Buenas tardes» con

acento francés, el cual, aunque, bastardeada levemente por el suizo,

daba a conocer a las claras su origen parisiense.

—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a

reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo envidio. Es un

hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué edad

cree usted que tiene?

El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un

peso intolerable, y contestó luego con voz firme:

—No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de

cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?

—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello.

Está en una cuadra de alquiler en la rue Dubourg, cerca de aquí.

Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo. Supongo

que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.

—Sin duda alguna, señor.

—Mucho sentiré tener que separarme de él —dijo Dupin.

—No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias

para nada, señor —dijo el hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a

pagar una gratificación por el hallazgo del animal, mientras sea

razonable.

—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy

justo. Veamos. ¿Qué voy a pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi

gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto sepa con

respecto a los asesinatos de la rue Morgue.

Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con

una gran tranquilidad. Con análoga tranquilidad se dirigió hacia la

puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego sacó la

pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa.

La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un

arrebato de sofocación. Se levantó y empuñó su bastón. Pero

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inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor

convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra, y

le compadecí de todo corazón.

—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro

que se alarma usted sin motivo alguno. No es nuestro propósito

causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de honor de

caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé

perfectamente que nada tiene usted que ver con las atrocidades de

la rue Morgue. Sin embargo, no puedo negar que, en cierto modo,

está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted

perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes

medios de información, medios en los cuales no hubiera usted

pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros. Nada ha hecho

usted que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a

usted culpable. Nadie puede acusarle de haber robado, pudiendo

haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene tampoco nada que

ocultar. También carece de motivos para hacerlo. Además, por

todos los principios del honor, está usted obligado a confesar

cuanto sepa. Se ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de

un crimen cuyo autor solamente usted puede señalar.

Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el

marinero había recobrado un poco su presencia de ánimo. Pero

toda su arrogancia había desaparecido.

—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve

pausa—. Le diré cuanto sepa sobre el asunto; pero estoy seguro de

que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo creyera.

Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré

con franqueza.

En resumen, fue esto lo que nos contó:

Había hecho recientemente un viaje al archipiélago Indico.

Él formaba parte de un grupo que desembarcó en Borneo, y pasó al

interior para una excursión de placer. Entre éI y un compañero suyo

habían dado captura al orangután. Su compañero murió, y el animal

quedó de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias

producidas por la ferocidad indomable del cautivo, durante el viaje

de regreso consiguió por fin alojarlo en su misma casa, en París,

donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los

vecinos, lo recluyó cuidadosamente, con objeto de que curase de

una herida que se había producido en un pie con una astilla, a bordo

de su buque. Su proyecto era venderlo.

Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al

volver de una francachela celebrada con algunos marineros,

encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del cuarto

contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba

sentado ante un espejo, teniendo una navaja de afeitar en una

mano. Estaba todo enjabonado, intentando afeitarse, operación en

la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de

la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un

animal tan feroz y sabiéndole muy capaz de hacer uso de ella, el

hombre no supo qué hacer durante un segundo. Frecuentemente

había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos

utilizando un látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero

al ver el látigo, el orangután saltó de repente fuera de la habitación,

echó a correr escaleras abajo, y, viendo una ventana,

desgraciadamente abierta, salió a la calle.

El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la

navaja, se paraba de vez en cuando, se volvía y le hacía muecas,

hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces escapaba de

nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles

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en completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al

descender por un pasaje situado detrás de la rue Morgue, la

atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente de la

ventana abierta de la habitación de Madame L'Espanaye, en el

cuarto piso. Se precipitó hacia la casa, y al ver la cadena del

pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo, que

estaba abierto de par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta,

se lanzó sobre la cabecera de la cama. Apenas si toda esta gimnasia

duró un minuto. El orangután, al entrar en la habitación, había

rechazado contra la pared el postigo, que de nuevo quedó abierto.

El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía

grandes esperanzas de capturar ahora al animal, que podría escapar

difícilmente de la trampa donde se había metido, de no ser que lo

hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando

descendiese. Por otra parte, le inquietaba grandemente lo que

pudiera ocurrir en el interior de la casa, y esta última reflexión le

decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por

una cadena de pararrayos. Pero una vez hubo llegado a la altura de

la ventana, cerrada entonces, se vio en la imposibilidad de

alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al

interior de la habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de

terror que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se oyeron

los terribles gritos que despertaron, en el silencio de la noche, al

vecindario de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, vestidas

con sus camisones, estaban, según parece, arreglando algunos

papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido llevado

al centro de la habitación. Estaba abierto, y esparcido su contenido

por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la

ventana, y, a juzgar por el tiempo que transcurrió entre la llegada

del animal y los gritos, es probable que no se dieran cuenta

inmediatamente de su presencia. El golpe del postigo debió de ser

verosímilmente atribuido al viento.

Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había

asido a Madame L’Espanaye por los cabellos, que, en aquel instante,

tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la navaja ante su rostro

imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el

suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante

los cuales estuvo arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el

efecto de cambiar los probables propósitos pacíficos del orangután

en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo le

separó casi la cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se

convirtió en frenesí. Con los dientes apretados y despidiendo llamas

por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la hija y clavó sus terribles

garras en su garganta, sin soltarla hasta que expiró. Sus extraviadas

y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre

la cual la cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía

en la oscuridad. La furia de la bestia, que recordaba todavía el

terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo.

Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un

castigo, pareció deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la

angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar saltos por la

alcoba, derribando y destrozando los muebles con sus movimientos

y levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo

de la joven y a empujones lo introdujo por la chimenea en la

posición en que fue encontrado. Inmediatamente después se lanzó

sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la ventana.

Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado

fardo, el marinero retrocedió horrorizado hacia la cadena, y, más

que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue inmediata y

precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de

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aquella horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su

espanto, toda preocupación por lo que pudiera sucederle al

orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las

escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los

diabólicos parloteos del animal.

Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el

orangután debió de huir de la alcoba, utilizando la cadena del

pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella.

Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por

una fuerte suma para el Jardín des plantes. Después de haber

contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos comentarios por

parte de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue

puesto inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy

inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no podía disimular de

modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había

tomado y se permitió una o dos frases sarcásticas con respecto a la

corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a

él le correspondían.

—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que

no creía oportuno contestar—. Déjele que hable. Así aligerará su

conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de haberle

vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la

solución de este misterio no es tan extraño como él supone, porque,

realmente, nuestro amigo el Prefecto es lo suficientemente agudo

para pensar sobre ello con profundidad. Pero su ciencia carece de

base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la

diosa Laverna, o, por mejor decir, todo cabeza y espalda, como el

bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le aprecio

particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe

su reputación de hombre de talento. Me refiero a su modo de nier

ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas6.

6 «De negar lo que es y explicar lo que no es». Rousseau, nouvelle Heloïse.

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ARTHUR CONAN DOYLE (1859-1930)

Escritor de misterio de origen inglés cuyo personaje, Sherlock

Holmes, es el estereotipo universal del detective privado cuya

poderosa capacidad analítica lo lleva a develar los más difíciles e

increíbles casos criminales. Gracias a sus historias, Doyle disfrutó en

vida de un éxito literario inusitado, a tal grado, que el Scotland Yard,

creyendo en la existencia real de Holmes, solicitó su colaboración en

la solución de los sangrientos asesinatos de Jack el Destripador.

Como médico de profesión y autor de obras policiacas a Dolyle

también se le llegó a implicar en este horrendo caso. Dentro de la

obra de este autor destacan las narraciones El perro de los

Baskerville, El club de los pelirrojos, La banda moteada, El pulgar del

ingeniero, El campeón de football, Los Cunningham's, Las dos

manchas de sangre, entre otras.

Texto extraído de la edición digital de los cuentos de

Sherlock Colmes, disponible en www.librodot.com, y titulada Las

aventuras de Sherlock Holmes. Antología descargada en julio de

2008.

UN CASO DE IDENTIDAD

––Querido amigo ––dijo Sherlock Holmes mientras nos senta amos

a uno y otro lado de la chimenea en sus aposentos de Baker Street–

–. La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que

pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar

ciertas cosas que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos

salir volando por esa ventana, cogidos de la mano, sobrevolar esta

gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y espiar todas las

cosas raras que pasan, las extrañas coincidencias, las intrigas, los

engaños, los prodigiosos encadenamientos de circunstancias que se

extienden de generación en generación y acaban conduciendo a los

resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de

ficción, con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de

antemano, son algo trasnochado e insípido.

––Pues yo no estoy convencido de eso ––repliqué––. Los

casos que salen a la luz en los periódicos son, como regla general,

bastante prosaicos y vulgares. En los informes de la policía podemos

ver el realismo llevado a sus últimos límites y, sin embargo,

debemos confesar que el resultado no tiene nada de fascinante ni

de artístico.

––Para lograr un efecto realista es preciso ejercer una cierta

selección y discreción ––contestó Holmes––. Esto se echa de menos

en los informes policiales, donde se tiende a poner más énfasis en

las perogrulladas del magistrado que en los detalles, que para una

persona observadora encierran toda la esencia vital del caso. Puede

creerme, no existe nada tan antinatural como lo absolutamente

vulgar.

Sonreí y negué con la cabeza.

––Entiendo perfectamente que piense usted así ––dije––.

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Por supuesto, dada su posición de asesor extraoficial, que presta

ayuda a todo el que se encuentre absolutamente desconcertado, en

toda la extensión de tres continentes, entra usted en contacto con

todo lo extraño y fantástico. Pero veamos ––recogí del suelo el

periódico de la mañana––, vamos a hacer un experimento práctico.

El primer titular con el que me encuentro es: «Crueldad de un

marido con su mujer». Hay media columna de texto, pero sin

necesidad de leerlo ya sé que todo me va a resultar familiar.

Tenemos, naturalmente, a la otra mujer, la bebida, el insulto, la

bofetada, las lesiones, la hermana o casera comprensiva. Ni el más

ramplón de los escritores podría haber inventado algo tan ramplón.

––Pues resulta que ha escogido un ejemplo que no favorece

nada a su argumentación ––dijo Holmes, tomando el periódico y

echándole un vistazo––. Se trata del proceso de separación de los

Dundas, y da la casualidad de que yo intervine en el esclarecimiento

de algunos pequeños detalles relacionados con el caso. El marido

era abstemio, no existía otra mujer, y el comportamiento del que se

quejaba la esposa consistía en que el marido había adquirido la

costumbre de rematar todas las comidas quitándose la dentadura

postiza y arrojándosela a su esposa, lo cual, estará usted de

acuerdo, no es la clase de acto que se le suele ocurrir a un novelista

corriente. Tome una pizca de rapé, doctor, y reconozca que me he

apuntado un tanto con este ejemplo suyo.

Me alargó una cajita de rapé de oro viejo, con una gran

amatista en el centro de la tapa. Su esplendor contrastaba de tal

modo con las costumbres hogareñas y la vida sencilla de Holmes

que no pude evitar un comentario.

––¡Ah! ––dijo––. Olvidaba que llevamos varias semanas sin

vernos. Es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia, como pago por

mi ayuda en el caso de los documentos de Irene Adler.

––¿Y el anillo? ––pregunté, mirando un precioso brillante

que refulgía sobre su dedo.

––Es de la familia real de Holanda, pero el asunto en el que

presté mis servicios era tan delicado que no puedo confiárselo ni

siquiera a usted, benévolo cronista de uno o dos de mis pequeños

misterios.

––¿Y ahora tiene entre manos algún caso? ––pregunté

interesado.

––Diez o doce, pero ninguno presenta aspectos de interés.

Ya me entiende, son importantes, pero sin ser interesantes.

Precisamente he descubierto que, por lo general, en los asuntos

menos importantes hay mucho más campo para la observación y

para el rápido análisis de causas y efectos, que es lo que da su

encanto a las investigaciones. Los delitos más importantes suelen

tender a ser sencillos, porque cuanto más grande es el crimen, más

evidentes son, como regla general, los motivos. En estos casos, y

exceptuando un asunto bastante enrevesado que me han mandado

de Marsella, no hay nada que presente interés alguno. Sin embargo,

es posible que me llegue algo mejor antes de que pasen muchos

minutos porque, o mucho me equivoco, o ésa es una cliente.

Se había levantado de su asiento y estaba de pie entre las

cortinas separadas, observando la gris y monótona calle londinense.

Mirando por encima de su hombro, vi en la acera de enfrente a una

mujer grandota, con una gruesa boa de piel alrededor del cuello, y

una gran pluma roja ondulada en un sombrero de ala ancha que

llevaba inclinado sobre la oreja, a la manera coquetona de la

duquesa de Devonshire. Bajo esta especie de palio, la mujer miraba

hacia nuestra ventana, con aire de nerviosismo y de duda, mientras

su cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus dedos jugueteaban con

los botones de sus guantes. De pronto, con un arranque parecido al

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del nadador que se tira al agua, cruzó presurosa la calle y oímos el

fuerte repicar de la campanilla.

––Conozco bien esos síntomas ––dijo Holmes, tirando su

cigarrillo a la chimenea––. La oscilación en la acera significa siempre

un affaire du coeur. Necesita consejo, pero no está segura de que el

asunto no sea demasiado delicado como para confiárselo a otro. No

obstante, hasta en esto podemos hacer distinciones. Cuando una

mujer ha sido gravemente perjudicada por un hombre, ya no oscila,

y el síntoma habitual es un cordón de campanilla roto. En este caso,

podemos dar por supuesto que se trata de un asunto de amor, pero

la doncella no está verdaderamente indignada, sino más bien

perpleja o dolida. Pero aquí llega en persona para sacarnos de

dudas.

No había acabado de hablar cuando sonó un golpe en la

puerta y entró un botones anunciando a la señorita Mary

Sutherland, mientras la dama mencionada se cernía sobre su

pequeña figura negra como un barco mercante, con todas sus velas

desplegadas, detrás de una barquichuela. Sherlock Holmes la acogió

con la espontánea cortesía que le caracterizaba y, después de cerrar

la puerta e indicarle con un gesto que se sentara en una butaca, la

examinó de aquella manera minuciosa y a la vez abstraída, tan

peculiar en él.

––¿No le parece ––dijo–– que siendo corta de vista es un

poco molesto escribir tanto a máquina?

––Al principio, sí ––respondió ella––, pero ahora ya sé

dónde están las letras sin necesidad de mirar.

Entonces, dándose cuenta de pronto de todo el alcance de

las palabras de Holmes, se estremeció violentamente y levantó la

mirada, con el miedo y el asombro pintados en su rostro amplio y

amigable.

––¡Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes! ––exclamó––.

¿Cómo, si no, podría usted saber eso?

––No le dé importancia ––dijo Holmes, echándose a

reírSaber cosas es mi oficio. Es muy posible que me haya entrenado

para ver cosas que los demás pasan por alto. De no ser así, ¿por qué

iba usted a venir a consultarme?

––He acudido a usted, señor, porque me habló de usted la

señora Etherege, a cuyo marido localizó usted con tanta facilidad

cuando la policía y todo el mundo le habían dado ya por muerto.

¡Oh, señor Holmes, ojalá pueda usted hacer lo mismo por mí! No

soy rica, pero dispongo de una renta de cien libras al año, más lo

poco que saco con la máquina, y lo daría todo por saber qué ha sido

del señor Hosmer Angel.

––¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? ––

preguntó Sherlock Holmes, juntando las puntas de los dedos y con

los ojos fijos en el techo.

De nuevo, una expresión de sobresalto cubrió el rostro algo

inexpresivo de la señorita Mary Sutherland.

––Sí, salí de casa disparada ––dijo–– porque me puso

furiosa ver con qué tranquilidad se lo tomaba todo el señor

Windibank, es decir, mi padre. No quiso acudir a la policía, no quiso

acudir a usted, y por fin, en vista de que no quería hacer nada y

seguía diciendo que no había pasado nada, me enfurecí y me vine

derecha a verle con lo que tenía puesto en aquel momento.

––¿Su padre? ––dijo Holmes––. Sin duda, querrá usted decir

su padrastro, puesto que el apellido es diferente.

––Sí, mi padrastro. Le llamo padre, aunque la verdad es que

suena raro, porque sólo tiene cinco años y dos meses más que yo.

––¿Vive su madre?

––Oh, sí, mamá está perfectamente. Verá, señor Holmes, no

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me hizo demasiada gracia que se volviera a casar tan pronto,

después de morir papá, y con un hombre casi quince años más

joven que ella. Papá era fontanero en Tottenham

Court Road, y al morir dejó un negocio muy próspero, que

mi madre siguió manejando con ayuda del señor Hardy, el capataz;

pero cuando apareció el señor Windibank, la convenció de que

vendiera el negocio, pues el suyo era mucho mejor: tratante de

vinos.

»Sacaron cuatro mil setecientas libras por el traspaso y los

intereses, mucho menos de lo que habría conseguido sacar papá de

haber estado vivo.

Yo había esperado que Sherlock Holmes diera muestras de

impaciencia ante aquel relato intrascendente e incoherente, pero vi

que, por el contrario, escuchaba con absoluta concentración.

––Esos pequeños ingresos suyos ––preguntó––, ¿proceden

del negocio en cuestión?

––Oh, no señor, es algo aparte, un legado de mi tío Ned, el

de Auckland. Son valores neozelandeses que rinden un cuatro y

medio por ciento. El capital es de dos mil quinientas libras, pero yo

sólo puedo cobrar los intereses.

––Eso es sumamente interesante ––dijo Holmes––.

Disponiendo de una suma tan elevada como son cien libras al año,

más el pico que usted gana, no me cabe duda de que viajará usted

mucho y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una

mujer soltera puede darse la gran vida con unos ingresos de sesenta

libras.

––Yo podría vivir con muchísimo menos, señor Holmes,

pero comprenderá usted que mientras siga en casa no quiero ser

una carga para ellos, así que mientras vivamos juntos son ellos los

que administran el dinero. Por supuesto, eso es sólo por el

momento. El señor Windibank cobra mis intereses cada trimestre, le

da el dinero a mi madre, y yo me las apaño bastante bien con lo que

gano escribiendo a máquina. Saco dos peniques por folio, y hay

muchos días en que escribo quince o veinte folios.

––Ha expuesto usted su situación con toda claridad ––dijo

Holmes––. Le presento a mi amigo el doctor Watson, ante el cual

puede usted hablar con tanta libertad como ante mí mismo. Ahora,

le ruego que nos explique todo lo referente a su relación con el

señor Hosmer Angel.

El rubor se apoderó del rostro de la señorita Sutherland,

que empezó a pellizcar nerviosamente el borde de su chaqueta.

––Le conocí en el baile de los instaladores del gas ––dijo––.

Cuando vivía papá, siempre le enviaban invitaciones, y después se

siguieron acordando de nosotros y se las mandaron a mamá. El

señor Windibank no quería que fuéramos. Nunca ha querido que

vayamos a ninguna parte. Se ponía como loco con que yo quisiera ir

a una fiesta de la escuela dominical. Pero esta vez yo estaba

decidida a ir, y nada me lo iba a impedir. ¿Qué derecho tenía él a

impedírmelo? Dijo que aquella gente no era adecuada para

nosotras, cuando iban a estar presentes todos los amigos de mi

padre. Y dijo que yo no tenía un vestido adecuado, cuando tenía

uno violeta precioso, que prácticamente no había sacado del

armario. Al final, viendo que todo era en vano, se marchó a Francia

por asuntos de su negocio, pero mamá y yo fuimos al baile con el

señor Hardy, nuestro antiguo capataz, y allí fue donde conocí al

señor Hosmer Angel.

––Supongo ––dijo Holmes–– que cuando el señor

Windibank regresó de Francia, se tomaría muy a mal que ustedes

dos hubieran ido al baile.

––Bueno, pues se lo tomó bastante bien. Recuerdo que se

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echó a reír, se encogió de hombros y dijo que era inútil negarle algo

a una mujer, porque ésta siempre se sale con la suya.

––Ya veo. Y en el baile de los instaladores del gas conoció

usted a un caballero llamado Hosmer Angel, según tengo entendido.

––Así es. Le conocí aquella noche y al día siguiente nos visitó

para preguntar si habíamos regresado a casa sin contratiempos, y

después le vimos... es decir, señor Holmes, le vi yo dos veces, que

salimos de paseo, pero luego volvió mi padre y el señor Hosmer

Angel ya no vino más por casa.

––¿No?

––Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustan nada esas cosas.

Si de él dependiera, no recibiría ninguna visita, y siempre dice que

una mujer debe sentirse feliz en su propio círculo familiar. Pero por

otra parte, como le decía yo a mi madre, para eso se necesita tener

un círculo propio, y yo todavía no tenía el mío.

––¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún

intento de verla?

––Bueno, mi padre tenía que volver a Francia una semana

después y Hosmer escribió diciendo que sería mejor y más seguro

que no nos viéramos hasta que se hubiera marchado. Mientras

tanto, podíamos escribirnos, y de hecho me escribía todos los días.

Yo recogía las cartas por la mañana, y así mi padre no se enteraba.

––¿Para entonces ya se había comprometido usted con ese

caballero?

––Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimos después del

primer paseo que dimos juntos. Hosmer.. el señor Angel... era

cajero en una oficina de Leadenhall Street... y...

––¿Qué oficina?

––Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé.

––¿Y dónde vivía?

––Dormía en el mismo local de las oficinas.

––¿Y no conoce la dirección?

––No... sólo que estaban en Leadenhall Street.

––Entonces, ¿adónde le dirigía las cartas?

––A la oficina de correos de Leadenhall Street, donde él las

recogía. Decía que si las mandaba a la oficina, todos los demás

empleados le gastarían bromas por cartearse con una dama, así que

me ofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero

se negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que venían de mí,

pero si estaban escritas a máquina siempre sentía que la máquina se

interponía entre nosotros. Esto le demostrará lo mucho que me

quería, señor Holmes, y cómo se fijaba en los pequeños detalles.

––Resulta de lo más sugerente ––dijo Holmes––. Siempre he

sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con mucho,

lo más importante. ¿Podría recordar algún otro pequeño detalle

acerca del señor Hosmer Angel?

––Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería salir a

pasear conmigo de noche y no a la luz del día, porque decía que no

le gustaba llamar la atención. Era muy retraído y caballeroso. Hasta

su voz era suave. De joven, según me dijo, había sufrido anginas e

inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado la garganta débil

y una forma de hablar vacilante y como susurrante. Siempre iba

bien vestido, muy pulcro y discreto, pero padecía de la vista, lo

mismo que yo, y usaba gafas oscuras para protegerse de la luz

fuerte.

––Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro, el señor

Windibank, volvió a marcharse a Francia?

––El señor Hosmer Angel vino otra vez a casa y propuso que

nos casáramos antes de que regresara mi padre. Se mostró muy

ansioso y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios, que,

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ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mi madre dijo que

tenía derecho a pedirme aquel juramento, y que aquello era una

muestra de su pasión. Desde un principio, mi madre estuvo de su

parte e incluso parecía apreciarle más que yo misma. Cuando se

pusieron a hablar de casarnos aquella misma semana, yo pregunté

qué opinaría mi padre, pero ellos me dijeron que no me preocupara

por mi padre, que ya se lo diríamos luego, y mamá dijo que ella lo

arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho, señor Holmes.

Resultaba algo raro tener que pedir su autorización, no siendo más

que unos pocos años mayor que yo, pero no quería hacer nada a

escondidas, así que escribí a mi padre a Burdeos, donde su empresa

tenía sus oficinas en Francia, pero la carta me fue devuelta la

mañana misma de la boda.

––¿Así que él no la recibió?

––Así es, porque había partido para Inglaterra justo antes

de que llegara la carta.

––¡Ajá! ¡Una verdadera lástima! De manera que su boda

quedó fijada para el viernes. ¿Iba a ser en la iglesia?

––Sí, señor, pero en privado. Nos casaríamos en San

Salvador, cerca de King's Cross, y luego desayunaríamos en el hotel

St. Pancras. Hosmer vino a buscarnos en un coche, pero como sólo

había sitio para dos, nos metió a nosotras y él cogió otro cerrado,

que parecía ser el único coche de alquiler en toda la calle. Llegamos

las primeras a la iglesia, y cuando se detuvo su coche esperamos

verle bajar, pero no bajó. Y cuando el cochero se bajó del pescante y

miró al interior, allí no había nadie. El cochero dijo que no tenía la

menor idea de lo que había sido de él, habiéndolo visto con sus

propios ojos subir al coche. Esto sucedió el viernes pasado, señor

Holmes, y desde entonces no he visto ni oído nada que arroje

alguna luz sobre su paradero.

––Me parece que la han tratado a usted de un modo

vergonzoso ––dijo Holmes.

––¡Oh, no señor! Era demasiado bueno y considerado como

para abandonarme así. Durante toda la mañana no paró de insistir

en que, pasara lo que pasara, yo tenía que serle fiel, y que si algún

imprevisto nos separaba, yo tenía que recordar siempre que estaba

comprometida con él, y que tarde o temprano él vendría a reclamar

sus derechos. Parece raro hablar de estas cosas en la mañana de tu

boda, pero lo que después ocurrió hace que cobre sentido.

––Desde luego que sí. Según eso, usted opina que le ha

ocurrido alguna catástrofe imprevista.

––Sí, señor. Creo que él temía algún peligro, pues de lo

contrario no habría hablado así. Y creo que lo que él temía sucedió.

––Pero no tiene idea de lo que puede haber sido.

––Ni la menor idea.

––Una pregunta más: ¿Cómo se lo tomó su madre?

––Se puso furiosa y dijo que yo no debía volver a hablar

jamás del asunto.

––¿Y su padre? ¿Se lo contó usted?

––Sí, y parecía pensar, lo mismo que yo, que algo había

ocurrido y que volvería a tener noticias de Hosmer. Según él, ¿para

qué iba nadie a llevarme hasta la puerta de la iglesia y luego

abandonarme? Si me hubiera pedido dinero prestado o si se hubiera

casado conmigo y hubiera puesto mi dinero a su nombre, podría

existir un motivo; pero Hosmer era muy independiente en

cuestiones de dinero y jamás tocaría un solo chelín mío. Pero

entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh, me

vuelve loca pensar en ello! No pego ojo por las noches.

Sacó de su manguito un pañuelo y empezó a sollozar

ruidosamente en él.

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––Examinaré el caso por usted ––dijo Holmes,

levantándose––, y estoy seguro de que llegaremos a algún resultado

concreto. Deje en mis manos el asunto y no se siga devanando la

mente con él. Y por encima de todo, procure que el señor Hosmer

Angel se desvanezca de su memoria, como se ha desvanecido de su

vida.

––Entonces, ¿cree usted que no lo volveré a ver?

––Me temo que no.

––Pero ¿qué le ha ocurrido, entonces?

––Deje el asunto en mis manos. Me gustaría disponer de

una buena descripción de él, así como de cuantas cartas suyas

pueda usted proporcionarme.

––Puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle

del sábado pasado ––dijo ella––. Aquí está el recorte, y aquí tiene

cuatro cartas suyas.

––Gracias. ¿Y la dirección de usted?

––Lyon Place 31, Camberwell.

––Por lo que he oído, la dirección del señor Angel no la supo

nunca. ¿Dónde está la empresa de su padre?

––Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes

importadores de clarete de Fenchurch Street.

––Gracias. Ha expuesto usted el caso con mucha claridad.

Deje aquí los papeles, y acuérdese del consejo que le he dado.

Considere todo el incidente como un libro cerrado y no deje que

afecte a su vida.

––Es usted muy amable, señor Holmes, pero no puedo

hacer eso. Seré fiel a Hosmer. Me encontrará esperándole cuando

vuelva.

A pesar de su ridículo sombrero y de su rostro inexpresivo,

había un algo de nobleza que imponía respeto en la sencilla fe de

nuestra visitante. Dejó sobre la mesa su montoncito de papeles y se

marchó prometiendo acudir en cuanto la llamáramos.

Sherlock Holmes permaneció sentado y en silencio durante

unos cuantos minutos, con las puntas de los dedos juntas, las

piernas estiradas hacia adelante y la mirada fija en el techo. Luego

tomó del estante la vieja y grasienta pipa que le servía de consejera

y, después de encenderla, se recostó en su butaca, emitiendo

densas espirales de humo azulado, con una expresión de infinita

languidez en el rostro.

––Interesante personaje, esa muchacha ––comentó––. Me

ha parecido más interesante ella que su pequeño problema que,

dicho sea de paso, es de lo más vulgar. Si consulta usted mi índice,

encontrará casos similares en Andover, año 77, y otro bastante

parecido en La Haya el año pasado.

––Parece que ha visto en ella muchas cosas que para mí

eran invisibles ––le hice notar.

––Invisibles no, Watson, inadvertidas. No sabía usted dónde

mirar y se le pasó por alto todo lo importante. No consigo

convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugerentes que

son las uñas de los pulgares, de los graves asuntos que penden de

un cordón de zapato. Veamos, ¿qué dedujo usted del aspecto de

esa mujer? Descríbala.

––Pues bien, llevaba un sombrero de paja de ala ancha y de

color pizarra, con una pluma rojo ladrillo. Chaqueta negra, con

abalorios negros y una orla de cuentas de azabache. Vestido

marrón, bastante más oscuro que el café, con terciopelo morado en

el cuello y los puños. Guantes tirando a grises, con el dedo índice de

la mano derecha muy desgastado. En los zapatos no me fijé. Llevaba

pendientes de oro, pequeños y redondos, y en general tenía aspecto

de persona bastante bien acomodada, con un estilo de vida vulgar,

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cómodo y sin preocupaciones.

Sherlock Holmes aplaudió suavemente y emitió una risita.

––¡Por mi vida, Watson, está usted haciendo maravillosos

progresos! Lo ha hecho muy bien, de verdad. Claro que se le ha

escapado todo lo importante, pero ha dado usted con el método y

tiene buena vista para los colores. No se fie nunca de las

impresiones generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo

primero que miro en una mujer son siempre las mangas. En un

hombre, probablemente, es mejor fijarse antes en las rodilleras de

los pantalones. Como bien ha dicho usted, esta mujer tenía

terciopelo en las mangas, un material sumamente útil para

descubrir rastros. La doble línea justo por encima de las muñecas,

donde la mecanógrafa se apoya en la mesa, estaba perfectamente

definida. Una máquina de coser del tipo manual deja una marca

semejante, pero sólo en la manga izquierda y en el lado más alejado

del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte a parte, como en este

caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unas gafas a

ambos lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de

escribir a máquina siendo corta de vista, que tanto pareció

sorprenderla.

––También me sorprendió a mí.

––Pues resultaba bien evidente. A continuación, miré hacia

abajo y quedé muy sorprendido e interesado al observar que,

aunque sus zapatos se parecían mucho, en realidad estaban

desparejados: uno tenía un pequeño adorno en la punta y el otro

era de punta lisa. Y de los cinco botones de cada zapato, uno tenía

abrochados sólo los dos de abajo, y el otro el primero, el tercero y el

quinto. Ahora bien, cuando ve usted que una joven, por lo demás

impecablemente vestida, ha salido de su casa con los zapatos

desparejados y a medio abotonar, no tiene nada de extraordinario

deducir que salió a toda prisa.

––¿Y qué más? ––pregunté vivamente interesado, como

siempre, por los incisivos razonamientos de mi amigo.

––Advertí, de pasada, que antes de salir de casa, pero

después de haberse vestido del todo, había escrito una nota. Usted

ha observado que el guante derecho tenía roto el dedo índice, pero

no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban manchados

de tinta violeta. Había escrito con prisas y metió demasiado la

pluma en el tintero. Ha tenido que ser esta mañana, pues de no ser

así la mancha no estaría tan clara en el dedo. Todo esto resulta

entretenido, aunque bastante elemental, pero hay que ponerse a la

faena, Watson. ¿Le importaría leerme la descripción del señor

Hosmer Angel que se da en el anuncio?

Levanté a la luz el pequeño recorte impreso. «Desaparecido,

en la mañana del día 14, un caballero llamado Hosmer Angel.

Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; complexión fuerte, piel

atezada, cabello negro con una pequeña calva en el centro, patillas

largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero defecto en el habla. La

última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda,

chaleco negro con una cadena de oro y pantalones grises de paño,

con polainas marrones sobre botines de elástico. Se sabe que ha

trabajado en una oficina de Leadenhall Street. Quien pueda aportar

noticias, etc., etc.»

––Con eso basta ––dijo Holmes––. En cuanto a las cartas... –

–continuó, echándolas un vistazo–– son de lo más vulgar. No hay en

ellas ninguna pista del señor Angel, salvo que cita una vez a Balzac.

Sin embargo, presentan un aspecto muy notable, que sin duda le

llamará la atención.

––Que están escritas a máquina ––dije yo.

––No sólo eso, hasta la firma está a máquina. Fíjese en el

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pequeño y pulcro «Hosmer Angel» escrito al pie. Y, como verá, hay

fecha pero no dirección completa, sólo «Leadenhall Street», que es

algo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muy sugerente... casi

podría decirse que concluyente.

––¿De qué?

––Querido amigo, ¿es posible que no vea la importancia

que esto tiene en el caso?

––Mentiría si dijera que la veo, a no ser que lo hiciera para

poder negar que la firma era suya, en caso de que se le demandara

por ruptura de compromiso.

––No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos

cartas que dejarán zanjado el asunto. Una, para una firma de la City;

y la otra, al padrastro de la joven, el señor Windibank, pidiéndole

que venga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Ya es hora de

que tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor, no hay

nada que hacer hasta que lleguen las respuestas a las cartas, así que

podemos desentendernos del problemilla por el momento.

Tenía tantas razones para confiar en las penetrantes dotes

deductivas y en la extraordinaria energía de mi amigo, que supuse

que debía existir una base sólida para la tranquila y segura

desenvoltura con que trataba el singular misterio que se le había

llamado a sondear. Sólo una vez le había visto fracasar, en el caso

del rey de Bohemia y la fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a

pensar en el misterioso enredo de El signo de los Cuatro o en las

extraordinarias circunstancias que concurrían en el Estudio en

escarlata, me sentía convencido de que no había misterio tan

complicado que él no pudiera resolver.

Lo dejé, pues, todavía chupando su pipa de arcilla negra,

con el convencimiento de que, cuando volviera por allí al día

siguiente, encontraría ya en sus manos todas las pistas que

conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita

Mary Sutherland.

Un caso profesional de extrema gravedad ocupaba por

entonces mi atención, y pasé todo el día siguiente a la cabecera del

enfermo. Eran ya casi las seis cuando quedé libre y pude saltar a un

coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de llegar

demasiado tarde para asistir al desenlace del pequeño misterio. Sin

embargo, encontré a Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su

larga y delgada figura enroscada en los recovecos de su sillón. Un

formidable despliegue de frascos y tubos de ensayo, más el olor

picante e inconfundible del ácido clorhídrico, me indicaban que

había pasado el día entregado a los experimentos químicos que

tanto le gustaban.

––Qué, ¿lo resolvió usted? ––pregunté al entrar.

––Sí, era el bisulfato de bario.

––¡No, no! ¡El misterio! ––exclamé.

––¡Ah, eso! Creía que se refería a la sal con la que he estado

trabajando. No hay misterio alguno en este asunto, como ya le dije

ayer, aunque tiene algunos detalles interesantes. El único

inconveniente es que me temo que no existe ninguna ley que pueda

castigar a este granuja.

––Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué se proponía al

abandonar a la señorita Sutherland?

Apenas había salido la pregunta de mi boca y Holmes aún

no había abierto los labios para responder, cuando oímos fuertes

pisadas en el pasillo y unos golpes en la puerta.

––Aquí está el padrastro de la chica, el señor James

Windibank ––dijo Holmes––. Me escribió diciéndome que vendría a

las seis. ¡Adelante!

El hombre que entró era corpulento, de estatura media, de

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unos treinta años de edad, bien afeitado y de piel cetrina, con

modales melosos e insinuantes y un par de ojos grises

extraordinariamente agudos y penetrantes. Dirigió una mirada

inquisitiva a cada uno de nosotros, depositó su reluciente chistera

sobre un aparador y, con una ligera inclinación, se sentó en la silla

más próxima.

––Buenas tardes, señor James Windibank ––dijo Holmes––.

Creo que es usted quien me ha enviado esta carta mecanografiada,

citándose conmigo a las seis.

––Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero no soy

dueño de mi tiempo, como usted comprenderá. Lamento mucho

que la señorita Sutherland le haya molestado con este asunto,

porque creo que es mucho mejor no lavar en público los trapos

sucios. Vino en contra de mis deseos, pero es que se trata de una

muchacha muy excitable e impulsiva, como ya habrá notado, y no es

fácil controlarla cuando se le ha metido algo en la cabeza.

Naturalmente, no me importa tanto tratándose de usted, que no

tiene nada que ver con la policía oficial, pero no es agradable que se

comente fuera de casa una desgracia familiar como ésta. Además,

se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo iba usted a poder

encontrar a ese Hosmer Angel?

––Por el contrario ––dijo Holmes tranquilamente––, tengo

toda clase de razones para creer que lograré encontrar al señor

Hosmer Angel.

El señor Windibank tuvo un violento sobresalto y se le

cayeron los guantes.

––Me alegra mucho oír eso ––dijo.

––Es muy curioso ––comentó Holmes–– que una máquina

de escribir tenga tanta individualidad como lo que se escribe a

mano. A menos que sean completamente nuevas, no hay dos

máquinas que escriban igual. Algunas letras se gastan más que

otras, y algunas se gastan sólo por un lado. Por ejemplo, señor

Windibank, como puede ver en esta nota suya, la «e» siempre

queda borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la «r».

Existen otras catorce características, pero éstas son las más

evidentes.

––Con esta máquina escribimos toda la correspondencia

en la oficina, y es lógico que esté un poco gastada ––dijo

nuestro visitante, mirando fijamente a Holmes con sus ojillos

brillantes.

––Y ahora le voy a enseñar algo que constituye un estudio

verdaderamente interesante, señor Windibank ––continuó Holmes–

–. Uno de estos días pienso escribir otra pequeña monografía acerca

de la máquina de escribir y su relación con el crimen. Es un tema al

que he dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro cartas

presuntamente remitidas por el desaparecido. Todas están escritas

a máquina. En todos los casos, no sólo las «es» están borrosas y las

«erres» no tienen rabillo, sino que podrá usted observar, si mira con

mi lupa, que también aparecen las otras catorce características de

las que le hablaba antes.

El señor Windibank saltó de su silla y recogió su sombrero.

––No puedo perder el tiempo hablando de fantasías, señor

Holmes ––dijo––. Si puede coger al hombre, cójalo, y hágamelo

saber cuando lo tenga.

––Desde luego ––dijo Holmes, poniéndose en pie y

cerrando la puerta con llave––. En tal caso, le hago saber que ya lo

he cogido.

––¿Cómo? ¿Dónde? ––exclamó el señor Windibank,

palideciendo hasta los labios y mirando a su alrededor como una

rata cogida en una trampa.

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––Vamos, eso no le servirá de nada, de verdad que no ––

dijo Holmes con suavidad––. No podrá librarse de ésta, señor

Windibank. Es todo demasiado transparente y no me hizo usted

ningún cumplido al decir que me resultaría imposible resolver un

asunto tan sencillo. Eso es, siéntese y hablemos.

Nuestro visitante se desplomó en una silla, con el rostro

lívido y un brillo de sudor en la frente.

––No ... no constituye delito ––balbuceó.

––Mucho me temo que no. Pero, entre nosotros,

Windibank, ha sido una jugarreta cruel, egoísta y despiadada,

llevada a cabo del modo más ruin que jamás he visto. Ahora,

permítame exponer el curso de los acontecimientos y contradígame

si me equivoco.

El hombre se encogió en su asiento, con la cabeza hundida

sobre el pecho, como quien se siente completamente aplastado.

Holmes levantó los pies, apoyándolos en una esquina de la repisa de

la chimenea, se echó hacia atrás con las manos en los bolsillos y

comenzó a hablar, con aire de hacerlo más para sí mismo que para

nosotros.

––Un hombre se casó con una mujer mucho mayor que él,

por su dinero ––dijo––, y también se beneficiaba del dinero de la

hija mientras ésta viviera con ellos. Se trataba de una suma

considerable para gente de su posición y perderla habría

representado una fuerte diferencia. Valía la pena hacer un esfuerzo

por conservarla. La hija tenía un carácter alegre y comunicativo, y

además era cariñosa y sensible, de manera que resultaba evidente

que, con sus buenas dotes personales y su pequeña renta, no

duraría mucho tiempo soltera. Ahora bien, su matrimonio

significaba, sin lugar a dudas, perder cien libras al año. ¿Qué hace

entonces el padrastro para impedirlo? Adopta la postura más obvia:

retenerla en casa y prohibirle que frecuente la compañía de gente

de su edad. Pero pronto se da cuenta de que eso no le servirá

durante mucho tiempo. Ella se rebela, reclama sus derechos y por

fin anuncia su firme intención de asistir a cierto baile. ¿Qué hace

entonces el astuto padrastro? Se le ocurre una idea que honra más

a su cerebro que a su corazón. Con la complicidad y ayuda de su

esposa, se disfraza, ocultando con gafas oscuras esos ojos

penetrantes, enmascarando su rostro con un bigote y un par de

pobladas patillas, disimulando el timbre claro de su voz con un

susurro insinuante... Y, doblemente seguro a causa de la miopía de

la chica, se presenta como el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los

posibles enamorados cortejándola él mismo.

––Al principio era sólo una broma ––gimió nuestro

visitante—. Nunca creímos que se lo tomara tan en serio.

––Probablemente, no. Fuese como fuese, lo cierto es que la

muchacha se lo tomó muy en serio; y, puesto que estaba

convencida de que su padrastro se encontraba en Francia, ni por un

instante se le pasó por la cabeza la sospecha de una traición. Se

sentía halagada por las atenciones del caballero, y la impresión se

veía aumentada por la admiración que la madre manifestaba a viva

voz. Entonces el señor Angel empezó a visitarla, pues era evidente

que, si se querían obtener resultados, había que llevar el asunto tan

lejos como fuera posible. Hubo encuentros y un compromiso que

evitaría definitivamente que la muchacha dirigiera su afecto hacia

ningún otro. Pero el engaño no se podía mantener indefinidamente.

Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos.

Evidentemente, lo que había que hacer era llevar el asunto a una

conclusión tan dramática que dejara una impresión permanente en

la mente de la joven, impidiéndole mirar a ningún otro pretendiente

durante bastante tiempo. De ahí esos juramentos de fidelidad

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pronunciados sobre el Evangelio, y de ahí las alusiones a la

posibilidad de que ocurriera algo la misma mañana de la boda.

James Windibank quería que la señorita Sutherland quedara tan

atada a Hosmer Angel y tan insegura de lo sucedido, que durante

diez años, por lo menos, no prestara atención a ningún otro

hombre. La llevó hasta las puertas mismas de la iglesia y luego,

como ya no podía seguir más adelante, desapareció

oportunamente, mediante el viejo truco de entrar en un coche por

una puerta y salir por la otra. Creo que éste fue el encadenamiento

de los hechos, señor Windibank.

Mientras Holmes hablaba, nuestro visitante había

recuperado parte de su aplomo, y al llegar a este punto se levantó

de la silla con una fría expresión de burla en su pálido rostro.

––Puede que sí y puede que no, señor Holmes ––dijo––.

Pero si es usted tan listo, debería saber que ahora mismo es usted y

no yo quien está infringiendo la ley. Desde el principio, yo no he

hecho nada punible, pero mientras mantenga usted esa puerta

cerrada se expone a una demanda por agresión y retención ilegal.

––Como bien ha dicho, la ley no puede tocarle ––dijo

Holmes, girando la llave y abriendo la puerta de par en par––. Sin

embargo, nadie ha merecido jamás un castigo tanto como lo

merece usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, le

cruzaría la espalda a latigazos. ¡Por Júpiter! ––exclamó acalorándose

al ver el gesto de burla en la cara del otro––. Esto no forma parte de

mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un látigo

de caza y creo que me voy a dar el gustazo de...

Dio dos rápidas zancadas hacia el látigo, pero antes de que

pudiera cogerlo se oyó un estrépito de pasos en la escalera, la

puerta de la entrada se cerró de golpe y pudimos ver por la ventana

al señor Windibank corriendo calle abajo a toda la velocidad de que

era capaz.

––¡Ahí va un canalla con verdadera sangre fría! ––dijo

Holmes, echándose a reír mientras se dejaba caer de nuevo en su

sillón––. Ese tipo irá subiendo de delito en delito hasta que haga

algo muy grave y termine en el patíbulo. En ciertos aspectos, el caso

no carecía por completo de interés.

––Todavía no veo muy claros todos los pasos de su

razonamiento ––dije yo.

––Pues, desde luego, en un principio era evidente que este

señor Hosmer Angel tenía que tener alguna buena razón para su

curioso comportamiento, y estaba igualmente claro que el único

hombre que salía beneficiado del incidente, hasta donde nosotros

sabíamos, era el padrastro. Luego estaba el hecho, muy sugerente,

de que nunca se hubiera visto juntos a los dos hombres, sino que el

uno aparecía siempre cuando el otro estaba fuera. Igualmente

sospechosas eran las gafas oscuras y la voz susurrante, factores

ambos que sugerían un disfraz, lo mismo que las pobladas patillas.

Mis sospechas se vieron confirmadas por ese detalle tan curioso de

firmar a máquina, que por supuesto indicaba que la letra era tan

familiar para la joven que ésta reconocería cualquier minúscula

muestra de la misma. Como ve, todos estos hechos aislados, junto

con otros muchos de menor importancia, señalaban en la misma

dirección.

––¿Y cómo se las arregló para comprobarlo?

––Habiendo identificado a mi hombre, resultaba fácil

conseguir la corroboración. Sabía en qué empresa trabajaba este

hombre. Cogí la descripción publicada, eliminé todo lo que se

pudiera achacar a un disfraz – –las patillas, las gafas, la vozy se la

envié a la empresa en cuestión, solicitando que me informaran de si

alguno de sus viajantes respondía a la descripción. Me había fijado

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ya en las peculiaridades de la máquina, y escribí al propio

sospechoso a su oficina, rogándole que acudiera aquí. Tal como

había esperado, su respuesta me llegó escrita a máquina, y

mostraba los mismos defectos triviales pero característicos. En el

mismo correo me llegó una carta de Westhouse & Marbank, de

Fenchurch Street, comunicándome que la descripción coincidía en

todos sus aspectos con la de su empleado James Windibank. Voílá

tout!

––¿Y la señorita Shutherland?

––Si se lo cuento, no me creerá. Recuerde el antiguo

proverbio persa: «Tan peligroso es quitarle su cachorro a un tigre

como arrebatarle a una mujer una ilusión.» Hay tanta sabiduría y

tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en Horacio.

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AGATHA MARY CLARISSA MILLER CHRISTIE (1890-1976)

Narradora británica conocida como la “Reina del Crimen”, es la

escritora de misterio más famosa del mundo. Publicó más de 80

novelas y obras de teatro, la mayoría de ellas llevadas al cine y a la

televisión. Su personaje más famoso es el detective Hércules Poirot.

Obras: El misterioso señor Brown, El misterio de las siete esferas, El

asesinato de Roger Ackroyd, Los cuatro grandes, Peligro inminente,

Asesinato en el Expreso de Oriente, Némesis, entre otras.

EL CASO DEL BUNGALOW

—Ahora recuerdo un caso... —dijo Jane Helier. Su bello rostro se

iluminó con la sonrisa confiada del niño que busca aprobación. Era

la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y que había

hecho la fortuna de los fotógrafos—. Le ocurrió a una amiga mía —

dijo con precaución.

Todo el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel

Bantry, su esposa, don Henry Clithering, el doctor Lloyd y la anciana

señorita Marple estaban convencidos de que la “amiga” de Jane era

ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse por algo

que afectara a cualquier otra persona.

—Mi amiga —continuó Jane—, no mencionaré su nombre,

era una actriz muy conocida.

Nadie exteriorizó la menor sorpresa y don Henry Clithering

pensó para sí: “Me pregunto cuánto tardará en olvidarse de la farsa

y dirá 'yo' en vez de 'ella'...”

—Mi amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o

dos años. Supongo que es mejor no decir el nombre del lugar.

Estaba en la ribera de un río, muy cerca de Londres. Lo llamaré...

Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer,

inventar un simple nombre era demasiado para ella, y don Henry

acudió en su ayuda.

—¿Lo llamamos Riverbury? —le sugirió.

—Oh, sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como

decía, esta amiga mía se encontraba en Riverbury con su compañía

cuando ocurrió algo muy curioso.

Volvió a fruncir el entrecejo.

—¡Es tan difícil decir lo que una quiere decir! —se

lamentó—. Temo confundirme y decir unas cosas antes que otras.

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—Lo hace usted muy bien —le dijo el doctor Lloyd para

animarla—. Continúe.

—Bien, pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada

al puesto de policía. Al parecer se había cometido un robo en su

bungalow, situado junto al río, y habían detenido a un joven que les

contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla. Nunca había

estado en un puesto de policía, pero se mostraron muy amables con

ella, amabilísimos.

—No me extraña en absoluto —dijo don Henry.

—El sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un

inspector, la invitó a sentarse y le explicó lo ocurrido. Desde luego

yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.

“¡Aja! —pensó don Henry—. '¡Yo!' Ya está, lo que

imaginaba”.

—Eso dijo mi amiga —continuó Jane, sin advertir su propia

traición—. Explicó que había estado ensayando en el hotel con su

suplente y que nunca había oído siquiera el nombre de señor

Faulkener. Y el sargento dijo: “señorita Hel...”.

Se detuvo muy sonrojada.

—¿Señorita Helman? —le sugirió don Henry con un guiño.

—Sí, sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Señorita Helman,

creo que debe de haber alguna equivocación, puesto que usted se

aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó si me importaría que

me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar o

carear. No lo puedo recordar.

—No importa realmente —le aseguró don Henry.

—De todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y

dijeron: “Ésta es señorita Helier” y... ¡Oh! —Jane se interrumpió

boquiabierta.

—No importa, querida —le dijo señorita Marple para

consolarla—. De todas maneras lo hubiéramos adivinado. Y no nos

ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.

—Bueno —dijo Jane—. Mi intención era contárselo como si

le hubiera ocurrido a otra persona, pero es difícil, ¿verdad? Quiero

decir que una se olvida.

Todos le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada,

prosiguió con su algo enrevesado relato.

—Era un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al

verme se quedó con la boca abierta y el sargento le preguntó: “¿Es

ésta la dama?” Y él contestó: “No, desde luego que no. Qué

estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.

—Me imagino la escena —dijo don Henry.

Jane Helier frunció el entrecejo.

—Déjeme pensar cómo sería mejor continuar.

—¿Y si nos contara de qué se trata, querida? —dijo señorita

Marple con tal amabilidad que nadie pudo sospechar su ironía—.

Quiero decir que cuál era la equivocación de aquel joven y de qué se

trataba el robo.

—Oh, sí —exclamó Jane—. Bien, ese joven, Leslie Faulkener,

había escrito una comedia. A decir verdad había escrito varias,

aunque nunca le representaron una. Y me envió una en particular

para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras de

teatro y leo muy pocas, sólo aquéllas de las que sé algo. De todas

formas, así fue, y al parecer el señor Faulkener recibió una carta

mía, sólo que resultó que no la había escrito yo. ¿Comprenden?

Hizo una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la

habían entendido.

—En ella le decía que había leído su comedia, que me

gustaba mucho y que viniera a hablar conmigo. Le daba la dirección,

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el bungalow de Riverbury. De modo que el señor Faulkener, muy

satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta

una doncella a quien él preguntó por la señorita Helier y ella le dijo

que la señorita Helier lo estaba esperando y le hizo pasar al salón,

donde lo recibió una mujer que él aceptó como si fuera yo, lo cual

resulta bastante extraño, puesto que me había visto actuar y mis

fotografías son bien conocidas en todas partes, ¿verdad?

—Por todo lo largo y ancho de Inglaterra —replicó la señora

Bantry—. Pero a menudo hay una gran diferencia entre la fotografía

y el original, mi querida Jane. Así como cuando se ve a las artistas

fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar esa

prueba como tú, recuérdelo.

—Bueno —dijo Jane un tanto aplacada—, es posible. De

todas formas describió a aquella mujer diciendo que era alta, rubia,

de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que debía

parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se

sentó, comenzó a charlar de su comedia y de las ganas que tenía de

representarla. Mientras hablaban, les sirvieron unos combinados y

el señor Faulkener tomó uno. Bueno, eso es todo lo que recuerda,

que se bebió el combinado. Cuando despertó, o volvió en sí, estaba

tendido en la carretera junto a la cuneta, desde luego donde no

había peligro de que lo atropellaran. Estaba muy débil y

desorientado, tanto que, cuando se levantó y echó a andar

tambaleándose, no sabía adónde se dirigía. Dijo que, de haber

estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al

bungalow para tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan

torpe y aturdido que siguió caminando sin saber apenas lo que

hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido por la policía.

—¿Por qué lo detuvieron? —preguntó el doctor Lloyd.

—¡Oh! ¿No se lo dije? —exclamó Jane abriendo mucho los

ojos—. Qué tonta soy, por el robo.

—Usted mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni

por qué.

—Bueno, ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por

supuesto. Pertenecía a un hombre cuyo nombre era...

De nuevo Jane Helier frunció el entrecejo.

—¿Quiere que vuelva a hacer de padrino? —le preguntó

don Henry—. Seudónimos gratis. Descríbame al individuo y yo lo

bautizaré.

—Lo había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad.

—Don Herman Cohen —sugirió don Henry.

—Le va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa

de un actor y también actriz.

—Al actor podemos llamarle Claud Leason —dijo don

Henry— y a ella por su nombre artístico, por ejemplo, señorita Mary

Kerr.

—Creo que es usted muy inteligente —dijo Jane—. A mí no

se me ocurren las cosas tan fácilmente. Bien, era una especie de

casita de campo donde don Herman... ¿ha dicho usted Herman?, y

la dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la

esposa no sabía nada de esto.

—Es lo que suele ocurrir —dijo don Henry.

—Y le había regalado a la actriz una buena cantidad de

joyas, incluidas unas esmeraldas muy finas.

—¡Ah! —exclamó el doctor Lloyd—. Ya vamos llegando.

—Estas joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un

joyero. La policía dijo que era una imprudencia, que cualquiera pudo

cogerlas.

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—¿Ves, Dolly? —intervino el coronel Bantry—. ¿Qué es lo

que te digo siempre?

—Bueno, según he visto por propia experiencia —contestó

la señora Bantry—, es siempre la gente cuidadosa la que pierde sus

joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero, las guardo sueltas

en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si... ¿cómo

se llama?, si Mary Kerr hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran

robado tan fácilmente.

—Las habrían encontrado —replicó Jane—, pues todos los

cajones fueron abiertos y su contenido esparcido por el suelo.

—Entonces no andaban buscando joyas —dijo la señora

Bantry—, sino documentos secretos. Es lo que ocurre siempre en las

novelas.

—No sé nada de ningún documento secreto —respondió

Jane pensativa—. No los oí mencionar.

—No se distraiga, señorita Helier —dijo el coronel Bantry—.

No se inquiete usted por las pistas falsas disparatadas que diga mi

esposa.

—Siga hablando del robo —le indicó amablemente don

Henry.

—Sí. La policía recibió una llamada telefónica de alguien que

se hizo pasar por Mary Kerr. Dijo que habían robado en el bungalow

y describió a un joven pelirrojo que se había presentado aquella

mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo muy raro y

se negó a dejarlo entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana.

Lo describió con tanto detalle que la policía lo detuvo media hora

después y entonces él contó su historia y mostró mi carta. Vinieron

a buscarme y al verme, dijo lo que ya les he contado: ¡que no era

yo!

—Una historia muy curiosa —dijo el doctor Lloyd—. ¿El

señor Faulkener conocía a esa señorita Kerr?

—No, no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les

he contado lo más curioso. La policía fue al bungalow y lo

encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones por el suelo y

ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas más

tarde no regresó Mary Kerr, quien negó haberles telefoneado y

afirmó que nada sabía de lo ocurrido hasta aquel momento. Al

parecer había recibido un telegrama de su representante

ofreciéndole un papel importante y concertando una entrevista a la

que naturalmente se había apresurado a acudir. Al llegar allí,

descubrió que todo había sido una broma y que el representante no

le había enviado ningún telegrama.

—Un truco bastante usado para quitarla de en medio —

comentó don Henry—. ¿Qué me dice de los criados?

—Había ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que

llamaron por teléfono, aparentemente de parte de Mary Kerr, para

decirle que ésta se había olvidado algo muy importante y dándole

instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en

un cajón de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo

hizo, desde luego, y dejó la casa cerrada. Pero cuando llegó al club

de la señorita Kerr, que era donde le dijeron que esperara a su

señora, la esperó en vano.

—¡Hum! —murmuró don Henry—. Empiezo a comprender.

La casa se quedó vacía y entrar por una de sus ventanas no creo que

resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo esto el señor

Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue señorita Kerr?

—Eso nadie llegó a averiguarlo nunca.

—Es curioso —comentó don Henry—. ¿Resultó ser el joven

quien dijo ser?

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—Oh, sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí.

La letra no se parecía en nada a la mía, pero, claro, no era de

esperar que conociese mi letra.

—Bien, precisemos los hechos con claridad —dijo don

Henry—. Corríjame si me equivoco. La señora y la doncella son

alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio de una

carta falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se

encontraba aquella semana actuando en Riverbury. El joven ingiere

una droga y la policía recibe una llamada que hace que sospechen

de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían las joyas?

—Oh, sí.

—¿Y fueron recuperadas?

—No, nunca. A decir verdad, creo que don Herman intentó

echar tierra al asunto. Pero no pudo conseguirlo y me parece que su

esposa solicitó el divorcio por este motivo, aunque no lo sé con

certeza.

—¿Qué le ocurrió al señor Leslie Faulkener?

—Que al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía

suficientes pruebas contra él. ¿No les parece que es todo muy

extraño?

—Realmente muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué

historia debemos creer? Señorita Helier, he observado que usted se

inclina hacia la del señor Faulkener. ¿Tiene usted alguna razón para

ello aparte de su propio instinto?

—No, no —contestó Jane contrariada—. Supongo que no.

Pero era tan simpático y se disculpó de tal modo por haber tomado

a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de que decía la

verdad.

—Ya comprendo —dijo don Henry con una sonrisa—. Pero

debe admitir que pudo inventar esa historia con toda facilidad y

haber escrito él mismo la carta que se suponía que era de usted.

También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo,

pero confieso que no veo qué propósito pudiera tener semejante

actuación. Era más sencillo entrar en la casa y desaparecer

tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún vecino y él lo

supiera. Entonces pudo rápidamente idear este plan para desviar las

sospechas y explicar su presencia en la casa.

—¿Tenía dinero? —preguntó la señorita Marple.

—No lo creo —respondió Jane—. No, más bien me parece

que andaba bastante apurado.

—Todo este asunto resulta muy curioso —dijo el doctor

Lloyd—. Debo confesar que si aceptamos la historia de ese joven

como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué iba a

querer la dama que pretendía hacerse pasar por la señorita Helier

mezclar en el asunto a un desconocido? ¿Por qué montar una

comedia tan terriblemente complicada?

—Dime, Jane —dijo la señora Bantry—. ¿Llegó a

encontrarse frente a frente el joven Faulkener con Mary Kerr en

algún momento durante los interrogatorios?

—No puedo asegurarlo —contestó Jane despacio y

esforzándose por recordar.

—¡De no ser así, el caso está resuelto! —exclamó la señora

Bantry—. Estoy segura de que tengo razón. ¿Qué es más sencillo

que pretender que había sido reclamada en la ciudad? Luego

telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella

y, mientras ésta va a la ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita,

lo droga y prepara la escena del robo con el mayor lujo posible de

detalles. Telefonea a la policía, les da la descripción de la víctima

propiciatoria y vuelve de nuevo a la ciudad. Luego regresa a su casa

en el último tren y se hace la inocente y sorprendida.

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—Pero, ¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly?

—Siempre lo hacen —respondió la señora Bantry—. Y de

todas formas se me ocurren mil razones. Tal vez quería dinero y es

posible que don Herman no se lo diera, por lo que simula el robo de

las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera

haciendo chantaje, amenazándola con decírselo a su marido o a la

esposa de don Herman. También es posible que ya las hubiera

vendido, y don Herman lo sospechara, le preguntara por ellas y se

viera obligada a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las

novelas. O quizá se las estaba haciendo montar de nuevo y tenía en

casa una imitación falsa. O bien... ésta es una buena idea y no tan

típica... simula que le han sido robadas, se pone frenética y él le

regala otras. De este modo tiene dos lotes en vez de uno. Estoy

segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.

—Eres muy inteligente, Dolly —le dijo Jane con

admiración—. A mí no se me habría ocurrido.

—Es posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón —

comentó el coronel Bantry—. Yo me inclino a sospechar del

caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama que haría

marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente

con la ayuda de una buena amiga. Al parecer nadie ha pensado en

preguntarle a él si tiene una cortada.

—¿Qué opina usted, señorita Marple? —preguntó Jane

volviéndose hacia la anciana, que había fruncido el entrecejo.

—Querida, en realidad no sé qué decir. Don Henry se reirá,

pero esta vez no recuerdo ningún caso similar ocurrido en el pueblo

que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios aspectos de su

relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del

servicio. En... ejem... en una casa de costumbres tan dudosas, la

sirvienta debía conocer perfectamente la situación, y una muchacha

decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo, ni su madre

se lo hubiera permitido ni por un momento. De modo que podemos

suponer que la doncella no era muy de fiar. Pudo dejarles la casa

abierta a los ladrones mientras ella iba a Londres para desviar

sospechas. Debo confesar que me parece la solución más probable.

Sólo que si fuese obra de unos ladrones corrientes me resultaría

muy raro, ya que para un robo así se precisan más conocimientos de

los que pueda tener una doncella.

La señorita Marple hizo una pausa antes de proseguir con

aire soñador:

—No puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero

decir algún conflicto personal. Supongamos, por ejemplo, que

alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven actriz a quien él

no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las

cosas? Un intento deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que

parece. Y no obstante, no resulta del todo satisfactorio.

—Vaya, doctor, usted no ha dicho nada —dijo Jane—. Me

había olvidado de usted.

—De mí se olvida siempre todo el mundo —contestó el

doctor con tristeza—. Debo de tener una personalidad muy

anodina.

—¡Oh, no! —exclamó Jane—. ¿Quiere, pues, darnos su

opinión?

—Me encuentro en la posición de estar de acuerdo con las

soluciones de todos y al mismo tiempo con ninguna. Yo tengo la

teoría descabellada, y probablemente totalmente errónea, de que la

esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de don

Herman. No tengo el menor indicio en qué basarme, sólo sé que les

sorprendería saber las cosas extraordinarias, realmente muy

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extraordinarias, que son capaces de hacer las esposas engañadas si

se les mete en la cabeza.

—¡Oh! Doctor Lloyd —exclamó la señorita Marple,

excitada—, qué inteligente es usted. No me había acordado para

nada de la pobre señora Pebmarsh.

Jane la miró extrañada.

—¿La señora Pebmarsh? ¿Quién es la señora Pebmarsh?

—Pues... —la señorita Marple vacilaba—... ignoro si tendrá algo que

ver con esto. Es una lavandera que robó un broche con un ópalo

que estaba prendido en una blusa y lo escondió en casa de otra

mujer.

Jane pareció más confundida que nunca.

—¿Y eso le hace ver claro este asunto, señorita Marple? —

dijo don Henry con su habitual guiño.

Mas, ante su sorpresa, la señorita Marple negó con la cabeza.

—No, me temo que no. Debo confesar que estoy

completamente desorientada. Lo que sí sé es que las mujeres

deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las de

su propio sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba

de contarnos la señorita Helier.

—Debo confesar que no había considerado el aspecto ético

del misterio —dijo don Henry en tono grave—. Tal vez vea con más

claridad el significado de sus palabras cuando la señorita Helier nos

haya dado la solución.

—¿Cómo? —exclamó Jane, todavía más asombrada.

—Estoy confesando que “nos damos por vencidos”. Usted y

sólo usted, señorita Helier, ha tenido el alto honor de presentar un

misterio tan complicado que incluso la misma señorita Marple ha

tenido que confesar su derrota.

—¿Todos se dan por vencidos? —preguntó en alta voz Jane.

—Sí. —Tras un minuto de silencio durante el cual todos

esperaban que los demás tomasen la palabra, don Henry volvió a

llevar la voz cantante—. Es decir, que nos limitamos a presentar las

soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero,

dos de la señorita Marple y cerca de una docena de la señora B.

—No llegaban a una docena —replicó la señora Bantry—.

Algunas eran variaciones sobre el mismo tema. ¿Y cuántas veces he

de decirle que no quiero que me llame señora B?

—De modo que se dan por vencidos. —Jane estaba

pensativa—. Es muy interesante.

Se inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con

aire ausente.

—Bueno —dijo la señora Bantry—. Vamos, Jane. ¿Cuál es la

solución?

—¿La solución?

—Sí. ¿Qué ocurrió en realidad?

Jane la miró de hito en hito.

—No tengo la menor idea.

—¿Cómo?

—Siempre quise saberla y pensé que entre todos ustedes,

que son tan inteligentes, podrían dármela.

Todo el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban

que Jane fuese tan hermosa, pero en aquel momento todos

pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez. Incluso la

belleza más trascendental no podía excusarla.

—¿Quiere decir que la verdad nunca fue descubierta? —

preguntó don Henry.

—No. Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la

podrían explicar a mí.

Jane parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.

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—Bueno, yo... yo... —dijo el coronel Bantry, y le fallaron las

palabras.

—Eres una joven muy irritante, Jane —dijo su esposa—. De

todas maneras, estoy segura y siempre lo estaré de que tengo

razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de todas esas

personas, lo comprobaría.

—No creo que pueda hacerlo —replicó Jane lentamente.

—No, querida —intervino la señorita Marple—. La señorita

Helier no puede hacer eso.

—Claro que puede —dijo la señora Bantry—. No seas tan

escrupulosa. Los mayores podemos comentar algún que otro

escándalo. De todas maneras, díganos por lo menos quién era el

magnate de la ciudad.

La señorita Jane negó con la cabeza y la señorita Marple

continuó apoyando a la joven.

—Debió de ser un caso muy desagradable —le dijo.

—No —replicó Jane pensativa—. Creo... creo que más bien

disfruté.

—Bien, es posible —respondió la señorita Marple—.

Supongo que rompería la monotonía. ¿Qué comedia estaba usted

representando?

—Smith.

—Oh, sí. Es una de Somerset Maugham, ¿verdad? Todas sus

obras son muy inteligentes. Las he visto casi todas.

—Vas a reponerla el próximo otoño, ¿verdad? —le preguntó

la señora Bantry.

Jane asintió.

—Bueno —dijo la señorita Marple poniéndose en pie—.

Debo irme a casa. ¡Es tan tarde! Pero he pasado una velada muy

entretenida. No sucede a menudo. Creo que la historia de la

señorita Helier se lleva el premio. ¿No les parece?

—Siento que se hayan disgustado conmigo —dijo Jane—,

porque no sé el final. Supongo que debí decirlo antes.

Su tono denotaba pesar y el doctor Lloyd salvó la situación con su

galantería acostumbrada.

—Mi querida amiga, ¿por qué había de sentirlo? Usted nos

ha presentado un bonito problema para que aguzáramos nuestro

ingenio. Lo único que lamento es que ninguno de nosotros haya

sabido resolverlo convenientemente.

—Hable por usted —dijo la señora Bantry—. Yo lo he

resuelto, estoy completamente convencida.

—¿Sabe que creo que tiene usted razón? —intervino Jane—

. Lo que ha dicho parecía muy razonable.

—¿A cuál de sus siete soluciones se refiere? —preguntó don

Henry molesto.

El doctor Lloyd ayudaba a la señorita Marple a ponerse sus

chanclos. “Sólo por si acaso”, dijo. El doctor debía acompañarla

hasta su vieja casa y, una vez envuelta en diversos chales de lana,

les dio a todos las buenas noches. Después, acercándose a Jane

Helier, le murmuró unas palabras en el oído. Tal exclamación de

sorpresa salió de los labios de Jane que hizo que los demás se

volvieran a mirarla.

Asintiendo con una sonrisa, la señorita Marple se dispuso a

marcharse seguida por la mirada de Jane Helier.

—¿Vas a acostarte, Jane? —preguntó la señora Bantry—.

¿Qué te ocurre, Jane?

Parece como si acabaras de ver un fantasma.

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Con un profundo suspiro, la actriz se rehizo y, sonriendo a

los dos hombres, siguió a su anfitriona hacia la escalera. La señora

Bantry entró con la joven en su habitación.

—El fuego está casi apagado —dijo removiendo inútilmente

el rescoldo—. No son ni capaces de encender bien el fuego, estas

estúpidas doncellas. Aunque supongo que ya es muy tarde. ¡Vaya,

es más de la una!

—¿Crees que hay muchas personas como ella? —preguntó

Jane Helier.

Se había sentado a un lado de la cama, al parecer perdida en sus

pensamientos.

—¿Como la doncella?

—No, como esa extraña anciana, ¿cómo se llama? ¿Marple?

—¡Oh! No lo sé. Imagino que es bastante corriente

encontrar ancianitas como ella en los pueblos.

—Oh, Dios mío —replicó Jane—. No sé qué hacer, de veras.

Suspiró profundamente.

—¿Qué te ocurre?

—Estoy preocupada.

—¿Por qué?

—Dolly —Jane Helier adquirió de pronto un tono solemne—

, ¿sabes lo que esa extraña viejecita me murmuró al oído esta noche

un poquito antes de marcharse?

—No. ¿Qué?

—Me dijo: “Si yo fuera usted no lo haría, querida. Nunca se

ponga en manos de otra mujer, aunque la considere su amiga”.

¿Sabes, Dolly, que eso es absolutamente cierto?

—¿El consejo? Sí, tal vez lo sea, pero no le veo la aplicación.

—Cree que no debo confiar totalmente en otra mujer. Y,

además, estaría en sus manos. No se me había ocurrido pensarlo.

—¿De qué mujer estás hablando?

—De Netta Greene, mi suplente.

—¿Y qué diablos sabe la señorita Marple de tu suplente?

—Imagino que lo ha adivinado, aunque no sé cómo.

—Jane, ¿quieres explicarme en seguida de qué estás

hablando?

—De mi historia, la que acabo de contarles. Oh, Dolly, esa

mujer, la que apartó a Claud de mi lado...

La señora Bantry asintió y a su memoria acudió el primer

matrimonio desgraciado de Jane con Claud Averbury, el actor.

—Se casó con ella y yo podía haberle dicho lo que iba a

suceder. Claud lo ignoraba, pero ella pasa los fines de semana con

don Joseph Salmon en el bungalow del que les he hablado. Yo

quería descubrirla, demostrar a todo el mundo la clase de mujer

que es. Y con un robo, todo hubiera tenido que salir a relucir.

—¡Jane! —exclamó la señora Bantry—. ¿Imaginaste tú el

caso que acabas de contarnos?

Jane asintió.

—Por eso escogí la obra Smith. En ella aparezco vestida de

doncella y tengo a mano el disfraz. Y cuando me enviaran al puesto

de policía sería lo más sencillo del mundo decir que estaba

ensayando mi papel en mi hotel con mi suplente, cuando en

realidad estaríamos en el bungalow. Yo me limitaría a abrir la puerta

y servir los combinados, y Netta simularía ser yo. Él no volvería a

verla, por supuesto, de modo que no habría forma de que la

reconociera. Y yo cambio muchísimo vestida de doncella. Y, además,

no se mira a las doncellas como si fueran personas. Luego

planeábamos llevarlo a la carretera, coger las joyas, telefonear a la

policía y regresar al hotel. No me gustaría que sufriera el pobre

muchacho, pero don Henry no parece creer que vaya a sufrir,

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¿verdad? Y ella saldría en los periódicos y Claud sabría cómo es en

realidad.

La señora Bantry se sentó exhalando un gemido.

—Oh, mi cabeza. Y todo este tiempo... Jane Helier, ¡eres

terrible! ¡Y nos has contado la historia como si nada!

—Soy una buena actriz —contestó Jane complacida—.

Siempre lo he sido, aunque la gente diga lo contrario. No me

descubrí en ningún momento, ¿verdad?

—La señorita Marple tenía razón —murmuró la señora

Bantry—. El elemento emocional. Oh, sí, el elemento emocional.

Jane, pequeña, ¿te das cuenta de que un robo es un robo y de que

podrías acabar irremisiblemente en la cárcel?

—Bueno, ninguno de ustedes lo adivinó —respondió Jane—,

excepto la señorita Marple.

Su rostro volvió a adquirir una expresión preocupada.

—Dolly, ¿crees realmente que hay mucha gente como ella?

—Con franqueza, no lo creo —contestó la señora Bantry.

Jane volvió a suspirar.

—De todos modos, es mejor no arriesgarse. Y desde luego

estaría por completo en las manos de Netta, eso es cierto. Podría

hacerme chantaje o volverse contra mí. Me ayudó a pensar todos

los detalles y dice que me tiene un gran afecto, pero no hay que

fiarse nunca de las mujeres. No, creo que la señorita Marple tiene

razón. Será mejor no arriesgarse.

—Pero, querida, si ya te has arriesgado...

—Oh, no. —Jane abrió del todo sus grandes ojos azules—.

¿No lo comprendes? ¡Nada de esto ha ocurrido todavía! Yo

intentaba probarlo con ustedes, por así decirlo.

—No lo entiendo —replicó la señora Bantry muy digna—.

¿Quieres decir que se trata de un proyecto futuro y no de un hecho

consumado?

—Pensaba ponerlo en práctica este otoño, en septiembre.

Ahora no sé qué hacer.

—Y Jane Marple lo adivinó, supo averiguar la verdad y no

nos lo dijo —añadió la señora Bantry dolida.

—Creo que por eso dijo lo que dijo: lo de que las mujeres

deben ayudarse. No me ha descubierto delante de los caballeros. Ha

sido muy generoso por su parte. Pero no me importa que tú lo

sepas, Dolly.

—Bueno, renuncia a ese proyecto, Jane. Te lo suplico.

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RYONUSUKE AKUTAGAWA (1892-1927)

Cuentista y novelista japonés perteneciente a la generación

denominada neorrealista que surgió en Japón a fines de la Primera

Guerra Mundial; sus obras, en su mayoría cuentos, reflejan su

interés por la vida del Japón feudal. Se suicidó ingiriendo veronal a

los treinta y cinco años después de una severa crisis nerviosa. Uno

de sus relatos (En un bosque de bambúes) inspiró la película

Rashomon de Akira Kurosawa. Su amigo Kikuchi Kan, en su honor,

creó en 1935 el Premio de Literatura Akutagawa, el más prestigioso

de Japón. Obras: destacan sus colecciones de cuentos Sombras del

farol, Flores de la noche, El abanico de Donan, Los engranajes

Sombras del farol, Flores de la noche, El abanico de Donan, Los

engranajes y la novela La vida de Nobusuke Daidoiji.

EN UN BOSQUE DE BAMBÚES

Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones

de la Kebushi:

—Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió

el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de

la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al

pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me

parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje

silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.

El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador

de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la

capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida

profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú

caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no

corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la

cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni

siquiera escuchó que yo me acercaba.

¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente

nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y

también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las

hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los

sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte

resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese

un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura

separa ese paraje de la carretera.

Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial:

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—Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que

encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a

mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en

dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a

caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir

su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta.

En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines

cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun1, me

parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El

hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí,

recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba

una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.

¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En

verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo

lamento... no encuentro palabras para expresarlo...

Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial:

—¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado

Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el

puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo.

¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra

vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo

kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como

usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la

víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru

es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada

en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con

él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines

cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus

largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando

hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.

De todos los ladrones que rondan por los caminos de la

capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el

otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de

Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y

la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese

crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil

suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero

entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este

aspecto merece ser aclarado.

Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial:

—Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era

funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba

Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de

buen carácter, no podía tener enemigos.

¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una

muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a

otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca

del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y

ovalado.

Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa.

¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi

hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido,

pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica

una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de

mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para

encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru!

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¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos

ahogaron sus palabras.)

Confesión de Tajomaru:

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella

entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes

no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que

fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.

Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo

agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí,

sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La

brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me

pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí

apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su

acompañante.

¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como

ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la

muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que

llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder,

del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando

matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo.

¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la

gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa

irónica.)

Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre.

Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer

sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo,

como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me

arreglé para llevar a la pareja a la montaña.

Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les

conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella

yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para

ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un

bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese

tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente

por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media

hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.

Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los

tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para

verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos

para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el

caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura;

era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando

sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.

Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar

durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se

alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi

plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con

aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se

dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los

bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas

llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y

parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar

de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón,

siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas

por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas

secas de bambú.

Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y

le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había

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sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me

creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque

tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie

del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo,

entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor

distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal

en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí

eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru:

conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por

inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que

quería sin cometer un asesinato.

Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para

matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a

la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos

como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella

deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la

vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte.

Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando.

En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre.

(Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)

Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un

hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de

esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus

ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron,

sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara.

Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes

pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera

guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de

deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi

espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a

la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar

sin haber matado a su marido.

Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a

matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán

encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho

una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra

alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen

el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el

pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie

me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.)

Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer,

empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido!

¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo

cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no

percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que

agonizaba.

Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a

través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener

en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome

de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué

sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes

de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería

colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de

arrogancia.)

Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu:

—Después de violarme, el hombre del kimono azul miró

burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio

debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que

clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí,

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mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio

tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi

un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor

verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me

estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por

medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no

era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia

mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del

bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la

conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado

al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas

secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una

mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza?

¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé

de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:

—Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación

horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me

queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu

muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que

me sobrevivas!

Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome

como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi

corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió

llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las

flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal.

Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:

—Te pido tu vida. Yo te seguiré.

Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú

que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un

movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo

que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo:

«Mátame».

Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su

kimono.

Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi

alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía

tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente,

atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de

los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No

tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo

contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo

probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para

jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde

Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que

mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podía

hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)

Lo que narró el espíritu por labios de una bruja:

—El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y

trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me

resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero

la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo

escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería

hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las

hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la

impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al

menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte,

escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y

enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue

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mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres

abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me

inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez

semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza

como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan

bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al

ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde

quieras». (Aquí, un largo silencio.)

Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por

esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando,

tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el

lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el

dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese

hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra

vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras,

sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso

pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos

tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas!

Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)

Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con

este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El

bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la

arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en

carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido

me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que

la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza.

¿Quieres que la mate?...»

Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese

hombre. (Silencio.)

Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó,

internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se

lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa

pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis

armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y

mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:

«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a

la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me

liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había

oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)

Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo

dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado

caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un

borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A

medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah,

ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel

bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último

rayo de sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos.

Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel

momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la

cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano

invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió

a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para

no regresar...

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GILBERT KEITH CHESTERTON (1874-1936)

Escritor inglés autor de ensayos, narraciones, poemas, biografías,

artículos periodísticos y libros de viajes. Su personaje más famoso es

el Padre Brown, un sacerdote católico de apariencia ingenua cuya

agudeza psicológica lo vuelve un formidable detective y que aparece

en más de 50 historias reunidas en cinco volúmenes, publicados

entre 1911 y 1935. Obras: El hombre que fue jueves, El hombre

eterno, La inocencia del Padre Brown, La balada del caballo blanco,

Ortodoxia.

Extraído de La cruz azul y otros cuentos, Hyspamérica,

edición exclusiva para Ediciones Orbis, Barcelona, 1988, pp. 201-

223. Título original: The Bottomless Well. Traducción cedida por

editorial Plaza & Janés.

EL POZO SIN FONDO

En un oasis o verde isla de los mares de arena, rojos y amarillos, que

se extienden más allá de Europa en dirección a Oriente, se puede

hallar un contraste un tanto fantástico, que no es menos típico de

un lugar como aquél porque los tratados internacionales hayan

hecho de él un puesto avanzado de la ocupación británica. El sitio es

famoso entre los arqueólogos por algo que no es precisamente un

monumento, sino un simple agujero en el suelo. Pero es un agujero

redondo como el de un pozo, y probablemente perteneció a unas

grandes obras de irrigación de fecha remota y discutida, tal vez lo

más antiguo de aquel antiguo país. Hay una orla verde de palmas y

chumberas alrededor de la negra boca del pozo; pero nada queda

de la mampostería exterior, salvo dos piedras voluminosas y

maltratadas que se levantan como jambas de un portal que a

ningún sitio conduce y en las cuales algunos de los arqueólogos más

idealistas, en ciertos momentos del amanecer o de puesta de sol, se

figuran descubrir borrosas líneas de figuras o facciones de una

monstruosidad más que babilónica; mientras que arqueólogos más

racionalistas, en las horas más racionales de la plena luz, no ven

nada más que dos rocas informes. Se puede haber observado, sin

embargo, que no todos los ingleses son arqueólogos.

Muchos de los reunidos en aquel lugar por razones militares

y oficiales tenían otras aficiones que la arqueología. Y es un hecho

positivo que los ingleses consiguieron hacer en este desierto

oriental, con arena y cuatro hierbas verdes, un pequeño terreno de

golf que tenía un cómodo club en un extremo y, en el otro, este

monumento primitivo. No hacían servir este arcaico abismo como

bunker, porque por tradición era insondable y hasta, para todo

efecto práctico, insondado. Cualquier proyectil deportivo que fuera

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a parar allí podía considerarse literalmente como una bala perdida.

Pero a menudo se paseaban a su alrededor, en sus momentos de

descanso, conversando

o fumando cigarrillos, y uno de ellos acababa de ir allí desde

el club para encontrar a otro que miraba un tanto pensativo al

interior del pozo.

Ambos ingleses llevaban ropas ligeras y cascos blancos y

pugarees; pero aquí terminaba casi enteramente el parecido. Y

ambos, simultáneamente, dijeron la misma palabra; pero la dijeron

en dos tonos completamente distintos.

—¿Ha oído usted la noticia? —preguntó el hombre que

venía del club—. ¡Es espléndido!

—Es espléndido —respondió el que se hallaba junto al pozo.

Pero el primero pronunció la palabra como podía hacerlo un

joven hablando de una mujer; y el segundo como podía hacerlo un

viejo hablando del tiempo; no sin sinceridad, pero, indudablemente,

sin fervor.

Y, en esto, el tono de los dos hombres era suficientemente

característico de ellos. El primero, un cierto capitán Boyle, era de un

estilo amuchachado y decidido, moreno y con una especie de fuego

natural en el rostro que no pertenecía a la atmósfera del Oriente,

sino más bien al ardor y a las ambiciones del Occidente. El otro era

un hombre de más edad y, ciertamente, un residente más antiguo:

un oficial civil llamado Horne Fisher; y sus párpados caídos y su

caído bigote rubio expresaban toda la paradoja del inglés en

Oriente. Tenía demasiado calor para ser otra cosa que frío.

Ninguno de ellos creyó necesario mencionar qué era lo que

denominaban espléndido. Hubiera sido, en efecto, una conversación

superflua sobre algo que todo el mundo conocía. La notable victoria

sobre una amenazadora coalición de turcos y árabes, obtenida por

tropas al mando de Lord Hastings, el veterano de tantas victorias

notables, no sólo era conocida de esta pequeña guarnición tan

cercana al campo de batalla, sino que los periódicos la habían

divulgado ya por todo el Imperio.

—Ninguna otra nación del mundo podía haber hecho una

cosa así —exclamó el capitán Boyle con entusiasmo.

Horne Fisher seguía mirando al pozo silenciosamente; un

momento después respondió:

—Tenemos, ciertamente, el arte de deshacer errores. En

esto es en lo que se engañaron los pobres prusianos. Ellos sólo

saben cometer errores y adherirse a ellos. Hay realmente cierto

talento en deshacer errores.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Boyle—. ¿Qué

error?

—Todo el mundo sabe que esto fue morder más de lo que

se podía mascar —respondió Horne Fisher. Era una peculiaridad de

Fisher la de que siempre dijera que todo el mundo sabía cosas que

sólo a una persona entre un millón era permitido conocer—. Y fue,

ciertamente, una gran suerte que Travers llegara tan a punto. Es

curioso lo a menudo que la cosa acertada la hace el segundo jefe

hasta cuando el primero es un gran hombre, como Colborne en

Waterloo.

—Esto debería añadir toda una provincia al Imperio —

observó el otro.

—Bien; supongo que los Zimmern habían insistido que se

llegara hasta el canal —observó Fisher pensativo—, aunque todo el

mundo sabe que hoy día el anexionar provincias no siempre resulta

un negocio.

El capitán Boyle frunció las cejas ligeramente

desconcertado. No teniendo la menor idea de haber oído hablar de

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los Zimmern en toda su vida, sólo pudo responder impasible:

—Bien; uno no puede ser un pequeño engländer.

Horne Fisher sonrió con una sonrisa agradable.

—Aquí todos somos pequeños engläners —dijo—. Todos

quisiéramos hallarnos de vuelta en la pequeña Inglaterra.

—Me parece que no sé de qué está usted hablando —dijo el

joven, un poco receloso—. Se creería que usted no admira a

Hastings... ni a nada.

—Lo admiro infinitamente —respondió Fisher—. Es, con

mucho, el más capacitado para este puesto; comprende a los

musulmanes y puede hacer de ellos lo que quiere. Por esta razón yo

no soy partidario de excitar contra él la animosidad de Travers sólo

por lo ocurrido en este asunto.

—Verdaderamente, no comprendo adonde va usted a parar

— dijo el otro con franqueza.

—Tal vez no valga la pena comprenderlo —repuso Fisher

con despego—; y, por otra parte, no necesitamos hablar de política.

¿Conoce usted la leyenda árabe, acerca de este pozo?

—Temo no estar muy versado en leyendas árabes —dijo

Boyle algo picado.

—Es una lástima —repuso Fisher—, especialmente desde el

punto de vista de usted. El mismo Lord Hastings es una leyenda

árabe. Tal vez sea esto lo verdaderamente importante en él. Si su

reputación se desvaneciera, esto nos debilitaría entoda el Asia y el

África. Bien; la historia acerca de este agujero en el suelo, que llega

hasta nadie sabe dónde, siempre me ha fascinado un poco. Es

mahometana por la forma; pero no me extrañaría que fuese más

antigua que Mahoma. Se refiere a un llamado sultán Aladino; no

nuestro amigo de la lámpara, por supuesto, pero un poco parecido a

él en lo de tener que ver con genios y gigantes y cosas por el estilo.

Dicen que ordenó a los gigantes que le construyeran una especie de

pagoda que se elevara y se elevara hasta por encima de las estrellas.

Lo más alto posible, como decía la gente que construía la torre de

Babel. Pero los que erigieron la torre de Babel eran gente modesta y

casera, una especie de ratoncillos, si se les compara con el viejo

Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo, una pura

bagatela. El quería una torre que pasara del cielo, que se elevara

por encima de él y continuara creciendo siempre. Y Alá lo abatió con

un rayo, que penetró en la tierra, abriendo un agujero cada vez más

profundo, hasta que hizo un pozo que no tiene, como la torre no

debía tener, remate. Y, por aquella torre invertida de tinieblas, el

alma del orgulloso sultán está cayendo sin cesar.

—¡Qué estrafalario es usted! —dijo Boyle—. Habla como si

uno pudiera creer estas fábulas.

—Tal vez crea en la moraleja y no en la fábula —respondió

Fisher—. Ahí viene Lady Hastings; creo que la conoce usted.

El club del campo de golf servía, naturalmente, para muchas

otras cosas a más del golf. Era el único centro de reunión de la

guarnición, aparte de las oficinas estrictamente militares; tenía una

sala de billar y un bar, y hasta una excelente biblioteca técnica para

los oficiales que fueran lo bastante depravados para tomar en serio

su profesión. Entre éstos se contaba el general en persona, cuya

cabeza plateada y cuyo rostro moreno, como el de un águila de

bronce, se encontraban a menudo inclinados sobre los mapas e

infolios de la biblioteca. El gran Lord Hastings creía en la ciencia y en

el estudio, como en otros austeros ideales de vida, y había dado

sobre este punto muchos consejos paternales al joven Boyle, cuyas

visitas a aquel lugar eran un poco más intermitentes. De una de

estas rachas de estudio acababa de salir el joven por una puerta de

cristales de la biblioteca que daba al campo de golf. Pero, por

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encima de todo, el club estaba dispuesto para satisfacer las

necesidades sociales de las damas, tanto por lo menos como las de

los caballeros; y Lady Hastings lo mismo podía representar su papel

de reina en aquellas reuniones que en su propio salón. Estaba

eminentemente dotada para desempeñar este papel y, como decían

algunos, eminentemente inclinada a ello. Era mucho más joven que

su marido; una dama atractiva y, a veces, peligrosamente atractiva;

y Mr. Horne Fisher la contempló con expresión algo burlona,

mientras se alejaba majestuosamente con el joven militar. Después,

su mirada melancólica se desvió hacia la verde y espinosa

vegetación que rodeaba el pozo; vegetación de aquella curiosa

forma de cactos en que una hoja gruesa nace directamente de otra

sin tallo ni pecíolo. Esto daba a su espíritu imaginativo la siniestra

impresión de una proliferación ciega, sin forma ni objeto. Una flor o

un arbusto de Occidente crece hasta dar la flor, que es su corona y

contenido. Pero esto era como si unas manos salieran de otras

manos o unos pies salieran de otros pies, en una pesadilla.

—Siempre añadiendo una provincia al Imperio —dijo con

una sonrisa; y agregó más tristemente—: Pero no sé, después de

todo, si he tenido razón.

Una voz fuerte y cordial interrumpió sus meditaciones; y él

levantó la vista y sonrió al ver el rostro de un antiguo amigo. La voz

resultaba más cordial que el rostro, que, a primera vista, era

decididamente hosco. Era una cara típica de leguleyo con

mandíbulas y cejas hirsutas; y pertenecía a un personaje

eminentemente legal, aunque entonces se hallara agregado en una

calidad semimilitar a la Policía de aquel salvaje distrito. Cuthbert

Grayne era acaso más un criminólogo que un jurisconsultor o un

policía; pero en aquellos medios semisalvajes había acertado a

convertirse en una combinación práctica de las tres cosas. Contaba

en su haber el descubrimiento de toda una serie de extraños

crímenes orientales; pero, como pocas personas entendían en esta

rama del saber o sentían afición por ella, su vida intelectual

resultaba algo solitaria. Entre las pocas excepciones contaba a

Horne Fisher, quien tenía una curiosa facilidad para hablar de casi

todo con casi todo el mundo.

—¿Está usted estudiando botánica o arqueología? —

preguntó Grayne—. Nunca sabré dónde termina su interés, Fisher.

Yo diría que lo que usted no sabe no vale la pena de ser sabido.

—Se equivoca usted —respondió Fisher con una sequedad y

hasta una acritud muy desusadas en él—. Es lo que sé lo que no

merece la pena de ser conocido. Todo el lado peor de las cosas;

todas las razones secretas y los móviles corrompidos y el soborno y

el chantaje que llaman política. No puedo estar tan orgulloso de

haber bajado a esta sentina que vaya a jactarme de ello con los

muchachos de la calle.

—¿Qué significa esto? ¿Qué le pasa a usted? —preguntó su

amigo—. Nunca lo había visto tomar así las cosas.

—Estoy avergonzado de mí mismo —respondió Fisher—.

Acabo de echar un jarro de agua fría sobre los entusiasmos de un

muchacho.

—Esa explicación me parece insuficiente —observó el

criminólogo.

—Claro está que el entusiasmo era una pura mentecatez

periodística —continuó Fisher—; pero yo debería saber que a esa

edad las ilusiones pueden ser ideales. Y siempre valen más que la

realidad. Y hay una responsabilidad muy grande en desviar a un

joven de la rutina del ideal más idiota.

—Y ¿cuál puede ser?

—Lo expone uno a empujar con una nueva energía en una

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dirección mucho peor —respondió Fisher—. Una dirección sin

objeto, un abismo sin fondo, como el pozo sin fondo.

Fisher no volvió a ver a su amigo hasta quince días después,

cuando se encontraba en el jardín detrás del club, en el lado

opuesto al campo de golf. Era un jardín fuertemente coloreado y

perfumado de plantas semitropicales a la luz de un ocaso en el

desierto. Otros dos hombres estaban con él, siendo el tercero el

ahora célebre segundo jefe, conocido de todos como Tom Travers,

un hombre moreno y flaco que parecía más viejo de lo que era

realmente, con un surco en la frente y un algo saturnino en la forma

misma de su negro bigote. Acababa de servirles el café el árabe que

ahora oficiaba temporalmente como camarero del club, aunque ya

era una figura familiar y hasta famosa como antiguo criado del

general. Se llamaba Said y era notable entre otros semitas por esa

monstruosa longitud de su cara amarilla y esa altura de su estrecha

frente que se da a veces entre ellos, y producía una impresión

irracional de algo siniestro, a pesar de su agradable sonrisa.

—Nunca me ha parecido tener confianza en este individuo

— dijo Grayne cuando el hombre se hubo marchado—. Es muy

injusto, ya lo sé, porque, indudablemente, es muy adicto a Hastings

y le salvó la vida, según dicen. Pero los árabes muchas veces son así:

leales a un solo hombre. No puedo evitar el pensar que sería capaz

de desollar a cualquier otra persona, y hasta de hacerlo a traición.

—Bien —dijo Travers con una sonrisa un poco agria—;

mientras no haga daño a Hastings, al mundo no le importaría gran

cosa.

Hubo un silencio un tanto embarazoso, lleno de recuerdos

de la gran batalla, y, entonces, Horne Fisher dijo lentamente:

—Los periódicos no son el mundo, Tom. No se apure usted

por lo que dicen. En el mundo de usted todos conocen la verdad.

—Me parece que vale más que no hablemos del general

ahora —observó Grayne—, porque acaba de salir del club.

—No viene hacia aquí —dijo Fisher—; no hace más que

acompañar a su mujer al automóvil.

Efectivamente, mientras hablaban, la dama apareció a la

puerta del club, seguida de su marido, quien entonces se le

adelantó rápidamente para abrir el portillo del jardín. Mientras lo

hacía, ella se volvió y dijo unas palabras a un hombre solitario

sentado en una silla de bambú a la sombra del portal, el único

hombre que quedaba en el desierto club, aparte de los tres que

estaban en el jardín. Fisher escudriñó un momento en la sombra y

vio que se trataba del capitán Boyle.

Un instante después, con cierta sorpresa por parte de los

del grupo, el general reapareció y, volviendo a subir los escalones,

dijo a su vez una o dos palabras a Boyle. Entonces hizo un signo a

Said, quien acudió corriendo con dos tazas de café, y los dos

hombres entraron otra vez en el club llevando cada uno una taza en

la mano.

Inmediatamente, un destello de luz blanca en la creciente

oscuridad mostró que se habían encendido las luces eléctricas en la

biblioteca.

—Café e investigación científica —dijo Travers

torvamente— . Todos los lujos del saber y de la teoría. Bien; he de

irme, porque yo también tengo mi trabajo.

Y se levantó un tanto demasiado rígido, saludó a sus

compañeros y desapareció en la oscuridad.

—Yo sólo deseo que Boyle se limite a la investigación

científica —dijo Horne Fisher—. No estoy muy tranquilo acerca de

él. Pero hablemos de otra cosa.

Hablaron de otra cosa mucho más tiempo de lo que

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probablemente se imaginaban, hasta que llegó la noche tropical y

una espléndida luna plateó todo el paisaje; pero, antes de que fuera

lo bastante clara para que permitiera ver los objetos, Fisher había

observado ya que las luces de la biblioteca se apagaban de pronto.

Estuvo esperando que los dos hombres salieran por la puerta que

daba al jardín, mas no vio a nadie.

—Habrán ido a dar un paseo por el campo de golf —dijo.

—Es muy posible —respondió Grayne—. Va a hacer una

noche magnífica.

Acababa de decir esto cuando oyeron una voz que los

llamaba desde la sombra proyectada por el club, y se sorprendieron

al percibir a Travers, que corría hacia ellos gritando:

—Necesito la ayuda de ustedes. Ha ocurrido algo muy grave

en el campo de golf.

Al instante se hallaron todos corriendo a.través del fumador

y de la biblioteca del club en medio de una completa oscuridad

material y mental. Pero Horne Fisher, a pesar de su afectación de

indiferencia, era persona de una curiosa y casi sobrenatural

sensibilidad para las atmósferas, y ya había sentido la presencia de

algo más que un accidente. Tropezó con un mueble de la biblioteca

y casi se estremeció al choque; porque la cosa se movió como él no

se había imaginado que pudiera moverse un mueble. Pareció

moverse como algo vivo que cediera y, no obstante, devolviera el

golpe. Un momento después Grayne encendía las luces, y Fisher

pudo ver que lo ocurrido era únicamente que había tropezado con

una estantería giratoria, la cual, al oscilar, había vuelto a chocar con

él; pero el sobresalto experimentado le reveló su propia

subconciencia de algo misterioso y monstruoso. Había varias de

estas estanterías giratorias esparcidas por la biblioteca; sobre una

de ellas se veían dos tazas de café y sobre otra, un gran libro

abierto. Era la obra de Budge sobre jeroglíficos egipcios, con láminas

en color de extraños pájaros y dioses: y, en el mismo momento de

pasar corriendo, Fisher sintió que había algo extraño en el hecho de

que fuera este libro y no un tratado de ciencia militar el que se

hallara abierto en aquel sitio y en aquella ocasión. Hasta percibió el

hueco en el bien ordenado estante de donde había sido sacado, y le

dio la impresión de algo horrible, como un boquete en la dentadura

de un rostro siniestro.

Una carrera los llevó en pocos minutos al otro extremo del

campo, delante del pozo sin fondo; y a pocas yardas de éste,

iluminado por un claro de luna tan fuerte como la luz del día, vieron

lo que habían ido a ver.

El gran Lord Hastings yacía de cara al suelo, en una postura

extraña y violenta, con un codo erecto sobre su cuerpo, el brazo

doblado y su mano grande y huesuda asiendo la espesa hierba.

Pocos pasos más allá, estaba Boyle, casi igualmente inmóvil, pero

puesto a gatas y contemplando fijamente el cadáver. Podía no

haber sido únicamente obra de la sorpresa o del azar; había algo

torpe y siniestro en la postura cuadrúpeda y en el rostro abstraído.

Era como si la razón lo hubiera abandonado. Detrás de él sólo se

veía el brillante cielo azul, y el principio del desierto, aparte de las

dos grandes piedras rotas de enfrente del pozo. Y era a esta luz y en

esta atmósfera como los hombres podían imaginar que veían en

ellas caras enormes y espantosas que los estaban mirando.

Horne Fisher se inclinó, tocó la fuerte mano que todavía se

agarraba a la hierba y la halló fría como una piedra.

Hubo un silencio angustioso; y luego Travers observó

secamente:

—Esto es de su incumbencia, Grayne; usted se encargará de

interrogar al capitán Boyle. Yo no entiendo nada de lo que dice.

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Boyle se había rehecho y se había levantado; pero su

semblante continuaba ofreciendo un terrible aspecto que lo hacía

parecer una máscara nueva o la cara de otro hombre.

—Estaba mirando el pozo —dijo— y, al volverme, vi que se

había caído.

Grayne tenía una expresión extremadamente sombría.

—Como dice usted, esto es cosa mía —indicó—; ante todo,

he de pedirles que me ayuden a llevar al general a la biblioteca y

que me dejen examinar las cosas a fondo.

Una vez depositado el cadáver en la biblioteca, Grayne se

volvió a Fisher y dijo con una voz que había recobrado su

naturalidad y su confianza:

—Voy a encerrarme y a hacer primero un reconocimiento

completo. Cuento con usted para mantener el contacto con los

demás y someter a Boyle a un interrogatorio preliminar. Yo le

hablaré más tarde. Y telefonee usted a la comandancia para que

manden un policía; hágalo venir en seguida aquí y que aguarde

hasta que yo lo llame.

Sin decir más, el gran investigador criminal entró en la

biblioteca iluminada, cerrando la puerta tras de sí; y Fisher, sin

replicar, se volvió y se puso a hablar sosegadamente con Travers.

—Es curioso —dijo— que esto haya ocurrido precisamente

delante de aquel sitio.

—Sería realmente curioso —respondió Travers—, si el sitio

hubiera tenido en esta ocasión algún papel en ello.

—Me parece —dijo— que el papel que no ha tenido es más

curioso todavía.

Y con estas palabras, aparentemente sin sentido, se volvió al

agitado Boyle y, agarrándolo del brazo, se puso a hacerle pasear a la

luz de la luna, hablando en voz baja.

Había ya despuntado el día cuando Cuthbert Grayne apagó

las luces de la biblioteca y salió al campo de golf. Fisher se paseaba

solo, con aire indolente; pero el mensajero policía que había

mandado llamar permanecía cuadrado a cierta distancia.

—He mandado a Boyle con Travers —observó Fisher con

indiferencia—; él lo vigilará y, de todos modos, vale más que

duerma.

—¿Le ha sacado usted algo? —preguntó Grayne—. ¿Le dijo

lo que estaban haciendo él y Hastings?

—Sí —respondió—; me hizo un relato bastante claro de

todo. Dijo que, después de que Lady Hastings se hubo marchado en

el automóvil, el general lo invitó a tomar café con él en la biblioteca

para examinar un punto de arqueología local. Boyle empezaba a

buscar el libro de Budge en una de las estanterías giratorias cuando

el general lo encontró en una de las adosadas a la pared. Después

de mirar algunas láminas, salieron, al parecer un poco

precipitadamente, al campo de golf y se encaminaron al pozo; y,

mientras Boyle miraba dentro de él, oyó detrás de sí un baque, y, al

volverse, encontró al general como lo hallamos nosotros. Se puso de

rodillas para examinar el cadáver, y entonces se sintió paralizado

por una especie de terror y no pudo acercarse a él ni tocarlo. Pero

yo no le doy importancia a esto: a las personas afectadas por la

conmoción de una sorpresa se las encuentra a veces en las posturas

más raras.

Grayne esbozó una torva sonrisa de atención, y dijo, tras un

breve silencio:

—Bien; no le ha dicho a usted demasiadas mentiras.

Realmente, es una relación estimablemente clara y coherente de lo

ocurrido, que sólo deja fuera todo lo importante.

—¿Ha descubierto usted algo ahí dentro? —preguntó

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Fisher.

—Lo he descubierto todo —respondió seriamente Grayne.

Fisher guardó un silencio un tanto sombrío, mientras el otro

proseguía su explicación en un tono reposado y firme.

—Tenía usted razón, Fisher, al decir que el joven estaba en

peligro de lanzarse a un abismo. Tuviera o no tuviera que ver con

ello, como usted se imagina, el menoscabo que usted causó al

concepto que él tenía del general, lo cierto es que desde hace algún

tiempo no se ha estado portando bien con él. Es un asunto

desagradable, y no quiero extenderme en explicaciones; pero está

bien claro que la mujer del general tampoco se portaba bien con su

marido. Yo no sé hasta qué punto llegó la cosa, pero en todo caso

llegó hasta el punto de obrar a escondidas; porque cuando Lady

Hastings habló con Boyle fue para decirle que había ocultado una

nota en el libro de Budge en la biblioteca. El general lo oyó, o de

algún modo se enteró de ello, y se fue directamente al libro y

encontró el papel. Lo puso ante Boyle y, naturalmente, tuvieron una

escena. Y Boyle se encontró ante otra cosa también; se encontró

ante una pavorosa alternativa, en la cual la vida del hombre

significaba la ruina, y su muerte significaba el triunfo y hasta la

felicidad.

—Bien —observó Fisher al cabo—. No lo censuro por no

haberle contado a usted la parte de la mujer en esta historia. Pero

¿cómo se ha enterado usted de lo de la carta?

—La hallé sobre el cadáver del general —respondió

Grayne—; pero he encontrado algo peor que esto. El cadáver había

adquirido la rigidez peculiar de ciertos venenos asiáticos. Entonces

examiné las tazas de café, y entiendo lo bastante en cuestión de

química para reconocer la presenecia del veneno en el poso de una

de ellas. Ahora bien: el general se fue directamente a la librería,

dejando su taza de café sobre la estantería que había en medio de la

habitación. Mientras estaba vuelto de espaldas y Boyle fingía buscar

en la estantería, éste se quedó solo con las dos tazas. El veneno

tarda diez minutos en obrar; y un paseo de diez minutos podía

llevarlos al pozo sin fondo.

—Sí —observó Horne Fisher—. Y, ¿qué me dice usted del

pozo sin fondo?

—¿Qué tiene que ver el pozo sin fondo con esto? —

preguntó su amigo.

—No tiene nada que ver —respondió Fisher—. Eso es lo que

yo encuentro absolutamenete desconcertante e increíble.

—Y, ¿por qué razón había de tener algo que ver con el

asunto ese agujero en el suelo?

—Es un agujero en la argumentación de usted —dijo

Fisher—. Pero ahora no quiero insistir en ello. Por cierto que hay

otra cosa que debería decirle a usted. Le indiqué que había puesto a

Boyle bajo la custodia de Travers. No le engañaría si dijera que puse

a Travers bajo la custodia de Boyle.

—¿No quería usted decir que sospecha de Travers? —

exclamó el otro.

—Estaba mucho más airado contra el general de lo que

pudiera estar Boyle —observó Horne Fisher con curiosa

indiferencia.

—Usted no dice lo que piensa —exclamó Grayne—. Le he

dicho que encontré veneno en una de las tazas de café.

—Por supuesto, siempre hay que contar con Said —añadió

Fisher—, ya sea por odio o a sueldo de otro. Convinimos en que era

capaz de casi todo.

—Y convinimos en que era incapaz de hacer daño a su amo

—replicó Grayne.

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—Bien, bien —dijo Fisher amablemente—, me atrevo a

decir que usted tiene razón, pero me gustaría dar un vistazo a la

biblioteca y a las tazas de café.

Pasaron adentro, mientras Grayne se volvía al policía que

estaba aguardando y le tendía una nota para que la telegrafiaran

desde la comandancia. El hombre saludó y se fue precipitadamente;

y Grayne, siguiendo a su amigo, entró en la biblioteca y lo encontró

al lado de la estantería de en medio de la estancia sobre la cual se

hallaban situadas las tazas vacías.

—Aquí es donde Boyle buscó el libro de Budge, o fingió

buscarlo, según usted —dijo.

Mientras hablaba, Fisher se puso en cuclillas, para mirar los

libros de la estantería giratoria; porque todo el mueble no era

mucho más alto que una mesa corriente. Un momento después se

enderezaba de un salto, como si lo hubieran picado.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

Pocas personas habían visto, si es que lo había visto alguna,

a Horne Fisher conducirse como se condujo entonces. Lanzó una

mirada a la puerta, vio que la ventana abierta estaba más cerca, la

salvó de un salto, como si fuera una valla y echó a correr tras el

policía que se perdía de vista. Grayne, que se quedó mirándolo, vio

pronto reaparecer su figura alta y desmadejada que había

recobrado toda su flojedad e indolencia habituales. Iba

abanicándose despacio, con una hoja de papel: el telegrama que tan

violentamente había interceptado.

—Afortunadamente detuve esto —observó—. Hemos de

mantener secreto este asunto. Hastings tiene que haber muerto de

apoplejía o de síncope.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el otro investigador.

—Lo que pasa —dijo Fisher— es que dentro de unos días

nos hallaremos en una agradable alternativa: la de ahorcar a un

inocente o mandar al infierno el Imperio británico.

—¿Quiere esto significar —preguntó Grayne— que este

infernal crimen ha de quedar sin castigo?

Fisher lo miró fijamente.

—Ya está castigado —dijo.

Y después de un breve momento de silencio continuó:

—Usted ha reconstruido el crimen con admirable habilidad,

amigo mío, y casi todo lo que ha dicho usted es verdad. Dos

hombres con dos tazas de café entraron en la biblioteca y pusieron

las tazas sobre la estantería, y fueron juntos hasta el pozo, y uno de

ellos era un asesino y había vertido veneno en la copa del otro. Pero

esto no fue hecho mientras Boyle estaba buscando en la estantería

giratoria. El buscó en ella el libro de Budge, que contenía la nota;

pero me imagino que Hastings ya lo había trasladado a los estantes

de la pared. Formaba parte de aquel horrendo juego el que fuera él

quien lo encontrara primero. Ahora bien, ¿qué hace un hombre

para buscar en una estantería giratoria? Generalmente no anda

dando saltos a su alrededor acurrucado en la actitud de una rana. Le

da sencillamente un impulso y el mueble gira sobre sí mismo.

Miraba ceñudamente al suelo mientras hablaba, y había

bajo sus pesados párpados una luz que no se veía allí con

frecuencia. El misticismo que yacía sepultado bajo todo el cinismo

de su experiencia estaba despierto y se movía en lo profundo de su

alma. Su voz tomaba giros e inflexiones tales como si fueran dos

hombres los que estaban hablando.

—Esto es lo que Boyle hizo; tocó apenas el mueble y éste

giró con la misma facilidad con que gira la Tierra; porque la mano

que lo hizo girar no fue la suya. Dios, que hace girar la rueda de

todas las estrellas, tocó aquella rueda y le hizo dar media vuelta a

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fin de que su terrible justicia se cumpliera.

—Empiezo a tener —dijo Grayne— una vaga y horrible idea

de lo que usted quiere decir.

—Es muy sencillo —dijo Fisher—; cuando Boyle se levantó

de su postura agachada, había ocurrido algo de que él no se había

dado cuenta, de que su enemigo no se había dado cuenta, de que

no se había dado cuenta nadie. Las dos tazas de café habían

cambiado exactamente de lugar.

La cara pétrea de Grayne pareció haber soportado un

choque en silencio; ni una de sus líneas se alteró, pero al hablar, su

voz salió inesperadamente débil.

—Comprendo lo que quiere decir —dijo—, y, como ha dicho

usted, cuanto menos se hable de ello mejor. No fue el amante quien

trató de desembarazarse del marido, sino al revés. Y una historia

como ésta sobre un hombre como éste nos arruinaría aquí. ¿Tuvo

usted alguna presunción de ello al principio?

—El pozo sin fondo, como le dije —respondió Fisher—. Eso

fue lo que me intrigó desde el principio. No porque tuviera algo que

ver con ello. Porque no tenía nada que ver con ello.

Permaneció un momento callado, como meditando por

dónde empezaría, y después continuó:

—Cuando un asesino sabe que su enemigo estará muerto al

cabo de diez minutos y lo lleva al borde de un abismo insondable es

que se propone echar allí su cadáver. ¿Qué otra cosa cabría? Un

tonto de nacimiento tendría el sentido de hacerlo; y Boyle no es un

tonto de nacimiento. Bien, ¿por qué no lo hizo Boyle? Cuanto más

pensaba en ello, más sospechaba que había habido algún error en el

crimen, por decirlo así. Alguien había llevado a alguien allí para

echarlo dentro; y, no obstante, no lo había echado. Yo tenía una

idea impresa y horrenda de alguna sustitución o inversiórrde

papeles; entonces me bajé a hacer girar la estantería por casualidad,

y al instante lo vi todo, porque vi las dos tazas girar otra vez, como

lunas en el cielo.

Después de una pausa, Cuthbert Grayne dijo:

—¿Y qué diremos a los periódicos?

—Mi amigo Harold March llega hoy de El Cairo —repuso

Fisher—. Es un periodista hábil y brillante. Pero, a pesar de esto, es

un hombre de honor; de manera que no debe usted decirle la

verdad.

Media hora después, Fisher volvía a pasear de un lado a

otro, delante del club, con el capitán Boyle, este último ahora con

un aire muy abrumado y aturdido, tal vez el de un hombre más

triste y avisado.

—Y respecto a mí, ¿qué? —decía—. ¿Estoy justificado? ¿No

se me va a justificar?

—Creo y espero —respondió Fisher— que no se va a

justificar. No debe haber sospecha alguna contra él y, por

consiguiente, tampoco ninguna contra usted. Cualquiera sospecha

contra él, por no decir cualquier historia contra él, nos echaría por el

suelo desde Malta a Mandalay. El era un héroe a la vez que un santo

terror para los musulmanes. De hecho, casi podría usted llamarlo un

héroe musulmán al servicio de Inglaterra. Por supuesto, él se

entendía bien con ellos a causa de su pequeña dosis de sangre

oriental; le venía de su madre, la bailarina de Damasco; todo el

mundo lo sabe.

—¡Oh! —repitió maquinalmente Boyle, mirándolo con unos

ojos muy abiertos—. ¡Todos lo saben!

—Yo diría que había un rasgo de ella en sus celos y en su

feroz venganza —continuó Fisher—. Pero, a pesar de esto, el crimen

nos arruinaría entre los árabes, con mayor motivo por cuanto fue

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algo como un crimen contra la hospitalidad. Ha sido odioso para

usted y es bastante terrible para mí. Pero hay algunas cosas que no

se pueden hacer, y, mientras yo viva, ésta es una de ellas.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Boyle, mirándolo

con curiosidad—. ¿Por qué usted, precisamente, ha de mostrarse

tan apasionado en esto?

—Supongo —dijo el otro— que es porque soy un pequeño

engländer.

—Nunca he podido entender qué quería usted significar con

eso —respondió Boyle.

—¿Piensa usted que Inglaterra es tan pequeña —dijo Fisher,

con calor en su fría voz—, que no puede detener un hombre a

través de unos pocos miles de millas? Usted me quiso dar una

lección de patriotismo teórico, mi joven amigo, pero ahora se trata,

para usted y para mí, de patriotismo práctico, y sin mentiras para

ayudarlo. Usted hablaba como si todo marchara bien para nosotros

en el mundo entero, en un crescendo triunfal que culminaba en

Hastings. Yo le dije que todo había ido mal aquí para nosotros,

excepto Hastings. Su nombre era el único que nos quedaba como

conjuro; y éste no debe perderse también. ¡No, por Dios! Ya es

bastante malo que una banda de infernales judíos nos haya

plantado aquí, donde no hay ningún interés británico que servir y sí

todo un infierno desencadenado contra nosotros, sólo porque el

Narigudo Zimmern ha prestado dinero a la mitad del ministerio. Ya

es bastante malo que un viejo prestamista de Bagdad nos haga

librar sus batallas; no podemos luchar con la mano derecha cortada.

Nuestro único tanto era Hastings y su victoria, que en realidad era la

victoria de otro. Tom Travers tiene que sufrir, y usted también.

Después, tras un silencio, señaló al pozo sin fondo y dijo en

un tono más tranquilo:

—Ya le dije que no creía en la filosofía de la Torre de

Aladino. No creo en el Imperio que cree tocar el cielo; no creo en la

Union Jack subiendo eternamente como la Torre. Pero, si usted cree

que voy a dejar que la Union Jack se hunda eternamente como el

pozo sin fondo, en la derrota y en la irrisión entre las befas de los

judíos que nos han chupado los huesos... Yo no haré esto, se lo digo

categóricamente: no, aunque el Canciller sufra el chantaje de veinte

millones con sus periódicos indecentes; no, aunque el Primer

Ministro se case con veinte judías yanquis; no, aunque Woodville y

Carstairs tengan acciones en veinte minas trucadas. Si la cosa está

realmente tambaleándose, no debemos ser nosotros, ¡Dios nos

valga!, los que le demos el empujón.

Boyle lo estaba mirando con un azoramiento que casi era

miedo y que tenía hasta un algo de repugnancia.

—Parece haber algo espantoso —dijo— en las cosas que

sabe usted.

—Sí —respondió Horne Fisher—, y no es que esté muy

complacido con mi pequeño caudal de conocimientos y reflexiones.

Pero, como éste ha contribuido en parte a evitar que a usted lo

ahorcaran, no veo por qué tiene que quejarse de él.

Y, como si se avergonzara de su exaltación, volvió la espalda

al joven y se alejó hacia el pozo sin fondo.

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DASHIELL HAMMET (1894-1961)

Extraído de la edición digigal: Antología de relatos breves, de

Dashiell Hammet. Pp. 75-109.

Título original: «The Big Knockover» (1927).

EL GRAN GOLPE

Encontré a Paddy el Mexicano en el garito de Jean Larrouy.

Paddy, un estafador simpático que se parecía al rey de España,

me mostró sus grandes dientes blancos en una sonrisa, con un pie

me acercó una silla y le dijo a la chica que estaba sentada a la mesa

con él:

—Nellie, te presento al detective con el corazón más grande de

todo San Francisco. Este gordito hará lo que sea por quien sea, a

nada que crea poder colgarle una cadena perpetua. —Se volvió

hacia mí y con un movimiento de su cigarro me señaló la chica—:

Nellie Wade, a ella no puedes echarle nada encima. No necesita

trabajar: su viejo es contrabandista de alcohol.

Era una muchacha delgada, vestida de azul, piel blanca, grandes

ojos verdes y con el pelo corto color de nuez. Su rostro, mustio

hasta ese momento, revivió en un resplandor de belleza mientras

tendía su mano hacia mí a través de la mesa. Ambos reímos por lo

que había dicho Paddy.

—¿Cinco años? —me preguntó.

—Seis —la corregí.

—¡Maldita sea! —exclamó Paddy, sonriente, en tanto que hacía

una seña al camarero—. Algún

día estafaré a algún detective.

Hasta ese momento había estafado a todos: jamás había

dormido en una trena.

Miré otra vez a la muchacha. Seis años antes, esta Ángel Grace

Cardigan había timado a media docena de tipos de Filadelfia,

aunque no les había sacado demasiado. Dan Morey y yo le

habíamos echado el guante, pero ninguna de sus víctimas quiso

presentar cargos contra ella, de modo que hubo que soltarla. Por

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aquel entonces, era una joven de diecinueve años, si bien le

sobraban dotes y mañas.

En mitad del salón, una de las chicas de Larrouy empezó a

cantar Tell Me What You Want And I'll Tell You What You Get. Paddy

el Mexicano echó ginebra de su propia botella dentro de los vasos

con tónica que nos había traído el camarero. Bebimos y le entregué

a Paddy un trozo de papel que llevaba escrito un nombre y unas

señas.

—Itchy Maker me ha pedido que te pase esto —expliqué—. Le

vi ayer en la casona de Folsom. Dice que es de su madre y que

quiere que tú la visites y compruebes si necesita algo. Supongo que

ha querido decir que debes entregarle su parte de vuestro último

trabajo.

—Hieres mis tiernos sentimientos —dijo Paddy; guardó el

papel y sacó a relucir una vez más la botella.

Bebí mi segunda tónica con ginebra y junté los pies, dispuesto a

levantarme de la silla y a marcharme a mi mesa. En ese instante,

cuatro clientes de Larrouy llegaron desde la calle. Al reconocer a

uno de ellos, cambié de idea y permanecí sentado. Alto, nada gordo,

iba todo lo emperejilado que puede ir un hombre bien vestido. Sus

ojos eran penetrantes, la cara aguda con unos labios que parecían

cuchillos afilados y un bigote pequeño y bien recortado: Bluepoint

Vance. Me pregunté qué estaría haciendo a mil quinientos

kilómetros de su coto privado de Nueva York.

Mientras me lo preguntaba, le di la espalda fingiendo

interesarme en la cantante que ofrecía a los clientes, en ese

momento, / Want To Be A Bum. Por detrás de ella, lejos, en un

rincón, entreví otra cara familiar que también pertenecía a otra

ciudad: Happy Jim Hacker, gordo y sonrosado pistolero de Detroit,

sentenciado a muerte dos veces y dos veces indultado.

Cuando volví a mirar al frente, Bluepoint Vance, con sus tres

compañeros, se había situado a dos mesas de distancia. Se hallaba

de espaldas a nosotros. Estudié a sus compañeros.

Sentado frente a Vance, vi a un joven gigante de anchos

hombros, pelo rojizo, ojos azules y una cara rústica que, a su modo

brutal, casi salvaje, era bien parecida. A su izquierda estaba una

joven de ojos astutos y oscuros, que llevaba un sombrero

lamentable. La chica hablaba con Vance. La atención del gigante

pelirrojo se había concentrado en el cuarto miembro del grupo. La

joven bien se lo merecía.

Ni alta ni baja, ni delgada ni regordeta. Llevaba una especie de

túnica rusa negra, con bordados en verde de los que colgaban dijes

de plata. En el respaldo de su silla había extendido un abrigo de piel

negra. Ella debía andar por los veinte: ojos azules, boca roja, rizos

castaños asomando bajo el turbante negro, verde y plata... y qué

nariz. Atractiva, sin necesidad de perderse en detalles. Lo dijey

Paddy el Mexicano asintió con un «así es» y Ángel Grace me sugirió

que fuese a decirle a Red O'Leary que yo pensaba que la chica era

atractiva.

—¿Red O'Leary es ese pájaro gigante? —pregunté mientras me

deslizaba hacia abajo en misilla, para poder estirar mis pies bajo la

mesa y por entre las piernas de Paddy y Ángel Grace—. ¿Quién es su

hermosa amiguita?

—Nancy Reagan, y la otra es Sylvia Yount.

—¿Y ese soplagaitas que está de espaldas? —probé sus

conocimientos.

El pie de Paddy, en busca del de la joven por debajo de la mesa,

tropezó con el mío.

—No me des de puntapiés, Paddy —le rogué—. Me portaré

bien. Además, no pienso quedarme a recibir golpes. Me voy a casa.

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Intercambiamos saludos y me dirigí hacia la puerta, dando la

espalda a Bluepoint Vance.

Junto a la entrada, tuve que hacerme a un lado para dar paso a

dos hombres que venían de la calle. Ambos me conocían, pero

ninguno de los dos me dirigió el más breve saludo. Eran Sheeny

Holmes (no el viejo que había montado el expolio de Moose Jaw en

los tiempos de las carretas) y Denny Burke, el rey de Frog Island en

Baltimore. Menuda pareja: incapaces de matar a nadie, a no ser que

tuvieran ganancias aseguradas y cobertura política.

Una vez fuera, giré hacia Kearny Street y caminé sin prisa; iba

pensando que esa noche había lleno de ladrones en el garito de

Larrouy, algo más que un simple goteo casual de visitantes notables.

Desde un portal una sombra interrumpió mis elucubraciones. La

sombra me dijo:

—¡Psss!

Me detuve y escudriñé hasta comprobar que era Beno, un

vendedor de diarios casi tonto que me había pasado algunos datos,

unos buenos, otros falsos.

—Tengo sueño —gruñí antes de acercarme a Beno y a su

montón de periódicos en el portal—. Ya me han contado lo del

mormón que tartamudeaba, o sea que si es eso lo que quieres

decirme, me

marcho ahora mismo.

—De mormones no sé nada —protestó—. Pero sé otras cosas.

—¿Y?

—A ti te va bien decir «¿y?», pero lo que quiero saber es qué

me tocará a mí.

—Échate en este agradable portal y duerme —le aconsejé

mientras me encaminaba hacia mi

casa—. Cuando despiertes te encontrarás muy bien.

—¡Eh! Oye, tengo algo para ti. ¡Lo juro por Dios!

—¿Y?

—¡Oye! —se acercó, susurrando—. Han montado un golpe

contra el Nacional de Marinos. No sé cuál es la pandilla, pero es

verdad... ¡Lo juro por Dios! No quiero engañarte. No puedo darte

nombres. Sabes que te los daría si los supiera. Lo juro por Dios.

Dame diez dólares. La noticia bien los vale, ¿verdad? Es de las

mismísimas fuentes..., ¡lo juro por Dios!

—¡Sí, de la fuente de la plaza!

—¡No! Juro por Dios que yo...

—¿Qué golpe es ése, pues?

—No lo sé. Lo que he podido averiguar es que piensan limpiar a

los Marinos. Lo juro por...

—¿Dónde lo has averiguado?

Beno sacudió la cabeza. Le puse un dólar de plata en la mano.

—Cómprate otro poco de droga y piénsalo mejor —le dije—. Si

es lo suficientemente divertido, me lo contarás y te daré los otros

nueve.

Me encaminé hacia la esquina; me rascaba la frente mientras

analizaba el cuento de Beno. Así, tal cual, sonaba a lo que,

seguramente, era: un cuento chino inventado para sacarle un dólar

a un detective crédulo. Pero había más. El garito de Larrouy —sólo

uno de los muchos que había en la ciudad— estaba poblado de

bandidos que constituían una amenaza contra vidas y propiedades.

Por lo menos, valía la pena tenerlo en cuenta, sobre todo sabiendo

que la aseguradora que cubría al

Banco Nacional de Marinos era cliente de la Agencia de Detectives

Continental.

Al otro lado de la esquina, a menos de cuatro metros de Kearny

Street, me detuve.

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A mis espaldas, en la calle que acababa de abandonar, habían

sonado dos disparos: provenían de una pistola de grueso calibre.

Volví sobre mis pasos. Cuando giré en la esquina vi un grupo de

hombres en la calle. Un joven armenio, un chico guapo de

diecinueve o veinte años, pasó a mi lado en dirección contraria a la

que yo llevaba, a paso lento, silbando Broken-hearted Sue.

Me uní al grupo que rodeaba a Beno y que ya era casi una

muchedumbre. Estaba muerto; de los dos agujeros que tenía en el

pecho, manaba la sangre hasta el montón de periódicos arrugados

sobre la acera.

Me acerqué al garito de Larrouy y eché un vistazo. Red O'Leary,

Bluepoint Vance, Nancy Reagan, Sylvia Yount, Paddy el Mexicano,

Ángel Grace, Denny Burke, Sheeny Holmes y Happy Jim Hacker

habían desaparecido: todos.

Regresé al lugar en que se hallaba el cadáver de Beno. De

espaldas contra la pared, aguardé a que llegara la policía,

preguntara cosas sin lograr nada ni encontrar testigos y a que se

marchara, llevándose consigo los restos del vendedor de periódicos.

Me fui a mi casa y me acosté.

A la mañana siguiente pasé una hora en el archivo de la

agencia, rebuscando entre fotografías y antecedentes. No teníamos

nada sobre Red O'Leary, Denny Burke, Nancy Reagan ni Sylvia

Yount; y sólo algunas suposiciones acerca de Paddy el Mexicano; ni

una letra escrita sobre Ángel Grace, Bluepoint Vance, Sheeny

Holmes y Happy Jim Hacker, pero estaban allí sus fotografías. A las

diez en punto —hora de apertura de los bancos— salí, rumbo al

Nacional de Marinos, con todas esas fotografías y la advertencia de

Beno.

La oficina de la Agencia de Detectives Continental en San

Francisco está situada en un edificio de oficinas de Market Street. El

Banco Nacional de Marinos ocupa la planta baja de un elevado

edificio gris en Montgomery Street, en el centro financiero de San

Francisco. Jamás me ha gustado caminar innecesariamente, ni

siquiera siete manzanas, de modo que lo lógico hubiera sido que

subiese a algún autobús. Pero había atasco en Market Street, de

modo que fui andando, para lo cual giré en Grand Avenue.

Al poco de echar a andar comprendí que algo no iba bien en la

zona de la ciudad hacia la cual me dirigía. En principio, ruidos,

estrépitos, traqueteos, explosiones. En Sutter Street, un hombre

que pasaba a mi lado, entre gruñidos, se sostenía la cara con ambas

manos como si quisiera poner en su lugar una mandíbula dislocada.

Llevaba una mancha roja en la mejilla.

Bajó por Sutter Street. El embrollo de tráfico llegaba hasta

Montgomery Street. Hombres excitados, con la cabeza descubierta,

corrían de un lado a otro. Las explosiones se oían con más nitidez.

Un coche lleno de policías pasó calle abajo, a toda la velocidad que

le permitía el tráfico.

Una ambulancia venía, calle arriba, haciendo sonar su sirena,

subiéndose en la acera cuando el tráfico le impedía el paso por la

calzada.

Crucé Kearny Street al trote. Al otro lado de la calle corrían dos

policías. Uno llevaba el arma desenfundada. Ante nosotros, los

ruidos de las explosiones formaban un coro siniestro.

Cuando giré en Montgomery Street me fui encontrando cada

vez menos mirones: el centro de la calzada estaba lleno de

camiones, autocares de excursión y taxis, todos vacíos. Una

manzana más arriba, entre Bush Street y Pine Street, el infierno

estaba en pleno jubileo.

El jolgorio tenía su climax justo en el centro de la manzana,

donde estaban, frente por frente, el Banco Nacional de Marinos y la

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Compañía Golden Gate.

Las siguientes seis horas las pasé más ocupado que una pulga

en el cuerpo de una gorda.

Ya avanzada la tarde, me tomé un descanso en mi faena de

sabueso y me fui a la oficina a celebrar junta con el Viejo. Estaba

recostado en su silla, mirando por la ventana, repiqueteando sobre

el escritorio con su clásico lápiz amarillo.

Mi jefe era un hombre alto, robusto, de unos setenta años,

bigote blanco, cara de niño-abuelo y plácidos ojos azules por detrás

de unas gafas sin montura; un hombre tan acogedor como una soga

de ahorcar. Cincuenta años de dar caza a toda clase de malhechores

para la Agencia Continental le habían vaciado de todo lo que no

fuese cerebro y un cortés modo de hablar. Su caparazón de cortesía

sonriente era siempre el mismo, independientemente de que las

cosas le cayeran mal o bien y, por tanto, poco significaba en uno u

otro caso. Quienes trabajábamos a sus órdenes nos enorgullecíamos

de su sangre fría. Solíamos asegurar, en broma, que el Viejo era

capaz de escupir hielo en pleno julio y, entre nosotros, le

llamábamos Poncio Pilato, a causa de su sonrisa amable cuando nos

enviaba a que nos crucificaran en un caso suicida.

Apartó su vista de la ventana cuando entré, me señaló una silla

con la cabeza y se pasó un extremo del lápiz por el bigote blanco.

Sobre su escritorio, los diarios de la tarde vociferaban, a cinco

colores, los titulares del doble atraco al Banco Nacional de Marinos

y a la Compañía Golden Gate.

—¿Cuál es la situación? —me preguntó con el mismo tono con

que podría haber preguntado qué tiempo hacía.

—La situación tiene sus bemoles —le expliqué—. Si hubo

ladrones metidos en el asunto, han debido ser ciento cincuenta. Yo

mismo he visto, o he creído ver, a unos cien, y había muchos más a

quienes no he visto y que andarían por allí para entrar a todo trapo

cuando hicieran falta refuerzos frescos. Y han sacado tajada, sin

duda. Embrollaron a la policía y la han dejado hecha un asco de

tanto ir y venir. Han dado el golpe en los dos sitios a las diez en

punto, se han apoderado de toda la manzana, han espantado del

lugar a la gente sensata y a la que no, la han tumbado de un tiro. El

saqueo era coser y cantar para una pandilla de esa envergadura.

Veinte o treinta por banco, mientras los demás aguantaban la cosa

en la calle. No han tenido más que hacer el equipaje y llevárselo a

casa.

»Ahora se está celebrando una reunión de ejecutivos

indignadísimos, accionistas de ojos desorbitados y demás, que no

paran de chillar pidiendo el corazón del jefe de policía. La policía no

hace milagros, ya se sabe, pero no existe departamento de policía

equipado para controlar catástrofe como ésta, se pongan como se

pongan. Todo el atraco duró menos de veinte minutos. Ha habido,

digamos, ciento cincuenta atracadores, bien armados para resistir y

con los pasos calculados al centímetro. ¿Cómo se podría llevar a los

polis necesarios, hacerse cargo de la situación, planear una

estrategia y llevarla a la práctica en tan poco tiempo? Es muy fácil

decir que la policía tendría que preverlo todo y disponer de un

operativo para cada emergencia. Pero esos mismos pájaros que

ahora gritan «corrupción» serían los primeros en aullar «¡qué

robo!» si les subieran los impuestos un par de céntimos para

comprar más equipo y alistar más policías.

»Sin embargo, la policía ha fracasado, de eso no hay duda. Y

van a rodar no pocas cabezas gordas. Los coches blindados no han

valido de nada y las granadas han sido útiles a medias, puesto que

los ladrones también conocían ese juego. Pero la verdadera

desgracia del jaleo han sido las ametralladoras de la policía.

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Banqueros e inversores han dicho que ya estaban emplazadas: que

las atascaron deliberadamente o que las manejaban sin saber, eso

se lo pregunta todo el mundo. Sólo una de todas esas

ametralladoras llegó a disparar y no demasiado bien.

»La huida fue por Montgomery hacia Columbus, en dirección al

norte, pues. A lo largo de Columbus, el desfile se disolvió, de dos en

dos coches, por las calles laterales. La policía montó una emboscada

entre Washington y Jackson: cuando lograron abrirse camino hasta

allí, los coches de los atracadores ya se habían esparcido por toda la

ciudad. Ya se han hallado varios... vacíos.

»Aún no hay informes completos, pero hasta este momento lo

que se sabe es más o menos lo siguiente: el botín es de sabe Dios

cuántos millones y, sin ninguna duda, el más alto que se haya

conseguido con armas convencionales. Dieciséis polis han quedado

fuera de combate y hay una cantidad tres veces mayor de heridos.

Doce espectadores inocentes, empleados de banco y clientes, han

sido asesinados, y otros tantos, por lo menos, heridos de gravedad.

Hay dos bandidos muertos, junto a otros cinco cadáveres de los que

no se sabe si eran atracadores o mirones que se acercaron

demasiado. Los asaltantes han perdido, que sepamos, siete

hombres; hay treinta y un detenidos, todos con alguna herida.

»Uno de los muertos es el gordo Boy Clarke. ¿Lo recuerda?

Escapó a tiros del juzgado de Des Moines hace tres o cuatro años.

Pues bien, le hemos encontrado en el bolsillo un trozo de papel con

el plano de Montgomery Street entre Pine y Bush, la manzana del

atraco. Por la parte de atrás del plano había instrucciones escritas a

máquina, que le decían con exactitud qué debía hacer y cuándo.

Una X en el plano le indicaba dónde aparcar el coche en el que tenía

que llegar con sus siete hombres y había un círculo en el lugar en

que debía apostarse con ellos, con los ojos puestos en las cosas en

general y en las ventanas y los techos de los edificios del otro lado

de la calle en particular. Los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8 en el

plano señalan las puertas de entrada, escalones, una ventana

profunda y detalles similares, como sitios en los cuales parapetarse,

por si fuera necesario disparar contra techos y ventanas. Clarke no

debía prestar atención al extremo de la manzana limitado por Bush

Street, pero en cambio, si la policía cargaba por el lado de Pine

Street, él y sus hombres tendrían que ir hacia allí para distribuirse

en los puntos marcados con las letras a, b, c, d, e, f, g y h. Su cadáver

estaba en el punto a. Cada cinco minutos, durante el atraco, debía

enviar un hombre hasta un coche detenido en la calle, en el lugar

señalado con una estrella, para ver si había nuevas instrucciones.

Debía advertir a sus hombres que si le mataban, uno de ellos

tendría que comunicarlo a las personas del coche para que se les

asignara un nuevo jefe. Cuando se diera la señal para la retirada,

enviaría uno de sus hombres hacia el coche en que habían llegado al

lugar. Si el coche estaba en condiciones de marcha aún, ese hombre

debía sentarse al volante y avanzar sin adelantar al coche que

tuviese delante. Si el coche estaba inutilizado, el hombre tenía que

acudir al coche marcado con la estrella en busca de instrucciones;

allí le dirían cómo conseguir otro vehículo. Supongo que contaban

con hallar una buena cantidad de coches aparcados con los cuales

solucionar inconvenientes. Mientras estuviesen aguardando al

coche, Clarke y sus hombres debían echar todo el plomo que

pudiesen sobre cada uno de los blancos de su zona y nadie debía

subir al coche hasta que el vehículo no estuviese justamente

delante de cada cual; luego debían dirigirse por Montgomery hacia

Columbus, hasta... en blanco.

«¿Comprende usted? —pregunté—. Tenemos ciento cincuenta

pistoleros divididos en grupos y con jefes de grupo, con planos y una

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lista de lo que debe hacer cada cual, con la indicación de la boca de

incendio junto a la que debía arrodillarse, el ladrillo sobre el que

había de poner los pies, el sitio en que debía escupir... ¡todo, menos

el nombre y las señas del policía al que tenía que matar! Daba igual

que Beno me contase o no los detalles: ¡los hubiera tomado por

palabrería de drogadicto!

—Muy interesante —dijo el Viejo, con una sonrisa blanda.

—La del gordo Boy ha sido la única lista de instrucciones que se

ha encontrado —proseguí con mi informe—. He visto varias

caras conocidas entre los muertos y los detenidos, y la policía

aún tiene que identificar a otros. Algunos son cerebros locales,

pero la mayoría parece género importado. Detroit, Chicago,

Nueva York, St. Louis, Denver, Portland, Los Ángeles, Filadelfia,

Baltimore: parece que de todos lados han enviado

representantes. Tan pronto como la policía les identifique, le

haré una lista de nombres.

»De los que no han sido detenidos, Bluepoint Vance parece ser

el objetivo fundamental. Estaba en el coche que ha dirigido las

operaciones. No sé quién más se hallaba junto a él. Shivering Kid

estaba en los preparativos y creo que también Alphabet Shorty

McCoy, aunque no logré verle bien. El sargento Bender me ha dicho

que creyó ver a Toots Salda y a Darby M'Laughlin, y Morgan ha visto

al Dis-and-Dat Kid. Una buena reunión de fueras de la ley: ladrones,

pistoleros, estafadores y atracadores desde Rand a McNally.

»La jefatura ha sido una carnicería durante toda la tarde. La

policía no ha liquidado a ninguno de sus huéspedes (que yo sepa,

por lo menos), pero como hay Dios que les están transformando en

creyentes. Los periodistas, que no hacen más que quejarse de lo

que llaman tercer grado, andan por allí ahora. Después de unos

golpes, algunos de los huéspedes han hablado. Pero la maldición de

todo esto es que no saben una palabra. Conocen ciertos nombres:

Denny Burke, Toby Lugs, el viejo Pete Best, el gordo Boy Clarke y

Paddy el Mexicano. Algo es algo, pero ni los mejores brazos de la

policía han podido sacar una sola palabra más a esos tipos.

»El atraco pueden haberlo organizado así: Denny Burke, por

ejemplo, tiene fama de habilidoso en Baltimore. Pues bien, coge a

ocho o diez muchachos tan astutos como él, de uno en uno. "¿Te

gustaría conseguir unos céntimos en la Costa?", les pregunta.

"¿Cómo?", averigua el candidato. El rey de Frog Island responde:

"Haciendo lo que te ordenen. Tú ya me conoces; te aseguro que es

la faena más rápida que jamás se haya pensado: una patada y todo

arreglado. Todos los que intervengan volverán a casa con más pasta

que la que nunca han soñado... y volverán si no abren la boca

cuando no deben. Eso es lo que te propongo. Si no estás de

acuerdo, olvídate".

»Esos tipos conocen a Denny, y si él dice que el trabajo es

bueno, les basta con su palabra. Y se comprometen con él. Denny

no les ha dicho nada, se ha asegurado de que tengan buenas armas,

les ha dado un billete para San Francisco y veinte dólares a cada

uno, y les ha dicho dónde le verían una vez aquí. Anoche los reúne a

todos y les dice que el trabajo es hoy por la mañana. En esos

momentos, ya se habían paseado por la ciudad lo suficiente como

para advertir que era un hervidero de talentos visitantes,

incluyendo a reyezuelos como Toots Salda, Bluepoint Vance y

Shivering Kid. O sea que esta mañana, tan chulos y arrogantes, con

el rey de Frog Island en cabeza, se ponen en marcha, a ejecutar su

tarea.

»Los demás heraldos habrán dicho cosas similares, aunque

haya habido variantes. En medio del revoltillo del calabozo, la

policía ha hecho lugar para meter algunos de sus chivatos. Pocos

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son los atracadores que se conocen entre sí, o sea que los chivatos

han tenido una tarea fácil por delante. Sin embargo, lo único que

han podido agregar a lo ya sabido es que los detenidos aguardan

una liberación en masa para esta noche. Al parecer, piensan que la

banda asaltará los calabozos y los pondrá en libertad. Lo más

posible es que todo eso sea basura, pero esta vez la policía estará

preparada, de todos modos.

»Ésta es la situación hasta el momento. La policía barre las

calles y detiene a cualquiera que necesite un afeitado o que no

pueda exhibir un certificado de buena conducta firmado por su

párroco; además vigila con especial atención los trenes expresos, los

barcos y los autocares. He enviado a Jack Counihan y a Dick Foley a

North Beach, para que merodeen por los lugares conocidos de

reunión y vean qué logran averiguar.

—¿Crees que Bluepoint Vance ha sido el verdadero cerebro de

este asalto? —preguntó el Viejo.

—Eso espero... al menos le conocemos.

El Viejo hizo girar su silla para que sus ojos apacibles pudiesen

contemplar otra vez el paisaje que se le ofrecía a través de la

ventana y, con aire reflexivo, tamborileó sobre el escritorio con el

lápiz.

—Pues me temo que no —dijo con tono que parecía pedir

perdón—. Vance es una alimaña, un criminal con mil recursos y

mucha decisión, pero su debilidad es la más común entre los tipos

de su clase. Sus aptitudes son buenas para una acción de momento,

no para un plan de futuro. Ha llevado a cabo alguna operación de

largo alcance, pero siempre he pensado que tenía detrás a otro

cerebro dándole las ideas.

No podía discutir. Si el Viejo decía que algo era así o asá, lo

normal era que así fuese, porque era uno de esos tipos que aunque

estén viendo un nubarrón por la ventana se limitan a decir «Creo

que está lloviendo» porque piensan que alguien puede estar

echando agua desde el tejado.

—¿Y quién será ese súper-cerebro? —pregunté.

—Es casi seguro que tú lo sabrás antes que yo —me dijo

mientras me dirigía una de sus

benévolas sonrisas.

Regresé a los calabozos para seguir ayudando a cocer a algunos

detenidos en su propio jugo; hasta las ocho, hora en que mi apetito

me recordó que no había comido nada desde después de

desayunar. Solucioné el asunto y luego me encaminé al bar de

Larrouy, andando a paso lento, sin prisa, para que el ejercicio no

interrumpiera mi digestión. Estuve en aquel antro durante casi una

hora, sin ver a nadie que me interesara en especial. Pocos de los

presentes me eran conocidos y ninguno demostraba entusiasmo

por acercarse a mí: en los círculos criminales suele ser poco

saludable que te vean señalando con el mentón junto a un

detective, justo cuando se acaba de llevar a cabo un trabajo.

Al no sacar nada en limpio de allí, me marché en dirección a

otro agujero: el de Wop Healy, calle arriba. Me recibieron del mismo

modo; me senté a una mesa y permanecí solo. La orquesta de Healy

interpretaba Don't You Cheat con todas sus energías mientras los

parroquianos que se sentían en buen estado atlético se

descoyuntaban sobre la pista de baile. Uno de los bailarines era Jack

Counihan, que tenía los brazos ocupados en torno a una chica

robusta, de piel olivácea y de cara agradable pero facciones

estúpidas.

Jack era un muchacho alto, delgado, de veintitrés años —o

veinticuatro— que había aparecido como empleado de la

Continental unos pocos meses antes. Era el primer trabajo que tenía

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y jamás lo hubiera conseguido de no haber insistido el padre en que

si su hijito quería seguir disponiendo del dinero familiar, debía

hacerse a la idea de que ser universitario no era trabajo suficiente

para toda una vida. Y así había llegado Jack a la agencia: había

pensado que la faena de detective sería divertida. A pesar de que

apresar al ladrón que tocaba en cada caso resultaba más difícil para

él que elegir una corbata adecuada, era un prometedor talento

detectivesco. Joven, agradable, de buena musculatura para su

delgadez, de cabellos suaves, con cara y modales de caballero,

nervioso y rápido de cabeza y manos, rebosaba esa alegría juvenil a

la que no le importa nada de nada. Tenía la cabeza completamente

llena de pájaros, por supuesto, y necesitaba de alguien que lo

sujetara, pero yo prefería trabajar con él en vez de hacerlo con no

pocos hombres de experiencia que conozco.

Pasó media hora sin nada que me interesara.

Luego entró un muchacho; venía de la calle y era un chico

delgado, vestido con ropas poco convencionales, pantalones muy

ajustados, zapatos muy brillantes y con una impúdica cara cetrina

de facciones muy pronunciadas. Era el muchacho que se me había

cruzado silbando, Broadway abajo, un momento después de que

Beno hubiese sido despachado.

Me eché hacia atrás en mi silla, de modo que el amplio

sombrero de una mujer se interpusiera entre nosotros, mientras

observaba al joven armenio esquivando mesas hasta llegar a una, en

un rincón apartado, en la que estaban sentados tres hombres. El

joven habló —tal vez no les dirigió a ellos más de una docena de

palabras— y se alejó hacia otra mesa, en la que se hallaba sentado

un hombre de nariz roma y pelo negro. El armenio se dejó caer

sobre una silla, frente al hombre de la nariz roma, dijo unas pocas

palabras, respondió con aire burlón a algunas preguntas del otro y

pidió

un trago. Después de haber bebido su copa, atravesó el salón para ir

a hablar con un hombre de cara de halcón y de inmediato se

marchó del bar.

Le seguí. Al salir, pasé junto a la mesa en que Jack estaba con su

chica, y le eché una mirada furtiva. Una vez fuera, vi al armenio que

se alejaba, a media manzana de distancia. Jack Counihan me dio

alcance y me adelantó. Con un Fátima en la boca le pregunté:

—¿Tienes una cerilla, hermano?

Mientras encendía el cigarrillo con una cerilla de la caja que

Jack me había dado, le dije protegido por las manos:

—Ese pájaro de la ropa vistosa... síguelo. Iré detrás de ti. Yo no

le conozco, pero si ha sido él quien ha limpiado a Beno por hablar

conmigo anoche, me conoce. ¡Pégate a sus talones!

Jack se guardó las cerillas en el bolsillo y se largó a la caza del

muchacho. Le di cierta ventaja y luego le seguí. Y entonces ocurrió

algo interesante. La calle estaba bastante llena de transeúntes. La

mayoría eran hombres, algunos caminaban, otros holgazaneaban en

las esquinas y frente a las paradas de venta de bebidas gaseosas.

Cuando el joven armenio llegó a la esquina de un callejón, en el que

había luz, dos hombres se le aproximaron y hablaron con él;

entonces, se separaron, de modo que el muchacho quedó entre

ambos. El armenio intentaba seguir caminando, al parecer sin

prestarles atención, pero uno de los hombres le detuvo extendiendo

un brazo frente a él. El otro hombre extrajo su mano del bolsillo

derecho y la alzó hasta la cara del muchacho: sus nudillos emitieron

un centelleo plateado bajo la luz. Con un movimiento veloz, el

muchacho eludió el brazo y el puño amenazantes y atravesó el

callejón a paso tranquilo, sin siquiera volverse a mirar de reojo a los

dos hombres que, de inmediato, echaron a andar deprisa tras él.

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Antes de que le diesen alcance, otro hombre les dio alcance a

ellos. Era un individuo de anchos hombros, brazos largos y aspecto

simiesco que yo no conocía. Con cada uno de sus brazos aprisionó a

un hombre. Con sus garras en las respectivas nucas, los apartó de su

trayectoria, los sacudió hasta hacerles caer los sombreros de la

cabeza, hizo chocar ambos cráneos, que sonaron como maderas

quebradas, y arrastró los cuerpos exánimes para ocultarlos callejón

arriba. Mientras esto sucedía, el muchacho armenio seguía

caminando, con su porte airoso de siempre, sin echar ni una sola

mirada hacia atrás.

Cuando el rompecráneos salió del callejón, pude verle la cara a

la luz: era un rostro de piel oscura y rasgos pronunciados, ancho y

plano, con músculos prominentes en unas mandíbulas que parecían

convertírsele en abscesos por debajo de los lóbulos de las orejas. El

mono aquel escupió, se alzó los pantalones y se escurrió hacia la

calle, en pos del muchacho.

El armenio se metió en el bar de Larrouy. El rompecráneos le

siguió. Salió el muchacho; por detrás, a menos de un metro de

distancia, le seguía el rompecráneos. Jack les había seguido hasta el

interior del bar, pero yo me había quedado fuera.

—¿Sigue con los recados? —pregunté.

—Sí. Ha hablado con cinco hombres en el bar. Tiene un

guardaespaldas estupendo, ¿verdad?

—Sí. Y tú tendrás que poner mucha atención para no meterte

en medio de los dos —le aconsejé—. Si se separan, yo seguiré al

rompecráneos y tú no sueltes al pájaro.

Nos separamos para continuar con nuestro juego. Nos hicieron

recorrer todos los tugurios de San Francisco: cabarets, salones de

billar, hoteluchos de mala muerte, bodegas, garitos y todo lo

imaginable. En todos esos lugares el chico fue encontrando

hombres a los que transmitir su docena de palabras y, entre uno y

otro lugar, fue encontrándose con otros hombres en algunas

esquinas.

En varias ocasiones me sentí tentado de seguir a alguno de

aquellos tipos, pero me resistía a dejar a Jack solo con el muchacho

y con su guardaespaldas: parecían ser muy importantes. Tampoco

podía pedirle a Jack que siguiese él a alguno de aquellos hombres,

porque no resultaba seguro para mí dejarme ver por el armenio. De

modo que seguimos adelante con el juego tal como lo habíamos

iniciado, siguiendo a nuestra pareja de agujero en agujero, mientras

la noche avanzaba hacia el día.

Unos pocos minutos después de medianoche, nuestros

hombres salieron de un pequeño hostal en Kearny Street y, por

primera vez desde que les seguíamos, caminaron a la par, uno junto

a otro, hasta Green Street, donde giraron hacia el este a lo largo de

Telegraph Hill. A media manzana de allí subieron los escalones de la

fachada de una desvencijada casa de huéspedes y desaparecieron

en el interior del edificio. Me uní a Jack en la esquina en la que se

había apostado.

—Ya ha entregado todas las invitaciones —supuse—. De lo

contrario, no habría permitido que su guardaespaldas entrase con

él. Si durante la próxima media hora no sucede nada, yo me voy y tú

te quedas de plantón aquí hasta mañana por la mañana.

Veinte minutos después, el rompecráneos salió de la casa y se

marchó calle abajo.

—Yo le sigo. Tú quédate a ver qué pasa con el crío —ordené a

Jack Counihan.

El rompecráneos dio diez o doce pasos y se detuvo. Miró hacia

atrás, hacia la casa, alzando la cara para observar los pisos

superiores. En ese momento, Jack y yo pudimos oír lo que el mono

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había oído, el sonido que le había hecho detenerse. Arriba, en la

casa, gemía un hombre. No era un gemido demasiado fuerte.

Incluso en el momento en que se había elevado lo suficiente como

para que nosotros pudiésemos oírlo, era débil. Pero en esa voz

temblona, en esa única voz, se barruntaban todos los terrores

mortales posibles. A Jack le castañeteaban los dientes; a mí se me

erizaban los pelos y se me encogía el alma. Pero aun así no pude

evitar que se me frunciera el entrecejo. El gemido era demasiado

débil, maldita sea, para ser como era.

El rompecráneos entró en acción. De cinco ágiles zancadas

regresó a la casa. No pisó ni uno solo de los escalones de la fachada.

De la acera pasó al interior del vestíbulo con un único salto que

ningún mono podía haber superado en velocidad, agilidad y sigilo.

Un minuto, dos minutos, tres minutos. El gemido cesó. Tres minutos

más y el rompecráneos abandonaba la casa una vez más. Se detuvo

en la acera para escupir y alzarse los pantalones. Luego se perdió

calle abajo.

—Ve tú tras él, Jack —ordené—. Iré a ver al muchacho ahora.

No podrá reconocerme.

La puerta de entrada del hostal estaba no sólo sin llave, sino

abierta de par en par. Eché a andar por un pasillo, en el que una luz

mortecina, que venía del piso superior, dibujaba apenas un tramo

de escalera. Subí y giré hacia la parte delantera de la casa. El gemido

provenía de esa zona, de ese piso o del siguiente. Era muy posible

que el rompecráneos hubiese dejado abierta la puerta de la

habitación ya que no se había entretenido en cerrar la puerta de la

calle.

En el segundo piso no tuve suerte, pero el tercer picaporte que

tanteé con cautela en el tercer piso giró y permitió que el borde de

la puerta se separara de su marco. Ante aquella rendija aguardé un

momento; no oí más que un sonoro ronquido procedente del otro

extremo del pasillo. Puse una palma contra la puerta y la abrí unos

treinta centímetros más. Ningún sonido. El cuarto estaba negro

como los planes de un político honesto. Deslicé mi mano por

encima del marco, palpé unos centímetros del empapelado: el

interruptor de la luz. Encendí. Dos bombillas en el centro del cuarto

arrojaron su débil luz amarillenta sobre una habitación sórdida y

sobre el muchacho armenio, que yacía muerto, encima de la cama.

Entré en la habitación, cerré la puerta y me acerqué al cadáver.

Los ojos del muchacho estaban abiertos y salidos de sus órbitas.

Tenía una sien oscurecida por la marca de un golpe. Su garganta se

abría en una línea roja que la atravesaba de oreja a oreja. Junto a

esa línea, en los pocos puntos que no se hallaban cubiertos de

sangre, el delgado cuello mostraba marcas oscuras. El

rompecráneos había golpeado al chico en la sien y luego le había

intentado estrangular. Pero el muchacho no estaba muerto y había

recuperado la conciencia suficiente como para echarse a gemir: no

la suficiente como para no hacerlo. El rompecráneos había

regresado para rematar su faena con un cuchillo. Tres líneas rojas

sobre las mantas de la cama indicaban los lugares en los que la hoja

del cuchillo había sido limpiada.

Asomaban todos los forros de los bolsillos del armenio. El

rompecráneos les había dado la vuelta. Revisé toda la ropa del

cadáver; pero, tal y como esperaba, no hallé nada: el asesino se lo

había llevado todo consigo. El cuarto no me brindó nada más que

unas pocas ropas que no ofrecían ninguna información.

Hecho el registro, me quedé en medio del cuarto, rascándome

el mentón y sumido en cavilaciones. En el pasillo se oyó un crujido.

Retrocedí tres pasos sobre mis zapatos con suela de goma y me

metí dentro de un armario sucio, cuya puerta dejé entreabierta

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apenas.

Sobre la puerta sonó el repiqueteo de unos nudillos, mientras

yo desenfundaba mi revólver. Los

nudillos repiquetearon otra vez, en tanto que una voz femenina

decía:

—¡Kid! ¡Eh, Kid!

Ni el golpe de los nudillos ni la voz eran fuertes. Alguien movió

el picaporte. La puerta se abrió

para dar paso a la chica de ojos inquietos a quien Ángel Grace había

llamado Sylvia Yount.

La sorpresa le paralizó los ojos cuando los posó sobre el cuerpo

del armenio.

—¡Santo infierno! —jadeó antes de marcharse.

Ya medio había salido del armario cuando oí que la joven

regresaba, de puntillas. Metido nuevamente en mi agujero, aguardé

con el ojo puesto en la habitación. Entró en el cuarto deprisa, cerró

la puerta sin hacer ruido y se acercó a la cama para inclinarse sobre

el cadáver del muchacho. Las manos de Sylvia Yount se movieron

sobre el cuerpo, explorando los bolsillos, cuyos forros yo había

metido en su lugar.

—¡Maldita suerte! —dijo la mujer en voz alta cuando terminó la

estéril búsqueda. Luego se marchó, al parecer, de la casa.

Le di tiempo para que llegara a la acera. Se dirigía hacia Kearny

Street cuando abandoné el hospedaje. La seguí por Kearny hasta

Broadway y por Broadway hasta el bar de Larrouy. El bar estaba

lleno, sobre todo cerca de la puerta; los clientes entraban y salían.

Me encontraba a menos de dos metros de la chica cuando ella

detuvo a un camarero para preguntarle con un susurro lleno de

excitación:

—¿Red está aquí?

El camarero sacudió la cabeza.

—No ha venido esta noche.

La muchacha salió del bar y, taconeando a toda prisa, se

encaminó hacia un hotel de Stockton Street.

La observé desde el ventanal que daba a la calle, mientras se

acercaba al mostrador y hablaba con el recepcionista. Éste negó con

la cabeza. La joven volvió a hablar y el empleado le dio papel y

sobre, sobre los cuales garabateó algo con un lápiz que había sobre

el escritorio. Antes de abandonar mi posición para ocupar otra más

protegida desde la cual me fuese posible cubrir la retirada de Sylvia

Yount, me fijé a qué casillero iba a parar el sobre con la nota.

Desde el hotel, en un autobús, la chica se dirigió hacia la

esquina de Market y Powell y luego subió por Powell hasta O'Farrell.

Allí un joven de cara redonda, que llevaba abrigo y sombrero grises,

le salió al encuentro ofreciéndole el brazo y la condujo hasta un taxi,

detenido en O'Farrell Street. Les dejé ir, no sin antes tomar nota del

número de la matrícula del taxi: el hombre de la cara redonda

parecía un cliente más que un compinche.

Eran algo menos de las dos de la mañana cuando regresé a

Market Street y me dirigí hacia la oficina. Fiske, que está a cargo de

la agencia por las noches, me dijo que Jack Counihan no había

regresado ni se había comunicado con él aún. Nada nuevo había

sucedido. Le pedí que hiciese levantar a algún agente y al cabo de

diez o quince minutos tuvo éxito con Mickey Linchan, que se

despertó para atender la llamada.

—Oye, Mickey —le dije—. Te he elegido la más hermosa

esquina de la ciudad para que te quedes en ella por el resto de la

noche. Así que ponte los pañales y te largas para allá, ¿vale?

Entre sus gruñidos y sus maldiciones, logré intercalarle el

nombre y el número del hotel de Stockton Street, le describí a Red

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O'Leary y le expliqué en qué casillero habían dejado la nota.

—Puede que Red no esté viviendo allí, pero es importante

cubrir esa posibilidad —finalicé mi explicación—. Si le ves, trata de

no perderle hasta que yo logre enviar a alguien que te lo quite de

encima. —Colgué en medio de un estallido de maldiciones,

provocado por mis palabras.

La central de policía estaba en pleno movimiento cuando

llegué, aunque nadie, todavía, hubiese intentado asaltar los

calabozos del piso superior. Con intervalos de pocos minutos,

llegaban nuevos lotes de sospechosos. Por todos los rincones había

policías, uniformados o vestidos de paisano. La sala de detectives

era un avispero.

Al intercambiar información con los detectives de la policía, les

conté lo ocurrido con el muchacho armenio. Nos hallábamos

organizando una excursión para visitar los restos mortales del chico

cuando se abrió la puerta del despacho del capitán y el teniente

Duff entró en la sala.

—Allez! Oop! —dijo mientras apuntaba con un grueso dedo a

O'Gar, Tully, Reecher, Hunt y a mí—. En Fillmore hay algo que vale la

pena ver.

Le seguimos hasta su coche.

Nuestro destino era una casa gris de Fillmore Street. Gran

cantidad de gente se había reunido en la calle, con la vista fija en la

casa. Un camión de policía estaba aparcado frente a la puerta

principal; los uniformes policiales poblaban la entrada y la acera.

Un cabo de bigotes rojizos saludó a Duff y nos introdujo en la

casa mientras nos explicaba:

—Han sido los vecinos quienes nos han pasado el dato; dijeron

que había pelea y cuando llegamos aquí ya no quedaba quien

pudiese reñir, de verdad.

Lo único que quedaba en aquella casa eran catorce hombres

muertos.

Once de ellos habían sido envenenados: dosis excesiva de

somníferos en la bebida, dijo el forense. A los otros tres los habían

matado a tiros en el pasillo, a intervalos regulares. De todo ello se

deducía que todos habían bebido un tonel entero —un tonel bien

cargado— y que los que no habían bebido, fuese por templanza o

porque sospechaban algo, habían sido asesinados de un disparo

cuando intentaban huir.

La identidad de los cadáveres nos dio una idea de cuál había

sido el nudo de la cuestión. Eran todos ladrones y se habían bebido

el veneno a la salud del botín del día.

No conocíamos a todos los muertos, pero todos nosotros

conocíamos a algunos y los archivos nos dirían, más tarde, quiénes

eran los otros. La lista completa parecía el Quién es Quién en el

Mundo de los Ladrones.

Allí estaban el Dis-and-Dat Kid, que habían huido de

Leavenworth dos meses atrás; Sheeny Holmes; Snohomish Shitey,

quien se suponía que había muerto como un héroe en Francia, en

1919;

L. A. Slim de Denver, sin calcetines ni ropa interior y, como siempre,

con un billete de mil cosido a cada hombrera de la chaqueta; Spider

Girrucci, que llevaba un chaleco a prueba de balas bajo la camisa y

que lucía aquella cicatriz desde la coronilla hasta el mentón debida

al cuchillo de su propio hermano; Old Pete Best, que en tiempos

había sido congresista; Nigger Vojan, que alguna vez había ganado

ciento setenta y cinco mil dólares en una partida de póquer en

Chicago (sobre su cuerpo, en tres lugares distintos, tenía tatuada la

palabra Abracadabra; Alphabet Shorty McCoy; Tom Brooks, cuñado

Alphabet Shorty e inventor de aquel tiovivo de Richmond, con cuyas

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ganancias había construido hoteles; Red Cudahy, que había asaltado

un tren de la Union Pacific en 1924; Denny Burke; Bull McGonicke,

pálido todavía tras los quince años que había pasado en Joliet, y

Toby Pulmones, compinche de Bull, que solía jactarse de haberle

limpiado el bolsillo al presidente Wilson en un cabaret dudoso de

Washington. El último de la lista era Paddy el Mexicano.

Duff echó una mirada a los cadáveres y no pudo

por menos que dejar escapar un silbido. —Otro

par de golpes como éste —dijo— y nos

quedaremos todos sin trabajo. Ya no quedarán

ladrones de los que haya que proteger a los

ciudadanos honestos. —Me alegra que esto te

siente bien —le aseguré—. A mí... no me gustaría

nada ser policía de

San Francisco durante los próximos días.

—¿Por qué?

—Mira esto: una obra maestra de traición. Ahora mismo

nuestra ciudad está llena de tipos dudosos que esperan a que uno

de estos cadáveres les lleve su parte del atraco. ¿Qué te figuras tú

que sucederá cuando corra la voz de que no habrá pasta para la

pandilla? Habrá cien estranguladores, o más, que correrán en busca

del dinero que ha desaparecido. Habrá tres robos por manzana y un

atraco en cada esquina; te robarán hasta las monedas para el

autobús. ¡Que Dios te ampare, hijo, por lo que vas a sudar para

ganarte la paga!

Duff encogió sus robustos hombros y pasó por entre los

cadáveres en dirección al teléfono. Cuando terminó con sus

llamadas, yo hice la mía a la agencia.

—Hace un par de minutos ha llamado Jack Counihan —me dijo

Fiske y me repitió la dirección de Army Street que le había dado el

muchacho—. Ha dicho que ha puesto a sus hombres allí, con

compañía.

Llamé para que me enviaran un taxi y luego me volví hacia Duff

para explicarle:

—Voy a salir un momento. Te llamaré aquí si hay algo que

tenga relación con esto... y si no lo hay también. ¿Esperarás?

—Si no tardas mucho, sí.

Descendí del taxi a dos manzanas de las señas que Fiske me

había dado y bajé por Army Street hasta encontrar a Jack Counihan

apostado en un rincón oscuro.

—Tengo una mala noticia —fue su saludo de bienvenida—.

Mientras llamaba desde un restaurante que está un poco más

arriba, se me ha escurrido alguno de éstos.

—¿Sí? ¿Cómo ha sido la cosa?

—Pues, después de que el mono ese se marchara de Green

Street, le seguí hasta una casa de

Fillmore Street y...

—¿Qué número?

El número que Jack me dijo era el de la casa con los cadáveres,

de donde yo venía.

—Durante los diez o quince minutos siguientes fueron llegando

entre diez y doce tipos. La mayoría llegó andando, solos o por

parejas. Luego aparcaron dos coches al mismo tiempo. Nueve

hombres. Los he contado. Se metieron en la casa y los coches

quedaron delante de la entrada. Pasó un taxi y lo llamé, por si mi

hombre se alejaba en alguno de esos coches.

»No sucedió nada durante los siguientes treinta minutos,

contados a partir del momento en que los nueve tipos entraron en

la casa. Luego fue como si todos se hubieran calentado... muchos

gritos, algunos disparos. Duró el tiempo suficiente como para

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despertar a todo el vecindario. Cuando el griterío cesó, diez

hombres (también los he contado) salieron a la carrera de la casa, se

metieron en los coches y se marcharon. Mi hombre iba con ellos.

»Mi fiel taxista y yo gritamos "¡A la carga!" y salimos tras ellos.

Hasta aquí hemos llegado; han entrado a esa casa, al otro lado de la

calle, donde todavía está aparcado uno de los coches. Al cabo de

una media hora, poco más o menos, pensé que era mejor llamar a la

agencia, de modo que dejé el taxi; (que aún está a la vuelta de la

esquina, con el contador en marcha) y hablé con Fiske. Cuando volví

aquí, uno de los coches se había ido, ¡maldita sea!, y no sé quién se

ha marchado en él. ¿Lo he estropeado todo?

—¡Por supuesto! Tendrías que haberte llevado los coches

contigo para llamar a Fiske. Vigila al que |ha quedado allí mientras

voy en busca de algún refuerzo.

Desde el restaurante que me había señalado Jack llamé a Duff,

le dije dónde estaba y agregué: —Si te vienes con tus hombres, tal

vez saquemos algún provecho de la situación. Un par de coches

llenos de tipos que han pasado por Fillmore Street sin recalar allí,

han llegado hasta esta casa. Puede que algunos sigan dentro cuando

tú llegues, si vienes de inmediato.

Duff trajo consigo a sus cuatro detectives y a una docena de

agentes uniformados. Atacamos la casa por el frente y por la parte

trasera. No perdimos tiempo en llamar al timbre; nos limitamos a

echar abajo las puertas. En el interior todo fue negrura hasta que

encendimos nuestras linternas. No hubo resistencia. En condiciones

normales, los seis hombres que encontramos allí dentro nos habrían

liquidado, o poco menos, a pesar de que los triplicábamos en

número. Pero estaban demasiado muertos para eso.

Nos miramos unos a otros boquiabiertos.

—Oh, esto empieza a resultar aburrido —se quejó Duff

mientras se metía en la boca un buen trozo de tabaco—. Lo normal

es que el trabajo sea rutinario, pero estoy empezando a cansarme

de meterme en habitaciones llenas de ladrones asesinados.

En este caso la lista de nombres era mucho menos larga que la

anterior, pero mucho más importante. Estaban Shivering Kid (nadie

cobraría ya el dinero ofrecido como recompensa por entregarle);

Darby M'Laughlin, con sus gafas de concha ladeadas sobre la nariz y

con sus diez mil dólares de diamantes en dedos y corbata; Happy

Jim Hacker; Donkey Marr, el último de los patizambos Marr, todos

asesinos, padre y cinco hijos; Toots Salda, el hombre más poderoso

en el reino de los ladrones, que una vez había sido arrestado y había

huido con los dos policías de Savannah a los que se hallaba

esposado, y Rumdum Smith, que había asesinado a Lefty Read en

Chicago en 1916 y que llevaba un rosario rodeando una de sus

muñecas.

Allí no se había tratado de un envenenamiento caballeroso: los

habían liquidado con un rifle del 30, provisto de silenciador casero,

pero eficaz. El rifle estaba sobre la mesa de la cocina. Una puerta

comunicaba la cocina con el comedor. Frente a esa puerta, sobre la

pared opuesta, se abría de par en par otra de dos hojas que

conducía al salón en el que yacían los cadáveres. Todos estaban

junto a la pared de enfrente, como si les hubiesen alineado allí para

fusilarles.

El empapelado gris de la pared estaba manchado de sangre y

mostraba los agujeros de un par de proyectiles que habían

atravesado la mampostería. Los jóvenes ojos de Jack Counihan

advirtieron unas manchas sobre el papel: no eran accidentales.

Estaban cerca del suelo, junto al cuerpo de Shivering Kid. Los dedos

de la mano derecha de Kid estaban sucios de sangre. Antes de

morir, había escrito sobre la pared, con los dedos mojados en su

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propia sangre y en la de Toots Salda. Las letras de cada palabra se

desdibujaban en los lugares en que el dedo se había quedado sin

sangre y la grafía era deforme, temblorosa, porque, casi sin duda,

debía haber escrito a oscuras.

Tratamos de completar los trazos que faltaban, de descifrar las

letras superpuestas, de adivinar cuando no podíamos hacer otra

cosa. El resultado fue un par de palabras: Big Flora.

—Para mí eso no significa nada —dijo Duff—, pero es un

nombre y la mayoría de los nombres que tenemos pertenecen a

hombres que están muertos ahora, de modo que será bueno que lo

agreguemos a nuestra lista.

—¿Qué pensáis de esto? —preguntó O'Gar, el sargento

detective de la sección de Homicidios, famoso por su cabeza en

forma de bala. Se refería a los cadáveres—. Sus amigos les han

quitado la pasta, los han alineado contra la pared y luego el mejor

tirador de todos ellos les ha disparado desde

la cocina, ¡bing, bing, bing, bing, bing, bing!

—Así parece —asentimos todos.

—De Fillmore Street han venido diez —dijo—. Seis se han

quedado aquí. Cuatro se han marchado a otra casa... donde algunos

de ellos no querrán compartir su parte con los demás. Lo único que

habrá que hacer será seguir el rastro de cadáveres de casa en casa,

hasta que no haya quedado más que uno, que es capaz de jugar a

suicidarse y permitir que se recupere el botín tan íntegro como al

principio. Muchachos, os deseo que no tengáis que quedaros en pie

toda la noche para llegar hasta los restos mortales de ese último

ladrón. Ven, Jack, lo mejor será que nos vayamos a dormir un rato.

A las cinco en punto de la mañana abrí mi cama me deslicé

entre las sábanas. Me dormí antes de que saliera de mis pulmones

la última bocanada s de humo de mi Fátima-de-las-buenas-noches.

A las cinco y quince minutos en punto me despertó el teléfono.

Quien hablaba era Fiske:

—Mickey Linchan acaba de llamar para decirme que tu Red

O'Leary se ha metido en la cueva,

a dormir, hace una media hora.

—Dile que lo detengan —respondí, y a las cinco y diecisiete

minutos estaba dormido otra vez.

Con la ayuda del reloj despertador, salté de la cama a las nueve,

desayuné y me dirigí hacia la sala de detectives de la policía para

enterarme de cómo les había ido con el pelirrojo. El resultado era

lamentable.

—Nos tiene varados —me dijo el capitán—. Le sobran

coartadas para el día del atraco y para todas las horas de anoche. Y

ni siquiera podemos acusar de vagabundeo a ese hijo de puta. Tiene

medios de vida. Es vendedor del Diccionario Enciclopédico Universal

de Conocimiento Útil y Valioso de Humperdickel, o algo parecido.

Comenzó a repartir folletos de propaganda el día antes del golpe y a

la hora en que se producía el atraco él estaba yendo de puerta en

puerta para preguntar a la gente si le compraban o no sus malditos

libros. Al menos, tiene tres testigos que así lo confirman. Anoche

estuvo en un hotel desde las once hasta las cuatro y media, jugando

a los naipes, y tiene testigos. No le hemos encontrado encima nada,

ni tampoco en su cuarto.

Le pedí el teléfono al capitán para llamar a casa de Jack

Counihan.

—¿Podrías identificar a alguno de los hombres que viste

anoche? —le pregunté cuando logró desprenderse de las sábanas y

acudir al teléfono.

—-No. Estaba oscuro y se movían muy deprisa. Apenas si podía

verle la cara al taxista.

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—De modo que no puede, ¿eh? —dijo el capitán—. Pues yo

puedo tenerle veinticuatro horas,

sin acusarle, y eso voy a hacer, pero tendré que soltarle luego, a

menos que tú puedas desenterrar alguna cosa.

Después de pensar durante algunos minutos con el cigarrillo en

la boca, sugerí:

—Tal vez será mejor que le sueltes ahora mismo. Se ha provisto

de todas las coartadas necesarias, de modo que no tiene motivos

para ocultarse. Le dejaremos solo durante todo el día, para que se

convenza de que nadie le sigue y, por la noche, iremos tras él sin

abandonarle ni un solo instante. ¿Has sabido algo acerca de Big

Flora?

—No. El chico asesinado en Green Street era Bernie

Bernheimer, alias Motsa Kid. Creo que era un ratero, al menos se

codeaba con rateros, pero no era muy...

El repiqueteo del teléfono le interrumpió.

—Sí —respondió al levantar el auricular, y luego agregó—: Un

momento —antes de ofrecerme el aparato.

Una voz femenina me dijo desde el otro extremo:

—Soy Grace Cardigan. He llamado a tu agencia y me han dicho

dónde podría encontrarte. Necesito verte. ¿Puedes venir ahora

mismo?

—¿Dónde estás?

—En el locutorio telefónico de Powell Street.

—Estaré allí dentro de quince minutos —le dije.

Llamé a la agencia y le pedí a Dick Foley que se encontrara

conmigo en la esquina de Ellis Street y Market Street cinco minutos

más tarde. Luego devolví el teléfono al capitán.

—Hasta luego —saludé antes de marcharme para cumplir con

mis citas.

Dick Foley estaba en la esquina cuando yo llegué. Era un

canadiense trigueño y menudo, que apenas si alcanzaba el metro

cincuenta de estatura puesto en pie sobre unos tacones exagerados

y que no debía pesar más de cuarenta kilos; hablaba como un

telegrama en escocés y era capaz de seguir a una gota de agua

salada desde Golden Gate hasta Hong-Kong sin perderla de vista ni

siquiera durante una mínima fracción de segundo.

—¿Conoces a Ángel Grace Cardigan? —le pregunté.

Se ahorró una palabra sacudiendo la cabeza: No.

—Voy a verla al locutorio de Powell Street. Cuando nos

separemos, la sigues. Es una chica lista

y estará buscándote todo el tiempo. O sea que no te será tan

sencillo el asunto, pero haz lo que puedas.

La boca de Dick describió una curva hacia abajo antes de abrirse

en una de sus largas y rarísimas frases completas:

—Cuanto más difíciles parecen, más fáciles son —dijo.

Foley se mantuvo a cierta distancia de mí cuando entré en el

locutorio. Ángel Grace estaba de pie cerca de la puerta. Tenía la cara

más mustia que nunca y por lo tanto mucho menos hermosa; pero

sus ojos verdes seguían siendo bellísimos y brillaban con un fuego

que nada tenía de mustio. Llevaba un periódico enrollado en una

mano. No habló, ni sonrió, ni hizo ninguna clase de gesto de saludo.

—Vamos al restaurante de Charley; allí podremos hablar —le

dije, mientras la guiaba a la vista de Dick Foley.

No logré sacarle ni un murmullo antes de sentarnos a una mesa

apartada, y aun allí, sólo habló cuando el camarero se marchó con

nuestros pedidos. Entonces desplegó el diario sobre la mesa con

manos temblorosas.

—¿Esto es verdad? —me preguntó.

Eché una mirada a la noticia que su dedo tembloroso señalaba:

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era un relato de lo que se había hallado en las casas de Fillmore

Street y de Army Street. Pero era un relato parcial. De un vistazo,

comprobé que no había nombres y que la policía había censurado

bastante la noticia. Mientras fingía leer, me pregunté si sería

ventajoso para mí decirle a la chica que la historia era falsa. Pero no

pude deducir cuál sería la utilidad de ello, de modo que le ahorré a

mi alma el peso de una mentira.

—Prácticamente sí —le aseguré.

—¿Has estado allí? —Había dejado caer el diario al suelo y

estaba inclinada sobre la mesa.

—Con la policía.

—¿Estaba...? —su voz se quebró en una nota ronca. Tenía los

dedos blancos clavados en el

mantel y levantaban dos pequeñas ondulaciones en la litad de la

mesa.

Se aclaró la garganta.

—¿Quién estaba...? —alcanzó a decir en su segundo intento.

Hubo una pausa. Esperé. Sus ojos se abatieron y vi la película

acuosa que apagaba el fuego que

despedían. Durante la pausa llegó el camarero con nuestra comida,

la depositó sobre la mesa y se marchó.

—Tú sabes qué te he querido preguntar —me dijo entonces, en

voz baja, entrecortada—. ¿Estaba allí? ¿Estaba allí? ¡Dímelo, por el

amor de Dios!

Las pesé a ambas: verdad contra mentira, mentira contra

verdad. Y una vez más la verdad triunfó.

—Paddy el Mexicano murió... Fue asesinado... en la casa de

Fillmore Street —le dije.

Las pupilas de sus ojos se contrajeron hasta convertirse en

minúsculos puntos y luego se dilataron hasta casi cubrir el verde del

iris. La joven no dijo una sola palabra ni emitió ningún sonido. Su

cara estaba vacía. Empuñó el tenedor y se llevó un bocado de

ensalada hasta los labios..., luego otro. Me incliné sobre la mesa

para quitarle el tenedor de la mano.

—Lo único que haces es echarte la ensalada sobre la ropa —

gruñí—. No puedes comer si no abres la boca para meterte la

comida.

Tendió las manos sobre la mesa, en busca de las mías;

temblaba, me apretó las manos con unos dedos que se sacudían en

movimientos espasmódicos y que me arañaron con sus uñas.

—¿No me estás mintiendo? —sollozó mientras le rechinaban

los dientes—. ¡Tú eres honesto! ¡Lo fuiste conmigo aquella vez, en

Filadelfia! Paddy me ha dicho siempre que eres el único

detective decente que existe. ¿No me engañas?

—Te he dicho la verdad —le aseguré—. ¿Paddy significaba

mucho para ti?

Asintió con un movimiento rendido y se dominó para dejarse

caer en un estado parecido al

estupor.

—Está abierta la puerta para vengarle —sugerí.

—¿Quieres decir...?

—Que hables.

Me observó con una mirada fija y en blanco durante un largo

rato, como si intentara buscar algún sentido para lo que yo le había

dicho. Leí la respuesta en sus ojos antes de que ella la tradujese en

palabras.

—Juro por Dios que quisiera poder hacerlo. Pero yo soy hija de

John Cardigan, el Cajacartón. No soy quién para delatar a nadie. Tú

estás del otro lado y yo no puedo pasarme al tuyo. Ojalá pudiese.

Pero la sangre de los Cardigan es demasiado poderosa. A cada

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minuto desearé que les eches el guante y que estén bien muertos,

pero...

—Tus sentimientos son nobles, o al menos tus palabras lo son

—me burlé de ella—. ¿Quién te figuras que eres? ¿Juana de Arco?

¿Tu hermano Frank estaría entre rejas ahora si su compinche,

Johnny el Fontanero, no le hubiese señalado con el dedo en el

rodeo de Great Falls? ¡Despierta, chiquilla! Eres una ladrona entre

ladrones y quienes no traicionan son traicionados. ¿Quiénes han

liquidado a tu Paddy? ¡Sus compinches! Pero tú no puedes devolver

el golpe porque eso sería deshonesto. ¡Dios!

Lo único que conseguí con mi discurso fue que se le acentuara

más su aire mustio.

—Yo devolveré el golpe —me dijo—. Pero no puedo, no puedo

ser una chivata. No puedo decirte nada. Si fueses un pistolero, te...

De todos modos, tendrá la ayuda que necesite para llevar adelante

mi juego. Dejémoslo todo así, ¿quieres? Me figuro cómo te sientes

tú frente a todo esto, pero... ¿Me dirás quién más... quién más

había... a quién más han encontrado en esas casas?

—¡Sí, por supuesto! —rugí en la cara de Ángel Grace—. Te lo

diré todo. Te dejaré que me agotes con una bomba hasta quedar

seco. ¡Pero, claro, tú no me darás ni siquiera una pista para

mantener intachable la ética de tu muy honorable profesión de

ratera!

Por el hecho de ser mujer, la joven ignoró cada una de mis

palabras y se limitó a repetir:

—¿Quién más?

—No te lo diré. Pero voy a hacer otra cosa. Te diré el nombre

de dos que no estaban allí. Big Flora y Red O'Leary.

Su aire letárgico se disipó. Estudió mi expresión con sus ojos

verdes, envolviéndome con una mirada torva, oscurecida y salvaje.

—¿Estaba Bluepoint Vance? —preguntó. —¿Tú qué crees? —

repliqué.

Durante otro par de segundos volvió a estudiar mi expresión y

luego se puso de pie.

—Gracias por lo que me has dicho —se despidió—, y gracias

por haber acudido a mi llamada. Espero que logres vencer.

Se marchó, quedando en manos de Dick Foley. Yo me dediqué a

saborear la comida.

Esa tarde, a las cuatro en punto, Jack Counihan y yo detuvimos

el coche que habíamos alquilado en un lugar desde el que podíamos

vigilar la puerta de entrada del hotel Stockton.

—Ya ha aclarado su situación con la policía, de modo que tal

vez no tiene motivos para marcharse de aquí —expliqué a Jack—, y

prefiero no meterme con la gente del hotel, porque no les conozco.

Si no le vemos por aquí dentro de un par de horas, tendremos que

hablar con ellos.

Nos entretuvimos con nuestros cigarrillos, con minuciosas

consideraciones que versaban sobre quién sería el próximo

campeón de los pesos pesados, consejos sobre cómo comprar una

buena ginebra y qué hacer luego con ella; hablamos de la injusticia

de las nuevas disposiciones de la agencia que, en cuanto a pago de

gastos, consideraban que Oakland estaba dentro de la ciudad, y

agotamos algunos otros temas igualmente excitantes. Con todo ello,

pasó el tiempo y llegamos a las

nueve y diez de la noche.

A las nueve y diez, Red O'Leary salió del hotel.

—Dios es bueno —dijo Jack, mientras descendía el coche para

seguir a pie a nuestro hombre.

Por mi parte, puse en marcha el motor. v El gigante de la cabeza

roja no nos llevó demasiado lejos. La puerta de entrada al bar de

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Larrouy se lo tragó unos pocos momentos más tarde. Después de

aparcar el coche, entré en el bar. Tanto O'Leary como Jack habían

encontrado asientos.

La mesa de Jack estaba junto a la pista de baile. O'Leary se

hallaba al otro extremo del salón, cerca de un rincón. Una pareja de

gordos rubios dejaba la mesa de ese rincón en el momento en que

yo entré, de modo que persuadí al camarero que ya me guiaba

hacia una mesa de que lo hiciera hacia la que estaba próxima a Red

O'Leary.

El pelirrojo miraba en otra dirección; Red tenía los ojos puestos

en la puerta de entrada; la observaba con una ansiedad que se

convirtió en alegría cuando vio entrar a una muchacha. Era la chica

que Ángel Grace había llamado Nancy Reagan. Ya he dicho que era

bonita. Y el pequeño y desafiante sombrero azul que aquella noche

le ocultaba por entero el cabello no disminuía su belleza.

El pelirrojo se puso de pie con precipitación y se llevó por

delante a un camarero y a un par de clientes mientras se dirigía

hacia la muchacha. Como premio a su vehemencia, se ganó alguna

expresión provocativa que no pude oír y una sonrisa de ojos azules y

dientes muy blancos que... vaya... era muy dulce. Condujo a la joven

hasta su mesa y la hizo sentar en una silla que quedaba frente a mí;

él, por supuesto, se sentó frente a la muchacha.

La voz de O'Leary era un gruñido de barítono del que mis oídos

en estado de alerta no pudieron pillar ni una sola palabra. Al

parecer, era mucho lo que tenía que comunicar a la joven y a ella le

resultaba agradable lo que oía.

—Pero, Reddy, cariño, no tendrías que haberlo hecho —dijo la

muchacha en cierto instante. Su voz (conozco otras palabras, pero

será mejor que nos limitemos a ésta) era dulce. Además de un

aroma sensual, tenía clase. Fuera quien fuese esa muñeca de

pistoleros, o bien había tenido un buen inicio en la vida, o bien

había aprendido su papel a la perfección. De vez en cuando, en los

momentos en que la orquesta dejaba de tocar, me era posible oír

unas pocas palabras; pero no significaban mucho para mí y sólo

logré saber que ni la chica ni su rústico acompañante estaban el uno

en contra del otro.

El bar estaba casi vacío cuando llegó Nancy Reagan. Sobre las

diez de la noche, en cambio, estaba lleno, y las diez es una hora muy

temprana para los clientes de Larrouy. Comencé a prestar menos

atención a la amiga de Red —a pesar de lo bonita que era— y

mucha más a mis vecinos. Mientras comprobaba el hecho, advertí

que la proporción de mujeres era mínima con respecto a la de los

hombres. Hombres, con cara de ratas, con cara de cuchillo,

mandíbulas cuadradas, mentones agudos, rostros pálidos,

huesudos, hombres de aspecto gracioso, otros rudos, otros

vulgares. Se hallaban sentados de dos en dos, de cuatro en cuatro, a

una misma mesa. Llegaban más hombres y... maldita sea... muy

pocas mujeres.

Hablaban como si no tuvieran interés en lo que decían. Miraban

a su alrededor, recorrían el salón con la mirada y, al llegar a la cara

de O'Leary, sus expresiones se vaciaban de todo contenido. Y

siempre esas miradas eventuales y aburridas se detenían en el

gigante pelirrojo durante uno o dos segundos.

Volví mi atención hacia O'Leary y Nancy Reagan. Red estaba

ahora un poco más erguido en su silla que unos minutos antes. Pero

su posición era suelta, fácil y, aunque sus hombros se habían

encorvado apenas, no revelaba rigidez. La chica le dijo algo. Red se

echó a reír mientras volvía su cara hacia el centro del salón. Parecía

reír no sólo de lo que ella le había dicho, sino también de aquellos

hombres sentados a su alrededor, a la expectativa. Era una risa

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sincera, joven y descuidada.

La muchacha pareció sorprendida, como si algo en aquella risa

la hubiese desconcertado. Luego siguió hablando de lo mismo con

su acompañante. Pensé que Nancy no sabía que se hallaba sentada

sobre dinamita. O'Leary, en cambio, sí lo sabía. Cada centímetro de

su cuerpo, cada gesto suyo parecían pregonar: «Soy robusto, fuerte,

joven, rudo y pelirrojo. Muchachos, cuando vosotros queráis

cumplir con vuestra faena, allí estaré yo.»

Transcurría el tiempo. Unas pocas parejas bailaban. Jean

Larrouy iba y venía con una negra sombra de cuidado en su cara

redonda. Su bar estaba lleno de clientes pero, sin duda, en ese

instante, Larrouy hubiese preferido tenerlo vacío.

Sobre las once me puse de pie e hice una seña a Jack Counihan.

Se acercó a mi mesa, nos estrechamos la mano, intercambiamos

algunos «¿Cómo estás?» y «Pues muy bien, ya lo ves», y Jack se

sentó a mi mesa.

—¿Qué pasa? —me preguntó bajo la protección de los sonidos

de la orquesta—. No puedo ver nada claro, pero hay algo en el aire.

¿O es que me estoy poniendo histérico?

—Lo estarás, en pocos minutos. Los lobos se están reuniendo y

Red O'Leary es el cordero. Si tuvieses una mano libre podrías pillar a

alguno de los más tiernos, pero estos gorilas han intervenido en el

atraco a un banco y, en el momento de la paga, se han encontrado

con que los sobres estaban vacíos o con que ni siquiera había

sobres. Habrá corrido la voz de que tal vez O'Leary sepa qué ha

pasado. Y así es como están las cosas. Ahora esperan... quizá a

alguien... quizá a tener suficiente alcohol dentro de su cuerpo.

—¿Y nos hemos sentado aquí porque ésta va a ser la mesa más

cercana al blanco de todos estos tipos en cuanto se haya montado

el espectáculo? —preguntó Jack—. Vayamos a la mesa de Red.

Estaremos más cerca aún y, además, me gusta mucho la chica que

está sentada con el pelirrojo.

—No te pongas ansioso; tendrás tu diversión en el momento

correspondiente —le prometí—. Es absurdo que O'Leary muera. Si

hacen un pacto caballeresco con él, nosotros nos mantendremos

fuera del asunto. Pero si las cosas se ponen feas para Red, tú y yo

los defenderemos; a él y a la chica.

—¡Así se habla, amigo del alma! —sonrió Jack, con una mueca

que le marcó una línea blanca en torno a la boca—. ¿Algún detalle

especial? ¿O simplemente nos metemos a protegerles, sin más?

¿Ves la puerta que está a mis espaldas, hacia mí derecha? En cuanto

se arme el jaleo, iré a abrirla. Entretanto, tú mantendrás despejado

el camino hacia allá. Cuando yo grite, le prestas a Red la ayuda

necesaria para que llegue a esa puerta.

—¡Oh, sí, sí! —miró la galería de tipos tan poco tranquilizadores

que le rodeaba, se humedeció los labios y luego clavó los ojos en la

mano con que sostenía el cigarrillo: una mano temblorosa—. Espero

que no pienses que soy un cobarde —dijo—. Pero no soy un asesino

con tanta experiencia como tú. Y ésta es una reacción ante la idea

de esta inminente matanza.

—¡Y un cuerno de reacción! —le respondí—. Estás tieso de

miedo. ¡Pero no hagas tonterías, por favor! Si intentas hacer tu

propio número, te aseguro que me encargaré que no quede nada de

lo que estos gorilas quieran dejar de ti. Haz lo que te he ordenado y

nada más. Si se te ocurre alguna idea brillante, guárdatela para

comunicármela luego.

—¡Oh, mi conducta será absolutamente ejemplar! —me

aseguró con énfasis.

Era casi medianoche cuando los lobos vieron aparecer lo que

habían estado aguardando. La última ficción de indiferencia

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desapareció de aquellas caras que, gradualmente, habían ido

ganando en tensión. Sillas y pies resonaron sobre el suelo: todos se

apartaban unos centímetros de sus mesas. Los músculos se

flexionaban para que sus cuerpos estuviesen prontos para la acción.

Las lenguas humedecieron los labios y los ojos se clavaron al mismo

tiempo en la puerta de entrada al bar.

Bluepoint Vance llegaba a la reunión. Llegó solo, saludando a

sus amistades, a derecha e izquierda; su cuerpo delgado se movía

con gracia, con soltura, dentro de un traje de excelente corte. Una

sonrisa de total confianza le cubría la cara de facciones definidas.

Sin ninguna prisa, y sin pausa, se acercó a la mesa de Red O'Leary.

Me era imposible ver la cara de Red, pero tenía rígidos los músculos

de la nuca. La muchacha dirigió una sonrisa cordial a Vance y le dio

la mano. Lo hizo con toda naturalidad. Era evidente que no sabía

nada.

Vance hizo que su sonrisa gravitara desde la cara de Nancy

Reagan hasta la cara del gigante pelirrojo. Parecía la mueca del gato

que juega con el ratón.

—¿Cómo van los negocios, Red? —preguntó.

—Pues estupendos —fue la respuesta inmediata.

La orquesta había dejado de tocar. Larrouy, de pie junto a la

puerta de entrada, se enjugaba la frente con un pañuelo. Junto a mi

mesa, a la derecha, un mono de pecho como un tonel, nariz

quebrada y traje a rayas anchas, respiraba con pesadez por entre

sus dientes de oro; los ojos grises y acuosos se le salían de las

órbitas para no perder un solo movimiento de O'Leary, Vance y

Nancy. Su actitud pasaba casi desapercibida: eran muchos los que

hacían lo propio.

Bluepoint Vance giró la cabeza para llamar a un camarero:

—Una silla.

El camarero acercó una silla a la mesa que enfrentaba la pared.

Vance se sentó echado hacia atrás, apenas vuelto con aire indolente

hacia Red; su brazo izquierdo estaba arqueado sobre el respaldo de

la silla y su mano derecha sostenía un cigarrillo casi con desgana.

—Bien, Red —dijo después de haberse acomodado en el

asiento—. ¿Tienes alguna noticia para mí?

Su voz era suave, pero lo bastante alta como para ser oída en

las mesas cercanas.

—Ni una palabra. —La voz de O'Leary no pretendía denotar

sentimientos amistosos ni precauciones.

—¿Qué? ¿Conque nada del otro jueves? —la sonrisa de Vance

entreabrió sus labios delgados y en sus ojos oscuros brilló una

chispa de regocijo muy poco agradable—. ¿Nadie te ha dado nada

que debas entregarme?

—No —aseguró O'Leary, enfático.

—¡Dios! —exclamó Vance, mientras la sonrisa de su boca y de

sus ojos se ahondaba y se volvía menos agradable aún—. ¡Qué

ingratitud! ¿Me ayudarás a cosechar, Red?

—No.

Me sentí disgustado con aquel pelirrojo de poco seso: casi

estuve a punto de dejarle librado a su suerte en el momento en que

estallara la tormenta. ¿Por qué no trataba de ganar tiempo? ¿Por

qué no inventaba un cuento estúpido que Bluepoint se viese

obligado a aceptar, siquiera a medias? Pero no... aquel O'Leary tenía

un orgullo tan tosco, que se ponía en el papel de niño y se obligaba

a montar un espectáculo en lugar de utilizar el meollo. Si hubiese

arriesgado su propio pellejo en el jaleo que se avecinaba, habría

sido justo. Pero no era justo de ningún modo que Jack y yo

tuviésemos que sufrir las mismas consecuencias. Aquel gigantesco

zoquete era demasiado valioso para permitir que desapareciera. Y

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nosotros íbamos a tener que dejarnos zurrar para librarle de lo que

se merecía por su empecinamiento de chiquilicuatre. No era justo.

—Tengo que recibir cierta cantidad de dinero, Red. —Vance

hablaba con un tono entre perezoso e insultante—. Y necesito ese

dinero. —Dio una chupada a su cigarrillo y, como por casualidad,

arrojó el humo a la cara del pelirrojo. Luego prosiguió—: Mira, ya

sabes que en la lavandería te piden veintiséis céntimos por lavar un

pijama. Necesito ese dinero.

—Duerme con la ropa interior puesta —replicó O'Leary.

Vance se echó a reír. Nancy Reagan sonrió, pero en su cara se

dibujaba un gesto de inquietud. Al parecer, la muchacha no sabía

cuál era el tema de la charla, pero no podía por menos de

comprender que había algún tema especial.

O'Leary se inclinó hacia delante y habló con voz clara y alta, de

modo que cualquiera pudiese oírle:

—Bluepoint, no tengo nada que darte... ni ahora ni nunca. Y

esto vale para cualquiera que esté interesado en el asunto. Si tú o

tus amigos pensáis que os debo algo... tratad de quitármelo. ¡Al

infierno contigo, Bluepoint Vance! Y si no te sienta bien lo que te he

dicho... pues aquí están tus amigos. ¡Diles que vengan!

¡Qué flor y nata de idiota! Pensé que lo único que me sentaría

bien en ese momento sería una ambulancia... sin duda tendrían que

llevarme con él.

La sonrisa de Vance estaba cargada de malignidad. Sus ojos

arrojaban chispas a la cara de

O'Leary.

—¿Te apetece que sea así, Red?

O'Leary alzó sus poderosos hombros y luego los dejó caer.

—No me importa que haya pelea —dijo—. Pero será mejor que

Nancy quede fuera del asunto. —Se volvió hacia la muchacha—.

Será mejor que te marches, cariño, voy a tener mucho trabajo.

La chica fue a decir algo, pero Vance, con sus palabras, no le

permitió continuar. Le hablaba con suavidad y no se opuso a que

Nancy se marchara. En resumen, vino a decirle que sin duda se

sentiría muy sola en adelante, sin Red. Incluso se permitió entrar en

detalles acerca de esa futura soledad.

La mano derecha de Red O'Leary descansaba sobre la mesa. De

pronto se alzó en dirección a la boca de Vance. Al llegar a su

objetivo, la mano se había convertido en puño. Un golpe así suele

ser poco eficaz. La fuerza debe provenir de los músculos del brazo,

precisamente, de los menos adecuados. Sin embargo, Bluepoint

Vance se vio proyectado desde su asiento hasta la mesa contigua.

Las sillas del bar de Larrouy quedaron vacías. La fiesta había

comenzado.

—De pie —rugí a Jack Counihan, e hice todo lo posible para

mostrarme como el gordito nervioso que era en ese instante. Me

precipité hacia la puerta trasera, esquivando a los hombres que, sin

prisa aún, se dirigían hacia O'Leary. Debo haber tenido el aspecto

del tío temeroso que se escabulle cuando hay jaleo, porque a nadie

se le ocurrió detenerme y llegué a la puerta antes de que la pandilla

estrechara filas alrededor de Red. La puerta estaba cerrada, pero sin

llave. Giré hasta quedar de espaldas a ella, con una porra en la

mano derecha y el revólver en la izquierda. Ante mí había muchos

hombres, pero todos ellos me daban la espalda.

Erguido junto a su mesa, O'Leary dominaba la escena; su cara

rústica y rojiza se había puesto tensa, en una expresión de

desdeñoso desafío, y su cuerpo de gigante se balanceaba sobre las

plantas de los pies. Entre el pelirrojo y yo estaba Jack Counihan, con

la cara vuelta hacia mí, y la boca crispándosele en una sonrisa

nerviosa mientras sus ojos bailoteaban, deleitados.

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Bluepoint Vance ya se había puesto de pie. Un hilo de sangre le

caía desde los finos labios hasta el mentón. Sus ojos eran puro hielo;

observaban a Red O'Leary con la mirada calculadora del leñador que

mide el árbol que se dispone a echar abajo. La pandilla de Vance

tenía los ojos fijos en

su jefe.

—¡Red! —vociferé en medio del silencio—. ¡Por aquí, Red!

Las caras se volvieron hacia mí... todas las caras que había en el

salón... millones...

—¡Ven, Red! —gritó Jack Counihan, en tanto avanzaba un paso,

con su revólver desenfundado.

La mano de Bluepoint Vance relampagueó en dirección al

bolsillo interno de su chaqueta. El

revólver de Jack disparó hacia él. Bluepoint se echó hacia el suelo

antes de que el gatillo del joven se hubiese movido. El proyectil se

perdió en el vacío, pero la suerte de Vance estaba echada.

Red alzó a la chica con su brazo izquierdo. Una descomunal

automática había florecido en su puño derecho. Luego ya no pude

prestar mucha atención al pelirrojo: estaba muy ocupado.

La cueva de Larrouy rebosaba de armas: revólveres, cuchillos,

porras, chismes para adornar los nudillos, sillas que se

balanceaban con mucho garbo, botellas y toda la miscelánea

posible en materia de elementos destructivos. Muchos de esos

hombres anhelaban poner sus armas en contacto conmigo. El

juego consistía en tratar de alejarme de aquella puerta. Para

O'Leary hubiese sido una buena tarea. Pero yo no soy un

gigante joven de pelo rojo. Ya rondaba los cuarenta años y, por

lo menos, tenía ocho kilos de más. Me gustaba el ocio acorde

con mi peso y mi edad: y aquella ocasión no me deparaba el

ocio que a mí me gustaba.

Un portugués estrábico me lanzó una cuchillada al cuello y me

arruinó la corbata. Le di encima de la oreja, con el costado de mi

revólver, antes de que pudiese apartarse de mí; la oreja le quedó

colgando sobre el cuello. Un chico sonriente, de no más de veinte

años, se arrojó contra mis piernas: una de esas triquiñuelas del

rugby. Sentí sus dientes en la rodilla, que alcé, y los sentí quebrarse.

Un mulato picado de viruelas apoyó el cañón de su revólver sobre el

hombro del tipo que tenía delante. Mi porra golpeó con fuerza el

brazo de aquel hombre, que se inclinó hacia un lado en el momento

preciso en que el mulato oprimía el gatillo consiguiendo que el

disparo le volase la mitad de la cara.

Hice fuego dos veces. Una, cuando vi un arma que me apuntaba

al pecho, a menos de treinta centímetros de distancia; la segunda,

cuando descubrí a un hombre, de pie sobre una mesa cercana,

haciendo puntería hacia mi cabeza. Por lo demás, me confié a mis

brazos y piernas y economicé proyectiles. La noche era joven y yo

sólo tenía una docena de pildoritas. Seis en el revólver y seis en mi

bolsillo.

Aquello era un costal lleno de gatos rabiosos. Esguince a la

derecha, esguince a la izquierda, patada, esguince a la derecha,

esguince a la izquierda, patada. Sin descanso, sin un blanco. Dios

proveerá siempre algún tipo que reciba los golpes del revólver o de

la porra, y algún vientre en el que hundir el pie.

Una botella llegó por los aires y se encontró con mi frente. El

sombrero amortiguó su fuerza, pero el golpe no me sentó nada

bien. Me incliné y sólo pude quebrar una nariz, cuando tendría que

haber roto un cráneo. El salón olía mal, la ventilación era

paupérrima. Alguien tendría que haber advertido a Larrouy de

aquella deficiencia. ¿Qué tal te ha sentado esa caricia en la sien,

rubiales? Esta rata de mi izquierda se me está acercando

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demasiado. La arrastré hacia mi derecha para que se entienda con

el mulato y luego le daré con todas mis fuerzas. ¡No ha estado tan

mal! Pero no puedo continuar así toda la noche. ¿Dónde están Red y

Jack? ¿De pie, por allí, observando mi número?

Alguien me tiró algo sobre el hombro, un piano, a juzgar por la

sensación que me produjo. No pude esquivarlo. Otra botella se llevó

mi sombrero y parte de mi pelo. Red O'Leary y Jack Counihan se

abrían paso a golpes, con la chica protegida entre los dos.

Mientras Jack sacaba a la joven por la puerta, Red y yo

limpiamos un pequeño círculo en torno a nosotros. El pelirrojo era

hábil para eso. No quise dejarle solo con aquella carga, pero

tampoco me preocupaba por ahorrarle ejercicio.

—¡Vamos! —gritó Jack.

Red y yo atravesamos el umbral y cerrarnos la puerta de golpe.

No hubiese aguantado ni siquiera con cerradura. O'Leary disparó

tres veces a través de la hoja de la puerta, para que los muchachos,

al otro lado, tuviesen en qué pensar. E iniciamos nuestra retirada.

Nos hallábamos en un estrecho pasaje iluminado por una luz

bastante potente. A un extremo se

veía una puerta cerrada. Hacia la derecha se alzaba una escalera.

—¿Recto? —preguntó Jack, que iba al frente.

O'Leary respondió:

—Sí.

Yo ordené:

—No. Vance ya habrá hecho bloquear esa puerta, si es que sus

monos no lo han hecho antes.

Arriba, por la escalera, al tejado.

Llegamos a la escalera. A nuestras espaldas la puerta se abrió

con violencia. De inmediato la luz se apagó. Al otro extremo del

pasaje la puerta se abrió de par en par, a juzgar por el ruido. Ni un

mínimo rayo de luz atravesaba ninguna de las dos puertas. Vance

hubiese querido un poco de luz. Sin duda Larrouy debía haber

accionado el interruptor, con la esperanza de evitar que su almacén

quedara convertido en astillas.

En el pasaje a oscuras crecía el tumulto, mientras nosotros

subíamos por la escalera mediante el antiguo sistema del tanteo.

Fueran quienes fuesen los que habían entrado por la puerta trasera,

se estaban uniendo a los que nos seguían desde el bar. Se unían

entre topetazos, maldiciones y algún que otro disparo. ¡Sus fuerzas

crecían! Subíamos Jack a la cabeza, luego la muchacha, yo por

detrás y Red O'Leary que cerraba la marcha.

Galante, Jack iba dando pistas a la joven:

—Cuidado en el descansillo, media vuelta a la izquierda ahora,

la mano derecha contra la pared y...

—¡Cállate! —le gruñí—. Es preferible dejar que se caiga y no

que se nos echen encima todos

esos monos.

Llegamos al segundo piso. Era la negrura misma. Y el edificio

tenía tres plantas.

—No encuentro el comienzo del otro tramo —se quejó Jack.

Tanteamos en la oscuridad, en busca del tramo de escaleras

que nos podría llevar hasta el tejado. No pudimos hallarlo. Abajo, el

alboroto se aquietaba. La voz de Vance advertía a los suyos que se

estaban mezclando y dando de golpes unos con otros; todos se

preguntaban por dónde habíamos salido nosotros. Al parecer, nadie

lo sabía. Nosotros tampoco.

—Por allí —llamé entre la oscuridad. Me abrí paso por el pasillo

hacia la parte posterior del edificio—. A algún lado iremos a parar.

Desde abajo aún nos llegaban ruidos, pero ya no eran de pelea.

Los hombres hablaban de conseguir alguna luz. Tropecé contra una

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puerta, al otro lado del pasillo, y la abrí. Un cuarto con dos

ventanas, a través de las cuales el pálido resplandor de las luces de

la calle nos pareció el brillo del sol, después de la oscuridad en que

nos habíamos movido. Mi pequeña banda me siguió y cerramos la

puerta.

Red O'Leary atravesó el cuarto y se asomó por una de las

ventanas.

—La calle trasera —murmuró—. No hay modo de bajar, como

no sea saltando.

—¿Alguien a la vista? —pregunté.

—No veo a nadie.

Miré a mi alrededor: una cama, un par de sillas, una cómoda y

una mesa.

—Tiraremos la mesa por la ventana —dije—. La arrojaremos

tan lejos como nos sea posible y quiera Dios que el estrépito les

haga salir antes de que se decidan a echar una mirada aquí arriba.

Red y la muchacha se aseguraban mutuamente que cada uno

estaba aún entero y de una sola pieza. El pelirrojo se apartó de la

joven para echarme una mano con la mesa. La balanceamos un par

de veces y la soltamos. La mesa se comportó muy bien, al estrellarse

contra la pared del edificio de enfrente para caer dentro de un patio

y producir un buen estrépito sobre una pila de hojalata o una

colección de cubos de basura o algo semejante que generó un

simpático estruendo. Pero no se habría oído a más de una manzana

y media de distancia.

Nos apartamos de la ventana en el momento en que nuestros

perseguidores comenzaron a precipitarse hacia la calle por la puerta

trasera del bar de Larrouy.

La muchacha, incapaz de hallar heridas en el cuerpo de O'Leary,

se había dedicado a Jack Counihan. El chico tenía un corte en la

mejilla. Y ella se proponía curárselo con un pañuelo.

—Cuando termines con éste —le decía Jack a su improvisada

enfermera—, saldré para que me hagan otro en la otra mejilla.

—¡Oh!, ésa es una buena idea —aprobó Nancy.

—San Francisco es la segunda ciudad de California. Sacramento

es la capital del estado. ¿Te interesa la geografía? ¿Quieres que te

hable de Java? Nunca he estado allí, pero tomo el café que

produce la isla. Si...

—¡Tonto! —dijo Nancy, y se echó a reír—. Si no te quedas

quieto, terminaré ya mismo.

—¡Oh!, ésa ya no es una buena idea —replicó mi ayudante—.

Me quedaré quieto.

Nancy no hacía más que enjugar la sangre de la mejilla: una

sangre que tendría que haberse secado allí, por si sola. Cuando

terminó sus primeros auxilios perfectamente inútiles, la joven retiró

la mano con lentitud, observando los poco visibles resultados con

aire de orgullo. Cuando su mano llegó a la altura de los labios de

Jack, él inclinó la cabeza hacia delante y estampó un beso en la

punta de uno de esos dedos.

—¡Tonto! —dijo Nancy otra vez y alejó su mano deprisa.

—Déjate de ésas —masculló Red O'Leary—, o te pongo fuera

de combate.

—Métete en lo que te importa —respondió Jack Counihan.

—¡Reddy! —gritó Nancy, demasiado tarde.

La derecha de O'Leary salió a relucir. Jack recibió el golpe en

mitad del estómago y fue a dar en el suelo, dormido. El gigante

pelirrojo giró sobre sus talones para enfrentarse conmigo.

—¿Tienes algo que decir? —preguntó.

Miré hacia abajo, a Jack, con una sonrisa. Luego alcé la cabeza

para sonreírle a Red.

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—Estoy avergonzado de él —dije—. Dejarse poner fuera de

combate por un pesado que usa la

derecha.

—¿Quieres probarla?

—¡Reddy! ¡Reddy! —suplicó la muchacha, pero ninguno de los

dos le prestábamos atención.

—Si lo haces con la derecha —respondí al pelirrojo...

—Lo haré —prometió, y así lo hizo.

Yo hice mi parte: esquivé el golpe torciendo la cabeza y le metí

el índice en el mentón.

—Ése podría haber sido un puñetazo —le advertí.

—¿Sí? Pues allí va uno.

Me las apañé para soportar su izquierda, flexionando mi brazo

por delante de mi garganta. Pero

con eso ya había agotado mis recursos defensivos. Y me pareció mi

deber tratar de hacerle algo al gigante, si es que me era posible. La

muchacha le aprisionó un brazo y se colgó de él.

—Reddy, cariño, ¿no te ha bastado la pelea de esta noche? ¿No

puedes ser sensato, aunque seas irlandés?

Tuve que reprimir la tentación de darle un buen golpe, mientras

su amiguita le tenía aferrado.

El pelirrojo se echó a reír, bajó la cabeza y besó en los labios a la

muchacha. Luego me dedicó una sonrisa.

—Siempre hay una segunda vez —me dijo, de buen talante.

—Será mejor que salgamos de aquí si es posible —dije—. Has

organizado demasiado jaleo y no estamos a salvo en este lugar.

—No te preocupes tanto, gordito —me respondió Red—.

Cógete de los bordes de mi chaqueta y yo te sacaré.

El muy idiota. De no haber sido por Jack y por mí en ese

momento no le quedarían ni siquiera los bordes de la chaqueta.

Nos acercamos a la puerta poniendo todos nuestros sentidos.

No se oía ningún ruido.

—La escalera hacia el tercer piso debe estar por delante —

susurré—: busquémosla.

Abrimos la puerta con cuidado. La luz que llegaba por atrás fue

suficiente para dejarnos vislumbrar una promesa de quietud. Nos

deslizamos por el pasillo, cada uno con una mano en un brazo de la

muchacha. Tenía la esperanza de que Jack se las compusiera para

salir de allí: él mismo se había hecho poner fuera de combate y yo

tenía mis propios problemas.

Nunca había pensado que el edificio del bar de Larrouy fuera

tan grande como para tener un pasillo de un kilómetro de longitud.

Y lo tenía. Recorrimos casi medio kilómetro en la oscuridad antes de

llegar a la escalera por la que habíamos subido. No nos detuvimos

allí para escuchar las voces del piso inferior. Al cabo de otro medio

kilómetro, el pie de O'Leary halló el escalón inicial del tramo que

llevaba hacia arriba.

En ese preciso instante, un grito brotó del extremo inferior del

tramo de escalera que habíamos dejado atrás.

—¡Arriba! ¡Están arriba!

Una luz blanca relampagueó sobre el gritón y un inconfundible

tono irlandés se dejó oír en las

palabras que alguien dijo desde abajo:

—Vamos, baja, bola de viento.

—La policía —susurró Nancy Reagan. A empellones subimos

por la escalera que nos conducía hacia el tercer piso.

Más oscuridad, tal como la que habíamos dejado atrás. Nos

detuvimos en el tope de la escalera. Al parecer no teníamos

compañía.

—El tejado —dije—. Corramos el riesgo de encender una

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cerilla.

A nuestras espaldas, en un rincón, la débil luz de la cerilla nos

dejó ver una escala adherida a la pared que llevaba hasta una

trampilla en el cielo raso. En el mínimo tiempo posible nos hallamos

sobre el tejado del bar de Larrouy, con la trampilla cerrada ya.

—Todo de maravilla —dijo O'Leary—, y si las ratas de Vance y la

poli se entretienen unos minutos más... ¡vía libre!

Dirigí la marcha por los tejados. Bajamos unos tres metros para

pasar al edificio contiguo y luego subirnos apenas para llegar al

siguiente. Al final de ese tercer tejado, encontramos una escalera de

incendios que bajaba hasta un patio estrecho con una puerta que

daba a un callejón.

—Por aquí tendría que ser —dije y comencé a bajar.

La chica bajó por detrás de mí y, por último, lo hizo Red. El patio

en el que habíamos ido a dar estaba vacío: una pequeña superficie

de cemento entre dos edificios. El extremo de la escalera de

incendios crujió bajo mi peso, pero el ruido no produjo ninguna

alarma a nuestro alrededor. La oscuridad del patio era mucha, pero

no llegaba a la negrura total.

—Cuando estemos en la calle, nos separaremos —me dijo

O'Leary, sin una palabra de gratitud por mi ayuda: una ayuda que,

según él, no habría sido necesaria, sin duda—. Tú te irás por tu lado

y nosotros por el nuestro.

—Aja —asentí, mientras me devanaba los sesos para

determinar qué podía hacer en esas circunstancias—. Investigaré

ese callejón antes de salir.

Con sumo cuidado me dirigí hacia el otro lado del patio y

arriesgué mi cabeza descubierta para atisbar en el callejón. Estaba

en silencio, pero en una de las esquinas, a un cuarto de manzana,

dos vagabundos parecían estar muy entregados a su holgazanería.

No eran policías. Di un paso hacia la calle y los llamé. No podían

reconocerme a esa distancia y con tan poca luz; tampoco había

motivos para que pensasen que yo no era de la pandilla de Vance,

en el caso de que ellos sí lo fueran.

Cuando se encaminaron hacia donde me hallaba yo, retrocedí

hasta el patio y silbé a Red. No era de los que hay que llamar dos

veces cuando hay pelea. Llegó a mi lado en el instante en que los

otros dos hacían su aparición. Me encargué de uno de ellos. Red del

otro.

Lo que yo necesitaba era organizar algún lío. Tuve que sudar

como una mula para conseguirlo. Para ser justos, aquellos dos eran

un par de caramelos. El mío no sabía qué hacer frente a mis

embestidas. Tenía un revólver, pero lo primero que consiguió fue

dejarlo caer y, en la refriega, lo pateamos lejos de todo posible

alcance. El vago se dobló en dos, mientras yo sudaba tinta para

hacerle recuperar su posición erguida. La oscuridad me prestaba su

auxilio, pero aun así era ridículo fingir que aquel tipo me estaba

dando guerra; mi intención era ponerle a espaldas de O'Leary, que

en esos momentos no tenía ninguna dificultad con el suyo.

Por fin lo logré. Estaba detrás de O'Leary, que había

arrinconado a su adversario contra la pared con una mano y, con la

otra, se disponía a ponerle fuera de combate. Sujeté con la mano

izquierda la muñeca de mi contrincante, le hice girar hasta que

quedó de rodillas, desenfundé mi revólver y le metí un tiro en la

espalda a O'Leary, por debajo del hombro derecho.

Red se inclinó, sin dejar de aplastar a su hombre contra la

pared. Yo me deshice del mío con un golpe del cañón de mi arma.

—¿Te ha dado, Red? —le pregunté, en tanto que le sostenía

con un brazo y asestaba un buen golpe en la cabeza de su oponente.

—Sí.

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—Nancy—llamé.

La chica corrió hacia nosotros.

—Sosténlo de ese lado —dije a la muchacha—. Trata de tenerte

en pie, Red, y nos escurriremos de aquí ya mismo.

La herida era demasiado fresca aún para que afectara a sus

movimientos, pero tenía el brazo derecho fuera de combate.

Bajamos por la calle hasta una esquina. Tuvimos perseguidores

antes de llegar a ella. Caras curiosas nos observaron en la calle. A

una manzana de distancia, un policía comenzó a moverse en

dirección a nosotros. Con la muchacha sosteniendo a O'Leary de un

lado y yo del otro, corrimos durante media manzana para llegar

hasta el coche que habíamos utilizado Jack y yo. La calle estaba

animada en el momento en que puse en marcha el motor y la chica

acomodó al gigante pelirrojo en el asiento trasero. El poli gritó y nos

obsequió con un tiro al aire. Abandonamos el vecindario.

No me había fijado ningún destino todavía, de modo que

después de la primera escapada veloz, disminuí la marcha, di la

vuelta a no pocas esquinas y me detuve en una calle oscura, al otro

lado de Van Ness Avenue.

Red estaba casi caído en un rincón del asiento trasero; la chica

trataba de mantenerlo erguido cuando me volví a mirarles.

—¿Adónde? —pregunté.

—¡Un hospital, un médico, algo! —sollozó la muchacha—. ¡Está

muriéndose!

No me creí semejante cosa. Y si era verdad, la culpa era del

propio Red. De haber demostrado la gratitud suficiente como para

llevarme consigo en calidad de compañero, no me hubiese visto yo

obligado a dispararle, de modo que tuviese que llevarme consigo en

calidad de enfermera.

—¿Adónde quieres ir, Red? —le pregunté, tocándole una rodilla

con el dedo.

Me respondió con dificultad: las señas del hotel de Stockton

Street.

—Eso no me parece bien —me opuse—. Todo el mundo en la

ciudad sabe que ésa es tu cueva y si vuelves allá, te limpiarán.

Piénsalo. ¿Adónde quieres ir?

—Hotel —repitió.

Me puse de rodillas sobre el asiento y me incliné hacia él, para

seguir con mi trabajo de convencimiento. Estaba débil. Ya no podría

resistir mucho tiempo más. Intimidar a un hombre que, después de

todo, tal vez estuviese a punto de morir, no era muy caballeresco.

Pero ya había invertido no pocos cuidados en aquel pollo con la

intención de que me condujese hasta sus compinches. Y no estaba

dispuesto a amilanarme por tan poca cosa. Durante algunos

minutos me dio la impresión de que aún no se encontraba lo

bastante débil. Tal vez me vería obligado a dispararle nuevamente.

Pero la muchacha me secundó de modo admirable y, por último,

entre ambos logramos convencerle de que la única alternativa

segura era marcharnos a algún lugar donde pudiese permanecer

oculto, mientras se le brindara la atención médica que le era

imprescindible. En rigor no le convencimos de nada... Sólo le

fatigamos hasta que cedió, porque se encontraba demasiado débil

para continuar la discusión. Me dio una dirección de las afueras de

la ciudad, cerca de Holly Park.

Con la esperanza de que todo fuese para bien, enfilé el coche

hacia allá.

Era una casa pequeña en medio de una hilera de otras casas

pequeñas. Sacamos a nuestro gigantón del coche y entre ambos le

arrastramos hasta la puerta de la calle. Casi podría haberlo hecho

por sí mismo, sin ayuda nuestra. La calle estaba a oscuras. No se

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veía ninguna luz dentro de

la casa. Hice sonar el timbre.

No sucedió nada. Otro timbrazo. Luego, otro más.

—¿Quién es? —preguntó una voz áspera, desde el interior de la

casa.

—Red está herido —respondí.

Hubo silencio durante unos momentos. Luego la puerta se

abrió, menos de diez centímetros. A través de la abertura llegaba un

hilo de luz: suficiente para reconocer la cara chata y los

protuberantes músculos de las mandíbulas del rompecráneos que

había sido guardaespaldas y verdugo de Motsa Kid.

—¿Qué diablos? —preguntó.

—Asaltaron a Red. Casi lo liquidan —expliqué empujando hacia

delante al pelirrojo semiinconsciente.

Pero no conseguimos mover la puerta: el rompecráneos la

sostuvo tal como estaba.

—Esperaréis —dijo antes de cerrarnos la puerta en las narices.

Desde el interior nos llegó su

voz—: Flora.

Aquello sí que fue bueno. Red nos había llevado al sitio exacto

que yo pretendía descubrir.

Cuando el rompecráneos volvió a abrir la puerta, la abrió de par

en par y Nancy Reagan y yo nos adelantamos con nuestro fardo.

Junto al rompecráneos, de pie, vestida con una prenda de mal corte

y de seda negra, una mujer nos observaba. Big Flora, supuse.

Mediría, por lo menos, metro setenta y cinco, sobre los tacones

finos de sus pantuflas. Eran muy pequeñas aquellas pantuflas y

comprobé que también lo eran sus manos sin anillos. Pero no el

resto de su cuerpo. Tenía hombros anchos, un pecho amplio y una

garganta rosada que, a pesar de su piel suave, dejaba ver una

musculatura de luchador. Aparentaba, poco más o menos, mis años

— cerca de los cuarenta— y tenía el pelo muy rubio, rizado y

brillante; la piel sonrosada subrayaba la belleza brutal de su cara.

Sus ojos profundos eran grises, sus labios gruesos estaban bien

delineados y su nariz era lo bastante ancha y curvada como para

darle un aspecto de fuerza; el mentón de Big Flora era digno de esa

nariz. Desde la frente hasta la garganta, su piel rosada encubría

suaves y poderosos músculos.

Aquella Big Flora no era un juguete. Tenía el aspecto y la actitud

de una mujer que bien podía haber organizado el atraco y la traición

posterior. A menos que su rostro y su cuerpo mintiesen, era

poseedora de toda la fortaleza física y mental, y de la voluntad

necesarias para el caso. Y aún algo más, si fuera preciso. El material

de que estaba hecha, sin duda, era más duro que el del mono

rompecráneos que estaba de pie a su lado o que el del gigante

pelirrojo que yo sostenía.

—¿Bien? —preguntó una vez que la puerta se hubo cerrado a

nuestras espaldas. Su voz era profunda pero no masculina... era una

voz adecuada a su porte.

—Vance lo ha atacado con toda su pandilla en el bar de

Larrouy. Tiene un tiro en la espalda — le respondí.

—¿Tú quién eres?

—¡Mételo en la cama! —desvié el tema—. Tendremos toda la

noche para hablar.

Big Flora se volvió e hizo chasquear sus dedos. Un hombrecito

viejo y desarrapado emergió de una puerta cercana a la parte

trasera de la habitación. Sus ojos marrones transmutaban un miedo

cerval.

—Ve arriba, maldición —ordenó Flora—. Prepara la cama, lleva

agua caliente y toallas.

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El hombrecito trepó por la escalera como si fuese un conejo

atacado de reumatismo.

El rompecráneos ocupó el puesto de la muchacha junto a Red y

entre ambos lo llevamos, escaleras arriba, hasta un cuarto en el que

el viejo se movía deprisa, con las manos cargadas de palanganas.

Flora y Nancy Reagan nos siguieron. Echamos al herido boca abajo

sobre la cama y le desnudamos. Aún manaba sangre del orificio del

proyectil. Red O'Leary estaba inconsciente.

Nancy Reagan perdió todo su aplomo.

—¡Está muriéndose! ¡Llamad a un médico! ¡Oh, Reddy, amor

mío...!

—¡Cállate! —ordenó Big Flora—. Este mierda tenía que ir a

reventar al bar de Larrouy, justamente esta noche. —Aprisionó al

hombrecito asustado por un hombro y lo empujó hacia la puerta—.

Desinfectante y más agua —le ordenó—. Dame la navaja, Pogy.

El hombre con aspecto de mono extrajo el arma de uno de sus

bolsillos. Tenía una larga hoja que había sido afilada hasta

convertirse en una lámina de metal estrecha y fina. Ésta es la navaja

que ha cortado la garganta del Motsa Kid, pensé. Con aquella misma

navaja, Big Flora iba a extraer el proyectil enterrado en la espalda de

Red O'Leary.

El mono Pogy arrinconó a Nancy Reagan sobre una silla

mientras se realizaba la operación. El hombrecito asustado estaba

de rodillas junto a la cama y alcanzaba a Flora lo que ella le pedía, y

enjugaba la sangre a Red a medida que inundaba la herida y corría

hacia los lados.

Yo permanecía de pie, junto a Flora, encendiendo cigarrillos del

paquete que ella me había entregado. Cuando Flora alzaba la

cabeza, mi función era pasar el cigarrillo de mi boca a la suya. La

mujer llenaba sus pulmones con una chupada que consumía la

mitad del cigarrillo y hacía un gesto afirmativo. Entonces yo le

quitaba el cigarrillo de la boca. Flora exhalaba el humo y volvía a su

tarea. A continuación, con la colilla que tenía entre manos, le

encendía otro cigarrillo y me preparaba para entregárselo cuando

me lo pidiera.

Big Flora estaba de sangre hasta los codos. Su cara estaba

cubierta de sudor. Era una verdadera carnicería y llevaba tiempo.

Pero cuando Flora se irguió para exhalar la última bocanada de

humo, había extraído el proyectil de la espalda de Red, el flujo de

sangre se había detenido y el pelirrojo estaba vendado.

—Gracias a Dios que todo ha terminado —dije antes de

encender uno de mis propios cigarrillos—. Esas píldoras que fumas

tú son insoportables.

El hombrecito asustado fregaba el suelo. Nancy Reagan se

había desmayado sobre la silla, al otro lado del cuarto, y nadie le

prestaba atención.

—No le quites el ojo a este caballero, Pogy —ordenó Flora al

rompecráneos mientras me señalaba con un movimiento de su

cabeza—. Voy a lavarme.

Me acerqué a la muchacha, le friccioné las muñecas, le eché

unas gotas de agua en la cara. Recuperó el sentido.

—Le han sacado la bala. Red duerme. Dentro de una semana

estará metido en otra nueva pelea —le dije.

Se puso en pie de un brinco y corrió hacia la cama.

Flora reapareció en el cuarto. Se había lavado y se había

cambiado el vestido negro, manchado de sangre, por un kimono

verde que se entreabría aquí y allá y dejaba ver gran parte de su

ropa interior, de color orquídea.

—Habla —ordenó, de pie frente a mí—. ¿Quién, qué y por qué?

—Soy Percy Maguire —le respondí, como si ese nombre, que

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acababa de inventar, lo explicase todo.

—Eso contesta al quién —me dijo Big Flora, como si mi nombre

inventado no explicase nada—. ¿Qué hay del qué y del porqué? El

mono Pogy, de pie a un lado, me observó de pies a cabeza. Soy bajo

y regordete. Mi cara no asusta ni siquiera a un niño, pero es testigo

fidedigno de una vida que no se ha desarrollado en medio del

refinamiento y las comodidades. La diversión de aquella noche me

lo había decorado con golpes y arañazos y había operado ciertos

cambios en mi ropa.

—Con que Percy —repitió el rompecráneos con una sonrisa

llena de dientes amarillos y separados—. ¡Dios, tus viejos debían ser

daltónicos!7

—Eso contesta también al qué y al porqué —insistí frente a

Big Flora, sin prestar atención al chiste del representante del

zoológico—. Soy Percy Maguire y quiero mis ciento cincuenta mil

dólares.

Las cejas de Flora se abatieron sobre sus ojos.

—¿Que quieres ciento cincuenta mil dólares?

Asentí bajo su cara bella y brutal.

—Sí. Por eso he venido.

—¡Oh! No los tienes aún, ¿y los quieres?

—Oye, hermana, quiero mi pasta. —Tenía que mostrarme duro

si quería que el juego continuase—. Eso de tú quieres y de tú no los

tiene aún sólo me ha dado sed. Hemos participado en el gran golpe,

¿sabes? Y luego, cuando supimos que el pago no llegaría, le he dicho

al chico que iba conmigo: «No te preocupes, chico, tendremos

nuestra pasta. Tú sigue a Percy.» Y luego ha venido Bluepoint y me

ha pedido que me metiera en el asunto con él y le he dicho: «Pues

7 Juego de palabras con Maguise, marabú. (N. del T.).

claro que sí.» Y el chico y yo nos hemos ido con él hasta aquel bar,

para ver a Red. Entonces le he dicho al chico: «Estos pistoleros

baratos quieren liquidar a Red y eso no nos lleva a ninguna parte. Lo

sacaremos de aquí y lo obligaremos a que nos lleve hasta el sitio en

que Big Flora está sentada sobre el botín. Ahora que han quedado

tan pocos en el asunto, bien podemos pedir ciento cincuenta mil

por cabeza. Si después de eso se nos ocurre liquidar a Red, pues

bueno, eso haremos. Pero los negocios antes que el placer y ciento

cincuenta de los grandes es un real negocio.» Y eso hemos hecho.

Le abrimos una salida al gigantón cuando ya no tenía ninguna. El

chico se puso pesado con el pelirrojo y la muchacha, y recibió una

paliza. A mí eso me da igual. Si esta cría vale ciento cincuenta mil

para él... pues es justo. Yo he venido con Red. Por derecho, tendría

que recibir los ciento cincuenta mil del chico... que serían

trescientos mil en total... pero si me das los ciento cincuenta mil que

he venido a buscar dejamos todo liquidado ya mismo.

Me figuraba que este discurso podía tener algún efecto. Por

supuesto que ni había soñado con que ella me diese un solo

céntimo. Pero si los jefes de la banda no conocían a esta gente, ¿por

qué había de pensar que esta gente conocía a todos los miembros

de la pandilla?

Flora dio una orden a Pogy:

—Ve a quitar ese cacharro de delante de la puerta.

Me sentí más a gusto cuando el rompecráneos salió. Big Flora

no lo hubiese enviado fuera a cambiar de sitio el coche de haberme

preparado alguna jugarreta.

—¿Habrá algo de comida aquí? —pregunté como si me hallara

en mi propia casa.

La mujer se acercó a la escalera y gritó:

—Haznos algo de comer.

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Red seguía inconsciente aún. Nancy Reagan, sentada junto a la

cama, sostenía una mano del

pelirrojo. La cara de la chica estaba totalmente blanca. Big Flora

regresó al cuarto, echó una mirada al herido, le aplicó una mano a la

frente y le tomó el pulso.

—Baja—me dijo.

—Yo... yo preferiría quedarme aquí, si es posible —balbuceó

Nancy Reagan. Tanto su voz como sus ojos traslucían el terror que le

inspiraba Big Flora.

La mujer, sin decir palabra, bajó la escalera. La seguí hacia la

cocina, donde el hombrecito estaba preparando huevos y jamón en

una sartén. Observé que la ventana y la puerta trasera estaban

reforzadas con gruesas maderas sostenidas por fuertes tablones

atornillados al suelo. El reloj que estaba sobre el fregadero marcaba

las dos y cincuenta de la madrugada.

Flora sacó a relucir una botella de licor y sirvió un par de copas:

para ella y para mí. Nos sentamos a la mesa y, mientras

esperábamos la comida, Flora maldijo a Red O'Leary y a Nancy

Reagan, por encontrarse y estropearlo todo justo en el momento en

que ella, Flora, más necesitaba de la fuerza del gigantón. Los maldijo

individualmente, como pareja y hasta planteó una cuestión racial al

maldecir a todos los irlandeses. El hombrecito nos puso en la mesa

los huevos y el jamón.

Habíamos ingerido ya los sólidos y estábamos mejorando el

sabor de nuestra segunda taza de café con unas gotas de alcohol,

cuando regresó Pogy. Traía noticias.

—Al otro lado de la calle, en la esquina, hay un par de tipos que

no me caen bien.

—¿Polis o...? —preguntó Flora.

—O —respondió el mono.

Flora volvió a maldecir a Red y a Nancy. Pero ya había agotado

el tema. Se dirigió a mí, pues.

—¿Por qué diablos les has traído aquí? —preguntó—. ¡Mira

que dejar una pista de un

kilómetro de ancho! ¿Por qué no has dejado que ese idiota muriera

donde le acertaron?

—Le he traído aquí para conseguir mis ciento cincuenta mil.

Pásamelos y seguiré mi camino. No me debes nada más que eso. Y

yo no te debo nada a ti. Dame la pasta, en lugar de darme

palabras, y ahuecaré el ala ahora mismo.

—Diablos, sí que lo harás —dijo Pogy.

La mujer me miró entre sus párpados entornados y siguió

bebiendo su café.

Quince minutos más tarde, el hombrecito desarrapado llegó

corriendo a la cocina y diciendo que oía pasos sobre el techo. Sus

opacos ojos marrones parecían los de un buey aterrorizado, y sus

labios blanquecinos se estremecían bajo el bigote ralo y amarillento.

Flora le aplicó diversos calificativos y lo envió escaleras arriba

nuevamente. Se puso de pie y se ajustó el kimono verde en torno al

robusto cuerpo.

—Tú estás aquí —me dijo—, y tendrás que quedarte con

nosotros. No hay otra salida. ¿Tienes un arma?

Admití que tenía un revólver, pero sacudí la cabeza para

negarme a todo lo demás.

—No ha llegado la hora de mi entierro... todavía —respondí—.

Harían falta los ciento cincuenta mil, en metálico, en propia mano,

para que Percy se metiera en el jaleo.

Yo quería saber si el producto del atraco estaba en la casa.

La voz llena de sollozos de Nancy Reagan llegó hasta nosotros

desde la escalera:

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—¡No, cariño, no! Por favor, por favor, ¡vuelve a la cama! ¡Te

estás matando, Reddy, querido!

Red O'Leary irrumpió en la cocina. Estaba desnudo, a excepción

de unos pantalones grises y del vendaje. Sus ojos parecían

afiebrados y felices. Sus labios resecos se estiraban en una sonrisa.

Sostenía una pistola en la mano izquierda. El brazo derecho le

pendía junto al costado, inútil. Por detrás de él venía al trote Nancy

Reagan. La chica dejó de suplicarle y se acurrucó cerca de la espalda

del gigante al ver a Big Flora.

—Haz sonar la campana y salgamos —dijo entre risotadas el

pelirrojo semidesnudo—. Vance está en la calle.

Flora se acercó a él, le aplicó un par de dedos al pulso y los

mantuvo allí durante unos segundos. De inmediato, hizo un gesto

de asentimiento.

—Tú, loco, hijo de tal —dijo con un tono que denotaba orgullo

maternal más que cualquier otra cosa—. Ya te encuentras bien para

una pelea. Y nos viene al pelo, maldita sea, porque ahora mismo se

va a organizar una.

Red se echó a reír. Era una carcajada triunfante que se jactaba

de su propia tosquedad. Luego sus ojos se volvieron hacia mí. Se le

desvaneció la risa y una mirada inquisitiva los convirtió en una línea

oscura.

—Hola —me dijo—. He soñado contigo, pero no puedo

recordar qué pasaba en el sueño. Pasaba... espera. Lo recordaré

dentro de un minuto. Sucedía... ¡Por Dios! ¡He soñado que eras tú el

que me metía el plomo en el cuerpo!

Flora me dedicó una sonrisa: la primera que veía yo en sus

labios y habló deprisa: —No lo sueltes, Pogy.

Giré para abandonar mi asiento describiendo una trayectoria

oblicua.

El puño de Pogy me alcanzó en la sien. Me tambaleé a todo lo

ancho de la cocina e hice todos los esfuerzos posibles por mantener

el equilibrio. Entretanto, pensaba en el golpe sobre la sien de Motsa

Kid. Pogy ya se me había echado encima cuando una pared me

ayudó a recuperar la vertical.

Logré meterle uno de mis puños en su chata nariz —¡plaf!— y

de inmediato comenzó a chorrear sangre. Pero me había aferrado

con sus garras pilosas; metí el mentón y le di un cabezazo en la cara;

el perfume de Big Flora me inundó la nariz. Sus ropas de seda me

rozaron. Agarrándome un buen mechón de pelo con cada mano me

levantó la cabeza, ofreciendo mi cuello a Pogy. El mono lo aferró

con sus dos garras. Dejé de resistir. Aquella presión en mi garganta

no era mortal, pero no tenía nada de agradable.

Flora me requisó la porra y el revólver.

—Treinta y ocho especial —declaró en voz alta el calibre del

arma—. Te he sacado un proyectil del treinta y ocho especial de la

espalda, Red. —Las palabras me sonaron débiles, entre el zumbido

que me llenaba el cráneo.

En la cocina, la voz del viejo balbuceaba algo. No pude

comprender lo que estaba diciendo. Las manos de Pogy me

soltaron; me apreté la garganta con mis propias manos: era infernal

la sensación de no sentir ya esos dedos duros como garfios. La

negrura que me cubría los ojos se disipó con lentitud, dando paso a

innumerables nubecitas purpúreas que flotaban y flotaban en torno

a mí. En ese momento me senté sobre el suelo; entonces supe que

había estado de espaldas.

Las nubes purpúreas se disiparon lo bastante como para ver, a

través de ellas, que en la cocina habíamos quedado sólo tres

personas. En un rincón, temblando sobre una silla, se hallaba Nancy

Reagan. Sentado en otra, junto a la puerta, con una pistola en la

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mano, estaba el hombrecito aterrorizado. Sus ojos reflejaban miedo

y desesperación. Su arma y su mano se sacudían en dirección a mí.

Traté de pedirle que dejase de temblar o que no me apuntase con el

arma, pero aún no podía decir una palabra.

Escaleras arriba resonaron los disparos de varias armas, cuyo

estrépito parecía más fuerte a causa del reducido espacio de la casa.

El hombrecito dio un respingo.

—Sácame de aquí —susurró en forma sorpresiva—. Te daré

todo, todo. ¡Sí! Te lo daré todo... si

me sacas de esta casa. Ese débil rayo de luz, que se filtraba por

donde antes no había ni siquiera un punto luminoso,

me devolvió el uso de mis cuerdas vocales:

—Habla deprisa —logré decir.

—Te entregaré a los que están allá arriba. A ese demonio de

mujer. Te daré el dinero, te lo daré

todo... si me dejas salir de aquí. Soy viejo. Me encuentro enfermo.

No puedo vivir en la cárcel.

¿Qué tengo que ver yo con los robos? Nada. ¿Es culpa mía que ella

sea un demonio de mujer?... Tú lo has visto ya. Soy un esclavo... yo,

que estoy casi al final de mi vida. Abusa de mí, me maldice, me

pega... es el cuento de nunca acabar. Y ahora tendré que ir a la

cárcel porque esa mujer es un demonio. Soy viejo, no podré vivir en

la cárcel. Déjame que me marche. Hazme ese favor. Te entregaré a

ese demonio de mujer... y a los otros demonios que están con ella...

y te entregaré el dinero que han robado. ¡De verdad! —y el viejo

siguió gimoteando y sollozando, abatido en la silla, presa del pánico.

—¿Como podría sacarte de aquí? —pregunté mientras me

levantaba sin apartar los ojos de su arma. Tenía que llegar hasta él

mientras estuviese hablándome.

—Tú puedes. Eres amigo de la policía... lo sé. La policía está

aquí ahora... Esperan la luz del día para entrar en la casa. Yo mismo,

con mis viejos ojos, les he visto llegar con Bluepoint Vance. Tú

puedes sacarme de aquí entre tus amigos, los policías. Haz lo que te

pido y te entregaré a esos demonios y el dinero.

—Me parece bien —le dije; avancé un paso hacía él, con sumo

cuidado—. ¿Pero podré marcharme de aquí cuando quiera?

—¡No! ¡No! —exclamó sin prestar atención al segundo paso

que yo había dado en dirección a él—. Antes te entregaré a esos

tres demonios. Y el dinero. Eso haré. Luego tú me sacarás fuera de

aquí... y también a esta chica. —Con un movimiento brusco de la

cabeza, me señaló a Nancy Reagan, cuya cara blanca, bella aún, a

pesar de que el terror la cubría por completo, se había convertido

casi por entero en un par de ojos desorbitados—. Ella también. No

tiene nada que ver con los crímenes de esos demonios. Ha de

marcharse conmigo.

Me pregunté qué se propondría hacer aquel anciano conejo.

Fruncí el ceño con el más profundo de los aires pensativos; al mismo

tiempo avancé otro paso hacia mi interlocutor.

—No cometas errores —susurró el viejo con fruición—. Cuando

ese demonio de mujer regrese aquí, morirás... te matará, sin duda.

Tres pasos más y hubiese estado lo bastante cerca de él como

para atacarlo y quitarle el arma.

Ruido de pasos en la sala. Demasiado tarde para saltar.

—¿Sí? —siseó el viejo con desesperación.

Asentí con la cabeza una décima de segundo antes de que Big

Flora apareciese en el vano de la puerta.

Estaba vestida, presta para la acción, con unos pantalones

azules que tal vez serían de Pogy, mocasines de tacón bajo y una

blusa de seda. Un lazo le sujetaba los cabellos rubios y rizados a la

altura de la nuca. Llevaba un revólver en la mano y uno en cada

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bolsillo del pantalón.

El que tenía en la mano se elevó hasta apuntarme a la altura del

pecho.

—Estás liquidado —me dijo, sin ningún rodeo.

Mi nuevo compinche gimoteó:

—¡Un momento! ¡Un momento, Flora! Aquí no, por favor.

Déjame llevarlo al sótano.

Flora le echó una mirada despreciativa y encogió sus anchos

hombros cubiertos de seda.

—Date prisa —ordenó—. Dentro de media hora será de día.

Sentí que podía echarme a llorar hasta las carcajadas en las

narices de ellos. ¿Es que iba a creerme que aquella mujer permitiría

al viejo conejo cambiar sus planes? Supongo que antes debía haber

concedido alguna importancia a la ayuda del vejete; de lo contrario

no me hubiera sentido tan desilusionado al ver que la comedia era,

en realidad, una farsa. Pero cualquier situación en la que me

metiera no podía ser peor que aquella en la que me hallaba.

De modo que me encaminé hacia la sala, con el viejo a mis

espaldas, abrí la puerta que él me indicó, encendí la luz del sótano y

comencé a descender por la rústica escalera.

Por detrás el viejo susurraba:

—Primero te mostraré dónde está el dinero y luego te

entregaré a esos demonios. ¿No olvidarás tu promesa? ¿Nos harás

pasar entre la policía a la muchacha y a mí?

—Sí, claro —aseguré al vejete.

Se acercó a mí y me puso la empuñadura de un arma en la

mano:

—Aguanta esto —murmuró.

Cuando metí en mi bolsillo el arma, el viejo me dio otra, que

había sacado con su mano libre del bolsillo interior de la chaqueta.

A continuación me mostró el botín. Aún estaba dentro de las

cajas y de los sacos en los que había salido de los bancos. El viejo

insistió en mostrarme el contenido de algunos sacos y cajas: fajos

verdes con las bandas amarillas que les habían puesto en el banco.

Cajas y sacos estaban apilados en una pequeña celda de ladrillos

que cerraba con una puerta provista de candado. La llave estaba en

poder del viejo.

Cerró la puerta cuando terminamos nuestra inspección, pero no

le puso el candado. Luego me hizo recorrer una parte del camino

que habíamos seguido al llegar.

—Allí está el dinero, ya lo has visto —me dijo—. Ahora vamos a

por ésos. Quédate aquí, ocúltate tras esas cajas.

Un tabique dividía el sótano por la mitad. El tabique mostraba

la abertura de una puerta inexistente. El lugar que señaló el viejo

como escondite estaba cerca de esa abertura, junto al tabique y por

detrás de cuatro grandes cajas de cartón. Oculto allí, estaría a la

derecha y apenas por detrás de cualquiera que bajase la escalera y

atravesara el sótano en dirección a la celda donde se hallaba

guardado el dinero. Es decir, que estaría en esa posición cuando los

que llegasen atravesaran la abertura del tabique.

El viejo rebuscaba algo dentro de una de las cajas. Por fin

extrajo un tubo de plomo de unos cincuenta centímetros de

longitud que parecía un trozo de tubo de riego. Me lo puso en la

mano mientras me explicaba su plan.

—Vendrán de uno en uno. Cuando estén a punto de atravesar

esta puerta, ya sabrás qué hacer con esto. Entonces serán tuyos y

cumplirás tu promesa, ¿verdad?

—Oh, sí —le aseguré, como entre sueños.

Se marchó escaleras arriba. Me acurruqué junto a las cajas y me

puse a examinar las armas que me había dado... y maldita sea mi

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estampa si les encontré algún defecto. Estaban cargadas y, al

parecer, listas para entrar en acción. Ese detalle final me dejó por

entero desconcertado. Ya no supe si me encontraba en un sótano o

en un globo.

Cuando Red O'Leary, aún vestido sólo con aquellos pantalones

grises y las vendas, apareció en el sótano, tuve que sacudir con

violencia mi cabeza para aclararme a tiempo y asestarle un buen

golpe en la nuca, tan pronto como su pie desnudo traspuso la

abertura del tabique. Cayó al suelo de bruces.

El viejo se escurrió, escaleras abajo, con una cara llena de

muecas sonrientes.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —jadeó mientras me ayudaba a arrastrar

al pelirrojo hacia la celda del dinero.

Allí sacó a relucir dos trozos de cordel y ató pies y manos del

gigante.

—¡Deprisa! —volvió a jadear antes de abandonarme para

precipitarse escaleras arriba.

Regresé a mi escondrijo y sopesé el tubo de plomo. Me

preguntaba si no sería que Flora me había asesinado y que ahora

gozaba de las recompensas a mis virtudes... en un paraíso en el que

podría divertirme para siempre, donde podría aporrear a todos

aquellos tipos que tan mal se habían portado conmigo allá abajo.

El rompecráneos con cara de mono bajaba por la escalera.

Llegó hasta la puerta. Le di en la cabeza con intensos deseos de

partírsela. El vejete se acercó a la carrera. Arrastramos a Pogy hasta

la celda. Lo maniatamos.

—¡Deprisa! —jadeó el conejo, que brincaba de un lado a otro

en su excitación—. La siguiente es ella... ¡pega fuerte!

Subió por la escalera y oí sus pisadas sobre mi cabeza,

resonantes y apresuradas.

Parte de mi perplejidad ya me había abandonado y estaba

haciendo sitio a cierta dosis de inteligencia dentro de mi cráneo.

Esta locura en que nos habíamos metido no era real. No podía estar

sucediendo. Jamás nada se había resuelto así. No es verdad que

puedas estarte en un rincón poniendo fuera de combate a una

persona tras otra, como una máquina, mientras un conejo

calamitoso, desde el otro lado, te las va mandando una a una. ¡Qué

estupidez! ¡Ya basta!

Me aparté de mi escondite, dejé el tubo de plomo a un lado y

descubrí otro agujero para ocultarme: bajo unos estantes, junto a la

escalera. Acurrucado allí, empuñé un arma en cada mano. Este

juego en el que me había metido era —tenía que serlo— peligroso

en su parte final. Y no me iba a seguir arriesgando.

Flora descendía por la escalera. A sus espaldas, trotaba el

hombrecito.

Con un revólver en cada mano, la mujer hizo girar su ojos por

todo el sótano. Llevaba la cabeza gacha, como un animal que se

apresta para la lucha. Sus fosas nasales se estremecían. Su cuerpo

descendía sin prisa, pero sin detenerse, con un movimiento

equilibrado, como el de una bailarina. Aunque viviera un millón de

años, jamás olvidaría el cuadro de aquella mujer hermosa y brutal

bajando los escalones desparejos. Era un bello animal de riña que se

dirigía a la pelea.

Me vio cuando me incorporé.

—¡Suelta las armas! —le dije, aunque sabía muy bien que ella

no me obedecería.

El hombrecito extrajo de su manga una porra de color marrón y

golpeó a Flora detrás de una

oreja, en el momento en que ella me apuntaba con sus revólveres.

Salté a tiempo para sujetarla antes de que cayera al suelo.

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—¡Pues ya lo ves! —me dijo el hombrecito, jubiloso—. Tienes el

dinero y los tienes a ellos. Ahora nos vas a sacar de aquí a mí y a la

chica.

—Antes la meteremos a ella junto con los otros.

Después de haber dispuesto a Flora, le pedí al viejo que cerrase

la puerta de la celda. Lo hizo; con una mano me apoderé de la llave

y con la otra de su cuello. Se movió como una serpiente mientras yo

le revisaba la ropa para quitarle la porra y el revólver. También le

encontré un cinturón con dinero.

—Quítatelo —ordené—. No te llevarás nada.

Sus dedos se afanaron por desprender la hebilla, arrastrando el

cinturón por debajo de sus ropas y lo dejaron caer al suelo. Estaba

bien relleno.

Siempre sujetándole por el cuello, le hice subir la escalera. La

muchacha seguía sentada sobre la silla de la cocina, como si la

hubiesen congelado en esa posición. Fue necesario que la obligase a

tomar un trago de whisky y que le dijera una buena tanda de

palabras antes de que lograra hacerle comprender que saldría de allí

junto con el viejo y que no debía decir ni una sola palabra a nadie y

menos a la policía.

—¿Dónde está Reddy? —me preguntó cuando los colores le

volvieron a la cara, que ni aun en los peores momentos había

perdido la belleza, y los pensamientos a la mente.

Le dije que estaba bien y le prometí que lo internarían en un

hospital antes de que finalizara la mañana. La joven no hizo ninguna

otra pregunta. La envié escaleras arriba, en busca de su sombrero y

de su abrigo, acompañé al viejo que pedía su propio sombrero y

luego los metí a ambos en el salón delantero de esa planta.

—Os quedaréis aquí hasta que venga a buscaros —les dije.

Cerré la puerta con llave, me guardé la llave en el bolsillo y salí.

La puerta principal y la ventana de la fachada de la casa estaban

atrancadas como las de la parte trasera. No quise arriesgarme a

abrirlas, aunque ya había bastante luz afuera. De modo que subí al

piso de arriba, preparé una bandera con la funda de una almohada y

el larguero de una cama y la hice asomar por una ventana. Luego

permanecí a la expectativa. Al cabo de unos pocos minutos, una voz

profunda se dejó oír:

—De acuerdo, di lo que tengas que decir. Me asomé entonces y

anuncié a los policías que iba a dejarlos entrar.

Tardé cinco minutos en abrir la puerta a hachazos. El jefe de

policía, el capitán de detectives y media fuerza policial aguardaban

en la acera y en la calzada, cuando por fin logré franquearles la

entrada. Los conduje hasta la celda del sótano y entregué a Big

Flora, Pogy y Red O'Leary, junto con el dinero. Flora y Pogy estaban

conscientes, pero no dijeron ni una palabra.

Mientras los funcionarios se arremolinaban en torno a su presa,

subí al piso de arriba. La casa estaba llena de oficiales de policía.

Intercambié saludos con ellos mientras me dirigía hacia el cuarto en

que había dejado a Nancy Reagan y al vejete. El teniente Duff tenía

puesta su mano sobre el picaporte de la puerta cerrada. O'Gar y

Hunt estaban a su espalda.

Sonreí a Duff y le entregué la llave.

El teniente abrió la puerta, miró al viejo, a la chica —sobre todo

a la chica— y luego a mí. El conejo y Nancy estaban de pie en el

centro de la habitación. Los ojos marchitos del vejete dejaban ver su

miserable estado de terror. Los azules de la joven estaban

oscurecidos por la ansiedad. Pero aquel aire ansioso no desmerecía

en nada su belleza.

—Si te pertenece, no te reprocho que la hayas encerrado bajo

llave —murmuró O'Gar en mi oído.

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—Ya os podéis marchar —les dije a mis presuntos prisioneros—

. Antes de volver al trabajo,

dormid todo lo que os haga falta.

Ambos asintieron con un movimiento de cabeza y salieron de la

casa.

—¿Así es como se equilibran las cosas en tu agencia? —

preguntó Duff—. Los agentes

femeninos compensan la fealdad de los agentes masculinos.

Dick Foley entró a la sala.

—¿Qué ha sucedido? —le pregunté.

—Todo ha terminado. La Ángel me llevó hasta Vance. Vance me

condujo hasta aquí. Yo traje a

la poli. Ellos han arrestado a ambos.

Dos disparos resonaron en la calle.

Fuimos hasta la puerta y advertimos gran movimiento junto a

uno de los coches de la policía, calle abajo. Nos acercamos al lugar.

Bluepoint Vance, esposado, estaba tendido a medias sobre el

asiento, a medias sobre el suelo.

—Le estábamos custodiando, en el coche, Houston y yo —

explicaba a Duff un hombre de boca y rasgos duros y ropas de

paisano—. Intentó huir, tenía aferrada el arma de Houston con las

dos manos. Traté de separarlos... dos veces. ¡El capitán me mandará

al infierno! Quería tenerle aquí a toda costa para que mantuviera un

careo con los otros. Pero sabe Dios que si he disparado, ha sido

porque se trataba de él o de Houston.

Duff insultó al hombre vestido de paisano llamándole mico

inútil, mientras alzaban a Vance hasta el asiento. Los ojos torturados

de Bluepoint se fijaron en mí.

—¿Te conozco? —preguntó con esfuerzo—. ¿Continental...

Nueva... York?

—Sí —le dije.

—¿Has... salido... del bar... de Larrouy... con... Red?

—Sí —le confirmé—. Hemos apresado a Red, Pogy y toda la

pasta.

—Pero... no... a... Papa...dop...oul...os.

—¿Al papá de quién? —pregunté con impaciencia.

Vance se irguió en el asiento.

—Papadopoulos —repitió después de haber reunido las últimas

fuerzas agónicas que le quedaban—. He tratado... dispararle... le

vi... marcharse... la chica... el poli... demasiado rápido... hubiese...

querido...

Sus palabras se apagaron. Su cuerpo se estremeció. La muerte

le cubría la mirada casi por entero. Un médico de chaqueta blanca

quiso meterle en el coche. Le empujé hacia afuera y me incliné

sobre Vance para pasarle un brazo por detrás de los hombros. Mi

nuca era un témpano y tenía el estómago vacío.

—Oye, Bluepoint —le grité a la cara—. ¿Papadopoulos? ¿El

viejecito? ¿El cerebro del atraco?

—Sí —dijo Vance y la última gota de vida que quedaba en él se

extinguió junto con el sonido de esa palabra.

Dejé caer el cadáver sobre el asiento y me marché.

¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había comprendido antes? El muy

bribón. ¿Si, a pesar de su aparente terror, no hubiese sido él el jefe

de la operación, cómo podría haberme enviado a los otros, uno

cada vez? Estaban rodeados; era cosa de morir en la pelea o

rendirse y ser colgados. No había otra salida. La policía tenía a

Vance, y éste podía decir, y lo haría, que el pequeño bufón era el

jefe... El viejo no tenía posibilidad de engañar a los jurados con el

rollo de su edad, de su debilidad y con su papel de esclavo de los

otros.

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Y yo... sin ninguna posibilidad de elección, estaba obligado a

aceptar su ofrecimiento. De lo contrario, estaba aniquilado. Había

sido un juguete en sus manos; sus cómplices también habían sido

un juguete para él. Les había traicionado, de la misma manera que

ellos le habían ayudado a traicionar a los demás... y yo le había

dejado marcharse con toda tranquilidad.

Claro que podría poner todo patas arriba por toda la ciudad,

para buscarle: mi promesa se había limitado a sacarle de la casa,

pero...

¡Qué vida!

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PATRICIA HIGHSMITH (1921-1995)

Narradora estadounidense de suspense. Saltó a la fama a los

veinticuatro años con su cuento Extraños en un tren que fue

adaptado como guión cinematográfico por Raymond Chandler para

la célebre película del mismo nombre de Alfred Hitchcock. En sus

últimos años padeció de alcoholismo y vivió en la soledad hasta su

muerte. Otras obras adaptadas al cine son No beses a un extraño,

Tira a mamá del tren y El talento de Mr. Ripley. Obras: Siete cuentos

misóginos, Los cadáveres exquisitos, Crímenes bestiales, Crímenes

imaginarios, La casa negra, Una afición peligrosa, entre otras.

LA COARTADA PERFECTA

La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia

la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos

pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba

las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo,

y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo

apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi

incontrolable.

Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y

ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada.

Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio

metro frente a él, pero había un par de personas entre medio.

Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre

y una mujer, empujando ligeramente al hombre.

Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte

delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del

abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer

golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la

espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una

voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas

nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro

estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco

segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se

movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo

un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la

pistola disparó.

Una mujer chilló.

Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.

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La multitud había retrocedido ante la explosión del arma,

arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron

ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio

vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio

fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por

un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.

—¡Le han disparado! —gritó alguien.

—¿Quién?

—¿Dónde?

La multitud inició un movimiento hacia adelante con un

rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde

estaba tendido George.

—¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! —gritó una voz

masculina.

Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó

las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue

reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren.

Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una

moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que

había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las

escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en

busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la

Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien

que lo hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era

muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde.

Miró su reloj. Exactamente las 5:54.

Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos

eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero

sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora,

mientras permanecía de pie sujeto a una de las correas, apenas

escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la

despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su

alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo,

tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que

volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la

prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala

había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente su

mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el

panel publicitario que tenía delante.

Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el

asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error

en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que

de costumbre —a las 5:15— para poder estar en la calle Treinta y

cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El

señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted

pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras

veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto.

Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de

las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en

Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando

lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era

realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el

rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba

seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en

el metro, y nadie miraba en su dirección.

Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas

estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó

que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso

intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el aspecto de

la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era.

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Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de

donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado

esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría

con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus

caseras —la de ella y la de George— sí lo harían. George tenía tan

pocos amigos.

Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una

estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello.

¿En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de

todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger

algo para envolverlo antes de poder tirarlo.

Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un

pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra

marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West

End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo

porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto

a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado

en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría

con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.

Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos

del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró

sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de

Mary.

Respondió al tercer timbrazo.

—Hola, Mary —dijo—. Hola. Ya está hecho.

Un segundo de vacilación.

—¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...

No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle,

qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono.

—Te quiero. Cuídate, querida —dijo con voz ausente.

—¡Oh, Howard! —Se echó a llorar.

—Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá

dentro de unos pocos minutos. —Crispó la mano en el auricular,

deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas

que ahora debían estar húmedas de lágrimas—. No me menciones,

querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te

pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de

apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello,

puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? —

Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera

una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el

mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella

y lo que no—. ¿Has entendido, Mary?

—Sí —dijo ella, con un hilo de voz.

—No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la

cara. Tienes que tranquilizarte... —Se detuvo—. Ve a ver una

película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policía!

—Está bien.

—¡Prométemelo!

—De acuerdo.

Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de

periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla.

Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary,

se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque

él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había

pensado en encender el fuego.

Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a

George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería

lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque

George vivía solo y no había a nadie más a quién interrogar. La

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casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella

inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris,

espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en

la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al

otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho

tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no lo mencionara

inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven

con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y

era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos

entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary

estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía.

Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar

más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary

sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó

sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin

de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había

liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía

que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que

era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre... pero

cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre

era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella

murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera

su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus

movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la

convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo

cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho

que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había

arrojado de su vida.

Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las

mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary

estaba demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George

había llegado a llamarlo varias veces e intentado romper sus citas...,

pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al

terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés

años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña.

Mary tenía que ir con George incluso para comprar un vestido

nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era

como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era

demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que

George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo

había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le

había dicho: «¡Oh, no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era

completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera.

En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin

querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de

quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.

Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la

mente de Mary en alguna parte... como una prisionera de su propia

mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía

expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que

miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces

se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para

enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha.

Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la

mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada

superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes

intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos.»

George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una

pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda

en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar

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sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida

más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella,

como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y

Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba

completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo,

observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que

estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del

horno.

Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard

había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto

punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderlo de nuevo.

—Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi

padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard —

protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard

intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la

semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con

él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado

daño.

—¡Quiero casarme contigo! —le había dicho Howard una

docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos

accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacerle

comprender que haría cualquier cosa por ella.

—Yo también te quiero, Howard —le había dicho ella

muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como

la tristeza de un prisionero que no puede hallar una forma de

escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y

definitiva. Howard había decidido seguirla...

Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando

romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que

ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y

las costuras casi igual de difíciles de desgarrar. Intentó quemarla sin

cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas

trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en

sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.

Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños.

Y el fuego debía ser más grande y más ardiente.

Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con

una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que

los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más

allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las

tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga.

Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada

saliera de la habitación.

El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no

podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el

último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas

abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande.

Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el

miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda

vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía

había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella

había cometido algún imperdonable error, había revelado a la

policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de

decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria

pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que

podía haberlo hecho.

Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el

convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba —

estaba seguro de ello—, pero no podía confiar en ella.

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Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a

la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía.

Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo

rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las

preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El

simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella,

juntos...

Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había

visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera

del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verlo a él.

De pronto empezó a temblar.

—¿Quién es? —preguntó.

—La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el

apartamento Uno A?

Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por

completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes

ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda, pensó. Sólo

habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían

hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:

—Yo soy Howard Quinn.

Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro.

Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la

chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación.

—Supongo que sabe usted por qué estamos aquí —dijo el

agente más alto—. Quieren verlo en comisaría. Será mejor que

venga con nosotros—. Miró fijamente a Howard. No era una mirada

amistosa.

Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse.

Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo.

—Está bien —dijo.

El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.

—¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?

—Sólo un viejo..., unas viejas prendas —dijo Howard.

Los policías intercambiaron una mirada, una especie de

señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su

culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas.

Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo

había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso.

Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia

un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.

Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary

ahora. No había tenido intención de traicionarlo, estaba seguro de

ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía

la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás

ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que lo dijo

todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se

maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto

a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche

anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no

debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué

estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después

de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor habría sido si

hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!

El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado

atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había

un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos

agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña

sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un

alto escritorio, como un juez.

—Howard Quinn —anunció uno de los policías.

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El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con

interés.

—Howard Quinn. El joven de la prisa terrible —dijo con una

sonrisa sarcástica—. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary

Purvis?

—Sí.

—¿Y a George Frizell?

—Sí —murmuró Howard.

—Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con

los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas.

Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una

tarde ajetreada, ¿eh?

Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en

busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco

contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro

banco; pero Mary no estaba en la habitación.

—¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn?

—preguntó el agente en tono hostil.

—Sí —Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía

como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón

que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había

sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un

deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la

muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo

de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos

ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que

había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida

humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho

lo había traicionado! Lo deseara o no, Mary lo había traicionado.

Howard se cubrió los ojos con una mano.

—Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a

quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía

usted nada de eso... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por

eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde

fuera?

Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su

cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi

exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente?

Howard lo miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un

rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.

—Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando

entramos, capitán —dijo el policía más bajo que estaba de pie al

lado de Howard.

—¿Oh? —dijo el capitán—. ¿Por qué quemaba usted ropa?

Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había

quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes

de policía.

—¿Qué ropa estaba quemando? —preguntó el capitán.

Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo

enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo.

—Señor Quinn —dijo el capitán en un tono más fuerte—, a

las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con

su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y

ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?

Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.

—¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien,

sí o no? —preguntó el capitán, con voz más fuerte aún.

Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard.

¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo!

—Yo... no...

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—Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar.

Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una

pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un

hospital. —El capitán le miró con el ceño fruncido—. Creo que

deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted.

Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede

culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a

auxiliarlo. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el

número de su matrícula, tal vez no lo hubiéramos atrapado nunca.

Howard comprendió de pronto.

La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en

la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo

aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary

no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el

almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada

de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard

alzó la vista al furioso rostro del capitán.

—Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre —dijo con voz

contrita.

—Llévenlo al hospital —dijo el capitán a los dos policías—.

Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E

incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil

dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los

consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?

El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella

misma noche, pensó Howard.

—¿Puedo hacer una llamada telefónica?

El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa

contra la pared.

Howard buscó el número del señor Luther en la guía que

había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard

la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios

de banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther.

—Hola, señor Luther —dijo—. Querría pedirle un favor. He

tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de

fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un

cheque y enviarlo con un mensajero?

—Traeré el cheque yo mismo —dijo el señor Luther—.

Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en

el asunto si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le

ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.

Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo

azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era

dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y salió con

los dos policías que lo habían estado aguardando.

Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los

policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego

subieron en el ascensor.

El hombre estaba en una habitación para él solo, con la

cama levantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del

lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta

años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que

parecían extremadamente cansados.

—Señor Rosasco —dijo el agente de policía más alto—, éste

es Howard Quinn, el hombre que lo atropelló.

El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus

ojos en Howard.

—Lo siento mucho —dijo Howard torpemente—. Estoy

dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente,

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puede estar seguro de ello. —El seguro de su coche se ocuparía de

la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del

tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado,

pero se las arreglaría con algunos préstamos.

El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía

atontado por los sedantes.

El agente que los había presentado se mostró insatisfecho

de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro.

—¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?

El señor Rosasco negó con la cabeza.

—No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche

negro que se lanzaba sobre mí —dijo lentamente—. Me golpeó un

lado de la pierna...

Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde,

verde claro. Y no era particularmente grande.

—Era un coche verde, señor Rosasco —dijo el policía más

bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha

amarilla que había sacado de su bolsillo—. Un sedán Pontiac verde.

Cometió usted un error.

—No, era un coche negro —dijo positivamente el señor

Rosasco.

—No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?

Howard asintió una sola vez, rígido.

—A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo

verlo usted muy bien —dijo alegremente el policía al señor Rosasco.

Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un

momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño

fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la

almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un

poco.

—Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco

—dijo el agente más bajo—. No se preocupe por nada. Nosotros nos

ocuparemos de todo.

Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y

marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos

cerrados.

El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras

bajaban al vestíbulo. Su coartada...

Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya

había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los

hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió

hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado.

—¿Qué es todo esto? —preguntó—. ¿Realmente atropelló

usted a alguien y se dio a la fuga?

Howard asintió, con rostro avergonzado.

—No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido

pararme... pero no lo hice.

El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba

a permanecer leal, pensó Howard.

—Bien, ya les he dado el cheque de su fianza —dijo.

—Gracias, señor.

Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia

Howard. Era un hombre esbelto, con penetrantes ojos azules y un

rostro delgado.

—Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn.

¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell?

—Sí.

—¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las

seis menos veinte?

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—Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los

almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima

Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco.

—¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?

—Lo hice —admitió Howard.

El detective asintió con la cabeza.

—¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde

exactamente a las seis menos dieciocho minutos?

El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les

habría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía

no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado.

Howard juntó las cejas.

—No —dijo.

—Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo

usted.

El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los

interrogantes ojos del detective.

—Eso simplemente no es cierto.

El detective se encogió de hombros.

—Está muy histérica. Pero también está muy segura.

—¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo,

alrededor de las cinco. Tomé el coche... —Su voz se quebró. Era

Mary quien lo estaba hundiendo... Mary.

—Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? —insistió el

detective.

—Sí —respondió Howard—. No puedo..., ella tiene que

estar...

—¿Quería usted apartar a Frizell del camino?

—Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni

siquiera sabía que hubiera muerto! —balbuceó.

—Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me

han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar

enamorados el uno del otro?

—No. Por supuesto que no.

—¿No estaba usted celoso de George Frizell?

—En absoluto.

Las arqueadas cejas del detective descendieron y se

juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación.

—¿No? —preguntó, sarcástico.

—Escuche, Shaw —dijo el capitán de la policía, al tiempo

que se ponía en pie detrás de su escritorio—. Sabemos dónde

estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo,

pero no lo hizo él.

—¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? —preguntó el

detective.

—No, no lo sé.

—El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted

algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un

sobretodo?

Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de

asentimiento.

—Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también.

Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario.

El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se

inclinó más hacia Howard.

—Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un

gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su

coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del

asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él?

—No —dijo Howard.

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—¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a

Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara

de él?

—No —Howard miró al señor Luther, que estaba

escuchando atentamente. Se envaró.

—¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su

casa, atropellando a un hombre por el camino?

—Shaw, eso es imposible —intervino el capitán

McCaffery—. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir

de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la

Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas!

¡Enfréntate a ello!

El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.

—¿Trabaja usted para ese hombre? —preguntó; hizo un

gesto con la cabeza hacia el señor Luther.

—Sí.

—¿A qué se dedica?

—Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos

William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también

coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al

almacén de Manhattan a las nueve y a las cinco. —Recitó aquello

como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se

mantenía..., como un muro de piedra.

—Muy bien —dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se

volvió al capitán—. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa

aún está muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. —Le

sonrió a Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió—: Por

cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? —Sacó su mano del

bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma.

Howard lo miró con el ceño fruncido.

—No, nunca lo había visto antes.

El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.

—Puede que deseemos hablar de nuevo con usted —dijo,

con otra débil sonrisa.

Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo.

Salieron a la calle.

—¿Quién es George Frizell? —preguntó el señor Luther.

Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño,

como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro

estuviera entumecido.

—Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que

conozco.

—¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted

enamorado de ella?

Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras

andaban.

—¿Es la que lo ha acusado?

—Sí —dijo Howard.

La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su

brazo.

—Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?

Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un

bar. Abrió la puerta.

—Ella estará probablemente muy trastornada —dijo el

señor Luther—. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al

que dispararon, ¿no es cierto?

Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada,

mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando

que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de

esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El

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señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño

vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le

estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente

que fuera posible.

—Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted

impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos,

por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted

sabía que podía haber disparado a ese hombre.

—Tengo que llamar por teléfono —dijo Howard—.

Discúlpeme un minuto. —Se apresuró a la cabina de la parte de

atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en

casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la

cabina telefónica. Estallaría.

—¿Diga? —Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.

—Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la

policía?

—Se lo conté todo —dijo Mary lentamente—. Que tú

mataste a mi amigo.

—¡Mary!

—Te odio.

—¡Mary, no lo dirás en serio! —exclamó. Pero sí lo decía en

serio, y él lo sabía.

—Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste —dijo ella—.

Te odio.

Howard apretó los dientes y dejó que las palabras

resonaran en su cerebro. La policía no iba a cogerlo. Ella no podría

hacerle esto, al menos. Colgó.

Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la

tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando

palabras como si no se hubiera parado mientras Howard

telefoneaba.

—La gente tiene que pagar, eso es todo —estaba diciendo

el señor Luther—. La gente tiene que pagar por sus errores y no

cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted,

Howard. Superará todo esto. —Hizo una pausa—. ¿Habló con la

señorita Purvis?

—No pude comunicarme con ella —dijo Howard.

Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se

dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor

que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso

de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco

desde allá hasta coger su coche.

Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su

rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.

Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos

whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le

habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y

sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía

completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al

bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.

Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás

del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas.

Una multa de aparcamiento.

Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que

sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía

había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de

conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de

ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan

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inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa

también.

Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron

de lágrimas. La herida que le había causado las palabras de Mary

todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a

dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si

Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera examinada

por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había

sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George,

pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad

con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada

perfecta. Pero si ella insistía...

Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar

a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había

metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido

insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él

muera. Así que él lo había matado —por ella—, y Mary se había

vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.

Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de

su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a

su casa.

El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo

sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho

tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una

mejor luz.

Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan

bruscamente como apareció.

La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.

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JAMES ELLROY (1948).

Escritor norteamericano nacido en Los Ángeles. Sus padres se

divorciaron siendo él muy joven, y su vida estuvo marcada por el

asesinato de su madre en 1958, que nunca fue resuelto. Ellroy vivió

una infancia y adolescencia rebelde hasta alistarse en el ejército,

carrera que abandonó para cuidar de su padre, tras un infarto. A la

muerte de éste se dedicó de lleno a la vida delictiva, dormía en las

calles y estuvo en la cárcel; se entregó al alcohol y a las drogas y

padeció neumonía en dos ocasiones, hasta que finalmente decidió

rehacer su vida, apuntándose a Alcohólicos Anónimos y trabajando

como caddie de golf, profesión que le permitía ganarse a la vida

mientras escribía. Sus novelas se caracterizan por un estilo seco,

cortante, con frecuentes elipsis y un tono macabro, pesimista y

oscuro. Se ha centrado en el género policiaco con libros como La

Dalia Negra, adaptado al cine por Brian de Palma, o L.A.

Confidential, que también fue llevado al cine. Sus personajes

decadentes y carentes de esperanza lo han llevado a ser

denominado “El perro demoníaco de la novela negra americana”.

UN ESPECTÁCULO CRUENTO

El boxeo es:

Un espectáculo cruento sin animales y rerregulado. Una

pelea de gallos para estetas y blandengues.

El boxeo es un microcosmos. El boxeo provoca a los popes.

El boxeo desgarra a los escritores y les inspira parrafadas brillantes.

El boxeo estimula la testosterona. El boxeo bombea en las

bolas. El boxeo magulla y te hace buscar sentido.

El boxeo mexicano es:

Boxeo destilado. Boxeo hecho estoicismo. Boxeo

hiperbolizado.

El boxeo mexicano es machismo magnificado. El boxeo

mexicano es bravuconería. El boxeo mexicano significa que mueres

por amor y vives para impresionar y apabullar a tus colegas.

El boxeo en Las Vegas es:

Pompa de los bajos fondos. Westminster West. Los mejores

de la categoría como lo mejor de la cuadra.

El boxeo en Las Vegas es Roma rediviva. Los gladiadores

divierten a grandes apostadores. Matones imperiales explotan a

maxihombres musculosos y se inyectan sus ingresos.

Me llegó la noticia:

Erik Morales se enfrenta a Marco Antonio Barrera.

Peso pluma junior. Pelea por el título. Las Vegas.

Tenía que ir.

Me encanta el boxeo. Desde hace mucho tiempo.

Mis padres se divorciaron en el 55. Los fines de semana me

tenía mi padre. Nos encerrábamos. Veíamos combates.

Teníamos un televisor de pantalla en burbuja. Devorábamos

salsa de queso. Mi padre jaleaba la raza y el “corazón”.

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Le gustaban, sobre todo, los púgiles blancos. Después

venían los mexicanos. Los que menos, los negros.

El corazón eclipsaba la raza. El corazón mitigaba la raza. El

corazón proporcionaba a los mexicanos el estatus de Hombre

Blanco.

“Mexicanos” abarcaba a cualquier hispano. “Mexicanos”

abarcaba a algunos italianos. “Mexicanos” abarcaba al negro

cubano Kid Gavilán.

Mi padre confundía raza y geografía. Era un wasp. Llegó a

Los Ángeles y aprendió español. Era partidario de la integración.

Sabía que el Hombre Blanco mandaba. Sabía que el Moreno

deseaba integrarse.

Mi padre aceptaba que lo hiciera si cumplía los requisitos.

Raza. Corazón. Mi educación primaria.

Vivía en Los Ángeles. Veía combates por televisión. Asistía a

combates en directo.

El Olympic. El Hollywood Legion Stadium.

Humo. Luces cenitales. Cerveza y cáscaras de cacahuate.

Papá me llevaba. Nos sentábamos con mexicanos. Veíamos

como los mexicanos le pateaban el culo a tres razas.

Papá era un camaleón. Papá gesticulaba como un loco. Papá

se mexicanizaba.

Hablaba con mexicanos. Les daba palmadas en la espalda.

Me traducía lo que decían.

Comentarios masculinos. Mi educación primaria.

“Cazatalentos”. “Busca el cuerpo”. “Acorrálalo”. “Pendejo”.

“Cojones”. “Maricón”.

Mi papá establecía diferencias entre mexicanos. Los

inmigrantes ilegales eran “espaldas mojadas”.

Los espaldas mojadas tenían corazón. Cruzaban a nado el

Río Grande. Buscaban trabajo.

Se esforzaban. Trabajaban duramente. Anhelaban el estatus

de Hombre Blanco.

Los maleantes eran pachucos. A los pachucos les faltaba

corazón.

Los pachucos se untaban el pelo. Tenían muchos hijos.

Portaban navaja.

Rajaban policías. Fumaban marihuana. Desdeñaban el

estatus de Hombre Blanco.

Conocí a dos chicos mexicanos, Reyes y Danny. Eran de

Tijuana.

Habían visto peleas en Tijuana. Habían visto el número del

burro. Eran fans de Art Aragón y Lauro Salas.

Fumé marihuana con ellos. Tenía diez años.

Me mareé. Lance puñetazos al aire como un maricón.

Mi madre murió. Me quedé con mi padre

permanentemente. Veíamos combates. Comíamos guarradas

delante del televisor.

5/12/58:

Peso welter. Combate por el título. Don Jordan contra Virgil

Atkins, El Oso.

Gana Jordan. Jordan es un negrito dominicano.

Es un mulato. A mi papá le cae bien. Le concede el estatus

de mexicano.

Es un psicópata. Fue asesino infantil. Con diez años, mataba

hombres. Mató treinta en un mes.

Los mexicanos eran asesinos. Lo decía mi papá. Mi papá

hablaba español. Mi papá había visto el número del burro. Mi papá

estaba muy puesto.

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10/12/58:

Pesos semipesados. Combate por el título. Archie Moore

contra Yvon Durelle.

Es el Apocalipsis. Gana Moore. Moore es negro. Durelle es

de Acadia.

Mi papá otorga a Moore un ascenso de estatus. Lo

mexicaniza. Mi papá degrada a Durelle. Lo mexicaniza.

Durelle “come cuero”. Durelle “entra con la cara”.

27/7/60:

Pesos welter. Combate por el título. Jordan pierde con

Benny Kid Paret.

Paret es un negro cubano. Mi papá lo odia. Mi papá

confirma su raza.

24/3/62:

Pesos welter. Combate por el título. Paret contra Emile

Griffith.

Griffith es negro. Griffith es isleño. Griffith machaca a Paret.

Paret muere.

Paret había hablado mal de Griffith. Lo había llamado

marica.

Odio sexual. Venganza. Mi educación primaria.

Fui a peleas. Vi peleas por televisión. Leí revistas de boxeo.

Viví en L.A. Rondaba por ahí. Me complacía la estratificación

social.

Los negros vivían al sur. Los mexicanos, al este. Los blancos

vivían en todas partes.

Los negros reclamaban derechos civiles. Los mexicanos

reclamaban conflicto y honor personal.

Los mexicanos crecían canijos. Los mexicanos eran rápidos

de movimientos. Los mexicanos se hacían estoicos y efusivos.

Los mexicanos eran codiciosos. Los mexicanos tenían

aspiraciones. Los mexicanos sabían que el Hombre Blanco era el

Jefe.

Los mexicanos se codeaban con los blancos. Los gustos

compartidos unían. Fluía un idioma común.

“Chile con carne”. “Una cerveza, por favor”. “Gancho al

hígado”.

Me mexicanicé. Me mexicanicé con circunspección wasp.

Llevaba camisas Sir Guy. Provocaba peleas con chicos.

Coseché resultados diversos.

Me faltaba potencia. Me faltaba habilidad. Me faltaba

velocidad. Me faltaba corazón.

Quedó evidenciado. Mis derrotas fueron ignominiosas. Mis

victorias patéticas.

Verano del 64:

Tenía dieciséis años. Medía un metro ochenta y cinco.

Pesaba sesenta y tres kilos. Mi padre decía que era el número uno

de la división de los pesos papel higiénico.

Desafié a mi colega, Kenny Rudd.

Seis asaltos. Con guantes. En el Robert Burns Park.

Cuidadores en los rincones. Árbitro. Bolsa de cinco dólares.

Yo tenía estatura. Tenía envergadura. Rudd tenía corazón.

Rudd tenía velocidad y potencia.

Rudd me dio una paliza. Peleó con el torso desnudo. Yo

llevaba una camisa Sir Guy.

Mi padre se puso enfermo. Lo ingresaron en el hospital.

Tuvo de compañero de habitación a un mexicano.

Hablaron de peleas. Yo les llevaba enchiladas con queso.

Mi padre murió. El mexicano se recuperó.

Viví solo. Veía combates por televisión. Fui al Olympic.

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Vi a Little Red López. Vi a Bobby Chacón. Vi a seis millones

de tipos que se llamaban Sánchez o Martínez.

Me sentaba en primera. La sangre me salpicaba. Comía

serrín.

Me sentaba en el gallinero. Compartía vasos de meados con

Josés y Humbertos. Protestaba los tongos. Arrojaba los meados.

Rociaban a los putos jueces.

Cometí unas hazañas estúpidas. Me metí en líos. Me desvié

y pagué.

Cumplí condena en la cárcel del condado. Hablé de

combates con Manueles malvados y Pedros pendencieros. Peleé

con una maricona mexicana llamada Duraznos.

Duraznos me buscó las cosquillas. Yo respondí. Imité a

Benny Kid Paret. Lo llamé “maricón”.

Duraznos me coceó el culo. Los guardias se lo llevaron.

Reclusos de tres razas se partieron de risa.

Disequé mi derrota. Até algunos cabos.

El boxeo mexicano explica a los blancos blandengues y

vulgares la división mente/cuerpo.

El boxeo mexicano es esmerado. El boxeo mexicano es inspirado.

Es énfasis salvaje. Es boxeo básico devuelto a la distancia

corta.

Avanzas. Acechas. Acorralas. Acobardas con la amenaza del

ataque.

Atosigas a tu hombre. Encajas el punteo de la diestra. Entras

a la contra con ganchos al cuerpo.

Instigas los intercambios. Acortas la distancia.

Recibes para dar. Rifas tus posibilidades de supervivencia.

Tragas golpes. Absorbes el dolor. Absorbes el dolor para agotar a tu

adversario y explotar sus descuidos. Absorbes el dolor para poner a

prueba tu jactancia.

Trabas al rival cuando estás desesperado. Retrocedes

cuando estás aturdido o medio grogui. Rehúyes el intercambio de

golpes para evitar la cuenta y ganar segundos.

Los golpes al cuerpo minan la respiración. El ímpetu mina la

voluntad. El dolor absorbido destruye células cerebrales. El dolor

absorbido forma el carácter y establece ideales necios.

El boxeo mexicano es saber popular.

Los púgiles mexicanos mastican filetes crudos. Tragan la

sangre y escupen la carne.

Los púgiles mexicanos sorben mezcal. Hacen gárgaras y se

tragan el gusano.

Los púgiles mexicanos se entrenan en alturas de tres mil

metros. Los púgiles mexicanos se entrenan en burdeles.

El boxeo mexicano es memoria.

Combates en plazas de toros. Peleas en los actos de pesaje.

Riñas en las fiestas de celebración de victorias.

Combates.

El triple enfrentamiento. Años 70 y 71. Rubén Olivares y

Chucho Castillo.

El Inglewood Fórum. Todos los asientos vendidos.

El roqueño Rubén retrocede. Chucho achucha y choca.

Tercer asalto: Rubén reposa recostado. Rubén se reincorpora y se

recupera rápidamente.

Rubén gana el primer combate. Decisión unánime. El

resultado reclama una revancha.

Segunda pelea. Rubén se rompe. Chucho troncha y

machaca. Rubén lanza ganchos de izquierda. Chucho contraataca a

contrapunto.

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Rubén se rasga. Sangra por un corte en el párpado

izquierdo. La herida decide. Se acabó: Chucho gana por K.O. técnico

en el 14.

El desempate deslumbra. Es todo presión. Chucho derriba a

Rubén. Rubén se recupera y responde.

Rubén remonta. Rubén castiga las costillas. Chucho lame la

lona. Rubén reina en el ring.

23/4/77:

El Fórum. Combate sin título en juego. Carlos Zárate y

Alfonso Zamora.

Entre los dos setenta y cuatro peleas. Setenta y tres por K.O.

El primer asalto transcurre despacio. Zárate prueba a

Zamora. Un chiflado salta al ring. La policía se lo lleva. Le da una

paliza.

Segundo asalto:

Zárate ataca. Zárate acorrala a Zamora. Zárate lanza

ganchos de izquierda.

Tercer asalto:

Zárate caza a Zamora.

Zamora cae. Cuenta de ocho y la campana.

Cuarto asalto:

Zárate entra en la guardia. Zamora queda desarbolado.

K.O. técnico tras dos caídas.

Se acabó. No hay color. No hay clamor.

El padre de Zamora salta al ring. El padre de Zamora ataca al

preparador de Zárate.

La consecuencia es inmediata: Zárate-Zamora, segundo

combate.

Memoria:

Zárate. Lupe Pintor. Chango Carmona.

El gran Salvador Sánchez. Julio César Chávez, “el gran

campeón mexicano”.

Mexicanos. Hombres Blancos. Pregúntenle a mi papá…

El Morales-Barrera olía a preliminar o a guerra.

Morales acreditaba 35 y 0. Ceñía el cinturón de la WBC.

Tenía juventud. Tenía velocidad. Tenía un ataque más

variado.

Llevaba una carrera ascendente. Tenía un contrato

televisivo con la HBO. Era el “próximo Chávez” profetizado.

Barrera era el anterior “próximo Chávez”. Había encajado

algunos derechazos y lo habían tachado de la profecía.

Estaba 49 y 2. Tenía el título de la WBO. Los bromistas lo

llamaban “el WBOBO”.

Barrera había representado el ataque mexicano.

Acosaba. Acorralaba. Lanzaba el gancho de izquierda.

Barrera había tenido un descalabro.

Había tenido una carrera ascendente. Había tenido un

contrato exclusivo con la HBO. Junior Jones cortó su ascenso.

A derechazos.

Una derrota por K.O. Una revancha. Derrota por puntos.

Barrera acusa las derrotas. Barrera sufre amnesia temporal.

Barrera regresa.

Barrera es mexicano. Barrera es católico. Barrera busca la

redención.

Barrera es un chico rico. Procede de la Ciudad de México.

El boxeo acaba algún día. Barrera lo sabe. Quiere estudiar

Derecho.

Morales viene de Tijuana. Procede de clase media. Su papá

era púgil.

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Es un tipo tierno. Financia cenas de Nochebuena. Ganó el

título y depositó la bolsa en el banco. Regaló computadoras a unas

escuelas de Tijuana.

Los dos eran buenos chicos. “Buenos chicos” es un apelativo

de los aficionados. Los “buenos chicos” son asesinos que limitan su

violencia al cuadrilátero.

Las Vegas era Tijuana desencadenada.

Yo estuve en Tijuana en el 66. Me hicieron una mamada. Vi

el número del burro.

Tijuana asustaba.

Estuve en Las Vegas en el 2000. Las Vegas era peor.

Me alojé en el Bellagio. Me habían dicho que tenía “clase”.

Acertaban y se equivocaban.

Contaba con una galería de arte.

Contaba con máquinas tragamonedas silenciosas. Contaba

con largas limusinas.

Sus matriculas: cézanne/matisse/Picasso.

Mi suite era amplia, Mi suite tenía una lista de direcciones

de iglesias. Mi suite tenía canales de televisión pornográficos.

Me instalé. Recorrí el Strip. Calculé mal las distancias.

La fachadas de los hoteles se extendíiian.

Fosos medievales. Imitaciones de París. Falsos Manhattan.

El tráfico callejero avanzaba a paso de tortuga. Los peatones

caminaban boquiabiertos. Paseaban con niños pequeños y cocteles

en la mano. Paseaban con vasos de monedas de máquinas

tragaperras.

Tomé un taxi. El taxista era un chiflado. Olía a Ku Klux Klan.

Se hurgaba la nariz. Se hurgaba los dientes. Bebía cerveza en

un vaso del Mc Donald’s.

Habló de boxeo.

Le gustaba Morales. Barrera era pan viejo. J.C. Chávez era

inferior. Había perdido con Frankie “El Cirujano” Randall. El taxista

me contó que Chávez había destrozado su suite en el Grand.

Habló de boxeo mexicano.

Los cholos tenían corazón. Los cholos peleaban sucio. Los

cholos se cogían a las cabras.

Habló de los combates en Las Vegas.

Morales-Barrera era una pelea menor. Para aficionados

entendidos. Estrellas del rap y capullos del cine, abstenerse.

Loa grandes combates estremecían Las Vegas. Los grandes

combates movían mucha lana.

El dinero en taquilla. El pago por televisión. Las ganancias

del casino. Los grandes apostadores atraídos para que pierdan.

Los grandes combates atraían grandes nombres. Famosos

en primera fila.

Los grandes combates eran los de pesos pesados. Un gran

combate significaba Tyson y mal rollo. Un gran combate significaba

Óscar de la Hoya.

Óscar era lindo. Óscar golpeaba de lo lindo. Óscar fascinaba

a las mujeres.

Óscar no es un mexicano auténtico. Nada puede ser

auténtico si viene de Los Ángeles.

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NEOPOLICIACO MEXICANO

LA NOVELA NEGRA EN MÉXICO

Roberto Herrera Gallardo

La producción de novela policiaca mexicana ha sido relevante y

creciente en los últimos cincuenta años, con un periodo de

florecimiento durante los años setenta y ochenta, los mismos años

de la “guerra sucia” en que los poderes fácticos y represores del

priísmo gobernante hacían escarnio de los últimos resabios del 68

(utópicos guerrilleros juveniles e incipientes “terroristas urbanos”)

que desde la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco hasta la sierra

de Chihuahua, trataron infructuosamente de tomar el poder.

El hecho de que el boom de la novela policiaca mexicana

coincida con una época de represión política (y policiaca) no es

circunstancial, ya que estas novelas fueron un espacio de

resistencia. En casi la mayoría de las tramas, desde El complot

mongol (1969) de Rafael Bernal (y aún antes, en las novelas de Luis

Spota) hasta No habrá final feliz (1988) de Paco Ignacio Taibo II, los

protagonistas (personajes sombríos: burócratas metidos a

detectives o guaruras cursis en busca de expiación) luchan al final

contra el verdadero criminal: “el Sistema”, perversa y siniestra

entidad burocrática que en nombre de “la Revolución” (ya desde

entonces un mito) roba, extorsiona, secuestra, viola y asesina.

Con irónico humor negro, Vázquez Montalbán, el gran

escritor catalán, lo reduce todo a la frase “En este país el principal

sospechoso es la policía”.

De este modo la novela negra mexicana no es una

tradicional trama centrada en el mundo del hampa, en “los bajos

fondos” al estilo de los escritores norteamericanos de los años

veinte y treinta (Dashiell Hammett, Raymond Chandler o Jim

Thompson), sino una novela que, sin faltarle el necesario elemento

de suspenso, hace alarde de contenidos altamente políticos que en

buena medida expresan la insatisfacción revolucionaria, el

desencanto ideológico y el enojo generacional de una joven camada

de escritores de izquierda forjados principalmente en el periodismo.

La novela negra, ha dicho Taibo II, es una novela de rabiosos

con carácter reivindicativo “la literatura sirve para mejorar la

realidad… hay en ella una necesidad de recompensarla, sólo que

para que algo mejore, primero tiene que empeorar… para mí el

Conde de Montecristo es un consumador de la venganza social”.8

A partir de los noventa, se comienza a hablar del

“neopoliciaco mexicano” abanderado por Taibo II y sus novelas

sobre el detective Héctor Belascuarán Shayne (En caso de duda,

Días de Combate, Algunas nubes, Sueños de frontera, Adiós Madrid,

entre otras) las cuales reciben dos premios literarios Hammett y por

otros escritores que bajo su influencia llegan incluso a superarlo.

Un ejemplo destacado, lo es el recientemente esclarecido

escritor poblano, Juan Hernández Luna, autor de una trilogía que

vale la pena leer integrada por las novelas Quizás otros labios,

Naufragio y Yodo. Para este autor “el humor no debe estar ausente

en toda novela negra, ya que el humor es una especie de exorcismo

al horror de una sociedad como la que vivimos… el horror y el

humor son antitéticos complementarios”.9

Pese a ello, existen novelas como El miedo a los animales de

Enrique Serna, Morir en el Golfo de Héctor Aguilar Camín, Mi prima

Daniela de Rosaura Salcedo Saleme o la más extraña de las novelas

de Fernando del Paso, Linda 67, que aunque no son en toda

8 Foro de Novela Negra, Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 2 de

diciembre de 2004. 9 Ibid.

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extensión autores del género, bien pudieran entrar en esta

categoría por el contenido de sus tramas.

En la última década los escritores Guillermo Zambrano de

Monterrey y Elmer Mendoza de Culiacán, han ido de la novela

histórica de tintes negros (México por asalto de Zambrano) a la

novela del narco. Este último es el caso de Mendoza, del que se

destacan sus novelas El amante de Janis Joplin y Balas de plata, así

como el libro de cuentos Efecto Tequila, donde el México “bronco”

baila igual al ritmo de la banda que al ritmo de las balas, en medio

de la corrupción política, la ingobernabilidad ñoña y el miedo a

morir mientras te comes una tostada de aguachile en un puesto

callejero.

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JUAN HERNÁNDEZ LUNA (1962-2010)

Escritor mexicano nacido en el Distrito Federal, considerado como el

mejor escritor del género policiaco en México al morir

prematuramente a los 48 años. Vivió la mayo parte de su vida en

Puebla. Fue ganador en dos ocasiones del Premio Hammett a la

mejor novela policiaca publicada en países hispanoparlantes. Es

autor de media docena de novelas entre las que destacan: Quizá

otros labios, Cadáver de ciudad, Naufragio, Tabaco para el puma y

Yodo, considerada su mejor novela.

¡BANG!

Estoy de pie frente al caño oscuro de una pistola, la cual es

sostenida por un hombre que me observa detenidamente y con

gestos nada amigables. Intento moverme pero el hombre hace una

seña indicando que no lo haga o de lo contrario habrá de disparar.

Obedezco sin dejar de observar el caño oscuro de la pistola.

Hay un principio a mi lado. Abajo en la calle se observaron

un auto estacionado con el motor funcionando y las luces

encendidas. No logro distinguir si hay alguien dentro del auto.

Permanezco quieto esperando que el hombre me diga lo que debo

hacer. No tengo las manos levantadas y eso me preocupa, no

demasiado, pero sé que eso no corresponde al guión normal de

alguien que es amenazado con una pistola.

Un balazo. Si la bala me entra debo procurar cortar la

hemorragia, estabilizar mi presión arterial. Lo más probable es que

el maldito proyectil venga sucio, lo cual me provocaría una

infección. Herido, derribado de espaldas sobre la azotea de este

edificio, sería difícil proteger los tejidos nerviosos de posibles daños,

me sería imposible extirpar mis tegumentos insalvables y restaurar

los demás.

¡Aggggg! ¡Ciudad de México, qué hermoso cielo tan oscuro

tienes! El que va a morir te saluda y mira cada una de tus nubes

rojas y huidizas llevadas por el viento del sur.

Diálogos. En este momento tendría que haber un diálogo.

Frases amenazantes que digan quién es el que tiene el poder, y a

pesar de que hay una pistola que me amenaza, todo indica que soy

yo el que tiene el as bajo la manga.

Pienso en “el as bajo la manga” y al instante me arrepiento.

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Uno no debería decir frases trilladas, ni siquiera en la vida

real. El hombre permanece frente a mí. No tengo idea de cuánto

tiempo ha transcurrido; entonces decido buscar otro archivo en mi

memoria y busco el momento en que llegamos hasta este punto.

Recorrido. Mis pasos corren veloces por la calle, hay unas

escaleras, es una vecindad totalmente desierta a estar horas, las

luces están apagadas, en el patio hay juguetes de niños que

permanecen. Subo por la escalera, siento cómo un hombre me

persigue. El ruido de mis pasos subiendo, seguidos de otros pasos

más pesados que van tras de mí, me mantiene alerta.

Hay gritos. Una anciana se asoma por su ventana y ve mi

cara sudorosa. Quiero intentar una broma, decirle algo así como

buuuuuuu, pero los ruidos de los pasos que vienen tras de mí lo

impiden y sigo subiendo hacia la azotea.

Y llegamos a la azotea y corro pero no hay hacia dónde más

seguir. Volteo y encuentro al tipo con la pistola, quien me dice que

me detenga, que es mejor que todo acabe de una vez.

Supongo que es mejor que todo termine, pero veo el caño

oscuro de la pistola y lo veo a él y noto su cara picada por la viruela

o el acné o alguna de esas malditas enfermedades de la piel. Y

entonces mi vista va del caño de la pistola a su cara lastimada.

Reconsidero. Así que no es un acantilado, no es una

barranca, no es el planeta del martirio; es el vacío que provoca un

edificio de aproximadamente cuatro o cinco pisos.

Desde la azotea se ve el humo de alguna refinería hacia el

poniente de la ciudad; a esta hora se puede ver cómo los ángeles de

la guarda se marchan a dormir; se miran las luces del Eje Central

fundirse con el magma brillante que proviene del aeropuerto; se

oyen todos los ruidos de todos los autos mezclarse con el tic tac de

los corazones de niños y niñas; se oye una canción de mariachi; se

oyen toses y arrumacos; se levanta la luna contra la Torre Mayor; el

poniente se llena de sangre; el sur es sólo niebla, y a mí que sólo me

da por recordar poemas…

Amiga mía a la que amo, no envejezcas…

Correr. Correr con todo lo que llevas dentro desde tu

infancia.

Es pesado el bulto; la infancia es un fardo demasiado grande

para correr mientras se huye de una pistola.

Sonrisa. Las mujeres sonríen de manera torcida. Las mujeres

no son sinceras en el reír. Es una mujer que estoy seguro que

conozco desde hace muchos años atrás, cuando mis manos eran

árbol y planetas. Y entonces supongo que la conozco y he dormido

con ella, pero no lo puedo precisar ya que su cabello peinado en

salón es deprimente y la veo que me insulta.

Atrás de ella hay un hombre; tiene el rostro lastimado por el

acné, por la viruela o por alguna de esas malditas enfermedades de

la piel.

Salgo del cuarto y la mujer me sigue. Creo que desea

preguntarme algo.

Un cadáver tarda aproximadamente tres días en

descomponer su piel. El interior se llena de gases tóxicos que

provocan llagas en el exterior; luego la piel sucumbe, se parte y los

gases se liberan. Si el cadáver es expuesto al sol no se requieren

más de diez días para que todo acabe, la carne se pudra y el olor se

masifique y se disuelva entre la vida. Al final sólo queda el esqueleto

y acaso remanentes del hígado, el órgano más fuerte del cuerpo

humano, el más resistente en ser eliminado por la descomposición.

Una ironía, si se considera que la muerte hubiera sido provocada

por la cirrosis.

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Yo no tengo cirrosis, ni siquiera tengo un cuerpo. Soy una

materia que flota aquí en esta azotea donde sigo viendo el caño

obscuro de una pistola que un hombre me apunta. Al poniente, la

mancha extensa y oscura del Bosque de Chapultepec; al sur de la

huella eterna de mis dudas; al norte la sombra de una mujer rubia

que se aleja; al otro norte otra rubia y otro adiós.

Regreso mi vista hacia la mancha poniente y vuelo a

encontrarme con el caño oscuro de la pistola.

Días atrás. Dime que no habrás de abandonarme, dice una

voz a mis oídos, y la escucho como si fuera la de una sirena subida

en el barco de Ulises. Y Ulises, yo, me mantengo firme en el timón,

atado con cuerdas y tratando de cruzar el mar sin hacer caso de sus

cantos. La sirena se acerca, me braza, intenta tomar el timón y

dirigirme hacia una isla, pero me sobrepongo y el barco continúa el

rumbo. De pronto noto que el barco ha dejado de ser tal; ya ni

siquiera es un simple tronco navegando en el azul del océano; el

barco es una cama, el mar es una habitación y a mi lado está una

mujer que susurra a mi oído, y ahí donde debe estar el horizonte

aparece una puerta y entonces ésta se rompe de una patada y un

hombre entra con una pistola en su mano y me apunta justo a la

frente.

La sirena desaparece.

No hay mar en esta vida.

Un escenario de huida debe ser limitado. No se puede andar

por el mundo corriendo de un lado a otro; deben existir límites

donde alguno de los personajes acepte su agotamiento.

Soy el hombre que sostiene un arma en su mano derecha.

Frente a mí, un hombre busca huir pero yo lo detengo y le digo que

no haga ningún movimiento extraño o de lo contrario habré de

disparar. Mi dedo toca el gatillo del arma y en ese momento

totalmente, por completo, de manera absoluta, se me olvida el

motivo de mi agresión.

Ya no quiero disparar, no deseo esta arma en mis manos.

Una bala recorre dieciocho mil kilómetros cuarenta y tres

metros con cincuenta centímetros por segundo, el equivalente a la

velocidad de la mentira, la velocidad de un amor sanguinario y torpe

y cruel.

Una bala calibre .45 me destroza aproximadamente veinte

centímetros de piel del corazón y me deja un boquete de salida

equivalente a tres ausencias, a cuatro despedidas.

Si el vacío no es vacío, no es barranca ni precipicio, si sólo es

la maldita distancia entre cuatro pisos hacia el suelo, ¿existen

posibilidades de sobrevivencia?

Movimiento.

¡Alto!

Hay una mujer rubia que buscó mi nombre y mis datos y

que me citó en este lugar. Las señales son claras; lo que se llama

affair. Y yo que no soy imbécil estaba seguro de que a una rubia

semejante se le pilla en la cama cada dos siglos.

Éste era mi siglo.

El hombre con la pistola aparece a mitad del siglo.

La rubia desaparece al agotarse el siglo.

Anacronía.

Cuando se huye se procura no dejar a nadie detrás de la

gente que se quiere.

Un caño oscuro. Mismo por donde se viene a la vida, mismo

por donde se puede ir.

¿Una tumba se puede considerar un caño oscuro?

¿Una vagina es un caño oscuro?

¿Un pene es un caño oscuro?

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Jean Valjean cargando a Mario por los caños oscuros…

El conde de Montecristo huyendo por los caños oscuros…

El estetoscopio llevando la señal de la vida es un caño

oscuro…

El bing bang, el maldito hoyo negro, los putos quark son

caños oscuros…

Las rubias no son buenas compañeras de aventura.

Las pistolas son mejores amigas de aventuras.

Las mujeres morenas tampoco son buenas amigas de

aventuras.

El día no ha sido bueno.

A sus más de setenta años, la señora camina de un lado a

otro de la pieza; con ella pasea un gato y ella mira con recelo el

lomo animal. Parece inquieto, casi siempre se pone así por la lluvia;

acaso será por eso que a los gatos no les gusta el agua. Pero éste es

una gato extraño, casi nunca sale, así que no debería tener miedo

de la lluvia; de hecho jamás he visto al gato fuera de la casa. ¿Cómo

se le llama el gato? El gato tiene un nombre peculiar; su marido lo

llama y el gato acude a su regazo, pero hace tiempo que las cosas se

le van olvidando. Esa maldita enfermedad que si supiera su nombre

la diría pero que obviamente también se le ha olvidado cómo le ha

ocurrido con muchas de las cosas de este mundo, y ella cree que a

etas alturas de la vida es mejor ir olvidando cosas, soltando lastre,

como un globo que necesita permanecer ligero para soportar los…

¿cómo le llaman? Sí, los últimos reveses de la vida. Dios, si tan sólo

supiera qué significa un revés; un revés era una puntada en sus

tiempos de chamaca cuando aprendió a coser y a bordar y esas

cosas que hacen que una mujer sea más mujer, manualidades como

planchar y cocinar a fin de tener contento a un hombre y el hombre

lleve el sustento a la casa, pero ahora cuál puede ser el significado

en “¿el revés de la vida?” Cómo es posible que la vida tenga un

revés, y si tiene un revés debería tener un derecho, pero ella jamás

ha tenido un derecho. La vida ha sido difícil, vaya que lo sabe,

llegaron a aquel cuarto de vecindad cuarenta años atrás, por

mientras, y así se fueron acumulando años y el mientras se convirtió

en el siempre, y desde entonces ahí se quedaron a vivir, y hubo

hijos, claro que sí, tres hijos, dos niños y una niña, todos nacieron

muertos, por eso no tuvieron ganas de intentar la cuarta cría, para

qué traer muertos a este mundo cuando se supone que a este

mundo se viene a dar vida; no, nada de hijos, había que aceptar la

soledad y los gatos que su marido llevaba a la casa, algunos de los

cuales se habían marchado agotados por la escasa comida y el

espacio oloroso a pobreza y grasa. Únicamente aquel gato se había

quedado con ellos y desde entonces vivía ahí, escondido bajo los

muebles; pero aquella noche el gato parecía nervioso, sería por la

lluvia. Ella podía sentir el olor a humedad y también sus músculos se

lo recordaban; esa noche llovería, estaba segura, lo mejor sería ir a

cerrar la ventana para evitar que el sillón de la sala fuera a mojarse.

Caminó, volvió a mirar al animal con el lomo arqueado y corrió las

cortinas de la venta para cerrar las hojas de ésta, y fue cuando miró

cómo por las escaleras un hombre subía apresurado; aquello le

extrañó, tal vez sería alguien que iría a la azotea por la ropa para

evitar que ésta mojara, pero no, en aquella vecindad los hombres

jamás subían a la azotea y menos a recoger la ropa. Sabía que tenía

razón cuando vio que tras aquel hombre iba otro, con la misma

prisa, llevando en su mano una pistola y algo gritaba, pero ella no lo

recuerda, no recuerda las palabras, sabe que son palabras pero no

puede diferenciar una de un grito y de un insulto, si le dicen árbol

ella piensa lodo. Si le dicen tijera lo relaciona con un día de

descanso; entonces prefiere cerrar la ventana y esperar que la lluvia

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termine y su marido llegue y que la soledad permanezca y el animal,

ese animal que se llama silencio o se llama terapia, deje de maullar

para así escuchar mejor interior, a ver si de ahí llega un mejor

recuerdo…

La boca de una pistola no es un hoyo simple, se mueve de

manera ondulante, tal vez el tipo que sostiene el arma está

temblando. Igual pudiera no ser una pistola sino acaso un arma

blanca, sea más fácil esquivar, me aferro a esta posibilidad, al

menos el tajo no tiene la rapidez de una bala. ¿O sí? ¿Alguien ha

medido la rapidez de un tajo? En todo caso qué es más peligroso,

¿un atajo o una bala? Obvio, todo depende del mismo lugar en que

la herida se lleva a cabo. Si el cuchillo hiere la vena femoral…

¿Brillan las armas blancas? Busco en la oscuridad el destello pero no

existe, entonces todo es pavura, no hay arma blanca, solo una

pistola.

¡Bang!

Aquí viene.

Me toca. Mi cuerpo se arquea y se sacude por el impacto.

Casi de inmediato siento el hervor de la sangre correr entre

mi camisa. Todo yo soy una vena adolorida, un canal oscuro, un

túnel.

Y entonces por mi túnel llega Jean Valjean cargando a

Mario.

Y el conde de Montecristo me sonríe con la estolidez en mis

manos.

Y me quedo viendo el vacío de la ciudad enorme.

Con sus torres y sus calles.

Y esas lucecitas.

Y no caigo.

Me sostengo en el borde porque yo tengo el as bajo la

manga: los calzones de la rubia en la bolsa de mi saco. Mi gran

fetiche como recuerdo de una noche glorioso en la cama. Tengo

también las palabras para decirle al tipo que por mí puede irse a

chingar a su puta madre, que cabrones como yo no se mueren todos

los días y entonces sobreviene el giro que permite apenas escuchar

el suussss de otra bala rozando mi pecho.

Y luego…

Mi vida ha sido grande y jodida.

Benéfica y estúpida.

Maravillosa y absurda.

¿Por qué no dejarla que se así en su caída?

Cuatro o cinco pisos.

Caída hermosa.

No verá nada.

Yo soy grande.

¿Hay algo más hermoso que volar durante la muerte?

Yo lo hago.

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ALEJANDRO ALMAZÁN (1971)

Escritor y periodista mexicano nacido en el Distrito Federal,

orientado a la crónica y a la novela sobre el mundo del narcotráfico.

Ha ganado tres veces el Premio Nacional de Periodismo en la

categoría de la crónica y el Premio Fernando Benítez. Es autor de los

libros de investigación periodística: La victoria que no fue, Gumaro

de Dios, el caníbal y Placa 36; así como de las novelas Entre perros,

Palestina, historias que Dios nunca hubiera escrito y El más buscado.

Sus textos sobre el narco han sido publicados en antologías

recientes de España, México y Venezuela.

UN NARCO SIN SUERTE

SINOPSIS

Jota Erre es dueño de un perro de pelea que ha quedado ciego,

tiene unos cuantos casetes de Chamín Correa, un Dodge Dart 70

que no arranca, un reloj de mano al que se le descompuso el

segundero, un zapapico Truper y una guitarra con la que cantó en su

boda. Un día, viendo una película de Pedro Infante, se da cuenta de

que la pobreza ni en la tele es bonita. Entonces agarra a su esposa y

dos hijos, y baja de la sierra. Pronto descubrirá que la mayoría de los

que han emigrado de su pueblo a Culiacán viven como Dios manda:

si no lo tienen lo compran y si no lo compran lo arrebatan. Jota Erre

terminará imantado por ese mundo de dinero y pólvora, y hará lo

que esté a su alcance para poder cantar ese corrido que dice. Ya

empecé a ganar dinero, las cosas están volteadas, ahora me llaman

patrón, tengo mi clave privada. Para convertirse en un capo que se

respete, Jota Erre probará suerte como achichicle, motero, sicario,

narcomenudista, lavador de droga y prestanombres. Esa vida, sin

embargo, lo llevará a conocer la mala suerte y a entenderlo de una

vez por todas: Eso de que todo aquel que entra al narco se hace rico

es nomás un pinchi mito.

INTENTO NÚMERO UNO

Todo empezó así: estaba yo en mi cantón, oyendo a Chamín Correa

bien acá, cuando llegó un primo que había bajado de la sierra bien

cuajado, bien billetudo. Pariente – me dijo-, ocupo una gente de

harta confianza pa’ bajar la mota a Culiacán. Y no sé, como que ves

en un jale de esos una ilusión de hacerte rico y dices chingue a su

madre, de aquí soy. Yo ya estaba fastidiado de vender productos

naturistas. Aquí en Culiacán a la raza no le interesa morirse de un

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infarto o del azúcar, y pos casi no vendes. ¿Y qué hice? Le entré Pa’

qué te digo que no si sí. Además, en esos años, te hablo de los

noventa, el jale estaba tranquilo. El cártel era uno solo y no había las

broncas de hoy, donde tienes que definirte si trabajas pa’l Chapo

Guzmán o pa’ los Beltrán. Como si uno no supiera que, escojas a

quien escojas, de todas maneras te van a matar. Total que mi

cabeza de volada se puso a hacer cuentas y la verdad resultaba una

buena pachocha irme de motero. Mi amá se enojó, pero no le hice

caso. Ya ves que los sinaloenses somos mitad tercos y mitad vale

madres. Nomás te voy a decir una cosa, cabrón me dijo mi amá, si te

matan, que Dios no lo quiera, no vengas a aparecerte por aquí que

ya con el ánima de tu padre tengo suficiente.

Culiacán. Jota Erre serpentea por la avenida Lázaro Cárdenas, a la

altura de la colonia Popular. La estética Ilusión está cerrada porque

la dueña, Micaela Cabral, recibió hace pocos días la visita de un tipo

que no fue a cortarse el pelo. Fue a decirle te traigo un regalo, sacó

la nueve milímetros y le disparó seis veces, Jota Erre se sabe esta y

otras historias del puñado de muertos que deambulan por estas

calles. Él no quiere morir. Por eso me ha pedido que no ponga su

nombre. Tampoco le gustaría que hable del trabajo por el que

conoció al Hijo del Santo ni que describa su rostro. Acepta, eso sí

decir que hoy se dedica a la cantada, que tiene dos mujeres y que

roza los 40 años.

Ese fue el trato. Y, una vez aceptado, nos trepamos a un

auto que le diría a cualquier valet que recibirá buena propina, y Jota

Erre aceleró como si pisara una serpiente. Así llegamos hasta aquí,

el cruce con la calle Río Aguanaval, la última parada de Micaela.

Jota Erre dice que esa cuarentona no estaba involucrada en

la mafia, que la han de haber tumbado porque, últimamente, en

Culiacán se mata por capricho. Y tiene razón: en febrero, el mes que

terminó ayer, hubo más muertos que días: 41 de los 130 en todo

Sinaloa. Hasta podría decirse que en esta ciudad la tasa de

natalidad, 1.5 por día, se controla por el mismo número de

asesinatos.

Pero no quiero desviarme del tema; yo he venido aquí a

escuchar la verídica historia de Jota Erre.

Tú sabes que no solo de pan vive el hombre y ái te voy

tendido como bandido a Tamazula. Yo me wachaba como el jefe de

los moteros, con una troca bien chila y con el cuerno bien terciado.

Y nada, bato. Llegué de achichincle. De pinchi gato. Y pos a trabajar,

ni modo que qué. Ahí aprendí que, pa’ que no nos vieran los

helicópteros de los guachos, teníamos que ir a un arroyo a

empaquetar la mota en greña. Y eso sí: nada de hablar ni agarrar

cura con los compas. Si dices algo o te andas riendo, el jefe te suelta

un chingazo.

¿Has estado cuando empaquetan la mota? Chale, entonces

no has vivido. Como nadie habla nomás se oyen los ruidos de los

gatos hidráulicos y de la cinta canela. ¿Sí sabes que con los gatos se

hacen los cuadritos? Pos sí, con esa madre armas los paquetes, y ya

luego los envuelves con hule delgadito, del que usan las doñas en la

cocina, y después bien la cinta canela. Les echas grasa pa’ que no se

mojen cuando los lleven por mar, y al final les avientas otra pasada

de hule y cinta. Eso hice durante tres meses, hasta que se juntaron

como cinco toneladas. Tú y tú van a bajar la mota, nos dijo mi primo

y nos dio un radio de esos de banda corta, y las llaves de los

camiones. Y ái te fui, siguiendo a los punteros, los weyes que van en

las cuatrimotos diciéndote si hay guachos o no. Todo iba bien, pero

como el jale lo haces de noche, pos no miras muy bien y yo me fui a

estrellar. Tuvieron que mandar otra media rodada, pasamos la mota

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en friega y nos quedamos en un pueblo porque nos amaneció. Total

que pa’ no hacértela tan larga, entregué el jale en Culiacán y me

lancé a cobrarle a mi primo. En la vida todo se paga me dijo, y tú

desmadraste un camión. Pero pariente, no chingues, si no fue

porque quise, le contesté. Nada, nada pescadito, cuentas claras

amistades largas. Nomás porque mi amá es su madrina sacó

doscientos pinchis dólares. Le valió madre que le haya dicho que me

había rifado al cien. Pinchi bato. Si yo no sé por qué me aferré.

Desde esa vez debí haber entendido que en el narco está duro el

piojo.

VIDA FAMOSA

Sentado en una hielera y escuchando un corrido le jalé a un cuerno

de chivo, rodeado de mis amigos con los versos recordaba todo lo

que en mi vida he sido, canta el Coyote ahora que Jota Erre maneja

por los Huisaches, un arrabal donde la mayoría de los jóvenes

piensa que la mejor salida es la fama y el sabor de una muerte

violenta.

La chamacada de hoy está enferma de mafia me dice este

Jota Erre que, vale contrarlo de una vez, habla tan rápido que

parece estar un una lucha constante contra un cronómetro. Los

plebes le entran al negocio nomás pa’ rozarse con el Macho Prieto o

con el Chino Ántrax, los pistoleros del cártel. Entran pa’ decir que

son gente del chapo o del Mayo Zambada, y así imponer respeto y

sentirse la cagada más grande. Quieren andar en una troca pa’

darse una vuelta a las prepas y subirse morrita…

Pero al final tienen dinero, ¿no? Lo interrumpo.

¡Ni madres! Y pega en el volante para reafirmar sus

palabras. Las trocas que traen son robadas, porque los jefes se los

permiten pa’ trabajar; la ropa que usan en china, chafa, pura

imitación; las pistolas tampoco son suyas, y si conocieras en la

ratonera que viven te darían más lástima.

Pintas una vida muy distinta a la que aparentan.

Yo anduve en el negocio, tengo amigos en él, y puedo

decirte que un setenta por ciento, si no es más, está bien jodido. Se

gastan lo poco que ganan en droga y pisto. Aquí en Culiacán a nadie

le gusta confesar su pobreza, prefieren pedirte fiado y decirte que

es pa’ una inversión.

INTENTO NÚMERO DOS

Quihubo, bato me dijo un compadre por teléfono. Se lo voy a decir

rapidito porque estos tratos no debe escucharlos ni la sombra de

uno. Y que me suelta que quería mis servicios pa’ mover cocaína.

Hasta bendije a los pinchis colombianos. Y no sé, como que me

dieron ganas de brindar conmigo mismo, con mi alma se puede

decir. Y ái me tienes yendo a su cantón, pa’ que me explicara el jale.

Neta que me waché en Bolivia, en Perú, en Colombia y en todos

esos pinches países drogos. Y nada. Mi compadre me mandó a

Mexicali. Me dijo que rentara una casa pa’ guardar la coca, que yo la

iba a recoger en el Golfo de Santa Clara y que otro bato la cruzaría

por California. Pero qué coca ni que nada, era mota. Ni modo, me

dije, y me eché un gallo pero nomás pa’ que apestara.

En el primer jale no tuve problemas. La mota llegó a su

destino. La bronca fue que mi compadre no me pagó. Es que tenía

deudas, pero pa’l siguiente cargamento tiene sus dinero, me

prometió.

Ese segundo cargamento fue en Semana Santa. Me acuerdo

porque durante el día nos vestíamos de turista. Ya sabes: bermudas,

sandalias y lentes oscuros. Ya en la noche íbamos a donde estaba el

faro descompuesto que se conoce como El machoro. Ahí

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esperábamos a los pangueros. Una de esas noches les echamos tres

veces la luz de la lámpara pa’ decirles que se acercaran, que ya

estábamos listos. Pero ellos nos contestaron con dos luces. Y dos

luces, por si no sabes, es que hay peligro. Echamos un zorro

alrededor, pero todo estaba bien oscuro y no vimos nada.

Decidimos aguantar. Y no sé, pero en una de esas waché hacia el

faro y que alcanzo a ver un bato prendiendo un cigarro. ¡Ya nos

cayeron, fuga, fuga!, les dije a mis compas y en friega nos abrimos.

Yo venía en una troca que traía la gasolina pa’ los pangueros, y

¡madres! Que se atasca en la arena. No, pos patas pa’ qué las

quiero. La bronca es que nunca he sido delgado y me fui cayendo

entre los balazos. Me fui tocando el cuerpo, pero no tenía nada,

solo miedo. ¡Policía judicial; párate, cabrón!, alcanzaba a oír, y yo

nomás pidiéndole a Dios que me ayudara, aunque ya sé que no

debo meterlo en estas pendejadas. Total que alcancé a llegar al

pueblo y le pedí ayuda a un viejo pescador. Compa le dije, me

vienen siguiendo, hazme el paro; mi troca se quedó atascada, pero

ahí tengo doscientos litros de gasolina, son tuyos si me ayudas. Y

como la gasolina en esos lugares vale oro, el bato me escondió en

una troje donde guardaba cagadero y medio.

Los judiciales empezaron a buscarme casa por casa. ¿Dónde

andas, cabrón?, alcanzaba a escuchar que gritaba un bato, que

luego supe era el comandante Jorge Magaña, el papá del chavalo

ese que mató a una familia en el Defe, ese que se llama Orlando.

Orita que te encuentres me vas a ver a la cara pa’ que sepas a quién

buscar en el infierno, gritaba el comandante y yo me oriné. Total

que no me hallaron y hasta las horas salí de la troje pa’ darle los

doscientos litros de gasolina al viejo y me jalé a Mexicali.

Cuando llegué, vi a la casa toda desordenada, como si la

hubieran cateado. No, pos mejor me fui, pero afuerita ya estaba el

comandante Magaña con mis compas. ¿Así que tú eres el hijo de la

chingada que andaba buscando ayer? Me dijo. Pos te salvaste

porque ya arreglamos el asunto. Y el arreglo era que la policía se

quedaría con la mitad de la mota. Me acuerdo que hasta nos

ayudaron descargarla de las pangas.

Mi compadre me pagó quinientos dólares. Me dijo que la

había perdido al jale, que entendiera la situación y yo lo mandé a la

chingada. Casi cuatro meses arriesgando el pellejo pa’ quinientos

dólares. La mitad se lo mandé a mi esposa y con el resto compré

productos naturistas que quise vender en Mexicali. Digo quise

porque el día que salí a venderlos, iba caminando cuando un bato

me aventó la troca. Era el comandante Magaña. ¿Quihubo, pinchi

sinaloense, traficando y no me avisan?, me dijo de entrada y sacó la

pistola. No jefe, ya no ando en ese jale; ya trabajo limpiamente, y le

enseñé mis productos. Me creyó después de darme unos zapes y

cortar cartucho en mi cabeza. Es tu día de suerte me dijo. Necesito a

alguien con contactos pa’ cruzar polvo. Pensé que la vida me estaba

dando otra oportunidad y le dije que sí. Tiré mis productos en la

carretera y me subí con él. En el camino fue más específico y me

desanimé: en realidad quería que fuera madrina, que anduviera

madriando a los puchadores y me pagaría con autos robados pa’

que yo los vendiera. Vas a pensar que soy un idiota, pero nunca me

ha gustado robar. Me pueden acusar de todo, pero no de ratero. Y

pos ái te vengo a Culiacán sin un pinchi peso.

AUTÓGRAFO

En la marisquería donde comemos, una preparatoriana se acerca e

interrumpe a Jota Erre.

-¿Usted es Jota Erre, el cantante?

-No le contesta Jota Erre-. Me parezco, pero no.

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-Sí es a mí no me va a engañar.

-Oquei, si tú lo dices- y Jota Erre sonríe como diablo en

pastorela, encogiéndose de hombros.

-Deme un autógrafo dice la preparatoria, entregándole un

libreta y bolígrafo.

Firmó Jota Erre: Con todo mi cariño. El que se parece a Jota

Erre.

INTENTO NÚMERO TRES

La fuerza de costumbre es cabrona y yo extrañaba andar en el ajo.

Te estoy hablando ya del dos mil tres, dos mil cuatro. Y así, cuando

más lo pedí que busca un viejón de mi pueblo, Quiero que hagas un

paro me dijo; ve a matar a un cabrón que me debe dinero, ¿cómo

ves? Simón le contesté sin pensarla. Nomás porque no he tenido

chanza, pero cuando hay que chingar chigo y cuando hay que pasar

desapercibido… Ya, ya, párale me dijo ¿Tienes visa? Simón. Y ái te

voy esa misma noche a Tijuana, pa’ pasarme a San Ysidro.

Cuando llegues le hablas a tal bato, él te va a llevar con el

que debe, me había dicho el viejón y yo seguí las instrucciones.

Compa, soy Jota Erre, ya ando aquí, dije por teléfono. Está bien, nos

vemos en el cruce de la guasinton y la mein, me dijo y yo sin saber

donde estaba eso porque nunca había ido al gabacho. Le pregunté a

una Pochita que estaba dos tres y me dijo que debía subirme al

troley, que contara tres estaciones, que ái me bajara y saliendo ái

estaba esas calles. Y sí, bajando del troley vi la guiasinton y la mein.

Compa, ya estoy aquí, le volví a llamar. ¿Dónde está usted hay un

macdonals?, me preguntó. Waché y le dije que sí. ¿Enfrente hay un

futloker?, volvió a preguntarme. Waché y le dije que sí. Ái voy,

deme unos quince minutos. Y pasó una hora y nada. Entonces le

hablé al viejón y le conté que el bato me traía como su pendejo.

¿Sabe?, yo creo que este también está coludido con el que debe, le

dije. Pos mira me contestó, en cuanto lo veas dile que te dé las

armas, le preguntas dónde vive aquel cabrón y tumbas a los dos.

Como a las dos horas le marque al bato. Oiga hijo de su pinchi

madre, aquí me tiene esperándolo como vil tacuache, no mame. A

ver, compa, ¿dónde está, que no lo miro? Pos aquí frente a

macdonals. Pos si ya son las tres de la mañana, a esta hora ya hasta

los perros se fueron a dormir. A ver compa pregúntele a alguien

cómo se llama donde está. Pero si no hay nadie. Y caminé hasta la

parada del camión y un que hablaba español me dijo: En nacional

ciry. Le volví a marcar al bato y le dije: ¡Estoy en nacional ciry,

cabrón! No compa, está usted muy pendejo me dijo. Yo estoy en

Fontana, como a tres horas de donde está hablando. Chale. ¿Yo qué

iba a saber que en el gabacho hay miles de calles guasinton y mein?

Ya en Fontana, el bato me llevó hasta donde según vivía el

wey que tenía que matar. Me dijo qué troca manejaba, que estaba

gordo como cochito y me dio su apodo. Me la pasé wachándolo una

semana hasta que se apareció el cabrón. En friega saqué la pistola y

entré a su casa rompiendo la puerta. ¡Hasta aquí llegaste cerdo!, le

dije apenas lo vi. El bato era puerco pero no trompudo, y le di una

madriza a la charles bronson. Luego corté cartucho y le dije: Me

manda el viejón, ¿cuáles son tus últimas palabras? Sé que se oyó

bien mamón, pero fue lo único que se me ocurrió. ¡No me mates,

compa! ¡No me mates! Y yo diciéndole que no fuera puto, que los

de Durango nos dejábamos ir con calma y dignidad, porque me

habían dicho que era por ahí. Él empezó a decirme que no conocía a

fulano y zutano, que ellos le podían ayudar a conseguir el dinero. Yo

me saque de onda porque yo conocía a su gente. ¿Pos como se

llama compa?, le pregunté. ¿Y qué crees? El bato era uno de los de

la clínica de mi carnal. Valiendo madre. Si no lo reconocí fue porque

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estaba bien gordo y ya se le había deformado la cara. ¿Entonces tú

eres Jota Erre?, me preguntó y terminamos de dándonos un pinchi

abrazo.

Le conté cómo estaba el jale y él me pidió veinte días pa’

juntar el dinero. Yo le dije al viejón que el bato se estaba

escondiendo, pero que me diera tiempo pa’ encontrarlo. Oiga, ¿y si

el bato quiere pagar?, le pregunté. Pos se la perdonas porque es de

la familia. Total que todos los días salí de fiesta con el gordo. Pero lo

bueno se acaba pronto y yo me regresé a Culiacán porque pagó.

Nomás bajé del avión y me fui derechito a la casa del viejón.

De los tres mil dólares que había dado de viáticos ya nomas me

habían quedado como cincuenta dólares, y él me había dicho que al

regresar fuera a verlo pá pagarme el trabajito. Me recibió de volada,

me abrazo, me dijo que le había gustado mi dedicación, o algo así, y

que en la mañanita fuera a su rancho, que ahí iba a estar Miguelón,

su hombre de confianza, pa’ decirme qué seguía. Ir al rancho del

viejo no cualquiera, y por eso pensé que mínimo, me iba a regalar

una de sus trocas o me pagaría con droga. Y que voy llegando a la

hora que me dijo, que pregunto por Miguelón y que me ponen a

podar el pinchi pasto y a darles de tragar a los caballos. Neta. Te lo

juro por mis hijos. No, pos no aguanté. Le di las gracias al viejón y

volví a la calle a vender mis productos naturistas.

EL PISTOLERO

KOMANDER: Qué sorpresa encontrarlo en mi rancho. ERICK

ESTRADA: Hace un rato lo estoy esperando. KOMANDER: ¿Por qué

trae bastantes pistoleros? ERICK ESTRADA: Yo prefiero bastante

dinero. KOMANDER: No comprendo de qué estás hablando. ERICK

ESTRADA: Me pagaron por asesinarlo.

La chamacada escucha corridos como estos y andan diciendo que

traen callos en los dedos de tanto jalar el gatillo –filosofa Jota Erre

cuando pasamos por el estadio de beisbol. Luego baja la ventanilla

entintada para ver los guindas exactos y les mienta la madre a los

Tomateros.- Te decía: cuando mucho. O sea: esos batos nomás

saben una cosa: que van a morir y que no será una muerte fácil.

INTENTO NÚMERO CUATRO

Un día entendí que el narco es el negocio más individualista de

todos, que es onda de uno y nomás. Que aquí dos cabezas sirven pa’

que te den en la madre más pronto, y por eso no está de más ser

desconfiado. Por eso nunca pude trabajar bien allá en Michoacán. Ái

te va pa’ que me entiendas:

Un narco segundón me propuso que fuera su socio en el

cruce de mota. ¿Wachas? Ya no iba a ser un pinchi gato. Esto era

más grande, era un jale donde no faltaría quién quisiera arañarnos

las manos de tanto billete que tendríamos. No, compa, siempre

salgo jodido, le dije porque el bato sabía que yo era de los que no se

dejaba ir de hocico a la primera. Y me estuvo rogando hasta que le

dije arre pues. Él puso millón y medio de pesos, y lo que debía hacer

era comprar la mota, transportarla, cruzarla y cobrar. Lleva las de

ganar, y sin tanto riesgo porque en ese entonces, como el dos mil

seis, todavía te dejaban trabajar por tu cuenta siempre y cuando

pagaras piso. La bronca fue que los de Juárez y los pinchis Zetas se

pusieron ambiciosos y violentos, y pos ahora es una locura llevártela

tú solo. Pero te decía: ái te voy tendidos como bandido a mi pueblo

pa’ comprar mota. Y nada. Todos tenían apalabrada la mota con el

Chapo y no pudieron venderme. Fui a Badiraguato y nada, quesque

la siembra había estado jodida por el calentamiento de no sé qué,

qué no se más había salido pa’ trescientas avionetas y que iban pa’

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los Beltrán. Fui Atascaderos, en chihuahua, y tampoco; Ya estaba

vendida a los Carrillo. No, pos bajé bien agüitado, ¿Sabe qué,

compa? le dije a mi socio, este negocio parece estar hecho con la

mano del diablo, no hay mota. ¿Cómo no va haber, compa, si es lo

que sobra? Se lo juro por la tumba de mi padre. Mi socio hizo unas

llamadas. Ya está, compa dijo. Váyase a Michoacán, allá por Lázaro

Cárdenas, allá sí hay. Y me fui en fuga, pensando en el billete que

me iba a embauchar si salía el jale.

Allá llegué con un bato bien pinchi enfadoso, con dientes de

plata y que se le tiraba de galán. Dos días me estuvo castre y castre

con los sinaloenses éramos güevones, borrachos, feos y maricones.

Tuve que ponerles unas pinchis ganatadas en la cara y decirles que

nos fuéramos respetando, y que yo había ido a comprar mota y él a

conseguirla.

Donde estábamos era un playa y pa’ subir por la mota era

un chinga; máximo tres horas. El mundo ideal. Desde el primer día

nos pusimos a bajar unos kilos y entre más bajábamos, más

insoportable se ponía el bato enfadoso. ¿Cómo te diré? Era

presumido. Sacaban mi troca y se paseaban por el pueblo con el

estéreo a todo volumen. Compa, ya déjese de payasadas, nos van a

atorar, le reclamé. ¿Cómo cree?, aquí todo está controlado. De

andar con la troca pasó a aventar balazos y luego a emborracharse y

decir que trabajaba pa’ unos sinaloenses pesados. Ya no dijo más

porque, una mañana llegó la judicial a mi hotel. Quise salirme por la

ventana, pero por todos lados había policías. Cuando salí, waché

que tenían todo madriado al bato enfadoso. ¡No he dicho nada, no

he dicho nada!, decía el cabrón. Le dije al comandante que sí, era de

Sinaloa, y que estaba ahí porque un socio y yo queríamos poner una

empacadora de camarón que traeríamos de Mazatlán. Pos fíjese

que no le creo, pero tampoco le hemos encontrado a este fulano la

mota; lo voy a vigilar, ya está advertido, y se fue. La mota estaba en

la casa de la amante del bato enfadoso, por eso no la encontraron

los federales.

Y luego le hablé a mi socio: Este pinchi bato enfadoso jodió

todo, mañana me voy. ¿Cuánta monta ha juntado? Tonelada y

media. Está bueno, mañana le mando las pangas y véngase ya.

Al otro día mi socio cumplió con la palabra y llevamos la

nota a las pangas. Y yo creo que era la una de la mañana cuando nos

cayó la judicial. ¡Trépense, compa!, trépese, me dijo el panguero y ái

ahí te voy. En ese momento, en ese momento la verdad, no me

agüitó que qué haígamos dejado media tonelada en la playa. Lo que

yo quería era perder a la policía. Y sí le dimos tan recio mar adentro

que nos perdimos hasta nosotros. Como habíamos salido en fuga, al

panguero no le dio tiempo de poner la brújula. Y ái fue cuando le

juré a Dios que si me ayudaba a librarla sería el último jale.

Sería bien largo contarte cada uno de los siete días que

estuvimos perdidos. A lo mejor hasta escribió una novela de eso. Lo

que sí te digo es que como al cuarto día empecé a alucinar; veía

tráileres en el mar, y eso que no le metí al perico como los dos batos

con los que iba. Ellos, en algún momento, se quisieron matar a

cuernazos; se reclamaban mutuamente por lo de la brújula. Yo me

quemé todo, parecía cáscara de mango podrido, y bajé kilos como

nunca. En el quinto día vimos un barco, pero era de la Marina y otra

vez a alta mar. La gasolina se nos empezó a acabar y, cuando

creímos que íbamos a morir en una panga llena de mota, apareció

un barco. Nos ayudaron a subir mis compas les apuntaron con los

cuernos, y yo nomás les pedí de comer y agua. La neta nos

alivianaron. Hasta nos orientaron con la brújula. Estábamos como a

veinte horas de las Islas Marías. Y así, a puro motor muerto,

pudimos llegar a Mazatlán. Ahí nos rescató mi socio.

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Yo quería descansar pero en chinga tuve que irme a Mexicali

pa’ vender la mota porque ya se estaba poniendo café, y así ya no

sirve. La vendí, cierto, pero bien barata y ni siquiera recuperamos la

inversión. O sea: no gané ni madres.

PLEBITAS CHACALOSAS

Lucen las mejores marcas y ropa de pedrería, los más caros

celulares, uno para cada día, las uñas bien decoradas, les gusta

verse bonitas.

Esta música del movimiento alterado es pura enfermedad

dice Jota Erre ahora que suena en el estéreo una tal Jazmín. Esa

música y que aquí anden paseando las hijas de los pesados hacen

que las morras se sientan narcas. Unas se ven débiles, pero

consiguen cuernos y se vuelven poderosas. Y las otras sueñan con

andar con uno de su calaña. Pero volvemos a lo mismo: en el narco

la mayoría de los batos no tiene ni dónde caerse muerto.

Si alguien de ellos te escuchara pensarían que les tienes

envidia.

Jota Erre me mira con cierto desprecio y da vuelta en la

primera calle. Toca el claxon frente a una casa que el tiempo le ha

dada un poco de consistencia. Un tipo, que no pasará de los 30

años, sale y saluda a Jota Erre.

-Compa: ¿cuánto llevas en el jale?

-¿Por qué? –pregunta desconfiado el tipo y me mira como si

fuese policía.

-¡Contesta, cabrón!, ¿cuánto? Interviene Jota Erre.

-Ya voy pa’ los ocho años –responde-

-¿Y tienes dinero?

-Pos no tanto así, pero traigo esa troca que levanta morras

de a madre.

Jota Erre acelera y me dice:

-¿Wachaste cómo está el pedo?

INTENTO NÚMERO CINCO

Mis días como narcomenudista fueron fugaces. Tardé más en

aprender cómo lavar coca, que darme cuenta de que el traficante

terminaría trabajando pa’ pagarle al cártel o termina muerto. Yo

empecé a vender grapas cuando iba a cobrarle a la gente me salía

con la pistola, diciéndome que no me iban a pagar. Y que a ver

cómo le hacía. Por eso te digo que ahí no dure mucho. Luego un

capo me busco para lavar un kilo de la buena. Y ái me tienes

comprando el éter, la acetona, el ácido clorhídrico, el amoniaco, el

papel y las vasijas. Yo había lavado por pedacitos y esa vez, por

güeva se puede decir, lavé toda un jalón. ¡Y madres!, que se me

hecha a perder. Le dije al narco y él me salió con que tenía dos días

para pagarle. El bato era cabrón, nomas de oírlo mentar se le

pegaba a uno las diabetes. Y ái me tienes consiguiendo quince mil

dólares. Pedí prestado aquí y allá, le vendí el alma a unos cuantos, y

hasta mi mamá vendió un carrito que tenía Chale, quien sabe por

qué, pero como que todo se echa a perder en esta vida, ¿no?

REFLEXIÓN SIERREÑA

¿Te arrepientes de algo? Le pregunto a Jota Erre cuando vamos a la

fiesta de un locutor de radio en Culiacán.

Sí y no le dice y los dientes le relucen como el acero. Sí,

porque puede aprovechar el tiempo en algo más de bien. No,

porque les puedo decir a mis hijos que el narco no es mundo que

pintan. No, porque nunca robé ni maté a nadien. Yo creo que la vida

debe ser la que está arrepentida de que siga yo aquí, porque este

jale es como la lotería, y el premio gordo es vivir.

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EL ÚLTIMO INTENTO

Mi dizque carrera de narco estaba de picada. Yo no quería saber

nada. Ora sí le iba a cumplir a Dios. Pero pa’ ese entonces me buscó

la mano derecha de uno de los chacas. Lo ocupamos pa’ que sea el

prestanombres, le vamos a pagar bien. Como no más se trataba de

hacerle el paro a una gente, posno entré en conflicto con Dios. Lo

que tenía que hacer era acompañarlos a Oaxaca, decir que era un

empresario, hospedarme en el hotel Victoria y esperar a que llegara

una avioneta llena de coca. Y ái te fui ve fui vestido bien acá, bien

placoso. Llegué y me presentaron al viejón, al dueño de la droga. He

oído de ti, dicen que eres honrado; pendejo, pero honrado, me dijo

y yo nomás me reí. Ni modo que qué.

Me hospedé en el Victoria, ya te dije, y me puse a esperar.

Había días que nomás dormía y otros jugaba ajedrez con el viejón.

Una tarde, el brazo derecho me dijo que la avioneta iba a llegar esa

noche, que si todo salía bien, yo me devolvía a Culiacán con un buen

billete. Bajé al restorán y me puse a tragar como cochino de pura

alegría. Me acuerdo que en la tele estaba una película de narcos, y

yo pensé que qué sentido tenía verla si yo estaba con el viejón. En

eso, vi a dos batos que en los diez días que llevaba hospedado

nunca había visto. Y luego otros tres. Y luego otro. Salí, fui con los

pistoleros del viejón y les dije lo que había visto. Ellos me mandaron

a avisarle al viejón y, cuando subí, el viejón ya sabía cómo estaba el

rollo: ¡Son militares, ya nos chingaron!

Desde morro, casa a la que iba, casa a la que veía por dónde

saltarme. Y pos en el hotel había encontrado una escalerita que te

llevaba a otro predio. No se agüite, patrón, yo lo voy a sacar, le dije

y me lo llevé. Cruzamos la calle y él se subió a un carro y se fue. Su

brazo derecho me dijo que yo también aplicara la fuga, que el

cargamento había sido decomisado, que no iba a haber billete.

Me regresé a Culiacán como pude, pero no perdí la

esperanza de una buena recompensa. Al tiempo lo vi en

Guadalajara. ¿Y sabes qué pasó? Nada, nomás me abrazó, me dijo

que nunca iba a olvidar lo que hice por él y me regaló un bucanas

dieciocho. Valiendo Madre.

EL SEÑOR DE LA MONTAÑA

Un tipo sostenía el Nextel. Al otro lado del auricular alguien

escuchaba el cover que cantaba Jota Erre: Joaquín Loera lo es y será

prófugo de la justicia, el señor de la montaña, también jefe en la

ciudad; amigo del buen amigo, enemigo de enemigos, alegre y

enamorado así es Loera, lo es y será.

Cuando terminó de cantar, el tipo del Nextel se acercó a

Jota Erre y le entregó el radio. Escuchó: Canta usted muy bien,

compa, lo felicito; ái cuando se le ofrezca algo en todo México

nomás búsqueme.

¿A poco era el chapo?- le pregunto a Jota Erre cuando

llegamos a su casa.

-El mismo que viste y calza.

Jota Erre se desparrama en el sillón y empieza a platicarme

su vida como músico. Pero esa es otra historia.

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BERNARDO FERNÁNDEZ, BEF (1972)

Escritor y diseñador gráfico nacido en México, especializado en la

novela policiaca y cómic. Obtuvo el premio Memorial Silverio

Cañada en España por su primera novela policiaca Tiempo de

Alacranes. Es autor de obras de ciencia ficción como Gel azul. Su

novela Hielo Negro se convirtió en una de las mejores novelas del

género publicadas en México en 2012.

COLECCIÓN PRIVADA

A las siete de la mañana comenzó a sonar el set de música jungle

que Lizzy había programado en su iPod para despertarse. Se estiró

entre las sábanas de seda negra del futón king size.

Como todos los días, lo primero que vio al abrir los ojos fue

el cuadro de Julio Galán que colgaba justo en la pared contraria a la

de la cabecera, en su departamento de Polanco.

Quince minutos después, Helga, su entrenadora personal, la

esperaba en le gimnasio de la recámara contigua con un jugo

energético en la mano. Se trataba de una alemana ex finalista

olímpica que la acompañaba a todas partes.

-Guten tang –dijo la rubia. Lizzy respondió con un gruñido.

Lizzy hizo ejercicio aeróbico durante cuarenta minutos y una

hora de pesas. A las nueve, tras una ducha y té verde al tiempo que

revisaba su correo en un iPhone. Era la única ocupante del inmenso

comedor cuyos ventanales daban hacia el Castillo de Chapultepec.

Pancho le llevaba cada uno de los platos desde la cocina, donde los

prepara él mismo.

A las diez de la mañana, en el estacionamiento de sus

oficinas en Santa Fe, Lizzy descendió de su auto, un Impala 1970,

negro con llamas pintadas en los costados.

Por órdenes suyas, se habían recuperado el auto de un taller

mecánico de Perros Muertos, Coahuila, y mandado restaurar a Los

Ángeles.

Las primeras horas de la mañana las ocupó en atender los

asuntos financieros. Harta de las finanzas caóticas que había dejado

su difunto padre, se había hecho asesorar por un experto financiero

que le sugirió diversificar sus fondos en varios instrumentos de

inversión.

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Ella adoraba verificar los dividendos de sus cuentas. Le

fascinaba saberse más rica cada mañana.

A las doce tomó un refrigerio, fruta fresca, galletas altas en

fibra y té. Antes de la comida, a las dos de la tarde, recibió la

llamada de uno de sus galeristas en Europa. Pese a que estudió

artes en la School of visual Arts de Toronto, abandonó su carrera

creativa para concentrarse en aumentar su colección de arte

contemporáneo.

-Lizzy Darling, tengo algo que te va a fascinar –dijo su amito

Thierry desde París, con un español gangoso.

-Lo veo difícil, Tierritas, la última vez me ofreciste pura

basura.

-Te vas a ir de espaldas, mon amour, tengo siete piezas de

David Nebrada. Tras un silencio tenso, Lizzy preguntaba:

-¿Cuánto?

El dinero nunca era problema.

A las dos y media entró al salón vip del Blanc de Blancs, sobre

Reforma, donde saludó a don Renato, viejo empresario amigo de su

papá, quien comía con el secretario del Trabajo.

Los viejos invitaron a Lizzy a sentarse con ellos, propuesta

que declinó amablemente. Se despidió y caminó hacia su mesa

favorita, al fondo del restaurante.

En el camino se encontró a Marianito Mazo, hijo de un

productor de telenovelas, que comía con un par de cantantes pop

que gozaban de sus quince minutos de fama. Marianito la saludó de

beso, le presentó a las dos chicas (“Éstas son Lola y Dayanara”) y la

invitó a un coctel que tendría en casa de sus papás, en el Pedregal,

el sábado siguiente.

-Creo que andaré de viaje –dijo sonriente Lizzy-; deja

verificarlo y mi secretaria confirma con la gente de tu oficina.

Se despidieron con afecto.

Finalmente Lizzy pudo sentarse.

Pidió una ensalada de arúgula con carpaccio de salmón y

vino blanco.

Comió en silencio mientras revisaba sus mails en el celular.

Aprovecho para chatear con su primo Omar, que trabajaba de DJ en

un disco de Ibiza.

-¿Mademoiselle? – La interrumpió el maitre – el caballero

de la aquella mesa le manda esta copa.

Levantó la vista hacia donde le señalaban.

Desde el otro lado de restaurante, el secretario particular

del procurador general de la República le guiñó un ojo.

Por la tarde pidió a bonnie, su secretaria, que cancelara todas sus

citas para darse un tratamiento de fangoterapia en un spa de Santa

Fe, apenas a unas cuadras de su oficina.

-Recuerda que tienes pendiente ir al almacén –observó la

gringa con su cerrado acento texano.

-No se me olvida. Voy en la noche –repuso Lizzy. Se fue

caminando al spa, para desconsuelo de Pancho, que no quería que

anduviera desprotegida a ninguna hora. Ella siempre lograba

escabullirse.

La chica que le aplicaba el lodo sobre la espalda, una

francesa recién llegada de Lyon, no pudo evitar decir:

-Tiene usted un derriérre pguecioso. Figme y suave como un

melocotón.

-Muchas gracias –dijo Lizzy.

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Llegó al museo Tamayo a las ocho y media de la noche, a bordo del

viejo BMW blindado de su padre, manejando por Pancho. Tras ellos,

dos camionetas Windstar repletas de guaruras los escoltaban.

Iba vestida totalmente de piel negra, con el cabello recogido

en un chongo atravesado por palillos chinos.

Casi se veía hermosa.

-Espérenme afuera. No quiero llamar la atención –ordenó

en la puerta del museo.

-Niña… -protestó el guarura con voz cavernosa.

-Obedece.

Pancho ordenó que su equipo de ocho escoltas entrenados

en Israel –dos de ellos eran mujeres- se apostaran en puntos

estratégicos alrededor del museo. Todo el tiempo, el viejo guarura

mantuvo contacto con ellos por radiocomunicador.

Le ponían nervioso los caprichos de la niña, pero le había

jurado al Señor, su padre cuidar de ella.

Adentro, ajena a las consideraciones de su guardaespaldas,

Lizzy repartía besos entre galeristas, coleccionistas de arte,

curadores, críticos y artistas.

Era una celebridad en el ámbito del arte. Todo mundo sabía

de su colección y sus gustos peculiares. A más de uno sorprendía los

recursos con que contaba. Pocos preguntaban de dónde provenían.

Se inauguraba una retrospectiva del pintor armenio-

norteamericano Rabo Karabekian. Ocho de las piezas pertenecían a

la colección de Lizzy. Invariablemente pedía que se le diera crédito

como colección privada. No quería ninguna publicidad.

Tuvo que atravesar una barrera humana para saludar al

artista, quien atravesar una barrera humana para saludar al artista,

quien la reconoció a la distancia.

¡Lizzy, baby ¡-al anciano artista se le ilumino el rostro al ver

a su colección favorita.

¿How you doing, Rab?

Platicaron animados una media hora. Cuando la prensa

quiso tomar fotos, Lizzy declino amablemente.

El pintor le dijo que habría un after en el departamento del

curador de la exposición, en la Condesa. Que le encantaría que

viniera. Ella se disculpó.

-Got some business to tale care of, sorry –y se despidió de

todo el mundo.

Camino a su auto; sonó su celular.

-Los tenemos –dijo una voz cavernosa, al otro lado de la

línea.

Unos segundos de silencio.

_ ¿Están contigo?

_Simón, ésa.

_Te voy a lanzar una galletita al hocico, como a Scooby Doo

–repuso Lizzy antes de colgar.

Subió al BMW y ordenó que la llevaran al almacén.

Sin preguntar nada, Pancho enfiló hacia la bodega que la

MDA, su empresa fantasma, tenía en un parque industrial de

Vallejo. No cruzaron palabra durante todo el trayecto.

El equipo de seguridad del almacén los recibió, sorprendidos por la

hora de la visita. Una puerta de acero se deslizó pesadamente para

dejar pasar al BMW y a las Windstar.

El Bwana, lugarteniente de Lizzy en el norte de la ciudad,

salió a recibirlos. Era un cholo, ex porro que había aprendido algo de

química a su paso por la facultad de ciencias. Un sujeto violento

curtido en las calles de East. L.A.

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En secreto, Lizzy lo hallaba atractivo, fascinada por la belleza

salvaje de sus rasgos indígenas y su cuerpo atlético de

basquetbolista, generalmente vestido de jeans bombachos con el

torso desnudo, los pezones perforados por argollas, con tatuajes de

la Virgen de Guadalupe y la Santa Muerte reptando por toda la piel.

A veces, en lo profundo de sus sueños, Lizzy se permitía

fantasear con el cuerpo musculoso del cholo. Fantasía que se

esfumaba apenas se despertaba.

-Dichosos los ojos, ésa – dijo el Bwana a manera de saludo

en el patio de la nave industrial. Llevaba una escuadra .38 calada en

los pantalones y un paliacate verde cubriendo su cabeza rapada.

-Ya quiero terminar con esto. ¿Dónde están?

-This way – y se internó en el cuerpo de la bodega. Lizzy lo

siguió, dejando fuera a sus escoltas y a los gatilleros que cuidaban

del almacén.

El Bwana la guió bodega adentro, por pasillos estrechos

retacados de cajas rotuladas con caracteres coreanos. Pancho los

siguió, unos metros atrás, con una mochila de lona al hombro que

llamó la atención del Bwana.

Lizzy había especificado que se diseñaran esos pasillos como

un laberinto. Sólo unos cuantos conocían el camino hasta el centro.

El arquitecto, un gay solterón que solía pasear a sus perros por la

avenida Ámsterdam, había aparecido muerto en la carretera libre a

Toluca tiempo después de terminada la obra.

Algo iba platicando el cholo a sus jefa, pero a ella le fue

imposible entenderlo por la mezcla rapeada de spanglish y slang

fronterizo. Cada que llegaban a una puerta, el Bwana tecleaba un

código de acceso en las cerraduras electrónicas que protegían los

cruces.

Cuando llegaron al centro de la bodega. El Bwana tecleó un

código diferente. Esta vez, una compuerta se abrió en el suelo,

dejando al descubierto una escalinata que condujera a una cámara

subterránea, aislada del exterior por una capa de hule espuma de

alta densidad, igual que un estudio de grabación.

Al fondo se escuchaban gemidos. Apenas audibles, casi

murmullos.

-Welcome to asuntos especiales, ésa – dijo el Bwana.

Lizzy descendió por los escalones. El sótano estaba oscuro.

Se iluminó al tocar un interruptor, revelando la fuente de los

gemidos.

Un hombre y una mujer, amarrados con alambre de púas a

unas sillas de vinilo y amordazados con cinta canela. Ella tenía un

ojo reventado. Estaban cubiertos de sangre seca, con un charco de

sus propias excrecencias a sus pies.

-Huelen mal. Murmuró Lizzy.

Pancho de inmediato roció los dos cuerpos con un Lysol en

aerosol extraído de la mochila de lona. El hombre y la mujer se

retorcieron por el ardor del desodorante.

Lizzy se acercó a la chica. Revisó con curiosidad la cuenca

vacía.

-¿Dices que venía con él cuando lo levantaron?

-Simón, ésa. Es su colita. Bad luck.

La jefa del cártel de Constanza volteó hacia el hombre. Era

Wílmer, el asistente de Iménez, el capo colombiano con el que Lizzy

había estado negociando apenas unas semanas antes. La gente del

Bwana había descubierto que estaban introduciendo anfetaminas

brasileñas por su cuenta al territorio nacional.

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Wílmer era el responsable de la operación. Antes, un

verdadero cabrón. Ahora, lo que quedaba de él gimoteaba como un

cachorrro atropellado.

Lizzy pudo ver una lágrima escurrir por su mejilla mugrosa.

Hundidos en la mierda, todos son iguales.

Dio una patada de aikido en la mandíbula del hombre. Sintió

el hueso quebrarse bajo su suela. El golpe lo mandó al suelo. Su

aullido hubiera retumbado por el cuarto de no haber estado

amordazado.

La chica comenzó a retorcerse, intentando gritar bajo la

cinta que sellaba sus labios reventados.

Lizzy le arrancó la mordaza de golpe. Al hacerlo, levantó un

buen trozo de piel. -¿Qué dices?

-Po… por… favor… te…ngo una …hija…

En el suelo, el hombre lloraba. Ella lo volteó bocarriba con la

punta de sus botas.

-“Llora como una mujer por lo que no pudiste defender

como hombre” – citó Lizzy. Enseguida alargó su mano hacia Pancho.

El guarura sacó de la mochila de lona de bat de madera con

el logo de los Venados de Mazatlán, atravesado por una docena de

clavos de acero de cuatro pulgadas. Un objeto heredado del padre

de Lizzy.

-Aquí, las anfetas las movemos nosotros –dijo ella al hombre

del suelo-; no me gustan los sudacas metiches. Esto es lo que le

pasa a los que se meten en mis nichos de mercado. Considéralo una

declaración de guerra.

Avanzó hacia el hombre con el bat en la mano. En silencio,

Pancho agradeció ser tuerto y tener el ojo malo desviado hacia ese

lado. Discretamente, el Bwana volteó hacia la puerta.

Cuando la mujer de la silla vio lo que iba a suceder, comenzó

gritar sin control.

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CARLOS VELÁZQUEZ (1978)

Escritor mexicano nacido en Torreón, Coahuila. Autor de cuento,

poesía y reseña sobre temas vinculados con la lucha libre, el narco y

la contracultura. Es autor de las colecciones de cuentos Cuco

Sánchez Blues (2003), La Biblia Vaquera (2008), Remix EP (2009) y La

marrana negra de la literatura rosa. Ganó el Premio Magdalena

Mondragón de cuento en 2005.

LA BIBLIA VAQUERA

(FICHA BIBLIOGRÁFICA DE UN LUCHADOR DIYEI SANTERO

FANÁTICO RELIGIOSO Y PINTOR)

Nací en una esquina. En una arena de lucha libre. En Gómez Palacio.

Soy lagunero. Soy rudo. Soy un Espanto.

Siempre viví en San Pedro Amaro de la Purificación,

Coahuila. El mejor western de mi infancia, rue des Petites Epicuros,

París, julio, 19**, era ver a mi padre enmascarado tocar su viejo

saxofón de plástico arriba del cuadrilátero. Se llamaba Eusebio

Laiseca. Pero era conocido en la noche de Belgrano como el Espanto

I, accionista de la compañía RCA. Además de luchador

grecorromano y de su aflicción por las nalgas de Raquel Güelch,

formó parte del famoso dueto de música norteña El Palomo y El

Gorrión.

|Pisé la arena Olímpico Laguna a los cinco años. Aún

recuerdo a mi padre improvisar con las espaldas planas sobre la

lona un tema de frí con su doble cuarteto. Ese día, entre las doce

cuerdas y las cuatro esquinas y antes de que Don Cherry se lanzara

desde la tercera con su trompeta de juguete, desfilé por mis

obsesiones. La primera, el burladero símbolo de bar que es la

máscara de mi padre, y la segunda, la Biblia que me regaló cuando

derrotó al Santo, el Enmascarado de Plata. Latinoamericana y de

bolsillo, forrada de mezclilla. Una lindura de color que oscilaba entre

el intenso azul Blue Demon y el de los pantalones Levis 501 sin

deslavar. Mi padre la bautizó como La Biblia Vaquera* y ya no pude

separarme de ella. Se convirtió en mi blánquet. Era yo un nuevo

Linus. El Linus del ring neón.

A los dieciséis vi morir a dos yonquis: Espanto I y Espanto II.

Mi padre me heredó su máscara, la capa y unas botas hechas a

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mano por grupis anglosexuales. Yo no abandoné mis estudios.

Licenciatura en análisis y discrepancias del Lado B, el Bonus track y

el Track oculto. Una noche, mientras trabajaba en mi tesis sobre la

influencia que ha ejercido la técnica mp3 en la elaboración de trajes

de luchadores de imitación, el Joven Murrieta anunció en el

noticiero de las diez la continuación de una leyenda, la aparición en

cartelera del Hijo del Santo. Entonces me subí a luchar.

Debuté un domingo 21 de diciembre. Mi padrino fue el

Yelero Aguilar. Lucha semifinal. Relevos australianos. Los Ministros

de la Muerte I y II y Espanto Jr. vs. Tony Rodríguez, Caballero Halcón

y Pequeño Halcón. Réferi: Sergio Cordero.

* A.k.a. The Country Bible.16

Subimos al ring acompañados por edecarnes

internacionales. Las Primas, grupo femenil de argentinas que

cantaban: Saca la mano Antonio, que mamá está en la cocina. De

música de fondo sonaba Never Let Me Down Again de Depeche

Mode. Ahí se definió mi estilo de lucha. Lo que después la banda

llamaría Kitsch Retro Neo Vulgar. La experimentación que me

llevaría a programar a Ministry con Rocío Banquells y a Los Ángeles

Negros, Los Terrícolas y Los Caminantes con María Daniela y su

Sonido Láser.

Ninguna arena de lucha libre cuenta con clima artificial,

estacionamiento o baños limpios. Debido a que gané el Primer

Concurso de Instalación Coahuila 2002 con un conjunto de jaulas

que denominé Primeras adolescentes, la crítica me calificó de fan de

Technologic, nuevo video de Daft Punk. Otro sector, no enfurecido

por la escandalosa ascendencia de mi fama, me clasificó como el

niño genio de la pintura lagunera.

La Biblia Vaquera es como las Matemáticas Negras o como

un Little Brown Book. Antes de cada pelea, en el vestidor abría mi

Biblia frente a un altar dedicado a Yemayá, Eleguá, Changó, Ochún y

Obatalá. ofrecía en sacrificio cualquier sencillo pop que sonara en la

radio y me comía su corazón de pollo. Era un privilegiado de la

santería. Los dioses cubanos me protegían en mis combates.

Porque Gómez Pancracio ha sido siempre un exquisito

faisán productor de luchadores de aroma, mis exposiciones

individuales y colectivas crecieron en proporción con mis

detractores. El comisionado de box y lucha en declaración sublime

me condenó a una gira por el circuito Torreón-Gómez-

Lerdo. Los Ministros y yo triunfamos en todos los antros. En el

Auditorio Municipal, catedral del costalazo, despojamos de sus

máscaras a Los Diabólicos I, II y III. Tripleta de hermanos que

atendían una carnicería en el centro de Gómez Patricio. Mi

apoderado, pendiente de que tuviéramos un efectista cartel, nos

consiguió una lucha estelar, la última como mosqueteros, pues

sabía que debía abandonar la formación clásica de powertrio: bajo,

batería y guitarra, para lanzarme como solista.

Mi primera presentación en apartado fue en el Coliseo

Laguna. El espectador de lucha no es distinto al cinéfilo o al que

asiste al balet. Están hambrientos por mentarle la madre al árbitro,

por bañar de orines al abanderado. Entonces comencé a sufrir el

síndrome de abstinencia. Era un mano a mano contra el Gran

Markus. En la oscuridad de mi vestidor, poseído y desnudo,

sacrifiqué un single de Mecano. Sentí malilla por la necesidad de Los

Ministros cuando me trepé al ring con La Biblia Vaquera en mano.

La presumí al público, a los bomberos, la policía, la prensa. Coloqué

la mano sobre mi coraza y prometí cumplir con la Ley de Murphy.

Sonó la campana y el Gran Markus me dijo quita tu chingaderita

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Wrangler y vamos a jugar billar. Lo derroté en dos caídas. La primera

y la segunda.

Mis contrincantes siempre eran rudos o exóticos. Mi

mánayer y San Juditas Tadeo, si no te callas te madreo, decían que

un gladiador que como yo va por todas las tortas ahogaperros, no

malgasta sus indulgencias en coreografías convencionales.

La sangre debe salpicar las butacas y manchar a las rubias.

La angustia existencial que acompaña a los luchadorcitos de hule sin

romper el empaque me motivó a escribir y me posesioné no sólo

como el crítico de artes plásticas más joven de la ciudad, sino como

el primero y, hasta la fecha, el único.

Mi columna Contemporánea permanece vigente, aparece

los jueves en el periódico Milenio Laguna. Como catador de obra

pictórica fui implacable. Me convertí en el verdugo local.

Mi siguiente exposición fue en la plaza de toros. Me

enfrenté a Blue Panther, el maestro lagunero. Una lluvia itálica caía

desde el inicio de la función y la edecambre se negó a salir sin

paraguas. Abandoné el vestidor abrazado de una muñeca inflable.

La ovación fue catastrófica. Parecía el Territorio Santos Modelo,

casillero de los guerreros del Santos Laguna.

No se veía nada parecido en la lucha libre desde que

huracán Ramírez saliera con la Tonina Jackson. La plaza es un

terreno apropiado para la experimentación. La arena del ruedo y la

intemperie permiten expandir las técnicas de jazz-rock-fusion y

ensayar otras con el funk.

Una minigira por San Pedroslavia y Pancho I. Mamadero me

preparó para una más extensa por las arenas de barrio de Piernas

Negras, San Pedrosburgo, Monterrey y Estación Marte.

Jugué en casi todas las posiciones: cácher, jardinero central

y en solitón. Estaba en condiciones de participar en una revuelta de

relevos atómicos a beneficio de la Cruz Roja, todo se lo debía a mi

mánayer y al Santo Niño Anacleto.

El archivo municipal propuso que por mi guarrito glamur en

la mezcladora, las tornamesas y el escratch, me concedieran el

Premio Estatal de la Juventud. Competí con artistas, roqueros,

escritores, pero el gobierno del estrado me lo concedió por mis

aportaciones a la cordura popular atemporánea. La comunidad

gutural protestó. En especial el grupúsculo frívolo de condecorosas

damas de sociedad, a quienes etiqueté La Vanguardia Cacerolera y

denosté como a correosas salchichas para asar marca Ponderosa,

damiselas copetonas que elevaron el taller de repujado al rango de

filiación artística. Cómo que se lo otorgaban a un luchador. A un

rudo. De jodido se lo hubieran dado a Martín Mantra.

El reconocimiento, es natural, tanto en la salud como en la

enfermedad me proporcionó un carpazo de estrella del pop.El

enroque de envidia que atiricia a todo comarcalaguneroso los

animó a hacer de la burla su estofa y me pusieron un apodo

acertado, inmejorable, leonero, el más fiel a mí mismo: La Diva.

La batalla entre voluntarios de la Cruz de olvido se

programó en Gomitos. En la Olímpico Laguna. Final de lujo. Relevos

vintage. Hijo del Santo, Fishman, Dr. Wagner y Acuario vs. Pimpinela

Escarlata, Sexypiscis, Súper Súper Súper Súper Porky: Brazo de Plata

y Espanto Jr.

Para atender al hijo del que filmó los salmos como cliente

consentido de taquería, dibujé un pentáculo en mi vestidor y en el

centro deposité un cedé de Mariana ochoa. Cuando me enteré de

que jugaría unas venciditas con mi protorrival, apelé a toda la

brujería que un luchador santero puede codificar por Sky.

Como ya era de rigor, aparecí en el entarimado con La Biblia

Vaquera en alto. De música ambiente sonaba Amor de la calle en

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versión de Juan Salazar. La bronca fue capturada para la televisión.

La fracción dura de la lucha libre mit la fracción dura de la lucha

libre. El pleitazo alcanzó raitin de programa de diyéis

fanáticorreligiosos. Nos descalificaron. Al rito de los rudos los rudos

los rudos, el Médico Asesino saltó de la segunda fila vestido de civil

y madreamos al Hijo del Santo hasta romperle la máscara y

confiscarle la sangre de mártir, enrochados por los gritos de los

ocurrentes: chínguenlo, chínguenlo al pinche enano.

Tomé el micrófono y reté al Hijo del Santo por el

campamento. Todo santo merece su capilla. Público. Público. Reto

al Hijo del Santo por el cinturón. El enano madreado se acercó a la

cabina y agarró el micro. Acepto. Acepto Espanto Jr. No eres pieza.

Sólo en montón puedes. Tú solo no eres pieza Espanto Jr. Con esas

lonjas que tienes, que ningún cirujano te quiere operar, no eres

pieza.

Los multicitados compromisos del enano de plata orillaron a

los promotores a programar el concierto hasta después de que

volviera de su gira de dos meses por Japón con Savoy Brown. Mi

apoderoso y San Juditas Tarareo concertaron que había que darle

mantenimiento al aparato de aire, ponerle un 20flotador nuevo,

echarle aceite a las chumaceras y cambiarle la paja. un asunto con

fines de lucro. y para hacer más atractivo el desplante y llegar con

más currículo a la pelea.

La primera máscara que arrebaté fue el Premio de

Adquisición de la DCCCXLVIII Bienal de Arte Nuevo del Estado de

Coahuila. A partir de eso las vitrinas de la lonchería de mi casa

aumentaron en especie y variedad. En mes y medio de capacitación

docente crecieron mis acciones en la bolsa. Invertí en pirotecnia

tailandesa y comencé a fumar habanos de a doscientos cuarenta y

cinco pesos. Espléndidos.

Arranqué una cabellera. El Premio Estatal de Periodismo

Coahuila. Mi tránsito por la libre: prolificote. Era la sensación

grupera. una mezcla entre Lidia Ávila y Martha Villalobos, la más

ruda, salvaje y sanguinaria de las luchadoras lesbianas de la

industria porno.

La segunda mascarita que me amerité fue la beca del Fondo

Estatal para la Costura por las Tardes de Coahuila en la categoría de

investigación artística. El proyecto fue la escritura de un ensayo

total, el libro definitivo que interrelacionaría mis conceptos teóricos

sobre la tornalucha libre, la arquitortura y la música electrónica con

las bodas de rancho.

El fin de semana anterior a que regresara el enano platero

tuve mi último agarre de preparación. Fue en la galería de la Alianza

Francesa. Nombré a la exposición Morir en los desiertos. La prensa

me consintió, dicen los malintencionados. que se portó benévola

conmigo. Es mentira. Sólo reconocieron mi talento. El comentario

por el que más me aborrecen es el de Ignacio Echevarría de El País:

Espanto Jr., el magnate absoluto del imperio del hip hop.

Apaniqué al enano enmascarado. Antes de largarse, yo era

un terroncito de azúcar morena sin refinar y volvió a meterse a la

jaula con un mafioso terrorista motorizado. Haría falta algo con más

toxinas que un látigo y una silla para evitar que le arrancara la

cabecita de póquet trumpet que tiene.

La moda impuesta por las bodas de los famosos se estiró a

todos los círculos del entretenimiento y el tedio masivos. Vendieron

el combate como vil puesta en escena a una televisora que para

darle en la madre a la competencia la trasmitió por cadena abierta.

Nada de peiperviú.

El espectáculo se llamó Maldita Primavera. La arena estaba

de bote en bote. La voz de Yuri proveniente de las bocinas del jom

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títer se confundía con los gritos de los vendedores y la

muchedumbre famélica, delirantota y borracha: sodacerveza.

Lonches jediondos. Gorditas con cólera.

Apareció primero en pantalla El hijo del Santo. Su sécond

era el Solitario. El mío mini Espectrito. Dejé el placard rudo saturado

de humo. había ofrendado tres elepés de Pandora que quemé entre

convulsiones, cánticos intraducibles y oraciones de estampita

recogida en la carretera.

Salí vestido de seminarista cartesiano. Apenas me vio con

un pie rumbo al ring, el encargado de sonorizar las emociones de los

apasionamientos a la lucha puso una canción de la tremenda Sonora

Dinamita.

Ae ae ae ae.

Ae ea.

Ae ae ae ae.

Ae ea.

Llorá corazón llorá.

Llorá corazón llorá.

Llorá corazón llorá que tu lagunero no vuelve más. Lucharán

de dos a tres caídas sin límite de tiempo por el campeonato nacional

güelter. En el extremo rudo, el orgullo de la Comarca Lagunera, La

Diva: Espanto Jr. Por el bando técnico,

El Enmascarado de Plata, El hijo del Santo.

ya se va tu lagunero, negra.

Se va para no volver.

ya se va tu lagunero, negra.

Se va para no volver.

Antes de que se oiga, de que suene la campana, un niño se

acopló junto a las cuerdas para tomarse una foto conmigo y una

sexosa mujer se acercó a darme un beso. El local estaba dividido. La

popularidad del enano no convencía a los facinerosos y alegadores

ocupantes de la planta alta y los precios populares, consumidores

de puro lonche de mortadela.

Empezó la querella, me planté en el centro de los cuatro

postes, abrí mi Biblia Vaquera y comencé a predicar en yoruba.

Lengua negra, hijo de Espanto, cumbianchero, tenía al público

embelesado y me apoyaban. Mátalo. Mátalo Espanto Jr. El sermón

continuaba.

Jesus gonna be here.

gonna be here soon.

you gotta keep the devil

Way down in the hole.

Dominé al hijo del Santo en tres caídas. Ni el tope suicida,

ninguna llave, ni la de a caballo me doblegaron. Biblia Vaquera y

cinturón en mano, macicé el micrófono con mi voz de maniático

predicador callejero. A ver tú, enano protagonista de películas

camp, te reto a una lucha máscara vs. máscara sin ampáyer. Solos.

Extrayéndonos el cuero de las correas. El actor de guiones

rascuaches contestó Acepto Espanto Jr. La semana que entra, aquí

mismo, a una sola caída. El jueves, día institucional para la práctica

del ilustre deporte en gomitos, recibimos la noticia de que la

olímpico Laguna estaba vetada. El motivo era que el público de la

primera división arrojaba demasiados objetos a la cancha. Sucede

con frecuencia en el balompié. El partido se realizaría a puerta

cerrada y se trasmitiría por cadena nacional.

La arena estaba vacía. Sólo los séconds ingenieros de sonido

custodiaban las consolas. Subimos al ring al mismo tiempo. Cada

uno ocupó su lugar en su esquina. Detrás de las tornamesas. No fue

una lucha cardíaca ni dramática. Mi oponente arrasó conmigo. Era

un hijo de papi. Su colección de viniles europeos marcó la

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superioridad. Era inmensa. Amplísima. Más de dos mil quinientos

listos para disponer de ellos y animar una noche entera a la multitud

rave.

Yo me esforcé por extractar lo mejor de mi material. Por

más yuxtaposiciones malabares de género que realicé, sampleos,

rogramación, efectos, el repertorio del enano y sus habilidades me

opacaron de manera rampante. Todo su equipo era de primer nivel.

Las agujas, los audífonos, todo importado.

El sacrilegio cometido dos horas antes, el apuñalamiento de

decenas de discos, no funcionó. La Biblia Vaquera tampoco

respondió. La estrujé, le imploré, la maldecí y fracasé.

No esperé a que una autoridad en la materia me exigiera

que me despojara de mi máscara: perdí y yo mismo me la quité

frente a la cámara. Pronuncié mi nombre y mi profesión de

sociólogo y le aventé su trofeo al ganador.

Camino al vestidor rudo, coloqué La Biblia Vaquera en el

tercer asiento de la primera fila y me alejé con la idea de retar al

Hijo del Santo dentro de un mes a una lucha máscara vs. cabellera,

en mi tierra, en San Pedro, Bahía.

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HÍBRIDOS

HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT (1890-1937)

Escritor norteamericano de horror y ciencia ficción. Se le considera

el precursor del denominado «horror cósmico». Fue un gran

innovador del cuento de horror, gracias a su personal tratamiento

de la atmósfera de sus historias. Dentro de su producción destaca

también el ensayo, el género epistolar y algunos poemas. Dentro de

su producción destacan los relatos que la crítica engloba bajo el

nombre de los Mitos de Cthulhu (divinidad maligna creada por él)

entre los que están: La llamada de Cthulhu, El calor de fuera del

espacio, El horror de Dunwich, El que susurra en la oscuridad, En las

montañas de la locura, Los sueños de la casa de la bruja, La sombra

sobre Innsmouth y El abismo en el tiempo; destaca también el

ensayo El horror sobrenatural en la literatura, así como las noticias

dispersas sobre la supuesta existencia de libros herméticos como el

Necronomicón.

LA LLAMADA DE CTULHU

Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan

sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia

se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se

retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de

las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo

con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y

especie...

Algernon Blackwood

1. EL BAJORRELIEVE DE ARCILLA

No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la

mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella.

Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros

mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos

viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado

mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados

conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que

en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos

ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en

la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos

teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico

del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces

incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que

nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando

optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visón de

esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos,

y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda

temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de

elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y

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las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre

llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré

voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por

otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo

que sabía, y que si no hubiese muerto repentinamente, hubiera

destruido sus notas.

Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el

invierno de 1926—1927, a la muerte de mi tío abuelo, George

Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la

Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell

era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas

inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los

conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por

lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y

dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el

interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de

Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón

de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y

sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une

los muelles a la casa del muerto, en la Calle Williams. Los médicos,

incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego

de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse

a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso

de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos

años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese

diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas... y algo más que dudas.

Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin

hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta

atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi

casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su

mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero

había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí

siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no

encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el

profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me

encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué

significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas

notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había

convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más

superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que

había alterado la paz mental del anciano.

El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros

de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de

superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin

embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su

sugestión; pues aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean

numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica

regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los

dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar

de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré

identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación.

Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de

carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución

impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una

especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma

que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo

que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un

pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el

espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto

de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de

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tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más

particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una

arquitectura ciclópea.

Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además

de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor

mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en

apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL

CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de

imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan

desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera

tenía el siguiente título: “1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox,

Calle Thomas 7, Providence, R.I.”, y la segunda: “Informe del

inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121, Nueva Orleáns, a la

Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y

del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy

breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de

libros y revistas teosóficos (principalmente La Atántida y la Lemuria

perdida de W. Scott—Elliot), y el resto comentarios acerca de la

supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a

pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como la La rama

dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la

señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente

a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la

primavera de 1925.

La primera parte del manuscrito principal relataba una

historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven

delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación,

había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de

arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el

nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al

hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente

relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en

la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel

Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de

genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había

llamado la atención por las historias y sueños extraños que se

complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo “físicamente

hipersensitivo”; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo

consideraba simplemente “raro”. No había frecuentado nunca a los

de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda

actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas

de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de

preservar su conservadorismo, lo había desahuciado.

En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había

pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos

de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de

un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi

tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta

excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La

réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como

para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis

poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual.

—Es nueva, es cierto —le dijo—, pues la hice anoche

mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos

que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida

de jardines.

Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de

pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró

febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve

temblor de tierra —el más violento de los que habían sacudido

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Nueva Inglaterra en esos últimos años— que había afectado

terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera

vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de

enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de

un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares

estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra,

de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz,

sino más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía

traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.

Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y

perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad

científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve que

el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su

ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada

edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los

jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un

poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que

trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos

extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió

repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de

las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor

quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda

doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle

acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de

esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del

joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo

tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra,

húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba

una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo

indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia

eran los representados por las palabras Cthulhu y R'lyeh.

El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la

cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido

atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían

llevado a la casa de sus padres, en la Calle Waterman. Se había

puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas

que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado

alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en

seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso,

yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street,

médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox

alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se

estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los

sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca “de varios

kilómetros de altura” que caminaba o se movía pesadamente.

Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e

incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron

al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había

intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el

doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo.

Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo

normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre

violenta que al de un desorden del cerebro.

El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de

pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la

casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en

sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico

declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero

ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su

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enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego

de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas

muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos

nocturnos del artista.

Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las

abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el

escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede

explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que

habían soñado diversas personas en el mismo período en que el

joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía,

había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos

aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente,

pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de

todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas;

pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese

obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario.

Aunque no conservó la correspondencia original, las notas

formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia

y los hombres de negocios —la tradicional “sal de la tierra” de

Nueva Inglaterra— dieron un resultado casi completamente

negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de

impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril,

período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no

fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas

descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de

ellos hablaba del temor a algo anormal.

Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y

poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido

presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a

sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas

insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para

corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia

de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos

reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de

los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de

febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy

curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio

del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos

semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su

terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las

notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un

arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía,

se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox

a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo

salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese

conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a

números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal.

Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos.

Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo

si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían

sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones,

y es mejor así.

Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos

de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El

profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes,

pues el número de estos extractos era prodigioso, y además

procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un

suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una

ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al

editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba,

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apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de

California relataba que una colonia teosófica había comenzado a

usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso

acontecimiento”, que no llegaba nunca, mientras las noticias de la

India se referían cautelosamente a una seria agitación de los

nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían

multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos

misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas

habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche

de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados

por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el

oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois—Bonnot exhibió en

1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de

Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan

numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico

advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones.

Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el

crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé

convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos

sucesos anteriores mencionados por el profesor.

2. EL INFORME DEL INSPECTOR LEGRASSE

Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al

sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda

mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell

había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había

meditado sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las

sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir... Todo esto en

circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al

joven Wilcox con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior

había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad

Norteamericana de Arqueología celebraba su consejo anual, en

Saint—Louis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos,

había desempeñado un papel importante en todas las

deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que

aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer

preguntas y plantear problemas.

El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de

atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy

común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleáns

a Saint—Louis en busca de cierta información que no había podido

obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era

inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una

estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua

aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar.

No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por

la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como

único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo,

fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los

pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una

expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y

odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante

un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los

del vudú. Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a

los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el

deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para identificar

así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus

fuentes.

El inspector Legrasse no había esperado que su pedido

convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa

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estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos

rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura

cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían

perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela

escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo

centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la

oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.

La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano

en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos

veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente

labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente

antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una

masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta

elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un

par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que

exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada

corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular,

cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas

rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro,

mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades

asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del

pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las

garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto

daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a

causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta,

pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada

permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la

civilización.

El material de la estatua encerraba otro misterio. No había

nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella pieza

jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los

caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno

de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la

mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir

el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el

material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente

distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo

terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y

nuestras concepciones no habían participado.

Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso

sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el

misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la

efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que

sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing

Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y

explorador de bastante renombre.

Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb había

recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones

rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la

costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu

degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco

curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz

deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los

otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían

estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas,

anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y

sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional

dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había

oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote,

y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en

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caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el

fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los

esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los

acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve

de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos.

Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos

esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.

Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los

miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que

abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación

recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor

Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia.

Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un

instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective

convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en

sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con

las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el

brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus

ídolos:

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.

Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb,

pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas

palabras. Era algo así:

En su casa de R'lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.

Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector

relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano;

veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía

cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los

teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa

imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre

parias y vagabundos.

El 1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns

había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur.

Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes

en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo

desconocido que había invadido la región durante la noche. Se

trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más

terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo

tamtam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos

bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían

desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos

irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas

diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el

aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.

En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron

en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso

colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los

vehículos y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a

través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba

la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español

retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras

húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más

depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las

colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable

conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse

alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los

tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando

en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo

parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las

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interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su

repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del

lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto

maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas

tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de

horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.

La región en que ahora entraba la policía tenía

tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido

explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un

lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo

parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos,

unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus

cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí

desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros

del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la

muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba

para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se

desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun

así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había

aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.

Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los

ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban

lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los

apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y

nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde

proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia

orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con

gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques

tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del

infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un

coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea1:

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.

Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era

menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la

escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y

otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado

por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua

pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos

contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.

En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de

tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y bastante seca.

Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más

indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un

Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba,

rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez

en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el

centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en

cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta

estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un

ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro,

colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente

mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo

saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha

en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el

círculo de fuego.

Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un

simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español,

creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas

antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en

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lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph

D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era

desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el

débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos

ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más

lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las

supersticiones locales.

La inactividad de los hombres paralizados fue

comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas

las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la

policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la

horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron

indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero

finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los

que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de

los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron

transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La

imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por

Legrasse.

Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje

agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea,

y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había

algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de

Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto

heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para

comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un

fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los

prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a

la idea central de su aborrecible culto.

Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy

anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el

cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y

al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en

sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca

había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había

existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías

desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu

saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R'lyeh para

reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros

ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí,

esperándolo.

Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un

secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad no era lo

único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían

de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los

Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El

ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir

si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la

antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La

invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en

voz alta. El canto significaba: “En su casa de R'lyeh el fallecido

Cthulhu espera soñando”.

Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante

cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas

instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes

rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los

Alas—Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio

inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo

saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró

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obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado

Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado

con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.

El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas

que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de

nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros

seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes

ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún —le habían dicho a

Castro los inmortales de China— en unas piedras ciclópeas de

algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la

aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos

cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos

de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las

estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.

Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y

hueso. Tenían forma —¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?—

, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias

iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran

desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no

habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la

gran ciudad de R'lyeh, preservada por los sortilegios del gran

Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su

gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior

debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que

impedían que se descompusieran impedían también que se

moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar

en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían

todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la

transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en

sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los

primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más

sensibles moldeándoles los sueños.

Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron

el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos;

ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente

lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser

favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su

tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su

reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues

entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje

y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los

hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente. Los Antiguos,

liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el

mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis.

Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el

recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno.

En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían

hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había

pasado. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus monolitos y

sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos,

con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera

en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales. Pero los

recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando

los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie.

Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos,

saldrían de sus subterráneos y propagarían los rumores recogidos

allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no

se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las

sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso

mencionar, curiosamente, el tamaño de los Antiguos. En cuanto al

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culto, afirmó que su centro debía encontrarse en los desiertos

intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña

aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería

europea y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro aludía

a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón

del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el

iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente

en el tan discutido dístico:

No está muerto quien puede yacer eternamente,

y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.

Legrasse, profundamente impresionado, y no poco

intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto.

Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un

secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron

arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las

mayores autoridades y se encontraba nada menos que con el

episodio de Groenlandia del profesor Webb.

El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse,

corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las

cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero

apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es

preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a menudo a

la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo

la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue

devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace

mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente

parecida a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox.

No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato

del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información

recogía por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la

figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de

Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las

palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los

diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese

iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo

en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído

hablar del culto, y había inventado una serie de sueños para

acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros

sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían

corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo

y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las

conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego de

estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y

antropológicas con la descripción del culto que había hecho

Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el

haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.

Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de la Calle Thomas,

desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del

siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente

entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más

hermoso campanario georgiano que pudiera verse en Norteamérica.

Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y

comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio

era profundo y auténtico.

Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los

grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un

día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por

Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles en versos

y pinturas.

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Moreno, frágil y de aspecto un poco descuidado, Wilcox se

volvió lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba.

Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había

excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin

expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia,

traté prudentemente de hacerlo hablar.

Poco tiempo me bastó para convencerme de que era

absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo

inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían influido

profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo

modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión.

No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve

creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado

insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca

de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no

sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi

tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo

podía haber recibido esas impresiones sobrenaturales.

Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético,

haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra

verde y musgosa —cuya geometría, añadió curiosamente, era

totalmente errónea—, y oí otra vez con un temor expectante el

subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.

Esas palabras figuraban en la temible invocación que

evocaba el sueño—vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de

R'lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente

perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente

del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas y

concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su

impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de

expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la

estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la

superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales un

poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras;

pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su

honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que

su talento prometía.

El asunto del culto continuó fascinándome y a veces

imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen

y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros de los

que habían participado en aquella vieja expedición, examiné la

estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El

viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que

escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una

confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi

interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión

muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría en un

antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente

materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable

perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los

recortes coleccionados por el profesor Angell.

Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que

ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó al

suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de

unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del

descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había

olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de

sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido

conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales

secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos

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misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido

molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía

cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las

investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el

escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o

quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante,

pues yo también he aprendido mucho.

3. LA LOCURA DEL MAR

Si el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría

totalmente de mi memoria el descubrimiento que hice, por simple

casualidad, al echar una ojeada a una hoja de periódico que recubría

un estante. Era un viejo número del Boletín de Sidney del 18 de abril

de 1925, con el cual no hubiese podido dar en mi vida cotidiana.

Había pasado inadvertido hasta para la agencia de recortes que

había estado coleccionando ávidamente durante esa época

materiales para mi tío. Había yo casi abandonado mis

investigaciones cerca de lo que el profesor llamaba el “culto de

Cthulhu” y me encontraba de visita en casa de un docto amigo de

Patterson, Nueva Jersey, conservador del museo local y

mineralogista de renombre. Examinando un día los ejemplares de

reserva, amontonados en desorden en los estantes de una de las

salas del fondo del museo, mi mirada se detuvo en la rara

ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras. Era

el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía

corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La

imagen era una fotografía en sepia de una odiosa estatuita de

piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano.

Despojé vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el

artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin

embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda.

Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme

en seguida en acción. He aquí el contenido:

MISTERIOSO BARCO A LA DERIVA

RESCATADO EN ALTA MAR

El Vigilant arribó remolcando a un yate

neozelandés armado. Un muerto y un

sobreviviente a bordo. Relatan combates

furiosos y muertes en alta mar. Marinero

rescatado se niega a dar detalles de la

misteriosa experiencia. Ídolo extraño

hallado en su poder. Se iniciará una

investigación.

El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de

Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía

de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias

averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue

avistado el 12 de abril a los 34°21' de latitud sur, y a los 152°17'

longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo.

El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue

alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por

excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el

buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego

descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un

hombre muerto por lo menos desde hacía una semana.

El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra

horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto,

cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad

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Real y el museo de la Calle College no pudieron determinar, y que el

hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un

altarcito rudimentario.

Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y

violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado

Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la goleta

Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con

una tripulación de 20 hombres.

El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente

de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a

los 49°51' de latitud sur y a los 128°54' de longitud este encontró al

Alert conducido por una tripulación de canacos2 y mestizos de

aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar,

y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de

cañones de bronce particularmente pesada.

Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se

resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse,

pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación,

lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar

en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo

torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.

Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el

primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando

del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección

seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo

se les había ordenado cambiar de rumbo.

Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba

en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque

Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo

que habían caído en una grieta entre las rocas.

Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al

yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la

tormenta del 2 de abril.

Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue

recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera

cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió

aparentemente a otra causa que a privaciones.

Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era

muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación.

Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes

incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad.

Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se

había hecho apresuradamente a la vela.

Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus

tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es

un hombre digno de toda confianza.

El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este

asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que

hable más libremente.

Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué

pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas

noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles

seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había

impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma

mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella

en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el

contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado

había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del

odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y

natural relación de hechos era esta que daba una significación

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maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por

mi tío?

El 1° de marzo —el 28 de febrero de acuerdo con el huso

horario internacional— se habían producido una tormenta y un

terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado

rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y

en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado

a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven

escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de

marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla

desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los

sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se

oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco,

mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del

delirio. ¿Y qué pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que

cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió

indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de

aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las

estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los

sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de

horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso

no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso término de

algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de

los hombres.

Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando

telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi

huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes

llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy

poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las

posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto

demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a

propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos

durante la cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se

vio un fuego rojo en las colinas lejanas.

En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a

Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio,

con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de la

Calle West había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo.

De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los

oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme

su nueva dirección.

Volví entonces a Sidney y hablé sin éxito con gente de mar y

miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de

Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de

cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con

jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné

con cuidado y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía

el mismo profundo misterio, terrible antigüedad y sobrenatural

rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para

los geólogos, me dijo el conservador del museo, la estatua era un

enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo una roca

parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo

Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos:

“Vinieron de las estrellas y trajeron consigo sus imágenes”.

Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen

en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida para la

capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio

desembarcadero, a la sombra del Egeberg.

La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad

Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de

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Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el

nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi y golpeé con el

corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de frente

enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de

negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav

Johansen no era ya de este mundo.

No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura

marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía más

que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito,

que trataba “asuntos técnicos”, escrito en inglés con la intención

manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba

por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de

viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo

hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse,

pero el hombre murió antes de que llegase la ambulancia. Los

médicos, incapaces de precisar la causa del deceso, lo habían

atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general.

Sentí entonces que un oscuro terror, que no me

abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno

reposo, “accidentalmente” o por otro motivo, me traspasaba los

huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de

esos “asuntos técnicos” me autorizaba a poseer el manuscrito, me

llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía

a Londres.

Era un relato simple, desordenado; un diario de mar

redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel

último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus

oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar

por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me

hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos.

Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la

ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras

recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida,

en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron

de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del

mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a

lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto

vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del

sol.

El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara

él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en

lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad

consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos marinos el

horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno,

el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el

22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el

hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen

hablaba con un horror realmente significativo. Había algo

abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un

deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que

contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado,

Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen

viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del

océano, y a los 49°9' de latitud oeste, y 126°43' de longitud sur, se

encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea

cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del

terror supremo del universo: la ciudad muerta de R'lyeh, construida

hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia,

por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde

unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus

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compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde

donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que

aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a

los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la

restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe

bien que había visto bastante!

Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela,

coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu.

Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo

del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y

sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de

esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron

sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún

otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida

descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño

indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura

vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de

esas colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen

encontrada en la sentina del Alert.

Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la

ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez de referirse a

una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos

ángulos y superficies pétreas... superficies demasiado grandes para

ser de este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles.

Menciono estos ángulos pues me recuerdan los sueños que me

relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la ciudad

de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y

dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado

tenía ante la terrible realidad la misma impresión.

Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta

monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por los titánicos y

musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido

edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a

través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión

submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos

desconcertantes donde una segunda mirada descubría una

concavidad donde se había creído ver la convexidad.

Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido

(salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas de un

indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la

burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar —

vanamente, como comprendieron más tarde— algo que sirviese de

recuerdo.

Rodríguez, el portugués, fue el primero en llegar a la base

del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir.

Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una

enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del

pulpo—dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un

granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en

un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si

estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o

algo inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo

hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no

podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de

modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar

fantásticamente.

Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios sin

resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes,

apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo

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de la grotesca moldura de piedra —puede decirse que subió si se

admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal—, y los

hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al

fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel

comenzó a inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se

balanceaba.

Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno

de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el curioso

retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de

deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente

en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la

perspectiva.

La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas

tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban

algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al

fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda

que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo,

empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas.

El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era

insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo

un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos

escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y

apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la

tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire

corrompido de aquella ciudad de pesadilla.

La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta

parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que

dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El

monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje

aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa

contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden

cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que

en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que

en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El

monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros

astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas

eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido

lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía

por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu

era libre otra vez.

Tres hombres fueron barridos por aquellas patas

membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que

descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran

Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros

tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario

infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia

arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se

había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y

Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta

el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los

escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas

del agua.

Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que

todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de

frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el

Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena

indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras

tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran

de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas

emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz

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navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de la

leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la persecución

con golpes que levantaron enormes olas. Briden volvió la vista y

enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo

alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un

lado a otro.

Pero Johansen no había abandonado la partida.

Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert

antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo

desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la

cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo un

remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el

valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa

que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón

demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos,

llegaba casi hasta la punta del bauprés3; pero Johansen no

retrocedió.

Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un

líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una

hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un

instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque,

y un hervor maligno quedó a popa, donde —Dios del cielo— la

esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba

recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert

se alejaba más y más, y ganaba velocidad.

Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó

con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar

unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que reía a

carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente

quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la tormenta del

2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba

confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes

giratorias, vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la

cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del mar

hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro

de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios

del Tártaro, de alas de murciélago.

Luego de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el

tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de

retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar; pasaría

por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería

sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba

los recuerdos.

Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de

lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor

Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde

se ha unido lo que espero que nunca volverá a unirse. He

contemplado todo lo que en el universo puede haber de horroroso,

y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán

desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho.

Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré

yo. Conozco demasiado y el culto todavía existe.

Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra

que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad maldita

se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar

después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra

bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados, alrededor de

monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que

haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el

mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha

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surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir.

La abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y

sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción.

Llegará el día... ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no

sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden

de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga

bajo otros ojos.

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JACINTO AULO

Nació en la Ciudad de México y concluyó sus estudios universitarios

en el 68, obteniendo la licenciatura cuatro años después. Alternó su

vida literaria y viajera con su trabajo de oficina, lo cual dio como

fruto en su primera novela, Aquellos álgidos años. Este compendio

de cuentos supone su segunda obra, caracterizada por el humor

negro.

«Muerte por engusanamiento» en Cuentos de muertes

infaustas, Editores asociados S.A., México, 1975, pp. 33-38.

MUERTE POR ENGUSANAMIENTO

Como todas las mañanas, Euquerio se miró al espejo. Contempló su

alrevesada y distorsionada figura y lentamente eligió, entre una

gran cantidad y variedad, dos que tres granitos de su rostro, los

cuales, tras una ligera presión, se abrieron dejando salir unos

blancuzcos y semiamorfos gusanillos que, al contacto con la luz,

rápidamente se contorsionaron, haciendo piruetas e,

inmisericordemente fueron aplastados por el pulgar y el índice. Al

descubrir la masa que había quedado en sus dedos, la olfateó y fue

consciente de que emanaba el mismo putrefacto hedor de siempre.

Acto seguido, buscó en su espalda otros granillos que, aunque

estaban situados a la mitad de la espalda, pudo estrujarlos sin pasar

mayores dificultades, por su experiencia y maestría en el arte de

exprimir barros; una vez aplicada la adecuada presión, el mismo tipo

de gusanillo albus, brotó e, inmediatamente, murieron

despachurrados entre los dedos. Después de ducharse, cubrió su

cuerpo con el aroma penetrante de una fina loción, pues él miso

percibía el miasma que brotaba por cada uno de sus poros, siendo

molesto para los que lo rodeaban y angustiosa para él.

La fealdad e Euquerio aumentaba conforme su edad. Hacía

tiempo que había dejado atrás la niñez, periodo que recordaba con

nostalgia, pues, durante esos años, su rostro niño se había visto

libre de esa implacable plaga de horribles opúsculos que desde la

pubertad le atosigaban. Solamente algunas amarillentas y grasosas

fotografía, le recordaban que no siempre había sido feo y

despreciable —como él mismo se consideraba; sentimiento que

transformó su carácter en autodestructivo.

Cuando entró a realizar sus estudios de instrucción

secundaria, brotaron los primeros síntomas de acné vulgar, a los

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que ni él ni su familia dieron importancia, pues creían que se trataba

de trastornos normales de la edad. Como a los catorce o quince

años, aquel rostro había perdido toda su fisonomía original y los

mismos síntomas empezaron a invadir pecho y espalda. Fue desde

esa temporada que consultó, por la gravedad del caso, a diferentes

dermatólogos, en un ir y venir perenne, de años y que no dio ningún

resultado positivo. Incontables fueron los diagnósticos médicos, que

variaron, desde el acné vulgar, hasta el cáncer en la piel, pasando

por múltiples dermatitis, eczemas, hongos y herpes, en los que,

cuidadosamente, siguió, al pie de la letra la medicación indicada,

hasta que desesperó de ellas, cada una a su tiempo y una después

de otra. También sus parientes y amigos le dieron algunas

recomendaciones, como el lavarse con diferentes yerbajos o

untarse menjurjes de extraña procedencia. Llegó a tanto su

desesperación, que siguió la terapéutica de masturbarse, dos y tres

veces al día, cuando algunos compañeros de escuela, le comentaron

que lo que pasaba era que estaba «muy cargado»; sólo la dejó,

después e meses de practicarla, cuando no obtuvo más resultado

que un aumento en las horas de sueño.

La existencia de Euquerio dejaba de ser, por completo, feliz.

Siempre fue el hazmerreír de la clase. La crueldad, el ingenio y la

vulgaridad de sus condiscípulos, perpetuamente hacían blanco en

él. Cuando alguien lo identificó con una chilindrina, fue «la

chilindrina», cuando otro con un silo, fue «el silos»; otro más le

llamó «Míster granos»; otro «el garrapiñado»; uno, con más

imaginación, identificó su enrojecida nariz con una fresa y fue «el

fresón»; luego, continuando con la moda vegetariana, fue «el

ahuacatón», y «la chirimoya» y de ahí pasó a ser «el bolígrafo», (por

eso de la punta porosa); y cuando vino la época estagflacionista y

escasearon el trigo, el maíz y otros granos, le acusaron de

«acaparador». Y en verdad, así como pudo padecer acné, cáncer,

herpes o todas las enfermedades juntas, también daba la impresión

de ser un cacahuate o nuez garrapiñados, o un pan similar a la

chilindrina o una gigantesca fresa o un pequeño silo lleno de granos

o todas esas cosas juntas o separadas y todavía más, que ninguna

de las mentes que le rodeaban pudieron concebir, pero que estaban

latentes en ese monstruoso, repugnante, grotesco rostro.

Sin concluir los estudios de comercio, se alejó de la escuela.

Ya no fue capaz de soportar más burlas de los estudiantes, a los

cuales llegó a odiar tanto como a él; sentimiento que le corroía

víscera por víscera, órgano por órgano. Al dejar los estudios, no tuvo

más alternativa que buscar trabajo y si bien no era incompetente, sí

era insoportable su presencia, por lo que, no fue sino hasta que

consiguió una plaza dentro de la maquinaria burocrática, en una

subsecretaría del ministerio de agricultura, (en donde su

personalidad estaba de acuerdo con el ambiente), que pudo

descansar de trotar de agencia en agencia, en busca de una vacante.

Para su desgracia, el ambiente de la subsecretaría no fue menos

cruel que el de la escuela; pues durante el tiempo que holgaban sus

compañeros de trabajo, (la mayor parte del día) se daban a la labor

de buscarle nuevos motes, algunos de los cuales ya le habían puesto

en los tiempos de escolar y que le hicieron dudar de su inventiva.

Una mañana, al seleccionar los granitos que exprimiría,

pudo observar en su rostro dos más que estaban lo suficientemente

maduros como para exprimirlos y que, la noche anterior, no había

notado. Sin darle mayor importancia, realizó sus acostumbradas

tareas matinales y se fue a laborar. Los subsiguientes días, observó

que el número de forúnculos que estrujaba, aumentaban

paulatinamente, así como su volumen, contenido y hedor. El cuarto

día, empezábasele a hinchar el bajo vientre y las nalgas. Al quinto, la

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voluminosidad era a tal grado molesta que casi no podía caminar y,

en vista de que el mal era incontrolable, se decidió a llamar al

médico del sindicato y se reportó enfermo en la oficina.

Al llegar el galeno, fue la portera quien le recibió y le acompañó

hasta el departamento del paciente. Al abrir la puerta, el médico,

que no estaba acostumbrado a la miasma de Euquerio, creyó que

había llegado tarde y que éste era ya cadáver. La consulta fue

rapidísima, el mefítico aroma insultaba los cornetes del doctor y

después de recetarle algunos antibióticos, un antiflogístico, un

somnífero y reposo total por una semana, salió con un pañuelo en la

nariz y a paso veloz.

Un cuanto más tranquilo, por tener su incapacidad, seguro

de que no le sería descontado ningún día y que no tendría que

soportar a sus compañeros de trabajo, Euquerio pidió a la portera

que le surtiera la receta en la botica de empleados federales y se

dispuso a tomar un baño de tina. El resto del día lo pasó leyendo

historietas, viendo la televisión y cuando finalizó la transmisión, se

retiró a dormir una vez que tomó las medicinas prescritas.

El poderoso efecto del somnífero le hizo dormir

profundamente hasta casi las tres y media de la madrugada, cuando

algunos molestos cosquilleos en la nariz le hicieron despertar. Al

abrir pesadamente un párpado, su pupila quedó fija en una masa

informe de gusanillos que tranquilamente deambulaban. Primero

creyó que todo era producto de su imaginación, pero cuando el

hormigueo se hizo más perceptible, sufrió un repentino ataque de

histerismo. Con algunos trabajos, y no menos dolores se incorporó y

entre sus dedos tomó aquello que era el producto de algunos

abscesos que se habían reventado por la presión. Rememoró que en

algunas otras ocasiones, aun cuando la hinchazón fue más leve, le

había sucedido algo semejante, por algún movimiento involuntario

o por el roce de las cobijas: «¿Y los gusanos?», se preguntó; «Alguna

pesadilla… Tal vez tengo temperatura», se contestó y del buró tomó

otras dos pastillas de fenobarbital.

La onírica pesadilla de esa noche, fue algo que no llegó a

narrárselo a nadie.

Poco después, de que los sedantes causaron su efecto,

empezó a sentir un intenso hormigueo por todo el cuerpo, al

despertarse lo pudo contemplar completamente cubierto de una

informe masa de gusanillos del género albus, que luchaban por salir

de cada uno de los poros de su cuerpo; las partes más afectadas

eran la cara, el abdomen y la espalda. Por un momento quiso

cambiar de posición, pero todos sus miembros estaban

desarticulados y no obedecieron la orden. El pelo poco a poco se le

fue cayendo ante el empuje de miles y miles de gusanillos. Sus ayes

de dolor e impotencia fueron escuchados por algunos de los

vecinos, hasta que empezaron a invadir la cavidad bucal gran

número de animalejos y obstruyeron la salida de cualquier

sonoridad; a cada impulso tan sólo ayudaba a que brotaran más y

más gusanos. Lo último que pudo contemplar, fue cómo le iban

devorando los pies y las manos, al momento que le fueron atacados

los ojos. Todavía vivió algunas horas más, entre convulsiones y

dolores pavorosos, hasta que la plaga de gusarapos famélicos, en

una danza tétrica, terminaron por devorar el hígado, el corazón, el

cerebro y demás órganos internos.

Si los vecinos estaban acostumbrados al nauseabundo

hedor que emanaba del departamento de Euquerio, algunos días

más tarde no soportaron las emanaciones fétidas que aumentaban

paulatinamente y, al no atender a ningún llamado, y sospechando

que algo grave había sucedido, fue la portera la encargada de dar

parte a las autoridades.

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Al llegar el ministerio público tuvieron que forzar la puerta

y, al entreabrir, una gran parvada de moscas verdes se precipitó

contra los intrusos, que no encontraron más que una masa de

gusanos que se devoraban unos a otros, en lo que, tiempo atrás, fue

un cuerpo humano.

Según el forense, tenía en descomposición varios años (aunque no

pudo precisar con exactitud). La necropsia no arrojó más luz sobre

el asunto y, mucho menos sobre las causas de la defunción. En

contraposición a los datos científicos, estuvieron los de la portera y

vecinos, que por su relación de contigüidad con el occiso, fueron

encarcelados, sospechosos de asesinato; al término de las setenta y

dos horas, cuando interrogaron a sus compañeros de trabajo y al

doctor que le atendió, les dejaron en libertad, pues, además no se

encontró ninguna causa, ya que los haberes del difunto estaban

completos y, signos de violencia, no se encontraron por ningún lado.

Ante las alternativas que se presentaron en la investigación del caso

y los resultados obtenidos, el expediente fue archivado —entre un

montón de casos sin resolver—, con el sugestivo rubro de: «Muerte

por Engusanamiento».

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ALDA TEODORANI

«Y Roma llora», en Juventud caníbal. Antología del horror extremo,

Grijalbo Mondadori, Edición de Daniele Brolli, Traducción Juan

Vivanco, Madrid, 1998, pp. 55-62.

Y ROMA LLORA

Por la noche Roma llora. Fue la primera impresión que tuve de la

ciudad cuando llegué, hace tres años, huyendo de un pueblecito de

la provincia de Calabria.

Al principio era invierno, y el cielo, al atardecer, se teñía de

rojo. Un rojo encendido. Ya había oído hablar de los famosos

crepúsculos de Roma, pero creía que era un cuento para atraer a los

turistas. Sin embargo es verdad: al atardecer, todos los atardeceres,

Roma, en el crepúsculo, se tiñe de rojo. A veces hasta cuando

llueve. Los tejados, las calles, los edificios, las antenas de televisión

(¡cuántas antenas!), todo refleja el rojo de esa sangre repentina.

Cuando llegué me costó mucho encontrar trabajo. Vendía

pañuelos de papel y ambientadores de coche en los semáforos, y

apenas me alcanzaba para pagar la pensión donde dormía y las

comidas en cualquier tasca del Trastevere. Luego, de pronto, hasta

las tascas se pusieron de moda, y me encontré con que los precios

aumentaban y la gente que iba a comer era cada vez más elegante.

Un día el camarero tunecino me llevó el menú: pasta y judías,

15.000 liras. Entonces me di cuenta de que el Trastevere no era lo

mío, y me trasladé a Termini.

La estación central de Roma es una araña gorda que se lo

traga gordo, esa fue mi primera impresión. Empecé a ir a comer a

un centro de caridad, a poca distancia de Termini, y a vivir junto a

ellos, los vagabundos. No parecían tantos hasta que no los veías

juntos, y se reunían todos allí. Se plantaban delante del quiosco de

la estación, delante de la farmacia, y molestaban a la gente.

Conocían a todos los comerciantes y lograban que los chicos de la

tienda de dulces les regalaran helados. Nadie decía nada. Pero eso,

lo aprendí más tarde, era una característica de la ciudad.

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Por lo menos hasta que llegué yo.

Al principio los controladores de la entrada me dejaban

pasar sin billete. Luego empezaron a poner pegas. De todos modos

podía quedarme en el vestíbulo cuanto quisiera.

Un día se acercó un señor mayor. Yo estaba vendiendo

encendedores.

—¿Eres italiano? —preguntó.

—Soy de Polistena, en Calabria —contesté, aunque no era

del todo cierto, porque vivía en Rosarno.

—¿No te da asco toda esta podredumbre? —prosiguió.

—Pero qué podredumbre… Vamos, abuelo, no me toques

los huevos.

—¿No necesitas dinero, no quieres dormir en una pensión

decente?

Ese viejo me estaba hartando. Quiere que le dé por el culo

en su casa, es un sarasa disfrazado de señor, pensé.

—Sí que quiero dinero, pero no hago mamadas.

—Ven conmigo.

Me llevó a comer a la hamburguesería y pagó la cuenta. La

hamburguesa olía a mierda, sería porque yo tenía un resfriado

tremendo y los olores me fastidiaban. Pero no me quejé, porque el

viejo empezaba a caerme simpático.

—¿Has pensado alguna vez en hacerte barrendero? —dijo,

mientras terminaba de comer.

Pensaréis que estaba majara. Hay muchos barrenderos por

ahí. Pero para ser barrendero del ayuntamiento hay que pagar, y

además hay que exponerse demasiado, contesté.

—No, no, otra clase de barrendero —precisó él, mientras se

sacaba del bolsillo un fajo de billetes.

Desde aquel día mi vida cambió, creedme.

Calle Marsala, calle Giolitti, plaza dei Cinquecento, las

Termas de Diocleciano, que están todas alrededor de Termini. Y

luego también la calle Amendola, y para arriba, hasta el teatro de la

Ópera, pero solo hasta allí. Calle Nazionale y plaza Esedra, ese es mi

reino.

El viejo loco me dijo que tenía mucho dinero, pero poco

tiempo, se había pillado un cáncer en los pulmones, aunque nunca

había fumado un cigarrillo y en su oficina había un letrero de «No

Fumar» de esos con un esqueleto debajo.

—Me cansé de la gente que limpia el parabrisas en los

semáforos y de los que venden encendedores. De los negros, de los

gitanos, incluyendo la que me robó la cartera —me contó. Mientras

continuaba se le encendió una luz en los ojos—: Sí, esa gitanilla me

la quiso jugar en el vagón de la línea B del metro, la que va a la plaza

Bologna, donde vivo yo, enfrente de correos: me dio un puñetazo

en la cara y me quitó la cartera del bolsillo de la chaqueta. ¿Tú qué

habrías hecho? —Yo me encogí de hombros. Hacía mucho, no

recordaba cuánto, que no llevaba cartera—. Te diré lo que hice yo:

la agarré por la camiseta cuando estaba a punto de salir del vagón.

Me la llevé a rastras, y nadie, lo que se dice nadie, me detuvo, nadie

se volvió a mirarme. ¿Qué piensas, que soy impotente porque ya

soy viejo? —preguntó, mientras volvía a encogerme de hombros,

pero para mí que lo preguntaba por preguntar, porque yo siempre

he pensado que los jubilados follan más que los jóvenes. Siguió

contando—: Entonces me la llevé a los urinarios públicos, a la salida

del metro, y me encerré dentro con ella. Le puse la mano en la boca

y me la cepillé por delante y por detrás, si vieras los gruñidos que

soltaba. Luego le retorcí el pescuezo como a una gallina, justo como

hacía mi abuelo cuando mataba pollos, Dios lo tenga en su gloria.

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No me impresionó la historia del viejo cabrón, ni lo más

mínimo. Sólo que al final ya no se acordaba de qué diablos me

quería hablar.

—Ah, sí —recuperó la memoria—, apuesto a que tú conoces

a todos esos putos parásitos mamones. Soy rico, ya te lo he dicho, y

quiero ser caritativo con gente como tú. No soporto verles por la

calle, todavía me queda un año de vida, y mientras aguante no

quiero verles durmiendo en las aceras. Me tienes que hacer un

favor.

¿Qué os creéis, que aquel tipo los quería hacerlos ricos a

todos? Pues no. Vale, ya sé que sois muy listos y lo habéis

entendido.

Yo hacía mi ronda, alrededor de la estación. El viejo pagó a

otros como yo, en toda la ciudad, lo sé de buena tinta. Lo que no sé

es si al final se fue contento al otro barrio. Pero me la trae flojísima.

Bueno, el caso es que el viejo, después de todo ese rollo, me

dio una cita para la noche siguiente, mientras me pasaba por

delante de las narices un buen fajo de billetes.

—Quedamos en Ferroverie Laziali, andén 23, mañana a las

once y media de la noche. Veremos si te las apañas bien —me dijo.

¿Que si me las apañaba bien?

Él no lo sabía, pero yo era una pequeña celebridad. Había

matado gente casi todos los días, contribuyendo todo lo posible a

engrosar las estadísticas de los muertos. Me pagaban para eso:

trabajaba para unos señores que se mosqueaban con mucha

facilidad, y a mí me tocaba arreglar cuentas. En mi vida había visto

tanto dinero junto.

Hasta que se acabó todo. Un día mataron a Mimmo, mi

mejor amigo. Un disparo de escopeta le levantó la piel del cogote,

según me contaron, porque le dispararon justo a la cara. Y mi,

digamos, jefe, me echó la culpa precisamente a mí. Sólo porque

todos sabían que me gustaba la mujer de Mimmo, me gustaba un

huevo. Pero yo estaba seguro de que alguien quería ocupar mi

puesto, y fue ese alguien quien mató a Mimmo. Por suerte unos

colegas me avisaron a tiempo, si no ahora a lo mejor no lo contaba.

Salí zumbando, ni siquiera tuve tiempo de recoger mis cosas. Fue así

como acabé vendiendo pañuelos de papel.

Pero al viejo no le había contado nada de esto: no hay que

fiarse de nadie, y menos aún si es el que te paga.

Pues decía que esa noche acudí a la cita, andén 23, en las

Laziali. Enseguida el viejo me señaló un montón de harapos

tumbado en el suelo, y me dijo:

—Ahí tienes el primero.

Se escondió detrás de una columna para observar mi

comportamiento. Me acerqué al montón de harapos y empecé a

sacudirle. El otro, como si no estuviera durmiendo, se levantó

enseguida, de golpe, y empezó a gritar:

—¡Basta, basta, déjame cabrón!

Entonces le agarré por el cuello, diciéndole a la cara:

—¿Quién es el cabrón?

Y mientras pataleaba intentando ponerse de pie, le levanté

en vilo. Tendría unos treinta años, y una barba que le llegaba al

pecho. Yo seguía apretando, y él pataleando como un loco, mientras

se ahogaba. Yo le apretaba el cuello con más fuerza, y él había

empezado a jadear, poniendo los ojos en blanco y meándose

encima. Luego sentí que se aflojaba de golpe, pero aunque estaba

seguro de que la había diñado, por precaución seguí apretando un

poco.

¿Pensáis que me dio asco? No, no soy impresionable.

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Así, abrazado al vagabundo, miré hacia atrás y vi que el viejo

se estaba acercando para ver mejor lo que hacía.

¿Querías ver cómo trabajo, no? Bien, aquí tienes, pensaba,

mientras metía los dedos en los ojos del vagabundo y se los sacaba

de las órbitas sanguinolentas, como avellanas de la cáscara. Los tiré

al suelo como si fueran canicas, junto a los pies del viejo. Le bajé los

pantalones al cadáver y, sacando la navaja del bolsillo, corté el

escroto y saqué los huevos. Resultó fácil, no brotó nada de sangre.

Mientras tanto notaba la respiración anhelante, excitada del puto

viejo a mi lado. Sólo una especie de tubo blanco los sujetaba aún al

cuerpo. Un tirón seco y fueron míos.

—Carne fresca —exclamé, jactancioso, y se los ofrecí al

viejo.

Me hizo una seña negativa. Si no los quiere él, me los como

yo, pensé, mientras me los metía en la boca. Además de no saber a

nada eran esponjosos, blandos y viscosos como la carne de caracol.

Entonces, de pronto, me dieron asco incluso a mí, porque los

caracoles siempre me lo habían dado. Y empezaba a sentir rabia,

porque me parecía que había perdido el tiempo para nada. Rabia

también por esa cosa inútil tendida en el suelo, con los pantalones

bajados y la polla a la vista. Te vas a enterar, jodido mamón y le

corté la polla de un tajo veloz, rabioso. Ahora sí que sangraba,

aunque estaba muerto, ya lo creo. Se la metí en la boca a la fuerza,

en esa bocaza apestosa abierta a la nada.

Aquella noche empezó realmente mi trabajo. Y me vais a

perdonar si es poco y si os lo digo así brutalmente: os parecerá una

historia inventada, pero no lo es. Si no os creéis lo que he hecho,

cuando vayáis a Roma, por la noche, podréis comprobar que

alrededor de la estación Termini hay como un corazón que late y

sangra y todos los pájaros, los estorninos, vuelan gritando de terror

sobre los árboles de por allí. Daos un garbeo hasta la plaza Esedra,

con una bonita fuente, la que algunos romanos llaman plaza de la

Repubblica, porque está la boca de metro Repubblica y entonces

muchas veces se dicen: «Quedamos en la plaza Repubblica», y claro,

luego no se encuentran. En in, daos una vuelta por allí, mejor si es a

la puesta de sol.

Comprobadlo vosotros mismos. Lo hice lo mejor posible. En

los andenes 20 y 21 degollé a treinta vagabundos con la navaja de

afeitar, les corté el gaznate a todos durante diez noches seguidas y

no hubo ningún comentario, como si nadie se hubiera enterado, o

quizá sea mejor así: ni siquiera lo han traído los periódicos, sólo

algún suelto de la información local. A los seropositivos que

duermen en los pasillos del metro o escondidos detrás de las rejas

de aireación, les clavé jeringas en los ojos. Y no penséis que me

molesté en comprar todas las jeringas. En plan de coña, algunas las

saqué descerrajando los intercambiadores de jeringas, los que están

en la calle, en la acera de la estación: al fin y el cabo el

ayuntamiento de Roma los ha puesto allí a propósito para los

toxicómanos, para «frenar el fenómeno del Sida». En el albergue de

caridad, en cambio, usé la navaja. Dado que cuando puedo y si

puedo me gusta dar un significado simbólico a lo que hago, se la

clavé en la barriga o en el coño a las chicas (que a veces son muy

jóvenes), o a los viejos en su corazón cansado. Siempre me mojé

con la sangre que brotaba de los cuerpos que se retorcían en los

espasmos de la muerte, porque allá en Calabria hay quien dice que

mojarse con la sangre alarga la vida y trae suerte. Con las gitanillas

en el metro A y B hice lo que me había contado el viejo. Yo también

necesito mojar. A los travestis, por la noche, me los llevé a las

pensiones de los alrededores de la estación. A algunos les corté el

cuello con la navaja de afeitar mientras se la hincaba por el culo,

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descubrí que es precioso sentir cómo se mueren y se agitan

mientras ven que se les escapa la sangre sin poder hacer nada para

detenerla, porque detrás tienen mis manos que les sujetan y mi

polla que les clava el cuerpo sin esperanza de huida. Luego se

aplacan poco a poco, y el esfínter da un último guiño, el que

siempre me hace correrme cuando la palma.

«Una oleada súbita de violencia, inadmisible», diréis.

Bueno, cuando vengáis a Roma a verla puesta del sol,

sentiréis de verdad que la ciudad llora, pero recordar que soy yo el

que la hace llorar.

Por otro lado, no veréis ningún vagabundo, ningún gitano,

ningún pordiosero en la estación Termini, porque yo sé hacer mi

trabajo. Y nadie, en esa zona, se acercará a limpiaros el parabrisas.

Como decía el viejo, para eso ya están las gasolineras.

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MATEO CURTONI

«Trencitas rubias» en Juventud caníbal. Antología del horror

extremo, Grijalbo Mondadori, Edición de Daniele Brolli, Traductor

Juan Vivanco, Madrid, 1998, pp. 113—120.

TRENCITAS RUBIAS

A Chiana y Laura

Guitarras eléctricas afiladas como cuchillas. Gritos, bajo y batería

martirizadores como los latidos del corazón de un hombre que

corre. Sonidos secos y descarnados que rebotan en las paredes

húmedas y oscuras de hormigón y le arañaban los tímpanos, la

lengua, el cerebro. A él y a los demás, ensordecidos en el éxtasis

percusivo.

No esperaban otra cosa de una noche fuera. Tanto si la

pasaban en la calle, con la helada, llenándose de cerveza y aullando

a la luna como extrañas fieras de cuero asilvestradas por el asfalto,

como si se sumergían en el estrépito y el calor sofocante de un

sótano o un local, todo valía para ellos. Alcohol, bullicio y falta de

pensamientos, una mezcla diabólica y embriagadora que a veces les

hacía sospechar que esos tres elementos eran el barro con el que

estaba hecho el paraíso. O el infierno. O los dos.

Al chico le valía con eso y, no se sabe cómo, logró

apoderarse de un vaso de papel casi lleno de cerveza, bebérsela y

volver a zambullirse en la masa que se agitaba al pie de la tarima

antes de que al legítimo propietario le diera tiempo a protestar. Se

dejó arrastrar por el baile alocado que ondeaba desacompasado con

el ritmo insostenible de las balas de punk rock disparadas por los

instrumentos, incrustaciones metálicas y destellantes que el sudor y

la música había fundido con la carne.

Las sacudidas de los cuerpos y miembros estaban

desacompasados. Un empujón demasiado fuerte le lanzó contra

uno de los amplificadores, y le agredió el delirio ensordecedor de

unas notas crudas y hostigadoras. Al chico le entraron ganas de

ponerse de cara a la fuente de esos sonidos para que la música le

arrastrara, de una vez por todas. Como por una explosión atómica y

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a quién le importa podría hacerlo, podría hacerlo y que les den por

culo a todos, pero apenas se había formado ese pensamiento en su

mente confusa cuando la ondulación de la multitud ya le había

arrastrado lejos del amplificador, entre hombros, pelos, camisetas

empapadas de sudor y caras pintadas y chillonas.

El chico se olvidó de esa idea y siguió como antes el ritmo

general, bailando, sudando, gritando las palabras de la canción que

recordaba e improvisando las que había olvidado. Le pareció ver

agitarse el brazo de un amigo suyo, en el fondo de la sala, en la orilla

opuesta de la laguna frenética de cuerpos y sonidos en la que

estaban sumergidos, y devolvió el saludo sin parar de bailar. No

tenía ni idea de dónde se habían metido los demás, pero la

preocupación no le rozaba siquiera, eliminada de su cabeza por toda

esa música que pegaba, gruñía, aullaba, ensordecía como un

demonio artificial evocado por la banda que se movía en la tarima.

Brujos eléctricos, pensó, y soltó una carcajada innatural

directamente en la oreja del chico que tenía delante, tan fuerte que

el otro se volvió a mirarle, sorprendido durante y un segundo y

divertido un segundo después, y se unió a su carcajada.

Brujos eléctricos, qué buena idea, qué idea más cojonuda.

Buscó con la vista a sus amigos durante un momento, pero

no consiguió localizarlos. De todos modos daba igual, porque a

causa de un extraño encantamiento, al final de cada noche, por

cargada de alcohol o droga que estuviera, siempre lograban

encontrarse de un modo u otro. Así que se olvidó de ellos también y

centró su atención en el escenario y los brujos eléctricos (one, two,

three, four!) acababan de atacar otra pieza, aún más cruda, rápida y

sincopada que la anterior.

—¡EH! —gritó, cruzándose con el azul oscuro de los ojos

muy abiertos de una chica rubia que bailaba cansinamente junto a

él, pensando devolverle un poco de energía con esa exclamación

entusiasta y elemental—. ¡EH! —repitió con fuerza. Una sonrisa

torcida y extasiada le modelaba los labios agrietados.

Pero la chica ni siquiera contestó a la sonrisa y siguió

bailando, encajada entre otros cuerpos. Su cabeza se bamboleaba

hacia delante y hacia atrás, azotando con sus trencitas rubias el aire

frenético y lleno de humo, con los ojos muy abiertos, paralizados en

esa expresión que parecía la única de su repertorio.

El chico arrugó la frente y sintió la tentación de acercarse a

la cara de la chica, ponerle los labios junto al oído y repetir el

concepto (¡EH!) con todo el aliento que tenía en el cuerpo. Pero

quizá no fuera una buena idea. Puede que la chiquilla estuviera

borracha perdida, o emporrada, o empastillada, vete a saber, y

puede que tuviera un novio de un metro noventa, celosísimo, de

esos que se mosquean por nada, y puede que el novio en cuestión

interpretara su gesto por un intento de ligue y… No, mejor olvidarse

de la chica, decidió, e intentó volver a cabalgar en la ola eléctrica de

la música.

Pero le costaba recuperar el ritmo.

De pronto los empellones de la gente que le rodeaba ya no

eran pasos de una danza tribal y liberadora, sino algo estúpido,

desangelado, irritante. Se sintió desorientado.

Todo por culpa de la chica, con sus trencitas rubias y sus

ojazos abiertos de par en par, con es cabeza que se bamboleaba y

parecía que se movía sólo porque los que tenía a su alrededor se

estaban moviendo, pensó el chico tratando de recuperar el

entusiasmo que casi le había hecho estallar las venas hasta un

momento antes. Inútilmente. Se había escapado el ritmo, y hasta la

música le parecía lejana ahora, pese al estrépito que llenaba el aire

y le arañaba los tímpanos con garras ásperas de metal.

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—¡A tomar por culo, joder! —musitó, bailando ahora ya sin

el menor rastro de pasión—. ¡A tomar por culo!

Volvió a mirar a Trencitas Rubias, que parecía a punto de

derrumbarse, una muñeca hinchable pinchada que segundo a

segundo perdía aire y vida y acabaría pisoteada por el público del

concierto. Incluido él, probablemente.

Pero para ella si había perdido el ritmo, pensó arrugando la

frente y dándole a la muchacha un empujón distraído. Ella por poco

no le cae encima, con la cara tapada por la cascada de trencitas,

zarandeando los brazos como si estuvieran vacíos, sin huesos ni

músculos. Una muñeca rota que evitó la colisión con él gracias al

movimiento rapidísimo de un brazo que le pasó por la cintura y la

volvió a enderezar.

Otra vez de pie, otra vez bailando con los demonios de rabia

y adrenalina evocados por los brujos eléctricos que estaban

sudando el alma en la tarima (one, two, three, foru!) se estaban

tirando de cabeza en otra canción. Pero el chico apenas se dio

cuenta, porque en la brevísima fracción de tiempo que Trencitas

Rubias había apretado el cuerpo contra el suyo, él había tocado con

su mano cálida y viva algo viscoso y húmedo y pegajoso, y se había

dado cuenta de que eso era tan extraño, eso que no encajaba en

ella.

El caso es que Trencitas Rubias tenía el vientre rajado, la piel

helada y no bailaba como bailaban los demás, por la sencilla razón

de que Trencitas Rubias estaba muerta…

Trencitas Rubias estaba muerta.

Y el chico se puso a gritar y amoverse entre los cuerpos

resbaladizos de música y frenesí y recuperó la energía y el ritmo que

poco antes creía haber perdido. Pero nadie puedo entender el

verdadero motivo por el que se desgañitaba y se agitaba de un

modo tan desesperado. Nadie. Porque había estrépito, alcohol y

falta de pensamientos y la música les estaba empujando hacia una

meta que sería idéntica y distinta para cada uno de los presentes, la

cima de un paroxismo en el que los gritos de uno serían los gritos de

todos, el placer de uno el placer de todos y la locura de uno la

locura de todos.

Sin saber realmente por qué, el chico dejó que sus brazos se

deslizaran alrededor del cuerpo frío de Trencitas Rubias y la

estrechó. Notó el líquido pegajoso de la sangre que le había

empapado el vestido, notó los pezones completamente endurecidos

apretarle la camiseta, y notó el hielo de ese cuello en el que, a su

pesar, sin saber por qué, estaba hundiendo la cara mojada por las

lágrimas. Lloraba porque Trencitas Rubias estaba muerta pero

seguía bailando, arrastrada por el ritmo general y la tempestad

áspera y furiosa de la música. Lloraba, sollozaba porque Trencitas

Rubias había sido tan bonita y ahora estaba tan vacía, sus intestinos

se habían escurrido por la raja abierta en la barriga como la parodia

de una vagina, de un sexo suplementario e inútil. Probablemente los

chicos que estaban allí bailando le habían pisado las tripas sin darse

cuenta, porque en un sótano donde se celebra un concierto de

entrada libre hay tantas porquerías que nadie se preocupa de ellas.

Pero el chico lo sabía, sabía lo que eran las cosas viscosas que había

estado aplastando hasta entonces con las suelas de sus botas, y ese

conocimiento le hacía derramar más lágrimas que le quemaban los

ojos, y estrechar a Trencitas Rubias era como decirle no estás

realmente muerta, todo esto no es más que una broma de mal

gusto, y una vez terminado el concierto podrás volver a casa como

todos los demás, y dormir y soñar, de veras, de veras…

Fue entonces cuando se percató de que había recuperado el

ritmo, abrazado al cadáver de la chica rubia. Casi le dieron ganas de

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reír, pero no se rió, siguió llorando y bailando agarrado

desesperadamente a ella. Otras canciones se persiguieron por el

aire, rompiéndolo y recomponiéndolo en imprevisibles

rompecabezas, dibujando en él sonidos duros, concretos y reales,

tan reales que casi parecían visibles con el ojo humano. Trencitas

Rubias seguía bailando, sostenida por sus brazos que, quién sabe

dónde, habían encontrado las fuerzas para sujetarla y llevar al

extremo esa ficción de vida a la que alguien la había arrojado.

—Tú también lo has entendido, ¿verdad?

Las palabras le resbalaron por los tímpanos como algo

viscoso y asqueroso, una legión de insectos que buscaba una grieta

en su cabeza hacia el lugar de donde le pareció que había salido la

voz, y le vio. A pocos centímetros de su oreja estaban los labios del

chico que sujetaba a Trencitas Rubias en el momento en que estuvo

a punto de caerle encima. Era un chico como todos los demás,

idéntico a él y a sus amigos (y esta noche quizá, después del

concierto, ya no les encontraría).

El otro sonreía.

—Trencitas Rubias… La has matado tú.

Y entre los sollozos ni siquiera estaba seguro de que el otro

le podía oír.

—Sí, pero ella sigue bailando —contestó el chico

sonriendo—, ahí está la gracia. Estarás de acuerdo conmigo.

No tuvo más remedio que asentir, pues el sentido de lo que

había dicho el asesino le estaba llenando la mente, la garganta y la

ingle como una marea sucia y asquerosa que subía y subía y subía,

imparable.

—La has matado… —sollozó sin parar de bailar, atado al

cadáver de Trencitas Rubias—. La has matado…

—Sí —le dijo la voz acompañada de un aliento cálido y

maloliente, directamente al oído—. Pero lo has entendido, y no

tiene sentido que sigamos hablando de ello, ¿verdad?

El chico movió la cabeza y vio que el asesino abandonaba su

sonrisa para estallar en un carcajada. Algo helado y cortante le

acarició los dedos que estrechaban los costados de Trencitas Rubias

y le arañó la piel. El chico sonriente dejó de reír, apartó un mechón

de pelo de la chica y la miró directamente a los ojos durante una

fracción de segundo.

—Ahora tengo que sacar a bailar a otra —dijo, mortalmente

serio—. ¿Le harás compañía mientras vuelvo con vosotros?

El chico asintió, lloroso, y no consiguió cerrar los ojos,

aunque lo deseaba con todas sus fuerzas, borrar de su mente el

rostro, los iris grises y espléndidos, las pupilas dilatadas del asesino.

Asintió con fuerza y, hundiendo la barbilla en piel fría del hombro de

Trencitas Rubias, se mordió la lengua.

—¿Me lo prometes?

Una orden disfrazada de petición.

—Sí —lloró él, y una vez sellado su acuerdo supo que podía

volver a esconder la cara en el pelo rubio de la chica y cerrar de

nuevo los ojos.

Con los párpados apretados pero los oídos bien abiertos a

los sonidos y los delirios de esa noche manchada de rojo, oyó cómo

la banda se zambullía en los riffs y los solos ensordecedores de otra

canción (one, two, three, four!)

Entre las lágrimas se echó a reír y a reír, y sin dejar de reír

estrechó más fuerte a la chica muerta y siguió bailando.

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El concierto estaba llegando a su fin. El cantante del grupo que

sudaba y rugía en la tarima maltrecha anunció que iban a tocar la

última pieza, y el chico abrazado a Trencitas Rubias volvió a reír. Y

siguió cuando (one, two, three, four!) los primeros acordes de la

última canción arremetieron contra él y el resto del público como

olas hambrientas de una marea de electricidad arrolladora. También

siguió riendo mientras las notas de la última frase le cavaron surcos

en la piel y en los pensamientos. Reía porque el asesino había

desaparecido y él estaba abrazado a Trencitas Rubias, y reía porque

no paraban de bailar juntos, como si la música no fuera a acabarse

nunca. Reía porque los demás no podían entenderlo. Reía porque

no tenía ni idea de dónde estaban sus amigos. Reía porque ya no le

importaba nada.

Y sobre todo reía porque Trencitas Rubias, a pesar de la raja

en el vientre, seguía bailando con él.

Y porque quizá no pararían nunca, los dos.

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CÓMIC

FRANK MILLER

SIN CITY

ESE COBARDE BASTARDO

(THAT YELLOW BASTARD)

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TEORÍA

VICENTE QUIRARTE

Sintaxis del vampiro. Una aproximación a su historia natural,

Verdehalago, México, 1996.

SINTAXIS DEL VAMPIRO. UNA APROXIMACIÓN A SU HISTORIA

NATURAL

(FRAGMENTO)

I

[…]

En nuestra vida cotidiana, el vampiro forma parte de una mitología

que aun los niños conocen. El Conde Pátula, el cereal del Conde

Chocula, Chiquidrácula, el Hombre Murciélago, el jugo de betabel

llamado vampiro, constituyen para ellos elementos familiares y

menos agresivos que el horror acechante en su cotidianidad […]

Paradójicamente, la domesticidad de los vampiros, el comercio que

con ellos establecemos, no ha eliminado el temor o el respeto que

nos causan. Saber más sobre su estructura no cancela las

prevenciones que deben tenerse contra ellos. La revelación de los

secretos del monstruo no lo hace menos temible: cuando de

vampiros se trata, lo doméstico no quita lo siniestro, para utilizar la

dicotomía de Sigmund Freud […] Metáfora y concreción,

depredador repulsivo o personaje romántico, al vampiro es preciso

aproximarse con las alas de la imaginación y las armas del

conocimiento científico.

Tarde o temprano, toda historia de vampiros llega a la frase

que niega, categóricamente, su existencia. La historia y nuestra

cordura necesitan de esa convicción. Si la fuerza del vampiro

consiste en que nadie cree en él, los cazadores de vampiros reales y

los amantes de sus historias exigen a sus monstruos que sufran

excesivas metamorfosis, pero que no abandonen su sintaxis original.

Quien se aproxima al territorio de los inmortales lo hace bajo una

condición: que el vampiro esté constituido por un número limitado

de elementos, de tal modo ordenados que la existencia del vampiro

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resulte verosímil. La retórica de los tratados de vampiros es más

convincente cuando no se detiene a poner en duda las afirmaciones

sino expresa objetivamente y ordena de manera orgánica el

material sobre su existencia y sus apariciones […]

Antes de dar el siguiente paso en sus exploraciones, el

cazador de vampiros debe saber qué es exactamente lo que busca.

De ahí que su primera e inevitable pregunta sea: ¿Qué es un

vampiro? Al igual que otras realidades culturales, el vampiro ha sido

víctima de usos y abusos, de torpezas lingüísticas y apreciaciones

superficiales. Para reivindicar su buen nombre están los grandes

escritores que han sabido comprenderlos […]

En el sentido más estricto, la palabra vampiro procede de la

voz serbia wampiria (wam = sangre, pir = monstruo) […], y designa

al muerto que, de acuerdo con las leyendas de la Europa Central,

regresa a alimentarse con la sangre —y, según ciertas variantes, con

la carne— de los seres que en vida estuvieron más próximos a él […]

En el diccionario Webster de principios de este siglo, el vampiro

aparece definido como: «Espectro succionador de sangre o cuerpo

reanimado de una persona muerta; el espíritu o cuerpo reanimado

de un muerto. Se cree que vuelve de la tumba y merodea

extrayendo la sangre de personas dormidas, causándoles la

muerte» […] J. L. Bernard lo define como una «persona

atormentada por una necesidad mórbida de sangre y que la absorbe

orgánicamente, sea bebiéndola en la arteria misma, sea por un

proceso sutil». La definición de Bernard supone que el vampiro es

un ser cuya estructura fue alguna vez humana. Sus dos formas de

vampirización —por la arteria o de manera sutil— aparecen

ilustradas en dos instantes de literatura de vampiros: desde su título

Varney the Vampire or The Feast of the Blood (1845), James

Malcolm Rymer ya anuncia lo que será su novela, donde la sangre,

el sadismo y las descripciones tremendistas campean en sus

demasiadas páginas. En el ocaso del siglo, un año antes de la

publicación del Drácula de Bram Stoker, Mary Elizabeth Braddon

publica el cuento «Good Lady Ducayne» (1896), debajo de cuyo

contenido manifiesto late un poderoso contenido latente: una dulce

y generosa anciana se alimenta de la sangre de las jóvenes que le

hacen compañía en sus viajes por Italia, sangre que les es extraída

durante el sueño con la intervención de un siniestro médico que

acompaña a Lady Ducayne.

Roland de Villeneuve (1971:78) define al vampiro como «el

individuo, muerto o vivo, que por radiación o por ósmosis aspira la

vida de otro individuo para asimilarlo, sea con un fin puramente

egoísta, sea con un fin altruista». Villeneuve menciona las teorías de

Darwin y Lombroso, según las cuales en el reino animal y el vegetal

existen numerosos casos de vampirismo, como en la planta Drosera.

Para quienes están familiarizados con las alas de los grandes

murciélagos batiendo la densa niebla europea, les parecerá

desilusionante saber que el pequeño murciélago vampiro, el

Desmodus Rotundus Murinus […] cuya dieta es exclusivamente de

sangre, sólo existe de este lado del Océano […]

Otro animal asociado al vampiro es el lobo, depredador

natural del cordero, símbolo de la Iglesia cristiana. Y si bien la

leyenda del licántropo ha arraigado en diversas culturas, no alcanza

el prestigio ni la riqueza semántica del vampiro. Criatura que deriva

su nombre del Licaón, el soberano condenado por los dioses a

convertirse en animal, su condición tiene con el vampiro paralelos y

divergencias. Los espejos lo aceptan, pero él prefiere no ser testigo

de su condición de bestia. Su ser escindido influye en su indefinición

nominal: hombre lobo, lobisón, nahual, licántropo. Entre sus

múltiples poderes, al vampiro le es concedido convertirse en lobo, y

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bajo tal disfraz emprende algunas de sus escapatorias más

espectaculares. El hombre lobo no tiene más traje que el de lobo. Si

la posibilidad de convertirse en vampiro es terrible pero al mismo

tiempo seductora, el licántropo sufre su condición dual: su fuerza

reside exclusivamente en su potencia física, en el vigor proporcional

de la fiera que le otorga sus cualidades.

Sus metamorfosis le causan angustia y recuerda sólo

vagamente lo que ha hecho […]

Físicamente próximo al animal que le da su nombre, el

hombre lobo tiene las características de la bestia y eso lo acerca a la

domesticidad, aun cuando se trate, como el cuchillo, de una

domesticidad amenazante […]

II

El término vampiro, propio de un ser humano bestializado, o de una

criatura que alguna vez perteneció a nuestra especie, pasó al

dominio de una zoología más real que fantástica: se llama vampiro

al único animal que se alimenta exclusivamente de sangre, el

murciélago hematófago […]

Aunque existen leyendas de vampiros desde las culturas

asiria y babilónica, el vampiro orgánicamente establecido como

criatura literaria, es un recién llegado a nuestra cultura. Sin

embargo, con sus menos de doscientos años de existencia ha

alcanzado tal prestigio y tal grado de evolución, que ha obligado a

escritores, artistas plásticos y cineastas a enriquecer y,

paralelamente, justificar las modificaciones de la criatura. Como ha

demostrado Erwin Panofsky, un mito evoluciona en la medida en

que una comunidad centra en él sus necesidades. Para la tradición

de la iglesia ortodoxa, la muerte es un proceso lento, y el abandono

de este mundo obliga al muerto a pasar por diversas etapas […]

Quienes murieran con el alma en desasosiego —los niños sin

bautizar, los blasfemos, los suicidas, los hechiceros, los adúlteros—

eran más susceptibles de regresar a este mundo bajo la forma de los

vampiros […]

El nacimiento del vampiro literario coincide con la liberación

de las fuerzas interiores producto de la caída de la Bastilla, y el

surgimiento de nuevos modos de decir y contar el tiempo. A

Rousseau y Voltaire, los grandes faros de la Filosofía de las Luces, se

deben textos donde el vampirismo aparece bajo un objetivo

científico […] Una sociedad que nacía al mismo tiempo a la

sacralización de la Diosa Razón y al conocimiento objetivo de la

realidad, necesitaba justificar científicamente sus intuiciones […] Por

su parte, Voltaire dedica páginas de su Dictionaire philosophique al

estudio de los vampiros, a partir del trabajo cimero sobre el tema,

escrito a la mitad del siglo XVIII. Su composición se debe a la pluma

del padre Dom Agustin Calmet, quien en 1751 da a luz su libro

Dissertation sur les revenants en corps, les excommuniés, les oupires

ou vampires, brucolaques, más conocido como Tratado sobre

vampiros y vertido a nuestro idioma por Lorenzo Martín de Burgo. El

trabajo de Dom Calmet, hecho para demostrar que todo lo que es

contrario a la voluntad divina es una aberración, es uno de los más

sistemáticos y objetivos que existen […]

III

Es en el siglo XIX cuando el vampiro adquiere su plena carta de

naturalización literaria, desde el enigmático Lord Ruthven de

William Polidori hasta la figura histórica de Vlad Tapès en la obra de

Bram Stoker. Cada escritor añade sus propios elementos al mito,

pero es a fines del siglo XIX cuando los elementos adquieren

estructura en una de las obras cimeras de la literatura de horror. En

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1897 […] el irlandés Bram Stoker, secretario particular de sir Henry

Irving, uno de los grandes actores finiseculares, publica la novela

Drácula, que inmediatamente se convierte en un éxito de librerías y

desde entonces nunca ha estado fuera de circulación. Es el tiempo

de las invenciones y la decadencia colonialista de Gran Bretaña,

ante la emergencia de las economías alemana y esadounidense.

Tiempo de emociones encontradas, al decir de Jean—Pierre Rioux

(1999:21), sacudido por «el terror de la deuda pública, la sífilis

protuberante, el vampirismo de los burócratas [sic], el neokantismo

y la seudorreligión de la ciencia, el alcoholismo de los pobres y la

morfinomanía de los ricos, el salvajismo socialista acampando a las

puertas de la ciudad, la moda escandalosa de la cremación de los

difuntos». Tiempo de moral ambivalente que mantiene con

disciplina militar los modos de conducirse en casa mientras un

asesino de nombre Jack descuartiza mujeres […] en el mismo

espacio donde un detective llamado Sherlock Holmes desentraña

los misterios de la ciudad y se convierte en cruzado del bienestar de

quien puede pagar para salvaguardarlo.

Tres son los elementos que vuelven aterradora, inolvidable

y emblemática la novela de Bram Stoker: estar inspirada en un

personaje histórico, que sus hechos se desarrollen en fechas

precisas y contemporáneas a los años de aparición de la novela y la

presencia de argumentaciones científicas a todo lo largo de la obra

[…]

Aunque en Drácula no tiene lugar la primera actuación

literaria del vampiro, a partir de Stoker surge una escuela

interdisciplinaria que prolonga, parafrasea o modifica los principales

elementos de la novela original. El libro fundador crea discípulos en

ambas direcciones temporales: los antecesores adquieren una

nueva vida y los sucesores enfrentan el desafío textual. Obra

maestra de fin del siglo XIX, poderosa metáfora del deseo,

termómetro de los valores manifiestos y latentes de la literatura y la

sociedad victorianas, Drácula es a la literatura de vampiros lo que

Don Quijote es a la novela de caballerías, lo que Moby Dick a las

narraciones de aventuras marinas […]

Aunque en la novela Entrevista con el vampiro (1981) de

Anne Rice, Louis se refiere a Drácula como el producto de la

imaginación de un irlandés delirante, la creación de Stoker es el

vampiro. A él corresponde haber realizado la primera sintaxis del

vampiro. Con todo, en la exploración que Stoker hace del ser

maligno por antonomasia no se hallaba solo. El primitivismo como

amenaza al mundo civilizado era un tema debatido en todos los

niveles del conocimiento; el año de publicación de Drácula es

también el año en que se acuña la palabra psicoanálisis […] Lo que

Freud hace al estudiar lo primitivo es hallar un camino para

comprender el origen de nuestros miedos, tótems y proyecciones

[…]

IV

Uno de los mayores aciertos literario de Bram Stoker en Drácula es

la presencia ausente del vampiro. Luego de los cuatro primeros

capítulos de la novela, constituidos por el diario de Jonathan Harker,

donde este se convierte en huésped y prisionero del Conde, el

monstruo desaparece para hacer posteriormente sólo algunas

actuaciones esporádicas. Sin embargo, su omnipresencia late tras

cada uno de los medios escriturales de que se valen los personajes

para armar la historia […] De hecho, una de las características más

sobresalientes de la literatura de vampiros es que éstos siempre se

hallan en ausencia o se hace alusión a ellos de manera tangencial.

De ahí su terror […]

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Limitación y arma del vampiro es no poder contemplarse en

un espejo. En esta falta de reflejo se halla una de las carencias del

vampiro y una de nuestras posibilidades para vencerlo […] Como el

hombre que perdió su sombra en el cuento de Peter Schlemill, el

vampiro es un ser en busca de su integridad, la cual no habrá de

encontrar ni mediante la posesión del cuerpo de los otros […] El

vampiro no desea nuestra alma, pero la envidia […]

En varias culturas antiguas culturas, se tenía la creencia de

que una superficie reflejante […] atrapaba el espíritu, idea

persistente en nuestro días entre ciertas comunidades […] La furia

del vampiro ante los espejos […] puede leerse como la carencia y la

envidia que siente ante la integridad física que tenemos las criaturas

humanas a las que él desprecia pero sin las cuales no puede vivir […]

Más allá de las implicaciones románticas en que

cronológicamente el vampiro alcanza su prestigio estético, su doble

condición de indeseable y anhelado lo transforma en un ser capaz

de crear su estado de excepción y de establecer a partir de esa

premisa sus propios valores. El reino del vampiro es todo lo

contrario de lo que concebimos como vida: garantiza la existencia

eterna, pero esa sabiduría conduce a una plenitud que cobra con

crecer la posesión del secreto. Sin embargo, el imperio que ejerce

sobre la imaginación, su oferta por concedernos algo en lo que

jamás pensamos, se explica porque el vampiro es todo lo que no

somos y es esa Otredad la que nos atrae y nos seduce. Como

depredador natural, el vampiro ejecuta una acción unilateral […]

sobre la presa elegida, ya sea para continuar viviendo, ya para crear

otro ser a su semejanza […]

Todos estamos obsesionados por los límites entre la vida y

la muerte. Sólo el vampiro los explora, los trasgrede y los modifica

sin importar los medios […]

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LUCÍA SOLAZ

Licenciada en Ciencias de la Información. Actualmente está

concluyendo su tesis doctoral sobre Tim Burton y la construcción del

espacio fantástico en la Universidad de Valencia. Ha publicado Guía

para ver y analizar: Pesadilla antes de Navidad, de Tim Burton, Ed.

Nau Llibres/Octaedro. Valencia/Barcelona, 2001, y está preparando

para la misma colección Guía para ver y analizar: La parada de los

monstruos, de Tod Browning.

Lucía Solaz 2003 Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad

Complutense de Madrid. Disponible en Internet en

http://www.ucm.es/info/especulo/numero23/gotica.html (página

visitada en junio de 2002).

LITERATURA GÓTICA

El término gótico enmarca un estilo de literatura popular surgido en

la Inglaterra de finales del siglo XVIII. El renacimiento del gótico fue

la expresión emocional, estética y filosófica de la reacción contra el

pensamiento dominante de la Ilustración, según el cual la

humanidad podía alcanzar, mediante el razonamiento adecuado, el

conocimiento verdadero y la síntesis armoniosa, obteniendo así

felicidad y virtud perfectas. Los filósofos de la Ilustración trataron de

eliminar los prejuicios, errores, supersticiones y miedos que, según

ellos, habían sido fomentados por un clero egoísta en apoyo a los

tiranos. Sin embargo, sus teorías sobre el conocimiento, la

naturaleza humana y la sociedad eran terribles para aquellos que

creían que el miedo podía ser sublime. El énfasis de la Ilustración en

la necesidad de racionalidad, orden y cordura no podía menos que

reconocer la rareza de estos fenómenos en la civilización. No todos

los pensadores defendían el racionalismo tan vehementemente. La

generalización de que el siglo XVIII fue la Edad de la Razón en la cual

la felicidad humana dependía del dominio de la pasión y de las

normas seguras descansa en la otra «media verdad», según la cual

la humanidad necesita pasión y temor.

A pesar de las ideas dominantes de orden y sobriedad, la

afición por el exceso gótico pronto captaría el interés de los

intelectuales británicos. Desde esta afición creció una escuela de

literatura gótica, frecuentemente derivada de modelos alemanes. La

sucesión de narrativas góticas que proliferaron entre 1765 y 1820,

con un nuevo brote a través de la era victoriana (especialmente en

la década de 1890) estableció una iconografía que todavía nos es

familiar a través del cine: húmedas criptas, paisajes escarpados y

castillos prohibidos habitados por heroínas perseguidas, villanos

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satánicos, hombres locos, mujeres fatales, vampiros, doppelgängers

y hombres lobo.

El terror gótico tal y como lo conocemos hoy en día es en

gran medida una invención de este periodo. Los quisquillosos

árbitros de la Era de la Razón no encontraron ninguna utilidad a los

fantasmas y a las atrocidades sádicas que Shakespeare y sus

contemporáneos habían explotado, pero para finales de 1700, estos

fantasmas, reprimidos pero no “muertos”, retornaron con fuerza en

forma de novelas y poesía gótica. Dos siglos más tarde, los films de

horror se mantendrían fieles a esta tradición, reinventando antiguas

imágenes de locura, muerte y decadencia.

El periodo literario gótico temprano dio comienzo con la

publicación en 1764 de El castillo de Otranto. Una historia gótica, de

Horace Walpole. Denunciada por los críticos y devorada por los

lectores, la narrativa gótica emergió como una fuerza dominante

desde su inicio con Walpole hasta su cenit en 1820 con Melmoth, el

errabundo de Charles Robert Maturin. Estas seis décadas son

consideradas por los historiadores literarios como los años góticos

en los que una multitud de autores satisfizo los insaciables ansias de

terror del público. La novela gótica (también denominada negra) es

sensacionalista, melodramática, exagera los personajes y las

situaciones, se mueve en un marco sobrenatural que facilita el

terror, el misterio y el horror. Abundan los vastos bosques oscuros

de vegetación excesiva, las ruinas, los ambientes considerados

exóticos para el inglés como España o Italia, los monasterios, los

personajes y paisajes melancólicos, los lugares solitarios y

espantosos que subrayan así los aspectos más grotescos y

macabros, reflejo de un subconsciente convulso y desasosegado.

Los precursores del espíritu gótico los encontramos en los poetas de

la “escuela del cementerio” (Graveyard School), quienes expresaron

su desagrado hacia la razón, el orden y el sentido común en una

mórbida efusión de oscuros versos. Las obras de Thomas Parnell,

Edward Young, Robert Blair y Thomas Gray no sólo anticiparon los

estados de ánimo y pasiones góticos, sino que reflexionando

grandilocuentemente sobre la muerte en medio de las más lóbregas

de las localizaciones, redescubrieron la relación escatológica entre

terror y éxtasis. Esta fascinación se extendería al embellecimiento

de la muerte propio de la época victoriana, además de a una

atracción hacia la muerte como recargada complacencia en el dolor.

Desde sus comienzos, el gótico se impuso como una

literatura de estructuras que se derrumban, de recintos horribles,

de sentimientos prohibidos y caos sobrenatural. Deleitándose en lo

maligno sobrenatural, el gótico trataba de subvertir las normas del

racionalismo y del autocontrol apelando a la eterna necesidad

humana de elementos inhumanos, una necesidad no satisfecha por

el sensato y decoroso arte de la Edad de la Razón. Walpole abrió la

puerta a un universo alternativo de terror, de confusión psíquica y

social cuya mera existencia había sido negada por el sistema de

valores neoclásico. Esplendor en ruinas, hermoso caos, atractiva

decadencia, espectáculo espantoso y extravagancia sobrenatural se

convirtieron en los rasgos definitorios de una nueva estética gótica

que tenía en el alivio de la inanición emocional su meta artística. El

recinto fatal, metáfora central de toda la ficción gótica, sirvió al

objetivo implícito del gótico como una respuesta a la inseguridad

política y religiosa de una época agitada.

El empleo de Walpole de la palabra “gótico” en el subtítulo

de su novela fue una descripción que pretendía impresionar y

excitar a su audiencia. En 1764, las connotaciones del término eran

todas negativas, dado que “gótico” había sido utilizado para

denigrar objetos, personas y actitudes consideradas bárbaras,

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grotescas, ordinarias, primitivas, sin forma, de mal gusto, salvajes e

ignorantes. En un contexto artístico, “gótico” significaba todo lo que

era ofensivo a la belleza clásica, algo feo por su desproporción y

grotesco por su carencia de gracia unitaria. Describiendo su obra

como “una historia gótica”, Walpole no sólo elevó el estatus del

adjetivo, sino que proporcionó una etiqueta para el torrente de

narrativa de terror que le seguiría. De ahí en adelante, las obras

góticas confiarían normalmente en decorados situados en un

espacio y tiempo remotos para inducir una atmósfera de delicioso

terror. La acción gótica solía producirse en localizaciones cerradas

donde los lectores se podían sentir tan perdidos y desorientados

como los propios personajes. El principal mecanismo de la trama

gótica era un decorado sistema de artefactos arquitectónicos,

efectos acústicos y accesorios sobrenaturales instalados por todo el

castillo gótico, donde retratos itinerantes, armaduras peregrinas y

otros objetos inorgánicos o inanimados se comportaban de modo

humano. Cada recurso estaba estratégicamente situado para

intensificar la atmósfera de miedo, extrañeza, impotencia y peligro

sobrenatural. Fue vital para el éxito del gótico alguna forma de

entrampamiento por una arquitectura orgánica o animada, cámaras

que se contraían, paredes tumefactas o amenazas por parte de

otros objetos. El espacio gótico fue modificado más tarde para

adaptarse a las especiales preocupaciones de los lectores

victorianos, convirtiendo el secuestro en mental y social, además de

la detención física, con personajes atrapados por mentes, ciudades,

familias y estructuras sociales obsesionadas. Desde Walpole hasta el

gótico moderno, el espacio expone una inteligencia y movilidad

malignas y es mentalmente más poderoso que sus ocupantes

humanos. En la novela gótica el escenario arquitectónico era

esencial en el desarrollo de la trama. La importancia fundamental

de la atmósfera es un elemento que se trasladará al cine de

tendencia gótica y expresionista, donde los decorados construyen

sombras para sugerir espacios y estados de ánimo.

Los empresarios teatrales se apropiaron rápidamente de la

moda del gótico literario. Matthew Lewis, autor de El monje,

horripilante novela sobre hipocresía religiosa, también fue el

creador de melodramas teatrales como el éxito de 1797 The Castle

Spectre. Sin embargo, la principal inspiración teatral vendría de la

mano del Frankenstein de Mary Shelley y El vampiro de John

Polidori. El vampiro de James Robinson Planche se estrenó en 1820

y Presumption or The Fate of Frankenstein de Richard Brinsley Peake

en 1823. T.P. Cooke alcanzó la fama por interpretar al vampiro y al

monstruo en la misma noche, presagiando el vínculo entre

Frankenstein y Drácula durante el siglo xx. La popularidad del terror

escénico británico culminó en 1888 con la llegada a Londres de una

adaptación americana de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de

R.L. Stevenson. A pesar de esta rica herencia de literatura y

melodrama teatral góticos, los cineastas británicos fueron

notablemente lentos a la hora de perfeccionar un cine gótico

equivalente hasta la emergencia de la Hammer a mediados de 1950.

La caracterización gótica, especialmente la polarización del

bien y el mal en una doncella y un villano, tiene su origen en la

novela de Samuel Richardson Clarissa; The History of a Young Lady

(1748-49). Los personajes góticos heredaron su naturaleza

emocional de Clarissa Harlowe, la virgen atormentada, y de Robert

Lovelace, el malvado violador. Lovelace se convirtió en el prototipo

del satánico superhombre de la novela gótica, una criatura

misteriosa que persigue sin piedad a la doncella mientras huye de

sus propios impulsos oscuros. Esta figura nunca es completamente

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malvada, sino que es un “atormentado atormentador” hacia el cual

la heroína se siente misteriosamente atraída.

El gótico fue madurando y en las décadas de 1778 y 1780

siguió dos líneas de desarrollo, una que continuaba el espíritu

subversivo de Walpole y otra línea más conservadora, doméstica y

didáctica. Estas tendencias se pueden apreciar en las novelas de dos

de las figuras más importantes de la escuela gótica: el audaz

Matthew Lewis y la más conservadora Ann Radcliffe. Las imitaciones

de estos dos autores abarrotaron pronto las librerías. En contraste

con la escasa validez de las populares novelas por entregas, la

narrativa gótica psicológica de calidad intelectual seria mantuvo la

buena salud del gótico durante la década de 1820. Frankenstein de

Mary Shelley, Melmoth el errabundo de Maturin y Memorias

privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg

demostraron el trágico potencial del gótico y dieron una pista sobre

la clase de sofisticación psicológica y metafísica que marcaría las

obras de Hawthorne y Le Fanu. La riqueza simbólica y filosófica de

estas novelas góticas indica el papel principal que desempeñaría el

goticismo durante el siglo XIX, activando los oscuros sueños de

muchos grandes escritores que se volvieron hacia el gótico para

realzar el carácter trágico de su arte.

Durante el periodo comprendido entre 1820 y 1896

encontramos distintos tipos de gótico:

1. La alta (o pura) novela gótica, como El monje de Lewis,

trataba de aterrorizar, horrorizar, impresionar, asustar y emocionar

al lector más allá de su memoria racional. Lo sobrenatural es

siempre maligno e incontrolable. Los exteriores estaban

caracterizados por sublimes pero terribles paisajes, frecuentemente

nocturnos o subterráneos. Sus interiores se distinguían por un tono

de alta agitación, ansiedades no resueltas, miedos, euforia poco

natural y desesperación.

2. Las novelas por entregas: numerosísimos fascículos de

horror, muy baratos, con una extensión de entre 36 y 72 páginas y

que variaban enormemente en calidad artística.

3. El gótico polémico: varios escritores con conciencia social

transformaron la novela gótica popular en un instrumento de

protesta social, empleando los decorados y situaciones góticas para

llamar la atención sobre horrores sociales o políticos tales como las

leyes injustas o la lamentable situación de la mujer. El gótico

polémico intentaba edificar además de horrorizar a los lectores

combinando el terror gótico con una ideología radical para

despertar la conciencia social y cambiar las opiniones de los lectores

sobre ciertos asuntos. La confinación en de un castillo encantado se

convierte en detención dentro de una sociedad que niega la libertad

y la identidad individuales. Este es el caso de la novelas de Dickens y

de las hermanas Brontë.

4. El drama gótico: muchas obras de teatro eran

adaptaciones condensadas de novelas, especialmente de los

trabajos de A. Radcliffe. Un decorado sensacionalista, tormentas

falsificadas, dramaturgia espectacular, efectos melodramáticos

reproducidos mecánicamente y diálogos operísticos concedieron a

las piezas teatrales góticas un periodo de popularidad y de atractivo

audiovisual al mismo nivel que las novelas góticas. Un ejemplo lo

encontramos en la mencionada Presumption or The Fate of

Frankenstein (Richard Brinsley Peake, 1823).

5. La parodia o sátira gótica: el absurdo exceso del gótico

estimuló dos clases de parodia o sátira. La parodia crítica o

correctiva aceptaba el gótico, pero deseaba elevar su nivel artístico.

La sátira destructiva, por el contrario, intentaba erradicar el gótico y

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reemplazarlo con una narrativa realista y plausible. La abadía de

Northanger (1818), de Jane Austen, es un buen ejemplo de parodia

correctiva.

6. La novela gótica francesa (roman noir) reflejó los horrores

políticos y religiosos precipitados por la Revolución francesa, como

es el caso de la novela del marqués de Sade Justine (1791).

7. La novela gótica alemana (Schauerroman) o “novela de

escalofrío” influenció la narrativa de terror inglesa con lo

inmoderado de sus elementos sobrenaturales y sus descarados

horrores. Fantasmas sangrientos, cuerpos ambulatorios y relaciones

sexuales con demonios eran sucesos frecuentes en la

Schauerroman. Dentro de esta línea encontramos Los elixires del

Diablo de E.T.A. Hoffmann (1815).

Cada uno de estos tipos de gótico temprano florecería de

nuevo en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el goticismo fue

subsumido por la historia de fantasmas, la novela histórica, la

novela de detectives y las novelas por entregas. En lugar de escapar

del gótico temprano, los cuentos de terror de la época victoriana

demostrarían la elasticidad del gótico adaptando muchos de sus

temas y rasgos formales. En los relatos de terror de 1825 a 1896 los

espectros y monstruos se fueron trasladando gradualmente a la

psique. El gótico posterior a 1820 retuvo los recursos, los lugares y

los miedos a lo desconocido y a lo no conocible, adaptándose a las

preocupaciones de su época liberando, más que los demonios

exteriores, los demonios interiores.

Aunque la narración gótica se continuaría escribiendo y

leyendo en forma de largas novelas en varios volúmenes, la mayoría

de los escritores de la época descubrirían el valor de la brevedad

inherente al cuento de terror. Novelistas como Dickens en Inglaterra

y Hawthorne en Estados Unidos escogieron a menudo la narración

breve como vehículo para sus cuentos de terror. Edgar Allan Poe,

que añadió al lenguaje e imaginería gótica sus propias obsesiones,

limitó casi toda su producción gótica a la narrativa breve al tiempo

que insistía en la necesidad artística de la brevedad en sus escritos

críticos. Como señala Julia Briggs, “un terror que es efectivo durante

treinta páginas rara vez puede ser sostenido en trescientas.”1

La disponibilidad de publicaciones periódicas especializadas

en el cuento de terror y las editoriales de literatura pulp saciaron la

demanda de una audiencia en expansión. El gótico en forma

serializada se ajustaba a los gustos de varias clases sociales,

incluyendo un proletariado cada vez más numeroso. Las

localizaciones góticas tradicionales (la Europa del Este durante una

imaginaria Edad Media) dejaron paso a los ambientes más familiares

de las granjas, las casas de campo, oscuras calles urbanas, salones,

sótanos y áticos. Dado que la audiencia era predominantemente de

clase media, los fantasmas operaban frecuentemente en hogares de

clase media.

El gótico de este periodo tomó una dirección introspectiva

en cuentos de enterramientos prematuros o del miedo a ellos,

historias relacionadas con el temor a la locura, obras obsesionadas

con transformaciones bestiales o la pérdida de la racionalidad y

narraciones fantasmales que introducían temas sobre dudas

teológicas y confusión erótica. Con la subjetivización del terror

gótico se hizo más difícil identificar y afrontar la maldad, dado que

ésta reside profundamente en nuestro propio interior. El tema del

doble o doppelgänger se convirtió en la fórmula más popular del

periodo y el encuentro con la bestia interior se puede apreciar

brillantemente en relatos como Memorias privadas y confesiones de

un pecador justificado de James Hogg, El extraño caso del Dr. Jekyll y

Mr. Hyde de Stevenson y El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde.

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La confluencia de la bondad y la maldad en el mismo personaje

sugiere un cambio en la naturaleza del villano gótico. A excepción

del vampiro, el malvado del relato gótico de la época victoriana

conserva la naturaleza de ángel caído heredada de la figura del

atormentador atormentado de la novela gótica del siglo XVIII. Esta

humanización convierte el malvado gótico en un personaje más

vulnerable, “más como nosotros”, como el Roger Chillingworth de

La letra escarlata de Hawthorne o el Heathcliff de Cumbres

Borrascosas de Emily Brontë.

Las tensiones en las novelas góticas son claras reacciones a

un orden conocido, expresan sentimientos constreñidos y oprimidos

por las leyes y prácticas sociales y abordan imperativos psicológicos,

emocionales y físicos. La liberación de estos miedos dio lugar a una

rica tradición de escritoras dentro del género gótico. Mark

Jankovich2, citando a Ann Radcliffe, Mary Shelley, las hermanas

Brontë, Charlote Perkins Gilman, Joyce Carol Oates, Angela Carter y

Lisa Tuttle, afirma que más que alentar la pasividad, la obediencia y

la ignorancia femenina, muchas novelas góticas justificaban la

actividad, la desobediencia y la persecución del conocimiento en sus

personajes femeninos. Las escritoras góticas se centraron en la

figura de la doncella perseguida y confinada, especialmente en el

encarcelamiento marital y en la persecución por un autoritario

familiar masculino. Las escritoras se sintieron atraídas por el gótico

no sólo porque deseaban satisfacer una fascinación sentimental

hacia la muerte y la decadencia, sino también porque el gótico

ofrecía una vía de dramatización de los peligros de la condición de la

mujer en un mundo de hombres. Un miedo fundamental que asedió

a las mujeres, el miedo a la incompetencia social y sexual, se

muestra interiorizado en el gótico en general. Esta ambivalencia

interiorizada hacia la mujer llevó a sentimientos de autorepugnancia

y miedo hacia una misma más que a miedos hacia algo exterior.

Para escritoras como Margaret Oliphant, Amelia B. Edwards, Vernon

Lee, Charlotte Perkins Gilman y Luisa May Alcott, el gótico se

convirtió en un texto político autorizado.

Las obras góticas americanas erigirían sus propias versiones

del castillo encantado en sus imágenes de una civilización insegura.

Los principales temas serían el terror a uno mismo, al desorden

psíquico y social, a la desintegración de las familias, a las

contradicciones y conflictos ontológicos y un vivo sentimiento de

soledad y carencia de hogar. Todas la variedades de gótico

americano, tanto masculinas como femeninas, comparten un rasgo

en común: la inclinación a explorar y exponer el lado oscuro de la

experiencia americana y sus terribles ironías morales,

especialmente la desolación acarreada por el progreso, la división

racial y el temor a fracasar en una cultura que tanto enfatiza el

éxito.

Uno de los maestros del género, H.P. Lovecraft introdujo el

mito gótico en el siglo veinte, aunque la vitalidad del horror gótico

en este siglo se debe en gran medida a su popularidad

cinematográfica.

La reacción contra los valores victorianos expresados por

Lytton Strachey en Victorianos eminentes (1918) desprestigió un

nuevo renacimiento de la arquitectura gótica y su equivalente

literario, antes incluso del impacto a finales de los años veinte del

texto denigratorio de Kenneth Clark The Gothic Revival. Sin

embargo, el gótico continuó ensombreciendo el progreso de la

modernidad y fue admirado por autores tan distintos como D.H.

Lawrence, John Buchan y Evelyn Waugh, al tiempo que encontraba

en el cine un nuevo y poderoso medio de expresión.

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NOTAS:

[1] BRIGGS, Julia: Night Visitors: The Rise and Fall of the

English Ghost Story. Faber. Londres, 1977, p. 10.

[2] JANKOVICH, Mark: Horror. Batsford. Londres, 1992, p.

20.

OTRA BIBLIOGRAFÍA:

- BARRON, Neil (ed.): Fantasy and Horror: a Critical

and Historical Guide to Literature, Illustration,

Film, TV, Radio and the Internet. The Scarecrow

Press. Lanham, 1999.

- BOTTING, Fred: Gothic. Routledge. Londres y

Nueva York, 1996.

- DAVENPORT-HINES, Richard: Gothic: Four

Hundred Years of Excess, Horror, Evil and Ruin.

Fourth Estate. Londres, 1998.

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JULIO CORTÁZAR (1914-1984)

Escritor argentino nacido en Bélgica y autoexiliado en París. Es

considerado como el más grande innovador literario en

Latinoamérica. Como cuentista se le equipara a los grandes

maestros (Chejov, Poe, Rulfo, Borges,) y como novelista destaca

Rayuela, una gran narración que rompe con la tradicional

temporalidad y linealidad de las narraciones escritas hasta entonces

en América Latina. Otras de sus obras son: Presencia, Bestiario,

Final del Juego, La vuelta al día en ochenta mundos, Historias de

cronopios y de famas, Todos los fuegos el fuego, La vuelta al día en

ochenta mundos, El perseguidor y otros cuentos, Último round, La

isla a mediodía y otros relatos, entre otras.

EL SENTIMIENTO DE LO FANTÁSTICO

Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de

los cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El

problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es

inutil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una

definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la

hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto

en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición.

Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible

definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera,

cuando hemos terminado de definir la poesía , creo que esa misma

definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de

buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la

literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de

ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo

interior, sus propias vivencias y se plantee personalmente el

problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas

coincidencias en que de golpe, nuestra inteligencia y nuestra

sensibilidad, tiene la impresión de que las leyes, a que obedecemos

habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de

una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.

Ese sentimiento de lo fantástico como me gusta llamarle,

porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco

visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de

mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a

escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían

imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi

siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre

dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay

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intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un

elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía

explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia

razonante.

Ese sentimiento, que creo se refleja en la mayoría de mis

cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier

momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me

sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos

calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha,

hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en

esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese

tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en

otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es

ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo

fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada

paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo

en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del

tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde

Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve

bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de

viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.

Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred

Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una

vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes,

sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para

él había una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena

explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior,

estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas

por la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía

pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean

ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de esotérico;

insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para

algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en

Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los

poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo,

del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es

solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de

sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo

acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es

entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada

vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a

espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la

ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de

la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se

avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van

multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.

Si quieren un ejemplo para salir un poco de este terreno un

tanto abstracto, piensen solamente en eso que utilizamos

continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de

psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos va a dar

las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de

funcionamiento de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria

es uno de esos umbrales frente a los cuales se detiene la ciencia,

porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria que nos

define como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o

piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió pensarlo,

pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es

activa, de la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia

práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que le da la

gana: sobre la cual no tenemos ningún control.

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Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el

memorioso”, es un cuento fantástico, en el sentido de que el

personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que

posee una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes

ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha guardado el

recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las

irizaciones de las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas

las sensaciones y de todas las experiencias de la vida están

presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro

caso es posible, es posible que todos nosotros seamos como Funes,

pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias

pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos

entrega lo que ella quiere.

Para completar el ejemplo si cualquiera de ustedes piensa

en el número de teléfono de su casa, su memoria activa le da ese

número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los que

de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el

tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a

menos de ser un músico profesional, ninguno de ustedes ni yo

podemos silvar ese tema y sin embargo, si nos gusta la música y

conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga el disco

con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo

continuará. Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos,

conocemos ese tema porque lo hemos escuchado muchas veces,

pero activamente, positivamente, no podemos extraerlo de ese

fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo que

hemos visto, oído, vivido.

Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes

imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas.

Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y

que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una

manera primaria y rudimentaria.

Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta

nos pasamos a la literatura, yo creo que ustedes están en general de

acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la

habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos,

pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como

un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece

una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de

instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para siempre en la

obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se

llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie

genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que es el

cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además

sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no

parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha

resultado ser una de las zonas culturales del planeta, donde el

cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de sus

exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan en especial de

literatura, piensen en el panorama de un país como Francia, Italia o

España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no

interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América

Latina, sobre todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en

la Argentina... ha habido esa presencia de lo fantástico que los

escritores han traducido a través del cuento. Cómo es posible que

en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina hayan dado

tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la

literatura moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga,

a Jorge Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía

injustamente, mucho menos conocido.

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En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa

natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me

sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que

entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando

empezé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural,

yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.

(...) Eligo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos

“La noche boca arriba” y cuya historia, resumida muy

sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad

de París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo,

observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de

concreto, las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca

una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza un brazo,

pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo

han vendado y está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene

tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está

en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los

medicamentos que le han dado; entonces se adormece y tiene un

sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época

de los aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente

perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que

practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía

en capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.

Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así, siente que los

enemigos se acercan en la noche y en el momento de la máxima

angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y

respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado

soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla

continúa, como pasa a veces y entonces, aunque él huye y lucha es

finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y lo arrastran

hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las

hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal

de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo

suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace

un esfuerzo por evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue;

vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la

impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor

que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de que él

quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se

hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado.

En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso

era la realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio,

que soñó con una extraña, impensable ciudad de edificios de

concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño vehículo,

misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.

Si les he contado muy mal este cuento es porque, me

parece, que refleja suficientemente la inversión de valores, la

polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera

decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da

solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera

perfectamente natural en mi vida propia.

Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo

que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años

atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para

John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la

de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una

comedia, más o menos vanal, que no le interesa demasiado; en el

intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan

a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse

cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen

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unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar

el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell

en la pieza.

“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar

qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el

momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste

puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse

cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise,

haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra

ante el público... No les voy a contar el final del cuento, que es

fantástico, pero sí lo que sucedió después.

El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada

por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo

siguiente: “ Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la

universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído

varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían

interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por

timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotel

escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que,

como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció

un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos

conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego,

volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de

teatro de aficionados y me invitó a participar en una

representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas

ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor

enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres

días y me divertí bastante. En ese momento entré en una librería y

encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se

llamaba “Instrucciones para John Howell” . ¿Cómo puede usted

explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito

un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también

entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John

Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama

Julio Cortázar.

Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el

misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia

imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este

minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las

preguntas que me hagan.

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391

ELSA DEHENIN

Universidad Libre de Bruselas.

Extraído de las VII Actas de AIH, 1980, pp. 353-362.

Disponible en el Centro Virtual Cervantes.

EN PRO DE UNA TIPOLOGÍA DE LA NARRACIÓN FANTÁSTICA

Hay una aclaración de Borges que me llamó mucho la atención y

quisiera basar esta pequeña exploración por el campo literario

llamado fantástico en ella. Durante una conversación publicada por

F. Sorrentino, Borges ha precisado « no fantástico en el sentido de

sobrenatural sino de imposible» 10¿Qué implica esto? ¿Qué es

fantástico? ¿Qué significa imposible frente a lo sobrenatural? Para

estudiar la literatura no realista o irrealista mencionaremos en

primer lugar el estudio famoso y controvertido de T. Todorov,

Introducción a la literatura fantástica 11que distingue tres categorías

básicas alrededor de un punto límite donde basculamos de lo real a

lo irreal:

lo extraño lo fantástico lo maravilloso

lo extraordinario

Aunque una multitud de críticas fue dirigida contra este eje, no

acabó con él. Por lo menos tiene un mérito: propone una tipología

clara y coherente que puede ser muy útil para el estudio de lo

fantástico tradicional (anterior a Kafka en Europa y anterior a

Borges en América Latina). Cito rápidamente la definición por cierto

10

F. Sorrentino, Siete conversaciones con ]. L. Borges (Buenos Aires, Casa Pardo,

1973), p. 122. 11

T. Todorov, Introduction a la littérature jantastique (Paris, Seuil, 1970), p. 49. Al

final de su estudio Todorov tendrá que admitir que su teoría no se aplica a Kafka: el

acontecimiento sobrenatural llega a ser «natural», de hecho

«posible» (p. 176-7).

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muy conocida de Todorov: «lo fantástico sólo dura el tiempo de una

duda: una duda común al lector y al personaje, que deben decidir si

lo que perciben pertenece o no a la «realidad» tal como existe para

la opinión común. Al fin de la historia, el lector, si no el personaje,

toma, sin embargo, una decisión. Opta por una u otra solución y así

sale de lo fantástico. Si decide que las leyes de la realidad se

mantienen tales como son y permiten explicar los fenómenos

descritos, decimos que la obra pertenece a otro género: lo extraño o

extraordinario. Si, al revés, decide que debe admitir nuevas leyes de

la naturaleza por las cuales el fenómeno puede ser descrito,

entramos en el género de lo maravilloso»12 Todorov insiste mucho

en lo que rodea lo fantástico; lo localiza más que lo define,

considerándolo más bien como una categoría del referente

extraliterario que como una categoría del significado. No nos dice lo

que pasa cuando uno no sale de lo fantástico, cuando no toma una

decisión. Hay que reconocer, sin embargo, que lo fantástico

tradicional está muy ligado con lo extraño y/o con lo maravilloso, tal

como irrumpe en la realidad existente.

Importa saber a qué orden de la realidad pertenecen los

hechos o stimuli misteriosos: a la realidad normal, cognoscitiva,

referencial, a lo que A. M. Barrenechea13 llama lo no anormal, o a «

otra » realidad, lo anormal, lo extranatural, lo sobrenatural, lo irreal

de un mundo imaginario no cognoscitivo, autorreferencial. Lo

fantástico tiene forzosamente la ambigüedad de un entre-dos; al fin

y al cabo sigue « no explicado, no racionalizado»14 Tal es la

definición aproximativa

12

Op. cit., p. 46. 13

A. M. Barrenechea, «Ensayo de una tipología de la literatura fantástica», en

Revista Iberoamericana, julio-sept. 1972, pp. 391-403. 14

Op. cit., p. 57.

y negativa de T. Todorov.

Cité a A. M. Barrenechea porque, contrariamente a

Todorov, conoce la literatura hispanoamericana y tiene en cuenta la

literatura fantástica más reciente. Intentó adaptar

consecuentemente el esquema de Todorov. Como la mayoría de los

críticos, eliminó la noción de duda, fatalmente subjetiva e insistió en

un criterio más seguro que el de una « percepción ambigua»15 de los

datos misteriosos sin los cuales no hay literatura fantástica.

A. M. Barrenechea propone « para la determinación de qué

es lo fantástico su inclusión en un sistema de tres categorías

construido con dos parámetros: la existencia implícita o explícita de

hechos anormales, a-naturales o irreales y sus contrarios; y además

la problematización o no problematización de este contraste. Aclaro

bien: la problematización de su convivencia (in absentia o in

praesentia) y no la duda acerca de su naturaleza, que era la base de

Todorov».

La tipología alternativa que propone A. M. Barrenechea es

pues la siguiente:

contraste

lo a-normal lo

normal

Solo lo no a-normal

como

problema

lo fantástico

sin problema

lo maravilloso

lo posible

15

Op. cit., p. 51.

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Y «la literatura fantástica quedaría definida como la que presenta en

forma de problema hechos a-normales, a-naturales o irreales»16. Si

la problematización distingue, en efecto, lo fantástico de las otras

modalidades irreales que son lo maravilloso, mantenido por A. M.

Barrenechea, y lo extraordinario, rechazado por la autora o, mejor

dicho, recogido dentro de «lo posible», hay que preguntarse qué

implica exactamente. ¿En qué medida es «imposible» y no

sobrenatural? Ambos términos faltan en el esquema. ¿No serán

críticamente pertinentes? Son en parte sinónimos: lo sobrenatural

puede considerarse como imposible, pero lo imposible no es

necesariamente sobrenatural. La extensión semántica de imposible

es más larga y a la vez su comprensión más reducida, más abstracta.

Lo sobrenatural es una modalidad particular de lo imposible y puede

relacionarse con lo maravilloso.

Ya podemos conjeturar que lo imposible, que es un rasgo

constitutivo, según Borges, de lo fantástico, contrariamente a lo

sobrenatural o maravilloso, tiene algo que ver con la

problematización y, hay que precisar, la irreductible

problematización de lo fantástico.

Teniendo en cuenta pues la evolución histórica de lo

fantástico y para combinar lo válido tanto de la tipología de

Todorov, que insistió en lo extraño y lo maravilloso, como de la de

A. M. Barrenechea, que valoró la problematización, propongo

desdoblar el eje de lo fantástico en dos ejes que deben considerarse

como variantes combinatorias. El primer eje corresponde al

irrealismo tradicional, nada vanguardista y muy bien estudiado por

Todorov:

16

Op. cit., p. 393.

real extraño fantástico maravilloso

extraordinario

paranatural

provisional

limitado

sobrenatural

El segundo eje corresponde a la forma marcada del irrealismo, al

neo-fantástico. Lo ideal sería reservar el término del fantástico a

este eje:

posible fantástico imposible

(razón) irreductible

problemático

(sin razón)

En el primer eje, lo fantástico que resulta de la irrupción de lo

anormal dentro de lo real, se sitúa en un punto límite o en una línea

de demarcación entre lo cognoscitivo real (referencial) y lo

imaginario irreal (autorreferendal), un límite menos nítido de lo que

deja suponer el muy razonable Todorov. La inexplicabilidad de los

hechos misteriosos no es tan fácil de medir: lo que para tal

focalizador intrao extradiegético es extraordinario, será para otro —

un positivista— natural, y maravilloso para un primitivo crédulo,

según el nivel sociocultural del focalizador. Lo propio de este eje es

que en ningún momento lo inexplicado se hace irremediablemente

problemático o conflictivo. El problema es admitido como tal por

una razón que ha abdicado

y coexiste pacíficamente con los demás hechos normales.

En este eje caben muchas obras hispanoamericanas

consideradas abusivamente como fantásticas. Pienso en lo que A.

Carpentier llamó el realismo maravilloso y a veces mágico.

Preciso que, al novelista cubano, lo sitúo totalmente dentro

de la literatura realista, fuera de la literatura fantástica y, por cierto,

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fuera de la literatura telquelista. El artículo en el que nos habla de lo

real maravilloso americano17 es de sobra conocido. Esta noción le

vino a la mente en 1943 al visitar en Haití el reino de Henri

Christophe. Confiesa que vio « la posibilidad de establecer ciertos

sincronismos posibles, americanos, recurrentes por encima del

tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente ». Se

trata para él de « la maravillosa realidad recién vivida » que opone a

«la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó

ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años » (lo

escribe en 1949)... « lo maravilloso obtenido con trucos de

prestidigitación», más o menos surrealistas, que sobre todo por

culpa de Lautréamont originaron tristes y pobres «códigos de lo

fantástico». Fantástico es empleado aquí peyorativa e

indebidamente: no puede ser de ningún modo sinónimo de

maravilloso ni de surrealista. Según el Cubano, «lo maravilloso

supone una ampliación de las escalas y categorías de la realidad»

que es, para Carpentier, básica y que se mantiene viva en lo

paranatural como en lo sobrenatural. Además «presupone la

sensación de lo maravilloso una fe» que no sólo ha suplantado a la

razón y que por esto ignora la problematización sino que da realidad

a todo lo que se representa hasta a lo más fabuloso. Como, según

Carpentier, «América está muy lejos de haber agotado su caudal de

mitologías» y como además se ha empezado a mantenerlas vivas

artificialmente hay que prever un desarrollo futuro de un realismo

extraordinario y maravilloso. En el Perú, el ejemplo de Arguedas

sigue vivo. Scorza, por ejemplo, quiere ser solidario de la población

indígena, de sus mitos y leyendas, de sus historias que ya no se

dividen en historias verdaderas (mitos según M. Elciade) o historias

17

A. Carpentier, «De lo maravilloso americano», en Literatura y conciencia política

en América latina (Madrid, 1969), pp. 99-118.

falsas (fábulas, cuentos, leyendas, epopeyas)18. Son historias, nada

más, que mezclan no problemáticamente lo real con lo irreal, sea

cual sea la progresión del conocimiento positivo y el retroceso

correspondiente de la credulidad. Para la novelística

hispanoamericana hay en ellas una posibilidad de renovar un

realismo verosímil, bastante agotado, por el descubrimiento de una

temática desconocida, como míticamente irracional. En este caso

podríamos hablar de un «realismo mágico»19 que O. Paz considera

ser «la versión rural hispanoamericana de esa tendencia europea

hoy casi extinta en su continente de origen»20.

Aunque es empleado aquí peyorativamente, el adjetivo

rural me parece muy acertado; lo aplicaría al primer eje en el que

sitúo, fuera de Carpentier o Arguedas, Quiroga del lado de lo

extraño y a García Márquez del lado de lo maravilloso. En el centro

hay un fantástico provisional y aproximativo, contaminado o de lo

extraño o de lo maravilloso o de ambos (Rulfo). El verdadero

fantástico se sitúa en el segundo eje. Es mucho más que la irrupción

dentro de lo real de un hecho anormal focalizado en su inexplicable

exterioridad. Es la proyección sobre la realidad de un hecho anormal

focalizado desde la inferioridad de un mundo mental problemático.

Así de exterior la problematización se ha hecho interior, mucho más

compleja, de tipo psico-onírico o de tipo más abstracto y

especulativo.

El Fantástico (con mayúscula) se sitúa alrededor de los

límites de la razón, mantenidos para ser transgredidos. Identificado

por A. M. Barrenechea como «subversión del orden racional con

18

M. Elciade, Aspects du mytbe (París, Gallimard, 1963), p. 18. 19

C. Fuentes, Cuerpos y Ofrendas (Madrid, Alianza, 1972), p. 14. 20

lbid., p. 14.

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sentido problemático»21 y llamado contradictoriamente por

Todorov, al final de su libro, «sobrenatural inadmisible», este

fantástico, que es un neofantástico nada rural, más bien de

vanguardia, ha sido estudiado de una manera bastante coherente

sobre todo en relación con Borges, Bioy Casares y Cortázar, los

monstruos sagrados de un tipo de relato que se presenta —

d'emblée— como un anti-cuento y un anti-mito Según I. Bessiére,

que rechaza más el método que las conclusiones de la investigación

estructuralista de Todorov, «lo fantástico no contradice las leyes del

realismo literario; demuestra que estas leyes llegan a ser las de un

irrealismo cuando la actualidad es considerada como totalmente

problemática»22. Ella también reconoce lo problemático pero no

pensó en analizarlo. No creo —y lo veremos con Borges— que sea la

«combinación de no-realidad y de motivación realista»23 que

determine el relato fantástico. Mas útil es decir que «el relato

fantástico se presenta como la transcripción de la experiencia

imaginaria de los límites de la razón»24, límites que obsesionan a

Borges.

Rechazando tanto lo sobrenatural de «levitaciones,

resurrecciones y apariciones» que encuentra en los libros piadosos

(de lo maravilloso cristiano) como lo verosímil, Borges opina en una

conocida inquisición, «El sueño de Coleridge» que son «más

encantadoras» «las hipótesis que trascienden lo raciona»25. Lo

fantástico es una literatura de hipótesis: de quizás y de subjuntivos

imperfectos. Nos damos cuenta de que la duda en que se basaba

21

Op. cit., p. 396. 22

I. Bessiére, Le récit fantastique (París, Larousse, 1974). 23

Op. cit., p. 46. 24

Op. cit., p. 62. 25

J. L. Borges, «El sueño de Coleridge», en Otras inquisiciones, en Obras

completas (Buenos Aires, Emecé, 1974), p. 644. Esta edición la designaré por O.C.

Todorov no era tan gratuita. Ha sido valorada como «inquietud» por

discípulos de Freud26 en relación con «das Unheimliche» y los

fantasmas que la acompañan.

La obra fantástica es una obra abierta que solicita varias

explicaciones, más o menos fantásticas, más o menos

problemáticas. La problematización varía según que la convivencia

de lo real posible y de lo imaginario imposible sea más o menos

subvertida racionalmente, sea más o menos especulativa, abstracta

pues. Lo fantástico de una obra —la parte de indecidible

ambigüedad— no se refiere a una realidad ya constituida o

instituida por el autor: apunta hacia algo arreferencial, sin

representación.

Borges nos permite aclarar esto con unos ejemplos que se

encuentran en otra inquisición suya llamada «La flor de Coleridge»27

en la que relata la historia de la evolución de una idea a través de

los textos heterogéneos de tres autores predilectos, Coleridge,

Wells, James que son fantásticos. Dice citar literalmente a

Coleridge: «si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le

dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al

despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?» Borges

juzga la imaginación perfecta: «tiene la integridad y la unidad de un

terminus ad quem, de una meta».

Sin embargo, en el caso del segundo texto, The Time

Machina de Wells, en el que el protagonista viaja físicamente al

porvenir, y trae del porvenir una flor marchita, Borges observa

acertadamente: «más increíble que una flor celestial o que la flor de

26

J. Bellemin-Noel, «Notes sur le fantastique», en Littérature (8, dic. 1972, pp. 3-

23). Ver también ibid., pp. 100-6 de B. Mérigot, «L'inquiétante étrangeté. Note sur

l’Unheimliche. 27

Op. cit., pp. 639-41.

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un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora

ocupan otros lugares y no se combinaron aún». Aunque no empleó

aquí el adjetivo imposible precisará después que la flor de Wells es

el resultado de un procedimiento imposible. La contradictoria flor es

indudablemente más problemática y más fantástica que la flor

celestial; ésta puede ser maravillosa; la flor de un sueño, una

extraña ilusión de los sentidos. Se sitúa en el primer eje. Otra es la

flor futura por lo menos en la visión fantástica de Borges que

imagina la imposible coincidencia de dos momentos inconexos del

tiempo que sólo pueden juntarse en un mundo mental,

arreferencial, por un juego del pensamiento.28

Y este juego intelectual —de imaginación razonada— es

más atrevido aún en el tercer texto de James, The Sense of the Past,

donde según Borges el procedimiento es tan « imposible » como en

el caso de Wells, pero menos «arbitrario». Borges nos explica que el

nexo entre lo real y lo imaginativo es un retrato del siglo XVIII que

representa al protagonista. Este, fascinado, se transforma en la

persona de la tela y se traslada al siglo XVIII. El pintor lo pinta «con

temor y con aversión». «James crea así un incomparable regressus

in infinitum... La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es

una de las consecuencias del viaje» (ibid.) —aquí hay más que una

coincidencia imposible de dos tiempos, de dos lugares o de dos

seres; ella implica una causalidad imposible— al revés; no hay

ninguna «motivación realista». Lo interesante aquí es la

problemática y fantástica explicación de Borges. La

problematización de lo fantástico es directamente proporcional a la

subversión por la razón de sus propios mecanismos (de su

causalidad), una subversión que es más eficaz cuando es menos

28

Borges hubiera podido considerar la flor futura como una flor de ciencia-ficción,

cuyos efectos fueran reales y cupieran dentro de un posible extrapolado.

arbitraria, menos caída del cielo y más implicada en el desarrollo del

relato.

Borges ha planteado alguna vez el problema como narrador.

Muy conocido es el artículo de 1932, El arte narrativo y la magia,

donde el término mágico corresponde a lo que se puede llamar hoy

el neofantástico y donde analiza «el problema central de la

novelística » que es, según él, la causalidad29, una causalidad que

cambia según el género de la novela. La « morosa novela de

caracteres » — tan admirada por Ortega y Gasset— «finge o

dispone una concatenación de motivos que se proponen no diferir

de los del mundo real». En el otro género de novela —la de

aventuras tan menospreciada por Ortega y que Borges llama «la

novela de continuas vicisitudes»— también en «el relato de breves

páginas», «esa motivación es improcedente»: «un orden muy

diverso los rige, lúcido y atávico. La primitiva claridad de la magia».

Esta magia supone «un vínculo inevitable entre cosas distantes, ya

porque su figura es igual —magia imitativa, homeopática— ya por el

hecho de la cercanía anterior, magia contagiosa». Podríamos

distinguir un fantástico metafórico (paradigmático) y un fantástico

metonímico (sintagmático), que se podría ilustrar por dos cuentos

de Cortázar, El axolotl, de progresiva e ineluctable metamorfosis, y

La continuidad de los parques, donde por una contagiosa ilusión

novelesca el autor sugiere, al combinar distintos niveles de lo

imaginario, una imposible y fantástica continuidad no sólo de los

parques sino de los personajes: del lector intradiegético presente y

de un protagonista ausente.

29

O.C., p. 230.

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Según Borges en ambos casos la «magia es la coronación o

pesadilla de lo causal, no su contradicción»30. Queda claro que la

magia corresponde a lo que llamamos neo-fantástico, entendido

como una pesadilla de lo causal. No hay que confundirlo con lo

maravilloso que supone una negación o contradicción de lo causal.

El «milagro» no tiene nada que ver en este mundo mágico: «todas

las leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias» (ibid.). Tal es la

ambigüedad de la causalidad que rige lo fantástico y en la que

vuelve a insistir Borges en su conclusión: « he distinguido dos

procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de

incontrolables e infinitas operaciones; el mágico donde profetizan

los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única

posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la

simulación psicológica».31

Esta profesión de fe de Borges la confirmó en 1940, al

escribir la introducción a La invención de Morel de su amigo Bioy

Casares. Según Rodríguez Monegal32, el prólogo adquiere carácter

de manifiesto y puede compararse con el prefacio de Cromwell.

Insistiendo de nuevo en la distinción establecida por Ortega

entre la novela psicológica y la novela de aventuras, Borges opta por

la novela policiaca y rechaza tanto la novela de Proust como la gran

novela rusa, ambas realistas pero inverosímiles y desordenadas.

Admira la novela policiaca porque es « un objeto artificial que no

sufre ninguna parte injustificada»: todo es funcional dentro de un

«riguroso argumento». Además «refiere hechos misteriosos que

luego justifica e ilustra un hecho razonable». La novela policiaca no

30

Ibid., p. 231. 31

Ibid., p. 232. 32

E. Rodríguez Monegal, «Borges: una teoría de la literatura fantástica», en Revista

Iberoamericana, 1976, pp. 177-189.

es nada fantástica; una explicación coherente resuelve

normalmente según una perfecta lógica analítica el enigma.

Concebida como una novela policiaca, La invención de Morel

es sin embargo algo más: «una Odisea de prodigios que no parecen

admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente

los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no

sobrenatural». Borges sigue distinguiendo lo fantástico (que

sabemos imposible) de lo sobrenatural. Admite implícitamente dos

niveles de explicación: uno, parcial y de fácil acceso, muy explorado

por los críticos; éste incluye tanto lo onírico, que supone una

relación más bien autorreferencial entre el hombre y lo de dentro,

como lo retórico-simbólico (metafórico y metonímico) que refleja la

relación referencial entre el hombre y lo de fuera. Hay sin embargo

otro nivel más completo y más complejo, sofisticado. Borges lo

define poco: de postulado imposible.

Así lo fantástico puede localizarse y explicarse en la

superficie de la obra, pero queda la posibilidad de una especulación

trascendental, basada en un principio previo irreal, mágico,

fantástico, imposible en la terminología de Borges: un principio

irrefutable pero inmotivado, meramente especulativo, inspirado en

el caso de Borges por un idealismo a ultranza, cuyas consecuencias

se llevan a cabo en un desarrollo rigurosamente, casi policialmente

deductivo, según una causalidad ni natural ni sobrenatural, sino

problemática, racionalmente subvertida. Parafraseando pues a

Borges, hablaría de la pesadilla de la razón que no hay que

confundir con la negación de la razón o sea lo absurdo de la

sinrazón que se salta la problematización.

Es urgente no confundir un fantástico tradicional que actúa

desde fuera, que va de lo extraño a lo maravilloso y que se define

según un orden de realidad referencial o autorreferencial y un

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fantástico nuevo que actúa desde dentro, que intenta liberarse de

todo orden de realidad, un fantástico arreferencial, problemático e

imposible, generalmente bastante sofisticado —cansado, parece—

que está haciendo marcha atrás hacia un fantástico menos

imposible, onírico y recuperable por la razón... Otra vez.

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HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT

«Introducción», El horror en la literatura, Traducción de Francisco

Torres Oliver, Alianza editorial, Madrid, 1998, pp. 7-12.

EL HORROR EN LA LITERATURA

(Fragmento)

1. INTRODUCCIÓN

La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo,

y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo

desconocido. Pocos psicólogos pondrán en duda esta verdad; y su

reconocida exactitud garantiza en todas las épocas la autenticidad y

dignidad del relato de horror preternatural como género literario.

Contra él se disparan todos los dardos de una sofistería materialista

que se aferra a emociones frecuentemente experimentadas y a

sucesos externos, y los de un idealismo ingenuamente insípido que

desdeña el móvil estético y reclama una literatura didáctica que

«eleve» al lector hacia un grado conveniente de optimismo

bobalicón. Pero pese a esta oposición, el relato preternatural ha

sobrevivido, se ha desarrollado, y ha alcanzado cotas notables de

perfección, dado que se funda en un principio profundo y elemental

cuyo atractivo, si no siempre universal, debe ser necesariamente

intenso y permanente para las mentes dotadas de la necesaria

sensibilidad.

El atractivo de lo espectralmente macabro es por lo general

escaso porque exige del lector cierto grado de imaginación, y

capacidad para desasirse de la vida cotidiana. Son relativamente

pocos los que logran sustraerse al hechizo de la rutina diaria para

responder a las llamadas del exterior; por ello, los relatos sobre

sentimientos y sucesos normales, o sobre las ordinarias

deformaciones sentimentales de dichos sentimientos y sucesos,

ocuparán siempre el primer puesto en el gusto de la mayoría; con

justicia, quizá, puesto que, desde luego, las cosas normales

representan la parte más importante de la experiencia humana.

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Pero lo que tienen sensibilidad están siempre de nuestra parte, y a

veces un extraño haz de fantasía inunda algún rincón oscuro de la

cabeza más rigurosa; por tanto, ninguna racionalización, reforma o

psicoanálisis freudiano puede anular por completo el

estremecimiento que produce un susurro en el rincón de la

chimenea o en el bosque solitario. Interviene aquí una pauta o

tradición psicológica tan real y tan hondamente arraigada en la

experiencia mental como cualquier otra pauta o tradición humanas,

coetánea del sentimiento religioso, estrechamente relacionada con

muchos, y tan tremendamente inserta en nuestra herencia biológica

más íntima, que es imposible que pierda su tremenda fuerza sobre

una importante —aunque no numéricamente grande— minoría de

nuestra especie.

Los primeros instintos y emociones del hombre dieron

forma a su respuesta al medio en el cual se encontraba inmerso.

Aquellos fenómenos cuyas causas y efectos entendía despertaron

en él sentimientos concretos, basados en el placer y el dolor,

mientras que en torno a los que escapaban a su compresión —y el

universo hervía de fenómenos de este género en los tiempos

primitivos— tejió naturalmente las personificaciones,

interpretaciones maravillosas y sentimientos de pavor y de miedo

propios de una humanidad con unas nociones escasas y simples y

una experiencia limitada. Lo desconocido, imprevisible al mismo

tiempo, se convirtió para nuestros antepasados en la fuente

omnipotente y terrible de las bendiciones y calamidades que

visitaban a la humanidad por razones misteriosas y enteramente

extraterrestres, y por tanto claramente pertenecientes a esferas de

existencia de las que no sabemos nada y en las que no tenemos

parte alguna. El fenómeno del sueño contribuyó asimismo a la

formación de la idea de un mundo irreal o espiritual; y en términos

generales, todas las condiciones de la vida salvaje de los albores de

la humanidad condujeron tan poderosamente hacia una conciencia

de lo sobrenatural, que no es extraño que la misma esencia

hereditaria del hombre se saturase de religión y superstición. Tal

saturación debe considerarse lisa y llanamente un hecho científico

prácticamente perenne en el subconsciente y en los instintos

íntimos; pues, aunque la zona de lo desconocido se ha ido

reduciendo continuamente durante milenios, la mayor parte del

cosmos exterior permanece aún sumergida en un depósito infinito

de misterio, mientras que, por otra parte, existen todavía

cantidades ingentes de asociaciones hereditarias poderosas en

torno a objetos y procesos que en otro tiempo fueron misteriosos,

por muy explicados que estén hoy. Más aún, hay una auténtica

fijación psicológica de los viejos instintos en nuestro tejido nervioso,

de forma que podrían ponerse oscuramente en funcionamiento,

aun cuando la mente consciente quedase purgada de toda fuente

de asombro.

Puesto que recordamos el dolor y la amenaza de muerte

más vívidamente que el placer, y puesto que nuestros sentimientos

con respecto a los aspectos beneficiosos de lo desconocido han sido

acaparados desde un principio por ritos religiosos convencionales

que les han dado forma, al lado más oscuro y maléfico del misterio

cósmico le ha tocado incorporarse sobre todo a nuestro folklore

popular sobrenatural. Esta tendencia, además, se ve naturalmente

acrecentada por el hecho de ir íntimamente unida a la

incertidumbre y al peligro, convirtiendo de este modo cualquier tipo

de mundo desconocido en un mundo amenazador y lleno de

posibilidades malignas. Cuando a esta sensación de temor y de

maldad se sobreañade la inevitable fascinación de lo curioso y lo

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asombroso, surge un compuesto de emoción intensa y provocación

imaginativa

cuya vitalidad ha de durar necesariamente tanto como el propio

género humano. Los niños tendrán siempre miedo a la oscuridad, y

los hombres de mente sensible al impulso hereditario temblarán

siempre ante la idea de mundos ocultos e insondables de extraña

vida que pueden latir en los abismos que se abren más allá de las

estrellas, o acosar espantosamente a nuestro propio planeta desde

impías dimensiones que sólo los muertos y los lunáticos son capaces

de vislumbrar.

Con tales fundamentos, no es extraño que exista una

literatura en torno a1 terror cósmico. Siempre la ha habido y

siempre la habrá; y no hay mejor prueba de su persistente vigor que

el impulso que de cuando en cuando mueve a escritores de

tendencias totalmente opuestas a practicarla en relatos aislados,

como para liberar la mente de alguna figura fantasmal que de otro

modo les atormentaría. Y así escribió Dickens varios relatos

sobrecogedores; Browning, el espantoso poema Childe Roland;

Henry James, The Turn of the Screw; el doctor Holmes, la sutil

novela Elsie Venner; F. Marion Crawford, The Upper Berth, y muchas

otras; Charlotte Perkins Gilman, asistente social, The Yellow Wall

Paper; mientras que el humorista W. W. Jacobs produjo ese cuento

melodramático y conseguido que tituló The Monkey's Paw.

No debe confundirse este tipo de literatura de miedo con

otro externamente parecido pero muy distinta desde el punto de

vista psicológico: el del mero miedo físico y de lo materialmente

espantoso. Tal género tiene su lugar aparte, lo mismo que el relato

convencional o incluso el relato de fantasmas intrascendente y

humorístico, en el que el formalismo o el guiño cómplice del autor

eliminan el auténtico sentido de lo morbosamente antinatural; pero

esto no es literatura de miedo en sentido estricto. El cuento

verdaderamente preternatural tiene algo más que los usuales

asesinatos secretos, huesos ensangrentados o figuras amortajadas y

cargadas de chirriantes cadenas. Debe contener cierta atmósfera de

intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas, y el

asomo expresado con una seriedad y una sensación de presagio que

se van convirtiendo en el motivo principal —de una idea terrible

para el cerebro humano: la de una suspensión o transgresión

maligna y particular de esas leyes fijas de la Naturaleza que son

nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los

demonios de los espacios insondables.

Como es natural, no podemos esperar que todos los relatos

sobrenaturales se ajusten cabalmente a un modelo teórico. Las

mentes creadoras son distintas, y los mejores tejidos tienen sus

defectos. Además, muchos de los más selectos hallazgos

preternaturales son impremeditados, apareciendo diseminados en

fragmentos memorables dentro de un material cuyo efecto de

conjunto puede ser de carácter muy distinto. El factor más

importante de todos es la atmósfera, ya que el criterio último de

autenticidad no reside en que encaje una trama, sino que se haya

sabido crear una determinada sensación. Podemos decir, como

norma general, que un relato preternatural cuyo objeto sea enseñar

o producir un efecto social, o cuyos horrores se expliquen al final

por medios naturales, no es un verdadero relato de miedo cósmico,

aunque es cierto que tales relatos poseen a menudo, en pasajes

aislados, pinceladas ambientales que cumplen todas las condiciones

de la auténtica literatura del horror sobrenatural. Por tanto,

debemos considerar preternatural una narración, no por la

intención del autor, ni por la pura mecánica de la trama, sino por el

nivel emocional que alcanza en su aspecto menos terreno. Si

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despierta los sentimientos apropiados, habrá que aceptar ese

elevado factor en sí mismo como literatura espectral, sin tener en

cuenta lo que descienda en calidad después. La única prueba de lo

verdaderamente preternatural es la siguiente: saber si despierta o

no en el lector un profundo sentimiento de pavor, y de haber

entrado en contacto con esferas y poderes desconocidos; una

actitud sutil de atención sobrecogida, como si fuese a oír el batir de

unas alas tenebrosas, o el arañar de unas formas y entidades

exteriores en el borde del universo desconocido. Y por supuesto,

cuanto más completa y unificadamente consiga un relato sugerir

dicha atmósfera, más perfecto será como obra de arte de este

género.

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GILBERT K. CHESTERTON (1874-1936) CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO POLICIAL

Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en

confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan

confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo

esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de

ocultar.

Que quede claro que escribo este artículo siendo

totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento

policiaco. Pero he fracasado muchas veces.

Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y

científica, como la de un estudioso de lo social que se ocupe del

desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de

haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy,

si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin

embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como

existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me

pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura

didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos

dignas de efectuarse.

Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. Se

publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas

que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener

muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas

del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no

pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí

una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva

que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso

aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más

tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema

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comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda

y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir

nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no

sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación

criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas

será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la

vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos

vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el

periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia

los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de

la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos

andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que

hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se

adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o

¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una

divulgación del envenenamiento que será tan científica como la

divulgación del divorcio o los anticonceptivos.

Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos

impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras

tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la

manera de cometer un crimen como sobre la manera de

investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que

podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su

investigación, su descripción y la descripción de la descripción

requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar

en la vida y escribir un libro sobre ello, no.

Primero

Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio,

como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la

oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el

que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no

simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo

es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese

instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos

cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los

escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en

confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan

confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo

esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de

ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en

invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que

reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el

que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma

artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas.

Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una

multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho,

considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado

sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la

oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la

mente.

Siempre he considerado una coincidencia simpática que el

mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de

haber sido concebido y empleado en un sentido completamente

diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial

clarear: el título es «Resplandor plateado».

Segundo

El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de

detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede

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ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las

historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio

pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe

hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz

silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras

susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la

impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien,

algunos detectives literarios complican más la solución que el

misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.

Tercero

En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el

personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector.

El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene

que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue

el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el

que ya he mencionado, “Resplandor plateado”. Sherlock Holmes es

tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo

en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos

cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso

caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba

asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias

personas y todo el mundo se concentra en el grave problema

policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura

verdad es que el caballo lo asesinó.

Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema

sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy

evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo

momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre

haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va

siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende.

Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que

olvidamos que una joya puede ser un arma.

Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones,

esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de

la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco

frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a

la vista. De otra manera no hay auténtica sorpresa sino simple

originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de

espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por

otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos

de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo

tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal,

más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras

de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia,

sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero

o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la

ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por

asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos

personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy

rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque

nadie lo hace. El arte de contar consiste en convencer, durante un

momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al

lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no

lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de

detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el

criminal sino contra el autor.

El escritor debe recordar que en este juego el lector no

preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: “¿Por

qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín

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del médico?” Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: “¿Por qué el

autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que

le hizo presentarnos a un agrimensor?”. El lector puede admitir que

cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el

cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el

cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el

Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá de

las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener

alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una

miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector,

mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a

decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un

árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué esta

haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en

concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y

malvado?

Cuarto

Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La

gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros

casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico.

Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos

pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas

chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es

conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una

forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente

un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que

el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente

no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el

juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes

y algo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas

que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que

el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en

escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe

venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios

de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje

viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la

visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un

personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por

impulsar la historia en otras áreas necesarias y después

descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente

sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar

de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que

decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o más

victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir

para taparle los ojos al lector.

Quinto

Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como

cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se

aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando

la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde

fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema

de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún

hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el

lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse

en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser

simplemente una alucinación.

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PATRICIA HIGHSMITH

Extraído de Cómo se escribe una novela de intriga, Círculo de

Lectores, Madrid, 1987. Traducción de Jordi Beltrán. Pp. 17-21.

CAPÍTULO 3

EL RELATO BREVE DE SUSPENSE

El relato breve de suspense y la narración de misterio detectivesca

han sido ávidamente leídos desde los tiempos de Edgar Allan Poe.

Recientemente incluso se ha podido leer uno de ellos en una revista

literaria, lo que viene a demostrar que si un relato es bueno y

entretenido, cualquier persona puede disfrutar con él: tanto el

intelectual como el aficionado al misterio y al suspense. Para los

escritores de imaginación fértil escribir relatos cortos de suspense es

un medio espléndido de ensanchar su campo e incrementar sus

ingresos.

Comparado con la novela...

Empezando por lo básico, ¿cuál es la diferencia entre un relato

breve de suspense y una novela de suspense? Generalmente,

aunque no siempre, la novela de suspense abarca un período de

tiempo más largo: la naturaleza del germen de la idea lo hace

necesario. Además, en la novela suele producirse un cambio

drástico en el héroe o la heroína: su carácter evoluciona, cambia,

mejora o se viene abajo. Probablemente hay más cambios de

escenario. El argumento es más largo: el clímax o los clímax no

pueden alcanzarse partiendo del trampolín de una única escena.

Hay tiempo para cambiar el ambiente y el ritmo de la narración. Hay

lugar para más de un punto de vista. Todas estas posibilidades de la

novela de suspense no están necesariamente presentes en cada

obra de este género, y, de hecho, sólo deben estarlo cuando viene

al caso y cuando contribuyen al argumento y a lo que el autor

quiere decir. No son ingredientes esenciales, sino sólo

características.

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El germen del relato corto de suspense puede nacer del más

tenue de los hechos, acontecimientos o posibilidades: por ejemplo,

que la lluvia borre importantes huellas dactilares de una copa de

cóctel que alguien ha dejado en la terraza. El relato breve de

suspense puede tener sólo una escena y ocurrir en cinco minutos o

menos. Puede basarse en una situación o incidente emocional —por

ejemplo, la persecución (por un solo hombre) de un animal

misterioso que tiene horrorizada a la región y que sólo un hombre,

el héroe, tiene el valor de perseguir. El relato corto de suspense (al

igual que muchos cuentos policiacos) puede basarse en un truco,

una forma ingeniosa de escapar (de algún lugar), o en alguna

información que sólo conocen los médicos, los abogados o los

astronautas y que sorprenderá y divertirá al lector no iniciado. A

menudo los detalles poco corrientes que el escritor encuentra al

hojear un libro técnico pueden ser el núcleo de un relato que se

venderá bien y proporcionará unos cuantos minutos de distracción

al lector. Obviamente, esto es lo contrario de usar las emociones o

la inspiración para crear un relato, ya que la información suelta, el

detalle curioso, es percibido por los ojos y no tiene una relación

inmediata con los personajes que van a utilizarla. Estos gérmenes

están en potencia y no cobran vida hasta que los personajes se la

dan. No tengo muy buena opinión de este tipo de narraciones (ni sé

quién la tiene), pero de vez en cuando he escrito alguna porque se

me ha ocurrido una idea divertida.

Por ejemplo, las huellas dactilares que la lluvia borra de una

copa de cóctel. En una novela larga esto podría ser una cuestión

seria en alguna parte de la trama, pero yo no estaba escribiendo

ninguna novela larga cuando se me ocurrió. Lo vi únicamente como

una posible narración corta y como algo que un asesino nervioso no

podía impedir, ya que no le era posible llegar a la terraza. Mi

narración se tituló «You can´t depend on anybody» y se publicó en la

Ellery Queen's Mystery Magazine. Un actor de mediana edad, celoso

y fracasado, procura que el asesinato de su amante (cometido por él

mismo) parezca obra del nuevo amor de la víctima. Las huellas

dactilares del hombre que le ha quitado a su amante están en una

de las copas que hay en la terraza. El actor de mediana edad espera

con impaciencia el momento en que el portero del edificio, la

policía, un amigo o quién sea abra el piso y encuentre el cadáver,

pero transcurren tres días. El hombre no consigue alarmar al

portero lo suficiente para que abra el piso. Cae un fuerte chaparrón

y las huellas dactilares desaparecen. El actor está atrapado, ya que

ha colocado cuidadosamente en el cadáver un brazalete de plata

que su amante solía llevar y que él creyó que la haría parecer más

natural. En el brazalete están sus huellas dactilares. Lo entretenido

del relato son los esfuerzos que hace el actor por combatir la

conocida renuencia de los neoyorquinos a invadir un piso ajeno, por

muy silencioso que esté. «Uno puede llevar varios días muerto allí

dentro sin que nadie se entere», etcétera.

Una narración mejor, que también contiene una trampa

para el héroe como sorpresa final es Man in hiding, de Vincent

Starrett, publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine. Un

médico ha matado a su esposa. Dos meses antes del asesinato,

utilizando un nombre falso, ha alquilado una oficina desde donde se

propone instalar un negocio de libros raros. Todo esto lo hace para

ocultarse hasta el momento en que pueda reunirse con Gloria, su

amante, en París. El médico está nerviosísimo, aunque todas las

cosas le van saliendo bastante bien. En el edificio donde tiene la

oficina hay una agencia de detectives y el médico empieza a

mostrarse muy suspicaz. Tiene la sensación de que los detectives le

están vigilando. El médico ha conocido a una muchacha que tiene

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un comercio de antigüedades en el edificio. En la sala de recepción

de la muchacha hay una voluminosa arca española. Al médico se le

ha ocurrido que el arca sería un buen escondite en el caso de que la

policía penetrase en su oficina. El señor Starrett mejora el suspense

haciendo que el médico escape por los pelos en dos ocasiones al

cruzarse en la calle con antiguos pacientes suyos. Un día, la policía le

hace una visita. El médico tiene el tiempo justo de meterse en la

tienda de antigüedades y, sin que nadie le vea, ocultarse en el arca,

que queda cerrada herméticamente. El lector sabe que la policía

sólo pretende venderle entradas para una función benéfica. Y el

lector sabe también que la chica de la tienda de antigüedades

piensa abrir la vieja arca algún día, cuando se decida a hacerlo, pero

que aún pasará mucho tiempo hasta que lo haga. Contado por un

escritor incompetente, este relato podría ser muy malo. Vincent

Starrett le ha sacado el máximo provecho, lo ha escrito bien, de

modo convincente y también breve, en dos mil palabras más o

menos.

En el mismo número de la Ellery Queen's Mystery Magazine

aparece una narración «con truco» bastante buena: Murder after

death, de Cornell Woolrich. El truco consiste en que una inyección

que se aplica a un cadáver no se extiende, ya que el sistema

circulatorio ya no funciona. Para este truco el señor Woolrich ha

montado un andamiaje complejo pero bastante entretenido y

creíble: un estudiante de medicina que ha sido expulsado de la

facultad se enfurece porque su novia se ha casado con otro. Su

amada muere a causa de un resfriado que se complica con una

neumonía. El estudiante desea culpar de ello al joven marido de la

difunta, de modo que se presenta en la funeraria e inyecta un

veneno en el cadáver. Después se las arregla para introducir una

ampolla del mismo veneno en la habitación del hotel donde se aloja

el abatido viudo. Seguidamente, valiéndose de cartas anónimas,

hace correr la noticia de que la muchacha ha sido asesinada. Está

convencido de que se exhumará el cadáver y el viudo será acusado

de asesinato, pero el viudo se suicida y frustra los deseos de

venganza del estudiante. Además, un examen médico revela que el

veneno fue inyectado después de producirse la muerte. La historia

se ve reforzada por la introducción del joven viudo como personaje

importante y atractivo.

Hojeando una colección de relatos policiacos, me

sorprendió y deprimió un poco ver qué pocos eran los que

recordaba después de haberlos leído un año antes. Del que más me

acordaba era de The cattywampus, de Borden Deal, que cuenta la

historia de un cazador que acepta el desafío de perseguir con un

rifle a una bestia extraña que está sembrando el terror en la

comarca. El cazador descubre con asombro que la bestia es un oso

enorme y viejo, marcado por las peleas y los incendios forestales,

sin garras e incapaz hasta de atrapar peces para alimentarse.

Empujado por la lástima, da muerte al animal. El relato es serio y

conmovedor del principio al fin, pero es el final lo que le da valor y

lo hace memorable:

...Volvería al valle y les diría, para

que se les quitase el miedo, que había

matado al animal extraño.

Pero también les diría que su

cuerpo había caído al río y que no había

conseguido identificarlo. Porque ahora

sabía algo. La humanidad necesita sus

animales extraños, sus mitos y leyendas y

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cuentos antiguos, de modo que el hombre

pueda exteriorizar sus temores y

combatirlos con su valor y su esperanza.

Porque el hombre es el más extraño

de todos los animales.

Podríamos decir que el fragmento que he citado es un comentario

del escritor. No es necesario para la acción, pero es un

pensamiento. Da al relato una dignidad y una importancia que no

tendría sin él. Es la clase de pensamiento que podría tener un poeta

que escribiese un poema basado en este relato, pero en este

pensamiento no hay nada poético: es sencillamente inteligente. Y,

para mí, esto es lo que hizo que este relato destacase de entre otros

dieciséis que tan sólo eran entretenidos.

A lo largo de los años, la Ellery Queen's Mystery Magazine

ha sido un buen mercado para mí. Los relatos que publica no son

exclusivamente de misterio y suspense, sino que con frecuencia no

son más que relatos, buenos relatos. El hecho de que la citada

revista siga publicándose es como un rayo de luz en un período en

el que tantas revistas de calidad han desaparecido o se encuentran

en una situación precaria.

La novela «rápida»

La novela corta de suspense ocupa un lugar entre el relato breve y la

novela, en lo que se refiere a las características de ambas antes

mencionadas. En la novela corta hay espacio, tanto que cabría

llamarla novela «rápida» o novela simplificada. Me refiero a las

novelas de ochenta páginas o veinte mil palabras. Algunas revistas

llaman «novela corta» a doce mil palabras, pero se trata de una

categoría que, en lo que respecta al número de palabras, nunca ha

sido definida estrictamente. Cuando uno se propone escribir algo

para una revista, conviene que antes se asegure de la longitud

exacta que debe tener el relato. Si se le coge el tranquillo, el

mercado de las revistas es muy rentable. A menudo, el precio de

una novela corta, de ochenta páginas, puede superar al adelanto

que pagan por una novela de suspense de longitud normal. Pero, a

mi modo de ver, una novela corta hay que pensarla tanto como una

novela de extensión normal. Puede que en la novela corta no haya

gran cantidad de prosa, pero el cambio de carácter y de personajes,

los cambios de escenario y de punto de vista sí pueden aparecer en

ella. La acción tiene que ser más rápida que la de una novela, lo que

significa que la novela corta contendrá la misma cantidad de acción,

pero narrada de una forma más breve.

Una vez me pidieron que intentase escribir un original de

ochenta páginas para Cosmopolitan. Nunca había tratado de crear

algo de esta manera, por encargo, por así decirlo, pero decidí probar

suerte, cogí lápiz y papel, me senté y empecé a estrujarme el

cerebro en busca de una idea. Se me ocurrieron dos.

1) Un matrimonio pasa las vacaciones en México. La esposa

quiere librarse del pasado de su marido, de modo que le dice que

«dé otro paso hacia atrás» cuando él se encuentra al borde de un

precipicio, disponiéndose a fotografiarla. Finalmente ella misma

tiene que darle un empujoncito y en aquel mismo momento la

cámara se dispara y cae junto con el marido a un precipicio tan

profundo que sólo las «autoridades» pueden llegar al fondo. La

cámara ha registrado la fechoría. Este relato, del que aquí hago una

sinopsis, era mucho más complicado y no tan malo como parece

aquí, pero, a pesar de ello, me lo rechazaron.

2) Una pareja de recién casados —ella es rica— pasa la luna

de miel en una casa de campo propiedad de la familia de la esposa.

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El marido se entiende con otra chica y proyecta matar a su mujer

para quedarse con su dinero y casarse con la amiguita. La esposa,

que es del género asustadizo, cree que desaparecen alimentos de la

cocina y oye voces en la bodega. Cuando el marido baja a investigar,

encuentra escondido en ella a un fugitivo de la justicia.

Inmediatamente comprende que puede aprovecharse del fugitivo;

promete no delatarle y procurarle algo de comer. Luego sube y le

dice a su mujer que en la bodega no hay nada, que los ruidos son

cosa de su imaginación. La situación se prolonga unos días. El

marido traza un plan con el fugitivo: éste simulará que roba en la

casa de campo y el marido (fingiendo que ha perdido el

conocimiento a causa de un golpe) le permitirá salir y fugarse en su

coche. En realidad, el marido tiene el propósito de matar a su mujer

y echarle la culpa al fugitivo. La esposa descubre al hombre en la

bodega y éste le revela el plan del marido. Entonces ella y el fugitivo

traman un plan contra el marido, devolviéndole así la pelota.

Esta sinopsis también fue recibida fríamente por

Cosmopolitan y no llegó a convertirse en una novela corta, pero fue

comprada para la televisión y realizada en los Estados Unidos. Más

tarde, en Inglaterra, la BBC vio el viejo guión, le gustó y lo compró,

pero tuve que reescribirlo por completo para que fuera más

moderno y sutil. La moraleja de esta anécdota es: no tires nunca un

relato que tenga un buen argumento, aunque sea en sinopsis. El

relato pasa a ser de suspense en cuanto nos enteramos de que la

pareja está sola en una casa de campo y que él se propone matar a

su mujer. Pero la sorpresa de encontrar un delincuente en la

bodega, un hombre violento al que el marido decide proteger, es lo

que hace que el relato sea bueno, puesto que aumenta

tremendamente el suspense. Sin ello, sería una narración de

violencia en potencia, como tantas otras.

Los novelistas —la mayoría de ellos— tienen muchas ideas

que son breves e insignificantes, que no pueden ni deben

convertirse en libros. Con ellas pueden escribirse relatos cortos

buenos y hasta estupendos. Algunos son de índole fantástica, con

intervención de máquinas del tiempo, fenómenos sobrenaturales,

etcétera. Quizás un escritor no lograría distraerse o distraer al lector

a lo largo de doscientas cuarenta páginas de fantasías parecidas,

pero diez páginas agradan a todo el mundo. Sé de novelistas que

tiran a la papelera, por así decirlo, ideas para relatos breves, sin

molestarse siquiera en anotarlas. Creo que en este sentido los

novelistas de suspense no son tan quisquillosos y suelen tener una

imaginación más flexible que los demás novelistas.

Toma nota de todas estas ideas. Es sorprendente ver cuán a

menudo una frase anotada en una libreta conduce inmediatamente

a otra frase. Puede ocurrir que se desarrolle un argumento a

medida que vas tomando notas. Cierra la libreta y piensa en ello

durante unos días y luego, ¡manos a la obra!: estarás preparado

para escribir una narración corta.

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MARIANO SÁNCHEZ SOLER

CÓMO SE ESCRIBE UNA NOVELA NEGRA

(¿SE PUEDE FREÍR UN HUEVO SIN ROMPERLO?)

Aunque, como autor, he reflexionado poco sobre el acto creativo y

sobre la técnica narrativa que utilizo al escribir mis novelas, me veo

en la obligación, debido a las intensas pesquisas realizadas desde la

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de mostrar la flor de mi

secreto: cómo se escribe una novela negra. Bien, la suerte está

echada. Como dijo Jack el Destripador: «Vayamos por partes».

1. La búsqueda de la verdad. Si el objetivo de cualquier

aventura, de cualquier creación artística, es la búsqueda de la

verdad (y si no, que se lo pregunten a Alonso Quijano), la novela

negra es la expresión más nítida de esta indagación literaria. Su

objeto narrativo nace de la necesidad de desvelar un hecho

oculto/misterioso que nos mantiene sobre ascuas. A través de sus

páginas, el autor se propone, además, desentrañar el impulso

escondido que mueve a los personajes y que justifica la existencia

del relato desde el principio al fin.

2. La intriga: del quién al cómo. Una novela negra debe

escribirse con esa voluntad de intriga, de revelación; cada capítulo,

cada página, tiene que conducir al lector hasta la conclusión final sin

concederle el más mínimo respiro. Sin embargo, a diferencia de la

novela rompecabezas clásica (Christie, Conan Doyle...), que cimentó

la gloria de la novela policiaca desde los inicios de la era industrial,

en la novela negra escrita a partir de Hammett, con la corriente

hard—boiled (duro y en ebullición), tanto o más importante que

saber quién o quiénes cometieron un hecho criminal es descubrir

cómo se llega hasta la conclusión. Ahí está Cosecha roja, del gran

Dashiell, cualquiera de las novelas de Chandler o el

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Chester Himes de Un ciego con una pistola como ejemplos del

cómo. También es importante el por qué, aunque su respuesta

puede resultar secundaria en una sociedad como la nuestra, en la

que, como todo el mundo sabe, es más rentable fundar un banco

que atracarlo.

3. La acción esencial. Si en la definición clásica de Stendhal

«una novela es un espejo a lo largo de un camino», la novela negra

es una narración itinerante que describe ambientes y personajes

variopintos mientras se persigue el fin, la investigación, la

búsqueda. La acción manda sobre los monólogos interiores, y la

prosa, cargada de verbos de movimiento, se hace imagen dinámica

y emocionante. Es un camino urbano, ajeno a las miradas primarias

y a las mentes bienpensantes, donde la creación de personajes y la

descripción de ambientes resulta fundamental y exige al autor una

planificación previa a la escritura. Aquí radica uno de los rasgos

esenciales de la novela negra, que la convierte, de este modo, en

novela urbana, social y realista por antonomasia.

4. El argumento. Veamos: aventura indagatoria, intriga,

realismo, crítica social, espejo en movimiento... Sin embargo, como

diría Oscar Wilde, para escribir una novela (negra) sólo se precisan

dos condiciones: tener una historia (criminal) que contar y contarla

bien. ¿Y qué debemos hacer para conseguirlo? Antes de empezar a

escribir, es preciso tener un argumento desarrollado, una trama en

ciernes, un esquema básico de la acción por la que vamos a

transitar. Saber qué historia queremos contar: su tema central.

Después, al correr de las páginas, los acontecimiento marcarán sus

propios caminos, a veces imprevisibles, pero el autor siempre sabrá

hacia dónde dirige su relato. Un buen mapa ayuda a no perderse.

5. Lo accesorio no existe. La voluntad de contar una historia y

atrapar con ella al lector permite pocas florituras y ningún titubeo.

Toda la narración ha de estar en función de la historia que

pretendemos escribir. Si leemos 1.280 almas, de Jim Thompson, por

ejemplo, descubrimos que el novelista escribió una historia exacta,

ajustada, sin ningún pasaje prescindible. No en vano, es una obra

maestra de la narrativa moderna. Es cierto: una novela criminal

puede contener todo tipo de elementos disgregadores de la trama,

divagaciones caprichosas, puede cambiar de espejo a lo largo del

camino; pero entonces no nos encontraremos ante una novela

negra, aunque se mueva alrededor de la resolución de un crimen o

se describa un proceso judicial. En la novela negra, como en la

poesía, lo accesorio no existe. Un poema puede ser bellísimo, pero

si quiere llamarse soneto tendrá que escribirse, como mínimo, en

endecasílabos. Es una regla fundamental del juego. Lo mismo ocurre

con la novela negra: hay que elaborarla en función de unas reglas

(que aquí estoy disparando a quemarropa) aceptadas a priori por el

autor. Y para que sea buena literatura, hay que escribirla bien.

6. La construcción de los personajes. Cuestión clave: antes de

comenzar a escribir, conviene saberlo todo sobre ellos. Su pasado,

su psicología, su visión del mundo y de la vida... Si conocemos a los

personajes principales (y muy especialmente al narrador o

conductor de la historia, si es uno), el relato discurrirá fácilmente, se

deslizará a través de las páginas como el jabón sobre una superficie

de mármol y el lector no podrá abandonar el libro hasta el párrafo

final. Para ello se aconseja realizar una biografía resumida de los

personajes principales, como si se tratara de una ficha policial o un

currículum para obtener trabajos basura, dos instrumentos de la

vida real muy útiles en la creación literaria.

7. La fuerza de los diálogos. Cuando hablan, los personajes

deben utilizar la jerga precisa, sin abusar, con palabras claves, pero

sin caer en un lenguaje incomprensible y cambiante. Vale la pena

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utilizar de manera comedida palabras profesionales. Por ejemplo, si

habla un policía, cuando vigila a un sospechoso está marcándole; un

confidente es un confite; cuando matan a alguien, le dan matarile...

Cada diálogo cuenta una historia, y muchos personajes que desfilan

por la novela negra se muestran a sí mismos a través de sus

palabras. El diálogo es un vehículo para mostrar su psicología y sus

fantasmas. Un ejemplo clásico: Marlowe, en El sueño eterno, se

disculpa ante la secretaria de Brody, a la que ha golpeado:

—¿Le he hecho daño en la cabeza? —pregunta el detective.

—Usted y todos los hombres con los que me he tropezado —

contesta la mujer.

8. Documentarse para ser verosímil. Para que el lector se crea

el relato que se está contando, el autor debe documentarse con el

objetivo de no caer en mimetismos fáciles (especialmente

cinematográficos). Por ejemplo, en España los jueces no usan el

mazo, como los anglosajones, sino una campanita; los detectives

españoles no investigan casos de homicidio ni llevan pistola (salvo

rarísimas excepciones). Hay que conocer las cuestiones de

procedimiento, no para convertir la novela en un manual, sino para

no caer en errores de bulto. La verosimilitud lo exige para que el

lector se crea nuestra historia. Hay que saber de qué se está

hablando. Por ejemplo, de qué marca y calibre es la pistola

reglamentaria de la policía española, ¿una pistola es lo mismo que

un revólver?, cómo se realiza en España un levantamiento de

cadáver..., y tantas otras dudas que surgen a lo largo de la acción.

9. El mundo del crimen. Si la trama que mueve una novela

negra ha de ser creíble, los métodos del crimen también. La

conclusión de un hecho criminal ha de llegar por los caminos de la

razón. En el siglo XXI, los enigmas rocambolescos, los venenos

exóticos y las conspiraciones insólitas han sido reemplazados por la

corrupción institucional, las mafias, los delitos económicos vestidos

de ingeniería financiera o el crimen de Estado. Vivimos en una era

post—industrial donde la novela negra es un testigo descarnado de

las cloacas que mueven el mundo, más allá del agente moralizador

de la burguesía que campaba en las páginas de las novelas—enigma

tradicionales. Los tiempos han cambiado y no hay retorno posible.

El realismo y la denuncia imponen su rostro literario. Los mejores

personajes de la novela negra actual son malas personas, pero,

como diría Orwell, algunas son más malas que otras.

Y 10. Advertencia final: nada de trucos. Poe, en el Doble

crimen de la calle Morge, inauguró el género policiaco y el género

negro posterior al crack de 1929, porque, al escribir esta historia,

planteó al lector el juego de descubrir una verdad, en apariencia

sobrenatural, con las armas de la razón, a través de una

investigación detectivesca. Esa voluntad del novelista, esta

complicidad con el lector, exige al escritor no hacer trampas en la

construcción de sus historias criminales y plantea, al mismo tiempo,

una relación privilegiada con el receptor de sus novelas. Divertir,

entretener, emocionar, escribir para ser leído... ¿No es este el

objetivo de la Literatura? Hay que jugar limpio con el lector. ¡Las

manos quietas o disparo! Para freír un huevo, es preciso romper la

cáscara. Siempre.