Análisis 75. Fenomenología y Hermenéutica

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 41-59

la impatía como aprehensión de las vivencias del otro. Análisis fenomenológico de la experiencia

impática*

Pedro Juan Aristizábal Hoyos**

Universidad Tecnológica de Pereira

Recibido: septiembre 8 de 2009 • aprobado: noviembre 4 de 2009

Resumen

El presente texto hace un análisis de la impatía (Einfühlung) como una experiencia que expresa la esencia propia de las relaciones intersubje-tivas. En primera instancia, se muestra en qué consiste el darse intuitivo de la conciencia extraña a partir de mi propio flujo de conciencia. En segundo lugar, se delimita la esencia del acto impático estableciendo la comparación (como variación imaginativa) con otros tipos de actos de presentificación. Al final ponemos ante los ojos algunas características del cuerpo vivo extraño como ámbito propio de lo psicofísico.

Palabras clave: Husserl, impatía, cuerpo vivo.

* Este artículo se publicó en el Anuario Colombiano de Fenomenología, III. Instituto de Filosofía. Universidad de Antioquia, 2009.

** Profesor de la Universidad Tecnológica de Pereira. Miembro de la Sociedad Colombiana de Filosofía. Miem-bro ordinario del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (CLAFEN). Correo electrónico: [email protected]

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Empathy as aprehension of others experiences.Phenomenological analysis of the empathic

experience

Abstract

The up-to-date text makes an análisis of the empathy, (Einfhülung), as an experience that expresses the own essence of intersubjective relation-schips. At first it is shown in what consists the intuitive giving of strange conscions-ness starting from my own flow of conscionsness. In the second place is limited by the essence of the empatick act establishing the comparison (as imaginative variation) with other kinds of presentiating acts. At the end we put in front of the eyes some characteristics of the strange living body as the own boundary line of the psychophysical.

Key words: Husserl, Empathy, Living body.

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l´empathie comme appréhension des “expériences” de l´autre. analyse phénoménologique de

l´expérience empathique

Résumé

Ce texte analyse l´empathie (Einfühlung) comme une expérience qui exprime l´essence propre des relations inrsubjective. D´abord on montre ce que signifie “ se donner intuitivement de la conscience étrange à partir de mon progre flux de conscience. Ensuite on essaie de limiter l´essence de l´acte empathique tout en établissant une comparaison (comme variation imagi-native) avec d´autres acte de presentation. Enfin nous présentons quelques caractéristiques d corps vivant et étrange comme un domaine progre du psycophysique.

Mots clés: Husserl, empathie, corps vivant.

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Pedro Juan Aristizábal Hoyos La impatía como aprehensión de las vivencias del otro...

Introducción

Esta investigación sobre la impatía requiere el acompañamiento del trabajo doctoral de Edith Stein (2004), dirigido por Husserl, dedicado a explicitar el tema central de la intersubjetividad1. La impatía2 se conoce en general como la teoría de la experiencia del otro o de la aprehensión de sus vivencias, por contraposición a la experiencia que la conciencia hace de sí misma. Dicha experiencia consiste en sentir en el fluir de la propia conciencia otra seme-jante, o mejor, es la experiencia de la vida psíquica extraña, de lo dado en el vivenciar del otro y, en consecuencia, sabemos de ese vivenciar porque se alcanza directamente, en legítima intuición fenomenológica –y por tanto, no inferida– el objeto del acto experiencial.

1 LostextosdeHusserlsobrelaimpatía,explícitosapartirdelosañostreinta,norepresentanparaelfiló-sofo ningún descubrimiento. Esa problemática ya se hace palpable quince años antes desde su época de enseñanzaenGotinga.SusreflexionesinspiraronprecisamenteaEdithSteinparadesarrollarel tema.Esto tiene la consecuencia importante de que las investigaciones sobre la intersubjetividad no son tardías en Husserl, pues era algo que estaba ya inédito en Ideas II.

2 La traducción de Einfühlung por “impatía” y no por “empatía” se hace siguiendo los lineamientos trazados por el Glosario-guía para traducir a Husserl, que dirige y organiza Antonio Zirión de la UNAM (disponible en http://www.filosoficas.unam.mx/gth/gthii/htm),pueselsignificadode“empatía”tieneunafuerterepercusiónafectiva,ynoesconesesentidoespecialcomolorefiereHusserl.ElconceptoalemánEinfühlung como lo utilizaelfilósofoseaplicamásdirectamentealosactos y experiencias objetivantes. Estos últimos, como se sabe, son explicitados por el autor desde sus Logische Untersuchungen en discusión con Brentano (Cf., Brentano, 1935, p. 110 ss.).

Mientras Brentano establece un limitado tipo de fenómenos o actos psíquicos (representaciones, juicios y sentimientos, de los cuales sólo los dos primeros son objetivantes), para Husserl el número posible de “estructuras intencionales” (o actos psíquicos) es ilimitado y, en consecuencia, también el de los actos objetivantes. Los actos objetivantes son, en general, aquellos actos que hacen presente el objeto por sí mismo, o bien, que se fundan sobre otros actos que son objetivantes. Estos actos se presentan como experienciasdefinidamenteintencionalesdirigidasadeterminadosobjetosy,portanto,sonvivenciasquerequieren ser representadas, en contraposición a los sentimientos en general y a otros tipos de actos que son actos no objetivantes o de intención secundaria (Cf., Husserl, 1982, §15, p. 508 ss., y § 37).

Entonces, ensuámbitoespecíficointersubjetivo,la“impatía”(Einfühlung)serefiereaaquellasoperacionesefectivamente objetivantes con las que el sujeto trascendental constituye el sentido otro trascendental u otro en sentido mundanal, como lo veremos a lo largo de este texto. Para una ampliación del concepto de “impatía”, véase igualmente la nota al pie de la traducción que hace Julia Iribarne del texto No. 38 de Husserl, “Zeitigung – Monade” (Iribarne, 2005, p. 315). En uno de los tomos sobre Fenomenología de la intersubjetividad, Husserl delimita dos modalidades de impatía de la siguiente manera: “Die uneigentliche Einfühlung ist die passiv assoziative Indizierung einer fremden Subjectivität, die eigentliche. <Einfühlung> das aktive Mittun und Mitleiden, sich ichlich Motivieren- lassen, aber auch im Untergrund den inneren Moti-vationen Nachgehen statt den Assoziationen (…)” 1973, p. 455, nota). “La impatía impropia es la indicación pasiva asociativa de una subjetividad extraña, la <impatía> propia, el co-hacer activo y co-padecer, dejarse motivar yoicamente, pero también en el fondo el seguir las motivaciones internas en lugar de las asocia-ciones (…)” (Cf., Iribarne, 1988, p. 38). Con estas modalidades, Husserl da a entender que la impatía propia apunta a una operación efectivamente objetivante del sujeto trascendental, mientras la impatía impropia es meramente pasiva y asociativa y de ese modo se experimenta la subjetividad extraña. Así, mientras una espasivaycomprensiva,laotraesactivayreflexivayportanto,másvinculadaalámbitoesencialmentecientíficodelafenomenología.

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Aunque Husserl, en Erste philosophie, consideró que el concepto era insufi-ciente para dar cuenta de la experiencia trascendental del otro, no encontró de todas maneras un término más adecuado como núcleo central que expli-citara exhaustivamente el problema de la intersubjetividad (Husserl, 1987, Lección 35; Márquez, 1897, pp. 131-158, nota) 3.

La esencia de la experiencia impática (preámbulo)

En la discusión sobre el tema de la impatía hay una suposición no explícita: “nos están dados sujetos ajenos y sus vivencias” (Stein, 2004, p. 19). De este modo, la impatía, en cabal modo fenomenológico, es un darse intuitiva-mente una conciencia extraña a partir de mi propio flujo de conciencia. El objetivo de la fenomenología, en este sentido, es indagar su esencia, su modo de darse, y lo que designa el concepto para abarcar esa experiencia tan fundamental por la cual tenemos noticias de cómo experimentamos al otro y sus relaciones.

En estricto análisis fenomenológico, para delimitar el significado de la ex-periencia impática, es preciso establecer la comparación (como variación imaginativa) con otros tipos de actos con el fin de poner ante los ojos la sin-gularidad de esa experiencia. ¿Cómo mostrar la esencia del acto impático? Alguien viene y me cuenta el dolor que le ha producido la muerte de su padre y yo capto ese dolor a partir de ciertas manifestaciones como su semblante conmovido; por ejemplo, la torsión de su rostro y la agitación lenta de sus manos cubriéndolo. Yo entonces capto su dolor. ¿Qué es ese captar, ese no-tar el dolor? Para nuestro análisis eidético, no importa en principio cómo he llegado a captar el dolor de ese otro que llega, sino el captar ese sí mismo, es decir, ¿qué es eso que se da a mi experiencia como dolor no mío?

Stein se propone responder al interrogante estableciendo la diferencia entre percepción externa e impatía. A pesar de que el dolor del otro tiene mani-festaciones externas, por ejemplo, los cambios de su rostro, yo no tengo, en estricto modo, percepción externa de él. ¿Qué significa esto? Pues que

3 Especificando,laimpatía(Einfühlung) se puede comprender como aquella operación de la conciencia que suponeun“tipodereflexióncuyosobjetossonlasotrasmentes”(Cf.Embree,2003,p.41).

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no es una realidad que se presenta y se vivencia como tantas otras, en su manifestación espacio-temporal, como un objeto cualquiera del mundo.

En consecuencia, todo objeto del mundo espacio-temporal, aunque sea nombrado y captado completamente por motivos inmanentes, sólo se exhibe a la conciencia perceptiva por medio de matices o escorzos (Husserl, 1986, p. 93) con sus horizontes espacio-temporales dados (sean estos internos y externos o de retención y protención). Sabemos igualmente que cualquier indagación fenomenológica de la percepción no se acaba en la percepción particular; ella investiga el significado general de percepción, su esencia, y obtiene el saber de su singularidad en pura abstracción eidética.

Visto así, ¿qué tipo de realidad es entonces la impatía? Puesto que “el mundo en el que vivo no es sólo un mundo de cuerpos físicos, además de mí, tam-bién hay en él sujetos con vivencias, y yo sé de ese vivenciar” (Stein, 2004, p. 21). Aunque pueda engañarme con respecto al conocimiento del otro, se presentan fenómenos de la vida psíquica en que el extraño está ahí de modo indubitable. Éste no se exhibe como cuerpo físico (Körper), sino como Leib, como cuerpo vivo que se orienta desde dentro de sí mismo: “cuerpo vivo sentiente al que pertenece un yo (…) que siente, padece, quiere, y cuyo cuerpo vivo no está incorporado a mi mundo /fenoménico/ (…) sino que es centro de orientación de semejante mundo fenomenal” (Stein, 2004, p. 21).

Hasta ahora hemos visto que los actos de impatía difieren de los actos de percepción externa en tanto que son fenómenos psíquicos a los que les conviene un cuerpo vivo que se orienta intencionalmente a partir de sí, que pone el mundo a su alrededor en tanto es centro y, por último, diríamos que no es posible lograr una perspectiva en la que se pueda tener acceso originariamente al dolor mismo.

Respecto a este último punto, el resultado de querer abordar el dolor por sus manifestaciones externas es sumamente vago; me daría cuenta de que, aunque de un solo golpe se perciba su entidad misma, este objeto de expe-riencia externa se me da por perfiles con la parte percibida vuelta hacia mí, y pudiera contemplarlo por los lados que quisiera, pero no habría ningún avance notorio, en tanto no tengo acceso a la orientación de su dolor, que, en efecto, se presenta de modo propio y no originario en su vivenciar mismo.

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Mientras el dolor se agota en su darse, los objetos que se presentan a la per-cepción sensible por medio de matices o escorzos se presentan para Husserl siempre de manera inadecuada por la ausencia de límites inherentes a dicha percepción (Husserl, 1986, p. 99). Por eso afirma:

No hay ninguna percepción de la cosa que sea definitivamente cerrada, siempre queda espacio para nuevas percepciones que determinen con más precisión lo indeterminado y llenen lo no-lleno todavía. Con cada paso hacia adelante se enriquece el contenido de determinaciones del nóema (p. 358).

Entonces, “si la /i/mpatía no tiene el carácter de percepción externa, (…) /sí/ tiene algo en común con ella: que para ella existe el objeto mismo aquí y ahora” (p. 22). Si el objeto para la impatía está dado aquí y ahora, falta determinar entonces si tiene el mismo carácter originario de los actos y los objetos de percepción externa.

Para determinar la originariedad o no del acto impático, es preciso señalar otros objetos que se dan de manera originaria, aunque no sean de percepción externa; por ejemplo, la ideación por la cual “aprehendemos intuitivamente relaciones esenciales; la intelección, verbigracia, de un axioma geométrico, la captación de un valor (…) /y también/ nuestras propias vivencias tal como vienen a darse en la reflexión” (p. 23).

Si las vivencias originarias son todas las vivencias propias presentes, surge la pregunta: ¿muestra la experiencia impática la originariedad del viven-ciar propio? No todas las vivencias se dan originariamente en su presente viviente; por ejemplo, recordar, esperar, fantasear, son experiencias cuyos objetos no están presentes directamente ante mí (intuidos), sino solamente presentificados (hechos de nuevo presentes o re-presentados): “El carácter de la presentificación /tal y como se comprende/ es un momento esencial inmanente a estos actos, no una determinación obtenida de los objetos” (pp. 23-24)4.

4 Un ejemplo clásico de esta diferencia en la vivencia, es la forma como se presenta el árbol percibido que es vivido de modo diferente al árbol re-presentado.

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Recuerdo-espera-fantasía-impatía

Ahora bien, es preciso abordar la pregunta de si es la impatía un acto origi-nario con estos actos que, segun hemos dicho, no tienen carácter originario. Con respecto al recuerdo, por ejemplo, de una noche triste, no es un acto originario en referencia a su contenido; esa noche triste tiene la forma de no estar presente ahí, sino de haber estado viva una vez. El modo de ser origi-nario de estos actos como el recuerdo, la espera, etc., y también la impatía, hacen parte de la llamada presentificación que, en contraposición a lo dado en el presente corporalmente o en persona, se inscriben dentro de otros modos de intuición que son modificaciones o variaciones de la intuición sensible. Así lo expresa Husserl en su más importante obra póstuma Die Krisis: “La percep-ción es el proto-modus de la intuición: ella representa en protooriginariedad, esto es, en el modus de la mismidad presente” (Husserl, 1991, p. 110, § 28); es presencia en persona. Pero hay otros modos de intuición dados también en persona que son “presentaciones, modificaciones de la presentización; /estas/ hacen conscientes modalidades temporales; por ejemplo, no hacen presente la mismidad-ahí-siendo, sino la mismidad-ahí-habiendo-sido o lo futuro: la mismidad-ahí-que-será” (p. 108).

Entonces, todos estos actos de presentificación en los que se incluye la impatía aparecen como una modificación o una extensión de los actos pre-sentantes protooriginarios. Es decir, los actos presentantes protooriginarios en los cuales hay donación absoluta, percepción presente fenomenológica, se amplían a otros modos de donación, son los actos presentificantes dados también, aunque ya no de manera absoluta e indubitable, pues para las pre-sentificaciones (recuerdo, impatía, espera, etc.) pierde vigencia la donación absoluta e indubitable propia de la percepción fenomenológica originaria, aunque ello no implique que no sean experiencias fenomenológicamente donantes.

Entonces, la espera es de un acto que llegará a ser en persona, por ejemplo, cuando se tiene expectativa frente a un posible reencuentro amoroso; el recuerdo, por ejemplo, de una noche triste que como tal se vivió una vez y no ahora; la imagen fantástica, por ejemplo, de ser el amanuense del maestro

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espiritual Husserl liberándome la carga de dificultad en el trabajo intelectual; alguien querido que viene radiante de alegría al recibir un premio al que as-piraba, y que aprehendo impáticamente en tanto que me transfiero dentro de él, comprendiendo cognitivamente la satisfacción del acontecimiento que, aunque irrelevante para mí, me podría también colmar de alegría.

Todos estos son actos que tienen originalidad en cuanto son presentificacio-nes, modificaciones de la intuición presente categorial o sensible ciertamente donantes, pero, como hemos dicho, no son originarios en cuanto no tienen su objeto propiamente presente; por ejemplo, el ser del recuerdo o de la espera está en lo recordado o en lo esperado, aunque el acto mismo tiene carácter de posesión: yo en los actos de presentificación.

Miremos, por lo pronto, cómo se manifiesta el yo en estos actos de presen-tificación (Stein, 2004, pp. 24-25). En el recuerdo, al yo sujeto de dicho acto, le es viable retrospectivamente poner ante los ojos la tristeza pasada, obte-niendo la tristeza como objeto intencional y con ella, igualmente su sujeto, el yo de lo acaecido. Entonces, hay igualmente una “doble reducción”; el yo del pretérito y el yo del presente se ponen cara a cara como sujeto y objeto, y a pesar de la mismidad, no hay coincidencia entre ambos y subsiste, pues, la diferencia entre el yo originario que realiza el acto de recordar y el yo no originario recordado; pero asimismo es un tercer yo el que se apercibe de dicha dualidad, tal y como lo refiere Husserl con los niveles de subjetividad implícitos a la disolución o escisión del yo5. Por su parte, en la espera hay tam-bién distensión temporal pero hacia el futuro, y el sujeto, como yo expectante, construye consciente o inconscientemente el objeto sobre otro tiempo, y en él tiende a revelarse, como imaginariamente, un yo objeto que, por supues-to, no es originario. Y en la fantasía el yo que crea el mundo de la fantasía es originario, mientras el yo que vive en él es no-originario, y en general las vivencias fantásticas frente a otro tipo de vivencias (recordadas-esperadas) se caracterizan porque no se dan como presentificación de vivencias reales, sino como formas no originarias de vivencias presentes.

5 En este sentido, es importante revisar Husserl (1986a, p. 49). Para una ampliación del tema de los tres niveles de subjetividad inherentes a la reducción fenomenológica (y del desdoblamiento del yo en dicha ejecución), revisar Fink (2003, p. 400 ss). .

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Ahora bien, el hecho de que la impatía sea un tipo de presentificación como los otros actos a los que hemos hecho referencia, no significa que no tenga su esencial particularidad. La impatía representa, en consecuencia, un tipo sui generis de actos experienciales. La diferencia fundamental del fenómeno de la impatía respecto a los actos del recuerdo, la espera y la fantasía de las propias vivencias, se hace notoria cuando nos damos cuenta de que el yo, sujeto de la vivencia impatizada, no es el mismo que ejecuta la impatía, sino el extraño. No ocurre, por ejemplo, como en los actos del recuerdo que están ligados por una conciencia de la mismidad:

[...] mientras vivo aquella /tristeza/ del otro no siento ninguna /tristeza/ origina-ria, ella no brota viva de mi yo, tampoco tiene el carácter del haber-estado-viva-antes como la /tristeza/ recordada. Pero mucho menos aún es mera fantasía sin vida real, sino que aquel otro sujeto tiene originariedad, aunque yo no vivencio esa originariedad; la /tristeza/ que brota de él es tristeza originaria. En mi vivenciar no originario me siento, en cierto modo, conducido por uno originario que no es vivenciado por mí y que empero está ahí, se manifiesta, en mi vivenciar no originario (Stein, 2004, pp. 24-27).

Esta es, entonces, la peculiaridad fundamental de los actos de impatía: que el yo que realiza la impatía no es el mismo yo impatizado; es diferente de mi yo actuante, porque precisamente en dicho acto se revela otro ser que no soy yo.

De esta manera, hemos resaltado los actos presentificantes en su más pura generalidad; pretendemos describir cómo se experimenta la conciencia extraña en general. El discurso se ha afanado por poner en evidencia al yo puro, al sujeto del vivenciar. Y así entonces se da la experiencia que un yo, o una subjetividad en general, tiene de otra subjetividad en general; es decir, es la forma como el yo aprehende la vida anímica del otro6.

Antes de pasar a la impatía como experiencia de los individuos psicofísicos y sus vivencias, es decir, como cuerpos, precisemos algunos aspectos que hemos resaltado con respecto al problema impático.

6 Dice Stein (2004): “Pero así aprehende también (...) /el ser /creyente, el amor, la cólera, el mandamiento de su Dios” (pp. 24-27).

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Recapitulación al problema de la impatía

La impatía, entonces, es un acto por el cual una subjetividad humana, por lo regular sensitiva y racional, participa de una situación que es ajena a dicha subjetividad. Ese mundo extraño pertenece a una subjetividad que, como tal, tiene también sus libertades y sus proyectos, pero en la cual, efectiva-mente, el sujeto identifica que no es él mismo, por el reconocimiento de su esfera de propiedad (eingenheitssphäre). A la esencia de este acto, como se ha expresado, le es inherente una duplicidad: un vivenciar propio en el que se manifiesta otro vivenciar.

Ahora bien, para hacer comprensible este acto en que un ego constituye a otro, encontramos dos especies de procesos: en uno, un sujeto expande o prolonga su propio ser hacia otra realidad como si, saliendo de su esfera, invadiera una esfera extraña; esta proyección tiene la forma de revelarnos la situación de un yo que no soy yo. El otro proceso significa que dicho sujeto parece asir ciertos modos de la situación de ese ser otro que no soy yo. En rigor, este acto se hace posible por una apercepción analógica a la que luego haremos referencia.

Diríamos en general que el concepto rigurosamente definido de impatía se refiere a la experiencia de la conciencia extraña, en donde aprehendemos cognitivamente el dolor o cualquier padecimiento del otro, y hemos acla-rado, en definitiva, que cuando hacemos referencia a la impatía damos por entendido que se trata de una vivencia no originaria que pone ante los ojos una vivencia originaria. Su modo de darse, al igual que los otros actos de conciencia que hemos referido, es por presentificación. En definitiva, por contraposición a las vivencias propias percibidas en las cuales se nos revela un yo propio, tenemos una experiencia impática que nos revela un individuo extraño o ajeno.

Hasta ahora, entonces, para hacer comprensible el fenómeno de la impatía, hemos tratado de explicitar lo que aquella experiencia significa desligada de todas las contingencias del aparecer. Y nos hemos referido a ella como vivencia o conciencia puramente dada, sin poner en evidencia el tipo de sujeto al que se refiere, ni la experiencia propia del individuo psicofísico.

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Entonces, luego de haber explicitado el eidos, la esencia de la experiencia impática, es decir, haciendo fenomenología estática o eidética, vamos a refe-rirnos, a continuación, al ámbito genético de dicha experiencia; en otros tér-minos, luego de haber aprehendido el fenómeno en su esencia pura, el darse innegable de la vivencia extraña, vamos a mirar el cómo de esa experiencia. Al describirla en su origen nos adentramos desde el análisis estático hacia un nuevo análisis de orden genético, al cual nos referiremos más adelante.

Por ahora, tratemos de comprender el ámbito de la impatía como un pro-blema de constitución fenomenológica. Con ello intentamos responder a la pregunta de cómo se constituyen en la conciencia las diversas objetividades (individuo psicofísico, persona espíritual). La constitución que más nos intere-sa en el presente texto es la del individuo psicofísico en el que se da el cuerpo vivo. Ello con el fin de entrar a delimitar el campo de la corporalidad, pues es el cuerpo el que define, en últimas, las relaciones concretas con el otro. Haremos un estudio preliminar acerca de cómo se nos revela el cuerpo vivo.

La revelación del cuerpo vivo extraño y sus características

El tratamiento de la constitución del individuo precisa hacer el tránsito desde el ámbito psíquico a lo psicofísico. Siendo que la única posibilidad de existencia de lo psíquico se da necesariamente en un cuerpo vivo, nos damos cuenta de que toda separación es artificiosa. Efectivamente, el ser de la conciencia es plenamente conciencia y cuerpo, o, íntegramente, cuerpo y conciencia. Entonces nos vemos precisados a hacer referencia al problema de la corporeidad.

Todas las cosas del mundo están encausadas hacia el cuerpo y lo revelan. Las cosas que el hombre usa son cuerpos y son usadas por él en tanto tiene na-turaleza corpórea. Los cuerpos están en todas partes ocupando lugares en el espacio. Todos los lugares presuponen los cuerpos, ya que los cuerpos son cosas útiles que se aprehenden usándolas. Son cosas útiles dadas a los sujetos y, en general, a todos los seres sensibles. Yo tengo presencia corpórea, soy necesa-riamente cuerpo en todos los lugares y espacios de la sociedad y del mundo.

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Es de suma claridad que el mundo en el que vivo no es solamente un mundo de cuerpos físicos; además de mí, también hay en él sujetos con vivencias. Al cuerpo del otro hay que sacarlo de la gran familia de los cuerpos y ponerlo como un ser humano corpóreo situado en el mundo. El cuerpo del otro, salvo imaginariamente, o tratado sectorialmente por el cirujano, o en objetivación extrema y patológica, no se exhibe meramente como cuerpo físico (Körper), localizado espacialmente, sino como cuerpo que tiene su centro de orien-tación desde dentro de sí mismo, es decir, un cuerpo vivo sentiente (Leib), al que pertenece un yo individual que paradójicamente vive y padece el mundo.

De esta manera, hay un individuo, un ser unitario en el que se encuentran inseparablemente unidos la conciencia de un yo que brinda unidad y un cuer-po físico que refleja vida: “El cuerpo aparece como cuerpo vivo; la conciencia como alma del individuo unitario. La unidad se atestigua en que ciertos procesos se dan como pertenecientes al alma y al cuerpo vivo a la vez (sen-saciones, sentimientos comunes)” (Stein, 2004, p. 75)7. Este cuerpo vivo está caracterizado frente al cuerpo físico, dado en actos de percepción externa, por varias características que es necesario poner de relieve: es portador de campos de sensación, es el punto cero de orientación en el espacio, tiene capacidad de movimiento libre y es campo de expresión de las vivencias del yo (pp. 75-103).

El cuerpo vivo extraño se caracteriza frente al cuerpo físico porque es portador de campos de sensación. Ahora bien, ¿cómo se nos dan los campos de sensa-ción? De los campos propios de sensación decimos que en toda percepción de los cuerpos hay un darse originario, y sabemos que las vivencias origina-rias son todas aquellas vivencias propias presentes. Nosotros percibimos de modo inconsciente la totalidad del objeto; pero concomitante con la cosa espacial, en mi propio campo de sensación, se revelan igualmente los lados ocultos del objeto. Entonces, en tanto que lo visto se presenta por perfiles o escorzos (Husserl, 1986, p. 91 ss.), aparece al tiempo como todo visto, pues junto a los horizontes externos que son codados, están los horizontes internos que, aunque no sean captados de modo originario, se presentan imaginaria

7 Este tema es tratado de forma exhaustiva por Husserl (1997), en el apartado III de la Sección Segunda de Ideas II: “La constitución de la realidad anímica a través del cuerpo”, §§ 35-41, pp. 183 ss.

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e inconscientemente como la totalidad vista con base en experiencias del pasado; por ejemplo, cuando entramos en nuestro cuarto y hacemos la re-ducción, éste se presenta a la percepción inmediata por perfiles y yo, con lo imaginario, de modo inmediato e inconsciente, construyo los lados no vistos, pero con él están igualmente covistos los lados externos.

Con respecto a los campos de sensación del otro para mí, tenemos que el cuerpo del otro es constituido como cuerpo vivo, pero ya no en un darse como “cumplimiento originario” ni en “percepción progresiva externa” (Stein, 2004, p. 76), sino por medio de una presentificación impatizante. De esta manera, la intuición pertinente no tiene la forma de la percepción, sino de la presentificación; por ejemplo, igual que capto mis pies al lado de otros cuer-pos, los diferencio de los objetos del mundo como cuerpo vivo propio, y los pies del otro igual los capto, no en el modo de la originariedad, sino al modo de la impatía en el que me transfiero dentro de lo otro: se percibe el cuerpo ajeno como miembro de un cuerpo vivo propio. Entonces, las sensaciones impatizadas por contraposición a las propias se revelan constantemente como extrañas (pp. 75-78).

Una característica importante que resalta la autora refiriéndose, por ejem-plo, a las sensaciones de placer, de calor y otras sensaciones, es que son tan absolutamente dadas como los actos de juicio, de percepción, etc., pero se diferencian de éstos en tanto no brotan del yo puro, del cogito, y en con-secuencia no se revela ningún yo en ellos, sino que se revelan localizados en el espacio, es decir, cercanos al yo pero de ningún modo originados en el yo, como sí sucede, por ejemplo, con los actos de voluntad y percepción (Stein, 2004, p. 60).

Otro ámbito que caracteriza al cuerpo vivo se refiere al hecho de ser punto cero de orientación del mundo espacial. El cuerpo del otro como cuerpo físico está dado como una cosa que ocupa un lugar en el espacio. Se presenta a mi mirada como exterioridad pura al lado de otras cosas del mundo, y así, se aparece a cierta distancia de mí que, mientras se revela a mi mirada como objeto, es, en tanto lo mantenga como tal, parte de un entorno que se organiza alrededor de mí, ya que soy el punto cero (Nullkpunt) de orientación en el cual yace él, en concomitancia con el mundo espacial en el que está inmerso (pp. 80-84).

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Así, en tanto lo aprehendo como un cuerpo vivo sensible, me ensimismo en él (o me transfiero en él) impatizando. Con dicho acto se revela ante mí un nuevo centro de orientación de un ser que ya no forma parte de la gran familia de los cuerpos, en tanto es un cuerpo vivo en el mundo que igual se muestra como un ser que pone un entorno a su alrededor. Pero esto se hace posible dado que, en mi comprensión de él, sé que puede recuperar su subjetividad para volverse contra mí, como si yo fuese un objeto, haciéndo-me perder mi subjetividad y, en últimas, haciéndome perderme a mí mismo como en actitud natural8. No se trata entonces únicamente de un sujeto que tiene sensaciones, sino de un sujeto situado en el mundo, que realiza actos voluntarios; por ejemplo, el acto de impatizar como mutua posibilidad del ego y del extraño.

Así, el cuerpo del otro, como cuerpo físico, es una cosa espacial al lado de otras en el espacio, a cierta distancia de mí y como centro de orientación espacial. En la medida en que lo comprendo como cuerpo vivo sensible me transfiero a él impatizando y se me revela otro punto nuevo de orientación que es el suyo, sin que ello signifique que yo me desplace desde mi punto de orientación hacia el del otro, sino que, conservando mi punto cero de orientación que es originario, me transfiero hacia el de él en la forma de presentificación que es a la vez originaria para el otro yo.

Entonces, con el punto cero de orientación del otro que se obtiene con la impatía, puedo comprender (u observar fenomenológicamente) que mi pun-to de orientación no es ya un punto cero, en tanto que es un punto espacial entre muchos, y por ello aprendo a ver mi cuerpo vivo como un cuerpo físico como los demás. Esto tiene consecuencias fundamentales para el tema de la intersubjetividad y la constitución de la subjetivividad personal que Husserl desarrolla ya desde Ideen II. Stein termina esta interesante reflexión sobre el cuerpo vivo como centro de orientación haciendo referencia a que la posi-bilidad de desplazarme física o fantásticamente de mi centro de orientación

8 Este tema, como se habrá notado, ha sido trabajado magistralmente por Sartre en la tercera parte de El ser y la nada (1976,p.328ss.)ytienecomoconsecuenciaparasufilosofíaelhechodeponerlasrelacio-nes entre el otro y yo,esencialmente,comorelacionesdeconflicto,yestablecerunafenomenología de la mirada. No podemos ocuparnos de ello en el presente texto. Solamente queremos resaltar, de la mano de Edith Stein, el notorio avance frente a la constitución de los campos de sensación. Para un estudio del tema de la mirada tal y como la propone el fenomenólogo francés, ver Aristizábal Hoyos (2005).

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la hace posible la impatía, pero no es posible establecer una observación sobre mí como sí podría hacerlo sobre cualquier cuerpo físico. La autora ilustra esta idea de la siguiente manera: “Cuando yo me diviso en la copa de un árbol en un recuerdo de infancia o fantaseando, a la orilla del Bósforo, entonces me veo como otro, o como otro me ve. Y esto me lo posibilita la /i/mpatía” (Stein, 2004, p. 82). Esto descubre otra instancia de mi ser que es la objetividad, la cual revela la exterioridad de mi cuerpo.

Respecto al cuerpo vivo como ser con capacidad de movimiento libre, nos damos cuenta de que los movimientos del otro los percibimos a la vez como movimiento vivo y mecánico, e igual pasa cuando mi cuerpo es mirado por otro. Por ejemplo, si con un pie sostengo otro pie y lo muevo de un lado a otro, el pie que sostiene aparece como movimiento mecánico, como ocurriría con cualquier objeto que mecánicamente muevo de un lado al otro.

Así, el movimiento propio visto desde el exterior es meramente mecánico, igual que el movimiento propio de un ser vivo, y ambos movimientos se captan como el mismo movimiento. Stein lo ilustra con el siguiente ejemplo:

Si veo a alguien pasar en un carruaje, su movimiento no me parece en principio distinto al de las partes –fijas– del carruaje: es (...) /movimiento compartido/ mecánico que yo percibo, no /i/mpatizo- externamente. (…) /Pero cuando/ se pone en pié en el carruaje yo veo un movimiento del tipo de mi movimiento propio y lo comprendo como movimiento propio (...), a la manera de la impatía (p. 86).

Entonces, al cuerpo del otro como cuerpo vivo, sea que se mueva o esté quieto en relativa rigidez, le es inherente el movimiento, o la capacidad potencial de hacerlo. De esta manera, aprehender “el movimiento propio de un cuerpo físico como movimiento vivo” (p. 86) presupone impatizar en el movimiento vivo del otro. Y por eso es preciso comprender que el cuerpo vivo extraño se da en su libre movilidad, y a su estructura pertenece el libre movimiento animado a partir de sus órganos móviles.

Por último, el cuerpo vivo extraño es portador de los fenómenos de expresión de vivencias y sentimientos del yo. Así, en tanto que experimentamos senti-

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mientos, éstos terminan en expresión. El sentimiento, como vivencia del yo, tiene la característica de no ser algo cerrado en sí, sino que está abierto al mundo en tanto su carga de energía necesita de alguna manera soltarse y liberarse como carga de energía. Y esta descarga se presenta entonces motivando actos de voluntad y acciones que son inherentes a su liberación. Igual, dice Stein, el movimiento que genera un acto de voluntad tiene que generar un fenómeno expresivo que se expresa en múltiples formas (violencia, amor, fantasías de acción frente a una situación reprimida, actos de reflexión, etc.); así se comprende que existe una conexión esencial y de sentido entre sentimiento y expresión (pp. 69-72).

La expresión es, entonces, una función que, erróneamente o no, posibilita aprehender, en sí misma, la vivencia expresada. No obstante, la comprensión de esa vivencia no es originaria sino presentificada, o mejor aún, impatizada. Por tanto, la aprehensión del cuerpo vivo del otro, comprendido como cuerpo vivo de un yo, posibilita constituir la comprensión de la expresión corporal.

Uno de los aspectos que interesa señalar en este último punto sobre el cuerpo vivo como portador de los fenómenos de expresión, es que la ex-presión es un fenómeno que difiere sustancialmente de los de la sensación del otro inherentes a su estrato sensible, pues la sensación me viene dada como un dato sensible. Aprehendo lo anímico con lo corporal; en cambio, en la expresión está lo anímico no solamente percibido con lo corporal, sino expresado a través de lo corporal (p. 94). Esto se da, por ejemplo, con un fenómeno como la vergüenza: si estoy realizando desprevenidamente y en soledad unos gestos horribles y vulgares que precedieron a una emoción cualquiera, en principio esos actos no son censurados por mí sino que yo soy esos gestos; pero depronto escucho ruidos a unos metros de mí, yo siento o imagino que alguien me mira, y ese alguien me hace descubrirme a mí mismo como vulnerable y me revela, por ejemplo, una instancia objetiva de mi vida. Ese fenómeno de expresión corporal, entonces, revela un rasgo psíquico, y al transferirse dentro del cuerpo vivo extraño impatizando, se posibilita entonces comprender mejor ese vivenciar. Pero ese vivenciar, como hay que entender, no es originario sino presentificado en la forma específica en que nos hemos ocupado en este texto, es decir, impatizando.

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En resumen, en este último aspecto, nos hemos visto en la necesidad de hacer el tránsito desde lo puramente psíquico, que nos permitió conocer la esencia de la impatía, hacia lo psicofísico que nos permitió referirnos al cuerpo, en la medida en que lo psíquico se manifiesta necesariamente como cuerpo vivo. Hemos explicitado igualmente algunas características del cuerpo vivo con el fin de mostrar cómo se da el fenómeno de la impatía en el mundo de lo psi-cofísico y de la corporeidad, e igualmente intentando determinar un primer acercamiento a la constitución fenomenológica del cuerpo vivo extraño.

El haber explicitado el fenómeno de la impatía en su aspecto psíquico y psicofísico nos ha permitido abrir una ventana sólida de acercamiento a la fenomenología de la intersubjetividad, ya que acercarnos al tema de la impatía es entrar a indagar el problema central de las relaciones entre el otro y yo.

Toda fenomenología de la intersubjetividad se comprende exhaustiva-mente a través de la llamada “reducción intersubjetiva”, y una explicación completa de dicha reducción requeriría indagar el tema de las modalidades de la ventana monádica (idealista, social y pre-reflexiva) con la que Husserl soluciona, a nuestro modo de ver, el problema del solipsismo, en tanto que muestra una efectiva comunicación entre las mónadas; no obstante, este es tema de otro estudio.

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 61-89

genetic phenomenology and potentiality: a new insight to the theory of impathy in husserl*

Michael D. Barber S. J. **

St. Louis University

Recibido: 19 de septiembre de 2009 • aprobado: 19 de octubre de 2009

Abstract

The following article has a main objective to re-read the theory of Empathy (Einfülung) by Edmund Husserl, through an analysis of the concept of ana-logic aprehension, since the critics by Alfred Schutz on his text The problem of trascendental intersubjectivity in Hussert.

Key words: Husserl, Impathy, analogic aprehension, genetic phenomeno-logy, body.

∗ Este artículo pertenece a la investigación sobre la Fenomenología Social en Alfred Schutz que viene rea-lizando Michael Barber desde 1985, año en el cual se titula como Doctor en Filosofía de Yale University, con la disertación El lugar de la sociología del conocimiento en la fenomenología de Alfred Schutz.

∗ ∗ Ph.D., Yale University. Master of Divinity Loyola University Chicago. M.G. in Philosophy St Louis Univer-sity. Profesor del Departamento de Filosofía de la St. Louis University. El profesor Barber ha publicado numerosos libros y artículos, principalmente en torno al pensamiento de Alfred Schutz, la fenomenología, ética y asuntos relacionados con la interculturalidad. Es miembro asociado del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (CLAFEN). Correo electrónico: [email protected]

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Fenomenología genética y potencialidad: una nueva mirada a la teoría de la impatía en husserl

Resumen

El presente artículo tiene como propósito principal hacer una relectura de la teoría de la empatía (Einfülung) de Edmund Husserl, a través de un análisis del concepto de aprensión analogica, a partir de las críticas de Alfred Schutz en su texto El problema de la intersubjetividad trascendental en Husserl.

Palabras clave: Husserl, impatía, aprensión analógica, fenomenología ge-nética, cuerpo.

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Phénoménologie génétique et potentialité: une nouvelle vision à la théorie de l´empathie chez

husserl

Résumé

Cet article a pour but principal faire une nouvelle lecture de la théorie de l´empathie (Einfülung) de Edmund Husserl, moyennant une analyse du con-cept d´apréhension analogique , a partir des critiques d´Alfred Schutz dans son écrit “Le problème de l´intersubjetivité transcendental chez Husserl".

Mots clés : Husserl, empathie, appréhension analogique, phénoménologie génétique, corps.

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Introduction1

Edmund Husserl’s theory of empathy (Einfühlung) has come under serious fire from various quarters. Although Alfred Schutz criticizes Husserl’s Fifth Cartesian Meditation on various counts (e.g., the impossibility of the second epoché and the appresentation of the fully concrete other) in his 1958 essay “The Problem of Transcendental Intersubjectivity in Husserl,” for the purposes of this paper, would like to focus on just one of his criticisms, that of Husserl’s “analogical apperception” Schutz succinctly summarizes his criticism as follows:

Husserl’s assumption that an analogical apprehension of an Other’s living body takes place on the basis of a similarity to my own living body contradicts the phenomenological finding that my living body “stands out” in my primordial perceptual field in a manner which is fundamentally different from the man-ner in which the allegedly similar body of the Other stands out in this field. (Schutz, 1966, pp. 63-64).

What is curious is that Husserl, if one considers his Nachlass writings published in 1973 as Zur Phänomenologie der Intersubjektivität, to which Schutz lacked access, showed himself thoroughly aware of both elements: the fundamental different ways in which my and other’s body is given to me and the analogical apprehension of the other on the basis of similarity. Not only that, Husserl mentions both elements on the same page in the Nachlass writings (from a manuscript dated 1914-1915) without seeing any contradiction. On that single page, he mentions the similarity between the other’s body (Körper) and my lived body (Leibkörper), but then two paragraphs down admits that the types “own body” and “other’s body” are not the same because “one’s own body is uniquely distinguished by its mode of appearance” (Edmund, 1973, p. 325). It is hard to imagine that Husserl was not astute enough to recognize what Schutz took to be a contradiction prohibiting the analogical transfer, and so the question arises why for Husserl the dissimilarity between the way our bodies are given to me does not block the analogical apprehension. I will argue that there are two reasons: 1) that Husserl in the Nachlass writings must be understood to be employing often a genetic phenomenology rather than

1 From herceforth, all referentes to the Husserliana series will be abbreviated "Hua".

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a static phenomenology—a distinction that is not clearly upheld in Cartesian Meditations 5, which is Schutz’s target, that has only become more explicit in the years after Schutz’s writings, and that makes visible a different approach to empathy than that the transcendental constitution of the other within the static phenomenology that Husserl claims characterizes the Fifth Medi-tation. 2) This genetic phenomenology reconstructively recovers a mundane (rather than transcendental) subject continually, immediately, pervasively, unselfconsciously, and relatively unconstrainedly projecting before itself into the world possibilities, but in a way that is not entirely arbitrary either. It should be noted at the outset that although the Nachlass represent different periods of Husserl’s work (from 1905-1935) and even different approaches to the question of empathy, as Ichiro Yamaguchi shows, this paper will draw on diverse passages to present hopefully what be a unified account of Husserl’s genetic approach to intersubjectivity, in much the way that Julia Iribarne attempted to a develop a unified outline of Husserl’s entire theory of intersubjectivity (Yamaguchi,1982, p. 88)2.

Having clarified the genetic approach to empathy and the distinctive sub-jectivity it uncovers, I will turn to the criticism that David Carr raises against Husserl’s theory of empathy, namely that it is based on perceptual inten-tionality, which is more appropriate for the relationship between human beings and nature than for the relationship between human beings. Carr’s criticism appears in an essay critical of Schutz, entitled “Alfred Schutz and the Project of Phenomenological Social Theory,” but he repeatedly generalizes his critique to the approach to empathy characteristic of phenomenology in general insofar as it prefers the model of a subject relating to an object instead of the model of participation, or membership in the same community (Carr, 1994, pp. 327-332). I will argue that Carr overlooks the genetic method Husserl deploys and the projecting, possibility-realizing subjectivity that he reconstructs. Further, I will try to demonstrate that Husserl’s investigations reveal how empathy is not to be assimilated to perception but rather repre-sents a brand new possibility of knowing (although to be sure it has been

2 Yamaguchi shows, for instance, how after 1925 -1926, analogizing passive appresentation and pairing be-came prominent concepts. Julia Iribarne, Husserls Theorie der Intersubjektivität (Freiburg/München: Verlag Karl Aber, 1994, p. 21).

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deployed from time immemorial without having been recognized for what it is) unlike all the other types of knowing, which it resembles in various ways. Furthermore, empathy makes possible all the higher level kinds of knowing (e.g. in the social sciences) and higher level dimensions of intersubjective experience (e.g. sympathy) that Carr, it would seem, considers important. In other, words empathy itself is the realization of a new possibility and it opens a door to all kinds of other cognitive possibilities.

Genetic Phenomenology

According to Julia Iribarne, Husserl’s Fifth Cartesian Meditation, despite Husserl’s own claim that he was basically pursuing a static phenomenology, (Husserl, 1950, pp.136-150) also involves elements of a genetic phenomeno-logy (Iribarne, 1994, pp. 46-47) —a point already noticed by Iso Kern and later highlighted by Nam-In Lee (Iso Kern & Iribarne, 1973, pp. 165-183). Klaus Held contends, further, that Husserl’s claim in the Fifth Meditation has been taken over without sufficient discussion, despite extensive reference to genetic methodology (Held, 1972, p. 25). The purpose of static phenomenology is a philosophical-reflective grounding, or justification (Rechtfertigung), of the transcendental other. Its focus is not on the bodily presentation of the other, but rather on the interlocking of intentionalities, the implication of another’s consciousness in one’s own, particularly as this implication falls out from the “double reduction,” which in the Erste Philosophie begins with the clarification of one’s own time-consciousness that itself already contains a kind of inter-subjectivity in the many different versions of my own intentionally directed self beyond the present, for example, the self remembered or anticipated in the future (Iribarne, 1994, p. 25)3. By contrast, the purpose of the genetic

3 Thedoublereductioninvolvesfirstthediscoveryofmyownintentionalityandthenthediscoverywithinthatintentionality the intentionality of another. It parallels memory in which I recover in present intentionality the (past) intentionality of another “I”, that is, my past “I”. Of course, this is only “parallel” to empathy since the I whoseintentionalityIfindwithinmyownisneverthelessmyownI.Forthisreason,thedoublereductionisintimately conncected to intentional implication, as Iribarne observes, Husserls Theorie der Intersubjektivität, 68. See also Edmund Husserl, Este Philosophie (1923/24), Zweiter Teil: Theorie der phänomenologschen Reduktion, ed. Rudolf Boehm, Hua VIII (Haag: Martinus Nijhoff, 1950, p. 434). See also Nicolas de Warren, “The Truth of Solpsism”, an unpublished manuscript presented at the Aron Gurwitsch Lecture, at the annual meeting of the Society for Phenomenology and Existential Philosophy, October 30, 2009, section 2. See Held, Held, “Das Problem der Intersubjektivität und die Idee einer phänomenologischen Transzendental-philosphie”, 59n. 75.

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phenomenology is to illuminate the experience of the mundane (weltli-chen) other on the basis of exploring the pre-reflective sphere in which the intentionality bearing the other is made explicit in response to the question “what motivates empathy (Einfühlung),” (Held, 1972, pp. 21-23) in the sense of what experiences evoke recognition of the other. The genetic perspec-tive, taking as its guide (Leitfaden) the already formed structures that static phenomenology illuminates, constructively sets about uncovering layers of experience (Iribarne, 1994, pp. 70-71). Genetic analyses characteristically deal with such issues as apperception, habituality, association, reference to an originary experience in which for the first time (Urstiftung) an object of this or that similar meaning is constituted, and the analogizing transference to another (pp. 42-45). Indeed, the reduction to one’s primordial sphere can either be aimed at the apodeictic grounding of the knowledge and disco-very of the transcendental other (in static phenomenology) or at providing a reflective context within which the non-philosophical motivation of natural empathy (discovered via genetic phenomenology) can be explored (p. 52). After the Cartesian Meditations, Husserl himself acknowledged these two types of primordiality by distinguishing the primordial reduction from the solipsistic one (p. 52).

Schutz, in fact, treats Husserl’s argument for the analogical apprehension of the other as an attempt at justifying the appearance of the transcendental other within one’s own primordial sphere, that is, of making manifest those transcendental, constitutive achievements which make possible the positing of the meaning (Sinn) through which the other is given (p. 25)4. In Schutz’s view, one cannot justify the analogical apprehension of the other insofar as one’s own body is given to oneself in a way that the other’s never is. In the sphere of transcendental justification, this single major difference makes it impossible to argue without contradiction that one can transfer the sense “lived body” to the other on the basis of the similarity of the other’s body to one’s own. However, if one takes account of the genetic approach, whose appearance in the Fifth Cartesian Meditation is oblique but whose themes

4 David Carr shows that the problem is not proving the existence of the other but making phenomenologi-cal sense of other egos, David Carr, “The ‘Fifth Meditation’ and Husserl’s Cartesianism”, Philosophy and Phenomenological Research, 19.

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and issues are discussed thoroughly in Husserl’s Nachlass writings and if one considers the possibility-realizing subject these Nachlass writings reveal, one can understand why the basic dissimilarity between the way my body and the other’s is given fails to block the analogical transfer for Husserl—or so I hope to show.

A Response to Schutz’s objection: genetic Phenomenology and the Subject of Potentialities

In Nachlass discussions of the genetic origins of our experience, Husserl is clear that to complete a perceptual experience of a thing once is to complete a type of conscious activity that contains within itself an infinity of motivated possibilities for future experience in the sense that similar expectations will be “motivated” (Edmund, 1973, p. 357) (rather than caused) the next time one is confronted with that thing. As is typical of Husserl’s approach, the future thing is not taken as a stimulus causally effecting the reactivation of past experience, as a naturalistic account might explain it, but rather¸ in order to abide within we experience the world, Husserl describes how the expe-rienced thing evokes or “motivates” the application of previous acquisitions (Husserl,1952, pp. 212-247). It is basic to conscious experience, in Husserl’s view, that one comes “to expect something similar, to bring to bear similar presumptions, under similar circumstances” (Husserl, Husserliana XIII, p.45). Things, then, in the mundane world are experienced according to their ty-pes (Husserl, Huserrliana XIV, p. 497 y XV, p. 58, 221 y 620). Husserl amplifies on the non-theoretical dimensions of what we bring to perception, which make up “ad-perception” (Aguirre, 1970, p.157) and on the genetic origins of such apperception:

According to analogy” I expect that when I will again experience something in the now, it will happen. All apperceptive contexts rest on “experience” and thereby on “analogy.” I do not, however, make in general experiential inferences or analogical inferences. Nevertheless I can always say: I have already expe-rienced something analogous, otherwise I would not be able to grasp [what I am now experiencing]. Analogical experience is the presupposition, the condition of the possibility of future apperception. Such (future) experience

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can only arise when experiences of a certain type have already occurred. The past defines the future. This is an a priori law of genesis (Husserl, 1973, Hua. XIII, p. 345 y XIV p.14).

References to the genetic origins of apperception also appear in sections of the Fourth Cartesian Mediation, although there the focus is on the genetic constitution of the ego, as opposed to things, and the passages there are more clearly designated as dealing with the genetic constitution, as opposed to the rather undifferentiated blending of genetic and static phenomeno-logy in the Fifth Meditation. In those sections of the Fourth Meditation, for instance, Husserl speaks of how the ego’s positing and explicating being sets up a habituality within the ego or how everything known points back to an original becoming acquainted, a “primal instituting” (Husserl, 1973, p.102) as is exemplified by the child who first comes to understand what scissors are and automatically applies the concept to future instances (Husserl, Huserrliana, 1973, p.141). It should be emphasized, however, that Husserl’s denial in the above quotation that no “inferences” are involved in analogizing appercep-tion points to the fact for him analogical expectations of the similar under similar circumstances are usually not based on cognitive deliberations, but often happen almost automatically according to laws of passive association without the ego’s deliberate collaboration (ohne Ichaktivität) (Husserl, 1973, Hua. XIV, p.119). These expectations, which can be confirmed or disappo-inted in the unfolding course of experience, show how one’s past fund of experience is not inert but equips one with possibilities to project oneself toward the world, even if one’s apperception on occasion “shoots beyond its appropriate limits” (Husserl, Hua. XV, 1973, p. 252).

Given that we engage in automatic analogizing apperception constantly with things, it comes as no surprise that a similar process is deployed in regard to knowing others through immediate, unreflective Einfühlung (Hua. XIV,p. 486). When discussing how an example of such analogizing apperception takes place, Husserl (in Hua XIII) comments on how I see the other’s hand which I grasp in outer perception as like my own hand, namely with reference to its material “thingliness” (Körperlichkeit); it is a thing of the same kind as my hand (Hua. XII, p. 46). Continuing this exposition, Husserl proceeds to discuss how I next, in response to the other’s hand, experience my own hand, namely

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as a bearer of field of sensations and capacities for movement, and he then adds that the other’s hand is grasped, as a result, not merely as a material thing, but “as a hand,” but still it is not a member of my lived body (Leibes) (Hua. XII, p. 46). Nevertheless, because of the similarity of the other’s hand to mine the physicality of the hand is posited (hineingesetzt) in connection with a lived bodiliness (Leiblichkeit) and with all that belongs to it (Hua. XII, p. 46). Husserl goes beyond this experience of another’s hand to suggest that the whole other, who is physically (körperlichen) similar to me, is presented not only as a physical thing. Because his body is similar to my living body (Leibkörper) and reminds of it, he appresents a lived bodiliness (Leiblichkeit), which consists in an innerliness that accompanies his physical outerliness and that is similar to my own. This similarity grounds the transfer of sense (Hua. XIV, p. 489).

It should be kept in mind, however, that these repeated references to the idea that the other appears “not merely” as a physical (körperliche) thing is meant to imply that that the other’s physical Körper constitutes a lower stratum of a living body (Leibes) and that we do not experience in temporal sequence first the other’s physical Körper and then add on to it to produce a lived body. Although the foreign body is given as a thing whose bodiliness (Leiblichkeit) is analogically appresented, Husserl admits in the same breath that this “thing” carries with it the comprehended level (Auffassungschichte) of “another’s body (fremder Leib)” (Husserl, Hua. XIV, 1973, p. 489). I see the other’s body in the same way that I see as sign pointing the way or a word, that is, not as merely physical objects but as beings already suffused with their higher level meanings (Hua. XIV, p. 489). As Husserl puts it, “I see not only the other physical body, I see the other man” (Hua. XII, 1973, p. 340) and he is clear that an “abstraction” is involved when I set aside the other whom I understand and, instead, focus upon the other as a mere physical (körperlichen) thing (Ding) (Hua., 1973, XV, p. 506). The best way to explain these distinct strata that do not appear separately is through the idea of the genetic constitutive method, which distinguishes strata that are already thoroughly blended with each other in the experience for which it seeks to give a genetic explanation.

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It also needs to be stressed that according to the pattern of analogical apper-ception with reference to knowing others, as in the case of apperception with things, the transference of “lived bodiliness” happens immediately and is not a matter of arriving at a theoretical conclusion (Hua., XIII, p. 431). The metaphor of something “reminding” me of something else captures this non-theorizing transfer since it is a matter of the other’s body and its movements, such as adjusting to perceive something or shoving or resisting something else, reminding me through passive association of my own originally given body and thereby “wakening” me to my own originally given body (Hua. XIV, p. 529 ). Thus, for example, upon seeing another’s hand, I feel my own hand; if the other moves her hand, so my hand “itches” (Hua., XIII, p. 311) (juckt) to move. Similarly, the other’s governing in his body reminds me of my governing ego and his movements, which resemble my own, remind me of the inner appearances my movement would have if I would make a similar movement from the other’s position. More is involved than seeing a similarity between mere things or the between the behavior of mere things insofar as the lived body of the other, reminding me of my lived body, seems to act in relationship to its context in the way I would react to that context, as is evident when the other’s lived body withdraws from what would stir up fear in me or when the other is attracted to or repulsed by a certain food (in the ways that food can affect me also). Apperception of this kind involves no conclusion or act of thinking, just as the child does not have to think back to his first experience of scissors to recognize the scissors facing him, as Husserl tells us. Rather, ego and alter ego enter into an associative synthesis of pairing (Paarung), a passive, two-sided (wechselseitige) transfer, at one stroke, without reflection (Hua. XV, p. 252 )5. It is in connection with such pairing between my body and the other’s that Husserl makes the point that simple analogical apperception, which is also at work in our repeated experience of things, is capable of shooting beyond its legitimate limits. Analogical apprehension, whether in the case of things or bodily others like ourselves, reveals our tendencies as a subject to project expectations derived from past experiences upon whatever is given to us in the present, not arbitrarily but insofar as it is similar to what we experienced in the past.

5 See Yamaguchi (1982, p. 94).

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On the genetic level, we project such similarity-based expectations without reflection and certainly without the kind of rational caution that according to Schutz prohibits the transfer of the sense “lived body” to the other on the plane of a transcendental justification within a static phenomenology.

Obviously the analogical apperceptive transfer of the sense “lived body” that is evoked by the other’s similarity with my body, would be impossible if I lacked fundamental experience of being thoroughly and intimately fami-liar with my own lived body, the primal instituting, that makes possible the sense-transfer (Hua. XIII, p. 337, y I, p. 141). The other, who reminds me of my own body whose sense I then transfer analogically to the other, represents then a variation of my own ego as governing in its body, and if I did not have a body, the other would disappear from the circle of my appearances. The other, spoken of by Husserl as a “modalization” of myself, looks back geneti-cally, as does every modalization, to that which it modalizes (Hua. XV, p. 614 y XIX, p. 14 y p. 460). Without a body, one would be unable to “see” others since the perception of one’s own body is the fundament for the perception of the other’s. Husserl is quick to point out, though, that this does not imply that I make an inference from my body to the other’s or that my own body is the focus of my attention, only that my own body must be “perceptively conscious (perzeptiv bewusst)” to me, whether noticed or thematized or not, in order for the transfer to occur. The focus, it would seem, is on transferring the sense “lived body” to the other’s body without making my body focal, however presuppositional it may be to the transference (Hua. XIII, p. 267). This kind of extroversion may explain why it is that Husserl states that “‘Self-alienation’ (Selbstentfremdung) can be called the achievement of empathy” (Hua. XV, p. 634).

Of course, that one must resort to analogical apperception to know the other instead of just perceiving the other directly is itself an indication that there is something distinctive (etwas Ausgezeichnetes) (Husserl, Husserliana, 1973, XV, p. 274) about my body, which appears differently than the “other body.” In the first place, the perceptions and experiences of my own body are given to me directly, “originarily,” but I do not have access to the other’s experiences in this way and it is impossible in principle that I ever will-hence I must rely

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upon apperception and transferences to gain access to the other (Hua. XV, p. 50 y p. 343). In Husserl’s terms, the other is “presentified” (vergegenwärtigt) but not presented (gegenwärtigt) (Hua. XV, p. 343). Another way of highlighting this difference between my body and the other’s is that in my experience of my body, above all, it seems centered about my “here” (Hua. XV, p. 325). My body is always here, my head is always touchable though it can never be circled or completely seen, and other things are located to the right or left or behind of me. In other words, things are given to my perspective as the perspective of my distinctive (ausgezeichneten) null-point of orientation to which all other bodies and things are given, with none of them sharing that null-point with me (Hua. XV, pp. 274-329). I never occupy the other’s null-point of orientation. In order to capture how it is that we get access to the other’s original sphere, Husserl explain that the other’s consciousness is only “appresented” (Hua. XIV, p. 482 y XIII, p. 374) in an analogous way to the manner in which one perspective of a thing points to a backside that is not present by still announced (bekundet) (Hua. XIII, p. 374) through the presen-ted perspective. As Husserl puts it, “I find¸however, the other’s bodiliness in secondary experience, as co-perceived, indicated, but not experienceable by me myself (nicht von mir selbst erfahrbar)” (Hua. XIV, p. 350)6. Of course, the very use of the term “appresentation” originally used with regard to one side of a thing appresenting another side, is applied metaphorically when used with reference to the other’s consciousness since the appresented side of a thing can eventually come to perceptual givenness, but the appresented original sphere of the other can never be originally given to me, as Husserl readily acknowledges (Hua. XV, pp. 101-102).

It is significant that in this regard, Husserl repeatedly affirms that the similarity between the other’s body and my own makes possible the transfer of sense “lived body” to the other, while also admitting the basic difference, namely, that I never have direct, originary access to the other. Hence, since my body is given to me in a different way than the other’s ever is or can be, I never have the other’s originary experience of her body, even though the supposed simi-

6 De Warren’s insightful discussion of touching in which touching the other is something that differs from touching a table or touching my own hands would still, it seems, depend on analogical transfer insofar as I feel the other’s touching me back when touching her, but not with originary experience and hence empathy is required, see de Warren, The Truth of Solpsism (section 4).

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larity between our bodies warrants the sense-transfer-precisely the problem on which Schutz focuses. Repeatedly, Husserl highlights in the same place, even on the same page as we have seen above, that the exceptional way in which my body appears (die ganz exzeptionelle Erscheinungsweise meines Lei-bes) can coexist and be experienced in tandem with an apperceptive transfer based on the likeness and similarity of my body with that of others (Hua. XV, pp. 661-655). Both seem to coexist, as the example of my noticing the other hand shows. I see another’s hand as like mine and analogically apperceive it as the hand of a living body, but when I see it touched and at the same time experience my own hand as feeling nothing in my originary sphere, I still continue to consider it a “hand” even though I have no originary experience of what it experiences originarily when touched (Hua. XIV, p. 242). In other words, the similarity is maintained despite my being denied any originary access to the other’s hand.

This paradoxical situation even affects the understanding of analogical apperception itself. Husserl argues that in the simple customary apperception according to analogy, a newly perceived tree is a tree just as the previously perceived one was, so I should be able to say that the newly perceived body is a body originally perceived as my own body is, but of course it isn’t and it is impossible that it ever should be. Husserl then seems to be admitting at this point that this analogical apperception of another’s lived body does not therefore follow the usual pattern of apperception according to analogy (einfach eine gewöhnliche Apperzeption nach Analogie) (Hua. XIV, p. 490). It is precisely the originarity of my own body’s givenness in contrast with the way the other is given to me that brings it about that here even the method of analogical apperception must be bent and twisted a bit to accommodate this anomalous situation. One might say, if you will, that when it comes to the analogical apperception of two bodies even the notion of analogical apperception is being used analogically. The interesting thing is that even though Husserl repeatedly recognizes such difficulties and envisions the possibility that there might be only degrees of similarity (Hua. XIV,p. 531) or even contradictions on some level involved in such analogical apperception (p. 497) he nevertheless allows, as Schutz complains that he should not, that the transference takes place.

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Here I will articulate what I take to be three reasons why Husserl in his Na-chlass writings has such confidence in the analogical apperceptive transfer of the sense “lived body” to the other and why he believes that the transfer cannot be blocked due to the lack of original experience of the other. The first has to do with overwhelming number and pervasiveness of ways in which similarity grounds the transference-something that becomes clearer in the three volumes on intersubjectivity than in the highly condensed argument of the Cartesian Meditations. There is first of all a similarity between the phy-sical appearances of my body and the other to whom the sense “lived body” is transferred, especially our various organs, but this similarity is not only a matter of physical resemblance, as if we were merely things similar to each other, but it also has to do with how those organs function as part of a whole bodily organ system that functions like our bodily system, as Husserl suggest in his discussion of how we observe the other governing (Walten) in his or her body in the Cartesian Meditations (Hua. I, pp. 146-151). Higher species, such as apes, remind me of myself and evoke the transference of “lived body” insofar as they possess and function with hands and feet, organs for grasping things (Greiforganen), as even lower species can do insofar as they exhibit sensitivity in their skin and appropriate reaction-movements, such as the quivering of the skin when pricked, as happens with us, or the wrinkling of the forehead upon being touched or struck (Hua. XIV, p. 118). The behavior of the other lived body can elicit the transfer insofar as I am reminded of my lived body by: its valuing; striving; acting; grasping according to right or left, before or after; shoving; bumping up against; touching; carrying; doing; suffering; being pained by bright sunlight; acting; reacting; retreating before an object of fear; being attracted to food; eating; producing the violent movements and shrieking voice that are indicative of anger; achieving ends; seeing; and judging or speaking out (the latter two being particularly human) (Hua. XIV, pp. 83-284 y pp. 500-508).

Denying that empathy (Einfühlung) occurs in the infant’s satisfying of her desires at her mother’s breast, Husserl argues that it first appears when one is to a degree aware of the independence of one’s body and is able to share a common world especially through speech and through the naming of com-mon things (Hua. XV, p. 605). In this triangulation among the other, myself,

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and objects in the world and in the other’s (often linguistic) coordination with me in relation to such objective things, the other’s behavior toward objects reminds me of my own body and effects the subsequent transferring of sense. Husserl provides a specific example of such triangulation and the consequent transfer of sense when he describes how I watch the other move in the presence of the lake or a house that we both are in the presence of together, as she directs her eyes to the object, assumes various particular positions with reference to it, and exhibits a particular facial mien (Hua. XIV, pp. 499-545). Although it is certainly case than once we have attributed the sense “lived body” to another we anticipate that we will react similarly to our common world, Husserl here is suggesting that our shared reactions to a common world provide a powerful impetus to make the sense transfer in the first place (Hua. XIV, p. 14). In summary, there are so many subtle and pervasive occurrences, objects, or indications that remind us of our own bodiliness and that prompt us to transfer without any deliberation the sense “lived” body to the other that it comes as no surprise that the recognition that I do not have originary access to the other seems rather impotent to block the transfers.

Although Schutz might object that several of the above perceived similarities might reflect cultural standards of normality (e.g. anger might be expressed differently in another culture), the point of Schutz’s objection is that to make use of such standards violates the methodological confinement to the sphere properly of one’s own that the second epoché requires (Schutz, 1966, p. 66). If Husserl, though, is involved in a genetic reconstruction of the mundane subject, the constraints of a static, transcendental constitution would not necessarily apply, and it would not be at all strange that the types through which we analogically apperceive similar objects are either socio-culturally transmitted or that socio-cultural influences leave their mark on the primarily instituting experience that is the basis of future apperceptions. For instance, it is perfectly plausible that the child’s first experience of scissors might also involve a parent designating the perceived object as “a pair of scissors,” the-reby bequeathing to the child a part of the parent’s socio-cultural, linguistic heritage. Furthermore, although different cultures might express anger differently, for example, it still would be quite plausible, given our wide

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experiences of different cultures and even animals, that violent movement and shrieks in anger-producing contexts (which would have to be perceived as similar to other anger-producing contexts) would ground at least quite widely a transfer of the sense “lived body” to one expressing such movements and shrieks in an appropriate (anger-eliciting) setting.

Given the fact that we seem to transfer the sense “lived body” quite exten-sively and automatically in the face of the wide-ranging similarities that remind us of our own bodiliness and provoke the transfer regardless of our lack of originary access, one might think that such transferences are rather arbitrary. Indeed, this fact may explain why Klaus Held, focusing on the experience of the other, “as if I were there,” to be discussed below, objects that as long as one lack originary experience of the other and engages in a non-positional phantasy regarding the other’s conscious experience, one will never be able to escape one’s own primordiality, even when that phan-tasy seems to find confirmation in the congruent behaviors of the other’s positionally experienced and seems to pass into over into “positionality” (Held, 1972, pp. 39-43). Held summarizes his argument by citing Husserl himself, “from mere phantasy there is no way into actuality” (p. 42). Or the automatic nature of the transfers may explain why Dorion Cairns thought that Husserl’s view implied a kind of animism insofar as we tend to project “lived body” everywhere, even onto inanimate objects until we gradually come to recognize their inanimate character (pp. 34-48). However Antonio Aguirre has it right when he affirms that for Husserl the transference of “lived body” is not a matter of pure phantasy (puren Phantasie) (Hua. XV, p. 251), in which an image points beyond itself to a fictive world, since empathy is grounded on the other’s actual physical body (Körper) which I see and which does not point beyond itself to a fictive world (Hua. XIV, pp. 91-100). Furthermore, as Husserl himself states, my psychic processes and activities, which I am refe-rred to by the motivating experience of the other’s body being similar to my own and which play an intermediary role in the transference of “lived body” to the other, do not function as intermediary images for the lived body of the other, but rather are apperceptive “clues” (Anhalt) (pp.163-164). Aguirre shows convincingly that a phantasy-like (phantasiemässige) (Hua. XV , p. 251) process is at play in empathy that deals with real, motivated possibilities,

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anchored in actuality, as opposed to empty, non-motivated possibilities of pure phantasy (Aguirre, pp. 155-162). Furthermore, the transfer of sense continues to undergo fulfilling, or disconfirming, experiences that prevent them from belonging to the domain of “mere” phantasy, characterized as it is by arbitrariness and unconstrained freedom (p. 156).

In fact, Husserl recognizes that since we are unable to have originary expe-rience of the other’s psychic life, we must have recourse to another method of validation¸ with its own style of establishing correctness or incorrectness (ihren eigenen Stil des Stimmens und Nichtstimmens) and that proceed in the manner of fulfillment (Erfüllung) (Hua. XV, p. 84). It is the course of continued experience that confirms one’s appresentation of consciousness and the sense “lived body” to the other—and hence, as Georg Römpp observes, the recognition of similarity is not a one time occurrence, but takes place in a process of co-expectations and fulfillment which makes up moments of the complex structure of empathy (Römpp, 1992, p. 86). Where disconfirmation occurs, the other ceases to behave as a lived body and one’s appresentation is modalized to becoming destroyed or doubtful insofar as the other turns out to be, for example, a wooden or wax puppet, which in some aspects reminds me of a lived body, even though there is not actual human being or psychophysical essence there (Hua. XIV, p. 124). While allowing for dis-confirmation, Husserl, nevertheless, speaks of the reasonableness of the positing of the other I, its continual (immerfort, beständig) confirmation; of the “unbroken (ungebrochen)” “certainty of the existence of this human be-ing there (die Daseinsgewissheit etwa dieses Menschen dort)” (Hua, XV, p. 95); and of the subject-character of the other as being irrefutably (unweigerlich) given (Husserl, Husserliana, 1973, XV, p. 447). If the pervasive similarities evoking transference spoken of above are in place, one can imagine how my transferences are constantly and massively confirmed every time an animal grasps an object as I would or avoids me as I would it or every time a human being speaks as I would, expresses understandable feeling in accord with a situation, or corresponds appropriately with my actions in assorted situations. The massive confirming evidence constitutes a second reason as to why most of the time I readily transfer the sense “lived body” to others, despite my awareness on some level that I lack originary access

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to the other. The cases of wooden or wax puppets are few and far between; and the repeated transference/projection of one’s lived body on to others beyond the boundary that the lack of originary access might impose seems, fortunately, appropriate.

A third reason for bypassing the lack of originary access has to do with the impressive force that similarity makes upon us. In Hua XIV, Husserl provides us with particular clarity a pattern of thinking that appears repeatedly but less clearly in the other passages scattered throughout his work and that exhibits how similarity evokes a transfer of the sense “lived body,” even be-fore one makes explicit one’s lack of originary access to the other (Hua. XIV, pp. 242-376). In Beilage XXXIII, Husserl begins by asking about the similarity making possible empathy (Einfühlung) through reminding, and he proceeds to run through a series of similarities that remind us of our own bodiliness: the division into organs and typical outer behaviors, including touching, grasping, shoving, bumping up against, and carrying as well as appropriate responsiveness to context as is exhibited in withdrawal in the face of fear, feeling attraction or repulsion to food. These “reminding” similarities result in the transference to the analogue of a corresponding innerness which is not compresent (kompräsentierte) to me and which Husserl at the end of the passage admits is not his own innerness and is not experienceable for him (Hua. XV, pp. 283-285). In this passage, not only does the lack of originary access not block the transfer of sense lived body, but the transfer, based on wide-ranging, multiple similarities seems to take place so quickly that there isn’t even a sense that there might be an obstacle, and the difference between my experience of my body and of the other’s seems to be noticed only at the end, only as a kind of afterthought. Whereas the static phenomenological me-thod begins with the isolated ego and then posits the similarities that enable the transfer, the genetic phenomenology of the Nachlass volumes tends to begin with the similarities and point finally to one’s isolated access to one’s own consciousness that does not, though, block the transfer. In addition, if one considers the example of the other’s hand in Hua XIII, with which this section began, the similarity of the other’s hand reminds me of my own with its inner field of sensations which are then transferred immediately to the other’s hand, and the fact that I do not have access to the other’s originary

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experience does not even seem to pose a question about the transfer (Hua. XII, pp. 46-49). Furthermore, the transfer requires only that I be perceptively conscious of my body and not that I have it for a noticed, thematic object, and hence it would seem that the similarities motivate the transfer without even any question that the unique way in which my body is given might block the transfer since even to pose such a question would involve the kind of thematizing that is not found in the transfer (Hua. XII, p. 267).

Genetic phenomenology reveals empirical apperceptions which disclose a subject surpassing boundaries by automatically projecting or transposing itself beyond such boundaries, without necessarily even recognizing them. Husserl clearly distinguishes this method from a theoretical approach to empathy that, as he himself describes it, remarkably resembles the static phenomenological approach of the Fifth Cartesian Meditation, whose effec-tiveness Schutz doubted:

It is to be observed that empirical apperceptions are not theoretical experien-ces, which rather already presuppose the corresponding apperceptions. I need not already have knowledge of myself as a person, I need not have reflected on myself on the basis of self-experience, and I need not have achieved a theo-retical experiential representation of myself through theoretical acts actively directed to myself. I need not have observed by comparing, how I behave myself in different situations (Hua. XII , p. 431).

This dynamic of projecting oneself into new possibilities (e.g., transferring the sense-lived body onto another) is, of course, fundamental to Husserl’s idea of basic perception insofar as the frontside of an object appresents a backside which we could make present. In addition, it is of the essence of our null-point of orientation that we can undertake changes of our su-rroundings and through the kinaesthetic processes of our body be able to occupy various spatial positions. Further, we anticipate how things would appear from another position if I would exchange my present bodily posi-tion with it; and in transposing my body to difference places, I also think my bodily-psychic self there and anticipate how things would appear to me if I were there (Hua. XII, pp. 276-277). Husserl repeatedly brings this realizing of perceptual possibilities into relationship with the process of empathy,

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which realizes another possibility, namely that of analogically apperceiving a lived body on the basis of the similarity of the other’s physical body to my own. Although Husserl often describes first the realizing of perceptual possibilities before empathetic apperception of the other, these realizations of perceptual possibilities do not account for the transfer of the sense “lived body” to the other, which instead happens on the basis of similarity of the other’s body to my own (pp. 263-514). But once that transfer occurs, Husserl often welds the possibilities together and the other is often described as having a point of view on things that I would have if I were “there,” where “there” refers both to another spatial position and to the body of the other occupying that spatial position (pp. 263-514). It is as though the conscious subject that is continually projecting itself into new possibilities, transferring its own sense of lived body to another despite the lack of originary access, subtly slips into thinking of what it has just achieved via analogical apper-ception as itself analogical to occupying a different spatial position, and, vice versa, the occupying of a different spatial position is taken as an analogue of appresenting another consciousness. And all this takes place however much one might to stop and protest, “¡But there are differences here!” Insofar as Husserl seems willing to detect an analogate of empathy in the realization of spatial-perceptual possibilities, it is perfectly consistent that he should also find analogates of empathy in temporal possibilities, such as in memory or projection into the future insofar as a I have a representation of myself as “another” subject to whom I do not have present access and to whom a different present is accessible than the present accessible to me now, inso-far as my past or future self differs from my present self. Furthermore, there is a kind of “confirmation” insofar as this “other” acts concordantly with my present self (Hua. XIII, p. 52). Of course, memory or future projection differ fundamentally from empathy in that the latter involves an “other” self than myself, but that fact does not prevent Husserl from envisioning empathy as analogous to acts of temporal transcendence of the present (e.g. memory or future projection), just as he thought empathy to be analogous to acts of spatial transcendence in perception.

In conclusion, the subject that genetic phenomenology reveals and makes central is an analogizing, possibility-projecting, and possibility-realizing

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subject who follows a fundamental law of consciousness in bringing similar presumptions to bear upon similar circumstances, almost without regard for the constraints that might render its analogizing questionable (though, as we have seen, such projections are not arbitrary either). It is a far different subject than the critical, theorizing subject of static phenomenology engaged in theoretically constituting the transcendental other, since this subject, at least as Schutz construes it, would find its analogizing stopped short because when the fundamental difference between my experience of my body and of the other’s body appears.

Carr’s objections: genetic Phenomenology and Possibility

David Carr’s misgivings about a phenomenological approach to social relationships, of which he takes Schutz to be a representative, lead him to blame the concept of intentionality that leads to Schutz’s approach being “too observational” (Carr, 1994, p. 331) insofar as he describes us as taking one another to be a person rather than some other thing and subsuming the other particular under a concept, thereby emphasizing the other’s sameness rather than otherness. Insofar as Carr targets the phenomenological approach in general with its reliance on intentionality to be problematic, one could assume that Carr would consider Husserl’s analysis of empathy to be equally problematic, especially insofar as Husserl regularly begins with the analogical apperception operative in our dealings with things and then extends it to our relations with others. Carr rejects such phenomenological approaches and turns instead to Hegel’s insight that one only forms genuine commu-nity by overcoming an antagonism with some else through the pursuit of a common project, that is, by surpassing the face-to-face relationship in a joint undertaking whose proper subject is the we. Such a relationship is not a matter of a subject being related to an object as that which might obtain “between a scientific observer and his scientific object” (p. 332) but rather a question of participation or membership in the same community.

While one might attempt to defend Schutz by arguing that the intersubjec-tivity he describes is to be located in the pragmatic everyday life world and

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not that of the theoretical sciences (pp. 240-241). Carr’s criticisms do not seem to stand up against Husserl’s genetic-phenomenological strategy, which we have explained in the previous sections. For Husserl, recognizing another lived body is a species of the kind of analogical apperception by which I immediately, via passive association, link one similar to another, applying a typification elicited by the multidimensional similarity obtaining between one analogate and the other, in this case between the other’s body and my own, without, as Husserl suggests, inference or the deliberate collaboration of the ego (ohne Ichaktivität). The analogically apperceiving subject, prone to shoot beyond its legitimate limits, bypasses the kinds of obstacles of which it may be aware to a degree, but which the transcendental constitu-tion of the other within the framework of a static phenomenology makes focal, to its own detriment in Schutz’s view. Although Husserl often begins discussing our grasp of things, it is the pattern of analogical apperception that is generalized from our knowing of things to knowing of others, but clearly, as our presentation above shows, he also clearly recognizing that a different kind of knowing is involved in knowing others since there is no original givenness and since the knowing others stretches the meaning of analogical apperception itself—and we will discuss below just how unique empathetic knowing is. Furthermore, the analogical apperception of the others that the genetic approach to Einfühlung makes evident, although it is cognitive and intentional (hence motivational rather than causal) in character, relies upon passive syntheses and associations ohne Ichactivität. As such, this phenomenological approach to the other hardly seems too observational, too conceptually oriented, or too scientifically distant in the attitude it takes up toward others, and thus it seems to escape many of the charges that Carr brings against it.

Carr’s claim that one must overcome the face-to-face relationship with an antagonist in pursuit of a joint project suggests that forms of genuine com-munity engaged in a we-project presuppose at some level a face-to-face relationship that must be overcome and this, in turn, indicates that the re-cognition of the other as a living body must have already taken place. “Every having of an effect by another presupposes empathy and completes itself continually in empathy or in mediate processes of understanding resting

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upon it.” Husserl asserts (Hua. XIV, p.184). Empathy constitutes a ground-layer (Grundschichte) of all real active co-living, co-acting, and communicating, and through empathy we have a common environing world (Umwelt), as Husserl shows in Cartesian Mediations V (Hua, I , p. 153). Speech itself grows within the context in which I have already appresentatively recognized the other’s inner life on the basis of his or her bodily similarity with my own; I wouldn’t speak to someone or something unless I had already perceived that person as a living body and capable of responding to language (Hua. XIV, pp. 331-332). As occurring at this ground-level, empathy involves a kind of distance from the other in the sense that we each have our own goals and own life and I do not live the other’s life as feeling and acting, and this ground level empathy contrasts with higher-level sympathy that consists in a “taking over” of the other’s perspective (Hua. XV, pp. 512-513). As a consequence, the kind of participation in the other, which Carr recommends and which Husserl himself describes at one point as being sunken in another in co-feeling (Mitfühlen) and as being directed not upon the other person as an object but upon what we both are directed to, takes place according to Husserl in relationship with (the already) empathetically presentified ego (mit dem einfühlungsmässig vergegenwärtigten Ich) of the other (Hua. XV, pp. 51-514).

Not only is empathy to be distinguished as a grounding substratum for higher acts (e.g. sympathy) involved in relating to another, but Carr’s criticism that the phenomenological approach assimilates relating to the other to knowing an object fails to understand that empathy consists of experiences of a new type, with a new type of object belonging to a distinctive object-region-a type of experience that Husserl takes great pains to distinguish from other types of experience (Hua. XIV, p. 358). Empathy is one of the family of acts that fall under the concept “presentification” (Vergegenwartigung), which involves a modification of the perceptual act but which is distinct from perception in that it lacks original intuition (p. 4). The distinction between perception and presentification helps Husserl distinguish things from others insofar as the appresented side of a thing can usually be led over into intuitive perception, whereas, as we have seen, the appresented inner life of another can never be brought to such perceptual givenness but can only be presentified (p. 363). Clearly then Husserl draws a clear distinction between recognizing

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another through presentifying and being presented directly with an object, but, because empathy takes place immediately, semi-automatically, and without theorizing or inference, he also at times speaks of it as a “seeing” or even finds the term “empathetic perception” (einfühlende Wahrnehmung) superior to “empathy” (Einfühlung) alone. In a sense, Husserl draws on a whole set of analogies here, how empathy is like and unlike perception, how appresentation functions differently with things and lived beings, and how presentification differs from perception-all in order to circle around and define the distinctive experience of empathy.

This comparing and contrasting analogizing continues in his further discus-sion of empathy as a form of “presentification.” Husserl compares empathy to two other forms of presentification, namely memory and anticipation, insofar as these latter two acts reach to another “I” which is not present in my present (Hua. XV, pp. 449-551). However, the fundamental difference between memory and anticipation, on the one hand, and empathy, on the other, is that in the latter it is another’s ego and not my own, which I access through empathetic presentification and in the case of memory and anticipation I am able to remain within the stream of my own consciousness instead of reaching into another’s (Hua. XIV, p. 560). Given the similarities and differences that appear in this discussion of “presentification”, it is no wonder that Husserl concludes “The empathetic presentifications are in their essence-peculiarities different from all other presentifications” (Hua. XV, p. 354).

Finally, empathy is analogous to phantasy in its “as if” functioning without originary, perceptual access to the other’s consciousness, but it differs in that it has to do with the being of the other (Hua. XIV, p. 499). Whereas in the case of phantasy, as we have seen, an image awakens what is imagined, in empathy the other’s body (Körper) awakens my sense of my own body (Leibkörper) leading to appresentation of the other’s inner life (p. 487). The other’s body and my inner life that it reminds me of, then, do not function, as we have seen, as “images” for his or her inner life, but as an apperceptive basis, and similarly we are not involved in “extrajecting” (extrajizieren) an arbitrary, phantasied sensation or feeling onto the other (p.164). In a sense, empathy is still too wedded to the perceptual, empirical world to be too

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narrowly associated with phantasy that is set free to a much greater degree from it. Husserl’s unhappiness with equating empathy with phantasy -which requires that previous talk in this paper about the subject of potentialities “projecting” itself into the other not be taken in any arbitrary, fantastic sense-appears clearly when he observes:

The “as if” of presentification takes on therefore the character of a continually positing presentification, and one that is appresentative in character. It is continually so, as if I, with a modified body (Leib) and modified ego-being and ego-consciousness were over there and, as if I would already be behaving bo-dily and inwardly in a definite manner. Consequently this “as if” is not arbitrary, not merely a matter of phantasy, but continually demanded in a definite way by the experienced outerness of the body (Körpers) over there. It is a matter of positing it in certainty, with continually new horizons, which are fulfilled, which always in the milieu of the as if lead to a fulfilling as if (Hua. XIV, p. 500).

Part of the problem of Held’s earlier described critique is that it assimilates the phantasy dimension involved in empathy with “pure phantasy,” and as Aguirre shows, there are different kinds of phantasy possible, just as there are different kinds of presentification and all these distinctions are needed in order to grasp accurately the unique kind of act that empathy is.

Carr’s complaint that phenomenology of the social seems to reduce to a knowing of objects fails to see how, Husserl theorizes by drawing analogies between empathy and other acts (perception, memory, phantasy), hence by deploying an methodology that itself is a theoretical analogizing method, which may have its roots in the analogizing apperception through which we approach the world and others pretheoretically. By showing the likeness and difference between empathy and other acts, Husserl reveals the novelty and creativity of a distinctive way of knowing: “empathy”-whose distinctive features we have not previously recognized, even though we rely pervasively upon it. In revealing this new way of knowing that draws on, resembles, and differs in subtle ways from so many other modes of intentionally relating to the world- we also see revealed the creativity and capacity to realize new possibilities of that subject who has not rested content when originary ex-perience of the other has been denied it.

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Finally, one last point: Husserl considers Einfuhlung along with understan-ding others (Verstehen) as foundational, the basis on which other acts rest, in particular acts of communication (Hua. XIII, p. 98). It also lies at the basis of all the social relationships that make up our lives together and the social sciences and science in general. It is, for instance, the presupposition of writing papers, like this one, for each other or of speaking at conferences. Empathy, then, represents a possibility that makes other possibilities possible. Consequently, Husserl concludes a section discussing these higher forms of social unity by stating of empathy “It must define together everything” (Hua. XIV, pp. 98-104).

Conclusion

This paper has considered two major objections to Husserl’s approach to empathy: Schutz’s view that lack of access to the other’s originary experience blocks the analogical apperceptive transfer of the sense “lived body” to the other and Carr’s view that the intentional approach to the other resembles too much the model of a scientist confronting objects. The paper has shown why the elements that Schutz takes to be irreconcilable (the similarity of the other’s body to mine and the radically different way our two bodies are given to me) are not even noticed as a problem in Husserl’s Nachlass writings. These elements are not irreconcilable insofar as Husserl deploys a genetic approach to reconstructing the mundane subject as opposed to project of transcendentally constituting the other within the static phenomenology that Husserl claims to be the methodology of the Fifth Meditation. Further-more, that genetic methodology discloses a subject ever able to project im-mediately and realize new possibilities, often overshooting its limits, if it even recognizes them. That Husserl himself seemed to be oblivious to the central inconsistency that Schutz finds in the Cartesian Meditations may offer evi-dence for the fact that Husserl’s approach in those Mediations is much more under the sway of a genetic phenomenology than he recognized himself. The genetic phenomenology and the potency-realizing subject it manifests also undercut Carr’s charge that phenomenology’s emphasis on intentionality has resulted in an overly intellectualized approach to intersubjectivity, and

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the genetic phenomenology illuminates how empathy itself constitutes an entirely new form of knowing when compared with its various analogates, a form of knowing that is not reducible to the perception of things and that is the presupposition of the higher level acts (e.g. sympathy) that are basic for social life.

Of course, this paper has not solved the question of whether the transcen-dental constitution of another through a static phenomenology is possible or not —and philosophers such as Römpp argue that it is indispensable for genetic phenomenology7— or whether Schutz’s criticisms are telling on that level. Such a discussion would require a more sophisticated discussion of the double reduction, the Erste Philosophie, and the relationship between static and genetic phenomenology.

References

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Held, K. (1972). Das Problem der Intersubjektivität und die Idee einer phänome-nologischen Transzendentalphilosphie. In Perspektiv. The Hague: Martinus Nijhof.

7 For instance, Römpp contends that the genetic phenomenology presupposes the objective experience of the other’s body as a basis for the transfer, but such objectivity itself is in need of a transcendental account of which the presence of others is a key component. Furthermore, genetic phenomenology takes its start fromwhatstaticphenomenologyhasclarifiedasaLeitfaden.

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Römpp, G. (1992). Husserls Phänomenologie der Intersubjektivität: Und ihre Bedeutung für eine Theorie Intersubjektiver Objektivität und die Konzeption einer Phänomenologischen Philosophie. Dordrecht: Kluwer.

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 91-108

De la fenomenología trascendental a la ontología hermenéutica de la facticidad*

César Delgado Lombana**

Universidad Pedagógica Nacional

Recibido: 15 de agosto de 2009 • aprobado: 15 de septiembre de 2009

Resumen

En este artículo se retoma la vía que Gadamer construye como forma de ingreso a la discusión que se encuentra de fondo a la constitución del giro ontológico, es decir, la confrontación entre fenomenología trascendental y ontología hermenéutica de la facticidad. Gadamer pretende evidenciar el giro radical que la obra de Heidegger ocasiona en la fundamentación de la ontología como regreso a la cosa misma de la hermenéutica: la facticidad del Dasein. La hermenéutica filosófica gadameriana encuentra sobre este presupuesto el horizonte de fundamentación del acto de comprensión como la estructura más propia del esfuerzo hermenéutico.

Palabras clave: ontología, hermenéutica, fenomenología, facticidad, dife-renciación ontológica, Dasein.

∗ Este artículo es resultado de las investigaciones realizadas al interior del seminario Husserl dirigido por el profesorGuillermoHoyosVásquez.ElseminariofueimpartidoenlaMaestríaenFilosofíadelaPontificiaUniversidad Javeriana.

∗∗ LicenciadoenCienciasSociales,filósofo,candidatoaMagísterenFilosofía.ProfesordelaUniversidadPedagógica Nacional y la Fundación Universitaria Los Libertadores. Correo electrónico: [email protected]

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From the trascendental phenomenology to hermeneutic ontology of facticity

Abstract

The article takes up the road constructed as Gadamer procedures for ad-mission to the discussion that is background to the establishment of the confrontation between ontological turn: transcendental phenomenology and hermeneutics of facticity ontology. Gadamer seeks to highlight the radical shift that leads Heidegger's work in the grounds of ontology as back to the thing itself of hermeneutics: the facticity of Dasein. Gadamerian philosophical hermeneutics on this budget is the foundation of the event horizon of understanding the structure more typical of a hermeneutic effort. Key words: Ontology, hermeneutics, phenomenology, facticity, ontological differentiation, Dasein.

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De la phénoménologie trascendental à la ontologie herménéutique de la facticité.

Résumé

Dans cette publication on reprend la voie que Gadamer construit sous forme d´initiation à la discussion qu´on trouve comme toile de fond pour la consti-tution de la tournure ontologique la confrontation entre phénoménologie trascendentale et ontologie herméneutica de la facticité . Gadamer prétend faire ressortir la tournure radicale que l´oeuvre de Heidegger occasione dans la fondamentation de l´ontologie comme un retour à la chose même de l´heméneutique: la facticité du Dasein. L´herméneutique philosophique gadamérienne trouve dans cette hipothèse l´horizon de l´argumentation de l´acte de compréhensión comme la sructure plus appropriée de l´effort herméneutique.

Mots clés: Ontologie, herméneutique, phénoménologie, facticité, différen-tiation ontologique, Dasein.

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Introducción

El comprender, en cuanto aperturidad del ahí atañe siempre a la totalidad del estar-en-el-mundo. En todo comprender del mundo está comprendida también la existencia, y viceversa.

Martin Heidegger (2006, p. 32).

En este artículo pretende retomarse el camino que Gadamer construye como forma de ingreso a la discusión que se encuentra de fondo a la estruc-turación del giro ontológico, es decir, la confrontación entre fenomenología trascendental y ontología hermenéutica de la facticidad. Tal discusión fue explicitada por Gadamer en Verdad y método (1960) y en obras posteriores como El giro hermenéutico (1995) y Los caminos de Heidegger (2002). Gadamer pretende evidenciar el giro radical que la obra de Heidegger ocasiona en la fundamentación de la ontología como regreso a la cosa misma de la her-menéutica: la facticidad del Dasein. La hermenéutica filosófica gadameriana encuentra sobre este presupuesto el horizonte de fundamentación del acto de comprensión como la estructura más propia del esfuerzo hermenéutico.

De esta forma, el texto se estructura en tres partes: en la primera sección, se muestran los puntos fundamentales de la discusión entre el planteamiento de la hermenéutica de Dilthey y su confrontación con la fenomenología de Husserl. Enseguida, se esbozan las críticas que Heidegger efectúa al tras-cendentalismo husserliano. Finalmente, se expone la estructura general de la ontología hermenéutica de la facticidad presentada por Gadamer como consolidación del giro ontológico.

Del sujeto trascendental a la facticidad: apuntes críticos de husserl a Dilthey y de heidegger a husserl

Debemos aceptar que para Gadamer, el ingreso de la fenomenología de Husserl permite ampliar el horizonte hermenéutico propuesto por Schleier-macher y Dilthey quienes, al parecer, dejan encarcelado el acto de compren-

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sión en la instrumentalización del método. Dicha situación se ejemplifica en Dilthey, que en su afán por estructurar epistemológicamente las ciencias del espíritu forzó a la noción de vida a satisfacer los requerimientos de objeti-vidad metodológica, lo cual tuvo como consecuencia que la vida quedara suspendida en las peripecias epistemológicas que se heredaron de las cien-cias naturales y, de forma más precisa, de la exaltación que Descartes hiciera del método en la modernidad. No sobra recordar que Dilthey nos hereda la aporía epistemológica más importante en la fundamentación de las ciencias del espíritu: la escisión entre explicar y comprender. Esta problemática marca el horizonte que guía la indagación de Dilthey.

Opta por buscar la clave de la solución, no en la ontología, sino en la reforma de la propia epistemología (…) De modo que, para replicar al positivismo, Dilthey se propone dotar a las ciencias del espíritu de una metodología y una epistemo-logía tan respetables como las de las ciencias naturales. En el contexto de estos dos importantes hechos culturales Dilthey plantea su pregunta fundamental: ¿cómo es posible el conocimiento histórico? o, en términos más generales, ¿cómo son posibles las ciencias del espíritu? (Ricoeur, 2002, pp. 77-78).

Dilthey no puede salir del círculo metodológico impuesto por las ciencias objetivas: explicación en la naturaleza y comprensión en el espíritu. Esto se evidencia cuando la hermenéutica no consigue explicitar la vida en su devenir ni en su historicidad, sin caer necesariamente en la reducción epistemológi-ca1. En efecto, en Dilthey la vida se convierte en objeto porque se hace carne en estructuras objetivables que pueden ser sometidas a la interpretación. Según Jean Grondin, esta reducción de la vida al método tendrá como con-secuencia que la hermenéutica no logre arrancarse del pesado lastre de la epistemología que la conduce a la objetivación.

Enfocaba excesivamente la vida desde el punto de vista de las categorías cartesianas de la vida de la ciencia moderna. Dilthey, al insistir tanto en la objetividad de la vida y en la necesidad de un apoyo epistemológico, habría

1 Al respecto, Ricœur insiste en la problemática de la objetivación: “Para Dilthey, la objetivación comienza extremadamente temprano, desde la interpretación de uno mismo. Lo que soy para mí mismo sólo se puede captar mediante las objetivaciones de mi propia vida; el autoconocimiento es ya una interpretación no más fácil que la de los demás, y tal vez más difícil, pues yo no me comprendo a mí mismo más que por los signos que doy de mi propia vida y que devuelven los otros” (Ricœur, 2002).

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privado a la vida de la movilidad y de la historicidad, que debían constituir el verdadero apoyo de las ciencias humanas (Grondin, 2003, p. 120).

La pregunta que sale de inmediato a nuestro encuentro es: ¿cómo superar esta fascinación de la modernidad por el método y la objetivación? Para Gadamer, el encuentro con Husserl es de vital importancia porque la her-menéutica encuentra gracias a la fenomenología la noción de mundo de la vida y, además, el lema fundamental de asistir a las cosas mismas, como el camino para sobreponerse al error de Dilthey. Empero, el lema hacia las cosas mismas y el reavivamiento de la conciencia y la intencionalidad al parecer no permiten del todo superar los problemas de fundamentación de la hermenéutica; esto lo recuerda Gadamer al referirse a la confrontación del joven Heidegger con el trascendentalismo husserliano que pretendía hacer de la filosofía una ciencia estricta apoyada en la fenomenología como filosofía rigurosa.

Sin embargo, Gadamer exaltará el rendimiento fenomenológico que sobre-pasa los límites del pensamiento de Dilthey. En efecto, mientras Dilthey sólo pretendía la explicación del fenómeno de la vida y su objetivación a través de la exteriorización en signos, Husserl, según Gadamer, desea comprender el eidos del fenómeno, tarea que obliga al fenomenólogo a develar que el concepto de exponer no es sólo mostrar, sino que también es necesario in-terpretar la vida como fenómeno de la conciencia intencional, lo cual requiere que la fenomenología sea entendida como descripción detallada2. En sentido estricto, Husserl invita a asistir al encuentro con las cosas mismas, como se le da al sujeto el fenómeno de la vida en la conciencia. Con esta vuelta al fenómeno de la vida como fenómeno de la conciencia intencional, Husserl hace frente a la suspensión epistemológica:

Husserl llama a este concepto fenomenológico del mundo “mundo vital”, es decir, el mundo en el que nos introducimos por el mero vivir de nuestra actitud natural, que no nos es objetivo como tal, sino que representa a cada caso el suelo previo de toda existencia. Este horizonte del mundo, está presupuesto

2 No sobra recordar que Husserl entiende la fenomenología como un método descriptivo por lo menos en Investigaciones lógicas de 1900 como ciencia de esencias (eidética), que pretende describir las variaciones individuales del fenómeno hasta alcanzar su último sustrato, en este caso el eidos.

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también en toda ciencia y es por eso más originario que ella (Gadamer, 1993, p. 310).

La vida es la manifestación de un yo activo, el yo de la actividad3 no es otro que el sujeto trascendental que se encuentra inmerso en la corriente del experienciar hacia el que la conciencia se dirige. En sentido estricto, para Husserl la correlación noema-noesis busca el esclarecimiento del acto intencional y su relación con el mundo, algo que el método acuñado por la modernidad no logra develar o, en términos fenomenológicos, no logra describir. En otras palabras, la limitación del método ocurre porque éste no alcanza a interpretar la vitalidad de la conciencia intencional y su correlación con el mundo de la vida, porque cae en un círculo de análisis en donde el mundo queda escindido del sujeto. Afirma Gadamer:

Además, Husserl podía entenderse como el verdadero consumador de la idea trascendental, en la medida en que demostró la síntesis trascendental de la apercepción y su conexión con el sentido interior en brillantes análisis de la fenomenología de la conciencia interior del tiempo. En planteamientos cada vez más sutiles elaboró a partir de esta base el proyecto de todo el sistema de una filosofía fenomenológicamente fundamentada como ciencia rigurosa, enfrentándose desde el yo trascendental incluso a los problemas más difíciles: la conciencia del cuerpo, la constitución del otro (el problema de la intersubjeti-vidad) y del horizonte históricamente variable de la vida (Gadamer, 2003, p. 60).

Ahora bien, para Gadamer la apuesta fenomenológica no es suficiente y Heidegger se propone avanzar sobre Husserl. En efecto, el hilo conductor de la discusión entre Husserl y Heidegger se encuentra en la pretensión husser-liana de fundamentar la fenomenología como ciencia estricta y, en especial, en lo tocante a la mentada reducción trascendental. De esta forma, la vuelta a la reducción trascendental es, para Heidegger, Scheler, Levinas y en general para la escuela fenomenológica de Munich, un regreso al camino cartesiano que desemboca en la restauración de la subjetividad que cae en el solipsismo y en la suspensión de todo lo ente a través de la epojé, que ya venía siendo

3 En opinión de Gadamer, la vuelta al yo activo es la muestra de que la fenomenología se encuentra más delladodeldesarrollofichteanodeladerivación, es decir, la captación de las categorías a través del yo actuante vital que del mismo neokantismo, escuela que dominaba el panorama intelectual de la época. Ver Gadamer (2003). “Kant y el giro hermenéutico”. En: Caminos a Heidegger. Barcelona: Herder.

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formulada por Husserl en Investigaciones lógicas (1900). Empero, Gadamer recuerda que Husserl acusó a sus contradictores de no haber comprendido el método fenomenológico; ejemplo de ello es que Heidegger decide aban-donar el proyecto de una ciencia estricta apoyada en la lógica trascendental y en Ser y tiempo (1927) culmina la separación de la empresa propuesta por Husserl antes de la aparición en 1937 de la Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental.

Para comprender de forma clara las críticas de Heidegger a Husserl, Gadamer indaga en un primer punto la comprensión del fenómeno por parte del método fenomenológico. Heidegger considera que el lema hacia las cosas mismas y la fundamentación de la fenomenología como ciencia descriptiva de esen-cias son insuficientes e insiste Heidegger en que la fenomenología debe ser comprendida como desvelamiento del fenómeno, pues para él, el rendimiento de hacia las cosas mismas se muestra imposibilitado ante la necesidad de desvelar lo oculto, quizá en las mismas variaciones que pretendía cubrir la descripción fenomenológica. En rigor, la fenomenología debería superarse a sí misma y no reducirse a la descripción de lo dado a la conciencia, sino además, presentarse como una vía de desvelamiento de lo oculto, incluso para la misma conciencia intencional.

Heidegger alteró el uso que Husserl hacía del fenómeno en la medida en que consideró que el desvelamiento del fenómeno era la tarea verdadera de la fenomenología, pues no la encontraba suficientemente cubierta con el lema de Husserl de “hacia los fenómenos mismos”. Para que algo se muestre resulta necesario desvelar lo oculto y que ello pueda llegar a mostrarse (Gadamer, 2001, pp. 16-17).

Enseguida, Gadamer identifica el segundo punto de discusión: la aporía de la conciencia interna del tiempo y su relación con la identidad del sujeto. En efecto, el sujeto, al tratar de desvelar la conciencia de sí mismo, queda atrapado en la paradoja de la temporalidad. En otras palabras, Heidegger le reclama a la fenomenología que Ser no es únicamente aquello de lo que somos concientes o se hace presente a la conciencia. Para Heidegger, según Gadamer, con su insistencia en la presencia, aquello que aparece a la conciencia y su acto de tematización de la corriente del experienciar, Husserl no logra captar en su totalidad el problema de la conciencia del tiempo y de la finitud del Dasein:

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La crítica de Heidegger se centra en la estrechez de una concepción semejante de ser. De esta manera muestra que no captó correctamente la condición básica de la vida humana. La existencia no consiste en el intento siempre posterior de, adquiriendo conciencia de sí mismo, mostrarse ante uno mismo. Se trata más bien de un darse, y no sólo de las propias representaciones, sino sobre todo a la no-determinación del futuro (Gadamer, 2001, p. 18).

Para finalizar, Gadamer ubica el último punto de distanciamiento entre la fenomenología y la formulación heideggeriana de una ontología radical: la aporía de la subjetividad trascendental. En efecto, para Husserl el otro se da en primera instancia como objeto de percepción, es decir, se da al torrente de experiencia como objeto entre los objetos, cuerpo entre cuerpos, paradoja que, según Gadamer, Husserl trataría de explicar a través de su teoría de la graduación, que comporta dos fases: la primera es la percepción de lo otro con todas sus cualidades formales; y la segunda fase, cuando al objeto se le atribuye animación, lo cual Husserl denominó compenetración trascendental. Para Heidegger, esta teoría es limitada y reduce lo otro a mera representa-ción teniendo como resultado que el otro no se perciba en su vitalidad, es decir, como un hecho corporal manifestado en la vitalidad del experienciar. Declara Gadamer: “Husserl insistió por lo menos en que el otro sólo puede estar dado en un principio como objeto de percepción y no en su vitalidad, no como un hecho corporal” (Gadamer, 2001, p. 21).

A modo de conclusión parcial, es necesario evidenciar que las críticas enu-meradas en su gran mayoría denotan un desconocimiento de la obra cumbre de Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental de 1937. En efecto, existe para el mismo Heidegger una imposibilidad temporal de acceder a esta obra que, según el criterio de fenomenólogos como Guillermo Hoyos, marca el camino hacia el despertar del sueño4 de la fenomenología como ciencia estricta y se dirige a la revelación de la corre-lación husserliana que se encuentra mediada por la historicidad del mundo de la vida que se devela como a priori fundamental de toda subjetividad. En efecto, cuando en 1927 Heidegger publica Ser y tiempo sólo se conocían

4 EstaeslamaneracomoGuillermoHoyosserefierealviraje internodelafenomenologíaquevadelapretensión de una ciencia estricta a la fundamentación de una ontología del mundo de la vida en donde la correlación hombre-mundoselehacemanifiestaensuaperturidadaHusserl.

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algunas de las obras de Husserl, en especial Investigaciones lógicas (1900) y, posteriormente en 1913, Ideas relativas a una fenomenología trascendental y una filosofía fenomenológica, obras que son interpretadas por el mismo Husserl como un camino, un proyecto en constante renovación.

Consolidación del giro ontológico a través de la ontología hermenéutica de la facticidad

De inmediato, Gadamer abre el espacio para el ingreso del giro ontológico a través de Heidegger. El giro se consuma con la crítica heideggeriana a la propuesta de Dilthey atrapada en la fundamentación epistemológica de la comprensión y al trascendentalismo husserliano que, según Heidegger, se hunde en la reducción de la vida a los datos de la conciencia y detrás de todo esto está su arremetida radical contra la noción de sujeto que Heide-gger encuentra fuertemente emparentada con la noción de hypokeimenon griego, que pasará después al latín como substancia o subiectum, lo que está por debajo del cambio, sobrepuesto a los avatares de la temporalidad. El giro consiste en demostrar cómo la subjetividad trascendental no se libra de la pretensión moderna de fundamento incondicionado y mucho menos de la tradición metafísica que ha convertido al sujeto y la conciencia en el presupuesto previo de toda experiencia teniendo por resultado que la pregunta por el ser sea encubierta por el interrogante por la subjetividad. El paso propuesto por Heidegger va del sujeto trascendental de la fenome-nología al Dasein de la facticidad (finitud); en palabras de Gadamer, “el fin de Heidegger era el de limitar el pensamiento de la subjetividad y desvelar el prejuicio ontológico de la fenomenología y de la investigación filosófica que se encuentra detrás de éste” (Gadamer, 2001, p. 21).

Debe tenerse en cuenta que Heidegger estructura la vuelta a una ontología radical en dos obras que anteceden a Ser y tiempo (1927): Introducción a la fenomenología de la religión de 1920-1921 y Ontología hermenéutica de la facticidad de 1923. No sobra recordar que Gadamer asistió a las lecciones de su mentor y al escucharlas sintió cómo la filosofía se renovaba con el viraje a una hermenéutica de la facticidad que, de antemano, se alejaba de la escuela dominante: la corriente neokantiana.

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El trabajo heideggeriano consiste inicialmente en contraponer a la fenome-nología eidética de Husserl la concepción de una ontología hermenéutica, que sugiere una renovación de la misma fenomenología a través de la her-menéutica volcada a la facticidad del Dasein que deja de lado la reducción de la vida a la epistemología y a la conciencia:

Sin embargo, Heidegger no se ve alcanzado por las mismas implicaciones epis-temológicas según las cuales la vuelta a la vida (Dilthey), igual que la reducción trascendental (la autorreflexión radical de Husserl), tienen su fundamento metódico en la forma como las vivencias están dadas por sí mismas. Esto es más bien el objeto de su crítica. Bajo el término clave de una hermenéutica de la facticidad, Heidegger se opone a la fenomenología eidética de Husserl, y a la distinción entre hecho y esencia sobre la que reposa una exigencia paradójica. La facticidad del estar ahí, la existencia, que no es susceptible ni de fundamento ni de deducción (Gadamer, 1993, p. 319).

Ahora bien, ¿qué entiende Heidegger por ontología hermenéutica de la fac-ticidad? Para responder al interrogante se hace necesario regresar a la obra heideggeriana Ontología hermenéutica de la facticidad de 1923 y mostrar por lo menos su estructura fundamental. Tal es el esfuerzo que pretende llevarse a cabo en la sección final del artículo.

De la metafísica a la ontología

En verdad, lo que se expresa aquí es una experiencia humana muy fundamental. Vivimos bajo el signo de que también lo ausente está presente (en el espíritu). Todo pensamiento es un rebasar las fronteras de los sueños y los planes de nuestra corta existencia. De algún modo no podemos nunca retener –pero tampoco real-mente olvidar– que las cosas son como son sólo por un instante en la medida en que la infinitud del espíritu está limitada por la finitud: por la muerte.

Gadamer (2002, p. 254).

La parte introductoria de la obra de 1923 plantea un primer acercamiento a la confrontación entre metafísica y ontología: ¿qué se entiende por ontología? Heidegger adelanta una respuesta:

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Ontología significa doctrina del ser. Si en el término se aprecia solamente la insinuación indeterminada de que en lo que sigue de algún modo se va a indagar temáticamente el ser, se va hablar del ser, entonces habrá servido la palabra del título para lo que se pretende (Heidegger, 1999, p. 17).

En efecto, en Heidegger la ontología tomó un giro radical que la separa de la interpretación lingüística que reduce el concepto a teoría del objeto al modo de la ontología antigua denominada metafísica.

De este uso es heredera la modernidad que en la estructuración de la ontolo-gía presupone la fenomenología entendida como un método que posee un tipo específico de indagación: el cómo formal de la investigación filosófica que permite la construcción de conceptos que se abren a la investigación temática de los objetos que surgen de las diversas regiones del ser. En rigor, el ser se presenta a la fenomenología en regiones como la natural, la material y la cultural. De lo que se trata es de delimitar éstas como objeto de indagación, es decir, cómo estas esferas del ser se presentan a la conciencia intencional.

Sin embargo, se descuida que al buscar la objetivación de la región se pierde la cosa misma: el ser. El pensamiento encuadra al ser como un objeto, defi-nido teoréticamente desde el presupuesto de la razón que olvida el existir, que se presenta como el sustrato irreductible para la comprensión del ser.

Heidegger, de esta manera, encuentra que el concepto tradicional de meta-física comporta dos problemáticas específicas:

1. Desde un principio su tema es el ser-objeto, la objetividad de determinados objetos, y objeto para un pensar teórico indiferente, o el ser objeto material para determinadas ciencias que se ocupan con él, de la naturaleza, o de la cultura; y el mundo, pero no considerado desde el existir y las posibilidades del existir, sino siempre a través de las regiones de objetos; o también el añadido de otros rasgos no teoréticos.

2. Lo que de ello resulta es que la ontología se cierra el acceso al ente que es decisivo para la problemática filosófica: el existir, desde el cual y para el cual es la filosofía (Heidegger, 1999, p. 20).

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3. De esta manera, puede afirmarse que Heidegger emplea la noción de on-tología como forma de dirigir la indagación en torno al ser alejándose de las concepciones que buscan objetivarlo, en las que se olvida el existir del cual se parte para cualquier pretensión de formalización teórica.

Ocasionalidad facticidad

Heidegger evidencia la necesidad de volver sobre la precomprensión que ha enmarcado la construcción del lenguaje metafísico, con el cual se ha pretendido mentar el ser. En efecto, Heidegger ha descubierto cómo el con-cepto de ontología se equipara, en un primer momento, con el concepto de metafísica que es interpretado como teoría del objeto, estructuras generales para formalizar el ente y prestarlo a la aprehensión. Sin embargo, Heidegger propone un giro en el que la ontología es la indagación por el ser. De inmedia-to, surge un interrogante: ¿el ser de qué ente? Lo primero que es necesario aclarar es que ser y ente son dos cosas distintas. El ser no es un ente. El error del lenguaje metafísico, incluso el de la fenomenología trascendental, es mentar al ser como un ente5. Heidegger busca sustentar que la indagación por las estructuras fundamentales de la existencia lo llevan frente a un ser que se ubica en la precomprensión de su ser.

Este ser es el que Heidegger denomina Dasein o ser-ahí, que está llamado desde la precomprensión a indagar por su ser y el ser al que se dirige el ser-ahí es el existir, el que se desarrolla gracias al correlato esencial entre ser y mundo. Facticidad es la forma en la que se menta el existir propio del ser-ahí, la manera originaria del ser, la que no puede ser sacrificada por la necesidad de objetivación. El existir antecede toda objetivación tética sobre el ente; abandonar el existir presupone abandonar la cosa misma del pensamiento.

5 Es importante mencionar que esta primera diferenciación planteada por Heidegger entre ser y ente lleva a que posteriormente diferencie entre óntico y ontológico, lo que conduce a Gadamer a recordar que esta dife-renciación surge del error hincado por Parménides que al mentar el ser se refería a los entes indistintamente. Declara Gadamer: “Ahora se habla de Parménides de lo ente y de lo uno que abarca todo lo ente. Este neutro, este singular, lo ente es un primer paso para el concepto. Heidegger se reservó entonces concientemente y no utilizó el concepto del ser, en contraste con ulteriores formulaciones y quizás lo hizo incluso para que el ser no se entendiera erróneamente como el ser del ente, el qué es en el sentido de la metafísica. Parménides describió de hecho el ser como ese ente en el todo explicando cómo lo llena uniformemente todo, como si fuera un único balón enorme. En ningún lugar hay nada” (Gadamer, 2001, p. 345).

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Facticidad es el nombre que le damos al carácter de ser de nuestro existir propio. Más exactamente, la expresión significa: ese existir en cada ocasión (fenómeno de la ocasionalidad) (…) fáctico, por consiguiente, se llama a algo que es articulándose por sí mismo sobre un carácter de ser, el cual es de ese modo. Si se toma el vivir por un modo de ser, entonces vivir fáctico quiere de-cir: nuestro propio existir o estar-aquí en cuanto aquí en cualquier expresión abierta, por lo que toca al ser, de su carácter de ser (Heidegger, 1999, p. 26).

El ser-ahí cuenta con una estructura originaria: la temporalidad. El ser se manifiesta en el tiempo, en un ahora, en el aquí, lo que evidencia que el existir es temporal y, por tanto, el Dasein es finito y su única plataforma es la facticidad, desde la que se proyecta en los éxtasis temporales.

Hasta este momento, es posible adelantar tres planteamientos fundamen-tales del giro heideggeriano:

1. La ontología indaga por el ser, por sus estructuras fundamentales. Esto lleva a Heidegger a separarse del uso corriente del concepto de metafísica y de la fenomenología.

2. Si la ontología indaga por el ser, esto sugiere que su objeto es la facticidad, la forma en la que se menta el existir. El Dasein está dirigido hacia la com-prensión de su ser.

3. Para completar el giro ontológico aún falta estructurar el método que permi-ta a la indagación ontológica abordar el ser: la hermenéutica fenomenológica.

Estructura de la ontología hermenéutica de la facticidad

En filosofía se han conocido giros radicales que, interpretados como coyun-tura, llevan a captar nuevos horizontes de sentido que permiten ampliar el margen de autocomprensión. Ejemplo de ello es la importancia del giro copernicano en el campo de la física que Kant traslada a la metafísica, con el objetivo de indagar por las posibilidades de validez de la razón pura. Heidegger, interpretado desde el horizonte fenomenológico, consolida lo

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que puede denominarse como el giro ontológico, el cual se constituye en la piedra angular de su propuesta. En efecto, la consolidación del método que permita captar la facticidad va a marcar la forma como la hermenéutica es comprendida. Heidegger efectúa un análisis del concepto de hermenéutica y después de rastrear las precomprensiones engendradas por la tradición apunta a un significado originario: “el término hermenéutica pretende indicar el modo unitario de abordar, plantear, acceder a ella, cuestionar y explicar la facticidad” (Heidegger, 1999, p. 27).

En rigor, la pretensión del filósofo es devolver a la filosofía su cuerpo: el papel del preguntar. La filosofía hunde sus raíces en el problema de la objetivación y detrás de este presupuesto se enmascara la formulación de la pregunta por la facticidad. Es decir, el objetivo es hacer de la filosofía un meditar sobre el existir y para abordar esta pregunta se requiere de un método: la hermenéu-tica; la que tiene por cosa misma la facticidad. Empero, hablar de método puede llevar a confusiones, como suponer que se pretende formalizar el existir teoréticamente. Por el contrario, la hermenéutica no se enmarca en este telos teórico, su proyecto es dirigirse a la cosa misma: el existir.

De esta forma, Heidegger, al plantear la facticidad como cosa misma, da un paso adelante de la formulación de ésta como simple objeto. Hablar del existir convoca un estar-en-el-mundo, un habitar, en el que el hombre se proyecta temporal y espacialmente. El hombre en tanto existente es proyecto: futuro construido desde la facticidad, desde su ahora. Es aquí donde la hermenéutica encuentra su función: la comprensión de la finitud del hombre como algo enteramente suyo, de este hombre que soy yo en cada momento. En efecto, la hermenéutica desea alcanzar la comprensión sobre el existir y descubre que lo que parece totalmente comprendido, es en realidad lo que necesita de indagación; todos estamos llamados a comprender la facticidad, pero pa-radójicamente nadie la interpreta en su aspecto más radical: la temporalidad.

La hermenéutica tiene la labor de hacer el existir propio de cada momento accesible en su carácter de ser al existir mismo, de comunicárselo, de tratar de aclarar esa alienación de sí mismo de que está afectado el existir. En la hermenéutica se configura para el existir una posibilidad de llegar a enten-derse y de ser ese entenderse. Así pues, la relación entre hermenéutica y

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facticidad no es la que se da entre la aprehensión de un objeto y el objeto aprehendido, al cual aquélla solamente tendría que ajustarse, sino que el interpretar mismo es un cómo posible distintivo del carácter de ser de la facticidad. La interpretación es algo cuyo ser es el propio vivir fáctico (Hei-degger, 1999, p. 33).

El ser-ahí es interpretación, en su ser es necesidad de comprensión del existir que es temporal. Lo descubierto por Heidegger es que la vida es apertura, un darse al mundo, un proyectarse (yecto), en el que es posible que se enmascare el carácter de finitud del existir, que se hace accesible precisamente en el ahí-del ser, en la facticidad, que devela la temporalidad del existir. La metafísica platónico-cristiana esbozó una ruptura entre el hombre en la tierra y un más allá que responde a la pregunta por el ser del hombre. Heidegger devela que en esta concepción se desliga la temporalidad del existir y esto lleva a no asumirse como finitud. La hermenéutica pretende alcanzar la comprensión de la finitud propia del existir, la facticidad que en ocasiones se encubre.

De esta forma, Heidegger tiene claro que el proyecto de traer la fenome-nología al campo hermenéutico sólo tiene sentido en la interpretación del existir, en su carácter de finitud, con el fin de devolverle a la fenomenología su tarea primera: desvelar lo oculto, lo cual sugiere que la fenomenología se sobrepone a la metafísica a través de la hermenéutica y da un paso adelante del sujeto trascendental a la facticidad:

Cuestionabilidad fundamental en la hermenéutica y en sus miras: el objeto: el existir está sólo en sí mismo. Está, pero sólo en cuanto ¡estar en marcha! ¡De sí mismo hacia el existir! Este modo de ser de la hermenéutica, no se trata de evitarlo ni de manipularlo sustituyéndolo artificiosamente; hay que tomarlo decididamente en cuenta. Lo cual se traduce en el modo como hay que tomar el adelantarse de la marcha, en el método único como se puede tomar. Este adelantarse no supone llegar a término, sino precisamente tomar en cuenta el estar en marcha, dejarle el paso libre, abrirle camino, conservando el ser-posible (…). A éste le corresponde conforme al haber previo una cuestionabilidad fun-damental. Ésta reluce en todos los caracteres de ser; cuestionabilidad óntica: cuidado, inquietud, miedo, temporalidad. En la cuestionabilidad y sólo en ella se hace uno cargo de la posición en la que se da y para la cual se da algo a lo que se pueda llamar poner termino fijo (Heidegger, 1999, pp. 35-36).

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La hermenéutica estructura de esta forma su objetivo y Heidegger logra llevar el problema ontológico a suelo firme: ontología como indagación por el ser del Dasein (ser-ahí), su ser el existir, la facticidad que de algún modo ya está dada a la interpretación porque la interpretación es propia del ser. Heidegger también logra adelantarse a la tradición y demostrar que en la pérdida de la pregunta por el ser en la metafísica tradicional se encubre su carácter de finitud. El ser no es un darse total, es aparecer y desaparecer; no es, como creía Hegel, el ser manifiesto en el absoluto. La fenomenología llevada a la hermenéutica es necesaria porque se necesita desvelar las es-tructuras del existir.

Terminaremos el artículo retomando las palabras que Heidegger recuerda de Kierkegaard: “El vivir sólo se deja aclarar cuando se ha vivido, del mismo modo que Cristo empezó a explicar las escrituras y a mostrar cómo enseñaban sobre él-sólo después de haber resucitado”. La existencia sólo es entendida desde ella misma, desde la autocomprensión que el ser-ahí hace de sí mismo en el mundo y esto significa que él en sí mismo es existencia.

Referencias

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Gadamer, H. G. (2001a). “Hermenéutica de la diferencia ontológica”. En: An-tología. Salamanca: Sígueme.

Gadamer, H. G. (2001b). “Subjetividad e intersubjetividad, sujeto y persona (1975)”. En: El giro hermenéutico. Madrid: Cátedra.

Gadamer, H. G. (2002). “Heidegger y el final de la filosofía”. En: acotaciones hermenéuticas. Madrid: Trotta.

Gadamer, H. G. (2003). “Kant y el giro hermenéutico”. En: Los caminos de Hei-degger. Barcelona: Herder.

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Grondin, J. (2003). “La irrupción fenomenológica”. En: Introducción a Gadamer. Barcelona: Herder.

Heidegger, M. (1999). Ontología hermenéutica de la facticidad. Madrid: Alianza.

Heidegger, M. (2006). “§ 32. Comprender e interpretación”. En: Ser y tiempo (trad., notas e índices, Jorge Eduardo Rivera). Madrid: Trotta.

Ricoeur, P. (2002). “La tarea de la hermenéutica: desde Schleiermacher y des-de Dilthey”. En: Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II. México: Fondo de Cultura Económica.

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 109-127

Contemplación estética vs. mirada fenomenológica: una mirada a la estética fenomenológica y a la

fenomenología del arte en Edmund husserl*

Román Alejandro Chávez Báez**Universidad Iberoamericana, México D.F.

Recibido: 12 de diciembre de 2009 aprobado: 30 de enero de 2010

Resumen

A través de una reconstrucción de los pasajes epistolares y de las menciones que en diversas obras (programáticas y de husserliana) hace Husserl sobre el arte, el presente estudio se propone mostrar las claves para una “estética fenomenológica” que asume la reducción fenomenológica como una actitud epistémica análoga a la intuición estética, y a la cual Husserl se refirió como un campo fértil para investigaciones futuras. En este sentido, se asume que el modo de proceder de la fenomenología realiza en cierta forma la con-templación estética.

Palabras clave: Husserl, reducción fenomenológica, intuición estética, arte, genio.

* El presente ensayo forma parte de la investigación de mi tesis doctoral que he venido desarrollando en el Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana, México D.F., la cual lleva por título: Arte y fenómeno: hacia una estética fenomenológica y una filosofía del arte en Edmund Husserl.

** Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana, México D.F. Es miembro asociado del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (CLAFEN). Correo electrónico: [email protected]

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Sthetical contemplation vs. Phenomenologic insight: an insight to the phenomelogic sthetic and to the

phenomenology of art in Edmund Husserl

Abstract

Through a reconstruction of the fragments from the epistles and the quoting in different works (programmatic and husserlian) makes Husserl about art, the current study intends to show the keys of a “phenomelogical sthetic”, that assumes the phenomenological reduction as an analog epistemic atti-tude to the esthetic intuition, from which Husserl refered as a fertile field for future researches. On this sense, it is assumed that the way of acting from the phenomenology realizes in a certain way the esthetical contemplation.

Key words: Husserl, phenomenologic reduction, esthetical intuition, ars, genius.

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Contemplation esthétique vs. un regard phénoménologique: un regard sur la esthétique et la

phénoménologie de l´art dans Edmund husserl

Résumé

Moyennant une reconstruction des passages épistolaires et des mentions de divers oeuvres ( programatiques et husserliens ) QUE Husserl a fair sur l´art , il se prppose de démontrer les asoprects clés pour arriver à un sthétic phé-noménologique qui assume la réduction phénoménologique comme une actitude épistémique analogue à l´intuiton sthétique. Sur ce point Husserl s´est reféféré comme un champoo fertil pour de futurs recherches.Dans ce sens on assume que le modus operandi de la phénoménologie réalise d´une certaine manière la contemplation esthétique.

Mots clés: Husserl, réduction phénoménologique, intuition sthétique, art, génie.

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Sabemos que Husserl mismo declaró que las cuestiones estéticas tenían un especial interés para él y agregaba “…y no meramente para el amigo del arte que hay en mí, sino también para el filósofo y el fenomenólogo” (Hus-serl, 1994, pp. 133-136). Esta afirmación “peculiar” no ha sido, hasta donde sabemos, comentada y tenida en cuenta. Más bien, lo común es pensar, tal como lo hace notar Milan Uzelac, que:

A menudo se señala que los discípulos de Husserl produjeron importantes trabajos en estética, aunque Husserl mismo no estaba particularmente inte-resado con los problemas estéticos, por lo que a primera vista puede parecer bastante obvio que uno no puede hablar de “la estética de Husserl”; también a menudo se ha hecho hincapié en que sus obras contienen pocos casos que traten de manera explícita con problemas estéticos (Uzelac, 1998, p. 7. La traducción es mía).

O como afirma Roberto Taioli:

Las contribuciones de Husserl a la esfera de la estética no son ciertamente sistemáticas y orgánicas y por tanto no pueden ser comprendidas sino dentro de su filosofía entera. En este sentido, la actitud estética como punto de vista sobre el mundo no puede ser separada de la más amplia visión fenomenológica elaborada por Husserl en el curso de su fascinadora aventura intelectual. Hus-serl no funda una estética fenomenológica […] pero pone las bases teoréticas porque una estética fenomenológica deviene imaginable y posible (Taioli, 2008. La traducción es mía).

Desde otra perspectiva, menciona Danielle Lories: “En ocasiones se arguye que los escritos de Husserl proporcionan una fuente de inspiración para considerar el arte de hoy” (Lories, 2006, p. 31). O como Said Tawfik, quien considera exclusivamente la aplicación del método fenomenológico al campo de la estética:

No es el propósito de este estudio repensar el método fenomenológico por sí mismo, pero sí considerar la manera en que se aplica al campo de la estética, y poner en evidencia los mayores problemas y los resultados de esa aplicación. En otras palabras, intentaremos repasar las fundaciones metodológicas en las cuales la estética fenomenológica confía cuando se confronta a los fenómenos del arte (Tawfik, 1991, p. 109).

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Y un poco más adelante afirma que: “El campo de la estética, en particular, se ha convertido en una de las zonas más fructíferas en las cuales las semillas del método fenomenológico han sido sembradas” (Tawfik, 1991).

En este estado de la cuestión, nosotros decimos que lo obvio no es que las cuestiones estéticas o artísticas no tuviesen interés para nuestro autor (re-cordemos que el filósofo moravo se considera a sí mismo “amigo del arte”) o como recién vimos con Uzelac, quien llega a decir erróneamente que “Husserl mismo no estaba particularmente interesado con los problemas estéticos”, sino que lo obvio es que su “interés fundamental” no fue estético (mas no que no estuviese interesado) y de esto nos percatamos por las pocas alusiones que nuestro autor hace del arte y de temas estéticos en toda su obra. Sea como sea, lo evidente es que, ciertamente, no sistematizó una estética como tal, pero efectivamente, el método fenomenológico elaborado por nuestro autor fue transportado al ámbito de la estética y es inspiración como modelo de análisis de obras de arte.

Ya en otra ocasión, nosotros mismos percibíamos este mismo estado de la cuestión y en aquél momento decíamos:

Así, hay que reconocer que una estética en la obra de Husserl es breve y quizás insuficiente. Esta temática que hoy nos ocupa no es tratada por nuestro autor en forma sistemática y explícita y lo que pretendemos, a manera de ensayo, para esta ocasión, es explicitar y sistematizar una estética en Husserl a grandes rasgos (Chávez, 2006, p. 210).

Y aunque el panorama no ha cambiado mucho desde entonces, continua-mos con el mismo empuje y compartimos plenamente las palabras de Milan Uzelac quien afirma desde este mismo contexto y a propósito de Husserl: “(…) todo esto no implica necesariamente que uno no pueda tratar de re-construir una ́ estética inmanente´ presente en su trabajo” (Uzelac, 1998, p. 7). Efectivamente, de lo que se trata es de explicitar, sistematizar o “reconstruir una estética inmanente” en el trabajo de Husserl.

Para esta ocasión en particular no vamos a explicitar y sistematizar una es-tética en Husserl a grandes rasgos, sino que nos detendremos en el análisis de la carta que Husserl escribe y envía a Hoffmansthal el 12 de enero de

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1907, pero también nos apoyaremos en otros textos. Antes de comenzar el análisis, permítaseme notar que en el momento de la carta de Husserl a Hofmannstahl (Husserl, 1994), Husserl estaba ocupado trabajando en el de-sarrollo de la reducción fenomenológica, que ocupa un lugar fundamental en la evolución de su método fenomenológico.

Husserl comienza agradeciendo a Hofmannstahl por un regalo que recibió durante su reciente visita el 6 de diciembre de 1906 y pasa a discutir sobre fenomenología y arte, lo que revela algunas conexiones estéticas entre una fenomenología pura y el arte puro. Husserl reconoce como puramente estético el arte de Hofmannstahl de imágenes de “estados internos”, en una esfera no de “imágenes”, sino de “belleza estética”. Los estados estéticos son importantes para el fenomenólogo debido a la objetivación. Husserl dibuja un paralelo entre su trabajo de llegar a un sentido lúcido de los problemas básicos de la filosofía, y moviéndose hacia adelante, un método para la so-lución de estos problemas básicos.

Dejando a un lado la exposición de Husserl sobre la fenomenología, centré-monos en las cuestiones estéticas. Husserl considera que la contemplación estética es similar a la mirada fenomenológica. Bajo esta premisa, se entiende incluso que el proceder artístico es semejante al proceder fenomenológico, pues en ambos se hace a un lado la actitud natural, se desconecta dicha actitud. La intuición estética en el arte puro está estrechamente relacionada con la intuición fenomenológica; sin embargo, esto no debería ser asociado con cualquier tipo de placer estético, debido al hecho de que la fenomeno-logía sólo tiene en cuenta las investigaciones y los fenómenos cognitivos. El fenomenólogo no se refiere a la esfera del arte, sino a la esfera de la filosofía. El artista observa el mundo y el aumento de conocimiento del hombre y la naturaleza de una manera que poco se refiere a cómo el fenomenólogo observa el mundo. Para los fenomenólogos el mundo se hace fenómeno, lo que hace que toda la existencia carezca de importancia. El artista, en cambio, no trata de encontrar el "significado" del fenómeno del mundo y comprender sus conceptos, pero intuitivamente lo que le interesa tiene como fin crear las formas estéticas.

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Posteriormente, Husserl ofrece a Hofmannstahl sus mejores deseos, espe-rando que en el mundo encuentre el interés para su desarrollo interno y su crecimiento. Tal vez esto era necesario debido al hecho de que Husserl admite ser reacio a comentar la obra de Hofmannstahl, ya que solamente sus observaciones podrían resultar interesantes para el poeta.

Al final de la carta, Husserl siente el deber –de alguna manera– de resumir su orientación entregando en una apostilla de la carta las “reglas de oro” que tienen que inspirar la actitud del artista:

1. Él tendrá genio, de lo contrario no es artista.

2. Deberá guiarse de manera pura y exclusivamente, por su demonio.

3. Observar a todos los demás estética y fenomenológicamente, ya que los demás saben.

Si analizamos estas reglas de oro vemos cómo coincide el pensamiento de Husserl sobre el artista como genio con el de Kant, en el sentido de que el artista no tiene que presentar sus pasos y procedimientos (en esto no es similar al fenomenólogo). Y guiarse por el demonio, nos recuerda al Platón del Banquete cuando nos dice que es el demon de Eros quien otorga sabiduría y será demónico quien se entregue a Eros y éste es el artista (en este punto, no sé si el fenomenólogo será demónico, pero me parece que sí le interesa Eros y la sabiduría). Y en cuanto al tercer punto, me parece que también el fenomenólogo observa al otro.

Lo importante de todo ello es que en dicha carta Husserl menciona que el método fenomenológico es el método de la intuición, entiéndase, del puro mirar. De hecho, los fenómenos son observables sólo “(…) a través del puro mirar, en el puro análisis que mira y en la abstracción” (Husserl, 1994, Doku-mente III). Y continúa:

(…) para indagar el conocimiento mirando, yo no puedo atenerme al mero cuasi-conocer verbal (al pensamiento simbólico), sino, que debo atenerme, al auténtico conocer evidente, al conocer que ve, a pesar de que también el cono-cimiento simbólico en su relación con el conocimiento evidente necesita llevar a cabo un análisis fenomenológico de la esencia (Husserl, 1994, Dokumente III).

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Y ya en materia estética:

La intuición de una obra de arte puramente estética se ejecuta en estricta puesta entre paréntesis de cualquier actitud existencial del intelecto y de cualquier actitud del sentimiento y de la voluntad que como tal presuponga una actitud existencial. O mejor: la obra de arte nos traslada (a la vez que nos obliga) al estado de la intuición puramente estética que excluye a aquélla actitud [existencial] (Husserl, 2000, p. 62).

Husserl es claro, la intuición estética implica un cambio de actitud en la que se deja a un lado la actitud existencial por medio de una puesta entre paréntesis, esto es, por medio de una epojé que nosotros llamamos estética. Entonces para nuestro autor el intuir fenomenológico y el intuir estético están entre sí emparentados cercanamente, en el sentido de que ambos intencionan la desconexión de toda toma de posición natural, equivalente a la desconexión de toda toma de posición existencial del intelecto, y de toda toma de posición del sentimiento y la voluntad que presupone una toma de posición existencial como tal. Un poco más adelante, dando a entender que hay una similitud entre la intuición estética y el trabajo fenomenológico y éste trabajo al compararlo con la actividad creadora del artista, afirma: “Pues también el método fenomenológico reclama la estricta desconexión de todas las proposiciones existenciales. Ante todo, en la crítica del conocimiento” (Husserl, 2000, p. 63). E insiste nuestro autor:

(…) el mirar fenomenológico es asociado de cerca al mirar estético en el arte “puro”; sólo que, claro está, no es un mirar para gozar estéticamente, sino ante todo para indagar con vistas a conocer y constituir determinaciones científicas de una nueva esfera (la filosófica) (Husserl, 2000, p. 64).

Y enseguida agrega:

El artista que “observa” el mundo para alcanzar desde él, para sus fines, cono-cimiento de la Naturaleza y del Hombre, se comporta respecto al mundo de forma parecida a como lo hace el fenomenólogo. Es decir: no como un científico o un psicólogo que observa la naturaleza, no como un observador humano práctico […] Para él, el mundo, al ser observado, se vuelve fenómeno, su exis-tencia le es indiferente, exactamente como para el filósofo (en la crítica de la razón) (Husserl, 2000, p. 64).

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Existe para Husserl un “parentesco muy cercano” entre el intuir fenomeno-lógico y el intuir estético y esto se justifica diciendo que ambas actitudes se desconectan de la toma de posiciones naturales. Sería importante averiguar qué quiere decir lo natural con respecto a ambas actitudes y con ello determi-nar de modo preciso el sentido del “parentesco cercano” al que alude Husserl y al mismo tiempo, investigar cómo está dado el modo correspondiente de desconexión, pues esto es lo que determinará, correlativamente, el sentido de lo desconectado en cada actitud. Y es que la desconexión de una actitud natural posibilita mostrar fenomenológicamente como apariencia (Schein) lo puesto (das Gesetze) de su posición. Aclararnos la afinidad entre el intuir fenomenológico estético consistirá en poner de manifiesto la apariencia que en cada caso se vuelve visible, su sentido fenomenológico. Mostrar el sentido, correspondiente en cada caso, de apariencia, tiene que ver con su referencia intencional correlativa, ya que el sentido de apariencia se hace visible solamente en el cómo del comportamiento intencional de los actos. En otras palabras, queremos analizar la estructura intencional correlativa que existe en el correspondiente sentido de apariencia que hace visible tanto la actitud fenomenológica como la actitud estética y con ello poner de manifiesto las diferencias entre ambas actitudes.

Como sea, esto quiere decir que para el artista que actúa de forma parecida al fenomenólogo, el mundo se torna fenómeno y la existencia del mundo le es indiferente como al fenomenólogo. Este modo de actuar es para “(…) apropiárselo intuitivamente para abarcar así la plenitud de las configura-ciones, materiales para configuraciones creativas estéticas” (Husserl, 2000, p. 64). En la intuición puramente estética el sello del ser o del no-ser, del ser posible o ser probable, etc., queda desconectado, lo que interesa es lo reproducido artísticamente (el objeto-imagen) y en este sentido, se aplica la modificación de la neutralización de la percepción que va acompañada de la epojé estética. Por tanto, podemos decir que la estética fenomenológica y la actividad creadora artística dejan a un lado la actitud natural, la ponen entre paréntesis.

Entonces, para la realización de la estética fenomenológica debemos dejar a un lado la actitud natural y entrar en la actitud estética que es una acti-

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tud fenomenológica. Si Husserl nos ha dicho que el proceder del artista es similar al proceder del fenomenólogo, quizá lo interesante, por ahora, sea revisar cómo es que Husserl considera el proceder artístico. Sabemos que su proceder es similar al proceder del fenomenólogo y lo que haremos es intentar tematizar fenomenológicamente ese proceder artístico. Pero lo ver-daderamente importante para nosotros, será enfrentar la contemplación o goce estético con la mirada puramente intuitiva fenomenológica y para ello nos vamos ayudar del mismo Husserl. Ahora bien, tanto la contemplación estética como la mirada fenomenológica son actitudes que remiten a un sujeto desinteresado1, pues la epojé, al hacer aparecer la intencionalidad en el objeto, conlleva un desinterés que tiene como finalidad garantizar la intui-ción originaria de la cosa misma en su aparecer fenoménico. Esto garantiza, pues, la dación del objeto en el darse a sí mismo.

En todo caso, Husserl piensa que “el eco del mundo de la existencia” como incrustación ocultante del mundo-de-la-vida, tiene que ser tenido a distan-cia: "Cuanto más os repica el eco del mundo de la existencia, cuánto más la obra de arte solicita una toma de posición existencial, un poco como la apariencia” (Husserl, 2000). La epojé abre delante una nueva posibilidad de vida, actúa una conversión ética y gnoseológica que invierte también la esfera estética. Lo bello es, si acaso, el fruto de una abertura que abre delante de nosotros un misterio. ¡Después de la epojé es todo puesto en cuestión, todo

1 “La epojé, en efecto, es una actitud teorética que permite al objeto aparecer en sí, en su ipseidad esencial, sinparticipacióninteresadadelcientífico.Setrataaquídelaspectonoemáticodelaactituddesinteresadadel yo en la actitud fenomenológica; por un lado (noético), el sujeto debe desinteresarse de su objeto y des-cribirlo puramente tal como aparece; por otro lado (noemático), debe dejarse al objeto “libre” de manifestarse él mismo en su autenticidad, sin ninguna ingerencia de parte del sujeto en la experiencia de su ipseidad; ninguna cuestión debe ser planteada por el fenomenólogo al objeto; esta ausencia de interrogación dirigida al objeto expresa precisamente el desinterés del fenomenólogo y garantiza la libertad en la autenticidad del objeto, garantiza la donación originaria del objeto, la originalidad de su donación. No hay que entender por esto que la fenomenología no implique ninguna cuestión dirigida al objeto, ni que no ofrezca ninguna respuesta al interés fenomenológico, sino que la cuestión debe surgir por sí misma en la cosa misma. Si el sujeto no plantea cuestión, el objeto no es menos puesto en cuestión por ello. No es el sujeto quien cuestiona, es el objeto mismo el que se vuelve cuestión. Es por esto que la actitud de suspensión es tan importante, no hace falta que el sujeto turbe el aparecer originario de la cosa, no hay que manchar la pureza de la donación originaria de la cosa. Hay que dejarla hablar a ella misma. Es necesario que el sujeto sea desinteresado al máximo, es decir, que se abstenga de todo interés (siempre más o menos intempestivo). Esto representa evidentemente una tensión extraordinaria para el sujeto: suspende su interés teorético natural,peronoporellodejadequererconoceralobjetofilosóficamente.Tensiónreflexivaorecogimientoque trata de hacer el silencio en sí para dejar hablar al objeto, tensión contra la naturaleza, puesto que la reacción natural sería precisamente ir hacia el objeto y preguntarle lo que es –abrazarlo como diría Sartre–, tensión fenomenológica en el sentido más fuerte, pues la actitud natural está suspendida pero subsiste un interés teorético; hay que vivir en la epojé un interés teorético que ha surgido ya en la actitud natural” (Muralt, 1963, p. 1992).

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incomprensible, enigmático! El misterio es solamente soluble si nos llevamos sobre su terreno, si consideramos cada conocimiento como discutible y, por consiguiente, si rechazamos cualquier existencia a priori.

Como sea, sin lugar a dudas el artista opera incomparablemente más en la fantasía que en la percepción con la figura o el modelo de su obra. Lo que dice Husserl del geómetra es, a mi entender, válido también para el artista:

(…) tiene que esforzarse para lograr en la fantasía claras intuiciones, de lo que le libran el dibujo y el modelo, pero al dibujar y modelar realmente está ligado, mientras que en la fantasía tiene la incomparable libertad de dar las formas que quiera a las figuras fingidas, de recorrer formas posibles que se modifican unas en otras sin solución de continuidad, en suma, de engendrar un sinnúmero de figuras nuevas; libertad que le abre literalmente el acceso a los espacios de las posibilidades propias de las esencias con sus infinitos hori-zontes de conocimientos esenciales. Por eso los dibujos siguen normalmente a las construcciones de la fantasía y al puro pensar eidético que se lleva a cabo sobre la base de éstas y sirven principalmente para fijar etapas del proceso ya llevado a cabo con anterioridad y poder representárselo de nuevo con más facilidad. También cuando mirando la figura se “vuelve a pensar”, son los nue-vos procesos del pensamiento que se agregan procesos de la fantasía –por su base sensible– cuyos resultados fijan las nuevas líneas de la figura (Husserl, 1992, p. 157).

Así pues, el proceder del artista y del fenomenólogo es similar, ya que:

(…) para el fenomenólogo, que se las ha visto con vivencias reducidas y los correlatos esencialmente correspondientes a éstas, no son las cosas en general distintas a las del artista, pues hay infinitas formas fenomenológicas de las esencias (Husserl, 1992, p.157).

Y hablando del fenomenólogo, aclara nuestro autor que

(…) a su libre disposición están sin duda, dándose originariamente, todos los tipos capitales de percepciones y representaciones, como ejemplificaciones perceptivas para una fenomenología de la percepción, de la fantasía, del recuerdo, etc. También dispone en la esfera del darse originariamente, y por regla más general, de ejemplos de juicios, conjeturas, sentimientos, voliciones.

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Pero como se comprende, no de todas las posibles formas especiales, como tampoco dispone el geómetra [en nuestro caso el artista] de dibujos y mode-los para las infinitas formas de cuerpos. En todo caso requiere también aquí la libertad en la investigación de las esencias necesariamente el operar en la fantasía (Husserl, 1992, p. 158).

En el caso del artista y del fenomenólogo, se trata de ejercitar ampliamente y en forma variada la fantasía en la libre transformación de sus datos y con ello fecundarla con observaciones posibles en la intuición originaria. Ahora bien, no podemos perder de vista que estos análisis que emprende Husserl giran en torno a la comparación entre fenomenología y geometría. Pero este análisis lo realiza Husserl en el contexto del modo de acceso a la aprehen-sión de esencias y para ello enfatiza en la importancia de la fantasía. En este sentido, el eidos, la esencia pura, puede ejemplificarse intuitivamente “en meros datos de la fantasía” (Husserl, 2000, p. 23). De este modo, podemos aprehender originariamente una esencia en sí misma no solamente de intui-ciones sensibles, sino “(…) igualmente de intuiciones no experimentativas, no aprehensivas de algo existente, antes bien meramente imaginativas” (Husserl, 2000, p. 23). La geometría es utilizada aquí por Husserl, puesto que en todas las ciencias eidéticas y, evidentemente, en la fenomenología misma “(…) pasan a ocupar las representaciones y, para hablar más exactamente, la libre fantasía un puesto preferente frente a las percepciones, incluso en la fenomenología de la percepción misma” (Husserl, 1992, p. 157). Según esto último, la actividad creadora artística, en tanto tiene como base las repre-sentaciones de la fantasía y de la imaginación, puede ser considerada como una disciplina eidética. En este sentido, el arte sería para Husserl, sin lugar a dudas, una actividad eidética, y la estética tiene que reconocer esto último. Husserl está al tanto de esto, pues incluso menciona que:

Un extraordinario provecho cabe sacar de lo que nos brinda la historia, en medida mayor aún el arte y en especial la poesía, que sin duda son productos de la imaginación, pero que en lo que respecta a la originalidad de las innova-ciones, a la abundancia de los rasgos singulares, a la tupida continuidad de la motivación exceden con mucho a las operaciones de nuestra propia fantasía, y a la vez y gracias a la fuerza sugestiva de los medios de expresión artística se traducen con especial facilidad en fantasías perfectamente claras al percibirlas en la comprensión (Husserl, 1992, p. 158).

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Sea como sea, es claro que para Husserl la “ficción” constituye el elemento vital de la fenomenología, como de toda ciencia eidética; que la ficción es la fuente en donde saca su sustento el conocimiento de las “verdades eter-nas” (Husserl, 1992, p. 58). En este sentido, la ficción es lo vital de la creación artística. Por ello, dirá Husserl que existen:

(…) razones por las cuales en la fenomenología, como en todas las ciencias eidéticas, pasan a ocupar las representaciones y, para hablar más exactamen-te, la libre fantasía un puesto preferente frente a las percepciones, incluso en la fenomenología de la percepción misma, aunque excluida la fenomenología de los datos de la sensación (Husserl, 1992, p. 157).

Arte y fenomenología, en cuanto disciplinas de la esencia pura, ignoran toda afirmación sobre la existencia real: “Justo de esto depende el que ficciones claras les brinden bases no sólo tan buenas, sino en gran medida mejores que los datos de la percepción y experiencia actual” (Husserl, 1992, p. 182).

La contemplación estética o goce estético es un contemplar con goce desin-teresado y es un hecho que ilustra la modificación que neutraliza la percep-ción simple y posicional de la actitud natural. De algún modo es reductiva y esto quiere decir que, en el fondo, se pone en práctica una epojé de corte estética. La contemplación estética “neutra” se parece a la mirada pura del fenomenólogo. Quizá, de algún modo, la contemplación neutra y desintere-sada del fenomenólogo tiene un modo estético, pues en la neutralización de la percepción entramos al ámbito de la ficción; se trata del “como-si” (Als-ob) de la fantasía, de una cuasi-realidad. Husserl establece de este modo una relación interesante entre la neutralización y la contemplación estética, en tanto se ocupa de la relación entre fantasía y neutralización.

Una ciencia de la estética se constituye por tanto, preliminarmente, en el fundamento de un “puro” mirar que tiene a la base una eliminación del hombre de mundo y una vuelta a los puros fenómenos. Husserl está claro sobre este punto: el ver fenomenológico es conectado estrechamente al ver estético, no en el sentido en que cada ver fenomenológico sea siempre un ver estético constituyente así de una identidad y una coincidencia; el puro ver no tiene tampoco como fin el así llamado placer estético arraigado

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en una percepción. El goce estético es una manifestación del mundo por medio de una afectividad sensible, pero para que exista el goce estético es necesario que la obra de arte sea una imagen, esto es, que no pierda su carácter representativo, una irrealidad que se contrapone a la realidad objetiva de la actitud natural. Para ello, es necesaria la neutralización que ejecuta la conciencia; mediante dicha neutralización la mera cosa material puede tornarse imagen estética. La fantasía y la imaginación desempeñan un papel fundamental en esta actividad neutralizadora de la conciencia que da origen al goce estético. Así pues, lo estético presupone una aprehensión intuitiva del objeto de la imagen y el goce estético se establece en la manera de representar el objeto en la imagen. En otros términos, esto quiere decir que la obra de arte solicita, por decirlo así, la sensibilidad del artista y del espectador estético, puesto que la cosa material objetiva en su estructura estética que llamamos obra de arte exige que sea considerada o vista como obra, como también debido a que la obra determina lo estético mismo en el espectador y con ello el goce estético.

De nuevo, esto quiere decir que el goce estético se apoya en nuestro encuen-tro primario e intuitivo con el mundo sensible. El goce estético no se opone a la experiencia sensible del mundo; de hecho, el goce estético es goce de nuestra experiencia sensible y originaria del mundo. En este sentido, hay con-tinuidad entre la sensibilidad en un sentido amplio y la sensibilidad intensa estética. Una cosa es la sensibilidad de colores y otra cosa es la sensibilidad artística que implica una conciencia y juicio axiológico e incluso una afección emotiva. Sin embargo, la experiencia sensible originaria siempre va acom-pañada de un goce estético. De alguna manera, el goce estético es posterior al goce inmediato que el sujeto experimenta en su manera de representar sensiblemente el mundo. El goce estético acontece originariamente en una sensibilidad subjetiva. En este sentido, experimentamos el mundo en la me-dida en que somos sensibles. La sensibilidad es la condición de experiencia perceptiva del mundo en sentido amplio, pero también es la condición de la sensibilidad estética de las obras de arte, puesto que el goce estético se arraiga en nuestra experiencia sensible del mundo.

La experiencia estética cumple las potencialidades de la percepción de un modo intenso. Recordemos que preliminar a la actitud estética es la suspen-

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sión de cada posición sobre lo existente. La epojé permite la neutralización y liberación de los presupuestos naturalistas y objetivistas cuya permanencia impide, como enredados en una red, la vista al desnudo del mundo de la vida. Como en la filosofía, también en la estética obra la reducción fenome-nológica y el artista en eso no se distingue del filósofo, ambos tienen en común “una íntima afinidad”, una proximidad ideal. La experiencia del mundo hecha posible por la epojé es para el artista no el movimiento del concepto que fija el sentido de los fenómenos, él quiere “adaptarle” intuitivamente de ello a los objetivos de una representación estético-creativa. La obra de arte puramente estética es una manifestación de sentido que prescinde de cada posible forma de influencia del intelecto o la voluntad, como centrada de algún modo negativo de su pureza.

La actitud estética, al igual que la actitud fenomenológica, desconecta toda la corriente de la vida mundana, pero en el caso estético, se invita a la constitución del mundo estético que es puramente sensible. El mundo estético ya no es objeto de un conocimiento temático, algo que afecta la esfera del sentimiento. Más bien la sensibilidad estética rompe con el mun-do de la sensibilidad cotidiana y nos coloca delante de un objeto estético. Esto quiere decir que la aprehensión estética de la obra de arte implica una ruptura con el mundo de la percepción, ruptura que se deja ver como neu-tralización. En este sentido, constatamos que el goce estético no es posible sin el fundamento de la modificación de neutralización de los datos de la percepción, que de algún modo son los cimientos materiales de la obra de arte. En la carta no sólo hemos encontrado una fugaz seña, sino una cuestión en cambio bastante relevante. Hemos visto cómo parar Husserl, sólo con la reducción fenomenológica se hace posible acceder a un puro ver libre de presupuestos indagados y no fundados de orden psicologístico y naturalístico. En esta perspectiva, el placer estético no puede darse como mera satisfacción sensible ni como interior movimiento del ánimo. Husserl ve por tanto en el objeto estético una constitución no compleja meramente atribuible a la base sensible-material que, no obstante, constituye de ello la envoltura, por decirlo así. El objeto estético se constituye en su complejidad cuando la objetualidad es alcanzada por el placer estético, que no puede, sin embargo, ser relegado a lo subjetivo. Así pues, la obra de arte es una conexión de representaciones que suscitan un placer estético.

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Entonces hay una neutralización de la posición existencial del soporte mate-rial de la obra de arte. Esto implica un dirigir la mirada hacia algún fragmento del objeto percibido, pero la estética como tal acontece como aprehensión de la unidad sensible de la obra misma, la cual es una composición de ele-mentos sensibles finamente separados entre sí. La obra es una unidad que puede concretizarse mediante intuiciones sensibles o perceptivas.

Finalicemos diciendo que el sentido es un problema clave en una estética fe-nomenológica. Las obras de arte exigen al espectador una forma de acercarse a ellas, ya sea en la contemplación, en el goce, el deleite o el sumergimiento. Desde luego, los objetos artísticos no son cualesquiera tipos de objetos, son objetos que atraen de un modo especial, pues consideramos que en la obra de arte hay un plus que trastorna todo mi ser, mi sensibilidad, mi emotividad, mi pensamiento, mi comprensión. ¿Cómo determinar ese plus de la obra de arte que me fascina? ¿Qué es? Esta pregunta no es de fácil respuesta, y sin embargo hay un “algo” que me atrae.

La obra de arte, en tanto obra, no debe perder su carácter de obra. Esto significa no solamente que el arte expresa o significa ya sea un sentimiento, una idea o inclusive todo un pensamiento. El arte produce algo en mí, obra algo en mí. Lo artístico toma cuerpo en mí. Eso que el objeto artístico obra, en tanto no sea contemplado, se mantiene en posibilidad y sólo se actualiza (obra propiamen-te) en tanto yo lo contemplo en actitud estética, emotiva. Es esto, lo expresivo, lo que produce, lo que obra, lo que distingue al objeto artístico de los demás objetos, sean éstos naturales o técnicos. De algún modo, es esto que hemos resaltado lo que constituye históricamente la noción de arte.

En este punto podemos abordar la relación entre arte y fenómeno, cuestión que ahora se reviste de gran importancia en nuestra investigación. El arte, sin lugar a dudas, posee un carácter cósico. Es una cosa material que posee una estructura estética (sensible) y con ello diversas texturas. Ahora bien, en la actitud o contemplación estética, a la cual podemos acceder por una epojé estética, esto material queda desconectado, suspendido, neutraliza-do. La epojé estética tiene una función análoga a la epojé fenomenológica. Recordemos al respecto que la epojé no es un alejarse de las cosas mismas, sino más bien un modo de acceso a los fenómenos. La epojé fenomenológica

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se aplica al mundo en su totalidad, la posicionalidad existencial, natural y objetiva queda desconectada.

¿Con qué nos quedamos? Con el fenómeno en su aparecer, es decir, con aquello que aparece a la conciencia y eso que aparece, que es vivenciado, puede ser descrito. Ahora bien, la epojé estética puede ser aplicada también al mundo en su totalidad, pero sobre todo es aplicada ante objetos artísticos. Lo que da por resultado de su aplicación metódica es el fenómeno artístico en su aparecer, digamos que ha sido desconectado lo cósico-real de la obra. Pero ¿qué es esto artístico en su aparecer originario a la conciencia? Las rea-lidades exhibidas en la obra o, mejor dicho, las quasi realidades reproducidas de la obra. Esto quiere decir que la obra es algo quasi real en mi conciencia y esto es el arte como fenómeno. Aventurándonos a decir esto mismo en otros términos, podemos sugerir que lo desconectado es lo Körper de la obra, esto es, su cuerpo físico, inerte, sólido, material y nos quedamos con el Leib de la obra, esto es, lo vivo, lo orgánico “como si” lo representado en la obra realmente cobrara vida. En este sentido, afirmamos que lo que hay que ver es la obra y no el objeto.

Esto quiere decir que el arte es una actividad espiritual. La noción de arte incluye creatividad y sobre todo espiritualidad2. Para nosotros, en este obrar productor y expresivo reside que sea dado el sentido estético. En otros térmi-nos, el arte es el medio por el cual un sentido es puesto ahí delante y obra en el sujeto contemplativo estéticamente. De alguna manera, el sentido estético tiene que ver con la intención del autor y la contemplación del espectador desinteresado. Pero no se identifica con ninguno de los dos polos. Está dado en el entrelazo estético entre ambos. El sentido estético es inmanente y apunta intencionalmente a una trascendencia, se abre, por decirlo así, a una trascendencia intencional en la inmanencia misma. El sentido estético es inmanente al objeto artístico que en tanto objeto para una conciencia es intencional. Pero el sentido lo es también de la experiencia estética del espectador. El sentido es sentido para un espectador estético y el sentido es el sentido de la intencionalidad de la obra de arte (es inmanente a la obra).

2 Véase al respecto el fabuloso texto de Kandinsky que inevitablemente surge ahora en nuestra memoria llamado De lo espiritual en el arte.

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Desde luego que sería pertinente indagar en la postura husserliana sobre el sentido, pero es un tema que aún tenemos pendiente. Pero a propósito de nuestras reflexiones sobre el sentido, debemos mencionar que el sentido es meramente espiritual. Sin embargo, el arte es, de alguna manera, expresión de la naturaleza y creación del espíritu. En el arte se deja ver una dimensión sensible, material, natural, pero también una dimensión espiritual, cultural, histórica. La obra de arte es un objeto cultural, pero es también expresión de la naturaleza. La obra es estructura sensible y sentido anímico. En este sentido, el arte posee una doble dimensión que lo hace ser mediador entre naturaleza y espíritu. El arte pertenece a ambos mundos, es sensible y axio-lógico, es un híbrido que transforma a la naturaleza y al espíritu. El arte en tanto cosa material, incorpora, por decirlo así, lo material mismo al ámbito de la significación cultural.

Referencias

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Román Alejandro Chávez Báez Contemplación estética vs. mirada fenomenológica...

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 129-148

lo impensado de la no-filosofía: Merleau-Ponty 1961-2010*

Luis Álvarez Falcón**

Universidad de Zaragoza

Recibido: 2 de octubre de 2009 • aprobado: 5 de noviembre de 2009

La philosophie a son ombre portée qui n´est pas simple absence de fait de la future lumière.

Maurice Merleau-Ponty

Resumen

El presente artículo responde al planteamiento inicial de una larga investi-gación que tuvo su inicio en el año 2008, en el contexto del Coloquio Inter-nacional Merleau-Ponty Viviente (Morelia, Michoacán, México) y del Coloquio Internacional Merleau-Ponty 1908-2008 (Zaragoza, España) y que finalizará en los actos de conmemoración del quincuagésimo aniversario de la desaparición del pensador francés. A lo largo de tres capítulos, veremos desarrolladas las nociones críticas de «no-filosofía» y de lo «impensado», poniendo en relación el pensamiento tardío de Edmund Husserl y las últimas consideraciones de Maurice Merleau-Ponty. Su conclusión nos mostrará la convergencia de ambos pensadores, describiendo la tradición fenomenológica que Merleau-Ponty re-cogió y las potentes intuiciones que supo anunciar en aquello que definiremos como «lo impensado de su no-filosofía». El resultado final de esta investigación será expuesto en el futuro Coloquio Internacional Merleau-Ponty 1961-2011.

Palabras clave: fenomenología, no-filosofía, lo impensado, pensamiento vertical, lo invisible, epoché, conciencia, subjetividad, ser salvaje.

* Artículo inscrito en la investigación del Coloquio Internacional Merleau-Ponty Viviente, celebrado en la ciudad de Morelia (Michoacán, México) en el año 2008.

** Doctor en Filosofía de la Universidad de Valladolid y profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza. Se ha destacado por sus numerosos estudios en los ámbitos de la Ontología, de la Teoría del Conocimiento y de la Estética. Ha dirigido y coordinado la conmemoración en España del aniversario del nacimiento de Mauricie Merleau Ponty y es miembro asociado del Círculo Latinoamericano de Fenomenología (CLAFEN). Miembro fundador de la cátedra internacional Merleau-Ponty, celebrada en la ciudad de Morelia (México) en el 2008. Correo electrónico: [email protected]

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the unthought-of in non-philosophy: Merleau-Ponty 1961-2011

Abstract

The present article emerges from the initial positions of the extensive inves-tigation that sprung in 2008 from the context of the Coloquio Internacional Merleau-Ponty Viviente –Morelia, Michoacán, Mexico– and from the Interna-tional Conference Merleau-Ponty 1908-2008 -Zaragoza, Spain- and that will conclude with the commemoration of the fiftieth anniversary of the French thinker's death. Along three chapters, we will develop the critical notions of «non-philosophy» and of «the unthought-of» by relating the later thoughts of Edmund Husserl and Maurice Merleau-Ponty’s last considerations. Our conclusions will prove the convergence of both thinkers when describing the phenomenological tradition that Merleau-Ponty inherited and the influential intuitions that he announced in what we will define as «the unthought-of of his non-philosophy». The final result of this investigation will be exposed in the upcoming International Conference Merleau-Ponty 1961-2011.

Key words: Phenomenology, Non-philosophy, The unthought-of, Vertical thought, The invisible, Epoché, Conscience, Subjectivity, Wild Being.

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la non- pensée de la no- philosophie. Merleau-Ponty 1961- 2010

Résumé

Cet article répond au problème initial posé au cours d´une longue recherche qui eut son début en 2008 dans le cadre du colloque international Merleau – Ponty Viviente , Morelia , Michoacán , Mexico et du Colloque internacional Merleau – Ponty 1908- 2008 , Zaragoza Espagne et qui prend fin pendant les actes de commémoration du cinquantième anniversaire de la disparution du penseur francais .Nous verrons , au cours de trois chapitres , le dévelo-pement des notions critiques de notre “philosophie” et de “la non- pensée”, tout en mettant en relation la pensée retardée de Edmunsd Hussurl” et les dernières considérations de Maurice Merleau-Ponty. Sa conclusión nous montrera la convergence des dueux penseurs . Cette conclusión décrit la tradition phénomélogique que Merleau – Ponty a recueilli et les puisantes intuitions qu´il a pu annoncer ce qu La non- pensée de la no- philosophie

Mots clés: phenomenology, no-philosophie, impensé, pensée vertical, Invi-sible, époché, la conscience, la subjectivité, être sauvage

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IEntre los años 1960 y 1961, justo antes de su repentina desaparición, en los cursos Husserl en los límites de la fenomenología1 (Merleau-Ponty, 1998, pp. 11-92) y Filosofía y no-filosofía después de Hegel2 (Merleau-Ponty, 1996, p. 163), Maurice Merleau-Ponty expondrá su concepción personal sobre el pensamiento de Husserl. Dos textos tardíos, pero fundamentales en la etapa final de Husserl, pondrán de relieve la extraña concordancia de los intereses de ambos en los últimos años de sus vidas: El origen de la Geometría, anexo III de la Krisis (Husserl, 1969) del año 1932, publicado por Eugen Fink en 1939, y un texto de 1934, publicado por Martin Farber en 1940, Inversión de la doctrina copernicana en la interpretación de la visión habitual del mundo. El arjé-originario Tierra no se mueve. Investigaciones fundamentales sobre el origen fenomenológico de la corporeidad, de la espacialidad de la naturaleza (Husserl, 1940, pp. 307-325). Merleau-Ponty mostrará un especial interés por estos dos trabajos, y el curso de 19603 girará en torno a las potentes intuiciones que Husserl expondrá en ellos (Merleau-Ponty, 1968, pp. 169-173).

Tan sólo un año antes, coincidiendo con el centenario del nacimiento de Husserl, y mientras Eugen Fink presentaba su importante aportación “La filosofía tardía de Husserl en la época de Friburgo”, en el No. 4 de Phaenome-nologica, bajo la dirección de Van Breda y Taminiaux, nuestro autor publicará su artículo “El filósofo y su sombra”4 (Merleau-Ponty, 1960, pp. 195-220). En sus líneas se advertirá la efectividad propia de la fenomenología y de sus propias y primitivas intenciones, recordando el planteamiento inicial que ya aparecía en Ideen II:

1 Curso del lunes, en el Collège de France, enero-mayo de 1960. Notas de preparación de Merleau-Ponty, Biblioteca Nacional, volumen XVIII, 51 ff.; Transcripción, presentación y anotaciones de Franck Robert, en Notes de cours sur L´origine de la géométrie de Husserl, seguido de Recherches sur la phénoménologie de Merleau-Ponty, bajo la dirección de Renaud Barbaras.

2 Curso del lunes, en el Collège de France, enero-mayo de 196. Notas de preparación de Merleau-Ponty, Biblioteca Nacional, volumen XX, 145 ff.; texto presentado por Claude Lefort en Textures, No. 8-9, 1974, pp. 83-129 y No. 10-11, 1975, pp. 145-173, recogido en Notes de cours 1959-1961.

3 Resumen del curso del lunes, en el Collège de France. Annuaire du Collège de France, 60 pp. 169-173; recogido en Résumés de cours 1952-1960.

4 También se encuentra en Van Breda, H.-L. & Taminiaux, J. (ed.). (1959). Edmund Husserl 1859-1959. Phaenomenologica, (4), 195-220.

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Quand on dit que la chose perçue est saisie “en personne” ou “dans sa chair” (leibhaft), cela est à prendre à la lettre: la chair du sensible, ce grain serré qui arrête l´exploration, cet optimum qui la termine reflètent ma propre incarnation et en sont la contrepartie. Il y a là un genre de l´être, un univers avec son “sujet” et son “objet” sans pareils, l´articulation de l´un sur l´autre et la définition une fois pour toutes d´un “irrélatif” de toutes les “relativités” de l´expérience sensible, qui es “fondement de droit” pour toutes les constructions de la connaissance (Merleau-Ponty, 1960, p. 272).

Este “irrelativo” de todas las “relatividades” abrirá el paso a la efectividad de los niveles de experiencia en su dimensión “vertical”, a un pensamiento comprometido con la experiencia antepredicativa, que exige recuperar y prolongar un saber anónimo y pre-categorial (Bech, J., 2005, p. 61). Se tratará en definitiva de un modelo de pensamiento que, tal como definirá Merleau-Ponty en el curso del lunes de 1961, operará en lo imaginario, o más bien en la Phantasia, puesto que se considerará a sí mismo como su expresión y, por consiguiente, jamás se separará de él. Cuando el pensa-miento interrogue radicalmente de esta forma hará posible una «filosofía de la no-filosofía».

En efecto, en 1961, a escasos días de su desaparición, Merleau-Ponty ha-blará de la filosofía como de una «no-filosofía» (Merleau-Ponty, 1996, pp. 269-352). Ya en 1959, en su mencionado artículo “Le philosophe et son ombre”, nuestro autor advertía que Husserl había planteado esta cuestión en la exploración de la arquitectónica que configura los diferentes niveles de la experiencia, capas escalonadas (couches étagées), y cuya estructura no puede ser de por sí eidética, puesto que la propia filosofía aparece como un modo de institucionalización simbólica en uno de esos niveles. Entre las “capas profundas” y las “capas superiores” de la constitución situará esa singular relación de Selbstvergessenheit (olvido de sí mismo), tematizada por Schopenhauer5, que ya Husserl había avistado en Ideen II, y que Merleau-Ponty situará, siguiendo a Kant, en un «Logos du monde esthétique» (Merleau Ponty, 1960, pp. 281-282).

5 “[...] un estado de pura contemplación, de apertura a la intuición, que nos lleva a perdernos en el objeto y a olvidarnos de cualquier individualidad, superando el conocimiento regulado por el principio de razón suficiente”, en Schopenhauer (2004, p. 150).

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Las vivencias de la conciencia estarán siempre, explícita o implícitamente, aprehendidas en el tejido extremadamente complejo de un doble en-cadenamiento: “horizontal”, conforme a lo que constituye la coherencia (racional) de la vida de la conciencia; y “vertical”, según el cual no habrá vivencia que no implique una base y un fundamento (Fundament) sobre el que se edifique toda la profundidad y estratificación de la experiencia (álvarez Falcón, 2009). La filosofía, como institución simbólica racional, en su dimensión meramente horizontal, se habrá vuelto impositiva. Será un pensamiento de survol, una instancia de sobrevuelo que impone el sentido, ya sea desde un supuesto Ser en el límite superior, desde unas condiciones trascendentales de posibilidad, o desde un límite inferior, desde los datos como realidades últimas.

Tal “filosofía” vivirá sobre todo en el pasado, fósil y estancada como una historia de la filosofía. La no-filosofía será, en palabras de Merleau-Ponty en la preparación del curso del 6 de marzo de 1961, «la filosofía verdadera» (Merleau-Ponty, 1996, p. 312), es decir, una filosofía de la experiencia que se da entre las diferentes couches étagées (estratos escalonados), intencio-nalidades que no pueden adecuarse a un espíritu constituyente universal y cuya articulación es no-eidética. Esta no-filosofía será únicamente posi-ble, o bien como “luz negra” de la fenomenología, capaz de exhibir todo lo que queda oculto y encubierto por la antesala del eidos, y que parece quedar fuera de todo orden simbólico, o bien como el hermano bastardo del inmenso y razonado desarreglo (dérèglement) de todos los sentidos: el Arte. Se tratará, pues, de una filosofía negativa que deberá entenderse, tal como posteriormente insinuará el propio Jan Patoĉka en sus ya célebres ensayos6, como una «a-filosofía». En esto, Merleau-Ponty será concluyente al recordar en el citado curso del lunes, en el Collège de France, este locus classicus o fragmento clave:

Il s’agit d’une philosophie qui veut être philosophie en étant non-philosophie, d’une «philosophie négative» (au sens de «théologie négative»), qui s’ouvre accès à l’absolu, non comme «au-delà», second ordre positif, mais comme un

6 VéasePatoĉka,J.“Elsubjetivismodelafenomenologíahusserlianaylaposibilidaddeunafenomenologíaasubjetiva” y “El subjetivismo de la fenomenología husserliana y la exigencia de una fenomenología asub-jetiva”.

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autre ordre qui exige l’en-deçà, le double, n’est accessible qu’à travers lui-la vraie philosophie se moque de la philosophie, est a-philosophie (Merleau-Ponty, M. o. c., p. 275).

El interés de nuestro autor por esta «a-filosofía» nos anticipará el giro ines-perado que la fenomenología dará a partir del año 1966, con la aparición en la edición de la Husserliana de las investigaciones sobre la Síntesis Pasiva (Husserl, 1966), y de otros textos como la Fenomenología de la Intersubjetivi-dad (Husserl, 1973), los pasajes de las lecciones de 1907 sobre Cosa y Espacio (Husserl 1973), editadas también en el año 1973, o Phantasia, conciencia de imagen y recuerdo (Husserl 1980), y un largo etcétera (álvarez Falcón, 2009). Si bien Merleau-Ponty no podrá conocer la mayoría de estas ediciones, habrá sido capaz, sin embargo, de intuir el despliegue implícito en el pensamiento de Husserl: el recorrido “vertical”, de ida y vuelta, entre las regiones de lo Visible y de lo Invisible. El sentido auténtico de la fenomenología, tal como nos describirá Renaud Barbaras en su ensayo sobre la ontología de Merleau-Ponty (Barbaras, 2001), será la tentativa de llevar la experiencia muda a la expresión pura de su propio sentido, desarrollando una parte de no-filosofía, un orden que se resiste a la conciencia constituyente.

Aunque el término «no-filosofía» (Merleau-Ponty, 1997 y 2001), acuñado como tal, no apareciese más que discretamente mencionado en sus últimos cursos (Saint-Aubert, 2006, p. 61 y ss.), la extensión y radicalidad de su signi-ficado teórico comenzará a exhibirse desde el inicio de sus planteamientos fenomenológicos. De este modo, la verdad de la fenomenología residirá en el lugar mismo de sus límites, en el confín mismo de su “sombra”, en donde comienza su relación con la «a-filosofía», o con la «no-filosofía». Esta “sombra” hará referencia a tres umbrales muy significativos, y que Merleau-Ponty habrá puesto al descubierto, llevando al límite el programa de la fenomenología de Husserl, en cuanto filosofía de la experiencia que se da necesariamente entre estratos resonantes. En primer lugar, tal “sombra” hará referencia al eco persistente de ambos pensadores tras el cruce teórico de sus herencias inconclusas, en el advenimiento de una nueva concepción fenomenológica de la filosofía. En segundo lugar, su fulgente oscuridad nos traerá la noticia del umbral de acceso a la «no-filosofía» en los límites de un ascenso vertical de la reducción. En tercer lugar, este subumbrare será el testimonio de la zona

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o región a la que, por una u otra causa, no llega la actividad constituyente del “yo”, delimitando la patencia de un límite, de un final y de un comienzo, de un origen que procede de la cesación de las luces y que tiene su comienzo en una nueva penumbra: un en-deça y un au-delà.

Si tras el giro copernicano, el pensamiento de Kant determinó la primera inversión trascendental, la fenomenología, como “luz oscura” de la no-filosofía, habrá dispuesto con la máxima claridad esta segunda inversión: la inversión entre el Ser y el Fenómeno. Mientras el Ser se refugiará en la estabilidad de lo Visible, la no-filosofía producirá un descentramiento que irá desde la identidad y la posicionalidad a la pluralidad y la indeterminación del Fenómeno. Merleau-Ponty será preciso al advertir que «La realidad es un tejido sólido» (Merleau-Ponty, 2000). Lo que hay, eso que es lo Invisible, plural, no figurado e indeterminado, es la riqueza de la realidad que se va empobreciendo al contraerse por centramiento al territorio de lo Visible. La no-coincidencia y el inevitable sobreadvenimiento de este horizonte soberano e inaccesible dará primacía a la novedad y la imprevisibilidad de aquello que el propio Heidegger calificara de Impensado (das Ungedachte), o “sombra” que acompaña a todo pensamiento impositivo, a toda filosofía de la conciencia que desde el pasado sobrevuela como instancia de survol, imponiendo el sentido, en una Sinngebung capaz de dominar el mundo en vez de verse hundida en él.

IIEn el citado curso de los lunes de 1961 (Merleau-Ponty, 1974, pp. 269-352), Merleau-Ponty utilizará el ejemplo de un pensamiento que, a pesar de pre-sentarse como filosofía, resultará ser un paradigma de la no-filosofía. Nos referimos a la introducción de doce páginas en dieciséis párrafos que Hegel añadió a su Fenomenología del Espíritu. El fenómeno como Erscheinung (Apa-rición), y no como Darstellung (lo que aparece), emergerá como relación con el absoluto, pero no como Ser sino como schon bei uns, como algo que ya está previamente entre nosotros y que ha de desvelarse por su propio esplendor. Tal texto ya había sido comentado por Martin Heidegger en su seminario de 1943, pero en este caso será esgrimido por Merleau-Ponty para anunciar

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esa segunda inversión, más allá de la inversión trascendental kantiana, que se ha producido en la fenomenología.

En la página 202 de Signes, en la edición original de 1960, dentro de su modesta contribución al centenario del nacimiento de Husserl, nuestro autor expondrá centralmente esta concepción de lo impensado, que desde su origen y lamento heideggeriano dejará importantes secuelas en toda su obra. De este modo, aquí podremos advertir, además de la presencia fulgu-rante de los versos de Angelus Silesius, aquella cita de la lección novena de La proposición del fundamento en torno a Kant y Leibniz:

Cuanto más grande es la obra del pensar de un pensador –cosa que en abso-luto queda cubierta por la extensión y el número de sus escritos– tanto más rico es lo impensado que hay en esta obra del pensar, es decir, aquello que por primera vez y únicamente por esta obra del pensar aflora como lo aún no pensado. Esto no pensado no atañe desde luego a algo que un pensador haya pasado por alto o sido incapaz de dominar, y que después una posteridad más sabia tuviera que retomar (Heidegger, 2003, p. 106).

Lo propio de un pensamiento es lo que busca todavía por decir, su Impen-sado, que solamente puede revelarse en una reflexión, convirtiéndose en el eco de aquella región que está en-deça u au-delà de la filosofía misma como Institución simbólica racional (Stiftung). En este sentido, en la confrontación con Husserl que Merleau-Ponty llevará a cabo será difícil separar lo que per-tenece a cada uno de ellos; más bien, será preciso advertir que las tesis del último Husserl y las tesis del último Merleau-Ponty terminarán confluyendo, precisamente, en aquello que por primera vez, y únicamente por esta obra del pensar, aflora como lo aún no pensado: su no-filosofía.

A la edición póstuma del curso sobre Philosophie et non-philosophie depuis Hegel habrá que añadir una edición más reciente, pero también fundamen-tal, que llevará por título: La philosophie aujourd´hui (Merleau-Ponty, 1996). Este será el curso, en principio sin título, que el autor impartirá en el Colegio de Francia, entre enero y mayo de 1959. En este curso, Merleau-Ponty se aproximará, quizá más que nunca, a la “sombra” inconclusa del maestro, distinguiendo la articulación precisa de su pensamiento en torno a tres ejes

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principales. Por un lado, el eje de los descubrimientos en torno a la relación «intencionalidad, esencia y facticidad»; por otro lado, la regresión idealista de la fenomenología; y por último, la retractación del idealismo y la profun-dización en el pensamiento vertical. Estos tres ejes corresponderán a su vez con el periodo inicial de Investigaciones Lógicas; con el periodo idealista, y más ortodoxo, de Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica; y por último, con el periodo de Meditaciones Cartesianas. En este último intervalo, la investigación sobre las dimensiones verticales aproximará al autor a las nociones de Leib, pasividad e intersubjetividad, que serán, en definitiva, las nociones a partir de las cuales Merleau-Ponty desarrollará toda su concepción de la fenomenología en su aproximación a lo Impensado por ambos pensadores. La caracterización de una «pasividad originaria» pondrá en tela de juicio la concepción de la reflexión, o reducción trascendental, desvelando esa estratificación escalonada y vertical en la que aparecerá lo no tético en la naturaleza misma de la conciencia y contra la adecuación misma de un espíritu constituyente universal (Merleau-Ponty, 1996, p. 68).

Desde el curso de 1959, y teniendo en cuenta los citados cursos de 1960 y 1961 («Husserl en los límites de la fenomenología» y «Filosofía y no-filosofía después de Hegel»), Merleau-Ponty intentará incansablemente pensar el régimen arquitectónico de un pensamiento vertical, repensando a su vez la noción misma de pasividad frente a la actividad constituyente del “yo”. Desde la región de lo Visible, desde las nociones de sujeto, naturaleza y síntesis activa, ascenderá, o descenderá, a la región de lo Invisible, en donde descubrirá el Leib, la hylé y la proto-hylé, y las síntesis pasivas; en definitiva, sus controvertidas nociones de la chair, del quiasmo, y de las wesen sauvages. La fenomenología se habrá convertido en ese recorrido de ida y de vuelta entre lo Visible y lo Invisible. Merleau-Ponty estará más cerca que nunca de eso que había de Impensado en la obra del pensar husserliano. De ahí que en las Notes de travail de su inconclusa obra Le visible et l´invisible, en noviembre del mismo año 1959, confirma que la filosofía no había hablado jamás de la pasividad de nuestra actividad, es decir, citando a Valéry, de un «cuerpo del espíritu» (corps de l´esprit). Y aquí, me permitiré la licencia de reproducir en toda su extensión la claridad de esta pequeña anotación:

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L´âme pensé toujours: c´est en elle une propriété d´état, elle ne peut pas ne pas penser parce qu´un champ a été ouvert où s´inscrit toujours quelque chose ou l´absence de quelque chose. Ce n´est pas là une activité de l´âme, ni une production de pensées au pluriel, et je ne suis pas même l´auteur de ce creux qui se fait en moi par le passage du présent à la rétention, ce n´est pas moi qui me fais penser pas plus que ce n´est moi qui fais battre mon cœur. Sortir par là de la philosophie des Erlebnisse et passer à la philosophie de notre Urstiftung… (Merleau-Ponty, 1999, p. 270).

La conclusión será radical, rotunda y definitiva: salir de la filosofía de las vivencias (Erlebnisse) y pasar a la filosofía de nuestra institución originaria de sentido (Urstiftung), es decir, de nuestra protofundación o protoinstitución. En definitiva, su propuesta anunciará la necesidad de prescindir de un pen-samiento “horizontal”, de una filosofía de la conciencia, aplastantemente configurada en un pensamiento de survol, y ascender “verticalmente” en busca de la estratificación originaria en dónde resituar la «no-filosofía» de lo impensado, tanto por Husserl como por él mismo y por toda la tradición de una filosofía cuyo origen, exigencia y necesidad sólo puede presentarse como filosofía fenomenológica. Tal radical pretensión pasará por aquel dérèglement que el mismo Rimbaud ejemplificase, anunciado por esa ex-traña y providente misiva merleau-pontiana que tantas resonancias trae al pensamiento contemporáneo: «no soy yo quien me hace pensar como no soy yo quien hace latir mi corazón».

El mismo Husserl, en sus últimos trabajos, y contra el supuesto idealista que había sostenido en el periodo de Ideas, apoyará este combate contra la filosofía de la conciencia. El descubrimiento de la subjetividad como Leib quinestésico, la transposibilidad de las «síntesis pasivas» frente a la posibilidad de las síntesis activas, y el horizonte ineludible de la «interfacticidad» frente a la intersubjetividad de la identidad simbólica, terminarán por distinguir un pensamiento vertical en su propia genealogía de la verdad, y la filosofía de Merleau-Ponty acabará por convertirse en «no-filosofía», cuyo objeto de estudio será, en definitiva, el fenómeno en cuanto fenómeno, es decir, ese “ser salvaje” (être sauvage), vertical y ontológicamente primero, que ocupa el dominio mismo de lo Invisible en el límite más extremo de la epoché.

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IIIPor extraño que pueda parecer, lo Impensado de la no-filosofía de Maurice Merleau-Ponty aparecerá ya anunciado en 1945, en la nota 9 del capítulo IV de la primera parte de su Phénoménologie de la perception. Recordemos que este capítulo estaba dedicado a “La síntesis del propio cuerpo” y exponía las cuestiones de la espacialidad y la corporeidad, de la unidad del cuerpo y de la obra de arte y del hábito perceptivo como adquisición de un mundo. Pues bien, al tratar precisamente del hábito y utilizando el ejemplo del “bastón del ciego”, Merleau-Ponty hará una certera alusión a Husserl:

Husserl, por ejemplo, definió durante largo tiempo la conciencia o la imposi-ción de un sentido por el esquema Auffassung-Inhalt y como una beseelende Auffassung. Un paso definitivo lo da al reconocer, desde las Conferencias sobre el tiempo, que esta operación presupone otra más profunda por la que el contenido se prepara para esta captación. “Toda constitución no se hace según el esquema Auffassunginhalt-Auffassung” (Merleau-Ponty, 2000, p. 169).

En efecto, en Las Lecciones sobre la conciencia interna del tiempo del año 1905, en su Introducción, y al hablar de la «Desconexión del tiempo objetivo», en concreto, al exponer la distinción entre un tiempo «sentido» y un tiempo percibido, Husserl hace la siguiente advertencia:

“Lo sentido” indicaría, pues, un concepto de relación que por sí solo nada diría acerca de si lo sentido es sensual, siquiera acerca de si es inmanente en el sentido en que lo sensual lo es. Quedaría abierto, en otras palabras, si lo sentido mismo está ya constituido, y quizá de un modo muy distinto del de lo sensual. Pero toda esta diferenciación es mejor dejarla al margen. No toda constitución responde al esquema “contenido de aprehensión-aprehensión” (Husserl, 2002, p. 29).

En estos dos textos convergerá lo Impensado de ambos pensadores, con la expresa advertencia de que esta cuestión, que según Husserl, y en ese momento, “es mejor dejarla al margen”, conllevará tanto todo el despliegue del pensamiento merleau-pontiano como el despliegue mismo que el pen-

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samiento husserliano mostrará en las mencionadas ediciones posteriores a 1966 y que Merleau-Ponty nunca llegará a conocer. Valga advertir que Rudolf Boehm, el editor de Sobre la fenomenología de la conciencia temporal inmanente (1893-1917), ya hará una especial referencia a esta nota en el tomo X de la Husserliana (Husserl, 1969). Parece, pues, que no es posible generalizar la intencionalidad entendida como imposición de sentido. Esto sería contradictorio con la noción de fenómeno en tanto modo de aparición (Erscheinung). Por consiguiente, la conciencia es algo más que actividad, y ese algo más no es consistente con el esquema Auffassunginhalt-Auffassung (Contenido de aprehensión-Aprehensión).

En efecto, encontraremos una pasividad originaria en el interior mismo de la conciencia, y aquí Merleau-Ponty desarrollará aquella intuición que ya había anunciado en el Prólogo de su Fenomenología de la percepción (Merleau-Ponty, 2000, pp. 17-18), al advertir, tras citar la Crítica del juicio, que Husserl ya había distinguido la intencionalidad de acto de otro tipo de intencionalidad, una noción más ampliada de intencionalidad que permitiría a la fenomenología convertirse en una fenomenología de la génesis y al pensamiento en un pensamiento vertical de los diferentes estratos, o capas escalonadas (couches étagées), anteriores a los actos. Se trataba de la intencionalidad operante y latente (fungierende Intentionalität) que constituiría la unidad natural y ante-predicativa del mundo y de nuestra vida, la que se manifestaba en nuestros deseos, nuestras evaluaciones, nuestro paisaje, de una manera más clara y rotunda que en el conocimiento objetivo.

En los doce años que transcurren entre las dos ediciones de Investigaciones Lógicas, la de 1901 y la de 1913, el pensamiento de Husserl sufrirá una crisis profunda y una honda transformación. Se hará patente lo que hasta entonces había permanecido de un modo latente y casi oculto: los resortes filosóficos básicos de la reducción y la constitución. Esta crisis aparecerá ostensiblemente en el citado curso de 1905 sobre la conciencia íntima del tiempo, que editará Heidegger en 1928, y en el curso de 1907 sobre la idea de fenomenología, que no aparecerá editado hasta 1950, por Biemel, en el volumen II de la Husser-liana (Husserl, 1973). Las modificaciones introducidas en la segunda edición de las Investigaciones, tal como se puede apreciar en la edición definitiva de

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Elmar Holenstein, en 1975, en el volumen XVIII y siguientes de la Husserliana (Husserl, 1975), son un testimonio de esta autoconciencia operada, que en 1901 es todavía una intuición no consciente de sus consecuencias. La crisis de 1905 y la primera exposición formal de la fenomenología del curso de 1907 serán el fiel testimonio de la conexión entre la primera edición de las Investigaciones de 1901 y la segunda de 1913. En este fecundo periodo, entre mayo y agosto de 1907, en Gotinga, Husserl impartirá la segunda parte de un curso titulado inicialmente: «Fragmentos principales de la fenomenología y de la crítica de la razón». Tal curso corresponderá al texto del manuscrito husserliano FI13, llamado por Husserl «Dingvorlesung».

Las cinco lecciones de introducción general a la fenomenología transcenden-tal de dicho curso serán, tal como hemos apuntado, publicadas por Biemel en 1950, bajo el título: Die Idee der Phänomenologie. Sin embargo, el gran grueso del curso no será publicado hasta 1973, cuando Ulrich Claesges, en el volumen XVI de la Husserliana, edite estas lecciones, bajo el enigmático título: Ding und Raum, Vorlesungen 1907. El traductor de la edición francesa, Jean-François Lavigne, será concluyente en su introducción al confirmar un hecho filosóficamente decisivo en la historia del pensamiento contempo-ráneo: las lecciones del verano de 1907 sobre la cosa espacial inaugurarán la fenomenología de la percepción (Husserl, 1989, p. 5). Es evidente que Merleau-Ponty no podrá conocer este texto, pero lo sorprendente resultará al comprobar que, muy a pesar de ello, habrá sido consciente de la trascen-dencia teórica que conllevan sus conclusiones.

En la página 285 de la edición de Ulrich Claesges, en correspondencia con la lección final del 3 de agosto de 1907, Husserl comenzará de este modo su última consideración:

Pertenece a la esencia de la cosa en general ser una unidad intencional idén-tica que se “constituye” en una cierta multiplicidad de apariciones efectivas o posibles, se legitima según su ser y su ser-así respectivo en el encadenamiento de apariciones reglado y cada vez motivado. Pero el encadenamiento es un encadenamiento de apariciones entre-acordadas, que se llenan unas en otras, y son portadas por una conciencia de creencia que las atraviesa, o, si se prefiere, una conciencia posicional, conciencia de ser. Saber qué relación mantiene esta

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conciencia posicional con las simples apariciones necesitaría de investigaciones más profundas (Husserl, 1973, p. 285).

La relación imposible entre esta consideración y la mencionada nota No. 9 del capítulo IV de la primera parte de la Fenomenología de la Percepción, nos hará suponer que la convergencia de ambos pensadores tiene lugar en la sombra misma de sus Impensados, a través, en el caso de Merleau-Ponty, del conocimiento previo de Las Lecciones sobre la conciencia interna del tiempo del año 1905, en donde Husserl ya advierte esta propuesta radical (Husserl, 2001). Otra cosa sería ya elucubrar sobre el derrotero que el pensamiento merleau-pontiano hubiera tomado si en 1961 no se hubiera cumplido el fatal designio de Rimbaud: «on me pensé».

Rota la estructura bimembre Auffassunginhalt-Auffassung (Contenido de aprehensión- Aprehensión), la “vertical” quedará abierta para un ascenso hacia lo Impensado, es decir, para aquella no-filosofía que tanto Husserl como Merleau-Ponty vislumbraron como la extraña distancia (écart) que separa al sujeto mismo y que aleja cada cosa de su posible identidad (Bech. J. M., 2003, pp. 57-94). Ambos establecerán una nueva estructura trimembre: Auffassung-Erscheinung-Darstellung (Aprehensión o acto intencional, Aparición o con-tenido de aprehensión, Exposición u objeto). De este modo, Merleau-Ponty estaba en lo cierto al advertir que la conciencia o la imposición de sentido seguía el esquema husserliano Auffassung-Inhalt, y beseelende Auffassung (Aprehensión animada), y que, por consiguiente, suponía otra operación más profunda mediante la cual el contenido era preparado para la aprehensión. Todo el pensamiento merleau-pontiano partirá de esta consideración.

La estructura bimembre de la percepción será la filosofía de la conciencia que Merleau-Ponty descalificará por su naturaleza impositiva y de “sobrevuelo”; aquella que anula el eje vertical de la Erscheinung, de la Aparición. Entre la intencionalidad de la Auffassung, de la Aprehensión o el Acto, y la identidad de la Darstellung, Exposición u Objeto, habrá una extraña connivencia, una complicidad que abrirá la vertical de las diferentes couches étagées (estratos escalonados) sobre el eje de la Erscheinung, de la Aparición. Aunque tanto la Erscheinung (Aparición) como la Darstellung (Exposición) sean ambas “fe-nómenos”, el eje de la Erscheinung (Aparición) será el eje de los fenómenos

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en sentido estricto: el fenómeno en cuanto fenómeno. Esta vertical nos pondrá directamente en contacto con la trascendencia, con el “ser salvaje” (être sauvage), vertical y ontológicamente primero.

Como es bien sabido (Husserl, 2002), Husserl doblará la reducción trascen-dental mediante una reducción eidética, es decir, que en su etapa idealista (Ideen) utilizará la «reducción trascendental» (reducción cartesiana, kan-tiana y psicológica) para partir de la Auffassung (Aprehensión) y llegar a una “Subjetividad trascendental”, y, a su vez, tal reducción arrastrará una «reducción eidética» para partir de la Darstellung (Exposición) y llegar a las primeras síntesis. Sin embargo, Merleau-Ponty propondrá una reducción a partir del fenómeno en tanto fenómeno, de la Erscheinung (Aparición). Tal reducción por la vertical central será completamente autónoma e irá desde la Erscheinung, o Apariencia, a la Ereignis, o Quiasmo. Este será el eje que propiciará una «no-filosofía» frente a una filosofía de survol que sobrevuela e impera, es decir, la vía de acceso hacia lo Invisible, hacia lo Impensado de la «no-filosofía». Merleau-Ponty se enfrentará al Husserl idealista a favor del pensamiento último del maestro, a pesar de no haber llegado a vislumbrar más que su “sombra” inconclusa, sustituyendo la «reducción trascendental» y la «reducción eidética» por una verdadera «reducción central fenome-nológica», accediendo de este modo al verdadero espesor del mundo, de la naturaleza, de la realidad en definitiva.

Aunque esta estructura trimembre (Anexo) no se mantenga en su ascenso desde lo Visible, por el pensamiento vertical, hacia la región de lo Invisible, su controvertido concepto de la Chair se corresponderá en la reducción con el sujeto y los actos de aprehensión intencional; los esquicios o contenidos de aprehensión se corresponderán a su vez con su noción principal de Quiasmo; y las Eide, esencias o eidos, se corresponderán con las Wesen sauvages. En definitiva, y tal como nos advertirá el propio pensador, encontraremos en el Ser bruto, salvaje, vertical, presente, una dimensión que no es la de la repre-sentación ni la del en-sí. El resto de lo Impensado en Maurice Merleau-Ponty se irá ubicando escalonadamente en los diferentes registros gnoseológicos que son, concomitantemente, registros de realidad y que el propio Edmund Husserl, a partir de su “sombra”, de las ediciones que irán apareciendo desde el año 1966, configurará en una tectónica de regímenes bien diferenciados,

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en una «no-filosofía» de lo Impensado, del Ser vertical, tal como en adelante describiré, en lo que probablemente serán las Notas de Curso de una futura publicación7.

Anexo: Estructura trimembre

7 Álvarez Falcón, L. Origen, exigencia y necesidad de la fenomenología (Fenomenología, Ontología y Esté-tica). Cursoimpartidoenelotoñode2009,enelInstitutodeInvestigacionesFilosóficas“LuisVilloro”delaUniversidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, México.

Subjetividad Hyle Síntesis

Lo I

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Leib

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Interfacticidad

Chair

hyle - protohyle SíntesisPasivas

Quiasmo Wesen

(Reesquematización)

(Transposible)

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(Aprehensión)Acto

(Aparición)Esquicio

(Contenido de Aprehensión)

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(Posible)Intersubjetividad

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 149-195

En las bases de la ontología*

Miguel García-Baró**

Pontificia Universidad de Comillas

Recibido: 26 de noviembre de 2009 • aprobado: 6 de diciembre de 2009

Resumen

Este artículo retoma la tradición del discurso ontológico en sus dimensio-nes epistemológicas y lógico-argumentativas, para sostener la apertura del sentido de la interpretación como campo de exploración de la autocon-ciencia, puesto que toda interpretación es al mismo tiempo un ejercicio de‘autointerpretación’. En este sentido, las categorías de verdad, absoluto, ser y conocimiento, entre otras, son revisadas desde el horizonte del lenguaje, específicamente en las manifestaciones lingüístico-semióticas del sujeto en su proceso de relación con las cosas y con el mundo, generando en dicho proceso formas de auto-reconocimiento y auto-interpretación.

Palabras clave: ontología, conocimiento, interpretación, significado.

* Este texto es un producto de los talleres de investigación en torno a los presupuestos ontológicos de la filosofía,loscualesseimpartenenlaUniversidaddeComillas(Madrid).

** Doctor en Filosofía y profesor de la Universidad de Comillas (Madrid, España). Entre su amplia trayectoria comoescritordefilosofíaeinvestigador,cabedestacarlasobrasLa verdad y el tiempo (1993), Categorías, intencionalidades y números (1993), Ensayos sobre lo absoluto (1993), Edmund Husserl (1997), Vida y mundo. La práctica de la fenomenología (1999), Introducción a la teoría de la verdad (1999), De Homero a Sócrates. Invitación a la filosofía (2004). Es miembro asociado del Círculo Latinoaméricano de Fenome-nología (CLAFEN). Correo electrónico: [email protected]

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on the foundations of ontology

Abstract

This article retakes the tradition of the ontological discourse on its episte-mologic and logic-argumentative dimensions, to support the opening of the sense of the interpretation as a field of exploration of the self-conscious, therefore, the interpretation is at the same time an exercise of self-interpreta-tion. On this sense, the categories of truth, absolute, being and knowledge, among others, are checked from the language horizon, specifically on the linguistic-semiotic manifestation of the subject on their relation process between things and the world, generating as a consequence on that process ways of self-recognition and self-interpretation.

Key Words: Ontology, knowledge, interpretation, meaning.

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Dans les bases de l ´ontologie

Résumé

Cet article reprend la tradition du discours ontologique dans ses dimensions épistemologiques et logico- argumentatives pour soutenir l´ouverture du sens de l´ ́ interprétation comme champs d´exploration.de l´auto-conscience puisque toute l´interprétation resulte en même temps un exercice d´auto- interprétation comme champú d´activité. Dans ce sens les catégories sur la vérité l´absolu, l´être et le la connaissance ont subi une révison de l´horizon du langage, spécifiquement dans les manifestations lingüístique-sémiotiques du sujet dans son processus de relation avec les choses, les formes d´auto- reconnaissance et d´auto interprétation.

Mots clés: Ontologie, connaissance, interprétation, signification.

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IAhora que la filosofía se desconoce y se denigra, importa muchísimo de-rribar fronteras estúpidas tras las que parece que se parapeta un gremio de especialistas. Las cuestiones de la filosofía son universales, decisivas y apasionantes. Quien lo ve tiene el deber de presentarlas con toda la sencillez que sea compatible con no hacerles perder nada de su alcance, su sabor y su hondura.

Pues bien, la teoría acerca de la intencionalidad de la conciencia es el nudo central de todos los problemas de la filosofía. Pero este término –“intencio-nalidad de la conciencia”– es hoy, sin duda, una palabra técnica, propia de la jerga profesional. ¿De qué hablamos? Hablamos del modo, extraordina-riamente admirable, inagotablemente admirable, como nuestra conciencia, nuestra vida, revela el valor, la existencia y el contenido de todo cuanto es, a la vez que quizá también encubre y desfigura muchas cosas. Cuanto existe y es importante, cuanto no existe y no es importante, se nos presenta, se nos manifiesta de alguna manera. Lo que se nos presenta podemos llamarlo también, con un término clásico, la totalidad de los fenómenos. Cuando ha-blo de “conciencia” me refiero, justamente, a la presencia, a la revelación o manifestación de esta totalidad de los fenómenos; una manifestación que a su vez es patente. La conciencia de las cosas es al mismo tiempo conciencia de sí misma, autoconciencia.

No creo que quepa dividir el infinito campo de las investigaciones y la meditación humanas de manera más abarcadora y satisfactoria que en los dominios. Ante todo, el de aquello que existe, sea como quiera, que posee alguna clase de entidad, todo lo que cabe colocar en la posición de sujeto gramatical de una afirmación verdadera que siga alguno de estos modelos: “esto existe”, “esto es tal y tal”, “esto está en tales y tales relaciones con esto otro o estos otros” y “esto posee tales y tales partes”.

En segundo lugar, un dominio mucho más restringido: ¿qué significan ser, existir y estar en estas frases que acabo de entrecomillar? El primer campo es, en la terminología clásica, el de los entes; el segundo, en esta misma termino-

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logía, el del ser de los entes. La filosofía llama ontología a la investigación en ambos terrenos. Si se los quiere diferenciar, habrá que decir que el primero es el propio de las ontologías regionales o materiales (puesto que hay regiones de entes muy distintas) y el segundo, el de la ontología fundamental (puesto que sin tener alguna concepción de lo que significa “ser” no se tiene ninguna de lo que significa “ente”).

De los problemas ontológicos se diferencian los que se refieren al deber ser, al valer; no a los “valores” como tipos peculiares de entes, sino a aquello que debe ser y vale, precisamente en su diferencia respecto de cualquier clase de mero ser. Lo habitual ha sido hablar, a propósito de este nuevo género de investigaciones, de ética. Pero la palabra se queda corta cuando considera-mos que lo esencial aquí es comprender que la aventura moral y, en general, nuestra existencia, en el sentido de nuestro jugarnos la vida en la responsabi-lidad, en la alternativa de salvarse o perderse uno mismo y a otros, por más relaciones que pueda tener entabladas con el puro ser, de ninguna manera se confunde con una especie estática de entidad que precisamente se vea privada de la dimensión de la libertad, el futuro, el bien y el mal, el amor y el odio, la victoria y la liberación, el fracaso y la aniquilación. Como correlato de “ontología”, habría aquí que introducir una palabra prácticamente nueva: “agatología”, es decir, la investigación no del ser sino del bien (y su contrario).

La cuarta esfera de los posibles temas de nuestra preocupación y nuestra teoría es la del pensamiento, la del conocimiento y el discurso y la investi-gación. Un terreno esencialmente reflexivo y no directo hacia las cosas, una vuelta desde la totalidad de los fenómenos (los entes y su ser, los bienes y su bondad) hacia la conciencia de esa totalidad. Aquí, en la lógica amplia y clásicamente entendida, el problema es cómo son para nosotros problemas y temas todos los problemas y todos los temas. Además del ser y el valer, tenemos, efectivamente, que contar con el hecho de que ambos aparecen, son pensados, son objetos intelectuales; y es claro que la manifestación no se confunde con aquello que ella manifiesta.

No nos preguntemos ya ahora –por lo menos, no tan explícitamente como para quedar de entrada atrapados en la suprema dificultad de la cuestión– por la unidad del ámbito infinito dentro del cual hemos diferenciado estos tres

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miembros (lo ontológico, lo agatológico y lo lógico). Al menos de momento, no tenemos nombres ciertos para esta unidad última, que algunos llamarían seguramente la vida.

IIFenómeno, manifestación, apariencia es cosa que requiere tres elementos constitutivos: lo que aparece (ya sea ente, valor y libertad o pensamiento), aquel ante quien aparece y el contenido exacto que se convierte en dato de la cosa para el sujeto. Si no nos ligamos a ninguna teoría pasada, podemos hablar, respectivamente, para simplificar, de la cosa, el sujeto y el objeto. Son palabras cargadísimas de historia, pero nosotros, como siempre que se inicia el movimiento de la filosofía en alguien y desde alguien, tenemos la estricta necesidad de desprendernos de las tradiciones que tienden a indicarnos el camino por donde habremos de ir, antes de que sean las cosas mismas quienes lo hagan.

La “cosa”, podemos también decir, es sólo el polo que atrae nuestro interés teórico. El “sujeto” somos nosotros mismos, los que vivimos este interés y qui-zá lo vamos pudiendo satisfacer poco a poco. El “objeto” es aquí simplemente lo conocido en cuanto tal, lo que en nuestra teoría ya hemos conquistado de aquello que nos interesa. Pero con una reserva importantísima: al ser el conocimiento manifestación de la cosa en el sujeto, queda por principio abierta la vía a la posibilidad de que la manifestación sea inadecuada. La inevitable interpretación que el sujeto ha de hacer de todo fenómeno puede errar, en cualquiera de los sentidos en que quepa errar.

Y es que en la primera aproximación a los datos no he contabilizado uno, a saber: que el conocimiento deberá suponer siempre cierta mediación. En él se echará estructuralmente de menos una imposible inmediatez: la de la presencia absoluta de la cosa “dentro” del sujeto. Una cosa que pasa a formar parte de otra es una cosa ingerida, tragada o incrustada en otra cosa; pero jamás es una cosa conocida por un sujeto. En tanto que tales, el sujeto y la cosa no existen del mismo, y es absurdo pensarlos en tal homogeneidad el uno con la otra que llegue a ser posible esa ingerencia o incrustación de la

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cosa en nosotros. Más bien sucede que la asimilación cognoscitiva de las cosas por el sujeto requiere, por decirlo de algún modo, la destilación de todas las cosas en el material subjetivo que es lo que he denominado el objeto o el fenómeno.

Llegados aquí, podemos atrevernos a decir que el objeto es, entonces, el signo subjetivo de las cosas. Un signo es un signo cuando –y en la medida en que– envía a un sujeto hacia cierto significado. Esta función de manifestar algo otro es evidente que no se puede realizar más que si el signo (la cosa-signo) es captado por el sujeto como remitiendo a algo otro de sí mismo. Captar como es, al pie de la letra, interpretar el sentido y, mediante la interpretación, referir el signo a lo que él significa. E insisto en que queremos en todo esto mantenernos desligados de cualquier compromiso con cualquier teoría del pasado y con cualquier comprensión presuntamente de “sentido común” que ya aporte la lengua materna en que nos expresamos.

Si ahora recontamos los elementos constitutivos del conocimiento, el resul-tado es este:

1) Cosa no subjetiva, trascendente al sujeto, heterogénea ontológicamente respecto de éste y, a la vez, polo de su interés teórico, cognoscendum.

2) Sujeto teóricamente interesado y en progresiva satisfacción de su carencia de verdad.

3) Fenómeno subjetivo, es decir, asimilable ontológicamente de alguna ma-nera por el sujeto y esencialmente inmanente a éste, aunque tampoco homogéneo respecto del sujeto: signo de la cosa, cognitum.

4) Interpretación por parte del sujeto del fenómeno como tal fenómeno; es decir, captación del sentido del fenómeno como signo que envía hacia la cosa.

Si reparamos cuidadosamente en lo que estamos diciendo –y hay que tomarse tiempo para hacerlo, sin que yo añada más palabras–, vemos con evidencia que estos mismos elementos todavía pueden describirse con otras expresiones. Nos interesa variarlas y multiplicarlas, para que nuestra com-prensión vaya avanzando con seguridad. Diremos que el objeto o fenómeno

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es el significante; la cosa, el significado o, mejor, lo significado; la interpretación es la atribución de sentido al significante, exactamente para que remita a tal significado; el sujeto es, entonces, primordialmente el intérprete.

En esta perspectiva, el conocimiento se presenta como un suceso que no es sino el acontecimiento de la interpretación. Hablo aquí sin querer definir con exactitud las diferencias entre suceso y acontecimiento, que en otros contextos son decisivas. Pues bien, este acontecimiento está esencialmente hecho posible por dos estructuras que lo trascienden, o sea, que no son meras partes del suceso. Me refiero a la cosa y al sujeto. Debo contar con los dos, pero precisamente a título de entidades que necesariamente preexisten al suceso cognoscitivo y necesariamente sobreviven a él. La cosa le sobrevive incólume; el sujeto, en cambio, se trasforma a sí mismo en la serie ininterrum-pida de las interpretaciones.

La cosa, aunque no es, desde luego, del todo opaca para la razón, resiste, con la consistencia de la piedra, al proceso de su elaboración racional. No se desgasta por el tacto inmaterial del conocimiento. No tiene, en este pre-ciso sentido, historia ni tiempo. Su modo de ser es, por decirlo de alguna manera, la pura permanencia en sí misma. Incluso sus trasformaciones son ahistóricas, puesto que le sobrevienen como zarpazos o incrementos de los que ella carece de noticias.

El sujeto es, por su parte, la historia de las interpretaciones: puro tiempo que consiste en tendencia a lo otro de sí; en búsqueda, encuentro y búsqueda alimentada por el caudal constante de los sucesos y los acontecimientos, que son, respectivamente, renovados o imprevisibles encuentros. Mientras que para la cosa no hay propiamente acontecimiento ni suceso, el sujeto es el suceso de todos los sucesos, el acontecimiento de todos los acontecimientos; o, más bien, la tensión subyacente que los hace posibles a todos.

Sin embargo, el registro de los componentes básicos del conocimiento no está aún, ni mucho menos, concluido. Baste citar un quinto ingrediente im-prescindible, que, sin duda, viene a perturbar radicalmente (es decir: a aclarar radicalmente) el relativo orden que hemos alcanzado a establecer entre los datos del problema. Este quinto factor es el hecho de que la interpretación es

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un suceso que acontece ante sí mismo, o, expresado con más exactitud: que la interpretación es transparente para sí misma; que se sabe a sí misma; que tiene conciencia de cuanto ella es y, fundamentalmente, del hecho mismo de que está ahora teniendo lugar (“ahora”, o sea: en determinada altura de la historia de un intérprete).

Es realmente esto lo que se quiere dar a entender cuando se dice, con cierta despreocupación, que el conocimiento es una vivencia consciente, un suceso en la conciencia de un sujeto. Y como subjetividad, historia y autoconciencia son para nosotros, hasta aquí, términos esencialmente inseparables, reco-noceremos que hablar de la conciencia como de una facultad de cierta cosa llamada yo es un modo muy poco justo de describir lo que efectivamente ocurre. Lo que hay, más bien, y permítaseme la frase difícil, que exige ser pensada un momento antes de seguir leyendo de prisa, es que toda inter-pretación es ‘autointerpretación’, y que sólo puede serlo surgiendo en la historia global de las interpretaciones sucesivas que constituyen al menos una sustancial porción del sujeto.

Sólo ahora nos encontramos ante lo paradójico de la razón. Una paradoja esencial, que se puede desglosar, meramente porque no se puede decir todo a la vez, aunque se deba, en dos preguntas: ¿cómo es, en general, po-sible el acontecimiento de la interpretación? ¿Cómo es, en general, posible que toda interpretación sea ‘autointerpretación’? Intentemos señalar lo más directamente posible la paradoja que casi se oculta detrás de estos dos interrogantes.

Respecto del primero, el misterio estriba en el origen último del sentido. No puede descubrirse algo acerca de lo cual se ignore absolutamente todo. No cabe ni siquiera preguntarse por lo que es absolutamente desconocido. Nada conocible es primeramente un absoluto desconocido. No se puede, pues, empezar jamás a entender. E incluso es un enigma que alguna vez pueda entenderse más de lo que de antemano (a priori del acontecimiento concreto de la interpretación) se entendía ya, pues también para este relativo desconocido tiene que haber un sentido disponible que lo esté esperando para satisfacerse plenamente en él. El enigma del origen de la interpreta-ción, que se extiende, según vemos, a la historia de toda interpretación, es,

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justamente, nada menos que el misterio de la condición que hace posibles la historia, el sujeto, el tiempo y la autoconciencia.

Por lo que hace al segundo interrogante –no cabe separarlo tajantemente del primero–, la paradoja es que el hecho de que toda interpretación sea ’autointerpretación’, pone de relieve lo difícil –por decirlo suavemente– que es considerar siempre el conocimiento un proceso signitivo. La interpretación del objeto está inmediatamente presente a sí misma. Aunque utilicemos la dura palabra ‘autointerpretación’, porque tampoco estamos aquí ante un caso de inclusión o incrustación simple de algo en un todo, sino ante un conocimiento certísimo y clarísimo, no podemos creer que la interpretación del sentido del objeto se nos da en un nuevo objeto-significante, que preci-saría también de una interpretación, la cual, naturalmente, sólo se conocería mediada por la interpretación de ese otro signo destinado a presentárnosla, el cual, in infinitum, exigirá otro signo de sí, que exigirá otro más.

En cualquier grado de esta serie (lo que quiere decir que no hay razón para que no nos quedemos ya con el primero), la interpretación cognoscitiva tiene que ser un suceso inmediatamente presente, e inmediatamente presente a sí mismo, autopresente. La interpretación que en cierto momento llevo a cabo es, en otros términos, inmanente a mi existencia de sujeto histórico de un modo mucho más íntimo que aquel en el que hablo también de “inmanencia” y “subjetividad” a propósito del fenómeno cuyo sentido capto.

Hay, pues, al menos dos modos esencialmente distintos del conocimiento: la interpretación de objetos, de un lado y, del otro, la ‘autointerpretación’, absolutamente inmanente, de toda interpretación de objetos. Y en cuanto al sujeto histórico, la doble paradoja que hemos empezado a analizar no da sin más por cancelada la posibilidad de la historia; pero, eso sí, imposibilita que adoptemos, respecto del sujeto, la óptica de su plena y total historicidad, sin resto de eternidad.

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IIIAntes de ir persiguiendo cada uno de los hilos variadísimos que se han revelado ya en estas exploraciones preliminares, a fin de que la dificultad extrema de los problemas, en contraste con la sencillez absoluta de las pri-meras descripciones, no nos desconcierte, puede ser útil echar una ojeada panorámica a la historia de la filosofía.

La más simple posición filosófica, el empirismo, se caracteriza esencialmente por recusar el factor interpretación. En la labor de llevar a perfección este programa que define a la filosofía empirista, hay formas muy mediocremente consecuentes de hacerlo. Así sucede con el trabajo de John Locke, quien no se atrevió a identificar cosas y objetos, por más que, como es evidente, si se rechaza la interpretación lo que efectivamente se rechaza es el carácter sígni-co del conocimiento de lo trascendente y, en consecuencia, se debe negar lo trascendente mismo: hay que identificarlo con el objeto inmanente y subjetivo.

Se llama fenomenismo justamente a esta identificación, a esta reducción de la complejidad del fenómeno del conocimiento. En su sentido más estricto, el fenomenismo convierte, pues, al sujeto en el conjunto de las cosas, las cuales coinciden, a su vez, con los fenómenos. En este sentido tan duro, el fenomenismo es la culminación consecuente del empirismo.

El empirismo fenomenista encontró seguramente su realización más perfecta en las obras de David Hume y John Stuart Mill. Posee antecedentes en las especulaciones del materialismo antiguo (Demócrito, que más bien es un predecesor de Locke y, sobre todo, el genio de Epicuro). Los comienzos del empirismo fenomenista clásico están en la extraordinaria obra de George Berkeley. Sin embargo, este pensador previó la posición que pocos años después adoptaría David Hume y la rechazó por razones muy profundas que, por cierto, Hume nunca quiso discutir directamente. Ello llevó a Berkeley a renunciar al fenomenismo absoluto como un absurdo. El motivo esencial fue que tenía, con toda razón, como empresa completamente irrealizable la destrucción del sujeto (que es lo que resulta de su identificación con la totalidad de los fenómenos).

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Por su parte, la tendencia profunda de la filosofía racionalista conduce asimismo a la destrucción del sujeto, pero por la vía opuesta a la recorrida por Hume. Lo que aquí atrajo deslumbradoramente a la inteligencia fue en definitiva la imposibilidad de la historia, la imposibilidad de la novedad, la paradoja que encierra la noción de un origen absoluto de la interpretación.

El precursor antiguo de la realización de este programa filosófico es Par-ménides, el defensor de la unidad y la eternidad absolutas del ente. Habría que preguntarse si las escuelas de Elea y Mégara, el neoplatonismo y los distintos gnosticismos que lo rodean no han sido los más logrados intentos de pensamiento “racionalista” consecuente hasta el extremo.

Por otra parte, en la modernidad es seguramente Espinosa quien ha pensa-do el monismo intelectualista con más hondura, aunque cabría opinar que el racionalismo absoluto ha sido el que, en vez de negar simplemente la historia, la ha asumido en la Totalidad perfectamente racional, al modo en que, después del arduo esfuerzo de Leibniz, lo procuró Hegel. Descartes y Malebranche, sobre todo el Descartes pensador de las dos primeras Medita-ciones metafísicas, son, respecto de la tradición racionalista, cosa análoga a la representada por Berkeley en la tradición empirista. También ese Descartes que digo pensó la irreductibilidad del yo finito como imposible de subsumir en la Totalidad donde la individuación queda abolida (aunque el filósofo racionalista diga que queda sobreelevada).

La filosofía de Aristóteles contiene muchos más elementos racionalistas que empiristas. Aristóteles quizá pueda ser situado en el lugar que separa a Espinosa de Leibniz. Platón, en cambio, respecto del cual es impropia la expresión “la filosofía de Platón”, dado que su obra es una inmensa discusión abierta, paradójica, irónica e indirecta de prácticamente todos los problemas esenciales, será siempre el lugar clásico en donde el investigador encuentre factores descriptivos y piezas especulativas de extraordinario valor, que a él se le ofrecen allí en toda la fuerza de su enigma, como para poner a la prueba más fuerte su capacidad filosófica.

Cabe luego, naturalmente, la renuncia al pensamiento, que si es atrevida y poco consecuente, se expresará como la recusación de la verdad y de todo

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conocimiento, y si es auténtico y profundo escepticismo se volcará en relatos y ejemplos, en literatura dramática, épica, lírica, sapiencial y novelística, como ya ocurrió paradigmáticamente en Eurípides y se repite constantemente en la actualidad (Roth, Auster, Kundera, Oz).

La filosofía crítica, el “idealismo trascendental” de Kant, se presentó, frente al escepticismo y los “dogmatismos” racionalista y empirista, como una nueva posibilidad, una cuarta vía nunca ensayada antes de 1800, aunque hubiera tenido precursores sutiles en escritores como Pascal u Ockham. La filosofía crítica se parece, por una parte, al empirismo: no cree que el conocimiento humano se extienda más que a los fenómenos u objetos. Pero más aún se parece al racionalismo en su defensa del sentido de los fenómenos, por más que piense que este sentido no designa las cosas trascendentes. Procede, pues, a construir una noción nueva del objeto, puesto que lo distingue ri-gurosamente de la “cosa en sí” y, al mismo tiempo, sostiene que esta “cosa en sí” es absolutamente incognoscible. En el dominio de los fenómenos u objetos, distingue todavía entre significantes subjetivos y significados trans-subjetivos, que Kant pretende haber probado que no se pueden identificar con las cosas o, como él prefería decir, con la “cosa en sí”.

Desde la perspectiva de la filosofía crítica, es dogmática la posición que, más que afirmar explícitamente que las cosas son conocibles, vive creyéndolo de manera incontrolada e impensada. La filosofía que de verdad es postkantia-na –lo que no le sucede a toda aquella que ha sido escrita desde 1800 hasta hoy– se caracteriza fundamentalmente por la renuncia a la noción misma de “cosa en sí”. En unos casos, estas filosofías, que, naturalmente, se inclinan todas hacia cierta metafísica del sujeto, han creído explorar lo Absoluto; en otros, han considerado que sólo exponían la finitud de la existencia histórica. Ha habido formas de existencialismo que no han supuesto que la finitud histórica sea la totalidad de cuanto hay y admiten, pues, en modos diversos, lo Absoluto no conocible en la pura teoría. Otras han concedido explícita o tácitamente que, por decirlo de alguna manera, la finitud es lo absoluto. Algunos de los pensamientos teístas más profundos que ofrece la historia se enmarcan en la primera de estas clases de filosofía existencial, cuyo iniciador moderno es Kierkegaard. La filosofía francesa, desde Blondel y Bergson hasta Levinas,

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Chrétien, Henry, Lacoste y otros contemporáneos, basada en los precedentes de San Agustín, Maine de Biran y los ya mencionados Descartes y Pascal, discurre también por estas vías. Y lo mismo se puede decir de la llamada Escuela de Madrid a grandes rasgos.

El pensamiento de la finitud y la historia como absolutos se realiza muy poderosamente en las obras de Heidegger y Merleau-Ponty, ambas decisiva-mente influidas por el intento de conciliación avant la lettre que representó la fenomenología trascendental de Husserl. Sus dos antecedentes en el siglo antepasado son la antropología de la izquierda hegeliana (ante todo, Feuer-bach) y la ultraantropología nietzscheana. Por otra parte, el empirismo de Hume y Mill ha encontrado una prolongación postkantiana en la filosofía “lingüística” que ha pretendido sustituir la subjetividad por la estructura del lenguaje, como ha sucedido, sobre todo, en las obras de Wittgenstein y Austin. Ahora bien, regresemos a la reflexión sistemática.

IVEntre tantas direcciones como podemos ahora emprender, quizá la primera deba ser la de intentar un catálogo de los elementos ontológicos primordia-les, o sea, de esos que parece que habrían de configurar el fondo de todas las demás ideas, si es que no es trabajo perdido el de la búsqueda de una ontología absolutamente general, absolutamente formal, que abarcara incluso de alguna manera las “cosas” propias del dominio de la agatología.

Ensayemos, pues, con la noción que es aparentemente la más primitiva: la de unidad. Unidad no quiere decir simplicidad. Unidad se opone, ciertamente, a pluralidad; pero de ésta es necesario distinguir al menos dos significados. En uno, pluralidad se refiere a conjunto o colección de unidades; en el otro, pluralidad designa colectivamente las partes de una unidad, que en este caso se llama un todo.

La unidad auténtica de una cosa, de un todo, debe ser distinguida cuidado-samente de la unidad derivativa e inauténtica de un conjunto de cosas. De hecho, el término “parte” no se usa para designar las unidades que entran

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en un conjunto (y que pueden no ser cosas o todos, sino unidades simples o, por qué no, partes de ciertas cosas, como también pueden ser unidades ficticias, meros “entes de razón”).

En cuanto tales, las partes de las cosas o todos no poseen más que una unidad impropia, análoga, pero no idéntica, a la unidad impropia característica de los meros conjuntos. Salta esto a la vista por el hecho de que los conjuntos reúnen unidades, aunque sea en la acepción más laxa de la palabra que quepa; mientras que una parte, tomada estrictamente como tal parte, o sea, no desgajada ni diferenciada del todo en el que se halla, colabora a la unidad auténtica del todo, de la cosa, justamente porque ella, la parte, de por sí no tiene unidad propiamente dicha.

Pero en seguida se nos complica la noción de parte, ya que es evidente que no todas las partes cooperan en la misma medida y de la misma manera a fundar la unidad real del todo. De no ser por esta complicación, sería fácil tomar la “unidad” de cada parte en cuanto parte como unidad en potencia, frente a la unidad en acto que tiene el todo y que adquiriría cualquier parte al desmembrarse de él y convertirse en una cosa real (simple o compleja, o sea, todo a su vez). Si la situación fuera tan aparentemente sencilla, la unidad en acto iría indisolublemente vinculada con aquello en la cosa que reúne propia y auténticamente las partes; pero, a su vez, este factor tendría por principio que equipararse con la unidad en acto propia ya de lo absolutamente simple –si existe algo absolutamente simple, y no se ve claro que no esté prohibido que exista; al revés, parece que la estructura de los todos, si es tan elemental como intentamos verla de momento, exige que, en definitiva, las partes úlimas desprendibles del todo sean siempre simples–.

Ahí se nos revela que la aparente sencillez era sólo aparente, ya que no es precisamente tarea fácil concebir cómo es posible que una parte simple sólo posea unidad potencial y adquiera repentinamente unidad en acto nada más por ser liberada de su vínculo con otras partes. ¿Mediante qué transformación? Y ¿cómo liberar de un vínculo a lo que, por ser simple, no puede desprenderse de nada sin aniquilarse?

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Reconoceremos, pues, que se necesitan mayores precauciones en el análisis de la naturaleza de las partes. Por un lado, parece concebible que haya partes que son, a su vez, cosas-todos en potencia, o sea, que vienen ya equipadas con todo lo que se precisa para adquirir, en el instante en que se rompa su vínculo con la cosa-todo actual, la unidad real y actual de una cosa al mismo tiempo que la independencia de la antigua cosa-todo en que se encontraban provisionalmente.

Pero, por otro lado, se hace necesario pensar también en partes que carecen absolutamente de la capacidad de convertirse en cosas. Partes, pues, que de suyo, a priori, no pueden volverse independientes y, en consecuencia, cuya “unidad” no es unidad real o propia ni en acto ni en potencia. Parece que sería útil decir que tales partes, dado que no son separables en la realidad sino sólo en el análisis intelectual, no tienen más unidad que la meramente intelectual o pensada. El análisis que las distingue no puede denominarse real en el sen-tido pleno y fuerte de este término, sino que es análisis mental, distinción de razón. Lo que no quiere decir que tal análisis no diferencie contenidos que verdaderamente forman parte de la cosa, del todo. Las partes que no tienen unidad más que en el análisis intelectual de la cosa no son por ello menos partes auténticas de la cosa.

Cuando usamos en este contexto el término clásico “distinción de razón” no queremos, pues, decir, de ninguna manera, que lo que distingue esta dis-tinción no exista de algún modo y sea, en cambio, el entendimiento quien lo insufla en las cosas. La idea que comporta la “distinción de razón” es, más bien, la de que la “unidad” de ciertas “partes” presentes verdaderamente en la cosa está abierta por esencia a la reunión con otras partes de la misma cosa. Pensar esta “unidad” es ya pensar la relación extremadamente íntima en que la parte que sólo posee “unidad intelectual” está con alguna otra parte en el todo real. En definitiva, la unidad meramente intelectual es uno de los lados de lo que, visto por su otro aspecto, resulta ser relación necesaria o, más exac-tamente, fundamento de una relación auténticamente necesaria o intrínseca, o sea, exigida por la naturaleza misma de al menos uno de sus fundamentos.

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He aquí, entonces, la última diferenciación que se impone a priori en el pobla-do terreno ontológico de las partes. Y es que una parte que sólo posee unidad de razón cabe que sea fundamento de una relación necesaria e intrínseca bien con otra parte (o con otras partes) de su mismo estatus ontológico, o bien con una parte dotada de unidad real en potencia. En este segundo caso, es evidente que no podemos hablar con la misma plenitud que en el primero de la necesidad e inteligibilidad de la relación, puesto que sólo por el lado de uno de sus fundamentos hay la necesidad absoluta de entrar en esa determinada relación.

En resumen, junto a las cosas reales –que apenas cabrá confundir con el sentido que dimos a la palabra “cosa” en la primera discusión del fenómeno del conocimiento–, junto a los todos reales, hemos encontrado, en los pasos iniciales de nuestro ensayo de ontología general, los conjuntos y las partes de las cosas reales. Las partes de las cosas han quedado divididas, a su vez, en cosas en potencia y partes dotadas sólo de unidad intelectual o de razón.

Este último tipo de unidad debe ser cuidadosamente distinguido de la pseudounidad del conjunto. Si decimos que la unidad del conjunto no es real sino meramente pensada, no debemos en ningún caso confundir esta unidad irreal y puramente arbitraria con la unidad que poseen las partes que, siendo ingredientes auténticos de la cosa, no son, sin embargo, unidades reales en potencia. La pseudounidad del conjunto no es fundamento de ninguna relación necesaria, intrínseca e inteligible con otra parte de cierto todo; aunque para los conjuntos en general, en virtud de su forma arbitraria, valgan las leyes de la aritmética, por ejemplo.

Quizá sea útil, recapitulando todas las ideas expresadas hasta aquí, hablar, a propósito de los elementos de la ontología, de conjuntos, cosas, partes y aspectos. Hay que subrayar que la distinción de estas cuatro primeras piezas de la teoría ontológica procede a priori. En especial, no ocurre que las partes y los aspectos se deslinden recíprocamente a posteriori de que atendamos a ciertas esferas de ejemplos (como puedan ser las cosas que se ofrecen a la vista y al tacto). En el mismo momento en que se concibe la idea de parte se piensa también la idea de la reunión de las partes; pero la reunión como tal no puede a su vez ser una parte propiamente dicha de la cosa, por más

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que sea un componente o ingrediente auténtico de ella. Y sin duda que lo es, puesto que, como ya señalé, está en relación esencial con la unidad actual y real de la cosa-todo. La reunión, el vínculo de las partes, no es parte sino aspecto de la cosa. Quien concibe el pensamiento de las partes, concibe ya por ello mismo el pensamiento de los aspectos verdaderamente constitu-yentes de las unidades reales.

Si reparamos bien en lo que llevamos hecho, notaremos que aquí la idea ori-ginaria, la idea-límite, es la de la cosa en acto, la cual, eso sí, sólo adquiere su pleno desarrollo cuando se conciben el conjunto y la parte y, por ello mismo, el aspecto. Pero detengámonos también a considerar que, paralelamente a las nociones de cosa, conjunto, parte y aspecto, hemos pensado, sin duda e imprescindiblemente, o sea, a priori, algunos elementos ontológicos más; por ejemplo: relación de vinculación arbitraria e irreal de las cosas en el conjunto, relación necesaria (recíproca o unidireccional) de los aspectos entre sí y con las partes, vinculación real de las partes en la cosa, etc.

Cosa, conjunto, parte y aspecto son los elementos ontológicos desde el punto de vista de la unidad en general. Pero es que la unidad no es pensable con independencia del puro pensamiento de la relación. Por ello, a los cuatro tipos de unidad les corresponden en la teoría ontológica las cuatro clases de la relación que, ordenadas de mayor a menor grado de inteligibilidad, son: 1) la relación entre dos o más aspectos; 2) la relación entre un aspecto y al menos una parte; 3) la relación entre dos o más partes; 4) la relación entre cosas. Pero hay más. Pensemos sólo en que, igual que concebimos conjuntos de conjuntos, concebimos también relaciones entre conjuntos.

Un problema básico de la teoría ontológica es si las relaciones pueden asimilarse a las unidades y estudiarse, en general, como constituyentes de unidades, como aspectos de unidades (salvo las relaciones arbitrarias ca-racterísticas de los conjuntos); o si, a la inversa, cabe subsumir el punto de vista de la unidad en el panorama de una ontología puramente relacional. O si más bien sucede, como he postulado yo tácitamente, que la reducción no es posible en ninguno de los dos sentidos (lo que implica ya de suyo una cierta primacía de la idea de cosa, o sea, de unidad, ya sea un todo, ya sea una unidad simple).

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La laguna más sensible de estos análisis provisionales concierne, sin duda, a las unidades de orden superior al de la unidad fundamental, o de orden ínfimo o cero, de la cosa. Y es que las unidades que suponen cosas, que se fundan en cosas, no siempre, ni mucho menos, son irreales y arbitrarias, como en el caso de los conjuntos (a los que sólo impropiamente cabe denominar unidades “de orden superior”). Dentro de estas estructuras, la unidad actual de la cosa no tiene que pasar a la mera potencia, como si en ellas se tratara de cosas hechas de cosas. Así ocurre con las situaciones, que otros llaman estados de cosas y que también es frecuente denominar hechos; así ocurre también con los procesos y los sucesos o eventos y con las llamadas escenas. Por el momento, no importa clasificar y definir exhaustivamente todas estas unidades complejas. Esto sí: un hecho es una situación pasajera, contingente; otras situaciones son, en cambio, necesarias, y no les conviene en absoluto la denominación de hechos.

Las situaciones, en efecto, son seguramente las estructuras fundamentales en este ámbito de los objetos superiores dotados de unidad no irreal y arbitraria. La razón que obliga a admitirlas y a concederles esta primacía es la presencia indudable de las verdades, que va ya implicada en el mero hecho de que se hable acerca de los elementos de la ontología. El correlato objetivo de un enunciado (un enunciado es un sentido, no una cosa) sobre los elementos ontológicos no es, por ejemplo, simplemente uno de éstos sino, más bien, un “comportamiento” o “estado” en que se ve envuelto.

Que haya hechos o situaciones renueva vigorosamente el problema de la unidad y la relación. Y la presencia de la verdad inaugura esferas nuevas de problemas esenciales de la filosofía primera.

V¿A qué llamamos una verdad?

Empleando la misma terminología que al comienzo, parece que debe con-testarse: llamamos una verdad a una cosa realmente existente, conocida tal y como es, o sea, manifestada en un objeto inmanente que presenta la

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cosa al sujeto como un medio perfectamente trasparente. Es verdadero el conocimiento que, mediata o inmediatamente, alcanza las cosas tal y como son en sí mismas.

Se ve, pues, que la palabra “verdad”, aun no siendo equívoca, posee una naturaleza tal que permite predicarla tanto de la cosa como del objeto y de la interpretación (y del sentido en que ésta capta el objeto). Acerquémonos a esta pluralidad de usos.

Si hablo de “conocer una verdad”, entonces, desde los puntos de vista del objeto y de la cosa, caigo en la cuenta de que lo conocido (lo estrictamente sabido, aquello de lo que me estoy enterando en cierto momento) tiene una estructura particular: la propia de una situación, que se llama desde antiguo una categoría o predicación. La cosa conocida (y el objeto correspondiente) no es exactamente una mera cosa sino el estado de una cosa, la situación en que se encuentra una cosa, su comportamiento. Por ejemplo, que la cosa a es P; que a y b están en relación en la relación R; que a es un elemento del conjunto A; que a es un todo del que b es una parte; que a existe. O también que las clases A y B (así introducimos de repente otro elemento ontológico de orden superior muy especial, del que aún no habíamos hablado) están en la relación R; que todos los miembros de la clase A poseen la propiedad Q; que la relación R posee tales y tales propiedades; o que el predicado P se determina ontológicamente en tal o tal forma.

He multiplicado los ejemplos para que salte a los ojos que una situación, aunque en principio implique a una cosa y una parte o un aspecto suyo que reconocemos como suyo, tiene una estructura del todo formal, o sea, trasladable desde el nivel ínfimo o cero, el de las cosas, a cualquier nivel su-perior (donde puede que se vuelve ambiguo no hablar más que de partes y aspectos de las unidades que allá nos encontramos).

Las “cosas” conocidas –regreso al lenguaje de la teoría básica del conocimien-to, como en el § 1– son, pues, estructuralmente, situaciones, predicaciones. La noción de predicación es tan simple que sólo los ejemplos permiten captarla. En realidad, es indefinible. Ni aun con la fórmula célebre de Platón y Aristóte-les: ti katà tinós; que no se podría quizá traducir sino, muy vagamente, como:

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algo-respecto-de-algo. Y sucede que cuando sabemos muchas predicaciones o situaciones en las que figura de un modo u otro cierto algo, decimos que conocemos este algo bien (o perfectamente, o aún imperfectamente).

Lo que ahora nos importa más es notar la obviedad de que la estructura predicativa es condición necesaria del conocimiento (en la expresión “cono-cer una verdad” y en la expresión “conocer algo porque se conocen muchas verdades sobre ello”), pero en absoluto condición suficiente. Está claro que las estructuras predicativas, además de conocidas, pueden ser ignoradas, sospechadas, puestas en duda, deseadas y temidas, odiadas y amadas. Una misma “cosa” y un mismo “objeto” son correlato de todas estas y aún de mu-chas más actitudes del sujeto. Una cosa no interpretada, un objeto sin sentido, ni siquiera son cosa ni objeto: no pueden ser vividos por nadie como tal cosa ni tal objeto. Pero habrá que diferenciar, al parecer, la interpretación básica, la mera posesión explícita de sentido, de todas las variadísimas actitudes que, sobre este fundamento, es todavía capaz de vivir el sujeto.

De este modo, parece que hemos de reconocer que la nuda interpretación es el comportamiento subjetivo elemental y fundador de todos los restantes. La aparición de sentido, con todo lo paradójica que sea por otra parte, es el comienzo mismo de la inteligencia y aun de la subjetividad propiamente dicha. Con ella queda establecido el objeto, que posee, justamente, estructura predicativa (y que, en la actitud inicial e ingenua, tendemos a identificar con la cosa trascendente misma).

Por este lado, se insinúa el pensamiento de que la unidad de la cosa quizá no sea, después de todo, la primordial y de orden cero sino, más bien, la de orden -1. Sin embargo, el recuerdo del caso que antes llamábamos ‘autoin-terpretación’ inmediata nos pone en guardia respecto de que no debemos abandonar la cautela.

En fin, lo que hemos avanzado significa que debemos atrevernos a diferen-ciar la “nuda interpretación” no sólo del amor, el odio, el deseo, el temor o la esperanza, sino también del dudar, el sospechar, el preguntar e incluso el conocer. Repitamos, por otra parte, que esta manifestación primordial de un sentido predicativo es una condición indispensable del conocimiento (de

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la situación designada por ese sentido), pero no es aún este conocimiento mismo. Lo un tanto paradójico, sin embargo, es que, al mismo tiempo, he-mos de decir que esta manifestación primordial es, justamente y como tal, conocimiento de un sentido predicativo. Lo que sucede es que, como se trata en este caso de un sentido, su revelación, por perfecta y adecuada que sea (y tiene que serlo por principio, cuando lo que tenemos es una nuda inter-pretación o manifestación primordial), no es aún conocimiento de la cosa designada. Ésta es, como he dicho repetidamente, el auténtico polo que orienta el interés teórico.

Llamemos, como empezamos ya haciendo, intencionales a las actitudes del sujeto en cuanto se refieren, en ese modo indescriptible que es la relación vivida, consciente, subjetiva, a cualesquiera estructuras ontológicas: predi-caciones, cosas, partes, aspectos, clases, relaciones. Así, la actitud intencional básica parece hasta aquí que sea la nuda interpretación: el dato inmediato de un sentido predicativo de máxima sencillez. El conocimiento, entonces, tanto en la acepción “enterarse de” como en la acepción “saber” (enterarse es un momento, saber es un hábito), desde luego es una entre las actitudes intencionales del sujeto. Mejor dicho, es, ya por el momento, al menos estas dos cosas diversas: por una parte, es la manifestación primordial de un sen-tido predicativo; por otra, es la posesión intelectual, exenta de error, de la situación a la que se refiere signitivamente ese sentido predicativo.

En efecto, aunque se emplea “verdad” y “verdadero” en otros muchos con-textos más, es evidente que sólo se está propiamente en la verdad o en el error cuando se tienen (se viven momentánea o habitualmente) convicciones, creencias, opiniones; es decir, cuando se formulan explícitamente juicios o cuando se está en disposición de formularlos si la ocasión lo requiere (dado que ya se está viviendo de modo tácito la convicción correspondiente). En cambio, las actitudes intencionales que llamamos meras hipótesis, el pensar simplemente en tales o cuales cosas, no son ni sucesos ni procesos ni estados susceptibles de verdad. No lo son ni siquiera cuando, por ejemplo, la hipótesis plantea algo que, de ser creído, resultaría verdad.

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Al menos en un aspecto (el objeto intencional, o sea, el objeto como tal de la actitud intencional), hay extraordinaria semejanza, incluso igualdad, entre la mera hipótesis y el juicio; en otro aspecto, sin embargo, la diferencia es tan grande como para que la hipótesis no sea ni verdadera ni falsa y el juicio, en cambio, haya de serlo.

Quizá valga la pena acercarse a terminologías que ya se usaron otras veces cuando se miró a estos fenómenos. Digamos que la hipótesis y el juicio tie-nen, cuando poseen el mismo objeto intencional, la misma materia, aunque difieren formalmente. Si distinguimos así entre materia y forma de un juicio, nos vemos llevados a nuevas cuestiones acerca de qué sea lo verdadero por antonomasia. Y es que todo juicio será síntesis o reunión de estos dos as-pectos (su materia y su forma), pero ocurre que la forma juicio será la misma en todos los juicios, ya sean verdaderos, ya sean falsos. Luego localizaremos en la diferencia material entre los juicios la base de la distinción entre juicio verdadero y falso, por más que entonces estaremos buscando el fundamen-to de la propiedad más admirable de los juicios en el aspecto que, lejos de serles propio, comparten con muchas otras actitudes intencionales que no son capaces de verdad ni falsedad. Lo que también es una paradoja.

Pero ¿hay tal identidad formal entre todos los juicios? También la pregunta suena a paradoja, puesto que está claro que, en general, todas las cosas de una misma clase comparten unívocamente la propiedad que las hace pertenecer precisamente a esa clase. Pero es que también es una triviali-dad a la que nos induce el lenguaje el fenómeno de que es frecuente que algunos miembros de una determinada clase participen más que otros de la propiedad común a todos. Creemos, por ejemplo, en que existen intensi-dades diferentes de la misma cualidad y, en general, grados de perfección y de degradación.

En el lenguaje de todos los días está permitido preguntar, por ejemplo: ¿hasta qué punto estás seguro de eso que crees? Aquí, “eso que crees” designa la materia, que está siendo pensada y seguramente no creída por quien hace la pregunta, la cual toma a la forma del juicio por una magnitud que crece y mengua y que abarca desde la seguridad inquebrantable (la certeza) hasta la mera sombra de una sospecha a favor.

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Tanto si se piensa en la identidad de la forma de todos los juicios como si se piensa en que admite grados prácticamente infinitos, la mera hipótesis de una materia opinable aparece no como la síntesis de una forma peculiar y esa materia, sino como la pura ausencia de toda forma. A partir de esta ausencia o carencia, cualquier asomo de auténtica conjetura a favor del sí o el no propios del juicio, cualquier toma de postura que abandone la total abstención, sería ya un juicio, verdadero o falso.

A esta actitud tan particular que no es toma alguna de actitud, la llamare-mos en general con el clásico término de representación, para oponerla al juicio. Pues bien, en cuanto atendemos al ámbito de las representaciones (que sería mejor llamar, menos clásicamente, presentaciones, como salta a la vista), comprobamos con sorpresa que entre ellas parece haber también multiplicidad de formas. Esta constatación nos da, sin duda, la oportunidad de estudiar más de cerca qué clase de diferencia es la que existe entre ma-terias y formas de las actitudes intencionales.

VIEn efecto, cabe imaginar algo que quizá otro crea; pero cabe también que esa misma materia opinable dejemos de imaginarla y la volvamos correlato objetivo de una pregunta, de un examen o de una cavilación. Cabe, por otra parte, que nuestra imaginación de tal materia sea una ocurrencia fugaz o nos atormente como una idea fija; y cabe también que sea el fruto de nuestro ejercicio de tratar de introducirnos en la piel del interlocutor para entenderlo. Muy diferentes son las actitudes intencionales con identidad de materia y sin sombra de juicio, o sea, de forma judicativa. Y, por ello mismo, sin verdad ni falsedad. Aunque esta variedad no se puede remitir tampoco, como es evidente a la vista de los ejemplos, a la de las especies de un mismo género.

La teoría correcta acerca de estas innegables diferencias en la esfera de las presentaciones consiste en sostener que cada una de ellas va acompañada de un matiz emocional distinto. Éste es el verdadero responsable de una multiplicidad que al principio uno cree discernir en la naturaleza misma de las representaciones como tales. Por ejemplo, el interés por la respuesta y el

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deseo de que nos sea ofrecida acompañan en la pregunta a la mera presen-tación de la materia que ésta contiene. Otros intereses, otras valoraciones de la importancia positiva o negativa, en órdenes diversos de valores, son lo característico de cada uno de los tipos diferentes de representación que he enumerado. Todos coinciden en que todos son idénticamente presentación de una materia que podría ser la de un juicio; todos carecen por igual de una sombra siquiera de toma de postura judicativa. Pero, por decirlo de alguna manera, todos están trasfundidos por una determinada toma de postura emocional.

Se entiende que entre las tomas de postura que se llaman juicios y las tomas de postura que se llaman emociones hay una estricta diferencia genérica. Ninguna gradación nos traslada, pues, del ámbito del juicio al de la emoción ni del de las emociones al de los juicios. Si entendemos por actitudes inten-cionales tanto los actos que suceden en un instante como los hábitos (los estados propiamente dichos, que duran lapsos más o menos largos de tiempo y que se viven o con conciencia explícita o tácitamente: como disposiciones próximas o remotas de actos y actitudes explícitas en general), la primera clasificación omnicomprensiva de las actitudes o vivencias intencionales subjetivas que se nos ofrece es la que distingue las tomas de postura y las meras presentaciones; y luego pasamos a diferenciar estrictamente las tomas de postura teóricas y las tomas de postura emocionales o prácticas (breve y respectivamente: los juicios y las emociones).

A las presentaciones se las ha llamado representaciones y se las ha llamado también, con frecuencia y persistencia, ideas, desde los primeros estoicos. Su característica, repito, es la ausencia de forma, o para decirlo mejor, el hecho de que no se componen de otra cosa que de materia intencional en el sen-tido arriba definido; o sea, de aquello mismo que, alzado ante la existencia subjetiva por las meras ideas, puede ser, además de simple objeto de una representación, también objeto de una toma de postura, práctica o teórica.

Los juicios y las emociones no alzan nada nuevo ante la existencia subjetiva. Por el contrario, recogen –sin que esta palabra se refiera a procesos cronoló-gicos, como dando a entender que antes ocurren las ideas que las emociones o los juicios– las objetividades que les suministran las ideas. Por encima de

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esta acción mínima y fundamental de la existencia que es la idea, juicios y emociones superponen una actividad propiamente dicha, diferenciada, en sentido estricto, en dos géneros.

Es evidente que estoy aquí llamando materia al objeto, a lo presentado; inevitablemente, llamo entonces forma al género de la actividad intencional de la existencia subjetiva que se superpone, cuando así ocurre, a la idea. Las formas son, simplemente, la emoción y el juicio. Muestran las formas un rasgo análogo, que estoy llamando toma de postura o actividad (frente a la relativa pasividad de la idea). Las tomas de postura son siempre o positivas o negativas: juicios afirmativos y negativos; emoción de atracción y emoción de repulsión.

¿Quién no ve la variedad enorme de las emociones? Entre el placer sensorial y la decisión heroica media una distancia ingente, toda ella formal o cualitativa: puramente hecho de actividad existencial en grados, matices e intensidades diversas. En los juicios, en cambio, no hay gradación ni pluralidad vastísima de especies. Sólo se excluyen de lo anterior dos especies, que inmediatamente ya son últimas, o sea, no susceptibles, a su vez, de más especificación: juicios afirmativos y juicios negativos. El resto de las diferencias entre juicios, o son materiales y no existenciales, o son distintas emociones concomitantes. Los aparentes grados de firmeza de la convicción no son verdaderamente tales, sino que consisten en cierta toma de posturas emocionales distintas, que deben explicarse como creencias, formalmente idénticas, en materias siempre diferentes. Por ejemplo, la certeza es la creencia, positiva o negativa, en tal o cual situación no modalizada; en cambio, la conjetura más o menos firme consiste en una pura y simple creencia, afirmativa o negativa, sólo que en una situación modalizada. Su materia, en vez de ser, por ejemplo, que Dios existe, es que es probable (en tal o cual grado) que Dios exista. Las probabilidades no son matices existenciales o formales, grados diversos en la intensidad de la creencia, sino modos que afectan al objeto del juicio. No son partes o aspectos de la existencia subjetiva sino, de alguna manera –y dicho, lo reconozco, con cierto gusto por la paradoja–, partes o aspectos en el objeto.

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Con todo este bagaje a las espaldas, volvamos ahora al problema de cómo llevar a cabo una primera aproximación con buen éxito al concepto de la verdad.

VIIProgresar en esta cuestión pasa a través de determinar apropiadamente lo que diferencia y señala a los juicios frente a las emociones y las presentacio-nes. Se trata, para empezar, de una cierta valoración que no nos es posible extender sin más a ninguna otra de las dos grandes esferas de las actitudes intencionales. Y este valor es la corrección o la adecuación del juicio con las cosas, según vienen diciendo los filósofos desde los primeros tiempos en que esta disciplina se cultivó. Se trata de la concordancia auténtica entre el juicio, como actividad de una existencia subjetiva, y la realidad tanto extraexisten-cial como existencial. En un texto célebre del libro noveno de los Metafísicos, Aristóteles escribió que “está en la verdad el que cree que está separado lo que está separado y que está junto lo que está junto. Está en lo falso el que cree lo contrario de cómo son las cosas”. Dejémonos guiar, por ahora, por las indicaciones que se contienen en estas palabras.

Hay en ellas, evidentemente, dos tesis de extraordinario alcance. La primera concierne a la naturaleza de la verdad; en la fórmula de Avicena, veritas est adeaquatio intellectus cum re. La segunda se refiere a la índole del juicio, y consiste en la exigencia de que todo juicio sea una síntesis, una conexión. Empecemos por ésta.

Ante todo, hay síntesis judicativas que merecen, sin duda, el nombre de jui-cios compuestos, porque poseen partes que a su vez son juicios (o de menor complejidad o ya simples). Los juicios compuestos se expresan en fragmen-tos lingüísticos que solemos llamar oraciones conjuntivas o copulativas, oraciones disyuntivas, oraciones condicionales, oraciones causales. En estos ejemplos, la síntesis está expresada, respectivamente, por las palabras: y (se entiende que uniendo formulaciones lingüísticas de juicios completos), o, si… entonces, si y sólo si, porque.

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En general, es evidente que la verdad de un juicio compuesto depende de la verdad de sus juicios componentes. En este sentido, los filósofos han solido hablar, como sinónimo de “juicios compuestos”, de juicios hipotéticos, o sea, condicionados en su verdad por otros juicios que se encuentran formando parte de ellos.

Es muy interesante distinguir dos grandes casos en el carácter hipotético o dependiente de los juicios complejos. La lógica de los antiguos estoicos y la moderna lógica de las proposiciones elementales se han preocupado mucho por poner de relieve la diferencia que hay entre aquellos juicios compuestos cuyo valor de verdad (verdadero o falso) está unívocamente determinado por (o en función de) los valores de verdad de sus juicios componentes, y aquellos otros en los que, aún siendo conocidos los valores de verdad de las partes, queda alguna vez indeciso el valor veritativo que posee todo el juicio hipotético. Para el caso primero, la lógica contemporánea utiliza el término funciones de verdad, de origen puramente matemático. Naturalmente, cabe calcular estrictamente el valor de verdad de todas estas funciones, ya sea bajo el principio de bivalencia (que sólo es posible que un juicio sea determina-damente verdadero o falso) o, como ocurre en los cálculos no clásicos, bajo otros supuestos. En los casos en los que este cálculo no cabe, nos hallamos ante auténticos hechos, o sea, ante situaciones contingentes (como, por lo demás, sucede casi siempre a propósito de los juicios simples que entran en la complejidad de los juicios compuestos).

La unidad del juicio complejo es tan propiamente una unidad nueva respec-to de las unidades que poseen de suyo sus juicios componentes, que cabe perfectamente el caso (recuérdese la llamada disyunción excluyente) de que siendo verdaderos todos los componentes sea cuando justamente es falso el juicio complejo. Y cabe también que la falsedad de los componentes redunde en la verdad del compuesto, como pasa en los llamados condicio-nales contrafácticos.

El problema arduo, si queremos comprobar la tesis de Aristóteles acerca del universal carácter sintético de todos los juicios, se nos presenta cuando des-cendemos a los juicios simples, o sea, aquellos que no pueden ser partidos en nuevos juicios de cuya verdad dependa de alguna manera la verdad del todo

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sintetizado. El término clásico para expresar la diferencia entre estos juicios simples y los complejos o hipotéticos es el de juicios categóricos. La cuestión, pues, es si son o no síntesis todos los juicios categóricos o predicativos.

Admitamos tentativamente que todos sean síntesis. ¿De qué podrían constar, a modo de materiales constructivos, tales síntesis? La respuesta sólo puede ser: de ideas o presentaciones, con completa indiferencia de si se viven o no trasfundidas de alguna emoción. Si ésta fuera la verdad, obtenemos que el juicio diferirá de la presentación en dos respectos y no sólo en el que antes puse de relieve. El juicio no sólo tiene forma de tal (tesis), mientras que la idea carece de ella; además, el juicio será siempre cierta síntesis de presentaciones, mientras que las presentaciones o ideas, aunque algunas veces pueden ser sintéticas también, no sería preciso que en todos los casos lo fueran.

Tendremos que subrayar que la forma sintética bajo la que se reúnen las presentaciones para formar la idea compleja que es la materia del juicio, aún no es la forma del juicio como tal. Aquella síntesis prepara el juicio pero aún no es este mismo; dispone toda la materia del juicio pero no supera el nivel del ámbito propio de la presentación.

Por cierto, no todas las síntesis de presentaciones prepararán inmediatamen-te el advenimiento de un juicio suministrándole toda su futura materia. De hecho, muchas síntesis de ideas no son, por ejemplo, más que conjuntos de ideas de cosas, o, quizá, la vinculación inmediata de una significación adjetiva o adverbial a otra sustantiva. La teoría que sostiene que todo juicio categórico es una toma de postura, afirmativa o negativa, sobre una síntesis de ideas, está pensando en una especie perfectamente determinada de tales síntesis como siendo la única que puede cumplir la función de dejar construida la materia del juicio categórico, análogamente a como sólo ciertas síntesis “materiales” de juicios disponen la materia compleja sobre la que puede advenir la forma del juicio hipotético.

Ya conocemos la expresión clásica para ese estilo único de síntesis capaz de suministrar su materia a los juicios simples: la predicación o categoría. Y la predicación se ha solido exponer como la vinculación a un sujeto de un predicado o categoría por medio de una cópula verbal. Se dice, por esto, que

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el significado de la cópula verbal es doble: consiste, por una parte, en la sín-tesis predicativa, que aún trascurre en el dominio de las ideas; pero cuando estamos expresando un juicio auténtico y no una mera hipótesis, la cópula también significa la tesis, o sea, la forma misma del juicio como tal.

La versión más completa de la teoría que defiende la naturaleza sintética de todos los juicios es, pues, aquella que sostiene que, sobre ciertos núcleos significativos carentes de toda forma, puramente materiales, se superpo-nen, en primer término, ciertas formas sintácticas nucleares y elementales, materiales ellas también, que, por así decirlo, los preparan para que puedan desempeñar los papeles de sujeto y de predicado de un juicio categórico. Así, una idea o presentación estaría ya siempre integrada, incluso en el caso más simple, por un núcleo y una forma de núcleo, que no se expresa lingüís-ticamente casi nunca, como no sea por cierta posición en la frase o cierta entonación. Y dejo a un lado adrede la diferencia entre la forma nuclear de sujeto y la forma de predicado, precisamente porque quizá todo predicado, como señala originariamente una parte, un aspecto o una relación de la cosa-todo-sujeto, no sea ya un núcleo (y su forma pura de predicado, por tanto, sólo sea una forma nuclear en sentido derivativo e impropio). Pero estas ideas nos vuelven a llevar demasiado lejos por el momento.

Continuemos con la versión más completa de tal teoría general sobre los juicios como síntesis. Más arriba del estrato de estas formas primeras o nu-cleares, la teoría habla de formas sintéticas o sintácticas, que cumplen el papel de enlazar presentaciones simples para construir con ellas presentaciones compuestas (por ejemplo: conjuntos, series ordenadas, sustantivo-adjetivo, sustantivo-adverbio, etc.). La más importante de estas formas de segundo nivel es la predicativa, porque es la única capaz de suministrar completa su materia a los juicios simples y, por ello, está íntimamente relacionada con toda posible teoría de la verdad.

Una vez que poseemos predicaciones, entendidas como estructuras sintác-ticas de ideas que, como vemos, contienen dos niveles al menos de formas sintácticas (las nucleares y la predicativa), ya es posible que sobre ellas se añadan las formas judicativas propiamente dichas, o sea, cualquiera de las dos especies de la tesis: la afirmación y la negación.

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En otra dirección, una vez que tenemos ya presentaciones completas, pue-de suceder que queden englobadas en alguna de las formas propias de la emoción que no suponen juicios, lo que nos obligaría a considerar si hay que conservar la noción de forma nuclear incluso en tales casos.

Es interesante observar que las predicaciones, sean o no de hecho materias de juicios categóricos, también preparan, aún en otra dirección, el advenimiento de un tercer nivel de formas de síntesis material (un segundo nivel, pues, de formas sintácticas). Me refiero, naturalmente, a las que construyen la mate-ria compleja de los juicios hipotéticos. Por cierto que, en cambio, la forma propia de éstos sigue invariablemente siendo la tesis teórica (o afirmativa o negativa). Cuando pasamos del juicio categórico al hipotético, no aparecen formas nuevas del juicio. Las únicas diferencias son, de nuevo, diferencias materiales. Sólo sucede que, mientras en el juicio simple la cópula verbal ex-presa tanto la predicación como la tesis, en los juicios compuestos esta doble significación la soportan las palabras que expresan de suyo directamente la sintaxis de tercer orden (las que la gramática clásica llama conjunciones).

La diferencia de las palabras no debe ocultarnos el hecho de que la toma de postura, la tesis afirmativa o negativa, puede recaer exactamente igual sobre una predicación que sobre un sintagma de nivel superior, suprapredicativo. La dificultad no es mayor que la que ya se presenta en el juicio simple. En éste, en efecto, una síntesis de sujeto y predicado mediante la cópula sirve frecuentemente de base para la peculiar división en que consiste la tesis negativa. La misma soprendente contraposición (una síntesis material sobre la que se apoya una división formal) se observa en los juicios compuestos negativos. La negación de un condicional no es la destrucción del juicio condicional, sino una tesis referida a una materia que resulta ser un sintagma condicional. Afirmación y negación están coordinadas como especies de la tesis teórica o judicativa, y no se subordinan la una a la otra. La negación no supone previa afirmación ni la afirmación supone previa negación. Lo que manifiesta con mucha claridad que negar no es dividir, pace Aristóteles, puesto que dividir, que es una operación que transcurre sencillamente en el ámbito material o de las presentaciones, sólo es posible allí donde ha habido antes una composición. Luego no sólo negar no es dividir, sino que tampoco afirmar es componer, de nuevo pace Aristóteles.

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VIIIPero la objeción más fuerte contra el derecho a tomar una teoría de este tipo como modelo general para la teoría de la verdad se sitúa en otro lugar muy diferente. Y esta objeción nos hace comprender que existen, al menos y por lo pronto, dos tipos de la manifestación de la verdad bien separados, sólo para uno de los cuales es adecuada la ontología cuyas bases estamos poniendo. Me refiero a que ya sabemos que la manifestación de los objetos no es lo mismo que la manifestación de la manifestación de los objetos. Para la primera empleamos arriba el término interpretación, mientras que para la segunda no disponíamos sino de la palabra correspondiente: ‘autointerpreta-ción’. La interpretación es conocimiento de la cosa mediado por la presencia del objeto-signo; la ‘autointerpretación’ es conocimiento del conocimiento, sin mediación ninguna.

En este caso, el autoconocimiento es también una tesis, desde luego, sólo que no se funda en ninguna síntesis y, por lo mismo, desde el punto de vista material, tiene una estructura tan sumamente simple que es precategorial, presintáctica e incluso previa a la mínima complicación que es la presencia de núcleos y formas nucleares.

Si para el contacto con los núcleos objetivos hemos visto antes que debemos desmontar la predicación –nivel cero del análisis– y descender a un nivel -1 o abstractivo, pre-predicativo y pre-categórico, para el autoconocimiento el nivel inicial y único es prepredicativo y precategórico o precategorial en un sentido diferente, no abstractivo. En este segundo caso, no hay nada que desmontar mediante la operación reflexiva de la abstracción, que levanta la forma sintáctica y destapa, por así decirlo, las formas nucleares unidas a los núcleos materiales. Y es que en este caso del autoconocimiento no hay objeto y no hay distinción cosa-objeto-sujeto (distinción que sólo la inter-pretación, o sea, sólo la presentación, puede lograr y articular). A lo sumo, en el autoconocimiento la existencia subjetiva se capta a sí misma en su campo de presente, como nudo de presentaciones, juicios y emociones, notando de alguna manera que ella no está agotada en su autoconocerse. Es decir, queda todavía algo análogo a la diferencia entre objeto y cosa; pero sólo análogo.

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Únicamente cuando algunos principios de la agatología estén expuestos será posible volver sobre este lado primordial de la ontología (y de la teoría de la verdad). Ahora basta con la observación de que explorar el autoconocimiento inmediato quizá sea lo mismo, por lo menos parcialmente, que investigar no ya los entes extraexistenciales sino, de algún modo, su ser; investigación que, como se recordará, llamábamos ontología no general sino fundamental.

Para irla preparando, parece útil seguir dos direcciones en nuestro trabajo. Una continuará estudiando problemas puramente ontológicos que sólo indirectamente hemos afrontado hasta aquí; la otra deberá referirse ya a lo radical de la agatología.

IXHagamos un nuevo ensayo en los dominios de la ontología concediendo ahora que todo lo que existe propiamente sea particular, término que hemos evitado hasta este instante. Una palabra sinónima de particular es individual o individuo. Y concedamos, en segundo lugar, que todos los individuos pertenecen a una y sólo una de dos clases: las cosas y los objetos. Por cosas continuamos entendiendo las realidades primordialmente existentes: las que subsisten de suyo e independientemente; en una palabra clásica, el conjunto de la naturaleza. Los objetos son, en cambio, esencial y primariamente, signos naturales de las cosas aptos para darlas a conocer, que habrá que suponer (tercera concesión básica de esta teoría) que son suscitados por las cosas en ciertas otras cosas bastante especiales, llamadas sujetos. Los sujetos son, pues, las cosas capaces de representarse la naturaleza o, más exactamente, de sufrir o vivir la presentación de la naturaleza. El mundo real, pues, consiste, según este esquema tentativo, en un conjunto de cosas (aquí la palabra “con-junto” no significa que tengan las cosas del mundo mera relación arbitraria entre ellas), entre las que unas son sujetos y las otras, incapaces de actitudes intencionales, podrán denominarse, como en la tradición, cuerpos.

Como la realidad del conocimiento es insoslayable en cualquier ontología que se comprenda a sí misma, subrayo que esta ontología que ensayo en una nueva dirección pretende, al hablar de objetos como lo hace, sencilla-

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mente respetar la noción intuitiva de que una cosa no puede conocer otra cosa más que si la cosa conocida influye en la conocedora trasladándole un signo de ella misma, y precisamente un signo que, como mínimo, se parezca fielmente al origen del que procede.

Así pues, los sujetos son, en principio, susceptibles de poseer dos series muy distintas de partes y de aspectos. Una serie será la de sus partes naturales como pedazos o componentes que ellos son del mundo; esta serie se ase-meja a la única que pertenece a los cuerpos. La otra serie de las partes y los aspectos de un sujeto serán, justamente, sus objetos. Por el momento, no entro a dilucidar qué clase de parte o aspecto es aquello gracias a lo cual un sujeto se conoce a sí mismo; o sea, dejo por ahora a un lado la cuestión del autoconocimiento o ‘autointerpretación’.

También puedo decir que los particulares reales son o bien arquetipos, modelos originales (cosas: cuerpos y sujetos), o bien traslados subjetivos (objetos). Recordemos el dato de partida esencial: que carece de sentido decir que el conocimiento es el simple suceso de que una cosa o una parte de una cosa pasa a ser parte de otra cosa. La mera inclusión de algo real en algo real mayor no describe ni explica de ninguna manera este suceso que es la presentación de una cosa en otra (o el juicio verdadero que una cosa realiza sobre otra o sobre sí misma). Por muy ingenua que se proponga ser la clasificación de cuanto hay, no conseguirá evitar el desdoblamiento del significado de todos los términos ontológicos: primitivamente, designan estos términos la realidad arquetípica y simplemente tal; pero además sig-nifican luego la realidad-objeto. Cabe llegar a decir que no sólo “realidad”, sino también “mundo”, “naturaleza”, “todo”, “parte”, “inclusión”, “aspecto”, son palabras con doble sentido, pero no equívocas. El sentido originario, repito, es el que alude a la realidad arquetípica de las meras cosas naturales; el sentido derivado y analógico es aquel en que lo mencionado es, digámoslo con expresión clásica y ya conocida, no el mundo sino la representación o idea del mundo.

Anotemos esto bien: una presentación (o idea, o representación) se puede tomar en dos perspectivas muy diferentes. La primera no ve en ella lo que tiene justamente de idea, de objeto, sino sólo lo que tiene de parte real de

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una cosa del mundo (de un sujeto). En este sentido, las ideas no se distin-guen del resto de las partes del mundo más que por el hecho de ser partes reales tan sólo de sujetos y no exactamente de cuerpos (aunque sobre este problema habrá mucho más que decir). Un sujeto se distingue de un cuerpo básicamente porque sólo en los sujetos se pueden hallar, entre las partes que contienen, ideas u objetos.

Por supuesto, cabe una segunda mirada sobre las ideas que desatiende lo que tienen en común con el resto de las cosas naturales y trata de captar su extraordinaria originalidad, la cual estriba en que una parte de una cosa pueda ser, de suyo, el signo de una cosa distinta. Y como este signo tiene, al menos a veces, si es que conocemos con verdad alguna cosa ajena a nosotros mismos, que asemejarse mucho y muy perfectamente a la cosa designada por él, lo llamaremos tentativamente imagen o icono de su original. En definitiva, una idea, además de parte real de un sujeto, es la realidad-imagen de una cosa diferente del sujeto y diferente, como arquetipo suyo, de la idea misma.

Me valdré en las páginas siguientes de dos expresiones medievales que usó Descartes en el texto capital de la modernidad que son sus Meditaciones metafísicas. Espero que alivien un poco la dificultad lingüística que hay a la hora de reflejar las dos significaciones análogas de todos los términos ontológicos. La realidad simplemente tal o arquetípica, la de los cuerpos y los sujetos, la llamaré realidad formal (ya que este adjetivo significaba origi-nalmente “propiamente dicha”, “en acto”); a la realidad-imagen, derivativa y analógica, la llamaré realidad objetiva (de hecho, desde el principio venimos hablando de “objetos”).

Y como he empezado a emplear términos de prosapia histórica para esta zona de la ontología, continuaré así. Este marco tentativo que estoy ahora explorando sostiene el monismo del ser particular. La noción de idea u objeto que he definido está en el fundamento de la teoría sobre el conocimiento que se denomina representacionismo. Hay muchas clases posibles de representa-cionismo. Por el momento estamos hablando de representacionismo icónico y causal (o sea, de que el objeto es una imagen de la cosa en el sujeto causada por la acción real de la cosa sobre el sujeto, y suficientemente semejante a la cosa-causa como para darla bien a conocer, al menos en ciertos casos).

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XTomando en cuenta el gran número de los pensadores que la han sostenido, una tesis plausible es la que afirma que lo que existe, puesto que todo es de índole particular, es una multitud incontable, un conjunto ilimitadamente numeroso de individuos. Y ahora se trata de ahondar un poco en los signi-ficados de “particular” y de “individuo”, sin seguir dándolos por puramente sinónimos e indefinidos.

Para lo que acabo de decir, es indiferente que hablemos de seres formales o de seres objetivos: la condición de particular, que se extiende por encima de la diferencia entre realidad formal y realidad objetiva, es la que trae consigo la multiplicidad sin límite. Por ello, a las innumerables realidades formales o actuales les corresponden en principio innumerables iconos suyos naturales, cada uno de los cuales, por cierto, seguramente será reflejado en un nuevo icono u objeto (¿por qué un objeto no va a tener iconos suyos también, cuando a veces lo que conocemos es, evidentemente, la imagen de una imagen de una imagen?). Más sencillo sería pensar que las cosas y las ideas constituyen dos conjuntos infinitos de la misma cardinalidad que el conjunto de los números naturales, y que hay entre ellos exacta correspondencia uno a uno de todos sus elementos; pero es poco probable que sea así.

La definición clásica de individuo consiste en que este ser es idéntico sólo a sí mismo, pero diferente de todo lo otro que él: unidad cerrada, en este sentido, sobre sí misma. Pero valiéndonos sólo de este concepto no encontramos el fundamento de que deba haber una cantidad infinita de individuos. Tam-poco lo encontramos analizando la noción clásica y lógica del particular: un particular es una unidad óntica que no admite ser predicada o dicha más que de sí misma. Los particulares son, pues, singulares, o sea, seres que se toman de uno en uno: seres que no están en muchos. Hay, entonces, al menos un aspecto común a las nociones de individuo y de particular o singular: la irrepetibilidad. El individuo no es común más que a sí mismo; o sea, no es común en absoluto. Y lo mismo le sucede al particular o singular.

Supongamos una unidad óntica, un ser, que en su noción misma se oponga contradictoriamente al individuo y al particular como seres irrepetibles. Será

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aquella que precisamente sea común a varios, repetible en varios y, por ello mismo, susceptible de ser dicha con verdad a propósito de varios entes. En definitiva, las nociones contradictorias de lo repetible y lo irrepetible son las nociones de lo común y lo singular, lo universal y lo individual, lo genérico o específico y lo particular.

La tesis del monismo del ser particular consiste, negativamente, en afirmar que no hay ni cosas ni ideas universales: que no existe nada universal, ni formal ni objetivamente. Pero volvamos al problema de la relación que pueda haber entre la irrepetibilidad del individuo y el número sin cuenta de los individuos. Y lo único que se ve es que una unidad irrepetible no exige existir al lado de otras tan individuales como ella. En caso de que haya más seres, sólo sabemos de antemano que, conforme a esta tentativa ontológica, ninguno será idéntico más que a sí mismo. O más bien: asimismo sabemos que ningún ser, si hay más de uno, compartirá con ningún otro ninguna parte suya, ningún aspecto suyo; porque, de lo contrario, esa parte o aspecto sería un ser repetible, común y universal.

En otras palabras: todo, si es que existe alguna pluralidad, será siempre nue-vo respecto de cuanto ya haya existido; de hecho, radicalmente nuevo. A lo sumo, quizá le esté permitido guardar algún parecido con algún otro ser; pero este mismo parecido será un caso único e irrepetible. Naturalmente, el recuerdo de los iconos-objetos empieza inmediatamente a inquietar a quien va elaborando este monismo; pero, como de costumbre, prefiero esperar a otras inquietudes aún más graves, duras y decisivas.

Si admito, pues, que el individuo lleva en sí mismo el principio de su unidad y de su unicidad irrepetible, no por ello me veo llevado al pensamiento de los infinitos individuos reales, que es también una parte del monismo usual de lo individual. Tengo aún que introducir alguna noción más. Me sigue faltando completamente la raíz de la multiplicidad.

Para hallarla, tendré ante todo, según me parece evidente, que concebir un medio uniforme que me sirva de receptáculo de la muchedumbre de los particulares: algo así como un lugar con muchos lugares. Sobre el fondo de este nuevo pensamiento, la irrepetibilidad del individuo viene ahora a ser

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la prohibición de que se lo identifique en ningún aspecto o parte, y menos todavía en todo, con otro individuo cualquiera, bajo el supuesto de que pueda existir otro individuo cualquiera en algún otro lugar de este medio uniforme. Sigue, pues, como es evidente, faltando el principio que haga positivamente inteligible y efectivamente real la multiplicación de existentes singulares.

Pero, de entrada, habrá que profundizar en la determinación de este medio uniforme, primera condición necesaria de la multiplicidad, en el que, como en un lecho, se extiende la realidad del mundo. La primera sugerencia vie-ne de la noción misma de que es irrepetible lo que no se encontrará una segunda vez. Pero no hay que confundir el carácter temporal que tiene toda búsqueda (aquí, la de una repetición) con la existencia independiente de los individuos irrepetibles. Por el contrario, parece más natural empezar con-cibiendo el lugar de lugares en que se hace real el mundo como extensión pura, perfectamente inmóvil y perfectamente unitaria (o sea, no troceable, sin partes en el sentido fuerte de esta expresión, como lo definimos antes).

Así, la condición radical para la multiplicidad ilimitada de las cosas particula-res que componen el mundo parece que ha de ser el espacio ilimitadamente extenso, el cual tiene que ser concebido como una no-cosa e incluso como una no-relación, ya que cosas y relaciones son posibles sólo sobre el fundamento del espacio (imaginemos a qué relaciones me refiero ante todo: innumerables “junto a” individuales, que forman un conjunto que necesariamente posee mayor cardinalidad que el conjunto de las cosas).

Pero aquí sí que hay ya que reconocer la insuficiencia capital de los pensa-mientos que voy desarrollando, y que no es otra que toda esta descripción ontológica, como toda otra, claro está que transcurre en el ámbito de la representación, antes que en el ámbito del mundo mismo. Si es verdad de alguna manera la tesis representacionista, entonces por fuerza es verdad que lo que inmediatamente hay, en tanto que conocido, no es el mundo actual y formal mismo, sino más bien la idea del mundo, el espectáculo del mundo, el signo o icono del mundo: el mundo mismo como realidad objetiva, como representación.

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Ahora bien, sucede –de aquí la importancia de tomar ya en cuenta esta in-suficiencia– que, en cuanto uno intenta tomar seriamente en consideración las consecuencias de que el ser inmediato sea el ser objetivo y no el ser for-mal, inevitablemente repara en el hecho de que el espectáculo del mundo es sucesivo e incluso histórico, como ya dijimos, y no simultáneo. En otras palabras, la novedad inagotable de que hemos hablado es la novedad de cada ahora, o sea, de cada nuevo objeto llenando parcialmente este sujeto que soy yo. La experiencia en la que de verdad tiene su origen la tesis de la variedad sin límites del mundo es la experiencia de que cada ahora, cada idea-ahora, cada objeto-ahora, es irrepetible.

Ni que decir tiene que la unidad íntima entre un ahora y un objeto es otra consecuencia necesaria de la ontología tentativa que estoy desarrollando. Es lo mismo hablar de la individualidad e irrepetibilidad de las ideas que decir que ningún ahora vuelve a ser ahora. A esta nueva luz, el medio uniforme original en el que ha surgido el pensamiento del mundo y su variedad formidable e incontrolable no es ya el espacio sino el tiempo. Y no el tiempo como una cosa o una relación, sino el tiempo a título de condición de la existencia individual de cada cosa y condición del “junto a” de la multiplicidad de las cosas.

En la nueva perspectiva, el espacio se muestra como introducido en cada ahora en la medida en que un objeto-ahora es una cosa o un conjunto de cosas objetivas en el espacio objetivo (y no en el espacio formalmente exis-tente). Podría ser útil que nos atrevamos a emplear una expresión del estilo de que el ser inmediato (o inmanente) suele consistir en muchos lugares objetivos llenos (no meros lugares vacíos), que vienen a parecerse a cuentas en el rosario de los objetos-ahoras, engranados en el hilo uniforme de la no-cosa y no-relación que llamamos el tiempo.

XIHagamos pertenecer a nuestro ensayo ontológico otras dos afirmaciones muy plausibles: que existen muchos sujetos y que se da la comunicación intersub-jetiva. A fin de cuentas, aquellas proposiciones que están implicadas en el hecho mismo de escribir una ontología no pueden pasarle a ésta inadvertidas.

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Ahora bien, el material fundamental de la comunicación intersubjetiva sólo puede estar constituido por los objetos particulares que vive cada sujeto; y es evidente que la particularidad o irrepetibilidad absoluta de los objetos opone un obstáculo gravísimo a la posibilidad de la comunicación.

Un modo sencillo de entender ésta parece que lo ofrece el pensamiento de que en ella se trata de trasladar un objeto de un sujeto a otro, valiéndose de palabras o gestos del cuerpo. Pero está claro que el envío de un objeto a otro sujeto sólo tendría éxito cuando el receptor repitiera el mismo objeto que primero sólo se hallaba en el sujeto emisor. Y nuestro monismo nos ha prohibido la repetición, entendida en el sentido estricto como identidad de dos particulares.

Tendremos, pues, que recurrir a una teoría de la comunicación que intente operar tan sólo con objetos parecidos; por ejemplo, podemos pensar en que se asocie en un sujeto cierto nombre con cierto objeto, y en que la exteriori-zación de ese nombre ante otro sujeto evoque en él otro objeto particular, asociado con otro caso anterior muy similar (del “mismo nombre”). Si los obje-tos afines se parecen lo suficiente, la comunicación será posible, aunque esté siempre enturbiada por la imposibilidad de compartir plenamente con nadie los objetos propios. Examinemos la consistencia de una teoría como ésta.

Como prueban la variedad enorme de las lenguas y mi propia capacidad para inventar nuevos sistemas lingüísticos, no hay duda de que las palabras no son signos naturales de los objetos; y tampoco hay duda de que no pretenden, salvo de modo excepcional, representar icónicamente el objeto que significan. Pero es que, además y sobre todo, aun dejando a un lado la artificialidad arbitraria de los signos lingüísticos, es evidente que no cabe postular que se logre lenguaje alguno dotado con un conjunto infinito de nombres particulares, o sea, con un conjunto de ellos que tenga la misma cardinalidad que el conjunto de los objetos particulares. Lo anterior se en-tiende si queremos garantizar que el lenguaje, en uno de sus usos básicos, vehicule la comunicación intersubjetiva.

Pensemos, en otra dirección, este conjunto infinito de nombres propios, es decir, de nombres que sólo significan un objeto particular, al que han sido asociados

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arbitrariamente por un sujeto que ha vivido alguna vez ese objeto. De repente comprendemos que nuestra teoría también nos impide explicar el origen del lenguaje en general, porque el sujeto que vive sus objetos no tiene la menor necesidad de fijarlos lingüísticamente, ya que todos se le ofrecen directa, inmediata e irrepetiblemente. No precisa de signo alguno de ellos. Pero es que, además, dada la irrepetibilidad de los objetos, está del todo clausurado en su ámbito y no es capaz, ni aunque conciba la loca idea de una posible comunicación, de dedicarse a repetir de algún modo objetos dentro de su conocimiento para irles ligando a los semejantes un nombre uniformemente semejante. Con un lenguaje puramente privado de cada sujeto no se puede pensar la comunicación; pero es que el monismo del ser particular lleva incluso a la consecuencia del establecimiento de ningún lenguaje privado.

Finalmente, para llevar al extremo la bancarrota lógica de la concepción del lenguaje como un conjunto infinito de nombres propios en exacta co-rrespondencia biunívoca con el conjunto de los objetos particulares, consi-deremos que ningún sujeto que esté encarcelado en algún sector de estos dos conjuntos infinitos se entenderá a sí mismo ni entenderá en ninguna medida su mundo propio. Si no cabe significar con un solo nombre repetible muchas ideas, el aprendizaje, el progreso en el conocimiento, desaparecen, igual que la comunicación.

Entonces, sólo es saber que dé lugar a más saber (saber propiamente dicho) el que extrae del caso particular alguna información aplicable a otros casos; lo que sucederá tanto mejor si la información es fijada en términos lingüísticos intersubjetivos. No puede decirse que sea saber la actitud intencional que se limita estrictísimamente a la captación directa de un objeto particular.

Pero en vez de perseguir directamente la importantísima tesis que de aquí se sigue respecto de la naturaleza de los objetos, nos conformaremos de momento con considerar mejor el hecho, que acabamos de comprobar, es decir, que aunque no quepa poner puertas al campo de la variedad abiga-rrada de los objetos, es absolutamente imprescindible ponérselas al también abigarrado dominio de los nombres propios, si queremos que éstos nos sir-van para algo, o sea, que contribuyan a nuestro progreso tanto cognoscitivo como comunicativo.

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Mejor dicho: en realidad, no tenemos que limitar lo ilimitable de los nombres propios, sino que más bien debemos ampliar el terreno de las expresiones lingüísticas dando en él cabida a un conjunto nuevo, a una nueva categoría de tales expresiones, una de cuyas funciones será la de hacer posible la existencia misma de los nombres propios útiles. Esta categoría esencial para que haya lenguaje, para que haya autocomprensión, para que haya ciencia, aprendi-zaje y comunicación intersubjetiva, es la de los nombres comunes, generales o universales, ya que cada expresión de esta clase significa muchos objetos.

El nombre universal lo es porque nombra de algún modo toda una multi-plicidad de objetos; pero también vemos que es absurdo pensar que esta multiplicidad de objetos es, toda entera, la que se le asocia en cada caso en que comprendemos el nombre en cuestión. Y como tampoco puede pensarse que lo asociado sea una porción de la multiplicidad de objetos correspondiente, porque entonces el nombre sólo nombraría ese sector de objetos, no cabe sino admitir que al comprender el nombre universal es que se le asocia un objeto singular, signo de los múltiples objetos parti-culares que son los significados o nombrados por el nombre. Si pensamos en todos los hombres o en todos los números naturales, o simplemente en todos los objetos familiares de nuestra propia casa, es evidente que no se nos presenta auténticamente cada uno de los miembros de esos conjuntos en el instante en que, sin embargo, la comprensión de su nombre universal nos hace, efectivamente, pensar en la totalidad de ellos. Pero es que incluso en los casos en que la cantidad de los elementos del conjunto en que pien-so al nombrarlo con su nombre común es suficientemente pequeña como para permitir representación auténtica de cada uno, vemos que sólo cabe pensar en la multiplicidad en tanto que unida: sólo es posible representarla en la medida en que tal representación es unitaria y no tan varia como los objetos realmente abarcados por ella.

Ahora bien, si cuando entiendo un nombre universal capto un solo objeto pero nombro todo un conjunto de objetos, ese objeto único que hace posible la relación de nominación no podrá ser nunca nombrado por un nombre propio. En la teoría semántica, llamamos habitualmente significado al ob-jeto que se entiende al comprender un nombre. En el caso de los nombres

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propios, el significado y lo nombrado (lo significado) coinciden; en el caso de los nombres universales, divergen.

Siendo así, el problema de la nominación universal es esencialmente el de la relación intrínseca que exista entre el objeto unitario que es el significado del nombre y los múltiples objetos particulares que integran el conjunto de lo nombrado. Como de costumbre, ensayamos primero la solución más fácil posible, que aquí es postular que el significado sea de naturaleza universal, en el sentido de que el objeto que él es se encuentre repetido idénticamente en cada uno de los objetos particulares nombrados. La mera presencia de esta parte idéntica en todos ellos explicaría sin necesidad de más recursos la relación de nominación, sólo que habrá que distinguir a propósito de ella lo directamente nombrado, que será el significado universal, de lo indirectamente nombrado, que es cada uno de los objetos particulares que contienen como parte idéntica en todos al objeto-significado.

Sólo nombro entonces a los particulares a través de la mención explícita de su pertenencia al mismo conjunto, la cual, a su vez, queda explicada por la presencia en todos de cierta parte idéntica, que es la que define el ámbito posible o “extensión” del conjunto. Aunque al significado podamos decir, como acabamos de hacer, que lo nombramos directamente, la verdad es que lo nombramos sólo en la medida en que estamos pensando explícitamente en que tiene un ámbito de particulares. No lo nombramos pensando en él desligado de su relación intrínseca con esos particulares posibles. Lo que quiere decir que incluso en esta perspectiva el significado sigue ejerciendo, fundamentalmente, un papel mediador en la nominación.

Para el monismo del ser particular, admitir que en la nominación haya un significado de esta naturaleza es, desde luego, imposible, a no ser que lo tratemos como un mero “ente de razón”, o sea, una ficción del entendimien-to. Y una relación cognoscitiva que usa semejante mediador va ya lastrada desde su inicio.

Pero ¿qué sucede si mantenemos el objeto-significado declarándolo un particular? El nombre universal ejercería entonces su función significativa por haber sido asociado con un objeto particular extraído del conjunto de

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los objetos nombrados. Ahora el significado se incluye, pues, entre lo nom-brado, por más que esto sea múltiple y aquello, uno y único. Un particular que capto me hace referirme a todos los demás particulares de su mismo conjunto. ¿Cómo es posible? Será porque él hace las veces de todos los demás, es un representante suyo. No que lo sea por sí mismo: esta relación representativa se la ha añadido mi entendimiento al seleccionarlo de entre todos sus congéneres (me da igual por qué razón). La relación misma es un “ente de razón”, un invento mío utilísimo; pero con algún potente fundamento en las cosas mismas, que tengo que observar más de cerca.

En primer lugar, con independencia del sujeto y su capacidad inventiva, tiene que haber alguna relación natural entre los múltiples particulares, tal que uno cualquiera pueda hacer de signo de los demás si alguien lo selecciona para esta función (y le añade a la dicha relación natural otra “de razón” me-ramente). Como se trata de particulares, se excluye que la relación natural en cuestión sea ahora otra vez la de estar presente uno en todos.

En efecto, si cierto número de particulares está reunido en una clase o es, en general, reunible en alguna clase, ya que por los principios del monismo de lo individual no pueden tener nada verdaderamente en común, deben, al menos, mantener ciertas relaciones, que seguramente quedan descritas de modo suficientemente plástico con decir que tienen que consistir en algo así como un parecido general, un aire de familia. Un grupo de cualesquiera elementos se dará un aire de familia propio sólo de ese grupo, que podrá ser compartido abiertamente por más particulares más adelante, como de hecho sucede con los parecidos familiares. Y así la relación que mantienen o que fundan todos los particulares posibles de una clase es tan particular como la que mantienen entre ellos los elementos de cualquiera de sus subconjuntos.

La nominación universal se constituye luego sobre una ficción que, en el mejor de los casos, va montada como una superestructura que cubre adecuadamente todo el ámbito del natural aire de familia. Y es que al usar el nombre como universal no empleo un particular a modo de vaga imagen de ciertos otros particulares, sino que asumo la ficción, de acuerdo con esta teoría, de que las diferencias de todos los objetos nombrados se anulan en la unidad del único que está realmente captado como significado. No es posible la nominación

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universal, cuando la intento explicar en estos términos compatibles con el monismo del ser particular, más que si, en el desempeño de su función de representante, el objeto particular que es el significado oculta, por así decir, cuanto lo diferencia. Aunque la verdad es que él se diferencia de manera par-ticular, o sea, distinta, de todos los objetos a los que está representando. Lo capto como absolutamente uno cualquiera entre todos los particulares de su clase, y sólo en virtud de esta ocultación remite enteramente por igual a todos.

Si analizamos el asunto con alguna finura, vemos que la ficción no está propiamente sólo en ese ocultamiento, el cual, en realidad, es desatención que sabe ejercer con pericia un entendimiento maduro. En lo que realmen-te consiste es en que el entendimiento procura obnubilarse respecto de la infinita variedad de lo real y piensa en este particular, al que la atenta desatención selectiva ha vuelto en algo así como una sombra de sí mismo, como si de verdad coincidiera con el resto de espectros de particulares que podríamos conseguir sobre la base de otros casos concretos. Este como si es el responsable de que la nominación universal no se tornasole en una abso-luta equivocidad, la cual, justamente, ya no sería nominación universal sino nominación propia que usaría siempre, estúpida y caóticamente, el mismo signo. Es como si el representante universal, gracias a esta depuración que lo vuelve espectral, se hubiera convertido en universal de suyo y no meramente por la virtud de una sobreañadida “relación de razón”.

XIISi revisamos las dos concepciones alternativas que acabo de exponer acerca de la naturaleza del objeto-significado que es el medio para la nominación universal, destaca en seguida que les es común a ambas una característica interesantísima. El objeto universal compartido por los particulares posee menos contenido que cualquiera de éstos, ya que el contenido del universal es parte idéntica dentro de sus particulares. Por su parte, el objeto particular representante de todos los de su círculo de semejanza no posee de suyo un contenido menos variado y múltiple que cualquiera de sus congéneres, pero se ve reducido a espectro de sí mismo por la obra de la razón dispuesta a usarlo como instrumento comunicativo básico. Es, pues, común al significado-

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representante y al significado universal el hecho de que, tomados exactamen-te como funcionan al mediar la nominación universal, ambos son entidades más sencillas que sus particulares o sus representados. Y además, este tipo de mayor sencillez se puede entender perfectamente como el producto, en los dos casos, del trabajo del entendimiento depurando el contenido de alguno o muchos o todos los particulares de una clase.

La acción de prescindir de cierta ganga está, pues, en los dos procesos. A este primordial reducir, prescindir o cortar (praecisio, abstractio) lo completa en seguida, como el movimiento sintético que sigue de cerca al movimiento analítico, la visión de todos los particulares bien desde el representante, bien desde el objeto universal. Primero se asciende de lo particular a lo general (a lo que es de suyo general o, respectivamente, a lo que sólo funciona como si lo fuera); después se desciende desde lo general a lo particular. En este descenso, en esta síntesis en el segundo momento, es donde propiamente luce la relación entre lo uno y lo múltiple que es constitutiva del fenómeno básico de que haya de alguna manera clases de cosas. Como los dos momen-tos son solidarios, su reunión merece un nombre adecuado, y la tradición nos ofrece el término abstracción. Podemos llamar abstracto al objeto que resulta de la primera fase de esta doble operación y, en cambio, concreto, a uno cualquiera de los objetos particulares tomado o como punto de partida o como punto de regreso de la abstracción.

En el momento analítico, hay que prescindir de lo diferencial de los concretos sobre los que se opera la abstracción: hay que dejar a un lado las diferencias individuales. Si se reconoce que el significado es un objeto universal, entonces es que realmente el entendimiento habrá prescindido de todas las diferencias individuales de los concretos, porque le era posible por principio hacerlo (ya que el monismo del ser particular se desecha como teoría imposible). Si se piensa, en cambio, la abstracción todavía dentro de este monismo, la operación del entendimiento no puede ser la de eliminar de verdad las diferencias individuales. Sencillamente, esto es un imposible. Consistirá en el duro esfuerzo de no tenerlas en cuenta, de hacer como si no existieran. Ellas existen, pero yo no las miro, y así utilizo el producto de la abstracción a sabiendas de lo convencional de mi manera de obrar. Aquí, la relación del

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abstracto con sus concretos es tal que, en todo concreto, si hubiera proce-dido a desatender lo diferencial, mejor dicho, lo más diferencial, lo que no tiene que ver con el aire de familia compartido, habría encontrado al final un producto que me serviría para lo mismo que este que ahora realmente tengo: como si ambos fueran perfectamente intercambiables. Todos los concretos, los posibles productos de esta atención desatendedora, vienen a ser lo mismo, si tiene uno la paciencia de concentrarse en lo más parecido hasta hacer que todo lo demás escape de nuestro actual objeto.

La disyuntiva es, pues, hasta aquí, la que hay entre una teoría de la abstracción basada en la eliminación de las diferencias individuales y otra teoría que sólo admite la expulsión hasta los márgenes exteriores del objeto de lo que hay de menos parecido en un concreto que está en un determinado círculo de semejanzas. Cuando digo “menos parecido” en realidad quiero decir: aquello que no me atrevo a asumir que haya de darse, más o menos, en todos los miembros de la clase.

Antes de decidir por alguna de las ramas de esta alternativa que no parece ofrecer otras salidas, y sin limitarme a recordar que encontramos inconsisten-cias graves en la teoría del significado universal, conviene que examinemos con cuidado la naturaleza de los concretos, a fin de descubrir –de revisar, más bien– qué son en realidad las diferencias individuales. Una vez que se entienda bien en qué consisten éstas y cómo se hallan presentes en los concretos, se sabrá qué es lo que podría quedar si me deshago de ellas.

Para empezar, supongamos por un espacio de tiempo, olvidando algunos aspectos de pasados análisis, que compartimos con la mayoría de la gente y quizá con el dudoso sentido común que lo complejo se origina de lo simple, y no lo simple de lo complejo. Y para evitar aún mejor dudas inmediatas sobre semejante postulado, concedamos que, más que en el ámbito de las cosas, su terreno de aplicación es el del conocimiento. Si en las cosas no estamos nada ciertos, en el conocimiento, o sea, en la esfera realmente inmediata (la de la “realidad objetiva”) sí parece, en cambio, muy plausible que la simplicidad sea el origen de la complejidad, tanto en orden lógico como quizá, incluso, en el cronológico.

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 197-208

hypatia o de la hermenéutica*

Miguel Fonseca Martínez**

Universidad Santo Tomás

A la maestra Patricia Rubiano Groot

Recibido: 22 de octubre de 2009 • aprobado: 23 de noviembre de 2009

Resumen

El presente trabajo muestra los resultados de la reflexión realizada en torno a la hermenéutica y la filosofía del lenguaje, en el marco del Seminario de Hermenéutica de la Maestría en Filosofía de la Universidad Santo Tomás. Siguiendo la tradición de Karl Otto Apel, este pequeño diálogo al estilo pla-tónico plantea un análisis de la hermenéutica bajo el horizonte de ciertas categorías fundamentales de la Filosofía Analítica.

Palabras clave: hermenéutica, lenguaje, interpretación, comprensión, tra-ducción, significado, sentido, verdad, función, matemáticas.

* Artículoquesurgiócomoresultadodelareflexiónrealizadaentornoalahermenéuticaylafilosofíadellenguaje, en el marco del Seminario de Hermenéutica de la Maestría en Filosofía de la Universidad Santo Tomás.

** Magíster en Filosofía de la Universidad Santo Tomás. Profesor titular de la cátedras de Lógica, Filosofía de la Música y Wittgenstein en la Facultad de Filosofía de la Universidad de La Salle. Investigador invitado al Formal Episthemology Research Group de la Universität Konstanz.

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hypatia or hermeneutics

Abstract

The present work shows the results of the reflexión on the hermeneutics and language philosophy, in the frame of the Hermeneutics seminary, of the Universidad Santo Tomás´s Master in Philosophy. Following the Karl Otto Apel tradition, this short platonic style dialogue states an analysis of the hermeneutics under the horizon of certain fundamental categories of the analytical philosophy.

Key words: Hermeneutics, language, interpretation, understanding, trans-lation, meaning, sense, truth, function, mathematics.

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hypathie ou de l´herméneutique

Résumé

Ce travail présente les résultats de la reflexión réalisé sur l´herméneutique et la philosophie du langage dans le cadre du séminaire de l´herméneutique de la Maîtrise en Philosophie de la Universidad Santo Tomas. Suivant la tradition de kart Otto Apel, ce petit dialogue au style platonique présente une analyse de l´herméneutique sous le patronage de certaine catégorie fondamenle de la philosophie analytique.

Mots clés: Herméneutique, langage, interprétation, compréhension, tra-duction, significado, signication, les sens, vérité, fonction, mathématique.

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Miguel Fonseca Martínez Hypatia o de la hermenéutica

Hypatia: ¡Qué bueno verte de nuevo mi querido Orestes! Quiero saber todo lo acontecido en mi ausencia. ¿Acaso Cyrilo continúa diletante contemplando las figuras fabulosas que se reflejan en el lago?

Orestes: antes de responder, quiero decir que has encontrado el mejor lugar para nuestra reunión. El ligero declive del terreno poblado de hierba nos dispone a fijar la vista en la bóveda azul, limitada por los majestuosos andes. El aire ligero que preludia el ocaso y el suave fluir de la fuente, nos prepara para contemplar el espectáculo de las revoluciones de los astros. ¡Afortunado fui al escucharte en el Museo! Aquel día entendí que sólo poniendo la mira en lo alto se contempla lo verdadero.

Hypatia: convengo. Sin embargo, lugar nunca comparable con las avenidas umbrosas del dios Academo. No te distraigas y cuéntame: ¿cuál fue el tema de nuestra habitual disertación?

Orestes: la pregunta.

Hypatia: difícil empresa acometida. Valga decir que la pregunta por la pre-gunta tiene el peligro evidente de la aporía. Como bien sabes, un elemento del conjunto no puede ser a su vez el conjunto.

Orestes: tienes razón. Pero, ante tu argumento, se indicó que precisamente la pregunta por la pregunta demuestra cómo todo discurso es circular.

Hypatia: habla pausadamente mi querido Orestes que podría fácilmente sufrir de vértigo. Creo que ante el reto planteado es preciso retomar el curso de nuestras reuniones hasta este punto y analizar los términos, de tal suerte que nuestras mentes no sean derrotadas por las fuertes redes del lenguaje. ¿Estás de acuerdo?

Orestes: por supuesto.

Hypatia: Hermeneia es la palabra acuñada para referirse al arte de la interpre-tación. Su origen no es otro que el del dios mensajero que debía traducir los mensajes de los dioses a los hombres. El problema de la traducción radica en la singularidad de la existencia de tales seres; en la vivencia y forma de

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Miguel Fonseca Martínez Hypatia o de la hermenéutica

ser diferentes de los mismos. De hecho, el reconocimiento de la forma de mi existencia particular y la de cualquier ser, como bien lo vio Dilthey, depende de la comparación de mi mismo con otros. Incluso en el reconocimiento délfico se requiere de una total apatía consigo mismo para reconocer la identidad.

Orestes: ¿el problema de la traducción sería el problema de lo ajeno?

Hypatia: así es. Llámanle otros lo extraño. ¿Qué crees tu significa esto de extraño?

Orestes: algo que no conozco, algo que no comprendo, algo que no es evi-dente.

Hypatia: cuando conoces a alguien extraño, ¿acaso hay algo evidente en él?

Orestes: diría yo que su aspecto, es decir, la forma como se presenta; su vestido, su humor, su posición en el espacio, sus movimientos, su voz.

Hypatia: se deduce de esto que no todo es extraño, que hay algo evidente. ¿Qué opinas?

Orestes: Claro es. Sin embargo, ¿qué sería en sentido estricto lo extraño?

Hypatia: aquello que está detrás de su aspecto, de su vestido, su humor, sus movimientos y su voz; aquello que no está ahí. El reconocimiento de lo que permite y da significado a la existencia gusta de ocultarse y por tal razón los antiguos llamaban a lo verdadero aletheia. Tal reconocimiento de lo necesario en mí y en los otros requiere de cierto arte que permita encontrar relaciones entre lo que aparece evidente y lo que se oculta. A este arte lo han llamado el arte del comprender, ya que la forma más común de ocultar es la que realiza la voz.

Orestes: pero, ¿acaso comprender, tener por evidente lo oculto, no sería la meta de tal arte? ¿Cómo se llamaría entonces el proceso por el cual se alcanza tan noble entelequia?

Hypatia: precisamente llámase hermenéutica el arte de la búsqueda del comprender, pues la clave radica en la interpretación de lo que aparece

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evidente y vela lo necesario. Afirmaba sabiamente Dilthey: El arte del com-prender encuentra su centro en la interpretación de los vestigios de la existencia humana contenidos en los escritos.

Orestes: id ahora tú despacio que el vértigo me persigue. Has nombrado in-sistentemente la voz, el vestigio, los escritos. ¿Acaso me hablas de lenguaje?, ¿sugieres que lo evidente en lo oculto es lenguaje?

Hypatia: agudas intuiciones tienes joven Orestes.

Orestes: pero, ¿toda manifestación evidente de un existente es necesaria-mente lenguaje? ¿La misma naturaleza, el hombre y los dioses tendrían algo que ver con el lenguaje?

Hypatia: no entiendo tu sorpresa. ¿Acaso no fuiste tú quien afirmó lacóni-camente que el mundo puede ser entendido como una forma de lenguaje?

Orestes: de hecho, ya lo había olvidado. Sin embargo, para sacar adelante esta empresa podría ser de gran ayuda este postulado. Antes de mostrar esta posición quiero hacer una aclaración de términos y encontrar tu aprobación.

Hypatia: Estaba ya convenido. Adelante entonces.

Orestes: llamaremos comprender a la entelequia, o sea, la captación del significado, de lo oculto, la esencia de lo extraño o ajeno. En segundo lu-gar, diremos que la captación del significado requiere de un ejercicio que vincule lo evidente, los vestigios, con lo oculto. A tal ejercicio lo llamaremos interpretación. Finalmente, la traducción es una inversión del ejercicio de interpretación y comprensión. ¿Convienes en esto?

Hypatia: convengo.

Orestes: ahora analizaremos el postulado. El problema es que los objetos susceptibles de interpretación son disimiles. Estos objetos pueden ser clasifi-cados en diferentes niveles. Así, la facticidad, el lenguaje mental o psíquico, el decir mental que solemos llamar representación, el lenguaje manifiesto en los signos orales o escritos, son tales niveles. Si se piensa que todo lo manifestado

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pertenece a eso que llamamos el lenguaje es más sencillo acometer nuestra empresa. Como bien lo vio Agustín, el mundo es una partitura y esto no es más que otra forma de lenguaje. Si logramos definir los límites del lenguaje, a saber, su esencia, entenderemos sus variaciones, valga decir inversiones, y este fenómeno de la hermenéutica será algo más claro. Las condiciones de posibilidad de comprender las impone la esencia del lenguaje.

Hypatia: Y ¿cuál sería la estructura del lenguaje?

Orestes: desde nuestra perspectiva, el lenguaje tiene una parte evidente, a tal parte se le llama significante, pero siguiendo al divino Platón prefiero llamarle tumba. He aquí otro argumento a favor de nuestro postulado ya que el cuerpo, soma, es tumba y luego de esto se dirá significado sema. La parte manifiesta del lenguaje encierra las esencias en tumbas. A esto que los antiguos llamaban esencia yo quiero llamarlo provisionalmente significado. El significante encierra el significado. Así, todo mensaje está encriptado. El intérprete pasa de la tumba a la esencia y comprende. El problema es que para comunicar algo debo encriptarlo y el porqué de esto sobrepasa mis fuerzas. El que ya comprende y quiere comunicar, si quiere transmitir lo comprendido, debe encriptarlo de nuevo.

Hypatia: por esto se habla de interpretar los vestigios de la existencia humana contenidos en los escritos.

Orestes: así es. La gramatha consigna los significados en las urnas limitadas de los términos que son entregadas a los demás. Si se dejan vagar en el aire desaparecen. El asunto radica en resucitar el contenido de las urnas para que more en las almas de aquellos que interpretan, porque no moran en su mente, porque esta es otra forma de lenguaje que también está llena de urnas, mora en sus almas ocultas. El problema es cómo resucitar las almas, cómo sacar los significados de las urnas.

Hypatia: conozco la historia de un hombre que a su voz resucitaba los muer-tos. Si él decía así se hacia. Existió otro antes que el que yacía de frente a la boca de los cadáveres y tras soplar aliento tres veces en su boca el que estaba debajo suyo volvía a la vida. Pero esas historias cautivan más a Cyrilo que a mí.

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Orestes: parece que la clave está en el decir, en la voz, en el aliento, en el espíritu. He escuchado tal historia y no se porqué después de tal prodigio todos pedían al nuevamente vivo que comiera.

Hypatia: quizá porque comenzaba una nueva vida, ¿no crees?

Orestes: quizá el significado resucitado ya no es el mismo.

Hypatia: tal parece que hemos hecho un buen recuento de lo estudiado en nuestras reuniones, pero bien sabes que estoy ansiosa de saber lo que ocurrió en mi ausencia; me decías que hacia referencia a la pregunta. ¿Qué afirmó Cyrilo y sus discípulos al respecto?

Orestes: que la pregunta es el centro del problema hermenéutico.

Hypatia: ¿no tendrá esto que ver con la forma de decir del que resucita?

Orestes: intuyo lo mismo. Se afirmó que la clave para entender un texto es encontrar su centro y ordenar en función suya los demás elementos. Así, nos ilustró con números y fábulas al respecto.

Hypatia: ¿números y fábulas?

Orestes: si. Cómo aplicar los números a las fábulas.

Hypatia: ¿no es este un problema matemático? ¡Grata fortuna! Si accedemos a la claridad de los números divinos quizá encontremos la fórmula para re-sucitar a los muertos. A propósito, ya se ve el lucero de la tarde.

Orestes: imitando las revoluciones de los astros podremos dar solución al problema.

Hypatia: cuando una cosa se ordena a otra, como varios elementos a un centro, ¿no se llama a esto función?

Orestes: Así es.

Hypatia: una función implica dos conjuntos donde uno se ordena al otro. En

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este caso, el centro es un conjunto de un solo elemento que se ordena a un elemento de muchos más elementos. Ahora bien, toda función requiere de una propiedad particular y, en este caso, creo que la más afortunada es que todos los elementos se ordenen al centro a una misma distancia.

Orestes: ¿acaso esto no es una circunferencia?

Hypatia: ¡Exactamente! Un círculo, una circunferencia y una esfera no son más que una función matemática. Los límites del lenguaje no hacen referencia solamente al uso de significantes que encriptan, sino que tales urnas se desplazan en el espacio como las teas eternas fijas en los cielos. La pregunta ordena los elementos que giran alrededor de ella. La tarea de vincular los vestigios con lo oculto requiere de un centro y a esto se refiere la pregunta por la pregunta. Cada vez que se interpreta un texto, cosa que fácilmente puede llamarse leer, más allá de una simple decodificación de términos se requiere de un ordenamiento lógico funcional de la obra, como el que se realiza al estudiar una partitura.

Orestes: entiendo. En una obra musical, que dé inicio en una nota, no implica que esta sea su centro tonal. Solamente reconociendo la proporcionalidad de las notas de los acordes y sus inversiones se puede comprender la es-tructura desde su centro tonal. ¿Piensas entonces que los discursos no son procesiones lineales?

Hypatia: de la misma forma que los números no son una sucesión, tampoco lo sería ningún discurso. Hume nos legó el asombroso concepto de la cos-tumbre. Pensamos que al 1 le sigue el 2 por costumbre. No todos los números son conceptos. Por tal razón, existen tumbas vacías. Solamente en el contexto de la proposición se reconoce la verdad de las urnas, de los términos.

Orestes: como el humilde Frege pensaba.

Hypatia: justamente. Las referencias de una proposición son verdaderas si tienen sentido, si son una función.

Orestes: explícame esto.

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Hypatia: el sentido de una proposición es algo así como la función del seno. Sin ningún número que la llene, solamente con los símbolos, cualquier inicia-do sabe que la figura que recorre el plano, la gráfica, tiene cierta forma. Esto es el sentido. Ahora, cuando lleno la función con números, la gráfica puede alterarse y aparecer más amplia o menos, pero sigue siendo igual su aspecto. Todo lenguaje, toda proposición es una función con sentido y referencia.

Orestes: Pero, ¿acaso una pregunta es una proposición?

Hypatia: la lógica trata siempre del afirmar, la apophantis y la pregunta por el contrario no afirma.

Orestes: ¿la pregunta no sería entonces una función que se vincula a la misma distancia con algo que no se afirma, que no aparece, con lo oculto? Si es así, cumpliría sobradamente con el requisito de ser el centro de la interpretación.

Hypatia: tal parece. Esto no es nada nuevo como crees. El divino Platón ya había hablado de esto en su hermoso ejercicio de diairesis. La lógica, la dialéctica consiste en preguntas que posibilitan un espacio. Si tal espacio se corresponde con una respuesta el espacio se abre, de lo contrario permanece cerrado. La pregunta es la llave de acceso a cualquier espacio. Si la llave no se corresponde no hay respuesta. Por esta razón, una buena pregunta puede ser una llave maestra y así, todo texto se ordenaría a ella. Si uno pregunta, tiene que dejar que alguien le responda. Hay filósofos que se responden solos.

Orestes: la pregunta sería entonces el vínculo entre lo evidente y lo oculto.

Hypatia: la pregunta es la llave de las urnas.

Orestes: entonces, como bien lo vio Wittgenstein, toda pregunta tiene sentido si se resuelve en la tautología de su respuesta.

Hypatia: la pregunta es una inversión de la afirmación. Una buena pregunta dibuja los cuadros negros del tablero de ajedrez y, sin darse cuenta, dibuja los blancos.

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Orestes: acabo de enterarme de algo. Si la pregunta se ordenara con algo que no aparece no tendría sentido. ¿No es así?

Hypatia: Lo presentía. En una función los dos conjuntos son de diferente clase. La aporía que nos persigue se puede resolver si dejamos de pensar que el conjunto unitario de la pregunta, que no es afirmación, se ordena a lo oculto no manifiesto. Por el contrario, lo no manifiesto, la pregunta, debe ordenarse a la misma distancia con las proposiciones, con lo manifiesto. Así, los resultados de la función serían los conceptos, los significados, las esencias que resucitan de sus tumbas.

Orestes: el negro velo estrellado es el telón de tu sabiduría. Fácil cosa te es resolver los más grandes dilemas divina Hypatia.

Hypatia: ¡Callad joven Orestes! No has entendido nada. Pero cuéntame, ¿acaso no hablaron de fábulas?

Orestes: así fue. La que cuenta la historia de la niña de rojo.

Hypatia: ¿se pretendió aplicar el modelo de los números a la fábula?

Orestes: así fue.

Hypatia: para hacer tal cosa se debe saber, como bien se sabe en matemática, que la aplicación, el vínculo de lo ideal con lo real conlleva necesariamente al error.

Orestes: el error más grande es pensar que la aplicación es perfecta.

Hypatia: exactamente. El matemático que aplica, controla el error, no lo elimina.

Orestes: ¿esto es a lo que se llama prudencia?

Hypatia: justamente. De hecho el ejercicio hermenéutico consistiría, en otras palabras, en interpretar fábulas, incluyendo la más noble de todas que es la vida misma. Pero esto implica la responsabilidad del director de orquesta.

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Orestes: ¿cómo dices?

Hypatia: Así es. El interprete de una partitura estudia toda la teoría musical, su matemática, toda la historia de la obra, su compositor, los instrumentos que usa, su evolución; conoce a sus músicos intérpretes, el teatro que los contiene, el público que los oirá; finalmente, el director es la pregunta fundamental. La armonía de todos los elementos se ordena a su batuta y al unísono la obra vuelve a la vida, a una nueva vida cada vez que se interpreta, cada vez que se interpreta bien, prudentemente y sin desvaríos.

Orestes: hermosa metáfora.

Hypatia: has dicho bien. Quizá los resultados de una buena hermenéutica sólo puedan ser metáforas, decir el más allá, traerlo de nuevo. Creo que por eso afirmaste alguna vez que la música es el lenguaje de Dios.

Orestes: no lo recordaba.

Hypatia: a propósito. Cae la noche y las cosas vibran con el mismo tono. Venid al museo a deleitarnos con los modos de los intérpretes de las cítaras. Teón ha preparado un acogedor aposento para ello.

Orestes: ¿y Cyrilo? ¿Y el objeto de su inquirir?

Hypatia: ven. Por ahora, basta.

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 209-226

De la estética subjetiva a la condición interpretativa: entre Kant y heidegger*

Enrique Rodríguez Pérez**

Recibido: 7 de octubre de 2009 • Aprobado: 11 de noviembre de 2009

Resumen

Al establecer una relación entre la estética kantiana y la perspectiva herme-néutica heideggeriana se percibe un replanteamiento de la concepción del mundo y del ser humano que permite establecer semejanzas y contrastes. Las reflexiones sobre el arte en Kant, en la Crítica del Juicio, dejan ver fisuras en todo el sistema: los sentimientos de lo bello y lo sublime al poner en juego las facultades desestabilizan el sistema. Desde la mirada de Heidegger, estas fisuras llevan al giro interpretativo. El mundo se constituye en una relación distinta, sin sujeto, como relación entre cielo y tierra, divinidades y mortales. El ser humano, que ya no es sujeto, se sostiene en su propia mortalidad como evento de ausencia, sin fundamentos. Este es un modo del desplazamiento histórico de la modernidad racional al pensamiento posmetafísico.

Palabras clave: estética, hermenéutica, arte, existencia.

* Esteartículodereflexión,surgiódelasdiscusionesenelGrupoHistoriayLiteratura,enlalíneadeTeoríaLiteraria y Literatura Comparada de la Universidad Nacional de Colombia, Departamento de Literatura.

** Profesor asociado del Departamento de Literatura, Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: [email protected]

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From subjective aesthetics to interpretative condition: between Kant and heidegger

Abstract

By establishing a relationship between Kant’s aesthetics and Heidegger's hermeneutic perspective we can see a rethinking of conception of the world and of the human being that allows establishing similarities and contrasts. The reflections on art in Kant's Critique of Judgment allow seeing cracks in the whole system: the feelings of the beautiful and the sublime by bringing the powers destabilize the system. From Heidegger’s point of view these fissures lead to interpretive turn. The world is in a different relationship, without a subject, like a relationship between earth and sky, divinities and mortals. The human being is no longer subject, rests on his own mortality as an event of absence, for no reason. This is a historic shift mode of modernity postmetaphysical rational thought.

Key words: aesthetics, hermeneutics, art, life.

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De l´esthétique subjective à la condition interprétative: entre Kant et heidegger

Résumé

En établissant une relation entre entre l´esthétique kantienne et la perception heméneutique de heideggerienne on percoit une nouvelle interprétation de la conception du monde et l´être humain. Qui permet´de mettre en relief les aspects similaires et les contrastes. Les réflexions sur l´art dans Kant dans son livre “La Critique du Jugement” laisse entrevoir une fissure dnas tout le système: les sentiments du beau et du sublime qui en mettant en jeu les facultés désestabilise tout le système. Du point de vue de Heideger cette fissure nous conduit à une nouvelle tounure interprétative. Le monde ´se transforme en une relation différente entre le ciel et la terre, les divinités et les mortels. L´être humain qui n´est plus un sujet, se soutient dans sa pro-gre mortalité comme un évènement d´absence, san fondement. C´est un mode de déplacement historique de la modernité rationnelle de la pensée postmétaphysique.

Mots clés: Esthétique, herméneutique, art, existence.

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Introducción

Entre Kant y Heidegger hay un vínculo de diferencias y semejanzas al reflexio-nar sobre el arte y la obra de arte. En este sentido, el propósito de este texto es comprender, en particular, el ámbito estético en el sistema kantiano para posteriormente desarrollar la crítica de Heidegger a esta visión estética y exponer las diferencias y aproximaciones entre las dos concepciones sobre el arte. Mientras que en Kant se da una experiencia de subjetivización del arte, en Heidegger, por el contrario, hay un encuentro con la obra de arte como acontecimiento de verdad que no es ni subjetivo ni objetivo. Precisamente, este modo de abordar la obra de arte en estos pensadores permite diferenciar y relacionar la visión metafísica y posmetafísica del arte. A su vez, estos dos modos de pensar dejan ver el carácter ambiguo del arte: evento velado y reservado que se origina en una dialéctica o encuentro de fuerzas opuestas que producen sentimientos e ideas inagotables que requieren interpretación.

1La ambigüedad que es propia de lo estético crea el diálogo entre Heidegger y Kant. Estas han sido dos reflexiones filosóficas sobre el arte, quizá opuestas, pero que se alimentan mutuamente. Ambas apuntan hacia la dimensión de lo sensible y al carácter imaginativo de la obra de arte. En esta interrelación se contraponen dos momentos históricos: la perspectiva moderna en Kant y la visión posmetafísica en Heidegger. Esta discusión bilateral, por tanto, ayudará a comprender mejor el sentido del arte en el mundo contemporáneo.

El desplazamiento del pensar en Kant hacia lo estético puede verse como un acercamiento progresivo a un ámbito en el que un velo indefinible encubre el entendimiento y la razón. En este proceso, la razón teórica y la razón práctica se reexaminan desde la Crítica del Juicio: “El juicio se llama estético también solamente, porque su fundamento de determinación no es ningún concepto, sino el entendimiento (del sentido interno) de aquella armonía en el juego de las facultades del espíritu en cuanto puede ser sólo sentida…” (Kant, 1983, p. 128). El sentimiento de placer y dolor como estado del espíritu se eleva sobre

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los conceptos que unifican lo diverso y sobre las ideas que permanecen en el ámbito suprasensible. Conceptos e ideas no desaparecen, se hacen menos evidentes en la experiencia estética, en el sentimiento que provoca lo bello o lo sublime bajo el juego libre de las facultades. En el ámbito estético se da el encuentro, en la finitud y en lo particular, con la universalidad y la infinitud. De este modo, lo estético conserva su autonomía como esfera particular del pensar. Esta es la visión del arte desde la subjetividad, desde la experiencia interna en el juego libre de las facultades del conocer; experiencia que no se pierde en una simple subjetivización del arte sino que es un reconocimiento de lo propio del arte que mantiene un doble juego de fuerzas, una dialéctica distinta a la dialéctica del entendimiento o de la razón.

Por otra parte, el pensamiento de Heidegger se dirige ya no a la experien-cia interna, sino a la obra de arte misma como fuente del pensar. El mismo pensador también se desplazó de una perspectiva antropocéntrica del ser humano, el “Dasein”, el ahí del ser, del Ser y Tiempo, que es el lugar privilegiado en donde se despliega la pregunta por el ser, hasta una consideración de la obra como evento en el que, en un juego de desocultamiento y ocultamiento, la verdad aparece en una penumbra en la que luz y sombra se encuentran. Pero tampoco se llega a una objetivización de la obra, es decir, a una visión de la obra como mero objeto que afecta los sentidos. Más bien, muestra la constitución de la obra, por un lado, desde su configuración y sus horizontes de comprensión y, por otro, desde la actividad interpretativa que tiene que ver con la experiencia histórica del ser humano cuando se ve interpelado por la obra de arte. Este acercamiento al acontecimiento artístico también pone en evidencia una nueva dialéctica que no es racional ni conceptual, sino, más bien, un encuentro de fuerzas, que crean lo que Heidegger llama Cuaternidad: proximidad de cielo y tierra, de divinidades y mortales. Por tanto, el arte es el acontecer en donde estos cuatro ámbitos se entretejen:

A este juego de espejos de la simplicidad de tierra y cielo, divinos y mortales –un juego que acaece de un modo propio– lo llamamos mundo. El mundo esencia haciendo mundo. Esto quiere decir: el hacer mundo del mundo no es ni explicable por otra cosa que no sea él, ni fundamentable a partir de otra cosa que no sea él. Esta imposibilidad no radica en que nuestro pensamiento de hombres no sea capaz de este explicar ni de este fundamentar. Lo inexpli-

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cable e infundamentable del hacer mundo del mundo se basa más bien en el hecho de que algo así como causas o fundamentos son algo inadecuado al hacer mundo del mundo. Así que el conocimiento humano reclama aquí un explicar, no traspasa los límites de la esencia del mundo sino que cae bajo la esencia del mundo. El querer explicar del ser humano no alcanza en absoluto lo sencillo de la simplicidad del hacer mundo. Los Cuatro, en su unidad, están ya asfixiados en su esencia si nos los representamos sólo como algo real aisla-do que debe ser fundamentado por los otros y explicado a partir de los otros (Heidegger, 1994, pp. 156-157).

Estas reflexiones muestran una nueva condición del pensamiento que rompe con las limitaciones de la modernidad metafísica; desatan los lazos de la razón instrumental e idealista, centrada únicamente en la universalidad de la lógica que concebía el mundo desde conceptos preelaborados. Ante todo, aquí, el juego de relaciones se moviliza en el tiempo humano mortal, pero en relación con lo sagrado, con la tierra como materia de la naturaleza y con el cielo como aspecto visible de cierta eternidad; mientras que en el pensamiento raciona-lista, la noción de sujeto reduce estas relaciones tanto que no deja ver cada uno de estos cuatro elementos en su mutuo encuentro. Sin embargo, en la estética kantiana hay cierto resquebrajamiento de esta concepción idealista y subjetiva, de ahí que la intención es mostrar dichos indicios.

Visto así el problema, la lectura de Kant permite reconocer que en su sistema de las tres críticas, en la Crítica del Juicio, el juicio estético crea un ámbito “abierto” para el arte. A pesar de tener una perspectiva moderna centrada en la racionalidad y en la subjetividad, va más allá de su tiempo y, al conceder autonomía al ámbito estético, hace posible que en él se geste con más pro-piedad el pensamiento contemporáneo de Heidegger, quizá posmetafísico.

2Al construir su sistema, Kant busca la autonomía del arte. Para comenzar, en la Crítica de la Razón Pura, por ejemplo, la relación entre la intuición y el concepto es de carácter universal abstracto; el espacio y el tiempo son categorías universales trascendentales para el conocimiento de objetos. El

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entendimiento unifica la diversidad de las representaciones dadas espacio-temporalmente; sin embargo, lo contingente, lo particular, queda fuera de esta unificación debido a su carácter múltiple y diverso. Por otro lado, las leyes de la naturaleza son la elaboración abstracta de las relaciones necesarias que se dan entre los objetos. El entendimiento tiene un carácter trascendental, universal, lógico y abstracto; por esto, la relación del sujeto con el objeto sólo es fenoménica. El sujeto determina al objeto (como fenómeno), no al noúmeno (la cosa en sí). Se trata de una relación cognoscitiva subjetiva en la que la finitud e inmediatez de las cosas se desvanece, es absorbida por las categorías subjetivas a priori. Precisamente, en la finitud como tal, la fuerza de la infinitud del sujeto sobrepasa los términos particulares de las cosas. De todas maneras, el entendimiento recoge en sí lo intuido; entonces, el entendimiento supera la intuición al poner en juego categorías universales. Pero en este momento teórico algo va quedando por fuera del sujeto, la particularidad escapa de la subjetividad por alguna fisura. Kant no dejará que ello ocurra; por tanto, con la facultad de juzgar, que es particular, en la que ni el entendimiento ni la intuición se condicionan entre sí, cierra el círculo de la comprensión de lo particular. En otras palabras, con el juicio particular lleva a cabo la subjetivización del mundo.

Por eso el juicio debe, para su propio uso, aceptar como principio a priori que lo contingente para la humana investigación en las leyes particulares (empí-ricas) de la naturaleza encierra una unidad en el enlace de su diversidad con una experiencia posible en sí, unidad que nosotros no tenemos ciertamente que fundar, pero pensable, sin embargo, y conforme a la ley (Kant, 1983, p. 82).

Este ha sido un proceso constante de construcción del ámbito estético. Por esto, la Crítica del Juicio completa el movimiento hacia la subjetividad en el juego espontáneo de las facultades, en el que el arte, como evento particular, se percibe como algo universal.

En la Crítica de la Razón Pura está el origen de la discusión sobre la lógica y el conocimiento, pero la discusión posmoderna afirma que se ha desbordado ese sentido lógico de la modernidad. No sólo la ciencia conoce la verdad de las cosas por su precisión, legalidad y coherencia lógica. Las leyes de la natu-raleza, expresadas en el sistema de la matemática y la lógica en su absoluta

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abstracción y universalidad, no determinan ni el ser ni la verdad. Por ello, es necesario identificar en qué medida lo lógico, lo teórico, es decir, el ámbito de la razón pura, puede ser superado por lo estético. En este sentido, el juicio reflexionante de la facultad de juzgar es la raíz de la discusión contemporánea y hace evidente una relación nueva entre lo lógico y lo estético. Esta fisura se pone en evidencia cuando:

(…) bajo estas condiciones, lo que es, sólo puede llegar a ser si cabe en ese restringido territorio de la experiencia. Mas si bien ésta ha ganado, gracias a la matematización, certeza y exactitud, también ha dejado por fuera la compleji-dad de relaciones en que se hallan los objetos particulares, lo que tienen estos mismos de incierto y azaroso, de inexacto y contingente (Carrillo, 1984, p. 61).

Esta fisura en lo azaroso, en lo inexacto y en lo contingente que Kant elude en su momento teórico mediante los conceptos del entendimiento, va a ser abierta por la Crítica del Juicio. La estética kantiana dará un nuevo sentido a la razón teórica. Y ahora puede decirse que la razón teórica sólo se comprende ampliamente desde la facultad de juzgar porque se torna estética.

El problema estético consiste en cómo establecer la relación del sujeto con el objeto en las condiciones particulares y contingentes de la experiencia humana. Justamente, mediante el sentimiento de placer y de dolor, el ser humano se hace finitamente infinito. Esta era la limitación de la razón teórica:

Como tema central de la Crítica de la Razón Pura, señala Heidegger el problema de la finitud del conocimiento humano. En la formulación de esa finitud y en la permanente conciencia que de ella se tiene, reside según él, la característica decisiva que distingue la teoría de Kant de todos los otros sistemas dogmáticos “precríticos” (Cassirer, 1979, p. 110).

Este es un estado del espíritu que determina el acontecer de la experiencia humana. En consecuencia, la razón teórica toma una dimensión distinta. Es decir, antes de que el entendimiento unifique las percepciones ocurre la experiencia estética. El entendimiento que somete a la intuición en la razón pura, en la facultad estética se constituye como juego libre ante la experien-cia de lo bello. Allí, concepto e intuición se aproximan en la apariencia de la forma sin desaparecer uno en el otro.

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En el sentimiento de placer, lo bello deja brotar ese equilibrio; un equilibrio, no individual sino universal, desinteresado, que reconoce una finalidad sin fin, mediante un sentido común. Es decir, la facultad de juzgar cura las de-ficiencias de la razón teórica. El sujeto, en su facultad universal y abstracta, que posee las leyes necesarias y lógicas del entendimiento, encuentra una experiencia en su finitud: en el sentimiento frente a lo bello, el sujeto reco-noce de inmediato ese equilibrio a través de lo sensible. De este modo, el sentimiento crea, desde la particularidad, la relación entre entendimiento e intuición. En esta experiencia estética de lo bello, el ser humano se proyecta en su auténtica dimensión:

Sin embargo, nosotros pensamos que una lectura atenta de la Crítica del Jui-cio nos permite comprender, más bien, que en la estética de Kant el “sujeto trascendental” se diluye ajustándose a la concordancia entre lo particular y lo universal en la unidad del juicio estético (Carrillo, 1984, p. 65).

El sentimiento que produce lo bello en el sujeto sitúa al ser humano en su contingencia y a la vez en su universalidad. Por eso, ante lo bello sólo se toma una actitud contemplativa que no somete a la obra al interés puramente individual.

La polémica contemporánea entre ciencia y arte se origina en esta relación teórica del conocimiento: la verdad no está sólo en la ciencia; en el arte también la verdad aparece. La estética, en este sentido, es una experiencia más radical que la teoría del conocimiento; más acá de la lógica está la es-tética. Por tanto, hay que reconocer de qué manera se puede recuperar, de una forma más compleja, la relación entre ciencia y arte desde una mirada menos teórica.

Pero en el movimiento kantiano hacía la razón en la Crítica de la Razón Práctica, de nuevo van a aparecer más limitaciones: “Hay, pues, un campo ilimitado, pero también inaccesible, para nuestra total facultad de conocer; es a saber el campo de lo suprasensible” (Kant, 1983, p. 74). Pero la facultad de juzgar permite también una superación de estos límites de lo finito. Como se ha anotado, la razón teórica es insuficiente cuando se trata de conocer lo particular efectivo; entonces, en el paso del entendimiento a la razón, apa-

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recen las antinomias, una de ellas es la contraposición necesidad-libertad. Las leyes de la naturaleza posibilitan el conocimiento teórico de los objetos, pero ¿cómo es posible comprender lo que no está dominado por esas leyes, por ejemplo, todo el ámbito de la metafísica: las ideas de alma, de libertad y de la naturaleza de Dios? En particular, la idea de libertad, pertenece a lo suprasensible que escapa de las leyes de la naturaleza. Entonces, la idea de libertad se comprende como aquella idea que guía la razón sin ser ella mis-ma la razón; por esto, es una idea caracterizada por una inteligibilidad de lo ininteligible. En consecuencia, la libertad no se puede definir como tal; sin embargo, es una idea que regula los actos humanos.

En lo que se refiere a la idea de libertad y con ello a la misma razón práctica insiste expresamente Kant, en que ella en tanto un puro “inteligible”, no está vinculada a simples condiciones temporales. Ella es más bien la pura mirada atemporal, el horizonte de lo supratemporal (Cassirer, 1979, p. 118).

La idea de libertad, por tanto, es una ley moral ante la que se tiene un senti-miento de respeto. De ahí que el actuar humano no se guía por la inclinación sino por el respeto a la ley, por el deber ser. La idea de la libertad se halla, de este modo, entre lo sensible y lo inteligible; he aquí un nivel de ambigüedad que se hará más complejo en el ámbito estético, puesto que la experiencia artística se vincula con la idea de la libertad.

En el entendimiento, el concepto reúne la diversidad que se da en la intuición espacio- temporal; en la razón, la idea de libertad orienta el actuar. Sin em-bargo, hay una fisura en la razón práctica: no se puede afirmar sin equívocos que es el sentimiento de respeto a la ley lo que ocurre:

Así Kant muestra que el yo no podría adoptar la ley moral de otro modo que como sentimiento de respeto, aparece nuevamente, con esta fundamentación sobre un sentimiento, la vinculación y la finitud y con ella, la relación con la constitución “originaria de la imaginación trascendental” (Cassirer, 1979, p. 118).

El ser humano, entonces, está sometido a la ley moral. ¿Dónde halla su in-dividualidad?, ¿cómo pueden sus circunstancias determinar su moralidad? El ser humano existe en lo contingente; está involucrado con la inmediatez de lo real y lo circunstancial, pero la ley moral kantiana, como deber ser, so-

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mete esta contingencia vital, es decir, la ley moral reprime las inclinaciones y pasiones. ¿Cómo vislumbrar una salida a esta limitación de la moralidad, a esta sumisión a lo bueno, al deber ser, por un lado y al concepto, por otro? De nuevo, la estética kantiana se va encontrando con estas limitaciones y prepara su distanciamiento. El sentimiento o estado del espíritu deja entrever, a través de la experiencia estética, cómo el ser humano tiene vitalmente un encuentro con el objeto en su finitud, desde su sensibilidad. Como sujeto llega a la armonía causada por la contemplación desinteresada de lo bello que le causa placer en lo inmediato; pero, ahora sufre una conmoción interna en sus facultades al padecer lo sublime. Entonces, experimenta en lo particular la idea de libertad que se manifiesta en el sentimiento que produce. Como en la experiencia estética sentimental no hay mediación, el ser humano se en-cuentra entre lo contingente y particular, sin abstracciones ni juicios teóricos.

De este modo, la facultad de juzgar se vincula con la razón práctica. Lo su-blime, entonces, provoca una sensación abrumadora de libertad en la expe-riencia estética, como si esa idea reguladora rompiera el proceso unificador del concepto y dejara, en medio de lo contingente, el sujeto, a merced de las fuerzas inconmensurables de lo extremadamente grande. Por eso, en el juicio estético la libertad encuentra plenitud: la idea estética, aquello que hace pensar sin ser pensamiento, aparece en el sentimiento de lo sublime, en el abismo que se abre en el terrible juego de la noche y que consume nuestro espíritu en conmoción total.

En la experiencia estética se expresa la totalidad, como si lo universal estuviese contenido en la particularidad del objeto bello. El juego entonces, no sólo es juego subjetivo de las facultades, sino, que también es juego entre el individuo y el conjunto de la realidad. Dado ese libre juego, podemos afirmar también, que el verdadero sujeto de la experiencia estética, según Kant, no es el hombre, sino la profundidad misma de la naturaleza que actúa por medio del “genio”, del artista, haciéndolo, como creador de lo bello y de lo artístico, el depositario de sus fines (Carrillo, 1984, p. 170).

Entonces, lo sublime pone en actividad el espíritu, en su particularidad. No se trata del respeto a una ley universal moral. Más bien, sucede el encuen-tro de sí mismo en su intimidad, en su contingencia, en su particularidad;

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se trata de la experiencia del sentimiento doloroso del estar vivo que no se logra comprender ni con la universalidad del concepto, ni con la absolutez de la razón.

Como se ve, todo el movimiento del pensamiento de Kant conduce a la esté-tica. Por tanto, el sentimiento de placer se relaciona con el juego libre entre entendimiento e intuición y el sentimiento de dolor con el juego libre entre razón y sensibilidad. Así, la experiencia estética ha integrado la facultad del conocer en el sentimiento de lo bello y la facultad de desear en el sentimiento de lo sublime. De esa manera, la estética kantiana genera nuevas reflexiones sobre la comprensión contemporánea del arte y la existencia.

Así como en el primer momento se establece una relación entre ciencia y arte, al considerar la razón práctica surge el problema de cómo ética y arte pueden relacionarse. Esto también determina las diferencias entre la modernidad y el pensamiento posmetafísico. La crítica posmoderna pone en entredicho el carácter universal de la ley moral, precisamente de origen kantiano, que concibe que el deber ser somete el actuar a unas reglas, a un criterio que dice qué es bueno y qué es malo. Nietzsche desborda esta visión y muestra que hay un ámbito de lo ético que supera la dicotomía excluyente de lo bueno y lo malo y es, precisamente, lo artístico. De igual modo, Heidegger anula las diferencias entre ética y estética y su perspectiva se dirige al “ser” que acontece en la obra.

Bajo esta mirada, la existencia se torna estética; la vida es como una obra de arte. Esto prueba que el mismo pensamiento de Kant al vincular la dimensión estética con la ética, con la idea de libertad, genera otras miradas. Lo más libre, no está en la moralidad, en la idea práctica de la libertad, sino en la experiencia sensible e imaginativa que se produce en Facultad de Juzgar al considerar la obra de arte. Por tanto, la estética alcanza un nivel de autonomía que desborda una ética de los deberes; en consecuencia, la ética y la estética establecen una relación distinta, en la que se complementan.

En este momento estético, en esta agitación interna, en la experiencia sub-jetiva del sentimiento de lo bello y de lo sublime, el hombre es auténtica-mente libre en su finitud y contingencia, porque en su particularidad, en sus

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circunstancias, experimenta lo bello o lo sublime, desde la individualidad en la que algo particular, bello o sublime, afecta su experiencia instantánea. Una obra particular, un acontecimiento individual y contingente, en la finitud de sus circunstancias (el color, la posición en el espacio, el sonido, la palabra) afectan sensiblemente al ser humano en su condición finita. De este modo, se han superado las fisuras que aparecían en la razón teórica, debido a su ca-rácter abstracto, y en la razón práctica, debido al modo como el sentimiento moral de respeto se convierte, de igual forma, en una manera abstracta de asumir la ley moral.

La estética kantiana, como experiencia subjetiva, permite descubrir que la vida, antes que depender de los conceptos del entendimiento, de la lógica, de la verdad de la ciencia o antes que estar sometida a la ley moral, es una experiencia que surge de las fuerzas de la inmediatez y acontece en un encuentro, activo en lo sensible y en la finitud, con el mundo y sus concep-ciones. En consecuencia, la vida se funda en la actitud estética. De ahí que se pueda inferir que la estética es un ámbito más radical que lo teórico y lo práctico porque el sujeto en su individualidad y particularidad finita, con sus sentimientos y su sensibilidad, reconoce su universalidad e infinitud como propiedad de lo humano. Hay que observar que en Kant la relación entre finitud e infinitud queda abierta, a diferencia de la dialéctica que más tarde sistematizará y cerrará Hegel. Como se ve, en esta concepción se muestra el carácter ambiguo del arte que juega libremente con la facultad teórica y la facultad práctica sin que ninguna se imponga sobre la facultad estética. Es decir, el arte provoca un juego entre la sensibilidad y el concepto y entre el mundo sensible de las inclinaciones y el mundo inteligible de la libertad. En medio de esas dimensiones se sitúa el conocer sin conceptos debido a la sensible inteligibilidad que ocurre en la obra de arte. De ahí que Kant se vincule necesariamente con las estéticas contemporáneas que han recono-cido lo primordial de la dimensión estética.

3Es posible mirar este avance de Kant hacia la estética desde la perspectiva de Heidegger para reconstruir un camino inverso. Indudablemente que

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para Kant el arte es una experiencia que se da en la subjetividad. Su estética describe cómo las facultades entran en un juego libre en el sujeto. Heideg-ger da un giro radical frente a esta estética idealista de la subjetividad que recibe en sí todo acontecer exterior. La nueva actitud considera la obra de arte como ámbito de verdad y al ser humano como alguien que existencial-mente experimenta la obra en su darse, sin llegar a establecer categorías ni subjetivas ni objetivas que expliquen la obra artística.

Heidegger hace una crítica al temor de Kant para afrontar el abismo que se pierde en lo profundo del alma: “Lo que él quiere mostrar es precisamente esto: que Kant, después de haber logrado descubrir la raíz común del ‘en-tendimiento’ y desenterrar la ‘sensibilidad’ de la imaginación trascendental, habría retrocedido ente su propio descubrimiento” (Cassirer, 1979, p. 123). Este es el abismo de la temporalidad que la imaginación constituye. En la sucesión de las diversas representaciones que se dan en la intuición se des-pliega el tiempo, no como categoría trascendental sino como evento de la finitud humana. En ese despliegue del tiempo, que en cierta forma también es espacial, surge la dimensión de la mortalidad, que no es categoría de la metafísica de lo suprasensible, sino condición propia del hombre. Kant retrocede ante este abismo, por ello retorna a la subjetividad.

En este camino reflexivo, Heidegger da un giro hacia el afuera del sujeto. Reconoce que en esa finitud abismal, que no alcanzó a abordar plenamente Kant, acontece la obra de arte. Para el pensador metafísico, en la imaginación trascendental, receptiva y dinámica se encuentran lo universal, lo particular, lo abstracto y también lo sensible, lo finito y lo infinito. Por medio de ella, el sujeto tiene experiencia del mundo en sus determinaciones inmediatas, en una obra concreta, mediante sus características sensibles: color, forma, sonido. La totalidad de lo bello y lo sublime provocan el estado sentimen-tal e imaginativo: “Ella (la finitud) se manifiesta en el hecho de que todo el conocimiento humano depende de sus intuiciones y que toda intuición es ‘receptiva’ y consiste en una ‘recepción’ originaria” (Cassirer, 1979, p. 110). En este punto no habría muchas diferencias entre los dos pensadores.

Para Kant, en el acontecer del sentimiento de placer y dolor, en un instante, la eternidad abruma al ser humano, mientras que en la unificación en el con-

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cepto del entendimiento o en el carácter regulativo de la razón sólo se pone en juego la dimensión abstracta del ser humano. Para Heidegger, en este estar en el mundo, sintiéndolo, el ser humano se desvanece, se constituye en su “ser-para-la-muerte”. De hecho, la concepción kantiana de la muerte tiene una perspectiva metafísica, mientras que en Heidegger es un estado de ser que es propio de su condición de arrojado. Ahí comienza el distanciamiento entre el esteta y el hermeneuta.

Kant describe lo que pasa dentro del sujeto respecto de lo bello y lo sublime. Heidegger mira lo bello y lo sublime en la obra, sin necesidad del sujeto. Sin embargo, los dos dejan un margen de libertad a la dimensión artística: Kant no se atreve a definir la indefinibilidad de las ideas estéticas; Heidegger no afirma que la verdad se aclara en la obra, al contrario, dice que la obra oscu-rece, en su claridad, la verdad.

Como se ha dicho, a partir de Kant y Heidegger el arte se comprende desde su carácter ambiguo porque produce una tensión entre dos fuerzas, un encuentro de dos direcciones que configura un estado de indefinibilidad: sensibilidad y razón conjugados para Kant; cielo y tierra, divinidades y mor-tales para Heidegger. Esta última relación es la manifestación de la dialéc-tica estética y la lucha entre las cuatro dimensiones que sucede de manera abierta en la obra de arte; en ella, el decir y el ocultar, el sentir y el pensar se aproximan pero mantienen sus diferencias. Este juego es múltiple, diverso y dinámico. Esta tensión nunca se resuelve, sólo la experimenta intuitiva-mente el ser humano: “La vinculación originaria a la intuición no puede ser nunca anulada y no es posible superar la dependencia que ella establece. La cadena de la finitud no puede romperse” (Cassirer, 1979, p. 111). De ahí que el ser humano sea el lugar de apertura del ser, que borra la sustancia subjetiva. Lo bello, lo sublime deja de ser una percepción subjetiva porque destruye la dicotomía sujeto-objeto. La obra se da al intérprete y a la vez el intérprete se abre a la obra.

Al desaparecer los conceptos de sujeto y objeto, se constituye una región imprecisa en la que el espectador, desde su perspectiva y su entorno próxi-mo, entra en contacto con la obra; se vuelve lector que ha sido transformado por la obra, que toma distancia de la realidad, pero sin alejarse de ella. Por el

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contrario, se ve conducido a entrar en diálogo histórico con su tiempo al ser tocado por la cercanía de las cosas. Como Heidegger lo indica, esta actividad interpretativa es posible por el poetizar que es un modo de habitar el mundo.

De este modo, estamos ante una doble exigencia: primero, pensar lo que denominamos la existencia del ser humano desde la esencia del habitar; luego, pensar la esencia del poetizar en tanto que de jar habitar como un construir, incluso como el construir por excelencia. Si buscamos la esencia de la poesía desde la perspectiva de la que acabamos de hablar, llegaremos a la esencia del habitar (1983, p. 165).

De manera que Heidegger, al exceder la dicotomía platónico-kantiana de sujeto y objeto, se encuentra con que el ser humano vive arrojado al mundo y es de suyo morirse; es un Dasein, un ser ahí, también ambiguo como la obra de arte porque se sostiene entre las fuerzas del mundo y determinado por sus circunstancias, pero sosteniéndose entre su autonomía y lo contingente.

Esta relación hasta ahora expuesta es importante para la discusión sobre las relaciones entre ciencia, ética, política y estética en la actualidad. Se puede inferir, por tanto, que la ciencia puede vincularse con el arte, la ética puede ser estética, según el recorrido que hace Kant; o desde el punto de vista heideggeriano, la verdad y el ser no sólo se dan en la ciencia, o en la mora-lidad, sino también, y con más intensidad, en la obra de arte, debido a su carácter ambiguo y sobre todo porque abren espacio al espectador, al lector o al interprete, para que habite este mundo de una manera distinta al estar sometido al mundo de la objetividad que se ha reducido a un trato utilitario y comercial con las cosas. En fin, creo que la reflexión sobre lo estético y el arte ofrece mayores posibilidades que aún están por precisarse a partir de estas reflexiones iniciales.

En síntesis, cuando Kant y Heidegger conciben el arte a partir de su ambi-güedad, se pone en evidencia un cambio en la concepción del ser humano y del mundo que afecta los modos de interacción social y de concepción de la realidad. El sujeto kantiano queda borrado por la transformación del sentido del ser que se devela en la obra de arte. Pero al reconocer el papel de la facultad estética de Kant, es posible este desbordamiento.

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La obra de arte, como evento de verdad, como luz en mitad del bosque, des-estructura todo lo estable que el pensamiento metafísico logró construir. La obra como juego entre develamiento y ocultación desplaza la luz de la razón y provoca una ambigüedad que equivale al ámbito de lo poético. Desde esta perspectiva, el sujeto también es afectado por dicha ambigüedad; por tanto, debe ser concebido como evento del ser, como aparición que se muere, como ser que habita poéticamente esta tierra, en palabras de Hölderlin y que evoca Heidegger persistentemente. Queda en el eco de estas palabras de Heidegger la huella de la ausencia que trasluce la muerte, lo sin fundamento, el siempre estar en el mundo pleno de vida y de muerte:

El ahí “es” el hombre sólo como histórico, es decir, fundador-de-historia y con instancia en el ahí en el modo del abrigo de la verdad del ente. Sostener el ser-ahí sólo con instancia en el recorrido creador más elevado, es decir, a la vez sufriente, de los más amplios éxtasis. Al ahí pertenece como su extremo esa ocultación en su abierto más propio, lo ausente, como permanente po-sibilidad el estar-ausente; el hombre lo conoce en las diferentes figuras de la muerte. Pero donde ser-ahí ha de ser concebido por primera vez, tiene que estar determinada la muerte como extrema posibilidad del ahí (Heidegger, 2003, p. 263).

Referencias

Cassirer, E. (1979). El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia modernas (vol. 4). México: Fondo de Cultura Económica.

Carrillo, L. (1984). El problema de la experiencia estética en Kant. Ideas y Valores. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.

Heidegger, M. (1954). Kant y el problema de la metafísica. México: Fondo de Cultura Económica.

Heidegger, M. (1983). Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin. Barcelona: Ariel.

Heidegger, M. (1996). Conferencias y artículos. Barcelona: Odos.

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Heidegger, M. (2003a). Aportes a la filosofía. Acerca del evento. Buenos Aires: Biblos.

Heidegger, M. (2003b). Ser y tiempo. Madrid: Trotta.

Kant, E. (1983). Crítica del juicio. Observaciones sobre lo sublime y lo bello. México: Porrúa.

Kant, E. (1985). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. México: Porrúa.

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 227-251

Danilo Cruz Vélez y la superación de la metafísica de la subjetividad

Manuel Leonardo Prada Rodríguez*

Universidad Santo Tomás

Recibido: 25 de noviembre de 2009 • Aprobado: 10 de diciembre de 2009

Resumen

Danilo Cruz Vélez valora el intento de Edmund Husserl de liberar a la filosofía de todos los supuestos, específicamente de la creencia cotidiana en la exis-tencia del mundo, también conocida como tesis general de la actitud natural. Para Edmund Husserl, el punto de partida de la filosofía es la negación de dicha tesis, la epojé, que posibilita la vuelta del yo a sí mismo, erigiéndolo, tal como lo hizo la duda metódica de René Descartes siglos atrás, como lo único verdadero en lo cual se puede fundamentar todo lo que hay. Es esto último lo que, precisamente, más critica Danilo Cruz Vélez, que el padre de la fenomenología no se dio cuenta del supuesto principal en el cual estaba todavía inmerso: la metafísica de la subjetividad. De ahí que el filósofo cal-dense exponga el pensamiento de su maestro, Martin Heidegger, el cual no despreció la actitud natural, sino que la valoró como punto de partida del filosofar. Desde esa diferencia, según Danilo Cruz Vélez, el filósofo de la Selva Negra logró superar la metafísica de la subjetividad, al no usar el concepto de representación, tan ligado a la vista, sino al proponer el concepto de utili-zación de, valga la redundancia, útiles, más ligado a la mano. La cuestión es: ¿logró salir Martin Heidegger, realmente, de la metafísica de la subjetividad?

Palabras clave: actitud natural, epojé, metafísica de la subjetividad, repre-sentación, útil.

* Manuel Leonardo Prada Rodríguez es aspirante al título de Magíster en Filosofía Latinoamericana de la Universidad Santo Tomás. La investigación que adelanta tiene que ver con la mirada que Danilo Cruz Vélez tenía acerca de la metafísica de la subjetividad, la técnica actual y la amenaza que esta última proporciona al ser del hombre y al ecosistema mundial. Correo electrónico: [email protected]

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Danilo Cruz Vélez and the overcoming of the metaphysics of subjectivity

Abstract

Danilo Cruz Vélez appreciates the attempt made by Edmund Husserl to free the philosophy from all suppositions, specifically for everyday belief in the existence of the world, also known as a general thesis of the natural attitude. For Edmund Husserl, the starting point of philosophy is the negation of that thesis, epojé, allowing the return of self to self erecting, as it as done by René Descartes methodical doubt of centuries ago, as the only true in which you can substantiate everything. It is the latter that precisely Danilo Cruz Vélez more criticism, that the father of phenomenology did not realize the main course which was still submerged: the metaphysics of subjectivity. Hence the caldense philosopher expose the thought of his teacher, Martin Heidegger, who did not despise the natural attitude, but who rated it as a starting point for philosophizing. From this difference, according to Danilo Cruz Vélez, the philosopher of the Black Forest was able to overcome the metaphysics of subjectivity, by not using the concept of representation, so linked to sight but to propose the concept of use of, forgive the repetition, useful, more connected to the hand. The question is: Martin Heidegger managed to get really, of the metaphysics of subjectivity?

Key words: natural attitude epojé, metaphysics of subjectivity, representa-tion, useful.

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Danilo Cruz Velez et la supération de la métaphysique

Résumé

Danilo Cruz Vélez considére les essais d´Edmund Husserls de libérer la philo-sophie de toutes les hypothèses, spécifiquement de la croyance quotidienne sur l´existence du monde, connu aussi comme thèse générale de l´actitude naturelle. Pour Edmund Husserl, le point de départ de la philosophie est la négation de cette thèse, “l´épojé” qui rend possible le retour au moi, en soi en le mettant comme le conçoit Descartes plusieurs siècles antérieurs , comme étant l´unique vérité sur laquelle on peut justifier tout ce qui existe. C´est ce dernier aspect que Danilo Cruz critique le plus, en ce qui concerne le père de la phénoménologie, Edmund Husserl, qui ne s´est pas rendu compte de l´hypothèse principal dans lequel il était submergé: “la métaphysique de la subjectivité. A partir de cette position Danilo Cruz expose la pensée de Martin Hiedegger et lui , il n´a pas méprisé l´actitude naturelle il a plutôt apprécié l´activité de philosopher comme point de départ. A partir de cette différence, le philosohpe de la “Selva Negra” arrive à surpasser la métaphysique de la subjectivité pour n´avoir pas utilisé le concept de réprésentation, si lié à la vue, mais aussi sa proposition sur le concept de l´utilisation de l´util beaucoup plus lié avec la main. Posons la question suivante: Martin Heidegger, a-t- il vraiment réussi à se libérer de la métaphysique de la subjectivité?

Mots clés: actitude naturelle, “epojé”, métaphysique, de la subjectivité, re-présentation, l ´util.

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Introducción

Al leer este artículo, el lector podrá pensar que no versa sobre Danilo Cruz Vélez sino sobre la mirada que Martin Heidegger tenía acerca de la metafísica de la subjetividad y de su máxima expresión: la fenomenología husserliana. Pues bien, el libro de más rigor filosófico que escribió el filósofo colombiano trata justamente de dicha mirada heideggeriana. Es recurrente que Danilo Cruz Vélez exponga el pensamiento de Martin Heidegger como si se tratara de su propio pensamiento. Lejos de ser un plagio, con sus explicaciones el discípulo de Martin Heidegger busca presentar con fidelidad el pensamiento de su maestro. Ese es uno de sus grandes intereses, así como tratar los temas que también le preocuparon a Martin Heidegger, tales como la técnica mo-derna que amenaza al ser del hombre y el papel del intelectual en esta época, en donde normalmente los intelectuales prefieren escribir textos sin mayor profundidad, con el ánimo de que las editoriales vendan sus publicaciones. Por lo anterior, se aclara que las explicaciones de este artículo acerca del pensamiento de Edmund Husserl y Martin Heidegger están directamente relacionadas con el pensamiento de Danilo Cruz Vélez, expuesto en su libro más importante: Filosofía sin supuestos. Al filósofo caldense le interesa criticar, como lo hizo su maestro, la metafísica de la subjetividad. Y, por supuesto, le encanta afirmar que Martin Heidegger superó la metafísica de la subjetividad. Pero, ¿realmente la superó?

De husserl a heidegger: superación, según Danilo Cruz Vélez, de la metafísica de la subjetividad

Uno de los propósitos de Filosofía sin supuestos es explicar en qué consiste la metafísica de la subjetividad. Para ello, el autor toma como ejemplo la fe-nomenología de Edmund Husserl. Considera que no es necesario investigar a cada uno de los filósofos de la metafísica de la subjetividad sino al, según él, último representante de dicha tradición. Claro que, durante todo el libro, Danilo Cruz Vélez se empeña en mostrar la deuda que el pensamiento hus-serliano tiene con el cartesiano. Otro de los propósitos es “ayudar al iniciado en filosofía a dar el paso de Husserl a Heidegger, el acontecimiento más

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importante en el seno de la filosofía del siglo XX” (Cruz Vélez, 2001, p. vii). Y donde mejor se manifiesta ese paso, el momento más vistoso en el cual Martin Heidegger se distancia de su maestro, es en el punto de partida de la filosofía. Ambos coinciden en que la actitud natural es el punto desde el cual se debe partir para comenzar a filosofar. Pero cada uno ve dicha actitud de una manera diferente. Es ese diferente punto de vista el que le permite a Martin Heidegger, según Danilo Cruz Vélez, salir de la metafísica de la subjetividad. Para Edmund Husserl, el ideal es alcanzar una ciencia exenta de supuestos, para poder llegar al yo puro, libre de toda contaminación mundana (para Martin Heidegger, el ideal es alcanzar una filosofía –no una ciencia– libre del supuesto del yo). O sea, un yo libre de esa creencia que las personas tenemos normalmente, de que el mundo existe realmente. Ese ideal proviene, según Danilo Cruz Vélez, del aprecio que Edmund Husserl tenía por la filosofía cartesiana, especialmente por la duda metódica. ¿En qué consiste esa actitud natural?

René Descartes inicia su segunda meditación metafísica diciendo que:

He sido arrojado a tan grandes dudas por la meditación de ayer, que ni puedo dejar de acordarme de ellas ni sé de qué modo han de solucionarse; por el contrario, como si hubiera caído en una profunda vorágine, estoy tan turbado que no puedo ni poner pie en lo más hondo ni nadar en la superficie. Me es-forzaré, sin embargo, en adentrarme de nuevo por el mismo camino que ayer, es decir, en apar-tar todo aquello que ofrece algo de duda, por pequeña que sea, de igual modo que si fuera falso; y continuaré así hasta que conozca algo cierto, o al menos, si no otra cosa, sepa de un modo seguro que no hay nada cierto… ¿Cómo sé que no hay nada diferente de lo que acabo de mencionar, sobre lo que no haya ni siquiera ocasión de dudar? ¿No existe algún Dios, o como quiera que le llame, que me introduce esos pensamientos? Pero, ¿por qué he de creerlo, si yo mismo puedo ser el promotor de aquéllos? ¿Soy, por lo tanto, algo? Pero he negado que yo tenga algún sentido o algún cuerpo; dudo, sin embargo, porque, ¿qué soy en ese caso? ¿Estoy de tal manera ligado al cuerpo y a los sentidos, que no puedo existir sin ellos? Me he persuadido, empero, de que no existe nada en el mundo, ni cielo ni tierra, ni mente ni cuerpo; ¿no significa esto, en resumen, que yo no existo? Ciertamente existía si me persuadí de algo (Descartes, 1641, p. 16).

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La anterior cita tiene que ver con el camino cartesiano que, según Danilo Cruz Vélez, Edmund Husserl adoptó como punto de partida para filosofar. Sucede que los seres humanos, al relacionarnos con nuestro mundo circundante mediante las representaciones, los juicios, los sentimientos, los valores y las querencias, nos encontramos en una situación prefilosófica. En dicha actitud, el yo no se pone cuidado a sí mismo, sino que sólo le pone cuidado al mundo. En ese estado de enajenación, distracción o falta de atención en nosotros mismos, creemos ingenuamente que dicho mundo existe realmente, como lo explica Danilo Cruz Vélez:

La nota fundamental de los actos es la intencionalidad. Todo acto es intencional, apunta hacia un objeto, tiene un intentum. Según esto, debemos ver los actos ejecutados en actitud natural a la luz de la intencionalidad. ¿En qué consiste, pues, la referencia intencional a las cosas cuando se hace en actitud natural? La referencia en actitud natural tiene el carácter de una intentio recta. En ella el yo va directamente hacia los objetos, sin atender a nada más. El yo se pierde en las cosas y se olvida de sí mismo. En la actitud natural el yo está, pues, olvidado. Las cosas son lo real, lo existente. La actitud natural es precisamente una fe ciega en la realidad de las cosas (Cruz Vélez, 2001, p. 253).

Esta es la tesis general de la actitud natural, en la cual, por voluntad propia, po-nemos al mundo como existente (voluntad como aspecto del yo que tiempo después rescatarán Schopenhauer y Nietzsche). Pero, también por voluntad propia, podríamos rechazar esa creencia. Sólo que, si negáramos libremente la existencia del mundo, negaríamos, necesariamente, la existencia del yo, porque este último “consiste en un conjunto de actos intencionales que apuntan a los objetos mundanos” (Cruz Vélez, 2001, p. 18). Por consiguiente, al negar tanto al mundo como al yo que se fija en él, se niega de paso esa relación que hay entre el yo y su mundo circundante. Sin esa relación, no habría ni actitud natural ni nada. Y tal aseveración sería puro escepticismo.

Cuando empleamos la voluntad para afirmar o negar al mundo, estamos suponiendo que es verdad lo que decimos: “es verdad que el mundo exis-te”, o “es verdad que el mundo no existe”. Por eso, para Edmund Husserl, lo mejor es no realizar ningún juicio sobre el mundo, ni para afirmarlo ni para negarlo. Es preferible suspender el juicio sobre el mundo: epojé, como

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decían los estoicos. Por eso, sin desconocer que la voluntad es un acto del pensamiento, Edmund Husserl no ve en la voluntad un punto de partida del filosofar. Él, como René Descartes, no quiere eliminar al yo, sino todo lo opuesto: rescatarlo como lo único cierto e indubitable. Por eso, según ambos filósofos, tal como lo muestra la segunda meditación cartesiana, debemos alejarnos de las cosas de las cuales se puede dudar, reconociendo así que no hay nada cierto en el mundo. Lo único que es absolutamente indubitable sólo puede mostrarse cuando ponemos entre paréntesis la existencia de ese mundo incierto e inseguro, cuando ponemos entre paréntesis incluso que tenemos sentidos, que tenemos cuerpo. Al llegar a ese punto tan radical (que no es lo suficientemente radical para Martin Heidegger, porque no alcanza a poner entre paréntesis al yo), podemos quedar convencidos de que nada existe, con excepción de nuestro pensamiento. Pues, si estamos persuadidos o convencidos de algo, eso significa que estamos pensando. Y si estamos pensando algo, entonces estamos siendo, porque lo que no es, no puede pensar ni ser pensado. Y así se retorna a la equiparación hecha por Parménides entre ser y pensar: “Del Ser puede hablarse, al Ser puedo yo hacerlo objeto de mi pensamiento; pero el que yo pueda pensar y hablar del Ser es posible «porque lo mismo es poder ser pensado que poder ser»” (Copleston, 1969, p. 62). Pienso, es decir, soy, como prefiere decir el maestro Luis Eduardo Hoyos:

Seguramente se ha oído hablar de la célebre expresión ‘yo pienso, luego yo existo’, que en realidad debe ser mejor interpretada como ‘yo pienso, es decir, yo existo’, pues no es correcto comprender que con ella se infiere lógicamen-te el ‘yo existo’ a partir del ‘yo pienso’, sino que, más bien, se señala de forma explícita que el decir ‘yo pienso’ implica siempre que ‘yo existo’, pues si no, no habría alguien que existe cuando piensa, lo cual es absurdo (Hoyos, 2003, p. 21).

Tenemos, entonces, que el yo es lo único seguro e inconmovible por la duda. “Pero el yo no es solamente la única cosa verdadera, sino también la fuente de toda verdad” (Cruz Vélez, 2001, p. 250). Como sabemos, René Descartes no es empirista, sino racionalista, motivo por el cual, para él, en el yo se encuentran las ideas. Pero no al estilo de la teoría de Platón, pues para René Descartes la idea no es el ser de la cosa, no es la figura en la cual el ser se hace patente. Más bien, para el padre de la filosofía moderna, las ideas son cogitaciones

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o pensamientos que se refieren a todas las cosas y determinan su ser. Y si la idea es el pensamiento, y el pensamiento está en el yo, entonces el yo es la permanente presencia en la que las cosas se hacen presentes, en la que las cosas obtienen la determinación de su ser, en la que el ser de las cosas es representado. La subjetividad es, por ende, la dimensión del ser. Por este motivo, “Aquello en que las cosas son, por lo cual ganan presencia, son las re-presentaciones” (Cruz Vélez, 2001, p. 250). Y es en ese campo en donde se mueve Edmund Husserl.

Al poner entre paréntesis la ingenua tesis de que el mundo realmente existe, al desentenderme de la existencia del mundo, tanto la tesis de la actitud na-tural como el mundo se convierten en fenómenos subjetivos. Esto significa que, en vez de dirigirme al mundo, ahora cambio, libremente, de rumbo. Ahora me dirijo a mí mismo. Le pongo cuidado a ese yo que había olvidado en la actitud natural. Por consiguiente, ese cambio de dirección es un mo-vimiento de regreso del yo a sí mismo, al cual nos referimos como reflexión. Llegamos así, a la subjetividad, que es donde Edmund Husserl, como René Descartes, ubica el campo de la filosofía. De esta manera, se presenta un contraste entre la actitud natural, que es una actitud directa, porque el yo se dirige al mundo, y la actitud filosófica, que es una actitud refleja, porque el yo se dirige hacia sí mismo. Gracias a esa reflexión, la subjetividad, y no el mundo, es la residencia de la verdad. Es decir, debido al movimiento de regreso del yo hacia sí mismo, todo lo que es, es aquello de lo cual se puede hablar, como decía Parménides, según la siguiente explicación hecha por Frederick Copleston, realizada, seguramente, desde el horizonte de la me-tafísica de la subjetividad:

Ser, sea cual fuere su naturaleza, es, existe, y no puede no ser. Lo Ente es, y le es imposible no ser. Del Ser puede hablarse, al Ser puedo yo hacerlo objeto de mi pensamiento; pero el que yo pueda pensar y hablar del Ser es posible «porque lo mismo es poder ser pensado que poder ser». Mas si «lo Ente» puede ser, luego es. ¿Por qué? Porque si, pudiendo ser, sin embargo no fuese, entonces sería la nada. Ahora bien, la nada no puede ser objeto del habla ni del pensamiento, por cuanto hablar de nada es no hablar, y pensar en nada es no pensar en absoluto (Copleston, 1969, p. 62).

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Así, no se puede hablar de nada que no sea objeto de un acto subjetivo. No-sotros percibimos los objetos trascendentes, o sea, aquella realidad que está afuera de nosotros (como si nosotros realmente fuéramos almas encerradas en un cuerpo, al modo de Platón, del cual no sólo hacemos epojé, del cual no solamente somos indiferentes por un momento, sino del cual nos diferen-ciamos todo el tiempo. Como si no fuéramos cuerpo). También juzgamos, recordamos, valoramos; cogitamos esos objetos trascendentales. En la me-tafísica de la subjetividad, el ser de los objetos no se reduce a la percepción, como pensaba George Berkeley, sino que, según la predilección de cada filósofo, el ser de los objetos se manifiesta también en otras cogitaciones. Así por ejemplo, para Nietzsche, el ser de los objetos consiste en la valoración que la voluntad del sujeto les dé, “De modo que su ser es un ser constituido subjetivamente” (Cruz Vélez, 2001, p. 20). Y con esto, nos encontramos con otra contraste: aunque los fenómenos subjetivos –es decir, el mundo y la creencia de que éste existe, las cosas en general, los objetos– son relativos al sujeto, pues son para él; por el contrario, el ser del yo es absoluto, pues es para sí mismo. Por esta misma razón, el yo es el fundamento de todo lo que hay, o sea, de todo (objeto) lo que se presenta en la mente humana (sujeto), mediante la representación, sea ésta una percepción, o un juicio, o una valoración o, como lo explica José Ferrater Mora:

REPRESENTACIÓN. El término 'representación' es usado como vocablo general que puede referirse a diversos tipos de aprehensión de un objeto (intencional). Así, se habla de representación para referirse a la fantasía (VÉASE) (intelectual o sensible) en el sentido de Aristóteles; a la impresión (directa o indirecta), en el sentido de los estoicos; a la presentación (sensible o intelectual, interna o exter-na) de un objeto intencional, o repraesentatio, en el sentido de los escolásticos; a la reproducción en la conciencia de percepciones anteriores combinadas de varios modos, o phantasma, en el sentido asimismo de los escolásticos; a la imaginación en el sentido de Descartes; a la aprehensión sensible, distinta de la conceptual, en el sentido de Spinoza; a la percepción (v.) en el sentido de Leibniz; a la idea (v.) en el sentido de Locke, Hume y algunos ideólogos; a la aprehensión general, que puede ser intuitiva, conceptual o ideal, de Kant; a la forma del mundo de los objetos como manifestación de la Voluntad, en el sentido de Schopenhauer, etc. (Ferrater Mora, 1965, pp. 566-567).

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Con base en lo anterior, podemos ver lo importantes que son la represen-tación y la reflexión para la metafísica de la subjetividad. Las cosas sólo son cuando son objetos de los actos de la mente, es decir, de las representaciones. Lo cual, visto de otra manera, significa que la mente humana es el fundamento de todas esas cosas que sólo son cuando dicha mente las representa. Pero todo esto se puede hacer en la actitud natural. Es decir, sólo representando objetos del mundo no se puede filosofar. Para llegar a esa cogitación última del pensamiento, hay que dar un paso más allá de la mera representación de objetos mundanos. Hay que llegar a la reflexión. Cuando mi mente deja de dedicarse a representar el mundo para dedicarse a representarse a sí misma, entonces brota la actitud filosófica. Cuando me convierto en objeto de mí mismo, entonces puedo filosofar. El objeto de la filosofía soy yo (¿no es esto una reducción de la filosofía a la filosofía de la mente?).

Y es esto, justamente, lo que Martin Heidegger le critica a la fenomenología husserliana y a las demás manifestaciones de la metafísica de la subjetividad. Según él, para que pueda surgir el filosofar, no es suficiente poner entre pa-réntesis la tesis general de la actitud natural, esa creencia de que el mundo existe realmente, sino que es necesario también poner entre paréntesis la creencia de que el filosofar surge en la reflexión, en la vuelta del yo hacia sí mismo, cuando deja de contemplar, mediante representaciones, al mundo. Pero, el hecho de que ni Edmund Husserl ni los metafísicos de la subjetividad que lo precedieron descuidaran esa creencia, significa que ellos no se dieron cuenta de que había que dar un paso más allá. Esto es, operaron con el gran supuesto de esa metafísica: el yo, la subjetividad (de ahí viene su nombre). Usaron dicho término sin tematizarlo, sin problematizarlo, sin pensarlo bien sino dándolo por sentado, como un hecho.

Pero, entonces, si no es con ese supuesto, ¿cómo se origina el filosofar?, ¿qué significa poner entre paréntesis la creencia de que el filosofar surge en la reflexión? Como sabemos, los seres humanos no tenemos ciertas li-mitaciones. No somos como el Dios de la teología occidental, que todo lo sabe de antemano, motivo por el cual no tuvo que aprender nada nunca; ni somos extraterrestres con capacidades epistemológicas diferentes a las del ser humano, que le permitan adquirir el conocimiento de una manera que

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no conocemos ni podemos, por naturaleza, conocer. Somos, sencillamente, seres humanos en el mundo. Eso es todo. Desde la metafísica de la subjeti-vidad, sólo podemos tener certeza de que existimos nosotros, y de que, sin esa certeza, en la actitud natural, existimos en un mundo que cambia todo el tiempo, en un mundo cuya presencia fluye o deviene constantemente. Y no se puede hacer filosofía de lo que cambia, pues eso es lo propio de las ciencias positivas. Sólo se puede hacer filosofía de lo que permanece en el cambio. Esa permanente presencia, para René Descartes y los demás metafísicos de la subjetividad, es la mente humana, que puede abstraer en categorías inmutables ese cúmulo de cambios. En el tiempo y en el espacio, como decía Immanuel Kant, se organizan de una manera estable ese cúmulo de percepciones caóticas que ingresan a la mente a través de los sentidos. Pero, para Martin Heidegger, la permanente presencia no es la mente hu-mana, como se piensa desde la actitud filosófica propia de la metafísica de la subjetividad; ni es el mundo, como se piensa desde la actitud natural. La permanente presencia es, sencillamente, el ser. Y con eso, entonces, el filósofo de la selva negra toma distancia de los filósofos antecesores.

Ahora bien, aunque para Martin Heidegger, mi mente, y sólo mi mente –como decía la metafísica de la subjetividad– no es la permanente presen-cia, sin embargo, en mi mente, y sólo en mi mente, sí está esa permanente presencia, o, como preferiría decirlo Martin Heidegger, mi mente es en el ser. En la mente humana, y sólo en ella, se da o se manifiesta el ser. El ser no se manifiesta en lo óntico, en las cosas, sino en lo ontológico, en el ente ontológico que es sólo el ser humano. Como lo dice él mismo en el segundo parágrafo de Ser y Tiempo:

En cuanto búsqueda, el preguntar está necesitado de una previa conducción de parte de lo buscado. Por consiguiente, el sentido del ser ya debe estar de alguna manera a nuestra disposición. Como se ha dicho, nos movemos desde siempre en una comprensión del ser… Dirigir la vista hacia, comprender y conceptualizar, elegir, acceder a…, son comportamientos constitutivos del preguntar y, por ende, también ellos, modos de ser de un ente determinado, del ente que somos en cada caso nosotros mismos, los que preguntamos. Por consiguiente, elaborar la pregunta por el ser significa hacer que un ente –el que pregunta– se vuelva transparente en su ser. El planteamiento de esta pregunta,

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como modo de ser de un ente, está, él mismo, determinado esencialmente por aquello por lo que en él se pregunta –por el ser–. A este ente que somos en cada caso nosotros mismos, y que, entre otras cosas, tiene esa posibilidad de ser que es el preguntar, lo designamos con el término Dasein. El planteamiento explícito y transparente de la pregunta por el sentido del ser exige la previa y adecuada exposición de un ente (del Dasein) en lo que respecta a su ser (Heidegger, 1927, pp. 16 -18).

Los seres humanos son, en la filosofía heideggeriana, los únicos que exis-ten. Así, la cosa, el perro, la mesa, el martillo, la montaña, y todos los demás entes ónticos no existen. Sólo existe el ente que es el ahí del ser. Sólo el ser humano (ya en esta expresión se ve cómo está contenido el ser en nuestra propia constitución), que no es meramente óntico (¿no es esto un eco de la platónica diferenciación entre alma y cuerpo?), sino que es ontológico (¿alma?, ¿mente?, ¿espíritu?), es el lugar, por decirlo así, donde se manifiesta el ser. Por eso, en la filosofía heideggeriana, el ser humano es conocido, a secas, como existencia: Da-sein, el ahí del ser, apelativo que no se le puede asignar a ningún otro ente, ni siquiera a Dios, con quien, en la Edad Media, se solía confundir al ser. Básicamente, porque ningún otro ente tiene lenguaje: “También el que no piensa expresamente el ser, está en relación con él en el lenguaje, que piensa siempre por el hombre. En efecto, nosotros decimos, v. gr., ‘el árbol es hermoso’, y comprendemos el ‘es’” (Heidegger, 1934, pp. 256-257).

Pero el concepto de “ser humano” no se reduce únicamente al concepto de “filósofo”. Edmund Husserl y, en general, los demás metafísicos de la subjetividad, consideran a los demás seres humanos como entes ónticos. Prácticamente, los demás seres humanos están al mismo nivel de las cosas. Sólo quienes descuidan por un momento lo óntico, como lo hizo René Des-cartes mediante su duda metódica, pueden pasar al estado superior de lo ontológico1. Se trata de usar la libertad propia de la voluntad humana, para optar por liberarse de la actitud natural y trascender así al plano superior

1 Algo similar sucede en la teología occidental: si bien es cierto que Dios creó a todos los seres humanos, hay una diferencia notable entre los seres humanos que son simplemente criaturas y los seres humanos que se convierten en hijos de Dios al relacionarse con Él. Diferencia que en la Edad Media recalcaron los cruzados: “nosotros los cristianos versus los moros”, y que hoy en día recalcan algunos grupos evangélicos: “nosotros los salvos versus los paganos a los cuales hay que evangelizar”.

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de la filosofía. La mayoría de la gente se queda, por consiguiente, como esclava de la actitud natural, como los esclavos del platónico mito de la caverna, y sólo los iluminados, sólo los que salen con esfuerzo intelectual de dicha caverna para ver el sol o idea del bien, sólo quienes se dedican a la vida contemplativa, pueden alcanzar ese estado superior. Mientras que Martin Heidegger, cual Prometeo que roba el fuego de Hefestos, pretende entregarle la filosofía a todos los seres humanos (quienes, curiosamente, siguen ignorando la posesión de ese don divino). Así, para el filósofo de la selva negra, no es mediante una reflexión, tras una puesta entre paréntesis del mundo, que se llega a la filosofía, sino que es poniendo entre paréntesis la reflexión, es decir, retornando al mundo, en donde parte la filosofía. Como lo explica Danilo Cruz Vélez:

Como es obvio, en la superación de la metafísica de la subjetividad Heidegger supera también esta doctrina sobre el origen de la filosofía. La caracterización del hombre como una relación con el ser está allende dicha doctrina. El hom-bre está en esa relación también en la actitud natural. Aunque no estemos en actitud filosófica, nos movemos siempre dentro de una comprensión del ser, aunque no lo sepamos ni nos hagamos cuestión de ella para elaborar una ontología. Esto es lo que ya conocemos como la comprensión preontológica del ser (Cruz Vélez, 2001, p. 256).

Sin embargo, al estar sumergidos en nuestros quehaceres, lo único que ha-cemos es operar sobre dicha comprensión preontológica o preconceptual del ser. Es una comprensión tan comprensible, que usualmente no caemos en cuenta de que sería bueno tematizarla. Esa clase de comprensión del ser es necesaria para poder existir. Es necesaria para existir porque por medio de ella atribuimos el ser, el “es”, a todos los entes, a todo lo que hay, es decir, sin ella no podríamos referirnos a nada, quizá ni siquiera haciendo señas (pues estas también son parte del lenguaje). Pero, precisamente, a pesar de esa necesidad de usar el verbo “ser”, nos olvidamos del ser, nos mantenemos indiferentes ante él. Por causa de esa indiferencia, no sabemos qué es el ser, así lo comprendamos. Y entonces, aquí tenemos que mirar qué significa, según el pensamiento heideggeriano, comprender:

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La disposición afectiva es una de las estructuras existenciales en que se mueve el ser del “Ahí”. Este ser está constituido, cooriginariamente con ella, por el com-prender [Verstehen]. La disposición afectiva tiene siempre su comprensión, aun cuando la reprima. El comprender es siempre un comprender afectivamente templado. Si lo interpretamos como un existencial fundamental, con ello se muestra que este fenómeno es comprendido como un modo fundamental del ser del Dasein. En cambio, el “comprender” en el sentido de un posible modo de conocimiento entre otros, diferente, por ejemplo, del “explicar”, deberá ser interpretado, junto con éste, como un derivado existencial del comprender pri-mario que es constitutivo del ser del Ahí en cuanto tal (Heidegger, 1927, p. 146).

El comprender no es, entonces, simplemente el entender una cosa, pues la comprensión de la cual habla Martin Heidegger no versa sobre una cosa, sino sobre el ser. Y, por cuanto él le da un lugar primordial a la afectividad, por encima del conocimiento, se podría decir que la comprensión preon-tológica del ser tiene que ver más con el sentir que con el entender. La comprensión es un carácter estructural de la existencia humana, no un acto del pensamiento, al estilo de la representación. Aunque, por supuesto, no excluye al conocimiento. Lo que pasa es que no es el conocimiento mismo, sino la condición ontológica que posibilita al conocimiento. Y con esto se aparta Martin Heidegger de la metafísica de la subjetividad, postulando algo diferente: ante el “pienso, es decir existo”, propone el “porque estoy triste, soy” o “amanecí contento y de esa manera aprenderé cómo es mi mundo circundante hasta que mi estado de ánimo cambie”. Es un paso desde la razón al sentimiento, a la afectividad. Sólo que, en mi opinión, esto no es ninguna superación. Cambiar el curso de la conversación, colocar un tema diferente, no significa resolver el problema sobre el cual se estaba discutiendo en dicha conversación.

Sigue latente, entonces, el problema de cómo es que conocemos, si por las ideas innatas como decían los racionalistas, si por las experiencias como decían los empiristas, si por los afectos como decía Martin Heidegger. Pero en cualquier caso, quien conoce, sea pensando, experimentando o sintiendo, es un ser humano. ¿Qué diferencia, por tanto, la propuesta de que los seres humanos conocemos a través de la afectividad, de la teoría de que apren-demos por medio de la observación ordinaria y los experimentos? Desde

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mi punto de vista, la única diferencia consiste en el modo de conocer, pero el sujeto cognoscente sigue siendo el mismo. Sigue siendo el sujeto el que siente tristeza. Sigue siendo el yo el que conoce a través de su afectividad, de sus modos de ser en el mundo. Y los útiles siguen siendo útiles para él. Son sólo en la medida en que le sirven, de la misma manera que los objetos son en la medida que son conocidos por el sujeto. Si un objeto o útil no es utilizado por un ser humano, entonces no es. Sólo el Dasein existe. Postura diferente de la que postula a la mente como fundamento de todo lo que hay, pero postura que no es de ninguna manera una salida de la metafísica de la subjetividad. Palabras más, palabras menos, la genialidad de Martin Heidegger consiste en postular al corazón en el lugar que sus predecesores le dieron a la razón.

Pero, retomando el tema que se venía exponiendo antes de manifestar mi opinión personal, y volviendo al ejemplo que ilustraba dicha explicación, ¿cuál es la diferencia que hay entre el lustrador de zapatos y el filósofo? Am-bos son seres humanos iguales, en la medida en que el zapatero, al manejar el cepillo para darle brillo a los zapatos, comprende, en esa utilización, el ser del cepillo. Y el filósofo, en sus quehaceres cotidianos, tales como leer, al leer sin contemplar al libro comprende mejor el ser de dicho instrumento; “Sin embargo, de pronto, en medio de esta indiferencia de la actitud natural, brota en nosotros la pregunta por el ser. Si dejamos que esta pregunta despliegue su fuerza en nuestra vida y que la dirija, asumimos la actitud filosófica y des-pertamos al filosofar” (Cruz Vélez, 2001, pp. 257-258). Entonces, el filósofo, cual zapatero, le echa cepillo a su capacidad de preguntar, para que brille en su propio ser la manifestación del ser, que yace opacado en la cotidianidad. Según Danilo Cruz Vélez, la actitud filosófica no se trata, entonces, de una reflexión, aunque no explica en qué se diferencia la reflexión del hecho de que en la pregunta del Dasein por el ser haya ya en dicho ser humano una comprensión del ser. Es decir, no explica en qué se diferencia la reflexión del hecho de que, para tratar de contestar la pregunta por el ser, haya que examinar al ser humano, mediante la analítica del Dasein. En otras palabras, para dicho filósofo, el ser es el tema del preguntar filosófico. ¿No es esto, por ende, una variante de la metafísica de la subjetividad?

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Martin Heidegger no muestra en qué se diferencia ese encerramiento en la subjetividad, ese regreso del yo hacia sí mismo, propio de la reflexión, del hecho de que ya sepamos del ser en la actitud natural, aunque no de manera conceptual. Pareciera que todos los seres humanos hubieran llegado a los resultados que el filósofo de la subjetividad logró por medio de mucho es-fuerzo mental, interiorizando, pensando en sí mismo, en su propio yo. Sólo que la mayoría de seres humanos no disfruta de esos resultados, es decir, no alardea de su comprensión no conceptual del ser, sino que simplemente la usa para referirse a las cosas, para existir. De esta manera, no se ve claramente en qué consiste la diferencia entre el regresar el yo hacia sí mismo –que es trascender desde la actitud natural hasta la actitud filosófica– y superar el arrojamiento en el mundo, ese estado de caída o despreocupación por el ser propio, que caracteriza a la actitud natural, para trascender a la actitud filosófica, cuando preguntamos por el ser, cuando intentamos tematizarlo y no simplemente operar con él.

En fin, no es clara y distinta –como le gustaba decir a René Descartes– la diferencia entre la tematización de la comprensión del ser que está latente en la naturaleza humana y la reflexión. Aún así, Danilo Cruz Vélez afirma que, partiendo del mundo natural, Martin Heidegger logró salir de la metafísica de la subjetividad. Yo, por mi parte, afirmo que no, a no ser que yo esté confundiendo el significado de la palabra “superar”. Como yo lo entiendo, en una carrera de obstáculos tengo dos opciones: o intento superarlo, saltando con esfuerzo sobre él, corriendo el riesgo de tropezarme con el obstáculo y no superarlo, o intento pasar por el lado de él, haciendo trampa. Al hacer esto último, el nombre de “carrera de obstáculos” ya no tiene sentido, pues tiene que ver más bien con una carrera normal de cien metros, por ejemplo, en la cual no hay que saltar. Para mí, Martin Heidegger pasó por el lado del obstáculo de la razón que encumbraron los metafísicos de la subjetividad. Pero siguió en la carrera de obstáculos, siguió en la metafísica de la subje-tividad. Sólo que hizo trampa en dicha carrera, al no saltar el obstáculo de la mente como centro y fundamento de todo lo que hay, sino pasarle por el lado, postulando a la afectividad como dicho centro: el ser se revela en el Dasein que siente, en el Dasein que maneja el útil.

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De todas maneras, se puede decir que, a pesar de las similitudes que hay entre Edmund Husserl y Martin Heidegger, hay una diferencia principal entre ellos: aunque Edmund Husserl hizo todo lo posible para librar su filosofía de supuestos, como, por ejemplo, cambiar de camino cada vez que se encontró un supuesto, de todos modos siguió operando con términos de la metafísica de la subjetividad. Mientras que Martin Heidegger se dio cuenta de esos supuestos y los tematizó, realizando así un intento más concienzudo o es-forzado de salir de la metafísica de la subjetividad. Que no lo haya logrado es otra cosa. Pero al menos mostró el problema, lo cual es inapreciable, un punto a favor en la obra del más importante filósofo del siglo XX, según Danilo Cruz Vélez. Y de esa diferencia principal se derivan, según el filósofo colombiano, las demás diferencias. Ahora explicitemos, a partir de un frag-mento de Filosofía sin supuestos, cómo es que, a partir de esa similitud que hay entre actitud natural y comprensión pre-ontológica del ser, se distancia el pensamiento heideggeriano del husserliano:

Se busca un camino que conduzca al dominio de la filosofía. Se supone, pues, que no se sabe nada de esta. [1] El punto de partida es, por tanto, la situación del hombre antes del aparecimiento de cualquier interés filosófico. Esta situa-ción prefilosófica se caracteriza por lo que Husserl llama la “actitud natural”, que es la de la vida cotidiana, en que el hombre está en relación con su mundo circundante [2] representando, juzgando, sintiendo, valorando y queriendo “ingenuamente”. En esta relación, en la relación “yo y mi mundo circundante”, [3] el yo es un centro de actos que apuntan al mundo. En un primer paso, Husserl acompaña a la vida natural en este movimiento y describe lo que ocurre allí.

Pues bien, en la actitud natural el yo se mueve directamente hacia el mundo, alejándose de sí mismo. Este alejamiento equivale a una [4] enajenación: el yo se pierde en el mundo, olvidándose de sí. Determinado por este olvido, el yo se interesa sólo por el mundo. Este interés determina el contenido de su saber; el cual no es más que un saber mundano. Además, lo sabido en este saber, lo mundano, adquiere el rango de lo que es en verdad. El mundo se convierte así en el modelo de todo ser. Por ello, [5] cuando en esta actitud se avista de algún modo al yo, se lo concibe como una cosa, como algo perteneciente al mundo. De manera que su modo de ser propio queda oculto, ya sea porque la atención no se dirige a él o porque una interpretación mundana lo deforma (Cruz Vélez, 2001, pp. 16-17).

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En esta cita se ve que la husserliana actitud natural contiene algunos rasgos de la heideggeriana comprensión pre-ontológica del ser, al tiempo que contiene unas diferencias importantes. Así, por ejemplo, hay una diferencia radical entre la concepción que tienen Edmund Husserl y Martin Heidegger acerca de la actitud prefilosófica del ser humano, que se da en la cotidianidad. Edmund Husserl no ve nada bueno en ella, razón por la cual la coloca entre paréntesis. Mientras que Martin Heidegger sí la valora, porque considera que en ella debe haber ya una comprensión del ser, aunque dicha comprensión no sea filosófica. Edmund Husserl denomina a ese estado prefilosófico como actitud natural, y parte de dicha actitud para, negándola, llegar a la actitud filosófica; mientras que Martin Heidegger parte de dicha actitud, a la cual denomina como comprensión preontológica del ser, pero no para llegar a una actitud filosófica, poniendo a la actitud natural entre paréntesis, mediante la epojé, como hace Edmund Husserl, sino para tratar de llegar al pensar, que es más propio de los poetas que sienten una gran admiración ante el misterio del ser que de los filósofos posteriores a los presocráticos.

En segundo lugar, en la actitud natural el hombre está en relación con su mundo circundante. Claro que, para Edmund Husserl, quien:

…1tenía una limitación: veía los supuestos únicamente del lado de lo que él llamaba la tendencia objetivista del hombre. Para los supuestos que caen del lado del sujeto no tenía ojos. Él vivía dentro de la metafísica de la subjetivi-dad, y mal podía destruir el suelo de su propia morada. Por esto recibe, sin tematizarlos, los conceptos centrales de dicha metafísica y los emplea como conceptos operativos” (Cruz Vélez, 2001, p. 8).

El orden lógico de esa relación circundante comenzaba con la representa-ción y el juicio. Dicha jerarquía es una de las características principales de la metafísica de la subjetividad. El considerar a lo que no sea yo como objeto, y el pensar que el único campo de comunicación entre esos objetos y yo es la representación, ocurrida en “mi” mente luego de que los sentidos los perciben, es un pilar de dicha metafísica. Pilar que Martin Heidegger va a rechazar, al privilegiar la afectividad –esos sentimientos y esas emociones menospreciadas por la racional metafísica de la subjetividad– como medio originario de relación del Dasein con su mundo (cambia la representación

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por el sentir y la utilización de las cosas). De ahí que no sea contemplando teoréticamente como originariamente me acerco a mi mundo, sino sintiendo alegría, nostalgia o tristeza, por ejemplo. Como lo dice Martin Heidegger, hablando de la constitución existencial del Ahí, en el § 29 de Ser y Tiempo, in-titulado El Dasein como disposición afectiva: “En el temple de ánimo, el Dasein ya está siempre afectivamente abierto como aquel ente al que la existencia [Dasein] le ha sido confiada en su ser, un ser que él tiene que ser existiendo. Abierto no quiere decir conocido como tal” (Heidegger, 1927, p. 139).

Así, esta diferencia entre la concepción husserliana de actitud natural y la concepción heideggeriana de comprensión preontológica del ser, radica en que, para Edmund Husserl, la lista según la cual el hombre está en relación con su mundo circundante comienza, como se dijo anteriormente, con las cogitaciones o actividades del pensamiento, a saber: representando y juzgan-do. Luego sí sintiendo, valorando y queriendo. Mientras que, de acuerdo a la mentalidad heideggeriana, la lista debería comenzar con las afectividades: sintiendo, valorando, queriendo… utilizando, manejando… y ahí sí, después de todo eso, representando, juzgando. Esta consideración hace parte de lo que para él es la superación de la metafísica de la subjetividad iniciada por René Descartes, de la cual también habla en el § 21. Discusión hermenéutica de la ontología cartesiana del “mundo” de Ser y Tiempo, que dice así: “Descartes no sólo ofrece posiblemente una determinación ontológica errada del mun-do, sino que su interpretación y los fundamentos de ella conducían a pasar por alto tanto el fenómeno del mundo como el ser del ente intramundano inmediatamente a la mano” (Heidegger, 1927, p. 139).

En tercer lugar, para Edmund Husserl el yo es un centro de actos que apuntan al mundo. Mientras que para Martin Heidegger no hay algo así como un yo. Él critica esa concepción del “yo mismo”, del “sujeto”. Rechaza esa concepción de yo como aquello que se mantiene idéntico a través de los comportamien-tos y vivencias, y de esa manera se relaciona con la multiplicidad. También rechaza al yo como aquello que, “dentro de una región cerrada y para ella, ya está siempre y constantemente ahí, como lo que, en un sentido eminente, subyace en el fondo de todo lo demás, es decir, como el subiectum” (Heide-gger, 1927, p. 120). Es decir, también rechaza la sustancialidad del alma, la

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cosidad de la conciencia y el carácter de objeto de la persona, como “conduc-tor ontológico para la determinación del ente desde el que se responde a la pregunta por el quién” (p. 120). Y empieza a rechazar esa concepción del yo con la pregunta: “¿Es acaso evidente a priori que el acceso al Dasein deba ser una simple reflexión perceptiva sobre el yo de los actos?” (p. 120), a la cual no le va a dar una respuesta cerrada: “no”, sino que va a contestar mediante la elaboración del concepto de Dasein y la hipótesis de cómo fue que al Dasein se lo llegó a llamar yo, es decir, dará una interpretación existencial del yo en tanto determinación esencial del Dasein. Para Martin Heidegger, más bien, “La indagación dirigida hacia el fenómeno que permite responder a la pregunta por el quién, conduce hacia estructuras del Dasein que son co-originarias con el estar-en-el-mundo: el coestar [Mitsein] y la coexistencia [Mitdasein]. En este modo de ser se funda el modo cotidiano de ser‐sí‐mis-mo, cuya explicación hace visible eso que podemos llamar el “sujeto” de la cotidianidad: el “se” o el “uno” [das Man]” (p. 119).

En el § 27 de Ser y Tiempo, intitulado como El ser‐sí‐mismo cotidiano y el uno, Martin Heidegger cumple la promesa de interpretar al yo existencialmente, para contestar la pregunta por el quién. Luego de haber analizado el “coestar” del Dasein, Martin Heidegger dice que: “que el ‘carácter de sujeto’ del propio Dasein y del Dasein de los otros se determina existencialmente, esto es, se determina a partir de ciertas formas de ser. En las cosas que nos ocupan en el mundo circundante comparecen los otros como lo que son; y son lo que ellos hacen” (p. 130). Sucede que, entre más trabaja el Dasein con los útiles de su mundo, de su vida cotidiana, entre más se ocupa o cuida de ellos y de su quehacer, más se da su preocupación o cuidado por mantener una dife-rencia frente a los otros seres humanos. Al tiempo que convive con ellos, se está preocupando o intranquilizando por mantener esa distancia. Como le pasa al profesor de colegio que, conviviendo con sus estudiantes, lo que más le interesa –más, incluso, que enseñar– es que los estudiantes mantengan o conserven esa distancia (estudiante/profesor). Igual se puede decir del jefe con sus obreros o empleados. El caso es que, en la cotidianidad, usualmente, ni el profesor ni el jefe se dan cuenta de que todo el tiempo están marcando y conservando esa diferencia con sus subalternos. Y de esta manera, ese modo de ser del Dasein, ese carácter de distancialidad, opera en el profesor y el jefe de una manera más originaria y tenaz.

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Es ahí cuando uno se pregunta: ¿será que el profesor está siendo lo que es?,2 ¿el jefe está actuando tal como él es, de acuerdo a su yo? Aunque en otros escenarios, como en la casa, y en otros tipos de relaciones con otros Dasein, como el que el profesor puede tener con su hijo y el jefe con su amigo, tanto el profesor como el jefe ya no estén sometidos a esa presión de mantener a la raya a sus subalternos, de todas maneras siempre buscarán mantener un tipo de distanciamiento en estas relaciones diferentes a las laborales. “Aun-que yo te dé confianza, hijo, recuerda que yo soy tu papá” suele decirle el papá a su hijo, independientemente de que dicho papá sea profesor o jefe o carpintero o desempleado. Es decir, de cualquier manera, el profesor, el jefe, el Dasein está sometido a mantener su distanciamiento frente a los otros en cualquier tipo de relación, como lo explica Martin Heidegger.

Ahora bien, esta distancialidad propia del coestar indica que el Dasein está sujeto al dominio de los otros en su convivir cotidiano. No es él mismo quien es; los otros le han tomado el ser. El arbitrio de los otros dispone de las posi-bilidades cotidianas del Dasein. Pero estos otros no son determinados otros. Por el contrario, cualquier otro puede reemplazarlos. Lo decisivo es tan sólo el inadvertido dominio de los otros, que el Dasein, en cuanto coestar, ya ha aceptado sin darse cuenta. Uno mismo forma parte de los otros y refuerza su poder. “Los otros” –así llamados para ocultar la propia esencial pertenencia a ellos– son los que inmediata y regularmente “existen” [“da sind”] en la convi-vencia cotidiana. El quién no es éste ni aquél, no es uno mismo, ni algunos, ni la suma de todos. El “quién” es el impersonal, el “se” o el “uno” (p. 130).

Con esta explicación, Martin Heidegger muestra lo absurdo que es concebir al yo en términos de sustancialidad, como una cosa con propiedades. Pues, simplemente, el profesor, en su clase, no está siendo tan tierno y condescen-diente con los estudiantes como es con su hijo. Pero eso no significa que se esté poniendo una máscara de teatro, para fingir ser una persona que no es

2 Realizo esta pregunta en términos de yo como “cosa con propiedades”, para dar pie a la crítica de Martin HeideggeradichacosificacióndelDasein.QueelDaseinnoesunacosa,esunadesustesisprincipales,declarada en contra de la metafísica de la subjetividad. Y con esta idea, podemos mostrar el quinto rasgo delahusserlianaactitudnaturalmanifiestaenlaheideggerianacomprensiónpreontológicadelser,consu respectiva diferencia: para Edmund Husserl, el yo es la misma sustancia pensante de Descartes. Para Martin Heidegger, en cambio, el Dasein no es una cosa con propiedades, porque, en primer lugar, no es cosa y, en segundo lugar, no tiene propiedades, al estilo alma-cuerpo, sino que es una integridad, aunque “tenga” modos de ser o existenciales.

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en realidad, pues, de ser así, nos enfrentaríamos a la otra parte del círculo vicioso: el profesor en su casa, no está siendo tan rígido y estricto con su hijo como lo es con sus estudiantes. Círculo que nos lleva a la pregunta: ¿entonces, quién es, a fin de cuentas, Samuel (suponiendo que así se llame el profesor de esos estudiantes y el papá de ese hijo? El yo de Samuel se define, entre otros modos de ser, según el modo de ser de la distancialidad a la cual está sometido en toda relación con cualquier otro Dasein: el pro-fesor es el profesor y el papá es el papá. Esto implica que no hay algo así como un Samuel verdadero (el de la casa) y un Samuel falso (el de la clase). Simplemente, Samuel se comporta, actúa, tal como se lo exige cada tipo de relación: Samuel es profesor cuando trabaja, cuando le toca ser o ejercer sus funciones de profesor, es decir, cuando está frente a sus estudiantes; es papá cuando está frente a su hijo; es compañero cuando está frente a otro profesor en la sala de profesores; es esposo cuando está frente a su esposa. Y no es profesor cuando no está frente a sus estudiantes, ni papá cuando no está frente a su hijo, ni compañero cuando no está frente a otros profesores, ni esposo cuando no está frente a su esposa. Samuel es lo que es, según el tipo de relación que esté manteniendo en los diferentes momentos de su vida, en su propia historicidad, como diría Martin Heidegger. Y esto, por extensión, se puede aplicar a las relaciones de Samuel con los objetos o entes intramundanos de su mundo: es lector cuando está frente al libro, y en ese momento no es ciclista aficionado. Pero cuando se va a pasear en su cicla, en ese momento, no es lector. De ahí que sea el cuidado (Sorge) y no el yo, la esencia o estructura de la existencia humana que recoge en una unidad los diversos elementos del ser-en-el-mundo (Rodríguez García, 2002, p. 213). Estructura de la existencia humana que no se limita a los objetos intramundanos, sino que también concierne a las relaciones del Dasein con sus semejantes. Como dice Martin Heidegger:

Gozamos y nos divertimos como se goza; leemos, vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y se juzga; pero también nos apartamos del ‘montón’ como se debe hacer; encontramos ‘irritante’ lo que se debe encontrar irritante. El uno, que no es nadie determinado y que son todos (pero no como la suma de ellos), prescribe el modo de ser de la cotidianidad (Heidegger, 1927, p. 131).

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Sólo habría que mirar qué tan original es esta crítica heideggeriana al uno impersonal.

Conclusión

La metafísica de la subjetividad y el intento de superación de la misma llevada a cabo por Martin Heidegger son temas recurrentes, transversales, en la ma-yoría de textos que Danilo Cruz Vélez escribió después del viaje a Alemania en 1951; temas que en algunos textos da por sentado, como si todo el mundo supiera de qué está hablando, pero que explica detalladamente en textos de suma importancia como Filosofía sin supuestos, de 2001. En dicho libro, que es, en mi opinión, el elaborado con más rigor filosófico, el “libro orgánico” (Cruz Vélez, 2001, p. 19), “la obra más importante por su estructura y sus ambiciones” (p. 21), como decía Rubén Sierra Mejía (sin implicar, con esto, que los demás textos de Danilo Cruz Vélez no tengan rigor filosófico), el filósofo caldense expone el pensamiento de Martin Heidegger. Allí muestra que este último filósofo no se opone necesariamente a la tradición filosófica que lo precedió; no la destruye como algunos críticos han querido hacerlo ver, sino que parte de dicha tradición para superarla. Por esta razón, la primera parte del libro es una exposición del pensamiento de Edmund Husserl y su relación con, entre otros, René Descartes, padre de la filosofía moderna. Mientras que la segunda parte del libro es el distanciamiento que Martin Heidegger toma del pensa-miento de su maestro. No se trata de que Martin Heidegger haya renunciado a la fenomenología, sino que trata de renunciar al supuesto principal en el cual todavía dicha corriente filosófica se basaba, a saber: el yo o sujeto como fundamento constituyente de la cosa u objeto. Así, al agotar la metafísica de la subjetividad todas sus posibilidades, Heidegger intenta un nuevo comienzo:

La filosofía ha tenido una floración espléndida a fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Pero sí hay un fin de formas de filosofar. El filosofar es histó-rico, inicia caminos y los lleva hasta el final, agotando todas las posibilidades de desarrollo de un principio, de una concepción del ser. Se puede hablar, por ejemplo, de un fin del cartesianismo, de lo que se ha llamado la metafísica de la subjetividad; hay un fin de la metafísica de la subjetividad como hay un fin del platonismo. Nietzsche tenía la razón, hay un fin del platonismo, el platonismo

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agotó todas sus posibilidades de desarrollo. Y la metafísica de la subjetividad llegó a la perfección con Husserl, perfección en el sentido de la capacidad de explicar todos los fenómenos. Con la fenomenología constitutiva se llegó hasta lo último en el desarrollo del cartesianismo, de la explicación de toda la realidad partiendo de la subjetividad. De manera que podemos hablar de un fin del platonismo, de un fin de la metafísica de la subjetividad, pero no de un fin de la filosofía… Así que habrá filosofía mientras el hombre sea hombre. Se agotan las posibilidades de un filosofar, es cierto. Usted alude, por ejemplo, a Heidegger en relación con el problema del ser. Heidegger llegó a un callejón sin salida; por ello, no se puede seguir adelante partiendo del punto al que él llegó. Entonces hay que seguir otro camino (Sierra Mejía, 1996, p. 53).

Nuevo comienzo o nuevo camino de la filosofía que consiste, básicamente, en poner al Dasein en lugar del sujeto. Por eso mi valoración crítica radica en afirmar que Martin Heidegger no supera la metafísica de la subjetividad. Más bien elabora un debate serio en el marco de dicha metafísica. Para él, lo primordial para el conocimiento no es la representación sino la afectividad. La racionalidad de los científicos y los filósofos deja de ser el centro del universo, para darle paso a la tristeza, la nostalgia entre cualquier otro sentimiento de cualquier persona del común. Para Martin Heidegger, cualquier persona que se dé cuenta de que su ser es impropio porque está llevando una vida volcada en la cotidianidad, en el quehacer constante que impide un tiempo para la meditación, está invitada a reflexionar sobre ese ser que ya comprende pero que hasta el momento no ha tematizado. Cuando empiece a hacerlo, cuando se ponga en camino, estará cruzando los caminos del bosque que conducen al ser. Los caminos de su propio ser, pues éste se revela en el Dasein mismo. Pero lo importante no es llegar a la meta, sino mantenerse en dicho camino. ¿No es esto Tao? Posiblemente, la novedad del filósofo de la Selva Negra radique en haber incorporado en una metafísica propiamente occidental rasgos característicos de la mística oriental. Posiblemente, tal relación de su pensamiento con el de Oriente haya llevado a su discípulo, Danilo Cruz Vélez, a postular una huída al pueblo, desde donde se puede avistar al campo, ante este mundo que desborda aparatos técnicos que ocupan todo el tiempo de las personas. Sólo en los lugares tranquilos, donde hay serenidad, se puede meditar, interiorizar y trabajar reposadamente en la recuperación del ser propio, mediante la pregunta por el ser.

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Referencias

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Cruz Vélez, D. (2001). Filosofía sin supuestos (2a. ed.). Manizales: Editorial Universidad de Caldas.

Descartes, R. (1641). Meditaciones acerca de la filosofía primera, en las cuales se demuestra la existencia de Dios, así como la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre. Recuperado el 31 de agosto de 2009 desde <http://www.inicia.es/de/diego_reina/moderna/rdescartes/meditacion_se-gunda.ht>.

Copleston, F. (1969). Historia de la filosofía (vol. I). Grecia y Roma. Barcelona: Ediciones Ariel S.A. – Esplugues de Llobregat.

Hoyos, L. E. (2003). Filosofía, filosofías, filosofar. En Hoyos, L. E. Lecciones de filosofía, (pp. 12-34). Bogotá: Universidad Externado de Colombia – Uni-versidad Nacional de Colombia.

Ferrater Mora, J. (1965). Diccionario de filosofía. Buenos Aires: Editorial Sud-americana.

Heidegger, M. (1927). Ser y Tiempo. Recuperado el 25 de agosto de 2009 desde <http://www.philosophia.cl/biblioteca/Heidegger/Ser%20y%20Tiempo.pdf>.

Heidegger, M. (1934). Lógica. Lecciones de M. Heidegger (semestre verano 1934) en el legado de Helen Weiss, 1991. Barcelona: Editorial Anthropos – Ministerio de Educación y Ciencia.

Rodríguez García, R. (2002). Martin Heidegger y la crisis de la época moderna. Madrid: Ediciones Pedagógicas.

Sierra Mejía, R. (1996). La época de la crisis: conversaciones con Danilo Cruz Vélez. Santiago de Cali: Editorial Universidad del Valle.

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ISSN: 0120-8454 No. 75 pp. 255-277

las vías anselmiana y ockhamista para razonar a Dios desde sí mismo*

Jorge Francisco Aguirre Sala**

Universidad de Monterrey, México

Recibido: 26 de agosto de 2009 • Aprobado: 16 de septiembre de 2009

Resumen

Aunque con distintas ontologías, lógicas, teorías lingüísticas (particular-mente el uso de la suppositio) y diferencias radicales ante el problema de los universales, Anselmo y Ockham se presentan como dos pensadores medievales que utilizan su razón para auxiliar la fe, y por ello coinciden en la intuición del Fundamento común. La argumentación anselmiana utiliza la suposición semántica, la consecuencia lógica y la implicación material, para “pensar la grandeza de lo mayor” y lanzar al espíritu hacia “lo mayor” que, por definición, apunta más allá, justo en Aquel que el corazón ya cree, utilizando semánticamente la appelatio. Para Ockham, dicha comprehensión no demuestra el predicado “existencia”: al distinguir entre “demostración” y “prueba”, niega cualquier demostración de la existencia de Dios y considera que las vías del movimiento, la causalidad eficiente y final, son improceden-tes porque carecen de evidencia y proceden de la fe. Entonces recurre a la prueba de la suposición lingüística personal, pues “Dios” no le resulta signo intencional meta-lingüístico.

Palabras clave: suposición lingüística, implicación material, denotación, comprehensión, prueba de Dios, existencia del Conservador.

* Este texto es la síntesis de una propuesta de investigación que el autor viene desarrollando en el contexto de los intereses académicos en la Universidad de Monterrey (México).

** Profesor investigador de la Universidad de Monterrey (México). Correo electrónico: [email protected]

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Abstract

Although with different ontologies, logical, linguistic theories (particularly the use of suppositio) and radical differences to the problem of universals, Anselm and Ockham are presented as two medieval thinkers who use their reason to assist the faith, and therefore agree the intuition of the common basis. Anselm's argument uses the assumption semantics, the logical and material implication, to 'think the greatness of the greatest' and release the spirit to 'the greatest' which by definition points beyond, right in the heart and one who create, using the appelatio semantically. For Ockham, this com-prehension does not prove the predicate "existence" to distinguish between "show" and "test" denies any proof of the existence of God and believes that the routes of movement, efficient and final causation, are irrelevant because they lack evidence and from faith. He then turns to test the assumption of personal language, for "God" is not intentional meta-linguistic sign.

Key words: Assumption linguistic material implication, denotation, compre-hension, proof of God's existence Conservative.

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Résumé

Malgré les ontologies distinctes, logiques, théories linguistiques (particu-lièrement l ´emploi de la suppositio) et les différences radicales face au problème des universels, Anselmo et Ockhman se présentent comme des penseurs médiévaux qui utilisent leur raison pour aider la foi, et pour cela, ils coincident dans l´intuition du fondement commun. L´argumentation anselmienne utilise la supposition sémantique, la conséquence logique et l´implication matérielle, pour penser la grandeur de ce qui es superieur et lancer l´esprit vers “le grand” qui, par définition, vise au delà du juste de ce que le coeur croit en utilisant sémantiquement la appelatio.

D´après Ockham, cette compréhension nous fait la démonstration de l´existence du prédicat “existence”: en faisant la distinction entre démons-tration et vérification, il nie toute manisfestation de l´existence de Dieu et considère que les voies telles que le mouvement, la causalité éfficace et finale sont inoportunes ou irrecevable parce qu´elles manquent d´évidence et proviennent de la foi.

Donc il prend recours à la vérification de la supposition linguïstique per-sonnelle, car “Dieu” ne lui signifie un signe intentionnel meta- linguïstique.

Mots clés: Supposition linguïtique, implication matérielle, témoignage, compréhension, vérification de l´existence de Dieu, exitence du conservateur.

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Introducción

¿Cómo razonar la fe desde sí misma?, ¿hay necesidad de ello?, ¿qué caso tiene indagar la verdad si ya creo?, ¿sé cabalmente lo que de suyo creo? Estas preguntas revelan un trasfondo epistemológico para la filosofía y la teología y también ponen en debate los vínculos de la fe y la razón. Muchos consideran que el fideísmo se adelanta al intelecto en su obrar natural. Los dogmas tienen la gran virtud de preceder a la lógica y, en consecuencia, no se requiere pensar. De manera más vulgar, muchas personas creen que ya está escrita la narrativa de las acciones humanas por Dios o el destino. No es el determinismo o la predestinación lo que abordaremos, pero son otro ángulo de la presuposición jerárquica entre fe y razón, donde la razón es utilizada para fundamentar y demostrar la fe y no para dar cuenta de ella y dotar de un mayor y mejor saber sobre lo que ya se cree. El razonamiento es sometido ancilla teología, en vez de utilizarlo para la proyección del sabio contenido de verdad de lo que se cree. Tampoco es el problema moral-epis-temológico el que nos ocupará, sino que, tomando en cuenta el indiscutible punto de partida del creyente (Dios existe), nos ocuparemos de dos casos privilegiados que muestran cómo razonar es fe desde sí misma. Abordaremos las extraordinarias experiencias de Anselmo y Ockham. Estos dos filósofos medievales son tan disímiles en sus procedimientos lógicos, sus ontologías y las concepciones acerca de los universales que, a fuerza de responder nuestras preguntas iniciales, nos obsequiaran un hermoso corolario: Si Dios existe, cualesquiera semánticas nos están permitidas.

La cooperación de la razón para obtener más saber de aquello que ya creemos se expresa ejemplarmente en el pensamiento de Anselmo de Canterbury. Este autor pretende “elevar las almas a la contemplación de Dios, se esfuer-za en comprender lo que cree” (según él mismo relata en el proemio del Proslogium). Así, la actitud de quien ocupara el arzobispado de Canterbury queda expuesta por la designación original de los primeros títulos a sus opúsculos: "Ejemplo de meditación sobre el fundamento racional de la fe" para el Monologium; mientras que para el Proslogium eligió el título abso-lutamente revelador de la intención que hemos señalado: "La fe buscando apoyarse en la razón".

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Anselmo da por supuesta la verdad de la fe y utiliza la cooperación de la razón; por ello, no busca el complemento de la razón. La verdad ya ha sido alcanzada. Consecuentemente, una mejor traducción del título del Proslo-gium sería “La fe pide ser comprendida por la razón”, ya que el saber revelado y sobrenatural se posee con anterioridad. Para él como para sus 'hermanos" (quienes le exhortan a redactar los opúsculos1), su corazón ya cree y ama, y así la racionalización discursiva de tales dogmas-verdades le es de utilidad para defenderse de los simples, los necios y los insensatos que han negado a Dios. Pero como la fe es débil2, la razón resulta un apoyo para el creyente: ésta explica lo que no puede argumentar aquella, pero sí revela. De tal modo, la razón con la fe es mejor que la fe sin la razón. En este sentido, sabemos que la lógica semiótica auxilia a la fe, de manera similar que lo hace la teología, pues ésta le ayuda a defenderse y a exponer en las implicaciones y consecuencias que conlleva creer. Es muy ilustrativo el siguiente pasaje del Proslogium: “…no intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo comprender tu verdad que mi corazón cree y ama” (Anselmo, 1952, p. 366).

Anselmo se esfuerza en comprender lo que de antemano cree, no sólo para resistir al insensato, sino para evitar la negligencia, pues la filosofía apuntala con razones los contenidos dogmáticos. Por tanto, Anselmo no defiende el contenido de su fe (fe “objective”), sino el argumento teológico y racional que a su vez protege al contenido de lo que se cree. Las razones necesarias que auxilian la protección no convierten a nadie hacia la fe, sino que la suponen e iluminan. Sin embargo, no es la fidelidad una condición para entender, porque se busca la aportación de la razón especulativa ahí donde la fe no aporta argumentos.

1 “(...) quatenus auctoritate scripturae penitus nihil in ea persuaderetur, sed quidquid per singulas investiga-tionesfinisassereret,iditaesseplanostiloetvulgaribusargumentissimpliciquedisputationeetrationisnecessitas breviter cogeret et veritatis claritas patentes ostenderet". En su traducción: "(...) pidiéndome que no me apoyase en la autoridad de las Sagradas Escrituras y que expusiera, por medio de un estilo claro yargumentos...quefuesefiel...alasreglasdeunadiscusiónsimpleyquenobuscaseotrapruebaquelaque resalta espontáneamente del encadenamiento necesario de los procedimientos de la razón y de la evidencia de la verdad" (Prologus, Monologium, p. 190).

2 Cfr. La estipulación de la fe en Carta a los Hebreos II; I: la fe carece de evidencia y, por tanto, posee una naturaleza negativa.

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Encontramos así una instrumentación "lógica" al servicio de la creencia, como lo sugiere Henry (1967), pues como Copleston (1979, p. 162) comenta: "la aplicación de la dialéctica a los datos de la teología sigue siendo teología". Advirtamos que Anselmo no desarrolló un tratado de lógica (aunque su obra De Grammatico, se ubica en el campo de la semiótica, como veremos adelan-te), pero queremos analizar las argumentaciones que utiliza paralelamente a la teología. Sospechamos que en el arte de razonar fue instruido por los tratados de Boecio, Casiodoro e Isidoro, comunes en la educación durante la primera parte de la Edad Media. No cabe duda de su conocimiento de Aristóteles, sobre todo de las Categorías y el Peri Hermeneias, como también de la gramática de Prisciano.

Respecto a las pruebas de índole teológica que elegimos para mostrar su lógica subyacente, la profesora Cabrera Villoro (1985, p. 369) advierte la división usual de los argumentos en dos grupos: "aquellos que parten de la existencia de un mundo ordenado y aquellos que parten de la riqueza de la idea de Dios". A nuestro parecer, Anselmo sostiene ambos tipos de argu-mentaciones. Y lo hace secuencialmente, como era propio en el medioevo, pues la fe no se daba sin racionalidad. Los argumentos del primer grupo pertenecen al Monologium, y los del segundo están representados por el "argumento ontológico" del Proslogium. En esta obra, la expresión “id quo maius cogitari nequit” hace referencia al “maius” por el cual la razón puede orientarse más allá de sí misma, con lo cual vemos que razón y fe van de la mano, pero que aquélla potencia a ésta.

En los tres primeros capítulos del Monologium hallamos las formas lógicas con que procede Anselmo. Dejaremos de lado el capítulo cuatro porque el argumento se halla en los tres primeros, y no tomaremos la secuencia de los capítulos dos y cuatro. Por abandonar el capítulo cuarto, sólo tomaremos del segundo lo que obedece al propósito de nuestro análisis y no a la de-mostración en extenso de Anselmo. No desconocemos que los especialistas discuten la existencia de dos, tres o cuatro argumentos, o de uno sólo en orden sucesivo a los capítulos uno-tres y dos-cuatro, o del capítulo uno al cuarto. Entre los que han estudiado estas secuencias podemos citar a Gilbert (1984), Vignaux (1947), Corti (1986). Sin embargo, a nuestro propósito, sólo

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importa el primer capítulo, puesto que argumenta la existencia de un bien absoluto, soberano e independiente, que es el fundamento por el cual las cosas que llamamos buenas son buenas. Veamos:

(…) todos los objetos entre los cuales existe una relación de más y menos, o de igualdad, son tales en virtud de una cosa que no es diferente, sino la misma en todos, sin que importe al caso el que éstas se hallen en ellos en proporción igual o desigual (Anselmo, 1952, p. 194).

Esta afirmación podría traducirse en la siguiente premisa: “todo objeto que presenta una cualidad, la posee en virtud de que esta cualidad se encuentra en alguna medida participada en él”. Proposición que el texto anselmiano apuntala al señalar: “…por consiguiente, como es cierto que todas las cosas buenas, comparadas entre sí, lo son igual o desigualmente, es menester que sean buenas por algo que se concibe idéntico en todas” (Anselmo, 1952, p. 194); y unas líneas más adelante: “...pero como lo prueba incontestablemente la razón ya puesta en evidencia, es también necesario que todo lo que es... bueno, sea bueno por aquello precisamente por lo cual es bueno todo lo que lo es" (p. 196). Estas afirmaciones son formalmente equivalentes a: “y todo objeto bueno, es tal porque el bien participa en él”. Así, Anselmo pue-de concluir: “...este bien es bueno por sí mismo, puesto que todo bien (toda bondad) viene por él. Síguese que todos los otros bienes proceden de otro que ellos, y que él sólo es por sí mismo” (1952, p. 196). Consecuencia irrecu-sable en “El bien presente en los objetos buenos, es el bien soberano que existe por-sí mismo”. Ante todo ello debemos advertir un aspecto vivencial: la atención de Anselmo no está en la tautológica participación del bien, sino en el deseo de quien busca al bien en todo lo bueno. Y en el cumplimiento de dicho deseo, se halla al bien como absoluto y participado.

Esta argumentación es un modus ponendo ponens de la lógica sentencial. La misma estructura formal la hallamos en el capítulo segundo al sustituir “bondad” por “grandeza”. Pero la sustitución no es banal, avanza a una pro-fundización mayor de la razón impulsada por la fe. El argumento dice:

(...) del mismo modo hay que concluir necesariamente que hay un ser sobe-ranamente grande, si se considera que todo lo que es grande lo es por un ser

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que es grande por sí mismo, grande, digo, no por la extensión, como un cuerpo, sino tal, que cuanto más grande es, mas digno y bueno es, como la sabiduría... es necesario que haya un ser a la vez soberanamente grande y soberanamente bueno, es decir, absolutamente superior a todo lo que existe (p. 196, cap. II).

Esta conclusión marca el antecedente de los capítulos dos a seis del Pros-logium. Por lo pronto, observemos el capítulo tercero del Monologium, en donde muestra su ingenio argumentativo:

(...) porque todo lo que existe viene de algo o de la nada. Pero la nada no puede recibir el ser de la nada, porque ni siquiera se puede imaginar que haya algo sin causa; luego lo que existe no tiene el ser más que en virtud de otra cosa. Así las cosas, o la causa de lo que existe es única o hay varias; si hay varias, o convienen en un principio común que les ha dado el ser, o existen cada una de por sí, o se han creado mutuamente. Ahora bien, si provienen de un mismo principio, ya no tienen un origen múltiple, sino único. Si existen cada una por sí misma, hay que suponer la existencia de una fuerza o una naturaleza a la que es propio existir para sí, y de la que tienen su prerrogativa de existir por sí mismas; pero entonces es indudable que existen por aquel mismo y solo del cual tienen la propiedad de existir por sí mismos... en cuanto a una existencia por mutua comunicación, no hay ningún principio que permita admitirlo, por-que sería contradictorio que una cosa recibiese el ser de aquella a la cual ella se lo da, y las relaciones mismas no se crean a sí mutuamente (p. 198, cap. II).

Lo anterior puede sintetizarse: “todo lo que existe, existe por algo o por nada. La segunda posición es absurda; así pues, todo lo que existe, existe por algo. Eso significa que todas las cosas existentes existen, o la una por la otra o por sí mismas o por una causa de existencia. Pero las dos primeras opciones son impensables: la primera porque es un absurdo recibir el ser precisamente de aquél a quien se le otorga; y la segunda por la contradicción de una plu-ralidad de causas incausadas, como lo sería una serie infinita consumada. Por tanto, sólo existe una sola causa incausada”. Y así, la existencia de una causa incausada da seguridad al deseo de absoluto y rechaza la frustrante regresión al infinito. Llegar al “mayor” del cual no hay otro implica que dicho “mayor” es igual al summum.

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Anselmo concluye: "(...) solamente ella existe por sí misma, pero todo lo que existe por otro es menor que la causa que ha producido todos los seres y que existe por sí misma. Por lo cual, lo que existe por sí mismo es mayor que todo lo demás" (p. 200, cap. III). Esto le da pauta para el punto de partida del “argumento ontológico”, pues el Monologium no sólo concluye la existencia de Dios, sino la atribución necesaria de ser soberanamente grande, lo más grande de todo. La unidad argumentativa entre las dos obras es indubitable y por tanto, en el caso de Anselmo, no se cumple la advertencia de Cabrera Villoro. Anselmo, lejos de dividir los argumentos de la existencia de Dios en los que parten del mundo y en los parten de la riqueza de Dios, los hila.

Ahora bien, los argumentos de esta primera índole tienen algunos presu-puestos: considerar diversos grados de bondad o grandeza supone, como fenómeno aceptado, un modelo o “metro” que funciona como fundamento y norma de tales graduaciones. Por otra parte, la argumentación sólo puede aplicarse desde cualidades de los objetos que en sí mismas no impliquen una oquedad, imperfección o limitación. Es decir, esta inducción únicamente transita por la vía positiva. Además, si bien la solidez del argumento se en-cuentra en su consecuencia (como también veremos en el Proslogium y en Ockham), estas demostraciones poseen su fuerza en la intuición. La intuición anselmiana está cargada de emotividad; la ejemplaridad divina se intuye desde el corazón que desea las cualidades más grandes y más bondadosas en Dios. La persona de Dios, entonces, fungirá como modelo para cualquier cualidad en el mundo.

Dicha ejemplaridad es la clave para comprender el “argumento ontológico”. Se cree, efectivamente, que las esencias o naturalezas de las criaturas se ha-llan en la mente divina; éstas se conciben como ejemplos que constituyen el pensamiento absoluto. De este modo, Anselmo utiliza en el Proslogium la suposición, la consecuencia y la implicación material (aunque estas ope-raciones lógico-semánticas tardarán tres siglos más en aparecer con tales denominaciones), por ello puede decir: “...cuando me oye decir (refiriéndose al insensato) que hay un ser por encima del cual no se puede imaginar nada mayor, este mismo insensato comprende lo que digo; el pensamiento está en su inteligencia, aunque no crea que existe el objeto de este pensamiento”

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(Anselmo, 1952, p. 366, cap. II). Es decir, como dicho pensamiento “está en la inteligencia de quien lo piensa”, al ser pensado, entonces necesariamente existe. Pero su realidad “pensada” se descubre en un esfuerzo de conciencia, no en el recorrido irreflexivo de una operación lógica irreversible y automá-tica. La reflexión sobre el pensamiento no funciona sin el interés espiritual sobre lo que hay que pensar. El argumento de Anselmo exige la reflexión sobre la propia experiencia intelectual: pensar “lo mayor” en sí mismo lanza al espíritu al “más allá”, pues por definición “lo mayor” siempre apunta más allá. No hay confusión de orden lógico y ontológico, porque la mente, al ver su orden lógico, se nota volcada hacia la realidad ontológica que mente y corazón desean.

Se requieren todavía otras precisiones: a) la inteligencia del insensato, como la de cualquier humano, no es absoluta. Por tanto, la existencia de sus pensamientos corresponde al orden de los entes de razón y no a los entes reales e independientes de quien los piensa; b) la sola comprehensión de un concepto no implica, dentro de las notas que lo constituyen, su extensión. Es decir, en términos de la lógica moderna; de la connotación no se sigue la denotación. Como ya lo había indicado Gaunilón, en la carta Pro-insipiente que le envía a Anselmo: no por pensar en una isla de oro, ésta existe; c) el sentido que posee la sentencia “este mismo insensato comprende lo que digo”, no da pauta para considerar como real su referente. Este caso lo han ejemplificado varios semióticos de nuestro siglo (entre ellos Beuchot, 1979) aún con un toque de buen humor: “hoy por la mañana escalé una montaña de oro”, y además lo hice “acompañado por el actual rey de la Argentina que es un tipo muy narigudo”. Todos estos enunciados, si bien tienen sentido, no por ello poseen significación o referencia; d) no todo concepto (en su acepción de término mental, oral o escrito), por tomar un papel de representación, avala la existencia del representado. Este punto vincula a los términos y las sentencias bajo la teoría de la suppositio, ampliamente desarrollada por la semiótica medieval tardía en sus obras lógicas (Ockham, por ejemplo, desarrolla esta teoría en quince capítulos de la teoría de los términos de su Summa Logicae); e) Anselmo necesita agregar una estipulación al término mental para considerar la existencia necesariamente contenida en la com-prehensión o connotación del concepto. Veamos el pasaje del Proslogium:

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(...) sin duda ninguna este objeto por encima del cual no se puede concebir nada mayor, no existe en la inteligencia solamente, porque si así fuera, se podría suponer, por lo menos, que existe también en la realidad, nueva condición que haría a un ser mayor que aquel que no tiene existencia más que en el puro y simple pensamiento. Por consiguiente, si este objeto por encima de lo cual no hay nada mayor estuviese solamente en la inteligencia, sería, sin embargo, tal, que habría algo por encima de él, conclusión que no sería legítima. Existe, por consiguiente, de un modo cierto, un ser por encima del cual no se puede imaginar nada, ni en el pensamiento ni en la realidad (Anselmo, 1952, p. 366).

El pensamiento moderno no duda de la existencia como una perfección. Pero de ahí a ser una perfección necesaria en Dios o en su descripción, tal y como hoy se interpreta a Anselmo, resultaría un juicio anacrónico. La lógica, necesariamente condicionada a la univocidad de los términos, no puede, per se, concluir la existencia de su objeto por condición de su comprehensión. La univocidad de la lógica impide ver su propio deseo y esfuerzo por alcanzar la preciada conclusión: Dios existe.

Esta miopía es padecida por algunos comentadores contemporáneos: no consideran a Dios un objeto susceptible de existir o no, porque si no existe necesariamente “no hay nada que su concepto pueda significar”3. A ellos pa-rece pertinente replicar con las precisiones c) y d) anotadas supra. Y además señalarles, que al suponer la existencia de Dios al modo de un concepto, no entienden nada del pensamiento de Anselmo; particularmente del maius, pues según la propia congruencia, nada habría por arriba de Él para juzgarlo. Él mismo no es un concepto: el maius no cabe como “uno apto para existir en muchos”. Por tanto, efectivamente, “no hay nada que su concepto pueda significar”, pues Dios, en cuanto maius, ni es concepto, ni con Él se busca sig-nificar algo. El espíritu anselmiano atiende mayormente al sentido referencial del maius que el de la comprehensión de “Dios”; por ello el texto desecha el término “Dios” y prefiere utilizar el maius. No toma el concepto ni adopta una descripción definida, sino que, una vez comprendido, hace entender que su sentido no se confina al entendimiento y, por tanto, también está en la realidad. Esto es, a juicio de Anselmo, lo peculiar de su prueba. Ahora bien,

3 Tal es el caso de Cabrera Villoro (1985, p. 381), quien sigue de cerca a Platinga y Hartshorne en su The ontological argument.

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equiparar mentalmente el maius a Dios es cuestión de creer en Dios como el mayor pensable, equivalencia menester de probar.

No vamos a revisar los ataques y defensas del trabajo anselmiano, pero debe-mos reiterar algunos puntos de la discusión que permiten observar el lugar que posee en la lógica medieval. Sus argumentos, metafísicos y teológicos, pertenecen a los dos tipos usuales: inductivo-semióticos y deducciones a partir de términos, definiciones o enunciados considerados axiomática-mente. Respecto a la semántica o contenido, reconocemos sin dificultad su raíz agustiniana; no así en su sintaxis. Anselmo aplicó a estos razonamientos las formas aristotélicas, añadiendo su innegable ingenio personal, tal como se manifiesta en las obras "semióticas". Ello explica la fuerza (que tanto ha dado para discutir) del “argumento ontológico” en el campo de las relaciones sintáctico-semánticas.

Gracias a lo que sabemos del tratado De Grammatico podemos vincular el Proslogium a la semiótica y el poder lógico del maius (Gilbert, 1993). Esta obra apunta la distinción entre significado y referencia. Beuchot lo ilustra de la siguiente manera: “La significación es el sentido o connotación, esto es la relación del término con la cosa como contenido conceptual o intensión, y no se relaciona con ella en cuanto cosa concreta, sino más bien se relacionan con ella en cuanto esencia” (1981, p. 42). Así, la significación es la cualidad de una substancia en tanto dicha cualidad corresponde a ser el significado de un signo. Para ejemplificar, Anselmo discute el término "gramático" que se dice adjetivamente de un hombre. Mientras que la referencia es la appelatio, es decir, “(...) es la referencia o denotación, esto es, la relación del término a una cosa existente y concreta” (Beuchot, 1981, p. 42). Ésta corresponde al objeto, a la substancia calificada con tal cualidad, como cuando decimos “Sócrates es gramático, puesto que sabe de gramática”. Aquí la substancia es un apelativo. De este modo, los vocablos con significación pueden ser per se, puesto que significan directamente, como el caso de la cualidad, o podrán ser per aliud cuando lo hacen indirectamente como ocurre con la substancia, división que también está considerada en el texto de Anselmo.

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En el tratado De Veritate tenemos otra aplicación de lo anterior: en el capítulo segundo "De significationis veritate et de duabus veritatibus enuntiationis" se distingue, como el título lo hace notar, la diferencia entre significado y refe-rencia respecto al enunciado y su verdad. Anselmo señala para el significado la naturaleza de la enunciación y su inmutabilidad; y para la referencia indica la rectitud y verdad de la misma considerándolas variables y accidentales. Nos dice a la letra:

(...) la rectitud y la verdad de la enunciación, expresando aquello para lo cual ha sido hecha, son, pues, distintas de aquellas que posee cuando significa que está hecha para significar. Estas son inmutables, aquéllas variables; éstas siempre la acompañan, porque forman parte de su naturaleza; aquéllas no siempre, sino de un modo accidental y según el empleo que de ella se quiera hacer (Anselmo, 1952, p. 496).

Con ello Anselmo muestra su dominio sobre las nociones de significación, sentido y referencia (aunque esta última, técnicamente no se encuentra en ninguno de sus textos), pues las distingue y utiliza en la solución de problemas escolares. Esto preludia la tardía teoría de la suppositio lógico-semántica que considerará la suplencia de los términos en tres aspectos: material, simple y personal. Pero la gran incógnita es si Anselmo conocía la distinción entre connotación y denotación, y si además utilizaba los diversos modos de suplantación, ¿por qué no dejó exento al “argumento ontológico” de los puntos vulnerables que son objeto de escarnio?, ¿el arzobispo de Canterbury no se percató del paso indebido que va de la posibilidad lógica a la actualidad real? Beuchot responde: “Anselmo, como platónico, conce-de cierta substancialidad a lo designado por los substantivos abstractos” (1981, p. 43). Por tanto, resultaría un realista exagerado; pero más bien de corte agustiniano/ejemplarista. Anselmo no es un teórico de la lógica, su preocupación y actitud es la de un creyente dinámico que orienta su fe en “lo mayor posible”, incluso más allá del mismo pensamiento y no en lo que el pensamiento podría poseer en su inmanencia. Su contexto lo lleva a utilizar intuiciones e instrumentaciones semánticas y dialécticas para dar cabida a las creencias honestas de su corazón.

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Lógica (con este nombre) y semántica distintas encontramos en Guillermo de Ockham (1290, 1300-1349). Algunos estudiosos como Moody resaltan la importancia de Guillermo de Ockham “…cuya Summa Logicae, escrita sobre el 1326, inauguró el período de madurez de la lógica medieval” (1972, p. 82). Otros eruditos como Bochenski consideran que el “período de elaboración comienza aproximadamente con Guillermo de Ockham (1349/50) y dura hasta el fin de la Edad Media” (1967, p. 160). Sin embargo, otros especialistas como Stump (1989) lo consideran el cenit del desarrollo dialéctico medieval, tanto así que su habitual “nominalismo” es definido por De Andrés como un “proposicionalismo realista [el cual] constituye al ockhamismo en una filosofía del lenguaje” (1969, p. 236). Esta tesis se opone frontalmente a la opinión del experto okhamista Boehner (1958).

Lo cierto es que su “lógica” no es la más conocida del período (bastaría considerar las Summulae Logicales de Pedro Hispano), ni la más completa o elaborada (no tiene las ventajas cronológicas de la Logica Magna de Pablo de Venecia). Pero posee avances significativos y originales: completa la teoría de las segundas intenciones; aplica sistemáticamente la suppositio y la connota-tio más allá de los signos arbitrarios, convencionales o artificiales, incluyendo conceptuales y naturales; declara a la suppositio en el campo exclusivo de la proposición. Según Copleston, uno de sus principales aportes es la teoría del signo: “[reconoce] la identidad de significación lógica que puede asig-narse a palabras correspondientes en lenguajes distintos” (1979, p. 62, vol. 3). Asimismo, Lértora reconoce que Ockham aporta a la significación de los nombres infinitos la identidad como “todas las cosas finitas negativamente” (1987, p. 397). En este sentido, Ockham propone avances en la semiótica, en la teoría de la significación y en la lingüística.

Por otra parte, con los dos tratados de lógica posteriores a la Summa (el Compendium Logicae o Tractatus Logicae Minor y los Elementarium Logicae o Tractatus Logicae Medius), completa la instrumentación para atacar las entida-des abstractas que habían multiplicado sin necesidad semiótica los tomistas y las excesivas formalidades de Escoto. Con esta semiótica, Ockham niega la "demostrabilidad" de la existencia de Dios; así lo expone en Quodlibetales (I, q. 1). La negación la ha mostrado ampliamente Webering (1955), con lo cual Ockham se ganó la fama de agnóstico.

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Ockham distingue entre “demostración” y “prueba”. La primera la entiende como Aristóteles: un discurso científico que parte de principios o premisas evidentes racionalmente y que por ello son necesarias, y consecuentemente se establece el procedimiento silogístico. Para apreciar esto, tengamos en cuenta lo que señala Beuchot:

(…) todos los tipos de inferencia son considerados como partes y divisiones de la consecuencia... la importancia que tenía la consecuencia para los lógicos medievales difícilmente puede ponderarse. Constituía el contexto de todas las partes de la lógica, pues todos los tratados lógicos hacían referencia a la consequentia... que llega a ser la instancia superior de todas las operaciones lógicas (1981, p. 23).

De igual manera lo ilustra Moody:

(...) la más original e interesante de las contribuciones a la lógica acaecida en el período medieval, está fundada en la doctrina de la Consequentiae, la cual se desarrolló en la lógica del análisis proposicional, en la doctrina de la suppo-sitio terminorum, que penetró a todos los tratados de lógica de los términos y también las funciones en el análisis semántico del significado, de la verdad y la denotación (1975, p. 377).

De manera que, si existiese un argumento cuyas premisas fueran tomadas de la revelación o alguna fuente fenomenológica –como los primeros casos de Anselmo–, dicho discurso no sería verdaderamente científico; cuando más, sería probatorio de premisas que no son necesarias. Ahora bien, según Ockham: “Al no ser la proposición Dios existe una proposición por sus propias notas, ni poder ser inferida de proposiciones inmediatamente evidentes, no cabe respecto de ella un auténtico proceso demostrativo" (Quodlibetales. I, q. 1.).

El argumento se centra en que la proposición Deus est no es un enunciado per se. En la noción de Dios no se encuentra contenido el predicado de la existencia. Ockham afirma algo en oposición contradictoria a Anselmo; sostiene que la connotación (comprehensión) del término “Dios” no implica, ni siquiera con una suppositio material, la denotación (extensión) de ser. Y tampoco el término “Dios” es connotativo (aquel que significa por modo de

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inherencia), según la propia acepción que le otorga Ockham en el capítulo 10 de la primera parte de la Summa.

Ante esta posición, la salida para recuperar el argumento de Anselmo sería una inferencia material. Sin embargo, largas y eruditas son las discusiones sobre el conocimiento de Ockham acerca de la implicación material como una especie de la consecuencia material, en virtud de las características de los términos dentro de las proposiciones. Con respecto a lo anterior, puede verse la polémica entre Boehner (1958) y Moody (1953) versus Mullick (1971) y Adams (1971). De cualquier forma, al advertir que las consecuencias ma-teriales se dividen en “simples” y “sólo por ahora”, hacemos referencia a las simples. Moody (1976, pp. 90-91) ha explicado que las consecuencias de esta clase satisfacen la fórmula [en ningún caso ocurre que a la vez p y no q]; pero valen en virtud de la "materia" o contenido de los términos descriptivos utilizados en los enunciados que componen el argumento. Su definición en una tabla veritativa reza: el antecedente no puede ser en tiempo alguno verdadero y el consecuente, falso. Ockham da los siguientes ejemplos: “si un hombre corre, existe Dios. El hombre es un asno, luego Dios no existe” (Ockham, Summa Logicae, cap. III, citado en Bochenski, 1967, p. 205).

Nos asombran estos ejemplos, pues para el consecuente “existe Dios” po-demos enunciar materialmente un antecedente siempre verdadero, y for-malmente un antecedente indistinto, siempre y cuando no posean conexión esencial, ni causal con el consecuente. Es decir, en sentido estricto no hay consecuencia. Pero sintácticamente, en cualquier caso, Dios existe: pues así como una proposición imposible implica cualquiera otra, de igual modo una proposición necesaria es implicada por cualquiera.

Pero ¿por qué no aceptar el “argumento ontológico”?, ¿por qué oponerse tan frontalmente a Anselmo?4. Nuestra hipótesis afirma que para Ockham es imposible una implicación o consecuencia material que fundamente el enunciado “Dios existe”. Desde la teoría de la suppositio, con su división y jerarquía, es impensable una proposición así.

4 Advirtamos que no existen referencias donde Ockham critique los argumentos anselmianos. No hemos hallado un texto así, ni creemos que exista. Sencillamente hacemos la comparación y sólo podríamos contextualizarla en disputa entre realistas exagerados y nominalistas con respecto a los universales. Pero concedemos que el término "Dios" de ningún modo representa un concepto universal.

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La suposición material del término “Dios”, dado que haría alusión a los voca-blos y grafemas, es viable en la Summa Logicae:

Hay suposición material cuando el término no supone significativamente, sino supone o por su voz o por su escrito. Como es patente aquí, “hombre es nombre” supone por sí mismo, y sin embargo, no significa a sí mismo. Similarmente es esta proposición: “hombre se escribe”, puede haber suposición material, porque el término supone por aquello que es escrito (cap. 64).

Cuando decimos “Dios existe”, con suposición material, nos referimos a la palabra “Dios” que, en efecto, existe. Pues existe una palabra tal, compuesta de cuatro letras. Pero no es sobre el término “Dios” del que trata la intención teológica del argumento. Por otra parte, la suposición simple no se ejerce como signo de las cosas; sino como un reemplazo de otros signos lingüísticos en la Summa Logicae: “Hay suposición simple cuando el término supone por la intención del alma, pero no se toma significativamente” (cap. 64). Situación que no ocurre en las premisas ni en la conclusión del argumento de Ansel-mo. Para el de Canterbury ni Dios, ni lo grande, ni lo bueno son especies, ni signos, ni segundas intenciones meta-lingüísticas.

La suposición personal es la más importante y la verdaderamente utilizada en la semiótica. Según Ockham, consiste en:

La suposición personal, universalmente, es aquélla que se da cuando el térmi-no supone por su significado, sea cuando aquel significado es una cosa fuera del alma, o un escrito, o cualquier otra cosa imaginable. Así que en cualquier momento en que el sujeto o el predicado de la proposición suponga por su significado, es decir, que se considere significativamente, siempre hay supo-sición personal (Summa Logicae, cap. 64).

Por tanto, se ejerce como signo de las cosas, ocupando su puesto y reempla-zando en la proposición a todas y cada una de las entidades singulares. Así, el término “Dios” resulta inapropiado también para la suposición simple, pues ella supone la existencia sólo de las realidades singulares y sus respectivos nombres universalizados en la mente. Las entidades singulares, en tanto tales, no son susceptibles de demostración necesaria y universa; y ninguna de estas dos alternativas corresponde a Dios, si se desea una demostración teológica.

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Ockham saca a Dios del universo de las demostraciones y lo recluye al de las pruebas. Su prueba no está fincada en la necesidad de las “premisas” o “antecedentes”, tampoco en la evidencia universal de su punto de partida, y ni siquiera en su verdad. Ockham rechaza las conocidas pruebas escolásticas sobre la existencia de Dios en los Quodlibetales, en los Commentarium in Sen-tentiis y en la Expositio Super Physicam. Ahí examina la vía del movimiento, de la causalidad eficiente y de la finalidad; las desecha porque sus premisas proceden de la fe. En tanto principios son inadmisibles por carecer de eviden-cia o porque presentan un processus in infinitum; sin embargo, los reconoce como argumentos “probables”, pues la existencia de un primer motor o fin natural es más probable que su inexistencia. Son más probables porque son más razonables que una serie infinita actual. Además, agrega otros candidatos razonables para un primer motor: ángeles u otros inferiores a Dios; así como para una causa primera: cuerpos celestes. En ello se percibe la influencia teológica y astronómica de las concepciones aristotélico-ptolomeicas en la Edad Media.

Ockham propone una prueba similar a la causalidad eficiente para la existen-cia de Dios: prueba de la conservación de los entes contingentes. Procede de la conservación hasta un Conservador de manera paralela a la vía que transita desde lo creado hasta un Creador. Dice en Philosophia Naturales:

Digo que por eficiente, según lo que la cosa dice, inmediatamente no puede percibirse, no puede probarse el principio eficiente; es por eficiente que lo que la cosa dice continúa en la existencia, esto puede ser bien probado por la con-servación… Pero la conservación no es por un proceso al infinito porque alguna esencia infinita lo actué, lo cual es imposible; ya que todo lo conservante de lo otro, ya sea mediato, ya sea inmediato, es al mismo tiempo conservado; y por esa razón todo lo conservante requiere actualizar todo lo conservado. Tan no es así que los productos requieren ser actualizados por los productores, mediata o inmediatamente. Por esta razón, aunque pudiera ponerse a los productos en un proceso al infinito sin actualizarlos infinitamente, no se puede poner también lo conservado en un proceso al infinito sin actualidad infinita (q. 136).

La probabilidad de la existencia divina está en la sucesión de pensamientos más razonables que en los argumentos contrarios. Pero el criterio de lo “más

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razonable o más probable” no puede resolverse al interior de la lógica, ni de la semiótica. ¿Por qué la vía de la conservación y no la producción?, ¿por qué es “más probable” una sucesión que otra? Los criterios pertenecen a lo meta-lingüístico. La lógica tiene necesidad de recurrir a este nivel.

Algunas operaciones lógicas como la simple aprehensión, la abstracción o la inducción, son en sí mismas insuficientes. Requieren de un conocimiento pre-científico, base de la ciencia y de mayor fundamentación. Aristóteles lo reconoce al definir este saber como epagogé (Anal. Post., 1881 a. 40, Ética Nicomáquea, 1139 b. 28), noción que seguramente aprendió de la platónica anagogé. Asentemos que Ockham niega a la abstracción y la intuición en el plano natural (potentia ordinata) la fuerza para acceder al conocimiento de Dios; no así en el plano sobre-natural (potentia absoluta), pues dice en Commentarium in Sententiis:

Toda inteligibilidad puede captar semejantes conocimientos. Por lo tanto, así como una criatura puede conocer intuitiva y abstractivamente, así también Dios… Acerca del segundo artículo digo que la potencia absoluta de Dios es poder de tal naturaleza que aumenta el conocimiento, así que al mismo tiempo sea intuitivo y además abstractivo. Sin embargo es difícil probar esto, no obstante puede ser persuadido… (I, prol,1.).

La intuición abstractiva-inductiva funda las operaciones lógicas y funciona para acceder a Dios y elaborar conceptos y términos universales. Procede elaborando síntesis desde las cualidades particulares, reconociendo un co-mún denominador en la multiplicidad. Así, los predicados de perfecciones son atribuidos en Dios. Y el concepto de éste sigue en el marco anselmiano: el más excelente del cual no puede pensarse nada mayormente excelente. Vignaux (1948, pp. 46-47) señala la tensión latente en Ockham: conoce a Dios intuyendo el concepto común de los entes (el ser). Le resulta exclusivo, pero no procede con algún tipo de analogía. No es nuevo entonces el tema de la "diferencia".

La intuición es el proceso meta-lógico, o más bien, ante-lógico que funda los criterios de lo evidente, lo razonable y lo aceptable. Ya en otros sitios hemos tratado esto (Aguirre, 1988). Ahora, a propósito de Ockham, recordamos las

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palabras de Rábade: “…todo conocimiento abstractivo de un objeto supone previamente la intuición del mismo” (1966, p. 153). Copleston también señala que “…nos es imposible tener por nuestra potencia natural un conocimiento abstractivo de algo en sí mismo sin un conocimiento intuitivo de esa cosa” (1979, p. 91, vol. 3). Y en referencia a la Philosophia Naturalis (cap. II, fol 2, col 2) de Ockham, Larre y Bolzán dicen: “…la naturaleza misma de la física le impide hablar de una omnivalente posibilidad de demostración, rehabilitándose consiguientemente el valor del conocimiento intuitivo” (1988, p. 74).

Anselmo y Ockham coinciden en la intuición de la realidad supra sin término. El primero, como realista exagerado, prácticamente incluye el predicado “exis-tencia” en el sujeto “Dios”. Mientras el último, en el nominalismo, se opone a tal inclusión al negar los conceptos denotativos. Hace alusión a la intuición de los particulares para elevarse al fundamento, por encima incluso de los universales. Y a pesar de las diferencias ante el problema de los universales, y de sus distintas semióticas, ambos aplican la instrumentación raciocinativa en auxilio de la fe y la teología.

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