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Esteban Prado

AnA, lA niñA AustrAl

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Prado, Esteban Ana, la niña austral. - 1a ed. - Batán : Letra Sudaca Ediciones, 2015. 104 p. ; 14x21 cm.

ISBN 978-987-45435-7-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A863

© 2015, Esteban Prado© 2015, Letra Sudaca Ediciones

Letra Sudaca [email protected]

ISBN 978-987-45435-7-8

Ilustración de cubierta: Gastón Prado

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723Impreso en Argentina, en mayo de 2015

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de graba-ción o de fotocopia, sin permiso previo del editor

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A los que me escucharon leer este relatoA Marcos J. Cardozo, por dejarme dormir

A Amapola, por ser el opio de mi puebloA Matilda, por esconderse desde temprano entre alerces

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Ana espera el día con los ojos bien abiertos, quiere ver las llamas mientras duren y quiere también ver los barcos cuan-do lleguen. A un lado, el Atlántico y, al otro, la Pampa. Sabe, siempre lo supo, que es una niña austral. Su madre le decía: «Ana, la niña astral». Desde esos días, cuando el viento y la sal le cortaban los labios, ya tenía la imagen en su retina: la casa, el fuego, la lluvia.

Una postal del futuro, traté de definir pero a ella le pare-ció rimbombante.

Cuando se acuesta en la arena, la casa todavía arde. El frío nunca le ha calado los huesos pero esta noche un pulso le recorre cada vértebra. Quisiera estar ahí pero eligió irse en silencio antes que una tierna y triste despedida. Creo que en algún punto le dio miedo querer quedarse. Se fue para irse. Sé que a donde va no puedo ir pero al menos quisiera mover un pañuelo desde la costa y verla desaparecer. De alguna forma estaré ahí, no tuve el valor de hacerme odiar.

Durante unas cuantas semanas y meses de amor o, como dice ella, de éxtasis y terror, me fue regalando cientos de postales. No conozco el orden pero me queda una vida para mirar y mirar. Un día habré olvidado su nombre y las posta-les serán estampas de la «niña austral» o de la «niña astral», eso aún no lo sé.

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Después de meses de compartir lugares, amigos, cenas, vi-nos y hasta un pequeño viaje, le pregunto, sin saber muy bien cómo hacerlo, si quiere venir a casa y cenar conmigo, solos, sin nadie más. La aclaración final no hacía falta, me marca, y responde que sí pero sin sorpresa, como si se hu-biese cansado de esperar o como si hubiese sabido desde el principio que se lo iba a proponer.

No nos podemos despegar ni queremos, pasamos horas en la cama, pedimos comida o nos cocinamos, miramos algo en la tele, bajamos una película, dormimos, cogemos, nos miramos. A la mañana llamo a mi jefe para avisar que no voy. No doy explicaciones, no necesita saber que por primera vez en siglos duermo entre las piernas de alguien que con dos o tres movimientos podría destruir una ciu-dad. Por horas somos un bicho con cuatro brazos, cuatro piernas y dos cabezas siamesas, nos movemos poco, nos enredamos, yo estoy alucinado, ella no me cree cuando le digo que no me pasa nada, me pregunta más de una vez por qué estoy tan callado y tan quieto. Todo me pasa, le digo y sonrío. No somos muy altos, ninguno de los dos, pero la piel se me hipersensibiliza, siento y presto atención a cada uno de los puntos de contacto, desde los pies hasta la pelvis, de ahí a la panza, al pecho, los brazos, las manos, la cara, las bocas, las sensaciones se particularizan, la su-perficie de la piel se divide y se divide y cada parte, cada

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milímetro cuadrado, tiene algo para decirle al cerebro, al hipotálamo, a la corteza o a donde sea que se reciben estos mensajes de amor y deseo.

Después de un rato de dormir y no dormir, y casi sin pensarlo, vuelvo a estar dentro de ella. Me dice que no nos cuidemos, que estamos a salvo, que no puede tener hijos ni enfermedades, que es toda y mía y a mí me da un poco de miedo la seguridad con que dice esas cosas.

Ana me llama y me dice que quiere llevarme a un lugar especial. Que acaba de renunciar a su trabajo porque le llegó un mensaje de su madre, un mensaje que esperó por mucho tiempo y que le llegó justo ahora. Interpreta que tiene que ver conmigo, con que estemos juntos. Que ven-ga, le digo. No me cree, no entiende que no puedo seguir faltando al trabajo, cuando se lo explico ella se ríe del otro lado de la línea. Le digo, también, que en la pared apareció una línea gris, como una rajadura, una grieta que sale des-de uno de los rincones, pasa por atrás de la biblioteca y se esfuma entre las fotos que están pegadas con bifaz desde que alquilé.

Hay un océano entero, líquido, de agua, de sal, de microorganismos y ballenas. Hay barcos y hay basura, islas de basura. En algún lugar hay un submarino nuclear, hundido, de la Segunda Guerra y también hay otros, muchos, esperando. Entre todo lo que hay, una sola cosa me desespe-ra: un barco que siempre viene y que un día se va, conmigo.

Me lo dice con calma, la voz le cambia un poco, alguien con oído percibiría más matices, yo apenas los capto pero me al-canza para saber que algo pasa. Cuando cuelga, una angustia

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terrible me estruja, no quiero esperarla, no puedo, necesito la teletransportación, estar juntos, ya.

Hay algo en el tiempo que funciona mal cuando ella está acá. Más bien algo en mi percepción del tiempo, del mundo y de mí mismo, algo cambia en su presencia. Mien-tras estoy lejos las cosas pasan planas, en dos dimensio-nes, como si estuviese muy cansado. Después, cuando está, cuando compartimos un rato, todo se aletarga. Tengo mie-do de aburrirla porque me quedo quieto, como una lagar-tija: todo toma densidad, veo cada detalle, los ojos y sobre todo el tacto se exacerban. Ella disfruta, está a gusto pero no le pasa lo mismo que a mí. No tiene que ver con que yo la ame y ella no o alguna estupidez de ese calibre, el pro-blema es otro.

Le pregunto si me está preparando para el futuro pero no me responde. En cambio, me pasa la lengua por el ca-chete y después por el ojo, como un perro. Nos reímos. Me doy cuenta de que el tiempo corre sólo porque el sol, su luz, cambia de color y porque la sombra de las cosas se alarga. Mirados desde el final, todos esos momentos parecen pasa-jeros, pero hay que vivirlos, ahí las cosas son diferentes. Me mira y un ojo se le va para el costado, yo la soplo y me río pero ella no entiende, de qué te reís, me pregunta. ¿No sabés que si te soplan cuando estás bizca te podés quedar así, para siempre? Para siempre, repite y ahora sí se ríe.

Hace tanto calor que nos acostamos en el piso, afuera hace frío pero nos pasamos de calefacción. ¿No te duelen los huesos cuando hace mucho frío? No, eso le pasa a los viejitos, a mí nunca el frío me caló los huesos. Es sabia la niña austral, tan sabia que puede pasar por ingenua, fue hace siglos el momento en el que conocer era algo monótono, ahora todo la sorprende, es pura curiosidad, pero no grita ni hace morisquetas, eso sí fue aplacado con los años.

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La niña astral no tiene un cuerpo duro, que quede cla-ro, no es un cyborg, la niña austral es perfecta no porque su piel sea una superficie de acero pulido, lo es porque todo su cuerpo es un delirio de la evolución, tanto como el de cual-quier persona pero un poco más. A sus cadenas de ADN le han cortado las puntas o se han desatado: por momentos parece cubrirlo todo, como si una red invisible se extendie-ra y cubriera cada parte de la habitación. No es un cyborg, tampoco es un clon ni ninguna otra bestia de laboratorio, mucho menos algo divino. Ana es Ana, la mires de frente o del revés. Esto lo sé porque se aburre de estar acostada, entonces, me da un beso en la nariz y se para, la piel de las piernas se estira y se contrae con cada paso, tiene años de mar y sol, sobre la cola y subiendo por la espalda, algunos músculos se adivinan, después empieza el pelo, cuando gira, en el umbral de la puerta y me pregunta si quiero algo, le digo que sí, que se quede quieta un segundo, ella me mira, creo que no entiende, yo hago un esfuerzo para volverla algo definitivo, para que quede para siempre la silueta recortada en el umbral. Después se mueve y desaparece tras el marco y ya no sé si estuvo o la inventé.

Desde la cocina se escucha que pone la pava. Mientras espera que se caliente, lava los platos y a mí me alivia saber que después de desaparecer todavía hay alguien atrás de la puerta.

Hay un hombre que ha esperado una eternidad. Joaquim es su nombre. Habrá olvidado el habla, vive solo hace siglos. Mi madre me dirá que debo ser suya y un día lo seré. La isla será nuestra. Para nosotros, cualquier superficie, en un mundo de agua, es una isla. Será cuestión de elegir bien.

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Ana duerme delante mío. No sé si sueña. Otras mujeres se mueven, roncan, hablan. Ella no. Miro su pecho pero no lo-gro darme cuenta si respira, hay muy poca luz y la paranoia hace de intérprete: cualquier movimiento suyo es conse-cuencia de los míos, que me muevo y muevo el colchón. Por eso salgo de la cama y me siento en la mecedora, de su lado. Ahí está, de cuerpo entero y sin alma. Me desespero pero no quiero moverme, en caso de estar muerta, ya no puedo hacer nada, en caso de estar viva y dormida, no quiero despertarla. Pienso en dibujar: una mujer en un cuarto iluminado por un pequeño y débil rayo de luna y un psicópata que no deja de mirarla. Me pregunto si querrá café cuando se despierte. Después, no sé cuánto tiempo pasa, me levanto y me acer-co. No se mueve, creo que no respira. No quiero tomarle el pulso, pero algo tengo que hacer, así que me acerco, de perfil, con la oreja hacia su boca: no siento nada hasta que de re-pente un aire helado primero y tibio después cubre parte de mi mejilla y de mi cuello. No quiero gritar pero casi se me escapa un alarido. Entonces, acerco mis labios a los suyos y respiro el aire que sin querer me regala, su ritmo es lento, inhalo y exhalo varias veces cuando ella lo hace una. Siento cómo me crecen las uñas, de repente estoy exhausto; ya está, respira, lo sé, ya me puedo acostar pero no, estoy petrificado, hay algo que me agarra de la traquea y no me deja. Por un momento, relativizo todo, entiendo que es un sueño y que sólo resta despertar. Pero no es así. Entonces, la odio, éxtasis y terror, pienso y me vuelvo a aflojar. Al final, Ana abre los ojos y me mira, no se sorprende, sólo me pasa una mano por la cara y gira sobre sí, me hace lugar de su lado de la cama para que me meta y cuando lo hago me agarra las manos para que la abrace.

Me despierta el teléfono. Salto de la cama y corro, es Ana. Voy y miro la habitación vacía, tengo que corroborar

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que se fue. Te llamo para despertarte, no quiero que vuelvas a faltar al laburo, me dice, todavía no renuncies, para eso falta, subraya.

Después del llamado voy al trabajo. Javier, mi jefe, me vuelve loco. No le molesta que maneje los horarios pero tengo que soportar que me pregunte qué hice, que indague hasta que le doy una pista y los correspondientes chistes. No es un mal jefe, le va bastante bien y le gusta que este-mos a gusto, pero podría ahorrarse esas ganas de ser nuestro amigo. Desde que lo dejó Fernando se puso un poco más intenso, trata de disimularlo pero se le nota.

Me paso todo el día con un barbijo, operando una máqui-na de corte láser. Cuando me aburro, imagino cosas. Cuan-do se hace algo de manera sistemática durante horas, hay un momento que no puedo precisar, un momento en el que la mente se va, ahí viene lo peor y lo mejor. Lo peor porque se cometen errores y hay que volver a empezar, es el momento en que los carpinteros pierden sus pulgares; lo mejor porque hay un momento en que se desarma el mundo, el tiempo pasa lento, las manos parecen más grandes de lo normal y los oídos perciben todo amplificado. En estas máquinas, uno delira tranquilo, tienen mucha protección, más protección que otra cosa, podría ser un láser y punto, pero no, son un armatoste enorme que nos protege de perder un pulgar y bajar una escala en la cadena evolutiva. Una sola vez sentí el láser cerca de la piel y me sentí como Luke Skywalker proletarizado. Cuando estoy con Ana también me siento así y ella es Yoda pero con una voz y unos ojos y un cuerpo que no me dejan concentrar en la lección. Nunca seré un jedi. Aunque ella no da lecciones, hablamos, ella habla y yo la escucho o al revés.

La máquina se para, hace por lo menos noventa segun-dos que debí dar vuelta la pieza, si no, no sonaría la chicha-

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rra. Javier me dice que no se puede estar enamorado y tam-bién me dice que me conoce, que me va a durar poco, que en cuanto vea a Andrea me voy a volver loco por tercera o cuarta vez en el año. Me dice, en secreto, susurrándome, que Andrea es rumana, que llegó a la ciudad hace unos meses y que pensó en darle una oportunidad. Me dice como remate que no la use, que quiere olvidarse de Fernando y ha deci-dido conquistarla, volver a probar suerte con una aventura hetero. Me río, nos reímos. Él sabe que yo sé que es mentira. Cuando salgo, los chicos de atención al público me saludan, la cajera me saluda y Andrea también, con acento. Andrea es alta, demasiado alta.

Ana me llama pero no atiendo. El recorrido en bicicle-ta me sirve para pensar. Hace frío, si anduviese en auto no lo sentiría. Si anduviese en auto, estoy seguro, aumentaría quince kilos. En casa, paso la tarde leyendo. Adentro del libro tengo una nota de Ana, me dice que me ama y me dice, también, que me prepare, porque no me lo puede mostrar todo. Me quedo dormido leyendo, me despierto, hago fuer-za para seguir y al final el sueño me vence. En el delirio sé que Andrea no es quien dice ser y sé que tengo una misión que no sé en qué consiste. Me despierta el ruido de la TV y lo olvido todo, están dando un documental sobre peces. Me pregunto si habrá algún documental sobre los barcos de los que Ana me habla.

Andrea es una persona excepcional, me dice Ana des-pués de días de no verla. Ayer estuve con ella, «estuve con ella» significa que después de algunos días de compartir las horas de trabajo diarias la convencí de que viniese a casa. Me dijo que fuésemos a un bar pero yo le dije que tenía un vino y que podíamos cenar. Al principio se negó pero los dos sabíamos que iba a decir que sí, no por histeria sino por algo más, por obligación diría, como si tuviese un protocolo

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a seguir, primero que no, luego que sí. Bebimos, cenamos y estuvimos a punto de acostarnos. Andrea se empezó a sacar la ropa mientras elegía música, después se me vino encima. El histérico fui yo, le dije que no, ella insistió. Tiene algo encantador, no sé por qué me resistí tanto, pero estaba cla-ro que algo en ella no iba bien. Algo más tiene, no sé qué, seguro que Ana sí lo sabe. Lo sabe porque si no, no estaría acá, no se hubiese molestado en venir a casa, no hubiese to-cado el timbre justo en el momento en que, en sueños, pensé que me hundía. Fue una de esas alucinaciones típicas: estás flotando en un lugar oscuro y de repente algo del exterior irrumpe con debilidad, sabés que tenés que responder, como con la costa, cuando estás perdido mar adentro y de repente ves la orilla de nuevo, sabés que tenés que responder pero no sabés si te van a dar los brazos para llegar.

El timbre suena varias veces, casi no voy, primero se des-pierta mi conexión con el mundo, con el tercero o cuarto timbre, doy un salto de la cama. Es Ana, me dice que tiene que entrar y hablarme, que tiene muchas cosas para decirme. Lo primero que hace es hablar de Andrea, por qué la cono-ce, por qué no tiene celos, por qué dice que es una persona excepcional.

Joaquim puede leerme. Sabe muchas cosas. Em-piezo a verlo con claridad, estoy sola, no quiero ser Sherezade, no quiero tener su hijo. El bar-co emergerá al día trescientos sesenta y cinco y cuarto, para ese momento voy a tener que olvi-darte, si es que todo va bien. Nosotras siempre fuimos niñas sumisas pero no sé cuánto tiempo va a seguir así. Las ‘niñas australes’, así nos llaman todos, excepto nuestras madres que nos dicen ‘ni-ñas astrales’. Los barcos vienen desde no se sabe

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dónde y nosotras estamos acá, esperando, vienen de tan lejos que llegan exhaustos. A Joaquim me lo imagino y lo veo rubio, con la tez curtida de tanto sol y de tanto mar, joven, a pesar de sus cuatrocientos años, con la soberbia y el carisma de un líder. Mi madre me ha dicho que él lo será y que él me eligió. Mi madre me ha dicho que seré la peor pero que antes tendré que olvidarlo todo. A ella, a vos y a Ema.

Tengo ideas recurrentes, en el trabajo, con la máquina, las cosas se ponen densas, aburridas, después de cinco o seis horas de mirar la pantalla y de respirar los vapores del lá-ser todo se hace confuso. Esos son los momentos que los operadores de máquinas deben evitar, los momentos que los diseñadores deben prever y el único motivo por el que los jefes permiten las pausas, el cigarrillo y el café. El día que tenga un psicólogo le voy a preguntar por qué tengo tanto miedo a perder un pulgar.

Andrea no viene, me dice Javier que está enferma, me pregunto si tendré algo que ver. Ana sabe que Andrea está enferma, me pregunta si estoy preocupado. ¿Debería?, le digo yo, tratando de que me explique qué le pasa. Ana no me responde. La pared está un poco más rajada, desde atrás del cuadro de Marilyn empezó a verse la línea, que entra por un lado y sale por el otro. La quiero besar pero ella quita la cara y sólo me ofrece la mejilla, no le creo y vuelvo a intentar, ella se deja pero sus labios están fríos, tan fríos que me mantie-nen a distancia, me dan un poco de repulsión. Me alejo, ella sonríe. Le pregunto si le molesta que haya estado con An-drea, me dice que no, lo que sí le molesta, me dice, es que sea tan desafiante. Quién, le pregunto, ¿ella o yo? No responde. Me imagino la respuesta, me parece que no es ninguna de

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esas opciones, me parece que lo desafiante es tratar de man-tener una vida normal cuando sabés, como ella sabe, que las cosas se van a acabar menos tarde que temprano.

Ana se acerca a mi oído y con un aliento también helado me dice cosas que no quiero saber. Después, se va el frío y me abraza y exhala junto a mi cuello y siento, de nuevo, su temperatura habitual. Es un alivio. Después, se acuesta en la cama, vestida, y me dice que yo sería capaz de matar. No me lo pregunta, sólo lo dice y me produce un temblor en las manos. No sé si es una orden. Si lo sabe, también debe saber que ya lo hice, que fui capaz de hacerlo, por lo menos fui capaz de dejar que alguien muriera. Por qué está conmigo, para qué le sirvo, qué quiere, por qué no se enoja por lo de Andrea. Ana es un desafío, me desafía, sé con certeza que es más fuerte y más poderosa de lo que creo. Hasta dónde quiere algo de mí, hasta dónde es verdad o serán verdad las premoniciones, las postales del futuro que tiene y me regala.

Ana se queda dormida, entre el jean y la camisa hay un poco de piel al descubierto. Es una línea, un triángulo que define mi deseo. Me acuesto en la cama, le levanto más la camisa y me apoyo ahí para cerrar los ojos.

Volví a faltar al trabajo. Javier se cabreó porque le mentí, se cabreó porque estaba conectado. No entiende que uno puede tener fiebre y chatear. Después de que le digo que se tranquilice, que tengo trabajo adelantado, me dice que no le mienta más. En ese momento, quiero renunciar pero no lo hago. Después, me dice que volvió Andrea y que pregun-tó por mí, parece que presentó la renuncia. Ya me enteraré cómo fue la cuestión, esas cosas vuelan.

Mientras preparo el desayuno, Ana se ducha. Suena el timbre. Es Andrea. Presiento que el cuadro de Marilyn va a tambalearse si Ana la escucha. Le pregunto qué necesita, me dice que quiere hablar conmigo, le digo que espere, que aho-

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ra bajo, me dice que el portero le está abriendo, no entiendo lo que dice, en mi edificio no hay portería.

La ducha sigue abierta al máximo. El ascensor llega, es-cucho el abrir y cerrar de puertas y por último dos golpes en la mía. Cuando abro, Andrea está devastada, llora y me estira los brazos. Ana abre la puerta del baño y mira todo sin decir nada. Amor, me llama Andrea, sin que logre iden-tificarme. No entiendo lo que dice, me pide que la perdone y me cuenta cosas de nosotros que nunca vivimos. Tuvo una premonición, me dice Ana, pero no lo sabe y como no se lo puede explicar, lo convirtió en recuerdo. Andrea sigue ha-blando como si Ana no estuviese. Yo no sé qué hacer, hasta que me canso y le digo que no se preocupe, que la perdono, por lo que sea que haya hecho. Andrea se niega y al final me grita: cómo me vas a perdonar, si yo soy la que te mata.

Ya no me gusta este juego, pienso, mientras la agarro del hombro y presiono con el pulgar hasta que se detiene, Ana sigue en el umbral de la puerta, tiene el vestido salmón que tenía anoche, mojado, el pelo le gotea y se marcan los pezo-nes. No entiendo por qué no sale del baño, necesito ayuda con esto, Ana me hace un gesto desde ahí, que no le haga caso. Andrea me sigue hablando, trato de ignorarla, como moquea no se le entiende nada. En piloto automático, pre-paro café y pongo música. Le agarro la mano y la guío hasta los taburetes del desayunador. La ducha se cierra y Ana sale seca del baño, envuelta en un toallón. Andrea me dice que me extraña, sigue hablando como si estuviésemos solos. Me dice que no quiere pasar un día sin mí, que quiere y acepta que ese sea su castigo.

Son muchas cosas para una mañana, encima Javier me manda un texto diciendo que entró más trabajo. No quiero saber nada y Andrea habla y habla, Ana se encierra en la ha-bitación y espera. Andrea me dice que podemos hacer lo que

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yo quiera. Le pido que se vaya, no quiero bajar la defensa, está claro que no quiero saber nada.

Las cosas que me dice Ana me tocan. No las cosas que me dice, las que me relata, las postales que le llegan de no se sabe dónde. Hacía tiempo que no traía nada pero hoy, hace dos minutos, se despachó por todos esos días.

Es una isla hecha para criar niños, ahí voy a ir cuando haya pasado el primer año. Es un año lar-go, me toca el juego de perder la memoria. Joa-quim me va a amar y voy a creer que vos sos él y también lo voy a querer. Es un año para olvidar, un año entero repleto de emociones extrañas, impuestas desde no se sabe bien dónde, sonreír cuando corresponde, tomar una mano, escuchar, es un año de actuación entre almohadones y plu-mas. Hay pequeños raptos de lucidez, el malestar de que las cosas no van del todo bien pero no se sabe por qué, un hilo suelto flota en el aire, la evi-dencia de que hay una trama oculta, pero cuando lo agarro y tiro, no aparece la madeja, queda solo, flota un segundo y desaparece. Mientras tanto, Joaquim dice palabras fuertes, convence a intoca-bles, hay cosas que no le gustan, parece que el pac-to era un número enorme que los hombres jamás iban a alcanzar y ahora sobrepasan. Él los había amenazado, les había dicho que 7.000.000.000 era el límite, prometió que si se pasaban iban a nacer niños terribles, niños sin alma. Es arbitra-rio, es algo que a él le incumbe pero no a mí, ni a nadie que no esté con él. 7.000.000.000 es el punto crítico en que las cosas se le van de con-trol, esas son las almas que hay, de ahí para arriba,

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nadie tiene alma, están por fuera de su área de influencia. Va a haber muerte, dice él junto con tantos otros de los suyos, que se reúnen y deciden lo que importa. La alternativa no es muy buena, el mundo gobernado por hombres no es el me-jor, eso quedó claro durante los 100 años que van de 1848 a 1948, desde los escritos de Marx a los juicios de Nüremberg. Arregló con los europeos para que se autogobernaran y así fue. Joaquim se arrepiente de haberles dado el poder. Se va a arre-pentir de mí.

Ana está triste, termina de decirlo y no se relaja como otras veces. Me agarra la mano y tira hasta pasar mi brazo por arriba de su cuerpo, se pega contra mí, pliega las piernas y queda hecha una bolita agarrada y apretada por mí. A Ma-rilyn se le marcan los pómulos, se arruga toda, el papel está húmedo, una de las puntas se levanta, la rajadura alcanzó algún caño.

Empiezo a creerle a Ana, en realidad siempre le creí pero ahora empiezo creerle racionalmente, le creo como si tuviese pruebas. Ayer me insinuó de nuevo si sería capaz de matar a alguien, le dije que sí, que lo era, le dije que ya lo había he-cho. No sé si me cree, tal vez ella también necesite pruebas. Finalmente vinimos a la casa de la costa, en el límite sur de la ciudad, en el lugar en que se desperdigan las casas.

Decidió que viniéramos de un momento a otro, creo que para protegerme. Ayer estaba ella cuando hablé con Oscar. Me contó que iba a ser tío, que la vida en Tucumán mejora-ba, que Lilián lo convencía cada vez más, y en un momento deslizó un pero y después, como quien no quiere la cosa, me dijo que había conocido a alguien que me conocía, no llegó a terminar de decir rumana que entendí todo. Parece

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que Andrea lo había agregado en alguna de todas las redes sociales que tira para cercarme y le había dicho que estaba conmigo y que los invitábamos a pasar unos días en la costa. El teléfono dio contra la cara de Marilyn pero no le hizo ni una marca. Ana sonrió, creo que fue la primera vez que me vio enojado. Cuando estaba por tirar algo más, me pasó las manos por abajo de los brazos y me sujetó, no me pude mover. Me dijo que si seguíamos así, íbamos a tirar abajo la casa y nos reímos. Ahí me dijo que hoy nos veníamos para acá: aprovechamos el fin de semana y nos vamos a la casa de mi vieja, ella vive en Córdoba pero podemos usar la casa del sur. Y acá estamos. La casa es una pequeña construc-ción de principio de siglo XX, de madera y piedra. Ana me muestra cosas, me dice que el living es la sala de rituales pero sólo veo dos sillones de madera, una mesa ratona de caño y vidrio, unas cortinas blancas y pesadas, un piso de baldosas bordó con líneas blancas que combinadas forman caminos, un mapa de la provincia de Buenos Aires en la pa-red y una alfombra en la que me encantaría echarme y que ella se acostara conmigo y mirar los focos de la farola hasta que queden manchas en los ojos.

Mejor nos tiramos afuera, me dice y me agarra de la mano, abre la puerta y entra un aire frío y maravilloso. Ca-minamos por el pasto, hasta que el acantilado corta nuestro camino. En el borde, nos acostamos y miramos el cielo, hay unas pocas nubes y se mueven a toda velocidad, la cruz del sur aparece y desaparece según van pasando.

Acá me va a encontrar. La casa va a arder de un lado y del otro el Atlántico se va a abrir para mí.

Le pido que no me hable de eso y se levanta de inmediato. Me dice que está conmigo precisamente para contármelo

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todo. Eso es una excusa, le digo, de qué te sirve, de qué le sirve a los tuyos que yo sepa todo esto. No sé, me dice ella, son órdenes, no en un sentido militar, órdenes de una ética oculta, algo así como saber lo que tengo que hacer, pero sin saber por qué. Y eso que tengo que hacer es decírtelo todo.

Antes de que se ponga demasiado seria la conversación, saco un tabaco y lo prendo. Ella sonríe y me abraza, me pide disculpas y, como cada vez que se da cuenta de que tengo frío, acerca sus labios a mi cuello y deja salir el aire tibio has-ta que me humedece la piel, entonces me pasa la manga y me hace sonreír. Fumamos, compartimos el tabaco, no somos de esas personas que pueden compartirlo todo menos el tabaco.

Me despierto y seguimos en el borde del acantilado, no puedo entender cómo dormimos ahí, con el frío que hacía. Me empiezo a preguntar si Oscar está bien. El celular no tiene buena señal y me atiende el contestador cuando consi-go llamar. Si querés que lo deje, decile que la querés ver, me dice Ana cuando le digo que estoy preocupado. Ahora tiene un rehén, me dice. Es una hija de puta.

Hace cuatro días que no la veo y dos son los que Andrea lleva instalada en mi casa. Cuando volvimos al centro, le escribí y no tardó más de un día en aparecer ella con Oscar y Lilián. Ahora están los tres en casa y no puedo enten-der cómo sucedió. Y Ana no atiende. Parece ser que Andrea convenció a Oscar de que era un buen momento para venir a visitar a la familia. Están los tres y yo no sé cómo hacer para zafar. Cada vez que hay que comprar algo o suena el timbre o lo que sea, bajo y me pongo a pensar qué está pa-sando. Hago tiempo abajo, trato de distenderme pero no hay caso. Hay algo raro en esta amistad, Oscar no hubiese sido amigo de Andrea en otras circunstancias.

Afuera, el calor está imposible. Cuando subo, la tempera-tura ya no cabe en el termómetro, Lilián mira por la venta-

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na mientras Andrea baila alrededor, Oscar está tirado en el sillón, sin camisa y con los pies arriba del apoyabrazos. Me vuelvo a decir que no quiero saber qué es lo que está pasan-do, Lilián, que pensé que no iba a estar bajo el halo de An-drea, está metida también y no duda en sumarse al ritual, al baile, a la seducción. Sólo puedo pensar en ir a dormir, hablé seriamente con Javier y me pidió un poco de compromiso, parece que perdió un cliente y no quiere que siga faltando, lo entiendo, me paga casi el doble de los días que voy a laburar, por eso quiero irme a dormir pero no va a ser posible.

A la una, apago la música y le digo a Oscar que tengo que dormir. La cara le cambia, se le transforma, se enoja, me pre-gunta para qué los hice ir, le digo que los invité a cenar, que me disculpe pero que tengo que dormir. Me sorprende que se ponga terco, es una de las personas más razonables que conozco. Es por esa mina, ¿no?, me dice desafiante, como si estuviese despechado. Los dos sabemos que nunca haría semejante escena, la miro a Lilián para ver si se suma y me da una mano pero no, imposible, está en el sofá, subida sobre Andrea, con la falda levantada. Se acarician. Marilyn mira desde el cuadro, la rajadura sigue igual.

Me voy, cierro la puerta del lado de afuera y los dejo adentro.

Javier se me muere de risa cuando le golpeo la puerta. Me dice que me da el día pero que no soporta que un hombre duerma en su casa sin coger. Yo le digo que la situación está tan pesada que prefiero cogérmelo antes de volver pero los dos sabemos que es mentira. El no es rotundo. No sé a dón-de ir y Ana no atiende.

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Llevo tres días preso, tengo el cuerpo lleno de marcas caute-rizadas, un mapa incompleto. Hace un par de horas recobré la conciencia. El comisario Osorio me trajo el diario donde se relata mi caso. La hiciste bien, pendejo. Con la pinta de loco que tenías ese día, en un par de años estás afuera.

Tiene que ser la primera noche. Si dejo que Joa-quim me lea, va a ser irreversible. Por eso cuan-do me saca de la cuarentena para ir a su casa, la bodega del barco, tengo que estar preparada sin saberlo, hará un año que busco sin suerte la hi-lacha que desarme la madeja pero sé que ese día, mientras lleve a cabo su ritual, mientras me saque el vestido y me lave con paños de agua tibia y al-cohol perfumado, va a haber algo que destrabe mi memoria y voy a saber qué hacer. En ese momen-to, voy a sudar ácido y él va a saber, en ese mo-mento, que se ha estado conspirando y que está a punto de ser la víctima de una traición ancestral. También va a saber que es demasiado tarde y va a sentir un baño tibio en el pecho. Después de que saque un filo de piedra de la carne de mi antebra-zo le voy a cortar la yugular una, dos o tres veces, las que sean necesarias. Va a sentir un baño tibio en el pecho, como si se pinchara la taza en que

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cada mañana toma su café, y un hormigueo en las manos, los ojos no le van a responder, va a ver manchones blancos y antes de apagarse me dirá que me amó desde la primera vez, cuando tenía cinco años, una noche, en una quebrada al norte del río Quilpo. Me dirá que hizo lo posible, que no se arrepiente de nada, que lo vamos a extrañar. Yo lo voy a mirar y me voy a acordar de Ema y de vos, y voy a querer que seas vos el que dice esas palabras.

Ana me tira la última postal mientras maneja, dónde es-tabas, le pregunto. No te puedo decir. Por qué, ¿tenemos secretos? No, no hay palabras en tu lengua. Y qué fue lo que pasó, ¿eso sí me lo podés contar? Me lo cuenta. Parece ser que sólo sobrevivió Lilián. Parece ser que al otro día fui a trabajar como un autómata, con la ropa llena de sangre. En el momento en que Javier entró al taller para avisarme que cortara para almorzar se dio cuenta de que algo pasa-ba, el olor a piel y carne quemadas era nauseabundo. Parece ser que había armado un diseño en la computadora y había desarmado la máquina para poder meterme dentro, parece ser que me hice más de treinta cortes de entre tres y cinco milímetros, parece ser que Javier se desmayó y atrás entraron los demás y no pudieron creer lo que vieron.

A parte de la versión de Ana, está el relato de Javier, el relato que veo en los diarios, el de una vecina que dice ha-berme visto salir con un brazo en la mano. Ninguno me deja bien parado. Estoy desorientado, espero que Ana me lo explique y me libere de culpa y cargo pero parece ser que no hay tal cosa, esa liberación la donan otro tipo de profetas, no las niñas astrales. ¿Por qué lo hice? No sé, me responde, no sé qué hiciste ni por qué. Creo que alguien piensa que

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sos imprescindible y te querían sacar del juego, lo que no entendieron es que te iban a meter de manera irremediable.

Le digo que no me acuerdo mucho, que entiendo que los acribillé, que sólo recuerdo las grietas en la pared, que se en-sancharon y se alargaron, me acuerdo de un chorro de agua brotando desde una de ellas, me acuerdo de Marilyn borrosa y húmeda cayendo de cara al piso.

Ana tiene que saber algo, si no, por qué sigue conmigo, si simplemente soy un psicópata, por qué no me deja, por qué no me dice lo que sabe. Ninguno de los dos entiende qué pasó. Ana me pide disculpas, me dice que le ganaron los celos, que no sabe qué pasó pero que quería ver a An-drea muerta. Le pregunto por qué Andrea me dijo, el día del ataque de histeria, que ella me había matado. Ana me dice que me relaje, que no soy un fantasma, que deje de dudar de todo. No puedo, le digo, y suelto el volante y me arremango, los cortes no se ven horribles pero están al borde de, a Ana no la afectan ni la convencen de decirme lo que sabe.

Hace varios días que andamos en auto, sólo paramos para dormir. Creo que voy a usar manga larga toda mi vida, aun-que esté en el desierto de Atacama o en Phoenix y el calor me calcine. Anduvimos en círculos, pasamos por Santa Fe, nos quedamos en un hotel cinco estrellas, Ana está conven-cida de que ahí no me van a agarrar, después pasamos por Corrientes y por Entre Ríos y después retomamos hacia el centro, directo a Córdoba. Creo que vamos a ver a mi her-mana. Todos estos días Ana habló y habló, quiso llenar con palabras la distancia que hay entre nosotros. Ana sabe que no es suficiente con hablar de cosas que a ninguno de los dos nos importan, Ana sabe que, pase lo que pase, ya he sido capturado, que voy a hacer lo que me pida, que he entrado en una de esas fases en las que ya no se sabe cómo decir no. Tal vez para ella, hablar y hablar sea un gesto de cordialidad,

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como cuando se juntan dos para firmar un contrato y des-pués de la firma hacen de cuenta que les interesa la charla y terminan el café y se preguntan por las familias.

Mi hermana se sorprende, hace cuatro años que no la veo. Desde que se casó la vi dos veces. Mis sobrinos están grandes, Inti no me reconoce, lo vi una sola vez, de bebé. Patricio sí, se ve que mi hermana le habló de mí, eso me pone contento. Se vino a vivir a Capilla del Monte hace siete años. Cuando entramos, Lorena me dice sonrien-te que nos acomodemos tranquilos, que tenemos todo el tiempo del mundo, yo la miro a Ana y Ana me hace con la mano que más o menos. Me pregunto cuándo se terminará el tiempo para nosotros, el tiempo de compartirlo todo. La respuesta, como siempre, no quiere ni puede ser escucha-da: antes de lo que estoy dispuesto a aceptar, todo esto se termina.

Hace un poco de calor. Me alegra preocuparme por el clima, eso me hace notar que no es permanente mi pregunta por lo que pasó. Nos dan una habitación para Ana y para mí y nos dejan acomodar mientras preparan mate. Cuando saco el celular, Ana me lo pide. Le saca la batería y me lo devuelve. Ese gesto ya lo vi, pero dónde. Sin previo aviso, entra Patricio en la habitación y nos muestra cómo salta la soga. Alucinamos, pasa un minuto entero y no para, salta y salta, con cara de concentración y con una sonrisa medio artificial. No sé por qué pero el show de Patricio habilita en mi memoria lo que pasó en los últimos días: Ana entró en el lugar en el que me tenían detenido, habló con el guardia, lo engatusó, le pidió el arma, se la dio, le quitó el cargador, se aseguró de que no quedara una bala en la recámara y se la devolvió, después me abrió y le dijo que se metiera adentro. Antes de que nos fuéramos, el policía le pidió que lo gol-peara, ella lo miró y con el mismo cargador le dio un golpe

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en la sien, el policía cayó y un hilo de sangre fue a dar desde su ceja al piso.

En eso, Lorena le grita a Patricio, le pide ayuda con el pan. Él sale de la habitación saltando y va hasta la cocina, en el camino se tropieza pero no se queja. Ana me mira y me hace un gesto con la mano, está sorprendida, después me empuja y nos caemos sobre la cama, me besa y se acuesta al lado mío, me abraza. Antes de dar un salto y salir co-rriendo, me muerde la oreja. Yo la persigo hasta que Patricio se me cuelga de una pierna y no me deja avanzar. Cuando entramos en la cocina, frenamos y los tres ponemos cara de adultos.

Tomamos mate toda la tarde, comemos pasas y nueces. En un momento, Lorena menciona la magia del Uritorco. Se pone a hablar del poder energético del monte, Ana la escucha con atención. A la noche, antes de acostarnos, me recuerda las palabras de mi hermana: es todo verdad, me dice, sólo que atrasa quinientos años.

Cuando Joaquim se dé cuenta quién soy, voy a haber resuelto todo. Es en simultáneo casi pero mis pasos se anticipan un instante, siempre y en todas las versiones. En ese instante previo, saco el filo de entre mi piel y le corto el cuello y la cara y las manos, un segundo después Joaquim com-prende dos cosas: primero, yo no soy su amada, soy su fin; luego, que ya no hay manera de dete-ner su muerte, cometió un error irreparable.

Después de unos pocos días, Ana me dice que prepare todo que seguimos. A la noche, en la cena, les anunciamos a los chicos que a la mañana nos vamos. Lorena está contenta de haber compartido esos días y me dice que le dan ganas

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de volverse a Mar del Plata. Yo le digo que lo piense, no le puedo decir que no cuente conmigo pero tampoco le puedo prometer mucho.

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Hace casi un mes que vivimos en el Quilpo. Ana dice que los del pueblo están destruyendo el río: le quitan todo lo que tiene, me dice como si yo entendiera. Habla como si cono-ciese el río desde hace mucho tiempo. Me dice también que estamos ahí para lavarnos, que necesitamos estar en remojo antes de hacer lo que tenemos que hacer. Me pregunto qué será. Mientras tanto, Oscar, Lilián y Andrea se convierten en el pasado de otro, no es que no sienta culpa o miedo por haberlos linchado pero ni siquiera siento que lo haya hecho yo, es como si lo hubiese visto en una película.

Hace dos días que no paramos de subir, río arriba. Tie-ne que haber una piedra con siete morteros, uno lo hizo su abuela. Yo no le creo. El río baja tranquilo, apenas se lo escucha. Cada tanto se juntan algunas rocas y forman un pequeño rápido por el que el agua fluye con fuerza. Cuando encontramos uno, nos sentamos y dejamos que el agua nos recorra el cuerpo, después seguimos. Ella no tiene apuro, nunca lo tuvo.

En el barco, en todo ese año de espera por Joa-quim, diferentes personas se acercan a mí. Estoy en una habitación grande, recluida, pero no soy un prisionero, soy la promesa de un futuro para los hiperbóreos. Cada doscientos años, ellos ne-cesitan romper la cadena endogámica e incorpo-

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rar una niña austral a su linaje y para eso estoy. Recibo visitas a diario, tengo una sala destinada a tal fin. Me sirven comidas sofisticadas, las reu-niones siempre son diplomáticas, mandatarios y funcionarios de todo el mundo vienen a ofrecer-me sus dádivas y ya evalúan cuál será mi inciden-cia en la política de Joaquim. Me regalan cosas que no uso, tengo aprendido mi mantra, no lo pienso soltar, lo repito cada noche, es eso lo único que queda de mí, de la que conocés. La que soy en ese momento sólo desea que pase el tiempo para poder empezar su vida de reina austral. Pero no saben que soy la niña astral, es por mi bien que lo olvidé todo a último momento. Esa noche, la de la boda, al pronunciar el mantra una vez más, luego de un año de pronunciarlo cada noche, algo se destraba en mi cabeza y vuelvo a ser yo.

Llega un momento, de tanto caminar con el agua a la cintu-ra, que me olvido de que estamos caminando con un rumbo determinado. Ella se detiene y yo no me doy cuenta, sigo hablando solo unos metros hasta que entiendo por qué no me responde. Está tirada sobre una gran piedra, redondeada y suave gracias a las periódicas crecidas del río. Brilla toda su piel y cada una de las gotas que dejó sobre la piedra devuelve pequeñas luminisencias, el sol cae en su hora oblicua.

Alucino, es como una especie de consagración, así la veo. Por un momento sólo pienso en sacarle la ropa, la poca ropa que lleva, y en coger. Cuando me acerco, me agarra una mano y me lleva hasta la piedra, me acuesto al lado de ella, de frente, sonríe, la niña austral es de verdad, existe, apenas se mueve y me mira desde otra dimensión. Atardece y nos damos cuenta de que desde el desayuno no probamos

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bocado. Entonces comemos algo, nueces y pasas. Después cogemos y después nos tiramos exhaustos sobre la piedra. Ella no piensa en nada, la cara de boba la delata, si nuestra aventura es, como le gusta decir, una función continuada de éxtasis y terror, estamos en el momento del éxtasis. La piedra está caliente, a medida que el agua se evapora de su piel, miles de gotitas de sudor las reemplazan. Ella no se mueve, por suerte se le nota la respiración, sino ya me hu-biese asustado.

Por días no nos movemos de los alrededores de la piedra, recién hoy entendí por qué estamos acá. Es la piedra de los siete morteros, encontramos el lugar pero todavía falta, no hay nada por hacer hasta la luna nueva o la luna negra como le dice ella. Hay que esperar. Nos pasamos los días en el río, cogemos y comemos, dormimos. Ella está más tranquila que nunca, anoche, impávida, me murmuró al oído.

La última de las niñas australes que fue llevada ante un hiperbóreo vivió durante ciento veinti-cinco años y le dio once hijos. Mi madre dice que la próxima tengo que ser yo. No nos podemos negar, eso sería declarar una guerra imposible. La nuestra es otro tipo de guerra, la nuestra no se declara y siempre se da detrás de las líneas ene-migas. No sé qué va a pasar, la última niña austral tenía la misma misión que yo, las mismas pos-tales, la misma fuerza y sin embargo el año en cuarentena la cambió, le impidió que el último día supiese quién era. De eso nadie sabe. Yo sé, o voy a saber, todo sobre ese futuro sin memoria pero hay algo que me falta, ni una pista tengo de lo que en verdad pasa.

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Hay algo o alguien al que no le gusta nuestra presencia. No sé por qué pero Ana casi no me habla, va y viene, junta piedras del lecho del río. No sé cómo ayudarla, tampoco se preocupa por orientarme.

Ana cubrió de barro todos los morteros. Hoy es luna ne-gra. Espero que las cosas se estabilicen o por lo menos que vuelva a hablarme. Anochece y termina con los preparati-vos, me habla pero no le entiendo. Se mete al agua, que de noche sigue tibia, sin dejar de hablar. En las inmediaciones, el sonido de pasos lentos se desparrama por la oscuridad. Son ellas, me dice Ana, diecisiete generaciones de niñas as-trales, de niñas australes, y vos, claro, aunque no te lo creas. Ana no es muy sofisticada, no necesita parecer algo más, no imposta la voz ni se producen fogonazos, sólo sale del agua y se vuelve a acostar sobre la primera piedra, la de los siete morteros, en la que durmió su siesta y se secó al sol. Los pasos se escuchan más cerca. Son dieciocho morteros, me dice Ana, hoy va a haber trabajo, siete en una sola piedra y el resto, alrededor. Ana sonríe al vacío y hace ademanes de bienvenida, recrea los gestos de una antigua hospitalidad. Ya no se escuchan pasos, ahora un pequeño susurro recorre la orilla y de a poco se sienten pequeños chasquidos y luego golpes y, luego, la vibración de la molienda en el piso.

Ana agarra un palo y también muele granos, escucho vo-ces, veo pequeños destellos cada vez que se produce alguna chispa por la fricción de los golpes. Los destellos, que se suceden como pequeñas luciérnagas, uno detrás de otro, me dejan ver a dieciocho mujeres inclinadas sobre sus morte-ros, charlatanas y sonrientes. Se reúnen a pasarse chismes y mandatos, a recordar viejos tiempos y, por supuesto, tam-bién se reúnen para conspirar y salvar el mundo. No se sabe la edad, tal vez alguna de estas mujeres sea precolombina, puede que hasta la mismísima Ana tenga quinientos años,

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ya estoy en condiciones de creerlo todo. Cuando empiezo a dormirme, acunado por el ritmo de los morteros, una mano me toma del brazo y me ayuda a levantar, me guía hasta el agua y ahí me deja. El agua está tibia y contrarresta la fresca nocturna. Sobre las piedras, sigue el trabajo, muelen y ha-blan, ríen. Cuando ríen el aliento se hace blanco y se puede adivinar en qué lugar está cada una.

Los golpes se aúnan y en un instante se detienen todos al mismo tiempo, se escucha el ruido de cada uno de los ins-trumentos caer sobre el mortero. Ahí mismo, delante mío, aparece Ana de un salto, hace equilibrio y baja un pie hasta el lecho del río. Ana es ágil y fuerte y conoce el río, se acerca con las manos en cuenco, me ofrece algo, no sé qué es pero me lo como, parece cebada molida o algo así, es pastoso, necesito beber un poco de agua. Ana se ríe y me muerde el cuello. No sé cuándo ni cómo pero ya estoy dentro de ella, se deslizó sobre mí y ahí se quedó, abrazada, acercando con suavidad la cintura, con la espalda arqueada, con mo-vimientos lentos y pausados, el agua tibia nos recorre y me mantiene apenas apoyado sobre una roca moldeada por los miles de millones de litros de agua que la recorren cada año. Después de un rato de estar ahí, entregado al fluir del agua y de la danza minimal de Ana, el cuerpo se me tensa, cada fi-bra se llena de energía hasta que me empiezo a mover y ella se anima y nos reímos. Me habla y le entiendo, me dice algo de la luna negra y reímos de nuevo y acabamos y un suspiro recorre el bosque. Ana se deja caer hacia atrás y el pelo se su-merge en el agua y las manos se hunden, chapotean, sólo la panza, las tetas y lo que se adivina de la cara quedan sobre la superficie del río. Sus piernas me atenazan con fuerza para levantarse, recién ahí sus ojos vuelven a aparecer. Se acerca y me abraza una vez más, con piernas y manos y volvemos a respirarnos y a dormir y a perder la noción del tiempo hasta

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que empieza a bajar el agua fría que anuncia la pronta salida del sol.

No nos movimos, Ana dice que recién en ocho días nos vamos a poder ir. Desde la luna llena no le para de crecer la panza, tiene una hinchazón rarísima, ella me dice que está embarazada y me señala, entre las piedras que sobresalen del río, dos que forman una especie de sentadera, un inodoro, pienso, pero enseguida me dice que es donde va a parir, que ahí es el lugar en que se tienen los hijos. Me pregunto si tengo que preocuparme. En realidad me pregunto dos cosas que se anulan entre sí: me pregunto si tendrá una infección o algo, también me preguntó desde cuándo habrá estado embarazada, si me lo habrá ocultado. ¿No era que no podías enfermarte ni tener hijos?, ¿no era así? Antes de responder, me mira y me sobra. Es así, no puedo enfermarme ni quedar embarazada, excepto que sea acá, en este lugar y en luna negra. Acá podés dejarme embarazada, acá podés matarme y también podés enfermarme a fuerza de preguntas que no llevan a ningún lado. Disfrutá lo que nos queda, que en diez días nos vamos a ir de acá y no vamos a volver nunca más.

Sobre Ema no sé nada. Ese es mi regalo para ella. Después de que lo mate a Joaquim, después de que prenda fuego la casa y prenda fuego el bar-co, el mundo va a empezar a quedarse sin futuro. Las cosas van a ser solamente lo que son, sin que nadie determine nada, sin que nadie pueda espiar lo que va a venir.

Camino como un zombi, me dejé, en un día, quince años. En el medio pasó de todo. Ana va adelante, muy adelan-te, no me pierde de vista pero no quiere hablar, ayer le dije más cosas de las que estaba dispuesta a escuchar. Después

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de todo lo que le grité, se levantó y me dijo que vuelva a mi casa, que me olvide de ella y de Ema, que Javier me espera, que no me han podido reemplazar, que parece que tengo un don: corto con láser como los dioses. Andrea, Oscar y Lilián están sanos y salvos. Olvidate de las niñas australes. Los dos sabíamos que no era así.

Cuando acabó, se distanció pero antes de correr la vista volvió a hablar.

Olvidate de las niñas australes. Olvidate de mí y del barco y de todos estos días. Si no lo hacés vos, en el lugar más frío del mundo, te lo voy a hacer yo. Te despertás un día y no sabés dónde estás ni qué fue de vos durante el último año. La pa-red tiene una grieta que se terminó de abrir con el último grito. Estás frío y no podés moverte, del cuello para abajo tenés un entumecimiento demencial. Afuera un lago espejo se extiende a orillas de los montes y es tu último límite con el mundo de los hombres. Olvidate de todo y re-nunciá, ya nos diste todo, ahora queda esperar.

Después siguió como si no hubiese pasado nada. Cuando empezó a desaparecer de nuevo la luna, en los días previos a la luna negra, la panza de Ana llegó a un tamaño ines-perado, en un momento ya no pude dudar más, de no ser un embarazo, ya tendría que haber estado muerta. En los últimos días se me pasó el asombro y me familiaricé con la idea. Esta vez me tocó a mí llenar cada mortero de barro, ella se movió a gatas hasta la piedra de parir y se quedó ahí, cuando terminé de llenarlos todos, empezó a hablar. Dejé de entender, volvieron los pasos sobre la hierba y fueron apare-ciendo una a una, molieron alrededor de una hora y levan-

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taron tierra seca hasta que los morteros se vaciaron. Cuando se pararon, Ana comenzó a suspirar, se metieron al agua y la rodearon. Ana exhalaba y ellas cantaban, cada tanto, una de ellas le acercaba tierra y agua en el cuenco de sus manos. Así pasaron todas hasta que ella terminó con buena parte de la cara y del pecho negros de tierra y barro. Al fin nació Ema y las mujeres la cubrieron de barro y con ella a su madre. Les hicieron emplastos, comenzando por los genitales y termi-nando por la cabeza.

Por dos días Ema no se movió, comió y comió. Para la cena del tercer día ya tenía el tamaño de una nena de seis años, al cuarto nos habló. Cuidé a Ema hasta que Ana se re-cuperó, nos hicimos amigos, no dormí, no quería perderme nada. No llegué a ser su padre, cuando salió la luna, Ema nos dio un beso en los labios y se perdió en el bosque, desde lo espeso se escucharon gritos de despedida, un coro de niñas australes. Ana lloró hasta quedarse dormida.

A la mañana siguiente, cuando nos levantamos, estaba lleno de ira, como si después de un mes de no entender nada de lo que pasaba, me hubiese relajado y me hubiese hecho un par de preguntas básicas. Puse negro sobre blanco. Cada respuesta apuntaba a Ana como la responsable del caos en que se había convertido mi vida. No tardé en empezar a hablar en cuanto abrió los ojos. Se enojó cuando le pregunté si en realidad el Joaquim al que iba a matar en su mundo de hadas no era yo. Nunca la había visto furiosa, creo que algo rompí esta mañana, espero que cuando lleguemos a donde sea que vayamos me vuelva a hablar.

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Y sí, me volvió a hablar, en cuanto pisamos San Marcos Sie-rras me dijo en secreto: estos tipos son parásitos del río, ellos saben por dónde fluye, vienen y se la comen y después se acaba y se van, no le dejan nada al Quilpo.

Llegamos a la tardecita y nos metimos en un bar, no en-tiendo cómo justo nos vinimos a meter en este. Ante un pa-norama de turistas, ella no tarda en convertirse en una más, nos sentamos en una mesa con gringos y ella habla en un inglés de las Highlands, los gringos la miran y se preguntan por qué esta sudaca habla como la nana de sus abuelos. Ella se ríe porque se da cuenta de sus interrogantes y les aclara que habla así porque estudió en Escocia, a fines del XIX. Todos se ríen y festejan la ocurrencia, nadie le cree. Lo que yo no le creo es que sea la misma Ana que hace dos horas no me iba a hablar nunca más en su vida.

Lo único que me agrada, en el futuro, es tener un velo blanco sobre mi pasado. Es fácil pasar un año de encierro si no hay nada que añorar. Es épico descubrir, en el último instante de la vida, que se ha sido una pieza clave en la historia, una pieza clave para que todo empiece de nuevo. Que todo empiece de nuevo, igual pero distinto, me-jor. Hay una carcelera, no es sádica ni macabra, es una mujer de provincia, que trabaja sin saber muy

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bien quién soy yo ni quién es Joaquim. Estamos en igualdad de condiciones porque yo tampoco lo sé. Ella se aburre, a mí el tiempo no me dice nada, pasa lento y no sé hacia dónde va, juntas hacemos una alianza estratégica, hablamos y ha-blamos y cada una alivia las horas de la otra. Ella dice que somos amigas.

A Ana le pega el sol y la recorta del fondo. Eligió Tucu-mán, no sé por qué pero está claro que algo tiene que ver con Oscar y Lilián. Compro cigarrillos y latas de cerveza, Ana mira los folletos que le da el playero de la estación de servicio. Esta vez nos robamos un Peugeot. Es un auto viejo pero responde bien, es azul, ella está adelante, apoyada en el capot. Tiene la cadera apenas quebrada a un costado y se le marca el hueso en el borde de la remera, que le queda holgada y ha perdido color. Por un segundo me desconecto y nada más miro, pienso que esto se va a acabar, que tengo que aprovechar porque después voy a extrañarlo todo. En eso, el playero me roza la mano con un billete y ahí me doy cuenta de que tengo que agarrar el vuelto. Cuando salgo, ella ya está en el auto y odio no poder sacarle una foto, quedarme con esa imagen, con el fondo gris, el auto azul y ella con la cade-ra apenas quebrada y la remera color blanco lavado, medio transparente, con su silueta que se recorta del movimiento de la estación.

Vamos a ir a casa de Oscar y Lilián en Tafí, me dice Ana y me convence de que eso está bien. También me convence de que no eran ellos cuando los maté y de que Andrea los había echado a perder, que el daño era irreversible antes de que los acribillara. Yo me dejo convencer, es mejor eso que pensar que soy un hijo de puta que mató a dos y dejó al bor-de a una sólo porque se pusieron cargosos.

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La ruta zigzaguea, sube y sube, el paisaje cambia. Cuando veo el verde que sube del otro lado de la banquina, cuando veo cómo tienen que trabajar constantemente para que la ruta no sea destruida por la arbolada entiendo qué es eso tan potente que encierra una palabra hermosa: yunga. Subimos y cruzamos hasta Tafí. De ahí vamos a las afueras de la villa, hasta encontrar el barrio que tiene un jugador de fútbol en su entrada, es un detalle pintoresco que me parte al medio, me recuerda a Oscar y sus historias. Pasamos entre nubes, cuando llegamos, queda poca luz. Desde ahí se ve el centro de Tafí, una galaxia de pequeñas luces que recorren el valle. En la casa hace frío. Las paredes de adobe revocado nos protegen pero hay que hacer mucho fuego para calentarlas y llegamos tarde como para juntar leña. No sé de dónde viene la idea pero cuando nos acostamos me quedo boca arriba en la oscuridad y me pongo a pensar que no hay mosqui-tos, hipotetizo que debe ser por el frío, después pienso en la humedad, me pregunto si había mosquitos en Córdoba y en Mar del Plata, divago. Mientras, ella se acerca y me abra-za, me pasa una pierna por encima, tiene puesto un pijama de Lilián, la parte de abajo, un pantalón finito y suave que la protege cuando la destapo. Está medio dormida, muevo apenas el brazo porque me está clavando un aro y no reac-ciona, casi no respira pero ya sé que no me tengo que asustar.

Habla. No sé si balbucea o si habla en una lengua que no conozco. En todo caso, no la entiendo. Se ríe y hace un gesto con la cara, después se deja ir y me agarra la mano, se la lleva con torpeza y la coloca entre sus piernas. No sé muy bien qué hacer, no quiero que se despierte y se de cuenta de que no sólo soy un asesino sino también un pervertido que la toca mientras duerme. Cuando empiezo a dormirme, ella se despierta, creo, aprieta las piernas, contrae los músculos, me estruja. No sé muy bien qué parte corresponde a cada

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cuerpo ni cuándo me sacó la ropa. No me quedo dormido pero todo es un poco confuso, hay baches, momentos en los que pierdo la conciencia, otros en los que la aprieto contra mi cuerpo con fuerza. Después me pierdo, estoy exhausto y ella también. Vuelve a decir algo que no entiendo, creo que tararea una canción. El frío se va y con él mi conciencia, por fin deja de hablar y yo dejo de escucharla.

Hace dos días que hablamos como si nos estuviésemos convenciendo de algo, hablamos y hablamos pero no sé de qué va la cosa, nos estamos convenciendo de algo, pero de qué. Después de almorzar, me pregunta si quiero jugar un juego pero no hay cartas ni dados. Buscamos en el auto y encontramos algunas hojas y lapiceras. Jugamos al Tutti frutti, competimos, en los nombres se nos ocurre siempre lo mismo, yo elijo Julián y ella también, ella pone Sebastián y yo igual. Por no querer poner lo más obvio, al final, somos igual de diferentes. En los países, ponemos cosas distintas: yo elijo países de todos lados, ella sólo elige del sur, al final, siempre es así, en los juegos, la gente muestra la hilacha. Ella pone Senegal, yo Suecia. Ella Chile, yo Corea. Y así sigue.

En la alacena Oscar tenía un termo perfecto para llevar y traer colgado, así que aprovechamos para salir a caminar y tomar mate. En todo el valle el pasto está muy corto, pasto-rean más animales de los que el terreno soporta. Hay caba-llos, muchos caballos, todos miran con un poco de envidia a las cabras que se hacen una panzada en los desfiladeros del monte. Me sorprende que puedan llegar a esos lugares, ella me habla de evolución pero no le sigo el razonamiento, la explicación viene por el lado del azar, parece ser que no hay dioses que medien las diferencias entre los caballos y las cabras. Sin embargo, hay una trama, algo que hace que las cosas devengan de un modo y no de otro, al fin parece que

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también hay un lugar en la madeja para mí, un motivo para que yo esté con ella. Me lo dice y se ríe, se me ríe.

Después de caminar y caminar hacia arriba, nos cansa-mos y volvemos, nos metemos por otro sendero y termina-mos en un pequeño barrio aledaño al nuestro, por curiosi-dad nos ponemos a mirar una casa, repleta de artesanías en piedra. En eso, aparece Mario, el dueño, y nos invita a ver su taller. Ana le empieza a hacer preguntas, lo acosa un poco, ahí me doy cuenta de que no fue casualidad que llegáramos hasta ahí. El hombre dice que todas las piedras que tiene no valen nada, que lo importante está en su jardín. Nos queda trabajo por hacer, dice Mario. Cuenta que movió muchas piedras y las reacomodó en el jardín de su casa. Dice que para protegerlas porque las estaban sacando para la cons-trucción o para exhibirlas en algún lado. Mario nos señala una piedra manchada de rojo, nos dice que es calchaquí, que ahí degollaban a los españoles. Ana lo corrige, le dice que esa piedra es inca, que ahí degollaban a los calchaquíes insu-rrectos y aclara que no eran sacrificios rituales, sólo cuestio-nes de orden y progreso incaicos. Mario no sabe qué decir, creo que se detesta, ha estado adorando una pieza signada por la muerte de los suyos.

Paso tres meses en la celda del barco de Joaquim y tres meses en tierra. Me imagino un barco an-tiguo, casi un galeón. Soy ingenua. El barco es una proeza tecnológica. Puro confort y eficiencia, un barco de la NASA pero mejor. Después me llevan a un edificio en Panamá, tengo un extenso grupo de personas que trabajan para mí y otro grupo que está ahí para educarme. Me enseñan cuestiones básicas de protocolo, después me en-señan todo sobre Joaquim, lo que le gusta y lo

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que no le gusta. Me enseñan a leer sus gestos, me muestran videos en los que se captura el momen-to exacto de una molestia. Me dicen que un líder como él tiene que ser indescifrable para la mayor parte de las personas, pero que para mí, la encar-gada de hacerlo feliz, no puede serlo.

Ana me confunde, cuando empiezo a creer que se ha vuelto previsible, un nuevo giro me arrebata las certezas. Juntamos todos los menhires, ayer aprendí esa palabra, y los colocamos donde van, fueron tres días de trabajo forzado. Por suerte, cuando nos vieron trabajar, los locales se solidarizaron ense-guida y terminamos siendo casi veinte, el último día usamos una camioneta. No entendí el criterio de organización pero parecía que todos sabían dónde iba cada uno. Finalmente, todo el valle quedó poblado de esas piedras.

Cuando terminamos, Ana les agradece y les dice que va a empezar algo, no sé qué, les habla en una lengua que no conozco. Los paisanos se ríen, la mayoría se va. Cuando los pocos que quedan se sientan a descansar, Ana baja de la camioneta la piedra que tenía Mario en su casa, la roja. La lleva con ambas manos y da pasos largos, le cuesta, es una piedra grande para una sola persona. Cuando la ven, a algu-nos les cambia la cara.

No sé, creo que nadie sabe, en que momento ató a Ma-rio. Lo cierto es que cuando deja la piedra, también baja a Mario de la caja, que tiene las manos y los pies atados y está amordazado. Cuando quiere salir corriendo, trastabilla y cae. Ana lo agarra de los pelos, Mario la golpea pero ella no acusa los golpes, con movimientos precisos, le ajusta la atadura de las manos y lo arrastra hasta la piedra. Lo deja ahí y le saca la mordaza. Ana me da miedo, nos da miedo a todos. Mario llora y grita, le dice que por qué, le nombra a

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sus hijos y a sus nietos. Ella dice que se tiene que sacrificar él, que si no lo hace, se va a tener que cargar a todos sus descendientes, que al fin y al cabo es por sus hijos y por sus nietos. Los parroquianos se relajan, ya no están con la guardia en alto, algunos fuman, otros nunca dejan de fumar. Mario se desespera pero Ana lo tiene controlado, con la cara contra la piedra y una rodilla en la espalda no lo deja levantar. Cuando el viejo deja de gritar y pasa sólo a sollo-zar, Ana me pide con un golpe de vista una piedra, no sé si quiero ser cómplice de esto pero está claro que no es hora de dudar.

Mario llora y llora, se mea y se sacude hasta que una voz de otro mundo le brota. Se dirige a los que lo miran, no entiendo las palabras pero me doy cuenta de que los insulta y los arenga, les pide algo. Ana, una vez más, deja de ser la mujer que hace varios días me abrazaba para acurrucarse conmigo para ser lo que sea que es, una niña austral. Los parroquianos se acercan, invocados por Mario, toman pie-dras y se dirigen a Ana. Ella no les presta atención, sólo pronuncia algunas palabras y con la piedra que le acerqué le da un golpe en la base del cráneo, en la nuca, en el espacio blandito que hay entre las últimas vértebras y los primeros huesos de la cabeza. Mario se sorprende, la muerte siempre sorprende. La sugestión que había sobre los demás cae y a unísono detienen su ataque a Ana.

Cuando nos vamos, Ana me dice que la piedra era el lugar en que calchaquíes se cargaban a incas primero y es-pañoles después.

Ayer estuvimos todo el día encerrados. A Ana hay algo que no le gusta y no me lo dice, está callada, sólo toma mate y mira por la ventana. En una de las paredes, hay un cuadro, en el marco, hay una foto de Oscar y Lilián. Me pregunto si lo habrán conocido a Mario. Ana no me escucha porque

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no lo digo. Al rato me responde: Andrea no era rumana, Andrea era hija de Mario.

Cuando salimos, Ana sonríe y me abraza. Se le llenan los ojos de lágrimas, el panorama no me gusta nada pero a ella parece que sí. El auto está destartalado, sacaron todo lo que servía, parece que a cambio nos dejaron dos caballos. Del otro lado de la cerca, hay unas cuatro o cinco familias, al sa-lir se nos acercan y nos regalan comida: pan, queso, chorizo seco, nueces y huevos.

Los caballos están listos. No salga por Tucumán, le dicen, crucen a Catamarca. Una niña se acerca y le pregunta a Ana por los menhires. No son nada, responde, ese es un tobogán, aquel es para trepar, jueguen y hagan lo que quieran, pero no dejen que se los lleven. La niña ríe y corre, los otros niños se van tras ella. Antes de partir, Ana les pide a los mayores que destruyan esa piedra, les dice que no es nada más que el lu-gar en que la niña astral mató a Mario para fundar una nue-va alianza. Una mujer grande sonríe, casi no tiene dientes.

Llegar a Catamarca no fue fácil, el cruce fue por encima de los montes, estuvimos a más de cinco mil metros de al-tura, pocas fuentes de agua y frío, tanto frío que para dormir los caballos se acostaban y se acurrucaban uno contra el otro. Cuidé los huevos como un tesoro, no quería que se rom-pieran pero resultó que estaban hervidos, cuando le conté a Ana largó una carcajada. Ves que sos porteño, me dice y se ríe.

Catamarca fue un descubrimiento, nunca supe que tenía semejantes desiertos. Desiertos que hay que hacer un es-fuerzo por imaginar porque esa palabra está anclada en el Sahara, en Catamarca hay desiertos de piedra, lava, exten-sos, altos, imposibles. Por suerte, no tuvimos que alejarnos mucho del camino y nos cruzamos con personas amables y dispuestas a colaborar con dos viajeros.

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De nuevo en Mar del Plata, me siento raro. Todo lo que había olvidado sin esfuerzo ahora se me viene encima. Me entero de que mi historia vuelve con la ciudad. Los caballos los vendimos en Pergamino, desde ahí colectivos y trenes a Buenos Aires, después a La Plata y por último a la costa. Antes de ir a la terminal, Ana me llevó a la peluquería. Me dejé llevar, pensé que era ella la que se iba a cortar el pelo. En la puerta me aclaró: hacete un corte que no te harías, no te tiñas que eso es un cliché y no queremos levantar la perdiz. Ella se puso a mirar revistas mientras me cortaban el pelo. Yo salí con un corte milico, rapado sobre las orejas y cortito arriba, tirado a un costado. Ella salió hollywoodense, con flequillo y ondas. De ahí a la terminal, cada vez que nos vimos reflejados en algún vidrio nos detuvimos un segundo para hacer morisquetas. Arriba del colectivo las cosas em-pezaron a ponerse serias. Nos dieron La Capital y alfajores, dos señales de estar volviendo. Por suerte, no abrí el diario hasta ayer. Si lo hubiese hecho en el colectivo, no hubiese vuelto. Todavía hay un eco del doble crimen y hasta men-cionan a un testigo protegido, que supongo será Lilián. Es una nota pequeñita que habla del caso y a mí me aterra. Es bueno que haya aparecido descuartizada una adolescente, eso va a hacer que la gente se olvide de mí. Por más que Ana me justifique, no me divierte pensar en lo que hice.

Como un autómata, ni bien llegamos encaro para mi de-partamento como si no fuese obvio que no cuenta como al-ternativa. Por eso me sorprendo cuando Ana le dice al taxis-ta que nos dirigimos hacia el Bosque, un barrio al sur de la ciudad. Cuando estamos en la entrada, Ana le indica que siga, que todavía falta un poco más, y pasamos el Bosque y terminamos unos diez kilómetros más allá. En esta casa ya estuvimos pero no la reconozco. En una de las paredes hay una mancha grande de humedad, eso le da un aire muy cu-

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tre pero también me hace sentir como en casa, no hay nada peor que un lugar impecable para estar de visita.

Hay un equipo de música con un iPod conectado pero no tiene batería. Cuando le pregunto de quién es la casa, me dice que es de ella. No le creo. Aclara que también es de su familia, que la alquila, que los inquilinos están de vacaciones y que tenemos un poco menos de veinte días para estar ahí.

De Catamarca a Pergamino hicimos un viaje que nunca me había imaginado, fue una gesta del XIX, algo inconce-bible, la distancia percibida en su versión a sangre, con frío, con calor, con el culo a la miseria, con sueño, con sexo en medio de la nada, con cielo estrellado y lluvia. Recién ahí entendí por qué los gauchos odiaban los alambres. Prime-ro, obvio, porque implicaban un poco de control sobre las vacas y sobre el territorio, pero lo principal, para mí, tiene que haber sido que galopar sólo es concebible en terreno abierto, los alambres son los enemigos del galope. Fuimos lo más parecido a un gaucho en el siglo XXI, nada de espue-las y facones, mucho menos bombachas y boinas, nada de eso, solamente dos a caballo, fugitivos, atravesando el llano en dirección al mar. Así me imaginé cuando me pasé de cansancio: dos puntitos dejando estela vistos con el Google Earth.

En Buenos Aires fuimos a visitar a Eduardo. Otro para la lista de personas que conozco gracias a Ana. Al principio pensé que era una especie de gurú, algún ser superior, pero sólo era un viejo en la mala. Ana lo quiso ver para despedir-se, porque es un pariente de su padre, lo único que le queda de la línea paterna. A cada rato Eduardo hablaba de él y lo recordaba como si hubiese muerto hacía poco tiempo. Ella escuchaba, por última vez, las historias que había escucha-do tantas veces. No le dijo nada de todo lo que sabía que le deparaba el futuro. Antes de que partiéramos, Eduardo

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le preguntó si estaba embarazada, ella dudó un segundo, le dijo que sí, él nos abrazó y nos pidió que no perdiéramos contacto.

En La Plata no visitamos a nadie, nada más fuimos a la Catedral cinco días seguidos, cada madrugada al amanecer, y nos quedamos hasta las nueve de la mañana. Ella no me decía nada cuando le preguntaba, sólo repetía: ya vas a ver, ya vas a ver. Algo calculaba con el movimiento del sol, no sé qué, hasta que el martes, el quinto y último día, entendí o por lo menos vi qué era lo que quería. Esa mañana fuimos a las siete y nos quedamos hasta las cuatro de la tarde. Los días anteriores, cuando me aburría, me iba a caminar pero ese día me pidió que me quedara con ella y ahí estábamos, el sol subía y ella se movía. Delante nuestro había unas figuras en una posición extraña, estatuas que parecían sos-tener algo que no sostenían, de tanto mirarlas empecé a en-tender. Las estatuas eran arqueros, sostenían con una mano invisible un arco invisible y con la otra, una flecha mientras tensaban la cuerda. En la espalda cargaban un carcaj con más flechas, tenían la cabeza levemente reclinada sobre uno de los hombros y un ojo entrecerrado. La comprensión se superpuso con los hechos, con el primer movimiento lo entendí todo y luego me anticipé. Cuando advertí que los arqueros apuntaban a la cruz, la luz me encandiló. Estaban alineados el sol, la cruz y el principal de los arqueros. Por un instante, vi el arco y escuché cómo el aire era atravesado por una flecha y luego el impacto: un haz de luz pasó por la intersección de los dos maderos y dio directo en la mano del arquero, que se abrió y ofreció otra flecha. Ana la agarró y la escondió, le dio un beso en la mejilla a la estatua y nos fuimos.

De nuevo en Mar del Plata me siento raro. La casa es acogedora y Ana está predispuesta a levantarme el ánimo

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pero ni el corte de pelo ni haber quemado el diario me sir-ven para olvidar.

El efecto dominó es una ilusión, no existe, no hay en el mundo algo que se estructure así. No hay forma de tirar una pieza sin apuntarle de un modo directo, por eso llevo esta flecha debajo de la piel, por eso necesito estar al lado de Joaquim y hacer presión hasta que su sangre manche mis manos frías y sostener firme hasta que deje de brotar. Este país, el mundo, cualquier cosa, es el caos. No existe el efecto dominó, por eso, yo, la niña austral, mantengo este trozo de piedra con fuerza, hasta que Joaquim se queda sin voz, sin aire y sin sangre.

Lo único que me hace confiar en Ana es la empatía natural que se siente por los que están en desventaja. Pero no sé si es de los buenos. No sé qué son los buenos.

Ana me dice que esta casa va a ser la que se prenda fuego en ciento dieciocho días y un cuarto. Estamos unos kiló-metros al sur del Bosque, en ese espacio en que Miramar se confunde con Mar del Plata. Es acá el lugar de los sueños, de las postales del futuro, pero no lo visualizo, por algo no le creo. ¿Quién es Ana?

La casa tiene muchas partes de madera. Ese es el único rastro que veo del futuro incendio. Ana prepara cosas. No le había prestado atención pero parece que estuvo coleccio-nando cosas, de la mochila saca pequeños objetos envueltos en un paño, una piedra, miel, la flecha, un mechón de pelo de Ema.

A la noche me dice que va a necesitar mi sangre, que en algún momento la va a necesitar. No sé si es una exageración

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o un eufemismo, pero todo es posible, desde una gota de sangre hasta cinco litros. Me pone nervioso, pienso que es hora de hacer algunas preguntas, la leña que arde en el hogar crepita. Ella ríe, la miro, ella dice, como quien no quiere la cosa: yo no fui. Yo no la escucho, ella se queda quieta, no sé qué hace, el fuego se pone caliente, chisporrotea. Pará, me dice Ana, respirá hondo y salí, que esto no tiene que prenderse fuego hasta dentro de tres meses. Esto no se va a prender fuego, le digo. Un tronco se parte y cae una brasa fuera del hogar. Ana se sienta y se calla, me deja hacer, con los atizadores trato de levantar la brasa pero no funciona, el calor me echa para atrás. Ana se ríe, por un momento le tengo miedo, mucho miedo. Después y por sólo un segundo, me tengo miedo. Es un segundo, un déjà vu, una revelación, un instante en el que entiendo que cuanto más me altero, más crece el fuego.

Sin solución de continuidad, ella se clava la punta de la flecha entre la teta izquierda y la axila y lleva por debajo de la piel el pedazo de mármol hasta el antebrazo. Llora. El fuego se enciende de nuevo y resplandece en cada recoveco del cuarto. Ahora te tenés que abrir la mano, la palma de la mano y la parte de arriba también, un círculo completo, me dice. Me extiende un bisturí o algo así, es plateado y brilla, me lo da y me apura. Dale, no voy a aguantar mucho más. Dudo, ella se pone nerviosa y yo me pongo nervioso, el fuego resplandece. Cuando lo hago, me acerca la mano a su pecho y se la apoya en la clavícula, deja que gotee mi sangre sobre su herida y que se mezcle con la suya. Me mareo, creo que me acuesto en el piso, el fuego se apaga.

Ana se quedó callada cuando le pedí que hable. Le pre-gunté si el poder curativo de mi sangre y el fuego tenían que ver conmigo o con ella. Al principio empezó a hablar para disuadirme, inventó que mi sangre era especial, después tra-

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tó de besarme y no me resistí pero no quise que cogiéramos. Parecía una escena berreta, de telenovela, con los géneros cambiados, ella es la que trata de avanzar sobre mí y yo in-sisto con un monótono «tenemos que hablar».

Le dije cosas que no creía y le pregunté otras de las que no dudaba. Ella se cansó y dejó de besarme, se sentó en el sillón, abrazó sus piernas y se puso a mirar por la ventana, le pregunte, al borde del llanto, si ella me estaba engañando, si estaba inventando toda la historia de Joaquim para llevarme a hacer cosas que de otro modo no haría.

No sos tan importante en esta historia, me dijo, y no te olvides de que Ema es también tu hija.

Lo que dije a continuación nos terminó de demostrar, a mí y a ella, que quería hacer daño. Le dije que Ema era hija de la manipulación, mi telenovela no tiene fin, la manipula-ción a la que me tuvo sometido desde el primer día, esto ya no lo creo, y que una niña austral, o lo que fuese, no valía la muerte de mis amigos, esto tampoco lo creo. No tiene nada que ver, los mataste porque sos un hijo de puta, me dijo y con eso bajó el telón.

Nos insultamos; cuando cruza el umbral de la puerta, no la detengo, me quedo sentado, con los ojos en el horizonte del mar, parpadeando cada vez que la línea se pone difusa. Así estoy un rato. A lo lejos, escucho el auto de un vecino y escucho los insultos que le dirige a Ana. No aparece su voz, sólo el auto, que arranca y se va, sin atender a las quejas de su dueño. Casi de inmediato en la puerta se multiplican los ruidos. En realidad, casi de inmediato no, en mi acto de mi-rar al horizonte mientras mi mundo se derrumba se me va un buen tiempo. Cuando abro, el vecino se me viene encima, me da un golpe primero y luego empieza a hablar, como ve que no respondo a las agresiones, se tranquiliza un poco. Me comunica que mi mujer se llevó su auto. Yo le aclaro que no

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es mi mujer. Pero vive acá, o no, me pregunta. No sé si va a volver, le digo, y entiendo que de verdad no sé si volverá. El tipo está histérico, me dice que tiene que ir a buscar a sus hijos al colegio y que Ana es una hija de puta y no sé cuántas cosas más, le pierdo el hilo cuando me doy cuenta de que me sangra el labio, de que me lo cortó con su primer golpe.

Ana vuelve esa misma noche.

Tengo un collar negro, es algo que no me pue-do quitar, tiene muchos recovecos y formas, es una sola pieza o tal vez son varias, cada maña-na, cuando me despierto, recorro cada uno de sus recovecos con la yema de los dedos, primero el pulgar y luego los demás, eso me ayuda a pasar el tiempo, me recuerda que hay un propósito en esta larga espera y me recuerda, también, que al-guien alguna vez me amó.

Ana volvió a la noche, me dijo muchas cosas al oído y se volvió a ir. Todo iba a estar bien. Me dejó un plano, me dijo que me fuera, me habló de Carmen de Patagones, trató de hacer un chiste, dijo algo de Pan Triste, parecía no haber tiempo para el humor, por lo menos para mí. Cuando el tipo vio el auto en la puerta de casa, vino corriendo y se enfrentó con Ana, le gritó de todo pero Ana no se inmutó, sólo salió de la casa y caminó hasta perderse en la oscuridad, cuando le pasó cerca se hizo silencio, creo que entendió que no había ya nada que decir.

Entre otras cosas, Ana me dejó un papel con una direc-ción en Carmen de Patagones, un plano, una pieza de orfe-brería que quiere que corte y unas cuantas láminas de metal.

Javier cambió la máquina. Es un modelo nuevo, parece que le está yendo bien. El plano de Ana es confuso, no es

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exactamente un archivo en curvas, más bien es una serie de garabatos con números al margen, que de hecho, son los que me ayudan a redibujar el plano digital. Cuando empiezo a configurar el software de corte, visualizo el dibujo, tengo que armar siete piezas que a su vez están armadas de tres piezas cada una. Pequeñas pirámides que encastran entre sí. Ana es clara en una cosa: no importa cómo sean, lo único que importa es que les quede a cada una de las siete piezas un hueco en el centro, un espacio vacío, con una medida exacta, y hermético, lo de afuera es lo de menos, me anota al pie del plano. Después de estos meses, volver a trabajar en esto, que creo que es lo único que hago con un poco de solvencia, es un bálsamo, me tranquiliza, aunque sea de in-cógnito, con pocas luces prendidas, de madrugada. Primero los hago en madera, pruebo hasta que me gusta el resultado, después empiezo a trabajar el material que me dejó Ana. Lo secciono en pequeñas partes, no es muy duro pero tarda más que con la madera, cuando veo que va a tardar algunos minutos, apago la luz y miro. Hay cosas que, cuando te des-acostumbrás, vuelven a ser un espectáculo: en la oscuridad, una máquina del futuro trabaja, desprende vapores tóxicos que nadie recomienda respirar, hace algunos ruidos, imper-ceptibles, en el movimiento diario pero imponentes a esta hora en que el tiempo no pasa. La vedette es el láser, un hilo de luz verde que casi no se mueve ni se ve pero que tie-ne pequeñas variaciones de color y, cuando atraviesa alguna impureza del material, larga humo y resplandece.

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Este viaje no para de empezar. Una vez más estamos en un hotel. Una vez más Ana me convence de que está conmigo, de que ella es uno de los buenos, de que la muerte de Oscar y Andrea no es cosa mía. Al otro lado del río está Viedma. La ribera y el cordón de lucecitas que recorre la costa es una linda forma de despedirse de Buenos Aires, una buena for-ma de empezar a entrar en la Patagonia.

En la celda me dejan tener mi iPod. Ahí está la clave de mi regreso, una secuencia de canciones es la que me hace despertar a los trescientos sesenta y cinco días y un cuarto. Tiene más de dos mil temas, son los que me recuerdan quién soy, hay una secuencia determinada, no sé en qué consis-te, que me recuerda que soy la niña astral, la niña austral. Durante un año, me pulverizo los oídos, escucho una y otra vez mis canciones favoritas. A veces me pregunto cuántas personas estarán es-cuchando la misma canción al mismo tiempo, no pienso en nadie en particular, no tengo en quién pensar. Otras veces me dejo llevar por las letras y otras me olvido de todo y recorro la habitación con torpes pasos de baile. No sé si son antiguos conjuros o neuroprogramación informática, lo que sé, mi única certeza antes de olvidarlo todo,

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es que en esa lista de canciones está cifrado lo que necesito para despertar.

En el bar en el que cenamos casi todos los días, hay dos má-quinas de videojuegos y una mesa de pool. Después de va-rios intentos, decidimos sólo jugar videojuegos, es imposible no frustrarse jugando al pool con ella. El primer día me deja tirar una sola vez en el primer partido. Creo que fue porque el paño tenía más imperfecciones de las que podía calcular. Se ríe, siempre se ríe y me dice que me avisó. Lo que no me dijo es que era un fenómeno digno de dos millones de vistos en YouTube. Cuando me propone que yo tenga alguna ven-taja, como que en mi turno tire dos veces, me cabreo pero entiendo que tiene razón, no tiene gracia de otra manera. Negociamos y termino aceptando jugar un partido en el que ella tiene que meter todo en orden y yo no. Tengo una bue-na racha y llegamos los dos a la negra, hasta ahí llego, con un tiro imposible me liquida el partido. La niña austral es terrible. En los videojuegos también competimos, hay un juego de pelea que no es ninguno de los clásicos, no es el Mortal Kombat ni el Street Fighter. En este territorio, está más parejo, no es tan buena y le cuesta coordinar secuencias de botones.

Después de la competencia y el odio, nos tomamos unas cervezas y nos vamos a dormir encendidos. No hay una no-che que no cojamos. No sé qué esperamos pero espero que tarde en llegar.

El relajo es constante por unos días. Casi nos converti-mos en turistas de all inclusive. Nunca fui de los que repiten frases hechas como «todo lo bueno tiene que acabar» pero parece que esto se acaba. Jugamos al pool una vez más y como habíamos tomado mucho más de la cuenta, a Ana le falló el pulso y gané porque metió la negra en el lugar equi-

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vocado. Hubiese perdido como de costumbre pero se ve que a último momento algo le pasó. Me reí y ella me dijo que no me riera, me reí más y se enojó, fue la única vez que vi que el alcohol le hiciera mella.

Después, se acaba, empiezan otras cosas. Aparece el auto gris con un correo privado, tiene una tablet y unos papeles, las cosas cambian de rumbo por un tiempo, me dice Ana y yo me pregunto qué alcance tienen esas palabras. Me asusta un poco.

El papel tiene las indicaciones para prender la tablet, po-nerla a funcionar. La clave es 16.E.M.M2019.A. Mientras se prende la tablet, me dice que tenemos dos semanas para hacer algo que todavía no sabe qué es.

Quién te manda esto, le pregunto y ella no me respon-de, despliega el teclado y se pone a escribir. Cuando aprieta Enter, aparece una serie de archivos numerados en el escri-torio y nada más. Ana abre el primero, no alcanzo a leer, en-tonces me mira y me dice que me acerque, que me involucra. En seguida me doy cuenta de que estamos bajo amenaza, no entiendo muy bien pero sí sé que no tenemos mucha opción, es simple, no hay un momento intermedio, de ahora en más, si lo hacemos le van a hacer llegar a las australes cuatro mi-llones de yuanes. De no hacerlo, me van a hacer algo que no sé qué significa: EIC. Cuando termina con los archivos, Ana me aclara que quien envió la carta nos debe estar siguiendo, tendrá imágenes de drones, de satélites, informantes a la an-tigua, espías o todo al mismo tiempo, y sabe que ella no está sola pero por alguna razón no le molesta y me aclara que el ei, ai, ci es algo que no me gustaría experimentar.

Así funciona el mundo, nosotras les damos a nuestras mujeres, ellos nos dan misiones. Noso-tras les cumplimos ciertos caprichos, generamos

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cierto caos y ellos administran orden. Duran-te milenios ha sido así, voy a estar en esa celda un año y después de eso, las cosas no volverán a empezar, no creo que quitando nuestras almas del mundo las cosas se solucionen, pero creo que es un buen comienzo, una puesta a punto en un ciclo que se tambalea por insostenible. Mu-cho tiempo estuve pensando: no importa lo que haga, a cuántos Joaquimes mate, todo va a seguir siendo más o menos lo mismo. Sin embargo, al tiempo que llego a esa conclusión, también lle-go a esta otra: no importa todo lo que piense ni todo lo que pase, mi destino está en Joaquim, así como el destino de Ema está en ser sólo una niña austral, con u.

Ana se pone seria por primera vez, te voy a tener que expli-car algunas cosas, me dice. Ana es críptica, me habla de dro-nes, me habla de invisibilidad, de corrupción, de sociedades secretas y de nuevos combustibles, me habla de técnicas de perforación de la tierra, de estrategias de control en internet, habla y habla y la cabeza me hace ruido, me zumban los oídos. Me habla de Joaquim y de los hiperbóreos. Me hace un racconto de cosas que no termino de entender. Mientras, yo me hago, en paralelo, otro racconto de todas las Anas que conocí hasta hora, me acuerdo de la modosita que vino a casa por primera vez, después me acuerdo de los celos con Andrea y de la Ana tía que juega con mis sobrinos en Cór-doba, de la Ana madre en el Quilpo, de la Ana gringa en San Marcos, de la Ana bruja bestial en Tafí, de la astróloga en La Plata, de la perversa que se clava cosas en el cuerpo, de la Ana ninfómana de estos últimos días y ahora la veo y mientras me habla pienso en que esta nueva versión es

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una especie de Ana soldado de elite, sólo le falta trazar un plano en el terreno y marcar el objetivo con la punta de una vara. Me preocupa imaginarme preso, torturado o decapita-do. Toda la secuencia que me está explicando me mantiene indiferente, es como la matrix, mientras no me entere, no me afecta. Pero haga lo que haga, ya estoy jugado. Ana, lo sé hace unos cuantos meses pero ahora empiezo a aceptarlo, es un salto sin red, no hay opción. Además, me aclara, vos estás nombrado en estos papeles y no sólo te nombran sino que también te contratan.

Por un momento, pienso que Ana es una terrorista y que si me pide que me inmole, lo haré. Pienso también que si alguna vez sobrevive un comando suicida, cuando cuente quién lo entrenó, hablará de Ana. Antes de que pueda seguir con esta línea de pensamiento, Ana me dice que el objetivo es un yacimiento de Vaca Muerta, tenemos que matar al-guien, no sé quién es.

Me pregunto todo el tiempo en dónde estaré metido, me convenzo de que tengo que sostener esa pregunta para no volver a hacer cosas de las que me arrepienta. Estoy conven-cido de que va a ser así, de que en un momento me voy a dar cuenta de que Ana es una especie de seleccionadora de gen-te, que habla conmigo pero en realidad me está convirtiendo en un autómata que cumple sus órdenes, en qué momento empecé a creer todo lo que veía, en qué momento suspendí mi vida incrédula para no dudar de las cosas que Ana hacía o decía. Le tengo que seguir la corriente, no hay forma de que me entere cuál es la verdad si no voy con ella hasta el final.

Al mismo tiempo, me pregunto por qué me considero tan importante, si está claro que no soy nadie. ¿Qué fue lo que pasó en Mar del Plata? Era yo o era ella, con uno de sus trucos, convenciéndome de que tenía un rol importante en alguna historia de la que desconozco la trama.

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Joaquim está feliz cuando se entera de que yo misma, su princesa, su niña austral, fui la encar-gada de destruir Vaca Muerta. Le encanta saber que la madre de su hijo fue una guerrera.

Le pregunto si es consciente de las cosas que me dice, me responde que sólo a medias, que no sabe a ciencia cierta, que en esos momentos no es que se ausente pero queda como a un costado, como si se viese desde afuera sin terminar de participar de lo que ella misma hace.

Cuando nos subimos al auto, Ana me dice que me des-pida, que en poco tiempo no va a haber ni un motor como este, en la estación de servicio se lo dice al viejo que le cobra y el viejo se ríe, me lo vienen diciendo desde que terminó la Guerra Fría, contesta. Y Ana agrega: se lo decían a su jefe en el 45 pero ahora es cierto.

En el camino, Ana para en un bazar a la salida de Choele-choel. Compra una pala, un cortacadenas, una maza, una pistola de aire comprimido, un hacha, un aerosol, un pomo de poliuretano expandido, lavandina y no sé cuántas cosas más. Me desorienta, casi todo el tiempo me olvido de lo que me propuse, dejo de dudar y quedo alucinado y la miro como si fuera un semidiós, me deja sin aliento. Cuando prende el auto y acelera, la vuelvo a mirar y vuelve a ser Ana, la que me aterroriza, la que me pone paranoico.

Dormimos en medio del desierto. Dormimos con la ca-lefacción prendida, es incómodo pero Ana no quiere ir a un hotel. Me dice que se acabaron los hoteles, que a partir de ahora, anonimato total, total, remarca con voz de maestra. Hacer chistes es una señal de confianza, los que conspiran sólo hacen chistes entre sí, los que conspiran sudan y no duermen, se quedan con los ojos abiertos. Pero ella hace chistes y duerme, duerme toda la noche.

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Estos días fueron el horror. Ayer matamos a seis perso-nas, Ana me dice que no está bien pero tampoco está mal, hay que pensar que es el destino, que esas personas hubiesen muerto de todas maneras, que si no éramos nosotros iba a ser otro. Le pregunto si está tan segura pero ella no respon-de y yo ya no insisto, en otro momento la juzgaría pero es evidente que para juzgar estoy jugado y que somos peones en un tablero con mucho más que treinta y dos piezas.

Ana parece cansada. No me habla, estamos callados, en una sala de máquinas enorme, esperamos no sé qué. Al fin de una larga hora, Ana me dice que me puedo ir si quiero, que ella no me obliga a nada, que ella pensó, siempre, que yo estaba con ella, que en algún punto éramos una comunidad, que lo teníamos todo para nosotros durante un año y que ese año se acababa pero que, si en algún momento no lo soporto, que me vaya, que no quiere extorsionarme. Después llora, se le caen las lágrimas. Me rompe el corazón pero no dejo de pensar que también eso puede ser una estrategia, una última carta de amor jugada a último momento, con la esperanza de que toda mi incertidumbre se desvanezca. Al fin lo logra y después de darse cuenta de que lo logró, me pide un favor, me pide que la pinte con petróleo, que le garabatee todo el cuerpo con un palito de madera, y no tiene mejor idea que quitarse la ropa y armarse un pequeño colchón en el piso. Me dice que va a tratar de dormir un poco, que me tome mi tiempo. No es fácil abrir un barril, no son simples tachos de madera o plástico, más bien parece una destiladora de cerveza, hay grandes tubos acerados y es difícil encontrar un espacio para sacar algo. Encima, es muy espeso, mucho más espeso de lo que me imaginaba. Me pregunto si no le hará daño todo esto. Por más que sea tan especial como vengo pensando, no parece muy saludable bañarse en petróleo. La miro antes de comenzar, ella todavía

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está despierta y me espía. Cuando se da cuenta de que la estoy mirando demasiado, se ríe y se tapa las tetas. Después baja las manos y se relaja. Entonces empiezo a dejar caer pequeños hilos que luego distribuyo con la mano.

No sé qué es lo que quiere hacer, ¿se irá a inmolar, será ella la kamikaze en toda esta joda?

Cuando termino abre los ojos, vos quedate acá, me dice, no te muevas hasta que no me vuelvas a ver. Voy a aparecer por allá, si tardo mucho, podés comer un poco de esto, no mucho, o la carne del sereno, lo que quieras. No logra que me ría. Después me besa y me pide que también le cubra la espalda, que no me trastorne y que agarre el aerosol y haga graffitis, que invente una secta y que firme el atentado como si hubiese sido su ataque. Al final agrega, no te preocupes, está todo bajo control. Se pone a descubierto, camina des-nuda por el descampado.

Hace tres días que llevamos en el auto a tres niñas austra-les. Parece que no sólo para princesas las usan, no sé si están lobotomizadas o qué pero son tres estropajos semidesnudos que sólo hacen ruidos y ni siquiera pueden comer. Según parece, agonizan.

Cuando las sacamos del yacimiento estaban más des-piertas, por lo menos tenían los ojos abiertos pero ahora ni siquiera. Cuando Ana se fue, toda llena de garabatos, supe que estábamos en una locura pero no la dimensioné hasta que nos subimos al auto y arrancamos. Es más, creo que atravesamos buena parte de Neuquén y cruzamos a Chubut sin que lo supiera, pero ahora, que me vuelvo a ver en los diarios, me pongo nervioso, parece que cometimos el aten-tado más grande que sufrió Argentina. Soy más célebre que Robledo Puch, Eyharchet y la camioneta fantasma de la AMIA juntos. Eso dicen los diarios y la TV, eso dice mi pelo que ahora sí me lo teñí de rubio, eso dicen las tres zom-

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bis australes que cargamos en el asiento de atrás, eso dice también Ana, que me besa y se ríe extasiada mientras bebe para festejar el golpe, eso dice mi retina, que todavía arde y sufre manchones después de ver cómo ardían los huesos de Vaca Muerta y cómo una luz mala demencial resplandecía en el desierto.

Entre las cosas que Ana compró en la ferretería había una pala. No quise saber para qué era, no lo quise saber ni cuando me pidió, exhausta, que cavara un poco. Al borde de la ruta 40, camino adentro de una estancia, nos metimos y cavamos. Primero pensé que me iba a matar y me hacía ca-var a mí mi propia tumba, cuando el hoyo empezó a ser más grande que yo, pensé que nos íbamos a matar los dos. Por suerte el pozo sigue creciendo y ahí entiendo lo más obvio: es para las tres yonkis australes que llevamos en el asiento de atrás.

Ayudame, me pide mientras arrastra a la primera. Te ayudo pero algo me vas a tener que explicar. Cuando la deja, se queda adentro del pozo, con la pala. Mientras llevo a la segunda, siento el ruido, es un golpe raro, fuerte y a todas luces desagradable. Cuando la tiro, tengo el gusto de pre-senciar como le descerraja la cabeza de un palazo. Con la tercera no me quedo a ver.

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Ahora estamos en el Chaltén, hace un día que no paramos de subir. Alguna vez estuve acá, puede ser eso o también puede ser que haya visto demasiadas fotos del Fitz Roy, no hay otro igual. También reconozco las torres del Paine. Como no sé qué más hacer para que Ana me hable de algo, como no consigo que se saque el papel de gringuita mochi-lera, con cara de buena, el pelo sucio y la ropa descolorida, decido, unilateralmente, parar en un bar, en una cervecería. Como ella maneja, me dice que no quiere parar pero yo le digo que no aguanto más, que me meo. Ella me dice que espere hasta la ruta, entonces le digo que pare y apelo a la necesidad de un poco de intimidad. Ella se ríe y me dice que baje, que mientras voy al baño, ella me compra pañales.

En el bar hay bastante gente pero queda lugar en la barra, como a la noche hace frío, hay una salamandra prendida. Adentro está lleno de escaladores y treckers con sus respecti-vos disfraces. Hay una argentina en una tarima, toca la gui-tarra y canta. La cerveza está fría.

No llego a distraerme que entra Ana, se pide una cerveza y se sienta al lado mío. El barman la mira y antes de que le pregunte, ella le dice: Scotch. Empiezo a resignarme, en ningún lugar voy a ser más local que ella. Nos pasamos a una mesa y ahí Ana se pone a hablar, me dice que soy un pesa-do, que no le doy espacio, en pocas palabras, me hace una escena. Me dice que nunca me obligó a nada y que siempre

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que quiera me puedo ir, que en algún pueblo perdido de la Patagonia me van a aceptar, que con el historial de nazis que tienen, no van a tener problema en asistir a un pobre mar-platense. Después del chiste, vuelve con todo, me dice que por qué la evalúo todo el tiempo, que por qué desconfío. No sé, le digo, y me río. De qué te reís me grita y se va. Todos me miran, la salamandra chisporrotea.

En el auto, Ana me dice que esas tres chicas eran de las suyas. Que las usan para algo, que parece que son útiles, no sabe para qué, parece que su presencia es indispensable en esos lugares. Me dice que no sabe más, excepto que las tie-nen en un estado semivegetativo, no es agradable lo que me cuenta y por suerte no abunda en detalles, lo ignora casi todo. También sabe que no la mandaron ahí para rescatar-las, que nos mandaron porque necesitan que se debilite la industria. Cuando me pongo insistente, trato de afirmarme, insisto para que me diga todo lo que sabe, ella me dice, ta-jante, que no sabe más nada y que no sea hijo de puta, que por más shockeado que esté, ella también tuvo que enterrar a tres de las suyas. Yo sé que me está mintiendo pero ya no quiero insistir. Sin embargo y como quien no quiere la cosa le pregunto por qué las mató. Por qué las matamos, me re-truca y me preocupo. Me preocupo de la forma más estúpi-da, sólo me preocupo pero no me animo a aclarar las cosas. Ella se da cuenta de que no le creo y trata de calmarme: no te asustes, con un poco de suerte vamos a ver a tu hija en estos días y eso te va a relajar. Me olvido de que tenemos una hija juntos, es como si la prepotencia de Ana me hiciera pensar que no la conozco. Por eso, todo el tiempo le pido, con preguntas capciosas, que me refuerce sus sentimientos, que me diga algo, al fin, que me tranquilice, que me lo diga y que me haga creer que tiene algo conmigo, porque ella tiene una misión, una especie de súper objetivo que la mueve y

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todo lo justifica pero yo, si estoy acá, sólo es por estar con ella, nada más. Parece que tiene, siempre, un as bajo la man-ga y termina por convencerme de que estoy ahí por Ema. No sé si soy o no el padre, lo que sí sé es que no voy a com-partir nada con ella. Cuando Ana se vaya, me voy a olvidar de Ema y de Ana, voy a borrar con láser, como se borran los tatuajes, todo este año, completo.

El cruce a Chile me alegra, por más formal que sea, el cruce de una frontera siempre es motivador, al ver el cartel uno se predispone, una mínima dosis de adrenalina es libe-rada en el torrente sanguíneo. Aunque sea una frontera tan marginal como esta, tan desolada como esta y con un puesto de gendarmería fantasma del que nadie se hace cargo.

Anteúltima estación, me dice Ana sonriente. De acá te-nemos una hora más en auto, después sueño y caminata ma-tutina. Al mediodía vamos a estar en la anteúltima parada.

Enseguida salimos de la ruta y nos ponemos en un ca-mino de ripio imposible. Después de avanzar bastante, el camino se cierra, no se puede seguir en auto. Ana se baja, carga una botella de Coca con nafta y después prende el aire acondicionado. Dormimos con calor. Antes de cerrar los ojos, Ana me da un beso y me dice que mañana le haga todas las preguntas que quiera, que está dispuesta a contár-melo todo.

Pareciera que lo mejor, o lo peor, siempre está por co-menzar. Ahora estamos en un bosque, caminamos sin pausa. Ana me avisó que íbamos a dormir una noche a la intempe-rie pero me aclaró que no hacía falta que nos preocupáramos, íbamos a dormir bien aunque hiciera cero grados. Al inicio de la caminata hablamos, hicimos mención de la belleza del bosque, yo miré los árboles y me pregunté cuán viejos serían. Ana me respondió como si lo hubiese estudiado, señaló uno y dijo: ese está acá desde antes de que Colón llegara a Amé-

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rica, son alerces. La miré y me sonrió, amable y sabionda. Cuánto tiempo habrá esperado para poder decir eso. Con el ritmo de los pasos, nuestras pulsaciones se coordinaron con la respiración y con las piernas, nos quedamos callados, cada tanto ella me da alguna indicación, señala algún obstáculo o me pregunta la hora. Yo pienso y pienso. No puedo parar de hacerme preguntas, como si hubiese estado mucho tiem-po sin preguntarme nada, sin reflexión, sólo actuando, me dejé llevar por Ana y sus caprichos. Cuánto de todo esto fue necesario. Tal vez me esté haciendo estas preguntas porque empiezo a extrañar. Siento que hace meses que no sé nada de mi familia, no sé qué fue de mi hermano ni de Lorena, él también debe pensar que soy un hijo de puta, habrá visto en la TV las noticias, habrá visto la filmación en la que aparez-co con Oscar, Lilián y Andrea en la puerta del edificio, justo antes de entrar y matarlos a los tres.

Ana me dijo que iba a responder a mis preguntas, pero no sé qué preguntarle. Después de darle vueltas y vueltas, después de estar callado casi una hora, le pregunto con la cara más infantil que tengo si ella es lo que dice ser, si lo del Quilpo fue verdad, si somos los padres de Ema y si es verdad, sobre todo, que nos vamos a separar en breve. Como no me responde, sigo. Le digo que a esta altura es un salto de fe, estar o no con ella, que ya no depende de sus argumentos, no depende porque me va a decir que no me mintió nunca, haya mentido o no haya mentido. Ahí se cabrea. No es así, me dice, vamos a aclarar algunas cosas. La primera: yo no miento. Por lo menos no te miento a vos. La segunda: no es un salto de fe, no sos tan idiota como para no distinguir si te estoy mintiendo o no. La tercera: en caso de haberte mentido alguna vez, eso no quiere decir que te mintiera siempre, por ejemplo, si te hubiese traído a este bosque sagrado para matarte, te lo contaría todo, te

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enumeraría las veces que te mentí, cuánto fingí cada vez que cogimos, la sorna que sentía cada vez que tuve que decirte palabras cariñosas.

Ese es un final de película, le digo, y ella me dice que sí, que no hace falta que se lo aclare, que ella también veía pelí-culas antes de conocerme. Por último me dice que si quiero saber algo de verdad, que se lo pregunte, pero que no le vaya con jueguitos psicológicos, que para mí las cosas ya no pue-den empeorar, que deje de pensar que ella es una amenaza, que de serlo ya hizo todo el daño posible. El que se cabrea soy yo. Sí pueden empeorar, le digo. Pueden empeorar mu-cho, cuando te vayas, sólo me va a quedar la carga de todos estos meses. Me va a quedar eso y nada más. No me respon-de, caminamos en silencio hasta que nuestras respiraciones se vuelven a acompasar.

Ema tiene el aspecto de una mujer de trece años pero habla como una niña. La encontramos dormida al final del sendero, Ana la reconoció. Junté leña para prender un fue-go pero Ana me detuvo, me dijo que no podíamos prender fuego ahí. Al principio no entendí, pensé que estaba ha-ciendo una parodia del espíritu ecológico de los guarda-parques. Después pensé que tenía que ver con los carteles que había en la ruta, acerca de las normas para prevenir incendios. Finalmente la leña quedó apilada y, si bien no prendimos el fuego, sirvió como centro de reunión. Cuan-do quise fumar un tabaco, el encendedor no andaba, el gas parecía salir pero no había chispa. Cuando volví, le pedí fuego, Ana me miró y me dijo que no se podía hacer fuego y se volvió a sentar.

Ema se despierta y nos mira. Sonríe y se mueve hasta donde estamos nosotros, hace un poco de fuerza y termina por meterse en el medio. No me hago cargo de la situación hasta que Ana también se recuesta en la tierra y, por encima

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de Ema, me da la mano. Creo que me duermo pero antes de cerrar los ojos me doy cuenta de que ninguna de las dos parece respirar.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, Ema está en la misma posición pero con los ojos bien abiertos como si no quisiese perderse nada, mira todo. Se levanta y me ayuda a levan-tar, me lleva de la mano a juntar leña. Lo primero que me pregunta es si yo soy su padre y es ahí que dejo de dudarlo, no quiero decirle que no sé, aunque las condiciones en que sucedió todo son incomprensibles, sé que es así. Le digo que sí y Ema se abalanza sobre mí. Llora, me abraza, me desconcierta, le digo que la extrañé aunque no sé si lo hice, le pregunto cómo llegó hasta ahí y me responde que a pie, le pregunto si lo hizo sola, me dice que no, le pregunto si la tratan bien, me dice que sí y se ríe. Se da cuenta de que no entiendo nada de lo que pasa pero no le preocupa. Le pregunto por qué juntamos leña si no podemos hacer fuego. Ella se ríe y me dice que sí se puede. Yo le digo que no. Ella me pregunta si no la vi a mamá con el pilón de leña. Me hace ruido que la llame «mamá».

Cuando volvemos Ana ya prendió el fuego. Me siento un gil, como casi siempre que estoy en desventaja con la in-formación que se maneja. Frente a mi cara de sorpresa, Ana me felicita. Yo le pregunto por qué con más cara de sorpresa. Por nada, me dice.

Nos acercamos al fuego y le pregunto por qué no pude prenderlo hoy y me dice que cuando Ema duerme no se puede prender fuego en las cercanías. Ah, por eso tenían tantas niñas australes en Vaca Muerta, ¿por los incendios? No termino de preguntar que Ema se larga a llorar. Ana me dice que no, que no es por eso pero que no lo sabe, que tal vez podría ser. Está ofuscada, lo noto en el tono y en los movimientos.

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Finalmente aparecieron otras mujeres. Quieren tatuar-nos, han dicho que toda familia tiene que tener su marca. De dónde salen estás mujeres, me pregunto, quiénes son. También pienso y me cuestiono si las niñas australes serán el lado más arcaico de este enfrentamiento secreto. Ninguna habla como un sacerdote, ninguna lo parece pero todas tie-nen algo misterioso, una conexión con la naturaleza, cierto ademán salvaje y la obsesión por los tatuajes. Y Ema, que es una niña de un par de meses, con una cabeza de seis, siete años, en un cuerpo de seis, siete años más. No sé qué tiene de arcaico eso pero se me presenta como una evidencia más de lo que pienso, está claro para mí que lo inexplicable y lo arcaico vienen de la mano. También es inexplicable que Ema piense, crea y actúe como si yo fuese el padre. Si bien lo soy y en algún punto me alegra poder pasar este tiempo con ella, me genera un vértigo insoportable pensar que no la voy a volver a ver. Lo inexplicable es que ella me reconozca como tal, para mí, ella es parte de una vida que no reconozco como mía. No sé. Este enredo me atrapa y no sé cómo des-pegarme de todas estas preguntas.

Ana y Ema se aparecen del bosque con una pila de leña enorme cada una. Tiran el pilón y Ema se preparara para volver a salir pero Ana ya no lo va volver a hacer, Ema lo entiende y las dos vienen y se recuestan alrededor mío. Nos quedamos así, callados. Cuando se cruzan las miradas nos reímos, después Ema me empieza a hacer cosquillas y Ana se da cuenta de que funcionan y me hace cosquillas hasta que entienden que se ríen más que yo, que al rato de sacu-dirme por el suelo, dejo de encontrarle la gracia. Como las escucho cuchichear, les pregunto si lo estuvieron planifican-do y me dicen que sí y se ríen a coro y me cuentan que lo planificaron porque las mujeres le habían contado a Ema que la gente como yo tiene cosquillas. Ema se pone a hablar

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y me cuenta un montón de cosas, me explica que esas muje-res viven en la sierra cordobesa, que son como cien personas, todas mujeres, que han vivido ahí por siglos y que la cuidan, sobre todo me cuenta que le hablan mucho de mí y que ellas fueron las que le contaron lo de las cosquillas y, cuando lo dice, me atacan de nuevo y, mientras me río, se me nubla la vista y me pierdo.

Ya no queda nada por decir. Las mujeres australes se qui-taron esa faz de sirvientas anónimas y comenzaron a ha-blar. Se sintió raro ser el único hombre entre todas ellas. Mientras aparecían y desaparecían en silencio era extraño, no interactuábamos, era como si no estuviesen para mí, en cambio, cuando se integraron y comencé a hablar con ellas, la percepción se transformó: llegué a la conclusión de que no eran espectros ni extraterrestres, eran una suerte de gran familia chismosa, que no para de hablar y de contar histo-rias. Eso me pareció más extraño, para mí era más esperable que en algún momento se transformaran en monstruos de tres cabezas que en lo que se convirtieron. El anteúltimo día fue una larga despedida. Adelante mío y de Ema, le hicieron algunas recomendaciones a Ana. Le dijeron que se asegura-ra de que la casa ardiera a tope, que pudiera verse desde alta mar, le dijeron que no se preocupara por Ema, que luego de un año, iba a recordarlo todo, le dijeron que le agradecían en nombre de cada una de las que no estaban. En ese momen-to, Ana se dijo en voz alta: trescientos sesenta y cinco días y un cuarto. Me agarró la mano, nunca la vi tan aniñada, escuchaba con los ojos bien abiertos. Ya lo había escuchado cientos de veces, tantas veces como para que una comuni-dad ancestral se quedara conforme. Ana, aún perdiendo la memoria, iba a comportarse como tenía que hacerlo: ser su-misa, estar a la altura de las circunstancias y no mostrarse como una amenaza, escuchar las canciones todos los días y

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llevar el collar. Eso le decían cuando apareció Ema con algo en las manos, habían unido las piezas que forjé y ahora se las devolvían en forma de collar.

Mirar por una ventana y ver el fondo del mar. Esperar cada día la llegada de la noche y cada noche la del día, así, con ese temperamento, dejar que transcurran los segundos, disfrutar los lujos de la celda, ponerme los auriculares y bailar, jugar a las muñecas con la carcelera, vestirnos y des-vestirnos, maquillarnos, soñar viajes, prepararme para el encuentro con jerarcas, correr en la cinta. Dejarme llevar por las seis mujeres y el hombre que se encargan de mi educación y mi bienestar. Ser la que Joaquim soñó, ser esa y ser la sombra que se desliza por el rabillo de su ojo en cada sue-ño para un día convertirlo todo en una pesadilla.

Le recuerdan que no tenga miedo. Ema nos mira, no sé si entiende. Por suerte, enseguida pasan al festejo: se ponen a bailar, todas, Ema me insiste y termino entre ellas, hacen palmas y cantan, cantamos. Después hablan de un alerce, le preguntan a Ana si lo encontró y ella responde que fue Ema quien lo hizo.

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Elegimos otro camino para volver al lado argentino de la cordillera, el auto no lo recuperamos nunca. Nos quedamos en un refugio, parece ser que es una estación meteorológica, eso dicen los carteles, pero no veo más que un sensor de viento. Seguro haya otro de temperatura y otro de humedad, no sé, lo que es seguro es que no coincide con lo que me imagino cuando pienso en una estación de este tipo. Es algo mucho menos ostentoso lo que vemos acá, más romántico, no hay tecnología a la vista, sólo un cuarto grande, con una salamandra y una mesa. Un banco, tirantes a modo de camas y provisiones: yerba, tabaco, vino. Hace frío, mucho frío y el viento arrecia. En el frente del refugio se extiende un lago al que no me puedo meter ni en la hora más cálida. Estamos en un corredor entre los montes de la cordillera, al sudoeste hay un glaciar a poco más de un kilómetro.

Caminamos más de doce horas, el tiempo de sol que tu-vimos. Las últimas horas con Ema fueron raras, todas se dispusieron a talar el alerce del que hablaban. Sacaron una pequeña hacha cada una y comenzaron, no era la primera vez que lo hacían, me di cuenta porque sin necesidad de ha-blar mucho se distribuyeron alrededor del árbol de a pares. Era enorme, un alerce milenario. Lo hachaban con precisión y ritmo, Ana y Ema trabajaban juntas. En muy poco tiempo se armó un cuadro costumbrista. Entre diez y quince mu-jeres, dispuestas de a dos, trabajando en la tala de un árbol.

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Estuvieron un buen tiempo, algunas horas, cuando pregunté si necesitaban ayuda, me miraron como una legión de ale-manas feministas. Me relajé, dejé de prestarles atención y me fui al fogón, que estaba apagado. De haber tenido taba-co, me hubiese fumado un cigarro solo, mientras ellas traba-jan. Fumar y mirar el humo hubiese sido un buen plan, jugar con las volutas blancas, ver cómo eran atravesadas por el sol, que se cuela entre los árboles y da un poco de vida al bosque.

Con el paso del tiempo, poco tiempo, quince minutos, lo que tardé en fumar el tabaco imaginario, me empezó a intimidar la idea de que alguna saliera dañada. Me puse a mirar, me moví, giré sobre mí para que me diera el ángulo. Si algo faltaba para convertirse en la escena costumbrista que me imaginé, era que se pusieran a cantar. Lo hicieron. Ema y Ana empezaron y parecían felices, las demás no tardaron en sumarse. Al cabo de un buen rato, habían reducido la base del tronco a la mitad de su diámetro, chirriaba, cada movimiento de la copa repercutía en el suelo.

Cuando cayó el alerce ya había perdido la noción del tiempo. Ana le dijo a Ema que se despidiera de mí, ella estaba sentada sobre el árbol, se había trepado y estaba sen-tada encima, miraba desde el lugar de la tala y se sorprendía, parece más largo en el piso, le decía a todo el mundo, tra-tando de constatar que no era la única sorprendida. Cuando se lo dijo, cuando Ana le dijo a Ema que se despidiera de mí, entendí que la iba a extrañar. No me importaba que ella fuera a ser la última niña austral, la iba a extrañar por los días compartidos, por haber descubierto que en última ins-tancia yo era el padre de alguien y por lo tanto la extrañaría. Se paró sobre el alerce y miró por última vez hacia la copa. Me di cuenta de que parecía chilena, precisamente una chilena del sur, nativa, con poca sangre española, espigada, con la piel intacta y el pelo oscuro y pesado. Recién ahí me

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pregunté a dónde iría luego, dónde estaría su casa, cómo habría conseguido la ropa que llevaba, parecía como si se hubiese cargado un par de gringos y les hubiese robado la ropa, tenía ropa técnica, antidesgarre, micropolar, todas esas cosas, también me pregunté si las mujeres que la cuidaban serían los mismos espectros del Quilpo, en un segundo todo eso pasó por mi cabeza. Como también yo escuché lo que le decía Ana a Ema, me paré y fui hasta el alerce. No dejé que bajara, me trepé como pude y le dije que camináramos hasta la copa, me tomó de la mano y nos reímos juntos por última vez, a lo largo del trayecto fuimos hablando pavadas, haciendo chistes malos y contando pequeñas anécdotas, ejecutamos un verdadero acto de complicidad. Para tener un par de meses, con una cabeza de siete años y un cuerpo de catorce, no parecía nada tonta, era chistosa, hacía co-mentarios desde una curiosidad absoluta. Por un momento me esforcé en encontrarle algún parecido conmigo, pero fue inútil, era una niña austral, no se parecía a mí. Caminé tan lento como pude, fuimos hasta la copa, en un momento no pudimos avanzar más y volvimos. Para sacar charla, pre-gunté cuántos años tendría el árbol. Se lo tomó en serio, me respondió con tanta precisión como pudo: casi dos mil. Era el último de su generación, después saltaban a mil quinien-tos años, un pequeño grupo, y luego a mil cien. El bosque tiene alrededor de ochocientos años, concluyó. Le pregunté por qué ese número, si todos los árboles que me nombraba eran más viejos. Me dijo que era así, que el bosque se formó en ese momento, los más antiguos no son parte de un bos-que. También le pregunté por qué sabía tanto, me dijo que lo habían contado y cantado mientras talaban. Por suerte, Ema no se hacía la misteriosa, todavía no armaba intrigas como sí lo hacía su madre. Tal vez la diferencia estaba en que Ana no dejaba de seducirme y, en la vereda opuesta,

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Ema sólo hablaba con su padre, aunque yo no terminara de hacerme cargo.

Cuando volvimos, ya habían levantado campamento y esperaban en la base todas juntas. Sólo una no había aco-modado lo suyo, es más, lo había desplegado. Eran una se-rie de arcaicos adminículos de tortura que me espantaron al principio. Después entendí que no se habían olvidado de la idea del tatuaje y me entregué a sus manos. Nos hizo a los tres el mismo símbolo, en el mismo lugar. Dolió mucho y sin embargo no fueron más que cuatro o cinco líneas en la base del talón que formaban un diminuto garabato. Signi-ficaba que éramos una familia, me dijo la mujer. Luego me saludaron, cada una me dio un afectuoso abrazo. Ema se me quedó prendida y me llenó de lágrimas el cachete y el cuello. Cuando se fueron, Ana me dijo: no te olvides de ella.

Desde que estamos en el refugio, sólo se me ocurre pre-guntarle si no tiene frío. ¿No tenés frío?, le digo cuando nos levantamos, ¿no tenés frío?, cuando prepara el mate y larga humo por la boca, ¿no tenés frío?, le digo cuando abre la puerta y mira el tímido sol, que se ofrece tras un manto de neblina. Ella siempre me dice que no y me abraza porque se da cuenta de que yo sí.

Después del mediodía, cuando levanta un poco la tem-peratura, Ana se mete al lago. Ya no le pregunto si tiene frío pero me pone la piel de gallina: se desnuda en la orilla y camina haciendo equilibrio sobre las piedras del fondo hasta que por fin se zambulle, nada un poco hasta que se aburre y sale, no tiene toalla, se seca la cara con el polar. Cuando me ve en la ventana, sonríe y levanta la mano, yo le devuelvo el gesto. Ella se queda un rato en la orilla, quieta, tal vez espera secarse, no sé. Es un tótem, alta y petrificada a la orilla del lago. No hace falta ser muy reflexivo para entender que no estoy a la altura de las circunstancias. Después de

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mucho tiempo me vuelvo a preguntar si todavía me queda algo por hacer o si sólo seguimos juntos porque tenemos algo así como una relación, como si fuésemos novios, pa-reja, amantes, algo. Cuando empieza a vestirse se van todas esas preguntas, primero se pone la camiseta y el polar gris, luego la bombacha y las medias, el pantalón y las zapatillas, anteúltimo el cinturón y al fin se ata el pelo, no llega a ser un minuto, pero trato de no pestañar, no sé cuándo la voy a volver a ver así: distendida, desnuda, vistiéndose con un poco de sol a la orilla de un lago traslúcido y helado.

Caminamos al glaciar, tocamos el hielo, volvemos, su-bimos al monte, volvemos, pescamos en el lago, volvemos. Todos los días hacemos algo distinto. Juntamos leña, char-lamos, jugamos a las cartas, primero al truco, al chinchón, cuando nos hartamos me enseña un juego que no conozco, me gusta porque hay que mover mucho las manos. Cada tarde cogemos, no nos preocupa el tiempo, tenemos leña y comida y las cartas no soportan toda la tarde, así que ni bien empieza a oscurecer, bastante temprano, yo cargo la sala-mandra de leña y ella se sienta sobre la mesa o sobre la cama que improvisamos con unas mantas y charlamos, le hago preguntas, por ejemplo, le pregunto dónde nació y ella me dice que en el Quilpo, le pregunto si conoció a sus padres y me dice que sí, que se llaman Roberto y Susana, yo me río, le digo que al final es normal en algo, sus padres tienen nombre de padres, ella se ríe, antes o después de quedarnos callados, nos besamos, nos mimamos, ella no se saca la ropa ni me la saca hasta que la salamandra no está incandescente, creo que puede imaginar el frío que tengo. Después coge-mos, al principio, los primeros días, nos movemos mucho, por ahí comenzamos en la mesa y seguimos en la cama, por ahí nos quedamos parados, como sea. Ahora no, esto se pa-rece cada vez más a una despedida, lo hacemos tranquilos,

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con suavidad, ella me mira a los ojos, después giramos, ella se coloca encima mío o de costado. El frenesí llega en algún momento, cuando estamos por acabar nos movemos, per-demos el ritmo lento, casi nos golpeamos y después volve-mos por unos segundos a los movimientos suaves hasta que vamos perdiendo la conciencia. No dormimos de corrido, en algún momento nos levantamos, cenamos algo, por ahí nos fumamos un tabaco que compartimos. Por último, un té y al fin, antes de dormir, salimos a hacer pis. Esa es la clave para dormir bien, hacer pis, chuparse todo el frío de la medianoche y volver adentro corriendo y que el refugio se transforme en el lugar más cálido del mundo.

A medida que pasan los días, las cosas se repiten, se ha-cen más intensas, creo que los dos estamos con los ojos bien abiertos porque no queremos perdernos nada.

Cuánto tiempo nos queda, el final, de una forma u otra siempre se acerca pero cuando ya podemos verlo, cuando intuimos que está ahí, cerca, todo cambia un poco, las cosas se dan de otra manera. Los dos queremos que pase lento, bien lento, nos refugiamos en el tedio, nos quedamos horas tirados, las conversaciones son laxas, ningunos de los dos se convence de que separarnos sea la mejor opción, cada tanto Ana me pide que recuerde que a donde va no me puede llevar y yo le recuerdo que se quede tranquila, que todavía no se fue.

En el futuro, estoy viva y muerta. Venzo pero no vuelvo. Me caso con Joaquim, nos converti-mos en célebres jerarcas, creo una comisión de defensa de las niñas australes, hago política, en el futuro Joaquim está muerto, en el futuro algo falla, se me cortan los cables antes de tiempo y mi carcelera se entera, me meten presa de verdad,

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me torturan, hacen una expedición, descubren a Ema, contaminan el Quilpo, en el futuro, nos en-contramos una vez más o varias, una tarde vas al mar y encontrás mi cuerpo en la orilla junto al de Joaquim, en el futuro me enamoro de Joaquim y lo mato, también lo perdono, en el futuro se incendia una casa y llegan los barcos, bajan dos lanchas con hombres armados hasta los dientes porque le temen a este país. En el futuro, ojalá sea así, no sé lo que pasa, el día de la boda me sacan de mi celda, me visten de novia y a medida que me desnudan y me cubren de ropa, a me-dida que ajustan los botones de la espalda, algo hay, no sé si tiene que ver con el tiempo, con la presión de sus dedos sobre mis vértebras, con las canciones que escucho a lo largo del año o con el collar que me hiciste o simplemente con un rapto de lucidez pero en ese instante algo hay que me recuerda para qué estoy yo ahí. Algo hay que me recuerda que usé tu sangre para cerrar una herida que vuelvo a abrir durante la ceremonia. Entonces me meto los dedos en la poca carne del antebrazo y saco, con dolor, la flecha de már-mol que sale roja como una premonición y tiñe el vestido de rojo y después es la ropa de Joaquim y su cara las que se tiñen de rojo, en tres segun-dos le atravieso siete veces la garganta, después me detienen, Joaquim me mira y no sé por qué pero siento que me equivoco, que Joaquim no es Joaquim y que fue todo un simulacro, la gesta-ción de una excusa para confirmar que debemos ser exterminadas. Al fin entiendo que las cosas no pasan por matarlo, pero es tarde. No dejo de

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conseguir que todo se detenga, con la muerte de Joaquim se acaba la historia, se acaba la gravedad, algo pasa, no creo que sea nada muy espectacular, por lo menos al principio, pero resulta que al fin es el caos. Las niñas australes amamos el caos, amamos la posibilidad, no saber muy bien qué viene después. Todo por suceder, todo por con-vencer y al fin volver a empezar.

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Ana no duerme, espera el día. Yo no lo sé aún pero, cuando despierte, ella no va a estar, esa fue su última postal del fu-turo, su despedida.

Después de casi un año de éxtasis y terror, después de un año de amor y muerte, de viajes y Ana y Ema, me vuelvo a encontrar solo. De verdad. Ya no tengo a dónde ir. Le pedí a Ana que no se fuera, mil veces en secreto, dos o tres veces en chiste y una muy en serio. Estuve haciendo equilibrio entre la ternura y el patetismo pero no alcanzó, Ana es una parti-sana del sur, las historias de amor le sientan bien pero tiene un objetivo, ella y yo no somos más que piezas.

Yo no sé si lo soy. Si no soy un partisano, tengo que co-rrer, pedirle que renuncie y hacer el tonto por última vez. Si lo soy, también tengo que correr, tengo que correr y alcan-zarla, mi aventura no puede terminar en este refugio, solo y muerto de frío. Sabía que la luna llena era un mal augurio. Tengo catorce días, catorce para la luna negra.

Sin ella, parece ser, no soy mucho. Si no fuese por toda la comida que había en el refugio, estaría próximo a la muerte. Comencé a caminar hacia el único lugar que parecía lle-varme a destino. Voy al noreste, al sur está el glaciar, a los costados están los montes, al norte el lago. Lo circunvalé. El camino no estaba fácil, no había sendero y el terreno ofrecía tres opciones, ninguna muy auspiciosa: agua helada, rocas amontonadas por los movimientos del glaciar o un bosque

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cerrado de arbustos espinosos. Entre la sed, el frío y el can-sancio empecé a preguntarme si no estaría sorteando una es-pecie de obstáculo sagrado, si no sería una iniciación a algo, un rito. Pero no, pronto recordé que era el mismo Matías de siempre, el mismo gil, con dos o tres pericias técnicas para cortar con láser, con cierto éxito en la manipulación de su jefe, con un departamento medio oscuro, etcétera. También recordé los crímenes, evalué la posibilidad de convertirme en un ermitaño, me pregunté si haberme dejado encerra-do ahí no era una oportunidad que me daba Ana para que comenzara de nuevo, una vida en soledad alimentada por la esperanza de ver a Ema de vez en cuando. Deliré, hasta pensé en un juicio por la tenencia, me cansé de caminar, me quedé sin comida, creo que equivoqué el rumbo, me tumbé a la sombra de un árbol, me despertó el ruido de algunos animales, pensé en matarlos, pensé que no tenía tiempo para cocinar, le perdoné la vida a un cordero, subí y bajé mil ve-ces por senderos que atravesaban montes, dormí al lado del fuego. Soñé que Ana estaba conmigo y que teníamos una hija. Con el sol, un poco antes del amanecer, retomé la mar-cha las veces que fue necesario. Cuando por fin vi personas empecé a flaquear. Estaban en un sendero alto, a caballo, no me veían pero yo sí a ellos. Hice el intento de gritar pero no sirvió de nada. Seguí caminando y caminando, crucé alam-brados que me ilusionaron con ser el límite del confín pero resultaron estar en el medio de la nada.

Después todo se pone confuso, paso de un auto a una casa y de ahí a un Jeep y de ahí a la sala de primeros auxilios. Lo veo todo, escucho algo, creo, pero no me puedo mover. Me dicen que estoy hipotérmico, es una mujer grande la que lo hace, con rictus militar, me dice que el suero debe estar haciendo efecto. A medida que voy sintiendo el cuerpo, me tranquilizo. Aparece un tipo de Parques Nacionales, parece

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ser que es el que me trajo hasta acá. Es joven y hosco. Me duermo y me despierto varias veces, me preocupo, el guar-daparques se pone de mal humor cuando le pido el teléfono, necesito saber si pasó la luna. Cuando se lo digo, me respon-de sin necesidad de teléfono ni almanaques, me olvido de que es un baqueano.

No me dejan ir. Me dice que me quede tranquilo, no sé si es cosa de médicos o más bien de la policía, de una poli-cía a la que no vi pero me preocupa cada vez más. Carlos, así se llama el guardaparques, se puso insistente con algunas preguntas, creo que es curiosidad, no puede entender que yo haya cruzado desde el lado chileno, en esas latitudes, en esta época del año, solo, sin provisiones. Tengo miedo de haber hablado antes y de caer en contradicciones. Por fin, después de un rato de preguntas y silencios, después de dormitar y preguntarme mil veces si este tipo me vigila o me cuida, por fin, se lanza con un poco de sinceridad: lo primero que hace es preguntarme por las niñas australes, yo le digo que no sé de qué me habla, me dice que los dos sabemos de qué me habla. La cara de buenazo que vive en la naturaleza se le transforma, no quiere ser amenazante pero lo puedo notar, quiere que le cuente cosas, me hago el dormido, me desen-tiendo pero él no, prende el televisor y se pone a mirar. Me pedí licencia una semana, me voy a quedar acá. De la misma forma que no sé si me cuida o me vigila, ahora no sé si me in-forma o me amenaza. Y como veo que esto va para largo, me pongo a hablar, hablamos de la naturaleza, no sé muy bien qué decir, no sé demasiado, le hablo de Tafí del Valle, le hablo de fútbol, comentamos las noticias que vemos en la TV. Los dos sabemos, sobre todo él sabe, que tarde o temprano van a poner una noticia sobre Vaca Muerta y me va a arrinconar.

Pasan los días y Carlos me demuestra que con él puedo hablar con confianza. Yo le digo que si me ayuda a salir del

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hospital le cuento todo lo que quiera, él me dice que no, que no quiere ser cómplice, yo le prometo que no va a serlo, Carlos parece ser un hombre de palabra, de esos que creen todo lo que se les dice. Me dice que tiene miedo, que todo lo que cruza los Andes a pie en esa latitud le trae malos au-gurios, yo le digo que sí, que no soy la excepción, que lo que tengo para contarle no lo va a dejar dormir, pero que no se lo puedo contar ahí, que tengo que tener una oportunidad, al menos una, de llegar a donde tengo que llegar, no puede terminarse el mundo y yo estar encerrado en una habitación de hospital. Carlos me entiende pero duda. Me dice que él odia los hospitales, hay algo que le genera empatía, por alguna razón Carlos todavía está conmigo, me podría haber dejado hace tiempo, podría haberse tomado la licencia para irse de viaje, para visitar a alguien, no sé, mil opciones, pero no, está al lado mío, espera algo de mí que yo no le puedo dar, creo que está apostando, algo pasa, no sé qué es.

Carlos me dice que es de los buenos pero no puedo sa-berlo, los buenos sólo son los nuestros, los buenos no dicen que son buenos, mil razonamientos se me cruzan por la ca-beza pero no le saco la ficha. No hay nosotros en esta histo-ria, no sé si me queda algo que perder. Ana me dejó solo, en el fin del mundo, dirá que era para protegerme, tal vez fue así pero ahora me gustaría estar con ella, todavía queda algo de tiempo, lo podríamos pasar juntos.

Carlos piensa que estoy loco cuando le digo que estuve en Vaca Muerta y que de ahí sacamos a tres mujeres, que luego tuvimos que matar y enterrar porque las habían tenido esclavizadas, inmovilizadas y estaban atrofiadas, no podían ver ni caminar, alimentadas a suero durante mucho tiempo, es probable que ni siquiera pudieran comer. Carlos se aniña, pasa de ser un soldado de la naturaleza a convertirse en una mente ingenua y abierta, dispuesta a que la extorsione. Me

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confiesa que él sabe de las niñas australes, que casi todos los guardaparques de la coordillera han escuchado hablar de ellas, todos les temen. Mi psiquis está en quiebra, toqué fondo y por eso mismo todavía tengo poder sobre alguien, lo tengo porque ya no tengo nada, así es que postrado en una cama, en un hospital en el culo del mundo, entiendo al fin cuál es mi situación. Ya no estoy atado a nada, que no me di-gan qué puedo y qué no puedo hacer. Una extraña sensación de libertad me invita a jugar con Carlos, que evidentemente no tiene idea de lo que le hablo, que sólo está ahí porque sal-var una vida, la mía, es una de las cosas más importantes de su año y no quiere que su tarea se vea entorpecida por nada, sólo quiere acompañarme y saber que estoy bien. Entonces, le hablo de Ana y de Ema, se lo cuento todo y le pido que me deje ir. Él me dice que me puedo ir cuando quiera, que seguro me deben estar por dar el alta, yo le digo que no, que no me van a dejar ir, que cuando me den el alta me va a venir a buscar la policía. Le digo que tengo una misión impor-tante que cumplir, que excede lo que dos hombres pueden entender, que me deje, que un día va a saber que una vez en su vida colaboró con algo importante, que no deje que la policía me lleve, le pregunto si me salvó para que fuera pre-so, le pregunto si perdió una semana entera velando por mí cuando lo único que iba a conseguir era una felicitación de su superior y que me llevaran en cana, para eso me hubiera dejado morir, le digo, eso estaría a mi altura, no esta mierda que me toca gracias a él. En eso, viene la enfermera y me seda, no me doy cuenta pero entro en un estado de confu-sión progresiva hasta que me pierdo. Carlos me mira y veo que se sorprende, no sé qué sucede.

Al despertar, estoy solo. La habitación es la misma. No sé cuánto tiempo pasó, estoy atado. El reposo hace que mi cabeza vaya y venga, me pregunto si habrá sido todo un sue-

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ño, si Oscar estará vivo, siento que Ema nunca existió, me pregunto si todo esto no es una locura, una locura de verdad, un simulacro que armó mi cabeza y en realidad nunca salí de estas cuatro paredes. Me cuestiono si Ana habrá existido alguna vez, si fue algo más que una compañera de trabajo de la que conservé el nombre y la cara y armé toda una aventura alrededor. Juego con esas hipótesis, me torturo, sé que son falsas pero me genera un vértigo extraordinario pensarlas como ciertas por un segundo, coquetear con la idea de estar loco, pensar que entre la TV y mi cabeza se fueron armando extrañas conexiones y en tantas horas de encierro tuve tiem-po de inventarlo todo.

Cuando vuelvo a despertar, tengo un dolor fuerte en el brazo. Es Carlos, que corta las esposas con una pequeña sie-rra. Creo que se le zafó y me hizo un corte de los que duelen más de lo que sangran. Me dice que no me cree pero que piensa que por algo me salvó, que no puede haber sido para que me metieran preso, que para eso me dejaba morir en el bosque. Se ríe, es obvio que bebió más de la cuenta. Me doy cuenta de que repite mis palabras pero no se lo digo, mejor que piense que la idea es suya.

Cuando me suelta, le agradezco y le digo que vaya a Vaca Muerta y que revise los caminos que salen de la ruta 40, que si busca bien, no muy lejos, va a encontrar los tres cuerpos de los que le hablé, me dice que no sabe si lo va a hacer, que piensa que su obra ya está hecha. Me da un abrazo y me desea suerte. Me dice que no me preocupe por la seguridad, que vaya a la cochera y me lleve su Jeep, que una vez que salga estoy por mi cuenta.

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De nuevo en la TV. Se me acusa de haber matado a Car-los. Se me busca por casi diez asesinatos, se unen historias, desde Mar del Plata hasta el Glaciar Frías, una reguera de muertos y, si faltaba algo, desaté una ola de atentados contra Vaca Muerta, ya son más de diez los yacimientos inutiliza-dos. Soy célebre, alguien está armando un chivo expiatorio, hasta tengo un patrón, no sé muy bien en qué consiste, soy un asesino serial, los periodistas siguen comparando mi caso con otros famosos y todos coinciden en que tengo un sesgo de distinción, cruzo terrorismo, asesinato ritual y recurren-cia. La buena noticia es que no estoy loco y que buena parte de lo que me ha dicho Ana tiene que ser cierto. El Jeep lo dejé en Los Antiguos, me robé una moto y luego un auto. En Bariloche me di cuenta de que lo mejor era un colecti-vo de larga distancia, así que volví a conseguir un poco de plata y me tomé un colectivo a Córdoba, donde estoy ahora. Desde acá no hay mucha vuelta, me tengo que tomar otro a Buenos Aires y de ahí a Mar del Plata.

La estación está llena de policías. No sé si es así siempre o si están ahí para encontrarme, no sé si comprarme un bi-gote y unos anteojos o hacerme el rengo, no quiero llamar la atención pero tampoco sé los trucos. Cuando estoy por sacar el pasaje, veo que están revisando a algunas personas al azar antes de subir a sus respectivos colectivos, me pongo nervioso, quiero llegar antes de que sea demasiado tarde.

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Los perros me tranquilizan un poco, son de drogas ilícitas, pienso, no me están buscando a mí, no soy el ombligo del mundo, trato de convencerme. La mujer que me atiende me pide el número de documento, no sé qué decir, no puedo darle el mío, así que improviso, le cambio el último digito, la mujer tipea y me mira: ¿Ludmila? Sí le digo, es mi her-mana. La mujer sonríe, no sé muy bien qué dice, creo que es un chiste y sonrío también. Me da el pasaje y me voy, me pregunto cómo voy a hacer para que me dejen subir con un nombre de mujer, no creo que lean todo, pienso, verificará el destino y me dejará subir.

Tomo café, leo el diario, no quiero llamar la atención. Los minutos pasan lentos y cuando sólo faltan veinte para mi viaje, se sienta en mi mesa, con mucha educación, un hombre, con jeans y chomba, zapatos, raya al costado, bien afeitado. Hasta acá llegué, pienso. El hombre me pide que me levante con él y que lo siga, no sé qué hacer, cuando me ve dudar, me dice que me quede tranquilo, que en principio no me va a pasar nada. Cuando llegamos a la puerta de la terminal, me abre la puerta de su auto y me dice que suba. Después me cuenta algo que no viene al caso, una parábola que termina por insinuar que no quiere ser el héroe que me encuentre y me entregue a la policía, que lo único que quiere es guita y que él sabe que yo la tengo, que no puede haber sido gratis todo lo que hice.

Me cuesta pero poco a poco empiezo a reaccionar, por más que mi cabeza esté en otro lado, me tengo que concen-trar y resolver esto, de lo contrario no voy a llegar a ninguna parte. Le digo que no tengo plata encima pero que puedo conseguirle algo, que necesito tiempo, me dice que no me va a dejar hasta que no le de veinte mil dólares, le digo que del cajero no puedo sacar más que cuatro mil pesos, se ríe y me aclara que le gustan los chistes pero no le gusta que lo

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forreen, le pido que me disculpe pero que es verdad, que lo que le puedo ofrecer es dejarle mi tarjeta de débito y después depositarle ahí lo que me pide. No tiene sentido, me dice. Se cabrea, se da cuenta de que estoy tratando de ganar tiempo.

Al final llegamos a un acuerdo, es él el que me va a llevar a Mar del Plata y soy yo el que le va a dar todo lo que tengo. Cuando me doy cuenta de que eso es posible, empiezo a inflarlo todo, le cuento con lujo de detalles delirios ciberné-ticos a cerca de cómo están triangulando la plata para hacér-mela llegar, le cuento que ya me adelantaron cincuenta mil dólares, que le puedo dar todo lo que me queda. Le brillan los ojos y a mí me emociona, por primera vez, voy a matar a un policía de civil.

Maneja rápido, está excitado, como si siempre hubiese querido estar en esa situación, dejar el lugar que le toca y pasarse a algo más grande, no es difícil darse cuenta de que tiene ganas de figurar. En cuanto salimos de Córdoba, le pido que ponga música, es un segundo, el momento en que estira la mano para poner play, ahí, le agarro los dedos y se los doblo hasta que ceden y se rompen. Deja el volante y saca el arma, yo me tiro encima de él y dispara, sin terminar de darme cuenta de que me acaba de meter un tiro, le doblo el volante y chocamos. Los dos nos golpeamos, se le cae el arma, hay sangre por todos lados, grita, me putea hasta que me arrodillo sobre mi asiento y le golpeo la cabeza contra el vidrio, me saco y golpeo más de lo necesario, en el segundo en que entiendo que la amenaza se apagó, me empieza a doler todo y creo ver cómo se me escapa el aire entre las costillas.

Los kilómetros pasaron por el rabillo del ojo uno a uno, fue eterno el viaje. Traté de manejar de noche, tiré el cuerpo donde pude, con su cinturón me hice una cincha sobre la herida y no paré. Busqué caminos alternativos, evité la ruta

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2, me fui por la costa y llegué al faro, con fiebre, sin voz, ya sin hambre. En la radio, hablaban de mí, le hacían una en-trevista a Javier, ya no sé si lo aluciné, hablaba de mí como si me quisiese, no se explicaba qué me había pasado.

Cuando dejo el auto y me bajo, a unas cuadras de la casa, ya es de noche, no hay luna y la atmósfera está transparente. En el horizonte, se eleva una columna de humo. A medida que me acerco, resplandece, la sangre corre por mis manos, voy a ser la última persona que vea a Ana. Después se cum-plirán, una a una, todas las postales que me dejó. La casa arde a medida que me acerco, arde, se pone incandescente, me lastima los ojos, hay no sé cuántos metros cuadrados en plena combustión, quien venga del mar, podrá verla.

A un lado el Atlántico y al otro la Pampa, puedo adivinar el cuerpo de Ana caminando hacia los acantilados, la veo recostarse, a la distancia, mar adentro se ven las luces de los barcos. Ana mira la casa arder, los dos sabemos que arderá cada vez más, hasta que la lluvia venga, hasta que el viento escampe, hasta que ella y yo, al fin, estemos separados por la inmensidad del mar.

Me acerco, casi me arrastro, fue largo el viaje y fue mucha la sangre que perdí, creo que el dolor que siento cada vez que inhalo es lo que me mantiene despierto, y las ganas de verla. Ella está acostada al borde de la barranca. El viento nos cala los huesos, la casa arde. A medida que camino, el terreno se prende fuego y avanza hacia nosotros. Nos mira-mos y no entendemos lo que pasa, ella no sabe quién soy y yo todavía no me doy cuenta de que ella ya es la prisionera, la que va a pasar un año encerrada amando a Joaquim, sin saber que en cuanto esté delante suyo lo acribillará con la misma pieza de mármol que yo ayudé a que se metiera en la carne del antebrazo. Me desespero, son segundos nada más, no puedo entender que no me reconozca, no quiero

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que piense que soy una amenaza pero me teme, con cada paso que doy ella se aleja un poco, primero se pone de pie y luego camina lentamente hacia el borde del barranco, sin dejar de mirarme.

Recién ahí entiendo que no me va a decir adiós, que ya hizo lo que tenía que hacer, que ya se olvidó de todo.

Ana deja de avanzar, está en el límite, si da un paso más, se cae. No me acerco, tengo miedo de que trastabille. En-tonces, sin dejar de mirarme, sonríe y se deja caer, de es-paldas, con los brazos extendidos y los ojos bien abiertos. Los dos sabemos que no se suicida, que se deja caer porque abajo la esperan. La diferencia está en que ella piensa que la amenaza soy yo y que ellos la salvan. Me pregunto si me habrá reconocido, me pregunto cuánto de todo esto habrá sido planeado.

El fuego y el mar me rodean, todavía se escapa un poco de sangre de entre mis costillas, parece que todavía no es tiempo de que muera.

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Hace un año y medio que me dejaron salir. Nueve años pre-so y hospitalizado. Desde el primer momento dije la ver-dad, pensaron que mentía, después sólo se resignaron. En la causa entraron cuatro homicidios que no tenían que ver conmigo ni con Ana. Tuve mucha suerte, se demostró que se me estaba tratando de inculpar de más cosas de las que correspondían, eso más la cercanía con la locura y la buena conducta me ayudaron a salir.

Cada vez que hay un apagón, cada vez que se corta la luz o que hay algo con la tecnología me acuerdo de Ana, siem-pre pensé que la magia de la que hablaba ella tenía que ver con la electricidad. Lo pensé durante años, en las tormentas eléctricas, me imagino que es ella que acribilla a Joaquim y desata una tormenta. A veces me pregunto para qué fue usado el artefacto que construí la última vez que respiré los vapores del láser. Me pregunto qué va a quedar de todo ese año de éxtasis y terror, me pregunto si voy a tener fuerza para seguir ahora que estoy afuera de nuevo.

Las preguntas se hacen trizas cuando pienso que fue un intento de la resistencia, un intento fallido pero valioso, un movimiento del que no conozco las consecuencias. Las pre-guntas van y vienen, por la cabeza me pasan nombres y ca-ras, muchos policías, muchos enfermeros, dos o tres directo-res del penal y otros tantos del hospital. La incandescencia

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parece ser un don. En el hospital, hice amigos, tuve amantes, enamoré a una enfermera que nunca se animó a que cogié-ramos por miedo a que interrumpiera el coito para matarla.

Me puse más cínico, mi hermana y mi hermano me vi-nieron a ver, siempre juntos, no faltaron a ningún cumplea-ños. Lorena se volvió a vivir a Mar del Plata. Nunca traté de negar los hechos, todo lo contrario, me afirmé en la verdad, ese fue el pilar de mi locura, el motivo para que no me deja-ran en la cárcel para siempre. Hice los deberes, mi hermano se empecinó y demostró que yo no había cometido todos los asesinatos de los que se me acusaba. Antes de que se pudriera todo, de que empezaran a investigarse esos casos, me pasaron al hospital y de ahí, unos años más tarde, me liberaron.

Al final de mi locura, apareció Ema en casa. Me trató como si nos hubiésemos visto semanalmente. Es una mujer, se parece a Ana, no tengo ningún sentimiento, me es difícil volver a creer que todo pasó de verdad. Ahora duerme en mi habitación, a mí me toca el living. Me contó que me estuvo buscando durante dos años, me dice que tiene un trabajo free lance, que sólo necesita una buena conexión a internet.

Parece que está decidida a quedarse en casa. Yo ya no sé de qué hablarle, no quiero indagar, prefiero seguir así, en ca-mino de inventar una vida nueva. Hernán, mi hermano, me dice que todavía soy joven. A mí me parece raro tener una hija de veinte años que nació hace diez. Yo también trabajo por internet, no es novedad lo de Ema.

Con los días de convivencia, empiezo a darme cuenta de lo lindo que es estar en compañía de un hijo. También em-piezo a recordar a Ana. Se parece en todo, aunque no tengo forma de comparar, no hay registros de la cara de Ana. Me da la sensación de que no hay ni un gen mío en esta chica, ni mío ni de nadie. Ya no está el cuadro de Marilyn colgado

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pero, a veces, cuando se enoja, también tiembla el cuadro que tengo en la pared.

Antes de preguntarle, me prometo que no voy a hacer nada que exceda lo que haría cualquiera, no quisiera ir preso de nuevo. Cuando la tensión no da para más, le pregunto a Ema dónde estuvo todo este tiempo. Me dice que vivió casi todos los años que pasaron en Córdoba, en diferentes luga-res. Un día la dejaron sola en un departamento y le dijeron que Ana había hecho su trabajo. Le dice Ana, no mamá. Le dijeron que lo había hecho bien y que había sobrevivido pero que no iba a volver a verla. Ana es una persona fuerte, me dice Ema, yo trato de asentir pero no me sale. Vos tam-bién, le digo al final, pero Ema tampoco responde.

Con el tiempo, Ema y yo nos acostumbramos a vivir juntos, nos mudamos a un PH con dos habitaciones y los cuadros los amuramos bien a las paredes. Cuando trae gen-te, les dice que soy el padre, no deja de sorprenderme pero parece ser que es así. Saber que Ana está viva no me deja tranquilo. Desde el día que Ema me lo dijo se volvió un tabú para mí, no sé si ella lo habrá notado, pero parece que no le afecta, parece que la última niña austral también es una partisana.

La última confirmación de lo ocurrido fue una carta, una carta simple a mi nombre, sin remitente, con pocas cosas: una llave y los datos de una caja de seguridad en un banco de Córdoba. No voy a ir, lo que sea que allí guarden para mí, lo verá Ema, cuando haya pasado suficiente tiempo. No es Ana la que envía esto ni ninguna de las niñas, pero estoy seguro de que tiene que ver con ellas, con lo que hicimos en Neuquén o con algo de todo lo que pasó aquel año.

Los sábados comemos pizza con Hernán y con Lorena. Ellos nunca terminaron de dimensionar todo lo que pasó pero ahora que está Ema creo que me creen. Ema anima

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esas cenas hasta que se va a tomar algo con sus amigos. Ahí quedamos los tres, alguno se come la última porción, un poco fría, y después jugamos a las cartas, matamos el tiem-po, como cuando los viejos se iban a laburar y las tardes se hacían eternas. Un sábado Hernán me pregunta por Ana. Lorena me mira y lo mira, no aprueba el tema de la conver-sación. Les cuento casi todo. Les cuento que la extraño. Les cuento que es probable que esté viva y que haya cumplido su misión. Hernán me pregunta y yo le digo que su misión era eliminar a Joaquim y con él a toda la estirpe de los hi-perbóreos.

Ese sábado, cuando llega Ema, me despierto. Casi es de día. Preparo café y compro medialunas, están calientes. No sé si dormí o no pero sí sé que mi cabeza no paró de correr. Soñé con Ana, imaginé todos los posibles destinos, me ofus-qué, perdí el hilo de los razonamientos, me dormí y volví a despertar. Creo que todos esos pensamientos sedimentaron mientras dormía y ahora una pregunta se cristaliza, mien-tras desayunamos juntos. Ella me cuenta algunas aventuras, calla otras, el café está caliente, lo tomamos a sorbos. Mien-tras miramos el humo y mezclamos mis primeras horas del domingo con las últimas de su sábado, me acuerdo de algo parecido a una respuesta:

En ese momento, justo cuando me coloquen frente a él, un destello atravesará la noche negra y sin luna. Casi sin saber lo que haga, meteré mis dedos en la carne de mi antebrazo y con la punta de mármol atravesaré el cuello de Joaquim tan-tas veces como pueda. En algún momento sabré por qué lo hago, volverán todos los recuerdos y todo este año que compartimos. También volverá el recuerdo de Ema y de todo lo que hice para

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llegar a tener a Joaquim frente a frente. No será una revolución. Se acabarán las niñas australes y los hiperbóreos, el mundo quedará intacto. Todo será como ahora sólo que diferente.

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Ana, la niña australse terminó de imprimir

en mayo de 2015en Gráfica Tucumán,

Tucumán 3011, Mar del Plata