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Anochece en Katmandú

Un viaje a Oriente tras los pasos del sueño hippy

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El hombre se despierta de un incierto sueño de alfanjes y de campo llano y se toca la barba con la mano y se pregunta si está herido o muerto. ¿No lo perseguirán los hechiceros que han jurado su mal bajo la luna? Nada. Apenas el frío. Apenas una dolencia de sus años postrimeros. El hidalgo fue un sueño de Cervantes y don Quijote un sueño del hidalgo. El doble sueño los confunde y algo está pasando que pasó mucho antes. Quijano duerme y sueña. Una batalla: los mares de Lepanto y la metralla.

Jorge Luis Borges

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Adinda. Nunca supe el significado exacto de su nombre. Ahora miro hacia atrás y siento como si jamás hubiese ocurrido, como si la distancia maltratase los recuerdos hasta convertirlos en sueños infantiles: los años vividos en la India, sus cartas, este viaje... Los muertos no sueñan y eso significa que debo estar vivo, sin embargo, me ahoga la extraña sensación de humedad que acompaña a la muerte. La vida es azul, pero... ¿Y la muerte? ¿De qué color es la muerte? He recorrido cientos de caminos, me he detenido en cada cruce a esperar la inspiración de las veletas; he navegado mares en calma y mares de desdicha, viajado a lomos de la desesperación y del deseo, pero no encuentro respuestas, sólo se me ocurren preguntas: ¿dónde estás, Adinda?

Pensaba que la mitad del camino no existe, que marcar un

punto medio significaba aceptar la existencia de un principio y un final, y sería incapaz de precisar cuándo inicié mi viaje, si el día en que decidí dar la vuelta al mundo o cuando compré a La Tonta y a La Otra; o quizá más tarde, cuando crucé África en tractor. No lo sé, no sé dónde comenzó todo, la necesidad angustiosa de hallarme en otros sitios y de buscarla en cada uno de ellos. La mitad del camino. ¿Y si existiese un punto medio reconocible, irrefutable, un lugar o un momento en que supiésemos que ésa es la mitad del camino? ¿Cómo podríamos abordar lo que falta ante la certeza de dirigirnos sin remedio hacia el abismo del final? Voy en busca de Adinda, es lo único que sé.

Decidí partir sin señal previa, sin datos que indicasen la

dirección exacta hacia la cual dirigirme. Habían pasado muchos años desde que recibí su última carta y desconocía dónde podía encontrarla. Si continuaba en la India estaría en Auroville o en Nepal, quizás en Goa. Era de noche cuando terminé de cargar el equipaje. Apagué la luz y subimos a la furgoneta. El Bolas movía el rabo porque intuía que no se trataba de un viaje cualquiera, sabía que no íbamos a la playa ni a pasar unos días al monte como otras veces. A pesar de que era día laborable, se veía poca gente por la calle. La M30 despertaba casi desierta y en la radio no dejaban de dar la noticia que explicaba la causa de tal desconcierto: “El Partido Socialista ha ganado las elecciones. Por primera vez desde que España vive en democracia, un partido de izquierdas se alza con el poder”. La furgoneta era una Volkswagen con la parte de atrás

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acondicionada para dormir. Se la había comprado a unos gitanos de Ciudad Real, en el mismo pueblo donde adquirí el tractor en el que había ido a África. La usaban para vender melones por los pueblos y no fue necesario hacer demasiadas reparaciones.

Este viaje ha sido más fácil de preparar que otros anteriores, no

hubo grandes problemas ni he necesitado montar veintitrés o veinticuatro camas como antes. Sólo El Bolas y yo, como en los viejos tiempos. Si hay suerte, volveremos tres. Calculo cinco o seis meses hasta Nepal, es el viaje de siempre, pero extendiéndolo hacia el sur de la India. Voy despacio, no tengo prisa. Es mi viaje, el viaje con el que he soñado durante tanto tiempo. Adinda me estará esperando, seguro que ha pensado en el reencuentro tanto como yo. Fueron años felices, los mejores años de nuestra vida, tiempos de búsqueda y sueños colectivos, de solidaridad; creíamos que era posible cambiar el mundo y ese viaje comenzaba en la India; éramos cientos, miles de Ulises al encuentro de una Ítaca inventada; nos lanzamos al camino en busca de la verdad y esa verdad estaba en Oriente. Me he preguntado muchas veces si será casualidad que los grandes viajes del conocimiento hayan sido en dirección este y los de conquista, casi siempre, hacia el oeste. Era el viaje del corazón, el de los lentos atardeceres a orillas del Ganges o en las playas de Goa. Pero se hizo de noche demasiado pronto. En estos años, el mundo ha cambiado demasiado deprisa. Ahora sólo me interesa este viaje, regresar a los lugares donde un día fui feliz, espacios que me hicieron pensar que la tierra era un lugar hermoso. Allí debe de estar ella, esperándome.

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HARÉ POR TI ESE VIAJE…

Así comienza la historia que Lorenzo del Amo me contó en

enero del año 2000. Una ficción, un viaje que soñó iniciar en octubre de 1982 en compañía de su perro, El Bolas, con el objetivo de reencontrarse con el pasado. Lorenzo nunca realizó el viaje, era imposible que pudiera hacerlo. Un terrible accidente truncó ése y otros muchos sueños. No es ficción el hecho de que Lorenzo del Amo fue uno de los primeros hippies españoles. Vivió en Ibiza y Londres a finales de los sesenta y en 1972 comenzó un viaje alrededor del mundo que interrumpió en la India cuando conoció a una chica de Kuala Lumpur llamada Adinda. Se enamoró y vivió con ella en la comuna de Auroville, cerca de Pondichery. Antes estuvieron juntos en Nepal y Bangladesh, donde compartieron vida y viajes durante varios meses.

El sueño de Adinda era conocer Europa y Lorenzo regresó a

España para ganar algo de dinero con la venta de ropa diseñada por ella. Su objetivo era traerla con ese dinero. Pero, una vez instalado, el negocio marchó con más lentitud de la esperada, no consiguió los medios necesarios para llevar adelante sus planes y, aunque se carteaban prometiendo amor eterno, en una de las cartas, la última, Adinda le contaba que se había enamorado de un americano y le abandonaba definitivamente.

Lorenzo nunca olvidó esa historia sentimental, cuya evocación

permaneció en su memoria de forma obsesiva. Tras unos meses de desesperado recuerdo, logró remontar el vuelo y compró una furgoneta a la que llamó La Tonta. Con esa furgoneta comenzó a llevar gente a la India por 45.000 pesetas (270 euros). Más tarde compró una segunda furgoneta a la que puso por nombre La Otra. Con La Tonta y con La Otra, Lorenzo se convirtió en un pionero, el primero en España que, cruzando Europa, Turquía, Irán, Afganistán, Paquistán y la India hasta Nepal, organizó viajes al estilo del Magic Bus, la línea que desde los años sesenta cubría el trayecto Londres-París-Ámsterdam-Estambul-Katmandú.

Era la época de los viajes hippies, años en los que el camino a

Oriente, enmarcado en la aparición de los hippies en California, el movimiento del 68 francés, la contracultura y la contestación general al sistema capitalista, se llenó de jóvenes que viajaban en

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busca de respuestas a las preguntas que les planteaba su vida insatisfecha en Occidente. La ruta hacia la India y Nepal se vio inundada por un ejército de muchachos que removieron de golpe un mundo marcado por siglos de inmovilidad. Fueron viajes e historias cargadas de idealismo, drogas, rupturas y desapariciones, de música y libertad, de desencanto, de espiritualidad fingida y real, de esperanza, de encuentros y desencuentros... Aquel viaje a Oriente de los años sesenta y setenta no fue un viaje más, un recorrido o una ruta como otra cualquiera, no podía ser sustituido ni obviado, era el viaje, posiblemente, el gran viaje del siglo veinte. No era un fin en sí mismo, sino una coartada para la búsqueda, y lo que hubiese que encontrar, si es que alguno lo sabía antes de salir, tenía su epicentro en la India. Luego, la realidad mostró la cara oculta de los sueños y dirigió a muchos, a demasiados, hasta las entrañas del infierno.

En España ese proceso fue más lento, con menos información

sobre lo que ocurría en el resto de Occidente y con la variante de la huida como una de las respuestas a la dictadura de Franco. Lorenzo fue protagonista de primer orden de aquella época; conoció y llevó a Oriente a los primeros viajeros españoles. Había ya algunos precedentes, pero la primera vez que un grupo más o menos importante decidió coger la mochila y lanzarse a la aventura del viaje coincidió con ese momento.

Lorenzo me contó su sueño una noche de invierno en la que el

alcohol y los recuerdos habían humedecido poco a poco la voluntad hasta llegar a un punto en el que le dije: “yo haré por ti ese viaje, iré en tu lugar en busca de Adinda”. Habían pasado ya algunos años desde la última vez que intentó localizarla y no eran muchos los datos de que disponía. Me dio una foto de ella y algunas pistas para iniciar la búsqueda. También prometió escribirme a lo largo del recorrido correos electrónicos en los que iría relatando cómo imaginaba que hubiese sido el viaje que nunca pudo realizar. A continuación, sacamos un mapa y más vino. Iría por tierra hasta Nepal pasando por Turquía, Irán, Paquistán y la India, uno de los sueños de todo viajero. Y tenía una coartada perfecta. El viaje siempre es una excusa, una excusa para la huida y el descubrimiento, para el conocimiento de uno mismo y la cercanía de los demás. El viaje es una versión a escala de la vida.

Así son las cosas, o así nacen las mejores entre ellas. De repente,

de forma imprevista, como una iluminación, surge una idea, una presencia inesperada y ya está, no se puede explicar. No hay nada

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que excite más que una buena historia, y más si esa historia es una invitación al viaje. La de Lorenzo me envenenó desde la primera copa de vino. Una vez tomada la decisión, situamos en el mapa cada uno de los lugares que formaban el universo simbólico de aquella peregrinación de los sesenta y setenta. Estambul era el comienzo, la puerta de Oriente. Allí se juntaban las rutas que salían de París, de Ámsterdam, de Berlín... y también de Madrid y Barcelona. Había que cruzar por fuerza Turquía e Irán, dos países cuya población es de mayoría musulmana y que en esa época progresaban ligados a un azaroso proceso de modernización. Los hippies atravesaban esos países sin detenerse, como un torbellino de música y color. Al salir de Irán, y antes de entrar en la India, el camino se bifurcaba; por el sur, el paso era Paquistán y, hacia el norte, Afganistán. Allí se sentía por primera vez el auténtico sabor de Oriente, dos países enclavados en la Edad Media, sobre todo Afganistán, que hacían las delicias de los buscadores occidentales. Si la India era el refugio espiritual, Afganistán era el del opio. Sexo, drogas y rock and roll, una consigna que a partir de ese punto adquiría un sentido absoluto. Una vez en la India, las playas de Goa representaban el paraíso en la tierra, un espacio puro, inmaculado, la tierra prometida donde hacer realidad el sueño de una sociedad nueva, sin envidias ni rencores, sin dinero, sin posesiones, una vida dedicada a la contemplación. Benarés era la capital espiritual y Katmandú el símbolo de la libertad.

Ésos eran los enclaves imprescindibles, los iconos que

otorgaban sentido al viaje. Pero había otros que no podía dejar de lado: Auroville, la ciudad ideal, el experimento que Madre y Aurobindo trataron de poner en marcha con el objeto de cimentar las bases con las que crear el hombre del futuro, la utopía, el lugar donde se levantó la comuna en la que vivieron Lorenzo y Adinda; Delhi, el cruce de todos los caminos; Rishikesh, la ciudad a orillas del Ganges en la que estuvieron los Beatles. Y, por último, los ashrams, las casas de espiritualidad, algo parecido a monasterios donde los buscadores convivían con los gurús para recibir sus enseñanzas. Hay cientos, miles de ashrams esparcidos por la India, con maestros que van desde los tradicionales a los más iconoclastas.

Como una especie de lista de la compra, fuimos señalando los

objetivos de mi viaje. Al amanecer de un sábado de enero, ya teníamos diseñada la ruta. Seguiría los pasos de su onírica aventura, de la vuelta al mundo de 1972 y de los viajes que hizo después con La Tonta y con La Otra. Viajaría tras las huellas de los miles de jóvenes que, como Lorenzo, persiguieron el sueño de cambiar el mundo.

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Quería saber qué quedaba de aquel universo en los albores del siglo veintiuno, cómo habían cambiado los lugares y los hombres, cómo había nacido el movimiento y por qué murió tan pronto. Pretendía averiguar si los hippies fueron unos idealistas fracasados o los mártires pioneros de una nueva forma de entender la vida, cómo son los ashrams y los buscadores de nuestros días; quería conocer de primera mano las historias de aquellos que sobrevivieron a ese huracán que sacudió Oriente y Occidente durante una década, a las historias de amor y de intriga, asesinatos, desapariciones y revolución. Me preguntaba si aún quedarían hippies cincuentones desperdigados por rincones olvidados de la India. Dos meses después, cogí un avión con destino a Turquía. Mi intención era viajar por tierra hasta Katmandú en busca de Adinda.

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LA PUDDING SHOP

Era casi medianoche cuando aterrizamos en el moderno

aeropuerto de Estambul. Y utilizo el plural porque llegué acompañado por El Vuke, mi mayordomo en este viaje. He pasado años escuchando aquello de: “¿No necesitas a alguien que te lleve la maleta?” ¡Pues claro que lo necesito! ¿Cómo no lo voy a necesitar? Que me cargue las maletas, tome notas, se ocupe de la contabilidad, haga las gestiones en las aduanas y demás asuntos engorrosos. El Vuke es un tipo alto, fuerte, con aspecto de matón de discoteca, pero que lee a Chéjov y va por el mundo regalando globos y bolígrafos a los niños. Los dos llevábamos la cabeza afeitada, en mi caso más que afeitada, descubierta, y eso, viajando juntos y vistiendo al estilo de los hippies cuyo rastro buscábamos, provocaba en nuestros interlocutores una reacción entre la curiosidad y el espanto. El primero de ellos fue un cubano que nos oyó hablar en el avión. Volamos vía Ámsterdam y allí embarcó también el equipo cubano de boxeo que iba a Estambul para participar en un torneo internacional.

—Mira, mi hermano, me he traído unos puritos para sacar un

dinero, pero no hablo inglés. ¿Ustedes no podrían darme una mano y ayudarme a venderlos? —Así nos entró Balboa, un peso mosca muy desmejorado, después de charlar largo rato sobre su próxima participación en los Juegos Olímpicos de Sydney.

De los dieciocho componentes de la expedición cubana, entre

ellos doce boxeadores, más de la mitad estaban completamente borrachos cuando subieron al avión. Pero no alegres o chisposos, sino bebidos hasta el punto de no poder abrir el portaequipajes ni saber elegir entre pollo o pescado cuando la azafata les preguntó por el menú en un clarísimo castellano. Nos pareció tan sorprendente que los próximos ganadores de un buen puñado de medallas olímpicas fuesen en ese estado que hablamos con el preparador, Pedro Luis Reyes, para que nos permitiese visitarlos en los entrenamientos y verles combatir:

—¿Cómo no, mi hijo? Llámenme mañana al hotel y les diré

dónde peleamos —nos dijo Pedro Luis, que era de los pocos que caminaban derechos.

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Decidimos dedicar el primer día, antes de meternos en faena, a realizar un recorrido por algunos de mis lugares favoritos con el fin de que El Vuke, al que concedo ciertos privilegios ajenos a su condición, conociera algo de Estambul. Entramos en Santa Sofía, atravesamos de extremo a extremo el Gran Bazar, bajamos por la Mah-mut Pasa hasta el Bazar Egipcio, donde nos bebimos dos enormes zumos de naranja, y cruzamos el nuevo Puente Gálata debajo del cual ya no están aquellos restaurantes en los que se disfrutaba de uno de los atardeceres más hermosos y caros del mundo: filete de pescado y vaso de vino, cinco mil pesetas en el año 1989, treinta euros de los de ahora. Otra de las novedades eran los taxis. Había taxis amarillos por todas partes y, si alguien quiere saber lo que sienten los corredores de rallies, no tiene más que montarse en un taxi turco. Por un módico precio, se lo hará experimentar. El taxímetro sólo avanza en función de la distancia y cuanto menos tiempo tarde en llegar, más le queda para intentar un suicidio estelar. El resultado es que las grandes avenidas de Estambul se han convertido en un circuito permanente de velocidad, que los semáforos forman parte del alumbrado público y que los pasos de cebra son una simpática representación del arte popular.

En el puente nos detuvimos a charlar un rato con los pescadores

que se pasan el día intentando pescar pequeñas sardinas. Después volvimos a cruzar para comernos un bocadillo de pescado y cebolla en el embarcadero. Dentro del bote, amarrado al muelle, filetean al animal, lo asan en una parrilla y desde la misma embarcación te lo sirven envuelto en papel de estraza. Luego comimos un kebab de pollo de camino a la mezquita de Suleyman donde, sentados en el suelo, sobre la alfombra, leímos disfrutando del silencio durante un par de horas. Después, de nuevo al tajo, taxi hasta el barrio de Beyoglu, el espacio que los franceses hicieron suyo a finales del siglo diecinueve hasta provocar que a Estambul se la conociese como “El París del este”. A un lado de la Istiklal Caddesi, su arteria principal y señorial, hay un estrecho pasaje salpicado de pequeños restaurantes y puestos en los que se fríen mejillones rellenos. Comimos un par de raciones con mucha salsa, compramos fruta fresca, bebimos té en un local donde tocaban jazz en directo y volvimos caminando al hotel. Y todo ello por la ridícula cifra de diez millones de liras turcas. Aquí es posible vivir la ilusión de ser millonario. En 1972, cuando Lorenzo estuvo en Estambul por primera vez, veinte liras equivalían a un dólar, en el año 82 ya eran cien, en el 90 setecientas, y en 2000, casi seiscientas mil por dólar.

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Cuando el siglo veinte toca a su fin, Estambul parece despertar de un sueño reparador e inútil. Al caminar por sus calles y recuperar tiempos y espacios del pasado, uno siente la sensación de haberse vuelto un poco cascarrabias. Viví en esta ciudad durante varios meses, en plena guerra del Golfo. Antes y después, a lo largo de casi dos años, entre 1989 y 1991, regresé una y otra vez ante la creencia infundada de que algún día me quedaría para siempre. Entonces, de repente, no volví más.

Estambul era, o a mí me lo parecía, una ciudad

encantadoramente sucia, desordenada e imprevisible. Todas las mañanas, en cualquier rincón de la ciudad te despertaban el canto del muecín y la barahúnda de vendedores callejeros que desde temprano ofrecían agua, pan o relojes taiwaneses. No importaba que fuera el Gran Bazar, el Mercado Egipcio o Santa Sofía, de un lado a otro, turistas y medio pensionistas deambulábamos por una geografía sin fronteras. Un grupo de italianos hacía cola para entrar en la Mezquita Azul mientras enfrente, en un café centenario, otro grupo de hombres, también centenarios, aspiraban su pipa de agua entre conversaciones obscenas sobre el culo de las turistas. Además del café había una barbería, dos zapateros remendones, un orfebre y siete vendedores de postales. Ahora, el café, el orfebre y los zapateros han desaparecido, las postales se venden en tiendas especializadas y en el lugar de la barbería hay un Mac Donald’s.

Y eso no es todo. En los espacios polvorientos que antes

ocupaban muchachos empeñados en arrastrarte hasta la tienda de algún familiar, han levantado plazuelas ajardinadas de un gusto muy centroeuropeo. Por el carril donde circulaba un tranvía deliciosamente decrépito, lo hace ahora un tren cuyo diseño parece el de una nave del próximo episodio de La guerra de las galaxias. Las mezquitas están ahí, las colas de los visitantes también, pero el resto de la ciudad, ese mundo que era la auténtica puerta de Oriente, con un pie en Europa y otro quién sabe dónde, parece liquidado. Ataturk quería que Turquía fuese Occidente y, al menos Estambul, ya lo es. Para lo bueno y para lo malo, ya forma parte de ese enorme escenario de una película en la que pareciera estar rodándose siempre el final.

La Estambul por la que paseamos era una metáfora del mundo

en que vivimos: feroz, trepidante, esteta de lo kitsch, pero con unos rincones embriagadores como islas de excelencias escondidas que hay que encontrar y, gracias a las cuales, el viaje se convierte, cada

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vez más, en un trabajo de espeleología y taxidermia. Estambul siempre ha sido una ciudad cosmopolita, pero en los setenta era, además, el inicio de todos los caminos, el crucero inevitable de un viaje al corazón del túnel del tiempo. Nada queda de aquella época. Si por algún sitio han pasado los hippies sin dejar huellas visibles, es por Estambul. Tendríamos que esperar para cumplir nuestro deseo de encontrar los restos del universo hippy. Sin embargo, no queríamos irnos sin tomarle el pulso a la ciudad, sin poder contarle a Lorenzo cómo habían cambiado los rostros de un espacio en eterna reconstrucción.

Akan Evin tiene veintiocho años. Es moreno, de facciones

suaves y cualquier parecido físico con el protagonista de La pasión turca, de Antonio Gala, es mera coincidencia. A los quince años comenzó a trabajar con su padre en la tienda que éste dirigía en el Gran Bazar. Aprendió inglés, según cuenta, porque le gustaban las chicas españolas. No tardó en descubrir que eran ellas las que desconocían el idioma de la pérfida Albión y no tuvo más remedio que someterse a un curso intensivo de castellano, lengua que fue perfeccionando entre la cama, las discotecas y las horas en el bazar. Ahora habla castellano mejor que nosotros y, además, te puede vender alfombras, no chapurreando, sino con frases perfectamente construidas, en gallego, euskera, catalán, italiano y francés. A los dieciocho años puso su propia tienda en el Gran Bazar.

—Fue una revolución —nos dijo—. Los dueños de los negocios,

por tradición, son gente madura y nunca un muchacho de esa edad había llegado tan lejos.

En la actualidad es propietario de cinco tiendas en Estambul y

de otra en Estados Unidos. Para abrir la tienda en América se asoció con un agente que trabajó en Turquía al servicio de la DEA, el departamento antinarcóticos estadounidense. Ha vendido alfombras a Hillary Clinton y a Mijaíl Gorbachov, ha conversado con el rey de España y le cayó tan bien que a su perro le puso por nombre Juan Carlos.

—No es una falta de respeto, todo lo contrario, me pareció tan

simpático... Nunca se me hubiese ocurrido llamarlo Helmut Kohl. Lo conocimos porque, además de eso y de jugar al fútbol los

viernes por la noche, de viajar sin reposo por el mundo y tener inversiones inmobiliarias por toda la ciudad, colabora con los

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medios de comunicación cada vez que Turquía es noticia, ya sea por un terremoto, dos asesinatos, una bomba o un partido de fútbol. Cuando lo llamé, ya en Estambul, me dijo muy bajito por teléfono que no podíamos quedar hasta la noche porque había en la ciudad una reunión secreta de la DEA y los máximos responsables estaban comprando alfombras. Vino a recogernos al hotel a las ocho de la tarde, vestido con un traje encarnado, elegante y discreto.

Le comenté por teléfono que queríamos visitar algunas familias

para olisquear el estado de las cosas en Estambul. En apenas unos segundos ya nos tenía trazado el plan de acción. Sus contactos alcanzan hasta las torres más altas, descienden a las cloacas, habitualmente conectadas, y pasan por cada una de las clases sociales del país. Nos llevó a cenar al barrio de Bakickoy, uno de los mejores de la ciudad, con lujosas casas cuyo valor asciende a doscientos y trescientos mil dólares. Es habitual en esos edificios, al construirlos, como en otros muchos lugares, entre ellos España, habilitar sotanillos en los que vive el portero con su familia. Ése era el lugar al que íbamos a cenar, a casa del portero.

Cuando llegamos, los dos hijos varones, de diecisiete y doce

años, la chica de quince y la esposa, ya habían cenado. El marido esperó para hacerlo con nosotros. Al entrar, como es la costumbre, nos quitamos los zapatos. El habitáculo era minúsculo, no alcanzaba los quince metros cuadrados, dentro de los cuales habían organizado con espacios definidos: una cocina, un salón, una habitación y un baño con ducha. Les cabía, además, la nevera, la tele, una lavadora y dos sillones en los que nos acomodamos después de entregarles un surtido de pasteles turcos como agradecimiento por la invitación. En las paredes, de blanco reluciente, no colgaba más que un reloj y tres fotos familiares. Enseguida, la mujer y la chica joven sirvieron la cena. De primero, una sopa de zanahorias suculenta y reconfortante; sin tiempo para terminar, un plato de carne con patatas, detrás arroz con garbanzos y un cuenco con ensalada, después acelgas rehogadas... No permitimos que la señora nos planteara un reto a ver quién podía con quién, si ella con nosotros o nosotros con su despensa. Le pedimos como un favor personal que no sacase más platos.

Mientras cenábamos, Ahamet Yucel, que era el nombre del

marido, nos contó la rocambolesca historia de su desembarco en Estambul en el año 1983. Entonces vivían en el campo, en un pueblo de Sivas, al norte de Anatolia. Como la gran mayoría de los turcos, se

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dedicaba a la agricultura y ya estaba casado con Arife. El hijo mayor de ambos había nacido unos meses antes. En el pueblo no había escuela y el trabajo del campo se hacía cada vez más duro al tiempo que no encontraban otra solución para salir adelante que emigrar. Vendieron sus pertenencias, y con el dinero su suegro y él emprendieron la arriesgada aventura de intentar cruzar Europa de forma ilegal para llegar a Suiza, donde otros compatriotas les ayudarían a encontrar un trabajo y reclamar a su familia.

—Hasta Italia todo marchó sobre ruedas —nos relató—. Para

cruzar los Alpes tuvimos que escondernos por caminos secundarios y alquilar los servicios de gente que se dedicaba al tráfico ilegal de emigrantes. En teoría nunca fallaban. Menos esa vez. Nos cogió la policía, nos quitaron el dinero y nos devolvieron en avión a Estambul.

Allí, sin recursos y con la moral por los suelos, sólo consiguió

trabajo como mozo en una fundición y más tarde en una compañía eléctrica. Pero fue mejorando poco a poco, reclamó a su familia y encontró el trabajo de portero en el que cobra noventa euros al mes. Arife gana otros ciento cincuenta limpiando pisos y con los dos sueldos les alcanza para comer y pagar los estudios de los hijos.

—Ésa es la razón que nos mantiene aquí, la educación de los

niños —nos dijo Ahamet—. En unos meses, la chica entrará en la Universidad y ésa es la única manera de que su futuro tenga más posibilidades que el nuestro. El día que los coloquemos y me jubile, volveremos al pueblo. Sueño con aquel aire limpio, con el agua cristalina que corría por el río... Cuando estaba allí quería salir corriendo, ahora sólo pienso en volver.

Al terminar de cenar, Arife sirvió el té. En la televisión emitían

un reportaje sobre enfrentamientos entre hinchas ingleses y turcos durante los prolegómenos de un partido de fútbol entre Galatasaray y Leeds United en los que murieron dos seguidores del Leeds. Ahamet era forofo del Galatasaray.

—Fue una vergüenza —decía—, el partido se tenía que haber

suspendido, pero la UEFA no lo permitió, ni tampoco que los jugadores turcos portasen brazaletes negros.

Estaba indignado con los asesinatos, pero sobre todo con el

hecho de que el enfrentamiento entre dos bandas de energúmenos

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hubiese desempolvado la batería de tópicos que Europa ha reservado siempre para los turcos. Akan tomó el relevo de Ahamet.

—Aprovechando una circunstancia que, por desgracia, se

produce en el fútbol muy a menudo, en Turquía y en el resto de Europa, nos han vuelto a tachar de violentos y aquí, como en todas partes, hay una minoría violenta y una mayoría que se dedica a vivir con honestidad. Se dice que la policía turca fue pasiva o agredió a los ingleses. Es mentira, los metían en sus coches porque no había ambulancias suficientes y usaron los vehículos para trasladarlos al hospital, pero queda mejor decir que los agredieron y luego, además, los detuvieron.

Nos preguntó si habíamos visto El expresso de medianoche o

leído La pasión turca. Se encendía con el tema y no nos dejó contestar.

—Pues es la misma cosa —nos dijo—, sobre la base de una

pequeña verdad han construido una gran mentira que se alimenta de los tópicos sobre drogas, rapto de mujeres, funcionarios corruptos y sexo perverso con los que a Occidente le gusta identificar a Oriente y, en especial, a Turquía. Fijaos en los dos relatos, no hay ni un turco normal, todos son ladrones, mentirosos y corruptos. Las dos historias están basadas en hechos reales y las dos se han deformado para adaptarlas al tópico. El chico de El expresso de medianoche no fue detenido por la policía turca sino por la americana, un funcionario del consulado lo visitaba cada semana y si estuvo tanto tiempo en la cárcel es porque los americanos quisieron darle un escarmiento. Con el poder que tenían, de haber presionado lo hubiesen sacado enseguida. El autor del libro, su primera novela, por cierto, reconoció que lo había cambiado para hacerlo más dramático, pero en la película se vendió como una historia real que ha perjudicado la imagen que se tiene de nosotros. Los personajes de La pasión turca también son reales, pero ni él es narcotraficante, ni tenía recluida a la chica en un harem, ni ella huyó del país. Es de Lleida, siguen casados y son tan felices como cualquier otra pareja. Turquía no es muy diferente a otros lugares del planeta, hay cientos, miles de parejas entre locales y extranjeros con los conflictos normales entre parejas. Yo mismo tuve una novia granadina durante dos años y no nos casamos por algo tan simple como que su madre nos hizo la vida imposible, ¿hay algo más normal?

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Estambul era el punto de salida oficial del camino a Oriente. Por

aquí pasó Lorenzo durante su vuelta al mundo de 1972 y lo hizo después en numerosas ocasiones con La Tonta y con La Otra. Pero esos viajes comenzaron mucho antes. Con quince años, nuestro protagonista abandonó su casa y se marchó a Ibiza. Desembarcó en el año 1966, justo en el momento en que comenzaba la gran movida hippy. Vivía en una cueva cercana a la Ciudadela. Durante el verano ganaba algo de dinero fregando platos y el invierno lo pasaba en la playa, en Ibiza o en Formentera, en Cala Millor, que por entonces era una playa desierta en la que sólo había un chiringuito, el Blue Bar. Se bañaban desnudos, fumaban hachís, hacían el amor y tocaban la flauta y los timbales; así pasaban el día y la noche, una jornada tras otra, siguiendo el rastro de la luna a la espera de que volviera a llenarse, gastando lo imprescindible, compartiendo lo poco que tenían, buscándose la vida para conservar en el bolsillo un mínimo de veinticinco pesetas. Si no las llevabas encima, la policía de Franco te detenía en aplicación de la ley de vagos y maleantes. Ibiza era una especie de gueto, un caldo de cultivo para las ideas subversivas que comenzaban a instalarse en Europa. Cada dos por tres se producían redadas y expulsiones de extranjeros, que eran mayoría, casi el noventa por ciento. A los españoles que portaban el carnet de identidad, si no se metían en líos, sólo los vigilaban de cerca. Vivían con una barra de pan, un kilo de tomates y cien gramos de migas de atún que compraban por trece pesetas, con eso comían varias personas. Del vino se encargaba Ernesto, un murciano prófugo del ejército que vestía siempre con chilaba y turbante para que no le reconociesen. El litro de vino costaba seis pesetas.

En el verano del 68 se produjo una gran explosión que ni los

policías de Franco pudieron detener: los bailes desnudos en la playa y las fiestas multitudinarias se generalizaron, corrían todo tipo de drogas y se oían músicas inéditas hasta ese momento. Allí, Lorenzo escuchó a Jim Morrison y a Bob Dylan, a Janis Joplin, a Santana, a los Rolling... De las manifestaciones en Francia se enteraron por los cientos de franceses que permanecieron retenidos en la isla. Se cerraron los aeropuertos y comenzaron las detenciones selectivas. No disponían de noticias concretas, pero intuían que algo importante estaba ocurriendo.

Lorenzo dejó Ibiza para incorporarse al servicio militar, no

quería terminar como Ernesto, escondido bajo una chilaba. Además, si no hacías la mili no te daban el pasaporte, y ya por esa época

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rondaba en su mente la idea de dar la vuelta al mundo. Pero no tenía un duro. Su padre era guardia civil, escolta de Franco, y lo último que se le hubiese ocurrido habría sido financiar las correrías de un hijo melenudo que se baña en cueros en la playa y se pasa el día fumando marihuana. Sin embargo, aunque no le financió, el padre nunca reprimió sus deseos de salir a descifrar el mundo. De hecho, cuando se fue a Ibiza, al ser menor, tuvo que darle una autorización que firmó en su cuartel del Paseo de Extremadura. Cuando aceptó firmar el papel le dijo: “No quiero que nunca creas que has dejado de hacer algo porque yo te lo he impedido”. Tanto él como su madre siempre le apoyaron. Lo que peor aceptaba el padre era la forma de vestir. A la madre le parecía mal que no estudiase algo como los vecinos, cualquier cosa que le permitiese luego trabajar en un banco o en una gestoría. Años después, cuando comenzó con los viajes llevando gente a la India, aparecía en la tele y en la radio hablando de esas aventuras. Su madre estaba encantada, salir en la tele era más importante que trabajar en un banco y eso le permitía presumir delante de las vecinas. Cada vez que se hablaba en la televisión de un país, de cualquiera, por una guerra, un golpe de Estado o lo que fuese, su madre siempre decía lo mismo: “Mi hijo ya ha estado ahí”. Ellos seguían sus viajes con un atlas que compraron para ese propósito. Se sentaban en la mesa camilla y marcaban la ruta día a día, imaginando cómo eran los países por los que pasaba su hijo.

El padre también llegó a estar orgulloso de él. Nunca había

entendido nada de camiones, pero se aficionó tanto que su mayor empeño durante años fue que comprase un Pegaso: “Eso sí que es un camión —decía— y no esas chatarras que compras por ahí”. Su opinión no se basaba en la experiencia sino en cuestiones más importantes: el Pegaso salía en los anuncios de la tele y era un producto netamente hispano. Pero lo que resultó definitivo para su total aceptación fue hacerse a la idea de que transportar gente hasta la India era lo más parecido a un trabajo que Lorenzo podría tener jamás. Y eso que antes de irse a Londres, además de fregar platos en Ibiza, tuvo otras ocupaciones de lo más respetables.

Al ser hijo de militar, pudo hacer la mili cerca de casa y con

horario de oficina. Por las mañanas cumplía con la patria y por la tarde trabajaba con el fin de reunir dinero para su vuelta al mundo. Tuvo dos trabajos: el primero, de comparsa en el Teatro de la Zarzuela. Cada día se celebraban dos funciones de una antología de la zarzuela que precisaba, además de intérpretes profesionales, de un nutrido grupo de aficionados que hiciesen bulto. Él hacía de

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bulto. No era amante de la zarzuela, pero pagaban sesenta pesetas por función y eso le permitía ganar ciento veinte pesetas diarias, una fortuna para la época. Un día hacía de soldado, otro de chulapo en la verbena, al siguiente de policía o de camarero. Pero lo más importante, si quería conservar el trabajo, era que se estuviese callado, que moviese los labios como si cantase, pero que no lo hiciese (su oído era terrible). Fue, sin duda, uno de los pioneros del playback en España.

Además de eso, Lorenzo siempre fue un amante del arte y su

segundo trabajo también estuvo relacionado con él, en concreto con el cine. Trabajó como botones del Hotel Richmond durante el tiempo suficiente como para cargar las maletas de John Wayne y Ava Gardner, que vivió en el hotel durante varios meses; también de Claudia Cardinale y de Dustin Hoffman, que no era tan conocido en esa época, del director David Lean, de Alain Delon... Recuerda que Clint Eastwood le dio veinte duros de propina, pero lo que nunca olvidará fue la tarde en que Richard Harris, que rodaba Camelot en la Casa de Campo, le invitó al rodaje y, al terminar la jornada, se acercó a él aún sudoroso y, con el ceremonial de un nombramiento, le regaló la funda de la espada del rey Arturo.

Con ese dinero, incluidas las cien pesetas de Clint Eastwood, se

largó a Londres, donde esperaba encontrar compañeros con los que empezar el viaje. En España era imposible. Tenía dos tipos de amigos: los que vivían inmovilizados con la obsesión de ver morir a Franco y los que vivían inmovilizados con la obsesión de ver al Real Madrid ganar una nueva Copa de Europa; inmovilidad a izquierda y a derecha, arriba y abajo, inmovilidad como una enfermedad engendrada durante generaciones dedicadas a la observación y el análisis del ombligo propio, un país de intransigentes y charlatanes de feria. Le gustaba una frase de Azaña que leyó escrita en un lavabo que decía: “Si los españoles hablásemos sólo de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos ayudaría a pensar y trabajar más”. El Galápago no tenía pinta de querer morirse y el fútbol le parecía una ocupación poco viril: veintidós tíos en calzoncillos siguiendo las órdenes de uno, también en calzoncillos, que lleva el pito en la boca. No, no le gustaba España. En Londres, en el resto de Europa, era otra cosa, se respiraba algo que no supo hasta mucho después de qué se trataba: la libertad. Y no la libertad con mayúsculas, la de opinar o participar, sino la otra, la libertad pequeñita, imprescindible, la libertad de ser y estar, la libertad de caminar sin ser juzgado, observado como un delincuente; la libertad

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de ser blanco, negro, ateo o bailarín sin que los demás te mirasen como a un apestado. En España eso no ocurría, España era un barrio de La Meca, un confesionario gris que olía a orines de dinosaurio.

En Londres, en el mercado de Portobello, Lorenzo compró una

bicicleta por una libra. Pedaleaba día y noche, de trabajo en trabajo, con una sola idea en la cabeza: dar la vuelta al mundo. El objetivo era ahorrar mil libras. Por la mañana trabajaba en una lavandería, por la tarde fregaba platos en el bar de un alemán y por la noche, hasta las dos o las tres de la madrugada, seguía lavando vasos en una discoteca. También trabajó vendiendo helados en la puerta del zoo, que fue donde conoció a Joaquín Sabina. Durante algunos meses, Sabina dio clases de teatro en la casa de Lorenzo. Los alumnos eran, sobre todo, refugiados políticos.

Vivía en un bajo cerca de Portobello, una especie de comuna en

la que compartía habitación con su hermano Perico. A Lorenzo no le interesaba mucho la política, pero a su hermano sí. Perico era antifranquista militante. En la comuna había gente de todo tipo: hippies, vagabundos, colgados... Allí se hicieron colegas de Juanito, de Pere el catalán y de Faniki. Los otros se entusiasmaron con el proyecto y enseguida comenzaron a preparar listas de lo que necesitarían durante el viaje. A finales de los años sesenta y primeros de los setenta, la información sobre el estado del mundo, los datos sobre problemas fronterizos, viabilidad de las carreteras y demás cuestiones útiles para el viajero, eran escasos o inexistentes. Sólo contaban con un mapa que estaba colgado en la habitación de Lorenzo y de Perico. Ése era el lugar donde se reunían casi a diario. No tenían ni idea de por dónde empezar.

Juanito decía que por África, pero se fue a España después de

una conversación con su antigua novia y no volvió más. Les escribió una carta diciendo que abandonaba. Querían comprar un camión. Faniki era mecánico, Pere hablaba bien inglés y los hermanos tenían el mapa. Pocas semanas después de empezar a planificar el viaje, Pere se enamoró de su secretaria y dejó de ir a las reuniones. Al quedar sólo tres, olvidaron la idea del camión y pensaron en una moto con sidecar. La ruta sería Londres-India, al llegar venderían la moto y continuarían en barco hacia el Pacífico. Pero el amor se había empeñado en desbaratar los planes y Perico se fue a Finlandia con una indígena de Helsinki. Ante la perspectiva de tanta deserción romántica, Lorenzo se largó a Ámsterdam y luego a Berlín, donde siguió fregando platos. Permaneció un año en Alemania y vivió con

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exiliados comunistas que a la hora de fregar no eran tan rojos como decían. También con gente de ETA, silenciosos y siempre trabajadores. Con los hippies alemanes aprendió a manejar el cuero. Al principio, como en alemán sólo sabía decir el número veinticinco, vendía los productos por esa cantidad. Instaló en Berlín el primer negocio de “Todo a veinticinco”. Y en Berlín tomó la gran decisión: se iría por tierra haciendo autoestop. Puso un cartel en la Universidad, consiguió una acompañante y el 25 de diciembre de 1972, salía con su mochila a cuestas en dirección a Estambul.

En los casi treinta años transcurridos desde que Lorenzo partió

con el deseo de dar la vuelta al mundo, Estambul se ha convertido en una de las ciudades más grandes del planeta. La parte que visitamos los turistas, el Estambul histórico, es apenas un pequeño rincón de un gigante que se extiende sobre dos continentes y crece al ritmo de medio millón de personas al año. El hecho social más relevante de estas décadas en Turquía, como en el resto de los países en vías de desarrollo, es la emigración del campo a la ciudad. A Estambul o a Ankara llegan cada día miles de personas desde todos los rincones del país en un proceso de abandono de las zonas rurales que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial y sigue hoy su curso imparable.

Akan, nuestro cicerone en Estambul, no era optimista respecto a

la situación de los kurdos en Turquía. Desde el primer momento hablamos de la posibilidad de vernos con alguna familia kurda llegada a Estambul desde el sudeste del país, pero Akan no se había encontrado más que puertas cerradas. Ni los trabajadores de sus tiendas, algunos de origen kurdo, ni otros contactos que había intentado hasta ese momento, querían recibirnos en sus casas al saber que pretendíamos escribir sobre ellos.

—Tienen miedo —decía—, miedo de la policía y de los líderes de

su comunidad. Son grupos muy cerrados y no se ve con buenos ojos hablar con desconocidos.

Por supuesto, podíamos recurrir a contactar con algún líder

político, pero no nos interesaba la opinión de los dirigentes sino de la gente común. Akan prometió seguir insistiendo. Mientras tanto, vimos pelear al equipo cubano de boxeo. Rubalcaba se deshizo sin problemas de su rival turco y Balboa, que aún no había vendido los

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puros, ganó por los pelos a otro pequeñín de Azerbaiyán que era como una especie de mosca africana, poco incisiva, pero insistente.

Los intentos de Akan para que una familia kurda nos invitase a

su casa fueron infructuosos. Sí logró, en cambio, concertar una cita con dos kurdos que estaban dispuestos a contarnos cómo recalaron en Estambul. El encuentro no sería en una casa sino en un café de Acnouutkoy, barrio de mayoría kurda situado a más de una hora en coche desde el centro histórico de la ciudad. Nada en Acnouutkoy indicaba que, efectivamente, nos encontrásemos aún en Estambul. Apenas se observaban mujeres en la calle y las que atendían y compraban en las tiendas o circulaban de un lugar a otro, lo hacían con la cabeza cubierta y con amplios vestidos que ocultaban las formas de su cuerpo. En el café, por supuesto, no había ninguna. Era un lugar húmedo y oscuro, una habitación pequeña con puertas que se abrían hacia dentro y una docena de mesas de madera con sillas bajas, también de madera que, a esa hora de la tarde, ya estaban ocupadas por hombres que jugaban a las cartas o al backgamon. Nuestros interlocutores esperaban fumando y tomado té. Nos solicitaron que no hiciésemos fotos y uno de ellos que no diéramos su nombre original. Pedimos más té y comenzamos a charlar.

Abdullah Kaya, que sí me permitió dar su nombre, se trasladó a

Estambul cuando tenía diecinueve años, ahora pasaba de los treinta. Su cara era de color aceituna, con amplio bigote, gesto duro y una gran nariz que sobresalía del rostro de forma convincente. Abandonó la ciudad de Malatia por un problema de orden religioso:

—Estaba enamorado de mi mujer, que se llama Sabriye, y

queríamos casarnos, pero sus padres no la dejaban —nos contó—. Yo soy Alevi —nombre que en Turquía dan a los chiitas— y ella sunni. Además, su familia era más rica que la mía y no me aceptaban.

Decidieron escaparse a Estambul con un primo de Abdullah que

les ayudó durante un tiempo. Se casaron, encontraron una habitación muy pequeña donde vivir y él un trabajo de albañil con el que poder progresar.

—Dos años después pudimos alquilar un piso y dejar la

habitación. Llamamos a casa de Sabriye para ver si las cosas habían mejorado pero dijeron que ella no era su hija. Nunca más hemos vuelto a Malatia.

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Ahora tienen cuatro hijos, él atiende una panadería donde vende también Coca Cola y agua... Su mujer teje alfombras en casa. El mayor de sus hijos acababa de cumplir once años, las demás son chicas de diez, nueve y siete años. El chico trabaja limpiando zapatos a los turistas en Sultan Hamet, alrededor de la Mezquita Azul, y gana entre diez y quince dólares diarios, el doble que su padre en la tienda, que ingresa en casa unos dos mil dólares al año, mientras la madre, tejiendo de encargo para un comerciante del Gran Bazar, gana unos setenta dólares al mes. Las chicas van al colegio.

Al escuchar la historia del muchacho que me pidió ocultar su

nombre, entendí las razones por las que necesitaba permanecer en el anonimato. Además, no podía quedarse con nosotros mucho tiempo porque su padre no sabía nada de la entrevista y si se enteraba sufriría las consecuencias. Aún no había cumplido los dieciocho años. Cuando tenía catorce, media docena de guerrilleros del PKK, Partido Comunista del Kurdistán, que luchan por la independencia, se presentaron en su casa, en una aldea cercana a Diyarbakir, en pleno corazón del Kurdistán, para hablar con su padre:

—Le dijeron que de los cuatro hijos varones que éramos, dos

debían ser para él y otros dos para luchar contra el gobierno turco. Mi padre contestó que sí pero que necesitaba un mes para organizarse antes de entregarnos.

Entonces, lo que el padre empezó a organizar fue la huida del

pueblo. Los soldados del PKK vigilaban la casa porque ya sabían lo que podía ocurrir. Ese tipo de reclutamiento es una práctica habitual y también es corriente que los padres intenten escapar.

—Si se niegan o los pillan huyendo, matan a toda la familia —

intervino Akan, que introducía morcillas en la traducción. —Tuvimos que dejarlo todo —continuó el muchacho—. Salimos

por la noche, sin que nadie nos viera y sin poder cargar con ninguna de nuestras pertenencias. Mis hermanos, mis tres hermanas, mis padres y yo nos vimos obligados a caminar cerca de treinta kilómetros, durante diez horas, hasta llegar a Diyarbakir, donde cogimos un autobús en dirección a Estambul.

Aquí no conocían a nadie y debían ser muy prudentes sobre las

razones de su llegada porque las gentes del PKK están por todo el país. El padre y los cuatro hijos varones comenzaron a trabajar en la

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construcción. Vivían en una tienda de lona y con el dinero del trabajo fueron comprando piedras para levantar la casa en la que viven actualmente.

—Es habitual entre la gente que viene de fuera construir sobre

un terreno de dueño desconocido o sin dueño que pasa a ser del que lo usa — morcilla de Akan.

—Ahora somos felices y no volveríamos por nada del mundo.

Tengo primos y amigos que no tuvieron más remedio que luchar, algunos han muerto y de otros no he vuelto a saber nada, quizá también estén muertos -decía el muchacho, nervioso y con ganas de irse.

De regreso a Estambul, en el coche, Akan nos confesó que las

presiones que reciben los kurdos más o menos involucrados con el conflicto son múltiples, tanto por parte de los militares turcos como del PKK.

—La mayoría de la población kurda quiere vivir en paz —decía

Akan—, educar a sus hijos, trabajar la tierra, progresar, y el progreso sólo es posible desde la ausencia de conflictos absurdos. El pueblo llano, el que vive en las aldeas o en barrios como el que acabamos de visitar, sólo quiere trabajar y vivir en paz. En las últimas elecciones, el HADEP, el partido oficial que apoya al PKK, sacó un 3% de los votos. ¿Justifica eso tantos años de violencia, de bombas, de familias rotas, de muerte y destrucción, en definitiva? Es cierto que la corrupción en mi país sigue siendo muy importante y que la represión en el Kurdistán, a veces indiscriminada, ha sido fuerte, pero creo que ya es hora de darse cuenta de que, al final, la mayoría, aquellos que no están dispuestos a dar su vida a cambio de ideas tan abstractas como la patria, son los que terminan dándola, mientras los ideólogos, los estrategas, negocian o dirigen las acciones desde buenos hoteles.

En Estambul recibimos el primer e-mail de Lorenzo. En los

últimos años, además de hamburgueserías y tiendas de teléfonos móviles, habían proliferado los ciber cafés. La competencia era feroz y eso se notaba en los precios. Se ofrecía una hora de navegación en Internet por algo menos de un euro. Pasamos un buen rato comparando tarifas y velocidades. En el local que escogimos, como reclamo, regalaban una Pepsi Cola, y eso fue definitivo.

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Hola a los dos

Es posible que ya estéis a punto de salir de Estambul. No quería que os marchaseis sin cumplir mi promesa de escribir. Desde que surgió la posibilidad de este viaje no he dejado de darle vueltas al mío propio, el que nunca pude realizar, pero en el que no dejo de pensar desde las semanas posteriores al accidente. Pasé muchas horas en soledad y sin poder moverme. Soñar que volvía a la India fue mi entretenimiento durante muchos años y lo curioso es que no se trataba de un viaje en abstracto, una especie de deseo insatisfecho, sino de un viaje que habitaba en mi imaginación con una fuerza prodigiosa, creándose y diluyéndose como si de una aventura real se tratase. No podía escribir y eso me impedía darle forma, pero tampoco quería contarlo o grabarlo, era algo íntimo, una huida hacia los territorios de mis propias inquietudes, la superación del presente a través del regreso imaginario a un tiempo que necesitaba recuperar. Años después, uno de los ejercicios que me ayudaron a aceptar mi situación fue olvidar el deseo de recuperar el tiempo perdido. Ahora he vuelto a recordar los detalles y los personajes de aquella historia que me mantuvo con vida, he regresado y siento como si no hubiesen pasado casi veinte años desde que tuve el accidente y comencé a imaginar mi regreso a la India.

El Bolas y Adinda eran los protagonistas de la historia. Mi intención era, como siempre, cruzar Europa con rapidez y llegar a Estambul cuanto antes. Allí tramitaríamos los visados y descansaríamos unos días. Lo que más le impactó a El Bolas de la primera parte del viaje fue Yugoslavia. Le encantaban las carreteras empinadas y los paisajes de montaña. Cuando algún paisaje le gustaba, estiraba la cabeza, miraba al frente y luego me miraba a mí con la lengua fuera para que le diese mi aprobación. No podía ir detrás. Nunca pudo, se mareaba. El Bolas era el más listo de los perros que han vivido conmigo. Tenía una mirada humana, te observaba de frente y con los ojos muy juntos, era una mirada más cercana y expresiva que la de la mayoría de las personas que conozco. Era un perro callejero con el pelo largo, de color negro, aunque con una corbata blanca que le cubría desde la barbilla hasta el pecho. Fue el tercer hijo del Rubio, un chucho de Mojácar al que le faltaba una pata y hacía autoestop para bajar a la playa. El Bolas también hacía autoestop, debía ir en los genes de la familia. Cuando estábamos en la casa de Oropesa, subía y bajaba de la playa en los coches de la gente que ya le conocía. Siempre fue muy independiente. En Madrid desaparecía durante tres o cuatro días y regresaba cuando le parecía. Sus escapadas solían coincidir con el celo de alguna perra a la que había echado el ojo. En cierta ocasión, apareció en casa una señora dando voces porque El Bolas llevaba una semana acosando a su perra. Al parecer, pasaba la noche entera haciendo guardia en el portal hasta que a las ocho en punto sacaban a la perra a pasear. El Bolas se enamoraba siempre de perras pijas.

Cuando venía a dormir, le hospedaba en régimen de alojamiento y desayuno. Se despertaba, le daba de desayunar y volvía de nuevo a la calle. A las dos de la tarde en punto se le podía ver en la puerta trasera del

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restaurante que hay frente a mi casa. No faltaba nunca a la cita, la cocinera le daba de comer con las sobras de los primeros menús. La merienda cena solía hacerla en el parque. Buscaba un niño con bocata y se le quedaba mirando con atención hasta que conseguía una parte del botín. Los niños ya le conocían y repartían con él su bocadillo. Mi perro era el personaje más popular del barrio.

Al Bolas le gustaba oír los relatos de mis viajes anteriores. Era uno de nuestros entretenimientos preferidos para matar las largas horas que pasábamos en la carretera. Su relato favorito era el que describía cómo conocí a Adinda. Pero eso os lo contaré otro día, ahora os quiero hablar de las cosas que le ocurrían al Bolas durante nuestros viajes reales. Él hacía amigos con facilidad y se perdía nada más llegar a las ciudades, como si ya las conociese. Una vez, en Estambul, durante el tiempo que tardé en bajar el equipaje, ya había desaparecido. Regresó un par de horas después acompañado por dos perras pequeñas de color canela que parecían hermanas. Solíamos instalarnos en los albergues que había a la espalda del Pudding Shop, en los alrededores de Sultan Hamet. Y aunque El Bolas no precisa de un Cicerone, ni en Estambul, ni en ninguna otra parte del mundo, a la mañana siguiente decidí dar una vuelta. Durante el paseo le acompañaron las dos amiguitas turcas que había conocido la tarde anterior. Le estaban esperando a la salida del hotel. En cuanto las vio al otro lado de la puerta, estiró las orejas y enderezó el porte. Me miró de reojo y salió delante de mí. Ellas le siguieron a continuación. Al principio, él se mostraba distante, como altivo, caminando delante del grupo sin mirar nunca hacia atrás. Quería impresionarme e impresionarlas a ellas, hacerles ver que él venía de la Europa refinada donde los perros tienen amos que les recogen las cacas en el parque. No quise estropearle la fiesta, contarle a sus hipnotizadas conquistas quién era El Bolas en realidad. Entre hombres, eso sería una traición imperdonable.

Poco a poco se fue relajando el ambiente y en el Puente Gálata empezaron a corretear y a perseguirse. Era una mañana fresca y reluciente de otoño y el Cuerno de Oro brillaba con mesura, sin maltratar al paisaje. Luego los llevé a los tres a Ortakoy, un pueblo a orillas del Bósforo donde servían un yogur exquisito. No era un lugar frecuentado en la época hippy, sino un capricho mío, un rincón junto al mar donde me perdía cuando quería estar solo. Me gustaba porque sus casas antiguas sobre el agua y el puerto de pescadores le otorgaban un aire de Venecia oriental. Hay una mezquita encantadora y diminuta, una iglesia ortodoxa, una sinagoga, dos cafés antiguos y un baño del siglo dieciséis. Me pasaba horas y horas viendo los grandes barcos pasar en dirección al mar Negro o hacia el Mediterráneo. Disfrutaba imaginando cuál sería su destino y su origen, los puertos en que recalarían, la nacionalidad y las vidas de los marineros que viajaban dentro. Mientras los veía perderse a lo lejos, ya lo sabía todo sobre ellos.

En los setenta, el lugar adecuado para encontrar transporte hacia la India era una pastelería llamada Pudding Shop, situada frente a Santa Sofía y la Mezquita Azul. Era un local pequeño y vaporoso, con asientos de madera y unas vitrinas en las que se mostraban los pasteles que la mujer del dueño cocinaba para los viajeros que recalaban en la ciudad de camino a Oriente. Lo más impactante de aquel sitio eran las paredes, cubiertas de mensajes, de papeles clavados con chinchetas o escritos directamente sobre el muro; notas,

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poemas o reclamos en busca de transporte o de compañeros con quien compartir el viaje. La Pudding Shop ya era una pastelería mucho antes de la aparición de los hippies en Estambul. Vendían refrescos y pasteles caseros a la gente del barrio. El señor Colpan recicló el negocio con la intención de hacer dinero, pero también por la curiosidad que le producíamos aquellos jóvenes vestidos con vivos colores, que tocábamos la flauta y nos deseábamos paz y amor a todas horas. Una joven americana enseñó a la mujer de Colpan a cocinar los pasteles de queso o frutas que tanto gustaban en California y, de la noche a la mañana, cambió el nombre y la naturaleza del local.

La primera vez que entré en la Pudding Shop, el señor Colpan se encontraba sentado junto a la vitrina de los postres y no levantó la cabeza del ejemplar del Reader Digest que leía en ese momento. Me oyó entrar y movió su mano señalando hacia el tablón de anuncios. Conocía a un primerizo por la cadencia de sus pisadas al entrar. Con el tiempo, yo también supe distinguirlos. Eran unos pasos entrecortados y sin dirección definida. Llegábamos eufóricos y optimistas, pero muy desorientados, queriendo comunicarnos con todo el mundo y haciendo gala del ideario y la estética hippy. Quienes venían de regreso o viajaban a la India por segunda, tercera o cuarta vez se comportaban de forma muy distinta. Sus actitudes eran más pausadas y seguras, caminaban levitando, como poseídos por el aura de la iluminación, era gente a la que le gustaba hacer alarde de lo que habían aprendido, pero que sabía escuchar. La vestimenta también los diferenciaba. Los aspirantes a freakies teníamos un look más europeo, pero cuando volvíamos de la India llevábamos el pelo largo, los pantalones y las camisas sueltos y anchos y multitud de colgantes, pulseras y cadenas como recuerdo de momentos o de personas que habíamos encontrado en el camino y con las que intercambiábamos nuestras prendas. A ninguno, ni a los novatos ni a los experimentados, nos gustaba que nos llamasen hippies, ese término ya estaba pasado. Nosotros preferíamos llamarnos freaks, que significaba distinto, libre...

La Pudding Shop era el único local público de la ciudad en el que era posible charlar hasta altas horas de la noche. Estaba prohibido fumar hachís, pero era uno de los lugares donde se cerraban los tratos para la compra-venta de droga. La policía secreta turca también formaba parte de la clientela habitual de la Pudding Shop. Años después abrieron una cervecería en la calle que baja al Palacio Topkapi, pero durante mucho tiempo fue el único lugar donde nos juntábamos los viajeros occidentales fuesen cuales fuesen nuestros propósitos. Nos pasábamos las horas con un té, charlando y observando a la gente entrar y salir. Era como un zoológico especializado en la fauna más rara del planeta. Allí se rodaron algunas escenas de la película El expreso de medianoche. Para trabajar en el país, los productores presentaron un guión muy distinto del que pensaban rodar, pero Colpan, que las cazaba al vuelo, intuyó desde el principio de qué se trataba y no les permitió terminar el rodaje en su local.

Colpan era mucho más que un vendedor de pasteles: orientaba a los despistados, daba conversación a los solitarios y trataba de arreglar los múltiples problemas en que se metían quienes iban y venían de la India. Y no eran pocos. Todos sufrimos en alguna medida los peligros del camino, pero hubo algunos que fueron pasto cotidiano de las desgracias y otros que se

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empeñaron en bucear en la cara más oscura de los sueños. La mayoría de nosotros viajábamos a la India con una mochila cargada de ideales, de solidaridad, de búsqueda de la verdad, de rechazo al materialismo... y también con una cantidad de dinero suficiente como para aguantar una larga temporada sin trabajar. Pero cuando ese dinero se agotaba, por austera que fuese la elección de vida, había que seguir comiendo y fumando charas, el hachís de la India. En ese momento sólo existían dos posibilidades: trabajar en proyectos alternativos integrados en alguna comuna como Auroville o entrar en el submundo de la venta de drogas y las mafias. Había docenas de fórmulas ilegales para ir tirando sin dar un palo al agua: vender el pasaporte, negociar dólares falsos o cheques de viaje robados, prostituirse o incluso hacer de gancho para las mafias que timaban a extranjeros o participaban en secuestros y asesinatos selectivos. Hubo quien se acercó de forma esporádica a la venta de marihuana para financiar su propio consumo o vendió la documentación para lograr algo de dinero, pero no pasó de ahí. Otros, se fueron enfangando hasta desaparecer o quedar tocados para siempre. El señor Colpan distinguía a la perfección entre aquellos que sufrían por mala suerte y los profesionales de meterse en líos. A menudo, se dejaban caer por la Pudding Shop los padres de algún muchacho que había desaparecido. Colpan era el primer eslabón de la búsqueda.

No dejéis de pasar por la Pudding Shop y contarme como está ahora. Dadle recuerdos al señor Colpan, si es que aún vive. ¡Cuánto daría por estar ahí junto a vosotros, por pisar de nuevo ese delicioso teatro de olores y sabores antiguos que era Estambul! Allí nada recordaba el mundo que languidecía a nuestras espaldas. Me gustaba perderme por las callejas que rodean la mezquita de Nurusmaniye, sobre todo a las horas en que el muecín llamaba a la oración. A esas horas, la frenética actividad de los puestos ambulantes, de los aguadores y los cafés repletos de hombres, se detenía por unos instantes. El rezo duraba escasos minutos que servían para percibir con mayor aplomo la tibia serenidad que puede acompañar al caos. Luego, de nuevo los gritos de los camareros, el vaho de las cocinas cuyo olor a berenjenas también parecía detenerse con la oración, olores mezclados con el del cuero nuevo y las alfombras apiladas en las aceras... Apenas había tráfico rodado, los hombres, los cargadores y los vendedores de frutas, los barberos, los afiladores, los zapateros y ebanistas, ellos eran los dueños de la calle...

Bueno, siento haberme enrollado tanto, prometo ser más breve la próxima vez. Dentro de unos días os escribo de nuevo. Tened cuidado en la frontera con Irán. Salud y libertad.

LORENZO