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Álbum del tiempo perdido. Pintura jalisciense del siglo XIX de Arturo Camacho Guadalajara, El Colegio de Jalisco/Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997, 192 pp., con ilustraciones 1 por fausto ramírez A la memoria de Xavier Moyssén A lo largo del symposium “Balance y pers- pectivas de la historiografía noroccidental”, que coordinado por Jaime Olveda tuvo lu- gar en el Museo Regional de Guadalajara en octubre de 1990, se fue constatando la aparición y el desenvolvimiento de una eta- pa nueva en el quehacer historiográfico de la zona noroeste del país, a partir de los años setenta y, con mayor claridad, en los ochen- ta. Esta actividad historiográfica renovadora estuvo asociada con el surgimiento de una oleada de jóvenes historiadores formados profesionalmente y, por ende, bien pertre- chados de los marcos teóricos y metodoló- gicos pertinentes y avezados en el uso críti- co de fuentes documentales de primera mano, archivísticas y hemerográficas funda- mentalmente, más las colecciones de folle- tería habitualmente agrupadas bajo el rubro de “misceláneas” en nuestras bibliotecas públicas. Todos estos elementos les habían suministrado las herramientas básicas para superar la etapa “positivista” de la historio- grafía regional, prolongada indebidamente por obra y gracia de los incansables y reite- rativos glosadores de la información aporta- da por los venerables historiadores fácticos de principios de siglo (un Luis Pérez Verdía o un Alberto Santoscoy, si no es que un Mota Padillla y un Tello, para el caso jalis- ciense). Una sostenida producción historio- gráfica, apoyada por una naciente red insti- tucional y por una importante labor editorial (en parte ocupada también en la reedición de “nuestros clásicos”), permitió la irrupción de un nutrido y creciente cau- dal bibliográfico que, de nuevo para el caso jalisciense (reseñado en aquella ocasión por el propio Jaime Olveda), culminó en la pu- blicación de dos monumentales trabajos panorámicos: los cuatro volúmenes de la Historia de Jalisco (1980-1982), coordinada por José María Muriá, y los quince tomos Reseñas 261 1. Una versión de este texto fue leída en la presenta- ción del libro aquí reseñado, que tuvo lugar en El Cole- gio de Jalisco, Zapopan, el 30 de julio de 1998. DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2001.78.2013

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Álbum del tiempo perdido. Pintura jalisciense del siglo XIX

de Arturo Camacho

Guadalajara, El Colegio de Jalisco/Fondo Nacional para

la Cultura y las Artes, 1997, 192 pp., con ilustraciones1

porfausto ramírez

A la memoria de Xavier Moyssén

A lo largo del symposium “Balance y pers-pectivas de la historiografía noroccidental”,que coordinado por Jaime Olveda tuvo lu-gar en el Museo Regional de Guadalajaraen octubre de 1990, se fue constatando laaparición y el desenvolvimiento de una eta-pa nueva en el quehacer historiográfico de lazona noroeste del país, a partir de los añossetenta y, con mayor claridad, en los ochen-ta. Esta actividad historiográfica renovadora

estuvo asociada con el surgimiento de unaoleada de jóvenes historiadores formadosprofesionalmente y, por ende, bien pertre-chados de los marcos teóricos y metodoló-gicos pertinentes y avezados en el uso críti-co de fuentes documentales de primeramano, archivísticas y hemerográficas funda-mentalmente, más las colecciones de folle-tería habitualmente agrupadas bajo el rubrode “misceláneas” en nuestras bibliotecaspúblicas. Todos estos elementos les habíansuministrado las herramientas básicas parasuperar la etapa “positivista” de la historio-grafía regional, prolongada indebidamentepor obra y gracia de los incansables y reite-rativos glosadores de la información aporta-da por los venerables historiadores fácticosde principios de siglo (un Luis Pérez Verdíao un Alberto Santoscoy, si no es que unMota Padillla y un Tello, para el caso jalis-ciense). Una sostenida producción historio-gráfica, apoyada por una naciente red insti-tucional y por una importante laboreditorial (en parte ocupada también en lareedición de “nuestros clásicos”), permitióla irrupción de un nutrido y creciente cau-dal bibliográfico que, de nuevo para el casojalisciense (reseñado en aquella ocasión porel propio Jaime Olveda), culminó en la pu-blicación de dos monumentales trabajospanorámicos: los cuatro volúmenes de laHistoria de Jalisco (1980-1982), coordinadapor José María Muriá, y los quince tomos

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1. Una versión de este texto fue leída en la presenta-ción del libro aquí reseñado, que tuvo lugar en El Cole-gio de Jalisco, Zapopan, el 30 de julio de 1998.

DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2001.78.2013

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de Jalisco desde la Revolución (1988), coordi-nados por Mario Aldana.2

En uno y otro conjuntos de libros, lasartes plásticas ocupaban un lugar más o me-nos importante (dos volúmenes completos,en el caso de Jalisco desde la Revolución), his-toriadas al lado de la literatura y la prensa,de la educación, de las transformaciones dela vida cotidiana, etc., y con arreglo a unaconcepción de la historia como algo muchomás vasto y complejo que la mera relaciónde los acaeceres políticos, militares e institu-cionales. Según Olveda, la Historia de Jaliscopuede inscribirse en “la corriente del histori-cismo, porque se adoptó la idea de que lavida humana en su totalidad y multiplicidades el objeto de la Historia”.3

Con todo, se echaba de menos la exis-tencia de un estudio monográfico relativo ala plástica en el siglo XIX jalisciense, com-puesto bajo los mismos presupuestos inno-vadores de la reciente etapa científica delquehacer historiográfico estatal; es decir, unintento de síntesis crítica apoyado en fuen-tes documentales originales y que no se re-dujera a repetir las consabidas biografías deartistas regionales compiladas hace muchoslustros por Ventura Reyes Zavala (en 1880)y por Ixca Farías (en 1940).

Tan largo preámbulo tiene por objetoencuadrar y valorar la aportación del libroaquí reseñado: el sugestivo Álbum del tiempoperdido. Pintura jalisciense del siglo XIX, delinvestigador de El Colegio de Jalisco, Artu-

ro Camacho Becerra, y que constituye el tí-tulo inicial de una serie o colección nueva:De Artes y de Letras.

En la introducción de este trabajo, elpropio autor hace una profesión de fe y nosdeclara sus propósitos y su modus operandi:

La pintura [afirma], además de mostrardeficiencias o maestría técnica, es un re-ferente histórico y social en tanto que esobra del ingenio humano y nos reflejaépoca, sensibilidad y preocupaciones es-téticas. Un conjunto de obras y artistaspuede revelarnos sentimientos y actitu-des personales de una comunidad en untiempo determinado; por ello, no esexagerado pensar en la historia del artecomo una metáfora de la historia delmundo.4

Con semejante convicción, Camacho em-prendió

[...] una búsqueda en archivos y biblio-tecas para dar a conocer de maneracientífica, crítica y sencilla una secuen-cia histórica de la pintura producida enJalisco durante el siglo XIX. He preten-dido hacer un ensayo histórico conacentos sociales y estéticos; el resultadofinal es una versión perfectible.5

Voy a hacer primero una presentación de loscapítulos o secciones que estructuran este li-bro, entreverada con algunas reflexiones pro-pias, y luego intentaré un balance crítico.

2. Véase Jaime Olveda (coord.), Balance y perspectivasde la historiografía noroccidental, Guadalajara, Programade Estudios Jaliscienses, Instituto Nacional de Antropo-logía e Historia/Gobierno del Estado de Jalisco/Univer-sidad de Guadalajara, 1991. La ponencia de Olveda refe-rente a “Jalisco”, junto con el comentario de MarioAldana, ocupa las pp. 121-134.

3. Olveda, op. cit. , 1991, p. 128.

4. Arturo Camacho, Álbum del tiempo perdido. Pintu-ra jalisciense del siglo XIX, Guadalajara, El Colegio de Ja-lisco/Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997,p. 11.

5. Camacho, op. cit., 1997, p. 12.

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En un primer capítulo (“Retratos y vol-canes”), el autor traza una breve síntesis delos dos grandes “apartados” o vertientes enque la investigación suele agrupar la pro-ducción artística del siglo XIX: la académicay la regional. Camacho pasa revista a los cá-nones establecidos por el paradigma histo-riográfico tradicional, y en unas cuantas pá-ginas nos despliega el desarrollo de laproducción académica capitalina, desde elneoclasicismo inicial, todavía mechado conreminiscencias rococó, pasando por la etaparomántica hasta desembocar en el realismoo naturalismo de finales de siglo, con unaenumeración de los distintos géneros allícultivados: la pintura de historia, bíblica osecular, el retrato y el paisaje; también in-cluye algunas notas sobre la producción delos artistas viajeros, metidas un tanto concalzador en el apartado del academicismo.6

Lo que de este rápido recuento salta a lavista es que no se practicó un solo estilodentro de la Academia a lo largo del sigloXIX, y que el neoclasicismo strictu sensupronto quedó atrás, relevado por otros esti-los sucesivos, aunque el academicismo nohaya renunciado al prestigio ideal de losmodelos antiguos, ni tampoco al trabajo di-recto frente al modelo vivo, lo que le confi-rió una impronta ecléctica casi ineludible.Subrayo esta característica porque he encon-trado, en casi todos los historiadores del artejalisciense, la tendencia a identificar acade-micismo con neoclasicismo. De allí que sehaya convertido en un lugar común reputara Carlos Villaseñor (1849-1920) como el úl-timo pintor neoclásico de Jalisco, lugar co-

mún al que Camacho no se adhiere en elanálisis que hace de la obra del pintor aun-que sí en la denominación que asigna a unapartado del capítulo final, “Últimos neoclá-sicos”, para referirse a José Guadalupe Mon-tenegro y a Villaseñor. Con esto quiero lla-mar la atención sobre lo difícil que es para elinvestigador vencer la inercia del tópico,romper con el paradigma convencional.

Y esto lo advertimos en el resumen queCamacho nos hace de lo que él a veces llamapintura “regional” y otras “regionalista”. Yo lesugeriría atenerse sólo al término “regional”,para sortear las connotaciones voluntaristasque el “regionalismo” implica, como elemen-to específico del modernismo nacionalista,históricamente ubicado en las primeras déca-das del siglo XX. Tengo para mí que el autorno acaba de cortar amarras con el esquematradicional y sigue confundiendo, de algunamanera, pintura regional y pintura “indepen-diente” (independiente de la Academia, se en-tiende, con todo lo que ésta presuntamenteconnota de trabajo reiterativo sobre modelosajenos), con la carga valorativa que la estéticaposrevolucionaria le asignó a tal pintura “in-dependiente” como supuesto enlace entre lasmanifestaciones prehispánicas y el arte con-temporáneo.7

Por otra parte, la tenaz obediencia alparadigma historiográfico convencional pa-rece sustanciarse con la afirmación del autorde que el canon de artistas representativosde esta vertiente, y que comprende a José

6. Al autor se le fue un gazapo al atribuir a SantiagoRebull Los hebreos cautivos en Babilonia y a Joaquín Ra-mírez El sacrificio de Isaac, y no justamente al revés, co-mo sería lo correcto; véase Camacho, op. cit., 1997, p. 21.

7. Por ejemplo, Camacho dice acerca de Estrada: “Suobra desprende una conexión entre los niños representa-dos en la cerámica del clásico nayarita y las niñas pinta-das por María Izquierdo o Guerrero Galván” (p. 30). Nodudo que pudiera sustanciarse la conexión con estos dospintores, pero sí descreo absolutamente del nexo con losbarros prehispánicos.

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María Estrada, Agustín Arrieta, José JustoMontiel y Hermenegildo Bustos, culminaen Mariano Silva Vandeira (ca. 1860-1928).Curioso destino el de este pintor duran-guense, que parece haber vivido y trabajadoen la capital del país y cuya obra fue colec-cionada por Roberto Montenegro en losaños treinta y glosada por Xavier Villaurru-tia, quien le dedicó un fascinante ensayo enLetras de México (1937), recopilado en susTextos y pretextos de 1940.8 Con todo, suspinturas han desaparecido de los circuitosmuseísticos desde hace más de medio siglo ynadie las ha podido volver a ver. Ojalá meequivoque, pero me temo que el entusiasmode Camacho por Silva Vandeira sea pura-mente literario y derivativo, alimentado porlos prestigios de Villaurrutia sancionadospor Octavio Paz, y no fruto de una expe-riencia visual directa.

Pero éstos son pelillos en la mar, y yadesde este breve capítulo liminar el autorevidencia sus virtudes analíticas y su sagaci-dad inquisitiva, y comienza a darnos pistaspara aclarar el “enigma de Estrada”, sobre elque más adelante habrá de explayarse.

Antes de seguir adentrándome en el li-bro, quisiera plantear una manera de abor-dar, quizá con mayores frutos, la supuestadicotomía pintura académica/pintura regio-nal. En primer lugar, no se trata propia-mente de una dicotomía: no pocos pintoresregionales tuvieron formación académica, yapor haber estudiado algún tiempo en SanCarlos, ya indirectamente a través de unegresado de aquella institución o por otrosconductos; y esto se comprueba repetidas

veces en el texto de Camacho. Acaso seríamejor hablar de centro y periferia, y de unamodernidad prestigiada que, con grados va-riables de integridad, fue afectando en for-ma centrífuga a las artes y la cultura regio-nales. Lo que habría que precisar, en cadacaso, serían no sólo los desfasamientos en laimposición/adopción del modelo, sino tam-bién las resistencias y los procesos de adap-tación. Las leyendas que aparecen en los re-tratos pintados por Estrada, pongamos porcaso, proveen de un buen punto de refle-xión: sin duda derivan de la vieja exigenciacolonial de detallar nombre, títulos y mere-cimientos como parte integrante de la ima-gen social de un personaje. Esta costumbrechocará con las pretensiones ilusionísticas yel afán de verosimilitud fisonómica y aními-ca del retrato moderno, que procede a eli-minarlas; pero no siempre, ni en forma in-mediata. En Estrada, por ejemplo, a menudola información verbal se ve desplazada al cal-ce del lienzo formando una pequeña bandade color neutro, no incorporada al espaciopictórico habitado por el personaje. Aquí hayun indudable fenómeno de desfasamiento,resistencia y adaptación del arte de la “perife-ria” con respecto al modelo “central”.

Los dos capítulos siguientes del libro,“Los primeros pintores jaliscienses” y “LaAcademia Jalisciense”, forman parte de unamisma unidad histórica, a caballo entre losúltimos decenios de la época colonial y lostres primeros de la vida independiente. LaIlustración, al comenzar a modificar aspec-tos fundamentales de la vida novohispana,llevaría a una serie de contradicciones so-cioeconómicas que habrían de traducirse enla crisis de la insurgencia y requerirían delos primeros esfuerzos de los ciudadanosmexicanos para intentar resolver los grandesproblemas de la nueva nación. Con buen

8. “Un descubrimiento: Mariano Silva Vandeira”, re-cogido en Xavier Villaurrutia, Obras. Poesía/Teatro/Prosasvarias/Crítica, México, Fondo de Cultura Económica,1974, pp. 750-752.

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acuerdo, Camacho dividió en dos partes eltratamiento de este periodo, asignando alestudio de la figura problemática de JoséMaría Estrada casi toda la primera parte y alde la fundación, desarrollo, clausuras y ava-tares de la Academia jalisciense toda la se-gunda parte. Aquí encontramos, por lo de-más, las aportaciones más significativas ynovedosas de Arturo Camacho a la historio-grafía del arte mexicano.

El capítulo “Los primeros pintores jalis-cienses” está estructurado con arreglo a unesquema que el autor observará en los capí-tulos subsiguientes, con las variantes que ca-da tramo cronológico naturalmente le im-ponga: luego de una breve referencia a lasgrandes directrices políticas del periodo dereferencia y de trazarnos con rasgos breves elaspecto de la ciudad y de los más señaladosmonumentos edilicios, nos informará acercade la situación demográfica y “la multiplica-ción de los jaliscienses” a lo largo del siglo,nos enumerará sus formas de diversión espe-cíficas, prestando especial atención a sus ac-tividades culturales, la prensa y las revistasliterarias existentes, las agrupaciones musi-cales, etc., para desembocar en las asociacio-nes de artistas e ilustrarnos acerca de los ins-titutos educativos en que se formaban, lasprincipales tareas pictóricas y los génerosiconográficos que acometieron, las exposi-ciones que llevaron a cabo, y demorarse alfin en el análisis del o de los artistas reputa-dos por paradigmáticos de las corrientes do-minantes en cada periodo. Por cierto, lasilustraciones están repartidas a lo largo dellibro con arreglo a este protagonismo conce-dido a un artista en un capítulo determina-do, lo que en general resulta adecuado peroda pie a alguna incongruencia cronológica,como ocurre con el delicioso álbum de di-bujos de Felipe Castro, que data de los años

cincuenta, pero aparece ilustrando el tramode 1867 a 1880.

Pero volviendo al capítulo de “Los pri-meros pintores jaliscienses”, como ya quedadicho, la figura que acapara nuestra aten-ción es José María Estrada (cuyas fechas denacimiento y muerte las fija el autor en 1764

y 1860, respectivamente). La documenta-ción localizada por Camacho le ha permiti-do comenzar a reconstruir la larga vida deEstrada con mayor grado de certeza, y ubi-carlo en las postrimerías del siglo XVIII comoplatero, profesión a la que debió de dedicar-se durante varios lustros hasta que, habien-do fungido de ayudante de José MaríaUriarte en las obras de redecoración de lacatedral tapatía iniciadas en 1817, cambiaráde giro consagrándose desde entonces a pin-tar las efigies de sus coterráneos. Acaso elcambio tuvo que ver con “el decaimiento dela producción de la plata en la región”.9

Asistió a las clases de dibujo que se impar-tieron a partir de 1790, así como al curso de1827 en la Academia de Artes, donde “se leotorgó el primer lugar en la ejecución de fi-guras”.10 Estuvo particularmente activo co-mo pintor entre 1828 y 1858. Camacho estu-dia la evolución de su estilo, su progresivorefinamiento, así como su tenaz adhesión auna suerte de receta o instructivo, que el au-tor resume con gracia: “Para conseguir volu-men en la cara, disponga el ojo derecho arri-ba del izquierdo y para equilibrar las manoscoloque objetos alusivos a la ocupación oedad del retratado.”11

El problema empieza cuando se consta-ta la presencia de dos firmas distintas —JoséMaría Estrada y José María Zepeda de Es-

9. Camacho, op. cit., 1997, p. 46.10. Ibidem, 1997, p. 45.11. Ibidem, 1997, p. 46.

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trada— en lienzos ejecutados en un estilo aprimera vista muy semejante. Ya José Gua-dalupe Zuno aventuraba la existencia de dosEstradas, acaso padre e hijo; y esta hipótesisha recorrido la historiografía pertinente, sinhallar una confirmación concreta. Camachoaporta documentación convincente, que co-rroboraría el parentesco pero en una rela-ción distinta, la de tío y sobrino, y esbozauna diferenciación estilística entre ambospintores, que sólo hubiésemos querido máspuntual y concretada en abundantes ejem-plos específicos. Para cerrar este capítulo, elautor analiza un cuadro célebre y descalificauna atribución consagrada: por razones esti-lísticas, no juzga atribuible a Estrada La ago-nía de la niña Madrueño (1852, Museo Na-cional de Arte).

Tengo para mí que la especificación delas características propias de cada uno de losEstradas propuesta por Arturo Camacho,por ser demasiado sucinta, no permite toda-vía conclusiones definitivas y amerita unaprofundización mayor para proceder luegoal deslinde de las atribuciones. Donde ya noqueda pie para la duda es en la encomiablepuntualización que el autor ha llevado a ca-bo en lo tocante a la fundación y desarrollode la Academia tapatía.12 Resumo en breveslíneas la información aportada: en 1790,quedó abierta una escuela de dibujo, soste-nida por industriales y comerciantes, así co-mo por la mitra de Guadalajara; estuvo al-bergada en salas del extinto Colegio de

Santo Tomás, para pasar en 1796 al edificiodel Real Consulado. En 1805, por decretoreal, se transformó de escuela en academiade dibujo; el arribo a Guadalajara, en esemismo año, del académico capitalino JoséGutiérrez y su incorporación al claustroprofesoral contribuyeron a elevar el nivel delos estudios, ampliados ahora con clases dearitmética, geometría y arquitectura. Estaescuela o academia de dibujo tuvo una pri-mera etapa, que se cierra en 1810 debido alos disturbios causados por la revolución deIndependencia. Sostenida por el Real Con-sulado tapatío, volvió a funcionar en di-ciembre de 1816, para ser clausurada defini-tivamente en mayo de 1818. Fue, pues, unafundación típica de la voluntad progresistade la Ilustración, que promovió la enseñan-za del dibujo como parte de un programaeducativo para fomentar el desarrollo de lasartes e industrias regionales y, de esta mane-ra, coadyuvar al engrandecimiento de laprovincia y, en última instancia, del reino.En Puebla se abriría una escuela similar másde cuatro lustros después, en 1813, que tam-bién daría origen a la academia de artes lo-cal, ya en los tiempos republicanos y consti-tucionales.

Por cierto, me llama la atención la se-mejanza de Guadalajara con Puebla en loreferente a la transmisión inicial del estiloneoclásico, asociada en ambos casos a em-presas constructivas patrocinadas por losobispos ilustrados: en el caso tapatío, la lle-gada desde la ciudad de México del arqui-tecto académico José Gutiérrez para dirigirlas obras de la Casa de la Misericordia (so-bre un proyecto del escultor valenciano ypilar de la academia capitalina, Manuel Tol-sá) y luego la construcción del Sagrario y, ala postre, la venida de José María Uriartepara hacerse cargo de la remodelación neo-

12. Posteriormente a la publicación del libro aquí co-mentado, Camacho publicaría una interesante antologíadocumental sobre esta institución, precedida por un es-tudio preliminar: “Documentos de la Academia de BellasArtes de Guadalajara”, por Arturo Camacho Becerra, enla sección Fuentes y documentos, de la revista Memoria,Museo Nacional de Arte, núm. 8, México, D.F., 2000,pp. 25-39.

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clasicista de la Catedral, en 1817. En el casopoblano, la erección del nuevo baldaquinoen el crucero catedralicio, se encomendóigualmente a Tolsá y se ejecutó con inte-rrupciones entre 1798 y 1818, aunque tocóconcluir la obra a José Manzo, convertidoposteriormente en el más encarnizado após-tol de la renovación neoclásica de la propiaCatedral y del resto de las iglesias poblanas.

Paralelamente a estas empresas monu-mentales de patrocinio eclesiástico, en ambasciudades tuvo lugar la fundación de escuelasde dibujo que, como ya queda dicho, seríanel germen de las futuras academias locales.

La academia tapatía fue instituida en1827 por el ilustrado gobernador PriscilianoSánchez como una sección (la undécima)del máximo organismo educativo a nivel su-perior, el Instituto del Estado, encargado dedifundir el conocimiento científico moder-no, basado en la observación y experimenta-ción. En una primera etapa, que llega hasta1834, las figuras mayores asociadas con laenseñanza artística en la academia fueronJosé Gutiérrez y José María Uriarte. A partirde 1834, luego de la muerte de Uriarte, fuecontratado el pintor académico capitalinoJosé Antonio Castro, quien dirigiría la insti-tución hasta 1851, cuando fue suprimida de-finitivamente. En la última década de fun-cionamiento (1840-1851), la academia quedóinstalada en el ex colegio jesuítico de SanJuan (un edificio colonial ya desaparecido,que ocupaba la manzana donde todavía sealza el ya clausurado Cine Variedades, sobrela Avenida Juárez, en actual proceso de “re-modelación” para funcionar como Teatrode la Ciudad). Tuvo entonces la protecciónde una de las figuras culturales señeras en laGuadalajara de los años conservadores: frayManuel de San Juan Crisóstomo Nájera, elsapientísimo polígrafo y prior del convento

del Carmen, promotor entusiasta de las ar-tes. No debe asombrar, pues, la abundanteproducción religiosa que, junto con la fac-tura de retratos, constituyó la tarea princi-pal de los artistas tapatíos durante variosdecenios.

El capítulo titulado “Luces de occiden-te” cubre el periodo comprendido entre 1852

y 1867. La primera fecha corresponde al fa-llecimiento de José Antonio Castro, un añodespués de haber sido cerrada la academia;la segunda, al trágico final del imperio deMaximiliano y la restauración de la Repú-blica. Como es bien sabido, fue una épocade constantes enfrentamientos entre conser-vadores y liberales, no sólo en el plano ideo-lógico sino en el de las armas: la guerra civil,primero, y luego la lucha contra la interven-ción extranjera consumió los recursos y en-sangrentó al país. Y, con todo, fue una épocarica en actividades culturales y en creativi-dad. Aquí destaca la fundación de la Socie-dad Jalisciense de Bellas Artes, organizaciónque agrupaba a literatos, músicos y artistasplásticos y que, pese a las difíciles condicio-nes reinantes y como una manifestación ci-vilizadora de “progreso moral intelectual”frente a la belicosidad y la barbarie circun-dantes, se dio traza para organizar cinco ex-posiciones bienales, entre 1857 y 1865.13 Ca-macho da cuenta de los principales artistas

13. El autor del Álbum del tiempo perdido ha publica-do, después de este libro, el Catálogo de las exposiciones dela Sociedad Jalisciense de Bellas Artes, Arturo CamachoBecerra (comp.), Zapopan, El Colegio de Jalisco (Colec-ción De artes y de Letras), 1998, 107 pp. Se trata, sin du-da, de una valiosa aportación historiográfica. Actualmen-te se ha dado a la tarea de compilar la crítica de artepublicada en Guadalajara a lo largo del siglo XIX, un tra-bajo que habrá de llevarle todavía un par de años más.Por lo pronto, recién ha aparecido una primera entrega:Tres lecciones de historia del arte, de Agustín Rivera y San

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participantes y de las obras que allí figura-ron, así como de la actividad discursiva y lasrespuestas críticas que las exposiciones susci-taron. Llaman la atención los cuadros deasunto histórico nacional, inspirados tantopor episodios de la conquista (Cuauhtémocdelante de Hernán Cortés y La muerte deQuilena, ambos de Gerardo Suárez) comopor las gestas insurgentes, tratadas al modoalegórico (La tumba de Hidalgo y La aurorade 1810, de Felipe Castro); o bien, por lasalegorías sociales al modo de Papeti (en uncomplejo cuadro titulado La redención so-cial, de Jacobo Gálvez, en el que convivíanlas figuras de Cristo, Sócrates, Fourier, SanVicente de Paul, Newton, Galileo, Moisés,Platón, Homero y Diógenes), así como porlos sabrosos cuadros de costumbres ranche-ras pintados por Francisco Gálvez, hijo dedon Jacobo.14 En el tratamiento de semejan-tes temas, explícitamente inspirados en lasexperiencias nacionales y regionales, los ar-tistas tapatíos se adelantaron por algunosaños a sus congéneres de la academia capita-lina (aunque, ya en tiempos del SegundoImperio, Maximiliano empezó a auspiciar la

representación de asuntos nacionales, comoquedaría en evidencia en la XIII Exposiciónde la Academia celebrada en 1865, poco des-pués de haberse llevado a cabo la quinta yúltima de la Sociedad Jalisciense de BellasArtes).15

Las figuras artísticas que ocupan un pa-pel protagónico en este capítulo son, poruna parte, Jacobo Gálvez, quien contraviento y marea llevaría a buen término laobra edilicia más ambiciosa de mediados delsiglo: la construcción y decoración del Tea-tro Degollado. Precisamente, Camachoconsidera la pintura de la bóveda de la salade espectáculos del Degollado, con su enal-tecida visión de los héroes y sabios virtuososde la antigüedad “pagana”, inspirada en elCanto IV del Infierno de La divina comedia,de Dante, y ejecutada por Gálvez con el au-xilio de Suárez, la obra suprema del acade-micismo en Guadalajara.

Pero aún hay más: en este mismo periodose pintó también el conjunto de murales do-mésticos más rico, variado y monumental, enel género de la pintura costumbrista vinculadacon la experiencia cotidiana (y con una previacodificación gráfica en las litografías del ál-bum México y sus alrededores, obra colectivade Casimiro Castro y otros): la decoraciónparietal de los corredores de la finca La Mo-reña, en La Barca, propiedad del general im-perialista Francisco de Paula Velarde, “Elburro de oro”. Camacho no vacila en califi-car a estos murales como “la culminación ro-mántica” del arte jalisciense. Sí, como estambién una culminación romántica másque neoclásica la monumental visión dantes-ca del gran plafond del Degollado, si bien en

Román. Arturo Camacho Becerra (ed.), Zapopan, ElColegio de Jalisco (Colección De Artes y de Letras),2001, 140 pp.

14. Por desgracia, se ignora el paradero actual de lamayoría de estas pinturas, con la excepción de los cua-dros de asuntos rancheros de Francisco Gálvez y de Latumba de Hidalgo, de Felipe Castro. Para un estudio in-terpretativo de esta última, véase mi ensayo “La historiadisputada de los orígenes de la nación y sus recreacionespictóricas a mediados del siglo XIX”, en el catálogo de laexposición Los pinceles de la historia: de la patria criolla ala nación mexicana, 1750-1860, Museo Nacional de Ar-te/Instituto Nacional de Bellas Artes-Instituto de Investi-gaciones Estéticas/Universidad Nacional Autónoma deMéxico, 2000, en especial las pp. 240-248. El cuadropertenece a una colección particular y fue localizado haceun par de años en una galería de la ciudad de México(Galería Art Dicré).

15. Véase la investigación de Esther Acevedo en el catá-logo de la exposición Testimonios artísticos de un episodiofugaz (1864-1867), Museo Nacional de Arte, 1995-1996.

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una tónica muy diferente a los murales de LaMoreña: allí, suspendidos a treinta metrospor encima del espectador, gesticulan y ac-túan los flotantes personajes de la antigüe-dad movidos por sus pasiones y conflictos,igual que en las tragedias y las óperas con-temporáneas, aunque inmovilizados parasiempre en una tenue capa pictórica.

“Arte y progreso” es el nombre dadopor el autor al siguiente capítulo, cuyos lí-mites cronológicos corresponden a los años1867 y 1880, este último fecha de la segunday última exposición de la agrupación deno-minada “Las Clases Productoras” (la prime-ra había tenido verificativo en 1878). Enaquella agrupación se codeaban los produc-tores materiales con los espirituales, los arte-sanos, los industriales y los artistas, comosigno del pragmatismo de los tiempos y dela voluntad común de protegerse contra laresentida invasión de los productos extran-jeros. Dice Camacho: “A diferencia del pe-riodo anterior, la idea del arte y la cultura seasimiló como parte del progreso material,más que como referencia de civilización ydel carácter nacional.”16

Fueron años de reorganización despuésde la guerra civil y de dar el espaldarazo ins-titucional a los grandes cambios producidospor las leyes de Reforma. Así, por ejemplo,entre las efemérides que Camacho consigna,sobresalen la inauguración en 1872 de la Bi-blioteca del Estado, a donde recalaron losfondos expropiados a los conventos nacio-nalizados, y la constitución de una galeríapictórica, en el Liceo de Varones, formadapor los cuadros provenientes del mismo ori-gen y base del acervo del futuro Museo Re-gional. Esta galería, además, serviría de ex-

periencia modélica para la formación de lospintores, grabadores y, más adelante, escul-tores que, a partir de entonces y hasta 1894,hallarían allí cabida, ya sin el correspon-diente título oficial de Academia (constituíala “sección de Bellas Artes” del Liceo de Va-rones, aunque la voz popular la designabacomo la Academia del Liceo).

En este periodo aparecieron también al-gunos textos de índole histórica y estética,ya sea artículos de crítica publicados por laprensa (en especial por el periódico JuanPanadero), ya los Breves apuntes sobre la an-tigua escuela de pintura en México y algo so-bre la escultura, que Agustín Fernández Villaredactó en 1879 y publicó en León en 1884 ycuyas deudas con el célebre Diálogo sobre lahistoria de la pintura en México, del juris-consulto e historiador conservador José Ber-nardo Couto, son innegables. No hay dudade que, pese al triunfo del liberalismo en loscampos de batalla y la consecuente vuelta alpoder de los republicanos, el peso de la cul-tura religiosa y el ideario conservador seguíasiendo poderoso, no sólo al nivel de las con-vicciones y comportamientos individualessino incluso en el campo del patrocinio ar-tístico. No por azar, en 1879 Pablo Valdezpinta el intradós de otra cúpula importante,esta vez la del Templo del Carmen, luego dela adaptación y remodelación de una antiguacapilla tras haberse demolido la iglesia prin-cipal y arrasado la mayor parte del convento.El tema escogido fue Los evangelistas y lossantos carmelitas. No debe de sorprendernos,pues, que durante este periodo, en opiniónde Camacho,

Los pintores más representativos fueronFelipe Castro y Pablo Valdez, quienescumplieron encargos cívicos y religio-sos, además de que se desempeñaron16. Camacho, op. cit., 1997, p. 122.

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como profesores. La producción pictó-rica consolidó el estilo clásico y román-tico y sólo los nuevos pintores se intere-saron por el realismo y la copia deelementos naturales. 17

Es cierto que estos artistas llevaron a caboalgunos proyectos cívicos, como el conjuntode 32 retratos de héroes nacionales que Cas-tro pintó en 1872 por encomienda del go-bierno del Estado, o la decoración de la bo-caescena del Teatro Degollado, con lasfiguras monocromáticas de Las famas y Eltiempo y las horas, del mismo pintor. Pero,en las biografías de Castro y de Valdez queCamacho incorpora al libro, acaban porprevalecer los encargos de carácter religiosoejecutados a lo largo de sus vidas. Tambiénse mencionan y analizan algunos de sus re-tratos, y se destaca la actividad paralela deValdez como escultor.

Por lo demás, Castro y Valdez represen-tan a los artistas que, luego de pasar unbuen número de años estudiando en la Aca-demia de San Carlos y practicando en la ca-pital, regresaron al terruño en lo sesenta ysetenta para allí divulgar los principiosaprendidos: éste fue un fenómeno no cir-cunscrito al caso de Jalisco sino muy difun-dido en otros estados de la República (pen-semos en Luis Coto retornando a Toluca oen Luis Monroy haciendo lo propio enGuanajuato).18

En el último capítulo del libro, cuyo tí-tulo (“Artistas de la Florencia mexicana”)obviamente parafrasea la halagüeña califica-ción del viajero Eduardo A. Gibbon, el autorcubre los años de 1881 a 1899. Ya se sabe que

toda periodización tiene sus visos de arbitra-ria, pero en este caso me parece más que in-satisfactoria. El criterio parece haber sido elde acabar justo al término del siglo XIX; mas¿acaso los procesos culturales y artísticos seajustan y obedecen al ritmo de las cesuras detiempo abstractas y convencionales?

La pregunta no es ociosa, y tiene quever no tanto con el protagonista que Cama-cho ha escogido para compendiar lo más ca-racterizado de este periodo, y que no es otroque Carlos Villaseñor y está muy bien, sinocon algunos que le hacen séquito y cuya re-presentatividad, en mi opinión, resulta dis-cutible. Éste es justo el momento inicial deltránsito, del realismo académico finisecular(bien sintetizado en la figura de Villaseñor)al primer modernismo ya tocado en gradosvariables por las nociones innovadoras delimpresionismo y del postimpresionismo.Sin duda, Félix Bernardelli, José Vizcarra yJavier Tízoc Martínez acusan en distintamedida el impacto de dichos fenómenos es-téticos. Pero, con la excepción de Bernardelli(muerto en 1908 y cuyo tratamiento prota-gónico también me parece muy adecuado),la producción de los otros dos rebasa am-pliamente el periodo cubierto por el capítu-lo, y sobre todo la de Tízoc Martínez evolu-cionó por otros rumbos estéticos. En talcaso, ¿por qué incluir un breve repaso analí-tico de sus obras, y no la de otros artistasmucho más aportativos e interesantes, comoGerardo Murillo, Rafael Ponce de León,Jorge Enciso o Roberto Montenegro en suetapa primeriza? Ya al principio del libroCamacho advertía ser consciente de que, ensu selección, “probablemente falten nom-bres, sucesos y muchos cuadros por anali-zar”. Pero esto no me quita la perplejidad, yme pregunto si el autor se ha dejado llevaraquí por la inercia historiográfica: aquéllos

17. Ibidem.18. Véase Jaime Cuadriello, Arte regional en el siglo XIX,

Madrid, La Muralla, 1982.

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son, cuál más, cuál menos, los nombres es-cogidos en recuentos previos, así como tam-bién lo son los omitidos.19

Pero vayamos por partes. El periodo cu-bierto abarca el mediodía del porfiriato, consus esplendores, contradicciones y miserias,con la transformación de la vida cotidianapor efecto de inventos típicamente finisecu-lares, como el teléfono, la electricidad y elcinematógrafo, que llegaron a Guadalajaraen pos del ferrocarril, arribado a finales delos años ochenta. Época pletórica de activi-dad cultural en todos los ramos, con nuevasasociaciones y personalidades rectoras, conuna vida literaria y musical intensas. Se re-gistra una baja sensible, pero representativa:la clausura definitiva de la Academia del Li-ceo en 1894. Pero tres años después surge laacademia particular del pintor ítalo-brasile-ño Félix Bernardelli, quien impulsaría la re-novación modernista del arte en Guadalaja-ra desde un taller individual, un fenómenomuy típico de la difusión de las vanguardiasen el fin del siglo.20

Camacho nos ofrece un análisis fino dela producción de Villaseñor en los diferentesgéneros pictóricos a los que se dedicó: lapintura religiosa y alegórica, el retrato, elbodegón y la “pintura de interiores”. Supintura representa lo mejor del academicis-

mo practicado con un oficio riguroso y unagran sensibilidad por el color, el claroscuroy las texturas; el artista, plenamente identifi-cado con las calidades visuales del entorno,logró al fin y a la postre consolidar un biendefinido estilo personal.

Una inquietud semejante por alcanzaren sus cuadros la impresión de la vida,transfigurada por una poética personal y ex-presada mediante una técnica de pinceladamuy libre, en donde la luz desempeña el pa-pel protagónico, caracterizó la obra de Ber-nardelli, con quien puede decirse que arran-ca el modernismo tapatío. Y no sólo por suobra personal, sino sobre todo por los reno-vados modos pictóricos que supo transmitir asus alumnos, entre los que se cuentan aque-llos a quienes Camacho designa como “losprecursores del arte contemporáneo de Méxi-co: Roberto Montenegro, Jorge Enciso y Ra-fael Ponce de León”.21 Yo añadiría, por su-puesto, a Gerardo Murillo, cuyo posteriorinflujo sobre los jóvenes estudiantes de laacademia capitalina a partir de 1904, luegode regresar de un viaje de estudios a Europa,habría de ser decisivo, como el más famosode ellos, José Clemente Orozco, habría dereconocer gustoso.

Arturo Camacho nos ha entregado, coneste texto, una aportación significativa a lahistoriografía artística, a nivel tanto regionalcomo nacional. Su trabajo no sólo explorala dimensión social de la pintura en tanto“reflejo” de un grupo humano en un espa-cio y en un tiempo específicos, sino que dehecho demuestra la capacidad del arte para“construir” la imagen que ese grupo preten-de erigir y coadyuva a establecer su identi-dad, frente a sí y frente a los demás grupossociales. Y esto lo logra mediante el entrete-

19. Véase, por ejemplo, el tomo IV de la ya menciona-da Historia de Jalisco. Desde la consolidación del porfiriatohasta mediados del siglo XX, dirigida por José María Mu-riá, Guadalajara, Unidad Editorial Gobierno de Jalisco,1982, pp. 34-37. Los artistas allí biografiados son Francis-co Sánchez Guerrero y Javier Gómez Peña, Rafael Poncede León, Javier Tízoc Martínez, José Vizcarra, José Rive-ra Rosas, José Othón de Aguinaga y Jorge Villaseñor.

20. Véase el catálogo de la exposición Félix Bernardelliy su taller, Guadalajara, Instituto Cultural Cabañas-Mu-seo Nacional de San Carlos, 1996. Secretaría de Culturadel Gobierno de Jalisco-Consejo Nacional para la Cultu-ra y las Artes/Instituto Nacional de Bellas Artes. 21. Camacho, op. cit., 1997, p. 179.

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David Alfaro Siqueiros. Pintura de caballete

de Xavier Moyssén

México, Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, 1994*

porjulieta ortiz gaitán

“Un libro, como un viaje, se comienza coninquietud y se termina con melancolía”, de-cía José Vasconcelos. Para mí, este libro fueese viaje inquietante que me dio, a la postre,tres razones fundamentales para aceptar congusto la invitación de presentarlo ante uste-des: primero porque el autor del texto esXavier Moyssén, mi maestro; también por-que se trata de una edición del Fondo de la

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jimiento de los hechos artísticos con losacontecimientos históricos y sociales y conlas actividades educativas y culturales queconstituyen su entorno y sus “circunstan-cias”. Con ello, el autor rebasa ampliamenteel sistema de historiar mediante la acumula-ción de biografías hasta ahora prevalecienteen la bibliografía jalisciense. El nivel inter-pretativo que alcanza mediante este procedi-miento es significativamente superior, ymarca así un hito para todo trabajo futuroen este campo de estudios.

Por otra parte, el haber acudido a fuen-tes documentales primarias no exploradascon anterioridad le suministró una informa-ción inédita que obliga a rectificar afirma-ciones hasta ahora tenidas por verdaderas.Resultan ejemplares, en tal sentido, su re-constitución de las biografías de los Estradasy todo lo referente a la enseñanza artística enGuadalajara, en especial la cuestión de las“Academias”. Sus aportaciones documenta-les e interpretativas rebasan así el marco re-gional, y tendrán que ser incorporadas a lahistoriografía artística nacional.

Pero quiero también subrayar la finuray atingencia de algunas de sus observacio-nes. Pondré un solo ejemplo. El libro con-cluye con una hermosa reflexión:

La pintura producida en Jalisco duranteel siglo XIX fue el trabajo silencioso deartistas modestos preocupados por cum-plir con decoro sus encargos, en cuyaautenticidad encontramos su principalcualidad estética. La poética visual re-sultó de un convencimiento íntimo yprofundo de que el saber pintar es undon al servicio de las mejores causas delhombre. Los personajes de este Álbumdel tiempo perdido consideraron a la be-lleza como un antídoto contra la discor-

dia y a la práctica naturalista del arte co-mo la mejor manera de humanizar la vi-da diaria.22

Este señalamiento de la capacidad humaniza-dora del arte y de su poder para enriquecer lavida con una significación más profunda, aunen medio de las más conflictivas tensiones so-ciales, resulta particularmente aleccionador eneste nuestro propio fin de siglo neoliberal, yme parece que le otorga una especial vigenciaa un profundo y evocador trabajo, como es elque aquí se ha comentado.

22. Ibidem, p. 180.* Texto leído en la presentación del libro que se llevó

a cabo en el Museo Carrillo Gil, el 13 de diciembre de1994.

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