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MANUEL ALBERCA «Es peligroso asomarse (al interior). Autobiografía vs. Autoficción» |1 ES PELIGROSO ASOMARSE (AL INTERIOR). AUTOBIOGRAFÍA VS. AUTOFICCIÓN MANUEL ALBERCA Universidad de Málaga PREMISAS La doxa anti-autobiográfica, sea académica o periodística, considera la autobiografía como sinónimo de literatura de segunda división, muy por debajo de las obras de ficción. Esta opinión, que no por aceptada es menos injusta, adquiere en España una tonalidad más peyorativa aún que la tiñe de rechazo moral. Dicho menosprecio encuentra su explicación en determinadas circunstancias políticas y en ciertas cortapisas religiosas, que, a diferencia de lo que ocurrió en otros países europeos de nuestro entorno, impidieron que se comenzase desarrollar el derecho a la libre expresión del yo durante los siglos XVIII y XIX. Posteriormente, en el siglo XX, este derecho se iría conformando en una larga y peculiar conquista. De acuerdo con la conocida teoría de Philippe Lejeune, una autobiografía es un género literario que debe ser leído de acuerdo con los dos principios estatutarios que la distinguen de la novela, con la que, sin embargo, se le solía confundir. El «pacto autobiográfico» se concibe como un diálogo o situación comunicativa con tres vectores principales: autor-texto-lector. En este marco, el texto establece una relación contractual en la que el autor se compromete ante el lector a decir la verdad sobre sí mismo. Le propone al lector que lea e interprete su texto conectado a principios que discriminan la falsedad o la sinceridad del texto, según criterios similares a los que utiliza para evaluar actitudes y comportamientos de la vida cotidiana. En pocas palabras, el autobiógrafo pide al lector que confíe en él, que le crea, porque se compromete a contarle la verdad de su vida 1 . En esa suerte de contrato unilateral o propuesta del autor a su lector, tienen una 1 P. Lejeune. Le pacte autobiographique. París: Seuil, 1975.

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MANUEL ALBERCA «Es peligroso asomarse (al interior). Autobiografía vs. Autoficción»

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ES PELIGROSO ASOMARSE (AL INTERIOR). AUTOBIOGRAFÍA VS. AUTOFICCIÓN

MANUEL ALBERCA

Universidad de Málaga

PREMISAS La doxa anti-autobiográfica, sea académica o periodística, considera la

autobiografía como sinónimo de literatura de segunda división, muy por debajo de las obras de ficción. Esta opinión, que no por aceptada es menos injusta, adquiere en España una tonalidad más peyorativa aún que la tiñe de rechazo moral. Dicho menosprecio encuentra su explicación en determinadas circunstancias políticas y en ciertas cortapisas religiosas, que, a diferencia de lo que ocurrió en otros países europeos de nuestro entorno, impidieron que se comenzase desarrollar el derecho a la libre expresión del yo durante los siglos XVIII y XIX. Posteriormente, en el siglo XX, este derecho se iría conformando en una larga y peculiar conquista.

De acuerdo con la conocida teoría de Philippe Lejeune, una autobiografía es un género literario que debe ser leído de acuerdo con los dos principios estatutarios que la distinguen de la novela, con la que, sin embargo, se le solía confundir. El «pacto autobiográfico» se concibe como un diálogo o situación comunicativa con tres vectores principales: autor-texto-lector. En este marco, el texto establece una relación contractual en la que el autor se compromete ante el lector a decir la verdad sobre sí mismo. Le propone al lector que lea e interprete su texto conectado a principios que discriminan la falsedad o la sinceridad del texto, según criterios similares a los que utiliza para evaluar actitudes y comportamientos de la vida cotidiana. En pocas palabras, el autobiógrafo pide al lector que confíe en él, que le crea, porque se compromete a contarle la verdad de su vida1. En esa suerte de contrato unilateral o propuesta del autor a su lector, tienen una 1 P. Lejeune. Le pacte autobiographique. París: Seuil, 1975.

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importancia capital lo que Gérard Genette bautizó como «paratexto» (conjunto de informaciones que rodean al texto), que no es el texto propiamente dicho, sino el título, el nombre del autor, la portada con sus elementos gráficos e icónicos, la contraportada, el prólogo, la clasificación genérica, etc.)2, y la dialéctica de oposición binaria entre el referente textual y el extratextual.

Lejeune ha simplificado al máximo su idea de pacto autobiográfico en la fórmula minimalista siguiente: «En mis cursos, comienzo siempre por explicar que una autobiografía, no es cuando alguien dice la verdad de su vida, sino cuando dice que la dice»3. Según esto, para poder hablar de «autobiografía» no basta que el autor cuente la verdad, además debe anunciar y prometer que va a contarla, declarando su compromiso al lector y solicitándole su confianza, pues al anunciarle y prometerle que va a contar la verdad de su vida, tácitamente solicita al receptor que le crea y que confíe en la veracidad del texto.

A la teoría de Lejeune se le han hecho a veces oportunas observaciones y matizaciones, pero no se le podrá negar la virtud de haber fijado unas pautas precisas de lectura y escritura que consiguieron sacar del confusionismo las erróneas ideas por las que se igualaban novela y autobiografía, las cuales no solían distinguir el autobiografismo difuso o intencional del autor del verdadero compromiso autobiográfico, de tal modo que nunca clarificaban cuándo el lector estaba legitimado para tomar un indicio textual como signo autobiográfico y cuándo como confesión del autor.

A mi juicio, el clarificador régimen contractual del pacto autobiográfico tuvo la virtud de acabar de una vez por todas con planteamientos confusos, como el muy difundido de N. Frye, según el cual la autobiografía no era sino una forma de ficción4. La idea tuvo tanta fortuna como errores provocó en los lectores. Algunos, bien intencionados, y otros, perdidamente oblicuos y equivocados, difundieron un delirante relativismo, pues desde la vaguedad de una afirmación como aquélla

2 Gérard Genette. Seuils. París: Seuil, 1987. 3 «Dans mes cours, je commence toujours par expliquer qu’une autobiographie, ce n’est quand quelqu’un dit la vérité sur sa vie, mais quand il dit qu’il la dit» (Philippe Lejeune. Pour l´autobiographie. París: Seuil, 1998, p. 234). 4 N. Frye. Anatomía de la crítica. Cuatro ensayos. Caracas: Monte Ávila, 1977, pp. 406-407.

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saltaron, alegremente y sin red al vacío conceptual. A renglón seguido, otros más osados se atrevieron a decretar la imposibilidad de la autobiografía, puesto que no existía ni podía haber sujeto estable, ni introspección verdadera, ni yo unificado, pues ni la memoria resultaba fiable ni el lenguaje era otra cosa que un sendero lleno de trampas…

En comparación con propuestas tan nihilistas y escépticas como pretenciosamente crípticas, el pacto autobiográfico es mucho más humilde y preciso, pues responde a un doble principio o desideratum del autor: el principio de identidad y el principio de veracidad. El primero es el compromiso o el esfuerzo del autor para convencer al lector de que quien dice «yo» en un texto autobiográfico es la misma persona que firma en la portada y, por lo tanto, se responsabiliza de lo que ese «yo» dice. El llamado «principio de identidad» consagra o establece que autor, narrador y protagonista son la misma persona, puesto que comparten y responden al mismo nombre propio, que cobra el valor de signo textual y paratextual y de clave de lectura5. Aunque controvertido por considerarse una concepción de la identidad de carácter administrativo o formal, el recurso a la onomástica se convierte en una pieza indispensable a la hora de dictaminar las diferencias entre autobiografía y novela.

En primer lugar, el nombre propio resulta ser la única manera de resolver la fantasmagoría del yo, en tanto que conector discursivo sin significado propio. Nos permite salir, por ejemplo, de la nebulosa abstracta de su exclusiva significación gramatical y darle un referente preciso, que supere el carácter de conmutador verbal que Emile Benveniste atribuyó a los pronombres personales. En segundo lugar, el nombre no es una simple etiqueta, sino que está íntimamente ligado a la construcción de nuestra propia personalidad, individual, familiar y social. La importancia de la identidad nominal no es en la autobiografía, ni tampoco en la vida cotidiana, una mera cuestión de registro civil, sino que es un tema de profundo calado, pues no existimos socialmente hasta que no detentamos una identidad administrativa y, por consiguiente, un nombre. Nuestra identidad se constituye en 5 P. Lejeune, op. cit., pp. 19-35.

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torno a un nombre y el afán de muchos hombres de hacer famoso el suyo, además de dotar de estructura argumental sus vidas, se convierte en el signo del ascenso y el logro sociales6.

La otra promesa o compromiso del autor con el lector alude a la referencialidad externa de la realidad que el texto enuncia, es decir, su veracidad. Lo que se cuenta en el texto se hace como un expediente de realidad, de algo realmente acaecido y comprobable a veces por el lector, que espera o exige el máximo de correspondencia entre el texto y la realidad nombrada por éste. El autor puede equivocarse o confundirse, pero lo cuenta convencido o persuadido de su veracidad, además, como dije antes, de anunciarlo y prometerlo al lector. A este principio Lejeune le llama «pacto de referencialidad»7. Sin embargo, frente a lo que suele ser un lugar común o tópico comúnmente aceptado, la referencialidad del género no está amenazada por lo que el lector teme muchas veces, es decir, que el autor no cumpla efectivamente el compromiso de veracidad, ya por error involuntario o por engaño. Las razonables dudas del lector y las posibles mentiras u omisiones del autor no le restan vigencia al principio de referencialidad, al contrario, refuerzan o acrecientan la exigencia y expectativa de veracidad que el lector acumula frente a los textos autobiográficos, expectativa que no tendría sentido ante un texto que se reclamase de la ficción.

El pacto de veracidad que postula y se le supone al autobiógrafo, además de ser su rasgo más específico frente a los textos de ficción, es también su flanco más discutido. Sin embargo, se suele olvidar que la promesa de decir la verdad y la distinción entre verdad y mentira constituyen, como ya dije arriba, la base de los actos y de las relaciones sociales. Sin duda es imposible alcanzar la verdad absoluta, en particular la verdad de una vida humana, pero la búsqueda y el deseo de alcanzarla definen, desde el punto de vista del autobiógrafo y del lector una expectativa que no es ilusoria sino real y muy humana. Y es que, como ha señalado Philippe Lejeune, es evidente que la autobiografía, aunque pertenece al campo 6 Cfr. Manuel Alberca. El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007, pp. 224-250. 7 Philippe Lejeune, op. cit., pp. 35-41.

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literario y le reconocemos una estructura artística, se inscribe al mismo tiempo en el campo del conocimiento histórico (deseo de saber la verdad y de comprender las razones de los hechos) y en el campo de la ética y de la justicia, pues es también un acto en el que se promete la verdad al lector y éste la espera8. El acto autobiográfico produce consecuencias reales fuera del texto, e incluso de carácter judicial, si éste incurre en la mentira, en el perjurio o en la difamación y también cuando se entromete en la vida privada de otros.

Y es que en este terreno se pueden constatar tantas variantes como personalidades hay. Puede haber malvados mentirosos, perversos sin prejuicios, sinceros indiscretos. En cualquier caso, la mentira o la verdad de los textos regidos por el pacto autobiográfico no son sólo una cuestión de estilo o de acierto literario, pueden hacer daño a otros y desde luego sus consecuencias comprometen el prestigio del autobiógrafo más allá del éxito o el fracaso artístico.

Por otra parte, una autoficción es una novela, o al menos se presenta como tal, que, como todas las novelas, deja libres al creador y al lector para imaginar como verosímil la historia inventada que allí se cuenta. Sin embargo, al atribuir a su protagonista y narrador el mismo nombre del autor, podría parecer que éste se compromete a decir la verdad sobre su vida y sobre sí mismo como las autobiografías. Esta estructura híbrida y el consiguiente pacto de lectura ambiguo convierten la autoficción en una metáfora de la actual deriva del sujeto y de la fuerte mutación que éste experimentó en el siglo pasado. Desde las autoficciones avant la lettre de Unamuno y de Azorín hasta las actuales de Juan Goytisolo, Francisco Umbral, Enrique Vila-Matas, Javier Cercas o Javier Marías, entre los españoles, y de Mario Vargas Llosa, César Aira o Fernando Vallejo, entre los hispanoamericanos, este registro narrativo no ha dejado de crecer, sobre todo, en las últimas décadas.

No se puede entender el aumento de esta clase de novelas sin la creciente producción y demanda de autobiografías en los últimos treinta años y sin el desigual aprecio literario que este género literario despierta por lo general entre los 8 Philippe Lejeune. Signes de vie. París: Seuil, 2005, p. 27.

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escritores (incluso entre los que han publicado su autobiografía) y entre los críticos periodísticos y académicos. Los escritores de autoficciones se aprovechan del interés que suscita lo autobiográfico y esquivan el menosprecio literario. El desarrollo de la autoficción, que también tiene mucho de moda posmoderna, ya demodée, y de exacerbación neonarcisista, no es ajeno a esta paradójica situación de la autobiografía, en la que, por un lado, se la valora tácitamente y, por otro, se la rechaza abiertamente.

NADA POR AQUÍ, NADA POR ALLÁ El carácter híbrido (novelesco-autobiográfico) y ambiguo (afirma y, al mismo tiempo, contradice la identidad de autor y narrador-protagonista) hace de la autoficción un terreno propicio para una contradictoria y posmoderna afirmación del sujeto actual, propio de esta época de inestabilidad de los referentes y de neonarcisismo9. Como esos magos que nos asombran y confunden, desapareciendo de la escena de pronto para reaparecer otra vez de manera imprevista y hacerse más ubicuos cuanto más se evaporan, así también los autores y sus dobles diluyen su yo tras las máscaras de la prestidigitación literaria para hacerse más presentes con sus ausencias. Lo primero que llama la atención, quizá lo más sorprendente, del extenso repertorio de relatos autoficticios es la contradictoria necesidad de afirmación personal de estos autores que no creen en el hombre ni en la consistencia del sujeto, ni en la memoria como principio cohesivo de los diferentes y sucesivos yos que en cada momento o actuación instauran. Conciben el hombre como un haz de identidades fragmentarias hacia una deseada e imposible disolución. Sus relatos trasparentan un patológico encogimiento del yo, un sujeto satisfecho de su pequeñez e impotencia y, por tanto, alejado del drama y la grandeza de los personajes de otras épocas que, en lucha contra un sistema todopoderoso, eran aplastados por éste. Aquí no hay nada similar, el sistema es dúctil y juguetón. Prevalece una doxa persuasiva, impuesta sin duda, pero de manera seductora. 9 Gilles Lipovetsky. La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama, 1986.

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El héroe de estas novelas no puede ni sabe luchar, pues desconoce la noción de rebeldía. Encuentra gratificación en su propia negación y debilidad; en compensación no tiene que hacer frente a ninguna responsabilidad. Huye de cualquier obligación de veracidad pública para disfrutar de la evasión de la ficción. No obstante, demuestra una esperanza mal disimulada de construir su propio mito en el espacio pautado del papel, de afirmarse y regodearse en sus limitaciones, y como signo, mínimo pero sintomático, de la conservación narcisista de su fracturada identidad, mantiene su nombre propio en el espacio de la invención.

El protagonista de la autoficción es un personaje contradictorio a la fuerza, pues expresa tanto la falta de entidad como la necesidad obsesiva y enfermiza de afirmarse, como si la debilidad de su yo se fortaleciese en cada intento de diluirse. Es un tipo de héroe que hace ostentación de su fragmentación y vulnerabilidad, de su soledad y de sus perturbaciones, pues no contento con reconocerlas, las repite de forma teatral. La negación del sujeto y la exposición de sus patologías son otros tantos ejemplos desesperados de afirmar el maltrecho yo. Uno de los relatos autoficticios que de manera más acabada transmite esta contradicción es Doctor Pasavento, de Enrique Vila-Matas, pues desde la primera página expresa de manera precisa el motivo que se repetirá a lo largo de la novela. Desaparecer o diluirse en sucesivas máscaras y apariencias manifiesta tanto el deseo de liberarse de la pesada carga de la identidad como la necesidad de afirmar su diferencia:

—¿De dónde viene tu pasión por desaparecer? [le pregunta al narrador su acompañante]. —Pues no lo sé —terminé al poco rato contestando— ignoro de dónde viene, pero sospecho que paradójicamente toda esa pasión por desaparecer, todas esas tentativas, llamémosles suicidas, son a su vez intentos de afirmación de mi yo.

En fin, son héroes demediados que apuntalan su inane personalidad con

este suplemento de ficción, pues son conscientes que su yo en trance de deshacerse carece del énfasis necesario para poder representarse más allá del espacio de la

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invención y, sin embargo, llevan a cabo lo que ya anunciase Roland Barthes: «¿Por qué no hablaría yo de mí mismo, cuando ese mí mismo no es sí mismo?»10.

Protegido por el escudo ficticio del distanciamiento y sin dejar por eso de hablar de sí mismo, el autor de autoficciones elabora a veces una calculada estrategia de degradación del propio yo, que, dicho sea de paso, no es nueva ni exclusiva de la autoficción. Lo nuevo ahora es la abundancia con que este fenómeno se reproduce en las autoficciones españolas y por el contexto desdramatizado en el que se inscribe. A la mayoría de los españoles el yo autobiográfico les resulta casi siempre sospechoso de fatuidad, soberbia o narcisismo. Al menos en nuestra tradición autobiográfica, tan abocada a la autocomplacencia como al disimulo hipócrita, está bajo sospecha. Esta estrategia de lucimiento del autobiógrafo pone en guardia al lector. Al autor de autoficciones no le queda otra salida que mostrar de sí mismo una imagen negativa o degradada para vencer la resistencia de aquél. Al presentarse como un ser débil, temeroso, indeciso, ridículo, depresivo o malvado, persigue la complicidad de los lectores. Los gestos de autoderrisión son actos de sumisión y de humillación de un personaje de papel, que, cual sosias, protege a la persona del autor. Muchas autoficciones son un ejemplo de la aceptación de los límites personales, como la mediocridad, la mezquindad o el fracaso, y al mismo tiempo su expresión con un regodeo de autocomplacencia y humorismo. Al fin y al cabo, el escudo de la ficción les permite esa vuelta por su biografía sin daño ni peligro para el personaje social; les protege al ir más allá de lo aconsejable y actúan con una estudiada estrategia de salvación. La narración de procesos depresivos o de transitorias alteraciones mentales, a través de personajes que no son el autor mismo, pero sin dejar de sugerirlo, franquea una exploración pública de los demonios personales, su catarsis y su eventual curación sin arrostrar la carga que socialmente conlleva. Para Carlos Barral fue sin duda un alivio poder contar, en Penúltimos castigos, por narrador interpuesto, las miserias de la enfermedad y el aviso implacable de la muerte, sin que su narcisismo quedara dañado, al contrario, mejoró al imaginar un óbito 10 R. Barthes. Roland Barthes. Barcelona: Anagrama, 1978.

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perfecto como a él le hubiese gustado: junto al mar Mediterráneo, en la playa de Calafell, acompañado por sus amigos y enemigos. Liberador y benéfico resultó también para Javier Marías exorcizar la perturbación pasajera de sus dos años en Oxford, hasta convertirla en uno de los núcleos creativos de su obra. En todos ellos subyace, a pesar de las diferencias, una común asunción de un episodio doloso o vergonzoso que se expurga de manera solapada o transparente a través de su doble de ficción.

Los héroes de la autoficción son un acabado ejemplo de neonarcisismo posmosderno, hacen de la muerte del sujeto un motivo contradictorio de estímulo al autoconocimiento y una necesidad de construirse un mito personal: un suplemento de ficción como viático para transitar por el desierto del ser. Son personajes que cuanto más interés muestran por conocerse, cuanto más saben de sí mismos, más frágiles y vulnerables se sienten. Sólo el refugio ficticio les permite aspirar a un futuro incierto y una segura incertidumbre. Es el argumento que Morante, el personaje del profesor chiflado recluido en una clínica napolitana, y el Doctor Pasavento, de la novela homónima, intercambian y enriquecen con sus respectivas experiencias:

[…] el individuo de hoy en día, falto de unidad, no puede ya desear nada, pues no es ya individuo de los de antes, ya no es sujeto capaz de pasiones, ahora es sólo un manojo de percepciones, una especie de hombre fragmentado, que no es nada y al mismo tiempo una carcajada desesperada […].

[…] estaba tratando hablar de mí. Me hubiera gustado decirle a Morante que no se preocupara, que yo estaba perfectamente bien, encantado de haber cambiado un estado malo por otro incierto, feliz de la incertidumbre de mi vida de doctor. Una incertidumbre que, como mínimo, me había abierto puertas de futuro, puertas que antes no tenía cuando vivía simplemente aburrido y desesperado como escritor de cierta y relativa fama absurda.

Nunca hubo una desaparición tan productiva ni una aniquilación que emitiese mayores síntomas vitales que este moribundo sujeto posmoderno. La pasión por diluirse en fragmentarios yos le obliga a ejecutar ostensibles y continuos

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gestos de afirmación. Es como si un suicida reivindicase su derecho a la vida, poniéndola permanentemente en serio riesgo de perderla, viene a decir el narrador de la novela de Vila-Matas.

Evidentemente esto tiene mucho de juego, intelectual por supuesto, un juego que puede tener una dimensión dramática, pues, en opinión de R. Winnicott, «esconderse es un placer, pero no ser encontrado es una catástrofe»11. En el universo de las novelas del yo, la autoficción expresa de manera pintiparada la contradicción existente entre la necesidad de esconderse y el deseo de mostrarse. La desaparición u ocultamiento del autor tras tantos disfraces y máscaras, incluida la suya propia ¿no es en realidad una evidencia de que detrás de tantas criaturas de ficción hay una necesidad manifiesta de complementar una incierta identidad personal, que se apuntala con una dosis de ficción?

Dice Vicente Verdú que el capitalismo de ficción, es decir, el capitalismo actual, el que trabaja sobre todo con dinero invisible y magnitudes y bienes virtuales, «trata con la realidad para desprenderla de la peste de lo real»12. No sé si será totalmente correcto parafrasear pro domo esta idea, pero el escritor de autoficciones parte de lo real, lo toma como punto de partida, y si no consigue eliminar siempre los malos olores, pretende perfumar los efluvios más acres de los olores de la vida. Igual que el Dr. Pasavento de Vila-Matas, que persigue liberarse de su identidad, porque «es una carga pesadísima» y se aplica en la fabricación de tantas figuraciones de sí mismo como le son precisas, el sujeto de las autoficciones se construye una biografía ‘a la carta’, en sintonía con una sociedad que, en palabras de Gilles Lipovetsky, ha hecho del individualismo gregario de nuestra época su modelo de conducta.

LO REAL COMO FICCIÓN Y LO FICTICIO COMO REALIDAD Junto a la disolución del sujeto, el otro dictado de nuestro tiempo lo

constituye la ficcionalización de lo real. La desaparición de lo real encumbra 11 Donald Winnicott, cit. por Edmond Marc, «La résistance intérieur à l’autobiographie». L’autobiographie en procès, RITM, 14, Université de Nanterre - París X, 1997, pp. 8-17. 12 V. Verdú. El estilo del mundo. Barcelona: Anagrama, 2003.

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directamente la jerarquía y la majestad del simulacro. Lo novedoso de cierta ‘vulgata’ del pensamiento posmoderno, que las autoficciones toman prestada, es la idea de que ficción e historia son lo mismo, puesto que la verdad no existe o es inasible. Las autoficciones corroboran en sus historias y en sus argumentaciones este discurso escéptico sobre el conocimiento y la historia. Si lo virtual ha desplazado del espacio de las artes la realidad hasta hacerla desaparecer, la apariencia ocupa el centro de la representación. Si la realidad y la verdad resultan inalcanzables, todo es ficticio o, lo que es lo mismo, todo es real, y en consecuencia cualquier cosa vale y de forma indistinta.

Es sabido que no pedimos ni esperamos de las novelas el mismo tipo de verdad que proporciona el documento o la historia. La verdad de las ‘mentiras’ novelescas es de una índole distinta a la que encontramos en los textos factuales. Ambas no admiten parangón, pues su naturaleza y su función son radicalmente distintas y pertenecen a órdenes diferentes. La verdad de las ficciones es de orden y coherencia estéticas, y por tanto no cabría hablar con propiedad de mentiras, pues su realidad es solamente verosímil, no verídica. En cambio la verdad de los hechos es de orden cognitivo. No admite componendas: el relato de hechos reales e históricos aspira a la verdad13. Por tanto, aunque la ambigüedad calculada puede ser criticable en el plano personal puede resultar legítima, pues no deja de ser una prerrogativa del individuo. Por el contrario, en el plano histórico, la manipulación es difícil de justificar, pues pone en entredicho la existencia de los hechos al amañarlos o negarlos, y consiguientemente abjura de cualquier principio ético. Hay que reconocer, no obstante, que a la novela moderna, cuyo prototípico ejemplo español lo constituye Vida y andanzas de Lazarillo de Tormes, la ha guiado el objetivo de parecer real (verosímil) desde sus orígenes. Así, cuando la novela utiliza materiales históricos, periodísticos o sociológicos, lo hace con el fin de parecer más real y de disimular el artificio que supone proponer como verdadero algo que autor y lector saben que no lo es. La permeabilidad de la novela y su libertad de apertura a todos los discursos lo hace posible. Los materiales «verdaderos» incrustados en 13 Carlos Castilla del Pino. Temas. Historia, sujeto. Barcelona: Península Ariel, 1989, pp. 126 y ss.

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una novela no atentan a su principio ficticio, dado que su estatuto narrativo radica precisamente en que el relato parezca lo más verosímil posible. La novela puede absorber todo, tomar prestado o robar cualquier material de la autobiografía o de la Historia, sin dejar de ser una novela ni de proponer una interpretación verosímil. En cambio, si una autobiografía incorpora materiales ficticios, imposibles de documentar o que no se corresponden con la verdad del autobiógrafo, se produce una alteración, que atenta al principio básico de la veracidad. En este sentido novela y autobiografía tienen estatutos muy diferentes y por tanto una muy distinta flexibilidad. Justo en la linde de separación del campo novelesco y del autobiográfico ‘ponen su nido’, entre otros, los relatos autoficticios con todos los problemas que la cuestión de las relaciones entre ficción y no-ficción acarrea. Uno de los problemas de la autobiografía lo constituye el deseo ansioso de ser aceptada en el club de la Literatura, a costa de renunciar a veces a su esencia veraz, es decir, a su compromiso de autenticidad con los hechos, al tiempo que aspira al mismo nivel creativo y de composición que la novela. Todo esto constituye un síntoma más de la aspiración ‘literaria’, que a veces caracteriza a cierta autobiografía actual: ser aceptada en tan prestigioso club, pero entrando por la puerta falsa. En el juego de reflejos cruzados de los distintos espejos de la representación novelesca y autobiográfica, que distorsionan los perfiles hasta hacerlos en principio casi imposibles de distinguir, se encuentra la autoficción. Como ya dije, una autoficción es una novela que parece una autobiografía, y quizá lo sea de verdad, o una autobiografía que parece una novela, y a veces es ambas cosas. Pero, como he dicho, una autobiografía con elementos ficticios, por fuerza, se ficcionaliza y termina por pervertir su estatuto de veracidad. El debate radica justamente en ese punto: cuando la novela se apropia de la factualidad de la autobiografía y de la historia, el género novelesco se renueva o se enriquece; en cambio, cuando la autobiografía se aproxima a la ficción, desvirtúa inevitablemente el pilar básico de su veracidad.

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COLONOS DE LA AUTOBIOGRAFÍA De negarle a la autobiografía el rango de género literario y de condenarla a

vivir en «tierra de nadie», lo autobiográfico ha cobrado un valor inusitado y ha pasado a ocupar una posición dominante en el sistema literario, a cambio, eso sí, de sacrificar lo esencial del género. «El peligro que se corre –como Anna Caballé ha advertido– es que la forma autobiográfica acabe convertida en una vacía y farragosa retórica de primera persona, sin nada dentro»14. Este fenómeno, que coincide con la crisis del sujeto ya comentada, produce estas nuevas formas autobiográficas mestizas en las que confluyen o se mezclan la ficción y la no-ficción.

Esto, que en realidad significa un escamoteo de la autobiografía, se suele presentar, desde la crítica literaria, la periodística sobre todo, como una invasión de la ‘realidad’ en la literatura, cuando verdaderamente sucede al revés, pues ha sido la novela la que ha desembarcado en la autobiografía15. Dicho de otro modo, la ficción ha ocupado el espacio propio de los «libros sin ficción». En estos casos, entre los que cabría incluir muchas autoficciones, la novela no cesa de ampliar su territorio, ficcionalizando los hechos reales. Por tanto, la novela se apodera de los terrenos de la literatura no-ficticia, colonizándola con su conocida capacidad transgresora de las reglas e invasora de los géneros literarios más o menos cercanos. Esta marcada tendencia de la novela actual, que estuvo en la novela de todos los tiempos, podría parecer a algunos un epifenómeno posmodernista, por el cual se neutralizan las oposiciones de verdad / falsedad, ficción / historia o se liquidan las distinciones entre autobiografía y novela, para entrar en una especie de monstruo de la uniformidad frívola, donde lo banal y lo superfluo expulsarían a lo real y a lo histórico para ocuparlo en su provecho. Pero, en realidad, este tipo de relatos híbridos, lejos de abolir las fronteras vienen a reforzarlas, pues lo ficticio no se podría percibir sin lo real, y viceversa.

14 A. Caballé, «Seguir los hilos». Quimera, 240, feb. 2004, p. 13. 15 Cfr. por ejemplo Winston Manrique Sabogal, «Escribo sobre mí. La autoficción marca la narrativa en castellano», dossier de El País / Babelia, El yo asalta la literatura, 877, 13 de septiembre de 2008, pp. 4-7.

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El fenómeno actual no se caracteriza ya por la inclusión de elementos autobiográficos o fragmentos históricos en una estructura novelesca, como podía ocurrir en la novela autobiográfica o en la novela histórica de inspiración decimonónica. No se trata sólo del uso ocasional de éstos para dar mayor verosimilitud a la novela, sino de la construcción entera de la novela como un simulacro autobiográfico o histórico. Tampoco se trata de la apropiación de tal o cual elemento aislado tomado de aquí o de allá, sino de la invasión colonialista de los géneros de no-ficción por la ficción hasta dejarlos irreconocibles. Son el resultado de una invasión ‘justificada’, en cualquier caso, por un lugar común, ya expuesto, de mucho predicamento en la cultura posmodernista: todo es ficción, porque todo es uno y lo mismo.

Cuando los novelistas invaden o colonizan la autobiografía sin cambiar de leyes, es decir, sin registrarse debidamente en la aduana de los géneros, y pretenden mantener las mismas ventajas a las que les tiene acostumbrados la ficción, se produce, a mi juicio, una perversión o una confusión grave. No es que la realidad entre en las novelas como se considera equivocadamente, sino que los novelistas parasitan en la autobiografía o en la historia. Los novelistas invaden por lo tanto los relatos factuales, los utilizan, pero juran y perjuran que sus obras no son documentos ni testimonios. A veces lo parecen tanto que tienen que hacer verdaderos esfuerzos para convencer a los lectores de que su obra no es autobiográfica o histórica, no vaya a ser que alguno piense que la suya es un pobre texto testimonial. Es decir, una obra no-literaria, según esa lógica.

Terminaré con el ejemplo que proporciona una de las novelas españolas de más éxito de los últimos años, por encontrarla representativa de los relatos que combinan elementos de la autoficción con la ‘faction’ (factual fiction). Me refiero a Soldados de Salamina, de Javier Cercas, un libro que me interesó y emocionó, como a tantos miles de lectores. Sin embargo, en su lectura nunca perdí de vista, a pesar de la consustancial y exigida suspensión del principio de incredulidad, de que se trataba de una novela, es decir, un relato de ficción con la apariencia doble y engañosa de que se trataba de un ‘relato real’, falsa y transparentemente

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autobiográfico e histórico. Pero dicho esto, también comprendo la reacción de algunos lectores que se sintieron defraudados y hasta timados por ser totalmente crédulos al olvidarse de que en realidad leían una novela y no un libro de historia. La complacencia con uno mismo y con la historia personal pueden gustar más o menos, pero es algo que, en principio, sólo afecta al propio autor. En cambio, no es lo mismo cuando se trata de un hecho histórico, como puede ser la Guerra Civil, tan cercana todavía, quizá a nuestro pesar, setenta años después. ¿Es legítimo, en este caso, presentar la Historia como si fuese una novela y al mismo tiempo inventarse una historia con toda la apariencia de ser verídica, mezclándolas hasta hacerlas uniformes? Creo que no hay una respuesta única ni concluyente, pero justo ahí está situada la controversia de novelas como la de Cercas y cada lector tiene que resolverla, me parece, de acuerdo con sus posiciones no sólo literarias, sino ideológicas. En mi opinión, lo más criticable de la novela es quizá el dibujo de resignación con que se pinta a la víctima o al perdedor de la Historia (el ficticio Miralles) dentro de la intención ambigua de enterrar / resucitar la Guerra Civil que buscaba la novela. Quizá los hechos históricos demandaban una justicia literaria diferente al tratamiento compasivo de las verdaderas víctimas de la guerra (el miliciano derrotado de la novela que perdona la vida al verdugo, Rafael Sánchez Mazas), vencedor que es de nuevo salvado históricamente y «comprendido» por el narrador. Pero ése es tal vez otro tema, y del que desde luego hubiera resultado otra novela.

AUTOBIOGRAFÍAS A LA CARTA Para bien o para mal, las autoficciones constituyen –creo– una de las

metáforas más acabadas de nuestra época, que hace de la confusión y de la indeterminación sus inestables señas de identidad. El contrato de lectura propuesto por estos relatos estaría bien representado por la fórmula alegada por León Aulaga, protagonista de El año que viene en Tánger (1998), el cual, ante la petición de su amigo y alter ego Ramón Buenaventura, personaje de la novela, además de autor, explicita

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su pacto ambiguo con el lector: «Toda mi vida es mentira y además no me acuerdo».

El fenómeno de la autoficción se presta a dos explicaciones que en principio pueden parecer irreconciliables, pero que no lo son en absoluto. En fin, lo diré de manera interrogativa: 1) ¿es la autoficción una forma narrativa avanzada de hablar de sí mismo fuera de las constricciones de las autobiografías y de las memorias? o 2) ¿representa una manera de escapar, una vez más, al compromiso y al control del lector, refugiándose en la ficción, como un desconfiado lector autobiográfico podría barruntar? Ambas preguntas plantean, a manera de dilema, la interpretación de la autoficción, según se considere prioritaria la relación de ésta con la vertiente novelística o con la autobiográfica, pero es evidente que caben las dos opciones, que no son excluyentes, y ambas se mezclan en algunos relatos.

En estas cuestiones se cruzan dos problemas, que la autoficción vino a complicar si cabe más. Por una parte, encontramos la tradicional resistencia a la autobiografía en España, fruto de un cúmulo de causas religiosas y sociales, que hicieron del pudor o de la idiosincrasia nacional un subterfugio de la hipocresía y un recurso para reprimir o controlar la libre expresión del yo. Y por otra, uno de los lugares comunes de la crítica post-estructuralista, la crisis de la autobiografía, entendida como una doble desconfianza en el poder representativo del lenguaje y en la coherencia del sujeto. Sin embargo, estas razones posmodernas no son nada nuevo a pesar de su aparente novedad, pues los pactos autobiográficos de todos los tiempos, que se justifican por la mala memoria, la vejez o la falta de dominio del lenguaje, expresan la menguada disposición del autobiógrafo ante el desafío que supone contar la vida propia, es decir, ser sujeto y objeto a la vez. Sin embargo, a pesar de las dificultades, de las que se hacen eco los autobiógrafos pusilánimes, esto mismo no ha impedido a otros, más arriesgados y desafiantes, escribir magníficas autobiografías. Ambos aspectos, la resistencia a la autobiografía y la crisis de la misma, alimentan el crecimiento y los subterfugios de la autoficción, es decir, una evidencia de cómo ser muy moderno, incluso posmoderno, bebiendo en

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las fuentes más castizas y rancias de la ancestral tradición hispana, que ha impugnado por inmoral o narcisista la auscultación del propio yo.

La apariencia de autobiografía, similar al pacto autobiográfico, podría hacer pensar que algunas autoficciones son una nueva forma de relato autobiográfico. En realidad, la autoficción es consecuencia tanto del deseo de innovación o de juego, como de la utilización de la propia biografía para crear un relato de ficción, sin correr el riesgo que supone arrostrar el compromiso de veracidad. El creador y el novelista finiseculares sienten la necesidad o el deseo de hablar de sí o de utilizar los contenidos autobiográficos, pero dentro de un marco flexible y siempre con códigos y reglas de autobiografismo ‘a la carta’. Bajo la aceptación interesada del dictamen de que es imposible alcanzar la verdad de uno mismo, la autoficción da un rodeo, por las ‘mentiras’ como la única manera posible de llegar a la inasible verdad, que bajo el halo de la ficción se presenta de forma seductora y atractiva al distanciarse de las duras aristas de los hechos incontrovertibles. La imposibilidad de alcanzar la verdad o la ficcionalización de lo real son ideas compasivas y gratificantes, pues si bien calman y liberan de la ansiedad y la testarudez de los hechos, no están exentas de peligros ni de sembrar inquietudes, toda vez que conllevan el arrumbamiento de la frontera entre lo verdadero y lo soñado. Las distinciones básicas, como los puntos cardinales, son necesarias para no extraviarnos.

En un contexto tan complejo, la utilización del marchamo de ‘novela’ para estos relatos ambiguos obedece también a un doble deseo de experimentación y prestigio artístico, que los separa de la autobiografía y los acerca a la ficción. La clave humorística nos autoriza a decir que la autoficción resulta ser un producto de ingeniería literaria, un híbrido elaborado a partir de elementos autobiográficos y novelescos, a los que ya estamos acostumbrados en la biología. Lo repito. Creo que este fenómeno guarda relación sobre todo con las pretensiones colonizadoras que la novela ejerce sobre el suculento campo memorialístico, y su resultado conduce más a la distorsión de la esencia autobiográfica que al enfrentamiento de los desafíos de sinceridad personal y de ética pública que el género autobiográfico

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tiene abierto en las literaturas hispanas. Es por esta razón por la que comprendo la elección de aquellos escritores y lectores que, puestos ante la tesitura de la autoficción, prefieren escribir o leer verdaderas novelas, sin preocuparse del autor, o verdaderas autobiografías, en las que no tengan que preocuparse de la ficción.

LA ALFOMBRA ROJA DE LA NOVELA Sin embargo, todo lo expuesto hasta ahora no sería suficiente para que lo

autobiográfico se inclinase del lado de la ficción ni para que la tentación de la novela actuase con su gancho y atracción irresistibles. Lo que resulta decisivo, y lo que explica de verdad el auge de la autoficción, es –creo– la posición acomodada de la novela en la zona residencial y financiera de la literatura, es decir, en el mundo del dinero y del prestigio, mientras la autobiografía se encuentra en su banlieu, en su marginada periferia, sin el glamour de aquélla y con las incomodidades de sus muchas reglas y escasos beneficios. Puestas así las cosas, se comprende que el autobiógrafo quiera pasearse por la alfombra roja de la novela con todos los focos iluminándole. Al fin y al cabo en las afueras del poder literario hace mucho frío. En estas circunstancias, la autoficción es un lugar de refugio muy comprensible y acogedor para los novelistas autobiográficos, sin las obligaciones que impone el ejercicio de la autobiografía declarada. El recurso a la novela para hablar de sí mismo y darle las vueltas al yo a través de dispositivos ficcionalizadores tienen mucho de claudicación, comprensible y humana, ante una propuesta tan tentadora. Es ésta sobre todo una tentación, digamos, mercantil, que se justifica por un prejuicio literario, que prestigia la invención, rechaza la autobiografía y, al mismo tiempo, valora la utilización solapada de lo autobiográfico.

A esta tentación pocos escritores se resisten, a pesar de que sea la suya una novela de fuerte impronta autobiográfica, o quizá por eso mismo, pues, con escasas excepciones, los escritores actuales prefieren la forma de la novela autoficticia para expresar la pulsión autobiográfica, antes que la exigente y desagradecida autobiografía que no consuela económica ni literariamente de tantos disgustos y molestias. No es sólo una cuestión de dinero o de prestigio, que

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también, sino una cuestión de encogimiento para no hacer frente a la verdad con la decisión que exige la autobiografía.

La obra de Umbral es un buen ejemplo de este forcejeo entre la búsqueda de la verdad a cara descubierta y el retroceso patético ante ésta. Fue Umbral un escritor obsesionado con la observación minuciosa de su propio yo, que parecía no querer o no poder salir de su único tema: él mismo. Su obra aborda este mismo asunto de manera proliferante y perpetua, los numerosos libros dan vueltas y más vueltas en torno a su personalidad y sus trasfiguraciones íntimas. Pero en el prólogo a uno de sus libros seminales, Los males sagrados, dejó dicho contradictoriamente que la autobiografía daba sólo para cuarenta folios. Su obra, que tantas veces se ha relacionado con la transición española a la democracia, como símbolo de la entonces recién conquistada libertad, es un exponente de no saber qué hacer con esa libertad a la hora de rememorar el pasado personal, pues emborrona calculadamente todo lo que se refiere a su genealogía familiar. El escritor madrileño ha hecho del estilo una mixtificación de esa libertad y lo ha convertido en una fuerza autónoma: «la escritura es el río que nos lleva», ha escrito en alguna ocasión. La perseguida conquista de un estilo es el logro alcanzado, a cambio del cual se renuncia al verdadero relato autobiográfico. A lo largo de su extensa obra parece que Umbral se refugia en la fronda del estilo para no afrontar el nudo sin desatar de su vida y de su obra16.

¿Puede un autor de novelas hacer de su vida lo que quiera? Es decir, ¿puede mixtificar, mitificar o mentir? Por supuesto, faltaría más. ¿Qué ley literaria podría impedírselo? Pero, ¿qué pasa cuando el autor en cuestión insiste en los mismos pasajes y aspectos de su biografía en diferentes novelas, sin llegar nunca a esclarecerlos? Sin duda está en su derecho, pero defrauda al lector, al cual se le convoca una y otra vez, mediante una identificación autobiográfica y bajo una supuesta universalidad de la propuesta, al mismo escamoteo de lo real y a igual frustración. La superposición de versiones divergentes crea una mitología

16 Cfr. Manuel Alberca. «Umbral en su elipse barroca». Boletín de la Unidad de Estudios Biográficos, 4, 1999, Universidad de Barcelona, pp. 21-35.

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frondosa, impenetrable para el lector, a quien se le oculta la verdadera biografía. A éste sólo el conocimiento de la vida real del autor le devolvería el único referente con el que cotejar y contrastar esas versiones contrarias superpuestas. Aunque no tiene sentido tildar de mentirosa una novela, cuando el autor figura como personaje con su nombre propio además, el lector deberá enfrentarse a una serie de conjeturas y de cotejos a través de los cuales realiza una inevitable contraposición extratextual de la novela17.

En fin, no se me entienda mal: al novelista le asiste todo el derecho del mundo a contar el relato de su vida como más le plazca, pero, ¿qué necesidad tiene de mixtificar o camuflar el relato de su propia vida? Si desea contar de verdad algo interesante, si le merece la pena comunicarlo a los otros a pesar de las limitaciones del lenguaje y de la memoria, debería enfrentarse a éstas y aceptar el desafío de contar su verdad, pues como señala Christophe Donner, de manera un poco lapidaria, pero no menos cierta: «Lo real es lo que el arte debe saber»18.

¿INTROSPECCIÓN O AUTOCOMPLACENCIA? Mucho se ha hablado del carácter narcisista y ególatra de los autobiógrafos y

poco, creo, de su actitud arriesgada y generosa. Exponerse al público, sin máscaras ficticias ni difuminados líricos, es un acto mal entendido en España, donde quedan todavía bastantes reflejos inquisitoriales o dictatoriales en el comienzo del siglo XXI. Los escritores y críticos literarios españoles no aprecian por lo general el servicio inestimable que algunos autobiógrafos rinden a la higiene mental del país, al aceptar libremente el desafío de escribirse ante los demás y de compartir aquello que les singulariza y les constituye íntimamente. En cambio, los lectores valoran la autenticidad del acto autobiográfico, pues les permite asomarse sin voyeurismo ni morbo a tantas e intensas vidas. No cabe duda que este ejercicio intimida, porque se trata de poner sobre la mesa la verdad de los secretos. Salir a la escena, para mostrarse tal como se ve o se imagina ser, puede amedrentar al autobiógrafo que,

17 Cfr. Anna Caballé. Francisco Umbral. El frío de una vida. Madrid: Espasa / Biografías, 2004. 18 Christophe Donner. Contre l’imagination. París: Fayard, 1998, p. 13 («Le réel est ce que l’art doit savoir»).

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consciente de los riesgos, esquiva el compromiso de manera banal y temerosa o, por el contrario, le hace frente. Por esto considero la autobiografía un género literario caracterizado por plantear unos desafíos específicos, diferentes a los de otros géneros pero igual de exigentes. El autobiógrafo que decide escribir su vida sabe o debe saber que ese acto le va a poner a prueba frente al pasado, frente a los demás y frente a sí mismo.

La autobiografía española, más abundante de lo que decía el tópico y muy incrementada a partir del año 1975, ha estado en contadas ocasiones a la altura de lo que cabe esperar del género. No es cuestión de cantidad sino de calidad, y para entender esto basta compararla con la de otros países europeos. Quizá ha faltado tradición, continuidad y modelos autobiográficos modernos, y ha sobrado hipocresía, pudor y falta de riesgo. Los autobiógrafos españoles han afrontado pocas veces los desafíos personales, colectivos y literarios implícitos del género, o lo han hecho de manera superficial, porque afrontarlos entraña siempre la revelación, sin disfraces novelescos ni distanciadas voces poéticas, de una verdad desconocida, secreta, nunca dicha antes.

Esto no significa ignorar la dificultad de escribir la vida, en la que muchos autobiógrafos se refugian para no aceptar dicho desafío. El autobiógrafo consciente reconoce los escollos del acto autobiográfico, pero los peligros no lo detienen. Porque, seamos honrados, ¿qué autor o lector, por ingenuo que sea, desconoce las trampas o límites de la memoria? ¿Quién ignora que narrar la vida propia consiste en ser juez y parte? ¿O que escribir memorias exige hacer una síntesis, es decir, ordenar, adornar y seleccionar de acuerdo con unas estrategias artísticas o personales? Por supuesto que al autobiógrafo actual no le merecen ya la misma confianza algunas concepciones y valores que conformaron el género en el pasado, como la espontaneidad de la escritura, la fidelidad de la memoria, la creencia en la unidad del yo o la validez del lenguaje como instrumento fiable de conocimiento o de recuperación del pasado. En realidad, estos obstáculos ni son nuevos ni se desconocían antes, pues un lugar común de los pactos autobiográficos modernos consiste en confesar la dificultad de contar la propia vida y, sin embargo,

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no renunciar a escribirla. Y así es, pues se siguen escribiendo textos autobiográficos y sus lectores aumentan. En resumen, la persona que, en estos tiempos de recelo, se pone a la tarea de escribir su vida hace una apuesta por contar y afrontar la verdad (toda la verdad de la que los humanos somos capaces), lo más fielmente que le permite su memoria. O al menos corre el riesgo de buscarla.

Pasada la urgencia de recuperar la memoria personal e histórica, silenciada durante la Dictadura, como fue el caso de los que perdieron la guerra y de los que sufrieron sus consecuencias durante la larga noche de la posguerra, y superada también su versión más oportunista o escandalosa, la autobiografía española de las dos últimas décadas conoce un cambio cualitativo en la oferta y la demanda con respecto a la de años anteriores, resultado de la escritura y la lectura normalizadas de éstas. En mi opinión, la producción autobiográfica de los últimos años representa la consolidación moderna del género entre nosotros. Aunque a partir de 1975 se produjo una eclosión editorial de memorias, no se llegó a establecer un modelo nuevo de confesión, más bien se repitieron los caminos más adocenados. De aquel tiempo, sin embargo, sobresalen tres obras: las memorias de Barral, Años de penitencia (1975) y Los años sin excusa (1977), la de Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez (1977) y Coto vedado (1985), de Juan Goytisolo, que presentan, cada una en su estilo, perfiles desconocidos en España hasta entonces. Ahora, a pesar de la escasa distancia histórica, parece evidente que los tres abrieron nuevos caminos y cauces literarios a la escritura de la memoria.

COLOFÓN Para terminar, volvamos a los orígenes de la autobiografía. Narciso nos guía.

Conocidas son de sobra su historia y nefastas consecuencias. El joven se inclinaba sobre el reflejo plateado del agua con obsesiva insistencia para contemplar absorto la belleza de su propio rostro. Al parecer su mirada embelesada ignoraba los riesgos de conocerse a sí mismo o de asomarse a su interior. Aunque con frecuencia el adivino Tiresias le advertía del peligro, no hizo caso. Según unas versiones, un día se acercó tanto al agua para acariciar su propia imagen, que se

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ahogó. Según otras, se quedó estático, fijo en su reflejo hasta que Eco se compadeció de él y le proporcionó un puñal benéfico. En cualquier caso quedó paralizado, murió. De acuerdo con la leyenda, al caer al suelo una gota de sangre de Narciso, nació, justo en ese momento, la flor blanca de corola roja, cuyo característico perfume narcotizante le permite simbolizar de manera coherente tanto el sueño de la muerte como el adormecimiento del espíritu. En su plural y rica significación, el mito advierte tanto de los peligros del amor propio (amor a sí mismo), como el necesario autoconocimiento.

Señala Gaston Bachelard que el ensimismamiento del narcisista no es por fuerza neurótico, porque el narcisismo puede jugar también un papel positivo en la perfección del sujeto. A juicio de Bachelard, la sublimación no es siempre la negación de un deseo ni una amputación de los instintos, sino el sacrificio para la conquista de un ideal19. Por eso el narcisista no es reprobable en sí mismo, sino por la imposibilidad que demuestra de relacionarse con el mundo en determinadas circunstancias, como si lo real pudiese ser aprendido sólo a través de las imágenes del yo. Uno de los peligros de simplificación que amenaza al autobiógrafo es sin duda el de contemplarse a sí mismo de manera aislada y ensimismada y, en consecuencia, falsa. Sería, por tanto, esa forma de contemplación la que le impediría reconocer la distancia entre el sujeto real y el idealizado, y le acarrearía el error y el engaño de sí mismo y a veces también de los demás. A pesar de esta limitación, si la autobiografía pudiera ser resumida en una frase, ésta sería sin duda la que Narciso pronuncia cuando se contempla en el reflejo del estanque: Iste ego sum. La determinación del autobiógrafo para darse a conocer y presentarse a los demás, tal como cree ser, a veces de manera ingenua, a veces de forma arriesgada, identifica su compromiso. Por mucho que se esconda o se confunda el autobiógrafo declarado (el que anuncia y se compromete explicitando su intención autobiográfica) termina por definirse o retratarse, incluso con sus equivocaciones y mentiras. 19 L’eau et les rêves. París, 1924.

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Por el contrario, el escritor de autoficciones no pretende ni quiere llegar a ninguna imagen definitiva que le comprometa más allá del espejo de papel en el que se refleja. La falta de compromiso autobiográfico y de exigencia consigo mismo le permite hacer como si desconociese la diferencia entre lo que es y lo que no es, para inventarse con total libertad un personaje novelesco. Aunque el autor conozca sus límites, el lector queda muchas veces fuera de ese banquete. Ligero y amable consigo mismo, descomprometido con los demás y la realidad, se fabrica un mito a su medida. Por eso, en sintonía con el discurso posmoderno y con su doxa imperante, que avala un individualismo a la carta y un ludismo sin riesgo, el escritor de autoficciones se define de manera engañosamente transparente, pero en realidad ambigua, dubitativa y escondida: ¡Éste (no) soy yo?

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que se identifique adecuadamente su fuente, consignando la referencia bibliográfica completa:

ALBERCA, Manuel. «Es peligroso asomarse (al interior). Autobiografía vs. Autoficción». Rapsoda. Revista de

Literatura nº 1, 2009, pp. 1-24. <http://www.ucm.es/info/rapsoda/num1/studia/alberca.pdf>. Día,

mes y año de la consulta.

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