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INDICE

J. D. Beresford

1- El Misántropo

Leopoldo Lugones

2- La estatua de sal

Noël Devaulx

3- Alrededores de la ausencia

Oliver Onions

4- El buque fantasma

Las Mil y una Noches.

5- El hombre que soñó

Saki

6- Laura

León Tolstoi

7- Los tres staretzi

W.W. Jacobs

8- La zarpa del mono

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Giovanni Papini

9- Historia completamente absurda

Rosa Chacel

10- En la ciudad de las grandes pruebas

Ambrose Bierce

11- El ahorcado

Jorge Luis Borges

12- El milagro secreto

R. H. Benson

13- El cuento del padre Meuron

Guy de Maupassant

14- El Horla

J. F. Sullivan

15- El enfermo

Morley Roberts

16- El anticipador

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ANTOLOGÍA DEL

CUENTO EXTRAÑO

I

Selección, traducción y noticias

biográficas por Rodolfo J. Walslh

EDICIAL

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Edición Impresa

© 1976 by Edicial

Buenos Aires, Argentina

Queda hecho el depósito de Ley 11.723

I.S.B.N. 950—506—299—0

Edición Digital

Construcción y diseño a cargo de Libronauta

© 2001 by Edicial

Rivadavia 739 —Buenos Aires, Argentina

Queda hecho el depósito de Ley 11.723

I.S.B.N. 950-506-357-1

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida sin la autorización por escrito de Edicial y Libronauta Argentina S.A., la repro-ducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

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El Misántropo

J. D. BERESFORD

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John DAVYS BERESFORD nació en

1873, en Peterborough, Inglaterra. Murió hace

algunos años. Hijo de un pastor protestante, se

radicó a los 18 años en Londres, donde estudió

arquitectura. Ejerció su profesión varios años an-

tes de dedicarse a las letras, lo que ocurrió hacia

1906. Publicó novelas y cuentos.

El más célebre de sus relatos —El Mi-

sántropo— ha recibido entre nosotros los hono-

res del plagio. Recibe ahora el más modesto de la

traducción.

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Después que volví del islote y discutí el caso en

sus distintos aspectos, empecé a preguntarme si aquel

hombre no me habría tomado por tonto. Pero, en lo más

profundo de mi conciencia, creo que no. Sin embargo,

no puedo resistirme a la influencia de las risas que ha

despertado mi relato. Aquí, en tierra firme, todo parece

improbable, grotesco, estúpido. Pero en el islote la con-

fesión de ese hombre resultaba absolutamente

convincente. El escenario es todo, y quizá yo deba

agradecer que las circunstancias que actualmente me ro-

dean sean tan favorables a la normalidad. Nadie aprecia

más que yo el misterio de la vida; pero cuando ese miste-

rio implica dudar de uno mismo, me resulta más agrada-

ble olvidarlo. Naturalmente, no quiero creer en esa

historia. De lo contrario tendría que admitir que soy un

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ser aborrecible. Y lo peor es que nunca acertaría a saber

por qué soy aborrecible.

Antes de mi viaje, descartada la explicación fácil y

trivial de que el hombre estaba loco, habíamos recurrido a

las dos alternativas inevitables: el Crimen, el Amor Des-

engañado. Éramos humanos, éramos románticos, y tratá-

bamos desesperadamente de no ser demasiado vulgares.

Ya antes un hombre había intentado lo mismo, y

construyó o quiso construir una casa en el peñasco de

Gulland; pero antes de que transcurrieran quince días se

vió derrotado en su propósito, y lo que quedó de su cons-

trucción fue sacado de la isla y convertido en una capilla

de hojalata. Aún está ahí. Todos fuimos a Trevone, y me-

ditamos en torno a ella, abrigando la vaga esperanza de

que alguno de nosotros, sin saberlo, tuviera condiciones

de psicometrista.

Nada resultó de esa visita, salvo una ligera inten-

sificación de aquellas teorías, que se estaban volviendo un

poco rancias. Comparamos el primitivo fracaso de treinta

y cinco años atrás, la frustrada tentativa, con el éxito pre-

sente. Porque este nuevo misántropo había vívido en el

Gulland todo el invierno, y aún vivía. En realidad, el

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hecho de su presencia en ese terrible peñasco era aceptado

ahora por las gentes del lugar; para ellas, sólo estaba un

poco más loco que la remuneradora, reincidente multitud

de visitas que este año interrumpían su viaje a Bedruthan

con el propósito de pararse en la playa de Trevone y con-

templar estúpidamente la choza apenas visible que como

una excrecencia de forma cúbica se alzaba en aquel islote

giboso y desolado.

Y eso lo hacíamos todos; mirábamos, sin un pro-

pósito definido, y meditábamos mucho. Poseído por lo

que a la sazón me pareció un alocado espíritu de aventura,

fui una noche a la eminencia del Cabo Gunver, y vi una

luz en la distante cabaña, como una mancha de liquen

dorado sobre el parásito del peñasco.

En aquella luz creí descubrir cierta apariencia de

humanidad; y eso, junto con una secreta simpatía por el

ermitaño (¿loco, criminal o amante desdichado?) que

había huido del pestilente contacto de la ubicua multitud,

fue lo que acabó de decidirme. Era, en realidad, una no-

che borrascosa, y yo me quedé hasta que la motita de luz

amarilla se extinguió y ya sólo pude ver, de tanto en tan-

to, a través de las tinieblas, un curvado dosel de espumas

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cuando el brazo del Faro de Trevone tocaba un rincón

desnudo del lóbrego peñasco.

No fué difícil arribar a una decisión; pero mien-

tras aguardaba la llegada del buen tiempo que permitiría

viajar al bote que de tanto en tanto llevaba provisiones a

la isla, situada a dos millas de tierra firme, sufrí alternados

accesos de vacilación y nerviosidad. Y los soporté solo,

porque había resuelto no mencionar mi aventura a nin-

guno de los miembros de nuestro grupo, hasta que la ex-

cursión se hubiera realizado. Pensarían que había salido a

pescar. Y la llegada del botero, para anunciarme que el

viento y la marea eran favorables aquella mañana, dio a

mi excusa la necesaria verosimilitud. Yo lo había preveni-

do —y sobornado para que no diera a mis amigos el me-

nor indicio sobre el propósito de mi salida.

Mi nerviosidad no disminuyó cuando al acercar-

nos a la roca vi la silueta de su único habitante esperando

nuestra llegada. Me consolé pensando que al ver al inusi-

tado pasajero de nuestra barca se pondría sobre aviso; pe-

ro me estremecí interiormente al considerar la necesidad

de emplear un saludo convencional si quería al mismo

tiempo presentarme y disculparme. Las formas consagra-

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das por el uso civilizado eran irremediablemente incapaces

de expresar mi simpatía; lejos de ello, creía yo, serían el

síntoma inconfundible de la curiosidad. Me extrañó que

nunca hubiera recibido a otros visitantes entrometidos,

como, en efecto, me lo había asegurado explícitamente el

barquero.

Mi desasosiego aumentó cuando nos aproxima-

mos a la única abertura entre afiladas rocas que, estando la

marea estacionaria, servía de puerto en miniatura. Tuve la

impresión de que el hombre que nos aguardaba al borde

del agua me observaba. Y súbitamente me faltó el ánimo.

Resolví no molestarlo con mi presencia, permanecer en el

bote mientras descargaban la mercadería, y después volver

con el barquero a Trevone. Y seguí este plan con tal deci-

sión que cuando atracamos al minúsculo embarcadero,

aparté obstinadamente la vista del hombre a quien venía a

ver, y contemplé con solemnidad el abultado lomo de

Trevone, que ahora se me aparecía bajo un aspecto ente-

ramente nuevo.

La voz del ermitaño me arrancó de una abstrac-

ción perfectamente sincera.

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—Buen tiempo tenemos hoy —dijo. Y me pare-

ció descubrir en su acento cierta nerviosidad. Recordé que

había dirigido la misma observación a los boteros, que

ahora transportaban el cargamento a la cabaña.

Alcé la cabeza y me encontré con su mirada. Me

observaba, en efecto, con extraña concentración, como si

estuviera ansioso por captar el menor detalle de mi ex-

presión.

—Muy bueno —asentí—. Pero estos dos últimos

días han sido detestables. Se habrá encontrado usted algo

desprovisto.

—He tomado mis precauciones. Tengo algunas

reservas, ¿comprende? ¿Se aloja allá? —preguntó, seña-

lando la bahía con un movimiento de cabeza. —Por una

semana o dos— repuse, y empezamos a hablar de los

campos aledaños a Harlyn, con el entusiasmo de dos

desconocidos que hallan un tópico común en una recep-

ción aburrida.

—¿Nunca ha estado usted en el Gulland?— aven-

turó él, por fin, cuando ya los barqueros habían descarga-

do sus mercaderías y se disponían, evidentemente, a mar-

charse.

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—No, es la primera vez— contesté, vacilante,

considerando que la invitación debía provenir de él. Pero

él dejó la cuestión indecisa:

—Es un condenado lugar, y desde luego no hay

nada que vera No sé si le interesa a usted la pesca. —

Bastante — repuse con entusiasmo.

—Del otro lado del peñasco —prosiguió él—,

hay aguas profundas. Cuando el tiempo es favorable, se

pescan unos róbalos espléndidos. —Hizo una pausa antes

de añadir—: Esta tarde será magnífica para pescar.

—Quizá podría volver... —murmuré, pero el bo-

tero me interrumpió en seguida.

—Si quiere volver, tendrá que ser mañana —

advirtió—. Sólo hay marea favorable cada doce horas. —

Bueno, si quiere usted quedarse... —ofreció el ermitaño.

—¡Gracias! —repuse—. Es usted muy amable.

Me quedaré, encantado.

Y me quedé, dejando claramente establecido que

la barca vendría a buscarme a la mañana siguiente. A pri-

mera vista, no había nada excesivamente extraño en el

hombre del Gulland. Me dijo que se llamaba William

Copley, mas al parecer no estaba emparentado con los

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Copley que yo conocía. Afeitado, habría parecido un in-

glés enteramente vulgar pasando sus vacaciones en un lu-

gar agreste.

Calculé que su edad oscilaba entre los treinta y los

cuarenta años.

Sólo dos cosas me parecieron un poco extrañas

durante aquella tarde que pasamos dedicados a una exito-

sa pesca. La primera, su intensa mirada indagadora, que

parecía sondearlo a uno hasta lo más profundo. La segun-

da, una inexplicable devoción por un ritual muy singular.

A medida que crecía nuestra intimidad, iba dejando de

lado la cortesía formal que le imponía su calidad de anfi-

trión; pero siempre insistía en un detalle que en un co-

mienzo supuse no era más que la convencional ceremonia

de dejar paso a su huésped.

Nada podía inducirle a adelantárseme. Marchó

detrás de mí incluso cuando me llevó a conocer los pe-

queños recovecos de su isla (el único metro cuadrado en-

teramente plano en toda la extensión de la misma era el

piso de la choza). Pero después observé que aquella pecu-

liaridad iba aún más lejos, y que ni por un solo instante

quería volverme la espalda.

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Ese descubrimiento me intrigó. Yo excluía aún la

explicación de la locura. Los modales y la conversación de

Copley eran convincentemente normales. Pero recaí en

aquellas dos sugerencias que ya se habían formulado, y las

perfeccioné. Imposible evitar la inferencia de que este

hombre, de algún modo, me temía; mas no acertaba a

decidir si era un fugitivo de la justicia —alguna clase de

justicia —, o de la venganza; quizá de una "vendetta".

Ambas teorías parecían explicar su mirada intensa e inqui-

sitiva. Deduje que su deseo de sentirse acompasado se

había vuelto tan fuerte, que había resuelto afrontar el ries-

go de que yo fuera un emisario enviado por alguna perso-

na exquisitamente romántica (a mi modo de ver) que de-

seaba la muerte de Copley. Recordé algunas de las maravi-

llosas fantasías de los novelistas y me deleité con ellas. Me

pregunté si podría hacer hablar a Copley convenciéndolo

de mi inocencia. ¡Cómo me estremeció esta perspectiva!

Pero la explicación vino sin esfuerzo de mi parte.

Me envió fuera de la cabaña mientras preparaba la cena,

una cena excelente, dicho sea de paso. En seguida com-

prendí sus motivos: no podía arreglárselas para cocinar y

poner la mesa sin darme la espalda. Una cosa, sin embar-

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go, me intrigó un poco: tan pronto como salí, bajó la cor-

tina de la pequeña ventana cuadrada.

Naturalmente, yo no puse reparos. Bajé al borde

del mar —era una tarde espléndida —y esperé hasta que

me llamó. Permaneció en la puerta de la choza hasta que

llegué a unos pocos pies de distancia; después retrocedió y

tomó asiento de espaldas a la pared.

Mientras cenábamos hablamos de la pesca de la

tarde, pero cuando encendimos la pipa, acabada la cena,

dijo de pronto:

—No veo por qué no he de decírselo.

Como un necio, aprobé ansiosamente. Me habría

sido tan fácil disuadirlo...

—Empezó cuando yo era niño —dijo—. Mi ma-

dre me encontró llorando en el jardín. Y yo sólo pude de-

cirle que Claude, mi hermano mayor, tenía un aspecto

"horrible". Durante varios días, en efecto, verlo me resultó

intolerable. Pero como yo era un niño perfectamente nor-

mal, esta pequeña manía no inquietó demasiado a mis pa-

dres. Creyeron que Claude me había hecho una mueca y

me había asustado. Pero al fin mi padre me dio una tunda.

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"Esa paliza debió servirme de advertencia. Sea

como fuere, hasta que tuve casi diecisiete años no volví a

mencionar a nadie mi peculiaridad. Estaba avergonzado

de ella, desde luego. Y en cierto modo, aún lo estoy."

Se interrumpió, bajando la vista; apartó el plato y

cruzó los brazos sobre la mesa. Yo desfallecía, por pregun-

tarle algo, pero temía interrumpirlo. Después de vacilar

un instante, levantó la cabeza y clavó en la mía su mirada,

pero desprovista ya de aquella expresión inquisitiva. Más

bien parecía buscar comprensión.

—Se lo dije al rector de mi escuela —prosiguió—.

Era un hombre excelente, y se mostró muy comprensivo;

tomó en serio todo lo que yo le conté y me aconsejó que

consultara a un oculista. Fui en las vacaciones con mi pa-

dre (ahora le había dado una explicación más razonable de

mi problema). Me llevó al mejor oculista de Londres. El

oculista demostró un interés enorme, y ello prueba que

debe haber algo de cierto en todo esto. No puede ser sim-

ple imaginación, porque realmente me encontró un defec-

to en la vista;. algo enteramente nuevo, según él. Una

nueva forma de astigmatismo; pero, desde luego, me indi-

có que ninguna clase de lentes podría serme útil.

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—Pero, ¿cómo...? —interrumpí, incapaz ya de

contener mi curiosidad.

Copley vaciló y bajó los ojos.

—El astigmatismo, como usted sabe —dijo—, es

"un defecto visual (repito la definición del diccionario; la

sé de memoria, y a menudo vuelvo a pensar en ella, azo-

rado) que hace que las imágenes de los ejes que poseen

cierta dirección se vean borrosamente, mientras que las de

ejes perpendiculares a los anteriores se ven con nitidez."

En mi caso, ocurre que mi vista es perfectamente normal

salvo cuando miro a alguien por encima del hombro.

Alzó la cabeza, con expresión casi patética. Advertí

su esperanza de que yo comprendiera sin nuevas explica-

ciones.

Pero no pude ocultar mi desconcierto. ¿Qué re-

lación existía entre ese insignificante defecto visual y la

reclusión de Copley en la roca de Gulland?

Expresé mi perplejidad con un fruncimiento de

cejas.

—Pero, no comprendo... —dije.

Él vació su pipa y empezó a raspar el hornillo con

su cortaplumas.

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—Mi astigmatismo es también moral —dijo—.

O por lo menos, me da cierta clase de penetración moral.

Me parece inevitable darle ese nombre. En algunos casos

he demostrado... —Bajó la voz. Al parecer, estaba absorto

en la operación de limpiar su pipa, que miraba fijamente.

"Normalmente, ¿comprende usted?, cuando miro

a las personas frente a frente, las veo como todos los de-

más. Pero cuando las miro por encima del hombro... ¡oh!

Entonces veo todos sus vicios y defectos. Sus rostros per-

manecen en cierto sentido iguales, es decir, perfectamente

reconocibles, pero deformados... bestiales. Ahí tiene, por

ejemplo, el caso de mi hermano Claude. Era un mucha-

cho de agradable aspecto. Pero cuando yo lo miré... de esa

manera... tenía una nariz como un loro, parecía al mismo

tiempo débil y voraz... y vicioso. —Se interrumpió, es-

tremeciéndose levemente, y después prosiguió—: Ahora

sabemos que era así. Acaba de cometer un desfalco en la

Bolsa. Una vulgar estafa...

"Después fue Denison, el rector de mi escuela. Un

hombre tan decente, en apariencia. Nunca lo mire de ese

modo hasta que terminó mi último año de estudios. Yo

me había acostumbrado, con más o menos dificultad, a

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no mirar nunca por encima del hombro, ¿comprende us-

ted? Pero a menudo caía en la trampa. Y este fue, uno de

esos casos. Yo integraba el equipo de fútbol de la escuela,

que aquel día jugaba contra 'Old Boys'. En el momento

de entrar en la cancha, Denison me gritó: 'Buena suerte,

muchacho, y yo me olvide y lo mire por encima del hom-

bro... "

Yo aguardaba, suspenso, y al advertir que no se-

guía, lo apremie:

—¿Él también era... así? Copley asintió.

—Era débil, pobre diablo. No había nada de malo

en sus ojos, pero estaban en pugna con su boca; no se si

usted me entiende. Cuatro años más tarde se habría pro-

ducido un terrible escándalo en la escuela si no hubieran

echado tierra a cierto asunto. Denison se vio obligado a

salir del país.

"Después, si quiere usted más ejemplos, estaba el

oculista... Un hombre atlético, espléndido. Desde luego,

me pidió que lo mirara por encima del hombro, para po-

nerme a prueba. Me preguntó que veía; yo se lo dije, con

bastante aproximación. Por un instante se puso pálido.

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Era un sensual, ¿comprende usted? Y cuando yo lo miré

de ese modo, me pareció un viejo cerdo sucio.

"El verdadero golpe de gracia —prosiguió después

de un intervalo— fue la ruptura de mi compromiso con

Helen. Estábamos terriblemente enamorados, y yo le con-

té mi problema. Se mostró muy comprensiva, y también,

creo, algo sentimental y romántica. Creía que yo —era

víctima de un hechizo. En todo caso, según su teoría, si

yo alguna vez llegaba a ver, mirando de ese modo, a al-

guien verdaderamente sano y normal, terminarían mis

tribulaciones... se rompería el hechizo. Y naturalmente

ella quería ser ese alguien. No resistí demasiado a sus rue-

gos. Supongo que la quería. De todas maneras, yo pen-

saba que ella era la perfección y que sería sencillamente

imposible encontrarle defectos. Cedí, pues, y la miré de

ese modo... "

Su voz tenía ahora una monótona entonación de

abatimiento, como si el relato de la tragedia final de su

vida le hubiera traído la indiferencia de la desesperación.

—La miré —prosiguió— y vi una criatura sin

mentón, con ojos perrunos y aguachentos. Una muchacha

fiel y pegajosa... ¡uff! No puedo... Nunca volví a hablarle.

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"Eso me derrumbó, ¿sabe usted? Después, ya cesó

de importarme. Empecé a mirar a todo el mundo de esa

manera, hasta que sentí la necesidad de alejarme de los

seres humanos. Estaba viviendo en un mundo de bestias.

Los fuertes eran viciosos y criminales; y los débiles eran

detestables. No podía soportarlo. Al fin, tuve que venir

aquí para apartarme de todos.

En aquel momento se me ocurrió una idea.

—¿Alguna vez se ha mirado al espejo? —le pre-

gunté.

Asintió.

—No soy mejor que los demás —dijo—. Por eso

me he dejado crecer esta sucia barba. Aquí no tengo espejo.

—¿Y no puede usted caminar entre los hombres

con el cuello rígido, por así decirlo, mirándolos de frente?

—La tentación es demasiado fuerte —dijo Co-

pley—. Y crece cada vez más. Supongo que en parte obe-

dece a simple curiosidad; pero, en parte, a la momentánea

sensación de superioridad que uno experimenta. Cuando

los ve de esa manera, olvida cómo es usted por dentro.

Pero al cabo de un tiempo se siente asqueado.

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—Y usted... —dije y vacilé. Quería saber, pero

me dominaba un miedo terrible—. Usted... —empecé

nuevamente—... ¿aún no me ha mirado... a mí... de esa

manera?

—Aún no —dijo. —¿Cree usted que... ?

—Probablemente. No lo parece, desde luego. Pe-

ro los otros tampoco.

—¿No tiene la menor idea de cómo me vería, si

me mirase así?

—En absoluto. He tratado de adivinarlo, pero no

puedo.

—¿Quiere usted... ?

—Ahora no —respondió ásperamente—. Cuando

esté a punto de irse, quizá.

—¿Está usted seguro, entonces...? Asintió, con

atroz seguridad.

Me fui a dormir, pensando si la teoría de Helen

no sería cierta, y si acaso yo no podría deshacer el hechizo

del infortunado Copley.

A la mañana siguiente, poco después de las once,

vinieron a buscarme los boteros.

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Yo había dominado en parte el sentimiento de su-

persticioso terror que me asaltara la noche antes, y no

había repetido mi ruego a Copley; él, por su parte, tam-

poco se había ofrecido a indagar en los rincones tenebro-

sos de mi alma.

Me acompañó hasta el embarcadero y me estrechó

la mano cordialmente, pero no me dijo que volviera a

visitarlo.

Y luego, en el preciso instante en que la barca se

ponía en movimiento, se volvió hacia la cabaña y me miró

por sobre el hombro. Fue sólo una mirada, muy rápida.

—Un momento —ordené a los barqueros, e in-

corporándome lo llamé:

—¡Eh, Copley! —grité.

Él se volvió para mirarme de frente, y advertí que

su cara estaba transfigurada. Tenía una expresión de estú-

pido asco y repugnancia, semejante a la que yo había vis-

to, cierta vez, en la cara de un niño idiota acometido de

náuseas.

Me dejé caer en el bote y le volví la espalda. Enton-

ces me pregunté si era así como él mismo se había visto en el

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Antología del cuento extraño

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espejo. Mas a partir de entonces sólo me he preguntado qué

vio él en mí...Y jamás podré volver para preguntárselo.

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2

La Estatua de Sal

LEOPOLDO LUGONES

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Poeta (le inagotables recursos verbales y

pictóricos (Las Montañas del Oro, Los Crepúsculos

del jardín, Lunario Sentimental, Odas Seculares,

Poemas Solariegos, Romances de Río Seco), histo-

riador ocasional (Las Misiones Jesuíticas), ensayista

(El Payador), biógrafo de Ameghino y Sarmiento,

frustrado novelista (El Ángel (le la Sombra) , políti-

co y estudioso, LEOPOLDO LUGONES cultivó

también el cuento fantástico, con exacto conoci-

miento de la técnica narrativa. Sus relatos están re-

unidos en dos libros: Las Fuerzas Extrañas y Cuen-

tos Fatales.

Nació Legones en Río Seco, provincia de

Córdoba, en 1871. Murió en el Tigre, en 1938.

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He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera

historia del monje Sosistrato:

—Quien no ha pasado alguna vez por el monas-

terio de San Sabas, diga que no conoce la desolación.

Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jor-

dán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se desli-

zan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bos-

quecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda

aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa

sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita,

sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nó-

mades que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que

parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el

horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve are-

na impalpable; cuando el viento es del lago, todas las

plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora con-

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Antología del cuento extraño

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fúndense en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben

expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades.

En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes

que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexa-

genarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de

dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de

palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus

vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando

muere alguno, lo sepultan en las cuevas que hay debajo a

la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan aho-

ra parejas de palomas azules, amigas del convento; antes,

hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros ana-

coretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya his-

toria he prometido contaron. Ayúdeme Nuestra Señora

del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que

vais a oír, me lo refirió palabra por palabra el hermano

Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de

San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años

en la virtud y la penitencia. Dios lo haya acogido en su

gracia. Amén.

Sosistrato era un monje armenio, que había re-

suelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes com-

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Antología del cuento extraño

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pañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la

religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza

de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, en-

contraron un día las cavernas de que os he hablado y se

instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una

pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban pa-

ra llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y medi-

tando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias,

que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los

cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mun-

do. El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían di-

ariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus

ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron mu-

chas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los im-

píos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobi-

tas. Y, sin embargo, los sacrificios y las oraciones de los

justos son los clavos del techo del universo.

Al cabo de treinta años de austeridad y silencio,

Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santi-

dad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el

pie de los santos monjes. Éstos fueron acabando sus vi-

das uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó

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Antología del cuento extraño

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solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto

casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias,

y tenía revelaciones. Dos palomas amigas, traíanle cada

tarde algunos granos y se los daban a comer con el pico.

Nada más que de eso vivía; en cambio olla bien como un

jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso,

encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de

ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas

especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables.

Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello,

pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y

aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a

la bienaventuranza, continuaba soportando sus años.

Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había

pasado por allí.

Pero una mañana, mientras el monje rezaba con

sus palomas, éstas, asustadas de pronto, echaron a volar

abandonándolo. Un peregrino acababa de llegar a la en-

trada de la caverna. Sosistrato, después de saludarlo con

santas palabras, lo invitó a reposar indicándole un cántaro

de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si

estuviera anonadado de fatiga; y después de consumir un

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Antología del cuento extraño

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puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en

compañía del monje.

Transcurrieron siete días. El caminante refirió se

peregrinación desde Cesárea a orillas del Mar Muerto,

terminando la narración con una historia que preocupó a

Sosistrato.

—He visto los cadáveres de las ciudades malditas,

dijo una noche a su huésped; he mirado humear el mar

como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a

la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está

viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he

visto sudar al sol del mediodía.

—Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado

De Sodoma, dijo en voz baja Sosistrato.

—Sí, conozco el pasaje, añadió el peregrino. Algo

más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la

esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer.

Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su

condena...

—Es la justicia de Dios, exclamó el solitario. —

¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los

pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el via-

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Antología del cuento extraño

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jero, que parecía docto en letras sagradas. ¿Acaso el bau-

tismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el

pecado contra el Evangelio?...

Después de estas palabras, ambos entregáronse al

sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al

siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la

bendición de Sosistrato; y no necesito deciros que, a pesar

de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Sa-

tanás en persona.

El proyecto del maligno fue sutil. Una preocu-

pación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del san-

to. ¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel

espíritu encadenado. La caridad lo exigía, la razón argu-

mentaba. En estas luchas transcurrieron meses, hasta que

por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció

en sueños y le ordenó ejecutar el acto.

Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana

del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, cos-

teando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no

era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían soste-

nerlo. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas

continuaban alimentándolo como de ordinario, y él reza-

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Antología del cuento extraño

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ba mucho, profundamente, pues aquella resolución afli-

gíalo en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle,

las montañas se abrieron y el lago apareció.

Los esqueletos de las ciudades destruídas iban po-

co a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas,

era todo lo que restaba ya: trozos de arco, hileras de ado-

bes carcomidos por la sal y cimentados en betún... El

monje reparó apenas en semejantes restos, que— procuró

evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto.

De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de ad-

vertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo

de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la

silueta de la estatua.

Bajo su manto petrificado que el tiempo había

roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba

con límpida incandescencia, calcinando las rocas, hacien-

do espejear la capa salobre que cubría las hojas de los te-

rebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meri-

diana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nu-

be. Las aguas amargas dormían en su característica inmo-

vilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en

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Antología del cuento extraño

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ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espec-

tros de las ciudades.

Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero

había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro.

Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban

completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en

el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aque-

lla roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable,

siempre igual desde hacía miles de años; y sin embargo,

esa efigie estaba viva puesto que sudaba. Semejante sueño

resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de

Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama

de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de

turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita

sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el

misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del

infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar

en la sombra de un bosquecillo.

Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sa-

bed únicamente que cuando el agua sacramental cayó so-

bre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del

solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, en-

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Antología del cuento extraño

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vuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca

y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al

demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición.

Era el pueblo réprobo que se levantaba en ella. Esos ojos

vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera

divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos

estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; ¡esos

pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la es-

pantosa mujer le habló con su voz antigua.

Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del

incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de

aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había

dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría

sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese

monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en

su visión reciente. Y el mar... el incendio... la catástrofe...

las ciudades ardidas... todo aquello se desvanecía en una

clara visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues.

¡Y era el monje quien la había salvado!

Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja

incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse

en él, como si el viento de fuego hubiera. barrido su alma.

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Antología del cuento extraño

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Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la

mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las mon-

tañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte.

Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas.

Era como una resurrección del castigo, reflejándose por

segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato

acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había

sido actor en la catástrofe. Y esa mujer, ¡esa mujer le era

conocida!

Entonces una ansia espantosa le quemó las carnes.

Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:

—Mujer, respóndeme una sola palabra. —

Habla... pregunta... —¿Responderás?

—¡Sí, habla; me has salvado!

Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos

se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.

—Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se vol-

vió para mirar.

Una voz anudada de angustia, le respondió: —Oh,

no... ¡Por Elohim, no quieras saberlo! —¡Dime qué viste!

—No... no... ¡Sería el abismo! —Yo quiero el

abismo.

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Antología del cuento extraño

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—Es la muerte... —¡Dime qué viste! —¡No pue-

do... no quiero! —Yo te he salvado. —No... no...

El sol acababa de ponerse. —¡Habla!

La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de

polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando. —¡Por

las cenizas de tus padres!...

—¡Habla!

Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído

del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado,

anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos

a Dios por su alma.

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3

Alrededores

de la Ausencia

NOEL DEVAULX

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De Noël Devaulx, escritor francés contem-

poráneo, sólo sabemos que es o ha sido viajante

de comercio, que Jean Paulhan —en el postfacio

a L'Auberge Parpillon— lo considera autor de

"alegorías sin explicación y parábolas sin clave",

"poeta oscuro", y que; acaso en contradicción

con esos juicios, le debemos esta fábula tranpa-

rente, plena de ternura y simple belleza.

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Estaba leyendo en el quiosco chino cuando un

campanilleo tan leve que habría podido creerse un engaño

del viento me hizo dejar a un lado el libro y aguardar una

confirmación. Y en efecto, luego se oyó un segundo lla-

mado, aún más incierto y menos diverso de los ruidos del

campo. Salí del pabellón echando pestes contra el intruso,

algún vagabundo que acudía a mendigar pan antes del

viernes, día en que se lo distribuye a los pobres, cuando vi

una chiquilla de ocho a diez años que en puntas de pie trataba de alcanzar el cordón para llamar por tercera vez.

Había dejado, junto a ella, una maletita como las que yo

solía preparar de niño, para mis viajes imaginarios, pero

envuelta en una funda que a mí no se me habría ocurrido

y que daba visos de autenticidad a ese vagabundeo precoz.

Por fin alcanzó el cordón provocando un sostenido repi-

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Antología del cuento extraño

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queteo que la dejó totalmente aturdida, tanto más cuanto

que los postigos de la cocina restallaron y apareció en el

umbral el ama de llaves, muy tiesa en su ropa de domingo

y dispuesta a dar una lección a la descarada, sorprendida

en flagrante delito. Me adelanté para evitar un drama,

escoltado de cerca por Madame Grande—Yvonne, nom-

bre que la gobernanta debe a mi hermana mayor, de

quien fue nodriza, y al cual se ha agregado el título de

"Madame" para consagrar sus altas funciones.

—¿Adónde vas, pequeña? —le pregunté con ese

tono con que intentaba simular ante los pilletes ladrones y

depredadores de nidos una severidad de propietario, y que

reforzaba aún más la costumbre que tengo de aconsejar

paternalmente a los niños. —Aquí —respondió.

No pude disimular una sonrisa, y ella, que sin du-

da aguardaba ansiosamente el resultado de su treta, rom-

pió a reír, tranquilizada, con una confianza que me con-

movió.

Del mismo lado de la reja y de las convenciones,

Madame Grande—Yvonne y yo examinamos estupe-

factos a aquella visitante extenuada pero decidida, encan-

tadora aunque vestida como una pobre, y sin confesár-

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Antología del cuento extraño

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noslo ya habíamos consumado la mitad de la traición.

Así entró ella en nuestra casa, en nuestras vidas —digo

"nuestras" porque mi mayordomo con faldas fue con-

quistado tan rápidamente como su amo—, con tanta

naturalidad como si siempre hubiéramos formado parte

de su imperio infantil.

Aquella misma noche, cuando se quedó dormida

(cosa que conseguimos no sin dificultad, debido, creo, al

enervamiento del viaje, o a nuestra torpeza, pues tan

pronto la reñíamos como la acunábamos), celebramos un

consejo, en el que después de haber cambiado graves re-

flexiones sobre la tristeza de los tiempos y el abandono

de la infancia, y de haber examinado minuciosamente

das hipótesis más pesimistas sobre el sentido moral de los

padres, confeccionamos la lista del ajuar, de las provisio-

nes y aun el programa de estudios, que no puedo releer

sin reírme: estaba lejos de pensar que mi humilde cola-

boradora desempeñaría en esto un papel rector, por su

competencia en los quehaceres domésticos y su conoci-

miento de las cosas del campo. A tal punto exageramos

nuestras propias luces...

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Antología del cuento extraño

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La casa es lo más incómoda que se pueda imagi-

nar y toda en corredores; una casa solariega que han

desfigurado sucesivamente los granjeros que la arrenda-

ron mucho tiempo y el gusto por un medioevo excesivo

que profesaba la tía de quien la heredé. La fachada, un

poco seca, cuidadosamente desahogada de rosales

trepadores y de las asimetrías que en ella aclimataba la

vida, es de un hermoso fin de siglo XV. Sobre el granito

se destacan los marcos de la puerta y de las ventanas,

en.piedra azulada de Kersanton. Ese rostro terroso de

ojeras profundas se rodea de geranios frescos y de rosas,

como de una vieja beldad.

A no ser por el absurdo de un quiosco chino de

vidrios multicolores, por las yucas, por un presuntuoso

jardín de invierno, el conjunto no estaría desprovisto de

armonía. Un huerto rodeado de gruesos muros favorables

a las plantas trepadoras, rebosante de flores y legumbres,

prolonga la casa, de la que está separado por una zanja

antaño unida al estanque, pero que hoy parece no tener

otra razón de ser que esa encantadora pasarela sobre la que

se abre la puerta de la torre. Una higuera se agobia hasta

rozar las ventanas de la trascocina. Cada una de las tres

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Antología del cuento extraño

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entradas restantes se halla en mitad de un muro, de suerte

que los cuadros están repartidos con tierna simetría entre

dos alamedas perpendiculares. En el centro, los castaños

circundan un 'estanque encenagado por las hojas muertas.

El recinto está tan bien protegido por sus altos muros y el

ruedo de árboles, que una mimosa ha consentido en insta-

larse en él, seducida por el sal y el zumbido de las abejas.

Vista de aquí, con su ancho tejado que se inclina para

abrigar la torrecilla, la casa cuya fachada es quizá

demasiado grave me parece más dulce y más familiar.

Este doble carácter de vieja barraca conmovedora

y de mansión señorial vuelve a encontrarse en la disposi-

ción de sus dependencias. Raras son las habitaciones de

acceso directo. Algunas se abren sobre la escalera de

caracol, otras en corredores sombríos, limitados por las

paredes de inmensas salas. Este loteo, practicado con

tanto acierto como en los terrenos suburbanos, ha cortado

en dos una gran chimenea o un ajimez cuyo arquibanco

ha sido sacrificado. Es justo añadir que las paredes de

abeto están cubiertas de falsos tapices a los que indefinidas

hileras paralelas de leones rampantes dan cierta atmósfera

heráldica.

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Antología del cuento extraño

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Los cuartos serían tristes si el paisaje que desde

ellos se contempla no fuera una fuente siempre renovada

de satisfacción y de paz. Una avenida maestuosa,

concebida para el regreso de las partidas de caza sobre la

blanda alfombra del otoño, donde ya no se aventuran las

calesas, sube desde la hondonada donde se recata la casa

solariega, y su larga procesión hacia la campiña a menudo

brumosa lleva el espíritu a esas colinas boscosas al pie de

las cuales se presiente el mar. Esta avenida casi regia,

desproporcionada a la casa adonde conduce, dispone las

hileras de sus hayas en una espaciosa nave central y en dos

naves laterales que forman una masa frondosa y

compacta, a la que se ordena todo el paisaje circundante.

A cien pasos de la reja embiste bruscamente el muro cu-

bierto de musgo, que a través de un pórtico ruinoso sólo

deja pasar la alameda central; y ésta cruza sobre un terra-

plén lo que antaño fue un estanque. Lo divide esa ele-

vación del terreno en dos saetines, entre los que trabajaba

un molino: el molino es ahora la casa del cuidador, y el

estanque una pradera. Olvidaba la exquisita capilla cu-

bierta de un tejado tan bajo que de a trechos lo roza la

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Antología del cuento extraño

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hierba, y al que el único vitral levanta sin ceremonias para

mirar curiosamente a las visitas.

Ese nuevo mundo, con sus archipiélagos y sus

colonias, fue apenas un bocado para nuestra fugitiva. Ya

al día siguiente de su llegada, en un abrir y cerrar de ojos

y en dos o tres excursiones vertiginosas, había explorado

el dominio a su manera. Comprendí en seguida que,

contrariamente a lo que yo imaginaba de una visión in-

fantil (en la que me parecían preponderantes ciertos de-

talles que nosotros no habríamos advertido), era el con-

junto lo que poseía para ella una fisonomía y sin duda

un olor especial; y el afectuoso conocimiento que en

nuestros mejores momentos tenemos de una casa, de un

paisaje, debía ser, si no me engaño, su manera habitual

de percibir.

Lo cierto es que, una vez libre, cuando hubo

adoptado el perro del molino, el bebé de la cuidadora y

una coneja con una graciosa mancha en la nariz, debí

ejercitar una tenacidad poco común para persistir en el

interrogatorio que me había parecido hábil postergar has-

ta que descansara esa primera noche. Aun así, mis pregun-

tas más premeditadas sólo obtuvieron resultados irrisorios.

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Antología del cuento extraño

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Debí recurrir a la Grande Yvonne, cuyo empirismo ape-

nas consiguió algunas ventajas secundarias, Concluimos

que la niña debía ser huérfana, no porque esto res-

pondiera a nuestros secretos deseos, sino porque cuando

tratábamos de interrogarla sobre su madre, su mirada se

clavaba a lo lejos, y esa palabra no despertaba en ella nin-

guno de los sentimientos violentos que habíamos temido.

A juzgar por vagos indicios, nos pareció que pertenecía a

una familia acomodada, pero su país, por mucho que in-

sistiéramos, era imposible de identificar, y se reducía a un

palomar suficientemente reconocible por su rumor de alas

y a un camino interminable cuyo valladar estaba poblado

de cantos.

Apenas habíamos extraído de sus descripciones

un dato utilizable cuando lo enredaba todo de nuevo

mezclando elementos visiblemente imaginarios, o bien,

no teniendo ojos más que para el presente, añadía: "Éste

es mi país", y llevaba la confusión a su colmo. Su equi-

paje no pudo suministrarnos indicios más coherentes: un

perro de lana negra al que le faltaba un ojo y al que todas

las noches había que acostar a su lado era, con un chale-

co descosido, lo que en él había de más explícito. La

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Antología del cuento extraño

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funda no traía inicial. En aquel revoltijo reconocí tam-

bién una budinera aplastada, un carretel vacío, los restos

de un ajuar, cintas, hilo de seda rosa y una gruesa aguja

de zurcir.

Después de darle mil vueltas al asunto, decidí

publicar un anuncio donde no sin repugnancia y contra

la formal opinión del "Concejo" incluí su fotografía.

Presté mi declaración ante los gendarmes y el secretario

de la Alcaldía, quienes me escucharon con el más vivo

interés. El secretario, antiguo patrón de barca, enterne-

cido y deseoso de complacerme, tomó el asunto tan a

pecho y desplegó tanto celo que bien pronto evité en-

contrarlo, cansado de enterarme diariamente de sus nue-

vos descubrimientos y de oírle decir que seguía una bue-

na pista. Al mismo tiempo consulté a mi abogado en vis-

ta de una posible adopción.

Bien pronto fue necesario aceptar la evidencia: la

gramática y la aritmética le disgustaban tanto como la

atraían los quehaceres domésticos y la cocina. No porque

fuese poco dotada, sino porque sin duda su herencia la

inclinaba más a los trabajos manuales que al estudio, con-

tradiciendo una distinción natural en sus modales y ma-

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Antología del cuento extraño

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nera de expresarse, que me había asombrado desde el

primer momento. Me prestó un poco más de atención en

botánica y geografía, en lo que yo mismo estaba muy flojo

y reducido a los manuales. Su obediencia era ejemplar,

mas resultaba tan evidente que se aburría, y se embrollaba

de tan buena fe en la terminología más elemental, que

después de haber perseverado honestamente un mes, va-

riado mis métodos, amenizado la clase con sesiones de

prestidigitación y gritos de animales —cosas todas éstas

por las que revelaba pronunciada afición—, debí incli-

narme ante el cepillo y la gamuza. Pero si bien los queha-

ceres domésticos y las labores de aguja ejercían sobre ella

tal seducción (lo que llenaba de orgullo el corazón de Ma-

dame Grande Yvonne), no por eso dejaba de ser el juego

su verdadero elemento, y el vaciado de un flan o de una

tarta no podía alejarla por mucho tiempo de un partido

de croquet.

Como yo vacilaba en darle por amigos a los gana-

panes de la aldea, brutales y mentirosos, de suerte que los

compañeros de su edad quedaban reducidos al chico del

molino y al viejo podenco, sacaba de su propia cosecha los

figurantes y el decorado de una comedia inagotable. La

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vida familiar y social: comidas, viajes, visitas, constituía el

tema de una especie de ballet con transformaciones

parecidas a las de un sueño, donde un poco de barro re-

sultaba una torta de chocolate y una hoja de acebo un

escalope; donde ella misma interpretaba los personajes

más diversos: un guarda de tranvía, sugerido por una hile-

ra de sillas; el salvaje emplumado y armado hasta los dien-

tes, cuya vida primitiva transcurría bajo una alfombra sos-

tenida por un palo de escoba; el ama de casa afligida por

una criada insoportable, y esa misma criada charlando con

el almacenero.

Pero me equivocaría si dijera que esta pasión del

juego era una pasión exclusiva, pues la GrandeYvonne,

muy piadosa ella' misma, me hizo notar desde los prime-

ros días la inclinación que nuestra protegida mostraba por

la plegaria. En efecto, ponía en ella la misma avidez, la

misma energía infatigable que en sus pantomimas y en sus

brincos. La capilla la había fascinado inmediatamente.

Desde la muerte del capellán, yo no tenía autorización

para conservar la hostia y rara vez se cantaba allí la misa.

Pero tocábamos el Angelus y los granjeros vecinos se re-

unían para la oración de la tarde. Clara —es tarde para

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decir que se llamaba así, y sin embargo ese nombre no

debía significar para mí, al cabo de tantos años, otra cosa

que luz y paz—; Clara, apenas arrodillada, se sumía en un

recogimiento tan profundo que la plegaria de los mayores,

torpe o distraída, me asombraba de pronto como el atur-

dimiento de un ciego.

A menudo, cuando la creíamos en el molino o pa-

seando con el podenco, la sorprendíamos en una de esas

conversaciones silenciosas que me parecían excesivamente

graves para su edad, y de buena gana habría compartido

yo el ingenuo temor, abrigado por Madame Grande —

Yvonne, de que los niños demasiado piadosos no estuvie-

sen destinados al cielo. Sin embargo, una autoridad no

menos considerable era de opinión diferente: el cura de la

aldea, hombre excéntrico pero bueno, había empezado a

dar clases particulares a Clara, abreviándole la enseñanza

del catecismo con el fin de que ese mismo año pudiera

tomar la primera comunión. Y cuando yo mismo iba a

buscarla al presbiterio, los días en que mi trabajo no ade-

lantaba, en que tenía necesidad de refrescar mis ideas,

hablábamos de ese fervor que me parecía revelar una per-

turbadora discordancia en un carácter tan exuberante.

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Antología del cuento extraño

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Pero el anciano sacerdote, que durante mucho tiempo

frecuentara la infancia más desheredada de las ciudades,

había observado a menudo las mismas tendencias pro-

fundas, y pensaba que lo sobrenatural era la atmósfera

ordinaria de esas almas que aún no han atesorado su amor

ni su tiempo.

—Porque la divisa de los hombres de negocios

—me decía— trasciende en mucho su pensamiento: el

oro es 'literalmente el pasado mezquino, el porvenir frío

y temeroso. Nada obliga tanto a la Providencia como el

espíritu de abandono, resorte de esas vidas nuevas y pró-

digas, y si el ángel que las asiste ve en el cielo la faz de

Dios, ellas, en este mundo, ven a menudo ese ángel que

las custodia.

Se mostraba encantado de una réplica de Clara,

sobre la que volvía a menudo. Para ilustrar una lección

sobre los ángeles y mostrar que están siempre a nuestro

lado en las circunstancias peligrosas, refería la aventura de

un chiquillo que a pesar de hallarse sobre la acera estuvo a

punto de ser aplastado por un acoplado sin gobierno. El

vehículo, cargado de hierro, rozó al chico y, al parecer, le

arrancó su cartera de colegial. A lo que Clara repuso:

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Antología del cuento extraño

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—Entonces habrá sido el ángel guardián quien su-

frió el revolcón.

El buen sacerdote, echándose a reír, no distó mu-

cho de hallar una confirmación de sus puntos de vista allí

donde yo, conociendo a la maliciosa chiquilla, sospechaba

que se trataba de otra cosa enteramente distinta.

De esta malicia que a veces lindaba con el descaro,

yo mismo he conservado punzantes recuerdos, y a medida

que el alivio de mi pena me permite evocarlos con mayor

serenidad, más me asombra su profunda lección.

Alarmado por el vacío que se producía en mi

huerto y que comprometía la cosecha, en vez de reprender

a la culpable, intenté neciamente vincular ese pecadillo a

los grandes principios e hice de ello ocasión para un ser-

món en tres puntos digno del Vicario de Wakefield. Ad-

mití, como buen horticultor, que mis productos eran par-

ticularmente sabrosos, y la tentación muy comprensible,

pero añadí que era preciso saber privarse de lo más agra-

dable, no en previsión de las conservas de frutas que se

preparan para el invierno —cosa que ese año sería impo-

sible— sino por amor del buen Dios. Escuchó mi filípica

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Antología del cuento extraño

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sin decir palabra, con una compunción que me pareció

poco auténtica, Luego no pensé más en el asunto.

Poco después debíamos festejar el día de Santa

Clara. La Grande Yvonne había empezado, con mucha

anticipación, a encerrarse en el office con su ayudante de

cocina, preparando sus recetas. Yo había ocultado cuida-

dosamente, para ofrecerlo a Clara la noche de la fiesta, un

horno magnífico, algo más que un juguete, en el que se

podía preparar una verdadera comida, provisto de una

chimenea acodada con su correspondiente mariposa y de

un reluciente escalfador, amén de los atizadores y un sur-

tido de sartenes. Reconozco que en estas ocasiones la go-

bernanta y yo hacíamos gala de una gran emulación y aca-

so —quién sabe— un poco de celos. Y, cosa bastante di-

vertida, manteníamos el uno respecto del. otro, y ambos

ante la niña, idéntico secreto.

Asistí pues, pensando que ya llegaría mi turno, al

triunfo de mi rival y aplaudí los pichones rellenos, las tar-

taletas de fresas silvestres, el monumental Diplomático.

Clara comió hasta hartarse, como si la hubiéramos tenido

ayunando ocho días. Debí rechazar la mezquina e inopor-

tuna idea de que mis consejos de mortificación no habían

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Antología del cuento extraño

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obtenido el resultado deseable. Madame Grande Yvonne,

abrazada, halagada, ostentaba una alegría poco discreta, y

aunque parezca cómico, yo tenía prisa por que llegara la

noche.

Ahora bien, ante el magnífico regalo que, según

advertí, impresionaba a la concurrencia, Clara perma-

neció perfectamente insensible: "No sabía dónde poner

un juguete tan pesado. Además, era un objeto inútil, ya

que ella solía acercarse a la gran cocina de la casa e in-

clusive estaba autorizada a vigilar la sopa que hervía en el

fogón, lo que era mucho más peligroso". Llegó a preten-

der que su muñeca preferida se quemaría al tocar el hor-

nillo, o se rasgaría el vestido con los mangos de las sarte-

nes. Yo no me atrevía a mirar a Madame Grande Yvon-

ne. Pero cuando llegó la noche, al besarla antes de dor-

mirse, interrogué a la pequeña Clara. Ella me escrutó

con insolencia apenas disimulada, y repitiendo textual-

mente el, sermón que yo temía no hubiese ejercido en

ella el menor efecto, me aseguró que por amor a mí se

había privado de aquello que le resultaba más agradable.

Y dicho esto cayó sumida en profundo sueño, y tuve que

aguardar hasta el día siguiente, después de una noche de

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Antología del cuento extraño

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humillantes reflexiones, para retractarme honorable-

mente y acabar con esa querella inútil.

Naturalmente, el argumento de una chiquilla, por

extravagante que fuese, no podía poner en tela de juicio,

contra el sentimiento unánime de la Tradición, el valor de

la ascesis. Pero me fue más fácil pensar que existieran cier-

tas almas superiores, almas de santos o de niños, para

quienes los dones de Dios excluyen toda segunda inten-

ción, para quienes el Valde bonum de la Creación, lejos

de ser un comunicado oficial o un slogan electoral, fuese

una realidad comestible.

En conjunto, sin embargo, la educación moral de

mi pupila me proporcionaba menos sinsabores que la es-

fera de los conocimientos prácticos. Sin excesiva amargura

delegué en el ama de llaves la enseñanza doméstica, pero

cuando nos paseábamos los tres por el bosque, yo envi-

diaba sus disertaciones sobre el pico verde o el cucú, la

hormiga león, la culebra y la comadreja, evidentemente

plenas de leyenda y falsarias de la realidad, pero que Cla-

ra, es preciso reconocerlo, escuchaba sin fatigarse. Infini-

tamente curiosa de los animales, así como de los nombres

familiares de las flores, que recogía en grandes ramilletes

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Antología del cuento extraño

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campestres, lo era aún más de los trabajos y las vidas de

los campesinos. Y como era la época de la trilla, la Grande

Yvonne la llevaba a dar grandes caminatas, a las que no

me invitaban por temor de perturbar ese misterioso traba-

jo, al que rodeaba la atmósfera de espanto del sacerdocio

antiguo. Al regreso, yo sabía qué eras habían visitado, en

qué granjas habían bebido leche cuajada y saboreado

hojuelas. El viento nos traía de los cuatro puntos del hori-

zonte un zumbido de trilladoras, y siempre quedaba una,

un poco más lejos, que no habían visitado, de suerte que

Clara sólo me dedicaba los días de lluvia.

Entonces, en los ratos que le dejaban libres sus

quehaceres en la cochera, en la cocina o en la capilla, la

enseñanza de las artes que no me eran disputadas tendría,

en justicia, que haberme resarcido de mis afrentas en otros

dominios. Y en efecto, durante mucho tiempo creí que

esa satisfacción me sería acordada. Infortunadamente, la

pequeña Clara tenía el peor gusto imaginable. Lo ridículo,

inclusive lo absurdo, la atraían invenciblemente. El quios-

co chino, con sus vidrios de colores y su complicado te-

cho, era su ideal en arquitectura, y poco a poco había ates-

tado su cuarto de todos los bibelots que yo había proscrito

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Antología del cuento extraño

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del salón y relegado a las bohardillas, de donde desente-

rraba con infalible instinto los más atroces: un pozo de

porcelana que se podía llenar de agua y cuyo mecanismo

funcionaba aún, un barómetro con muñecos que trajo mi

tía de unas vacaciones alpinas, una celda de carmelita cu-

yas paredes de vidrio dejaban ver hasta las pantuflas y el

misal; más aún, bajo enormes globos de cristal, una multi-

tud de caracolas, una colección de cruces, un arbusto pe-

trificado.

Me esforcé por corregir ese gusto vulgar. Tengo

algunos buenos cuadros que en aquella época, es cierto,

palidecían junto a inmensos mazacotes —el lado flaco de

mi herencia— que no me atrevía a quitarme de encima

antes de la desaparición total de mi parentela. Pero a mi

Rouault y mi Cézanne, a pesar de todos mis esfuerzos por

disuadirla, mi discípula prefería las abominables copias de

Murillo y de Zurbarán que nos había impuesto la ascen-

dencia española de mi tía. En mis álbumes, el único. que

gozaba de su buena opinión era Louis Lenain, por la figu-

ra del niño que disimula tras una chimenea o en la aber-

tura de una puerta. Tímido, aunque curioso del mundo

de los mayores abrumados por las preocupaciones, ese

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Antología del cuento extraño

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personaje ínfimo y por añadidura inútil agradaba a Clara

en virtud de no sé qué secreta afinidad. En suma, sólo

admitía la pintura en la medida en que pudiese reconocer

fácilmente el tema, y su repulsión por la Inmaculada

Concepción que sirve de retablo al altar (repulsión tanto

más sorprendente para mí cuanto que nada diferenciaba

ese cuadro de los horrores del salón) se debía, según ella, a

que la santa Virgen era irreconocible.

Nuestra música, que siempre he considerado

nuestra actividad más elevada y diferente de la de Virtu-

des y Serafines sólo en esto: en que nos vemos obligados a

volver las páginas, nuestra música le era igualmente extra-

ña. Mal pianista, no podía yo aspirar a develarle sus

arcanos. Sólo toco para mí, y siempre que una especie de

necesidad me impulse a revivir aquellas entre mis obras

predilectas que están por azar al alcance de mi mano. Esto

no impidió que me sintiera profundamente lastimado

cuando al concluir aquella Alemanda de Mozart que me

había costado varias semanas de estudio, o tal exquisita

melodía que preludia una Suite de Bach y que me parecía

cargada de cosas inefables, la veía defraudada, como si le

hubiese ofrecido, para engañarla, el papel cuidadosamente

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plegado de un bombón o la cáscara vacía de una naranja.

Pero cesé de atribuir esa indiferencia a la mala calidad de

mi ejecución cuando después de comprar un gramófono

le hice escuchar a Horowitz y a Gieseking. Porque la frase

o la cadencia perturbadoras a las que mi vida me parece

tan ligada que sigo con angustia la curva que las lleva a

resolverse, cuando quería comprobar si la habían conmo-

vido, me valían una mirada de profunda conmiseración.

Felizmente, pasábamos el anochecer sentados en

un banco de piedra delante de la casa y Madame

Grande—Yvonne respetaba nuestro coloquio. Mirando

las estrellas, que son un frágil vínculo entre la tierra y el

cielo, rivalizábamos en desentrañar las formas más

diversas en las nubes ya vacilantes, en los árboles, sobre

todo en los abetos, donde esas formas se prodigan. Y mis

ocasionales hallazgos atenuaban quizá el desfavorable jui-

cio que se formaba Clara de mis dones.

A medida que se modificaban, una a una, mis

ideas sobre la educación de las niñas, nos acercábamos a la

fecha fijada para la primera comunión. Ella se mostraba

tan recoleta que me costaba trabajo deshacerme de las ne-

cias aprensiones que ya he mencionado, y según esta in-

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Antología del cuento extraño

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quietud, renovaba otra, descubría en el fondo de mis me-

nores alegrías el temor, a decir verdad nunca adormecido,

de que la pequeña Clara me fuese reclamada. Un senti-

miento de precariedad echaba a perder hasta sus muestras

de ternura.

Una noche en que la preocupación del trabajo que

estaba realizando me tenía despierto más tarde de lo habi-

tual, creí oír un ligero roce en el descanso, contra la puer-

ta de mi cuarto. Sin duda había soñado, entre dormido y

despierto, e iba a dormirme definitivamente esta vez

cuando un ruido de pasos, discreto pero prolongado, me

aterrorizó. Sabe Dios qué ideas atravesaron mi espíritu en

aquel instante. La más tranquilizadora era que la niña, no

pudiendo conciliar el sueño e ignorando los temores noc-

turnos, bajaba a la cochera para entregarse a su juego fa-

vorito. Porque esa cochera tiene una extraña ubicación

dentro de la misma casa. Es un recinto inmenso, que se

extiende a todo lo ancho del edificio, con una puerta que

desemboca en el aguilón. Desde el interior se llega a ella a

través de un pasaje abovedado y de varios peldaños, bajo

la escalera de caracol. Guarda tres vehículos antiguos: una

diligencia inglesa, una jardinera y una calesa que consti-

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Antología del cuento extraño

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tuían, como fácilmente se adivina, una fuente de apasio-

nantes aventuras, indefinidamente renovadas. Me incor-

poré y salí silenciosamente. Desde el descanso que domi-

na la hélice de piedra vi entonces, en mitad de la escalera,

iluminada de espalda por la luna que entraba por una sae-

tera, a Clara, sentada en camisa de dormir y con los cabe-

llos aureolados de luz. No muy seducido por este nuevo

capricho, pensé mandarla a dormir, cuando un cuchicheo

me detuvo. Clara rezaba, velando sobre la casa y sin duda

sobre mí mismo. Me invadió un extraño sentimiento de

respeto y volví a mi lecho en silencio.

Por lo demás, el mundo invisible con que ella es-

taba tan familiarizada y que irrita nuestros ojos de carne

parecía desplazar sus fronteras a su arbitrio. Y aunque mis

impresiones sean tan frágiles cuanto es posible y, fríamen-

te consideradas, el buen sentido las rechace con violencia,

debo reconocer que en algunos raros momentos pude

creer que la atmósfera de la casa estaba llena de presencias,

o bien yo salía del sueño con un soplo sobre los ojos.

Sin embargo, las cosas seguían. su curso habitual.

Madame Grande Yvonne se aprestaba a superar en mucho

las hazañas de la fiesta de Santa Clara. La víspera de la

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Antología del cuento extraño

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solemnidad, 'los preparativos se multiplicaron febrilmen-

te; los cristales y la platería brillaban sobre el aparador; la

costurera hilvanaba un pliegue, retocaba un frunce, se-

cundada por nuestra postulante, cuya piedad no le impe-

día, en absoluto, mirarse al espejo. Nos acostamos muy

tarde en la emoción del júbilo del siguiente día.

Pero a la mañana no la encontramos. No estaba

en su cama, ni orando en la escalera, ni en el fondo del

break, ni en el huerto. Los granjeros salieron a buscarla,

en automóvil o en bicicleta. Yo telefoneé a las gendar-

merías y puse sobre aviso a los pesca—dores que habían

sido sus amigos. Luego, muy rápidamente, comprendimos

que se había ido como vino y que a esa hora estaría lla-

mando a otra reja, contestando: "Aquí es" y llevando a

otros su alegría.

Sin convicción me dirigí a los periódicos y a las

agencias, y vi nuevamente al secretario de la Alcaldía,

quien debió abandonar una pista todavía fresca para lan-

zarse a una búsqueda diametralmente opuesta.

No obstante, una cosa permanecía inconcebible

para Madame Grande Yvonne y para mí: que ella se

hubiera sustraído, no a nuestras torpes atenciones, sino a

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Antología del cuento extraño

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ese don de Dios al que la sentíamos tan maravillosamente

predispuesta. Hasta que pocos días más tarde cayó bajo

mis ojos una frase de la Epístola a los Hebreos que me

hizo renunciar a toda búsqueda:

``No olvidéis la hospitalidad. Al practicarla, al-

gunos —sin saberlo— han albergado ángeles."

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4

El Buque Fantasma

OLIVER ONIONS

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Con el seudónimo de OLIVER ONIONS

firmó toda su producción literaria el escritor in-

glés George Oliver, nacido en 1873. Autor de

novelas —The Odd-Job Man (1903) , Whom

God has Sundered (1926) y otras— de tenden-

cia social o costumbrista, es quizá su producción

menor, formada por cuentos fantásticos y aun

policiales, la llamada a perdurar.

Un viejo tema revive con maestría en este

relato.

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I

Mientras Abel Keeling yacía en la cubierta del ga-

león —por donde tan sólo el propio peso de su cuerpo y

su atezada mano extendida sobre los tablones le impedían

rodar— su mirada se extraviaba, pero volvía siempre a la

campana suspendida del pequeño campanario ornamen-

tal, a popa del palo mayor, y atascada por la peligrosa in-

clinación del barco. La campana era de bronce fundido,

con realces casi obliterados que fueron antaño cabezas de

querubines; pero el viento y la espuma salina del mar

habían depositado en ella una gruesa capa de verdín, se-

mejante a una hermosa y brillante capa de líquenes. Era

ese color verde el que gustaba a Abel Keeling.

En efecto, en cualquier otro lugar del galeón don-

de descansaban sus ojos, sólo encontraban blancura, la

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Antología del cuento extraño

- 69 -

blancura de la extrema edad. Había diversos grados en esa

blancura: aquí cintilaba como gránulos de sal, allá simula-

ba un blanco grisáceo de creta, y más lejos la pátina

amarillenta de la decadencia; pero en todas partes era la

inmóvil e inquietante blancura de las cosas sin vida. Sus

jarcias estaban blanqueadas como el heno seco; la mitad

del cordaje conservaba su forma apenas con mayor

firmeza que las cenizas de un hilo por el que acaba de

pasar el fuego; sus maderos albeaban como descarnados

huesos en la arena; y aun el incienso silvestre con que por

falta de alquitrán lo habían calafateado al tocar puerto la

última vez, estaba convertido en resina dura y descolorida

que brillaba como el cuarzo en las desfondadas junturas

de los tablones. El sol era todavía un broquel de plata, tan

pálido detrás de la bruma inmóvil y blanca, que ni una

sola jarcia, ni un madero proyectaban sombra; y

únicamente la cara y las manos de Abel Keeling eran

negras, carcomidas y carbonizadas por el inexorable

resplandor solar. El galeón era el Maria de la Torre, terriblemente

escorado de estribor, tanto que su palo mayor hundía una

de sus vergas de acero en el agua cristalina, y si hubiera

conservado su palo de trinquete o algo más que el roto

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Antología del cuento extraño

- 70 -

muñón de la mesana, habría volcado de través. Muchos

días atrás habían desaparejado el palo mayor y pasado 1a

vela por debajo de la quilla, en la esperanza de que cegara

la vía de agua. Y así sucedió, en parte, mientras el galeón

se deslizó sobre una banda; pero después, sin virar, empe-

zó a deslizarse sobre la banda opuesta, los cabos se rom-

pieron y el barco arrastró en pos de sí la vela, dejando una

gran mancha en el mar de plata.

En efecto, el galeón se deslizaba de costado, casi

imperceptiblemente, escorándose cada vez más. Es-

corándose como si lo atrajera una piedra imán. Y al

principio, en verdad, Abel Keeling pensó que era una pie-

dra imán la que tironeaba de sus hierros, arrastrándolo a

través de la bruma gris que se extendía como un sudario

sobre el agua y que ocultó en pocos instantes la mancha

dejada por la vela. Pero después comprendió que no era

eso. El movimiento se debía —seguramente— a la co-

rriente de aquel estrecho de tres millas de extensión. Ten-

dido contra el carro de un cañón, a punto de rodar por la

cubierta, volvió a imaginar aquella piedra imán. Pronto

sucedería nuevamente lo que había sucedido durante los

últimos cinco días. Oiría los chillidos de los monos y el

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Antología del cuento extraño

- 71 -

parloteo de las cotorras, la alfombra de malezas verdes y

amarillas avanzaría sobre el María de la Torre a través

del mar de mercurio, una vez más se elevaría la pared de

rocas, y los hombres correrían...

Pero no; esta vez los hombres no correrían para

soltar las defensas: No quedaba ninguno para hacerlo, a

menos que Bligh viviera aún. Quizá vivía. Poco antes del

súbito anochecer del día anterior había bajado hasta la

mitad de la escalera real, después había caído, per-

maneciendo un minuto inmóvil (muerto, supuso Abel

Keeling, observándolo desde el lugar que ocupaba junto a

la cureña del cañón). Pero luego se levantó otra vez y se

encaminó tambaleando en dirección al castillo de proa.

Tambaleando y agitando sus largos brazos. Desde en-

tonces Abel Keeling no lo había visto. Seguramente había

muerto en el castillo de proa durante la noche. Si no estu-

viera muerto, habría vuelto a popa en busca de agua...

Al acordarse del agua, Abel Keeling levantó la ca-

beza. Las delgadas fibras de músculos que rodeaban su

boca extenuada se contrajeron. Apretó levemente contra

la cubierta la mano ennegrecida por el sol como si quisiera

comprobar el grado de inclinación de aquélla y lo estable

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Antología del cuento extraño

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de su propio equilibrio. El palo mayor estaba a unas siete

u ocho yardas de distancia... Encogió una de sus piernas

rígidas, y sentado corno estaba, empezó a bajar la pen-

diente con una serie de enviones de su cuerpo.

Su aparato para recoger agua estaba sujeto al palo

mayor, cerca del campanario. Consistía en un lazo de

cuerda más bajo de un lado que del otro (pero eso era an-

tes de que el mástil se hubiera inclinado tanto en relación

con el cenit) y ensebado en su extremo inferior. Las nie-

blas duraban más en aquel estrecho que en alta mar, y el

lazo servía para recoger el rocío que se condensaba en los

mástiles. Las gotas caían en un pucherito de barro coloca-

do en la cubierta.

Abel Keeling tomó el cacharro y miró en su in-

terior. Estaba lleno hasta un tercio de agua dulce. Per-

fecto. Si Bligh, el contramaestre, había muerto, Abel Kee-

ling, capitán del María de la Torre, tendría más agua.

Hundió dos dedos en el cacharro y se los llevó a la boca.

Repitió varias veces la operación. No se atrevía a acercar el

recipiente a los labios negros y llagados, recordando con

espanto la agonía de dolor que lo asaltaba días atrás cuan-

do, tentado por el demonio, vació de un trago, por la ma-

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Antología del cuento extraño

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ñana, el contenido del cacharro y debió pasar el resto del

día sin agua... Humedeció una vez más sus dedos y los

chupó; después permaneció tendido contra el mástil, mi-

rando ociosamente cómo caían las gotas de agua.

Era extraño cómo se formaban las gotas. Crecían

lentamente en el borde del lazo ensebado, temblaban un

instante en su plenitud, caían, y el proceso recomenzaba

en seguida. Abel Keeling se entretenía mirándolas. ¿Por

qué —se preguntó— tenían todas el mismo tamaño? ¿A

qué causa, a qué compulsión obedecían para no variar

nunca? ¿Qué frágil tenuidad mantenía intactos los dimi-

nutos glóbulos? Recordó que la goma aromática del in-

cienso silvestre con que habían calafateado el barco pendía

de los cubos en grandes goterones perezosos, obedeciendo

a una ley diferente; el aceite también era distinto, y los

zumos de las frutas y los bálsamos. Sólo el mercurio (qui-

zá el mar pesado e inmóvil le trajo a la memoria el mercu-

rio) no parecía obedecer a ley alguna... ¿Por qué?

Bligh, desde luego, lo habría explicado a su mo-

do: era la Mano de Dios. Eso era suficiente para Bligh,

que la tarde anterior se había ido a proa, y a quien Abel

Keeling recordaba ahora, vagamente y a la distancia,

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Antología del cuento extraño

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como un fanático de voz profunda que entonaba sus

himnos mientras lanzaba, uno a uno, los cadáveres de la

tripulación a las honduras del mar. Bligh era de esa clase

de hombres: aceptaba las cosas sin discusión; se conten-

taba con tomar las cosas como venían y con tener prepa-

radas las defensas de cabos de acero cuando la pared ro-

cosa surgía de la bruma opalescente. Bligh, como las go-

tas de agua, tenía su Ley, que regía para él y para nadie

más...

De algún cabo podrido descendió flotando una

partícula de suciedad que entró en el cacharro. Abel Kee-

ling, apático, la vio moverse hacia la pared del recipiente.

Cuando hundió en él los dedos, el agua formó un peque-

ño remolino, arrastrando la brizna consigo. Después el

agua se aquietó, y una vez más aquella partícula se dirigió

hacia la pared de la vasija y se adhirió a ella, como si ésta

la atrajera.

Exactamente del mismo modo, el galeón se desli-

zaba hacia la pared rocosa, hacia las malezas verdes y ama-

rillas, los monos y las cotorras. Llevado nuevamente al

centro del canal (mientras hubo hombres para realizar la

maniobra) no tardó en deslizarse hacia la pared apuesta.

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Antología del cuento extraño

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Una misma fuerza atraía a la brizna en el cacharro y al

barco en el mar estático. Era la Mano de Dios, según

Bligh...

Abel Keeling, cuya mente observaba a veces las co-

sas más pequeñas, y otras se hundía en el embotamiento,

no oyó al principio la voz temblorosa que se alzaba en el

castillo de proa; una voz que se acercaba y a la que parecía

prestar acompañamiento el rumor del agua.

Oh Tú, que a Jonás en el pez

tres días preservaste del dolor

que fue un presagio de tu muerte

y resucitando nuevamente...

Era Bligh, que cantaba uno de sus himnos:

Oh Tú, que a Noé salvaste de las aguas,

Y a Abraham un día y otro día

cuando atravesaba Egipto

señalaste el camino...

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Antología del cuento extraño

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La voz calló, dejando incompleta la piadosa frase.

Bligh, de todas maneras, estaba vivo... Abel Keeling prosi-

guió sus vagas meditaciones.

Sí, la Ley de la vida de Bligh era llamar a las cosas

la Mano de Dios; pero la Ley de Abel Keeling era diferen-

te; ni mejor ni peor, sino diferente. La Mano de Dios, que

atraía las briznas y los galeones, debía obrar mediante otro

sistema; y los ojos de Abel Keeling se clavaron una vez

más, desganados, en el cacharro, como si el sistema estu-

viera allí. Después extravió el sentido, y cuando lo recobró

había perdido todo contacto con sus anteriores ideas.

El remo, por supuesto, ésa era la solución. Con él,

los hombres podían reírse de las calmas chichas. Ahora

sólo lo usaban las pinazas y las galeras, aunque había teni-

do sus ventajas. Pero los remos (que es como decir un sis-

tema, porque si uno quiere, puede sostener que la Mano

de Dios empuña el timón, así como el Soplo de Dios lle-

na la vela); los remos eran anticuados, pertenecían al pa-

sado, y usarlos equivalía a abandonar todo lo que era bue-

no y nuevo, volver a la época en que el espolón de proa

era el arma más poderosa de los barcos, cuando éstos pa-

saban un día o dos en el mar antes de volver a puerto en

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Antología del cuento extraño

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busca de provisiones. Remos... no. Abel Keeling era de los

hombres nuevos, los hombres que juraban en nombre de

las andanadas de sacres y aculebrines, acostumbrados a

pasarse semanas y meses sin avistar tierra. Quizá algún día

el ingenio de hombres como él inventaría un barco im-

pulsado no por remos (porque los remos no podían pene-

trar en los mares remotos del mundo) ni tampoco por

velas (porque los hombres que confiaban en las velas sé

encontraban de pronto en un estrecho de tres millas de

anchura, sin un soplo de brisa, suspendidos entre las nu-

bes y el agua, derivando hacia un muro rocoso), sino un

barco... un barco...

A Noé y a sus hijos

habló Dios diciendo:

"Firmo un pacto gon vosotros

y con vuestra descendencia..."

Era Bligh nuevamente, que ambulaba por el com-

bes. La mente de Abel Keeling volvió a quedar en blanco.

Después, despacio, muy despacio, con la misma lentitud

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Antología del cuento extraño

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con que crecían las gotas en el lazo de cuerda, sus pensa-

mientos tomaron forma nuevamente.

¿Una galeaza? No. La galeaza quería ser dos cosas

a la vez y no era la una ni la otra. Este barco, que la mano

del hombre construiría alguna vez para que la Mano de

Dios lo guiase, absorbería y conservaría la fuerza del vien-

to, almacenándola como almacenaba sus provisiones.

Permanecería inmóvil cuando quisiera, cuando quisiera

avanzaría. Volvería contra sí misma la fuerza de la calma

chicha y de la tormenta. Porque, naturalmente, su fuerza

debía ser el viento, viento almacenado, una bolsa de los

vientos, como en la fábula de los niños; un chorro de

viento dirigido contra el agua, a popa, impulsando el agua

en un sentido y' el barco en otro, actuando por reacción.

Tendría una cámara de viento, donde éste sería introdu-

cido por medio de bombas. Para Bligh sería también la

Mano de Dios esa fuerza impulsora del barco del futuro

que Abel Keeling, tendido entre el palo mayor y la cam-

pana, volviendo de tanto en tanto los ojos desde los ceni-

cientos tablones al vívido cardenillo verde de la campana,

presentía vagamente...

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Antología del cuento extraño

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El rostro de Bligh, curtido por el sol y devastado

desde adentro por la fe que lo consumía, apareció en lo

alto de la escalera del alcázar. Su voz palpitaba incon-

trolable:

Y ya no queda en la tierra

un lugar de refugio,

ni en el mar ni en el río

que fluye bajo tierra.

II Bligh cerraba los ojos, como contemplando su éx-

tasis interior. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y sus ce-

jas subían y bajaban con expresión atormentada. Su ancha

boca permaneció abierta cuando su himno fue brusca-

mente interrumpido: en algún lugar, en la trémula lumi-

nosidad de la niebla, el canto fue retomado desde su nota

final: un bramido ventoso, ronco y lúgubre, alarmante y

sostenido, creció y reverberó a través del estrecho. Bligh se

estremeció. A tientas, como un ciego, se alejó de la escale-

ra del alcázar, y Abel Keeling vio detrás de sí su figura es-

cuálida, que parecía más alta por la inclinación de la cu-

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Antología del cuento extraño

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bierta. Y al extinguirse aquel sonido vasto y hueco, Bligh

se echó a reír en su demencia.

—Señor, ¿la ancha boca de la tumba tiene lengua

para alabarte? Ah, otra vez...

Nuevamente el cavernoso sonido dominó el aire,

más potente y cercano. En seguida se oyó otro ruido, un

pausado latir, latir, latir... Después volvió el silencio.

—El mismo Leviatán ha alzado su voz en alabanza

—sollozó Bligh.

Abel Keeling no levantó la cabeza. Había vuelto

el recuerdo (le aquel día en que, antes de que se alzaran

sobre el estrecho las brumas del amanecer, vació de un

trago el cacharro de agua que constituía su única ración

hasta la noche. Durante esa agonía de sed había visto

formas y escuchado sonidos con ojos y oídos que no eran

los suyos, mortales, y aun en sus intermitencias de luci-

dez, cuando sabía que eran alucinaciones, esas formas y

esos sonidos regresaban... Había oído las campanas do-

minicales en su casa de Kent, los gritos de los niños en

sus juegos, las despreocupadas canciones de los hombres

en su trabajo cotidiano, y la risa y los chismes de las mu-

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Antología del cuento extraño

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jeres cuando tendían la ropa blanca en el seto o distri-

buían el pan en grandes bandejas.

Esas voces habían tintineado en su cerebro inte-

rrumpidas de tanto en tanto por los quejidos de Bligh y

de otros dos hombres que aún vivían entonces. Algunas

de las voces que escuchara habían estado silenciosas en la

tierra muchos años, pero Abel Keeling, torturado por la

sed, las había oído con la misma claridad con que oía aho-

ra ese gemido sordo y lúgubre y esa pulsación in-

termitente que llenaba el estrecho de alarma.

—¡Alabado sea! ¡Alabado sea! ¡Alabado sea ! ——

deliraba Bligh.

Después una campana pareció sonar en los oídos

de Abel Keeling, y como si algo se hubiera zafado en el

mecanismo de su cerebro, en su fantasía surgió otra ima-

gen: la partida del María de la Torre, saludado por un

bullicio de campanas, de estridentes gaitas, de valerosas

trompetas. Entonces no era un galeón blanco de lepra. La

bruñida voluta de su proa centelleaba; el dorado de la

campana, de los corredores de popa, de las cinceladas lin-

ternas relucía al sol; y sus. cofas y el pabellón de guerra en

el combés estaban ornados de pintados escudos y emble-

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Antología del cuento extraño

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mas. Llevaba cosidos a las velas vistosos leones rampantes

de seda escarlata, y de la verga mayor, ahora sumergida en

el agua, colgaba el pendón de dos colas, con la Virgen y el

Niño bordados...

De pronto le pareció oír una voz cercana que decía:

"Y medio... siete... siete y medio..." y en un centelleo la

imagen de su cerebro cambió. Ahora estaba de nuevo en su

casa, enseñando a su hijo, el joven Abel, a lanzar la sonda

desde el esquife en que se habían alejado del puerto.

—Siete y medio... —parecía gritar el muchacho.

Las labios ennegrecidos de Abel Keeling murmuraron:

—¡Muy buen tiro, Abel! Muy buen tiro.

—Y medio... siete... siete y medio... siete... siete.

—Ah —murmuró Abel Keeling—, ese tiro no fue

tan bueno. Dame la sondaleza. Debes lanzarla así... eso es.

Pronto navegarás conmigo en el María de la Torre. Ya

conoces las estrellas y el movimiento de los planetas. Ma-

ñana te enseñaré a usar el astrolabio...

Durante uno o dos minutos siguió murmurando.

Después se quedó dormido. Cuando volvió a un estado

de semiconsciencia, oyó nuevamente un sonido de cam-

panas, débil al principio, después más fuerte y convertido

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Antología del cuento extraño

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al fin en un potente clamor que resonaba sobre su cabeza.

Era Bligh. Bligh, en otro ataque de delirio, había aferrado

la cuerda de la campana y la hacía repicar como un de-

mente. La cuerda se rompió en sus dedos, pero él siguió

agitándola con la mano, al tiempo que clamaba:

—Con un arpa y un instrumento de diez cuer-

das... ¡el Cielo y la Tierra alaben tu Nombre!

Y clamaba a voz en cuello y sacudía la enmoheci-

da campana de bronce.

—¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése?

Parecía un verdadero saludo que salía de la bruma.

Pero Abel Keeling conocía esas voces que surgían de las

brumas. Venían de barcos que no existían.

—Sí, pon un buen vigía y no pierdas de vista la

brújula —volvió a murmurar, hablando con su hijo.

Pero así como a veces un hombre dormido se in-

corpora en el lecho, o se levanta y empieza a caminar, del

mismo modo Abel Keeling, con las manos y las rodillas

apoyadas sobre cubierta, miró por encima del hombro.

En alguna profunda región de su espíritu tuvo concien-

cia de que la inclinación de la cubierta se había vuelto

más peligrosa, pero su cerebro recibió la advertencia y la

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Antología del cuento extraño

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olvidó en seguida. Sus ojos se clavaban en una niebla

luminosa y desconcertante. El escudo del sol era de una

plata más ardiente; debajo, el mar se esfumaba en

radiantes evaporaciones. Y entre el sol y el mar, suspen-

dido en la bruma, no más sustancial que las vagas som-

bras que pasan ante los ojos encandilados, flotaba espec-

tralmente una forma piramidal. Abel Keeling se pasó la

mano por los ojos, pero cuando la retiró la sombra aún

estaba allí, deslizándose lentamente hacia la popa del

María de la Torre. Y a medida que la observaba, su for-

ma iba cambiando. La espectral silueta gris con forma de

pirámide pareció disolverse en cuatro segmentos ver-

ticales, de altura levemente decreciente. El más próximo

a la popa del María de la Torre era el más alto, y el de la

izquierda el más bajo. Parecía la sombra de una gigantes-

ca flauta de cañas, en la que hubiera resonado poco antes

aquel son cóncavo y plañidero.

Y mientras miraba con ojos engañados, nueva-

mente fueron engañados sus oídos:

—¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése? ¿Es un barco?...

Oye, dame el altavoz... —Y en seguida un ladrido metáli-

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Antología del cuento extraño

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co—: ¡Ea! Quién diablos son ustedes? ¿No t ocaron una

campana? Tóquenla de nuevo, hagan algún ruido...

Todo esto llegó borrosamente a los oídos de Abel

Keeling, como a través de un intenso zumbido. Después

creyó oír una risa breve e intrigada, seguida por un diálo-

go que venía de algún lugar situado entre el mar y el cielo.

—Oye, Ward, pellízcame, ¿quieres? Dime qué

ves allí. Quiero saber si estoy despierto.

—Qué veo adónde?

—Hacia la serviola de estribor. (Para ese venti-

lador; no puedo oírme pensar). Ves a lgo? No me digas

que es ese maldito Holandés... No me vengas con esa

viela historia de Vanderbecken. Cuéntame algo más

creíble, para empezar; algo sobre una serpiente mari-

na... Oíste la campana, ¿verdad? —Calla un momen-

to... escucha.

Nuevamente se alzaba la voz de Bligh:

Éste es el pacto que celebro:

de ahora en adelante, nunca

destruiré el mundo nuevamente

por el agua como antaño...

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Antología del cuento extraño

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La voz de Bligh tornó a extinguirse en los oídos de

Abel Keeling.

—Oh, por las barbas del profeta —dijo la voz

que parecía venir de entre el cielo y el mar. Después

habló más fuerte. —Escuchen —dijo con deliberada

cortesía—, si eso es un barco, por qué no nos dicen dón-

de se celebra la mascarada? Se nos ha descompuesto la

radio, y no estábamos enterados... Oh, ves eso, Ward,

¿no? ¡Por favor, dígannos qué diablos son ustedes!

Una vez más Abel Keeling se había movido co-

mo un sonámbulo, incorporándose junto a los maderos

del campanario, mientras Bligh caía hecho un bulto

sobre cubierta. El movimiento de Abel Keeling derribó

el cacharro, que rodó por cubierta, en pos del diminuto

arroyo de su contenido, y quedó encajado allí donde el

inmóvil y rebosante mar formaba; por así decirlo, una

cadena con la esculpida balaustrada del alcázar: un esla-

bón el borde todavía reluciente, después un balaustre

oscuro, después otro eslabón reluciente. Por un mo-

mento apenas, Abel Keeling reflexionó que lo que había

lanzado a. Bligh hacia la popa era el ascenso del agua en

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Antología del cuento extraño

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el combés, que ahora estaba enteramente sumergido.

Después fue absorbido una vez más por su sueño, por

las voces, por aquella silueta entre las brumas, que

había tomado nuevamente la forma de una pirámide.

—Por supuesto —volvía a quejarse una de las

voces, siempre a través del confuso zumbido que lle-

naba los oídos de Abel Keeling—, por supuesto, no po-

demos apuntarle con un cuatro—pulgadas... Y desde lue-

go, Ward, yo no creo en ellos. ¿Llamamos al viejo A. B.?

Tal vez esto interese a Su Científica Majestad el Capitán.

—Oh, baja un bote y rema hacia él.. . dentro de

él...sobre él....a...través de él....

—Mira a nuestros muchachos apiñados allá. Lo

han visto. Mejor no dar una orden que tú sabes que no

será obedecida...

Abel Keeling, aferrado al campanario, comenzaba

a interesarse en su sueño. Porque si bien no conocía su

estructura, aquel espejismo era la forma de un barco. Una

proyección, sin duda, de sus anteriores reflexiones. Y eso

era extraño... Aunque no tanto, quizá. Sabía que aquello

no existía realmente; sólo su apariencia existía; pero las

cosas debían existir de ese modo antes de existir en reali-

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Antología del cuento extraño

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dad. Antes de existir, el María de la Torre había sido una

forma en la imaginación de algún hombre; antes de eso,

algún soñador había soñado la forma de un buque de re-

mos; y aun antes, allá lejos en el alba y la infancia del

mundo, antes de que el hombre se aventurase a atravesar

el agua sobre un par de leños, algún vidente había colum-

brado en una visión el esquema de —la balsa. Y puesto

que esa forma que flotaba ante sus ojos era una forma de

su sueño, él, Abel Keeling, era dueño de ella. Su mismo

ser pensante la había concebido, y había sido botada en el

océano ilimitable de su propia alma...

Y nunca he de olvidar

este mi convenio celebrado

entre tú y yo y toda carne

mientras dure el mundo...

Cantaba Bligh, en éxtasis.

Pero así como el que sueña, aun en el sueño,

suele escribir en la pared contigua una clave, una pala-

bra que mañana le recuerde su visión perdida, así Abel

Keeling empezó a buscar una señal como prueba para

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Antología del cuento extraño

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mostrar a quienes fuesen ajenos a su visión. El mismo

Bligh buscaba eso... no podía estarse callado en su éx-

tasis, tendido sobre cubierta, sino que elevaba, en un

arpa y en un instrumento de diez cuerdas, como él de-

cía, apasionados amenes y alabanzas a su Hacedor. Lo

mismo Abel Keeling. Habría sido el Amén de su vida

alabar a Dios, no con un arpa, sino por medio de un

barco que llevara su propia energía impulsora, que al-

macenara el viento o su equivalente como almacenaba

sus provisiones, algo arrancado al caos y a la inercia,

algo ordenado y disciplinado y subordinado a la volun-

tad de Abel Keeling... Y allí estaba, esa forma de barco

de un gris espectral, con sus cuatro tubos verticales,

que, vistos ahora de frente y de igual longitud, parecían

un órgano fantasma. Y los tripulantes espectrales de ese

barco hablaban nuevamente...

La interrumpida cadena de plata junto a la ba-

laustrada del alcázar ahora se había vuelto continua, y

los balaústres formaban con sus propios reflejos inmó-

viles el esqueleto de un pez. El agua volcada del cacha-

rro se había secado, y el cacharro había desaparecido.

Abel Keeling se paró junto al mástil, erguido como

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Antología del cuento extraño

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Dios creó al hombre. Con su mano de cuero golpeó la

campana. Aguardó un minuto y gritó:

—¡Ah del barco!... ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése?

III No tenemos conciencia en el sueño de que es-

tamos jugando un juego, cuyo principio y cuyo fin están

en nosotros mismos. En este sueño de Abel Keeling una

voz replicó:

—Bueno, ha recobrado el habla... ¡Eh! ¿Qué son

ustedes?

En voz alta y clara Abel Keeling dijo:

—¿Es eso un barco?

La voz contestó con una risa nerviosa:

—Somos un barco, verdad, Ward? Ya no me

siento muy seguro...'Sí, por supuesto, éste es un barco.

Por nosotros no hay cuidado. La cuestión es quién dia-

blos son ustedes.

No todas las palabras que utilizaban aquellas voces

eran inteligibles para Abel Keeling; y sin saber por qué,

algo en el tono de aquella última frase le recordó el honor

debido al María —de la Torre. Blanco de llagas y al

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Antología del cuento extraño

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término de su vida estaba el galeón, pero Abel Keeling era

todavía el custodio de su dignidad. La voz tenía un acento

juvenil; no estaba bien que jóvenes lenguas se movieran

en desprecio de su galeón. Habló con dureza. —¿Sois el

capitán de esa nave?

—Oficial de guardia —volvieron a él flotando

las palabras—. El capitán está abato.

—Entonces id a buscarlo. Los amos hablan con

los amos —respondió Abel Keeling.

Podía ver las dos figuras, chatas y sin relieve, pa-

radas en una estructura alta y angosta provista de una

barandilla. Uno de ellos silbó por lo bajo y pareció aba-

nicarse la cara; pero el otro murmuró algo sordamente,

ante una especie de chimenea. Después las dos siluetas se

convirtieron en tres. Hubo cuchicheos, como de consulta,

y en seguida habló una nueva voz. Al oír su vibración y su

acento, un súbito temblor recorrió el cuerpo de Abel Kee-

ling. Se preguntó qué fibra hería aquella voz en los olvi-

dados recovecos de su memoria.

—¡Ea! —gritó esta voz nueva, aunque vagamente

recordada—. ¿Qué ocurre? Escuche. Éste es el destructor

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Antología del cuento extraño

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británico Seapink, que salió de Devonport en octubre últi-

mo, y no tiene nada de particular. ¿Quiénes son ustedes?

—Él María de la Torre, que zarpó del puerto de

Rye el día de Santa Ana, y ahora con sólo dos hombres...

Una exclamación lo interrumpió.

—¿De dónde? —dijo temblorosa aquella voz que

conmovía tan extrañamente a Abel Keeling, mientras

Bligh estallaba en gemidos de renovado éxtasis.

—Del puerto de Rye, en el condado de Sussex.. .

¡Ea, prestad atención; de lo contrario no podréis oírme

mientras luchen el espíritu y el cuerpo de ese hombre!

¡Eh! ¿Estáis ahí?

Las voces se habían convertido en un débil mur-

mullo; y la forma del buque se había desvanecido ante los

ojos de Abel Keeling. Los llamó a gritos una y otra vez.

Quería enterarse de la estructura y manejo de la cámara

de viento...

—¡La cámara de viento! —gritó atormentado por

el temor de perder la revelación tan próxima—. Quiero

que me digáis cómo funciona...

Como un eco volvieron a él las palabras, pro-

nunciadas con acento de incomprensión:

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Antología del cuento extraño

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— ¿La cámara de viento?

—...lo que impulsa al barco —quizá no sea

viento; un arco de acero tendido también conserva la

fuerza— la fuerza que almacenáis, para moveros a vo-

luntad a través de la calma y las tormentas... — ¿Tú en-

tiendes lo que dice?

—Oh, en el momento menos pensado nos desper-

taremos...

—Un momento, ya sé. Las máquinas. Quiere

saber algo de nuestras máquinas. Si seguimos así, acabará

por pedirnos la documentación de a bordo. ¡El puerto de

Rye!... Bueno, nada se pierde con seguirle la corriente.

Veamos qué saga en limpio de todo esto. ¡Ah del barco!

—retornó la voz a Abel Keeling, un poco más fuerte

ahora, como llevada por un viento cambiante, y

hablando cada vez más de prisa—. No es viento, sino

vapor, ¿me oye? Vapor. Vapor de agua en ocho calderas

Yarrow. Vapor, v - a - p - o - r. ¿Comprende? Y tenemos

motores gemelos de triple expansión, son cuatro mil caba-

llos de fuerza. 430 revoluciones por minuto. ¿Entendido?

¿Quiere saber algo de nuestro armamento, señor fantasma?

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Antología del cuento extraño

- 94 -

Abel Keeling murmuraba temeroso para sus

adentros. Le irritaba que palabras percibidas en su pro-

pio sueño no tuviesen significado para él ¿Cómo le lle-

gaban en su sueño palabras que estando despierto no

conocía?

—En cuanto a armamento —prosiguió la voz

que turbaba tan profundamente los recuerdos de Abel

Keeling —tenemos dos tubos lanzatorpedos Whitehead,

tres seis libras en la cubierta superior, y ese que ve junto a

la torre de mando es un doce libras. Olvidaba mencionar

que el buque es de acero níquel, que llevamos unas sesen-

ta toneladas de hulla en las carboneras, y que nuestra ve-

locidad máxima es aproximadamente de treinta nudos y

cuarto. Quiere subir a bordo?

Pero la voz siguió hablando, aún más rápida y

febril, como para llenar de cualquier modo el silencio,

y la figura que hablaba se inclinaba ansiosamente hacia

adelante sobre la barandilla.

—¡Uf! Me alegro de que esto haya ocurrido en

plena luz del día —murmuró otra voz.

—Ojalá estuviera seguro de que está ocurriendo...

¡Pobre viejo fantasma!

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Antología del cuento extraño

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—Supongo que se mantendría de pie aunque la

cubierta estuviese en posición vertical. ¿Crees que se hun-

dirá, o que simplemente se disolverá en el aire?

—Probablemente se hunda... sin oleaje... —Oi-

gan... Ahí está el otro...

En efecto, Bligh cantaba nuevamente:

Señor, tú nos conoces

y sabes que si el triunfo

obtenemos de tu mano

sin sentir dolor ni pena,

bien poco lo apreciamos.

Pero tras la suerte adversa

es mil veces más precioso

todo don que recibimos...

—¡Pero, oh, miren... miren... miren al otro! Dia-

blos, ¿no es un tipo magnífico? ¡Miren!

En efecto, Abel Keeling, transfigurado como

un profeta en el momento del rapto, acababa de sentir

su cerebro inundado por la blanquísima luz de la per-

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Antología del cuento extraño

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fecta comprensión; de recibir aquello que él y su sueño

habían estado esperando. Como si Dios hubiese grabado

sus líneas en su cerebro, conoció aquel barco del futuro.

Lo conoció milagrosamente, totalmente, como conocen

las cosas aquellos que ya bajan al sepulcro y aceptan con

un gesto de natural asentimiento las imposibilidades de la

vida. Desde las bocas ardientes de sus ocho calderas hasta

la última gota de sus lubricadores, desde el montaje de sus

máquinas hasta las recámaras de sus cañones de tiro rápi-

do. Calculó su arqueo, tomó su posición, leyó las distan-

cias de tiro en el telémetro, y vivió la vida de quien lo co-

mandaba. Ya mañana no olvidaría la revelación, como

había olvidado tantas otras veces, porque al fin había visto

el agua bajo sus pies y sabía que no restaba para él ningún

mañana en este mundo.. .

Y aun en aquel momento, cuando sólo quedaban

uno o dos gránulos en su reloj de arena, indomable, in-

saciable, soñando sueño sobre sueño, se sintió incapaz de

morir sin saber más. Le quedaban dos preguntas por for-

mular, y aun una tercera pregunta, la más fundamental. Y

sólo disponía de un instante. Estridente se oyó su voz:

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Antología del cuento extraño

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—¡Oídme! Este viejo barco, el María de la To-

rre, no puede hacer treinta nudos y cuarto, pero aun así

puede navegar. ¿Qué más hace el vuestro? ¿Se eleva sobre

las aguas, como las aves que surcan el espacio?

—Santo Dios, cree que esto es un avión...

No, no vuela...

—¿Y puede sumergirse, como los peces del mar?

—No... Ésos son los submarinos... Esto no es un

submarino.

Pero Abel Keeling ya no lo escuchaba. Lanzó una

risa de júbilo.

—Oh, treinta nudos, y en la superficie del agua...

¿nada más que eso? ¡,Ja, ja, ja!... Mi barco, os digo... nave-

gará... ¡Cuidado ahí abajo! ¡Acuñad ese cañón!

El grito brotó súbito y alerta, al tiempo que se oía

en las entrañas de la nave un rumor sordo y un temblor

siniestro sacudía al galeón.

—¡Por Dios!, se han soltado los cañones... Es

el fin...

—¡Acuñad ese cañón y amarrad los otros! —gritó

nuevamente la voz de Abel Keeling, como si hubiera al-

guien para obedecerle.

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Antología del cuento extraño

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Se había abrazado a los maderos del campanario,

pero en mitad de la orden siguiente su voz bruscamente

se quebró. La silueta de su barco, por un instante olvida-

da, apareció nuevamente ante sus ojos. Llegaba el fin, y

aún no había formulado la pregunta decisiva, el temor de

cuya respuesta le torturaba el rostro y parecía a punto de

hacerle estallar el corazón.

—Un momento... el que habló conmigo... el ca-

pitán —gritó con voz penetrante— ¿está ahí todavía?

—Sí, sí —repuso la otra voz, enferma de suspenso

—. ¡Oh, pronto!

Por un instante se mezclaron indescriptiblemente

roncos gritos de muchas voces, un golpe seco, un rodar

sobre planchas de madera, un estallido de tablones, un

gorgoteo y una zambullida; el cañón bajo el cual había

estado Abel Keeling acababa de cortar sus amarras podri-

das, precipitándose por la cubierta y arrastrando consigo

el cuerpo inconsciente de Bligh. La cubierta quedó

vertical, y por un instante más Abel Keeling se aferró al

campanario.

—No puedo ver vuestro rostro —gritó—, pero

me parece conocer vuestra voz. ¿Cómo os llamáis? En un

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Antología del cuento extraño

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desgarrado sollozo vino la respuesta: —Keeling... Abel

Keeling... iOh, Dios mio! Y el grito de triunfo de Abel

Keeling, dilatado hasta convertirse en un ¡Hurra! de victo-

ria, se perdió en el descenso vertical del María de la

Torre, que dejó el estrecho vacío, salvo por el ígneo res-

plandor del sol y la última humosa evaporación de las

brumas.

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5

El Hombre que Soñó

(De Las Mil y Una Noches)

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A Las Mil y Una Noches, colección de le-

yendas orientales de autor ANÓNIMO pertenece

esta breve y perfecta narración fantástica, tradu-

cida de la selección de Bennet Cerf, quien utilizó

la versión de Richard Burton.

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Vivió cierta vez en Bagdad un hombre rico, que

perdió todo su caudal y quedó tan desposeído que sólo

trabajando duramente podía ganarse la vida. Una noche

se acostó a dormir, abatido y pesaroso, y vio en sueños a

un personaje que le decía:

—En verdad, tu fortuna está en El Cairo. Ve allá

y búscala.

Y el hombre se puso en camino del Cairo. Pero a

su arribo lo sorprendió la noche y se acostó a dormir en

una mezquita. Más tarde, por designio de Alá Todo-

poderoso, entró en la mezquita una banda de malhecho-

res, que a través de ella penetraron en la casa vecina. Mas

los propietarios, perturbados por el ruido de los ladrones,

despertaron y dieron la alarma. Y en seguida acudió en su

ayuda, con sus hombres, el jefe de policía.

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Antología del cuento extraño

- 103 -

Huyeron los ladrones, pero el Wali entró en la

mezquita y encontrando allí dormido al hombre de Bag-

dad, lo prendió y le hizo dar tantos azotes con varas de

palma, que casi lo dejaron por muerto. Arrojáronlo des-

pués a la cárcel, donde estuvo tres días. Cumplidos los

cuales, el jefe de policía mandó buscarlo y le preguntó:

—¿De dónde eres?

Y el respondió:

—De Bagdad.

Dijo el Wali:

—¿Qué te trae al Cairo?

Respondió el de Bagdad.

—En un sueño vi a Uno que me decía: "Tu for-

tuna está en El Cairo. Ve a buscarla". Mas cuan, da llegué

al Cairo, descubrí que la fortuna que me prometía eran

los varazos que tan generosamente me habéis dado.

El Wali se rió hasta dejar a la vista sus muelas del

juicio.

—Hombre de poco ingenio —dijo—, tres veces

he visto yo en un sueño a alguien que me decía: "Hay en

Bagdad una casa, en tal barrio y de tal aspecto, y tiene un

jardín en cuyo extremo hay una fuente, y bajo ella una

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Antología del cuento extraño

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gran suma de dinero sepultada. Ve y tómala". Pero yo no

fui; en cambio tú, por tu poca cabeza, has viajado de un

lado a otro, dando crédito a un sueño que no era más que

ocioso engaño de la fantasía.

Y le dio dinero, diciéndole: —Con esto, regresa a

tu país.

Y el hombre tomó el dinero y emprendió el re-

greso. Pero la casa que el Wali le había descrito era la pro-

pia casa que el hombre tenía en Bagdad. Y cuando estuvo

en ella, el peregrino cavó bajo la fuente de su jardín y des-

cubrió un gran tesoro. Y así, por gracia de Alá, ganó una

maravillosa fortuna.

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6

Laura

SAKI

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"SAKI" (seudónimo de H. H. Munro na-

ció en 1870, cil Birmania, y se educó en Inglaterra.

Ejerció el periodismo y filé corresponsal de

diarios británicos en diversas capitales europeas.

En 1908 se estableció en Londres. Al estallar

la primera guerra mundial se alistó en el ejército in-

glés. Murió en el frente, en Francia, el año 1916. Su

humorismo brillante, comparable al de Oscar

Wilde, suele esconder un fondo de amargura; a ve-

ces se desliza Bacia lo patético, y aun lo terrorífico.

Precisamente Saki es autor de uno de los relatos

más inquietantes con que cuenta la literatura

fantástica: .Shredni Vashtar del que ya existe ver-

sión castellana.

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—¿No estás realmente moribunda, verdad? —pre-

guntó Amanda.

—El médico me ha dado permiso para vivir hasta

el martes —repuso Laura.

—Pero hoy es sábado. ¡Esto es serio! —exclamó

Amanda.

—No sé si es serio. Pero sin duda es sábado. —La

muerte siempre es seria —dijo Amanda. —Yo no he di-

cho que pensaba morir. Probablemente dejaré de ser Lau-

ra, pero seguiré siendo otra cosa. Algún animal, supongo.

Tú sabes que cuando alguien no ha sido demasiado bueno

en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organis-

mo inferior. Y pensándolo bien, yo no he sido demasiado

buena. He sido mezquina, ruin y vengativa siempre que

las circunstancias han parecido justificarlo.

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Antología del cuento extraño

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—Las circunstancias nunca justifican esas cosas —

dijo Amanda apresuradamente.

—Si no te molesta que sea yo quien lo diga —ob-

servó Laura—, Egbert es una circunstancia que justifica eso

y mucho más. Tú te has casado con él, tu caso es distinto.

Has jurado amarlo, respetarlo y soportarlo. Pero yo no.

—No veo qué tiene de malo Egbert —protestó

Amanda.

—Oh, seguramente la maldad ha estado de mi

parte —admitió Laura desapasionadamente—. Él ha sido

simplemente la circunstancia extenuante. Días pasados,

por ejemplo, provocó un mezquino y absurdo escándalo

'porque saqué a pasear sus cachorros de ovejero.

—Sí, pero los cachorros espantaron a los pollos de

la Sussex bataraza, y ahuyentaron de sus nidos a dos galli-

nas cluecas, además de pisotear los canteros del jardín. Tú

sabes que él tiene cariño por sus gallinas y su jardín.

Aun así, no había necesidad de machacar en eso

toda la tarde. Y tampoco tenía por qué decir: "No hable-

mos más del asunto", justamente cuando yo empezaba a

tomarle el gusto a la discusión. Fue entonces cuando llevé

a cabo una de mis mezquinas venganzas —añadió Laura

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Antología del cuento extraño

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con una sonrisa que nada tenía de arrepentimiento . Al

día siguiente del episodio de los cachorros, introduje toda

la cría de Sussex batarazas en el cobertizo donde guarda

las semillas.

—¿Cómo pudiste hacer eso? —exclamó Amanda.

—Fue muy fácil —dijo Laura—. Dos de las gallinas fin-

gieron estar empollando, pero yo me mostré enérgica.

—¡Y nosotros pensamos que había sido un acci-

dente!

—Ya ves —prosiguió Laura— que tengo algún

fundamento para creer que mi próxima reencarnación se

llevará a cabo en algún organismo inferior. Seré un ani-

mal. Por otra parte, no he sido del todo mala, a mi mane-

ra, y confío en que me convertiré en algún animal bonito,

elegante y vivaz, con cierta inclinación al juego. Una nu-

tria, quizá.

—No puedo imaginarte convertida en nutria —

dijo Amanda.

—Tampoco me parece que puedas imaginarme

convertida en un ángel.

Amanda guardó silencio. En efecto, no podía. —

Personalmente, creo que una vida de nutria será bastante

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Antología del cuento extraño

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placentera —continuó Laura—. Comeré salmón todo el

año y tendré la satisfacción de pescar las truchas en su

propia casa, sin tener que aguardar horas y horas que se

dignen reparar en la mosca que uno balancea ante ellas.

Además, una figura elegante y esbelta...

—Piensa en los perros nutrieron —interrumpió

Amanda—. ¡Qué horrible, ser perseguida, acosada y fi-

nalmente martirizada hasta morir!

—Resultará bastante divertido si la mitad del ve-

cindario se para a mirar. De todas maneras, no será peor

que este morirse pulgada a pulgada de martes a sábado. Y

cuando haya muerto, encarnaré en otro ser. Si he sido una

nutria moderadamente buena, supongo que podré volver

a alguna de las formas humanas, algo primitivo, quizá;

probablemente reencarnaré en un chiquillo nubio, negro

y desnudo.

—Ojalá hablaras en serio —suspiró Amanda—.

Es lo menos que podrías hacer, si realmente piensas mo-

rirte el martes.

En verdad, Laura murió el lunes.

—¡Qué horrible trastorno! —exclamaba Amanda,

hablando con su tío político Sir Lulworth Quayne—. He

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Antología del cuento extraño

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invitado a mucha gente a jugar al golf y a pescar, y los ro-

dodendros nunca han estado tan hermosos.

—Laura fue siempre muy desconsiderada —dijo

Sir Lulworth—. Nació en la semana de Goodwood un día

que había llegado a la casa un Embajador que odiaba a los

bebés.

—Tenía las ideas más alocadas —dijo Amanda—.

¿Sabe usted si había algún antecedente de locura

en su familia?

—¿Locura? No, nunca oí hablar de eso. Su padre

vive en West Kensington, pero creo que en todo lo demás

es perfectamente cuerdo.

—Se le había puesto en la cabeza que reencarnaría

en una nutria.

—Es tan frecuente encontrar esas ideas de reen-

carnación, aun en occidente —dijo Sir Lulworth—, que

no parece justo calificarlas de locura. Y Laura fue en su

vida una mujer tan imprevisible, que no me atrevería a

formular opiniones decisivas sobre su posible existencia

ulterior.

—¿Cree usted realmente que puede haber asu-

mido una forma animal? —preguntó Amanda. Era de esas

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Antología del cuento extraño

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personas que con sorprendente rapidez conforman sus

juicios a los de quienes las rodean.

En aquel preciso momento entró Egbert, con un

aire de congoja que la muerte de Laura habría sido in-

suficiente para explicar.

—¡Cuatro de mis Sussex batarazas, muertas!... —

exclamó—. Las mismas que el viernes debía llevar a la ex-

posición. Una de ellas fue arrastrada y devorada en el cen-

tro de ese nuevo cantero de claveles que me ha costado

tantos desvelos y gastos. ¡Mis flores más queridas y mis

mejores aves, elegidas para la destrucción) Como si la bes-

tia que perpetró esa fechoría hubiera sabido exactamente

cuál era el peor desastre que podía ocasionar en tan poco

tiempo.

—¿Habrá sido un zorro? —preguntó Amanda. —

Más probable que haya sido una comadreja —opinó Sir

Lulworth.

—No —dijo Egbert— Encontramos huellas de

patas membranosas por todas partes, y seguimos el rastro

hasta el arroyo, al fondo del jardín. Evidentemente, era

una nutria.

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Antología del cuento extraño

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Amanda miró rápida y furtivamente a Sir Lul-

worth.

Egbert estaba demasiado agitado para desayu-

narse, y salió a supervisar la operación de reforzar las

defensas del gallinero.

—Me parece que por lo menos habría podido es-

perar a que se realizara el funeral —dijo Amanda, escan-

dalizada.

—Es su propio funeral, no lo olvide —repuso Sir

Lulworth—. No sé hasta qué punto se puede exigir que

uno respete sus propios restos mortales.

El descuido de las convenciones fúnebres fue lle-

vado a extremos más graves el día siguiente. Durante la

ausencia de la familia, que asistía al funeral, fueron masa-

cradas las Sussex batarazas sobrevivientes. La línea de reti-

rada del depredador parecía haber abarcado la mayor par-

te de los canteros del jardín, pero los cuadros de fresas del

huerto también habían sufrido lo suyo.

—Haré traer los perros nutrieros lo antes posible

—exclamó Egbert indignado.

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Antología del cuento extraño

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—¡De ningún modo! ¡Ni soñar en semejante cosa!

—replicó Amanda . Quiero decir, no quedaría bien, a tan

poco del funeral.

—Es un caso de fuerza mayor —dijo Egbert—.

Cuando una nutria se ceba, jamás pone fin a sus correrías.

—Quizá se marchará a otra parte ahora que no

quedan más gallinas —sugirió Amanda. —Cualquiera

pensaría que tratas de proteger a esa maldita bestia —dijo

Egbert.

—Ha habido tan poca agua últimamente en el

arroyo... —objetó Amanda—. No me parece propio de

un buen deportista perseguir a un animal que no tiene

posibilidad de refugiarse en ninguna parte.

—¡Santo Dios! —bramó Egbert—. ¿Quién habla

de deporte? Quiero matar a ese animal lo antes posible.

Pero aun la oposición de Amanda se debilitó el domingo

siguiente, cuando a la hora en que estaban todos en misa,

la nutria entró en la casa, arrebató un salmón de la des-

pensa y lo desmenuzó en escamosos fragmentos sobre la

alfombra persa del estudio de Egbert.

—El día menos pensado se ocultará debajo de

nuestras camas, y nos morderá los dedos de los pies —dijo

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Antología del cuento extraño

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Egbert, y Amanda, a juzgar por lo que sabía de aquella

nutria en particular, debió admitir que esa posibilidad no

era demasiado remota.

La víspera del día fijado para la cacería, Amanda

anduvo sola durante más de una hora por las orillas del

arroyo, dando voces que imaginaba semejantes a los aulli-

dos de un perro. Quienes la escucharon creyeron, piado-

samente, que ensayaba imitaciones de gritos de animales

para el próximo festival del pueblo.

Al día siguiente, fue su amiga y vecina, Aurora

Burret, quien le trajo la noticia del acontecimiento. —

Lástima que no hayas venido con nosotros. Nos diver-

timos mucho. La encontramos en seguida, en el estanque

lindero del jardín.

—¿La... mataron? —preguntó Amanda.

—Ya lo creo. Una hermosa nutria. Cuando Eg-

bert trataba de agarrarla por la cola, lo mordió con furia.

Pobre bestia, me dio verdadera lástima. Tenía una expre-

sión tan humana en los ojos cuando la mataron... Dirás

que soy una tonta, pero ¿sabes a quién me recordaba esa

mirada? Vamos, querida, ¿qué te pasa?

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Antología del cuento extraño

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Cuando Amanda se hubo recobrado hasta cierto

punto de su ataque de postración nerviosa, Egbert la llevó

al valle del Nilo en viaje de descanso. El cambio de esce-

nario trajo rápidamente la deseada recuperación de la sa-

lud y del equilibrio mental de Amanda. Las correrías de

una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen

alimenticio fueron colocadas en el marco que les corres-

pondía: simples incidentes sin importancia. El carácter

normalmente plácido de Amanda prevaleció. Ni siquiera

un huracán de gritos y maldiciones, procedentes del cuar-

to de vestir de su esposo y lanzados por la voz de Egbert,

aunque no en su léxico habitual, logró perturbar su sere-

nidad mientras se acicalaba despaciosamente aquella tarde

en un hotel de El Cairo.

—¿Qué ocurre? —preguntó con fingida curiosi-

dad. —¡Esa bestezuela me ha tirado todas las camisas lim-

pias en la bañera! Ah, si yo te agarro, animal... —¿Qué

bestezuela? —preguntó Amanda, reprimiendo sus deseos

de reír. ¡El vocabulario de Egbert era tan deses-

peradamente inadecuado para expresar sus ultrajados sen-

timientos...!

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Antología del cuento extraño

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—¡Esa maldita bestia, ese chico negro y desnudo,

ese chico nubio! —estalló Egbert.

Y ahora Amanda está gravemente enferma.

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7

Los Tres Staretzi

LEÓN TOLSTOI

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Militar, escritor, filósofo, moralista, nacido en

1828, muerto en 1910, LEON TOLSTOI perte-

nece al siglo de oro de la literatura rusa.

Además (le sus grandes novelas —Los Co-

sacos, La Guerra y la Paz, Auna Karenina, Resu-

rrección—, (le sobra conocidas, recogió en breves

relatos algunas hermosas leyendas de Su país.

No podríamos asegurar que éste pertenezca

a dicha categoría; participa ciertamente de la fres-

cura casi mágica del folklore, pero también, acaso

de las ideas religiosas que en su última época alentó

el gran visionario.

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Y orando, no habléis inútilmente,

como los paganos, que piensan que por

su parlería serán oídos.

No os hagáis, pues, semejantes a ellos,

porque vuestro padre sabe de qué cosas

tenéis necesidad, antes de que vosotros le

pidáis.

SAN MATEO, vi, 7 y 8 .

El arzobispo de Arcángel navegaba hacia el mo-

nasterio de Solovski. Iban en el buque varios peregrinos

que se dirigían al mismo lugar para adorar las sagradas

reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el

tiempo magnífico, y el barco se deslizaba serenamente.

Algunos peregrinos se habían recostado, otros

comían; otros, sentados, conversaban en pequeños gru-

pos. El arzobispo subió al puente y comenzó a pasearse. Al

acercarse a la proa vio un grupito de pasajeros, y en el

centro un mujik que hablaba señalando un punto del

horizonte. Los demás le escuchaban con atención.

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Antología del cuento extraño

- 121 -

El arzobispo se detuvo y miró en la dirección que

señalaba el mujik; pero sólo vio el mar, cuya bruñida su-

perficie resplandecía a la luz del sol. El arzobispo se acercó

al corro y prestó atención. El mujik, al verlo, se descubrió

y calló. Los demás lo imitaron, descubriéndose respetuo-

samente.

—No os violentéis, hermanos míos —dijo el pre-

lado—. Yo también quiero oír lo que cuenta el mujik.

—Pues bien —dijo un comerciante, que parecía

menos intimidado que los demás componentes del gru-

po—, nos contaba la historia de los tres staretzi.1

—¡Ah! —dijo el arzobispo—. ¿Y— qué historia es

esa? Y acercándose a la borda, se sentó sobre un cajón. —

Habla —agregó, dirigiéndose al campesino—, yo también

quiero oírte. ¿Qué señalabas, hijo mío?

—Aquel islote —respondió el campesino, mos-

trando, a su derecha, un punto del horizonte—. justa-

mente en ese islote, los tres staretzi trabajan por la sal-

vación de su alma.

—Pero, ¿dónde está el islote?

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Antología del cuento extraño

- 122 -

—Mire usted en la dirección de mi mano. ¿Ve esa

nubecilla? Pues bien, algo más bajo, a la izquierda. Esa

especie de faja gris.

El arzobispo miraba con atención, pero como el

agua centelleaba y él no tenía costumbre, nada alcanzaba

a ver.

—Pues no veo nada —dijo—. Mas, ¿quiénes son

esos staretzi, y cómo viven?

—Son hombres de Dios —contestó el campesino-

Hace ya mucho que oí hablar de ellos, pero hasta el. vera-

no pasado no tuve oportunidad de verlos.

El mujik reanudó su relato. Un día que había sali-

do a pescar, un temporal lo arrastró hasta aquel islote des-

conocido. Echó a caminar y descubrió una minúscula ca-

baña, junto a la cual estaba uno de los staretzi. Poco des-

pués aparecieron los otros dos. Al ver al campesino, pusie-

ron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.

—¿Y cómo son? —preguntó el arzobispo.

—Uno de ellos es encorvado, pequeño y muy vie-

jo. Viste una raída sotana, y parece tener más de cien

años. Su blanca barba empieza a adquirir una tonalidad

verdosa. Es sonriente y apacible como un ángel del cielo.

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Antología del cuento extraño

- 123 -

El segundo, un poco más alto, lleva un andrajoso capote.

Su luenga barba gris tiene reflejos amarillos. Es muy vigo-

roso: puso mi barca boca abajo como si se tratara de una

cáscara de nuez, sin darme tiempo a ayudarle. Él también

parece siempre contento. El tercero es muy alto: su barba

es blanca como el plumaje del cisne, y le llega hasta las

rodillas. Es un hombre melancólico, de hirsutas cejas, que

sólo cubre su desnudez con un trozo de tela hecha de fi-

bras trenzadas, que se sujeta a la cintura.

—¿Y qué te dijeron? —preguntó el sacerdote. —

Oh, hablaban muy poco, aun entre ellos. Les bastaba una

mirada para entenderse. Le pregunté al más anciano si

hacía mucho tiempo que vivían allí, y él no sé qué me

respondió con tono de fastidio. Pero el más pequeño le

tomó la mano, sonriendo, y el alto enmudeció.

"El viejecito dijo solamente: "Haznos el favor...

"Y sonrió."

Mientras hablaba el campesino, el barco se había

acercado a un grupo de islas.

—— Ahora se divisa perfectamente el islote —

observó el comerciante—. Mire usted, Ilustrísima —

añadió extendiendo el brazo.

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Antología del cuento extraño

- 124 -

El arzobispo vio una faja gris. Era el islote. Per-

maneció inmóvil un largo rato, y después, pasando de

proa a popa, dijo al piloto:

— ¿Qué islote es aquél?

—Uno de tantos. No tiene nombre.

—¿Es cierto que allí trabajan los staretzi por la

salvación de su alma?

—Eso dicen, mas no sé si es cierto. Los pescadores

aseguran haberlos visto. Pero a veces se habla por hablar.

—Me gustaría desembarcar en el islote para ver a

los staretzi —dijo el arzobispo——. ¿Es posible? —Con el

buque, no —respondió el piloto—. Para eso hay que uti-

lizar el bote, y sólo el capitán puede autorizarnos a lanzar-

lo al agua.

Se dio aviso al capitán.

—Quiero ver a los staretzi —dijo el arzobispo-

¿Puede llevarme?

El capitán intentó disuadirlo.

—Es fácil —dijo—, pero perderemos mucho

tiempo. Y casi me atrevería a decir a Su ilustrísima que no

vale la pena verlos. He oído decir que esos ancianos son

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Antología del cuento extraño

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unos necios, que no entienden lo que se les dice y casino

saben hablar.

—Sin embargo, quiero verlos. Pagaré lo que sea.

Pero le ruego disponer que me lleven a verlos.

La cosa quedó resuelta. Se realizaron los prepa-

rativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de

bordo y el buque enfiló hacia la isla. Colocaron a proa

una silla para el arzobispo, quien sentado en ella clavó la

mirada en el horizonte. Los pasajeros también se reunie-

ron para ver el islote de los staretzi. Los que tenían buena

vista divisaban ya las rocas de la isla y mostraban a los

demás la diminuta choza. Bien pronto uno de ellos descu-

brió a los tres staretzi.

El capitán trajo un anteojo, miró, y lo pasó al ar-

zobispo.

—Es cierto —dijo—. A la derecha, junto a un

gran peñasco, se ven tres hombres.

El arzobispo enfocó el larga vista en la dirección

señalada, y vio, efectivamente, tres hombres: uno muy

alto, otro más bajo y el tercero muy pequeño. Estaban de

pie, junto a la orilla, tomados de la mano.

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Antología del cuento extraño

- 126 -

—Aquí debemos anclar el buque —dijo el capitán

al arzobispo—. Su Ilustrísima debe embarcar en el bote.

Nosotros le esperaremos.

Echaron el ancla, recogieron las velas y el barco

empezó a cabecear. Botaron la canoa, saltaron a ella los

remeros, y el arzobispo descendió por la escala.

Sentóse en un banco de popa y los marinos re-

maron en dirección al islote. Pronto llegaron a tiro de

piedra. Se distinguía perfectamente a los tres staretzi: uno

muy alto, casi desnudo, salvo por un trozo de tela ceñido

a la cintura y hecho de fibras entrelazadas; otro más bajo,

con un capote harapiento, y por último el más viejo, en-

corvado y vestido con sotana. Estaban los tres tomados de

la mano.

Llegó el bote a la orilla, saltó a tierra el arzobispo,

y bendiciendo a los staretzi, que se deshacían en re-

verencias, les habló así:

—He sabido que trabajáis aquí por la eterna sal-

vación de vuestra alma, amados staretzi, y que rezáis a

Cristo por el prójimo. Yo, indigno servidor del Altísimo,

he sido llamado por su gracia para apacentar sus ovejas. Y

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Antología del cuento extraño

- 127 -

puesto que servís al Señor, he querido visitaros para trae-

ros la palabra divina.

Los staretzi callaron, se miraron y sonrieron.

—Decidme cómo servís a Dios —prosiguió el ar-

zobispo.

El staretzi que estaba en el centro suspiró y miró

al viejecito.

El staretzi más alto hizo un gesto de fastidio y

también se volvió hacia el anciano.

Éste sonrió y dijo:

—Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a

nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.

—Pues entonces —dijo el arzobispo—, ¿cómo re-

záis? —Nuestra oración es ésta: "Tú eres tres, nosotros

somos tres. Concédenos tu gracia.

Y no bien el viejecillo pronunció estas palabras,

los tres staretzi alzaron la mirada al cielo y repitieron:

—Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos

tu gracia.

Sonrió el arzobispo y dijo:

—Evidentemente habéis oído hablar de la Santí-

sima Trinidad, mas no es así como se debe rezar. Os he

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Antología del cuento extraño

- 128 -

tomado afecto, venerables staretzi, porque advierto que

queréis complacer a Dios. Pero ignoráis cual es la forma de

servirlo. Ésa no es la manera de rezar. Oídme, que yo os la

enseñaré. Lo que os diré está en las Sagradas Escrituras de

Dios, que dicen cómo debemos dirigirnos a Él.

Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a

los hombres, y les explicó el misterio de Dios Padre, Dios

Hijo y Dios Espíritu Santo. Después agregó:

—El Hijo de Dios descendió a la tierra para salvar

al género humano, y a todos nos enseñó a rezar. Atended

y repetid conmigo:

Y el arzobispo empezó: —Padre nuestro...

Y el primer staretzi repitió: —Padre nuestro...

Y el segundo dijo asimismo: —Padre nuestro...

Y el tercero: —Padre nuestro...

—Que estás en los Cielos... —prosiguió el ar-

zobispo.

Y los staretzi repitieron: —Que estás en los Cie-

los...

Pero el que estaba en el medio se equivocaba y de-

cía una palabra por otra; el más alto no podía seguir por-

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Antología del cuento extraño

- 129 -

que los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito que no

tenía dientes, pronunciaba muy mal.

El arzobispo recomenzó la oración, y los staretzi

volvieron a repetirla. El prelado se sentó en una piedra, y

los staretzi hicieron círculo alrededor de él, mirándolo

fijamente y repitiendo todo lo que decía.

Todo el día, hasta la llegada de la noche, el ar-

zobispo luchó con ellos, repitiendo la misma palabra diez,

veinte, cien veces, y tras él los staretzi. Se atascaban, él los

corregía y vuelta a empezar.

El arzobispo no se separó de los staretzi hasta que

les hubo enseñado la divina oración. La repitieron con él,

y después solos. El staretzi del medio la aprendió antes

que los otros, y la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la

hizo repetir varias veces, y sus compañeros lo imitaron.

Empezaba a oscurecer y la luna se levantaba sobre

el mar cuando el arzobispo se incorporó para volver al

buque. Se despidió de los staretzi, quienes lo saludaron

inclinándose hasta el suelo. Él los hizo incorporarse, los

besó a los tres, recomendándoles que rezaran como él les

había enseñado. Después se instaló en el banco del bote,

que se dirigió hacia el buque.

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Antología del cuento extraño

- 130 -

Mientras bogaban, seguía oyendo a los staretzi

que recitaban en alta voz la plegaria del Señor. Pronto

llegó el bote junto al barco. Ya no se oía la voz de los sta-

retzi, pero aún se los veía en la orilla, los tres a la luz de la

luna, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el

otro a la izquierda.

El arzobispo llegó al buque y subió al puente. Le-

varon anclas, el viento hinchó las velas y la nave se puso

en marcha, continuando el viaje interrumpido.

El arzobispo se sentó a popa, con la mirada clava-

da en el islote. Aún se divisaba a los tres staretzi. Después

desaparecieron y sólo se vio la isla. Y por último ésta tam-

bién se desvaneció en lontananza, y quedó el mar solo y

cintilante bajo la luna.

Se recogieron los peregrinos y el silencio envolvió

el puente. Pero el arzobispo aún no quería dormir. Solo

en la popa, contemplaba el mar, en dirección del islote, y

pensaba en los buenos staretzi. Recordaba la dicha que

habían experimentado al aprender la plegaria, y agradecía

a Dios que lo hubiera señalado para ayudar a aquellos san-

tos varones, enseñándoles la palabra divina.

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Antología del cuento extraño

- 131 -

Esto pensaba el arzobispo, con la mirada fija en el

mar, cuando vio algo que blanqueaba y fulguraba en la

estela luminosa de la luna. Sería una gaviota, o una vela

blanca. Miró con más atención, y se dijo: sin duda es una

barca de vela que nos sigue. ¡Pero cuán veloz avanza! Hace

un instante estaba lejos, muy lejos, y ahora ya está cerca.

Además, no se parece a ninguna de las barcas que yo he

visto, y esa vela tampoco parece una vela.

No obstante, aquello los sigue, y el arzobispo no

atina a descubrir qué es. ¿Un buque, un ave, un pez?

También parece un hombre, pero es más grande que un

hombre. Y además, un hombre no podría caminar sobre

el agua.

Levántose el arzobispo y fue a donde estaba el pi-

loto.

—¡Mira! —le dijo—. ¿Qué es eso?

Pero en ese instante advierte que son los staretzi

que se deslizan sobre el mar y se acercan a la nave. Sus

níveas barbas lanzan un intenso resplandor.

El piloto deja la barra y grita:

—¡Señor, los staretzi nos persiguen sobre el mar, y

corren por las olas como por el suelo!

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Antología del cuento extraño

- 132 -

Al oír estos gritos, los pasajeros se levantaron y

lanzáronse hacia la borda. Entonces todos vieron a los sta-

retzi que se deslizaban por el mar, tomados de la mano, y

que los de los extremos hacían señas de que el buque se

detuviera.

Aún no habían tenido tiempo de detener la mar-

cha, cuando los tres staretzi llegaron junto al barco, y

levantando los ojos dijeron:

—Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos en-

señaste. Mientras lo repetíamos lo recordábamos, pero

una hora después olvidamos una palabra, y no podemos

recitar la plegaria. Enséñanosla otra vez.

El arzobispo se persignó, y dijo inclinándose hacia

los staretzi:

—Vuestra oración llegará igualmente al Señor,

santos staretzi. No soy yo quien debe enseñaros. ¡Rogad

por nosotros, pobres pecadores!

Y el arzobispo los saludó con veneración. Los sta-

retzi permanecieron un instante inmóviles, después se vol-

vieron y se alejaron sobre el mar.

Y hasta el alba se vió un gran resplandor del lado

por donde habían desaparecido.

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8

La Zarpa de Mono

W. W. JACOBS

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JACOBS (WILLIAM WYMARK , 1863 -

1943) figura en los diccionarios biográficos como

humorista inglés. Amparado en ese oblicuo privi-

legio, ha aterrado a millones de lectores con este

cuento simple y atroz, herencia forzosa de antologí-

as, traducido a casi todos los idiomas, llevado al

teatro, que le (lió fama, acaso dinero y oscureció sin

remedio el resto de su obra. Se dice que en ella

efectivamente cultivó el humorismo.

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I

Afuera la noche era fría y lluviosa, pero en la salita

de Villa Laburnum estaban corridos los visillos y ardía

luminosamente el fuego. Padre e hijo jugaban al ajedrez;

aquél tenía ideas muy personales sobre el juego, y exponía

su rey a peligros tan graves e innecesarios, que aun la an-

ciana señora de cabellos blancos, que tejía plácidamente

junto al fuego, no podía abstenerse de comentarlos.

—Oigan el viento —dijo el señor White, advir-

tiendo tarde un error fatal, y esforzándose amablemente

por impedir que su hijo lo viera.

—Ya lo oigo —dijo éste, observando, ceñudo. el

tablero y estirando la mano—. Jaque.

—No creo que venga esta noche —dijo el padre,

con la mano suspendida sobre el tablero.

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Antología del cuento extraño

- 136 -

—Mate —replicó el hijo.

—Ése es el inconveniente de vivir tan lejos —

chilló el señor White, con súbita e injustificada violen-

cia—. Nunca he visto un lugar tan a trasmano, tan in-

cómodo y cenagoso como éste. El sendero es un pantano

y el camino es un arroyo. No sé en qué piensa la gente.

Seguramente creen que no importa, porque sólo hay dos

casas alquiladas en el camino.

—No te preocupes, querido —dijo apaciguadora-

mente su esposa—; quizá ganes la próxima.

El señor White alzó bruscamente la cabeza, a

tiempo para interceptar una mirada de inteligencia cam-

biada entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus

labios, y ocultó en la rala barba una sonrisa culpable.

—Ahí está —dijo Herbert White. Acababa de oír-

se el ruido del portón, y pesados pasos se acercaban a la

puerta.

El anciano se puso de pie con hospitalario apre-

suramiento. Abrió la puerta, lo oyeron lamentarse del

tiempo con el recién llegado. Éste se lamentaba también

por su cuenta, de modo que la señora White dijo: "¡Ta,

ta!" y tosió suavemente cuando su esposo entró en la sala,

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Antología del cuento extraño

- 137 -

seguido de un hombre alto, corpulento, de cara rubicunda

y ojos pequeños y brillantes.

—El sargento mayor Morris —dijo, presentán-

dolo. El sargento mayor estrechó la mano de la señora y

ocupando el asiento que le ofrecían junto al fuego observó

satisfecho a su anfitrión, que sacaba una botella de whisky

y vasos y colocaba sobre el fuego una pequeña tetera de

cobre.

Después del tercer vaso los ojos del sargento se

volvieron más brillantes. Empezó a hablar. El pequeño

círculo de familia observaba con ansioso interés a aquel

visitante que venía de lejanas tierras y que cuadrando las

anchas espaldas en la silla hablaba de salvajes escenas y

esforzadas hazañas; de guerras y pestes y extraños pueblos.

—Veintiún años en eso —dijo el señor White,

mirando a su esposa y su hijo y moviendo la cabeza de

arriba abajo—. Cuando se fue, era un jovencito, un de-

pendiente de los almacenes. Mírenlo ahora.

—No parece haberle sentado mal —opinó cortés-

mente la señora White.

—A mí también me gustaría ir a la India —dijo el

anciano—. Nada más que para ver, ¿sabe usted?

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Antología del cuento extraño

- 138 -

—Está mejor donde está —respondió el sargento

mayor meneando la cabeza. Bajó el vaso vacío, suspiró y

volvió a menear la cabeza.

—Me gustaría ver esos viejos templos, y esos fa-

quires y juglares —dijo el viejo—. ¿Qué era esa zarpa de

mono de que empezó a hablarme días pasados, Morris?

—Nada —repuso apresuradamente el soldado—.

Por lo menos, nada de que valga la pena hablar. —¿Una

zarpa de mono? —dijo la. señora White con curiosidad.

—Bueno, es algo que quizá podría llamarse magia

—contestó despreocupadamente el sargento. Sus tres

oyentes se inclinaron ansiosos hacia él. El visitante se llevó

distraídamente a los labios el vaso vacío, y volvió a bajar-

lo. El señor White lo llenó.

—A primera vista —dijo el sargento revisándose

los bolsillos—, no es más que una vulgar zarpa de mono

momificada.

Sacó algo del bolsillo y lo mostró. La señora Whi-

te retrocedió con una mueca, pero su hijo tomó aquel

objeto y lo examinó con curiosidad.

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Antología del cuento extraño

- 139 -

—¿Y qué tiene esto de particular? —preguntó el

señor White recibiendo la zarpa de manos de su hijo y

colocándola sobre la mesa después de observarla.

—Un viejo faquir la hechizó —dijo el sargento.

Era un hombre muy santo. Quería demostrar que el des-

tino rige las vidas humanas y acarrea grandes males a

quienes se atreven a desafiarlo. La hechizó de modo que

tres hombres distintos pudieran formularle tres deseos.

Hablaba con seguridad tan impresionante que

quienes lo oían soltaron a reír, pero con risa algo nerviosa.

—¿Y por qué no formula usted tres deseos? —pre-

guntó Herbert White, tratando de ser ingenioso. El sol-

dado lo miró con esa expresión con que los hombres de

edad madura suelen mirar a los jóvenes presuntuosos.

—Ya lo he hecho —dijo quedamente, y su cara

cubierta de manchas palideció.

—¿Y se cumplieron los tres deseos? —preguntó la

señora White.

—Sí —dijo el sargento mayor. El vaso rechinó

contra sus fuertes dientes.

—¿Y alguien más los ha formulado? —insistió la

anciana.

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Antología del cuento extraño

- 140 -

—Sí, los tres deseos del primer hombre también

se cumplieron —fue la respuesta—. No sé cuáles fueron

los dos primeros, pero la tercera vez deseó la muerte. Fue

así como la zarpa de mono llegó a mi poder.

Hablaba en tono tan grave que el silencio cayó

sobre los demás.

—Si usted ya ha pedido tres cosas, Morris —dijo

por fin el anciano—, esa pata de mono no le sirve más.

¿Por qué la conserva?

El soldado meneó la cabeza.

—Por capricho, supongo —dijo lentamente—.

He pensado venderla, pero creo que no lo haré. Ha pro-

vocado ya demasiados males. Además, la gente no quiere

comprármela. Algunos creen que es un cuento de hadas; y

los menos desconfiados quieren hacer la prueba primero y

pagarme después.

——Y si usted pudiera volver a pedir tres cosas

—dijo el anciano, observándolo con mirada pene-

trante—, ¿lo haría?

—No sé —repuso el otro—. No sé.

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Antología del cuento extraño

- 141 -

Tomó la zarpa, la balanceó entre el índice y el

pulgar y bruscamente la lanzó al fuego. White se agachó,

con una pequeña exclamación, y la recobró.

—Mejor que arda —dijo solemnemente el sol-

dado. —Si usted no la quiere, Morris —dijo White—,

démela.

—No —respondió porfiadamente su amigo—.

Yo la tiré al fuego. Si usted la conserva, no me eche la

culpa de lo que suceda. Sea sensato, vuelva a lanzarla al

fuego.

El otro meneó la cabeza y examinó atentamente

su nueva posesión.

—¿Cómo se hace? —preguntó.

—Levántela en la mano derecha y formule sus de-

seos en alta voz —dijo el sargento—. Pero le advierto que

las consecuencias pueden ser desagradables.

—Parece un pasaje de Las Mil y Una Noches —

comentó la señora White, levantándose y disponiéndose a

preparar la cena—. ¿Por qué no pides cuatro pares de

manos para mí?

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Antología del cuento extraño

- 142 -

Su esposo sacó el talismán del bolsillo, y los tres se

echaron a reír cuando el sargento mayor, con expresión de

alarma, lo tomó por el brazo.

—Si quiere pedir algo —dijo— que sea algo sen-

sato.

El señor White la guardó nuevamente en el bol-

sillo, acercó las sillas a la mesa e invitó a su amigo a que

ocupara su lugar. Durante la cena se olvidó parcialmente

del talismán, y después los tres oyeron, fascinados, una

nueva crónica de las aventuras del soldado en la India.

—Si esa historia de la zarpa de mono no es más

verídica que las que nos contó después —dijo Herbert

cuando el invitado se marchó para tomar el último tren

de la noche—, no sacaremos mucha ganancia.

—¿Le diste algo por ella, querido? —preguntó la

señora White, mirando atentamente a su esposo. —Una

bagatela —respondió él, sonrojándose levemente—. No

quería recibir nada, pero yo insistí. Y me recomendó una

vez más que la tirara. —¡Cualquier día! —exclamó Her-

bert con fingido horror—. !Ahora que podemos ser ricos

y famosos y felices! Pide que te hagan emperador, papá,

para empezar; así mamá no podrá reñirte.

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Antología del cuento extraño

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Huyó alrededor de la mesa, perseguido por la ca-

lumniada señora White, armada de la funda de un sillón.

El señor White sacó del bolsillo la zarpa de mono

y la miró dubitativamente.

—No sé qué pedir, no se me ocurre —dijo len-

tamente—. Creo que tengo todo lo que necesito. —Si

pagaras la hipoteca de la casa, serías completamente feliz,

¿verdad? —dijo Herbert poniéndole la mano en el hom-

bro—. Bueno, pide doscientas libras. Es justamente lo

que necesitas.

Su padre, sonriendo avergonzado de su propia

credulidad, levantó el talismán, mientras el hijo, con so-

lemne expresión, momentáneamente desmentida por un

guiño dirigido a su madre, se sentaba al piano y tocaba

unos pocos acordes majestuosos.

—Quiero doscientas libras —dijo el anciano en

voz muy clara.

Un son triunfal del piano recibió aquellas pala-

bras, interrumpido por un trémulo grito del anciano. Su

esposa y su hijo corrieron hacia él.

—¡Se movió! —exclamó el señor White, mirando

con repugnancia la zarpa de mono, que yacía en el piso—.

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Antología del cuento extraño

- 144 -

En el momento de pedir eso, se retorció en mi mano co-

mo una víbora.

—Bueno, yo no veo el dinero —dijo su hijo, re-

cogiéndola y colocándola sobre la mesa—, y nunca lo veré.

—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la

señora White, mirándolo con ansiedad.

Él movió la cabeza.

—No, pero no importa. No me ha pasado nada,

aunque me llevé un buen susto.

Volvieron a sentarse junto al fuego. Los dos hom-

bres terminaron sus pipas. Afuera el silbido del viento era

más agudo que nunca, y el viejo respingó nerviosamente

al oír una puerta que se golpeaba arriba. Los tres cayeron

en un silencio inusitado y opresivo, que duró hasta que

los ancianos se levantaron para retirarse.

—Quizá encuentres el dinero dentro de una gran

bolsa en mitad de la cama ——dijo Herbert al darles las

buenas noches— y algo atroz acurrucado sobre el guar-

darropa, mirándote guardar tus ganancias mal habidas.

Permaneció sentado, solo, en la oscuridad, viendo

caras en el fuego moribundo. La última era tan horrible,

tan simiesca, que Herbert la contempló con asombro. Y

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Antología del cuento extraño

- 145 -

luego se volvió tan vívida que el muchacho, soltando una

risita inquieta, buscó a tientas sobre la mesa un vaso de

agua para lanzárselo. Sus dedos tocaron la zarpa de mono.

Común estremecimiento se frotó la mano en el saco y su-

bió a su dormitorio.

II

A la mañana siguiente, a la luz del sol invernal que

se derramaba sobre la mesa del desayuno, se rió de sus

temores. El comedor mostraba un aspecto prosaico y. sa-

ludable que no había tenido la noche anterior, y la sucia y

encogida zarpa de mono yacía sobre el aparador con un

descuido que revelaba escasa fe en sus virtudes.

—Supongo que todos los viejos soldados son

iguales —dijo la señora White—. ¡Qué ocurrencia tan

estrafalaria ¿Cómo creer que en los tiempos que corren

pueden cumplirse los deseos de uno? Y aun cuando se

cumplieran —añadió dirigiéndose a su esposo—, ¿qué

daño podrían hacerte doscientas libras?

—Quizá le caigan encima de la cabeza —aventuró

el frívolo Herbert.

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Antología del cuento extraño

- 146 -

—Morris dijo que las cosas ocurrían tan natural-

mente —respondió el padre— que si uno quería, podía

atribuirlas a simple coincidencia.

—Bueno, no te apoderes del dinero antes de que

yo vuelva —dijo Herbert, levantándose de la mesa—.

Temo que te conviertas en un hombre ruin y avaro, y

tengamos que desconocerte.

Su madre se echó a reír, mientras lo acompañaba

hacia la puerta, y lo observó alejarse por el camino. Des-

pués, al volver a la mesa, se regocijó mucho a expensas de

la credulidad de su esposo. Pero todo esto no le impidió

correr a la puerta cuando llamó el cartero ni aludir con

cierta acritud a las tendencias alcohólicas de los sargentos

retirados cuando descubrió que el correo traía la cuenta

del sastre.

—Supongo que Herbert insistirá en hacerse el gra-

cioso cuando vuelva —dijo mientras se sentaban a comer.

—Imagino que sí —contestó el señor White, sir-

viéndose cerveza—. Pero, a pesar de todo, esa zarpa se

movió en mi mano. Podría jurarlo.

—Fantasías tuyas —dijo la anciana, condescen-

diente.

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Antología del cuento extraño

- 147 -

—Te digo que se movió —replicó él—. No es

que lo haya imaginado. Yo acababa de... ¿Qué ocurre? Su

esposa no respondió. Estaba observando los misteriosos

movimientos de un hombre que, afuera, atisbaba indeciso

la casa, como tratando de decidirse a entrar. Observó que

el desconocido vestía elegantemente y usaba un flamante

sombrero de seda; por asociación de ideas, recordó las

doscientas libras. Tres veces el hombre se detuvo ante la

verja y las tres veces reanudó su camino. A la cuarta posó

la mano en ella, la empujó con brusca resolución y echó a

andar por el sendero. En aquel momento la señora White

se llevó las manos a la espalda, desatando apresuradamen-

te el cinturón de su delantal, que guardó bajo el almoha-

dón de su silla.

Hizo entrar al desconocido, que parecía inquieto.

La miraba furtivamente y oía con preocupación las excu-

sas de la anciana por el aspecto de la estancia y por el saco

que vestía su marido y que por lo general usaba para tra-

bajar en el jardín. Después aguardó, con la escasa pacien-

cia de que

son capaces las mujeres, a que el hombre hablara.

Pero él permaneció unos instantes en extraño silencio.

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Antología del cuento extraño

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—Yo... me ordenaron que viniera a verlos —dijo

por fin, agachándose para recoger una hilacha de su pan-

talón—. Vengo de la compañía Maw y Meggins.

La anciana se sobresaltó.

—¿Pasa algo? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha

sucedido algo a Herbert? ¿Qué es? ¿Qué es?

Su marido se interpuso.

—Vamos, querida, vamos —dijo apresuradamen-

te—. Siéntate y no te alarmes antes de tiempo. Estoy se-

guro, señor —añadió mirando al otro con expresión an-

helante—, de que usted no nos trae malas noticias.

—Lo siento... —comenzó el visitante.

¿Está lastimado? —preguntó la madre, desespe-

rada.

El desconocido asintió.

—Gravemente herido —dijo quedamente—, pero

no sufre.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó la anciana en-

trecruzando los dedos de sus manos—. ¡Gracias a Dios

que no sufre! Que...

Se interrumpió bruscamente al comprender el si-

niestro significado de aquellas palabras, y en el rostro des-

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Antología del cuento extraño

- 149 -

viado del desconocido vio la espantosa confirmación de

sus temores. Contuvo el aliento, y volviéndose a su espo-

so, más tardo en comprender, colocó sobre la de él su

mano arrugada y temblorosa. Hubo un largo silencio.

—Lo atraparon las máquinas —dijo el visitante

por fin, en voz baja.

—Lo atraparon las máquinas —repitió el señor

White, aturdido—. Sí, ya veo.

Permaneció sentado mirando por la ventana, con

los ojos vacíos, estrechando entre las suyas la mano de su

mujer, como solía hacerlo en los días de su noviazgo, casi

cuarenta años atrás.

—Era el único que nos quedaba —dijo; volvién-

dose hacia el visitante—. Es duro.

El otro tosió, se levantó, fue lentamente a la ven-

tana.

—La compañía me ha encomendado que les

transmita sus sinceras condolencias por esta gran pérdida

—dijo sin mirarlos—. Les ruego comprender que yo soy

sólo un empleado y no hago más que cumplir órdenes.

No hubo respuesta. La cara de la anciana estaba

blanca, sus ojos fijos, su respiración no se oía. El sem-

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Antología del cuento extraño

- 150 -

blante de su esposo tenía, quizá, la misma expresión de su

amigo el sargento al entrar por primera vez en combate.

—Me mandan decir que Maw y Meggins recha-

zan toda responsabilidad —prosiguió el otro—. No ad-

miten haber contraído obligación alguna, pero, conside-

rando los servicios prestados por su hijo, desean entre-

garles una determinada suma a modo de compensación.

El señor White dejó caer la mano de su esposa, y

poniéndose de pie miró al visitante con expresión de

horror. Sus labios secos articularon un par de sílabas:

—¿Cuánto?

—Doscientas libras —fue la respuesta.

Sin oír el grito de su esposa, el anciano sonrió

vagamente, alzó las manos como un hombre ciego, y se

desplomó inconsciente sobre el piso.

III

En el vasto cementerio nuevo, a dos millas de dis-

tancia, los viejos sepultaron a su hijo y volvieron a la casa

sumida en sombras y en silencio. Todo terminó tan rápi-

damente que al principio apenas alcanzaban a com-

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Antología del cuento extraño

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prenderlo y parecían esperar que sucediera algo más, algo

que aliviara aquella carga demasiado pesada para ellos.

Pero pasaban los días y la expectativa cedió su lu-

gar a la resignación, esa desesperanzada resignación de los

viejos que a veces, equivocadamente, se llama apatía. En

ocasiones pasaba mucho tiempo sin que cambiaran una

palabra, porque ahora no tenían nada que hablar, y eran

largos hasta la fatiga sus días.

Una semana más tarde el anciano, despertando de

pronto en la noche, extendió el brazo y descubrió que es-

taba solo. El cuarto hallábase oscuro y de la ventana llega-

ban ahogados sollozos. Se incorporó en la cama y prestó

atención.

—Vuelve —dijo tiernamente—. Tomarás frío. —

Mi hijo tiene más frío —dijo la mujer renovando su llanto.

El sonido de los sollozos se apagó en sus oídos. La

cama estaba tibia, y sus ojos pesados (le sueño. Dormitó a

intervalos y por fin se quedó completamente dormido

hasta que un alarido súbito y salvaje de su esposa lo des-

pertó con un sobresalto.

—¡La zarpa! —gritaba desesperadamente—. ¡La

zarpa de mono!

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Antología del cuento extraño

- 152 -

Él se incorporó, alarmado. —¿Dónde? ¿Dónde es-

tá? ¿Qué ocurre? Ella se le acercó trastabillando.

—¡Dámela! —dijo quedamente—. ¿No la has

destruído?

—Está en la sala, sobre la repisa —contestó ex-

trañado—. ¿Por qué?

Ahora la anciana lloraba y reía al mismo tiempo, e

inclinándose sobre él lo besó en la mejilla. —Acaba de

ocurrírseme —dijo histéricamente —¿Cómo no lo he

pensado antes? ¿Por qué no lo pensaste tú?

—¿Pensar qué?

—Los otros dos deseos —contestó ella rápida-

mente—. Sólo hemos formulado uno.

—¿No fue bastante? —preguntó ferozmente. —

No —replicó ella, triunfante—. Pediremos otra cosa más.

Ve, tómala rápido, pide que nuestro hijo resucite.

El hombre se sentó en la cama y apartó las mantas

de sus piernas temblorosas.

—¡Santo Dios, estás loca! —exclamó, aterrori-

zado. —Búscala —dijo ella, jadeante—. Búscala pronto, y

pide... ¡Oh, hijo mío, hijo mío!

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Antología del cuento extraño

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Su esposo encendió la vela con un fósforo. —

Vuelve a la cama —dijo con voz insegura—. No sabes lo

que estás diciendo.

—El primer deseo se cumplió —dijo la anciana,

febril—. ¿Por qué no el segundo?

—Fue una coincidencia —tartamudeó él.

—Ve búscala, pide— —gritó la mujer, temblando

de excitación.

El viejo la miró. Su voz temblaba.

—Hace diez días que está muerto, y además... no

quise decírtelo antes, pero yo sólo pude reconocerlo por

sus ropas. Si antes era demasiado terrible para ver, ¿qué

será ahora?

—Tráelo —gritó la anciana arrastrándolo hacia la

puerta—. ¿Crees que tendré miedo del hijo que he criado?

A tientas en la oscuridad, él bajó a la sala y se en-

caminó a la repisa de la chimenea. El talismán estaba en

su lugar. Lo asaltó un terrible temor de que el deseo no

formulado trajera a su hijo mutilado antes de que él pu-

diera escapar del cuarto, y contuvo la respiración al com-

prender que ya no sabía dónde quedaba la puerta. La

frente fría de sudor, se abrió paso tanteando con las ma-

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Antología del cuento extraño

- 154 -

nos alrededor de la mesa y a lo largo de la pared hasta

que se encontró, en el pasillo, con aquella cosa horrible en

la mano.

Aun la cara de su esposa parecía cambiada cuando

él entró en el dormitorio. Blanca, expectante, antinatural.

El anciano tuvo miedo.

—¡Pide! —exclamó ella con voz penetrante. —Es

una tontería y una maldad —tartamudeó. —¡Pide! —

repitió la mujer.

Él levantó la mano.

—Deseo que mi hijo vuelva a la vida.

El talismán cayó al piso y él lo miró con temor.

Después se hundió temblando en una silla mientras la

anciana, con ojos incendiados, se dirigía a la ventana y

alzaba los visillos.

Él permaneció sentado hasta que el frío lo hizo

temblar. De tanto en tanto miraba a la anciana, que atis-

baba por la ventana. El cabo de vela, que se había consu-

mido por debajo del borde del candelero enlozado, lanza-

ba vacilantes sombras contra el techo y las paredes, hasta

que, al fin, fluctuó por última vez y se extinguió. El an-

ciano, experimentando una indecible sensación de alivio

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Antología del cuento extraño

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ante el fracaso del talismán, volvió a la cama, y uno o dos

minutos más tarde llegó su mujer, silenciosa y apática.

No hablaron. Se quedaron escuchando silenciosa-

mente el tictac del reloj. Crujió la escalera, chilló una rata,

atravesando veloz y ruidosa un agujero de la pared. La

oscuridad era opresiva. Al cabo de un rato el hombre jun-

tó coraje, tomó la caja de fósforos, encendió uno y bajó a

buscar una vela.

Al pie de la escalera se apagó el fósforo. Se detuvo

para encender otro. Y en aquel momento llamaron a la

puerta de calle con un golpe tan quedo y cauteloso, que

era apenas perceptible.

Los fósforos cayeron de su mano y se desparra-

maron por el pasillo. Se quedó inmóvil, con el aliento

suspendido, hasta que se repitió el llamado. Entonces dio

media vuelta, huyó precipitadamente a su cuarto y cerró

la puerta. Se oyó el tercer golpe.

—¿Qué es eso? —preguntó la anciana, incorporán-

dose.

—Una rata —dijo el hombre con acento conmo-

vido—... una rata. Me crucé con ella en la escalera. La

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Antología del cuento extraño

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mujer se sentó en la cama, escuchando. Un fuerte alda-

bonazo repercutió en todo el interior de la casa.

—¡Es Herbert! —gritó—. ¡Es Herbert!

Corrió hacia la puerta, pero su esposo llegó antes

que ella, y tomándola del brazo la sujetó con fuerza.

—¿Qué vas a hacer? —murmuró roncamente. —

¡Es mi hijo; es Herbert! —exclamó ella, forcejeando me-

cánicamente——. Olvidé que debía caminar dos millas.

¿Por qué me sujetas? Suéltame. Debo abrirle la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —exclamó

el viejo, temblando.

—Tienes miedo de tu propio hijo —gritó ella,

debatiéndose—. Suéltame. ¡Ya voy, Herbert, ya voy!

Hubo otro golpe, y otro. Con un brusco movimiento la

anciana se soltó y salió corriendo de la habitación. Su es-

poso la siguió hasta el descanso y la llamó desespera-

damente mientras ella seguía bajando a la carrera. Oyó

chirriar la cadena y luego el cerrojo inferior que salía lenta

y dificultosamente de su anillo. Después la voz de la an-

ciana, ronca y jadeante.

—El otro cerrojo —gritó—. Baja. Yo no puedo

alcanzarlo.

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Antología del cuento extraño

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Pero su esposo, de rodillas, buscaba a tientas en el

piso, desesperadamente, la zarpa de mano. ¡Si pudiera en-

contrarla antes de que "aquello" que estaba afuera en-

trase.. . ! Un tableteo de aldabonazos reverberó en la casa.

Su esposa arrastraba una silla y la colocaba contra la puer-

ta. Después, el chirrido del cerrojo que se abría despacio,

y en aquel momento encontró la zarpa de mono, y frené-

ticamente musitó su tercer y último deseo.

Los aldabonazos cesaron bruscamente, aunque

sus ecos perduraban todavía en el recinto de la casa.

Oyó el ruido de la silla Hecha a un lado y el ruido de la

puerta que se abría. Una ráfaga Helada subió por la es-

calera, y el gemido de angustia y desconsuelo de su es-

posa le dio las fuerzas para correr junto a ella, y luego

en dirección a la reja.

Un mortecino farol callejero alumbraba el camino

tranquilo y desierto.

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9

Historia

Completamente Absurda

GIOVANNI PAPINI

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GIOVANNI PAPINI nació en Florencia,

Italia, en 1881. Ensayista y polemista, su obra

ofrece el testimonio de su lucha por perfeccionarse

en el ejercicio de una agresiva sinceridad.

Detractor del cristianismo en su juventud, se con-

virtió luego en su apasionado defensor. Cabe

mencionar entre sus libros Un Hombre Acabado,

Memorias de Dios, Historia de Cristo, Gog, Dante

Vivo, El Libro Negro, El Diablo.

"Historia Completamente Absurda" perte-

nece a sus Racconti di Gioventu, publicados a co-

mienzos de siglo, "en pleno clima romántico, ese

romanticismo un poco abstracto, un poco

tenebroso, un poco malicioso, un poco mágico" a

decir de su autor.

Papini murió en su ciudad natal el 8 de julio

de 1956.

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Hace ya cuatro días, mientras escribía con ligera

irritación algunas de las páginas más falsas de mis "Me-

morias", oí que golpeaban levemente a la puerta, pero no

me levanté ni respondí. El llamado era demasiado débil y

no quiero saber nada con los tímidos.

Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar nue-

vamente y esta vez los golpes eran más fuertes y resueltos.

Pero tampoco ese día quise abrir, porque en verdad no me

gustan los que se corrigen demasiado pronto.

Al otro día, siempre a la misma hora, se repitieron

los golpes, ahora violentos, y antes de que pudiese levan-

tarme vi que la puerta se abría y avanzaba hacia mí la me-

diocre persona de un hombre bastante joven, con el rostro

un poco encendido y la cabeza cubierta de cabellos rojos y

rizados, quien se inclinaba torpemente sin pronunciar pa-

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Antología del cuento extraño

- 161 -

labra. Apenas descubrió una silla, se echó encima, y como

yo había permanecido de pie, me indicó el sillón para que

me sentara. Después de obedecerle; me pareció tener el

derecho de preguntarle quién era y le rogué, con acento

nada cortés, que me comunicara su nombre y el motivo

que lo había animado a invadir mi cuarto. Pero el hombre

no se desconcertó y me hizo comprender bien pronto que

deseaba seguir siendo lo que era hasta entonces para mí:

un desconocido.

—El motivo que me trae a su casa —prosiguió

sonriendo— está dentro de mi valija y se lo haré conocer

en seguida.

Advertí, en efecto, que traía en la mano un sucio

valijín de cuero amarillo con cierre de latón oxidado. Lo

abrió de golpe y sacó de él un libro.

—Este libro —dijo poniéndome ante las narices

el grueso volumen encuadernado en papel antiguo con

grandes florones de bermejo orín— contiene una historia

imaginaria que yo he creado, inventado, compuesto y co-

piado. Sólo he escrito esta historia en toda mi vida, y me

permito creer que no le desagradará. Hasta ahora lo cono-

cía únicamente por su fama y sólo hace unos pocos días

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Antología del cuento extraño

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una mujer que lo estima me ha dicho que usted es uno de

los pocos hombres que saben no aterrarse de sí mismos y

el único que ha tenido el coraje de aconsejar la muerte a

muchos de nuestros semejantes. Por todo ello, he resuelto

leerle esta historia mía, que narra la vida de un hombre

fantástico al que acaecen las más singulares e insólitas

aventuras. Cuando la haya escuchado, me dirá qué debo

hacer. Si mi historia le agrada, me prometerá hacerme

célebre en el plazo de un año; si no le gusta, me mataré

dentro de dos días. Dígame si acepta esas condiciones pa-

ra que pueda empezar.

Comprendí que no podía hacer otra cosa que per-

sistir en la conducta pasiva que había observado hasta en-

tonces y le anuncié, con un gesto que no consiguió ser

amable, que estaba dispuesto a escucharlo y a hacer todo

lo que me podía.

El hombre comenzó la lectura. Las primeras pa-

labras se me escaparon. A las que siguieron presté más

atención. De pronto agucé el oído y sentí un pequeño

escalofrío en la espalda. Dos o tres minutos más tarde mi

cara se ponía encarnada, mis piernas empezaban a mover-

se nerviosamente, y no pude menos de levantarme. El

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Antología del cuento extraño

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desconocido suspendió la lectura y me miró, interro-

gándome humildemente con todo el rostro. Yo también

lo interrogaba con la mirada, pero estaba demasiado estu-

pefacto para arrojarlo a la calle y le dije simplemente, co-

mo cualquier imbécil mundano:

Continúe, se lo ruego.

La extraordinaria lectura prosiguió. Yo no podía

quedarme quieto en el sillón. Los escalofríos me corrían no

sólo por la espalda, sino por la cabeza y todo el cuerpo. Si

hubiese visto mi cara en un espejo, quizá me habría echado

a reír y todo habría pasado, porque probablemente se refle-

jaban en ella un abyecto temor y una incierta ferocidad.

Traté por un momento de no escuchar las palabras del

tranquilo lector, pero sólo conseguí turbarme más, y en

consecuencia oí entera, palabra por palabra, pausa por pau-

sa, la historia que el hombre leía con la cabeza rojiza incli-

nada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Qué debía

hacer, qué podía hacer yo en estas singularísimas circuns-

tancias? ¿Apoderarme del libro, desgarrarlo, pisotearlo,

echarlo al fuego? ¿Aferrar al maldito lector y echarlo del

cuarto como a un fantasma inoportuno?

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Antología del cuento extraño

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Mas, ¿por qué debía hacer todo esto? Y, sin em-

bargo, esa lectura me producía un fastidio indecible, una

penosísima impresión de sueño absurdo y desagradable

sin esperanza de despertar.

Al fin concluyó la lectura. No sé cuántas horas

había durado, pero observé, a pesar de mi confusión, que

el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de sudor.

Cerró el libro y lo guardó en el valijín. Después me miró

con ansiedad, pero sus ojos ya no eran tan ávidos como

antes. Mi abatimiento era tan grande que él mismo lo ad-

virtió y su asombro creció enormemente cuando vio que

me frotaba un ojo y no sabía qué responderle. En aquel

momento me parecía que jamás podría volver a hablar, y

las cosas más simples que me rodeaban se me antojaron de

pronto tan extrañas y hostiles que casi tuve miedo de ellas.

Todo esto parece demasiado vil y vergonzoso, in-

clusive a mí, y no tengo la menor indulgencia para mi

turbación. Pero la razón de mi desconcierto era bien fuer-

te: la historia que había leído ese hombre era la narración

precisa y completa de toda mi vida íntima y exterior. En

ese lapso yo había oído la crónica minuciosa, fiel, inexo-

rable de todo cuanto había sentido, soñado y realizado

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Antología del cuento extraño

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desde que vine al mundo. Si un ser divino, lector de cora-

zones y testigo invisible, hubiese estado a mi lado desde

mi nacimiento y hubiese escrito lo que había visto de mis

pensamientos y de mis actos, habría compuesto una histo-

ria perfectamente igual a la que el desconocido lector de-

claraba imaginaria e inventada por él. Todas las cosas más

pequeñas y secretas estaban registradas, y ni siquiera un

sueño, o un amor, o una vileza escondida o un cálculo

innoble habían escapado al escritor. El terrible libro con-

tenía inclusive hechos y matices de pensamiento que yo

mismo había olvidado y que solamente ahora, al oírlos,

recordaba.

Mi confusión, mi pavor, provenían de esa exac-

titud impecable y de esa inquietante escrupulosidad. Yo

no había visto jamás a ese hombre; ese hombre afirmaba

no conocerme. Yo vivía muy solitario, en una ciudad

adonde nadie acude si no es llevado por el azar o la nece-

sidad, y a ningún amigo —si acaso los tenía— había con-

fiado mis aventuras de cazador de engaños, mis viajes de

ladrón de almas, mis ambiciones de voluntario de lo inve-

rosímil. Jamás había escrito, ni para mí ni para los demás,

una relación completa y sincera de mi vida, y justamente

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Antología del cuento extraño

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en esos días estaba fabricando unas fingidas memorias pa-

ra permanecer oculto a los hombres inclusive después de

la muerte.

¿Quién, pues, podía haber dicho a ese hombre to-

do. lo que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso

libro encuadernado en papel antiguo dei color de la

herrumbre? ¡Y él afirmaba haber inventado esa historia y

me mostraba, a mí, mi viaje, toda mi vida, como una

historia imaginaria!

Me sentía terriblemente turbado y conmovido,

pero de una cosa estaba bien seguro. Ese libro no debía

llegar a conocimiento de los hombres. Antes, era prefe-

rible que éste muriese. No podía permitir que mi vida

fuese divulgada en el mundo, entre todos mis enemigos

impersonales.

Esta decisión, que sentí bien firme dentro de mí,

consiguió tranquilizarme. El hombre seguía contem-

plándome con aire espantado y casi suplicante. Habían

pasado solamente dos minutos desde el momento en que

cesó de leer, y no parecía haber comprendido las razones

de mi turbación.

Finalmente conseguí hablar.

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Antología del cuento extraño

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—Perdone, señor —le dije—, pero, ¿me asegura

que esa historia ha sido inventada exclusivamente por

usted?

—Justamente —respondió el enigmático lector,

ya un poco sublevado—. La he pensado e imaginado du-

rante largos años, y de tanto en tanto he efectuado algu-

nos retoques y modificaciones en la vida de mi héroe. Pe-

ro todo es inventado por mí.

Estas palabras me inquietaron aún más, pero atiné

a formular otra pregunta:

—Dígame, se lo ruego, ¿está seguro de no haber-

me conocido antes de hoy? ¿Jamás oyó contar mi vida a

alguien que me conozca?

Ante esas palabras, el desconocido no pudo di-

simular una sonrisa de estupor.

—Ya le he dicho —respondió— que hasta hace

poco tiempo sólo conocía su nombre y que sólo algunos

días atrás me han dicho que usted suele aconsejar la muer-

te. Pero eso es lo único que he sabido de usted.

Era necesario que su condena no tardase en ser

ejecutada.

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Antología del cuento extraño

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—¿Está siempre dispuesto— le pregunté con so-

lemnidad— a cumplir las condiciones estipuladas por us-

ted mismo al comenzar la lectura?

—Sin ninguna vacilación —respondió con un le-

ve temblor en la voz—. No me queda otra puerta adonde

llamar, y esta obra es toda mi vida. Estoy convencido de

que no podría hacer otra cosa.

—Entonces —le dije con idéntica solemnidad,

atemperada por cierta pesadumbre—, debo decirle que su

historia es estúpida, tediosa, incoherente y abominable.

Lo que usted llama su héroe no es más que un odioso ma-

landrín que repugnaría a cualquier lector delicado. Y no le

diré más para no ser excesivamente cruel.

Comprendí que el hombre no esperaba estas pa-

labras y observé con espanto que sus ojos se cerraban de

golpe. Mas en seguida advertí que su dominio de sí mis-

mo era igual a su honestidad. Tornó a abrir los ojos y me

miró sin miedo y sin odio.

—¿Quiere acompañarme? —preguntó con voz

demasiado dulce para ser natural.

—Por cierto —respondí, y después de ponerme el

sombrero salimos ambos sin decir palabra. El desconocido

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Antología del cuento extraño

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conservaba siempre en la mano la valijita de cuero amari-

llo y yo lo seguí, aturdido, hasta la orilla del río que corría

desbordante y fragoroso entre las negras murallas de pie-

dra. Después de mirar en torno y comprobar que no

había nadie con aspecto de salvador, se volvió hacia mí,

diciendo:

—Perdone si mi lectura lo ha fatigado. Creo que

ya nunca volveré a molestar a un ser viviente. Olvídese de

mí lo antes posible.

Y en verdad éstas fueron sus postreras palabras,

porque descolgándose ágilmente del parapeto se lanzó con

rápido impulso al río, sin abandonar su valijita. Me asomé

para verlo por última vez, mas ya las aguas lo habían tra-

gado. Una muchacha tímida y rubia había presenciado el

fulminante suicidio, pero no pareció maravillarse mucho

y siguió su camino comiendo avellanas.

Apenas entré en mi cuarto me tendí en el lecho y

me adormecí sin esfuerzo, abatido y humillado por lo in-

explicable.

Esta mañana me he despertado muy tarde y con

una extraña impresión. Me parece estar ya muerto y

aguardar solamente que vengan a sepultarme. Siento que

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Antología del cuento extraño

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pertenezco a otro mundo y que todo la que me circunda

tiene un aire indecible de cosa pasada, concluída, sin nin-

gún interés para mí.

Un amigo me ha traído flores y le he dicho que

podía esperar a ponerlas sobre mi tumba. Me pareció que

sonreía, pero los hombres siempre sonríen cuando no

comprenden.

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10

En la Ciudad

de las Grandes Pruebas

ROSA CHACEL

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ROSA CHACEL nació en Valladolid, Es-

paña, en 1898. Cursó estudios en la Escuela de

Bellas Artes de San Fernando, en la época en que

pasaron por ella grandes maestros como Don Ra-

món del Valle Inclán y Romero de Torres. Más

tarde abandonó la escultura, que había practicado

allí, por la literatura. Su primera novela, Estación,

ida y vuelta, data de 1930. Por ese entonces

colabora en la "Revista de Occidente" dirigida por

Ortega y Gasset, de quien se confiesa discípula.

En 1936 publica un libro de sonetos, A la

Orilla de un Pozo. En 1942 se radica en Buenos

Aires, donde colabora en las principales revistas li-

terarias y publica dos nuevos libros: Memorias de

Leticia Valle, novela, y Sobre el Piélago, colección

de cuentos.

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No diré el nombre ni la situación geográfica de la

ciudad donde viví esta aventura: diré solamente que había

ido a ella por amor. Pero no se entienda que fué alguna

vicisitud amorosa lo que me llevó hasta allí. No: yo había

ido a aquella ciudad por amor a ella.

Si enumerase aquí los datos que le habían hecho

alcanzar tanto prestigio en mi imaginación, podría parecer

mi inclinación hacia aquella ciudad cosa perversa o insa-

na, pues, en realidad, lo que me atraía era su renombre de

lugar de perdición. Y es él caso que entre los secretos de-

signios que durante tanto tiempo estuve abrigando, no

figuraba el de arrojarme en su torbellino para dejarme

perder, ni tampoco el de pasar inconmovible por entre sus

tentaciones. Era otra cosa lo que deseaba: quería ver, úni-

camente, contemplar algo que sabía que había de darse

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Antología del cuento extraño

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allí. Yo había intuído, no sé por qué, que entre sus arenas

y escorias encontraría de pronto un residuo brillante, es-

taba seguro de que la floresta de pecado que la cubría po-

dría ser de algún modo decantada; yo sabía que los vapo-

res, los líquenes y salitres del mal, por su misma acumula-

ción, llegarían a adquirir en ella una dureza pétrea, lle-

garían a cristalizar, dejando paso a la luz a través del pro-

pio ser de su impureza. Quería, en fin, descubrir su vir-

tud, quería, no redimirla del pecado, sino encontrar en

ella la redención del pecado mismo.

Muchas veces, en otros países, había cantado sus

canciones, creyendo que al oír en mi propia voz su acento,

brotaría ante mí la revelación, único espejismo que no es

falaz. Pero el eco de mi voz era demasiado el eco de mi

voz. Quiero decir que como respuesta sólo obtenía la

onda apasionada que mi voz había emitido, y, sin

embargo, mi voz había seguido fielmente una melodía y

un ritmo dados. Había copiado, leído un misterio que

provenía de allí. En fin: era preciso ir a ver, y fui.

Nada más llegar, comprobé que el trazado de sus

avenidas, su clima, su luz, eran tal como yo los había

imaginado. Es posible que haya quien sostenga que posee

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Antología del cuento extraño

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como otras ciudades monumentos y edificios públicos,

que en su recinto hay casas con habitaciones donde se ex-

tiende un mantel blanco al mediodía, y que sobre todas

estas cosas se arroja el sol, iracundo: yo todo eso lo ignoro.

Yo la encontré como la esperaba, yo no vi más que la no-

che de sus recovas, y pude leer en ella palabras terribles e

incomprensibles, escritas con letras luminosas, por las que

circulaba el gas ígneo, vibrando de impaciencia. Yo me

abandoné a sus puertas giratorias, cuyas hojas pasan ina-

pelablemente y empujan y dejan del otro lado. Pasé por

todas, y una vez dentro mi mente se dilató pasiva, superfi-

cial y tersa como un espejo, donde las maravillas ele-

mentales iban reflejándose, mirándose más bien, porque

yo no necesitaba mirarlas: todas me eran conocidas, y

cuanto más conocidas, más maravillosas las encontraba,

pues sólo el que ha visto más de cien veces el doble fondo

de las maravillas, el que ha osado entrar en sus cavernas, el

que se ha aventurado por sus gargantas, el que se ha deja-

do arrastrar, precipitar o sacudir por sus máquinas, siem-

pre con éxito, esto es, con emoción, sólo ése posee el ver-

dadero conocimiento: el que hace que el saber cómo son y

en qué consisten no merme en nada la dimensión de su

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Antología del cuento extraño

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misterio. Poseyendo este conocimiento, la inteligencia y la

razón, enteramente sumisas a la fe, quedan deslumbradas

por el iris de la magia, que es la más ardiente reverbera-

ción de la esperanza.

Pero en fin, no hay por qué hablar de mis cono-

cimientos. ¿Podría la idiosincrasia de un hombre servir de

pretexto a un prodigio? Describiré someramente, algo de

lo que vi al principio, antes de llegar a la ofuscación.

No estaba excluído de allí el lado más pueril del

goce, como es la calesita con música de esquilas, con fle-

cos de cristal sobre las grupas de los caba. Los blancos; se

podía girar en ella indefinidamente y nada más. Luego

había también casetas de tiro al blanco con escopetas que

disparaban proyectiles de luz. El blanco donde se apunta-

ba era un espejo que tenía el poder de absorber a través de

la oscuridad de la noche la imagen de las aves que pasaban

por el cielo. Había que apuntar bien y esperar que pasase

un pájaro, y sólo pasaban pájaros nocturnos que caían

irremediablemente si recibían el impacto de aquella luz

mortífera. Pero caían lejos y caían en el agua porque la

ciudad estaba situada en la costa de un río. Entonces, del

puerto mismo, descendiendo por unos rieles, partía una

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barquilla en la que podía uno meterse con tres o cuatro

perros mecánicos insumergibles que había que poner a

flotar y que derivaban por la corriente difundiendo en el

aire ladridos monótonos de duración limitada. Casi

nunca se llevaba a efecto la búsqueda del pájaro caído,

porque otras mil peripecias desviaban el curso de la bar-

quilla, que se perdía a veces en el laberinto de un delta,

cuyas emanaciones hacían olvidar todo propósito ante-

rior. El olor de los limos se levantaba en olas densas,

desprendiéndose de las ondas oleosas del agua, que cur-

vaban insistentemente los juncales y arrastraban pesadas

plantas flotantes. Como un beleño irresistible, el cieno,

quintaesenciado, hacía brotar visiones semejantes a las de

la embriaguez, y entre las matas, húmedas por haber es-

tado sepultadas bajo las ondas, se veían cabañas ilumina-

das y habitadas por seres que contrastaban con los rústi-

cos techos de paja y con lo ilógico de su situación, por-

que eran hombres y mujeres del siglo, correctamente,

refinadamente, exquisitamente vestidos. Salían y entra-

ban, paseaban enlazados, bailaban al ritmo de una músi-

ca que sonaba dentro de las cabañas y a veces desapare-

cían entre las matas iluminadas a trechos por luces ver-

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des o de color grosella que dejaban, entre unas y otras,

zonas de profunda sombra donde las parejas blancas —

hombres admirables, mujeres fulgurantes de joyas— se

abandonaban sobre lechos de césped o de oscuridad.

Al avanzar la barquilla, el agua que desplazaba in-

vadía aquel mundo y lo cubría totalmente, pero cuando

retrocedía la onda, aparecía de nuevo sin que se hubiese

apagado ni la música, ni las luces. ni el clima de los abra-

zos. Pero el que iba en la barquilla no podía nunca entrar

allí, no podía saltar ni echarse al agua: si lo hacía, dejaba

de verlo todo, revolvía el cieno y la visión se enturbiaba.

Aquello sólo se podía ver desde arriba, en una palabra,

desde un mundo distinto.

Con lo dicho basta para dar a entender que todo

era como yo lo había soñado. No descubriré los vanos o

puntos muertos que tuve que atravesar a veces para ir de

un lado a otro. En algún momento desfallecí y creí que no

tenía sentido continuar, pero no pude detenerme, seguí

llevado por la inercia. En algún otro instante creí que iba

a alcanzar la cúspide desde donde se abarca la visión cega-

dora, pero el instante pasó sin llegar a culminar en nada.

De pronto me sentí confundido entre los demás, atrope-

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llado, llevado por una multitud que se precipitaba con

torpeza por un callejón de tablas, apelotonándose en la

estrechez de aquel reducto con movimientos propios de

otras especies zoológicas. Acaso montándose los unos so-

bre los lomos de los otros... quién sabe si yo mismo, sólo

recuerdo los choques de aquel tropel, como un lenguaje

desusado, pero no incomprensible, puesto que me per-

suadía, me transformaba, me adaptaba a una ansiedad

irracional apenas iluminada por la preconcebida ilusión.

Al fin, aquella multitud se desparramó buscando

asiento en unos bancos inseguros, y yo entre ella logré

alcanzar uno de las primeras filas, cerca del tablado. Es-

tábamos dentro de un barracón oscuro; la lona del techo

quedaba sostenida por dos mástiles plantados en medio,

y las vertientes que formaba, desde el centro hasta las

paredes, eran curvas, abombadas, como si soportaran un

peso: la noche reposaba blandamente extensa sobre ellas.

En el tablado había unas formas cúbicas que en la

penumbra del recinto era difícil precisar. Por entre las

cortinas del fondo salió una muchacha abrochándose una

bata de enfermera y empezó a hablar al público. Preguntó

primero si había alguien que quisiera consultar algo. Tuvo

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Antología del cuento extraño

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que repetir la pregunta varias veces. Al fin, dos o tres per-

sonas se removieron en los bancos y la muchacha les dijo

que se acercaran. Les hicieron hueco en la primera fila.

Tenían que meditar bien lo que fuesen a preguntar, por-

que la respuesta sería únicamente sí o no. Además, ese sí y

ese no serían imperceptibles para el oído, pues la sibila no

podía emitir sonido alguno: la respuesta tenía que ser

formulada únicamente con el movimiento de los labios.

Al llegar a ese punto de su explicación, la joven

oprimió un conmutador eléctrico, y un foco pálido, como

de luz lunar, cayó sobre el tablado; entonces se pudo ver

que la forma cuadrangular que había en medio era una

especie de armario esmaltado de blanco, con las esquinas

redondeadas, asegurada la puerta con profusión de llaves

metálicas y que de los costados partía una red de cables

que llegaban a otros armarios. En ellos, a su vez, llaves,

esferas con agujas movedizas, conmutadores.

La joven reanudó su explicación: dijo que la sibila

se había prestado voluntariamente a aquella prueba. El

sabio que había llevado a cabo el experimento había su-

cumbido, víctima de las fuerzas mortíferas con que había

vivificado la cabeza de la sibila, habiendo logrado hacer de

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ella el cerebro perenne. ¿Cómo había concebido este sabio

tan grandioso propósito? Muy sencillamente... Esta frase

también la repitió la muchacha dos o tres veces, paseándo-

se de un lado a otro del tablado. Se dirigía al público de la

derecha y al de la izquierda, y decía: "Muy sencillamen-

te... Muy sencillamente..." Su voz era maquinal, mercena-

ria, y esto mismo demostraba que el prodigio que íbamos

a ver allí era igual que los que se ven en cualquier otra ciu-

dad, en cualquier otra barraca; todo era completamente

igual, sin más que una única diferencia: la de que aquí el

prodigio era verdadero.

El sabio había concebido el propósito... Mientras

hablaba, la muchacha oprimió el segundo conmutador y

la puerta del armario empezó a abrirse lentamente; luego,

siempre explicando, fue hacia los armarios laterales y ma-

niobró en ellos. En contraste con la lentitud de la puerta

que se abría, mil ruidos presurosos llenaron el ambiente.

Sin que se viese lo que había entrado en movimiento, se

oyó correr algo que sonaba, como un trencito de juguete,

y al mismo tiempo por toda la escena vibraron chispas

que se encendían en las conjunciones de ciertos polos,

zumbando, como las alas vítreas de las moscas presas en la

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telaraña. Mi atención fue fascinada un momento por

aquellas chispas, pero en seguida volví a mirar el armario.

La puerta estaba enteramente abierta, y dentro, entre pa-

redes de una blancura desolada como de hielo, la cabeza

de una mujer aparecía con los ojos cerrados, no dormida

ni muerta, sino simplemente detenida en su energía mí-

nima. Energía que no podía percibirse más que en la ten-

sión de las facciones que no denotaban relajamiento, peso

ni flaccidez. Su quietud, como la quietud de una estatua,

representaba la vida y la vida de alguien, pues, aunque sus

rasgos eran muy correctos, no tenían una corrección abs-

tracta: eran personales como los de una cabeza romana. El

pelo estaba amontonado encima del cráneo, parecía que lo

hubiesen recogido allí con una mano mientras con la otra

la decapitaban.

Todo esto puedo describirlo porque lo observé an-

tes de que abriera los ojos: después abrió los ojos. Natu-

ralmente, no volví a prestar atención a lo que decía la

explicadora, pero la oía, sabía que sus palabras iban ca-

yendo en mi oído y que alguna vez llegarían a serme

comprensibles. En aquel momento sólo encontraba senti-

do en una, aunque me pareciese convencional y tópica.

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Antología del cuento extraño

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No comprendía por qué al hablar de ella decía la sibila y

al mismo tiempo comprendía que no podía llamarla de

otro modo. Al levantar los párpados había descubierto

una extensión de sabiduría por la que podían aventurarse

todas las preguntas; todas—las simples cuestiones de los

humanos, que esperaban allí, en primera fila, el momento

de acercarse a hablarle.

Fueron subiendo al tablado uno tras otro. Ha-

blaban tan bajo que sus voces no llegaban hasta los ban-

cos, pero se veía la respuesta. La cabeza decía sí o no con

los labios. Ni el menor aliento pasaba a través de ellos. Y

todos, los que estábamos cerca como los que estaban le-

jos, por un aguzamiento extremo de la atención, perci-

bíamos distintamente las dos palabras, como perciben el

lenguaje los sordomudos: la boca se distendía ligeramen-

te en la afirmación y se retraía en la negación, con movi-

mientos leves pero irrevocables. Y los que preguntaban,

bajaban del tablado después de haber obtenido la res-

puesta, unos abrumados, otros llenos de esperanza.

Al fin, la muchacha de la bata blanca oprimió el

conmutador y dijo: "Ha terminado". La cabeza cerró los

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ojos y la luz lunar se extinguió, la masa humana volvió a

estrujarse en otro callejón y salió al aire libre.

Me encontré de nuevo en un vacío áspero, casi in-

soportable. Los ruidos del exterior me resultaban tan colo-

sales que mis sentidos no podían registrarlos; sólo percibía

mis pasos en la grava del suelo, el chisporroteo de las es-

trellas y el manto de claridad que algunos focos extendían

a distancia. Llegar hasta ellos era empresa sobrehumana,

era atravesar un océano de arena. Acaso la distancia aque-

lla podía medirse con unos treinta pasos, pero no sé cuán-

to tardé en franquearla. Bebí ávidamente un vaso del al-

cohol más bronco, y lo sentí llegar hasta la punta de los

dedos, como si se esparciese por mis venas, de donde la

sangre se hubiese retirado. Esperé que la ola de calor ilu-

minase mi inteligencia: quería comprender lo que había

visto, concentrarme en la contemplación del fenómeno.

Pero me ocurría que al mismo tiempo que me reconocía

enteramente poseído por la impresión de lo que acababa

de ver, otra imagen me acosaba, enteramente extraña a

todo ello, trivial aparentemente, de procedencia insospe-

chable. Sólo discernía que era una imagen antigua, un

recuerdo de una época anterior, pertenecía al mundo de

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donde yo había venido, acaso al tiempo en que mi deseo

de venir era más loco. Y no podía comprender por qué

aparecía ahora, por qué reclamaba mi atención, que estaba

enteramente embargada por el presente, como si tuviera

un antiguo derecho, como si quisiera interponerse entre

mi pensamiento y la otra imagen.

Bebí con tesón, como quien añade combustible a

una lámpara. La imagen intrusa era tan trivial que decidí

aniquilarla mediante el análisis. Era probablemente un

cromo, un calendario antiguo, la estampa de uno de esos

rompecabezas de dados. Era una mujer envuelta en pieles

resbalando en un trineo por las estepas de Rusia... Era es-

to y nada más. Creí poder desecharla. Volví a concen-

trarme en la imagen de la mujer decapitada, recorriendo

sus rasgos, sumergiéndome en su silencio: inútil, la ima-

gen trivial reaparecía, y, lo que es más, le robaba a la otra

su clima. Aquella imagen de una mujer lujosa, entre la

neblina de un manto de chinchilla, con un ramo de viole-

tas en el pecho —cada vez distinguía más detalles—, se

rodeaba de un aura idéntica a la de la cabeza sin voz ni

aliento.

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Salí a la puerta del bar con el vaso en la mano. Los

focos proyectaban en el suelo la sombra de las hojas de los

plátanos. Aquella sombra, ¡también!, también aquella

sombra en el suelo tenía el mismo clima. Di algunos pasos

y me paré bajo el árbol, me detuve allí como se detiene

uno a hablar cuando va con alguien, y creí oír una voz

grave y noble diciéndome en una lengua que no era la

mía: "Este año vimos en Rusia..."

El enigma quedó descifrado, el cromo desapareció

de mi fantasía y sus valores ficticios fueron sustituídos por

los del recuerdo real. El paisaje de Rusia se redujo a una

palabra, el ramo de violetas a un perfume, la sombra de

las hojas de los plátanos a una avenida de castaños.

¡Qué penoso, qué arduo me fue recordar desde el

delirio la vigilia y la lucidez! Recordar lo que había sido

yo, yendo por aquella avenida junto a una mujer real,

que hablaba y me contaba un mero hecho de su observa-

ción, me producía terror y vértigo. Desde mi situación

actual, empapado en el alcohol de un prodigio verdade-

ro, el recuerdo de aquel paseo por una realidad llena de

ignorancia, era una imagen pavorosa, y lo contemplé con

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Antología del cuento extraño

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terror de mi nueva comprensión que ahora podía pene-

trarla.

Apoyé la espalda en el tronco del árbol y men-

talmente nos seguí. Vi cómo íbamos con paso largo y len-

to bajo el ramaje admirable de aquel parque prestigioso,

uno de los más prestigiosos del mundo, llegamos hasta un

estanque que era como un lecho de agua con una cabecera

arquitectónica de piedras ahumadas, entre las que se veían

estatuas representando la cruenta historia de Polifemo.

Nos apoyamos en la barandilla. Bajo el agua, entre los

troncos de las ninfeas, pasaban lentas carpas, grises. Allí

acabó mi amiga de contarme aquella historia que había

empezado con las palabras: "Este año vimos en Rusia..."

Lo que había visto, en un laboratorio, no era más que la

cabeza cortada de un perro que unos investigadores man-

tenían viva indefinidamente.

Al recordar todo esto desde allí, apoyado en el ár-

bol, no me detuve en los detalles del relato: me hundí en

la contemplación del silencio que lo siguió. Recordé cómo

había sostenido un momento la mirada de mi amiga, que

me dejó ver el fondo de sus ojos bajo sus cejas como dos

arcos solemnes, como el dintel de una cripta, y no res-

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Antología del cuento extraño

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pondí nada, no pregunté nada: cargué con la confidencia

de la soledad que descubrí en su espacio.

Después, todo aquello había resbalado en el ol-

vido: una estepa de olvido me había separado de aquel

mundo. Su realidad, llena de ignorancia, había dormido

bajo la impiedad helada de mi memoria, y de pronto

germinaba, se desarrollaba como la hoja del helecho, que

de una apretada voluta desenvuelve un minucioso encaje.

Quedé al fin liberado de la obsesión intrusa y la

dejé nuevamente hundirse en el olvido, pero nada más

que en sus detalles reales: todo aquello del paseo y de las

palabras que ella me dijo. El silencio ya entonces pertene-

cía al universo de ahora. A la ciudad de los misterios y las

maravillas, de los grandes experimentos, de las grandes

pruebas.

"Ella se había prestado voluntariamente..." A pe-

sar de ser por completo profano, todo me resultaba per-

fectamente claro, era muy sencillo, como repetía la

explicadora, era una simple acumulación de energía.

Había bastado amputar el cuerpo para regular infinite-

simalmente la economía del cerebro. En éste se guardaban

todos los datos obtenidos por aquél en el transcurso de

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Antología del cuento extraño

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una vida adulta, pues, claro está, el experimento no se po-

dría efectuar con individuos que no hubieran alcanzado

un grado de plena madurez si no quería correr el riesgo de

hacer evolucionar el cerebro sobre ciclos limitados, de

hacerle desplegar una energía de pensamiento meramente

funcional y pobre o defectuosa en el encadenamiento de

consecuencias. Tampoco se podría experimentar con in-

dividuos que hubiesen empezado ya a descender en la

curva (le la tensión vital, pues en ese caso el cerebro podía

haber acumulado datos impuros, efectos de una materia

decadente o relajada. La prueba tenía que efectuarse con

un organismo en su punto más alto de potencialidad,

pues sólo en ese momento es cuando el acto voluntario,

acto íntegramente espiritual, involucra las fuerzas vitales

y, por decirlo así, las arrastra y las lleva consigo.

No había formulado la explicadora absolutamente

nada de todo esto, pero se sobrentendía. Ella no hablaba

más que de la forma en que la cabeza era activada por la

energía de tres mil millones de voltios que equivalían

exactamente a la fuerza sumada de trescientos mil orga-

nismos, esto es, el cerebro perenne podía ser considerado

como el cerebro de trescientos mil cuerpos o más bien,

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Antología del cuento extraño

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como un cerebro de una potencia de trescientos mil. Po-

tencia que permanecía en su circuito sin sufrir descarga

alguna, evolucionando dentro de su unidad y mantenien-

do una actividad ilimitadamente generadora. Así esta

fuerza encerrada en sí misma multiplicaba sin parar uni-

dades de experiencia como se multiplican las células,

creando una reserva de respuestas para todas las cuestiones

posibles.

Trato de hacer comprensible, mediante una ex-

plicación ordenada y en lo posible lógica, la enajenación a

que me llevaba el comprender. Comprendía hasta la locu-

ra, veía hasta la ofuscación lo que había dentro de aquel

mecanismo vivo —muy lejos de ser una máquina—, que

era algo como una imprevisible floración fuera de las leyes

de la naturaleza, o más bien fuera de las leyes usuales,

pues sin una ley sobrenatural la armonía infinita de su se-

creto no seguiría desenvolviéndose. Habían sido necesa-

rias unas circunstancias materiales, unos cuantos detalles

contingentes como era el clima helado del interior del

armario que impedía que la materia perdiese su integri-

dad, como era aquella energía, implacable como el in-

somnio, que en todo momento podía hacerle abrir los

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ojos y atender, pero la ley, estaba en aquel acto que ella se

había prestado a efectuar voluntariamente.

Se había prestado: no había otro modo de decirlo,

porque a pesar de su abnegación total seguía perte-

neciéndose. No se pertenecía para sí misma, pero se per-

tenecía, puesto que permanecía en su voluntad. Era su

voluntad la que había llevado a aquella prisión a su me-

moria: su entendimiento no era más que como el azogue

del espejo, copiaba con pureza lo que se le ponía delante.

La extensión arenosa que poco antes había fran-

queado con esfuerzo, ahora se deslizó bajo mis pies in-

sensiblemente: llegué con facilidad, ingrave, hasta la ba-

rraca, pasé por el callejón, que estaba solitario, aunque

algo quedaba en él de la opresión anterior, pero atravesé

su oposición como cuando se va contra el viento: llegué

hasta el tablado. No creo haber tenido que subir las gra-

das; más bien me parece recordar que venía ya en un pla-

no que correspondía exactamente a la altura de los arma-

rios. Sin titubear toqué la manivela que provocaba la luz

lunar—, las chispas presurosas y el lento abrirse de la

puerta: ya ante ella, esperé que levantase los párpados.

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Antología del cuento extraño

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Abrió los ojos y en seguida vio que mi pregunta

no exigiría que moviese los labios; entonces alzó los pár-

pados con aquella amplitud desoladora que yo ya conocía

de otro tiempo y me dejó contemplar la cripta de su me-

moria, en la que un incesante laborar renovaba formas

infinitas.

Formas... Vi dentro de sus ojos como quien ve el

pasado en una esfera de cristal, nacer, morir, arder, pade-

cer, florecer formas que eran su forma, pero no una forma

que simplemente había tenido, sino una que había conce-

bido o logrado. Una forma sublime que estaba dentro de

ella y que era como si estuviese ante ella, porque ella, aun

teniéndola en sí la contemplaba y aun conteniéndola no la

poseía. Ella no podía poseer nada, porque se había presta-

do a sí misma voluntariamente, pues sólo a ese precio se

logra concebir la forma en que el pecado se redime, sólo al

precio de la abnegación, al precio del martirio se logra

hacer florecer las formas salvadas.

El espectro de su cuerpo actualizaba sin reposo

todos sus instantes anteriores, los que habían sido, como

los que no habían llegado a ser, pues ahora, en su mundo

potencial, todos eran lo mismo. Su cuerpo e staba allí,

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Antología del cuento extraño

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envuelto en el satén de tonos cambiantes que la ciudad

exigía; allí estaban sus manos, que se había alargado a las

copas cuando sus labios, ahora cerrados, habían accedido

a la sed y también se veía su voz, que había corrido por el

cauce de las canciones hasta desbordar. Todo estaba allí y

se repetía sin repetirse, todo giraba o rebrotaba, pero no

con la paz con que en el seno de Flora se repite el proyec-

to del lirio. No; todo reflorecía con la singularidad de la

pasión eterna.

La ingravidez que había notado en el camino llegó

a hacerme inestable como un globo sujeto por un hilo.

Sentí que cabeceaba; atraído por ella; temí caer en su

abismo o disiparme en su hueco. No intenté profanarla

con mi contacto, eso no; pero irresistiblemente me acer-

qué al espacio cúbico que la contenía. Mi frente tocó ape-

nas la zona helada, que era, no como su aliento, sino co-

mo la atmósfera de un mundo donde no es posible el

aliento, y en ese momento ya no vi más: perdí el sentido.

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11

El Ahorcado

AMBROSE BIERCE

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Una de las figuras más extrañas de la

literatura norteamericana, AMBROSE BIERCE

nació en el estado de Ohio, en 1842. Participó

en la guerra de secesión, cuyos episodios evocaría

más tarde en muchos de sus relatos. Cultivó el

cuento de terror, con menos fantasía que Poe,

pero con más refinada técnica. Se le ha

reprochado cinismo, morbosidad. Se le reconoce

capacidad de invención, estilo lúcido, amplio

dominio de los recursos del cuento. Desapareció

misteriosamente en 1913, en México convul-

sionado por las revoluciones.

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I

Desde un puente ferroviario de Alabama del Nor-

te, un hombre miraba las aguas que se deslizaban veloces

veinte pies más abajo. Tenía las manos detrás de la espal-

da, ceñidas las muñecas por una cuerda. Una soga atada a

una viga, sobre su cabeza, le rodeaba flojamente el cuello;

el seno de la soga pendía al nivel del sus rodillas. Algunos

tablones sueltos, colocados sobre los durmientes que sus-

tentaban las vías férreas, sosteníanle a él y a sus verdugos:

dos soldados rasos del ejército federal, dirigidos por un

sargento que, en tiempos de paz, podría haber sido ayu-

dante de sheriff. A corta distancia, y sobre la misma im-

provisada plataforma, había un oficial armado, con el uni-

forme correspondiente a su graduación: capitán. En cada

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Antología del cuento extraño

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extremo del puente, un centinela en posición de presentar

armas, es decir, con el fusil vertical frente al hombro iz-

quierdo, el percutor apoyado en el antebrazo, y éste hori-

zontal y rígido a través del pecho; posición solemne y an-

tinatural, que obliga a mantener el cuerpo erguido. En

apariencia, estos dos hombres no debían darse por entera-

dos de lo que ocurría en el centro del puente; se limitaban

a bloquear los dos extremos de la tablazón que lo atrave-

saba.

Detrás de uno de los centinelas no se divisaba a

nadie: las vías férreas penetraban rectamente en un bos-

que, en un trecho de cien yardas, y después se curvaban y

desaparecían. Más lejos, seguramente, habría un puesto de

avanzada. La opuesta margen del río era terreno despeja-

do, una suave cuesta coronada por una barrera de troncos

verticales, aspillerada para los fusiles, con una sola tronera

por donde asomaba la boca de un cañón de bronce que

dominaba el puente. En mitad de la cuesta, entre el puen-

te y el fuerte, estaban los espectadores: una compañía de

infantería de línea, en posición de descanso, las culatas de

los fusiles apoyadas en el suelo, los cañones ligeramente

inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las ma-

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Antología del cuento extraño

- 198 -

nos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la formación

había un teniente; la punta de su espada rayaba el suelo;

su mano izquierda descansaba sobre la derecha. Salvo el

grupo de cuatro hombres que ocupaban el centro del

puente, nadie se movía. Los soldados miraban con fijeza

el puente, pétreos e inmóviles. Los centinelas, apostados

en las márgenes del río, parecían estatuas. El capitán., de

brazos cruzados, silencioso, observaba la labor de sus su-

bordinados, pero sin hacer un gesto. La muerte es un per-

sonaje que, cuando viene precedido de anuncio, deben

recibir con formales manifestaciones de respeto aun aque-

llos que más familiarizados están con ella. En el código de

la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son otras

tantas formas de respeto.

El hombre cuya ocupación, en aquel instante, era

hacerse ahorcar, aparentaba unos treinta y cinco años.

Vestía de paisano, de hacendado, para ser más exactos.

Sus rasgos eran regulares: nariz recta, boca firme, frente

amplia, larga cabellera oscura peinada hacia atrás, que de-

trás de las orejas caía sobre el cuello de la chaqueta bien

ceñida al cuerpo. Tenía bigote y barba en punta, pero no

patillas; sus ojos eran grandes, de color gris oscuro, y abri-

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Antología del cuento extraño

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gaban una expresión bondadosa, sorprendente en quien,

como él, tenía la garganta ceñida por la soga. No era, evi-

dentemente, un asesino vulgar. Pero el código militar,

muy liberal en estas cosas, prevé la posibilidad de ahorcar

a toda clase de gentes, sin excluir a los caballeros.

Acabados los preparativos, los dos soldados se

apartaron llevándose los tablones que les habían servido

de sostén. El sargento volvióse hacia el capitán, saludó y se

colocó tras él; el oficial, a su vez, dio un paso a un costa-

do. Estos movimientos dejaron al reo y al sargento para-

dos en los extremos del mismo tablón, que atravesaba tres

durmientes. El extremo que sostenía al condenado tocaba

casi un cuarto durmiente; el peso del capitán había man-

tenido firme el tablón; ahora lo afianzaba el del sargento.

A una señal de aquél, el sargento daría un paso a un cos-

tado, se volcaría la tabla y el reo caería entre dos durmien-

tes. El condenado debió reconocer que el procedimiento

era simple y eficaz. No le habían cubierto la cara ni ven-

dado los ojos. Contempló un instante su "inseguro apo-

yo"; después dejó que su mirada vagase sobre el agua del

río que corría debajo. Llamóle la atención un pedazo de

madera flotante que danzaba en el agua, y sus ojos lo ob-

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Antología del cuento extraño

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servaron descender la corriente. ¡Con cuánta lentitud se

movía! ¡Qué arroyo perezoso!

Cerró los ojos, para fijar sus últimos pensamientos

en su esposa y sus hijos. El agua dorada por el sol matinal,

las melancólicas nubecillas de vapor allá lejos, junto a las

márgenes del río; el fuerte, los soldados, el leño flotante,

todas esas cosas lo habían distraído. Y ahora tuvo con-

ciencia de una nueva perturbación, que desintegraba el

recuerdo de sus seres amados. Era un sonido que no po-

día. ignorar ni comprender, una percusión aguda, neta,

metálica, como el golpe del martillo sobre el yunque del

herrero; una sucesión de notas tintineantes. Se preguntó,

qué era, y si estaba lejos o cerca, pues tanto parecía lo uno

como lo otro. Su ritmo era regular, pero lento como el de

las campanas que tocan a difunto. Aguardaba cada toque

con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los

intervalos de silencio se alargaron progresivamente; las

demoras se tornaron obsesivas. A medida que se volvían

más infrecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y

agudeza. Heríanle el oído como puñaladas; sintió miedo

de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj.

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Antología del cuento extraño

- 201 -

Abrió los ojos y nuevamente vio el agua a sus pies.

"Si pudiera desatarme las manos —pensó—, acaso tendría

tiempo para desceñirme la soga y zambullirme en el río.

Buceando, podría escapar a las balas, y nadando vigoro-

samente alcanzar la orilla, ganar el bosque y llegar a mi

casa. Las líneas del enemigo, gracias a Dios, no han reba-

sado mi casa; los invasores no han llegado aún a mi esposa

y mis hijos."

Mientras el cerebro del condenado, más que ela-

borar estos pensamientos que hemos intentado traducir

en palabras, los recibía como fugaces destellos, el capitán

hizo al sargento la señal convenida. El sargento dio un

paso a un costado.

II

Peyton Farquhar era un hacendado rico, perte-

neciente a una antigua y respetada familia de Alabama.

Siendo amo de esclavos y político, como todos los demás

esclavistas, era también naturalmente secesionista de al-

ma y ardoroso partidario de la causa sudista. Motivos de

fuerza mayor, que no es menester relatar aquí, le impi-

dieron sentar plaza en el valeroso ejército que luchó en

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Antología del cuento extraño

- 202 -

las desastrosas campañas cuya culminación fue la caída

de Corinth. La inactividad, sin embargo, acabó por

enardecerlo como una afrenta. Deseaba una válvula de

escape para sus energías, anhelaba la vida noble del sol-

dado y la oportunidad de distinguirse. Y estaba seguro

de que tarde o temprano se le presentaría la opor-

tunidad, como se presenta a todos en tiempo de guerra.

Entretanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le habría

parecido demasiado humilde, siempre que contribuyera

a la causa del Sur; ninguna aventura demasiado peligro-

sa, siempre que estuviera acorde con el carácter de un

paisano que, en el fondo de su corazón, era militar, y

que de buena fe y sin mayor discriminación estaba de

acuerdo, al menos en parte, con el aforismo que dice —

con evidente infamia— que en la guerra y en el amor

sólo importan los medios.

Una tarde, mientras Farquhar y su esposa estaban

sentados en un banco rústico, cerca de la entrada del par-

que, un jinete con uniforme gris llegó al portón y pidió

un vaso de agua. La señora Farquhar tuvo a honra el ser-

virle con sus propias manos.

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Antología del cuento extraño

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Mientras iba en busca del agua, su esposo se acer-

có al. polvoriento jinete y le preguntó con ansiedad que

noticias traía del frente.

—Los yanquis están arreglando las vías férreas —

respondió el hombre—, y se preparan para otro avance.

Han llegado al puente de Owl Creek. Lo repararon y alza-

ron una empalizada en la otra margen: —El comandante

publicó un bando y lo hizo clavar en todas partes. Dice

que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las vías

férreas, puentes, túneles o trenes será ahorcado sumaria-

mente. Yo mismo vi el bando.

—¿Qué distancia hay de aquí al puente de Owl

Creek?

—Unas treinta millas.

—Y de este lado del arroyo, ¿no hay fuerzas ene-

migas?

—Sólo un puesto avanzado, a media milla de dis-

tancia, . sobre el ferrocarril, y un centinela en la cabeza del

puente.

—Y si un hombre, un civil, un perito en ahorca-

duras —dijo Farquhar sonriendo—, eludiera el puesto de

avanzada y dominara al centinela, ¿qué podría hacer?

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Antología del cuento extraño

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El soldado reflexionó.

—Estuve allí hace un mes —repuso—. Observé

que la inundación del invierno último había acumulado

una gran cantidad de leños flotantes contra la primera

pila del puente. Ahora la madera está seca y arderá como

estopa.

La mujer trajo el agua, que el soldado bebió. Le

agradeció ceremoniosamente, hizo una reverencia a su

esposo y se marchó. Una hora después, ya entrada la no-

che, volvió a pasar por la plantación, rumbo al norte, de

donde había venido. Era un espía federal.

III

Al caer en línea recta entre las traviesas del puente,

Peyton Farquhar perdió el sentido, y fue como si perdiera

la vida. De ese estado vino a sacarle —siglos después, o tal

al menos le pareció el dolor de una fuerte presión en la

garganta, seguido por una sensación de sofoco. Agudos,

lacerantes alfilerazos irradiaban de su garganta y estreme-

cían hasta la última fibra de su cuerpo y de sus extremida-

des. Esas lumbraradas de dolor parecían propagarse a lo

largo de ramificaciones perfectamente definidas, y pulsar

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Antología del cuento extraño

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con periodicidad inconcebiblemente veloz. Eran como,

pequeños torrentes de fuego palpitante que calentaban su

cuerpo a una temperatura insoportable. En cuanto a su

cabeza, sólo experimentaba una sensación de congestión,

como si fuera a estallarle. Estas impresiones estaban desli-

gadas del pensamiento. La parte intelectual de su ser ya se

había desvanecido; sólo podía sentir, y sentir era el tor-

mento. Tenía conciencia de que se estaba moviendo. Ro-

deado por una nube luminosa, de la que era apenas el co-

razón incandescente, ya sin sustancia material, se balan-

ceaba en inconcebibles arcos de oscilación, como un vasto

péndulo. De pronto, con terrible subitaneidad, la luz que

lo rodeaba saltó disparada hacia arriba, y sintió el chapo-

teo de una zambullida. Un estruendo brutal palpitaba en

sus oídos, y todo estaba frío y oscuro. Recuperó la facul-

tad de pensar: comprendió que la soga se había cortado;

había caído al arroyo. La sensación de asfixia no aumentó:

el nudo que le apretaba el cuello lo sofocaba ya e impedía

que el agua llegara a sus pulmones. ¡Morir estrangulado

en el fondo de un río! La idea le pareció absurda. Abrió

los ojos en la negrura, y vio sobre su cabeza un fulgor, pe-

ro ¡cuán distante, cuán inaccesible! Seguía hundiéndose,

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porque la luz se tornaba más débil, cada vez más débil, has-

ta convertirse en mera vislumbre. Después comenzó a cre-

cer y abrillantarse, y adivinó que ascendía a la superficie...

Lo comprendió con disgusto, pues había empezado a ex-

perimentar una sensación de bienestar. "Ahorcado y aho-

gado —pensó—, vaya y pase; pero no quiero que me ba-

leen. No, no quiero que me baleen; no es justo."

No tuvo conciencia del esfuerzo, pero un agudo

dolor en las muñecas le advirtió que estaba tratando de

soltar sus manos. Prestó cierta atención indiferente al for-

cejeo, como un curioso que observa las proezas de un ju-

glar, sin interesarse mucho por el resultado. ¡Qué esplén-

dido esfuerzo! ¡Qué vigor magnífico y sobrehumano! ¡Ah,

valerosa empresa! ¡Bravo! La cuerda estaba rota; sus brazos

se abrieron y flotaron hacia arriba; las manos tornáronse

vagamente visibles a la luz que aumentaba. Con renovado

interés las observó precipitarse —primero una, después la

otra— sobre el nudo que le ceñía el cuello. Lo arrancaron

y lo echaron ferozmente a un costado, y las ondulaciones

de la soga le hicieron pensar en una culebra de agua.

—¡Átenla otra vez! ¡Átenla otra vez!

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Antología del cuento extraño

- 207 -

Creyó gritar estas palabras a sus manos. Porque a

la ausencia del nudo habían sucedido las más espantosas

ansias experimentadas hasta ese momento. El cuello le

dolía terriblemente; el cerebro lo sentía como incendiado;

el corazón, que hasta entonces había aleteado débilmente,

le pareció que daba un gran salto y buscaba salírsele por la

boca. Sentía todo el cuerpo atormentado y dilacerado por

insoportables ramalazos. Pero sus manos rebeldes no obe-

decían la orden. Golpeaban vigorosamente el agua, con

rápidas brazadas verticales, obligándole a salir a la superfi-

cie. Sintió emerger su cabeza; el pecho se le expandió con-

vulsivamente, y con un supremo estremecimiento de do-

lor sus pulmones aspiraron una gran bocanada de aire,

que expelió instantáneamente con un aullido.

Estaba ahora en plena posesión de sus sentidos.

Más aún, los sentía sobrenaturalmente aguzados y vi-

gilantes. Algo, dentro de la terrible perturbación de su

sistema orgánico, se los había exaltado y refinado a tal

punto que registraban cosas jamás percibidas anterior-

mente. Sentía los rizos del agua, escuchaba separadamente

el ruido que hacía cada uno de ellos al chocar contra su

cara. Miró el bosque en la margen del arroyo, vio los

árboles, las hojas, las nervaduras (le cada hoja... vio los

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Antología del cuento extraño

- 208 -

boles, las hojas, las nervaduras (le cada hoja... vio los in-

sectos que se movían en las hojas, las cigarras, las maripo-

sas multicolores, las arañas grises que tendían sus telas en-

tre una rama y otra. Percibió los colores prismáticos de las

gotas de rocío en millones de briznas de hierba. El—

zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los reman-

sos de la corriente, el chasquido de alas de las libélulas, los

golpes de las patas de las esquilas, como remos impulsan-

do un bote... Oía con perfecta claridad todos esos soni-

dos. Bajo sus ojos se deslizó un pez, y oyó el ruido que

hacía su cuerpo hendiendo el agua.

Había salido a la superficie, de espaldas al puente.

Un segundo más tarde el mundo visible pareció girar,

pausado, tomándolo a él como centro, y entonces vio el

puente, el fuerte, los soldados sobre el puente, el capitán,

el sargento, los dos soldados rasos, sus verdugos. Estaban

recortados en silueta contra el cielo azul. Gritaban y gesti-

culaban, señalándolo; el capitán había desenfundado su

pistola, pero no hizo fuego ; los otros estaban desarmados.

Sus movimientos eran grotescos y horribles, gigantesca su

estampa.

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Antología del cuento extraño

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Súbitamente oyó una detonación y algo chasqueó

en el agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole

la cara. Luego, un segundo estampido, y vio a uno de los

centinelas, fusil al hombro; una nubecita de humo brota-

ba del caño. El fugitivo vio el ojo de aquel hombre clava-

do en los suyos, detrás de la mira del fusil. Era un ojo gris,

y recordó haber leído alguna vez que los ojos grises eran

los más certeros, y que todos los tiradores famosos tenían

ojos grises. Éste, sin embargo, había errado.

Un remolino atrapó a Farquhar y lo hizo dar me-

dia vuelta; quedó mirando nuevamente el bosque de la

orilla opuesta al fuerte. Una voz clara y penetrante, que

entonaba una cantilena monótona, vibraba ahora a sus

espaldas y se deslizaba sobre el agua con una nitidez que

perforaba y mitigaba todos los otros ruidos, inclusive el

palpitar de las ondas contra su rostro. Aunque no era sol-

dado, había frecuentado los campamentos lo bastante pa-

ra comprender la significación terrible de ese canturreo

deliberado, arrastrado y lento. El teniente, en la orilla,

había resuelto intervenir en los acontecimientos matinales.

Cuán frías e inmisericordes, con qué entonación inexpresi-

va y tranquila, presagiando y afianzando la serenidad de

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Antología del cuento extraño

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los tiradores, cuán exactamente espaciadas cayeron aque-

llas crueles palabras:

—Atención, compañía... Preparen armas... Lis-

tos... Apunten... Fuego.

Farquhar buceó, se hundió todo lo que pudo. El

agua aullaba en sus oídos con la voz del Niágara, y aun

así, escuchó el trueno opaco de la salva, y al ascender a la

superficie halló en su camino relucientes fragmentos me-

tálicos, singularmente achatados, que bajaban oscilando

lentamente. Algunos lo tocaron en la cara y en las manos;

después se desprendieron y siguieron su descenso. Uno se

alojó entre el cuello de su camisa y la nuca; estaba des-

agradablemente tibio, y Farquhar lo arrancó de un tirón.

Al salir jadeando a la superficie, comprendió que

había estado mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo

había arrastrado en forma perceptible. Estaba cada vez

más cerca de la salvación. Los soldados acababan de cargar

nuevamente sus armas; las baquetas metálicas llamearon

simultáneamente a la luz del sol, al salir de las bocas de los

fusiles; describieron un círculo en el aire y desaparecieron

en las fundas. Los dos centinelas hicieron fuego nueva-

mente, por separado, mas sin puntería.

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Antología del cuento extraño

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El perseguido vio todo esto por sobre el hombro;

ahora nadaba vigorosamente a favor de la corriente. Su

cerebro funcionaba con tanta energía como sus brazos y

sus piernas. Sus pensamientos tenían la velocidad del re-

lámpago.

"El oficial —razonó— no repetirá ese error, tí-

pico del militar riguroso. Es tan fácil esquivar una an-

danada como un solo tiro. Probablemente ha ordenado

ya fuego a discreción. ¡Válgame Dios, no puedo eludir

todas las balas!"

A dos pasos (le distancia hubo un tremendo cha-

poteo, y luego un sonido penetrante y móvil, que pareció

propagarse de regreso al fuerte, y culminó en una explosión

que conmovió el río hasta sus profundidades. Una colum-

na de agua descendió sobre él, cegándolo, estrangulándolo.

El cañón participaba en el juego. Al asomar la cabeza en el

hervor del agua convulsionada, oyó el silbido del rebote, y

casi al mismo tiempo la bala tronchaba estruendosamente

los arbustos del bosque cercano.

"No volverán a equivocarse —pensó—. La pró-

xima vez usarán metralla. No debo perder de vista ese

cañón. El humo me servirá de advertencia; la detonación

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Antología del cuento extraño

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llega demasiado tarde, demora más que el proyectil. Es

un buen cañón."

Súbitamente sintió que giraba y giraba como un

trompo. El agua, las márgenes, el puente ahora distante, el

fuerte y los hombres, todo estaba mezcla(lo y confuso. De

los objetos, sólo percibía el color: bandas horizontales y

circulares de color. Giraba en el centro de un torbellino, y

la velocidad de rotación y de avance lo enfermaba y atur-

día. Pocos segundos más tarde fue lanzado sobre la grava,

al pie de la margen izquierda del río (la margen meridio-

nal) , detrás de una saliente que lo ocultaba a sus enemi-

gos. Lo volvieron a la realidad la súbita interrupción del

movimiento y el escozor de una de sus manos lacerada

por la arenilla. Lloró (le alegría. Hundió los dedos en la

arena, la derramó a puñados sobre su cabeza y la bendijo

en alta voz. Era como el oro, como una lluvia de

diamantes, rubíes, esmeraldas. Nada había más hermoso.

Los árboles de la ribera parecían gigantescas plantas de

jardín; notó en ellos un orden definido. Aspiró la fragan-

cia de sus flores. Entre los troncos brillaba una extraña luz

rosada, y el viento arrancaba de sus ramas la música de las

arpas eólicas. Peyton Farquhar no sintió deseos de per-

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Antología del cuento extraño

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feccionar su huida; se contentaba con permanecer en ese

lugar encantado hasta que volvieran a capturarlo.

Un zumbido, y luego un repiqueteo de metralla

que conmovió las altas ramas de los árboles, lo arrancaron

de su ensoñación. El frustrado artillero había disparado al

azar un cañonazo de despedida. Peyton Farquhar se in-

corporó de un salto, corrió por el declive de la ribera y se

internó en el bosque.

Anduvo todo el día, orientándose por el sol. El

bosque parecía interminable; no se veía un claro, ni si-

quiera una picada de leñadores. Nunca había creído vivir

en una comarca tan salvaje; la revelación tenía algo de

pavoroso.

Al caer la noche estaba postrado por la fatiga y el

hambre, con los pies llagados. El recuerdo de su esposa y

de sus hijos lo obligó a seguir. Por fin halló un camino, y

comprendió que iba en la dirección propicia. Era ancho y

recto como una calle de ciudad; sin embargo, parecía

intransitado. Ni campos cultivados lo bordeaban, ni habi-

tación alguna, ni el ladrido (le un perro sugería la pre-

sencia humana. Los troncos negros de los grandes árboles

formaban paredes verticales a ambos lados, convergiendo

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Antología del cuento extraño

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en un punto del horizonte, como un diagrama en una

lección de perspectiva. Alzó la vista y vio fulgir grandes

estrellas de oro, que le parecieron desconocidas y forma-

ban extrañas constelaciones. Abrigó la certeza de que esta-

ban agrupadas en un orden provisto de secreto y maligno

significado. Poblaban el bosque a ambos lados extraños

rumores: oyó, repetidamente, murmullos en un idioma

desconocido.

Le dolía el cuello. Al tocarlo con la mano lo notó

horriblemente hinchado. Adivinó un círculo negro don-

de lo había ceñido la cuerda. Sentía los ojos con-

gestionados; ya no podía cerrarlos. La sed le hinchaba la

lengua: la sed y la fiebre; para mitigarla, sacó la lengua al

aire fresco, entre los dientes. El césped de la intransitada

alameda era como una alfombra blanda. Ya no sentía el

camino bajo sus pies.

Indudablemente, a pesar del sufrimiento, se ha

quedado dormido mientras caminaba, porque ahora con-

templa otra escena... O quizá, simplemente, ha vuelto en

sí después de un delirio. Se halla ante la reja de su propia

casa. Todo está como lo dejó, todo brilla espléndido bajo

el sol matinal. Seguramente ha caminado toda la noche.

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Antología del cuento extraño

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Abre el portón, echa a andar por la amplia vereda blanca,

ve un revuelo de faldas; su mujer, fresca, bella y dulce,

baja (le la veranda a su encuentro. Al pie de la escalinata

se queda esperando, con una sonrisa de inefable alegría,

en una actitud de incomparable gracia y dignidad. ¡Cuán

hermosa es! Él avanza con los brazos abiertos. Y cuando

va a estrecharla, siente un golpe demoledor en la nuca;

una enceguecedora luz blanca fulgura a su alrededor, oye

un ruido semejante a un cañonazo... ¡Después todo es os-

curidad y silencio!

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cadáver, con

el cuello quebrado, se balanceaba suavemente entre los

maderos del viejo puente de Owl Creek.

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12

El Milagro Secreto

JORGE LUIS BORGES

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De la obra de JORGE Luis BORGES —

nacido en Buenos Aires en 1899— se ha dicho

que constituye una literatura aparte. En el ex-

tranjero es el autor argentino más apreciado. Entre

nosotros, moviliza una corriente cada vez más am-

plia de comentarios, elogios y censuras. Se le ha

acusado de practicar un juego erudito e intrascen-

dente, olvidando que sus temas son los que atañen

en forma permanente al destino humano: el tiem-

po y la eternidad, Dios, el misterio de la identidad

personal, la creación literaria. También se le adju-

dica la obligación (le interpretar el "espíritu na-

cional" y se le reprocha que no lo haga. Cierto

nihilismo burlón, propio de muchos argentinos,

constituye sin embargo un rasgo evidente de sus

narraciones: la eternidad, si existe para las almas,

es un dilatado período de aburrimiento; Dios, si

acaso existe, es un reflejo de otro reflejo, infinita-

mente inalcanzable; uno mismo puede llegar a

descubrir que es otro, y ese otro el enemigo más

odiado; la identidad personal es quizá una ilusión;

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Antología del cuento extraño

- 218 -

el autor de] Quijote es un oscuro escritor francés

de principios de este siglo; el verdadero Cristo es

judas.

Sólo una actividad humana —la creación lite-

raria— le parece digna, quizá, de la atención y la

piedad de un dios. Es el tema de este espléndido

relato.

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The story is well known of the monk

who, going out into the wood to meditate,

was detained there by the song of a bird for

three hundred years, which to his con-

sciousness passed as only one hour.

NEWMAN: A grammar of assent, note 3

La noche del catorce de marzo de 1939, en un

departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hla-

dík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una

Vindicación de la eternidad y de un examen de las indi-

rectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo

ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias

ilustres; la partida había sido entablada hace muchos si-

glos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero

se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas

y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el

sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles;

en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada;

el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y

no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En

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Antología del cuento extraño

- 220 -

ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia

y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unáni-

me, cortado por algunas voces de mando, subía de la

Zeltnergasse. Era el amanecer; las blindadas vanguardias

del Tercer Reich entraban en Praga.

El diecinueve las autoridades recibieron una de-

nuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík

fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blan-

co, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar

uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno

era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre

Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de

una protesta contra el Anschlus. En 1928, había tradu-

cido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Bars-

dorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado co-

mercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue

ojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos

estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que,, fuera de

su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en le-

tra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la pre-

eminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a

muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veinti-

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Antología del cuento extraño

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nueve de marzo, a las nueve a. m. Esa demora (cuya im-

portancia apreciará después el lector) se debía al deseo

administrativo de obrar impersonal y pausadamente, co-

mo los vegetales y los planetas.

El primer sentimiento de Hladík fue de mero te-

rror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la de-

capitación o el degüello, pero que morir fusilado era into-

lerable. En vano se redijo que el acto puro y general de

morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No

se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente

procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infini-

tamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la

misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Juiius

Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas for-

mas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado

por soldados variables, en número cambiante, que a veces

lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afronta-

ba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas

ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos po-

cos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminable-

mente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego

reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previ-

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siones; con lógica perversa infirió que prever un detalle

circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil

magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atro-

ces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran

proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de

algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que

éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razo-

naba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós;

mientras dure esta noche (y seis noches más) soy in-

vulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño

eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse.

A .veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga,

que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar.

El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los

altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la

imagen de su drama Los enemigos.

Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de

algunas amistades y de muchas costumbres, el problemá-

tico ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo

escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado

por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vis-

lumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la

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Antología del cuento extraño

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estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En

sus exámenes de la obra de Boehme, de Abenesra y de

Fludd, había intervenido esencialmente la mera aplica-

ción; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia,

la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez,

la Vindicación de la eternidad : el primer volumen histo-

ria las diversas eternidades que han ideado los hombres,

desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado mo-

dificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Brad-

ley) que todos los hechos del universo integran una serie

temporal. Arguye que no es infinita la serie de las posi-

bles experiencias del hombre y que basta una sola "repe-

tición" para demostrar que el tiempo es una falacia...

Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos

que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con

cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado

una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión

del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo

antología posterior que no los heredara. De todo ese pa-

sado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el

drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el ver-

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Antología del cuento extraño

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so, porque impide que los espectadores olviden la irrea-

lidad, que es condición del arte.)

Este drama observaba las unidades de tiempo, de

lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la bibliote-

ca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes

del siglo diecinueve.

En la primera escena del primer acto, un descono-

cido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una ve-

hemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una

apasionada y reconocible música húngara,) A esta visita

siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo

importunan, pero tiene la incómoda impresión de haber-

los visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo

halagan, pero es notorio —primero para los espectadores

del drama, luego para el mismo barón— que son enemi-

gos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra

detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, alu-

den a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Ku-

bin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, aho-

ra, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peli-

gros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se

ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el

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tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incohe-

rencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la

trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por

Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el

reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occi-

dental, el aire trae una apasionada música húngara. Apa-

rece el primer interlocutor y repite las palabras que pro-

nunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt

le habla sin asombro; el espectador entiende que Roe-

merstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha

ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive

y revive Kubin.

Nunca se había preguntado Hladík si esa tragico-

media de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual.

En el argumento que he bosquejado intuía la invención

más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus

felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbóli-

ca) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el

primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métri-

co de la obra le permitía examinarla continuamente, recti-

ficando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó

que aún le faltaban dos actos y que muy pronto iba a mo-

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Antología del cuento extraño

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rir. Habló con Dios en la oscuridad: Si de algún modo

existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo

como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese

drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un

año más. Otórgame esos días, Tú de quien son los siglos y

el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez

minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.

Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una

de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un biblio-

tecario de gafas negras le preguntó: Qué busca? Hladík le

replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en

una de las letras de una de las páginas de uno de los cua-

trocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los

padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he

quedado ciego buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio

los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver

un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík.

Éste lo abrió al azar. vio un mapa de la India, vertiginoso.

Bruscamente seguro, tocó una (le las mínimas letras. Una

voz ubicua le dijo: El tiempo de lu labor ha sido otorga-

do. Aquí Hladík despertó.

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Antología del cuento extraño

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Recordó que los sueños de los hombres pertene-

cen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas

las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y

no se puede ver quién las dijo. Se vistió; dos soldados en-

traron en la celda y le ordenaron que los siguiera.

Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto

un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad

fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escale-

ra de fierro. Varios soldados —algunos de uniforme des-

abrochado— revisaban una motocicleta y la discutían. El

sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro

minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík,

más insignificante que desdichado, se sentó en un mon-

tón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían

los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un

cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por

humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos.

El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si

él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la

mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...

El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie co-

ntra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió

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Antología del cuento extraño

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que la pared quedara maculada de sangre; entonces le or-

denaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absur-

damente, recordó las vacilaciones preliminares de los fo-

tógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes

de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento

vociferó la orden final.

El universo físico se detuvo.

Las armas convergían sobre Hladík, pero los

hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo

del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una

baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El

viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó

un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió

que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue ru-

mor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno,

estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha d e-

tenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se

hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prue-

ba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta

égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados

compartían su angustia; anheló comunicarse con ellos. Le

asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de

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Antología del cuento extraño

- 229 -

su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo inde-

terminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sor-

do. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la

sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado

no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes

que Hladík entendiera.

Un año entero había solicitado de Dios para ter-

minar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios

operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo

germánico, en la hora determinada, pero en su mente un

año transcurriría entre la orden y la ejecución de la orden.

De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resigna-

ción, de la resignación a la súbita gratitud.

No disponía de otro documento que la memoria;

el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso

un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran

y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la

posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias litera-

rias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el

tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto

dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las

repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia

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Antología del cuento extraño

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lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún ca-

so, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio,

el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó

su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió

que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert

son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias

de la palabra escrita, no de la palabra sonora. .. dio térmi-

no a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíte-

to. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Ini-

ció un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple des-

carga lo derribó.

Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a

las nueve y dos minutos de la mañana.

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13

El Cuento

del Padre Meuron

R. H. BENSON

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Clérigo anglicano convertido al catolicismo,

ordenado como tal, predicador de cierto renom-

bre, R. H. BENSON nació en Inglaterra en 1871.

Murió en 1914.

Escribió relatos de tendencia mística y

novelas históricas y modernas.

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El padre Meuron estuvo muy voluble durante la

cena del sábado. Soltaba exclamaciones; hacía ademanes;

sus vivos ojos negros centelleaban sobre sus rosadas meji-

llas; y yo nunca había visto sus cabellos tan erizados.

Estaba sentado en el lugar más alejado de la mesa,

que tenía forma de herradura, y yo pude, sin temor de ser

oído, hacer notar su regocijo al sacerdote inglés que estaba

a mi lado.

El padre Brent sonrió.

—Está ebrio de gloire —dijo—. A él le toca refe-

rir un cuento esta noche.

Eso lo explicaba todo.

Sin embargó, yo no tenía gran interés en oír su re-

lato. Abrigaba la convicción de que estaría lleno de oropel

y de doncellas que se desmayaban y terminaban sus días

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Antología del cuento extraño

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en un convento, bajo la dirección espiritual del padre

Meuron; y cuando él ascendió a la tribuna, yo busqué un

rincón penumbroso, un tanto apartado del semicírculo,

donde podría quedarme dormido, con sólo desearlo, sin

provocar comentarios.

En realidad, la narración me tomó totalmente

desprevenido.

Guando todos hubimos ocupado nuestros sitios, y

la pipa de Monseñor estuvo encendida, y el propio Mon-

señor estirado en su silla plegadiza, el francés comenzó su

historia. La relató en su propio

idioma, pero yo trataré de daros una versión tan

fiel como sea posible.

—Mi contribución a la serie de relatos —co-

menzó, sentado en el sillón de respaldo recto, en el centro

del círculo, un tanto apartado de mí—, mi contribución a

los relatos que van a referir estos buenos padres, es una

historia de exorcismo. He aquí una cuestión con la que no

estamos muy familiarizados actualmente los que vivimos

en Europa. Diríase, y yo así lo creo, que la gracia tiene

cierta facultad, acumulada en el transcurso de los siglos,

de saturar con su fuerza aun a los objetos del mundo fí-

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Antología del cuento extraño

- 235 -

sico. Por numerosas que sean las rebeldías de los hombres,

los sacrificios ofrecidos y las oraciones elevadas poseen la

facultad de refrenar a Satanás e impedir sus más formida-

bles manifestaciones. Aun en mi infortunado país, en este

momento, a pesar de la apostasía que se ha extendido am-

pliamente y del culto deliberado de Satanás, la gracia pal-

pita en el aire; y en efecto, rara vez sucede que un sacerdo-

te tenga que lidiar con un caso de posesión demoníaca.

En vuestra respetable Inglaterra también ocurre lo mismo;

la piedad sencilla de los protestantes ha mantenido vivo,

en cierta medida, el vigor del Evangelio. Aquí, en Italia,

las cosas son un tanto distintas. Las viejas potestades han

sobrevivido al asalto cristiano, y si bien no pueden vivir

en la santa Roma, hay rincones donde perduran.

Desde mi lugar vi que el padre Bianchi miraba

furtivamente al narrador, y creí leer en esa mirada un in-

voluntario asentimiento.

—Sin embargo — prosiguió el francés, desdeñan-

do majesmosamente encauzar por ahí su relato—, mi his-

toria no acaece en este continente, sino en la islita de La

Souffrière. Allá las circunstancias no son las de aquí.

Cuando yo estuve en la isla, el año 1891, era un baluarte

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Antología del cuento extraño

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de las tinieblas. La gracia, si bien se había apoderado del

corazón de los hombres, aún no había penetrado en la

creación inferior. ¿Comprenden? Había muchas santas

personas a quienes yo conocía, que frecuentaban los sa-

cramentos y vivían devotamente, pero no todos eran de

esa índole. Los antiguos ritos sobrevivían secretamente

entre los negros, y las tinieblas... ¿cómo diré?... la oscuri-

dad se corporizaba.

"No obstante, para los fines de mi relato..." El sa-

cerdote buscó posición más cómoda en su asiento y juntó

los dedos como si fueran instrumentos preciosos. Se

divertía enormemente, y yo comprendí que estaba prepa-

rándose para una revelación.

—Fue en 1891 —repitió— cuando fui allí, a

ocupar, con otro de nuestros Padres, la casa misional. No

les fastidiaré, caballeros, con el relato de nuestra llegada o

de lo sucedido en los meses siguientes, aunque muchas de

las cosas que vi me causaron asombro. Hasta aquel mo-

mento nunca me había parecido tan evidente el poder de

los Sacramentos. En los países civilizados, como ya he su-

gerido, el aire está cargado de gracia. Cada ser no es más

que una ola del profundo mar. Al que carece del favor de

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Antología del cuento extraño

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Dios no le falta Su gracia, presente en cada bocanada de

aire que respira. En torno a él, hay templos, hay personas

piadosas y religiosas; hay, a sus espaldas, siglos enteros de

plegarias. Los edificios mismos en que entra, como nos ha

explicado M. Huysmans, tienen la pátina de las oraciones.

Aunque sea una criatura malvada, está aún en la casa de

su Padre: y el retorno de la muerte a la vida no es, al fin y

al cabo, un cruce del abismo. Pero allá, en La Souffriére

no hay términos medios: todo es divino o satánico, negro

o blanco, cristiano o infernal. Uno está, por decirlo así, en

la ribera del mar, observando las rompientes de la gracia,

y cada una de ellas es un milagro. Les (ligo que he visto a

santos catecúmenos echar espumarajos por la boca, con

los ojos en blanco, al caer sobre ellos el agua salvadora y

salir de ellos lo que tenían en su interior. Como dice el

Evangelio: "Spiritus conturbavit illum: et elisus in terram,

volutabatur spumans."

El padre Meuron hico una nueva pausa.

Me interesó escuchar esta corroboración de evi-

dencias llegadas a mis oídos en otras ocasiones. Más de un

misionero me había contado lo mismo; y en sus relatos,

yo había vislumbrado un paralelo de aquellos que nos de-

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Antología del cuento extraño

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jaron los primeros predicadores de la fe cristiana en los

primitivos tiempos de la Iglesia.

—Yo era incrédulo, al principio —continuó el

clérigo—, hasta que vi esas cosas con mis propios ojos.

Un viejo sacerdote de la misión reprendió mi increduli-

dad. "Eres ignorante —me dijo—; aún tienes las ínfulas

de los recién salidos del seminario." Y sus palabras, amigos

míos, eran justas.

"Un lunes por la mañana, estando reunidos en

consejo, advertí que aquel viejo sacerdote tenía algo que

decir. Se llamaba M. Lasserre. Guardó el más absoluto

silencio hasta que quedaron resueltos todos los asuntos de

poca monta, y entonces se encaró con el Padre Rector.

"—Monseñor ha escrito —dijo—, y me ha otor-

gado el permiso necesario para realizar esa diligencia que

usted conoce, padre mío. Y me ordena llevar conmigo

otro sacerdote. Solicito que sea el padre Meuron quien

me acompañe. Este joven y celoso misionero necesita

una lección.

"El padre Rector me miró con una sonrisa —yo

estaba alelado—, y luego miró al padre Lasserre y asintió

con la cabeza, dándole su venia.

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Antología del cuento extraño

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"—El padre Lasserre le explicará todo —dijo, in-

corporándose para rezar las oraciones.

"El buen padre me explicó todo, como había di-

cho el Padre Rector.

"Al parecer, se trataba de un exorcismo. Una mu-

jer que vivía con su madre y con su esposo, dijo el padre

Lasserre, había sido afligida por el demonio. Era una cate-

cúmena, y durante varios meses se mostró muy devota y

todo marchó perfectamente hasta que el demonio lanzó

ese... ese asalto contra su alma. El padre Lasserre visitó a la

mujer, la examinó y envió su informe al obispo, solicitán-

dole permiso para exorcizarla; y ese permiso había llegado

por la mañana.

"No me atreví a decir al sacerdote que estaba

errado, y que se trataba de un ataque (le epilepsia. Yo

había leído algunos libros, para adquirir conocimientos

médicos, y todo lo que entonces oí pareció confirmar mi

diagnóstico. Los síntomas estaban ahí, fáciles de descifrar.

¿Qué quieren ustedes? —El padre Meuron hizo nueva-

mente aquel pequeño gesto de que hablé antes—. En m¡

juventud, yo sabía más que todos los Padres de la Iglesia.

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Antología del cuento extraño

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¡Aquellos achaques de endemoniados no eran más que

afección al cerebro, sueños y fantasías!

Y si los exorcismos parecían dar resultado en esas

gentes, ello era el efecto que ejercía en su imaginación la

solemnidad del rito. Nada más."

Rió con feroz ironía.

—¡Ustedes lo saben todo, caballeros!

Mis deseos de dormir se habían esfumado por

completo. El sacerdote francés era más interesante de lo

que yo pensara. Su aparatosidad se había disipado. Su voz

temblaba un poco, mientras denunciaba su propio en-

greimiento, y empecé a preguntarme cómo se había pro-

ducido ese cambio en su estado de ánimo.

—Salimos aquella tarde —dijo, retomando el hilo

de su relato—. La mujer vivía en el extremo más lejano de

la isla, a un par de horas de viaje, quizá, porque el terreno

era accidentado; y mientras caminábamos por el sendero,

el padre Lasserre me contó algo más del caso.

"Al parecer, la mujer blasfemaba. (El yo incons-

ciente, pensé para mis adentros, tal como lo ha explica-

do M. Charcot. Una reafirmación del antiguo hábito de

la mujer.)

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Antología del cuento extraño

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"Echaba espuma por la boca, y ponía los ojos en

blanco. (Una afección cerebral, me dije.)

"Le inspiraba terror el agua bendita; y tan fiera-

mente se debatía, que nadie osaba echársela. (Porque le

han enseñado a tenerle miedo, argüí.)

"Y el buen padre hablaba, mirándome de reojo a

las veces, y yo sonreía para mis adentros, convencido de

que era un viejo simple, que no había estudiado los nue-

vos libros.

"Se tranquilizaba después del anochecer, me dijo,

y consentía en comer un poco. Casi todos sus ataques se

producían al mediodía."

"Al oírlo, sonreí nuevamente. Yo conocía el mo-

tivo. El calor la afectaba. Era natural —lo afirmaba la

ciencia— que al caer la tarde se sosegara. Si fuese el poder

de Satanás el que la dominaba, seguramente se pondría

más furiosa en la oscuridad que en la luz. Así lo declaran

las Escrituras.

"Algo de esto dije al Padre Lasserre, como si se

tratara de una pregunta, y él me miró.

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Antología del cuento extraño

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"—Tal vez, hermano —dijo—, ella esté más có-

moda en la oscuridad y tema la luz, y por eso se apacigua

cuando se pone el sol.

"Yo torné a sonreír para mis adentros. ¡Cuánta

piedad!, me dije. ¡Y cuánta simpleza!

"La casa donde vivían aquellos tres seres estaba un

poco apartada de las demás. Era una vieja barraca a la que

se habían mudado una semana antes, porque los vecinos

ya no podían soportar los gritos de la mujer. Y nosotros

llegamos antes de que anocheciera.

"Era una tarde opaca, pesada y agobiante, y al

avanzar por el sendero vi, a la izquierda, entre la maraña

de árboles, la montaña humeante. Nos rodeaba un gran

silencio, no se agitaba el viento, y cada hoja se recortaba

en acero contra el cielo colérico.

"Luego vimos el techo del cobertizo, allá abajo, y

una nubecita de humo que escapaba por un agujero, pues

no había chimenea.

"—Nos sentaremos un rato aquí, hermano —dijo

mi amigo—. No entraremos en la casa hasta que anochezca.

"Sacó su breviario y empezó a rezar sus maitines y

laudes, sentado en un tronco caído, al costado del sendero.

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Antología del cuento extraño

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"Todo estaba muy silencioso en torno. Yo expe-

rimentaba terribles distracciones, porque era hombre

joven y me sentía muy excitado; y aunque estaba con-

vencido de que no vería otra cosa que un ataque de epi-

lepsia, no es ésta cosa agradable de ver. Pero finalizaba

mi primer nocturno cuando vi que el Padre Lasserre des-

viaba la vista del libro.

"Estábamos sentados a unas treinta yardas del te-

cho de la cabaña, construida en una depresión del terreno,

de suerte que el techo de la misma quedaba al nivel del

terreno en que nos hallábamos sentados. Debajo, había

un pequeño espacio abierto, liso, de unas veinte yardas de

ancho, y más allá se extendía nuevamente el bosque, y

luego el humo de la aldea contra el cielo. Vi, también, el

brocal de un pozo, junto al cual había un cubo; y parado

junto a éste un hombre, un negro, muy erguido, con una

vasija en la mano.

"Aquel sujeto se volvió en el instante en que yo mi-

raba en su dirección; nos vio, y dejó caer la vasija, y yo al-

cancé a ver sus dientes blancos. El Padre Lasserre se incor-

poró y se llevó el dedo a los labios, asintió una o dos veces

con la cabeza, señaló al oeste, donde el sol iba tocando el

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horizonte, y el individuo respondió, a su vez, con un mo-

vimiento de cabeza, y se inclinó para recoger la vasija.

"La llenó con el agua del balde y regresó a la casa.

" Miré al Padre Lasserre, y él devolvió mi mirada.

"—Dentro de cinco minutos —dijo—. Ése es el marido.

¿No le ha visto las heridas?

"Sólo le había visto los dientes, repuse, y mi ami-

go meneó nuevamente la cabeza y se dispuso a concluir su

nocturno."

El Padre Meuron hizo una nueva pausa dra-

mática. Su rostro rubicundo parecía un poco más pálido

que de costumbre a la luz de las bujías, aunque no había

contado aún nada capaz de justificar su aparente horror.

Evidentemente, algo se avecinaba.

El Rector se inclinó hacia mí y susurró, poniendo

la mano a modo de pantalla, y en relación con lo que el

francés había referido minutos antes, que ningún sacerdo-

te está autorizado a pronunciar un exorcismo sin especial

consentimiento de su obispo. Yo asentí y le di las gracias.

Los ojos del Padre Meuron recorrieron el círculo

de oyentes con un fulgor terrible. Entrelazó las manos y

prosiguió:

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—Cuando no se veía del sol más que el rojo borde

sobre el mar, bajamos á la casa. El sendero llegaba a la al-

tura del techo del cobertizo; después se replegaba y des-

cendía, pasaba ante la ventana y desembocaba frente al

cobertizo.

"Al pasar frente a aquella ventana, en pos del Pa-

dre Lasserre, que llevaba su bolsa con el oficionario y el

agua bendita, miré furtivamente, pero no vi otra cosa que

el resplandor del fuego. Y no se oía ruido alguno. Eso me

pareció terrible.

" La puerta estaba cerrada cuando llegamos, y al

alzar la mano el Padre Lasserre, oyese en el interior un

aullido de bestia.

"Llamó a la puerta, y me miró.

"—No es más que epilepsia —dijo, y al decirlo

sus labios se arrugaron."

El Padre Meuron se interrumpió nuevamente y

nos miró a todos con sonrisa irónica. Después entrelazó

las manos por debajo de la barbilla, como un hombre ate-

rrorizado.

—No les diré todo lo que vi —prosiguió— cuan-

do encendimos la vela y la pusimos sobre la mesa; apenas

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les contaré una pequeña parte. De lo contrario, queridos

amigos, no tendrían buenos sueños...como no los tuve yo

aquella noche.

"Pero la mujer estaba sentada en un rincón, junto

al fuego; los brazos atados con cuerdas al respaldo de una

silla, y las piernas amarradas, también, a las patas de la

misma silla.

"Caballeros, esa criatura ya no parecía una mujer.

El aullido del lobo brotaba de sus labios, pero en ese au-

llido había palabras. Al principio no comprendí, hasta que

empezó a hablar en francés... y entonces sí comprendí...

¡Dios mío!

"La espuma le caía de la boca como si fuera agua,

y sus ojos... Pero, ¡vamos! Yo me eché a temblar cuando le

vi los ojos, empecé a volcar el agua bendita y tuve que po-

nerla sobre la mesa, junto a las velas. Había un plato de

carne sobre la mesa, carnero asado según creo, y una

hogaza de pan. ¡Recuerden eso, caballeros! ¡Esa carne y ese

pan! Y parado allí, torné a decirme, como quien hace una

profesión de fe, que no era más que un caso de epilepsia,

o en el peor de los casos, de locura.

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Antología del cuento extraño

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"Amigos míos, probablemente pocos de entre us-

tedes conozcan la fórmula del exorcismo. No figura en el

Ritual ni en el Pontifical, y yo mismo no puedo recordar-

la. Pero empezaba así."

El francés se incorporó y quedó de espaldas al fue-

go, con el rostro en sombra.

—El Padre Lasserre estaba aquí, donde yo estoy,

con su sobrepelliz y su estola, y yo a su lado. Ahí, donde

está mi sillón, estaba la mesa cuadrada, al alcance de la

mano, con el pan, la carne, el agua bendita y la vela. De-

trás de la mesa estaba la mujer; su esposo al lado de ella, a

la izquierda, y la anciana madre ahí —señaló a la derecha

con la mano—, ¡sobre el piso! Rezando su rosario y llo-

rando... ¡llorando!

"Cuando el Padre estuvo dispuesto, después de

decir unas palabras a los otros, me indicó por señas que

alzara nuevamente el agua bendita —en aquel instante la

posesa estaba tranquila, y la roció.

"Cuando levantó la mano, ella alzó los ojos, y

había en ellos una expresión de terror, como si fueran a

golpearla, y al caer las gotas saltó hacia adelante, y la silla

saltó también. Su marido se abalanzó sobre ella y arrastró

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la silla al punto de partida. Pero, ¡oh, Dios mío! era terri-

ble verlo: sus dientes brillaban como si estuviera sonrien-

do, pero las lágrimas corrían por su cara.

"Entonces ella gimió como un niño dolorido.

Como si el agua bendita la abrasara; alzó los ojos y clavó

la mirada en su hombre, como rogándole que enjugara

las gotas.

"Y mientras sucedía todo esto, yo seguía dicién-

dome que no era otra cosa que el terror de su mente por

el agua bendita... que era imposible que estuviese poseí-

da por Satanás... que no era más que locura...¡locura y

epilepsia!

"El Padre Lasserre siguió rezando sus oraciones, y

yo dije Amén, y después recitó un salmo —Deus in

nomine tuo salvum me fac— y después vino la primera

exhortación al espíritu impuro, ordenándole que saliera,

en nombre de los Misterios de la Encarnación y la Pasión.

"Caballeros, puedo jurarles que entonces sucedió

algo, aunque no sé exactamente qué. La confusión se

apoderó de mí, y una especie de oscuridad. No vi na-

da...Era como si estuviese muerto."

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Antología del cuento extraño

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El sacerdote alzó una mano temblorosa para enju-

garse la traspiración de la frente. Un profundo silencio

reinaba en el aposento. Miré a Monseñor, y vi que tenía la

pipa a dos centímetros de la boca, que sus labios colgaban

flojos y laxos, y que tenía los ojos fijos.

—Cuando recuperé la noción de las cosas, el Pa-

dre Lasserre leía, en los Evangelios, cómo Nuestro Señor

dio autoridad a Su Iglesia para echar a los espíritus malig-

nos; y su voz no tembló una sola vez.

—¿Y la mujer? —exclamó la voz ronca del Padre

Brent.

—¡Ah! ¡La mujer! ¡Dios mío! No lo sé. No la mi-

ré. Yo miraba el plato que estaba sobre la mesa; pero, por

lo menos, ella había dejado de gritar.

"Terminada la lectura de los Evangelios, el Padre

Lasserre me dio el libro.

"—¡Bah! ¡Padre! —dijo—. No es más que epi-

lepsia, ¿verdad?

"Luego me llamó con la mano, y lo seguí, lle-

vando el libro, hasta que estuvimos a un paso de la mu-

jer. Pero yo no podía tener quieto el libro, temblaba,

temblaba..."

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Antología del cuento extraño

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El Padre Meuron extendió la mano. —Temblaba

así, caballeros.

"Él me arrebató el libro, brusco y colérico.

"—Retírese —dijo, poniendo el libro en la mano

del esposo.

"—Eso es —dijo.

"Me refugié tras la mesa y me apoyé en ella.

"Entonces el Padre Lasserre... ¡Dios mío! ¡Qué coraje el de

ese hombre!, colocó sus manos sobre la cabeza de la

mujer. Ella alzó los dientes para morder, pero él era

demasiado fuerte, y luego él leyó en el libro la segunda

exhortación al espíritu impuro.

"—Ecce crucum Domini! ¡He aquí la Cruz del

Señor! ¡Huid, huestes adversas) ¡El león de la tribu de Ju-

dá ha prevalecido)

"Caballeros —aquí el francés extendió las ma-

nos—, yo que estoy aquí puedo decirles que algo ocurrió,

aunque sólo Dios sabe qué. Yo, sólo sé esto: que cuando

la mujer gritó y se arrastró por el piso, la llama de la vela

tomó por un instante el color del humo. Me dije que era

el polvo levantado por el forcejeo, el sucio aliento de la

enferma. Sí, caballeros, yo pensé lo mismo que ustedes

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Antología del cuento extraño

- 251 -

piensan ahora. ¡Bah! No es más que un ataque de epi-

lepsia, ¿verdad, señores?"

El viejo Rector se inclinó hacia adelante con gesto

reprobatorio, pero el francés gesticulaba y echaba fuego

por los ojos; hubo un murmullo en la sala, y el anciano

sacerdote tornó a reclinarse en su asiento, y apoyó la bar-

billa en la mano.

—Luego hubo una oración. Escuché: Oremus,

pero no me atreví a mirar a la mujer. Yo tenía los ojos cla-

vados en el pan y la carne; eran la única cosa limpia en

aquella habitación terrible. Susurré para mis adentros:

"Pan y carne, pan y carne". Pensé en el refectorio de la

casa misional,

Vi que las manos del francés subían y bajaban,

contraídas, y que apretaba los labios contra los clientes

para impedir que temblaran. Tragó saliva una o dos veces.

—Señores, juro por el Dios Todopoderoso que

esto es lo que vi. Yo tenía los ojos clavados en el pan y la

carne. Estaban ahí, bajo mis ojos, y sin embargo, vi tam-

bién al buen Padre Lasserre inclinarse nuevamente hacia

la mujer, y comenzar: Exorciso te...

"Y entonces ocurrió eso... eso...

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Antología del cuento extraño

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"El pan y la carne se corrompieron en gusanos an-

te mis ojos..."

El Padre Meuron se lanzó hacia adelante, giró so-

bre sus talones y se desplomó en su asiento, mientras los

dos sacerdotes ingleses que estaban más cerca se incorpo-

raban de un salto.

Pocos minutos más tarde pudo decir que todo

había terminado bien; que después de uno o dos inciden-

tes que me tomo la libertad de omitir, se advirtió que la

mujer había recobrado el dominio (le su persona; y que el

aparente paroxismo de la naturaleza que acompañara las

palabras del tercer exorcismo se desvaneció tan pronto

como había venido.

Luego fuimos a rezar las oraciones nocturnas y

fortalecernos contra el poder de las tinieblas.

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El Horla

GUY DE MAUPASSANT

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GUY DE MAUPASSANT nació en 1850.

Novelista, cuentista, una de las expresiones más

altas del naturalismo, discípulo de Flaubert, em-

pieza a escribir a los treinta años; en diez más, re-

velan—do gran capacidad de trabajo, publica

veintisiete tomos de cuentos o novelas. Recorde-

mos algunos títulos: Boule—de—Suif, Bel—Ami,

Fort comme la Mort. Enloquece en 1891 y muere

dos años más tarde, absolutamente desvinculado

de la realidad exterior, quien fué uno de sus más

penetrantes observadores.

Se ha dicho que la enfermedad mental de

Maupassant sigue un proceso que puede reco-

nocerse en sus cuentos de tema fantástico escritos

a partir de 1883. Entre esos relatos que al mismo

tiempo son documentos de la desintegración de

un gran espíritu— quizá el más impresionante es

El Horla. Maupassant escribió (los versiones. Ésta

es la primera, que data de 1886.

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El doctor Marrande, el más ilustre y eminente de

los alienistas, había rogado a tres colegas y a cuatro sabios

en ciencias naturales que vinieran a pasar una hora en la

casa de salud que dirigía, para mostrarles uno de sus en-

fermos.

Y cuando sus amigos estuvieron reunidos, les dijo:

—Os voy a someter el caso más extraño e inquie-

tante que haya encontrado jamás. Por otra parte, nada

tengo que deciros de mi paciente. Él mismo hablará.

Llamó entonces el doctor a uno de sus criados, y

éste hizo entrar a un hombre. Era muy delgado, de una

delgadez cadavérica, semejante a la de ciertos locos a

quienes devora un pensamiento, porque el pensamiento

enfermo devora, más que la fiebre o la tisis, la carne del

cuerpo.

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Antología del cuento extraño

- 256 -

Y después de saludar, cuando todos se sentaron,

dijo el hombre:

—Señores, sé por qué os han reunido aquí, y es-

toy dispuesto a contaros mi historia, como me lo ha roga-

do mi amigo el doctor Marrande. Durante mucho tiempo

él me creyó loco. Ahora duda. Dentro de poco todos vo-

sotros sabréis que mi espíritu es tan sano, lúcido y clarivi-

dente como el vuestro, desdichadamente para mí, para

vosotros y para la humanidad entera.

Pero quiero comenzar por los hechos mismos,

hechos muy simples. Helos aquí:

Tengo cuarenta y dos años. Soy soltero, mi for-

tuna es suficiente para vivir con cierto lujo. Habitaba una

finca en las márgenes del Sena, en Biessard, cerca (le

Rouen. Me gustan la caza y la pesca. Detrás de la finca,

encima de los grandes peñascos que domina mi casa, se

extiende el bosque de Roumare, uno de los más hermosos

de Francia, y al frente tenía yo uno (le los ríos más bellos

del mundo.

Mi casa es vasta, pintada de blanco por afuera,

alegre, antigua, y está en el centro de un gran jardín con

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Antología del cuento extraño

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árboles magníficos, que se extiende hasta el bosque, esca-

lando los enormes peñascos de que os he hablado.

Mi servidinubre se compone, o, mejor dicho se

componía de un cochero, un jardinero, un ayuda de cá-

mara, una cocinera y una costurera, que era al mismo

tiempo una especie de ama de llaves. Todos ellos habían

vivido en mi casa entre diez y dieciséis años, me conocían,

conocían mi morada, el país, todo lo que me rodeaba.

Eran servidores buenos y tranquilos. Y eso tiene impor-

tancia para lo que voy a decir.

Debo agregar que el Sena, que bordea mi jardín,

es navegable hasta Rouen, como sin duda lo sabéis voso-

tros, y que diariamente yo veía pasar grandes navíos de

vela o de vapor, procedentes de todos los rincones del

mundo.

Ahora bien, de pronto —de ello hizo un año el

pasado otoño— me sentí asaltado de extraños e inex-

plicables malestares. Al principio fue una especie (le in-

quietud nerviosa, que me tenía despierto noches enteras,

en un estado tal de sobreexcitación que el menor ruido

me hacía estremecer. Mi carácter se agrió. Experimentaba

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Antología del cuento extraño

- 258 -

cóleras repentinas e inexplicables. Llamé a un médico,

quien me recetó bromuro de potasio y duchas.

Empecé, pues, a darme duchas por la mañana y

por la tarde, y a tomar bromuro. Y pronto, en efecto, re-

cobré el sueño, pero un sueño más espantoso que el in-

somnio. Apenas me acostaba, cerraba los ojos y me sumía

en la nada. Sí, caía en la nada, en una nada absoluta, en

una muerte del ser entero, de la que venía a arrancarme

bruscamente, horriblemente, la sensación atroz de un pe-

so agobiador sobre el pecho, y de una boca que posada en

la mía me sorbía la vida. ¡Oh, qué sobresaltos! No conoz-

co nada más espantoso.

Figuraos un hombre que duerme, y a quien ase-

sinan, y que se despierta con un cuchillo en la garganta, y

que agoniza cubierto de sangre, y que va a morir, y que

no comprende... ¡eso es!

Yo enflaquecía de un modo inquietante, conti-

nuo; y advertí bruscamente que mi cochero, que era muy

gordo, comenzaba a enflaquecer como yo. Por fin le pre-

gunté:

—¿Qué tienes, Jean? Estás enfermo. Él respondió:

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Antología del cuento extraño

- 259 -

—Creo que he contraído la misma enfermedad

que mi amo. Son mis noches las que destruyen mis (lías.

Pensé, entonces, que había en la casa una in-

fluencia febril debida a la vecindad del río, y estaba dis-

puesto a marcharme por espacio de dos o tres meses (a

pesar (le que estábamos en plena temporada de caza)

cuando un pequeño y extraño suceso, observado por ca-

sualidad, me deparó una serie de descubrimientos tan in-

verosímiles, fantásticos y terribles, que decidí quedarme.

Teniendo sed, un atardecer, bebí medio vaso de

agua v observé que la garrafa colocada sobre la cómoda,

frente a mi cama, estaba llena hasta el tapón de cristal.

Durante la noche tuve una de esas pesadillas atro-

ces de que ya os he hablado. Encendí la bujía, dominado

por espantosa angustia, y al querer beber de nuevo, adver-

tí con estupor que la garrafa estaba vacía. No podía creer a

mis ojos. O bien alguien había entrado en mi cuarto, o

bien yo era sonámbulo.

Al atardecer del día siguiente, quise hacer la

misma prueba. Cerré con llave mi puerta para estar segu-

ro de que nadie podría entrar en mi cuarto. Me dormí, y

más tarde desperté, como me ocurría todas las noches. El

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Antología del cuento extraño

- 260 -

agua que viera con mis propios ojos, dos horas antes,

había desaparecido.

¿Quién la había bebido? Yo, sin duda, y sin em-

bargo, estaba seguro, absolutamente seguro, de no haber-

me movido en el transcurso de mi profundo y doloroso

sueño.

Entonces recurrí a diversas tretas para conven-

cerme de que no era yo quien, inconscientemente, reali-

zaba esos actos. Una tarde coloqué junto a la garrafa una

botella de burdeos añejo, una taza (le leche, que detesto, y

unos pasteles de chocolate, que me gustan mucho.

El vino y los pasteles permanecieron intactos. La

leche y el agua desaparecieron. Día a día cambié las bebi-

das y los alimentos. Aquello no tocó jamás las cosas sóli-

das, compactas, ni bebió otra cosa que leche fresca y, so-

bre todo, agua.

Pero una duda punzante permanecía en mi es-

píritu. ¿No era yo mismo quien me levantaba, sin tener

conciencia, y bebía aun las cosas detestables, puesto que

mis sentidos debilitados por el sueño sonambúlico podían

modificarse, perder sus repugnancias habitúales y adquirir

gustos nuevos?

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Antología del cuento extraño

- 261 -

Utilicé entonces, contra mí mismo, un nuevo ar-

did. Envolví en cintas de muselina blanca todos los obje-

tos que infaliblemente era menester tocar, y no contento

con eso, los cubrí con una servilleta de batista.

Después, antes de acostarme, me embadurné con

grafito las manos, la boca y los bigotes.

Al despertarme, advertí que todos los objetos

permanecían inmaculados, a pesar de haber sido tocados,

ya que la servilleta no estaba en la misma posición en que

yo la dejara; además, el agua y la leche habían desapareci-

do. Ahora bien, era imposible que alguien hubiese entra-

do por la puerta, cerrada con doble llave, o por la ventana,

a la que por prudencia había puesto un candado.

Entonces me formulé esta pregunta temible:

¿quién era el que de este modo se acercaba a mí todas las

noches?

Quizá, señores, os he contado todo esto con de-

masiada rapidez. Os veo sonreír, ya habéis formado vues-

tra opinión: "Es un loco". Quizá debí describiros más mi-

nuciosamente las emociones de un hombre sano de espíri-

tu que, encerrado en su cuarto, ve cómo detrás del vidrio

de una jarra ha desaparecido, mientras él dormía, un poco

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Antología del cuento extraño

- 262 -

de agua. Debí haceros comprender esa tortura, renovada

todas las noches y todas las mañanas, y aquel sueño in-

vencible, y aquellos despertares aún más atroces.

Pero prosigo.

De pronto, el milagro cesó. Nada volvió a des-

aparecer en el interior de mi cuarto. Aquello se acabó.

Empecé a mejorar. Había recobrado mi buen humor,

cuando supe que uno de mis vecinos, el señor Degit, se

hallaba exactamente en el mismo estado en que me en-

contrara yo. Una vez más pensé en una pestilencia que se

hubiera extendido por el país. Mi cochero, muy enfermo,

se había marchado un mes antes.

Había transcurrido el invierno, y empezaba la

primavera. Una mañana me paseaba cerca de mis rosales

cuando vi, claramente, cerca de mí, quebrarse el tallo de

una de las rosas más bellas, como si la hubiese cogido una

mano invisible; y después la flor describió la curva que

habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca, y per-

maneció suspendida en el aire transparente, sola, inmóvil,

espantable, a tres pasos de mis ojos.

Presa de un terror insensato, me lancé sobre la flor

con intención de apresarla. No encontré nada. Había des-

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Antología del cuento extraño

- 263 -

aparecido. Entonces me asaltó una cólera furiosa contra

mí mismo. Un hombre serio y razonable no puede permi-

tirse semejantes alucinaciones.

Mas, ¿era en verdad una alucinación? Busqué el

tallo de la rosa. Y lo encontré en seguida recién cortado,

en el arbusto, entre otras dos rosas que habían permaneci-

do sobre la rama Y las rosas que yo había visto con toda

claridad eran tres. Entré en mi casa con el alma trastorna-

da. Seño—res, escuchadme, estoy tranquilo. Yo no creía

en lo sobrenatural, aún hoy no creo, mas a partir de aquel

momento estuve seguro, tan seguro como lo estoy de la

existencia del día y de la noche, de que había cerca de mí

un ser invisible que me había visitado, que después me

había abandonado, y que ahora regresaba.

Un poco más tarde tuve la prueba.

En primer lugar, empezaron a estallar todos los

días entre los criados furiosas reyertas por mil motivos en

apariencia fútiles, pero llenos de sentido para mí.

Un vaso, un buen vaso de Venecia, se quebró so-

lo, en pleno día, sobre el aparador del comedor. El ayuda

de cámara acusó a la cocinera, y ésta a la costurera, y ella

no sé a quién.

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Antología del cuento extraño

- 264 -

Puertas cerradas por la noche aparecían abiertas

por la mañana. Todas las noches, en la antecocina, roba-

ban la leche. ¡Ah!

¿Qué era? ¿Cuál era su naturaleza? Una curiosidad

tensa, mezcla de cólera y temor, me tenía día y noche en

un estado de extrema agitación.

Pero una vez más volvió la tranquilidad a la casa,

y una vez más creí que todo había sido una pesadilla,

cuando ocurrió lo siguiente:

Era el 20 de julio, a las nueve de la noche. Hacía

mucho calor; había dejado mi ventana abierta de par en

par, la lámpara encendida sobre la mesa, alumbrando un

tomo de Musset abierto en la página de L a N o c h e d e

M ayo y me había reclinado en un gran sillón, donde

acabé por dormirme.

Habré dormido unos cuarenta minutos. De pron-

to abrí los ojos, despertado por no sé qué sensación confu-

sa y extraña. En el primer momento no vi nada; después,

bruscamente, me pareció que una página del libro acaba-

ba de volverse por sí sola. Ni un soplo de aire entraba por

la ventana. Me sentí sorprendido; esperé. Unos cuatro

minutos más tarde vi, sí señores, vi con mis propios ojos

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Antología del cuento extraño

- 265 -

cómo otra página giraba y caía sobre la anterior, como si

un dedo invisible hojeara el libro. Mi sillón parecía vacío,

pero adiviné quién estaba allí. ¡Era él! De un salto atravesé

el cuarto para sorprenderlo, para tocarlo, para atraparlo, si

era posible... Pero el sillón, antes de que yo llegara, se vol-

có, como si alguien huyera de mí; la lámpara también ca-

yó y se apagó, quebrándose el tubo; y la ventana, empuja-

da bruscamente como si un malhechor la hubiese aferrado

al tratar de salvarse, chocó violentamente contra su mar-

co... ¡Ah!...

Me lancé sobre la campanilla y la agité. Cuando

apareció el ayuda de cámara, le dije:

—He derribado todo y he roto varias cosas. Trái-

game una luz.

Aquella noche ya no pude dormir. Y, sin em-

bargo, aun era posible que hubiese sido juguete de una

ilusión. En el despertar, los sentidos permanecen ofusca-

dos. ¿No había sido yo mismo' quien derribara el sillón y

la lámpara, al precipitarme como un loco a través de la

habitación?

¡No, no era yo! Estaba completamente seguro. Y,

sin embargo, habría querido creerlo. Esperad. ¡El Ser!

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Antología del cuento extraño

- 266 -

¿Qué nombre podía darle? El Invisible. No, eso no basta-

ba. Lo he bautizado el Horla. ¿Por qué? Yo mismo lo ig-

noro. El Horla, pues, ya no me abandonó. Día y noche

tuve la sensación, la certeza de la presencia de ese vecino

insaciable, y también la certeza de que se apoderaba de mi

vida, hora a hora, minuto a minuto.

La imposibilidad de verlo me exasperaba. Encendí

todas las luces de mi casa, como si aquella claridad pudie-

se descubrirlo.

Y por fin lo vi.

No me creéis. Y sin embargo, lo he visto.

Yo estaba sentado ante un libro cualquiera, sin

leerlo, pero al acecho, con todos mis sentidos sobre-

excitados, al acecho de aquel a quien sentía cerca de mí.

Sin duda, allí estaba. Pero, ¿dónde? ¿Qué hacía? ¿Cómo

llegar hasta él?

Frente a mí, mi cama, una vieja cama de roble con

dosel. A la derecha, la chimenea. A la izquierda, la puerta,

que yo había cerrado cuidadosamente. Detrás, un gran

armario con espejo, que utilizaba todos los días para afei-

tarme y para vestirme, y en el cual acostumbraba mirarme

de la cabeza a los pies cada vez que pasaba delante.

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Antología del cuento extraño

- 267 -

Pues bien, fingí leer para engañarlo, porque él

también me espiaba, y de pronto sentí con total certeza

que él leía por encima de mi hombro, que estaba allí,

rozándome la oreja.

Me incorporé y me di vuelta con tanta rapidez

que estuve a punto de caer. ¡Y bien... ! Se veía todo perfec-

tamente, como en pleno día... ¡y no me vi en el espejo! El

espejo estaba vacío, claro, lleno de luz. Mi imagen no se

reflejaba... Y yo estaba frente a él... ¡Yo veía el gran cristal,

límpido de arriba abajo! Y miraba aquello con ojos enlo-

quecidos, y no osaba avanzar un paso más, sintiendo que

él estaba entre nosotros, él, y que se me escaparía una vez

más, y que su cuerpo imperceptible había absorbido mi

reflejo.

Sentí terror. Y de pronto comencé a verme en el

fondo del espejo, como envuelto en una bruma o cubierto

por el agua; y me pareció que ese velo de agua se deslizaba

de izquierda a derecha, lentamente, precisando mi imagen

segundo tras segundo. Era como el fin de un eclipse.

Aquello que me ocultaba no parecía tener contornos ne-

tamente definidos; era como una opaca transparencia que

se aclarase poco a poco.

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Antología del cuento extraño

- 268 -

Por fin pude percibir mi imagen por completo, tal

como la percibo todos los días al mirarme al espejo.

Lo había visto. Y aún me estremece el espanto que

me produjo.

Al día siguiente vine aquí, y rogué que me permi-

tieran quedarme.

Y ahora, señores, termino.

El Dr. Marrande, después de haber dudado mu-

cho tiempo, se resolvió a efectuar un viaje, él solo, a aque-

llos lugares.

Y en este momento, tres de mis vecinos padecen el

mismo mal que yo padecí. ¿No es cierto? —Es cierto —

respondió el médico.

—Usted les ha aconsejado que todas las noches

dejaran agua y leche en su cuarto, para comprobar si des-

aparecían. Así lo hicieron. Y esos líquidos, ¿han desapare-

cido, como en mi casa?

El médico respondió con solemne gravedad: —

Han desaparecido.

—Entonces, señores, un ser, un ser nuevo, que sin

duda se multiplicará muy pronto como nosotros nos

hemos multiplicado, acaba de aparecer sobre la tierra.

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Antología del cuento extraño

- 269 -

Ah, ¡sonreís! ¿Por qué? Porque este ser permanece

invisible. Pero el ojo humano, señores, es un órgano tan

elemental que apenas puede distinguir lo que es indispen-

sable a nuestra existencia. Lo que es demasiado pequeño

se le escapa, lo que es demasiado grande se le escapa, lo

que está demasiado lejos se le escapa. Ignora los millones

de diminutos seres que viven en una gota de agua. Ignora

los habitantes, las plantas y el terreno de los astros veci-

nos. Ni siquiera ve lo que es transparente.

Colocad ante él un cristal perfecto; no lo dis-

tinguirá y se lanzará contra él, como el pájaro encerrado

dentro de una casa que se golpea la cabeza contra los vi-

drios. Por consiguiente, no ve cuerpos sólidos y

transparentes, que, sin embargo, existen; no ve el aire que

respiramos, no ve el viento, que es la fuerza más potente de

la naturaleza, y derriba a los hombres, abate los edificios,

arranca de cuajo los árboles, levanta el mar en montañas de

agua que desmoronan los acantilados de granito.

¿Qué tiene de asombroso que no veamos un ser

nuevo, a quien sólo falta, sin duda, la propiedad de refle-

jar los rayos luminosos?

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Antología del cuento extraño

- 270 -

¿Acaso podéis ver la electricidad? Y, sin embargo,

la electricidad existe.

Ese ser, a quien yo he llamado el Horla, también

existe.

¿Quién es? Señores, es aquel a quien la tierra

espera, después del hombre. Es el que viene a des-

tronarnos, a esclavizarnos y someternos, quizá a alimen-

tarse de nosotros, como nosotros nos alimentamos de las

vacas y los jabalíes.

Desde hace siglos es presentido, temido y anun-

ciado. El temor de lo Invisible siempre ha perseguido a

nuestros padres.

Él ha llegado.

Era de él de quien nos hablaban todas las leyendas

de hadas, de gnomos, de vagabundos del aire insaciables y

malignos; de él, presentido por el hombre ya inquieto y

tembloroso.

Y cuando vosotros mismos, caballeros, hacéis to-

das esas cosas que practicáis desde hace algunos años, y

que llamáis hipnotismo, sugestión, magnetismo, es a él a

quien anunciáis y profetizáis.

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Antología del cuento extraño

- 271 -

Os digo que ha llegado. Ambula inquieto como

los primeros hombres, ignorando aún su fuerza y su po-

tencia, que pronto —demasiado pronto— llegará a co-

nocer.

Y he aquí, señores, para terminar, un fragmento

de un periódico que ha llegado a mi poder, y que procede

de Río de Janeiro. Leo: "Una especie de epidemia de locu-

ra parece reinar desde hace algún tiempo en la provincia

de Sao Paulo. Los habitantes de varias aldeas se han salva-

do abandonando sus tierras y sus casas, y pretenden haber

sido perseguidos por vampiros invisibles que se alimentan

de su aliento mientras ellos duermen y que, por lo demás,

no beberían otra cosa que agua y, a veces, leche".

Y debo agregar que pocos días antes del primer

ataque de ese mal al que estuve a punto de sucumbir, re-

cuerdo perfectamente haber visto pasar un gran barco bra-

sileño, de tres palos, con su pabellón desplegado... Os he

dicho que mi casa está a orillas del agua... Toda blanca...

Sin duda él estaba oculto en ese barco...

Señores, nada más tengo que decir.

El Dr. Marrande se levantó y murmuró:

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Antología del cuento extraño

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—Yo tampoco. No sé si este hombre está loco, o

si lo estamos los dos... o si... nuestro sucesor realmente ha

llegado.

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15

El Enfermo

J. F. SULLIVAN

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Los mejores cuentos fantásticos no pertene-

cen a los autores más famosos (recuérdense las ti-

bias incursiones de Dickens o Walter Scott) .

Donde ellos suelen fracasar, escritores más os-

curos consiguen a veces dejar por lo menos un

relato memorable. Quizá sea éste el caso de J. F.

SULLIVAN, de quien no hemos podido obtener

datos biográficos. Sabemos solamente que "El

Enfermo" se publicó por primera vez en 1894, en

lá revista londinense "Strand Magazine" —la

misma que hizo célebre a Sherlock Holmes— y

que Dorothy Sayers lo recogió en su antología

Great Short Stories of Detection, —Mystery and

Horror.

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El único que guardaba silencio en nuestra table

d'hóte era un hombre muy alto, devorado por la inquie-

tud, que pasaba sin tocarlas la mayoría de las fuentes que

se le ofrecían, y jugueteaba con las escasas migajas que

comía, como si apenas advirtiera su presencia en el plato.

Estaba sentado con el ceño fruncido, dolorosamente pre-

ocupado, y a todas luces sumido en sus propios pensa-

mientos. El alemán satisfecho que estaba junto a él, aco-

dado sobre la mesa, mondándose los dientes con una ma-

no y llevándose con la otra a la boca grandes cucharadas

de picadillo de carne, se esforzaba, en su bien masticado

inglés, por hacerle intervenir en la conversación, pero su

flaco interlocutor contestaba sólo con monosílabos, o no

daba respuesta alguna.

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Antología del cuento extraño

- 276 -

Pero de pronto, mientras el alemán, con nume-

rosos bufidos y gorgoteos, sorbía de su cuchara el helado,

cuyo bol descansaba en la palma de su mano (sus codos,

por supuesto, estaban siempre encima de la mesa), el taci-

turno se volvió hacia él y le dijo:

—Creo que será mejor que empiece a preparar su

maleta. De lo contrario, le faltará tiempo cuando llegue el

telegrama.

—¿Telegrama? —dijo el alemán, en cuya gargan-

ta las palabras, el helado y un traga de vino disputaban la

supremacía—. ¿Qué telegrama? ¿Cuál telegrama?

—¡Oh! Sus almacenes de Hamburgo, usted sabe...

el incendio... —Se interrumpió bruscamente y dijo—:

¡Ah, me olvidaba!... estaba pensando en voz alta, eso es

todo.

El alemán se atoró, tragó saliva, resopló y farfulló

más que antes aún, pero su apremiante interrogatorio no

obtuvo respuesta de su vecino; y por último, engullendo

al mismo tiempo un higo, un trozo de queso, un men-

drugo de pan y un sorbo de vino, se arrancó la servilleta

del cuello y salió del comedor, tosiendo indignado.

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Antología del cuento extraño

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Al día siguiente no vi al hombre delgado. Pero a

medianoche me despertaron un ruidoso pataleo y estentó-

reos gritos que sonaban en los corredores, seguidos de to-

ses y estertores que se apagaron al descender la escalera, y

reaparecieron en los escalones del pórtico. Era el alemán,

que se marchaba en el tren nocturno. A la mañana si-

guiente, durante el desayuno, me enteré por el camarero

de que el alemán había regresado a Hamburgo después de

recibir un telegrama. Al parecer, había mostrado gran in-

quietud y agitación, y el botones le oyó hablar consigo

mismo, muy excitado, de un incendio.

Aquella noche, como quien cumple un deber, me

encaminé al Casino; en el peristilo hallé al hombre delga-

do, que, con los brazos a la espalda, iba y venía muy len-

tamente; el cigarro que sostenía entre los dientes estaba

irremediablemente apagado. sin que él lo notara. Lo tiró

de súbito y entró apresuradamente en el teatro; pero no

parecía oír el concierto, y al cesar la música se incorporó,

murmurando:

—¡Vamos a ver cómo pierde sus siete mil libras

ese pobre diablo!

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Se acercó febril a las mesas y fue rectamente a la

segunda de la derecha, donde uno dé los jugadores apos-

taba pequeñas pilas de monedas de oro... veinte pilas en

cada tiro. En aquel momento acababa de ganar con la pila

más alta, acertando un pleno, y de ese modo había au-

mentado considerablemente sus anteriores ganancias.

—Yo le aconsejaría que dejase de jugar ahora —

dijo el hombre delgado, parándose junto a la silla del ju-

gador; pero éste se limitó a mirarlo fijamente y siguió

distribuyendo sus pilas de monedas en toda la mesa.

—¡Hum! Nadie puede impedírselo, naturalmente

—insistió el hombre delgado—. ¡Pero no diga que no le

previne!

Salió el cero; y el jugador (que desdeñaba las

apuestas menores) perdió todas sus pequeñas pilas; pero

siguió jugando: plenos, calles, cuadros, semiplenos; y nue-

vamente salió el cero, y allá se fueron sus montones de

monedas. Entonces el jugador apostó una pila muy alta al

cero... y el cero n o salió; y así prosiguió hasta que desapa-

reció todo su rimero de monedas, y cambió luego billete

tras billete hasta que no le quedó ninguno. Entonces se

incorporó lentamente, contempló con furia al hombre

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delgado, miró al groupier más próximo con una sonrisa

espectral y desapareció (más tarde supe que había perdido

siete mil libras) .

El hombre delgado comenzaba a interesarme. Co-

locó una moneda de a manque, cinco francos y ganó; re-

pitió dos veces la apuesta y ganó; apostó dos veces a passe,

y ganó. Quince o veinte veces jugó a color, a par o impar,

y nunca dejó de ganar. Después apostó al negro las quince

o veinte monedas de cinco francos que había ganado, di-

ciéndole a un croupier:

—Esta vez perderé —y el negro perdió. Colocó la

moneda original en un pleno: el 15. Salió el 15. Dejó so-

bre la mesa los 175 francos que ganara y apostó su mone-

da de 5 francos al 9. Salió el 9.

Los demás jugadores habían comenzado a reparar

en él. Apostó discretamente al 1; varios lo siguieron y ju-

garon al mismo número. Salió el l. Dos veces repitió el

procedimiento con otros números —y otros lo imita-

ron—, y esos números ganaron. Los croupiers cambiaron

miradas y murmuraron unas pocas palabras entre sí. Uno

de los chefs se levantó de su alta silla y se encaminó hacia

el ganador con intención de hablarle; pero el ganador ya

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no estaba allí. Sus apuestas y ganancias, sin embargo,

permanecían sobre la mesa, donde las había dejado. El

chef recorrió las salas buscando al hombre delgado, pero

en ninguna parte pudo hallarle. Yo lo había visto retirarse

sosegadamente cuando el croupier gritó: "¡Uno!", y salir

en silencio de la sala.

A la mañana siguiente, después del desayuno, el

hombre delgado estaba fumando un cigarrillo en la terraza

del hotel, y una curiosidad irresistible me impulsó a

hablarle.

—Debo felicitarlo por la suerte que tuvo anoche

—le dije.

—¡Suerte, señor! —replicó el enjuto individuo sin

apartar la mirada del pavimento. Su voz era sorda

y en extremo dolorosa, desprovista de toda espe-

ranza—. No es suerte, sino mala suerte... ¡condenada ma-

la suerte, señor!

Ciertamente no pareció dar usted mucha im-

portancia a su éxito, a juzgar por la manera en que aban-

donó sus apuestas y ganancias. Supongo que sabe usted

que ganó una suma considerable, ¿verdad?

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—¿Si lo sé? Oh, perfectamente. —¿Y no llama

suerte a eso?

—No le llamo suerte, sencillamente porque no es

suerte, y la suerte nada tiene que ver en ello —replicó el

hombre delgado, mirándome lúgubremente—. Es certeza,

y no otra cosa. Lamento mucho decirlo, pero sé con anti-

cipación qué número va a salir.

—¿Qué? ¿Siempre?

—Siempre, sí... ¡maldito sea! ¡Ésa es mi cruz, señor!

¿Cree usted que habría abandonado mi cómodo hogar para

venir a mezclarme con un montón de_ extranjeros charla-

tanes, si el médico —¡un rayo lo parta!— no me lo hubiese

ordenado? ¿Es eso lo que sugiere mi aspecto?

—Bueno, no; debo admitir que no. En todo caso,

confío en que su salud se restablecerá rápidamente. —No

lo creo, señor. Cuando uno es lo bastante necio como para

contraer alguna dolencia que los médicos no conocen, es

difícil quitársela de encima. No me extrañaría que este

malhadado conocimiento del futuro perdurase hasta que...

—¿Conocimiento del futuro? Pero eso no puede

considerarse una enfermedad...

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—¿Ah, no? ¡Ya lo creo que es una enfermedad, se-

ñor! Es anormal, ¿verdad? Bueno, lo que es anormal es

una enfermedad, ¿cierto?

—Pero —dije yo—, ¿no le parece una enferme-

dad extraordinariamente inusitada?

—Por supuesto —replicó el hombre delgado—, y

eso empeora las cosas:

—Pero, ¿cuál es su origen?

—¿Cuál había de ser? Esa dolencia elegante, que

hoy está tan de moda: el agotamiento nervioso. Exceso de

trabajo, señor, que trae por consecuencia una sobreexcita-

ción de los tejidos cerebrales... ésa es la jerga del caso. Le

digo que es una enfermedad, señor; supongo que los anti-

guos profetas la padecieron; de todas maneras, yo la pa-

dezco, y le aseguro que no me gusta nada. Vine aquí para

ver si el cambio de aire me sanaba.

—Le ruego que me perdone —dije—, pero su

caso es tan peculiar e interesante, que me veo obligado a

preguntarle cuáles fueron las primeras manifestaciones

del mal.

—¡Oh! Lo de siempre: me sentía cansado y de-

primido... no podía dormir... carecía de energía... me era

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imposible fijar las ideas. Un día, de pronto, cuando al-

guien me preguntó si creía que iba a durar el buen tiem-

po, respondí, con gran sorpresa de mi parte: "No, mañana

a las tres de la tarde comenzará a llover y seguirá lloviendo

toda la noche." Yo sabía que ocurriría así, señor; y cuando

mi pronóstico se cumplió, me asaltaron muy diversos sen-

timientos.

"En el primer momento me sentí sorprendido, lue-

go asustado, después satisfecho; pero al fin prevaleció el

miedo. No era una sensación agradable, señor; procuré

convencerme de que no era más que una fantasía; pero las

cosas pasaban como yo las preveía, y me vi obligado a creer.

"Pues bien,, señor, supongo que usted pensará:

¡Qué maravilloso, tener un poder semejante! ¡Qué ventaja

magnífica! Pero ¿lo es realmente? Créame, señor, su opi-

nión sería otra si estuviera en mi lugar. ¡Ventaja, señor!

¿Le parece una ventaja prever todas las cosas desdichadas y

horribles que le van a ocurrir a uno dentro de varios años,

quizá, y aguardarlas y pensar continuamente en ellas hasta

que ocurran? Es malo recordar una pasada desdicha cuan-

do sus consecuencias aún persisten, pero muchísimo peor

es verla anticipadamente, ¡verla crecer y crecer como un

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tren expreso que avanza desde lejos para aplastarlo a uno

como una mosca!

"¿Cómo? ¿Qué dice usted? `Que esa enfermedad

tiene ciertas ventajas prácticas.' Pero ¿de qué sirven, señor,

cuando uno sabe todo lo que va a pasarle? Yo no quiero

riquezas, señor; si las tuviera, no sabría qué hacer con

ellas. Tengo lo suficiente para satisfacer todas mis necesi-

dades: y tampoco quiero poder, señor, ni influencia; quie-

ro estar tranquilo y vivir la vida, ¿y cómo diablos puede

estar tranquilo y vivir la vida un hombre afligido por el

don (le la profecía? Le aseguro que mi conocimiento del

futuro es como una pesadilla; y me torna maligno y ven-

gativo; la única aplicación interesante que hallo a mi do-

lencia es preocupar a la gente hasta hacerle perder el seso.

Usted, señor, por ejemplo, se sentiría muy incómodo —y

es poco decir— si yo le contara lo que va a sucederle de-

ntro de unos tres años. Pero de eso le haré gracia; y ya tie-

ne motivo para estarme muy agradecido.

Traté de sonreír con divertida incredulidad, pero

no pude lograrlo. Ladeé levemente mi sombrero e hice dar

un alegre brinco a mi cigarro, para demostrar mi indiferen-

cia; pero pronto volví a enderezar aquél, y permití que el

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cigarro volviera a su seria posición acostumbrada. Di la es-

palda al hombre delgado y entré en la sala de lectura; tomé

un ejemplar del Galignami, y me senté; y tardé cinco mi-

nutos en comprender que sostenía el periódico al revés.

Entonces me levanté abruptamente, me dirigí

de nuevo hacia el hombre delgado, y mirándolo con

fijeza le dije:

—Le agradeceré que me diga... —pero al llegar a

la última palabra mi voz pareció a punto de extinguirse, y

concluí de este modo—:... la hora.

El hombre delgado sonrió de un modo mefistq-

félico: sabía perfectamente que yo no había ido a pregun-

tarle la hora. Con súbita y violenta resolución de no hacer

el tonto, comencé a hablar una vez más sobre lo ocurrido

en la mesa de ruleta.

—La gente del Casino —dije— estará intrigada.

—Sí —contestó—. ¡Los administradores se están ocu-

pando en el asunto, y parecen bastante inquietos! Uno de

ellos vendrá a visitarme esta tarde para traerme un cheque

por el importe de mis ganancias y preguntarme qué pien-

so hacer. Por supuesto, han comprendido que puedo

arruinarlos si me lo propongo; pero mi conducta los ha

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desconcertado. Anoche,, con sólo quererlo, habría podido

hacer saltar la banca en todas las mesas... pero no es ése

mi propósito. Quiero fastidiarlos. Si es usted un hombre

curioso, le invito a presenciar la entrevista.

Acepté ansiosamente... Cualquier cosa, con tal de

distraerme. Después del almuerzo acompañé al hombre

delgado a su cuarto y quince minutos más tarde vino el

camarero para anunciar que un caballero deseaba hablarle.

—Hágalo subir —dijo. El visitante entró.

—¿Usted está ansioso. .. muy ansioso por conver-

sar conmigo? —dijo el hombre delgado sentándose có-

modamente en su sillón—. Le escucho, pues; mi amigo,

aquí presente, no nos estorba; puede hablar libremente en

su presencia.

El visitante titubeó, y por fin dijo:

—He traído a Monsieur las ganancias que olvidó

anoche en la mesa. Este cheque...

—¡Ah, muchas gracias! —dijo el hombre delga-

do—, pero en este momento no lo necesito. Si quiere us-

ted guardármelo... o, mejor aún , destinarlo a beneficio de

los pobres de los alrededores... ¿eh?

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El alto empleado del Casino parecía azorado y se

pasaba los dedos por la barba. Hubo un silencio,

embarazoso para el funcionario; el hombre delgado, en

cambio, se esforzaba por reprimir una sonrisa.

—¿Monsieur se propone quedarse mucho tiempo

en Montecarlo? —preguntó el alto empleado, muy incó-

modo.

—Pues... Aún no lo he decidido, en realidad —

repuso alegremente el hombre delgado, mesas? —Bueno,

tampoco me he trazado ningún plan sobre ese particular.

El alto empleado seguía acariciándose la barba con

los dedos, desolado; la expresión de ansiedad de su rostro

era evidente y dolorosa. Miró primero al hombre delgado

y después a mí.

—Monsieur podría... este... ¿quizá estaría dis-

puesto a aceptar un pequeño convenio con respecto a su

partida? —dijo por fin y con voz un tanto ronca—. La

administración siempre es liberal y...

—Oh, no—necesito dinero —respondió jovial-

mente el hombre delgado—. Ya lo habrán adivinado uste-

des anoche, cuando abandoné mis ganancias.

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—¡Eso es cierto, a fe mía! —dijo el funcionario—.

Pero la verdad es que... Monsieur parece gozar de muy

buena estrella... una chance extraordinaria...

—Suerte, quiere decir usted, por supuesto. Pero

no se trata de suerte, mi querido señor; es, simplemente,

conocimiento del futuro... Eso es todo. ¿Quiere tener la

bondad de clavar la mirada en la esquina de esa casa de la

costanera? Yo le diré quiénes van a pasar por ahí antes de

que aparezcan. Un hombre gordo con abrigo pardo... ahí

lo tiene usted; tres señoras y un perrito... ahí están; un

policía y un gendarme, llevando un paquete blanco; un

perro blanco; ahora pasará una mujer con una gran cesta.

No había la menor posibilidad de que el hombre

delgado pudiera ver a los peatones antes de que aparecie-

ran por detrás de la casa. El alto empleado del Casino pa-

lideció y se rascó la nariz.

—Ya ve usted —prosiguió el hombre delgado que

no es "suerte". ¡Diablos, ojalá lo fuese! Bueno, quizá se le

haya ocurrido a usted que puedo predecir cada uno de los

lances de las salas de juego —clavaba los ojos centelleantes

en el funcionario (cuyo rostro parecía más alargado por la

consternación que reflejaba), y parecía sonreír inte-

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riormente mientras hablaba—, que puedo comunicar ese

conocimiento a otros... a todos los concurrentes a las salas

de juego. .. ¿no es así? Podría hacer saltar la banca de to-

das las mesas, todos los días, hasta que ustedes se vieran

obligados a cerrar el negocio; piense en eso, mi querido

señor... ¡cállese! Podría barrer con todo, sin más trámite;

¡saque usted la cuenta! ¿O ya lo ha hecho?

Era indudable que el alto empleado lo había

hecho; estaba mortalmente pálido, y sus ojos parecían los

de un loco; el hombre delgado, entretanto, sonreía ale-

gremente, erguido en su silla, y no le quitaba la mirada de

encima.

—Pero... indudablemente... Monsieur... mon

Dieu... ¿Monsieur es tan duro de corazón como para tra-

zarse un plan tan terrible? ¿Hemos ofendido a Monsieur

de algún modo? Estamos a las órdenes de Monsieur.

Cualquier cosa que podamos hacer para serle gratos...

cualquier cosa... ¡estamos a su disposición! ¿Monsieur

querría aceptar una participación en la empresa... una par-

ticipación muy grande? ¿Una cuarta parte... la mitad?

¿Monsieur nos hará el honor de integrar la admi-

nistración?

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El hombre delgado sonrió suavemente.

—¡Oh, cielos, no! —dijo, complacido—. No ten-

go ambiciones en ese sentido. Realmente, aún no tengo

un plan definido. Quizá me divierta en las mesas —el alto

empleado hizo una mueca, y sus dientes castañetearon—,

quizá nunca vuelva a entrar allí. Sólo Dios lo sabe.

—Pero, por lo menos, ¿Monsieur me hará su pro-

mesa de abstenerse de comunicar sus terribles pre-

dicciones a otras personas... a la multitud? ¿Tendrá la

bondad de prometerme que...?

—Oh, en realidad no puedo prometerle nada.

¿Por qué habría de hacerlo?

—Pero, reflexione usted... Usted no nos odia,

¿verdad, Monsieur?

—Oh, no, Dios mío —dijo, muy satisfecho, el

hombre delgado—. En absoluto. Ustedes me han entre-

tenido gratuitamente con espléndidos conciertos y cosas

parecidas. La administración me inspira simpatía. Cual-

quier cosa que yo haga, tendrá el único propósito de di-

vertirme... Claro está que las consecuencias pueden ser

desastrosas para ustedes, aunque con esto no quiero decir

que forzosamente han de serlo, ¿me comprende?

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El alto empleado se levantó, pálido y azorado. Se

pasó la mano por la frente, húmeda de transpiración. Se

encaminó a la puerta, titubeó, volvióse, después hizo una

reverencia y salió lentamente.

—La cosa atormentará a esta gente, ¿sabe usted?

Estarán terriblemente preocupados, ¿verdad? Eso es lo que

quiero; los dejaré perplejos... ¿comprende? Seré una espa-

da suspendida sobre su cabeza; ¡estarán siempre temblan-

do de miedo a que yo aparezca, a que organice una em-

presa para informar a los jugadores, cuáles son los núme-

ros que van a ganar!

En su rostro consumido se dibujó una sonrisa.

Luego añadió:

—A decir verdad, me iré esta noche; pero le diré

al gerente del hotel que tal vez regrese muy pronto; ¡ellos

lo sabrán, y se divertirán mucho!

Aquella noche no pude cenar; después, no logré

mantener mi pipa encendida; tampoco me fue posible oír

el concierto del Casino; las palabras del hombre .delgado,

"De eso le haré gracia, y ya tiene motivo para estarme

agradecido", zumbaban en mi cabeza, hasta que al fin me

sentí mareado. Tres o cuatro veces me dirigí a su puerta

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para buscarlo y suplicarle me dijera en seguida qué era lo

que me iba a ocurrir; pero no pude juntar valor para oírlo.

Lo detestaba; eso, sin embargo, no remediaba nada. Por la

noche se iría... ¿y yo lo dejaría ir, llevándose el secreto,

para no verlo acaso nunca más? Entonces me dije: "¡No

seas necio! ¡Haz de cuenta que todo esto es una estúpida

impostura o un sueño!", y me desvestí y acosté; pero in-

mediatamente torné a levantarme y a vestirme. Él viajaría

hacia el oeste, en el tren nocturno. Bajé, pagué la cuenta y

ordené que cargaran mi equipaje en el ómnibus que com-

binaba con aquel tren.

Sonrió nuevamente cuando me vio subir al ómni-

bus, y dijo:

—Ha resuelto partir en forma muy inesperada,

¿verdad? Espero que no haya recibido ninguna mala no-

ticia.

En el tren abrí veinte veces la boca para pregun-

tarle qué me ocurriría de allí a tres años, y por fin la

pregunta brotó tumultuosa de mis labios.

—Oh... ¿eso? —dijo—. ¿Aún no ha olvidado esas

palabras lanzadas al azar? Oh, vamos, hay que olvidarlas;

no nos preocupemos por eso. ¡Ya lo sabrá a su debido

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tiempo, se lo aseguro! —Sonrió y meneó varias veces la ca-

beza—. Ahora le diré lo que pienso hacer yo. Esto lo diver-

tirá. En París hay un multimillonario norteamericano que

se ha embarcado en tremendas operaciones financieras...

Ha invertido todo su caudal en cierta especulación.

"Supe esta noticia por una carta de un amigo mío

que vive en París. El conocimiento de lo que sucede alre-

dedor de mí en el presente sólo me llega por las vías ordi-

narias; esta maldita enfermedad mía sólo me permite ver

el futuro... ¡condenada sea! Pues bien, preveo que esa ope-

ración rematará en el más espantoso desastre, a menos que

el norteamericano siga determinado curso de acción; y yo

le diré esto, pero no le diré cuáles son las providencias que

debe adoptar... ¿comprende?. ¡Le haré salir canas verdes!

—¡Realmente es usted muy vengativo! —exclamé

a pesar mío.

Toda su expresión cambió de pronto. Pareció des-

figurarse, víctima de un terror invencible. —Hace aproxi-

madamente dos meses —dijo— la anticipación de lo que

me ocurrirá dentro de siete años entró en mi espíritu por

primera vez, como un dardo. Lo que me espera es más

terrible de lo que jamás hubiera imaginado... ¡y ocurrirá!

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rrirá! Tanto he pensado en ello estos dos últimos meses,

que por momentos me pregunto si no estoy loco. Antes

de esta terrible enfermedad, yo era un hombre robusto...

¡Míreme ahora!

"Esta presciencia me ha agriado, me ha corroído.

Suelo pasarme despierto la noche entera, meditando en lo

que vendrá, hasta que a veces cedo al impulso de gritar.

"Me he tornado maligno: mi única diversión es

hacer sufrir a los demás un poco de lo que yo sufro. Recu-

rro a ese entretenimiento para no pensar en mi propia

angustia. Ahí tiene usted su caso, por ejemplo... eso que le

ocurrirá a usted dentro de tres años, el 19 de marzo... No

lo olvide... ¡el 19 de marzo! No es tan horrible como mi

propio destino... ¡pero, en conciencia, mi querido señor,

es lo bastante atroz como para estremecerse! No puede

usted evitarlo, es indudable que ocurrirá... pero, ¡vamos!,

es una de esas cosas en las que más vale no insistir; olvi-

démosla, pues, y pasemos a otro asunto. Vea usted a ese

jefe de estación, ahí parado: dentro de tres semanas le su-

cederá algo muy agradable; en realidad, me gustaría bajar

y decírselo todo, pero no hablo muy bien el francés. Bue-

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no, bueno, ahora lamento no saberlo; ¡qué desventaja tan

grande es no saber hablar un idioma!"

Dejé que siguiera parloteando, pero sin oír lo que

decía. ¿Debía negarme a conocer mi destino, descender en

la primera estación y escapar precipitadamente? ¿O supli-

carle que me lo dijera por el amor de Dios? ¿O quizá obli-

garlo a que me lo revelara, amenazando matarlo a menos

que...? ¡Bah! Él sabía que yo no podía matarlo; sabía que

le quedaban siete años de vida, por lo menos... hasta que

le sobreviniera aquella calamidad.

Decidí, pues, mantenerme en contacto con él; via-

jar con él a París, y no perderlo nunca de vista; y en Mar-

sella nos alojamos en el mismo hotel. Le oí decir al cama-

rero que pensaba marcharse en el tren de la noche siguien-

te: pero al otro (lía descubrí que se había ido en el tren de

la mañana. Tomé el primer tren a París, y recurrí a todos

los planes imaginables para encontrarlo; durante tres se-

manas le seguí la pista; después la perdí.

¡De manera, pues, que allá estaba ese 19 de marzo,

para el que sólo faltaban tres años, suspendido sobre mí!

Luché duramente por apartar la idea de mi espíritu, ocu-

pándome en toda clase (le cosas; pero el recuerdo volvía a

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intervalos con tanta fuerza que durante semanas enteras

no lograba conciliar el sueño por las noches. Comencé a

encanecer prematuramente, y mi cara se tornó descolorida

y surcada de arrugas.

Mis amigos me dijeron que presentaba un aspec-

to lamentable; y mi invencible melancolía los apartaba

de mi lado.

Un día viajaba en el Ferrocarril del Distrito, frente

a frente con el único ocupante del coche. Era un hombre

regordete, de aspecto satisfecho; tenía un aire que me pa-

reció familiar. De pronto comenzó a mirarme con fijeza;

después una expresión de gran angustia mental pasó por

su rostro.

—¿Estuvo usted alguna vez en Montecarlo? —

preguntó.

Una convicción crecía en mi espíritu.

—Sí —repliqué—, (infortunadamente para mí!

Colocó nerviosamente su mano sobre la mía; parecía muy

apiadado.

—¿En marzo... hace dos años? —preguntó. —Sí..

¡maldito sea el día!

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—¿Me conoce usted? —preguntó con voz tem-

blorosa.

—Sí —respondí, casi a gritos, incorporándome—

. Usted es el monstruo que... ¿Me dirá ahora lo que va a

ocurrirme dentro de un año... el 19 de marzo?

Guardó silencio; se pasó la mano por la frente,

como esforzándose ahincadamente por recordar; y des-

pués me miró de un modo tan indefenso, tan lleno de

remordimiento, tan suplicante, que sentí que mi expre-

sión de odio mortal se mitigaba y mis puños cerrados se

abrían. Volvió a poner su mano sobre la mía, y dijo con

voz desfalleciente:

—No puedo recordar nada, ninguna de las cosas

que preví durante mi enfermedad. Al regresar a Londres,

mi mente curó de su estado anormal, y todo el futuro se

desvaneció. Recuerdo que predije algo que le ocurriría a

usted en alguna fecha dada, pero eso es todo.

Me miró y se estremeció; no era necesario que me

dijese cuán cambiado me encontraba. —¡Haga la prueba!

—dije roncamente.

Una vez más trató de recordar. .. pero en vano.

De pronto se me ocurrió que ahora había llegado mi

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Antología del cuento extraño

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oportunidad de vengarme; evidentemente había olvidado

que a él también le aguardaba un horrible destino de allí a

cinco años. Sonreí interiormente, con demoníaco placer,

y comencé a elegir las palabras con que le recordaría la

futura catástrofe... pero él seguía mirándome con aquel

derrotado gesto de arrepentimiento y piedad; y me fue

imposible decírselo. Se cubrió el rostro con las manos, y

las lágrimas corrieron por entre sus dedos. Yo guardaba

silencio.

—¿Por qué no me mata? —dijo.

Más tarde, animándose súbitamente añadió: —

Quizá esa visión del futuro no era más que una fantasía...

¡una simple alucinación mental! Seguramente... ¡es impo-

sible que haya sido otra cosa!

—¿Recuerda usted los números de la mesa de ru-

leta? —dije—. ¿Y la gente que pasaba por la rambla? ¿Y el

telegrama del alemán?

—Haré lo posible por recordar —dijo—. Día y

noche trataré de recordar. Aquí tiene mi dirección... Ven-

ga a quedarse conmigo; de ese modo, si en algún momen-

to surge el recuerdo, estará usted cerca para oírlo. ¡Qué

demonio debo de haber sido por aquella época... ! Quisie-

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Antología del cuento extraño

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ra saber por qué. ¿Qué pudo cambiarme de ese modo?

¡Eso era ajeno a mi naturaleza l

Aquélla era mi oportunidad para iluminarlo; pero

guardé silencio.

Hace un año que trata de recordar, incesante-

mente. Está otra vez devorado por la inquietud, casi tanto

como cuando lo conocí.

Los tres últimos meses he permanecido cons-

tantemente a su lado, escrutando su rostro para descubrir

la primera vislumbre del recuerdo; pero en vano. Una y

otra vez, en mis momentos e le horror, he estado a punto

de decirle cuál es el destino que a él le aguarda, dentro de

cuatro años... pero no lo he hecho. A veces me siento me-

dio loco. Estoy muy enfermo y me he convertido en un

anciano de treinta y cuatro años. Él está sentado, junto a

mí, sosteniéndome la mano, y me lee un libro.

De tanto en tanto lo recorre un estremecimiento,

deja de leer, se pasa la mano por el entrecejo fruncido. El

sol se pone en un banco cíe nubes. Hoy es el 18 de marzo.

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16

El Anticipador

MORLEY ROBERTS

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MORLEY ROBERTS nació en Londres en

1857, murió en 1942. Sus andanzas en distintos

lugares del mundo —fué cowboy en los Estados.

Unidos, obrero ferroviario, marinero en muchos

mares— le dieron tema para un libro de reminis-

cencias: The Western Avernus (1887). Publicó

también numerosas novelas, cuentos y obras tea-

trales.

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—Admitiré, desde luego, que no se trata de un

plagio —dijo ferozmente Carter Esplan—; será el destino,

el demonio, pero ¿es menos irritante por eso? ¡No, no!

Y se pasó la mano por el cabello hasta erizarlo. Lo

agitaba una febril excitación; una mancha roja ardía en

cada una de sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.

—¡Maldito Burford, sus padres y sus ascendientes!

Las herramientas, para quien sabe manejarlas —añadió

después (le una pausa durante la cual su amigo Vincent lo

estudió con curiosidad.

—La culpa es tuya, mi querido salvaje —dijo

Vincent—. Eres demasiado indolente. Recuerda, ade-

más, que esas cosas —esas ideas, esos motivos— están en

el aire. La originalidad no es más que el arte (le atrapar

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tempranas larvas. ¿Por qué no escribes las cosas apenas

las inventas?

—Hablas como un burgués, como un viajante de

comercio —repuso Esplan, disgustado—. ¿Por qué un

manzano no (la manzanas apenas fecundadas sus llores?

¿A qué esperar el estío y las influencias del viento y el cie-

lo? ¿Por qué no salen polluelos (le huevos recién puestos?

¿Acaso el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y

no sufrió dolores la montaña para dar a luz un ratón? ¿Y

por ventura...

—... y por ventura, no exigirán tus obras de genio

una parte de la eternidad a que están destinadas?

—¡Tontería! —gruñó Esplan—, pero tú conoces

mi método. Yo capto la sugerencia, el flotante vilano del

pensamiento, tal vez el título; y luego lo dejo, quizá sin

tomar una nota; lo dejo al cerebro, a la conciencia

subliminar, al yo subconsciente. El cuento crece en la os-

curidad del alma interior, perpetua e insomne. Quizá lo

rechace el tribunal artístico que en ella tiene su sede; quizá

lo relegue. Yo, el yo exterior, insignificante envoltorio de

tendencias hereditarias, nada sé de él, pero un día tomo la

pluma y mi mano lo escribe. Éste es el automatismo del

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arte, y yo... yo no soy nada, soy apenas la última de las

individualidades ocultas en mí. ¡Quizá un tácito antecesor

llega por mí a la palabra, y sin embargo el Complejo Yo

Esplan tiene que ser anticipado en esa forma!

Se incorporó y midió con pasos irregulares el largo

salón de fumar del club. Era evidente que sus nervios es-

taban tensos y el desorden imperaba en su espíritu. Pero

Vincent, que era médico, veía más hondo. Esplan, en

efecto, hablaba espasmódicamente y a veces no acertaba

con la palabra justa, lo que revelaba una perturbación de

los centros del habla.

"¿Será la morfina? —pensó—. ¿La estará tomando

nuevamente, y hoy le ha faltado su dosis?" Pero Esplan

estalló una vez más.

—No me importaría tanto si Burford escribiera

bien, pero no sabe escribir un cuento. Mira esa última

historia mía... es decir, suya. Yo la veía como una criatura

impetuosa y palpitante, que vibraba y cantaba, una verda-

dera Ménade, llena de sangre roja. En sus manos, ni si-

quiera nació muerta; está diciendo a gritos que es un mu-

ñeco, pierde el aserrín, se mueve como un maniquí, huele

de lejos a cosa fabricada. Mas ahora ya no puedo escribir

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ese cuento. Lo ha arruinado para siempre. Es la tercera

vez. ¡Maldito sea, y maldita mi suerte! Yo trabajo cuando

siento la necesidad de crear.

—Tomas muy en serio tu vocación —dijo Vin-

cent perezosamente—. Al fin y al cabo, ¿qué importa?

¿Qué son los cuentos? ¿No son un opio para la vida de los

cobardes? Preferiría inventar algún pequeño instrumento,

o construir un puente de tablas sobre un arroyo fangoso,

antes que escribir el mejor cuento del mundo.

Esplan se encaró con él.

—Bueno, bueno —dijo casi a gritos—, el hombre

que inventó el cloroformo fue grande, y quienes lo fabri-

can son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo cloral,

morfina, bromuro; lo que quieras, pero damos alivio.

—Cuando sería mejor usar vejigatorios... —¡Qué

estupidez! —contestó Esplan con dureza—. En todo caso,

tu charla es ociosa. Yo soy yo, los escritores son escrito-

res... pequeños, si quieres, pero un resultado y una fuerza.

Déjame descansar. No hables de tonterías ideales.

Pidió brandy. Después de beberlo, su aspecto

cambió un poco. Sonrió.

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—Acaso no vuelva a suceder. Si sucede, creeré

que Burford se obstina en cruzarse en mi camino. Ten-

dré que...

—¿Eliminarlo? —preguntó Vincent.

—No. Trabajar más rápido. Pronto escribiré algo.

Algo que indudablemente le encantaría echar a

perder.

La conversación cambió y poco después los ami-

gos se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de

Bloomsbury. Durante algunos minutos caminó ociosa-

mente por la sala, pero luego sintió en el cerebro el impul-

so de escribir. Le escocían los dedos, un estado de ánimo

semiautomático se apoderaba de él. Se sentó y escribió,

primero lentamente, después más rápido, y por último

con furia.

Eran las tres de la tarde cuando empezó a trabajar.

A las diez seguía sentado ante el escritorio, poblado por

las cenizas de innumerables pipas. A intervalos se alisaba

con las manos húmedas los cabellos erizados. Sus ojos

cambiaban como ópalos: a veces centelleaban y casi ardí-

an, a veces se volvían opacos. Él mismo cambiaba con ca-

da frase; pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada

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pensamiento se reflejaba en su rostro pálido y móvil. Reía

y gemía. En el punto culminante de su narración, le co-

rrieron lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable

manuscrito. Pero a las once se levantó, rígido y tamba-

leante. Con dificultad recogió del piso las páginas sin

numerar, y las ordenó. Después se desplomó en su asien-

to.

—¡Es bueno, es bueno! —decía, sonriendo—.

¡Qué extraño demonio soy! Mis callados antecesores re-

viven fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente

extraño. El hombre no es más que un micrófono, y loco

por añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve madurando esto

que acabo de escribir; El cuento es viejo y al mismo tiem-

po nuevo. Se lo mandaré a Gibbon. A él le gustará. Pe-

queña bestia, pequeño horror, pequeño cerdo, con un

divino anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio

hocico.

Bebió medio vaso de whisky y se echó en la cama.

Su imaginación corría alocadamente.

—Mi ego está un poco fisurado —dijo—. Debo

cuidarme.

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Y antes de dormirse pronunció conscientes tonte-

rías. Ideas incongruentes se eslabonaban en su cerebro; se

burló de la necedad de su imaginación, y sin embargo te-

nía miedo. Por fin tomó morfina en una dosis tan grande,

que le afectó el nervio óptico. Relámpagos subjetivos bri-

llaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un Burford

gigantesco y brutal, que usaba un gran diamante en la pe-

chera de la camisa.

—Comprado merced a la transmisión de mis

pensamientos —dijo. Pero al mirarse advirtió que él te-

nía una joya al m más grande, y pronto su alma se disol-

vió en la contemplación de sus rayos, hasta que su con-

ciencia fue disipada por una divina absorción en el Nir-

vana de la Luz.

Cuando despertó, al día siguiente, era ya avanzada

la tarde. Estaba destrozado por el trabajo (le la víspera, y

aunque mucho menos irritable, caminaba con inseguri-

dad. La molestia de mandar su cuento a Gibbon le resultó

casi insuperable; pero lo envió, y después tomó un taxí-

metro que lo llevó a su club, donde permaneció varias

horas, casi en estado comatoso.

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Antología del cuento extraño

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Dos días más tarde recibió una nota del jefe de

redacción. Le devolvía su cuento. Era bueno, pero...

"Hace varias semanas Burford me envió otro con

el mismo tema, y lo acepté."

Esplan golpeó contra la repisa de la chimenea su

mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella noche

se embriagó con champaña. El espumoso vino pareció

corroer, morder y retorcer hasta el último nervio y la úl-

tima célula de su cerebro. Su irritabilidad se volvió tan

extrema que se quedó al acecho de sutiles e imaginarias

ofensas, y meditó mórbidamente sobre el aspecto de ino-

centes desconocidos. Pagó al camarero el doble de lo que

había consumido, no porque lo mereciera especialmente,

sino porque comprendió que la menor señal de descon-

tento por parte de aquel hombre podría originar en él un

estallido de irreprimible cólera.

Al día siguiente se encontró con Burford en Pic-

cadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga

sonrisa.

—No me atrevo a dirigirle la palabra —murmu-

ró—. ¡No me atrevo...!

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Y Burford, que no alcanzaba a comprender, se

sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el odio

de un rival que se siente desplazado y aventajado. Sabía

que su trabajo carecía de la diabólica precisión de Es-

plan... de la frase brillante, el toque justo de. color, el

certero impulso que culmina en el final perfecto, la con-

vicción amarga y exacta, el conocimiento de los hombres

que proviene de la herencia, la exaltada experiencia que

alega intuiciones recibidas. Era, bien lo sabía, un exitoso

fracaso, y su ambición superaba a la de Esplan. Trepa-

dor, voraz y presumido, su vacuidad era notoria aun an-

tes de que Esplan la pusiera de relieve con la seguridad

de su estilo.

—Él toma lo que yo hago y lo hace mejor —

repetíase Burford—. Tiene mala intención.

Y cuando Esplan publicó su último cuento, y el

mundo recordó (para olvidarla en seguida a la luz des-

lumbrante de esas páginas magistrales) la fría pasta del

bibelot de Burford, éste sintió que el odio crecía en su in-

terior. Pero se contuvo momentáneamente y siguió su

camino pequeño y laborioso.

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El éxito del cuento y el amargo eclipse de Burford

ayudaron mucho a Esplan, quien tal vez se habría recobra-

do, de no mediar otras influencias nocivas para su vida.

Entre ellas la muerte de cierta mujer, cuya amistad con él

nadie conocía. Esplan se aferró a la morfina, que, a medida

que aumentaban las dosis, lo conduciría al desastre.

Y en efecto, el desastre se produjo, por fin. Bur-

ford hizo publicar dos cuentos, muy superiores a lo que

acostumbraba escribir, en una revista que hasta ese mo-

mento había sido territorio exclusivo de Esplan. Eran los

mismos temas que Esplan acababa de imaginar y estaba a

punto de escribir. El escozor de este último golpe lo sacó

de quicio: pensó en el asesinato; lo planeó con brutalidad,

después con sutileza, y llegó a sentirse dominado por la

idea, hasta que su vida se trocó en la flor de ese motivo

insano. El hecho de que un comentarista señalara la estre-

cha afinidad entre la obra de los dos escritores y, exaltan-

do el genio de Esplan, colocara al uno por encima de toda

crítica y al otro por debajo de todo elogio, no modificó en

nada la situación.

Pero la amarga exactitud de la crítica enloqueció a

Burford. Castañeteando los dientes, detestando su propio

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Antología del cuento extraño

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trabajo, odió aun más al hombre que había pulverizado su

presunción. Sentía deseos de destruir. ¿Cómo hacerlo?

Esplan llevaba una vida subracional. Era un ma-

niático homicida, con una víctima preseñalada. Concebía

y escribía planes. Sus cuentos eran variaciones sobre el

asesinato. Imaginaba medios de ejecutarlo, los buscaba en

otros libros. A veces corría el peligro de creer que ya había

cometido el crimen. En un momento de locura estuvo a

punto (le entregarse a la policía por ese asesinato antici-

pado. Así ardía y se consumía su imaginación ante el sen-

dero que se había trazado.

—Lo haré, lo haré —murmuraba, y en el club los

hombres hablaban de él.

—Mañana —dijo, pero después lo postergó. De-

bía planearlo con arte. Lo dejó para que germinase en su

fértil cerebro. Y por fin, cuando ya había empezado a es-

cribirlo, la acción, iluminada por extrañas circunstancias,

fue creciendo ante él. Ese asesinato despertaría un mundo

de resplandores, inaugurando una época en la historia del

crimen. Aun cuando el rojo planeta se viera convulsiona-

do por las guerras, aun entonces los demás querrían oír

esa historia increíble y verdadera, penetrar en ella, dilu-

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cidar el método y el crecimiento de los medios y el moti-

vo. Sonreía solo en la calle, y reía con risa aguda en su

cuarto de fugaces visiones. Por la noche transitaba las soli-

tarias callejuelas próximas, ponderando con ansia el bor-

bollón de sus encontrados pensamientos; y apoyado en las

rejas de frondosos jardines, veía fantasmas en las sombras

de la luna y los invitaba a conversar. Se convirtió en un

pájaro nocturno. Era raro verlo.

—Mañana —dijo por último. Mañana daría el

primer paso. Se frotó las manos y soltó a reír, ya cerca de

su casa, en una plaza solitaria, al tramar los últimos deta-

lles sutiles que su imaginación multiplicaba.

—¡Está bien, basta, basta! —gritó a su fantasía en-

loquecida, segregada de él—. Ya está hecho.

Y las sombras que lo rodeaban eran muy oscuras.

Se volvió en dirección a su casa.

Entonces le llegó la inmortalidad con extraño

aparato. Le pareció que su alma ardiente y oprimida

estallaba en su angosto cerebro chispeando maravillosa-

mente. Hubo alrededor un diluvio de luces, relámpagos

en un cielo rosado, un espantoso trueno. El firmamento

se abrió en un blanquísimo resplandor. vio cosas inima-

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Antología del cuento extraño

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ginables. Giró sobre sí mismo, se llevó la mano a la cabe-

za herida y cayó pesadamente en un charco de su propia

sangre.

Y el Anticipador, aterrorizado, huyó por una ca-

llejuela.

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NOTAS

1 Llámanse así, en Rusia, los religiosos de avanza-

da edad