Alteridades- Por La Vejez
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Serie: Alteridades (XLIII)
Por la Vejez
Daniel Vidart
Hoy se escribe sobre la juventud. Sobre el advenimiento de las subculturas propias de las bandas, de las
tribus, de los rockeros entusiastas, de los protagonistas imberbes de la invasión vertical que en la era
del Gran Cambio (tecnológico, posmoderno, electrónico, cibernético, informático, consumista, etario,
genérico, sociocultural, etc.) imponen los adolescentes a la normatividad de las edades madura y
senecta.
L´on espére de vieillir, et l´on craint de la vieillese-
Jean de la Bruyère
La vejez se disimula, se esconde, se aísla. Quienes pueden pagar los revivals artificiales, y artificiosos, de
un look juvenil, comprado al contado o a plazos, extirpan las arrugas, alisan sus mejillas, esconden sus
papadas, se tiñen los cabellos, se someten a ejercicios rejuvenecedores, adoptan dietas que adelgazan y
fortifican a la vez, se visten como los portadores juveniles de las indumentarias más llamativas y las grifas
más emblemáticas. Eso cuando la gana se convierte en deseo y el dinero alcanza para que el anciano
dispuesto a ponerse al día camine por lo alto del tejado. Pero quienes no pueden, por su falta de medios,
subirse al jet set del tiempo para recuperar y exhibir dotes y prendas juveniles, son arrumbados en
distintos lugares del exilio: las piezas del fondo en las viviendas de la mediana y alta burguesía, las
cocinas oscuras de las casas maltrechas, los ranchos destartalados de las orillas, los refugios callejeros de
los bichicomes. Un sector de la población, para deshacerse de la molestia cotidiana de aquellos desterrados
de la vida, buscan los lugares propicios para estibar los maltrechos fardos humanos. Esta prestidigitación
ocultadora es a la vez practicada por los muy ricos, a quienes disgustan las sobras de la especie, o los muy
pobres, a quienes no les alcanza las vituallas de la canasta familiar. Las ciudades están repleta de
morideros lujosos o miserables, lo mismo da, donde se hacinan, en piezas con olor a desinfectante y orina,
los desechos ominosos del tiempo, la caterva de ancianos que juegan, como en el descarte del Gran
Hermano, a ver quién se va y quién se queda cuando zumba en la noche el filo de la guadaña.
Un tabú contemporáneo
Los aspectos que conciernen a las derrotas impuestas por la vejez a quienes la padecen hoy apenas se
mentan, aunque el tema de las jubilaciones sea actualmente objeto de empecinadas controversias, dado
que las restas prevalecen sobre las sumas y los más inermes son los más vapuleados por eso que llaman
economía, o sea la administración de una hacienda escasa.
No obstante, en el pasado, cuando no se soñaba con el CTI, ni la medicina y la cirugía eran tan diestras
-ojo con la "mala praxis"- como son en estos días, el tema de la vejez y la muerte rondaba como una
mosca zumbona en el alma de las gentes. Se hablaba sin cesar de la edad terminal y sus sevicias. Se
pergeñaban frases sentenciosas sobre ella. Se escribían alusivos pensamientos, incluso sesudos libros,
describiendo los males y tristezas que acarreaba a los desventurados portadores esa avanzada fase de la
vida. Toda aquella anticipada funebria no era otra cosa que la cotidiana reiteración del nuncius mortis
cultural que prevenía a los mortales sobre la inevitable etapa del ocaso, cuando se camina con el sol a la
espalda, cuando se ensañan la enfermedad y la incapacidad sobre los cuerpos desvencijados y las tumbas
abren sus fauces, aguardando un esqueleto más en la necrópolis, esa ciudad de los muertos.
Quizá valga la pena asomarse a la arqueología de algunos pensamientos sobre la etapa epilogal de la
existencia humana, pesimistas los unos, encomiásticos los otros y neutrales, digámoslo así, los menos. Se
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trata de algo semejante a un arqueo de caja, cuando las destrucciones del tramo final de la vida breve,
conmovido por las amenazas o realidades del dolor y por las advertencias de una religión que prometía
castigo eterno a los pecadores, según lo decretaba en El Libro un Dios inflexible y severo, que no era
precisamente el de la caridad y la misericordia celebradas por los Evangelios, aquejaba al tembloroso
mundo de la ancianidad.
Antes del advenimiento del cristianismo los escritores de la edad llamada clásica, o sea la greco-romana,
mentaban a menudo el tema de la vejez. Sus dichos son famosos. Uno, teñido de suave cinismo, pertenece
a Cicerón: Nemo est tam senex qui se annum non putet posse vivere (nadie es tan viejo que no crea
poder vivir un año más). Otro, menos complaciente, pertenece a Marcos Catón y fue recogido por Plutarco
en sus Vidas paralelas: "Bastante torpezas propias tiene la vejez; no le agreguemos la vergüenza del
vicio". Sin embargo el tema del vicio aparece como un lenitivo en Alejandro Dumas hijo, al expresar, ya
en el siglo XIX, que " La vieillesse n´est pas supportable sans un ideal ou un vice" ¿Un ideal o un
vicio hacen soportable la vejez? Lo del ideal lo apruebo y lo practico; acerca de mis vicios, si los hay, que
ellos hablen por sí mismos.
Si nos orientamos hacia el lado pesimista, el de la cara oculta de la luna, frecuentan sus páginas las
sentencias en el tono del francés La Rochefoucauld -L´enfer des femmes c´est la vieillesse- o del romano
Juvenal: Mortis magis metuenda senectus, o sea que la vejez es más temible aun que la muerte. Hay,
claro está, quienes se complacen con el elogio, y se supone que son también viejos quienes así hablaron:
La vieillesse n´ôte a l´homme d´esprit que des qualités inutiles a la sagesse. J.Joubert lo expresa así en
sus Pensamientos, confiando en que la sabiduría, ese saber sazonado por la experiencia, abre sus alas en el
anochecer del cuerpo y los sentidos, sustrayéndole al espíritu humano las cualidades que entorpecen el
advenimiento de la sabiduría.
Como se ve, hay de todo en esta viña de sentencias, pensamientos y elegías, cuyo remate pesimista
alcanza su clímax con Theophile Gauthier: De toutes les ruines du monde, la ruine de l´homme est
assurément la plus triste à contempler.
Unas gotas de antropología
De tanto en tanto, y con reticencia, surge entre aquellos contemporáneos que se interrogan acerca de las
edades del hombre una cavilosa pregunta acerca del papel que han desempeñado y actualmente
desempeñan los ancianos en las distintas culturas planetarias. En nuestras sociedades consumistas, donde
campea el estereotipo de un look juvenil, generalmente se evita mentar a la vejez o a la ancianidad y se
recurre al eufemismo de un tratamiento neutral. Se alude entonces a los mayores, a los grandes, a los
entrados en años, a los " veteranos", a la tercera edad, términos que traslucen un recatado e indisimulable
temor a los fantasmas que pueblan el horizonte de las ultimidades. Pensar en los temas sombreados por el
pórtico de la muerte acongoja el corazón de los hombres, los únicos seres de la Creación que tienen
conciencia de su condición perecedera.
Pero es necesario, ya que a los longevos la vejez los espera con su cariada sonrisa, que nos animemos a
inquirir por el destino de los vetus, de los sufridos veteranos cuyos hábitos son, como se dice, inveterados,
porque ya se han fosilizado a fuerza de repetirse a sí mismos. De paso es oportuno aclarar que en el bajo
latín antianus significaba nacido antes, mucho tiempo atrás, es decir, antiquus. En el mismo idioma al
viejo se le llamaba senior, es decir señor. Pero no todos los viejos eran señores en la Roma clásica. Un
senator integrante del aristocrático Senatus, la Asamblea o Consejo de ancianos, colmado de riquezas y
de honores, amante de la pulcritud y el lujo, un verdadero señor en el sentido aristocrático y dignificante
del término, se distinguía del senex, el senecto, el senil, el cachivache humano condenado por su
condición social abyecta, antes que por sus muchos años, a un doble ostracismo: al de su puesto
productivo en la sociedad y al de lo que otrora fueran un cuerpo ágil y una mente despierta. De todos
modos, sea cual fuere la ubicación en la pirámide del mando, tanto los viejos del vértice como los viejos
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de la base "están condenados a vivir más por el recuerdo que por la esperanza", según la opinión
desencantada de Aristóteles.
Lo interesante de la pregunta acerca del ser y el quehacer de la vejez es que nos remite al espectro cultural,
vinculado indisolublemente con lo que los sociólogos llaman el rol y el status sociales. Hay viejos y
viejos a lo largo de los tiempos que constituyen, encadenados los unos a los otros, los eslabones de la
historia y a lo ancho de los espacios que conforman los paisajes humanizados de la geografía. Son, si bien
se les contempla, viejos muy distintos entre sí, con disímiles categorías y tratamientos. En primer lugar,
según los géneros de vida vigentes en las sociedades nomádicas, agrícolas o urbanas; en segundo lugar,
según los niveles de vida de los "salvajes" -una fea e inexacta palabreja- , los campesinos, los proletarios,
la baja, media y alta burguesía, la nobleza cortesana -cuando la hay-, y la terrateniente -cuando la había -,
y en tercer lugar, según los modos de vida impuestos por las costumbre de la comunidad o los hábitos de
la persona. Por consiguiente, debemos evitar una peligrosa dupla de extrapolaciones: la extrapolación
etnocéntrica que nos remite a nuestro país, a nuestro tiempo, a nuestra clase social y la subcultura
correspondiente -los que nacen con estrella ven la vida color rosa y los que nacen estrellados la ven color
hormiga- y la extrapolación subjetiva, que juzga la fiesta según la suerte personal que el opinante tuvo en
ella.
Para quien ya ha entrado en el círculo polar de la vida, el hecho de que haya trajinado y visto y padecido
mucho no supone necesariamente que actúe como el estereotipo vulgar quiere que se comporte el viejo, o
que se sienta viejo, pese a los muchos años que carga su osamenta. Quien tiene un programa de vida, una
prospectiva cierta, por modesta que sea, un "mañana realizaré tal actividad según el proyecto establecido
de antemano", quien se alista y ejercita, repito, en una actividad intensa, está jugando victoriosamente una
pulseada contra la ausencia de esperanza, contra la contabilidad del almanaque. Y el que goza del
privilegio del amor está ya salvado, como dice Goethe en su Fausto, cuando Mefistófeles quiere arrebatar
el alma de Margarita, porque quien ha sido tocado por el dedo estremecido del amor, sea el familiar, sea el
que se profesa a y se recibe de la otra mitad de la pareja, no envejece nunca. Deberá, sí, saber manejar
dicho sentimiento como a un fuego sagrado, ese que no quema y sí ilumina, esa llama viva y ese
resplandor adolescente que confieren sentido a la vida y serenidad ante la muerte y su manotón inevitable.
Algunos ejemplos etnológicos
La etnología, una disciplina que compara culturas, nos ofrece al respecto algunos ejemplos. En ciertos
pueblos el viejo es un desperdicio, un paria. Los esquimales, cuando los viejos no se suicidan
voluntariamente -saben que son una molestia y una carga- los abandonan en el hielo; en algunas partes del
Japón, hasta el siglo XIX, se les llevaba a las "montañas de la muerte" y allí perecían de hambre y de frío.
Se trata en ambos casos de sociedades que conseguían muy penosamente su alimento, donde solo había
comida para la gente productiva o capaz de producir en el futuro. En otras organizaciones sociales los
viejos constituyen una gerontocracia política o espiritual. Son los depositarios de la tradición, los
gobernantes o los consejeros de los jefes, los hechiceros experimentados, los conocedores de las plantas y
los animales, los oficiantes en las ceremonias de paso, es decir, aquellas en las que el joven se convierte en
hombre. En la Iliada de Homero el anciano Néstor personifica la prudencia, el buen consejo. La Gerusía
espartana era una asamblea de ancianos encargada de oponerse a todo cambio, y por ello velaba por el
mantenimiento, digamos que en estado mineral, de las antiquísimas costumbres sobrias y marciales de los
lacedemonios. Igual papel desempeñó durante el período de la aristocracia el Areópago en Atenas,
integrado por viejos arcontes. Cuando sobreviene la democracia, luego de las reformas de Clístenes,
aquellos pierden sus privilegios, pero los exégetas que interpretan el derecho y los jueces que lo aplican
son siempre personas de mucha edad.
Sin embargo, todo es relativo según el vaivén de la marea de los tiempos. En nuestro campo ganadero de
antaño el viejo narrador del fogón, el avechucho sentencioso que se las sabía todas, era respetado y
admirado por la comunidad de la estancia cimarrona. Oficiaba de puente entre el ayer y el hoy, en cuanto
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que curador y transmisor de la tradición. Todos acataban su parecer y meditaban sus advertencias, desde el
estanciero de riñón forrado hasta el peón de pata en el suelo. Cuando se inicia el alambramiento de los
campos y el ganado se refina y la estancia debe producir como una usina a cielo abierto la carne apetecida
y bien pagada por los ingleses, los elementos improductivos son expulsados de la sociedad patriarcal. Y el
viejo de la barba florida, que hacía las delicias de los oyentes alrededor del fogón, se convierte entonces en
un trasto inútil, en una cosa desechable.Va a parar con los agregados, con los puesteros y la familia del
peón a los recién inaugurados rancheríos, los infamantes "pueblos de ratas" . Lo mismo sucedió con los
indios comanches de los EE.UU.de Norteamérica: antes de domar el caballo mandaban los viejos, pero
cuando al domesticarlo y montarlo los indios se hicieron jinetes y declararon guerra a muerte al cara pálida
invasor, los más fuertes y audaces, es decir, los jóvenes, toman las riendas de los equinos y de la tribu.
Los ancianos del mundo occidental
Una vez leí en un reportaje periodístico estas preguntas, ligadas entre sí: ¿Qué evolución ha tenido el papel
de los ancianos en Occidente ? ¿Siguen manteniendo su influencia o se vive el imperio del joven ?
De inmediato me pregunté a qué Occidente se remitía el periodista ¿Al de la Europa feudal anterior a la
revolución política e industrial del siglo XVIII? ¿O al que desencadena a partir del siglo XVI la conquista
y colonización del mundo "no civilizado", empresa a cargo de una inmensa mayoría de muchachos de
armas tomar? ¿O al de La Ilustración y la Enciclopedia, seguido por aquella cohorte de jóvenes que
instauraron el Terror en la Francia de Marat, Danton y Robespierre? ¿O al del siglo XIX, encandilado por
el resplandor del progreso científico y dedicado a difundir urbi et orbe el imperialismo europeo? ¿O al del
siglo XX, estremecido por las grandes sangrías de cuerpos y vaciamiento de almas impuestos por las dos
grande guerras mundiales y el apogeo del capitalismo comercial y financiero que inaugura la era de la
contaminación ambiental y de la expoliación, corrupción y polarización social ecuménica? En este
novísimo escenario campea la famosa Globalización, de la que tanto se habla, promovida por el auge del
Mercado Mundial, de la Civilización del Consumo Conspicuo y del Complejo militar-industrial, a los que
se suma la imparable influencia de los mass media, al socaire de la revolución mediática. Cada uno de
estos Occidentes inaugura una azotea y un sótano específicos para los viejos que habitan en la morada
terrestre.
Durante la Edad Media, el viejo noble ecuestre del castillo feudal poco o nada tiene que ver con el viejo
patán de la aldea: uno es un señor y el otro un miserable saco de huesos, un fantasma lelo y desdentado, un
hazmerreír. Los que tallan fuerte son los jóvenes y feroces caballeros, ya en los campos de batalla, ya en
los torneos, ya en las violentas alegrías de la caza. Cuando adviene la burguesía en las nacientes ciudades
se exaltan los valores del savoir-faire, ilustrado y defendido por una vejez memoriosa, ordenada y
prudente. Se impone el puritanismo, una de cuyas proclamas convertía a las barbas de los ancianos en
emblemas de la previsión y la virtud. Y en las sociedades no puritanas el patriarcado intelectual de un
Voltaire, por ejemplo, consagra el paradigma de la vejez inteligente, el triunfo de la razón sobre la pasión,
el retorno de la ataraxia, es decir, de la serenidad del alma encomiada por los epicúreos y los estoicos de
la antigüedad clásica.
Como es fácil comprobar, en la "corta" o "larga" duraciones braudelianas de la historia, sean cuales fueren
los hechos fastos o nefastos, hubo un Occidente de primera, de segunda y de tercera categoría. Cuando a
partir de mediados del siglo XIX aparece la figura del empresario, la del viejo se pierde en su propia
"niebla de años", como dice la canción. Sin embargo, en ciertas esferas de la nobleza rural, disminuida
aunque subsistente en muchas naciones europeas, los ancianos no se bajan del carro de los jefes. Son los
señores de horca y cuchilla en sus dominios agrícolas. Al igual que los barones feudales del ayer se
reservan el derecho de desvirgar a las campesinas antes que contraigan nupcias. Y cuando ya no pueden
hacerlo, cuando la debilidad sexual destruye el papel y el orgullo del padrillo, llegan hasta el suicidio,
como aquel personaje de la película Novecento. Y corto aquí, pues el tema es interminable.
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Ancianidad, autoridad, respeto
¿Los "ancianos de la tribu" son siempre respetados y oídos? La respuesta a esta pregunta también es
ambigua. La voz de los gerontes a veces es escuchada y otras, las más, desestimada, enmudecida o
condenada a plañir en el desierto.
A pesar de los paradisíacos sueños de los ambientalistas que recomiendan borrar de la faz del plundered
planet a los hombres y sus obras, no le llevemos el apunte al actual romanticismo primitivista que
promueve la vida salvaje al superior escalafón de un dechado de virtudes. En algunas tribus africanas al
rey, ya viejo, que era adorado en vida como un dios, se le sacrifica. Se trata de una inmolación simbólica,
acorde con los ritmos de la naturaleza: la vida solo vale cuando es útil y fecunda.
Finalmente cabe reflexionar acerca del papel que en el Uruguay han tenido y tienen los ancianos,
afectados por los cambios notorios producidos en el período que va desde los años posteriores a la
segunda guerra mundial hasta el advenimiento de la New age.
No escapamos al escalafón impuesto por la riqueza y el bienestar de las clases altas y medias, donde el
anciano vive mejor atendido hasta que se llega al límite que marca el comienzo de la incapacidad.
Entonces, como ya no existe más la familia amplia, los hijos, atados cada uno a la familia nuclear,
generalmente se desentienden de los viejos padres. Como no caben en la casa y, si igualmente tuvieran
sitio, molestan a más no poder, se les recluye en las "residencias" para ancianos, un eufemismo que
disimula su verdadera condición de basureros humanos. Y ni que hablar del terrible destino del viejo entre
los indigentes y los miserables que están por debajo de la línea de flotación social. Ese sector de la
población uruguaya, según las estadísticas, constituye la vanguardia de nuestra marcha hacia al abismo.
Aquí, en la sociedad del desamparo, no hay depósito de residuos que valga. Si no cabe en el asilo Piñeyro
del Campo, el viejo muere entre andrajos, en roñosos cuchitriles, cuando no en la calle. ¿Suena esto a
exageración? ¿Nos hemos de veras asomado a la boca del pozo antrópico, ese agujero negro que traga la
destartalada materia y la flaca energía de los que otrora fueran los constructores del actual pueblo
uruguayo, que en los tiempos de Artigas, y aun en los de Batlle, dieron viento y vela al valiente e
igualitario pueblo oriental?
¿La vejez supone la sabiduría?
Y finalmente surge la tan mentada relación entre los muchos años y el advenimiento de la sabiduría. Es
decir, ¿la condición de viejo implica necesariamente la concomitante condición de sabio?
Una vejez lúcida y sana, en un medio social favorable, constituye una verdadera maravilla. En este caso,
alrededor de la arrugada frente brilla el dorado nimbo de la sabiduría. Así lo han encomiado los filósofos y
cantado los poetas. La sabiduría no es recuerdo libresco, no es erudición. En efecto, sabor y saber
provienen de la voz latina sapere. La sabiduría aparece cuando se ha tomado el gusto, el sabor, dulce o
amargo según las circunstancias, del fruto de la vida. Es la gota de miel en el higo maduro, y a veces
demasiado maduro. La lechuza, el ave de Minerva, emprende su vuelo al atardecer, como dijera Hegel.
Quienes caminan con el espinazo doblado, atraídos sus cuerpos por el geotropismo positivo, y a solas
conversan, ya sin miedo, con la muerte, disfrutan de ese melancólico privilegio. Pero no todo viejo, por
serlo, es necesariamente sabio. La extrema vejez, la que no se basta a sí misma, la que se babea y
balbucea, la que ha sido ganada por el desengaño y por la ira, o por la idiotez y el desatino, se incorpora al
calamitoso desfile de la incapacidad, ese estado del cuerpo y del espíritu tan temido por esa criatura, la
humana, que en un poema juvenil llamé "la alimaña más triste de la tierra". Entonces el viejo se convierte
en una parodia de lo que otrora fuera, bajo la piqueta del gran caricaturista que es el tiempo.
Vuelvo al tema del amor. Se dice, con harta frecuencia, que el corazón del viejo está exhausto y sus
capacidades, en especial la sexual, han sido trizadas por el hacha de la impotencia. Sin embargo no es así:
la luz creadora del espíritu, que ilumina y anima la carne y la sangre para propiciar las aventuras del alma
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en pos de la búsqueda y encuentro de una pareja, no es abolida por los muchos años. Hay que saber
encender esas hogueras que vienen ardiendo desde la era paleolítica. Se necesita el buen combustible de la
fe en las propias fuerzas y del entusiasmo, que en griego quiere decir que se tiene un Dios adentro. Y
gracias a ese calor genital y germinal, el amor no solamente redime al hombre de sus debilidades físicas y
mentales sino que también, como dijera el Dante, muove il Sole e l’altre stelle.
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Revista al tema del hombre
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