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Anticlericalismo, espacio y poder. La destrucción de los rituales católicos, 1931-1939 Manuel Delgado Ruiz l. Lo explícito y lo implícito en el anticlericalismo contemporáneo español Si las formas hasta tal punto destructoras que adoptó el anticle- ricalismo popular en la década de los treinta en España han constituido un punto ciego para la historiografía política, que con frecuencia las ha exiliado al campo de lo anacrónico o al de lo simplemente demencial, ha sido, en gran medida, por la negativa a contemplar el fenómeno como directamente complicado en dinámicas que son esencialmente de índole cultural. No se ha querido reconocer, salvo excepciones, la presencia de factores inconscientes, o cuanto menos implícitos, que situarían hechos como éstos en el campo de las inercias, las repeticiones, las invariancias, las pervivencias y las resistencias que una sociedad presenta en las tecnologías de que se vale para controlar y comprender el universo, ese mismo universo que previamente ha inventado. No se han querido aplicar las evidencias en las que muchos historiadores y antropólogos fundan la convicción de su mutua dependencia: que la historia es ordenada por la cultura y la cultura por la historia; que se impone asociar la contingencia de los sucesos con lo recurrente de las estructuras, y que un acontecimiento es una relación entre algo que pasa y una pauta significadora que subyace. Esa vía explicativa, que otorgaría un papel de importancia a los esquemas latentes que orientan a los actores históricos, ha sido sis- temáticamente ignorada en favor de lecturas dispuestas a aceptar ingre- dientes explicativos procedentes sólo del ámbito estríctamente políti- AYER 27*1997

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  • Anticlericalismo, espacio y poder.La destruccin de los rituales

    catlicos, 1931-1939Manuel Delgado Ruiz

    l. Lo explcito y lo implcito en el anticlericalismocontemporneo espaol

    Si las formas hasta tal punto destructoras que adopt el anticle-ricalismo popular en la dcada de los treinta en Espaa han constituidoun punto ciego para la historiografa poltica, que con frecuencia lasha exiliado al campo de lo anacrnico o al de lo simplemente demencial,ha sido, en gran medida, por la negativa a contemplar el fenmenocomo directamente complicado en dinmicas que son esencialmentede ndole cultural. No se ha querido reconocer, salvo excepciones, lapresencia de factores inconscientes, o cuanto menos implcitos, quesituaran hechos como stos en el campo de las inercias, las repeticiones,las invariancias, las pervivencias y las resistencias que una sociedadpresenta en las tecnologas de que se vale para controlar y comprenderel universo, ese mismo universo que previamente ha inventado. Nose han querido aplicar las evidencias en las que muchos historiadoresy antroplogos fundan la conviccin de su mutua dependencia: quela historia es ordenada por la cultura y la cultura por la historia; quese impone asociar la contingencia de los sucesos con lo recurrentede las estructuras, y que un acontecimiento es una relacin entre algoque pasa y una pauta significadora que subyace.

    Esa va explicativa, que otorgara un papel de importancia a losesquemas latentes que orientan a los actores histricos, ha sido sis-temticamente ignorada en favor de lecturas dispuestas a aceptar ingre-dientes explicativos procedentes slo del mbito estrctamente polti-

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    ce-institucional, econmico o de clase l. Esto ha provocado que lasviolencias iconoclastas de la Espaa del siglo xx no hayan sido asociadascon los sistemas de representacin y accin a los que interpelabanagresivamente y que eran los que, ajenos y hasta cierto punto indiferentesa la lucha por la conquista y el control del Estado, reciban el encargode presentar como sobrenaturalmente inspirados, y, por tanto, inalte-rables e inquebrantables, los axiomas que organizan las conductas ylas experiencias humanas en sociedad. Por su parte, los antroplogosse han mostrado demasiado ocupados en estudiar las filias religiosastradicionales -procesiones, romeras, fiestas populares, etc.- comopara atender esa dimensin tan espectacular, y no menos tradicional,del paisaje que contemplaban como eran las fobias: los incendios, lasdestrucciones, las decapitaciones ... Es decir, las violencias contra aque-llo mismo cuya devocin pareca ser su nica competencia, como sila jurisdiccin del etnlogo fuera la reverencia hacia lo sagrado y nosu aniquilamiento. La renuncia de los historiadores a plantear cuestionescomo stas en trminos de cultura ha ido fatalmente pareja a la delos antroplogos de la religin a tratar cualquier cosa que desalentarasu visin integradora, funcional y feliz de las conductas religiosas.

    Sealar que, con pocas salvedades, se ha mantenido cerrado uncamino que hubiera sido sobremanera frtil en la explicacin de losacontecimientos de violencia anticlerical, no quiere decir que esa inter-pretacin socio-culturalista que se ha echado en falta tuviera que dejarde atribuir a los factores poltico-econmicos un papel fundamental.Se trata, tan slo, de advertir de la insuficiencia insalvable que esteltimo tipo de anlisis presentara en orden a clarificar acontecimientosque lo trascienden. Dicho de otro modo, la complicidad de la Iglesiacon el latifundismo, los carlistas, el absolutismo, la burguesa, la monar-qua, el Estado o la insurreccin militar de 1936 no son suficientes-o al menos no lo han sido hasta ahora- para dar cuenta del aspectodesmesurado e irracional que adopt el anticlericalismo espaol enlos siglos XIX y XX.

    Apenas algunos contemporanestas 2 han percibido la necesidad de

    ] Vase al respecto un inventario reciente: M. P. SALOMN, Poder y tica. Balancehistoriogrfico sobre anticlericalismo, Historia Social, nm. 19, primavera-verano 1994,pp. 113-128.

    2 Pienso, por ejemplo, en G. RANZATO, Dies Irae: la persecuzione religiosa nellazona repubblicana durante la guerra civile spagnola (1936-1939>, Movimento Operarioe Socialista, nm. 2, 1988, pp. 195-220.

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    conectar ordenadamente los hechos e ideas anticlericales con otros dis-positivos e instancias culturales, de mettre en systme uno de los fen-menos ms intrigantes e inexplicados de la reciente historia espaola,aplicando aquellas explicaciones paradjicas que singularizan, segnThomas, la manera etnolgica de conocer. No se ha atendido el contenidosimblico de los motines iconoclastas, a pesar de que era ostensiblede que lo que agredan eran precisamente smbolos. No ha existidovoluntad de instalar el antagonismo contra la religin catlica, quepareca parasitar cualquier acontecimiento y aprovechar no importa qucoartada para actuar, en una racionalidad estructurante. Sabemos quese incendiaban iglesias, se despedazaban altares, se arrastraba por lascalles cristos, vrgenes y santos y se asesinaba en condiciones muchasveces atroces a sacerdotes, pero los historiadores han hecho bien pocopara relacionar estos acontecimientos con lo que los antroplogos lespodan decir que eran significativamente una iglesia, un altar, una ima-gen o un sacerdote, cul era el sentido oculto que podan tener aquellasactuaciones tanto para sus ejecutores como para sus vctimas, as comolos tipos culturales que mimaban o combatan, o quizs ambas cosasa la vez.

    El presupuesto que cualquier anlisis de los fenmenos iconoclastasdebera reconocer como innegociable es que su objeto es el trato quehan recibido determinados smbolos sagrados. Su tarea, por tanto, nopuede ser en esencia distinta ni se debe valer de instrumentos analticosdiferentes de la que resulta de explicar o interpretar tanto su significadocomo su funcin en unas coordenadas socioculturales concretas. Elreferente terico mayor debe ser siempre el que los smbolos que unasociedad determinada sacraliza no son resultado de una seleccin arbi-traria, sino que responden a un orden estructurado de significados,en que stos aparecen jerarquizndose, oponindose unos a otros yconstituyndose en, a la vez, determinante principal de la inteligibilidaddel universo y condicin bsica para la comunicacin entre sus com-ponentes individuales. El sistema religioso es, por ello, el lugar enque se resume lo ms inconmovible y fundamental del conocimientoque una sociedad tiene sobre el mundo, pero tambin dnde se demuestrael carcter activo de ese conocimiento, como ha sealado Pierre Bour-dieu .3. Ese orden simblico-representacional que rige una sociedad,casi siempre bajo la forma de lo que denominamos comnmente una

    :~ P. BOlJHDlEU, Sur le pouvoir symbolique, Annales ESe, XXXII/3, 1977,pp. 405-411.

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    religin, debe ser considerado a la luz de su doble dimensin: ins-trumental y funcional, por un lado, expresiva e intelectual, por el otro.O, lo que es igual, relativa, en primer lugar, a qu y para qu significanlos simbolismos rituales y, en segundo lugar, a cmo llegan a ser sig-nificativos, es decir, cules son las cualidades lgico-formales que loshacen eficaces.

    Tal necesidad de estudiar los smbolos sagrados, tambin en lascondiciones de su violabilidad, sin separar su aspecto de instrumentosde un orden social y de su labor como productores y distribuidoresde sentido, ha propiciado algunas estrategias explicativas que bienpodran servimos para el caso de los motines iconoclastas en la Espaacontempornea. Por ejemplo, el anlisis dinmico y procesual de lossmbolos religiosos, tal y como Vctor Turner nos ha sugerido, tambinpara considerar las situaciones en que son destruidos y violentados 4.Esta lnea interpretativa parte de que no se puede perder de vistala pluralidad de significados que afecta a los simbolismos sagrados,su polisemia o multivocidad, cuyos elementos constituyentes puedenproceder de todo tipo de fuentes y propiciar diferentes interpretacionespor parte de quienes se relacionan con ellos. El concepto se pareceal que la glosemtica conoce como concomitancia, para referirse a esacopresencia de diferentes programas narrativos en el interior de unestado o discurso determinado.

    El anlisis de los smbolos sagrados es lo que no se ha tenidoen cuenta por parte de quienes han pretendido comprender los sentidosltimos y ms profundos de las violencias anticlericales. Si los hubieranconsiderado, hubieran podido reconocer las eficacias y los fracasos deese sistema de representacin y el conjunto de dispositivos de fisca-lizacin en que su objeto de conocimiento estaba organizado y cobrabasignificado, y que no se limitaba a los planos polticos y econmicosa que el discurso ideolgico del anticlericalismo liberal los remita,sino que iba bastante ms all, a un nivel al que los protagonistasno estaban en condiciones de acceder plenamente. A su vez, las propiasactuaciones iconoclastas, su gestualidad, su repertorio formal, la mismaritualidad que practicaban habra podido ser incorporada a un sistemasimblico prexistente, que estaba proveyendo a los iconoclastas de loque Geertz hubiese llamado modelos de y para la agresin, que iban

    4 V. TURNER, La selva de los smbolos, Madrid, 1981, pp. 55-58, Y V. TURNERy E. TURNER, Iconophily and Icanoelasm in Marian Pilgrimage, Image and Pilgrimagein Christian Culture, Nueva York, 1978, pp. 140-171.

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    desde los ritos de violencia disponibles por la cultura tradicional -lasfiestas cruentas, las agresiones simblicas, los carnavales, etc.- hastalas experiencias histricas de progromos contra grupos estigmatizados,en particular contra los judos 5.

    La violencia iconoclasta respondi en Espaa, a partir de finalesdel XVIII, a la creciente necesidad que amplios sectores sociales expe-rimentaron de liquidar las viejas formas de organizacin social, al tiempoque se modificaba y redefina la totalidad del orden ideolgico-culturalexistente, en la direccin de incorporarse a los principios de la Moder-nidad, y hacerlo adems en el sentido de los intereses del capitalismo.La interpretacin de esa estructura socio-religiosa a desactivar impe-rativa e inaplazablemente no slo parta del conocimieno que las muche-dumbres tenan de sus dispositivos ni del entrenamiento que habanrecibido en su seno, sino no menos de construcciones especulativasexternas a la propia tradicin cultural, procedentes de la literatura cul-tivada y de las teoras sociales, a las que segmentos crecientes delas clases populares tenan acceso gracias a los avances de la vul-garizacin escrita e incluso por medio de una predicacin oral de incon-fundibles resonancias misionales. Lo que los anticlericales ms inte-lectualizados escriban y divulgaban -de los clsicos del atesmo filo-sfico a los folletines baratos-, se haba incorporado al estilo culturalde quienes componan las muchedumbres, orientaba y perfilaba su expe-riencia del mundo, confirmaba, desbarataba o provea de argumentosracionalizadores a quienes practicaban el incendiarismo y el martiriode curas y frailes.

    Eso implica que no haba tanta diferencia como se supone entrela ira anticlerical de las turbas y el anticlericalismo ms o menos mode-rado de los intelectuales y los polticos reformistas. Las multitudesanticlericales no hacan sino propiciar soluciones expeditivas e irre-

    Es el sentido de trabajos antropolgicos como los de T. J. MITCHELL, Violenceand Piety in Spanishfolklore, Minessotta, 1988; B. LINcoLN, Revolutionary Exhumationsin Spain, july 1936, Comparative Studies in Society and History, XVII, 2, abril 1985;D. D. GILMORF:, The anticlericalism of the Andalusian Rural prolerarians, en C. LVARF:Z,M. J. Bux y S. RODRGUEZ BECEHRA, eds., La religiosidad popular. J. Antropologa ehistoria, Barcelona-Sevilla, 1989, y M. DELGADO RUIZ, La ira sagrada. Anticlericalismo,iconoclastia y antirritualismo en la Espaa contempornea, Barcelona, 1992, y Las pala-bras de otro hombre. Anticlericalismo y misoginia, Barcelona, 1993. Sobre la analogaentre anticlericalismo y antisemitismo, ya sugerida por Poliakov, me remito a M. DELGADORuiz, La cam dels infants. La usurpaci de menors en la imaginaci persecutoria,Arxiu d'etnografia de Catalunya, nm. 9,1992-1993, pp. 171-187.

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    versibles a cuestiones para las que la cultura poltica -fuera de libe-rales, de constitucionalistas, de federalistas, de radicales lerrouxistasrepublicanos o de frentepopulistas- slo poda destinar la lentitudde las iniciativas legislativas o, como mucho, de una vigilancia msestrecha. Los iconoclastas slo se anticipaban liquidadoramente -losdisturbios de 1834 con respecto a la desamortizacin de Mendizbal,por citar un ejemplo- a una reforma de las estructuras socio-religiosasque los gobiernos modernizadores ya preparaban y que la propia Iglesia,consciente de la necesidad de reconvertir su exceso de ritualidad, tam-bin iba a acabar por asumir como inevitable. Las turbas estaban eje-cutando inconscientemente un plan lgico para resolver para siemprey del todo la cuestin religiosa en Espaa. Andreu Nin escriba en1936: Haba muchos problemas en Espaa que los republicanos bur-gueses no se haban preocupado de resolver. Uno de ellos era el dela Iglesia. Nosotros lo hemos resuelto totalmente yendo a la raz: hemossuprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto. O: La clase obreraha resuelto el problema de la Iglesia, sencillamente no dejando una

    . 6en pIe .

    2. El anticlericalismo como antisacramentalismo

    El primer malentendido de que ha sido vctima el anlisis polticode las violencias iconoclastas es el de que el enemigo a batir porel anticlericalismo era aquel que sus discursos explcitos reconocan,esto es la Iglesia romana y el ascendente desptico que pareca ejercersobre la sociedad. En realidad, una observacin de los desencadenantesy desarrollos de los motines sacrlegos y un anlisis un poco ms atentode los discursos que urgan a acabar con el poder del clero pondrande inmediato de manifiesto que el objetivo a desactivar no era tantola Iglesia, en tanto que institucin vinculada a poderes polticos o eco-nmicos detestados, como la institucin religiosa de la cultura, tal ycomo se suele registrar en las sociedades tradicionales o todava enproceso de modernizacin. Puede establecerse entonces que la religininterpelada agresivamente por los anticlericales y los iconoclastas noera tanto la religin teolgica, emanada por la Iglesia oficialmente,como la religin real, es decir, lo que loan Prat ha identificado con

    (, La Vanguardia, 8 de agosto de 1936, para la primera cita, y 2 de agosto, parala segunda.

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    la experiencia religiosa ordinaria, el conjunto completo de compor-tamientos, ritos, concepciones, vivencias, representaciones sociales ysmbolos de carcter religioso que en un marco concreto -espacialy temporalmente- sustentan unos individuos tambin concretos. Olo que Gutirrez Estvez ha denominado sistema religioso de denomi-nacin catlica, aquel en que, al margen de cul sea su procedencia,teolgica o tradicional, todos los elementos estn estructurados en unnico sistema que organiza su experiencia y proporciona determinadasenergas simblicas para vivir en sociedad 7.

    Fijar que la religin era una institucin cultural bsica en las socie-dades tradicionales supone establecer que era desde ella que se legi-timaban, se ordenaban y se fiscalizaban los principios que regan laaccin y el pensamiento tanto individuales como colectivos. Como haescrito Berger, el mundo que una institucin religiosa defina era elmundo, que no se mantena solamente por los poderes mundanos dela sociedad y sus instrumentos de control social, sino fundamentalmentepor el "consenso" de sus miembros. Esto implica que la institucinreligiosa de la cultura, en sociedades no modernizadas, se constituyeen un marco referencial mucho ms amplio que el que definiran losdogmas y operaciones de las religiones polticamente instituidas. Comointua Richard Wright en su Espaa pagana, el mbito de la religiosidadespaola traspasa las fronteras de la Iglesia 8. Lo que los antroplogosreconoceran como la religin incluira un amplio conglomerado de prc-ticas y creencias que trascenderan el marco estricto de la liturgiay la doctrina oficiales, pero que la Iglesia transiga en patrocinar apesar de las dificultades o incluso de la imposibilidad de homologacinteolgica que presentaban. La voluntad de la institucin poltica dela Iglesia de confundirse con la sociedad la llev a ponerse al serviciode las comunidades en que se asentaba, que, al contrario de lo quese apreciara superficialmente, la convirtieron enseguida en instrumentode sus necesidades de simbolizacin, a cambio de prestarle el simulacrode su sumisin. La identificacin entre Iglesia y religin no ha sido,por otra parte, slo la consecuencia del predominio de los prejuicios

    7 1. PRAl', Religi popular o experiencia religiosa ordinria?, Arxiu etnogroficde Catalunya, nm. 2, 1983, p. 63, Y M. GUTIf:H1u:z ESl'VEZ, En torno al estudiocomparativo de la pluralidad catlica, Revista Espaola de Investigaciones Sociolgicas,nm. 27,1984, p. 154.

    8 P. BERGER, Para una teora sociolgica de la religin, Barcelona, 1976,pp. 194-195, YR. WHIGHl', Espaa pagana, Buenos Aires, 1972 [1955], p. 297.

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    teolgicos, sino, ya en el marco de las ciencias sociales, el resultadode una cierta sociologa autoentendida como una ciencia de las ins-tituciones sociales, congruente con una determinada tradicin del posi-tivismo terico.

    Es ste el mbito en que se producen las convulsiones anticlericalesen la Espaa contempornea. Un mbito del que la Iglesia y su cleroeran protagonistas subrogados, vehculos de una autoridad que para-sitaban a cambio de dejarse instrumentalizar por ella, y que no eraotra que la de las formas de control propias de las sociedades tra-dicionales, basadas en una consciencia o sistema de mundo compartidoy de las que la tarea principal era garantizar que cada cual ocuparael lugar previsto para l en la estructura societaria. Es contra ese modelode sociedad que se erige el gran proyecto modernizador, y es paradesarticular las funciones estratgicas que en dicho modelo desempeanlos dispositivos de sacralizacin que la politizacin, la urbanizaciny la industrializacin se hacen acompaar de una lgica paralela desecularizacin, con la que mantienen una relacin dialctica y bidi-reccional. Por secularizacin entendemos, en primer lugar, el procesoque lleva a los individuos a sustraerse de la dominacin de smbolose instituciones sagradas, haciendo que la religin se repliegue del vastoterritorio hasta entonces bajo su control en las sociedades tradicionales-la vida de la comunidad en su totalidad- a ese nuevo espacio res-tringido que era la propia conciencia personal, y ya no bajo la formade rituales externos sino de la vivencia emocional de lo sobrenatural.La secularizacin es, entonces, idntica al proceso de acuartelamientode lo sagrado en lo que Hegel llamaba el ser consigo mismo del individuo,esto es, en el sujeto y su subjetividad, que quedan eximidos de laobediencia hasta entonces debida a los principios que la religin vehi-culaba en sus ritos y mitos. Secularizacin es, as pues, subjetivizacin.

    La subjetivizacin, la inmanencia de los sentimientos ntimos y labsqueda de una autencidad personal son los factores discursivos quecimentan los valores del individualismo, sistema jurdico-filosfico pro-pio de las sociedades modernizadas que coloca al individuo psicofsicocomo fundamento y fin de todas las leyes y relaciones morales y polticas.La premisa de la individualizacin es, desde el Renacimiento, la deque la persona debe dirigir su conducta al margen de los presupuestosmorales heredados de la tradicin y cuya obediencia la comunidada la que pertenece vigilara. Para que se diese ese proceso de sub-jetivacin e individualizacin, del que dimanar la figura moderna del

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    ciudadano, era indispensable que lo sagrado -es decir, el determinanteltimo de la existencia humana- abandonase el que haba sido sucarcter factible y objetivo, ya que su realidad no poda resultar deun acuerdo intersubjetivo, cuyo tema era el cosmos social, sino deuna vivencia puramente ntima, cuyo asunto fundamental iban a serahora los estados de nimo personales. La creencia se despliega enun nuevo territorio: el de la psicologa o ciencia de la vida interior,aquella cuyas necesidades y requerimientos pasarn a ser la nuevacompetencia de la piedad religiosa. La religin en el plano de lo pblicose reduce a una pura retrica o, como mucho, a un humanismo secular,mientras que slo es reconocida como significativa y pertinente en sunueva localizacin: la experiencia del corazn. La dicotoma sagra-do/profano pasa a equivaler a la de privado/pblico, o mejor, intimo/p-blico.

    Fue as que eso que llamamos proceso de secularizacin de lasmasas europeas no consisti sino en el envo al exilio de la supe-restructura de la religin practicada, que era tambin la trascenden-talizacin de la vida cotidiana. Los edificios, objetos, personas y ritualesque los anticlericales atacaban en Espaa eran representaciones deun cosmos social pensado como sagrado, de cuyos imperativos el nuevoindividuo deba emanciparse. La renuncia de la religin a continuarllevando a cabo lo que haba sido su tarea en los sistemas socialesno modernos, aglutinar a los miembros de una comunidad en tornoa determinados valores y pautas para la accin, dejaba en libertada los individuos para elegir sus propias reglas morales, puesto quela vida social haba dejado de tener un sentido nico y obligatorio.Se rompa con la identificacin comunidad-religin, ya que esta ltimaapareca restringida a producir estructuras de plausibilidad fragmen-tarias y con una eficacia que slo poda funcionar a nivel individualo, como mucho, familiar o de comunidades muy restringidas y encap-suladas, pero nunca del conjunto de miembros de una sociedad cadavez ms globalizada.

    Es contra esa institucin religiosa de la cultura que el movimientoanticlerical acta en la Espaa contemornea, con lo que se conducecomo una versin contempornea de aquella misma violencia que elproceso de secularizacin haba desplegado en tantas ocasiones comohaba sido preciso contra las formas premodernas de religiosidad, basa-das en los ritos pblicos, en el culto a las imgenes y en la autoridadde los sacramentos. Es ms, en cierto modo el anticlericalismo no sera

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    sino una ideologizacin politizante de la lucha contra los sacramentosemprendida tanto por la Reforma como por sus precedentes medievales,incluyendo ah la propia revolucin islmica, que eran ya de algnmodo anticlericales, por mucho que el trmino fuera acuado por ellibrepensamiento burgus del XIX 9. De igual modo, el anticlericalismoviolento espaol de los aos treinta anticipa el que despliegan actual-mente en Amrica Central las sectas pentecostalistas y sus aliados guber-namentales en pases como Guatemala, tambin ellos convencidos deque es urgente acabar con el poder del papismo y sus ritos si se quieremerecer la incorporacin de sus respectivas sociedades a la Modernidad.

    Podemos afirmar, por tanto, que la oposicin clericalismo-anticle-ricalismo no es sino una expresin contempornea de la oposicin sacra-mentalismo-antisacramentalismo. Este ltimo se constituye a partir deldivorcio entre lo interior/anmico y lo exterior/sensible que es comna la teologa protestante y al pensamiento racionalista. Es ese cortelo que provoca un desprestigio creciente del pensamiento simblicoque, por su dependencia de las operaciones analgicas, no puede sinorecurrir una y otra vez a la naturaleza para nutrirse de repertorio. Apli-cado al campo de las relaciones con la divinidad, la analoga no puedesino resultar enfermiza, puesto que una forma de conocer que afirmaque algo santo est en un objeto del mundo -personas, sitios o cosa-aleja al hombre de la inmanente verdad de Dios, percibible slo atravs de la experiencia interior directa. La mediacin de lo visiblepara hacer accesible 10 Invisible es, por definicin, blasfema. Esto impli-ca que los sacrlegos no fueron nunca los iconoclastas, como pudieraparecer, sino justamente los no reformados, ya que eran ellos quienesensuciaban lo sagrado al negar su inefabilidad.

    Para el cristianismo no reformado los sacramentos pretendan serlo que San Agustn llamaba la forma visible de la gracia invisible.La lgica de la sacramentalizacin se traduca dogmticamente en elmisterio de la transubstanciacin eucarstica y se ampliaba a los otrosseis sacramentos oficiales. Pero esa tipificacin eclesial era abundan-temente sobrepasada por la prctica religiosa consetudinaria, que gene-ralizaba esa misma capacidad de las representaciones de encarnar lite-ralmente lo representado a la globalidad de individuos, objetos, situa-ciones o lugares devocionales. En efecto, la religiosidad tal y como

    9 As lo ha reconocido N. COHN, que titulaba un artculo sobre la revolucin ana-baptista Anticlericalism in the Gerrnan Peasants Wan>, Past & Present, nm. 83, mayo1979, pp. 3-31.

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    era practicada bajo denominacin catlica, ampli el principio de lapresencia real de lo simbolizado al conjunto de imgenes de santos,vrgenes y cristos, a las reliquias, a los sitios, los sujetos y los momentoslitrgicos, etc. Todo ello pasaba a ser prueba palpable de cmo lamateria y la forma sacramental, aplicadas con la debida intencin ysin defecto de forma; conferan gracia ex opere operato, es decir, almargen de la dignidad moral del oficiante.

    Esto lleva a matizar las visiones que vinculan el pensamiento yla accin reformadora con lo que Mary Douglas ha llamado el rechazodel ritual o Nicole Belmont el desprestigio de la religiosidad extrnseca 10,una hostilidad contra los excesos de la piedad religiosa al que la mismaIglesia oficial no sera ajena. Es cierto que el proceso de secularizacinllev pareja una insistente denuncia de los rituales vacos, y hastadel ritual en cuanto tal, en nombre de la exaltacin de la experienciantima y la denigracin de su expresin uniformada, as como de lapreferencia por una forma de conocimiento intuitiva e instantnea yel rechazo de instituciones de mediacin entre lo visible y lo invisible.Pero no sera del todo exacto plantear el movimiento anticlerical comoun movimiento de rechazo a la comunicacin por medio de sistemassimblicos complejos.

    La historia de la dinmica modernizadora est repleta de ejemplosde cmo los movimientos revolucionarios y los nuevos poderes secularesasumieron la necesidad de las ceremonias pblicas y las teatralizaciones,aunque slo fuera para una didctica de las nuevas formas de cohesincivil, ya no fundamentadas tanto en la comunidad de consciencias comoen la comunidad de experiencias y emociones. Entre los motores msactivos del anticlericalismo burgus estuvieron sociedades secretas que,herederas del inmanentismo hermtico y neognstico de cierta Ilustracin-la masonera, por ejemplo-, practicaron formas sofisticadas de ritua-lismo. La impugnacin contra las prcticas religiosas vigentes en laEspaa en el siglo xx tena que ver no con los ritos en s, sino consu pretensin de eficiencia, es decir, contra lo que lo que Lvi-Straussllamaba la eficacia simblica o Bourdieu la magia social: el poderque la accin ritual se autoatribuye de actuar sobre lo real actuandosobre sus representaciones. La desaprobacin del ritual es, por tanto,la desaprobacin de una cosmologa, pero sobre todo de la virtud que

    10 M. DOUGLAS, Smbolos naturales, Madrid, 1988, pp. 20-38, Y N. BELMONT, Su-persticin y religin popular en las sociedades occidentales, en M. IZARD y P. SMITH,eds., Lafuncin simblica, Gijn, 1989, pp. 55-74.

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    los ritos se arrogan de transformar la realidad al margen del mritopersonal de los sujetos implicados en ellos. La violencia con que lanegacin de los sistemas de sacramentalizacin se exprese ser el sn-toma a la vez de la urgencia en destruirlo o modificarlo y de la resistenciaque en cada circunstancia socio-histrica presente a ese destino fatalque se le depara.

    En el caso espaol, al desbaratar el entramado mito-ritual, los anti-clericales violentos estaban contribuyendo estratgicamente a modificar,desestructurndola de forma contundente, toda la mecnica de obe-diencia a lo que Schleiermacher llamaba el espritu de la sociedad.Dicho de otro modo, estaban haciendo lo mismo que Davis 11 planteabarefirindose a la iconoclastia hugonote del siglo XVIfrancs: replantearseglobalmente sus relaciones con lo sagrado. En Espaa, la Iglesia eraidentificada con las ceremonias que albergaba mucho ms que conlos principios teolgicos que deca sostener, y que respondan a losintereses de una burocracia administrativa y una lite de poder, inca-paces de procurar estructuras simblicas eficaces y obligadas, por tanto,a depender de las ya socialmente en vigor, a las que, con mucho,consegua sobreponerles sus denominaciones y algunas de sus frmulasexternas. Todas las monografas etnogrficas han sealado esta circuns-tancia que en las comunidades no plenamente modernizadas haca delas celebraciones religiosas -entre las que la misa era sin duda la menosimportante- el centro neurlgico de toda la vida social. Este principiode intercambio entre la capacidad figurativa de las imgenes y smbolosreligiosos y las dinmicas grupales es extensivo a toda la prctica reli-giosa consuetudinaria que la Iglesia usufructuaba y su aplicabilidadafecta a un desarrollo histrico que, en ese aspecto, no ha visto modi-ficarse tal funcin bsica. En el marco de la religiosidad medieval,Peter Brown ha subrayado cmo las imgenes de los santos dejabanor da voz grave de la comunidad. Ya en el siglo xx y en relacina la religiosidad popular en un pueblo santanderino, W.A. Christianllamaba la atencin acerca de cmo dos imperativos de la accin eran,por tanto, imperativos religiosos 12.

    Comte deca que el cristianismo empezaba a encontrar su esenciaen el examen individual de las enseanzas bblicas, y que esto deba

    11 N. Z. DAVIS, Los ritos de la violencia, en Sociedad y cultura en la Franciamoderna, Barcelona, 1993, pp. 149-185.

    12 P. Bnowx, El cuerpo y la sociedad, Barcelona, 1993, p. 265, Y W. A. CHRISTIAN,Religiosidad popular, Madrid, 1979, p. 38.

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    enfrentarlo con el juicio social propio de la vieja religiosidad. sta,a su vez, vendra definida por lo que ya Erasmo, precursor de lo quehoy son las tesis antirritualistas de la propia Iglesia de Roma, llamabalas simples ceremonias de los ventrlocuos que profanan los librosen los que la palabra celestial vive y respira 13. La funcin de laspersonas, objetos y lugares agredidos por los iconoclatas haba sidola de consagrar, es decir, sancionar y dar a conocer de una maneraincontestable, un estado de cosas cultural, y, por tanto, transpoltica.Ese orden a desbaratar deba ser ocupado por otro cuya autoridad nose vehiculara ya por la accin ritual, sino por medio de interiorizacionesticas que prescindirn para su cumplimiento de cualquier fiscalizacinque no proceda de la propia conciencia personal y del ejercicio dellibre arbitrio.

    Desde la antropologa simblica escriba Leach: El ritual sirvepara recordar a los presentes qu posicin ocupa cada uno de ellosexactamente en relacin con los dems, as como en relacin con unsistema ms amplio. Los rituales consisten en informacin que debeser almacenada y transmitida de una generacin a otra, y que, porotra parte, puede ser de dos clases: la informacin sobre la sociedad,concerniente a las relaciones de los hombres entre s, y la de la naturalezade los grupos sociales, las reglas y los contratos que hacen posiblela vida social 14. Esta tipificacin del ritual como una pauta de smbolosque hace patente la estructura social conduce a una comprensin alter-nativa de las hasta ahora ofrecidas respecto del fenmeno anticlericale iconoclasta espaol, conceptualizado ahora como una modalidad enespecial virulenta del impulso antirritualista y antisacramental quecaracteriza en los ltimos siglos el paulatino advenimiento de la RaznModerna. Los anticlericales haban recibido de la lgica histrico-dia-lctica instrucciones para atacar el lugar ms neurlgico de todo elsistema de representacin desde el que partan y se aplicaban los pre-ceptos de la vida social y donde stos se mostraban como sobrena-turalmente originados.

    No era nicamente la Iglesia, como institucin oficial y como aparatodel viejo Estado, lo que estaba sufriendo los embates demoledores de

    13 A. COMTE, Systeme de politique positive, Pars, 1980, III, p. 550. De Erasmo,las palabras que dedic a Len X en su Nuevo Testamento.

    14 La funcin del ritual en E. R. LEAcH, Ritual, Enciclopedia Internacional delas Ciencias sociales, Madrid, 1969, IX, p. 386. La definicin en E. R. LEAcH, Laritualisation chez l'homme par rapport a son developpement cultures et social, enJ. HUXLEY, ed., Le comportement rituel chez l'homme et l'animmal, Pars, 1969, p. 246.

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    los anticlericales. Ms bien se debera reconocer que la institucineclesial se haba mostrado incompetente para constituirse en vehculode inculcamiento del orden poltico entre las capas populares. Comoreconoca La Batalla, rgano del POUM, el 19 de agosto de 1936, delo que se trataba, antes que nada, era de destruir la Iglesia comoinstitucin social. Ortega afirmaba que el poder de la Iglesia noera, en verdad, suyo, suscitado y mantenido exclusivamente por susfuerzas ... ; El poder que la Iglesia ejerca en la vida social, es cierto,no era suyo, pero tampoco se corresponda, como Ortega daba por supues-to, slo al de los intereses econmicos, polticos o ideolgicos de lasclases dominantes, sino que en gran medida le vena de las relacionesde parasitamiento que deba mantener -entre otras cosas, por la propiaineptitud del clero para otra cosa- con esa misma dinmica social,de la que, al prestarle toda su infraestructura sacramental y su panten,acaba por resultar indistinguible. Dilthey haba sealado: Los lugaressantos, las personas sagradas, las imgenes divinas, los smbolos, lossacramentos son casos particulares en los que se expresa una potenciade excepcional energa 15. Esa excepcional energa no era otra quela de la sociedad, que empleaba el aparato que la Iglesia le prestabapara mostrar sus axiomas en tanto que inalterables y perpetuos.

    He ah lo que apremiaba destruir: los ritos, sus smbolos, sus esce-narios... y sus oficiantes. Esto explica la lgica de la masacre de losmiembros del clero parroquial, eliminados por su condicin de lo queHobsbawn llamaba personas rituales 16, funcionarios encargados derealizar pblicamente los ritos de paso y de presidir la prctica cultual.De igual manera, la preocupacin de los iconoclastas por destruir losarchivos parroquiales reflejaba su voluntad de eliminar lo que no eransino registros de iniciaciones, lugares en donde se podan encontrar,una por una, las mareas de irreversibilidad de todas las secuenciasque qualquier sujeto deba dar pblicamente en su proceso de socia-lizacin: su nacimiento, su introduccin a la pubertad, su matrimonio,su muerte, etc.

    Tenemos entonces que la desactivacin del sistema simblico vigenteen las sociedades tradicionales, del que la Iglesia prestaba su aparato,su funcionariado y su imagen exterior, era un requisito indispensable

    15 J. ORTEGA y GASSET, Escritos Polticos, Il (1922-1933)>>, en Obras Completas,Madrid, 1969, VI, p. 408, Y W. DILTHEY, Teora de las concepciones del mundo, Madrid,1974 [1911], pp. 52-53.

    16 E. J. HOBSBWAN, Las revoluciones burguesas, Madrid, 1976, p. 396.

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    en orden a hacer viable el pasaje de una organizacin basada en posi-ciones sociales heredadas y objetivables, la tradicional, a otra, la moder-na, fundada en el contrato personal y voluntario y del que la sub-jetivizacin era requisito principal.

    3. Anticlericalismo y desterritorializacin

    Escribe Lvi-Strauss en El pensamiento salvaje: "Toda cosa sagradadebe estar en su sitio", remarcaba con profundidad un pensador indgena.Tambin se podra decir que era eso lo que la hacia sagrada, puestoque, suprimindola, aunque slo fuera del pensamiento, el orden enterodel universo resultara destruido 17.

    Esta reflexin nos advierte de cmo los acontecimientos que loshistoriadores agrupan bajo el captulo de anticlericalismo fueron, engran medida, acontecimientos relativos a lugares, sonidos y trayectos.Se trat, as pues, de fenmenos espaciales, no slo en el sentido deque actuaron en el paisaje, sino sobre todo de que lo hicieron sobrel. Puesto que el territorio y su administracin simblica fue uno delos asuntos que pareci concernir a los anticlericales con mayor inten-sidad, sus actuaciones tanto legislativas como violentas podran sercontempladas como objeto de conocimiento por parte de la antropologadel espacio, esa subdisciplina que atiende el paisaje brindando unavisin cualitativa de sus texturas, de sus accidentes y regularidades,de las energas que lo recorren, de sus conflictos y problemticas, delos principios que lo organizan... El espacio, desde tal perspectiva,puede ser considerado, con respecto de las prcticas sociales que albergay que en su seno actan, a la manera de una presencia pasiva, undecorado, un teln de fondo, acaso slo un marco. Pero tambin comoun agente activo, mbito de accin de dispositivos que determinan yorientan lo que acontece en la sociedad, a los que sta se pliega deuna forma ms o menos dcil. Es el espacio, eso que las sociedadesorganizan pero que a su vez las somete, lo que aparece privilegiadamenteen litigio en el conflicto antieclesial en Espaa. La lgica anticlericales, as pues, en muchos sentidos una lgica topogrfica.

    Lo que los anticlericales haban decidido sentenciar a muerte eranmecanismos espaciales directamente comprometidos en tareas de terri-

    17 C. LVI-STRAUSS, El pensament salvatge, Barcelona, 1971, p. 28.

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    torializacin. Ese principio sera aplicable a todos y cada uno de losedificios incendiados, a las cruces derribadas, a las imgenes despe-dazadas, cada una de las cuales era protagonista central de despla-zamientos rituales cuya funcin era sacramentalizar el espacio social.En todos los casos, la inquina se diriga contra lo que sobrenaturalmentefundaba y refundaba las marcas sociales del suelo, el conjunto de ret-ricas espaciales en que se expresaba la identidad de la comunidady que le servan a esa comunidad para referenciar su defensa contralas amenazas externas e internas. Esos puntos o itinerarios del planoestaban asociados a un conjunto de potencialidades, de normativas yde interdicciones sociales, de tal forma que resultaban ser proveedoresestratgicos de organicidad. Los elementos agredidos aparecan jerar-quizando el espacio, zonificndolo a la vez social y msticamente, impo-niendo sobre l, a la manera de una malla, una serie organizada decontrastes y complementariedades, levantando fronteras y puentes, ytodo ello dando por incontestable una inspiracin celestial que no podaser destacada, puesto que en ella se expresaba la voluntad divina.

    Esa funcin desterritorializadora que asume el anticlericalismo con-temporneo en Espaa permite una comparacin indita. Se ha vistoen las algaradas antieclesiales de los aos treinta una especie de mani-festaciones tardas del estilo de revuelta que caracterizara el siglo XIX,incluso expresiones rezagadas del espritu iconoclasta del milenarismomedieval y de la reforma protestante, cuya labor de demolicin delos sistemas de mundo premodernos todava no se haba aplicado enla sociedad espaola. Pero las violencias iconoclastas podran ser inter-pretadas tambin como precursoras de corrientes recientes de accinsobre lo real, definidas precisamente por haber hecho de la desterri-torializacin su preocupacin nodal. se sera el caso de los situa-cionistas europeos de los aos cincuenta y sesenta, que haban hechode la supresin de los lugares de culto uno de sus elementos pro-gramticos principales. En su subversivo proyecto de embellecimientode Pars, publicado en la revista Potlach en octubre de 1955, Debordy Michle Bernestein sugeran que los edificios religiosos fueran des-truidos radicalmente, que desapareciesen sin dejar rastro, a fin deque el espacio liberado pudiera ser utilizado. Wolman propuso des-proveer las iglesias de cualquier uso religioso, para que los nios pudie-ran jugar. Jacques Fillon, por su parte, propona que los templos fueranconvertidos en casas de los horrores, para no desaprovechar su atmsferalgubre. Todos coincidan en la necesidad de suprimir la totalidad de

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    nombres repugnantes del callejero parisino, como, por ejemplo, Ruede l'Evangile o todos aquellos que empezaran por saint. En 1961, Cons-tant, uno de los fundadores del movimiento, y todo el grupo holandsfueron expulsados de la Internacional Situacionista por haber contruidouna iglesia 18.

    Una vez instaladas las violencias anticlericales en la jurisdiccinde las ciencias sociales del espacio, pueden los estudiosos de la vio-lencia anticlericales en la Espaa contempornea prescindir de lo quese ha escrito, desde la antropologa del espacio y del territorio, acercade la funcin simblica de los objetos del paisaje que iban a ser des-truidos, arrasados e incendiados entre 1931 y 1936, o antes? Puedenignorar lo que se ha escrito sobre la misin que asumen las procesionesy las romeras que se desautorizan durante el perodo republicano, sobreel papel en las dinmicas sociales de los lugares tan violentamenteinterpelados por los iconoclastas? Es obvio que difcilmente se podradesatender todo lo producido por una amplia tradicin que, en antro-pologa social, se ha consagrado a analizar cmo los lugares y las mani-pulaciones espaciales del culto religioso de denominacin catlica eran,y son todava, puestos al servicio de esas lgicas de territorializacin,o lo que es igual, de esas formalizaciones cualitativas de un espacioque era de esa manera socializado y culturalizado, dotado de valoressemnticos 19.

    Desde una perspectiva morfognetica, es decir, relativa a los procesosde formacin y de transformacin del espacio edificado o urbanizado,ya se ha considerado la importancia del enajenamiento a la Iglesiade sus posesiones territoriales. Las desolaciones iconoclastas fueronen muchos casos justamente eso, creacin de solares, que no dejabande practicar una suerte de desamortizacin radical, versin apremiantey expeditiva de la que ejecutara legalmente Mendizbal en el XIX. Lasmasas anticlericales se convertan de este modo en algo as como brigadasespontneas de derribo, al servicio de la culminacin de un proyectourbanstico que haba beneficiado de forma extraordinaria a la espe-culacin capitalista. En efecto, la demolicin legal o turbulenta de igle-

    IR En L. ANDREOTrJ y X. COSTA, eds., Teoria de la deriva i altres textos situacionistes,Barcelona, 1996, pp. 56-57, Y109.

    19 Ver, por ejemplo, C. LISN TOLOSANA, Antropologa social de Galicia, Madrid,1971; 1. 1,. CARCA, Antropologa del territorio, Madrid, 1976; J. A. FERNNDEZ DE ROTA,Antropologa de un viejo paisaje gallego, Madrid, 1984; y F. SNCHEZ Pf:REZ, La liturgiadel espacio, Madrid, 1990.

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    sias y conventos -con sus huertos, colegios o locales parroquialesanexos- a lo largo de todo el siglo XIX haba hecho posible, a partirde la transferencia de la propiedad de los terrenos de la Iglesia ala burguesa, que el crecimiento demogrfico pudiera ser absorbidopor los propios centros urbanos 20. Fue lo que pas en Zaragoza conel cabildo del Pilar y sus huertos, con una cuarta parte de lo queera la Mlaga de principios del siglo pasado, con las 1.150 pertenecientesal clero en Sevilla, con la huerta del convento de San Francisco enAlmera, o con grandes parcelas de lo que luego seran barrios enterosde Valladolid o Granada. Laureano Figuerola celebraba la supresinde las rdenes religiosas en tanto que acontecimiento ventajossimopara Barcelona. Mesonero Romanos apuntaba la conveniencia de queel huerto del convento de Jess, cercano a El Pardo, en Madrid, setransformase en un barrio entero con una plaza y varios mercados.Lo mismo podra decirse de plazas como las del Progreso y de Pontejoen Bilbao (Capuchinos de la Paciencia, Mercedarios Calzados, San Felipedel Real), la Real y la de Medinaceli en Barcelona (Capuchinos ySan Francisco), la plaza de Espaa en Zaragoza (huerta de San Fran-cisco), la de la Trinidad y del Carmen en Granada (sobre los cimientosde los conventos del mismo nombre). Trabajos recientes han insistidoen esa direccin, como el relativo a Ciudad Real, Almagro o Villanuevade los Infantes. All la venta de bienes urbanos origin consecuenciasclaves, como la salida al mercado de una buena cantidad de espacioo el propiciamiento de cambios urbansticos que implicaran la paulatinaconformacin de modernas ciudades burguesas en La Mancha 21.

    Pero ms all de esa dimensin puramente instrumental, los acon-tecimientos afectaban otro nivel acaso ms estratgico todava. El obje-tivo de las agresiones era, por encima de todo, la eliminacin o ladesactivacin de los elementos del paisaje considerados incompatiblescon un orden civilizatorio en proceso de construccin. Los lugares ymomentos a aniquiliar eran interpretados como focos desde los queactuaban, ms all de la poltica y la economa, los niveles ms profundosy determinantes del sistema de mundo hegemnico todava en un paspor modernizar.

    20 Ver A. FOLCH, Aspectes de la desamortitzaci (segle XIX), Barcelona, 1973.21 L. FIGUEROLA, Estadstica de Barcelona en 1849, Madrid, 1968 [1867]; R. DE

    MESONERO ROMANOS, Proyecto de mejoras generales de Madrid, Madrid, 1846, reproducidoen 1nformacin Comercial Espaola, nm. 403, 1967, pp. 225-239, Y A. RAMN DELVALLE, Desamortizacin y cambio social en La Mancha, 1836-1859, Ciudad Real, 1996.

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    Qu significaban esos SItIOS sagrados que eran objeto de saqueo,incendio y demolicin, y que podan ser desde magnficas catedralesurbanas a las ms modestas capillas o a perdidas ermitas de montaa? 22La respuesta debe empezar reconociendo cmo esos puntos de la topo-grafa estaban destinados a devenir nudos en los que se una sacra-mentalmente el pasado con el presente, el cielo y la tierra, la voluntaddivina y la accin humana, lugares de referencia para una actividadritual de la que la misa era sin duda el elemento menos relevante,puesto que era la distribucin de los sacramentos, es decir, de losrituales de paso sociales (bautizos, primeras comuniones, bodas,entierros, etc.}, y el ciclo de la liturgia popular lo que les otorgabasu funcin principal. Esa voluntad de borrar lo sagrado se pudo percibirincluso en la concienzuda accin sobre la toponimia. La onomsticaespacial es, en efecto, otra de las estrategias de territorializacin quepermite convertir los sitios identificados en identificadores: los nombresde santos santifican los lugares, en tanto los cargan de la fuerza caris-mtica y salvfica de sus poseedores originales. El lugar mismo quepresiden las iglesias incendiadas, la plaza principal de la ciudad, delbarrio o del pueblo, es ya significativo, puesto que en la sociedadtradicional las actividades principales de la comunidad tienen su esce-nario all. Las iglesias son, como seala Zulaika en relacin a las vascasde ahora mismo, una sntesis del espacio social del pueblo 23.

    Una de las manifestaciones del urbanismo insurrecional desplegadopor la clase obrera en la Semana Trgica fue, como se sabe, la quemade iglesias, escuelas religiosas y conventos. Pere Lpez, que ha analizadolos hechos de 1909 en Barcelona desde la geografa crtica, se equivoca,no obstante, cuando diagnostica, de una manera una tanto reduccionista,que los proletarios atacaron en esos edificios signos urbanos extraosa la comunidad y localizados en sus territorios 24. En realidad, dejandode lado la simplificacin que implica plantear el contencioso anticlericalcomo un avatar de la guerra de clases, lo cierto es que la lgica ico-noclasta se ensa con los lugares de culto no porque fueran ajenos

    22 Pinsese, por ejemplo, en el caso de los santuarios, oratorios y ermitas delPirineo cataln: Catllar, Vinyoles, Mogrony, Nria, la Salut, Vidabona, el Remei ... , todosellos saqueados por destacamentos dedicados en exclusiva a esa tarea de higienizacinde espacios abiertos. Ver. D. PI I TRAMUNT, Santuaris muntanyencs del Ripolls, Barcelona,1985.

    2;~ J. ZULAIKA, Violencia vasca. Metfora y sacramento, Madrid, 1988, p. 26.24 P. LPEZ SNCHEZ, Un verano con mil julios y otras estaciones, Madrid, 1986,

    p.236.

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    a la comunidad, sino precisamente porque pretendan encarnarla, yhacerlo adems sacramentalmente, es decir, no representndola, ni sim-bolizndola, sino pretendiendo ser idnticos a ella, ser ella misma. Heah la razn por la cual vemos reaparecer una y otra vez ese figuradel extrao como protagonista de las destrucciones. En la inmensa mayo-ra de casos, las agresiones contra los objetos, lugares y servidoresdel culto en zonas rurales son sistemticamente presentadas como incur-siones de personas llegadas de fuera, intrusos, cuyo origen se suponeque son poblaciones industrializadas cercanas y que, se dice, se dedicana ir de pueblo en pueblo destruyendo las iglesias, asesinando a losprrocos, ordenando a los vecinos que entreguen los objetos de cultopara su quema en pblico 2.'). Su papel dramtico parece ser muchasveces el de autnticos embajadores de exterminio que representan vica-riamente la sociedad ya urbanizada, un destacamento destructivo quesintetiza los aspectos ms traumticos del proceso de industrializaciny anuncia su inevitabilidad. En las ciudades, en cambio, el personajecentral de las agresiones no es ya el forastero, sino ms bien ese pro-tagonista de la sociabilidad especficamente urbana que es el deseo-noculo, el individuo annimo aludido por el discurso poltico comoel incontrolado, al que parece casi siempre imposible identificar. Otroculpable puede ser tambin esa otra figura del imaginario urbanoque es la masa, la turbamulta, la muchedumbre que es descrita porracionalizaciones de todo signo como enfebrecida, frentica, se-dienta de sangre. Forastero, desconocido o masa se constituyen aquen reversos categoriales del valor comunidad: slo a ellos puede corres-ponderles las destrucciones de aquello en que la colectividad tradicionalobtiene su reificacin absoluta.

    Este tipo de operaciones de desterritorializacin no afect slo alos espacios urbanizados o urbanizndose. No se insistir lo bastanteen que el movimiento anticlerical no fue un fenmeno especficamenteurbano, por mucho que aparezca directamente comprometido en laestructuracin material y simblica de las ciudades burguesas y en

    2,5 Por supuesto que la inmensa mayora de agresiones iconoclastas contaron conla complicidad activa o pasiva o, en todo caso, con la indiferencia de una parte importantedel vecindario. No obstante, la conviccin de que las destrucciones de los smbolosde la religiosidad local slo podan ser cosa de extraos deriv en episodios tan trgicoscomo la muerte de seis personas a las que los habitantes de la poblacin granadinade Atarle confundieron, en mayo de 1931, con una de esas supuestas brigadas mvilesde iconoclastas. Ver J. A. ALARcN-CABALLF:RO, El movimiento obrero en Granada enla II Repblica (1931-1936), Granada, 1990, pp. 362-363.

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    el proceso de urbanizacin. Los mbitos rurales conocieron actuacionesde violencia antisacramental de intensidad, que tambin pretendieronla desarticulacin de territorializaciones consideradas incompatibles conel porvenir moderno 26. Es ms, es bien conocido la insistencia delos anticlericales del verano de 1936 de acabar con elementos religiosossituados en puntos recnditos, como las cruces, las ermitas o los oratorios,que cumplan un papel fundamental como indicadores de reas quelas comunidades locales consideraban propias, y que deslindaban estasde aquellas otras que eran tenidas como no territorializadas o corres-pondientes a otras comunidades. As, en la comarca de Osona, un testigode la poca relata: La tarea destructiva es sistemtica: vehculos congente armada recorren pueblos y aldeas de Osona a la bsqueda delas ermitas y parroquias ms aisladas y perdidas. Se llega al paroxismocon la destruccin de cruces de cima y de trmino, por pequeas quesean 27.

    Otro de los mbitos predilectos de actuacin del anticlericalismocontemporneo espaol es el festivo. Los rituales festivos sirven jus-tamente para instaurar y reinstaurar cclicamente un cdigo tanto sobretiempo social como sobre el espacio social, vinculando para ello nocionesque ataen tanto a los territorios como a los momentos. En tanto queinstrumentos de la didctica social su tarea es la de interiorizar, enun sentido trascendente, la puesta en valor que esa distribucin delas cosas en el espacio y en el tiempo implica. El tema comn deestas categoras o nociones espacio-temporales es siempre y en cualquiercaso la comunidad y su voluntad de objetivarse, de, por as decirlo,hacerse carne y teatralizar como la ms incontestable de las verdadessu propia ficcin. Las agresiones contra las fiestas religiosas, tantopopulares como oficiales previamente folclorizadas, y la ilegalizacinoficial de un buen nmero durante la 11 Repblica se colocaban enla misma direccin apuntada con respecto de las manifestaciones ico-noclastas. Su objetivo: suprimir los recursos espaciales de santificacinque, aportndoles un marco escnico y una estructura de auto sacra-

    26 Un ltimo desmentido del tpico sobre la condicin rural exclusiva del anti-clericalismo violento: A. Boscn, Agrociutats i anticlericalisme a la 11 Repblica, L 'A-ven~, nm. 204, junio 1996, pp. 6-1l.

    27 Sobre la funcin de las cruces y los oratorios, ver SNCHEZ PREZ, Confinesde identidad, en La liturgia del espacio..., pp. 177-198. Del dietario personal de AntoniBasas i Cun, citado por M. SALA Y A. Esous, La revolta anticlerical a la comarcad'Osona, Departament d'Antropologia Social, Facultat de Geografia i Historia, Universitatde Barcelona, indito, 1989.

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    mental, organizaban significativamente los ciclos y los episodios dela vida comunitaria, inscribindolos en un orden csmico inalterabley trascendente.

    se es el sentido de la preocupacin anticlerical por suprimir lasexpresiones de culto que tenan lugar fuera de los templos, es decir,las manifestaciones que implicaban algo as como incursiones hacia(romeras, peregrinaciones) o de (procesiones, viacrucis) lo sagrado msall de sus santuarios, y que implicaban traslaciones por espacios assocializados, tales como calles, plazas o caminos. En estas actividadesla distribucin de los actores y de los repertorios formales no es nuncaarbitraria. La disposicin de cada uno de los elementos concurrentes-pblico, sacerdotes, autoridades, imgenes, emblemas- es el resul-tado de una tarea discriminatoria de la que la fuente es una determinadaorganizacin de las posiciones, una morfologa, que remite no a lo queocurre slo dentro de la concentracin religiosa esttica o ambulatoria,sino fuera de ella, en el plano de las relaciones sociales reales o ideales,en ese contexto en que se ubica y del que es, a un tiempo, emanaciny modelo maquetado. Todos y cada uno de los participantes, cada objeto,cada lugar especfico por el que se transcurre... , son sometidos a unaclasificacin que los jerarquiza de acuerdo con criterios que se inspiranen cmo sn o cmo deberan ser las relaciones sociales en el senode una determinada comunidad. Las imgenes que luego habran deser arrastradas por los suelos, ultrajadas o quemadas en las plazaspblicas fueron las mismas que haban sido sacadas en procesin 28o a las que haba ido a visitar cada ao en romera. Eran esos objetosen los que se resuma poderosamente tanto la comunidad como losprincipios ideolgicos que la haban fundado y que la regan. Esa preo-cupacin por limpiar el espacio pblico de presencias sagradas esla misma que orienta la destruccin de las pequeas imgenes expuestasen hornacinas en las calles de cualquier pueblo o ciudad, pero tambinde los colosales monumentos que dominan grandes extensiones de pai-

    28 Vanse dos trabajos relativamente recientes sobre las tareas socio-espacialesasignadas a las procesiones religiosas: H. VELASCO, El espacio transformado, el tiemporecuperado, Antropologa, nm. 2, marzo 1992, pp. 5-30, Y R. SANMAHTN, Identidady experiencia ritual. Qu hay en una procesin?, en Identidad y creacin, Barcelona,1993, pp. 83-108. Pinsese, por ejemplo, en la saa con que fueron destruidas lasAveneradas imgenes de la Semana Santa almeriense. Ver, M. 1. GAHCA SNCHEZ, Ladestruccin artstica de Almera en la guerra civil: imgenes de la tradicin almeriense,Boletn del Instituto de Estudios Almerienses, nms. 11-12, 1992-1993, pp. 229-244.

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    saje, como el del Cerro de los ngeles en Madrid o el Tibidabo enBarcelona, fusilados por los iconoclastas en el verano de 1936.

    Semejante fobia hacia lo que era entendido como una idolatra yun ritualismo inaceptables no fue ni mucho menos un objetivo exclusivode las turbas iconoclastas de 1936. Los legisladores laicistas de la11 Repblica ya se ensaaron contra las expresiones externas del cultoque implicaban la utilizacin sacramental del espacio pblico. Superadoslos primeros meses desde el inicio de la persecucin contra la clerecaen 1936, el culto pblico continuar estando prohibido en Espaa yslo en un ltimo perodo se tolerar a nivel privado. Cuando se legislabajo la presin anticlerical, las principales vctimas de la interdiccinson las expresiones de la exterioridad ceremonial. se fue el caso delas grandes batallas laicistas emprendidas desde 1931 contra los fune-rales y entierros religiosos, como en la tradicin legislativo-anticlericalmexicana haba sido, desde la Constitucin de 1917, la prohibicinde las ceremonias fuera de los templos o de que los sacerdotes seexhibieran en sotana por la calle. O, mucho antes, en 1791, la inter-diccin parecida --de mostrarse con traje eclesistico fuera de la liturgiay de celebraciones religiosas fuera de los templos- emitida por laAsamblea Legislativa francesa. Relativo a la Espaa de 1933 -el aoen que aparece promulgada la Ley de Confesiones y Congregaciones-,Jos Mariano Snchez narra:

    En Sevilla, dos sacerdotes fueron detenidos por encabezar un entierroy acusados de violar una ley que prohiba las manifestaciones religiosas pblicas.Uno fue multado, por decir misa en una iglesia, cuyo tejado haba sido destruidopor un rayo, pues se le acus de desplegar en pblico los signos del culto.Se mult a sacerdotes por permitir que se tocara msica "monrquica" enla iglesia, al aludir al "reino de Dios", lo que igualmente ocurra en todaslas alusiones en los sermones a Cristo Rey. En algunas localidades se fijaronimpuestos al taer de las campanas y en otras se prohibi llevar crucifijoscomo joyas de adorno 29.

    La voluntad radicalmente antirritualista de los anticlericales no podaquedar ms manifiesta y explcita que en la misma resolucin del con-greso que la CNT celebra en Zaragoza en 1934. All, para que no hubieradudas sobre la intencin de los nuevos reformadores de apostar por

    29 J. M. SNCHEZ, Reform and Reaction: The Political-religious Background of theSpanish War, Chapel Hill, 1964.

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    la religiosidad interior y de detestar hasta la liquidacin la extroversinritual, se contiene una sola y breve consideracin relativa a la llamadacuestin religiosa:

    La religin, manifestacin puramente subjetiva del ser humano, ser reco-nocida en cuanto permanezca relegada al sagrario de la conciencia individual,pero en ningn caso podr ser considerada como forma de ostentacin pblicani de coaccin moral ni intelectual. Los individuos sern libres para concebircuantas ideas morales tengan por conveniente, desapareciendo todos los ritos.

    Esto coincida con el punto de vista liberal-reformador que encamabala masonera. La logia barcelonesa Manuel Ruiz Zorrilla, pertenecienteal Gran Oriente de Espaa, dirigi en 1931 un escrito a las CortesConstituyentes, que fue objeto de una masiva difusin pblica. En l,entre otras medidas anticatlicas, se exige taxativamente, en su punto16: No permitirse en ningn caso manifestaciones de ndole religiosaen las calles 30.

    El proyecto antifestivo de los anticlericales vena a constituirse asen una suerte de iconoclasta desplegndose en un eje no espacial,sino temporal, cuyos objetivos a suprimir eran perodos y momentossagrados. Un trabajo ya clsico a puesto de manifiesto cmo las cele-braciones falleras en la ciudad de Valencia estuvieron sometidas aactuaciones guiadas por esa voluntad de secularizar el tiempo urbano,paralela de la que estaba afectando a los nuevos conceptos de espaciopblico. En Martorell, tres semanas despus de proclamada la Repblica,el Ayuntamiento, que ya haba ordenado cambiar la denominacin decalles y barrios con nombres de santos, prohbe, por motivos de ordenpblico, que la procesin de Corpus y cualquier otra manifestacinreligiosa se celebre fuera de los templos. A pesar de la nueva normativa,numerosos balcones y ventanas estaban engalanados siguiendo la tra-dicin, lo que llev a las autoridades municipales a multar con 500pesetas a todas las viviendas que presentasen signos pblicos de cele-bracin 31.

    De igual forma que las procesiones y las romeras eran mucho msexasperantes para los anticlericales que una liturgia oficial cuyo segui-

    30 Sobre la CNT, J. PEIRATS, La CNT en la Revolucin Espaola, Toulouse, 1951,11. El punto 16, citado en J. A. FERRER-BENIMELLI, Masonera espaola contempornea.2. Desde 1868 hasta nuestros das, Madrid, 1987, p. 85.

    31 Sobre las Fallas, A. ARIO, La ciudad ritual, Barcelona, 1990. Para las multas,ver F. BALANZA, Anticlericalismo i iconoclstia a Martorell. Dels primers precedents

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    miento resultaba ms bien minoritario, es significativo que la ira ico-noclasta pareciese mucho ms preocupada en destruir los exponenteslocales y zonales de la religiosidad que los grandes monumentos reli-giosos. Trabajos recientes relativos al anticlericalismo violento en zonasrelativamente poco afectadas por las destrucciones, como fue el PasVasco, han puesto de manifiesto la obsesin por atacar templos parro-quiales y ermitas. En 1933 y 1934 se producen atentados en la zonaminera de Vizcaya contra las ermitas de Santa Luca, la Trinidad, enLas Carreras y San Pedro y contra la iglesia de Santa Juliana, en Abanto;contra la ermita de La Magdalena, en Urallaga; la ermita de San Bernabde Castao, en Galdames; la iglesia de Ntra. Seora de la Asuncin,en La Rigada; la ermita del barrio minero de San Justo... , muchasveces en las vsperas de fiestas patronales o romeras. Esto no dejade ser coherente con el razonamiento planteado hasta ahora. La parroquiay la ermita eran los centros de la actividad religiosa de la comunidad,mucho ms que los grandes centros catedralicios, en los que la Iglesiaoficial proclamaba su propia grandeza. La situacin no habra cambiadodesde la Edad Media, en la que, tal y como describe Richard Sennet,el lugar religioso de mayor importancia era la parroquia, a la que elnacimiento, la vida y la muerte del habitante de las ciudades estabaninextricablemente unidas. Es cierto que la Iglesia elabor todo un sim-bolismo con el fin de legitimar un dominio de vocacin universal, yque para ello dispuso todo un colosal sistema figurativo y teolgico,pero en la prctica, en lo que era la religiosidad verdaderamente vividapor las masas y no por una pauprrima lite, el catolicismo vino asoportar ante todo, tal y como seala de nuevo Sennet, vnculos pro-fundamente locales 32.

    Eran de igual modo ocupaciones acsticas del espacio lo que odiabanlos anticlericales. Renan haba dicho, recordando sus experienciasromanas:

    Cuando las campanas de Roma y sus trescientas iglesias suenan a lavez, no hay filosofa que valga, es como si trescientas ninfas se metieran conSan Antonio... Oh!, es tan fcil entender que este pueblo se haya adormecido

    a 1936, Departament d'Antropologia Social, Facultat de Geografia i Historia, Universitatde Barcelona, indito, 1996, pp. 17-19.

    32 Los atentados en 1. I. HOMoBoNo, La cuenca minera vizcana. Trabajo, patrimonioy cultura popular, Bilbao, 1994, pp. 150-152. La parroquia en R. SENNET, La carney la piedra, Madrid, 1987, p. 187, Ylos vnculos, en p. 170.

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    en la devocin sensual que slo es un placer, que slo exige en aparienciarenuncia y sacrificio.

    En su trabajo sobre el obrerismo cataln de principio de siglo,Romero-Maura informa de la desesperacin que de sbito sentan cier-tos anticlericales en los pueblos cuando taan las ancestrales campanasde la iglesia 3:~. Recurdense todos los esfuerzos legislativos por acabarcon su sonido, las tasas y las multas con las que muchos ayuntamientosintentaron hacerlas callar. Es una revista comarcal de orientacin liber-taria se escriba con alivio, en septiembre de 1936:

    Si sals a las afueras, echad un vistazo a la ciudad y, enseguida, notarisuna tan gran transformacin que os parecer imposible. Como por arte deencantamiento, han desaparecido aquellas campanadas que, durante siglos yms siglos, haban sido la llamada matinal... De pronto, los campanarios hanenmudecido. Qu ha pasado? Ha pasado que el pueblo, el verdadero, levantandoel puo ha hecho saltar la venda que cegaba los espritus apagados, y lesha dicho: Campanas, no! Sirenas! Y este pueblo inflamado por un sentimientode progreso ha escalado decidido y entusiasta los treinta y pico campanariosy de un empujn ha tirado las campanas de arriba a abajo; bajaban por elespacio dando repiques, hasta que su pesado cuerpo sordo y amortiguado apa-gaba su clamor para siempre, aquel clamor que, hasta ayer, lo mismo servapara tocar a fiesta que a duelo .34.

    Ese mismo proyecto de liberacin del espacio de presencias sacra-mentalizadoras fue aplicado a la esfera domstica, como antes lo habasido por ley sobre los interiores de las escuelas pblicas, de las quelas legislaciones laicizantes ya haban suprimido cualquier signo con-fesional. Se destruyeron los crucifijos, las estampas religiosas, las im-genes de santos o de vrgenes, las ltimas cenas, los sagrados corazones,los nios jess, los altares familiares y cualquier objeto de significacinreligiosa que presidiera los domicilios particulares. Las habitacionesprivadas fueron objeto del mismo mecanismo de purificacin que habaafectado a los grandes espacios urbanos o rurales. En Martorell unacircular del Comit Antifascista orden entregar todos los objetos reli-

    :B La cita en sangrado en E. RENAU, Voyage en ltalie, Paris, 1927 [1850], Y J.ROMERO MAURA, La rosa de fuego, El obrerismo barcelons de 1899 a 1909, Madrid,1989, p. 522.

    34 L 'Hora Nova, Vic, 3 de septiembre de 1936, citado por SALA y Esous, Larevolta anticlerioal.c..

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    giosos domsticos a los llamados matasants, una suerte de brigada derequisa que recorra las calles del pueblo. Los vecinos deban lanzarlas imgenes y los cuadros religiosos desde los balcones o las ventanassobre los camiones o carros de recogida, que conducan su carga alcampo de ftbol, donde era amontonada en una pira y quemada enun acto pblico :35. Ese mismo procedimiento se habra de seguir enotras muchsimas poblaciones, en que fueron entregados a la hogueratodos aquellos objetos destinados a sacramentar el devenir de lo cotidianoen las casas, un mbito que slo relativamente poda ser consideradocomo privado, si se lo comparaba con el nuevo sagrario en que sehaba convertido la subjetividad personal. La inclusin de objetos sacra-mentados en la decoracin domstica cumpla idntica funcin quela de edificios o monumentos religiosos en los espacios pblicos: recordarimperativamente en todos y cada uno de los momentos del da a sususuarios, en este caso a las familias, cul era su lugar en la red delas relaciones sociales, inscribir sobre ellas una cosmovisin y unaidentidad, convertirlas en partcipes de un patrimonio simblico, obli-garlas a no olvidar bajo ningn concepto los aspectos ms estratgicosdel sistema de representacin que compartan con su comunidad.

    4. La politizacin del espacio

    La voluntad de suprimir fsicamente o cuanto menos de desactivarlos usos sacramentales del espacio pblico, fueran edificaciones, monu-mentos, elementos de la decoracin domstica u ocupaciones proto-colizadas en forma de desplazamientos o concentraciones, culminabaun proceso que arranc en el siglo XVI y que todava est por completarseen muchas naciones, sobre todo en Amrica Latina, en las que la reli-giosidad popular de denominacin catlica continua obstruyendo noslo los intentos de reforma encarnados por las corrientes protestantes,sino tambin a los esfuerzos de la propia Iglesia catlica por redimiruna exterioridad ritual de la que su teologa abomina. Ese procesono es otro que el de modernizacin-secularizacin, que ha sido tambinun proceso de politizacin.

    35 Sobre la significacin de las decoraciones domsticas me remito a M. RAUTENBEHG,Dmnagement et culture domestique, Terrain, nm. 12, abril 1989, pp. 54-66, oM. PERROT, Habiter et se dplacer en Margeride, Ethnologie [rancaise, XI/l, 1982,pp. 61-72. La brigada de requisa, en BALANZA, Anticlericalisrne i iconoclstia... , p. 22.

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    La culminacin de los grandes procesos de modernizacin y urba-nizacin, que tanto haban urgido el desmantelamiento de los ritualesnominalmente catlicos en Espaa, no tardaron en aceptar la necesidadde protocolos que proclamasen la legitimidad del nuevo orden. Un nuevoaparato litrgico vendra a atender los requerimientos de los imaginariosmodernos centrados en la nacin, la cultura, la clase o la ideologa.Dejando de lado el rigorismo antifestivo que demostraron eventualmentelos anarquistas, rechazando los carnavales y hasta las celebracionesdel Primero de Mayo, la secularizacin no implic en absoluto unarenuncia a los ritos y a los mitos. Hemos visto como la laicizacindel espacio implic una desterritorializacin, pero sta fue seguida caside inmediato, en todos sitios, por una reterritorializacin. Se repitiel mismo proceso que haban conocido las ciudades medievales comoconsecuencia de las revoluciones puritanas: las iglesias, las catedralesy las ermitas, los signos de puntuacin territorial ms destacados dela jerarqua premoderna de los lugares, cedieron su espacio a las expre-siones espaciales de la autoconsciencia de la burguesa y de los Estadoscentralizados, lo que Lortz llamaba los nuevos monumentos urbanos ;{6.En los siglos XIX y XX habra de suceder algo parecido aqu. Los mercadosde Santa Catalina y de la Boquera en Barcelona estn donde estabanel monasterio de Jerusaln y el de Santa Catalina. El Instituto de Ense-anza Media de Almera era antes el convento de Santo Domingo, deigual forma que el lugar del Gobierno Civil y de la Diputacin habasido antes el del convento de las Claras. El Congreso de los Diputadosde Madrid est sobre lo que antes haba sido el espacio de la iglesiay convento del Espritu Santo. Y el terreno donde se erige el Liceo,mximo emblema de la burguesa catalana, lo haba sido del monasteriode los Trinitarios Descalzos. Por doquier veremos, en 1936, a las masasprimero y luego a las autoridades municipales reunidas en pleno, derri-bando los focos de la vieja religiosidad comunitaria para levantar ensu lugar lonjas, espacios para el comercio, almacenes.

    Que objetivamente, y en casi todas sus manifestaciones, la ico-noclastia reformadora primero y el anticlericalismo ms adelante secolocasen al servicio de los propsitos econmicos y gubernamentalesde las nuevas clases dirigentes no tiene porque extraar, ni siquieraa la luz de la asuncin por parte de los sectores ms espontaneistasde las clases populares de los principios del antisacramentalismo. Lde-

    36 J. LORZ, Historia de la Reforma, Madrid, 1962, 1, p. 54.

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    res y tericos del obrerismo ms politizado (Pablo Iglesias, Jules Valles,Jules Guesde, Lenin) insitieron desde un principio en denunciar lacondicin reaccionaria y contraproducente de la idea, segn la cualel enemigo principal a batir era la Iglesia catlica. El anticlericalismoapareca como una estrategia banalizadora y de distraccin promocionadapor la burguesa, con el fin de aprovechar para sus intereses las energaspopulares y dispensar de cambios estructurales de verdad revolucio-narios. El caso espaol no tena porque ser, de hecho, esencialmentedistinto del que conoci el Mxico de aquella misma dcada de lostreinta. All el jacobinisno en matera religiosa del gobierno de ElasCalles, con expresiones tan radicales como el mandato de Toms Garridoen Tabasco, fue la ms slida garanta de que el proceso de moder-nizacin no se iba a apartar de los patrones sociales y culturales delcapitalismo. Estudiosos como Rmond, en relacin con el anticleri-calismo francs del XIX, Connelly Ullman, en el caso de la iconoclastialerrouxista de 1909, o lvarez Junco con respecto del anticlericalismoanarquista han sugerido lo mismo. No existi una forma especficamenteanarquista de anticlericalismo, de manera que ste no fue otra cosaque una versin extremista del librepensamiento reformista y burgusdel XIX :{7. En cuanto a los socialistas, la radicalizacin tarda de suanticlericalismo fue a remolque del de los anarquistas, como se hapuesto de manifiesto recientemente para el caso de la Andaluca ruralde los aos treinta 38. Bien podra decirse que los ataques contra elcatolicismo desde la razn anticlerical se deban no a que la Iglesiasirviera a los intereses polticos y econmicos del capitalismo, sinoa que haba demostrado su incompetencia absoluta para ello. En lugarde llevar a cabo la misin para la que haba sido patrocinada en unmomento dado por el Estado, la de constituirse en uno de sus aparatosideolgicos, la Iglesia pareca incapaz de desembarazarse de las ina-ceptables formas de religiosidad que le imponan sus propios fieles.Squatterzada por las comunidades a las que tericamente deba educaren la ideologa dominante -no la que dominaba, sino la de los domi-nantes-, el aparato litrgico y funcionarial catlico apareca a dis-posicin del hipostatamiento de los viejos modelos de sociedad y como

    37 Ver C. MARTNEZ ASAD, El laboratorio de la revolucin. El Tabasco garridista,Siglo XXI, Mxico, DF, 1991. Sobre el tema del anarquismo, ver P. SNCHEZ, Magoneria,republicanisme i anarquisrne, en 1. TERMES, et al., Les Jornades sobre moviment obrera l'Amis, Barcelona, 1991, pp. 31-39.

    38 G. A. COLLIER, Socialistas de la Andaluca rural, Barcelona, 1997, pp. 174-175.

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    factor de resistencia frente a los grandes propsitos del proceso moder-nizador: secularizacin, subjetivizacin y politizacin.

    Esas tres dimensiones que se acaban de citar son en realidad unasola. La secularizacin es subjetivizacin, en la medida que implicala renuncia de lo sagrado a encontrar otro espacio para manifestarlos territorios que la psicologa reclamar como su jurisdiccin: la viven-cia emocional e ntima de lo sobrenatural. A su vez, la subjevitizacines el requisito ms innegociable de la politizacin, La supresin delos lugares y las conductas sacramentalizadoras, que hacan incontes-tablemente reales la comunidad, sus lmites y sus leyes, era fundamentalpara transitar de la vieja congregacin de las consciencias a la modernacongregacin de las emociones y las experiencias, un vnculo ste ltimoque no vulneraba el principio cristiano reformado, adoptado por la moralpoltica secular, de la autonoma de las consciencias en la fe y lagracia. El individuo quedaba liberado as de las cadenas que el ritualle impona, quedando a merced de la eleccin de su propio caminomoral y a la espera de merecer esa luz interior con que el EsprituSanto alumbra el corazn de los elegidos.

    La desactivacin de la eficacia simblica permita el proyecto dedisolucin de aquel reino espiritual de Cristo que espacial y tempo-ralmente se encarnaba en las figuras intercambiables de la comunidadsocial y de la comunidad de los fieles. Es ms, que haca de la comunidadsocial la expresin visible, transustanciada, de la presencia de Cristoen la tierra, a la que los individuos psicofsicos deban plegarse sumi-samente, negando incluso una inmanencia subjetiva de la que el des-potismo de la costumbre impeda la emancipacin. La iconoclastia delos reformadores, y su expresin laica contempornea, el anticlerica-lismo, diriga toda su energa destructora contra el principio sacramentalque la prctica religiosa ordinaria haba extendido a la totalidad delos objetos, lugares y funcionarios sagrados. Esas cosas, esos sitiosy esas personas vean arrebatada su capacidad salvfica y se veanlimitados, en el mejor de los casos, a ser reconocidos como signosvisibles de una fe trascendente que, puesto que slo puede ser interior,ellos estaban contribuyendo a profanar. Ese Reino de Cristo ya nose reconocera ms en la comunidad, considerada como un todo obje-tivado, sino slo en la privacidad del corazn humano slo ante Dios.La congregacin de los creyentes pasaba de ser la presencia fsicasacramental de Cristo, para devenir una mera reunin de sujetos solitariosque buscaban consuelo ante la intangibilidad absoluta de la divinidad.

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    Los ceremoniales de la sociedad secular, incluso aquellos que con-servarn una denominacin o a veces tan slo un look religioso, norecojern la antigua pretensin de resultar eficientes per se. Sern ritossin eficacia ritual, smbolos sin eficacia simblica, puesto que se resig-narn a asumir su condicin puramente conmemorativa o represen-tacional. Sern slo ritos, slo smbolos. Dentro del brutal divorcio racio-nalista impuesto a la vida entre dos esferas antagnicas e incompatibles,la religin debe someterse al mbito claramente segregado de lo intan-gible, lo expresivo, lo metafsico, lo ideal, lo trascendente... , es decir,de todo aquello que slo puede ser experimentado, pero no representadosino plidamente, a la manera de una aproximacin puramente metafricao del reflejo que pueda prestarle la alegora. Lo destruido haba sidoencontrado culpable de la peor de las faltas que la razn modernapoda hallar en las relaciones entre mente y mundo: haber trascendidosu iconicidad o su naturaleza puramente simblica, para reclamar unasuperacin absoluta de la ilusin referencial, pasando de la ficcina la literalidad, del discurso a la manifestacin.

    Plantendolo en los trminos de la semitica de Peirce, bien podra-mos decir que los iconos y los smbolos de la religiosidad popularde denominacin catlica eran sacrlegos, puesto que no se conformabancon parecerse a su objeto, ni con traducirlo por un signo convencional.Proclamaban, por contra, su naturaleza de indicios, en tanto pretendanparticipar de la naturaleza misma del referente, como el humo respectodel fuego. La lgica sacramental del catolicismo, que el uso popularhaba extendido a la globalidad de sus prcticas, haba hecho quelos procedimientos constitutivos de toda figurativizacin, a saber la acto-rializacin (los sacerdotes, los fieles), la espacializacin (los templos,las cruces, las imgenes) y la temporizacin (las fiestas, los ritos, lasprocesiones), vieran cumplirse la pretensin de todo pensamiento sim-blico, tal y como lo ha descrito Lvi-Strauss: convertir las metforasen metonimias.

    Los usos sagrados del espacio eran, por ello, un asunto de vitalimportancia en ese drama civilizatorio del que el anticlericalismo espaolcontemporneo no dejaba de ser un episodio ms. En efecto, lo santono poda reconocer una dimensin espacial, tal y como los ritualesy enclaves catlicos pretendan. Lo inefable no tiene, no puede tenerun lugar, a no ser por la va de lo alegrico-representacional. Por defi-nicin el espacio y el tiempo pertenecan, en el dualismo cartesianoy en la teologa protestante, al campo categorial de lo exterior, asociado

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    al cuerpo, al mundo, a la materia, es decir, a aquellas vas por lasque lo nico sobrehumano que podra manifestarse seran potenciasmalignas. La comunidad espiritual no puede materializarse, la Iglesiaes invisible e inefable y los creyentes deben aceptar que el mundoobjetivo y sensible es un dominio sometido a la constante amenazadel pecado, el desorden y las pasiones, amenaza que slo la obedienciaal Estado puede mantener a raya. El poder de Dios ya no sera msun poder geogrfico. Acta en y sobre el espacio, pero no est, nopuede estar en el espacio.

    El espacio pblico, puesto que es mundo, y parafraseando a Lutero,no puede ser ms que espacio del Demonio, cuyo domeamiento, esdecir, cuya territorializacin, debe corresponder al Estado, nica sal-vaguarda que la debilidad humana encuentra frente a Satans y frentea sus propias inclinaciones antisociales. La secularizacin es entonces,repitmoslo, politizacin del espacio, en el sentido de que las comu-nidades locales se ven desposedas por la violencia de su dominioespacial, que ejercan a travs de la territorializacin sacramental llevadaa cabo desde los lugares y las deambulaciones rituales. El paisaje pasabaahora a quedar sometido a las lgicas de organizacin y fiscalizacinterritorial ejecutadas ya no desde el poder divino, es decir, desde laspropias comunidades reificadas y objetivadas, sino desde el poder estatal,el Leviatn hobessiano a cuyo gobierno un mundo desacralizado debasometerse.