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Tortura, verdad, represión, arqueología
Alejandro F. Haber
(Universidad Nacional de Catamarca – CONICET)
La tortura aplicada en los pozos de la última dictadura argentina no tendí a sólo a la búsqueda de
información; se orientaba además a la autonarración del detenido de acuerdo a los cánones del
torturador. La tortura implicaba, así , el establecimiento de un régimen de verdad. Este, además de ser
necesariamente autoritario, no implicaba una descripción pasiva (DuBois 1990). DuBois caracterizó
a la tortura como la dominación final, no tan sólo de los cuerpos sino sobre todo de las ideas. En su
argumento, la tortura no agotarí a su sentido en la derrota de un enemigo presente sino en el deseo de
imponer particulares interpretaciones de la historia, una particular ‘verdad’ en la continua lucha por
la comprensión de la realidad del paí s. Sosteniéndose en la innegable desproporción entre el número
de combatientes y el de los detenidos y torturados, la tesis de DuBois trajo al primer plano el altí simo
precio que la sociedad ha debido pagar por el establecimiento de la ‘verdad’.
Dado que la arqueologí a es puesta en práctica en el develamiento de las huellas del terrorismo de
estado en el marco del cual la tortura se estableció como vigí a del régimen social de verdad, cabe
preguntarse: ¿Cuál es la relación que esta disciplina establece entre verdad y autonarración?
No es en la arqueologí a de la represión reciente en donde la disciplina se ha constituido en un
régimen de verdad; por el contrario, la expansión del campo de la arqueologí a al reciente pasado de
tortura, desaparición y muerte no sólo conlleva la aplicación de técnicas y métodos; junto con estos
se extiende la pretensión de validez de lo que acerca del pasado se dice. Tales pretensiones
veritativas son transportadas por el marco institucional de una disciplina académica cuyos criterios
de validación, se dice, son independientes de la realidad a interpretar, o sea, son metodológicos y
técnicos. No deja de resultar problemática la apelación el régimen de verdad disciplinario en el
marco del nuevo campo de aplicación: la neutralidad valorativa y el objetivismo se resquebrajan
cuando los hechos tratados son tan indiscutiblemente atroces que no tan sólo conforman parte de una
realidad que no puede ser negada sino de una realidad que tampoco debe ser negada. La
autocomprensión objetivista -que es asimismo cientificista en cuanto la ciencia se presenta como un
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valor- de la arqueologí a como disciplina académica no es explí citamente cuestionado por la
arqueologí a de la represión más reciente. Pero las condiciones de la relación cognoscitiva en ambas
arqueologí as son lo suficientemente distintas como para que, implí citamente, se trate de un modelo
investigativo diferente.
La delimitación del campo objetual de la arqueologí a académica, lo que ha venido a llamarse el
registro arqueológico o la cultura material del pasado, implica un posicionamiento del observador
frente a esos hechos que estructura su proceso cognoscitivo. El observador se constituye como sujeto
al mismo tiempo que sobre-constituye a su dominio objetual: como objeto de su observación y como
objeto material. Al mismo tiempo, es en la objetivación en donde se sustentan las pretensiones
veritativas de los discursos narrativos. El dominio objetual, entonces, fundamenta la relación
cognoscitiva en tres planos complejamente vinculados entre sí : en el plano ontológico (los objetos
arqueológicos quedan definidos como materia), en el plano metodológico (los objetos arqueológicos
son los vestigios del pasado que se conoce mediante su estudio), y en el epistemológico (la
separación esencial -y asimétrica- entre sujeto y objeto permite que el primero acceda al
conocimiento del segundo tal cual este es, desprovisto de inclinaciones valorativas o intereses). La
operación conjunta de los tres planos produce una indistinción entre el fisicalismo, el empirismo y el
objetivismo, que conforman una dura base rocosa sobre la que se apoya el edificio disciplinario
(Haber y Scribano 1993).
Todo esto no es un mero ejercicio retórico, no se trata de adjetivar la disciplina con el fin de marcar
una propia morada en la cual hallar refugio teórico. Sobre aquella misma roca se apoya el signo
polí tico de la relación cognoscitiva que se establece en la arqueologí a. Lo no dicho o, mejor, lo que
no dice, es decir, el objeto arqueológico mudo e inerte, se expresa precisamente en su locuacidad
acallada: los sujetos cuyos intereses son apartados y excluidos de la relación arqueológica por la
sanción de esta como un dominio epistémico y disciplinario (Haber 1994, Haber y Scribano 1993).
La exclusión del sujeto es un elemento fundamental en la conformación de los habitus disciplinarios
de la arqueologí a. Parte del disciplinamiento arqueológico consiste precisamente en aprender a
ignorar a los otros sujetos co-presentes al interés cognoscitivo arqueológico (Gnecco 1999).
Haciendo uso de unas metáforas biológicas, podrí a decir que este disciplinamiento opera filo y
ontogenéticamente.
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El disciplinamiento ‘filogenético’ consistió en la etapa liminar de la arqueologí a argentina entre 1875
y 1900 (Haber 1995). En dicha etapa las sanciones disciplinarias no se hab í an aún estatuido, los
dominios objetuales no habí an sido designados, y los sujetos co-presentes no habí an sido del todo
excluidos. Un conjunto de autores -los filólogos- designaban a lo arqueol
ógico con los nombres
indí genas contemporáneos (huaca, puco, virque, antigal, pucará, pueblo viejo, piedra pintada,
conana, etc.), lo narraban apelando a tradiciones folklóricas y crónicas coloniales, y presuponí an la
significatividad de los objetos. Otro conjunto de autores -los naturalistas viajeros- se esforzaban por
definir extensamente los términos descriptivos, tendí an a describir y clasificar los objetos, y
sostení an la no significatividad de los objetos -o bien que su descripción y estudio podí a prescindir
de ella-. La institucionalización de la disciplina en los museos Etnográfico de Buenos Aires y de La
Plata conllevó una exclusión de los estilos, métodos e intereses cognoscitivos de los filólogos y una
sanción de los de los naturalistas viajeros como la normalidad diciplinaria. Al veloz decir de Moreno
mientras se daba un programa para su museo al tiempo que se apagaban los fusiles de la guerra de la
Argentina contra los pueblos indí genas, la arqueologí a debí a trabajar “para tener siquiera un
bosquejo de lo que fueron las civilizaciones que se consumieron en este suelo” (Moreno 1990).
El disciplinamiento ‘ontogenético’, por su parte, es aquel que atraviesan los aspirantes en las etapas
iniciales de la formación disciplinaria. Los discursos pedagógicos se orientan a que los alumnos
incorporen el juego del lenguaje de la disciplina mediante el cual se señala -es decir, se designa- el
dominio objetual. Es común que los alumnos de arqueologí a no demoren más de un año en olvidar
los impulsos personales, familiares y comunitarios que los llevan a ingresar en la carrera, y los
reemplacen por autorrepresentaciones que reproducen definiciones disciplinarias y objetivos
sancionados. O bien se aprende a ignorar la inquietud adolescente por las consecuencias de la
represión del pasado en la estructuración del presente social, o bien se deserta de la carrera
disciplinaria como el único camino alternativo1.
Una vez que los mecanismos ‘genéticos’ han operado exitosamente, se reproducen los habitus
disciplinarios mediante una combinación tácita de preterización del sujeto y represión del sentido.
Los mecanismos habituales hacen que la natural mudez de los objetos no permita escuchar a los
1 Hace ya más de diez años tuve la oportunidad de comprobarlo con un grupo de alumnos de Arqueologí a de la
Universidad Nacional de Catamarca, que fueron capaces de narrar sus metas e intereses extradisciplinarios al inicio de su
primer año, pero al cabo de un año habí an olvidado incluso la conversación sostenida el año anterior, y estructuraban sus
respuestas en términos y conceptos estrictamente disciplinarios.
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sujetos -entre estos, los propios investigadores. Los sujetos quedan, entonces, excluidos del pasado
que, enunciado como historia, es expropiado de la memoria (Gnecco 1999).
Los mecanismos mediante los cuales la arqueologí a objetiva lo ind
í gena no dependen de la
conciencia de los actores, no son materia de voluntad individual sino de habitus disciplinarios que se
sustentan en prejuicios culturalmente reproducidos2. Todos los ciudadanos, disciplinados o no por la
arqueologí a, lo hemos sido antes por la escolarización. Tempranamente hemos aprendido el sentido
inmutablemente progresista del tiempo histórico, así como se nos ha enseñado que los hechos más
atroces de nuestra historia pueden ser materia de coloridos debates que se enuncian como leyendas o
partidos de opinión. Los genocidios, entre ellos el mayor que ha conocido la historia humana, es
decir, el producido por los conquistadores españoles en América, son presentados como lejanos
horizontes dolorosos e inevitables que posibilitaron el desarrollo normal de nuestra civilización.
Cuán rosado o negro sea el pasado queda en el plano de las posiciones posibles, demarcando los
extremos entre los cuales estarí a la verdad.
Las representaciones arqueológicas acerca de la explotación y/o dominación de unos indí genas por
otros se producen en un contexto de ausencia de reflexión acerca del sentido que han tenido las
representaciones del mundo indí gena previo a la conquista en el sustento ideológico y polí tico de la
propia empresa de conquista. El sometimiento, secuestro, tortura y muerte de millones de personas, y
el establecimiento de un orden colonial de explotación, obtuvieron parte de sostenimiento en las
representaciones de los indí genas y de la conducta de los conquistadores con ellos (Todorov 1987,
Vollet 2001). Sin lugar a dudas, es esta la más pesada herencia de las arqueologí as sudamericanas,
cuyo signo ha sido revelado por interpelación de la movilización de los descendientes de los
sobrevivientes del genocidio.
El orden colonial no solamente ha tenido un correlato en el plano de las representaciones, las que han
dado lugar al espectro cromático con el que en las escuelas se nos infunde el sentido de la historia.
La colonización cultural de los pueblos indí genas ha tenido la forma de acciones represivas
organizadas y concertadas por el estado, la iglesia y los particulares, orientadas a la conversión al
catolicismo de los indí genas y al abandono y represión de sus creencias y prácticas religiosas y
2 No significa ello que, sometidos a crí tica que, en gran parte es autocrí tica, no puedan ser modificados, siempre que se
asuma que deben ser modificados.
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culturales. Lo que ha sido llamado ‘la extirpación de idolatrí as’ fue, en resumen, una dilatada
campaña de sometimiento ideológico sustentada en acciones represivas, tortura y muerte de miles de
indí genas (Duviols 1977 y 1986). El delgado hilo que separa la definición de etnocidio de la de
genocidio no fue particularmente atendido por los agentes coloniales. La represió
n del culto a losantepasados conllevó, además, la destrucción de cientos de lugares y objetos sagrados, cuerpos
momificados, tumbas, monumentos, y el procesamiento (seguido de tormentos, castigos y, muchas
veces, incluso la muerte) de los indí genas sospechados de ejercer el culto (Duviols 1986, Farberman
2005). La extirpación de idolatrí as fue una etapa posterior a la guerra, es decir, la generalización al
imaginario colectivo de la dominación de los cuerpos individuales. Las torturas tuvieron el objetivo
de la construcción de un enemigo -lo indí gena demoní aco- y la autonarración del sujeto a tono con la
visión del mundo del torturador como clave para la instauración de un régimen de verdad.
Parece una simple cuestión de actualización terminológica que lo que en 1891 fue llamado ‘huaca’
por Samuel Lafone Quevedo sea ho considerado un sitio arqueológico! Que los po"ladores del #rea
fueran ind$genas para Lafone % de hecho% le prestaran a este la denominación de &ha'ar (aco el
sentido ind$gena de las ruinas% no es ahora m#s que un renglón del anecdotario )Lafone Quevedo
1991*! Pero que los cultos populares actuales en sitios arqueológicos del noroeste argentino sean
criminalizados por el derecho positivo que los sanciona como sitios arqueológicos )Le +,-.!/02-33 de Protección del patrimonio arqueológico paleontológico*% podr$a ser parte del
mismo proceso de colonización cultural! 4n un mundo heredero del orden colonial sustentado en
privilegios de raza% clase g5nero% en cuo esta"lecimiento sostenimiento han participado pr#cticas
discursos acerca de lo ind$gena sus o"6etos monumentos antiguos% no puede ser neutral que el
tratamiento de esos o"6etos monumentos quede reservado al #m"ito de una disciplina acad5mica!
Lo es mucho menos si la misma se recorta en un horizonte de distanciamiento fisicalización del
o"6eto! 4s hora de sacudirse las r5moras culturales que han ense'ado a enunciar las tradiciones
ind$genas pasadas como arqueológicas a las vivientes como fol7lóricas% a los ind$genas como
pret5ritos a lo arqueológico como alamano del conocimiento cient$fico!
Se suele considerar que la expansión de la disciplina arqueológica hacia la temática de la más
reciente represión de estado es una demostración de la utilidad de la disciplina en problemáticas de
actual interés. Los regí menes de verdad de una y otra arqueologí a, no obstante, se basan en
condiciones fundamentalmente diferentes. La más importante entre ellas es la inclusión o exclusión
de la co-presencia de intereses cognoscitivos extra-disciplinarios (Bellelli y Tobin 1985, Bozzutto y
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otros 2004, Cohen Salama 1991, Equipo Argentino de Antropologí a Forense 1992). La mera
enunciación del dominio objetual de la disciplina excluye de su tratamiento a quienes los interpelan
intereses distintos del conocimiento académico o cientí fico de la reconstrucción histórica del pasado.
En elámbito de la arqueolog
í a de la represi
ón m
ás reciente, en cambio, el r
égimen de verdad de la
narrativa histórica no podrí a pretender sostenerse en la exclusión de la memoria; en todo caso, se
apoya en su colaboración y sostenimiento (Bianchi y otros 2000, Cohen Salama 1992). Ello no hace
que la narrativa resultante sea menos verdadera ni menos académica, ni siquiera menos cientí fica.
Todo lo contrario. El proceso de investigación es relevante tanto académica como socialmente,
precisamente por la inclusión de los intereses subjetivos extra-académicos en la definición de sus
objetivos y condicionamientos (Bianchi y otros 2000, Equipo de Investigación por la Memoria
Polí tica Cultural 2004). No serí a posible para los arqueólogos de la represión reciente objetivar los
restos de los seres queridos, manipular la narración de acuerdo a teorí as de pretendido alcance
general, ni utilizar la investigación para poner a prueba modelos de comportamiento, sin
comprometer la labor en el sentido de una nueva represión. Un grupo de sobrevivientes del centro de
detención clandestina conocido como ‘el pozo’, en pleno centro de la ciudad de Rosario, rechazó su
representación, y la de sus compañeros muertos, como ví ctimas del aparato represivo. El sentido de
sus experiencias estando detenidos, que una y mil veces son narradas por los sobrevivientes como
inagotable fuente de dolor, serí a reprimido junto con la negación de su identidad polí tica. En el
sentido de DuBois, se resisten, y junto a ellos los investigadores, a que el sometimiento de los
cuerpos se extienda sobre las mentes, que la memoria colectiva sea reemplazada por la narración
histórica, opinable y colorida, de lo que le pasó a otros que nada tienen que ver con nosotros.
La arqueologí a de la represión más reciente origina su intervención en intereses extra-académicos, y
no pocas veces debe desarrollarse en el marco de complejas negociaciones entre visiones distintas,
muchas de ellas igualmente atendibles. La pregunta inevitable es, a esta altura, por qué, en cambio, la
manipulación disciplinaria de lo arqueológico sí es posible cuando se trata de la arqueologí a
indí gena. La respuesta, que no es otra que la explicación de las diferencias en la relación entre
regí menes de verdad y autonarración, no puede ser remitida a la identidad sin que erosione toda
pretensión de interés público de la empresa cognoscitiva. La posición según la cual los profesionales
de la arqueologí a defienden el privilegio a los discursos y objetos indí genas está llamada a
disolverse, pues es tan insostenible polí tica como teóricamente. Es probable que el efecto de la
arqueologí a de la represión más reciente en la disciplina haya sido, precisamente, la incorporación de
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la experiencia del diálogo intersubjetivo a través de las fronteras disciplinarias. El aprendizaje del
acompañamiento mutuo con intereses no meramente cognoscitivos resalta la importancia social y
polí tica de la historia como memoria colectiva3. De ser así , una de las tareas de la reconstrucción de
la arqueologí a para el proyecto descolonizador debe ser la revisi
ón cr
í tica de las relaciones profundas
entre tortura, verdad, represión y arqueologí a.
Agradecimientos
Los integrantes del equipo de investigación y sobrevivientes del ‘pozo’ de la Jefatura de Rosario me
permitieron compartir sus experiencias en el proyecto. Diversos colegas, entre ellos Patricia Bernardi, Silvia
Bianchi, Luis Fonderbrider, Cristóbal Gnecco, Jacko Jackson, Darí o Olmo, Bob Paynter, Claire Smith,
Myriam Tarragó y Martin Wobst, aportaron ideas, comentarios y experiencias que, mal o bien, han quedado
aquí escritas. A Pedro Funari y Andrés Zarankin, por ofrecerme la oportunidad de hacerlo.
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atravesar su propia reconversión en el acompañamiento de prácticas emancipatorias.
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