Alejandro Dumas - Dios Dispone - Tomo I

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Dios Dispone tomo i Alejandro Dumas (Dieu Dispose) Novela publicada originalmente en 1851 Edición digital por l’Editorial de Le Pailleterie Digitalización: mbaldav del Club Literario Dumas, Manuel Alfredo y Barón de Hermelinfeld Formación Tipográfica: Barón de Hermelinfeld Distribución por la Biblioteca Digital Dumas Enero 2009 bibliotecadigitaldumas.blogspot.com

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Dios Disponetomo i

Alejandro Dumas

(Dieu Dispose)Novela publicada originalmente en 1851

Edición digital por l’Editorial de Le PailleterieDigitalización: mbaldav del Club Literario Dumas, Manuel Alfredo y Barón de Hermelinfeld

Formación Tipográfica: Barón de HermelinfeldDistribución por la Biblioteca Digital Dumas

Enero 2009

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CAPITULO IBaile de máscaras en casa de la duquesa de Berry

En las postrimerías del reinado de Carlos X, hubo un como desarme, una especie de tregua en el campo de la política. El ministerio Martignac fue, digámoslo así, una concesión mutua que se hicieron los partidos, y aquellos que todo lo juzgan por las apariencias pudieron darse a entender por un momento que entre las tradiciones de lo pasado y los instintos de lo porvenir se había afianzado la paz.

Pero los hombres pensadores no se llamaban a engaño; sabían que el progreso y la civilización avanzan incesantemente y que estas reconciliaciones momentáneas no son sino la calma que precede a las grandes crisis. Así como en día sereno es cuando debemos temer al rayo, del mismo modo cuando la revolución dormita reúne fuerzas para la próxima lucha.

Martignac, de carácter flexible, sutil y conciliador, desempeñaba entre la corte y la nación el papel que las graciosas de comedia entre los enamorados que están de hocicos; pero lo que desmerecía al personaje, es que aquí los enamorados no se amaban y la reconciliación debía terminar en un rompimiento estrepitoso, Sin embargo, no por eso Martignac agenciaba con menos ahínco la boda, cual si tras ella no debiese venir la separación. Iba del rey a Francia y de Francia al rey, cantando al tino alabanzas de la otra, y al revés; refutaba los cargos y acallaba o aplazaba los rencores, haciendo que ambas partes avanzasen un paso hacia la apetecida reconciliación; en una palabra, defendía la libertad en las Tullerías, y al trono en el Palacio Borbón.

Este oficio de mediador no lo coronó Martignac sin riesgo personal; que siempre de uno y otro bando sale herido el que se arroja entre combatientes. Las opiniones son absolutas, no admiten la bigamia. Martignac comprometía, pues, su buena fama entre los cortesanos, y su popularidad entre los liberales, creándose, por ende, enemigos en ambos campos. En cambio, empero, se captaba amistades entre aquellos cuya simpatía es grata por modo imponderable, esto es, entre los artistas, la juventud y las mujeres, que le agradecían la tranquilidad que había dado a la situación. La sociedad elegante y espiritual en peso, para quien la paz, las fiestas y el arte constituyen la existencia, le estaba agradecida por haberle proporcionado de nuevo el goce, y al par que se divertía le daba las gracias.

¿Quién no recuerda el maravilloso, olvidadizo y arrebatador torbellino que constituyó el carnaval de 1829?

Fue como un aluvión de fiestas, bailes y mascaradas, cuyo oleaje subió hasta las regiones más elevadas y llegó a las gradas del trono. Su Alteza Real la señora duquesa de Berry, arrastrada por el torrente, concibió la idea de anudar la moda de las resurrecciones de las épocas históricas.

El carácter de la señora duquesa de Berry, y ahora que está en el destierro es el momento más propicio para consignarlo, es seductivo y alegre. Tan infatigable en las fiestas del pabellón de Marsán, como lo ha sido en la Vendée en medio del peligro, en su imaginación y en su pecho ardían el fuego, el

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entusiasmo y el aliento que más adelante demostró en la acción. En todas las fiestas, que alumbraron las últimas horas de la expirante monarquía con los resplandores del sol poniente, ella fue reina con doble motivo, por su cuna y por derecho de conquistas. Viva y animada, caprichosa y caballeresca, cordial y viril, es figura francesa por todos sus cuatro costados ante la cual los poetas de lo porvenir meditarán muchas novelas, cuando la perspectiva de los años habrá idealizado algunos trozos excesivamente reales y esfumado ciertos resaltos que ahora vemos a demasiada poca distancia.

En aquel dichosísimo carnaval de 1829, pues, a la duquesa de Berry le asaltó un deseo, que envolvía un capricho de mujer y una fantasía de artista. Hacía mucho tiempo que la costumbre de disfrazarse había caído en desuso en la sociedad encumbrada, y no era obra de poco empeño restablecerla en la corte, ante aquel trono con todas las apariencias de confesionario. Cierto es que Luis XIV había figurado personalmente en algunos bailes y que, en rigor, la corte de Carlos X no sufría menoscabo al seguir el ejemplo del gran rey. Sin embargo, el que danzara en las baladas de Lulli y de Moliere era el Luis XIV joven, enamorado y atrevido, a quien cuatro versos de Racine habían bastado para hacerle renunciar esas manifestaciones que ponían en riesgo su dignidad. Y en verdad, más adelante el rey se arrepintió de haber expuesto su majestad a tales desgarros, desgarros que el marido de la Maintenón no hubiera sido el último en afeárselos severamente al amante de la señorita de La Valliere.

Menester era, pues, que un placer más formal autorizase la frivolidad de los trajes, que el disfraz fuese el medio, no el fin, y que la máscara encubriese un designio más grave.

La duquesa de Berry no tardó en hallar el modo cómo salir del paso. En aquel tiempo empezaban a preocuparse con la edad media, y, lo que hasta entonces fuera inusitado, poetas y pintores inmortales empezaron a contemplar, a estudiar las crónicas, a investigar lo pasado de Francia. Pronto la edad media estuvo de moda; no se hablaba sino de dagas y jubones; en las habitaciones no se veían más que cofres, tapicerías antiguas, roble esculpido y ventanales de colores. El siglo XVI sobre todo llegó a convertirse en manía, y todos volvieron con entusiasmo los ojos hacia el renacimiento, primavera de nuestra historia, estación florida fecunda en que el tibio viento que soplaba de Italia parecía traernos en sus invisibles alas el amor al arte y el gusto por lo bello.

Tal vez sea permitido al que estas líneas está escribiendo recordar que no fue completamente extraño a este ímpetu de las inteligencias, que la representación de Enrique III data del mes de febrero de 1829.

Abrir de nuevo la tumba del siglo XVI, reconstruir aquella época maravillosa, hacer andar a los ojos de los vivientes aquel siglo deslumbrador que llenaba todos los cerebros, ¿no era un capricho regio que excusaba en grado sumo la máscara y el disfraz? De esta suerte se hermanaba un pensamiento austero y casi religioso con el pasatiempo, y el moralista más rígido no podía tachar de frívola una fiesta en la cual, debajo de las máscaras, se escondía la severa figura de la historia.

La duquesa de Berry resolvió, pues, reproducir exactamente una de las principales fiestas del siglo XVI, y al efecto se decidió que la corte de Carlos X representaría los desposorios de Francisco, delfín de Francia, con María Estuardo.

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Procedióse a la distribución de papeles. La duquesa de Berry se reservó el de María Estuardo, y el del delfín fue asignado al primogénito del duque de Orleáns, que en aquel tiempo llevaba el título de duque de Chartres.

Los demás papeles los repartieron entre los personajes más encopetados y las mujeres más hermosas de la corte. Una circunstancia que agradó por modo imponderable a la duquesa, fue que en lo posible representasen a los antepasados los descendientes. Así es que el mariscal Brissac lo representó el señor de Brissac, a Birón el señor de Birón, y a Cossé el señor de Cossé.

Inmediatamente pusieron los interesados manos a la obra, y durante un mes anduvo revuelto todo París con objeto de preparar lo necesario para tan espléndida noche. Los cartones de la Biblioteca fueron revueltos uno a uno, así como todos los armarios del Museo, para hallar el modelo de una daga o el dibujo de un tocado. Los pintores colaboraron con los sastres y los arqueólogos con las modistas.

Como cada cual quedó encargado, de su cuenta y riesgo, de la ejecución de su traje, el amor propio tomó cartas en el juego; tratábase de no ser cogido en flagrante delito de anacronismo, y para evitarlo, hasta las mujeres más jóvenes consultaron los grabados y los libros más vetustos. Nunca la erudición se viera en semejante agasajo; acostumbrada como está a no recibir en su casa sino a personajes de canosas barbas y mal peinados, no sabía lo que le pasaba ante aquella súbita invasión de frescos y sonrosados rostros.

Todos los pintores que entonces sobresalían, tales como Johannot, Deveria y Eugenio Lamí fueron puestos a contribución. Duponchel, a quien le asieron del brazo y le llevaron de retrete en retrete, coronó su fama de anticuario en asunto de calzones y de doctor en pendientes.

Por fin llegó el día fijado, que lo era el lunes 2 de marzo de 1829. María Estuardo y su cortejo debían ser recibidos en las Tullerías por la corte de Francia y el delfín Francisco, con quien venía a casar María. El desfile tenía que empezar a las siete y media; pero a pesar del ejército de artesanos y del bosque de agujas que durante un mes se habían empleado, no todos estuvieron preparados en la hora indicada y no hubo más remedio que aguardar hasta las diez.

Ellas eran cuando empezó la solemnidad, y el orden en que se colocaron en la escalera del pabellón Marsán los que representaban la corte de Francia, el siguiente:

Un guardia de corps y otro suizo, cinco pajes del delfín de Francia, el oficial de guardias suizos, seis mariscales en dos filas, y el delfín Francisco; detrás de éste el condestable de Montmorency y el duque de Ferrara, y nueve gentileshombres en tres filas.

Escalonada de esta suerte, la corte de Francia aguardó la llegada de la comitiva de la novia.La cual comitiva desembocó casi en el mismo instante, en esta disposición:Delante de la reina iban cinco pajes y ocho camaristas, y detrás de ella cuatro damas, la reina de

Navarra, cuatro princesas reales y la reina madre, cerrando la comitiva multitud de damas y señores.El desfile se verificó con pompa y diligencia. Aquella multitud de gentileshombres que ostentaban

capa corta, jubón largo y gorra con plumas derribada sobre la oreja, y llevaban la cabeza erguida y atusado el bigote y ofrecían el puño a su respectiva dama para servirla de apoyo; los diamantes, las

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pedrerías, la riqueza y brillo de los trajes, los torrentes de luz, todo recordaba a los ojos el esplendor de las grandes épocas extintas. No, no era aquella una diversión vulgar; la ilusión era completa, se anudaba la cadena entre lo pasado y lo presente, entre la vida y la muerte; el traje tomado a los siglos que fueron comunicaba a los actores de aquel drama singular algo de los que ostentado los habían, y entre ellos indudablemente los hubo que sintieron estremecerse en su pecho el corazón del antepasado cuyo traje vestían. Primeramente se encaminaron todos al gran salón “Mademoiselle” donde estaban aguardando los espectadores convidados: los caballeros, en traje de etiqueta, y las mujeres, vestidas de blanco, para dar más realce a los colores de los disfraces.

Para recibir a María Estuardo, habían dispuesto un espacioso palco semicircular, entapizado de terciopelo color de nácar y adornado de cartones y estandartes con los escudos de armas y los motes de Francia y de Escocia.

La duquesa de Berry estaba sentada en un trono. Con los cabellos encrespados y con la raíz derecha, gorguera sembrada de pedrería, basquiña de terciopelo azul debajo de la cual llevaba un verdugado y a la que materialmente aplastaban diamantes por valor de seiscientos mil duros, recordaba por modo vivísimo los retratos de la reina de Escocia que han ofrecido a la admiración de la posteridad Federico Sucheri, Vanderwe y Jorge Vertue.

Una vez María Estuardo hubo tomado asiento y ordenádose su séquito en torno de ella, la música preludió, empezaron las danzas, y por un momento una cuadrilla arreglada por Gardel y que estaba compuesta de la zarabanda y otros pasos de la época representada, confundió a las mujeres más jóvenes con los más apuestos donceles de la corte.

Luego aconteció lo que acontecer debía, esto es, que a poco los danzantes que vestían máscara, cansados de la historia, de la majestad y de la representación, prescindieron un tanto de la tesura del papel que les estaba encomendando, y convirtiendo en contradanza la zarabanda, máscaras y trajes blancos se juntaron, los actores se confundieron con el público, y el siglo décimosexto valsó con el décimonono.

La duquesa de Berry no fue la que bailó con menos ahínco.Un rasgo que pinta el carácter noble y vivo de ésta, es que habiéndosele caído de la cintura, al bailar

la galop, una franja de diamantes que bien podía valer cien mil duros, no quiso que se interrumpiese la danza ni que molestasen a nadie para buscar la preciosa joya, ni por ella se inquietó lo más mínimo durante el resto de la noche.

Por lo demás, la alhaja fue hallada el día siguiente.Dado de esta suerte el ejemplo por la señora de la casa, fácil es adivinar la animación y el entusiasmo

que debían de reinar en fiesta tan memorable. Aquella abundancia de riquezas, tanta diversidad de colores, semejante confusión de centelleos, producían la más cambiante de las perspectivas. Cada disfraz, resultado de largas meditaciones y de inspiraciones que contaban con cuantiosas riquezas a su disposición, merecía ser examinado particularmente; todos y cada uno por sí, hombres y mujeres, en cuanto al vestido, eran una obra maestra de indumentaria.

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Nadie, empero, excepto tal vez la duquesa de Berry, pudiera haber rivalizado, por la escrupulosa fidelidad en las particularidades del disfraz, por la verdad irreprochable de éste, con un señor que había acompañado a la reina madre de Escocia.

Dicho señor se apellidaba lord Drummond.Gorra, capa, jubón y calzas eran de terciopelo verde realzados con hilos de oro longitudinales,

formando una bordadura semejante a la que ostenta el retrato de Carlos IX pintado por Clouet. La gorra estaba rodeada de un cintillo de perlas y piedras preciosas montadas en la India; el forro de la capa era de una tela plomiza recamada de flores de oro, venida de Oriente, y parecida a las de que en el siglo XVI únicamente Venecia proveía a toda Europa; los botones del jubón eran perlas finas; ceñía una espada de labor delicadísima, conservada desde hacía tres siglos en su familia, y del cinto le pendía una admirable escarcela cincelada que había pertenecido a Enrique III.

Los ojos, atraídos por aquel traje que aparte de su riqueza revelaba tan buen gusto, de todas partes volvieron hacia lord Drummond; pero éste no iba solo, sino acompañado de un personaje sobre quien no tardó en fijarse la atención de los tertulios.

Casi todos los señores llevaban un acompañante; quién un paje, quién un bufón, el otro su capitán de armas; figuras de segundo término que contribuían a la variedad del conjunto.

El que acompañaba a lord Drummond era un como médico o astrólogo, cual a menudo los tenían asalariados las casas señoriales de la edad media, y vestía un sencillísimo ropaje de terciopelo negro, sobre el que únicamente resaltaban una pesada cadena de plata fina y una barba completamente cana que se le desparramaba por el pecho. Olvidábasenos decir que el mencionado astrólogo llevaba la cabeza cubierta con un gorro de pieles, por debajo del cual se le desbordaba una cabellera no menos cana que la barba.

Si el esplendor de lord Drummond no hubiese sojuzgado las miradas, quizá nadie habría parado mientes en dicho personaje; mas una vez los ojos se habían posado en él, no acertaban a desviarse. La atención la atraía el noble escocés, pero se fijaba en el astrólogo.

El disfraz que llevaba éste era sencillo; pero en el gusto ni en la propiedad del mismo el más meticuloso habría hallado tacha. No se descubría en él ni una sola de esas imperfecciones de pormenor que constituyen las faltas ortográficas de la arqueología. Un cuadro antiguo que hubiese cobrado vida y echado a andar no habría diferido en un ápice en el vestido ni en una arruga en el rostro.

Sin embargo, el disfraz no era sino el accesorio; lo que atraía y reconcentraba la curiosidad era el hombre, de cuya arrogante y elevada estatura dimanaba un no sé qué varonil y avasallador. Sí, las canas que ostentaba el astrólogo, para quien le miraba con pertinacia estaban en contradicción con la tersura de su espaciosa frente y el fuego que le despedían los pardos ojos.

En el momento en que se dio al traste con la etiqueta histórica y la ceremonia cedió el sitio a la confusión del baile, varias fueron las parejas a las cuales preocupó el acompañante de lord Drummond. Todos preguntaban quién era aquel sujeto; pero fuese que iba perfectamente disfrazado, o bien que nadie le conociese, no hubo quien pudiese saber cómo se llamaba.

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—¡Vive Dios! —exclamó el conde de Bellay— existe un medio sencillísimo de saberlo; voy a preguntárselo a lord Drummond.

—Es inútil, señores dijo una voz algo distante.El conde y sus interlocutores volvieron el rostro; el que acababa de pronunciar tales palabras era

el astrólogo, el cual, a pesar del ruido de la música, había oído lo que dijera el de Bellay y contestaba desde el extremo opuesto del salón.

—No os molestéis por tan poco, señor conde —añadió el astrólogo acercándose al grupo—. ¿Queréis saber cómo me llamo? ¡Caramba! ¿y no lo habéis adivinado en mi disfraz? Me llamo Nostradamus.

—¿El legítimo? —preguntó el conde riendo.—El legítimo —respondió con gravedad el desconocido.

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CAPITULO IINostradamus

La arrogante apostura y la singular serenidad del astrólogo, a no tardar atrajeron a su alrededor un grupo de alegres curiosos.

—¿Por qué no nos dices la buenaventura si eres el Nostradamus legítimo? —le preguntó el conde de Bellay.

—Voy a decir cuantas buenaventuras queráis —respondió Nostradamus—, y primeramente la de lo pasado; porque si vos sabéis quien sois, ¿conocéis acaso la existencia de aquel cuyo traje ostentáis?

—No por mi vida —dijo el conde.—Pues bien, yo voy a contárosla.Nostradamus trazó al punto y en sucintas frases el carácter y la existencia del personaje a quien

resucitaba el conde. Los oyentes, más y más ávidos, iban apiñándose en torno del narrador, y uno tras otro le interrogaban respecto de su papel. El astrólogo cogía al vuelo todas las preguntas, y, sin turbarse nunca, contaba a cada uno de los enmascarados su historia, con facundia y saber sorprendentes.

Lo que dio todavía más mordacidad a las eruditas improvisaciones de Nostradamus, fue que los oyentes no tardaron en advertir que éste, con o sin malicia, tomaba de la vida de los difuntos representados los lances que se relacionaban con la existencia de los vivos que les representaban, y que en forma de crónica y de sucesos pasados, refería de un modo lo precisamente velado para que los héroes no se conociesen a sí mismos, y lo bastante transparente para que los del corro conociesen el retrato, los hechos y las intrigas recientes.

En la esencia, observadores menos frívolos y menos dados a los placeres que los cortesanos, en la facundia histórica del narrador hubieran notado en ciertos instantes como una amarga alegría en poner de manifiesto las llagas de la sociedad, los misterios de las alcobas y la retahíla de los escándalos; chistes que, si bien galanos y cultos, daban con frecuencia paso a la garra de las alusiones amargas.

Ora aquellos a quienes el disfraz hacía marido y mujer lo eran en efecto según la maledicencia de los salones; ora una curiosa coincidencia vestía a un marqués excesivamente venturoso en el juego, el traje de un muerto conocido por sus fullerías, pecado venial en el siglo XVI, del cual ni los reyes mismos se sustraían; ya, al contrario, un contraste no menos divertido hacía que el personaje de un marido célebre por haber matado al amante de su mujer, estuviese representado por uno de esos maridos consentidos que gustan de los dulzores de la vida en terceto.

Nostradamus usaba y abusaba de tales semejanzas y contradicciones.De ahí mil risotadas y un gran bullicio que de todos los ámbitos del salón hacían acudir a la

muchedumbre.

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Entre los curiosos a quienes atrajo la alegre batahola, hubo uno cuya llegada pareció impresionar repentina y vivamente a Nostradamus: era el embajador de Prusia, hombre todavía joven, pues apenas frisaba los cuarenta, pero revejido, agobiado, fatigado, con la frente surcada de prematuras arrugas y rodeada de canos mechones de cabellos, y al ver cuyo semblante más viejo que su edad, se adivinaba una existencia gastada de un lado por el dolor o el pensamiento, y del otro por los placeres.

Llegado a París apenas hacía cinco o seis días y presentado al rey a la víspera, el embajador de Prusia no formaba parte de la mascarada; por lo tanto iba en traje de corte.

Cuando se encontró frente a frente de Nostradamus, ambos se estremecieron y por espacio de algunos segundos se contemplaron; pero ni uno ni otro pareció que se conociesen. Si verdaderamente se conocían, indudablemente hacía largos años que no se habían visto; demás, el uno envejeciera muy de prisa y el otro estaba lo bastante desconocido bajo su disfraz para que pudiesen haberse encontrado sin conocerse, de haberse perdido de vista.

No obstante, pareció que a los dos les hubiese asaltado un extraño recuerdo. La mirada extinta del embajador y la ardiente del astrólogo se cruzaron con emoción singular, y cuando la muchedumbre se separó, ambos volvieron el rostro para contemplarse otra vez.

En aquel instante se acercó un maestro de ceremonias al grupo burlón y reidor, para rogar a los que lo componían se sirviesen guardar silencio, pues iba a darse variedad al baile con un intermedio de canto.

Todos se callaron.Casi al punto y detrás de un biombo de laca de China se elevó una voz de mujer, cantando la

romanza del Sauce.Al oír la primera nota de esta voz, Nostradamus se estremeció, y volviendo prontamente la cabeza,

buscó con la mirada al embajador de Prusia.El cual se había acercado al canto, y por una relación singular acababa de estremecerse como el

astrólogo; mas no pareció sino que hubiese recibido una descarga eléctrica.Por lo demás, la música y la voz de la cantarina bastaban para explicar la emoción y el entusiasmo

de los oyentes. El embajador y el astrólogo fueron los únicos a quienes conmovió el pasmoso contraste que formaba con el alegre y deslumbrador baile el plañido nocturno de Desdémona. Nunca el negro presentimiento que se cierne sobre el alma de la joven veneciana, como la sombra de las alas de la cercana muerte; nunca los enternecimientos y deliquios de un pobre corazón de mujer que se siente demasiado débil para luchar contra el destino; nunca aquella lúgubre y arrobadora agonía había sido comprendida e interpretada con poesía tanta y tan penetrante melancolía. La cantatriz sobrepujó a Rossini y llegó hasta Shakespeare.

¿Quién era aquella mujer cuya voz tenía tanta alma? Oculta tras el biombo, oíanla sin verla. No era la voz de cantarina alguna conocida en París; no la de la Malibrán ni la de la señorita de Sontag. ¿Cómo una voz semejante podía ser desconocida en la capital del arte? De tiempo en tiempo el

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astrólogo dirigía su clara y penetrante mirada al embajador, y veíale absorto, con los ojos fijos y pábulo de una ansiedad indecible.

Pero como Nostradamus hubiese en el mismo instante reparado en lord Drummond, el señor que consigo le trajera, la sonrisa de éxtasis que le iluminaba el rostro, a buen seguro se habría despertado mucho más su curiosidad, si es que no le hubiese puesto un poco en autos.

Una vez se hubo callado la admirable voz, la duquesa de Berry dio la señal de aplaudir, y las palmadas y los bravos manaron de todas las manos y de todas las bocas.

Luego reinó el silencio más profundo, cual si la emoción producida por el canto pesase todavía sobre los oprimidos pechos. El dolor de Desdémona se había infiltrado en todas aquellas almas, poco hacía tan frívolas y venturosas.

La duquesa de Berry, queriendo romper aquel triste hechizo que amagaba entenebrecer la fiesta, dijo:

—Paréceme que por allí reían mucho antes de que empezase el canto. ¿Qué decía Nostradamus?—Señora —respondió el señor de Damas,— decía la buenaventura.—Que me lo traigan —repuso la duquesa;— quiero que me diga la mía.—Heme a las órdenes de Vuestra Alteza —dijo el astrólogo, que había oído a la duquesa.La muchedumbre se apiñó en torno de la de Berry y del astrólogo, anhelosa por ver de qué modo

iba ahora a componérselas éste para salir del aprieto.Hasta aquel momento Nostradamus se había chanceado y hecho reír; pero el sexo y la calidad de

la duquesa le quitaban este recurso. Ahí por qué los circunstantes se preguntaban cómo iba a resistir a la cortesanía de la duquesa la chispa del mencionado personaje.

Empero la voz y el semblante del astrólogo cambiaron súbitamente, y con acento grave y casi solemne, dijo:

—Señora, a estos caballeros no les he contado sino la buenaventura de la historia, en verdad la única que sé, como Vuestra Alteza tan bien como yo la sabe. A Vuestra Alteza le ha placido jugar con el nombre hechicero y el recuerdo terrible de María Estuardo. Vos sois María Estuardo, señora. ¿Qué más puedo añadir? Si digo a Vuestra Alteza que esta fiesta de desposorios es precursora de calamidades, que María Estuardo no va a permanecer largo tiempo en esta benigna tierra de Francia y que pronto cruzará el Océano para no volver nunca más, no diré sino lo que Vuestra Alteza no puede ignorar. En algunos semblantes se pintó una penosa turbación.

La duquesa de Berry, que pertenecía a una familia no tan poco acostumbrada al destierro para que esta aproximación de su porvenir con lo pasado representada, en el traje que vestía, no le produjese una impresión dolorosa, procuró sonreírse. Empero, como la voz que empleara el adivino había sido fría y siniestra, hubo de esforzase para decir:

—Poco alegres son tales presagios. ¿No podéis hacerlos menos tenebrosos para mi prometido?

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—¿Para monseñor el duque de Chartres?... digo, ¿para monseñor el delfín? —preguntó Nostradamus.

El joven príncipe tendió alegremente la mano al tiempo que decía al astrólogo:—Te ruego, Nostradamus, que no me hagas morir, como a Francisco II, a quien represento, de

un balazo en la cabeza, a despecho de la ciencia, de tu amigo Ambrosio Paré, a menos que no sea en un campo de batalla, en cuyo caso bienvenida sea tu predicción.

—Sólo interrogo a la vida, no a la muerte —profirió Nostradamus;— no me vanaglorio de inventar, sino de saber. Ahora bien, repito a monseñor lo que he dicho a Su Alteza: fijaos en vuestro traje. Así como la señora duquesa es María Estuardo, vos sois el delfín. ¿Habéis escogido o sufrido este papel? Sea lo que fuere, lo desempeñáis. ¡Ah! monseñor, vuestro disfraz sabe que estoy hablando con un heredero de la corona de Francia.

—Muy lejano —repuso con indolencia el primogénito del duque de Orleáns;— y Dios dé larga vida a mis tres queridos primos.

—Me refiero al heredero directo de la corona, a un primogénito de rey —insistió imperiosamente el adivino.

Por la frente de la duquesa de Berry pasó una nube. Podía ser insignificante una profecía de baile de máscaras; pero las palabras de Nostradamus armonizaban con más de un pensamiento íntimo. La sorda oposición que hacía el duque de Orleáns a la política de la Restauración no había dejado de burlar más de una vez a la rama primogénita, y a menudo las Tullerías habían recelado del Palacio Real.

La duquesa de Berry quiso desechar tales ideas, y tratando de burlar a aquel que quizás en la esencia no era sino un burlador, dijo:

—No es Nostradamus quien ha respondido estas dos veces, sino el disfraz. Ahora va a tocarle su vez a él. Ahí viene el embajador de Prusia, que no hace sino contados días está entre nosotros, no desempeña papel alguno y sólo se representa a sí mismo.

La de Berry hizo una graciosa señal de inteligencia al embajador, y añadió:—¿Puede Nostradamus revelarnos, no lo porvenir, al cual se puede acusar impunemente y no

está ahí para reclamar, sino lo pasado del embajador? No hay para qué decir que exceptuamos cuanto pueda redundar en perjuicio de tercero, y que para lo que deba decir Nostradamus solicitará la venia del señor embajador.

Éste, que se encontraba cerca del estrado y tal vez cerca del astrólogo, se inclinó en señal de asentimiento.

Nostradamus fijó la mirada en el diplomático, y luego, volviéndose a la duquesa, repuso:—No, señora, no cometeré la crueldad de traer a la mente del señor conde Julio de Eberbach el

atroz dolor que envuelve su pasado. Por muy mago que Vuestra Alteza me suponga, no puedo ni quiero evocar del abismo a los espectros.

—¡Basta, caballero! —exclamó Julio palideciendo.

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—Ya veis, señora —repuso el astrólogo,— que el conde mismo es quien me veda continuar y que no es mi ciencia la que flaquea.

La duquesa no pudo reprimir un movimiento de despecho impresionada a pesar suyo por las dos predicciones que Nostradamus hiciera a ella y al duque de Chartres, hubiera querido cogerle en un renuncio y sacarle mentiroso; pero la súbita turbación del embajador de Prusia demostraba que el adivino había puesto el dedo en algún secreto terrible, y la de Berry, supersticiosa como mujer, temió que quien veía tan claramente en las tinieblas de lo pasado, no leyese también en las de lo porvenir. Sin embargo, hizo un nuevo esfuerzo para confundir la sagacidad del astrólogo, a quien preguntó:

—Gran profeta de los hechos consumados, ¿me permitís que os declare que no me habéis convencido del todo? El señor embajador de Prusia es un personaje eminente, y las existencias superiores son de suyos transparentes; no se necesita ser gran mago para conocer algún acontecimiento que haya podido sobrevenirle. No hay quien no pueda saber qué ha sido del conde de Eberbach. Basta con que le miréis al rostro para que podáis referir su vida. Para que podamos dar crédito a vuestra astrología, es menester que adivinéis la de alguno a quien nadie de nosotros conozca y vos no veáis.

—Difícil será, señora —objetó Nostradumas,— hallar entre esa grey ilustre, alguien a quien nadie conozca.

—Le hay —replicó la duquesa, cuya voz sublime puso en conmoción a los circunstantes;— si queréis, mando a llamarle y a no tardar estará aquí.

—¡Oh! sí —exclamó Nostradamus con voz temblorosa.—¡Sí! —repitió instintivamente Julio.—Pero como a pesar de ser esta la primera vez que se encuentra en Francia vos podéis haber

viajado y conocerla, vendrá con antifaz —repuso la duquesa.— Un adivino a quien le es fácil leer al través de las densas tinieblas de lo porvenir, indudablemente no se verá cohibido por un trozo de raso.

—Con antifaz o sin él, que venga —dijo atropelladamente el astrólogo.La duquesa hizo señal a uno de los ordenadores del baile, quien desapareció para volver un minuto

después conduciendo a la cantarina, que efectivamente llevaba antifaz.Era, ésta, mujer de arrogante estatura, de movimientos graciosos y elegantes, ostentaba un dominó

veneciano que armonizaba a las mil maravillas con lo que se le veía de la barbilla y de la garganta, evidentemente doradas por el sol de Italia, y cubríale el pescuezo, altivo y recto, una asombrosa abundancia de cabellos castaños entre los cuales resaltaban algunos bucles todavía rubios.

¿Por qué, al aspecto de aquella mujer, el astrólogo y Julio sintieron que se les oprimía otra vez el corazón? Uno ni otro pudieran haberlo explicado.

—Acercaos, señora, para que os demos las gracias —dijo la duquesa a la cantarina.Durante algunos minutos no se oyeron sino los más calurosos elogios, que devolvieron a la artista,

en entusiasmo, cuanto ella diera en emoción a la fiesta.

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Por lo que respecta a la festejada, saludó a uno y a otro con gracia arrogante y hechicera, pero no pronunció palabra.

—Y bien, mosén Nostradamus —dijo la duquesa volviéndose hacia el astrólogo,— os hemos dejado el tiempo necesario para que pudieseis contemplar a la señora, y os habéis aprovechado —añadió al ver que el astrólogo fijaba con avidez los ojos en la cantarina.— No dudo que tras una investigación tan minuciosa vais a decirnos quién es esta señora.

Nostradamus, con la mirada fija en la cantatriz, parecía no oír a la duquesa.—Ea, hablad —continuó la de Berry;— un adivino como vos no debe necesitar un siglo.

¿Conocéis a la señora? ¿Sí o no?—Vuestra Alteza Real —dijo Nostradamus volviéndose por fin— va a saber, como en todo, a qué

atenerse respecto de mi penetración. No conozco a la señora.—¡Ah! ¡os dais por vencido! —profirió la duquesa, como si se hubiera quitado un peso de encima;

luego y tras una breve pausa de silencio, añadió:—Ea, ya que la hechicería ha muerto, viva el baile. Señora, os reitero las gracias. Señores, me

parece que estoy viendo allá abajo algunas hermosas mujeres que no bailan.Y al punto y para reanimar la fiesta, la de Berry se apoyó, riendo, en el brazo que la ofrecían y se

lanzó de nuevo y más animada y alegre que nunca al torbellino de la lanza.Desde entonces no hubo sino baile, música y contento. La fiesta iba cobrando más animación a

medida que se acercaba el día, cual bujía que flamea ampliamente poco antes de apagarse.La cantarina había desaparecido de improviso entre la muchedumbre.El astrólogo pareció buscarla por espacio de algunos minutos; luego se fue a un rincón, donde

permaneció largo rato inmóvil y meditabundo, y por fin se acercó a un maestro de ceremonias, a quien preguntó si iba a repetirse el canto.

—No, señor —respondió el interpelado.—¿Y la cantarina que ha cantado la romanza del Sauce?—Se ha marchado.Gracias —dijo Nostradamus, confundiéndose de nuevo entre la elegante concurrencia.En el momento en que el adivino pasó por delante del embajador de Prusia, éste se inclinó hasta

el oído de un joven que le había acompañado, y le dijo:—Lotario, ¿veis ese hombre disfrazado de astrólogo? No le perdáis de vista un sólo instante, y

cuando se vaya, subid a uno de vuestros coches y seguid el suyo. Mañana me diréis dónde vive.—Así lo haré, excelentísimo señor —respondió respetuosamente Lotario;— depositad en mí toda

vuestra confianza; pero os estáis fatigando, excelentísimo señor, y bueno fuera que os recogierais.—Tienes razón, Lotario, voy a retirarme; pero ve, ve, hijo mío, nada temas, ya no queda en mí

que pueda fatigarme ni consumirme, a no ser mi aflicción.

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CAPITULO IIILa casa de Menilmontant

Lotario tenía, en aquel entonces, veintitrés o veinticuatro años de edad. El niño sonrosado y rubio a quien nuestros lectores tal vez recuerdan haber visto al principio de esta historia, deletreando el alfabeto, sentado sobre las rodillas de Cristina, o admirando en medio de explosiones de alegría la prodigiosa caza al jabalí, de Samuel Gelb, se había convertido en arrogante y noble joven en cuyos risueños y resueltos ojos se hermanaban la vivacidad del francés y la apacibilidad del alemán.

En la solicitud con que el joven obedeciera a la recomendación del conde de Eberbach y en el signo a la vez impregnado de afecto y de respeto que a éste había dirigido al partir, era fácil ver que a Julio y a Lotario les ligaban otras relaciones que las de embajador a secretario; más bien parecían padre e hijo.

Era indudable que cada uno de los dos constituía para el otro la familia entera. Cuando conocimos a Lotario, éste era ya huérfano de padre y madre; luego su abuelo, el cura, había fallecido, y por fin la muerte de su tía Cristina le dejó absolutamente solo en el mundo. La vida de Julio no era menos solitaria; su mujer no tardó en seguir a su Wilhelm, y, en 1829, hacía un año que su padre siguiera a Cristina. Julio no tenía, pues, más pariente que Lotario, ni Lotario otro que Julio; así es que vivían en estrecha intimidad para no ver el gran vacío que la muerte hiciera entre los dos.

No es de extrañar, pues, que Lotario, para cumplir, más que la orden, el ruego de un superior y de un amigo, siguiese cuidadosamente con la mirada, sin perderle nunca de vista entre la muchedumbre, al hombre a quien por encargo del conde de Eberbach debía vigilar.

Lotario, después de haberse marchado el embajador, vio a Nostradamus acercarse a lord Drummond y cruzar con éste algunas palabras; pero a la distancia que se encontraba no pudo oír ninguna. A bien que de poder tampoco hubiera querido escucharlas.

—Éste es el momento culminante del baile —decía el astrólogo a lord Drummond,— el en que todos se olvidan no sólo de la alegría; sino también de los dolores.

—En efecto, no he visto gente más olvidadiza y casquivana —profirió con acento de mal humor lord Drummond.— Al igual que el borracho, no tienen conciencia de su dicha. De fijo que no se acuerdan siquiera del maravilloso canto que hace poco llenaba con sus melodías los ámbitos todos de este salón.

—¿También os ha subyugado a vos? —dijo con viveza el astrólogo.Por toda respuesta a esta exclamación, lord Drummond dejó vagar por los labios una sonrisa.—¡Poco ha durado! —repuso Nostradamus.—¡Poco y mucho! ¡Un éxtasis y un martirio! —profirió lord Drummond.— ¡Ah! de fijo que no

habría cantado como se lo hubiese pedido otro que la duquesa.

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El astrólogo, a quien indudablemente le eran familiares las excentricidades de su noble amigo, pues no dio muestras de admirarse de la singular contradicción que encerraban sus palabras, se concretó a preguntar:

—¿Conocéis vos a esa cantarina, milord?—Sí.—¡Oh! voy a pediros un favor. Desde que os fuisteis a la India, ha dos años, señor, os he perdido

de vista. ¿Hace mucho tiempo que conocéis a esa mujer? ¿Conocéis a su familia? ¿De qué tierra es?Lord Drummond miró de hito, en hito a quien con tanta impaciencia y rapidez le dirigía estas

preguntas, y respondió pausadamente:—Va para año y medio que conozco a la signora Olimpia. Mi padre conoció al padre de ella, un

infeliz gitano. En cuanto a su origen, no os creo tan extraño al mundo del arte para que os tenga que decir que Olimpia es italiana.

Verdaderamente era menester no haber abierto nunca un periódico ni concurrido salón alguno, para no haber oído hablar de la célebre prima donna que había sido la delicia de la Scala y de San Carlo y creado más de un personaje en las famosas óperas de Rossini, pero que, ya por patriotismo, o bien por capricho, nunca había querido cantar sino en Italia y en los teatros italianos.

—¡Ah! ¡Es la diva Olimpia! —repuso el adivino cogido.— En efecto, es verosímil. —Y sonriendo, añadió como hablando consigo mismo:— ¡no importa! la vida ofrece singulares alucinaciones.

—La fiesta me está ahora llenando de tedio en lo a que vos llamáis su olvido —repuso lord Drummond.— Por otra parte, pronto va a clarear, y quiero recogerme. ¿Os quedáis?

—No —respondió Nostradamus,— sigo a vuestra señoría. El baile no ofrece ya interés alguno para mí.

Lord Drummond y el astrólogo se encaminaron hacia el primer salón, una vez en el cual mandaron avisar a su cochero por medio de un criado. Lotario, que había seguido al lord y a su acompañante, llamó a dicho criado y le encargó que al mismo tiempo previniese al suyo.

Eran tantos los carruajes que obstruían el patio de las Tullerías, que antes no hubieron adelantado los dos coches transcurrieron diez minutos.

—Si lo anheláis —dijo entretanto lord Drummond a Nostradamus,— uno de estos días os haré comer con Olimpia; pero con una condición.

—¿Cuál, milord?—Que no me pediréis que le ruegue que cante.En esto el criado gritó sucesivamente:—¡Los lacayos de lord Drummond!—¡Los lacayos del barón de Ebrenstein!

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Lord Drummond y el astrólogo bajaron juntos por la escalinata, seguidos de Lotario, que iba a unos diez pasos de distancia, y se subieron a un mismo coche, tras el cual avanzó el del secretario del conde de Eberbach.

En el instante en que su lacayo cerraba la portezuela, Lotario le comunicó algunas órdenes en voz baja, órdenes que a su vez transmitió aquél al cochero.

El coche del barón de Ehrenstein echó tras el de lord Drummond.Todavía era de noche; pero ya en el espacio se veían algunas blanquecinas ráfagas de luz, pálidas

vislumbres anuncio de la próxima llegada de la aurora. El aire era templado y sus tibias bocanadas parecían los heraldos de la primavera.

Una multitud inmensa, macilenta y desguiñapada, clamorosa antítesis de la miseria y del hambre ante el placer y lo superfluo, se apiñaba a las rejas y a los enverjados y prorrumpía en exclamaciones de amarga admiración y de envidiosa burla cada vez que salía un coche lleno de dorados, de perlas y de sonrisas; y la comparación de semejante lujo y de tal esplendor de los unos con la desnudez de los otros, añadía nuevo pábulo a la rabia sorda de los que carecen de pan en su mesa y de manta en su camastro.

Singular es que todos los levantamientos populares ocurran en pos de alguna fiesta célebre, y que la revolución de 1830 tuviera por prefacio el baile dado por la duquesa de Berry en las Tullerías, como la revolución de 1848 lo tuvo en el baile que el duque de Montpensier diera en Vincennes.

El coche de lord Drummond echó por la calle de Rívoli, y atravesando la plaza de Vendóme penetró en la calle del Cortijo de los Maturinos, en la que se detuvo delante de la puerta de un palacio grandioso y de principesca apariencia.

A corta distancia del coche del lord se había detenido el de Lotario, quien sacó la cabeza por la portezuela y vio bajar a Drummond, pero no al astrólogo.

El coche del adivino reanudó la marcha, llegó a los bulevares, les siguió hasta el barrio de Menilmontant y se internó en éste; luego salió por la barrera, dejó atrás las primeras casas y llegó al pie de la empinada cuesta.

Temeroso Lotario de que en medio del silencio de los coches al paso, el desconocido no notase la persecución de que era objeto, se apeó, y en dando orden a su cochero de que le siguiese de lejos, se envolvió en su capa y la emprendió tras Nostradamus.

En lo alto de la cuesta el coche del adivino dobló a la izquierda y penetró en una callejuela solitaria, una vez en la cual los caballos anudaron el trote, no parando hasta haber llegado frente a una casa aislada cuyo jardín estaba separado de la calle por una azotea sombrada por un emparrado. Como casa alguna frontera estorbaba la mirada, desde dicha azotea se veían no sólo la calle y los transeúntes, sino también el valle apellidado París.

Una balaustrada de piedra adornada de grandes jarrones de flores, debía de formar en verano un seto de verdor y de aromas.

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Al ruido del coche, alguien avanzó precipitadamente hacia la barandilla de la azotea, y a la luz matutina que iluminara el horizonte, Lotario, que había acortado el paso, vio de improviso inclinarse sobre la balaustrada una maravillosa cabeza de doncella.

Esta aparición causó en Lotario una impresión singular. Tan pronto reparó en la joven, no vio sino a ella. Había ido hasta allí por y en pos del astrólogo; pero astrólogo, baile de las Tullerías, embajada de Prusia y el mundo entero dejaron de existir para él en un segundo.

La doncella era hermosa como no hay palabras que acierten a explicarlo. Tenía diez y seis años, era más fresca que una rosa, más luminosa que el primer rayo de luz y más juvenil que la aurora. A Lotario le parecía que era ella la que iluminaba el cielo y que la noche la había estado aguardando para desvanecer sus estrellas.

El apuesto y arrogante joven experimentó inopinadamente una impresión dolorosísima en el corazón, cual si hubiese visto un ideal imposible de alcanzar y elevado en demasía para una mísera criatura mortal como él era.

Pero no fue solamente la hermosura de la doncella lo que le impresionó, sino que, como ya hemos dicho, experimentó una emoción inexplicable. Él no había visto en su vida a aquella joven, ni soñado que pudiese existir, y sin embargo, parecíale que la conocía, pero desde mucho tiempo, desde que él viniera al mundo.

Con todo no era la revelación visible del tipo anterior y del presentimiento innato que los grandes corazones traen consigo; no era que se realizase y por la bondad de Dios tomase cuerpo su ilusión hasta entonces innominada y vaga. No, en sus recuerdos o en sus presentimientos había más realidad. Lotario recordaba a aquella desconocida, y no sólo la recordaba, sino que la había amado.

La visión no duró más que un segundo; pero en este segundo el joven vivió más que en toda su existencia.

El astrólogo se apeó, y la doncella, al conocerle, batió palmas alegre y candorosamente y vino a abrir la puerta; luego los dos penetraron en la casa, cerróse otra vez la puerta y partió el coche.

A todo esto Lotario permanecía en la calle, inmóvil, con los ojos clavados en el sito donde la radiante doncella apareciera, y como fulminado por aquel rayo de gracia, de luz y de pureza.

—Sí —murmuró el joven, advirtiendo por fin que la doncella había desaparecido,— voy a tomar nota del domicilio de ese hombre.

Y creyendo que únicamente obedecía a las prescripciones del conde de Eberbach, escribió en su cartera el nombre de la calle y el número de la casa.

Luego con la mirada dijo adiós, o más bien, hasta la vista, a ésta, a la azotea y a la puerta, y encaminándose al encuentro de su coche, se subió a él y tomó la vuelta de París.

Ínterin, la doncella, que no había siquiera reparado en el matinal paseante, conducía del brazo y con viveza a aquel de quien Lotario estaba ya celoso, hacia una casita de modesta apariencia, aunque bonita y coquetuela, cuya fachada de rojos ladrillos y a la que daban variedad los verde obscuros postigos de las ventanas, estaba animada por una frondosa hiedra.

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El astrólogo, precedido de la doncella, subió una escalinata de algunas gradas, y poco después aquélla le hizo sentar cerca de un gran fuego en un salón sencillísimo, pero elegantemente alhajado.

—Calentaos bien, amigo —dijo la doncella,— ínterin yo os contemplo a mi sabor. ¡Cuánta bondad la vuestra al haber accedido a mi capricho de niña y venido con vuestro disfraz para que yo pueda verle! Está severo y magnífico y os sienta a las mil maravillas. A ver, levantaos.

El astrólogo satisfizo sonriendo el deseo de la doncella.—Gracias —dijo ésta.— Cualquiera diría que este disfraz lo han inventado para vuestra elevada

estatura. Estas barbas y esta cabellera níveas imprimen no sé qué suavidad a esa gravedad vuestra que a las veces me espanta. De esta suerte os parecéis a la imagen que yo me represento de un padre.

—¡No lo quiero! —exclamó el astrólogo, en cuyos ojos se apagó súbito la mirada de amor que tenía fija en la doncella.

Y mientras se le dibujaba una sombría arruga en la frente, con gesto rápido y casi violento se arrancó la barba y los cabellos postizos.

La joven tenía razón; los cabellos negros rejuvenecían al astrólogo, pero le hacían más duro. En efecto, en el rostro de éste había algo de imperioso y de implacable, capaz de despavorir no a una niña, sino a un hombre.

—¿Por qué queréis no ser mi padre? —preguntó la doncella moviendo graciosamente la cabeza.— ¿Así, pues, os oponéis a que tenga uno? ¿Habéis resuelto que me vea toda la vida huérfana de padre y madre? ¿Y no queréis que os ame?

—¡Que yo no quiero que me améis! —exclamó el astrólogo, en cuyo rostro se reflejó una singular expresión de apasionada ternura.

—Pues si lo queréis ¿cómo puedo amaros con más ahínco que siendo hija vuestra? ¿Acaso existe en el mundo un afecto más cumplido y más suave que la gratitud filial? Yo de mí sé decir que no aspiro a más.

—¡Ah! Federica, vos sois un ser puro y sublime. ¿Verdad que me amáis?—Con todo mi corazón —respondió efusivamente la doncella.Pero ésta no hizo movimiento alguno hacia el astrólogo, ni el astrólogo posó los labios en la frente

de Federica.Nostradamus volvió a sentarse al amor del fuego; la doncella tomó sitio en un taburete, al lado de

su interlocutor, y después de haber preguntado a éste si tenía apetito, y recibido una respuesta negativa, repuso:

—Más bien estaréis fatigado. ¿Deseáis dormir? ¿Queréis que llame a la señora Trichter, si es que necesitáis algo? ¿No vais a quitaros este traje ahora que ya os he visto con él? ¿Ha estado magnífica la fiesta?

—Tal vez hubierais querido que os hubiese acompañado a ella ¿no es verdad?

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—Puede —respondió Federica;— ¡he visto tan poco todavía! Pero ya sé que era imposible; además, no temáis, ya he tomado mi resolución.

—¡Pobrecita! decís muy bien, poco habéis visto en achaque de fiestas y diversiones.Luego Nostradamus miró de hito en hito a la doncella, y añadió:—Respondedme con toda sinceridad, Federica, ¿nada deseáis?—Nada absolutamente —respondió la joven.— Quisiera tener una familia para amar más; ser

rica, para aumentar mis dádivas; sabia, para comprender como ahora no comprendo. Pero me considero dichosa, a pesar de ser, como soy, huérfana, pobre y cándida.

—Federica —profirió el astrólogo,— quiero que nada deseéis y que no haya quien os supere, y yo os fío qué será. ¡Oh! para satisfacer el más insignificante de vuestros deseos soy capaz de revolver el mundo. Vos constituís mi fe, mi fuerza y mi virtud; vos sois el único ser humano a quien haya respetado en mi vida. En mí, que no alentaba sino la grandeza del desprecio, habéis desenvuelto algo superior que no me explico. Os amo y creo en vos como en Dios creen otros.

—¡Oh! no habléis de Dios de esta suerte —repuso Federica con gesto de súplica.—¿Por qué? —dijo el astrólogo— porque en lugar de adorarle como los sacerdotes le adoran, en

el vacío o en símbolos pueriles, le adoro en su más preciosa expresión; porque al ver un alma que es la perfección y el ideal mismo no aspiro a más alto, y en suma, porque doquiera veo hermosura, pureza y amor, creo ver a Dios.

—Perdonadme, amigo mío —replicó Federica;— pero no es éste el modo como me han inculcado la religión.

—¿Es decir —profirió Nostradamus con acento algo saturado de amargura— que entre las creencias de una aya vieja y supersticiosa como la señora Trichter y las de un hombre que ha pasado la existencia pensando y buscando, escogéis la fe y las creencias necias?

—No escojo —replicó con sencillez la doncella,— sino que obedezco a los instintos que Dios me infunde. Vos sois fuerte y no os arredra creer en el numen y en la libertad del hombre; pero yo, humilde como soy de corazón, ¿cómo podría pasarme sin Dios?

—Hija mía —dijo con voz cariñosa y levantándose el astrólogo,— sois libre de creer lo que queráis; testigo me sois de que nunca os he impuesto creencia ni sentimiento alguno. Sin embargo —añadió con energía,— sabed que mientras yo esté junto a vos, en la tierra y en el cielo no necesitaréis de nadie, Me tendréis a mí.

Nostradamus, al ver que Federica le estaba contemplando sin duda admirada de la blasfemia de que ella no comprendía la impiedad ni la grandeza, añadió:

—En mí estáis viendo a un hombre que antes de encargarse de vuestro destino había ya cumplido y emprendido mucho; pero en lo presente, que ya no se trata solamente de mí, siento centuplicada mi energía. Sí, quiero que seáis dichosa, y cuando me propongo un fin no paro hasta que lo consigo. Al parecer, mi vida se ha deslizado sin provecho, pues rayando como rayo, en los cuarenta años de mi edad no poseo fortuna ni tengo representación social. Pero tranquilizaos, los cimientos están echados

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y pronto el edificio va a surgir de la tierra. He amasado tesoros con los cuales voy a enriqueceros. ¡Ah! he trabajado mucho, Federica. Por vos lo haría todo. Ya veréis qué es sustentar para sí una voluntad soberana que cree en la soberanía del hombre. Nunca me han asaltado escrúpulos; pero en otro tiempo tenía aún miserables susceptibilidades de amor propio, una vanidad pueril, un orgullo necio. Por vos voy a sacrificarlo todo, empezando por mi orgullo. Si es menester me humillaré, pues me siento capaz de hallar vuestra dicha en mi bochorno.

—¡Oh! —murmuró Federica, casi aterrorizada ante tal abnegación.—Hoy mismo —continuó Nostradamus— colocaré la piedra angular de vuestra fortuna; estoy

aguardando la señal de una cita decisiva...El astrólogo contempló por un momento a Federica con expresión de ternura indecible, y con

íntimo arranque exclamó:—¡Oh! todo lo poseeréis.Luego y como temeroso de haberse excedido, llamó a la señora Dorotea, y añadió con voz natural:—Necesito descansar un poco.Al llamamiento del astrólogo compareció una mujer de unos cincuenta años de edad, sencilla,

apacible y de aspecto digno.—Señora Trichter —la dijo Nostradamus,— durante el día se presentará un sujeto que solicitará

hablar con el dueño de la casa; cuando venga, advertidme inmediatamente. Hasta luego, Federica.El astrólogo estrechó la mano a la doncella y se salió dejando a ésta por demás pensativa.Hacia el mediodía la señora Trichter fue a llamar a la puerta del aposento de Nostradamus para

advertirle que preguntaban por el dueño de la casa.El astrólogo bajó apresuradamente al salón, en el que habían introducido al visitante; pero al ver

a éste y no conocerle, hizo un gesto de contrariedad.Era Lotario; el cual, conociendo al astrólogo, le saludó con la cabeza, y sin proferir palabra le

entregó una carta.Mientras Nostradamus estaba leyendo, el joven tenía la mirada fija en la puerta, esperando a cada

instante que la aparición matinal iba a brillar de nuevo a sus ojos; pero esperó en vano.—Está bien, caballero —dijo el astrólogo de la noche a Lotario; y sonriendo de un modo

indefinible, añadió:— mañana por la mañana iré al palacio de la embajada de Prusia.Lotario, en cumplimiento de las órdenes que recibiera, saludó y se salió.Una hora después se presentó otro visitante en la morada de Nostradamus.—¡Por fin! —exclamó el dueño de la casa conociendo esta vez al que le estaba aguardando.El recién llegado no dijo a Nostradamus más que estas palabras:—Esta noche a las once. Cuentan con vos.

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CAPITULO IVEl enviado del Consejo Supremo

Poco más o menos a las once y media Samuel Gelb llamó a la puerta de una casa de la calle de Servandoni, situada a espaldas de San Sulpicio.

Aunque la cita era para las once en punto, Samuel había retrasado adrede un poco, quizá para no aguardar, o tal vez para que no tuvieran que aguardarle.

La casa en que llamó nuestro antiguo conocido no ofrecía en su aspecto exterior nada que llamase la atención: era, como todas las que la rodeaban, una casa silenciosa, retirada, indiferente a la calle y muerta a todo ruido.

Entreabrióse la puerta y por ella se deslizó Samuel, cerrándola tras sí inmediatamente y diciendo para sus adentros:

—Entro como ladrón y puedo salir como rey.—¿Por quién preguntáis? —le dijo el portero saliendo de su portería y deteniéndole.—Por los que han subido cuarenta y dos escalones —respondió Gelb.El portero se volvió al sitio de donde saliera, al parecer satisfecho de tan singular respuesta.De fijo que no era portero.Samuel atravesó un pasillo que se hacía a la derecha, y en subiendo veintiún escalones se encontró

en el piso primero, donde se le acercó un sujeto que le dijo al oído:—Francia...—Y Alemania —añadió Samuel en voz apenas perceptible.El mencionado individuo se hizo a un lado, y Samuel subió otros veintiún escalones, al cabo de

los cuales se encontró delante de una puerta, la abrió y penetró en una como antesala donde se le acercó otro hombre, que le dijo en voz baja:

—Los pueblos...—Son los reyes —contestó Samuel, redondeando la frase.Gelb fue entonces introducido en una sala amueblada con sencillez suma. Sólo había en ella

profusión de tapices. Paredes, piso, ventanas, techo, todo estaba cubierto de tupidas telas, evidentemente destinadas a apagar el ruido y a evitar la expansión de la voz. Excusamos decir que las puertas eran dobles y que los postigos estaban cerrados.

Lámparas y bujías no las había. La sala sólo estaba alumbrada por el fuego de la chimenea, cuyos movedizos e intensos reflejos en ocasiones parecían infundir vida y movimiento a las figuras de los tapices.

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Seis hombres estaban sentados en la mencionada sala aguardando a Samuel, cinco de ellos con el rostro descubierto y el sexto con la cara enmascarada; pero cual si el antifaz no fuese bastante todavía para ocultarle, iba envuelto en una capa y estaba en un rincón donde la luz del hogar no podía alcanzarle.

Los sillones de los asistentes estaban vueltos de cara al enmascarado, como hacia el presidente natural de la reunión.

Todos, excepto el enmascarado, se levantaron al entrar Samuel; el cual, una vez hubo saludado, dirigió la mirada al incógnito.

Con él era con quien Gelb iba a habérselas y a luchar.—¿Sois vos el miembro del Consejo Supremo que nos concede la honra de asistir a nuestra sesión?

—preguntó Samuel al enmascarado.Éste hizo una señal afirmativa con la cabeza.Gelb experimentó una impresión entre gozosa y amarga, y tomando sitio al lado de los otros,

continuó:—Es obvio que nuestro huésped va provisto de sus cartas credenciales.Sin pronunciar palabra, el enmascarado tendió una mano enguantada de negro y presentó una

carta sellada.Samuel se acercó a la llama, y después de examinar el sello, dijo para sí:—Sí, es el sello del Consejo.Y en rasgando el sobre y después de haber desdoblado la carta, añadió también para sus adentros:—Los signos y las firmas son legítimos.Luego leyó en voz alta lo siguiente:

«Nuestros hermanos de París admitirán a todas sus reuniones, al portador del presente escrito, a quien conferimos plenos poderes. Éste tendrá voto de calidad, llevará siempre antifaz, no pronunciará nunca palabra alguna y responderá con señales afirmativas o negativas, o con el silencio, a las preguntas que se le dirijan; porque queremos que su individualidad desaparezca o se absorba en nuestro pensamiento colectivo. No será un hombre, sino el Consejo invisible y mudo; dejará de ser él para no ser sino nosotros.»

—Está bien —dijo Samuel doblando la carta y metiéndosela en el bolsillo.— Señores, queda abierta la sesión. Todos los concurrentes volvieron a sentarse.

—Atento a que el Consejo nos está oyendo esta vez —dijo Samuel Gelb,— a mi entender será útil dar principio manifestando cuál es en lo presente nuestra situación en Francia y recapitular nuestras esperanzas y nuestros progresos.

El enmascarado hizo una señal de aprobación y Samuel prosiguió en estos términos:

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—Hace catorce años, desde la caída de Napoleón, la Unión de Virtud ha cambiado, no de ideas, pero sí de objetivo. Destronado el déspota, combate al despotismo. Los reyes no prometieron la libertad a Alemania sino para levantarla contra Napoleón; muerto éste, han imitado lo que le tildan, y han convertido su tiranía en moneda corriente. ¿Qué ha ganado nuestra querida patria, en otro tiempo sostenida por un gigante, al quedar agarrotada por las tramas sutiles de esos reinos liliputienses? La opresión no es sino más humillante. La unión de la fuerza nos ha librado de la dominación extranjera; a la Unión de Virtud corresponde romper el yugo interior. Hemos conquistado la independencia, ahora queremos la libertad.

—¡La obtendremos! —exclamaron los cinco.—Ahí a lo menos lo que ya hemos hecho para conseguirla —repuso Samuel,— latiendo como

late en París el corazón de la democracia, era menester que la Unión estuviese en contacto directo e incesante con esta capital; que en cada una de las dos naciones se constituyese una asociación de hombres inteligentes y fieles que tendiesen una mano al Consejo Supremo de Alemania y la otra a las Ventas del Carbonarismo de Francia; y ésta es la representación que aceptaron los cinco amigos que hace dos años, a mi regreso de la India, han tenido a bien asociarme a ellos. ¡Ahí nunca, lo afirmo, se hizo propaganda más briosa y devota.

—Hemos cumplido con nuestro deber —dijo uno de los asistentes.—Ahora, caballero —repuso Samuel dirigiéndose de un modo más directo a su mudo oyente,—

vos, que tal vez llegáis de fuera, ¿queréis saber cuál es aquí la situación? Pues bien, el desenlace se acerca. El gobierno seudo liberal que gobierna a Francia, va a caer antes de poco. Queriendo conciliar dos ideas, se ha malquistado con ambas, y el rey y las cámaras van a atacarle a porfía, porque les impide que anden a la greña. Polignac, recién llegado de Londres, está maquinando un ministerio; y quién es Polignac, ya lo sabéis, es uno de los más terribles amigos de las monarquías que determinan la explosión por el exceso de la compresión. La subida de éste al poder será la declaración de guerra de lo pasado a lo venidero.

—Es cierto, ¿pero quién se llevará la palma de la victoria? —dijo uno de los asistentes, moviendo la cabeza.

—¿Quién? —repuso Samuel con energía— nosotros. Ya yo sé que los hombres que representan en la política actual lo porvenir y la libertad, si no todos, la mayor parte de ellos son ambiciosos vulgares cuyo orgullo se cifra en buscar la comodidad en el tafilete de una cartera. Me consta que éstos quieren pura y sencillamente la revolución de 1688 y sustituir a Carlos X por el duque de Orleáns. Para esto y nada más que por esto esos grandes políticos sublevarían a los pueblos y revolverían de arriba abajo la Europa entera. ¡Y todo para qué! para sustituir a un príncipe por otro príncipe bastardo. Pero ¿qué les importa a ellos? Tal vez serían ministros, y entonces la sangre vertida en las calles les parecería pagada. —¿Y qué? —repuso el que había interrumpido.

—¿Y qué? —profirió Samuel con gesto de fisga— El juicio superior que radica en nosotros, en mí, debe decírnoslo; esos calculadores que se pierden de vista habrán echado sus cuentas sin la huéspeda. La ambición quedará ahogada por la idea. Para exaltar al pueblo, van a verse obligados a invocar la libertad

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y la democracia, y el pueblo les cogerá la palabra. Pero como es más fácil provocar un levantamiento que sofocarlo, una vez hayan quitado de debajo de las ruedas de Francia la barra del derecho divino, no quedará más remedio que bajar por la pendiente hasta la república. O la autoridad absoluta, o la libertad absoluta, pues esta noble nación, creada para lo grande, no se resignará nunca a lo mezquino ni a la mediocridad; desde luego y de un aliento irá hasta el fin. ¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡vaya con los topos políticos esos que abren sus minas debajo de sus tronos, sin que se les acuda sospechar el derrumbamiento que ellos mismos preparan! ¡Ah! ¡El trono desaparecerá todo entero en el abismo, y ay que no les arrastre a ellos!

Samuel se detuvo en su acceso de irónico buen humor y añadió en voz grave:—He aquí el punto a que hemos llegado, qué esperamos y qué hemos hecho. Ahora séanos

permitido preguntar al misterioso testigo que nos está escuchando, si la Unión de Virtud estará satisfecha.

El enmascarado hizo una señal afirmativa con la cabeza.—¿Luego hemos llenado cumplidamente las aspiraciones del Consejo Supremo?El enmascarado hizo una señal afirmativa.Por los delgados labios de Samuel vagó una sonrisa de satisfacción; y es que estaba pensando en

las promesas que hiciera a Federica e iba a poder cumplirlas. Luego y como para recobrar aliento, hizo una pausa, y añadió:

—¿Siendo así, puede Daniel, uno de los aquí presentes, dirigir algunas respetuosas preguntas al delegado del Consejo?

El interrogado movió la cabeza como diciendo: Escucho.—Habla, Daniel —dijo Gelb.—Lo que en pro de la Unión hemos hecho en Francia —dijo el interpelado,— lo proclaman los

resultados y progresos de la revolución. Samuel Gelb cree que si cada uno de nosotros tenemos el deber de ser humildes para con nosotros mismos, no lo tenemos para ser modestos con nuestros hermanos. Ahora bien, ¿han prestado éstos, prestan y prestarán servicios bastantes para esperar alguna muestra de reconocimiento? ¿Ínterin, están recompensados? Aunque todos tienen grados eminentes en la Unión, ninguno de ellos ocupa el primero, ninguno pertenece al Consejo Supremo, ninguno participa en la dirección del conjunto, ni entre ellos existe uno que no vaya a tientas. ¿Es esto justo y prudente? En tiempos como los presentes, en que de un momento al otro el fuego puede penetrar en la política, y en que la sociedad antigua puede de improviso volar, hecha trizas, ¿acusa una buena organización el no tener en el lugar mismo, en el polvorín, en París, quien pueda obrar en un momento dado, sin que se vea constreñido a aguardar órdenes procedentes de una distancia de doscientas leguas? ¿Consiente estas tardanzas lo febril y jadeante de la situación? Mientras irían a Berlín a tomar la consigna, se perdería el tiempo necesario para dar cima a cuatro revoluciones europeas. La Unión, que dispone de legiones y de caudales considerables, ¿dónde podría emplearlos más bien que en París? En pro de la causa misma,

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debemos preguntar, pues, al poderoso huésped que nos está escuchando: ¿no sería de todo punto necesario que a lo menos uno de nosotros formase parte del Consejo Supremo?

El enmascarado permaneció inmóvil. Samuel dominó un arranque de despecho, y después de un instante de expectación, dijo:

—Sin embargo, me parece que nuestra petición era bastante moderada y legítima para merecer cuando menos el honor de una negativa.

—¿Acaso nuestros jefes —dijo uno de los cinco, interviniendo— creen haber realizado anticipadamente los deseos de Samuel Gelb y los nuestros, al enviar a París el miembro del Consejo Supremo aquí presente, para responder a la necesidad de que acaba de hacerse mérito?

Esta vez el enmascarado hizo una señal afirmativa.—Enhorabuena —dijo Samuel mordiéndose los labios;— así contamos entre nosotros quien

tendrá el derecho de obrar, y en caso de alarma no nos veremos obligados a ir a Alemania por el santo y seña. Resuelto el asunto de utilidad, falta ahora hacer lo mismo con el de agradecimiento. Ruego a nuestro ilustre huésped me perdone si insisto; pero no se trata de mí, sino de los que me han elegido para consejero y de los cuales no puedo sacrificar la importancia. Los que nos hemos colocado a vanguardia de la acción y empuñamos la mecha encendida al pie del barril de pólvora ¿recibiremos por fin alguna demostración de gratitud? ¿El día que ocurra una vacante en el Consejo, proveerán en uno de nosotros?

El enmascarado no hizo movimiento alguno, lo cual podía interpretarse por un: tal vez.—No vayáis a imaginar que hable por mí —dijo Samuel con viveza;— y la prueba está en que

designo a Daniel como el más capaz y el más merecedor de ello.—Y yo —profirió el aludido— designo a Samuel Gelb.—Y nosotros también —dijeron a una los otros cuatro.—Gracias, hermanos —repuso Samuel;— ahora puedo hablar en mi pro, porque ya no es para mí

por quien voy a hacerlo, sino en el de vuestro elegido, en el de vuestra causa, en el de vuestra voluntad personificada en mí. Esto presupuesto, pregunto al que nos está escuchando y permanece encerrado en su mutismo: ¿llegada la ocasión habría algún obstáculo para, que yo fuese llamado a formar parte del Consejo?

—Sí —respondió con un gesto el enmascarado.—¿Sí? —repitió Samuel contrayendo los labios y reprimiéndose inmediatamente.— ¿Y nos está

también vedado preguntar el porqué?—No —respondió el misterioso personaje por medio de un movimiento de cabeza.—Voy a preguntarlo, pues —repuso Samuel.— ¿Es acaso, y aun sin acaso, porque no tengo las

miras bastante elevadas, bastante fuerte el corazón y la voluntad asaz atrevida?—No —respondió el gesto impasible del enmascarado.

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—¿Será entonces porque creen que carezco de ese mérito vulgar a que apellidan la conciencia, la probidad, la virtud y qué sé yo cuántas cosas más?

—Tampoco —respondió el del antifaz, en el mismo mudo lenguaje.—Hacedme el favor de advertir que no estamos hablando en igualdad de circunstancias —

objetó Samuel un tanto impaciente y despechado.— El silencio os da ventaja, pues me veo obligado, contendiendo con un interlocutor mudo, a buscar y hallar razones contra mí mismo. Por poco que esto dure, corremos riesgo de repetir la escena de Moliere, en la que el amo deja al criado que se acuse de todas las culpas y de todas las faltas antes de que le exponga las quejas que le asisten contra él. Continúo, pues, la lista de mis culpas. Vamos a ver, ¿lo que me incapacita para ser miembro del Consejo, consiste en que yo carezca de lo que siempre deslumbra a la multitud y aun en ocasiones a los hombres eminentes; quiero decir, y lo confieso para confusión mía, eso que alguna vez me ha producido efecto a mí que estoy hablando; a mí, ateo de todos los derechos divinos?... ¿Lo que me falta es acaso un apellido ilustre, una cuna regia? ¿Estoy excluido porque no pertenezco a casa alguna reinante, ni aun a ninguna casa particular?

El desconocido permaneció inmóvil.—No respondéis sí ni no —repuso Samuel,— y esto es decirme que efectivamente si yo fuese príncipe

otros vientos más prósperos soplarían para mí; pero ¿hay alguna superioridad que pueda suplir a ésta? —Sí.—¿Cuál? —preguntó Samuel.— Tratando de privilegios sociales, sólo sé de uno que pueda

parangonarse con la cuna: el dinero. ¿Por ventura se requeriría que, siendo como soy bastardo, a lo menos estuviese rico?

—Sí —respondió con la cabeza el enmascarado.—¡Ah! —exclamó Samuel con acerado sarcasmo— ¡Ahí la esencia del pensamiento de los que

pretenden dar vida a la libertad! ¡No estiman sino la aristocracia de la cuna o la de la riqueza! ¡Para ellos todo se simboliza en un calificativo o en una moneda!

El del antifaz movió la cabeza cual si no hubiese comprendido.—Estás en un error, Samuel —interrumpió el individuo que ya había salido en defensa de las

intenciones del Consejo.— El interés de la causa exige que los jefes dispongan de cuantos elementos sean necesarios para mover con todo desahogo a los hombres. A éstos, niños eternos, les deslumbra todavía lo encumbrado; títulos y dinero ejercen siempre influjo en ellos. El Consejo no ha creado este estado de cosas, pero está obligado a servirse de él aun cuando fuese para destruirlo. No es el Consejo el que siente afición al dinero, sino la humanidad. Si queremos dirigirla, halaguemos sus aficiones; si queremos levantar el jarro, tomémosle por el asa. Tú que te llamas Samuel Gelb, vales de fijo mil veces más que muchos necios que, cual si fuesen reliquias, llevan sus rancios apellidos a cuestas. ¿Qué culpa tiene el Consejo si el vulgo corre en pos del brillo externo y menosprecia el talento escondido? ¿Que le atraiga más el traje que el ingenio? ¿No has manifestado tú mismo que en ciertos momentos te has conmovido al pensar en la categoría suprema de aquellos a quienes obedecías? Reconoce, pues,

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la existencia de una propensión a la que tú mismo, que te das el dictado de fuerte, no has podido sustraerte. Para sujetar a los hombres es menester valerse de medios humanos. Además, el dinero, aparte de la utilidad material, tiene un influjo moral. Nuestros enemigos lo poseen en abundancia y lo reparten. Esgrimamos contra ellos sus propias armas. ¿Qué importa que de esta o de la otra manera ganemos la batalla, con tal que la ganemos?

—Raciocino como tú, Augusto —dijo Daniel,— y en el estado actual no hallo achicada a la Unión, sino engrandecida, porque se esfuerza en atraer y concentrar en sí toda la nobleza y toda la riqueza posibles. La Unión, cual yo la comprendo, es la absorción de lo pasado en lo venidero, la conquista de cuanto constituye elemento de vida para propagar la libertad. Ahora bien, ya que la cuna y las riquezas, con razón o sin ella, constituyen todavía fuerzas, echemos manos de ellas y empleémoslas en provecho nuestro. Hagamos como el mar, que absorberá todas las potestades de la tierra. La Unión, superior por la idea a todas las fortunas y a las noblezas todas del mundo, debe, no obstante, albergar en su seno apellidos encumbrados y contar con grandes riquezas para dominar a los potentados por medio de la ilustración y a los pobres por medio de la ayuda. Debe ser el clero de la libertad.

El enmascarado movió repetidas veces la cabeza en señal de aprobación.¿Se ofendió Samuel al ver que el taciturno testigo se entendía más bien con sus amigos que con él?

Sea lo que fuere, es lo cierto que replicó más atropelladamente que no hiciera hasta entonces.—¡El dinero! —exclamó Gelb.— Todos habláis de dinero cual de un objeto de alto aprecio y

difícil de proporcionárselo. Si yo lo quisiese ¿creéis que no conseguiría amasar cuanto se me antojase? ¡Valiente inclinación la de enriquecerse! ¡Vaya un fin digno del hombre! ¿Creéis vosotros que andarían en regateos conmigo si me ocurriese vender los secretos de la Unión?

Los asistentes hicieron un movimiento de sorpresa y de repulsión.—Tranquilizaos y no os creáis ya vendidos —repuso con altivez Samuel, a quien no pasó

inadvertido el efecto que produjera sus palabras;— no soy capaz de sustentar tales pensamientos, y supongo me conocéis lo bastante para creerlo así. Por otra parte, los que lo hacen no lo dicen; pero quería demostraros que en rigor las riquezas no son tan imposibles de alcanzar que no puedan adquirirse por distintos modos. Demás, quería probar a los que al parecer no les inspiramos confianza, que están no obstante obligados a fiar en nosotros, y que no declarándonos suficientemente sus secretos, nos han dicho demasiado. Perfectamente me satisface saber, aún cuando esto me retrase un poco en mi camino, que sin embargo de ser designado por los cinco aquí presentes, y a pesar de los servicios que he prestado a la causa y de los que pueda prestarle, tal cual soy no puedo pretender a un sitio entre los que dirigen.

—No —respondió con una señal enérgica el enmascarado.—Pero no pudiendo ostentar un apellido noble, ya que ni siquiera tengo uno, si pongo al servicio

de la Unión y de la patria buen dinero contante y sonante, grandes riquezas, podré aspirar a este derecho, a este deber, ¿no es así?

—Sí —respondió con un gesto el del antifaz.—Está bien —profirió Samuel con acento profundo;— vosotros lo queréis, seré rico.

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CAPITULO VDos antiguos amigos

Hacia las diez de la mañana del día siguiente y en almorzando con Federica, Samuel se levantó para marcharse.

—¿Regresaréis pronto? —le preguntó la graciosa doncella.—Lo más antes que me sea posible —respondió aquél;— pero al salir no os quito tanto como vos

imagináis, pues no trabajo sino para vos y vos sois el móvil de mi existencia entera.Samuel tomó su capa y su sombrero y dijo adiós a Federica.—Quiero a lo menos acompañaros hasta la verja de la calle —dijo la joven.—Cuidado, querida niña, vais poco arropada y el aire es todavía muy sutil.—¡Bah! —repuso Federica abriendo la puerta y saliendo al jardín delante de Samuel— ya empieza

la primavera. Ved qué alegre rayo de sol. Todas las plantas brotan, mirad, mirad. Yo también quiero salir.

—¡Oh! —murmuró Samuel, seducido por la misteriosa armonía que hermanaba a aquella hechicera niña con tan radiosa mañana.— ¡Oh primavera! juventud del año; ¡oh juventud! primavera de la vida.

Y como para sustraerse a la emoción que de él iba señoreándose, Samuel abrió precipitadamente la verja, estrechó con tranquilidad desmentida por el fuego que le despedían los ojos, la blanca, delgada y diminuta mano de la doncella, y y se salió rápidamente sin volver ni una vez la cabeza.

—Sí —decía Gelb para sus adentros mientras con el puño sobajaba la capa,— me quiere como a un padre. Pero yo me tengo la culpa; la he adoptado, educado y cuidado como tal. Demás, le doblo con creces su edad. En cuanto a mi inteligencia, a mi saber, a lo que en mí pueda haber superior al vil rebaño de los hombres, nada influye en una mujer. ¿Qué le aprovecharía a Federica mi ciencia? ¡Cuan necio soy! he despreciado la apariencia, el oropel, lo que cautiva los ojos, lo que se ve. ¡Valiente manera de conquistar el amor haciéndome invisible! Federica no me conoce. Hasta tanto no le haya demostrado por medio de hechos palpables y materiales mi valer y mi personalidad, tiene derecho a desdeñarme y a repelerme. Por otra parte, aun cuando adivinase lo que valgo ¿a título de qué la impresionaría esto? ¿Qué sale ella ganando con que yo sea un gran químico, un pensador superior al vulgo, un ingenio libre? Los sabios lo son para sí, no para los otros, a quienes no reporta provecho la sabiduría ajena, en tanto que las riquezas y el poder se comparten. Como yo fuese millonario o ministro, entonces podría decirle: Toma de mi bolsa o usa de mi crédito cuanto quieras. Entonces yo sería algo para ella; le serviría; se vería obligada a concederme algún valer. ¡Ahí es menester que yo la haga rica y poderosa; y como es noble y magnánima, su agradecimiento estará en proporción al beneficio. Le he dado el pan

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y el vestido que necesitan los hijos, y me ha pagado con ternura filial; le daré el esplendor y el orgullo que es menester a las mujeres, y en cambio me concederá... ¿me concederá su amor?

Samuel caminaba apresuradamente, al compás de sus pensamientos, y al formular el último concepto de su monólogo se encontraba ya delante de las primeras casas de la calzada.

—Ante todo rica —continuó entre sí Gelb, desenvolviendo sus más profundos y sombríos intentos;— por ahí es preciso empezar, ya que los honorables brutos que rigen la Unión de Virtud avalúan al alma en cero y no dan los grados sino a cambio de dinero contante y sonante. ¿Pero cómo amasar de golpe y porrazo una fortuna? Los millones no se improvisan. He desperdiciado muchas ocasiones y ahora me encuentro atrasado. ¡Necio de mí!... ¡Oh! ¡deja que en adelante se me presente una fortuna al alcance de la mano!... ¿Cuál de mis conocidos está rico? lord Drummond; pero aunque viudo tiene un hijo en Inglaterra, y dos hermanos, o como si dijéramos sigue en pos de él toda una familia. No queda sino Julio, y como éste no ha vuelto a casar y no tiene hijos, ni más hermano que yo, me parece que ahí una fortuna sobre la cual me cabrían algunos derechos. En estricta justicia la mitad de ella me pertenece, por más que las leyes sociales me hayan despojado de la misma. Veremos. ¿Conservaré todavía algún ascendiente sobre Julio tras una separación tan larga? En otro tiempo le habría llevado al más remoto confín del mundo con sólo atarle el hilo de mi voluntad a la pata. Me alegro verlo de nuevo.

Aquí de su razonamiento, Samuel había llegado a la barrera; pero tan preocupado iba, que no reparó en una mujer del pueblo envuelta en una como gruesa manta, quien, al cruzarse con él, se estremeció y se apresuró a calarse el capucho para esconder el rostro.

Samuel hizo seña a un simón, y en subiéndose a él dijo al cochero:—A la embajada de Prusia, calle de Lilla.Media hora después, Gelb atravesaba el patio del palacio de la embajada, subía la escalinata y

penetraba en una espaciosa antesala donde había muchos lacayos de gran librea.Samuel se hizo anunciar por uno de los criados, el cual reapareció inmediatamente.Gelb, dirigido por éste, atravesó un salón y fue introducido en un espacioso y alto gabinete

cargado de dorados y pinturas.Julio, que estaba sentado a una mesa atestada de papeles, al ver a Samuel se levantó y se dirigió

apresuradamente a su encuentro.Los dos se tomaron las manos y se miraron silenciosamente por un instante.—¡Samuel! —dijo por fin el embajador, conmovido en su primer impulso.—¡Julio! —repuso Gelb, que había ya observado al conde.—¿Vienes con Lotario? —preguntó Julio.—No, he venido solo.—Lotario me ha pedido que le dejase ir a buscarte en uno de nuestros coches; habrá llegado

tarde. Pero deja que te mire. Al verte de nuevo me parece que vuelvo a mi juventud. Dime, dime, ¿qué

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ha sido de ti? ¿Por qué abandonaste a Alemania tan inopinadamente? ¿Qué has hecho durante este largo período de tiempo? ¿Dónde estabas que no nos hemos encontrado? Ea, hablemos —añadió Julio haciendo sentar a Gelb delante de la chimenea.

—¿Qué ha sido de mí? —respondió Samuel.— No he pasado de lo que era, y con disgusto te digo que no soy rey, príncipe ni embajador. Como antes, soy un pobre sabio, más cuidadoso de mi cerebro que de mi fortuna. He descuidado en absoluto crearme una posición social; no he hecho sino aumentar mi desdén hacia lo que tú debes respetar. Tocante al particular, he perseguido el fin que me propusiera, esto es, acrecentar mi fuerza y mi libertad morales, conocer a los hombres y a las cosas, en una palabra, saber. Como médico, y traduciendo o llevando a cabo estudios científicos, he ido tirando doquiera me he encontrado; pero siempre he reservado lo más sano de mi cerebro para enriquecerle más todavía dilatando mis conocimientos. He estudiado, viajado, investigado. ¿Cómo es que no nos hemos encontrado, preguntas? Porque en los diez y siete años que hace me salí de Alemania a causa de haberme fallido un gran designio que mi orgullo no me permite manifestar, y retenido desde entonces en París un sentimiento profundo que mi corazón me obliga a no decir, no he salido de Francia sino para abandonar a Europa, hace cinco años.

—¿Y adonde fuiste? —preguntó Julio.—Siempre había anhelado ir a interrogar sus secretos a la terrible y devoradora India, tierra de

los tigres y de los venenos. Ahora bien, a lo mejor y reunido que hube el dinero necesario para realizar mi sueño, me embarqué para Calcuta. Tres años he permanecido en la India, y yo te fío que los he aprovechado. ¡Ah! de ella he traído secretos y milagros que habrían admirado a tu padre mismo, el ilustre químico y honorable barón de Hermelinfeld. La naturaleza nada ignora, y cuando la interrogan, responde. Pero los hombres andan atareados en sus intrigas, en sus negocios y en sus ambiciones, y buscan el poder en las carteras de los ministerios, siendo así que en briznas de hierba se encierra el bastante para suprimir a los emperadores y embrutecer a los ingenios.

El tono de voz tranquilo y frío con que Samuel pronunció estas desapiadadas palabras, turbó a Julio, el cual hizo por dar un nuevo sesgo a la conversación.

—Te he visto con lord Drummond; ¿le conoces mucho?—Le conocí en la India —respondió Samuel,— donde le salvé la vida. Lord Drummond es un

gentleman extravagante. Figúrate que había domesticado a una pantera por la que deliraba y a la cual no abandonaba nunca, ni más ni menos que hubiera hecho con una amante. La llevaba en su coche, comía con ella y le hacía dormir en el dormitorio mismo donde él dormía. Un día en que el lord, reclinado en su canapé, dejaba que la pantera le lamiese uno de sus desnudos brazos y se lo mordiese suavemente, la bestia, a fuerza de acariciar, sintió sangre bajo su áspera lengua, y dando a sus caricias el remate natural a ellas, clavó de improviso sus colmillos en el brazo de su amo. Éste estaba perdido, no había remedio para él. Entonces saqué tranquilamente una pistola de mi bolsillo y maté de un tiro a la pantera.

—Concibo que te esté agradecido.—De buenas a primeras me demostró su agradecimiento queriendo matarme.

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—¡Matarte!—Sí; figúrate que una vez se vio libre de los dientes del animal, me saltó al cuello llamándome

miserable, acusándome de haber asesinado al único ser al cual había querido en la tierra, y echándome en rostro el no haber yo dejado que la fiera se lo comiese. Pero como yo no soy más delicado que otro, me defendí con bríos y le derribé sobre el cadáver de su pantera. Al día siguiente, reconociendo lord Drummond su sinrazón, vino a darme satisfacciones, y nos hicimos los mejores amigos del mundo. Con él regresé a Europa hace dos años; y él es quien me halló en Londres un editor que me pagó cinco mil duros por una obra sobre la flora de la India. Pero no puedes imaginar cuánto tedio me inspira la metrópoli inglesa y cuánto me atrofian la inteligencia sus nieblas. Así pues, me vine de nuevo a París. Ahí mi existencia; ya ves si es sencilla. Ahora refiéreme la tuya.

—¡Oh! —dijo Julio— a mí, desde que nos separamos, primeramente me abrumaron las desgracias que ya sabes; porque tú no ignoras la tremenda desventura que me anonadó ¿no es eso?

—Ya sé —respondió Samuel palideciendo ligeramente.— Hasta poco después no salí de Heidelberg.

—Yo estaba desesperado —continuó Julio,— y mi padre, con objeto de que me distrajera, me envió a viajar. Recorrí Italia, España y Francia; pero al cabo de un año regresé tan abatido como el día que emprendí el viaje. Para distraer mi existencia, si no mi pensamiento, mi padre consiguió para mi, del rey de Prusia, una comisión en Viena, y, ¿por qué no confesártelo? Para aturdirme, embriagarme y olvidar, me lancé en cuerpo y alma a la vida material y a los goces livianos de esta capital del placer. Triste, desconsolado y lleno de amargura, me sacié de escándalos, y en aquella corte depravada, mi depravación me dio fama. Grave, serio y austero, me hubieran tenido por un fenómeno, por algo imposible e inaplicable; pero no mostrando de mí sino lo bestial, atribuyéronme ingenio. Cuando menos muestras daba yo de mi inteligencia y de mi capacidad, más inteligente y más capaz me juzgaban. Sobre mí empezaron a llover honores, condecoraciones y riquezas, y pronto llegó a tanto mi influjo, que hace cuatro años y medio el rey de Prusia trocó mi comisión en embajada, que la desempeñé en Viena poco menos de cinco años. Ahora y desde hace seis días la estoy desempeñando en París. Ya ves que las grandezas y las arrugas me han venido al mismo tiempo. Soy poderoso, pero estoy fatigado; y es que he sufrido en demasía para no haber aprendido algo. Ya no soy crédulo, sino que desconfío. Yo no sé si esto significa más debilidad o mayor fortaleza, pero sí creo que en lo presente no hay quien pueda interesarme el corazón. ¡Ah! se me olvidaba decirte que mi fortuna ha crecido al compás de mi importancia. Mi padre, como también sabes, murió a principios del año pasado, dejando todavía más dinero que su hermano, con lo que vengo a poseer unos cuatro millones de duros.

Samuel no había perdido su imperio sobre sí mismo; el relámpago que le cruzó el espíritu al escuchar las últimas palabras de Julio, no se le reflejó en los ojos.

Gelb había escuchado a su interlocutor sin interrumpirle, y visto que las palabras que éste pronunciara respecto de su desconfianza actual y de su resistencia a las seducciones externas, estaban en relación con su revejido, gastado e indiferente rostro. ¿Por dónde, pues, podía Samuel reconquistar el ascendiente que en otro tiempo ejerciera sobre su compañero de estudios?

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Bastaba ver el semblante de Julio para convencerse de que no era ya aquel indolente y pacato joven con quien se las hubo en otro tiempo Samuel. Bajo su mirada extinta, como debajo del agua estancada un reptil, escondía la fría observación de un diplomático que había tenido por maestro a Metternich. ¿No le quedaba, pues, a Samuel probabilidad alguna de recobrar su antiguo ascendiente sobre Julio? En otro tiempo se hubiera retirado con arrogancia, contando con su atracción fatal para hacer caer de nuevo a sus pies, sumiso y arrepentido, a aquel cautivo de su superioridad; pero él también estaba muy cambiado, quizá más profundamente que su antiguo condiscípulo. Ya no le animaba aquella rigidez y aquella tiesura que le impedían bajarse aún cuando fuese para recoger un diamante. Una amarga experiencia le había demostrado que la maña puede más que la fuerza, y que para conseguir las grandezas humanas es menester entrar por una puerta sobrado baja para que no tengan que agobiarse un poco los que por ella penetran.

En vez de no hacer caso de la frialdad y de la indiferencia de Julio, Samuel se puso a examinarle, a espiarle bajo todas sus fases, a girar, por decirlo así, en torno de su nuevo carácter, con objeto de ver si hallaría algún resquicio por donde colarse. A este efecto habló sobre cuanto puede hablarse: sobre arte, política, placeres, buscando a diestro y siniestro un asidero para recobrar su antiguo ascendiente.

Ante todo ¿cuál era su posición clara y deslindada respecto de Julio? ¿Había el barón de Hermelinfeld revelado a su hijo algo que levantase entre los dos una valla insuperable? Importaba grandemente saberlo. Así pues, Samuel, fijando en Julio su penetrante mirada, le preguntó de improviso:

—¿Y el barón de Hermelinfeld siguió odiándome siempre?—Siempre —respondió Julio pensativo.— En su lecho de muerte me recomendó todavía con las

más vivas instancias que de encontrarte me apartase de ti con horror.—¿Y así le obedeces? —dijo Samuel por modo de fisga.—Nunca quiso explicarme el por qué —replicó Julio.— Yo creo que sus palabras eran hijas

de una preocupación injusta, de una antipatía exagerada que tu carácter era muy poco a propósito para suavizarlas. Respecto del particular, aún hoy el instinto de la equidad se me subleva contra la obediencia filial. Además, en el desamparo continuo de todo cuanto constituye la existencia, harto nos han quitado, a la edad en que me encuentro, para que sin causa plausible sacrifiquemos lo poco que de lo pasado nos queda. Ayer casi te conocí a pesar de tu disfraz, como tú a mí sin embargo de mis arrugas, y no pude menos de sentir despertarse en mí el recuerdo de mis juveniles años. He mandado a buscarte y te agradezco que hayas venido. A fe que, después de diez y siete años de ausencia, no esperaba encontrarte en un baile de las Tullerías.

—Lord Drummond fue quien me condujo a él —dijo Gelb.— Tú ya sabes que me precio de anticuario; pues bien, yo soy quien me encargué de su disfraz, que no estaba del todo mal no obstante haber sido labrado en poco tiempo; porque has de saber que lord Drummond no hace sino quince días que se encuentra en París. En recompensa de este servicio y atendiendo a mi innata y nunca entibiada curiosidad, aquél me llevó consigo.

—Henos de nuevo reunidos —dijo Julio.

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—Sí —repuso Samuel,— nos encontramos muy cerca uno de otro, pero los dos muy lejos de nosotros mismos.

—Es cierto —profirió Julio;— hasta nuestros sueños han muerto o han volado. Y a propósito de sueños —preguntó éste prontamente,— ¿qué ha sido de la Unión de Virtud?

Samuel, admirado del tono con que su interlocutor le dirigiera esta pregunta, levantó con viveza los ojos y miró de hito en hito a Julio; pero éste se sonreía indolentemente.

—Presumo —respondió Samuel— que su excelencia el embajador de Prusia ya no pertenece a la Unión.

—No —contestó perezosamente Julio.— Hace mucho tiempo he roto con estas locuras de la juventud. Además —añadió riendo,— Napoleón murió. Sin embargo, me parece haber oído decir que todavía subsisten restos de la Unión.

—Puede —profirió Samuel;— pero haciendo, como hace, diez y siete años que me salí de Alemania, es natural que no esté al cabo.

Y pareciéndole que Julio le estaba estudiando el semblante, y sintiéndose expuesto a ser objeto de una investigación por parte de aquel a quien se había propuesto observar, dio un nuevo sesgo a la conversación.

—Perfectamente —dijo para sus adentros Samuel;— desempeña el mismo papel que yo; me sondea de igual modo que yo le observo. Ha ganado la partida, y es menester que me decida. Enhorabuena, lucharemos.

Gelb hizo deslizar la conversación sobre la ambición, sobre el juego y las mujeres, sin hallar en Julio una fibra sensible. O éste estaba muy aferrado a sus estribos, o cuanto le decía su amigo de la infancia no le inspiraba sino indiferencia y desdén.

—El diablo me lleve —dijo entre sí Samuel— como yo no enardezca a ese hombre de hielo.Y levantando los ojos hasta Julio, añadió en alta voz:—Tal vez me equivoco; pero me parece que la otra noche en el baile de la duquesa, la voz de la

cantarina nos impresionó por un igual a los dos.—Tienes razón —contestó Julio estremeciéndose,— no sé quién es la cantarina esa, pero su voz

se unió a un recuerdo siempre vivo en mí. ¡Pobre Cristina! Sin cesar tengo presente su muerte terrible y misteriosa; aquí en mi corazón tengo abierto el abismo en cuyas profundidades cayó. Y es singular; la voz un tanto aguda de Cristina cuando cantaba al clavicordio alguna aria de Mozart, no tenía relación alguna con la voz llena y firme de la enmascarada cantarina... No obstante, aquella noche experimenté algo como si hubiese estado escuchando la voz de Cristina.

—Lo mismo me pasó a mí —dijo Samuel.—Y verdaderamente cuando la artista acudió al llamamiento de la duquesa de Berry para recibir

de ésta las gracias, vi que su elevada y exuberante estatura en nada se parecía al esbelto y delicado cuerpo de Cristina. Con todo algo se estremeció en mis entrañas; me pareció ver resucitar a la difunta.

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Samuel, que sintió un ímpetu de alegría al ver que en su antiguo amigo vibraba aún esta cuerda, preguntó de improviso:

—¿Quieres comer mañana con la cantarina?—¡Con ella! —exclamó Julio.—Con ella.—¡Oh! Sí.Samuel, temeroso de las vacilaciones y de las reflexiones de su interlocutor, quiso por aquella vez

no pasar adelante, y se levantó diciendo:—Quedamos de acuerdo. Ahora precisa que te deje; pero esta tarde recibirás una carta o la visita

de lord Drummond con objeto de invitarte para mañana a comer conmigo y con ella.

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CAPITULO VIPrimer encuentro

Sin embargo de ser Lotario la personificación de la honradez y de la sinceridad, cúmplenos dejar sentado que al solicitar la venia del embajador de Prusia para ir a buscar a Samuel Gelb, no había dicho toda la verdad, ni era verdad todo lo que dijera.

Lotario se había tomado la libertad de advertir a su tío que ya que tenía que hablar con Samuel Gelb, era muy natural que el embajador de Prusia no fuese a casa de éste, sino que le citase para la embajada, si bien para atenuar semejante incomodidad, tal vez se requería que pasase a recogerle alguno de su casa o de su familia

Julio, que sólo había visto en las palabras que dejamos transcritas una solicitud hacia su amigo de la infancia por parte de su joven secretario y devoto sobrino, consintió con negligencia.

Lo cierto es que desde hacía veinticuatro horas, la hechicera imagen de un luminoso rostro de diez y seis años resaltando sobre el opalino cielo del alba, turbaba y trastornaba el alma y la mente de Lotario, y que éste habría pagado mucho más caro que al precio de una inocente mentira la celestial ventura de verla otra vez.

Lotario partió, pues, en uno de los coches de la embajada; pero en lugar de seguir el itinerario que viera tomar a Samuel, dio orden a su cochero para que fuese a Menilmontant por Belleville, que era evidentemente el camino más largo. Ahora bien, de ello se originó; primeramente, que llegó cuando Samuel estaba ya fuera, y luego que no encontró a éste durante el trayecto.

El joven mandó parar el coche un poco antes de llegar a la casa, en la esquina de una calle, dio orden al cochero de que le aguardase en el mismo sitio, y con ademán resuelto se encaminó hacia la anhelada puerta; pero a medida que las distancias iban acortándose, también se acortaba el paso de Lotario. Como la nieve al calor del sol, el valor del doncel se fundía a la aproximación de aquella a quien iba a ver de nuevo. Sólo el pensar en poner la mano en el cordón de la campanilla que cual para invitarle colgaba de la verja, le hacía refluir al corazón toda la sangre y le daba calofríos.

Lotario avanzó hasta la verja, levantó el brazo y huyó precipitadamente.De esta suerte transcurrió largo rato sin que el joven se atreviera a llamar, soñando imposibles y

absurdos. Lotario hubiese querido que ella acudiese a la azotea y le dijese que entrase.La verja estaba cubierta hasta la altura de un hombre, con unas tablas de madera que interceptaban

la mirada; así es que el joven retrocedió hasta la acera de enfrente para ver el jardín.No habiendo visto a nadie, Lotario se fue otra vez hacia la campanilla, y de nuevo empezaron sus

vacilaciones. ¿Se encontraría aún Samuel en casa? Y en el caso de que éste hubiese ya salido, ¿qué diría él a la joven? Además, aun cuando fuese la joven misma quien viniese a abrirle, ¿de qué pretexto echaría

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mano para permanecer un segundo más, luego que le hubiese preguntado por Samuel Gelb, de parte del conde de Eberbach? Por otra parte, no sería la doncella quien acudiría a abrir la verja, sino alguna criada, la vieja que el día antes le había abierto, y como Samuel hubiese ya salido, no le asistiría ni el pretexto de entrar en el jardín.

Más hubiera valido que Gelb se hubiese encontrado todavía en casa.El pobre Lotario se arrepentía de haber tomado el camino más largo y hallaba absurdo haber

retardado ex profeso la llegada. Al contrario, era menester haberse anticipado; de este modo hubiera tenido la probabilidad de encontrar a Samuel no vestido aún, y en tanto habría estado aguardando a que se vistiese, pudiera haber pasado al salón, bajado al jardín y verla, mientras con su habilidad y su astucia se las habría compuesto para no habérselas sino con una vieja.

Lotario, desalentado, empezó a pasearse de un cabo a otro de la calle, casi decidido a volverse a París sin intentar nada.

Mientras se paseaba, el joven lo observaba todo, transeúntes y casas, y se detenía por nonadas, creyendo detenerse por ella y asiéndose de cualquier pretexto para retardar un minuto su resolución.

En esto una sonora carcajada le hizo volver los ojos.El que por modo tan estrepitoso se había reído era un carretero a quien una como campesina

tendía un papel.—Por vida del diablo —decía el carretero,— que sois bonita y tenéis unos ojos que chispean,

comadre; pero como el gobierno se ha olvidado de enseñarme a leer, cuando quieren que yo responda, no me escriben, me hablan.

La campesina dijo al carretero algunas palabras en una lengua que éste no comprendió.—Hablad una lengua cristiana, si queréis que os entiendan —repuso el carretero, dando un

latigazo a sus caballos.— No comprendo vuestra pauta.La mujer hizo un gesto de impaciencia y de disgusto. Lotario, que había oído lo que ésta dijera,

se acercó a ella y le preguntó en alemán:—¿Qué deseáis, buena mujer?—¡Ah! ¿sois alemán, caballero? —profirió la campesina con no fingido gozo.—Sí.—¡Alabado sea Dios! ¿Queréis decirme, pues, dónde está la casa indicada en este papel?Lotario tomó el que le tendía la campesina y en él leyó esta dirección: Calle de las Lilas, número 3.—¡Calle de las Lilas, número 3! —profirió el joven, sorprendido y satisfecho.— Pero decidme,

¿vais por ventura a casa de Samuel Gelb?—Sí, señor —respondió la buena mujer.—Yo también —repuso Lotario.—Ya que es así, hacedme el favor de conducirme.

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En esto la campesina fijó los ojos en Lotario y pareció quedar asombrada de su presencia; el joven, admirado de la curiosidad con que su interlocutora le miraba, la miró también, pero en ella no halló nada que le recordase a persona alguna a quien ya hubiese visto.

La alemana era mujer de treinta y cuatro a treinta y cinco años, de belleza tranquila, seria y agreste, y cuyos negrísimos ojos, abundantes y también negros cabellos y el hablar un tanto solemne le imprimían un no sé qué altivo y austero que no desdecía de la sencillez de su toca parda con rayas azules.

Ambos se dirigieron, pues, hacia la puerta de Samuel; ella examinando a Lotario, éste no recordando, a poco, que la llevaba a su lado, enajenado de poder entrar y de verse obligado a ser atrevido.

Ínterin, la campesina le iba hablando, tal vez para hacerle hablar.—Los franceses son muy burlones —dijo la campesina.— El carretero ese se ha mofado de mí

porque él no sabe leer. Ordinariamente, cuando yo venía a París, lo hacía acompañada de un pobre muchacho de mi tierra, que conocía un poco el francés; pero el desgraciado murió hace poco tiempo. Sin embargo, yo no podía pasar un año sin venir. El deber que aquí me llama es por demás sagrado para que, suceda lo que suceda, no me ponga yo en camino. Y me he venido; pero no podéis imaginaros, señor, a cuántos trabajos y a cuántas irrisiones me he visto expuesta durante todo el camino. Tiene bien poca gracia que en esta tierra nadie sepa el alemán y que se echen a reír cuando yo lo hablo.

Lotario estaba conmovido en demasía para responder y aun para escuchar; otra voz le hablaba.Una vez llegado a la verja, el joven llamó a la puerta. Cada campanillazo le resonó en el corazón.Quien vino a abrir fue la misma vieja que el día anterior recibiera a Lotario; el cual se hizo a un

lado para que pasase primero la alemana.—¿Está en casa la señorita Federica? —preguntó ésta en su propia lengua.—Sí —respondió la anciana, también en alemán.—¿Sigue bien?—Perfectamente.—¡Alabado sea Dios! —profirió la campesina con acento de alegre y profunda gratitud.— Mi

buena señora Trichter, hacedme el favor de decirle que desea verla la que viene todos los años durante la primavera.

—¡Oh! os conozco perfectamente —repuso la señora Trichter,— entrad, y vos también, caballero —añadió la anciana, creyendo que Lotario iba con la campesina.

La señora Trichter condujo los visitantes al salón y se subió a avisar a Federica.Indudablemente el apellido de la señora Trichter ha recordado a nuestros lectores a aquel bebedor

consumado a quien vieron morir tan inopinadamente, en la parte primera de esta historia, en el instante de presentar un memorial a Napoleón; pero tal vez hayan olvidado que Samuel, antes de sacrificar de tal suerte a sus egoístas designios a su fiel zorro de corazón, había preguntado a Trichter si de buena

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gana sacrificaría su existencia para asegurar el pan a su madre; a lo cual Trichter había respondido que moriría gozosamente con tal que la que le diera el ser tuviese con qué vivir. Muerto Trichter, Samuel se creyó deudor de la madre; por lo tanto la hizo venir de Estrasburgo y la instaló al lado de Federica, para quien la buena y digna mujer había sido más que una criada, casi una madre.

Federica entró en el salón.Lotario, al verla, experimentó tal sacudida, que no pareciendo sino que el corazón iba a saltarle del

pecho, se vio obligado a apoyarse en un mueble.—Sentaos, mi buena señora —dijo Federica corriendo al encuentro de la alemana y asiéndole las

manos.—Ante todo permitidme que os contemple y admire a mi sabor —repuso la campesina rehusando

sentarse en la silla de brazos que aquélla le acercara.— Cada vez más hermosa y siempre tan risueña, es decir, siempre tan pura. ¡Alabado sea Dios! Vengo de lejos, pero esto compensa con creces el viaje.

—¿Viene con vos el caballero, buena mujer? —preguntó Federica a la alemana, sonrojándose un tanto al ver a Lotario.

—No —respondió la campesina;— le he encontrado que venía aquí. No le conozco.—Señorita —tartamudeó Lotario, sonrojándose a su vez,— venía a buscar al señor Gelb de parte

del conde de Eberbach.—¡El conde de Eberbach! —exclamó la extranjera.—Hace más de media hora que ha salido —respondió Federica.—¡El conde de Eberbach! —repitió con viveza la campesina, mirando cara a cara a Lotario.—

¿Habéis dicho el conde de Eberbach?—Sí —respondió Lotario, que no comprendía la turbación que este nombre causaba a la

extranjera.—¿Se encuentra en París el conde? —preguntó ésta.—Sí, acaba de ser nombrado embajador de Prusia.—¿Y cómo está?—A Dios gracias mi tío disfruta de perfecta salud.—¡Vuestro tío! —exclamó la alemana.— ¿Acaso sois Lotario?... ¡Oh! perdonad... ¿el señor de

Lotario?—¿Me conocéis por ventura?—¡Que si os conozco! —profirió la extranjera.—¡De dónde sois! ¿de Berlín? ¿de Viena?—Soy de... pero ¿qué os importa de dónde soy? No necesitáis conocerme; basta que yo os conozca

a vos y a Federica.Y cubriendo con una mirada a ambos jóvenes, la campesina añadió:

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—¡Hijos míos! La pobre mujer que os está hablando experimenta íntima dicha al ver brillar en vuestras frentes tanta hermosura y tanta pureza, y de nuevo da gracias a Dios por haber permitido que en las contadas horas que ella pasa en París os haya reunido aquí en este instante para que pueda admiraros y bendeciros.

Federica y Lotario, turbados uno delante del otro, ensayaron mirarse y bajaron los ojos.—No recuerdo haberos visto nunca, señora —dijo el joven por decir algo.—¿Vos no lo recordáis?—¡Oh! no la interroguéis —repuso con suave ironía la doncella;— es misteriosa como una puerta

cerrada; no hay llave que abra sus secretos. Me ha jurado por su alma que ni siquiera era parienta mía, y todos los años anda dos o trescientas leguas para verme por espacio de algunos minutos. Viene en ausencia de mi tutor, cuya presencia evita siempre, me pregunta por mi salud y por mi dicha, y se vuelve.

—¿Y os habla siempre a solas? —preguntó Lotario.—Sí, a solas —respondió Federica.—Así pues, me retiro —dijo Lotario con tristeza.—No, no os vayáis —profirió con arranque la desconocida;— vos es distinto, podéis quedaros.

Nada tengo que decir a la señorita que a vos no os sea permitido oírlo. No sois tan extraño uno a otro.—¡Que no somos extraños! —exclamó Lotario lleno de gozo.—Nunca había visto al caballero —objetó Federica.—Y yo —confesó Lotario— he visto por primera vez a la señorita ayer por la mañana en la azotea.—¡Ah! ¿me visteis? —repuso la joven.Lotario se refrenó, sonrojado por su precipitación; pareciole que el corazón iba a transparentársele

en el rostro.La alemana miraba consecutivamente a uno y a otro joven sonriendo, y por fin murmuró:—¡Oh! como el infierno no existiese entre ambos, podrían labrarse un cielo. —Luego añadió en

voz alta:— Y bien, ¿qué os ha pasado durante el año que no nos hemos visto, Federica?—Nada de particular —respondió la doncella;— para mí todos los días se parecen como una gota

de agua a otra; mi existencia se desliza siempre sencilla y tranquila. Siempre me absorben las mismas ocupaciones, siempre veo las mismas personas. Trabajo, coso, leo, toco el piano, oro y pienso en mis padres a quienes no he conocido.

—Como yo —interrumpió Lotario.—Y... ¿aquel a quien apellidáis vuestro tutor? —preguntó la campesina, cuyo rostro se cubrió de

tristeza al hacer esta pregunta.—Siempre bueno y abnegado.—¿Y vivís dichosa con él?

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—Muy dichosa.—Es singular, es singular —murmuró la extranjera;— aquí veo el dedo de Dios. ¡No importa! no

le habléis nunca de mi visita.—Deberíais no exigirme semejante —dijo Federica.—¿Por qué?—Escuchad, los misterios con que andáis, a las veces me llenan de escrúpulos —repuso la

hechicera joven.— Educada alimentada por mi tutor, ¿me cabe derecho a recibir visitas a escondidas de él, a ocultarle lo que pasa en su casa, a desconfiar de él? Si para ello me asistiesen graves razones, santo y bueno; pero cuando os interrogo, os calláis hasta el extremo de no querer decirme quiénes fueron mis padres. Mi tutor dice que no sabe nada respecto de mi origen. A lo menos habladme de mi madre, os lo ruego. Vos debéis de conocerla, la conocéis.

—¡No! ¡no! No me interroguéis —profirió la campesina;— no puedo responderos.—Pues bien —repuso Federica,— ya que no queréis hablarme de mi madre, me daréis a entender

que venís aquí con malos designios y que tal vez sois enviada por enemigos para espiarme y perderme.La extranjera se levantó con los ojos preñados de lágrimas.Federica, que no pudo resistir a este mudo reproche, echó los brazos al cuello de la desconocida

y le pidió perdón.—Querida niña —dijo la extranjera,— no sospeches nunca de mí; me harías mucho mal, pero

mayor te lo causarías a ti misma. ¿Por qué me intereso por ti? Por mil razones que no puedo comunicarte. En una hora de turbación cometí un acto que puede originar tu desventura; pero hasta lo presente la Providencia nos ha preservado, y lo que podía haber causado tu ruina tal vez labre tu dicha. Pero ¿quién lee en lo porvenir? Si te sucede alguna desgracia, yo soy quien te la habré originado. Ahí porqué te consagro toda mi vida, de la que puedes disponer cuando quieras, ya que tuya es. El día que necesites de mí, o tengas que comunicarme algo, sea lo que fuere, un cambio en tu destino, o el de domicilio, escríbemelo, como hasta hoy has tenido la amabilidad de hacerlo, a la misma dirección de siempre, en Heidelberg. En una palabra, haz que nunca te pierda yo de vista, te lo ruego con toda mi alma.

Y volviéndose hacia Lotario, la campesina añadió:—A vos que vivís en París os la recomiendo. Velad por ella, pues cuando menos nos lo imaginemos

puede verse envuelta en peligros que ni siquiera sospecha.—Por desgracia —contesto Lotario,— no me cabe el derecho de velar por la señorita.—¡Que no os cabe derecho! ¡Más de lo que suponéis! —repuso la desconocida.— Os juro que os

asiste.—¿De veras? —repuso Lotario— pero la señorita no va a reconocerlo.—En todo corazón bondadoso y honrado —profirió Federica— reconozco el derecho de proteger

a los que corren peligro; pero mientras tenga a mi lado a mi tutor, no necesito de nadie.

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La campesina movió la cabeza y se sonrió con amargura.—Seremos dos, señorita —dijo Lotario lleno de gozo al encontrarse envuelto en la existencia

de Federica.— Vuestro tutor es un antiguo amigo de mi tío, y como van a anudar sus relaciones, me permitirán que me venga aquí algunas veces. Mi tío consentirá que el señor Gelb me reciba. ¡Ah! en este instante el señor Gelb se encuentra en la embajada, y puede que allá le vea yo todavía. Haré que me presenten a él. ¡Qué dicha!

—¡Ah! ¿han anudado las relaciones? —dijo entre sí la campesina.— ¿Samuel ha cogido de nuevo a Julio? ¡Peor! Se preparan nuevas calamidades; —y en voz alta añadió:— Lotario, velad por ella y por el señor conde. Yo me vuelvo a mi tierra, satisfecha de lo presente, pero angustiosa de lo porvenir. Adiós, Federica, no volveré hasta dentro de un año.

—Y yo antes de dos días —dijo Lotario.La desconocida dio un beso en la frente a Federica, pronunció una bendición que ni uno ni otro

joven entendieron, y abandonó la estancia, seguida de Federica, que la condujo hasta la verja.La aldeana y Lotario se salieron dejando a la doncella toda imaginativa y entregada a las nuevas

emociones que acababa de sembrar en su alma la improvisada intimidad con aquel amable y apuesto doncel, el primero que entrara en su solitario retiro.

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CAPITULO VIIEn casa de Olimpia

Olimpia vivía en el muelle del Mediodía, en el piso primero de un antiguo palacio de la isla de San Luis, de noble y severo aspecto.

Nadie, al entrar en la habitación de la cantarina, se hubiera creído en casa de una actriz, pues en aposento alguno se veían esas frivolidades, ese lujo necesario en lo presente e imposible mañana, esa riqueza sin ton ni son propia de las advenedizas, ni la más mínima señal de coquetería. La antesala comunicaba con un comedor cuyas paredes estaban cubiertas de tapices antiguos, y el salón, todo él de roble y cuyo techo estaba pintado por Lebrún, armonizaba perfectamente con los severos y elegantes muebles que le adornaban.

La única pieza que podía haber proclamado a qué grande artista pertenecía aquella habitación, era un gran piano de ébano con filetes dorados colocado frente a la chimenea; a no ser el piano, quien quiera habría sospechado encontrarse más que en casa de una cantarina, en la de una dama de cuenta.

En el momento en que nos animamos a introducir a nuestros lectores en la morada de la cantatriz que tanta conmoción causara en el baile de la duquesa de Berry, Olimpia, envuelta en amplio peinador de blanca cachemira, se encontraba en el salón y acababa de dar instrucciones a un lacayo.

Olimpia, que frisaba con los treinta y cuatro, O si decimos se encontraba en todo el vigor de una belleza real y firme avalorada por los dorados tonos del sol de Italia, tenía los ojos negros, de puro azules, y de mirar suave que en ocasiones cobraba una viveza y decisión indecibles, trasunto de la fortaleza que escondían bajo su bondadosa apariencia, así como su gracia de mujer escondía una determinación viril.

Cual flamígera aureola, se le desparramaba por las sienes y por la espalda una inmensa profusión de cabellos color de oro subido y magnífico, y su cutis, de palidez refulgente, tenía la brillantez mate del mármol amarillo.

Manos de emperatriz, talle gallardo y flexible y el sello especial que en toda su persona se descubría y que el arte imprime a sus elegidos para distinguirlos de la muchedumbre, hacían de la hermosa y apacible Olimpia una de esas criaturas nacidas para cautivar ojos y oídos. La presencia era digna de la voz.

—¿Habéis oído, Paolo? —decía Olimpia al lacayo— Una vez hayáis entregado esos mil quinientos francos al alcalde del distrito y esos otros mil quinientos al párroco de Nuestra Señora, al volver subiréis a casa de esa pobre mujer cuyo hijo ha caído soldado y le entregaréis estos mil francos, con los cuales, según me ha dicho, podrá redimir al mozo. Así la desventurada no llorará más.

—¿Le diré que vos me enviáis, señora?

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—¡De ningún modo! —respondió Olimpia— sin nombrar a nadie, le diréis que os envían del barrio de San Germán.

El lacayo se salió; pero no bien hubo cerrado la puerta del salón, cuando empezaron a moverse dos o tres almohadones de un amplio canapé que había al lado del piano. Olimpia se volvió y vio erguirse entre los almohadones de seda una cabeza vivaracha y extravagante, de negros y ensortijados cabellos y dientes blanquísimos. El hombre sobre quien sonreía esta cabeza, se había mantenido oculto y ovillado debajo de los almohadones.

Entonces, mi muy querida hermana —dijo el indicado sujeto, sin abandonar su posición horizontal,— todavía no te reservas nada para ti?

—¿Qué diablos estás haciendo ahí, Gamba? —dijo la cantarina.—Una pregunta no es una respuesta —repuso el singular personaje.— La duquesa de Berry ha

tenido la bonísima ocurrencia de hacerte cantar en su casa y la benigna idea de agradecerte tu canto enviándote ochocientos duros. Si de éstos das trescientos al alcalde, otros trescientos al párroco y doscientos a la vieja, repito lo que al principio: ¿qué te reservas para ti?

—¿Qué? —respondió con gravedad Olimpia— las cuatro líneas que la duquesa ha dictado y suscrito. Una demostración de gratitud procedente de tales manos ¿no es más valiosa que ochocientos miserables pesos duros? Y ahora que he satisfecho tu pregunta, responde a la mía: ¿qué estabas haciendo ahí?

—¿Yo? —dijo Gamba.— ¡Demontre! Estaba espiando la caridad de un ángel sin alas y ejercitaba la flexibilidad de un hombre sin huesos. Cuando hace poco has entrado en el salón, me estaba desentumeciendo un poco los músculos y ensayando algunos de mis antiguos saltos mortales; pero tu súbita llegada ha interrumpido mis ejercicios, y temeroso de verme cogido en flagrante delito de saltimbanquería, me he escondido en las profundidades de este canapé, donde hubiera permanecido sepultado hasta tu partida a no ser la explosión de horror que me ha arrancado tu virtud.

En pronunciando estas últimas palabras, el señor Gamba saltó ligero del canapé, y de un elástico brinco vino a colocarse en posición firme y graciosa ante la mesa a que Olimpia estaba sentada.

—¡Singular muchacho! —dijo ésta sonriendo.En efecto, Gamba era un ser extraño y curioso. De baja estatura, esbelto, de cintura delgada y

hombros cuadrados, cuello de toro joven, delicado y vigoroso a la vez, nervioso y de brazos y piernas delgados, tenía manos de mujer y muñecas de Hércules. Lo que llamaba sobre todo la atención al mirarle, era un contraste marcadísimo entre su andar y su traje. Saltaba a la vista que metido en la negra casaca que le ceñía el cuerpo y en los pantalones que le cubrían las piernas, holgadísimos, sí, pero cuyos tirantes y trabas le causaban un martirio perenne, su vivacidad ordinaria no sabía cómo componérselas. En este atavío común a todas las gentes, parecía hallarse fuera de su centro, asumía algo de un clown aprisionado en un frac. Sólo un pormenor de su traje debía enajenar su fantasía meridional tanto cuanto le molestaba nuestra estrecha elegancia; era un par de grandes aros de oro que le pendían de las orejas y se mecían a lo largo de sus mejillas, y que en la presteza de sus movimientos añadía dos rayos a

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los de sus ojos. Ruegos ni consideraciones de ninguna especie habían sido parte a determinar a Gamba a que renunciase a tan espléndido adorno.

Olimpia contuvo la sonrisa que el inopinado salto de Gamba llevara a sus labios, y tomando la actitud más formal que pudo, dijo:

—Querido hermano ¿acaso va a ser para ti letra muerta durante toda tu vida la gravedad y la cordura? Pronto vas a cumplir los cuarenta y me parece que ya es hora de que empieces a sentar el juicio.

—¡Demontre! —exclamó Gamba— estamos solos; lord Drummond no nos mira. Deja que me estire un poco. ¡Si supieses cuán harto estoy de la aristocracia en general y de París en particular! ¡Vaya una tierra maldita la de Francia! El sol descansa cinco días de la semana, rendido de la lucha que ha sostenido durante los otros dos. Aquí me aburro y me constipo, y como si esto fuese poco, añade a lord Drummond, el hombre niebla. Corpo di Bacco, creo que echo de menos el cielo y la ciudad de Viena.

—Me habías prometido, hermano —repuso Olimpia estremeciéndose dolorosamente,— no hablarme nunca de Viena ni de los dos meses que en ella hemos pasado.

—Es cierto; perdóname, hermana mía; soy un parlanchín atolondrado. Hablemos de Italia. ¡Oh! Italia querida.

—¿Tanto amor sientes por ella, Gamba?—Es mi madre —respondió éste con voz enternecida y casi saltándosele una lágrima.— Luego

—añadió más alegre— en Italia hace calor y se ve el sol, y en ella tengo amigos en casi todas las ciudades, tales como alumbradores de quinqués, comparsas y apuntadores. Por la noche, después de la función, me voy con ellos a alguna taberna, me quito mi traje, y allí hay que ver como me entrego a cuanto la naturaleza y el ambiente consiente el capricho del hombre desarticulado, y allí hay que oír los aplausos y los gritos de alegría, en tanto que aquí a nadie conozco. En vez de escriturarte en un teatro donde a no tardar hubiera yo contraído honrosa amistad entre los comparsas y los bomberos, vives majestuosamente en un palacio donde me veo reducido a la compañía de lores y de príncipes. ¡Qué fastidio! Es menester que día y noche ande empaquetado en este traje de caballero, que sea un rico enguantado, estirado y con tanto corbatín; nunca acróbata, nunca a mis anchas. ¿Es esto vivir? Te quiero tanto, que por ti me ciño al lujo, me resigno a dormir en aposentos suntuosos, sufro criados y me sujeto a comidas espléndidas; pero echo de menos mi miseria, mi regalado dormir al aire libre, los macarrones de la plaza, y más que todo la cuerda tirante y la pirámide humana. ¡Ah! ¡Cuando imagino que hay pobres que envidian a los potentados!

Gamba vertía estos conceptos cómicos con acento tal de convicción, que Olimpia, pese a sonreírse, se sintió casi conmovida ante tan absurdos lamentos.

—No te aflijas, mi pobre Gamba —dijo la cantarina;— tal vez tus deseos los veas realizados más pronto que tú no sospechas y yo no hubiese querido.

—¿Nos volvemos a Italia?—¡Ay! Sí —respondió Olimpia;— pero yo no soy como tú, a mí me gusta París.

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—Si te gusta —interrumpió tristemente el pobre Gamba,— no nos movamos de aquí.—No —repuso Olimpia;— París me gusta por ser la metrópoli sagrada de los artistas, la capital

de la inteligencia, la ciudad que distribuye las coronas definitivas. París es la que bautiza y engrandece la reputación y el talento. ¿Quién está seguro de sí mientras Francia no ha pronunciado su fallo? Un día me asaltó la duda respecto de mi inspiración y de mi valer, y experimenté la irresistible necesidad de venir a preguntar a este juez supremo lo que yo valía. Precisamente lord Drummond me había escrito rogándome que me pusiese en camino para reunirme a él aquí, en París, donde yo esperaba poder cantar, por más que el lord, como tú sabes, estuviese tan celoso de mi voz; pero éste se opuso anticipadamente a mis deseos. No obstante, por bajo cuerda ensayé entenderme con el Teatro Italiano, todo fue inútil; lord había indudablemente previsto el caso y compuéstoselas de modo que en este concepto mis pasos no diesen fruto alguno. Por más que de antemano acepté todas las condiciones posibles, por más que me ofrecí a cantar de balde, me desoyeron, a pretexto de que tenían que respetar compromisos contraídos y evitar competencias a las cantantes de fama cimentada. Pues bien, me volveré adonde para mí están abiertas las puertas todas; porque en verdad te lo digo, Gamba, tengo necesidad de cantar.

—Como yo de dar saltos. ¡Oh! ya te comprendo —exclamó Gamba;— sí, hacer gala de la agilidad de garganta o de los lomos, el círculo de bocas abiertas, los aplausos, el triunfo... ¡Esto constituye la existencia!

—No —repuso Olimpia moviendo su morena y melancólica cabeza,— no; si deliro por el canto, por la música divina, por los grandes maestros y por el supremo consuelo del arte, no es por los aplausos, ni por la fama, ni por la gloria, sino por mí misma, por la emoción que experimento y comunico, para difundir la abundancia de mi corazón. Hay en mí algo que me ahogaría si no lo vertiese en los otros. No canto para que me aplaudan, hermano, sino para existir.

—No importa —dijo Gamba;— has resuelto abandonar París ¿no es eso?—Sí.—¿Y volverte a Italia?—Sí.—¿Pronto?—Antes de quince días.—¿De veras? ¿No dices esto para engañar a tu pobre Zorzi?—Te lo prometo.Había en el salón dos sillas de brazos apoyadas una contra otra por el respaldo. Gamba, sin

responder palabra, se echó prontamente atrás, enarcó la columna vertebral por encima de los dos respaldos, y dando un salto mortal prodigioso, fue a caer con los pies juntos al lado opuesto de las sillas indicadas.

Lo cual constituía la manera de manifestar su gozo.—Desgraciado —exclamó Olimpia horrorizada y sonriendo a la vez,— acabarás por romperte la

nuca, y esto sin mentar que empezarás por romper los muebles.

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—¿Conque me insultas? —repuso Gamba, herido en su amor propio de acróbata.Y como para vengarse de este temor injurioso, saltó sobre el canapé, se subió a un cofre, de éste se

encaramó a un como hachero de madera dorada que sostenía un gran jarro del Japón, y del hachero a lo alto del jarro, donde se sostuvo en equilibrio.

—Por favor, bájate —exclamó con espanto Olimpia.—Nada temas —dijo Gamba,— celebro nuestro glorioso regreso a Italia.E hinchando los carrillos y plagiando con la garganta el sonido y con las manos el movimiento de

la trompeta, el hermano de Olimpia entonó una estrepitosa sonata.De improviso la voz espiró en la garganta de Gamba, y Olimpia, admirada, le vio palidecer y

tomar una actitud compungida.Era que acababa de entrar lord Drummond.El ruido de las sonatas de Gamba había impedido oír al ayuda de cámara que acudiera a anunciar

al lord; de modo que el alborotado acróbata se había encontrado de antuvión frente a frente con la fría gravedad del rígido gentleman.

Mas que no saltó, el pobre Gamba se dejó caer desde lo alto del jarrón al suelo.Olimpia no pudo contener una alegre carcajada.Lord Drummond, reprimiendo un ímpetu de mal humor, miró a la cantarina con gesto en que

le reprochaba que animase a su hermano a diversiones de tan mal tono; pero Olimpia siguió riendo hasta más no poder.

Gamba, corrido de su posición, vaciló entre quedarse o marcharse; pero a la idea de atravesar el salón ante aquel grave señor, inundóle el cuerpo un sudor helado. La puerta estaba lejos y el canapé cerca. Optó, pues, por el canapé, y hundiéndose en él, procuró tomar una actitud adecuada y decente.

Podía Gamba haber salido con entera libertad, pues lord Drummond, que en presencia de Olimpia no veía sino a ésta, parecía haberle ya olvidado por completo.

La mirada del lord, quien habitualmente era frío y atento, al posarse en la cantarina se había fundido en una simpatía indecible, en admiración impregnada de ternura, casi en éxtasis.

Olimpia tendió la mano a Drummond y éste se la besó.Luego aquélla le designó una silla de brazos, y una vez sentados ambos junto al fuego, la primera

preguntó:—¿A qué debo la satisfacción de vuestra temprana visita, mi querido lord?—Vengo para recabar un favor de vos, señora.—¿Un favor? ¿de mí?—Sí, esta noche doy de cenar y vengo a rogaros que asistáis a mi mesa... ¡Oh! No sola, sino

acompañada de vuestro hermano.

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CAPITULO VIIIEl enamorado de una voz

Gamba, al oír esta invitación a una fiesta de la sociedad encumbrada, hizo una mueca lastimera.—Mi querido hermano —dijo Olimpia tras unos instantes de silencio,— déjanos a solas por un

momento.El bohemio de frac no se lo hizo repetir, sino que saludó presto y se salió inmediatamente, sin

poder o sin querer sospechar el duelo que iba a seguir a su salida.—¿Habrá gente a vuestra cena, milord? —preguntó con frialdad Olimpia.—Algunos amigos —respondió lord Drummond.—Iré —dijo Olimpia.—Gracias, diva carissima.—¡Oh! no me las deis tan pronto —repuso la cantarina;— no acepto por vos, sino por mí. El no

cantar más que para mi piano, me aburre, y como indudablemente van a rogarme que cante algunas arias, al soplo de mi corazón se conmoverán otros corazones.

—Perdonad, Olimpia —repuso lord Drummond, tomando súbito un ademán de turbación y de sufrimiento;— pero precisamente contaba rogaros que en esa cena no cantaseis.

—¡Ah! ¿Todavía? —profirió Olimpia.—Ya sabéis cuánto amargáis mi gozo cuando no soy yo solo quien os escucha.—Enhorabuena —dijo Olimpia,— no cantaré; pero tampoco iré a la cena.Lord Drummond, que había experimentado un rapto de alegría al oír la primera parte de la frase,

al escuchar la segunda, dijo:—He prometido que vendríais.—Pues decid que me he negado a hacer buena vuestra promesa.—¿Y qué papel voy a desempeñar ante mis convidados, que no han aceptado sino por vos?—El que más os plazca.—¿Y si os lo pido por favor especial? —insistió lord Drummond.—Elegid: o no voy, o canto.Lord no insistió más, y ambos guardaron silencio, él mortificado, ella resuelta.—El modo cómo habéis acogido mi primer ruego —dijo lord Drummond, tomando de nuevo la

palabra— no es para alentarme; sin embargo, quisiera dirigiros otro.

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—¿Cuál?—Acabáis de decir que os aburre no cantar sino para vuestro piano. No obstante, os consta que

hay en el mundo quien se embriaga y se extasía cuando os dignáis cantar para él.—¿Vos?—Ya que el cantar constituye vuestra dicha, y la mía estriba en escucharos, ¿por qué no

aprovechamos este momento en que nos encontramos reunidos?—Hoy no estoy en voz —respondió Olimpia.—¿Porque nos encontramos a solas?—Precisamente. Mirad, milord, es menester que os hable con franqueza, ya que la ocasión es

propicia. Os prevengo que estoy resuelta a no sufrir por más tiempo la intolerable esclavitud a que me habéis reducido no sé cómo. Dios no me ha dado la voz que poseo para que me calle, y la facultad de conmover a la muchedumbre para que de ésta me aleje. No me conviene continuar inspirándome a puerta cerrada. Cuando querréis oírme, cuidad de tener convidados. En lo sucesivo cantaré en público, o no cantaré. Me alegro poder negaros lo único a que tenéis apego, pues me rehusáis lo único a que yo le tengo.

—¿Qué os niego yo, Olimpia? —preguntó lord Drummond.—Si os limitaseis a negarme que cantase delante de vuestros amigos o a prohibirme que me

presentase en escena, santo y bueno; a Dios gracias no estoy bajo vuestra tutela y para nada habría necesitado de vuestra firma para contratarme. ¿Pero vos imagináis que no adivino que sois vos quien a la chita callando habéis impedido que me escriturasen en los Italianos? ¿Creéisme candida hasta el extremo de que yo suponga que un teatro se niegue a admitir a una cantatriz de mi temple, máxime cuando se ofrece a cantar de balde? ¿Cuánto os ha costado vuestro ardid? Carillo debéis de haberlo pagado. A lo menos y para satisfacción de mi amor propio, confesad que habéis gastado más para impedirme que cante, que no habríais desembolsado para hacer cantar a otra.

Por los labios de lord Drummond vagó una sonrisa imperceptible.—¡Ah! —continuó Olimpia— lo confesáis. Entonces ¿qué he venido a hacer en París? Dar

conciertos no es el teatro, el drama, la pasión, el arte, la vida. Aun en el baile de máscaras de la señora duquesa de Berry, al cual tuvisteis la prodigiosa complacencia de dejarme asistir disfrazada, sentí que no me encontraba en el teatro. Os lo repito, pues: es preciso que toméis una resolución definitiva; no quiero continuar sometiéndome a vuestro albedrío. Sois noble y rico y tenéis caprichos; y os da por tener una cantarina para vos solo. Si lo que experimentáis fuese amor, lo comprendería; pero afortunadamente no me amáis, como lo prueba el que nunca me habéis hecho declaración alguna; a bien que de haber sucedido así, a estas horas no os encontraríais en mi casa. La mujer, y es lo que en vos me gustó desde luego, no existe para vos; no conocéis sino a la cantarina. No estáis celoso de mi cara, de mi presencia, de mí, pues con frecuencia me atormentáis haciéndome comer con vuestros amigos mediante la condición de que no he de cantar. Nárranse historias de millonarios que han tenido el desmesurado egoísmo de comprar en un día determinado todos los asientos de un teatro para disfrutar ellos solos de la representación; pero vos sois más egoísta todavía; no os contentáis con

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una representación sola, sino que os son menester todas. Me confiscáis, mas para eso necesitáis mi consentimiento, y os lo niego.

Lord Drummond palideció.—No, lo digo de veras, —continuó Olimpia,— no quiero ser más la humilde servidora de

vuestras excentricidades. Como vos sintieseis por mí, no amor, porque no os lo permitiría, sino afecto, y sabiendo, como sabéis, que el canto es mi vida, no querríais privarme que cantase, como no se os acude prohibirme que respire. So pretexto de que estáis celoso de mi voz, os interponéis entre mí y mi dorado sueño y me coartáis el noble gozo de conmover a París y hacer palpitar mi alma en el alma del público. Ya que tenéis vuestros caprichos, debéis comprender los de los demás. El mío consiste en comunicar a las salas henchidas de oyentes las inspiraciones que me conmueven el corazón, cuanto siento, lo que se desborda de mí, y no veo por qué sacrificaría yo mi capricho al vuestro. Sobre mí no os asiste derecho alguno; soy libre, y cantaré cuando bien me plazca.

Los labios de lord Drummond se contrajeron a impulsos de un estremecimiento, cual los del moro de Venecia al decirle Yago que Desdémona amaba a Casio.

—¿Me declaráis la guerra? —dijo el inglés.—Si a esto lo apellidáis guerra, sí —respondió Olimpia.—¿Y nuestros tratos?—Vuestro singular capricho de dilettante pudo al principio cautivar y conmover en mí a la artista.

Vos estabais celosamente enamorado de mi voz, como yo lo estoy del arte, y esta semejanza me plegó, y por espacio de algún tiempo me he prestado a lo que creía una originalidad de entusiasta; pero advierto que no es sino egoísmo de un hombre hastiado, y me sublevo.

—¿Vais a cantar en público?—¡Pues no!—¿A pesar de todos mis ruegos?—A pesar de todos vuestros ruegos.—Os lo impediré.—¿Vais a pagar a todos los teatros, como hicisteis con el Italiano, para que no me escrituren? —dijo

Olimpia mirando de hito en hito a lord Drummond.— No alcanza a tanto vuestra fortuna.—No sé lo que haré —profirió el inglés;— pero os impediré que cantéis en público.—¿Me silbaréis?Lord Drummond no respondió palabra.—Habéis sacado a colación nuestros tratos —prosiguió Olimpia animándose gradualmente.— Ea,

decid que vais a exigirme la restitución de los diez mil duros que me prestasteis.Drummond hizo un enérgico gesto de negación; pero Olimpia, con ademán de altivez irritada,

se fue hasta una papelera, la abrió, tomó un mazo de billetes de banco y los tendió a aquél, diciendo:

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—Ahí están los diez mil duros.Lord Drummond no hizo movimiento alguno.—¿Os admira que tenga dinero? —profirió Olimpia arrojando los billetes sobre la mesa, al ver

que su interlocutor no los tomaba.— Sabed que me he contratado para cantar en Viena para toda la temporada próxima y he exigido el pago anticipado. A Dios gracias puedo pagaros y quedar en paz con vos.

Lord Drummond quedó consternado y pálido. Aquella pasión querida, a la que tenía más amor que a su existencia, estaba próxima a escapársele.

—Sí —continuó Olimpia,— soy una mujer indolente y pródiga; no sé calcular ni negar; el dinero se me escapa como el agua entre los dedos. Un día en que por un exceso de lealtad me olvidé de mis ricos acreedores para atender a los desventurados habitantes de una aldea incendiada, vuestra presencia impidió que el tribunal embargase mi palacio. Y si acepté de vos este favor, fue porque creí que no me le vendíais. Os quedé agradecida, y para demostrároslo cedí riendo a vuestras singularidades; pero así como yo de vos he hecho un amigo, vos queréis haceros mi señor. Así pues, me redimo y rompo; os devuelvo vuestro dinero y os retiro mi amistad. ¡El dinero! Si imaginabais tenerme sujeta con este lazo, os habéis engañado de medio a medio; nunca lo he necesitado sino para darlo. En cuanto a mí, no conozco otro lujo ni más riqueza que el arte, y nunca me sentiré más orgullosa que en un pequeño aposento, bajo tejado, donde pueda cantar como un pájaro.

En el tono firme y decidido con que había hablado Olimpia, lord Drummond comprendió que era imposible toda lucha, y que quizás únicamente el arte mismo que le arrebataba la dicha podía ser parte a ayudarle en su empresa.

—¿Conque todo mi crimen consiste en admiraros? —dijo Drummond.— ¿Y vos, artista, me echáis en cara el que sienta yo por modo tan intenso el arte, el que esté enamorado de una voz como otro lo está de una mujer, y que sienta por un alma puesta de manifiesto por medio de cantos divinos los mismos celos que otros sienten por el cuerpo?

—Ya os he dicho que esto fue lo que me movió desde luego —dijo Olimpia con voz más suave.—Sí —continuó lord Drummond, advirtiendo la ventaja que de nuevo había tomado,— estoy

celoso de vuestro canto; pero no lo estoy solamente por mí, sino también por vos. Cierto es que me dan arrebatos de cólera cuando os veo arrojar a la grosera muchedumbre esas notas en las que tanto ponéis de vuestra alma. El público os admira brutalmente, y como no os comprende, es indigno de escucharos. Vuestra voz, que a mí me arrebata al cielo, a él le deja en la tierra. ¡Ah! ¿Por qué prometéis ese edén de puras melodías a esos hombres enfermos y necios? ¿Por qué bajáis el firmamento al nivel del empedrado? Lo a que vos llamáis una representación yo lo apellido profanación.

—Precisamente es lo contrario —replicó Olimpia;— el teatro es el pedestal, la trípode inflamada donde la sacerdotisa vierte sus oráculos a la muchedumbre y esparce al dios que la está devorando. Vos queréis que yo me baje de la trípode y que me arrastre por el suelo; que apague la deidad en mi alma y vuelva a convertirme en mujer.

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—No —replicó lord Drummond con ardor impropio de un inglés tan flemático como él;— no quiero que apaguéis vuestra deidad, lo que quiero es que arda para mí; quiero ser el único poseedor de los celestiales dones que distribuís y no compartirlos con nadie. ¡Oh! Con todo el encarecimiento de que soy capaz os ruego, Olimpia, que no os burléis de la singular pasión que por vos experimento, ni la desahuciéis; no me castiguéis porque os quiero por modo distinto que los demás quieren a las otras mujeres. Ea, reflexionad; ¿qué ventajas me reportaría esto, siendo, como sois, más fría y casta que un mármol? ¿No habéis cerrado los oídos a todas las declaraciones amorosas y a todas las peticiones que os han valido vuestra hermosura y vuestro numen? ¿No han sido inútiles todos los galanteos, todas las persistencias, todos los esfuerzos y los empeños todos de que habéis sido objeto en este particular? Pues bien, ya que no queréis que os amen como a las demás mujeres, dejad que yo os ame de otro modo. Vos, que del mundo no queréis sino el arte, y del arte sois sacerdotisa; vos, monja de la música, para quien la Ópera es un convento; vos, a quien no han conocido nunca más pasión que la de los papeles de más lucimiento ni otros amantes que Mozart y Cimarosa, habéis nacido para comprender un corazón como el mío y tolerar mi amor de artista. En nombre de Rossini os lo pido, comprendedme y escuchadme. No tengáis numen, alma ni voz sino para mí, y en recompensa tomad de mí cuanto queráis, desde mi fortuna hasta mi apellido, hasta mi sangre. ¡Oh! ¡si quisieseis casar conmigo! Una vez esposa mía, os veríais obligada a obedecerme y a sacrificarme ese horroroso rival al cual me preferís, el teatro.

Lord Drummond habló con acento tan veraz, que Olimpia, conmovida a pesar suyo, repuso:—Milord, en lo conmovedor rayáis casi a tanta altura como en lo absurdo.—¿Queréis casar conmigo? —preguntó el inglés.—No me habléis nunca de semejante desatino —respondió Olimpia con gravedad. Y tendiendo

la mano, añadió:— Reconciliémonos. No me retracto de cuanto he dicho. Quiero ser libre; pero podemos quedar amigos. ¿Aceptáis?

—Prefiero esto a nada —respondió lord Drummond.—Conformes; continuaremos siendo amigos, pero con dos condiciones: la primera, que

reembolséis vuestro dinero.Olimpia tomó los billetes y los puso en la mano del inglés. Luego y para endulzar la píldora, añadió:—Si necesito ya os pediré. La segunda condición, es que seré dueña de mí misma, esto es, cantaré

donde me plazca y me volveré a Viena.—Con vos me iré yo —dijo lord Drummond.—Enhorabuena —profirió Olimpia.— Cantaré siempre y cuando quiera y delante de quien se

me antoje, ante vuestros amigos esta noche. ¿Estáis conforme?—Conforme —respondió Drummond.—¿Y no os pondréis melancólico?—¡Oh! ¡Oh! de esto no respondo.

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—Al principio os dispensaré algunos accesos de mal humor —dijo Olimpia.— Además, ya os iréis acostumbrando. Por otra parte, tendré a mano un medio muy sencillo para que os contentéis de que yo cante en público, y será no cantar nunca sino para vos solo.

—¡Oh! no empleéis este medio —dijo lord Drummond;— prefiero estar contento desde luego.—Ea, veo que os suavizáis —profirió alegremente Olimpia;— por consiguiente quiero no ser

menos que vos y pagaros en la misma moneda. Os concedo dos favores que van a embelesaros: el primero es que esta noche no voy a cantar para vuestros amigos.

—¡Ah! —exclamó lord Drummond con indecible gozo.—Y luego que ahora voy a cantar para vos.Olimpia se encaminó al piano y se puso a cantar la gran aria final de la Cenerentole: «Perche

tremar? Perche?» voz magnífica de triunfo y de perdón de un alma generosa y apacible que consuela en su gozo a aquel que ha causado su pesadumbre. Lord Drummond estaba arrobado, transportado, ebrio. Cada una de las notas de aquella música divina, tan perfectamente interpretada, vibraba en todas las fibras de sus entrañas. El alma de aquel singular amante de una voz era como otro instrumento que acompañaba la voz poderosa de la cantarina. Olimpia, a la vez que el teclado del piano, conmovía las fibras del corazón de su oyente.

Cuando se hubo apagado la última vibración, lord Drummond no aplaudió ni dirigió palabra alguna a la artista, sino que se concretó a decir para sus adentros y con ademán sombrío:

—¡Y no quiere que yo esté celoso de semejante emoción!Luego y queriendo indudablemente sustraerse a las ideas que le absorbían, dijo en voz alta y

levantándose:—¿Conque hasta la noche?—Sí, pues presumo que no concurrirán sino vuestros amigos. ¿Quiénes son estos?—Dos, a quienes es fácil no conozcáis: el embajador de Prusia...—¡El embajador de Prusia! —exclamó Olimpia estremeciéndose súbitamente.—Sí, anoche me presentaron a él y le convidé.—¿El conde de Eberbach?—El mismo.—En este caso es imposible, no voy —dijo Olimpia.—¿Por qué? —preguntó lord Drummond lleno de admiración.— ¿Os asiste alguna queja contra

el conde de Eberbach? ¿Le conocéis?—No.—¿Y pues?—Pero —repuso Olimpia como hablando consigo misma— ¿por qué no ir?La artista reflexionó profundamente, y tras una lucha que se reflejó en su semblante, dijo:

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—Iré.—Hasta la noche, pues, a las once —profirió lord Drummond.—Hasta la noche.

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CAPITULO IXRelación de Gamba

Julio acudió puntualmente a la cena de lord Drummond. A las once menos cuarto entraba, con Samuel, en los espaciosos y espléndidos salones de la calle del Cortijo de los Maturinos.

Iba, pues, Julio a oír nuevamente la voz y ver por fin el rostro de aquella cantarina desconocida que por modo tan profundo y doloroso había removido los recuerdos de lo pasado adormecido en las fibras de su corazón.

Bien le decía la reflexión, al conde, que la artista no podía ser la que se llevara su amor, su dicha y su juventud a la cima de Eberbach, pues lo único que de común existía entre ésta y Cristina era un vago y lejano parecido en la voz. ¡Pero hacía tanto tiempo que Julio no se había estremecido, ni sentídose existir hasta aquella noche en que le aparecieron juntos los dos espectros de su pasado, su genio del mal y su ángel tutelar! Por lo que respecta a Samuel, el conde no se había equivocado, era realmente él en carne y hueso; y sin duda fue la inopinada aparición de su amigo de la infancia lo que le predispusiera a la emoción que le causó la voz de la enmascarada. Al aparecerle de nuevo la mitad de su juventud, Julio estimó lo más natural que la otra mitad también se le apareciese. Desde el baile de la duquesa de Berry, todo el anhelo del conde era oír de nuevo aquella voz simpática y turbadora, ver salir de la máscara aquella cabeza indudablemente hechicera y hermosa; así es que había recibido con grande agasajo a lord Drummond cuando éste, acompañado de Samuel, fue a convidarle.

Pronto Julio y el inglés trabaron amistades, pues aparte la especie de solidaridad y de intimidad de familia de la aristocracia europea, lord Drummond asumía para el embajador la inmensa ventaja de conocer a la cantarina.

Julio aceptó sin cumplidos la invitación para el día siguiente; pero como se trataba de una comida y precisamente era día de recepción en la embajada, Samuel propuso sustituir la comida con una cena, para que de esta suerte el conde de Eberbach pudiese dejar a sus huéspedes a las diez y media. Aceptada la proposición por Julio, que prefirió esto a no retardar veinticuatro horas el instante que le atraía, fijose la cita para las once.

Como ya hemos dicho, Julio se anticipó, y al penetrar en el salón de lord Drummond, tendió en torno de sí una mirada llena de avidez.

Ella no había llegado aún.Lord Drummond salió al encuentro de Julio y le presentó los cinco o seis convidados que antes

de él habían llegado. Estos eran dos lores, un duque español, y tres franceses, lo menos nobles posible, pero a quienes daba cierto lustre el prestigio de la causa popular y liberal que entonces defendían. Uno de ellos era un banquero ruidosamente metido en la política, el otro un diputado grave y sonoro de la

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oposición, y el tercero un abogadillo de provincias que en aquel tiempo y con fabuloso éxito publicaba una muy medianeja historia de la Revolución.

Observando y escuchando a dichos personajes, Julio halló modo de disimular la emoción que le causaba la tardanza de la signora Olimpia.

En cuanto a Samuel, al entrar había saludado a los tres franceses como quien saluda a conocidos, con el semi irónico respeto y la desdeñosa humildad del hombre eminente que se encuentra en posición inferior a la que le corresponde.

—No aguardamos sino a la signora Olimpia y a su hermano —dijo lord Drummond.En este momento se abrió la puerta del salón y un criado anunció al señor Gamba.Julio fijó con ansiedad los ojos en la puerta; pero Gamba venía solo.El hermano de la cantarina ensayó saludar a los concurrentes; y decimos ensayó, porque para él

la dificultad no consistió en encorvarse, al contrario, su flexible espinazo se prestó a ello en demasía, hasta el extremo que con la frente casi tocó al suelo, sino porque lo penoso para Gamba al saludar, era resistir a la admirable coyuntura que se le ofrecía de meter la cabeza entre las piernas, voltear sobre las manos, y encontrarse en pie, firme y tieso, después de haber dado la voltereta. Sin embargo y para su perpetua alabanza, cúmplenos decir que tuvo el heroísmo de vencer esta incitativa comezón y de recobrar lastimera y directamente la posición perpendicular. Este fue el sacrificio que hizo a los salones.

—¿Y la signora Olimpia? —preguntó lord Drummond.—¿Acaso no va a venir? —añadió involuntariamente Julio.—Sí, va a venir, señores —respondió Gamba, muy a sus anchas en medio de aquella honorable

compañía;— sino que me ha hecho tomar la delantera para pedir a estos caballeros que le dispensasen su tardanza. Ya podemos sentarnos, todavía nos queda media hora larga de espera. Olimpia ha demorado su venida porque se ha entretenido en descifrar no sé qué diabólica música de no sé qué alemán desconocido; y cuando está entregada a la música es lo mismo que yo cuando hago...

Sintiendo que no era aquel el momento propicio de extenderse sobre la belleza y la dificultad de la pirámide humana, Gamba se calló de improviso; pero Samuel, que indudablemente no abundaba en este parecer, rogó al hermano de la cantarina que diese fin a la frase, preguntándole:

—Es lo mismo que vos cuando hacéis ¿qué?—¡Oh! nada —se apresuró a decir lord Drummond;— cosas que no nos interesan, os lo juro.—¿Conque el señor Gamba es también artista? —insistió Samuel, queriendo hacerle hablar a

toda costa.Gamba miró maliciosamente y uno en pos de otro a Samuel y a lord Drummond, y respondió:—Arte, industria, manía o como queráis llamarle, por más que en definitiva sostenerse sobre la

maroma tirante no me parezca un ejercicio menos elevado que el de hacer unos gorgoritos y no vea la diferencia que va de hacer equilibrios con la garganta o hacerlos con los lomos.

Lord Drummond estaba sobre ascuas.

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—¿Sois bailarín? —preguntó Samuel.—De maroma —respondió Gamba con arrogancia;— pero no hablemos de esto, porque soltaría

la lengua y tal vez lord Drummond se disgustaría. Una vez lanzado en el trampolín de mis caros recuerdos, sería capaz de no poder contenerme y os referiría de cabo a rabo mi historia y la de mi hermana.

—Decid, decid —exclamó Julio.—Ea, ya que os las habéis con hombres discretos —repuso lord Drummond,— hablad,

atolondrado, parlanchín.—Luego no me lo echéis en rostro —dijo Gamba.— ¡Ah! cuando pienso en aquellos tiempos,

en la vida al aire libre, en la admiración de todos los vagabundos de las plazas públicas, paréceme que mi corazón vuelve a latir. ¡Oh sol de Italia! ¡Oh población de las encrucijadas! ¡Oh rayos de oro que refulgíais sobre las lentejuelas de plata! ¡Aquello era existir! Pero si sentís curiosidad por saber mi pasado o el de mi hermana, ella os lo contará pronto más bien que yo, con tal que se arranque a la música; porque Olimpia está poseída de la rabia de las notas, no diré desde la edad de la razón, sino desde que la ha recobrado.

—¡Cómo! ¿La había perdido? —preguntó Samuel. Los concurrentes acercaron los sillones y se apiñaron llenos de curiosidad en torno de Gamba. Todos, y sobre todo Julio y Samuel, estaban ávidos de conocer pormenores relativos a la vida de la célebre cantarina.

—¡Oh! —dijo Gamba, henchido de gusto al ver que con su hábil y atrevida preparación había cebado a su auditorio— ahora ya puedo decirlo; mi hermana ha pasado largo espacio de tiempo hecha una idiota. Su numen aún no había anidado en ella, o permanecía oculto. Era indolente, divagadora, indiferente a todo; vivía ensimismada. Verdad es que el modo como nuestro padre la trataba no la alentaba mucho a la expansión. Mi padre era hombre de gran distinción entre los polichinelas, y si lacónico en el hablar, prolijo en los movimientos; su fraseología era corta, pero se prolongaba en puñetazos que era un gusto. Yo he conservado una gran veneración por sus saltos mortales, para tener el derecho de decir que a bruto nadie le echaba el pie adelante. En cuanto a mí, empero, el salto mortal lo excusa todo, y le agradezco los puntapiés con que me alimentó, pues a ellos debo los progresos que he hecho en la noble ciencia acrobática, que en lo presente ¡ay! me es tan inútil.

Mientras estuvo hablando, Gamba se había sentado en una silla e instintivamente levantado las piernas y cruzándolas debajo de él a la moda de los turcos y de los sastres.

—Como decía —continuó el hermano de Olimpia,— mi padre, que estaba satisfecho en grado sumo de la atención que yo le presentaba, era un cíngaro, un gitano, uno de esos hombres libres que van de una a otra tierra, que no están arraigados vegetalmente en parte alguna y toman por queridas a todas las poblaciones en lugar de tomar una para mujer. Decía la buenaventura y exhibía polichinelas; recorría toda la Europa y en particular Italia, y reunía los tres oficios de bailarín, cantador y brujo, el último de los cuales era el que más le seducía. Yo me guardaré de decir mal de los brujos; los respeto; pero no concibo que hay quien prefiera los naipes a la maroma. Este era mi flaco. En cuanto a Olimpia, no sentía inclinación absolutamente a nada. Si le decían que bailase, se echaba a llorar. Entonces mi

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padre le pegaba, y yo me ponía de parte de mi hermana porque era pequeñuela; de lo que resultaba que aquél se revolvía contra mí y me zurraba de lo lindo. Por lo demás, no creáis que mi padre fuese malo, al contrario, era el hombre más bueno del mundo. El padre de lord Drummond le conoció.

—¡Ah! ¿vuestro padre, milord, conoció al de Olimpia? —preguntó Julio.—Sí —respondió lord Drummond.— Hace unos veinte años que mi padre estaba viajando por

la triste y desolada campiña de Roma, cuando una noche le asaltaron tres bandidos armados hasta los dientes. Uno de éstos había arrojado del caballo al suelo al postillón, y mi padre, adormecido, se encontraba solo contra los otros dos, cuando llegó apresuradamente un gitano y con la mayor intrepidez se arrojó sobre los dos miserables; los cuales, despavoridos ante aquel auxilio inesperado, emprendieron la fuga. Aquel valeroso auxiliar tenía dos hijos, el signor Gamba, aquí presente, y su hermana, que más tarde fue nuestra divina Olimpia. Mi padre no se separó de su salvador sino después de arrancarle la promesa de que le daría nuevas de su vida; pero el gitano murió pocos días después, y mi padre no pudo dar otra vez con la huella de aquél ni con la de los hijos a quienes dejara huérfanos. Yo, que en aquel entonces era muy joven, oí hablar a menudo de tal encuentro a mi padre, el cual me encargó que pagase su deuda, en el caso de morir él sin poder haberla saldado. Ahí porqué cuando andando el tiempo encontré a los hijos del salvador de mi padre, les consagré la amistad y la devoción de un hermano.

Era evidente que Julio no podía sustentar ilusión alguna. ¿Por qué, pues, suspiró al escuchar a lord Drummond explicarse con tal claridad respecto de los primeros años de Olimpia?

Por lo que se refiere a Samuel, éste miraba fijamente a Gamba y parecía acechar la más leve señal en el rostro del narrador que contradijese la sinceridad de su relato; pero en elogio de la sinceridad del gitano, debemos decir que ni siquiera la más imperceptible arruga denunció en su semblante la burla zumbona del hombre que se divierte a expensas de su auditorio.

Gamba hablaba con gesto el más plácido y cándido del mundo, intercalando únicamente en su relación una pantomima atrevida, cambiando de asiento a cada instante y no advirtiendo que abandonaba su silla para subirse a caballo sobre un brazo del sillón.

—¿Y qué fue de vosotros una vez muerto vuestro padre? —preguntó Samuel.—Como es natural —dijo Gamba,— me encargué de mi hermana y en cierto modo entré a

desempeñar, para con ella, las veces de padre, excepto los mojicones. Nosotros teníamos un calesín de mimbres, y arrastrados en él por un flaco rocín, la llevaba de ceca en meca. Pero antes de proseguir es bueno que sepáis que yo padezco de una enfermedad. Para congregar a los transeúntes ante mis habilidades, me era necesario meter ruido, tocar una trompeta o un tambor; mas como en aquel entonces no poseía un céntimo, acostumbraba emplear el más barato de todos los instrumentos: la voz humana; así es que me ponía a cantar. Y digo cantar porque no acierto a dar otro nombre a un compuesto armonioso de gruñidos, maullidos y ladridos. El mal no está ahí; el inconveniente estriba en que tan buen punto pongo los pies en una nación, se me olvidan en continente las muchas canciones que me sé de coro para no acordarme sino de las prohibidas por la policía de la tierra que piso. En prueba de ello, desde que me encuentro en Francia se me suben a pesar mío a los labios toda suerte de

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retornelos sediciosos, como por ejemplo la Marsellesa y el Canto de la partida; hasta creo que a no ser el respeto que me retiene en este instante se me escaparía cantar:

Allons, enfants de la patrie,le jour de gloire est arrivé!...

Gamba, que entonaba a voz en cuello el himno revolucionario, se calló de repente, avergonzado de su travesura.

No hay qué consignar si los circunstantes se echaron a reír.—Ya veis —dijo Gamba,— es superior a mí. Pues bien, un día, en Maguncia, entonaba yo un

canto contra Napoleón; pero a la segunda copla dieron conmigo en chirona, es decir, me llevaron a la ciudadela. Por fortuna, además de mis talentos musicales tenía otros; así es que el cantor debió la libertad al acróbata. Me escapé como un gato por los tejados de la prisión, y una vez me hube reunido a mi hermana, nos pusimos a no tardar fuera del alcance de la policía imperial. He aquí, señor conde —dijo Gamba dirigiéndose a Julio,— el recuerdo, en verdad penoso, que me llevé de vuestra patria.

—¿Y desde entonces —preguntó Julio— vivisteis con vuestra hermana en Italia?—Sí, excelentísimo señor —respondió Gamba,— y en aquella tierra bendita ha sido donde

Olimpia ha recobrado su razón y su alma. La milagrosa cura se obró en día de Pascuas, en la capilla Sixtina. La música, puerta abierta al otro mundo, la ha hecho entrar de nuevo en éste. Al escuchar aquellos salmos divinos, lloró de gozo y se salvó. Marcello fue su primer médico y Cimarosa el segundo. Cuando noté el efecto de revelación, de resurrección producida en aquella triste y grande inteligencia por la armonía de los instrumentos y de las voces, me gasté todas mis economías en conducir cada noche a Olimpia a los teatros de Argentina y de Alberti. Mi hermana retenía inmediatamente todas las arias y aun las cantaba, y luego, según lo alegres o tristes o su melodía, se reía o lloraba. Desde entonces gozaba de una dicha, tenía un ideal, un amor, existía. ¡Ah! señores, ¡qué alma tan buena y hermosa se había desenvuelto bajo su aparente falta de razón! En los primeros tiempos que siguieron a la transformación de mi hermana, disfruté de la dicha más cumplida. Nos ganábamos el sustento sin gran trabajo en las calles, yo danzando y dando saltos, ella cantando para quitarme toda ocasión de veleidad de oposición a los gobiernos constituidos. Pronto se convirtió Olimpia en la prima donna del pueblo, en la diva de los arrabales. Todos la querían y la respetaban, y yo no envidiaba debajo del sol a emperador ni a papa, cuando un acontecimiento repentino vino a turbar radicalmente nuestra existencia y a precipitarnos en la riqueza.

—¿Qué acontecimiento? —preguntaron los oyentes.—Era en Napóles —continuó con tristeza Gamba,— Olimpia acababa de cantar un lamento

popular con aplausos unánimes y entusiasta de un verdadero concurso de dilettanti desarrapados. Un hombre mucho más bien vestido que nuestro público ordinario y que se había detenido en el corro formado en torno de ella, una vez se hubo desbandado la multitud se nos acercó y preguntó a Olimpia cuánto ganaba cada año; a lo que mi hermana le respondió que lo suficiente para comer.

«—Queréis ganar más ducados que bayocos no ganáis? —preguntó el desconocido.

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Olimpia miró con altivez a su interlocutor, porque siempre ha sido de una altivez y castidad inabordables, y a su vez preguntó:

—¿Y cómo?—Haciendo lo que hacéis.—¿Cantar?—Sólo cantar —respondió el desconocido.— Soy el director del teatro de San Carlos; poseéis una

voz admirable, os proporcionaré maestros y seréis rica.La perspectiva de presentarse en un teatro, de ser aplaudida, de conocer y cantar la hermosa

música por la cual tanto amor sentía, arrebató de gozo a Olimpia. El director la ajustó para una larga temporada, y diole maestros, hermosos vestidos, mucho dinero que mi hermana compartió conmigo, y un palacio en el que pasé a vivir con ella. Desde entonces datan todas mis zozobras.»

Gamba, que había empezado a hablar con una volubilidad alegre y bulliciosa, lo hacía ahora con gesto y voz más y más taciturnos; y ¡oh señal de consternación profunda! volvió la silla en que se sentara al revés, o si decimos con las piernas separadas y el respaldo contra el estómago, y se sentó a la usanza vulgar, esto es, con la espalda apoyada en el respaldo.

—La opulencia me perdió —continuó Gamba de un modo lastimero.— El dinero del teatro de San Carlos, desconociendo en absoluto el valor respectivo de las profesiones humanas, pretendió que redundaría en desprestigio de Olimpia el que ésta tuviese un hermano que se dedicase a la acrobacia en las plazas públicas, y para que yo renunciase a la maroma tirante y a los ejercicios de puños, me dio ¡ay! dinero en grande. Yo cedí, no por el dinero, que eso se me daba y Olimpia repartía en obras de caridad, sino por mi hermana; la cual, desde que nadaba en el mar de la música, se iba poniendo más hermosa cada día y cada día hacía nuevos progresos. Olimpia, tenía entonces diez y ocho años, y en dos dio término a los estudios necesarios y se estrenó en el Tancredi. ¡Ahí decir el triunfo que alcanzó mi hermana, es inútil para los que conocen a Nápoles y el fuego de sus admiraciones. El estilo sencillo y amplio de Olimpia, su voz hechicera y robusta, no voz de un sólo timbre, de un sólo metallo, sino voz que comprende todos los registros, voz de mezzosoprano como no se ha oído otra, su pasión, su mímica y su hermosura, todo contribuyó a proporcionarle un triunfo frenético, superior a todos los triunfos conocidos y del cual no se tuvo nunca idea ni aun en San Carlos. Fue una explosión de entusiasmo que llegó, como decimos en mi tierra, hasta las estrellas. ¡Ay! desde entonces no nos han faltado aplausos, agasajos, gloria y riquezas.

Gamba, al llegar aquí, se puso del todo lúgubre.—A lo menos —añadió y como para consolarse,— ella es dichosa. Yo he dejado de existir; no

soy sino sombra del Gamba vivo y saltarín de tiempos desaparecidos; he sacrificado mi arte al de mi hermana. Ella, empero, tiene todo lo que desea. Indiferente y esquiva a cuanto seduce a las mujeres vulgares, esa orgullosa rebelde al amor de los hombres ha concentrado corazón, alma y vida en el amor al arte. Olimpia adora la música, no siente sino por ella; en este concepto posee cuanto se puede poseer: es rica, aplaudida e ilustre. Esto me consuela algo de no formar corro en torno de mí, y para mi corazón, si no para mi vida, equivale a las delicias que me proporcionaban las agilidades del cuerpo.

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En el instante en que Gamba daba fin a este lamento, demasiado sentido y devoto para no ser persuasivo, abriose la puerta del salón y el criado anunció:

—La signora Olimpia.Todos volvieron los ojos, hacia la puerta, y Drummond salió al encuentro de la artista.A pesar de la irrecusable verosimilitud del relato de Gamba, el conde de Eberbach no pudo menos

de experimentar un singular sacudimiento en el corazón.Samuel estaba inmóvil, ni un músculo del rostro se le movía, pero tenía la mirada más fija y

sombría que nunca.Olimpia entró apoyada en el brazo de lord Drummond.

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CAPITULO XFidelio

La signora Olimpia entró, pues, en el salón, tranquila, indiferente y hablando con el inglés.Julio estaba a la izquierda, en pie y arrimado a la chimenea, y tenía a su lado, también en pie, a

Samuel, y uno ni otro pudieron ver desde luego a Olimpia, a causa de eclipsarla con su cuerpo lord Drummond que iba un poco avanzado a ella.

El conde de Eberbach permaneció en su sitio, aguardando que el rostro tan ardorosamente evocado se volviese hacia él; pero sin hacer gesto alguno para apresurar el momento decisivo, aunque sí con el corazón agitado.

Lord Drummond condujo primeramente a la Cantarina hacia el grupo que se encontraba a la derecha del salón, y la presentó a sus convidados.

Olimpia se excusó con mucha gracia y en voz que fue a remover las entrañas del conde de Eberbach, de que les hubiese hecho aguardar. Sin embargo, la voz de la artista no era la de Cristina, pero sí tenía algo que la recordaba irresistiblemente; así es que a pesar de la evidencia del relato de Gamba, a pesar de lo irrevocable de lo pasado, no obstante el abismo y pese a todo, el corazón de Julio se obstinó en estremecerse.

Una vez Olimpia y lord Drummond hubieron llegado frente a la chimenea, se volvieron, y éste presentó uno a otro a la artista y a Julio, diciendo:

—El conde de Eberbach.—La signora Olimpia.Julio fijó los ojos en la artista, palideció de improviso y dio una gran voz; luego tendió las manos

hacia ella, y olvidando el lugar donde se encontraba, a los contertulios y a sí mismo, exclamó fuera de tino:

—Si eres Cristina, si eres tú que, transfigurada, engrandecida, idealizada, vuelves para consolarme en este mundo o para conducirme al otro, habla, ordena, revélate. Te amo y soy tuyo; reunámonos donde quieras. Vive conmigo, o muera yo contigo.

Involuntaria e instintivamente Julio había hablado en la lengua de Cristina y en la suya propia, esto es, en alemán.

Olimpia no experimentó la más mínima conmoción ni hizo movimiento alguno y pareció mirar con gesto de profunda admiración al conde. Luego, volviéndose a lord Drummond, le preguntó:

—¿No ha hablado alemán?—Así lo creo —respondió el inglés.

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—Pues hacedme el favor, milord —dijo Olimpia en francés y con marcado dejo italiano,— de rogar al señor conde de Eberbach que me dispense, y decirle que sólo comprendo el italiano y un poco el francés, que en mi vida he podido retener en la memoria ni pronunciar las sílabas guturales del alemán, y que si le interesa que yo le responda, se sirva hablarme en francés o en italiano.

Mientras Olimpia pronunciaba estas palabras en voz la más natural y tranquila del mundo, Julio empezaba a rehacerse de su primera conmoción.

Al primer aspecto, la artista era Cristina; pero a medida que uno la miraba más detenidamente, el parecido disminuía.

La expresión y el carácter de la hermosura de Olimpia eran muy distintos y aun opuestos. Cristina era delicada, pura, suave, hechicera, transparente; era el bozo de la juventud, la flor de la gracia. Olimpia, fuerte, animosa, de deslumbradora y sin par hermosura, y ostentando la serenidad del numen, era mucho más gruesa, más morena y tenía los cabellos más obscuros. Por otra parte, aun cuando pudiera haberse explicado el cambio físico por el de la edad y el del clima, existía en ella algo que el clima ni la edad pudieran haber dado a Cristina: la impasibilidad que demostró en presencia de Julio. ¿Habría la suave y miedosa Cristina resistido a esta inopinada aparición de lo pasado, cuando Julio, pese a ser hombre y estar no sólo templado en todos los dolores de la vida, sino encallecido por diez y siete años de diplomacia y de política, no pudo resistir el choque sin que el corazón se le quebrantase en el pecho?

No, Olimpia no era Cristina.Julio, pues, se serenó un poco, y con voz conmovida dijo en francés:—Perdonadme, señora; al contemplar vuestra belleza, superior todavía a vuestra fama, creo que

se me ha ido la cabeza.—Huelgan la excusas —dijo lord Drummond riendo;— la signora está acostumbrada a este

efecto. Ahora permitidme —añadió dirigiéndose a Olimpia— que os presente a mi amigo Samuel Gelb, el cual me salvó la vida.

Samuel y Olimpia se encontraron frente a frente. También aquél se había sentido impresionado al aspecto de la artista, y aunque no tradujo en palabras su estupefacción, no por esto experimentó una turbación menos profunda.

Aquel hombre de bronce se estremeció al cruzar su mirada con la de Olimpia, la cual se concretó a saludarle grave e impasiblemente.

No obstante y sin saber por qué, a Samuel le mortificó la mirada de la artista.¿Qué había en aquella mirada? ¿Era la altivez desdeñosa de la artista célebre y adorada que aplasta

bajo el peso de su superioridad un nombre obscuro perdido entre la muchedumbre? ¿Era el odio de la mujer herida y deshonrada? Si Olimpia era Cristina, no de otro modo podía mirar a Samuel; pero ¿hubiera tenido semejante arrojo y ánimo tal aquella criatura tímida y suave? No; luego Olimpia no era Cristina. De consiguiente Samuel podía estar tranquilo; la altivez misma de la mirada de la artista le probaba que nada tenía que temer. Samuel debía sentirse y efectivamente se sintió confortado precisamente por la firmeza del reto.

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En esto un criado vino a anunciar a lord Drummond que la mesa estaba puesta.Lord Drummond ofreció el brazo a Olimpia y todos se trasladaron al comedor.—He estado fuera de tino, ¿no es verdad? —dijo en voz baja Julio a Samuel.—Pues mira, yo he experimentado igual impresión que tú —respondió Samuel;— pero el

parecido no resiste a la comparación.—¡Ay! —suspiró Julio, sentándose a la derecha de Olimpia a invitación de lord Drummond.Durante el primer plato, la conversación fue general; los cenadores hablaron de todo, en

particular de política. Puesta a examen la forma de gobierno, los ingleses demostraron la admiración más entusiasta por la monarquía aristocrática de su nación; el banquero, el diputado y el abogado historiador se asociaron a este elogio y fueron de sentir que todo cuanto necesitaba la humanidad era una constitución que se basase en el bienestar de algunos millares de privilegiados sobre la miseria de un pueblo entero; pero según aquellos revolucionarios de pega, no debía ya gozar de privilegios solamente la nobleza, sino también la riqueza y la inteligencia y extenderse resueltamente la aristocracia a la burguesía.

Samuel Gelb, con el tono zumbón que le era habitual, completó y exageró las afirmaciones de aquellos abogados populares, sentando que existían dos clases de hombres, unos nacidos para gobernar, gozar, ser diputados o ministros, vivir en el lujo y disfrutar de los empleos, de la educación y de las comodidades, y el populacho, que a lo menos se compone de las tres cuartas partes de la nación y al que la divina Providencia ha condenado a llevar eternamente la cruz, a sudar, a revolcarse en la ignorancia y en la miseria, y a ser el estiércol que abona la fortuna de los demás. «Yo comprendo las revoluciones, añadió, con tal que no sirvan sino para sustituir un ministerio por otro y aun un rey por otro rey; pero no para que el pueblo sustituya al rey o al ministerio, y el gobierno se dilate hasta el punto de que participe en él la nación entera». El historiadorcillo meridional movió vivamente la cabeza en señal de asentimiento.

Comparada con tales miserias, la cena era de un lujo soberbio y artístico: rosas y camelias naturales colocadas en elegantes centros distribuidos entre fuentes de plata estilo Luis XV, embalsamaban el ambiente, y los candelabros, también de plata, figuraban ligero follaje rematado en flores de las que salía la luz. Pronto los manjares y los vinos exquisitos, confundiendo sus vapores con los aromas de las flores, animaron a los convidados; la viveza y el buen humor intervinieron en la conversación, que dejó de ser tirante, y cada cual se abandonó a sus propios impulsos.

Gamba tuvo deliciosas agudezas: contó la historia del apuntador del teatro de San Carlos de Nápoles; el cual apuntador, habiéndole visto hacer a él algunos ejercicios en la maroma tirante, quiso imitarle y se empeñó en descalabrarse los lomos dos o tres veces al mes por espacio de un año, sin conseguir sostenerse en equilibrio sobre la cuerda ni por espacio de un segundo.

A pesar de la gravedad de los personajes que estaban a la mesa, Gamba, arrebatado por el calor del recuerdo, no fue tan dueño de su mal gusto que no se encaramase de improviso en el respaldo de su silla para imitar, del modo más cómico, las contorsiones y los visajes del pobre apuntador al vacilar sobre la cuerda.

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Los convidados, que se encontraban en buenas disposiciones para reírse de todo, se rieron estrepitosamente de Gamba.

En cuanto a Olimpia, que durante toda la cena permaneciera reservada y grave, respondía a todo y a todos con talento y profundidad.

Julio iba sintiéndose por momentos cautivado por aquel donaire melancólico y severo, y cuando el calor de los vinos y de la conversación le hubieron devuelto la presencia de ánimo y la confianza, dirigió la palabra a Olimpia con admiración, casi con vehemencia.

—La otra noche os oí en casa de la señora duquesa de Berry —dijo el conde de Eberbach a la artista,— yo creí que en mi vida volvería a experimentar una emoción semejante; pero al veros esta noche, he advertido que me había equivocado.

En cenando, todos se levantaron y se trasladaron de nuevo al salón.—¿Qué me habéis dicho en alemán, cuando he llegado? —preguntó Olimpia a Julio.—¡Ah! no remováis este recuerdo —respondió éste poniéndose grave y triste.— Espectro real y

seductivo, me habéis traído a la mente la única mujer a quien he amado.—¡La única! —repuso Olimpia con sonrisa de duda y de desdén— vuecencia está contradiciendo

a su fama.—¿Qué fama? —preguntó Julio.—No vivo tan ajena a lo que ocurre —respondió la artista con cierta amargura,— que no haya

oído hablar de un hombre que por espacio de quince años ha excitado la curiosidad en la corte de Viena con sus galanteos y sus desenfrenadas pasiones. Si en vuestra mente no ha quedado rastro alguno de las mujeres que se acuerdan de vos, confesad que sois muy olvidadizo.

—¿Vos lo creéis así? —profirió Julio.— ¿Sin embargo, si yo os dijese que mi corazón no ha pertenecido nunca, durante toda mi vida, sino a una mujer y que el recuerdo de ésta ha vivido siempre presente en mi memoria?

—¿Aun esta noche, en medio de las galanterías y de las protestas de que me habéis colmado? —preguntó Olimpia con voz turbada.

—¡Oh! —respondió Julio— vos es distinto.—¡Bah! precisamente esto es lo que debéis de haber dicho a las otras.Por más que Olimpia conservó el tono zumbón y casi cruel que hasta entonces empleara, Julio

se sintió más y más subyugado por la hermosura, el donaire y el ingenio de aquella mujer singular que evidentemente no era Cristina, pero que se le parecía como una hermana mayor.

Los demás convidados de lord Drummond se acercaron a la cantarina e interrumpieron el coloquio; luego, y en hora ya avanzada, empezaron a desaparecer uno tras otro.

Julio mismo se disponía a sustraerse al hechizo desconocido que le retenía al lado de Olimpia, cuando entró un criado y advirtióle que uno de los secretarios de la embajada solicitaba hablar con él para un asunto urgente.

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Lord Drummond dio orden de que introdujesen al secretario, que no era otro que Lotario, el pariente de Julio.

El correo de Berlín acababa de traer un despacho con destino al conde de Eberbach, a quien debía ser entregado inmediatamente.

Julio abrió el sobre y leyó.—¿Es una noticia grave? —preguntó Samuel.—¡Bah!, no vale la pena —respondió Julio metiéndose el despacho en el bolsillo;— es decir, grave

relativamente. Las montañas de la política no pasan de granos de arena en la historia.Lord Drummond invitó a Lotario a que se quedase.Entonces no había en el salón más que la signora Olimpia, Julio, Samuel, lord Drummond y

Gamba.Desde que hubo entrado Lotario, Olimpia no dejó de mirarle con curiosidad meditabunda.Para entregar el despacho, el joven había venido en dirección de la artista, al lado de la cual se

encontraba Julio.—¿Sois vos el secretario del señor embajador de Prusia, caballero? —preguntó la artista a Lotario,

que permanecía cerca de ella mientras Julio, un poco separado de los demás, estaba leyendo el mensaje.—Sí, señora.—¿Pertenecéis a su familia?—Sí, señora, soy sobrino suyo por conexión de parentesco.Olimpia se concretó a proferir un ¡ah!, pero continuó contemplando al elegante y apuesto joven.Julio, que mientras leía notó la impresión que al parecer produjera a Olimpia la aparición de

Lotario, sintió unos celos vagos y singulares, de que él mismo no se explicaba la razón, y al ver el interés que aquélla, según todas las señales, se tomaba por el joven, experimentó un arrebato de despecho; así es que, acercándose de nuevo y prontamente al grupo y sin duda con el confuso designio de desviar a Lotario del corazón de Olimpia, preguntó de improviso y lo más risueño, que pudo:

—A propósito, mi querido Samuel, ¿quién es esa milagrosa doncella que Lotario ha visto en tu casa y de la cual éste no cesa de hacerse lenguas?

—¿Una doncella? —respondió Samuel, palideciendo a su vez.—Sí, la señorita Federica, según creo —dijo Julio.—¡Ah! ¿conque el caballero Lotario está enamorado? —profirió Olimpia sonriendo y como

gozosa.— Le deseo felicidades en sus amores.—Decididamente Gamba tiene razón —dijo entre sí Julio;— esa mujer no ama a nadie, y no

puede ni quiere amar a nadie, sin excluir a Lotario.Luego, al levantar la cabeza, sorprendió una mirada recelosa y amenazadora que Samuel fijaba en

Lotario.

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¿Observó también Olimpia esta mirada y quiso desviar el curso que habían tomado las ideas de los asistentes o arrancarse a sí, misma de sus propios pensamientos? Lo cierto es que de improviso fue a sentarse al piano y paseó los dedos por el sonoro teclado. Sin embargo, se interrumpió al instante, y volviéndose hacia lord Drummond, que se había acercado a ella precipitadamente, le dijo en voz baja:

—Perdonad, se me había olvidado nuestro convenio, iba a cantar.—¡Oh! por favor, señora —dijo Julio,— cantad, cantad.—No —profirió Olimpia mientras dirigía una mirada a lord Drummond y se levantaba,— no

estoy en voz.—Mi querida Olimpia —dijo el inglés tras un esfuerzo sobre sí mismo,— no estoy ahora tan

seguro de oíros con frecuencia para desperdiciar conscientemente una ocasión. Por otra parte, ¿no es menester que me doblegue a la necesidad? Además, quiero que mi hospitalidad sea cumplida, Así pues, os ruego... si, os ruego que cantéis.

—¿Vos me lo pedís? —preguntó Olimpia.—Yo, sí —respondió lord Drummond.—Enhorabuena, veo que os vais sanando repuso la artista.Olimpia se sentó de nuevo al piano, preludió durante algún tiempo en indecisas divagaciones de

las que parecía querer desenvolver un pensamiento profundo, y luego, de repente, se puso a cantar en italiano una aria muy conocida de Julio, la grandiosa aria de Leonor en el Fidelio de Beethoven; pero a Julio le pareció que la oía por vez primera, no precisamente a causa de la admirable voz de la cantarina, sino porque en el tema de la letra existía una conexión que no podía menos de turbarle hondamente. En efecto, aquella Leonor tan tierna y tan abnegada, que para salvar a su esposo se disfraza, y se hace desconocida, interpretada por una mujer en quien él había hallado de nuevo a la querida imagen desaparecida, se adaptaba por modo tan vivo a su situación, que no era de admirar le conmoviese el alma hasta las profundidades de sus recuerdos.

No parecía sino que Olimpia estaba tan conmovida como Julio. Nunca animó las notas de canto humano una emoción semejante; aquello no era cantar con la voz, sino con el corazón. Toda la tristeza severa y la amargura burlona que la artista concentrara aquella noche, parecía hallar consuelo y esparcirse al mismo tiempo en la efusión de aquel clamor sublime. ¿Era aquello el ideal del arte, o bien la realidad de la existencia? Para llegar a una verdad tan penetrante y dolorosa, era menester que Olimpia hubiese experimentado lo que interpretaba por modo tan cabal y profundo o que fuese la más grande trágica de la tierra. A aquel piano estaba sentada Cristina o el numen.

Una vez se hubo callado Olimpia, los oyentes permanecieron silenciosos y absortos por unos instantes, sumergidos en aquel magnetismo de pasión y de lágrimas.

Olimpia se levantó, se fue apresuradamente hacia la puerta y se salió del salón; pero no con tanta rapidez que Julio no hubiese visto brillar una lágrima en sus pálidas mejillas.

—¿Se siente indispuesta la señora Olimpia? —preguntó el embajador de Prusia levantándose.

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—Nada temáis—dijo Gamba;— siempre que canta algo triste le sucede lo mismo. Se identifica por tal modo con sus personajes, que experimenta, todas sus sensaciones y sufre realmente con ellos. Dentro de un minuto le habrá pasado y entrará de nuevo sonriendo.

Los asistentes aguardaron un minuto, dos, cinco; pero Olimpia no volvió.Entonces lord Drummond se salió en su busca, y entró otra vez solo.La artista, al abandonar el salón, había pedido su carruaje y regresado a su casa.

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CAPITULO XIYago-Otelo

Al día siguiente, en la casita de Menilmontant, Samuel reprendía con dureza a la señora Trichter por su inusitada tardanza en servir el almuerzo.

Todavía no estaba puesta la mesa cuando Federica bajó al comedor.—Creía que no ibais a bajar —dijo en voz áspera Samuel eludiendo la mano que le tendía la

joven.—Pero si todavía no es hora —repuso Federica consultando el péndulo, que, en efecto, sólo

señalaba las diez menos cinco.—Está bien; sentaos —profirió Samuel atropelladamenteFederica se sentó, admirada de aquellos arrebatos a que no estaba acostumbrada.Samuel no probó bocado.—¿Por qué estáis triste y serio, amigo mío? —le preguntó la joven con inquietud llena de

agrado.— ¿Os sentís mal?—No.—¿Os turba algún cuidado?—Tampoco.—Si estáis enojado conmigo porque esta mañana no he bajado más pronto que de costumbre,

¿por qué no me habéis mandado a llamar? No me he apresurado, porque suponía que después de haber pasado la noche fuera de casa, necesitaríais de reposo. Si he sido perezosa, débese únicamente al temor que de despertaros tenía.

—No estoy enojado —repuso Samuel.—Entonces, comed, hablad, y sonreíos.—¿Qué estáis aguardando para servir el té? —preguntó Samuel sin contestar a Federica y

volviéndose hacia la señora Trichter.Ésta se salió y apareció de nuevo casi al punto, trayendo la tetera y las tazas.—Está bien —dijo Samuel,— ya no necesitamos de vos.Una vez a solas con Federica, éste miró de hito en hito a la joven, y le preguntó con acento de

severidad:—¿Por qué nada me habéis dicho respecto de un joven que estuvo aquí el otro día?Federica se sonrojó.

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—¿Por qué os sonrojáis? —añadió aquél.—Sí os lo dije —respondió la joven temblando de pies a cabeza.— Os dije que el día en que os

fuisteis a casa del conde de Eberbach, vino un joven a buscaros en un coche de la embajada.—Pero no me dijisteis que hubiese permanecido aquí durante algún tiempo y que hubiese hablado

con vos. ¿Por qué entró estando yo fuera? ¿Por qué habló con vos y no con la señora Trichter? ¿Qué os dijo?

La amargura y la irritación de que estaba impregnada la voz de Samuel turbaban aún más a Federica que no las preguntas.

—Responded —continuó aquél.— ¡Ah! ¿os admira que yo sepa?... Todo lo sé, ya lo veis. No haréis un gesto ni proferiréis una palabra que yo no lo vea o no la sepa. No he aceptado en mi conciencia el peso de un alma para sufrir que el primer advenedizo entre aquí como por su casa y hable de vos en público, y se jacte de conoceros, y os comprometa a su antojo.

—¡Comprometerme! —profirió la pobre doncella.— No puedo creer que el señor Lotario...—¡Ah! ¿conque ya sabéis cómo se llama? —interrumpió Samuel con arrebato.—Naturalmente, me lo dijo él mismo para que yo os lo dijese a vos y supieseis quién había venido.

No abultéis los hechos, amigo mío. Vinieron por vos, vos acababais de salir, y quien vino a buscaros permaneció aquí contados minutos. ¿Qué hay en esto para que lo llevéis a enojo? Además, ¿qué me era dable hacer? Cuando el joven entró yo estaba ahí, y no me fue posible echar a correr, pues más que reserva, el hacerlo hubiera sido una simpleza. ¿Exigís que me encierre en mi cuarto y nunca me salga de él? Hablad y seréis obedecido, ya que todo os lo debo. Sin embargo, es tan poca la gente que veo y llevo una vida tan retirada, que creía no podía exigírseme más.

—No es porque vos no apetezcáis lo contrario —repuso Samuel;— como pudieseis, iríais a todas partes. Os placen las fiestas, y os gustaría el baile, y seríais coqueta. Lo que os falta no es el deseo, sino la ocasión.

—Entonces mi mérito es tanto mayor cuanto sé prescindir de los placeres y prescindo de ellos alegremente. Hasta lo presente toda mi coquetería ha consistido en vivir a solas con la señora Trichter.

—Y con Lotario —replicó Samuel.—Queréis chancearos —repuso Federica.—No me chanceo —dijo Samuel con violencia.— La señora Trichter no se ha atrevido a ocultarme

que Lotario había permanecido aquí por espacio de más de una cuarto de hora, y ya veis que no se necesita tanto tiempo para decir que yo había salido. ¿Qué hablasteis con Lotario durante un cuarto de hora?

—Primeramente —respondió Frederica,— yo no me encontraba a solas con él. Aquí estaba...La joven se calló repentinamente, advirtiendo que iba a descubrir a la visitante desconocida a la

cual jurara guardar el secreto.—¿Quién estaba aquí? —preguntó Samuel.

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—Una dama que había venido a visitarme con un fin caritativo y que permaneció aquí durante la estancia, del señor Lotario.

—¡Vaya una medianera! —murmuró Samuel entre dientes.— Pero si os reconocéis inocente —continuó en voz alta,— ¿por qué tartamudeáis y os cortáis en vuestras explicaciones cual si estuvieseis mintiendo?

De improviso sonó la campanilla de la calle y se oyó rumor de voces en el jardín.Entonces Samuel salió a la ventana y vio entrar a Julio del brazo de Lotario.—¡Idos inmediatamente a vuestro cuarto! —dijo Samuel volviéndose furioso hacia Federica— y

no salgáis de él so pretexto alguno sin orden mía. ¿Me habéis oído?—Os obedezco —contestó la pobre doncella llorando a lágrima viva,— pero nunca me habíais

tratado con tanta dureza.—¿Queréis saliros? —repuso Samuel.Y arrastrando a Federica, cerró tras ella la puerta.Apenas la joven estuvo fuera, cuando se abrió la puerta que del salón miraba al jardín.—¡Ya era hora! —dijo Samuel.Y aquel hombre de bronce cayó abatido y quebrantado en una silla.Cuando la señora Trichter vino a preguntarle si quería recibir al conde de Eberbach y a su sobrino,

él, al tiempo que se levantó para salir al encuentro de Julio, respondió:—Que entren.Samuel, un tanto repuesto, estrechó cuan efectuosamente supo la mano a su antiguo amigo y

acogió con frialdad suma a Lotario.—Mi querido Samuel —dijo Julio sonriéndose benignamente,— no me trae otro objeto que el

de espiarte.—¡Ah! —profirió Samuel mirando a Lotario.—Sí —continuó Julio,— vengo a ver con mis propios ojos qué tal te trata actualmente la fortuna

y si tu existencia es tan holgada como grande es tu talento. Como sabes, estoy excesivamente rico, rico por dos, por muchos.

—Alto ahí —interrumpió Samuel.— Te agradezco tu ofrecimiento, pero todavía no me encuentro en el caso de pedir. Sé que todo depende de la cantidad y que la inmensa mayoría de los que se sentirían humillados de que les arrojasen un escudo no tendrían escrúpulo en aceptar una fortuna como la tuya; pero yo soy distinto de los demás. Por otra parte —añadió con acento significativo,— ya sabes que pertenezco al número de los que dicen: o todo o nada.

—No te enojes —dijo amistosamente Julio,— ni me malquieras porque te haya hablado como a un hermano. Dejemos a un lado el dinero; pero si en la posición que ocupo puedo serte útil en algo, permíteme que te ofrezca mis servicios y me ponga a la discreción de nuestra antigua amistad.

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—Acepto —dijo Samuel tendiéndole la mano;— llegado el caso me valdré de ti. En cuanto al dinero, no lo rehuso solamente por orgullo, sino porque poseo el que necesito. Nada me falta aquí. Hasta lo presente no he cifrado mi existencia en lo material, y en último resultado no me encuentro peor que los demás. ¿Quieres que te muestre la casa?

—Veamos —respondió Julio.Lotario se levantó con solicitud que le valió una mirada torcida de Samuel. Indudablemente el

joven no deseaba visitar la habitación sino con la esperanza de encontrar en alguna parte de la misma a Federica. Sin embargo, si tal fue la presunción de Lotario, no la vio realizada. Los visitantes recorrieron del uno al otro extremo la vivienda y el jardín sin que se deslizase el menor roce de vestido al revolver de una alameda y sin que el más pequeño rizo de cabellos rubios apareciese en ventana alguna.

También Julio pensó en la ausente, tal vez por casualidad; así es que al encontrarse nuevamente en el salón, preguntó a Samuel:

—¿Y la joven de que hablábamos la otra noche, la señorita Federica, no vamos a verla?—Está enferma —respondió Gelb.—¡Enferma! —murmuró Lotario.—Enferma, sí —repitió Samuel, complaciéndose en martirizar al joven.— Está gravemente

indispuesta y no puede abandonar su cuarto.—Sin embargo, supongo que no será cosa de cuidado —repuso Julio.—Así lo espero —dijo Samuel, no queriendo decir que no.—¿Llevas afecto a esa joven? —preguntó Julio.—Es una pobre huérfana —respondió Samuel,— sin más amparo que el mío en el mundo, y que

quedaría grandemente sorprendida si supiese que hasta tal punto interesa al noble conde de Eberbach. La cogí niña y la he educado. Ya ves si es sencillo. ¿Estás satisfecho?

Al llegar aquí, Samuel dio de improviso otro sesgo a la conversación, preguntando:—¿Y qué me dices de Olimpia, ahora que la has visto?—¡Olimpia! —profirió con viveza Julio conmovido al oír este nombre y olvidándose de Federica—

precisamente quería hablarte de ella y muy seriamente.—¿A solas quizás? —preguntó Samuel mirando a Lotario.—¡Oh! Lotario puede quedarse —dijo Julio,— pues para mí es un amigo y un hijo. En la

solitaria vida que a los dos nos ha deparado el destino nos consolamos y ayudamos mutuamente y nos comunicamos todos nuestros pensamientos y nuestras sensaciones. Y a propósito, he cometido un yerro. Como es natural, Lotario me había hablado de la señorita Federica, como de cuanto ve hermoso, bueno e interesante. Yo repetí neciamente y en voz alta este nombre, y a ti te disgustó el que lo pronunciase de esta suerte. Te sobraba la razón, Samuel, y por ello te pido mil perdones. Conste, empero, que Lotario nada tiene que ver en ello y que le interesa que así lo sepas. Únicamente yo soy culpado; movido por un sentimiento inexplicable, quise chancearme contigo y con él respecto de esa

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hermosura escondida con avaricia y misteriosamente descubierta. De consiguiente no guardes ojeriza alguna a Lotario; perdónale mi indiscreción.

—¿No me hablas de Olimpia? —repuso Samuel.—Sí —respondió Julio,— quería que obtuvieses para mí de lord Drummond el permiso para ir

a visitarla.—No necesitas de permiso alguno, a lo que parece, pues no tardasteis mucho en intimar y puede

decirse que no habló sino contigo.—¿Lo crees así? —dijo Julio halagado.—Puedes presentarte en su casa con toda confianza; te respondo de que no hallarás cerrada la

puerta. ¿Así pues, el rostro de Olimpia no te ha quitado el hechizo que te produjo la máscara, y tus ojos han sido del parecer de tus oídos?

—¡Oh! —respondió Julio— la realidad ha sobrepujado mis esperanzas. Diez y siete años hacía que no había experimentado una emoción parecida a la que sentí al lado de esa mujer singular. Sus modales, su canto, su desaparición súbita, su inusitado parecido, todo, si hay que decir la verdad, me absorbe y me perturba. Durante toda la noche no he hecho sino pensar en ella, y me parece que mi porvenir se cifra en verla de nuevo. ¿Dónde vive?

—De fijo no puedo decírtelo —respondió Samuel;— sólo sé que vive en la isla de San Luis; pero esta noche te daré las señas más exactas.

—Gracias —dijo Julio; y después, algo turbado, añadió:— ¿qué sabes de sus relaciones con lord Drummond?

—Estoy seguro de que Olimpia no es su querida.—¿Estás seguro? —exclamó Julio con no fingido gozo.—Mas te diré —continuó Samuel,— se ha negado a ser su esposa.—¡Mi querido Samuel! —profirió Julio.— ¿Entonces crees que es verdad lo que nos ha referido

su hermano?—En absoluto —respondió Samuel espiando en la fisonomía de Julio el efecto que producían

sus palabras.— Lord Drummond me ha hablado siempre de Olimpia con respeto y veneración. Lores, duques y príncipes la han ofrecido fortuna, corazón y mano. ¿Sabes que es una figura sublime y admirable esa cantatriz enamorada únicamente del grande arte y más casta en las tablas que una emperatriz en su trono, y que sería una ambición digna de un hombre la de hacer palpitar y descender de su pedestal esa marmórea estatua de la música?

—Desde que la conozco —repuso Julio fascinado por el recuerdo de Olimpia y por las palabras de Samuel,— me parece que mi vida empieza de nuevo a tener un interés y un centro.

—¿Y quién no ha tomado más o menos interés en sueños que estaban muy distantes de valer lo que éste? —dijo Samuel.

—¿Esta noche vas a proporcionarme las señas de su domicilio?

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—Cuenta con ellas.—¿Y tú crees que puedo presentarme en su casa sin pecar de indiscreto?—Tendrá suma satisfacción en verte.—Gracias, gracias —profirió Julio con efusión.— Nos volvemos a la embajada. Cuento contigo.Julio se levantó después de estrechar cordialmente la mano a Samuel; el cual estaba tan contento

de ver partir a Lotario, que se despidió de él casi cariñosamente. Luego, una vez hubo acompañado a sus visitadores hasta la calle y cerrado la verja, empezó a pasearse sombrío y preocupado por el jardín y diciendo para sus adentros:

—Ahí adonde he llegado, a los celos. Demasiado era ya que estuviese enamorado, ¡pero celoso! ¡Yo celoso! ¡Yo, Samuel, yo, inteligencia, para quien los hombres todos, sin exceptuar a los más grandes, ni a Napoleón mismo, no eran sino instrumentos, utensilios, verme prosternado, arrodillado, tembloroso delante de una mujer! ¡A qué he venido a parar! ¡A ser esclavo de los caprichos de una muchacha! ¡Ah! ¡He estado no dos dedos de vencer a Napoleón para a la postre quedar prisionero de una niña! Porque es lo cierto que Federica puede hacer de mí a su antojo. ¿Qué podría yo si se enamorase neciamente del rubio ese? De ella depende preferir a Lotario a mí; de ella el que la ciencia, el talento, el numen nada sean ante una mata de cabellos bien rizados. ¡En este caso yo habré ahijado y educado a una huérfana, me habré sacrificado por ella, puesto en ella vida, pensamiento y alma, para que un advenedizo cualquiera, un transeúnte, un extraño me la arranque de entre las manos y me robe mi bien, mi educada, mi hechura! Pero ¿qué es esto? ¿No estoy raciocinando como los Casandros y los tutores de comedia? ¿A tal extremo he llegado que no me queda ya sino desempeñar los papeles de Arnolfo y de Bartolo? Pero la comedia podría rematar de modo que no fuese del agrado de Horacio y de Almaviva. Lo que siempre me ha revuelto la sangre es que la gente se ría de las comedias. Aparece un mentecato, bastante necio para espontanearse con un contrario, y como es natural, la doncella le ama y huye con él. Arnolfo, viejo y abandonado de aquella a quien ama, se mesa los cabellos, y su desesperación provoca la risa del público; pero yo cambiaré el desenlace, y por quien soy juro que no se reirán. No; no se llevará la palma Lotario. ¡Ay de él, y ay de Julio que lo ha introducido en mi casa! ¡Ah! ¿Los dos venís al cubil del león? ¿Los dos os entregáis? Pues bien, tal vez no tardéis en sentir en vuestras carnes sus garras. La guerra está declarada; empieza la lucha; veremos quién se llevará la victoria. ¡Psi! Julio me ofrece parte de su fortuna; pero yo quiero más; a él mismo se lo he dicho: o todo o nada. En cuanto a Lotario ¿qué tiene o qué puede tener? Nada más sino que es joven. Mientras ha estado aquí no ha sabido arrancarse una palabra de los labios. ¡Sí! sólo tiene su juventud y sus guantes, porque hay que confesar que iba perfectamente enguantado; pero yo tendré el poder y el dinero. Ea, manos a la obra, ya es hora. Es menester empezar por el dinero, ya que la Unión de Virtud no atiende sino a los ricos. Ahora bien, Julio es dueño de una cuantiosa fortuna, y por ahí le echaré la garra. Bendiga el diablo a la signora Olimpia; la pasión que la cantarina inspire a mi amigo será el lazo por donde sujetaré a éste. ¡Necio! ¡Enamorarse de una mujer porque se parece a otra! Siempre tendrá el mismo carácter de imitación; ahora se está plagiando a sí mismo: repite su amor primero; pero cuando más absurda es una pasión, más riesgo corre de echar profundas raíces. ¡Oh Julio! Ya que te dejas llevar de ese amor pueril, yo te fío

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que abusaré de él. Tu necedad de enamorado me proporcionará tu riqueza, al igual que la necedad de nuestros jefes políticos me dará el poder. El negocio es redondo.

Y entrando de nuevo en su casa, después de haber resuelto celebrar una entrevista con Olimpia, se subió a su aposento para vestirse.

—Ea, Yago —dijo para sus adentros,— salva a Otelo.

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CAPITULO XIIUn trato

A eso de las tres del mismo día, Samuel llamaba a la puerta de la habitación de Olimpia, y decía al criado que había acudido al llamamiento:

—¿Queréis hacerme el favor de preguntar a la signora Olimpia si puede recibir al señor Samuel Gelb?

El criado desapareció y poco después apareció de nuevo diciendo:—La señora no está en casa.Samuel, de carácter altanero y a quien nada irritaba tanto como los obstáculos de lo trivial, arrugó

el ceño, pero resignose a insistir.—Como la señora no se hubiese encontrado en casa —repuso,— me lo habríais dicho desde

luego, en lugar de ir a preguntar si podía recibirme. Esto significa que vuestra ama no está visible. Hacedme, pues, el obsequio de verla otra vez y decirle que le ruego me dispense si insisto, pero que tengo que comunicarle un asunto de la mayor importancia.

El criado desapareció de nuevo, pero esta vez estuvo ausente por espacio de muchos minutos.—¡Ah! —decía para sus adentros y con amargura Samuel— vacila. En efecto, ¿quién soy yo para

venir a molestar a una farsante? Sí, todo se aúna para decirme que amase dinero y asuma la apariencia de lo que soy. Nada son el alma y la inteligencia mientras no van recamadas de títulos; el asno que lleva las reliquias está más seguro de que le adoren que no el numen que nada ostenta. Necesito de la grandeza visible, palpable, brutal. ¡Oh! seré rico; por caro que el mal me venda el dinero, lo adquiriré.

La puerta por la cual el criado había desaparecido se abrió de nuevo, y Samuel fue introducido en el salón.

Olimpia estaba sentada en una silla de brazos al lado del fuego, y Gamba a horcajadas en una silla.Samuel hizo una gran reverencia.Olimpia, sin levantarse, fría, grave y un tanto admirada, le indicó por señas que tomase asiento;

luego repuso:Caballero, hanme dicho que pretendéis tener asuntos de importancia que comunicarme.—Importantes en grado sumo, señora.—Pues bien, os escucho.—Os pido mil perdones, señora —objetó Samuel mirando a Gamba,— pero nadie más que vos

puede oir lo que tengo que deciros.—Gamba es mi hermano —replicó Olimpia,— y para él no tengo secretos.

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—¡Oh! no soy nada de curioso —se apresuró a decir Gamba, satisfecho de poder sustraerse a una conversación que amenazaba ser formal.— Parece que el asunto que vais a tratar es grave, y ya sabes tú que prefiero la pantomima a las frases ampulosas. Me zafo.

—¡Gamba! —gritó Olimpia al oír que su hermano se encaminaba corriendo hacia la puerta.Pero Gamba había desaparecido.—Enhorabuena —dijo la artista; y volviéndose a Samuel y mirándole con gesto de altivez y de

mando, añadió:— ahora que nos encontramos a solas os ruego seáis lacónico.—No deseo sino hablar con el corazón en la mano —replicó Samuel;— vengo pura y

sencillamente a proponeros un trato. Como no tuvieseis un alma fuerte y superior a las preocupaciones de la generalidad y a los escrúpulos vulgares, no seríais, como sois, una grande artista. Así pues, creo que vais a aceptar, y como lo que primero se requiere para lograr un buen resultado es el silencio, estoy seguro de que no hablaréis de ello. Sin embargo, como también puede acontecer que no os mostréis propicia y yo quiero no estar sujeto a una indiscreción, Os ruego me juréis guardar silencio sobre lo que aquí vamos a hablar los dos.

—¡Un juramento! —profirió Olimpia.—Voy a deciros cuál. Yo soy descreído, escéptico, y he pasado ya la edad en que se da fe a los

juramentos. Sin embargo, creo que toda persona de valer tiene algo sagrado, una religión: estos Dios, aquellos el amor, y otros a sí mismos. Vos creéis en el arte. Pues bien, juradme por la santa música que guardaréis silencio sobre lo que vengo a deciros.

—Perdonad, caballero —objetó Olimpia;— pero ¿por qué queréis que yo contraiga un compromiso para con vos? No soy yo quien os necesito y a vos acudo, sino vos quien me necesitáis y venís a encontrarme. ¿Os he instado por ventura para que me hicieseis proposición ni confidencia alguna? No; luego, con no hacérmela estáis al cabo. Vos sois libre de callaros, como yo quiero estarlo de hablar.

—Enhorabuena —dijo Samuel;— en definitiva ¿qué importa? Aquí no hay quien pueda escucharos; de consiguiente, si os diese por hablar lo que voy a deciros, yo sería dueño de negar. Lo que resultaría, y sería lo peor, es que la indiscreción desbarataría el negocio; pero como de hablar vos daríais indicio de que habríais empezado por negaros, ya estaría desbaratado. Además, traicionarme, es declararme la guerra, y cuando tengo un enemigo, no soy yo quien debo temer.

Samuel pronunció estas últimas palabras fijando una mirada significativa en su interlocutora; pero ésta no sólo no bajó los ojos, sino que respondió a la acerada mirada de aquél con otra del mismo temple y dijo con gesto de impaciencia:

—Al grano, caballero, al grano.—¿Queréis que sea claro y lacónico? —repuso Samuel— yo también, señora.—Decid, pues.—Vengo a pediros en matrimonio.

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—¡Vos! —exclamó la artista con acento lleno de sorpresa y de desdén.—¡Oh! Sosegaos, señora; vengo a pediros en matrimonio, pero no para mí.—¿En nombre de quién, pues?—Vengo a preguntaros si os convendría ceder vuestra mano al señor conde de Eberbach.—¡Al conde de Eberbach! —repitió Olimpia estremeciéndose.—Sí, señora.Ambos personajes permanecieron silenciosos durante algunos segundos.—¿Y el señor embajador de Prusia —profirió la artista— os ha conferido el encargo de hacerme

semejante proposición?—Tanto como eso, no —respondió Samuel,— y aun os confesaré que de ello no me ha hablado

palabra.—Entonces, caballero... —dijo Olimpia levantándose.—¡Oh! no os irritéis, señora, y dignaos sentaros otra vez —replicó Samuel al notar el ademán

de la cantarina.— No creáis que me haya animado el deseo de ofenderos con una burla que sería demasiado necia para que pudiese inferiros agravio. La proposición que os hago es formal. Si queréis, seréis esposa del conde de Eberbach. Es cierto que éste no me ha dicho nada sobre el particular, y que yo he hilvanado este asunto en mi imaginación; pero tal vez vale más que sea yo quien lo anhele, que no él mismo. Para hablaros de esto he venido.

—Explicaos, caballero —dijo Olimpia,— y sed sucinto, por favor os lo ruego. No me sobra tiempo para dedicarlo a adivinar enigmas.

—Voy a decíroslo todo, señora —repuso Samuel.— En primer lugar se trata de la suerte de tres personas; y para que me prestéis por entero vuestra atención, empiezo afirmando que de dichas tres personas, yo soy el menos interesado en el negocio y vos la más.

—Como sea posible, prescindid del prólogo.—¿No os gustan los prólogos? —dijo Samuel— hacéis mal, pues los hay que valen buena cosa más

que los libros, aun cuando no traten sino del amor. ¿Qué es la vida en la esencia? el prólogo de la muerte. Y no obstante, pocos son los que se apresuran a volver la hoja. Así pues, perdonadme si me veo obligado a ser un poco prolijo. La proposición que vengo a haceros es singular, pero no os indigne ni os admire. Vos no me conocéis, ni yo os conozco, e invado súbito vuestra existencia; pero pronto vais a saber quién soy, como yo no tardaré en saber quién sois vos. Por ahora estoy seguro de que adivino: bastóme la otra noche oíros cantar en casa de la duquesa de Berry y la última noche en casa de lord Drummond. Para que me hayáis conmovido tan profundamente, para que vuestra voz haya llegado hasta mí, es menester que hayáis sufrido mucho, que hayáis apurado el cáliz de la amargura. Al escucharos, inmediatamente vi que el arte había sido para vos lo que ha sido para mí la ciencia, la iniciación suprema. Vos y yo pertenecemos a la gran francmasonería de las almas elevadas, altivas y acibaradas que pueden y ven. Así pues, los dos hablamos el mismo lenguaje y vamos a ponernos inmediatamente de acuerdo. Y

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bien, hermana, ¿qué os parecen los hombres? Son mezquinos y malos ¿no es verdad? Y de la vida ¿qué me decís? ¡Ah! ¡Cuan limitada y mísera! ¿No es eso? ¿Existe ser alguno, algo que sea digno de que uno se abnegue, se sacrifique, o renuncie a una partícula de sí mismo? ¿Qué habéis hallado de grande en el mundo? ¿Pueden existir el arte y el amor? Sí, si pudiésemos no hacer sino cantar o amar. Pero nos martirizan mil dolores, y lo que es peor, el tedio se interpone con frecuencia suma en nuestro camino. ¿A costa de cuántos desencantos, de cuántos celos, de qué cúmulo de escenas violentas, de sospechas humillantes y de uniones envilecedoras compramos los contados minutos de verdadera dicha que el amor desmigaja sobre nosotros durante el curso de nuestra existencia? ¡Y de cuántas conferencias, de cuántas adulaciones al público, de cuántas bajezas entre bastidores no se compone la gloria externa de las más grandes cantatrices! Todo se paga; y el triunfo, cuando se alcanza, no compensa los trances y las dudas que lo han precedido. La única enseñanza irrecusable que proporciona la experiencia, es que el alma, inteligencia, pasión, numen, no existe sin lo demás, esto es, sin la materia, sin el cuerpo, sin el envoltorio. El vulgo no ve sino aquello que le hiere la mirada. ¡Ah! por más que el hombre diga que nada le importa el vulgo, los de convicciones más arraigadas vacilan y se turban cuando el éxito no les es propicio. Todos necesitamos de ese eco de nuestros pensamientos, que demuestra nuestra existencia repitiéndolos. Es, pues, necesario triunfar; pero el triunfo no lo proporciona el talento, sino el modo; no el corazón, sino el traje. Un diamante en bruto, aun el de mayor tamaño, es un guijarro al que aplastará bajo sus chanclos el campesino; pero hagámoslo pulir, y podremos comprar la llave del gabinete de los reyes y la del dormitorio de las reinas. Si vos la otra noche hubieseis cantado en la calle y entre cuatro velas vuestra sublime melodía, ni uno de los señores que os aplaudieron en las Tullerías hubiera hecho parar su coche para escucharos; y si una aglomeración de carros hubiese detenido a uno de ellos contra su voluntad, de fijo que al tal no se le habría ocurrido hallaros admirable y, al entrar en su casa, decir que acababa de oír a la más grande cantatriz del mundo. Mi conclusión es ésta: el numen es un plato exquisito que necesita del aditamento de una salsa. No basta que dominemos a los hombres por medio de lo que late en nosotros, sino también por medio de lo que alienta en ellos. Por mucho que yo valga y por mucho que vos valgáis, no seremos realmente algo hasta que hayamos asentado nuestra superioridad moral sobre una base de superioridad material. Ahora bien, hame traído el deseo de proponeros un seguro mutuo contra la necedad humana. Para captarse del todo la estimación de los hombres, nada significa alentar un alma grande si no va acompañada de una gran representación social y de dinero. Yo os traigo representación y fortuna. ¿Aceptáis?

Olimpia había escuchado a Samuel con atención suma y sin interrumpirle. ¿Qué pasaba en la mente de aquella mujer? ¿Era asentimiento a las amargas ideas que Samuel exprimía sobre la existencia, recuerdos de pasados sufrimientos, de injurias recibidas de los necios potentados en tiempos en que aún no había cobrado renombre? ¿Acaso las palabras crueles y desapiadadas de aquél habían despertado en ella tristezas adormecidas, la memoria de juramentos quebrantados, la incredulidad en el corazón de los hombres, el escepticismo del amor, el ateísmo de la pasión? ¿Tenía Olimpia en su pasado algún querido y penetrante dolor que daba con creces la razón a la despreciativa filosofía de Samuel Gelb? ¿O es que la grande artista era pura y sencillamente una hija de Eva de quien se apoderaba la tentación de la calidad prohibida, una mujer que se desasosegaba por saber qué puerta iba a abrirse para ella conductiva a la riqueza y al poderío? ¿O bien, en suma, aunque esta suposición era la menos probable y no ofrecía

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más apoyo que el estremecimiento que la sacudiera cuando Samuel pronunció el nombre del conde de Eberbach, la cantarina sentía deseos de saber qué podía maquinar su interlocutor contra el embajador de Prusia, para prevenir a éste en caso necesario?

Sea lo que fuere, es lo positivo que Olimpia interrogó con cierta emoción a Samuel.—¿Cómo vais a darme calidad y fortuna? —preguntó.—Nada temáis —respondió Samuel;— estoy seguro de mi obra. Lo que impide que las naturalezas

privilegiadas se enriquezcan, es el tiempo que esto absorbe, pues ellas no lo tienen de ser económicas y de amasar dinero mientras corren en pos de las ideas. El dinero está en la tierra y las ideas en el cielo; para enriquecerse es menester bajarse, y no todos se avienen a hacerlo. Yo, como vos, he vivido para enriquecer mi espíritu más que para llenar mi bolsillo; pero aquí la ocasión es propicia y ambos y de una vez podemos labrar nuestra fortuna, sin economía sórdida, sin emplear veinte años amasando céntimo sobre céntimo. Os propongo ganar diez millones de pesetas en dos años.

—Proseguid —dijo Olimpia.—¡Ah! —murmuró entre dientes Samuel— pica en el anzuelo.— Luego añadió en voz alta:— Ya

conocéis la respuesta de aquella reina a quien preguntaron si creía que una mujer podía venderse. «Según el precio», dijo. En el caso presente el precio, como veis, vale la pena, y en cambio nada exijo de vos, o a lo menos nada que no sea perfectamente legítimo ante la ley y aun ante la conciencia.

—¿Qué exigís?—Que me deis cinco millones el día en que quedéis viuda del conde de Eberbach; pero no de los

diez que os pertenecerán, sino cinco millones aparte.—No entiendo.—Vais a comprenderme. El conde de Eberbach posee veinte millones, y no tiene más familia que

un sobrino. Supongamos que casa con vos y muere; sería menester que os amase muy poco para que no os legase sus bienes, a lo que, por otra parte, tiraremos. Pero prescindamos de ponderaciones; dejemos una buena parte a Lotario, cinco millones; todavía nos quedan quince: diez para vos y cinco para mí. Ya veis que es sencillísimo.

—Efectivamente, el cálculo es exacto —dijo Olimpia;— pero en vuestro plan veo dos obstáculos.—¿Cuáles?—El primero estriba en que sería menester que el conde me amase, y el segundo en que sería

preciso que éste muriese.—Os amará y morirá.Olimpia miró aterrorizada a su interlocutor.—No os asustéis, señora —repuso Samuel,— y no deis una interpretación torcida a mis palabras.

En cuanto a amaros, el conde de Eberbach siente ya por vos un verdadero principio de inclinación. Lo demás es de mi incumbencia.

Olimpia pareció reconcentrarse; luego levantó la cabeza y dijo:

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—Si es cierto que el conde ya me ama ¿qué necesidad tengo de vos?—¡Ah! —profirió Samuel— no deja de ser lógico lo que decís y veo que no me había equivocado

al juzgar del temple de vuestro carácter. Me felicito de no haber padecido error respecto del particular. Para llevar a buen fin el negocio, es indispensable que tengáis un carácter enérgico, y cuanto me demuestre lo que valéis, será para mí motivo de íntima satisfacción, por más que vuestros actos me sean contrarios. Vos queréis saber en qué puedo seros útil. Voy a decíroslo: primeramente, el conde de Eberbach es mi amigo de la infancia y ejerzo en él un influjo absoluto. Yo tengo el hilo de ese muñeco dorado, y como hago de él lo que quiero, depende de mí el apagar o atizar su amor. Es hombre incapaz de amar de suyo; necesita que con frecuencia echen tizones a su chimenea. Si ante él os exalto, no verá sino a vos en el mundo; si os calumnio, no os saludará en la calle. En segundo lugar, desde el momento que he quemado mis naves con vos, demostraríais un candor pueril si creyeseis que yo os dejaría obrar independientemente de mí. Yo soy hombre que no retrocedo ante nada, tenedlo por entendido, ante nada, para llegar al fin que me propongo. Ahora bien, si no me queréis con vos me tendréis contra vos, y en la guerra como en la guerra. Vos debéis de haber reflexionado sobre todas la fases de la pasión y estudiado todas las formas de los caracteres. Los papeles que habéis desempeñado os han dicho algo, y no habéis vestido el traje ni representado la vida de los grandes criminales históricos, sin que de ellos os haya penetrado una partícula en el pecho. Vos lo comprendéis todo, hasta el crimen, ¿no es así? Y al decir crimen, no me refiero al crimen traidor y vil, sino al crimen osado y grandioso. Vos no me conocéis, pero guardaos de conocerme demasiado. Quiero seros franco, os aconsejo que no luchéis conmigo.

Por mucha entereza que hasta entonces hubiese conservado la cantarina, se estremeció ante la amenazadora mirada de Samuel, cual si esta amenaza hubiese removido en ella un recuerdo terrible, alguno de los papeles que le había tocado representar en el drama de su existencia.

—Esto en cuanto el primer obstáculo —prosiguió Samuel con acento suavizado.— Por lo que respecta al otro, decíais vos que sería menester que el conde muriese.

—¡No, no he dicho eso! —exclamó Olimpia.—Sí, señora, lo habéis dicho, y yo os he respondido que el conde morirá; pero sosegaos, morirá

sin que para nada intervengamos nosotros en su muerte. Yo soy médico y puedo, por lo tanto, comunicaros una noticia, y es que al conde de Eberbach, gastado y quebrantado por la fatiga, por el dolor y los placeres, le queda muy poco tiempo de vida.

—¡Ah! —interrumpió Olimpia con voz turbada.—Os he dicho dos años —continuó tranquilamente Samuel, — y podía haberos dicho dos meses.

De lo que sí os respondo, es de que no pasará de la fecha que primeramente os he indicado.—¿Estáis seguro de ello? —preguntó Olimpia dominando su emoción.—Tanto —respondió Samuel,— que no os exijo los cinco millones sino para el día siguiente

al de su muerte. Ya veis que estamos hablando de un muerto y que nos repartimos su herencia. Pero estáis pálida y por la frente os corren gotas de frío sudor. ¡Bah! eso es puramente un efecto nervioso. Vuestra razón debe dármela. Especular sobre una tumba está permitido con tal que para nada hayamos

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intervenido en la muerte. Por otra parte, las acciones merecen este o aquel calificativo, según quien las comete. A mi ver, existe algo superior a la virtud, y es la inteligencia. Todo lo grande tiene derecho a prescindir de la moral vulgar. Yo tengo un vasto plan; el dinero que el conde de Eberbach emplea tan tontamente en dorar la librea de sus lacayos y en enriquecer a las cortesanas, yo lo dedicaré a empresas de empeño. ¿Sabéis que en la esencia de todo eso tal vez haya la libertad de un pueblo, más, la libertad de un mundo? ¿Y nos detendríamos contrarrestados por escrúpulos necios? ¿Desde cuándo los grandes talentos y los grandes proyectos se detienen ante las máximas del catecismo o de la civilidad pueril y delicada? ¿Os cabe en la mente un César escrupuloso? ¿Podéis imaginaros a Napoleón convertido en mujer casera e incapaz de degollar una gallina? ¡Bah! no seremos nosotros quienes matemos al conde de Eberbach, sino su mal. No debemos echar mano de pequeñez alguna. A la fortuna no le gusta que seamos tímidos, que nos sonrojemos y tartamudeemos. Acogedla, pues, con arrogancia, y pues sois actriz consumada, dejaos de atortolamientos de burguesa escrupulosa. Vos, así lo espero, no pertenecéis a esa clase de monigotes a quienes se les antoja que el hombre no tiene derecho a robar una provincia cuando respeta un molino. Estoy seguro de que trato de igual a igual. Ved porqué os he hablado sin rebozo y sin artificio. Ahora responded.

—Dejad que os dirija una nueva pregunta —dijo Olimpia, haciendo un violento esfuerzo sobre sí misma:— ¿si respondo no, si me niego a arriesgar mi alma en la temible partida que me proponéis, cuál será vuestra conducta? ¿Persistiréis en vuestros designios sobre la fortuna del conde de Eberbach, o renunciaréis a ella?

—Perdonad, señora —respondió Samuel con la mayor impasibilidad;— pero esto, salvo mejor parecer, para nada os atañe. Sois libre de retiraros, pero yo lo quedo de obrar como más bien me parezca. Reflexionad.

—Concededme veinticuatro horas de término.—No puede ser, señora; estos negocios no admiten dilación; deben ser tan pronto admitidos

como propuestos.—¿Y si me niego —profirió Olimpia,— vos os reserváis la libertad de obrar?—Sí.—Pues bien —dijo aquélla, con acento de resolución repentina,— acepto.—¡Por fin! —exclamó Samuel con gozo irónico y sonrisa de triunfo, mientras se encaminaba

hacia una mesa sobre la cual había un tintero y sacaba de su bolsillo un pliego de papel sellado.—¿Qué es eso? —preguntó Olimpia.—Nada —respondió Samuel,— un medio de darnos mutuamente garantías.Y se puso a escribir, mientras en voz alta iba leyendo:

«Yo, la abajo firmada, confieso deber al señor Samuel Gelb la cantidad de cinco millones de pesetas, cuya deuda no será exigible sino después de la muerte de mi marido...»

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Aquí se interrumpió Samuel, para decir:—Hoy estamos a 15 de marzo, y fecho el documento a 15 de mayo, pues me cabe la seguridad

de que para este último día habréis casado con el conde, como me cabe también la certeza de que el conde bajará al sepulcro antes que vos. Esto para garantía vuestra. Por lo que respecta a la mía, escribid ahí: Conforme, y firmad: La condesa de Eberbach. Si no logramos nuestros propósitos, como no sois condesa de Eberbach este documento queda convertido en un papel mojado, ya que no os obliga sino en el caso de celebrarse la boda. De consiguiente no arrostráis compromiso alguno en tanto no seáis condesa de Eberbach.

—Es cierto —dijo Olimpia, tomando la pluma y firmando el documento.—Ahora —repuso Samuel metiéndose el papel en el bolsillo y levantándose— no me queda

sino daros las gracias y felicitaros. Me voy para poner manos a la obra inmediatamente; pero pronto volveremos a vernos. Me cabe la honra de saludaros, señora condesa.

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CAPITULO XIIICabos atados

Por ambiciosa o perversa que hubiese sido la cantarina, es más que seguro que de haber visto la singular sonrisa que se dibujó en los labios de Samuel cuando este tentador se separó de ella, se habría estremecido y tal vez arrepentido de haber dado entrada en su existencia a semejante hombre.

—Ahora —decía para sí Gelb mientras iba bajando por la escalera de la casa de Olimpia— voy a atar mis hilos al otro muñeco.

Y subiéndose al coche que le estaba aguardando, gritó al cochero:—¡A la embajada de Prusia!Apenas acababan de llegar al palacio de la embajada el conde de Eberbach y Lotario, cuando

Samuel se hizo anunciar y fue introducido en el salón, en el cual encontró solo a Julio; el cual, sorprendido de momento al volver a ver tan pronto a su antiguo amigo, exclamó:

—¡Tú!—No me esperabas hasta la noche, ¿no es eso? —repuso Samuel.— Sin embargo, me conoces y

sabes cómo empleo los minutos. He hallado un sistema sencillísimo de vivir más que los otros, y este sistema consiste en desplegar más actividad que no ellos. Vivo un día cada hora. No bien has salido de mi casa, yo he hecho lo mismo. ¿Sabes de dónde vengo ahora? De casa de Olimpia.

—¿De casa de Olimpia? —repitió Julio estremeciéndose.—Primeramente me he ido a casa de lord Drummond para pedir la dirección de la signora

Olimpia, no al lord, que en este punto es por demás receloso, sino a sus criados, y luego me he presentado sencillamente en la morada de aquélla, y he logrado, a decir verdad sin gran trabajo, que para mañana por la noche, a las nueve, te aguardase en su casa.

—Es admirable —dijo Julio tendiendo la mano a Samuel.— Te doy las gracias con todo mi corazón; porque es singular lo que esa mujer me preocupa. Tiene para mí el imán de lo desconocido. Nunca he experimentado un deseo tan ardiente de penetrar un alma. En ella hay algo que me atrae por modo incontrastable. Tal vez esto no sea sino aparente; quizá, como me ha acontecido ya tan repetidas veces, me detendré, desilusionado, al umbral...

—¡Oh! no —interrumpió Samuel;— Olimpia en nada se parece a las demás mujeres; es una criatura digna y capaz de retener a un hombre. Yo, que tengo la epidermis coriácea y no me dejo derretir fácilmente, en su presencia experimenté lo que tú; sufro su influjo pese a ejercerlo yo de costumbre y me sonrojo al sentirme por primera vez pequeño ante una mujer.

Samuel, al hablar, espiaba en el semblante de Julio el efecto que producían en éste sus palabras.

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El conde de Eberbach escuchaba pensativo y satisfecho al ver que su inclinación era aprobada y ponderada por un hombre como Samuel. Así es que dijo con efusión:

—Te doy nuevamente las gracias por tu rendimiento y solicitud mi querido Samuel. Ya ves que acepto de corazón tus servicios; ¿por qué por tu parte te niegas a aceptar los míos?

—Me parece que no los he rehusado —respondió Gelb.—Esta mañana —arguyó Julio— te has abroquelado con una dignidad absurda entre nosotros.—Me he negado a recibir dinero, es cierto. ¿Que haría de él? No lo he necesitado en mi vida; pero

no rehúso lo que deseo. Me has ofrecido ayudarme con tu crédito, y te he cogido la palabra.—Enhorabuena —dijo Julio.— Vamos a ver, ¿en qué puedo servirte?—En ello iba pensando mientras, me encaminaba hacia acá. Hasta hoy puede decirse que no he

hecho sino perder tiempo. Tengo inteligencia; pero ¿de qué sirve ésta? El oro no existe sino cuando el minero lo ha arrancado de las entrañas de la tierra y el acuñador lo ha amonedado. Yo no he extraído ni amonedado mis ideas, y si no me doy prisa van a quedar para siempre perdidas. Tú, que eres más joven que yo y has llegado a una posición encumbrada, puedes ser grande y noblemente útil a tu patria. Ya yo sé que no tengo tu cuna ni tu caudal; pero poseo iniciativa y actividad, que de seguro me hubieran valido algo de haberlas aprovechado en lugar de cruzar los brazos. Hice mal desde un principio en mirar con desdén las etapas del camino; imaginé escalar la montaña de un sólo salto en vez de trepar a ella paso ante paso. En una palabra, he consumido mi existencia buscando alas. Ahora yo me encuentro en la falda y tú en la cumbre; tiéndeme la mano.

—Explícate —dijo Julio.—Yo, como tú —repuso Samuel,— soy un buen alemán, súbdito del rey de Prusia. Respóndeme

sin ambages; ¿puedo, con tu ayuda, aspirar a servir en alguna parte a Alemania y a representarla tarde o temprano?

—¡Tú diplomático!—¿Por qué no?—Es que... —arguyó Julio, deteniéndose empachado de formular su pensamiento.—No llevo un apellido bastante ilustre, ¿no es eso? —dijo Samuel, redondeando la frase.—

Hombre, yo no exijo que me nombren embajador de buenas a primeras.—No es eso —replicó Julio;— no es que yo dude de ti, sino del oficio. La diplomacia es una

carrera larga y fatigosa, y te confieso que me pareces apto para todo, menos para embajador. Altivo, imperioso y erguido como eres en tal grado ¿cómo vas a doblegarte a todos los manejos, complacencias y sutilezas propios del arte? Dispénsame mi extrañeza; pero desde el punto de vista diplomático me produces el efecto de un moscón entre telarañas.

—Mi querido Julio —repuso Samuel sonriendo,— me estás hablando de un antiguo Samuel Gelb a quien los dos conocimos en Heidelberg hace diez y ocho años. Entonces era yo intransigente y brutal en el trato; pero hoy he cambiado de todo en todo. No he modificado el carácter, pero sí la

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forma. Esto no quiere decir que desprecie menos a los hombres, al contrario. Ser susceptible con ellos, es mostrarnos necesitados de su estimación, someter nuestra conducta a la que para con nosotros guardan. Ahora les trato como a instrumentos; su altivez no me da enojos y su bajeza me divierte. Un carpintero se baja para recoger su cepillo o su sierra si se le caen; yo, en lo presente, estoy dispuesto a bajarme cuanto sea menester, y aun me pondré de bruces para recoger un influjo que me sea necesario o un título que me ayude. Y tenlo por seguro, creeré obrar con más altivez haciéndolo de esta suerte, que no atiesándome y pretendiendo que proclame mi valer un hato de necios. Piensen éstos lo que quieran, si de pensar son capaces. Yo siento, y el sentimiento que tengo de mí mismo me basta; no necesito que los demás lo compartan. Ya ves que en mis disposiciones actuales, tengo cuanto es menester para hacer de mí un diplomático perfecto.

—Está bien —dijo Julio reflexionando;— pero como tú mismo has dicho, no se llega de golpe y porrazo a embajador; hay que pasar una residencia fastidiosa. Ante todo ¿estás dispuesto a salirte de París?

—En cuanto a la residencia —replicó Samuel,— solicito un apoyo, y no creas que sea para prescindir de ella, sino para abreviarla. Por lo que se refiere a mi salida de París, puedes resolver la dificultad tomándome a tus órdenes.

—¿Agregándote a la embajada? —preguntó Julio.—¿Y qué? —profirió Samuel interrogando a su vez.—Dispénsame —dijo Julio titubeando;— pero, a decir verdad, me has acostumbrado demasiado

tiempo a admirarte y aun a temerte algo para que sin escrúpulos acoja la singular idea de tenerte por subordinado.

—Si no un buen pretexto, a lo menos es una mala razón —repuso Samuel.— Ya te irás acostumbrando. Los verdaderos actores son aptos para desempeñar todos los papeles. ¿No he representado el de amo por un momento? Pues bien, si me place desempeñaré el de dependiente. Prueba y verás. ¿Acaso crees que te sería yo inútil?

—No digo eso —respondió Julio.—Escucha —prosiguió Samuel, con la mirada fija en su interlocutor y abordando indudablemente

el verdadero objeto de la conversación,— como sólo hace pocos días que has llegado, no conoces París ni Francia. En Cambio yo, que resido acá desde hace quince años, he tenido ocasión de estudiar esencialmente mucho y a muchos. Es indudable que tú tienes un policía que te cuesta a peso de oro. ¡Valiente tontería! Para vigilar no hay como uno propio. ¡La policía! ¡La policía! La policía exige casi un hombre de ingenio. En la hora de ahora, lo que aterroriza a tu gobierno, al igual que a todos los gobiernos del mundo, es eso a que apellidan liberalismo ¿digo bien? y tú es indudable que tienes el encargo de vigilar a esta bestia fiera. Nada temas; conozco el liberalismo, y sé que es menos peligroso de lo que imagináis cuantos pertenecéis a la esfera oficial; más, aun cuando encerrase verdadero peligro, no son los que lo representan hombres capaces de aprovecharse de ello.

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Hubo un momento de silencio, durante el cual Samuel miraba a Julio, esperando que éste le interrogase, y Julio miraba a Samuel, aguardando que su antiguo amigo se explicase. Mas viendo que Samuel continuaba encerrado en su mutismo, Julio preguntó:

—¿Tú consentirías en informarme respecto de esos hombres?—No me ofendo de tu insinuación —respondió Samuel riendo,— pues si nunca he sido

escrupuloso con las cosas, no hay para qué serlo con las palabras. Todo, puede ennoblecerlo el riesgo. El agente que corre vilmente al husmo de un secreto, es un espía innoble; el soldado que penetra osadamente, con riesgo de su vida, en el campamento enemigo, es un héroe intrépido que desafía él solo a un ejército entero. Si aceptas mis servicios, nada te diré respecto de los singulares mineros que en este momento están zapando, bajo el terreno que pisamos, a la monarquía actual; pero te haré partícipe de sus maquinaciones, nos inmiscuiremos entre ellos y expondremos nuestros pechos a sus puñales.

—¿Cómo vas a componértelas?—Por convicción he sido, y continúo siéndolo por indiferencia, un afiliado al carbonarismo

francés. Cuando quieras arriesgarte a asistir a una de nuestras ventas...—Si no soy afiliado.—Haré que te reciban. ¡Ah! arriesgaremos nuestras cabezas. Ya ves que esto no es despreciable y

vil.Hubo una nueva pausa de silencio.—¿Aceptas? —preguntó Samuel.Julio a su vez permaneció silencioso. Estaba meditando; pero de improviso y como arrancándose

a una vacilación profunda, dijo con voz visiblemente turbada:—Vamos a ver, tú me ofreces tu clara inteligencia, tu ciencia inagotable, tu actividad y tu audacia,

cualidades preciosas, en efecto, y que me es dable utilizar. Sin carácter oficial puedo encargarte informes y trabajos que pronto darían a conocer en Berlín tu valer y que más o menos tarde te valdrían honores y empleos. Puedo también, pues tengo poco apego a la vida, seguirte, tanto por curiosidad como por deber, a vuestros antros del carbonarismo francés...

—¿Y bien? —profirió Samuel.—Deja que termine. Es preciso que comprendas que por muy graves que sean indirectamente para

nosotros las tentativas de los liberales franceses, lo que más nos importaría conocer son sus relaciones secretas con los liberales de Alemania.

—Redondea el pensamiento —dijo Samuel, impasible al ver que Julio se había interrumpido como para interrogarle.

—Creo, más bien dicho, sé —continuó Julio— que el carbonarismo extiende por toda Europa sus ramificaciones subterráneas; tú, como yo, pertenecimos en otro tiempo a la Unión de Virtud. Cuando de regreso de mis viajes mi padre me hizo agregar oficialmente a la embajada de la corte de Viena, como es natural rompí con lo que el otro día apellidaba yo devaneos de la juventud; pero tú, que eres

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carbonario y ocupabas ya un grado eminente en la Tugendbund y has permanecido independiente, es obvio que has conservado relaciones con nuestros antiguos... cómplices.

—¿Qué más? —dijo Samuel con frialdad.—¿Qué más? —repitió Julio, que parecía estar cortado y oprimido.— Oye, Samuel, no deben

ocultársete dos cosas: la primera es que toda familiaridad con conspiradores sería contraria a la posición a que aspiras; la segunda, que el proporcionar noticias sobre la situación actual de la Tugendbund alemana te haría más propicio a los ojos de los otorgadores de grados oficiales que las más osadas sorpresas que pudieses llevar a cabo en el campo del carbonarismo francés.

Julio pronunció esta última frase con una especie de mortificación y como espantado, y aguardó impaciente la respuesta.

—Mi querido Julio —dijo sencilla y tranquilamente Samuel, que parecía estar del todo sosegado,— creo haberte dicho ya, cuando incidentalmente hablamos el otro día sobre el particular, que al salir de Alemania, hace diez y siete años, dejé de pertenecer a la Tugendbund y que nunca más he oído hablar de ella. Y como te dije la verdad, no puedo correr el peligro de la complicidad y atribuirme el mérito de la traición. No me pidas sino lo que te ofrezco. En cuanto a los conspiradores de Francia, quiero ponértelos en evidencia; pero respecto a los de Alemania, nada puedo decirte.

—Enhorabuena —profirió Julio como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.— Si no existe ya relación alguna entre la Tugendbund y tú, nada se opone a que marchemos juntos; y ya que de este lado no nos queda qué hacer, pensemos en el carbonarismo. Tienes razón, me satisfará conocer a los liberales franceses.

—Ya conoces a dos o tres —dijo Samuel.—¿Quiénes son?—Con ellos cenaste en casa de lord Drummond.—Sí, pero esos presumo que conspiran a rostro descubierto.—Puede.—¡Bah! —repuso Julio casi dé buen humor,— Ea, pues, adelante y sírveme de guía. De buena

gana y sin escrúpulo iré a su encuentro; porque, como tú mismo lo has dicho, mientras yo arriesgaré la cabeza, ellos no expondrán un cabello de la suya. Ya puedes suponer que el embajador de Prusia no irá a convertirse en denunciador.

—Ni menos su introductor, excusado es decirlo —profirió Samuel.— Conque aceptas ¿eh?—Sin vacilar.—¿Aun diciéndote que como te conozcan no debes esperar más misericordia que la que hallarías

en un antro de leones?—El peligro es lo único que me autoriza.—¿Y cuándo quieres que te presente?—A tu elección lo dejo.

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—¿Esta noche misma?—Conforme.—No te suponía tanto ardimiento. —Es el ardimiento del tedio —dijo Julio;— cuanto conozco me repugna; tengo sed de lo

desconocido. Los subterráneos de la política me cautivan por su misterio, como Olimpia me sedujo por su carátula. Por dos conceptos has proporcionado interés a mi existencia, y te lo agradezco.

—Ve con tiento, lo tenebroso tiene sus derrumbaderos.—Que me place. Échame los cinco, y adelante.Y mientras aquellos dos hombres, que acababan de espiarse como enemigos, se estrechaban

cordialmente la mano, Samuel decía para sus adentros:—Ea, todavía es él el más leal, pero yo continúo siendo el más fuerte. Olimpia puede dar comienzo

a su obra y yo rematarla.

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CAPITULO XIVUn drama en la sala de espectáculos

Adelantemos algunas semanas.Al cabo de ellas, los hilos tan fuertemente anudados por Samuel Gelb, estaban, si no rotos, a lo

menos aflojados de un modo singular.Uno de los más grandes escritores de nuestros días ha dicho:

«Tras lo humano aparece lo providencial; sobre el hombre se alza Dios. Negad cuanto se os antoje el consejo divino, no consintáis en su acción, disputad sobre las palabras, calificad de fuerza de las circunstancias o de razón a lo que el vulgo apellida Providencia; fijaos en un hecho consumado, y veréis que siempre resulta lo contrarío de lo esperado como desde un principio no se base en la justicia.»

Samuel Gelb era uno de esos caracteres audaces y enérgicos que prescinden de Dios; pero a pesar de su inteligencia y de su energía, durante el curso de su existencia más de un descalabro le había advertido que una voluntad suprema e invisible dispone de los propósitos de los hombres.

La Unión de Virtud quiere la muerte de Napoleón, se había dicho Samuel: si mato al emperador, seré en la Unión lo que me dará la gana; subiré de un solo salto la escalera del influjo y del mando; seré jefe entre los jefes. Y puso manos a la obra, y tomó todas sus medidas, y calculó el instante en que Napoleón, al anudar la guerra, tenía en su contra a las madres todas y a Europa en peso, y en que, con el emperador, mataba el imperio. Para esto eligió al asesino a quien nadie ve ni detiene, al asesino a quien no sorprenden en flagrante delito del gesto, al asesino que se insinúa, que se respira con el aire, el veneno. Y al entregar el memorial a Trichter, dio por sentado que acababa de poner en manos de su zorro el instrumento que debía colocarlo a él en el pináculo. Con todo, fue lo que le hizo descender al último escalón.

Los partidos no perdonan las tentativas abortadas, y la Tugendbund no perdonó a Samuel el que la hubiese comprometido sin provecho. De salir éste con la suya, su acción le habría llenado de gloria; fallido su propósito, quedó cubierto de ignominia. De consiguiente fue expulsado como criminal de la peor ralea, como autor de un crimen abortado.

Así pues, lo que debía exaltarle le había precipitado en el abismo; lo que debía colocarle en la cúspide de la Unión de Virtud le había arrojado de ella; lo que debía convertirle en uno de los reyes subterráneos de Alemania, le había reducido a huir perentoriamente de esta nación y a renunciar para siempre más o poner de nuevo los pies en ella.

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Con todo, movido por la desatentada obstinación del hombre contra las leyes inexorables, volvía a la carga y renovaba la lucha impía y grandiosa de Ayax contra los dioses.

Las maquinaciones que le hemos visto preparar en provecho de su ambición y de su amor ¿se revolvieron contra él esta vez? Sus planes, tan profunda y tenebrosamente combinados en virtud de su conocimiento de la humanidad en general y del carácter de Julio en particular ¿van a ponerle en apurado trance? Los acontecimientos nos lo dirán.

Hemos solicitado de nuestros lectores el permiso para adelantarnos muchas semanas.A mediados de abril de 1829, en la Ópera se representaba la Mutta di Portici, entonces nueva y

en boga.No era solamente la música de Auber, tan viva y tan francesa, lo que hacía correr a los parisienses

a las representaciones de la Mutta; en el argumento mismo de la obra había una relación íntima con la situación política que los espectadores no acertaban a explicarse y que sordamente se apoderaba de sus ánimos. La revolución próxima, todavía invisible en el horizonte, parecía reflejarse anticipadamente en aquella sublevación del pueblo de Nápoles. Todos los instintos de libertad, que iban a reventar por modo tan formidable poco después y echar por tierra un trono secular, hallaban su expresión en las insurreccionadas notas de Auber. La arrebatadora aria:

Amour sacre de la patrie soutiens l’audace et la fierté;

a mon pays je dois la vie, il me devra la liberté!

Era cada noche repetida y aclamada. Un gobierno inteligente hubiera estudiado estos síntomas del espíritu público y procedido como tal; pero los gobiernos no se dan nunca cata de las revoluciones hasta el día siguiente de haber éstas estallado.

Samuel, que no era el gobierno, había acudido aquella noche a la Ópera para tomar el pulso a la opinión pública. A su llegada había terminado el acto primero, y como todos los asientos del público estaban ocupados, solicitó y obtuvo de la acomodadora que le proporcionase un sitio en un rincón, donde permaneció en pie y desde el cual no veía la escena; pero no había ido allá para presenciar lo que pasaba en las tablas.

Terminado el acto primero, desocupáronse los bancos del público, y Samuel se adelantó para tender una mirada investigadora por la platea, como si buscase a alguno.

Olimpia estaba en un palco delantero del primer piso, en compañía de Lotario. Samuel, al ver a la cantarina y al joven, hizo un gesto de disgusto y murmuró entre dientes:

—¿Va a pasar ese muñeco toda la noche con Olimpia? Sin embargo, es menester que yo hable con ella a solas. Y a lo que parece, el jovencito no se encuentra mal al lado de esa mujer. ¿Se hará la competencia a su tío? Vigilaré. Y es joven y gallardo el nene. Conquiste a todas las mujeres si quiere, pero que deje en paz a Olimpia y a la otra. Por lo demás no sé porqué estoy siempre tan propenso a

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desasosegarme. En cuanto a Federica, Lotario no la ha visto desde hace dos meses, y por lo que se refiere a Olimpia, éste ha ido a su palco para hacerle una visita de cumplimiento. Ea, ya se despide de ella.

En efecto, en aquel instante Lotario dijo adiós a la artista; mas en el momento en que Samuel, creyendo sola a ésta, iba a encaminarse a su encuentro, vio inclinarse al lado de ella la cabeza de Gamba.

—¡Malhaya! —murmuró Gelb— ahora está su hermano.En esto empezó el acto segundo. Metido en su rincón, Samuel buscó con los ojos el palco del

embajador de Prusia, y en él sólo vio a Lotario y a otro individuo de la embajada.Terminado el acto, Samuel, cansado de esperar y dando por admitido que Olimpia haría salir a

su hermano, se encaminó al palco de ésta, y una vez en él, hizo una profunda reverencia a la artista; la cual le recibió con frialdad altanera y glacial cortesía.

Sin embargo, la cantarina hizo lo que Samuel había previsto, esto es, despidió a su hermano, encargándole que fuese a ver en el cartel quién tenía que salir en el baile de la Mutta.

Es obvio que Gamba comprendió lo que tal encargo quería decir, pues dirigió una mirada de súplica a su hermana y le dijo:

—Voy, pero con una condición, y es que volveré para presenciar el baile. Ya sabes que es lo único que me gusta y que no me he tragado dos actos de música para prescindir precisamente de la pantomima.

Gamba se salió del palco.—Perdonadme, señora —dijo Samuel tomando asiento,— si por unos instantes os privo de la

presencia de vuestro hermano. Demasiado me sé que no le reemplazo. Sin embargo, ¿por ventura los mortales no son sino hermanos por la sangre y por la carne? ¿No lo somos también por el espíritu, por el parentesco de las ideas que podemos sustentar respecto de la vida, o por la conexión de los proyectos que juntos podemos madurar? Atendida la opinión que me merecéis y la que a mí mismo me merezco, os certifico que más que el que acaba de salir soy yo hermano vuestro y vos hermana mía.

—¿Teníais que hablarme? —preguntó Olimpia, dando otro sesgo a la conversación.—He venido —dijo Samuel— para pediros noticias de mi excelentísimo amigo el conde de

Eberbach. ¿Qué tal sigue su amor?—Mal —respondió Olimpia.—¡Bah! ¡es imposible!—Podéis estar seguro de ello. Los primeros días se mostró rendido, tierno, respetuoso y aun

añadiré embelesador; pero de quince días a esta parte sobre todo, ha cambiado de tal suerte que no parece el mismo; ahora está inconstante, caprichoso, triste.

—Porque no habéis querido tomaros el trabajo de conquistarle —dijo Samuel.— Los hombres son tan necios, que la grandeza y la simplicidad en vez de atraerlos los repelen. Para hacérnoslos nuestros no hay como achicarnos y acudir a la destreza. Para ponerlos dóciles existen muchos medios, y la belleza ni el talento nada valen como una no sepa servirse de ellos. Vos sois hermosa y estáis dotada de ingenio, y

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os presentáis tal cual sois. ¡Que insensatez! Os mostráis cariñosa, os prodigáis, sois buena, o lo que es lo mismo, absurda. En lugar de excitar sus caprichos por medio de la resistencia, los habéis satisfecho. Os ha rogado que os vistáis de cierta manera que le recuerda una mujer a la cual halla que os parecéis; os ha pedido que os pusieseis chales de este o de aquel color, que os tocaseis conforme a sus gustos, y habéis accedido a sus caprichos con paciencia y mansedumbre poco hábiles; dispensadme que os lo diga. Para el deseo humano no hay imán como el obstáculo; nunca el hombre desea sino aquello que no posee.

—¿Qué queréis? —dijo Olimpia.— Lo que él ama, o más bien lo que por un momento ha amado él en mí, no soy yo, sino mi parecido con otra mujer; una muerta, una criatura desaparecida se ha llevado con ella la vida del conde a la tumba. ¿Podía yo negarme a satisfacer este recuerdo sagrado? Yo no estaba celosa de la difunta, y como no lo estaba y él la amaba, yo le ayudaba a amarla. Ahora, empero, temo que la haya olvidado a su vez, como a tantas otras, y que la pobre muerta no haya expirado nueva y definitivamente.

—¿Por qué —preguntó Samuel,— si creéis realmente que no os ama ya como os amaba en los primeros días, no habéis seguido mis consejos desde un principio y no os habéis aprovechado de su naciente y ardorosa pasión para hablarle seriamente del matrimonio y hacer que os empeñase su palabra?

—Me felicito de no haberlo hecho —respondió Olimpia.— Hoy que le conozco, veo que no es cual vos me lo pintasteis. Me dijisteis que era apacible, que estaba triste y anonadado por un recuerdo querido, y además que era un tesoro de abnegación y de ternura, devoto de quien le amaba y agradecido a quien le comprendía. Quizá tal fue en otro tiempo; pero en este caso la existencia que ha llevado ha puesto por demás marchita y mustia en él la flor del sentimiento. Ahora es egoísta, exigente y aun diré absorbente. No hay que pensar sino en él, y es voluntarioso con el imperio de la endeblez y la enfermedad. Se reserva para sí toda su alma, pero exige toda la vuestra. ¿Puedo yo, para quien el arte se ha convertido en mi única existencia, consentir, por ejemplo, en renunciar para siempre al teatro y quizás a la música, como él me pide? Lord Drummond es menos despótico.

—¿Qué importa —dijo atropelladamente Samuel,— si le queda tan poco tiempo de vida?—No profiráis tales palabras —repuso Olimpia estremeciéndose y fijando los ojos en su

interlocutor.— No lo creo, ni quiero creerlo, ni quiero que vos creáis lo contrario que yo creo. ¡Ah! vos no pensáis lo que decís; lo que queréis es obligarme. No me digáis que el conde va a morir, porque entonces sería yo muy capaz de sacrificarme y de aceptarlo todo. Pero no, el conde de Eberbach, y a Dios le suplico que me escuche, tiene aún largos años de vida. Además, yo no soy la que él ha menester para compañera. Por desgracia quizá, todavía hay en mí un exceso de ardor y de vida. Lo he reflexionado bien; lo que necesita el conde no es esposa ni querida, sino algo así como una hija. Todo cuanto tiene visos de voluntad, de deseo, pasión o pensamiento constante, le fatiga, y le fatiga no sólo sentirlo él, sino también que los demás lo sientan. Ahora bien, mi presencia despertará siempre en él un pesar amargo que le agravará, el pesar de Mozart y de Rossini. Aunque yo me sacrificase por él, no le salvaría; en vez de proporcionarle consuelo le causaría daño.

Samuel miraba de hito en hito a Olimpia.

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—Dentro de algunos años, no digo que no —prosiguió la artista.— Cuando haya perdido yo la sonoridad de la voz, cuando esté más lejana la memoria de mis triunfos en las escenas de Nápoles, Venecia o Milán, y tenga menos aspiraciones y más recuerdos, indudablemente seré más capaz para el desempeño del papel de hermana de la caridad que vos queréis asignarme al lado de ese corazón dolorido. Hoy es todavía demasiado bulliciosa mi alma y mis ímpetus son aún demasiado sacudidos para no ajarle.

—Vos no pensáis sino en él —dijo Samuel interrumpiendo a Olimpia.— ¿Y vos? ¿A qué llamáis sacrificaros? ¿Acaso a ganaros diez millones?

—Sí —respondió la cantarina,— si esos diez millones me cuestan una mentira. Engañar al conde de Eberbach y darle a entender que siento lo que no siento, no lo haré nunca. Soy demasiado altiva, o si queréis demasiado cerril para doblegarme a tamaña hipocresía. No soy comedianta sino en el teatro.

Samuel, que advirtió que había escogido mal camino, ensayó tomar por otro.—¡Bah! —dijo— estamos discutiendo en balde, supuesto que partimos del principio de que Julio

está cambiado. Pero decidme, ¿en qué habéis descubierto el cambio ése? Yo que veo todos los días al conde; no hallo diferencia alguna en su modo de pensar respecto de vos, pues de vos me habla con la misma admiración apasionada que el primer día.

—No os creo —dijo Olimpia.—¿Pero qué diferencia halláis en su conducta?—Os repito que no es el mismo.—Pero, señora —replicó Samuel,— los hombres no son de una sola pieza ni son inmutables. A

menos de tener un amante de palo, a una mujer no debe cogerla de sorpresa el ver una que otra vez al hombre más enamorado sujeto a arrebatos de mal humor y de grosería. Los hombres tienen sus negocios, de que viven esclavos, sus cuidados, que les acompañan adonde van, y sus tedios, que les acosan hasta a los pies de sus amantes. Julio puede en estos momentos tener una preocupación penosa en la que vos nada tengáis que ver. ¿Quién sabe si ha recibido de su gobierno alguna comunicación que le trae mareado? Puede haberle llegado algo de Berlín o de Viena.

—¡Sí! —profirió Olimpia no pudiendo dominarse— lo que ha llegado de Viena es lo que me lo arrebata.

—¿Qué le ha llegado, pues? —preguntó Samuel.—¡Una mujer!—¡Una mujer! —repitió Samuel con admiración tal vez no muy sincera.—Sí, fingid que no lo sabéis —repuso Olimpia con voz conmovida y a pesar suyo amarga.—

¿Creéis que soy ciega o necia y que nada advierto? ¿Imagináis que no tengo yo también mi orgullo y que cuando me abandonan no supongo que es por una causa o por otra? ¡Oh! Es inútil que me lo neguéis; sé, como vos, que hace quince días, exactamente los mismos en que el conde de Eberbach pareció entibiarse para conmigo, llegó de Viena una mujer, una viuda, joven aún, rica, noble, deslumbradora, célebre por su hermosura y de incontrastable influjo en Austria. Sé que la mujer ésa ha sido amante

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de Julio y que éste la ha amado y sigue amándola. Ella no ha podido permanecer separada de él, y de improviso ha llegado a París. Os reto a que digáis lo contrario. Sí, ella le tiene cogido por todos lados, por su amor no extinto y por su ambición. Sobrina de quien vos ya sabéis, emparentada con la familia imperial, a su antojo puede encumbrar o anonadar. También sé que se ha alojado en el barrio de San Germán, a dos pasos del palacio de la embajada de Prusia. Sea por amor o bien por miedo, el conde de Eberbach se ha desviado de mí desde que ha vuelto a verla. A esa altiva beldad es a quien ama el conde, y si éste casa, no casará sino con ella. Enhorabuena, tómela por mujer.

Olimpia pronunció estas últimas palabras con una especie de cólera dolorosa que determinó un rayo de gozo y de ironía en la mirada de Samuel.

—¡Ah! —profirió éste— ¡estáis celosa! ¡Le amáis!—¿Y qué os importa a vos? —replicó Olimpia irguiéndose.— Paréceme muy atrevido jugar con

mi corazón. Muy equivocado andáis si creéis tenerme sujeta. Mirad, en nada está como no salgo de París mañana, esta noche, ahora mismo. Hace diez días que me están esperando en Venecia, donde me liga una escritura que no puedo romper. Allá me aguarda una creación en una ópera de Bellini. Mecida por este gran consuelo, la música, mi existencia, mi verdadera dicha, mi verdadero ideal, lo olvidaré todo, pasado y porvenir.

Samuel se sonrió.En esto la orquesta se iba llenando de músicos y los espectadores acudían de nuevo a sus puestos.—Va a empezar el acto tercero —dijo Samuel,— y ahí está vuestro hermano. Volveré con Julio, y

por lo que me habéis dicho me cabe la seguridad de que le perdonaréis.Y saludando a la artista, Gelb se cruzó con Gamba, que en aquel instante entraba en el palco.—¡Ama a Julio! —iba diciendo entre sí Samuel.— Mía es.—¿A qué esta cara de pascuas? —le preguntó súbitamente una voz.—¡Ah! ¿Eres tú, Julio? ¿Llegas ahora? —profirió Samuel levantando la cabeza y conociendo a su

amigo.—En este instante —respondió Julio.—¿Vas al palco de Olimpia?—No.—¿Al tuyo?—Tampoco. Demos una vueltecita por acá.—Los dos empezaron a pasearse por el pasillo, recibiendo acá y allá los saludos de amigos,

diputados, diplomáticos y periodistas, notables todos ellos en las letras o en la política, con los cuales entablaban Julio y Samuel esa conversación hábil y viva peculiar a Francia, conversación que va de uno a otro tema y que en el espacio de cinco minutos se ocupa en el arte y en la civilización, en la humanidad y en las mujeres, en Dios y en el diablo.

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—La categoría oficial del conde de Eberbach no impidió que con toda libertad se hablase de política. En Francia se discute riendo; los adversarios se estrechan la mano, los principios enemigos se tutean en los pasillos de los teatros hasta la víspera de una revolución, y al día siguiente andan a tiros en las barricadas.

—También se habló un poco de la ópera. Los críticos y los músicos hallaban que la Mutta era la partitura más mala de Auber. Los legos y los bustos del salón de descanso carecían de opinión respecto del particular.

—En esto sonó la campanilla, y salón de descanso y pasillos quedaron desiertos.—¿Te vienes? —preguntó Samuel.—¿Por qué? —profirió Julio.— Estamos más bien aquí sentados y no oímos la música.—Como quieras —repuso Samuel;— tanto más cuanto no siento estar un momento a solas

contigo. Tengo que darte un refregón respecto de Olimpia.—Ahórratelo; no gusto de disputas y toda discusión me fatiga.—Peor para ti —replicó Samuel;— si querías quedarte en tierra no te hubieses embarcado.

Me diste un papel en el asunto; te he precedido y anunciado, y ahora me plantas y te retiras. ¿Qué quieres que opine de mí la signora Olimpia? ¿Qué personaje me has hecho representar? A lo menos dame razones. ¿Qué te ha hecho Olimpia? ¡La pobre te amaba tanto! Pero ¿qué diablos ha podido desilusionarte en un abrir y cerrar de ojos? Olimpia no es menos hermosa hoy que hace un mes; siempre es la misma. ¿Por qué has dejado de tener tú los mismos ojos?

—¿Lo sé yo por ventura? —respondió Julio con impaciencia.— En cuanto a la causa, pregúntasela al misterio que da vida a las plantas y las marchita. Sin duda he amado a esa mujer únicamente porque me recordaba a Cristina. Tú dices que ella ha permanecido la misma, y yo te digo que no. Yo la he amado mientras ha sido para mí lo que era al principio, una criatura misteriosa, un trasunto de lo pasado, un recuerdo; pero así que la he visto todos los días, se ha convertido en mujer, en mujer viviente, en ser particular y perceptible, dejando de ser el reflejo y el retrato de la otra. Yo habría seguido adorándola; tal vez hubiera casado con ella como hubiese continuado siendo lo que yo quería; mas para ello era menester que se pareciese a una muerta, que fuese inmóvil, una sombra palpable, que no se hubiese movido al contemplarla yo. ¡Ah! Olimpia vive, habla y canta. Mi querido Samuel, apellídame visionario, dime que estoy enfermo; pero el canto admirable, divino, de esa mujer, ese canto me pone fuera de mí como una horrible nota en falso; para mí esa voz tan pura desentona, grita y blasfema. Olimpia no se parece a la humilde y apacible Cristina sino en el rostro; es una artista altiva, voluntariosa, enérgica. Un día que, en una hora de ilusión y creyendo ver de nuevo a Cristina en ella la dije que la quería por esposa, ¿sabes lo que me preguntó? Pues me preguntó si yo la exigiría que renunciase al teatro; y al ver que yo, entristecido, no la respondía, me dijo que a lo menos por espacio de algunos años tal sacrificio sería superior a sus fuerzas. Entonces vi aparecer la hija del gitano al través de la hija del pastor.

—¿De modo que lo que te da más grima en ella es que viva?

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—Sí —respondió Julio,— solamente amo a la muerta. —¿Y a ti te irrita que viva? —insistió Samuel.— ¿Tú llevas mala voluntad a la estatua porque está

animada? ¿Y si el alma ésa que le reprochas estuviese saturada de ti y sólo por ti alentase?—¿Qué quieres decir? —preguntó Julio.—Que te ama.—¿Ella?—Sí, y está celosa de la princesa —prosiguió Samuel, decidido a producir efecto y observando al

mismo tiempo el que en Julio causaría esta revelación.—¡Ah! —continuó Gelb— al fin esto te conmueve.—No—repuso Julio, —me espanta.—¡Cómo! —profirió Samuel contrariado.—No me faltaría sino verme amado por una mujer como Olimpia. Mírame, Samuel; estoy

fatigado, triste y desengañado en demasía para que la pasión no me asuste. Hoy he menester tranquilidad y olvido. ¿Qué quieres que haga yo de una mujer celosa, apasionada, violenta?

—¿Así pues, amas a la princesa? —preguntó Samuel con inquietud y mirando a Julio.— ¿Acaso piensas tomarla por esposa?

—No —respondió Julio;— nunca jamás volveré a casarme; Cristina será la única que habrá llevado mi apellido. Éste no lo hubiera dado yo sino a aquélla que hubiese sido su imagen perfecta. Olimpia puede tener su rostro, pero no su alma. Así pues, ésta la conservo en mí. Por lo que respecta a la princesa, cuya súbita llegada me ha sorprendido y contrariado, no siento por ella apego alguno; no la amo ni la temo. Si quiere puede hacer que mi gobierno me mande a llamar; pero eso se me da de mi representación. Estoy bastante rico para no necesitar de nadie, y el oficio de embajador tiene poco de divertido. Es menester no haberlo sido nunca, como tú, para tener deseos de serlo. Nada, pues, me obligaba a andarme con miramientos con la princesa; pero un rompimiento abierto con ella hubiera provocado luchas y amarguras, y he retrocedido. He continuado ligado a ella, pues, pero no por amor, sino por indiferencia.

—Mi deber es sacarte de esta apatía —repuso Samuel, aterrado ante la que había mostrado su amigo.— Dormirse en la nieve, como tú haces, es la muerte.

—Mejor —dijo Julio.—Pero yo no puedo asociarme a un suicidio —profirió Samuel.— Ea, despiértate; vamos a ver a

Olimpia; nunca ha estado tan hechicera.—¿Y a mí qué?—Nunca se ha parecido tanto a Cristina.—Razón de más para que no vaya yo a verla; volvería a alucinarme su aparente parecido, y mañana

la verdad me haría pagar de nuevo la ilusión de un instante.—¿Entonces para qué has venido aquí esta noche?

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—Para apresarte. ¿Olvidas acaso que esta noche tenemos una tercera reunión en la venta ésa a la cual me has conducido ya dos veces?

—Es todavía demasiado temprano —respondió Samuel;— la reunión no empieza hasta medianoche. Iremos terminada la función.

—Vayámonos inmediatamente, hazme este favor. Nos iremos a matar el tiempo a cualquier parte; me insiste una razón para no permanecer aquí.

—¿Cuál?—Que la princesa debe venir esta noche al final de la Mutta, al salir de una tertulia del representante

de Badén, y según me ha mandado a decir vendrá al palco de la embajada. Ahora bien, si me quedo no tendré otro remedio que hacerle compañía, y como no quiero, por eso te digo que nos vayamos.

—¿Prefieres la política a la princesa? —preguntó Samuel, procurando hallar viviente a su amigo a lo menos por un lado.

—Sí —respondió Julio,— porque en la política que cultivamos ponemos en peligro nuestras existencias.

—¡Cadáver! —dijo entre sí Samuel con rabia sorda— ¿pero qué va a aprovecharme ahora el conducirle allá si se niega a seguirme adonde yo quiero?

Gelb hizo nuevos esfuerzos para decidir a Julio a que entrase en la sala de espectáculos y no se fuese sin haber dicho a lo menos adiós a Olimpia; pero resultaron inútiles todas las tentativas.

—No me martirices —dijo Julio;— el bullicio ése y esa luz me dan fatiga. Nunca he podido concebir el placer que puede hallar uno en medio de tanto deslumbramiento y de tanta batahola. No ambiciono quedarme ciego y sordo.

—Lotario tenía que comunicarte algo —insistió Samuel.—Ya me lo dirá mañana por la mañana —replicó Julio.—Estará cuidadoso de ti.—Mandaré a decirle por un lacayo que me veo obligado a marcharme y que me haga el favor de

acompañar a la princesa hasta su casa. Salgamos.—Salgamos, pues —dijo Samuel.Ambos bajaron por la escalera, y encontrábanse ya en el vestíbulo e iban a empujar la puerta,

cuando ésta se abrió dando paso a una mujer alta, de ojos azules y mirada dura, cabellos rubios de fuego, hermosa, risueña y altiva; la cual iba apoyada en el brazo de un anciano vulgar, que no era otro que el representante de Badén.

—Ya ves lo que hemos ganado con tus dilaciones —murmuró de mal humor Julio al oído de Samuel.

—¡Cómo! ¿Os ibais ya, señor conde? —dijo la princesa encaminándose en derechura a Julio.—Es tan tarde —tartamudeó éste,— que he creído que os habían hecho quedar y que no vendríais.

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—Pues aquí estoy. Dadme el brazo.Y soltando sin cumplidos el del representante de Badén, tomó el de Julio.—Con vuestro permiso —dijo luego la princesa al anciano diplomático, que había quedado algo

corrido.Julio dirigió a Samuel una mirada de víctima resignada.—¿Subimos? —dijo la princesa.—En seguida, señora —respondió Julio.Y volviéndose a Samuel, le dijo:—A media noche volveremos a vernos.Y subió la escalera acompañado de la princesa y del representante de Badén.Samuel, después de titubear por un instante, se decidió a subir a su vez, y al entrar en la galería del

público, Julio y la princesa entraban también en el palco de la embajada.La princesa, siguiendo la moda de las mujeres hermosas cuando llegan al teatro durante un acto,

derribó algunos sillones. Así es que todos los espectadores volvieron el rostro en dirección de ella, todos los gemelos convergieron en aquella mujer, alta como Diana y rubia como el sol.

Olimpia miró al igual que los demás, y al ver aquella mujer en compañía de Julio, palideció y se tapó la cara con su ramo de flores para ocultar su turbación.

Lord Drummond, que en aquel momento acababa de entrar en el palco de la artista, al ver el movimiento de ésta, la preguntó:

—¿Qué tenéis?—Nada —respondió Olimpia.El acto tercero tocaba a su fin, y aún no había caído el telón cuando ésta, volviéndose hacia el

lord, le dijo:—¿Quisierais darme el brazo hasta el coche?—¿Os vais sin aguardar el final? —preguntó lord Drummond.—Sí —respondió Olimpia,— tengo bastante. Además, me siento algo fatigada.—Partamos —dijo el lord.Samuel, que había notado la conmoción de Olimpia, se apresuró a salir también para reunirse

a ella; pero cuando la alcanzó se encontraba ya en la escalera, corriendo, huyendo casi apoyada en el brazo de lord Drummond.

Gelb, al verla con su acompañante, no se atrevió a detenerla y hablarla; pero abocándose con Gamba, que iba en pos, le preguntó:

—¿Acaso se encuentra indispuesta la signora?

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—No, signor —respondió alegremente Gamba;— al contrario, nunca se ha encontrado tan bien de salud, y tan es así, que mientras lord Drummond ha salido para ir a buscar su abrigo, me ha dicho: «Gamba, arregla nuestras maletas esta noche; mañana al quebrar el alba partimos para Venecia».

Y Gamba se salió acompasadamente, dejando a Samuel convertido en estatua.—¡Ah! —murmuró éste— ¿qué voy yo a hacer ahora con él en la venta?

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CAPITULO XVEl carbonarismo

Al salir solo de la Ópera, Samuel Gelb se preguntó seriamente a sí mismo si valía más no ir a la venta.

Y efectivamente, ¿qué podía aprovecharle ahora el llevar a ella a Julio? No era éste el lado del cual apremiaban las circunstancias. La noticia inesperada que al pasar por su lado le comunicara Gamba, había desbaratado y echado por tierra todos sus designios.

Lo más urgente, pues, era no impeler a Julio, sino detener a Olimpia.Mas ¿cómo conseguirlo? La amargura de la cantarina al hablar de la princesa, su emoción cuando

vio entrar en el palco de la embajada a la altiva amante de Julio, y más que todo su resolución de partir al instante para Venecia, demostraban a Samuel que Olimpia amaba al conde de Eberbach.

Era indudable que si Julio se negaba a ir a casa de la artista, a Samuel no le quedaba medio alguno de decidirla a que se quedase; pero, ¿cómo lograr que aquél, tan aburrido y tan indiferente, fuese en aquel instante mismo a casa de Olimpia y tuviese la energía de impedir su partida?

Con todo, Samuel resolvió intentar; al efecto, se dirigió al sitio para el cual se había citado con Julio y donde se reunían siempre, esto es, al Puente Nuevo, a la entrada de la calle de la Delfina.

—¡Cuánto has tardado! —le dijo Julio, que le estaba ya aguardando.— He tenido tiempo de acompañar a la princesa y todavía he llegado el primero.

—Esto consiste en que tú has venido en coche y yo a pie —repuso Samuel.—No nos detengamos —dijo el conde de Eberbach;— condúceme a la venta.—Adelante —replicó Samuel;— pero advierte que no es a la venta adonde te llevo.—¿Adonde, pues?—A casa de Olimpia.—¡Otra vez! —dijo Julio con marcado mal humor.—Puede que sea la última vez que la veas —repuso Samuel.—¿Qué quieres decir? —preguntó Julio admirado.—Que si no ves a la signora Olimpia esta noche —respondió Samuel,— es probable que nunca

jamás vuelvas a verla.—No te entiendo.—La cantarina parte mañana para Venecia.—¡Bah! No es posible.

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—Lo que no es posible es lo contrario. ¿No te he dicho en el salón de la Ópera que te amaba y estaba celosa? ¡Y cinco minutos después te presentas en tu palco, ante ella, acompañando a la princesa! Olimpia, que es demasiado orgullosa para asistir a tus galanteos, te deja por su otro amante, el Arte, que le guarda la más escrupulosa fidelidad. Te deja tu princesa y se vuelve a la música.

—¿Así pues, me ama realmente? —dijo Julio que, pese a su hastío, no pudo sustraerse a un sentimiento de amor propio.

Y animado y vuelto un tanto a la vida por este pensamiento, añadió:—Lo cierto es que me he acostumbrado a ir a verla y no sé si podré prescindir de ella. No quiero

que parta; tienes razón; vayamos a su casa.—Vayamos —repitió Samuel.—Sin embargo, aguarda —dijo Julio mudando de dictamen y deteniéndose.— Te conozco; me

dices esto para volverme a ella, o es una broma o un ardid de que te vales; Olimpia no se va. Ea, confiesa que acierto.

—Te doy mi palabra —respondió Samuel con formalidad— de que está decidida a ponerse en camino al romper el alba.

—¿Quién te lo ha dicho?—Gamba, a quien ella ha dado encargo de disponerlo todo esta noche.—¡Gamba! Si no supiese yo que está loco, esta partida me lo probaría. ¡Bah! Olimpia lo habrá

dicho porque sí y luego habrá mudado de consejo. Esto no es hijo sino de un momento de despecho femenino. ¿Qué apuestas que mañana la encontramos en su casa?

—No soy de este parecer —respondió Samuel con seriedad.—Ya lo verás.—Te digo que no lo creo.—Sea lo que fuere —repuso Julio,— me place correr el albur de encontrarla o no encontrarla.

Aun suponiendo que parta, yo siempre saldría ganando: primeramente sabría si me ama, y luego si la amaba yo. Ínterin, ven a distraernos en la venta.

—Cruel es la distracción —objetó Samuel.— Mientras tú te estarás distrayendo, Olimpia sufrirá por causa tuya y de ti habrá dependido el consolarla.

—¿Tú echándome sermoncitos? —exclamó Julio.—Positivamente me vuelvo inepto —dijo Samuel para sus adentros; y cambiando prontamente

de procederes, preguntó a su amigo:— ¿estás resuelto a ir a la venta?—Completamente resuelto.—En este caso ve solo; yo me vuelvo a Menilmontant.—¿Para qué?—¡Toma! Para acostarme; me parece que ya es hora de dormir.

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—Enhorabuena —repuso Julio;— habiéndome tú presentado en la venta y acompañándome a ella dos veces, bien puedo ir solo allá. Buenas noches. Julio dio algunos pasos.

—No me faltaría sino eso —murmuró Samuel.— El necio atropellaría por todo y sería capaz de comprometerse fuera de sazón. Conforme que se arriesgue, pero en el modo y hasta el punto que a mí me convenga. ¡Ésta está buena! ¡Ahora me veo obligado a velar por él!

Formulado este soliloquio, Samuel levantó la voz y llamó a su amigo para que le aguardase.—¡Ah! ¿te vienes? —profirió Julio.—Ya que no quieres acompañarme, bien será menester que te acompañe.—Enhorabuena; pero apresurémonos, porque todas esas dilaciones nos han hecho perder

mucho tiempo. Me parece que al llegar nosotros ya habrán terminado, y lo sentiría; esos liberales son verdaderamente curiosos.

Los dos amigos echaron a andar, Julio diligente, Samuel con gesto desabrido.En los días en que se desenvuelve esta historia, el carbonarismo estaba muy distante del grado de

poder y de ardimiento que había alcanzado en las postrimerías de la Restauración.Nacido en el momento en que la invasión de Francia, por la coalición extranjera, y la popularidad

del emperador, acrecentada por el martirio de Santa Elena, imprimían una prodigiosa actividad a las ideas de oposición contra los Borbones, el carbonarismo se había propagado con vertiginosa rapidez por todos los ámbitos de la nación.

Desde la venta suprema, presidida por el general Lafayette, e instalada en París, la voluntad común se difundía a infinito número de ventas particulares fundadas sucesivamente en todas las ciudades. Lo que constituía la fuerza y la seguridad de tan vasta asociación, es que al par que obraban de mancomún bajo la inspiración de la venta suprema, las ventas especiales ignoraban recíprocamente su existencia y no tenían ninguna relación entre sí. A todo carbonario que pertenecía a una venta, le estaba vedado, bajo pena de la vida, introducirse en otra. De este modo la policía podía descubrir una, dos, tres, cuatro, diez ventas, sin conseguirlo del conjunto de la organización.

Con todo, para facilitar las comunicaciones, estableciéronse ventas centrales. Cada venta particular elegía un diputado; veinte diputados constituían una venta central, y ésta a su vez nombraba un diputado para que se pusiese en relación con la venta suprema.

Las recepciones de los carbonarios no asumían nada del aparato fantástico que les ha atribuido la exageración del espíritu de secta. En el particular, las carátulas y los puñales son pura invención. Muy al contrario, las admisiones se hacían con la mayor sencillez; bastaba que uno o más afiliados presentasen al neófito en cualquiera local, sin solemnidad alguna.

El electo juraba únicamente guardar silencio sobre la existencia de la sociedad y sus actos, no conservar de ella escrito alguno, nota ni lista, ni siquiera copiar un artículo del reglamento. Para el

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cumplimiento de la fe jurada se remitían todos al honor del recién admitido, garantizado por el del afiliado que le había presentado y por el terrible castigo que seguía a la violación del juramento.

Sería curioso investigar hoy los nombres de los carbonari. La lista comprendería gran parte de los hombres que durante los últimos años han ocupado puestos importantes en la política y en la administración.

He aquí la composición de una sola venta tomada al acaso, para dar idea del personal: había una venia cuyo diputado era Courcelles hijo, hoy representante del pueblo, y entre cuyos afiliados figuraban Agustín Thierry, el historiador de la Conquista de Inglaterra por los normandos; Jouffroy, más adelante catedrático de filosofía, diputado y miembro del Instituto; Enrique y Ary Scheffer, pintores; el coronel de uno de los regimientos de línea que componían la guarnición de París; Pedro Leroux, etc.

Los afiliados civiles, obedeciendo a una disposición prescrita a todo el carbonarismo, se ejercitaban en el manejo del fusil. Courcelles hijo era el instructor de Agustín Thierry.

Tampoco carecería de interés investigar en qué ha venido a parar, después, la mayor parte de aquellos conspiradores, y cuántas defecciones experimentaron esos principios ultra liberales. ¡Cuántos de aquellos ardorosos enemigos de la monarquía son hoy fogosos reaccionarios, y no han conquistado influjo y empleos sino para superar en absolutismo y en excesos de toda especie a aquellos a quienes desposeyeron!

Véanse ahora los nombres de algunos de los abogados que defendieron a los sargentos de La Rochela: Boulay (del Meurthe), Plougoulm, Delangle, Boinvilliers, Barthe, Merilhou, Chaix-d’Est-Ange, Mocquart, etc.

Entre los que por desgracia cooperaron sin fortuna en la evasión de los cuatro sargentos, había Ary Scheffer y Horacio Vernet.

El ajusticiamiento de los cuatro sargentos de La Rochela fue el episodio más triste y conmovedor del carbonarismo. Esta cuádruple ejecución quedará como una mancha de sangre impresa en el rostro de la restauración. Cierto es que Bories y sus compañeros formaban parte de una sociedad secreta dirigida contra el gobierno; pero la hostilidad no se había traducido en hechos en parte alguna; no había habido principio de ejecución, no podía acriminárseles acto alguno de revuelta, de resistencia, ni aun de indisciplina. Su muerte fue, pues, una violencia inexcusable e inmotivada.

Para honra del progreso y de la república, cúmplenos consignar que el tribunal juzgó una causa análoga, el 28 de marzo de 1850, de la que no resultó sino un castigo insignificante. Tratábase de una sociedad política secreta, constituida bajo la denominación de Legión de San Humberto, organizada en batallones y en compañías, con sus jefes y oficiales y teniendo designado el punto de reunión, y cuyos afiliados prestaban el siguiente juramento: «Juramos ante Dios poner nuestra vida en manos de Enrique de Borbón nuestro rey legítimo, y hacer sacrificio de ella antes que faltar a nuestro juramento». Los acusados fueron sorprendidos y aprisionados en el momento de celebrar una de sus sesiones; y aun cuando conspirar en pro de la monarquía en una república tanto vale como conspirar en favor de la república en una monarquía, la república fue más clemente que no lo fue la monarquía. Para esta conspiración no se levantó el cadalso; la pena más grave se redujo a un mes de prisión.

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La causa de Saumur siguió a poca a la de La Rochela, y durante los últimos meses de 1822 no cesaron las ejecuciones.

Tal erección de cadalsos no hizo sino amasar odios y sembrar rencores profundos que debían abrirse paso y reventar en 1830; pero, ínterin, los tímidos quedaron anonadados y el carbonarismo perdió en su prestigio, que había consistido en el poder misterioso e irresistible que le atribuían. Hasta entonces los afiliados habían creído obedecer a elevados y supremos influjos en los cuales el gobierno no se atrevía a poner la mano y ante los cuales retrocedía la justicia; mas al ver que los tribunales condenaban a todos los que caían en su poder, se difundió el pánico en las filas y hubo una desbandada general. Luego intervino la anarquía y formáronse dos partidos: uno, capitaneado por Lafayette y Dupont (del Eure), quería la república; el otro, patrocinado por Manuel, abogaba por que se reservase a la patria la elección de gobierno. Agrióse la discordia; a no tardar llegaron a las acusaciones recíprocas, y el carbonarismo, que había tenido por principio la abnegación, terminó en un tejido de intrigas.

Con la muerte del carbonarismo cerró la era de las conspiraciones.Al par que derramamos una lágrima a la memoria de aquellos mártires que con tal tesón lucharon

en pro de la causa de la libertad y de lo porvenir, y les glorificamos, menester es confesar que las conspiraciones son un anacronismo en un tiempo, como lo presente, de representación nacional y de libertad de imprenta. ¿A qué esconderse en un subterráneo o encerrarse en un aposento para hablar en voz baja mal del gobierno, cuando pueden hacerlo en voz alta en los periódicos y en la tribuna? Tales precauciones son útiles, y lo que es más triste, determinan la pérdida de sangre humana. De las muchas conspiraciones que se tramaron en tiempos del Consulado, del Imperio y de Luis XVIII, ¿cuál salió triunfante?

El verdadero modo de conspirar consiste en ponerse de acuerdo, en plena luz, todas las ideas, todas las urgencias, todas las necesidades; estriba en la santa cruzada de la civilización contra la barbarie, de lo pasado contra lo porvenir; en una palabra, se cifra en el sufragio universal. Y esta inspiración no teme verse descubierta, porque se muestra; ni teme que la venzan, porque al frente de la lista lleva escrito el nombre de todo el pueblo.

Sin embargo, en 1829, la proximidad de sucesos que todos presentían iban a desenvolverse, daba alguna vida y animación al carbonarismo francés. Examinemos, pues, esta faz de los bastidores de una revolución; luego examinaremos la otra.

Julio y Samuel llamaron a la puerta de una casa de la calle de Copeau, y subieron al piso tercero.En la casa ni en la escalera se notaba señal alguna sospechosa. Samuel y Julio subían a casa de un

sujeto que todos los meses daba un ponche a una pequeña reunión de amigos. ¿Qué más natural?Al penetrar en la antesala, Julio y Samuel se encaminaron hacia una mesa sobre la cual había, al

pie de una bujía encendida, una hoja de papel en la que ya estaban inscritos unos quince nombres. Samuel firmó: Samuel Gelb, y Julio, Julio Hermelin; luego cada uno de los dos echó dos francos en un cajón dispuesto al caso, y cuyos dos francos eran la cuota mensual que tal vez subvenía a los gastos de la tertulia. El que recibía podía muy bien estar pobre y sus amigos querer que no le costase un céntimo el placer que se daban. ¿Qué más legítimo?

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Cuando Samuel y Julio llegaron a la segunda pieza, hallaron ya quince o diez y seis individuos reunidos en ella. Uno de los circunstantes, que ocupaba un grado eminente en el ejército, se tomaba la molestia de dar algunos consejos a un joven que deseaba instruirse en el manejo del fusil; y para que el ruido de la culata no pudiese turbar el sueño de los vecinos, habían cuidado de cubrir el piso con tres esteras. También se hablaba de política en la reunión, y aun con bastante fuego, en dos o tres grupos. ¿Pero acaso no se habla de política en Francia? ¿Y de qué no se habla en ella con fuego?

Julio, o más bien el viajante Julio Hermelin, se acercó a uno de los grupos que hemos dicho y tomó parte en la conversación.

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CAPITULO XVIUna venta

Al poner los pies en la tertulia, Julio experimentó una transformación radical, no pareció sino que había dejado su modo de ser a la puerta. En el semblante le brillaba una como curiosidad apasionada. ¿Era, el fenómeno, resultado de una diplomacia profunda y de habilidad consumada? Sea lo que fuere, desempeñaba su papel a las mil maravillas y hablaba de libertad con más ardor que el más fogoso de sus interlocutores.

Momentos había en que Samuel mismo dudaba de si eran o no sinceras las palabras de su amigo, y admiraba la realidad de su gozo cuando los principios parecían prevalecer sobre las intrigas, así como su tristeza cuando las mezquinas ambiciones empañaban la pureza de la causa.

—Es tan débil y perplejo —decía para sí Samuel,— que es muy capaz de dejarse cautivar por el ascendiente de las ideas liberales. Ha venido aquí para matar el tiempo, por escepticismo y por desdén, y bueno fuera que saliese convencido y más crédulo que los demás, Otros más fuertes que él han experimentado el vértigo de las ideas cuyo fondo han querido descubrir a todo trance. El hombre empieza por imitar y acaba por justificar; el actor se convierte en personaje. Es menester una inteligencia de más temple que la suya para representar impunemente el liberalismo. Sería singular que se convirtiese en el Saint-Génest de la democracia.

Samuel era, empero, demasiado escéptico y receloso para admitir como irrebatibles sus mismos argumentos.

—¡Bah! —decía, anudando su soliloquio— estoy buscando tres pies al gato; es diplomático y se acabó. Es uno de los hombres a quienes les es tanto más fácil disfrazar su pensamiento cuanto no piensan absolutamente nada.

Por lo demás, Samuel no era el único que estaba observando a Julio. Un sujeto que, sentado en la penumbra, guardaba el más profundo silencio y a quien aquél veía por vez primera, no desviaba los ojos del supuesto viajante.

La tertulia era animada y bulliciosa y en ella se prescindía en absoluto de cumplidos y ceremonias. Unos fumaban, otros tomaban ponche, otros hacían el ejercicio, todos en revuelta confusión; lo cual no obstaba para que en voz queda cruzasen entre sí las dos o tres palabras significativas a que la reunión obedecía.

En pie y apoyado en la chimenea un sujeto de aventajada estatura, frente elevada y mirada penetrante, explicaba con frase elocuente de qué modo terminan los dogmas; luego sus actos demostraron, con no menos elocuencia ¡ay! cómo terminan las convicciones no bien arraigadas.

Tal era en globo el por demás sencillo e inofensivo aspecto que presentaban aquellas tan temidas ventas.

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La noche a que nos referimos no había ninguna noticia esencial; todos seguían esperando la caída del ministerio Martignac, cuya moderación retardaba el choque de las opiniones contrarias; todos esperaban que éste iba a retirarse dentro de poco y a ser sustituido por el ministerio Polignac, en quien cifraba todas sus esperanzas el carbonarismo, pues su conocida intolerancia y su ciego absolutismo no podían menos de precipitar la crisis, la ruina del derecho divino.

La consigna era, pues, provocar por todos los medios imaginables la caída del ministerio Martignac.Cuando los grupos estaban más animados, el diputado de aquella venta particular en la venta

central, que luego después ha desempeñado un papel importante en una de las solemnes sesiones de la Asamblea constituyente, hizo una señal a Samuel, quien le siguió a un rincón.

—¿Qué hay? —preguntó Samuel.—Que cuando, el mes pasado, dudabas del individuo a quien afiliaste a nosotros, tenías razón

—respondió el otro designando a Julio con un guiño imperceptible.—Pues estás en un error, me equivocaba —replicó con viveza Samuel.— He tomado nuevos

informes y respondo de él,—Vé con tiento —dijo el interlocutor;— nosotros también hemos tomado informes y no son

satisfactorios.—¡Ah!—repuso Samuel con altivez —cuando yo respondo de alguno paréceme que basta mi

palabra. Repito que salgo garante de Julio Hermelín.—Puedes engañarte.—Entonces denme pruebas.—Tal vez te las den.—¿Quién?—Quien desea verte y te verá mañana; el que sirve de intermediario y de lazo entre nuestras ventas

secretas y la oposición parlamentaria.—¡De veras! —profirió Samuel con fingida alegría.—Sí, el sujeto ése irá a ponerse de acuerdo contigo respecto de éste y tal vez de otros asuntos. Pero

dime, ¿y si te demuestra que Julio Hermelín es un traidor?—Espero probar lo contrario —respondió Samuel.— Hasta las dos de la tarde no saldré de mi

casa.—Está bien.Los dos interlocutores se separaron.Por otra parte, la reunión estaba ya casi del todo disuelta. La mayoría de los tertulios se habían

marchado, y Julio y Samuel hicieron lo mismo.Samuel estaba preocupado; Julio, de buen humor y casi activo.

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—¿No me hablas ya de Olimpia? —dijo este último a Samuel.— ¿De veras crees que se va? Tan pronto me levante mandaré a preguntárselo y le enviaré algunas flores. Como no la encuentren en su casa, soy capaz de aprovecharme del pesar real que me causará su partida, para proporcionarme el gozo no menos verdadero de romper con la princesa.

Samuel no respondió palabra.—He ido demasiado aprisa —decía éste para sus adentros.— ¡Y yo que creía tener en el puño a ese

hombre! Por su parte ni por la mía nada está preparado. En este momento su muerte desbarataría todos mis planes. He sido un necio en exponerle antes de haberle visto formalmente comprometido con la cantarina. ¿Cómo componérmelas ahora para librarle a él y librarme a mí de mi propio lazo? ¿Me veré ahora en más apuros para salvarle que no los hubiera pasado para acarrearle la muerte?

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CAPITULO XVIICita en el templo

Samuel estaba en un error al imaginar que Lotario no había visto de nuevo a Federica.Cierto es que Lotario no había vuelto a poner los pies en la casa de Menilmontant en la que tan

frío acogimiento le hiciera el dueño de la misma; pero la pura y rubia imagen de su paisana estaba demasiado fija en su mente para que no hiciese todo lo posible para verla. Si no podía entrar, ella podía salir.

Lotario iba, pues, a menudo a pasear la calle en que vivía Federica, cual nuevo Adán que ronda en torno del cerrado Edén; pero menos venturoso que nuestro padre común, no llevaba a Eva en su compañía, sino que Eva se había quedado en el lugar prohibido.

El domingo que siguió a la visita que el joven había hecho con su tío a Samuel, si bien se supone que para ver a Federica, aquél se paseaba, respirando el todavía fresco ambiente de una mañana de primavera, por delante de la condenada puerta que le separaba de aquella que, en un minuto, parecía haberse apoderado de todo su ser.

Lotario se paseaba por la calzada frontera, sondeando con la mirada el jardín e imaginando que Federica iba a aparecer súbitamente entre las flores. ¡Qué de deseos y de insensatos delirios le cruzaban por el cerebro! Figurándose que el magnetismo de su corazón iba a hacer salir, quieras que no, a Federica, fijaba miradas imperiosas en la casa; o bien decía para sí que ella iba a verle tal vez al mirar por acaso a la calle, y abriría la ventana y le haría seña de que subiese; o bien que ella acudiría de propia voluntad, y en fin, que la doncella hallaría un medio u otro para que a lo menos pudiesen decirse algunas palabras.

También Federica debía anhelar el ver a Lotario, ya que desde el día que se conocieron no podían mirarse como extraños.

Aquella alemana, que les conocía más que ellos no se conocían a sí mismos, se lo había dicho, y al decírselo, unido sus destinos con lazo indisoluble, convertídoles en hermanos.

Lotario seguía con los ojos fijos en la puerta del jardín y en las ventanas de la casa; pero éstas ni aquélla se abrían. Entonces se apoderaba de él el desaliento, de improviso pasaba de la certidumbre a la desesperación, y hallaba necio el haber acariciado por un segundo la idea de que ella pudiese venir o hacerle seña de que entrase. Tal vez ni se acordaba de él. Federica le había visto por espacio de un cuarto de hora, y durante este lapso de tiempo, él, acoquinado, no se había atrevido a decirle cuatro palabras. ¡Qué ridicula debió de haber parecido su turbación a la joven!

Esta era la única impresión que podía haber dejado en el ánimo de Federica, suponiendo que una doncella debiese conservar una impresión cualquiera de un desconocido entrevisto una sola vez. De encontrar a éste en la calle, ni siquiera le conocería.

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Muy cerca de una hora hacía que Lotario estaba allí, ora lleno de esperanzas, ya desesperado, gozoso o afligido, conmoviéndose hasta las entrañas cada vez que se abría una puerta o se movía una cortina de la casa de Federica; y ya empezaba a ver claro la inutilidad de su espera y a decirse que no había razón para que no aguardase veinticuatro horas, cuando salió Federica.

Lotario sintió que toda la sangre le afluía al corazón.Federica iba envuelta en una capa y llevaba el rostro cubierto con un velo; pero Lotario no

necesitaba verla para conocerla.La señora Trichter acompañaba a la doncella; la cual, yendo como iba al lado opuesto del en que

se encontraba Lotario, no vio a éste; volvióle, pues, la espalda y se encaminó calle abajo.Lotario se quedó en el sitio, clavado, petrificado, no sintiendo más vida que en los ojos; pero en

el instante en que Federica iba a doblar la esquina, se precipitó tras ella.Luego, reflexionando que de verle ella no podría seguirla sin pecar de indiscreto, acortó el paso y

dejó entre los dos una gran distancia.Federica y la señora Trichter bajaron por el arrabal hasta el bulevar, y una vez en él tomaron hacia

la calle del Templo Viejo y entraron en la iglesia protestante de las Billettes.Al verlas entrar, Lotario experimentó el gozo más vivo; Federica profesaba la misma religión que

él: y es que todo cuanto establecía una nueva conexión entre los dos, le parecía que le unía más a ella, y aquí era Dios mismo quien les acercaba uno a otro.

Samuel, no creyendo, como no creía, ninguna religión superior a otra; pareciéndole, como le parecían, igualmente buenas todas las creencias, o si se quiere, malas por un igual, preocupóle muy poco el camino que emprendía la fe de su pupila, a quien dejó siempre la más absoluta libertad de conciencia.

Dio el caso que la señora Trichter, el aya de Federica, era protestante, y que lo era también la institutriz alemana que Samuel la diera más adelante. Así pues, colocada entre los tres únicos seres que la joven conociera, su aya y su institutriz, que, en materia de religión, no le hablaba sino de los dogmas luteranos, y su tutor, que no le hablaba de religión alguna, Federica fue naturalmente protestante; creyó respecto de religión lo que los dos seres que en religión creían.

Y véase lo que son las cosas, una vez Samuel hubo llegado de la India, cuando su amor por aquella hermosa criatura de diez y seis años hubo dejado de ser paternidad, aquel doctor irónico, en vez de oponerse a las creencias de Federica y de hacer burla de ellas y destruirlas, las había respetado y casi alentado. Resuelto a convertir en esposa suya a la joven, quiso robustecer en torno de la misma cuanto podía mantenerla en el sentimiento del deber, todo lo que podía cerrar su corazón a las pasiones voluntarias y libres, cuanto contribuir pudiera a prepararla a la sumisión. Aquel ateo había ensayado poner a Dios de su parte.

Ahí porqué Federica, tan pía y casta como la Margarita de Goethe antes de su caída, iba todos los domingos al sermón.

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Lotario asistió a los divinos oficios; pero también él estaba contaminado de la grave enfermedad de nuestros días, la indiferencia. El joven no encogía los hombros, como Samuel, ante la fe de los demás; no ofendía las creencias de nadie ni de nadie hacía befa; dejaba a sus semejantes que orasen; pero él no oraba; era de aquellos que no insultan a Dios; pero prescinden de él.

Aquel día, empero, sintió cuanto se asemeja al amor el cielo. Al pensar que tenía una patria común con Federica, que había una región donde sus almas se acercaban, que ambos tendían hacia un mismo porvenir, esto es, que aconteciera lo que aconteciese en la tierra, se reunirían por toda una eternidad, experimentó una dicha inmensa.

Una vez terminadas las oraciones, Lotario se colocó en el sitio por el cual tenía que pasar Federica.Al salir del templo, ésta reparó en él y le conoció, pues un estremecimiento imperceptible, que

Lotario vio con los ojos del corazón, conmovió su seductivo cuerpo, y un rubor súbito le cubrió la frente y se transparentó al través de su velo.

¡Oh Margarita! habría sido menester que Lotario se hubiese convertido en tu Fausto para aprovecharse de aquel rubor y atreverse a entrar en conversación. Lotario no tuvo este arrojo; su temeridad llegó solamente hasta hacer un profundo saludo a Federica, la cual se lo devolvió temblando de pies a cabeza.

Luego que la doncella hubo salido del templo, Lotario permaneció en él, no atreviéndose a abandonarlo tras su amada, temeroso de que conociesen que la seguía. Contentose con embriagarse en la contemplación de la silla en que aquélla se había sentado, y al cabo de un buen rato tomó la vuelta de la embajada.

Sin embargo, el domingo siguiente la más vieja y madrugadora puritana que se encaminó al templo, anticipándose una hora al sermón, halló ya en él a Lotario suplicando a Dios que no dejase de venir Federica.

El Altísimo escuchó la súplica de Lotario, pues a no tardar llegaron al templo Federica y la señora Trichter.

Al impetrar de Dios que viniese su bello ideal, el joven se había olvidado de pedirle que también viniese la aya.

Encontrose, pues, Lotario atendido con creces; pero conociendo como conocía la ley humana y sabiendo que todo cuerpo lleva consigo su sombra, se resignó.

La primera mirada de Federica fue para Lotario, a quien quizás esperaba encontrar en el templo, pues esta vez no experimentó estremecimiento alguno.

Federica subió a una elevada galería del templo, tal vez por la misma razón que le asistía a él para quedarse abajo; y la razón en que se apoyara Lotario era que quedándose próximo a la puerta, la veía durante más espacio de tiempo a la salida.

De esta suerte pasó el joven una hora arrobadora con ella, mirándola, rogando por ella y pidiendo a Dios que la reservase para él.

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También semejante dicha tuvo fin. Federica salió, y al salir, pareciole a Lotario que ella le miraba al través de su velo, y tiritó cual si estuviese atacado de intermitentes; apenas si tuvo fuerzas para saludarla.

Al igual que el domingo precedente, Federica correspondió al saludo del joven y salió del templo, y él, para salir a su vez, aguardó a que ella estuviese ya distante.

De esta suerte pasaron dos o tres domingos. Lotario llegaba al sermón primero que todos y salía el último. Un saludo recíproco, a la salida, he aquí a qué se limitaba la conversación en tales citas en el templo.

¿Qué pasaba en el alma de Federica? Esta pregunta resumía el pensamiento de Lotario.¿Y Federica no se preguntaba también qué pasaba en el alma de aquel joven a quien había visto

en su casa una sola vez; a quien aquélla que le hablaba de su madre le presentara en calidad de amigo, como un hermano, y a quien no había vuelto a ver? ¿Por qué le hallaba a su paso todos los domingos? ¿Por qué iba con tanta asiduidad al sermón, contrariamente a las costumbres de los jóvenes? ¿Era por piedad? Muy distraído estaba durante el oficio para ir al templo por devoción. Cuando por casualidad ella se volvía para colocar bien su silla, que de algún tiempo a aquella parte no podía mantenerse firme sobre sus pies, le veía con la mirada fija en ella y de seguro menos ocupado en escuchar al pastor que en contemplarla.

¿Quería esto decir que Lotario fuese al templo para ella? Y de ser así, ¿por qué el joven no iba a visitarla en su casa, en vez de ir a saludarla en público, en sitio donde no podía hablarle? ¿Temía Lotario a Samuel? ¿Ignoraba cómo entablar relaciones? Con todo ¿no tenía el joven un tío, embajador de Prusia, amigo íntimo de Gelb, por cuyo tío podía hacerse presentar? Esto valdría más que no ir a entreverla un minuto por semana, a riesgo de que la señora Trichter acabase por admirarse y sentirse mortificada.

La doncella se hizo además otra serie de reflexiones, de las que dedujo que tal vez Samuel Gelb había negado la entrada de un joven en una casa donde ella permanecía sola con frecuencia, y que por lo tanto debía perdonar a Lotario una falta de que no era culpado; o bien que éste no quería dar paso alguno antes de que ella le diese su asentimiento, y no acudía al templo sino para ver qué efecto producía en ella, qué impresión le causaba a ella él, si se manifestaba satisfecha de verle. En este caso, como a ella no le asistía motivo alguno para mostrársele hostil, la verdad exigía que le animase un tantito, y le hiciese algunas demostraciones permitidas, ya que al parecer era muy tímido.

Y cuando esto se decía la joven, saludaba más amistosamente a Lotario, y le dirigía una sonrisa fraternal de que ¡ay! éste tenía gran necesidad; porque es de saber que Lotario pasaba la semana maldiciendo de su cobardía del domingo. Desde el lunes hasta el sábado, jurábase a sí mismo por cuanto hay que jurar, que el domingo siguiente tendría el valor de presentarse a Federica y dirigirle la palabra; pero llegada la ocasión se acogía a mil pretextos, tales como el temor de disgustar a la joven, o de inspirar sospechas a la señora Trichter, la cual entonces la conduciría a otro templo o quizás informaría a Samuel Gelb de lo que ocurría.

En una palabra, los domingos iban pasando sin que Lotario hubiese avanzado una línea desde el precedente, y él estaba tanto más disgustado de sí mismo, de su timidez pueril, cuanto le parecía que

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Federica le alentaba para que se declarase y hablase. ¿Era ilusión? Sea de ello lo que quiera, él había creído notar, la dos últimas veces, que la doncella le dirigiera con la cabeza un saludo casi íntimo y se había alejado con más lentitud. Mas, pero esto era evidentemente pura casualidad, el último domingo, en el momento de la salida, el viento que penetraba por la entornada puerta había levantado por un instante el velo de aquélla, lo que le permitió vislumbrar, como un rayo de esperanza, el hechicero rostro que doraba sus sueños.

Lotario resolvió acabar de una vez; y el caso no era para menos. Federica podía incomodarse, a la larga, pues estaba en su derecho de admirarse de que él fuese todos los domingos a encontrarla para no decirle palabra alguna. ¿Qué quería de ella? Si nada tenía que decirle, ¿a qué perturbar su tranquilidad? El joven acudió el domingo siguiente al templo, firmemente resuelto a hablar con Federica o a escribirle; pero así como antes y durante el sermón juzgó lo más oportuno dirigirle la palabra, tan buen punto la doncella se levantó para salir del templo, y la vio presente, inmediata, con todo su espantoso hechizo, determinó que lo más adecuado era escribirle.

¿Había Federica leído en los ojos de Lotario, durante el sermón, el propósito que éste hiciera? ¿Disgustóse al ver su cambio y desistimiento, o únicamente se debía su actitud a alguna preocupación, o mal humor o a cuidados que nada tenían que ver con él? Sea lo que fuere, lo cierto es que Lotario se imaginó que ella le saludaba menos cariñosamente que de costumbre, que su ademán era frío y casi desdeñoso.

Lotario se sintió herido en el corazón; pero no acusó a Federica, sino a sí mismo. ¡Cuánta razón le asistía a ésta después de tantos domingos de espera, de haberle dado tiempo más que suficiente para decidirse! Hacía cinco o seis semanas que, para saludarla, iba a apostarse en una puerta, y por lo que debía de estar harta de su saludo, y le cabía el derecho de decirle: «¿Y qué?» Además ¿qué se proponía él mismo? Aun cuando continuase concurriendo todos los domingos el templo de las Billetes, no era su asiduidad en el cumplimiento de sus deberes religiosos lo que le abriría las puertas del paraíso en este mundo, ni el otro siquiera, ya que la intención no existía. Había, pues, sonado la hora de salir de este círculo vicioso de la virtud y de la religión. Era menester dar al traste con tales mudos encuentros, y convertir en una realidad para dos esos desvaríos individuales.

Lotario luchó y reflexionó durante toda la semana, y, al llegar el sábado, el pensamiento de hallar el día siguiente a Federica fría y dura fue más poderoso que todo; quiso que la primera mirada que posasen en él los suaves ojos de su amada fuese de aprobación, y antes que soportar un reproche de ésta se halló pronto a arrostrar las iras de todos los tutores del mundo.

Apresurose, pues, el joven a aprovechar el momento en que en tan enérgicas disposiciones se encontraba, y escribió dos cartas, una para Federica y otra para Samuel Gelb, a quienes las hizo llevar inmediatamente por un criado. Luego, espantado de su valor y casi arrepentido, aguardó.

Ahora bien, el sábado en que Lotario escribió las dos indicadas cartas era el día siguiente al en que Samuel había encontrado a Olimpia en la Mutta y acompañado a Julio a la venta.

Samuel acababa de almorzar y estaba aguardando al enviado del carbonarismo que le habían anunciado en la reunión, y a este efecto se había subido a su estudio.

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Federica y la señora Trichter estaban en el jardín, y mientras se paseaban por él llamaron a la puerta de la calle.

Las dos acudieron a abrir, y se encontraron con el criado de Lotario, el cual entregó las dos cartas.Federica tomó con perplejidad la que a ella iba dirigida tanto más cuanto nunca le había escrito

persona alguna, a no ser el pastor que le diera la primera comunión, su antigua institutriz y una o dos amigas de colegio que habían salido de París, y el carácter de letra de la carta que acababa de recibir le era completamente desconocido. Sin embargo, advertida por un presentimiento, se turbó y se puso como una amapola

—¿Debo leer esta carta? —preguntó la joven a la señor Trichter.—¿Qué duda cabe? —respondió ésta. Sea que Samuel hallara inútil y ridícula esta precaución lo

cierto es que nunca había prohibido a Federica el que recibiese cartas.Al romper el sello, a la pobre doncella parecía que iba a saltársele el corazón; pero latióle aún con

más fuerza cuando vio la firma de Lotario. La carta decía así:

«Señorita: Permitidme que, lleno de temor y de respeto os advierta que, al par que este billete, escribo y envío al señor Samuel Gelb una carta de la cual pende más que la vida de un hombre. Yo mismo he querido arriesgar este paso decisivo antes de hacer intervenir en él a aquel en quien cifro mi suerte, mi único amigo, mi segundo padre, el conde de Eberbach. Es posible que vuestro tutor os consulte respecto de mi carta. En este caso, señorita, os suplico de rodillas tenga presente que una palabra vuestra puede ser origen de un gozo celestial o de una desventura sin esperanza. Con un sí, podéis hacer bajar el cielo a la tierra. Si decís no, a lo menos no me guardéis rencor alguno, y perdonadme que por un instante haya soñado en un porvenir en que he tenido la audacia de envolveros. Ínterin aguardo vuestro fallo, señorita, me pongo a vuestros pies con el más profundo respeto y la devoción más inalterable.

Lotario.»

A Federica le oprimía el pecho una emoción inexprimible, mientras leía la transcrita carta, y le parecía que iban a saltársele las lágrimas. Y sin embargo, se sentía henchida de gozo.

—¿Traéis otra carta? —preguntó la joven al criado.—Sí, señorita —respondió éste,— para el señor Samuel Gelb.—¿Queréis llevársela? —preguntó Federica a la señora Trichter.La anciana Dorotea tomó la carta.—¡Ah! —repuso el criado— en cuanto a ésta, me han dicho que aguardase la contestación.

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—Está bien, se lo haré presente al señor Gelb —profirió la señora Trichter, tomando el camino del estudio de Samuel.

Pasaron cinco minutos sin que la anciana reapareciese, y después otros cinco; pero era natural; se necesitaba el tiempo de escribir la respuesta, y a dar crédito al billete de Lotario a Federica, era lo bastante grave para que Samuel tuviese el derecho de reflexionar la contestación.

Por fin apareció de nuevo Dorotea; la cual, dirigiéndose al criado, le dijo que Samuel Gelb contestaría más tarde.

El criado saludó y se marchó.—¿Entonces por qué habéis tardado tanto tiempo, ya que mi amigo no respondía? —preguntó

la joven a Dorotea.—Porque al principio me ha dicho que iba a hacerlo.—¿Y por qué ha mudado de modo de pensar?—No lo sé —respondió la señora Trichter.—¿Cómo le habéis encontrado? —repuso Federica— ¿Cuál era su semblante? ¿Se ha incomodado

al leer la carta? ¿Habéis notado la impresión que le producía?—No creo que le haya satisfecho —respondió la señora Trichter.— La ha abierto en mi presencia,

y después de dirigir una mirada a la firma ha arrugado el ceño y su rostro tomado una expresión de impaciencia y de cólera. «Idos», me ha dicho con dureza. Entonces me he animado a replicarle que estaban aguardando la contestación. «Que se aguarden pues, ha proferido; pero, decidme, ¿quién es el que aguarda?» Un criado. «Está bien, idos, ya os llamaré». Entonces me he salido del estudio, al que he vuelto a entrar diez minutos después llamada por el señor Samuel.

—¿Cómo estaba? —preguntó Federica.—Más sosegado, pero también mucho más pálido.—¿Y qué os ha dicho?—Únicamente estas palabras: «Señora Trichter, decid al criado ése que más tarde contestaré al

señor Lotario».—Es singular —dijo entre sí Federica.— ¿Qué puede haber escrito el señor Lotario a mi tutor

para disgustarle e irritarle? ¿Así pues, me he engañado? Entonces ¿qué significa la carta que me ha escrito a mí? ¿Qué porvenir es ése que, según él, nos envuelve a los dos? No atino.

La joven se subió a su aposento para meditar con más libertad sobre este enigma y sustraerse a la mirada de la señora Trichter, que podía acabar por leer en su frente el reflejo de su pensamiento.

Federica se sentó a una mesa, en un saloncito que precedía a su dormitorio, y abrió un libro; pero en vano se esforzó en leer; otro era el libro que ella leía, libro que, comparado con él, los poemas de los más celebrados poetas, no serán nunca sino traducciones; el libro que aquélla leía era la hermosa novela de sus diez y seis años.

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Abstraída estaba en la lectura de esta obra maestra escrita por Dios mismo, cuando la despertó sobresaltada un golpe dado discretamente en la puerta.

—¿Quién hay? —preguntó la doncella.—Soy yo, hija mía, que quisiera hablaros —respondió suavísimamente la voz de Samuel.Federica, toda turbada, fue a abrir la puerta. Samuel entró en el saloncito.

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CAPITULO XVIIIPetición en matrimonio

Samuel había reflexionado por espacio de media hora y tomado su partido.Si la carta de Lotario no era una petición en matrimonio expresa, podía hacer las veces de prólogo

de ella.Véase a continuación lo que le escribió el respetuoso y tímido joven:

«Caballero: Acudo a vos en solicitud de una merced para mí más preciada que mi vida, y es que me permitáis ir a visitaros de tiempo en tiempo en Menilmontant. Ya una vez he intentado hacerme presentar en vuestra casa por mi tío, vuestro amigo de la infancia; pero, dispensadme que no me hubiese pasado inadvertido, pareciome que mi presencia os disgustaba. ¿En qué puedo haber tenido la desgracia de agraviaros, yo que tanto daría para seros útil en algo? No es posible que imaginéis, caballero, cuánto ambiciono vuestra amistad.¿Por qué cerraríais las puertas de vuestra casa al sobrino, me animo a decir casi al hijo de vuestro amigo? ¿Os habré ofendido involuntariamente? Tal vez os asista una razón ajena a mí. En vuestra casa vive una joven hermosa y hechicera; la he visto, y después de verla puedo deciros que la señorita Federica es de aquellas a quienes basta entrever una sola vez para nunca jamás olvidarlas. El conde de Eberbach, empero, puede haberos manifestado que yo soy un hombre honrado, y que no entro en parte alguna con innobles fines. Si existen gentes capaces de abusar de una puerta franca y de la hospitalidad, yo no figuro entre ellas.En el más que probable caso en que la señorita Federica no se fijase en mí, seré en vuestra casa un simple visitante, un transeúnte, un advenedizo, a quien seréis libre de despedir tan pronto os mortifique su presencia; pero si por milagro inesperado me cupiese la sin par ventura de no desagradarle, soy el sobrino del conde de Eberbach, cuyas bondades para conmigo me afianzan un porvenir no indigno de ser ofrecido a una mujer, y seré lo bastante rico para tener el derecho de amar a aquella que me ame.Aguardo vuestra contestación con la ansiedad que comprenderéis. Haced por que ésta no encierre una negativa.Dignaos admitir el sincero testimonio del rendimiento y del respeto con que me suscribo vuestro más humilde servidor,

Lotario.»

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Una vez Samuel hubo dado fin a la lectura de la precedente carta, la estrujó coléricamente entre los dedos.

¿Qué contestar a aquel joven? No era la esencia de la contestación lo que ponía en aprieto a Samuel, pues estaba resuelto a negarse, sino el pretexto.

De no tener que habérselas más que con Lotario, para deshacerse de él bastaba una razón cualquiera, y si se incomodaba, mejor; pero había de por medio Julio, a quien el joven haría intervenir; Julio, que se pasmaría de que Samuel se negase a recibir a su sobrino, y preguntaría el porqué, y lo discutiría, y se malquistaría con él; y malquistarse con Julio era reñir con sus millones.

¿Qué decir a Julio para que la negativa no le ofendiese? ¿Alegar la dificultad de dejar que un joven pasase algunos ratos al lado de una doncella, el perjuicio que esto pudiera causar a la buena fama de Federica? ¡Si precisamente Lotario iba para ella! ¿Acaso el matrimonio no cierra la boca a la murmuración? ¡A no ser que él confesase que no quería que Federica contrajese matrimonio y que se la reservaba para sí! Pero ¿acaso era él dueño de no dejarla escoger?

—¡Frescos estamos! —dijo entre sí Samuel, echándose furiosamente de codos sobre la mesa— voy a verme constreñido a dejar que entre aquí ese zopenco de guante blanco y botas charoladas. Voy a verme obligado a asistir a su amor de niño, que conmoverá más hondamente el corazón de una mujer que no una pasión amarga y lúgubre como la mía. Y mientras en mi presencia esté ahí un ladrón que hará esfuerzos para arrancar la cerradura que guarda mi caudal, ahogaré mis ímpetus, y cual bobo Bartolo me estaré en un rincón moviendo los ojos con ferocidad risible.

—Al fin empieza a perseguirme la desgracia. Ya no me sale bien cosa alguna; nunca he visto más rebeldía y lentitud en doblegarse los hechos al capricho de la voluntad humana, hay para quebrantar al ingenio más conspicuo. Los tres seres a quienes quise someter a mi sujeción, se me escapan a una. En la hora de ahora, Olimpia está sin duda en camino, llevándose mis proyectos en sus maletas; en cuanto a Julio, su incógnito en el carbonarismo, levantado en parte por mi propia mano, es tal vez y a pesar mío desgarrado del todo, y el embajador de Prusia corre verdadero peligro de muerte mucho antes de la hora y de la ocasión que yo dispusiera en mi ánimo.

—Adelantado por lo que respecta a Julio, estoy atrasado por lo que reza a Federica, y ahí un intruso que viene a disputármela antes que yo haya tomado mis precauciones de defensa. No he querido ofrecerme a ella sino rodeado de poder y de riquezas que podrían compensar mi falta de juventud y de buena presencia; he trabajado para ella sin decírselo, y mientras me ocupaba en prepararle un porvenir lleno de atractivos, un necio que nada ha hecho y nada ha sido para ella, que pura y sencillamente ha nacido con todo cuanto procuro yo conquistar a fuerza de inteligencia y de audacia, un niño, ha entrado y quizá me ha robado ese corazón en el que yo cifraba mi esperanza toda, todo mi gozo, que constituía todos mis sueños.

—Cual tejedor desmañado, no he cuidado que la trama fuese igual en todas sus partes, he descuidado un punto para activar el otro y me falta en el trozo más estimable.

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Samuel se levantó con el cerebro henchido de pensamientos hostiles, dio algunos pasos por su estudio, y luego se encaminó a un espejo, al cual se miró de hito en hito.

—¿Realmente iré declinando? —se dijo con rabia y odio contra sí mismo.— ¿Cómo voy a componérmelas para recuperar el tiempo perdido, para detener al fugitivo tiempo? Menester es que me apresure y tome una decisión pronta; de no, ya veo lo que me amaga: Julio puede morir cuando menos yo lo espere, herido por el puñal de los carbonarios, o sucumbir prontamente de extenuación; y de suceder así, en el estado presente es más que probable que legaría toda su fortuna a Lotario, Entonces no me quedaría sino un medio de participar de la herencia, y sería casar a Federica con el heredero, y para vivir, contar con la munificencia del marido y la gratitud de la mujer.

—¡Maldición! —exclamó Samuel paseándose descompasadamente por su estudio— no me faltaría sino terminar de esta manera, rematar en parásito de una familia. ¡De esta suerte, inteligencia, valor, temeridad, desprecio de las leyes divinas y humanas, y, por otra parte, todos mis desvelos en pro de esa hermosa niña, toda la ternura y toda la abnegación que le he consagrado, vendrían a parar en una infamia semejante! ¡Comería yo las migajas que ellos se dignasen arrojarme! No, no me encenagaré en un desenlace tan vil; lucharé. Pero tal vez el peligro no sea tan grande como imagino; me desazono cual si tuviese la fuerza de verdad demostrada la suposición de que Federica está enamorada de ese joven. ¡Qué locura! No le ha visto sino por espacio de un cuarto de hora, y es demasiado noble para arrojarse al cuello del primero que se presente. No, no le ama. ¿Y si me amase a mí? Me conoce, y me ve todos los días, y tal vez haya adivinado mi pasión; y si no la ha adivinado, es culpa mía. ¿Qué me vedaba hablarla? Nunca le he dicho que experimentase por ella más sensación que la de amistad. ¿Qué tiene, pues, de extraño que nunca haya visto en mí si no un protector, un padre? Yo soy quien debo abrirle los ojos respecto de este engaño. Sí, todo se lo diré. Aliento en mí bastante fuego para hacer resaltar mis palabras; la deslumbraré con los planes que anidan en mi imaginación; haré resplandecer a sus fascinados ojos todo el brillo de una inteligencia pronta a fulminar al mundo si el mundo la incomoda. Le diré qué soy y qué siento por ella. ¡Ah! la convenceré, sí, y verá la diferencia que va del que tiene su esplendor en las ideas que germinan en el cerebro, al que lo tiene en el alfiler de su corbata. Sí, así voy a hacerlo, y no mañana, sino hoy, al instante.

Entonces fue cuando Samuel se salió de su estudio y fue a llamar a la puerta del aposento de Federica; la cual, como hemos visto, abrió, toda conmovida y admirada.

—¿Os incomodo, Federica? —preguntó Samuel con voz meliflua y casi de súplica.La joven estaba aún demasiado turbada para que le fuese dable responder.—Tengo que hablaros de asuntos muy importantes —repuso Samuel, que no estaba menos

turbado que ella.—¿Asuntos importantes? —repitió la pobre doncella, con el corazón en la garganta.—No os alarméis, Federica —dijo Samuel;— sosegaos. Nada debo deciros que os infunda espanto.

Por otra parte, ya sabéis, y creo que no he desperdiciado ocasión de demostrároslo, que no existe en el mundo cosa alguna que me preocupe tanto como vuestra dicha.

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Federica iba reponiéndose y poco a poco sintiéndose más tranquilizada, menos aun por las palabras de Samuel, cuanto por el tono impregnado de cariño y la mirada afectuosa que las suavizaba; pero a medida que aquélla iba tranquilizándose, éste se turbaba más y más y no sabía por dónde empezar.

Sin embargo, Federica aguarda y era menester decidirse.—Mi querida Federica —dijo Samuel con sonrisa forzada y triste,— estoy seguro de que ni

remotamente sospecháis de qué vengo a hablaros.—Pues creo sospecharlo —repuso Federica.—¡Cómo! —profirió Samuel con recelo.— ¿Y qué creéis? ¿Qué adivináis?—No adivino —dijo la joven;— sé que acabáis de recibir una carta.—¿Y sabéis de quién?—Sí, del señor Lotario.Samuel reprimió un gesto de cólera.—¡Oh! No sólo sé esto —prosiguió Federica, que no advirtió la emoción de su interlocutor;—

también sé que debéis consultarme respecto del contenido de la carta.—¿Y no sabéis nada más? —preguntó Samuel, pálido y con los puños crispados.—Nada más —respondió Federica.— Ignoro qué dice la carta del señor Lotario.—Federica —dijo Samuel,— para estar tan al cabo de lo que éste hace, es menester que le hayáis

visto de nuevo.El acento con que Samuel pronunció estas palabras era airado en demasía para que Federica

pudiese equivocarse.—¡Virgen santa! —profirió la joven— ¿vais a enojaros otra vez injustamente conmigo? Os juro

que el señor Lotario no ha vuelto a poner los pies en esta casa y que no he hablado con él.—Entonces ¿cómo sabéis que me ha escrito esta mañana?—Porque me ha escrito a mí al par que a vos.—¿Dónde está la carta ésa? —preguntó Samuel despidiendo fuego por los ojos.—Tomadla —dijo Federica tendiéndole el billete de Lotario.Samuel la tomó con viveza de las manos de la doncella, leyóla apresuradamente, y después, y

como si le hubiesen quitado un peso de encima, dijo:—¿Qué conjeturáis vos de esta carta por demás vaga y vulgar?—Nada, amigo mío; yo...—Estoy seguro —interrumpió Samuel con amargo sarcasmo— que al leer esas cuatro frases de

galantería trivial, os habéis imaginado súbitamente que el señor Lotario, ese rubio, ese majo, ese lindo don Diego, primer secretario de embajada a los veinticinco años y que será millonario a los treinta, se había enamorado perdidamente de vos y venía a pediros por esposa. Confesad que lo habéis creído.

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—Pero, amigo mío... —balbuceó la pobre doncella, toda aturdida.—Pues os habéis equivocado de medio a medio si tal imaginasteis —continuó Samuel;— siento el

decíroslo. Nada tiene que ver con vos lo que me dice el señor Lotario. Me sabe mal haberme dejado su carta sobre la mesa de mi estudio; os la hubiera mostrado, y por ella habríais visto que el tal no piensa mucho en vos.

—¿Pero en qué os he agraviado, amigo mío? —exclamó Federica próxima a saltársele las lágrimas— nunca habéis estado tan cruel para conmigo.

—Perdonadme, Federica —dijo Samuel con voz conmovida de improviso;— no culpéis mi dureza, pues ésta no es hija de mi voluntad, sino de mi sufrimiento.

—¿Vos sufrís? —preguntó la hechicera joven, olvidando su pesadumbre para no pensar sino en la de otro.— ¿Y quién os hace sufrir?

—Vos.—¡Yo! —exclamó Federica estupefacta.—Sí, vos; pero no voluntariamente, querida alma angélica. No, no os acuso.—¿Entonces?—Voy a decíroslo; escuchad, Federica, ¡estoy celoso de vos!—¿Celoso de mí?—Sí, desatinada y desesperadamente celoso. Os amo, Federica. No quería decíroslo todavía;

aguardaba para ello un aniversario próximo, el del día en que os encontré, dentro de catorce cumplirán diez y siete años. Parecíame que esta fecha tenía que serme propicia y venturosa, y quería asociarla a mi súplica. Además, me había impuesto a mí mismo ciertas condiciones para merecer de vos que me acogieseis con algún afecto; pero hoy se presenta la ocasión; no soy libre de retroceder; es menester que deje rebosar mi corazón.

Federica escuchaba sorprendida, casi aterrorizada.—Escuchad —continuó Samuel;— desde hace diez y siete años trabajo, estudio, sufro, lucho

contra todo y hago esfuerzos capaces de anonadar a cien hombres. Pues bien, al cabo de tanta persistencia y de fatiga tanta, no había para mí sino una recompensa: vuestro amor.

—Lo sé —dijo Federica,— y creed que mi corazón está lleno de gratitud hacia vos. No os hablo de ello con frecuencia, porque no me atrevo; pero conozco íntimamente cuanto os debo. Me habéis recogido y educado, hecho para conmigo las veces de padre y madre, y si existo, a vos debo agradecéroslo; pero a lo menos quépaos la certeza de que no habéis criado una ingrata, y que si alguna vez se me presenta ocasión de satisfacer mi deuda, no la desperdiciaré.

—¿Una ocasión? —dijo Samuel— hoy, al igual que todos los días, se os presenta.—¿Qué me es dable hacer?—Amarme —respondió Samuel.— Amadme y estamos en paz, y en adelante seré yo quien deba

mostrarme agradecido. Federica, ¿me amáis?

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—¡Oh! sí, con todo mi corazón.—Bien, ¿pero de qué modo me amáis? —repuso Samuel.— Lo mismo se dice a un padre y a un

hermano. Federica, vos que me creéis generoso, y me agradecéis el que os haya dado, prestado, vais a hallarme egoísta, a tenerme por un usurero ávido que arruina a aquellos a quienes obliga. Escuchadme, Federica: yo no os amo como a hija o como a hermana; mi esperanza, mi sueño, mi pasión, es alcanzar de vos que nuestros destinos queden unidos en lo venidero, como lo han estado en lo pasado; que seamos enteramente el uno del otro, que seáis mi esposa.

Samuel se calló, trémulo y aguardando el efecto que su petición produciría en Federica.La joven no profirió palabra alguna. Aquella inopinada metamorfosis de un protector paternal en

pasión de amante, le producía un asombro penoso y profundo. Acostumbrado como se había a no ver en su tutor más que un amigo grave y austero, superior a ella por la edad y la inteligencia, el concepto que de él se formara era precisamente contrario a la idea de tierna familiaridad y de igualdad seductiva que suscitaba en ella la palabra matrimonio.

Federica permaneció, pues, muda, pálida y llena de espanto.Samuel, que leyó en el semblante de su pupila la impresión que la subyugaba, sintiose desalentado

por un instante.—Os doy miedo y compasión —dijo.—¡Oh! compasión no —profirió Federica.—Entonces os inspiro miedo —replicó Samuel levantándose con arrogancia y casi hermoso.—

Os doy miedo porque no soy uno de esos frívolos pisaverdes de cabeza huera, que no tienen lleno sino el bolsillo; os inspiro horror porque he pensado y he existido y llevo en la cara la huella de cuanto he visto y hecho; porque en lugar de poner a vuestros pies unos talegos para compraros, pongo una inteligencia probada, un alma templada en los vaivenes de la vida, un caudal acumulado de saber y de experiencia. Y sin embargo, ¿qué es lo que debería solicitar con más empeño una mujer, cautivarla más? ¿Un corazón frágil y pueril que a ella se entrega atolondradamente, en los umbrales de la vida, porque es la primera mujer con que se encuentra, o un corazón viril y firme que todo lo conoce, todo lo ha averiguado, poder, ciencia, ingenio, y que de todo cuanto existe en el mundo no quiere sino a ella, y a nada más que a ella busca y acepta? Si he perseguido riquezas y poder, ha sido para dároslos, para hacerme digno de vos. Tengo de vos un concepto tan elevado, que quisiera ser dueño de montañas de oro para subirme a ellas y llegar a vuestra altura. Ved cómo yo os amo. Paréceme que por mí sólo nunca sería merecedor de vos, y que para igualaros es menester que sea posesor de todos los bienes de la tierra. Con todo, no soy hombre para desdeñarlo del todo, os lo aseguro. He intentado y hecho cosas que de contároslas tal vez os parecerían grandes. Han germinado en mi cerebro, y tal vez aún germinen, designios que cambiarían la faz de Europa. Esto os traigo; todo es vuestro. Cuanto valgo, cuanto he sido y seré, os pertenece, tanto más cuanto conozco que sin vos nada puedo ser. Por favor no me desdeñéis; otros me han despreciado y les he reducido a polvo. Pero a vos os amo, y vuestro desdén en lugar de incitarme a exterminaros me mataría. Sed compasiva para conmigo, y bajo mi juramento

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creed que no os propongo un marido de ningún valer. Humillo a vuestros pies un rostro que ha mirado de frente al emperador. ¿Aceptáis?

Esta pasión violenta e inconmensurable turbaba y trastornaba más y más el alma candida de Federica. A la sencilla joven la despavoría este amor, como a un triste pájaro el ver de improviso abatirse sobre él la sombra de las grandes alas de un águila.

—Amigo mío —dijo Federica llena de consternación,— perdonadme si no acierto a responderos. ¡Ha sido para mí tan inesperado lo que acabáis de decirme! Ya veis cuan conmovida estoy. No puedo responderos sino que sólo existo por vos, y que, por consiguiente, mi existencia os pertenece. Haced de ella según vuestra voluntad.

—¿Es cierto lo que me decís? —exclamó Samuel lleno de gozo.—Sí —respondió Federica;— es mi deber obedeceros y hacer cuanto depende de mí para que

seáis dichoso.Todo lo que Samuel quería era tomar de un modo o de otro posesión de aquel cuerpo y del alma

aquella; luego ya cuidaría de ir convirtiendo paulatinamente aquella docilidad en amor. La sumisión de Federica le proporcionó, pues, casi tanta dicha como una declaración.

—Me habláis bondadosamente, pero con tristeza —añadió sin embargo Samuel.— Reflexionad, hija mía. En el matrimonio hay dos cosas, el marido y la representación social, y en cuanto a esta última, os empeño mi palabra de proporcionárosla espléndida y elevada, más de lo que no habéis aspirado en vuestros sueños.

—¡Oh! no es la representación social —dijo Federica.—Entonces es el marido —repuso Samuel con suavidad.— Vamos a ver, mi querida niña

—añadió haciendo un esfuerzo,— vuestra existencia es tan sencilla y tan pura, que poco cuesta el profundizarla. Apenas habéis frecuentado la sociedad, no habéis visto a nadie... Pero no, me engaño, habéis visto por espacio de un cuarto de hora a ese joven. Federica, ¿sería yo bastante desdichado para que lo que éste puede haberos dicho durante tan breve espacio de tiempo contrapesase lo que yo he hecho por vos durante diez y siete años?

—¡Oh! No —respondió Federica con los ojos fijos en el suelo y el corazón palpitante.—¿No? ¡Oh! ¡Gracias! —profirió Samuel cortándole la palabra al pronunciar este no.— Nada

quiero deciros ni pediros por hoy. Os he abierto mi corazón y vos habéis sido para conmigo buena y generosa; es mucho, más de lo que yo esperaba. Ahora que os he hecho sabedora de mi anhelo y que vos no lo habéis repelido, estoy satisfecho. Dejemos que las circunstancias obren, y dejadme obrar a mí.

Y levantándose y asiendo una de las manos a la joven, añadió:—Ahora me toca a mí el ser agradecido y demostrároslo. Paréceme que cuando uno es dichoso,

no hay imposibles, y gracias a vos, Federica, soy dichoso. Os doy de nuevo las gracias. Hasta luego.Samuel besó la mano a Federica y se salió precipitadamente.

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Nunca, ni en medio de sus más grandes empresas, había Samuel experimentando una emoción como la que ahora le dominaba. Al comparar el resultado de su conversación con Federica con el temor que le inspiraba la carta de Lotario, figurábase que la principal dificultad estaba vencida, y daba por resuelto el asunto. Así pues, bajó por las escaleras ligero de piernas y con el corazón alegre, y entrando en el comedor y tomando su sombrero, dijo a la señora Trichter, que sentada en él estaba haciendo calceta:

—Mi buena señora Dorotea, dentro de diez minutos o de un cuarto de hora a más tardar, estoy de vuelta. Tal vez vengan por mí si el que espero no me encuentra en la calle. En el primer caso decid al que venga que me haga el favor de aguardarme unos minutos.

Samuel tenía necesidad de andar, de desahogarse al sol, de respirar el aire libre.En cuanto a Federica ¡cuan oprimido sentía el corazón!¡Gelb su marido! Nunca se le había acudido semejante pensamiento.En la nueva y dolorosa situación que el coloquio que acababa de sostener con su tutor creaba a la

desventurada doncella, había algo que repugnaba al pudor y a las esperanzas de ésta.¿Y Lotario? ¿Así pues, éste la había engañado? ¿Qué significaba su continua asistencia al templo?

¿Qué la carta que de él recibiera aquella mañana misma? ¿La había engañado? Y en este supuesto ¿con qué fin? ¿Era posible que él hubiese mentido por modo tan gratuito, cuando debía saber perfectamente que una palabra de Samuel la pondría al corriente de la mentira?

¡Ah! ¡Qué no hubiera dado para leer la carta de Lotario a Samuel Gelb! Éste, a darle crédito, la había dejado sobre la mesa de su estudio, y acababa de salir, y ella le había visto atravesar el jardín, y oído como cerraba la puerta de la calle, y cuando salía, por lo común pasaba todo el día fuera.

Federica se levantó como instintivamente, pero vacilando.—No, sería una mala acción —se dijo.Pero luego añadió en su mente:—Sin embargo, mi amigo me ha dicho que sentía no haberme traído la carta del señor Lotario

para mostrármela.Tras corta lucha, Federica, resuelta a llevar adelante su designio, dijo para sí:—Precisamente en interés de mi amigo quiero leerla, para ver hasta qué extremo el señor Lotario

se ha burlado de mí y no pensar en él nunca jamás.Federica salió calenturienta de su aposento, atravesó el rellano, penetró en el estudio de Samuel,

se encaminó apresuradamente a la mesa y buscó entre los papeles de que ésta estaba atestada; pero no halló la carta.

—Me ha dicho que la había dejado sobre la mesa de su estudio —dijo entre sí la joven;— tal vez ha querido referirse a la de su laboratorio.

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Y uniendo la acción al pensamiento, Federica penetró en éste, que sólo estaba separado del estudio por una cortina; pero por más que jadeando, desatinada, fuera de sí, revolvió cuantos papeles halló a mano, no dio con la carta.

De pronto la puso en sobresalto un ruido. Alguien acababa de entrar en el estudio.—Hacedme el favor de tomar asiento —oyó decir a Samuel.Oyóse ruido de sillas, y luego la voz de Samuel repuso:—¿A qué debo la honra de vuestra visita, caballero?Federica quedó helada de estupor. El laboratorio no tenía más salida que el estudio. ¿Qué diría el

señor Samuel si la sorprendía allí, y cómo excusar su curiosidad?Por fortuna, la cortina impedía que la viesen. La joven retuvo el aliento y se apelotonó en un

rincón, pálida de espanto.

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CAPITULO XIXAl través de la cortina

Federica no oyó la respuesta a la pregunta que Samuel había dirigido a su visitante; es que la respuesta fue muda.

Al hablar, Samuel había tendido con toda naturalidad tres dedos de la mano izquierda. Su interlocutor había visiblemente tendido dos de la mano izquierda y cuatro de la mano derecha, completando de este modo el número nueve, uno de los signos masónicos por los cuales los carbonarios se reconocen entre sí.

—Es inútil que haga la contraprueba —dijo el visitante.— Vos no me conocéis, señor Samuel Gelb, pero yo sí os conozco a vos.

—Sin embargo, me parece también conoceros, caballero —arguyó Samuel.— ¿No os encontrabais anoche en la calle de la Viruta?

—Sí; pero fui a esa venta por primera vez; apenas dije palabra alguna; no hice sino entrar y salir. Es B... quien os ha anunciado mi visita, ¿no es eso?

—Sí; y me ha placido en extremo la noticia, porque tengo que hablaros. —Lo mismo os digo.—De antemano quiero que sepáis —repuso Samuel— que las dudas que os traen respecto de un

individuo a quien afilié, por fortuna creo poder desvanecerlas completamente.—No traigo dudas, sino certidumbres —replicó el interlocutor;— pero no es éste el primordial

objeto de mi visita. Si os place, ya hablaremos luego de ello. Empecemos por lo que atañe más directamente a la asociación.

—Estoy a vuestras órdenes —dijo Samuel, inquieto por Julio.—Habéis conocido mi semblante, caballero; pero estoy seguro de que no sabéis cómo me llamo.

Pocos lo saben, y aun cuando os lo dijese, nada os aprovecharía. Con todo, a pesar de mi humildad me he visto obligado a aceptar un papel importante en la guerra que estamos sosteniendo. Han debido deciros que yo era el intermedio entre los carbonarios y los defensores visibles de la libertad en la tribuna y en la prensa; cometido obscuro y sin brillo aceptado por mí con gozo, ya que no exige gran talento ni mucha destreza, aunque sí mucho celo y no menos abnegación. Soy soldado humilde y modesto, pero devoto, me atrevo a decirlo, a quien asustan los primeros puestos y sirve a la causa por la causa, por lo que está pronto a dar cuanto es, incluso la sangre. Lo doy todo sin exigir nada en recompensa, y en el fondo de mi desinterés nunca habrá la más mínima amargura, si bien hay un poco de tristeza.

—¿Tristeza de qué? —preguntó Samuel.

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—De ver tan pocos corazones abnegados —respondió el visitante,— y de que casi todos, al trabajar por la patria, no lo hacen sino para sí. Puede decirse que son contadísimos los que no presten lo que dan y no anticipen cien francos a la libertad para que ésta les devuelva mil.

¿Vio Samuel en estas palabras una alusión a sus propios cálculos? Sea porque le hubiesen chocado las que pronunciara su interlocutor, ya que por su inclinación creyese poco en el desinterés humano, su voz tomó un acento de ironía.

—Es cierto —dijo— que casi todos los hombres se señalan anticipadamente su parte y que en el gran festín del poder son los primeros en servirse; pero hay otros que bajo una apariencia de discreción y de reserva, ocultan a las veces un apetito más ávido y más diestro. Es con frecuencia una táctica excelente el dar el plato a otros que por respetos humanos no se atreven a tomar la mejor tajada y os la dejan. De este modo os conceden la doble ventaja de la discreción y del beneficio, y en definitiva os queda más que no hubierais podido tomar decentemente.

—Si habláis por mí —arguyó el desconocido,— os equivocáis de medio a medio, pues no sólo no pido cosa alguna, sino que no aceptaría nada.

—Pamemas —profirió Samuel, persistiendo en su incredulidad zumbona.— En este caso os rogarán que os resignéis a aceptar los destinos que otros solicitarán de rodillas. Dispensadme si no abundo del todo en vuestro parecer, y si, muy al revés de condenar la ambición, la aprecio. ¿No requiere acaso el interés más esencial de la causa que sean sus servidores más vehementes los que ocupen los destinos? ¿Os parece que éstos los pusieran en manos de sus contrarios? ¿Quiénes serán más capaces de sostener la libertad que aquellos que la hayan fundado? ¿Quiénes más adictos a ella que los que por ella han expuesto su existencia? So pretexto de abnegación, no se sacrifica uno a sí propio solamente, sino también a la libertad. Vos probaréis vuestra devoción participando del poder, y yo os respondo que la parte que toméis en él estará en buenas manos, pues me cabe la seguridad de que no han podido confiar una comisión tan delicada y peligrosa como la que a vos os han confiado, sino a un centinela probado, no únicamente por su valor, sino además por sus méritos.

—No reúno otro mérito que el de la discreción —repuso el desconocido.— Sé mucho y conozco a muchos hombres, y a vos mismo no os conozco únicamente en lo físico.

—¿Qué sabéis de mí? —preguntó Samuel con altivez.—Por ejemplo —respondió con toda calma el interlocutor,— que al par que pertenecéis al

carbonarismo francés, estáis también afiliado a la Tugendbund alemana.—¿Quién os ha dicho semejante? —preguntó Samuel alarmado.—¡Qué! ¿Acaso no es cierto lo que digo? —replicó el visitante.—Posible es que así sea —respondió Samuel;— pero ¿quién os ha informado tan bien respecto de

mis asuntos personales? ¿Acaso me espían mis hermanos?—Tranquilizaos, caballero; no soy agente de policía, ni tengo la pretensión de saberlo todo. A

nuestros amigos y correligionarios no quiero ni debo decirles sino la verdad. Sé que vos sois miembro de dos sociedades secretas; pero en cuanto a espiaros, no lo creáis. Por casualidad y a propósito de otro

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individuo he recogido los informes que al parecer os sorprenden. De vuestra existencia y de vuestro pasado nada sé, ni quiero. Por lo demás, no necesito deciros que lo que respecto de vos hemos sabido no ha menoscabado lo más mínimo el concepto en que individualmente os teníamos; al contrario, lo habéis mejorado, ya que pertenecéis a la vez a dos sociedades que persiguen igual propósito aquende y allende el Rin. Pero tratemos del asunto que me trae. Tengo que pediros un favor.

—Decid.Entretanto, Federica, a la vez llena de terror y de curiosidad, veía con espanto descorrerse ante sus

ojos los secretos que Samuel guardaba para con ella. Pero ¿qué hacer? Había ya oído demasiado para poder mostrarse.

—La causa primordial de mi determinación de abocarme con vos —prosiguió el desconocido,— estriba en las relaciones que habéis continuado sosteniendo con la Unión de Virtud y la elevada categoría que ocupáis en ella. Vos sabéis cuánto, hace algunos años, ganó el carbonarismo propiamente dicho al fusionarse con la asociación de los caballeros de la Libertad. Desde entonces quedaron fundadas la unión y la unidad del liberalismo francés, y fue posible y lo será principalmente cuando las circunstancias se presenten propicias, obrar a una. Al establecer relaciones con el carbonarisrno italiano, hemos ensanchado el círculo de la liga; pero todavía no es bastante; sería preciso que nuestra cruzada fuese europea. ¡Y qué paso no daríamos hacia ese objeto como estableciésemos relaciones entre el carbonarisrno y la Tugendbund! Tarde o temprano va a romperse el molde de las antiguas y limitadas personalidades, y el metal en fusión de la libertad se desparramará por toda Europa. Vos podéis acelerar la llegada de este día, representando entre la Tugendbund y nuestras ventas lo que yo entre éstas y los oradores o escritores de la oposición.

—No quisiera más —repuso Samuel;— pero —añadió con acento un tanto amargo— no tengo en la Unión de Virtud la categoría ni el influjo que suponéis. A despecho, o a causa de servicios que no hay poder humano capaz de recompensarlos, en la asociación alemana no ocupo un grado mucho más eminente que en la asociación francesa. Con todo, tal vez exista un medio...

—¿Cuál?—Hace dos meses se encontraba en París un miembro del consejo supremo, y quizá se encuentre

todavía aquí, por más que hace muchas semanas no ha honrado con su presencia nuestra reunión de París. Valiéndome de las correspondencias convenidas, puedo hacer que le adviertan la necesidad que de verle tenemos, y le comunicaré vuestra proposición.

—Os lo agradezco de todo, corazón; nada más os pido.Pero Samuel sí quería más. En lo que él y su interlocutor acababan de tratar veía un medio de

acción y de influjo, y determinó aprovecharlo.—Amor con amor se paga —dijo;— yo os abocaré con los jefes de la Tugendbund; pero en

cambio os pido que me pongáis en relaciones personales con los jefes de la oposición. Hace mucho tiempo que ardo en deseos de conocer y frecuentar el trato de esos hombres eminentes, honra de nuestra causa y gloria de la tribuna y de la prensa francesas, y vos podéis colmar mi anhelo.

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—Enhorabuena —dijo el desconocido moviendo tristemente la cabeza;— pero os prevengo que es muy posible perdáis alguna ilusión al ver de cerca a esos ídolos. Al iniciaros en sus intrigas y en sus secretos, os iniciaré también en muchas de sus flaquezas; pero no importa, eso os atañe a vos. En cuanto a mí, espero de vos un favor demasiado importante para negaros cosa alguna. Veréis cumplido vuestro deseo.

—Gracias —dijo Samuel.—Ahora —continuó el visitante,— hablemos del otro objeto de mi visita. También se refiere a vos

y a vuestro provecho, como vais a ver. Tenemos plena confianza en vos, sois de los nuestros hace quince años, y vuestras afinidades con la Tugendbund os han dado nuevos títulos a nuestra simpatía; pero si sois incapaz de engañar, podéis haberos engañado.

—Al grano —dijo Samuel.—Voy a él —repuso el desconocido.— ¿Estáis seguro de que conocéis a Julio Hermelín a quien

habéis afiliado a nosotros?—Seguro.—Se os ha vendido por viajante, os ha hablado con entusiasmo de libertad, manifestado ardientes

deseos de hacer algo en pro de la emancipación de su patria, y proporcionado excelentes informes y fiadores indiscutibles de su probidad y honradez, ¿no es eso?

—Cual decís.—Pues bien, ese Julio Hermelín se llama Julio de Hermelinfeld, conde de Eberbach; el viajante

ése no es sino el embajador de Prusia.Al oír una aserción formulada por modo tan formal, Samuel no pudo menos de palidecer; pero su

palidez podía tener excusa en la sorpresa.—¡Imposible! —exclamó.—Es positivo —repuso el delegado.— Ayer mismo, al verle, recordé haberle encontrado en dos

o tres tertulias diplomáticas.—El parecido entre él y el conde puede haberos hecho caer en error —dijo tranquilamente

Samuel, repuesto ya de su turbación.—Estoy seguro de que no me equivoqué —repuso el desconocido.— Por otra parte, el señor de

Eberbach no se toma siquiera la molestia de encubrir su aspecto y fingir la voz. Mucha debe de ser su osadía o muy hastiado de la vida debe de estar cuando de esta suerte juega con el peligro. Recordad que vos mismo, señor Gelb, habíais manifestado algunas sospechas respecto de él. Se han hecho averiguaciones en los sitios donde vos indicasteis, y si bien al principio fueron favorables al neófito, al ahondar, una casualidad que no puedo revelaros enteramente me puso sobre la pista de la personalidad del conde de Eberbach y al mismo tiempo me reveló vuestras relaciones con la Tugendbund. Os repito que poseo pruebas de lo que os digo.

—¿Y qué determináis hacer? —preguntó Samuel.

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—Nuestros estatutos son terminantes —respondió el desconocido;— todo traidor está condenado a muerte.

Federica se estremeció. ¡El conde de Eberbach, el amigo del señor Samuel Gelb, el segundo padre de Lotario, amenazado por el puñal! La frente se le inundó de frío sudor a la joven, que se vio obligada a apoyarse en el tabique para no dar consigo en tierra.

Samuel experimentó también un estremecimiento; pero reponiéndose al instante, dijo:—Aun admitiendo que Julio Hermelín sea, como vos suponéis, el conde de Eberbach, ¿qué os

prueba que éste quiera traicionaros?—Atendida la posición que ocupa, es probable que así sea. Por otra parte lo sabremos, y entonces...—¿Qué?—Caballero, dentro del carbonarismo no soy yo el juez ni el verdugo; deploro y aun desapruebo

las violencias; pero no soy el jefe. Mi deber es decir cuanto sé a los que luego decidirán del destino del conde de Eberbach; el cual, por muy elevado que esté, se equivoca si cree que el carbonarismo no podrá alcanzarle.

—Caballero —profirió Samuel con acento casi de súplica,— ya que desaprobáis toda violencia, ¿qué os obliga a denunciarle? Con mi cabeza os respondo que no existe peligro alguno. ¡Qué! ¿Porque fuese él embajador de Prusia no podría ser sincero? Yo he oído decir que el conde de Eberbach, en su juventud, había estado afiliado a la Tugendbund; ¿quién os asegura que todavía no lo esté en lo presente?

—¿Vos lo sabéis? ¿Estáis seguro de ello? —preguntó el interlocutor.—No lo afirmo —respondió Samuel, temiendo excederse.—En este caso idos con tiento y no defendáis con tanto calor a un afiliado sospechoso. Todos os

hemos creído de buena fe, y hemos convenido en que se os advierta, porque os suponíamos engañado y vigilado, como miembro de Iá Tugedbund, por el embajador de Prusia; pero si persistís en que no estabais en un error y que sabíais quién era Julio Hermelín, nuestras sospechas no se limitarán a éste solamente.

—No deis una interpretación torcida a mis palabras —profirió Samuel, comprendiendo que, de insistir, se comprometía.— Así como no he sido traidor a la Tugendbund, a la que sirvo hace veinte años, tampoco lo seré al carbonarismo. Yo he introducido a Julio Hermelín; luego me pertenece. De consiguiente pido que se me confiera su vigilancia. Tranquilizaos; yo os fío que sabré quién es y qué quiere, y si es un traidor y no soy el primero en castigarle, castíguenme a mí.

—¡Oh! —repuso el visitante— esto no depende de mi voluntad. Transmitiré vuestra petición, pero no os respondo de que sea acogida, como tampoco respondo de que al conde de Eberbach le perdonen o no la vida. Ahora que he cumplido con mi deber advirtiéndoos, nada más me resta que hacer aquí.

El desconocido y Samuel se levantaron.

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—Convenidos —repuso el visitante;— me pondréis en contacto con vuestros amigos de la Unión de Virtud y yo haré lo mismo con los míos de la oposición. Hasta la vista. Cuando se os ocurra comunicarme algo, ya sabéis cómo.

—Hasta la vista —dijo Samuel.Federica oyó caminar hacia la puerta, abrirse ésta, alejarse los pasos y las voces, y luego quedar

todo en silencio.La pobre doncella, que estaba más muerta que viva, apenas si se halló con fuerzas para salir del

escondrijo, atravesar el estudio donde acababan de proferirse palabras tan terribles y refugiarse en su aposento.

¡El conde de Eberbach y aun Samuel, cuya intimidad con Julio no tardaría en ser conocida, corrían peligro mortal! Ante tan espantosa realidad sentía trastornada la imaginación.

¿Qué hacer? Sin embargo, ella no podía dejar morir al hombre que la había recogido y educado, ni tampoco al padre de Lotario.

Federica pasó media hora pábulo de la más dolorosa angustia y revolviendo proyectos a cual más extraño.

De improviso le cruzó por la mente una idea, y bajándose al comedor, donde se encontraba la señora Trichter, preguntó a ésta:

—¿Dónde está el señor Samuel?—Acaba de salir.—¿Ha dicho si estaría mucho tiempo ausente?—No volverá hasta la noche.—Está bien. Hacedme el favor de poneros vuestra toca; vamos a salir.

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CAPITULO XXSoledad

Julio, como todos los hombres gastados por una existencia trabajosa o dada a los placeres, no sentía sino un poco de actividad y fuego más que por la tarde y por la noche, después de haber recobrado fuerzas en la corriente de la vida. Por la mañana, después de un sueño penoso e inquieto, se sentía rendido, quebrantado.

De esta suerte se despertó al día siguiente de la representación de la Mutta y de la sesión de la venta. Revolvióse una y otra vez en su cama para reconciliar el sueño, enervado, lleno de tedio, irresoluto y exhausto de energía.

La luz que filtraba al través de las corridas cortinas le produjo una impresión de disgusto, y al conocer que era preciso librarse nuevamente a la existencia, sintió un arrebato de mal humor y de ira.

En una mesita colocada al lado de su cama había un frasco de cristal, del que tomó tres o cuatro glóbulos de fósforo que se tragó para rehacerse. ¡Cordial mortífero tomado en esta dosis!

A ruego suyo, Samuel le había preparado los mencionados glóbulos, recomendándole que nunca tomase más de uno a la vez y a largos intervalos; pero Julio, a quien tanto le daba la vida, tomaba casi todos las días, llegando a doblar y triplicar las dosis para que el fósforo conservase su efecto. Lo físico reanimado reanimábalo moral, así es que poco después de haber tomado los glóbulos, el conde de Eberbach se sintió casi viviente. Entonces tocó una campanilla, a cuyo son acudió un ayuda de cámara para vestirle; luego se hizo afeitar, terminó apresuradamente su tocado, mandó que engancharan su coche y se hizo conducir a casa de Olimpia.

Apenas eran las nueve.Por el camino le empezó a circular la sangre, gracias al fósforo y al traqueteo del coche, y se

despertó en él casi todo su amor hacia aquel animado retrato de Cristina.—Por Dios que sería una verdadera desventura para mí si Olimpia hubiese partido —dijo para sus

adentros.— Paréceme que me faltaría lo que de alma me queda, se habría apagado la divina chispa de Cristina. Pero ¡no iba yo a dar por admitido que Olimpia ha pensado en partir! Samuel me lo dijo para sosegarme y excitarme. Si se le hubiese acudido a ella el pensarlo, sus proyectos se hubieran desvanecido al alba junto con sus sueños. Voy a darle molestia y no concebirá por qué la incomodo tan temprano; pero ¡bah!

Cuando Julio llegó frente a la casa de la cantarina, vio un coche a la puerta de ésta; pero en su turbación no advirtió otro con las cortinillas corridas, detenido algunos pasos más allá.

Julio sintió en el corazón el diente de los celos.

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—¡Ah! —murmuró éste— ¿Voy a incomodarla por ventura más que no he creído? Parece que recibe visitas más matinales que la mía.

Julio penetró en el patio y se subió sin dirigir la palabra al portero.La puerta de la antesala estaba abierta, y en esta pieza encontró a lord Drummond hablando con

el criado de confianza de Olimpia.—¿No recibe todavía la signora? —preguntó Julio.—Ha partido —dijo lord Drummond.—¡Partido! —exclamó Julio.—Esta madrugada a las cuatro —añadió el criado.—Demasiado cierto es; ha dejado este billete dirigido a vos y a mí —repuso lord Drummond

entregando uno abierto a Julio.— Yo había dejado a la signora a la salida del teatro y esperaba haberla convencido de que se quedase en París. Sin embargo, esta mañana, desasosegado, corro, os precedo de algunos minutos y me encuentro con este billete que me he tomado la libertad de abrir. Leed.

Julio leyó:

«Parto para Venecia por el camino más largo. A ella me siga quien me ame.Olimpia.»

—Si es una prueba —dijo lord Drummond,— no seré yo quien la rehuya. Os dejo, señor conde, y os advierto que voy ahora mismo a que me dispongan caballos. Al llegar a Venecia, Olimpia me encontrará ya en ella. ¿No os venís conmigo?

—Soy embajador en París y no en Venecia —respondió Julio, pálido y sombrío.—Es verdad. Adiós, pues.—Feliz viaje.Lord Drummond estrechó la mano de Julio y se salió.Una vez a solas con el criado, el conde puso su bolsillo en la mano de éste y le dijo:—Quiero recorrer la habitación.—Como plazca a vuecencia —contestó el criado.Julio recorrió una a una todas las piezas de la morada de la cantarina, las cuales estaban obstruidas

por maletas a medio arreglar y por muebles colocados en desorden. No era posible la duda: Olimpia había partido realmente. Julio sintió mortalmente oprimido el corazón, y abandonó apresuradamente aquellos aposentos, llenos, por decirlo así, de la ausencia de la artista.

En la calle encontró su coche y se subió a él. El de lord Drummond no estaba ya.—¡A palacio! —dijo Julio al lacayo. Los caballos partieron al galope.

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El coche estacionado algunas casas más arriba echó tras el de Julio.¡Reunirse a Olimpia! En los primeros instantes de su angustia fue lo primero que se le acudió al

conde de Eberbach; pero ¡ay! su oficio de embajador le retenía en París. Por otra parte, aun cuando pudiese haber salido en pos de aquella mujer, ¿qué provecho le hubiera reportado? Olimpia era una artista antojadiza y voluntariosa, sin más amor que el del arte. No, Olimpia no le amaba, pero ¿acaso él mismo estaba seguro de amarla?

Sin embargo, por más que se hacía estas reflexiones, Julio sentía que aquella partida le quebrantaba algo íntimo, que aquella mujer se había llevado consigo parte de su vida. Con todo, el único pesar que experimentó Julio fue el de que Olimpia no se la hubiese llevado toda entera.

El coche se detuvo a la puerta del palacio de la embajada; pero Julio, en vez de apearse, mandó al lacayo a que se informara de si estaba o no Lotario.

Éste había salido. —Entonces —añadió Julio,— di al cochero que me conduzca a casa de la princesa.El coche que seguía al del conde se había detenido y anudado la marcha al mismo tiempo que el

de éste, y de nuevo se detuvo dos minutos después.Olimpia, que iba en este último con Gamba, apartó un poco la corrida cortinilla y vio claramente

como Julio penetraba en el palacio en que vivía la princesa.—Es cuanto quería ver —dijo la artista echándose atrás y sonriendo con amargura.— Le queda

un consuelo. Gamba, puedes decir al cochero que desande lo andado y nos conduzca a la barrera del Trono, donde nos está aguardando la silla de posta.

—¿Conque decididamente partimos? —preguntó Gamba.—Sí.Gamba empezó un brinco de gozo sobre sí mismo; pero se detuvo al ver rodar dos lágrimas por el

pálido semblante de Olimpia, y transmitió al cochero la orden que ésta le diera.El coche partió inmediatamente.Ínterin, los criados de la princesa recibían a Julio con la sorpresa y perplejidad con que acostumbra

a recibirse a una persona a quien no se espera, y le hacían entrar en el salón.Media hora después entró a su vez en él la princesa, envuelta en una bata, desapacible y como

contrariada e impaciente, y apenas si invitó a Julio a que tomara asiento.—¿Estabais ocupada? —preguntó éste.—No —respondió la princesa con gesto que quería decir lo contrario.— Pero, decidme, ¿os

parece que las diez o las once de la mañana son horas a propósito para venir a visitar a la gente.—¿Estabais con alguien? —repuso Julio. —Puede —respondió con frialdad la princesa.— ¿Y qué tal la signora Olimpia? —preguntó con

acento áspero.

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—Ha partido para Venecia esta mañana —respondió Julio.— Acabo de salir de su casa, donde no he hallado a nadie.

—¡Que acabáis de salir de su casa! —replicó con acritud la princesa.— ¡Claro! y como no habéis hallado en ella a persona alguna, os venís a la mía. Verdaderamente debo estar muy agradecida a la cantatriz esa y a su partida, que me proporcionan el gusto de veros; en realidad os mostráis por demás bondadoso para conmigo al darme el derecho de vuestras actrices.

—Perdonadme, estoy sufriendo... la acogida que me reserváis es incomprensible para mí —dijo Julio, anticipadamente fatigado del lance que preveía.

—¡Que nada comprendéis! —profirió la princesa— sin embargo, es bien claro. Ayer me citasteis para la Ópera, y en el momento en que yo entraba vos salíais. Os detuve casi a la fuerza; pero un cuarto de hora después y so pretexto de tener que ver a un amigo, os separasteis de mí, y esta mañana, la primera persona a casa de quien voláis es esa cantarina. Placedme el favor de creer que no he descendido a tal nivel que me sea posible atemperarme a semejante conducta. Si no os es posible concederme más horas que las que os dejen libres vuestros amigos y vuestras cantarinas, podéis reservároslas para los demás.

—¿Es un rompimiento? —dijo Julio levantándose.—Tomadlo como os plazca —respondió la princesa levantándose también.—Supongo —repuso Julio— que os asiste una razón más firme que no el pretexto que me habéis

dado; pero no me siento ya en edad ni con energía bastante para forzar la cerradura del secreto de una mujer. Siempre y cuando deseéis verme, estoy a vuestras órdenes. No me queda sino pediros humildemente perdón de haberos molestado tan inoportunamente.

Y haciendo una profunda reverencia, se salió del salón.—Ea —dijo entre sí Julio mientras bajaba por la escalera,— me han suplantado y ella me levanta

un caramillo para impedir que yo se lo levante. Mejor, es una cadena menos en que enredarme, y que por cierto no era la menos complicada. Sin embargo, no hay que forjarse ilusiones, pues de estas cadenas está formada la trama de la existencia, y cuando muchas de ellas se rompen, la tela se desgarra.

Julio se hizo conducir de nuevo al palacio de la embajada, una vez en el cual preguntó si Lotario estaba de regreso.

—Sí, excelentísimo señor —respondió el criado a quien dirigiera la pregunta.—Decidle que tengo que hablarle.—¿Me habéis mandado a llamar? —dijo poco después Lotario entrando en el despacho de Julio.—Por dos veces —respondió éste.— Parece que esta mañana has salido muy temprano.—¿Teníais que comunicarme algo, tío? —interrumpió el joven.— No, sólo quería verte. Necesito la presencia de un rostro amigo. He pasado una mañana muy

triste. ¿Sabes? Olimpia...—Sí, Olimpia —repitió maquinalmente Lotario, como si pensase en otra cosa.

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En efecto, en el momento en que el conde de Eberbach había hecho llamar a su sobrino, el criado encargado de llevar a Menilmontant las dos cartas que éste escribiera a Federica y a Samuel, no había regresado aún, y el joven, puesto todo su pensamiento en la casita donde moraba su amada, aguardaba con ansiedad la contestación.

—Pues sí —continuó Julio,— Olimpia ha partido.—¿Ha partido? —profirió Lotario.—Para Venecia, y mucho me temo, amigo mío, que no cree en mi existencia un vacío más grande

que no supuse. Para llenar este vacío, hace poco he ido a visitar a la princesa; pero precisamente ésta estaba atribulada como nunca; lo cual unido a las malas disposiciones en que yo me encontraba, ha hecho que rompiésemos de golpe y porrazo. ¿Qué te parece de mi suerte, muchacho? Heme ahí, de hoy más, completamente aislado; pero no, me quedas tú, que te haces cargo de mi zozobra. Tú, que eres joven, dichoso y fuerte, es menester que me reanimes y me consueles. Tú eres el único ser que en el mundo me sea devoto. ¿Verdad que me quieres, Lotario?

—Sí, querido tío —respondió el joven con preocupación.—¿En qué podríamos pasar el día de hoy? —prosiguió Julio.— ¿Si dispusieses un partido?

¿Quieres? A ti te serviría de diversión y a mí de olvido.—Sí —dijo Lotario encaminándose apresuradamente hacia la puerta.—¿Qué te pasa? —exclamó Julio con admiración. —Nada —respondió Lotario;— creí que me llamaban. El joven se acercó de nuevo a su tío e hizo

cuanto estuvo en él para escuchar a éste y responderle; pero más pudo su distracción que su voluntad. Por más que se esforzó en tomar interés por los quebrantos del conde de Eberbach, el corazón le hacía demasiado ruido para que le fuese dable oír lo externo. A Lotario le parecía a cada segundo que la puerta iba a abrirse, y experimentaba estremecimientos súbitos cada vez que pensaba en la carta que iba a recibir.

Julio, que por fin notó la preocupación de su sobrino, movió lúgubremente la cabeza y dijo para sus adentros:

—Es natural, le fastidio. A su edad puede emplearse más bien el tiempo que no escuchando los plañidos de un corazón gastado. Las arrugas ahuyentan las sonrisas, y mayo no se da la mano con noviembre. Dejemos para mí mis nubes y disfrute él de su rayo de sol.

Luego añadió en voz alta:—Ahora que te he visto, puedes ir a tus asuntos y a tus distracciones. Ve, hijo mío, ve.Lotario no se lo hizo repetir; estrechó la mano a su tío, y se subió a su dormitorio, cuyas ventanas

miraban al patio y le permitían ver con anticipación el regreso del criado.Julio, pues, quedaba solo en la tierra. Amantes, familia, todo le abandonaba. Cristina estaba

muerta; Olimpia había partido; la princesa estaba enojada, y Lotario era joven. De cuantos intervinieran en su existencia, únicamente quedaba uno a quien no se hubiese dirigido aquella mañana: Samuel.

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Empero, a éste, Julio le conocía demasiado para ir a solicitar de él la devoción que consuela. Ahora si se hubiese tratado de la ironía y del sarcasmo que hunden en la desesperación, ya era distinto.

¿Qué razón pues podía sujetarle a la vida? Si se trataba de asuntos públicos, Julio había tomado bastante parte en ellos para no hallar el oficio digno de aplicar a él la inteligencia de un hombre, y también visto demasiado cerca la negación de las individualidades y con cuánta facilidad las intrigas y los acontecimientos dan al traste con aquellos que se juzgan los más necesarios. ¿Podría interesarse realmente en una obra expuesta a venirse inopinadamente al suelo por el capricho de una mujer? ¿Podía abandonarse a un ideal, siendo así que la princesa, por ejemplo, lo interrumpiría cuando bien le pluguiese haciendo que su gobierno le llamara?

El medio le había disgustado desde un principio; no se había sentido con ánimos para interesarse en una política que exigía que, para gobernar un país, el hombre se convirtiese en muñeco de una mujer.

Julio se encontraba en uno de esos instantes en que el hombre se juega de buena gana la vida a cara o cruz; pero no por eso se le acudió la idea del suicidio. Demás, ¿a qué matarse cuando no valía la pena, ya que conocía que el morir era asunto de un poco de paciencia?

En esto entró su ayuda de cámara en su despacho.—¿Qué hay? —preguntó atropelladamente Julio.—Solicitan hablar con vuecencia —respondió el criado. —No estoy para nadie —respondió Julio. El ayuda de cámara desapareció para aparecer de nuevo a los pocos minutos.—¿Otra vez? —dijo Julio con impaciencia. —Pido mil perdones a vuecencia —profirió el criado;— pero la persona a quien he anunciado...—Ya os he dicho que no estaba visible para nadie.—Así se lo he manifestado, excelentísimo señor; pero la persona ésa insiste, jurando que tiene que

comunicaros asuntos de la mayor importancia y que os pondrá al corriente con una sola palabra, de la cual pende vuestra existencia.

—¡Bah! —dijo Julio encogiendo los hombros— un pretexto para entrar.—No lo creo —repuso el criado.— La joven esa parece estar tan conmovida, que no puede menos

de ser sincera.—¿Es mujer? —preguntó Julio.—Sí, excelentísimo señor, a juzgar por lo que he visto al través del velo que le cubre el rostro; una

alemana. Va con su aya, alemana también.—¿Qué me importa? —repuso Julio.— Decid a esa joven que en este instante estoy ocupado y

no puedo recibirla.

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El criado iba a salir, cuando Julio, mudando inopinadamente de parecer, como los seres vagarosos que en nada se fijan, le llamó y le dijo:

—Que entre; así como así no tiene que decirme más que una palabra. Es mujer y paisana mía y bastan estos dos títulos para que no haya dado un paso en vago.

El ayuda de cámara se salió y reapareció al punto conduciendo a una joven con el rostro velado y toda trémula.

La mujer que acompañaba a la joven se había quedado en la sala contigua.

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CAPITULO XXIEl dedo de Dios

—Señor... señor conde... excelentísimo señor... —balbuceó la joven con emoción tan visible en la sujeción de sus movimientos como en la turbación de su voz.

Por más que la visitante iba con el rostro cubierto y envuelta en su chal, en su flexible y delicado talle Julio conoció que era muy joven.

—Sentaos y reponeos —le dijo con suavidad, mientras la conducía a un sillón y se sentaba a su lado.

Luego le preguntó:—¿Deseáis hablar conmigo?—Sí, señor —respondió la joven;— de un asunto muy grave; pero es preciso que persona alguna

pueda escucharnos.—Nada temáis, señorita; ya he dado mis órdenes. Sin embargo, para vuestra completa tranquilidad

voy a repetirlas.Julio tocó la campanilla, y una vez hubo comparecido a su son el ayuda de cámara, ordenó a éste

que, fuese por el pretexto que fuese, no dejase entrar absolutamente a nadie.—Ahora podemos hablar con entera libertad, señorita —dijo Julio a la visitante.Luego, al ver que ésta estaba todavía temblorosa, empezó a hablar para darle tiempo de reponerse.—Perdonad, señorita —dijo Julio,— si os he hecho aguardar e insistir. Es que mi vida está llena,

o si lo preferís, vacía. Me absorben mil cuidados insignificantes y mil asuntos fútiles, que constituyen como la piedra de toque de mi existencia.

—Yo soy, señor conde —repuso la joven,— quien espera le dispensaréis la insistencia; pero, como he rogado os lo dijesen, se trata de un asunto gravísimo. En este momento vuecencia está corriendo un serio peligro de muerte.

—¿Nada más que uno? No lo creo —repuso Julio sonriendo con tristeza.—¿Qué queréis decir?—Miradme. El peligro de muerte que me anunciáis, probablemente me amenaza exteriormente;

pero sé de otro más cercano y al cual no me evadiré: el que llevo en mí.La joven fijó la mirada en el conde de Eberbach, y al notar las sumidas mejillas, los descoloridos

labios, el transparente cutis de éste y el obscuro cerco que le rodeaba los ojos, únicos en que aún se reflejaba la vida, experimentó una sensación dolorosa. Por gastado y expirante que se encontrase el conde, se conocía que su estado actual no era el resto de un hombre sin discurso y sin corazón. El

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alma había impreso su huella en aquel semblante, cuya prematura nieve se veía aún iluminada por algunos rayos de otoño. No obstante las ruinas de aquella naturaleza en otro tiempo cordial y generosa, en su frente se hermanaban la gentileza y la dignidad con una expresión de bondad real, y todo en él inspiraba por modo irresistible el respeto y la simpatía.

Bien fuese la atracción de esa bondad visible en los ojos del conde, ya la huella de los sufrimientos y de la enfermedad que el pálido y fatigado rostro del mismo reflejaba, la joven, a la primera mirada, experimentó un sentimiento de ternura inexplicable, cual si Julio no fuese para ella un extraño, cual si la enfermedad de éste la moviese y entre ella y la tristeza de que era reflejo aquel noble semblante hubiese habido un parentesco.

Pero ¿por ventura las mujeres no son las hermanas de la caridad de todas las desdichas?—¡Oh! Señor conde —profirió la joven,— vos estáis enfermo.—¡Ya lo creo!—Precisa que os hagáis cuidar.—¿Por quién? —dijo Julio.—Por los médicos.—No son éstos los que me hacen falta —repuso el conde.— Me encuentro en París, esto es, al

lado mismo de los maestros de la ciencia, y además soy embajador de Prusia, lo cual significa que puedo pagarles; pero no bastan los médicos para cuidarle a uno, es menester distinto...

—¿Qué?—Los enfermeros. El hijo o hija que nos vela, el hermano que nos sostiene, la mujer que nos

ama. En una palabra, es preciso un ser que se interese por nosotros y nos interese a nosotros mismos en nuestro pro. Yo ¿en favor de quién me interesaría por mí? ¿A quién importa mi vida?

—A vuestros amigos —profirió la joven.—¡Amigos!—repuso Julio encogiendo los hombros.—¿Qué duda cabe? —prosiguió la joven.— ¿Tenéis amigos?—No, señorita.—Yo conozco...—¡Vos! —exclamó Julio.— ¿Quién sois, pues?—No me lo preguntéis —respondió la joven;— pero mi presencia aquí ¿no es una prueba de que

tenéis amigos que se interesan por vos? Vengo a salvaros.—¿De qué?—Escuchad: vos pertenecéis a una asociación, a una especie de conspiración política...—Es posible —dijo Julio mirando con recelo a su interlocutora.—Me consta —prosiguió la joven.— Si queréis que os dé más pormenores, os diré que habéis

tomado un nombre supuesto; os habéis hecho llamar Julio Hermelín. Ya veis que lo sé todo.

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—Y aun cuando fuese así ¿qué? —repuso el conde.—Que habéis sido descubierto; saben que Julio Hermelín es el conde de Eberbach.—¿Cómo lo sabéis vos y quién sois para haberos tomado la molestia de venir a advertirme?—Esto me lo callo —respondió la joven,— porque no necesitáis saberlo.—Sí necesito —insistió Julio,— y en primer término para daros las gracias. Son demasiado

contados los corazones que se interesan por mí, para que yo deje que pasen por mi lado sin conocerlos. Haced que el favor que acabáis de prestarme tenga rostro humano, os lo ruego, y que sepa yo a quién debo estar agradecido. Dispensadme el obsequio de levantaros el velo.

—Es imposible —dijo la joven.— Además, ¿qué os aprovecharía? Nunca me habéis visto y por lo tanto mi rostro de nada os instruiría.

—Entonces ¿qué os importa el mostrármele?—Sí me importa —arguyó la joven;— más adelante podéis encontrarme y conocerme.—¿Y qué?—Quiero que nadie sepa que he sido yo quien os ha advertido, porque entonces podrían venir en

conocimiento de cómo he descubierto el secreto.—Por favor os lo ruego —dijo Julio.—Es imposible —repitió la joven.—En este caso —profirió el conde,— siento que os hayáis molestado inútilmente.—¿Inútilmente?—Sí, inútilmente —repuso Julio,— porque no os creo.—¿Y por qué no me creéis?—Como fuese cierto lo que acabáis de decirme y en realidad hubieseis venido con el intento de

salvarme, no temeríais el mostraros y eso se os daría de que pudiese conoceros más adelante. El misterio en que os envolvéis me autoriza, pues, a sospechar que os guía... a lo menos una segunda intención.

—¡Una segunda intención! ¿Cuál? —preguntó la joven con aturdimiento.—No os acuso —prosiguió Julio;— no digo que os hayan enviado aquí, so pretexto de hacerme

un favor, para arrancarme una confesión...—¡Oh!—exclamó la joven cual si la hubiesen herido.—No digo —continuó el conde— que con el fin de acobardarme haciéndome ver que corro un

peligro imaginario, alguien intente atajarme en mi camino, mas ya que vos desconfiáis de mí, me cabe el derecho de recelar de vos. No me detendrán, seguiré adelante como hasta ahora cual si no hubieseis venido. Como os interesarais por mí, fácil os sería persuadirme de ello dirigiéndome una mirada sincera y cara a cara. ¿No queréis? Mejor; si me sucede alguna desgracia, como no tengo apego alguno a la existencia nada perderé. Vos tenéis el derecho de ocultaros como yo le tengo de morir.

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—¡Oh! Me quito el velo —exclamó la joven, levantándoselo y mostrando a los maravillados ojos de Julio un hechicero rostro de diez y seis años, efectivamente desconocido para él.

—Gracias, gracias desde lo más íntimo de mi corazón, hija mía —dijo el conde de Eberbach.— Ahora os creo, y la muestra de simpatía que habéis tenido a bien darme me mueve profundamente. Sois tan buena como hermosa. La joven se sonrojó ligeramente.

—Tranquilizaos —prosiguió Julio;— el peligro no es tan inminente como suponéis. En esa conspiración, como vos la llamáis, tengo amigos poderosos.

—No contéis con ellos, nada podrán —arguyó la joven.—¿Les conocéis, pues? —preguntó Julio.—Conozco a uno —respondió la joven,— que ha hecho y hará cuanto humanamente sea

posible para defenderos. Yo he sido testigo de sus esfuerzos; pero nada puede, ni aun deciros que estáis descubierto, por impedírselo su juramento. Por fortuna, el acaso me ha puesto a mí, que no estoy ligada por compromiso alguno, sobre la huella de esos secretos temibles.

Julio se pregunta quién podía ser aquella joven y a qué amigo se refería, cuando de improviso le cruzó una idea por la mente.

—Nuevamente os repito que os tranquilicéis, señorita —dijo aquél.— En definitiva, saldría de apuros haciendo intervenir al que me introdujo en el carbonarismo, y el cual conocía mi verdadero nombre.

—Es el amigo de que os hablaba —dijo la joven;— para salvaros se condenaría.—¡Ah! Os conozco —exclamó Julio;— vos sois la señorita Federica.—¡Oh! caballero, por favor —profirió la joven con acento de súplica, temblorosa y casi saltándosele

las lágrimas,— no lo digáis a nadie. Si mi amigo llegase a saber...—¡Y qué! Sabría que sois un ángel de bondad y de abnegación, como lo sois de hermosura y de

gracia.La misma atracción que Federica había experimentado al mirar al conde de Eberbach, éste la

sintió al contemplar el rostro de Federica. Hubiérase dicho que entre los dos existía un misterioso lazo, pues sin embargo de verse por vez primera les parecía que se conocían de toda la vida; un instinto involuntario les impelía uno a otro.

—No habléis al señor Samuel Gelb de mi visita —dijo la doncella,— pues de lo contrario sería menester explicarle que he sorprendido uno de sus secretos y se enojaría justamente conmigo.

—Nada temáis, hija mía —profirió Julio;— os prometo guardar silencio. Es lo menos que os debo.

—Escuchad —dijo Federica estremeciéndose repentinamente.En el aposento contiguo se oía la voz de Lotario, que decía:—Bien; pero la consigna no reza para el amigo íntimo de su excelencia, para el señor Samuel

Gelb. Yo asumo toda la responsabilidad y voy en persona a llamar a la puerta.

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—¡El señor Samuel Gelb! —murmuró Federica llena de turbación.—¡Cómo! —se oyó decir a la voz de Samuel— ¿vos aquí, señora Trichter?—¿Qué hacer? —preguntó Federica.—¿Queréis salir por allí? —dijo Julio mostrando a su interlocutora la puerta situada al extremo

opuesto del salón.—¿Pero cómo podré reunirme de nuevo a la señora Trichter? ¿Cómo explicará ésta su presencia

aquí? —preguntó la joven.—Entonces, dejadme obrar —repuso Julio, yendo a abrir por sí mismo la puerta.

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CAPITULO XXIICrisis

Samuel y Lotario, al ver a Federica, lanzaron una exclamación.—¡Vos aquí! —exclamó Samuel.—¡La señorita Federica! —dijo al mismo tiempo Lotario.—Sí —profirió Julio,— la señorita Federica, que impulsada por su generoso corazón, se ha

tomado la molestia de venir para prestarme un grande y verdadero servicio.—¿Un servicio? —repitió Samuel mirando a la turbada joven.— ¿Qué servicio es ése? No sabía

que Federica conociese al conde de Eberbach.—Hace una hora que no nos conocíamos —repuso Julio;— pero hemos entablado conocimiento,

y en lo presente somos viejos amigos.—Ahí una amistad anudada con rapidez —dijo Samuel fijando su penetrante mirada en Julio.—Pero que no se relajará así como así, a lo menos en mi corazón, y me tendrá obligado toda mi

vida... A bien que ésta probablemente no durará mucho.A Samuel, este improvisador del mal que concebía súbitamente una idea, se le iluminaron de un

modo singular los ojos, y volviendo a su tema, dijo:—En definitiva, lo que yo quisiera saber es qué poderosa razón ha podido traer aquí a Federica,

sin que ésta creyese de su deber advertírmelo.—Puedes y debes saberlo todo —repuso Julio,— y yo telo diré a solas. ¡Oh! nada temáis, señorita

—continuó, tranquilizando con el gesto a la conturbada joven;— vuestra acción ha sido pura y noble, y yo os doy palabra de que Samuel os felicitará y os dará las gracias por ella; porque ¿de qué se ofendería? Te lo repito, mi querido Samuel, ella ni yo nos conocíamos. ¡Ah! ahora comprendo el entusiasmo de Lotario, que no había hecho sino vislumbrarla, y también me explico el celoso cuidado con que tú nos la ocultabas, avaro ruin. De hoy más no nos la ocultas, pues de lo contrario soy capaz de hundir las puertas de tu casa y de escalar las paredes de tu jardín. Así como ella ha sabido venirse aquí sin decírtelo, en caso de apuro sabré ir a verla pese a ti. La gratitud debe no ser menos fuerte que el obsequio.

—¿Pero gratitud de qué? —insistió Samuel.—Eres un curioso obstinado —dijo Julio.— Enhorabuena, vas a saberlo al instante si quieres

venirte conmigo por algunos minutos al gabinete contiguo.—¿Por qué no aquí?—Porque este asunto encierra un secreto y no puedo hablar delante de la señorita Federica ni

ante Lotario.

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Samuel vaciló por un momento en dejar a Lotario y Federica; pero tranquilizóle una reflexión, y es que estaba lo bastante seguro de ésta para saber que después de lo que la joven le dijera por la mañana, ella sería la primera en quitar toda esperanza a Lotario y no consentiría en que nadie dirigiera una palabra temeraria a la prometida de Samuel. Así pues, aun valía más concluir de golpe y que Federica misma dijese a Lotario que no debía pensar en ella. De esta suerte la contestación a la carta que éste había escrito por la mañana sería más significativa que no dada personalmente por Samuel.

Sin embargo, no pareciéndole inútil a éste un exceso de precaución, se encaminó hacia la puerta por la cual había entrado con Lotario y llamó a la señora Trichter, que acudió inmediatamente.

—Señora —dijo Samuel,— dentro de poco vais a volveros a Menilmontant con la señorita Federica. Aguardaos aquí con ella a que yo vuelva.

—¿Vienes? —preguntó Julio.—Vamos —respondió Samuel.Ambos penetraron en el gabinete, dejando a solas a Federica y a Lotario, pero ¡ay! vigilados por

un tercero.La presencia de la señora Trichter molestaba visiblemente a Lotario. En aquel momento, tan

cercano al en que había escrito la carta, no se sentía con valor para hablar de futilidades; ¿y cómo hablar del asunto de la carta ante un testigo? Con todo, ¿cuándo se le presentaría de nuevo una ocasión semejante? Como la desperdiciase ¿estaba seguro de volver a ver nunca jamás a Federica fuera de la presencia de Samuel, o siquiera volver a verla? Además, la horrible ansiedad que le oprimía el pecho sólo al imaginar que iba a conocer la impresión que su carta produjera a la joven, le hizo atropellar por todo y se decidió a hablar.

—Señorita —dijo Lotario con acento conmovido,— no podéis figuraros la sorpresa y el gozo que me ha producido el encontraros aquí; pero mi gozo sería mayor si os dignaseis permitirme que me aprovechase de este encuentro inesperado para hablaros de lo único que me llena el corazón.

—¿A qué os referís, caballero? —preguntó Federica un tanto reservada y fría.—Me atrevo a suponer que lo sospecháis, señorita —respondió Lotario casi tartamudeando.—Lo más mínimo, caballero, os lo aseguro —repuso Federica.—¿Luego no habéis recibido la carta que me he propasado a escribiros?—He recibido una carta vuestra en la cual solicitabais mi benevolencia por no sé qué que debía

consultarme el señor Samuel Gelb.—¿Y os ha consultado?—No ha creído del caso hacerlo sobre una comunicación en la que yo nada tenía que ver.—¡Cómo en la que vos nada teníais que ver! —profirió el joven lleno de admiración.—Así me lo ha dicho el señor Samuel Gelb.—¿Y os ha mostrado él la carta que le he escrito?—¿Para qué no tratándose de mí?

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—¡Pero si no hablaba más que de vos! —repuso Lotario.— En ella solicitaba del señor Samuel Gelb autorización para presentarme en su casa, con el fin... en una palabra, con el fin de pedirle vuestra mano.

Federica palideció. ¡Ah! ¡Conque Samuel la había engañado! ¡Conque sus presentimientos resultaron cumplidos! Una oleada de gozo inundó el alma de la joven; pero al punto le vino a la memoria lo que prometiera y recordó que ya no era libre, que había dado palabra al hombre al cual debía su existencia.

—Gracias, señor Lotario —dijo Federica luchando con su emoción;— gracias por haber vos, noble y rico y en posición de elegir entre las más ricas y hermosas, pensado en una muchacha pobre y sin apellido como yo soy. Vuestro designio me llega al alma, os lo juro, y el aislamiento en que hasta lo presente he vivido me hace más preciosa y sensible que a otra mujer alguna la muestra de estimación que me dais.

—¿Y bien?—Pero por muy grata que sea la sensación que me hace experimentar vuestra diligencia, debo

deteneros al primer paso de una ilusión que no está en mi mano realizar.—¡Cómo! —profirió el joven.—Ya no soy libre, señor Lotario. Nunca podré perteneceros, pues he dejado de pertenecerme.—¡Ya me lo esperaba! —repuso el joven con aflicción y acudiéndole una gruesa lágrima a los

párpados.Federica desvió la mirada, como temerosa de que se apoderase de ella la ternura, y dijo a Lotario:—No me guardéis rencor.—¡Y cómo —repuso Lotario,— si no depende de vos el amarme!—No se trata de amar —arguyó Federica;— aun cuando os amase, tampoco sería libre de disponer

de mi corazón.—¡Oh! —profirió Lotario— Yo creo en el incontrastable poder de los que se aman; queriéndolo

con firmeza, no hay obstáculo al que no superemos.—Los hay insuperables —repuso Federica,— y entre estos el deber, la gratitud, el pago de una

deuda sagrada. Sin embargo, quépaos la certeza de que nunca olvidaré lo que habéis intentado hacer por mí y de que lejos o cerca de vos seré siempre vuestra hermana.

—Y la esposa de otro —dijo Lotario.Federica, no hallando palabras con qué refutar una tristeza de que tal vez participaba ella misma,

bajó los ojos.—¡Ah! —profirió el joven— tal debía suceder; nunca he sido afortunado. Cuando nací, mi padre

había muerto, y mi madre dejó de existir antes de que yo pudiese haberla conocido; pero la pérdida de esta última no hubiera sido completa de no verme en el caso de renunciar a vos.

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—¡Señor Lotario! —profirió Federica, como atraída hacia éste por un impulso que ella atribuía a la compasión, cuando no era sino simpatía.

Más iba a decir la joven, pero en aquel momento Samuel y Julio entraron en el salón.—Perfectamente —dijo entre sí Samuel dirigiendo una rápida mirada a Federica y a Lotario y al

ver el ademán abatido de éste,— no me he equivocado; le ha quitado toda esperanza. Por lo demás, ya sabré por la señora Trichter lo que han dicho.

Durante el corto coloquio de los dos jóvenes, Julio lo había revelado todo a su amigo.—¿Pero cómo ha podido saberlo Federica? —preguntó Samuel.— Yo me encontraba solo en

mi estudio con el delegado del carbonarismo, y el cuarto de Federica está separado por el rellano. ¿Habrá escuchado tras la puerta? Y en este caso ¿con qué fin? Sin embargo, hubiera sido preciso que de antemano hubiese sabido que yo iba a hablar de asuntos importantes. Sea lo que fuere, el caso es que lo ha oído todo.

—Afortunadamente para mí —dijo Julio.—Tienes razón, porque me habría sido dificilísimo el salvarte. Hubiera, sí, hecho cuanto

posible para conseguirlo; ya he hecho algo, pues aun a riesgo de comprometerme he abogado por ti y respondido de ti.

—Lo sé —interrumpió Julio;— me lo ha dicho Federica. Sin embargo, ¿me habrías avisado?Como Samuel conocía a Julio, el tono con que éste le hizo la pregunta le dictó la respuesta.—No sé si hubiera cargado con esta especie de traición —dijo.— Según mi modo de pensar, la

humanidad vale más que no un hombre, sea éste quien sea. En tu pro habría arriesgado mi existencia, pero no al carbonarismo. Por valiente, leal y poderoso que te suponga, al revelarte el peligro hubiera temido imbuirte la tentación de evitarlo a toda costa.

—Habrías cumplido con tu deber —repuso Julio,— y yo hubiera sido el primero en abonar tu conducta; pero tranquilízate y no guardes rencor a Federica de que me haya puesto sobre aviso; a ella no la liga juramento alguno. El paso que ha dado no ha comprometido a la asociación, está de ello persuadido, y para salir del aprieto no me veré constreñido a denunciar a nadie; tengo un medio de preservarme, que no costará un cabello a uno sólo de tus hermanos. Puedes de consiguiente dar las gracias a Federica con toda confianza.

—Enhorabuena —repuso Samuel pensativo.— Ahora hablemos de Olimpia. ¿Ha partido? ¿Has vuelto a verla?

—¡Pero qué ángel nos ocultabas! —profirió Julio, haciendo que no había oído la pregunta de su amigo.— ¡Si supieras cuan hechicera y bondadosa ha estado! ¡Es un tesoro de candor, de hermosura y de gracias!

—¿Te parece? —dijo Samuel con acento singular.—¿En qué cielo, demonio, has encontrado semejante criatura? —continuó Julio.— Hasta hace

una hora nunca había yo creído en el parentesco de las almas. Me parece que Federica no es para mí

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una extraña. No sé si es recuerdo o presentimiento, pero el timbre de su voz, su fisonomía, todo en ella ha conmovido súbitamente en mi corazón fibras a las que creía muertas.

—¡Cómo te exaltas! —dijo Samuel, que escuchaba y meditaba— hablas de ella como pudiera un enamorado.

—¡Enhorabuena! —dijo Julio moviendo la cabeza— ya sabes que esto no es ya para mi edad ni para el carácter que me ha creado mi existencia. Pasaron ya los tiempos; pero existen otros sentimientos que el del amor: la simpatía íntima, profunda, abnegada. De cuantas conozco, indudablemente Federica es la que más corresponde a esa necesidad de afecto... ¿cómo diré? De afecto paternal que yo experimento y que sobrevive en mi alma al amor extinguido.

—Días atrás era Olimpia la que te infundía tal sensación —replicó Samuel.— ¡Oh carácter voluble! La veleta de tu corazón gira a impulsos de todas las brisas.

—No —replicó Julio,— Olimpia era distinto. Ante todo sabe que en ésta no he amado nunca sino el recuerdo de una muerta, una sombra, un fantasma.

—¿Y en la princesa también adorabas un parecido?—No me hables de esos mentidos caprichos que se despiertan cuando dormita la pasión verdadera

—respondió Julio.— Ya te he dicho que después de Cristina no he amado a nadie. Respecto de la princesa, esta mañana he tronado con ella, y en cuanto a Olimpia, ya no se encuentra en París.

—¿Y tú has dejado que partiera? —dijo Samuel.—Basta sobre el particular, te lo ruego —profirió Julio, que se puso pálido.— En este instante

Olimpia camina hacia Venecia; pero no seré yo quien la siga. Pero ¿en qué estás pensando, Samuel? Me produces el efecto de un conspirador en el acto de estar meditando la muerte de un tirano.

—Volvamos al lado de Federica —contestó Samuel sin salir de su preocupación.—Aguarda —dijo Julio.El conde de Eberbach se encaminó hacia un mueble adornado de cincelados y preciosos dibujos,

abriólo, y después de sacar de un cajón que se abría por medio de un resorte oculto un admirable collar de perlas finas, hizo seña a Samuel de que le siguiese.

Una vez los dos amigos en el salón, Julio se acercó a Federica, y le dijo:—Señorita, este collar tiene para mí el inestimable precio de haber pertenecido a mi madre y

haberlo llevado mi esposa. De haberme Dios concedido una hija, a ella se lo hubiera dado. Vos os habéis mostrado tan abnegada y tan filial para conmigo, que os pido el consentimiento de ofrecéroslo. Servirá para vuestro aderezo de boda.

Esta última palabra hizo sonrojar a Federica, que se sonrió con tristeza.—Vuestra bondad para conmigo me llega al alma, señor conde —repuso la joven intentando

rehusar la fineza de Julio;— pero estoy demasiado pobre para usar alhajas de tal valor.—Ea, Samuel —dijo el conde dirigiéndose a su amigo,— une al mío tu ruego, y di a la señorita

que al lado de su semblante este collar será mezquino.

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—Federica haría mal en rehusar esta alhaja después de lo que acabas de decirle —profirió Samuel interviniendo;— esto sería rehusar no un collar, sino un padre.

—¿Queréis ser mi hija? —preguntó Julio.—¡Oh! ¡gracias! acepto —dijo Federica tomando el collar.—A mí me toca el darlas —repuso Julio enajenado;— pero ya que estáis en disposición de

concederme lo que os pida, todavía tengo que solicitar algo de vos. No nos separaremos en todo el día de hoy, os lo ruego. Esta mañana he sufrido horrorosamente. Acabemos, a lo menos, juntos este día comenzado para mí en la soledad y el dolor.

—Concedido —dijo Samuel.—¡A eso le llamo yo un amigo! —repuso Julio.— A no ser vosotros, no sé lo que hubiera sido

de mí. Cuando la señorita Federica ha llegado, me encontraba postrado y abatido como nunca me sintiera. Hoy verdaderamente experimento necesidad de compañía. Ea, es la hora de comer y vais a hacerlo conmigo en familia.

—Cuanto quieras —contestó Samuel.—Gracias —repuso Julio, tocando una campanilla y dando las oportunas órdenes al criado que

acudió al llamamiento.Un cuarto de hora después, otro criado vino a anunciar a su excelencia que la mesa estaba puesta,

y todos pasaron al comedor.Julio estuvo animado, pero comió poco. La noche pasada en la venta, la partida de Olimpia, el

rompimiento con la princesa, la inopinada aparición de Federica en el camino de su vida, formaban un círculo de emociones superiores a las fuerzas de su gastada naturaleza, sobre todo para experimentarlas en un solo día. Fatigado y endeble, Federica cuidaba de él como pudiera haberlo hecho una hija, y le obligaba a comer y a hablar; atenciones a las cuales correspondía aquél procurando mostrarse jovial y risueño. Sin embargo, los esfuerzos que hacía le fatigaban todavía más, y recaía más y más rendido y quebrantado.

Por lo que se refiere a Lotario, no era él quien se encontraba en el caso de animar la comida. De cuanto hablaban los comensales, no oía sino lo que Federica le había dicho en los cortos instantes en que quedaron solos, esto es, que no podía ser suya por pertenecer a otro.

Pero ese otro ¿quién era?El joven, cuya imaginación no le inspiraba sino tristes pensamientos, no desviaba del plato, a

cuyos manjares no tocaba, los ojos, taciturnos y desesperados.Únicamente Samuel hablaba, comía y bebía; pero en su charla un espectador atento hubiera

notado una especie de resolución extraña y sombría. De tiempo en tiempo miraba a Federica y a Julio con ademán entre dolorido y amenazador.

Al final de la comida, Julio, parte con ayuda de su voluntad y parte con ayuda del vino, se animó un poco. La sangre le afluyó a las mejillas, se le reanimaron los ojos, y habló de todo, de la diplomacia, de la corte de Viena, de su adolescencia pasada al lado de Samuel y de las hazañas de ambos en la

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universidad; pero hablaba con vivacidad tan febril, que Samuel, preocupándose más, al parecer, con ella que no antes con su apatía, fijó la mirada en los pómulos de aquél y al verlos completamente encendidos frunció el cejo.

Por fortuna la comida tocaba a su fin.Levantáronse todos de la mesa, y el conde de Eberbach ofreció el brazo a Federica para pasar

al salón; pero en el instante en que acababan de atravesar el umbral del mismo, la joven sintió de improviso como el brazo de su acompañante se envaraba y se desprendía del suyo.

—¡Oh! me siento mal, muy mal —dijo Julio llevándose una mano a la frente y cayendo cuan largo era al suelo antes de que pudiesen haberle sustentado.

Samuel y Lotario se abalanzaron al conde, y los criados acudieron presurosos al ruido de la caída.—¡Pronto! —exclamó Samuel— es una congestión cerebral; no hay que perder segundo;

llevémosle a la cama.Samuel y Lotario levantaron en brazos a Julio y se lo llevaron a su dormitorio; luego el primero

indicó qué debía hacerse, y ordenó y se multiplicó, arrostrando la responsabilidad de emplear los reactivos más eficaces sin aguardar la llegada del médico.

Antes de una hora Julio recobró los sentidos, y al abrir los ojos su primer gesto fue buscar a alguno que no se encontraba en su dormitorio.

—¿Buscas a Federica, no es verdad? —le preguntó Samuel, que había comprendido la mirada de aquél.Julio respondió que sí por medio de un imperceptible movimiento de cabeza.—Idos a buscarla al salón —dijo Samuel a uno de los criados.Poco después entró apresuradamente la joven, a quien su tutor comunicó que Julio estaba fuera

de peligro.—¡Oh! —profirió Federica— Dios me ha escuchado.—Todos me habéis salvado —dijo Julio;— vos, Federica, con vuestras oraciones; tú, Samuel, con

tu ciencia, y tú, Lotario, con tus cuidados.—No hables tanto —repuso Samuel.—Todavía tengo que añadir dos palabras —dijo el conde.— Prometedme los dos, tú, Samuel, y

vos, Federica, que al igual de Lotario no os apartaréis de mi lado. Ya veis que de no encontraros vosotros aquí a estas horas ya estaría yo muerto. Me sois necesarios; no os vayáis si queréis que viva.

—Hablando de esta suerte acabas con tus fuerzas —repuso Samuel.—Una vez me hayáis prometido que no os iréis —profirió Julio,— me callaré.—Te lo prometemos —respondió Samuel.— Cálmate. No nos separaremos de ti hasta que estés

sano y levantado.—Gracias —dijo Julio dejando caer sobre la almohada su pálida y enflaquecida cabeza, en cuya

boca se dibujó una sonrisa.

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CAPITULO XXIIIPrimo y prima

En el mismo mes de abril y pocos días después de los acontecimientos que acabamos de referir, la campiña de Landeck y de Eberbach ofrecía un aspecto delicioso. En todas partes reinaba la alegría de la primavera. Un aire tibio y vivificador activaba la brotadura de las primeras hojas, y el sol, rejuvenecido y claro, sonreía a las verdes plantas que alfombraban la cuesta. En medio de las rocas cuya aspereza suavizaban los caprichos del césped y de la hiedra, estaba acurrucada y con la cabeza entre las manos una mujer, roca también, inmóvil y muda, y alrededor de ella corrían, saltaba y triscaban algunas cabras.

La mujer aquella era Gretchen.De improviso la cabrera se estremeció y levantó la cabeza, había oído cantar a una voz en el

camino que se desarrollaba a sus pies, voz inculta y sencilla que entonaba una canción gitana que penetró inopinadamente en el corazón de Gretchen como un recuerdo de su infancia, en cuya época indudablemente la oyera.

En un instante, por delante de los ojos de la cabrera se deslizó todo su pasado; la copla le trajo a las mientes su vida vagabunda. Sí, el canto aquel era verdaderamente el que le arrullara en su cuna, y treinta años no habían sido bastante a borrar de su alma una sola nota del mismo.

¡Oh! No hay ser humano, por más que viva un siglo, que olvide las canciones con que le ha adormecido su madre.

Gretchen se levantó y se inclinó sobre el camino, anhelosa por ver a aquel que con una copla le renovaba el recuerdo de su infancia, y divisó a un extranjero, que a los ojos de la campesina vestía con gusto exquisito y extraordinario lujo.

En efecto, el desconocido ostentaba un chaleco color de fuego, pantalón azul celeste con adornos blancos y corbata amarilla salpicada de relumbradoras lentejuelas.

El extranjero caminaba derechamente hacia Gretchen, y al verla hizo un gesto de no fingida alegría, como quien halla lo que busca; pero al punto se reprimió, y en mal alemán entreverado de italiano y de francés, exclamó:

—¡Cabras! ¡Qué dicha encontrar cabras! Y con increíble ligereza se plantó de un brinco sobre la punta de una de las rocas, y de ésta y de otro brinco fue a parar al lado de Gretchen, a quien saludó. Luego se puso a acariciar las cabras que no habían emprendido la fuga a su llegada.

—¿Os gustan las cabras? —preguntó al desconocido Gretchen, vivamente interesada por aquel singular personaje.

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—Las cabras y las rocas constituyen el embeleso de mi existencia —respondió el desconocido.— Y a las cabras las quiero por dos razones: por su ligereza y por sus cabriolas. Las cabras, a que apellidan bestias, tan pronto nacen, sin esfuerzo alguno realizan el ideal de la agilidad que los hombres de más pro no alcanzan siempre después de una vida de sudores y de estudios. De mí sé deciros que desde que vine al mundo toda mi ambición la he cifrado en llegar a parecerme a ellas, y que a fuerza de estudio he logrado imbuirme de su instinto.

Y para dar un ejemplo de su saber a la cabrera, el desconocido mostró a ésta una cabra que triscaba por el reborde del precipicio, y dijo:

—Ved.Y poniéndose en cuatro pies en el sitio mismo en que un segundo antes se encontraba la preciosa

bestezuela, empezó a girar sobre sí mismo con rapidez vertiginosa.—¡Deteneos! —gritó Gretchen llena de espanto.—¿Veis como las cabras son superiores a los hombres? —dijo el extranjero volviendo al lado de

la campesina— cuando era vuestra cabra la que daba vueltas, nada temíais; lo cual quiere decir que la tenéis en más que no me tenéis a mí.

La silvestre Gretchen estaba maravillada y despavorida a la vez ante los petulantes modales del desconocido. Con todo y sin que ella se explicase la causa, aquel vivo y flexible personaje le caía en gracia.

—Os decía —repuso el desconocido— que me gustaban las cabras por dos razones, y la segunda es por su inclinación vagabunda. No pueden permanecer en sitio alguno, en lo que también nos parecemos. Las cabras son los gitanos de los animales.

—¿Sois gitano? —preguntó Gretchen, súbitamente apegada a su interlocutor.—Hasta el cabo de las uñas.—Mi madre también lo era —dijo la campesina.—¿De veras? —repuso el desconocido— entonces una es nuestra raza.Esta conexión estableció rápidamente entre ambos una especie de intimidad.—¡Ah! —profirió el gitano— ¡Cuan necesitado estaba de encontrar aquí a alguien que me

comprendiese!Gretchen y el extranjero hablaron largo y tendido sobre la gitanería, la existencia al raso, la cabras,

la dicha de no vivir hacinados en las casas de las ciudades, el gozo de crecer libremente con los árboles y las plantas, y tener, a lo menos en el alma, alas cual los pájaros.

Luego el gitano advirtió de improviso que se había olvidado del tiempo, y dijo:—Me están aguardando; pero me anima la esperanza de que no van a acabar aquí nuestras

relaciones. Ahora ya somos amigos. ¿Dónde volveré a veros mañana?—Aquí y a la misma hora —respondió Gretchen.—No faltaré. Me marcho corriendo. Van a regañarme por mi tardanza.

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Y saludando a la cabrera, el gitano bajó saltando de roca en roca, con gran terror de Gretchen, que a cada instante temía verle convertido en pedazos.

Una vez abajo, el desconocido cayó airosamente sobre sus pies, saludó de nuevo, y echó a correr por la carretera, tras un recodo de la cual desapareció poco después.

Al día siguiente, el gitano y la cabrera acudieron puntuales a la cita; como en la víspera, hablaron de los episodios de su pasado y de los instintos de su corazón, y al despedirse aquél solicitó de Gretchen una nueva entrevista para el día siguiente.

—¿Conque posáis en Landeck? —preguntó la cabrera al gitano.—Sí, y todavía permaneceremos en ella algunos días.—¿Luego no vais solo?—No, voy con mi hermana. Venimos de París y nos encaminamos a Venecia. Mi hermana es

una cantatriz famosísima que saca de su garganta cuanto dinero quiere. Por eso ostento este hermoso chaleco encarnado que tanto os llamó la atención ayer, y como éste puedo comprarme todos los que se me antojen. Pues sí, a mi hermana la están aguardando en un teatro; pero en vez de dirigirse hacia él directamente, ha tenido el capricho de tomar por el Rhin y por Suiza. Al llegar a Landeck le ha gustado el país y ha determinado pasar en él una temporada.

—¿Qué puede retenerla aquí? —preguntó Gretchen.—Aquel castillo —respondió el gitano, señalando con la mano el de Eberbach, cuya mole resaltaba

a la izquierda sobre el luminoso cielo.— Mi hermana es una sabia a quien interesa el mirar cómo están talladas las piedras, y pretende que el castillo ése está atestado de muebles raros e históricos, para estudiar por menudo a los cuales a lo menos se necesitaría veinte años. A mí se me antojó acompañarla una vez al castillo y me gané una fuerte jaqueca al contemplar un fárrago de adornos y de labores de carpintería y de arquitectura, mientras ella parecía gozar grandemente. Desde entonces dejo que vaya sola. Prefiero el ambiente del campo y los bosques; no es mi estómago para digerir piedras.

—Sí —dijo Gretchen moviendo la cabeza,— ahora y mediante dinero los criados muestran el castillo a quien desea visitarlo. Y hacen bien. Ya que su dueño le abandona y no quiere saber más de él, justo es que pertenezca a todos. ¡Oh! esa morada tan vacía hoy, en otro tiempo ha sido albergue de la dicha.

—¿Qué ha ocurrido, pues, en el castillo ese? —preguntó el gitano.—Escenas llenas de alegría y escenas por demás lúgubres —respondió Gretchen.Y la cabrera contó al gitano la dolorosa historia de aquellos amores y de aquellas muertes siempre

fijas en su corazón.El tiempo y la exaltación natural de su imaginación, había añadido a aquellos alegres y fúnebres

acontecimientos una especie de poesía mística. Para Gretchen, la historia de Julio y de Cristina era como una leyenda, en la que Samuel desempeñaba un papel horroroso y extraño. Sí, Samuel adquiría en ella las proporciones de Satanás; era el genio del mal que se complace en contrariar las prosperidades humanas y en hacer enmudecer con su diabólica fisga los cantos y los besos de los ángeles.

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Sin embargo, aquel demonio parecía más malo al través del odio de la narradora que no lo era por sus propios actos; porque Gretchen cuidó de callar las violencias de Samuel, de mentar para nada al niño, y de hacer indicación alguna acerca del suicidio de Cristina.

Cada vez que la cabrera pronunciaba el nombre de la desdichada esposa de Julio, se le anegaban los ojos, dando pruebas evidentes de que su ternura había sobrevivido por entero a la desgraciada muerta y de que sus corazones habían quedado indisolublemente unidos al través de la profundidad del abismo.

—No —exclamó Gretchen,— Cristina no está muerta; vive en mí y fuera de mí, y lo que de ella sobrevive vengará lo que de la misma murió. Que duerma en paz; aquí estoy yo para vengarla, y el malvado no se escapará.

Al pronunciar estas palabras, las pupilas de la cabrera fulguraron.—Adiós —añadió,— y hasta mañana si todavía os encontráis en Landeck. Por hoy basta. Cada

vez que pienso en Samuel, mi odio se rejuvenece de diez y siete años, y durante todo el día no acierto a hablar de otra cosa. Hasta mañana.

Y levantándose, Gretchen desapareció entre las rocas seguida de sus cabras.Al día siguiente, el gitano la halló risueña y sosegada.—Ayer me separé de vos prontamente —dijo Gretchen acercándose al desconocido— porque

hay cosas en las cuales no puedo pensar con calma. No hablemos más de ello, olvidemos ese castillo y cuanto en él ha acontecido y departamos sobre vuestro pasado, sobre vuestra patria errante, sobre la vida alegre y vagabunda que, cual vos, llevé cuando pequeñuela. ¡Oh! conservo en la mente multitud de recuerdos vagos de hermosas ciudades inundadas de sol; de bosques que parecían iglesias y los troncos de cuyos árboles eran los órganos; de montañas, verdaderos altares de Dios. ¿Cuál, de todas las ciudades que habéis visto, os gusta más?

—Venecia —respondió el extranjero.—¿Por qué?—Porque no se parece a ninguna otra; porque forma una isla en medio de la inmensidad del mar.—Una ciudad por cuyas calles circula el agua, ¿no es verdad? —dijo Gretchen, como buscando

precisar una imagen que le acudía a la memoria.—Sí —respondió el gitano;— una ciudad labrada por los peces.—Me acuerdo, me acuerdo —exclamó la cabrera;— en ella hay extensas plazas y grandes palacios.

¡Oh! a mi madre también le gustaba mucho Venecia.—¿Vivió en ella vuestra madre? ¿Cómo se llamaba?—De apellido se llamaba Gamba.—¡Gamba! —exclamó el gitano— también yo me llamo así.—¿Vos os llamáis Gamba?—Con todas las letras. Pero, decidme, ¿vuestra madre no os habló nunca de su hermano?

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—Ya lo creo, y mucho —respondió Gretchen;— pero, disgustada porque su padre se opuso a que ella cultivase amores con el elegido de su corazón, huyó, y nunca jamás volvió a comunicarse con su padre y su hermano. Luego murió el hombre a quien amaba, dejándole una hija, que soy yo. Mi madre iba de ceca en meca, llevándome consigo y ganándose míseramente la subsistencia, cuando un santo varón, pastor de Landeck, la recogió, instruyóla en su religión y subvino a sus necesidades hasta que la pobre exhaló el último suspiro. Desde que vino a esta tierra nunca más se separó de ella.

—Ahí por qué la buscamos inútilmente en todas partes.—¿Cómo?—Gretchen —dijo Gamba, tan estupefacto como lleno de gozo ante aquel providencial

encuentro,— el hermano de vuestra madre era mi padre.—¿Es posible? —exclamó la cabrera.—Certísimo, como vais a ver. Mi padre quería de corazón a su hermana, cuya partida le causó

un pesar profundo. Sin embargo, no se atrevió a proferir palabra mientras su padre vivió; pero tan buen punto el viejo estuvo bajo tierra, mi padre se puso a recorrer el mundo, en la esperanza de hallar nuevamente a su hermana. Sin exagerar puedo deciros que recorrimos toda Europa, menos este rincón de Landeck. Mi padre al morir me recomendó que continuase mis investigaciones, y hoy, si bien demasiado tarde para mi tía, a lo menos doy con su hija. Venga un apretón de manos, Gretchen; sois mi prima hermana.

—¿Pero es bien cierto lo que decís? —preguntó con recelo la cabrera,—Mañana os mostraré mi pasaporte y él os convencerá de que me llamo Gamba. Por otra parte,

¿qué me aprovecharía el engañaros?—Es verdad —profirió la cabrera, tendiendo la mano a Gamba, quien se la estrechó afectuosamente.

Luego añadió:— pues vos y yo somos primos hermanos, vuestra hermana es mi prima. ¿Podré verla?—No es posible —respondió Gamba confuso;— mi hermana es extravagante y más que

medianamente orgullosa. Aquí donde me veis, a menudo reniega de mí. Los triunfos que ha alcanzado en todos los teatros la han vuelto altanera, y menester es que sea mi hermana para que yo le perdone el modo como me trata algunas veces. Al llegar a Landeck se hospedó en una hostería recién abierta, y todo el tiempo que no emplea en estudiar los visajes de los muñecos de palo o de piedra esculpidos en los muebles o en las paredes del castillo, lo pasa encerrada en su cuarto, estudiando una partitura nueva que su director le ha enviado. Pero me preguntaréis vos: ¿qué significa eso de director y de partitura? Sería demasiado prolijo el explicároslo. Dejemos, pues, en sosiego a mi hermana y hablemos de vos; me parece que tengo que deciros algo.

En este momento Gretchen, que acababa de oír ruido de pasos en el sendero abierto entre las rocas, levantó vivamente la cabeza, y avanzando un poco vio venir a una mujer con el rostro completamente velado y envuelta en tupido chal, la cual mujer se dirigía hacia el castillo.

—Es vuestra hermana —dijo Gretchen a Gamba, sin preguntárselo a éste y como advertida por un instinto infalible.

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—Sí —respondió Gamba.Olimpia se acercó, grave y silenciosa, sin ver a su hermano ni a la cabrera, que se habían ocultado

en el hueco de una roca, hasta que de improviso se encontró frente a ellos.Al ver a Gretchen, Olimpia pareció experimentar una conmoción, a la que aquélla correspondió

por su parte.La cabrera no se tomó el trabajo de reflexionar, ni resistió a los impulsos de su alma; sino que,

movida de una necesidad imperiosa de detener a aquella mujer velada y de hablar con ella, dio un paso para dirigirse a su encuentro y exclamó:

—¡Señora!—Mi hermana lo tomaría a ofensa —dijo Gamba asiendo del brazo a la cabrera.Olimpia continuó su camino y descendió hasta al pie del sendero sin volver una vez siquiera el

rostro.—Perdonadme, Gamba —dijo Gretchen, un tanto repuesta,— ha sido superior a mí. No sé lo

que he sentido al ver a vuestra hermana; pero como no me hubieseis detenido, habría corrido a su encuentro y aun creo que le hubiera levantado el velo. Tenía necesidad de verle el rostro.

—Por fortuna me encontraba yo aquí —repuso Gamba.— Vuestra acción os hubiera concitado su malquerencia.

—No sé lo que me ha pasado, —dijo Gretchen;— algo se ha conmovido en mí. ¡Visita tan poca gente el castillo ahora! Sólo el señor Lotario aparece en él de tarde en tarde, pero nunca el conde de Eberbach. Demás, esa mujer con el rostro cubierto de un velo negro, vestida de luto y silenciosa como una estatua que anda, me ha producido el mismo efecto que si hubiese visto el alma en pena de mi pobre Cristina venir a visitar el castillo que cobijó su amor, su dicha y su desventura.

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CAPITULO XXIVUna herencia inesperada

Gamba compareció todo triste a la cita del día siguiente.—¿Qué tenéis? —le preguntó la cabrera.—Tengo —respondió Gamba,— que partimos.—¿Cuándo?—Dentro de una hora.—¡Ya! —exclamó Gretchen.—¡Ah! —dijo Gamba con lágrimas en los ojos— gracias por las palabras que acabáis de proferir;

pero todavía es más ya para mí que para vos. ¡Ay! mi hermana se me lleva consigo; mas antes no me vaya quiero deciros dos cosas.

—¿Cuáles?—Primeramente tengo que liquidar una cuenta con vos.—¿Una cuenta?—Sí, una cuenta de dinero.Gretchen hizo un movimiento.—Escuchad —dijo Gamba,— mi abuelo, que también lo era vuestro, hacía muy buenos ingresos,

y como era avaro, resultó que dejó algunos talegos escondidos en su jergón, talegos que en junto sumaban unos diez mil florines.

—¡Diez mil florines! —profirió Gretchen.—Diez mil, cuya mitad correspondía legítimamente a vuestra madre; pero como ésta no estaba

presente cuando el abuelo murió, mi padre distribuyó la suma en dos mitades. Lo que él hizo de su parte, Dios y los taberneros lo saben; pero en cuanto a la de vuestra madre, antes le hubieran convertido en gigote que poner la mano en ella; de consiguiente está intacta, sin que falte un solo céntimo. Mi padre siguió al suyo y yo me quedé con el depósito, y como vuestra madre no está ahí para hacerse cargo de él, os corresponde a vos. Aquí lo tenéis.

Al pronunciar estas palabras, Gamba sacó de su faltriquera una bolsa de cuero, y tendiéndola a Gretchen, añadió:

—Están justos y cabales los cinco mil, en oro de ley. Tomadlos, os pertenecen.

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—No —repuso la cabrera apartando de sí la bolsa;— guardad ese dinero. ¿Qué haría yo de él en medio de estas rocas donde no conozco sino a mis cabras? Más necesitáis vos de él que no yo, recorriendo como recorréis las ciudades.

—Es vuestro —insistió Gamba.—Os lo doy —repitió la cabrera.—Pues no lo acepto —repuso aquél.— Tengo más dinero del que necesito, pues como mi

hermana gana cuanto quiere, no son florines lo que nos falta, os lo aseguro. ¿Acaso sería yo dueño de pantalones bordados de blanco como este que ostento si careciese de dinero? Como se me antojase, podría hacerme echar unas herraduras de oro, como la mula del papa. Tomad esta bolsa, o la arrojo en uno de estos agujeros donde se perderá para todos.

—Acepto, pues —dijo Gretchen, decidida por fin y tomando la bolsa.Gamba dio un suspiro de satisfacción profunda, cual diplomático que sale airoso de su primera

comisión.—El haber guardado mi parte y haberme buscado —prosiguió la cabrera,— me prueba que

sois bueno. Después de todo, este dinero va a servirme. A Dios gracias no soy avara; pero todos los años, desde hace muchos, hago un viaje a París, y por poco que gaste, me cuesta muchos sudores el ir reuniendo la cantidad que necesito para no perecer de hambre. La bolsa que acabáis de darme voy a depositarla en casa del pastor de Landeck, y gracias a vos no me veré más en el caso de sujetarme, para ganar dinero, a ciertos servicios y a ciertas obligaciones que pugnaban con mi independencia y mi salvajez. Gracias.

—¿Todos los años vais a París? —preguntó Gamba. —Sí.—¡Vaya un gusto más singular! Yo no he estado en ella sino una sola vez, y os aseguro que no me

han quedado deseos de verla de nuevo. Es una ciudad hermosa, no hay duda, pero al fin ciudad.—No voy por gusto —dijo la cabrera.—¿Entonces por qué?—Por deber; pero no me preguntéis más, pues es un secreto que no os lo diré ni puedo decirlo a

nadie.—¿Ni a vuestro primo?—Ni a mi primo. Sólo hablo de él a los muertos.—Ni a vuestro...—A vuestro... ¿qué? —preguntó Gretchen al ver que Gamba se había callado de improviso.—Nada —respondió Gamba tartamudeando.Hubo unos instantes de silencio.—¿No teníais que comunicarme algo más? —preguntó Gretchen.

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—Precisamente eso —respondió Gamba turbado y conmovido.— Quisiera hallar palabras para deciros lo que siento, pero no sé cómo empezar. Es la primera vez que me sucede. Estoy que no me conozco. Deberíais ayudarme.

—¿En qué?—En deciros que... os amo.—¡Que me amáis!—Ya lo he dicho —profirió Gamba;— me he acostumbrado a vos y nada más. Al veros todos los

días, a vos y a vuestras cabras, las cuales por cierto empezaban a quererme... Ved, ahí una que me lame las manos; ¡pobrecita! Como decía, al veros todos los días creí como un necio que esto iba a durar toda la vida, que no iba a tener fin, y que a cada nuevo sol podríamos platicar como hasta hoy. Mas ¡ay! me es preciso partir. ¡Cargue el diablo con los teatros, los directores, la orquesta y la música toda! Quisiera que un gran terremoto hundiera todas las ciudades en las entrañas de la tierra. Es tanto lo que os amo, que en verdad quisiera no haberos conocido; pero no, prefiero haberos conocido y estar triste.

—¡Pobre muchacho! —dijo la cabrera, conmovida a pesar suyo.—Hacéis bien en compadecerme —repuso Gamba;— esto me demuestra que sois buena.

Prometedme que no me olvidaréis.—Os lo prometo.—Y que desearéis mi regreso.—Os lo prometo también.—Si lo deseáis, volveré, y aun cuando no lo deseareis haré lo mismo.—¿Por qué no os quedáis, si tanto os apesadumbra el partir? —preguntó Gretchen sonriendo.—Me debo por completo a mi hermana —respondió Gamba con melancolía;— y como ésta está

lo bastante hermosa y rica para despertar la concupiscencia de los ladrones de toda especie, y me pide que la acompañe, alegando que no es conveniente que cruce sola los caminos, no me cabe otro remedio que acompañarla. Mas no temáis, allá abajo voy a aburrirme soberanamente, y como ella verá que estoy triste, y esencialmente es muy buena, me permitirá volver, y una vez suelto, si me permitís quedarme nunca más me muevo de aquí, pues sobre gustarme esta tierra me gustan las cabras.

—Entonces hasta la vista —dijo la cabrera tendiendo la mano a Gamba.—Hasta la vista, Gretchen —profirió el gitano.— ¡Oh! quépaos la seguridad de que no terminará

el año sin que me veáis de nuevo y os pida algo.—¿Qué? —preguntó la cabrera.—Ya lo sabréis —respondió Gamba.— Sois ya mi prima; pero... pero...—Cuando volváis hablaremos de ello —interrumpió Gretchen;— pero idos contento y persuadido

de que pensaré en vos muy a menudo.—Adiós —dijo Gamba con acento de empacho que no pasó inadvertido a la cabrera.

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—¿Qué tenéis? —le preguntó ésta.—Que ha llegado el momento de separarnos y quisiera llevarme un recuerdo de vos —respondió

Gamba.—¿Cuál?—Lo que queráis: una brizna de hierba cogida con vuestras manos.—No —repuso Gretchen entristecida;— nada de hierbas ni plantas, esto os acarrearía desventura.

Las flores me odian y yo las odio también...—¿Luego no vais a darme objeto alguno? —repuso Gamba lleno de melancolía.—Sí, voy a daros algo.—¿De veras?—Dadme un beso, primo.Gamba, transportado de gozo, dio un prolongado beso en cada una de las morenas mejillas de la

cabrera, y saltándosele las lágrimas, exclamó:—¡Rayos y truenos! Estoy que reviento de alegría.Y abalanzándose a las cabras, las besó una tras otra, diciendo:—Adiós, vosotras también; sois buenas y habéis dado a vuestra ama el ejemplo de quererme.Y volviéndose hacia Gretchen, añadió:—Hasta la vista, y demos por terminada nuestra despedida, pues no hallaríamos nuevo y mejor

modo de separarnos. Me llevo eso, que lo prefiero mil veces a una brizna de hierba. Adiós, y hasta luego.Gamba echó a correr con todas sus fuerzas hasta que estuvo fuera del alcance de la vista de

Gretchen.—Es un muchacho honrado —dijo entre sí la cabrera, que había quedado imaginativa.— ¡Oh! sí,

volverá. ¡Amada de él! ¿Querré yo y podré serlo? No importa; en caso necesario me sería dable contar con él, y desde ahora ya no me encuentro sola si ocurre la necesidad de proteger a la hija de mi querida Cristina.

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CAPITULO XXVEn el que se verá cuan parecidos son el amor y el odio

Samuel, cumpliendo su promesa, había instalado a Federica y a la señora Trichter en un aposento de la embajada de Prusia, y él dormido en una pieza contigua al dormitorio del enfermo.

Federica y Samuel, pues, no habían abandonado a Julio; el cual pasó por todas las alternativas del mal y experimentó frecuentes recaídas, hasta el extremo de que Samuel desesperara muchas veces de la vida de su amigo.

De esta suerte transcurrieron ocho días durante los cuales Julio estuvo entre la vida y la muerte, hasta que al noveno se declaró en el enfermo una mejoría perceptible.

En el indicado día debía celebrarse por tercera vez una consulta entre los cuatro O cinco eminentes médicos que siempre hay en París.

Hacía poco había sonado el mediodía.En el dormitorio del enfermo, Federica, inclinada hasta éste, le daba a beber una taza de tisana.Samuel, sentado al pie de la cama, observaba, no es posible decir si únicamente el curso de la

enfermedad.Julio devolvió la taza a Federica, y le dio las gracias con una mirada de ternura.—¿Qué tal? —le preguntó la joven.— ¿Halláis buena esta bebida? ¿Os consuela? ¿Os sentís mejor?—Sí —respondió el conde de Eberbach,— la hallo buena, como todo lo que procede de vos; pero

lo que más consuelo me proporciona, no es la tisana, sino vuestra presencia. Nada temáis, vos vais a sacarme en bien de esta enfermedad. Al entrar en esta casa, habéis traído a ella la dicha. El día mismo que en ella pusisteis los pies, me salvasteis dos veces la vida. Viviré, no sea sino para que tan seductivos cuidados no resulten infructuosos y también porque me siento obligado a resucitar por gratitud.

—No habléis tanto —replicó Federica,— sobre todo para decir palabras tan ponderativas.Samuel seguía observando con la mirada profunda e impenetrable que le era peculiar.En esto entró Lotario, el cual saludó grave y fríamente a Federica, que le devolvió una reverencia

no menos ceremoniosa, estrechó la mano a su tío, y luego dijo algunas palabras al oído dE Samuel.—¡Ah! —profirió éste en voz alta— son los médicos a quienes estamos aguardando.—¿Por qué les has hecho venir otra vez? ¿Para molestarnos? —dijo Julio.— No fío sino en ti y tú

solo te bastas. Por lo demás, llegan demasiado tarde; ya estoy bueno.—Pues para que me digan que lo estás he mandado por ellos —repuso Samuel.—Ya que están ahí —profirió Julio,— introdúceles y acabemos de una vez.

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—Me voy —dijo Federica, dando un paso hacia la puerta.—No, quedaos —repuso Julio,— pues de no estar presente mi salud al examinarme ellos, me

hallarían muy grave y me prescribirían los remedios más fastidiosos.—Está bien —contestó Federica,— me voy allí.La joven fue a arrodillarse en un reclinatorio medio oculto por las cortinas de la cama.Samuel abrió la puerta e hizo entrar a los médicos, a quienes puso al corriente de las nuevas

fases por que pasara la enfermedad de Julio desde su última visita; luego ellos mismos interrogaron y examinaron juntos al paciente, y al cabo de media hora los médicos y Samuel se retiraron al salón para celebrar consulta.

Federica y Lotario se quedaron a solas con Julio; el cual, en medio del mayor silencio, tan pronto fijaba una mirada pensativa en la una como en el otro, hasta que por fin llamó a la joven, que acudió al llamamiento y preguntó si los médicos habían quedado satisfechos.

—No se trata de esto —respondió Julio.— Nos queda todo el día para hablar de la enfermedad y de mí. Ahora que los tres nos encontramos a solas y nadie puede oírnos, es menester que os comunique un pensamiento que me domina.

—¿Qué es ello? —dijo Federica.—Quiero preguntaros qué tenéis uno contra otro.—¿Lo que tengo contra el señor Lotario? —repuso Federica confusa.—Nada tengo contra la señorita Federica —profirió Lotario con la mayor impasibilidad.—Pues yo bien me acuerdo que, aún no hace diez días, por haber vislumbrado una sola vez a

Federica, Lotario hablaba de ella con admiración entusiasta —arguyó el conde de Eberbach.— Acercarse a ella, hablarle, únicamente verla, era toda su ambición. Pues bien, mi querido Lotario, Federica está aquí, la ves, hablas con ella y en vez de estar arrobado y radiante de alegría, te has puesto taciturno, te sales cuando ella entra y permaneces encerrado en una reserva hostil. ¿Qué mal te ha causado Federica? ¿Así le recompensas el que me haya cuidado y devuelto la salud? ¿Tan poco me quieres?

—Os engañáis, mi querido tío —respondió Lotario;— para mí la señorita Federica asume siempre una hermosura y una gracia hechiceras, y no es por cierto el favor que nos ha prestado y nos presta diariamente lo que me entibiaría para con ella; pero ésta no es razón para importunarla respecto de mi extemporánea admiración.

—No todo es indiscreción en tu reserva —insistió Julio;— preciso es que entre vosotros dos haya ocurrido algo.

—Absolutamente nada, os lo juro.—Nada —repitió la joven.—Federica no te trata como a los demás —continuó el conde.— Buena, risueña y cordial como

es, ante ti parece contrariada, al igual que tú ante ella; y para que veáis, en este instante uno ni otro guardáis la naturalidad que suponéis. Sí, tanto Federica como tú os reprimís, dando a vuestro semblante

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una apariencia digna y sosegada. Ea, hijos míos, para mí que os quiero a los dos y estoy enfermo no puede serme de provecho el que separéis de esta suerte las dos mitades de mi corazón. Así pues, ahora mismo vais a tener una explicación en mi presencia y a hacer las paces. Vamos a ver, decidme lo que os agria.

—Nada —respondió Federica.—Es imposible que hagamos las paces —dijo Lotario,— ya que no podemos ni debemos estar

reñidos.—Entonces —replicó Julio,— ¿por qué no os veo alegres y afables cual corresponde a vuestra

edad, máxime cuando no os asiste razón alguna para estar melancólicos y poner esta cara amarrida y grave? Mi vuelta a la salud no es causa suficiente para explicar vuestra tristeza. ¿O bien queréis darme a entender que me ocultan mi estado real y que el peligro que corro es más grande que no me dicen y yo imagino?

—¡Oh! tío, estáis curado —exclamó Lotario.—Luego si vuestra tristeza no proviene de mí —arguyó Julio,— proviene de vosotros dos. Así

pues, os pido por última vez que os reconciliéis y os deis en mi presencia un fraternal apretón de manos. Ea, aquel de los dos que más me quiera, tienda la mano el primero. Federica, vos que sois la más buena, ¿seréis también la primera?

La joven hizo un movimiento para tender la mano, pero se contuvo. Fuesen cuales fuesen los sentimientos que germinaban en su corazón, desde el día que celebró la conferencia con Samuel se había levantado una barrera infranqueable entre ella y Lotario. ¿A qué alentar, no fuese sino con un gesto, un sueño irrealizable? Valía más acabar de una vez, pues era más sensato y más clemente no darle vida que matarlo más adelante. Federica no quería dar esperanza alguna a Lotario, ni tampoco sustentar ninguna.

—Os lo ruego, Federica —repitió el conde.—Cuando el señor Lotario ha dicho, hace poco, que uno no se reconcilia sino cuando está reñido,

tenía razón —repuso la joven.—No quiere ser la primera, y hace bien —dijo Julio volviéndose hacia Lotario;— a ti te

corresponde pedirle perdón y tenderle la mano. Ea, demuéstrame que eres capaz de hacer algo por mí.—Mi querido tío —repuso Lotario, no atreviéndose a levantar los ojos hasta el conde, temeroso de

no poder resistir a su mirada,— los médicos tardan mucho; permitidme que me dirija a su encuentro. Esta consulta me interesa más que todo lo del mundo, y ello espero no os moverá en mi contra.

Lotario atravesó el dormitorio y se salió precipitadamente.Julio cayó desalentado sobre la cama y se volvió de cara a la pared.¿Qué podía existir entre Lotario y Federica? ¿Qué podía haber sobrevenido al alma de Lotario,

ahora tan indiferente hacia aquella de quien hacía pocos días hablaba con tanto fuego y entusiasmo? ¿La amaba y estaba celoso? ¿Le disgustaban los cuidados prodigados por Federica a un enfermo? ¿Miraba a su tío como «a otro»? ¿O bien no era el amante quien sufría en él, sino el heredero? ¿Le turbaba y

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minaba sus esperanzas la súbita introducción de una extraña en el afecto de su tío, cuya fortuna le pertenecía en cierto modo? ¿Siendo, como había sido hasta entonces, el único hijo de Julio, no se sintió molestado al ver de improviso a una joven casi desconocida venir y decirle: repartámonos la herencia?

Sin embargo, Lotario no había manifestado nunca propensión a la avidez o a la avaricia. Pero esto no era una razón. Julio había frecuentado lo suficiente el trato de los hombres para no ignorar que los caracteres suelen manifestarse en las ocasiones, y que los instintos, desconocidos de todos y aun de los mismos que los tienen, surgen tan pronto aquéllos ven amenazados sus intereses. Por otra parte, ¿existen realmente corazones bastante nobles y firmes para despreciar las riquezas? Los seres más íntegros se funden como la nieve a los rayos de una moneda de oro. Todos los hombres son iguales ante el dinero. Indudablemente todo provenía de ahí. Lotario había entrevisto a Federica en Menilmontant, y hallándola hermosa, y hablado de ella con admiración como un joven habla de cualquier mujer hermosa con quien se encuentra, y luego no había pensado más en ella. Así es que semejante fugitiva y momentánea impresión no había resistido al desasosiego que le causara el ver a Federica en el palacio de la embajada y pronta a disputarle, la mitad de su herencia. De ahí la mudanza que su sobrino experimentara hacia la pobre joven; la cual a la fatiga de cuidar de él, debía añadir el mal humor de Lotario.

Terminado este monólogo, Julio, convencido de que era deudor de un nuevo agradecimiento a la joven, volviose hacia ésta y le dijo:

—Mi buena Federica, perdonadme la grosería de Lotario. Sean cuales fueren las relaciones que con él sustentéis, aquí os encontráis en vuestra casa y no quiero que os desazonéis por cosa alguna. Es cierto que me hubiera sido más grato que aquellos a quienes quiero pudiesen haberse querido; pero vuestra voluntad será superior a todo. Como quiera que sea, quépaos la certidumbre de que nada os echaré en cara y de que a nadie prefiero ante vos.

—Señor —respondió Federica con ademán algo triste, pero tranquilo,— no deis importancia alguna al modo como el señor Lotario se porte conmigo. No le pido sino lo que me da, y le agradezco que me trate con la atención y reserva con que lo hace; nada más me debe. Si me encuentro aquí, no es por él, sino por vos, y esto le consta, y aun los cuidados que me permitís os prodigue, están recompensados de sobras con el gozo que experimento al prodigároslos.

—¡Niña querida! —interrumpió Julio.—Dad fe a mis palabras, señor conde —prosiguió Federica;— desde el primer momento y por

natural impulso, experimenté por vos un afecto profundo, que en sí llevaba la recompensa. Nunca me he sentido tan dichosa, como desde que me cupo la ventura de serviros y seros útil en algo.

—¡Ah! —profirió Julio— con estas y con otras palabras parecidas a éstas es con lo que me habéis curado.

—El señor Lotario —prosiguió la joven— no tiene para qué mostrárseme agradecido, ni para qué amarme; lo que he hecho no ha sido por él, sino por vos y por mí.

—Ea —dijo Julio para sus adentros,— no se aman. No son los celos de Lotario los que padecen, sino su vanidad. ¡Oh miserable naturaleza humana!

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Sin embargo, el conde no se daba por convencido; quería seguir dudando.En esto se abrió la puerta y Samuel y Lotario entraron.—¡Salvado! —dijo el primero con regocijado acento.— Los médicos han quedado completamente

satisfechos.—Satisfechos del enfermo y del médico —añadió Lotario.— Al señor Samuel Gelb no le está

bien el deciros cuántas y cuan calurosas felicitaciones le ha valido el modo como ha llevado vuestra enfermedad, querido tío; pero yo lo proclamo.

—No me era menester el dictamen de los médicos —repuso Julio— para saber cuánto debía a la devoción y a la ciencia de Samuel.

—Respondemos de tu vida —dijo éste queriendo dar otro sesgo a la conversación.— Ahora todo es asunto de paciencia. Los médicos han dicho que la convalecencia sería probablemente muy larga y que me serían precisos muchos cuidados, mucho tiempo y un régimen muy severo para renovar y rehacer tu salud, echada completamente a perder por tu descomedido desapego a la existencia.

—¡Oh! ahora puedo esperar —replicó Julio,— ya que os tendré a todos para ayudarme a vivir.—Os quedarán el señor Samuel y la señorita Federica —dijo Lotario.—Y tu también —profirió el conde;— contigo cuento.—¡Oh! yo —repuso el joven,— desde el momento en que el señor Samuel y la señorita Federica

han consentido en vivir en la embajada, os soy mucho menos necesario.—¿Qué quieres decir? —preguntó el conde de Eberbach; y luego añadió para sí:— mis tristes

sospechas se realizan.—Mi querido tío —continuó Lotario, no sin visible timidez,— a Dios gracias ahora estoy

completamente tranquilizado respecto de vuestra salud, y por lo tanto es preciso pensar un poco en los negocios, desde hace ocho días puede decirse abandonados del todo. Sin embargo, recordaréis que anteayer os hablé de un asunto que requería el envío a Berlín de una persona fiel a toda prueba.

—Acaba —dijo Julio.—Pues bien, querido tío, encontrándoos como os encontráis fuera de peligro y además

acompañado, fuera yo os hallaréis todavía menos solo que no lo habéis estado por espacio de muchos años.

—Tú quieres partir —interrumpió el conde.—Aquí no os soy indispensable —repuso el joven,— y allá os seré útil.—¡Y a mí qué se me da de Berlín! —profirió Julio.— No quiero que te separes de mí.—Los asuntos de la embajada obligan —insistió Lotario.—No hay asuntos que valgan —arguyó el conde.— Demás, falto de salud como estoy, pienso

presentar mi dimisión. Entre tú y mi embajada, te prefiero a ti.

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—Mi buen tío —dijo Lotario,— os estoy profundamente agradecido por los favores de que me colmáis, pero no puedo aceptar este sacrificio. Perdonadme, pues, si os repito que este viaje es absolutamente esencial. Por otra parte, mi ausencia no se prolongará más allá de quince días.

—Pero yo te necesito aquí —repuso Julio.— Ya que de embajada hablas, ¿qué sería de ella sin ti?—El señor Samuel —profirió Lotario,— que de tres meses acá ha prestado tantos servicios, está

ahora bastante al cabo para ocupar mi sitio con más provecho que no lo haría yo mismo.—Samuel —dijo Julio dirigiéndose a su amigo,— háblale tú; yo no me siento con fuerzas para

luchar y he agotado ya todos mis ruegos.Gelb había escuchado toda esta discusión sin proferir una palabra pero en la sonrisa imperceptible

que se dibujó en sus labios, demostró que comprendía el sentimiento que impulsaba al joven.A la primera palabra que de partida pronunciara Lotario, los ojos de Samuel se habían iluminado

con un rayo de alegría, indudablemente trasunto de la que íntimamente experimentara al ver que el amante de Federica le libraba de una rivalidad inquietadora. Además, la necesidad que de alejarse de ésta sentía el joven, era la prueba más patente de que estaba en desacuerdo con ella.

Tal vez también la ausencia de Lotario sería propicia a otros proyectos de los cuales Samuel no había hablado a nadie.

Dicho se está, pues, que Gelb no apremió lo más mínimo al joven para que se quedase.El señor Lotario sabe más bien que nosotros —profirió Samuel— dónde es más necesaria

su presencia, y, por otra parte, es muy cierto que si su viaje debe impedir que dimitas tu cargo de embajador, una separación de quince días no vale la pena que renuncies a los servicios que puedes prestar a tu patria. Federica y yo nos comprometemos a redoblar nuestros cuidados, yo como secretario, ella como enfermera, y a hacer cuanto dependa de nosotros para que nada te falte.

—¿Persistes en querer separarte de mí, Lotario? —preguntó Julio.—Es preciso —respondió el joven.—Di que lo quieres, y hablaras con más sinceridad. ¡Bah! no hay dicha completa, todo gozo

aborta. ¡Ah Lotario! echas a perder mi convalecencia; pero hágase tu voluntad.—Gracias —mi querido tío.—¡Me da las gracias por mi pesadumbre! —dijo entre sí el conde; y luego añadió en voz alta:— ¿Y

cuándo partes?—Cuanto más pronto me vaya, más pronto estaré de vuelta.—¿Te pones hoy en camino?—Al instante.—Adiós, pues —dijo Julio, entristecido e incapaz de oponer más resistencia.En esto entró un carruaje en el patio y se oyó el restallar de una tralla.—Ahí están los caballos —dijo el joven.

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—¡Ya! —exclamó Julio.— ¿Así pues, estabas firmemente decidido de antemano?—Interesa a todos que me ponga en camino —respondió Lotario;— por lo tanto, al oír hace poco

de boca de los médicos que estabais fuera de peligro, he mandado enganchar.—Adiós, pues —dijo Julio.—Adiós, querido tío —respondió Lotario abrazando al conde con efusión.Y volviéndose a Federica, que notó la palidez del joven, la saludó ceremoniosamente y le dijo a

duras penas:—Adiós, señorita.Luego tendió la mano a Samuel, el cual repuso:—Os acompaño hasta el carruaje.Samuel y Lotario abandonaron el dormitorio, dejando triste a Julio, y a Federica más conmovida

que no hubiese querido confesarlo.

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CAPITULO XXVIDificultad de dar

Tres meses después de la escena que acabamos de referir, esto es, a principios de agosto de 1829, el conde de Eberbach, semi tendido en una larga silla, se encontraba a solas con Federica en su dormitorio.

Los cortinajes, tupidos y cerrados, sólo permitían filtrar acá y allá algunos hilos del sol de agosto, cálido y ardoroso en la calle.

Como lo predijera Gelb y los médicos convocados a consulta, la convalecencia de Julio había sido larga, tanto, que al cabo de tres meses duraba todavía.

Sin embargo, Julio empezaba a levantarse; pero estaba tan endeble y tan abatido, que aún no había podido salir sino dos veces en coche, y las dos vístase obligados, los que le acompañaban, a conducirle de nuevo y casi al punto a la embajada, visto que no podía soportar las sacudidas del coche ni el ruido de la calle. Apenas si le era dable permanecer en pie algunos instantes; tan pronto levantado, sentía necesidad de volverse a la cama.

Samuel le prohibió en absoluto todos los excitantes que para darle una fuerza ficticia, habían acabado por quitarle la poca fuerza real que le quedaba. Julio obedeció a las prescripciones de aquél; porque ahora, sea que al ver de cerca a la muerte le hubiese asaltado el temor, ya que algún afecto, al par que le vigorizaba el alma, le hubiese ligado a la existencia, lo cierto es que tenía apego a la vida y que para vivir hacía cuanto estaba en su mano.

El conde, que en otro tiempo anhelaba con tanto ahínco el reposo de la tumba, experimentaba ahora arrebatos de impaciencia y de cólera contra la invencible languidez que le tenía clavado en su sillón de convaleciente y convertía su dormitorio en un remedo de sepultura.

Sin embargo, él ni Samuel podían prever el instante en que podría vencer tan singular endeblez.Sólo una cosa infundía ánimo al conde de Eberbach: la presencia de Federica; porque por lo que

se refiere a Lotario, éste se encontraba aún ausente y sus cartas, desde hacía tres meses, iban aplazando de semana en semana su regreso.

Sin embargo, durante los tres meses que acababan de transcurrir, ni por un minuto quedaron desmentidos los asiduos cuidados y la devoción de Federica; la cual, para llenar las veces de Lotario, se había lo que se llama deshecho. Era admirable ver a aquella fresca y vivaz criatura prodigarse a aquel joven viejo pálido y moribundo; a aquella fuente de vida desparramarse profusamente sobre la casi muerta organización del conde; a aquella juventud difundir por el dormitorio del enfermo más vida y más salud que no podían arrebatar los padecimientos del doliente.

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A los arrobados ojos de Julio cada día se le revelaban nuevas fases del alma de Federica. Coartada hasta entonces por la amarga y severa ironía de Samuel, la cándida y sumisa criatura se desplegaba con más desahogo al calor de la tierna y un tanto débil bondad del conde, su afecto hacia el cual podía revestirlo de esa protección de que tanto gustan las mujeres. La joven le prestaba el brazo para que, apoyado en él, pudiese andar, y le daba sesiones de lectura, y en las horas de comida a Julio no le venía en apetito sino lo que ella le servía.

Federica se sentía necesaria; pero no abusaba de este privilegio para venderse más cara, como hacen los malos corazones, sino que, al igual que los buenos, se aprovechaba de él para darse más.

Aquel día, como los demás, la joven estaba al lado del conde de Eberbach, atenta a los menores deseos de éste, componiendo las almohadas y los cojines en que el enfermo descansaba y espiando en sus ojos las necesidades que pudieran ocurrírsele.

—¿Saldréis hoy; señor conde? —preguntó Federica.—Si me hallo con fuerzas —respondió Julio;— pero aguardaré a que haya menguado el calor

del día, pues ese sol es abrumador. Sosegaos, Federica; en lo íntimo siento que me voy recobrando y por lo tanto vais a poder descansar de vuestras fatigas. Sois tan buena para mí, que de no curar yo radicalmente y sin pérdida de tiempo me tendría a mí mismo por el hombre más ingrato.

—¿Queréis que os lea algo? ¿Os aburrís?—A vuestro lado no me aburro nunca, Federica —repuso Julio;— pero no me admiro ya de que

me haya acontecido por espacio de tanto tiempo. ¡Como no os conocía! Ea, ya que sois tan amable, continuad la lectura que empezasteis ayer. Siempre he tenido predilección por los poetas, pero me parece que no acabo de comprenderles sino cuando vos me los leéis.

Federica fue a tomar un volumen de Goethe que había sobre una mesa, y sentándose de nuevo al lado del conde, se dispuso a leer; pero en el mismo instante entró Samuel con una redomita en la mano.

—Hola ¿eres tú? —dijo Julio.—En carne y hueso —respondió Samuel, dejando la redomita sobre la chimenea,— te traigo una

noticia.—¿De interés personal?—De interés para todo el mundo.—¿Y qué noticia es esa?—Que el ministerio Martignac ha caído y le ha sustituido el ministerio Polignac. Mañana

aparecerá el nombramiento de éste en El Monitor.—¿Nada más que a eso se reducen tus noticias? —dijo Julio indiferente en la apariencia.—¡Diantre! descontentadizo eres si ésta no te basta; significa nada menos que el principio de la

guerra. La provocación parte del rey, pero peor para él. El nombramiento del nuevo ministerio llevará la fecha del 8 de agosto de 1829; pues bien, sin echármelas de adivino, apuesto que dentro de un año Carlos X no ocupará ya el trono. La destitución de Martignac significa la dimisión de la corona.

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—¿Y a mí qué me importa? —repuso Julio— no me cuido ya de la política. Ea, siéntate, tengo que hablarte de asuntos más formales.

—Os dejo —profirió Federica levantándose.—Perdonadme que os despida, mi querida hija —dijo el conde sonriendo.— Tengo que hablar

con Samuel de asuntos que os atañen demasiado para que podáis oírlos; pero idos sin pesar y en la seguridad de que nos ocuparemos en vos.

Una vez fuera del dormitorio la joven, Samuel destapó la redoma que había traído, vertió el contenido de la misma en un vaso, y acercándose a Julio, le dijo:

—Bebe.—Dime —preguntó el conde tomando el vaso,— ¿qué es ese extraño elixir que me das a beber

desde hace unos días y que al parecer hiela en mis venas el resto de calor que en ellas conserva todavía mi sangre?

—Bebe, te digo —repuso Samuel;— no pareces sino un niño que rechina ante las medicinas. Tu sangre ardorosa necesita que yo la refresque, pues no puede recobrar un poco de animación sino entorpeciéndola, al igual que después de una noche de orgía el cuerpo se rehace por medio del sueño. El jugo éste procede de una planta que descubrí en la India; es un reconstituyente de increíble eficacia, que conserva la sangre en el estado frío que dices. Pero ¡qué diablos! Tú no necesitas estar vivaracho y joven. Con tal que vivas, basta. No te volveré a los veinte años, pero te prometo prolongar doce tu existencia.

—¿Doce? —profirió Julio— es más que no reclamo y espero; y sobre esto precisamente quiero interrogarte de un modo para mí formal y solemne.

El conde apuró el contenido del vaso, y luego prosiguió:—Ahora que nos encontramos a solas, escucha: ya sabes que soy hombre para oírlo todo; así pues,

exijo de ti que me digas sin ambages cuál es mi verdadero estado de salud.—Ya lo sabes.—No; la amistad que nos une te ha impulsado hasta hoy a pintarme de color de rosa lo porvenir,

a no hablarme sino de las probabilidades favorables y a prometérmelo todo; pero si quieres que te sea franco, sólo sustento un temor, el de verme cogido de sorpresa, el de morirme súbitamente, sin tener conciencia de ello, sin saberlo. Tú eres demasiado buen médico para no conocer, semana más o menos, los instantes de vida que me quedan. Pues bien, te pido por favor, te lo exijo, que me respondas la verdad escueta.

—¿Lo exiges? —preguntó Samuel titubeando.—Te lo exijo y te lo ruego; y para que no te mortifique escrúpulo alguno, sabe que cuanto me

digas no alcanzará a ser peor que lo que yo me digo a mí mismo. Esta postración a la que no puedo vencer me advierte por modo sobrado patente. De tiempo en tiempo procuro levantarme de mi cama y de este sillón, y sostenerme en pie; pero no bien me levanto me caigo otra vez. Para mí es ya un hábito la posición horizontal, y de esto a la sepultura no hay sino un paso. Vamos a ver, ¿cuántos minutos

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de existencia me quedan? En nombre de nuestra infancia, de nuestra juventud y de nuestra antigua amistad, te conjuro que me lo digas.

—¿Te empeñas en conocer la verdad desnuda? —repitió Samuel.—Sí —respondió Julio.—Pues escucha: lo probable, si bien lo que con frecuencia acontece es lo inverosímil, es que tu

vida está, en efecto, gastada; pero yo confío aún en la eficacia de los remedios heroicos que te propino. Tú hablas de minutos, y yo te respondo que todavía vivirás meses y tal vez años. Mas ya que me lo pides en tales términos, te diré que no creo tengas ante ti la larga serie de días en que sueñan, muy a menudo en vano, los hombres más robustos y más bien constituidos.

—Gracias, Samuel —dijo Julio;— te agradezco que me hayas hablado de esta suerte. A bien que, por otra parte, me has tranquilizado, pues me prometes meses cuando yo no esperaba sino semanas.

—Por lo demás —continuó Samuel,— la duración de tu vida depende aún más de ti que no de mis remedios. Lo esencial es que evites toda emoción superior a tus fuerzas, pues una imprudencia te dejaría en el sitio.

—Siendo así —profirió Julio,— ya es hora de que Lotario vuelva. Voy a escribirle una carta todavía más urgente que las demás. No comprendo lo que le puede retener en Berlín, a pesar de la multitud de cartas que en el espacio de tres meses le he dirigido. Ahora no puede excusarse con la embajada, ya que he enviado mi dimisión y estoy aguardando de un momento al otro a mi sucesor.

—Le escribiste que activase allá abajo tu sustitución, y cumple tus deseos.—Te equivocas; me consta que mi sustituto está designado; por lo tanto, ahora que ya no nos

queda qué hacer, Lotario sería más útil aquí que en otra parte, pues a la llegada de mi sucesor, le pondría al corriente. Además, yo quisiera, e indudablemente lo conseguiría, que éste le tomase a su servicio; y quisiera que así fuese, porque mi sobrino es demasiado joven para seguirme en mi retiro. Lotario partió para quince días, y aunque de esto hace ya tres meses, no sólo no habla de volver, sino que sus contestaciones son vagas y lacónicas. En la actualidad se encuentra en Viena, donde evidentemente le detiene algo.

—¿Qué quieres que le detenga? Una amante —dijo Samuel.—¿Acaso sabes algo? —preguntó Julio, que quisiera haber evitado esta explicación.—Sé que es joven —respondió Samuel;— ¿y qué quieres tú que retenga a un joven apuesto,

simpático, inteligente y rico? ¿Te has olvidado ya de lo que es Viena? Todas las mujeres le habrán echado los brazos al cuello. Nosotros somos graves, lúgubres, austeros, y tú añades a esto el estar enfermo. No es mi ánimo calumniar a tu sobrino; pero es joven y de seductivo semblante, y el querer encerrarlo en el cuarto de un enfermo sería una aberración. Esto es bueno para Federica, que todavía no ha empezado a vivir, y para mí, que ya he acabado. Lotario se divierte, y hace bien ¡caramba! Y tú no vas a ser egoísta hasta el extremo de vituperárselo. Si le quieres, no te desazones más por él; deja de dolerte de quien no se duele, está de ello seguro.

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—No importa —dijo Julio,— voy a escribirle otra vez; estoy convencido de que no permitirá que me muera sin haberle visto nuevamente.

—Si no te guía otro deseo —repuso Samuel,— espero que le quedará tiempo sobrado para reñir con todas sus queridas y volver antes no te veas en el caso de dictar tu testamento.

—Puede que me vea en él más pronto que no sospechamos. Es ya tiempo de que mi sobrino se prepare a volver y yo me disponga para partir.

—No te entiendo.—Quiero decir que, como tú mismo has manifestado, voy a dictar mi testamento.—Te repito que aún no has llegado a tal extremo —profirió Samuel.—Tanto da —repuso Julio— que lo dicte una semana antes como una semana después. ¿No es

necesario que arregle mis asuntos? ¿A qué, pues, aplazarlo? Llenado este deber, estaré más tranquilo, experimentaré una inquietud menos, no temeré irme sin haberme mostrado agradecido a los que me han prestado su asistencia, y por lo tanto quedaré más descansado. Por lo demás, no es hoy el primer día que pienso en ello; hace ya algunos tengo determinado lo que quiero hacer. Excuso decirte que no te he olvidado.

Samuel hizo un ademán como quien dice: no acepto.—¡Oh! —repuso Julio— ya sé que tu ambición es superior al dinero; pero si te le lego, es con

el designio de que nunca tengas que llamar a la puerta de nadie. Las necesidades materiales, Samuel, son los barrotes de la jaula en que la sociedad encierra a los hombres de corazón magnánimo y a los ingenios; de consiguiente no vas a rehusar la libertad que te proporciono. Por lo demás, no te hago un don, sino que te pago una deuda, y no querrás que mi sepultura quede insolvente. Ahora hablemos de Lotario.

Samuel escuchaba impasible en la apariencia, pero conmovido interiormente.—Lotario es mi único pariente —continuó el conde de Eberbach,— y aún lo es por afinidad. A

éste le he asignado ya su parte: le doy el castillo de Eberbach y lo que necesita para vivir en él como un señor. Allá encontrará el recuerdo de Cristina que le amó como ella sabía amar. Prefiero que sea él quien viva con semejante recuerdo. Ahora sólo falta Federica.

Hubo un momento de silencio. Julio no sabía cómo continuar, y Samuel miraba a su amigo con atención profunda, cual el poeta

dramático que sigue los movimientos y la entonación que ha indicado al actor encargado de interpretar su pensamiento.

—Esto es más arduo —dijo Gelb tomando la palabra.— Tú, en suma, no tienes sino cuarenta años; de consiguiente es difícil que un hombre joven aún y que ha tenido fama de Tenorio, legue una cantidad considerable a una doncella sin que al mismo tiempo le legue...

—La deshonra, ¿no es eso? —repuso Julio dando un suspiro.— Tienes razón, lo veo. Pero ¿qué hacer?

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—Esto te pregunto —replicó Samuel queriendo obligar a su interlocutor a que se declarase.—Yo —prosiguió Julio— había pensado en salvar la dificultad casando a Federica con quien yo

tuviese el derecho de enriquecer; por ejemplo, Lotario.—¡Lotario! —interrumpió Samuel con acento de amenaza.—Como Lotario y Federica se hubiesen amado, todo podía haberse arreglado; habría legado yo

todos mis bienes a mi sobrino, el cual, al casar con ella, se los hubiera naturalmente aportado. Por un momento creí que Lotario la amaba, y lo creí por el modo como me habló de tu pupila la primera vez que la vio; pero después he visto que padecí una equivocación. De amarla, no se empeñaría en permanecer lejos de la casa en que Federica habita a menos que ésta le hubiese repelido y desalentado de un modo decisivo. Sea lo que fuere, tanto si no la ama, como si allá abajo le retiene otra, o que Federica no quiera saber de él, no hay que pensar en casarles. Sin embargo, no veo otro medio que un matrimonio.

—Ni yo tampoco —dijo Samuel, sin apartar de Julio su mirada penetrante e impenetrable.—¿Pero qué marido tomar para que me quepa el derecho de enriquecerle? Yo no puedo legar una

suma cuantiosa más que a Lotario o a ti; pero tú eres para Federica un marido todavía más imposible que mi sobrino.

—¡Ah! ¿te parece? —profirió Samuel.—¡Pues no! hay demasiada disparidad en las edades, esto sin hacer mención de tu carácter. Si

quieres que te hable con franqueza —continuó Julio riendo,— dudo que hayas nacido para labrar la dicha de mujer alguna.

—Y dime —replicó Samuel con alguna amargura,— ¿no sería posible que Federica no abundase en tu modo de pensar?

—En este caso —repuso Julio con gravedad,— te confieso que yo sería el primero en disuadirla de un acto que, a mi ver, no podría atribuirse en ella sino a la irreflexión o a la gratitud.

—Lo que te he dicho ha sido pura broma —profirió Samuel, por cuyas venas circuló una corriente de hielo;— pero sin duda has dado con otro medio para enriquecer a Federica sin comprometerla.

—Efectivamente, lo he hallado. —Habla —dijo Samuel.—Es triste y engorroso el decirlo —repuso Julio;— pero qué diantre, allá va el raciocinio que

he formulado: corso en el caso, presente el matrimonio no es sino el pretexto y el accesorio, lo más legítimo, para que me sea dable legar a Federica una parte considerable de mi fortuna, es... que yo case con ella.

—También había yo pensado en ello —dijo Samuel con la mayor tranquilidad del mundo.—¿Tú? —profirió Julio no sin melancolía.—En efecto, es lo más sencillo; de este modo puede arreglarse. Para un matrimonio como éste,

de transición, ¿dónde hallar en condiciones mejores y más seguras un marido... que no lo sea? No será

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muy larga la mortificación que le cause. Dentro de contados meses habré muerto y ella estará rica. Con otro el matrimonio sería para Federica una cadena, conmigo es la libertad.

—Te sobra la razón.—¿Conque no desapruebas mi plan? —Lo apruebo en todas sus partes.—Veo que verdaderamente quieres a Federica. Nada temas, no la aburriré largo tiempo. Le

quedará toda su vida para ser independiente. En cambio, empero, ella consolará e iluminará los días que me quedan de existencia. De entonces más, su solicitud filial, tan seductiva, constituirá su deber y mi derecho. Ea, ya que eres de mi parecer, ¿quieres encargarte de explorar su ánimo? Ya comprendes que por mi parte toda declaración en este concepto sería poco delicada; y no quiero ahuyentarla ni que interprete malamente mis palabras.

—Como gustes —dijo Samuel.—Mira, ahora está en su cuarto —repuso Julio,— y si fueses a hablarle inmediatamente, te lo

agradecería en extremo.—Allá voy.—Gracias —profirió Julio sonriendo con tristeza;— no tienes que decirle sino dos cosas:

primeramente que mis días están contados, y luego que mi ternura para con ella no quiere, no puede ni debe ser sino paternal. No necesito recomendarte que no me presentes como marido, sino como padre.

—Tranquilízate, la persuadiré.—Ve; a ella es a quien favoreces, no a mí.Samuel se salió del dormitorio de Julio y se encaminó al cuarto de Federica, diciendo entre sí:—Sin embargo, le había advertido que una imprudencia podía dejarle en el sitio, y esta puede

pasar por tal. ¡Una ternura paternal! Pues digo, como si se encontrase en el caso de manifestar otra. ¡Pero él cree que voy a fiar en su palabra! ¡Bah! Quiéralo él o no lo quiera, ya me encargo yo de llevar el asunto por el cauce que a mi me convenga. ¡Necio! podía salvarse dándomela, y ha despreciado la ocasión. Peor para él. Es menester que Federica case con él, ya que ahora es el único medio; pero al contrario de lo que pasa en Hamlet, respondo de que los platos enfriados de la boda podrán servir para otra ceremonia. Primeramente casémosle, luego no quedará sino quitar de en medio al marido.

En esto llegó a la puerta del cuarto de Federica, a la que llamó mientras redondeaba su plan, murmurando entre dientes:

—Ahora hay que preparar la otra parte de la tragedia.

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CAPITULO XXVIILa araña vuelve a labrar su tela

Samuel, al entrar en el cuarto de Federica, tomó un gesto lúgubre.Su plan de impostura era sencillo.—Federica sabe que la amo —se había dicho Gelb,— y voy a pedirle su mano para otro. No es

esto que digamos una gran muestra de amor, para ella que ignora hasta qué punto estoy decidido a cortar, apenas atado, este nudo. Pues bien, precisamente esto es menester que constituya una prueba de amor. Es necesario que parezca que yo renuncio momentáneamente a ella en pro de ella. Aprovecharé esta circunstancia para hacerme grande y generoso a sus ojos y para revestirme del prestigio de una abnegación heroica. Ahora veo que el triunfo se alcanza siempre por este camino, y que tenemos necesidad de mentir para que una mujer nos crea y nos ame.

Federica quedó parada al ver el taciturno semblante de Samuel, y mirándole llena de zozobra, le preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿Por ventura el señor conde de Eberbach se ha puesto peor desde que le he dejado?—No, sosegaos; no es él el que se encuentra más enfermo en esta casa.—¿Quién es, pues, el que está enfermo?—Tomad asiento —repuso Samuel,— tengo que hablaros.—Os escucho —profirió la joven sentándose.—Pues bien —dijo Samuel tomando silla al lado de Federica,— en esta casa, más bien dicho, en

este cuarto, en este instante, hay quien padece más que el conde de Eberbach.—¿Quién es?—Yo.—¡Vos, amigo mío! —exclamó Federica.— ¿Qué tenéis, pues?—Cuando hace poco nos habéis dejado al conde de Eberbach y a mí, el conde os ha dicho que

no estaríais ausente de nuestra conversación. Y en efecto, me ha hablado de vos, y referente a vos ha trazado unos planes que me hunden en la más dolorosa perplejidad.

—¿Planes en los que yo estoy envuelta?—Sí, y que destruyen los míos. Yo os amo, Federica, ya lo sabéis, y aún creo que lo sentís. Por vos

experimento un afecto distinto del afecto paternal; os amo con celos. Ya comprenderéis, pues, y me lo perdonaréis, el arrebato de dolor que en el primer momento me ha causado la pretensión de Julio. Éste me ha pedido vuestra mano.

—¿Mi mano? ¿Y para quién? —tartamudeó la joven por cuyos ojos cruzó un rayo de esperanza.

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En efecto, ¿para quién podía el conde de Eberbach pedir la mano de Federica sino para su sobrino, para Lotario, la causa de cuya partida había comprendido por fin, o el cual le había escrito haciéndole confidencia de su amor?

Las primeras palabras de Samuel, empero, apagaron en el corazón de la pobre muchacha esta aurora de esperanza y de gozo.

—El conde de Eberbach —respondió Gelb— me ha pedido vuestra mano para él.—¡Cómo! —exclamó Federica aterrada.—Tenía que suceder —repuso Samuel.— Al veros todos los días y a cada instante, tan bondadosa,

tan abnegada, tan hermosa, ¿cómo era posible que no os amase? La idea de separarse de vos entristece ahora su convalecencia. Quisiera impediros el que le abandonaseis nunca; ¿y qué medio más conducente a sus propósitos que el tomaros por esposa?

—Otro habría —dijo para sus adentros Federica.—Ahí, pues —continuó Samuel,— sobre lo que el conde me ha encargado que os consultase.

Julio cree próximo su fin, en lo que temo le asista sobrada razón, y antes de morir quisiera tener a lo menos la satisfacción de apellidaros su mujer.

—¡Su mujer! —murmuró Federica.—Sí —profirió Samuel,— su mujer. ¿Comprendéis este raro capricho de un corazón que pronto

va a dejar de latir? Ya yo sé que de vos no desea absolutamente sino que continuéis prodigándole la afección filial con que le endulzáis sus horas postreras, y que os respetará como os respetaría si fueseis hija suya; pero yo que os amo y he concebido y manifestado ante Julio el deseo que constituye mi vida, no puedo soportar con calma que otro, por más que este otro sea un amigo moribundo, dé antes que yo su apellido a la que ha prometido llevar el mío.

—En efecto, os hice una promesa —dijo lentamente Federica,— y podéis contar con ella. Vuestra soy, y en este supuesto no necesitabais consultarme para responder al conde de Eberbach, cuya proposición no acepto.

—Sois un ángel —repuso Samuel,— pero ¿me cabe a mí el derecho de abusar de vuestra generosidad? ¿Me es dable responder a vuestra abnegación con mi egoísmo? ¿Por qué, para labrar mi dicha, tendría yo que causar la desventura de dos seres, máxime cuando éstos son el hombre a quien quiero como a un hermano y la mujer a quien estimo más que a una hermana? ¿No estoy obligado, pena de ser un miserable, a renunciar a un gozo que originaría para Julio la muerte y para vos la pobreza?

Samuel se detuvo como luchando y tomando fuerzas para un sacrificio. Luego continuó:—Mi amigo se está muriendo; no vive sino sustentado por esta esperanza suprema. De

consiguiente, el quitársela sería acabar con su existencia, equivaldría a un verdadero asesinato. En cuanto a disuadirle de esta idea, es imposible; está aferrado a ella con la obstinación apasionada propia de los niños y de los moribundos. ¡Ah! Mi amistad lucha dolorosamente con mi amor; siento que es casi un crimen el negar a una pobre alma que se está extinguiendo, ese gozo supremo que no perjudica a nadie y que a él le haría morir sonriendo.

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—Sois muy bondadoso —dijo Federica, movida por el acento con que Samuel pronunciaba estas generosas palabras.

—Pero no es Julio el que más me interesa —prosiguió Gelb,— sino vos. Este matrimonio os hace en el mismo instante millonaria y proporciona a vuestra belleza, a vuestro talento y a vuestro noble corazón la más magnífica y deslumbradora presea que en vuestros días y en medio de vuestras más ambiciosas esperanzas hayáis podido entrever. ¿Con qué derecho iba yo a privaros, pues, de este porvenir de brillo y de esplendor? Amándoos como os amo ¿me sería dable quererlo? Como el amor consistiese en empobrecer a la mujer amada, habría para maldecir de él, y yo no quiero que me maldigáis.

—Nada temáis —respondió Federica enternecida.— Me conocéis demasiado para creer que doy tanta importancia al dinero, pues ignoro qué destino puede dársele. Educada en la soledad, jamás he tenido necesidades y no sé de qué puede servir el lujo. No temáis, pues, que nunca os eche en cara el que me hayáis quitado la ocasión de enriquecerme. Si el conde de Eberbach fuese pobre, y todo consistiese en consolar los últimos días de una noble existencia, entonces me hubiera cabido deplorar el no ser libre; pero desde el momento en que se trata de dinero, me place poder probaros que entre la riqueza y vos, nunca preferiré la riqueza.

—¡Demonios! he estado sobradamente enternecedor —dijo entre dientes Samuel.— Moderemos el sentimiento.

Y estrechando la mano a Federica, prosiguió:—Gracias; no olvidaré en mi vida lo que acabáis de decirme; pero no acepto. Por otra parte, no

hay que exagerar la importancia de los hechos. Me explicaré. Este matrimonio, y lo que voy a deciros me consta, no sería de aquellos que pueden sublevar ni los celos más arrebatados. Todo consistirá en aguardar un poco, y aun este poco será limitadísimo, yo os respondo de ello.

Samuel pronunció estas últimas palabras con tono resuelto y singular que hizo estremecer a Federica.

—¿Tan gravemente enfermo está el conde? —preguntó ésta.—No le quedan seis meses de vida, si puede llamarse vivir al consumirse, inerte y moribundo, en

una silla poltrona. Así que no es a él a quien temo.—¿A quién, pues? —preguntó Federica.—A vos —respondió Samuel después de una pausa de silencio.—¿Por qué? —repuso Federica, no comprendiendo lo que aquél quería decir.—Huérfana y pobre, podéis haber permitido que yo os ame y prometídome ser mía; pero una vez

condesa de Eberbach y rica...—No acabéis —interrumpió Federica;— mi presente y mi porvenir, sean cuales fueren, no

pueden hacer que mi pasado no haya existido, y éste me liga a vos.—¡Bravo! —pensó Samuel.

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—Os repito aquí —profirió Federica— lo que os dije en Menilmontant: os pertenezco. Si me prohibís que acceda al último deseo del conde de Eberbach, os obedeceré; si creéis que debemos no negarle este postrer gozo, no me opondré a suavizar al moribundo del duro tránsito de esta vida a la otra; pero no por esto quedará roto mi compromiso para con vos. Será un aplazamiento y nada más. ¿Qué pueden influir las riquezas y la representación social en el sentimiento y el deber? ¿Acaso no seré siempre la mujer a quien habéis recogido y educado? ¿No os deberé siempre mi existencia? Mi mejora de fortuna no sería sino una razón más para perteneceros; no dejaré de ser deudora vuestra hasta el instante en que pueda pagaros. Cuando yo era pobre, vos vinisteis; si alcanzo a ser rica, iré a vos.

—¡Gracias! —exclamó Samuel, esta vez henchido de verdadero gozo— esta certidumbre me dará fuerzas para inmolarme a la dicha de Julio. ¿Conque aceptáis?

—¿Me dais vuestra autorización?—Ahora soy yo quien os lo ruego. —Entonces acepto.—Voy inmediatamente a comunicar tan buena nueva a Julio —dijo Samuel,— porque debe de

estar aguardando en medio de la más cruel impaciencia. Hasta luego, y gracias otra vez.Gelb se salió del cuarto de Federica, dejando a ésta pábulo de una emoción indecible. ¡Ella esposa

del conde de Eberbach! Esta inopinada modificación en su destino la conturbaba profundamente. No que estuviese triste, pues sentía hacia el conde un afecto real y sincero; pero semejante matrimonio no respondía al concepto que respecto de la dicha del amor se forjara en su mente. Según su sentir, al pensar en el hombre de quien sería esposa, el matrimonio no consistía en la intimidad afectuosa de una parte y respetuosa de la otra. Además, no debía elegir entre Lotario y el conde de Eberbach, sino entre éste y Samuel Gelb.

En resumidas cuentas, sin embargo, a Federica le daba menos miedo el carácter fraternal y blando de Julio, que no el genio severo y dominador de Samuel.

El cual, al salir del cuarto de Federica no entró desde luego en el de Julio, sino que se detuvo en la pieza que le precedía, y apoyando la cabeza en la ventana, empezó a pasear los dedos por los cristales, fijó maquinalmente los ojos en el patio y se entregó a la meditación; y es que por mucha que fuese su fortaleza de espíritu, sentía necesidad de descansar por un instante de la ímproba labor a que acababa de dar principio e iba a proseguir.

En aquella alma sombría e impenetrable, el gozo no tenía nunca sino la duración del relámpago; así es que al entrar en el aposento de Julio, el placer que experimentara al arrancar a Federica su consentimiento y hacerle prometer que sería suya después como antes de estar rica, se había eclipsado completamente para dar paso a una aspereza amarga.

—Ahí adonde he llegado a fuerza de destreza, de combinaciones y de fatigas —dijo para sí:— a no poder contar sino con la virtud humana, con la palabra de Federica y la nobleza de Julio. Todo mi plan se basa en que Federica, una vez acaudalada, condesa y libre de cuanto la sujeta a mi dominio, recuerde el juramento que me ha hecho pobre y sometida; en que la condesa se acuerde del bastardo; en que

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los millones no se olviden de la inteligencia. Todo mi porvenir, mis cálculos todos, toda mi grandeza y calidad descansan sobre esta movediza arena, la fidelidad de una mujer. Respecto de Julio y de su promesa de tratar a Federica como a hija y nada más que como a hija, ya me las compondré yo para que no tenga ocasión de arrepentirse. La ha querido para mujer, ¡peor para él! Es ley natural que los padres mueran antes que los hijos, y morirá antes que Federica, el día mismo de sus bodas. Así se saca partido de lo perdido. Como yo soy tutor de Federica y lo menos que puede hacer Julio es nombrarme su albacea testamentario, una vez muerto éste me la llevo a Menilmontant, y de esta suerte la mantengo alejada de Lotario. Ínterin, los acontecimientos políticos irán desenvolviéndose. El ministerio Polignac es ya un reto al cual Francia va a contestar con una revolución, que, como efectuada por un pueblo grande, se escapará de las manos de los que pretenden dirigirla, y excediéndose de la voluntad de éstos los anegará en su corriente. Seré poderoso, rico, lo que me cuadre; dominaré el caos que va a resultar de una sociedad que se disuelve y una sociedad que se constituye, y tendré esclavizada a mí a Federica por la admiración. ¡Qué ridículo va a parecer entonces ese Lotario al lado del Napoleón de la democracia! Lo porvenir es mío; todos van a quererme y a bendecirme, y Julio el primero, pues me deberá el morir en medio de la dicha cuando vegetaba en la apatía y en la saciedad, Pero no hay que levantar mano, no sea que Lotario regrese más pronto de lo debido y nos mine el terreno.

Hecho este soliloquio, Samuel penetró en el dormitorio de Julio.

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CAPITULO XXVIIILa mano de la Providencia

Una tarde de septiembre de 1829 y en el momento en que el sol acababa de trasponer las colinas que dominaban al castillo de Eberbach, se detuvo un carruaje ante el enverjado de éste.

El portero, llamado por el postillón, salió, vio quién ocupaba el interior de la silla de posta, y abrió apresuradamente la verja, por la que entró el carruaje, que no paró hasta llegar al pie de la escalinata del patio, donde se apeó el viajero, que no era otro que Lotario; el cual, de regreso de Berlín, se encaminaba hacia París.

Los criados acudieron presurosos con una especie de solicitud desapacible, y el más osado de ellos preguntó:

—¿Venís por algunos días, señor?—Tal vez —respondió Lotario preocupado.Los criados hicieron una mueca; y es que de puro vivir solos en el castillo, habían acabado por

mirarlo como si les hubiese pertenecido. Así, cuando por acaso se presentaba Lotario en él, les producía el efecto de un extraño que invadiese la propiedad ajena.

El postillón introdujo la silla de posta en la cochera y Lotario entró en el castillo.—Si el señor duerme aquí —dijo entonces el criado que ya tomara la palabra,— habrá que

preparar la cama, ¿no es así?—¡Me parece! —respondió Lotario.—¿Cena el señor? —siguió preguntando el criado.—No, no tengo apetito; ya he comido durante el viaje.El criado se fue satisfecho de esta concesión.Cinco minutos después, vinieron a avisar a Lotario que su cama estaba preparada; y es que los

criados se habían apresurado lo posible para desembarazarse cuanto antes de aquel intruso que tenía la audacia de ir a su propia casa.

Lotario no se encontraba en disposición de ánimo que le permitiese advertir la acogida que le dispensaban. Un orden de ideas muy distinto le absorbía la mente para que se fijara en las disposiciones de sus criados respecto de él.

El joven se acostó para dormir y olvidar; pero ya fuese que el traqueo del viaje le hubiese removido en demasía la sangre, ora que los cuidados que le interesaban el alma no quisiesen darle una hora de tregua, lo cierto es que no logró adormecerse. Toda la noche la pasó en esa penosa inquietud mil veces

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más fatigosa que la vigilia. Sin embargo, a la madrugada el cuerpo recobró sus derechos, y entonces le fue permitido dormirse, si bien con ese sueño molesto que sucede a las noches febriles.

Lotario, al abrir de nuevo los ojos y al ver que el sol estaba ya muy alto sobre el horizonte, llamó a su ayuda de cámara, se vistió, abandonó su dormitorio, y antes de bajar penetró en el saloncito que en otro tiempo ocupara Cristina, para cumplir con el deber sagrado que se imponía siempre que se encontraba en el castillo, de ir a arrodillarse y a orar en aquel lugar querido, lleno todavía del recuerdo de aquella que para él hiciera las veces de madre.

De improviso Lotario lanzó una voz.En el salón aquel había el retrato de su madre, hermana de Cristina, para la cual conservara ésta,

mientras vivió, un recuerdo piadoso.¡Cuántas veces, en la casa del pastor de Landeck y cuando Lotario era niño, Cristina le había

conducido ante el retrato aquel para que conociese a su madre y para que la pobre enterrada permaneciese viva a lo menos en el corazón de su hijo!

Pues bien, aquel retrato de su madre era de un parecido maravilloso a Federica: la misma pureza en la mirada, la misma límpida transparencia, la misma rubia cabellera.

La madre de Lotario había sido retratada a la edad que ahora tenía Federica.El joven no podía desviar la mirada de aquella tela símbolo para él de sus dos más puros amores.¡Ah! ¡Federica se parecía a la que le diera el ser a él! Ahí porqué, al ver por primera vez a la joven,

pareciole que ya la había conocido, más que conocido, amado; ahí porqué se sintió atraído hacia ella por tan súbita e irresistible simpatía.

Pero ¿de dónde podía provenir tan admirable parecido? Entonces se acordó de lo que a Federica y a él les había dicho la mujer misteriosa que le introdujera en la casita de Menilmontant, esto es, que no eran extraños el uno al otro, que tenía el derecho de velar por la joven, protegerla y defenderla: palabras singulares que aquel estupendo parecido confirmaba ahora. ¿Luego existía un parentesco real entre Federica y él? ¿Pertenecían, pues, a una misma familia? ¡Ay! ¿Para qué si estaban separados para siempre por una estrella adversa? ¿Para qué esos lazos de la sangre que la vida había roto?

Lotario pasó todo el día ante el retrato, y por la noche se lo llevó a su dormitorio y lo colgó al pie de su cama, para dormirse contemplándolo.

¡Qué melancólico hechizo experimentaba el joven al mirar, en aquel reducido cuadro, su pasado y su porvenir!

¿Cuál de los dos era más triste? ¿Lo pasado sin vida o lo venidero sin amor?Resuelto a partir, al día siguiente y desde muy temprano se ocupó en arreglar los gastos y las

cuentas de los criados, en ordenar las reparaciones necesarias y disponerlo todo para el año que iba a seguir. Luego pidió el almuerzo, y en esto estaba ocupado cuando entró uno de los criados y con voz entrecortada dijo:

—Señor...

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—¿Qué ocurre, Hans? —preguntó Lotario.—Es que... —balbuceó Hans.—¿Qué?—Ahí fuera está una dama.—¿Qué dama es esa?—No os incomodéis, señor —prosiguió Hans con un poco más de serenidad;— es una dama

muy rica y muy hermosa que siente grande admiración por el castillo. No creáis que venga para echar a perder cosa alguna, señor; al contrario, creo que primero se arrodillaría ante una figura de piedra que no la tocaría.

—En resumidas cuentas ¿qué quiere esa dama? —preguntó Lotario con impaciencia.—Os he expuesto lo que habéis oído, señor —continuó Hans,— porque nos tenéis prohibido

que durante vuestra ausencia dejemos entrar en el castillo a quienquiera que sea. Vuestro intento lo comprendemos perfectamente. Parece que en otro tiempo ocurrieron aquí ciertos episodios poco gratos; todos los aposentos están llenos de recuerdos de familia y no queréis que los viandantes los hollen. Pero si hemos dejado entrar a la dama ésa no ha sido por dinero, si bien nos ha dado mucho, lo confieso; pero aun cuando nos hubiese dado veinte veces más no la hubiéramos dejado penetrar en el castillo. No, no la hemos dejado entrar porque nos haya dado dinero, sino porque es una dama artista que para el oficio que ejerce tiene necesidad suma de ver buenos muebles. Vino por la primavera, y al marcharse dijo que volvería.

—¿Es una dama la que solicita recorrer el castillo? —preguntó Lotario.—Recorrerlo de nuevo —respondió Hans,— porque la última vez que aquí estuvo, os garantizo

que lo inspeccionó todo minuciosamente. Como por desgracia vos os encontráis aquí y por lo tanto nosotros no podemos asumir la responsabilidad de acceder a su petición se lo he manifestado así y entonces me ha pedido que solicitase vuestra venia, rogándoos encarecidamente que no se la neguéis.

—Enhorabuena —dijo Lotario;— que entre esa dama.Poco después Hans compareció de nuevo conduciendo a una dama enlutada; la cual, ya en

presencia de Lotario, hizo seña a su introductor de que podía alejarse.Una vez a solas con el joven, la dama se levantó el velo: era Olimpia.—¡Vos aquí, señora! —profirió Lotario con estupefacción primero, pero sonriendo luego a

una idea que le acudió a la mente. Después, suponiendo que la dama venía por Julio, añadió:— Probablemente no es a mí a quien esperabais encontrar en el castillo, señora.

—Esperaba no encontrar a nadie —contestó Olimpia;— pero cuando he sabido que vos estabais en él, no me cabía razón alguna para esquivarme.

—Pues si el único interés que os conduce a casa del conde de Eberbach es el amor al arte —repuso Lotario,— me felicito de que el acaso me permita haceros los honores de la arquitectura y del mobiliario.

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—Ya he visto este castillo; pero será para mí gratísimo verlo de nuevo y acompañada de vos —contestó Olimpia, al parecer esforzándose en dominar una emoción involuntaria.

—Estoy a vuestras órdenes, señora —dijo Lotario.Los dos empezaron a recorrer, una tras otra, las salas del castillo.A cada objeto que le mostraba Lotario, a cada uno de los aposentos que abría, a cada paso que

daban por aquella vivienda que encerrara el gozo y el amor y no contenía ya sino el duelo y el vacío, parecía redoblar la emoción de Olimpia, a quien una como melancolía amarga obscurecía los ojos y la frente.

Lotario se explicaba este enternecimiento atribuyéndolo al recuerdo de su tío, a quien aquel castillo traía naturalmente a la memoria de Olimpia. Empero, para que ésta estuviese tan conmovida al ver la casa y al sobrino del conde de Eberbach, era menester que amase entrañablemente a Julio, y esto supuesto, ¿por qué le había abandonado?

El joven, una vez anudada la intimidad con Olimpia, dirigió a ésta algunas frases a tal propósito y aun le hizo algunos cargos afectuosos.

—Debería no perdonároslo —le dijo Lotario.—¿El qué? —preguntó Olimpia.—El haber desazonado a mi tío. Le dejasteis de improviso, sin preocuparos con lo que sería de él.—¡Oh! sí, tenéis razón —repuso aquélla;— no me preocupé poco ni mucho, pues sabía que no

iba a llorarme por espacio de largo tiempo y que mi ausencia no le causaría quebranto.—Sin embargo, vuestra ausencia ha sido una de las causas de su enfermedad.—¿Su enfermedad? —profirió Olimpia.—El día mismo de vuestra partida tuvo una congestión cerebral que le obligó a guardar cama, de

la que no ha vuelto a levantarse en la hora presente.—¡Qué decís! —repuso Olimpia palideciendo.— ¡Y a causa de mí! ¡Oh! por favor os lo ruego,

decidme que para nada he influido yo en su enfermedad.—A lo menos está en cama desde el día de vuestra partida.—¿Y por qué no me han escrito? —preguntó la cantarina.— ¡De haberlo yo sabido! ¿Pero por

qué vos, si vuestro tío está tan enfermo, no os encontráis a su lado en vez de encontraros en Eberbach?—No me separé de él —respondió Lotario— hasta que estuvo fuera de peligro. Me asistían

razones esenciales para salirme de París.—¿Cuáles?—Os interesan muy poco.—¿Qué sabéis vos? —dijo Olimpia.— Vuestros dolores y vuestras alegrías me mueven más que

no podéis imaginaros. Vos anidáis una tristeza en vuestra alma; sobradamente se os conoce en el rostro.

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¡Oh! Si no es un secreto que comprometa la honra de alguno, participádmela. Vos no me conocéis, pero yo sí os conozco a vos, y tal vez por vos puedo hacer más que no sospecháis.

—Señora —profirió Lotario,— no necesitáis usar de este lenguaje, pues en verdad os digo que siento una inclinación irresistible hacia vos. La primera vez que os vi, vuestra voz conmovió en mi ser todas las fibras de la simpatía.

—Pues decidme qué os apesadumbra siendo como sois tan joven, tan rico, y teniendo como tenéis abiertas las puertas para disfrutar de todos los esplendores del mundo. ¿Qué os falta?

—Aquello sin lo cual lo demás es nada. Amo a una mujer que no me ama.—¡Ah! —murmuró Olimpia.—Ved cuál es la causa de mi pesadumbre —continuó Lotario;— no puede ser más vulgar y más

sencilla. Entreví a una joven a quien hallé hechicera; la espié, la seguí, llené de ella corazón y alma, y de día no pensé sino en ella, como de noche no soñé sino con ella. Empero, cuando quise tender la mano hacia mi sueño, cuando quise coger la brillante aparición que iluminaba mi porvenir, todo se desvaneció. Ya no me quedaba nada. Cuando mis miradas se cruzaban con las suyas, creí ver en sus ojos una excitación, que mi alma en cierto modo se confundía con su alma y que los latidos de mi corazón hallaban eco en el suyo. ¡Ilusión! ¡Absurdo! ¡Locura! ¡Pertenecía a otro! ¡Había prometido entregar su mano a otro! Entonces no pude resistir. Permanecer al lado de ella, verla todos los días cuando no me era ya dable alimentar esperanza alguna, irritar mi desesperación con la burla cotidiana de una intimidad fraternal, era un martirio que no pude soportar. De París a Viena, de Viena a Berlín, de Berlín aquí, siempre voy huyendo de este amor que me persigue a todas partes. No puedo permanecer en sitio alguno. Tenéis razón, señora, he sido ingrato para con el conde de Eberbach; tan tierno para conmigo, tan paternal, he dejado que le cuidaran extraños. Mas creedme, allá yo hubiera muerto o reventado; de consiguiente valía más partir. Aguardé, pues, a que a los médicos se les desvaneciese todo grave temor, y huí. Dentro de dos o tres días mi tío va a saberlo todo, y estoy seguro de que me disculpará. Le he escrito desde Berlín el mismo día de mi salida, diciéndole por qué huí de París y demostrándole que no me era posible obrar de distinta manera; en una palabra, se lo explico todo, todo, para que vea que no me separé de él por ingratitud ni por indiferencia. Ahora que le he hecho mi confesión, me siento más consolado y voy a ver si me reúno a él otra vez, en la esperanza de que se encontrará solo en su palacio y de que en éste no hallaré a aquella que causó mi huida.

—¡Pobre joven! —dijo Olimpia.— Los dos vamos a regresar a París y durante el camino hablaremos. Quizás haya medio de arreglarlo todo.

En esto llegaron al saloncito de Cristina.—¡Toma! —dijo Olimpia intentando dar otro sesgo a la conversación para distraer a Lotario y

señalando el sitio de donde éste quitara el retrato de su madre— ¿No había ahí un retrato?—Sí —respondió el joven,— lo he quitado.—Era un retrato de mujer, ¿no es verdad? —repuso Olimpia.— Me había llamado la atención.

¿Dónde está ahora?

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—En mi aposento —respondió Lotario.— ¡Oh! no es por la pintura, que no tiene ningún valor artístico, sino porque es el retrato de mi madre y me han dicho que era de un parecido pasmoso. Y ahora pido perdón a la que me dio el ser, por no tener ya solamente apego al retrato ése por lo que es en sí, sino además porque se parece de un modo singular a la mujer a quien tanto hubiera yo amado y a quien amo con tanto ardor.

—¿De veras? —dijo Olimpia sorprendida. En esto llamaron a la puerta.—¿Quién? —preguntó Lotario.—Soy yo, señor —respondió la voz de Hans.—¿Qué queréis?—Traigo una carta.—Entrad.—Por lo que se ve —dijo Hans, entrando,— esta carta ha ido a Berlín en pos de vos y os ha

seguido hasta aquí.—Dádmela.Hans entregó la carta a Lotario y se salió.—Carta de mi tío —dijo el joven leyendo el sobrescrito,— y urgentísima. ¿Me dais vuestro

permiso, señora? —repuso volviéndose hacia Olimpia.—Leed, leed.Lotario rompió el sobre y se puso a leer.

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CAPITULO XXIXAmores desiguales

No bien Lotario hubo posado los ojos en la carta de Julio, cuando se puso pálido como un cadáver. Esto no obstante, leyó con rapidez las líneas fatales; pero al llegar al final de ellas, debió sentarse para no dar con su cuerpo en tierra, y sepultó la cabeza entre las manos.

—¿Qué nueva desgracia ocurre? —preguntó Olimpia.—Leed —respondió Lotario tendiendo la carta a su interlocutora.Olimpia leyó lo que sigue:

«Mi querido sobrino, o más bien mi querido hijo: ¿Acaso te obstinas en no volver? ¿Cómo quieres que permanezcamos separados tres meses más, cuando tal vez no me queden de vida? Pero he hallado modo de obligarte a venir. Vas a reírte, Lotario, pero de seguro no tan tristemente como yo. Me caso. Como comprenderás, es un modo de otorgar mi testamento. Apresúrate, porque en el estado en que me encuentro no me queda tiempo para aguardar, y si no te das prisa vas a llegar tarde.Tanto más necesario es tu regreso, cuanto aquella con quien caso dentro de algunos días es una mujer a quien he creído adivinar llevas un poco de inquina no sé por qué error. Ven pronto, pues, porque de no hacerlo creeré que no me perdonas a mí ni a Federica.

Tú tío que te profesa cariño paternal,Julio de Eberbach.

París, a 20 de agosto de 1829.»

—¡Hace dos semanas que esta carta está escrita y el conde de Eberbach dice que se casa dentro de algunos días! —profirió Olimpia aterrada a su vez y tan triste como Lotario.

—Mi carta se ha cruzado con la suya —dijo el joven fuera de sí.—¿Así pues —preguntó Olimpia,— la mujer a quien amáis es Federica?—Sí, señora.—¿No es la doncella de quien se habló en casa de lord Drummond? ¿La pupila de Gelb?—La misma, señora.—¡Ya no tenía que andar en ello Samuel! —profirió Olimpia.La cual, tomando una resolución repentina, añadió:

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—No os desesperéis, Lotario; partamos inmediatamente para París. Puede que todavía lleguemos a tiempo. Por otra parte, vos habéis escrito al conde de Eberbach a vuestra salida de Berlín, y éste en la hora de ahora ha recibido ya vuestra carta. Sosegaos, pues; vuestro tío os quiere. Además, fiad en mí. Si llegamos a tiempo, y Dios permitirá que sí, os prometo componerlo todo.

—Dios os escuche, señora.—Tengo mi silla de posta en Landeck. No nos queda sino reunimos a mi hermano y partir. Veníos

inmediatamente.Lotario no tomó más que su sombrero y su capa, dio al paso algunas órdenes a los criados, llenos

de admiración y locos de alegría por tan inopinada marcha, y Olimpia y él echaron a correr, que no a andar, camino de Landeck.

Un cuarto de hora después, llegaron a la posada, en cuyo umbral estaba el posadero.—Parto —dijo Olimpia.— ¡Enganchen inmediatamente! ¿Dónde está mi hermano?—Ha salido, señora —respondió el posadero, consternado también al ver partir tan pronto a unos

viajeros a quienes creía alojar en su casa por mucho más tiempo.—¡Qué contrariedad! —repuso Olimpia.— ¿Y no ha dicho adonde iba?—No ha dicho palabra. Apenas ha hecho colocar las maletas en el cuarto, cuando ha echado a

correr en dirección del castillo de Eberbach.—¿Del castillo de Eberbach? —profirió Olimpia— ¡Pero si de él venimos!... Cinco federicos para

quien dé con él antes de media hora.—¡Cinco federicos! —repitió el posadero, al cual se le encandilaron los ojos.Y llamando a tres o cuatro muchachos que estaban jugando delante de la puerta de la posada, les

dijo:—¡Eh! ¡Muchachos! Vosotros os encontrabais ahí cuando la señora ha llegado. ¿Habéis visto a su

hermano?—¿Aquel elegante caballero que llevaba chaleco verde? —preguntó uno de los niños.—¿Y corbata encarnada? —repuso otro.—El mismo —respondió el posadero.—Le he visto —dijo un tercero;— parecía un loro.—¿Le conoceríais, pues?—¡Ya lo creo!—Pues el que antes de media hora le conduzca acá se gana dos florines.Los muchachos echaron a correr.—Aguardaos —dijo Olimpia.— Por allá debe haber una cabrera que se llama...—Gretchen.

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—Esto es; pues hallaréis a mi hermano en compañía de las cabras. Decidle que se venga inmediatamente.

Los tres muchachos partieron escapados, sintiendo sonar en sus oídos con más fuerza que todos los cascabeles de todas las mulas de España los dos florines prometidos.

—Haced por que esté enganchado el coche cuando llegue mi hermano —dijo Olimpia al posadero.— Dadme la cuenta, para que no nos quede sino partir.

Olimpia no se había equivocado respecto del sitio en que los muchachos podían hallar a Gamba, para el cual en Landeck no vivía sino una sola persona: Gretchen. Así es que tan pronto hubo llegado a la ciudad, había corrido al encuentro de aquella que le interesaba el corazón.

El posadero no dijo la verdad al manifestar que Gamba había arreglado el equipaje, pues éste dejara por el suelo y en revuelta confusión sus maletas y las de Olimpia, estimando que le quedaría tiempo para ordenarlo todo, por la noche, y que por el momento podía dedicarse a algo mejor. Así es que tan pronto su hermana volvió la espalda, tomó el portante hacia la montaña, al llegar a la cual buscó a Gretchen donde la hallara la última vez que estuvo en Landeck; pero la cabrera no estaba allí; y es que, ramoneada durante toda la primavera la hierba de aquella parte de la colina, aquélla había conducido a apacentar sus cabras a otro sitio.

Gamba pues había perdido una hora saltando de peña en peña, y en subir, bajar y subir otra vez.Prontamente, empero, al escalar una roca para ahorrarse el dar la vuelta al recodo de una senda y

en el instante mismo en que ponía la mano en el reborde de la piedra para subir, se encontró de manos a boca con una cabra, que inmediatamente conoció por una de las que pertenecían a Gretchen.

—¡Ah! ¿Eres tú, Cenicienta? —exclamó con explosión de gozo.Y saltando sobre la roca, tomó a la cabra por la cabeza, y en besándola fraternalmente, la preguntó:—¿Dónde está tu ama?La cabra no tuvo necesidad de responder, pues Gamba, al levantar la cabeza, vio a Gretchen.—¡Por fin! —profirió el gitano, colocándose de un salto al lado de ella.Gretchen tendió la mano a Gamba, quien se la estrechó y se la cubrió de ruidosos besos. Luego

preguntó:—¿Me conocéis?—Pues no he de conoceros, amigo mío —respondió la cabrera.—Yo he conocido a vuestra cabra —repuso el gitano.— Reviento de gozo. ¡No os he buscado

poco! Como no os encontrabais en el mismo sitio... Pero ya lo veo, han pasado tres meses. Yo no podría permanecer dos minutos fijo en un lugar.

Y como para demostrar la exactitud de sus palabras, Gamba saltaba y brincaba, iba de Gretchen a las cabras, y de una cabra a otra, riendo, gesticulando, loco de alegría.

También Gretchen experimentaba verdadero gozo al ver a su amigo; pero su satisfacción era grave y recogida como la naturaleza en medio de la cual siempre había vivido.

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—¿Sabéis que allá abajo me he aburrido hasta más no poder? —dijo Gamba a la cabrera.— ¿Y qué ha sido de vos sin mí? Me prometisteis que no me olvidaríais; ¿habéis cumplido vuestra promesa?

—Sí —respondió Gretchen;— ¿y cómo no hubiera pensado en vos si sois ahora el único amigo que cuento en el mundo?

—¡Ah! pero no importa —repuso Gamba;— como yo os amo por ciento, no necesitáis de otros. Así os quiero yo, ¿oís? A mi hermana le dije: o nos volvemos a Landeck, o buenas noches. Durante la temporada, que así la llaman; durante la temporada, digo, mientras el arte, el maestro, el director, la ópera y los aplausos la han hecho cantar, he tenido que mantener cerrado el pico. Pero ¡y qué de aplausos le han tributado! ¡Qué tiene que ver París! A las cantarinas de esta capital quisiera ver yo si al lado de ellas le permitiesen cantar a mi hermana. No habría ni una capaz de mayar una nota. ¡Si no son sino botijas hendidas! Pero una vez terminado el contrato, di una higa a la música, y fui y dije a mi hermana: te han aplaudido, ya has cosechado tu parte, ahora me toca a mí cosechar la mía; Landeck es una tierra llena de atractivos y sobre esto está embellecida con la presencia de una mujer en quien adoro. Porque habéis de saber que dije a mi hermana que os amaba, Gretchen, y que ésta lo celebró muchísimo. Además, la ensalcé mañosamente el aire de las montañas como el más a propósito para conservar la robustez de la voz, y le juré que le probaría a las mil maravillas el que se viniese a pasar aquí el otoño.

—¿Y qué os respondió vuestra hermana? —preguntó Gretchen.—Pues me respondió que de no haberle yo hablado de este asunto, ella me lo habría propuesto.

¡Oh! Es muy buena; soy el hermano de un ángel.—¿Vais, pues, a estableceros en Landeck?—Por un mes; ¿estáis contenta? A bien que si no lo estáis yo lo estoy por dos. ¡Tra-la-lá, tra-la-lá!

Heme aquí con vos por un mes.Gamba se puso a bailar y a cantar.—Y no termina aquí todo —continuó el gitano.— Es cierto que transcurrido el mes que digo,

nos volveremos a París, donde mi hermana tiene que arreglar todavía un asuntillo; pero luego regresaré yo, y si os place, para siempre. Tal vez hayáis olvidado que al partir para Venecia os dije que a mi regreso os haría una petición. Pues bien, voy a hacérosla con toda franqueza...

—¡Eh! ¡caballero! —gritó en esto una voz. Gamba se volvió y vio a un rapaz que corría desalentado y le hacía señas desde lejos.

Era uno de los muchachos a quien el posadero ofreciera dos florines.—¿Qué hay? —preguntó Gamba visiblemente contrariado.—Vuestra hermana —respondió el rapaz— dice que vayáis inmediatamente, pero inmediatamente.—¿Por qué?—Porque me ganaré dos florines si dentro de un cuarto de hora os encontráis en la posada.

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—¿Y qué me importa a mí que te ganes o no dos florines? —replicó Gamba lleno de enojo por haberle interrumpido el introito de una declaración tan importante y tan delicada.

—Es que vuestra hermana parte ahora mismo para París —repuso el muchacho.—¡Para París! —exclamó Gamba, sintiéndose como una pedrada en el corazón.—Sí, ya están enganchando. Vuestra hermana parece estar muy inquieta y llevar mucha prisa, y ha

dicho: «¡Qué desgracia!» cuando ha sabido que vos no os encontrabais en la posada.—Está bien —profirió Gamba apoyándose en una cabra. Luego, volviéndose a Gretchen,

añadió:— Si es así como pasamos el otoño en esta tierra... Peor que peor; si Olimpia quiere marcharse, que se vaya sola; yo me quedo.

—No, Gamba —dijo con gravedad Gretchen después de un corto espacio de silencio,— no podéis permitir que vuestra hermana parta sola. La otra vez me lo dijisteis y teníais razón. Cuando se pone en camino antes del día en que se propusiera efectuarlo, grave será la causa. Acompañadla, Gamba; luego regresaréis.

—Sí, ¿pero cuándo? —exclamó Gamba.— Sabemos el día en que nos marchamos, pero no el en que volvamos. ¿Quién me asegura a mí que los tristes negocios en que está metida mi hermana no van a tenernos clavados en París durante todo el invierno?

—Y bien —profirió Gretchen,— yo todos los años, por la primavera, voy allá, y allá nos encontraremos nuevamente.

—¿De veras? —preguntó Gamba con semblante entristecido.—Os lo prometo.—¿Pero cómo sabré yo vuestra llegada?—Ya os escribiré.—¿Acaso sé yo siquiera dónde posaremos? Enviadme la carta en lista; todos los días iré a correos.

Esto me proporcionará alguna distracción y algún consuelo.—Corriente. Hasta la vista, Gamba.—¡Ay! —profirió éste— A vos no os cuesta mucho el resolveros. Hasta la vista, Gretchen; hasta

la vista en París tal vez; preferiría veros de nuevo aquí, al aire libre, que no en esas horribles ciudades donde hay techos que lo aplastan todo. ¿Quién me garantiza que en la ciudad querréis amarme todavía un poquito? Aquí os conozco; allá no sé cómo seréis.

—Para vos siempre la misma, amigo, primo, hermano mío. Pero adiós, os están aguardando.En efecto, el muchacho tiraba del vestido a Gamba, mientras decía entre malhumorado y

quejumbroso:—Caballero, caballero, vais a hacerme perder mis dos florines.—Adiós, pues, Gretchen —dijo con voz lastimera Gamba.

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El cual quisiera haber recordado a la cabrera que la otra vez la había besado; pero vedándoselo la presencia del rapaz, repitió:

—Adiós.Gretchen tendió la mano a su primo, quien se contentó con estrechársela de modo que tradujese

toda la ternura y todo el dolor que le embargaba.Luego, y no sin volver repetidas veces el rostro, tomó el camino de Landeck, precedido y hostigado

por el muchachuelo.Cuando llegaron a la posada, el coche estaba ya dispuesto.El generoso hospedero dio cinco florines al rapaz que había hallado a Gamba, cuatro a los otros

dos, y se reservó cuatro federicos para su bolsillo.Olimpia y Lotario se subieron a la silla de posta. En cuanto a Gamba, aunque en el interior había

sitio para él, quiso tomarlo en el pescante; y es que, semi asfixiado por la tristeza, necesitaba respirar con entera libertad.

Sin embargo, de aquéllos dos hombres, uno de los cuales se separaba de la mujer amada y el otro iba a reunirse a aquella por quien suspiraba, no era el primero el más desgraciado.

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CAPITULO XXXCasamiento testamentario

Nada tan seductivo, poético y encantador como Federica vestida de desposada. Nada más puro y más casto que aquella blanca figura envuelta en blanco velo.

Por la mañana del día de boda tan singular, Federica estaba un tanto pasmada, algo inquieta, un poco triste; pero semejante emoción daba nuevo realce a su hechicero rostro.

Samuel y Julio la miraban; éste con toda la efusión de una ternura gozosa, aquél con reconcentrada amargura.

La sosegada hermosura de aquella frente juvenil inspiraba a Samuel sombríos y terribles pensamientos; al verla tan arrobadora y al par tan resignada, sentía redoblar la dolorosa cólera que le oprimía.

A Samuel le habría satisfecho que Federica hubiese sido fea, ya que no era hermosa para él; o a lo menos hubiera querido que ésta no hubiese aceptado con tanta facilidad un matrimonio que él mismo la había aconsejado.

Aquel ente singular estaba irritado contra la doncella porque ésta no había resistido; porque no parecía que se casase contra su gusto, ni en sus ojos aparecían rebeldes lágrimas; de todo lo cual deducía que la joven no le amaba lo más mínimo.

Federica le había prometido ser suya, y por lo tanto debía no haber recobrado la palabra por más que él se la hubiese devuelto.

No, Samuel no perdonaba a la joven el que ésta hubiese obrado conforme él le dijera. Lo que Federica debía haber hecho era negarse, rechazar la proposición de casar con un enfermo, con un moribundo.

En aquel momento, Samuel casi daba por admitido que de no consentir la joven en secundarle, él hubiera sido dichoso. Habría, sí, perdido la fortuna de Julio; pero ¡qué importa, si hubiese adquirido la certidumbre de ser amado!

Ahora que Federica se le iba de entre las manos, la prefería a todos los millones del conde de Eberbach, y se arrepentía de haberla autorizado para contraer semejante matrimonio, transmitídola el ofrecimiento de Julio, y se decía que de saber que ella iba a aceptar, no se lo habría transmitido.

—¡Ah! —seguía pensando Samuel— no se desazona lo más mínimo, ni más ni menos que si se tratase del porvenir de cualquiera otra.

Y Gelb se ponía más cuidadoso y turbado cuanto más apacible y serena veía a Federica.

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Poco sabía la joven que su tranquilidad iba amontonando tempestades en el corazón de su tutor; que su ademán de celestial inocencia impulsaba a éste al crimen infernal; que el ángel excitaba al demonio.

Mientras las criadas de Federica daban la última mano al tocado de la desposada, Samuel, que había ido por ella acompañado de Julio, espiaba con reconcentrada rabia las miradas de ternura conque éste seguía todos los movimientos de la joven.

—Tienes razón —decía para sus adentros Samuel,— embriágate contemplándola; amasa durante este minuto la poca cantidad de emociones que necesitas para matarte; dos hay aquí que te son mortales: la tuya y la mía. Si te evades de la una, no te escaparás de la otra. Tal vez la naturaleza proporciona la pasión a la fuerza; pero como flaquee tu amor de padre, ahí están mis celos de amante.

—¿Estáis? —preguntó Julio a la joven.—Traes mucha prisa —dijo Samuel;— todavía no es hora.—Sí es —replicó Julio.— La ceremonia debe celebrarse a mediodía en el templo, y ya son las

once.—Estoy dispuesta, señor conde —dijo Federica.Julio, Samuel y la joven entraron en el salón de recepciones, en el que debía celebrarse el

matrimonio civil. Sin embargo, en él no había sino los cuatro testigos, uno de los cuales era Samuel, y el otro el embajador de Austria, el cual, según es costumbre entre la gente diplomática, venía a casar a su compañero de oficio.

La ceremonia fue corta, tanto, que un cuarto de hora después, Federica era, según la ley, condesa de Eberbach.

Luego los invitados tomaron sitio en los coches preparados al efecto y se dirigieron al mismo templo de las Eillettes donde algunos meses antes Lotario pasaba tan gratos y tristes domingos viendo a Federica y no atreviéndose a dirigirle la palabra.

El recuerdo de aquellas horas llenas de emociones se despertó, sin duda, en la imaginación de la joven, pues al entrar en el templo cubrióle el semblante un velo de melancolía.

Sí, en aquel mismo templo fue donde ella soñara que se casaría; pero el hombre a quien iba a unirse no era el marido que se forjara en la mente, deseado quizá. Con todo, no se arrepentía de haber consentido en alegrar las postreras horas de aquel noble y generoso enfermo, hacia el cual desde un principio se sintiera atraída como hacia un padre. Sentía gratitud y devoción por el conde, sí; pero la devoción y la gratitud no constituyen toda la existencia, como la soltera no asume por completo el carácter de la mujer.

Lotario era el causante de cuanto ocurría, pues no había persistido, ni aun luchado, sino renunciado de buenas a primeras. Si alguno podía dirigir cargos, no era por cierto él, sino Federica; porque ¿con qué fuerzas contaba ésta, pobre muchacha sin padres, recogida por caridad, sin poder y sin derecho alguno? Lotario, como hombre que era, podía haberse movido, tanteado, haber hablado con Samuel o con el conde; pero en vez de esto había partido.

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Muy tonta era Federica al pensar todavía en Lotario, el cual, a buen seguro, en el instante mismo en que ella se abandonaba a los recuerdos que se le despertaran en la mente al pisar los umbrales del templo, estaba galanteando a las hermosas damas vienesas y había olvidado a la doncella con la cual esbozara un amor pasajero por pasatiempo y ociosidad. ¿Qué le importaba a Lotario que ella casase o no? La prueba de que esto no le daba cuidado alguno, era que el conde de Eberbach, a instancias suyas, le había escrito que iba a contraer matrimonio, y no por esto juzgó del caso regresar a París.

Federica, que no se encontraba todavía en la edad ignorante en que las pasiones abren hondo surco en el corazón de la mujer, echaba todas las culpas a Lotario, y más que sufrimiento real, causábale pesar vago el desvanecimiento de las ilusiones que por un instante se forjara al calor de la mirada del joven. Además, su naturaleza tierna y delicada, más que enérgica y personal, le hacía hallar una como dicha suficiente al pensar que se sacrificaba para labrar la de otro, y consolábala en su tristeza el gozo del conde de Eberbach.

El pesar que la vista de aquel templo, en el que sus miradas se habían cruzado con tanta frecuencia con las de Lotario, la produjo, no se reflejó sino fugazmente en el juvenil y gracioso rostro de Federica, y pasó inadvertido a los numerosos amigos y a la ilustre grey que acudiera a la celebración del matrimonio del embajador de Prusia.

Lo único que los invitados notaron en la novia, es que estaba un poco seria; pero ¿cuándo lo estaría una mujer sino al casarse? Por lo que se refiere a Julio, aquéllos le hallaron un tanto descolorido; mas todos sabían que acababa de salir de una enfermedad, y no vieron sino distinción y elegancia donde sólo había descaecimiento y endeblez.

Federica, pareciéndole que Julio no se encontraba restablecido del todo, quiso aplazar la boda; pero éste se opuso, arguyendo que precisamente a causa del mal estado de su salud no estaba bastante seguro del mañana para aplazar cosa alguna.

No hay que decir que el conde había hecho el último esfuerzo para seguir la ceremonia hasta el fin.En cuanto a Samuel, temeroso de que el repentino regreso de Lotario no lo echase todo a perder,

había secundado a Julio, el cual, para experimentar la dicha más completa, no echaba de menos sino la presencia de su sobrino, a quien estuvo aguardando hasta el preciso instante en que se subió al coche, y aun ahora le parecía verle surgir ante sí a cada segundo. ¿Por qué no había regresado Lotario? ¿Por qué no había éste dado al conde tal prueba de afecto en circunstancia tan decisiva? Era imposible que su rencor hubiese persistido hasta tal extremo. Así pues, se había puesto en camino, y su tardanza obedecía a algún percance, a la rotura de un coche, por ejemplo, o a otra causa ajena a su voluntad; pero iba a llegar de un momento al otro.

No es extraño, pues, que Julio, imbuido de tales pensamientos, de cuando en cuando volviese la cabeza hacia la muchedumbre, esperando ver a Lotario; pero la ceremonia religiosa llegó a su término, al igual que la ceremonia civil sin que éste apareciese.

Novios e invitados regresaron al palacio de la embajada.

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Julio no perdía la esperanza. Admitiendo que un accidente hubiese retardado de una hora la llegada de Lotario, éste podía haber llegado demasiado tarde para vestirse y acudir al templo; pero era indudable que ahora se encontraba en el palacio de la embajada, e iba a verle al descender del coche.

También salió fallida esta esperanza.Por los ojos de Julio pasó una nube; pero al ver a Federica descender con Samuel del coche que

precedía al suyo, olvidó a su sobrino para no pensar sino en su esposa.Algunos amigos habían venido de la iglesia al palacio para felicitar a los novios, y pronto el salón

se llenó de bote en bote.Julio recibió las felicitaciones y respondió a ellas con frases agradecidas; pero aquel movimiento y

aquel ruido eran excesivos para la endeblez de un convaleciente.De pronto Samuel, que no le perdía de vista, le vio palidecer, y acercándose apresuradamente a

él, le preguntó:—¿Qué tienes?—Nada —respondió Julio, que sentía iba a dar consigo en tierra;— un vahído; ya ha pasado.—Ven —le dijo Samuel.Y volviéndose hacia los asistentes, añadió:—Con vuestro permiso, señores. Por lo demás, queda aquí la señora condesa de Eberbach para

hacer los honores. El señor conde necesita estar solo; pronto volverá.—Pronto —repitió Julio.El cual, apoyándose en el brazo de Samuel, se trasladó con éste a su gabinete.En el instante de pisar el umbral, Samuel volvió la cabeza y fijó una mirada singular en Federica,

mirada preñada de pasión y de odio. No parecía sino que tenía necesidad de llevarse impresa en su pupila la traza viviente de aquella hermosura divina, para afirmarse en algún espantoso designio.

Una vez lanzada esta última mirada, Samuel tiró de Julio con viveza.Los que en aquel instante se fijaron en el tutor de Federica, quedaron admirados de la expresión

de su fisonomía. De las dos, enfermo y médico, no era el primero el que estaba más pálido.Una vez en su gabinete, Julio cayó en una silla de brazos.—¡Tú lo has querido! —profirió Samuel con ademán sombrío.—¿Y qué he querido yo? —preguntó Julio con voz desfallecida.—Ya te previne que toda emoción te sería funesta. He cumplido Con mi deber. Peor para ti si no

me has escuchado.—¿En qué te he desobedecido? —dijo Julio.

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—En todo —respondió Samuel.— Has hecho de Federica tu esposa para tener el derecho de testar a su favor. Se trata de una formalidad, y tú la conviertes en una emoción. ¡Ah! Pues lo has querido, muere.

Y mientras de esta suerte y cual en un acceso de fiebre iba hablando a sacudidas, Samuel había llenado de agua un vaso, luego sacado de la faltriquera una redomita, vertido dos o tres gotas en el agua y empezado a remover el compuesto con una cuchara de plata dorada.

—Mírate a este espejo —dijo Samuel a Julio,— contempla tu lividez.—Pues no estás tú muy encarnado que digamos —replicó el conde al notar la terrible palidez

de Samuel;— pero en lugar de regañarme obrarías más bien si me curases. Dame el vaso ése, de lo contrario y a fuerza de agitarlo vas a romperlo.

En efecto, a Samuel le temblaba la mano, y la cuchara, sacudida, chocaba violentamente contra las paredes del vaso.

—Todavía no —profirió Samuel;— es menester que esta poción repose cuatro o cinco minutos.Y después de colocar el vaso sobre la mesa, continuó con voz ronca y atragantada:—¡Curarte! Poco cuesta el decirlo. Podías curarte tú mismo; de ti dependía; te había indicado el

remedio: aquietar el alma en pro de la salud del cuerpo. Como me hubieses escuchado, habrías vivido.—Nunca te he visto de este modo —dijo Julio, mirando con sorpresa a su interlocutor.Samuel se enjugó la frente por la que le corrían gruesas gotas de frío sudor, y encogió los hombros

con gesto que quería decir:—No seamos niños.Pero por mucho que se esforzase en domeñarse, había perdido el habitual dominio de sí mismo.No obstante, hizo un enérgico llamamiento a su voluntad, y tomando, al parecer, una resolución

definitiva, cogió el vaso y dijo:—La poción debe estar ya casi en su punto.—Dámela, aun cuando empiezo a reponerme —profirió Julio.Pero en el instante en que éste se levantaba de su sillón, vio en el suelo una carta que al sentarse

había hecho caer de la mesa sin que hubiese reparado en ella.—¿Qué carta es esa? —dijo el conde, mientras los ojos se le iluminaban con singular fulgor al

creer notar en el del sobrescrito el carácter de letra de Lotario.Samuel colocó otra vez el vaso sobre la mesa, satisfecho, a pesar de su aparente firmeza, de este

retardo involuntario.Julio recogió la carta, que efectivamente era de su sobrino.—Habrá llegado mientras nos encontrábamos en la iglesia —dijo el conde abriendo el sobre,— y

la habrán subido aquí, olvidándose de advertírmelo, en medio del bullicio de la ceremonia.

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Julio abrió con avidez la carta y se puso a leerla; pero al igual que hiciera Lotario en Eberbach, no bien hubo posado en ella los ojos, lanzó un grito.

—¿Qué ocurre? —preguntó Samuel.Julio sólo respondió con un movimiento de mano, y continuó la lectura hasta el fin. Luego llevó

aquélla al corazón, que parecía querer saltársele del pecho, y dijo con voz ahogada:—¡Ah! Samuel, paréceme que tu cordial va a serme más necesario que no creíamos. Ahí una

emoción que no cede a la primera.— Y luego añadió, sonriendo con tristeza:— Mas lo que es de ésta no me acusarás de ser yo la causa consciente.

—¿Pero qué te escribe Lotario? —repitió Samuel.—Lee —respondió Julio entregando la carta a su interlocutor;— pero antes escucha. Me

confesaste, y por ello te doy las gracias, que mi enfermedad era mortal y que para mí no había esperanza alguna, se entiende lejana. A mis apremiadoras preguntas, me respondiste que yo no sobreviviría, que sucumbiría a mi mal, del que no había poder bastante a arrancarme. Dime, ¿persistes en tu parecer?

—Ya puedes comprender —respondió Samuel con crueldad— que no son tus imprudencias de hoy las que pueden modificar mi opinión.

—Así pues, según tu parecer, estoy condenado a muerte repuso Julio.—A no ser que se obre un milagro...—¡Alabado sea Dios! —profirió el conde con acento de íntima satisfacción.—¿Por qué ese gozo? —preguntó Samuel estupefacto.—Lee esta carta —respondió Julio.Samuel la leyó y vio que decía lo siguiente:

«Berlín, a 28 de agosto de 1829.Mi muy querido tío: No puedo resistir más; vuestro corazón rebosa de bondad y el mío está quebrantado de dolor. Ha llegado, pues, la hora de que un alma reviente y se haga pedazos ante vos para que leáis en ella el secreto que guardaba en sus senos.¡Ay!,¡he debido y debo pareceros muy ingrato! Las apariencias me acusan, lo confieso, y toda vuestra indulgencia no es parte a disculparlas. Es seguro que mi conducta os parece inexplicable. Colmándome, como me habéis colmado siempre, de bondades; siendo, como sois, mi padre, os abandoné, ¿y en qué instante? ¡Encontrándoos todavía enfermo! Siendo, como era, deber mío, y, os lo afirmo, mi gozo cuidaros y pasar la noche a vuestra cabecera, y daros, o más bien restituiros la existencia, no pudisteis comprender qué motivaba mi salida de vuestra casa en el momento en que mi presencia era necesaria en ella.¡Ah! mi buen tío, como supieseis cuánto padecí antes no me determiné a emprender ese viaje, que no ha sido el menor de mis sufrimientos, estoy seguro de que me perdonaríais.

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Vos habéis buscado la explicación de mi tristeza y de mi fuga en mi indiferencia hacia una joven introducida recientemente en vuestra casa. Aun cuando no lo habéis dicho por delicadeza, no se me escapa que me supusisteis cuidadoso respecto de mis intereses y de mis esperanzas por la parte de vuestra amistad que la joven ésa podía arrebatarme. Creísteis que en mí era el heredero quien sufría, que yo estaba celoso de vuestro afecto o ávido de vuestra fortuna y que odiaba a la señorita Federica.No la odio, mi querido tío, la amo, la amo y ella no me quiere. He aquí en dos palabras mi secreto.¿Concebís ahora la existencia que he llevado, por espacio de tres semanas, en el palacio, sabiendo que ella no me amaba, oyéndolo de sus propios labios y teniéndola siempre ante mí, como la estatua viviente de mi desventura, sin que me fuese dable desviar los ojos de tan hechicera como aflictiva visión? ¿Tenía o no razón al deciros que me perdonaríais tan pronto supieseis cuánto he padecido?Vos estabais en peligro, y por consiguiente no me era posible salir de París; pero cuando los médicos dijeron que respondían de vos, faltáronme las fuerzas para soportar aquel inacabable suplicio, y huí.Sois tan bondadoso, que no dudo me perdonáis.¡Ay! mi querido tío, no me malqueráis; de nada me ha aprovechado mi huida; lo mismo que en París, me siento desdichado aquí; entonces porque veía a la señorita Federica, ahora porque no la veo. Ahí toda la diferencia. Por más que me haya afanado en poner tierra por medio, en recorrer ciudades, su imagen y mi dolor me han seguido a todas partes. Soy en Berlín lo que hace tres meses en París, lo que hace tres semanas en Viena, lo que siempre seré en todas partes.Amo con desesperación. Si la señorita Federica pertenece a otro que a mí, me causará la muerte.

Vuestro desconsolado hijo,LOTARIO.»

Samuel metió de nuevo y con toda tranquilidad la carta en el sobre y se la devolvió a Julio.—¿La has leído? —preguntó éste a su amigo.—¿Qué determinas hacer? —preguntó a su vez Samuel con la mayor impasibilidad.—¡Toma! Morirme —respondió el conde; y al ver que Gelb hacía un gesto, añadió:— me lo has

prometido.—¿Y qué más? —replicó Samuel.—¿Qué más? Tienes razón, aguarda —profirió Julio.

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Y abriendo un escritorio que estaba al lado de su silla de brazos, tiró de un cajón, sacó de él un paquete cerrado con un sello negro, rompió el sello, y luego tomó una hoja de papel en blanco, escribió en él algunas líneas y firmó.

—¿Qué has hecho? —preguntó Samuel, que seguía con ansiedad los movimientos del conde.—¿Qué he hecho? —repuso éste, cerrando y sellando de nuevo el paquete y devolviéndolo al sitio

de donde lo sacara— He modificado mi testamento, nombrando mi heredero universal a Lotario, con una condición.

—¿Cuál? —preguntó Samuel estremeciéndose.—Que case con Federica.Samuel fue superior a esa estocada que le hería en mitad del corazón; no se le contrajo ni un

músculo del rostro.—¿Comprendes? —dijo Julio.— Pronto voy a morirme, y entonces Federica casará con Lotario,

pues aun cuando ella no le amara, a menos de aborrecerle acatará mi última voluntad. Además, como Lotario no puede heredar si Federica no le acepta por marido, de ella dependerá enriquecerle o arruinarle, y tú, que conoces lo magnánimo de su corazón, ya verás como consiente, si no por amor, a lo menos por generosidad ¿Estás satisfecho?

—¿De qué? —preguntó Samuel con gesto sombrío.—¡Hombre! De la tranquilidad que va a disfrutar mi corazón. Ahora Federica va a ser para mí dos

veces sagrada, pues se convierte dos veces en hija mía, ya que es la prometida de Lotario.Samuel estaba entregado a la meditación.—Ahora dame la poción esa —dijo Julio;— porque necesito vivir a lo menos hasta tanto ese

negocio no esté arreglado con Federica.Samuel tomó el vaso, se fue a la chimenea y arrojó la poción en la ceniza.—¿Qué haces? —preguntó Julio sorprendido.—Ha pasado ya demasiado tiempo, y esta poción ha perdido toda su virtud —respondió Samuel,

absorto en meditación profunda.Al volver de la chimenea, Gelb pasó por delante de una ventana, y atraído por el ruido de ruedas

y de caballos que se oyó en el patio, se asomó maquinalmente a ella; pero no bien hubo dirigido la mirada al patio, cuando profirió un grito, que obligó a Julio a levantarse y acudir apresuradamente al lado de aquél.

Ante la escalinata acababa de detenerse una silla de posta, de la que descendió el sobrino del conde de Eberbach.

—¡Lotario! —exclamó éste.En el mismo instante, Federica, inquieta por la prolongada ausencia de su esposo, entró en el

gabinete, y al oír el nombre de Lotario y al ver el movimiento de Julio y de Samuel, se sintió como herida por un rayo, le flaquearon las piernas y dio con su cuerpo en la alfombra.

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CAPITULO XXXITres rivales

Julio y Samuel sólo habían visto bajar de la silla de posta a Lotario.En efecto, Olimpia, no queriendo acompañar al joven hasta el palacio del conde de Eberbach,

antes de saber positivamente en qué punto se encontraba el drama que ella venía a desenredar o a enredar tal vez, había descendido de la silla de posta en la barrera y tomado con Gamba un simón para entrar en París.

Resuelta a un paso decisivo, del que no confiara el secreto a Lotario, Olimpia no quería darlo inútilmente y sin estar completamente segura de que todavía era tiempo. Por lo tanto, ella y el joven determinaron que éste se encaminaría solo al palacio del conde de Eberbach.

Si todavía no se había celebrado la boda, Lotario debía decir a Julio que Olimpia tenía necesidad de verle inmediatamente para un asunto gravísimo; y dado que Julio no quisiese ir a casa de la cantarina, a causa de su próximo enlace, o bien por impedírselo el estar enfermo, entonces Lotario escribiría a Olimpia, que acudiera presurosa al palacio, y ésta se las compondría para llegar hasta el conde de Eberbach. Caso, empero, de ser demasiado tarde, Lotario se había comprometido a no pronunciar para nada el nombre de Olimpia, cuyo regreso a París debían ignorar todos, incluso Samuel y Julio. De esta suerte, la artista, oculta y sin que persona alguna estuviese enterada de su presencia en la capital, podría obrar con más seguridad y eficacia.

He aquí por qué Lotario había llegado solo.Al entrar en el patio del palacio, los coches, el movimiento inusitado y el aspecto de fiesta que

respiraba todo, inspiraron un sombrío presentimiento al joven; el cual descendió atropelladamente de la silla de posta y con no menos premura echó escaleras arriba.

En aquel momento Samuel y Julio llevaban a la desmayada Federica a un canapé, mientras este último fijaba una interrogadora mirada ora en su esposa, ya en su amigo, hasta que por fin preguntó:

—¿Sí le amará Federica?Samuel encogió los hombros, y sin despegar los labios fue a tocar la campanilla.—¡Éter! —dijo Samuel a la señora Trichter, que había acudido al llamamiento.Al volver el aya de Federica, con un frasco en la mano, Lotario entró, pálido y como fuera de sí; y

es que apenas hubo penetrado en el palacio, lo supo todo de boca de uno de los convidados.Julio corrió con los brazos abiertos al encuentro de su sobrino; el cual se precipitó a ellos sin poder

contener las lágrimas que a pesar suyo se le saltaban de los ojos.—Perdón, mi querido tío —balbuceó el joven;— sed dichoso; yo voy a morirme.

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—¡Qué niño eres! —profirió Julio— mírame y ve cuál de los dos está más cercano a la muerte.Entonces fue cuando Lotario percibió a Federica desmayada en el canapé; Samuel y la señora

Trichter se la habían ocultado hasta aquel instante, inclinados como estaban hasta ella para hacerle respirar el frasco.

—¡Enferma la señorita Federica! —profirió el joven estremeciéndose.—No es nada —dijo Julio;— la fatiga de un día como éste, la emoción inevitable, y luego tu

inopinado regreso, la han trastornado un poco. Al oír pronunciar a Samuel tu nombre le ha dado un síncope.

—Ya recobra los sentidos —dijo Samuel.Lotario, desatinado y desfallecido a su vez, cayó de rodillas delante del canapé, y clavando la

mirada en el hermoso semblante de Federica, más blanco que la blanca corona que le ceñía las sienes, tomó instintivamente una de las manos de la joven, más fría que el mármol; pero tocando de improviso el anillo de boda, la dejó caer, casi la rechazó con gesto de amargura y de cólera.

—Ea, sé hombre, Lotario —le dijo el conde de Eberbach, que observándole, había notado el ademán de su sobrino; y luego añadió con suavidad:— tuya es la culpa. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Podía yo adivinar el mal que iba a causarte? ¿Por qué no regresaste inmediatamente cuando recibiste la carta en la que te anunciaba mi próximo casamiento con Federica?

—¡Ay! —respondió Lotario— me escribisteis a Berlín y yo me encontraba en Eberbach, adonde me siguió vuestra carta. No bien la recibí, me puse en camino; pero he llegado demasiado tarde. Sin embargo, vos, que no os habéis movido de París, debéis haber recibido a tiempo una que os escribí hace ocho días y en la cual os lo decía todo.

—¿Tu carta? Acabo de recibirla en este mismo instante —dijo Julio,— y apenas acababa de leerla cuando tu coche ha entrado en el patio.

—¡Cómo! —profirió Lotario— ¡Ocho días para llegar! No puede ser.—Pregúntalo a Samuel —repuso el conde;— pero toma, cerciórate por tus propios ojos.Julio tomó la carta de sobre la mesa y la tendió a su sobrino.Samuel, absorto aparentemente en el cuidado de Federica, seguía con mirada recelosa los

movimientos del joven y de Julio.—¡Precisamente! ¿Veis? —profirió Lotario en son de reproche.—¿Qué? —preguntó Julio.—Hoy estamos a 7 de septiembre y el timbre de París es del 5; luego, hace dos días que esta carta

obra en poder vuestro.—Es singular, en efecto —dijo Julio mirando el sobre de la carta.— ¿Por qué fatalidad han podido

olvidarse de entregarme esta carta el día de su llegada? Pero creo que das fe a mi palabra, Lotario. Por mi honor te juro que hasta hace diez minutos no ha llegado a mis manos la carta ésta, y aún te diré que me ha producido un efecto terrible, como de ello es buen testigo Samuel.

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—¡Silencio! —dijo éste.— Federica vuelve en sí.La primera mirada de la joven novia, mirada vaga y turbia, fue para el sobrino de Julio.—¡Lotario! —murmuró Federica con voz apagada y en medio de esa semiobscuridad de la razón

en que el alma no esta aún del todo lúcida— ¡Lotario! Os estaba aguardando... ¡Ay! Ya sabía yo que todo esto no era sino un sueño... ¡Sueño cruel!... Pero después seremos más dichosos... Ya estamos reunidos... ¡Alabado sea Dios!... Lotario, ¿verdad que no volveréis a abandonarme?

Julio escuchaba con atención profunda.Samuel contraía los labios por modo irónico y amenazador.En cuanto a Lotario, a la vez despavorido y enajenado, había tomado de nuevo las manos de

Federica cual si las palabras que ésta vertía absolviesen en parte lo que hiciera por la mañana.Prontamente, empero, la joven recobró un tanto la lucidez, y fijando una mirada más límpida en

los que la rodeaban, dijo en medio de la mayor turbación:—¡Ah! ¡Me acuerdo! ¡Me acuerdo!Y retirando de entre las de Lotario sus manos, se levantó del canapé, y moviendo su hermosa

cabeza, ya menos pálida, como para desechar el resto de perturbación y de desorden que todavía le oprimía el cerebro, murmuró:

—¿Qué me pasa? Me parece que estoy delirando. ¡Oh! señor conde, perdonadme.—No, vos debéis perdonarme a mí, hija mía —dijo Julio, grave y triste, pero sosegado.— Nada

habéis dicho que pueda causaros sonrojo. Vuestro único delito estriba en no haber sido franca para conmigo, en no haber depositado en mí bastante confianza.

—Pero ¿qué he dicho? —preguntó Federica llena de zozobra.—Señora Trichter —dijo Samuel,— ya os llamaremos si la señora condesa necesita de vos.La señora Trichter abandonó el gabinete.Federica, Lotario, Julio y Samuel guardaron silencio por espacio de un minuto, eterno y doloroso

para todos.Singular, en efecto, era la situación en que se encontraban aquellos tres hombres, a quienes

pertenecía al mismo tiempo la pura y virginal Federica; a Julio por el apellido, a Samuel por el juramento que a éste hiciera, y a Lotario por los impulsos del corazón.

Parecía que todos habían tomado a empeño no romper el silencio y no responder a la pregunta formulada por Federica: «¿Qué he dicho?»

Por fin Julio, sonriendo con melancolía y colocando con gesto paternal la mano sobre la cabeza de la joven, profirió con bondadoso acento:

—Hija mía, vos amáis a Lotario.Federica se estremeció; pero irguiendo con elación la cabeza, repuso:

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—Señor conde, nunca el señor Lotario ni nadie ha tenido el derecho, cuando no llevaba todavía vuestro apellido, de decir que hubiese descubierto en mí señal alguna de este amor.

Luego, retando a Lotario con mirada límpida y sosegada, añadió:—No supongo que haya quien pueda haberse creído autorizado a hablar en mi nombre y a

atribuirme sentimientos que nunca he manifestado.Lotario hizo un movimiento de disgusto como para desviar esta sospecha.—No sé —continuó Federica— qué palabras destituidas de sentido han podido escapárseme hace

poco cuando estaba desmayada; pero no hay quien tome en consideración las que profiere una mujer durante un acceso de fiebre; por lo tanto nadie tiene derecho a acusarme de que amo al señor Lotario.

—Nadie, excepto yo, hija mía —dijo el conde;— pero no os acuso. Lo que acuso, sí, es vuestro silencio y mi ceguedad. Yo debí haber pensado que en una casa donde vivían un joven y un moribundo, no era éste el que debía apellidaros su esposa. Vuestra conducta respecto de Lotario y de mí, vuestra tibieza para con éste y su partida, que tal vez debiera haberme abierto los ojos, me los cerró. Para remediar el mal, es demasiado tarde; pero quizá sea todavía tiempo de repararlo.

Samuel miró a Julio con inquietud.—¿Qué queréis decir? —profirió Lotario.—Hija mía —dijo Julio volviéndose hacia Federica,— aquí sobre esta mesa está una carta que

Lotario me había escrito desde Berlín, en la cual me decía que os amaba y me rogaba que pidiese vuestra mano a Samuel.

Lotario hizo un gesto.—Ya hablarás luego —repuso el conde de Eberbach. Y dirigiéndose de nuevo a la joven,

continuó:— Por una equivocación que tal vez se explique más adelante, esta carta no ha llegado a mis manos sino cuando ya era imposible atenderla. No importa. Ahora ya no dependéis de Samuel, sino de mí; por lo tanto a mí es a quien cabe derecho a disponer de vos. Os repito en lo presente lo que antes os dije, esto es, que este matrimonio me convierte en padre vuestro. Así pues, a mí me corresponde responder a la petición que de la mano de mi hija me hace Lotario, diciéndole que se la concedo.

Lotario y Federica ahogaron un grito, y aguardaron a que el conde se hubiese explicado del todo.Por lo que respecta a Samuel, permanecía impasible como una estatua de bronce.—Concedo a Lotario la mano de Federica —repitió Julio,— porque no he casado con ella más

que para hacerla dichosa, y no quiero que mi buen intento sea causa de su desventura.—¡Oh! ¡Señor!... —profirió Federica.—No me digáis que no —interrumpió el conde.— Amáis a Lotario.—Nunca lo he dicho, señor.—Por esto estoy más seguro de que le amáis. No lo habéis dicho; pero vuestro desmayo al oír

pronunciar su nombre, vuestro gozo al verle de nuevo, y sobre todo vuestro delirio, lo han dicho por vos. No os opongáis; me debéis obediencia como hija y como esposa, y os mando que seáis feliz. Por

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desgracia hay un impedimento que no podemos romper, y será preciso que aguardéis algunas semanas; pero no temáis. Al rogaros que me ayudaseis a llevar los últimos días de mi agonía, os prometí que no tardaría en morirme, y cumpliré mi promesa.

—¡Oh! No, nosotros queremos que viváis, mi buen tío —exclamó Lotario.—Una vez muerto yo —continuó Julio,— os casaréis. Acabo de modificar mi testamento de

modo que os obligo a perteneceros mutuamente. Desde ahora, hijos míos, vuestro padre os casa. Federica, os le doy por marido; Lotario, te la doy por mujer. Mientras llega el día en que podréis casaros, seréis como dos prometidos que se aman y se lo dicen uno a otro. Os veréis todos los días y bendeciréis los instantes todos de vuestra existencia, pues sabréis que os van acercando al momento anhelado. Vamos a ver, ¿lo halláis conforme? ¿Estáis contentos?

—¡Oh! ¡Mi querido tío! —respondió Lotario con los ojos preñados de lágrimas.En cuanto a Federica, permaneció silenciosa y con la mirada fija en Samuel, que continuaba

inmóvil.—¿Nada respondéis vos, Federica? —preguntó Julio.—Señor conde —dijo pausadamente la joven,— creed que estoy profundamente agradecida a

vuestra noble y tierna generosidad; pero no depende de mí el aceptar. Lotario palideció.—¿Por qué? —preguntó el conde de Eberbach.—Porque aun cuando yo sintiese por el señor Lotario lo que vos creéis, no soy libre.—¿No tenéis mi consentimiento? —añadió Julio.—Falta otro —repuso la joven.—¿Cuál?—El de mi segundo padre; el del señor Samuel Gelb.—Ahora me pertenecéis a mí y no a Samuel —arguyó el conde.—Hoy a vos, ayer a él —repuso Federica;— y no solamente a causa de lo pasado, de la solicitud

con que me ha atendido desde que, abandonada, sin padres, ignorante, sin hogar y sin ropas con que cubrirme, me acogió, sino también por haberle dado mi palabra.

—¿Qué palabra?—preguntó el conde de Eberbach.—Le prometí que si yo tenía la desgracia de sobreviviros, casaría con él.—¡Con él! —exclamó Julio, en cuyo espíritu se levantó una singular sospecha. Y luego dijo entre

sí:— ¡Samuel casar con Federica! Si yo lo he deseado, ha sido con el único fin de que nadie pueda disputarle la fortuna que quiero legarle; pero Samuel, lejos de tener bienes que transmitir, está en potencia de recibirlos. ¿Teniendo, como tendrá después, Federica millones bastantes para tentar la concupiscencia más ávida, me la habrá dado Samuel con el objeto de heredarme?

¿Comprendió Federica la mirada de desconfianza que Julio lanzó a Samuel?

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—El señor Samuel Gelb —dijo la joven,— en todo este asunto se ha mostrado verdaderamente generoso y desinteresado. Antes de que me cupiese la honra de ver al señor conde de Eberbach, él había solicitado ya mi mano.

—Enhorabuena —repuso Julio,— pero ¿y ahora?—Cuando supo que el señor conde había pensado en mí —prosiguió Federica,— tuvo la

delicadeza de devolverme la palabra y de aplazar sus derechos. Y con tanta nobleza obró en esto, que el señor conde nada supo de su sacrificio.

—Gracias, Samuel —profirió Julio.— Nada me dijiste respecto de este favor, y por lo tanto debes dispensarme no lo hubiese advertido; mas ya que tan bondadoso has estado para conmigo, no vas a ser cruel para con estos muchachos. Ve que se trata de una dicha muy distinta de la que puedes tú labrar. El amor y el matrimonio son para la edad que tienen Federica y Lotario. Vale, pues, la pena de desvanecer esta nube que obscurece el sol levante de dos corazones como los suyos. Ya has prescindido de ti y te has eclipsado por un provecho de muchísima menos monta, y una vez has devuelto ya su palabra a Federica; de consiguiente otra vez se la devuelves, ¿no es eso?

Federica bajó los ojos, indudablemente por no querer que nadie viese la impresión que podía reflejarse en ellos.

Julio y Lotario miraban de hito en hito a Samuel, espiando en la impasible frente de éste el pensamiento que iba a decidir de dos felicidades.

Pero mirada humana alguna hubiera sido capaz de penetrar la inmóvil máscara con que aquel hombre de hierro cubría su alma.

—¿Y bien? —preguntó Julio, que nuevamente sentía renacer sus dudas, y no aguardaba, para recelar de Samuel y despreciarle, más que una palabra ambigua.

Samuel irguió la cabeza, como quien toma una resolución definitiva, y dijo:—Federica, ante Julio y Lotario os devuelvo la palabra que me disteis.Por los ojos de la joven cruzó un rayo de gozo.—¡Gracias! —exclamaron a una Julio y Lotario.—Respecto de vos —añadió Samuel mirando a la joven,— no he alimentado nunca sino un

deseo, el de haceros dichosa. Si con otro debéis serlo más que no conmigo, libre quedáis.—Tienes un corazón de ángel —dijo el conde,— y me arrepiento del mal pensamiento que

respecto de ti me ha asaltado hace poco.—¿Qué mal pensamiento es ése? —preguntó Samuel.—No me hables de él —respondió Julio,— lo he olvidado. A pesar de tus humos de escéptico,

eres esencialmente bueno. Tú lo mismo que yo, no experimentas dicha mayor que darla.Y volviéndose hacia la joven, Julio añadió:—Ea, Federica, espero que ahora no opondréis objeción alguna. Tenéis mi consentimiento y el de

Samuel; después del de Dios, que no se hará esperar, sólo falta el vuestro.

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Lotario empezó a temblar.—Señor conde —dijo Federica,— vuestra hija está pronta a obedeceros en cuanto le ordenéis.—¡Ah! ¡Cuan dichoso soy! —exclamó Lotario.—¡Qué hermoso es reanimarse al calor de ese sol! —dijo Julio a Samuel, mostrándole el gozo y el

amor de los dos jóvenes.Samuel tuvo la energía de sonreír; pero no bien Julio hubo desviado de él los ojos, cuando una

nube de cólera y de amenaza borró súbito aquella falsa sonrisa.—También yo me siento dichoso —repuso el conde dirigiéndose a Federica y a Lotario.— En mi

última hora tendré a mi lado a mis dos hijos, y al veros dichosos por mí, me llevaré a la tumba algo de vuestra dicha. En verdad os digo que, por más que quería ocultarlo, en lo más íntimo de mi corazón sentí un remordimiento real al aparentar que tomaba para mí tanta gracia, tanta juventud y un alma tan noble. Devuelvo a Federica a quien es merecedora de ella, a sí misma. Ahora que ya no la tengo sino en depósito, no la tomo, la guardo.

Y mientras Julio, Lotario y Federica se estrechaban las manos y se abandonaban a tales efusiones y esperanzas, Samuel, arrimado a la chimenea, no desviaba de ellos los ojos, y entregado a meditación profunda, decía para sus adentros:

—Sí, he hecho bien en arrojar la poción ésa en la ceniza. Ya no se trata de hacer perecer a Julio, sino de que viva. Matarle era perder a un tiempo mi amor y mi fortuna. Desde ahora el peligro no radica en Julio, pues como ha dicho, será lo bastante neciamente escrupuloso para respetar a la prometida de Lotario. Además, necesito de él para deshacerme del otro; es menester que esa agonía endeble y decrépita mate a esa otra organización joven y robusta.

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CAPITULO XXXIIVíctima y verdugo

—¡Basta, Samuel! —exclamó Julio con acento de súplica.— Por Dios, no añadas una palabra; no me digas lo que hacen, ni me relates lo que dicen. No quiero saber nada más.

Y mientras hablaba de esta suerte, el conde de Eberbach, inquieto y con la frente inundada de sudor, se paseaba descompasadamente por su estudio.

—Nunca quieres saber nada y siempre eres tú quien me interroga —replicó Samuel, disimulando una fisga y encogiendo ostensiblemente los hombros;— hablemos de otra cosa si te place; esto pido. ¿Qué me importa a mí que Federica y Lotario se amen o no se amen, ni qué me interesa a mí, no siendo, como no soy, el marido de ella? En cuanto a ti, te asiste la razón; con el carácter rijoso y susceptible que has puesto, lo que mejor puedes hacer, en definitiva, es ignorar. Yo de mí sé decirte que en adelante no voy a responder a ninguna de tus preguntas respecto del particular.

Julio, que no prestaba atención a lo que decía Samuel, sino a un pensamiento que le traía a mal traer, prontamente se detuvo y dijo con voz jadeante:

—¿Conque estás seguro de que anteayer Lotario ha visto nuevamente a Federica en Enghién?—No estoy seguro de nada —respondió Samuel.— No hablemos más de este asunto, pues

a la primera palabra que se me escape me darías un tapaboca. ¿Quieres que hablemos de política? El gobierno tira de las riendas a los franceses, ¡mejor! Es el gran modo de hacerlos encabritar. La compresión es el principio de la explosión. En la apariencia los asuntos andan mal para la libertad, que es lo mismo que decir que en la realidad no son propicios a la monarquía.

Julio había anudado sus pasos haciendo marcados gestos de impaciencia.—En las ventas hay grande efervescencia —continuó Samuel, sonriendo y como para irritar la

impaciencia del conde,— y también fuera de ellas. Están preparando las minas y las mechas están dispuestas. Ya verás como a lo mejor revienta todo... Y a propósito de ventas, ¿sabes que por mucho que me haya devanado los sesos, todavía no he logrado explicarme por qué no han vuelto a hablarme de ti? Sospechaban que no eras Julio Hermelín, y tenían algunos visos de razón. Sobre tu cabeza pendía una amenaza terrible; previniéronme, y luego después nada más he sabido. Cierto es que te he afianzado; pero esto antes debía haberme perdido que no salvado. ¿Cómo te explicas que nos dejen en sosiego?

—¿Quieres o no decirme —insistió Julio— si estás seguro de que Lotario anteayer vio nuevamente a Federica?

—No me digas lo que hacen, ni me relates lo que dicen; no quiero saber nada más —profirió Samuel con zumba, repitiendo a Julio sus propias palabras.

—Al hablarte así, hace poco —profirió el conde de Eberbach,— no he estado en lo justo; prefiero la verdad a la incertidumbre.

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—No tienes mal gusto.—Respóndeme, por favor te lo ruego, ¿fue Lotario a Enghién?Para que nuestros lectores puedan juzgar de la impresión que debía producir en la endeble

naturaleza de Julio cada una de las palabras que dejamos expuestas, las cuales caían en su corazón como gotas de agua hirviente, es preciso que recapitulemos cuanto había pasado desde el casamiento del conde con Federica hasta el día 15 de abril de 1839, día en que éste sostenía con Samuel la conversación que dejamos expuesta.

Desde que, seguro de morir, el conde de Eberbach desposara, por decirlo así, a Federica con Lotario y les dijera que no tendrían que aguardar mucho tiempo, habían transcurrido ocho meses. Es cierto, empero, que cuando tal les dijo, estaba en la creencia de que no iba a tardar en dejarles expedito el camino; pero esto no estaba en armonía con los cálculos de Samuel.

Gracias a las medidas tomadas por Julio, a la modificación que introdujera éste en sus disposiciones testamentarias, Gelb sabía perfectamente que Federica casaría con Lotario, primeramente porque le amaba, luego para obedecer al testamento del conde de Eberbach, y además porque, aparte la razón de interés, secundaria sin duda para ella, de que no heredaría a no acatar esta cláusula, la asistía otra razón de caridad, poderosísima en un alma como la suya: la de que Lotario quedaría desheredado a no casar con ella.

Así pues, el amor, el interés y los sentimientos del hombre, y la bondad y las inclinaciones del corazón de la mujer, todo se revolvía contra la voluntad de Samuel.

¿Y para eso había estado él aguardando tanto tiempo? ¿Para llegar a semejante fin habría soportado el capricho de Julio dándole a Federica, y se hubiera sometido al sufrimiento de ver a ésta en amistades con otro? Así habría venido a parar en hacer lo que dependía de él desde un principio, esto es, en darla a Lotario; de lo cual se hubiera seguido que cuantos afanes, sacrificios y celos se impusiera y padeciera habrían resultado estériles.

¡No! ¡Esto no era posible! Las cosas no podían terminar de semejante manera; era preciso ingeniarse para preparar un desenlace distinto. Julio no debía morir aún; su presencia era necesaria hasta nueva orden. Y Julio vivió.

Samuel cambió improvisamente de ideas. Él, tan decidido, un instante hacía, a desparramar las últimas gotas de vida que quedaban en aquel cuerpo exhausto, no experimentó sino un deseo, el de llenar el vaso; así pues, le introdujo en las agostadas venas cuanta sangre le fue posible y buscó en la ciencia y en su propia imaginación remedios heroicos. Aquella cura debía asumir casi los caracteres de una resurrección, pues a la verdad, Samuel obró milagros. Para desembarazarse de Julio, había llegado hasta el crimen; para conservarlo, llegó hasta lo portentoso.

Y se salió con la suya, demasiado quizá, tanto para él como para Julio. Para él, porque a medida que éste iba recobrando la salud, a él se le refrescaban y enconaban los celos. Quiso, sí, casar a Federica con un hombre que se encontraba a dos dedos de la sepultura y en la cual iba a precipitarle él mismo, pero no casar a un convaleciente si no en la flor de su edad, a lo menos de la organización, y cuyas facultades, si no reanimarse, podían todavía hallar de nuevo algunas chispas entre las cenizas.

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Así es que no aguardó la llegada de la primavera para hallar que la salud de Federica necesitaba del ambiente del campo. Ésta, criada al aire libre del jardín de Menilmontant y acostumbrada a pasar en él todo el año, incluso el invierno, se ahogaba y se ahilaba entre cuatro paredes. Además, Samuel se aprovechó de la ocasión para hablar con Julio respecto de los inconvenientes que había, así por lo que hacía a la sociedad como por lo que se refería a ellos mismos, en dejar a Federica tan cerca de Lotario, a la prometida en relaciones tan íntimas con el amante.

—Por otra parte —decía a Julio el impenetrable y astuto Samuel,— despedir a Lotario y dejarle en París ¿no sería mostrarte cruel? ¿No sería motivo de constante aflicción para el joven, al pensar que Federica se iba al campo, y acaso sus celos consentirían en que ésta fuese sola?

Samuel había regresado a Menilmontant tres semanas después de la boda: y como por esta causa Federica no podía ir a pasar una temporada en la casa de Gelb, alquilaron en las cercanías de París, en Enghién, una graciosa y pequeña quinta de rojos ladrillos y postigos verdes, cuyas ventanas miraban a Levante, a un jardín y al lago. En ella fue donde se instaló Federica el primer día de febrero.

Semejante separación no había dejado de causar honda tristeza a Julio, y no porque su afecto paternal hubiese cambiado de carácter; pero acostumbrado como estaba a ver a Federica, necesitaba descansar la mirada en el apacible y juvenil semblante de ésta. Además, la presencia de la joven le era indispensable para sostener el resto de vida que le quedaba. Ella ausente, la casa quedaba vacía. La salud desaparecía con la enfermera; de tal modo, que desde la salida de Federica, Julio se sentía peor y le parecía que iba a recaer para no levantarse más.

El conde de Eberbach se imponía este sacrificio en pro de la tranquilidad de Lotario; pero en justa compensación, el deber de éste hubiera sido hacer algo por Julio, que tanto hacía por él. Sí, el joven debía una muestra de respeto y de gratitud a su tío, esto es, aguardar hasta la muerte de éste; esperar, para verse con Federica, a que el marido estuviese sepultado. Ahora bien, Lotario, a lo menos así lo creía vislumbrar Julio al través de las reticencias de Samuel, estaba muy distante de guardar tal reserva y delicadeza. Cuanto hiciera el joven, después que el conde de Eberbach hubo dimitido su cargo de embajador, había sido consentir en desempeñar la plaza de secretario del sucesor de éste. De este modo había logrado tener ocupación y estar retenido lejos de Federica, bajo el mismo techo que la cual dejara de vivir desde el punto en que ésta tomó el apellido de Julio; y es que el joven había comprendido que era menester salvar las apariencias, vivir visiblemente apartado de Federica, y evitar todo pretexto a la calumnia y a la maledicencia. Pero los deberes de su cargo no le absorbían todas las horas del día, ni la embajada de Prusia estaba muy distante del magnífico palacio de la calle de la Universidad en el que el conde de Eberbach se instalara luego de haber presentado su dimisión; así es que Lotario, tan pronto tenía un momento de libertad, se dirigía corriendo a casa de su tío. Era el joven un sobrino filial, y al principio Julio, por tanto tiempo privado de ternura y de solícitos cuidados, se complacía en contemplar y escuchar a aquellos dos amantes, como él les apellidaba.

Sin embargo, tan pronto el conde experimentó algunos asomos de mejoría, la solicitud de Lotario, menos necesaria, no le pareció ya tan desinteresada. Entonces fue cuando, a instigación de Samuel, Julio se decidió a alquilar para Federica la quinta de Enghién. ¿Pero qué sucedió? Que Lotario, que no tenía para qué renunciar a sus queridas costumbres, compartió sus visitas entre su tío y su prometida.

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No bien un rayo de sol primaveral brillaba en el cielo y en su corazón, montaba a caballo e iba a hacer evaporar al aire libre los pensamientos que le bullían en la mente.

¿Adonde iba? Según Samuel, a Enghién; pero antes que Samuel se lo dijera, a Julio ya se lo habían declarado los celos. Al casar con Federica, el conde creyó dorar de nuevo con un postrer reflejo de gozo su expirante existencia; pero lo que hizo fue entenebrecerla. Por una amarga ironía, precisamente le apesadumbraba todo aquello que al parecer debía hacerle dichoso. Federica convertida en esposa de él, Lotario de regreso y la salud recobrada, eran tres venturas que lo martirizaban.

¡Con qué pesaroso anhelo volvía Julio los ojos hacia las semanas aquellas que, en cama y moribundo, a cada nuevo sol creía no ver el siguiente, y recibía los cuidados de Federica, Lotario y Samuel reunidos! Entonces su casa y su corazón estaban en su centro. Todas las afecciones suaves se inclinaban a su cabecera; Federica estaba allí como una hija, Lotario como un hijo, y Samuel como un hermano, constituyendo una verdadera familia. Ahora Federica estaba ausente, Lotario no era ya sino un rival, y Samuel un indiferente. ¡Qué soledad!

En él, el amigo ¡y el padre sufrían hondamente. En cuanto al marido, Julio no se atrevía a analizarlo. ¡Singular y lúgubre posición la suya! Haber casado, enfermo y moribundo, con una hija más bien que con una esposa; desde el umbral de la tumba haberla legado a otro y dicho a este otro: Más que mía es tuya, tú eres su verdadero esposo desde hoy, yo no soy sino su padre. ¡Haber obrado de esta suerte y vivir! ¡Sentir día tras día cómo la vida fluye de nuevo en nuestras venas; pensar entonces que estamos casados con una joven hechicera que encierra el aroma de las flores y el rocío de su primavera; que somos dueños de una criatura hermosa y apacible que la ley y la religión nos conceden, y la hemos dado; que la hemos relevado de su palabra, y devuelto su independencia, y autorizado para que amase a otro, y que puede ser infiel sin escrúpulos, y si no darse, a lo menos prometerse! ¡Pensar que para ella no somos ya sino un estorbo, un obstáculo, un retardo, y que cada día que nos obstinamos en vivir es un día que le robamos! ¡Asistir, vivientes y sin que nos quepa derecho a estar celosos, al amor de nuestra mujer por un rival que nosotros mismos nos hemos creado! ¿Puede haber suplicio más intolerable?

¡Cuántas veces Julio deseó la muerte, único término de tan atroz martirio! Instantes había en que sentía odio hacia Samuel por haberle conservado la vida.

—Tú me prometiste que me moriría más pronto —dijo un día el conde a su amigo, echándole en rostro el que le hubiese faltado a su palabra.

En otras ocasiones, al contrario, Julio daba las gracias a Samuel por haberle vuelto a la vida, y decía:

—Ya que Federica y Lotario han dejado de ser bondadosos para conmigo, tampoco yo lo seré para con ellos. No me moriré, no quiero darles este gusto; sufriré, pero ellos también.

Samuel no era mucho más dichoso que su amigo. También él estaba celoso, y de dos maneras: celoso de Lotario y celoso de Julio. Además, en aquella alma inconmensurable y sombría, las pasiones todas tomaban las desmesuradas y siniestras proporciones que los objetos fingen en las horas crepusculares.

Pero ¿qué hacer? Casada Federica, no ejercía ya en la joven otro influjo que el que podía proporcionarle la gratitud que ésta le había prometido conservar por los servicios que de él recibiera en

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su infancia y en su adolescencia. Por desgracia, para aquel triste escéptico era ésta una garantía tan poco sólida, que en sus cálculos no daba a tal esperanza importancia alguna. No pudiendo, pues, desfogarse en Federica, se desfogaba en Julio, al cual inoculaba toda su rabia. Y Julio fue contra quien se revolvió en la escena que hemos descrito al principio de este capítulo; Julio, a quien martirizó, a quien vareó y a quien no dejó minuto de reposo; y su hiel y sus ganas obraron por tal modo, que todas las divagaciones de Julio durante el día y todos sus sueños durante la noche se vieron atravesados por la visión de Federica platicando de amores con Lotario.

Conmoviendo de esta suerte y constantemente el débil espíritu de Julio, Samuel Gelb se proponía dos fines: primeramente el conde, mal repuesto de su enfermedad, no tenía fuerzas para soportar estas emociones cotidianas y violentas, y por este camino Samuel le sumergía de nuevo en la postración física, en la endeblez que apaciguaba sus celos respecto del marido. Luego, en cuanto a la moral, el conde de Eberbach, poco a poco excitado contra su mujer y su sobrino, estaba preparado para arrojarse entre éstos siempre y cuando a Samuel se le antojase convertirle en instrumento de sus celos contra el amante.

Samuel, pues, se deshacía a un tiempo de Julio por la postración, y de Lotario por medio de la cólera de Julio.

No necesitamos decir que Gelb no cometió la grosera torpeza de denunciar a Lotario y a Federica a Julio y de atacar frente a frente a los dos amantes. Al contrario, siempre los defendía. No hablaba sino de las apariencias para hallarlas absurdas, y de las conversaciones de los criados para refutarlas; justificaba a Lotario y a Federica de faltas de que nadie les acusaba, y tenía la destreza de tergiversar los hechos de modo que siempre era Julio quien hacía malos juicios y él el que disculpaba.

En el Otelo de Shakspeare hay dos escenas admirables en las que Yago infunde en el ánimo del moro todo el candente veneno de los celos. Al cometer este crimen nefando, y al avasallar, con toda la sutileza de la rabia, el corazón de Otelo, Yago se las compone de manera que parezca prestarle un favor, y consigue que el moro le dé efusivamente las gracias por las puñaladas que él le asesta. Algo parecido a estas dos escenas de la inmortal obra de Shakspeare pasaba entre Samuel y Julio. La única diferencia que había era que, en el caso presente, la situación se complicaba con que Yago estaba enamorado de Desdémona y a la vez celoso de Casio. El martirio que Samuel quería dar a Julio, lo experimentaba él mismo; las ansias que comunicaba, también él las sentía. Yago era a la vez Otelo.

Dos meses y medio hacía que Federica vivía en Enghién la mañana en que Samuel y Julio sostenían la conversación de que dejamos transcritas las primeras palabras, y cuyo diálogo, hemos cortado en el instante en que éste preguntaba a aquél si estaba seguro de que Lotario había ido a Enghién la antevíspera.

—No estoy más seguro de que haya ido anteayer —respondió Samuel,— que lo estoy de que haya ido esta mañana.

—¿Esta mañana? —preguntó Julio.— ¿Acaso mi sobrino ha salido nuevamente a caballo?—Al venirme hacia acá lo he encontrado —repuso Gelb,— y, efectivamente, a caballo iba.—¿Dónde le has encontrado?

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—Yo venía de mi casa. Le he encontrado en el bulevar, frente a la calle del Barrio de San Dionisio. Pero ¿qué prueba esto?

—Prueba —dijo Julio sentándose y descansando el codo en la mesa— que se encaminaba hacia Enghién.

—Hacia Enghién puede dirigirse uno sin ir precisamente —repuso Samuel, mirando de hito en hito y con indiferencia a su interlocutor;— como asimismo puede cualquiera encaminarle allá sin intento de hacerlo para Federica.

—Así pues, ¿tú crees que iba allá? —preguntó Julio.—Y aun cuando fuese así —replicó Samuel como irritado,— ¿qué más natural? Estamos en abril;

las hojas brotan, y el ambiente es tibio y suave. ¿Qué tiene de extraño que un joven, dueño de un caballo, prefiera el aire primaveral de los bosques a la apestada atmósfera que se respira en las calles? El valle de Montmorentcy es célebre y agradable y está más solitario que el bosque de Bolonia. ¿Por qué, pues, Lotario no iría a pasearse por él?

—Se encontrará con Federica —dijo Julio como hablando consigo mismo.—Y aunque así fuese —repuso, Samuel,— confieso que no vería en ello nada milagroso ni

sobrenatural. ¿La misma brisa que incita a buscar los bosques a Lotario no podría hacerlos buscar a Federica? Lotario sale de París y hace bien; Federica sale de su casa y no obra mal. ¿Por qué quieres tú que ella sea menos sensible que él a la apacibilidad del tiempo? Una vez fuera de su casa, Federica va a los sitios más deliciosos; y en esto la alabo, sobre todo cuando no puede exigírsele que vaya a los más feos. Si le gustan las orillas del lago, ¿vas a obligarla a que las aborrezca? En este caso, ciégala. Saliendo al mismo instante y encaminándose al mismo sitio, lo extraño sería que no se encontrasen. Y por último, en el caso de que Lotario realmente fuese a verla, no haría sino visitar a la mujer de su tío. ¡Vaya un mal!

—¡Después de lo que he hecho por él! —exclamó Julio, levantándose de su silla de brazos.—Ea, tocaste el violón —replicó fríamente Samuel.— ¿Le diste tu mujer y quieres que la rechace?—¡Que la rechace! —profirió el conde cerrando los puños.—Hablemos claro —dijo Gelb;— tú ni yo acusaremos a Federica, pues los dos estamos

completamente tranquilos respecto de su pureza; no me refiero sino a su corazón. En otros términos; tú les has dicho: «Amaos», y ahora quieres que no se amen.

—Lo que yo quiero es que no se lo digan.—Pero tú eres quien se los ha dicho —insistió Samuel implacable.—¿Porque he sido generoso para con ellos —repuso Julio,— tienen que castigarme, devolverme

en amargura la dicha que les he dado? ¡Ah! Tienes razón; instantes hay en que, como tú, me parece que he sido un necio, y me arrepiento de lo que he hecho, y me revuelvo contra mí mismo por haber asumido sus pesadumbres en vez de dejarles que sufrieran. ¡Ah! Samuel, temo volverme ruin, y lo temo, porque hoy conozco que la ineptitud engendra los malos instintos.

Samuel reprimió una contracción de labios imperceptiblemente.

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—¿No he hecho por ellos cuanto he podido? —continuó Julio.— ¿No lo he sacrificado todo para desvanecer las más recelosas aprensiones de Lotario? ¿No me he portado con Federica cual pudiera con la prometida de un hijo mío? Tan allá he llevado mi escrupulosidad, que durante todo este invierno me he impuesto la obligación estricta de no hablar nunca con Federica sino ante ti o en presencia de la señora Trichter; nunca a solas, ni aun en medio del día. Luego, apenas ha suavizado el tiempo, la he instalado en Enghién y yo me he quedado aquí. Ahí por qué me he casado: para no verla. Francamente, no puede exigírseme más abnegación.

—No has hecho sino cumplir con tu deber —replicó Samuel despiadadamente.— Lo que ahora te pasa es consecuencia de tu primera falta; pero tú lo quisiste, ¿Quién te obligaba a enfrascarte en una situación tan ardua? Mereces esto y mucho más. Desde el momento que hiciste dueño de Federica a Lotario, pertenece a éste; de consiguiente, quieras que no, es menester que renuncies a ella. Al separarte de tu mujer, no haces sino pagar la deuda que contrajiste.

—¡La deuda que contraje! —exclamó Julio, alterado por la calma de Samuel.— ¡Qué! ¿Nada me debe a mí Lotario? ¡Qué! ¿Le asiste a éste el derecho de corresponder a la abnegación con el egoísmo, a los favores con la ingratitud? Yo no le he dado a Federica, se la he legado; que aguarde, pues, a que yo esté muerto. ¿No respeto yo sus celos? ¿Porqué, pues, no ha de respetar él los míos?

—Él es el marido y tú el padre —profirió Samuel;— un marido puede estar celoso: pero un padre, ¡nunca!

—Me exasperas con tus raciocinios —dijo el conde de Eberbach,— pues me patentizan sin compasión todas las fases dolorosas de mi imprudencia. ¡Oh! ¡Falso y triste destino el mío! Guardián de una mujer que lleva mi apellido, y de la cual no puedo ser marido ni padre, no tengo derecho a irritarme por el amor que otro lleve a mi esposa; pero este otro lo tiene a ofenderse del mío.

—No te niego —repuso Samuel con su sonrisa siniestra— que tu posición me parece un tanto extravagante.

—Tienes un modo de consolarme, Samuel —dijo el pobre enfermo,— que redobla mis padecimientos. Acabarás por trastornarme el juicio. Momentos hay en que me dan arrebatos de coger a Federica, que en resumidas cuentas es mi mujer, y llevármela a Alemania, a Eberbach, y momentos hay también en que me asaltan tentaciones de suicidarme.

—¡Suicidarte! —exclamó Samuel con acento indefinible.—Te comprendo —profirió Julio;— ¿para qué suicidarme si voy a morirme? ¿No es eso lo que

quieres decir? Venga de una vez esa profetizada muerte. ¿Acaso no he recibido bastantes desazones ni he padecido lo bastante desde que vine al mundo? Bien ganado me tengo el reposo. ¡Abrase pues, la tumba, y el frío de la tierra hiele las últimas llamas que me devoran el corazón! Dime, mi buen Samuel, ¿sigues a lo menos respondiéndome de que no sobreviviré a mis males?

—Sobre todo si añades a tus dolencias físicas un mal moral imaginario. ¿Qué te aprovecha martirizarte como lo estás haciendo? Desde luego, tú, como yo, estás seguro de la virtud de Federica.

—No dudo de ella —profirió Julio,— sino de mí.

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—Tanto monta —repuso Samuel;— pero aun cuando fuese pérfida como el mar, ¿por ventura sale nunca sola? Supongamos que en este mismísimo instante se está paseando por la orilla del lago, y que Lotario, después de haber dejado su caballo en la posada, se dirige precisamente hacia el sitio por donde ella se pasea. ¿Acaso no acompaña a Federica la señora Trichter, de quien respondo, y a la cual he consentido que pasara a vivir con ella para tranquilizarte? ¿Por ventura no la acompaña también, a algunos pasos de distancia, un criado escogido por ti mismo? Ya ves que estás defendido contra Lotario y contra Federica. No te forjes quimeras. Habiendo como hay dos maneras de tomar las cosas, ¿por qué te empeñas en mirar tu vida solamente por el lado funesto? De ánimos mal dispuestos es dar una interpretación dañina a los incidentes más sencillos y naturales. Por poco que recapacites, verás que no hay ama de llaves ni criado que valgan; que cuando dos jóvenes se aman, y tienen derecho a amarse, y están uno a otro prometidos, nada les cuesta entenderse, pues los ojos son con frecuencia más parlanchines que los labios, y una mirada dice más que todos los discursos del congreso de los diputados. No hay duda que si te obstinas en darte mal rato, puedes persuadirte de que en este momento Federica y Lotario están reunidos, y se hablan con los ojos, y se dicen... Pero ¿qué tienes? Parece que te caes.

Y al decir esto, Samuel sostuvo a Julio que, en efecto, se tambaleaba.—No es nada —respondió el conde reponiéndose un poco.— ¿Me haces el favor de tirar del

cordón de esa campanilla?Samuel fue a llamar, y casi al instante compareció un criado.—Que enganchen inmediatamente —dijo Julio.—¿Sales? —le preguntó Samuel.—Sí —respondió el conde de Eberbach.—¿En el estado en que te encuentras?—¿Qué me importa?—¿A dónde vas?—A Enghién.—¿Para qué?—¡Oh! No temas, no es para coserlos a puñaladas —repuso Julio con sonrisa amarga,— sino

únicamente para dirigirles una súplica.—¿Una súplica?—Sí. Federica y Lotario no son malos, y es imposible que no sientan alguna gratitud hacia mí. Si

me martirizan es inconscientemente. He asumido en demasía el carácter de padre y me han cogido la palabra. Les diré cuánto sufro, cuánto he hecho por ellos y cuánto continuaré haciendo, y en cambio les rogaré que se apiaden de mí, que no hagan mal uso de mi bondad, que no me devuelvan en desesperación la dicha que les he proporcionado.

—¿Esto vas a decirles? —repuso Samuel— pues mira, tal vez aciertes.

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—Si puedo —continuó Julio,— procuraré, ser todavía indulgente y paternal; y digo procuraré porque también es muy posible que de sorprenderlos allá, juntos, lejos de mí, aprovechándose de mi confianza y de mi afecto para ocultarme una entrevista furtiva, se me vaya la cabeza, y después de haberme reprimido por tanto tiempo, reviente, y en un arrebato de ira me decida a rajatablas a deshacer lo que he hecho y a devolverles todos los insomnios que me han dado. ¿Todavía no han enganchado?

—El coche está aguardando —dijo en esto el criado abriendo de nuevo la puerta del gabinete.—¿Te vienes conmigo? —preguntó Julio volviéndose hacia Samuel.—Sí —respondió éste.— En la disposición en que estás y tanto por ti como por esos pobres e

inocentes muchachos, no te abandono.Y echó tras Julio, que se encontraba ya en la escalera.

FIN DEL PRIMER TOMO DE DIOS DISPONE