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ALIMENTAMOS UNA ISLA JOSÉ ANDRÉS Cómo la cocina puede reconstruir la vida

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Diseño e ilustración de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño, Área Editorial Grupo PlanetaFotografía del autor cortesía de Eric Rojas

José Andrés, chef español residente en Estados Unidos y ganador de múltiples galardones de la James Beard Foundation, es propietaro e impul-sor del think tank � inkFoodGroup, defensor de la comida como eje vertebrador y gran luchador contra el hambre en el mundo, lo que le ha llevado a fundar la World Central Kitchen, una iniciativa para luchar contra el hambre y la pobreza extendi-da por Centroamérica, Sudamérica y África.

Después de más de 30 años entre fogones, José Andrés ha logrado levantar un imperio gastronó-mico con 31 establecimientos repartidos por todo el mundo. Famoso por sus canales de televisión y los suyos propios de comunicación, numerosas celebridades se han sentado a sus mesas para dis-frutar de su cocina. Comenzó en 1993 abriendo su famoso restaurante Jaleo en Washington, coro-nándose como uno de los embajadores españoles de la cocina de tapas al otro lado del Atlántico.

Fue nombrado una de las cien personas más in� uyentes del mundo según la revista Time en los años 2012 y 2018.

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Esta es la verdadera e impactante historia de cómo un grupo de cocineros y voluntarios liderados por José Andrés alimentó a millones de puertorriqueños después de que el huracán María azotase la isla en septiembre de 2017.

El chef llegó a Puerto Rico cuatro días después de que el huracán pulverizase la isla. La economía fue destruida casi al completo y para la mayoría de la población no había agua pota-ble, alimentos, energía, gas, ni ninguna forma de comunicación con el mundo exterior.

José Andrés abordó la crisis humanitaria de la única manera que sabía: alimentando a las personas más afectadas, ofreciéndo-les comida caliente. Así, él y su equipo alimentaron a cientos de miles de personas con sartenes gigantes fabricadas para la oca-sión. Empezó con unas comidas al día; al poco tiempo aumentó y fueron mil, luego cinco mil, luego diez mil... Menos de dos semanas después estaban cocinando cien mil comidas al día en más de una decena de cocinas repartidas por toda la isla, hasta llegar a un total de tres millones y medio de raciones servidas.

A partir de esta brutal experiencia de José Andrés, así como a través de las reuniones, los mensajes y las conversaciones que mantuvo mientras estuvo en Puerto Rico, Alimentamos una isla describe con gran emoción cómo una red de comedores activó un cambio real en la sociedad, contando una historia extraor-dinaria de esperanza ante los desastres naturales, ofreciendo a la vez ideas reales sobre cómo abordar una crisis como esta en el futuro.

Lo que crearon contra viento y marea José Andrés y su equi-po, fue un verdadero plan para el alivio de desastres en el futuro y para resolver la cultura alimentaria y reconstruir las comuni-dades locales.

Una historia de esperanza ante los grandes desastres natura-les o provocados por el hombre que asolan nuestro mundo en la actualidad.

ALIMENTAMOSUNA ISLA

JOSÉ ANDRÉS

Cómo la cocina puede reconstruir la vida

Diseño e ilustración de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño, Área Editorial Grupo Planeta

José AndrésUnidos y ganador de múltiples galardones de la James Beard Foundation, es propietaro e impul-sor del think tankla comida como eje vertebrador y gran luchador contra el hambre en el mundo, lo que le ha llevado a fundar la World Central Kitchen, una iniciativa para luchar contra el hambre y la pobreza extendi-da por Centroamérica, Sudamérica y África.

Después de más de 30 años entre fogones, José Andrés ha logrado levantar un imperio gastronó-mico con 31 establecimientos repartidos por todo el mundo. Famoso por sus canales de televisión y los suyos propios de comunicación, numerosas celebridades se han sentado a sus mesas para dis-frutar de su cocina. Comenzó en 1993 abriendo su famoso restaurante Jaleo en Washington, coro-nándose como uno de los embajadores españoles de la cocina de tapas al otro lado del Atlántico.

Fue nombrado una de las cien personas más in� uyentes del mundo según la revista años 2012 y 2018.

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ALIMENTAMOS UNA ISLACómo la cocina puede

reconstruir la vida

José Andrés

con Richard Wolffe

Traducción de María Laura Paz Abasolo

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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,

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Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Publicado originalmente en inglés bajo el título We Fed an Island por HarperCollins Publishers, Nueva York, en 2018.

© del texto: José Andrés, 2018 © de la traducción: María Laura Paz Abasolo, 2018

Primera edición: enero de 2019

© Editorial Planeta, S. A., 2019 Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Planeta Gastro es marca registrada por Editorial Planeta, S. A. www.planetadelibros.com

ISBN: 978-84-08-20249-3 D. L.: B. 26.122-2018

Impresor: Liberdúplex Impreso en España – Printed in Spain

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SUMARIO

Prólogo de Luis A. Miranda, Jr. y Lin-Manuel Miranda .................... 9

Introducción ....................................................................................... 13

Capítulo 1: Cuando María tocó tierra ................................................. 19

Capítulo 2: Alimentar al mundo .........................................................59

Capítulo 3: Descubrimiento ...............................................................79

Capítulo 4: Mucha agua .....................................................................89

Capítulo 5: En el coliseo ................................................................... 129

Capítulo 6: Listo para consumo ....................................................... 169

Capítulo 7: Rojo de rabia ..................................................................207

Capítulo 8: Transiciones ................................................................... 243

Epílogo ............................................................................................. 285

Agradecimientos .............................................................................. 303

Notas ................................................................................................. 315

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CAPÍTULO 1CUANDO MARÍA TOCÓ TIERRA

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El huracán María comenzó su furia destructiva dos días antes de llegar a Puerto Rico.En el transcurso de, apenas, veinticuatro horas los

vientos duplicaron su velocidad de 130 a 260 km/hora, y al siguiente día arrasó con la isla de Dominica como un huracán de categoría 5. Se debilitó un poco mientras arran-caba los techos de casi todos los edificios, se llevaba por delante casi todos los postes de luz y teléfonos, deshojaba a casi todos los ár-boles, aplastaba las cosechas de pláta-no y mataba al ganado. Nadie se libró, ni siquiera el primer ministro de Dominica, Roosevelt Skerrit. «Mi techo des-apareció. Estoy completamente a merced del huracán. La casa se está inundando», publicó en Facebook, justo antes de que lo rescataran de su residencia oficial.1

Poco antes del amanecer del siguiente día María tocó tie-rra como un huracán de categoría 4 en la costa sudeste de Puerto Rico. Su ojo medía entre 80 y 96 km de diámetro, o casi la mitad del tamaño de la isla principal, con vientos que soplaban a una velocidad de 250 km/hora. Golpeó y destrozó en dirección al oeste, en un trayecto diagonal sobre las playas y montañas, los pueblos y las ciudades, las granjas y los apar-

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tamentos lujosos. María se tomó el tiempo para devastar todo lo que estuviera expuesto a los elementos, moviéndose pesada-mente a solo 16 km/hora. Despedazó enormes turbinas eóli-cas, arrancó todo el cableado eléctrico y arrancó los paneles solares de los tejados. Silenció las torres de telefonía móvil, desenterró los postes de teléfono y se movió sobre los radares meteorológicos y las antenas parabólicas. Desgarró los bos-ques en las laderas y solo dejó troncos desnudos en los árbo-les que perdonó. Empujó el mar hasta las casas próximas a la costa y forzó escandalosas inundaciones a través de barrancos montañosos. Destrozó las granjas de café, diezmó al ganado lechero y arrasó los invernaderos. Dejó a oscuras los hospita-les e inundó los pabellones con su lluvia. Lo que su herma-na, el huracán Irma, había debilitado menos de dos semanas antes, María remató con un golpe directo y certero en la isla.

Durante los siguientes dos días los puertorriqueños estu-pefactos lucharon por sobrevivir a la embestida de la llu-via a raudales y a la inundación. Rescataron a sus vecinos y juntaron su comida y su agua potable. Buscaron una mane-ra de salir: apilaron los escombros de las casas en la calle, abrieron carreteras entre los árboles caídos para la gente y los coches, moviendo o cortando cuidadosamente los ten-didos de cables que ahora yacían en el suelo. Al ir abrién-dose camino las morgues se empezaron a llenar. Al prin-cipio se trataba de los cuerpos de las víctimas directas de los vientos y las inundaciones, pero pronto, con la mayo-ría de los hospitales inundados y sin electricidad, se trataba de los ancianos y los enfermos que morían en sus viviendas, en residencias geriátricas o en los centros médicos dañados. Los medios informativos estimaban que el número de vícti-mas superaba el millar de personas, pero nadie estaba segu-ro. En el Instituto de Ciencias Forenses de San Juan necesi-taron siete tráileres refrigerados para almacenar los cuerpos de todas las víctimas.2

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El día después de la llegada de María, el presiden-te Donald Trump era plenamente consciente de los daños catastróficos que había provocado el huracán. «Puerto Rico fue completamente destruido», dijo a los reporteros después de una reunión en las Naciones Unidas. «Fue golpeado vio-lentamente por los vientos. Dicen los expertos que no han visto vientos como estos en ninguna parte. Lo golpeó con la fuerza de un 5 —una tormenta de categoría 5, lo máximo en la escala—, lo que literalmente nunca sucede. Así que Puerto Rico está muy muy muy mal. Su red eléctrica está destruida; no es que antes estuviera muy bien, pero ahora está totalmente destruida. Y muchos otros edificios y vehícu- los también. Así que estamos empezando el proceso ahora y trabajaremos con el gobernador y el pueblo de Puerto Rico. Comenzaremos a trabajar con Puerto Rico y lo haremos con gran gusto, pero está muy muy muy mal —concluyó—. Es muy triste lo que le pasó a Puerto Rico.»3

Esa noche, Trump voló a Nueva Jersey para pasar un largo fin de semana en su club de golf. Ni él ni sus asisten-tes volvieron a mencionar a Puerto Rico en público otra vez, pero encontraron tiempo para hacer un viaje de campaña a Alabama. Mientras estaba en su club de golf, Trump se reu-nió con varios funcionarios de su gabinete, incluyendo su secretario de Seguridad Nacional, pero el tema de discusión giró en torno a las prohibiciones de viajar a Estados Unidos a los musulmanes, no al huracán. El personal de Trump no dijo si el presidente habló con alguien sobre Puerto Rico en algún momento durante el fin de semana de cuatro días que descansó, pero quedó claro, por su actividad en Twitter, que estaba enfocado en al menos cuatro asuntos: atacar a los jugadores de la NFL por sus protestas durante el himno nacional al principio de los encuentros, atacar al senador John McCain por su voto en contra de eliminar Obamacare (reforma sanitaria promovida por Barack Obama para la

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atención a los pacientes), atacar al líder norcoreano Kim Jong-un y atacar a los medios informativos.4

Las noticias sobre Puerto Rico eran frustrantemente impre-cisas. Sabía que había una crisis, pero era difícil dimensio-narla sin estar ahí. Cayeron prácticamente todas las torres de telefonía móvil de la isla —alrededor del 85 % de las 1.600 to- rres5—, y nadie podía encontrar conexión a internet ni línea telefónica. Después de dos días intentando comprender la situación supe que debía tomar el primer vuelo hacia Puerto Rico. Para el sábado, tres días después de que el huracán María arrasara la isla, el aeropuerto de San Juan solo recibía vuelos militares. Desde mi ordenador reservé varios vuelos, pero nada se movía. Intenté obtener un teléfono vía satélite, tuiteando al mundo para ver si alguien podía prestarme uno, pero no era fácil en fin de semana, ni siquiera en Washington D. C. Llamé a mi amigo Nate Mook, cuya labor documen-tal lo había llevado por todo el mundo y que sabía mucho más sobre estos teléfonos que yo. Nate produjo mi programa Undiscovered Haiti («Haití sin descubrir») en la PBS (Red de Televisión Pública de Estados Unidos), y entendía per-fectamente lo que yo quería decir con el poder de la comi-da para reconstruir vidas. Como en muchas otras ocasiones no tenía un plan claro en mente, pero quería ver de primera mano qué estaba pasando allí.

—Voy a llevar un poco de efectivo y lámparas solares a la isla —le dije a Nate—. ¿Qué estás haciendo? ¿Quieres venir conmigo?

—¡Sí! —me contestó sin pensarlo.Sabíamos que sin comunicaciones ni electricidad sería

difícil, pero Puerto Rico seguía siendo Estados Unidos, no podía ser tan malo como Haití. Así que pensamos que esta-ríamos de regreso en una semana.

Estábamos equivocados.

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Al día siguiente, el domingo, la Casa Blanca logró comu-nicarse por primera vez con un líder puertorriqueño. El vice-presidente Mike Pence llamó a Jenniffer González-Colón, miembro de la Cámara de Representantes de la isla, aun-que sin derecho a voto. Durante tres días, Donald Trump no dijo nada en público, ni siquiera un tuit sobre el huracán o su impacto en la isla. De hecho, la primera líder en hacer una declaración pública fue Hillary Clinton, ese mismo día, cuando tuiteó a Trump y al secretario de Defensa, James Mattis, para que enviaran el buque hospital de los marines USNS Comfort a Puerto Rico. «Son ciudadanos estadouni-denses», les imploró la exsenadora, publicando una lista de fotos de los isleños moviéndose por las calles con el agua hasta la cintura. Su tuit recibió más de 300.000 «me gusta».

Ese día fue el primero que un vuelo comercial aterriza-ba en San Juan: un solo vuelo de la compañía Delta. Todos los demás vuelos que lo intentaban desistían y regresaban.

Yo seguía las noticias nervioso y sabía que necesitaba estar ahí. Al ver la CNN solo tenía que mirar a mi espo-sa, Patricia, para saber lo que estaba pensando. Fuimos a una tienda REI para comprar lámparas solares, pastillas para purificar agua y equipo de salvamento para las víctimas del huracán, pero realmente no sabíamos qué esperar. Solo que-ría evitar convertirme en otro problema en un lugar donde la gente ya estaba sufriendo. Una de nuestras mayores prio-ridades era reunir dinero para el viaje, para comprar provi-siones. Entre la tarjeta de débito de mi esposa y la mía logra-mos juntar 2.000 dólares, y mi asistente, Daniel Serrano, me trajo otros 1.500 dólares más.

Logré comunicarme por teléfono vía satélite con mi amigo José Enrique Montes, cuyo pequeño restaurante en Santurce albergaba mucha de la mejor comida en Puerto Rico. Su negocio estaba deshecho, sin electricidad y con el techo agujereado. Con un refrigerador lleno de comida que

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se echaría a perder, en un vecindario lleno de personas ham-brientas, hizo lo que hacen los verdaderos chefs: empezó a cocinar para la gente. Fiel a sus raíces y talento preparó la deliciosa y nutritiva sopa llamada «sancocho».

Entre un guiso y una sopa espesa, el sancocho es la ver-sión caribeña del cocido español, llevado a la región por los primeros colonizadores que pasaron por las Canarias. En estas islas, la última parada en territorio europeo antes de que los vientos del comercio llevaran los barcos al Caribe, el sancocho se hacía con pescado. Cuando se convirtió en uno de los platos favoritos del Caribe y Latinoamérica ya había cambiado el pescado por carne, incluyendo a menu-do distintos tipos de carne, y se preparaba con maíz y una mezcla de verduras. Para darles calorías y consuelo a los supervivientes de la tormenta en grandes cantidades no había nada mejor que el sancocho. «Cuando comes sanco-cho piensas en tu abuela y eso deja una sonrisa en tu ros-tro», dice José Enrique.

Reservamos dos opciones de vuelos para el lunes, solo en caso de que uno se cancelara. Nate y yo teníamos asien-tos en un vuelo de Delta que salía a las 8.00 a.m. del aero-puerto JFK en Nueva York, directo a San Juan, y también en un vuelo de Spirit Airlines desde Baltimore que pasaba por Fort Lauderdale (Florida). Pensamos coger un vehícu- lo Uber desde Washington D. C. hacia Nueva York, pero preferimos ir a Baltimore para tomar el vuelo de Florida. Consideramos que si se cancelaba el vuelo siempre podía-mos viajar a Miami, donde tengo dos restaurantes.

En el aeropuerto de Fort Lauderdale hicimos fila en un cajero de una entidad bancaria. Las noticias decían que los bancos de Puerto Rico no abrirían por algún tiempo, así que yo necesitaba más dinero en efectivo. Sin embargo, no podía recordar los pines de mis tarjetas y estas no servían. Llamé a Patricia para que me ayudara, y afortunadamente gracias a

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ella, que es la organizada y prudente de la familia, pude con su ayuda sacar 2.000 dólares, los cuales retiré en cuatro tran-sacciones de 500 dólares, ya que los cajeros no estaban pre-parados para nuestras necesidades.

En la terminal vimos las noticias en las pantallas del aeropuerto. Nuestro viaje no era prometedor, se había ido la luz en el aeropuerto de San Juan. Los viajeros estaban atra-pados ante un calor abrasador, durmiendo en el suelo mien-tras esperaban que volviera la luz y se reactivaran los vuelos. La situación parecía desesperada: sin comida, sin agua, sin aire acondicionado, sin vuelos… La gente estaba lista para soportar todo eso con la esperanza de obtener un asiento en el primer vuelo fuera de la isla. ¿Tan mal estaban las condi-ciones en Puerto Rico para que lo hicieran?

Intenté llamar a José Enrique, pero no le entraban las lla-madas en su teléfono. En cambio, contacté con uno de mis socios en Puerto Rico para ver si podía ayudarme en mi lle-gada. Kenny Blatt fue uno de los inversionistas que ayudó a revivir el gran resort Dorado Beach, transformándolo en el oasis que es hoy, después de décadas en decadencia. El res-taurante que tengo ahí, Mi Casa, es una de las joyas de mis negocios ThinkFoodGroup. Kenny estaba en contacto con Alberto de la Cruz, el inteligente emprendedor que dirige la embotelladora de Coca-Cola en Puerto Rico, y este nos dijo que el gobernador de Puerto Rico había puesto a Ramón Leal, jefe de la Asociación de Restaurantes (ASORE), a cargo de todas las cocinas de la isla, ya que había estado tra-bajando previamente en un plan de alimentación para la isla desde el huracán Irma, dos semanas antes.

Nuestro avión estaba lleno de familias preocupadas intentando regresar para saber si sus seres queridos o su pro-piedad, o ambos, estaban a salvo. Con los sistemas de comu-nicación dañados, prácticamente no había forma de saber si los miembros de su familia estaban vivos y bien, o si llega-

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rían para encontrar su casa bajo el agua. A pesar de la enorme incertidumbre de viajar en avión hasta una isla sin electrici-dad, la preocupación superaba los riesgos. La única forma de saber la verdad era yendo en persona.

Para mí era el comienzo del mayor reto de mi vida. Nuestro avión fue uno de los primeros vuelos comerciales que logró aterrizar en San Juan tras el huracán. No tenía-mos idea de qué esperar y parecía que el piloto tampo-co. Estábamos todavía sobre la pista de despegue en Fort Lauderdale cuando salió de su cabina y preguntó si alguien tenía un teléfono vía satélite que pudiera prestarle. El pasaje-ro sentado detrás de nosotros dijo que sí, pero lo había factu-rado con su maleta. Realmente, deseé haber encontrado uno vía satélite en Washington.

—Creo que necesitaremos sacar su maleta —dijo el pilo-to—. Una vez en tierra quizá necesitemos llamar a la torre de control de tráfico aéreo con el teléfono vía satélite para rodar por la pista.

No había manera de saber si los controladores del Aeropuerto Internacional Luis Muñoz Marín de San Juan tendrían electricidad cuando llegáramos. Esperamos otros 45 minutos mientras el piloto localizaba otro teléfono vía satélite en otro viaje de Spirit.

Entre el estrés de lo inesperado, y de quedarnos hasta tarde empaquetando y haciendo preparativos, estábamos exhaustos antes de que despegara el vuelo. Pero eso no nos impidió comenzar a trazar nuestros planes. Hablamos sobre el estado actual de las operaciones alimentarias de mi organi-zación sin ánimo de lucro, World Central Kitchen, en Haití, la cual había filmado Nate, así como mi reciente experiencia en Houston, después del huracán Harvey, donde pude com-probar en persona cómo la asistencia alimentaria se vio obs-taculizada por maneras anticuadas de pensar y por la inefi-cacia. Vislumbramos un operativo por toda la isla en Puerto

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Rico que era mucho más ambicioso, y necesitábamos una robusta plataforma tecnológica que pudiera manejar múl-tiples pedidos de comida y administrara nuestro abasteci-miento. Necesitábamos ser capaces de rastrear los pedidos y las entregas, así como vigilar las donaciones que esperá-bamos. Quería un sistema donde la gente pudiera escribir en una página web su pedido de comida: quizás un albergue necesitara 400 comidas, y entonces el sistema localizaría la cocina más cercana que pudiera ayudar a prepararlas. Iba a ser un acercamiento localizado con la mejor tecnología y con World Central Kitchen en el centro. Soñábamos en grande porque el operativo parecía abrumador. Nunca deberías sen-tirte culpable de tener ambiciones cuando intentas ayudar a otros. Si no sueñas, la realidad nunca cambia.

Conforme nuestro avión se acercaba a San Juan todo lo que veíamos era devastación: las viviendas ya no tenían techo y los hogares estaban abiertos como si fueran latas; había miles de árboles derribados o sin una sola hoja; los troncos y las ramas estaban tan desnudos que Puerto Rico parecía más un paisaje invernal en mi querido estado de Maryland que una isla tropical.

Le mandé un mensaje a Ramón tan pronto aterriza-mos. La señal telefónica no parecía funcionar, pero mostra-ban algunos datos. «¡Los recibimos con los brazos abiertos!», me contestó, pidiéndome que acudiera directamente al cen-tro de convenciones de San Juan, donde estaba reunido el Gobierno, antes de recorrer un par de cocinas.

El silencio del aeropuerto era espeluznante. No había aviones despegando ni aterrizando, no había camiones de suministro circulando por la pista y dentro de la terminal no había luces ni ruido. La gente parecía sufrir en silencio, sin comida ni agua. Inmediatamente, tomé mi teléfono para tui-tear a mis contactos, diciéndoles que enviaran camiones de comida al aeropuerto.

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Reservamos un vehículo con Europcar, pero descubri-mos que su local estaba en otra parte, así que caminamos al mostrador de Avis y esperamos lo mejor. Tuve suerte, uno de los empleados de Avis me reconoció de mi programa de cocina en Spanish TV, y eso ayudó a convencerlo para que nos alquilara un valioso jeep que podía recorrer las carrete-ras destrozadas.

—Si necesita algo vuelva y yo le ayudo —dijo mi amigo de Avis.

—Si se me acaba la gasolina no creo que pueda hacerlo —le contesté medio en broma.

Al salir del aeropuerto nos quedó claro que necesitá-bamos el jeep. Las calles principales seguían sembradas de peligrosos escombros: había postes de luz y de teléfono en el suelo, con los cables serpenteando junto a los troncos y las ramas de los árboles. Conducir en esa carrera de obs-táculos impredecibles requería pericia y valor, con carriles que de pronto aparecían bloqueados e intersecciones donde no había semáforos para controlar el tráfico porque estaban derribados por el viento.

Nos fuimos directo al centro de convenciones y aparca-mos a un costado del edificio, junto a los todoterrenos de Seguridad Nacional. Había una puerta lateral abierta, con cables de televisión que se dirigían a los camiones con cone-xión vía satélite. Entramos directamente y fuimos al segun-do piso, donde se suponía que estaba trabajando el Gobierno en el tema de asistencia, en varias salas de juntas. Nadie nos detuvo para preguntar qué hacíamos ahí.

Mi amigo Ramón Leal me había contado sobre la reu-nión más importante donde se trataba el problema más apre-miante: la gasolina. Entramos a la sesión y nos acomodamos. El lugar daba hacia uno de los pasillos que habían converti-do en un inmenso módulo para los suministros y los catres donde dormían los funcionarios.

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En nuestra reunión, un grupo de líderes empresaria-les estaba haciendo lo que el sector privado sabe hacer tan bien: resolver los problemas del mercado. Los puertorrique-ños hacían fila durante varias horas todos los días para obte-ner unos cuantos litros de gasolina para sus vehículos y obs-truían las carreteras. Los gasoductos eran la señal más visible de una economía que se había parado por completo. Por el bien de las personas y los negocios, estos líderes necesita-ban restaurar la cadena de suministro de combustible tan rápido como fuera posible. Afortunadamente, en la reunión había varios de los mejores cerebros en cuanto a logística de la isla, incluyendo a Ramón González Cordero, de Empire Gas; ejecutivos de Puma Energy, y Alberto, de Coca-Cola. Si alguien sabía de las necesidades de los camiones era una persona como él, al frente de Coca-Cola. Había funciona-rios de todas las agencias gubernamentales importantes, incluyendo la inteligente y sagaz procuradora de Estados Unidos en Puerto Rico, Rosa Emilia Rodríguez, y el secreta-rio de Estado de la isla, Luis Rivera Marín. Tenían dos pro-blemas que resolver: más camiones cisterna para distribuir el combustible en las gasolineras y más seguridad en estas para lidiar con las inmensas filas. Necesitaban alrededor de 1.000 efectivos de seguridad para proteger los camiones cis-terna y las gasolineras, y la Guardia Nacional solo podía ofre-cer 700. Se contaban historias de gente que llegaba armada a las gasolineras, pero como sucede con todas las historias similares, nadie había visto realmente ningún problema ni armas. Después de 45 minutos el grupo ya tenía un plan y la discusión había terminado.

Nos trasladamos a otra reunión que trataba nuestro ver-dadero objetivo: la asistencia alimentaria. Ahí, el contras-te no podía ser mayor. El combustible para automóviles y camiones era una prioridad que atrajo a las mejores mentes empresariales y gubernamentales, pero el combustible para

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las personas parecía ser una prioridad menos urgente, como dejó claro la reunión. Se hablaba mucho, pero se hacía poco. Incluso había personas que querían tomarse fotos conmi-go y entrevistarme en Facebook Live. Por fortuna la cone-xión a internet no era lo suficientemente buena para eso. Yo no estaba interesado en la publicidad, quería ver la asisten-cia alimentaria en acción. Después de una hora de palabras vacías creció mi frustración y salí de allí.

Nos fuimos al Coliseo de San Juan, el recinto techado más grande de la ciudad que normalmente se utilizaba para conciertos, pero ahora estaba transformado en otro centro de distribución. Sabía que el coliseo tenía una cocina grande, pero mi experiencia en Houston me había enseñado que no era fácil poner en funcionamiento cocinas así, incluso cuan-do la emergencia pública era clara. El coliseo, conocido como El Choli, estaba temporalmente bajo el control de la prime-ra dama de Puerto Rico, la esposa del gobernador. El coli-seo tenía un problema: no había suministro de luz, solo unos cuantos generadores. Pero la cocina era ideal para lo que necesitábamos, así que tenía que buscar la manera de abrirla.

Me reuní con Leila Santiago, de la oficina de la prime-ra dama, pero no tenía buenas noticias: no podíamos usar la cocina del coliseo porque la estaban utilizando para alimen-tar a las 150 personas que se encargaban del centro de dis-tribución. Esa era una cocina que podía alimentar a decenas de miles de puertorriqueños, pero, sin embargo, solo estaba ayudando a 150 personas. Hablamos sobre el cambio de con-trato de los operadores de la cocina y cómo la habían cerra-do durante la transición. Fuese cual fuera la razón, no podía creer la falta de urgencia y comprensión. ¡Alguien tenía que entender lo importante que era la comida! Las cocinas eran el recurso más grande de la isla, y la necesidad de encender-las era obvia. Esto no era resultado de malas intenciones; la gente quería ayudar, pero no tenía experiencia. Sin embar-

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go, hay un mundo de diferencia entre querer hacer el bien y saber cómo lograrlo.

Ramón Leal, de la Asociación de Restaurantes, me pro-metió encontrar otra cocina en una antigua oficina guberna-mental. Llegar hasta allí desde el coliseo para verla fue difícil: nuestra ruta estaba completamente bloqueada por un árbol atravesado en la calle principal. Para cuando llegamos final-mente comprobamos que la cocina era un desastre. Siendo generoso, diría que se trataba de la pequeña cocina de un café; siendo sincero, diría que era la bodega de un sótano debajo de una cocina. No tenía electricidad ni generador, hasta yo tenía más fuego para cocinar en el garaje de mi casa del que había ahí. Para colmo, el suelo estaba cubierto por 5 cm de agua, ya que todos los alimentos de los refrigera-dores se habían derretido. Era asqueroso, y solo limpiar nos tomaría una semana.

No obstante, esta localización sí reveló una pieza clave de información: en un cuarto lateral encontramos una enor-me provisión de botellas de agua. Nos habían dicho que no había suficiente agua en la isla, pero claramente había sumi-nistros guardados. Nuestro reto era encontrarlos, junto con una cocina funcional y de buen tamaño.

Apenas era nuestro primer día y ya estaba frustrado. Sentía que la gente no se estaba tomando en serio la cri-sis alimentaria ni le daba un verdadero sentido de urgen-cia. Me preocupaba que Puerto Rico se convirtiera en otro Houston: un desastre natural agravado por la política huma-na. «Al diablo», me dije. «Vámonos con José Enrique a beber ron», respondió otro. Estaba desesperado por estar con un chef, en un restaurante, donde la gente se dedicara a la comi-da y a cocinar.

Estaba a punto de atardecer cuando llegamos a mi res-taurante favorito de San Juan. No había electricidad en el histórico barrio de Santurce, donde se alza el restaurante

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rosa de José Enrique en lo que normalmente es un barrio de fiesta, lleno de bares y restaurantes, rodeado de un merca-do colonial. La Placita, la plaza del mercado, más allá de un letrero publicitario gigante que brillaba por su cuenta, pro-moviendo un concierto que nunca se daría, estaba sumido en el silencio y la oscuridad más absolutos. Pensé que el encar-gado de ese letrero debería de estar a cargo de toda la red de electricidad de la isla.

El pequeño generador de electricidad de José Enrique estaba trabajando tanto como podía, pero necesitábamos más luz, así que usamos los faros de nuestro jeep alquila-do y algunas lámparas solares. «Bienvenido», me dijo, ofre-ciéndome un gran abrazo y una inmensa sonrisa. Después de algunos rones José Enrique me dijo que Santurce esta-ba luchando contra la crisis y lo popular que era su sanco-cho, las filas para comer el guiso eran inmensas y la sopa se acababa a diario. Más y más personas aparecían conforme se corría la voz. Me trajo un plato con algunas sobras y esta-ba delicioso. Al cabo de un rato se acabó el combustible del generador, se apagaron las lámparas solares y acabamos con la batería de nuestros teléfonos por usar en exceso las linter-nas. Estaba oscuro en San Juan, pero ese plato de sopa me llenó de amor y esperanza.

Este restaurante es un lugar que me hace feliz: es donde a mis hijas les encanta comer cuando vamos a San Juan, y cuando estaba reformando mi restaurante en Dorado Beach solíamos comer ahí. José Enrique es un gran chef y su fami-lia tiene un gran corazón, igual que él. Tal vez parezca serio con su cabeza y barbilla bien rasuradas, pero su gran sonri-sa lo delata. En estas situaciones de crisis necesitas encon-trar un fuerte, la base donde está tu fortaleza, y yo sabía que el restaurante de José Enrique sería mi fuerte.

Su plan era tratar de recaudar fondos con un evento musical. «A la gente le iría bien divertirse un poco porque

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esto es abrumador», dijo. Pero también sabía que el papel que él iba a jugar sería crucial. «Necesitas un cocinero que pueda alimentarte —dijo—. Y creo que tienen que apoyar-se en nosotros. Nadie más lo puede hacer.»

El problema de José Enrique era que estaba hacien-do todo desde cero. Aunque sus cocineros y él preparaban sancocho fresco todos los días, la lista de ingredientes que me dio era tan larga y detallada que era como leer códi-go morse. Cuando cocinas con urgencia necesitas hacerlo rápidamente.

«Hagamos más», le pedí, pero José Enrique me respon-dió que no tenía más ingredientes para aumentar la can-tidad exponencialmente. Estaban cocinando con todo lo que tenían porque no había electricidad ni refrigeradores, el generador no alcanzaba y las provisiones se iban a echar a perder. Los cocineros solo abrían brevemente el refrigera-dor cuando era estrictamente necesario. Sin mucho combus-tible solo podían tener el generador encendido unas cuan-tas horas al día.

Mientras hablábamos el plan empezó a tomar forma. «Empecemos aquí», propuse. Ampliaríamos la base de ope-raciones de José Enrique tan rápido como fuera posible usan-do su cocina, sirviendo sancocho fuera y preparando sánd-wiches en el comedor para 45 personas, donde los clientes se sentaban normalmente. Sabía por mi experiencia en Haití y en Houston que los sándwiches eran una forma rápida y efectiva de alimentar a la gente: suficientes calorías en una comida que era fácil de guardar y transportar.

Se supone que había toque de queda en San Juan, así como una orden que prohibía el alcohol, pero ahí estábamos, planeando alimentar a la gente mientras tomábamos cócte-les en la noche, en medio de la ciudad. Decidimos llamarnos como lo que éramos: «Chefs para Puerto Rico». El nombre y su hashtag lo decían todo.

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Solo éramos un par de chefs que sabían cocinar inten-tando alimentar a muchos. Por todo San Juan, y también en Washington, individuos con muchos más recursos, y supuestamente mucho más inteligentes, apenas se estaban organizando.

El mismo día que luché para llegar a San Juan en uno de los primeros vuelos comerciales dos funcionarios de la Administración de Trump visitaron Puerto Rico por pri-mera vez desde la tormenta. Entre ellos estaba Brock Long, administrador de FEMA (Federal Emergency Management Agency), y Tom Bossert, el antiguo asesor de Seguridad Nacional del presidente. La secretaria de Prensa de la Casa Blanca, Sarah Sanders, les dijo a los reporteros: «Hemos hecho esfuerzos sin precedentes en términos de fondos fede-rales para abastecer al pueblo de Puerto Rico y otros afecta-dos por estas tormentas. Seguiremos haciendo todo lo posi-ble junto al Gobierno federal para ayudar».

Eso era una fantasía, Long y Bossert regresaron a Washington D. C. el mismo día. De acuerdo con el Pentágono, 2.600 empleados del Departamento de Defensa estaban diseminados en islas por todo el Caribe, incluyen-do Puerto Rico y las Islas Vírgenes de Estados Unidos.6 En un día cualquiera hay varias veces esa cantidad de perso-nal militar en tierra, sumando el personal del Ejército de Estados Unidos en el acuartelamiento de Fort Buchanan y de la Guardia Nacional Aérea y del Ejército de Puerto Rico.

El Pentágono había enviado al USS Kearsarge, un barco de asalto anfibio, y su grupo de buques hermanos antes de que golpeara el huracán María, para estar listos y entregar suministros esenciales inmediatamente después de que pasa-ra la tormenta. Para cuando nosotros llegamos, cinco días después de que la tormenta hubiera tocado tierra, habían entregado por aire solo 10.000 kg de provisiones a Puerto Rico y a las Islas Vírgenes. Eso es el equivalente de más o

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menos 30.000 botellas de agua para una isla tropical con 3,4 millones de habitantes.

Para ponerlo en contexto: dos días después del catas-trófico terremoto de Haití en 2008 cerca de 8.000 tropas estadounidenses estaban en camino para llevar ayuda. Dos semanas después ya habían llegado 33 barcos y 22.000 tropas.

La necesidad de liderazgo y acción inmediata no era un secreto. «Necesitamos prevenir una crisis humanitaria en Estados Unidos —dijo el gobernador Ricardo Rosselló a la CNN ese día, advirtiendo que habría un éxodo masi-vo de puertorriqueños hacia Estados Unidos si la isla no se recuperaba—. Puerto Rico es parte de Estados Unidos. Necesitamos tomar medidas inmediatas.»7

De vuelta esa noche a la Casa Blanca, el liderazgo esta-dounidense tomó la forma de algunos tuits del presiden-te Trump, los primeros desde que María devastara la isla. «Texas y Florida están bien, pero Puerto Rico, ya que care-cía de infraestructura y tenía una deuda excesiva, está en gra-ves problemas —compartió después de cenar con algunos miembros conservadores del Congreso—. Su vieja red eléc-trica, que ya estaba en pésimas condiciones, quedó devas-tada. Gran parte de la isla está destruida, con una deuda de miles de millones de dólares a Wall Street y a los bancos, con la que tristemente se debe lidiar. Comida, agua y medicinas son prioridad, y va bien.»8

De acuerdo con un funcionario de Trump, el tuit fue en respuesta a la cobertura de Puerto Rico que vio en televi-sión, no porque tuvieran alguna reunión sobre el desastre ese día. No había tenido lugar ninguna reunión que involucrara al presidente de Estados Unidos. Durante la cena esa noche Trump hizo algunos comentarios breves sobre la tragedia en Puerto Rico, pero pasó la mayor parte de su tiempo atacan-do al senador republicano John McCain por votar en contra de su esfuerzo por eliminar la reforma sanitaria Obamacare.9

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Trump tenía razón sobre los problemas históricos de la isla en términos de economía e infraestructura, y también sobre la destrucción de la red eléctrica, pero no estaba del todo claro qué iba a hacer sobre cualquiera de esos proble-mas. Y no había forma humana de que alguien pudiera afir-mar con toda honestidad que «iba bien» el abastecimiento de comida, agua y medicinas en la isla. Era obvio para mí des-pués de un solo día en Puerto Rico.

Nate y yo no teníamos un ejército, ni siquiera teníamos telé-fonos vía satélite, pero sí teníamos un par de habitaciones de hotel reservados en el AC Hotel San Juan Condado, cerca de Santurce, y el Hyatt, cerca del centro de conven-ciones, gracias a Javier García, miembro de mi mesa direc-tiva, y a Federico Stubbe, mi inversionista en Puerto Rico. A veces necesitas reservar habitaciones extra porque puede haber huéspedes inesperados que ayudar o pueden extra-viarse misteriosamente las reservas. Ya eran las 10.00 p.m. y quería revisar el hotel AC, primero porque formaba parte de una cadena española que me gustaba, pero con el refuer-zo en la seguridad y el toque de queda la entrada estaba blo-queada cuando llegamos.

—¿Se va a quedar aquí? —preguntó el guardia de seguridad.

—No, voy a ver a alguien —contesté, sin querer explicar por qué teníamos habitaciones en dos hoteles.

—Estamos cerrados —me contestó.Me tomó mucho tiempo convencerlo de que teníamos

una reserva. La atmósfera de miedo estaba en todas partes y quizá fuera irracional, pero no por eso menos real. En todo caso, la falta de información precisa solo aumentaba el miedo.

Finalmente, logramos llegar a la recepción del hotel —exhaustos, pero inspirados— después de nuestro primer día en la isla.

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—No tenemos habitaciones —dijo el hombre detrás del mostrador—. Ninguna.

Nate me dijo que fuéramos al Hyatt, donde teníamos otra reserva para dos habitaciones, pero no me iba a ir así. Cuando la gente me dice que algo no se puede hacer, solo alimenta mi determinación por lograr que suceda. Incluso si se trata de una habitación de hotel.

Mi amigo Bernardo Medina, experto en medios y comu-nicaciones, estaba hospedado en el hotel AC y nos encon-tró en el hall. Intentó llamar al gerente general, quien estaba en el interior del hotel, pero no pudo localizarlo. Después de media hora dando vueltas, el personal de recepción insistió en que nos fuéramos. Sin embargo, los empleados de segu-ridad comenzaron a movilizarse cuando apareció el gerente general. Este se disculpó por el retraso y alegó que se esta-ba duchando.

Le expliqué pacientemente que conocía al empresario que había mandado construir el hotel, el navarro Antonio Catalán, fundador de esa cadena de hoteles y también del Grupo NH, por lo que parecía una buena oportunidad para mencionar su nombre en la conversación. Antonio es un emprendedor español y hemos estado hablando duran-te años sobre hacer negocios juntos. La cosa es que funcio-nó, y de alguna manera el gerente nos encontró dos habi-taciones donde pudimos descansar. Nate y yo no teníamos idea de que esas habitaciones serían nuestro hogar durante semanas, ni cómo nuestros huesos anhelarían tumbarse en esas camas cada noche.

Nos levantamos temprano en nuestro primer día en Puerto Rico con una misión en mente: conseguir muchos alimen-tos. Sabía, gracias a las compras de mi restaurante en la isla, que el proveedor más grande de comida era José Santiago, así que fuimos en nuestro coche hasta su almacén, veinte minu-

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tos al sur de San Juan. Estaba ansioso por saber si el negocio había sobrevivido el huracán y si tendría electricidad, aun-que quizá no estuviera abierto porque los empleados esta-rían todavía cuidando a sus familias.

En ese trayecto vimos por primera vez, con nuestros propios ojos, las extraordinarias filas para repostar gasoli-na. Había cientos de automóviles estacionados, y sus con-ductores esperando por un preciado litro de combustible hasta diez horas. Solo podías echar 20 dólares de gasoli-na cada vez, así que a los pocos días había que repetir la cola, e incluso algunos pasaban la noche en la fila. Parecía que asistíamos al desplome de toda una economía a la ori-lla de la carretera, y no pude dejar de preguntarme: si la gente estaba esperando todo ese tiempo para obtener ener-gía para sus vehículos, ¿qué clase de energía estaban consi-guiendo para su cuerpo?

En la oficina central de José Santiago había otra larga fila de automóviles mientras los clientes esperaban pacientemen-te la oportunidad de entrar en el centro de distribución de ali-mentos. Vi movimiento en la puerta y me di cuenta de que el lugar estaba operativo, pero saturado. Nate y yo no podía-mos esperar a que la fila se moviera, así que nos adelantamos. Una vez dentro me presenté al nieto del fundador español del negocio, quien comparte el nombre de Santiago y traba-ja como director de finanzas. Mientras caminábamos hacia las oficinas noté un cuadro en la pared de mi histórico buque, el Juan Sebastián de Elcano. Podría reconocer sus cuatro más-tiles a un kilómetro de distancia, y no tomó mucho tiempo para que despertara los recuerdos de mi año navegando por el mundo en ese velero majestuoso. Empezamos a hablar sobre el barco y José me contó acerca de las raíces de su familia en la misma región asturiana donde yo había nacido, famosa por sus campos verdes, sus lácteos y su sidra. Sentí como si fuéra-mos familia y le pedí una línea de crédito ahí mismo.

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—Yo soy de Asturias, tú eres de Asturias, no te defrau-daré —le expliqué—. Te pagaremos por la comida, no te preocupes.

Nos entregaron un catálogo completo de provisiones, impreso en un largo papel matricial doblado, que tendría unos 10 cm de grosor. Representaba un mundo de comida en una isla que luchaba contra el hambre. A continuación, José y yo nos estrechamos la mano y acordamos una línea de cré-dito de 50.000 dólares. Además del papeleo existía una con-dición: no podíamos decir públicamente dónde obteníamos la comida. Nada de fotos ni redes sociales, y mucho menos hablar con la prensa. Él también estaba asustado con los rumores del hambre y la ilegalidad, y temía que cayera una turba sobre su almacén para saquear sus suministros. «No queremos que se sepa», me solicitó José. Y lo cierto es que yo habría hecho lo mismo en su situación.

Antes de llegar pensamos que solo compraríamos unos cuantos alimentos para la comida de ese día, en cambio, cami-namos por todo el lugar, veinte filas de ancho y seis estanques de alto, juntando toda clase de ingredientes y las cantidades que necesitábamos para poder comenzar a funcionar en el restaurante de José Enrique. Llevamos enormes bandejas de pan para sándwiches y suficiente sofrito ya preparado para la sopa. Llenamos el jeep hasta el techo y gastamos felizmen-te alrededor de 5.000 dólares en nuestra primera compra. Al final, eso terminaría siendo una cuenta relativamente peque-ña. Había tanta comida que no se podía ver a través de las ventanillas del lado derecho, así que Nate necesitaba que yo le dijera si estaba libre el carril para cambiar.

Condujimos despacio hasta el restaurante, pues lo últi-mo que queríamos era provocar un accidente, generando más problemas para los hospitales de la isla. Le pedí a José Enrique que juntara a las mejores personas que pudieran ayudarnos a poner en acción el operativo de asistencia ali-

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mentaria. Habíamos llegado tarde, pero nuestro jeep esta-ba cargado de ingredientes para preparar comidas, así que la gente se alegró de vernos. Sentados alrededor del comedor de José Enrique estaban algunas de las más grandes figu-ras de la restauración de San Juan: Wilo Benet, el chef cuyo restaurante, Pikayo, había ayudado a reinventar la gastrono-mía puertorriqueña; Ricardo Rivera Badía, de El Churry; y Manolo Martínez, de Paellas y Algo Más. Nuestra directo-ra sería Ginny Piñero, una abogada retirada que conocía al hijo de Manolo en Washington D. C. Ella no tenía idea de lo que nos esperaba, y tampoco ninguno de los chefs.

Coloqué una pizarra de hojas de papel debajo de un cua-dro de una inmensa flor verde, mientras el equipo se senta-ba a algunas mesas vacías, y asigné tareas a todos, mientras ellos exponían también sus ideas. Quería que sintieran este plan como suyo; yo no quería imponerme, y menos porque planeaba irme el fin de semana siguiente. Era un plan que necesitaban hacer suyo, y lo hicieron inmediatamente.

En la parte superior de la pizarra escribí nuestro reto más grande en enormes letras moradas: ENERGÍA. La gasolina, el gas natural y el diésel; necesitábamos de todo. No podía-mos hacer nada sin eso. Asignamos este reto a Ginny Piñero, quien se quedó en shock.

A continuación estaba la energía que necesitábamos como personas: ALIMENTOS. Necesitábamos alimentos secos y frescos, y particularmente agua. Le asignamos esto a Ricardo Rivera Badía, cuya experiencia en la industria ali-mentaria en Puerto Rico era inigualable.

Esos dos elementos llenaron el lado izquierdo de nues-tra pizarra. A la derecha escribí nuestra siguiente necesi-dad: VOLUNTARIADO. Necesitábamos voluntarios de- sesperadamente: cocineros, limpiadores, gente que ayudara a preparar la comida y a adquirir ingredientes. Necesitábamos coordinadores para esos voluntarios y personas que ayuda-

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ran con la distribución. Le asigné esta tarea a la hermana de José Enrique, Karla.

Eso dejó nuestra última necesidad, aunque relacionada con todo: COMUNICACIÓN. ¿Cómo correr la voz para que la gente supiera de nuestro operativo? En una isla como Puerto Rico había una fuerte combinación de viejos y nue-vos medios de comunicación. La gente escuchaba la radio, sobre todo considerando el tiempo que pasaban en sus auto-móviles. No había suficiente electricidad para encender la televisión, aunque, como en cualquier otra parte de Estados Unidos, estaban ocupados con las redes sociales en sus telé-fonos, si es que podían encontrar señal. Necesitábamos estar en ambos medios. Le di esa tarea a mi amigo Nate y a Yareli Manning, una de las dueñas de camiones de comida que lle-garon desde el principio.

El equipo se quedó ahí sentado, centrado en el ambicioso plan frente a nosotros. Habían pasado poco más de 24 horas desde que Nate y yo aterrizáramos en Puerto Rico, sin nada más que una modesta cantidad de dinero y el deseo de ali-mentar a los hambrientos, pero ya estábamos movilizando un operativo mucho más grande de lo que habíamos espera-do y planeando los pasos necesarios para ampliarla aún más, y, además, con rapidez. No intentábamos alimentar a toda la isla, eso habría sido un reto abrumador, ni tampoco que-ríamos generar ansiedad en nadie porque ya tenían todos suficientes problemas cuidando de su familia, su casa y su negocio. Solo intentábamos duplicar las comidas que se pre-paraban y luego duplicar esa cantidad. Necesitábamos cre-cer y crecer hasta que estuviéramos alimentando a más per-sonas de las que podíamos imaginar en ese momento. Era como abrir un restaurante nuevo: podíamos alcanzar nuestra máxima capacidad con el tiempo, escalando lento pero segu-ro. Esa visión del día a día hacia un crecimiento exponen-cial parecía mucho más realista que apuntar hacia la Luna.

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