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Andar ligero Emilce Strucchi

Narrativa Contemporánea Ediciones Godot

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Andar ligeroEmilce Strucchi

www.emilcestrucchi.com.ar [email protected]

CorrecciónHernán López Winne

Diseño de tapa e interioresVíctor Malumián

Ediciones GodotColección Narrativa Contemporá[email protected] Aires, Argentina, 2010

Strucchi, Emilce Andar Ligero. - 2a ed. - Buenos Aires : Ediciones Godot Argentina, 2010. 176 p. : il. ; 20x13 cm. ISBN 978-987-1489-00-8

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“Para mí, el drama de la tempestad en la naturaleza, el drama del dolor en la vida, es verdaderamente el más perfecto.”

Vincent Van Gogh, Cartas a Théo.

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Hacer foco

Foco, hacer foco. Más. Enfocar con los lentes y con gran lentitud visual. Mirar con tanto esfuerzo hasta que se te achinen los ojos. Es

peor en medio de una tormenta porque entonces hace falta concentrarse mucho más. Ahora adelantar un pie, inclinarse como un junco para estirar el cuello. Dejar que el cuerpo se entregue a la búsqueda y le preste seguridad a estos ojos endebles. Hacer un último intento por reconocer el número. El colectivo se acerca: ¿será el que debo tomar? Esta pregunta escasamente filosófica se ha vuelto fundamental en mi vida. Es por el miedo a llegar tarde, con poco aire, de por sí agotada. Sudada, además, a causa de caminar a los apurones. Es que uno sabe que lo aguardan y también que las horas son siempre inapelables.

En esta ciudad de primavera suele diluviar en noviembre. Nada de qué asombrarse. Las calles están abarrotadas de gente con paraguas. Los detesto. Hay que protegerse o te arrancan un ojo ante la mínima distracción. Este barrio es como un gran laberinto. Cuando creés que falta poco para llegar a la avenida, regresás al mismo punto. Inexplicable. Tanto como esa condición absurda de levantar la mano cuando el transporte ya no puede detenerse.

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Yo no podía detenerme. Andaba siempre a destiempo. A destiempo en la vida, en los desencuentros y las excusas, o con los regalos de cumpleaños. Hasta en los encuentros era así. Todo rebelde, penoso.

Por alguna razón que se me escapa, hay muchas líneas de colectivo que tienen el mismo color pero distinto número. Me preocupa. Aunque en verdad no es culpa de nadie. Nada de qué quejarse, no exageres. Si tan poca cosa te confunde, será porque este es un país de amargados pasivos que tienen el gobierno que se merecen. Pero, no. Eso no importa ahora. Saliste con demasiada anticipación y esta vez llegarás puntualmente. Tenés tu turno reservado hace mil años y no hay quién pueda quitártelo. Cuando ya estás cerca de Palermo, considerás la posibilidad de bajarte y seguir a nado. Tal vez sea más rápido. Contenés la furia en el preciso momento en que comenzás a reflexionar sobre el presidente de turno, los desagües y otras cosas banales que irrumpen en tu pensamiento sobre todo cuando te afectan muy directamente.

Una viejita cruza la calle con el agua hasta las rodillas. Se tropieza. Se cae de rodillas. Entonces sangran. Cuando el colectivero frena, empezás a insultar y la muchedumbre apretujada te mira con mala cara. Cerrás el puño y llega ese gesto de tu dedo mayor en alto. Luego, se dibuja una sonrisa desafiante en tus labios. No te los pintaste y de inmediato estás arrepentida porque uno de los que te miraron era un señor alto y bronceado, aparentemente listo para abordarte. Nunca hay lugar para semejantes estupideces.

Esta mañana decidiste ir vestida de blanco

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vaya uno a saber por qué, si es el tono que menos te favorece y el que a la vez más te ensancha. Pero también te muestra luminosa, límpida y brillante, a pesar de todo. A mí me gusta. Sólo en una oportunidad le puse ropa blanca a uno de mis hijos. Es un color que no admiten los varones. Es así. Me dirán machista algunos. Otros me dirán feminista, aunque consideren que es un término casi pasado de moda. Yo digo, en cambio, que siempre fui madre soltera y práctica. La única, primera y última vez que vestí de blanco a Nazareno, mi hijo mayor, fue para un cumpleaños. No recuerdo de qué amigo. Cumplía nueve, de eso sí me acuerdo. Le compré un par de medias como regalo, y le dije a Nazareno alguna mentira para que se imaginara que eran como las de Luis XIV, a quien por suerte él aún no conocía. Hasta cuarto grado sólo conocen a San Martín y a algún que otro prócer argentino que justifica modificaciones calendarias capaces de torcer la historia, con tal de promover el turismo en los feriados largos. Después vendrán el revisionismo de la edad, el descubrimiento de la farsa y una buena dosis de frustración. Por un momento todos una maravilla, y por otros, casi todos una mierda.

Pero, eran nueve los años que cumplía el nene, como los círculos del infierno. Habrá sido por esa razón que antes de salir

- mamá, tengo sed.- ¿qué te pasa, querés tomar agua? Ay, Nazareno, ¿justo ahora te da sed?- quiero chocolatada.- ¿chocolatada? Te vas a ensuciar y- quiero chocolatada. No ves que tengo sed, que me

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muero de sed. No te quiero más.- traigo la leche pero te la tomás volando. Me parece que ya estás bastante crecidito para tener estos caprichos. Y apurate que se nos hace tarde.

Era tarde, sí. Y le hubiera pegado. Caprichoso de porquería. Eso. Todoblancopurísimo. Y tiró el vaso entero, con su bendita leche chocolatada, sobre la ropa blanca y avemaríapurísima también. Ensució el piso y se manchó las zapatillas nuevas. Quería pegarle, y con ganas. Sin embargo, simulé ser una madre casi normal: le grité hasta el hartazgo, le arranqué la ropa, lo lavé y le di varios empujones, y después lo vestí de nuevo. Todo en menos de cinco minutos. Yo estaba roja, hinchada. Él, pálido y quieto. Un buen cachetazo dado a tiempo pone las cosas en su lugar y corrige las malas costumbres, repetía mi abuela. A Ezequiel, el menor, nunca intenté vestirlo así. Y jamás pude cachetearlos, aunque dudo de que esa conducta esté respaldada por alguna otra virtud.

* * *

Qué ridícula yo, vestida de blanco y tan poco preparada para esta agresión de las baldosas flojas que te escupen su barro. Ahora la lluvia se completa con relámpagos y truenos, en ese orden para mis sentidos. Estoy intranquila. Aunque pasó el tiempo y aumenté el control, estoy intranquila. Hace tantos años que soy o parezco una persona adulta… Y dicen que no hay motivos para preocuparse. Cuando Etelvina – mi madre – andaba por el mundo rebosante de salud, decían lo mismo. Las madres muchas veces nos engañan. Y es difícil descubrirlas.

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Lo hacen por el bien de los hijos.Me gustaría hacer otro viaje, pero de placer.

Uno que compense tantos desplazamientos laborales y congresos que me dejaron el corazón como estaba, pero los bolsillos con menos dinero. Menos que menos, menísimo, que es o parece opuesto a muchísimo. ¿Existirá el menísimo? Habrá que consultar antes de usarlo. Y al muchísimo también. De cualquier modo, no se le hace mal a nadie. Estar solo es agradable, salvo cuando cae un temporal en Buenos Aires y uno baja del colectivo, y tiene que ir a buscar los resultados de un chequeo de enfermedad extirpada para llevárselo al médico, como me ocurre ahora, mientras la secretaria (la imagino cómodamente sentada en su sillón, en ese lujoso tercer piso)

-: ¿sí?[Yo afuera, mojándome.]-: soy Patricia Leritti. Vengo a buscar unos estudios.

Sin pronunciar otra palabra, pulsa el timbre y la puerta cede. En silencio subo al tercer piso, ingreso y me paro frente a una ventanilla que dice: “Entrega de informes”. Ante la presentación de un papelito que tardo en encontrar, me dan un sobre enigmático y amablemente me dedican un buenas-tardes-señorita. Algo me sugiere que ya debo partir. Molesto, o acaso vengan otros pacientes a buscar sus respectivos sobres. Tengo el impulso de abrir el mío pero no, me digo, acordate hace un par de meses el desastre que fue cuando lo abriste. Es sólo un control, no es para preocuparse. Cuando estoy de nuevo en la calle, recuerdo

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mi tercer grado: ¡bue nos dí as se ño ri ta no sé cuán to! Sonrisa, delantal; qué cosa linda el tercer grado. Y esa maestra gorda que yo amaba y que me amaba. Le gustaban los sandwiches de jamón y queso, igual que a mí. Solíamos compartirlos durante los recreos. ¿Y ese compañero de banco que trabajaba en la tele? Se creía James Dean. Había un aire fresco en esa escuela, un aire con un aroma que te hacía sentir libre. Aunque no existiera ese olor a torta hogareña, nunca quise faltar. Pero me enfermaba seguido y no podía ir. Era lindo enfermarse, a mí me encantaba. Venía Adelabuela con mate de leche, y a jugar a las cartas. Venía nuestra vecina también, con galletitas, y a jugar a la vendedora. Viejas y hermosas. Entonces, pedir los deberes y hacerlos en la cama era una felicidad. Mi abuela siempre me curaba el empacho y, al mismo tiempo, me dejaba comer cualquier cosa.

* * *

Ahora sigo caminando sola, bajo la lluvia. Voy rumbo a la parada de otro colectivo y en este momento, recuerdo un cuento de Poe que leí hace muchos años. Entonces, vuelvo a sentir miedo. [El miedo se parece siempre a la derrota.] El gran sobre está a salvo dentro de mi maletín, pero en cambio yo chorreo agua. El pelo largo y lacio me pesa. Siento la cara tensa. Mi boca, apretada y seca. Es miedo. Es solamente eso. Y aquellas noches de infancia eran de soledad, puedo comprenderlo. De todos modos la casa estaba tibia y muchas veces persistía el olor a bizcochuelo esponjoso de coco. El chocolate caliente era otro consuelo también aunque quemara, porque había que tomárselo así. Sentir cómo bajaba por la

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tráquea y el esófago. Sentir que caía en el estómago como un carbón encendido. Alimento. ¿Alimento para el alma? Alguna vez iba a terminar aquel dolor. Y decían: comé, comé, no dejes de comer y de crecer fuerte, robusta como un tronco de ombú, no como un roble. La cena temprana, pobre pero opípara. Después, una vez más la oscuridad. El cuarto a solas. El cuarto cuartel, las rejas. Una pieza para una, una pieza de hija única y de ellos (que se escondían detrás de las cortinas). Algunos estaban dentro del placard, justo frente a mi cama, justo frente a mí. Yo sabía que muchas veces me espiaban en silencio y casi sin moverse. Existieron demasiadas noches como esas, largas, muy largas; tantas, como esos caminos sinuosos que nos llevaban a Mendoza y preguntar, cien veces, cuándo llegamos. Falta poco, me decía Luigipadre. Ves aquel árbol, es más adelante. Pero si no hay árboles, nunca vamos a llegar. [Suena a paradoja pero llegar, nunca llegamos, porque parece que vamos desde la nada hasta la nada.]

Aquellos espectros a veces se ponían de acuerdo y salían de sus escondites en tropel, como un regimiento. Qué sé yo si los regimientos salen en tropel, qué importancia tiene. Lo que recuerdo son las puertas de madera del ropero que se abrían y cerraban con crujidos cercanos. Y los cajones que se golpeaban como presagios, cuando los presagios se golpean. Entonces caían bolitas de naftalina. Yo aguzaba el oído debajo de las frazadas, debajo de la piel y del terror. Las bolitas de naftalina hacían un ruido ronco al rodar, apagado pero nítido. Se oía mi respiración también. Y el corazón era un tambor como el de Tacuarí, que no sé cómo sonaba. Seguro que con una fuerza de locos. Quieta. Quieta. Y

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sudar, mojarlo todo y asomarse de a poco con los ojos apenas entreabiertos, con el cuerpo encorvado como una medialuna. Esos brazos como gelatina o serpientes, esos brazos como hiedras extendiéndose desde las cortinas que se desplegaban al ritmo del tambor o al tiempo del trueno. Trueno. Truenos, tormenta, y abajo otra vez. Quieta. Y sudar. En algún momento sucedería mi grito. Pero al fin gritó el padre. ¿Soñaría? Y otra vez allí, en el pequeño sofá donde estaba mi delantal almidonado – cartón blanco con moño y escudo de aquel colegio de monjas al que asistí los peores años de mi vida escolar –, ahora se alojaba un tigre. Entonces ruge el tigre en posición de ataque. Y es a mí a quien ruge. ¿O es el padre el que ruge? No, definitivamente era el monstruo atigrado. No podía levantarme. Estaba rodeada. No llegaré. [Casi nunca llegaba al baño.] Y escucho de nuevo el sonido de los cachetazos, de los golpes. Y escucho de nuevo los insultos. Veo otra vez esas marcas de dedos en la cara, y también veo los moretones en el resto de mi cuerpo. Las sábanas quedaron desplegadas para secarse, y ahí está el colchón al sol: la infancia.

* * *

Etelvina, yo me acuerdo, andaba por el mundo rebosante de salud, decían. Vivíamos en Munro y un día cualquiera decidió hacer una huelga de hambre para no detenerla jamás. Tal vez fue su manera de guardarse algún secreto, algo sucio. Ahora esas huelgas se usan para otras cosas menos íntimas y, a veces, también sucias. Pero ella era mi madre, es mi madre. Decidió comenzar su abstinencia de una

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forma apenas perceptible. Yo era chica entonces, y ahora sospecho que debe haber comenzado mucho antes. Y poco a poco, mientras yo aceleraba mi marcha, ella enlentecía el tiempo. Cuando se decide hacerlo despacio-despacio, parece que se sufre aún más. Los otros, también sufren más.

Hubo un tiempo en el que un día estaba lleno como un estómago a punto de reventar. Y hubo otro en el que fui Patricia – mamá soltera – con dos hijos adorables que por ser chiquitos generaban algunos contratiempos como necesitar comida y abrazos, educación, ropa, alguien que los cuidara. Entonces existía un reloj indestructible a pesar de los malos tratos e intentos infructuosos para callarlo. Y siento que otra vez son las seis y media, y es de mañana. Rápido, levantarse, hacer el desayuno, sacar a Nazareno y a Ezequiel de la cama, lograr que tomen ese mismo desayuno con el pijama aún puesto, por las dudas. Siempre por las dudas. Aunque estén casi dormidos, se pelean y son capaces de tirar las tazas. Ahora buscar el maldito pulóver e intentar vestirse, guardar en el maletín todo lo que uno podría necesitar o no necesitar durante la jornada. El delantal de Ezequiel está arrugado. No te pongas así, no empieces a quejarte. Sos una desagradecida con la vida y con el espíritu santo. El timbre. Gracias a Dios. Llegó la “cuidadosa” señora Eugenia, la que los cuida. Vueltas y más vueltas, algún grito porque no hay papel glasé. ¡Papel glasé!, semejante pavada. Por fin se van. Preparo una extensa carta para la señora Eugenia: lo que deben comer, a dónde los tiene que llevar y, etcétera, etcétera. Entonces salgo, voy y llego a casa de madre-viuda. En la viudez creo que no necesitaba pensar, pero no podía

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prometérmelo. Tengo la llave, pero aunque en el apuro se me traba, consigo abrir y entro. Etelvina está sentada frente a la ventana que da al jardín breve de su planta baja. Sospecho de su mirada perdida. Su cuerpo triste y desgarbado me daba pena, y era una pena que se detenía en la boca de mi estómago. En algún momento ella había comprado jazmines y los había puesto en un florero minúsculo, feo y barato. El olor a jazmín me llegaba y me pegaba como la infancia perdida. Siento ese mismo impacto, ese golpe certero. Me contuve. ¿Me vería, acaso me escuchaba?

-: hola mamá; ¿cómo estás, desayunaste?-: -: ¿comiste algo?-:-: te preparo un té con unas tostadas y me voy o llego tarde al trabajo.-: claro. Cómo vas a perder el tiempo con tu madre.-:

Si le hubiera respondido, se hubiese armado una discusión formidable como tantas otras. Así que resolví abrir la heladera. Encuentro dos rebanadas de pan integral y un frasquito con miel, un vaso de leche y algunas frutas medio podridas. Quise gritar, pero me callé. [El mutismo es una derrota del amor. El problema es su resentimiento.] Caliento el agua y preparo el té. También caliento el pan, que se ablanda levemente, y lo unto con miel. Le digo entonces a Etelvinamadre que ya está. Y serví con rabia. [Su mirada de resignación siempre me enfureció.] Ella come en silencio, despacio. Debía pensar que no

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podía herirme aunque me destrozara. Y hay que apurar el tranco, lavar la taza, decirle además que se cuide y que nos vemos a la tarde y todas esas cosas. Ya estaba cansada, y recién comenzaba el día. Tenía dolor de estómago, o estrés. ¿Cuatro, o mil?; no sé cuánto dinero se necesitaría, llegado el caso, para un geriátrico.

Desde nuestros domicilios en Parque Chás hasta el centro (vivimos siempre a menos de tres cuadras de distancia), el viaje se hace inacabable. Y qué decir de esas caras largas que me recibían cuando uno llegaba quince minutos tarde a esa oficina que después de todo era mía también. Teléfono, entrevistas o informes, y algunas discusiones interminables. Después se hacía la hora de volver para llenar mi heladera. Llenadora de heladeras es un título que nadie me otorgó pero lo cumplía a rajatabla. Hacedora de deberes, jugadora de juegos con pelota de papel y arcos. Mis hijos y yo, los tres desparramados por el piso; y los goles pegados a los gritos. También era reidora de risas plenas y carcajadas, con hijos reidores, de carcajadas musicales como un concierto de pianos, saxos y trompetas a los cuatro vientos. Hacedora de comidas tempranas y Etelvinamadre, cada tanto, en casa. Y el caos. Y los chicos que comían, que no comían. Y ella no, buenounpoquito. [Si uno se lo hubiera propuesto, podría haber entendido que esas eran señales de su avanzada huelga de hambre]. Yo, pura adrenalina-aspiradora, y llevarla, después, hasta su departamento. Por suerte eran pocas cuadras.

* * *

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Una vez más la noche se completa abruptamente en mi memoria –mientras camino–, como las desgracias.

Nazareno, Ezequiel, duerman, duerman, por favor duerman. Pero si soy yo la que nunca podía conciliar el sueño.

Etelvina es nerviosa, me decían siempre. Yo estaba sola. Tanto rugir mi padre un día se quedó sin voz. Murió, dijeron. Me dijeron, se murió. No lo vi más. Cuando uno no ve más a alguien, casi seguro que está muerto. Entonces, cuando me duermo mucho, los mato. A todos. A los de atrás de las cortinas, a los del placard, a los de los cajones. Me vuelven loca. Pero también a madre y padre, si quiero, los mato. Hay que dormir y no dormir para hacerlo. Cerrar y abrir los ojos. Matarlos. Revivirlos. La muerte es algo incomprensible, una palabra apenas. Murió el padre, dijeron. Recuerdo muchos cadáveres, menos el suyo. Por alguna razón me llevaron a los velatorios desde chica. Había que acostumbrarse. Me vestían de fiesta y sin embargo, para el llanto. Prolija, los zapatos relucientes, el vestido recién planchado. Vamos, adónde, a casa de la tía. Esa sí era una mansión. Un palacio que a mí me parecía que ocupaba una manzana entera. Llegamos. Ahí, llegamos. En el jardín inmenso había un montón de autos. Y gente, gente por todos lados. Qué grande está la nena, decían [¿qué sería estar grande?]. Me llega hasta la cintura, decían también. Con esa estatura me alcanzó para subir las escaleras mientras se acercaban los rumores. Algunos lloraban tanto que necesitaban tener un pañuelo siempre a mano para sonarse la nariz y llorar de nuevo, o abrazarse fuerte con el pañuelo apretado como señal de vida.

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Hay tantos abrazos fuertes en los velorios. Es un lugar donde parece que las personas se quieren. Debe ser que están tristes porque hay uno menos a quien querer. Se tocan o se besan. Tal vez festejen que ellos aún están para quererse. Recuerdo también que había muchas flores de distintos colores y con un olor que te revolvía el estómago. Y comida, además. En aquellos tiempos había mucha comida. No te acerques al cajón, decían. Pero si ya estamos aquí, quiero ver. El cajón era tan grande como un vagón de tren. ¿Quién es? Un sobrino del tío Juan. ¿Y mío, qué es? Es... bueno, mirá, tu tío político, es el tío carnal de ese señor. Ah (me reí, creo, y me dieron un tirón de orejas, creo también). ¿Duerme ahí?, ¿por qué? Porque dejó de respirar. Calláte, querés. Yo también a veces dejaba de respirar por las noches. Cerraba los ojos –los mataba– y dejaba de sentir mi respiración –me moría–. No se puede dormir, no se debe dormir más, me repetía una y otra vez. La muerte era algo incomprensible. Entonces todas las noches se volvieron largas, igual que ahora, porque no ver es como matar. Yo no lo vi más a Luigipadre. Nunca más cerrarás los ojos y que se vengan los monstruos. Ya no me importa pero en aquel tiempo: Etelvina que no muera, estamos solas las dos, aunque ella es nerviosa y más que nerviosa, nerviosísima –aunque esa no fuera una enfermedad de las que podían matarte–. Mamá comía poquito y a mí me hacía comer de todo. Voy a explotar un día con tanta comida, pensaba, y algún día explotaré, estaba segura y, además, no debo dejar de respirar, especialmente por las noches. No quería cerrar los ojos aunque de día hiciera ensayos tomando aire, hinchando los pulmones, la panza y la cara.

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Entonces no me pasaba la muerte porque el aire se escapaba y yo seguía viva. El inconveniente era que dormía poco y se me iba el apetito. [Y si no comía, ¿quién se iba a morir?] A Etelvinamadre quizá le ocurriría lo mismo. Nos sentábamos a la mesa y me obligaba a tener dos hambres, el mío y el de ella. Ser una pero dos. Qué rara es la vida, ser dos personas en un cuerpo.

* * *

Hace unas cuadras ya que me entregaron el sobre con los resultados. La lluvia no cede. Y toda vez que no cede, es posible que se convierta en un presagio nefasto.

Etelvinamadre, entonces, seguía rebosante de salud aunque la ropa le quedara un poco grande. En aquellos tiempos era bella mi madre, tenía las mejillas algo hundidas y vivaces como las dalias que cultivara mi abuelo Pietro, su padre, en Boulogne Sur Mer. A Etelvinamadre le brillaban los ojos como diademas, a veces. Pero en sus días de nervios despedía chispas y rayos rojos con distintas tonalidades. No es para pensar que lo invento, no es posible inventar algo semejante. Lo he visto y vivido.

Me entregaron el sobre con los resultados y aún sigue protegido dentro de mi maletín. Y la lluvia no cede. Pienso que si continúa, todos nos transformaremos en peces de distinto tamaño y diferente color. Seremos peces dispuestos a nadar ligero para llegar a destino puntualmente. [¿Llegar? ¿Adónde?] Lo cierto es que yo vi los ojos de Etelvina del mismo modo que hace unos minutos vi el timbre del tercer piso, y a la secretaria también, y a la

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ventanilla con su inscripción “Entrega de informes”. Ahora veo además mi bolso que contiene el sobre enigmático, y puedo también ver la lluvia y el barro que amenaza la blancura de este traje. El traje se me agranda y sobra tela. Soy yo, no ella. Estoy casi segura de que soy yo. Si uno presta atención, las miradas siempre tienen distintos colores. No los ojos. No me interesa el color de los ojos, lo preocupante son las miradas. Aquel día ella estaba cocinando. Cuando bellamadre, aún rebosante de salud, lanzaba destellos en la gama de los anaranjados y los púrpura, había que cuidarse. En una de esas ocasiones me salvé casi de milagro. Tenía como un ángel yo por entonces. Y ella estaba cocinando. Picaba algo que me hacía llorar con lágrimas verdaderas, pero no era la cebolla. Y no sé por qué, pero me hacía llorar de verdad. El sol entraba recto y fulminante. La iluminaba por completo. Lo demás quedaba en semipenumbra. Yo percibí nítidamente el rojo sangre que salía de sus ojos y le rodeaba la cabeza. Lo percibí, aunque ella estaba de espaldas. Picando estaba. Y yo quise ayudarla. También le dije que no me gustaba el olor de la acelga hervida. Eso estaba picando, acelga. Insistí porque de verdad quería ayudarla. Le dije si podía agregar queso, ajo, una cosa rica. Es que yo pretendía transformar esa comida en algo especial que hiciéramos las dos; cada una, una parte. Tres veces se lo dije. A la cuarta se dio vuelta y lanzó sus furias sobre mí. Lanzó los rayos rojos contra mis dos pupilas, una por una. Me hizo tambalear. La cuchilla de acero fue como una hoz hacia mi garganta. Aterrada, grité y grité. Ahora yo le daba la espalda. Pero,

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de todas maneras sentía la cuchilla apuntándome. Etelvinamadre me corrió por el pasillo. Yo corrí más rápido que ella y salí y cerré la puerta con fuerza y seguí corriendo por un camino desconocido desde entonces.

Me parece, ahora que lo pienso, que el hábito de andar ligero y perderme por las calles me viene desde aquel tiempo. Me desoriento con mucha facilidad. Dudo casi siempre si debo caminar hacia la derecha o hacia la izquierda. Y camino, camino de más. Siempre es para el otro lado. [¿Es que nunca llegaré? ¿Adónde?]

Sí. Hubo tiempos en los que lo aconsejable era cuidarse. Creo que Etelvina estaba cada vez más nerviosa. Y yo, cada vez más sola. Me parece que siempre anduve sola. A ella le empezaban a crecer cada vez más arrugas. Pero la que tenía millones de arrugas era la monja, la maestrita de primer grado superior.

En aquella época existía un primer grado inferior y uno superior. Hoy suena raro pero entonces era así. Flor de arpía la monja esa. Era fea y mala y bajita la monja. Y yo que me rascaba la cola de abajo porque me encantaba y me picaba mucho y después me aliviaba y era lindísimo. Asquerosa, puerca, me dijo cuando me descubrió. Dios la va a castigar. Quién sería Dios, pensé, y qué iría a hacerme entonces. Pero Ella fue la que me castigó. Me dijo, usted asquerosa que se rasca la cola de abajo pase al frente para que la vean bien sus compañeras. Estuve toda la mañana parada frente al curso. Y se reían. Sentí rabia, como si tuviera una rabia gigantesca, y aunque aún yo no lo sabía, aquello era un gran pecado: ira, se llamaba. Si la monja me trataba así

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qué me haría su Dios, entonces, y cuándo. Ella daba clase, se detenía y me miraba. Ríanse de esa puerca que se rasca la cola de abajo, parecía decirme con sus ojos. Creo que a la monja, que hoy seguramente está bien muerta, también le gustaba rascarse. Pero de mí se reía, y todas se burlaban.

Al otro día me enfermé tanto, tanto, que me vino a buscar una ambulancia con su camilla plateada y me llevó al hospital. Me sacaron sangre y unas fotos gigantescas. Me revisaron toda, de pies a cabeza. Me dolían los pinchazos que me dieron. Hasta el jarabe inmundo me dolía. Dijeron dieta, dieta estricta. Enflaquecí bastante, aunque de a poco. Durante dos meses falté a la escuela casi todos los días. Las caras de los otros mostraban preocupación. Creo que todo ocurrió por castigo divino. El sufrimiento no cesaba. No iba a la escuela, no podía caminar, algo me masticaba adentro y no quería estar de pie. Y era quedarse en cuclillas, retorcida de dolor por las puntadas intensas. Algo me mordía y había fuego en mi estómago vacío, tan vacío. Con llamaradas de todos los matices, con ese fuego que me parecía tan distinto pero era rojo, muy rojo. Lo veo otra vez, y vuelve a oler como fuego sin hechizo.

Antes de que yo perdiera ese año y mis padres extraviaran por completo la razón, el doctor les dijo, certeramente, prueben con otro colegio. Y sí, lo había logrado. Al fin lo había logrado. Después, creo que la maestra gorda me curó del todo con sus sándwiches. Allí había otras nenas y también varones que ya no se reían de mí; ellos también se rascaban diferentes cosas. Así que después vinieron esos años hermosos con mis otros compañeros, y hasta con ese chico que trabajaba en la tele. Yo no podía mirarlo

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porque nosotros no teníamos televisión entonces. Pero una vecina nuestra, Brenda, sí tenía. Y me asombré al verlo tan distinto en una pantalla blanca y negra: en esa pantalla ya no era mi compañero de banco. Descubrí que uno también era otros, como dos en uno al menos. Qué feo. Lo de la cuchilla fue algunos años más tarde, me parece.

* * *

Aquellas épocas de hervir acelga y luego picarla para su sacrificio, eran temerarias. Pero yo me convertí en una hábil escondedora de bocados, de bocados exquisitos. Por eso siempre me ofrecía en forma voluntaria cuando mi madre o mi padre tenían que salir a hacer un mandado. Entonces, la que iba era yo. Unas monedas aquí y unas allá: pequeños robos de sobornos para el hambre que se transformaban a la larga en facturas o trozos de torta que escondía en el fondo de los cajones. Alguna vez Etelvinamadre comenzó a sospechar que algo ocurría. Sí. Le resultaba extraño que después de cancelar manjares de coco, panes y otras delicias, sustituidos con esmero por verduras cocinadas feamente y frutas ácidas pero muy saludables, la chica tuviera al fin algunos kilos de más. Después llegaron las requisas que eran como allanamientos de esos espacios privados bajo sospecha. Había que investigar, investigar, hurgar en el territorio del otro, meterse, meterse como si uno fuera un delincuente. Había que avasallar, avasallar, vaciar cajones, sacar carpetas, cartuchera, libros. Revolverlo todo. Había que buscar pruebas y más pruebas. Restos, señales que conducirían al paquete escondido. Al alimento

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de la soledad. Y entonces yo -: ¿qué hacés, mamá?-: ¿sos ciega vos? Limpio sus cajones, basura.-: dejá de desordenarme mis cosas, ahí tengo mis útiles, mis carpetas, todo.-: ya veo. Todo. ¿Y este pedazo de torta qué hace acá? Porquería, cómo no vas a engordar así. Usted a su madre no la engaña, mentirosa.-: pero...-: venga acá, yo te voy a dar pero a vos.

Y entonces otra vez los golpes. Más. Había que huir, nadar. O andar ligero. A mí me encantaba nadar. Parece un pez en el agua, decían. Es que había que entrenarse para la supervivencia. Era así. Esos fueron años pesados, años de autoritarismo.

* * *

Sigue guardado mi sobre enigmático mientras camino rumbo a la parada del colectivo y recuerdo que cuando yo era chica, vivíamos los tres en Munro con Etelvinamadre y Luigipadre. En la década del cincuenta (ya se sabe, del siglo pasado), Munro todavía era un pueblo. Un pueblo relativamente pobre, si es que la pobreza admite el adverbio. Hoy se suele decir de clase media baja. Es más anónimo. Entonces, significaba vivir en una casita medio descascarada con dos piezas al fondo, una cocina y un comedor (todo de tamaño mínimo). Después tuvimos un Ford T, semidestruido, de color verde claro con techo blanco. Vivíamos sobre una avenida que no era como las de ahora. A la vuelta estaba la casa de nuestra vecina Brenda. Su

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hija Matilde era mi amiga y era rubia, de pelo corto y abultado. Ojos color de cielo, tenía. Alguien me dijo, es la hija de un sindicalista, no te juntes. ¿Qué es un sindicalista? Es... no importa, pero vos no te juntes. No les hice caso. A su familia mucho no la recuerdo. Pero a Matilde, sí. Era alegre, tenía la boca grande y los dientes de conejo, también su sonrisa era grande. Lo que más me acuerdo es que un día me dijeron que a su abuela la habían matado. Qué raro. Tantos velorios y la muerte que seguía siendo algo incomprensible. Voy a jugar a la casa de Matilde, dije un día. Y Matilde-: mi abuela tenía unos vestidos lindísimos.-: ¿y vos cómo sabés?-: porque están guardados en un baúl grande.-: mi abuelo también tiene un baúl que trajo de Italia.-: pero éste es mejor, Patri, está lleno de vestidos y zapatos de taco y collares. Hasta hay lápices de labio y polvos para la cara. Te dejo ver si nos disfrazamos ¿querés?-: mi mamá me va a retar.-: no nos va a ver, tonta.-: pero primero miremos la tele.

Estuvimos un largo rato frente a esa caja grandota. Había un hombre del rifle y las personas malas quedaban siempre afuera de la pelea, golpeadas y desmayadas. Muchas veces había muertos. Son puras mentiras, las personas malas no mueren, dije, son todas puras mentiras, grité esa tarde. Mi amiga se rió a carcajadas. Yo debía ser una Leritti muy mala, pensaba, porque a mí me golpeaban mucho. Pienso que todavía soy mala, aunque me cueste creerlo. Es así. Esa tarde Etelvinamadre nos

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descubrió a los pocos minutos, cuando salimos a la puerta, tan disfrazadas y pintadas. Después Etelvina, basuraquéhacés. Nada, juego. Yo te voy a enseñar a jugar a vos, perradelabiosrojos. Y muchas cosas así, inentendibles. Queda probado que mis primeras mentiras fueron todas un fracaso. A Matilde, la hija de Brenda, no la volví a ver. Había que alejarse de las malas compañías.

* * *

Sigue guardado mi sobre enigmático mientras continúo el viaje rumbo al consultorio, caminando las cuadras que aún me faltan para llegar a la parada. Persiste la lluvia y tal vez sea un presagio nefasto. Llueve como una ducha que funciona mal y te hiere y salpica todo. No se puede usar la ducha, porque la ducha salpica, así que Etelvinamadre la dejaba de adorno. Qué gracia, pero el agua moja y salpica, siempre salpica, y la bañadera también. Mocosa, impertinente, quiere tener siempre la última palabra, usted usa la bañadera porqueamísemeantoja. Calor. Hacía mucho calor pero el agua tenía que estar caliente para no resfriarse, caliente y con vapor, mucho vapor, que es muy bueno para los pulmones, decía ella. Y yo digo para desmayarse también, y para odiar y odiar más, mientras seguían acumulándose los pecados.

Los azulejos eran brillantes y el espejo del baño también. Y si uno quería se multiplicaba en el espejo. Uno también puede ser muchos, qué cosa rara es la vida. Entonces el humo lo invadía todo. Ingresaban fantasmas, nubes, nubes. Y llovía sobre

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el espejo, sobre las paredes azulejadas, sobre el piso. Entonces se necesitaban varios trapos y el secador después. Jabón, bastante jabón y a no olvidarse de los recovecos de las orejas. El pelo era una lucha, una batalla cuerpo a cuerpo y no salpiques. No ves, mami, que sos una mala. Sí, ya vas a saber quién soy. Y yo, brujamorite. Ella leía el pensamiento, y golpes. A los golpes. Callátemocosa o tereviento. Después limpiar bien, secarlo todo, lustrar. Primero la rejilla que secaba todo. Después la gamuza con alcohol fino. El trapo viejo y seco al final para que no quedaran pelusas. [¿La infancia es un destino?] Brilla. Brillaban la bronca y el olor a alcohol. Ahora el piso y ya está. Brujamorite. Después vendría el dormitorio y sus rejas: un paraíso, aunque me desvaneciera.

El calor pesa en el cuerpo nuevamente ahora, en los brazos que se alargan y están blandos; son tentáculos de medusa los brazos. Un movimiento brusco y el mundo es agua estancada otra vez. Floto. Pero el cuerpo gira, gira; como el trompo rojo de mi infancia, mi hermoso trompo rojo. Yo era el trompo y había un cielo negrísimo con miles de estrellas. Esos momentos eran majestuosos, aunque estuvieran llenos de miedo y de sudor. El miedo pasaba pronto y se olvidaba porque al despertar siempre había una Etelvinamadre, pero entonces era tierna y me sonreía. Y después el alcohol del bueno para reanimarse, y la colonia Fulton. Y quedate tranquilita que yavieneldoctor. Era el doctor Medina, mi doctor tanbueno, tanbueno que lo sabía todo. A ver la panza, ¿te duele?, abrí la boca, respirá hondo, decítreintaytrés. Y así. Está bien, que se quede en cama dos días y vemos si está incubando

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algo. Divino, Medina. Santo, Medina. Yo lo amaba, casi siempre en domingo, y había unos pocos días de ternura después.

Creo que los ritos son maravillosos porque ocultan todo lo que muestran.

Llueve. Llueve todavía. Tengo el sobre temido, llegué al fin a la parada y solamente me falta tomar otro colectivo, media hora de viaje, y por fin llegar al consultorio. Voy a enterarme, enterarme de la razón de ciertas cosas. [Un secreto se parece siempre a una derrota]. Por ejemplo, me gustaría saber por qué en Navidad éramos pobres y en el Año Nuevo, ricos.

Diciembre era un mes de luces y de sombras, un mes de armar el pino con bolas de colores, cintas y moños fabricados por Etelvina. Recuerdo que estábamos los tres. No sé cuál era ese año, pero aún me acuerdo. Habíamos ido a cenar a la casa de mis abuelos maternos en Boulogne Sur Mer. Era veinticuatro y la pobreza se notaba menos. Se tapaba con mantel de hule cuadriculado donde se pegoteaban los brazos y los vasos de vidrio de colores. Los grandes se reían, se reían tanto que parecían felices. Había chin chin, salud, un montón. También había papas con mayonesa verde batida a mano y pollo frío. Bueno, gallina (es lo mismo, decían). Había budín casero y comé, comé. Todo dulce, espeso, azucarado. Pero, el arbolito era una miniatura. Qué tristeza.

Esos días teníamos algunos parientes de más. Y había chicos más grandes que yo con los que se podía jugar y correr siempre que cuidáramos las plantas. Adentro, en la cocina, se escuchaban risotadas hasta la hora del brindis. Luigipadre

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comenzaba a golpear un sifón de vidrio oscuro con una cuchara, y entonces todos teníamos permiso para gritar y comer dulces hasta el hartazgo: FelizNochebuena.

Cuando regresamos aquella vez, en el camino se levantó una verdadera tormenta. Todo diluvio, viento, relámpagos. Luigipadre seguía riendo durante el viaje. Etelvinamadre decía, creo que tomaste mucho, tené cuidado. A veces, sabía ser muy amorosa. Al ingresar a la casa me dio pena ver el pino en el suelo y todo un desparramo de espejitos de colores. Esa noche creí que Etelvina nos mataría pero fueron unos pocos golpes. Ella también se golpeó. Algunas veces se golpeaba, con los nudillos de los dedos en la cabeza. Y se tiraba de los pelos con tantas ganas que con los años se le empezarían a caer. Tenía huecos por todos lados. [Los huecos son como los enigmas.] También con los puños cerrados se daba trompadas en el cuerpo. Qué raro es vivir a golpes de memoria. Resultó que esa Nochebuena fue una puta. Yo no sabía bien ni qué era la Nochebuena, ni qué era una puta. Pese a todo, hubo regalos escondidos como siempre. No iba a pasar nada, no había de qué preocuparse. También recuerdo a un tío que me quería mucho, creo. Y después del brindis principal, me quería demasiado. Me abrazaba y vení sentate acá, sobre las rodillas. Ico, ico, y me acariciaba bastante. Ocurría en cada Navidad. Hasta que un día decidí declararle mi repugnancia. Fue casi como un revisionismo histórico: se armó un revuelo bárbaro.

Mentirosa de mierda, me dijo él. Pero yo sabía. Los demás sabían también. Me había tocado la cola, la cola de atrás y mis pechos nacientes.