Antillano- La relación Estado comunidad en las políticas de seguridad

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La relación Estado-Comunidad en las políticas de seguridad: Algunas consideraciones.

Andrés Antillano

La formulación de una nueva política de seguridad supone despejar el debate sobre la

participación en ésta del Estado: los roles del estado y de la sociedad en la lucha contra el

delito, el monopolio de la violencia y la regulación estatal de las armas, entre otras

dimensiones cruciales. Ello tienen importancia no sólo en el contexto venezolano, donde

los recientes cambios institucionales plantean como desafío la redefinición de este papel

en el marco de la construcción de nuevas relaciones entre estado y sociedad, sino que se

ha convertido en un tema central en los países occidentales durante los últimos años, a

través de discursos y políticas que, promovidos desde gobiernos centristas y neoliberales,

revisan el secular monopolio del estado en la provisión de seguridad y combate al crimen.

El estado moderno se define por el monopolio de la violencia, que se expresa en el

carácter estatal de los aparatos armados y de los medios de coacción física, y en la

provisión de seguridad a sus ciudadanos, sea frente amenazas externas, por medio de las

fuerzas armadas, o internas, a través del funcionamiento de la policía y del sistema penal.

Iniciándose en las postrimerías de la Edad Media con la codificación legislativa y la

estatización del proceso judicial, y culminando con el nacimiento de la policía pública

entre el siglo XIX y principios del XX, la estatización de la coerción y su monopolio legal en

manos de la fuerza pública no sólo es un rasgo identificatorio del Estado, sino que, en

buena medida, le dio origen. En efecto, la centralización de las violencias dispersas fue

una suerte de “acumulación política originaria” que permitió el tránsito hacia el estado

moderno. Además, más allá de los excesos y distorsiones que implicó este proceso de

estatización, supuso un importante avance en la pacificación de la vida social.

El monopolio estatal de la violencia legal y de la provisión de seguridad fue sostenido por

un incuestionado consenso entre los actores políticos. Tanto gobiernos socialdemócratas

como conservadores, si bien podían disentir sobre la participación del estado en otras

áreas de la vida social, nunca pusieron en discusión su centralidad. Lenin explica el Estado

como resultado de las contradicciones irreconciliables de clase, operando como

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instrumento para el dominio de un clase sobre las otras a través de los aparatos armados

y del la burocracia estatal, y reconoce que en la etapa de transición socialista esta función

represiva debe mantenerse, ahora en manos del estado controlado por los trabajadores

bajo la figura de la Dictadura del Proletariado. Es decir, salvo difusas tesis ácratas, y

algunas experiencias muy acotadas de grupos armados opuestos al poder constituido, que

asumen el ejercicio de la justicia a escala local como forma de poder paralelo, ningún

programa político ha negado, ni aún relativizado, el papel monopólico en el ejercicio de la

coerción y la provisión de seguridad, probablemente porque en este monopolio reside en

buena medida su legitimidad y su posibilidad fáctica.

Sin embargo, durante las últimas tres décadas este consenso parece desmoronarse. El

desmantelamiento del estado de bienestar, los recortes en los gastos fiscales, la retórica

del “estado mínimo” y contra el “estatismo”, la creciente incapacidad de las agencias

públicas para prevenir el delito y satisfacer las demandas de seguridad de los ciudadanos,

como resultado de los cambios económicos y sociales operados durante ese mismo lapso,

el ascenso vertiginoso de la industria de la seguridad, y la utilización del miedo al delito, y

de la subsecuente interpelación a los ciudadanos en participar en su combate, como

formas de construcción de legitimidad y sustitución del anterior pacto social del Welfare

por un neocorporativismo basado en la participación en las políticas de seguridad, han

contribuido con un proceso de transferencia de competencia relacionadas con la

seguridad a actores no estatales, lo que representan un cambio no sólo en las estrategias

de control hegemónicas durante el último siglo, sino una redefinición del papel del estado.

No es coincidencia que esta temática haya sido acuñada durante gobiernos conservadores

a principios de los 80, como el de Margaret Tatcher y el de Ronald Reagan, o difundida por

pensadores de derecha, pues resulta consistente con la prédica neoliberal que intenta

restar espacio al estado y promover la privatización, abierta o encubierta, de funciones

otrora públicas. El proyecto neoliberal, que sustituye al Estado en la regulación y la

provisión de servicio por el mercado y la iniciativa privada, relevando la gestión de

acuerdo con intereses colectivos y proyectos societales por la autorregulación y la libre

concurrencia de intereses particulares, encontró en el nuevo protagonismo de actores

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privados y sociales en las políticas de seguridad, tanto una forma de reducir gastos,

mejorar la gestión de la seguridad –ahora lejos de la lógica de actuar sobre las causas

individuales o estructurales del delito, sino encallado en el manejo tácticos de sus efectos,

así como validar la forma de gobierno neoliberal, basado en la dispersión y privatización

del estado y sus competencias. Con el correr de los años estas tesis han sido asumidas por

distintos proyectos políticos, aunque no se afilien a la perspectiva neoliberal que le dio

origen.

La erosión del papel del estado en el monopolio de la fuerza legítima y de la provisión de

la seguridad opera, por una parte, por vía de la privatización, que implica la transferencia,

o autorización para su ejercicio, de competencias en materia de seguridad a actores

privados con propósitos económicos. Ejemplo de ello es la privatización (total o por

servicios) de prisiones y de otras formas de ejecución penal, las empresas y consultorías

de seguridad y la boyante industria de la vigilancia privada, que en muchos países (y, pese

a la carencia de datos, Venezuela probablemente no sea una excepción) supera con creces

el contingente de la fuerza pública policial.

Una segunda modalidad es la responsabilización, en que se redistribuyen

responsabilidades entre estados y actores privados y sociales por medio de alianzas o

esquemas de parcería (partnership), como en los programas de vigilancia vecinal, la

participación de organizaciones sociales y ONGs en proyectos de seguridad y represión del

delito, las redes de información ciudadana, etc.

Finalmente, y de manera menos explícita, pero no por ello menos frecuente, una tercera

forma es el vigilantismo, que supone la realización de actividades de represión y control

coercitivo por parte de grupos privados y vecinales, al margen de la ley o con algún grado

de tolerancia. Las empresas Convivir, legalizadas en los 90 por el gobierno colombiano, y

que luego evolucionaros a las AUC paramilitares, las rondas campesinas armadas por el

ejército peruano en los 80, las “policías vecinas” implementadas por Enrique Mendoza en

Miranda, y Orlando Fernández en Lara, con su balance de extorsión y violaciones graves

de derechos humanos, o los distintos grupos parapoliciales y escuadrones de la muerte

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que han plagado América Latina, ilustran esta modalidad de transferencia, no

necesariamente formal, de competencias de represión a grupos particulares.

Estas fórmulas, lejos de suponer una real democratización al entregar a los ciudadanos

una función esencial del estado (que es uno de los argumentos neoliberales sobre el

tema), en la práctica implica una disminución del control de la sociedad sobre el uso de la

fuerza, pues supone la privatización (los fines sociales se subsumen a la búsqueda de

ganancia económica), la dispersión (el ejercicio del control se dispersa entre distintas

agencias y actores no coordinados, con lógicas y criterios propios), la fragmentación (los

intereses colectivos dan paso a intereses particulares e inmediatos), el autoritarismo (se

desdibujan las garantías y respeto por los derechos, y todo otro puede pasar a ser

“sospechoso”, liquidando la solidaridad y el vinculo social), y la despolitización (en cuanto

se sustituyen los proyectos colectivos y sociales por intereses individuales, la política se

desplaza por la afirmación y defensa particularista de estas demandas).

Por otra parte, sus efectos reales son dudosos. En los casos de privatización, la orientación

de los esfuerzos a la búsqueda de ganancia supone generalmente vulneración de derechos

y escaso impacto sobre la seguridad, actuando sobre sus efectos, desplazándolas a zonas

menos protegidas, y no sobre sus causas y factores condicionantes, que exigiría

inversiones poco rentables desde el punto de vista económico. Por otra parte, redistribuye

el delito de acuerdo a la renta: las zonas de mayor ingreso, al poder invertir más en

seguridad, estarían más seguras que las zonas con menor ingreso.

Los procesos de participación ciudadana cuentan también con un efecto paradójico. De

acuerdo a evaluaciones de este tipo de programas, las comunidades que muestran mayor

disposición a participar son aquellas que presentan menores tasas de delitos, en especial

de delitos violentos, lo que no resulta sorprendente si presumimos que el delito crece en

comunidades desorganizadas, y que a la vez el delito en especial la violencia, contribuyen

con la desmovilización de la comunidad. Sin embargo, tiene como significado que el

impacto de estas propuestas sobre la inseguridad objetiva es escaso o nulo, y más bien

actúa sobre la inseguridad subjetiva y reforzando los vínculos vecinales. Pero por otra

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parte, la participación vecinal en programas de seguridad y lucha contra el crimen, con

frecuencia refuerzan posturas autoritarias, favoreciendo una cultura punitiva (“mano dura

contra el delito”), promueve la intolerancia contra los que nos son del sector o los que,

perteneciendo a éste, son visto como “sospechosos”, y despolitiza la participación,

reduciéndola a demandas de mayor presencia policial, etc., y desvinculándola de intereses

y temas más universales vinculados con la seguridad (redistribución y justicia social,

derechos humanos, etc.). No es de extrañar que la revalorización de la comunidad en la

lucha contra el delito, más que una propuesta de izquierda, fuese promovida por

proyectos de derecha, que veían en la comunidad un espacio despolitizado y conservador

de los valores tradicionales.

En cuanto a las experiencias de ejercicio de formas de coacción por parte de la comunidad

o de grupos particulares, la historia encuentra en ellas el origen de organizaciones

armadas de extrema derecha y del crimen organizado. La mafia en Sicilia, las milicias en

Rio de Janeiro, los Somaten en España, los paramilitares en Colombia, tuvieron como

origen la organizaciones de grupos sociales para sustituir al estado en la provisión de

seguridad. Un caso particularmente trágico fue el de las milicias populares en Medellín,

proyecto animado por organizaciones insurgentes de izquierda, tanto para enfrentar al

gobierno como para garantizar la seguridad en los barrios pobres de esta ciudad. A los

pocos años, estos grupos habían pasado en masa del control de organizaciones de

izquierda a convertirse en grupos paramilitares de derecha o en sicarios del narcotráfico.

Esta mutación tiene explicación en el valor político y económico del uso de la fuerza, que

hace que estos grupos, independientemente de sus motivaciones e ideología originales, se

orienten a los intereses particulares de sus miembros (uso de la violencia para ganancias

personales), o colonizados por grupos de poder. En tal sentido, lejos de disminuir la

inseguridad, la acentúan a mediano plazo. Por otra parte, quebrantan la convivencia en la

comunidad y sustituyen la participación por la tutela violenta por aquellos que cuentan

con acceso a la violencia y medios de coerción.

La dimensión comunitaria del delito en Venezuela.

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El carácter local y comunitario de la criminalidad es confirmado por los datos que arrojan

la última encuesta de victimización realizada en el país. Para 2009, un 57,27 % de los

delitos ocurrían en el lugar de residencia, creciendo el porcentaje en el caso de los delitos

más violentos (81, 43% para homicidios, 67, 23% para lesiones) Aunque las encuestas no

desagregan tal correlación, es posible suponer que estas cifras se eleven en el caso de los

sectores menos favorecidos. También, en los delitos violentos, es frecuente algún tipo de

relación social entre víctimas y victimarios: de acuerdo con los datos de victimización para

2009, para los homicidios, un 36,5% de las víctimas conocían a su victimario, mientras que

el porcentaje se eleva a 66,36% para las lesiones.

Esta cualidad de proximidad (territorial y social) del delito, sin duda le otorga a la

comunidad, tanto como territorio y como sujeto, un papel preponderante en las

estrategias de prevención. Sin embargo, más allá de estos datos, se necesita identificar las

dinámicas locales que pueden configurar esta realidad.

Trabajos realizados en otros países, así como estudios exploratorios y aproximaciones

fenomenológicas a comunidades populares urbanas en Venezuela, indicarían que las

comunidades con altos niveles de violencia y delito presentan también alto grado de

desorganización social, en términos de erosión de los vínculos sociales y de la capacidad

de autoregulación. Sampson y otros, señalan que la concentración de desventajas

sociales en comunidades pobres, destruyen su eficacia colectiva, entendiendo por tal la

capacidad de movilización de recursos colectivos para fines comunes y según expectativas

compartidas, condición para incidir en la disminución de la violencia y de otros problemas

sociales.

Otro factor identificado que favorece el delito, en especial sus manifestaciones más

violenta, es la precaria presencia institucional en comunidades desfavorecidas, tanto en la

provisión de oportunidades sociales legítimas como en la disponibilidad de mecanismos

para la resolución de conflicto y la sanción de las infracciones graves, así como la pérdida

de la capacidad estatal para la regulación y proscripción de conductas riesgosas, como

efecto del desmantelamiento del estado y de la desinversión social. En buena medida, la

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violencia interpersonal tiene como causa estructural los procesos de exclusión y la falta de

oportunidades lícitas, y como factor mediato la carencia de mecanismos de resolución

pacífica de los conflictos entre particulares. Por su lado, la erosión de la capacidad

regulatoria y del monopolio estatal sobre la violencia favorece la multiplicación de la

violencia privada, al generar impunidad, promover el uso de violencia privada para cubrir

el vacío de la regulación estatal, y permitir condiciones situacionales favorables, como la

disponibilidad de armas de fuego.

Las armas de fuego son las responsables de la mayor parte de los delitos violentos

(79,48% para los homicidios, 73,95% para robos, según ENVPS 2009), por lo que su

disponibilidad es el factor situacional más imperante en el crecimiento del delito contra

las personas. Por ello, una política eficaz para disminuir la violencia, que permitan efectos

rápidos mientras se implementan otras medidas estructurales, tiene que considerar

seriamente la reducción del acceso, posesión y uso de armas de fuego por parte de la

población. Además, de la circulación de armas de fuego son un índice de la debilidad del

estado para controlar la violencia privada y sus factores asociados, a la vez que un desafío

para el estado mismo, y genera una dinámica de creciente armamentismo y violencia, al

buscar la población armarse para protegerse de otros actores armados, reales o

percibidos.

En suma, junto a procesos estructurales como las dinámicas de exclusión, reducción de

oportunidades y la desigualdad social, el simultáneo debilitamiento de la capacidad

comunitaria y de la presencia y capacidad del estado son factores de primer orden en el

crecimiento del delito y la violencia.

Milicias y vigilancia comunitaria.

La crisis del estado y la dimensión comunitaria del delito, aparentemente justificarían dos

tesis que han sido planteadas en algunos momentos: la incorporación de organizaciones

armadas no profesionales (milicias) a la lucha contra el delito y la transferencia de

competencias en materia de seguridad, incluyendo la autorización para uso de medios de

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coacción, a comunidades organizadas. Sin embargo, ambas propuestas suponen riesgos y

conflictos con la situación real de la inseguridad en Venezuela.

En países que se han producido cambios revolucionarios, no ha sido excepcional que las

organizaciones armadas que contendieron contra el viejo régimen asuman

transitoriamente funciones de policía. Es el caso de la Militsia soviética, organizada a

partir de los destacamentos de soldados de los Soviets, o la Policía Rebelde cubana, que

nace de las unidades guerrilleras del Frente Frank País. Estos procesos se explican por las

mismas condiciones de arribo al poder, por medio de revoluciones armadas que destruyen

el aparato estatal previo, en especial los cuerpos policiales, comprometidos con el

régimen derrocado y con la represión política (incluso en Venezuela, tras la caída de Pérez

Jiménez, se desbandan los cuerpos policiales por su participación en la represión durante

la dictadura), y que pasan a ser sustituidos temporalmente por estructuras armadas

fraguadas al calor de la lucha revolucionaria, y por ello sólidamente formadas y con un

alto grado de compromiso ideológico. Sin embargo, estas organizaciones armadas

rápidamente evolucionan hacia cuerpos institucionalizados y profesionales, sea por la vía

de su transformación, bien por su sustitución de un nuevo cuerpo policial profesional. No

existe ninguna experiencia en que la función policial se mantenga autonomizada de los

marcos institucionales y desprofesionalizada de manera permanente.

En otros países en que se ha promovido la movilización armada del pueblo por medio de

estructuras no profesionales y no permanentes como las milicias, tal como en el caso

chino o vietnamita, estos dispositivos han tenido como función la defensa frente a

amenazas externas o grupos armados internos, en situaciones inminentes o potenciales

de agresiones bélicas, y no labores de seguridad o tareas policiales (quizás la excepción

sea el papel de algunas milicias del campo chino en la represión de bandoleros, aunque

también en este caso el adversario, por su nivel de organización y operatividad, se

consideraría un grupo armado). La hipótesis del pueblo en armas ha operado, en

contextos de procesos revolucionarios, exclusivamente para su movilización para derrotar

a las expresiones militares de sus enemigos de clase, no para funciones de control y

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represión de sectores del mismo pueblo, por más que la actuación de éstos amenace los

intereses de su propia clase.

Esta permanencia de niveles de institucionalización y estatización de funciones de

seguridad y coacción en proceso de cambio revolucionario, se explicaría por la necesidad

de sustituir la maquinaria estatal preexistente por otra, no su desaparición. El problema

ha sido abordado ampliamente por Lenin en sus escritos sobre el Estado posteriores a la

revolución de Octubre, en que señala que el estado, cuya condición fundamental es la

coacción (el monopolio de la violencia) de la burguesía sobre el resto de las clases sociales,

no desaparece, se mantiene como mecanismo de represión, pero ahora a manos del

proletariado, a través de su partido. Sólo cuando se supera la estructura de clases, cesa la

necesidad de existencia de un aparato de represión y en consecuencia se extingue el

Estado. En otras palabras, el Estado debe controlar las formas de coacción y represión

como tarea esencial en el proceso de transición, ahora cambiando su contenido de clase.

Pero nunca renunciar, transferir o compartir esta tarea. Incluso cuando se habla de

proletariado, no se alude a formas difusas o descentralizadas de organización de sectores,

sino al Estado soviético y a su partido como expresión de sus intereses más universales.

En el caso de Venezuela, considerando la originalidad de su proceso revolucionario, en

que se producen cambios estructurales por la vía pacífica y radicalizando el marco jurídico

del Estado Social de Derecho, y que la estructura policial al menos formalmente está bajo

la tutela del Estado, no tiene justificación la existencia de organizaciones armadas fuera

del estado, que lo debilitan y deslegitiman al competir con éste en el monopolio de la

fuerza y crean condiciones y oportunidades para prácticas que dividen la comunidad,

subordinan la violencia a fines particulares y, como ha demostrado la historia, corren el

riesgo de generar procesos paramilitares y de criminalidad organizada. Por el contrario,

una campaña de desarme debe dar señales clara del monopolio de los medios de coacción

por parte del estado y de su capacidad para garantizar seguridad, regular la violencia

privada y pacificar la sociedad, controlando, inhibiendo y reprimiendo cualquier intento de

uso privado de la violencia y de la coacción.

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La existencia de grupos armados no institucionales, aun cuando tengan motivaciones

ideológicas, suponen una seria amenaza a la vida y convivencia ciudadana, la

multiplicación de la violencia interpersonal, la amenaza a bienes y a la seguridad colectiva,

un efecto disolvente sobre los vínculos comunitarios, y con muchísima frecuencia

degeneran en formas de bandolerismo o criminalidad organizada.

En cuanto a las Milicias, de acuerdo a lo previsto por la Ley Orgánica de las Fuerzas

Armadas Bolivariana, como estructuras para la participación popular en la defensa integral

de la nación, tampoco se adecua al cumplimiento de tareas de seguridad ciudadana, y

tanto por las experiencias internacionales comentadas y por lo previsto en la misma ley,

deberían destinarse a “la defensa integral de la nación”, para garantizar su “Soberanía e

Independencia” (art. 46 LOFAB). Su participación en funciones policiales supera lo previsto

por el marco legal, su entrenamiento y sus condiciones operativas. Adicionalmente, debe

garantizarse que la creación de milicias no implique una mayor disponibilidad de armas en

la población y una nueva reducción de la regulación estatal de la tenencia y uso de armas,

contrariando los esfuerzos planteados en términos de desarme. La tesis del pueblo en

armas debe manejarse con prudencia, tanto en términos discursivos como operativos,

para que no dé señales dudosas sobre la voluntad del estado de recuperar su papel en la

regulación y su monopolio de los medios de coacción.

En cuanto a la transferencia a la comunidad de funciones de seguridad, las experiencias de

procesos revolucionarios señalan conclusiones parecidas. Exceptuando los llamados

tribunales populares en China, de corta duración, la función de coacción y provisión de

seguridad ha sido en los procesos revolucionarios una tarea exclusiva del estado. En el

caso de los Comités de Defensa de la Revolución, al igual que lo que ocurre en los

ejemplos señalados supra, aparecen en 1960 en el contexto de la defensa de la revolución

de injerencia extranjera y amenazas de desestabilización por agentes contra-

revolucionarios internos, y sus tareas (además de movilización social, salud, participación

en campañas públicas, atención social, etc.) son de vigilancia y prevención, sin contar con

autoridad para usar la fuerza o ejercer coacción. En tal sentido, no cuentan con acceso ni

autorización para el uso de armas.

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La seguridad, con su asociación al uso de la fuerza física, no puede ser entendida como un

servicio igual a otros que provee el Estado. Si resulta correcto la transferencia de

competencias y responsabilidades a comunidades en áreas fundamentales que no pueden

estar en manos del mercado, ni el estado puede proveer adecuadamente sin la

participación ciudadana (incluso, sin replantear la relación entre estado y sociedad, o

avanzar hacia nuevas comunales de estado), como en el caso de servicios públicos como el

agua, la salud, vivienda y hábitat, o asignar funciones legislativas y regulatorias en temas

vinculados con convivencia y urbanismo, que impactan en las condiciones de vida

comunal, aquellas funciones y tareas relacionadas con la seguridad y con el uso de medios

de coacción deben permanecer como exclusivas del estado. La transferencia de

responsabilidades de seguridad y de competencias vinculadas con medios de coacción,

lejos de garantizar democratización e inclusión, genera diferencias y asimetrías dentro de

la comunidad entre los autorizados al uso de la fuerza y el resto, estableciéndose con

frecuencia relaciones de privilegio y extorsión. Esto paradójicamente produce mayor

desorganización de la comunidad y vulnera los mecanismo de cohesión social y eficacia

colectiva, condición para disminuir el delito y la violencia.

Esto no niega, por supuesto, la organización y participación comunitaria y ciudadana en la

prevención del delito y en las políticas de seguridad ciudadana. Como hemos mencionado,

el carácter comunitario de la inseguridad y las propias debilidades del estado, harían una

exigencia la participación social en la lucha contra el delito y la inseguridad. Pero esto no

debe confundirse con transferencia de competencias en el ejercicio de la coacción, sino

con sus labores en la planificación, diagnóstico, contraloría de cuerpos policiales y políticas

de seguridad, implementación de medidas de prevención social y situacional, o con el

desarrollo de sus propias capacidades de organización, movilización y autorregulación.

La relación estado-comunidad en la lucha contra el delito: Elementos para una política

La construcción de política de seguridad eficaz y coherente con el proyecto de país que se

impulsa, supone replantear los términos de la relación entre estado y comunidad en las

tareas de prevención. Por una parte, es necesario reflotar los mecanismos comunitarios

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que permitan la autorregulación, generando formas benévolas de control basados en la

persuasión y en vínculos comunitarios poderosos, restaurar la eficacia colectiva de la

comunidad, que le permita actuar contra los factores desorganizadores que favorecen la

violencia y el delito. Para ello se requiere de una fuerte presencia institucional del estado,

que actúe sobre los déficit sociales que están en las causas estructurales del delito, provea

mecanismos de resolución de conflictos, enfrente las formas más deletéreas de la

criminalidad y reduzca los factores situacionales, especialmente la disponibilidad de armas

de fuego.

Avanzar hacia la construcción de un nuevo Estado Comunal supone fortalecer la capacidad

comunitaria, transfiriendo competencias y condiciones para transformar su realidad. Ello

debe coexistir con un riguroso control y una fuerte regulación estatal de actividades que,

por su propia naturaleza, justamente generan fracturas sociales en la comunidad y

debilitan su capacidad colectiva, como la violencia y sus factores situacionales

predisponentes, como las armas de fuego. Una comunidad empoderada hará

progresivamente menos necesaria la presencia institucional, no porque la sustituya en

tareas como el control formal, sino porque tendrá la capacidad de actuar sobre los

condicionantes de la violencia y el delito.

Más que la transferencia del uso de la fuerza a la comunidad, sea cual sea su modalidad, y

de otras prácticas que generarían un mayor debilitamiento de la capacidad comunitaria,

hay que prever mecanismo de fortalecimiento al poder local en actividades que pueden

tener alto impacto en la prevención del delito (atención a jóvenes, actividades deportivas

y culturales, recuperación de espacios, uso del tiempo libre, mejoras ambientales, etc.), y

una presencia institucionales fuerte que disuada la criminalidad violenta, actúe sobre

factores situacionales y provea medios de regulación y resolución de conflictos

(medicación y conciliación, justicia de proximidad, etc.). De igual forma, los mecanismos

de contraloría comunitaria sobre la policía y otros agentes de control formal, permitirán

una mayor eficacia de éstos y una práctica de coproducción de la seguridad que

contribuya con el desarrollo de poder comunitario.