Alfonso Martínez Garrido - El Miedo y La Esperanza

711

description

Novela

Transcript of Alfonso Martínez Garrido - El Miedo y La Esperanza

  • El miedo y la esperanza tiene porbase un episodio blico sinlocalizacin espacial ni temporalprotagonizado por un grupo dehombres sitiados en posicinavanzada y en situacin de rendirseo morir. A pesar del argumento, setrata de una obra claramenteantibelicista.

    La tensin emotiva de la novela estproducida por unos personajes queson hombres sencillos no hroes ala manera romntica y que si nose rinden es por propia dignidad. Elestilo de Martnez Garrido

  • pertenece al coloquialismo(parntesis, prrafo largo, utilizacinde todos los tiempos del verbo). Lasdescripciones son, a veces,poemas. Los retratos morales estnmagistralmente hechos La prosa estremendamente musical. Hayescenas crudas pero dichas conarte. La nica objecin sealable serefiere a las frases largas,largusimas, seguramenteempleadas para transmitir laobsesin de los personajes. Noobstante, las oraciones estnperfectamente construidas.

    El miedo y la esperanza parte del

  • criterio moderno de lo que debe seruna novela. Limpia objetividad, granintuicin, caracteres de lospersonajes pintados con manomaestra. Es patente en ella lainfluencia de Faulkner.

  • Alfonso Martnez Garrido

    El miedo y laesperanza

    ePub r1.0

  • Artifex 13.05.14

  • Alfonso Martnez Garrido, 1965Diseo de portada: Destino

    Editor digital: ArtifexPrimer editor: RamlordSegundo editor: OleoleePub base r1.1

  • Oh, espada de Yahv!Cundo reposars?

    Vuelve a la vaina, descansa,reposa.

    (Jeremas, 47-6)

  • El soldado JosRodriguez

    El soldado se ech el fusil alhombro, no porque tuviera en aquelpreciso momento la obligacin, y menosan la necesidad de disparar contraalguien (ni siquiera lo pens), sino quesu movimiento fue ocasionado por larutina, simplemente, o quiz por elinstinto de satisfacer la ya tradicionalcostumbre de hacer como que se pruebaun arma recin revisada, y fue entoncescuando el murcilago se cruz en elespacio abierto entre su mirada y la

  • inconcreta estrella a que estabaapuntando, y luego el murcilago volvia cruzarse, de modo y manera que elsoldado, impulsado por un brusco,nervioso e incontenible tic de todo sucuerpo, hizo oscilar el can del fusil enpersecucin de la forma esquiva delmurcilago, hasta que, sin preguntarse elporqu, la razn que le haba empujadoa iniciar aquella, aunque ficticia, furiosacaza, encontr nuevamente su cuerpoquieto y la mirada fija en una de lasestrellas, mientras el murcilagoapareca y desapareca frente a la bocadel can, tambalendose odesvirtundose como un inconsciente

  • recuerdo abstracto, medio minuto antesde que el soldado hiciera descender elfusil para apoyarlo contra los sacosterreros. El soldado expres con unapalmada en la culata su conformidad y,dejando caer sobre un hombro la cabeza,decidi cerrar los ojos, esto es, decididejar que el plomo acumulado en susprpados superiores fuese manejado porla ley de la gravedad del sueo o delcansancio, y en seguida se dijo quequera dormir, que necesitaba dormir,igual que se lo haba dicho momentosantes, en tanto el cri-cri cri-crimontono de un grillo daba forma odensidad a la noche y taladraba las

  • fibras impulsoras de su voluntad, de sunecesidad de dormirse (acompas supensamiento al pausado e interminablecanto del grillo; lo hizo de pronto, sinproponrselo previamente, de maneraque, cuando de improviso repar en loque deca, cmo y por qu lo deca, supensamiento ya haba repetido ms decien veces aquel incesante quie-ro dor-mir como el canto de un grillo,comprendiendo as que lo que leimpeda hacerlo era, no slo el grilloexterior, el grillo que tena la formadeterminada de un grillo y l lo sabaaun cuando no lo viera, sino tambin,y primordialmente, el grillo de imitacin

  • que llevaba dentro), y entonces fuecuando abri los ojos y empez alimpiar el fusil. Un momento despusvio el murcilago. El soldado vio unasombra que cruzaba como un rayo ydijo:

    Es un murcilago.El soldado contempl durante

    algunos segundos el sonido de su propiavoz, mirndose a lo que, a travs de susodos, haba penetrado hasta lasentraas mismas de una indefinida partede su cuerpo y all se dejaba contemplar,pensando al tiempo que su voz era mssuya ahora que otras veces, ms suyaposiblemente que nunca, no porque fuese

  • l mismo el sujeto transmisor y receptorde su voz, sino porque la noche filtra ypurifica las voces, las hace ms comoson o como deben ser, y tambin porquel, el soldado Jos Rodrguez, slo elsoldado Jos Rodrguez y nadie ms enel mundo, estaba pensando en su voz,analizando su voz en su instantnea mspura. Haba empezado a frotar el cerrojodel fusil con un pao y luego alarg elbrazo para arrastrar la gamuza por todala superficie del can, sobre el que enseguida se posaron pedacitos de lunallena, que, en algn movimientoocasional del fusil, se estiraban comomanos puestas a pedir limosna. Despus

  • sopes el fusil, tras dejar caer la gamuzaen el suelo, y alz la mirada, diciendo:Es un murcilago, satisfecho con elsonido de su voz, y se llev la culata delarma al hombro para apuntar a unaestrella, apuntndola, en efecto, hastaque, al pensar ahora, no al decir: Es unmurcilago, vindole cruzarse ante susojos, inici la desenfrenada persecucindel mismo con el punto de mira del fusil,para quedar, al fin, quieto, sin saber nipreguntarse el porqu de aquellapersecucin, apuntando de nuevo a laestrella, o quizs a otra estrella,mientras el murcilago iba y venadelante de l, y entonces dej que el

  • fusil se deslizara hasta su regazo, dondele dio una palmada, apoyndolo luegocontra los sacos de tierra, y se dispuso adormir.

    Se acord de que an le dola elpecho e instintivamente se llev a l lasmanos, apretndose un poco paracomprobar si le dola ms o menos quehaca media hora, hasta que, por fin,hubo de convenir que el dolor eraexactamente el mismo. Empez entoncesa molestarle el cuello y traslad lacabeza al otro hombro, pero en seguidarectific, ya que, puesto a pensar, no erael cuello lo que le molestaba, es decir,lo que ms le molestaba, sino que su

  • mayor molestia estaba implcita en lasituacin de sus pies, en consecuenciade hallarse stos extraordinariamenteretorcidos, as que el soldado buscpara ellos una posicin ms cmoda, lacual no tard en encontrar, y actoseguido le dolieron los riones, esto es,no le dolieron, sino que advirti suexistencia, y durante algunos momentosintent darles forma en su imaginacin ymolde sus contornos de acuerdo con lasensacin de que realmente existan,dejndolo al fin, aburrido, hastiado depensar que sus rones eran de tallas tanestrambticas, y decididodefinitivamente a dormir. El soldado se

  • tumb y, al hacerlo, los rones retiraronsu sensacin de existencia, motivo porel que el soldado se felicit. Y luego,despus de alzar instantneamente losprpados y cerciorarse de que la nocheapenas haba cambiado, hizo girar haciael otro lado todo su cuerpo, y as sequed, largo como un muerto o como unhombre a punto de morir, ms a gustotodo l, todo el soldado o todo lo que elsoldado constitua, excepto sus manos,que no saba dnde colocar, hasta querecord que todava era posible que ledoliera el pecho, llevando enconsecuencia a l la mano derecha yguardando la izquierda en un bolsillo

  • del pantaln, otro gran hallazgo.Y cant de nuevo el grillo.Realmente, el grillo no cant de

    nuevo, puesto que no haba dejado decantar, sino que el soldado le prestatencin nuevamente. Deba ser un buengrillo, se dijo el soldado; record que,all, en su tierra, haba tambin buenosgrillos. Y se qued pensando en sutierra, mientras sonrea entre dientes;pensaba, puesto que las recordaba, enlas eras llenas de paja, desde las que,acostado, escuchaba al anochecer elcanto de los grillos y el murmullo de lasencinas. El soldado contuvo larespiracin un momento y traslad al

  • odo toda su memoria para comparar elcanto del grillo aquel con el canto de losgrillos de su tierra. De pronto, y con lasonrisa ms abierta, se imagin tumbadoen la era, por lo que tuvo necesidad derascarse (en realidad no le picaba nada,pero cuando imagin el picor de la pajaen sus espaldas le pic de extremo aextremo toda la piel) y no supo cmohacerlo para dar efectividad al rascar,ya que si se rascaba precisamente laespalda resultaba que el picor era msintenso algo ms abajo o algo ms arribade donde se rascaba, y al bajar o subirla mano (se trataba de la mano que habaguardado en un bolsillo, del que la sac

  • expresamente para rascarse), el picor setrasladaba a un brazo, o a otro punto dela espalda, o a la nuca, o al pecho (yentonces se rascaba con la mano que nohaba separado del pecho), o a losprpados, o a una axila, o a los muslos,o le picaba todo a la vez. Pens que sipensaba que no le picaba dejara depicarle, de manera que intent olvidarsede las eras llenas de paja y empez aimaginar vuelos quebradizos demurcilagos, noches hondas como pozosy nios a medio dormir, aun cuando, sinsaber cmo, suceda que la mano,cuando no tambin la otra mano, siempreestaba rascando en algn sitio, y volva

  • a picarle de nuevo y volva a pensar enlas eras llenas de paja, as que elsoldado Jos Rodrguez dej que lepicara a placer, rascndose igualmente aplacer, sin saber qu le picaba ni qu serascaba, mientras el vuelo de losmurcilagos se hunda en el fondo de lasnoches, y los nios, dormiditos ya,alzaban las rodillas y apretaban losmuslos contra el pecho. As ocurri que,de pronto, una mano cay sobre subrazo, y el soldado razoninmediatamente que no se trataba deninguna de sus manos, por lo queentreabri los ojos, mas stos se lecerraron otra vez solos, y el soldado

  • convino consigo mismo que, pese alpicor, se haba dormido (sin sabersiquiera cundo haba dejado de sonrero si an sonrea) y que lo mejor quepoda hacer era continuar durmiendo y,lo que era igual, imaginando niosdormiditos y un rumor de nanas sinapagar flotando encima de ellos, peroaquella imprevista mano tir conviolencia de la manga de su guerrera, yel soldado abri nuevamente los ojos ehizo un sobrehumano esfuerzo pormantenerlos abiertos, mientrascontemplaba con soolienta idiotez alpropietario de la estpida mano que lehaba despertado.

  • Qu? pregunt. Bueno, qute pasa? La idiotez se habaconvertido en ira. Jos meneimperiosamente el brazo para retirar laestpida mano de Roque. Di, debroma ya?

    Despierta y calla le contestRoque. Me parece que vamos a tenerjaleo. Zarandeaba con impaciencia elbrazo de Jos. Del que a ti te gusta aclar.

    Tuvieron jaleo, en efecto. Casi nohaba terminado de hablar Roque (oquiz s haba terminado ya de hablar,pero Jos esperaba an otras palabrasy no le importaba que fuesen aquellas

  • mismas palabras que Roque ya habapronunciado, esto, es, su repeticin,puesto que las mismas, las exactaspalabras pronunciadas por sucompaero un momento antes va estabanmuertas en el viento, en la profundidadde la noche y posiblemente tambin enel recuerdo no porque dedujera queRoque tena algo ms que decir y nisiquiera pens que estuviese dispuesto arepetir lo ya dicho sino para nosorprenderse ante la realidad consumadade hallarse ahora despierto, o, lo queera lo mismo, para no sorprenderse antela inexplicable realidad de habersepodido dormir cuando crey que jams

  • podra hacerlo y encontrarse despiertoahora), cuando Julio hizo funcionar laametralladora. Durante unos instantes,en los que desapareci Roque, o sea, lafigura de Roque, su olor incluso y laapetencia que l (Jos) tena de su voz,pero no sus pisadas rpidas, que, auncuando lejos, sonaban claras entre elmetdico tableteo de la ametralladora, ehizo nuevo acto de presencia ante sumirada el murcilago, Jos no se movi.Ni siquiera se movi cuando otraspisadas se confundieron con las deRoque. Fue despus, quizs un segundoo un ao despus, pero fue despus detodas formas, cuando Jos se supo

  • corriendo hacia la tronera que tenaasignada, desde donde descarg el fusilsobre un grupo de sombras, acerca delas que, en principio, no sabra decir sipertenecan a hombres o a qupertenecan. Eran sombras,sencillamente. Y lo nico que Jos sabaera que el furor del grillo se habamultiplicado por un milln, deduciendoesto sobre el pensamiento de que nopoda decir lo que era noche, lo que eragrillo y lo que eran voces y disparos. Loque Jos no pens fue en que podamorir aquella noche, sino en que podamatar. Y, efectivamente, mat a ms deun hombre aquella noche.

  • Cuando lo analizaba despus,mientras fumaba un cigarro esperando aque amaneciera (contemplaba, no haciaafuera, sino a travs de sus palabras ode su anlisis, comprendiendo ahoramejor lo que haba ocurrido, a loshombres que ya saba que no eransombras y, lanzado su dedo sobre elgatillo, antes de producirse el disparo,tena la certeza de que iba a fallar ymaldijo algo, pero dispar de nuevoconvencido de que aquella vez nofallara, y no fall; vio a un hombreretorcerse y caer, y luego busc a otrohombre a quien matar y, tras localizaruna cosa que pareca un hombre, dispar

  • sobre ella, y volvi a disparar, y volvia disparar, y volvi a disparar), Josse dijo que la guerra habainsensibilizado su corazn, ya que nolata con ms fuerza por el hecho dehaber matado, y ni siquiera se arrepentade ello, aun cuando pens que deberahacerlo. Al contrario: Jos sonri conmalsano orgullo, y a sabiendas de que suorgullo era malsano, cuando el tenientele dijo que muy bien, Jos lo comentabacon Rufino; estaba contndole a Rufinocmo y cundo vio las primeras sombrasy cmo y cundo dispar contra ellas, yle relat tambin todo lo sucedido luego,tras colocarse encima de los sacos y

  • disparar sin piedad, para calcularfinalmente que por lo menos habamatado a dos hombres; si, seor: a doshombres.

    Saludaron al teniente, que se habaacercado para sonrerles y decir queestaba muy bien, y Jos le dijo queacababa de contarle a Rufino que habamatado a dos hombres y que poda jurarque los haba matado, y el teniente lerepiti que muy bien e incluso le dio unapalmada en un brazo, e igualmente le diootra palmada a Rufino.

    Est muy bien dijo el teniente.As, pues, Jos le haba dicho a

    Rufino cmo y cundo mat a los dos

  • hombres y que estaba seguro de ello, sibien al segundo no le pudo ver tanmuerto como al primero que mat, aquelpedazo de burro que se encogi al morircomo un pez asustado, pero quin sabesi no era posible que tambin hubieramatado a algn otro pedazo de burro queno saba que haba matado,compensndose de este modo suinseguridad respecto a la muerte delsegundo.

    Rufino hizo un ademn deindiferencia.

    El que ms y el que menos hamatado hoy a dos hombres dijo.Arroj lejos los restos del cigarro,

  • aadiendo: Parecan hormigas.No, no es eso dijo Jos. Eran

    pedazos de burro. Tir su colilla allado de la de Rufino y se quedcontemplando las dos mellizas yendebles columnas de humo, mirndolas,no absorto, sino reflexivo, y las veamoverse, danzar, tambalearse, y pensabaen el aire que las mova, que lasbailaba, que las hera de muerte. S,seor: eran pedazos de burro.

    Y sin apartar la mirada de losresiduos de los cigarros, Jos le contde nuevo a Rufino cmo y cundo habamatado a los dos hombres.

    Ahora s que te entiendo le dijo

  • Rufino. Lo que t quieres decir es quehas matado a dos hombres, no?

    Eso es; s, seor: que estoycompletamente seguro de haber matadoa dos hombres.

    Bueno, eso es lo que yo queradecir: que estabas completamente segurode que los habas matado concediRufino.

    Jos chasc los labios. En el suelo,flotando sobre los restos de los cigarros,slo quedaba ahora una columna dehumo, o quizs un puado de humo, auncuando era imposible decidir a cul delas dos colillas corresponda o sicorresponda a las dos colillas a la vez,

  • como el beso a los dos novios y laoracin a Dios y al hombre. Desvi lamirada y dijo:

    S, seor Y t, cuntoshombres has matado?

    Rufino se encogi de hombros.Yo qu s. Yo no he parado un

    rato se justific.Lo ves? Jos esboz una

    sonrisa. Yo estoy seguro.Rufino empez a hurgarse en una

    oreja.A m el teniente no me dejaba en

    paz Que si dile esto al sargento, quesi qu te ha contestado el sargento, quesi qu pasa ahora con la ametralladora,

  • que si qu tal van las cosas por ahNo me dejaba en paz concluyRufino.

    Y fue entonces cuando apareci elteniente y les dio una palmada en unbrazo y les dijo que estaba muy bien.Jos encendi en sus labios una sonrisahueca, sobre la que coloc el cigarroque le haba ofrecido el teniente,vindole marchar despus hacia la casa,detenerse un momento como si se leolvidara algo, mirar al suelo y girardespacio, alzando luego los ojos queclav en los suyos, mientras lpermaneca inmutable con su sonrisahueca y el cigarro colgado en ella,

  • sosteniendo la mirada del teniente, nodesafiante, ni altivo, ni siquiera condesdn, sino con risuea indiferenciaabsurda, hasta que el teniente dej caerde nuevo los ojos y gir hacia el otrolado, echando entonces a caminar deprisa para doblar la esquina de la casa.

    Jos se volvi hacia Rufino y dijo:Eran pedazos de burro.Rufino respir hondo y empez a

    buscarse el mechero.Y es cierto que a ti casi te

    dieron? pregunt. El sargento hadicho

    No pas nada le interrumpiJos. Inclin la cara para encender el

  • cigarro en el mechero de Rufino,soplando acto seguido una granbocanada de humo. Nada; no pasnada repiti.

    Rufino dio fuego a su cigarro yguard el mechero.

    Es verdad, no pas nada dijoRufino entre dientes.

    Jos golpe el cigarro con el dedocorazn y cerr los ojos. Pens en querealmente nada haba ocurrido. Slo sele escap el fusil de las manos cuandoson el reventn de la granada y unruido de montaa abierta por el vientrerecorri todo su cuerpo; dej de doler leel pecho, y eso fue todo. Quiz supuso

  • que estaba muerto cuando, sin detenersea pensar que los muertos no estncapacitados para creer en nada, lcrey, en efecto, que su estatismo eramortal. Echado de espaldas (se habaechado de espaldas, probablementeporque al caer hacia atrs vio el cielo,esto es, vio algo limpio, inmaculado einocente, y alguien fue el mismoDios o fue el retrato de su madre queguardaba en la cartera? le dijo queaquello era el cielo), tambin se sabaque tena los ojos abiertos, no porque noadvirtiese la presin del prpado contrael prpado, sino porque no recordabahaberlos cerrado; pero no poda ver, no

  • vea otra cosa que luces, miles y miles ymiles de luces, verdes y amarillas en sumayor parte, yendo, viniendo yvolviendo a escapar ms rpidas que elvrtigo ms desesperado, y, sinembargo, l estaba convencido de queno se trataba de las estrellas del cielo,sino de lo que pudiera ser el abstractotorbellino de furias que precede a laliquidacin total del ser y del sentido.Fue entonces cuando se maldijo a smismo por no haber pensado que podamorir, y eso fue todo. Hasta l, hasta susojos no llegaba otra cosa que aquellasluces zigzagueantes, y eso fue todo. Eigualmente crey durante unos momentos

  • que la granada haba matado tambin alsargento (de lo cual, por saberseacompaado en el viaje, se alegr),puesto que, entre todo aquel murmullode sonidos inconcretos, oy claramente,es decir, supuso or claramente su voz.Decidi intentar moverse y lesorprendi el hecho de que una de susmanos se posara sobre sus ojos, aunqueno lo supo porque su mano advirtiera lasensacin de tocar algo, sino porque susojos adquirieron inusitadamente elsentido del tacto y comprendi as quelo que se paseaba lentamente sobreellos, alivindolos del escozor yderritiendo las luces verdes y amarillas,

  • era una de sus manos. En seguida unamancha opaca constituy su nicavisin, o sea, ya no vio nada, perocontinuaba sintiendo la mano sobre eltacto de sus ojos ahora cerrados,frotndolos suavemente y arrojandofuera de ellos la arena que los haballenado (lo precis en aquel instante) deluces y de relmpagos. Aquello habasido todo.

    Y ahora, todo en paz, sentado,fumando y soador, una imperantenecesidad de hablar con alguien, detransmitir sus pensamientos a alguien, decompartirlos con alguien y no ser eldueo absoluto y nico de ellos oblig

  • al soldado Jos Rodrguez a abriraquellos ojos que haba credo muertosy fijarlos en los de Rufino.

    Claro que no; no pas nada dijoJos.

    Pens cmo pudo comprobar que losruidos del infierno nunca existieronrealmente, sino que aquellos ruidos delinfierno, aquella montaa abierta por elvientre que estiraba sus tendonespuestos a morir, slo y simplemente losconstitua, no en el interior de su cuerpo,sino en el exterior, a diez y a cien pasosde sus odos y en todo el espacioentraado entre esos diez y esos cienpasos, el macheteo incesante de los

  • fusiles y la ametralladora, y clav anms su mirada en la de Rufino,espantando el humo del cigarro con unamano, y le dijo cmo contempldestrozada la tronera y cmo seencaram a los sacos. Pens queentonces se olvid de que haba pensadoque no haba pensado que poda morircuando crea estar muerto, pues en aquelmomento, o quizs en lo hondo deaquella rabia, no quiso pensar, sinoseguir luchando, y le dijo a Rufinocmo, acto seguido, vio la sombraaquella y dispar, sabiendo antes dehacerlo que fallara, de forma y maneraque dispar otra vez, con la certeza

  • aquella vez, cuando an el dedo sehallaba a un milmetro de producir eldisparo, de que el hombre se quedaraclavado donde estaba y que luego,arrugado sobre su propio estmago,dara un salto en el vaco y sedesplomara muerto. Jos le dijo aRufino:

    Has matado alguna vez unaaraa?

    Qu tienen que ver las araas?pregunt Rufino.

    S, seor. T has matado algunavez una araa?

    S contest Rufino. Meparece que s.

  • Pues lo mismo que una araa dijo Jos. Cuando levantas el pie,despus de haberla pisado, la araa seha convertido en una bolita. Las araasse encogen cuando se las mata; s, seor:se encogen y se convierten en pelotitasque se parecen a las semillas del frutodel caacoro. Lo haba pensado cuandole vio caer arrugado sobre su estmago:Igual que una araa. Los hombres,generalmente, se quedan tiesos al morir,pero aquel hombre qued como unaaraa; le desaparecieron las piernas ylos brazos, quedando reducido a unapelota muerta, a una enorme semilla delfruto del caacoro o a una araa a la que

  • alguien acababa de pisar. S, seor: eltipo aqul se qued muerto como unaaraa. Lo entiendes?

    Creo que s dijo Rufino.Jos tir la colilla al suelo y la

    aplast con un tacn, mientras expulsabacon interminable y agobiante lentitud elhumo de la ltima chupada, viendoacercarse al sargento, no tan gigantecomo sus gigantescos pasos y sugigantesca calma. El soldado insinu laintencin de levantarse, volviendo aquedar en su sitio cuando un ademn delsargento puso en evidencia la inutilidaddel saludo.

    Bien, bien, bien deca el

  • sargento. Me dejis? Elsargento tom asiento entre Rufino yJos. Supongo que sois felices.

    Por lo menos dijo Jos, msfelices que esos pedazos de burro quehemos matado esta noche. Qu le haparecido al teniente?

    Se ha portado bien el teniente dijo el sargento. Estaba plido, perose ha portado bien.

    Eso pensaba yo coment Rufino. A m me pareca que estaba plido,como usted dice. Ya es mala suerteincorporarse al puesto y encontrarse conlo de esta noche. Menos mal que nos haido bien, eh, mi sargento?

  • Hombre, s contest elsargento.

    Haba que haber visto aqu al otroteniente continu diciendo Rufino.A m me dio no s qu cuando lemataron.

    Este teniente tambin es bueno decidi el sargento. Le haban heridoen no s qu frente hace unas semanas, ynada ms salir del hospital le enviaronaqu. Fue hacindole un favor, porque lpidi este puesto. Eran amigos, ocompaeros, o algo as.

    Pero se puso plido dijo Rufino. El otro no se habra puesto plido.

    S, la verdad es que se puso

  • plido accedi el sargento. Peroeso no quita para que sea un buenteniente.

    A m tambin me parece un buenteniente convino Jos. Le hagustado saber que he matado a esos dospedazos de burro. Se lo dije antes y leha gustado. Verdad, Rufino?

    Est bien dijo Rufino. Perodejars alguna vez a los muertos enpaz?

    Ya estn en paz dijo Jos,encogindose de hombros.

    El grillo enton vacilante sumontono canto, hizo cri-cri, y sedetuvo. Jos le imagin agazapado,

  • alerta junto a la fachada de la casa,pensando que quizs antes, cuando aquelmundo venido abajo de ruidos haballenado de furor todo el espacioocupado por el canto del grillo, ste,espantado por la maravillosa potenciadel canto de las armas de fuego, habacorrido a refugiarse a su pequeaoquedad y all permaneci, tieso yhorrorizado, hasta que, al fin, se decidia cantar de nuevo, intentando superarcon su grito animal el grito de losfusiles, o intentando, al menos, distinguirsu canto, y cantando con desesperacinsin escucharse, pensando el grillo,suponindose el grillo mudo como las

  • plantas o como las piedras arrancadasdel ro, y echndose a llorar el grillo yenmudeciendo, efectivamente, para dejarcantar a los repentinos y horrorososfusiles, y luego, cuando los fusilescallaron, el grillo dej de llorar y seagazap, alerta junto a la fachada de lacasa, sin atreverse a entonar su cantopor miedo a comprobar definitivamentesu impotencia, su absoluto mutismo,pero cant, no obstante, despus demucho tiempo. Primero, vacilante, hizocri-cri, y se detuvo. Jos calculmatemticamente el tiempo queempleara el grillo en lanzar al aire susegundo cri-cri; Jos se dijo: Ahora,

  • y, en efecto, el grillo repiti su cri-cri,es decir, no lo repiti, puesto que estealtivo cri-cri en nada se pareca alanterior cri-cri vacilante como ungemido de nio, y entonces Joscontinu dicindose: ahora, ahora,ahora, ahora, haciendo eco al cadavez ms seguro, firme y ya interminabley siempre montono cri-cri cri-cri cri-cri cri-cri, quedando luego en suspensosu acompaamiento, cuando, de pronto,pens en lo que le haba dicho a Rufinoy por qu se lo haba dicho. l le habadicho que los muertos ya estaban en paz,s, seor, y, era verdad, ya estabanquizs en paz los muertos. Eso dijo y

  • saba que eso dijo, y as, con el sonorocanto del grillo como fondo, y clavadala mirada en uno de los desconchones dela fachada de la casa, Jos se lo repitivarias veces a s mismo ya estnen paz, ya estn en paz, ya estn enpaz no para convencerse de lo queestaba ya convencido, sino para pensarque, de todas las formas, y aun cuandolo hubiera dicho por intuicin o porqueera lo ms fcil de decir, l no le habamentido a Rufino. l no le haba mentidoa Rufino (lo lea en el desconchn de lafachada de la casa y se lo deca a vocesel canto del grillo), porque ahora habadejado de existir la guerra para los

  • muertos y porque ahora los muertosdescansaran tranquilos, quietos,sonrientes y tranquilos, sin pensar que alda siguiente podan morir, puesto queya estaban muertos. A los muertos se lesentierra, se habla de ellos durante algntiempo y se dice que eran buenaspersonas y que fue una lstima quemurieran as. Y l le haba dicho aRufino que los muertos ya estaban enpaz. Eso fue lo que l le dijo a Rufino, yahora, mirando el desconchn de lafachada, empez a calcular el nmero debalazos que seran necesarios para hacerotro desconchn semejante, y convirtiel cri-cri del grillo en disparos de fusil,

  • bastndole seis disparos para conseguirsu propsito, en tanto se deca que, silos que estaban en paz eran los muertos,l no deseaba la paz; tampoco deseabala guerra ni deseaba matar ni no matar,pero alguien, o quiz todo el mundo almismo tiempo haba puesto en marchaaquella guerra, y l se encontr metidoen ella de igual modo que los peonesestn metidos en la breve hecatombe quesupone una partida de ajedrez, ms amorir y a matar que a ganar la guerra ola partida, pues a l le dijeron quematara o que muriera o que hiciese lasdos cosas a la vez, y l no supo decirque no, porque, aun pudindolo decir

  • porque lo saba decir, saba que nopoda decir que no, como tampoco lospeones pueden eludir su destino sobre eltablero de ajedrez. Los peones, sinembargo, estaban mejor consideradosque los hombres, pues los peonesmueren y vuelven a nacer al dasiguiente, con la misma facilidad conque un vencejo repite su vuelo detrs delos insectos y pa por la maana,mientras que ellos, los pobres hombres,los pobres diablos, obra cumbre de laCreacin, mueren de un tiro en labarriga y santas pascuas.

    Jos mir al sargento y a Rufino yluego mir las increblemente lustrosas

  • botas del sargento. El sargento deca queel teniente se haba puesto plido,blanco como una sbana tendida a secar,pero que era un buen teniente. Rufino lecontest diciendo que, de todas lasmaneras, le hubiera gustado ver all alteniente anterior; el sargento le dijo quetambin haba sido un buen teniente.

    As, pues, no caba duda: losmuertos sirven para que se hable deellos y se diga que eran buenas personaso buenos tenientes o buenos lo quefueran, pens Jos, concluyendo suconvincente pensamiento con unaoportuna (l, al menos, la creyoportuna) y rpida expresin en voz

  • alta:S, seor: fue una verdadera

    lstima que le mataran.Luego, Jos quiso convencerse de

    que era cierto que fue una verdaderalstima que le mataran y, llevando otravez los ojos al desconchn de la fachadade la casa, sobre el que proyect con suimaginacin al teniente muerto, leestudi concienzudamente, vindole denuevo ir de un lado para otro, arengandoa la gente y arrugando el ceo; le viofrente a l, mirndole el pecho que elroce de aquella condenada bala habaconvertido en un manantial de sangre.

    Esto no es nada, nada. A todos

  • los soldados debieran pegarles un tiroantes de mandarlos al frente. Me alegro,muchacho, me alegro. Ahora combatirsmejor al enemigo. Algo ms?

    As que Jos se dijo que fue unaverdadera lstima que le mataran y, pesea haberlo dicho as, viendo ahora alteniente moverse sobre el desconchn dela pared, tan pequeo de figura comoenorme en el recuerdo, no fue capaz dellegar a tal convencimiento. Pero hayque hablar de ellos y decir que fueronbuenas personas, pues, de otro modo,los muertos no tendran justificacin. Nilos muertos ni la guerra en que murieron.Y esto lo saba Jos y tambin saba que

  • lo que hizo fue cumplir con su forzadaobligacin cuando dio muerte a los doshombres que haba matado aquellanoche.

    Sin embargo, nada de lo ocurridotena ya importancia. Ni siquiera tenaimportancia que el actual teniente sepusiese plido. Tampoco tenaimportancia que l se hallase dormido yque le despertase Roque. Lo nico queimportaba era que ya estaba a punto deamanecer. Porque Jos saba que prontoiba a amanecer, aunque, tras apagar lafigura del teniente muerto sobre eldesconchn, haba cerrado los ojos parapensar que nada, excepto que pronto

  • amanecera, tena importancia alguna, ylo pens adormilado por laconversacin de Rufino y el sargento. Losaba, no por la sensacin del tiempotranscurrido, sino porque el canto de losgrillos era siempre al amanecersemejante al de aquel grillo que allestaba cantando. Lo saba porquemuchas veces haba dormido en elcampo y siempre despert al amanecer.

    Cuando cesaron las voces de Rufinoy el sargento (Jos escuch acontinuacin el arrastrar las botas delsargento, aquellas botas, sobre las que,pens, no pareca haber pasado laguerra), Jos calcul que la noche haba,

  • al fin, expirado. Sinti los movimientosde Rufino e intent adivinar su posicin,imaginndole, despus de analizar supropia colocacin en el suelo, echadode lado y encogido a consecuencia de lafresca y del rugir intermitente del grillo.No quiso abrir los ojos para comprobarla certeza de lo que estaba en suimaginacin, pues saba que era as, queno poda ser de otro modo, y tambinsaba que Rufino no se haba dormido,sino que estaba pensando. Esper,simplemente, sencillamente, a que elamanecer cumpliera su delicado, breve,pero hermoso apogeo, pensando quenada tena mayor importancia que el

  • amanecer, y as amaneci. Pese a queestaban en guerra, haba amanecido,igual que amanece desde detrs de unmonte o desde la lejana del mar.

    (Pastores que cuidan ovejas de lanay las llevan hacia el amanecer, montearriba, mientras soplan tiernamente lasobada flauta de caa; segadores queamanecen en el camino, ancho elsombrero, ancha la cancin y ancha laesperanza; mujeres que salen tempranode casa con un cesto de ropa y van alavar al ro; nios que duermen an, alpie de un ngel rubio sentado sobre laalmohada; pescadores brillantes deescamas que regresan de alta mar,

  • llevando tras ellos el maanero sol;misa de amanecer, misa de viejas quellevan luto y luego encienden lachimenea, salen al corral a recoger loshuevos que anoche pusieron las gallinasy empiezan a hacer el desayuno; pjarosque se desperezan, cuchichean algunacosa y bajan a beber en los charcos unbuche de agua; el lagarto de ojosgrandes e inexpresivos, que busca unaraya de sol sobre las rocas de lascercas; la liebre nerviosa de morrotembln, surgiendo de su agujero; elsaltamontes de alas azules, que dibuja alpiz en el aire el brinco ms esplndidodel da; las mariposas blancas lo que

  • queda de la luna y las mariposasamarillas lo que ha trado el sol,libando el polen hmedo de las rosas, ylas rosas mismas, besadas por el roco,que abren su sonrisa a las mariposas y alamanecer; las cigarras leadoras, queestrenan canto desde el fondo deleucalipto, y el sol tambin, estrenandoen cada milmetro de tierra su eternareaparicin.)

    Entonces, Jos abri los ojos.La luz ensanchaba sus brazos

    lentamente. Jos vio la casa y latrinchera de sacos. All estaban lashuellas de lo que aquella noche habasido, al menos, en aquel rincn del

  • mundo. Sus compaeros dormitaban oacechaban desde las troneras. Y lvolvi la cara hacia Rufino.

    Eh, ya ha amanecido dijo Jos.Dio con el codo a Rufino, quien, comodespertando de un letargo de oso, ladebruscamente su mirada.

    Te has dado cuenta?Rufino miraba a Jos, sorprendido.Cmo? pregunt.Que ya ha amanecido dijo Jos.Parece mentira, verdad? dijo

    Rufino. Y, acto seguido, llev los ojos asu antigua posicin, los cerr y agregcon irona: Parece mentira.

    De la casa salieron el teniente y el

  • sargento, que, seguidos de Vicente,marcharon hacia la parte posterior delpuesto, esto es, a la que comunicaba conzona propia. Jos se levant, fuetambin hacia all y se puso al lado delsargento. El teniente miraba al exteriordel puesto por una de las troneras.

    Qu es lo que ocurre, misargento? pregunt en voz baja Jos.

    Calla un poco le dijo elsargento. Vicente dice que ha vistoalgo raro en la otra casa.

    Entonces, anoche?Se hizo un silencio largo, expectante.

    El teniente dio media vuelta de pronto ydijo al sargento que mirase tambin a

  • travs de la tronera abierta en la tapia.Qu le parece, Merino?

    pregunt el teniente.Creo que s dijo el sargento

    despus de un rato. Pero, de todas lasformas, voy a probar.

    Jos saba lo que iba a hacer elsargento e intua lo que sucederadespus. Jos saba que el sargento iba apedirle el fusil (de modo que, cuando elsargento se volvi hacia l, l ya tenaextendido el brazo) y que luego, cuandoel sargento disparara (fue un disparoseco, distinto a los disparos de la nocheanterior, como si los fusiles pudierantener variedad de voces o como si tras

  • de amanecer los disparos sonaran msrotundos), un segundo ms tarde, slo unsegundo ms tarde, la otra casarespondera con un grito idntico osuperior (fue superior, en efecto:solamente un segundo tardaron enrebotar contra la tapia variosproyectiles) y que entonces no cabra yaduda alguna.

    Est bien dijo el teniente.Jos vio que casi todos sus

    compaeros estaban all, no alarmados,sino sorprendidos y quietos, mirando alteniente y al sargento que marchabanhacia la casa y doblaban rpidamente laesquina, e intuy que entonces las

  • miradas buscaran la suya y la deVicente. Baj los ojos y, mientras lospaseaba por el can del fusil, escuchla pregunta de Anselmo, que saba ibadirigida a l, pero l no quiso contestary seal con la cabeza a Vicente.

    ste los ha visto dijo, sinlevantar los ojos.

    Escuch los pasos de Vicente y enseguida le lleg otra vez la voz deAnselmo.

    Es que no se puede saber lo quepasa? le preguntaba Anselmo conimpaciencia.

    Jos levant la mirada.Es raro ese chico dijo,

  • sealando las apresuradas espaldas deVicente. En fin, seores, creo queestamos listos. Anoche tomaron la otracasa.

    Y entonces repar en que el grillo yano cantaba.

  • El soldado VicenteSala

    Creci el sonido de las pisadas enlas escaleras y luego el soldado VicenteSala contempl un momento los pies deEugenio (supo que era Eugenioprecisamente al contemplar los pies),que se haban detenido sobre el grupo debaldosines en que haca rato dejVicente descansar su mirada, no porquehubiera algo en aquel grupo debaldosines que llamara su atencin (nisiquiera le llamaban la atencin ahoralos pies de Eugenio), sino porque el

  • soldado pensaba mejor las cosas cuandotena la mirada quieta, en reposo, yentonces, haca rato, a Vicente leapremi la necesidad de meditar. Pensen lo que estara pensando el sargento,caso de pensar los muertos, y convinoque, en cierto modo, todos ellos separecan bastante al sargento y queapenas importaba que fuese aquelsuboficial cabezota el nico que habadejado de respirar, puesto queseguramente nadie, si alguien recogasus cuerpos despus de la explosin,advertira que el sargento fue el primeroen morir, ni que haba muerto dos veces,por cuanto la descarga esperada no

  • respetara su cadver y lo destrozarams o menos en la misma proporcin enque iban a ser destrozados los cadveresde los que an permanecan vivos alldentro, incluido l. Claro est que alsargento no le dolera su segunda muertey, muerto como estaba ahora, lo msprobable es que ya no le inquietara laproximidad de la explosin. Haba sidoun buen hombre el sargento. Pese a todo,quiz su alma no se haba ganado elcielo, aun cuando esas ganancias, aefectos estadsticos, al final slodependeran del criterio de quienesdecidiesen la guerra a su favor; pues elque un hombre muerto en el campo de

  • batalla sea mrtir o todo lo contrario, nodepende solamente del ideal por quecombati, sino tambin del criterio delos combatientes que resultanvencedores e imponen su ideal. Eso eralo malo de la guerra.

    El soldado Vicente Sala estabaconvencido de que la guerra solamenteera sana para los nios, siempre ycuando fueran los nios quienes lahicieran a su modo y con espadas demadera. De cualquier otra forma, laguerra era incluso perjudicial para losnios, primero, porque nadie sepreocupaba de fabricarles juguetes, asque los nios se aburran

  • soberanamente, y despus, porque aconsecuencia de la guerra los niosvean a sus madres llorar, aprendiendoentonces que no slo son los nios losque lloran, y esto les hace meditar, pesea que la meditacin les debiera estarprohibida a los menores, ya que nadie escapaz de garantizar las consecuenciasque el taladro de una meditacinminuciosa y profunda puede provocar enel nimo de tantos nios que no tienen,que no saben con qu jugar. Y era asque, se dijo Vicente, al mundo le habanvuelto la chaqueta del revs y lo habanapaado, puesto que no debieron nuncalos mayores apropiarse de lo que eran

  • juegos privativos de los nios, porquejams los mayores aprenderan a jugar ala guerra como Dios manda, es decir, loharan siempre tan desastrosamente mal,que hasta se mataran, igual que ahora seestaban matando, mientras que a losnios, a quienes cambiaron los juegospor el llanto silencioso de la madre ypor la ausencia caliente del padre, noles quedaba ya otra opcin que la dededicarse a pensar para pasar el rato, lomismo que si fueran hombres a sueldo, ytras de estos pensamientos muchosdecidiran practicar en el futuro lapoltica en vez de la agricultura, y bienestaba que hubiese en el mundo un

  • poltico por cada mil quinientos o dosmil agricultores (resultaba inclusonatural), pero la guerra impondra a lalarga mil quinientos o dos mil polticospor cada agricultor, y eso era tambin lomalo de la guerra.

    Eso era tambin lo malo de la guerray medio milln de guerras lo habandemostrado, pero los hombres insistanen guerrear como si fueran nios, sloque, como eran hombres y no nios, lesdaba vergenza utilizar espadas demadera, e inventaban caones y tcticasde combate, sin reparar (o reparandoquizs en ello y hacindolo por eso) enque el nmero de muertos que se

  • ocasionaban iba en relacin directa conla perfeccin de aquellos caones y deaquellas tcticas de combate. Y, pensVicente, eso era lo definitivamente malode la guerra.

    Al tiempo de sonar las pisadas deEugenio en las escaleras (Vicente an nosaba que se trataba de Eugenio), elsoldado, sin separar la mirada de aquelgrupo de baldosines, quiso trasladar suspensamientos a los pajarillos queanidaban en el tejado de aquella casa,precisamente encima de la ventana de lahabitacin en que l se encontrabaahora. Eran dos simpticos gorriones,que, posiblemente, ya se habran

  • multiplicado. Vicente participaba msde la voz alegre de los pjaros que delmortfero crepitar de los fusiles. Lstimaque la llegada de los pies de Eugenio,llevando sobre ellos al soldado que depequeito (cuando an no era soldado ycuando a nadie se le ocurri pensar quemorira siendo soldado, con una balametida en la nuca) as haban bautizado,interrumpiera las maravillosas ideasque, acerca de los infelices pjaros y dela sucia guerra, Vicente se hallaba apunto de esbozar. Vicente se propusocontinuar ms tarde aquel anlisiscomparativo y, alzando de una vez lamirada, pregunt:

  • Qu?Eugenio seal el bulto con el

    pulgar.Huele ya? dijo.Vicente lade la cabeza para

    observar de nuevo la quietud del bultoque desde haca cuatro das permanecaall, pudrindose en aquel mismo rincnde la casa. El bulto consista en unamanta estirada y en el sargento, queestaba debajo de la manta, muerto de untiro en la frente cuando se le ocurriasomar la cabeza por encima de lossacos terreros para llamar hijos de malamadre a los hijos de mala madre que lesrodeaban, despus de haberse

  • convencido de que, en efecto, lo quesonaba en el subsuelo de la casa era elconstante, el inacabable escarbar devarios picos y palas, y de haberescuchado al teniente exponer su teorade que les iban a colocar una minadebajo de los pies, lo mismo que habanhecho ya en otros cuatro o cinco puntosde aquellas cercanas. Eso dijo elteniente, y el sargento, que, a pesar detodo, hasta entonces haba esperadoescapar con vida de la guerra y ascenderpoco a poco hasta general, no suporesignarse y guardar silencio, comohicieron los dems (fue un silencio debarro, que poda moldearse, pero fro

  • como un cuchillo, y tambin brillante,igual que una puntita de lgrima en lania de los ojos), ante la certeza decondena a muerte que significaba, no yala espantosa situacin de cercados(pues, aunque cercados, el sargentosiempre estaba entreviendo algunaesperanza de salvacin y planeando susposibilidades), sino aquelconvencimiento de que el enemigo no sehaba echado a dormir mientras ellos semoran, ni que tampoco se haba echadoa esperar que ellos decidiesen huir paraasesinarles cuando escaparan, sino que,al contrario, el enemigo haba estadotrabajando para perfeccionar el cepo en

  • que les cazaran. Y as fue que elimpulsivo sargento, a quieninusitadamente despertaron de su sueode convertirse en general (yposiblemente era esto, y no la futurarealidad de la muerte, lo que ms lehaba indignado), march como unatromba derecho a las trincheras delpatio, mentando entre dientes la malditaidea y la no menos maldita paciencia dequienes cavaban bajo sus pies paraatraparles como a ratas, esto es, peorque como a ratas (porque deca elsargento ni las ratas, por sarna quetuvieran, merecan aquella muerte), yasom la cabeza para gritar lo de la

  • mala madre, e incluso lo grit a medias,pero entonces son el disparo quetermin con la vida de aquel cabezota yque, por tanto, puso fin a todas susprobabilidades de ascender algn dahasta general.

    Realmente, el tiro que mat alsargento haba sido un tiro prodigioso.Fue tal la precisin matemtica con quepenetr la bala entre las dos cejas delsuboficial, y le dej muerto en el acto(tanto es as, que el grito que el sargentoestaba profiriendo se le qued dibujadoen la boca, y an todava algunos creanescuchar su voz cuando le retiraban lamanta para verle muerto), que, a fuerza

  • de comentarlo, se convirti en causa dediscusin entre los soldados, puesto que,mientras el cabo y Vicente se inclinabanpor conceder a Dios lo que era de Diosy al poco que haba matado al sargentouna puntera como la omnipotencia deDios, los ms preferan suponer al azarcomo el verdadero artfice de laintachable calidad del tiro. Pero locierto era que lo nico cierto era que,cuando ya al sargento no le quedabanmotivos para su preocupacin (al menosno los aparentaba), su muerte, cuatrodas despus, inici el impulso haciauna nueva inquietud que se trasluca enlas conversaciones de los soldados, si

  • bien la culpa no pertenecaexclusivamente al desdichado sargento,sino tambin a la alta temperatura quehaba apresurado el proceso dedescomposicin de su cadver.

    El soldado Vicente Sala, sinembargo, cuando escuch la pregunta deEugenio, an permaneca con elpensamiento puesto en su decisin decontinuar pensando en los pjaroscuando pudiera hacerlo, de modo que elmovimiento que hizo con la cabeza paraobservar el bulto que totalizaban lamanta y el sargento no se origin por eldeseo premeditado de contemplar otravez el bulto, sino que, al no comprender

  • instantneamente la pregunta, busc allla respuesta adecuada, ya que laindicacin del pulgar de Eugenio slopoda significar que Eugenio se estabarefiriendo al cadver y que en elcadver se hallaba la solucin a suinterrogante. Vicente, pues, pase lamirada por el bulto, y luego, alenfrentarse con Eugenio nuevamente, seencogi meticulosamente de hombros,elev las cejas con facilidad intuitiva ymurmur con mal disimulado cansancio:

    Yo qu s. A m ya todo me huelea perros.

    Y, en efecto, todo le ola a perros alsoldado Vicente Sala; le ola a perros,

  • no slo el cadver del sargento Merino,sino tambin la voz de sus compaeros,la sangre viva que corra por sus venasan calientes y el ansia de sus ojos. Selevant lentamente, e incluso sumovimiento le oli a perros muertos.

    Bueno dijo Eugenio. Yo novoy a aguantar mucho tiempo metidoaqu.

    Y t qu sabes? Vicente sesacudi el polvo con insolente desgana.

    Yo me voy a marchar. Yo noespero a que me revienten como a unescarabajo pelotero.

    All t. Pero debes darte prisa. Vicente ech a andar hacia las escaleras

  • . Te quedas? pregunt.Saba que se quedaba, por eso intuy

    la contestacin de Eugenio en sentidoafirmativo, aun cuando sta llegase a len forma de un murmullo de agitado rointraducible. Vicente baj a la plantainferior y se puso a disposicin delteniente, quien le envi al patio arelevar a Cristino. El sol, y ms que elsol, la luz del sol, le hizo parpadearviolentamente varias veces, hasta que,transcurridos diez o doce segundos,localiz a Cristino al pie de una tronera.

    Qu tal arriba? le preguntCristino.

    Se est ms fresco que aqu.

  • Vicente se pas una mano por los ojos yrepiti los guios que hiciera cuandosali al patio, quedndose por fin con lamirada entornada entre los prpados.Vaya un buen da dijo, eh?

    No est mal. Cristino le dio unapalmada en las espaldas. Ah tequedas.

    Vicente vio desaparecer a Cristinoen el interior de la casa y en seguidapens en que ya nunca le volvera a vervivo, ni a Cristino, ni a Eugenio, ni aninguno, y esper, durante unos instantesque parecieron aos, que se produjera laexplosin, concentrando toda la fuerzade sus sentidos en el sistema auditivo, a

  • fin de intentar comparar antes de morirlos ruidos que ya conoca con el ruidoignorado del reventn de la mina, peroentonces, e inexplicablemente, pens enque tambin moriran los gorriones, y lamirada dej de ser odo para convertirseen mirada nuevamente y observar cmouno de los pjaros (el macho, lo conocipor su pechuga negra) retaba al enemigodesde lo alto de la trinchera de sacosterreros, saltando suicidamente sobreellos, y tuvo miedo de que el pajaritofuese tambin motivo de contemplacinpara el infalible fusilero que habamatado al sargento. Vicente amaba lospjaros y la paz, por eso siempre haba

  • cazado pjaros y ahora haca la guerra.Y as fue cmo, tras espantar con unapalmada al inconsciente gorrin (elgorrin vol desde los sacos terreroshacia el tejado de la casa, posndose enlas proximidades del nido), el soldadose impuso el deber de sentenciar queaquellos gorriones no deban morir all,y lo sentenci decididamente, sin que elpensamiento vagase a travs depremisas que, por otra parte, inclusopodan sealar como necesaria la muertede los pajarillos, sobre todo teniendo encuenta que de algo, de muerte natural ode muerte violenta, todos los hombres ytodos los pjaros han de morir. Pero

  • Vicente decidi, firm y rubricmentalmente la inocencia de losgorriones, estudiando acto seguido lasposibilidades de salvacin con quecontaban si a la mina le daba porestallar en aquellos precisos momentos.De permanecer el macho sobre el tejadode la casa, era, sin gnero de dudas, elque mayor porcentaje de posibilidadestena de resultar indemne, porque sumismo instinto le empujara a escapar deun vuelo al producirse el sonido inicialde la explosin; no as la hembra ni lospajarillos, que, de haber nacido ya (lospajarillos), pereceranirremediablemente entre las ruinas de la

  • casa, si era cierto que ahora la hembrase encontraba en el nido, como suponaVicente, y si su instinto de maternidadera ms poderoso que el deconservacin, como tambin Vicentesupona y admiraba, causa queinmovilizara las alas de la madre, deforma y manera que sta, salvo unmilagro de Dios, que a veces hacemilagros parecidos, sucumbira junto asus polluelos.

    El soldado invent en suimaginacin la casa destrozada (tardvarios minutos en hacerlo, colocando ydescolocando piedras y sacos; poniendoaqu un muerto y all un brazo del

  • teniente muerto; situando el cadver deEugenio al lado del maloliente cadverdel sargento, ste en una posturagrotesca y aqul asomando un costado, oalgo que se pareca a un costado, entrelos escombros; todo as, todo: piedras,sacos y muertos, revueltos en eldesorden que haba ordenado suimaginacin) y se dedic a buscarentonces entre las ruinas a los pajarillosmuertos, encontrndolos al fin, gracias ala ayuda que le prest el gorrin macho,al que definitivamente haba salvado dela hecatombe, que piaba lastimeramenteal pie de un montn de polvorientastejas machacadas, y el Vicente

  • imaginado por Vicente hurg all con lasdos manos hasta dar con los diminutoscuerpos an calientes de cuatro cras yel cadver asombrado de la pjara, loscuales puso al lado del gorrin machoantes de escarbar a ver quin era elmuerto que haba estado en la muertedebajo de los pjaros, y a quien viosolamente en parte al buscar a stos,comprobando con horror que se tratabade l mismo, o sea, el muerto no era elVicente imaginado por Vicente, sino otravez l, esto es, otro l ms semejante alque estaba al lado de la tronera. No erala primera vez que al soldado le ocurrapensarse as, sin vida (ya se sabe, al

  • hombre le gusta saborear, en el preludiodel sueo y de la desesperacin, elproceso de su muerte), pero elinesperado impacto que le produjo enesta ocasin aquel pensamiento, al queno lleg por vas de una lgicaconsecuente o de un deseo premeditado,le hizo cabecear varias veces, cerrandoy abriendo los ojos con violencia, hastaque la realidad (la realidad consista enla casa en pe, el da maravilloso y elgorrin macho piando en el tejado de lacasa) venci a las irreales secuenciasimaginativas. Vicente suspir con ganas;comprob que, de todos modos, sihubiese explotado entonces la mina lo

  • menos probable era que su cuerpoquedara junto a los pajarillos, dada lasituacin actual de l respecto a ellos, ydespus, tras algunos instantes deindiferencia mental y expansin de sucomodidad fsica, sigui con la miradael vuelo del gorrin macho, que, lanzadodesde el tejado, pas sobre su cabeza yatraves la trinchera.

    Cuando el soldado Vicente Sala,tropezando de nuevo con su obsesincasi inconsciente, analiz todo lo quemomentos antes haba pensado, ymeditando en el espasmo de sus ojos yen la rigidez frrea de sus dedos,comprendi que la locura rondaba su

  • cerebro. Lo comprendi con frialdadabsoluta, concediendo la mximanaturalidad al hecho de que un hombrepueda acabar loco y entender sudemencia, sin que nada dentro de lforzase una orden que modificara en losojos el trance del espasmo e hicieseabandonar a los dedos su rigidez.Reconoca que la locura era as, perotampoco le import, sintindose feliz dehallarse an capacitado para estudiarcon tranquilidad su reconocidademencia, de manera que Vicenteimagin otro Vicente para que lecontemplara en cuclillas,irremediablemente espantado bajo el

  • sol, brillndole como el nquel lamirada, e hizo que el otro Vicente seburlara de l, terminando l mismo, noya el otro Vicente, sonriendo y lleno deganas de ir a la casa a pregonar queestaba loco, que lo sabaconscientemente, aunque los dems letomaran, en efecto, por un estpidomanitico. Entonces se dio cuenta elsoldado de que controlaba su locura y,olvidndose a propsito de ella,convencido de que podra poseerlanuevamente cuando la necesitase, mir atravs de la tronera intentando localizaral gorrin, pero no vio el gorrin, sinouna cabeza que emerga de las trincheras

  • enemigas, por lo que, al suponer queperteneca a un hombre vivo, yrequerido por los reflejos que laexperiencia de la guerra habadepositado en l, prepar su fusil paradisparar. Apunt pacientemente,recrendose en el placer de apuntar y desaber que apuntaba, hasta que, cuandosupo que un simple movimiento de sudedo ndice bastaba para matar a lacabeza y, en consecuencia, al hombreentero (todo un mundo morira con l,toda su niez, que ya nunca recordara, yquizs alguien que no haba ido a laguerra ni deseaba la guerra lamentarasu muerte e, incluso, si padeca del

  • corazn, morira tambin por efecto deaquel disparo, y quin saba si elhombre aquel, pese a ser un enemigo, noera un gran hombre o al menos un buenhombre, y pensando que posiblemente elhombre, grande o bueno, tena hambre osed o ganas de llorar, para llegar a laconclusin de que todo esto y cien milcosas ms poda destruirlo, es decir,descrearlo el ligero temblor de un dedo,de tal forma que aquello, un hombre alfin y al cabo, ya jams comera nibebera ni llorara), algo le empa elcristal de los ojos y Vicente retir lamano derecha del fusil, mirndose luegoen ella las lgrimas que, por primera vez

  • desde que empez la guerra, le habanobligado a respetar la vida de unenemigo. Recogi el arma y se volvi deespaldas a la tronera para evitar que sumirada encontrase otra vez la cabezaaquella, invocando a Dios que le tuvieraen cuenta aquel gesto a la hora de echarcuentas. Sinti que una lasitud deenorme bienestar invada todos susmiembros al entablar conversacin conDios. Le dijo que l no era malo y Diosmene comprensivo la cabeza, lo cual leprest nimos para rogarle que nocontara a ninguno de sus compaerosque haba perdonado la vida a unenemigo ni cmo lo haba hecho, y Dios

  • le contest que quedase tranquilo, queno lo hara. Vicente le dio las gracias yle dej marchar. Entonces Dios, el Diosreal, fue sustituido en las deduccionesdel soldado por el convencimiento deque era necesaria la existencia de Dios yque, de no existir, habra que inventarlo.Pero Dios exista (Vicente estaba segurode que Dios exista, igual que existen lossueos y las corazonadas), ya que eraindudable que exista l (Vicente) yexistan sus pensamientos en los queexista Dios. Y si Dios, gente de paz,consenta la guerra, lo haca para ponera prueba a los autnticos pacifistas.Porque no eran pacifistas, de ningn

  • modo, los que se quedaban en sus casas,en sus tiendas, en sus oficinas,comentando elocuentemente ladesgraciada situacin y golpendose elpecho mientras clamaban paz; lospacifistas eran quienes por senderos msdirectos, esto es, yendo al frente,matando y muriendo, hacan cuantoestaba en su mano para aniquilar alenemigo que practicaba la guerra, esdecir, no precisamente que practicase laguerra, sino que, para ganar la mismapaz, recorra otros caminos, o quiz losmismos caminos, pero a la inversa, puesla guerra era la consecuencia msinmediata del deseo de la paz que

  • muchos hombres buscaban desdedistintos frentes. De modo y manera que,se dijo Vicente, ganase quien ganaseaquella guerra, siempre acabara porllegar la paz.

    Vicente dibuj con la culata del fusilsu nombre en la arena y an estabacontemplndolo cuando apareciFrancisco, quien se asom por la troneray luego volvi la cara hacia l.

    Has visto a se? pregunt.Vicente saba a quin se refera,

    pero mir de todas formas por latronera, viendo otra vez al hombreaqul, o posiblemente a otro hombre. Enrealidad, lo que Vicente vio fue un

  • hombre indeterminado, una cabeza queno pareca rubia ni morena, aun cuandofuese, indudablemente, una cabeza, a laque por fuerza haba de continuar uncuerpo y que, al hallarse cuerpo ycabeza en la trinchera adversaria,constituan la totalidad de un enemigo.Permaneci mirndole durante algunossegundos, observando sus movimientos,los cuales, de pronto, le hicierondesaparecer tras la trinchera. Vicente sevolvi hacia Francisco y dijo:

    Vaya tipo. Ya se ha metido.Francisco se sent en el suelo.Bueno murmur. Intent borrar

    con un pie el nombre de Vicente. Lo

  • que yo no s es a qu esperan.Ni yo. Vicente pate las pocas

    rayas de su nombre que haban quedadointactas. Pero as es mejor, no teparece?

    Francisco no respondi. Al menos,no respondi durante el tiempo que elsol emple en achicar su sombra, y noslo su sombra, sino tambin todas lassombras, pero sobre todo la suya (la deFrancisco), que tan cerca se encontrabaya de l, tan enormemente cerca, que yacasi no exista como sombra que pudiesesignificar el reflejo de algo, puesto queFrancisco se haba acurrucado hasta loinverosmil, pese al excesivo calor,

  • imantando la sombra que el sol le habaregalado. As, pues, Vicente, quien hacarato dej de esperar una respuestaconcreta (lo cierto es que dej deesperarla acto seguido de formular lapregunta, viendo a Francisco agazaparsesobre s mismo, encogerse como unaoruga cuando se la toca), mirsorprendido a su compaero, y si lemir sorprendido fue porque le oyhablar, e intent adivinar por qu huecosala su voz, comprendiendo que stasurga de entre las piernas, en las queFrancisco tena apoyada la cara, y,rebotando en el suelo igual que unapelota, suba con desgana haca l, de

  • forma que no era de extraar que, trastantas incidencias y a travs de tantosobstculos, ms pareciera la ronca vozde un hombre que se hallaba a punto dellorar o que acababa de hacerlo, que unasimple voz, como era la de Francisco.

    Esto es peor deca Francisco. Esto es infinitamente peor repeta. Si, al menos, hubiramostenido aqu la radio Qu se puedehacer?

    Vicente toc un hombro de sucompaero y dijo:

    Nada. Hay que esperar.Haba que esperar con la paciencia

    del rbol que, ao a ao, crece unos

  • pobres centmetros con la esperanza demeter sus ramas en el azul del cielo;haba que esperar, pues ya que era ciertala existencia de Dios, los hombres nopodan ser como las piedras tiradas alazar por el pastor de cabras; haba queesperar, porque slo caba esa solucino la muy triste de pegarse un tiro y yanunca esperar nada. Por eso VicenteSala, que haba esperado siempre, juga espadas cuando hablaron de rendirse,y la fuerza de su dos, unida a la fuerzade las otras cinco cartas de espadasazules, pudo con los cinco oros (estabaseguro que uno era el de Francisco) quevotaban la rendicin.

  • Esperar? pregunt Francisco.S, esperar dijo Vicente.Golpe suavemente a Francisco y,

    mirndose la punta de los pies, camincon desusada pausa hacia la puerta de lacasa. Una vez all, quieto en el umbral,agarr la cortina de arpillera y se volvihacia Francisco y le vio, no como antes,sino de espaldas, pegado a la tronera, ypens en que las espaldas son a vecesms expresivas que los ojos. Por eso, yporque aquel pensamiento le haca dao,Vicente apret los labios. Saba lo quesenta Francisco, puesto que en realidadera lo mismo que hubiese sentido l encaso de no estar loco, algo as como

  • algo semejante al miedo, pero que noconsista en el miedo propiamente, yaque era muy posible que aquel algoestuviera ms lejos del miedo que de ladesesperanza. En efecto, se trataba de ladesesperanza, y era la desesperanza loque se dibujaba en las espaldas detodos, disminuyndolas y agachndolas,de modo que las miradas no podanmantenerse en posicin horizontal, ymenos an se alzaban al cielo, salvo enraras ocasiones, hacindolo entonces,sin que el rostro se moviera apenas,elevando simplemente las cejas y conellas las pestaas y los ojos, para dejarluego que cayeran stos desplomados a

  • la menor oportunidad. As que Vicentedej otra vez caer los ojos hacia susbotas y pens (la punta de su piederecho haba empezado a moverse dearriba abajo con repetida insistencia y elsoldado se contemplaba el pie sinningn entusiasmo definido) que eracurioso observar cmo todo lo que allocurra se comprenda mejor mirando alas espaldas, que eran, decididamente,las que daban su justa inclinacin a lasdesesperanzadas cabezas. Vicente(penetr en la casa y anduvo hastasituarse junto al sentado Roque; luego sejur que, pese a las apariencias, Roqueno miraba hacia el centro de la sala,

  • sino que era su pensamiento trasladado asu mirada, y, por tanto, no vea, no podaver la superficie del suelo y s lo que seencontraba debajo de las baldosas, osea, aquella condenada, expectante,temible mina) se sinti contento de nohaber confundido lo que se trataba dedesesperanza con lo que poda habersetratado de desesperacin, y se sent allado de Roque, colocando el fusil sobresu regazo. Fuera se escuchaban losladridos de Moro, y pens Vicente queMoro, por carecer de raciocinio, y l,porque estaba loco, eran los nicos queguardaban en el pecho un pedazo deesperanza.

  • Qu hay? le dijo a Roque.Nada de particular. Qu quieres

    que haya? musit Roque. Slo esoque hay ah.

    Adelant la barbilla para sealar elcentro de la habitacin, quedndose denuevo callado y fijo, como si no hubierahablado ni se hubiera movidovoluntariamente jams, ya que losmovimientos que su respiracin y susentido del equilibrio le obligaban arealizar eran idnticos a los que elviento crea en las ramas de los rboles yen el nivel del agua. Vicente, entonces,quiso canturrear, pero lo nico que sacen limpio fue su conviccin de que no

  • tena nimos para hacerlo ni deseos deacordarse de ninguna cancin. Opt porcerrar los ojos y dejar que el tiempotranscurriera.

    Y, en efecto, el tiempo transcurri,pero no con la indiferencia del solcuando da paso a la noche, y ni siquieracon la monotona inaguantable del tic-tac de un reloj despertador, sinoamontonando recuerdos en las sienes deVicente. Ayer, antes de ayer, todo supasado estaba all.

    Vicente tan pronto se acordaba de unnio solitario (y era l cuando era nio)que buscaba caracoles entre la hierbahmeda (y al encontrar alguno, antes de

  • echarlo en el bote, el nio empezaba acantar: Caracol, caracol, saca loscuernos al sol, sin importarle quean no hubiese dejado de llover), comode un mozo tambin solitario, o huraoquiz, que hablaba en el campo con lospjaros a la edad en que quien ms yquien menos piensa en lo adorable queresultara la compaa de una muchachade ojos negros. Su padre se lo deca aveces:

    No eres sociable y debieras serlo.Te crees que no necesitas de nadie, y tannecesarios son los dems hombres parati como t lo eres para ellos. Unamuchacha, quizs

  • Pero Vicente entenda a los pjarosmejor que a las muchachas: el pardillo,el jilguero, el gorrin, el verdecillo

    Un da (todava no era mozo)compr un tarro de liga y prepar unadocena de canutos de caa; se hizo conuna caja de zapatos, a la que improvisuna puerta y agujere la tapa, busc unbuen cardo y se fue al lado del ro; allcort unas ramitas de encina y las pelcon la navaja, embadurnndolas despusde liga y colocndolas en los canutosque previamente haba adherido almagnfico cardo, el cual replant a unosmetros del agua; se escondi tras deunas piedras y se dispuso a esperar.

  • Los jilgueros entonaban cerca sucanto de metal brillante; tardaron ms dedos horas en bajar: primero fue un solojilguero, que pareca llevar el cantoprendido en el vuelo de las alas que loaproximaban al cardo, y luego, una vezque el primer jilguero se hubo posado enla trampa, veinte chillones pajarillosms se descolgaron de las prximasencinas y cayeron jugando sobre elcardo. Vicente saba que el corazn lelata muy de prisa y contuvo el aire enlos pulmones, arrinconndose an msen el fondo de su escondite. Losjilgueros cantaban y enredaban en lasentraas del cardo, hasta que, de pronto,

  • uno de ellos intent volar; vol,efectivamente, durante algunossegundos, y, tras describir un dramticongulo en el vaco, se desplomvertiginosamente a tierra. Vicente saltfuera de las piedras y corri hacia elpjaro cado, al tiempo que los restantespjaros de la bandada echaban a volarespantados. El muchacho, sin dejar decorrer, sigui con la mirada los quiebrosde los jilgueros, contndolos segn ibancayendo al suelo.

    Vicente tuvo que meterse en el ropara recuperar uno de los jilguerosligados, por lo que lleg a casachorreando agua, pero feliz y contento,

  • mostrando la caja de zapatos en quebullan media docena de pajarillos.Estaba seguro de que su padre, alverlos, comprara una jaula grande y queen ella los pjaros cantaran a todashoras. Pero el padre no slo no compruna jaula grande, sino que le dio unasoberbia paliza al muchacho y se comilos pjaros fritos.

    No por eso Vicente dej de cazarpjaros; continu cazndolos, si bien,cuando sus manos calientes se cansabande sostener a los pajarillos y sus ojos deestudiarlos, entonces los dejaba marchary se senta feliz de darles suelta, quiztanto o ms feliz que los pjaros que

  • escapaban piando. As fue como Vicentese hizo amigo de las avecillas delcampo y por lo que las entenda mejorque a las muchachas de ojos negros.

    En eso estaba Vicente, cuando ledespert (o casi le despert, esto es, ledespert del casi, puesto que no estabadormido, sino nada ms casi dormido, yde estar dormido del todo no le hubieradespertado) el sonido lejano de undisparo de fusil. Vicente se restreg losojos y se puso en pie.

    Un pjaro menos le dijo contristeza a Roque, que le mir extraado.

    Vicente fue hacia la puerta e hizocon la mano un ademn interrogativo a

  • Francisco, quien le contestencogindose de hombros, y luegoVicente entr de nuevo en la casa ycruz la habitacin, sabiendo, cuandopasaba por el centro de la misma, quenunca se haba hallado ms cerca de lamuerte, o, al contrario, que la muerte(precisamente lo que le iba a causar lamuerte) ahora se encontraba ms cercaque nunca de l, y, no obstante, aunqueapresur la marcha, sinti un ligeroplacer como de patas de hormigasrecorrindole la sangre, traslucido en lasonrisa que dirigi a Roque, quiencontinuaba mirndole extraado. PenetrVicente en el cuarto contiguo al tiempo

  • que el teniente deca al cabo que habaque enterrar al sargento, mientrasEugenio, Anselmo y Rufino asentan congruidos o con movimientos de cabeza.Vicente, tras hacer una insinuacin desaludo, se coloc al lado de lossoldados y tambin asinti. Ya no lecaba duda de que el sargento ola mal yera necesario enterrarle; lo haba dichoel teniente.

    El teniente se volvi hacia Vicente yle pregunt:

    Quin ha quedado fuera?A m me ha relevado Francisco

    contest Vicente y me parece que enla parte del pozo el que debe de estar es

  • Julio.Julio? murmur el teniente. Se

    acerc a la ventana y entreabri laarpillera. Qu demonio! exclam. Dnde est Julio?

    El cabo corri hacia la ventana y,despus de mirar, habl groseramentedel padre y de la madre de Julio.Vicente, sin moverse de su sitio, pudover que, en efecto, Julio habaabandonado su puesto; vio el puesto (laametralladora, un fusil y las cajas decartuchos), pero no vio a Julio, y quisopensar que no era del todo improbableque ste se encontrase en la letrina,rechazando por absurdo el pensamiento

  • nada ms pensar que poda pensarlo. Elteniente le dijo algo a Rufino, quiensali apresuradamente del cuarto, ypoco despus (Vicente seguacontemplando la ametralladora, el fusily las cajas de cartuchos) le vio en ellugar en que deba estar Julio, no, sinembargo, como deba estar Julio, sinocerciorndose de que Julio no estabaall, cosa que, por otra parte, no hacafalta comprobar. Luego desapareciRufino y, calculando con precisin elmomento en que ste entraba en la casa,Vicente escuch sus rpidas pisadas enlas escaleras, viendo al tenienteasomado a la puerta, y al fin regres

  • Rufino y abri las manos endesconsolado y significativo ademn.

    Arriba estn Cristino y Jos dijo. Dicen que no saben nada deJulio.

    El teniente se pase lentamente porla habitacin con la cabeza agachada ylas manos trenzndose nerviosas en lasespaldas.

    De modo que ha desertado murmuraba entre dientes. As que hadesertado

    Vicente mir a Eugenio y le vioempalidecer. Ya saba de quines eranotros dos de los oros que votaron larendicin. Le faltaban slo dos ms y, al

  • ver aparecer a Roque en el umbral de lapuerta, solamente le falt uno paracompletar los cinco que, pese a preferirla rendicin, eran menos que los quevotaron a espadas porque haban elegidola muerte. Si l hubiese cambiado depalo Ya no le caba duda de que, enverdad, tan necesarios le eran a l losdems hombres como l lo era paraellos. Pero y el quinto oros? El tenientey el cabo haban sido indudablesespadas; le quedaban Anselmo, Cristino,Jos y Rufino. Pens que Rufino habajugado tambin a espadas e intentadivinar a Cristino volcando un oros,pero, viendo la cara de Anselmo e

  • imaginndose al nio grande que eraJos, le asaltaron serias dudas.

    El teniente se haba plantado en elcentro de la habitacin; extrajo lasmanos de las espaldas y empez afrotrselas a la altura de su pecho,mirndolas como con curiosidad, yhabl a los soldados, sin dejar demirarse las manos, y Vicente pens quele estaba hablando a las manos, igualque los nios hablan al caballo decartn o al mueco de trapo.

    Seores dijo el teniente.Est bien, seores. Espero que esto nolo repetir ninguno de ustedes. Yo estoydispuesto Est bien, seores. Sus

  • tres ltimas palabras fueron rotundas einvitaban a los soldados a retirarse, demodo que la invitacin que hizoposteriormente para que los soldados seretirasen fue completamente gratuita yson pueden retirarse cuandoellos (si no todos, al menos Vicente), sibien an no haban dado ningn pasoadelante, haban transmitido ya la ordena los pies y se hallaban a una milsimade instante de cumplirla.

    Una vez fuera, Vicente rode la casay lleg junto al pozo, y all estaba, conlos ojos absortos y el pensamientotambin absorto, cuando apareci elcabo, que recogi el fusil de Julio y,

  • respirando hondo, no con un suspirocomn, sino con un suspiro premeditado,largo, que luego se convirti enresoplido sonoro e interminable, dijocon estudiada calma:

    A ti no te han dado todava ganasde desertar, Vicente?

    Vicente, no porque no esperase estapregunta, ya que cualquier otra preguntahubiera causado en l el mismo efecto,rompi la quietud de su mirada y lairreflexin de su pensamiento; parpadevarias veces y dijo:

    Qu?A m, s dijo el cabo. Creo

    que a todos nosotros, desde que estamos

  • aqu, nos han dado alguna vez ganas dedesertar.

    Incluso al teniente? preguntVicente.

    Apostara a que s. Si no ganas dedesertar, ganas de mandarlo todo apaseo y entregarse.

    Pero el teniente ech espadas, y ttambin echaste espadas. Vicente hizoun gesto de duda. Echaste espadasporque, no slo no estabais dispuestos ano rendiros, sino tambin porque nopas por vuestra imaginacin laposibilidad de desertar.

    El cabo asinti con la cabeza.Y t tambin pusiste espadas,

  • estoy seguro dijo. Pero se hacen lascosas que se hacen, no las cosas que sedebieran hacer. El cabo se sentsobre la caja de cartuchos e invit aVicente a que le imitara. Vicente seapoy con desgana en el brocal del pozo. Elegir entre la vida y la muerte continu diciendo el cabo. Quin,quin puede reprocharte que te decidaspor la vida? Pero t elegiste la muerte,igual que la eligi el teniente, y Jos, yRufino, y Cristino, e igual que la elegyo, no porque desees la muerte niporque creas que tu deber es morir, sinoporque se te ha planteado, quiz porprimera y ltima vez en tu vida, la

  • posibilidad de la muerte, y porque notienes luces, ninguno hemos tenido luces,para darle las espaldas y arrostrar conlas consecuencias de la vida. Es muybonito morir as, como vamos a morirnosotros, dejndonos matar sin mover unsolo dedo. Pero y Julio? Julio es todolo que yo dije antes de l, porque undesertor no merece mejorestratamientos. Y, sin embargo, no leespera a Julio acaso una vida ms perraque nuestra muerte? Julio es ahora undesertor, y ser siempre un desertor, estaqu o est donde el demonio lo hayallevado, y todos sabrn que es undesertor, y cuando la guerra termine y la

  • paz cumpla diez aos, Julio continuarsiendo un desertor, mientras nosotros noseremos otra cosa que ceniza, nisiquiera tan importantes como lascenizas de Carlomagno o que las cenizasde Napolen, y la paz cumplir veinteaos y Julio no habr dejado de ser undesertor, quiero decir, si no muere antesdel tifus, o de la lepra, o de lo que sea, yan as morir siendo un desertor, eincluso puede que empiece otra guerra yl entrar en ella siendo ya un desertor,precisamente porque un da hizo lo quedeba hacer, lo que era ms difcil hacercuando tuvo que decidirse entre laentrega de sus sentidos a la muerte y el

  • recurso de vivir siendo un desertor. Yesa ha sido la valenta de Julio, no lanuestra, pues no la hemos tenido paraentregarnos a la vida y vivirla, no digocomo desertores, sino ni siquiera comorendidos. Es ms fcil morir y noexponerse a la vida que, pese a nuestramuerte, continuar por lo menos un parde siglos, y en los que habr muchosms hombres que prefieran morir adesertar, y que entonces tendramos queaceptar, no como una vida natural que vepasar los das hacia la muerte, sinocomo una vida que, precisamente porhaber escapado de la muerte, no tieneojos ni siquiera para ver pasar los das,

  • sino para esperar con impaciencia lamuerte que dejar las cosas tal y comodeban estar. El cabo cerr los ojos ydesparram sus espaldas sobre la valla.Estuvo callado el tiempo justo queVicente emple en aadir a Anselmo ala lista de los cuatro oros que hastaentonces saba definitivos. Luego, sincasi mover los labios y sin abrir losojos, el cabo continu: Pero vale lapena la vida. Si no la vida, vale la penael placer de pensar que se est vivo, quese pueden decir y hacer muchas cosas,que se puede echar a correr en unmomento determinado y que se puedecantar o tomar un trago con los amigos.

  • Lo maravilloso de la vida no es la vidamisma, sino las posibilidades que leofrece al hombre vivo; lo maravillosode la vida no es tomar ese trago con losamigos, sino el pensar que se puedetomar ese trago. No se disfrutan lascosas cuando se hacen, sino cuando sepiensa que se pueden hacer. El caboabri los ojos, pero no movi ningnotro centmetro de su cuerpo. Yo novoy a desertar, pero me mantendr vivomientras pueda pensar en la posibilidadde la desercin y, por tanto, en laposibilidad de la vida. La vida y lamuerte son la misma cosa.

    Vicente miraba fijamente al cabo;

  • haba empezado a mirarle fijamenteapenas haca diez segundos, vindole,tanto a l como a sus palabras, y pese alo que stas deseaban expresar,enormemente vaco de vida, noposiblemente por su quietud ni por lamonotona de su tono, sino porque suimaginacin (la de l, la de Vicente)haba convertido a los hombres en unpuado de pjaros muertos, y apenasimportaba que todava tuviesen fuerzaspara hablar o para sentirse defraudadospor su irremediable destino, pues detodos modos no eran otra cosa ms queun puado de pjaros irremisiblementemuertos, y quiz no slo ellos, sino

  • tambin toda la humanidad que, metidaen la guerra, conservaba los cuerposcalientes y la sangre podrida o a puntode pudrirse, igual que la de aquellospjaros que l haba tenido entre susmanos, esto es, entre las manos de otroVicente pensado por l y que, pese a serun simple y an fcil pensamiento, noera sino igualmente un pjaro acabado,un pjaro muerto, como muertos estaban,no solamente ellos, sus cuerpos vivos ysu sangre sucia, sino tambin suspensamientos, sus palabras y surespiracin.

    Seguramente es as dijo Vicente: La misma cosa. Separ las

  • espaldas del brocal del pozo y pusotriste la cara. Realmente aadimuchas veces no tenemos ms remedioque pensar que no vale la pena vivir.Lstima de los dolores del parto!

    Y vio al cabo moverse, es decir,levantar la cabeza y clavar la mirada enel cielo limpio.

    Dios hubiera hecho an mejor lascosas dijo el cabo descansando elsexto da.

    Ms all de la tapia, Moro lanz unfuerte ladrido. Vicente estuvo mirando alos gorriones, que, posados en mediodel patio, buscaban migas de pan ysaltaban o se dejaban empujar por

  • vuelos cortos, no contentos ni tristes losgorriones, sino vivos, sencillamente,como vivas estaran ahora las amapolasen los campos y las sardinas en el mar.Y a Vicente le bastaba aquello parapensar que era muy posible que l cabotuviese razn respecto a la graveequivocacin de Dios.

    As, pues, tras dejar sentado al cabosobre la caja de cartuchos (el cabohaba bajado la cara y cerr de nuevolos ojos; no agreg ninguna palabra msa las ya dichas, sino que se limit arespirar hondo nuevamente y resoplarcomo pensando en su resoplido,mientras el soldado marchaba de su

  • lado), Vicente vio de nuevo a losgorriones y se detuvo para noespantarlos. Cinco minutos estuvoVicente frente a los pjaros, hasta questos se subieron al tejado, y, al tiempoque Moro volva a ladrar, entr elsoldado entonces en la casa, dondeRoque, no ms odioso que sus palabrasni que su contacto, por cuanto suexpresin no tena ya capacidad, no slopara no esculpir el odio, sino tampocopara reflejar algo que pudiera sersntoma de la existencia del alma, letom del brazo y le dijo con ningndisimulado desprecio:

    A ti no te cre tan imbcil. Era

  • tuyo el dos de espadas?S le contest Vicente. Sinti

    que la mano de Roque apretaba con msfuerza y que luego, no repentinamente, nisiquiera bruscamente, sino con lalentitud y suavidad con que van tomandobrillo las estrellas al llegar la noche,aflojaba la presin, resbalando hastaquedar inerte, colgada del cuerpo delsoldado con los dedos lacios y hmedosde sudor, y esto lo supo Vicente, no porla sensacin de haber perdido en subrazo el contacto de la mano de Roque,sino porque estaba mirndole a los ojos,a los ojos tan muertos como suesperanza, y en los que se retrataba, al

  • retratarse ellos mismos, la lasitud detodo su cuerpo. Yo an creo en algoaadi. Estuvo quiz cien segundostan callado como Roque, no mirndole al, sino mirndose a s mismo, auncuando sus ojos estuvieran posados enlos ojos inexpresivos de su compaero.As acabaron los cien segundos, yVicente, meneando con benevolencia lacabeza, dijo, no con la voz ms potenteque su sentimiento: La muerte nodenigra a nadie. En eso y en Dios es enlo que yo creo.

    Vicente se volvi de espaldas y sedirigi hacia las escaleras, girando atiempo de ver como un repentino nervio

  • pona en marcha a Roque camino delhueco de la puerta, el cual atraves casicomo un hombre vivo.

    Luego, ms all de la casa y de latapia, Moro ladr de nuevo.

  • El soldado RoqueZamorano

    Cuando Anselmo destap la cara delsargento (lo hizo despacio, no conrespeto, sino con aversin, tirando de lamanta con la punta de los dedos), Roquemir el agujerito, lo contempl casi enxtasis y pens en lo que haba sido elsargento antes de nacerle aquel agujeritoentre las dos cejas, imaginndole vivo yguasn, repleto de movilidad comorabos de lagartijas, y lo compar a suactual quietud de carne que empieza ahacerse piedra y de piedra que, de tan

  • quieta que est, se pudre como la carnedel pez fuera del agua. Aquello era lamuerte; no slo un agujerito ms omenos profundo o ms o menos vistoso,sino las consecuencias que dichoagujerito originaba. Y Roque entoncesdese creer que exista algo ms que lamuerte total, algo que compensara ladramtica situacin de ser un indiferentemuerto, pero, viendo al sargento muertoy sabiendo lo que un simple agujeritohaba supuesto para l (la podredumbre,la ceguera y la sordera ms absolutas, suinsensibilidad irremediable), no alcanzesa conclusin definitiva, que, ms quedesear, necesitaba. Y si Roque, en

  • efecto, necesitaba llegar a aquellaconclusin, a la que quiso, pero a la queno pudo llegar, era porque saba que,aunque sin agujerito, tambin l estabaconstituido de podredumbre, ceguera,sordera e insensibilidad, de todo eso yde todas las dems apariencias de lamuerte, y si an su pecho se mova alcomps de su respiracin, si an mirabaal sargento y le vea muerto, esto es, loadivinaba muerto bajo la manta, viendoslo su cara muerta, mientras escuchabaa la mala bestia de Jos decir que se lepoda regar (al sargento) como se riegaa las flores, y si an le quedaba unacierta porcin de sensibilidad,

  • igualmente saba que aqul era suverdadero y ya prximo destino: sercomo la nada; ni siquiera como el vientoo como el agua del ro, sino ser como lams insignificante nada; taninsignificante y tan nada, que nadasignificara ni incluso para s mismo, ytodo, cuando un hombre en el campoenemigo, lleno de galones todo elhombre, diese una orden y alguien lacumpliera, volando as aquella casa ycuantos se hallaban all dentro, ms quesentenciados, ejecutados ya antes demorir, antes de convertirse en esas nadasdecepcionantes a que conduce la vida, ysabindolo, y eso era lo peor, igual que

  • se sabe que se est vivo y despiertocuando se est vivo y despierto.

    De todas formas, cuando Jos dijoque se poda regar al sargento como seriega a las flores, Roque se sintirecorrido por un escalofro que ledisolvi completamente el xtasis; dejde mirar al sargento y se volvi hacia elcabo.

    No hace falta tenerle destapadodijo. Tom una punta de la manta ytir de ella, hasta que la cara delsargento qued de nuevo oculta. Qudeca ste? le pregunt a Anselmo,sealando con un movimiento de cabezaa Jos.

  • Que le reguemos contestAnselmo. Como se riega a las flores.Mir al cabo.

    Qu te parece, cabo?No s cmo vamos a hacerlo

    dijo el cabo, sin referirse, ni muchomenos, a la sugerencia de Jos.

    Digo yo Jos tom la palabra. A las flores se las riega para que nose pudran, no? Primero se las corta,que es como si las mataran, y luego selas pone en un jarrn, que es comonosotros hemos puesto aqu alsargento Bueno, es para que meentendis, no? Se cogen las flores yse las riega, as duran ms tiempo sin

  • pudrirse. Por eso digo que podamosregar tambin al sargento. S, seor

    No es mala idea replic el cabo. Pero eso se lo cuentas al teniente. Aver, dnde est el saco?

    Jos esboz una sonrisa dedesenfado.

    Aqu est dijo. Sacudi el sacocomo se sacude una alfombra. Lo queno s es si va a caber en un saco slo.

    El cabo tom el saco y lo mir condetenimiento, estudiando (sus ojosinterrumpieron repetidas veces lacontemplacin del saco y dirigieron lamirada hacia el lugar ocupado por elcadver) la forma de meter en l al

  • sargento. Por fin hizo un gesto deresignada decisin y, suspirando hondo,dijo:

    Bueno, habr que probar. Vamos aver: uno, que le coja por los pies, y elotro, por los brazos. T, Roque, a ver siparas ya y vienes ac a echar una mano.

    Roque tosa; le hizo toser el polvoprovocado por Jos al sacudir el saco.Murmur algo entre toses y se acerc.Anselmo y Jos se inclinaban ya sobreel sargento, mientras el cabo sostenaabierto el saco. Cay la manta al sueloy, al ver como aquellos dos hombresizaban el cadver, las toses de Roque seacentuaron, y l no haca nada por

  • detenerlas, hasta convertirse en arcadasincontenibles, en convulsiones quetiraban de su estmago hacia arriba, y elcabo se volvi para mirarle, lo vio atravs de las lgrimas que aquellasconvulsiones haban colocado, sin lquererlo, en sus ojos, y vio tambin,antes de salir de all y correr hacia elcuarto contiguo, ahora convertido enletrina, cmo Anselmo y Jos dejaban elcadver en el suelo, al lado de la manta,y escuch, ya corriendo, que le llamabanto blando y cosas as. Pero Roquecorri, no saba si impulsado por lanecesidad de arrojar o si por el deseode escapar de aquel siniestro escenario,

  • y, una vez en la letrina, se puso en elsitio que le corresponda (ya que elteniente haba hecho, tras algunasdisputas de los soldados, una ecunimey proporcional distribucin del cuarto; aindicacin suya, Rufino dibuj con tizaun nmero de rectngulos igual al deocupantes de la casa, dejando un vacoen el centro donde poner los correajes yel fusil, y luego el teniente orden a lossoldados que eligieran su sitio,quedndose l con el que nadie quera,esto es, con el de al lado de la puerta) yapoy la cabeza contra la pared, fijandosus lacrimosos ojos en los significativosmontoncitos de arena, en espera de la

  • nusea definitiva que le aliviase deaquel malestar. Una de aquellas lgrimasgordas resbal y, despus de habersecolumpiado durante algunos segundos enla punta de la nariz (Roque no slo lasinti, sino que tambin la vio, aunque aduras penas, puesto que hubo de ponersebizco primero y luego guiar un ojo parahacerlo), se descolg suavemente y sepos en uno de los montoncitos dearena, lo que aceler la llegada de lanusea que Roque estaba esperando, sibien sta no le oblig a arrojar (calculel tiempo transcurrido desde que comipor ltima vez, comprendiendo entoncesque no arrojara), limitndose slo a

  • dejarle un amargo sabor que le asquela boca y le impuls a escupirrepetidamente, quedndole por fincolgada una especie de baba larga, tanlarga que casi llegaba al suelo, y queRoque cort con la mano, limpindosesta acto seguido en el pantaln. Salide la letrina secndose los ojos y sedetuvo un momento en el pasillo, frentea la puerta de la habitacin en que suscompaeros le esperaban para meter enel saco al sargento, pensando, es decir,no pensando, sino intentandoconvencerse a s mismo de que no lefaltara valor para ayudarles, hasta que,todava reflexivo, pero habindose

  • decidido ya completamente, traspas elmarco de la puerta y se qued paradodelante mismo del cabo, mientrascontemplaba las irnicas miradas que lediriga Jos, quien se hallaba sentado enel suelo, y los gestos de mal disimuladadespreocupacin que haca Anselmo.

    Qu? le pregunt el cabo, mscon los ojos que con la voz. Se te hapasado ya?

    Roque adelant las manos hacia elsaco y lo sujet por los bordes, igualque ya haba hecho el cabo, de modoque el saco qued completamenteabierto.

    Creo que s dijo. Mir el

  • pedazo de noche que haba dentro delsaco. Bueno, vamos a meterle de unavez?

    Jos se levant y agarr de los piesal sargento, en tanto Anselmo lo hacade las axilas. Roque observ que elsargento estaba descalzo y, al mirar alos pies de Jos, crey recordar (fuecomo un inesperado, aunqueintrascendente, latigazo en su memoria)que las botas que ste calzaba eran lasque haban pertenecido al suboficial,por lo que alz los ojos hacia los ojosde Jos (lo hizo, no en busca de unaexplicacin que ni esperaba ni deseaba,sino a impulsos de esa fuerza

  • incontrolable que hace mirar siempre alos ojos de un hombre despus de habersido descubierto algo, alguna cosaespecial en l, especial y llamativa,como si los ojos tambin tuvieran queser especiales y llamativos), viendo enellos (en los ojos de Jos) una chispacomo de satisfaccin cuando miraba alos pies del muerto y como de amenazacuando le miraba a l mirarle; as supoRoque que Jos haba sorprendido supensamiento (dedujo que el caminorecorrido por su mirada desde los piesdel sargento hasta los ojos de Jos, deigual modo que su expresin,involuntariamente interrogativa, fueron

  • las inocentes causas que delataron todolo que l estaba pensando) y, por tanto,Jos saba que l ahora saba que lehaba quitado las botas al sargento. Peroa Roque, aunque lade la mirada, no lepreocup que Jos supiera lo que lsaba; lade la cabeza porque no quisover cmo metan al sargento dentro delsaco, aun cuando lo vioirremediablemente, no con los ojos, sinoa travs de las exclamaciones del cabo,Anselmo y Jos, que escuchaba sinposibilidad de evitarlo, y que ledibujaban (Roque supuso que con la msfiel exactitud) todos los pormenores dela indeseable escena: Anselmo,

  • aguantando con fuerza, mientras Josintroduca los pies del cadver en elsaco, y luego Anselmo y Jos,empujando con mimada brutalidad paraque todo el cadver se deslizase hasta elfondo, donde al fin se quedara, tiesocomo un militar, y el cabo, apretndolela cabeza y los hombros para poder atarlos bordes del saco con una c