Alfaro Juan - Cristianismo Y Justicia.pdf

24
a justicia en el Mundo CRISTIANISMO <Y gUSPICIAi) JUAN ALFARO, S. J.

Transcript of Alfaro Juan - Cristianismo Y Justicia.pdf

a justicia en el Mundo

CRISTIANISMO <Y gUSPICIAi)

JUAN ALFARO, S. J .

LA JUSTICIA EN EL MUNDO

SÍNODO DE LOS OBISPOS

CRISTIANISMO Y JUSTICIA

Juan Alfaro, S. J.

COMISIÓN PONTIFICIA

JUSTICIA Y PAZ

Este folleto forma parte de una serie de ellos presentados por la Co­misión Pontificia "Justitia et Pax", con comentarios sobre el docu­mento "La Justicia en el Mundo", del Sínodo de los Obispos, de 1971.

Traducción castellana autorizada por la

Comisión Pontificia «Justitia et Pax»

© Comisión Pontificia «Justitia et Pax», 1973. Edita Propaganda Popular Católica. Enrique Jardiel Poncela, 4.—Madrid-16. I. S. B. N. 84-288-0189-4. Depósito legal: M. 5.160 - 1973. Printed in Spain.—-Impreso en España. Impreso en Marsiega, S. A.—Enrique Jardiel Poncela, 4.—Madrid-16.

I N T R O D U C C I Ó N

Desde León XIII hasta Pablo VI, el Magisterio de la Iglesia ha mostrado una preocupación creciente por el pro­blema de la justicia social. Sus documentos representan un esfuerzo continuo por despertar la conciencia de los cris­tianos a las exigencias de un cristianismo auténtico, eficaz­mente comprometido en el difícil combate por la justicia en el mundo.

La constitución pastoral del Vaticano II sobre la Igle­sia en el mundo actual y la Encíclica de Pablo VI Populo-rum progressio han introducido una perspectiva nueva, al considerar el deber de los cristianos por la justicia no ya desde el punto de vista de una ética guiada exclusivamente por la razón humana, sino, ante todo, a la luz de la reve­lación evangélica.

Esta perspectiva ha alcanzado su pleno desarrollo en el documento del Sínodo Episcopal de 1971 sobre la justicia en el mundo. Aquí se encuentra uno de los aspectos más interesantes del mismo:

«Escuchando el clamor de quienes sufren violen­cia oprimidos por sistemas y mecanismos injustos; y escuchando también los interrogantes de un mundo que con su perversidad contradice el plan del Creador, tenemos conciencia unánime de la vocación de la Igle­sia a estar presente en el corazón del mundo predican­do la Buena Nueva a los pobres, la liberación a los oprimidos y la alegría a los afligidos. La esperanza y el impulso que animan profundamente al mundo no son ajenos al dinamismo del Evangelio, que por vir-

5

tud del Espíritu Santo libera a los hombres del pe­cado personal y de sus consecuencias en la vida so­cial.» «La situación actual del mundo, vista a la luz de la fe, nos invita a volver al núcleo mismo del men­saje cristiano, creando en nosotros la íntima concien­cia de su verdadero sentido y de sus urgentes exigen­cias. La misión de predicar el Evangelio en el tiempo presente exige que nos empeñemos en la liberación integral del hombre ya desde ahora, en su existencia terrena. En efecto, si el mensaje cristiano sobre el amor y la justicia no manifiesta su eficacia en la ac­ción por la justicia en el mundo, muy difícilmente lo­grará credibilidad entre los hombres de nuestro tiem­po.» «La Iglesia ha recibido de Cristo la misión de predicar el mensaje evangélico, que contiene la lla­mada del hombre a convertirse del pecado al amor del Padre, la fraternidad universal y, por tanto, la exigencia de justicia en el mundo. Esta es la razón por la cual la Iglesia tiene el derecho, más aún, el deber, de proclamar la justicia en el campo social, na­cional e internacional, así como de denunciar las si­tuaciones de injusticia, cuando lo exijan los derechos fundamentales del hombre y su misma salvación. La Iglesia no es la única responsable de la justicia en el mundo; tiene, sin embargo, una responsabilidad pro­pia y específica, que se identifica con su misión de dar ante el mundo testimonio de la exigencia de amor y de justicia tal como se contiene en el mensaje evan­gélico...» (1).

En su exhaustivo y penetrante estudio sobre el tercer Sínodo Episcopal pone de relieve Rene Laurentin la inspi­ración evangélica del documento sobre la justicia, y nota expresamente que la noción bíblica de liberación ha entrado aquí por vez primera en el Magisterio de la Iglesia (2).

(1) Sínodo de los Obispos, La justicia en el mundo (Roma, 1971), 6, 16. (2) R. LAURENTIN, Réorientation de l'Eglise aprés te troisikme Synode

(París, 1972), 167-173.

6

El documento sinodal sobre la justicia tuvo que limitar­se por razones obvias a una presentación sintética de los rasgos más salientes del mensaje bíblico y de las reflexiones teológicas, que iluminan el sentido y la seriedad del compro­miso cristiano por la justicia. Por eso quisiéramos ofrecer aquí una visión más completa y concreta de la importancia primordial que el tema de la justicia alcanza en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, de modo que el lector entre en contacto con la palabra de Dios y se dé cuenta por sí mis­mo del cambio de mentalidad y de praxis, que nos impone en nuestros días el verdadero cristianismo. La comprensión misma del mensaje evangélico sobre la justicia exige una presentación previa de este tema en el Antiguo Testamento.

7

Í N D I C E

Pép.

Introducción 5

Yahvé, el Dios liberador de los oprimidos 11

La Alianza, exigencia de justicia 14

1. A los jefes del pueblo 14 2. A todo el pueblo de Israel 14

El anuncio del Reino de Dios: el Mesías hará justicia a los oprimidos 18

El Reino de Dios y la justicia en el mensaje y en la vida de Jesús 19

1. Cuestión fundamental ... 19

2. Contexto y sentido de las bienaventuranzas 20

3. Jesús radicaliza las exigencias del Antiguo Testa­mento sobre el amor del prójimo y la justicia ... 22

Amor cristiano y justicia en la teología neotestamentaria. 26

1. Los orígenes del cristianismo 26

2. La carta de Santiago 27

3. La teología paulina 28

4. La teología de San Juan 30

Cristianismo y justicia en el mundo 32

1. Amor cristiano y justicia 32

2. Misión del cristianismo hoy 34

3. La Iglesia ante los signos de nuestro tiempo 37

4. Actitudes de los cristianos ante las exigencias de la justicia 42

9

YAHVE, EL DIOS LIBERADOR DE LOS OPRIMIDOS

Toda la revelación veterotestamentaria se desenvuelve en torno a un acontecimiento decisivo: la liberación de la opresión en Egipto y la alianza. En la experiencia del Éxo­do nació la fe de Israel; más aún, nació Israel como pue­blo. La historia de la liberación constituye el tema del cre­do israelita (3). Los salmos cantan la potencia de Yahvé revelada en su acción liberadora (4). Los profetas recuer­dan al pueblo la fidelidad del Dios de la alianza, cumplida en la historia de su salvación, y la reinterpretan dándole un sentido nuevo hacia el futuro de un pacto imperecedero. Cuando Israel dejó de ser un pueblo nómada, establecién­dose en Jerusalén y fijando el culto de Yahvé en el templo de Salomón, el rito litúrgico se mantuvo siempre centrado en el acontecimiento del Éxodo, que era conmemorado en la gran solemnidad de la Pascua.

Los escritos del Nuevo Testamento han visto en la Muerte y Resurrección de Cristo el cumplimiento definitivo de las promesas de la alianza, la verdadera Pascua, nuestra liberación del pecado y de la muerte. Por eso los cristianos podemos caer en el error de reducir todo el significado del Éxodo a una mera promesa anticipadora de la redención de la Humanidad por Cristo. Ciertamente el sentido último de la alianza de Yahvé con Israel está en la liberación cumpli­da en Cristo. Pero el acontecimiento del Éxodo tiene tam­bién su propio sentido: Yhavé se revela como Dios en la

(3) Dt 6, 20-24; 26, 5-9; Jos 24, 2-13. (4) Salm 78, 106, 135, 136, etc.

11

liberación de un pueblo oprimido. La liberación de la opre­sión aparece así como acto revelador de Dios; más aún, como el acto en que Dios inaugura la historia de la historia de la salvación: «Y Ybavé dijo: he visto la aflición de mi pueblo en Egipto y he oído el grito que le arrancan sus opresores. Y he bajado para liberarlo... He aquí que el clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto la opresión que los egipcios hacen pesar sobre él...»: «Aquel día libró Yahvé a Israel de las manos de los egip­cios... y el pueblo creyó en Yahvé...» (5).

El Dios de Israel lleva a cabo su acción liberadora por medio de sus enviados: primero, los Jueces (6), y luego los Reyes; pero el verdadero salvador y libertador del pue­ble permanece siempre Yahvé (7).

Pero la revelación de Yahvé como el verdadero Dios no se cumple únicamente en la liberación del pueblo israelítico, sino también dentro de Israel mismo en su acción en favor de cuantos sufren la injusticia y la opresión. Yahvé es el Dios que hace justicia a los oprimidos, el defensor de los pobres, el que escucha el grito de los indefensos. Es un tema que se repite con frecuencia en los Salmos:

«Dios se levanta para hacer justicia, para salvar a todos los pobres del país» (Sal 76, 10).

«Yahvé hace justicia a todos los oprimidos» (Sal 103, 6).

«Yahvé es una fortaleza para el oprimido... No ha olvidado el grito de los pobres» (Sal 9, 10. 13).

«En Ti confía el pobre... Tú oyes el deseo de los pobres, haces justicia al huérfano y oprimido» (Sal 10, 14. 17. 18).

«Yo soy pobre y desamparado; pero Dios se acuerda de mí. Tú eres mi protector y liberador» (Sal 40, 18).

(5) Ex 3, 7-9; 14, 30-31. (6) Juec 2, 16-18; 4, 12-16; 6, 7-16; 7, 9. 13. 22; 8, 34; 10, 10-16. (7) 1 Sam 8, 7-22; 9, 17; 10, 17-26; 13, 14; 16, 7-13; 18, 4; 2 S«m 3, 18;

5, 2; 7, 8.

12

«Librará al pobre que clama y al necesitado des­provisto de ayuda. Se compadecerá del oprimido y del pobre; los librará de la injusticia y de la opre­sión* (Sal 72,12-14).

«Yahvé hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libra a los que viven esclavizados» (Sal 146, 7).

«Conocerán que yo soy Yahvé, cuando quebranta­ré las barras de sus yugos y los libraré de los que los oprimen» (Ez 34, 27).

El lenguaje moderno de la «opresión», de la «injusti­cia», y del Dios «liberador» que «hace justicia a los opri­midos», se encuentra ya con toda su fuerza y realismo en la Biblia. Es un lenguaje que pertenece tanto a la revelación de Yahvé, el Dios poderoso y fiel a su promesa, como a las exigencias mismas de su alianza con Israel.

Encontramos, pues, en el Antiguo Testamento el len­guaje moderno de la «opresión» y de la «injusticia», y so­bre todo el concepto de Dios como el «liberador de los oprimidos». Yahvé revela su divinidad en el acontecimien­to de la liberación de Israel y en la defensa de los oprimi­dos. El Dios poderoso, fiel a su promesa, es el Dios que hace justicia a los que sufren la injusticia. En su alianza exige de Israel que le reconozca como el único verdadero Dios y que cumpla los deberes de justicia para con los hombres.

13

LA ALIANZA, EXIGENCIA DE JUSTICIA

1. A los jefes del pueblo.

La alianza de Yahvé con Israel es indivisiblemente pro­mesa y misión, iniciativa absolutamente gratuita del amor de Dios y exigencia de fidelidad para el pueblo escogido y para sus jefes. A la misión propia de éstos pertenece ejer­citar la justicia, de un modo especial en la defensa de los pobres, de los desamparados y oprimidos (8), La protesta de los profetas Isaías y Jeremías contra las injusticias co­metidas por los poderosos de su tiempo sacuden hoy día nuestra conciencia cristiana:

«Tus príncipes son... compañeros de los ladrones. No hacen justicia al huérfano, ni llega hasta ellos la causa de la viuda» (Is 1, 23).

«Yahvé entra en juicio con los ancianos y los prín­cipes del pueblo: el despojo de los pobres está en vuestras casas. ¿Con qué derecho aplastáis mi pueblo y pisoteáis el rostro de los pobres?» (Is 3, 14-15).

«Ay de los que decretan leyes injustas, de los que escriben decretos de opresión; rehusan justicia a los míseros y privan de sus derechos a los pobres de mi pueblo; hacen de las viudas su presa y despojan a los huérfanos» (Is 10, 1-2).

«Dinastía de David... Así habla Yahvé: haced cada mañana justicia; libertad al oprimido de las manos del opresor» (Jer 21, 12).

(8) Jue 2, 16-19; 3, 10; 4, 10; 10, 2-3; 1 Sam 8, 7-22; 9, 17; 13, 14.

14

«Así habla Yhavé: predicad la justicia y el dere­cho: sacad al oprimido de las manos del opresor... Maldición a quien construye su palacio contra la jus­ticia y hace trabajar a su prójimo de balde y no le da su salario... Tus ojos y tu corazón no piensan sino en tu propio interés, en la sangre inocente para derra­marla, y en la opresión y explotación para practicar­la... Defender el derecho del pobre y del necesitado, ésto es conocerme» (Jer 22, 3. 13-17. 16).

«¿Hasta cuándo haréis juicios temerarios? Haced justicia al oprimido y al huérfano, al débil y al pobre. Liberad al oprimido y al necesitado de las manos de los impíos» (Sal 82, 2-4).

2. A todo el pueblo de Israel.

La acción liberadora de Yahvé en favor del pueblo is­raelita viene a ser exigencia de justicia, no solamente para con los connacionales, sino también para los extranjeros que viven en el territorio de Israel:

«No... oprimiréis al extranjero, porque voso­tros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto» (Ex 22, 20).

«El Señor, vuestro Dios..., hace justicia al huérfa­no y a la viuda, y ama al extranjero. Amad, pues, al extranjero, porque habéis sido extranjeros en la tie­rra de Egipto» (Dt 10, 18).

«No explotarás al obrero humilde y pobre, ya per­tenezca a tus hermanos, ya a los extranjeros» (Dt 24, 14).

«No explotarás ni despojarás a tu prójimo: no que­de en tu poder el salario del jornalero... No come­terás injusticia en el juicio... Amarás al prójimo como a ti mismo... Si un extranjero reside con vosotros en vuestro país, no le molestaréis... Será para vosotros como un compatriota y lo amarás como a ti mismo,

15

porque vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto» (Lev 19, 13. 18. 33).

He aquí las palabras con que el autor de la segunda parte de Isaías increpa al pueblo, que piensa tener a Dios a su favor porque observa las prescripciones legales del ayuno, mientras por otra parte oprime con sus injusticias a los trabajadores:

«Los días de ayuno... vosotros oprimís a todos vuestros obreros. ¿No sabéis cuál es el ayuno que me agrada? Oráculo de Yahvé: romper las cadenas de la injusticia, soltar los lazos del yugo, dar libertad a los oprimidos, quebrantar toda opresión: repartir el pan con el hambriento, dar hospedaje a los que no tienen casa y vestido a los necesitados. Enton­ces... tu justicia marchará delante de ti. Si abolís en­tre vosotros la esclavitud, dais pan al hambriento... Yahvé te guiará constantemente» (Is 58, 3. 6-11) (9).

Este texto del Deuteroisaías, cuyo eco encontraremos en el Evangelio de San Mateo (25, 31-46), pertenece a un tema característico de los grandes profetas de Israel: «el conocimiento de Dios». Se trata de un «conocimiento», que implica no solamente confesar a Yahvé y darle culto como al único Dios, sino también reconocer efectivamen­te su soberanía mediante la observancia del amor del pró­jimo, es decir, de las exigencias de la justicia; «amar al prójimo» quiere decir en el Antiguo Testamento observar los deberes de justicia. El Dios de la alianza rechaza el culto religioso, que no va acompañado de la observancia de la justicia. Yahvé no quiere «sacrificios», sino amor y justicia para con el prójimo. La dimensión ética de la jus­ticia está incluida en la relación del hombre para con el Dios de la alianza. No «conoce» realmente a Dios quien

(9) Jer 4, 2; 7, 1-11; 9, 23; Ez 33, 14-19; Is 1, 10-17; Am 2, 6-7; 4, 13; 5, 10-12; 8, 4-6.

16

por una parte participa en el culto ritual y por otra priva al prójimo de sus derechos (10).

El hombre «justo», del que se habla frecuentemente en los Salmos, es el que vive conforme a las exigencias del Dios de la alianza, es decir, el que confía en las promesas de Yahvé y observa la justicia para con el prójimo (11).

El Antiguo Testamento presenta indivisiblemente unidas entre sí las dos exigencias fundamentales de la alianza: la fidelidad a Yahvé, concretada en el culto y en la confesión monoteístas, y los deberes de amor y justicia para con los hombres. Ambas exigencias tienen un mismo fundamento: el amor de Yahvé, que ha elegido y liberado a Israel. La respuesta del pueblo israelítico al Dios de la alianza incluye inseparablemente unidas la dimensión re­ligiosa y la ética (12). La promesa salvífica de Yahvé im­pone al pueblo y a sus jefes la misión de cumplir los de­beres de justicia: Yahvé es el Dios, que libera a los opri­midos,

Podemos, pues, recapitular el mensaje veterotestamen-tario con las palabras mismas del Sínodo: «En el Antiguo Testamento Dios se nos revela a sí mismo como el libera­dor de los oprimidos y el defensor de los pobres, exigien­do a los hombres la fe en El y la justicia para con el pró­jimo. Sólo en la observancia de los deberes de justicia se reconoce verdaderamente al Dios liberador de los opri­midos» (13).

(10) Os 4, 1-2; 6, 4-6; 10, 12; 12, 17; Jer 7, 4-7; 9, 23; 22, 13-16; Is 11, 1-5; 58, 2-10; Am 5, 7-17. 21-27; Mich 6, 9-12. Cf. S. MOWINCKEL, Die Er-kenntnis Gottes bei den alttestamentlichen Propbeíen (Oslo, 1941), 33-47; G. J. BOTTERWECK, «Gott Erkennen» im Sprachgebrauch des A. T. (Bonn, 1951), 42-49. 55-56. 66. 98; J. LINDBLOM, Prophecy in Ancient Israel (Oxford, 1962), 340-349.

(11) Sal 9, 10-13; 10, 14-15; 33, 5; 37, 21; 40, 18; 62, 11; 72, 4; 76, 10; 82, 3-4; 89, 11. 15. 52; 110, 1-3; 146, 7-9.

(12) Ex 20, 1-17; 22, 20-21; Lev 19, 1-18. 33-35; Dt 10, 18; 24, 14. Cf. G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento (Salamanca, 1972), 458-459.

(13) Sínodo de los Obispos, La justicia en el mundo, pág. 15.

17 2.—Cristianismo.

EL ANUNCIO DEL «REINO DE DIOS»: EL MESÍAS HARÁ JUSTICIA A LOS OPRIMIDOS

Las promesas de Yahvé y la esperanza de Israel se fue­ron concretando progresivamente en la instauración futura del Reino de Dios mediante un descendiente de la dinastía davídica, que es designado como «el Ungido» de Dios por excelencia: el Mesías. La figura y la misión del «ungido de Yahvé» está descrita con rasgos precisos en los escritos de Isaías y en el Salmo 72.

Se anuncia la llegada próxima del «Reino de Dios» (Is 24, 23; 52, 7). Será el reino de la justicia y de la libe­ración de los oprimidos: «Yo diré a los prisioneros: salid... Porque Yahvé consuela a su pueblo, se compadece de los afligidos» (Is 49, 9-13) (14). Se celebra el nacimiento del futuro Mesías, que será ungido por el Espíritu de Dios y recibirá así la misión de hacer justicia a los oprimidos, pro­clamando su liberación.

«Un niño ha nacido para nosotros, Príncipe de la paz, para el trono de David... para establecerlo y consolidarlo en el derecho y en la justicia» (Is 9, 5-6).

«Sobre él reposará el Espíritu de Yahvé... hará justicia a los oprimidos y dará sentencia a favor de los pobres del país» (Is 11, 2. 4).

«El Espíritu de Dios sobre mí: me ha enviado a llevar la Buena Nueva a los pobres, a proclamar la liberación de los oprimidos» (Is 61, 1).

«Oh Dios, da tus juicios al rey y tu justicia al hijo del rey, para que gobierne tu pueblo con justicia y a los pobres con derecho... Hará justicia a los pobres, librará los hijos de los pobres, aplastará a sus opre­sores... Librará al pobre que clama y al indefenso que está sin ayuda; se compadecerá del débil y del pobre, salvará la vida de los pobres» (Sal 72, 1-4. 12-13).

(14) C£. Is 55, 1-3; 65, 13; 66, 10.

La misión del Mesías venidero será, pues, la de pro­clamar la justicia y liberar a los oprimidos. Su justicia no será sino la justicia misma de Dios, en que consiste su Reino. El rey mesiánico se presenta como el salvador de los pobres y de los indefensos. «La ventaja de los pobres en el establecimiento del Reino de Dios tiene, pues, su ex­plicación... en la justicia de Dios, aquella justicia que Dios quiere manifestar haciéndose su defensor y salvador. El Dios que derrumba a los poderosos de sus tronos y levan­ta a los pobres, llena de bienes a los hambrientos y despa­cha con las manos vacías a los ricos (Le 1, 52), aparecerá como la realización perfecta del rey ideal. La perspectiva no es la idealización de la pobreza, sino la de una teología de la justicia de Dios y de una esperanza que mira al reino escatológico de Dios... No es difícil darse cuenta de las con­secuencias que estas ideas pueden tener para la interpre­tación de las bienaventuranzas. El anuncio del Reino de Dios no puede ser sino la buena nueva para los pobres y afligidos. Ellos serán los primeros beneficiarios del Reino... porque Dios no puede reinar sino como rey justo, a saber, manifestando su solicitud por los desheredados» (15).

EL REINO DE DIOS Y LA JUSTICIA EN EL MENSAJE Y EN LA VIDA DE JESÚS

1. Cuestión fundamental.

No se puede pasar por alto el hecho importante de que la perspectiva, dentro de la cual el Nuevo Testamento pre­senta la salvación del hombre, es diversa de la del Antiguo Testamento. Los escritos veterotestamentarios casi en su totalidad (exceptuados los apocalípticos, el libro de la Sa­biduría y los Macabeos) encuadran la salvación del hom­bre dentro del horizonte de su existencia en el mundo. En cambio, toda la revelación neotestamentaria se desarrolla

(15) J. DUPONT, Les Beatitudes, II (París, 1969), 89-90.

19

dentro de una visión clara de la salvación definitiva del hombre más allá de la muerte: la resurrección futura tie­ne un relieve primordial en la doctrina misma de Jesús, en la fe de la Iglesia primitiva y en toda la teología del Nue­vo Testamento. Esta perspectiva de la salvación última de la humanidad más allá de la historia, fuera de nuestro mun­do, podría hacer pensar que en la revelación cristiana no tiene valor la existencia del hombre en el mundo y que lo único importante en ella es garantizar al hombre su porve­nir en el más allá. Carecería entonces de sentido el com­promiso cristiano por la justicia en el mundo. La historia muestra que de hecho, de un modo más o menos conscien­te, el mensaje cristiano ha sido interpretado y aun vivido como una «huida del mundo», es decir, como si no valiera la pena dedicar la existencia a lo puramente caduco y pere­cedero. Aquí se funda la acusación marxista contra la «alie­nación» de la fe cristiana. Pero ¿fue realmente así el men­saje de Cristo y la fe de la Iglesia?

2. Contexto y sentido de las bienaventuranzas.

Los tres evangelistas sinópticos coinciden en presentar la venida del Reino de Dios como el tema central de la predicación de Jesús. El Reino está llegando en la persona misma de Jesús, en su acción y en su mensaje. Por eso la salvación del hombre está vinculada a su actitud respecto de Jesús, en quien se cumple definitivamente la revelación de Dios en la historia y su intervención salvífica (16). San Mateo y San Lucas ven en Jesús el profeta escatológico, anunciado en Is 42, 1-4; 61, 1-2: Jesús ha recibido de Dios la misión de llevar la Buena Nueva a los pobres, la liberación a los oprimidos, y de hacer triunfar la justi-

(16) Me 1, 9-12. 15; 8, 31-33. 35-38; 9, 2-12. 31; 10, 29. 33-34; 12, 6; Mt 3 13-14; 4, 17; 10, 7. 37; 11, 5-6; 12, 28; 17, 1-13; 21, 33-45; 5, 11; 8, 21; 9, 1-8; 10, 29; 19, 28; Le 3, 21-23; 9, 28-36; 10, 9. 11; 11, 20. 29-32; 18, 18; 21, 31; 22, 30.

20

cia (17). Dentro de este contexto se comprende el sentido de las bienaventuranzas:

«Bienaventurados los pobres, porque el Reino de Dios es vuestro. Bienaventurados los que ahora pa­decéis el hambre, porque seréis saciados» (Le 6, 20-21).

La exégesis moderna reconoce que este texto de San Lucas presenta la versión original, mientras la redacción de San Mateo («los pobres de espíritu»: «los que tienen hambre y sed de justicia») (Mt 5, 3-6) incluye una glosa posterior. Reconoce también que el texto de San Lucas contiene una alusión clara a Is 61, 1-2 (18).

Los pobres son proclamados bienaventurados, porque van a ser los beneficiarios del intervento liberador de Dios, a saber, porque Dios está a punto de inaugurar su Reino, en el cual ellos serán los privilegiados. Jesús es el mensajero del Reino, el que trae la nueva de la liberación de los afli­gidos. «No se debe hacer de los pobres y de los hambrien­tos algo diverso de lo que indican las parabras que designan a estos desventurados. La razón de su privilegio se encuen­tra no en ellos, sino en Dios y en el modo con el cual Dios quiere ejercer su soberanía en favor de los débiles y desam­parados. El presupuesto de las Bienaventuranzas está en la concepción del Reino de Dios y de su justicia en el Deute-roisaías y en el conjunto de la revelación bíblica... Dios no sería el rey ideal si no se hiciera el defensor y el protector de los oprimidos... Está en juego su justicia.» Los pobres, los hambrientos, los oprimidos, son los que se encuentran de hecho en tal situación; son llamados «bienaventurados», en cuanto Dios interviene en su favor como su libertador por medio de Jesús (19).

Se impone, pues, la conclusión importante: en el ser-

(17) Le 4, 18-19; 7, 22; Mt 12, 18-21; 11, 5. (18) J. DUPONT, op. cit., I, 209-222; H. SCHÜRMANN, Das Lukasevangelim

(Freiburg, 1969), 327; W. GRUNDMANN, Das Evangelium nacb Lukas (Berlín, 1971), 1431.

(19) J. DUPONT, op. cit., II , 139-142. 379-380. Cf. H. SCHÜRMANN, op. cit., 327-331.

21

món de la montaña Jesús hace suya la visión veterotesta-mentaria sobre Dios como el defensor de los pobres y opri­midos. Presenta el Reino de Dios, que está llegando en su Persona, como el cumplimiento de la justicia de Dios para con los desvalidos. El es el Mesías, mediante el cual Dios librará a los oprimidos.

3. Jesús radicaliza las exigencias del Antiguo Testamento sobre el amor del prójimo y la justicia.

El mensaje de Jesús confiere una profundidad nueva y definitiva a las exigencias del Antiguo Testamento sobre el amor del prójimo, cumplido en la observancia de la jus­ticia. Jesús proclama el amor a Dios como el primer man­damiento. Pero el segundo, «semejante al primero», es amar al prójimo como a sí mismo: «a estos dos manda­mientos se reduce toda la ley...» (Mt 22, 38-40; 7, 12). Ha notado acertadamente C. Spicq que esta frase resume toda la ley en dos mandamientos tan íntimamente compe­netrados, que en realidad constituyen uno solo (20). San Marcos expresa el mismo concepto con otras palabras: «no hay ningún mandamiento superior a estos dos» (Me 12, 31). Comenta W. Grundmann que esta fórmula «junta los dos mandamientos en la unidad» (21). También San Lucas los une en uno solo (10, 25-37; 6, 27-38), y en la parábola del samaritano explica concretamente qué significa en la práctica amar al prójimo: ayudar con las obras a los hom­bres necesitados, cualquiera que sea su condición social, raza o religión (22). Al unir en un solo mandamiento el amor a Dios y el amor al prójimo, Jesús completa e inte­rioriza la predicación de los profetas, que habían vinculado el «conocimiento de Dios» con el amor de los hombres. Jesús funda el amor al prójimo en la paternidad universal

(20) C. SPICQ, Agapé dans le N. T., I, 45. (21) W. GRUNDMANN, Das Evangelium nach Markus (Berlín, 1971), 252. (22) J. SCHMID, Das Evangelium nach Lukas (Regensburg, 1951), 155-156;

W. GRUNDMANN, Das Evangelium nach Lukas, 224.

22

de Dios para con todos los hombres, justos y pecadores. La actitud de sus discípulos para con los hombres deberá inspirarse en este amor universal y desinteresado de Dios; amarán con el corazón y con las obras a todos los hombres, incluso a los enemigos (23).

Jesús ha condensado las prescripciones del Antiguo Testamento sobre la justicia en una fórmula nueva y ra­dical: «Cuanto deseáis que los hombres hagan para con vosotros, hacedlo vosotros para con ellos. Aquí está toda la ley y los profetas» (Mt 7, 12). La predicación de los profetas sobre la carencia de valor del culto a Dios sin la justicia para con los hombres es recogida por San Mateo (9, 13; 12, 17) en las palabras de Oseas 6, 6: «misericor­dia (amor-justicia) quiero y no sacrificios». San Lucas y San Mateo transmiten la invectiva terrible de Jesús a los fariseos, que observan los preceptos más insignificantes de la ley y no cumplen los deberes de la justicia: «estáis llenos de rapiñas... pasáis por alto la justicia» (Mt 23, 23-25; Le 11, 29. 42. Alusión clara a Amos 5, 21. 24). Si Jesús ha llamado bienaventurados a los pobres, ha dicho también que es muy difícil que los ricos entren en el Rei­no de Dios y que es imposible servir a Dios y a las ri­quezas (24).

Las palabras más radicales de Jesús sobre la importan­cia primordial del amor del prójimo se encuentran en el discurso sobre el juicio final de Mt 25, 31-46: en la acti­tud de cada hombre hacia los pobres y desamparados, cum­plida en las obras, se decide definitivamente su salvación o perdición.

«Venid, benditos de mi Padre, recibid el Reino que os está preparado... Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me ha­béis vestido, enfermo y me habéis visitado... En ver-

(23) Mt 5, 38-47; 6, 12-15. 30; 7, 2-12; 8, 32; Le 12, 30-32; 15, 1-31. (24) Le 6, 24-25; 16, 13-15; 18, 25; Mt 6, 24; 13, 32; 18, 25; 19, 24.

23

dad os digo, lo que habéis hecho a uno de mis más pequeños hermanos, me lo habéis hecho a mí...»

«Id lejos de mí... porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, era forastero y no me acogisteis, estaba desnudo y no me vestísteis, enfermo y prisionero y no me visitas­teis... Lo que no habéis hecho a uno de estos los más pequeños, tampoco me lo habéis hecho a mí.»

No es difícil descubrir en estas palabras un eco fiel de las Bienaventuranzas: la pertenencia o la exclusión del Rei­no, anunciado por Jesús, se decide en la actitud del hom­bre ante los pobres y oprimidos, los mismos que en Isaías 58, 1-12 son indicados como víctimas de la injusticia hu­mana y sobre los cuales Dios quiere mostrar su justicia. Pero la gran novedad está en que Jesús hace de estos hom­bres despreciados y marginados «sus hermanos»; se soli­dariza personalmente con todos los pobres y desvalidos, con todos los que padecen el hambre y la miseria. Todo hom­bre que se encuentra en tal situación es hermano de Cris­to; por eso lo que se hace en favor de ellos se hace a Cristo mismo. Quien ayuda eficazmente a estos «hermanos» de Jesús, pertenece a su Reino; quien los abandona en su estado miserable, se excluye a sí mismo del Reino (25). Para nosotros, los cristianos, resuena aquí una palabra enorme­mente concreta y exigente: en todo hombre que vive en la miseria y opresión nos sale al encuentro la persona mis­ma de Cristo. Un vínculo tan misterioso como real de so­lidaridad hace de todo hombre desamparado e indigente un hermano de Jesús.

El mensaje de Jesús ha llevado las exigencias vete-rotestamentarias sobre la justicia al nivel más profundo del hombre, a la interioridad radical del amor; solamente el amor sincero del prójimo puede dar la fuerza necesaria para hacer efectiva la justicia en el mundo. Más aún, Je-

(25) Cf. P. BONNARD, L'Evangile selon St. Matthieu (Neuchátel, 1963), 366-367; J. JEREMÍAS, Die Gleichnisse Jesu (Gottingen, 1962), 108. 215; W. GRUNDMANN, Das Evangelium nacb Matthaus (Berlín, 1971), 527-528.

24

sus ha dado su valor definitivo al amor del prójimo, al unirlo con el amor mismo de Dios. Pero esto no es todo. En la misma vida de Jesús estuvieron inseparablemente unidos su amor filial para con Dios y su amor fraterno para con los hombres. El don de Sí mismo a Dios se cum­plió efectivamente en el don de su propia vida por la sal­vación de los hombres. La opción radical, en la que se decidió el sentido último de su existencia, fue la oblación total de Sí mismo a Dios por los hombres (26). Su iden­tificación de solidaridad con «sus hermanos», con los que sufren la pobreza (27) y la injusticia, se hizo efectiva en su vida de pobreza, que culminó en su inicua condenación a muerte, aceptada por El por la salvación del mundo.

El documento del Sínodo sobre la justicia en el mundo resume el mensaje y la acción de Jesús en estas palabras: «En su acción y en su doctrina unió Cristo indisoluble­mente la relación del hombre con Dios y con los demás hombres. Cristo vivió su existencia en el mundo como donación radical de Sí mismo a Dios por la salvación y li­beración del hombre. Con su predicación proclamó la pa­ternidad de Dios hacia todos los hombres y la intervención de la justicia divina en favor de los pobres y oprimidos (Le 6, 21-23). De tal modo Cristo mismo se hizo solidario con estos «hermanos suyos, los pequeños», que llegó a afirmar: «Lo que habéis hecho a uno de mis más peque­ños hermanos, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25, 40) (28).

Ni en su acción ni en su doctrina fue Jesús un revolu­cionario político ni un promotor de la lucha de clases; toda interpretación de su persona o de su mensaje en este sen­tido estaría en contradicción con los datos de la historia y deformaría el cristianismo (29). Su misión, centrada en

(26) Me 10, 45; 14, 36; 13, 22-25; Mt 20, 28; 26, 26-28. 39; Le 22, 19-20. 42. Cf. J. SCHMID, Das Evangelium nacb Markus (Regensburg, 1954), 203; J. JERE­MÍAS, Die Abendmahlsworte Jesu (Gottingen, 1960), 194-195. 210-229; H. CON-ZELMAN, Der erste Brief an die Korinther (Gottingen, 1969), 230-235.

(27) Mt 8, 20; 4, 8; Le 9, 28, 4, 6. (28) Sínodo de los Obispos, La justicia en el mundo, 13. (29) Cf. O. CULLMANN, Jésus et les révolutionnaires de son temps (Neuchátel,

1970); D. FLUSSNER, Jésus (París, 1970), 83. 96.

•25

la relación del hombre con Dios, tuvo un carácter esen­cialmente religioso. Pero precisamente por eso representa Jesús un acontecimiento único, más profundo y radical que todos los movimientos revolucionarios de la historia. Su mensaje se dirige al corazón del hombre, a saber, a la dimensión íntima de su responsabilidad ante el amor de Dios y del amor sincero y eficaz del prójimo. Aquí se jun­tan el cambio más radical y la exigencia más compromete­dora de la liberación interna del pecado (el pecado funda­mental de la autosuficiencia ante Dios y del egoísmo ante los hombres: Le 16, 19-31; 17, 9-14) y de la liberación integral (ya desde ahora) de sus hermanos los hombres. Jesús se presenta como esperanza de salvación para todos, para los injustos y pecadores, y en especial para los que padecen la injusticia. La salvación, que El trae a los peca­dores, tiene lugar en la conversión a la gracia de Dios y a la justicia para con el prójimo (Le 19, 1-10). No hay re­conciliación con Dios sin la reconciliación con los hombres. Como ha escrito J. Moltmann, «si Jesús, el Mesías del Rei­no de la justicia, viene a los injustos, pecadores y publica-nos, quiere indicarnos con esto que también es indigno del hombre ser esclavo de la injusticia» (30).

AMOR CRISTIANO Y JUSTICIA EN LA TEOLOGÍA NEOTESTAMENTARIA

1. Los orígenes del cristianismo.

La Iglesia nació con la fe en Cristo resucitado. Bajo la acción del Espíritu comprendió este acontecimiento no solamente como cumplimiento de las promesas salvíficas de Dios y fundamento de esperanza para toda la humani­dad, sino también como llamada a la conversión (31). Sur-

(30) J. MOLTMANN, Esperanza y planificación del futuro (Salamanca, 1971), 241.

(31) Act 2, 38-41; 3, 19-26; 4, 12; 5, 31-32; 10, 34-43; 11, 18; 13, 38.

26

gió así una comunidad nueva de hombres, unidos por la misma fe cristiana en «un solo corazón y una sola alma» (32). Esta unión profunda, fruto del Espíritu de Cristo, llegó hasta la comunión voluntaria en los mismos bienes materiales: «... tenían todo en común; vendían sus propiedades y distribuían su precio entre todos según las necesidades de cada uno»: «Y no había entre ellos ningún indigente...» (33). El amor cristiano en esta su primera manifestación privilegiada creó la fraternidad total de los hombres.

2. La Carta de Santiago.

El imperativo del amor cristiano y de la justicia cons­tituye un rasgo destacado en este breve escrito neotesta-mentario. La fórmula del Levítico (19, 18) «amarás al prójimo como a ti mismo», que sintetiza todos los deberes de la justicia, es proclamada como norma regia del cristia­no (Sant 2, 8). Quien cree en Cristo, debe respetar la per­sona del pobre (Sant 2, 14). Más aún: la profesión de la fe cristiana es vana y no salva al hombre, si no se hace efi­caz en la ayuda de los pobres (Sant 2, 14-18). El mensaje de Jesús en las Bienaventuranzas tiene un eco fiel en Sant 2, 5-7: Dios ha escogido los pobres de este mundo como he­rederos del Reino: los ricos ejercen su poder opresor, pro­fanando asi el nombre de Dios. La predicación de los pro­fetas sobre la justicia de Dios, el defensor de los pobres, es resumida en términos enérgicos: «el salario defraudado al obrero grita a los oídos de Dios... habéis derramado la sangre del justo» (Sant 5, 1-6; cf. Is 5, 8-9; Jer 12, 1-3) (34).

(32) Act 4, 32. (33) Act 2, 44-45; 4, 32-34; 5, 1-11. (34) Cf. F. MUSSNER, Der Jakobusbrief (Freiburg, 1964), 76-84. 114-132.

193-199; C. LESLIE MITTON, The Epistle of James (Edinbourgh, 1966), 81-103, 175-182.

27

3. La teología paulina.

Es demasiado conocido que San Pablo se apropia los conceptos veterotestamentarios de «salvación, redención, liberación» (tomados del Éxodo) y ve la realización verda­dera de los mismos en el acto salvífico de Dios, cumplido en la Muerte y Resurrección de Cristo: Dios nos ha libe­rado por Cristo de la esclavitud del pecado y de la muerte: liberación del pecado por la gracia de la justificación y libe­ración del poder de la muerte por la participación en la Resurrección de Cristo, participación anticipada ya desde ahora por el don del Espíritu como garantía y principio vital de la futura salvación integral del hombre.

Esta afirmación, fundamental en la teología de San Pablo, pudiera a primera vista dar la impresión de que el acto liberador de Cristo tiene lugar únicamente en el cam­po del pecado y de la muerte, excluyendo así la doctrina veterotestamentaria (y de Cristo mismo en el Sermón de la Montaña) de Dios como liberador de los oprimidos. Y, en efecto, no faltó quien en el último Sínodo Episcopal de 1971 interpretó en este sentido el pensamiento de San Pa­blo, objetando que la liberación cristiana no tiene nada que ver con la liberación de los oprimidos por las injusticias humanas.

Pero (como fue nota en el mismo Sínodo) tal interpre­tación olvida que, entre los aspectos concretos del pecado del que Dios nos libra por Cristo, San Pablo pone de re­lieve la injusticia en sus diversas formas. Precisamente en el decisivo pasaje de Rom 1, 24-32, en que describe la si­tuación de la humanidad pecadora, San Pablo subraya en­tre los demás pecados (los de la carne) la iniquidad de la injusticia. Esto quiere decir que Cristo ha muerto también para librar al hombre del pecado de la injusticia, y, por consiguiente, para librar a los oprimidos de su injusta si­tuación. La gracia de Cristo libra al opresor de cometer la injusticia y así al oprimido de padecerla; llama al opresor a convertirse del pecado de la injusticia para con los hombres.

28

Y, en efecto, la conversión del pecador es, según San Pablo, transformación interior de la enemistad para con Dios a la actitud filial del amor y de la confianza (35), y del egoísmo y la injusticia al amor del prójimo (36). Libe­rado por el Espíritu de Cristo, el cristiano no tiene en úl­timo término otra ley que la ley interior del amor de Cristo, cumplido en el servicio del prójimo (37). Aquí aparece en su importancia capital la frase lapidaria de San Pablo: en Cristo Jesús cuenta únicamente la fe operante en el amor (del prójimo), es decir (como nota H. Schlier), la fe cuyo cumplimiento efectivo es el amor y servicio del próji­mo (38). La misma idea aparece en 1 Tes 1, 3, y Ef 4, 15. «La fe incluye la prestación real y efectiva, la aceptación en los hechos..., en toda la actividad, de Cristo, de su men­saje y de sus exigencias... La fe es puesta en acción por el amor» (39). «La verdad del Evangelio se cumple sola­mente en el amor» (40).

La fe, que se hace efectiva en el amor y servicio del prójimo, he aquí la «nueva creación» en Cristo (Gal 6, 15), a saber, la existencia regenerada por la gracia de Cristo, una existencia que, según San Pablo mismo, se recapitula y tiene su primado en el amor del prójimo (41). Se trata de un amor que implica la observancia de la justicia y se cumple en la ayuda eficaz a los necesitados (42).

Y se debe tener en cuenta sobre todo que, según San Pablo, la redención liberadora de Cristo representa la ins­tauración de la fraternidad universal y la supresión de to­das las barreras que separan a los hombres entre sí (dife­rencias de condición social, de cultura de raza: Gal 3, 28; 6, 15; Ef 2, 14-18), es decir, la instauración de «la igual-

(35) Col 1, 21; Ef 4, 17-19; Rom 8, 14-17; Gal 4, 6. (36) Rom 1, 28-31; Gal 5, 18-25; Ef 4, 15-16; 5, 9. (37) 2 Cor 5, 14-15; Gal 5, 1. 6. 13-14. 22; 2 Cor 3, 17. (38) Gal 5, 6. Cf. H. SCHLIER, Der Brief an die Galater (Dusseldorf, 1962),

235; P. BONNARD, L'Ép'ttre de St. Paul aux Galates (Neuchátel, 1953), 56-57. (39) F. RIGAUX, Les Épitres aux Thessaloniciens (París, 1956), 362. 364. (40) H. SCHLIER, Ver Brief an die Epheser (Dusseldorf, 1962), 205. (41) 1 Cor 13, 13; Rom 13, 9; Gal 5, 13-14; Col 3, 14. (42) Rom 12, 13; 1 Cor 13, 3-7; 2 Cor 8, 8-15; Ef 4, 28-32; 5, 1-2; FU 2, 1-4.

29

dad de todos los hombres»: «cada uno en relación al otro es Cristo» (Rom 12, 15; 14, 15; 1 Cor 12, 12. 26) (43).

Concluyamos con las palabras mismas del Sínodo: «Se­gún San Pablo, toda la existencia cristiana se resume en la fe que realiza el amor y el servicio del prójimo, que impli­can el cumplimiento de los deberes de justicia. El cristia­no vive bajo la ley de la libertad interior, esto es, en la llamada permanente a la conversión del corazón, tanto des­de la autosuficiencia del hombre a la confianza en Dios cuanto desde su egoísmo al amor sincero del prójimo. Así tiene lugar su genuina liberación y la donación de sí mis­mo para la liberación de los hombres» (44).

4. La teología de San Juan.

La teología neo testamentaria sobre el amor del próji­mo alcanza su cima más alta en el IV Evangelio y en la Primera Carta de San Juan.

El amor del prójimo tiene el mismo fundamento cristo-lógico que el amor de Dios. San Juan lo llama el «manda­miento nuevo», el «mandamiento de Cristo» por excelen­cia, cuya observancia caracteriza al verdadero discípulo de Cristo (45). La novedad del amor cristiano está precisa­mente en amar a los hombres, como y porque Cristo los ha amado: el amor de Cristo hasta el sacrificio de su propia vida es la norma y el motivo de la caridad cristiana (46). Pero la reflexión más profunda del IV Evangelio sobre el amor del prójimo se encuentra en Jo 17, 11. 21-23. El amor cristiano aparece aquí como un reflejo de la unión de Cristo con Dios: la unidad de Cristo con el Padre es el modelo y el fundamento del amor fraterno. En el amor del

(43) H. SCHLIER, Der Brief an die Galater, 130. (44) Sínodo de los Obispos, La justicia en el mundo, 16. (45) Jo 13, 34-35; 15, 9-17. (46) Jo 13, 34; 15, 12-14. Cf. C. SPICÓ, op. cit., III, 174; I. DE LA POTTERIE,

Le Bon Pasleur, 958; R. Se H NACKENBURG, Das ]ohannesevangeüum (Freibürg, 1971), II, 374.

30

prójimo entra el cristiano en comunión de vida con Cristo, y en Cristo, con Dios (47).

Con la fórmula «Dios es amor», la Primera Carta de San Juan expresa la actitud de Dios para lo¡; hombres, al entregar a la muerte a su Hijo por su salvación (48). Este amor supremo de Dios es la fuente del amor al prójimo. Como ha escrito I. de la Potterie, «el amor que proviene de Dios se cumple en nosotros... cuando nos mueve a amar a los hermanos» (49). El amor a Dios y el amor al prójimo constituyen una unidad indivisible (50). Más aún: solamen­te en el amor del prójimo participa el cristiano en la vida misma del Dios-amor. Quien ama a los hombres, «ha na­cido de Dios», «conoce a Dios», «Dios está en él y él en Dios»; quien no los ama, «no tiene la vida eterna», «per­manece en la muerte», «no conoce a Dios» (51). Son las fórmulas típicas de la Primera Carta de San Juan para de­signar la comunión de vida del hombre con Dios por Cristo (52); el encuentro del hombre con Dios se cumple efectivamente en el amor de los hombres: «si nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor se cumple en nosotros»: «Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (53).

La Primera Carta de San Juan ha profundizado en el sentido crístico y teologal del amor del prójimo, hasta in­corporarlo en la participación del cristiano en la vida mis­ma de Dios. La importancia primordial, que todo el Nuevo Testamento atribuye al amor del prójimo, logra aquí su relieve más intenso; toda la existencia cristiana se conden­sa en dos rasgos fundamentales: la fe en Cristo y el amor

(47) Cf H. LIGHTFOOT, St. John's Gospel (Oxford, 1956), 299; J. GIBLET, Jésus et le Veré dans le quatrieme Evangile: L'Evangile de ]ean (Bruges, 1958), 129; A. SCHLATTER, Ver Evangelist Johannes (Stuttgart, 1960), 322-326.

(48) I Jo 4, 8-16. Cf. C. H. DODD, The Jobannine Epistles (London, 1946), 107-110; I. DE LA POTTERIE, Adnotationes in exegesim Primae Epistolae Johannis (Roma, 1971), 128; C. SPICQ, Agapé, III, 274-278, 321-324.

(49) 1 Jo 4, 12. 17; 2, 5; 3, 17. I. DE LA POTTERIE, op. cit., 131. 66-67. (50) 1 Jo 4, 8. 20; 3, 17; 5, 1. (51) 1 Jo 3, 14-15; 4, 7. 8. 16; 2, 9-11. (52) Cf. J. BONSIRVE, Épitres de St. Jean (París, 1936), 112-116; R. SCHNAC-

KENBNRG, Die Johannesbriefe (Freibürg, 1953), 57-62, 91-95. (53) 1 Jo 4, 12. 18; 1, 3. 6-7.

31

del prójimo (1 Jo 3, 23). Pero aquí, como en toda la re­velación bíblica, se trata de un amor eficaz y práctico del prójimo, un amor concretado en la renuncia a los bienes materiales en favor de los necesitados (54). Esta es la ver­dadera «justicia», la única que hace del hombre un «justo» (1 Jo 3, 1. 10).

CRISTIANISMO Y JUSTICIA EN EL MUNDO

1. Amor cristiano y justicia.

Los datos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que hemos presentado a lo largo de estas páginas, permiten constatar la importancia enorme que toda la revelación bí­blica atribuye a la justicia y al amor entre los hombres. En la fórmula «amarás a tu prójimo como a ti mismo» con­densa el Levítico la observancia de los deberes de justicia (Lev 19, 11-18). Es un tema que se mantiene tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (55).

Pero se ha podido notar al mismo tiempo que, si ya en el Antiguo Testamento se insinúa la inclusión de la jus­ticia y del amor para con los hombres en la relación mis­ma del hombre con Dios, la revelación cristiana llega a un nivel más profundo al unificar la actitud del hombre ante el prójimo con su relación ante Dios, hasta hacer del amor del prójimo el cumplimiento concreto de la comunión con Dios. El amor supremo de Dios a los hombres, cuya reali­zación es Cristo, exige la respuesta del amor a Dios, cum­plido efectivamente en el amor a los hombres. La dimen­sión vertical y la horizontal de la existencia cristiana que­dan así inseparablemente unidas; la primera funda y exige la segunda, y ésta, a su vez, constituye el único cumplimien­to auténtico de la primera.

«Pero el amor cristiano al prójimo y la justicia no se

(54) 1 Jo 3, 16-18; 4, 19-21. (55) Me 12, 28-34; Mt 7, 12; 22, 38-40; 25, 3144; Le 10, 25-37; 6, 27-38,

Rom 13, 8-10; Gal 5, 14; Sant 2, 1-16; 1 Jo 3, 23.

32

pueden separar. Porque el amor implica una exigencia ib-soluta de justicia, es decir, el reconocimiento de la digni­dad y de los derechos del prójimo. La justicia, a su vez, alcanza su plenitud interior solamente en el amor. Siendo cada hombre realmente imagen visible del Dios invisible y hermano de Cristo, el cristiano encuentra en cada hombre a Dios y la exigencia absoluta de justicia y amor que es propia de Dios» (56).

Separar la caridad cristiana y la justicia sería un mal­entendido fatal, la perversión misma del amor cristiano, que quedaría así vacío de contenido concreto. La justicia es precisamente la primera exigencia de la caridad. Respe­tar con los hechos al prójimo en su dignidad personal y en sus inalienables derechos, he aquí lo que significa concre­tamente amarle, si no se quiere reducir esta palabra a la vaciedad estéril de un sentimiento.

El amor cristiano implica y radicaliza las exigencias de la justicia, dándoles una motivación nueva y una nueva fuerza interior. El acontecimiento de Cristo ha conferido a la persona humana un valor divino. Porque todo hombre es «un hermano por el que ha muerto Cristo» (57), y porque Cristo ha resucitado como «el primogénito de todos los her­manos» (58), nuestro encuentro con Cristo se realiza con­cretamente en el encuentro con los hombres: en cada hom­bre nos sale al encuentro Cristo mismo en persona (59). En la muerte y Resurrección de Cristo ha sido establecida la fraternidad universal, que debe ser realizada en este mun­do como anticipación de la futura participación comunita­ria en la vida inmortal de Cristo glorificado (60). El dina­mismo del Espíritu, don del Resucitado, nos llama inter­namente a salir de nosotros mismos por la confianza en Dios y el servicio de los hombres. La originalidad del amor cristiano está en su motivación y en su interioridad bajo

(56) Sínodo de los Obispos, La Justicia en el mundo, 16. (57) Rom 14, 15; 1 Cor 8, 11. (58) Rom 8, 29; Col 1, 18. (59) Mt 25, 40. 45. (60) Ef 2, 13-18; Gal 3, 28.

33 3.—Cristianismo.

la acción del Espíritu; la ley interior del Espíritu es la ley del amor, cumplido en el don desinteresado de sí mismo a los otros (61). En lugar de suprimir las exigencias de la justicia, el amor cristiano genuino las interioriza hasta el fondo del corazón humano; la caridad cristiana viene a ser así el alma de la justicia (62).

Por eso el cristiano auténtico, a saber, el hombre que vive su fe en Cristo como amor y servicio del prójimo, no puede limitarse a observar sus deberes de justicia, sino que debe comprometerse seriamente en favor de los hermanos oprimidos, de todos los que padecen la injusticia. Ser dis­cípulo de Cristo, «ser-cristiano», consiste en amar a los hombres por Cristo y como Cristo. Y quien los ama de verdad, no puede menos de empeñarse por su liberación de la injusticia, cualquiera que sea el campo en que ésta se cometa (económico, social, político, nacional, internacio­nal). Esto exige de nosotros un cambio profundo de men­talidad y de actitud, una verdadera conversión. No podemos continuar en nuestra despreocupación ante la situación de los marginados y oprimidos. Si el amor de los hombres es el gran mandamiento de Cristo, el egoísmo y las injusticias son el gran pecado del mundo, la negación de Cristo.

2. Misión del cristianismo hoy.

La misión del cristianismo en el mundo permanece la de siempre: testificar el mensaje de Cristo, su Muerte y Resurrección. Testificar quiere decir anuncio actuado en la acción, fe vivida, expresión de lo que realmente se es. Es una misión impuesta a la comunidad cristiana por la fi­delidad a Cristo y la fidelidad a la humanidad. El hombre de hoy necesita la luz de la revelación cristiana para cono­cer el sentido último de su existencia, es decir, para encon­trar una respuesta a los interrogantes inevitables que le ponen el pecado y la muerte, el valor de la persona huma­na, el futuro de la humanidad, del mundo y de la historia;

(61) Gal 5, 1. 13-14. (62) Gal 5, 6; Ef 4, 15; 1 Jo 3, 23. '

34

necesita de Cristo para seguir esperando, en la persuasión de que a pesar de todos los sufrimientos y fracasos del hom­bre, y de su naufragio total en la muerte, la vida vale la pena de ser vivida y tiene un porvenir de salvación. Sola­mente el mensaje cristiano responde a los interrogantes fun­damentales del hombre y da sentido a su existencia.

Y es precisamente su misión de testigo de Cristo la que impone al cristianismo el compromiso radical por la justi­cia en el mundo. Porque Cristo ha muerto y resucitado para que en el mundo haya amor y, por consiguiente, jus­ticia; para condenar el pecado del odio y del egoísmo y, por consiguiente, de la injusticia; para que Dios sea Padre de todos en la fraternidad universal: «para que todos sean uno» (Jo 17, 21). La Muerte y Resurrección de Cristo son el «no» absoluto al pecado, como negación de Dios y del valor sagrado de la persona humana, imagen de Dios; son el «sí» absoluto al amor de Dios hacia los hombres y al amor de los hombres entre sí. Esto es lo que el cristiano está llamado a testificar en su fe, en la verdad del Evan­gelio hecha realidad en el amor (Ef 4, 15), llevar el amor en el amor, porque el amor no se crea sino con el amor. Pero el amor de los hombres sería una palabra vacía sin la proclamación valiente de la justicia y la condenación de las injusticias; una proclamación de testimonio, es decir, de mensaje cumplido en la acción.

Solamente una concepción falsa de la escatología cris­tiana ha podido relegar al olvido la misión del cristianismo por la justicia en el mundo. La escatología cristiana no ex­cluye la dimensión inmanente (presente ya desde ahora en el mundo) de la escatología veterotestamentaria, sino que la incorpora en la perspectiva de la plenitud futura. Se ha olvidado el dato fundamental de la escatología neotesta-mentaria, subrayado vigorosamente en los escritos de San Pablo y San Juan: la salvación integral del hombre por la gracia de Cristo comienza ya desde ahora en la existencia del hombre en el mundo, para llegar a su definitiva pleni­tud en la participación comunitaria en la gloria de Cristo

35

resucitado. La esencia de la escatología cristiana está en la anticipación presente de la salvación futura, a saber, en la inauguración actual (en la tierra) del futuro de Dios.

La existencia en el mundo no es para el cristiano única­mente el tiempo de la decisión de la salvación futura, sino también de la instauración del Reino de Dios en el mundo. Y el Reino de Dios, que el cristiano está llamado a edificar en la tierra, es el Reino del amor y de la justicia, de la participación de todos en el mundo creado por Dios para todos y transformado por el trabajo del hombre. El com­promiso por la instauración de un mundo más justo y más humano es, pues, auténticamente cristiano.

El anuncio de la salvación del hombre más allá de la muerte, sin el empeño por una existencia digna del hom­bre en este mundo, sería una deformación mítica del men­saje cristiano. Frente a tal deformación, que desgraciada­mente ha tenido lugar en el pasado y constituye aún actual­mente una traición al verdadero cristianismo, es plenamen­te válida la crítica marxista de la religión como «opio del pueblo». Si el cristianismo proclama el destino de todos los hombres a la participación comunitaria en una salva­ción futura, iniciada ya desde ahora en el mundo, quiere decirse que esta participación debe ser realizada en este mundo en todas las dimensiones de la existencia humana. Solamente así puede tener lugar un verdadero comienzo de la salvación; todo lo demás es irrealismo abstracto y alie­nante. Al hombre no se le salva con la mera promesa de un más allá feliz, sino con la realidad de la verdadera fraterni­dad y de la justicia, como signo eficaz anticipador de la plenitud futura. El cristianismo será signo de esperanza para la Humanidad más allá de la muerte, en la medida en que muestre su eficacia por el reino del amor y de la jus­ticia en el mundo.

Tal es la salvación del hombre, que el cristianismo está llamado a proclamar y cumplir. En un mundo dominado por el pecado de «graves injusticias», «de opresiones y de abusos que sofocan la libertad e impiden a la mayor parte

36

del género humano participar en la edificación y en el dis­frute de un mundo más justo y más fraterno» (63), la «sal­vación» no puede ser sino «liberación». He aquí la pala­bra adecuada, que toma en serio la situación real de una gran parte de nuestros hermanos, los hombres. Es un tér­mino bíblico, empleado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Tiene hoy día la ventaja de sacudir nuestra conciencia de cristianos ante el pecado enorme de las injusticias en nuestro momento histórico.

«La situación actual del mundo impone al cristiano una visión y una praxis nuevas del mensaje de Cristo como anuncio eficaz de esperanza y de amor: a saber, una con­ciencia profunda y lacerada de las injusticias enormes de nuestro tiempo en el campo económico, social, político e internacional; una actitud franca de denuncia de las estruc­turas de opresión; una acción eficazmente comprometida por la liberación integral del hombre; un reconocimiento sincero de nuestro silencio aun de nuestra identificación con las estructuras económico-sociales opresoras de los dé­biles y marginados» (64).

3. La Iglesia ante los signos de nuestro tiempo.

El documento del Sínodo sobre la justicia en el mundo habla de los «signos de los tiempos», a saber, de la situa­ción actual del mundo, vista a la luz de la fe cristiana. In­terpreta esta situación como una llamada de la Iglesia «a volver al núcleo mismo del mensaje cristiano», y concluye que la misión de predicar el Evangelio en nuestro tiempo exige el empeño por «la liberación integral del hombre ya desde ahora en su existencia terrena» (65).

No es difícil descubrir dos «signos» de nuestro tiempo, que merecen particular atención de parte de la Iglesia.

(63) Sínodo de los Obispos, La justicia en el mundo, 5. (64) J. ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre (Barcelona,

1972), 217. (65) Sínodo de los Obispos, La justicia en el mundo, 5, 16.

37

El hombre de hoy, y de modo especial la generación jo­ven, se está haciendo cada vez más sensible ante las situa­ciones concretas de injusticia, que en grados y formas di­versas constituyen la perversidad enorme de nuestro tiempo. Se rebela ante toda clase de opresión y discrimina­ción. Se ha dado cuenta de que la injusticia se ha concreta­do en determinadas estructuras económicas, sociales y po­líticas, que es necesario cambiar radicalmente. Siente con fuerza creciente el valor inviolable de la persona humana y el ideal de la fraternidad universal. Sabe que aun en las naciones económicamente desarrolladas y con régimen po­lítico interno de auténtica libertad democrática permane­cen aún determinadas estructuras de opresores y oprimi­dos, de «señores» y «siervos de la gleba», de «privilegia­dos» y «marginados»; y, sobre todo, que en no pocas na­ciones económicamente fuertes o débiles, los derechos fun­damentales del hombre son pisoteados y que hay todavía en nuestro tiempo millones de hombres que se encuentran en una situación infrahumana y desesperada (no solamen­te en el nivel de vida, sino en su misma dignidad humana, sacrificada al bienestar de los grupos reducidos de los po­derosos). Es consciente de que el desnivel entre los países ricos y los países en vía de desarrollo aumenta bajo la ex­plotación neocolonialista.

Por otra parte, el hombre moderno siente una descon­fianza instintiva y creciente frente a todo mensaje mera­mente doctrinal de liberación humana, y mide el valor de tales mensajes según el criterio primordial de su eficacia en la liberación efectiva del hombre. Proclama el primado de la praxis, a saber, del empeño real de la lucha a favor de los oprimidos y desheredados.

Estos dos fenómenos, característicos del hombre de nuestros días, deben ser interpretados a la luz de la fe y de la esperanza cristiana como una etapa nueva de la historia de la salvación, que exige de nosotros, los cristianos, un examen sincero de nuestra mentalidad y de nuestra actitud existencial cristiana. Este examen de conciencia, llevado hasta el fondo, nos permitirá comprender y aceptar que

38

el creciente sentido de justicia del hombre moderno, y la importancia decisiva que atribuye a la praxis como criterio valorativo de los mensajes doctrinales, responden al espí­ritu del verdadero cristianismo. Y, en efecto, estos «signos de los tiempos» aparecen profundamente coherentes con el núcleo mismo del mensaje cristiano, que ha puesto de relieve el valor sagrado de la persona humana como exi­gencia absoluta de respeto, justicia y amor, e impone a la Iglesia el deber de testificar con la fe, esperanza y cari­dad (66), cumplidas en la acción, la obra liberadora de Cristo. Tomar en serio estos «signos de los tiempos» no es acomodación oportunista ante las circunstancias nuevas con miras proselitistas. Se trata más bien en este caso de un estímulo urgente a volver a lo que pertenece a la esencia misma del cristianismo.

ha situación actual del mundo constituye un verdade­ro desafío para la Iglesia. Ha llegado el momento, en el cual debe mostrarse como portadora de esperanza y amor al mundo. El testimonio eclesial frente a este mundo, que cree más a los hechos que a las doctrinas, caería en el vacío si no demostrara su eficacia en el empeño por la liberación del hombre. Este será el signo de la Iglesia en nuestro tiempo, el signo del amor verdadero que el mundo espera. Y lo espera con razón, porque es precisamente el signo que Cristo mismo ha proclamado como carácter distintivo de sus discípulos. Si la Iglesia no muestra la misma preocupa­ción por defender la verdad de su mensaje, como por ha­cerlo verdadero en la praxis del amor eficazmente compro­metido en la liberación integral del hombre, su mensaje no presentará garantías de credibilidad para el hombre nuevo, que está apareciendo en nuestros días (67).

La esperanza verdadera de la salvación definitiva, co­menzada desde ahora en la liberación integral del hombre en el mundo, no permite la actitud de la conformación re­signada ante las maldades del mundo actual, sino que le

(66) El Concilio Vaticano II presenta la Iglesia como «la comunidad de la fe, esperanza y caridad» (Const. dogm. sobre la Iglesia, n. 8).)

(67) Cf. J. ALFARO, op. cit., 216-217.

39

impone la responsabilidad de combatirlas. La esperanza cristiana auténtica es solidaridad con los oprimidos, solida­ridad no meramente sentimental, sino comprometida en su liberación. Esta es la ética de la esperanza cristiana, una ética lanzada hacia la liberación integral del hombre en el mundo como comienzo anticipador de la salvación futura, como signo efectivo de que el Reino de Dios está llegando. «Una ética de este tipo... obligaría a la teología cristiana a dejar por fin de ir caminando tras la sociedad, cerrando sus filas, para tomar la antorcha y ponerse a la cabeza. El cristianismo dejaría de ser una religión de la sociedad, preocupado siempre de acomodarse a los tiempos, e inicia­ría el éxodo dirigiéndose hacia el mundo como testigo de la esperanza mesiánica» (68). Es su esperanza del futuro de Dios, comprometida en la liberación del hombre, la Iglesia aparecería ante el mundo como la vanguardia del Dios que marcha delante de nosotros y anticipa así su venida futura y la liberación definitiva del hombre.

El documento sinodal nos advierte que «no pertenece de por sí a la Iglesia, en cuanto comunidad religiosa y je­rárquica, ofrecer soluciones concretas en el campo social, económico y político para la justicia en el mundo. Pero su misión implica la defensa y la promoción de la dignidad y de los derechos fundamentales de la persona humana». «... la Iglesia tiene el derecho, más aún, el deber de pro­clamar la justicia en el campo social, nacional e internacio­nal, así como de denunciar las situaciones de injusticia, cuando lo pidan los derechos fundamentales del hombre y su misma salvación» (69). Reconoce, pues, el Sínodo que pertenece a la misión de la Iglesia no solamente proclamar con su doctrina la justicia en sus diversos campos y defen­der la dignidad y los derechos del hombre, sino también denunciar en determinadas circunstancias las situaciones

(68) J. MOLTMANN, Esperanza y planificación del futuro, 303-304.

(69) Sínodo de los Obispos, La justicia en el mundo, 17.

40

concretas de injusticia. La acción de la Iglesia por la jus­ticia «debe dirigirse, en primer lugar, hacia aquellos hom­bres y naciones que, por diversas formas de opresión y por la índole actual de nuestra sociedad, son víctimas silencio­sas de la injusticia, más aún privadas de voz» (70).

Para poder delatar con verdadera autoridad moral los abusos e injusticias de nuestro tiempo, la Iglesia deberá estar desvinculada de toda protección de los poderosos (en lo político y en lo económico) y de toda convivencia con las instituciones económico-sociales opresoras de las clases ne­cesitadas. Deberá tener el coraje de escoger su verdadera libertad (la libertad de vivir la pobreza de los pobres), para poder liberar a los pobres.

Dada la gran diversidad de la situación de las naciones (y aun de los continentes) en lo político, económico y so­cial, la Iglesia deberá tomar en cada caso actitudes concre-tras diversas en su misión liberadora del hombre. Podrá encontrarse ante el deber de protestar con libertad cristia­na contra la injusticia de la discriminación racial o ante la explotación neocolonialista de las naciones económicamente débiles, por las grandes potencias; en otros casos, tendrá la responsabilidad de oponerse con decisión y riesgo a la vio­lación permanente de los derechos fundamentales de la persona humana de parte de las mismas instituciones polí­tico-económicas; en no pocos casos deberá afrontar, como el problema más urgente, la situación trágica de las grandes masas que viven en condiciones infrahumanas, mientras la riqueza nacional (agraria, industrial, etc.), pertenece a mi­norías privilegiadas. Pero, cualquiera que sea la situación concreta de cada nación, la Iglesia no puede permanecer indiferente o neutral ante las diversas formas de opresión y explotación del hombre. Esta responsabilidad de la Igle­sia nos toca a todos y cada uno de los cristianos, porque todos y cada uno constituimos la Iglesia.

(70) lbid., 11.

41

4. Actitudes de los cristianos ante las exigencias de la justicia.

La actitud de los cristianos de nuestro tiempo ante las exigencias de la justicia es realmente muy diversa.

Hay cristianos (en el sentido de que son considerados en la sociedad como tales, porque profesan la fe cristiana), que no cumplen los deberes de justicia para con su prójimo, y por defender los intereses personales o de grupo, cola­boran en las estrucuras político-económicas opresoras. Tal vez hasta toman parte en ciertas obras y organizaciones ca­ritativas; pero de una caridad mal entendida, porque la caridad cristiana no es algo generosamente sobreañadido a los deberes de justicia, sino que es ante todo exigencia de justicia y reconocimiento práctico de la dignidad y de los derechos concretos de los otros, a nivel individual y co­lectivo.

Otros cristianos no se han dado cuenta todavía de que los «signos de los tiempos» exigen (por fidelidad al Eevan-gelio) un cambio profundo de mentalidad y de actitud, que nos haga pasar de un cristianismo «privatista» y desinte­resado de los enormes problemas humanos de la descrimi­nación económico-social y de la violación de los derechos fundamentales del hombre, etc., a un cristianismo seria­mente comprometido en la liberación de todo hombre, porque todos (y en especial los pobres y marginados) encarnan para nosotros la figura de Cristo. Como el «sacerdote» y el «levita» de la parábola evangélica «pa­san de largo» junto a los que yacen medio muertos a la vera del camino (Le 10, 30-33). No da un paso hacia el prójimo maltrecho y oprimido. Permane­cen en el inmobilismo del orden establecido. Les falta el coraje de la esperanza para comprometerse en los cambios radicales, que el espíritu del Evangelio exige hoy de los cristianos.

Existe también en la Iglesia otra clase de cristianos, que han comprendido que para llevar la Buena Nueva de la esperanza cristiana a los oprimidos y marginados del mnudo

42

es necesario ante todo encarnar en la propia vida y en la ac­ción la vida misma y la doctrina de Cristo (el amor de Dios cumplido en el amor del prójimo). Saben que el testimonio cristiano consiste en la presentación del Evangelio al mundo con la palabra y con los hechos; y que, si el Evangelio es predicado solamente con las palabras, viene a ser antites­timonio, contradicción consigo mismo y ante los ojos del mundo. Están persuadidos de que el único modo de hacer convincente para las masas de los desheredados la verdad del cristianismo, como mensaje liberador del hombre, es la identificación real con la vida de los pobres y margina­dos, y el empeño por elevarles el nived económico-social exigido por su dignidad de hombres (no solamente en lo material, sino más aún en lo cultural, en el reconocimiento efectivo de sus derechos humanos, en su inserción plena en la sociedad). Identificarse de hecho, como Cristo, con k vida de los pobres y oprimidos, en un acto sublime de amor a Dios: es «dar la vida por la redención de todos» (Me 10, 45); es anunciar y cumplir la llegada del Reino de Dios al mundo. En el combate perseverante por la libera­ción de los oprimidos, estos cristianos sufren a veces la incomprensión (y aun la crítica injusta) de los «otros» cris­tianos. Su defensa de los derechos de los débiles suscita inevitablemente la reacción de los poderosos del mundo, y no raras veces las vejaciones y aun la violencia moral y física (como está ocurriendo en nuestros días). Por eso estos cristianos auténticos no podrán mantenerse en esta difícil situación, que en ocasiones raya en el heroísmo, sin una vida interior intensa de oración y unión con Cristo, sin una esperanza fuerte, como la de S. Pablo: «trabajamos (sufrimos, penamos) y luchamos, porque esperamos en el Dios vivo» (1 Tim 4, 10). Este grupo de cristianos, que en silencio y sin alardes de propaganda sensacionalista, viven en serio el compromiso del amor y de la esperanza cristiana por la liberación de los oprimidos, es más nume­roso de lo que a primera vista pudiera parecer. A esta clase de cristianos auténticos pertenecen (y de un modo espe­cial) tantos misioneros y misioneras que han renunciado

43

al nivel de vida de nuestra «sociedad de consumo», para identificarse efectivamente con los pobres y marginados del mundo, y llevarles así la liberación cristiana con la predi­cación del Evangelio y la promoción humana. ¿No debemos reconocer que estos cristianos, comprometidos en la libe­ración integral de los desheredados del mundo, constituyen la verdadera vanguardia de un cristianismo nuevo, que vive el espíritu del Evangelio según las exigencias de nuestro tiempo?

44

LA COMISIÓN PONTIFICIA JUSTICIA Y PAZ

Pablo VI estableció la Comisión Pontificia Justicia y Paz ea enero de 1971, para cumplir los deseos expresados por el Con­cilio Vaticano II en su Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Moderno.

El mandato y consigna general dada a la Comisión es la de despertar la conciencia de todo el pueblo de Dios para cumplir su misión de promover el desarrollo mundial, la justicia y la paz.

La Comisión es Pontificia, es decir, ha sido instituida por el mismo Santo Padre y depende directamente de El. Su Secreta­riado forma parte de la Curia Romana, la administración central de la Santa Sede.

Fiel a las enseñanzas del Vaticano II, la Comisión se esfuerza constantemente por colaborar con todas las Iglesias cristianas y confesionalidades, y en particular con el Consejo Mundial de las Iglesias. Este último (WCC) y la Comisión Pontificia han creado un Comité conjunto sobre el Desarrollo, la Justicia y la Paz, SODEPAX, cuyo Secretariado tiene su sede en Ginebra (150 Rou-te de Ferney).

Se ha pedido a las Conferencias, regionales y nacionales, de Obispos Católicos de todo el mundo, que establezcan—o que permitan que se establezcan—organismos semejantes a la Comi­sión de Justicia y Paz, dentro de sus respectivos territorios. Ac­tualmente están ya en vigor alrededor de cincuenta, y otros cua­renta más están en proceso de formación. El objetivo de estos organismos es ayudar a formar un «sistema circulatorio» de ini­ciativas a escala mundial, en pro de la justicia y la paz en el seno de la Iglesia católica; es, también, promover la colaboración ecuménica a través de SODEPAX entre los cristianos, y con per­sonas de toda religión e ideología; y es cooperar con organismos civiles al servicio de toda la familia humana de Dios.

Dirección postal: CIUDAD DEL VATICANO. Oficinas: PIAZZA S. CALIXTO, 16. ROMA (Trastevere). Teléfonos: 698-4776 y 698-4491. Telegramas: JUSTPAX VATICAN.

45

El Padre Juan Alfaro es Consultor de la Sagrada Congregación de Universidades y Seminarios; Profesor de Teología dogmática de la Universidad Gregoriana de Roma y miembro del Consejo de Dirección de «Concilium».

Ha sido Profesor de la Facultad Teológica de Granada, Prefecto General de Estudios de Ja Universidad Gregoriana y miembro de la Comisión Internacional para la Reforma de Estudios Eclesiás­ticos.

Es autor de numerosas obras; ha colaborado en la redacción del léxico internacional de Teología «Sacramentum Mundi» y publi­cado abundantes artículos en obras internacionales como «Lexicón für Theologie und Kirche», «Conceptos fundamentales de Teolo­gía», «Gregorianum», etc.